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Introducción.

A veces me preguntan: “Maestro, para conocer bien el pensamiento de X filósofo, ¿qué otro
filósofo o filósofos debería conocer?” Pues, si el filósofo que te interesa escribió su obra en los
últimos 180 años, entonces la respuesta es clara y definitiva: hay que conocer a Hegel.

El marxismo, la fenomenología, el existencialismo, el pragmatismo, la teoría crítica, y el


pensamiento posmoderno, todas estas corrientes encuentran sus raíces en el pensamiento de
Hegel, o bien como un desarrollo de sus ideas o, lo que es más común, como una reacción
contras las mismas. Hoy en día, que te digan “hegeliano” es un insulto. Sin embargo, como todo
niño sabe, cuando tus papás dicen que X ó Y es malo, lo más probable es que es bueno, o al
menos interesante. Les aseguro que Hegel es así, y que vale la pena leerlo no sólo para que
tengas la clave maestra para descifrar discusiones contemporáneas, sino principalmente por sus
propias ideas; no como medio, sino como fin. Y aún cuando, al cabo de tus lecturas de Hegel, no
estás de acuerdo con ellas, con lo que dice sobre el espíritu, lo absoluto, su metafísica idealista,
la dialéctica, la racionalidad y el concepto, o sea, si terminas peleado con Hegel, habrás al menos
aprendido algo muy valioso, a saber, cómo pensar. No me refiero a algún método o pasos a
seguir, sino a la experiencia de pensar. Hegel te obliga a sembrar lo que vas a comer, a
cultivarlo, a cosecharlo y a cocinarlo tú mismo. Aunque no sea de tu agrado el plato que resulte,
habrás adquirido al menos una habilidad muy valiosa. ¡Hegel te enseña a pescar!

Si has visto alguna imagen de Hegel, lo más probable es que haya sido ésta. Se pintó en 1831, el
año en que murió a la edad de 61 años. La mirada es bastante intimidante ¿no?, cosa que refleja,
quizá, lo que había logrado. A estas alturas de la vida, Hegel había alcanzado la cima del mundo
académico y filosófico. Era catedrático de la Universidad de Berlín y ya había sido rector de la
misma. El único filósofo que podía competir con él era Schopenhauer, pero once años atrás
Hegel lo había puesto en su lugar cuando la gran mayoría de los alumnos fueron a su seminario
en vez de al que ofrecía Schopenhauer en el mismo horario. Con la publicación de la
Fenomenología del espíritu, la Ciencia de la lógica, la Enciclopedia de las ciencias filosóficas y
Elementos de la filosofía del derecho y muchos cursos dados sobre la filosofía de la historia, de
la estética, y de la religión que tiempo después se publicarían con base en los apuntes de sus
alumnos, Hegel, el filósofo del Absoluto, observaba todo en sus últimos años desde el olimpo,
viendo en la realidad la confirmación del imponente sistema científico que había erigido y
consolidado.

Ese Hegel no lo vamos a conocer aquí, sino uno mucho más joven, el Hegel de 1806, de apenas
36 años de edad. Ese año escribió la Fenomenología del espíritu. Al mismo tiempo, su
compatriota, Beethoven, estaba componiendo su famosa quinta sinfonía. Más que un libro de
filosofía con argumentos y conclusiones, la Fenomenología terminó siendo una especie de sinfonía,
una vertiginosa composición conceptual que capta y da expresión al Geist de su época, a las formas
dialécticas en las que el espíritu se desarrolla y se desenvuelve en sus variadísimas manifestaciones.
La verdad, es un libro muy interesante e importante y sé que tienes ganas de leerlo y entenderlo a
profundidad para que tú también puedas portar la misma mirada intimidante que Hegel, pero abres el
libro en el primer capítulo, lees dos o tres párrafos y te espantas. ¿Qué diablos está diciendo? Cada
párrafo del libro es como un árbol y cada oración una de sus ramas. Muchas veces, especialmente con
libros de esta envergadura, conviene primero alejarse lo suficiente para ver el bosque antes que los
árboles que lo componen, ver algo de su forma y estructura, para que luego uno pueda navegar mejor
estando dentro.

Acabo de comparar la Fenomenología del espíritu con una sinfonía, pero mejor aun sería con
una novela. En la época de Hegel, un género literario popular era lo que se llamaba
Bildungsroman. “Roman” significa novela, y “Bildung” significa una combinación de educación,
desarrollo y formación. En novelas de este tipo, el protagonista parte con una perspectiva
limitada que es puesta a prueba y transformada en el curso de una variedad de experiencias,
terminando al final de la novela con una personalidad más amplia e integrada. Las lecciones de
la vida le han impartido cierta sabiduría.

El protagonista de la Fenomenología del espíritu es la consciencia y el drama consiste en su


educación, elevándola poco a poco de una perspectiva muy limitada que Hegel llama la certeza
sensible, al nivel de una ciencia, el saber absoluto.

Imagínate un Hegel recién nacido, el limitado alcance y comprensión del entorno con el que su
consciencia contaba, y cómo la misma iba desarrollándose y transformándose en función de las
experiencias de vida que Hegel tuvo hasta llegar a su madurez, a ese imponente retrato que
manifiesta una racionalidad amplia e íntegra. El drama que cuenta Hegel en su libro
concierne no simplemente a la consciencia o espíritu de un solo individuo, sino a la de
sociedades, civilizaciones y a fin de cuentas a la de la humanidad como tal.

Como veremos, la experiencia que atraviesa la consciencia o Geist es medular. De hecho, el


título original del libro y el que salió en la primera edición antes de que Hegel lo cambiara al
actual, fue “La ciencia de la experiencia de la consciencia”. En el alemán, “experiencia” es
“Erfahrung”, en lo cual vemos el verbo “fahren” que significa “viajar”. La experiencia de la
consciencia es entonces un viaje, un viaje que no es simplemente un desplazamiento pasivo de
un punto A a una punto B, sino una transformación activa y de hecho un ascenso. Hegel
describe su libro como una escalera que ayuda a la consciencia a ascender de la inmediatez de
la sensación al punto de vista propiamente filosófico, la filosofía como ciencia. En el
Banquete, Platón utiliza también la metáfora de la escalera. Ahí, Diotima le enseña a Sócrates a
pasar de casos sensibles de belleza a la idea inteligible y eterna de la misma. Vemos en este
maravilloso diálogo, el ascenso del eros de Sócrates de lo mundano a lo divino.

Es bonita la metáfora de la escalera y la comparación con el Banquete, pero engañosa a la vez.


Puede ser cansador subir una escalera, pero no angustiante. Sin embargo, así es el camino de la
Fenomenología, por lo que una metáfora más apta sería quizá un laberinto. A lo largo de la
lectura, veremos a la consciencia dando vuelta tras vuelta, buscando salir de una situación sólo
para encontrar un bloqueo realizado por un nuevo muro. ¿Cómo salir? De hecho, en la
Introducción, Hegel dice que el camino que va a atravesar es un “camino de la
desesperación”. Además, pareciera que llegando al final del texto, o sea, al final de la escalera o
del laberinto, ya estás en la tierra prometida de leche y miel. Tampoco es el caso.

Hegel concebía la Fenomenología como un primer paso, no más la introducción a su sistema


propiamente hablando. Si vemos su texto como un Bildungsroman cuya finalidad es educar a la
consciencia, hay que tener en cuenta que semejante transformación pasa primero por una vía
negativa para llegar luego a la vía positiva. La Fenomenología del espíritu es el lado
negativo de esta educación, y el siguiente libro que escribió, la Ciencia de la lógica, la vía
positiva. Me explico.

Una de las afirmaciones más citadas de la obra de Hegel es: “Lo que es racional es real, y lo que
es real es racional”. Si la realidad es racional, entonces tiene una estructura conceptual que uno
puede expresar o reflejar en los propios conceptos que utiliza, al experimentar esa realidad.
Volviendo a lo que dijimos sobre el desarrollo de una vida desde la infancia hasta la vejez, los
infantes no manejan concepto alguno. Lloran y gritan porque, al carecer de conceptos, no
pueden encontrar satisfacción plena en un mundo esencialmente racional. Con el paso del
tiempo, uno aprende a manejar ciertos conceptos básicos, o categorías, como el ser, causa y
efecto, la fuerza, etc. Gracias a ello, uno encuentra mayor grado de satisfacción en su
experiencia, pero sólo hasta cierto punto.

¿Alguna vez has hablado con alguien que sostiene una posición contraria a la tuya? ¡Claro!
Estos choques y confrontaciones, sean su tema: metafísico, epistemológico, político, ético o
religioso, forman el tejido de la experiencia humana, desde los individuos hasta las
sociedades y las civilizaciones.

En todos estos debates, los conceptos que empleamos forman una red que constituye una
metafísica implícita. Dice Hegel: “Todo nuestro conocimiento está entrelazado y regido por tal
metafísica; ella es la red que mantiene unida toda la materia concreta que nos ocupa en nuestra
actividad. Pero esta red y sus nudos está hundida en nuestra conciencia ordinaria bajo
numerosos niveles de cosas, es decir, bajo nuestros intereses y los objetos que tenemos ante la
consciencia. Los hilos universales de la red no han sido puestos de relieve y convertidos por sí
en objetos de nuestra reflexión”. Podemos visualizar lo que Hegel dice aquí de la siguiente
manera. La metafísica que rige nuestro conocimiento y que nos hace ver y experimentar la
realidad de cierta forma, es decir, esta red de conceptos básicos, es como la musculatura de un
cuerpo. No vemos ni sentimos esta musculatura, pero es lo que posibilita nuestro movimiento.

Guarda de momento esta metáfora de la musculatura y volvamos a la experiencia de


confrontación con puntos de vista contrarios al tuyo. Hace falta una educación de la consciencia
porque claramente no estamos experimentando el mundo como una totalidad racional, sino
como fragmentada. ¿Por qué pasa esto? El problema estriba en los conceptos que utiliza. El
problema no son los conceptos en sí, sino que el verlos como aislados y discretos, opuestos a
otros conceptos y suficientes en sí mismos. La idea es que si la consciencia busca orden y
estabilidad en el mundo, le parece natural que ciertos conceptos permitirán la comprensión de
ese orden y no otros. O algo está caliente o está frío; o es alto o es bajo. Es una mentalidad de “o
esto o aquél”. Estos binarios conceptuales de caliente/frío, alto/bajo tienen un alcance muy
limitado en nuestro pensamiento; se aplican a pocas cosas. Un binario conceptual de mucho
mayor alcance, uno que para Hegel está a la base de casi todos los debates de la tradición
filosófica, es aquél de la universalidad y la individualidad. Los debates entre los platonistas y
los nominalistas, entre los racionalistas y los empiristas, o entre los kantianos y los utilitaristas,
surgen porque un lado pone énfasis en el aspecto universal del fenómeno y el otro en el aspecto
individual.

Al pensar de esta forma, estamos empleando lo que Hegel llama el Entendimiento, para el cual los
conceptos son lo que llama “determinaciones finitas”, es decir, abstracciones que se hacen de una
realidad más compleja y fluida. Al aplicar estos conceptos nítidos y acotados a la realidad, no
extraña que captan solo un aspecto de ella. En todo caso, la consciencia se enfrenta con la realidad
con optimismo, confiada en sus certezas conceptuales. Pero dada su finitud y parcialidad,
inevitablemente van a presentarse problemas que no puede resolver con esos conceptos. La solución
del problema implicará la transformación dialéctica del concepto en su opuesto, cosa que da un
golpe duro a la confianza que tiene en sus divisiones conceptuales. La consciencia encuentra, a su
vez, que el concepto opuesto es igual de parcial y limitado, y esto induce un escepticismo con
respecto a la posibilidad de conocer el mundo conceptual o racionalmente. Sin embargo, la
consciencia eventualmente encuentra una salida al captar una unidad en la oposición. La oposición
es transcendida en una mediación dialéctica que genera un nuevo concepto que conserva los
primeros dos, en un punto de vista en el que se unen. Lo que estoy describiendo aquí es la famosa
fórmula de tesis-antitesis-síntesis. El problema es que es mucho más complejo que esa simple
fórmula. Lo que quiero enfatizar en esta dialéctica hegeliana, que más adelante veremos con mucho
detalle, es el golpe a la consciencia. Este golpe es lo que vemos página tras página en la
Fenomenología del espíritu y es por eso que Hegel lo llama el camino de la desesperación. Lo
que Hegel pretende en su famoso texto es agotar a la consciencia, hacer que vea a sus
conceptos llegando a su límite y transformarse en su opuesto, una y otra vez. Y así hasta
darse cuenta que sus divisiones conceptuales quedan cortas.

Lo que Hegel está poniendo al descubierto en todo este ejercicio es precisamente la


articulación de la red de conceptos o categorías que está hundida en la consciencia, esa red
que comparamos hace poco con la musculatura del cuerpo.

En la experiencia normal, no nos damos cuenta de los músculos y su actividad de mover el


cuerpo. Pero cuando vamos al gimnasio y los ejercitamos, al día siguiente se sienten de
sobremanera, porque están doloridos. Nos damos cuenta de músculos que ni siquiera sabíamos
que teníamos. En efecto, se podría decir que la Fenomenología es un gimnasio para el espíritu, y
Hegel el entrenador. Lo que nos muestra es la importancia de pensar dialécticamente, es decir,
no la oposición de conceptos sino su mediación o combinación, y muestra los problemas y
dificultades que enfrenta la consciencia cuando no piensa de esta manera. Como comenté,
este camino de la desesperación o la vía negativa es sólo un propedéutico, una introducción al
sistema propio, el lado positivo de este proceso educativo que se da propiamente en la Ciencia de
la lógica. Ahí, las mismas categorías del pensamiento se convierten en objetos de la reflexión.

Bueno, pues ése es el panorama del bosque, por así decirlo, de la Fenomenología. Espero que
con ello nuestro examen de los árboles sea más provechoso. Pero antes de pasar a ello, vamos a
echar un vistazo al panorama cultural, político y filosófico al que la Fenomenología responde y
del que es una expresión. Otra famosa cita de Hegel es que la filosofía es su tiempo o época
expresado en pensamientos. En lo cultural, lo político y lo filosófico, su época fue muy
interesante, y al expresarse en este gran libro, veremos que la Fenomenología es no sólo un
ejercicio conceptual, como he descrito hasta ahora, sino un gran comentario sobre la vida del ser
humano en todas su facetas, una fascinante biografía del espíritu que es tan relevante hoy en día
que hace 200 años.

¿Alguna vez has tenido una experiencia que intentaste expresar en un poema? Si es así, entonces
has tenido la experiencia de hacer en miniatura lo que Hegel hizo a lo grande en la
Fenomenología del espíritu, con la gran diferencia de que la experiencia que expresa fue la de
toda una época, y que la expresa no con metáforas poéticas, sino con conceptos filosóficos. Esto
es lo que comentamos al final del último vídeo, que la filosofía para Hegel es su época
comprendida en pensamientos. Al conocer los grandes contornos políticos, culturales y
filosóficos de su época, podremos leer la Fenomenología con mucho más provecho.
Hegel y su época.

Hegel nació en un mundo muy distinto al nuestro. De hecho, aunque lo conocemos como un
filósofo alemán, no nació en Alemania. Alemania no existía en 1770. Hegel nació en el Ducado
de Wurtemberg, que era parte del Sacro Imperio Romano Germánico, el cual se inició en el año
800 con Carlo Magno y terminó casi mil años después en el año 1806, justo cuando Hegel estaba
terminando de escribir su gran libro. El Sacro Imperio Romano suena impresionante, pero como
decía Voltaire, no era ni sacro, ni un imperio, ni romano. A la altura del siglo XVIII, era una
colección fragmentada de más de 200 pequeños principados, cada uno regido por algún duque o
conde tiránico con mentalidad mezquina y con una cultura y perspectiva generalmente medieval
o feudal. La devastación de la Guerra de los Treinta Años, librado el siglo anterior, seguía
impactando la economía de la región, y en general había un aire de pesimismo y estancamiento.

Este funesto escenario sólo se acentuaba al ver al otro lado de la frontera a Francia. El siglo
XVIII, el Siglo de las Luces, pertenecía en buena parte a los franceses. Sus célebres filósofos
Voltaire, Diderot, Rousseau y otros planteaban los ideales que hoy en día tomamos de sentado: la
libertad, la tolerancia, el progreso, el gobierno constitucional y la separación Iglesia-Estado,
entre otros. A diferencia de muchas ideas, éstas no se quedaron como castillos en el aire, sino que
se dieron, o más bien nacieron, en la Revolución Francesa de 1789. Hegel, de apenas 19 años,
estaba en este momento en la Universidad de Tübingen. Él y sus amigos Hölderlin y Schelling
veían los sucesos de la revolución con gran entusiasmo, como el amanecer de un nuevo mundo
que esperaban fervientemente llegara a sus tierras. Mientras tanto, siguió el Sacro Imperio, pero
sólo unos 17 años más. Con sus propios ojos, Hegel vio el instrumento de su disolución:
Napoleón Bonaparte. En este momento, 1806, Hegel vivía en la ciudad de Jena donde daba
clases en la universidad. Napoleón, ahora emperador, en su campaña para dominar a Europa,
entabló combate con tropas prusianos en las afueras de Jena. Un día antes de la batalla, el 13 de
octubre, entró a la ciudad. En una carta que escribió a un amigo, Hegel dijo: “He visto al
emperador - esta alma del mundo - cabalgar por la ciudad en su visita de reconocimiento. Suscita
en verdad un sentimiento maravilloso la vista de tal individuo, quien, concentrado aquí en este
punto, montado a caballo, abarca al mundo y lo domina”. Es casi de película el escenario - Hegel
terminando su libro sobre el espíritu de su época, y la aparición de esta alma del mundo, casi
como si fuera una expresión visual del drama que Hegel cuenta.
En el mundo en el que Hegel crecía, el hombre siempre había sido determinado por su clase
social, por la religión y por antiguas costumbres y tradiciones. Y de repente llega Napoleón el
libertador para echar todo abajo y hacer efectivas las promesas de la revolución de la libertad,
igualdad y fraternidad. Por fin la modernidad y la promesa de un mundo pacífico y próspero
había llegado al mundo germánico. Obviamente, Napoleón no fue un benefactor desinteresado
de la humanidad, sino que tenía una profunda sed de poder. Era el emperador de Francia y quería
serlo de toda Europa, por lo que la consolidación de los principados germánicos bajo su mando
no era más que una estrategia para hacer frente a los poderes de Prusia y Austria. No obstante, su
victoria en Jena constituyó un parte aguas histórico que transformaría profundamente a la cultura
alemana.

¿Alguna vez has conocido a un alemán que tuviera una complejo de inferioridad? ¡Yo tampoco!
La economía alemana, su cultura académica, el estado de derecho del que gozan, es la envidia
del mundo. Sin embargo, en el siglo XVIII los alemanes pasaban por una fuerte crisis de
identidad. Su lugar en el mundo, su misión cultural, no estaba ni remotamente tan claros como el
de los franceses y los ingleses. Robert Solomon ha dicho que los franceses no tenían necesidad
de un libro como la Fenomenología del espíritu, ¡porque ellos tenían a Napoleón!. Esta
afirmación ilustra bien las diferencias entre los dos países. La identidad francesa se basaba en la
política y en la acción; la consigna era el cambio y la revolución, con la mirada dirigida hacia el
futuro. La mentalidad alemana, en cambio, estaba impregnada del pasado y de su legado cultural.
El pasado teutónico, el ethos del guerrero, la sombra del bosque, lo gótico y lo misterioso es lo
que figuraba en su perspectiva, a diferencia de la imagen ilustrada, liberal y urbana de los
franceses. No es que los alemanes no tuviera una identidad, sino que era insular; se arropaban en
su pasado con el afán no de cambiarlo en su presente sino de redimirlo. El punto es que esto no
servía de modelo para nadie, menos para los alemanes. El mundo respetaba a los franceses y a
los ingleses porque su discurso ilustrado se extendía más allá de las fronteras nacionales y
culturales. Hablaba del hombre en tanto hombre. La cultura alemana, no.

Aunque los alemanes no tenían a un Napoleón, contaban con el filósofo más famoso del siglo
XVIII, uno de sus compatriotas, Immanuel Kant. El detalle es que él no compartía para nada esta
mentalidad alemana que he descrito, sino todo el contrario. Mucho más que Voltaire o Diderot,
Kant era la voz filosófica de mayor peso en el contexto de la Ilustración. En sus célebres críticas,
defendió el uso individual de la razón frente a la autoridad religiosa y política y concibió la
acción humana como radicalmente libre de toda determinación externa. Por revolucionarias y
llamativas que fueran las ideas de Kant, el sujeto que describía era demasiado abstracto,
un agente que, por libre y racional que fuera, estaba aislado de otros y de su propia sociedad y
cultura, casi como un autómata. Su planteamiento prescindía de la experiencia emocional y
social del ser humano, lo cual chocaba demasiado con la sensibilidad alemana que hemos
descrito. En vez de una consolidación tras la bandera de Kant y unión con los franceses y su
programa político, surgió a finales del siglo XVIII un movimiento que se oponía a estas ideas y
que dio expresión a las preocupaciones de los alemanes: el romanticismo.

Décadas después, Karl Marx diría que todo lo sólido se desvanece en el aire, pero ahora en el
siglo XVIII, con el avance de la revolución científica y los ideales de la Ilustración, le gente
empezaba a sentirse enajenada de su entorno socio-cultural y físico. La religión, que antes
informaba y dirigía todo aspecto de la vida de uno, competía ahora con estas nuevas fuerzas, lo
cual tenía el efecto de fragmentar la experiencia humana. El romanticismo rechazaba estas
fuerzas, principalmente la de la razón. En vez de la razón, enfatizaban la pasión. Sustituían el
entendimiento y los conceptos por la imaginación y las emociones, las cuales se expresaban
en un lenguaje no filosófico o científico, sino poético. El lema de Kant era “Sapere aude”
“atrévete a saber”, o sea, llamaba a que cada quien usara su razón para alcanzar ideas y verdades
cosmopolitas, aplicables a la humanidad como tal. En vez de esta democratización del pensar y
la abstracción de la humanidad que implicaba, los Románticos elevaba el papel del genio que a
través de la intuición artística expresaba la interioridad mística del Volk, es decir, del pueblo. Así,
los Románticos hacían énfasis en lo estético en vez de lo político y, apoyándose irónicamente
en la tercera Crítica de Kant, entendía su meta última como la de alcanzar el infinito en una
experiencia de lo sublime.

En todo esto, los Románticos tenían un precedente histórico muy importante que en buena
medida les servía de modelo: Grecia Antigua. Siendo nosotros filósofos, tendemos a ver a los
antiguos griegos en términos de Platón y Sócrates y su uso de la razón y el universalismo que
implicaba, lo cual servía de base para compararlos con la razón ilustrada que los franceses
promulgaban. Sin embargo, su cultura era mucho más que eso. Lograban forjar una unidad
cultural en la que figuraba el arte, la religión, la política y la filosofía en un todo no tanto
racional y universal, sino bello y espiritual. Lo que lograban era una expresión de la
totalidad de la experiencia humana, no sólo la parte racional, y eso es lo que era tan llamativo
para los alemanes en general, y para Hegel en especial. Lo que el ejemplo de Grecia Antigua
posibilitaba era la idea de una comunidad unida no por la coerción política ni por el interés
económico, sino por un espíritu cultural, una cultura de arte y poesía que celebraba la libertad
del individuo y su unión con el mundo que le rodeaba.

Estas ideas del romanticismo hacen eco con la idea de Bildung que vimos en el primer vídeo, del
desarrollo de un individuo a través de una serie de experiencias para alcanzar una totalidad
armoniosa y unificada. El pensamiento de Kant y la Ilustración en general buscaban liberar
al hombre al volverlo autónomo, al desencadenarlo de supersticiones, tradiciones y
autoridades ajenas. Es por eso que ver a Napoleón conmovió tanto a Hegel. Al mismo tiempo,
reconocía algo de profundo valor en el espíritu poético expresado en el arte y la religión, la idea
de una fuerza espiritual que se manifestaba en todas las cosas y que las movía. Hegel estaba de
acuerdo con el impulso básico de la Ilustración, pero quería tener cuidado que al echar el agua
sucia de la tina que no se tirara el propio bebé. Bueno, con todo esto, tenemos una idea general
del contexto político y cultural de la Fenomenología del espíritu. Terminamos con una revisión
del contexto propiamente filosófico.
La Filosofía antes de Hegel.

Vamos a ver a tres filósofos: Kant (obviamente), Fichte, y Schelling. En el primer vídeo de mi
serie sobre la Crítica de la razón pura, hablo del proyecto general de Kant. Aquí sólo resumo lo
que dije ahí. Uno de los problemas básicos que Kant trata de resolver es la universalidad y
necesidad del conocimiento científico que Hume puso en tela de juicio con su análisis de la
causalidad. Para asegurar la validez de este conocimiento, Kant efectuó su famosa revolución
copernicana que dice que el conocimiento va en función no de nosotros conformándonos a
la naturaleza del objeto, sino del objeto conformándose a nuestra manera de saber. Las
facultades del conocer, a saber, la sensibilidad (que produce intuiciones) y el entendimiento
(cuyos conceptos se aplican al contenido de esas intuiciones) en efecto “formatean” los objetos
del conocimiento haciendo que sean universales y necesarios dado que todo sujeto cuenta con
el mismo aparato cognoscitivo. Para que esto sea el caso, nuestro conocimiento puede ser sólo
de fenómenos, o sea, de aquello que puede aparecer en una intuición. La sensibilidad que
produce la intuición es una facultad pasiva, es decir, no crea la intuición, sino que la recibe como
algo dado por la acción de algo en el mundo más allá del sujeto. En términos kantianos, este algo
es la cosa-en-sí- misma, el noúmeno. De eso no podemos tener conocimiento. Con esta
distinción básica entre fenómeno y noúmeno, Kant logró asegurar no sólo el conocimiento
científico, sino también la libertad humana. El empleo teórico de la razón se lleva a cabo en el
mundo fenoménico de la naturaleza, lo cual es un mundo de necesidad. El empleo práctico de la
misma se lleva a cabo en el mundo nouménico, libre precisamente de toda determinación externa
como las leyes de la naturaleza.

Bien, Fichte admiraba mucho la gran innovación de Kant y en lo general estaba de acuerdo con
su planteamiento idealista. Por cierto, antes de seguir, hablemos un poco del idealismo, dado
que todos estos filósofos son idealistas. Puede entenderse de dos formas: ontológica y
epistemológica. El idealismo ontológico sostiene que toda la realidad en su fondo es mental en
su naturaleza, llámese mente, espíritu, razón, voluntad. La versión epistemológica tiende a ser
dualista y, como en el caso de Kant, admite que parte de la realidad es material. Lo que sostiene
es que todo nuestro conocimiento de esa realidad es condicionado por nuestra forma de saber,
por las actividades formativas o creativas de la mente. Es por eso que dice que no podemos
saber la cosa-en-sí divorciada de toda relación con la mente y sus operaciones.
Esto último es muy problemático para Fichte. Si de lo que se trata en la filosofía es entender la
realidad de forma sistemática y completa, la cosa-en-si kantiana constituye un gran obstáculo. Para
remediarlo, Fichte se propuso derivar nuevamente el sistema kantiano pero sin el noúmeno. En
otras palabras, decidió fijarse no en el objeto, sino únicamente en el sujeto y la evidencia de su
experiencia, como implícitamente la revolución copernicana nos orienta a hacer. De hecho, su
problema con el noúmeno no es que constituya un problema para el conocimiento, sino más bien para
la moral. Si nuestra experiencia se explica por la acción de algo fuera de la misma, en la
naturaleza, entonces la causalidad universal que el mundo de la naturaleza encierra, determina
necesariamente al ser humano y niega su libertad.

Para Fichte, esta consecuencia del materialismo es moralmente repugnante; no puede permitirse.
Veamos su argumentación. Su punto de partida es lo que llama el yo. Para explicar la realidad de
una forma inmanente, es decir, que no salga de ese yo, dice Fichte hay que suponer tres principios. El
primero es que el yo se postula a sí mismo como algo existente. Esto es un acto espontáneo, es
decir, no está condicionado por ninguna otra cosa. Lo que nos distingue de los animales es la auto-
consciencia, y este acto de postulación, cómo lo llama Fichte, es la manera en que se cobra no
simplemente la consciencia, sino la consciencia de la consciencia, la auto-consciencia. El segundo
principio es la postulación de un no-yo, de aquello que sea otro o distinto del yo. Esta
postulación da un choque o ímpetu al yo, incitándolo a una actividad que consiste en un
constante e infinita interacción con el no-yo.

Antes de pasar al tercer principio, hay que tener claro que Fichte no habla aquí de tú o yo
creando físicamente los objetos de nuestra experiencia. Comparemos este yo de Fichte que se
auto-postula con el res cogitans de Descartes y “la unidad trascendental de apercepción” de
Kant. Ninguno de estos dos autores piensan en el yo como algo empírico, sino como algo puro o
inteligible. Para Descartes, es una cosa pensante, una cosa que es una sustancia. Kant sigue a
Descartes pero elimina la noción de sustancia. El yo para él es pura actividad espontánea, la de
aplicar conceptos a intuiciones. Pero no es un yo personal, el ego individual, sino más bien “la
consciencia en general” dice. Sin embargo, los distintos egos comparten esta consciencia
espontánea. En palabras más comunes, se podría decir que cada ser humano tiene su propia
mente, la cual es formalmente idéntica con las demás. Fichte lleva a su conclusión lógica el
razonamiento de sus dos predecesores. El gran salto que hace consiste en ver ese yo
trascendental como un solo yo, un Yo absoluto que es inmanente en todos nosotros. Sin yoes
particulares, este yo absoluto no puede manifestarse, sin embargo no es reducible a o
dependiente de ningún grupo particular de yoes. El yo absoluto es como los conceptos según
Charles Sanders Peirce los entiende. El concepto de “gato” por ejemplo es lo que llamaba un
“tipo” que se manifiesta por muchos “tokens”, o sea, cada impresión o enunciación de la palabra
“gato” en un escrito o en una conversación. Sin embargo, el concepto o tipo “gato” no puede
reducirse a cualquier cúmulo finito de sus tokens. Muchos son nominalistas con respecto a los
conceptos, es decir, los ven como meras conveniencias mentales, pero sin realidad ontológica.
Peirce cree en la realidad de los conceptos de la misma manera que Fichte cree en la realidad de
esta consciencia o espíritu o yo general que, quizá parecido a la pulsión freudiana, actúa o
habla por o a través de nosotros. De hecho, se puede ver en este salto fichteano el precursor no
sólo del espíritu en Hegel, sino la Voluntad en Schopenhauer y lo dionisiaco en Nietzsche.

Pero bueno, regresando al argumento, cuando Fichte habla de la postulación de un no-yo, el


yo que lo postula es puro acto. Fichte procede como Kant en el sentido de hacer preguntas
trascendentales, o sea, pregunta por la condición de posibilidad de X fenómeno. En este caso, ese
fenómeno es la actividad del yo, y lo que hace falta es un no-yo con el que puede interactuar.
Hay que notar que no pregunta por el raciocinio del yo, sino por su actividad como tal, un
concepto del que el raciocinio es sólo un ejemplo. En vez de un mundo de cosas-en-si, como
plantea Kant, lo que tenemos aquí es el no-yo como inmanente a la experiencia del yo. La
preocupación de Fichte aquí no es epistemológica, sino moral. En efecto, podemos ver su
argumento como una subordinación de la primera Crítica a la segunda, es decir, reduce la
naturaleza (conocimiento de la cual era el tema de la primera Crítica) a ser un postulado de la
razón práctica. La pregunta trascendental viene siendo, entonces, ¿Qué requiere este yo
absoluto para ejercer moralmente, o sea, para actuar? Pues el no-yo, es decir, todos los
rasgos de nuestra experiencia, los objetos, sus interacciones, etc. El postulado del no-yo es lo
que hace posible la lucha moral, el desarrollo del yo cuya finalidad es la constante auto-
superación.

Encuentro mucho paralelismo entre Fichte y Leibniz. En Leibniz, hay una infinidad de
sustancias o mónadas que “interactúan” con su entorno no de forma empírica, sino de acuerdo
con el despliegue lógico de su concepto. El chiste es que Dios ha preestablecido la armonía entre
los conceptos individuales de todas las mónadas de manera que parece que la causa de su
experiencia es empírica cuando realmente es lógica. Algo parecido parece pasar en el caso de
Fichte, aunque no estoy muy seguro, tendría que pensarlo más. Lo que sí puede decirse es que
donde Leibniz decía que vivimos en el mejor de los mundos posibles, para Fichte tiene que ser
precisamente la inversa. Es preciso que nuestro mundo sea el peor de los posibles, precisamente
para que haya el mayor ámbito posible para la lucha moral, para la auto-realización.

Como final, el tercer principio de Fichte habla de la interacción o mediación entre el yo y el


no-yo. ¿Cómo se da esta interacción? ¿Obedece cierta lógica? Kant había deducido la necesidad
de que sus categorías, y sólo esas categorías, se aplicaran a las intuiciones para producir
conocimiento. De hecho, son condiciones necesarias para que haya cualquier experiencia en
absoluto. Lo que Fichte ha hecho hasta ahora es aplicar principios a la experiencia en función no
del agente como conocedor, sino como actor moral. Donde los conceptos de Kant provienen
del entendimiento en tanto una facultad teórica, Fichte plantea la aplicación de principios o
reglas que provienen de la razón práctica. Dado que hay distintas maneras en que la estructura
de la realidad puede abordarse, por ejemplo el idealismo o el materialismo, la deducción que
efectúa Kant queda provisional o contingente en el mejor de los casos. Entonces, en vez de una
deducción de las reglas, conceptos o principios de la experiencia, Fichte plantea una
dialéctica, es decir, un proceso de contrastar y comparar diferentes conjuntos conceptuales
o, como dirá Hegel, diferentes formas de consciencia. Este último es, en el fondo, el tema de
la Fenomenología del espíritu.

Bueno, todavía falta Schelling pero ¡ya me extendí demasiado! Será para la próxima.

En el último vídeo, traté las ideas de Fichte de forma muy esquemática y rápida. La verdad, es
un autor fascinante que merece mínimo dos o tres vídeos completos. En todo caso, quiero dejar
claras las principales diferencias entre Kant y Fichte y también Schelling, que vamos a tratar más
adelante. A lo mejor hayas visto en un manual u otro libro sobre el idealismo alemán que Kant,
Fichte, Schelling y Hegel sostienen un idealismo trascendental, subjetivo, objetivo y absoluto,
respectivamente. Aunque la realidad es más compleja, estas etiquetas sirven más o menos para
distinguir las ideas de los cuatro. Veamos estas diferencias en cuanto a la forma en que cada uno
plantea la relación entre el sujeto y el objeto.

Kant es dualista, ontológicamente, pero idealista epistemológicamente. Es decir, la realidad


consta, por un lado, de sujetos que se relacionan, por el otro, con objetos. El sujeto, que para
Kant es individual, no conoce al objeto en sí mismo, el noúmeno, sino la representación que hace
del mismo, que es el fenómeno.

Por razones que vimos en el último vídeo, Fichte elimina de su esquema el objeto en sentido
kantiano como algo en sí mismo. Entonces, no es dualista, sino monista, es decir, la realidad
es puro sujeto, un sujeto no individual sino general. Este sujeto o yo, no es una sustancia,
sino pura actividad que se entiende como un esfuerzo infinito. Este esforzarse implica la
superación, y la superación un obstáculo para ser superado. Así, el yo postula un no-yo, la
naturaleza, para servir como ese obstáculo. Lo que se postula no es la naturaleza en su
totalidad, sino una porción limitada de la misma la cual se encuentra opuesta a un yo
limitado o finito que el yo general también postula. La infinita lucha dialéctica entre estos dos
lados da cuenta de la experiencia del mundo que tenemos, que no es más, sin embargo, que un
instrumento para la auto-realización moral del yo absoluto.

Y luego tenemos a Schelling. En el principio, Schelling seguía a Fichte pero con el tiempo empezó a
distanciarse de el fuerte énfasis que ponía en el lado del sujeto (es por eso que la posición de Fichte se
ha llamado idealismo subjetivo).

Schelling estaba de acuerdo en que la naturaleza (el no-yo de Fichte) podría derivarse de la
actividad auto-postulante del yo, pero también sostenía que de la misma manera esa actividad
del yo podría derivarse de un principio que partiera del no-yo, de la naturaleza. Su
problema con Fichte es que la distinción sujeto-objeto se hace dentro de la subjetividad. Lo que
sostiene es que la propia subjetividad, al igual que la objetividad, surge de algo mayor que
los dos, lo que llama una “identidad absoluta” que no es ni el uno ni el otro, sino los dos a la
vez.

No vamos a entrar en la cuestión de cómo deriva las particularidades de la experiencia humana a


partir de esa identidad, pero lo que está claro es que no convenció a Hegel. Su famoso
comentario en el prefacio de la Fenomenología que habla de la ”noche en que todos los gatos son
pardos” hace referencia explícita es esta identidad absoluta de Schelling.

