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Ticio Escobar en Bs. As.

: “El arte es siempre


imagen y concepto; si alguno falla, entonces
hablamos de otra cosa”
Evelyn Marquez

hace 6 años
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Ticio Escobar, curador, profesor, crítico de arte y promotor cultural, estuvo en Buenos
Aires para curar y gestionar la recientemente inaugurada “Tekopora, Arte Indígena y
Popular del Paraguay”, una exposición que tiene lugar en el Museo Nacional de Bellas
Artes y que comprende alrededor de 215 obras provenientes del Museo del Barro de
Paraguay y de museos argentinos como el Museo de Arte Hispanoamericano Isaac
Fernández Blanco, Museo Pueyrredón de San Isidro, Museo de La Plata y Museo
Etnográfico Juan B. Ambrosetti, con piezas del siglo XVII a la actualidad.

Con motivo de su visita, ofreció una charla en el Centro Cultural Haroldo Conti, centrada
en la relación entre el arte popular y el arte contemporáneo, que compartimos a
continuación.

Me han pedido que conversásemos acerca de ciertas inesperadas coincidencias que existen
entre el arte contemporáneo y ciertas formas de arte popular e indígena, a partir de la
exposición que se está haciendo en el MNBA, trabajando con el guión del Museo del Barro.
Es un museo bastante particular que trenza el arte popular, el arte indígena y el arte erudito
de raíz ilustrada. La muestra que trajimos es sólo de arte popular e indígena porque
consideramos que la parte de arte ilustrado está bastante bien cubierta en el Museo de Bellas
Artes. Será una ocasión propicia para que se junten diferentes formas de arte, y que lo popular
pueda causar un cortocircuito, una interrupción, pero también que devele vínculos o permita
suponer diagramas con otros tipos de arte.

También el hecho de trabajar con una institución que opera sobre la articulación de formas
diversas de arte, con otra tradicional, centrada y que parte de un canon moderno de bellas
artes sujeto a un canon normativo académico, permite trabajar con los giros
interinstitucionales, los bucles que pueden armarse cuando una institución trabaja con otra.
En la conferencia de hoy, se me ocurrió trabajar de la siguiente manera, primero plantear con
cierta coincidencia contemporánea del arte popular o indígena con el arte contemporáneo
por una parte, y por otro trabajar a través de ciertas prácticas curatoriales. La ventaja de un
planteamiento curatorial es que permite delimitar claramente el concepto. La curaduría se
distingue fundamentalmente por ese momento de detección de cuál es el planteamiento
conceptual, cuál es el discurso de una exposición.

Desde el punto de vista de la modernidad, no se puede hablar de arte popular o arte indígena,
o si se puede, se hace con incomodidad y no entrando dentro los conceptos que delimitan la
teoría del arte. ¿Por qué? Porque el arte moderno fundamentalmente comienza con Kant,
cuando Kant habla de que el arte se define por su carácter autónomo, cuando la forma está
exenta de todo tipo de función, de todo tipo de utilidad, de toda pragmática, y es capaz de
autorreferirse a sí misma en un momento en el cual quede limpia de utilidades, el arte inútil.
Con Baumgarten comienza a usar la forma estética, pero con Kant termina de definirse ese
momento que supone que la forma superior de arte es aquella que no debe nada a ningún
otro planteamiento, discurso o función extraartística y pueda mirarse a sí misma. Ese
momento de autorreflexión es un momento importante dentro del concepto del arte, que
habría que ver en todo caso cómo se discute después la autonomía del arte sin perder tres
características del arte moderno o del arte de origen kantiano, porque Kant como todo gran
filósofo es capaz de condensar, formular y explicar complejamente todo ese paquete de
conceptos en torno al arte. Uno es la autorreflexión, la forma en que el arte se refiere a sí
mismo, reflexiona sobre sí, de ahí la ironía, que es una característica fundamental del arte,
que es cuando el arte puede tomar cierta distancia de sí y comentar sobre su propia forma.
Una pirueta donde la forma es mirada por si misma o es mirada desde algún momento del
arte que la permita ver como algo diferente a sí e incluso criticarla, es el concepto de la crítica.
El segundo es la negatividad, que no significa estrictamente la destrucción sino la puesta en
cuestión, la crítica misma, el arte negativo en cuanto instalo una pregunta sobre las cosas, la
pone en cuestión, y está tomando conciencia de sus límites. El arte que yo digo está sujeto al
análisis del entendimiento, sobre todo, la razón está un poco más allá. Kant analiza ese
momento y analizar supone revisar los límites, poner en cuestión, dudar, ese momento
fundamental de la estética kantiana.

