Está en la página 1de 4

Análisis crítico sobre el contexto generado por la crisis social del COVID-19 en

España

 
Desde que estalló la epidemia por el COVID-19, los acontecimientos se suceden
con tanta rapidez que no nos da tiempo a pensar sobre su alcance. Es la primera
gran epidemia mundial que se sigue en directo y por streaming: la información
llega de tantos frentes y es tan voluminosa que no podemos asimilarla. Bulos y
contrabulos circulan por las redes sociales y medios de comunicación sin ningún
tipo de criba, minando nuestra credibilidad. Lo que ahora es cierto, en unas horas
deja de serlo. Los comunicados e instrucciones de las autoridades sanitarias y de
los gerentes se suceden con un paroxismo inaudito. Sin quererlo, nos hemos
contagiado por esta epidemia de miedo, incertidumbre y confusión, y trasladamos
esta angustia a nuestros y nuestras pacientes y compañeros y compañeras de
trabajo. No recibimos una noticia buena, todo nuestro input reafirma un estado
mental de alerta continua que enerva nuestros ánimos y reduce nuestra capacidad
de respuesta.
 
La pandemia por el COVID-19 está poniendo en jaque a todo el sistema sanitario,
a toda la sociedad entera y a cada uno de nosotros. Sin embargo, si nos
abstraemos de este funesto panorama y miramos los acontecimientos con ojos
curiosos, podemos concluir que la epidemia y la respuesta desigual y dispar de las
naciones va a suponer el mayor experimento social de la historia reciente de la
humanidad sobre el efecto de las pandemias. A pesar de que la respuesta de los
países está siendo tan diferente, hay algunos elementos comunes desde que esta
crisis explotó: alrededor de ella se está construyendo un relato biologicista, con
una retórica belicista y la solución ofrecida está siendo principalmente hospital
centrista.
 
En cuestión de tan solo un fin de semana, lo que el fatídico viernes 13 de marzo
venía a ser un día normal de consulta en miles de centros de Atención Primaria
(AP) en España, de repente, ha dado un giro radical. La AP entera, tal y como la
conocemos, ha quedado en suspenso. Nuestros y nuestras pacientes no saben
qué hacer ni a dónde acudir. Nosotros nos sentimos desubicados. La sociedad
espera de los y las profesionales sanitarios actitudes dignas de superhéroes, pero
solo somos personas y nos sentimos vulnerables. Los valores de la AP
(longitudinalidad, accesibilidad, coordinación, integralidad, continuidad asistencial,
resolutividad) están en entredicho1.
 
Sin embargo, la AP está demostrando muchas cosas en esta crisis del COVID-19.
La primera, nuestra espectacular capacidad de respuesta. Desde el aterrizaje de
la epidemia en España, los y las médicas de familia hemos sido los primeros en
detectar casos, asegurar cuarentenas y detectar potenciales complicaciones. Y la
segunda, nuestra capacidad de cuidado. Sin salir de los territorios que habitan, las
personas han tenido al otro lado del teléfono una voz cercana que les tranquilice o
les movilice, que les reafirme en su buen hacer durante este período excepcional
que vivimos. Nadie más se está acercando a las casas y las calles como nosotros.
 
Hace apenas 15 meses, la AP estaba en pie de guerra. Hartos del olvido
institucional, la falta de recursos y de personal, en todos los rincones de la
geografía se sucedían protestas donde todos los compañeros y compañeras
recobramos la unidad y la energía que desde hacía más de una década parecía
adormilada. El tiempo ha ido pasando, la falta de respuesta a las reivindicaciones
ha llevado a la AP a su enésima revuelta fallida y la desilusión de nuevo campa a
sus anchas. Y en este contexto, nos vemos con otra prueba de fuego que va a
sacar lo mejor y lo peor de nosotros mismos y de nuestra sociedad.

Oportunidades para sobreponernos a la crisis

 
No todo van a ser malas noticias. La AP tiene una serie de cualidades que la
hacen primordial para afrontar el enorme reto que está suponiendo la pandemia
por el COVID-19. Igualmente, la AP se deberá reinventar en muchos aspectos y
sacar lo mejor de sí misma para recobrar el sentido que ahora parece haber
perdido por momentos en mitad de esta tormenta.
 
La ciudadanía está mostrando desde el inicio del estado de alerta un nivel de
madurez y de autorresponsabilidad mucho más elevada de la que presuponíamos.
Las personas y sus familias están absorbiendo en estos tiempos la mayoría de las
necesidades en salud, derivadas del aislamiento domiciliario por presentar
síntomas relacionados con el coronavirus o por otros problemas de salud. Son los
propios pacientes los que nos informan de su estado de salud cuando
contactamos con ellos telefónicamente, y han adquirido una responsabilidad
elevada al tomar partido en la supervisión de su evolución. Quizá ahora adquiere
mayor relieve que nunca tomar conciencia del valor de una de las características
esenciales de la AP: que, en definitiva, depende de la interacción entre personas
(paciente y su familia por un lado, personal médico y de enfermería y otros
profesionales de la AP por otro). Personas a las que une un vínculo, un
compromiso y un conocimiento mutuo.
 
