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Luisa 

Michel

Textos Recobrados
 
Louise Michel
EL GATO DE LA BARRICADA
Revista Blanca, Madrid, España
1 Agosto 1900. Año III - N°51, Pág 90 a 92
Traducido por Fermín Salvochea

La primavera de 1871 se presenta de nuevo a nuestra mente,


primavera exuberante en flores y verdura; pero que, al pasar, arrastró
en pos de si la libertad de unos y la vida de otros. Rodeada con una
guirnalda de florea y empapada en sangre la Commune sucumbió.
En el parque de Neuilly, en Mayo, los árboles inclinaban sus ramas,
agobiadas por el peso de una lujuriosa y aromática vegetación. A
veces los pájaros, atraídos hacia allí por lo frondoso del follaje, y
tomando el tronar de las ametralladoras por el de la tormenta, al que
se iban ya acostumbrando, suspendían el vuelo para mirar a su
alrededor, con ojos brillantes e investigadores, a las quintas
desiertas, saltando algunos ante la puerta abierta o posándose, con
aire indiferente, en algún mueble; tal vez un piano, abandonado en el
jardín, hasta que los dispersaba la repentina explosión de una
granada que, como hoz gigantesca, venía chocando contra las ramas,
rompiendo y destrozando en todas direcciones, en tanto que las
balas, al caer sobre las hojas, hacían el mismo ruido que produce la
granizada.
En tan poético y encantador paraje, al final de la calle de Peyronet,
se levantaba una barricada, a la que los versalleses hacían cruda
guerra; la cual se apoyaba, en uno de sus extremos, en el muro de
una casa de bastante extensión, ocupada por Dombroneski y su
escolta, siendo el último límite que separaba a los combatientes. Al
lado opuesto había otro edificio más bajito y pequeño, en el que
algunas mujeres, medio soldados y medio enfermeras de hospital,
curaban a los heridos antes de mandarlos a las ambulancias de París.
De esta casa, que parecía una antigua fábrica o depósito de jabón,
todos habían huido, menos la mujer del conserje. Su marido se había
marchado a provincias, con la excusa de tener que ir a ver a sus
parientes; pero la buena mujer, creyéndose obligada para con el
dueño, y considerando que su presencia era necesaria para guardar
su propiedad, resolvió bravamente quedarse. Como no era posible
evitar la entrada de las balas y granadas de los versalleses, se la veía,
no sin gran temor, recogiendo los pedazos de jabón que llovían de
las cajas rotas, o bien inspeccionando el edificio, cual si pretendiera
buscar medios de disminuir o anular el perjuicio que pudiera
acarrearle su proximidad a la barricada.
En una de las últimas mañanas de la defensa, habiendo marchado
Dombroneski a otro lugar, donde le aguardaban algunas fuerzas, la
barricada, en la que hacia algunas horas reinaba el silencio, fue de
pronto atacada furiosamente. Algunas veces se conmovía de tal
modo, que parecía se iba á derrumbar, en tanto que la tempestad de
plomo, que se lanzaba contra ella, resonaba con el imponente ruido
de la avalancha.
En ese momento, en medio de aquel fuego atronador, se oyó un triste
lamento, que parecía una voz pidiendo auxilio, tan dolorida y
contristada, que penetraba hasta el corazón. Allí, al pie de la
barricada, entre los escombros causados por tantos proyectiles,
temblaba un ser viviente; un segundo después, a través del humo
denso, se veían dos ojos dilatados por el terror que, con la misma
elocuencia que la voz, al verse en gran peligro, demandaban socorro.
Después, mientras los proyectiles caían como granizos, el lamento
cesó; no se veía más que una pequeña boca roja abierta, pero muda.
En aquel instante alguien salió al exterior, y sin hacer caso de las
voces, imprecaciones y juramentos de los compañeros que se
