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¿QUE ES EL BARROCO?
Las mónadas «no tienen ventanas por las que algo pueda entrar
o salir de ellas», no tienen «agujeros ni puertas».1 Corremos el
riesgo de entenderlo demasiado abstractamente si no intentamos
determinar la situación. Un cuadro todavía tiene un modelo exte
rior, todavía es una ventana. Si el lector moderno invoca el desa
rrollo de una película en la oscuridad, no hay que olvidar que la
película ha sido rodada. En ese caso ¿habría que invocar las
imágenes numéricas, sin modelo, procedentes de un cálculo? ¿O,
más simplemente, la línea de inflexión infinita, que equivale a una
superficie, como la que encontramos en Pollock, en Rauschenberg?
Precisamente en Rauschenberg se ha podido decir que la superficie
del cuadro dejaba de ser una ventana sobre el mundo para devenir
jiña tabla opaca de información sobre la que se inscribe la línea
cifrada.12 Al cuadro-ventana lo sustituye la tabulación, la tabla en
Taque se inscriben líneas, números, caracteres cambiantes (el ob-
jetil). Leibniz no cesa de construir tablas lineales y numéricas con
las que reviste las paredes interiores de la mónada. A los agujeros
los sustituyen los pliegues. Al sistema ventana-campo se opone la
pareja ciudad-tabla de información.3 La mónada leibniziana sería
una tabla de ese tipo, o más bien una, habitación, un apartamento
enteramente cubierto de líneas de inflexión variable. Sería la cáma
ra oscura de los Nuevos Ensayos, revestida de una tela tensa diver
sificada por pliegues cambiantes, vivientes. Lo esencial de la
mónada es que tiene un fondo sombrío: de él extrae todo, nada
procede de fuera ni va hacia afuera.
En ese sentido, no es necesario invocar unas situaciones dema-
'■ jos lugares cada vez más restrictiva, o incluso a una negación radi-
gal: el Barroco no había existido. Sin embargo, es extraño negar la
• existencia del Barroco como se niegan los unicornios o los elefantes
posas- Pues, en ese caso, el concepto está dado, mientras que en el
caso del Barroco se trata de saber si se puede inventar un concepto
capaz (o no) de darle existencia. Las perlas irregulares existen, pero
Barroco no tiene ninguna razón de existir sin un concepto que cree
esa misma razón. Es fácil hacer que el Barroco no exista, basta con
proponer su concepto. Así pues, da igual preguntarse si Leibniz es
el filósofo barroco por excelencia, o si crea un concepto capaz de
hacer existir el Barroco en si mismo. A este respecto, los que han
asociado a Leibniz con el Barroco lo han hecho, a menudo, en nom
bre de un concepto demasiado amplio, por ejemplo Knecht y «la coin
cidencia de los opuestos»; Christine Buci-Glucksmann propone un
criterio mucho más interesante, una dialéctica del ver y de la mira
da, pero ese criterio quizá sea, a su vez, demasiado restrictivo, y
sólo permitiría definir un pliegue óptico.16 Para nosotros, en efecto,
-el criterio o el concepto operativo del Barroco es el Pliegue, en toda
su comprensión y su extensión: pliegue según pliegue. Si es posible
extender el Barroco fuera de límites históricos precisos, nos parece
que siempre es en virtud de ese criterio, que nos permite reconocer
a Michaux cuando escribe Vivre dans les plis, o a Boulez cuando
jnvoca a Mallarmé y compone Pli selon pli, o a Hantai cuando con
vierte el plegado en un método. Si, por el contrario, nos remontamos
al pasado, ¿qué razones tendríamos para encontrar ya el Barroco en
Uccello, por ejemplo? Pues Uccello no se contenta con pintar caba
llos azules o rosas, y con trazar unas lanzas como trazos de luz diri
gidos sobre todos los puntos del cielo: dibuja sin cesar «mazocchi,
que, son círculos de madera recubiertos de tela que se colocan sobre
la cabeza, de forma que los pliegues del tejido sobrante rodean todo
#1 rostro». Tiene que enfrentarse a la incomprensión de sus contem
poráneos, puesto que «la potencia de desarrollar soberanamente to
das las cosas y la extraña serie de caperuzas de pliegues le parecen
más reveladoras que las magníficas figuras de mármol del gran Do-
8§íello».17 Así pues, habría una línea barroca que pasaría, exactamen
te, según el pliegue, y que podría reunir a arquitectos, pintores, mú-
•mos, filósofos. Por supuesto, se puede objetar que el concepto de
Püegue sigue siendo, a su vez, demasiado amplio: si nos atenemos
a,?as artes Plásticas, ¿qué período y qué estilo podrían ignorar el
Puegue como rasgo de pintura o de escultura? No sólo se trata del
vestido, sino del cuerpo, la roca, las aguas, la tierra, la línea. Baltru-
saitis define el pliegue, en general, por la escisión, pero una escisión
que relanza, el uno por el otro, los términos escindidos. En ese sen
tido, define el pliegue románico por la escisión-relance de lo figura
tivo y de la geometría,” De igual modo, ¿no se podría definir el plie
gue de Oriente por la de lo vacío y la de lo lleno? Y todos los demás
pliegues deberán ser definidos, a su vez, en un análisis comparativo.
