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René Girard

Shakespeare
Los fuegos de la envidia

Traducción de Joaquín Jordá

EDITORIAL ANAGRAMA
BARCELONA
Título d e la e d i c i ó n or ig in al :
Shakespeare. Les feux de l’envie
© Éditions Grasset & Fasquelle
París, 1990

P u b li c a d o c o n la a y u d a d e l Mi ni st e ri o f r a n c é s de la Cult ura
y la C o m u n i c a c i ó n

Po r t a da :
Julio Vivas
Ilustración: cubierta del catálogo para la exposición de Nueva York
Posters b y Cassandre, Cassandre, 1936, Museo de Arte Moderno,
Nueva York. © VEGAP, Barcelona, 1995

© EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 1995


Pedro de la Creu, 58
08034 Barcelona

ISBN: 84-339-1396-4
Depósito Legal: B. 32836-1995

Printed in Spain

Libergraf, S.L., Constitució, 19, 08014 Barcelona


INTRODUCCIÓN

Quienquiera que proponga un nuevo libro sobre Shakespeare,


cuando miles de estudios sobre este autor llenan las estanterías de las
bibliotecas, debe comenzar por abundar en excusas. La mía será la más
banal: la de un amor irreprimible por su teatro. M entiría, sin embargo,
si mostrara un sentimiento tan gratuito y desencarnado como reco­
mienda Emmanuel Kant en sus textos sobre la estética.
Mi trabajo sobre Shakespeare es inseparable de todos mis trabajos
anteriores, comenzando por el estudio que dediqué a cinco novelistas
europeos.1 Consagraba a estos autores un amor tan equivalente y tan
imparcialmente repartido que, en mi feliz ignorancia de la moda litera­
ria, que exige siempre que un crítico se entregue a lo que sus escritores
predilectos tienen de «singular», de «único», de «incomparable» (que­
dando cada uno de ellos, por consiguiente, completamente aislado de
los demás), yo apostaba a favor de la idea de que, mis cinco novelistas
tenían algo esencial en común. Creí efectuar, mientras tanto, un descu­
brimiento y le di el nombre de deseo mimético.
Cuando pensamos en manifestaciones en las que la imitación puede
desempeñar un papel, pensamos inmediatamente en el vestido, en las
manías, en las expresiones del rostro, en la manera de hablar, en la in­
terpretación de un actor de teatro, en la creación artística, etc., pero ja­
más tomamos en consideración el deseo. Consecuencia de ello es que
la imitación existente en la vida social parece reducirse a la reproduc­
ción en masa de un pequeño número de modelos, con el único resul­
tado del gregarismo y de un insípido conformismo.
V>i la imitación está presente también en el deseo^ si contamina
nuestras ganas de adquirir y de poseer, entonces esta manera de ver,
sin tener que ser siempre falsa, muy al contrario, apenas roza lo esen­
cial. La imitación no se lim ita a aproximar a las personas; las sepa­

1. M e n s o n g e r o m a n t i q u e et v e r i t é r o m a n es q u e , Grasset, 1961 (M e n t i r a r o m á n ­
tica y v e r d a d n o v e l e s c a , Anagrama, 1985).

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ra, y la paradoja está en que puede hacer ambas cosas a la vez. Es tan
poderoso lo que une a unos seres que experimentan los mismos deseos
que su amistad permanece indefectible mientras puedan compartir lo
que desean conjuntamente. Se convierte, por el contrario, en odio
inexpiable, en cuanto eso ya no les resulta posible.
Entre la concordia y la discordia existe una perfecta continuidad
que se revela tan fundamental en Shakespeare como en los trágicos
griegos y que constituye una fuente inagotable de paradojas poéticas..Si
quieren que su obra sobreviva a lo efímero de las modas.* los dramatur­
gos, al igual que los novelistas, están obligados a descubrir esa fuente
esencial de los conflictos humanos que es la rivalidad mimética, sin es­
perar la menor ayuda de filósofos, moralistas, historiadores y psicólo­
gos, que guardan sobre el tema un silencio unánime.
•Shakespeare descubrió tan rápidamente la realidad del fenómeno
que su manera de abordarlo, por lo menos en las obras primerizas, nos
parece juvenil, por no decir caricaturesca. En La violación de Lucrecia,
el futuro violador, contrariamente al Tarquino presentado por Tito Li-
vio en su historia de Roma, decide violar a una mujer a la que, en rea­
lidad, jamás ha visto. No sabe a qué se parece su víctim a y sólo se
siente atraído por ella en virtud del elogio excesivo que su marido ha
hecho de su belleza.
Tengo la sensación de que Shakespeare escribió esa escena justo
después de haber descubierto el deseo mimético. Se sentía tan ufano de
su descubrimiento, tan impaciente por subrayar la paradoja fundamen­
tal que encierra, que crea inmediatamente esa monstruosidad, algo des­
concertante en una obra literaria pero en absoluto increíble: una viola­
ción a ciegas.
A los estudiosos de nuestra época ese poema les gusta poco. En
cuanto a Shakespeare, no tardó en entender que agitar el deseo mimé-
tico ante las narices del público no es la manera más segura de conocer
el éxito...., cosa que aparentemente yo no he llegado a entender nunca.
A Shakespeare le bastó muy poco tiempo para hacer más sutil, insi­
diosa y compleja su manera de tratar el deseo, pero, con una constancia
a menudo próxima a la obsesión, y que no implica ninguna ilusión de
ominisciencia, muy al contrario, jamás se apartó de la concepción m i­
mética que de él se había formado.
Shakespeare puede ser tan explícito como algunos de nosotros res­
pecto al deseo mimético y tiene para ello su propio vocabulario, 'sufi­
cientemente próximo al nuestro como para permitir una identificación
inmediata. Habla de deseo sugerido, de sugestión, de deseo celoso, de deseo
emulador, etc., pero la palabra capital es envidia, empleada a solas o en
expresiones compuestas como deseo envidioso, em u la ci ó n envidiosa, etc.
Al igual que el deseo mimético, la envidia subordina el algo de­
seado al alg ui e n que mantiene con ese algo una relación privilegiada.
La envidia ansia esa superioridad de ser que ni el a lg ui en ni el algo por
si solos, y sí exclusivamente la conjunción de amfcos, parecen poseer.
La envidia expresa involuntariamente una carencia de ser que aver­
güenza al envidioso, sobre todo después de la aparición del orgullo me-
tafísico en la época del Renacimiento. Esta es la razón de que la envi­
dia sea el pecado más difícil de confesar, y el más extendida
Se proclama con frecuencia que ninguna palabra puede ya escanda­
lizarnos, pero ¿ocurre así con la palabra «envidia»? Nuestra supuesta­
mente insaciable sed de transgresión retrocede ante la envidia. Las cul­
turas primitivas la temen y la reprimen hasta el punto de que carecen
de vocablo para expresarla. Nosotros tenemos uno pero apenas lo utili­
zamos, y ello tiene sin duda algún significado. Hay numerosas acciones
o actitudes generadoras de envidia que ya no prohibimos, pero relega­
mos al ostracismo todo lo que sea susceptible de recordarnos su presen­
cia entre nosotros.
Se dice que la importancia de los fenómenos psíquicos es propor­
cional a la resistencia que oponen a su revelación. Si aplicamos esta re­
gla a la envidia así como a lo que el psicoanálisis designa con el nom­
bre de inhibido, ¿cuál de los dos, la envidia o su inhibición, puede
aspirar más legítimamente al título del secreto mejor protegido?
¿Quién sabe si la acogida no siempre desfavorable que ha recibido
el deseo mimético en los medios universitarios no se deberá en parte a
su capacidad de funcionar como máscara o sucedáneo, y no como reve­
lación explícita, de lo que Shakespeare denomina envidia? A fin de
evitar cualquier malentendido, he mantenido para el título de esta obra
la palabra tradicional, la palabra provocadora, la más dura e impopular,
la palabra del propio Shakespeare, la palabra envidia.

¿Equivale esto a decir que la expresión «deseo mimético» ya es inú­


til y redundante? En absoluto, pues si bien toda envidia es mimética,
no es cierto que cualquier deseo mimético proceda de la envidia. Para
hacer manifiesta la prodigiosa matriz de producir formas que es la im i­
tación en el deseo bajo la pluma de Shakespeare, hay que tener en
cuenta todas sus modalidades.
Los que se alzan contra el deseo mimético alegando que su «reduc-
cionismo» empobrecería la literatura se confunden respecto a su natu­
raleza: sólo lo ven como un artefacto conceptual restrictivo que genera
un contenido limitado. El propio Shakespeare responde a esta objeción
dando el nombre de Proteo, dios griego de las metamorfosis, al perso­
naje que encarna más que cualquier otro el deseo mimético en Los
dos hidalgos de Verona. Esa obra de juventud no consigue extraer

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de ese nombre todas las prolongaciones potenciales que contiene, pero
en sus obras maestras cómicas, comenzando por El su eño de un a noche
de ver ano, un prodigio de sutileza y habilidad, la calidad «proteiforme»
del deseo mimético se afirma con una riqueza incomparable.
El objetivo de esta obra es demostrar que cuanto más profundiza un
crítico la teoría mimética, más penetrante se hace su mirada respecto al
texto shakespeariano. La mayor parte de las personas estima imposible
una reconciliación tal entre crítica práctica y crítica teórica. El reto de
este libro es demostrar que se equivocan. Todas las teorías no son equi­
valentes respecto a la producción shakespeariana: ésta obedece a los
mismos principios miméticos que mis propios análisis y eso es algo que
siempre podremos comprobar pues obedece a tales principios d e m a ­
ne ra explícita: ella misma proclama esa obediencia.
En sus comedias, Shakespeare define frecuentemente el deseo m i­
mético como tributario de la elec ción de los amigos, ama r lo que elige n
otros ojos, amor de oídas, etc. Tiene una manera propia de teorizar la
mimesis, una manera inimitable, a la vez insolente y discreta, a veces
incluso indirecta u oculta (jamás olvida que la verdad mimética es im ­
popular), pero la evidencia cómica estalla de manera irresistible
cuando se posee la llave que en ese ámbito abre todas las cerraduras.
Esa llave, repito, no es la vieja llave maestra del «mimetismo realista»
—una mimesis estética supuestamente independiente y que ha sido am­
putada de su dimensión conflictiva—. En Shakespeare, el arte se lleva
pésimamente con esa especie venenosa de imitación llamada rivalidad
mimética.
En su acepción habitual, el término interpretac ión describe insufi­
cientemente la naturaleza de la tarea que me he impuesto. Es más ele­
mental. Yo intento leer la letra de un texto que, en relación con varias
nociones esenciales de la literatura teatral, jamás ha sido descifrado: las
nociones de deseo, conflicto, violencia, sacrificio.
El disfrute que me ha proporcionado este libro tiene que ver con
los incesantes descubrimientos textuales que permite el enfoque neo-
mimético. El teatro de Shakespeare es más cómico de lo que se supone
y mucho más próximo a nuestras actitudes contemporáneas de lo que
jamás se ha sospechado. Es un error creer que sus intenciones son im ­
posibles de recuperar o de restituir. A partir de la aparición ya antigua
de la nueva crítica, el ne w-criticism angloamericano, los comentaristas
han tomado el partido de descalificar las intenciones de los poetas
como algo inaccesible, e incluso inesencial. Tratándose del teatro, esta
actitud es desastrosa. En el momento de escribir, un autor de comedias
tiene en mente unos efectos cómicos que es indispensable entender si se
quiere escenificar su texto de manera eficaz.
El enfoque mimético permite resolver los «problemas» de muchas

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obras bautizadas «problem plays» por los críticos de lengua inglesa y las in­
terpretaciones que de ellas propongo me parecen bastante nuevas. Es el
caso muy especialmente de El s ue ño de u n a noche de verano, Mucho ruido
p o r nada, J u l i o Ce'sar, El m e r c a d e r de Venecia, Noche de Epifanía, Troilo y
Cressida, Hamlet, El rey Lear, Cuento de invier no y La tempestad.
Este enfoque revela la unidad dramática del teatro de Shakespeare y
su continuidad temática; pone también en evidencia importantes varia­
ciones en su visión de las cosas, una historia de su obra que remite sin
duda a la historia de su vida. Pero, sobre todo, el enfoque mimético des­
vela un pensador original, avanzado en varios siglos a su tiempo, más mo­
derno que ninguno de nuestros autodenominados maestros-pensadores.
Tras identificar la fuerza que destruye periódicamente la estructura
diferencial de la sociedad, le devuelve la vida bajo la forma de una cri­
sis mimética, que denomina crisis del Grado («crisis o f Degree»),' y la
resuelve mediante la violencia colectiva infligida al chivo expiatorio.
J u l i o César es el ejemplo más perfecto. El final de un ciclo cuIturaT se­
ñala el comienzo de otro y la muerte administrada unánimemente
transforma la fuerza destructora de la rivalidad mimética en una fuerza
constructiva, la de la mimesis sacrificial, que reproduce periódicamente
la violencia original a fin de impedir que la crisis renazca.
Como buen estratega de la escena, Shakespeare recurre intenciona­
damente al «sacrificio del chivo expiatorio» y sabe utilizar toda su
fuerza. Durante la mayor parte de su carrera, cabe decir que, cada vez
que coge la pluma, escribe dos obras en una: propone conscientemente
a los diversos sectores de su público dos interpretaciones diferentes de
la misma obra, una interpretación sacrificial a la platea (que, por otra
parte, se perpetúa a través de la mayoría de las interpretaciones moder­
nas) y una lectura no sacrificial reservada a los happy f e w , la lectura
mimética, única auténticamente shakespeariana.

Las ambiciosas intenciones que asigno a la obra presente parecerán


sin duda excesivas, pero mi seguridad es limitada: la extraigo simple­
mente del instrumento de comprensión de que dispongo; me parece
incomparable, pero un autor más hábil habría hecho un mejor uso de
él. El texto resultante ha quedado por debajo de sus elevados objetivos,
y ello por tantos aspectos que apenas alcanzo a enumerarlos todos.

1. El concepto de «crisis o f D e g re e », que reaparecerá con el análisis de Troilo y


Cressida, es uno de los conceptos clave de la presente obra. A la hora de traducirlo, po­
demos dudar entre: crisis de la jerarquía, crisis de la diferencia, crisis del orden dife­
rencial. Por motivos de comodidad, en la mayor parte de las ocasiones lo denom inare­
mos «crisis del D e g r e e ». (N. d e l T.)

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Uno de mis problemas se refiere a la estructura misma de la obra.
Me habría gustado poder conciliar de principio a fin el estudio crono­
lógico de las obras de Shakespeare con la presentación lógica del pro­
ceso mimético, que también es un proceso temporal. La conjugación de
ambos funciona relativam ente bien cuando se trata de comedias, pero,
a partir de Troilo y Cressida, la necesidad de exponer las cosas en un
orden que las haga inteligibles me ha obligado durante un tiempo a
moverme entre obras de diferentes períodos. Habría preferido que eso
no hubiera sido necesario.
Alterar el orden cronológico no es, sin embargo, el peor de los pe­
cados que he cometido en este libro. Después de haber redactado más
de tres cuartas partes, me he permitido incluir en él un capítulo dedi­
cado al... Ulises de Joyce, y más exactamente a la conferencia de Ste-
phen Dedalus sobre Shakespeare. Ese texto suele ser rechazado ale­
gando que nada en él merece ser tomado en serio. Se trata, en realidad,
de la primera interpretación mim éti ca de Shakespeare, un compendio
deslumbrante de muchas de las ideas que yo mismo desarrollo de ma­
nera más laboriosa pero, confío, menos enigmática.
El texto de Joyce tiene de completamente insólito que estimula res­
pecto al propio texto la interpretación grosera y errónea que sigue im ­
perando en nuestros medios literarios. Para elaborar tan extraño en­
gaño textual, el autor se apoya de manera diabólica en una ambivalen­
cia de tipo teatral que parece calcada de la de Shakespeare. Todos los
futuros lectores que el escritor considera indignos de escuchar su men­
saje son insidiosamente empujados por la misma pendiente que los
oyentes hostiles de Stephen. Y acaban, como debe ser, por «sacrificar»
tanto la conferencia como al conferenciante.
Para mis tesis subversivas, Joyce es un aliado tan poderoso que no
he sido capaz de resistir la tentación de acudir a él. Pero ¿en qué lugar
tenía que situarlo? Para ser eficaces, las proposiciones fulminantes e in-
comprendidas de Stephen necesitaban de las virtudes esclarecedoras
(aunque muy prosaicas) de mis propios análisis. Precisamente porque
es superior, era preciso que Joyce viniera detrás de mí; pero yo no que­
ría colocarlo al final de todo y presentar su punto de vista como una
especie de conclusión. No quería dar la impresión de que estaba de
acuerdo con todo lo que dice de Shakespeare. Su extraordinaria inso­
lencia es el instrumento ideal para aquel que quiera combatir la mon­
taña de piedad humanista y de esteticismo rosado bajo la cual el «noble
bardo» lleva siglos sepultado, pero, en mi opinión, hay algo extremada­
mente importante en las últimas obras que Joyce no ha visto. Dichas
obras aportan un elemento radicalmente nuevo, una nota más humana,
cuasirreligiosa, a la que Joyce, por otra parte tan perspicaz, fue total­
mente insensible.

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¿Qué podía hacer yo sino intercalar a Joyce entre las numerosas
obras respecto a las cuales coincido con él y el pequeño número de
aquellas en las que me alejo de sus opiniones? Pero una solución que
interrumpe el curso general de mi propio análisis no es realmente satis­
factoria...
Otro de los problemas con los que me he encontrado ha sido la
elección de las obras y, dentro de cada una de ellas, de las escenas que
más convendrían a mi demostración. No he escogido necesariamente
los textos más ricos, prefiriendo los que estaban más directamente co­
nectados con el objetivo que perseguía: en general, esos textos repre­
sentan la primerísima encarnación teatral de la configuración mimética
que ilustran, sea cual sea esa configuración. Este modo de selección
permite entender por qué las obras que silencio o de las que hablo muy
poco suelen encontrarse al final del período durante el cual el autor
cultivó el género especial al que pertenecen: Medida p o r m ed id a y Bien
está lo que bien acaba en el caso de las comedias, Macbeth y Antonio y
Cleopatra en el de las tragedias. En lo que se refiere a las últimas obras,
llamadas «novelescas», las que en inglés son denominadas ro m a nc es , es
más cierto lo contrario: no hay nada en absoluto sobre Pericles y muy
poco sobre Cimbelina, cinco capítulos sobre el Cuento de invier no y un
capítulo sobre La tempestad.
Por su parte, los dramas históricos están casi completamente ausen­
tes. Soy muy consciente de que contienen gran cantidad de material
mimético, especialmente Enrique IV, S eg u n d a Parte, pero, respecto a
lo que más me interesa, se trata de obras «de débil densidad» que no
pueden compararse con la mayoría de las comedias y tragedias.
Existe en mi libro un patente desequilibrio. Son tantas las obras
analizadas que, a la postre, sólo unas pocas no son tomadas en conside­
ración, y su ausencia parecerá injustificable. Lo único que puedo decir
es que no he decidido excluir esas obras por razones teóricas o estéti­
cas. La sátira mimética ocupa un lugar destacado en una tragedia apa­
rentemente «romántica» como Romeo y Juli eta , pero el ensayo dedi­
cado a esa obra iba tomando, al hilo de las páginas, excesiva amplitud y
peso para un libro ya voluminoso y tuve que resignarme a omitirlo por
completo.
Los defectos de este libro son numerosos y yo soy responsable de
todos ellos. Pero, para mi gran suerte, saltan a la vista. Así pues, espero
que el lector pueda separar el grano de la paja e imaginar, aunque sea
vagamente, adonde habría podido llegar una realización menos imper­
fecta del mismo proyecto.

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I. «EL AMOR SE CRECE CON LOS ELOGIOS»
Los dos hidalgos de Verona

Valentín y Proteo son amigos desde la más tierna infancia. Viven


en Verona, pero sus respectivos padres desean que prosigan sus estu­
dios en M ilán. Enamorado de una joven llamada Julia, Proteo se niega
a abandonar Verona; Valentín se va solo a Milán.
Pese a Julia, Proteo sufre por la ausencia de Valentín y no tarda en
unirse a él en Milán. Los dos amigos se encuentran en el palacio ducal.
Silvia, la hija del duque, está allí. Valentín la presenta rápidamente a su
amigo Proteo. La joven desaparece y Valentín anuncia entonces que
ama a Silvia. El tono apasionado e hiperbólico de este anuncio irrita a
Proteo. Pero, una vez a solas, lo proclama igualmente. También él se
ha enamorado de Silvia:

¡Con qué facilidad un ardor apaga otro ardor!


Así como un clavo saca otro clavo,
así también un nuevo amor
me ha hecho perder la ilusión de mi amor primero.
(II, 4, 192-195)1

Si alguna vez existió flechazo en la tierra («love at f i r s t sight»), de­


bió de ser ésta; pero Proteo no está tan seguro. En tres versos de una
importancia capital, propone otra explicación del deseo que le inspira
Silvia:

¿A quién debo acusar de la turbación que sufre mi mente?


¿A mis ojos, a los elogios de Valentín,
a las perfecciones de esa nueva hermosura, o a mi inconstancia?
(II, 4, 196-198)

1. Las referencias entre paréntesis que siguen a las citas de Shakespeare remiten a
la obra Ri v er s i d e Shake s pear e, edición de G. Blackmore Evans y Harry Levin,
Houghton-Mufflin, Boston, 1974.

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El resto de la comedia no hace sino confirmar el papel crucial de­
sempeñado por Valentín en la génesis de la repentina pasión de Pro­
teo. Atendiendo a nuestra ideología individualista y romántica, una
sensación de préstamo como ésta resulta demasiado inauténtica para
ser vivida con intensidad. Pero en Shakespeare ocurre de manera muy
diferente: Proteo experimenta un deseo tan irreprimible hacia Silvia
que decide violarla, y ésta sólo se salva gracias a la intervención in ex-
tremis de Valentín.
En la época en que Shakespeare escribía sus obras, el deseo de se­
gunda mano que representa carecía de nombre y de existencia oficial.
En nuestros días, se le llama deseo m im ético o mediatizado. Valentín es
el modelo o el m e d i a do r de ese deseo, Proteo es el sujeto que lo imita,
Silvia es su objeto común.
El deseo mimético puede atacar con la velocidad del rayo porque
en apariencia sólo depende del efecto visual producido por el objeto.
Proteo desea a Silvia no porque su breve encuentro haya producido en
él una impresión decisiva, sino porque una predisposición secreta le in ­
clina hacia todo lo que Valentín desea.
Aunque teorizado desde hace poco, el deseo mimético no es una
idea moderna que yo intente atribuir de manera arbitraria y anacrónica
a un escritor que no la reconocería. La idea es del propio Shakespeare,
y el soliloquio de Proteo aporta un primer indicio de ello: minimiza el
papel de la percepción en la génesis del deseo de Proteo por Silvia:

Verdaderamente, Silvia es bella; pero


¿acaso no lo es también Julia, a quien amo? Es decir,
a quien amaba...
(II, 4, 199-200)

Si Silvia no es, objetivamente, más deseable que Julia, su ventaja (la


única) reside en haber sido ya deseada por Valentín. Shakespeare cri­
tica el predominio de la visión en la expresión love at f i r s t sight (lite­
ralmente: «El amor a primera vista»). De igual manera, en El su eño de
u n a noch e de ve rano, las dos muchachas son presentadas como de be­
lleza equivalente, y eso tiende también a reforzar la tesis de un deseo
no directo, sino segundo y copiado de un deseo modelo.

El contexto dramático de este primer deseo mimético, como de


tantos otros en Shakespeare, es la antigua y estrecha amistad que une a
los dos protagonistas. Cuando Proteo está a punto de llegar a M ilán,
Valentín describe esta amistad a Silvia y al padre de ésta:

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[Le conozco] Como a mí mismo.
Desde la infancia hemos estado juntos.
(II, 4, 62-63)

Dos jóvenes que crecen juntos, estudian las mismas lecciones, leen los
mismos libros, juegan a los mismos juegos y están de acuerdo en casi todo,
tienden también a desear los mismos objetos. Lejos de ser un factor m argi­
nal, esa convergencia perpetua es un elemento esencial de su amistad. Se
manifiesta de manera tan regular que parece predeterminada por algún
destino sobrenatural. En realidad, se basa en una imitación mutua tan es­
pontánea y tan constante que su proceso resulta inconsciente.
Este tipo de imitación nos resulta comprensible. Imaginamos sin es­
fuerzo a ambos hidalgos copiando la manera de ser del otro, sus hábitos,
su acento, prácticamente sus simpatías y sus antipatías, y todo ello al
modo todavía infantil e inocente de dos amigos jovencísimos. En cam­
bio', jamás pensamos en lo que revela el deseo de Proteo por Silvia: jamás
pensamos en la imitación de tipo conflictivo.
El problema, en este caso de Silvia, reside en que Valentín la desea
sólo para él y que ahora Proteo hace otro tanto. Es inevitable que, en un
momento determinado, hasta los mejores amigos del mundo se encuen­
tren con un objeto que no pueden ni desean compartir.
Eros no se comparte como se comparte un libro, una botella de vino,
un fragmento de música, un hermoso paisaje. Llegados a tal circunstancia,
Proteo hace lo que ha hecho siempre: im ita a su amigo. Pero, esta vez, las
consecuencias son fundamentalmente distintas. He aquí que, de repente,
el comportamiento que hasta ese momento nutría la amistad ahora la des­
garra. Shakespeare se siente fascinado por esta ambivalencia y muestra
minuciosamente la extraña continuidad que existe entre las actitudes que
estimulan la amistad y las que la destruyen.
Cuando Valentín está todavía en Verona, Proteo se esfuerza por que
comparta la fascinación que sobre sí ejerce Julia. Deseoso de impedir que
su amigo parta, el primer recurso que se le ocurre es Julia. Como él la
considera seductora, piensa con absoluta naturalidad que Valentín tam­
bién debería sentir la atracción que ella le inspira. Elogia su belleza
como, en M ilán, Valentín elogiará la de Silvia.
Cuando no ven el mundo con la misma mirada, nuestros dos amigos
tienen la sensación de que algo no funciona. Cada uno de ellos intenta
entonces convencer al otro de que debe reorientar su deseo a fin de que
de nuevo coincida con el propio, La amistad es la coincidencia perfecta
de dos deseos. Pero la envidia y el deseo no son otra cosa. La mimesis del
deseo es simultáneamente el resultado de lo mejor que ofrece la amistad
y de lo que de peor tiene el odio. Esta luminosa paradoja desempeña un
papel inmenso en todo el teatro de Shakespeare.

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La mutua imitación ha funcionado tan bien para los dos amigos
que, en el espíritu mismo de su indefectible amistad, intentan aplicar
su ley a Eros. Al hacerlo, no imaginan que la concordia de su relación
está a punto de transformarse en espantosa discordia.
Cuando Proteo acaba por abandonar Verona, alega que lo hace por
obediencia hacia su padre, pero él y a ha desobedecido a ese padre. El
ejemplo de un amigo es más apto para convencer que los deseos de un
padre. El desdichado orgullo de Proteo le obliga a buscar un pretexto
para reunirse con Valentín, y su padre se lo proporciona.
Aquí tenemos una primera ilustración de algo que reaparecerá en
muchas ocasiones a lo largo de este libro. Contrariamente a lo que mu­
chos creen, los padres, como tales, en Shakespeare cuentan muy poco.
En lugar de ser el objeto de los deseos más profundos, como ocurre en
Freud, apenas sirven para enmascarar el deseo mimético. .
Cuando llega a M ilán, Proteo no puede dejar de evocar la indife­
rencia de Valentín respecto a Julia:

Siempre te molestaron mis confidencias amorosas.


Como no te gustan las conversaciones de amor...
(II, 4, 126-127)

Es evidente que Proteo está algo resentido con Valentín, pero tam­
bién lleno de admiración contenida por la independencia de ánimo de
su amigo. Esta es, finalmente, la auténtica razón que le lleva a abando­
nar Verona. La indiferencia de Valentín respecto a Ju lia ya ha minado
de raíz el deseo de Proteo por esta joven.

El viaje de Proteo a M ilán es una imitación demorada del de V a­


lentín. Y su repentina pasión por Silvia depende del mismo proceso.
Dejar la elección de amores en manos de un amigo es más espectacular
que seguirle a otra ciudad, pero el resorte es el mismo. Si se analiza la
conversación que hace nacer el deseo de Proteo (inmediatamente des­
pués de su breve encuentro con Silvia), descubrimos que los dos fenó­
menos presentan el mismo perfil. Durante un tiempo, Proteo intenta
«ser él mismo», pero es algo que está más allá de sus fuerzas y sucumbe
de repente a la influencia de Valentín:

PROTEO: ¿Es tu ídolo la persona que acabo de ver?


VALENTÍN: La misma; ¿y no es un ángel?
PROTEO: No; pero es una m aravilla terrestre.
VALENTÍN: Llám ala divina.
PROTEO: No quiero adularla.

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VALENTÍN: ¡Oh!, adúlame a mí, pues el amor se complace en exal-
[tar el objeto amado.
(II, 4, 144-148)

En un contexto cristiano, tratar a alguien de «ídolo» puede tener un


carácter insultante. El término evoca el culto a los falsos dioses. Por
justo que sea honrar a un ángel, adorarlo está fuera de lugar.
Por dos veces Proteo ha llevado a Silvia al ámbito terrenal, pero
Valentín insiste en mantenerla en las alturas celestiales:

Confiesa a lo menos que es la primera entre todas las mujeres,


la soberana de todas las criaturas de la tierra.
PROTEO: Excepto mi adorada.
(II, 4, 152-154)

Estas últimas palabras nos permiten ver la auténtica razón del des­
contento de Proteo: elogiar a Silvia en exceso significa im plícitam ente
rechazar a Julia. Proteo desea una tregua, pero Valentín exige una ren­
dición sin condiciones:

VALENTÍN: Querido, no exceptúes a nadie,


y si a alguien exceptúas, exceptúa mi amor.
P roteo : ¿N o tengo razón para preferir a la que amo?
V alentín : Y yo la exaltaré, además, a tus propios ojos.
Se ensalzaría con este alto honor...,
con levantar la cola del vestido de mi soberana, por tem or de
[que la indigna tierra
se atreviera a besar sus ropas,
y, enorgullecida por tal favor,
desdeñase procurar sus nutritivas sustancias a las flores del
[verano,
e hiciera de este modo eterno el invierno.
(II, 4, 154-163)

Al oír este discurso, Proteo debe de imaginarse el mediocre futuro


que le espera en compañía de su mediocre Julia. Quedará permanente­
mente eclipsado por la radiante pareja a la que tendrá que rendir hu­
milde homenaje. A este hecho se suma el de que Silvia es la hija del
duque reinante; no es muy importante, pero merece ser mencionado.
En el elogio que hace de Silvia, V alentín recurre sobre todo a metá­
foras religiosas. Los críticos tradicionales condenan este lenguaje por
artificial: se aplica, dicen, indiferentemente a todas las mujeres y no
describe a ninguna de ellas en concreto. Actualmente la retórica

19
vuelve a estar de moda, pero, curiosamente, por el mismo motivo que
impulsaba a nuestros predecesores a alejarse de ella. Su aparente des­
precio de la verdad halaga nuestra suficiencia nihilista. Aspiramos a
un divorcio total entre lenguaje y realidad, y estamos tan seguros de
encontrarlo en la retóri ca que nuestra ideología se siente reconfor­
tada.
Este divorcio es menos total de lo que parece. Estoy de acuerdo en
que decir de una mujer que es «divina» no la describe «tal cual es real­
mente». Las metáforas religiosas no representan fielm ente la belleza de
una mujer, pero ése no es su auténtico objetivo. Hemos visto anterior­
mente que el contexto mimético dejaba en cierto modo fuera de juego
la apariencia física.
El debate entre los dos jóvenes tiene el carácter de una competi­
ción, y en ese caso las metáforas responden perfectamente a su obje­
tivo. Siguen claramente una gradación ascendente, lo que lleva a pen­
sar que existen grados más o menos elevados en la escala de la
seducción. Ju lia no es realmente una «estrella intermitente» y Silvia
tampoco es un «sol celestial». El énfasis retórico es extremo, pero no
por ello esas imágenes son menos referenciales de lo que sería un ter­
mómetro en el que las cifras estuvieran multiplicadas por cien o por
cien mil.
Aunque no sea exacto que sea la soberana de todas las criaturas
de la tierra, es muy posible que Silvia represente mejor partido que
Julia. Y si bien el hecho de que Valentín se case con ella no le
convierte en un dios del Olimpo, cabe la posibilidad de que es­
te amigo domine desde lo alto al infortunado Proteo y a su medio­
cre amada.
Valentín utiliza tan eficazmente el lenguaje metafórico que Proteo
se siente cada vez más abatido. El primero se expresa en períodos cada
vez más largos; el segundo sólo emite repentinos y malhumorados frag­
mentos de frases. Antes, en Verona, Proteo no se sentía menos aureo­
lado de gloria de lo que ahora lo está Valentín. Su amor por Ju lia le
convertía entonces en un hombre afortunado y empobrecía en igual
medida a su amigo. Ahora sólo V alentín es rico, tan rico que, compa­
rado con él, Proteo es miserable.
Antes de ceder a la atracción magnética del deseo triunfante, Pro­
teo intenta, en un último esfuerzo de independencia, salvaguardar su
propio deseo, pero Valentín se muestra implacable:

V a l e n t ín : Perdóname, Proteo, cuanto pudiera decir no es nada


comparado con aquello cuyo mérito ofusca todos los demás.
Es sola.