hallaban resguardados, avanzó hasta recoger en sus brazos alguna
cosa, y con una sonrisa de triunfo volvió a lugar seguro.
Era un gato grande, cuyo pelo se hallaba erizado por el terror
Entonces cesaron las palabras fuertes y los juramentos—en aquellos
días había poco tiempo libre para enfadarse —pero la amigable
reconvención vino a ocupar en el acto su lugar: los federales
lamentaban que hubiera personas de tan poco juicio que arriesgaran
en aquellos críticos momentos la vida tan sólo por salvársela a un
bruto. Tal vez esas censuras eran justificadas; sin embargo, en
momentos supremos de angustia y desesperación, hay el mismo
poder irresistible en la demanda de auxilio del animal que en la del
hombre, y se necesita tener muy reducido el corazón para no
responder a ella. El instinto, avivando la inteligencia del gato, había
impreso gran energía a sus lamentos; pero una vez salvado, se
dulcificó su terrible mirada, y frío y tembloroso se acurrucó contra el
pecho de su protectora, quien, salvando rápidamente la distancia que
la separaba de la fábrica de jabón, retornó a ésta y le entregó el
animal a la mujer del conserje, a la que dijeron los comunalistas en
un tono solemne: «Este es el gato de la barricada, y a su tiempo lo
reclamaremos; usted nos responde de él.»
La pobre mujer parecía asombrada al principio; pero como el felino
era muy bonito y ahora se hallaba tan tranquilo, como si hubiera
estado allí toda su vida, pareciendo que hasta comprendía lo que
pasaba a su alrededor, el cargo fue aceptado.
Ningún federal, sin embargo, volvió jamás a reclamar el gato de la
barricada; la lucha se hizo general; algo más que cuidar a los heridos
tuvo que hacer X (como llamaremos á la protectora del animalito);
el ejército de Versalles entró en la ciudad, y en París se defendía el
terreno palmo a palmo.
***
Algunos meses después, X se hallaba prisionera, en compañía de
otras mujeres, en el penal de Trabajo y Corrección (según las
inscripciones en el muro), esperando la salida del buque que había
de llevarlas a Nueva Caledonia. De cuando en cuando entraban en el
patio común de la prisión otras detenidas de menos importantes
condenas; y cuál no sería un día la sorpresa de X al reconocer a la
conserje de Neuilly entre un grupo de recién llegadas.
—¿Qué ha podido traeros aquí?— preguntó la sorprendida X.
—¡Ahí —fue la contestación—; han probado que algunas veces
daba a los federales una taza de café, y por eso me han incluido
entre los comunalistas; pero, «agregó con resignación, esos señores
no me han condenado más que á tres años de presidio.»
—¿Qué habéis hecho de nuestro gato? ^Nadie vino á reclamarlo, así
que lo conservé y lo he cuidado.
—Pero ¿quién se ocupará de él ahora?—preguntó X con tristeza. —
Mi marido, que volvió después de haber sido libertado en París, y le
ha tomado mucho cariño.
Parece, pues, que también estas buenas gentes tienen corazón, a
pesar de estar su razón tan obscurecida todavía; que, sin embargo de
la terrible hecatombe, de la horrible carnicería y de la dura lección
que todos habíamos recibido, podían llamar a esto el triunfo del
orden, no obstante encontrarse también injustamente entre sus
víctimas.
La pobre conserje no era la única persona extraviada por semejante
confusión de ideas: otros, en cambio, como el gato de la barricada,
sintieron enlazarse su entendimiento en la desgracia; porque las
circunstancias algunas veces son de tal índole, que en vez de
anonadar, despiertan nuestras facultades intelectuales, y nos
permiten ver mejor y percibir con más exactitud las cosas.
Louise Michel
EL 18 DE MARZO 1871
Revista Blanca, Madrid, España
15 Junio 1901. Año IV- N°72, Pág 766 a 768
Traducido por Fermín Salvochea