Durante esta crisis, se está revelando como un elemento esencial la actividad
clínica no presencial. Probablemente, cuando todo vuelva a su normalidad,
muchos y muchas dedicaremos una buena parte de nuestra agenda a seguir
ampliando esta forma de mantener la relación con nuestros y nuestras pacientes.
La mayoría de los contactos están siendo consultas telefónicas. Descubrimos que
el teléfono puede ser frío, pero la voz puede resultar cálida. Y también nos
estamos sacudiendo nuestros prejuicios, explorando nuevos canales de
comunicación, como las videoconsultas con pacientes y las e-consultas con los
compañeros del segundo nivel asistencial. Aún queda la asignatura pendiente de
reducir la brecha digital, sobre todo en el ámbito rural y con colectivos socialmente
excluidos o que presentan barreras de acceso a las tecnologías de la información.
 
En el seguimiento telemático con nuestros pacientes, adquiere un valor intangible
fundamental que ese contacto no lo haga cualquier profesional, sino uno de
referencia, que conozca el estado basal de esa persona, que confíe en las propias
herramientas del paciente para valorar su propio estado de salud, y que llegue con
facilidad a acuerdos aceptados para hacer frente a cada contingencia 3. Por
ejemplo, ante la ausencia de herramientas que hayan demostrado su validez para
valorar telemáticamente la disnea, lo que más valor tiene es la propia valoración
del paciente (muchas veces menospreciada por la arrogancia de una medicina
que persigue obsesivamente la «objetividad») y la estimación de un profesional de
confianza y perdurable en el tiempo4. Pero es que, además, en los contactos con
nuestros y nuestras pacientes seguimos haciendo lo que mejor se nos da, que es
escuchar, contener, tranquilizar, templar y actuar, según requiera cada instante5.
 
Precisamente, en una situación de estrés como la actual, en vez de acudir todos,
con afán solidario, al mismo sitio intentando ser útiles, lo que demuestra ser más
práctico es que cada uno haga lo que mejor sabe hacer. Con organización,
espíritu de cooperación y solidaridad. Se trata de hacer lo que siempre hemos
hecho bien, pero ahora, con más esmero si cabe. Midiendo nuestras fuerzas,
sabiendo que la situación va a ser larga, y que el precio y esfuerzo que deberemos
emplear todos serán elevados. Los y las profesionales de la AP sabemos como
nadie trabajar bajo presión, en situaciones de caos, en ausencia de liderazgo
institucional y en condiciones clínicas de alta incertidumbre. Así, descubriremos
que nos une con nuestros compañeros y compañeras mucho más de lo que
pensábamos, y que todos y cada uno de nosotros puede hacer por el equipo más
de lo que habitualmente hacía. Todos y todas podemos sacar provecho de la
necesidad. En tiempos de crisis, inevitablemente se reorganizan nuestras
prioridades y valores, tanto a nivel profesional como personal.
 
Dado que la sanidad se ha declarado en servicios mínimos y se ha estrechado la
posibilidad de contar con el segundo nivel asistencial, es una ocasión para
aumentar nuestra capacidad resolutiva. Nos vemos necesitados de fiarnos de
nuestras manos, de nuestros oídos y de nuestros instrumentales básicos de
exploración. Con ello, podríamos reducir nuestra dependencia de las pruebas
complementarias.
 
También es hora de que las administraciones hagan una apuesta clara por
simplificar los trámites burocráticos que tanto lastran nuestro día a día y nos
despersonalizan. Dichos cambios no deberían ser coyunturales sino perdurables,
puesto que así ayudarían a liberar un tiempo de oro necesario para, en primera
instancia, afrontar ahora la pandemia, y, más adelante, rehabilitar a todos los
damnificados a su vuelta a la actividad normal y reconstruir el sistema sanitario.
Entre todos y todas, ciudadanos, políticos y profesionales sanitarios, deberíamos
hacer un esfuerzo importante en despojarnos de todos aquellos servicios y
actividades sanitarias que aportan escaso valor en salud. La sociedad entera tiene
que tomar partido por la valoración de nuestro sistema de salud y ayudar a hacerlo
más sostenible.
 