Terminemos, sin embargo, con una ligera defensa de Schelling y del idealismo en general.
Goethe hace una afirmación genial, que retoma Schelling, que dice que “La arquitectura es
música congelada”. La arquitectura es una metáfora para el lado material, el objeto, lo sólido y
empírico. Lo etéreo y lo dinámico de la música connota lo mental o espiritual. Lo que la
afirmación dice es que los dos lados son, en el fondo, equivalentes. Lo material no es más que
lo espiritual solidificado. Charles Sanders Peirce, quien sostuvo una posición idealista, dice algo
muy parecido al decir que “la materia es mente débil”. Es una idea que de hecho se encuentra
expresada en la ecuación más famosa de todos los tiempos: E=mc2. Energía y masa son
equivalentes en el sentido de que uno puede convertirse en el otro. Si tomas un objeto físico y
lo amplias al nivel atómico, ves que la gran mayor parte de su volumen es espacio vacío, y que
los átomos que lo componen están hechos de partículas en movimiento energético. Se podría
decir que este movimiento, que se ha vuelto sumamente habitual y regular en objetos físicos, y
mucho más plástico y variable en el pensamiento humano, es el tema del idealismo alemán en
general. Constituye un continuo, desde una piedra hasta el espíritu absoluto. La gran pregunta
es ¿qué lógica obedece ese movimiento o espíritu? De forma muy esquemática, hemos visto la
respuesta de Fichte y Schelling. Ahora toca ver la de Hegel.
Prologo Fenomenología del Espíritu.

Bueno, la edición de la Fenomenología que vamos a usar es la del Fondo de Cultura Económica
traducida por Wenceslao Roces y revisada por Gustavo Leyva. Esta edición cuenta con una
introducción a la obra, un glosario de términos, y otros elementos que apoyan la lectura. Otro
libro que recomiendo para entender esta obra de Hegel es La unidad de La Fenomenología del
espíritu de Hegel: una interpretación sistemática de Jon Stewart.

Pues, sería razonable pasar primero al índice para ver qué nos espera, pero su estructura es algo
complicada y preferiría revisarla justo antes de empezar con el primer capítulo. De momento,
vamos a iniciar con el famoso prólogo. Es famoso, en parte, porque Hegel se esmera en que no
se parezca a un prólogo, al menos a los tradicionales donde el autor habla de sus metas y resume
sus resultados. Para Hegel, lo que puede expresarse en términos de un resumen, sea en el prólogo
o en el apartado de conclusiones al final de una obra, no es más que un cadáver. Como dice: “En
efecto, la cosa no se reduce a su fin, sino que se halla en su desarrollo, ni el resultado es el todo
efectivamente real, sino que lo es en unión con su devenir, [es decir, el proceso mediante el cual
se dio]”. Es como si uno fuera a la sinfónica y esperara conocer la quinta sinfonía de Beethoven a
través del programa que te dan cuando entras o en los últimos compases justo al final. ¡No!, l o
verdadero es el todo, dice Hegel, tanto el final como todo el proceso que dio paso a él. Éste
es uno de los temas básicos del prólogo que repite en diferentes momentos a lo largo del texto.

Entonces, no podemos leer el prólogo esperando captar en síntesis aquello que Hegel trata a lo
largo del libro. Aquí su tema no es el espíritu, una fenomenología de sus variadas formas y
transformaciones, sino la filosofía misma. En el prólogo, lleva a cabo una especie de
fenomenología de la propia filosofía, de las diferentes formas en que se ha hecho, aludiendo
principalmente a las de Kant, Schelling y los románticos. El interés general de Hegel, en tanto
filósofo, es la verdad filosófica, una verdad cuya forma no puede ser otra que su presentación
científica.

En los primeros párrafos del prólogo, introduce un par de metáforas para distinguir esta
concepción de la filosofía de los de Kant y compañía.

La primera hace referencia a la anatomía, el estudio de las partes del cuerpo humano, un estudio
que se considera una ciencia. Hegel, sin embargo, piensa que no merece el nombre de Ciencia ya
que es un mero “conglomerado de conocimientos” aislados. Entender las partes por separado
no equivale a entender su funcionamiento en un organismo vivo. Como el cuerpo humano, la
realidad que estudia la filosofía también tiene partes, a saber, los conceptos. Hegel pretende que
el estudio de los conceptos, que no es anatomía sino filosofía, sea científico. Aquí deberíamos
tener cuidado en no confundir su concepto de ciencia (que es Wissenschaft en el alemán) con
nuestro concepto contemporáneo de ciencia.

Ciencia, en el sentido hegeliano, es la comprensión racional y sistemática de la realidad en


la que todas las partes, los conceptos, se relacionan entre sí no de forma mecánica, sino
orgánica, es decir, de acuerdo con una lógica dinámica que expresa en la segunda de las
metáforas que mencioné.

En el segundo párrafo del prólogo, dice que la filosofía tradicionalmente se fija en el


binomio verdad/falsedad. Si un planteamiento es verdadero, eso significa que los demás tienen
que ser falsos. Hegel rechaza esto. Dice que no se ha concebido “la diversidad de los sistemas
filosóficos como el desarrollo progresivo de la verdad”. En el proceso del florecimiento, el
capullo desaparece al aparecer la flor. ¿Es que éste refuta a aquél? No. Y al dar paso de la flor a
la fruta, ¿quiere decir que la flor haya sido una manifestación falsa de la planta? Obviamente no.
Son todos momentos dialécticos de una unidad orgánica.

Ahora bien, a lo largo del prólogo, Kant (por un lado) y Schelling y los románticos (por el otro)
son los blancos principales de su crítica. La virtud de Kant es que los detalles de la realidad se
toman en cuenta, no se pierden. El defecto es que no son momentos de una totalidad, lo
absoluto, sino las partes de un “cuerpo muerto”. Con Schelling es al revés. Él sí ve la importancia
de ir más allá de Kant y postula lo absoluto, sin embargo, es un absoluto vacío y místico en el
que todo es idéntico a lo demás, como la noche, como Hegel famosamente dice, en la que todos
los gatos son pardos.

A continuación, en la p. 15, encontramos la idea más importante del prólogo. Dice Hegel: “Todo
depende de que lo verdadero no se aprehenda y se exprese como sustancia, sino también y
en la misma medida como sujeto”. De alguna forma u otra, ocupa el resto del prólogo haciendo
explícita esta idea, la cual resulta ser medular para el drama que tiene lugar en la Fenomenología.
Para interpretar bien esta cita, hay que tener en cuenta que Hegel está mezclando dos registros,
uno filosófico y el otro gramatical. Lo verdadero se aprehende y se expresa de forma
conceptual, en proposiciones. Como dicen en la lógica, la proposición es el portador de verdad,
es decir, la verdad es un tema que surge cuando se predican cualidades de un sujeto, como por
ejemplo “El perro es blanco”. Y eso, pues, es la estructura básica de las proposiciones: tienen la
forma de sujeto y predicado. Entonces, ¿qué significa eso de la cita que habla de que lo
verdadero se aprehende como sustancia? Simplemente, que el sujeto gramatical se toma
como una sustancia, como una cosa fija e independiente a la que predicados pueden atribuirse
o no. Lo que dice Hegel en la cita es que hay que aprehender la verdad también como
sujeto, pero no el sujeto gramatical, sino el filosófico, como cuando hablamos del sujeto
cartesiano. El sujeto en este sentido es algo que encierra el carácter dinámico de la
subjetividad. El registro gramatical es sujeto- predicado; el filosófico es sujeto-objeto. El
punto aquí es que nosotros como sujetos filosóficos, al conocer un objeto, deberíamos verlo
no sólo como sustancia, sino también como sujeto, como algo que encierra el dinamismo
mental de la subjetividad.

Si lográramos hacer eso, estaríamos usando la Razón de forma especulativa. El hecho de que no
lo hacemos se debe a la gran influencia que tuvo Kant. Para Kant, la Razón maneja ideas de
totalidad (como Dios, el mundo y el yo) que van más allá del mundo fenoménico. Al pensar con
esas ideas, el pensamiento cae en antinomias irresolubles. Por eso, delimitó la cognición
humana al trabajo del Entendimiento y la aplicación de sus categorías a intuiciones. Hegel
llama el proceder del Entendimiento reflexivo. Su dinámica es la siguiente: lo que el sujeto
filosófico conoce es el sujeto gramatical, o sea el objeto en el mundo. Para conocerlo, pasa del
sujeto a los predicados que se le atribuyen y luego de vuelta al sujeto para ya categorizarlo y
etiquetarlo, tal como las partes del cuerpo que estudia la anatomía, repartidos mecánicamente
en sus respectivos cajones. El Entendimiento kantiano mantiene sujeto y objeto, el
conocedor y lo conocido, estrictamente separados.

Hegel no rechaza el poder analítico del Entendimiento, de hecho es imprescindible para el


pensamiento, ya que su análisis resalta y pone a nuestro alcance los detalles y particularidades
de la existencia. Si no fuera así, estaríamos perdidos en la noche mística en la que todos los
gatos son pardos. Sin embargo, el Entendimiento reflexivo se queda a medias. Lo que ha
constituido es un agregado de objetos aislados, pero no por ello se suman a un mundo, de la
misma manera que el mero análisis de muchas palabras no produce un lenguaje. Dice Hegel
que lo verdadero no es la parte, sino la totalidad. Para llegar a ella, el Entendimiento tiene
que dar un paso más a lo que Hegel llama la Razón especulativa.

“Especulativa” no significa “adivinando” o algo así, sino que viene del latín “specere” que
significa “vislumbrar” o “ver hacia dentro”. A diferencia de la proposición reflexiva donde la
relación entre sujeto y predicado es una relación entre términos fijos que no cambia la
naturaleza de ninguno de los dos, la proposición especulativa de Hegel es dialéctica en la
que una transformación tiene lugar. La dinámica aquí es la siguiente: para que el sujeto sea
algo, no puede ser una mera sustancia inerte y pasiva. Tiene que pasar al predicado, lo
cual, en vez de ser un mero accidente, como decían los medievales, resulta constituir el
contenido del sujeto. El sujeto no es nada en sí mismo, sino que es lo que es, debido al
predicado, recibe su determinación del predicado. Resulta entonces que lo que se conoce no
es el sujeto, sino el predicado, como si el predicado fuera la sustancia o el tema epistémico.
En la p. 35 Hegel dice: “En este movimiento desaparece el sujeto pasivo; pasa a formar parte de
las diferencias y del contenido y constituye más bien la determinidad, es decir, el contenido
diferenciado como el movimiento del mismo. El terreno firme que el [Entendimiento]
encontraba en el Sujeto pasivo vacila, y sólo este movimiento se convierte en el objeto”. Esto
último es fundamental - el objeto que se conoce ya no es una sustancia, sino el movimiento
mismo. ¿El movimiento de qué? Del concepto, del sujeto filosófico que está llevando a
cabo todo esto. Dice Hegel: “el contenido no es ya el predicado del sujeto, sino que es la
sustancia, la esencia y el concepto de aquello de que se habla”. Esto representa una especia
de choque o freno al razonamiento reflexivo tradicional. Continua diciendo Hegel que
“Partiendo del sujeto, como si éste siguiese siendo el fundamento, se encuentra, en tanto que el
predicado es más bien la sustancia, con que el sujeto ha pasado a ser predicado, y es por ello
superado así”.

Esa palabra “superado” traduce el famoso término hegeliano “aufgehoben”, del cual veremos
muchos ejemplos a lo largo de la lectura. De momento, basta saber que el sujeto con el que se
inició no es el mismo que termina este movimiento dialéctico. Ha sido transformado. Y
ésta es la gran diferencia entre el Entendimiento reflexivo de Kant y la Razón especulativa
de Hegel. Para el Entendimiento, la proposición predicativa de sujeto-predicado es la unidad
lógica y semántica fundamental. Cuestiones de verdad y significado se deciden con base en la
suposición de que los términos de la proposición sean fijos e independientes. Para Hegel, es al
revés. La suposición es que los objetos que se conocen no son independientes, sino que lo
que son, su ser, es una función de su relación con el otro que lo determina. Su aparente
fijeza tiene que volverse fluida, tiene que ponerse en movimiento, un movimiento que se da
al aprehender lo verdadero precisamente como sujeto. Es importante darnos cuenta de que la
disolución de la fijeza del sujeto gramatical que vimos en el ejemplo se da no sólo en la
proposición, sino también a nivel ontológico entre el Sujeto conocedor, o sea tú y yo, y el
objeto que se conoce.

Dice Hegel: “Por lo común, el sujeto comienza poniéndose en la base como el Sí-mismo
objetivo y fijo; de ahí parte el movimiento necesario hacia la multiplicidad de las
determinaciones o de los predicados; en este momento, aquel sujeto deja el puesto al Yo mismo
que sabe”. Al darse cuenta ese Yo que sabe que su intento de conocer el objeto ha quedado
corto, está reconociendo la parcialidad de su propio conocimiento o postura epistémica. Y
lo importante en esto es que esta reflexión que hace el Yo sobre sí mismo refleja el mismo
dilema o dinámica que se da a nivel del objeto con sus predicados. En otras palabras, la
razón especulativa se da cuando, el yo se da cuenta de que lo que sabe de sí mismo no puede
divorciarse de lo que sabe del objeto. Ésta es la base del idealismo de Hegel.

En el texto, Hegel habla de la proposición especulativa, lo cual tiene sentido ya que hay que
reemplazar la proposición predicativa cuyos defectos ha mostrado. Sin embargo, la idea de una
proposición especulativa parece ser una contradicción en términos ya que si el punto del
razonar especulativo es mostrar que toda proposición, tomada como una unidad autosuficiente,
no puede decir cabalmente lo que pretende enunciar, por lo que se transforma en una
proposición nueva cuya parcialidad se supera pero que a la vez muestra un nuevo aspecto
parcial que tiene que se transformado - pues toda esta célebre dialéctica hegeliana no puede
darse en una sola proposición. Dado que Hegel tiene que escribir de forma proposicional para
comunicar sus ideas, la solución que encuentra es un modo de escribir cuya unidad básica no es
la simple oración, sino párrafos, secciones y capítulos enteros.

Estas unidades de discurso más amplias le permiten evitar las limitaciones de la proposición y poner
en acto un movimiento dialéctico que ocupará a fin de cuentas toda la Fenomenología del espíritu.
Lo verdadero es la totalidad, por lo que su meta no es una serie de proposiciones, sino un sistema
holístico en el que todas las relaciones y dependencias conceptuales del mundo que conocemos se
hacen explícitas. Como había comentado, esta sistematización es la finalidad de su siguiente libro,
La ciencia de la lógica. La finalidad de la Fenomenología es preparar el suelo.

Un último detalle antes de terminar. Para Hegel, hacer ciencia de verdad es difícil. No hay
camino fácil, como leyendo prólogos, reseñas, entradas en enciclopedias, ni tampoco viendo
vídeos en YouTube. Dice que hay que “asumir el esfuerzo del concepto”. ¿Qué significa eso?
Significa conseguir el libro, leer, no entender nada, leer más, entender un poco, leer más,
luego llorar, y así sucesivamente. No es por nada que Hegel llamaba este viaje de la
conciencia “el camino de la desesperación”. Sin embargo, te aseguro que se siente bien rico
captar de repente una de las ideas de Hegel. Lo interesante es que tu captación, esta ampliación
de tu conciencia, será una ejemplificación de la misma idea que Hegel trata de comunicar. La
forma y el contenido, el pensar y el ser en la filosofía de Hegel estan en el fondo unidos.
Sólo que cuesta llegar a ese punto.

Bueno, en el próximo vídeo una breve revisión de la Introducción y luego al primer capítulo.
Introducción Fenomenología del Espíritu.

A diferencia del Prólogo, la Introducción es más clara y entendible, y también más corta.
Además, en ella Hegel habla de cuestiones que inciden directamente en la lectura que viene,
cuestiones que es importante esclarecer para aprovechar el texto que nos presenta. Es que Hegel
viene al final de una tradición que había empezado 170 años antes con la publicación del
Discurso del Método de Descartes. La filosofía moderna que Descartes inauguró se inicia
preocupándose por la correspondencia entre nuestras creencias y el mundo al que hacen
referencia. En ausencia de algún método que asegure una correspondencia verídica, el
escepticismo puede crecer como un cáncer y debilitar el conocimiento.

Semejante método es el tema del Discurso de Descartes y de la mayoría de los filósofos


europeos hasta el mismo Kant. Lo que cada uno supone, y esto es lo que Hegel comenta en el
primer párrafo de la Introducción, es que antes de intentar conocer la realidad hay que
reflexionar sobre el intelecto humano y asegurar que sea capaz de hacer el trabajo. Esta
preocupación ha llevado a los filósofos, sean racionalistas (como Descartes), empiristas
(como Hume) o idealistas (como Kant) a concebir la razón humana como un “instrumento
que sirve para apoderarse de lo Absoluto, o como el medio a través del cual éste es
mirado”.

Para Hegel, este intento de buscar un método para la correcta conducción de la mente, adolece
de dos problemas. Primero, si reflexionamos sobre nuestro modo de conocer, esta propia
reflexión también podría ponerse en tela de juicio, por lo que esta capacidad de reflexionar
correctamente sobre el conocer también tendría que examinarse, ad infinitum. Claramente, esto
no va a funcionar. El segundo problema es que la concepción del intelecto como un
instrumento o un medio, algo que se interpone entre nosotros y el mundo, no debilita al
escepticismo, sino que lo refuerza. El problema es que si nuestro contacto con el mundo es a
través de un instrumento o medio, pues estos inevitablemente distorsionan ese contacto de
alguna manera. Si te pones un guante para tocar un objeto, el guante distorsiona tu sensación
táctil del mismo, y si usas un espejo como un medio para ver un objeto, la óptica de la
refracción te entrega una imagen tergiversada. Descartes creó el espejo y Kant lo pulió, pero
por pulido que esté, nunca podrá eliminar su efecto deformador. Es por eso que vemos la
distinción entre fenómeno y noúmeno en Kant. Por cierto, la metáfora del medio como
espejo es la que usó Rorty en su famoso libro La filosofía y el espejo de la naturaleza.

Pues Hegel termina diciendo que este temor de incurrir en el error es el error mismo. Hay que
dejar de pulir el espejo ya que no es más que un saber aparente y vacío, lo cual dice Hegel,
“inmediatamente desaparece al entrar en acción la ciencia” (p. 47). La ciencia, o
Wissenschaft, es la propuesta de Hegel, su forma de hacer filosofía, y es a grandes rasgos
aquel saber que logra conocer la realidad en su totalidad, o sea, lo absoluto. Obviamente,
piensa que su forma de ver las cosas es superior a las demás, sin embargo, las demás no
“desaparecen inmediatamente” porque ellas piensan lo mismo de su forma de pensar, piensan
que es ciencia y que capta cabalmente la realidad. Cada quien asegura a los demás que anda en
lo correcto, pero estas garantías no valen nada, ni siquiera la de la ciencia hegeliana.

De hecho, Hegel dice que su propuesta, “no es aún la ciencia en su verdad, desarrollada y
desplegada” (p. 47). Para cada postura, todas las demás son meros saberes aparentes. Para
ver esto en acción, ¡sólo hay que ir a un congreso de filosofía! Bueno, de alguna forma, Hegel
tiene que disipar la duda que otros tendrían de su propuesta y demostrar que realmente es
ciencia. ¿Cómo lo hará? Ésta es la tarea de la Fenomenología del espíritu.

A pesar de que haya varias posturas filosóficas (cartesiana, kantiana, etc), lo que todas (al
menos en la tradición moderna) tienen en común es que les parece natural preguntar
primero por el método a seguir. Entonces, en el texto de la Fenomenología, vamos a seguir
a una representante de esa creencia, la consciencia natural, y vamos a ver si por cuenta
propia llega a adoptar la versión hegeliana de ciencia filosófica. Obviamente, su público real, a
quien realmente Hegel quiere convencer, somos nosotros lectores, los que junto con Hegel
observamos fenomenológicamente la ida y vuelta del protagonista del texto, la conciencia. Para
convencernos, lo que Hegel no puede hacer es escribir un texto como uno de los diálogos de
Platón. Cualquiera que haya leído esos textos sabe que no son diálogos de verdad, sino
Sócrates exponiendo la verdad y sus interlocutores accediendo con demasiado facilidad: “Claro
que sí Sócrates, tienes razón”. En ese plan la conciencia renuncia su postura y acepta, sin
argumento, todo lo que plantearía Hegel, pues eso no se vale; sería adoptar una creencia de
forma dogmática. Tampoco puede Hegel postular o usar en su argumento nada sobre el mundo
que la conciencia no acepte, ya que semejantes premisas, que informan la visión de Hegel, es lo
que está en cuestión. Es muy fácil derribar la posición de tu oponente desde tus propias
creencias, pero si el otro no las acepta, no haces más que cometer una petición de principio.

Tomando esto en cuenta, la estrategia que Hegel adopta consiste en tratar estas otras
posturas no desde afuera, sino desde dentro, es decir, la Fenomenología del espíritu será
una crítica inmanente. La inviabilidad de estas otras formas de entender la realidad serán
demostradas en términos de sus propios conceptos, o sea, la posición caerá bajo su propio peso,
y no porque Hegel la haya empujado, sino por la actividad de la propia conciencia natural. Por
cierto, esta idea de una crítica inmanente la vemos muy claramente en la deconstrucción de
Derrida.

Bueno, hablemos un poco de esta actividad. En la p. 47, Hegel nos dice cual es su finalidad.
Dice que la meta “se halla allí donde el saber no necesita ir más allá de sí, donde se
encuentra a sí mismo y el concepto corresponde al objeto y el objeto al concepto”. Lo que
describe aquí es el saber absoluto. Luego dice: “La progresión hacia esta meta es también, por
tanto, incontenible y no puede encontrar satisfacción en ninguna estación anterior”. Cuando
hablamos de la conciencia natural, no estamos hablando de una sustancia material por
ahí, sino de un ser humano que siente. Desea superar su finitud y la sensación de
enajenación respecto de su entorno. Como decía Freud, lo que busca es el placer, pero no esto
o aquel placer limitado, sino un placer o satisfacción racional, de modo que, como dice Hegel,
al ver al mundo de forma racional, el mundo le regresa una mirada racional. En otras palabras,
estando en el mundo, se siente en casa. Éste es el motivo que va a impulsar a la conciencia a
lo largo del camino de la Fenomenología.

A pesar del elevado motivo, sabemos que el camino va a desesperar a la conciencia; parte
por parte, va a experimentar la negación de su mundo, de todo lo que le era familiar, claro
y evidente. Verá que no es lo que pensaba, y ésta es una experiencia profundamente
negativa, hasta violenta. Sin embargo, Hegel dice en la p. 48 que “la exposición de la
conciencia no verdadera en su no verdad no es un movimiento puramente negativo”. Aun
cuando la conciencia lo experimenta así, dice Hegel que hace “abstracción de que esta nada
determina la nada de aquello de lo que es resultado […] la nada considerada como la nada de
aquello de que proviene, sólo es, de hecho, el resultado verdadero”.
Lo que Hegel describe aquí no es la simple negación que experimenta la conciencia, sino lo
que él llama la negación determinada. Es un concepto muy importante que de hecho está a la
base de su dialéctica. A lo largo del libro, vamos a ver una larga y variada serie de
configuraciones de la conciencia, es decir, posturas epistémicas hacia el mundo. La
conciencia experimenta el paso de una configuración a otra de forma abrupta, como una
negación que simplemente aniquila una configuración tras la cual llega otra distinta. Para
Hegel, el paso de una a otra obedece una lógica, es decir, una forma no simplemente sigue a
una anterior, sino que se genera a partir de ella. La anterior queda negada, pero no de manera
indiferente o indeterminada, sino de una forma determinada. Tomemos un ejemplo sencillo,
digamos comprar una computadora. Si la conciencia considera una Mac, pero por costoso
decide que no, entonces la siguiente configuración de la conciencia podría ser la imagen de una
PC de Windows o Linux. Semejante configuración sería una negación determinada de la de
Mac. Una negación indeterminada no toma en cuenta el contexto, de modo que la siguiente
configuración podría ser cualquier cosa que no fuera una Mac, por ejemplo, un libro de Hegel,
la idea de viajar a Tahiti, el sonido de un cello, etc.

Además, aunque la primera configuración ha quedado cancelada o negada, la nueva configuración


que resulta de esta negación determinada conserva un aspecto de la anterior, elevándolo o
superándolo de forma orgánica en esta nueva configuración. Esto describe la famosa dialéctica
hegeliana en la que una configuración queda no simplemente negada, sino superada o aufgehoben.
Es muy importante que deseches de tu mente esa fórmula de “tesis-antítesis-síntesis”. Eso de
tesis y antítesis parece significar términos lógicamente contradictorios, como racional e irracional,
por ejemplo. Pocas veces en el libro encontraremos los términos de la dialéctica como opuestos
contrarios. En todo caso, en ninguna parte Hegel habla de su dialéctica en términos de esta fórmula,
aunque Kant y Fichte sí la usaba. Lo más probable es que tras la muerte de Hegel, los primeros
comentaristas de su pensamiento intentaban explicarlo apoyándose en esta fórmula.

Bueno, Hegel dice: “La serie de las configuraciones que la conciencia va recorriendo por este
camino constituye, más bien, la historia desarrollada de la formación por medio de la cultura [o
sea, la educación] de la conciencia misma hacía la ciencia”, es decir, hacia aquel punto donde
“el concepto corresponde al objeto y el objeto al concepto”.Esta última afirmación nos lleva al
último tema de la Introducción: la cuestión de un criterio.
Una configuración de la conciencia se transforma en una nueva porque algo en la primera
resultó problemático, no satisfactorio. Pero ¿insatisfactorio con respecto a qué? Esto parece
implicar un criterio con respecto al cual la configuración problemática se juzga. ¿Dónde
encuentra el criterio? Recuerda que no puede cometer una petición de principio e imponerlo desde
un punto de vista externo. Tendrá que generarse de forma inmanente, dentro de la propia
conciencia. En el siguiente pasaje, Hegel dilucida la estructura de la conciencia, la cual nos da la
pista para una respuesta. Dice en la p.50 que la conciencia “distingue de sí misma algo con lo que,
al mismo tiempo, se relaciona; o, como suele expresarse, es algo para ella misma; y, el lado
determinado de este relacionar o del ser de algo para una conciencia, es el saber. Pero, de este ser
para un otro distinguimos el ser en sí”. Lo que Hegel describe aquí es muy sencillo. Cualquier
estado o configuración de la conciencia siempre tiene un contenido, es decir, está
relacionada con un objeto. Si el objeto es una manzana, por ejemplo, la manzana tiene dos
aspectos: es un ser en sí, es decir, es algo que es lo que es al margen de su relación con la
conciencia, y también es un ser para la conciencia.

Ahora bien, lo que estamos buscando es un criterio para juzgar si lo que la conciencia sabe
del objeto es verdadero. El empirista dice que ese criterio se halla en el objeto en sí fuera
de la conciencia. Kant dice que el criterio es una función de la conciencia, de la aplicación
de las categorías del Entendimiento, con lo que conocemos al objeto únicamente como es
para la conciencia y no en sí. Hegel, siendo idealista, dice también que el criterio se halla en la
conciencia, pero hay importantes diferencias.

Primero, dice en la p.50 que la distinción entre el ser en sí y el ser para la conciencia recae
dentro de la propia conciencia, por lo que “La conciencia nos da su parámetro [o criterio] en
ella misma, razón por la cual la investigación consiste en comparar la conciencia consigo
misma”. ¿Qué significa eso? ¿Qué es lo que se compara? Bueno, por un lado, la conciencia
parte de un concepto o modo de conocer, o sea, una pequeña “teoría” acerca de cómo abordar
los objetos del mundo. El concepto o pequeña teoría con el que parte la conciencia en el
primer capítulo es, como veremos, la certeza sensible. Este concepto se compara con el
objeto, no el objeto en sí, sino tal y como se nos manifiesta, el objeto para la conciencia. El
proceso de conocer no tiene que ver con alinear nuestro concepto del objeto con el objeto en
sí allá en el mundo externo (esto sería el camino empirista), ni tampoco con hacer que el objeto
en sí en el mundo se conforme a nuestra manera de saber (eso sería Kant), sino con alinear
nuestro concepto del objeto, esta determinada configuración de la conciencia, con el objeto
para la conciencia, dentro de la misma. La pregunta es si el concepto que tenemos del
objeto es adecuado o corresponde con el objeto de ese concepto tal y como se da en nuestra
experiencia.

¿Cómo se averigua esto? Hegel dice: “Si, en esta comparación, encontramos que los dos
términos no se corresponden, parece como si la conciencia se viese obligada a cambiar su saber,
para ponerlo en consonancia con el objeto mismo, ya que el saber presente era, esencialmente,
un saber del objeto; con el saber, también el objeto pasa a ser otro, pues el objeto pertenecía
esencialmente a este saber”. Eso del objeto pasando a ser otro es muy importante, pero primero
veamos lo que dice, en un ejemplo muy sencillo. ¿Alguna vez has pensado que cierta persona
es mala pero luego al tratarlo te trata con amabilidad? Tu concepto no correspondió al objeto tal
como se manifestó en la experiencia, así que cambias el concepto con el que lo tratas. Pero lo
que cambia no es sólo el concepto, sino que dice en la cita que el objeto pasa a ser otro. ¿Qué
quiere decir?

Pues con esta afirmación, hace referencia a la negación determinada que tratamos hace poco.
Hasta ahora, hemos estado hablando de los dos objetos, el que es en sí y el para la
conciencia, desde el punto de vista de Hegel y sus lectores, o sea, nosotros que observamos
la conciencia. Pero desde el punto de vista de la conciencia, el objeto que trata de conocer
con su concepto lo considera únicamente como un objeto en sí. En todo momento, la
conciencia afirma conocer al objeto tal cual es en sí, de forma absoluta, pero lo que aprende
al ver que su concepto no corresponde al objeto es que su conocimiento es falso o parcial,
y que el objeto que tomaba como algo en sí no es más que un objeto para la conciencia.
Este punto es muy importante. La conciencia tiene ahora dos objetos, el primero que
consideraba como en sí y uno nuevo que resulta del choque en el que ve que su concepto
no corresponde al primer objeto. Ahora ve el objeto en la parcialidad que resulta de su
determinación por el concepto. La negación determinada del primer objeto es lo que origina
este nuevo objeto. Hegel se refiere a todo esto en la siguiente cita de la p. 52: “Cuando lo que
primeramente aparecía como el objeto desciende en la conciencia a un saber de él y cuando el
en-sí deviene un ser del en sí para la conciencia, tenemos el nuevo objeto por medio del que
surge también una nueva figura de la conciencia, para la cual la esencia es ahora algo distinto
de lo que era antes. Es esta circunstancia la que guía en su necesidad a toda la serie de las
figuras de la conciencia”.

Ésta dinámica es lo que se va a repetir a lo largo de la Fenomenología hasta que, como


comentamos antes, “el concepto corresponde al objeto y el objeto al concepto” o, en otras
palabras, aquello sobre lo que teorizamos y lo que de hecho experimentamos coinciden. En
este punto, el punto del saber absoluto, ya no habrá diferencia alguna entre nuestra teoría del
objeto y el objeto de la teoría: el pensar y el ser se unen.

A lo mejor te sorprenda reconocer un lado empírico en las palabras de Hegel cuando dice que si
nuestro concepto o teoría no corresponde con lo que observamos entonces hay que cambiar el
concepto. Pues sí, es verdad. Si la conciencia busca satisfacción en su experiencia del mundo,
no puede arbitrariamente creer lo que quiera. Sin embargo, Hegel pone límites al empirismo.
Dice que cuando nos damos cuenta de que nuestro primer concepto es falso, que no
corresponde al objeto, pareciera que eso se debe a que nos encontramos con un segundo objeto
que nos llega de forma contingente y puramente exterior, es decir, el choque de la experiencia
donde la Madre Naturaleza nos enseña, de modo que nuestro papel como conocedores es
simplemente la pura aprehensión del objeto en sí. No obstante, el segundo objeto que menciona
aquí, o el nuevo objeto para la conciencia, no es simplemente presentado en su simple
totalidad por el mundo, sino que se genera a través de la negación determinada, dentro de
la conciencia. Como dice Hegel: “El nuevo objeto se revela como algo que ha llegado a ser por
medio de una inversión de la conciencia misma”. Sin duda, hace falta una experiencia de
choque entre el concepto y nuestro experiencia del objeto, pero lo que genera el nuevo
objeto para la conciencia, lo que permite que veamos el objeto de una nueva manera y que
sigamos refinando nuestra experiencia de él, es esta inversión de la conciencia, o sea, una
nueva configuración, un nuevo concepto o teoría, o lo que C.S. Peirce llamaba una abducción.
Como él decía, la abducción es la única operación lógica que introduce cualquier idea nueva.
Sin ideas o conceptos, el mundo no sería más que un presente que sentimos. Es sólo con el
concepto que el mundo, al dirigirnos hacia el, nos regresa una mirada racional.
La Certeza Sensible.

Ya por fin vamos a iniciar nuestro viaje, y para que no nos perdamos, echemos primero un ojo
al mapa. El índice que nos proporciona Hegel es largo y complicado. Los números romanos
que encuentras ahí indican los capítulos, ocho en total, que van desde la “certeza sensible”
hasta “el saber absoluto”. Estos capítulos, con sus secciones, están repartidos en tres grandes
divisiones indicadas con letras mayúsculas: A. Conciencia, B. Autoconciencia, y C., que no
tiene un título propio, sino que consta de cuatro grandes secciones indicadas con letras doble:
AA. Razón, BB. El espíritu, CC. La religión, y DD. El saber absoluto. ¡Bastante confuso! Eso
de las letras doble lo explico cuando llegamos a ese punto, pero de momento, si hacemos caso
omiso de las divisiones y secciones y subsecciones, etc., y ponemos en una lista los ocho
capítulos, se puede descifrar un patrón. En los primeros cinco capítulos, de la certeza
sensible a la razón, Hegel está tratando la experiencia de la conciencia individual. En el
sexto, sobre el espíritu, la dinámica tratada tiene lugar no en la conciencia de un individuo,
sino a nivel socio-cultural. Y en los últimos dos capítulos, se va más allá de lo cultural, a
tratar la manifestación de la conciencia en términos absolutos, de la realidad en toda su
extensión. De lo individual a lo cultural a lo absoluto - eso es lo que nos indica el mapa.

Pues el primer capítulo se llama “La certeza sensible”. La palabra “certeza”, por ser el
sustantivo de esa frase, podría entenderse como el tema del capítulo. Pero no es así. Lo que
está en tela de juicio en éste y en los demás capítulos no es la confianza que la conciencia
tiene en su conocimiento del mundo, sino su forma de explicarlo. Hay que ver la
Fenomenología como un diálogo de Platón, con Hegel en el papel de Sócrates que va señalando
problemas en las afirmaciones de su interlocutor. Sólo que este papel no es explícito en el texto.
Lo que Hegel va comentando sobre las pretensiones de conocimiento de la conciencia se dirige
no a la conciencia sino a nosotros como observadores.

Entonces, imagínate que la conciencia afirma que sabe o que tiene certeza de algo y Hegel
le dice, “¿Ah sí? ¿Cómo lo sabes?”. Una posibilidad, la que Hegel considera la más básica, es
la sensibilidad, la naturaleza de la sensación. Por eso el título de este capítulo: la certeza
sensible.
Esta postura epistémica considera que la mejor forma de conocer algo es dejar que ese
algo actúe directamente sobre los sentidos. Para conocerlo tal como es, hay que ser
totalmente pasivo ante el objeto sin imponerle ideas, esquema, o concepto alguno. Como dice
Hegel, hay que simplemente aprehenderlo, en vez de conceptualizarlo, ya que este último
sólo lo distorsionaría. El sujeto sería así como una tabula rasa que no aporta nada, sino que
pasivamente recibe las impresiones que vienen del objeto, de modo que este ultimo sería la
fuente y el autor del conocimiento.

Por supuesto, esto describe a grandes rasgos el empirismo tradicional. Y aunque suena plausible
e interesante, para que sea posible, el sujeto que conoce y el objeto conocido toman una forma
que nos es poco familiar. Hegel dice que en esta certeza la conciencia está en ella “solamente
como un puro Este y el objeto, asimismo, como un puro Esto”. ¿A qué se refiere con eso de
Este y Esto?

Pues, si te preguntara “¿Qué es esto?” seguramente dirías “un libro”. Pero, espérate. Si lo que
conoces es un “libro” entonces no conoces este objeto en particular, sino algo abstracto, un
concepto universal que muchos objetos parecidos a éste tienen en común. Recuerda que si
la certeza es una función de los sentidos, entonces no se puede categorizar o pensar el objeto de
ninguna forma, ya que eso distorsionaría lo que es en su particularidad. Vale, entonces, si se
trata de describir las sensaciones que el objeto te arroja, responderías mi pregunta con adjetivos
como cuadrado, rojo, un tanto brillante. Ahora sí, mucho mejor. Así es como Bertrand Russell
hubiera respondido. En su libro Los problemas de la filosofía, dice que “tenemos conocimiento
directo de algo cuando sabemos directamente de ello, sin el intermediario de ningún proceso de
inferencia ni de ningún conocimiento de verdades (abstractas)”. Si estoy viendo una mesa, dice,
la base directa de nuestro conocimiento de ella son los datos sensoriales como su color, forma,
dureza, suavidad, etc. Si conozco la mesa, es sólo por una inferencia a partir de estos datos
atómicos.

En el texto, Hegel dice que este contenido concreto de la certeza sensible se manifiesta “como
el conocimiento más rico e incluso como un conocimiento de riqueza infinita a la que no es
posible encontrar límite”. Su riqueza consiste en que el mundo que conoce es una infinita
pluralidad de particularidades atómicas. En semejante mundo no hay tipos de cosas, ni
relaciones, ni causa y efecto, nada de jerarquías ni propiedades, sino sólo una infinita variedad
de instancias únicas. Es muy parecido al mundo que un recién nacido ha de experimentar. Esto
lo comenta William James en su libro Los principios de la psicología cuando dice: “El bebé,
asaltado por la vista, el oído, el olfato, el tacto, y las entrañas a la vez, lo siente todo como un
gran torbellino confuso y caleidoscópico”.

