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UN BUEN COMIENZO

Cuando giró la esquina, después de salir del ascensor, pudo verlo antes de que él la viera
a ella. Apoyaba la parte superior de la espalda sobre la puerta de su habitación y movía
ensimismado la cadera adelante y atrás, con la cabeza gacha, los brazos a la espalda y el pie
derecho sobre el izquierdo. Parecía un niño ansioso.
— Hola. ¿Qué haces aquí tan pronto? — le dijo mientras acercaba la muñeca al sensor para
abrir la puerta, y así, de paso, evitaba mirarle a los ojos.
— Ya lo sabes… ¿no?
— Bueno, se que lo han aprobado, pero poco más.
— Y has venido a convencerme de que no vaya — la puerta se cerró automáticamente
detrás de ellos y ahora sí, se plantó delante de él y lo miro fijamente, casi desafiante.
— No. He venido porque vengo siempre. Y para que me expliques exactamente en qué va a
consistir la misión, o lo que sea eso.
— Vale — accedió y dirigiéndose al baño adelantando su respuesta, preguntó — ¿quieres la
versión corta ahora y luego me ducho, o puedes esperar cinco minutos a que me duche y
hablamos como si los dos fuésemos adultos?
El agua templada consiguió relajarla un poco. Hizo un esfuerzo por ponerse en su lugar,
tal y como le repetía siempre su madre: “Urashima, frena un poco y piensa en cómo se
sienten los demás. No eres el centro del universo. El resto del mundo tiene sus propios
puntos de vista, ¡y tienen sentimientos! Intenta entenderlos”.
Desde su muerte todos aquellos consejos le acudían a la mente de manera recurrente.
Procurando no elevar demasiado el volumen, ayudándose del ruido del aire que secaba
su cuerpo para que él no la oyera, comenzó a hablar consigo misma, algo que era habitual y
que, para ella, en cierto modo, era como hablar con su madre. Como si la estuviera
escuchando.
— Vamos a ver. Sí. Nos acostamos. Lo pasamos bien. Eso no significa que vaya a renunciar a
mi sueño por él. Además no podría mirarle a la cara. Me recordaría todos los días a lo que
he renunciado.
Se vistió atropelladamente y salió del baño mucho más decidida.
— A ver. ¿Qué quieres saber exactamente? — Taro había activado la cama, que se había
desplegado, y estaba recostado perpendicularmente en ella, con los pies plantados en el
suelo, el cuello doblado noventa grados y la cabeza sobre la pared.
— ¿Cuándo te vas? — vale, había asumido que no iba a arrepentirse.
— No lo sé exactamente. Dentro de más o menos un año — se incorporó y le cogió la mano.
— ¿Y se puede saber cuál es exactamente el plan? — Ura se relajó por completo, y sin soltar
su mano se sentó junto a Taro.
— La nave irá acelerando poco a poco tras despegar de la Tierra, llegará a la Procyon, hará
una maniobra de asistencia gravitatoria a su alrededor para multiplicar la velocidad, y
regresará. Entonces, un poco por efecto de la velocidad y otro poco por el de la gravedad de
la estrella, nuestro tiempo se contraerá, así, lo que para nosotros serán más o menos cien
años de hibernación, en la Tierra habrán sido siete u ocho siglos. Es decir, viajaremos al
futuro, no tiene más… Ni menos.
— ¿Procyon? — pregunto él, como queriendo olvidarse del resto.
— Si, Procyon. En la constelación de Canis Minor. A once años luz. Y pico.
— Lo siento, pero me parece una locura. ¿A quién se le ocurre?
— A ver. Si lo piensas, esto se ha hecho durante toda la historia. No deja de ser una manera
de explorar otros mundos. Cuando los europeos viajaron a América también dejaban sus
vidas para comenzar unas nuevas. O los primeros colonos en Marte. Sabían que
probablemente no volverían. La única diferencia es que este viaje no será en el espacio, sino
en el tiempo, que para el caso es lo mismo.
— ¿Recuerdas como acabaron aquellos colonos no? Me jode que te vayas pero, más que
nada, me preocupa lo que pueda ocurrirte.
Ella se incorporó justo lo necesario para sentarse en sus rodillas y lo rodeo con sus
brazos.
— Aquello no salió bien. Pero precisamente de ese fracaso surgió esta aventura. Vamos a
explorar y nuestros intereses no son económicos ni comerciales. Es la expedición más limpia
y romántica de la historia de la Humanidad.
— ¡Tú sí que eres romántica!.... — le dijo Taro comprendiendo que no podría hacerla
cambiar de idea, y mientras la besaba se le formó un nudo en el estómago.
Ura miraba al techo de la estancia en silencio. Por una vez deseaba que se hubiese
dormido, cosa que en otras ocasiones solía recriminarle: “Joder, ¿cómo puedes quedarte
dormido a los dos minutos de acabar?, ¿tampoco has hecho tanto esfuerzo?”.
Se temía otra pregunta incómoda y no quería dar más explicaciones. Pero no fue una
pregunta.
— ¡Si te vas a ir, no quiero volver a verte! Lo siento.
Taro se levantó, se vistió y salió de la habitación, y de su vida, para siempre. Cuando
cerró la puerta, más como una conclusión a una cuestión que llevaba días dándole vueltas
que como una respuesta, ella susurró.
— Me parece estupendo.