20
PROTEO: Entonces, déjala sola.
V alentín : ¡Ni por el mundo entero! ¡Qué! Es mía únicamente,
[hombre,
y la posesión de esa joya me hace más rico
que si poseyera veinte océanos cuyos granos de arena fueran to-
[dos perlas,
el agua néctar y las rocas oro purísimo.
(II, 4, 165-171)

Cuando un hombre se siente condenado al ostracismo, el mundo


inaccesible de sus perseguidores adquiere una cualidad propiamente
trascendental que sugiere una experiencia de un tipo muy definido, a
la vez arcaico y moderno: la de las religiones, en las que los dioses son
más malos que buenos.
Por decirlo claramente, Proteo se da cuenta de que ha perdido toda
importancia a los ojos de su amigo:

V alentín : Dispensa que, absorto en mi amor,


no me ocupe de ti.
(II, 4, 172-173)

El amor pasa por encima de la amistad. Abrumado, Proteo se


siente ahora desposeído no sólo de su amada, Julia, y de su mejor
amigo, Valentín, sino, a la postre, también de sí mismo. La incons­
ciente crueldad de Valentín le ha convertido en una especie de leproso
m edieval, en un paria absoluto.
Un abismo sin fondo se abre bajo sus pies mientras que en las altu­
ras domina la bella Silvia con un Valentín al lado que se siente literal­
mente en la gloria. En el supuesto de que ella quisiera tender a Proteo
una mano caritativa, la diosa podría devolver a este desdichado a ,la
orilla de los vivos. Si bien Valentín ha aniquilado a su amigo, también
le ha indicado la angosta puerta de la resurrección: Proteo se ve irresis­
tiblemente conducido a reorientar su propio deseo en dirección a la di­
vinidad verdadera.
El lenguaje del cielo y del infierno es el único capaz de traducir lo
que le sucede a Proteo. Al principio, Valentín recurre a él de una ma­
nera un poco maquinal, pero, a medida que la conversación avanza, su
discurso se carga de pleno significado. La discusión concluye en el mo­
mento en que Proteo se siente plenamente convencido por las palabras
idólatras de Valentín. Ya lo tenemos totalmente convertido al culto de
Silvia.

21
Contrariamente a Proteo, V alentín parece ser inmune al deseo mimé-
tico. En Verona, resiste al deseo de su amigo, y en M ilán, por lo que sabe­
mos, se enamora sin el menor recurso exterior. Su deseo por Silvia no se
inspira en ningún modelo o intermediario visible.
Esta autonomía del deseo sólo es una apariencia engañosa y consti­
tuye, paradójicamente, una nueva ilusión mimética. Valentín es un ser
más complejo de lo que parece: acabamos de verlo irresistiblemente
impulsado a hacer el elogio de Silvia en «favor» de Proteo, de la misma
manera que, un poco antes, había elogiado no menos compulsivamente
a Proteo en favor de Silvia y de su padre. Si se hubiera mostrado tan
persuasivo con su novia como con su amigo, ambos habrían caído sin
duda el uno en brazos del otro.
Y el resultado final habría sido un desastre aún peor que aquel del
que somos testigos, un desastre como se produce en algunas obras pos­
teriores, especialmente en Troilo y Cressida. Valentín es un alcahuete
involuntario que prefigura al alcahuete consciente de las comedias tar­
días. Trabaja con tanto ardor en pro de su cornamenta que nos pregun­
tamos dónde se sitúa su verdadero deseo.
¿Valentín aspira secretamente a ver cómo se tejen vínculos amoro­
sos entre su amada y su mejor amigo? Tenemos derecho, e incluso obli­
gación, de plantearnos la pregunta, pero no por ello debemos sustituir
el texto shakespeariano por tal o cual teoría psicoanalítica. En efecto,
el instrumento de que disponemos basta para liberarnos de la falsa di­
cotomía del deseo normal y el deseo anormal.
Nunca hay que olvidar que tanto Valentín como Proteo tienen una
razón perfectamente normal para querer suscitar el interés del otro por
su amada respectiva: su amistad de infancia. Elegir esposa es un acto
tan importante que basta con una reacción negativa o simplemente ti­
bia por parte de un amigo muy cercano para hacernos dudar de nuestro
propio acierto. Se quiere algo más qué una aprobación superficial; se
exige del amigo en cuestión un apoyo entusiasta.
La indiferencia de Valentín por Ju lia debilita rápidamente, y luego
destruye por entero, el deseo que Proteo siente por ella. Se entiende
que Valentín procure evitar una desventura semejante y por ello in ­
tente convencer a Proteo de la superioridad 'de Silvia.
Valentín ama a Silvia, pero cabe que su amor conociera la misma
suerte que el de Proteo por Julia si la reacción de este último se reve­
lara idéntica a la de Valentín en el episodio inicial. Si Valentín elogia
en exceso los méritos de Silvia e s . precisamente para exorcizar ese
riesgo. Deseoso de arrancar a Proteo una apreciación de Silvia lo más
favorable posible, Valentín se muestra más enamorado de lo que real­
mente está. No pretendo sugerir que siente indiferencia respecto a Sil­
via: se siente realmente atraído por la bonita muchacha, pero, entre
I

22
esa atracción y la pasión delirante que exhibe, existe una distancia que
jamás se colmaría sin la paradójica contribución de Proteo. Aunque sea
exacto afirmar que la elección de Silvia por parte de Valentín no está
miméticamente determinada en el sentido en que lo está la de Proteo,
no por ello su deseo deja de tener una dimensión mimética que el ca­
rácter excesivo de sus elogios revela.
Valentín concede a su deseo mayor realidad de la que tiene porque
quiere contaminar a su amigo y hacer de Proteo un modelo mimético a
posteriori.
Vemos claramente la modalidad que Valentín adopta para convencer
a Proteo de la divinidad de Silvia; no por menos visible, la aportación de
Proteo al deseo de Valentín es menos considerable. A medida que se in­
crementa el deseo de Proteo por el objeto ahora común a los dos amigos,
el de Valentín hace otro tanto y vemos animarse su elocuencia.
La estrategia de Valentín no tiene nada de excepcional ni de escan­
daloso. A cada instante la vemos poner en práctica por parte de los que
nos rodean y, salvo que seamos muy alérgicos a la introspección, nos
sorprendemos practicándola nosotros mismos.
Nuestros deseos sólo llegan a ser realmente convincentes cuando
son reflejados por los de los demás. Un punto por debajo de la plena
conciencia, cada uno de nosotros espía las reacciones de sus amigos e
intenta orientarlas en el sentido de nuestras inseguras opciones, sentido
del que nuestro deseo no debe desviarse un ápice si no quiere parecer
mimético (mostrar semejante constancia en el deseo no es algo que re­
sulte obvio). Así pues, con la ayuda de su modelo miméticamente con­
dicionado, Valentín consolida un deseo titubeante y transforma en ver­
dad completa la verdad a medias de su amor por Silvia.
El ansia que Valentín siente de ver nacer el deseo mimético de
Proteo es en sí misma mimética, y la posición asimétrica de los dos
amigos completa, en lugar de destruir, la simetría fundamental de su
extraña colaboración.

Un observador interesado por la psicopatología diagnosticará en


Valentín y Proteo toda suerte de «síntomas» que por ahora son apenas
visibles. Estos síntomas están lejos de ser imaginarios ya que los vere­
mos reaparecer de manera más clara en muchas obras posteriores, por
no decir en todas: no hay que vacilar en afirmarlo.
Podemos descubrir un elemento de sadismo en Valentín cuando ex­
cita el deseo de Proteo y un elemento de masoquismo cuando padece
las consecuencias de tal deseo. Podemos tratarlo de «exhibicionista» en
el momento en que pasea a Silvia ante las narices de Proteo y podemos
también diagnosticarle la «homosexualidad latente» descrita por Freud.

23
Nada de todo eso es falso, pero perm itir que el vocabulario de la psi­
quiatría nos desvíe de la fuente propiamente shakespeariana de inteli­
gibilidad, es decir, el deseo mimético, equivale a perjudicar, en vez de
ayudar, a nuestra comprensión.
Desear efectivamente a una mujer es la mejor, manera que tiene un
hombre de demostrarle que ella es deseable. Sería excesivo afirmar que
Proteo en Verona o Valentín en M ilán desean ver a su amigo enamo­
rarse de la mujer que aman, pero la frontera entre la actitud «normal»,
que consiste en buscar los aplausos de un amigo, y el deseo «anormal»,
que empuja a ese mismo amigo a los brazos de la dama y a ésta a los de
aquél, es muy pequeña.
Cuando se ha franqueado esa línea, prevalece la impresión de per­
versidad, es decir, de un deseo torcido, desviado con relación al nues­
tro, un deseo que no podríamos compartir. En otras palabras, resulta
incomprensible, pero la situación fundamental no ha cambiado. En
cuanto al lugar preciso en que se efectúa la división, depende de la m i­
rada del observador. Lo único que ahora deseo mostrar es que siempre
es posible hallar el origen de las estructuras más o menos «perversas»
en la pulsión normal de dos amigos de infancia que im itan cada uno de
ellos los deseos del otro simplemente porque llevan mucho tiempo ha­
ciéndolo y porque eso ha reforzado siempre sus respectivos deseos al
mismo tiempo que su mutua amistad.
El mismo individuo que, por regla general, hace cuanto puede por
comunicar su propio deseo a un amigo, se vuelve loco de celos a la
primera señal de éxito. Así ocurrirá en las obras posteriores de Sha­
kespeare, incluso cuando se trate del más consciente y más perverso
de los intermediarios, Pándaro. Ahora ya estamos capacitados para
entender por qué: una vez fortificado por su trasplante al corazón del
amigo, el deseo comienza a temer de veras la competencia a la que
aspiraba ardientemente cuando todavía le faltaba el vigor engendrado
por la rivalidad.
Contrariamente a lo que se cree en nuestro mundo, la presencia de
síntomas perceptibles y claramente definidos no asegura en absoluto
que una interpretación patológica sea reveladora. En cada etapa del
desarrollo diacrónico, la perspectiva mimética es la única esclarece-
dora. En efecto, siempre es posible referir el conjunto de los síntomas a
la experiencia traumática del double bind mimético, al descubrimiento
simultáneo por parte de Valentín y de Proteo del hecho de que al
mensaje habitual de la amistad —imí tam e— acabe por superponérsele
misteriosamente un no m e imites que también se ampara en la amistad.
En realidad, todos los «síntomas patológicos» son reacciones a la inca­
pacidad de ambos amigos de escapar a esta ineluctable doble presión
(do uble bind), e incluso de percibirla claramente.
I

24
La amistad inocente y la paradoja mimética que la destruye: ahí re­
side la verdad fundamental. Como veremos, Pándaro es una caricatura
tan exagerada de ello que no la reconocemos. El punto de vista psico-
patológico es legítimo en el plano médico cuando se trata de curar
-¿cóm o curar, sin embargo, lo que no se com prende?-, pero siempre
falsea el análisis de los textos. La perversión del deseo jamás es su pro­
pia causa; se desprende miméticamente del double bi nd inicial. La ver­
dadera fuente de la comprensión jamás se encuentra en el intervalo:
hay que buscarla al comienzo y al final de la trayectoria diacrónica des­
crita por el deseo mimético.
La única manera de escapar al double bind mimético, la única solu­
ción verdaderamente radical consistiría, para nuestros dos amigos, en
renunciar de una vez por todas a cualquier deseo de posesión. No tie­
nen realmente más elección que un conflicto trágico o la renuncia to­
tal: el Reino de Dios, la regla de oro de los Evangelios.
La alternativa es tan aterradora que los héroes shakespearianos se
esfuerzan p o r esquivarla. De e s t e modo se v e n condenados a las distor­
siones y a las perversiones que acompañan a los juegos de dobles siem­
pre recomenzados. La búsqueda de un compromiso engendra la conju­
gación malsana de cosas que no deberían contaminarse mutuamente; la
renuncia se convierte en una parodia de sí misma en la que se deslizan
las sombras escabrosas de la perversión. Valores y significaciones que
deberían permanecer separados se mezclan: la amistad y el eros, la po-
sesividad y la generosidad, la paz y la guerra, e l amor y el odio, etc.
Hacia el final de la obra, justo después de que Proteo haya inten­
tado violar a Silvia, un verso absolutamente notable acaba de ilustrar,
en boca de Valentín, esta ambigüedad fundamental. Una vez salvada la
joven, los dos amigos se reconcilian y Valentín, el victorioso, tiene el
mal gusto de ofrecer literalm ente su amada al aspirante a violador:

Todo cuanto tuve torno a entregártelo en Silvia.


(V, 4, 83)

El gesto de Valentín n o toma en consideración los sentimientos de


Silvia y, además, premia un acto criminal. Siempre deseosos de ver a
los traidores y pillos severamente castigados, los críticos tradicionales
se escandalizan ante lo que llam an la g en e ro si d a d excesiva de Valentín.
Estas mentes severas no ven que nuestro héroe tiene una buena
parte de responsabilidad en la deslealtad de su amigo. Al comienzo, el
propio Valentín no entendía el efecto que producían en Proteo sus
provocaciones tniméricas, pero ahora lo sabe, y no t i e n e la m e n o r in ­
tención de jugar a hacerse el virtuoso. Aunque sea oscuramente, es
consciente de su propia indignidad.

25
La solución no violenta es dejar que el rival disponga del objeto
que se disputa. Silvia es ese objeto, y Valentín se declara dispuesto,
como Abraham, a sacrificar su amor en aras de la amistad.
Lleno de arrepentimiento, Valentín se esfuerza en reparar su falta.
Si se tratara de un altruismo absoluto, no debería quedarnos ninguna
sospecha de ambigüedad. Y sin embargo nuestro malestar persiste; in­
tentamos interpretar la «generosidad excesiva» de V alentín en términos
de amistad pura, pero esta generosidad también pone de manifiesto
factores un tanto enfermizos de la relación. Una vez más, V alentín elo­
gia en exceso los encantos de su prometida.
Las dos interpretaciones se contradicen y, sin embargo, es imposible
elegir entre ellas. Es necesario incluso evitar tal elección. El nudo gor­
diano se explica por sí mismo en el sentido de que, salvo si se renuncia a
cualquier comprensión, la voluntad de eludir el double bi nd mimético
sólo puede desembocar en una especie de «monstruo», en una falsa conci­
liación entre cosas que debieran permanecer irreconciliables. Esta ambi­
valencia es la quintaesencia misma de Shakespeare y no hará sino incre­
mentarse en el resto de su obra. El double bind del amor/odio mimético
constituye el traumatismo shakespeariano por excelencia: pervierte las re­
laciones humanas cuando no las aniquila con su violencia.
La ambivalencia shakespeariana podría definirse como una conta­
minación de la tragedia por la «regla de oro» de los Evangelios («No
hagas a tu prójimo lo que no quieras que te hagan a ti»), y de ésta por
la tragedia, una especie de fusión impía de las dos. Si todo se fía a la
seudociencia de las pulsiones e instintos sexuales, no sólo estamos sos­
layando la dimensión trágica de todo este teatro, sino que la propia
parte sexual 'se vuelve opaca e ininteligible.

Este double bi nd del deseo mimético es u n elemento capital no


únicamente en Los dos hidalgos de Verona, sino en todo el conjunto de
la obra shakespeariana, y los críticos que ignoran este dato proponen
interpretaciones básicamente viciadas. Este rechazo a ver es el equiva­
lente intelectual del deseo perverso en el seno de estas obras, deseo del
que nos negamos a hablar abiertamente. Hasta los estudiosos que se in­
terrogan de forma más penetrante sobre las relaciones entre Valentín y
Proteo acaban por escamotear la paradoja en lugar de abordarla abier­
tamente.
Así ocurre, en mi opinión, con Anne Barton.1 Su excepcional saga­
cidad no le impide definir el conflicto que enfrenta a los dos amigos

1. Introducción a Los dos h i d a l go s de Verona en la R i v e r s i d e Shakespeare,


Nueva York, 1974, pp. 173-176.

26
como un simple divorcio entre la «amistad» y el «amor». Eso es exacta­
mente lo que tal conflicto no es. No se puede reducir el problema a
una oposición tan fácil.
Supongamos que Valentín y Proteo renunciaran conjuntamente al
amor en nombre de la amistad. Ya les tenemos nuevamente libres de
imitarse el uno al otro, es decir, tarde o temprano, de desear a la
misma mujer o cualquier objeto que serán incapaces de compartir, y,
nuevamente, su amistad se verá destruida.
Valentín y Proteo sólo pueden ser amigos compartiendo los mis­
mos deseos, y si lo hacen, se convierten en enemigos. Ninguno de los
dos puede sacrificar la amistad al amor o el amor a la amistad sin rete­
ner lo que desea abandonar y sin abandonar lo que desea retener.
El conflicto entre la amistad y el amor es una estafa verbal que re­
suelve de manera falaz la inextricable maraña mimética de los senti­
mientos. Eso me hace pensar en aquellos críticos franceses llamados
«clásicos», tan expertos en disim ular la desnudez de la rivalidad mimé-
tica bajo la noble tapadera de unos debates éticos sesgados: «el honor
contra el amor», «la pasión contra el deber», etc.
Los franceses no son los únicos culpables. Todo el mundo hace lo
mismo, y mientras no se reconozca el papel fundamental de la rivali­
dad mimética, la lectura de lo trágico y lo cómico recaerá necesaria­
mente, de una manera u otra, en la ilusión conceptual. Todos los críti­
cos acaban por camuflar lo real bajo unos «valores» totalmente ajenos al
verdadero envite del conflicto.
Shakespeare muestra el double bind con tanta evidencia que a sus
lectores les cuesta evitarlo y desagrada a los críticos que vislumbran la
realidad del fenómeno. Cuando Rymer acusó a Otelo de ser una obra
que no trata de nada o de casi nada, estaba en lo cierto.1 La obra de
Shakespeare se presta menos fácilmente que casi todas las de los demás
a la ocultación del conflicto fundamental detrás de las convenciones de
la cháchara cultural y humanista.
Los antagonistas de la tragedia no se enfrentan por «valores»: de­
sean los mismos objetos y rumian los mismos pensamientos. No eligen
esos objetos de manera fortuita. Su elección no es fruto del azar, o del
capricho, o de una inconsecuencia. Tampoco es imputable a un sistema
económico en el que muchos individuos se disputarían muy pocos ob­
jetos. Esos héroes piensan y desean de la misma manera porque son
amigos queridos y hermanos en todos los sentidos de la palabra
hermano.

1. Thomas Rymer, «Against Othello», A Short Vieui o f Tr ag ed y , citado en


J. Frank Kermode, ed., F o u r Ce nt uri es o f Sh ake spe a r ia n Cri ti ci sm, Nueva York,
1965, pp. 461-469.

27
Cuando Aristóteles define la tragedia como un conflicto entre pró­
ximos, no hay que interpretar su frase desde una perspectiva estricta­
mente familiar. En lo más profundo de la psique humana, la rivalidad
mimética conduce a la identidad esencial de la concordia y la discordia
en los asuntos humanos.
La inspiración trágica, que no se lim ita a la escritura de tragedias,
comienza con el reconocimiento de esta insoslayabilidad. Y Los dos hi­
dalgos de Verona es la primera meditación de Shakespeare a ese res­
pecto. En el importante monólogo de Proteo que ya he citado profusa­
mente, aparecen los versos siguientes:

D iría que se ha entibiado mi amistad por Valentín,


y que ya no le estimo como antes.
¡Oh! Pero amo con demasiado exceso a su adorada,
y ésta es la razón de que le quiera a él tan poco.
(II, 4, 203-206)

Este fragmento no es muy bello ni muy sorprendente; nuestro


gusto por la sutileza no queda satisfecho. Sin embargo, describe con
exactitud una génesis de los conflictos humanos que desempeña un pa­
pel formidable en la «vida real» y que constituye la sustancia no sólo
del teatro de Shakespeare, sino de todo gran teatro.
La rivalidad mimética es la sustancia básica de que se alim enta la
verdadera inspiración teatral y novelesca. Los únicos escritores que le
hacen justicia son los grandes creadores, los poetas trágicos griegos,
Shakespeare y Cervantes, M oliere y Racine, Dostoievski y Proust, y
unos pocos más. Sólo las obras maestras del teatro y de la novela occi­
dentales reconocen la primacía de la rivalidad mimética.
Es muy curioso que los críticos literarios jamás se interesen por este
dato. Para ellos es, como máximo, un suplemento menor o un deco­
rado sin importancia. Sus estudios teóricos se inspiran menos en la rea­
lidad de los textos literarios que en filósofos y sociólogos más o menos
ciegos a ese misterio resplandeciente: el conflicto entre los hombres.
Este tipo de rivalidad está ausente del paisaje conceptual de los
pensadores abstractos, incluidos los psicoanalistas y hasta los polemólo-
gos, especialistas de la guerra y los conflictos. De igual manera, todos
los teóricos de la imitación, desde Platón y Aristóteles hasta Gabriel
Tarde, pasando por todos los experimentadores modernos del compor­
tamiento imitativo, han descuidado la paradoja transparente y funda­
mental de la mimesi s conflictiva.
Los especialistas inventan toda suerte de teorías sobre la naturaleza
y el origen de la discordia humana. Siempre necesitan un culpable. Si
este culpable no es un ser humano, debe ser una idea o tal vez una sus-

28
tancia química, es decir, algo totalmente extraño a lo que creemos ser
nosotros mismos en el ejercicio de nuestra razón. Corren a la búsqueda
de un principio que rija la ag re sividad de los agresivos, principio oculto
sin duda en el fondo de nuestros genes; interrogan a nuestras hormo­
nas; invocan a Marte, a Edipo y al inconsciente; denuncian el papel re­
presivo desempeñado por las familias y las restantes instituciones socia­
les. Jamás se refieren a lo esencial.
Esta rivalidad es el escándalo de las relaciones humanas, escándalo
que casi todos intentamos eludir por lo mucho que agrede nuestra con­
cepción optimista de estas relaciones. No abrigamos la menor duda: estos
conflictos son la excepción, y la armonía, la regla entre los hombres, sobre
todo entre unos amigos tan excelentes como Proteo y Valentín.
Un autor como Shakespeare ve las cosas de manera distinta. En lu­
gar de evitar lo que todos nosotros rehuimos, él concentra en ello su
atención de manera obsesiva. Incluso en la comedia juvenil de que nos
ocupamos aparece un buen número de versos que, indirectamente, de­
finen la paradoja de lo trágico. Al sorprender a Proteo a punto de vio­
lar a Silvia, Valentín exclama:

¡Horas de maldición!
¡Pensar que de todos los enemigos, ha de ser un amigo el peor!
(V, 4, 71-72)

Esta frase n o e s una hipérbole retórica, sino la formulación velada


del tema mismo de la obra: la turbadora proximidad, casi la identidad,
de la amistad mimética y el odio mimético.
Hasta sus últimas obras, Shakespeare seguirá describiendo a amigos
y hermanos que se convierten en enemigos por razones que parecen
insignificantes o, a la inversa, a enemigos mortales que se vuelven am i­
gos íntimos por razones igualmente insignificantes.
Si es cierto que un amigo es el peor de todos los enemigos, de ahí
debería deducirse que un enemigo es el mejor de todos los amigos. Si
se cree que me equivoco, reléase Coriolano, la últim a tragedia de Sha­
kespeare. En lugar de mostrarnos a dos amigos íntimos que se convier­
ten en enemigos, y después de nuevo en amigos, nos muestra a dos ri­
vales implacables que por un tiempo se vuelven amigos íntimos.
Cuando el invencible y dictatorial Coriolano es finalmente expulsado
por sus exasperados conciudadanos, aquel hacia el cual se dirige no es
otro que Aufidio, caudillo m ilitar de los volscos, contra el que combate
ferozmente desde hace años. Al amparo de un soliloquio, justifica su
audaz llamada al enemigo de siempre explicando que, en su forma ex­
trema, el amor y el odio son sentimientos inestables, hechos para mez­
clarse incesantemente entre sí:

29
¡Ay, el mundo y sus vaivenes traicioneros!
Amigos inseparables, que parecen
hechos con un solo corazón; que siempre
comparten tiempo, cama, sustento y fatigas;
que se unen en su afecto inalterable,
en un instante, por una disputa de nada,
provocan la más fiera enemistad.
Y los peores enemigos, que no duermen
bramando de odio y urdiendo asechanzas
por un azar, una simpleza, se vuelven
buenos amigos y asocian voluntades.
(IV, 4, 12-22)

El resto confirma las especulaciones de Coriolano: al comprobar


que les gustan las mismas cosas y que, por tanto, son extremadamente
parecidos, los dos enemigos caen uno en brazos del otro.
Aufidio confía a Coriolano el mando de una expedición m ilitar
contra Roma. Muy pronto, naturalmente, las ambiciones rivales des­
piertan y Aufidio acaba por asesinar a su rival mimético, al que ama y
detesta con igual intensidad.
La estructura del conflicto es la misma en las comedias y en las tra­
gedias. La única diferencia se refiere al modo de resolución, que por
razones convencionales del género dramático puede ser violento o no
violento.
Todas nuestras teorías del conflicto, así como nuestro lenguaje, re­
flejan la falsa evidencia según la cual cuanto más intenso es el con­
flicto, mayor debe ser la distancia que separa a los antagonistas. Pero lo
trágico funciona según el principio opuesto: cuanto más intenso es el
conflicto, menos lugar deja a la diferencia. Shakespeare expresa esta
verdad mimética fundamental de múltiples maneras, y en cuanto lee­
mos lo que escribe bajo una luz mimética, la racionalidad del fenó­
meno salta a la vista. Lo que es cierto de Valentín y de Proteo o de
Coriolano y de Aufidio es igualm ente cierto de César y de Marco A n­
tonio:

... el vínculo que parece anudar su amistad será el que


[estrangule su amistad.
{Antonio y Cleopatra, II, 6, 155-157)

Si pretende ser satisfactoria, nuestra interpretación de Los dos hi­


dalgos de Ve ron a exige una pequeña rectificación. Por necesidades de
la demostración, he forzado un poco la simetría mimética de los dos

30
protagonistas, la cual no siempre es perfecta, ni mucho menos. Se im ­
pone un enfoque más matizado.
La simetría en cuestión no es en absoluto imaginaria, pero en esta
obra del comienzo está lejos de ser tan dominante como lo será en las
obras posteriores de Shakespeare. Se manifiesta con fuerza, pero toda­
vía un poco mezclada con su contrario, o sea con la asimetría de los
dos protagonistas. El autor parece titubear entre dos concepciones dia­
metralmente opuestas de su propia comedia.
En determinados momentos, tenemos la sensación de que los dos
protagonistas son igualmente víctimas del deseo mimético y de que la
reciprocidad o la simetría entre ellos es perfecta. En otros momentos,
el «mal» deseo mimético parece corresponder exclusivamente a Proteo,
y sobre el fondo tenebroso de esta singularidad la bondad insustancial
de Valentín adquiere cierto peso dramático. En otras palabras, cuando
eso se produce, Proteo sólo es un traidor de comedia y Valentín, por
contraste, aparece como un héroe «positivo».
El Shakespeare de la madurez disolvería por completo esa asimetría
convencional; dislocaría la dicotomía héroe/traidor de manera más
completa de como aquí lo hace; escribiría una obra radicalmente sha-
kespeariana en la que las carantoñas miméticas de Valentín serían el
equivalente exacto de la traición de la que Proteo se hace culpable.
La obra finalmente propuesta se inspira a la vez en el viejo es­
quema cómico —en el que la reciprocidad mimética se disimula tras los
chivos expiatorios— y en la concepción mimética radical cuyo triunfo
señalará El su e ño de un a noche de verano. Aquí he puesto el acento so­
bre lo que, en Los dos hidalgos, anuncia al futuro Shakespeare más que
en lo que perpetúa una tradición teatral que un Shakespeare más cons­
ciente de sus fines y más poseedor de sus medios abandonará por com­
pleto.