Kant por un lado niega la posibilidad de toda forma de arte que no sea el arte occidental, que
prácticamente se dirige desde el siglo XVII, XVIII o XIX, quizás un poco del XX; el arte
solamente hecho en Occidente, sólo eso se incluye en la definición kantiana de una forma
autónoma. Cuando Kant lanza esa sentencia tan grave diciendo: “el arte es aquello que no
compromete a la forma con ningún tipo de función o situación extra artística”, está dando
como todo gran filósofo algunas salidas, medio en clave. Una es la “cosa en sí”. La cosa es
imposible de ser reducible al entendimiento, en todo caso podría vérselas con la razón, pero
no entraría dentro de lo comprensible, es una cosa que se niega a ser comprendida por el
entendimiento.

En segundo está el concepto de lo sublime. La forma es lo fundamental para Kant, lo sublime


es precisamente aquello que revienta la forma, que no hay forma capaz de contener
determinadas experiencias que él comienza asociando con la naturaleza, alguna tormenta
excesiva, algunas formas que son desmesuradas desde el punto de vista de la capacidad de
ser ordenadas formalmente y que entonces desarreglan un momento formal o que tienen
contenidos tan potentes, tan densos que no hay forma capaz de hacerse cargo de aquello y
terminan deshilachando la forma. Lo sublime es uno de los temas que más interesó y sigue
interesando al primer movimiento contemporáneo y al último posmodernismo. Lo sublime
resultó y sigue siendo atractivo como un concepto que es capaz de desarticular la autonomía
de la forma.

Esos conceptos, el concepto de lo negativo y el de lo sublime, abren la posibilidad de pensar


en formas que no sean estrictamente modernas y sean suficientemente autónomas,
encerradas en la propia circularidad de la forma como para pensar el mundo. Porque eso es
cierto, por más que el arte moderno se plantea estar encerrado en el círculo del lenguaje o de
la representación o de lo simbólico, obviamente está siendo ocupado por lo que pasa afuera.
Por eso el arte moderno, el arte de las vanguardias, está animado por una paradoja, está
preocupada por el rigor del lenguaje, la coherencia de los símbolos, el engranaje de sus
articulaciones formales y sintácticas, y por otra parte también aspira a una utopía. El arte
moderno es un arte utópico, quiere cambiar el mundo, quiere mejorarlo, quiere intervenir en
la historia y de hacerlo, es problemático a partir del puro reino de la forma, en la cual la forma
difícilmente se abra a la historia más que a partir de una vuelta sobre sí, como si el lenguaje
pudiera mirar la realidad a través de las mirillas de sus propias heridas que se hace al torcerse
sobre sí mismo, por espiar lo que pasa afuera y desde ahí intentar cambiarlo. Por eso las
proclamas, las propuestas modernas son tan importantes.

Dentro de ese panorama, otras formas de arte popular o indígena son formas que están
lastradas por fines cultuales, religiosos, políticos, utilitarios; están completamente apartadas.
Incluso puede haber una categoría, como por ejemplo la de artes menores o artes aplicadas,
tiene una función determinada pero también tiene un desarrollo formal suficientemente
potente como para que pueda hacerse cargo de esa forma, entonces pertenece a una categoría
secundaria, como artes aplicadas, diseño, la arquitectura, que tienen funciones pero que
también tienen formas suficientemente potentes como para que brillen en un momento o
tengan soluciones cercanas al modelo ideal de belleza, que es un modelo terminado por Hegel
que es equilibrio, es armonía, que es proporción entre las partes.