Han pasado treinta años desde aquel memorable día, desde el 18 de


Marzo del 71. Al amanecer las campanas tocaban a arrebato, y sin
sentir apenas la tierra que hollá, vamos bajo nuestra planta, subimos
precipitadamente a las alturas de Montmartre, en cuya cima se
hallaba todo un ejército formado en orden de combate. No
esperábamos poder volver de allí aun cuando todo París se hubiera
levantado. Ya los soldados se ocupaban en enganchar a los cañones
que tenía en ese lugar la guardia nacional los caballos que habían
traído aquella misma noche de Batignolles. ¡Y, cosa admirable!, las
mujeres, de cuya presencia ninguno nos habíamos dado cuenta,
interponiéndose entre nosotros y la tropa se lanzaron sobre los
cañones, en tanto que los soldados permanecían inmóviles.

En el momento que el general Lecomte dio la orden de hacer fuego


sobre la multitud, un subalterno (Verdaguerre) dio un paso al frente,
y, ahogando la voz de aquél con la suya, gritó: «Culatas arriba.» Y a
él fue a quien obedecieron los soldados, que fraternizaron con el
pueblo; entonces el sol brillante de la primavera pareció iluminar
amoroso a la libertad, a la grande y victoriosa libertad, cuya
conquista creíamos haber realizado para siempre.

En vez de esto sobrevino la catástrofe. Más se acercaba a los cien


mil, que a los veinte mil declarados oficialmente, el número de los
cadáveres que fueron enterrados en todas partes, en los fosos de la
ciudad, bajo el pavimento de las plazas y calles, o quemados en los
cuarteles, en la Plaza de la Concordia y en otros lugares. Los que
descansan bajo la vía pública suelen aparecer de cuando en cuando,
encontrándose, al hacerse las excavaciones, esqueletos enteros
envueltos en restos de uniformes de guardias nacionales; pero las
cenizas de los otros han sido esparcidas por el viento sobre toda la
superficie del planeta.

De esa época acá han transcurrido treinta años, y aunque algunos


pretendan decir que la libertad se halla más lejos que nunca de
nosotros, el hecho es que se encuentra mucho más cerca; tanto que,
los que la combaten, han tenido que apelar al recurso extremo de
sembrar el germen del odio entre los revolucionarios, olvidando que
llegará un día en que, este sentimiento mismo servirá de estímulo
para despertar el deseo de venganza contra el enemigo común, ese
monstruoso pasado que, resistiéndose a morir, se ve, sin embargo,
agonizar sumergido en la sangre de sus víctimas.

Lo que matará a la vieja sociedad son sus crímenes, los cuales se


hacen tanto mayores cuanto más cerca se halla del borde del abismo.
Así como no es posible que nos contentemos con volver a las
condiciones del antiguo hombre de las cavernas, tampoco puede
suponerse que el de nuestros días se conforme con seguir viviendo
en medio de la iniquidad, la injusticia y la prostitución. Los
asesinatos, los saqueos y las espantosas matanzas que hoy tienen
lugar en China en nombre de la civilización, cubiertas bajo el manto
de un militar y clerical legalismo, no serian ya posible en Europa sin
que todas las naciones se levantaran presa del espanto y el horror; ni
guerras parecidas a la del Transvaal podrían estallar entre nosotros si
nos fuera dado ver los miles de muertos de una y otra parte que
cubren las lejanas montañas africanas lanzando una maldición sobre
la tierra entera. Jamás, después de tan horrible y dura lección,
hubiera podido la rapacidad capitalista renovar atrocidades
semejantes.