En numerosas ocasiones, nos veremos en la tesitura de ampliar nuestro espectro
de actividades y técnicas de atención domiciliaria, y de adquirir mayor implicación
en la atención al final de la vida. También deberemos asumir mayor coordinación y
responsabilidad en la atención a las personas que viven en residencias
sociosanitarias. A nivel profesional, puede ser una forma de recuperar ámbitos de
trabajo que, en algunos territorios y desde hace unos años, se han dejado caer en
manos del segundo nivel asistencial u otro tipo de dispositivos sanitarios. Este
enfoque no solo ayudaría a aliviar la carga de hospitalización, sino que puede ser
un instrumento imprescindible para disminuir la expansión de la epidemia,
reduciendo al mismo tiempo la posibilidad de contagios entre nosotros, como
contraposición a otros modelos que propician las «concentraciones» de
profesionales sanitarios6,7.
 
Aun siendo conscientes de lo que esto supone, muchos de nosotros acabaremos
obligados por nuestros jefes, o lo haremos de manera voluntaria, a ejercer tareas
clínicas en hospitales de campaña, en residencias sociosanitarias y reforzando
servicios hospitalarios. Todo ello va a suponer un reto importante: salir de nuestra
zona de confort nos forzará a sacar lo mejor de nosotros mismos y será una buena
coyuntura para crecer profesionalmente. Hagámoslo con la mayor dignidad
posible, sin dejar de lado nuestro valor y valía, sin olvidar lo que somos. Con
coraje y humanidad, pero también asumiendo nuestra propia vulnerabilidad,
nuestros límites.
 
Por tanto, el contexto actual es ideal para poder desarrollar una «nueva vieja
forma de hacer clínica»8: reducir nuestra carga burocrática y de actividad
superflua, mejorar nuestras artes en la exploración y la anamnesis, explorar
nuevas formas de comunicarnos con nuestros y nuestras pacientes y nuestras
compañeras y compañeros, ampliar nuestras competencias y capacidad
resolutiva, extremar las medidas de seguridad e higiene (manos, consultas,
hábitos de exploración) en el trabajo, etc. ¿No es así como debería ser siempre?
Que esto termine siendo así no depende solo de nosotros, pero por nosotros que
no quede...
 
La crisis por el COVID-19 debe ser el acicate necesario para reforzar el papel de
la AP en la salud pública9. También, cómo no, en la gestión de las crisis
epidémicas, donde nuestra especialidad tiene un rol primordial en todas las fases:
prevención, respuesta, contención, mitigación y recuperación. La AP también debe
desempeñar un papel de privilegio para construir conocimiento sobre cómo se ha
manejado esta crisis sanitaria y cómo afrontar los retos futuros.
 
La AP ha demostrado en todo el mundo su utilidad como elemento de cohesión
social y en la lucha por conseguir la equidad en salud. Por tanto, cuando todo esto
acabe, seremos los primeros en estar al lado de los más vulnerables y de los que
hayan acusado en mayor medida esta crisis. Pero también, las clases más
favorecidas deberán comprender que no todo en esta epidemia habrá sido «salvar
vidas», y que de esta crisis no se habrá salido solo a golpe de respiradores y
hospitales de campaña. Entonces será el momento de volver a agitar la conciencia
social en pos de la urgencia de potenciar nuestro sistema público de salud y afinar
los instrumentos de salud pública que estén al servicio del bien común y no solo
para satisfacer necesidades individuales. Habrá que reivindicar que el acceso
universal a la AP es esencial, también, en casos de emergencia sanitaria, y su
infraestructura, crucial para su contención. Una AP de calidad es la base de un
sistema sanitario sólido, y sigue siendo, asimismo,  la mejor arma contra futuras
epidemias.
 
Por último, la situación que vivimos en la actualidad, nos ofrece la oportunidad de
trabajar codo con codo con la comunidad; de igual a igual, con coordinación,
información y transparencia, respeto y compromiso. Con los servicios sociales de
base, cuidadoras formales e informales de ayuda a la dependencia, oficinas de
farmacia, asociaciones, ayuntamientos, residencias y hogares del jubilado, e
incluso con las fuerzas de seguridad y las empresas. Es un momento idóneo para
fortalecer los lazos con la comunidad y potenciar la posición de liderazgo de la AP
en lo que compete a temas relacionados con la salud comunitaria. También es
momento de redefinir el significado de lo que hoy en día es «comunidad»: la
comunidad no son solo las estructuras formales, se palpa en el aire, se vive en las
calles, aflora cuando se necesita. Se organiza de manera espontánea si hace
falta. Improvisa, actúa, sin pensar en protocolos ni se planifica a través de una
cadena de mando. Simplemente, echa mano de dos herramientas básicas, que, a
base de no usarlas, parecían oxidadas: la imaginación y la solidaridad.
 

También podría gustarte