Me refiero al arte popular en un sentido amplio gramsciano, en el cual el arte es aquellas


formas o manifestaciones o expresiones producidas por sectores que se encuentran en
situación de marginación o por lo menos que no participan plenamente en lo social, político,
religioso, cultural, etc. No tienen una participación plena en el cuerpo social ni tienen un
acceso pleno en sus beneficios. Dentro de este concepto tan amplio entra el arte indígena;
entran no solamente formas de arte popular, rural o urbano, que son principalmente las que
yo trabajo, sino que también entra lo indígena. Son grupos que se mueven por fuera del
modelo hegemónico del arte. Si nosotros extremamos el concepto de lo contrahegemónico, el
concepto del “estar fuera”, de los sin parte, como diría Rancière, encontraríamos cuál es el
arte hegemónico de hoy. El arte hegemónico hoy es el arte global regido en clave del mercado.
Gran parte del arte contrahegemónico, del arte crítico es un arte que aunque circula por una
institucionalidad artística, es un arte que procura moverse fuera del sentido único que está
marcado por la hegemonía del mercado. Pretende conservar la posibilidad de oscurecer las
significaciones, mantener reservas de sentido suficientemente bien blindadas como para que
no puedan ser aplanadas, explicadas y transparentadas totalmente por la omnipotencia de la
razón ilustrada y como mantener en esos momentos de paradoja y de oscuridad con que
siempre ha soñado el arte.

No quiero entrar por ese lado porque también podría ser un argumento para acercar al arte
como arte contrahegemónico. Desde ese punto de vista, hay muchas formas de arte que se
plantean paralelamente a una institucionalidad hegemónica. No estoy hablando tanto del
circuito de galerías, bienales, sino sobre todo a no funcionar o reventar la estética del
mercado, cosa que es imposible, pero sí por lo menos remar en contra, hacer “remontaje”
como diría Didi Huberman, que permita replantear su posición. Pero eso lo dejo de lado.

En 1937 ocurre un cierto escándalo dentro del pensamiento, Walter Benjamin habla de la
“muerte del aura” y simplemente propone que un arte revolucionario, un arte nuevo sería el
que anulase la distancia aurática y señala específicamente, pone como ejemplo de distancia
aurática la cultual, la que usa en el culto. En un culto católico por ejemplo se mantiene una
distancia con respecto a la ostia, a la consagración, a ciertos misterios, etc. En todos los ritos
religiosos ocurre lo mismo, donde se guarda una distancia aunque sea escénica que separa el
objeto y permite un juego de mirada determinada que sería el aura, que es la capacidad de
deseo en la mirada que genera un objeto sustraído a su cercanía. Cuando uno ve demasiado
cerca algo, pierde ese misterio, se vuelve ordinario, pierde su excepcionalidad.
Benjamín parte de eso y lo lanza un poco irresponsablemente.
Digo irresponsablemente en el sentido de que no se hace mucho cargo de la gravedad de lo
que está diciendo. A mí me llama la atención que ese mismo, año, un poco antes de su muerte,
el también escribió “El narrador”, que es una obra bastante desconcertante porque él hace
una defensa total de la escritura aurática, de esa escritura que se sustrae a lo ordinario, que
es capaz de guardar recodos de misterios, que se transmite incluso tradicionalmente; cuando
él había cuestionado duramente toda la experiencia misma basada en la tradición. Entonces
es como si él mismo hiciera un contraalegato en una escena paralela en donde está dando
otro modelo. Esa narración se refiere precisamente al narrador popular, está hablando de la
cultura popular, la cual puede darse una experiencia (incluso bastante conservadora) a través
de una política consciente, una transmisión de arte donde por generación en generación se
va a transmitiendo un relato que mantiene un encanto, que mantiene una gracia, una ilusión,
etc. que es capaz de mantener el misterio, la poesía, la magia, el deseo y la palabra
transmitida. Eso es justamente el aura que está cuestionando.