En su Historia de la filosofía occidental, Russell desdeña la filosofía de Hegel, caracterizándola


como enrarecida y lógica, a diferencia de la gran riqueza con la que cuenta su explicación de la
experiencia humana. Quien sabe si Russell se tomó la molestia de realmente leer la
Fenomenología porque habría encontrado en las escasas siete páginas del primer capítulo una
crítica devastadora de su posición, una crítica reflejada en la filosofía analítica de Sellars y
Quine del siglo XX.

Para empezar, el problema es que las cualidades que la sensación capta (lo rojo, lo
cuadrado) también pueden aplicarse a muchas cosas - son conceptos generales. Entonces, si
la conciencia insiste en basar su conocimiento de algo sobre el contacto directo e inmediato
de la sensación, no tiene otro remedio que señalarlo diciendo “Esto”. A esto se refiere Hegel
cuando dice que el objeto es un puro Esto, muy parecido a lo que los medievales llamaban
haecceitas, es decir, aquello que hace que algo sea esta cosa particular y ninguna otra. Bueno, la
pregunta es si la particularidad en este sentido puede conocerse, pregunta que refleja lo que
platicamos en el último vídeo acerca de la actividad de la conciencia y su meta final, a saber,
encontrarse en una postura donde el concepto corresponde al objeto y viceversa. El objeto aquí
es una particularidad absoluta, el Esto, y el concepto es la certeza sensible. ¿Puede éste
explicar aquél? A eso va Hegel cuando le pregunta a la conciencia “¿Qué es el Esto?”.

Un Esto particular es algo que está aquí y ahora. ¿Cuál es el ahora del Esto? Digamos, dice
Hegel, que “ahora es noche”. Muy bien, lo anotamos en un papel. Sin embargo, si mañana
repetimos la misma pregunta encontramos que el ahora es mediodía, cosa que no concuerda con
lo que se escribió en el papel. Dicha verdad, dice Hegel, “ha quedado ya vacía”.

Lo mismo pasa con la ubicación del Esto. Hegel dice: “El Aquí es, por ejemplo, el árbol. No
obstante, si doy la vuelta, esta verdad desaparece y se invierte: el Aquí no es un árbol, sino que
es una casa”. Fíjate que lo que desaparece no es el Aquí, eso permanece constante sea que se
trate de la casa, el árbol o lo que sea, sino que desaparece la verdad de la proposición que decía
que era la casa o el árbol. Por consiguiente, tanto el Aquí como el Ahora se revelan como una
universalidad, algo no individual, sino capaz de aplicarse a muchos individuos.

El subtítulo de este capítulo es: “el Esto y el querer decir por medio de la opinión”, frase torpe, aun
cuando precisa, que traduce la palabra das Meinen. Una frase común en alemán es “Meine Meinung
ist …” o sea “Mi opinión o lo que quiero decir es …”. Aquí, lo que la conciencia quiere decir es el
objeto individual, pero lo que de hecho dice es otra cosa, un universal. El Esto particular que la
conciencia quiere decir o expresar termina siendo para Hegel un No-Esto, ya que no es ni noche ni
mediodía, ni ante la casa ni ante al árbol. Es cualquiera de estos de forma indiferente, por lo que es
algo más allá de cualquiera en particular, cosa, dice Hegel, que “llamamos un universal; lo
universal es, pues, lo verdadero de la certeza sensible”. ¿Te diste cuenta cómo Hegel derivó lo
universal al negar la particularidad? El Esto que la conciencia trata de expresar con un Ahora y
un Aquí no es ningún Ahora o Aquí en particular; es un No-Esto – un universal, que procede
lógicamente de la auto-negación de lo particular.

Bueno, con esto la dialéctica se inicia, ya que claramente el concepto y el objeto no


coincidieron. En los próximos párrafos, la conciencia cambia su estrategia. Dado que un
conocimiento del objeto como individuo no se da al basarse en el lado del objeto, pasa al otro
lado, el del sujeto, a ver si puede darse ahí. De lo que la conciencia se da cuenta es que, aun
cuando la noche pasa y llega el día, y aun cuando aquí hay un árbol y luego una casa, la
conciencia misma experimenta todos esos momentos. Estos diferentes aquí y ahora vienen y
se van, pero el yo permanece. Sin embargo, dado que la certeza sensible pretende conocer
al objeto en su individualidad, el yo que lo conoce también tiene que ser concreto e
individual, un Esto aquí y ahora. Por lo tanto, el yo que experimenta este ahora no puede ser
el mismo que lo experimenta en otro momento. Si lo fuera, el conocimiento del objeto no se
basaría en algo individual y por lo tanto no se estaría hablando de una certeza basada en la pura
sensibilidad, sino en actos inferenciales de comparación.

Nuevamente, lo que dice la conciencia, a saber, que permanece a lo largo de los diferentes aquí
y ahora, contradice lo que quiere decir, a saber, que un yo concreto y particular garantiza la
certeza del conocimiento del objeto. Y nuevamente, algo que se suponía era particular, el
yo, resulta ser universal. Al igual que el Aquí y Ahora del objeto se manifestaba de la misma
manera en cualquier momento o lugar, el yo, dice Hegel, se refiere a “todos los yo; cada uno
de ellos es lo que digo”. Lo que comenta aquí no es una artimaña lingüística, sino que
simplemente expresa lo que revela la propia dialéctica de la experiencia de la conciencia, a
saber, que la particularidad se niega a sí misma, es decir, por su propia actividad se vuelve
en su opuesto.

Por la experiencia que la conciencia ha tenido hasta ahora, se da cuenta de que la esencia
de la certeza sensible “no está ni en el objeto ni en el Yo […] por donde llegamos al resultado
de poner el todo de la certeza sensible misma como su esencia, y no ya sólo un momento de
ella”. Lo que Hegel está diciendo es que en los dos momentos que hemos visto, donde primero
el objeto fue la esencia de la certeza y luego el sujeto, los dos se convirtieron en universales al
ver que tanto el yo como el objeto ocupaban diferentes aquí y ahora de forma indiferente,
dejando por eso de ser estrictamente individuales. Para evitar las consecuencias de esta
comparación entre diferentes momentos, donde el yo o el objeto se escapa y se vuelve
universal, deposita la certeza en la relación indisoluble entre los dos: sujeto-objeto. Ahora,
ninguno de los dos puede salirse de su particularidad con el otro para hacer comparaciones. El
todo que la relación entre los dos constituye, impide que cualquier oposición o distinción
se penetre. Como dice Hegel: “no comparo entre sí el Aquí y el Ahora, sino que me mantengo
en una relación inmediata: el Ahora es día”.

Ahora bien, la conciencia podría simplemente encerrarse en su convicción de que la certeza


sensible sea la manera correcta de abordar el mundo, y ya. Sin embargo, si es la manera
correcta entonces es objetiva y vale para cualquiera. Es su intento de demostrar eso, de
justificar su postura epistémica, le hace ver sus defectos y le lleva a otra postura. Entonces,
tiene que demostrar que la relación sujeto-objeto es la esencia de la certeza sensible. Para
hacerlo, para hacer que otros (como nosotros) vean la verdad de su posición, no va a utilizar el
lenguaje. Ya ha aprendido su lección. Usar cualquier palabra nos ubica en el ambiente de la
universalidad. En vez de eso, va a señalar - con el dedo, una mirada, con lo que sea - para
dirigir nuestra atención a lo que está experimentando. De esta forma, piensa que puede
comunicar la pura e inmediata presencia del objeto.

Bien, volvamos a las características de un objeto individual, su aquí y ahora. En los dos párrafos
que van desde la p. 58 a la 59, Hegel va a analizar el intento de la conciencia de señalar estos dos
aspectos del objeto individual. Son muy importantes estos dos párrafos porque describe, si no con
total claridad, al menos con precisión, la dialéctica que transforma una cosa en otra. Si captamos
bien estos dos párrafos, tendremos con que navegar con éxito el resto del libro.

Bueno, la conciencia empieza señalando el Ahora, este Ahora, ahora mismo. Sin embargo,
en el mismo acto de señalarlo, ya ha dejado de existir, ha dejado de ser ahora y ha pasado.
El Ahora que es en este momento, es uno distinto al que fue señalado. Es como una hoja que
cae en un río. El instante de tocar el agua es el Ahora, pero al señalarlo, ya ha pasado, y el
Ahora actual ya no tiene esa hoja, ese Ahora que tiene la hoja ya es antiguo. La conciencia
esperaba mantenerse en contacto inmediato con ese ahora, pero dado que lo señaló, se lo
perdió. Hegel describe esto en términos de tres componentes. Dice: “Señalo el Ahora,
afirmándolo como la verdad. Sin embargo, lo que señalo es algo que ha sido, que ha sido
superado”. Aquí encontramos el famoso término aufgehoben. Recuerda que tal como lo usa
Hegel, este verbo significa cancelar, conservar, y superar. En este punto, la primera verdad que
afirma la conciencia queda superada en el sentido de ser cancelada.

Recuerda que el motor de la dialéctica es la negación, específicamente la negación


determinada. Al quedarse cancelada o negada, surge otra verdad que la conciencia postula, no
cualquier verdad, sino una determinada por esta primera negación. Entonces, en el segundo
momento de la dialéctica, dice: “Afirmo como la segunda verdad que lo que ha sido está
superado”.

Con esto, está simplemente afirmando el resultado de su negación, o sea, que el primer Ahora
no es lo que pensaba, que de hecho ha sido. Como tercer momento, Hegel dice: “Pero lo que ha
sido no es; supero lo que ha sido o el ser superado, esto es, la segunda verdad, negando con ello
la negación del Ahora y retornando así a la primera afirmación: el Ahora es”.

Lo que ha sido, dice, no es, sin embargo, la verdad que tiene que ser, por lo que se niega la
primera negación y retorna a la afirmación de que el Ahora es. El punto importante es que
esta nueva afirmación de que el Ahora es, no es equivalente a la primera. Lo que hemos
presenciado en estos tres momentos es un movimiento en el que el verdadero Ahora se
manifiesta. ¿En qué sentido? Pues si siguiéramos con la dinámica, el nuevo Ahora pasaría igual
y llegaría con la negación a postular un nuevo Ahora y se daría cuenta de que la constante
negación o superación de lo que ha sido genera un continuo de Ahoras. Hegel dice que el
primera Ahora a que se ha retornado “está reflexionado dentro de sí [y] no es exactamente lo
mismo que primeramente era, es decir, algo inmediato”. El segundo Ahora ya es un Ahora
mediado o ampliado debido a que ha sido dialécticamente relacionado consigo mismo,
mediante el intento de señalarlo. Se revela precisamente como un Ahora universal en el que
caben todas las horas, minutos y segundos que van surgiendo y desvaneciendo.

La incapacidad de la conciencia de señalar un Ahora instantáneo se repite en su


incapacidad de señalar un Aquí absolutamente atómico. Hegel dice: “El Aquí señalado que
yo retengo es también un este Aquí que de hecho no es este Aquí, sino un Delante y un Detrás,
un Arriba y un Abajo, un A la derecha y A la izquierda”. ¿Qué quiere decir con eso? Pues
imagínate que el objeto que se señalara fuera la letra M mayúscula. ¿Podrías tú con la mirada
especificar dónde está el Aquí de este objeto?

¿Dónde cae exactamente tu mirada? ¿En el vértice en medio, en una de las líneas, o una de las
puntas que empieza y termina el objeto? ¿No te das cuenta que donde fijes la mirada, hay otro
punto Delante y Detrás, Arriba y Abajo? Como dice Hegel: “El Aquí que se trataba de señalar
desaparece en otros Aquí, pero también éstos, a su vez, desaparecen; lo indicado, retenido y
permanente es un Esto negativo, que sólo es en cuanto que los Aquí se toman como deben
tomarse, pero superándose dentro de ello; es un simple conjunto de muchos Aquí”.

El punto es que ningún Aquí atómico y absoluto puede indicarse ya que todo Aquí está
relacionado con otros Aquí. Para indicar uno, tengo que relacionarlo con otros. Al hacerlo,
niego o cancelo el primer Aquí en tanto inmediato, paso a otro, lo cual afirmo, conservando así
la noción de ubicación, pero dándome cuenta de que el señalamiento de este Aquí me remite a
otro y luego a otro, volviendo al final al primero pero un primero que ha sido ya superado o
ampliado, es decir, el Aquí universal. El intento de señalar algo atómico se deviene
inevitablemente en un proceso de relacionar y comparar. La radical particularidad que fue
mi intención señalar se transforma en su opuesto, el universal.

Ahora que lo pienso, si dijera, “Mira eso” y señalara con mi dedo por una ventana, ¿qué entenderías
como el objeto de mi señalamiento? ¿la ventana, el hecho de que está abierta, el árbol que se ve a
través de ella, o el hecho de que sus hojas están cambiando de color, lo cual significa el otoño? Es
imposible decir sin un concepto, sin una indicación simbólica del contexto. Incluso, el propio
dedo que señala, que parece estar en una conexión directa e indexical con el objeto que indica,
conlleva un aspecto simbólico. Aquí en México, la gente hace así para indicar la estatura de una
persona, y otros signos para indicar la estatura de animales y de objetos inanimados. Pues la
primera vez que lo vi pensaba que estaban señalando hacia arriba, pero no. Interpreté mal el
signo porque desconocía la regla, o convención social, que regía su uso.

En fin, la conciencia ha fracasado en su intento de explicar su conocimiento al acudir a


algo bruto y particular en la experiencia. Mucho antes que Nietzsche, y los analíticos del
siglo XX como Sellars y Quine, Hegel, en las primeras páginas de su obra maestra, deja
superado el mito de lo dado. Obviamente, no niega que tenemos experiencia sensorial, sino
sólo que las impresiones que nos llegan, ese torbellino caleidoscópico de James, o la
multiplicidad sensorial de Kant, cuenta muy poco, casi nada, si no es organizado y
procesado por un contexto conceptual. En cuentas resumidas, el concepto no ha
correspondido el objeto. En el próximo vídeo, veremos la transformación dialéctica del
concepto de la certeza sensible en el concepto de la percepción.
La Percepción.

En el primer vídeo, comentamos que Hegel entiende su libro como una escalera a través de la
cual la conciencia asciende hasta el saber absoluto. La asciende por medio de la dialéctica, cosa
que podemos visualizar en sus escalones. Simplificando las cosas, en el primer escalón tenemos
por un lado la tesis, el punto de partida. En el propio intento de sostenerla, la tesis se complica o
se problematiza, convirtiéndose en su opuesto o contrario. Esta antítesis, producto de la negación
de la tesis, también se vuelve problemática, y queda negada a su vez. Pero esta negación de la
negación no revierte al inicio, sino que se eleva (esto es lo que literalmente significa “aufheben”),
conservando aspectos de las dos posiciones en un nuevo punto de vista que supera a los dos.

En el primer capítulo, la conciencia concebía el objeto como un particular radical que se conoce
pasivamente por la sensación. Sin embargo, en el intento de conocerlo así, terminó conociendo
no un particular sino un universal. Dado que la certeza sensible, es decir, la pequeña teoría o
concepto de la conciencia, no correspondió al objeto, quedó por tanto superada en una nueva
teoría o configuración de la conciencia, a saber, la percepción. Con ella nos encontramos
ahora en el segundo escalón en la posición de “tesis”, el nuevo punto de partida, y así iremos
sucesivamente a lo largo del libro.

El objeto se muestra ahora a la conciencia no como un Esto particular, sino como una “cosa de
múltiples propiedades”, como dice Hegel. Si preguntas a cualquiera de la calle por su ontología, te
va a decir algo muy parecido a esto. Todos nos movemos en un mundo de cosas: personas, casas,
coches, árboles. – ¿Ves ese coche ahí? No, no ése azul sino el rojo de dos puertas. Sí, ése. – No tienes
que ser filósofo para identificar y distinguir cosas en el mundo; lo hacemos todos los días.

Cosas de este tipo son los muebles por así decirlo que llenan el espacio de nuestro mundo. Sin
embargo, por intuitivo que parezca la idea de que nuestro conocimiento se refiere primordialmente a
cosas compuestas de propiedades, el asunto no es tan sencillo – obviamente –. Si fuera así de sencillo,
¡Hegel no habría escrito el resto del libro, verdad!

El problema reside en cómo se concibe “una cosa”. ¿En qué consiste la “coseidad”? Por un
lado, una cosa es una cosa, es un Uno, una unidad. Por el otro lado, debido a sus
propiedades, es un Múltiple. El tema de la relación entre lo Uno y lo Múltiple es muy viejo,
iniciado en Grecia Antigua. El punto aquí es que, dado que la cosa es la unidad epistémica
básica, o sea, lo que se conoce es la cosa, estos dos aspectos de la cosa no pueden contradecirse.
Pues vamos a ver qué pasa.

La dialéctica de la percepción parte de la p. 62. Recuerda que estamos usando la traducción de


Wenceslao Roces del Fondo de Cultura Económica revisada por Gustavo Leyva. Ahí Hegel dice
que la coseidad se entiende como un “conjunto simple de muchos; pero estos muchos son
ellos mismos, en su determinidad, universales simples”. Estos “muchos” se refieren a las
propiedades, cosa que podemos ver en el ejemplo que da Hegel de un pedazo de sal. Es blanca,
tiene un sabor salino, una forma cúbica, cierto peso, etc. Estas propiedades no están ubicadas en
diferentes partes del pedazo de sal, sino que están todas “en un simple Aquí, en el que se
compenetran”. Al mismo tiempo, dice Hegel, “no se afectan las unas a las otras […] lo blanco
no afecta o hace cambiar lo cúbico, ni el Uno al otro al sabor salino, etc”. Cada propiedad se
relaciona sólo consigo mismo y se vincula con las demás sólo por medio del “indiferente
también”. O sea, la cosa es simplemente blanco, y también salino, y también cúbico, etc. De esta
manera, la cosa no es más que un medio vacío y pasivo en el que ocurren las propiedades,
siendo así no una unidad o totalidad, sino un agregado. Esta forma de entender la cosa la ve
como un bulto o haz, no más que la suma de sus partes, o sea, de las propiedades.

Sin embargo, dice Hegel, “si las múltiples propiedades determinadas fueran sencillamente
indiferentes y sólo se refieran a sí mismas, no serían propiedades determinadas. En efecto, sólo
lo son en cuanto se distinguen y se relacionan con otras como contrapuestas”. Continúa diciendo
que la cosa “no es solamente un también, unidad indiferente, sino que es, asimismo, Uno,
unidad excluyente”. En este pasaje, Hegel insiste en el carácter activo de la cosa, a diferencia de
la pasividad de la cosa entendida como bulto de propiedades. Si fuera este último, ¿cómo se
podría distinguir el bulto de propiedades que llamamos una flor del bulto que llamamos un
florero? ¿No constituirían un simple continuo de propiedades? La flor y el florero, como cosas,
tienen que ser no meros agregados de propiedades, sino unidades que vinculan las
propiedades entre sí para distinguir una cosa de otra. En esta concepción, la cosa es más que
la suma de sus partes. La relación entre cosa y propiedades es como aquella entre sustrato y
atributos o sustancia y accidentes.
Como había comentado, la cuestión de la relación entre lo Uno y lo Múltiple es muy antigua.
Seguramente, reconocerás en esta discusión planteamientos de Platón y Aristóteles. Como vimos,
Hegel comentó que las propiedades que la conciencia percibe son universales simples, cualidades
como blancura o cúbico. Éstas no son más que las ideas platónicas. Para Platón, particulares
participan en estas ideas, pero las ideas o lo universales son lo que es básico y más real.
Aristóteles discrepa de Platón, poniendo el énfasis en la cosa concreta, la sustancia, de la que
cualidades se predican como accidentes o propiedades. Desde el punto de vista de la cosa como
bulto, cuando decimos “La sal es blanca”, el “es” ahí es el “es” de la identidad, donde la
blancura constituye la cosa. Viendo la cosa como una unidad sustancial más allá de sus
propiedades, el “es” es el “es” de la predicación, donde la propiedad no constituye la cosa,
sino que es inherente en ella.

De repente, en la p. 64 Hegel dice: “Veamos ahora qué experiencia hace la conciencia en su


percibir”. Hasta ahora en el capítulo, Hegel ha estado hablando a nosotros, describiendo la escena
que vamos a observar. Y es como si ahora diera cuerda a la conciencia para que interactúe con el
objeto, esta cosa con propiedades, para ver qué contradicciones surgen. En lo que sigue en el
texto, vamos a ver muchos cambios de perspectiva, o sea, la propia dialéctica de la percepción,
que va a darse en términos de cuatro elementos: el aspecto unitario y también múltiple de la cosa,
y además la cuestión de si estos dos aspectos son una función del sujeto o del objeto. El
problema fundamental que la conciencia va a tener al tratar la cosa que percibe es cómo
dar cuenta de su unidad sin que ésta se reduzca a un mero aglomerado de propiedades. Para
que veamos más claramente la dialéctica, tomemos como ejemplo de la cosa percibida, esto: una
manzana.

En primera instancia, la captamos como una unidad, un Uno. Esta cosa es determinada y
singular, distinta de otras cosas que tengo a mi alrededor. Al mismo tiempo, noto que es rojo, un
predicado o propiedad que no es singular, sino universal, universal porque un coche puede
ser rojo, también un vestido. Hemos aquí, pues, una contradicción, a saber, universalidad y
singularidad atribuidas a una y la misma cosa. Para evitar esta consecuencia, la conciencia se
fija no en una sola propiedad, la rojez, sino en todas las demás, el brillo, su forma redonda, y la
rojez como formando una comunidad continua de propiedades. Así puede acercarse más a su
experiencia de la cosa como un Uno. Sin embargo, la conciencia percibe al mismo tiempo una
discontinuidad. Es decir, la rojez no es lo mismo que el brillo. Las propiedades se distinguen
o se excluyen entre sí.

Entonces, como platicamos al principio, tenemos un Uno que abarca distintas propiedades. Es
como si tuviéramos la cosa, el Uno, y todas sus propiedades determinadas como cosas
adicionales: un puro múltiple. Para que la conciencia perciba una cosa, esta cosa, debe
entender su unidad como un “médium común universal” como dice Hegel. Pero ¿qué es eso?
¿una especie de pegamento, o éter, o forma abstracta? La cosa como medio común resulta ser
tan vaga e insubstancial que lo único que se ve son las propiedades. Así la conciencia vuelve a
poner énfasis en las propiedades. Lo determinado son ellas, y la cosa misma una vaga
indeterminación. Ésta es la dinámica de lo Uno y lo Múltiple, de la cosa como unidad y como
bulto. Si se fija en la unidad, se pierda la diversidad de propiedades; y si se fija en las
propiedades, se pierde la coseidad y regresamos a lo que parece ser la postura de la certeza
sensible, ya que, sin algo que une las propiedades, lo que se tiene son cualidades aisladas que se
reclaman como absolutos.

Pues, la conciencia parece estar en un callejón sin salida, pero luego se le ocurre una
solución. Si el problema es el bulto de propiedades en el que la cosa se pierde, puede
salvaguardar esta última al pasar las propiedades del objeto al sujeto. De este modo, no puede
incurrir en la contradicción, y además puede dar cuenta de la ilusión. La palabra para
“percepción” en el alemán es “Wahrnehmung” que significa literalmente tomar la verdad. Si
vieras esta manzana de lejos, a lo mejor la tomarías por una cereza. Estarías equivocado no
debido al objeto, sino a que lo tomaste mal. Tú eres la fuente del error o la ilusión.

Pero ¿cómo puede ser el sujeto la fuente de las propiedades? La respuesta se encuentra en John
Locke y en su distinción entre cualidades primarias y secundarias. Las primarias son cosas como
extensión, solidez, movimiento, propiedades que son objetivamente del objeto y son iguales para
todos. Las secundarias son cosas como color, sabor, olor, sonido, etc. Estas sensaciones no están
en el objeto sino que reflejan cómo el objeto afecta al sujeto particular. Por ejemplo, si llevo mi
manzana a un cuarto con muy poca luz, su rojez se transforma en un color más oscuro, de modo
que podemos decir que la cualidad o propiedad de color está más en nosotros que en el objeto.
Son las propiedades en el sentido de cualidades secundarias a la que se refiere Hegel en esta parte
de la dialéctica. Es el acto de percibir, entonces, lo que produce el aspecto múltiple de la
cosa. En vez de que la cosa sea el médium común universal para las propiedades, el sujeto lo es.

Como suele suceder, una solución resuelve un problema pero crea otro. En este caso, si las
propiedades son una función del sujeto, y la coseidad o unidad una función del objeto,
entonces ¿cómo pueden las cosas distinguirse entre sí?

Distinguimos una cosa de otra por sus propiedades, pero si ninguna propiedad pertenece
objetivamente al objeto, entonces tenemos cosas particulares indistinguibles. Leibniz trata
de precisamente este tema en su célebre doctrina de la Identidad de los Indiscernibles, la cual
afirma que si no hay diferencia discernible entre las propiedades de dos cosas, entonces son la
misma cosa.

Pues está claro que esta estrategia no va a funcionar. Las propiedades tienen que pertenecer
al objeto. Si esto es el caso, entonces quizá invertir la estrategia para que la unidad del objeto, la
cosa como Uno, sea una función del sujeto, y que las propiedades pertenezcan al objeto. En este
caso, la coseidad, su unidad, sería producto de mi actividad de postular como Uno las diversas
propiedades. Volvemos a ver el objeto como un bulto y su unidad como algo para mi.

Hasta ahora, hemos visto la dialéctica entre lo Uno y lo Múltiple primero en términos del
objeto, y ahora en términos del sujeto, o sea, del sujeto encargándose primero de lo
Múltiple y luego de lo Uno. Como dice Hegel en la p. 66: “Resulta que la conciencia hace
alternativamente, tanto de sí misma como también de la cosa, lo Uno puro y sin multiplicidad
como un [bulto] disuelto en materias autosuficientes”.

En otras palabras, cualquiera de las posiciones o alternativas parece implicar la otra provocando
así una oscilación entre todas que no se para en una perspectiva estable. La conciencia ya está
desesperada porque no sabe cómo determinar la postura correcta. Se le ocurre una
estrategia más.

En vez de que las múltiples propiedades pertenezcan esencialmente al objeto, como vimos
en un primer momento, o que sean una función del sujeto, como en el segundo momento,
ahora en este tercer momento de la dialéctica serán una función de otras cosas, o sea, de su
relación o comparación con otras cosas. La manzana como una cosa unitaria ya no sufre
división por sus propiedades ya que su color rojo lo es con respecto a otras cosas de otro color
(negro o verde, por ejemplo); su tamaño es tal con respecto a cosas más grandes o pequeñas, etc.
Recuerda que en este momento, como a lo largo del libro, la conciencia está tratando de dar cuenta de
su conocimiento, de buscar aquello que sea esencial para explicarlo. En este capítulo sobre la
percepción lo esencial es la cosa como un individuo, un Uno – eso pues es lo que se conoce a fin de
cuentas. Por tanto, todo aquello que no sea esencial no puede formar parte de ese Uno. Es por eso que
las múltiples propiedades tienen que ser una función de algo externo a la cosa, a saber, relaciones con
otras cosas.

La conciencia quiere ver la manzana como algo independiente en sí mismo; una base
suficiente para el conocimiento. Sin embargo, y aquí llegamos a la conclusión de la dialéctica,
algo no puede ejercer su independencia sin relacionarse y oponerse a otras cosas. Si lo único
que existiera en el mundo fuera la manzana, perdería su coseidad porque no habría de que
distinguirse como este individuo. Yo, por ejemplo, soy doctor en filosofía, pero eso no tendría
sentido en absoluto si no existieran licenciados y un entorno académico en general. De este
modo, relaciones con otras cosas se vuelve de hecho esencial para entender la naturaleza de la
cosa. John Locke, el Obispo Berkeley y Leibniz encontraron la idea de una cosa como
sustancialmente distinta de sus propiedades como un sinsentido. Sin embargo, a estas alturas la
conciencia no ha llegado a la conclusión de que la cosa no es la suma de sus partes o
propiedades, sino que es esencialmente una función de relaciones, o lo que hoy en día
llamamos otredad. Conocemos a Hegel como el filósofo de la totalidad, y aquí vemos el
despertar de esta idea. Ontológica y epistemológicamente, la comunidad es más básico y real
que lo individual. El individuo es una abstracción lógica de una condición más básica de
relación con el otro.

Empezamos este vídeo hablando de la metáfora de la escalera. Cada escalón que la conciencia
alcance en su ascenso representa un nivel mayor de racionalidad o inteligibilidad en su
experiencia, terminado con el saber absoluto. Como dijo Aristóteles y repite Hegel, lo que se
conoce es lo universal. En el primer escalón, con la certeza sensible, no hubo ningún universal
para conocer, ni siquiera para pensar, sino sólo un particular atómico bruto. La dialéctica de la
experiencia de la conciencia tuvo como resultado la producción de lo universal (recuerda la
pluralidad de los Aquí y Ahora). En el segundo escalón, el de la percepción, la conciencia partió
de este universal, sin embargo fue un universal sólo a medias, un universal de propiedades
condicionado por cosas sensoriales y cualitativas. La palabra “condicionado” traduce la palabra
“bedingt”. Ahí vemos la palabra “Ding” que significa “cosa”, de modo que el universal que la
conciencia ha manejado en esta capítulo es limitado en su alcance porque está arropado por la
cosa sensorial, cosificado por así decirlo. Aunque vaya ascendiendo la escalera de la
inteligibilidad, la universalidad de la percepción no es aún netamente conceptual. Este último
sería un universal unbedingt, o sea, no condicionado. En el próximo capítulo, la conciencia
dejará la cosa para buscar ese universalidad en el concepto científico de la fuerza.
La Fuerza.

Antes de empezar con el tercer capítulo sobre la fuerza y el entendimiento, quiero esclarecer algo
sobre ciertos términos que Hegel utiliza muy seguido y que ahora vamos a ver más pero que no he
tratado todavía. Me refiero al ser-en-sí, el ser- para-sí, y el ser-en-y-para-sí. Utiliza estos términos en
distintos sentidos, pero casi siempre figuran en su descripción de un cambio dialéctico. La distinción
aristotélica entre potencia y acto nos ayuda a entenderlos. La bellota, para usar un ejemplo clásico, es
el roble sólo en potencia, es potencialmente un roble. Llegando a serlo, ya lo es en acto. En la
terminología de Hegel, potencia es el ser-en-sí y acto es el ser- para-sí. En la Enciclopedia de las
ciencias filosóficas da un ejemplo concreto. Dice que “el hombre-en-sí-mismo es el niño cuya tarea
consiste en no permanecer en este estado abstracto y no desarrollado “en-sí”, sino llegar a ser
para sí-mismo lo que inicialmente es sólo en-sí-mismo, a saber, un ser libre y racional”. El niño
es un hombre sólo potencial o implícitamente, un hombre no desarrollado. Llegando a ser hombre, ya
lo es para-sí-mismo, en acto, desarrollado y explícito. El último término es el ser-en-y-para-sí-
mismo, lo cual une los dos y significa que la potencialidad que se ha manifestado o actualizado es
plenamente conocida o apropiada por el ser en cuestión, por ejemplo, la auto-conciencia, estar
consciente de tu conciencia. El proceso de actualizar una potencialidad implica el paso de lo
abstracto e indeterminado a lo concreto y determinado. Para que algo sea determinado, para que
sea esta cosa y no otra, tiene que relacionarse con otras cosas, ser comparado, contrastado, negado,
de modo que algo tal como es en sí mismo es una mera abstracción, una potencialidad que se actualiza
al relacionarse con otras cosas.

Como comentamos, estos términos describen la dinámica de la dialéctica. En el primer capítulo


sobre la certeza sensible, la conciencia colocaba la verdad o el fundamento de su conocimiento,
en el objeto, lo que llamaba el Esto, o para Hegel el en-sí. Luego surgió un problema y decidió
colocarlo en el sujeto, el para-sí. En el tercer momento, la colocó en la relación entre sujeto y
objeto, que tiene como resultado el universal condicionado o sensible, el en-y-para-sí lo que la
conciencia tomó como una propiedad. Y así empezamos el capítulo sobre la percepción con un
nuevo objeto, la cosa con propiedades, el en-sí, que nuevamente la conciencia tomó como la base
de su conocimiento, y así sucesivamente. El resultado de la dialéctica de la percepción fue el
universal incondicionado. Empezando el tercer capítulo, la conciencia toma esa “síntesis” del
capítulo anterior y lo trata nuevamente como objeto, como tesis o el en-sí. Entiende este nuevo
fenómeno ya no como un Esto ni como la cosa con propiedades, sino como una fuerza.

Otra forma muy sencilla de ver lo que está pasando en todo esto es en términos del crecimiento
de un bebé. Los padres le compran ropa pero el bebé crece, entonces lo que antes le quedaba
ahora se guarda y compran ropa más grande, y así sucesivamente. En el contexto de la
Fenomenología, el bebé es aquello que hace inteligible la experiencia de la conciencia, a saber, la
universalidad. Este último se vuelve cada vez más complejo y amplio. La ropa de antes, o sea, el
Esto o la cosa con propiedades, ya no le quedan. La nueva prenda es la idea de la fuerza, y la
postura de la conciencia no es la certeza sensible, ni la percepción, sino el entendimiento.

Bueno, este capítulo es sin lugar a dudas el más denso y difícil de la Fenomenología, quizá en
toda la obra de Hegel. Así que, respira, y lo tomamos paso por paso.

El capítulo empieza no con la descripción de lo que la conciencia experimenta, sino con Hegel
hablando con nosotros observadores. Nos cuenta que la conciencia ha dejado la sensación de
colores y sonidos, y también la percepción de cosas, y ha arribado a pensamientos, es decir,
ese universal incondicionado que surgió debido a que la cosa con propiedades se vio
obligada a relacionarse con otras cosas. Sin embargo, dice Hegel, “Este universal
incondicionado, que es, a partir de ahora, el verdadero objeto de la conciencia, sigue siendo
objeto de ella; aún no ha captado su concepto como concepto”. Volviendo a la metáfora del
bebé y la ropa, el bebé es ahora el universal incondicionado, y la ropa es el concepto o pequeña
teoría que la conciencia maneja para entenderlo. Lo que Hegel dice en ese pasaje es que la
conciencia sigue manejando un concepto o pequeña teoría inadecuado. Capta su concepto no
como concepto, sino todavía como un algo allá afuera, lo que va a llamar la fuerza. Lo que
nosotros observadores vemos es que el universal incondicionado no es algún algo que puede
identificarse en el mundo de la experiencia, sino que es el pensamiento mismo, la dinámica
conceptual o, en otras palabras, el movimiento dialéctico que la misma conciencia está
atravesando. La conciencia aún no capta eso. Si la idea de la conciencia fijando su atención en
el movimiento de su propio pensamiento te suena como la auto-conciencia, pues por ahí vamos.
El cuarto capítulo inicia la segunda gran división de la Fenomenología, que se llama la Auto-
conciencia. Los primeros tres capítulos tratan de la experiencia de la conciencia como tal, la
cual tiende a buscar la verdad absoluta en el objeto en vez del sujeto.
Pareciera que Hegel, con su dialéctica y su terminología particular, estuviera descubriendo cosas
nuevas o desvelando detalles hasta ahora desapercibidos, pero no. Kant ya trabajó muy bien el
suelo que Hegel está pisando ahora. El problema que la conciencia tiene en los primeros dos
capítulos es que busca la verdad en el objeto. Pues Kant aprendió de Hume que esa postura trae
consecuencias problemáticas para el conocimiento científico por lo que Kant efectuó su célebre
revolución copernicana, a saber, nosotros no nos conformamos al objeto, sino que el objeto se
conforma a nuestra manera de saber. Hay que buscar la verdad en el sujeto, no en el objeto. La
facultad mental que para Kant rige el conocimiento es el Entendimiento. Lo que es muy
importante entender es que el Entendimiento no simplemente categoriza objetos, sino que
los constituye. Obviamente, no constituye objetos físicamente, sino objetos epistémicos, y eso al
aplicar conceptos (o categorías) a intuiciones.

Pues esto es lo que Hegel está diciendo, sólo con otras palabras. La postura epistémica que
maneja la conciencia ahora es el entendimiento - por eso el capítulo se llama “Fuerza y
entendimiento”. Lo que Kant maneja como “concepto”, Hegel lo expresa con el término
“universal”. El universal que surgió al final del primer capítulo fue un universal condicionado,
condicionado por los sentidos - o sea, conceptos como rojo o duro. Terminado el segundo
capítulo, surgió el universal incondicionado, es decir, no condicionado por algo externo, sino
proporcionado por el sujeto, lo que en Kant es propiamente una categoría - como “sustancia”,
“relación” o “causa”.

Obviamente, hay fuertes diferencias entre Hegel y Kant. Hegel no está nada de acuerdo en que
haya algo simplemente dado, como aquello que la sensibilidad kantiana intuye o las categorías
con las que se lo piensa. Para Hegel, todo eso es producto de un desarrollo dialéctico. Y tampoco
acepta, desde luego, su dualismo que implica una cosa en sí misma. Esto nos regresa a nuestra
discusión al principio. El ser-en-sí para Kant es el noúmeno que no se conoce, y la cosa para-
si-misma (aunque no usa este terminología) es el fenómeno que sí conocemos. Para Hegel, se
trata de una y la misma cosa manifestando su ser dialécticamente sobre el tiempo.

Con su revolución copernicana, Kant previó las aporías de la conciencia en los primeros dos
capítulos, sin embargo, con su ontología aristotélica de sustancia y accidente, se vio obligado a
postular la existencia de la cosa en sí. Evitó la frustración de la conciencia, en el capítulo sobre
la percepción, al descartar la posibilidad de conocer la totalidad. Hegel, obviamente, no
acepta eso. El primer paso en evitar esta consecuencia kantiana es dejar esa ontología de
cosas a favor de una ontología de relaciones, expresada con la idea de fuerza.