En los meses que transcurrieron hasta el despegue de la misión, Ura se fue distanciando
paulatinamente de los vínculos, realmente escasos por otro lado, que la unían a un presente
cada vez más parecido al pasado. En todo momento sentía estar viviendo algo que dentro
de poco se convertiría en un recuerdo. Como le contestó al psicólogo de la misión en una de
sus citas semanales: “Me siento como en una película. La estoy viviendo, estoy dentro de
ella. Pero sé que dentro de poco se acabará y yo volveré a mi realidad. Nada consigue
emocionarme, o preocuparme, ni siquiera interesarme. Siento que estoy esperando a nacer,
haciendo tiempo para que mi vida comience”.

Cuando se despertó quedaban seis meses para llegar de vuelta a la Tierra. Según los
cálculos de la Unidad de Control, habían pasado setecientos treinta y ocho años terrestres.
En teoría deberían de estarlos esperando. Recordaba las palabras de la Capitana antes de la
hibernación: “Si para nosotros será apasionante llegar al mundo del mañana, no menos
apasionante será para los futuros habitantes de la Tierra recibirnos. Para ellos será como
conversar con un libro de historia. Seremos embajadores del tiempo.”
— ¡Ojalá no estuviera equivocada!
Cuando la nave inició el proceso de frenado y estuvo a distancia adecuada, enviaron el
primer mensaje de contacto, según el protocolo estipulado. Por lo lejos que se encontraban,
dicho mensaje debería de tardar un mes en llegar a la Tierra y, una vez les contestarán, unos
veinte días en regresar la respuesta, ya que seguían acercándose a su destino sin pausa.
Pero la respuesta no llegaba. Lo intentaron varias veces más, pero todo intento de
comunicación fue inútil.
En las primeras órbitas que los iban acercando poco a poco a casa, comprobaron que
una multitud de satélites artificiales giraban periódicamente alrededor del planeta. Parecía
que quizá había algunos más que en el momento de su partida, pero no había mucha
diferencia y sobre todo, no detectaron ningún adelanto tecnológico importante. Una vez la
nave se estabilizó en una órbita constante llegó en momento de comenzar a discutir como
proceder. Desde el espacio no había ninguna prueba de actividad en la superficie, incluso
cuando transcurrían por la zona nocturna, no se apreciaba ningún tipo de luz. Ura dio por
hecho que alguna especie de apocalipsis había ocurrido en su ausencia y que estaban solos.
Ante semejante panorama, decidieron descender a la Tierra.
Cada uno de los tripulantes se introdujo en su correspondiente cápsula de reentrada con
víveres para apenas una semana. Las cápsulas podrían comunicarse entre sí, así que se
acordó que la estrategia más adecuada sería dispersarse, de esta manera, ampliarían el
terreno explorado. Pocas esperanzas de sobrevivir tenían, así que la despedida fue corta y
fría.
— Cuando nos unimos a esta aventura sabíamos que las posibilidades de fracasar eran
muchas… — dijo Ura mientras se colocaba el casco. Una vez anclado y antes de conectar el
audio añadió para sí misma —…y me parece a mí que la muerte debe estar bastante arriba
en la escala de fracasos.

Cuando aterrizaron, por radio acordaron darse un plazo cuatro días para recorrer cada
uno la zona próxima a su cápsula, y entonces volver a comunicarse, con la confianza de
descubrir, quizá, qué había ocurrido con la Humanidad. Llegado el quinto día, ninguno de
ellos había encontrado ningún rastro de civilización, ni pista alguna sobre lo ocurrido, así
que, ante la falta de esperanzas, se desearon suerte y se despidieron con la certidumbre de
que no podrían sobrevivir mucho tiempo en solitario.
D decidió no abandonar la cápsula, por lo menos tendría donde resguardarse. Pasados
unos días se rindió, no estaba capacitada para sobrevivir por sí misma. Ya no tenía más
comida. Durante la siguiente noche decidió que por la mañana se dirigiría a un acantilado
que había descubierto durante sus exploraciones y pondría fin a su vida. Por algún motivo
que no llegaba a comprender pasó sus últimas horas hablándole a su madre y pensando en
Taro.
— ¿Cómo habrá sido su vida?, ¿cómo habría sido si no me hubiera marchado?
Estos pensamientos la mantuvieron serena hasta que consiguió conciliar el sueño.

Se despertó súbitamente, algo desagradable estaba soñando aunque no conseguía


recordar qué era. Salió de la cápsula y se puso en marcha. Cuando apenas llevaba unos
cincuenta metros recorridos entre los árboles, seis individuos la rodearon. Portaban largos
palos que levantaban apuntando hacia ella. No parecían amenazantes sino más bien
asustados. Vestían pieles e iban descalzos.
Ura no pudo contenerse y comenzó a llorar descontroladamente. Ignorando los palos
que la mantenían acorralada se acercó a una mujer que estaba a su derecha y la abrazó. La
mujer se mantuvo un momento inmóvil, pero en seguida le devolvió el abrazo. El resto de
individuos relajaron su actitud y se acercaron a ellas. Cuando consiguió tranquilizarse
mínimamente intentó comunicarse con ellos, sin embargo la lengua que hablaban le era
completamente ajena.
Mientras se dirigían hacía alguna parte, Ura esbozó una sonrisa. De todos los posibles
escenarios que había imaginado, nunca se le hubiese ocurrido que su misión a través del
tiempo se acabaría convirtiendo en un viaje al pasado. Volvió a pensar en Taro y su sonrisa
se convirtió en una sonora carcajada. Sus acompañantes la miraron y comenzaron a reírse
también. Al menos eso sí lo entendían. Era un buen comienzo.

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