Benjamin, admirador de muchos artistas y sobre todo de varios fotógrafos, saluda la


posibilidad que tienen algunas obras de volver la mirada, de devolverle la mirada a uno. Lacan
bastantes años después toma precisamente esa característica que tiene un objeto de no
solamente ser mirado sino de mirar, como una de las características del arte. El arte le mira
a uno, interpela mi subjetividad como señalando el espacio de la falta de uno. El arte necesita
actuar en un espacio interno, interno a la subjetividad. Es precisamente un orificio, en
términos metafóricos, donde me siento conmovido, una conmoción ante la obra, una mirada
casi molesta o perturbadora, en la cual en un momento el observador termina deponiendo la
mirada; por un instante el observador baja la mirada, que es un signo de sumisión ante el
poder aurático que tiene una obra.

Ese problema del aura ha desvelado a todos los pensadores de ese momento porque sobre
todo, en sus consecuencias, lo que él anuncia como gran pensador y profeta, es lo que se
comenzaría a llamar “la pérdida de autonomía” de la obra de arte. El sistema del arte ya no
se considera un circuito del significante puro, que tiene coherencia, que tiene articulación,
que tiene una cuestión sintáctica donde interesa mucho más cómo se van engranando los
signos, antes de los que están refiriendo esos signos. Esa distancia que permite que el lenguaje
pueda operar más allá de la realidad pragmática es lo que Benjamin está cuestionando. Ahí
comienza a plantearse un problema serio, en el fondo él está dando un golpe muy fuerte a la
estética. Desde los primeros pensadores sobre el arte, los antiguos, establecen una diferencia
entre la estética, que viene de la percepción, que viene de los sentidos, de las sensibilidades
y sensaciones que se tienen a través del contacto ya sea táctil, háptico, óptico con un objeto,
y que produce una determinada carga de emoción o de verdad, que eso ya sería lo poético.
Entonces la estética, que es perceptual, juega con colores, con formas, con sonidos, con
excitaciones retinianas y el contenido es aquello que hace a la verdad que compromete al
sentido, que produce una interferencia de significaciones, que produce un incremento de la
experiencia del mundo, pero que tiene un contenido determinado.

El arte contemporáneo comienza a privilegiar el contenido sobre la forma. Si el arte clásico


busca un equilibrio entre forma y contenido, el arte moderno es fundamentalmente un arte
que se basa, como dice Lacan, en la ”dictadura del significante”, o por lo menos la fuerza de
la forma en sí misma. El arte contemporáneo se preocupa por lo que pasa afuera de esa forma
y por los contenidos, la realidad, la historia, lo que pasa, las subjetividades, la antropología,
la filosofía, las estadísticas, todo en un momento determinado se vuelve contenido o materia
del arte.

En cierto sentido, podríamos decir que al arte clásico, al arte naturalista o al arte premoderno
le interesa sobre todo el momento de la referencia, es decir la relación de los signos con las
cosas, el momento referencial; al arte moderno le interesa la relación del signo, de la forma
consigo misma, cómo se articula la forma para en su movimiento producir chispas se
significación, pero desde su propia lógica de forma. Hay tres momentos: la semántica,
sintáctica y la pragmática, que es la preocupación sobre donde ocurre el nivel de
comunicación de signicidad, que es la realidad asociada a la historia. Al arte contemporáneo
le interesa mucho más la pragmática, le interesa cómo se usan los signos, quién entiende,
cómo se interpretan, cómo eso incide o no en la realidad, cómo se pueden leer desde el arte
cuestiones que tienen que ver con las dinámicas sociales, individuales, con problemas
filosóficos, antropológicos, etc.