31
II. «ESE DESEO DE UN SER TAN PRECIOSO»
La violac ió n de Lucrecia

Lejos de ser un capricho pasajero del joven Shakespeare, el deseo


mimético es lo que estructura las relaciones humanas no sólo en su
obra teatral sino también en La violación de Lucrecia, poema publi­
cado en 1594, año al que suele atribuirse la publicación de Los dos hi­
dalgos de Verona.
Recordemos que, al final de la comedia, Proteo intenta violar a
Silvia, pero sin resultado a causa de la intervención in extremis de
Valentín. En el poema, se perpetra asimismo una violación, y en el
mismo contexto mimético. Así como Valentín ensalza los méritos de
Silvia ante Proteo, también el marido de Lucrecia, Colatino, elogia
irreflexivamente la belleza y la virtud de su esposa delante de Tar-
quino con unos resultados similares.
Hay que ver Lucrecia como una versión trágica de la comedia o la
comedia como una versión cómica del poema. No sabemos exacta­
mente cuál de las dos obras precede a la otra. Parece que se trata de
la comedia y la comparación corrobora este punto de vista. Creo que
este orden es el bueno, pero mi interpretación no es tributaria real­
mente de la cronología. Si mi hipótesis se revelara falsa, sólo se preci­
sarían unos levísimos retoques.
El poema, al igual que la comedia, define el deseo mimético, pero
en esta ocasión la definición es tan precisa y completa que no permite
ninguna duda:

Quizá el elogio de la soberana gracia de Lucrecia [se trata de Co­


latino]
fue lo que sugestionó a este arrogante vástago de un rey, [Tar-
quino]
pues por nuestros oídos son tentados con frecuencia nuestros cora­
zones.
Quizá fue la envidia de una prenda tan valiosa,
que desafiaba toda ponderación, el aguijón que picó sus altivos

32
pensamientos y le hizo indignarse ante el hecho de que los
[inferiores alabaran
el lote dorado de que sus superiores carecían.
(36-42)

Lo que aquí me parece decisivo es la conjunción de dos palabras


esenciales: una es, claro está, la palabra «envidia», el término predi­
lecto de Shakespeare para designar el deseo mimético; otra es la pala­
bra «sugestionó» (en inglés: suggested). Si por uno u otro motivo la
expresión deseo mim ético no agradaba a algunos, si la consideraban
excesivamente ajena a Shakespeare, que la sustituyan por la del propio
autor, o sea la de deseo sugerido. En este caso, todos los términos son
equivalentes.
Sin embargo, no son sinónimos. «Deseo sugerido» carece sin duda
de ambigüedad, pero, como especialista en la materia, no estoy total­
mente de acuerdo con Shakespeare. La expresión presupone un ex­
ceso de pasividad: nadie puede recibir de otro un deseo acabado y no
hay sujeto, por receptivo que sea, que no deba cooperar activamente
con su mediador. Ningún individuo puede suscitar por sí solo el de­
seo mimético en otro, y si bien los deseos no dejan de volverse mimé-
ticos, eso puede ocurrir, incluso en Shakespeare, sin incitación por
parte de los modelos e incluso sin que ellos lo sepan. De modo que
creo que existen buenas razones para hablar de deseo m im ético o Imi­
tativo en lugar de deseo sugerido.
Entiendo de todos modos que Shakespeare recurriera a esta última
expresión. Es especialmente adecuada a la forma específica de mimesis
que predomina en él: al igual que Valentín, Colatino hace cuanto
puede para que su deseo contamine a su rival; también él es un eficaz
a g e n t e provocado r.

Porque él mismo había descubierto la noche anterior,


bajo la tienda de Tarquino, el tesoro de su feliz estado;
la riqueza inestimable que le habían concedido los cielos
al ponerle en posesión de su bella consorte,
cotizando a tan alto precio su fortuna,
que podían los reyes desposarse con más glorias,
pero ni rey ni par con dama tan sin par.
(15-21)

Por discretas que sean, estas palabras nos permiten entender el es­
tado de excitación que el esposo de Lucrecia suscita en Tarquino:
«Había descubierto... el tesoro de su feliz estado» sugiere una especie
de desnudamiento de la mujer por su marido, en medio de sus com­

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pañeros de armas. Surgen imágenes que el violador no podrá alejar de
su mente.
El impulso al que obedece Colatino parece irracional, y sin em­
bargo lo recorre una extrema racionalidad, una lógica insensata pero
rigurosa, análoga al frío frenesí del especulador que se dice que debe
arriesgar todos sus bienes para conseguir el máximo beneficio.
Los hombres más orgullosos desean poseer los objetos más desea­
bles. No están seguros de que esos objetos lo sean mientras su elec­
ción se vea exaltada únicamente por hueros halagos. Necesitan prue­
bas más tangibles, o sea la concurrencia de otros deseos, lo más
numerosos y prestigiosos posible. Y entonces deben, con gran pe­
ligro, exponer su más preciado tesoro al fuego cruzado de esos
deseos.
A l sentirse demasiado seguro de su posesión, hasta los bienes más
importantes y más escasos pierden el atractivo que les correspondía.
Es algo que vale para la esposa, la amante, la fortuna, un reino, un
saber superior, vale para todo y para cualquier cosa. El deseo experi­
menta la misma angustia que el jugador de casino; intenta desespera­
damente recuperar su suerte. La expresión pr ó di go (79) no se refiere
únicamente al lenguaje de Colatino, sino a toda su empresa, a la lo­
cura a la vez temeraria y avara que representa el elogio que hace de
su mujer:

La hermosura resulta por sí misma


a los ojos de los hombres, sin orador que la realce.
¿Qué necesidad hay, pues, de hacer
la apología de lo que es tan singular?
¿O por qué Colatino ha descubierto
la rica joya que debió sustraerse a los oídos
de los raptores, como su más querido bien?
(29-35)

El afortunado propietario de una mujer tan perfecta debería mos­


trarse por lo menos tan discreto, casi tan secreto, como un sacerdote
poseedor de algún misterio sagrado. El descubridor Colatino recoge lo
que ha sembrado. Shakespeare no se contenta con transferir la respon­
sabilidad de la violación de un personaje a otro; convierte a los dos
hombres en los coautores de un crimen del que no tardarán en casti­
garse mutuamente.
Sólo bajo el deslumbrante fulgor de la envidia puede Colatino apre­
ciar realmente la belleza de su mujer. Para él, la envidia es el afrodi­
síaco por excelencia, el auténtico filtro amoroso. El deseo de Tarquino
es un deseo envidioso, al igual que el dg Colatino. La envidia que ex­

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perimenta este último por la envidia de Tarquino le convierte en un
ser tan mimético como su rival, un ser idéntico. La diferencia entre el
héroe y el traidor se ha esfumado.
El comienzo del poema es como un inmenso aparte del autor en el
que Shakespeare describiría el modelo mimético utilizado con mayor
frecuencia en el conjunto de su obra. Así podría explicarse su decisión
de escribir un poema narrativo y no una obra de teatro.
Si bien la poesía narrativa no es el género literario más adecuado
para unas reflexiones teóricas sobre el deseo mimético, el teatro lo es
todavía menos. Un autor dramático debe comentar sus propias obras a
través de un personaje al que necesita dotar entonces de una excesiva
capacidad de introspección.
¿Quién ha oído admitir alguna vez a un joven, como hace Proteo,
que su «flechazo» no es un auténtico flechazo? En el poema, los prin­
cipales comentarios están colocados, mutatis mutandis, en el mismo
lugar que el soliloquio de Proteo: justo después del nacimiento del
deseo mimético. Constituyen una versión más larga y más rica del so­
liloquio en cuestión, y si Lucrecia fuera una obra de teatro, tendrían
que salir de la boca de Tarquino, cosa que los haría inverosímiles.
Esta es sin duda la razón o una de las razones que en esa ocasión lle­
varon a Shakespeare a escribir no una obra de teatro sino un poema
narrativo.
Comprobamos más que nunca que el deseo mimético no es un
mero «instrumento crítico» que yo, comentarista, c oloque desde fuera
sobre las obras de Shakespeare. La idea le corresponde en propiedad; si
está presente en Lucrecia no es bajo la forma de no sé qué influencia
inconsciente de tipo psicoanalítico. Los comentarios del autor son una
consecuencia y una extensión de lo que había iniciado en Los dos hi­
dalgos de Verona.
Aquella fascinación shakespeariana reaparece en el momento en
que Lucrecia intenta convencer a Tarquino de que no la viole. Uno de
sus argumentos consiste en decir que el crimen de Tarquino, teniendo
en cuenta la posición em inente del crim inal, sólo podrá dar lugar a una
legión de imitadores:

Los príncipes son el espejo, la escuela, el libro


en que los ojos de sus súbditos miran, se instruyen, leen...
¿Y quieres ser tú la escuela en que se aleccione la lujuria?
¿Permitirás que estudie en ti textos de semejante villanía?
¿Quieres ser el espejo en que descubra
la autorización del pecado, la inmunidad contra el oprobio,
para privilegiar en nombre tuyo el deshonor?
(615-621)

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El poema se abre con el regreso precipitado de Tarquino a
Roma, regreso motivado únicamente por la intención de violar a
Lucrecia:

Conducido por las pérfidas alas de un deseo infame,


el impúdico Tarquino abandona el ejército romano,
y a toda prisa huye de Ardea, la villa sitiada,
a llevar a Colatino el fuego sin claridad que,
oculto bajo pálidas cenizas, acecha el momento
de lanzarse y rodear con su cintura en llamas
el talle del dulce amor de Colatino, la casta Lucrecia.
(1-7)

Este deseo es fals o' porque Tarquino lo ha copiado de su m edia­


dor, Colatino. Eso no significa que en algún pasaje del poema exista
un deseo au tén tic o susceptible de ser enfrentado en un combate vic­
torioso con el falso deseo del violador.
Las ideologías románticas y modernas siempre han puesto de re­
lieve tanto el «amor auténtico», como, en nuestros días, el «deseo
auténtico», presentándolo como el deseo más fuerte. Se supone que
la intensidad corre paralela con la «autenticidad». El deseo mimético
es considerado débil a causa de su naturaleza imitativa. Sólo es una
copia, y las copias jamás están a la altura de los originales.
Estas ideas están tan profundamente arraigadas que las aplicamos
inconscientemente a Shakespeare y Shakespeare sale de ellas comple­
tamente desnaturalizado. En toda su obra, el deseo mimético es el
deseo más intenso, la sustancia misma tanto de la tragedia como de
la comedia.
En Los dos hidalgos de Verona, al igual que en Lucrecia, la in­
citación mimética del rival, que también es la vanagloria del ma­
rido o del amante, está escrita de manera todavía un poco conven­
cional. La palabra elogio (praise) reaparece como un leitmotiv.
Todo el tema del marido ridículo en el sentido de Arnolfo en La
escue la de las mujeres , el que concita su propia cornamenta elo­
giando los encantos de su esposa, tiene una resonancia un poco ar­
caica que sabe a sabiduría popular, pero no debemos engañarnos:
detrás del tema folklórico cuya importancia revela el dramatur­
go, está el esbozo de la gran «psicología» shakespeariana, la de Otelo
y Cuento de i nvierno . La perspectiva mimética revela su continui-

1. Así es calificado en la traducción francesa del poema. (N. d e l T.)

36
dad con las obras maestras posteriores. Desde el comienzo, Shakes­
peare elige las intrigas que presentan el más elevado potencial mimé-
tico. En las obras más tardías, las palabras utilizadas son diferentes,
pero el fenómeno esencial sigue siendo el mismo.

En Los dos hi dalgos de Verona, Proteo había conocido a Silvia unos


segundos antes de enamorarse de ella, pero por lo menos la había
visto. No ocurre así en el caso de Tarquino, que parte en dirección a
Roma, con el corazón lleno de intenciones criminales, sin haber puesto
jamás los ojos sobre su futura víctima. Una estrofa posterior confirma
de manera explícita esta notable ignorancia. Cuando Tarquino se halla
finalmente en presencia de Lucrecia, se trata claramente de la primera
vez: es imposible dudarlo porque la encuentra aún más hermosa de lo
que anunciaba la descripción de Colatino:

Ahora halla que la elocuencia superficial de su esposo


—este pródigo que la ensalzó con avaricia-
ha inferido daño a su hermosura en su gran esfuerzo
para celebrarla, pues excede en mucho a sus estériles medios.
Así, Tarquino, hechizado, suple con el pensamiento
la imperfección de la apología de Colatino en el mudo asombro
de sus ojos, que no cesan de contemplar.
(78-84)

Los críticos, en general, reprochan a Lucrecia que es una obra arti­


ficial y falsa. Su extraña manera de comenzar explica en gran parte esta
condena. Mi intención no es «rehabilitar» el poema «como obra de
arte». El Shakespeare de la madurez habría procedido sin duda de otra
manera, pero el problema de la calidad estética no debe eclipsar el
enigma de este curioso principio. ¿Por qué Shakespeare se ha decidido
a contrariar de manera tan flagrante nuestro sentido de lo posible y de
lo imposible en materia de deseo?
Mientras escribía Lucrecia Shakespeare estaba a punto de conver­
tirse —¡y a qué ritmo!— en aquel autor dramático cuyo conocimiento
del corazón humano, según se dice, jamás ha sido superado. Si la géne­
sis de la pasión de Tarquino es tan extravagante como nos parece,
¿cómo un autor a punto de acceder al genio supremo pudo engañarse
hasta tal punto? ¿Qué nos enseña, por consiguiente, Lucrecia sobre la
concepción shakespeariana del deseo, y sobre la nuestra?
El enigma no hace más que ahondarse a la vista de las notables
contradicciones que existen entre el poema y su fuente, me refiero a la
Historia r oman a de Tito Livio:

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... habiéndose reunido una noche los caudillos del ejército bajo la
tienda de Sexto Tarquino, hijo del rey, cada uno de ellos tomó la
palabra cuando la comida hubo terminado y elogió las virtudes de
su respectiva mujer. Colatino, por su parte, exaltó la incomparable
castidad de su esposa, Lucrecia. Con la mente así animada, regresan
todos a Roma, siendo el objetivo de su llegada, secreta y repentina,
comprobar la exactitud de lo que cada uno de ellos ha descrito.
Sólo Colatino encuentra a su mujer ocupada (pese a la hora tardía)
en hilar la lana en compañía de sus sirvientas. Las restantes damas,
tal como se descubre, están dedicadas a bailar o festejar o entre­
garse a diferentes disipaciones. Así pues, los caballeros deciden
otorgar a Colatino la victoria y a su mujer la palma de la virtud. En
ese momento Sexto Tarquino, inflamado por la belleza de Lucrecia
pero sofocando, de momento, el fuego que lo abrasa, decide regre­
sar al campo, aunque poco después vuelve a marcharse sin ser visto
y se dirige a casa de Colatino, donde Lucrecia le recibe, y lo aloja,
con los honores debidos a su rango. Pero, en el transcurso de esa
misma noche, he aquí que se introduce furtivamente en su apo­
sento, le inflige supremos ultrajes y escapa con las primeras horas
del día...

El Tarquino de Tito Livio sólo se enamora de Lucrecia después de


haberla encontrado, de spués de haberse convencido de que es real­
mente la más virtuosa y la más bella de todas las matronas romanas.
En Tito Livio, como en Shakespeare, el elogioso retrato que Colatino
hace de su esposa es lo que primero aparece en el relato, pero Tito L i­
vio no presenta ese retrato como la causa única del proyecto criminal
de Tarquino. En lugar de una sola ida y vuelta entre el campo m ilitar y
Roma, hay dos.
Tito Livio es más respetuoso que Shakespeare con nuestros; esque­
mas sobre el deseo. ¿Cómo explicar que Shakespeare pudiera deformar
como lo hizo el texto de Tito Livio, en el sentido de lo que se nos an­
toja una inverosimilitud?
La extraña génesis del deseo de Tarquino confirma lo que las sim i­
litudes entre el poema trágico y Los dos hidalgos de Verona ya permiten
vislumbrar: el joven Shakespeare no sólo desea hacer manifiesto el de­
seo mimético, también pretende movilizar nuestra atención alrededor
de él. No se contenta con explotar tranquilamente sus recursos. Al su­
prim ir cualquier contacto visual entre el sujeto y el objeto antes de que
nazca el deseo, Shakespeare lo hace más ineluctablemente mimético
que en el relato de Tito Livio.
El menor conocimiento previo del objeto, por breve que sea, puede
ir en contra de la interpretación mimética del deseo que inspira ese ob-

38
jeto. Se trata, por otra parte, del papel del concepto de flechazo (love at
f i r s t sight), concepto que, en rigor, puede seguir aplicándose a la come­
dia pero no al poema. Si Shakespeare eligió esta manera de actuar, fue
precisamente para evitar la coartada del «flechazo». No cabe explicar
de otra manera la modificación que aporta al texto de Tito Livio.
Si se admite que Los dos hidalgos de Verona fue publicado antes,
cabe suponer que Shakespeare se sintió decepcionado al ver cómo el
público permanecía indiferente a su revelación mimética. Deseoso de
forzar la atención, decidió escribir una obra en la que el contacto di­
recto con el objeto y la visión de ese objeto ya no desempeñaran nin­
gún papel. El deseo ciego de Tarquino se deja guiar de la misma ma­
nera que un ciego pide a cualquier persona que le ayude a cruzar la
calle. Shakespeare revela así la soberanía absoluta del mediador. Del
l ove at f i r s t sight, es decir del am or a p r i m e r a vista en Los dos hidalgos
de Verona, pasa, en Lucrecia, al amor pr iva do de cualquier vista.

En La violación de Lucrecia, Shakespeare modifica la fuente latina


en la que se inspira, pero esta distorsión tiene de paradójico que des­
vela un aspecto esencial de la fuente histórica o legendaria.
Un estudioso sagaz descubrirá en Tito Livio signos indudables de
rivalidad mimética: la co mpe tición que enfrenta a todos los caudillos
militares, y no sólo a dos de ellos, no se refiere a la belleza de sus res­
pectivas mujeres, sino a su virtud-, no se trata, para esos hombres, de un
torneo culterano, sino de un problema de honor personal, de modo
que la querella es tan grave como implacable. La vida desordenada de
las esposas (a excepción de Lucrecia) sugiere una turbulencia social
que parece limitada al sexo femenino pero que en realidad no lo es,
como lo demuestra la rivalidad de los maridos. Todo ello recuerda mu­
cho Las bacantes de Eurípides.
Reconocemos, por tales signos, lo que la teoría mimética denomina
una crisis sacrificial. Todos esos temas conducen, a fin de cuentas, a la ex­
pulsión del último rey de Roma, lo que constituye también el acto funda­
dor de la República. En los mitos hay que ver el relato necesariamente de­
formado de una violencia colectiva espontánea reaglutinadora de una
comunidad a la que la rivalidad mimética ha hecho saltar en pedazos. En
ese tipo de texto el efecto chivo expiatorio sólo aparece indirectamente;
siempre está camuflado, por lo menos en parte, a causa del papel genera­
tivo que desempeña respecto a esos mismos textos.
En tal caso, el analista debe permanecer atento a la contradicción
entre el mensaje oficial según el cual Tarquino serla el único violento y
los indicios indirectos que muestran que antes de la destrucción de
la monarquía la violencia era entre guerreros una situación general. La

39
idea de una competición amistosa y lúdica respecto a las esposas m ini­
miza esta violencia generalizada mientras que el tema de una violación
única cometida por Tarquino enfatiza, por el contrario, la culpabilidad
del chivo expiatorio. El análisis aislado de un único texto mítico no
puede bastar en absoluto para la demostración, y se hace indispensable
el recurso al método comparativo. Está claro que no se trata de entre­
garse aquí a una exploración completa del tema: remito al lector a mis
trabajos sobre la mitología.1
Shakespeare reduce la crisis colectiva sugerida por el texto de Tito
Livio á las proporciones de un conflicto de orden privado entre Cola­
tino y Tarquino, pero evidentemente no se le escapa nada de la violen­
cia recíproca disimulada tras del mito. Ni siquiera el énfasis puesto so­
bre el marido de Lucrecia carece de fundamento textual. ¿Por qué
Colatino es destácado al principio del relato de Tito Livio? ¿Por qué es
el único guerrero cuyo nombre se menciona? El poema da a estas pre­
guntas una poderosa respuesta, una respuesta mimética.
Shakespeare explícita claramente algo que el mito sólo sugiere en­
tre líneas: la desestructuración violenta que se ha producido ante (y
que se oculta detrás) la estructura diferencial regenerada por la expul­
sión de Tarquino, el chivo expiatorio de la República.
Tito Livio escribe su relato desde la perspectiva de los participantes
de ese rito, la perspectiva propiamente mítica. Se supone que Tarquino
es el único violento, pero algunos indicios sugieren algo muy diferente,
en el sentido de la verdadera poesía trágica. Shakespeare deconstruye
parcialmente la victimización republicana de Tarquino al distribuir la
violencia por partes iguales entre el violador y el marido, y al preferir
la no diferenciación y la reciprocidad violenta a la diferenciación mí­
tica surgida del consenso victimario. Shakespeare ve en toda fuente m í­
tica un fondo oculto de rivalidad mimética.
En La violación de Lucrecia, Shakespeare ya prooede como proce­
derá en toda su obra teatral: iguala a sus protagonistas, nos aproxima a
la matriz violenta de los temas míticos, a esa violencia colectiva del
homicidio espontáneo del que J u l i o César será la expresión perfecta.2
La lectura trágica que hace de Tito Livio contiene una fuerza que el
anodino empirismo de los historiadores, los filólogos y los etnólogos
estructuralistas es incapaz de alcanzar.

1. Véase: La Violence e t le Sacre, Grasset, 1972 (La v i o l e n c i a y lo s ag r ado, A na­


grama, 1983); Des chases c a c h e e s d e pui s la f o n d a t i o n d u m o n d e , Grasset, 1978; La
R o u t e a n t i q ue des h o m m e s p e r v e r s , Grasset, 1985 (La r u ta a n t i g u a d e los h ombr es
p e r ve r s o s , Anagrama, 1989). Véanse también, en el presente libro, los capítulos sobre
J u l i o César y el que los sigue.
2. Véanse capítulos 21-25.

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Tras Lucrecia, Shakespeare no volvió a intentar imponer a un pú­
blico reticente su propio saber del deseo mimético. Necesitó una se­
gunda experiencia para entender lo que no había comprendido la pri­
mera vez, es decir, la inutilidad de cualquier intento de ese tipo. Parece
que Lucrecia fue peor acogida que Venus y Adonis, obra en la que el
deseo mimético no aparece y que Shakespeare escribió probablemente
antes de descubrir tal fenómeno.
Está claro que Shakespeare jamás renunció al deseo mimético. De
haberlo hecho, las obras que tanto admiramos nos parecerían menos
admirables, aunque no supiéramos el motivo. Para un genio del arte
teatral, la mimesis conflictiva no es un recurso accesorio, algo de lo que
pueda prescindirse sin que eso afecte a la calidad esencial de sus obras.
En la comedia, el encabalgamiento de los malentendidos sólo puede
ser mimético, y lo mismo ocurre en el caso de los conflictos irreducti­
bles de la tragedia. Sin este ingrediente, es imposible ofrecer una repre­
sentación cabal de las tribulaciones humanas, pero es importante tam­
bién que el escritor no destaque esta verdad de manera demasiado
insistente: no debe forzar a sus lectores a ver con claridad lo que éstos
prefieren dejar en la sombra. Si se sienten incómodos, descubrirán todo
tipo de pretextos para detestar la obra literaria que les incomoda sin
mencionar jamás la causa verdadera de su hostilidad. Sin saber ellos
mismos dónde se sitúa esa causa.
Con El su eño de u n a noch e de v er an o Shakespeare adoptó por vez
primera una estrategia perfectamente adecuada al tipo de resistencia
que suscita indefectiblemente cualquier exceso de revelación mimética.
En general, la alergia a la lectura mimética es tan grande que cual­
quier explicación sustitutoria, por pobre que sea, será válida. Es inútil
esforzarse mucho en disfrazar la mimesis. Aunque sea tan cómicamente
inverosímil como la clave de lo mágico en El sueño o el inevitable f l e ­
chazo, la explicación no mimética se preferirá siempre.
En los siguientes capítulos, examinaré la creciente complejidad de
los esquemas miméticos shakespearianos, primero en las comedias pos­
teriores a Lucrecia y después en algunas tragedias. Todas esas obras son
ejemplos de lo que podría llamarse la doble técnica de revelación y de
disimulación típica del Shakespeare de la madurez. A partir de El
su eño de u n a no ch e de verano, esta técnica ambivalente aparece de ma­
nera tan genial que su inmenso papel en el conjunto de la obra teatral
ha pasado, hasta ahora, desapercibido.

41
III. «AL FILO DEL AMOR VERDADERO...»
El sueño de un a noche de ver ano

El s u eño de u n a noche de v er ano es muy apreciada por los especta­


dores del mundo entero, pero, por regla general, lo es mucho menos
por los críticos que alardean de sabiduría. Estos gustan de la poesía de
la Inglaterra rural que desprende esa obra, pero muy poco de su retó­
rica amorosa, que estiman artificial. No contiene, dicen, el menor ali­
mento intelectual o espiritual. George Orwell comentó que, si bien la
obra era «de las más interpretables», también era de las menos admira­
das del repertorio shakespeariano, y evidentemente no sentía por ella
la menor ternura.1
Detrás de este menosprecio se oculta una tradición que se remonta
a mucho tiempo atrás. Después de asistir a una representación de El
sueño, Samuel Pepys confía a su diario íntimo: «Es la obra más insípida
y más ridicula que he visto en mi vida.»
Sus tres intrigas son vistas como igualmente desprovistas de interés.
Los atolondrados enamorados ni siquiera son responsables de lo que
hacen; sus derrotas amorosas se deben exclusivamente a Puck, el
duende, auxiliar de Oberón, que utiliza su filtro de amor (love j u i c e ) en
contra del sentido común. ¿Quién puede sentirse afectado por unos ce­
los y unas infidelidades sin ninguna relación con el «amor verdadero»?
¿Quién puede interesarse por las memeces de unos rústicos villanos
que ensayan una obra ridicula, grotesca y caricaturesca en honor de la
boda de Teseo, duque de Atenas? El único vínculo entre ambas histo­
rias, el (muy tenue) cuento de hadas, parece meramente formal y ca­
rente de significación.
Yo veo la obra de manera diferente. Para mí,El su eño es, en la
producción shakespeariana, la primera obra maestra de la madurez, una
verdadera explosión de genialidad.
La acción carece de «alcance» ético directo, pero una obra puede

1. «Lear, Tolstoy and the Fool», en F o u r Ce nt uri es o f Sh a ke sp e ar ian Criticism,


op. cit.,p. 519 («Lear, T olstoiyelbufón»,en,4 mi m a n e r a , Destino, 1976,pp. 358-374).

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ser interesante por otras razones. Puede tratar de la incoherencia y no
por ello ser menos coherente como obra de arte y acto intelectual. La
tragedia griega habla incesantemente de caos, pero no por ello es caó­
tica. A primera vista, parece que Shakespeare haya inventado los capri­
chos amorosos de sus personajes a la buena de Dios, sin una intención
precisa en la mente, pero su carácter autodestructivo es demasiado in­
falible para ser fruto del mero azar: invariablemente, esas personas eli­
gen la vía de la mayor frustración y de la mayor violencia conflictiva.
Hay que encontrar una explicación a esta especie de contramilagro.
El nombre de la flor mágica que se supone que está en el origen de
todo, love-in-idlene ss (pensamiento salvaje), significa literalmente:
am or ocioso. Ello nos permite suponer que, en la principal intriga se­
cundaria, los jóvenes aristócratas son unos adolescentes demasiado mi­
mados.
Los elfos y las hadas nacen del relato que los propios amantes ofre­
cen de su noche, y no hay que tomar su existencia en serio, ni siquiera
en el seno del marco ficticio inventado por Shakespeare. La obra su­
giere otra explicación.
El lector ya habrá adivinado a qué me refiero. El s ue ño de u n a n o ­
che de v er an o es una obra mimética, pero mucho más compleja que las
obras anteriores. En lugar de poseer una relación mimética única,
muestra un acabado encabalgamiento de interacciones, una escalada de
rivalidades tan amplia y feroz en su apogeo que concluye en un caos
violento. Pero en cuanto el conjunto toca fondo salta hacia la luz y ve­
mos perfilarse un desenlace feliz.
Cuando leemos la obra bajo la perspectiva mimética que le corres­
ponde, vemos que hay que sustituir el elixir amoroso por una explica­
ción mucho más satisfactoria de todos los incidentes que la jalonan. El
su eño deja de ser entonces el mosaico de temas heterogéneos descrito
desde siempre por los críticos. Se convierte en una fuerza dinámica
unificada que integra el conjunto de las tres intrigas, un proceso en el
que la misma disgregación de la forma no tarda en engendrar, con acu­
sada lógica, una forma diferenciada.
Prodigio de organización dramática, esta comedia es también una
deslumbrante exhibición de virtuosismo verbal. En lugar de ser formu­
lado de manera explícita, como en las obras ya examinadas, el deseo se
expresa aquí a través de la retórica aparentemente banal de los enamo­
rados, de la que surgen, de vez en cuando, juegos de palabras extrema­
damente reveladores.
En El sueño, un deseo mimético que es a la vez el «caotizador» y el
regulador de las relaciones humanas resulta por primera vez plena­
mente dominado, y escénicamente estructurado en un sistema global,
origen de todas las integraciones y desintegraciones sociales. Tras sus

43
frívolas apariencias, El s u eño elabora una prodigiosa teoría no sólo de los
aspectos conflictivos de la mimesis, sino tam biénde su poder de aglutina-
miento, manifestado aquí bajo la forma del rito y del teatro.
Oberón, Titania, las restantes hadas o elfos, así como por otra parte la
totalidad de la fabulosa intriga secundaria, no son más que el su eño mítico
engendrado por los juegos combinados del mimetismo en las otras dos in­
trigas secundarias. Shakespeare hace de El su eño un instrumento interpre­
tativo extremadamente poderoso que permite leer los mismos artificios
de la obra como una morfogénesis del mito. A medida que la histeria noc­
turna se acrecienta, da lugar a monstruosas alucinaciones que acaban por
desencadenar la aparición de seres mágicos, tanto entre los artesanos que
ensayan su espectáculo mimético como entre los enamorados, quienes, a
su vez, repiten las querellas no menos miméticas que los enfrentan.
Este capítulo y los cinco siguientes están dedicados, de manera princi­
pal aunque no exclusiva, a la dimensión de desorden en El su eño de una
no che de v erano. Insistiré sobre esta obra una primera vez después de ha­
ber estudiado Troilo y Cressida, y en una segunda ocasión cuando J u l i o Cé­
sar nos haya instruido acerca de la naturaleza del sacrificio. Sólo entonces
estaré en condiciones de abordar la dimensión ritual, el renacimiento del
orden sacrificial. Sólo entonces podré defender en su globalidad mi tesis
respecto a esta prodigiosa comedia, la de que se trata de una obra en la que
la focalización shakespeariana sobre el deseo mimético se prolonga en
una visión antropológica total.
El aspecto mágico-religioso es la máscara más extendida y más aca­
bada de la interacción mimética, la máscara originaria, nuestra propia cul­
tura. En El su eño de u n a noche de verano, la máscara es constantemente
colocada y retirada. Esta obra debiera estar incluida en el programa de
lecturas de todos los antropólogos contemporáneos.