Todo eso es algo que podemos comentar desde nuestro punto de vista. Sin embargo, la
Fenomenología de Hegel es precisamente eso, una fenomenología, una descripción de la
experiencia de la conciencia, y no una serie de argumentos racionales. Si vamos a llegar a eso de
la fuerza, tiene que ser como consecuencia de la conciencia desenredándose de sus problemas.

Al final del último capítulo, su problema estriba en cierta esquizofrenia que brota del objeto que
conoce. Por un lado, el objeto, un árbol digamos, es una cosa propia, un ser-para-sí. No es la
casa al lado, ni el pájaro en sus ramas. El árbol tiene algo que lo distingue de esas otras cosas,
algo que lo hace, la cosa separada que es. Por el otro lado, al distinguir al árbol del pájaro y la
casa, la conciencia pone al árbol en relación con estas otras cosas. Entonces, resulta que
también es un ser-para-un-otro. Pero hay un problema. Esta conexión o relación con el otro
subvierte su carácter como separado. Curiosamente, aquello que hace el objeto algo propio y
distintivo, es la misma cosa que lo subvierte. La perspectiva de la percepción fue incapaz de
resolver esta contradicción porque veía el objeto como una cosa con propiedades, un Uno y un
múltiple, una unidad y una diversidad. Si se fija en la multiplicidad de propiedades, como aquello
que se conoce, entonces ¿dónde está la cosa unificada de la que son propiedades? Se pierde. Y si
se fija en la cosa como un Uno, como sustancia, faltan las propiedades, los universales, a través
de los cuales puede ser conocido.

Hacia el final del segundo capítulo, Hegel habla de la insostenible oposición entre lo Uno y lo
Múltiple que la percepción genera y dice, en la p. 68: “pero, al ser estos dos momentos
esencialmente en una unidad, se presenta ahora la universalidad absoluta incondicionada y es
aquí donde la conciencia entra verdaderamente por primera vez en el reino del entendimiento”.
El universal que la percepción ha manejado, un universal parcial o condicionado por el carácter
sensorial de las propiedades, tiene que transformarse si es que quiera evitar el insatisfactorio
callejón sin salida en que se encuentra. Se transforma en una universalidad más abarcadora, una
incondicionada, o sea no objetual (como las propiedades), sino conceptual, uno que tiene que ver
con el pensamiento. Es por eso que Hegel dice al comienzo del tercer capítulo que “la conciencia
ha arribado a pensamientos”. Volviendo a nuestra metáfora, el bebé ha crecido, por lo que hace
falta nueva ropa, o sea, se desecha la percepción y se pone el entendimiento. A través de éste, la
conciencia entiende el objeto no como una cosa, sino como una fuerza.

¿Por qué la fuerza? Pues como ya platicamos, la unidad en el objeto que la conciencia busca, es
decir, la unidad entre lo Uno y lo Múltiple, entre lo que en el texto Hegel llama el ser-para-si (o
sea, su identidad o independencia) y el ser-para-el-otro (su diferencia o dependencia con respecto
a otras cosas), esa unidad la puede proporcionar perfectamente la actividad sintética y
constituyente de la conciencia.

Ése es el papel de las categorías del Entendimiento de Kant. Imagínate que la conciencia
estuviera buscando la causalidad en su experiencia, en algún aspecto o propiedad de los objetos.
Pues no lo va a encontrar. Ésa fue la enseñanza de Hume. No la encuentra porque la causalidad
es una relación que sintetiza la cognición humana. Ésa fue la enseñanza de Kant. Como
comentamos, la conciencia ha llegado al punto de ver la necesidad de postular esa unidad,
pero sigue buscándola en algo externo a su propia actividad cognoscitiva. De lo que no se da
cuenta es que la unidad del objeto se debe a la unidad de la conciencia.

En todo caso, para que la conciencia no vea la unidad y la diversidad del objeto como aspectos
contradictorios, tiene que verlos como expresiones el uno del otro. En el texto Hegel dice: “las
diferencias establecidas como autosuficientes [o sea, las propiedades] pasan de modo inmediato a
su unidad; ésta pasa a ser también de modo inmediato el despliegue, y el despliegue retorna, a su
vez, a la reducción. Este movimiento es lo que se llama fuerza”. Si la conciencia ha de buscar la
unidad en un objeto, la fuerza es una buena opción ya que el mundo que experimentamos
no es uno de cosas aisladas y estáticas, sino de movimiento y cambio, de relaciones y
transformaciones. Una ontología sustancialista de cosas, podría explicar estos fenómenos sólo
de forma mecánica (objeto A - como causa - interactúa con objeto B, produciendo un efecto). Sin
embargo, en fenómenos como la gravitación, la electricidad y el magnetismo, entre otros, no hay
interacción física o mecánica entre dos cosas. La fuerza que hace que un pedazo de fierro sea
atraído a un imán no es una sustancia o una cosa, de ahí que se puede percibir sino una
relación.

En la primera parte de la dialéctica, de las pp. 71-76, Hegel describe con mucho detalle
fenomenológico cómo la conciencia experimenta el objeto como fuerza. Es muy difícil seguir,
pero lo básico es lo siguiente. Si consideramos un imán y un pedazo de fierro separados por
cierta distancia, la fuerza magnética no se ejerce, no se expresa. Estando más cerca entre sí, se
nota la atracción del uno al otro. Analizando esta dinámica, tenemos que antes de expresarse, la
fuerza es algo propio, un Uno “reflexionado dentro de sí”, como dice Hegel, implícito antes de ser
explícito. Dice Hegel en la p. 74: “La subsistencia de las materias desplegadas queda, así,
excluida de esta fuerza y es un otro en relación con ella. Y, como es necesario que ella misma sea
esta subsistencia o que se exteriorice, su exteriorización se presenta de modo que aquello otro se
añade y la solicita”.

Bueno, con la expresión “materias desplegadas” Hegel se refiere a lo que en la percepción eran
las propiedades de la cosa, en este caso el fierro y el imán. Además, los plantea como algo fuera
o exterior a la fuerza que la solicita, que la suscita a expresarse. Este momento de la dialéctica es
muy importante. De la misma manera que el Esto de la certeza sensible salió de su unidad
atómica a encontrarse como una multiplicidad de aquís y ahoras, y como la cosa de la
percepción perdió su unidad al relacionarse con otras cosas, la fuerza propia entendida
como un Uno también saldrá de sí mismo, transformándose en algo más complejo. Hegel
explica este paso recuperando una idea importante de la metafísica aristotélica, la de que la
actualidad, el acto, es siempre anterior a la potencia. Como dice un amigo mío: “Para Aristóteles,
¿cuál vino primero, la gallina o el huevo? La gallina, por supuesto, ya que es en acto, mientras
que el huevo es la gallina sólo en potencia”. Aquí la gallina son las “materias desplegadas”.
Éstas no están ahí potencialmente, sino actualmente, y como tal puede suscitar a la fuerza
(en tanto potencia) a que se exprese.

En la cita anterior, Hegel llama a esto que solicita a la fuerza, un otro, algo exterior a la fuerza,
pero resulta que ese otro no puede ser más que una fuerza sí misma, pues si el entendimiento
capta su experiencia en términos de fuerzas, ¿de dónde podrían provenir estas materias o
propiedades actuales si no de una fuerza, como la expresión de una fuerza? Entonces, tenemos
dos fuerzas interactuando entre sí, una expresada, la otra no, una activa que solicita y la
otra pasiva, que es solicitada.

Entre paréntesis, recuerda que la conciencia está buscando aquello que puede formar la base de
su conocimiento. Ya no es el Esto, ni la cosa con propiedades, sino ahora el extraño movimiento
no perceptible de la fuerza. Sea como sea, la fuerza tiene que ser algo determinado y real para
que sirva su función epistémica. A estas alturas, aunque hay dos fuerzas en relación, parece que
tienen características o funciones distintas o determinadas: una pasiva y solicitada, la otra activa
y solicitante. Sin embargo, esta distinción ahora se disuelve ya que la fuerza expresada que
solicita a la otra, pudo haberse expresado sólo al haber sido solicitada por la otra fuerza, o
sea, sólo si hubiera estado anteriormente en una condición no expresada, precisamente
como la otra fuerza que ahora solicita. La distinción de cosas o funciones se difumina en un
dinamismo de reciprocidad. Dice Hegel en la p. 76: “estos momentos no aparecen distribuidos
entre dos extremos autosuficientes que se enfrenten sólo en sus vértices contrapuestos, sino que
su esencia consiste pura y simplemente en esto: en que cada uno sólo es por medio del otro”.

Viendo su experiencia en términos de la fuerza, la conciencia resuelve la aporia que surgía


al ver el mundo en términos de cosas con propiedades. Recuerda que el ser-para-sí, la cosa
como unitaria e independiente, perdía su identidad o unidad al relacionarse con otros, al verse
como un ser-para-el-otro. No podía lidiar con este conflicto. La fuerza, en cambio, no tiene
ningún problema con esto. La identidad de la fuerza, lo que es, lo es precisamente mediante
su relación con el otro. No puede ser lo que es salvo en su relación con el otro.

Hegel continua diciendo: “El concepto de la fuerza se mantiene más bien como la esencia en su
realidad efectiva [o actual] misma; la fuerza como efectivamente real [o sea, en acto] sólo es pura y
simplemente en la exteriorización [o expresión], que no es otra cosa que un superarse-de-sí-misma”.
Aquí vemos dos cosas. Primero, la fuerza no es cómo la conciencia originalmente la buscaba, una
cosa propia en sí misma. La fuerza no es un potencial, un algo por ahí esperando a expresarse. Como
decía Nietzsche del rayo, el rayo no es una cosa ahí que a veces brilla y a veces no. El rayo no puede
separarse (como causa) de su brillo (como efecto o expresión). El rayo es su expresión. Sólo en una
ontología sustancialista puede causa y efecto separarse. Pero aquí estamos en una ontología de
relaciones donde lo que tomamos como propiedades no son ellas mismas sustancias que se
incrustan en cosas, sino que son expresiones de la cosa. Lo Uno y lo Múltiple, tan problemáticos
para la postura sustancialista, están unidos ahora en el nuevo objeto de la conciencia, la fuerza.
La segunda cosa que hay que notar en esa cita es que la superación de la postura anterior en la nueva
que hemos discutido aquí. La dialéctica sigue, pero hemos tratado sólo la primera parte de la
dialéctica del entendimiento. En el próximo vídeo, veremos cómo este flujo o juego de fuerzas
pasa a constituir para la conciencia un mundo suprasensible, lo que Hegel llama un reino de
leyes.
Las Leyes.

Como vimos en el último vídeo, en el tercer capítulo la conciencia deja el mundo de las cosas
con propiedades y entra al mundo de la fuerza. Esto no quiere decir que deje de ver árboles,
perros y casas y que de repente aparezca un miasma energético o algo así. No. Esta transición
no es ontológica, por así decirlo, sino epistémica. Lo que experimenta la conciencia lo explica
en términos de una dinámica de fuerzas. Éste es el punto en que quedamos al final del último
vídeo, una pluralidad de fuerzas suscitándose recíprocamente unas a otras en un flujo
constante, un juego de fuerzas que Hegel llama apariencia o fenómeno. Ahora bien, en lo
sucesivo, vamos a ver cómo esta situación lleva a la conciencia a postular un interior de las cosas
que está en un mundo suprasensible, luego a un reino de leyes, luego a la explicación, y como
final al extraño “mundo invertido”.

Bueno, la distinción que al principio la conciencia hacía entre la fuerza como tal y su expresión,
y también la relación entre una fuerza y otra, una solicitando y la otra respondiendo, todo eso
se pierde ahora en el juego de fuerzas. Sus elementos no se distinguen, sino que “se derrumban
sin detenerse en una unidad indistinta” dice Hegel (p. 76). Lo importante es que semejante
unidad indiferenciada no puede manifestarse en este juego de fuerzas porque al menos en un
principio los elementos del juego son realmente distintos. La unidad indistinta no puede por tanto
formar parte del juego, sino que tiene que ser algo más allá del mismo, lo que Hegel llama “lo
interior de las cosas”.

Hasta ahora en el libro, todas las distinciones que hemos visto, entre la cosa y sus propiedades,
por ejemplo, han distinguido cosas perceptibles. Esto de “lo interior de las cosas” va más allá
de la esfera perceptible a colocarse en una dimensión suprasensible o inteligible. Semejante
“cosa” no es algo que la conciencia percibe, ya que es un objeto inteligible que corresponde
propiamente al entendimiento. La conciencia hasta ahora ha tomado varias cosas como el
objeto verdadero de su experiencia: el Esto, la cosa con propiedades, la fuerza y ahora este
interior de las cosas.

Desde nuestro punto de vista como observadores fenomenológicos, este nuevo objeto es un
acontecimiento significativo, pues representa la llegada del idealismo en nuestro viaje. El
idealismo es simplemente la idea de que el pensamiento o la racionalidad constituye la
sustancia del mundo. ¿Recuerdas la frase más importante del prólogo? - “todo depende de que
lo verdadero se aprehenda y se exprese no como sustancia, sino también, y en la misma medida,
como sujeto”. De lo que tiene que darse cuenta la conciencia es que al mirar al mundo, se
está mirando a sí mismo, es decir, que el pensamiento es la sustancia de las cosas o lo que en
otras palabras viene siendo que la sustancia y el sujeto, o el ser y el pensar, son lo mismo.

En este punto, la conciencia casi logra verlo, pero en vez de ello proyecta su subjetividad en un más
allá, en un mundo suprasensible.

A continuación, Hegel dice que la conciencia no está en un contacto inmediato con ese
mundo interior, a diferencia de lo que la conciencia esperaba con la certeza sensible y la
percepción, es decir, una relación directa e inmediata con el objeto de su conocimiento. Aquí, la
conciencia capta ese mundo interior de forma indirecta o mediada, es decir, a través o por
medio del juego fenoménico de fuerzas. Hegel explica esto de forma fascinante con la figura
del silogismo. Dice que la conciencia “mira, a través de este término medio del juego de las
fuerzas, el fondo verdadero de las cosas”. Este término medio, dice, “enlaza los dos extremos, el
entendimiento y lo interior”. Podemos ver esto más claramente en el famoso silogismo sobre
Sócrates.

Hay tres términos que se ponen en relación: el individuo Sócrates, una propiedad suya, la de ser
hombre, y un universal, la mortalidad. La conclusión es que Sócrates es mortal, pero su
mortalidad no es una cosa que se percibe, sino algo que se infiere, que se capta inteligiblemente.
Sócrates y su mortalidad son los dos extremos que son unidos por el término medio, el ser
hombre. En términos más hegelianos, el término medio constituye la unidad de opuestos.

Por primera vez en la Fenomenología, la conciencia ubica la base de su conocimiento en un


objeto no sensorial, sino inteligible, y más que eso en un objeto que la conciencia misma ha
creado o determinado a través de su propia actividad, de su propia subjetividad. Esta actividad
misma es lo que eventualmente llegará a ver, pero de momento ha proyectado esta
subjetividad otra vez como un objeto o sustancia (esta vez inteligible) en un mundo
suprasensible, más allá de los sentidos.

Lo toma como la esencia de la apariencia, como aquello del que la apariencia es una
manifestación. Sin embargo, lo curioso es que este mundo suprasensible es algo, dice Hegel, que
“ha nacido; proviene del fenómeno [o sea, la apariencia o juego de fuerzas]”. El fenómeno es su
esencia o, como dice, “Lo suprasensible es, por tanto, el fenómeno como fenómeno”.

Esta afirmación es extraordinaria. Para entender por qué, aterricemos primero el vocabulario de
Hegel en uno más familiar. El mundo que Hegel está describiendo, o más bien que la conciencia
está descubriendo a través de la dialéctica, es el mundo científico. Un científico, como Galileo,
no trata de explicar el cambio y el movimiento de objetos como piedras sueltas en términos
de las propiedades de las piedras o algo así, sino en términos de algo más allá de esas
propiedades, más allá de lo sensible, a saber, leyes. Platón hizo lo mismo con las Ideas y Kant
pues con el noúmeno. Sean leyes, Ideas o noúmenos, lo que Hegel señala aquí es que la esencia
de ese mundo más allá no es algo dado, sino que nace del fenómeno, del juego de fuerzas. El
fenómeno tal y como se presenta inmediatamente a la conciencia es un juego de fuerzas cuyas
diferencias van perdiéndose entre sí en un dinamismo de elementos indistinguibles. La verdad de
esta apariencia o fenómeno se le presenta a la conciencia no de forma inmediata, sino mediata, la
postulación de un interior del fenómeno entendido como una unidad inteligible. El fenómeno es
la manifestación de esta inteligibilidad, una inteligibilidad que Hegel aquí llama ley. La
ley, dice, “es la imagen constante del fenómeno inestable”.

Estamos en un nivel más sofisticado y refinado que la certeza sensible, sin embargo, vemos
repetido aquí la relación entre lo uno y lo múltiple, entre el objeto o individuo que se conoce y el
universal que permite que se conoce. El problema es que en esta sección sobre la ley la dialéctica
da vueltas a cada rato y a gran velocidad. A grandes rasgos sucede de la siguiente manera.

La ley es lo Uno y el juego de fuerzas es lo Múltiple - la unidad estable e inteligible de la


dinámica de las diferencias en el fenómeno. Un primer problema es que el concepto de la ley en
general es demasiado abstracto - no tiene contenido o determinación, mientras que el fenómeno
está sumamente concreto y determinado. Consecuentemente, dice Hegel, “se da una
multiplicidad indeterminada de leyes”, y así la diversidad de casos y circunstancias pueden
cubrirse. Esto resuelve un problema, pero de inmediato crea otro. La multiplicación de leyes
permite la unificación de una gama de fenómenos de distinto tipo desde la caída de una piedra
hasta fenómenos de la termodinámica y el electromagnetismo, etc., sin embargo, la sencilla
unidad de la ley se pierde. Para recuperarla, la conciencia postula una super-ley, por así decirlo, la
ley de atracción universal. Seguramente Hegel estaba pensando aquí en la famosa ley de Newton
sobre la gravitación.

Dice Hegel: “La atracción universal nos dice que todo tiene una diferencia constante con lo otro”.
Eso de la “diferencia constante” une la individualidad de la diferencia con la universalidad de la
ley. Sigue diciendo: “El entendimiento supone haber descubierto aquí una ley universal que
expresa la realidad efectiva universal como tal, pero sólo ha descubierto el concepto de la ley
misma, algo así como si declara que toda realidad efectiva es en ella misma conforme a la ley”.
Esta ley de la atracción universal no es tanto una ley como la idea de ley, la idea de que todo es
conforme a ley. Esta “legalidad”, por así decirlo, es ahora el verdadero interior de las cosas,
es lo absoluto para la conciencia, algo que concibe como una sencilla fuerza abstracta que
está a la base de toda ley efectiva. La exigencia de que lo absoluto sea una unidad simple e
indiferenciada es lo que ha llevado a la conciencia hasta este punto, tras el juego de fuerzas, tras
la ley como el ser interior del fenómeno, y luego tras la multiplicidad de leyes. No hemos visto
todos los detalles de la dialéctica, pero a estas alturas podemos tomarnos unos pasos hacia atrás
para ver el bosque general del tercer capítulo y los grandes pasos de la dialéctica. El primer
objeto de la conciencia fue la fuerza. Esto dio paso al segundo objeto, la ley como unidad
indiferenciada. El tercer objeto, la fuerza abstracta que tiene que ver con la idea de ser
conforme a ley, es la síntesis de los primeros dos. El nombre que Hegel da a esta fuerza
abstracta es explicación.

Con la explicación, el entendimiento llega a su elemento propio. Uno entiende algo cuando lo
puede explicar. Pero lo que se explica no es el fenómeno, como una piedra cayendo, sino la
ley de la gravitación que rige esa conducta. La ley de la gravitación rige la conducta de la
piedra, pero ¿qué es lo que rige o explica la ley misma? ¿Qué fuerza fundamenta la ley? Pues
esa fuerza abstracta, a la que ha llegado la conciencia. El dramaturgo y poeta francés Molière
pregunta en alguna obra suya ¿Por qué el opio duerme a la gente? y responde al decir porque
cuenta con un poder dormitivo. Con eso se burla de los intelectuales y científicos de su día, y
Hegel hace algo parecido con su discusión de la explicación. Dice: “Es una explicación que no
sólo no explica nada, sino que es tan clara, que, tratando de decir algo distinto de lo ya dicho, no
dice en rigor nada y se limita a repetir lo mismo”. Quizá dirías que la gente del siglo XVII no
disponían del análisis químico. Un científico de hoy en día diría que el opio duerme a la gente
porque su estructura es muy parecida a la de químicos en el cerebro que tienen el mismo efecto
bajo ciertas circunstancias. ¿Pero qué explica esto? Aún no se sabe por qué estos químicos alteran
a la conciencia. Sólo han llevado la pregunta a otro nivel sin contestarla.

Hegel describe la actividad de explicación como tautológica porque la explicación


simplemente repite en otras palabras lo que ya se sabía. Dice que “pone una diferencia que
no sólo no es para nosotros ninguna diferencia, sino que él mismo supera como diferencia. Es el
mismo cambio que se presentaba como el juego de fuerzas”. ¡Esto es fascinante! La explicación,
que la conciencia postula para unir y entender las diferencias que se cancelan en el juego de
fuerzas, resulta mostrar la misma estructura o dinámica que esas fuerzas. Esto nos lleva a la idea
más extraña de la Fenomenología, la del mundo invertido. Veamos de qué se trata.

Primero, el mundo al que se refiere es el mundo suprasensible, el mundo de la ley que rige el
juego fenoménico de las fuerzas. Se describía como la imagen estable de este último porque
expresaba una relación o diferencia constante entre los cambios. Sin embargo, con la actividad
tautológica de la explicación, la conciencia llega a una nueva ley, una cuyo contenido dice Hegel
“se contrapone a lo que antes llamábamos ley, es decir, a la diferencia que permanecía
constantemente igual a sí misma; en efecto, esta nueva ley expresa más bien el convertirse lo
igual en desigual y el convertirse lo desigual en igual”. La primera ley decía que en el fondo del
fenómeno cambiante había constancia y estabilidad. Esta nueva ley dice lo contrario, que el
fondo del fenómeno es inconstante e inestable. Curiosamente, lo que bajo la primera ley tiene
cierta identidad o estabilidad, se convierte, bajo la segunda ley, en su opuesto. La primera ley
constituía la unidad tras el juego de fuerzas, por lo que tenía que mantenerse distinto de éste y
encontrarse en un mundo más allá de la sensibilidad, un mundo suprasensible de la
inteligibilidad. La nueva ley echa por abajo esa distinción, esa oposición entre lo sensible y lo
inteligible, entre el mundo fenoménico y el mundo nouménico. De este modo, dice Hegel, “lo
que en la ley del primero era dulce es en la de este invertido amargo, y lo que en aquella ley era
negro es, en éste, blanco”.

¿Qué es esto? Parece que la conciencia ha acompañado a Alicia al extraño mundo más allá del famoso
espejo. Lo que Hegel está criticando aquí es la idea misma de un mundo suprasensible y todo lo
que implica. El modelo de semejante mundo está en la alegoría de la caverna de Platón: el mundo
sensible de los fenómenos dentro de la caverna, y el mundo inteligible de la ley o las ideas fuera de
la caverna. El objeto del conocimiento para Platón son las Ideas, de la misma manera que la
conciencia toma como lo absoluto, ese mundo suprasensible de la ley. ¿Por qué? Porque en los dos
casos, ese mundo es el que no cambia, es eterno. Es lo mismo para el científico - la dimensión de las
leyes es fija y rige la dimensión del cambio y el movimiento.

¿Y el mundo nouménico de Kant con sus cosas-en-sí-mismas? Pues sí, también, de hecho Kant es
el blanco principal de Hegel en este capítulo debido a la siguiente diferencia importante entre
Platón y Kant. El mundo suprasensible es el objeto de conocimiento para Platón, pero para
Kant no, las cosas-en-sí-mismas no se conocen. Las Ideas de Platón rigen el mundo sensible,
pero el noúmeno en Kant no; sirve más bien para delimitar. Lo que realmente rige y hace
distinciones es la conciencia. En eso está de acuerdo con Kant, pero discrepa en cuanto a cómo
opera.

Cuando hablo de Kant en clases y discutimos eso del noúmeno, les digo a mis alumnos que lo
que veo delante de mi, o sea, alumnos bien portados sentados en sus pupitres, es puro fenómeno,
producto de la actividad a priori de la sensibilidad y el entendimiento, organizando y
categorizando todo. Cómo sean ustedes en sí-mismos como noúmeno, ¡quien sabe! Puede que
sean seres con propiedades totalmente distintas a las que percibo. Donde veo una mano derecha,
realmente es de izquierda; donde veo verde es realmente rojo, cosas así. Pues ¿no es eso el
mundo invertido al que ha llegado la conciencia hegeliana? Tomado de forma literal, esto es
absurdo, un sinsentido, y Hegel lo sabe. Utiliza el argumento del mundo invertido
precisamente como un reductio ad absurdum contra cualquier planteamiento de un mundo
suprasensible. Su argumento es muy claro. Como dice Robert Solomon: si ese mundo es lo
mismo que el mundo sensible, pues no hace falta (ése fue el argumento de Aristóteles contra el
mundo platónico de las Ideas). Y si es distinto del mundo sensible, no tiene sentido, o al menos
envuelve a la conciencia en contradicciones que tiene que ir superando hasta llegar al absurdo
que es el mundo invertido. Hegel dice que tenemos que deshacernos de la idea de fijar las
diferencias de la experiencia en un elemento distinto a esas diferencias, sea en Ideas, leyes o
en cualquier cosa más allá de este mundo. Dice Hegel: “Hay que pensar el cambio puro”.
Fíjate que décadas antes de Nietzsche, tenemos aquí a Hegel matando a Dios, al menos como un
fundamento trascendente.

¿Cómo pensar el cambio puro, ese juego de diferencias y contradicciones que la conciencia trató
de pensar desde el tranquilo reino de las leyes? ¿Qué diría Kant? Pues diría que el mundo que
podemos conocer es aquel que se conforma a las exigencias del entendimiento, de sus conceptos
categóricos, el mundo fenoménico. La razón, dice Kant, puede ir más allá y pensar el mundo
en sí mismo, pero no conocerlo. ¿Por qué? Porque al tratar de averiguar la naturaleza de la cosa-
en-sí-misma, conclusiones contradictorias pueden derivarse de forma válida. Esto lo discute en la
famosa sección de las antinomias en La crítica de la razón pura. Por ejemplo, sin el limitante de
la experiencia fenoménica, se podría concluir que el mundo tiene un comienzo en el tiempo y que
está limitado espacialmente, y también que no tiene comienzo en el tiempo y que es ilimitado en
el espacio. Para Kant, las antinomias son ilusiones y sirven como lección para delimitar la
cognición al mundo de la experiencia.

Para Hegel, el mundo de la experiencia es todo lo que hay, es la cosa-en-sí-misma, por lo que
la lección que dan las antinomias no es que lo contradictorio sea una ilusión peligrosa, sino
que las contradicciones que la conciencia encuentra en la experiencia se deben a los
conceptos que usa y las distinciones que hace. Hace rato dije que con la postulación del mundo
suprasensible el idealismo llega al escenario, pero sólo a medias. Es idealista porque postula
como absoluto algo del orden mental como las ideas platónicas o las leyes. Sin embargo, llega a
medias porque la conciencia lo concibe como algo distinto de su actividad, distinto del
pensamiento mismo. Y es por eso que tenemos esa metáfora del juego de fuerzas o los
fenómenos cambiantes como una cortina o vela que oculta el mundo real allá atrás. Lo que Hegel
dice en el último párrafo del capítulo tres es que si la conciencia echa un vistazo detrás de esa
cortina, no va a ver o experimentar más que a sí misma.

Con esto, como veremos en el próximo vídeo, tenemos la emergencia dialéctica de la auto-
conciencia. Cuestiones netamente epistemológicas van a dejarse atrás para centrarse en este sí
mismo de la auto-conciencia. Un análisis fenomenológico de éste va a revelar no un sujeto
formal kantiano, sino un ser biológico y social, tratando de sobrevivir en el mundo que le
rodea. El yo que conoce no es un pensador desinteresado y abstracto, sino un ser animado
por pulsiones e intereses, por una fuerza distinta a la newtoniana, a saber, el deseo.
Señorío y Servidumbre I.

Ya hemos llegado a la parte más famosa y comentada de la Fenomenología – el cuarto capítulo – que
versa sobre la dialéctica del señorío y la servidumbre (o como comúnmente se dice “el amo y el
esclavo”) y sobre el estoicismo y la conciencia infeliz. Cuando leí la Fenomenología por primera vez,
terminé el tercer capítulo bien agotado por su dificultad y quería llegar ya a lo del señorío y la
servidumbre (de hecho es una de las partes más accesibles del libro). Pero no empieza hasta la sexta
página del cuarto capítulo. Leí rápidamente y muy por encima las primeras cinco páginas para llegar
a esa parte, pero eso fue un gran error. La transición del tercer capítulo al cuarto es una de las más
importantes, entonces, veamos lo que dice con calma. En esta transición, pasamos de la conciencia
a la autoconciencia; y aun cuando seguimos con un tema epistemológico, o sea, la experiencia de la
conciencia al conocer el mundo, se aborda ahora no de forma teórica, sino práctica; la postura
epistémica pasa del entendimiento al deseo y el objeto pasa de la fuerza a la vida.

¿Por qué todo cambia de forma tan abrupta en esta transición?

Pues Hegel nos lo explica en las primeras líneas del capítulo, lo cual se llama por cierto “La verdad de
la certeza de sí mismo”. ¿Ves cómo refleja el título del primero capítulo – “La certeza sensible”? La
pregunta fundamental a lo largo de la Fenomenología es “¿En qué está basada la certeza de mi
conocimiento sobre el mundo?” Hegel responde en la primera línea del capítulo cuarto. Dice: “En los
modos de la certeza que preceden hasta aquí, lo verdadero es para la conciencia algo distinto a ella
misma”. Es decir, la conciencia basa su certeza en algo distinto de sí misma, en un objeto. Hasta
ahora, ha habido tres objetos – el Esto sensorial, la cosa con propiedades, y la fuerza. Es bastante
razonable entender el conocimiento de esta forma, como determinado por algo objetivo allá fuera. De
hecho, podríamos comparar la postura de la conciencia hasta ahora con lo que dice Kant en la
introducción de La Crítica de la Razón Pura. Dice que “Todo nuestro conocimiento comienza con la
experiencia, aunque no por eso origínase todo él en la experiencia”. Aquí vemos las dos mitades de la
cognición humana: la sensibilidad y el entendimiento, las intuiciones y los conceptos. No dice que el
conocimiento empieza con el entendimiento pensando lo que quiera. No, empieza con la intuición,
con una postura pasiva en la que somos afectados por algo externo. Ese algo es un objeto en sí que
nos afecta de forma inmediata, directa. Luego, como sabemos, la sensibilidad ordena los datos de la
intuición en el espacio y el tiempo y el entendimiento aplica sus conceptos para producir
conocimiento.

Volviendo a Hegel, la relación entre concepto y objeto es un poco diferente.

Una gran diferencia entre Hegel y Kant es que para Hegel los conceptos que la conciencia
usa para conocer el mundo no son dados de antemano sino que emergen a través de la
dialéctica. Lo que vemos en común es que la conciencia hegeliana, al menos en los primeros tres
capítulos, parte de una concepción o pequeña teoría acerca de la naturaleza de su conocimiento, a
saber, que es producto de una relación pasiva e inmediata con un objeto. Así la conciencia da
cuenta de la verdad de su conocimiento. Volviendo al texto de Hegel, continua diciendo: “Pero el
concepto de este algo verdadero desaparece en la experiencia de él”. Muy interesante esto. La
conciencia experimenta un choque o contradicción en su experiencia. En el primer capítulo,
concebía el objeto como un particular sensorial absolutamente individual, aquí y ahora. Pero con
la experiencia, como recordarás, esos aquí y ahora se encontraban en todas partes. Lo individual
se convirtió en un universal. ¿Pero por qué? Aquí está el punto nodal, el detalle que posibilita la
dialéctica. Las contradicciones que se han dado consisten en la diferencia entre lo que el
objeto es en sí mismo y lo que es para la conciencia. Esta dualidad es posibilitada por la
relación entre conciencia y objeto. Por un lado, la concepción del objeto como fuente del
conocimiento requiere que la relación sea inmediata, el objeto directamente afectando a la
conciencia. Sin embargo, dado que se trata de una relación, esta conciencia del objeto no es
inmediata, sino mediata. Lo que el objeto es no es simplemente en sí, sino para la conciencia.
Hay un choque aquí entre forma y contenido, entre lo que la conciencia intuye o conoce y la
manera en que lo hace. Intuye el objeto de forma inmediata, o así lo concibe, pero lo hace
inevitablemente de forma mediata, es decir, desde una postura o posición que la relación
forzosamente implica. La postura o concepto de la conciencia en el primer capítulo, a saber, la
certeza sensible, es una postura de pasividad que deja que el objeto en sí determine el
conocimiento. Sin embargo, al mismo tiempo la conciencia no se tiene en cuenta a si misma
como una postura. La postura de la pasividad parece determinante y necesaria para dar cuenta
del conocimiento, sin embargo en la medida en que sea una postura, resulta que la conciencia no
puede ser pasiva en sentido estricto.
Esta brecha es la fuerza motriz que gira las ruedas de la dialéctica. Así que, para remediar la
contradicción en el primer capítulo, la verdad de la certeza sensible terminó siendo no el Esto
particular, sino el universal sensorial. En el segundo capítulo, la conciencia concebía su objeto, la
cosa con propiedades, como algo en sí unitario e independiente, pero para la conciencia se
mostró como dependiente de otras cosas. Esta contradicción se superó en la noción de fuerza en
el tercer capítulo. Sin embargo, su concepto de la fuerza en tanto algo en sí, la verdad de ese
concepto, “desaparece en la experiencia de él” como dice Hegel. La fuerza en tanto un fenómeno
para la conciencia se disolvió en un flujo de fuerzas sin que ninguna fuera básica o original.

Todo esto es lo que Hegel dice en el primer párrafo del cuarto capítulo, terminando con la
siguiente afirmación: “Pero ahora ha nacido lo que no se producía en estas relaciones anteriores:
una certeza que es igual a su verdad”. Se refiere obviamente a la autoconciencia. Al final del
último capítulo, la conciencia estaba ya agotada. Había pasado por la gama de posibles objetos,
desde la particularidad sensorial hasta las leyes más abstractas, sin poder poner fin a la dialéctica
del objeto tal como es en sí y como es para la conciencia, hasta que echó un vistazo detrás del
velo de la apariencia para encontrarse a sí misma. La última contradicción del tercer capítulo se
supera al cambiar radicalmente el punto de vista. El objeto ahora no es otro que la propia
conciencia. La oposición entre sujeto y objeto que veíamos en los primeros tres capítulos se
supera ahora porque el objeto que el sujeto conoce es el mismo sujeto. Los dos lados de la
oposición se unen en la autoconciencia. Las continuas contradicciones entre el objeto en sí y el
objeto para la conciencia se desvanecen ya que en la autoconciencia lo que la conciencia es en
sí misma, es idéntico a lo que es para sí misma. En las palabras de Hegel, con la
autoconciencia tenemos “una certeza que es igual a su verdad”.

Si te acuerdas, en la Introducción Hegel dijo que la meta se halla allí donde “el concepto
corresponde al objeto y el objeto al concepto”. Pues pareciera que ya estamos en ese punto dado
que con la autoconciencia la certeza es igual a su verdad. Como ya vimos, este tema es el título
del cuarto capítulo: “La verdad de la certeza de sí mismo”. ¿En qué consiste esa verdad? La
verdad de la certeza sensible era, inicialmente, el Esto sensorial particular. La verdad de la
certeza de sí mismo es simplemente sí mismo, el sujeto o el yo en sentido inmediato y
absoluto. Veamos las palabras de Hegel. En la página 91 dice: “La autoconciencia es la reflexión
que, desde el ser del mundo sensible y percibido, es esencialmente el retorno desde el ser-otro.
Como autoconciencia, es movimiento; pero, en cuanto se distingue solamente a sí mismo como
el Sí-mismo de sí, la diferencia es superada para ella de un modo inmediato como un ser otro; la
diferencia no es, y la autoconciencia es solamente la tautología sin movimiento del Yo soy Yo”.

Aquí Hegel está diciendo que la conciencia retorna desde el ser-otro, es decir, desde el mundo de las
cosas, para descansar en la identidad de sí mismo, en esa “tautología sin movimiento del Yo soy Yo”.
La diferencia entre sujeto y objeto que antes producía contradicciones se cancela en esta tautología.
Bueno, eso es lo que la conciencia quisiera creer, pero sabemos que muy pronto su educación va a
seguir y que verá que las cosas no son tan sencillas. ¿Qué sucede? Pues, en esta cuestión de la verdad
de la certeza de sí mismo, si preguntamos ¿de qué tiene certeza?, la respuesta es – del mundo, de
su conocimiento de las cosas de su experiencia. La postura de la conciencia ahora estriba en
tener la certeza de ser sí misma la verdad de las cosas. Entonces, la conciencia no puede retornar
de ese mundo de cosas para encerrarse en sí misma. La diferencia entre sujeto y los objetos del mundo
no puede cancelarse tan fácilmente. Tiene que haber una relación con esas cosas si va a constituir su
verdad, o sea, para que el sujeto, al conocerse a sí mismo, no sea una mera tautología, sino que
constituya la sustancia de las cosas, tal como propuso Hegel en esa importante afirmación que vimos
en el prólogo hace tiempo.