La pregunta de Benjamin desencadena muchas interpretaciones, la primera es que Bertold


Brecht, que trabajó más que nadie con el distanciamiento y la integración del juego
sofisticadísimo con el tema del aura y la distancia. Él escribió en su diario que “vino a
almorzar Walter Benjamin a casa y salió con una cosa medio loca de la muerte del aura y no
le entendí nada”, lo ve como algo esotérico. Después es fácil interpretar, como todo gran
pensador que tiene la capacidad de perforar los estratos de la historia, el hecho que él estaba
anunciando, o estaba dando las primeras bases como para pensar la crisis de la autonomía
del arte. Gran parte de la modernidad se va definiendo por la capacidad que tienen sus
distintos espacios de ir rigiéndose por autonomía. Eso fue muy importante porque el arte
pudo deslindarse de lo religioso, de lo ético, de lo político y encontrar un terreno propio. Pero
aunque pueda estar transversalizado por la perspectiva de la ética o de política, el arte
moderno siempre mantiene un terreno propio, y desde eso puede ajustar una cantidad de
conquistas que ya no están pendientes de la voluntad del príncipe o del deseo de poder, etc.

Mientras el arte contemporáneo, al acusar la autonomía del arte, al recusarla y negarse a que
el arte pueda tener un terreno amurallado, un circuito cerrado, un puesto extramuros al que
solo hay que nombrar desde las fisuras o desde las fallas de su propio régimen, se produce un
problema que es lo que en un momento se llamó el “anesteticismo del arte”, el arte desconfía
de todo lo estético. Lo estético es copado por la cultura de mercado. Uno de los grandes sueños
de las vanguardias era estetizar la vida, que toda la vida estuviera planteado en términos
estéticos y lo consigue, pero lo consigue de la mano del mercado, no del pensamiento utópico,
político. Entonces el arte dice, “lo bello conciliado, que no deja resto ni falta, lo bello
tranquilizador, transparente ya ha sido cooptado por el mercado y no nos interesa. Nos
interesa trabajar los contenidos u otras formas que pudiesen dar cuenta de la pragmática
social, sus resultados, efectos, etc”.
Acá ocurre una paradoja fuerte, que si el arte se queda solamente con los contenidos, se
disuelve y no hay ya diferencia entre arte, antropología, filosofía, psicoanálisis, política,
subjetividades, toda la cuestión autobiográfica que fue tan fuerte en un momento, el cuerpo,
la memoria, los grandes temas que comenzaron a aflorar una vez roto ese cerco significante
que encerraba tanto al arte en sí mismo. Entonces se plantea un problema, porque si el arte
se olvida completamente de la forma, del significante o de la escena de la representación, de
lo que ocurre más allá de la representación, entonces se disuelve. Y se estuvo a punto de eso,
en un momento determinado uno iba a la Bienal de Kassel y encontraba puro diagrama con
archivos, ideas, conceptos, mapas y casi ninguna imagen. Y simplificando un poco las cosas,
el arte es dos cosas siempre: imagen y concepto. Tienen que existir esos dos momentos,
estamos constatando un hecho fenomenológicamente que se da en el arte sin el cual estamos
hablando de otra cosa y no está mal hablar de otra cosa, pero estamos hablando de arte. Si no
hay concepto o no hay imagen o falla alguno de esos dos elementos, entonces estamos ante
otro momento. El puro concepto, que podría conducir a la pérdida de la estética, es en cierto
sentido el viejo programa hegeliano, es el sueño de Hegel. Retrocedamos un poco y
recordemos que para Hegel, cuando habla de la muerte del arte, que es un tema que resuena
muchísimo de ahí en adelante, una amenaza inquietante. Hegel decía que no hay forma de
conocer la esencia sino a través de la apariencia. La apariencia es lo sensible, lo estético, en
última instancia, el reino del arte, lo que se muestra, lo que está, lo que aparece. Hegel dice
que las esencias son superiores, son lógicas, son trascendentales, son puras, pero solamente
se pueden manifestar a través del arte en cuanto apariencia. Entonces para él lo ideal sería
que el puro concepto encontrase un nivel de desarrollo tal en que no precisase ya de la imagen
y por sí solo tuviera una transparencia tal que se volviese accesible, sin ese mundo de la
apariencia que es siempre engañoso, tramposo, juega con sombras porque es y no es. Porque
si hay algo que caracteriza a la imagen es que muestra y oculta, y en ese juego adquiere su
poder.