¡He dicho que el término de la jornada se aproxima! Por eso los


Abdul Hamid del mundo tiemblan en medio de sus locuras
criminales y sanguinarias, y al sentir que les falta el terreno bajo sus
pies, se ven obligados a refrenar su crueldad.
El hombre no ha sido hecho para ser víctima ni verdugo, ni para
arrastrar una existencia de odios, desesperación y continua miseria-,
si tales males nos afligen, se debe a la estupidez y cobardía
universal. ¿Acaso los monstruos, que los héroes legendarios del
porvenir tendrán que exterminar, no son la guerra, la miseria, la
opresión y la ignorancia? El verdadero ideal se presenta ante nuestra
vista ea forma más clara y distinta que hace treinta años, y a todos y
cada uno corresponde, realizando cada cual su misión, el echar las
bases de estos nuevos tiempos durante los que, por muchas
Sorpresas que nos reserven los años, la marcha va encaminada hacia
una meta que ya no es un misterio, y que no es posible desconocer.
Con la vista fija en la estrella de redención, avancemos hacia
adelante sin temor; los días de la indecisión y la duda tocan a su
término. Verdades que nos queda mucho que aprender respecto a la
extensión, grandeza, hermosura y alcance de la obra-, ¿pero por
ventura las gigantescas columnas que el antiguo Egipto transportaba
de un lugar a otro por medio de los firmes brazos de millones de
esclavos, no se hubieran podido mover si los encargados de ejecutar
ese trabajo hubiesen sido hombres libres? ¿Será empresa demasiado
difícil el crear en torno de la cuna de una humanidad libre el ancho y
amplío espacio que se necesita para el natural desarrollo de la
justicia, la verdad, la ciencia, el arte y las maravillas, a que darán
nacimiento una nueva concepción de la libertad y de lo verdadero?

El 18 de Marzo que vimos hace treinta años, fue magnífico; en el


primer momento conmovió a todas las naciones. El nuevo 18 de
Marzo será el de todos los hombres conscientes, cuyo número es ya
considerable; el de todos los espíritus nobles y elevados, el de todo
corazón generoso que lata en el pecho de la humanidad-, y todos
estos combinados esfuerzos, clamando por la libertad, concluirán
por despertar la tierra.

El 18 de Marzo, la aurora de la Commune fue espléndida, y más


todavía su crepúsculo, en Mayo, en la grandeza de la muerte.
Las debilidades y los errores que la Gommune pudo cometer deben
ser perdonados ante la fiereza y majestad de la caída; ante ese
desprecio de la vida que constituye uno de los factores más
importantes en todo combate por la libertad.

El sentimiento predominante, después de la victoria del 18 de


Marzo, era de alegría por haber conseguido la deliberación, de
verdadera satisfacción por haber alcanzado libertades en que asentar
una grande y noble república. El Manifiesto del Comité Central se
expresaba en estos términos:

Ciudadanos: El pueblo de París ha sacudido el yugo que pesaba


sobre él. Con la tranquilidad característica de los que tienen
consciencia de su propia fuerza, la ciudad ha esperado sin temores
ni provocaciones y con calma y serenidad el ataque indigno de los
que pretendían asesinar a la república. Pero esta vez nuestros
hermanos del ejército se han negado a poner la mano sobre el arca
santa de la libertad.

Pronto, sin embargo, los soldados, embriagados con la calumnia y el


alcohol, obedecieron las órdenes de Versalles, que les mandaba
exterminar. Esta, como siempre, es la eterna historia de la disciplina
que convierte a los hombres en máquinas, haciendo que asesinen tan
inconscientemente a sus semejantes, como la piedra tritura el grano
en el molino.

Digo y repito que el hombre no ha nacido para arrastrar una


existencia en que dominen el crimen y el dolor, y es necesario que
todos comprendan bien esto, viendo el por qué de una parte nos
negamos a torturar y de la otra a ser torturados. Bien sabemos que
por todos lados no se ven más que muestras de las infamias más
terribles; pero es necesario que rehusemos tomar parte en su
realización. Esa es la clave del problema.
El 18 de Marzo del mundo entero será como un majestuoso y
brillante sol elevándose en todo su apogeo sobre virginales alturas, y
entonces los nuevos tiempos de paz y de ventura empezarán para la
humanidad.
Louise Michel
LA MANO NEGRA
Almanaque Revista Blanca 1903,Pág 26
Madrid, España
Traducido por Fermín Salvochea

-¿De donde habéis salido, gente negra?