Al final del segundo párrafo, Hegel resume todo esto. Dice: “La conciencia tiene ahora, como
autoconciencia, un doble objeto: uno, el objeto inmediato de la certeza sensible y de la
percepción, pero que se halla señalado para ella con el carácter de lo negativo, y el segundo,
precisamente ella misma, que es la verdadera esencia y que de momento sólo está presente en la
contraposición del primero. La autoconciencia se presenta aquí como el movimiento en que esta
contraposición se ha superado y en que deviene la igualdad de sí misma consigo misma”. Al
caracterizar al objeto como negativo, lo que quiere decir es que en sí mismo el objeto no es
nada, o sea, no es más que algo para la conciencia. Lo que es significativo y esencial es la
autoconciencia. El movimiento que menciona, que es un pasar del mundo externo de las cosas al
sí mismo de la conciencia, Hegel lo llama deseo.

Aquí nos topamos con un concepto muy importante para Hegel, algo que refleja la lección global
de los primeros tres capítulos. Como hemos visto, de lo que la conciencia se ha dado cuenta a
estas alturas es que todo intento de conocer al mundo sólo en términos de la acción del objeto ha
fallado ya que lo que termina conociendo refleja la actividad implícita del sujeto y sus conceptos.
Lo que conoce es de una manera fundamental el reflejo de su propia actividad, y es por eso que al
echar un vistazo tras el velo de la apariencia al final del último capítulo, encontró a sí mismo.
Ahora en la Autoconciencia, su objeto es el propio sujeto y su actividad. El deseo refleja eso,
el impulso, ahora consciente, de obligar a los objetos a que se conformen con los conceptos y
deseos del sujeto.

El análisis que Hegel hace del deseo tuvo un impacto enorme en la filosofía del siglo XX,
especialmente en Sartre y Lacan. Por tanto, es importante ver cómo se distingue de concepciones
más tradicionales. Comúnmente, entendemos el deseo en función de un objeto; el deseo se
dirige a un objeto, una manzana por ejemplo. La agarra, la ingiere y así satisface su deseo. El
objeto, sea una manzana o el conocimiento, determina el deseo. Esta concepción cambia cuando
Spinoza, en el inicio de la época moderna, dice que deseamos algo no porque es bueno, sino
que algo es bueno porque lo deseamos. De repente, el énfasis pasa del objeto al sujeto, a su
capacidad de desear, o lo que Spinoza llama el conatus. La esencia del hombre para Spinoza se
define no en términos del objeto, sino del propio deseo.

Hegel también entiende el deseo de esta forma, pero además como una actividad negativa, de
negación. ¿Por qué? Pues recuerda que a estas alturas la conciencia se ha postulado a sí misma
como aquello que da cuenta de la certeza de todo su conocimiento. Para establecer la verdad de
esa certeza, para asegurar que ella misma sea lo absoluto, tiene que aniquilar todo aquello que se
oponga como otro a la conciencia, ya que ese otro pone en tela de juicio su carácter de absoluto.
Volviendo a la manzana, la conciencia dice: “Tengo la certeza de ser lo que realmente es, lo
absoluto, por lo que esa manzana no es nada”. Eso es lo que afirma, pero para que eso que dice
no sea puro bla bla bla, hay que demostrarlo para que la verdad de la certeza de sí mismo sea
evidente. Recuerda, eso es el título de este cuarto capítulo. Bueno, pues demuestra la verdad de
su certeza al comer la manzana. Con este acto niega al mundo externo y se afirma a sí mismo, o
sea, demuestra que la manzana como externo no es más que algo para la conciencia. Al comer la
manzana, el sujeto lo aniquila, lo consume, lo asimila, haciendo que esté al servicio de su propia
conservación biológica.

Pero la Fenomenología trata del conocimiento ¿no? Claro, pero se da la misma dinámica. Una
manzana puede negarse tanto física como intelectualmente. Al pensar la manzana, lo que se
aniquila es su carácter particular, y así se vuelve en algo conceptual o universal. En otras
palabras, la conciencia la hace suya al hacer que se conforme a su propia identidad, la cual es
conceptual.

Pero aquí encontramos un fuerte problema. Sea la negación física o intelectual, el objeto en tanto
otro ya no existe. Sin embargo, para demostrar la certeza de sí mismo, la conciencia requiere de
un otro para negar. Vemos claramente que un cuerpo requiere ingerir alimento constantemente
para conservarse. Pues el sujeto también. En tanto deseo, la autoconciencia tiene que
constantemente negar a un otro para mantener su unidad e identidad. El problema es que si
sigue en este plan, constantemente negando al otro, nunca va a encontrar satisfacción ya que la
negación de X objeto suscita la aparición de otro objeto y la existencia de ese otro como algo
independiente nuevamente pone en tela de juicio la certeza de sí misma de la conciencia
como absoluto. Como dice Hegel: “Por tanto, la autoconciencia no puede superar al objeto
mediante su relación negativa con él”. Volvemos a ver aquí la contradicción entre el objeto en
sí y el objeto tal como es para la conciencia. Lo que el objeto es en sí no corresponde a lo
que es para la conciencia. Por lo tanto Hegel dice: “En razón de la autosuficiencia del objeto,
la autoconciencia sólo puede lograr satisfacción en cuanto que este objeto mismo cumple en
él la negación”. Tiene que hacerlo, dice, porque “el objeto es en sí lo negativo y tiene que ser
para otro lo que él es”. Se trata de un objeto capaz de auto-negarse, siendo para sí mismo lo
que es para la conciencia. En pocas palabras, y por razones que veremos con más detalle en el
próximo vídeo, tiene que ser un objeto que también sea capaz de desear. En las palabras de
Hegel: “La autoconciencia sólo alcanza su satisfacción en otra autoconciencia”. Con esto
podemos pasar, ahora sí, a la famosa dialéctica entre amo y esclavo.

La dialéctica de Hegel tiene lugar en diferentes escalas: a veces en medio de un solo párrafo,
entre las partes de capítulos, entre los capítulos mismos y entre diferentes secciones o divisiones
enteras del libro mismo. Ahora estamos presenciando uno de los grandes giros de la
dialéctica: entre la sección sobre la conciencia (los primeros tres capítulos) y la de la
autoconciencia (el cuarto). Hasta ahora, la conciencia se ha centrado en objetos en el mundo,
tratándolos de forma teórica. Ahora pasa a fijarse en sí misma, el sujeto, relacionándose con
el mundo de los objetos no de forma teórica sino práctica. ¿Por qué práctica? Les cuento un
anécdota para explicarlo. Hace tiempo contraté a una señorita para pasar una vez a la semana a
hacer limpieza en mi casa. Cuando llegaba a casa en la noche, encontraba que nada estaba en su
lugar. Al limpiar, ella también ordenaba las cosas, poniéndolas donde le parecía bien. Entonces,
me encontraba con un entorno ajeno y extraño y pasaba media hora poniendo las cosas donde yo
las quería, para que mi casa fuera no simplemente una estructura con objetos, sino mi hogar. Pues
la casa de la autoconciencia, por así decirlo, es todo el mundo de su experiencia. Donde yo
organizaba objetos, la autoconciencia los determina, para usar la terminología de Hegel. De la
misma manera que yo quiero llegar a casa a verme reflejado en el entorno, o sea, ver objetos
relacionados entre sí de tal manera que satisfacen mis deseos, necesidades y gustos, la
autoconciencia quiere verse reflejado en todo el mundo de su experiencia, todo familiar y
conocido porque ha sido determinado por ella misma. Si encuentra algo en su mundo que
aparece como un otro, determinado de forma ajena, la conciencia lo tiene que dominar o
apropiar para determinarlo para la conciencia. Esa palabra “para” es importante. En el
mundo, no hay cosas en sí, sino sólo para la conciencia.

Lo que vemos aquí es un movimiento de la autoconciencia al objeto en el mundo, la


apropiación o determinación del objeto, y el retorno a sí misma ya segura de su certeza.
Este movimiento, como vimos en el último vídeo, Hegel lo llama “deseo”. El deseo se cree
absoluto e independiente; no tolera que haya algo que no esté determinado por él, algo que rete
su independencia. Sin embargo, si superara o apropiara todo lo ajeno, el deseo dejaría de ser lo
que es. El deseo es ese movimiento de negar la independencia del otro. La negación o
determinación del otro no es un medio a un fin, sino que es el fin mismo, es la razón de ser
del deseo.

Todos hemos tenido la experiencia de desear algo, ir a comprarlo, y poco tiempo después
sentirnos aburridos con el objeto, y vamos nuevamente a la compra de un nuevo objeto de deseo.
El punto no es la consecución de objetos, sino la consecución misma. Esto es la idea tras esta
famosa imagen de Barbara Kruger que dice “Compro, luego soy”.

Volviendo a la autoconciencia, pues se encuentra en una curiosa situación. Su identidad


consiste en afirmar su independencia, que sea absoluta, pero esa independencia implica,
paradójicamente, su dependencia sobre el otro. Si éste desapareciera, el movimiento que es el
deseo ya no podría darse. En esto hay una clara contradicción, una de la que el deseo no se da
cuenta. Pero un día se topa con un objeto diferente de los demás, uno que no es pasivo, sino
activo, un objeto que es precisamente otro deseo por ahí, uno que también se cree absoluto.
La famosa y breve sección sobre el amo y el esclavo empieza en la p. 95. En el último vídeo y en
éste he referido a esta sección como la del amo y el esclavo, ya que todo el mundo lo conoce así,
pero la verdad es que es incorrecto. La frase en alemán es “Herrschaft und Knechtschaft” que la
edición que estamos leyendo traduce como dominación y servidumbre, pero que yo voy a llamar
señorío y servidumbre. Lo importante es que no se trata de un esclavo sino de un siervo. Hay una
diferencia importante que explicaré más adelante.

Bueno, antes de entrar en escenario estos dos deseos que van a enfrentarse, Hegel, como de
costumbre, dirige unas palabras al público, a nosotros observadores. La primera cosa que dice es:
“La autoconciencia es en y para sí en cuanto que y porque es en sí y para sí para otra
autoconciencia; es decir, sólo es en cuanto se la reconoce”. Si te acuerdas, varios vídeos atrás
hablamos del ser en sí, para sí, y en y para sí. Un ser en sí es sólo potencial, como el roble
implícito en la bellota. Un ser en y para sí es explícito y actual, completamente manifiesto. La
autoconciencia ya está llegando a ese punto. Al principio, como vimos en el último vídeo, la
autoconciencia se experimenta a sí misma de forma inmediata pero meramente formal, la
tautología sin movimiento del Yo = Yo. En un segundo momento, para comprobar y hacer actual
esta unidad consigo mismo, se pone en movimiento, el movimiento del deseo que consiste en la
negación de objetos externos. Pero como vimos, el deseo no encuentra satisfacción de esta
manera ya que, al negar al otro, al objeto, vuelve la necesidad de que haya otro objeto para
negar y así sucesivamente. El problema, dice Hegel, es la relación negativa que guarda con el
objeto. Gracias a ella, cada negación produce nuevamente el objeto, y también el deseo, un
deseo en constante movimiento sin satisfacción. Sólo puede lograr satisfacción, dice Hegel, “en
cuanto que este objeto mismo cumple en él la negación”. ¿Qué tipo de objeto podría hacer
eso? Otra autoconciencia. La autoconciencia sólo alcanza su satisfacción en otra
autoconciencia.

Imagínate que andas paseando en el campo, disfrutando el paisaje, los árboles, el canto de los
pájaros, los olores, etc., como si todo estuviera arreglado ahí para tu goce. De repente, aparece
otra persona paseando también y cambia por completo tu experiencia. Hasta ese momento, te
sentías independiente, tranquilo y unido con el entorno, pero ahora es como si la naturaleza se
hubiera desgarrado en el lugar donde está esa persona. Aun cuando mires para otro lado, es como
si esa otra autoconciencia fuera un agujero negro chupando toda tu atención. Antes de que
apareciera, tú eras un deseo consumiendo objetos, constituyéndote como el centro y fundamento
del mundo. Con su aparición, hay otro centro de deseo haciendo lo mismo que tú. Es como si
esta otra autoconciencia fuera un espejo en el que te ves a ti mismo, y en efecto Hegel dice
que, al toparse con otra autoconciencia, la primera sale fuera de sí misma, y lo mismo para
la otra. Dice: “El movimiento es, por tanto, sencillamente el movimiento duplicado de ambas
autoconciencias. Cada una de ellas ve a la otra hacer lo mismo que ella hace”. Cada una es
consciente de la otra en una dinámica parecida a dos espejos reflejándose hacia el infinito. Yo te
veo, tú me ves, yo te veo viéndome, yo te veo viéndome verte, y así sucesivamente.

Entonces, ¿qué sucede? ¿cómo reaccionan estos dos deseos el uno al otro?

Hegel dice: “La autoconciencia es primeramente ser para sí simple, igual-a-sí-misma, por la
exclusión de sí de todo otro; su esencia y su objeto absoluto es para ella el Yo”. Esto es egoísmo total.
El pronombre “Yo” tiene un uso exclusivo, o sea, sólo yo lo puedo usar. Cualquier otro no es para mí
un yo, sino un tú. Obviamente, la otra autoconciencia piensa lo mismo. Cada una siente amenazada
su “yoeidad”, su propia identidad. Para conservarla, hay que negar ese otro.

¿Alguna vez has tratado de hacer que un niño de 2 ó 3 años de edad comparta un juguete con
otro niño? Casi imposible ¿verdad? Esto se debe, como comentaba Freud, a que el niño empieza
la vida regido por las pulsiones del inconsciente, puro principio de placer, o deseo. De hecho, la
palabra para deseo en alemán es Begierde, la raíz de la cual es Gier, que significa “avaricia”. El
niño es un egoísta total; quiere todo para sí mismo. Pues ésta es la postura de la
autoconciencia; el deseo que le impulsa es como la tiránica codicia del niño de que todo
responda a sus necesidades.

Si has leído el Leviatán de Hobbes, a lo mejor has relacionado su descripción del encuentro de
personas en el estado de naturaleza con el encuentro de las dos autoconciencias de Hegel. La
gente en el cuento de Hobbes son egoístas también, regidos por su apetito, pero se dan cuenta
rápidamente que esto los pone en conflicto con otros. Para que no correr el peligro de una
guerra y de posiblemente morir, emplean su razón, la cual les lleva a hacer un contrato entre sí
para establecer la paz.

En el mundo hobbesiano, el hombre no aprende, no crece – pues ya es autosuficiente; sólo ve la


forma de promover sus deseos. El modelo psicológico que explica su conducta es el de apetito y
razón, la razón viendo cómo satisfacer deseos. En el mundo hegeliano, el hombre (o la conciencia)
está a cada rato transformándose, topándose con limitaciones y cambiando de perspectiva. Su
perspectiva ahora es la del deseo egoísta, pero veremos que no es tan sencillo satisfacer su deseo
a través de un pacto político con el otro. Su psicología es más compleja. Veamos por qué.

Hegel dice: “Cada una de ellas [las autoconciencias] está bien cierta de sí misma, pero no de la
otra, por lo que su propia certeza de sí no tiene todavía ninguna verdad, pues su verdad sólo
estaría en que su propio ser para sí se presentase ante ella como objeto autosuficiente”. La
forma de lograr esta verdad dice Hegel es “al ponerse a prueba a sí mismas y la una en la
otra mediante una lucha a vida o muerte”. Aquí llegamos a la famosa lucha que plantea
Hegel, y uno podría pensar que la finalidad de semejante lucha sería que una muriera para que la
otra volviera a ser el jefe absoluto de su experiencia. Pero no es así. El punto de la lucha no es
simplemente el de eliminar un problema objetivo allá fuera, a saber, la existencia de la
otra autoconciencia, sino también el de eliminar un problema interno, a saber, la duda con
respecto a la absoluta independencia de uno. La autoconciencia se siente cierta de ello, pero
necesita demostrarlo a sí misma. Sentirte seguro de tu nivel académico es una cosa, pero otra es
saberlo de verdad mediante una prueba, un examen. La lucha de vida o muerte es ese examen
para la autoconciencia. Dice Hegel que ninguna de las dos ha “ejecutado el movimiento de la
abstracción absoluta consistente en aniquilar todo ser inmediato para ser solamente el ser
puramente negativo de la conciencia igual a sí misma”. ¿A qué se iguala la conciencia? ¿A ser
hombre o mujer, a su trabajo, a su edad? ¿Puede la conciencia reducirse a su estatus social, las
cosas que ha comprado, a sus relaciones sociales, como ser padre, amigo, o jefe? No. No está
condicionada por ninguna de esos hecho contingentes. No depende de ninguno de ellos. En su
radical independencia es pura negatividad, igual sólo a sí misma. ¿Te has preguntado alguna
vez por qué ese famoso libro de Sartre se llama “El ser y la nada”? Pues toma la idea
directamente de Hegel. La conciencia para Sartre no es ninguna cosa específica o determinada,
sino que es la pura actividad de negación y en eso estriba su radical libertad.

Bueno, volviendo a Hegel, esto es lo que quiere decir con eso del “movimiento de abstracción
absoluta”. Si la conciencia quiere probar la verdad de su independencia absoluta, tiene que
abstraer de todo, aquello que lo condicione como algo determinado. La autoconciencia tiene
que manifestarse a la otra autoconciencia, dice Hegel, “como abstracción pura, [lo cual] consiste
en mostrarse como negación pura de su modo objetivo o en mostrar que no está vinculado
a ninguna existencia determinada, [ni siquiera] a la vida”. ¡Ni siquiera a la vida! Si uno
tratara de matar al otro de lejos con un rifle de alto calibre, pues lo mata, pero se sentiría
avergonzado por no haber tenido el valor de hacerlo de frente, arriesgando la vida. La cobardía
que la vergüenza señala, muestra el hecho de que uno no es totalmente libre, sino que depende
de o es condicionado por algo contingente, aun cuando esa cosa sea la propia vida. De hecho, es
por eso que en la literatura y en las películas el héroe siempre es aquél que actúa de tal manera
que hace manifiesta su libertad, su valor como ser humano en tanto ser humano, no en tanto
dueño de bienes o poseedor de ciertos privilegios. A todos nos ha tocado actuar de esta forma en
algún momento u otro. Hace muchos años, yo defendí a un colega que algunos con posición de
poder estaban tratando de correr de la facultad. Yo todavía no tenía una posición segura en la
universidad, entonces me arriesgaba en lo que hacía. Después de la reunión un compañero me
dijo: “Darin, ¿qué haces? cálmate. ¡Esto no es una película de Hollywood! No dije nada en ese
momento, pero luego pensé “Sí, la vida es en efecto una película de Hollywood. De otra forma,
no valdría la pena vivirse”. O sea, si todos sólo buscaran la forma de asegurar sus intereses
mezquinos a costo de su libertad como agente moral, no seríamos más que animales. Seríamos
meros hombres hobbesianos.

A diferencia del análisis costo/beneficio que hace la razón de ese animal, el hombre hegeliano
no es sólo apetito y razón, sino también cuenta con lo que Platón llamaba “thymos”, aquella
parte del ser humano capaz de indignarse, que busca el honor y el respeto a través de actos
en los que demuestra su valor y por tanto su dignidad. El escritor C. S. Lewis ha descrito
hombres que carecen de ese valor como “hombres sin pecho”. Simplemente matar al otro no
basta para la autoconciencia.

Tiene que hacerlo de tal forma que la verdad de su independencia quede demostrada, y eso lo
puede hacer sólo con el pecho, arriesgando la vida.

Bueno, pues empieza la lucha, pero muy pronto se dan cuenta de que si cualquiera de los dos
muere, el otro no habrá ganado lo que esperaba. Dice Hegel: “Este ponerse a prueba por
medio de la muerte supera precisamente la verdad que de él debiera surgir”. ¿Por qué? Porque
matar al otro es tratarlo como cualquiera de los demás objetos que uno ha determinado con su
deseo. Lo aniquila, lo consume, lo come, lo compra, lo que sea, y luego, inevitablemente,
surge el deseo de nuevo. Nunca queda satisfecho, cosa que todos hemos experimentado. Si la
autoconciencia trata al otro como una mera presencia o existencia, verá al matarlo que su
ausencia es realmente el problema, porque esa ausencia es lo que suscita al deseo a una nueva
conquista. Lo que realmente está en juego aquí, lo que realmente representa un reto a la
autoconciencia, no es la presencia del otro, sino su agencia o deseo, o sea, su capacidad de
determinar su experiencia. El acto de matar al otro no determina su deseo, sino sólo lo elimina
y, como hemos visto, el deseo del primero queda insatisfecho. Si realmente quiere satisfacer
su deseo, tiene que lograr que el otro deseo se determine a sí mismo como determinado por
el primer deseo. En resumidas cuentas, el deseo no desea la muerte del otro, sino que desea
el deseo del otro, desea que el otro lo reconozca. El paso de la postura del deseo a la postura
del reconocimiento da un giro a la maquinaria dialéctica introduciendo una nueva dinámica que
resultará no en la muerte de uno, sino en una peculiar relación entre los dos, uno como señor y
el otro como siervo, tema que veremos en el próximo vídeo.
Señorío y Servidumbre II.

“Cogito, ergo sum”, con estas tres palabras, Descartes deriva el yo. Kant, igual desde un punto
de vista teórico, infiere el “Yo pienso”. Hume no encuentra ningún yo, sino sólo una flujo de
impresiones. Filósofo tras filósofo, encontramos análisis muy interesantes del yo, pero ninguno
da cuenta de su aparición o génesis; todos lo toman como un fenómeno dado. Y luego está el
parteaguas que es Hegel. Hoy en día, es de lo más común ver el yo como un fenómeno
relacional, producido por estructuras, sean económicas, lingüísticas, semióticas, narrativas o en
general fuerzas, como Nietzsche nos enseñó con su noción de la Voluntad de Poder. Pero quien
le enseñó a Nietzsche fue Hegel. Con la dialéctica del señorío y la servidumbre, Hegel da
cuenta del yo, de la auto-conciencia, como un fenómeno formado por una dinámica de conflicto
y oposición con un otro en un entorno no teórico sino práctico y social.

Seguramente has leído casos de niños abandonados en el bosque y criados por lobos. Gente que
luego los descubren encuentran que son más animal que humano. Como cualquier animal, estos
niños son conscientes de su entorno, pero no de sí mismos, no tienen auto-conciencia, no tienen una
identidad. Hegel dice que la auto-conciencia existe sólo al ser reconocida por un otro, ojo, no por
un lobo, sino sólo por otra auto-conciencia. ¿Por qué? Pues a Hegel le gusta explicar el papel del
otro en términos lógicos. Dice que una auto-conciencia es para otra un término medio. En el clásico
silogismo sobre Sócrates, hay tres términos: un individuo – Sócrates; un universal – la mortalidad; y
una clase particular incluido en el universal, en este caso – los hombres. Lo que el silogismo hace es
unir en la conclusión el individuo con el universal: Sócrates es mortal. Ahora bien, este dato no es
algo que percibimos de forma inmediata y evidente, sino que es inferido por la mediación de otro
término, precisamente el término medio, en este caso “los hombres”.

Para Hegel, la misma dinámica da cuenta de la auto-conciencia. Si vemos la identidad de ésta


como la conclusión de un silogismo, por ejemplo, “Yo soy inteligente”, lo que afirma Hegel es
que ese conocimiento que uno tiene de sí mismo no es inmediato, sino mediado por un término
medio. En este caso es otra auto- conciencia. Dice Hegel: “Cada [auto-conciencia] es para el
otro el término medio a través del cual es mediado y unido consigo mismo”. En otras palabras,
lo que soy, todo lo que constituye mi identidad, depende de que otro lo reconozco como tal.
Es por eso que el niño salvaje es más animal que humano. Está rodeado de objetos, pero
ninguno de ellos lo puede reconocer.

Fíjate que el niño salvaje se parece un poco a la auto-conciencia en el inicio de la dialéctica que
vimos en el último vídeo. Hegel dice: “La auto-conciencia es primeramente ser para sí simple, igual-
a-sí-misma, por la exclusión de sí de todo otro”. Ésta es la postura del deseo, postura que se ha
adoptado porque la conciencia ahora se toma a sí misma como la fuente y base de su conocimiento,
ya no los objetos como vimos en los primeros tres capítulos. Si el sujeto constituye la fuente,
entonces tiene que ser independiente y absoluto, ya que si dependiera de otra cosa, esa otra cosa sería
la base. Volviendo a nuestro silogismo, se podría decir que lo que se quiere predicar de sí mismo es
la independencia – “Yo soy absolutamente independiente”.

Eso lo afirma, pero ve por todas partes objetos que se oponen a él, que amenazan su
independencia. Tiene que eliminar esta oposición al determinar o apropiarse del objeto, así
mostrando que el objeto no es independiente sino que depende de o está sujeto a la auto-
conciencia. Y así hace manifiesta su independencia, pero justo en el momento de hacerlo,
aparece otro objeto, y luego otro y otro. El deseo de la auto-conciencia no se satisface y queda
perpetuamente entredicha su verdadera independencia.

Todo esto cambia, como vimos, cuando se topa con otra auto-conciencia.

Como los objetos, este otro amenaza su independencia, por lo que, en tanto deseo, trata de
aniquilarlo. Entran los dos en la lucha a vida o muerte. Pero los dos se dan cuenta de que si uno
muere, el otro estará en la misma situación que antes. Esto no puede ser. Lo que realmente desea
no es la aniquilación del otro, sino el deseo del otro, que el otro lo reconozca. La postura pasa
entonces del deseo al reconocimiento, y la lucha termina cuando uno teme una muerte
violenta y elige vivir en vez de morir. El ganador es el señor, y el que se rinde, el siervo. Lo
que éste pierde y el señor gana es el honor, el reconocimiento de ser-para-sí como absoluto.

Muchos llaman esta famosa sección del libro la dialéctica del amo y el esclavo, pero es
incorrecto. Si se tratara de un esclavo, Hegel hubiera usado la palabra der Sklave, cosa que hace
de hecho en su libro La filosofía del derecho. La palabra que usa aquí es Knecht, que significa
siervo. ¿Cuál es la diferencia? Un esclavo es la propiedad de alguien, tiene amo, y se libera al
escapar o rebelar. El siervo, en cambio, no es un mero objeto sino que tiene un yo, aunque no es
independiente sino determinado por otro, el señor. A diferencia del esclavo, el siervo se libera
mediante el trabajo, como pronto veremos.

Bueno, analicemos la relación entre señor y siervo. Como puedes imaginar, el señor lo está
pasando de maravilla o, como dice Hegel de forma más conceptual, el señor es ahora un ser
para sí e independiente, a diferencia del siervo que, habiendo sucumbido a su miedo, es
dependiente, un ser para un otro. Antes, el señor intentaba demostrar su independencia con la
postura del deseo, negando o consumiendo los objetos que le rodeaban. Pero seguían
apareciendo, manifestando así la independencia de la esfera de los objetos, y poniendo en tela de
juicio la suya. Lo genial del siervo es que el señor no tiene que negarlo, sino que el siervo se
niega a sí mismo, es decir, su derrota en la lucha significa que no es absoluto e
independiente sino que el señor lo es, al reconocer al señor de esta forma, está en efecto
negandose a sí mismo. Y no sólo eso. El señor ahora puede disfrutar los objetos o cosas
que antes le causaban tanto problema porque el siervo se ocupa de ellos.

En esta relación, el señor, al ser independiente, es el término esencial y el siervo no esencial;


el primero domina al segundo, consumiendo lo que produce; el primero goza y el segundo
labora. Para el señor, parece ser una situación perfecta. Antes, cuando el señor trataba los
objetos directamente, vimos que su deseo quedaba constantemente insatisfecho.
Comentamos que lo que realmente deseaba era no la aniquilación del otro, sino el deseo de ese
otro, su reconocimiento. Y ahora que lo tiene, ¿está satisfecho el deseo del señor?

Siempre me ha resultado muy llamativo el fenómeno de un político que acarrea gente del campo
para que estén en la plaza de la ciudad a escuchar su discurso y para que lo aplaudan y lo
aclamen. El político sonríe y los saluda con emoción. Sin embargo, él, la gente en la plaza y
cualquier observador, todos saben que esto no es genuino, sino falso, que la gente está ahí por
miedo o por algún pago que le hicieron o beneficio que recibirá. ¿Puede el dinero o el poder
comprar el reconocimiento de los ciudadanos o el amor de una pareja? Sabemos que no, y aquí
en el famoso giro dialéctico de esta sección Hegel nos enseña por qué.

Recuerda que al principio del libro Hegel dijo que el camino de la conciencia terminará cuando haya
una correspondencia entre el concepto que maneja y la experiencia del objeto. En la p. 99 del texto
Hegel dice: “Para el señor, la conciencia no-esencial [es decir, el siervo] es aquí el objeto, el cual
constituye la verdad de la certeza de sí mismo. Pero claramente se ve que este objeto no corresponde
a su concepto [ya que] es algo totalmente otro que una conciencia autosuficiente”. El otro en que la
verdad de su certeza como independiente descansa es un ser insignificante y no-esencial, una
conciencia dependiente – ¡un siervo pues!. Por tanto, el señor de repente no tiene la certeza de
ser-para-sí. Es importante entender que la verdad de cada quien está en el otro. El señor ahora se da
cuenta de la consecuencia negativa de esta situación. ¿Qué valor tiene el reconocimiento de un ser
sumiso y miedoso?.

Casi ninguno. Pero por el otro lado, la verdad del siervo está en su otro, el señor, lo cual tendrá
como consecuencia que encontrará su libertad e independencia.

Veamos cómo.

Recuerda que en la lucha de vida o muerte las dos autoconciencias efectuaron lo que Hegel
llama una “abstracción absoluta”, es decir, hicieron abstracción de todo lo que pudiera
determinar su ser o su identidad: un trabajo, una relación humana, incluso la naturaleza y la vida
misma. Con esa actitud, el señor ganó, pero ahora que tiene la vida hecha, todo es fácil, no
tiene que esforzarse en nada y por tanto su existencia resulta aburrida. Materialmente lo tiene
todo, pero espiritualmente no. Su espíritu se rebaja al mero consumo de cosas, al nivel
material de la vida de la que en la lucha hizo tan tajante abstracción.

Y el siervo, ¿qué permite que se independice, que salga de su servidumbre? Bueno, su


servidumbre consiste en tres cosas: el miedo, el servicio y el trabajo. En la lucha de vida o
muerte el siervo sintió miedo, un miedo no tanto a su oponente, el que ahora es el señor, sino
miedo, como dice Hegel, “a la muerte, el señor absoluto”. Todos hemos sentido miedo, y en
algunos el miedo a una muerte inminente que a fin de cuentas no llegó a pasar. En todo caso, se
experimenta como algo muy negativo, pero para Hegel tiene un aspecto positivo. Dice que esta
experiencia de miedo le ha “disuelto interiormente, le ha hecho temblar en sí misma y ha hecho
estremecerse cuanto de fijo había en ella. Pero este movimiento universal puro, la fluidificación
absoluta de toda subsistencia, es la esencia simple de la autoconciencia, la negatividad absoluta, el
ser-para-sí-puro”.

La autoconciencia no es ninguna cosa determinada, sino, en su pureza, un puro movimiento


indeterminado. La experiencia de la misma provocada por el miedo es la forma en que el
siervo está, subjetivamente, consciente de su independencia. Esta conciencia subjetiva se
vuelve objetiva o explícita con los otros dos aspectos de la servidumbre: el servicio y el trabajo.
Al estar al servicio del señor, el siervo rinde control de su existencia material al señor, de todo
lo que tiene que ver con la naturaleza de su cuerpo y sus necesidades, pero justo por eso se
acentúa su independencia, su ser-para-sí que no es corporal sino espiritual.

Pero lo que realmente efectúa la transformación en el siervo es el trabajo. En el prólogo


Hegel dijo que alcanzar el conocimiento divino es un proceso arduo que implica “seriedad,
dolor, paciencia y el trabajo de lo negativo”. Esto lo vemos prefigurado en el trabajo del
siervo, cosa que las otras formas de la conciencia que hemos visto hasta ahora no han
podido hacer. En los primeros tres capítulos, la conciencia, en tanto certeza sensible,
percepción y entendimiento, guardaba una relación pasiva con el objeto. La idea o concepto
que manejaba era que el objeto revelaría su naturaleza a la conciencia así dando cuenta de su
conocimiento. En el cuarto capítulo, la autoconciencia se dio cuenta de que ella misma, el
sujeto, era la fuente del conocimiento, y para demostrarlo, para asegurar su absoluta
independencia cognitiva, buscaba aniquilar los objetos para que no le amenazaran con su
independencia.

Lo que distingue a la conciencia del siervo es que su actividad, el trabajo, no aniquila los
objetos, sino que los transforma, con lo que forja un mundo en su imagen y semejanza.
Con el trabajo de lo negativo, el siervo plasma su propia subjetividad en el objeto,
convirtiéndolo en un producto ya no natural sino humano. El señor dejaba que el siervo se
lidiara con el objeto, ya que era la constante independencia del objeto lo que dejaba su deseo
insatisfecho. Pero ahora el siervo experimenta esa independencia del objeto de forma
diferente y positiva ya que, mediante su trabajo, se encuentra a sí mismo en el objeto que
permanece independiente. En pocas palabras, en el producto independiente de su trabajo, el
siervo ve su propio ser-para- si, su propia independencia. Al ver el mundo a su alrededor
tomar la forma que él le da, deja de sentirse enajenado del mismo. Es curioso ver esta
inversión de la relación. El siervo se siente más como señor, más independiente, y el señor se
siente más como un siervo, más dependiente.

Sería muy fácil pensar que es el siervo quien sale ganando, sin embargo, desde el punto de vista
fenomenológico, hacia finales de esta sección no hay mucha diferencia entre el señor y el siervo
ya que ninguno de los dos es completamente independiente ni dependiente. El señor esta muy
cómodo pero aburrido, y el siervo experimenta su independencia en el trabajo, pero aun así
no puede disfrutar de los productos de su trabajo (esto por cierto es lo que Marx después
llamaría la enajenación del trabajo). A lo que voy es que la dialéctica no ha producido aún lo
que los dos buscan, la independencia. Buscarla mediante el reconocimiento del otro es el
camino correcto, es sólo que aquí ese reconocimiento ha sido sesgado y parcial, no mutuo, cosa
que ha dejado a los dos en una condición insatisfecha, infeliz.
Los Estoicos.

La segunda parte del cuarto capítulo se llama “Libertad de la autoconciencia; estoicismo,


escepticismo y conciencia infeliz”. En ella, la autoconciencia trata de superar las complicaciones
y limitaciones de la relación con el otro al rechazar al otro, al independizarse del él, así tratando
de volverse auto-suficiente y libre. ¿De qué manera? Al encerrarse en el pensamiento. Pase lo
que pase con las cosas del mundo o con otras autoconciencias, nada ni nadie puede tocar tu
interioridad. Ahí, uno está realmente libre, tal como nos enseña el estoicismo. Empezando con
esta doctrina, Hegel nos muestra el intento de la autoconciencia de alcanzar lo que no logró
alcanzar en relación con el otro.

Esta segunda parte del capítulo cuatro es muy interesante y dialécticamente importante, pero a
fin de cuentas será un callejón del que tendrá que salir. La salida será renunciar la idea de ser
absolutamente independiente. En el prólogo, Hegel dice que la verdad es la totalidad. La verdad
que la autoconciencia busca para demostrar y hacer efectiva la certeza de sí misma no reside en
ninguna cosa determinada, sino en la relación con el otro, con todos los otros, una relación de
dependencia que es la condición de independencia de cada parte.

La famosa dialéctica del señor y el siervo que vimos en el último vídeo se encuentra en el
capítulo 4 en una sección que se llama “Autosuficiencia y no- autosuficiencia de la
autoconciencia”. Lo que busca la autoconciencia es ser independiente, ser la fuente autónoma de
su experiencia y conocimiento del mundo. Por eso tenemos la lucha a vida o muerte. Sin
embargo, ninguno de los dos lo logra, sino que los dos se vuelven dependientes el uno del otro.
El señor depende del reconocimiento del siervo, un reconocimiento que de hecho vale muy
poco; y el siervo depende del señor por su vida, ya que en la lucha se rindió por temor a la
muerte. De aquí en adelante, la conciencia del señor tiene nulo valor dialéctico ya que no se
desarrolla más. No hay salida del simple disfrute de lo que el siervo le produce. En cambio, la
conciencia del siervo sí da margen para una transformación. Depende del señor, pero al
mismo tiempo encuentra independencia en su trabajo; supera su sensación de ser limitado
por el mundo de los objetos o de sentirse enajenado del mismo al verse a sí mismo en las cosas
que produce. El mundo que le rodea empieza a tomar la forma que él lo imprime. Sin
embargo, sigue siendo siervo – tiene que hacer lo que el señor ordene – y su independencia es
sólo relativa, depende de la materialidad contingente de su entorno. De lo que se da cuenta, y aquí
se da el giro dialéctico a la siguiente sección, es que hay una forma de trabajo cuyo producto no
es un objeto externo sino que es la propia actividad del trabajo mismo, a saber, el trabajo de
pensar.

