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CLASE KAFKA 2

Josefina es el nombre de la cantora del pueblo de los ratones. Los ratones son por
naturaleza un pueblo amusical. No saben mucho de música, apenas si tienen tiempo para
música en su dura vida. Pero con Josefina es distinto. Josefina se detiene, de pronto, en
cualquier lado, se yergue y extiende los brazos, estira el cuello a más no poder, y canta.
Bueno, o silba, chilla, según dicen algunos, más o menos como todo el mundo. Pero igual
el pueblo se reúne en torno a Josefina y la escucha en silencio, conmovido. Su chillido les
llega al alma. Cabe interrogarse, y es lo que hace el cronista, por las razones de ese efecto y
la esencia de ese canto. Lo que el cronista no hace, no puede ni necesita hacer, es
preguntarse por el estatuto animal de esa música, por el sentido que una música de ratones
puede tener para nosotros, los así llamados seres humanos, musicales al menos en un
sentido desconocido para cualquier otra especie. Es sabido, de Tracia a Hamelin, que la
música cautiva, es decir, encanta y domina, quizá hasta la perdición, a los animales. Pero
ello se ha entendido asimismo en el sentido de que la música arrebata, extasía como lo hace
porque se dirige a lo animal en el hombre. La música sería una pasión bestial. Sin embargo
el caso de Josefina enseña otra cosa. Aquí el hombre que la escucha, es decir aquél que lee
el relato, se encuentra de pronto en un país extranjero, ratón entre los ratones, pero sólo
para despertar, gracias a una música inaudita, a la experiencia de su vida diaria, a su música
de todos los días. ¿Qué sucede con esa música, con ese canto, si lo es? En primer lugar hay
que decir que el canto no se confunde, no podría confundirse jamás con el chillido. El
chillido es una expresión vital de la especie, indiscernible de la vida misma y en
consecuencia imperceptible como tal expresión. Pero el canto es un arte, un hacer tal que
pone en suspenso la vida y en ese suspenso la expone como tal. Si uno es un ratón no puede
no chillar; al contrario, chilla todo el día, sin siquiera saber que está chillando. En cambio
Josefina no sólo es capaz de mantener la boca cerrada sino que parece elevar su canto desde
el silencio mismo del chillido, hace escuchar el chillido desde el silencio, haciéndolo callar
o poniéndolo en suspenso como expresión vital. Porque, sin duda, cuando uno escucha a
Josefina lo único que escucha es el común chillido de todos los días; pero precisamente, lo
escucha, escucha como por primera vez lo que venía escuchando desde siempre,
ahogadamente, en el diario chillar; escucha el cansancio y el dolor, la inconsciencia y la
alegría de la existencia cotidiana del pueblo. El canto suspende el chillido, pero de ese
modo lo libera, lo libera de sí mismo, para sí mismo, como él mismo. Por eso en el canto de
Josefina no escuchamos una voz individual, la voz del artista dirigiéndose al pueblo, sino la
voz de todos, la voz del pueblo todo dirigiéndose a cada uno, porque no sólo el pueblo no
tiene otra voz que el chillido cualquiera que no es propiedad de nadie sino que la
experiencia de esa voz que es la voz del pueblo sólo tiene lugar en la solitaria,
incomunicable, singular oreja de cada uno. Es el único sentido que puede tener la música
popular. Popular en ese sentido es el canto de Josefina. El canto de Josefina es un chillido
que no es un chillido y por el que el chillido es nada más que un chillido. ‘Solamente
chillar’ es el lema de ese canto. Solamente chillar quiere decir sin duda no hacer nada, esto
es, sustraer del hacer el arte en cuanto técnica y procedimiento, pero de tal manera que en el
no-hacer se exponga el hacer sin más, el puro hacer del que se dice que es el más audaz, el
más decidido, el más real, el más delirante, en la medida en que es el hacer sin hacer del
arte en cuanto ejercicio. En cuanto ejercicio, en cuanto ese hacer sin fin que sin embargo no
se toma como fin a sí mismo, el arte adquiere el carácter de un gesto. Se llama gesto a la
actuación sin actualidad de un acto. Así el chillido de Josefina. La propensión de Josefina a
la gesticulación no debería engañarnos. Seguramente, a ella le gusta entrecerrar los ojos,
estirar el cuello, abrir los brazos, y en el silencio y la quietud que de ese modo impone en
torno de ella, parece anunciar ya su canto, parece exponer el canto como puro anuncio de sí
mismo. Pero sucede que lo que sigue es el chillido de todos los días, o así parece, porque
ahora está como suspendido de su propia ausencia, de la ausencia del mundo en el que tenía
lugar, aunque ese mundo esté en él, como su recuerdo o su promesa, su verdad. Ya no es el
chillido el que expresa o significa algo, pero es el canto el que significa o enseña el chillido.
El chillido es ahora un gesto, nada más que el gesto del canto, porque el canto es apenas el
gesto de solamente chillar. Pero prepararse solemnemente para chillar como chillan el
obrero o el niño, es decir, para ejecutar un acto cotidiano y trivial, resulta inevitablemente
cómico. El resultado no está a la altura de las expectativas que despertaba el gesto, los
gestos de la cantora resultan desmesurados respecto de la canción que estaban encargados
de llevar. Sin embargo Josefina no es la señora Arnoux, la protagonista de La educación
sentimental, de Flaubert. Aun en su incomparable belleza y a la luz del amor, la señora
Arnoux es, al cantar acompañada al piano, solamente ridícula.1 Pero Josefina, desvalida en
la intemperie, es verdaderamente humorística. El humor es la afirmación de la ausencia de
intención que es la verdad propia del arte en la intención de arte que la persigue en vano
como su condición. En los términos en que la cuestión se plantea entre los ratones se dirá
que Josefina pretende cantar, pero solamente chilla; y sin embargo en su solo chillar, y a
despecho de ella misma, seguramente, hace oír el canto inaudito, el canto sin canto del
pueblo de los ratones.

1
“Preludió, ella esperaba; sus labios se entreabrieron y un sonido puro, largo, argentino,
subió por el aire./ Federico no entendió las palabras en italiano./ Aquello comenzaba con un
ritmo grave, como un canto de iglesia; luego, animándose en el crescendo, multiplicaba el
brillo sonoro, se apaciguaba de golpe y la melodía se hacía amorosa, con una oscilación
amplia y lánguida./ Ella permanecía de pie, cerca del teclado, los brazos caídos, la mirada
perdida… A veces, para leer la música, entrecerraba los párpados avanzando un instante
hacia adelante. Su voz de contralto tomaba en las cuerdas bajas una entonación lúgubre que
helaba, y entonces su hermosa cabeza, con arqueadas cejas, se inclinaba sobre el hombro;
su pecho se levantaba, sus brazos se separaban, su cuello, del que escapaban trinos, se
echaba hacia atrás suavemente como bajo el peso de besos invisibles; lanzó tres notas
agudas, volvió a bajar, lanzó otra más alta y, luego de un silencio, terminó en un largo
sostenido” (La educación sentimental, Primera Parte, Cap. IV).

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