-De allí donde jamás nadie se alegra
(antigua canción)

Rodando del planeta por el espacio inmenso,


envueltos en las sombras e infundiendo el terror,
¿Hacia donde caminan los que de negro intenso
se visten, y del pueblo explotan el candor?

Nosotros aspiramos a dominar la tierra,


y con Jesús, ser reyes que todo lo avasallen,
haciendo que en el llano lo mismo que en la sierra,
derrotados los libres, ante vosotros callen.

Queremos ver al diezmo de nuevo establecido,


y encendida la hoguera de llama abrazadora;
queremos que a Dios padre adore el afligido,
y se pase rezando del ocaso a la aurora.

Hombres negros que al pueblo tanto daño habéis hecho,


ya llena la medida, pronto va a rebosar;
del oprimido esclavo hoy se dilata el pecho
y el Dios de odio y venganza rodará del altar.

Entonces la voz ronca del clérigo inhumano,


calló y la mano negra al punto retiró;
llevándose a su dueño el terrible tirano,
y el hombre, al fin, ya libre y feliz se miró
Louise Michel
LA HUERFANA (NOVELITA SOCIAL)
Almanaque Revista Blanca 1904,Pág 15 a 17
Madrid, España
Traducido por Fermín Salvochea

La noche es profunda y fría, una de esas noches de invierno preñada


de todos los espantos de las tempestades en las que tantos barcos
corren a su perdición, en las que tantos viajeros se extravían.

Como el Océano lleva restos de buques destrozados, el Tamesis, el


Sena, el Rhin, arrastran cuerpos de ahogados más numerosos que de
ordinario; las intensas tormentas que ciernen sus alas sobre Europa,
no solamente sumergen barcos, sino que atraen hacia la muerte.

Aturden con su estrépito, mecen con sus murmurios. El vértigo lleva


sus valses de ráfagas al través del infinito, los elementos
desencadenados llaman al fondo de los abismos. En esas noches, las
osas o las lobas madres, ocultan a sus pequeñuelos bajo sus peludos
pechos. La sociedad madrastra, ogra para los unos, esclava
obsequiosa para los otros, acentúa marcadamente en ella sus
abominables procedimientos.

¡Cuántos desgraciados perdidos como bestias de las que ya no quiere


el amo, mezclan sus quejas en el viento sin que se les haga ningún
caso!

Niños huérfanos, viudas sin trabajo y sin hogar que no hallarán asilo
en ninguna parte, miserables en el límite de los sufrimientos a
quienes tienta el eterno reposo, viejos cansados de la vida, jóvenes
que se indignan y no quieren ver más, niños que tienen miedo de la
vida por la horrible máscara que ya les ha presentado.

De éstos era Anita, huérfana de catorce años que desde hacía cerca
de seis años trabajaba en una fábrica de tejidos de algodón, habiendo
sufrido primero la pena de quedarse sola, habiendo muerto su padre
en un accidente del trabajo, y casi al mismo tiempo, su madre de
miseria y de desesperación; el cruel golpe la habla dejado como
aniquilada. Personas compasivas la hablan sermoneado para
consolarla, lo que la había asustado mucho; después continuó
devanando algodón en la fábrica en que lo hacía antes de la muerte
de sus padres; hacia cerca de seis meses de esto y reduciendo su
gasto a los cinco chelines que ganaba por semana con un poco de
pan y de te y el puesto de su cama en una trastienda, la niña se
imaginaba poder vivir así y hasta ganar un día más.

Pero ningún trabajador está al abrigo de los accidentes; el minero


muere de la mina; el marinero, del Océano; la pobre hilanderita
perdió un ojo con el hierro de una máquina, y como apenas se lo
curaron, se le puso enfermo el otro; como su trabajo dejaba mucho
que desear, el mismo día la despidieron; no ocupaban a obreras en
camino de quedarse ciegas, mientras que muchas, con los dos ojos,
esperaban la dignación de los empleados.

Era un miércoles; Anita había recibido la mitad de su semana, dos


chelines y seis peniques; no tenía ya nada que reclamar, podía irse a
donde quisiera.