La siguiente sección se llama “Libertad de la autoconciencia: estoicismo, escepticismo y


conciencia infeliz” y en ella vemos tres diferentes intentos de la conciencia de liberarse de
las limitaciones y frustraciones del mundo. En las primeras páginas, vemos la transición de la
conciencia del siervo a una nueva configuración de la conciencia que Hegel ejemplifica con la
postura de los estoicos. Comentamos que hay cierto despertar de independencia en el siervo
al contemplar el objeto que ha creado, la forma que le ha dado. Sin embargo, esa forma es
del objeto; el siervo ve la esencia del objeto, lo que es en sí, como algo ajeno a sí mismo.
Hegel dice que, desde nuestro punto de vista como observadores fenomenológicos, la forma o
esencia del objeto y la forma o esencia del siervo son idénticos. Una autoconciencia que
alcanza esta perspectiva ve el objeto de forma distinta, no sólo como el resultado de su
actividad, sino que ve en él su propia esencia. O sea, el objeto no es sólo objeto, sino sujeto
también. Dice Hegel: “Tenemos que el lado del ser en-sí o de la coseidad, que ha recibido su
forma en el trabajo, no es otra sustancia que la conciencia” por lo que, como dice “deviene para
nosotros una nueva figura de la autoconciencia”.

¿Te acuerdas de esa importantísima afirmación que comentamos en el prólogo donde Hegel dice
“Todo depende de que lo verdadero no se aprehenda y se exprese como sustancia, sino también
y en la misma medida como sujeto”? Pues eso es lo que está captando la autoconciencia ahora.
Pero ¿por qué ahora y no en todos los demás casos anteriores donde la conciencia ha tratado un
objeto? Porque esta configuración de la conciencia, dice Hegel, piensa. Hegel usa la palabra
“pensar” no de forma coloquial, sino con un sentido muy preciso. Explica que “Ante el
pensamiento el objeto no se mueve en representaciones o en figuras, sino en conceptos, es decir,
en un indiferenciado ser-en-sí que, de modo inmediato para la conciencia no es diferente de
ella”. La distinción básica aquí es entre representación (Vorstellung) y concepto (Begriff).
“Vorstellen” significa literalmente “colocar delante de”. Para Hegel, cuando la conciencia
representa algo, lo figura o lo imagina como colocado delante de sí, como algo distinto de sí
misma y externo. Para que reconozca esa representación como suya, como producto suyo, tiene
que hacer un esfuerzo especial para recordarlo, de no sólo representarlo, sino además de
representarlo como suyo. Esto me parece una clara referencia al “Yo pienso” de Kant que tiene
que poder acompañar todas sus representaciones y reconocerlas como suyas. Hegel hace
referencia implícita a ello cuando en el mismo párrafo dice que el pensar no se comporta
“como un Yo abstracto”. Un yo abstracto es distinto a lo que conoce mientras que el
pensamiento netamente conceptual reconoce la identidad en la forma tanto del sujeto
como del objeto. Goethe decía que la arquitectura no era más que música congelada. De
manera parecida podríamos decir que el objeto no es más que el sujeto congelado. Su
identidad no es material sino inteligible o conceptual. La sustancia de las cosas es su
relación con el sujeto pensante, el sujeto que piensa con conceptos.

Este poder del concepto es sumamente importante para Hegel y está a la base de su idealismo,
pero como puedes imaginar, la forma en que la conciencia lo maneja a estas alturas del libro es
sesgada, situación que, como siempre, se resolverá con más giros dialécticos. De momento, el
aspecto más importante del pensar conceptual es la libertad que le proporciona a la conciencia.
Dice Hegel: “En el pensamiento yo soy libre, porque no soy en otro, sino que permanezco
sencillamente en mí mismo, y el objeto que es para mí la esencia es mi ser-para-mí; y mi
movimiento en conceptos es un movimiento en mí mismo”. Hegel comenta que esta libertad
de la autoconciencia apareció históricamente con el estoicismo.

Me gusta visualizar la postura estoica con la imagen de la Rueda de la Fortuna. Mucha gente se
coloca en el perímetro de la rueda. Un día están arriba en la rueda y todo va bien, pero luego la
Fortuna gira la rueda y el día siguiente están abajo, en la miseria. Mucho mejor es colocarte en
el centro de la rueda, ya que por mucho que gire no te afecta. Ésta es la estrategia del estoico. En
los primeros tres capítulos, la conciencia estaba en el perímetro, fijado en el objeto, y sufría los
altibajos que hemos visto. Luego en el cuarto capítulo la conciencia se fija en sí misma y se
vuelve autoconciencia. En la metáfora de la rueda, se mueve al centro. Lo que distingue a la
autoconciencia en tanto señor y siervo de la figura que vemos ahora en el estoico es que
ellos buscaban la independencia al negar el objeto, o bien al consumirlo o destruirlo, como
en el caso del señor, o trabajarlo como el siervo. El estoico, en cambio, trata simplemente de
entenderlo al mirar dentro sí mismo, a sus propios conceptos, para hallar la forma verdadera del
objeto.
De acuerdo con Hegel, para la conciencia estoica, algo es verdadero y bueno sólo en la
medida en que lo piense como tal. El hacer de la conciencia consiste, dice Hegel “en ser libre
tanto sobre el trono como bajo las cadenas […] en conservar la carencia de vida que
constantemente se retrotrae a la esencialidad simple del pensamiento retirándose del
movimiento de la existencia”. El estoico se retira del ajetreo de la existencia y encuentra paz
y libertad interior, cosa que uno puede disfrutar esté sentado en un trono, como el
emperador Marco Aurelio, o entre cadenas como Epicteto, dos famosos estoicos romanos.
De la misma manera que la rueda gira debido a su centro, para el estoico, el cosmos gira de
acuerdo con un logos, y su alma racional es un reflejo o fragmento de ese logos. No puede
extraerse del mundo de los acontecimientos, pero al centrarse en el pensamiento se alinea por así
decirlo con el logos del universo y así logra libertad.

Este vínculo entre el racionalismo y la libertad, lo cual vemos en Platón y Spinoza y en algunos
más, es bastante característico de nuestra concepción del filósofo, ese ser que se aparta de la
contingencia del mundo para vivir entre las Ideas en la esfera inteligible o, como diría el
hombre común, con su cabeza en las nubes.

Para Hegel eso es atractivo, sin duda, sin embargo, dice que “La libertad en el
pensamiento tiene solamente como su verdad el pensamiento puro, verdad que, así, no
aparece llena del contenido de la vida, y es, por tanto, solamente el concepto de la libertad,
y no la libertad viviente misma”. El problema es que el racionalismo del estoico es demasiado
abstracto, por lo que sus consejos éticos, como “vivir acorde con la naturaleza” o “actuar en
armonía con la razón” terminan siendo generalizaciones vacías. El pensar de la conciencia
estoica es abstracto porque su negación del otro es incompleta. Recuerda que la
negatividad, el acto de negar, es el meollo de la dialéctica y el principio de movimiento y
desarrollo de la conciencia. Sin embargo, no se trata de cualquier negación sino la negación
determinada. La negación que lleva a cabo el estoico al encerrarse en el pensamiento puro es
abstracta. El mundo que niega queda negado sólo de forma general, mientras que la
compleja particularidad de las cosas permanece fuera del pensamiento. Recuerda que el
despertar de independencia en el siervo se dio al verse en el objeto que había creado. El estoico
lleva eso a otro nivel, pero a fin de cuentas el objeto en el que puede verse, el objeto que ha
determinado en su conciencia, no es más que un pálido reflejo del objeto en su determinada y
particular existencia. Su negación ha sido incompleta. La negación completa o absoluta requiere
de otra forma de conciencia, la del escéptico.
Los Escépticos.

Históricamente, el escepticismo, como otras escuelas helenísticas, buscaba la ataraxia, o sea, la


tranquilidad mental. Los estoicos lo buscaban con la razón. Para ellos, la verdad te hará libre.
Para los escépticos no. Todo tipo de certeza es un dogmatismo que tiene que ser refutado al
mostrar su parcialidad. El escéptico se baja de la torre de marfil y hace guerra en las trincheras
destruyendo, dice Hegel, “el ser del mundo [en toda su particularidad], y la negatividad de la
autoconciencia libre se convierte, ante esta múltiple configuración de la vida, en negatividad
real”. Al aniquilar toda postura determinada y finita, la conciencia escéptica expresa, para
Hegel, la esencia de la conciencia, lo que llama “la inquietud dialéctica absoluta” que no
descansa en ninguna postura sino que discurre en el puro movimiento de la negatividad.

Sin embargo, y siempre en el pensamiento dialéctico hay un sin embargo, empezamos a


vislumbrar una contradicción. Hegel dice: “[la conciencia escéptica] proclama la desaparición
absoluta, pero esta proclamación ES, y esta conciencia es la desaparición proclamada; proclama
la nulidad del ver, el oír, etc., y ella misma ve, oye, etc. […] Su obrar y sus palabras se
contradicen siempre y, de este modo, ella misma entraña la conciencia doble y contradictoria de
lo inmutable y lo igual, y de lo totalmente contingente y desigual consigo misma”. Bajo la
navaja analítica del escéptico, ninguna teoría se sostiene, lo cual remite de nuevo al simple
flujo de apariencias en la experiencia. Sin embargo, la proclamación que le llevó a ese punto
ES. Pareciera que la conciencia escéptica quisiera exentarse de ese flujo. Es un dilema
parecido al del relativista que dice que todo es relativo (menos por supuesto esta misma
afirmación). Hegel dice que el escéptico vacila entre dos posturas: una inmutable (que es
su conciencia disfrutando de la ataraxia) y otra contingente o cambiable (el flujo
contingente de la experiencia). Lo que tenemos aquí son dos conciencias, pero no reconoce
que pertenecen a uno y el mismo individuo, sino que pasa de una en otra constantemente.
Nosotros observadores fenomenológicos, sin embargo, sí vemos los dos en uno, un ser
contradictorio.
La Conciencia Infeliz.

Es en este punto que surge la tercera y última configuración de la autoconciencia, lo que


Hegel llama la conciencia infeliz. Es infeliz porque hace guerra consigo mismo, parecido a la
lucha que vimos al principio de este capítulo. De hecho, la duplicación de la conciencia que
efectuó el escéptico es la misma, dice Hegel, “que antes aparecía repartida entre dos singulares,
el señor y el siervo, [y que ahora] se resume en uno solo”. Recuerda que la autoconciencia en
todas sus manifestaciones busca lo absoluto, el fundamento de su conocimiento y
experiencia del mundo, en sí mismo, en el sujeto. El problema es que la autoconciencia tiene
ahora dos elementos que la constituye, una conciencia universal e inmutable y la otra
singular y cambiable. La conciencia toma el aspecto inmutable y universal como el ser
esencial, y la parte cambiable y contingente como no esencial. Y dado que la conciencia está
consciente de esta división en sí misma, y por tanto de estar enajenado de su esencia, se
identifica con el lado cambiable. La dinámica, o lucha, que se da es un constante intento de
borrar esta división al alcanzar y fusionarse con la serena identidad de la conciencia inmutable.

Ahora bien, históricamente, la conciencia estoica y la escéptica corresponden a Roma antigua,


pero la conciencia infeliz tiene como referente el cristianismo medieval. En esa tradición, el
binomio básico es cuerpo-espíritu, o hombre-Dios.

Mediante diferentes estrategias, la conciencia trata de elevarse al lado inmutable o divino, pero
fracasa. El problema, dice Hegel, es que la conciencia que hace el esfuerzo es la conciencia
contingente y cambiable. Aun cuando logre unirse con lo inmutable, está consciente de que fue el
lado cambiate lo que lo hizo, y al estar consciente de ello permanece en el estado dual. Es como
tratar de limpiarte con algo sucio. Por mucho que intentes, sigues ensuciado.

Antes de pasar a la descripción fenomenológica de la conciencia infeliz, Hegel indica tres


formas en que la conciencia cambiable puede elevarse a la inmutable.

Corresponden muy claramente a las personas de la trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
En primera instancia, puede haber una relación de pura oposición donde lo inmutable, Dios,
juzga al individuo. Esto es característico del judaísmo donde una ley externa prevalece. La
segunda forma, característica del cristianismo, es donde Dios se encarna en la singularidad
histórica de Cristo, con el cual la conciencia ve la posibilidad de identificarse. En el último
modo, Dios es experimentado como espíritu y la conciencia infeliz se transforma
encontrándose reconciliado con lo inmutable, lo divino, o lo absoluto. Esto no corresponde
ni al judaísmo ni el cristianismo, sino pues al hegelianismo. Para alcanzarlo, hacen falta muchos
más giros de la dialéctica.

De momento, Hegel pasa a describir la experiencia de la conciencia, fijándose en la persona


del hijo y la forma que proporciona el cristianismo para efectuar esta reconciliación. Son
tres: la oración o devoción, el trabajo, y la penitencia.

En el primer momento la conciencia se relaciona con Dios no de forma cognitiva, sino afectiva,
a través del sentimiento, lo cual Hegel caracteriza como devoción, una disposición interior
asociada con el corazón. Para Hegel, esto es un misticismo, un “informe resonar de campanas o
un cálido vapor nebuloso, un pensamiento musical que no llega al concepto”. Hegel siempre
guardaba una animadversión al catolicismo y lo que dice aquí de las campanas y el vapor trae a
la mente el espectáculo sensorial de la misa católica. Para efectuar esta unión y volverse feliz, va
a hacer falta no los sentidos ni las emociones, sino el concepto, el pensar conceptual.

En el segundo momento, la conciencia trata de relacionarse con Dios a través del trabajo. En la
misa, el hombre pasivamente recibe la hostia; pero en el mundo de las cosas, la creación de
Dios, activamente produce, tal como hacía el siervo. Sin embargo ese mundo es un regalo de
Dios, depende de su voluntad, lo cual sólo acentúa su conciencia de ser una criatura finita, lejos
de lo que es capaz Dios.

En el tercer momento, la conciencia ataca la fuente de su individualidad y por tanto el obstáculo


que impide su unión con Dios, a saber, su cuerpo. Se fija en sus funciones animales, viendo en
ellas la forma en que el enemigo se revela. La conciencia, dice Hegel, “al fijarse en ese
enemigo, en vez de ser liberada de él, permanece siempre en relación con él y se siente siempre
maculada”. Esto me recuerda mucho del budismo y la meditación. Si uno trata de tranquilizarse
al controlar el chorro de pensamientos que recorren la mente con más pensamientos, uno sigue
más perturbado que antes o, como en la metáfora anterior, uno sigue ensuciado. Viendo la
futilidad de todo esto, la conciencia decide poner su voluntad bajo la dirección de un sacerdote
con la esperanza de que pueda mediar su relación con lo divino.
Con todo esto, ¿logra la autoconciencia la libertad que tanto anhela? En el transito del estoico
al escéptico a estar ahora bajo el cuidado de un sacerdote, ¿ha logrado transformar la
conciencia de siervo en la de un verdadero señor? Fíjate que aun cuando el señor terminó
dependiente del siervo, al menos disfrutaba de los productos que hacía. En cambio, la
autoconciencia al final de este capítulo está agotada, abyecta y sigue infeliz, mucho más siervo
que señor. No ha logrado su meta debido a cómo ha concebido lo absoluto, Dios, y su
relación con él.

En su libro La ciencia de la lógica, Hegel discute el concepto de la infinidad, y creo que lo que
dice allí nos puede ayudar a entender el fracaso de la autoconciencia y el giro que efectúa la
transición de la autoconciencia a la razón. La oposición que hemos visto entre Dios y el
hombre, y lo inmutable y lo cambiable es reflejada en la oposición que Hegel analiza entre lo
infinito y lo finito. La observación es muy sencilla. Si se opone lo infinito a lo finito, entonces
el primero está limitado por el segundo. Esto quiere decir que la realidad de lo infinito es
contingente, o sea, está determinada por su relación con algo que no es, por lo que no
puede realmente ser infinito. Hegel llama este tipo de infinidad una mala infinidad. La
verdadera infinidad no se opone a lo finito, sino que contiene lo finito dentro de sí. Si
empleamos el entendimiento analítico que piensa en términos de oposiciones, veremos lo
infinito y lo finito relacionados entre sí de forma externa. Es esta oposición la que la
autoconciencia no podía mediar y que era la causa de su infelicidad. Pero si, con Hegel, lo
vemos desde la razón especulativa, los concebiremos como relacionados internamente. Ésta
es la postura de la propia dialéctica de la Fenomenología.
La Razón.

Recuerda lo que dijo en el Prólogo: lo verdadero es la totalidad, y la totalidad no se arma


pedazo por pedazo de forma mecánica, sino que la totalidad está presente desde el inicio y
su progresiva determinación y especificación se lleva a cabo de forma orgánica. Es un
proceso de auto-desarrollo en la que las partes y la totalidad, o lo cambiable y lo inmutable están
relacionados de acuerdo con un principio interno.

A fin de cuentas, como dice Hegel en el texto, lo que la conciencia no sabe es que su objeto,
lo inmutable, es ella misma, de la misma manera que la bellota es el roble. Hegel termina el
cuarto capítulo con lo siguiente: “Pero, en este objeto, en el que su obrar y su ser, como ser y
obrar de esta conciencia singular son para ella ser y obrar en sí, deviene para ella la
representación de la razón, de la certeza de la conciencia de ser, en su singularidad,
absolutamente en sí o toda realidad”. Así, la autoconciencia, habiendo agotado la perspectiva del
sujeto, pasa a la visión mucho más amplia de la razón, que empezaremos a ver en el siguiente
vídeo.

Curiosamente, la Divina Comedia de Dante y la Fenomenología de Hegel tienen algunas cosas en


común. Bueno, son dos obras clásicas, muy famosas. Una presenta alegóricamente el camino del
alma hacia Dios y la otra presenta conceptualmente el camino de la conciencia hacia lo
absoluto. Son una especie de lo que los alemanes llaman un Bildungsroman. Además, a pesar de su
fama, muy pocos las leen. De los pocos que leen la Divina Comedia, una ínfima proporción de ellos
leen todo el libro. La gran mayoría leen sólo la primera parte – el Infierno, porque es divertido,
interesante, y dramático. Las otras dos partes, el Purgatorio y el Paraíso, son aburridas en
comparación.

Lo mismo pasa con la Fenomenología. Muy pocos leen todo el libro, la mayoría leyendo sólo
los primeros cuatro capítulos que tienen mucho drama, especialmente el cuarto, como ya hemos
visto. Y luego viene el larguísimo quinto capítulo sobre la razón y su exploración científica
del mundo. Fijándonos sólo en su extensión (es 50% más largo que los primeros 4 capítulos
juntos) ¡pareciera equipararse muy bien con el purgatorio de Dante! Los giros dialécticos no
son tan definidos y con tanto detalle es muy fácil perderse y pensar ¿cuál es el punto de todo
esto? Pues, para este capítulo en particular, no vamos a seguir a la conciencia tan de cerca, sino
que vamos a alejarnos un poco del camino para que captemos sólo los contornos generales
de su experiencia en esta nueva configuración que se llama la razón. Sin embargo, Hegel
empieza el capítulo con una discusión muy interesante e importante sobre el idealismo y su
relación con Kant, que sí vamos a ver muy de cerca.

Bien, recuerda que la Fenomenología consta de tres grandes divisiones que Hegel indica con
letras: A, B y C. A se titula “Conciencia”, la cual consiste en la diferentes maneras en que la
conciencia trata de dar cuenta de su conocimiento al ubicar la base del mismo en algún objeto o
fenómeno allá afuera en el mundo. En términos generales, considera la realidad como algo en sí
mismo. B se titula “Autoconciencia”, la cual consiste en buscar esa base en la conciencia misma.

Considera la realidad como algo para sí, para la conciencia. Y ahora empezamos la última
división, C, que parte de la configuración de la razón. Si vemos A o la conciencia como tesis, y
B o la autoconciencia como antítesis, entonces la razón es la síntesis o unión de estas dos
perspectivas, una nueva perspectiva en la que objeto y sujeto, la realidad en sí y la realidad para
la conciencia se identifican.

Recuerda que lo que la dialéctica produce no simplemente descarta lo que vino antes sino
que éste se conserva en una configuración transformada. Eso lo vemos en la arquitectura del
índice donde la razón es indicada con el doble letra A (AA.). Esto significa que lo que vamos a
ver ahora en este largo capítulo es una vuelta a la división A, una duplicación de ella. La razón
ahora va a volver a ese mundo que trataba la sensación, la percepción y el entendimiento,
pero lo verá desde una perspectiva más amplia, la de la razón. Y la BB que indica el capítulo
sobre el espíritu será una vuelta a la división B sobre la autoconciencia. Bueno, no quiero
ahondar demasiado en estos detalles ahora, sino sólo señalar los contornos generales del
importante giro de la dialéctica que estamos presenciando ahora.

Pues, la autoconciencia se ha transformado en la razón, por lo que, dice Hegel, “su relación
hasta ahora negativa con el ser-otro se transforma en una relación positiva”. Convendría
fijarnos un momento en eso del “ser-otro” ya que es el problema por el que hace falta que la
conciencia recorra este camino que vemos en la Fenomenología. Si, en su experiencia, hay un
otro bruto, impensable, inasimilable, entonces constituirá una fuente de enajenación para la
conciencia, un obstáculo que impide que la conciencia se encuentre en casa en el mundo, por así
decirlo.
Entonces, el punto de la Fenomenología a fin de cuentas es superar el ser-otro.

En su experiencia en los primeros capítulos, va logrando su meta. La otreidad va


desvaneciéndose - el Esto se transforma en la cosa con propiedades, y éste luego en la
dinámica de la fuerza. Es decir, lo que parecía ser ajeno a la conciencia resulta tener
afinidades con ella, o sea, lo que conoce encierra cierto grado de universalidad, y este último es
propio de la conciencia. Así, la realidad entendida como algo objetivo y en-sí es
progresivamente debilitada hasta llegar a la postura de la autoconciencia en la que la realidad o
la otreidad es sólo algo para la conciencia. Lo que es realmente real o absoluto es el sujeto, la
autoconciencia. Sin embargo, tratar el ser-otro de esta forma presenta una serie de
problemas que culminan en la conciencia infeliz con la que terminamos el último capítulo.
Como dice Hegel, la conciencia no comprendía el mundo: “lo deseaba [el señor], y lo trabajaba
[el siervo], se replegaba desde él sobre sí misma [el estoico], lo aniquilaba [el escéptico], y
aniquilaba a sí misma [la conciencia infeliz]”. La autoconciencia negó la primera concepción
de otreidad, como algo objetivo, pero ahora su propia concepción de la otreidad, como algo
meramente subjetivo, queda negada también, con lo que tenemos la negación de la
negación, que es lo que da paso a una nueva configuración de la conciencia, la razón (tesis
- antítesis – síntesis).

La conciencia en tanto razón vuelve al mundo de forma positiva. La otreidad ya no es una


piedra en el zapato, sino el escenario de su propio desenvolvimiento en el que se encuentra
a sí mismo. Hegel dice que la razón tiene certeza de ser sí misma la realidad, la certeza de que
toda realidad efectiva no es otra cosa que ella. Esta forma de relacionarse con el mundo
Hegel la llama idealismo.

Sabemos que el idealismo es la postura filosófica general que Hegel sostiene, pero esta idea no
nace con él, ni tampoco con Kant. Kant y Hegel están al inicio y al final de ese maravilloso
episodio de la historia de la filosofía que se llama el idealismo alemán. Sin embargo, la idea
básica que expresa y desarrolla esta tradición nace mucho más atrás. Algunos dicen que con el
pensamiento de la India Antigua, pero de acuerdo con Hegel nace con Parmenides quien
sostiene que hay una identidad entre el pensar y el ser. Aristóteles expresa esta idea en De
anima cuando dice básicamente que somos lo que conocemos. En el octavo capítulo del tercer
libro dice que si conocemos una piedra, lo que está presente en el alma no es la piedra (en tanto
materia), sino su forma. La forma de la piedra, que es su esencia, y nuestro pensamiento sobre la
misma son idénticas.

¿Qué es lo que contribuye Hegel a esta idea? Para entender su idealismo, conviene contrastarlo
con el de Kant. Kant, como sabemos, resolvió el conflicto entre el empirismo y el
racionalismo y sus respectivos defectos en su planteamiento del idealismo trascendental. El
empirismo se fijaba en el lado del objeto, acudiendo a la experiencia y a la sensación para dar
conocimiento sobre el mundo. Sin embargo, era un conocimiento contingente que conducía a fin
de cuentas al escepticismo. El racionalismo se fijaba en el sujeto, acudiendo a la inferencia
lógica para producir conocimiento necesario pero su proceder para Kant era dogmático. De
acuerdo con el empirismo, la solución de Kant dice que nuestro conocimiento versa sólo sobre
objetos de la experiencia. Sin embargo, conocemos esos objetos no tal y como son en sí
mismos, sino sólo como se nos aparecen filtrados y constituidos por así decirlo a través de
las formas de la intuición sensible y el pensamiento de nuestra mente. La Sensibilidad
intuye objetos en el espacio y el tiempo y el Entendimiento, a través de sus categorías, piensa o
conoce esos objetos en el orden de relaciones y leyes que llamamos la naturaleza. Este último es
el lado racionalista del planteamiento de Kant. Encontramos racionalidad e inteligibilidad en
el mundo ¡porque nosotros mismos la ponemos ahí!

Hegel llama esta postura de Kant “idealismo subjetivo”. Aun cuando todos conocen la
realidad con el mismo aparato cognocitivo, por lo que el conocimiento es universal y necesario,
no deja por eso de ser una realidad que el hombre crea. En la terminología de Hegel, es una
realidad simplemente para la conciencia. La realidad en sí es el noumeno que no conocemos.

Si te das cuenta, el empirismo y el racionalismo que Kant mezcló en su propuesta pueden verse
reflejados muy claramente en la estructura de la Fenomenología hasta ahora. La división A
sobre la conciencia con su tres capítulos corresponde al empirismo, tratando la realidad
como un objeto en sí. El racionalismo corresponde a la división B, el cuarto capítulo que
acabamos de terminar. Y hemos visto los defectos de las dos posturas, una centrada en el
objeto, el en sí, y la otra en el sujeto, en el para sí. Al igual que Kant, la respuesta de Hegel
también es el idealismo, pero uno mucho más amplio. Las relaciones y regularidades que
encontramos en la experiencia no las imponemos o proyectamos nosotros, sino que
realmente se encuentran en el mundo. La diferencia de fondo entre Hegel y Kant estriba en
sus diferentes formas de entender la naturaleza y función de la razón, por lo que no es nada
casual que Hegel dé el nombre de “Razón” a este quinto capítulo en el que introduce el
idealismo. Si Kant hubiera escrito la Fenomenología, habría llamado este capítulo
“Entendimiento”. Veamos de qué se trata.

Para Kant, al conocer el mundo, juzgamos que objetos encierran ciertas propiedades y que
guardan determinadas relaciones con otros objetos. Esto se hace debido al entendimiento
que aplica sus categorías a priori a los fenómenos que intuimos en la experiencia. Cuando la
mente humana trata de ir más allá de intuiciones determinadas y de conocer no este o
aquel objeto y sus relaciones, sino la serie total de condiciones que constituyen la totalidad de
la naturaleza, empieza a ser dogmático porque semejantes condiciones no están sujetas a ser
intuidas por la sensibilidad. Ésta es la actividad de la razón, y tiene una función positiva para
Kant que es la de servir como un ideal regulativo. Postula la totalidad de la naturaleza como un
ideal al que la mente humana se apunta al organizar sus investigaciones científicas. Pero la
razón es dogmática y abusiva si pretende producir conocimiento sobre tales objetos
trascendentes, tales como la naturaleza en su totalidad, Dios, o el yo. En la Crítica de la
razón pura, la sección que se llama “La Dialéctica Trascendental” expone las antinomias
irresolubles en las que cae la razón al tratar ese tipo de objetos trascendentes.

Bueno, las nociones de dialéctica y de razón se transforman mucho en Hegel.

Como había comentado en un vídeo anterior, Hegel identifica tres aspectos del pensamiento: un
lado abstracto, uno dialéctico y finalmente un lado especulativo. El primero es el entendimiento
en sentido kantiano. Emplea conceptos de forma rígida y exclusiva, conceptos que en su
extensión son finitos y determinados. Usamos el entendimiento en este sentido constantemente
al determinar algo como blanco o negro, bueno o malo, alto o bajo, etc. Para Hegel, el error de
Kant estriba en tomar los conceptos del entendimiento como adecuados en sí mismos para
captar la realidad. Para Hegel, los conceptos tomados individualmente no son más que
abstracciones de algo más complejo y dinámico. Podríamos ver los juicios kantianos como
una serie de instantáneas fijas que se toman de un proceso fluido, de una realidad que
deviene. En vez de quedarse con la rigidez conceptual del entendimiento, la razón para Hegel
va más allá de cada concepto finito al generar, dialécticamente, su opuesto. Para Kant, este
tipo de oposición es lo que expresa en su discusión del problema de las antinomias, pero
para Hegel no es ningún problema. Un concepto (tesis) y su opuesto (antítesis), es el
momento dialéctico de la razón, negativo en el sentido de que la oposición expresa una
negación, pero esta relación (que para Kant es problemática) se resuelve en el tercer
momento positivo del proceso cognitivo, el especulativo. Los dos conceptos no se oponen
sino que son distintas expresiones de una unidad mayor. Como dice Hegel en la
Enciclopedia: “Lo especulativo o racional-positivo aprehende la unidad de las
determinaciones en su oposición, lo afirmativo que se contiene en la disolución de ellas y en
su pasar”.

En resumidas cuentas, una metáfora mecanicista con conceptos rígidos es la que describe el
razonamiento en Kant. En Hegel, lo orgánico es la metáfora indicada, los conceptos
relacionándose entre sí de forma fluida en un proceso en el que la totalidad se revela de forma
histórica.

Pero aún no llegamos ahí. Apenas empezamos el capítulo quinto que se llama “Certeza y
verdad de la razón”. La conciencia, en tanto razón, tiene la certeza de ser toda la realidad,
pero la verdad de su creencia aún no se ha demostrado. Hacerlo no se trata de una
deducción o argumentación como en Kant, no es una tesis que se afirma, sino algo que tiene que
manifestarse concretamente. Si sujeto y objeto están realmente unidos, tiene que demostrar esta
unidad y hacer la idea del idealismo real en un encuentro con el mundo. En su Lecciones sobre
la filosofía de la historia Hegel dice: “Cuando miramos al mundo racionalmente, el mundo nos
devuelve una mirada racional”. Ésa es justa la actitud de la conciencia ahora, positiva y
optimista. En el próximo vídeo, veremos la aventura que emprende y los contornos generales y
los sucesivos giros de la dialéctica que nos acercan a la fascinante dimensión del espíritu y la
meta final, lo absoluto.

Dice Hegel en el inicio del capítulo cinco: “La razón es la certeza de la conciencia de ser
toda realidad”. Aun cuando el título de este capítulo se llama “Razón”, el protagonista de la
Fenomenología no ha cambiado. El sujeto que estamos siguiendo todavía es la simple
conciencia natural que partió en su viaje en el primer capítulo. Lo que va cambiando es su
manera de ver el mundo y la realidad, su postura epistémica. En los primeros capítulos, esa
postura se llamaba simplemente “conciencia” y suponía que el fundamento de su conocimiento
residía en los objetos de su experiencia. La autoconciencia es la configuración o postura que
coloca ese fundamento en el sujeto. Y ahora la razón, como dice la cita con la que empezamos,
es la certeza de la conciencia de ser toda realidad. La conciencia se da cuenta de que la
realidad no es un otro objetivo allá fuera, ni tampoco es ella misma como sujeto toda la
realidad, sino la unión de los dos. Ésa es su nueva suposición, a saber, que el encontrarse con
cosas en el mundo no será otra que encontrarse consigo misma. Este encuentro de la razón con
el mundo consta de tres momentos. El primer momento se llama “Razón observante” y en él
la conciencia aborda el mundo de forma teórica usando el método científico. Entiendo que
mucha gente deja de leer la Fenomenología en el quinto capítulo porque es tan largo y es fácil
perderse, pero es muy relevante para nuestra actualidad porque hoy en día la ciencia es LA
forma de conocer la realidad. De hecho Stephen Hawking ha declarado que la filosofía está
muerta, no tiene relevancia. Obviamente, Hegel no comparte esa opinión. Aunque desconocía
los avances de la ciencia actual, los problemas que identifica siguen vigentes. La conciencia va
a tratar de subsanar estos problemas en el segundo momento, no de forma teórica sino activa o
práctica, es decir, en su relación con otros en el entorno social. Y el tercer momento será la
superación de las dos posturas parciales en una más amplia e integradora.
La Razón Observante.

Bien, empecemos con la razón observante. Hegel inicia esta sección diciendo que la conciencia
vuelve al punto de vista de los primeros capítulos, de la sensación y la percepción, por lo
que quiere decir que la conciencia vuelve al mundo de los objetos, a tratar de entenderlos. La
diferencia es que su perspectiva ahora es mucho más amplia. Es como cuando a los 40 años de
edad vuelves a reunirte con tus compañeros de la prepa. Tu forma de tratarlos ahora es más
madura porque tienes más experiencia del mundo y de la gente. En el caso de la conciencia,
anteriormente, dice Hegel, “sólo le había acontecido percibir y experimentar algo en la cosa,
pero, al llegar aquí, ella misma es la que dispone las observaciones y la experiencia”. Antes era
pasiva; ahora es activa.

La sección de la razón observante tiene a su vez tres secciones, correspondiendo al objeto


que se observa - primero el mundo de los objetos físicos, luego la mente, y como final la
relación entre mente y cuerpo. Entonces, primero el mundo natural. Recuerda que la
suposición de entrada de la conciencia es que ella es toda la realidad, lo cual no es más que otra
forma de decir que el mundo es racional. Bueno, eso cree, pero tiene que comprobarlo. ¿Cómo
lo hace? Pues, en cierto sentido, hace la misma cosa que hizo Adán al abrir sus ojos por primera
vez al mundo, a saber, nombrar. Adán se puso a dar nombres a todas las criaturas para poner
orden a la gran multiplicidad que encontraba en su entorno. No daba nombres a cada individuo,
sino a grupos o clases de individuos, o sea, ganado, perros, peces, etc.

Esto es lo que hace la conciencia también. Al observar el mundo a su alrededor, se fija no en


las particularidades de las cosas, sino en lo que tienen en común, por ejemplo, las propiedades
que todos los mamíferos comparten. Estos son los universales. Cuando inició su viaje en el
primer capítulo, la conciencia hacía precisamente el contrario, es decir, buscaba lo absoluto en
la particularidad del Esto, y ya vimos las contradicción que encontraba. Pues ha cambiado
mucho su postura desde entonces. Ahora ve el mundo con ojos aristotélicos. Si te acuerdas, en el
último vídeo comentamos esa afirmación de Aristóteles de que somos lo que conocemos. La
razón por la que busca lo universal en el objeto es porque la universalidad del concepto es
precisamente el medio en el que se mueve la conciencia. Si encuentra un universal en el objeto,
se encuentra a sí misma.
Antes de seguir, sería bueno tener claro qué es lo que la conciencia reconocería de sí misma al
verse en el mundo. ¿Qué es la conciencia? Hegel suele ejemplificarla con la figura del
silogismo, en el cual podemos hacer notar cuatro características. La primera es la universalidad,
que ya comentamos. En el clásico silogismo sobre Sócrates, la mortalidad es el término
universal. Ese término es predicado de otro término, un individuo, en este caso Sócrates. La
conclusión del silogismo, el conocimiento de que Sócrates es mortal, no es casual sino
necesario. Y como final, el silogismo no es algo bruto y estático, sino dinámico, un movimiento.

¿Encuentra la conciencia estas características en la clasificación que hace? No exactamente.


Cualquier sistema de clasificación siempre tiene brechas entre las clases o traslapes, o algún
individuo que parece estar en dos clases. Umberto Eco habla muy bien de este problema
filosófico con el famoso caso del ornitorrinco. A fin de cuentas, todo sistema de clasificación
tiene excepciones y anomalías que, para subsanarse, requiere que el esquema se vuelva más
compleja hasta el punto de ser una mera descripción de objetos individuales, en la cual desde
luego la universalidad se pierde. Aquí vemos el intento de relacionar lo universal y lo singular,
pero no parece haber necesidad en la clasificación, y en todo caso la clasificación es estática y
rígida.

Bueno, habiendo quedado corto el intento de encontrar la razón de las cosas en un esquema de
clasificación, la conciencia pasa a la noción de ley como algo que, ante la aparente multiplicidad
caótica de las cosas, puede dar cuenta de su naturaleza y conducta. ¿Cómo encuentra la conciencia
estas leyes? Para generar un esquema de clasificación, la conciencia observaba propiedades que
diferentes cosas tenían en común. Ahora observa la conducta de las cosas. Pasa de la mera
descripción al experimento. Hegel utiliza el ejemplo de una piedra que se suelta y se cae repetidas
veces. Con base en esa observación, da cuenta de su conducta al concluir una ley, la de la
gravitación. Ahora bien, las leyes tienen la característica de relacionar universal e individuo y
también de ser universales y necesarias en su aplicación. Cualquier piedra que se suelta cerca de
una masa considerable se moverá necesariamente hacia esa masa. El problema es que la inferencia
que postula la ley es inductiva, y fue Hume quien hizo notar que semejantes inferencias no pueden
establecer necesidad sino sólo probabilidad. Puede que todos los cisnes que has visto hayan sido
blancos. ¿Pero puedes inferir que necesariamente lo son?
No, porque de hecho existen cisnes negros. Lo mismo con la piedra, la gravitación y cualquier
ley, por mucho que se haya repetido el experimento.