Estuvo a punto de cumplirse esa profecía con el arte conceptual, un arte que privilegia el
concepto. Llegó un momento en que ya no era necesario mostrar imágenes porque si lo que
interesa es la propuesta, con que contemos la propuesta de una obra ya está, el resto ya es
secundario o casi descartable. Se llegó a lo que sería un idealismo platónico, nos quedaríamos
solamente con la idea y sin ninguna demostración o posibilidad de que eso ocurra
empíricamente.

La paradoja es la siguiente: si nosotros quitamos la estética, alejamos el arte del juego de la


mirada, entonces el arte se pierde, se termina. No podemos ya hablar de arte, vamos a hablar
de antropología, de filosofía; hagamos un buen discurso y contamos directamente lo que
queramos sin atravesar ese mundo tortuoso, perverso del simulacro de lo que es y no es y la
trampa, que es lo que también tiene la magia y la ilusión. Si nos quedamos con el mundo de
la pura forma, nos quedamos con un regreso reaccionario a la pura estética, en el cual nos
basamos en los valores formales del estilo, la armonía, el equilibrio, la proporción y aislados
del más allá de la forma, nos volveríamos a la forma prebenjaminiana o al aura.

Si sacrificamos la obra nos quedamos con el tema de la pérdida del deseo, que es
precisamente esa propensión, esa intención de agarrar aquello que se aleja, que no se tiene.
La mirada justamente busca la falta, aquello que no está y precisamente la poesía y el arte
trabajan la falta, ese espacio de nada, porque es una reserva de sentido donde pueden razonar
las significaciones establecidas y puede abrirse un margen para lo que fue dicho. Esa
capacidad la da la falta, que es el “señuelo de la mirada” dice Lacan, lo que hace que se atraiga
la mirada.

Lacan es posiblemente uno de los filósofos más difíciles que hay, pero tiene una gran ventaja,
él mismo da su clave y dice “la verdad es que lo más importante que yo dije y mi aporte
fundamental como pensador es el triple registro”. Agarrémonos del triple registro, si él
mismo facilita la cuestión. El primer registro lacaniano es relativamente simple, aunque
tenga consecuencias enormes, y es que existen 3 niveles, uno es el nivel del lenguaje, que es
el nivel del código, de lo establecido, de la convención, de la representación, básicamente el
orden simbólico y el orden de la cultura. Cada cosa tiene su nombre, también establecido y
estamos de acuerdo, el contrato social pertenece al orden simbólico. Lo real es simplemente
aquello que se define por negación, aquello que no puede ser alcanzado por el símbolo; esto
resulta muy inquietante porque hay una zona oscura, podemos hablar de un “real” en relación
a algo que no puede ser sujeto a fórmulas, a convenciones o a signo alguno que lo atrape.
Tiene mucho que ver con la cosa en sí kantiana, lo que no entra en el entendimiento, y muy
posiblemente Freud lo haya entendido en el sentido del inconsciente, que es justamente lo
que se resiste al lenguaje y la cura es aquella posibilidad de en algún punto cruzarse con una
posibilidad de linguistizar, perdón por el neologismo, un elemento renuente a su puesta en
sí. Esa cosa oscura que nosotros podemos pensar como lo que hay antes del nacimiento y
después de la muerte, los dioses, una naturaleza ignota, los miedos desconocidos, el terror, o
aquellas situaciones extremas humanas, la tortura, el amor, que tiene una cuestión que puede
ser nombrada incluso, pero el nombre se le cae enseguida, no da cuenta de la complejidad
que tiene. Podemos decir Dios, podemos decir la muerte, pero de ahí que tenga un concepto
de la muerte que se haga cargo de su densidad, de su oscuridad, es apenas nominar algo y que
se escapa enseguida