A Anita no se le ocurrió ir a ninguna parte, porque irremisiblemente


no debían emplear a obreras ciegas.

Pensó en seguida que era preciso morir; ni siquiera era un


pensamiento, era la sensación de estar mortalmente herida, con una
herida incurable; ¿qué haría ella ciega? No se la ocurrió la idea de
que nadie la atendiese. Iba a irse, sería más fácil morir, la noche y la
tormenta la cogerían, esto sería todo.

Y ella se fue y la tempestad y la noche la acogieron.


¿Pero qué haría antes de los chelines y seis peniques de la media
semana? Anita pensó en una compañerita que, menor que ella, era a
menudo reñida por su trabajo mal hecho, Elenita; la llamó y le dio el
dinero que tenía en la mano y que no le hacía falta para morir.

La otra, asombrada, no sabía qué decir, pero sin esperar Anita le


puso en la mano las monedas y huyó en seguida al través de la
lluvia.

Un poco más adelante, Anita moderó el paso, ¿para qué apresurarse


cuando se va a morir?

De repente sintió la sensación del hambre y pensó que hubiera


podido quedarse con qué comer por última vez, pero tenía tanto frío
bajo el agua que chorreaba sobre ella, que la niña volvió a andar de
prisa. Descendió hacia el arroyo, y ante los millones de luces que la
tempestad hacía aquella noche, como perdidas y lívidas se dejó
coger, en efecto, por la muerte.

La autopsia demostró que estaba en ayunas, porque el cuerpo de


Anita fue encontrado cerca del lugar por donde había bajado
retenido por su falda a una barca amarrada a la orilla; hubiera sido
salvada si hubiera querido; Anita hubiera podido subir a la barca,
pero se quedó en el río; así pues, con plena voluntad, había
persistido en el deseo del suicidio.

El juez que tuvo que sentenciar en este triste asunto,,porque en


Londres se juzga en materia de suicidios como en la de asesinatos,
falló, no que se traba de un suicidio en un momento de extravío,
según la fórmula ordinaria; declaró que en las circunstancias en que
se encontraba la pobre Anita, era excusable de haberse dado la
muerte.

¿Y quién podrá excusar á la sociedad capitalista de los crímenes que


comete?
Louise Michel
MUERTE A LA GUERRA
Suplemento semanal a “La Revista Blanca” N.º1
Segunda Serie-1° Septiembre 1904, página 1

A mis amigos de España:

No es de hoy el que consideremos que es preciso matar a la


matadora guerra para que vivan los hombres.

Mr. Andrieux, habiendo confesado honradamente en sus memorias


lo que malísimamente había urdido a propósito del diario anarquista
La Revolución Social, ha podido comprobar que desde esa época, y
hace ya muchos años, 16 o 17 por lo menos, ni la reacción ni los
libertarios se engañaban sobre la importancia del militarismo para
conservar el Viejo Mundo.