Bueno, eso de la falta de la necesidad es un problema. Otro tiene que ver con la abstracción que
es propia de la ley. En un esquema de clasificación, las propiedades que hacen que algo
pertenezca a cierta clase y no a otra son sensibles. En cambio, una ley de la química por
ejemplo que maneja los conceptos de ácido y base trata propiedades abstractas,
conceptuales, que han perdido su vínculo observacional con los objetos. Estas cualidades
abstractas que, de manera confusa, Hegel llama “materias” pierden su relación empírica con las
cosas que rige. De esta manera, el componente universal permanece como un otro ajeno a lo
particular. En otras palabras, la conciencia se reconoce a sí misma en las leyes universales,
pero no en las cosas particulares. Sujeto y objeto siguen separados, como las Ideas platónicas
en un topus uranus lejos de las cosas particulares del mundo. Lo que hace falta es observar
algo que contiene esta relación universal-particular dentro de sí. La conciencia no
encuentra semejante cosa en el mundo inorgánico, pero en el mundo orgánico abundan.

La gran diferencia entre objetos inorgánicos, como piedras o planetas, y organismos como
un perro, es que la conducta de los primeros es determinado por un orden causal de causas
eficientes, mientras que la de los organismos es determinado por un orden teleológico de
causas finales (para usar la terminología aristotélica). O sea, la actividad de un organismo
está dirigida hacia el cumplimiento de un fin. Si preguntáramos por qué la luna gira alrededor
de la Tierra, diríamos que no tiene sentido la pregunta, que la luna no gira así para realizar
ningún fin, sino porque ella, junto con los demás objetos celestes que giran por el sol, están
sujetos a fuerzas por su relación con otros objetos, ninguna de las cuales se ejerce en términos
de fines. Se trata de un gran sistema mecánico como un reloj. Los elementos que constituyen
un sistema orgánico, en cambio, sí se relacionan en términos de un fin.

La relación entre el latido del corazón y el bombeo de sangre no es casual, sino que el corazón
late para bombear la sangre. En el mundo inorgánico, el principio de movimiento y descanso es
externo al objeto, mientras que para los organismos es interno.

Ahora bien, sin duda hay una forma de entender objetos inorgánicos en términos
teleológicos. Cosas como coches, computadoras y elevadores funcionan tal como funcionan
debido a que fueron diseñados de acuerdo con el fin que tenían sus inventores, el fin de
trasladarse o de hacer computaciones. ¿Podríamos entender la función de objetos orgánicos
como gatos y árboles de manera semejante? Pues, sería difícil sostener que forman fines
propios, pero quizá su fin podría colocarse en la mente de un ser divino que los haya creado.
Hegel rechaza esta opción porque divorcia la universalidad del fin de la particularidad del
organismo. Vimos esta estrategia al final del capítulo tres cuando la conciencia intentaba
entender el flujo de apariencias al postular una esfera de leyes en un tranquilo reino más allá, y
también al final del capítulo cuatro donde la conciencia infeliz, contingente y cambiante, se
encontraba irremediablemente separado de lo eterno y fijo, es decir, de Dios.

La postura de la razón ya ha acabado con toda dimensión más allá. La vía de la


trascendencia sólo causa problemas. La respuesta ahora yace en la pura inmanencia de las
cosas. Es por eso que el principio interno que rige los organismos resulta tan atractivo a la
conciencia, porque la unidad de lo universal y lo particular en el organismo refleja la unidad de
la propia racionalidad de la conciencia.

Recuerda, sin embargo, que la razón es la razón observante; dirige su mirada a las cosas de
este mundo, a aquello que puede observarse empíricamente. Esta postura de la conciencia
refleja la concepción ilustrada de la ciencia como una actividad eminentemente empírica que
observa datos en la experiencia, las describe, hace experimentos, clasifica los datos generados y
que luego extrapola una ley que explica lo observado. El problema es que el fin de un
organismo no es algo empírico que puede observarse. Lo único que la conciencia puede hace
notar son distintos elementos de la estructura del organismo que en su conjunto no constituyen
más que la existencia muerta, el organismo como cadáver. Dice Hegel: “sus momentos, así
captados, pertenecen a la anatomía y al cadáver, no al conocimiento y al organismo viviente”.
Para dar cuenta de la vida del organismo, de su fin o aspecto universal, la razón interpreta
lo que observa, la estructura, como el aspecto exterior que no es más que la expresión del
aspecto interior del organismo. La discusión de este último es muy larga y se vuelve más
complicada, pero a fin de cuentas termina en el mismo problema de ver lo universal y lo
particular como separados, dos elementos relacionados de forma externa y no interna.

La conciencia pasa ahora de observar la naturaleza a observarse a sí misma a ver si puede


encontrar alguna ley psicológica que rige la mente humana en su funcionamiento. ¿Qué es
la conciencia y por qué es así? Pues la razón sigue observando, y lo que observa es que hace
inferencias. Parte de una serie de proposiciones o premisas e infiere la verdad de otra
proposición distinta.

Básicamente, lo que vimos al discutir el silogismo. Sin embargo, si se trata de encontrar una ley
del pensamiento, lo que ha encontrado no es más que una serie de regularidades, como la piedra
que se soltaba. Una ley implica necesidad, y lo que ve en esas regularidades de inferencia
no es necesario ya que es posible usar otras reglas de inferencia para llegar a conclusiones
distintas. A lo que voy es que la conciencia observa la forma en que de hecho razonamos,
pero no por qué, normativamente, deberíamos pensar así. Por cierto, basar las leyes de la lógica
sobre observaciones psicológicas se llama en lógica psicologismo, y fue fuertemente criticado
por gente como Frege, Husserl y Peirce.

Luego pasa a la observación de la auto-conciencia en su relación con su entorno social


para ver si en ella encuentra alguna ley que determine su conducta. La pregunta es si cierto
estímulo siempre produce la misma respuesta. ¿Has oído hablar de eso de que el inglés es para
hacer negocios, el alemán para hacer ciencia, el francés para hacer el amor, y el español para
hablar con Dios? Hay otros variantes, pero lo que está implícito en este decir es que el
entorno socio-cultural determina a uno, de modo que si creces en un país de habla hispana,
serás religioso, por ejemplo. Pues muchos mexicanos son religiosos, pero no todos. Todos hemos
crecido en familias donde todos los hermanos reciben básicamente la misma educación y los
mismos valores por parte de los padres. Sin embargo, uno termina muy religioso, y el otro no
cree; uno es de izquierda políticamente, y el otro de derecha.

Estadísticamente, hay ciertas tendencias que pueden notarse, pero son simples correlaciones,
más no relaciones de causa y efecto, y eso debido a las anomalías que acabamos de comentar. Sin
duda, el entorno influye en la conducta de los individuos, pero la respuesta que cada uno da a los
estímulos depende de las elecciones que cada quien haga. Y eso es algo que el psicólogo no puede
predecir de forma científica. De hecho, no hay dos personas que sean totalmente iguales en su
conducta, de modo que si uno quiere sostener que el entorno determina la conducta, tendría que
concluir que hay una ley para cada quien, cosa que es absurdo.

Bueno, en esta segunda parte de la Razón Observante, la conciencia ha buscado leyes que
determinan la conducta (sea el pensar o el actuar) tanto internamente como en el entorno externo
de la sociedad, y no ha tenido éxito. Como final, trata de observar alguna relación entre su
vida mental y el cuerpo en el que tiene lugar para ver si algún aspecto del cuerpo puede dar
cuenta del carácter de un individuo. En los tiempos de Hegel, la fisionomía y la frenología
eran teorías populares. La primera planteaba que características anatómicas, como el tamaño
de la nariz por ejemplo, daban una indicación del carácter de uno, y la frenología buscaba el
mismo tipo de relación pero con respecto a la forma del cráneo. En el único pasaje realmente
violento de la Fenomenología Hegel responde a eso de la frenología al decir: “Aquí la réplica
debería ir, en rigor, hasta golpear el cráneo de quien así juzga, demostrando así de un modo tan
tangible como lo es su sabiduría que un hueso, para el hombre, no es nada en sí, y menos aún su
verdadera realidad efectiva”. Estas dos “ciencias” repiten el mismo error de lo interior y lo
exterior que hemos visto antes. Y aunque nos parece que la ciencia contemporánea haya
superado estas pseudo-ciencias, el filósofo Alisdair MacIntyre ha señalado que el mismo error
que señal Hegel está vivo en ciertos debates sobre la filosofía de la mente, específicamente en
aquellos que reducen la conducta humana a una base puramente materialista y también en
posturas psicológicas como la del conductismo.

Recuerda que la conciencia empezó su re-encuentro con el mundo con la certeza de ser toda la
realidad, es decir, con la certeza de encontrar un mundo tan racional como ella misma. Esa
racionalidad consiste, como vimos en el ejemplo del silogismo, en cierta relación entre lo
universal y lo individual. Si esos términos te confunden, en vez de hablar de lo universal y lo
individual podemos hablar de la totalidad y las partes. ¿En qué consiste la racionalidad de
un fenómeno como una flor al pasar del capullo a la flor en plena floración? Las diferentes
partes o momentos del fenómeno no son cosas distintas como los planetas en el sistema
solar. Más bien, constituyen una unidad orgánica. Esa unidad es lo que la razón no ha
podido ver debido a que es una razón observante.

La razón observa. ¿Qué puede ser observado? Cosas. La razón aborda el mundo como una
colección de cosas que son inmediatamente o en sí mismas lo que son. Y ése es el problema.
Sólo puede observar partes (o individuos), más no la totalidad (o lo universal). Lo universal
o el principio de unidad lo tiene que postular como una cosa más, como lo interior o una
ley externa, de modo que nunca se encuentra a sí misma porque lo que observa no es más que
un cadáver cuyas partes se relacionan de forma anatómica pero no orgánica.
A lo largo de esta sección de la razón observante hemos visto a la conciencia encontrar formas
cada vez más sofisticadas para dar cuenta de la racionalidad del mundo, lo cual, como dice
Hegel en el texto, corresponde precisamente a la progresión de los primeros tres capítulos del
libro. Como vimos al final del tercer capítulo, la conciencia, agotada en sus intentos, abandona
la dimensión del objeto y pasa a la del sujeto, a la auto-conciencia; pasa de un planteamiento
teórico o uno práctico, como vimos en el cuarto capítulo. Lo mismo pasa ahora. La razón pasa
del mundo de las cosas que abordaba con la observación científica al mundo del sujeto y
sus fines. Pasa de la razón observante a la razón activa, tema del próximo vídeo.
La Razón Activa.

Estamos en el quinto capítulo donde la conciencia ha asumido la postura epistémica de lo que


Hegel llama la razón, o sea, un punto de vista idealista, cosa que vemos reflejada en la certeza
que tiene la conciencia de ser toda la realidad. Como siempre, no basta simplemente tener la
certeza de algo; hay que demostrar su verdad. Si jamás hubiera tratado de demostrar lo que
creía, no habría avanzado más allá del primero capítulo sobre la certeza sensible. Bueno, en la
primera parte de este capítulo, intentó demostrar que en efecto es toda la realidad al buscarse en
ella, en los objetos a su alrededor. La razón observante fracasó en su intento porque la auto-
conciencia no es algo que puede observarse. No es un algo, no es una cosa, sino más bien
una actividad. Al menos nosotros observadores vemos eso claramente. La actividad que hemos
visto a lo largo del camino hasta ahora es aquella que es el motor de la dialéctica, a saber, la
negación. La conciencia es lo que es, no al observar algo, sino al negar y transformar lo
que no es, el otro de la conciencia. En otras palabras, la conciencia no es, sino que se hace,
deviene, se realiza. Esto de hecho es el nombre de la segunda parte de este capítulo: “La
realización efectiva de la autoconciencia racional por sí misma”. Deja el abordaje teórico y
pasivo de la primera parte a volverse ahora activa.

En diferentes momentos a lo largo de esta serie he dicho que la conciencia emprende este
camino para superar la enajenación que siente con su entorno; busca “sentirse en casa” en su
propia experiencia. Mientras preparaba este vídeo, vi el trailer de un documental que se llama
“Human Flow” (Flujo humano), que trata de la experiencia de los 65 millones de refugiados que
hay actualmente en el mundo. En una parte, una mujer dice: “Ser un refugiado es mucho más
que un estatus político. Es la crueldad más profunda que puede hacerse a un ser humano. Uno
forzosamente priva a otro de todo aspecto que haría de la vida humana no sólo tolerable, sino
significativa”. Cuando escuché eso pensé “Wow, esas palabras pudieron haber salido de la boca de
Hegel!” En las primeras páginas de esta sección, Hegel dice: “[L]os hombres más sabios de la
Antigüedad han formulado la máxima de que la sabiduría y la virtud consisten en vivir de acuerdo
con las costumbres de su pueblo”. Cuando Hegel habla de la antigüedad se refiere siempre a Grecia,
y casi siempre a su filósofo de cabecera – Aristóteles. Para Hegel, como para Aristóteles, la vida
humana es en su fondo social; puede llegar a su plenitud sólo en el contexto de un conjunto de
prácticas e instituciones sociales. Este conjunto de costumbres y prácticas Hegel lo llama Sittlichkeit
y se traduce al español como “eticidad”. Es un concepto muy importante al que volveremos con más
detalle al pasar a la dimensión del espíritu.

Si uno está desprovisto de ese entorno social de eticidad, como es el caso de los refugiados,
entonces uno se siente enajenado, no se siente en casa, literalmente.

Hegel, como muchos, veía a la Grecia Antigua como el modelo de armonía entre el
individuo y su entorno. Sin embargo, no somos antiguos, sino modernos. La conciencia no
puede simplemente volver a ese Jardín de Edén o Estado de Naturaleza (como diría Rousseau)
porque a estas alturas de la historia está consciente de su individualidad, de su distinción del
grupo, y pregunta por las costumbres y prácticas de su sociedad, por su origen y justificación ya
que le parecen moralmente arbitrarias. ¿Por qué éstas y no otras? En fin, ésta es la situación en
que se encuentra la conciencia ahora y lo que vemos en esta sección son tres estrategias que
emplea para realizarse, es decir, para forjar esa eticidad que le permite sentirse en casa.
Las tres vías son el placer del hedonista, la ley del corazón del romántico, y la vía de la
virtud.

Como ya habíamos comentado, la razón observante, que vimos en el último vídeo, repasa la
temática de los primeros tres capítulos pero desde una nueva perspectiva, la del idealismo, y lo
mismo pasa con la razón activa; vuelve al tema del cuarto capítulo sobre la autoconciencia y
la famosa dialéctica del amo y el esclavo. Recordemos que la conciencia no es una cosa, sino
una actividad, la de la negación. En el cuarto capítulo, la autoconciencia negaba al otro en el
sentido de destruirlo o rebajarlo para que ella fuera la totalidad. Pero ahora, desde la perspectiva
de la razón y el idealismo, no puede hacer eso porque si ella está convencida de ser toda la
realidad, entonces al destruir una parte de esa realidad, se destruye a sí misma.

Entonces, en su intento de encontrarse en el mundo, deja atrás las cosas del mundo y se
busca en otras autoconciencias. Veamos cómo.

La primera estrategia es la del placer, que trata en la sección que se llama “El placer y la
necesidad”. Hegel toma como modelo de esta configuración de la conciencia al Fausto de
Goethe. Fausto es un hombre racional, un intelectual que se mueve en el mundo de las ideas. En
la obra de Goethe, llega a desilusionarse con ese mundo de serena contemplación de
verdades universales. Anhela que algo le conmueva; anhela sentir intensamente la vida. Para
ello, para sentir su total independencia y autonomía, se deslinda no sólo del orden árido y
necesario de las ideas, sino también del orden de las exigencias y reglas morales de la sociedad.
Para sentirse amo de su propio destino, hace su famoso pacto con el diablo que, a cambio de su
alma, le dota de los poderes necesarios para alcanzar lo que busca.

Conoce a una joven, Gretchen, quien le llama la atención y en seguida la seduce. Para Hegel, la
relación entre Fausto y Gretchen no es la de amo y esclavo. No se trata de quitarse su
libertad física sino sólo su independencia. Busca en ella el reconocimiento de sí mismo, cosa
que el siervo, por su posición, nunca pudo dar al amo. En pocas palabras, Gretchen es para
Fausto un medio para su propia realización, una extensión de sí mismo. Como dice Hegel,
se trata de “llegar a ser consciente de sí […] en la otra autoconciencia o hacer a este otro sí
mismo”.

Fausto le da a Gretchen una poción que hará dormir a su madre para que puedan estar en la
intimidad, pero se pasa con la dosis y le mata. Gretchen es condenada a la muerte, y en un
enfrentamiento con su hermano, Fausto lo mata. Lo que he contado aquí es el comienzo de la
obra y el final trágico. Hay muchos detalles que no tengo tiempo para tratar. El punto para
Hegel es que Fausto buscaba su unión con el mundo no mediante leyes, fueran naturales o
sociales, sino por medio de su propio esfuerzo y voluntad. Quería sentir el placer de ser la
fuente y el autor de los contornos de su experiencia. Sin embargo, ese placer se convirtió en
necesidad, como indica el título de esta sección. ¿En qué sentido?

Por un lado, experimentó las consecuencias de sus actos que no provenían de su voluntad, a
saber, las leyes sociales que de forma brutal e inexorable quitaron la vida de Gretchen. Eso
puso un límite a la empresa de Fausto lo cual expresa el poder real de la universalidad en
su experiencia.

Por otro lado, hay una necesidad de carácter más filosófico. Fausto, o la conciencia, se busca a
sí mismo en un otro, en una autoconciencia independiente. Eso es la fuente de su placer.
Sin embargo, no se ve simplemente a sí misma en el otro sino que encuentra la “unidad de sí
misma y la otra autoconciencia”. El estar consciente del otro destruye su propia sensación de
sí misma como individuo y por tanto su placer. En otras palabras, se ve a sí misma sólo como
un momento en esa unidad, una unidad no individual sino precisamente universal. Hegel ha
llamado esta obra de Goethe la “única tragedia absolutamente filosófica”. ¿Por qué? Pues la
intención de Fausto era pasar de la vida teórica, que consideraba muerta e inútil, a la vida
práctica de placer vital, de conocer los frutos del árbol y a comérselos con todo y su jugo. Su
certeza era que podía realizarse por medio del placer de verse reflejado en un otro, pero la
demostración de esa certeza, o sea, la verdad, era lo contrario. Como dice Hegel, la conciencia
“tomaba la vida, pero con ello abrazó más bien la muerte”.

Esta configuración de la conciencia experimenta la necesidad de lo universal que se impuso


en su experiencia como algo ajeno a sí misma, pero en realidad fue producto de sus propias
acciones, entonces forma parte de su propia esencia, aunque no lo reconoce.

Dialécticamente, la siguiente configuración incorpora esa universalidad en su concepción


de sí misma. Deja el hedonismo de Fausto atrás y se convierte en un moralista sentimental,
un romántico rebelde que quiere cambiar el mundo. Pretende efectuar este cambio con una
ley, una ley no natural ni social, sino de su propio corazón, y así se llama esta sección: la ley del
corazón.

Hegel dice que este corazón enfrenta una realidad que, por un lado, “es una ley que oprime
a la individualidad singular, un orden del mundo violento que contradice a la ley del
corazón”, y por otro lado “una humanidad que padece bajo ese orden y que no sigue la ley
del corazón, sino que se somete a una necesidad extraña”. Ante esta situación de opresión
esta conciencia romántica se indigna y rebela. No es egoísta como Fausto, sino que le motiva,
como dice Hegel, “la seriedad de un fin elevado, que busca su placer en la presentación de
su propia esencia excelente y en el logro del bienestar de la humanidad”.

Todos conocemos personas así, y creo que serías insensible si no reconocieras algo de ti en esta
figura. Aunque no es egoísta, su punto de partida es individualista. La ley que salvará al
mundo es la ley que ella lleva en su corazón. Lo que es bueno para ella es bueno para
todos. El detalle es que la humanidad no comparte necesariamente la visión de nuestro
romántico. ¿Qué pasa si hay otro romántico o rebelde con una visión distinta? Gente de este
tipo tiende a ser intransigentes y fanáticos, su ley se vuelve una abstracción que ama a todos
los hombres en general pero a ninguno en particular. Al encontrar la ley de otros corazones
en oposición a la suya, “Las palpitaciones del corazón por el bienestar de la humanidad se
transforman así en la furia de la infatuación demente”, dice Hegel. Ha querido implementar
una ley universal, pero sólo ha producido “una resistencia universal y una lucha de todos
contra todos, en la que cada cual trata de hacer valer su propia singularidad, aunque sin
lograrlo”. El orden que se da como resultado Hegel lo llama el “curso del mundo”, una
articulación de un conjunto de sentimientos e intereses individuales en pugna.

A Hegel no le extraña nada esto. La propia frase “ley del corazón” es para él una contradicción
en términos ya que los sentimientos del corazón son sumamente individuales y la noción de ley
es universal. Esta configuración de la conciencia quería realizarse al ver su universal reflejado
en el corazón no de otra autoconciencia sino en el de todos. Sin embargo, fue su
individualismo lo que frustró el intento. Su certeza de ser toda realidad no logró
demostrarse como verdad.

La última configuración de la razón activa, la de la virtud, remediará el problema al no sólo


manejar lo universal sino al también suprimir su propia individualidad. Recuerda que el largo
capítulo quinto consta de tres partes. La primera es la razón observante, que es teórica. La
segunda es la razón activa, la cual a su vez cuenta con tres secciones. Estamos pasando ahora
a la tercera sección que se llama “La virtud y el curso del mundo”.
La Razón Virtuosa.

Lo que distingue a esta configuración de la conciencia de las primeras dos es el papel de lo


individual con respecto a lo universal. El hedonista, como individuo, experimentaba lo
universal como algo ajeno que se impuso, como un destino necesario e implacable. El rebelde
romántico incorporaba lo universal dentro de sí en la forma de la ley de su corazón, sin
embargo, por expresarse en la forma de un sentimiento, se encontraba en pugna con la
particularidad sentimental de los demás individuos. Ahora, la conciencia se da cuenta de que el
problema es la individualidad. La conciencia tiene que suprimir su individualidad, sus
intereses propios, por el bien de lo universal. Y no sólo la suya, sino las demás
individualidades que constituyen el “curso del mundo”. El bien o lo universal no se da porque
ha sido cubierto y pervertido por la pugna de intereses individuales. Si todos actuaran de
forma desinteresada y de acuerdo con lo universal, el problema se resolvería. ¿A qué suena eso?
A Kant, desde luego. Su famoso imperativo categórico reza: “Obra sólo según aquella
máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal”. Lo que
leemos en esta sección es una clara crítica a la moral kantiana.

Entonces, para nuestra conciencia kantiana, o lo que Hegel llama el caballero de la virtud, lo
universal o el bien ha sido pervertido por el prejuicio de cada quien. Si pudiera ser purificado de
la idiosincrasia individual, el bien cubierto o implícito podría hacerse explícito. El problema,
como señala Hegel, es que si el caballero de la virtud lucha contra el curso del mundo para
realizar el bien, lo hace inevitablemente desde su propia individualidad, lo cual lo hace
parte del propio problema que está combatiendo. Entonces, para ser consecuente con su punto
de partida, tiene que renunciar a la acción, al menos a la acción directa. Gandhi decía: “Sé el
cambio que quieres ver en el mundo”. Pues si el cambio que el caballero de la virtud quiere ver
es que la gente deje de llevarse por su punto de vista individual, entonces al sacrificarse, al
negar su propia acción, espera que eso sirva de inspiración a los demás, a que hagan lo
mismo.

Sin embargo, se da cuenta de que, si esto es así, entonces el bien se realiza sin la
intermediación de nadie; existe ya en el mundo por cuenta propia. Se da a pesar de la pugna
de intereses, o de hecho, debido precisamente a ella. Haciendo eco de Adam Smith cuando,
hablando de la mano invisible, dice que la preocupación egoísta de cada quien produce
beneficios para la sociedad en general, Hegel afirma que lo universal o el bien no puede
entenderse abstraído de la individualidad o del curso del mundo, sino como función de la
actividad concreta de individuos. Dice que “el movimiento de la individualidad es la realidad
de lo universal”. El universal que el caballero de la virtud pretende realizar es, en cambio,
meramente abstracto. Dice Hegel: “tales esencias y fines ideales se derrumban como palabras
vacías que elevan el corazón y dejan la razón vacía, que son edificantes, pero no edifican nada”.

Como había comentado, Hegel está criticando aquí la moral kantiana.

Contrasta esta concepción abstracta de virtud con la virtud aristotélica del mundo
antiguo. Vivir bien no es una función de seguir reglas universales, sino de un contexto social
concreto en que se lleva a cabo. Este contexto se compone de individuos que actúan en un
entorno socio-cultural de eticidad, una sustancia ética como lo llama Hegel, o Sittlichkeit. Vivir
bien para los antiguos no implicaba un esfuerzo romántico por algún ideal apartado de las
condiciones sociales, sino que, como el pez en el agua, suponía una unidad del ser y del bien.
Esto es lo que mitológicamente se tenía en el Jardín del Edén. Para Hegel, no se trata de volver
a ello, de volver a una sencilla inmediatez de experiencia, como si el hombre pudiera volver a
ser niño, sino de llevar al hombre, a la conciencia, a actualizar esa semilla mitológica en la
realidad concreta.

En los personajes de Fausto, el romántico sentimental, y el Caballero de la Virtud, encontramos


diferentes estrategias que la conciencia empleaba para “encontrarse en el mundo”. En cada una
de estas configuraciones, la conciencia tiene gustos y principios que le rigen la vida, y que si
sólo pudiera lograr que los demás aceptaran su punto de vista, se sentiría en casa, y así
comprobaría la consigna idealista de la razón con la que empezó este capítulo, a saber, de ser
toda la realidad.

El virtuoso, dispuesto a sacrificar su individualidad para que el principio universal se ejerciera


de forma libre y pura y el bien se diera, se fastidiaba al ver a los demás individuos ejerciendo sus
propios principios en una gran pugna de intereses. Lo que aprendió es que, a pesar de ello o
quizá gracias a ello, el bien se dio, que el mundo, esa aglomeración aparentemente caótica, era
más sabia que cualquier individuo. Así que, empieza el último tramo del quinto capítulo con
una nueva perspectiva o mentalidad. Ya no va a tratar de transformar al otro para ver en
ese otro su ley interior, sino que va a actualizar esa ley o universal a través de su propia
actividad individual. Y así pasamos a la sección llamada “La individualidad que es para sí real
en y para sí misma”.
El en-sí, el para-sí y el en-y-para-sí.

¿Te acuerdas de nuestra discusión de esos términos del en-sí, el para-sí y el en- y-para-sí? A
estas alturas del libro, creo que podemos volver a verlos con más provecho, y con ello ubicarnos
en nuestro camino. Hablando de “alturas”, para visualizar el camino trazado hasta ahora, sería
conveniente verlo como el ascenso de una montaña. La conciencia que estamos siguiendo sólo
ve de frente en su ascenso. ¿Qué vería si se voltease a ver lo recorrido hasta ahora?

Lo que vería lo vamos a visualizar en un gráfico que consta de dos variables o factores. Por un
lado, las diferentes formas o configuraciones de la conciencia, cada una de las cuales va a
indicar una ubicación específica en el ascenso. Y por el otro lado, el vínculo de estas
configuraciones con las diferentes fases de la dialéctica. Al comienzo de nuestro análisis,
habíamos comentado que estas fases se conocen popularmente como tesis, antítesis y síntesis.
Sin embargo, los términos que usa Hegel en la Fenomenología son esas del en-sí, el para-sí y
el en-y-para-sí. Si uno asciende una montaña físicamente, sus piernas le llevan y tiene que
ingerir energía para que avancen. Si la asciende conceptualmente, su experiencia le lleva, y el
motor o la energía que necesita para que avance es la dialéctica. El alpinista está tratando de
superar la distancia entre sí mismo y la cima. Lo que nuestro amiga la conciencia está
tratando de superar es el sentirse enajenado de la realidad, de sentirla como un algo ajeno
a sí misma. Esta distancia entre la conciencia y la realidad la vemos en una serie de dualismos a
lo largo del texto: objeto-sujeto, teórico-práctico, universal- individual, entre otros. Cuando la
conciencia toma algo en su experiencia como en- sí, lo está tratando como objeto y con una
postura teórica. Esta postura es lo que normalmente inicia un nuevo giro de la dialéctica y es lo
que popularmente conocemos como “la tesis”. Sin embargo, encuentra que su concepto, su
postura conceptual, no concuerda con su experiencia, entonces cambia de perspectiva. Esta
nueva perspectiva es el para-sí donde lo real o lo verdadero pasa, de ser un objeto que se
entiende teóricamente, a ser una función de un sujeto que lo constituye prácticamente con
su actividad. Esto es lo que conocemos como “la antítesis”. Como final, encontrando
nuevamente una discordancia entre su concepto y la experiencia, toma una nueva
perspectiva que combina las posturas anteriores tanto del objeto como del sujeto. Esto es el
en-y-para-sí, o la síntesis, lo cual, sin embargo, se toma como un algo dado de forma
inmediata, o sea, un nuevo en-sí, con lo cual la dialéctica empieza nuevamente.
Habíamos comentado que esta dialéctica tiene lugar en diferentes escalas, desde breves
subsecciones, a las secciones, a los capítulos mismos y hasta las grandes divisiones del libro. En
nuestro gráfico, vamos a verla en términos de los grandes contornos del libro y vinculado con la
progresión de las diferentes configuraciones de la conciencia

Entonces, volviendo a nuestra metáfora de la montaña, al voltearse, la conciencia vería que


inició como una simple conciencia que entendía lo real y lo verdadero como un algo allá
fuera en el mundo, una cosa o un objeto. Hay tres capítulos que corresponden a esta postura:
La certeza sensible, La percepción, y La fuerza y el entendimiento, los cuales en su conjunto
conforman la primera gran división de la Fenomenología que Hegel llama “Conciencia”. Dado
que se trata de entender lo verdadero como basado en algún objeto externo, toda esta división
corresponde al en-sí. Bueno, la conciencia aprende su lección de esta experiencia y
asciende a una nueva y distinta perspectiva general que es la de la Autoconciencia. En las tres
partes que componen esta división, la conciencia se fija en sí misma como la fuente de lo real
y lo verdadero, y por eso se llama la autoconciencia. Esto corresponde al para-sí que, como
vimos, pone énfasis en el lado del sujeto y su actividad práctica. Aunque el objeto sea
distinto aquí, la dinámica de la dialéctica es la misma, por lo que, como indican los colores de
las líneas, la autoconciencia parte, como partía la conciencia al principio, tomando a su
objeto (o sea, al sí mismo) como algo inmediato y dado y actuaba de acuerdo con esta idea. La
práctica de la autoconciencia consistía en negar el mundo externo y llegó a su extremo en lo que
vimos del estoicismo, el escepticismo y la conciencia infeliz que se encerraba desesperadamente
en sí misma. La postura que hemos venido analizando en los últimos dos vídeos es la de la
razón, la cual toma una perspectiva nueva y afirmativa sobre el mundo en la que objeto y
sujeto (o el en-sí y el para-sí) están unidos.

Recuerda que el concepto de la razón es el del idealismo, es decir, está convencida de ser
toda la realidad. Para mostrar eso, tiene que volver a recorrer las dos posturas anteriores de la
conciencia y la autoconciencia, del en-sí y el para-sí, para llegar, como puedes imaginar, al en-y-
para-sí. Las tres partes de la razón observante corresponden a los tres capítulos de la
división sobre la conciencia porque, si te acuerdas, la razón se busca a sí misma entre el
mundo de los objetos. Y las tres partes de la razón activa que vimos en el último vídeo
corresponden a las tres partes de la división sobre la autoconciencia porque la razón activa
trata de actualizar el universal en el mundo, como producto de su actividad como
individuo o sujeto. La combinación de estas dos perspectivas, la unidad de sujeto y objeto en-y-
para-si es lo que vamos a ver en el vídeo de hoy.

Bueno, pasando al texto entonces, dijimos que vamos a pasar a la sección llamada “La
individualidad que es para sí real en y para sí misma”. Hegel describe esta última
configuración de la razón como una “compenetración del ser-en-sí y el ser-para-sí, de la
universalidad y la individualidad” o del objeto que la razón observante trataba y el sujeto que la
razón activa quería transformar. Siendo ahora la fusión de los dos, deja de dirigirse hacia
fuera, a las cosas y a los otros, y se centra en sí misma, en su propia actividad. Es decir,
para comprobar su creencia de ser toda la realidad, ya no busca la ley o lo universal que caracteriza
esa realidad fuera de sí, sino dentro de su propia actividad. Es al expresarse en su actividad que el
universal se actualizará.

Seguro tu smartphone o algún dispositivo que tengas tiene un asistente personal, llamase Siri,
Alexa o Cortana. Le haces una pregunta y responde. Pues imagínate que el individuo que
estamos observando en la Fenomenología fuera un solo iPhone y que su actividad, su forma de
actuar, fuera Siri respondiendo tus preguntas. Lo universal que actualiza en su actividad sería
simplemente su programación, el código. Esa universalidad que encierra, es decir, la
funcionalidad o capacidad de responder preguntas, está latente o implícita. Se hace explícito o se
actualiza en la actividad de responder preguntas. Y dado que todo iPhone tiene el mismo código,
Siri, si tuviera la creencia de ser toda la realidad y pudiera experimentar el mundo de todos los
demás iPhone, se encontraría en todas partes y se sentiría en casa.

Bueno, es algo parecido con el ser humano, sólo que el universal que encierra no es un código
informático, sino, como dice Hegel, una “capacidad, talento o carácter particular”. Es un
universal porque todo ser humano tiene capacidades y talentos, sólo que se combinan de
forma diferente en cada quien. Cuando uno actualiza la potencialidad que tiene, produce
una obra, como una pintura, un poema, un artículo académico, o incluso un vídeo para
Youtube. Todos hemos tenido esta experiencia de hacer algo bien, de darnos cuenta de un
talento, de hacer algo que nos distingue del flujo normal de las cosas. En esa actividad, no sólo
nos realizamos como individuos, sino que con ello y al mismo tiempo actualizamos ese
universal. Mi actividad como individuo se realiza por medio de una capacidad universal.
Sin embargo, en el momento de compartirlo con el mundo, otros me pueden felicitar, pero
ellos no tendrán la misma experiencia de unión con la realidad que yo. Dice Hegel que para
otros individuos la obra de uno es “una realidad extraña, en lugar de la cual ellos deben
poner la suya propia para que pueda darse por medio de su hacer la conciencia de su
unidad con la realidad efectiva”. De esta manera, cada quien se da cuenta de la parcialidad
de su obra y por tanto del universal que encierra. Sin embargo, considera que a pesar de ello
la actividad que la produjo expresa un universal más amplio, lo que Hegel llama en alemán
die Sache selbst, o la cosa misma. Lo describe como un género universal del cual la
pluralidad de actividades con su obras correspondientes, son como especies. En el campo de
la filosofía, por ejemplo, hay muchos autores, propuestas y libros, todos esforzándose para
expresar esa cosa misma, el alma o espíritu de la filosofía. Si espera que Hegel proceda a
describir un ambiente de colaboración y búsqueda desinteresada por esa cosa misma, pues no.
Lo que describe, aunque sea con su ya acostumbrada prosa pesada, es bastante chistoso, una
sátira del mundo académico.

La sección que estamos considerando se llama “El reino animal espiritual y el engaño, o la
cosa misma”. La primera parte del título se traduce “Das geistige Tierreich und der Betrug”.
Tierreich es, literalmente, reino animal, en el sentido biológico, pero eso no es el sentido que
Hegel expresa aquí. La palabra Tiergarten significa zoológico, una ordenada exposición de
animales para el público. Sin embargo, más que un zoológico, el escenario que Hegel describe
se parece más a un circo, o Tierschau en el alemán, literalmente un show de animales, expuestos
no para la serena contemplación ni para el estudio, sino como espectáculo. Pero lo que se
expone en esta sección del texto no son animales, sino formas del espíritu (por eso la palabra
geistige), formas que se hacen pasar por las formas profundas y serias del espíritu humano
pero que no son más que sombras engañosas cuya finalidad es llamar la atención a sí mismas,
como la gente que trabaja en un circo o feria de pueblo que gritan algún rollo para que pases a
jugar o gastar dinero en su puesto. Charlatanes del intelecto, pues.

Dice Hegel: “Una individualidad se dispone, pues, a llevar a cabo algo”. En nuestro ejemplo del
mundo académico de la filosofía podría ser, dar una ponencia sobre metafísica, por ejemplo. Ése
sería el tema o “la cosa misma”. Hay académicos que acuden a la plática porque ellos también
están interesados en “la cosa misma”. En la ronda de preguntas, señala uno de ellos que esta
cosa ya ha sido llevada a cabo por él y que con todo gusto brinda y presta su ayuda para que
todos estén en la misma página, por así decirlo. Dice Hegel que “su apresurarse para ayudar no
era más [que un deseo de] ver y mostrar su hacer, y no la cosa misma”. Éste es el engaño que se
menciona en el título. Hegel dice que “acuden volando como las moscas a la leche que se acaba
de poner sobre la mesa”, no con el afán de aportar sino de lucirse. Anda cada profe como
monarca en su propio reino de ideas, fingiendo interés en los proyectos de otros pero sólo como
pretexto para hacer que el otro se interese en su propio proyecto. Así son pues los congresos de
filosofía, una sórdida exposición en la que los animales académicos rondan por las salas y los
pasillos posando en sus jaulas espirituales para atraer la mirada.

Dejando nuestro ejemplo y volviendo a la conciencia, ve que este egoísmo de la razón sólo lo
aparta de lo universal, de la cosa misma, por lo que, para superar esta dificultad, toma su
actividad individual y sus proyectos personales como momentos de una empresa más
amplia. Pasa de ver su actividad como una expresión de su individualidad a verla en términos
morales, es decir, que la cosa misma no es asunto de un solo individuo sino de la actividad
“de todos y de cada uno”. En la siguiente sección “La razón legisladora”, la conciencia
reconoce esto de forma explícita.