He resumido mi tesis, ahora me resta demostrarla. Para ello, tengo


que subrayar en primer lugar las similitudes entre Los dos hidalgos de Ve­
ro na y El su eñ o de un a noche de verano. En algunos aspectos, la segunda
de estas obras es una ilustración más compleja y más sistemática del prin­
cipio que ya regía la primera.
En Los dos hidalgos, teníamos un padre, duque por añadidura, que in ­
tentaba impedir la boda de su hija con el protagonista, Valentín. En El
sueño, el padre y el duque son dos personajes diferentes, pero se unen con­
tra Hermia, que, al igual que Silvia, ha decidido casarse con Lisandro en
contra de los deseos del padre.
Si se niega a casarse con Demetrio, Hermia tendrá que morir o pasar el
resto de sus días en el equivalente pagano del convento tradicional. Una
vez dictada esta temible sentencia, ambos padres abandonan la escena

44
majestuosamente, pero ya no vuelven a intervenir en los asuntos de sus hi­
jos. Al igual que Valentín y Silvia en Los dos hidalgos, Hermia y Lisandro
deciden huir juntos.
Lejos de apresurarse, se regalan con un pequeño intermedio de poe­
sía lírica hasta el momento en que les interrumpe Helena. Orgullosísima
ante la idea de ser raptada, su buena amiga Hermia le revela en un tono
muy excitado su proyecto de fuga con Lisandro.
Hermia se confía a su amiga por la misma razón que Valentín a Pro­
teo. Todos estos enamorados andan a la caza de satisfacciones miméti-
cas, pero, al hacerlo, ofrecen a sus imitadores y rivales armas que, inva­
riablemente, se vuelven contra sí mismos...
En Los dos hidalgos, Valentín cuenta a Proteo su proyecto de fuga
amorosa y el pérfido amigo corre inmediatamente a casa del duque para
contarle la noticia. En El sueño, la traidora es Helena, y quien recibe la
información Demetrio.
Demetrio está enamorado de Hermia y dispuesto a seguirla hasta el
fin del mundo. Helena está enamorada de Demetrio y también dispuesta
a seguirle a donde sea. O sea que nuestros dos descontentos enamorados
pisan constantemente los talones a Lisandro y Hermia a lo largo de toda
la noche, esforzándose siempre en sembrar cizaña entre ellos y consi­
guiéndolo admirablemente. De la misma manera que Valentín era res­
ponsable, por lo menos en parte, de las interferencias que estropearían
su romance, también Hermia es responsable de sus propias desgracias y
de todo el tumulto de la noche de verano.

Al comienzo de la noche, tanto Lisandro como Demetrio están loca­


mente enamorados de Hermia, y la idea de que uno de los dos pueda re­
nunciar a ella parece absurda. En esta obra el «amor verdadero» (true
love) es la perspectiva oficialmente presentada por el autor. Es obvio que
los devotos del «amor verdadero» serán siempre fieles.
Ahora bien, casi desde el principio de la representación se produce lo
impensable. Lisandro se separa de Hermia y se enamora de Helena. Tan
pronto como Hermia acaba de confiar su reputación, e incluso su vida, a L i­
sandro, el joven, sin el menor aviso, y aprovechando cínicamente su sueño,
la abandona en su exilio, presa fácil para los animales salvajes del bosque.
Un comportamiento tan inhumano debería descalificar a Lisandro como
adepto del «amor verdadero», a menos, claro está, que se pueda demostrar
que no estaba en sus cabales en el momento de su odioso pecado contra esa
divinidad. El filtro mágico de Puck resuelve el problema. Cuando un autor
dispone de elfos y de hadas, casi no existe milagro que no pueda realizar.
Los acontecimiento se suceden con gran rapidez a lo largo de la
noche de verano; casi no estamos recuperados del choque producido

45
por la infidelidad de Lisandro cuando Demetrio, a su vez, olvida a
Hermia para enamorarse, también él, de Helena. Un instante antes,
maltrataba a la pobre muchacha de manera abominable, vociferando
injurias contra ella, y ahora he aquí que nuestros dos compadres se des-
gañitan cantando su celestial belleza.
Cuando algo que apenas parecía creíble la primera vez se reproduce
casi inmediatamente, nuestro asombro se quintuplica, salvo, natural­
mente, si nos damos cuenta de que esa reproducción no es más que
una imitación, en cuyo caso nuestro asombro desaparece.
Los que creen en el «amor verdadero» tienen una gran capacidad
de embobamiento y jamás sospechan la presencia de la imitación en el
reino de los sentimientos pasionales. Por poco que ello sea posible,
siempre dan la preferencia en sus explicaciones a los filtros amorosos, y
no al deseo mimético. Shakespeare no quiere afrentar su fe; y por ello
hace circular el frasco de love-in-idleness por segunda vez.
Si nos tomamos el trabajo de leer el texto, descubrimos que abunda
en indicios que permiten una interpretación menos rosa. Lo primero
que hay que observar es que, si bien los dos muchachos jamás están
enamorados mucho tiempo, siempre se prendan uno y otro de la
misma muchacha, y casi siempre a la vez. También podemos notar
grandes similitudes entre sus dos discursos. Estos siguen siendo casi
idénticos en ambos casos cuando pasan de una joven a otra, con la ex­
cepción, claro está, de los retoques necesarios por el hecho de que He­
lena es una rubia alta y Hermia una morena menuda:

LISANDRO: ¡Contento yo con Hermia! A j; abomino


las horas de tedio que he pasado con ella.
Es a ti [Helena] a quien quiero, no a Hermia.
¿Quién no cambiaría un cuervo por una paloma?
La voluntad del hombre se rige por la razón;
y la razón me dice que tú vales m il veces más.
(II, 2, 111-116)

Tanto Lisandro como Demetrio tienen el firme convencimiento de


que su nuevo flechazo es el acto más espontáneo y más racional al que
jamás se han entregado. Esta «racionalidad» es aún menos convincente
que el filtro amoroso de Puck. En los desesperados esfuerzos que des­
pliega para alcanzar a Lisandro, Demetrio parece aún más ampuloso y
estereotipado que su rival, pero la diferencia es mínima:

¡Oh Helena, diosa, ninfa, perfección divina!


¿A qué compararé tus ojos?
A su lado el cristal parece cieno. Tus labios

46
son cerezas maduras que incitan a besarlos
y la blancura nivea de los montes
barridos por el viento del Este se vuelve negra
al compararse con tu mano. ¡Oh, déjame que bese
este símbolo de blancura, este talismán de dicha eterna!
(III, 2, 137-144)

Los críticos no llegan al punto de suponer que el propio Shakes­


peare creyera en las hadas y en los elfos, pero piensan que sí organizó
su obra en torno a esos seres sobrenaturales, lo que es casi igual de ridí­
culo: colocan El su eño en el renglón de lo fantástico.
Pese a sus personajes mágicos, la obra es de un realismo extremo.
La totalidad del texto se sostiene y está en función de una lógica mi­
mética que podemos deducir fácilmente de un determinado número de
incidentes. Comencemos por Demetrio, cuyo caso es de los más paten­
tes: imita a Lisandro porque éste le ha arrebatado a Hermia, y, como
todos los rivales derrotados, es —cosa espantosa— mediatizado por su
vencedor.
Su deseo por Hermia sigue siendo furibundo tanto tiempo como
Lisandro le sirve de modelo. En cuanto Lisandro prefiere a Helena,
Demetrio sigue sus pasos. Este perfecto papagayo es una versión cari­
caturesca de Proteo. En su caso, la imitación es algo tan irresistible
que, de haber una tercera joven en el sistema, se enamoraría sin duda
de ella —pero no antes de que Lisandro le hubiera precedido en ese
camino.
¿Y Lisandro? Cuando elige a Helena, no tiene ningún modelo posi­
ble ya que nadie está enamorado de la pobrecilla. ¿Eso significa que su
deseo es realmente espontáneo?
Para convencernos de que no-es así, debemos volver a lo que ha
ocurrido antes de que la obra comenzara. La primera escena sirve para
resumir lo que conviene denominar la prehistoria de la noche de ve­
rano. En ese momento nos encontramos con una historia de sustitucio­
nes y de traiciones sentimentales que se asemeja a las peripecias de la
propia obra. Los hechos se cuentan de manera sucinta y sin intención
dramática. La única justificación posible de este relato es que ilum ina
el aspecto sistemático de todas las bromas pesadas que se gastan entre
sí nuestros cuatro enamorados.
Al comienzo, Helena está enamorada de Demetrio y Demetrio está
enamorado de ella. Este paraíso terrestre no dura. La dulce Helena
cuenta en un monólogo que su romance ha sido destruido por Hermia:

Antes Demetrio estaba loco por mi hermosura;


sus juramentos de amor caían sobre mí como un pedrisco.

47
Pero cuando este pedrisco sintió el calor de Hermia,
se fundió y Demetrio y su amor se disolvieron en el agua.
(I, 1, 242-245)

¿Por qué Hermia ha arrebatado a Demetrio a su mejor amiga? Salta


a la vista que se ha distanciado rápidamente de él al preferir a Lisan­
dro. Es imposible explicar estas palinodias a través del «amor verda­
dero» o del filtro mágico que todavía no había hecho su aparición en
ese momento. ¿Qué otra explicación puede haber? Plantearse la pre­
gunta equivale a resolverla. La naturaleza mimética del comporta­
miento de Hermia queda confirmada por la estrecha similitud con Los
dos hidalgos de Verona. Hermia y Helena son el mismo tipo de amigas
que eran, en versión masculina, Valentín y Proteo: han compartido la
infancia, han recibido la misma educación, actúan, piensan, sienten y
desean siempre de la misma manera.
En la prehistoria de la noche de verano se da un primer triángulo
mimético que, exceptuando la inversión de los sexos, es el mismo que
en Los dos hidalgos: Helena es el Valentín de la nueva comedia, Her­
m ia su Proteo y Demetrio una variante masculina e inconstante de Sil­
via. El comienzo es idéntico, pero el desenlace es diferente: la enérgica
Hermia triunfa allí donde Proteo fracasa.
Al comienzo de la obra Demetrio sigue muy enamorado de Her­
mia. Ella es la que ha roto con él, al igual que el propio Demetrio ha­
bía roto, poco antes, con Helena. La emprendedora Hermia ha robado
el pretendiente de su mejor amiga y después le ha abandonado, su­
miendo así en la desgracia a dos personas en lugar de a una.
Si Hermia viviera en nuestra época, nos explicaría con orgullo que
una joven tan inteligente, moderna e independiente como ella necesitá
ami gos más estimulante s que Demetrio y Helena. Éstos le parecen muy
anodinos porque ha conseguido dominarlos sin esfuerzo. En la lucha
por la conquista de Demetrio, Hermia ha derrotado rápidamente a su
amiga Helena, que, desprovista ahora de cualquier prestigio, ya no
puede desempeñar el papel de mediadora. Al no estar ya transfigurado
por el juego de la rivalidad mimética, también Demetrio ha perdido su
prestigio y ha dejado de ser deseable.
Cada vez que un imitador consigue apropiarse del objeto que le de­
signa su modelo, el mecanismo de transfiguración deja de funcionar.
Sin ningún rival amenazador en el horizonte, Hermia considera a De­
metrio insípido y se vuelve, acto seguido, hacia Lisandro, el personaje
más exótico.
Esta explicación vale también para Demetrio, nuestro primer ejemplo
de infidelidad. Si cede a la diabólica Hermia, es porque Helena es dema­
siado amable y afectuosa: no dificulta lo suficiente la tarea de su enamorado.

48
Cuando el deseo mimético se ve contrariado, se refuerza, al no
encontrar obstáculo, desaparece. El su eño es justamente la obra en la
que ambos aspectos están discreta pero sistemáticamente explotados:
su conjugación es la que confiere su dinámica a la «noche de
verano».
En Los dos hi dalgos de Verona, Shakespeare ponía el énfasis en
la estabilidad del deseo insatisfecho. En El su eñ o de u n a noche de
verano, este acento permanece, pero se completa con una insistencia
equivalente en la inestabilidad del deseo satisfecho.
Ahora entendemos por qué Lisandro abandona a Hermia. Todos
los abandonos tienen su origen en el desencanto que nace de una
posesión sin conflicto. Lisandro ha vencido a su rival, Demetrio, y
nadie puede quitarle a Hermia: le falta, por consiguiente, el aguijón
de la rivalidad mimética. Si, en ese instante, Helena resulta atractiva
a sus ojos, es porque ella no se interesa por él, sino por Demetrio.
A lo que se añade que no tiene a nadie más a quien llevarse a la
boca.
Prolongando su prehistoria, la noche de verano puebla su propia
historia de peripecias que a su vez dependen, en su totalidad, de
una faceta cualquiera del mecanismo universal. En otras palabras,
antes incluso de que la noche comience, ya ha comenzado. Primero
Demetrio ha sido infiel a Helena, después Hermia infiel a Deme­
trio, después Lisandro infiel a Hermia y finalmente Demetrio infiel
a Hermia: las cuatro infidelidades están dispuestas de tal manera que
por sí solas ilustran el conjunto de la teoría mimética.
En lugar de poner en escena un único conflicto triangular que
permanezca inmutable hasta el desenlace, El su eño hace pensar en
las combinaciones de un caleidoscopio construyéndose mutuamente
a un ritmo acelerado. Shakespeare ofrece varios objetos consecutivos
a los mismos rivales a fin de mostrar cómicamente el predominio
del mediador en el triángulo del deseo. El su eño es a Los dos hidal­
gos lo que la relatividad general al sistema de Newton.
La constante efervescencia propia del principio mimético tiene
como consecuencia inevitable que ninguna combinación especial
pueda satisfacer durante demasiado tiempo a un enamorado. Esta es
la razón de la importancia, en la medida del tiempo disponible, de
que se ensayen todas las combinaciones. Aunque la obra no pueda
agotar realmente todas las posibles, lo que sería fastidiosp, la idea
sugerida es la de ese agotamiento. Sólo veo otra comedia, en la lite­
ratura teatral, que persiga más o menos el mismo objetivo y que lo
alcance con semejante elegancia: Las bodas de Fígaro.
Los cuatro protagonistas de Los dos hidalgos reaparecen en El
sueño. A primera vista, cuesta trabajo creer que la misma ley pueda

49
engendrar, en la segunda obra, una complejidad mucho mayor que en
la primera. La diferencia reside en la m an era1como son tratados los
personajes femeninos. En Los dos hidalgos las mujeres son realmente
fieles al «amor auténtico», simples objetos de lucha, por consiguiente,
entre unos rivales exclusivamente masculinos. Como ya he observado
anteriormente, a veces llegamos a tener la impresión de que el deseo
mimético se lim ita sólo a Proteo. En El su eñ o d e un a noche de v e ­
rano las jóvenes son tan miméticas como los jóvenes y, en lugar de
dos, obtenemos cuatro miembros activos.
Tradicionalmente, la infidelidad es siempre más sorprendente en
la mujer que en el hombre. Shakespeare, en el escenario, no presenta
a ninguna mujer infiel. Muestra a dos jóvenes luchando por la con­
quista de la misma muchacha, pero jamás a dos muchachas luchando
por la conquista del mismo joven. Las peripecias más escandalosas
quedan reservadas a la prehistoria de la noche de verano. Esta discre­
ción no debe engañarnos. Para la interacción masculina la obra nece­
sita de una pareja femenina y la tiene. En la economía global de la
comedia, la rivalidad mimética de Helena y Hermia, así como la infi­
delidad de esta última, desempeñan exactamente el mismo papel que
los incidentes que los jóvenes protagonizan en el escenario durante la
noche de verano propiamente dicha.
Hermia no es más fiel a Demetrio de lo que Demetrio y Lisandro
lo son a ella. Al igual que los jóvenes, las muchachas son en primer
lugar rivales entre sí y después enamoradas y, al igual que los jóvenes,
acaban por lanzarse a la garganta de la otra. En el fondo no existe
ninguna diferencia: cada uno de los enamorados o de las enamoradas
es una imagen refleja de los tres restantes, independientemente del
sexo.
Si antes del comienzo de la noche de verano hubiera que conce­
der un premio a la perturbación, deberíamos escoger a Hermia, pero
correríamos el peligro de falsear la perspectiva de conjunto. No con­
viene estudiar la prehistoria separadamente de la historia. Insistir en
exceso sobre las peculiaridades de tal o cual personaje es contrario al
espíritu de una obra que pone el acento sobre la uniformidad paradó­
jica resultante del principio mimético.
En esta comedia, Shakespeare no se entrega ni a una sátira ni a
una glorificación de las mujeres. Lo que le interesa es describir el pro­
ceso mimético. Su comedia se asienta claramente sobre la diferencia
sexual, y parece que la subraye ya que por doquier se trata de Eros,
pero en realidad la aniquila: esta oculta consecuencia, y no la diversi­
dad aparente, es lo que el dramaturgo ha querido llevar a la escena.
Con nuestros pretendientes miméticos, ninguna relación amorosa
puede triunfar sin fracasar, así como tampoco fracasar sin triunfar. En

50
lo más profundo de sí mismos, detestan la felicidad apacible del
«amor auténtico», aunque no dejen de glorificarlo en sus discursos. En
cada instante de la noche de verano, cada uno de los protagonistas
desea a uno de los tres restantes, que no lo desea, y es deseado por un
tercero a quien no desea en absoluto. Un mínimo de comunicación y
un máximo de frustración: he aquí lo que caracteriza permanente­
mente a este grupo de enamorados.
Los personajes son a tal punto miméticos que, a cada evolución, el
conjunto de los deseos tiende a aglutinarse para formar un deseo único
y gigantesco dirigido a un único y exclusivo objeto. Al principio todos
están enamorados de Hermia, incluida Helena, incluida la propia Her­
mia, convencida evidentemente de que merece en grado sumo toda la
convergencia pasional que se opera a su favor. Cuando la noche al­
canza su punto culminante, ya no es Hermia sino Helena la que ocupa
el centro del grupo, y todos piensan sólo en ella, incluso Hermia, tan
enloquecida por los celos que llega a agredir físicamente a su amiga.
Los cuatro enamorados cultivan el mismo absoluto erótico, la
misma imagen ideal de la seducción, que cada muchacha y cada joven
parece encarnar sucesivamente ante los ojos de los demás. Este abso­
luto no tiene nada que ver con las cualidades reales de los individuos;
es propiamente metafísico.
Los cuatro son como pájaros en un tendido eléctrico, siempre pe­
leándose y, sin embargo, inseparables. De vez en cuando, sin motivo
aparente, corren a posarse en otro tendido y reanudan sus riñas. Su
deseo está obsesionado por la carne, aunque totalmente reprimido;
nunca es instintivo y espontáneo, incapaz como es de apoyarse en co­
sas como el placer de la vista o de cualquier otro sentido. El deseo
corre siempre tras el deseo como, en una economía de especulación,
el dinero corre tras el dinero. Podría decirse que nuestros cuatro per­
sonajes están «enamorados del amor». No sería inexacto si existiera
algo real que pudiéramos etiquetar como am or en gene ral . En reali­
dad, sólo existen individuos y la fórmula oscurece el punto crucial: la
presencia obligatoria de un modelo que se transmute inevitablem ente
en rival, la naturaleza necesariamente celosa y conflictiva de la con­
vergencia mimética.
Esta inestabilidad erótica es esencialmente frívola, pero su repre­
sentación no lo es. El genio del autor sólo reside parcialmente en el
arte sistemático pero sutil con que trata su tema. El tema en sí no ca­
rece de importancia: es la ley que conduce nuestro mundo.
Shakespeare satiriza sobre una sociedad de autodenominados indi­
vidualistas que, en realidad, están totalmente sometidos unos a otros.
Ridiculiza un deseo que siempre intenta diferenciarse y distinguirse
mediante la imitación de alguien, y que siempre alcanza el resultado

51
contrario: El su eñ o de u n a noche de v er ano ya es el triunfo de la moda
«unisex» (y demás «uni» de la misma calaña). El proceso que Shakes­
peare presenta es la simetría creciente entre todos los personajes, jamás
tan completa, sin embargo, como para que la demostración parezca de­
masiado enfática y por tanto torpe.
A diferencia del escéptico Puck, que se ríe de los enamorados por­
que lo entiende todo, Oberón está lleno de reverencia por el «amor
verdadero», pero su lenguaje le juega a veces una m ala pasada y da a
entender lo contrario de lo que quería decir. Al descubrir que Puck no
ha administrado su filtro de amor al destinatario adecuado, Oberón se
indigna, como si la diferencia entre el «amor» y el «amor falso» fuera
tan grande que resultara imperdonable confundirlos. Pero creo que sus
palabras sugieren todo lo contrario:
¿Qué has hecho, desgraciado? Te has equivocado
y has puesto el brebaje de amor en los ojos de un amante
[verdadero.
Por tu culpa un amor verdadero
se ha vuelto desdén, en vez de volverse un desdén amor
[verdadero
(III, 2, 88-91)
¿Quién puede decir lo que diferencia ambas cosas?1 El caso es deli­
cado y la diferenciación en que se apoya el virtuoso Oberón es humo­
rísticamente socavada de raíz. La supuesta contradicción entre el
«amor verdadero» y su falsificación mimética recuerda una vez más la
antigua distinción de la estética tradicional: la inferioridad de la copia
respecto al original. El problema en este caso consiste en que no hay
original: todo es imitación.
La circularidad cacofónica de la «mudanza del amor verdadero» y
de la «conversión del falso amor» hace pensar curiosamente en el para­
dójico papel jugado por las ideologías diferencialistas e individualistas
en el incremento de la uniformidad mimética. El d iferencialismo es la
ideología de la impulsión mimética llevada a su mayor (y más cómico)
grado de autodestrucción inconsciente. Algo que se parece diabólica­
mente a nuestro mundo contemporáneo.

La tradición de los obstáculos exteriores y de los tiranos no miméti-


cos constituye la tradición cómica por excelencia. Hoy es más poderosa

1. En este caso la traducción española, que no recoge la distinción entre «t rue


l ov e t u r n e d » y « f a h e t u r n e d t rue» juega una mala pasada a la tesis del profesor Rene
Girard. (1V. d e l T.)

52
que nunca; en ella se basan la ideología del psicoanálisis, la de nuestra
«contracultura» y todos los tipos de «liberaciones», incluido todo lo que
gira alrededor del culto a la juventud. Y es tomada más en serio que
nunca: todos debemos fingir que creemos que la juventud es atroz­
mente perseguida, y cada generación recupera el mensaje como si se
tratara de algo inédito en lo que nadie había pensado antes.
Desde los griegos, el teatro es uno de los vehículos más importan­
tes de esta ideología y Shakespeare es una formidable excepción. Su ac­
titud es tan inhabitual que, en lugar de reconocerla, preferimos igno­
rarla. El autor de El sueño es auténticamente revolucionario en lo
siguiente: todo el mundo dice siempre lo mismo imaginándose que es
algo nuevo, y sólo él dice lo nuevo aparentando que dice lo mismo de
siempre.
El mito de los obstáculos exteriores es tan poderoso en la cultura
en general y en el teatro en particular que incluso Shakespeare fue in­
capaz de desprenderse de él en su primer intento. Los dos hidalgos de
Verona es una obra de transición, mitad convencional, mitad shakes-
peariana, una comedia híbrida en la que las diferencias habituales, por
ejemplo la dicotomía héroe/traidor, ya están mermadas pero aún no
están abolidas.
En Los dos hidalgos, cuando Proteo se entera de que Silvia proyecta
huir con Valentín, recurre al duque y éste interviene de manera eficaz:
Valentín es obligado a abandonar M ilán sin Silvia. El rival mimético
sólo es uno de los dos obstáculos reales que se oponen al amor. El pa­
dre ha perdido su monopolio, es evidente que está en decadencia, pero
aún no ha abdicado por completo.
En El su e ño de u n a noche de verano, Helena no piensa ni por un
instante en Egeo o en Teseo cuando se entera de que Lisandro y Her­
mia están a punto de escaparse y ella intenta obstaculizárselo. Se dirige
directamente al rival mimético. La insignificancia de los padres y de
los duques es manifiesta: no son más que tigres de papel.
En las obras de madurez, la única y exclusiva fuente de conflicto es
el entrecruzamiento de los deseos miméticos que, copiándose mutua­
mente, convergen sin tregua hacia el mismo objeto. Pese al carácter
engañoso de la primera escena, esto ya es cierto en El su eño de una
noche de verano. Los únicos obstáculos con que se enfrentan los aman­
tes son ellos mismos. Cada uno de ellos es más fuerte, más joven y más
implacable de lo que ningún padre será jamás. En su pasión, ansian
sembrar la discordia entre sus vecinos y amigos, lo que, en general, no
hacen los padres respecto a sus propios hijos.
El su eñ o es el primer ejemplo de un nuevo tipo de comedia, típico
de Shakespeare, que roza siempre la tragedia; se mofa del deseo y de­
nuncia la falacia de sus perpetuas pretensiones de fingir ser víctim a de

53
cualquier represión: la de los dioses, la de los padres, la del rector de la
universidad, etc.
En todas las obras puramente shakespearianas, la felicidad de los
amantes se ve amenazada desde dentro, y no desde f u e r a . Pero los pre­
juicios del público están tan profundamente arraigados que, para acre­
ditar el mito de un Sue ño conforme a las convenciones, basta con exhi­
bir los viejos espantajos al comienzo de la obra. Cuatro siglos después,
éstos siguen presidiendo la interpretación de una comedia en la que en
realidad no pintan nada.
La primera escena agita bajo nuestros ojos —cruel tentación—todos
los estereotipos a los que nos sentimos vinculados: hijos contra padres,
juventud contra vejez, amantes magníficos injustamente privados de su
inocente libertad, adultos hipócritas reteniendo con mano tiránica las
riendas del poder... Todo eso no son más que quimeras: la autoridad
parental está muerta y enterrada; jamás desempeñará el menor papel
en el teatro de Shakespeare.
Es posible que los aspectos convencionales de la primera escena
(contiene otros sobre los que insistiremos más adelante) fueran conce­
bidos y redactados en un momento de menor madurez que el resto de
la obra. Es posible que se trate de un vestigio procedente de un intento
anterior, más próximo a Los dos hidalgos de Verona, de un fragmento
de la herencia teatral que Shakespeare, por aquel entonces, aún no ha­
bía rechazado totalmente.
Yo creo que si el autor conservó voluntariamente esta primera es­
cena arcaica es porque encaja con su estrategia de trampantojo respecto
a las rivalidades miméticas. Como ya he indicado, Shakespeare sugiere
dos interpretaciones diferentes de lo que está a punto de hacer. Al con­
fundirnos, la primera escena desempeña un papel en esa estrategia:
gracias a ella, El su eñ o puede aparecer como una comedia tranquiliza­
dora en la que el triunfo del «amor verdadero» sólo queda provisional­
mente aplazado por la coalición de los padres y de sus cómplices sobre­
naturales.
Parece que Shakespeare tenía buenas razones para no subrayar en
exceso los aspectos más irreverentes de su obra: es probable que El
su eño fuera escrito para alguna boda principesca de la corte de Isabel.1
La inconstancia no hace buena pareja con la atmósfera festiva de
una boda y es fácil entender por qué el autor debía mostrarse prudente.
Convenía que su obra pareciera inofensiva a la mirada conservadora de
los cortesanos. Pero Shakespeare sabía también que sus amigos más in­
teligentes formarían parte del público, personas que se deleitaban de

1. Shakespeare, A M i d s u m m e r N i g ht ’s Dre am, A New Variorum Edition, Ho-


race Howard Furness, ed., Nueva York, 1963, pp. 259-267.

54
antemano con su audacia, sus provocaciones, su ingenio, y no quería
decepcionarlas. Así pues, intentó escribir para los dos grupos a la vez,
de manera que cada grupo pudiera descubrir en la obra lo que más
convenía a sus gustos y a su temperamento. Si bien no podemos dudar
de que lo consiguiera ante algunos coetáneos especialmente sutiles,
desgraciadamente fracasó ante la posteridad.

55
IV. «ENSÉÑAME A SER BELLA»
El su eñ o de un a noch e de v er ano

Helena es el único personaje cuyo deseo no cambia jamás de objeto,


ni antes ni durante la noche de verano. Es la única excepción en un
mundo plagado de infidelidades miméticas, pero su constancia no sig­
nifica, ni mucho menos, que su deseo le pertenezca.
Durante toda una parte de la obra, Helena da la impresión de ser
muy diferente de la imperiosa Hermia. Pero, cuando la noche alcanza
su mayor grado de intensidad, vemos cómo nuestra dulce joven replica
furiosa a los insultos de su amiga: su bondad ha sucumbido de repente
al huracán de la rivalidad mimética.
La relación es la misma que enfrenta a Valentín y Proteo. Las dos
jóvenes han sido educadas juntas; su imitación mutua y los efectos que
de ahí se desprenden son descritos mucho más ampliamente que en la
primera obra. Está claro que Shakespeare ha reflexionado mucho sobre
el tema, y escribe sobre él un monólogo muy hermoso que es también
una intensa meditación sobre el mimetismo de los dobles:

H elena : ¿Ya no te acuerdas de las confidencias que nos hacíamos,


de las promesas de querernos siempre, como hermanas, de las
[horas que hemos pasado juntas,
de cómo maldecíamos el momento
de tener que separarnos?
¿Y la amistad de los años escolares, Hermia, la inocencia de la
[infancia?
¿Ya no recuerdas cuando bordábamos
flores primorosas con el mismo patrón,
sentadas -en el mismo escabel,
canturreando la misma canción
como si nuestras manos, nuestros costados, nuestras voces,
[nuestras atenciones,
se hubieran fundido en una sola? Así crecimos, juntas,
con dos cuerpos distintos y un solo corazón,

56
como los dos cuarteles de un rpismo blasón,
coronado por una sola cresta.
¿Y ahora reniegas de nuestro antiguo afecto,
para unirte a los hombres y m ortificar a tu pobre amiga?
Esto es indigno de mujeres.
Todo nuestro sexo te condenará por lo que has hecho,
aunque sea yo sola la que sufra esta herida.
HERMIA: T us palabras me desconciertan.
Yo no me burlo de ti. Más bien parece que eres tú la que se
[burla de mí.
(III, 2, 198-221)

Los patrones dé bordar son modelos pedagógicos. Las dos jóvenes


siempre han bebido en la misma fuente y cada una de ellas ha servido
siempre a la otra de modelo. El resultado es esa unidad perfecta tan
justamente expresada por la metáfora de las dos cerezas en el mismo ta­
llo:1 una y otra tienen la misma voz, la misma mentalidad, las mismas
manos, los mismos «costados». La imagen de la simetría estructural es
la imagen predilecta de Claude Lévi-Strauss, la del blasón.
El amor y el odio son una sola y misma cosa y el deseo mimético es
su esencia. Las dos antagonistas se equivocan exactamente de la misma
manera respecto a lo que ocurre. Ninguna de las dos puede creer que
se haya portado mal con su amiga o con la amistad, y en realidad nin­
guna de las dos lo ha hecho: cada una de ellas se siente, con absoluta
sinceridad, traicionada p o r la otra.
El término de dobles es el que utiliza la teoría mimética para desig­
nar esa relación que no es im aginaria, como afirma Lacan, sino total­
mente real y que ofrece a los malentendidos de la comedia y a los con­
flictos trágicos su principal fundamento. Todo lo que anteriormente se
ha dicho de Valentín y Proteo puede repetirse de Helena y Hermia.
Pero esta vez aparece muy destacado algo que en la primera obra era
apenas sugerido: la identidad y la reciprocidad constantes que caracte­
rizan a las dos protagonistas en el seno mismo del conflicto que las en­
frenta. Esta insistencia significa que la paradoja de la relación está me­
jor entendida. Shakespeare descubre poco a poco las implicaciones de
su propia visión de las cosas.
Los versos puestos en boca de Helena son casi siempre los más in ­
teresantes desde el punto de vista de la teoría mimética. Representan
un importante progreso respecto a las obras que ya hemos estudiado.
Al principio, Hermia encarna el éxito sentimental: los dos jóvenes

1. Metáfora que no aparece en la traducción de Eduardo Mendoza. (N. d e l T.)

57
están enamorados de ella y Helena no escapa a este contagioso entu­
siasmo; no es exagerado afirmar que ve a su amiga de siempre como a
una especie de diosa.
Al ser de naturaleza puramente mimética, la convergencia de los
dos deseos masculinos sobre Hermia no se basa en ninguna justifica­
ción objetiva. Hermia no es más hermosa que su amiga, y tenemos que
creer a Helena cuando un poco más adelante declara:

Todos dicen que soy tan hermosa como ella.