Es más, a una serie de artículos, empezando por la huelga de


impuestos, huelga de miseria, y terminando por la huelga de
soldados, en La Revolución Social, así como a la manifestación de
los Inválidos, yo he debido los seis años que he pasado en la prisión
de Clermont en el número 2182. Es también por haber combatido al
militarismo y también por la manifestación de los Inválidos por lo
que Touget sufrió la misma pena siete años en la prisión central, y
Adolfo Didelin, muerto ya, fue condenado en el proceso de la
Internacional, en el que fue acusado Kropotkin. Didelin pagó un
buen número de años de prisión el haber puesto el Lyon la huelga de
los reclutas.
Los soldados, esa es la suprema esperanza de todas las reacciones; el
ejército, la guerra, he ahí como los que están atacados del delirio de
ser atormentadores y verdugos piensan ahogar en sangre el porvenir
de la humanidad.
Dos naciones, o más bien sus potentados, han venido a ser en este
momento el albergue de esa locura del pasado: Rusia y España.
Locura que más tarde o más temprano desaparecerá, sabedlo bien,
amigos de todas las Siberias del Zar, de todos los Jerez y de todos
los Montjuich del mundo.
Y vosotros, soldados, si hay entre ustedes alguno que vea bien el
papel que más que nunca se le reserva en la estrangulación de todas
las justicias y de todas las libertades, tomad vuestro puesto entre los
justicieros en lugar de conservarle entre los arrancados a la ralea.
Vuestras madres, vuestras hermanas, están con nosotros, que nuestro
rescate sea su obra, que ellas entren con vosotros en las secciones de
la nueva Internacional y que de la vuelta al mundo, donde sopla la
peste de las guerras.
Muerte a la guerra si no queremos que ella haga a la humanidad más
salvaje que en el pasado.
Louise Michel
LA PROCLAMACIÓN DE LA COMUNA
Tierra Y Libertad
19 Enero 1905
LA PROCLAMACIÓN DE LA COMUNA fue espléndida; no era
aquella fiesta del poder, sino la pompa del sacrificio; sentíase a los
elegidos dispuestos para la muerte.

La tarde del 28 de Marzo, con un sol claro, que recordaba el alba del
18, el 7 Germinal del 79 de la República, el pueblo de París, que el
26 había elegido su Comuna, inauguró su entrada en el
Ayuntamiento.

Un océano humano, bajo las armas, bajo las bayonetas apretadas


como las espigas del campo, los clarines rasgando el aire, los
tambores sonando sordamente, y entre todos el inimitable ruido de
los dos grandes tambores de Montmartre, los que la noche de la
entrada de los prusianos y en la mañana del 18 de marzo sacaron del
sueño a los parisienses, con sus palillos espectrales de puños de
acero, despertaban extrañas sonoridades.

Esta vez las campanas de alarma estaban mudas. El sordo rugido de


los cañones saludaba a intervalos regulares a la Revolución, y
también las bayonetas, inclinándose ante las rojas banderas que,
hacinadas, rodeaban el busto de la República.

En lo más alto una inmensa bandera roja. Los batallones de


Montmartre, Belleville y La Chapelle, tienen sus banderas coronadas
por el gorro frigio; se las tomaría por secciones del 93. En sus filas
se ven soldados de todas armas, de infantería, de marina, artilleros y
zuavos. Las bayonetas, cada vez más apretadas, se desbordan en las
calles circundantes; la plaza está llena, la impresión es exactamente
la de un campo de trigo. ¿Cuál será la cosecha?
París entero está en pie, el cañón suena de vez en cuando. En un
estrado se concentran los individuos del Comité Central; enfrente
están los de la Comuna, todos con la banda roja.
Pocas palabras en los intervalos que marcan los cañones. El comité
Central declara expirado su mando y entrega sus poderes a la
Comuna. Se hace el llamamiento nombre tras nombre; un grito
enorme resuena: ¡Viva la Comuna! Los tambores ensordecen, la
artillería conmueve el suelo.

«En nombre del pueblo» —dice Ranvier— «la Comuna está


proclamada».

Todo fue grandioso en aquel prólogo de la Comuna cuya apoteosis


debía ser la muerte.

Nada de discursos, un inmenso grito, uno sólo: ¡Viva la Comuna!

Todos los músicos tocan La Marsellesa y el Canto de la Partida. Un


huracán de voces forma acompañamiento.

Un grupo de ancianos baja la cabeza hasta el suelo; dijérase que


oyen a los muertos por la libertad, son los escapados de junio, de
diciembre; algunos de cabellos completamente blancos son de 1830.

Si un poder cualquiera podía hacer algo, este poder hubiera sido la


Comuna, compuesta de hombres de inteligencia, de valor, de
increíble honradez, que la víspera o mucho tiempo antes, habían
dado pruebas incontestables de abnegación y de energía. El poder,
esto es innegable, los aniquiló y no dejándoles implacable voluntad
sino para el sacrificio, supieron todos morir heroicamente.