Aquí, el universal, o la cosa misma de la sección anterior, se entiende en términos de ley, una
ley que rige no objetos físicos, sino, dado que estamos hablando de la actividad de individuos, la
conducta humana. ¿Cómo llega un individuo a conocer estas leyes universales? Hegel dice
que “la razón sana sabe de un modo inmediato lo que es justo y bueno”, por ejemplo, “Cada cual
debe decir la verdad” y “Ama a tu prójimo como a ti mismo”. Todos intuyen estas leyes y al
simplemente enunciarlas la razón es legisladora. Sin embargo, las leyes son formales y los
individuos y los contextos a que se aplican son muy variados. Por ejemplo, ¿amo a mi
prójimo si me pide dinero para drogas y se lo doy? No. Saber cómo actuar bien no puede
reducirse al manejo de unas cuantas reglas generales.

Creo que en el último vídeo hablamos de la eticidad, esa sustancia ética en la que vivían y actuaban
los antiguos griegos. En la dimensión del espíritu, a la que estamos por pasar, Hegel volverá a ella
pero con un planteamiento enriquecido por las lecciones de la conciencia en su travesía por el actuar
individualista. Pero hay una última sección antes de llegar a ello - “La razón que examina leyes”.
Lo que se discute aquí es una respuesta al problema de la razón legisladora que acabamos de
ver. En vez de depender de una ley formal, viendo si permite la acción de uno, un individuo
puede aplicar a su acción un examen o prueba para ver si se justifica éticamente. A lo mejor
suena familiar esto. No es otro que el imperativo categórico de Kant, lo cual reza: “Obra como si la
máxima de tu acción pudiera convertirse por tu voluntad en una ley universal”. Para Hegel la moral
kantiana es un formalismo vacío que fracasa en su intento de determinar el contenido concreto
de la moral. Hegel usa el ejemplo de la propiedad. Dice: “¿Debe ser una ley absoluta que exista
propiedad?” Si esto fuera tu máxima, Kant diría que no hay problema porque al universalizarse no
se contradice, es decir, su universalización no impide el tener propiedad. Hegel responde que hay
otras máximas al respecto que tampoco se contradicen pero que sin embargo llegan a una conclusión
diferente. Por ejemplo, la no-propiedad, la ausencia de propietario de las cosas o la comunidad de
bienes. Por cierto, no dudo que Marx haya leído este ejemplo de la propiedad con mucha atención. El
punto es que los principios de que “todos deberían tener propiedad” y que “nadie debería tener
propiedad” (la idea del comunismo) superan la prueba kantiana de la razón, sin embargo,
dicen dos cosas distintas. ¿Cuál hay que escoger? Resulta que la razón pura no nos puede decir.

A lo largo de la Fenomenología, hemos visto la dialéctica entre el individuo y el universal. En este


largo capítulo quinto, la conciencia, convencida de su unidad con lo real y por tanto con lo universal,
buscaba evidencia del mismo a través de varias actividades – primero una actividad teórica, la
observación, y luego una actividad práctica, la de realizar lo universal en el corazón de otros, y como
final, realizando lo universal en su propia actividad al desarrollar sus talentos. Tras el fracaso de
todos estos intentos, ha llegado a la conclusión de que un universal de verdad que valiera para
todos tendría que ser uno no que el individuo actualice, sino que se actualice a sí mismo. El
universal que hasta ahora la razón ha tenido como objeto se transforma, y con ello con el cual, en el
próximo vídeo, empezamos el último tramo de la Fenomenología.
El Espíritu.

Hoy empezamos el capítulo VI sobre el espíritu, y si lo pensamos un momento, este libro de


Hegel se llama La fenomenología del espíritu, no de la conciencia, ni la autoconciencia, ni
de la razón, sino del espíritu. Entonces, ¿con este capítulo empezamos apenas a ver el tema
que el título señala? No. El espíritu ha sido el tema desde el primer capítulo, sólo que lo
hemos visto en diferentes estados de desarrollo. Ahora, el estado o perspectiva de la razón
pasa a la perspectiva más amplia del espíritu. ¿Cuál es la diferencia? Pues el tema en cuestión
en esta transición de la razón al espíritu es la ética. ¿Por qué? Porque la conciencia está
tratando de superar su sensación de enajenación, de sentirse en conflicto con el mundo de su
experiencia. Esas experiencias de choque y conflicto son lo que hace que la dialéctica se gire,
subsanando un conflicto determinado al transformarlo en una síntesis o perspectiva más amplia.
En su avance en el camino, la conciencia va habitando más aspectos de su experiencia,
sintiéndose así cada vez más en casa.

Avanzó un buen tramo cuando pasó a la perspectiva de la razón, la cual parte de la idea de ser
toda la realidad. Si realmente puede realizar o actualizar esta postura idealista, entonces habrá
superado su enajenación. ¿Pero cómo actualizarlo? Aquí es donde volvemos a la cuestión de la
ética. Si los fines y principios que guían tu conducta en la sociedad chocan con los de los
demás, no vas a sentirte en casa, no vas a verte reflejado en la realidad que te rodea. Una
ley ética que pudiera normar la conducta de todos, tendría el efecto de realizar y demostrar la
unidad que la razón postula.

Las últimas dos secciones del capítulo sobre la razón planteaban una manera de llegar a esa ética,
una ética que reconocimos como la de Kant. ¿Cómo se realiza? Los principios y criterios se
determinan no por voto, ni por imposición, sino de forma racional, o sea, cada quien usando su razón
para probar principios para ver si son universalizables. En el último vídeo discutimos la crítica de
Hegel a esta moral kantiana, a saber, que es demasiado formal y que no da criterios lo
suficientemente precisos para tomar decisiones morales particulares. Con Kant, parece imposible
pasar de las alturas de la abstracción a las situaciones concretas.

Y es más, todo intento hasta ahora de dar cuenta de las relaciones sociales, de la relación con el otro,
sea el intento del amo, del estoico, el escéptico, la conciencia infeliz, el hedonista, el héroe
romántico, el virtuoso, hasta Kant mismo, se ha hecho partiendo del individuo. Y no cualquier
individuo como tú o yo, con nombre y de carne y hueso, sino un individuo abstracto, aislado, un
átomo considerado al margen de cualquier comunidad concreta. Semejantes individuos
atómicos son abstracciones que presuponen un entorno social histórico y concreto del que fueron
abstraídos. Entonces, son dos las cosas que caracterizan esta transición. Primero, para dar cuenta de
la postura idealista que se introdujo en el capítulo sobre la razón, hay que partir no del individuo
abstracto sino del tejido social concreto en el que individuos aparecen y realmente viven. Y dos,
esto implica que la conciencia o individuo que estamos observando fenomenológicamente se
desenvuelva en un contexto histórico efectivo, no sólo es lógicamente posible.

Otra forma de resaltar lo novedoso de este dimensión del espíritu es compararla con lo que ha
venido antes. En los primeros tres capítulos, la conciencia consideraba que la verdad o lo
absoluto era una cosa allá fuera. En el cuarto capítulo sobre la autoconciencia,
consideraba que la verdad era sí misma, el yo. En el capítulo sobre la razón, es la unidad
del yo y las cosas. Ahora en la dimensión del espíritu la verdad es un mundo, no un mundo
físico de cosas sino un mundo social y histórico.

Bueno, este sexto capítulo también es muy largo, pero en cierto sentido es más fácil de leer y
entender debido a que hace referencia a sucesos y épocas históricas. Se inicia en Grecia
Antigua con un análisis del importantísimo término “Sittlichkeit” que básicamente describe el
entorno social de esa época y luego una lectura del drama Antígona de Sófocles lo cual
ejemplifica el desmoronamiento de ese tejido social.

De ahí pasa al individuo y la sociedad en el mundo romano, luego al entorno medieval, el


choque entre la religión y la cultura de la Ilustración, la revolución francesa y el Reino del
Terror, y finalmente a la moral kantiana. No vamos a hablar de todos esos temas, pero sí del
primero sobre Grecia Antigua, porque ahí encontramos la clave de esa unidad que la conciencia
busca actualizar y que veremos en su plenitud al final de la Fenomenología.

Empecemos preguntándonos por aquello que une a los individuos en la sociedad, lo que
podríamos llamar el pegamento social. ¿En qué consiste? En el caso de la familia, ese
pegamento es el amor, el afecto natural de los padres por los hijos y vice versa. Pero ¿qué es lo
que une a ese padre con el padre de otra familia que vive en otra colonia de la ciudad? El
filósofo inglés Tomás Hobbes propuso, famosamente, un contrato social. Para resolver los
conflictos y choques de los individuos en lo que llamaba el Estado de Naturaleza, evitando así
que la vida fuera solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve, los individuos se juntan y
acuerdan depositar sus derechos en una sola persona, el soberano, quien establece las leyes de
convivencia. Las famosas teorías del contrato social son variantes de esta idea.

Sin embargo, esos individuos hobbesianos y el estado de naturaleza en que viven son
abstracciones. La posibilidad de juntarse y discutir presupone un entorno social previo, un
lenguaje, prácticas y valores. La idea de un individuo atómico abstraído de todo contexto social
de prácticas no tiene sentido. El pegamento, por así decirlo, que permite que me relacione
con mi vecino en otra colonia de la ciudad no son principios o leyes, sino un trasfondo de
costumbre, prácticas y tradición. En otras palabras, es como si para platicar con él me hiciera
falta una organización oficial como la Real Academia Española para establecer primero reglas
lingüísticas. No, lo que viene primero es la práctica y posteriormente su estructuración y la
comprensión teórica.

Hegel dice: “Los hombres más sabios de la Antigüedad han formulado la máxima de que la
sabiduría y la virtud consisten en vivir de acuerdo con las costumbres de su pueblo”.
Obviamente, el más sabio de esos hombres era Aristóteles. En su Ética Nicómaco, dice lo que
hemos venido diciendo, que uno aprende a conducirse en la vida y vivir bien no consultando
principios abstractos, sino al encontrarse empapado de las costumbres y prácticas de su
cultura y ejerciéndolas hasta que se vuelvan su segunda naturaleza.

Este entramado de instituciones, tradiciones, prácticas y costumbres sociales es aquello a lo que


se refiere Hegel con el término Sittlichkeit. Viene de la palabra “Sitt” que significa costumbre.
En griego, Sittlichkeit se expresa con la palabra “ethos” y en español “eticidad”. A veces, se
refiere a este entorno en que vivían los antiguos griegos como una sustancia, la “sustancia
ética”, parecida al agua en que nada el pez. El pez no aprende teóricamente cómo nadar, sino
que simplemente nada. Así es la estrecha unidad entre el individuo y su entorno. Con todo
esto, podemos entender porque Hegel rechaza la moral kantiana. Los individuos griegos no
eran kantianos que andaban consultando su razón para determinar las reglas de su conducta.
Más que kantianos eran aristotélicos, apropiadamente, por las razones que hemos visto.

Bueno, ahí en esa sección donde habla de los hombres más sabios de la Antigüedad, unas líneas
después dice, sin embargo, que “La razón tiene necesariamente que salir fuera de esta felicidad”.
¿Por qué? Si hubo una época histórica en la que esta unidad se logró, ¿por qué se perdió? Ayuda
ver a Grecia Antigua como el Jardín del Edén. En el jardín hubo unidad y perfecta armonía,
nada de enajenación, y luego el pecado, la salida del jardín, y el largo camino donde la
humanidad trata de recuperar esa condición inicial. Ése es el sentido de la palabra “religión”,
re-ligarse con el fundamento. Si la humanidad pudiera re-ligarse con esa condición de unidad,
realizarla o actualizarla históricamente, el tipo de hombre al final de ese camino sería
cualitativamente distinto de Adán en el jardín. Adán era como un niño, feliz sin duda, pero no
plenamente humano. En términos hegelianos, sea Adán en el jardín o el hombre en la
Antigüedad, su experiencia se caracterizaba por la inmediatez; la sustancia ética en la que
se movía como el pez en el agua era simplemente dado y su vida en ella se percibía como
simplemente natural.

Obviamente, estaba consciente de sí mismo como individuo, pero no de sí mismo como


absoluto. Para ver por qué hace falta eso, volvamos al prólogo y su importante comentario de
que “todo depende de que lo verdadero se aprehenda y se exprese no como sustancia, sino
también, y en la misma medida, como sujeto”. Al hablar del Sittlichkeit hemos estado
hablando de esa sustancia, la sustancia ética, pero eso es sólo un lado de la moneda. El otro es el
sujeto. En el siguiente párrafo dice: “La sustancia viviente es, además, el ser que es en verdad
sujeto […] pero sólo en cuanto es el movimiento del ponerse a sí misma o la mediación de su
devenir otro consigo misma […] lo verdadero es solamente esta igualdad que se restaura o la
reflexión en el ser-otro en sí mismo, y no una unidad originaria o inmediata en cuanto tal”. El
destino de este largo camino de la conciencia no es el Jardín del Edén, es decir, una unidad
originaria, sino ese ser-otro reflejado en el sí mismo del sujeto. La naturaleza humana que en
el bebé es sólo potencialidad se actualiza con el tiempo teniendo como producto o resultado el
adulto maduro. Esto tiene lugar a través de procesos naturales dirigidos por la genética. Vemos
la misma dinámica con el espíritu. Yace como una potencialidad en el Sittlichkeit y se actualiza
mediante la dialéctica, la cual no tiene que ver con genes, sino con el sujeto escindiéndose de lo
inmediatamente dado, convirtiéndolo así en un objeto con el que se relaciona de forma mediata.
Éste es el poder de la negatividad y está a la base de su dialéctica.

Volviendo a la metáfora del Jardín del Edén, cuando Adan y Eva comieron la manzana, su
mundo se escindió y cobraron conciencia del bien y del mal. El fruto que come el individuo en
la simple sociedad originaria viene no del Árbol del Conocimiento del Bien y el Mal, sino del
Árbol de la Autoconciencia. Al cobrar autoconciencia, de repente encuentra su entorno
como algo distinto y ajeno, incluso como algo en su contra. Se encuentra así enajenado, y
con ese empujón Hegel dice que “será enviado, así, por su espíritu al mundo a la búsqueda de su
felicidad”. Pero primero veamos qué es lo que provoca esa enajenación. Hegel lo ilustra con
el drama que se expone en la famosa obra Antígona de Sófocles.

Tiene lugar en la ciudad griega de Tebas donde hay una guerra civil. Eteocles lidera una de las
facciones y su hermano Polinices la otra. Los dos mueren en el combate y su tío Creonte asume
el control del Estado. Creonte decreta que Eteocles sea enterrado con honores, pero que
Polinices no, que su cuerpo permanezca donde está para que los buitres lo coman. La hermana
de Polinices, Antígona, no puede dejar su hermano así. En contra del decreto, lo entierra.
Creonte se entera de lo que había hecho y ordena que Antígona sea encerrada en una cueva.
Posteriormente, cambió de opinión y decidió liberarla, pero era demasiado tarde. Antígona se
había ahorcado. Su novio, Hermón, hijo de Creonte, encontró el cadáver lo cual le llevó a
suicidarse, como luego hizo Eurídice, la esposa de Creonte.

Algunos interpretan esta obra como un choque entre el individuo y el Estado pero para Hegel
es el choque entre dos esferas: la ley humana y la ley divina. La ley humana se da a nivel
del Estado y se caracteriza por la conciencia y la figura del hombre. La ley divina
corresponde a la familia, cuyos deberes no son públicos sino inconscientes y se asocia con
la figura de la mujer. Lo social y público por un lado, y lo familiar, íntimo y privado por el
otro. Las relaciones que definen el seno familiar son naturales mientras que las del cuerpo socio-
político son más impersonales.

Debo señalar que el Estado al que Hegel hace referencia no es como el Estado grande que
conocemos hoy en día, ni tampoco la ciudad-estado de la polis ateniense que asociamos con la
Grecia Antigua, sino un grupo social de carácter más tribal. Si te tocó vivir y crecer en un
pueblo chiquito donde cada quien conoce a todos los demás, tendrás una idea de ese pegamento
social, el Sittlichkeit, que une a los ciudadanos. Muchos han comentado que la familia es el
modelo de los grupos políticos más amplios. El padre es como el soberano o el jefe y los
ciudadanos como los niños. Más que otras formas de asociación política, las sociedades tribales
son como una extensión de la familia y, debido a ello, los intereses de la familia y los del tribu
son casi iguales. Pero no del todo. El inevitable crecimiento de la sociedad y su concomitante
complejidad proporciona oportunidades de choque, como vemos en esta obra de Sófocles.

Lo que vemos a lo largo de este capítulo sobre el espíritu son las consecuencias de este choque.
Por un lado, el desarrollo de la individualidad y las nociones de libertad y autonomía, pero
por el otro lado sus consecuencias negativas, la sensación de enajenación y aislamiento y el
intento de recuperar una armonía con el grupo social.

De la Grecia Antigua, el texto pasa al mundo romano, un mundo mucho más amplio
geográfica y culturalmente. Aquí, el pegamento social es netamente legalista y los
individuos se tratan de forma abstracta y homogénea.

Saltando a la época moderna, la conciencia, en su intento de identificarse con el mundo social, a


diferencia del natural, lo hace por medio de prácticas culturales. El problema es que esas
prácticas, sean económicas o políticas, o sea, la búsqueda de la riqueza o del poder, pueden tener
consecuencias tanto buenas como malas. La dificultad en determinar lo bueno y lo malo conduce a
una especie de nihilismo en el que se cuestiona todo valor. Hegel usa el cuento de Diderot – El
sobrino de Rameau – para ilustrar esto. Rechazando el entorno corrupto del mundo social, la
conciencia pasa a la fe religiosa pero al mismo tiempo se presenta la posibilidad de guiarse por
los ideales del pensamiento racional. Aquí tenemos el choque entre la religión y la Ilustración,
entre fe y racionalidad. Éste ve a aquél como supersticioso, y el creyente al científico como
nihilista y reduccionista. Suena familiar ¿no? Se podría decir que el tema básico de este capítulo
es la libertad y autonomía del individuo, pero esto llega a tomar un forma escalofriante en el
Terror de la Revolución Francesa que a continuación Hegel analiza. El capítulo termina con el
espíritu habiéndose desarrollado hasta el punto de la autonomía moral del individuo tal como lo
plantea Kant, lo cual, tras la crítica que Hegel le hace, se convierte en un alma bella impotente y
efímero.

Bueno, éste es un resumen muy somero del contenido de este capítulo, cuyo detalles no vamos a
tratar ya que implicaría 3 ó 4 vídeos más y, como tú, ¡ya estoy hasta acá con Hegel! En todo
caso, con la atención que prestamos a la noción de Sittlichkeit, el drama de Antígona, y la
relación individuo-sociedad, tendrás los elementos para entender la mayoría de las vueltas de la
dialéctica en este largo capítulo.
En el próximo (y espero último) vídeo de este serie, veremos el paso a la religión y luego a
saber filosófico y absoluto, el fin del camino de la conciencia.
El Absoluto.

Pasamos ahora al séptimo y penúltimo capítulo de la Fenomenología el cual versa sobre la


religión. ¿Por qué le interesa a Hegel la manifestación religiosa del espíritu? Para ver por qué,
tenemos que ver un poco más de cerca lo que sólo toqué de pasada en el último vídeo, a saber, el
enfrentamiento entre la religión y la Ilustración.

El racionalista ilustrado trata el fenómeno de la fe con desdén, viéndola, dice Hegel, como
“una trama de supersticiones, prejuicios y errores [que provienen] del engaño de un
sacerdocio”. El hombre ilustrado, dice Hegel, desea liberar las masas engañadas y lo hace
derrumbando con facilidad los ilusorios ídolos de la fe. En el texto, la dialéctica se resuelve a
favor de la razón ilustrada, que pasa luego a la revolución francesa y como final a la
autonomía racional del sujeto kantiano. A fin de cuentas, para Hegel, la razón, más que la fe,
es la mejor forma de encontrar satisfacción en el mundo, de superar la enajenación. Sin
embargo, la forma en que la Ilustración lo hizo fue sesgada y superficial. Al tratar la fe
religiosa en términos simplistas, llegó a constituir posiblemente una nueva forma de
irracionalismo. Desde el punto de vista de la fe, el racionalismo también es superficial si
sólo ve cosas físicas que pueden medirse, como hacía precisamente la Razón Observante
que vimos hace tiempo. Semejante razón se vuelve reduccionista e instrumental, como tiempo
después dirían los filósofos de la Escuela de Frankfurt. De hecho, La dialéctica de la
Ilustración de Adorno y Horkheimer argumenta que la Ilustración, habiendo vencido la
dimensión mítica de sociedades anteriores primitivas, vuelve necesariamente a caer en lo mítico
o irracional al basarse sobre una razón escindida de la vida práctica y regida por una moral
formalizada. Antes de pasar a su análisis del terror de la revolución francesa, Hegel dice: “Se
pondrá de manifiesto, sin embargo, en la Ilustración si puede mantenerse en su satisfacción;
aquel anhelo del espíritu oscuro que deplora la pérdida de su mundo espiritual acecha al fondo”.
Volvemos al fenómeno de la religión en el séptimo capítulo porque, como nos dejan ver Adorno
y Horkheimer, la Ilustración no forjó un camino a la libertad y la autonomía, sino al
totalitarismo y el fascismo. Hace falta volver a la dicotomía entre fe y razón, no para atinar
con el argumento contundente que la dejará atrás, sino para eliminar esta noción de
dicotomía, para eliminar la idea de la fe religiosa como opuesta a los fines de la razón y
verla más bien como expresando, de otra forma, las mismas conclusiones que la razón. Hegel
hace esto al ver el desarrollo de la religión de una expresión natural a una artística, y a
una finalmente basada en la revelación.

En las religiones de la naturaleza, el entorno natural está divinizado. Como hemos visto en
muchos momentos donde tenemos el inicio de una nueva dialéctica, lo absoluto o lo divino se
identifica con algo externo e inmediatamente dado. En el caso de las religiones de la
naturaleza, la luz es paradigmática, es omnipresente y penetra todo. Sin embargo, carece de una
determinación concreta, por lo que la conciencia religiosa luego identifica lo divino en las
formas del mundo natural como son las plantas y los animales. Al desarrollarse los humanos en
grupos cada vez mayores, su entorno deja de definirse por lo natural, a encontrarse constituido por lo
humano, por la ciudad, en una palabra – la polis. En vez de encarnarse lo divino en lo natural, se
manifiesta en la dimensión socio-política, cuyo elemento básico es el ser humano. Entonces lo
divino pasa de lo objetivo o sustancial a lo subjetivo o, en la terminología de Hegel, de lo en-sí
al para-sí.

Esta nueva forma de religión es la religión en la forma del arte. Artistas humanos crean estatuas de
las divinidades que, al compartir la forma humana, se vuelve más accesible y patente a la
experiencia humana. Pero lo humano es más que una mera forma física. El hombre habla, por lo
que los artistas empezaron a hacer a las divinidades hablar al crear himnos. Combinando las estatuas
y los himnos, emerge el fenómeno de los cultos y la creación artística de templos en los que tienen
lugar sus ritos. Lo divino ha pasado de ser una presencia muda en el mundo, a cobrar las
características de los seres humanos. Esto se profundiza en lo que Hegel analiza sobre el arte
literario de las épicas, las tragedias y las comedias.

Sin embargo, como hemos visto una y otra vez, la verdad consiste no en ninguno de los dos
lados, ni en lo objetivo ni en los subjetivo, sino en la síntesis de los dos. El problema con la
religión en forma artística es que lo divino se vuelve demasiado humano, de modo que lo
que no sea humano se convierte en algo distante, abstracto y ajeno a la experiencia
humana. Dice Hegel: “Las estatuas son ahora cadáveres cuya alma vivificadora se ha
esfumado, así como los himnos son palabras de las que ha huido la fe; las mesas de los dioses se
han quedado sin comida y sin bebida espirituales y sus juegos y sus fiestas no infunden de
nuevo a la conciencia la gozosa unidad de ellas con la esencia”.
La solución o síntesis se da en la religión revelada, en la encarnación histórica de lo divino
o universal en un individuo concreto, a saber, Jesucristo. Esta evolución de la conciencia
religiosa es necesaria ya que, si no se diera, lo divino sería trascendente, apartado del ser
humano, y por tanto no sería absoluto. La encarnación resuelve este problema pero sólo hasta
cierto punto, pues aun cuando lo divino o universal está realmente unido con lo individual
en ese individuo concreto, Jesucristo, no está presente en todos los demás. Para que el caso
de Jesús se aplique a todos, esa encarnación particular tiene que sacrificarse y resucitar
para que la comunidad vea que lo divino no está sólo ahí en esa persona sino que está
presente en todos. Realizado esto, lo divino se concibe no como Dios, ni como Jesús, sino
como el Espíritu Santo.

Lo que distingue a la religión revelada del cristianismo de las versiones naturales o artísticas de
los griegos estriba en que en el cristianismo Dios cobra auto- conciencia. En la religión
natural, lo divino es lo absoluto como objeto en-sí. En la artística, lo divino es para-sí, o
para la conciencia, en tanto que cobre realidad a través de sus productos y prácticas. Pero
en la religión revelada, la conciencia, o sea, la conciencia en tanto aborda su experiencia con la
perspectiva del espíritu, toma lo divino como la esencia de su propio ser. Lo divino, como
objeto o principio abstracto - el en-sí, vive en mí - el para-sí, por lo que, en su unión,
tenemos el en-y-para-sí. En términos religiosos, en la encarnación y la resurrección del
cristianismo, Dios, a través de la conciencia humana, cobra conciencia de sí mismo, se
vuelve auto-consciente.

Podemos ver en esta dinámica la dialéctica mediadora que hemos visto una y otra vez en la
Fenomenología, o sea, la forma en que las oposiciones de sujeto y objeto, de apariencia y esencia y
demás se han ido superando a lo largo del texto, hasta llegar aquí a la auto-conciencia de la
totalidad, es decir, lo absoluto consciente de sí mismo en y a través de los individuos. En otras
palabras, lo absoluto es un movimiento que consiste en devenirse otro de sí mismo y de
reconocerse en ese otro en que deviene. Esto es el movimiento dialéctico de tesis-antítesis-síntesis
ya a muy gran escala, y es esta dinámica lo que está implícito en la noción de la trinidad en el
cristianismo. El problema para Hegel es que la unión ahí de lo divino y lo humano, de lo
universal y lo individual, es sólo implícita. La conciencia no realiza la plenitud de lo absoluto en sí
misma debido a que el modo en que lo divino se aprehende es a través de lo que Hegel llama
Vorstellungen, es decir, representaciones o imágenes. El verbo “vorstellen” significa literalmente
“poner delante de”.

Imágenes como “Dios”, “Hijo”, la “caída” y demás elementos de la religión revelada se ponen delante
de la conciencia y por ello son algo distinto a ella. Se tratan de una forma representativa, por lo que
el punto de vista de la fe tiende a tomarlos de manera literal, lo cual introduce problemas y
dificultades que son fácilmente criticados por la razón ilustrada. Pero en este capítulo sobre la
religión, Hegel va más allá de esas críticas superficiales de la Ilustración. La trinidad cristiana
expresa una forma de entender la creación en la que Dios no es distinto de su creación, sino que se
encarna en ella, muy parecido a la manera en que, filosóficamente, Hegel entiende la manera en que
la realidad no es una sustancia objetiva allá fuera sino que también es sujeto, es decir, que es
racional.

El punto de Hegel es que las imágenes que la religión presenta ante la conciencia, imágenes
como la trinidad y la caída, son modos representativos o metafóricos de expresar lo que
filosóficamente son la dialéctica y la enajenación. Y ésta es la diferencia entre la fe y la razón,
entre la religión y la filosofía, a saber, el modo de demostrar la verdad de ser toda la realidad, lo
cual si te acuerdas, era la consiga de la razón. La conciencia religiosa expresa esa verdad de
forma representativa o pictórica, y la conciencia filosófica lo hace de forma netamente
conceptual. ¿Cuál es la diferencia? Los términos que Hegel emplea son muy ilustrativos. Como
comentamos, el pensar pictórico maneja Vorstellungen que significa “algo puesto delante de”. El
pensar filosófico o conceptual maneja Begriffe, es decir, conceptos. El verbo es begreifen, cuya
raíz significa literalmente agarrar o captar. Es este último lo que logra en última instancia
expresar la unión o identidad entre el en-sí y el para-sí, entre el objeto y el sujeto. ¿Te
acuerdas hace mucho tiempo cuando comentamos la idea aristotélica que inspiró a Hegel, eso de
que somos lo que conocemos? Al conocer algo, lo que somos de ese algo es la forma que
compartimos en común, la cual es racional y que para Hegel es el concepto. La religión cristiana
se acerca mucho a la verdad, sólo que de su forma representativa hay que depurar su contenido
racional. Esto es lo que hace el pensar netamente filosófico, y es lo que da paso al último
capítulo sobre el saber absoluto.
El Saber Absoluto.

En el Prólogo, Hegel caracteriza la meta de su libro como el de transitar de la filosofía a la


ciencia, o sea, del amor por el saber a un saber efectivamente real. En este último capítulo de
escasas once cuartillas, esta meta se realiza. La primera cosa que hay que tener en cuenta es que
el saber absoluto no significa que uno sabe toda la realidad hasta su más minucioso detalle.
Si se tratara de conocer hechos particulares, la conciencia no hubiera avanzado más allá de la
certeza sensible del primer capítulo. Para dar cuenta de su experiencia, para que tenga sentido, la
inmediatez de la sensación tiene que dar paso a la actividad mediadora del entendimiento lo cual
plantea conceptos que relacionan esos datos sensoriales para que la experiencia sea inteligible.

Pues hasta ahora tenemos a Kant - la Sensibilidad y el Entendimiento. Pero Hegel va más allá de
Kant. Para Hegel, el pensamiento consta de tres aspectos, uno abstracto, otro dialéctico, y
como final uno especulativo. Llama el trabajo del entendimiento el lado abstracto del
pensamiento. En este nivel, los conceptos que genera se consideran como discretos y auto-
suficientes, correspondientes a clases naturales en la realidad. Sin embargo, para Hegel, un
concepto determinado no es más que una abstracción que se hace a partir de un trasfondo
más complejo, el trasfondo de la propia realidad en su totalidad. Hay que ir más allá del
entendimiento, a la razón, la cual consta de dos momentos. El primero es un momento negativo
que llama dialéctico. Cuando un concepto dado no logra dar cuenta de la experiencia, otro
concepto opuesto al primero se genera dialécticamente, lo cual da cuenta de otro aspecto de la
experiencia. Si se quedara en este nivel de pensamiento, la conciencia estaría plagado de una
serie de contradicciones que inducirían el escepticismo con respecto a la posibilidad de conocer
el mundo. Este fue el miedo de Kant, por lo que negaba a la razón un papel determinativo en la
constitución del conocimiento. Hegel evita el escepticismo al pasar al último nivel del
pensamiento, el empleo de la razón en su sentido positivo o especulativo, cómo lo llama.
Consiste en tejer la serie de conceptos abstraídos por el entendimiento en una red
interconectada cada vez más abarcadora. La razón en este sentido “aprehende la unidad de
las determinaciones en su oposición”. El pensamiento, o razonamiento más bien, es el
desarrollo dialéctico de la interrelación de la totalidad de conceptos que el entendimiento
abstrae, lo cual conduce a una unidad racional, necesaria y coherente. Este proceso es lo que
hemos observado a lo largo de la Fenomenología. Lo que la conciencia sabe ahora no son
hechos particulares, sino la interconexión de todas las formas del pensamiento en su
totalidad. Cada concepto que la conciencia manejaba en un momento determinado de su viaje
era un concepto parcial que implicaba el concepto mayor del que era parte. El conjunto de
todos estos conceptos parciales es un agregado orgánico, la totalidad, cuyo concepto, que
ahora la conciencia maneja, es panóptico o absoluto, ya no parcial. Este concepto es el
movimiento dialéctico de las categorías de lo universal y lo individual, su interpenetración, que
hemos visto en diferentes niveles y contextos a lo largo de la Fenomenología.

Lo importante en todo esto es que este concepto, que es el alma del mundo, tiene la misma
estructura que la autoconciencia humana. De modo que, al conocer la realidad, la
conciencia no conoce más que a sí misma. Pero hay que recordar que al hablar del mundo o
de la realidad, no se trata simplemente de una dimensión de objetos físicos, sino también y
principalmente de un mundo social y histórico. El carácter histórico de la dialéctica del
espíritu es muy importante. Una de las citas más famosas de Hegel es: “La filosofía es su
tiempo aprehendido en pensamientos”.

La Grecia Antigua tenía un espíritu que reflejaba su tiempo, igual Roma, y también los
demás pueblos y épocas que queramos mencionar, y podría parecer que la historia no es más
que una miscelánea de diferentes formas de vivir, cada una surgiendo de forma contingente y
dando lugar eventualmente a otra.

Para Hegel, cada una de estas formas es sin duda parcial, pero no contingente.

Lo que la fenomenología observa es que tras esta multiplicidad de formas o perspectivas


está la misma dinámica operando de forma necesaria. Si uno piensa en términos del espíritu
romano, por ejemplo, estará limitado a esta forma temporal y por tanto la perspectiva será
parcial. Pero si uno piensa a partir del concepto absoluto, es decir, de manera netamente
conceptual en términos del movimiento dialéctico de las categorías de lo universal y lo
individual, verá no las piezas individuales del rompecabezas, sino su relación entre sí en una
totalidad sistemática. Éste es el saber absoluto, y es sólo al captar esto que el espíritu se ve a sí
mismo como sustancia, como toda la realidad que afirmaba ser en el capítulo sobre la razón.

A lo largo de la Fenomenología, hemos estado siguiendo y observando la conciencia en su


intento de conocer el mundo y de dar cuenta de su experiencia. Ahora que su saber ha alcanzado
un nivel absoluto, hay que tener mucho cuidado en no confundir esa conciencia con el
sujeto kantiano. Tanto Kant como Hegel son idealistas, pero con una gran diferencia. El
idealismo de Kant es subjetivo y el de Hegel es absoluto. ¿En qué consiste esta diferencia? El
argumento de Kant es lo que se llama trascendental, es decir, parte de la experiencia y pregunta
por lo que posibilita esa experiencia, cuáles son sus condiciones de posibilidad. Su respuesta es
que la cognición humana cuenta con elementos o estructuras que, independientemente de la
experiencia, condicionan o conforman los objetos que intuimos – no objetos en sí mismos (lo cual
sería el noúmeno), sino nuestras representaciones de objetos (el fenómeno). Estos elementos residen
en la mente humana y, debido a ello, lo que conocemos es algo que nosotros hemos producido.

La totalidad de la Fenomenología del espíritu es también un argumento trascendental.


Hegel quiere dar cuenta de nuestra experiencia, y comparte con Kant la idea de que nosotros
participamos activamente en la construcción de nuestra experiencia y conocimiento. Sin
embargo, no acepta en absoluto el dualismo de Kant, la idea de que el mundo en sí mismo
no lo podemos conocer. Evita el problema del dualismo al no limitar el motor de esta
construcción al sujeto. Hegel extiende los elementos a priori más allá de los procesos
mentales de un sujeto a incluir toda clase de actividad humana: la cultura, la religión, la
historia y las relaciones sociales en general. Si vuelves a leer cualquier sección de la
Fenomenología, verás el intento de la conciencia de establecer fuera de su pensamiento algún
objeto independiente, un en-sí, que dé cuenta de su experiencia. Una y otra vez, fracasa en su
intento de siquiera concebir un otro del pensamiento. Es por eso que el idealismo de Hegel es
un idealismo absoluto, porque necesariamente tiene que abarcar la totalidad. Es esta
totalidad, lo absoluto, que es la condición de nuestra experiencia. Pero como dije, el saber
absoluto no es un sujeto conociendo a un mundo ajeno, sino la conciencia reflexionando,
recordando, y rastreando la costura conceptual que une la totalidad. Esta costura o
Concepto con C mayúscula es, como comentamos, la dialéctica de lo universal y lo individual.

Hegel pensaba que Kant no fue lo suficientemente lejos en desentrañar las condiciones de
nuestra experiencia y comprensión del mundo. ¿Podemos decir que Hegel sí atinó con estas
condiciones y que ha demostrado su necesidad?

Obviamente, Hegel piensa que sí. En la medida en que la Fenomenología ha mostrado su


presencia en todas las formas del pensamiento humano, o sea, ha mostrado que todo aspecto
de la realidad humana están relacionados entre sí mediante estas condiciones, entonces sí. El
texto de Hegel empezó con un concepto bastante limitado, el de la certeza sensible, y
terminó con un concepto que abarca la totalidad, lo absoluto. En todos los minuciosos giros
de la dialéctica entre esos dos extremos, Hegel intentó tomar en cuenta cualquier alternativa
posible y mostrar que no podía sostenerse. Si estamos de acuerdo en que lo logró, entonces la
Fenomenología en su conjunto constituye una deducción o justificación de su esquema
trascendental.

Por supuesto, hay muchos desde entonces, que no están de acuerdo. El problema que tiene uno
en el momento de criticarle a Hegel es que la negativa o la contradicción que se le hace es
combustible para el motor de la dialéctica, lo cual lo incorpora como elemento parcial de su
sistema. En una conferencia que Michel Foucault dio al ocupar una cátedra que anteriormente
había ocupado el famoso intérprete de Hegel, Jean Hyppolite, dice: “Hay que determinar en qué
medida nuestro anti-hegelianismo sea posiblemente un truco que dirige contra nosotros, al final
del cual se encuentra, quieto, esperándonos”. Espero posteriormente hablar con más detalle de la
recepción e influencia de Hegel y cómo su pensamiento ha sido apropiado, transformado y
criticado, pero de momento me da mucho gusto poner fin, ahora sí absoluto, a esta sería sobre la
Fenomenología del espíritu.

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