(I, 1, 227)

Es algo que recuerda la afirmación de Proteo citada en el capítulo


sobre Los dos hidalgos de Verona:

Silvia es bella; pero ¿acaso no lo es también Julia, a quien amo? '


(II, 4, 193)

Una vez más, Shakespeare está diciéndonos que el deseo mimético


es indiferente a la realidad. Hace unos años, el director de un Sueño
producido por la BBC decidió que Hermia tenía que ser más bonita
que Helena. Es un error: el hecho de que al principio no tenga éxito
no nos dice nada respecto a sus encantos. Más avanzada la noche, todo
el esquema mimético se invierte en favor suyo: ¿hay que deducir que
su belleza se ha incrementado milagrosamente?
Helena es tan bonita como Hermia y ella lo sabe, pero eso no basta
para consolarla. Los hechos objetivos son una cosa, y los caprichos mi-
méticos otra. Ambos no se contradicen necesariamente, pero tampoco
necesariamente coinciden. Lo que domina las relaciones humanas es la
mimesis. Una derrota mimética puede destruir la estimación que una
joven siente por sí misma, y ello independientemente de su belleza
«real». Nuestras teorías psicológicas y psicoanalíticas, al poner siempre
el acento sobre el sujeto aislado y la permanencia de deseos que no va­
cilan jamás, enmascaran el papel esencial de los fenómenos miméticos
no sólo en nuestras aventuras amorosas, sino también en nuestra acti­
vidad profesional, en la vida política, en las modas literarias y artísti­
cas, etc. Al comienzo de la noche, Helena parece más «neurótica» que
Hermia, pero basta esperar un poco para que las cosas se inviertan.
A partir del momento en que nuestros mediadores nos impiden po­
seer el objeto que ellos mismos nos designan, nosotros valoramos más
ese objeto, pero eso sólo es cierto en una primera fase: a medida que se
intensifica la rivalidad, el objeto pasa a un segundo plano y el media­
dor ocupa un lugar cada vez más central.
Esta evolución está notablemente expresada por la primera inter­

58
vención de Helena, en el momento en que ésta hace su entrada en es­
cena y define el papel que desempeña el mediador en su propia exis­
tencia. Se dirige a la propia diosa, a Hermia, su mejor amiga:

HERMIA: ¿Adonde va a estas horas la bella Helena?


H e l e n a : ¿Me hablas a mí? ¿A mí me llamas bella? Calla, por Dios.
Es tu belleza la que admira Demetrio. ¡Quién la tuviera!
Para él tus ojos son dos faros y el dulce son de tu boca
es más armonioso que la alondra al oído del pastor,
en primavera, cuando el trigo verdea y florecen los rosales.
¡Ah, si el aspecto fuera contagioso, como la enfermedad,
y yo pudiera contagiarme del tuyo!
M i oído se acoplaría a tu voz, mis ojos a tus ojos
y mi lengua a la dulce melodía de la tuya.
Si el mundo entero fuera mío, y Demetrio no,
te lo cambiaría por él sin vacilar.1
(I, 1, 180-191)

La razón de ser de este discurso es evidente. Si ella pudiera conver­


tirse en Hermia, Helena podría seducir no sólo a Demetrio, sino a to­
dos los demás jóvenes enamorados de su amiga o susceptibles de es­
tarlo. Se entiende muy bien por qué Helena desea ser Hermia:
evidentemente se r es más importante que tener.
En Mentira romántica y v e r d a d n o v ele sc a , el estudio de cinco gran­
des novelistas me llevó a definir en los siguientes términos el objetivo
último del deseo:

El objeto no es más que un medio de alcanzar al mediador. El de­


seo aspira al ser de este mediador. Proust compara este deseo atroz
de ser el Otro con la sed: «Sed —semejante a aquella con la que arde
una tierra alterada— de una vida que mi alma, puesto que hasta
ahora jamás ha recibido de ella una sola gota, absorbería tanto más
ardientemente, a largos sorbos, en un más perfecto embebimiento.»
[...] Al igual que el héroe proustiano, el héroe dostoievskiano sueña
con absorber, con asimilar el ser del mediador. [...]

Algunos términos filosóficos como «ser» u «ontológico» pueden pa­


recer pomposos al tratarse de adolescentes volubles, y sin embargo no

1. El texto utilizado por Rene Girard presenta aquí una variación importante que
justifica su argumentación. En lugar de: «te lo cambiaría por él sin vacilar», dice: «te
da'ría el resto para transfigurarme en ti». (N. d e l T.)

59
podemos evitarlos. El se r es realmente lo que intenta alcanzar el deseo,
y eso es lo que, de manera explícita, dice Helena.
Helena quiere ser transmutada, transfigurada o traducida, (transla-
ted) en Hermia. En El sueño, este último término es una palabra clave.
Veremos que enlaza el deseo ontológico de los amantes con las meta­
morfosis míticas de la noche de verano. Exactamente igual que en Los
dos hidalgos de Verona, el deseo. de ser va emparejado con un proceso
de cuasidivinización que, en la primera obra, apunta principalmente al
objeto amado, y aquí, al mediador. Podemos calificar esta evolución de
todo lo «irracional», «obsesiva», por no decir «patológica», que quera­
mos, pero no por ello es menos lógica y perfectamente inteligible, aun­
que sólo a través de nuestra perspectiva.
Helena está locamente enamorada de un joven, Demetrio, cuyo
nombre apenas se menciona. Gigantesco en ausencia de Hermia, la es­
tatura de Demetrio queda reducida a casi nada cuando ella está pre­
sente, y eso desvela las auténticas prioridades del deseo: por deseable
que sea el objeto, es poca cosa comparado con el modelo que le con­
fiere su valor.
La dimensión erótica es un aspecto notable del texto que nos
ocupa. Helena querría atrapar el «aspecto» de Hermia de la misma ma­
nera que se atrapa una enfermedad, por contagio, por el mero contacto
físico. Quiere que cada parte de su propio cuerpo absorba la parte co­
rrespondiente del cuerpo de Hermia: quiere la totalidad de ese cuerpo.
Shakespeare describe la tendencia del deseo contrariado a fijarse
cada vez más en la causa misma de su fracaso y a convertir al mediador
en un segundo objeto erótico, ne ce s ar ia m e nt e homosexual si el deseo
inicial es heterosexual. Si el objeto es del otro sexo, los rivales son ne­
cesariamente del mismo sexo. Las connotaciones homosexuales son in­
separables del creciente acento puesto sobre el mediador.
Helena demostrará un poco más adelante que no ha olvidado a De­
metrio. En el transcurso de la noche, su comportamiento con él es más
«masoquistamente» erótico que con ningún otro personaje, y sin em­
bargo en ese instante el enamorado está completamente eclipsado por
la mediadora. No debemos buscar la explicación en una determinada
«homosexualidad latente» a lo Freud, en no sé qué pulsión incons­
ciente que impregnaría el texto pese a la intención consciente del
autor. Simplemente éste ha querido comunicarnos cuál es la dinámica
de su mimetismo.
Para Helena, Hermia es el modelo/obstáculo/rival del deseo, y si
el sujeto mediatizado está fuera de sí, es a causa de la frustración ex­
trema que Helena siente por sentirse bajo la férula de su mediadora
victoriosa. Shakespeare ilustra esta lógica con toda intención: ver a He­
lena como una marioneta atrapada en el error y cuyos hilos podríamos

60
desenredar gracias a nuestra sublime capacidad de demistificación freu-
do-marxista sería el más pretencioso de los absurdos.
Shakespeare habla menos de Helena y de sus amigos o amigas que
del deseo en sí. Escribió esa escena en un momento crucial de su pro­
pia asimilación del proceso mimético. Habiendo entendido plenamente
por primera vez el papel del mediador, se esfuerza en expresar lo que
ha entendido en una forma teatral, su forma predilecta. Hace lo que
todo escritor debe hacer cuando descubre algo realmente nuevo: lo
convierte en literatura.
A medida que se despliega su propia historia interna, el deseo hace
cada vez más visible su verdad mimética. Esa evolución ha comenzado
«para siempre»; es el destino de ese deseo mimético que se cumple cada
vez que tiene una posibilidad de proseguir su carrera hasta el final. Ya
lo he dicho anteriormente, y ahora lo repito: la historia interna del tea­
tro de Shakespeare es la historia del deseo mismo.

La escena de Los dos hidalgos en la que Valentín regala literal­


mente su amada a su rival anuncia lo que Shakespeare expresará de
manera más acabada por boca de Helena, o sea la preponderancia del
modelo en relación con el objeto. En Mentira r omántica y v e r d a d n o ­
velesc a, las implicaciones homosexuales de esta evolución fueron des­
critas en los siguientes términos:

Hay que intentar e n t e n d e r algunas formas de homosexualidad a


partir del deseo triangular. La homosexualidad proustiana, por
ejemplo, puede definirse como un deslizamiento hacia el mediador
de un valor erótico que sigue aún ligado al objeto en el donjua­
nismo «normal». A priori, este deslizamiento no es imposible; es in ­
cluso verosímil en los estadios agudos de la mediación interna ca­
racterizados por una preponderancia cada vez más visible del
mediador y una desaparición gradual del objeto. Algunos pasos del
ete rn o mar ido revelan claramente un comienzo de desviación eró­
tica hacia el rival fascinante.

Lo que este pasaje se esfuerza en expresar con ayuda de conceptos,


Shakespeare prefiere mostrarlo. Por ello insiste tanto sobre la fascina­
ción de Helena por su rival mimético. De ahí no hay que deducir que
se trate necesariamente de un rasgo permanente en la estructura psí­
quica de Helena. El enfoque freudiano parece rígida y pesadamente
esencialista comparado con la concepción shakespeariana.
Las tribulaciones de Helena forman parte de su «noche de verano»:
numerosos adolescentes experimentan una fascinación intensa por tal o

61
cual profesor o por algunos de sus compañeros de clase a quienes todo
les sale bien pudiendo, o no, marcarlos para el resto de su 'vida. Shakes­
peare es un ejemplo maravilloso de algo que parece imposible en este
siglo bárbaro: abordar de manera equilibrada y no desprovista de hu­
mor algunos problemas tan sobrecargados actualmente de fárrago ideo­
lógico que, sólo con mencionarlos, es como si una carretada de ladri­
llos nos cayera en la cabeza.
Nuestra lectura mimética de las connotaciones homosexuales de
Helena permite entender un texto sim ilar situado en una obra muy di­
ferente... Coriolano. A ojos de Aufidio, siempre vencido por su rival en
el campo de batalla, Coriolano aparece como el dios de la guerra en
persona, el modelo de todo lo que él, Aufidio, el hombre inferior, aspira
a ser. También Helena ha sido vencida, pero en otro tipo de guerra, tan
importante para ella como las que enfrentan a Aufidio y Coriolano en el
contexto en que se mueven. Todos los personajes shakespearianos aspi­
ran a ser lo que son sus rivales victoriosos.
Cuando Coriolano es expulsado de Roma y ofrece una posibilidad
de alianza a su antiguo enemigo, he aquí lo que le responde Aufidio:

¡Ah Marcio, Marcio! Cada palabra que decías


arrancaba de mi pecho una raíz
de viejos rencores. Si Júpiter divino
dijese que es verdad desde esa nube,
no le creería como a ti, nobilísimo Marcio.
Deja que mis brazos estrechen ese cuerpo
contra el cual el fresno de mi lanza
cien veces se partió, saltando en mil astillas
que arañaban la luna. Abrazo
al yunque de mi espada y correspondo
a tu cariño con fervor y nobleza,
como antes respondía a tu bravura
con tesón infatigable. Tú no sabes
cómo quise a mi amada: ningún hombre
suspiraba de amor tan sincero.
Pero al verte aquí, noble criatura,
me salta más el corazón arrobado
que cuando vi a mi novia desposada
cruzar el umbral de mi casa. Oye bien,
dios Marte: tenemos un ejército en campaña
y pensaba arrancarte el escudo de tu brazo
o perder el mío en el empeño.
Me has rendido doce veces,
y desde entonces sueño cada noche

62
que luchamos cara a cara. En mi sueño
rodamos por los suelos, nos quitamos el casco,
nos agarramos por la garganta, pero luego
me despierto jadeante y sin nada.
(IV, 5, 102-126)

Cuando Aufidio alude a su esposa, ya no está permitida la duda: las


connotaciones homosexuales de su texto son intencionadas y su signifi­
cación es claramente la misma que en El sueño. En ambas obras, Sha­
kespeare describe una erotización del mediador que se produce de la
misma manera en otros escritores del mimetismo como Dostoievski,
Proust, etc.
Como ya he dicho anteriormente, Aufidio y Coriolano son durante
un tiempo amigos íntimos, antes de que reaparezca el aspecto negativo
de la ambivalencia y Aufidio asesine a Coriolano. Aunque se expresa
de una manera menos trágica, la ambivalencia es exactamente la
misma en el caso de Helena y Hermia.
¿Shakespeare se sentía sexualmente atraído no sólo por los jóvenes
que interpretaban los papeles de Aufidio y Coriolano, sino también los
de Helena y Hermia? ¿La pulsión sexual dirigida al mediador era algo
que detectaba por haberlo experimentado en su propia existencia?
Puede que sí, puede que no: no hay respuesta segura a esa pregunta.
Nuestra comprensión del proceso mimético depende de la finura de
nuestra intuición, que no tiene nada que ver con nuestras preferencias
sexuales. Los factores miméticos pueden afectar a las preferencias se­
xuales, pero no es algo obligatorio. Por el contrario, hay buenas razo­
nes para creer que la dimensión mimética de nuestros deseos no se ve
modificada por nuestras preferencias sexuales: es idéntica en los hete­
rosexuales y los homosexuales, idéntica en los hombres y las mujeres.
Evidentemente es difícil no leer los Sonetos bajo un ángulo existen-
cial, y de hacerlo así emana de los poemas una bisexualidad que'casa a
las mil maravillas con lo que también el teatro parece sugerir.1 Las es­
peculaciones sobre la vida privada de Shakespeare son inevitables, pero
no pueden alcanzar ninguna certidumbre. Y aunque eso fuera posible,
no pasaría de tener un interés limitado. El acuerdo entre la concepción
shakespeariana del deseo y la actual teoría mimética me parece más in ­
teresante que las consideraciones de tipo biográfico. Tal acuerdo es
algo que se desvela con la lectura comparada del mayor número posi­
ble de textos. Creo que este trabajo es más fecundo que la eterna cues­
tión sobre qué tipo de hombre era W illiam Shakespeare en el plano
sexual.

1. Ver capítulo 30.

63
En El sueño, la teoría mimética shakespeariana se despliega de
manera casi pedagógica: el discurso de Helena trata inicialm ente de la
naturaleza ontológica del deseo cuyo modelo crea el objeto; aparece a
continuación una conversación que se refiere a los medios para poner
en práctica ese deseo.
¿Cómo puede una joven transformarse en su mediadora? Tiene
que convertir su propia existencia en una imitatio mística y escrupu­
losa de su divinidad. Como la tiene al alcance de la mano, Helena le
pide directamente consejo a ella:

Enséñame a ser bella, Hermia, dime con qué habilidad


has desviado de su camino el corazón de Demetrio,
(I, 1, 192-193)

Helena parece aquí una colegiala pidiendo a su profesor que la


ayude a hacer sus deberes. Considerándose incompetente, Hermia le
da una respuesta cuya pertinencia no sospecha:

Lo miro con desdén y él me sigue amando.


(194)

¿Cómo es posible que un hombre tan rudamente tratado como


Demetrio se agarre tan desesperadamente a la que persigue? En un
contexto mimético, la razón es muy sencilla: todo éxito amoroso
apaga el deseo, todo fracaso lo exaspera.
La relación de Helena con Demetrio ilustra la primera proposi­
ción, la de Hermia la segunda. Demetrio ama la indiferencia desde­
ñosa que Hermia muestra con él. El mensaje es claro; toda la obra
lo confirma, pero Helena ni se entera, como lo demuestra su inepta
reacción:

Ay, si mis sonrisas pudieran aprender el encanto de tu ceño.


(195)

Cuanto más sucumbimos al mimetismo del deseo, menos percibi­


mos la ley que rige tanto nuestro comportamiento como nuestro len­
guaje. Todos esos enamorados van enseñándose unos a otros una lec­
ción -que todos recitan a la perfección, aunque ninguno de ellos la
entienda jamás. Todas las piezas del rompecabezas están en su sitio;
encajan a las mil maravillas y, a medida que las dos muchachas inter­
cambian sus puntos de vista, la figura de conjunto se precisa. Y, sin
embargo, no ocurre nada; su significado sigue escapándose a los jóve­
nes y a las muchachas que componen esa figura. ¿Y los espectadores?

64
A fin de iluminarlos, Shakespeare pone en boca de Hermia y de He­
lena otra hornada de fórmulas reveladoras:

H e r m ia : Le dirijo [a Demetrio] insultos y él me devuelve amor.


H e l e n a : Ay, si mis súplicas pudieran surtir el mismo efecto.
(196-197)

Por segunda vez, Hermia define la única estrategia eficaz, por se­
gunda vez, Helena percibe el mensaje al revés. Los cuatro enamora­
dos persiguen el mismo sueño ontológico y todos ellos utilizan el
mismo método, absurdamente contraproducente. Cuanto más se em­
pecinan, más se pierden en el laberinto de la noche de verano y, muy
pronto, esta ridicula ceguera se transformará en una pesadilla de vio­
lencia.
Shakespeare nos ofrece una ocasión más de ver lo que sus persona­
jes sigúen sin ver:

H e r m i A: Cuanto más le acoso, más me quiere.


H e l e n a : Cuanto más le acoso, más me detesta a mí.
(198-199)

Después de haber soportado pasivamente los efectos desagradables


de su propio absurdo, el deseo toma, por decirlo de algún modo, el
toro por los cuernos, y se lanza activamente a la búsqueda de esos mis­
mos efectos: las peores consecuencias de las rivalidades miméticas pa­
sadas se convierten en las condiciones previas del deseo presente y fu­
turo. Apoyándose en una experiencia extremadamente penosa e
interpretada en sentido contrarío, se obsesiona de entrada con el obs­
táculo más desalentador. Cualquier objeto agradable y consentidor es
rechazado; cualquier objeto repulsivo y que repele al sujeto es abrazado
con pasión; sólo parecen deseables el desdén, la hostilidad y el rechazo.
El deseo mimético programa eficazmente a sus víctimas y las prepara
para las más tenebrosas y hueras venturas.
Los psiquiatras y los psicoanalistas desgarran en mil pedazos inu-
tilizables la túnica sin costura del deseo mimético. Se esfuerzan
siempre por subdividirlo en «síntomas» distintos que no correspon­
den realmente a problemas psíquicos diferenciados. Hay que mante­
nerse alejados de su lenguaje y de los hábitos mentales que lo acom­
pañan.
Lo que no perciben es la extraña guerra invertida que todos esos pre­
tendientes libran entre sí. En cada uno de ellos, el deseo necesita un a d­
versario victorioso. Si apeláramos al concepto reificado de «masoquis­
mo» para explicar el apego de Helena a Demetrio, o si invocáramos

65
la idea reificada de «sadismo» para explicar el hecho de que Hermia se
separe de él y él de Helena, perderíamos de vista el principio mimético
necesariamente preferible ya que explica todos los comportamientos
antitéticos de manera perfecta, instantánea e inmediata.
Lo que el espectador incauto percibe como un deseo de fracaso
como tal o como un deseo de sufrimiento como tal depende en realidad
del deseo ontológico definido anteriormente, del deseo que siente He­
lena de ser Hermia o del deseo de cualquiera de ser su propio media­
dor victorioso y transfigurado por su victoria, es decir, por mi derrota
soy sujeto deseante. La derrota y el fracaso no son venerados como ta­
les, por lo menos en esta fase; son sólo signos de la validez del modelo
como modelo.
Las etiquetas puestas por los psiquiatras dan la impresión de que
nos tropezamos con diferencias permanentes cuando en realidad no es
así. Derrotada en un principio, Helena parece más básicamente «maso-
quista» que sus tres colegas, pero no lo es. Los tres restantes la alcanza­
rán en el transcurso de la noche.
Aunque menos esencialista que la antigua «caracterología», el psi­
coanálisis sigue siendo demasiado estático para este caleidoscopio en
constante aceleración que es El su eño de un a n oche de verano. Sus fal­
sas diferenciaciones sólo pueden oscurecer la perfecta transparencia de
lo que se desarrolla en la escena. La única manera de entender en lo
que tiene de universal el mecanismo del deseo frustrado es aprehender
las implicaciones de una pluralidad de deseos, todos ellos ocupados
fundamentalmente en imitarse entre sí, sin que exista en ningún lugar
un modelo fijo y permanente.
Las reglas de este juego permiten entender por qué, a lo largo de la
noche, todos los miembros del grupo experimentan, sucesivamente, el
mismo tipo de experiencias: el orden en el que intervienen estas expe­
riencias carece de importancia y no conviene dejarse engañar por el es­
pejismo de tal o cual desfase, al comienzo o al final, y sucumbir a la
tentación de convertirlo en la «verdadera» diferencia. Nuestros cuatro
amantes siguen deseando porque engrosan, en cada ocasión, unas ilu­
siones de diferencia que surgen de alguna configuración previa y las
convierten en falsos absolutos. La ilusión envolvente de esta trascen­
dencia es lo que propulsa el sistema.
La noche de verano no es una descripción de los «complejos» o de
las «neurosis» más o menos estables de todos estos personajes; es una
noc he oscura que les afecta a todos de igual manera y en el mismo
grado, una dolorosa prueba colectiva que se convierte finalmente en
un rito de paso que todos superan con éxito.

66
Los amantes utilizan un lenguaje perfectamente estereotipado, en el
que pululan las figuras de estilo más resplandecientes. Hurgan perma­
nentemente en dos ámbitos igualmente siniestros de la actividad hu­
mana: de un lado la magia negra, del otro la venganza y la violencia, la
guerra y sus estragos.
Además de «retórico» en la acepción habitual de la palabra, este
lenguaje es utilizado de manera «retórica» en el sentido de que es repe­
tido maquinalmente y como sin pensar por unos atolondrados aficiona­
dos a tópicos venerables pero siempre «de moda»: los cuatro amantes
no escuchan lo que dicen porque lo dicen demasiado a menudo:

¿Dónde están Hermia y Lisandro?


Cuando los encuentre, los mataré:
a ella, porque me mata con su traición, y a él, porque sí.
(II, 1, 189-191)

La teoría mimética debería exorcizar de una vez por todas el espec­


tro de «mal gusto» shakespeariano que obsesiona desde siempre a los
críticos enfrentados a este tipo de pasaje. La preferencia dada al oxímo­
ron,1 no es una cuestión de opción estilística; refleja la «ambivalencia»
del deseo de un mediador simultáneamente idolatrado como modelo y
execrado como obstáculo insuperable. Shakespeare se burla de sus per­
sonajes, pero no de quienes le leen con un poco de atención; jamás los
decepciona:

HELENA: N o puedo dejar de seguirte, porque me atraes como un


[imán,
no porque mi corazón sea de hierro, sino porque es leal como
[el acero.
Sólo podré dejar de seguirte
cuando tú pierdas el poder de atracción.
(II, 1, 195-198)

La ferocidad que Demetrio demuestra con Helena es realmente el


camino más breve y más seguro para alcanzar su corazón. Toda frase de
ese tipo llega a ser verídica en alguna ocasión, y cada individuo es el
«amante de corazón duro» de otro. No damos valor a esta verdad porque
no es objetiva ni realmente subjetiva; es intersubjetiva o mejor dicho i n ­
ter individual.2 Cada afirmación es verdadera en relación con la po-

1. Bastante desdibujado en la versión de Eduardo Mendoza. La traducción fran­


cesa dice así: «Je veux tuer l’on, c’est l’autre qui me tue.» (N; d e l T.)
2. Des choses c ac hé es , 3.a parte.

67
sición que ocupa su emisor en su configuración del deseo. Como el nú­
mero de estas posiciones es limitado y todos los miembros del grupo
las van ocupando sucesivamente, la retórica ofrece una imagen siempre
exacta de lo que ocurre en el transcurso de la noche.
La violencia guerrera tan típica de la retórica tradicional expresa la
naturaleza esencialmente violenta y destructora del deseo. Esta violen­
cia parece meramente «metafórica» y el lenguaje de la sangre y la des­
trucción aparece como una exageración ridicula, un simple «efecto ver­
bal» o un puro preciosismo en un contexto semejante, pero todo ello se
con vie rt e en verdad indiscutible en el paroxismo de la noche, cuando
Lisandro y Demetrio desenvainan sus espadas e intentan realmente
matarse el uno al otro, ya no en sentido figurado sino en el real.
En los escritores de segunda fila, el esfuerzo de creación va de lo
real a lo metafórico; en los auténticos genios, el movimiento es in­
verso: partiendo de la metáfora, estos autores vuelven a lo real, pero su
realidad no es la de aquellos pensadores que intentan alcanzar lo ver­
dadero «suprimiendo la retórica». Shakespeare trasciende la mezcla de
nihilismo lingüístico y de idolatría que caracteriza a todas las épocas
retóricas, tanto la nuestra como la suya. Met-e el discurso de los cuatro
amantes en el horno «interindividual», auténtico crisol de la revelación
mimética, y su discurso sale de ahí transfigurado. Si dejamos que Sha­
kespeare nos guíe, los tópicos más trasnochados se transforman ante
nuestros ojos en lava incandescente; nos basta con e n t e n d e r la violen­
cia que los habita y compararla con la manera como esos jóvenes se
tratan realmente entre sí. Todos ellos enuncian claramente el destino
trágico que está a dos pasos de engullirlos, en el paroxismo de la no­
che: y si los cuatro amantes se salvan por los pelos, sólo es porque tie­
nen la suerte de vivir en una comedia, en lugar de en la tragedia que se
empeñan en atraer sobre sí.

68
V. «TODOS SUS ÁNIMOS ASÍ TRANSFIGURADOS»
El su eño de u n a noche de v er ano

Hasta ahora, hemos analizado fundamentalmente las relaciones de


pareja o triangulares entre nuestros cuatro amantes; ha llegado el mo­
mento de preguntarnos sobre su «dinámica de grupo». Con la proximi­
dad del momento paroxístico, todos pierden la escasa razón que les
queda;' vagan como fieras salvajes por el bosque, intercambiando los
mismos insultos y al final los mismos puñetazos, todos ellos bajo el
efecto de la misma droga, mordidos todos por la misma serpiente. Poco
a poco, lo fútil cede el paso a lo trágico.
En relación con este proceso, conviene examinar un aspecto sor­
prendente del lenguaje amoroso en El su e ñ o : la proliferación de las
imágenes animales. A fin de expresar su propio envilecimiento, Helena
se compara con diferentes animales. Opuestas a esas metáforas de la
degradación, las imágenes de lo sublime y de lo divino expresan la
trascendencia del objeto inaccesible, Demetrio, y de la mediadora
triunfante, Hermia.
Esta polaridad metafórica aparece a partir del instante en que los
cuatro amantes se hallan en el bosque. Helena manifiesta una extrema
inestabilidad. Ya hemos visto que, en presencia de Hermia, canta la
belleza inigualable de su mediadora. Apenas ésta ha partido, nos la en­
contramos afirmando (en el verso ya citado) que la gente la encuentra
tan bella como a su amiga. Poco después, sin embargo, cambia de
nuevo de opinión y se reprocha amargamente el carácter sacrilego de
su veleidad de independencia respecto a Hermia:

No hay remedio: soy fea como un gorila;


las fieras que se tropiezan conmigo huyen atemorizadas.
Por eso Demetrio, que es un monstruo,
huye de mi presencia.
¿Por culpa de qué espejo deformante
se me ocurrió que podía competir con el rostro celestial
[de Hermia?
(II, 2, 94-99)

69
En cualquier relación intensamente mimética, el sujeto se esfuerza
por combatir el autodesprecio que acompaña necesariamente a la so-
brevaloración del mediador. Helena reverencia a su mediadora, pero
también la detesta como rival, e intenta inútilmente prevalecer en el
seno de una relación que cada vez está más desequilibrada.
Cuanto más divinos parecen Hermia y Demetrio a los ojos de He­
lena, más rebajada se siente ésta al rango de animal. Las imágenes de
bestialidad son el vehículo del envilecimiento de uno mismo que en­
gendra el deseo. En lugar de encaramarse al estiaje casi divino donde
se sitúan sus modelos, los sujetos deseantes se deslizan hacia la anim a­
lidad.
Es tentador comparar este tipo de relación con la dialéctica del
amo y el esclavo, pero en el esquema hegeliano existe una dimen­
sión de permanencia, de estabilidad y de racionalidad que convierte
en inoportuna la comparación.1 El sistema metafórico de El sueño
tiene otro significado, y un pensador que en mi opinión aclara la
perspectiva es Pascal con su célebre aforismo: «Qui f a i t l ’a n g e f a i t
la béte.»
Helena f a i t la béte con Demetrio, y de manera aún más espectacu­
lar que con Hermia:

Soy tu perro faldero, Demetrio,


cuanto más me pegues, más servil seré.
Trátame como a un perro: patéame, pégame,
despréciame, abandóname, pero permíteme nada más,
aunque sea indigna de merecerlo, que te siga.
¿Qué cosa más humilde te puedo suplicar?
(II, 1, 203-208)

Estos sentimientos están muy próximos a los que experimenta Pro­


teo por Silvia y Valentín cuando comienza a envidiarles, aunque en Los
dos hidalgos de Verona, una vez establecida entre los dos amigos esta
relación de inferioridad extrema y de superioridad casi divina, perma­
nece inalterada hasta el fin de la obra. Por el contrario, en El su eñ o de
una noch e de v er an o no cesa de modificarse y las inversiones se acele­
ran a medida que la noche avanza hacia su paroxismo.
En la proximidad del desenlace, vemos cómo lo absoluto metafí-
sico pasa cada vez con mayor rapidez de un personaje a otro y la rela­
ción pierde cualquier estabilidad. Cuando los dos jóvenes abandonan

1. M e n t i r a r o m á n t i c a y v e r d a d n o v e l e s c a analiza este lenguaje, por otra parte


perfectamente aceptable en el registro de las metáforas, pero que aporta un falso color
de hegelianismo a un pensamiento que, en realidad, no es hegeliano en absoluto.

70
a Hermia y prefieren a Helena, la totalidad de la configuración se
reestructura a partir de las mismas polaridades, pero con un nuevo
reparto de papeles. Un miembro del grupo anteriormente despre­
ciado se convierte en su ídolo, mientras que el ídolo anterior pierde
todo su prestigio. Eso significa, si recuperamos el vocabulario de
nuestra polaridad metafórica, que una bestia se vuelve dios y, recí­
procamente, que un dios se metamorfosea en bestia. Se produce una
alternancia entre lo alto y lo bajo, entre lo bajo y lo alto. Cuando
Lisandro y Demetrio se enamoran de Helena, le toca a Hermia de­
cirse, en el sentido estrictamente literal de la frase, que está conde­
nada a una vida de perros...
Mientras se intensifica la crisis de la noche, no sólo las metáforas
animales se multiplican, sino que, además, experimentan unas inver­
siones y unos vuelcos espectaculares que el propio autor se complace
en subrayar:

Ve, corre todo lo que quieras.