La representación, es lo que trata de hacer transparente y darle un signo o una imagen a la


cosa. El representarle es aquello que está más allá de la posibilidad de representar. Eso surgió
mucho con una cuestión que tiene que ver con este lugar, que es la discusión que había
levantado Adorno en su momento con el tema Auschwitz y posteriormente toda la enorme
discusión que hubo en filosofía y que sigue habiendo hasta ahora de lo irrepresentable, hasta
qué punto se puede hablar de situaciones absolutamente abrumadoras, últimas o totalmente
inhumanas que no tienen nombre, lo que no tiene nombre es precisamente lo real. Y hay
opiniones divididas. Citando a Lyotard es simplemente lo innombrable, y hay otros como Didi
Huberman que dice que “si Adorno decía que después del arte no puede haber poesía, pues
yo creo que lo único que puede haber es justamente la poesía, porque la poesía es lo que
permite que pueda nombrarse algo desde su falta esencial”.

Aquí permítanme citar de nuevo a Lacan, que dice que si lo simbólico es lo expresable, lo
puesto en lenguaje, lo real es lo no puesto en lenguaje que retorna siempre. Lo imaginario
son las imágenes, las ficciones, las ilusiones, que no es que puedan transparentar, mostrar,
explicar o permitir comprender lo real, pero sí dar iluminaciones, diría Benjamin,
o relámpagos, diría Hannah Arendt, o formas rápidas de intuir, de vislumbrar. Rápidamente
mirando ese foso hosco, insondable y abrumador que es lo real, y el arte tiene una
desesperación por nombrar lo real. Por eso el arte está en el límite de la cultura; la cultura
pone ordenadamente los cartelitos, “esto significa tal cosa”, “esta pipa es una pipa”. El arte es
justamente lo que cambia los carteles y pone la duda, por eso es perturbador e inquietante,
porque impide que una cultura y el orden de la significación descanse sobre sí mismo, con
nombres fijos, está incordiando y jorobando siempre haciendo dudar, diciendo “Este
mingitorio no es un mingitorio, es una obra”. Está haciendo dudar de los nombres estables y
se ubica en el borde de la representación, porque está tratando de decir lo imposible siempre,
como la política en cierto sentido debería hacer y formar un orden utópico, a partir de ese
nombrar.

Lo real no es lo imposible pero si lo inaccesible a un discurso programado. Entonces


Lacan muestra una cosa que ya se venía manejando y que Shakespeare mismo ya sugería,
que aquello que es insondable va a ser cubierto por el velo de la ilusión. Él cita directamente
a Shakespeare cuando dice eso sobre lo que en los cuadros no se puede hablar; pero no es
que no se puede hablar por una previsión ética, ontológica, no se puede decir porque no tiene
palabras. Y que aquello, si no puede ser puesto en palabras o en fórmula, sea imaginado, la

imaginación dice y no dice, muestra y no muestra.

El problema que se le plantea al arte es la duda de si se tira a los contenidos o se tira a la


forma. Regreso un poco antes para una figura también kantiana, para decir que Kant también
dio una salida de emergencia, sin la cual quizás no hubiera tenido la importancia que tiene,
si se quedaba sólo con el concepto de arte como consumación de la forma y no admisión de
ninguna otra adherencia, la “pulcritud de adherencia” dice, aquello que no tiene ninguna
adherencia. El nombra al pasar una pregunta que es bastante complicada y que
aparentemente no corresponde al discurso kantiano, que es decir, el marco, ¿forma o no parte
de la obra de arte? él dice que sí y no, forma y no forma parte, porque no es lo mismo que a
una obra se le ponga un marco negro que uno dorado, y no digamos ya morado o verde loro,
o un passpartout dorado. Y si lo que rodea a la obra es el passpartout o el marco, lo es también
la pared; no es lo mismo un cuadro puesto sobre una pared blanca o morada. El cubo blanco
lo que trataba es precisamente borrar absolutamente toda interferencia espacial que hiciese
acordar que existe un espacio afuera del cuadro, visto desde la modernidad, mientras no hay
formas de intervención con los cuales el arte pueda dialogar con su contexto y contaminarse
con sus espacios, sino constituirse en su propio diálogo con el espacio, como el site especific.