Es que el poder está maldito, razón por la que yo soy anarquista

La noche misma del 28 de marzo, la Comuna celebró su primera


sesión, inaugurada por una medida digna de la grandeza de aquel
día; se tomó la resolución, a fin de cortar toda cuestión personal, en
el momento en que los individuos debían entrar en las masas
revolucionarias, de que los manifiestos no debían llevar más firma
que ésta: La Comuna.

En esta primera sesión, algunos, que se ahogaban en la cálida


atmósfera de una revolución, no quisieron ir más allá; hubo
dimisiones inmediatas.

Estas dimisiones ocasionaban elecciones complementarias; Versalles


pudo aprovechar el tiempo que París perdía en torno de las urnas.

He aquí la primera declaración hecha en la primera sesión de la


Comuna:

«Ciudadanos: Nuestra comuna está constituida. –el voto del 26 de


marzo sanciona la República victoriosa. Un poder vilmente opresor
os había cogido por el cuello; debíais en legítima defensa rechazar
un gobierno que quería deshonraros imponiéndoos un rey .

En la actualidad, los criminales a quienes ni aún habéis querido


perseguir, abusan de vuestra magnanimidad para organizar a las
puertas de la ciudad un foco de conspiración monárquica, invocan
la guerra civil, hacen entrar en juego todas la corrupciones,
aceptan todas las complicidades, hasta se han atrevido a mendigar
el apoyo del extranjero.

Apelamos por esos manejos execrables al juicio de la Francia y del


mundo.

Ciudadanos, nos acabáis de dar instituciones que desafían todas las


tentativas.
Sois dueños de vuestros destinos; fuerte con vuestro apoyo, la
representación que acabáis de establecer, va a reparar los desastres
causados por el poder caído.

La industria comprometida, el trabajo suspendido, las


transacciones comerciales paralizadas, van a recibir un impulso
vigoroso.

Hoy mismo se tendrá la esperada decisión sobre los alquileres;


mañana las referentes a los vencimientos.

Todos los servicios públicos serán restablecidos y simplificados.

La guardia nacional, en lo sucesivo la única fuerza armada de la


población, va a ser reorganizada inmediatamente.

Tales serán nuestros primeros actos.

Los elegidos del pueblo no le piden para asegurar el triunfo de la


República, sino que le sostenga la confianza de los ciudadanos Por
lo que a ellos respecta cumplirán su deber.

La comuna de París, 28 de marzo de 1871 ».

Lo cumplieron, en efecto, ocupándose de todas las seguridades de la


vida para la multitud. Pero, ¡ay!, la primera seguridad hubiera sido
vencer definitivamente la reacción.

Mientras la confianza renacía en París, los ratones de Versalles


agujereaban la quilla del navío.

Todavía hubo algunas discusiones por motivos varios. En los


primeros días se formaron comisiones que, sin embargo, no eran
definitivas; según sus aptitudes, los miembros de una comisión
pasaban a otra.
La Comuna se componía de una mayoría ardientemente
revolucionaria y una minoría socialista, que razonaba en ocasiones,
demasiado para el tiempo que corría, semejantes en que siempre
iban a parar a las mismas conclusiones, en el temor de adoptar
medidas despóticas e injustas. Un mismo amor a la Revolución hizo
idéntico su destino.

«La mayoría también sabe morir», exclamó algunas semanas más


tarde Ferré abrazando el cadáver de Delescluze [*Louis Charles
Delescluze (1 809-1871), fue un líder rev olucionario francés,
periodista y comandante de la Comuna de París. Y a había
participado en la révolution de Juillet de 1830 y en la de 1848].

«Que ocurra lo que quiera», —decían los miembros de la Comuna y


los guardias nacionales—, «nuestra sangre marcará profundamente
la etapa».

Y la marcó, es cierto, y tan profundamente que la tierra quedó


saturada; abrió en ella abismos que sería difícil franquear, como la
roja sangre de las rojas flores de las colinas.

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