Absurda situación:
la paloma da caza al gavilán
y la corza corre detrás del tigre.
(II, 1, 230-233)

Aquí es Helena la que persigue a Demetrio. Los críticos se sienten


muy molestos ante este lenguaje. Tienden a condenarlo o a aplaudirlo
según cómo juzguen la «retórica» en general. Entre las diferentes escue­
las críticas, unas aprueban y otras reprueban lo que todas consideran
una mera inclinación del autor a complacerse estilísticamente. Este jui­
cio de tipo estético es insuficiente. Hay que ir más lejos y preguntarse
si esas inversiones no apuntan a un objetivo esencial en el proceso glo­
bal de la noche de verano y de la inversión general que genera: el de
todas las jerarquías culturales. No podemos entender lo que les ocurre
a nuestros cuatro personajes en tanto no hayamos entendido ese
proceso.
A decir verdad, a la vez que desestabiliza sus relaciones, la noche
de verano desintegra a cada uno de los cuatro enamorados mediante la
aceleración de las rivalidades, proceso idéntico al de esa des estru ctur a­
ción o desimbolización.
La repetida inversión recíproca de las relativas posiciones se parece
a un juego infantil en el que uno de los participantes sube cuando el
otro baja, y viceversa. Cada uno de los cuatro amantes se siente a veces
infinitamente inferior y otras infinitamente superior al otro; todos vi­
ven la misma experiencia, pero en momentos diferentes, e individual­
mente todos comparten el sentimiento de que es única. A medida que

71
nos acercamos al final, todas las diferencias reales tienden a anularse.
En cuanto a las diferencias imaginarias, parecen gigantescas, pero han
perdido cualquier estabilidad.
En cada una de las dos pendientes de la rivalidad, no hay nada que,
tarde o temprano, no aparezca en la otra. Cuanto más niegan estos per­
sonajes la reciprocidad que existe entre ellos, más la aproximan, cada
una de las denegaciones suscitando inmediatamente otra.
Los estrictos límites de una sola obra hace que Shakespeare sólo
nos proponga un cuadro esquemático y condensado de su visión de las
cosas, pero el principio activo está claro y sus consecuencias se desve­
lan poco a poco.
Si la percepción deformada que los amantes poseen de sus relacio­
nes sigue invirtiéndose a un ritmo incesantemente más rápido, debe
llegar un momento en que todas las diferencias oscilen demasiado ve­
lozmente como para seguir permitiendo la localización clara de las po­
laridades que definen: todos los extremos se tocan y se contaminan en­
tre sí. Más allá de un cierto umbral de inestabilidad, entramos en una
zona de vértigo y la visión normal se deteriora. Se producen alucina­
ciones que no son de naturaleza totalmente im aginaria y caprichosa.
Cuando el perro y el dios, la bestia y el ángel, y todos los contrarios
de este tipo oscilan con suficiente rapidez, se equiparan. Pero, en tal
caso, no se trata de una síntesis armoniosa a lo Hegel: las entidades que
se fusionan jamás formarán un conjunto armonioso, y lo que se ob­
serva, al final del proceso, sólo es una mixtura magmática de restos y
pedazos de una y otra parte.
Podemos tener la ilusión de una unidad, pero aun así sólo se tratará
de fragmentos salidos de dos antiguos contrarios y reordenados de ma­
nera arbitraria. En lugar de tener un dios (o una diosa) y un perro en­
frentándose, como tales, en un irreductible mano a mano, nos encon­
traremos con combinaciones y mezclas esencialmente variables: una
divinidad con cara de animal o un animal con los rasgos de un dios.
El choque frontal que yo intento definir procede de una especie de
cinemática. Cuando una multitud de imágenes se suceden a un ritmo
vivo, se forma ante nuestros ojos la ilusión de una única imagen móvil,
por ejemplo la de un ser viviente que produce más o menos la sensa­
ción de ser una sola y misma cosa. Pero, en nuestro caso, este ser ten­
drá la forma, o mejor dicho el amorfismo, de «alguna figura mons­
truosa».
Conjunción de elementos que pertenecen normalmente a criaturas
diferentes, el monstruo mítico nace automáticamente del proceso suge­
rido por Shakespeare cuando las inversiones son suficientemente nu­
merosas y rápidas como para hacerse imperceptibles como tales.
En un centauro se juntan elementos que son propios del caballo y

72
del hombre, de la misma manera que determinados atributos del asno
y del hombre se encuentran en la monstruosa metamorfosis de Bot-
tom,1 el tejedor. Como no existen límites para las diferencias que así
pueden entremezclarse, la diversidad de los monstruos parece infinita y
éstos dan la impresión de «casarse» entre sí. El «cerebro efervescente»
de Bottom se dispone, además, a transformar estas nupcias metafóricas
en una auténtica boda entre él y la reina de las hadas, la soberbia Ti­
tania.
El dramaturgo no nos invita simplemente a observar las graciosas
pero insignificantes evoluciones de unos seres mágicos puramente de­
corativos; nos esboza un cuadro coherente de la génesis del mito. Estos
seres son «monstruos» y Bottom se convierte en uno de ellos en cuanto
Puck le coloca su bonete de asno en la cabeza. Mezcla de hombre, de
dios y de animal, el monstruo nace del proceso desencadenado por la
utilización y el abuso de imágenes animales y divinas.
Algunas de estas imágenes proceden de Las metamorfosis de Ovi­
dio. Pertenecen exactamente a una antigua génesis del mito sobre el
cual, como es evidente, el genio de Shakespeare ha reflexionado. Más
ambicioso que Ovidio, cuyas metamorfosis tienen un carácter mera­
mente descriptivo, el autor de El sueño pretende mostrar que, más allá
de un determinado umbral de intensidad colectiva, la rivalidad mimé-
tica se convierte en el mecanismo generador de lo que se designa bajo
el nombre de mito: ésta es la significación real de la noche de verano y
de los seres mágicos que en ella intervienen.
La cabeza de asno de cartón sobre el cráneo de Bottom es una
«auténtica metamorfosis» tanto desde el punto de vista de sus conse­
cuencias como desde el de su génesis. Es obra de un monstruo sobre­
natural, Puck, del que hablaremos más adelante.2 Siembra el terror en­
tre los artesanos que se hallan en el mismo bosque que los enamorados
y, mientras escapan por doquier, exclaman al unísono: «Bottom, te has
transfigurado» (translated).
Transfigurado, transmutado, traducido, transferido, «translated», es
el término que Helena había utilizado para describir el objetivo antoló-
gico de su deseo mimético:

Si el mundo entero fuera mío, y Demetrio no,


te lo cambiaría por él sin vacilar.
(I, 1, 190-191)

1. En la versión de Eduardo Mendoza, se le llam a andrajo, y lanzadera en la de


Astrana Marín. Aquí dejaré el nombre del original. (N. d e l T.)
2. V er capítulo 30.

73
La repetición de la palabra1 no es fortuita; hace pensar que, para el
propio Shakespeare, la monstruosa metamorfosis de Bottom se debe
(via las imágenes animales) a la interacción mimética. Las peripecias
«sobrenaturales» de la obra no son la invención gratuita de un autor in ­
diferente a la unidad' intelectual de su obra. El conjunto mítico de los
seres mágicos es generado por unos personajes víctimas del frenesí mi­
mético.
En otras palabras, el deseo mimético f u n c i o n a r e a l m en te en la me­
dida en que produce una especie de contrarrealidad. Alcanza exacta­
mente el objetivo de metamorfosis personal que se había fijado, pero
con un espíritu contrario al efecto previsto. Los amantes se transmutan
realmente entre sí, pero no de la manera que habían esperado: se creen
rodeados de seres moral e incluso físicamente monstruosos, y ellos mis­
mos sienten que se convierten en monstruos. Al igual que en el caso
de las hermanas malvadas de los cuentos de hadas, alcanzan su aspira­
ción, pero de manera tal que, de haber sabido de antemano el resul­
tado de la empresa, hubiesen formulado un deseo muy diferente.

En el mismo instante en que las diferencias entre los cuatro prota­


gonistas parecen más considerables, se desvanecen por completo. Hay
disolución de los personajes y desintegración de su personalidad. Las
contradicciones más escandalosas se multiplican y ya no se sostiene
ningún juicio. Cada uno de los protagonistas se enfada con los demás y
les acusa de ocultar su verdadero ser bajo apariencias externas cam­
biantes y engañosas. Todos consideran a sus rivales responsables de
que el suelo se hunda bajo sus pies. Y cuando Helena acusa a Hermia
de ser un monigote, algo que todos ellos son —monigotes del deseo m i­
mético—, he aquí lo que le contesta Hermia:

Monigote, ¿eh? ¿Conque era eso? Ahora entiendo el juego.


Ha estado haciendo comparaciones entre ella y yo;
ha estado alardeando de su estatura
y con su estatura, con su elevada estatura, con un par de palmos
[más,
¡rayos y truenos!, lo has conquistado, [a Lisandro.]
De modo que has conseguido elevarte a sus ojos
haciéndole ver que yo soy inferior, ¿eh?,
diciéndole que soy enana, ¿eh? Pues, a ver, dime, cucaña,
telescopio, ¿cómo soy de baja? ¡Dilo! Repite lo que le has dicho

1. En la traducción francesa: «Le re st e j e le d o n n e r a i s p o u r é t r e e n vous t r a n s f i ­


g u r é e.» (N. d e l T.)

74
porque te aseguro que no soy tan baja
que no pueda llegarte a la cara con las uñas.
(III, 2, 289-299)

En una obra titulada Shakespeare1’s Festive Comedies, C. L. Barber


observa muy justamente que los cuatro jóvenes se esfuerzan inútil­
mente por explicar sus conflictos a partir de algo que sea «fácilmente
vinculante a su identidad individual»:

(...) sólo se ponen en primer término las diferencias accesorias. He­


lena la grande, Hermia la pequeña. Los hombres pueden pensar
que, al ser la «razón» lo que designa unas veces a Hermia y otras a
Helena como «la joven más merecedora», su personalidad no tiene
nada que ver con el caso (...). La fuerza vital que anima el papel de
los amantes no puede ser entendida mediante tal o cual discurso
individual, sino abarcando con la mirada todo el movimiento de la
farsa, que gira una y otra vez, personaje tras personaje, siguiendo un
esquema común. Estas evoluciones, en efecto, parecen obedecer a
una fuerza impersonal que les es propia.1

Lo que efectivamente interviene aquí no es más que un proceso de


reciprocidad y de uniformidad crecientes. Conviene diferenciar muy
claramente este proceso del proceso imaginario, me refiero a la expe­
riencia subjetiva vivida por los amantes, a las diferencias extremas pero
inestables que perciben. Los dos procesos son igualmente necesarios
para la «producción» de monstruos. La uniformidad real facilita las re­
cíprocas versiones que requiere el efecto cinemático.
En su gran escena con Oberón, Titania describe extensamente un
desorden en la naturaleza suscitado por la misma indiferenciación que
encontramos entre nuestros personajes. Cuenta que en las aldeas ingle­
sas la violencia de las tormentas borra las huellas y las configuraciones
que la propia cultura inglesa ha grabado en el suelo:

Los rediles están vacíos; los campos, inundados,


y los cuervos se atracan de ganado muerto;
el barro cubre los campos de juego
y la maleza ha enterrado los jardines ingeniosos.
Los humanos se han quedado sin invierno.
(II, 1, 96-100)

«Los humanos se han quedado sin invierno»; estas palabras son esen-

1. Cleveland, 1963, p. 128.

75
cíales. Las cuatro estaciones sufren el mismo proceso de indiferencia-
ción que nuestros cuatro jóvenes; se han convertido en algo mons­
truoso donde se mezcla lo que globalmente son, y deben ser, todas
ellas, pero cada una según su propia naturaleza, y de manera neta y du­
ramente diferenciada. El monstruo es la fase últim a antes de la confu­
sión total en la que todo se vuelve idéntico:

Se han alterado las estaciones: por culpa tuya caen nevadas


sobre los brotes de las rosas
y sobre el cráneo desnudo y helado del viejo Invierno
un ram illete oloroso y lozano de flores estivales.
La primavera, el verano,
el otoño feraz y el invierno adusto han cambiado
sus ropas y el mundo, perplejo,
ya no sabe cuál es cuál.
(II, 1, 106-114)

Es un error pensar que, en este esquema shakespeariano, es real­


mente la naturaleza la primera representada y la responsable de lo que
les ocurre a las relaciones humanas en el universo de los hombres. Es
lo que a la mitología le gustaría hacernos creer, así como a los especia­
listas seguidores del tema que ven en los mitos ante todo una interpre­
tación de la naturaleza.
Shakespeare no comete ese error y, en los tres primeros versos de la
intervención dirigida a Oberón, hace decir a Titania de la manera más
explícita posible que toda la crisis proviene del conflicto que les opone
entre sí:

Toda esta serie de males proviene


de nuestra disputa, de nuestra discordia:
nosotros somos su origen y su causa.
(II, 1, 115-118)

Shakespeare no se entretiene mucho en esta batalla entre Oberón y


Titania, aunque sí lo suficiente, no obstante, para ofrecer, como corres­
ponde, un ejemplo suplementario de rivalidad mimética. Se trata del
caso de un joven paje que tanto el rey como la reina pretenden incor­
porar a su séquito personal por la única y exclusiva razón de que el
otro también desea hacerlo. El niño objeto de la disputa no dice jamás
una sola palabra; se contenta con pasar de Oberón a Titania como lo
haría una pelota de tenis. Una vez más, el acento no recae sobre el ob­
jeto deseado, sino sobre el espíritu de rivalidad.
De igual manera descubrimos en Titania algo más que un simple

76
atisbo de celos cuando alude a una aventura que Oberón habría te­
nido con Hipólita, así como también en Oberón cuando, en respuesta,
acusa a Titania de haber tenido una aventura con Teseo. En cual­
quiera de sus páginas, el deseo mimético reina en esta obra como
dueño absoluto y lleva en todas partes a la reciprocidad vindicativa.
Y en cuanto a los tres versos de Titania que se refieren a la responsa­
bilidad última de este deseo en las desgracias de la época, son eco,
creo yo, de la lectura shakespeariana de los conflictos humanos y del
papel que desempeñan en fiestas como la celebración del primer día
de mayo (May-Day) o la de la Noche de Verano (o noche de San
Juan) que sirven de decorado folklórico a los acontecimientos presen­
tados en la obra.
Al despertar de su sueño, Titania precisa inmediatamente que su
«boda» con Bottom es el triste resultado del hundimiento de las dife­
rencias. Incluso la más importante de todas ellas, la que separa lo natu­
ral de lo sobrenatural, se ha desvanecido temporalmente en el trans­
curso de la noche de verano:

Y cuéntame qué ha pasado esta noche,


cómo he venido a parar aquí,
por qué me he despertado entre mortales.
(IV, 1, 100-102)

La pérdida de las diferencias y el desdoblamien to hostil de los anta­


gonistas miméticos son fenómenos tan importantes que Shakespeare
insiste sobre ellos una vez terminada la noche de verano: salidos de su
estado de trance, los cuatro amantes examinan su propia aventura con
una mirada serena y, retrospectivamente, les parece completamente di­
ferente de lo que han experimentado durante la noche:

D emetrio : Todas las cosas que recuerdo se achican y se borran


como las montañas lejanas que se disuelven en las nubes.
H ermiA: Creo que tengo los ojos extraviados;
todo lo que miro lo veo doble.
Helen A: Lo mismo me pasa a mí.
(IV, 1, 183-186)

Una vez recuperada la cordura, Helena y Hermia pueden compro­


bar la reciprocidad y la identidad perfectas de todas las relaciones que
se han desarrollado durante la noche. Al haberse disipado la bruma de
las diferencias ilusorias, las dos perciben claramente los dobles que han
sido durante un tiempo —no significando en este caso «doble» coinci­
dencia de los contrarios, sino oposición de los «coincidentes»—. Esa v i­

77
sión retrospectiva no constituye un monstruo más; es la verdad misma,
expresa la realidad de una experiencia de la que los amantes tienen
ahora una percepción exacta. Desgraciadamente, son demasiado poco
propensos a la reflexión para llevar el análisis hasta el final y hablan de
esa experiencia como si se tratara de un extravagante fenómeno visual.

78
VI. «MÁS QUE UNAS VISIONES QUIMÉRICAS»
El su eño de un a noche de verano

Los elfos y las hadas no se manifiestan únicamente a la mirada de


los amantes; se aparecen también a Bottom y a sus compañeros. Hasta
cierto punto, todos los personajes comparten la misma experiencia. Y
ésa es la razón de que las dos intrigas paralelas culminen en la misma
visión «sobrenatural». Esta visión común sugiere que las tres intrigas se
comunican entre sí y están más emparentadas de lo que la tesis de su
independencia recíproca permite suponer. Los artesanos todavía han
merecido menor atención que los amantes, y algunas de las semejanzas
más flagrantes de los dos grupos han escapado a las miradas de los ob­
servadores.
Las grotescas gesticulaciones de los artesanos proceden de una crisis
m imética por completo parecida a la que acabamos de desarrollar y cul­
minan en la misma transfiguración de lo real. Estas similitudes expli­
can por qué el mismo grupo de seres mágicos tiene potestad para inter­
venir en las actividades de los dos diferentes grupos de personajes.
Los amantes aún no han abandonado Atenas cuando los vemos por
primera vez, y lo mismo ocurre con los artesanos. Estos fieles súbditos
de Teseo han decidido representar una obra para celebrar su matrimo­
nio y, en una primera escena, en Atenas, comienzan a distribuir los pa­
peles. Su segunda escena es un ensayo de esa obra, que se lleva a cabo
en el mismo bosque donde se han refugiado los amantes. La adapta­
ción escénica (muy mediocre) que hacen de la célebre historia de Pí-
ramo y Tisbe supera, evidentemente, las capacidades de esos aficiona­
dos semianalfabetos.
El jefe del grupo, Quince, carpintero de oficio, se encarga del re­
parto. Bottom, el tejedor, interpretará a Píramo, el protagonista mascu­
lino. Habría preferido interpretar a un «tirano», pero se necesita a un
amante que «desencadenará tormentas».
Deseoso de proseguir con su tarea, Quince se aleja del tempestuoso
Bottom y se dirige a Flute, el reparador de fuelles, para proponerle el
papel de Tisbe. El hombre es tan tímido como Bottom descarado.

79
Tiene «la barba crecida» y pide que le disculpen. En realidad, ese papel
de mujer le desagrada. Bottom se ofrece entonces como voluntario para
interpretar el papel de la ing en ua, no en lugar sino además del de
Píramo:

Ah, bueno, si es con máscara, yo también puedo hacer de Tisbe.


Con una voz impostada, mira: «¡Trispa! ¡Tisbe!... ¡Oh, Píramo, mi
tierno amado, ven a mis brazos. Soy yo, tu Trispa amada...»
(I, 2, 51-54)

Quince no quiere ni oír hablar de ello. Es preciso que el héroe y la


heroína sean interpretados por dos actores di fer en te s :

¡Que no! Tú haces Píramo,


y Flute, Tisbe, y se acabó.
(55-56)

Temiendo ser de nuevo molestado, Quince atribuye apresurada­


mente dos papeles más; ningún problema; llega entonces el turno del
león, y la falta de entusiasmo del actor elegido, Snug, es una tentación
a la que Bottom no puede resistirse. Una vez más, pide a Quince que le
conceda el papel:

Ah, entonces yo también quiero hacer de león. Rugiré de tal ma­


nera que se les helará la sangre en las venas. ¡Provocaré ataques de
corazón! ¡Grrrrrrrr! El propio duque, que Dios guarde: «¡Bravo, que
ruja, que ruja!»
(70-73)

Para desanimar a Bottom, Quince le previene contra una imitación


demasiado realista del rey de los animales:

Sí, eso, y la duquesa y las señoras se asustarían y se pondrían a


chillar y a correr y a nosotros nos mandarían de cabeza a la
horca.
T odos : N os colgarían a todos.
(74-78)

Los artesanos beben las palabras de su jefe y, muy miméticamente,


unánimemente, religiosamente, repiten sus ocurrencias. Pese a esa de­
saprobación colectiva, Bottom sigue encaprichado con su león, pero,
como buen demagogo, modifica su concepción del papel:

80
No tengáis miedo, no tengáis miedo. Pondré una voz tan suave que
los rugidos del león parecerán ronroneos de gato. Rugiré como
canta el jilguero y arrulla la paloma. Cuuu-rrru-cuuu.
(79-84)

Píramo, después Tisbe, a continuación un feroz león y ahora un


simpático y pequeño ruiseñor: contrariamente a Alberich en El anillo
de los Nibelungos, un actor nato, como Bottom, no necesita «trucos»
mágicos para transformarse en todo tipo de criaturas. A la menor indi­
cación de su público, se metamorfoseará tanto en cruel dragón como
en simpático ruiseñor.
El pájaro debe seguir siendo identificable como león. Debe conser­
var algunos de los rasgos correspondientes a su estado anterior y ser,
por tanto, a la vez león y ruiseñor. Al igual que los amantes, Bottom
fabrica combinaciones antagónicas de contrarios, en otras palabras,
monstruos cabales, valga la expresión, monstruos en el sentido defi­
nido en el capítulo anterior. Además, desde un principio ha anunciado
que hablaría « c o n una voz m o ns t ru o s am en te 1 delicada», y la palabra, en
Shakespeare, siempre está cargada de sentido. Las delirantes im itacio­
nes de Bottom son un instrumento de producción de monstruos tan
eficaz como el incesante baile de identificaciones amorosas en nuestros
cuatro enamorados.
Pero he aquí que se plantea el problema de representar la luna, la
luna y también el muro, el muro temible, abominable y cruel que se­
para a Píramo de Tisbe. La solución es hallada rápidamente: un actor
suplementario encarnará el muro, y otro la luna.
A Bottom le encantaría ser esa luna y ser el muro en cuestión. Por
mucho que se empeñe, le resulta imposible a Quince encontrar un papel
que no convenga a los talentos de Bottom. Además del enamorado y de
su dulcinea, este loco del teatro pretende representar todos los obstácu­
los que se interponen entre los dos tórtolos. Él y sus compañeros no tie­
nen la menor dificultad en metamorfosearse en objetos que superan
cuanto cabe imaginar en materia de mimetología. Bottom quiere ser to­
dos esos objetos, y la idea de renunciar al menor de ellos le produce la
sensación de pérdida irreparable, de separación desgarradora.
A partir de Platón y Aristóteles, el concepto principal en materia
de crítica teatral es el concepto de mimesis. Durante el Renacimiento,
la interpretación mimética de las obras teatrales no era simplemente la
que estaba más de moda: era la única. Y, en el fondo, actualmente si­
gue ocurriendo lo mismo. Según Aristóteles, si a los seres humanos les
gusta el teatro, es porque les gusta la imitación.

1. Término inexistente en la versión utilizada. (N. d e l T.)

81
Es evidente que Shakespeare intenta ilustrar ese amor por la im ita­
ción. Los artesanos no son actores de oficio, y para satisfacer sus obli­
gaciones con el duque no estaban en absoluto obligados a preparar una
representación teatral. Habrían podido proponer algo más adecuado a
sus mediocres talentos. ¿Por qué, por tanto, elegir el teatro? Respuesta:
porque adoran la imitación.
Actuar en una obra es más atractivo que ser un simple espectador:
exige implicarse de manera activa en un juego mimético. Esa fascina­
ción por la escena no afecta únicamente a un actor nato como Bottom;
también sus compañeros se sienten fascinados y todos responden a la
llamada cuando Quince les convoca, incluidos los que se creen excesi­
vamente tímidos para poder actuar. Los titubeos del actor que accede a
regañadientes acaban por tener el mismo significado que la desbocada
impaciencia del mimo absoluto, Bottom.
¿Por qué encarnar un personaje es algo tan placentero? Aristóteles
no da en ningún lugar una respuesta a esta pregunta. Shakespeare sí: el
placer obtenido procede del deseo que se siente de ser el modelo. La
interpretación teatral debe su extraño y ambivalente prestigio a las
trans figuraciones que permite. Desde que un papel nos pertenece,
desde que estamos oficial y culturalmente habilitados para interpre­
tarlo, pierde su prestigio. El papel de los demás siempre es más fasci­
nante que el propio. Al igual que Helena y sus amigos, Bottom y sus
compañeros aspiran a ser transfig urado s o transmutados (translated) en
algún modelo prestigioso. Su sed de mimesis tiene la misma finalidad
ontológica que el deseo mimético de los cuatro amantes.
En la encarnación teatral se da un elemento erótico que crece con
la dimensión y el entusiasmo del público. Y viceversa. El deseo erótico
de todos nuestros personajes constituye un elemento intensamente tea­
tral. En las obras que hemos examinado, los aspectos teatrales del de­
seo erótico son tan patentes como la dimensión erótica del teatro en el
caso de Bottom. Valentín y Colatino son sus primeros ejemplos: al eros
shakespeariano le gusta pavonearse delante del mayor número posible
de espectadores admirados; le gusta mostrarse, y este deseo desemboca
necesariamente en una «obra en la obra», el p la y within the pl ay tan
característico de nuestro dramaturgo.

Asi pues, el ensayo de Pí ramo y Tisbe se desarrolla en el mismo


bosque donde tiene lugar la loca persecución de los cuatro amantes. En
el intervalo que separa las dos escenas, la excitación de los artesanos
no ha cesado de aumentar, y Bottom ha conseguido atraer la atención
de Quince:

82
No, que yo he pensado que en esta comedia de Píramo y Tisbe,
que hay cosas que no van a gustar al público. En primer lugar, Pí­
ramo, en un momento, saca la espada y se suicida y eso a las seño­
ras les va a sentar fatal.
(III, 1, 9-12)

Era Quince quien, anteriormente, había evocado el espectro del te­


rror de las damas, pero con ello sólo pretendía rechazar los ofrecimien­
tos de Bottom. El tejedor utiliza a su vez la idea poco plausible de esa
aprensión y llega a incluir en ella el suicidio de Píramo. Al im itar a
Quince, manipula al grupo apareciendo como un director inspirado.
Como ha sido Quince quien primero ha tenido la idea, no puede hacer
callar a Bottom sin contradecirse a sí mismo, y dañar su autoridad: el
caos está en marcha.
Todas las supuestas precauciones esgrimidas para impedir el hipoté­
tico pánico del público femenino son en realidad síntomas del pánico
bien real que crece entre los artesanos. Cada uno de ellos exhibe sus
síntomas histéricos ante las narices de los demás y todos im itan m aqui­
nalmente los del vecino.
Proyectan sus propios miedos sobre el sexo débil a la manera de
aquellos primitivos a cuya imaginación se deben no sólo las bacantes
sino también las erinias, las walquirias, las amazonas y demás bandas
míticas de mujeres aterrorizadas/terroríficas —desplazamientos metafó­
ricos de alguna descomposición masculina:

SNOUT: Madre mía, no lo había pensado. Corremos este albor, qué


duda cabe.
STAVERLING: Creo que tendremos que prescindir del suicidio al fi­
nal de la obra.
BOTTOM: Nada de eso: he tenido una idea estupenda para salir del
paso. Escríbame un prólogo y que ese prólogo diga que no nos
vamos a hacer daño con las espadas y que en realidad Píramo
no se muere. Y para mayor garantía, di también que Píra­
mo no es Píramo, sino Bottom el tejedor. Eso disipará sus te­
mores.
(13-22)

Lo lógico sería que el prólogo dijera: «Yo me llamo Bottom y sim­


plemente simulo ser un tal Píramo cuyo suicidio es fingido.» En lugar
de ello, Bottom comienza por nombrar a Píramo, cuya identidad pro­
bablemente es muy preferible a la suya, y lo hace en primera persona,
como si se tratara de su auténtica identidad. Su nombre verda­

83
dero aparece en segundo lugar y lo menciona como si perteneciera a
otro, un personaje, por ejemplo, cuyo nombre figurara en la página de
créditos de El su eñ o de un a noche de verano. Lo que él da a entender,
y comienza realmente a creer, es que su auténtico nombre es falso y v i­
ceversa. Los espectadores son insidiosamente invitados a entrar en la
confusión que nuestro actor universal está sembrando.
Bottom ya no sabe quién es realmente. En el momento de la in­
triga de los amantes que se corresponde con éste, también Hermia ex­
clama:

¿No soy tu Hermia y no eres tú mi Lisandro?


(III, 2, 273)

En las dos intrigas nos encontramos con la misma «crisis de identi­


dad». Utilizo esta expresión a falta de otra mejor. La triste jerga de la
psiquiatría moderna expresa muy mal la atmósfera de la noche de ve­
rano: ha sido inventada para uso del neurótico moderno condenado a
hacer equilibrios durante años en el marco de un interminable diálogo
con lo que él llam a sus «problemas», condenado a cocerse a fuego lento
con ellos hasta que la muerte los separe. Aquí no hay nada que se ase­
meje a ese callejón sin salida. No cabe duda de que la crisis que atra­
viesa Bottom es aguda, pero tiene un carácter pasajero y no dejará hue­
lla. Lo mismo puede decirse de nuestros cuatro enamorados.
Unos cuantos versos más adelante, un nuevo incidente aclara la rá­
pida desintegración de la relación con lo real de los artesanos. Reapa­
rece nuestro viejo amigo el león, y su ferocidad preocupa ahora hasta al
más plácido de nuestros pacíficos personajes:

SNOUT: Y las señoras, ¿no tendrán miedo del león?


Starvelin g : Ya te aseguro yo que sí.
BOTTOM: Pues es mejor que lo pensemos bien. Meter un león entre
las señoras es una cosa terrible... No hay criatura viviente en el
mundo que dé más miedo que un león. Hemos de hacer algo.
SNOUT: Otro prólogo que diga que el león no es un león.
(III, 1, 27-35)

Ahora es Snout quien, a imitación de Bottom, reclama un prólogo


suplementario. Pero, como todos los mimos instintivos, Bottom detesta
que le copien. Para él la originalidad está por encima de todo, y en
cuanto ve sus ideas adoptadas por otro, las rechaza. Hace como aquel
otro actor irreprimible, el Alcestes de Moliere: «El honor de contradecir
tiene para él tantos encantos, / que muy frecuentemente se contradice a
sí mismo»:

84
BOTTOM: No es suficiente. Hay que dar el nombre del actor.
También convendría que se le viera media cara, por lo me­
nos, detrás de la careta de león. Y tendría que hacer un pe­
queño discurso. Algo así: «Señoras...» No, mejor: «Gentiles
damas.» Eso: «Gentiles damas, ruego a ustedes...», no, «enca­
rezco a ustedes vivamente a que no teman nada. Mucho me
dolería que pensaran que soy un león. No soy tal, sino un
hombre como los demás. Snout el ebanista, al servicio de
vuestras mercedes.»
(III, 1, 36-46)

Esta segunda metamorfosis llega aún más lejos que la primera, que
ya era más espectacular que el texto inicial. Para ser realmente «la in­
quietante otredad», un monstruo debe participar a la vez del hombre y
del animal, y eso es lo que aquí hace. Evidentemente, esa terrorífica
creación procura deliciosos escalofríos a sus atónitos inventores.
Ese pedazo de rostro humano enmarcado por unos rasgos leoninos
no deja de recordar un cierto arte primitivo que sólo se ha puesto de
moda con la llegada del siglo XX. Es indudable que Shakespeare no ha­
bía visto jamás ninguna máscara religiosa, pero su genio y su sentido
innato del mimetismo no necesitaban ningún «trabajo de campo» para
reconstituir sus rasgos característicos y expresar su «monstruosidad»,
me refiero a la fusión, en esas máscaras, de entidades o de fragmentos
de entidad normalmente separados.
En la crisis mimética teóricamente aprehendida, hemos llegado al
preciso instante en que, en virtud de acciones rituales miméticamente
equivalentes al pánico de los artesanos, los fieles de los cultos prim iti­
vos revisten máscaras muy parecidas a las que imagina magníficamente
Bottom. La inspiración es la misma, porque también lo es, fundamen­
talmente, la experiencia. Desde el punto de vista dramático, el t im in g
es admirable. A diferencia de nuestros etnólogos, Shakespeare, que ja­
más había contemplado ninguna, sabe intuitivamente lo que es una
máscara.