Él dice que “es y no es”, algo rarísimo y que es tomado ávidamente por Derrida, que adora
precisamente ese “es y no es”, que es un indecidible. Ese tercer lugar que es y no es permite
decir a Derrida, “es y no es, según la circunstancia”, entonces decir eso es como poner la
contingencia, es parte o no es parte, interviene o no depende del momento y del lugar. Pero
casi toda la obra hoy se define de acuerdo no sólo a un site especific, sino a un time especific,
a una situación, a un tiempo; es arte contingente, coyuntural y en ese momento no es lo
mismo una obra puesta en la ESMA que fuera, no es lo mismo. Arrasa todas las connotaciones
que tiene el lugar y tiene un estatuto histórico, coyuntural, contingente demasiado fuerte, no
se puede decir que es aséptico en torno al espacio que lo habita. Entonces, hay un margen de
indefinición que permite jugar con la posibilidad. Yo imagino un marco incompleto, como si
en un cuadro hubiera solamente tres marcos o tuviera un marco con línea de puntos que
dejase filtrar la realidad, pero que hubiese un momento de forma. El arte necesita siempre un
momento de forma, en el cual se detiene la precipitación de la imagen, la visualidad, ante la
mirada y se congela, se petrifica por un instante que está fuera del tiempo. Por un instante la
mirada tiene que batirse con eso en términos conflictivos; después puede seguir, puede
moverse, pero tiene que haber un mínimo de forma estética, y digo estética porque es ante la
mirada o ante cualquiera de los sentidos, para provocar un movimiento para provocar
sentido. Es un juego de palabras, uno puede definir el arte diciendo que es un juego con los
sentidos para incrementar sentido, para incrementar un punto de verdad, de resonancias,
de significaciones que impiden una sobresignificación. Es tarea del arte hacerlo, precisa de
un momento de comparecencia ante la mirada. La mirada lo convoca y hay un juego de
seducción o de conquista, de coqueteo con la mirada con el arte, en el cual se gana, se pierde
o no pasa nada, pero hay un momento que se detiene ante eso y en el arte ese momento de
forma es indispensable porque si no nos quedaríamos con puros contenidos

Ahí tenemos una coincidencia con el arte popular indígena, donde lo que se hace es todo el
tiempo trazar estrategias para que la belleza esté al servicio de la magia, de la religión, del
puro ornamento, de fines mágicos propiciatorios, de cuestiones que tienen que ver con el uso
comunitario que se hace de algo. Entonces la idea del límite resulta fundamental, porque hay
un límite que está separando el adentro y el afuera, lo que es importante porque si no, no
existiría un terreno propio del arte si no tuviera algo propio; pero ese límite es poroso y está
continuamente atravesado de ida y vuelta por una serie de cuestiones. Nunca se cierra la
esfera totalmente, siempre están entrando y saliendo; hay un tráfico continuo y hay un
indecidible. El término que introduce Derrida de “indecidible” es muy interesante porque
está cuestionando la posibilidad de que haya algo con un límite fijo y absoluto, se está
oponiendo a un concepto metafísico de cualquier objeto, que no pueda ser cambiado en su
significación y que tenga predefinido de manera anterior a la propia historia su ser. En
cambio lo indecidible se refiere a que depende de cada situación. No es que no se puede
decidir, se puede decidir, esto es una pipa, esto es un mingitorio, pero esa decisión, primero
no viene de afuera, de un trascendental, de Dios, de la historia de un absoluto o delo que
fuere, sino que se decide en situación. Y segundo, no es inmutable, absoluto, puede ser
cambiado depende la circunstancia.

En ese momento, el arte indígena o el arte popular o todas las formas que apelan a la belleza
y hacen de la belleza un instrumento para reforzar o provocar otro tipo de significaciones, en
ese caso sí hay una coincidencia con lo contemporáneo, eso es un gesto contemporáneo,
basado en una operación del límite.

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