Los pliegues de Uccello no son verdaderamente barrocos, porque
continúan atrapados en estructuras geométricas sólidas, poligonales,
inflexibles, por ambiguas que éstas sean. Por lo tanto, si queremos
mantener la identidad operatoria del Barroco y del pliegue, hay que
demostrar que el pliegue permanece limitado en los otros casos, y
que en el Barroco conoce una liberación sin límites, cuyas condicio
nes son determinables. Los pliegues parecen abandonar sus soportes,
tejido, granito y nube, para entrar en un concurso infinito, como en
el Cristo en el huerto de los Olivos, del Greco (el de la National
Gallery). O bien, especialmente en El bautismo de Cristo, el contra
pliegue de la pantorrilla y de la rodilla, la rodilla como inversión de
la pantorrilla, da a la pierna una infinita ondulación, mientras que
la pinza de la nube en el medio lo transforma en un doble abanico.,.
Los mismos rasgos considerados rigurosamente, deben explicar la ex
trema especificidad del Barroco, y la posibilidad de extenderlo fue
ra de sus límites históricos, sin extensión arbitraria: ésta es la
aportación del Barroco en el arte en general, la aportación del leib-
nizianismo a la filosofía.
1. El pliegue' el Barroco inventa la obra o la operación infinitas.
El problema no es cómo acabar un pliegue, sino cómo continuarlo,
hacer que atraviese el techo, llevarlo hasta el infinito. Pues el plie
gue no sólo afecta a todas las materias, que de ese modo devienen
materias de expresión, según escalas, velocidades y vectores diferen
tes (las montañas y las aguas, los papeles, los tejidos, los tejidos
vivientes, el cerebro), sino que determina y hace aparecer la Forma,
la convierte en una forma de expresión, Gestaltung, el elemento ge
nérico o la línea infinita de inflexión, la curva de variable única.
2. El interior y el exterior', el pliegue infinito separa, o pasa en
tre la materia y el alma, la fachada y la habitación cerrada, el exte
rior y el interior. Pues la línea de inflexión es una virtualidad que
no cesa de diferenciarse: se actualiza en el alma, pero se realiza
en la materia, cada cosa en su lado. Ese es el rasgo barroco: un ex
terior siempre en el exterior, un interior siempre en el interior. Una
«receptividad» infinita, una «espontaneidad» infinita: la fachada ex
terior de recepción y las cámaras interiores de acción. La arquitec
tura barroca hasta nuestros días no cesará de confrontar dos prin
cipios, un principio sustentador y un principio de revestimiento
26. Véase Pepetti, Valier, Fréminville y Tisseron, La passion des ¿toffes chez
un neuropsychiatre, G. G. de Clérambault, Ed. Solin, con reproducción de fo
tos, y dos conferencias sobre el drapeado (págs. 49-57). Se podría creer que esas
fotos de pliegues superabundantes remiten a posturas elegidas por el mismo Clé
rambault. Pero las tarjetas postales corrientes de la época colonial muestran
también esos sistemas de pliegues que invaden todo el vestido de las mujeres
marroquíes, incluido el rostro: es un Barroco islámico.