La manera compulsiva en que Bottom se entrega a sus encarnacio­


nes teatrales se parece al trance de posesión del mismo modo que las
imágenes caóticas nacidas de su experiencia entroncan con las másca­
ras primitivas. Actualmente vivimos en una cultura que no estimula
este tipo de fenómenos, pero antes era muy diferente. Las fiestas del
primero de mayo o de San Juan hunden sus raíces en rituales que re­
cuerdan demasiado los esquemas orgiásticos de las culturas antiguas y
primitivas como para no derivar del mismo modelo religioso.

85
El trance de posesión se asemeja al acto teatral, pero uno y otro no
deben ser asimilados. El trance «auténtico» es un compromiso tan total
que el acto de representación se vuelve involuntario y no puede ser in­
terrumpido de manera deliberada. Ese grado extremo de auto-despose­
sión, más extremo que todo lo que el teatro occidental es capaz o desea
alcanzar, aunque se sitúe en las antípodas de la célebre paradoja de Di-
derot, es lo que Shakespeare muestra en esta intriga paralela. Recupera
el tipo de experiencia de la que, probablemente, surgió el teatro en sus
orígenes.
La interpretación normal de un actor es una forma de trance tan sua­
vizada que hasta los comediantes más entusiastas, que no siempre son los
mejores, pueden salir de ella a voluntad: jamás pierden la conciencia de
estar interpretando un papel. Todo lo que sabemos de los orígenes del tea­
tro parece indicar que unas formas de ritual atenuadas debieron de prece­
der a este arte enteramente definido, a fin de cuentas, por la renuncia al
trance y a la inmolación sacrificial.
Cabe concebir que, en unas circunstancias especialmente «favora­
bles», en manos de individuos altamente predispuestos como Bottom, el
teatro pueda efectuar el mismo recorrido en sentido inverso. Es lo que
Shakespeare quiere demostrar aquí.

Bottom en primer lugar, pero también sus rústicos compañeros, se


embriagan con sus papeles múltiples y su rotación caleidoscópica. Esa
avalancha de encarnaciones teatrales recuerda la situación en la que se ha­
llarían unos individuos extremadamente influenciables entregados á un
hipnotizador que se hubiera vuelto loco. Pero aquí no existe hipnotizador;
son los mismos actores quienes se hipnotizan recíprocamente.
Bottom se parece a esos payasos cuyo número consiste en cambiar tan
rápidamente de traje que dan la impresión de llevar uno solo, pero de to­
dos los colores del arco iris. Una vez más, nos encontramos con un efecto
cinemático semejante al de los amantes. El crescendo de las monstruosi­
dades se acerca a su punto de ebullición. Hasta entonces, los artesanos no
c reían totalmente sus propias invenciones. Un segundo más y dichas in­
venciones están pavoneándose en el escenario. En un abrir y cerrar de
ojos, B o t t o m se c o n v i e r t e e n asn o y se casa c o n Titania:

(Entra Bottom, con cabeza de asno.)


BOTTOM: Si yo fuera un hermoso doncel, Tisbe mía, sería tuyo...
Q uince : ¡Horror, un monstruo! Huyamos, huyamos, estamos embru­
jados. ¡Sálvese quien pueda!
(Salen todos corriendo, menos Bottom y Puck.)

86
Q uince: Que Dios te proteja, Bottom, que Dios te proteja. Estás en
pleno proceso de asnificación.
(III, 1, 105-119)

Quince parecía el más razonable de los artesanos, pero su sentido


común no ha resistido las perturbadoras gansadas de Bottom. Por soli­
daridad mimética, el grupo entero se precipita en el abismo de la aluci­
nación.
Después de muchas señales de perturbación, la locura de los artesa­
nos franquea el mismo umbral decisivo que la de los amantes. Bajo el
efecto de las encarnaciones teatrales acumuladas, todo el sistema se
descompone y acaba por estallar en mil pedazos, fragmentos extraños
que se reorganizan al azar como un mosaico de esquirlas de cristal. En
cuanto a Bottom, se ha transfigurado (translated) en un deslumbrante
patchwork de todos sus papeles en el que predomina la figura unifica-
dora del asno inaugural,
A continuación de su cuello aparece la mitad de la cara de asno. El
cuerpo sigue siendo esencialmente el de un hombre —gran seductor
probablemente, y muy digno de la única reina de las hadas—. La cria­
tura une al ingenio de un narrador una marcada predilección por el
heno y la formidable inmovilidad del ladrillo, dos características clási­
cas del asno tradicional.
La intervención de Puck no es arbitraria: acaba de coronar toda
una serie de dislocaciones estructurales que sirven de transición entre
la percepción normal y las alucinaciones monstruosas hacia las cuales,
de manera independiente pero simultánea, se encaminan las dos in­
trigas.
En el plano puramente teatral, entre el mundo natural y el mundo
sobrenatural existe una discontinuidad aparente por la que no hay que
dejarse engañar. Al examinar la obra más detenidamente, no podemos
dejar de ver el proceso mimético que enlaza entre sí las tres intrigas:
resulta evidente que las hadas son generadas conjuntamente por la ri­
validad mimética de los amantes y las fantasías teatrales de los artesa­
nos. La cabeza de cartón que Puck instala sobre Bottom puede signifi­
car simultáneamente la tranquilizadora separación de los dos mundos y
su fusión total.
La grosera farsa de los artesanos engloba las mismas implicaciones
que las perpetuas infidelidades de los amantes: en ambos casos, el en­
vite va más allá de los efectos cómicos a los que la circunscribe la in­
comprensión general. Lo que Shakespeare propone aquí es nada menos
que la teoría mimética del mito.

87
Recapitulemos. En las dos intrigas «humanas», la primera escena
consiste en una distribución de papeles. En principio, se supone que
cada personaje sólo interpreta uno, pero tanto los amantes como los ar­
tesanos no cesan de inventar otros nuevos, de intercambiárselos y de
birlárselos entre sí. La invasión del discurso de los amantes por metá­
foras animales y las idas y venidas entre dos luces van a la par que la
inquietud excesiva de Bottom y sus compañeros respecto al temible
león y sus diferentes metamorfosis.
En esas dos intrigas, la proliferación de monstruos charlatanes pre­
para el terreno a la alucinación última. En ambos casos, esas aparicio­
nes extraordinarias proceden del choque y del de sm em br am ie n t o de se­
res normalmente diferenciados, seguidos de un r e m em b r a m i en to y de
una rememoración desordenados ( r em em b er i n g) que contradicen las
diferenciaciones normales de la vida cotidiana.

La simetría de los amantes y de los artesanos parece indicar que im ita­


ción estética y eros mimético son dos modalidades de un solo e idéntico
principio. El deseo de mimesis que domina a Bottom se extiende de ma­
nera tan contagiosa entre los artesanos como el deseo erótico entre los
amantes; en ambos casos es el mismo deseo y en ambos grupos ejerce
los mismos efectos perturbadores: genera la misma mitología.
En la intriga teatral, Shakespeare introduce de nuevo el ingrediente
que los estetas dejan invariablemente de lado: el deseo erótico. En la
intriga amorosa, inyecta el ingrediente que los especialistas del deseo
jamás toman en consideración: la imitación. Esa doble restitución con­
vierte cada intriga en el espejo fiel de la otra, y ambas reunidas, de
donde brota la tercera, constituyen un desafío singular arrojado a la tra­
dición filosófica y antropológica moderna.
La incapacidad de los críticos tradicionales para analizar el papel de
la imitación, de lo que la lengua inglesa denomina impersonation, es
aún más sorprendente en el caso de los artesanos que en el de los
amantes, pues entre ellos el aspecto estético de la mimesis (el único que
ha sido tradicionalmente aceptado) es deslumbrante.
Shakespeare extrae su fuerza de su aptitud para rechazar de un solo
golpe dos malas abstracciones: por una parte, el deseo privado de im i­
tación que imaginan psicólogos y psicoanalistas; por otra, la imitación
privada de deseo que imaginan filósofos y estetas.
La tradición filosófica concibe eros y mimesis como dos cosas separadas.
El mito de su independencia recíproca se remonta a Platón, que jamás une
los dos conceptos, y ello pese a su miedo terrible al contagio mimético y a su
desconfianza hacia el arte, especialmente el teatro, obsesiones ambas que
sugieren la verdad que su sistema formal se.niega a admitir.
La estética y la crítica literaria, al igual que la psicología y las de­
más ciencias humanas, siguen reflejando un divorcio de la mimesis y el
deseo tan profundamente anclado en nuestro pensamiento abstracto
que ni el mismo Freud ha sido capaz de superarlo. Ahí reside, en mi
opinión, el gran fracaso del psicoanálisis.
Ese divorcio de la imitación y el deseo es muy apreciado por los es­
tetas tradicionales y los críticos literarios, ya que Ies garantiza la auto­
nomía de sus disciplinas y protege al arte de la impureza de los deseos
mundanos. Proclama el carácter desinteresado de las preocupaciones
estéticas. En realidad, esa mutilación filosófica de la mimesis es fruto
de un narcisismo espiritual que nos cuesta muy caro.
La grandeza de El su eñ o consiste en la anulación de ese divorcio fa­
laz, en el matrimonio perpetuo de mimesis y deseo en cada una de las
tres intrigas. Si entendemos lo que esto significa, aprehenderemos al
mismo tiempo el sentido global y la unidad de esta obra genial; cance­
lamos de una vez la tesis de un Sueño realmente astillado y fragmen­
tado, el mito más bien risible de un posmodernismo shakespeariano.
En nuestra é p o c a , el c a n s a n c i o general provocado por la estética
tradicional ha engendrado, en últim a instancia, una rebelión contra el
concepto de imitación tal como fue concebido desde los griegos, pero
no se trata realmente de una ruptura con el pasado: nos hallamos en el
círculo de una falsa rebelión que intenta negar la realidad de lo que
esta rebelión es incapaz de pensar de nuevo. En lugar de unir im ita­
ción y deseo, los rebeldes en cuestión se esfuerzan por expulsar la m i ­
mesis de nuestra escena cultural, hasta el punto de que su revolución
aborta indefectiblemente y perpetúa la antigua servidumbre. Pero in­
cluso una mimesis empobrecida es mejor que su ausencia total. Una
mejor comprensión de El su eño debiera ayudarnos a salir de este calle­
jón sin salida.

89
VII. «HAY UNA COHERENCIA»
El su eño de un a noche de ver ano

Al comienzo del quinto acto, Teseo e Hipólita acaban de oír la ver­


sión que los cuatro jóvenes dan de los acontecimientos de la noche. Hi­
pólita quiere saber qué opinión le merecen a Teseo:

Qué extraña historia la que cuentan los amantes.


T e se o : Más extraña que verdadera. Nunca he podido dar crédito
a estas fábulas llenas de hadas y de encantamientos.
Los amantes y los locos tienen un cerebro febril
y una imaginación viva, que les hace ver
lo que la razón no alcanza a entender.
En la sustancia del poeta, del loco y delamante
sólo entra la imaginación.
El uno ve más demonios de los que caben en el infierno
[entero:
ése es el loco. El amante, tan loco como el otro,
ve la belleza de Venus en las facciones de un simio.
Y la mente del poeta, en pleno delirio,
va de la tierra al cielo y del cielo a la tierra.
Las formas insólitas
que fabrica su imaginación,
las materializa y nombra
con su pluma. Porque la imaginación quiere
que todo tenga cuerpo y nombre,
y a la alegría
la transforma en diosa
y con el propio miedo
hace un fantasma.
(V, 1, 1-22)

Lo que Teseo está exponiendo es una teoría individualista del


mito. Si expresa el punto de vista del autor, su parlamento, bello pero

90
banal, arroja entonces la duda sobre mi lectura de la noche de verano,
que no es individualista ni social (en el sentido usual de la palabra),
sino intersu bjetiva o más exactamente interi nd ivi du al (en el sentido de
la teoría m im ética).1
La réplica de Hipólita demuestra que Teseo ha entendido mal la
pregunta de su mujer. Fascinada por el relato fabuloso de los cuatro jó­
venes, desea discutirlo, pero su interlocutor confunde esa curiosidad
intelectual con una simple manifestación de ansiedad «femenina». Por
ello le contesta con las frases tranquilizadoras que, en su opinión, la si­
tuación requiere.
Con una arrogancia típicamente masculina, plantea de entrada que
sólo él es suficientemente racional como para alejar cualquier supersti­
ción. Los elocuentes versos que pronuncia no contienen nada que sea
realmente falso, pero la pregunta a la que contestan es simplista com­
parada con la que ha planteado Hipólita. El racionalismo estrecho
tiene el temible poder de reducir los enigmas apasionados a rimbom­
bantes simplezas.
Si queremos apreciar las frases de Teseo en su justo valor, no debe­
mos aislarlas del diálogo en que se inscriben, como si constituyeran
una especie de oráculo aislado. Hipólita habla poco, pero es la última
en hablar y su palabra es decisiva:

Pero todas las historias que nos han contado


coinciden entre sí y el que todos hayan imaginado las mismas cosas
hace pensar que puede haber algo más que imágenes ilusorias.
En todo lo que cuentan
hay una coherencia extraña y sorprendente.
(23-27)

Si nos dejamos impresionar en exceso por el magnífico discurso de


Teseo, esos cinco versos parecen sobreañadidos y apenas los oímos:
confirman en nuestro interior la sensación de que la reina de las Ama­
zonas es una mujer más bien timorata y crédula que se esfuerza en justi­
ficar la existencia de las hadas. No es así. El comportamiento del du­
que de Atenas recuerda un poco al de los artesanos cuando intentan
suavizar algunos aspectos de su obra a fin de no asustar a las especta­
doras.
La pregunta se refiere a la génesis del mito, y al no obtener una
respuesta satisfactoria Hipólita plantea otra cosa. Si fuera de la misma
opinión que Teseo, sus cinco versos no comenzarían con pero. La lec­
ción que éste retiene de la noche de verano no la satisface en absoluto;

1. Des choses c ac h e es , p. 307 y sigs.

91
así que ella saca sus propias conclusiones, menos armoniosas que la fá­
cil cordura de Teseo, pero más profundas.
Hipólita contradice a Teseo en tres puntos fundamentales. Primer
punto: el mito es un fenómeno colectivo y no individual. Es lo que
quiere decir con «que todos hayan imaginado las mismas cosas». Para
entender «todos», hay que adivinar que la fórmula no se aplica única­
mente a los amantes, sino también a los artesanos. Las palabras «coin­
ciden entre sí» remiten al papel jugado por el contagio mimético.
Segundo punto: por falso y engañoso que sea objetivamente, no de­
bemos confundir el mito con una ficción pura, con el producto de la
imaginación individual o con una inspiración poética que funciona en
circuito cerrado. El mito no es una invención subjetiva. Pese a sus ilo-
gismos, sus incoherencias y sus puras mentiras, «las historias que nos
han contado [...] algo más que imágenes ilusorias». Esta observación
capital es irreconciliable con el estrecho escepticismo de Teseo.
Tercer punto: pese a la efervescencia de su génesis y al carácter
fantástico de su contenido, el mito es «coherente» (so me th in g o f g r ea t
cons tanc y); en otras palabras, tiene una estructura estable, lo que su­
pone toda una serie de consecuencias que la teoría individualista de
Teseo es incapaz de tomar en consideración.
Es evidente que me congratulo de ver a Hipólita enfrentarse a Te­
seo en los puntos exactos que hacen su larga perorata incompatible con
mi propio análisis. En el relato de los cuatro amantes, la reina no en­
cuentra nada que vaya en el sentido de la idea puramente subjetiva que
Teseo se hace de la producción mítica. En su fuero interno, ella re­
chaza la manera que él tiene de expulsar tanto al poeta como al loco o
al amante, en un gesto contrario pero a fin de cuentas equivalente a la
idolatría actual de la «ficción pura», concepto clave de la crítica litera­
ria «contemporánea» desde hace cuatro o cinco siglos.
El análisis de Hipólita confirma el nuestro y nos permite concluir
que es ella, y no Teseo, quien expresa el pensamiento del autor. Los
cinco versos de su réplica son un pequeño ensayo crítico del propio
Shakespeare sobre la naturaleza del mito; y la noche de verano es una
puesta en escena de las ideas que desarrolla en él.
El dramaturgo parece buscar aquí, a tientas, un modo de expresión
más conceptual que el teatro. El género que practica y el estado de la
reflexión antropológica en su tiempo le impiden desarrollar sus ideas
de manera más completa, lo que es muy lamentable. Teniendo en
cuenta todos estas dificultades, ¡hay que agradecerle sus cinco extraor­
dinarios versos!
Pero Hipólita es mujer; su tirada carece de resplandor y de fuerza
dramática: jamás se la citará en los discursos de distribución de pre­
mios. Los medios universitarios se han quedado con Teseo, y la mayo­

92
ría de los estudiosos analizan El sueño como si los cinco versos de Hi­
pólita no existieran.
Si esos versos carecieran de importancia a ojos de Shakespeare, no
aparecerían en la obra en el lugar estratégico que ocupan. Es indudable
que Shakespeare quiso refutar de manera discreta pero decisiva los apa­
ratosos tópicos de Teseo. A veces las observaciones del duque son pe­
netrantes, pero, en este caso, su mujer le hace aparecer como un so­
lemne odre lleno de viento.
La elocuencia y el prestigio de Teseo confieren a su discurso una
apariencia de autoridad que no merece: el duque se lim ita a decir lo
que prácticamente todo el mundo ya repetía en los siglos XVI y x vn —y
sigue repitiendo en nuestros días.
Teseo es el sumo sacerdote de un humanismo optimista que atri­
buye hábilmente la noche de verano al triple motivo de la poesía, la lo­
cura y el amor. Esa astuta operación libera a los hombres respetables
de cualquier responsabilidad respecto a las malas pasadas que el m im e­
tismo pudiera jugarles.
Es admirable que Shakespeare confiara la explicación racionalista
del mito a una gran figura mítica. El gesto mediante el cual el huma­
nismo moderno expulsa —y entroniza—el pensamiento mágico y mítico
al feudo de la «superstición» o de la «imaginación» constituye nuestra
manera de sustituir el mito propiamente dicho, una vez que ha agotado
su potencial de credibilidad. El racionalismo reduccionista cumple la
misma función que las explicaciones mágicas de antaño: vuelve la riva­
lidad mimética totalmente invisible, incluso para los espectadores de
El s ueño de un a noche de verano. Ironía de la suerte, la filosofía de Te­
seo es heredera de la mitología.
Hipólita provoca con gracia a Teseo, pero Teseo no entiende nada.
Hace cuatrocientos años que provoca de la misma manera, y sin el me­
nor resultado: sus palabras siguen hundidas para siempre bajo los im­
presionantes cimientos del humanismo triunfante, silenciadas para
siempre por la necesidad de tranquilidad que nos invade, necesidad a
la que responde primeramente nuestra creencia en el mito, y después,
en segunda instancia, el tipo de incredulidad encarnado por Teseo.
¿Por qué una refutación tan discreta? ¿Por qué un autor decide dar
a la lectura equivocada de su obra mayor elocuencia, prestigio y efica­
cia dramática que a su propia verdad?
¿Por qué la explicación más bien lamentable de todo lo que el texto
shakespeariano supone de audaz y de original es presentado aquí con
más lustre que el análisis exacto de la intención del autor, la cual tiene,
sin embargo, su lugar en la pintura..., un lugar diminuto?
Por regla general, el auténtico escritor sabe dónde reside su fuerza
y se dedica a realzarla. Shakespeare lo sabe perfectamente, y no obs­

93
tante muchas veces mitiga su resplandor y concede a su obra una
apariencia que la traiciona. Este extraño comportamiento es un
ejemplo más de lo que hemos descubierto anteriormente. Desde la
primera a la últim a página de la obra, Shakespeare persigue la
misma estrategia. Se entrega por completo a todos: los que sólo de­
sean un Su eño superficial creen verificar que ése lo es; si otros aspi­
ran a más, su expectativa no se verá defraudada.
La más antigua, y más importante, discusión crítica de El su eño
se halla en la propia obra y se repite cada vez que la obra es repre­
sentada, a no ser, claro está, que se supriman los versos de Hipólita,
•cosa que ocurre a menudo. Jamás insistiremos demasiado en que
Shakespeare es tan gran pensador como artista, y en que los dos son
inseparables. Lo esencial consiste en entender que la superioridad
aparente de Teseo no refleja la opinión del autor.
El diálogo-trampa entre Teseo e Hipólita no hace sino confirmar
lo que ya dije respecto a la existencia de dos obras en una sola. Al
comienzo del quinto acto, las dos obras se encarnan literalm ente a
través de dos personajes: Teseo, que encarna la comedia superficial,
e Hipólita, que encarna la comedia profunda, la de la interacción
mimética.
La segunda obra no es «profunda» en el sentido de que esté hundida
bajo la espesa capa de las palabras, en el subsuelo de lo que algunos deno­
minarían una «infraestructura». No es menos visible que la obra superfi­
cial y sólo está oculta en apariencia. La razón de nuestra ceguera es la de
siempre: nuestro obstinado rechazo de la dimensión mimética, omnipre-
sencia sin embargo en el teatro de Shakespeare.

La génesis del mito tal cual aparece en El su eño ilum ina el pa­
pel desempeñado por lo monstruoso y la metamorfosis mítica en el
conjunto del teatro shakespeariano.
Descubrimos retrospectivamente que Los dos hidalgos de Verona
contenían una primera alusión a lo que se desarrolla en El sueño. Si
nos preguntamos por qué Shakespeare bautizó con el nombre de
«Proteo» a su primera encarnación del deseo mimético, la respuesta
es evidente: Proteo es el dios de las metamorfosis.
Desde el comienzo de su carrera, Shakespeare busca la metamor­
fosis mítica en el deseo mimético, no la mimesis anodina de la esté­
tica tradicional o la imitación evidente y serena de modelos pública­
mente admitidos, sino la mimesis de rivalidad, esa imitación que
siempre intenta aparecer como su contrario y pasar por la indepen­
dencia misma. El mito es inseparable de la simetría violenta de los
dobles miméticos y no hay que ver una coincidencia en el hecho de

94
que, en el mundo entero, los protagonistas más frecuentes del mito
sean justamente esos dobles.
El deseo mimético convierte al hombre tanto en un monstruo mo­
ral como en un monstruo físico. En la época en que Shakespeare escri­
bía Los dos hidalgos, la génesis del mito que El su eñ o pone en escena ya
estaba en pos de una expresión, pero todavía no estaba en condiciones
de alcanzarla. Shakespeare realizó un segundo intento, y esta vez el
éxito es total.
Sólo a posteriori, y a partir de la obra siguiente, podemos compren­
der por qué Skakespeare dio el nombre de Proteo a su personaje. Pro­
teo se transforma miméticamente en un segundo Valentín y su deseo
de imitación le convierte en un ser pro tei for me. Es algo que sólo llega­
mos a entender sí consideramos las dos comedias desde el punto de
vista de su tema mimético común, fijándonos en el desarrollo desigual
de ese tema. El nombre de «Proteo» habría encajado aún mejor en la
segunda obra que en la primera, pero, evidentemente, Shakespeare no
quiso volver a usarlo. La utilización del nombre en la primera comedia
revela que el Shakespeare de los comienzos ya entendía el poder de
transformación del deseo y se esforzaba en representarlo. La asociación
deseo/metamorfosis monstruosa ya no abandonará al autor; ocupará a
partir de ese momento la totalidad de su obra teatral. Reaparece espe­
cialmente en esa obra archimimética que es Troilo y Cressida, donde va
unida a la pasión amorosa de los protagonistas y comporta connotacio­
nes morales aún más explícitamente negativas que en las comedias an­
teriores.
Asimilamos las apariciones sobrenaturales de las tragedias a mons­
truos, y es fácil demostrar que todas esas apariciones, de manera más o
menos visible, están arraigadas en el contexto de la crisis mimética y
de las alucinaciones que la acompañan. Eso es tan cierto en los casos
del fantasma de César o del espectro del padre de Hamlet como en el
de las tres brujas y demás apariciones de Macbeth.
Es cierto igualmente en el caso de Calibán en La tempestad.
Acepto gustosamente que los caníbales del célebre ensayo de Mon­
taigne puedan explicar el nombre de ese monstruo, pues la obra con­
tiene otras alusiones al escritor francés; pero creo que el significado
principal del nombre de Calibán no tiene nada que ver con esa alusión
literaria. No está relacionada, o lo está en escasísima medida, con una
apreciación negativa y «colonialista» de las culturas primitivas. Por mi
parte, veo en Calibán una especie de recapitulación de todos los mons­
truos miméticos del teatro shakespeariano e insistiré sobre el tema en
el último capítulo de este libro.

95
VIII. «AM AR LO QUE ELIGEN OTROS OJOS»
El su eñ o de un a noch e de ver ano

Los modelos literarios son tan importantes para Hermia y Lisan-


dro como para don Quijote o Madame Bovary, casi tan importantes
como los mediadores humanos. En la primera escena de El sueño,
una vez que Teseo y Egeo han partido, vemos a los dos jóvenes ena­
morados lamentarse de su triste suerte y suspirar patéticamente, pero
en su fuero interno están llenos de júbilo.
Ven muchas ventajas en la persecución paterna: ésta les acerca, en
efecto, a los héroes románticos que intentan im itar y que siempre son
descritos como víctimas de la autoridad. Si nuestros dos novios se sin­
tieran realmente amenazados, escaparían de sus perseguidores y no
pregonarían de manera tan complaciente su parentesco con todos los
amantes famosos de la historia:

LiSANDRO: El sendero del verdadero amor nunca fue fácil,


unas veces porque los amantes eran de linajes distintos...
H e r m ia . Oh, contrariedad, la alcurnia enamorada ^de la bajeza!
L isa n d r o ...o las edades no guardaban proporción...
H e r m ia : Oh, deshonra, la vejez enamorada de la juventud!
L isa n d r o ...o la elección fue hecha por terceros...1
H e r m ia : Oh, miseria, tener que amar lo que eligen otros ojos!

(I, 1, 134-140)

Este dúo poético pertenece a un género bien conocido en el que


se cantan los obstáculos del amor: la diferencia de edad, la disparidad
de orígenes sociales y —último punto pero no el menor— las presiones
impuestas por un tercero. La lista de estos impedimentos no varía
jamás.

1. En la versión francesa <


tamis», o sea «amigos», palabra que utilizaremos en el
análisis del texto de Shakespeare. (N. d e l T.)

96
Si «el sendero del verdadero amor nunca fue fácil», los enamorados
deben comenzar por echarse la culpa a sí mismos, a su obediencia ser­
vil respecto a la ley mimética, pero de eso no tienen conciencia. Son
incapaces de ver la auténtica piedra de toque, el entrecruzamiento de
sus deseos miméticos. Necesitan colocar falsos obstáculos en el lugar
del verdadero. Afortunadamente para su imaginación exhausta, no tie­
nen nada que inventar: se contentan con repetir lo que han leído en
los libros de moda.
Los cinco primeros versos señalan una gradación ascendente hacia
los dos últimos, sobre los cuales se pone el acento principal. ¿Quiénes
son esos «amigos» sobre cuya elección el amor no debería reposar?
¿Quién es, pues, ese otro cuya elección amenaza con influir indebida­
mente sobre la nuestra?
En ese momento de la obra, todos los estudiosos de las ediciones
académicas, tanto en Inglaterra como en América, remiten al lector a
una nota a pie de página que les previene de que el término «amigos»
tiene el sentido de «padres» y no el que prevalece en nuestros días. Y,
en efecto, en la época isabelina «amigos» podía designar a los parientes
próximos, incluidos el padre o la madre.
Pero ¿cómo pueden estar los estudiosos tan seguros de ello? Si
«amigo» remite a veces a «pariente», la palabra tiene con mayor fre­
cuencia su acepción moderna. Cabe ampliar su sentido hasta incluir en
ella a los padres, pero en ningún caso es posible restringirlo hasta ex­
clu ir de ella a los amigos.
En el propio Sueño, no cesamos de encontrar las palabras amigos,
amistad o amistoso entendidas en su sentido moderno. En el paro­
xismo de la noche, veamos en qué términos se pelea Helena con
Hermia:

¿Y ahora reniegas de nuestro antiguo afecto


para unirte a los hombres y mortificar a tu pobre amiga?
Esto es indigno de mujeres.1
(III, 2, 215-217)

¿Por qué los estudiosos son unánimes al excluir el sentido más na­
tural y más evidente? La respuesta salta a la vista: si no lo hicieran, si
leyeran los dos versos en cuestión como conviene hacerlo, tendrían
que reconocer en ellos dos magníficas definiciones del tema constante
de El su eñ o : el deseo mimético.
Cuando Demetrio abandona a Hermia en favor de Helena, y ello

1. Léase «amistad» donde dice «afecto», y «esto no es amistoso, ni virginal» donde


«esto es indigno de mujeres». (N. d e l T.)

97
a causa de Lisandro, está claro que elige el amor mediante los ojos de
otro. Lo mismo hace Hermia cuando pone sus miras en Demetrio a
causa de Helena. Exactamente igual que en las obras que hemos estu­
diado al principio: el amor de Proteo por Silvia depende de la elec­
ción de su amigo Valentín; en cuanto a Tarquino, que jamás ha visto
a Lucrecia con sus propios ojos, ¿cómo ama si no es a través de lo que
han elegi do otros ojos?
Es algo que todo el mundo se niega a ver. El rechazo del de­
seo mimético es un imperativo silencioso pero extremadamente es­
tricto —y nunca le falta un voto—. La lectura literal, la única ade­
cuada al contexto, es rechazada sin la menor explicación. Ni que
decir tiene que todo eso se produce de manera inconsciente y
automática.
Si Shakespeare hubiera querido referirse realmente a los padres
que obligan a sus hijos a casarse en contra de su voluntad, la elección
de la palabra «amigos» no habría sido afortunada, y menos aún la de
«amor». De ser válida esta hipótesis, no sería el amor sino el matri­
monio lo que dependería de la elección de los «amigos».
La utilización de la palabra «elección» en el primero de los dos
versos y de «elegir» en el segundo confirma la derrota de toda lec­
tura no mimética. En caso de presión paterna, no se ofrece ninguna
alternativa a los que la sufren; no existe la menor elección. Está
claro que los que desean de manera mimética renuncian a su liber­
tad de elección, pero eli ge n el modelo cuyo deseo imitarán. Son los
únicos de los que puede afirmarse realmente que am a n lo que elige n
otros ojos.
Los dos versos son perfectos y no necesitan ninguna explicación.
Esa es la razón por la que los estudiosos se apresuran a dar una: es el
único medio que tienen de proteger a sus estudiantes de la compren­
sión simétrica que les amenaza. Si intervienen es para rechazar la
única lección correcta. Su buena fe es absoluta.
Esas notas explicativas permiten comprobar, de manera espectacu­
lar, el deseo que todos tenemos de censurar la idea mimética donde­
quiera que se manifieste, en Shakespeare o en cualquier otro. Por mo­
lesta que sea en el caso que nos ocupa, esta censura no está
totalmente desprovista de justificación. Existen argumentos reales a su
favor y conviene examinarlos.
Primer argumento: Lisandro y Hermia se engañan demasiado a sí
mismos como para imaginar algo tan sutil como la interpretación m i­
mética de sus propias palabras. Unidos mentalmente a diez mil poetas
mediocres y a cien mil profesores, repetirán hasta la saciedad sus sem­
piternos impedimentos. Su psicología no va más allá. Tras los cinco
primeros versos, sólo cabe esperar la repetición de las mismas cosas.

98
La lectura mimética va mucho más allá de lo que los personajes son ca­
paces de pensar como para que sea realmente factible.
Segundo argumento: en la letanía de los «obstáculos» e «im pedi­
mentos», no puede dejar de figurar el padre tiránico. De la Grecia anti­
gua a nuestra gran revolución cultural, pasando por Sigmund Freud, el
padre sigue siendo el obstáculo por excelencia, el animal sacrificial nú­
mero uno, el alimento básico de cualquier festín intelectual, la coar­
tada indispensable de nuestros fracasos románticos. Es natural pensar
que los dos últimos versos se refieren a él, y en realidad se refieren
efectivamente a él en la medida en que Lisandro y Hermia sólo pue­
den pensar en ese lamentable personaje. Aunque sus palabras no enca­
jen del todo con una lectura centrada en el padre, se acercan lo sufi­
ciente a ella para satisfacer el eterno freudiano que dormita en cada
uno de nosotros.
Conviene observar, además, que esos versos aparecen al comienzo
de la obra, inmediatamente después de la escena de Egeo y Teseo. Un
momento que todavía permite confiar en que las iras paternas y duca­
les no sean tan ineficaces como son en realidad.
¿Esos argumentos contextúales tienen la suficiente fuerza para ame­
nazar la lectura mimética? En absoluto. Comparado con ellos, el sen­
tido literal de nuestros dos versos sigue siendo tan luminoso como el
estallido de diez mil soles.
La interpretación errónea se basa en argumentos de segunda cate­
goría pero que, sin embargo, hay que tomar en consideración pues pro­
ceden del propio autor, el cual sabe muy bien lo que quiere hacer. ¿Por
qué Shakespeare ha insertado esos dos versos extraordinarios en el con­
texto convencional de los famosos impedimentos?
Ya sabemos que Shakespeare se dedica a alejar del deseo mimético
a la mayor parte de su público y a encaminarlo hacia la lectura román­
tica que ha preparado amablemente para él. Ya hemos descubierto al­
gunos indicios de esta estrategia. Empuja a la mayor parte de la concu­
rrencia en un sentido y al resto en otro, y aquí tenemos un ejemplo
especialmente claro de esta doble técnica.
Cualquier auténtico dramaturgo sabe que el contexto importa más
que el texto. Sea cual sea su verdadero sentido, la mayor parte de los
^ espectadores en un texto sólo escuchan lo que marcha en sentido de
sus estereotipadas expectativas. Lejos de hacer todo lo posible para evi­
tar que esos versos sean interpretados erróneamente, Shakespeare
anima al público por el camino del contrasentido.
El abismo entre esos dos versos y el resto del poema los hace cómi­
cos a los ojos de quienes los comprenden realmente; quienes, por el con­
trario, los entienden a partir de las banalidades precedentes no se sien­
ten en absoluto perturbados, al igual que los estudiosos académicos.

99
Todo ello se corresponde exactamente con su idea de lo que debe ser
una comedia.
La lectura equivocada y banal no encaja del todo con la letra del
texto, pero se acerca suficientemente a ella para no desencadenar, en la
mayoría de las personas, el sistema de alarma que se pone en marcha
superado cierto umbral de incongruencia. Por debajo de él, nuestro sis­
tema crítico permanece inerte.
Esos versos constituyen un test: nos obligan a elegir entre la come­
dia de los impedimentos externos (los cinco primeros versos) y la co­
media de las rivalidades miméticas, la única auténticamente shakespea-
riana. Si no descubrimos esa elección, si elegimos sin saberlo, efec­
tuamos una mala elección.
El dúo poético entre Lisandro y Hermia funciona como un chiste
de alto rango. Si lo interpretamos con relación al padre, al duque o a
las hadas, es porque aspiramos a una explicación no mimética y ésta es
la que se nos da; si interpretamos el juego de palabras de manera m i­
mética, no sólo accedemos a la lectura correcta, sino que descubrimos
igualmente la errónea, y aparece la fuerza cómica del chiste. En el
meollo mismo de los obstáculos tradicionales surge la verdadera causa
del fracaso amoroso: el obstáculo autogenerado, la interferencia mutua
de los deseos imitados.
Para que un juego de palabras sea bueno, es preciso que su sentido
más interesante sea el menos fácil de descubrir, el menos común, y
esto es lo que aquí ocurre. No nos tropezamos con una astucia pura­
mente verbal y vacía de significado, sino con nuestro propio interior
que se resiste a la evidencia objetiva de la letra. Los dos versos que nos
ocupan no son objetivamente ambivalentes, pero así aparecen ante
nuestras miradas obstinadamente reacias al mimetismo. Funcionan
exactamente como el fenómeno que revelan con brillantez, y que, no
obstante, sigue disimulado en la transparencia misma de su revelación.
El deseo mimético es tan poco consciente de sí mismo como el
acto de respirar. Hermia acaba de abandonar a un amante por otro y,
en pocas horas, Lisandro, devorado por otra pasión, abandonará a Her­
mia en pleno bosque. Uno y otro, sin embargo, sólo creen en sus pro­
pios mitos; no velan por su lenguaje y enuncian a veces verdades que
su pensamiento consciente se niega a admitir. Al igual que en Freud,
también en Shakespeare hay lapsus, pero su contenido procede exclusi­
vamente del mimetismo, y no del psicoanálisis.
Los cuatro amantes pertenecen al tipo medio del género humano:
como la mayoría de nosotros, tienden a eludir todo lo que amenace su
convicción de que actúan y piensan como individuos autónomos.
La mayoría de los espectadores se parecen suficientemente a Lisan­
dro y Hermia para no oír más que lo que estos personajes quieren

100
decir, lo que ellos mismos dirían si estuvieran en su lugar. La manera
como la obra es recibida es una mise en a bíme de la obra.
Shakespeare lanza un desafío humorístico a la resistencia del pú­
blico, y lo hace sin temer reacciones hostiles por parte de aquellos que,
si lo entendieran, se ofuscarían ante ese desafío. No siente la menor in­
quietud: nadie entenderá nada. Al igual que un torero sublime, roza a
cada instante el toro, pero lo hace sin esfuerzo y con la suficiente ele­
gancia para que se perciba la hazaña permanente que esta representa­
ción supone.
¿A quién destinaba Shakespeare ese tipo de milagro? Creo más que
nunca en la hipótesis de un círculo de iniciados, un grupito de aficio­
nados iluminados que, conocedores de las ideas del autor, leía entre lí­
neas. Al comienzo de El sueño, hay otro ejemplo de juego de palabras
significativo:

Antes de conocer a Lisandro,


esta ciudad me parecía el paraíso.
¿Qué hay de malo en el amor,
que ha convertido el paraíso en un infierno?
(I, 1, 204-207)

Nuevamente, como quien no quiere la cosa, Hermia anuncia una


desconcertante verdad, pero es tal su aplomo juvenil que, a fin de
cuentas, no estamos muy seguros de que realmente haya dicho lo que
acabamos de oír.
Hermia asimila las virtudes de su amor al .-propio infierno y con­
firma así el aspecto más singular y más característico de su pasión, el
dolor que ésta le causa: ese dolor demuestra el carácter maravillosa­
mente romántico de su aventura con Lisandro.
El infierno que aquí se menciona es el del verso que acabamos de
analizar: «¡Oh, infierno,1 tener que amar lo que eligen otros ojos!»
Amar lo que eligen otros ojos, eso es el infierno. Esta palabra reaparece
incesantemente en las conversaciones de los cuatro jóvenes y desem­
peña, en mi opinión, un papel clave en toda la obra. Para este descenso
a los infiernos que es realmente la noche de verano, el término es esca­
samente hiperbólico. Hermia nos informa de que ya está sumida en ese
infierno y eso confirma seguramente que la fase prehistórica de la no­
che, en la que todavía se halla, es semejante a la noche misma. El in­
fierno comienza cuando el paraíso de la infancia cede el paso a la riva­
lidad mimética.
Shakespeare no comparte la infinita veneración con que hoy ro-

1. «¡Oh, miseria», en la versión que utilizamos. (N. d e l T.)

101
deamos el deseo, veneración que siempre se presenta como extre­
madamente mode rna, aunque estuviera en vigor en nuestra cultura
occidental mucho antes de las últimas revoluciones culturales.
Perdemos nuestro tiempo a la cabecera del desdichado deseo opri­
mido, pero Shakespeare sólo comparte aparentemente nuestra soli­
citud.
La moda isabelina exigía lo mismo que exige la nuestra: es una va­
riante aristocrática del mismo prejuicio. El dogma de la inocuidad del
deseo triunfa ya en la comedia griega, y es obvio, para nosotros, que
Shakespeare no debía contrariarlo. No hay peor conformismo para el
que desee realmente entender a ese genio. Proyectamos inconsciente­
mente nuestro piadoso roussonianismo sobre un pensador totalmente
extraño a la grandiosa celebración literaria del deseo sincero y natural.
Muchos de los que admiran, desde lejos, lo que denominan la «psicolo­
gía» shakespeariana se horrorizarían si percibieran sus auténticas im pli­
caciones.
En nuestra escala contemporánea de valores, la santidad del deseo,
del deseo auténtico se entiende —el «amor verdadero» de Hermia y de
Helena—, ha sustituido las restantes virtudes. Criticar este deseo es una
blasfemia más o menos suicida para un escritor. Shakespeare es dema­
siado auténticamente subversivo para aceptar este dogma. En nuestra
mente, todos los grandes escritores son defensores de las buenas causas;
partidarios del pobre e inocente deseo enfrentado al innumerable ejér­
cito de sus perseguidores.
Shakespeare es mucho más moderno que todos nosotros, pues es el
único en revelar los tabúes imprescriptibles de una cultura, la nuestra,
que se cree liberada de cualquier tabú. Ante la menor revelación sobre
el abismo que nos separa de su concepción del deseo, murmuramos
con aire consternado que ese demonio de hombre tal vez fuera un
«conservador». En el terreno del deseo, las ideas que, de siglo en siglo,
calificamos de subversivas para rejuvenecerlas, son en realidad las más
conservadoras posibles, tópicos ya trasnochados en el Renacimiento y
de los que Shakespeare se burla sin piedad.

La obra en la obra es finalmente representada ante Teseo, Hipólita


y su corte, a la que se han unido los cuatro amantes cuidadosamente
recompuestos según la ley del «amor verdadero».
El bello Píramo y la soberbia Tisbe son vecinos. Un simple muro
les separa, muro que, evidentemente, sus padres han hecho construir.
Pero ese muro no constituye un obstáculo totalmente inhibitorio para
el ardor de su pasión:

102
Y tú, muro gentil, amado muro
que separas la casa de su padre y la del mío,
muro bienamado,
muéstrame la grieta para que mire por ella con mis propios ojos.
(El muro la muestra con el dedo.)
Gracias. Que Júpiter dé salud por esta buena obra.
Pero ¿qué veo? ¡No veo nada! Tisbe no está.
Oh, partido muro, a través del cual no veo a mi dicha,
malditas sean tus piedras.
(V, 1, 174-181)

Las bendiciones y maldiciones dirigidas al Muro dan la impresión


de ser interminables:

Mis labios de fresa cuántas veces han besado


tus piedras y tu cal.1
(186-187)

El pobre Muro es tratado aquí «con la técnica obscena más depu­


rada», como le gusta decir a un personaje, Bottom (I, 2, 89-90), cuyas
incongruencias verbales acaban por coincidir con la realidad. En la In­
glaterra isabelina se utilizaba pelo para la construcción de los muros:
eso evitaba que la cal húmeda se desprendiera. Esta técnica sigue
siendo utilizada en Normandía; desconozco si ha sobrevivido en Gran
Bretaña.
Lo que Teseo afirma del embarullado prólogo de Quince sirve tam­
bién para Bottom, así como para toda la «obra en la obra» y la totalidad
de El sueño: «Su discurso suena a una cadena enmarañada. No hay nin­
gún desperfecto, pero qué desorden.»
Los amantes acaban por cansarse de sus «trágicas alegrías» detrás
del muro y deciden encontrarse en un lugar más cómodo: «¿Quieres
que nos veamos dentro de un rato ante la tumba de Noni?», pregunta
Píramo, a lo que Tisbe contesta con desenvoltura: «Viva o muerta, allí
iré sin demora.»
Cuando un muro tiene puertas y a ambos lados la gente es lo bas­
tante lista para utilizarlas, el desdichado muro poco puede hacer en
contra. Al ver agotado su potencial dramático, el imponente monu­
mento se retira con toda dignidad, tal como hicieron Egeo y Teseo en
el primer acto después de su engañosa demostración de autoridad:

1. En la versión francesa: «tus piedras cimentadas con cal y pelos mezclados».


(N. d e l T.)

103
Y de este modo yo, el Muro, he cumplido mi papel, hecho lo cual,
me voy con el Muro a otra parte. (Sale.)
(204-205)

El arte «romántico», al igual que la filosofía, transmuta sistemática­


mente los rivales miméticos en objetos, en obstáculos falsamente sóli­
dos y reales, como ese tabique perfectamente inerte pero extraordina­
riamente dispuesto a desaparecer tan pronto como deja de necesitarse
la coartada que significa. Habría que añadir este asombroso muro a la
lista de obstáculos enumerados a dúo por Lisandro y Hermia, A decir
verdad, todos los impedimentos del amor son seres humanos que se
hacen pasar por muros. M ediante una genialidad, Shakespeare trans­
forma el deseo desenfrenado que siente Bottom de encarnar a unos
personajes en un resorte suplementario de su propia sátira. Si las exa­
minamos con mayor detenimiento, comprobamos que todas las obras
«románticas» del tipo de Píramo y Tisbe exhiben de manera ingenua lo
que desean disimular, el hombre en el interior del muro, el rival mi­
mético detrás del «resentimiento» romántico que intenta acreditar el
mito falaz de un mundo intrínsecamente hostil a los que se desean ino­
centemente.
Si el muro es realmente hombre, debería reaccionar como un hom­
bre y devolver tanto las injurias y los golpes como los cumplidos:

T ese O: Y o creo que el muro, que es tan bien educado, debería de­
volverte estos improperios.
(182)

Los muros y las bestias salvajes son más complacientes que los riva­
les miméticos. Cuando Hermia la insulta, hasta la dulce Helena acaba
por devolverle los insultos. Y lo mismo ocurre con Lisandro: cuando
Demetrio se arroja sobre él espada en mano, él también desenvaina la
suya. Los seres humanos no se quedan plantados como los muros...
El león es tratado de manera tan suspicaz e injusta como el muro.
Cuando Píramo descubre el velo de Tisbe en las fauces del animal, se
apuñala inmediatamente sin tomarse el tiempo de comprobar si su
bienamada está realmente muerta. El libreto prevé que debe expirar
antes del regreso de Tisbe. Esta reaparece en poco más de cuarenta y
cinco segundos y el desdichado Píramo debe actuar sin rodeos. Al
comprobar que él ha dejado de vivir, Tisbe im ita piadosamente a ese
perfecto amante y se mata miméticamente, rivalizando así en precipita­
ción con su adorado modelo.
Al igual que El su eño en su globalidad, «la obra en la obra» está
compuesta de dos obras en una sola, una farsa grosera interpretada

104
por unos actores ineptos y, a la vez idéntica y totalmente diferente, una
obra p r o fu n d a que procede una vez más a una divertida deconstrucción
del tópico «romántico». No es el mundo lo que persigue sin tregua a
nuestros amables tórtolos, sino su insondable estupidez.

105
IX. «EL AMOR DE OÍDAS»
Mucho ruido p o r nada

Los dos personajes más simpáticos de Mucho ruido p o r nada son


Beatriz y Benedicto. Atraídos mutuamente, se entregan, sin embargo, a
una incesante guerra de palabras (numerosas películas y series televisi­
vas se inspiran hoy en ese principio). Al final de la obra, los penden­
cieros amantes caerán uno en brazos del otro.
Situación familiar, y no obstante, cuando intentamos determinar
qué impide a Beatriz y Benedicto decirse «te amo», sólo encontramos
respuestas vagas y decepcionantes. Siempre se dice de esos dos jóvenes
que «temen co nc ed e rs e a f ec t iv a m e n t e », como si la concesión afectiva
fuera un poder independiente y trascendente de estos dos personajes.
Está claro que no es así: Beatriz y Benedicto sólo pueden sentir miedo
uno del otro. ¿Qué tienen, pues, de tan temible?
Se nos cuenta que, en determinado momento del pasado, Beatriz y
Benedicto estuvieron a un paso de declararse su amor, pero los dos se
negaron a hacerlo, presintiendo cada uno de ellos un misterioso peli­
gro en el simple hecho de ser el primero en decir «te quiero».
¿Estarían poco convencidos de los sentimientos del otro? No lo
creo. Los espectadores no tenemos la menor duda a ese respecto.
¿Cómo los principales interesados podrían saber menos de la cuestión
que nosotros? Se examinan con mayor atención de lo que nosotros ha­
cemos; Beatriz es perfectamente consciente de la atracción que inspira
en Benedicto, y lo mismo le ocurre a Benedicto respecto a los senti­
mientos de Beatriz, pero la conciencia que tienen de su poder sobre el
otro no basta para tranquilizarlos. Muy al contrario, es imposible para
ambos seres declararse su amor simultáneamente y el primero de los
dos en hablar corre el peligro de modificar la relación en un sentido
contrarío a sus intereses.
El deseo que se manifiesta se expone a la mirada del otro y puede,
por ello, convertirse en modelo mimético para el deseo que todavía no
se ha expresado. El deseo descubierto corre el peligro de ser copiado
más que devuelto.

106
Si queremos desear a alguien que nos desea, es decir, desear recí­
procamente, no debemos im itar el deseo ofrecido, copiarlo pasiva­
mente, sino producir otro, lo que no es lo mismo. La reciprocidad po­
sitiva exige de las parejas una fuerza interior que falta en el deseo
mimético. El que quiere amar de verdad debe evitar aprovecharse
«egoístamente» del deseo del otro.
Si Benedicto fuera el primero en hablar y Beatriz tomara su deseo
por modelo, se apresuraría a reorientar hacia sí misma su deseo propio
copiando el deseo de Benedicto: se preferirla a él. Los isabelinos deno­
minaban a este sentimiento amor a s í mismo (self-love). Evidente­
mente, lo que se afirma de Beatriz podría afirmarse también de Bene­
dicto si fuera ella la primera en hablar.
Lo que asusta a Beatriz y Benedicto es encontrarse en el lado malo
de la relación amo/esclavo que amenaza con engendrar la imitación
del deseo del otro (sea quien sea el otro), la simple reproducción del
primer deseo en salir de la sombra.
Uno y otro temen el rigor de la ley a la que se han sometido los
amantes de El sueño. Contrariamente a éstos, conocen la existencia de
la ley y maniobran con la mayor prudencia a fin de evitar sus previsi­
bles consecuencias.
Beatriz y Benedicto me hacen pensar en el su rplace de algunas ca­
rreras ciclistas: el que consigue permanecer detrás del otro en la salida
tiene todas las posibilidades de term inar primero porque tiene a al­
g u i e n a qu ien se g u i r o per se gu ir, un modelo visible que, en el mo­
mento crucial, le proporcionará un incremento de energía conquista­
dora de la que el hombre en cabeza se verá privado.
¿En nombre de qué asimilar una relación amorosa a una carrera o a
una competición cualquiera? Buena pregunta, sin duda. Ni Beatriz ni
Benedicto quieren realmente llegar a ese punto, pero ninguno de ellos
está seguro de que pueda evitarse.
Los observadores no comprometidos se encogen de hombros y de­
nuncian la frivolidad de este jueguecito. No cabe duda de que es frí­
volo, pero nuestra misma condescendencia forma parte de un ince­
sante posicionamiento estratégico, simple precaución para el caso de
que la partida tuviera en efecto que jugarse. Pero esta misma precau­
ción ya equivale, tal vez, a la propia partida. Nos esforzamos en con­
vencer a los demás de que no jugamos jamás a este tipo de juego, pero
esas negativas son necesariamente ambiguas: coinciden con la táctica
que habría que adoptar en el caso de que la partida verdaderamente se
jugara. Equivale casi a decir que ya se ha jugado.
Cuando dos jóvenes como Beatriz y Benedicto viven una «relación
de juego» muy tensa (así es como nuestros antropólogos califican el fe­
nómeno en las culturas primitivas), el elemento tranquilizador que per­

107
m itirá una solución feliz no puede emanar de los propios protagonistas:
debe venir de la comunidad, y eso pese a cuanto digan las versiones
modernas de esta historia —versiones generalmente deformadas por
nuestro beato individualismo.
En el caso que nos ocupa, la solución es imaginada por el príncipe,
don Pedro —el personaje más prestigioso de la obra y su mediador uni­
versal—, Hace que Benedicto pueda sorprender una conversación en el
curso de la cual se dice que Beatriz ha confesado su amor por él en p r e ­
senc ia de numerosos testigos.
El príncipe también procura que Beatriz pueda escuchar la conver­
sación equivalente referente a Benedicto. En ambos casos, la m ultipli­
cidad de los testigos es un elemento esencial: su función consiste en
transformar el deseo de los dos amantes en un hecho públicamente es­
tablecido, en un dato colectivo que ya nadie podrá destruir, ni siquiera
los principales interesados, aquellos cuyo deseo es de ese modo fijado y
exhibido.
Hero se ofrece como voluntaria para ser la manipuladora de su
prima Beatriz. Estas son las instrucciones que da a su doncella, Ursula:

Ahora, Ursula, cuando venga Beatriz,


mientras paseamos arriba y abajo por este sendero,
nuestra conversación ha de ser sólo sobre Benedicto.
Cuando yo le nombre, tu papel ha de ser
alabarle más de lo que jamás ha merecido un hombre.
Y yo he de decirte cómo Benedicto
está enfermo de amor por Beatriz. De esta materia
está hecho el astuto dardo del pequeño Cupido,
que sólo hiere de oídas.
(III, 1, 15-23)

Amor de oídas significa amor a través de la voz de otro. Nos re­


cuerda el amor p o r lo que el ig en otros ojos, la fórmula que sabemos que
desempeña un papel esencial en El su eño de u n a noche de verano.
Ambas fórmulas suelen ir juntas, y cuando escribe «amor de oídas»,
Shakespeare recuerda seguramente los dos versos ampliamente comen­
tados en el capítulo anterior. La elección de los ojos y de los oídos se
explica por la preocupación que siente por no repetirse, por el deseo de
señalar claramente lo que diferencia a las dos comedias. Y es cierto
que no sólo en la historia de Beatriz y Benedicto, sino en toda la obra,
el oído y el hecho de escuchar lo que no nos está en principio desti­
nado desempeñan, como no tardaremos en ver, un papel tan impor­
tante como la vista y el hecho de ver lo que no debe ser visto en El
sueño de u n a noch e de verano.

108
La diferencia no es despreciable, pero no existiría sin una identidad
subyacente, sin un sustrato común que no es difícil descubrir. El amor
de oídas y amar lo que el ig en otros ojos son dos modalidades del mismo
deseo mimético.
Que la diferencia es secundaria lo demuestra el gran número de
enamorados shakespearianos que mencionan tanto la vista como el
oído en cuanto hablan de sus deseos. Sostienen, no sin orgullo, que,
siendo los oídos y los ojos en los que se fían indudablemente los pro­
pios, también los deseos que experimentan tienen que ser auténtica­
mente propios. Sabemos demasiado para creerles. Todas estas referen­
cias a la vista y al oído no son sino alusiones irónicas al deseo no
espontáneo.
Buen ejemplo de ello es el protagonista de Troilo y Cresida. En los
versos siguientes, Troilo canta la independencia y la hermosa libertad
de espíritu que demuestra al elegir a Cresida. No tiene la más mínima
conciencia de haber sido programado por Pándaro:

Tomo hoy una mujer y mi elección


está dirigida por mi inclinación;
mi inclinación ha sido inflamada por mis ojos y mis oídos,
pilotos habituales que navegan entre las peligrosas orillas
que separan la pasión del juicio.
(II, 2, 61-65)

Veo otra prueba de lo que adelanto en algunos sonetos que insis­


ten, al tratar sobre los cinco sentidos, en el papel paradójicamente me­
nor interpretado por la visión y el oído en la pasión amorosa. El mejor
ejemplo es, sin duda, el soneto 141:

A fe que con mis ojos no te amo, pues


ellos en ti mil faltas notan: el que ama
lo que desprecian ellos mi corazón es,
el cual, pese a la vista, de pasión se inflama;
ni de tu lengua al son mi oído se derrite,
ni el tierno tacto, dado a torpes cabriolas,
ni olor ni gusto ansian que se les invite
a alguna fiesta sensual contigo a solas.
Más ni cinco sentidos ni juicios cinco
disuaden de servirte a un corazón demente
que la imagen de un hombre abandonó de un brinco
para ser de tu orgullo mísero sirviente.
Una ganancia en esta plaga me conforta:
la que me hace pecar mi penitencia aporta.

109
Claudio se siente sinceramente atraído por Hero, pero quiere ase­
gurarse de que el interés que lleva tiempo sintiendo por ella cuenta
con la aprobación de aquellos cuya opinión valora. Quiere que se le
diga que su elección es buena. Le gustaría que Benedicto encontrara a
Hero tan bonita como él la ve, pero Beatriz acapara las preferencias de
Benedicto. Decepcionado, Claudio se dirige entonces al hombre que
posee toda su confianza y admiración, su jefe m ilitar, el príncipe, alias
don Pedro, que le confirma que Hero, única heredera de Leonato, se­
ría para él un partido excelente.
Eso es algo que Claudio no necesita que se le diga. No debemos
pensar que considera su matrimonio como un asunto fundamental­
mente económico. Para él, las consideraciones financieras son el as­
pecto menos problemático de la boda, pero este tímido joven ve en
ello un cómodo pretexto para atraer al príncipe a otro terreno.
Claudio le pide a don Pedro que intervenga a su favor ante Hero y
su padre. Antes incluso de haber terminado su pequeño discurso, don
Pedro ha entendido lo que quiere su lugarteniente y acepta servir de
intermediario con un apresuramiento ligeram ente sospechoso.

Si amas a la bella Hero, cultívalo,


y yo se lo daré a conocer a ella y a su padre,
y la conseguirás. ¿No era para ese fin
para lo que empezaste a urdir tan linda historia?
(I, 1, 310-313)

El príncipe decide hablar a Hero en un baile de disfraces que debe


celebrarse esa misma noche. Quiere llevar el asunto a toda veloci­
dad. Al darse cuenta, Claudio se siente más bien tentado de batirse en
retirada. Por su parte, preferiría menos prisa, y un método algo más in­
directo.
La conversación de Claudio y don Pedro es sorprendida por varias
personas que coinciden en im aginar que el príncipe pone las miras en
Hero. El rumor acaba por regresar a su punto de partida y así es como
al final del baile Benedicto dice a Claudio: «El príncipe ha conquistado
a vuestra Hero.»
Claudio no entiende como debiera esta ambigua afirmación. Está
convencido de que su poderoso amigo lo ha traicionado. Se trata siem­
pre del amor de oídas. Después de oír con sus propios oídos la promesa
de don Pedro, tendría que confiar en su alcahuete, pero se fía menos
de las declaraciones explícitas dirigidas a él que de los rumores inveri-
ficables lanzados por individuos que no disponen de ninguna informa­
ción de primera mano:

110
Es seguro entonces que el príncipe corteja para él mismo.
La amistad es constante en todas las otras cosas,
salvo en el deber y los asuntos del amor;
así pues, todos los corazones enamorados usan sus propias lenguas.
Que cada ojo negocie por sí mismo
sin fiarse de ningún agente, pues la Belleza es una hechicera
ante cuyos encantos la fidelidad se derrite en la sangre.
Es un suceso que se muestra a cada momento
y que no había temido. Adiós, pues, Hero.
(II, 1, 174-182)

Este tono resignado no quiere decir que Claudio se desinterese


realmente de Hero. Muy al contrario, pero está demasiado desmo­
ralizado para reaccionar de manera agresiva. Incluso en circunstan­
cias normales, es un joven que carece de confianza en sí mismo, y
esta vez se siente desamparado. Todo conspira en su contra: el
prestigio del príncipe, su extrema prisa en ocuparse del asunto an­
tes incluso de que se le hiciera la petición, el rumor extendido por
todas partes de su encaprichamiento por Hero y, sobre todo, el
temperamento derrotista de Claudio, su eterna tendencia a imaginar
lo peor.
Claudio no necesitaba realmente un intermediario. Si se ha diri­
gido al príncipe es porque quería recibir a su futura mujer de manos
de su mediador. Necesitaba a don Pedro para confirmar su propia
elección, y ahora teme que el éxito de la empresa haya superado sus
esperanzas. Se dice a sí mismo que las cosas han ido tan lejos que
don Pedro desea ahora a Hero para sí, y no para Claudio.
El joven es responsable de su propio infortunio. Cuando dice:
«Es un suceso [...] que no había temido», no es totalmente honesto
consigo mismo. El celo excesivo del príncipe le había hecho titubear
desde el principio, suscitándole una aprensión que ahora cree justifi­
cada. En el mismo momento en que solicitaba a su mediador, ya te­
mía lo que cree que acaba de producirse.
El preocupado Claudio que se dirige al príncipe obedece a unos
motivos totalmente semejantes a los que empujan a Valentín, Cola­
tino, etcétera, a cantar los elogios de su amante o de su mujer en
presencia de sus potenciales rivales.
Al igual que en las obras anteriores, no se trata aquí de una in ­
terpretación pe rs o n al mía\ el papel del mimetismo es claramente su­
gerido por Shakespeare. Al reprochar a su amigo que haya confiado
al príncipe el destino de su deseo, Benedicto compara la actitud de
Claudio con:

111
La transgresión de un escolar que, encantado al encontrar un nido
de pájaro, se lo enseña a su compañero, y éste se lo roba.
(II, 1, 222-224)

El comportamiento de Claudio no contradice esta versión de los


hechos. El joven sabía perfectamente que al invitar a su prestigioso
amigo a simpatizar c o n su d e s e o asumía un riesgo. Está claro que de­
seaba que el príncipe sólo se interesara por Hero dentro de unos lím i­
tes compatibles con una leal amistad, pero, como ya hemos visto varias
veces, busca un equilibrio casi imposible entre un «defecto de deseo»
en su mediador, que desanimaría el suyo, y un «exceso de deseo» que le
mina el terreno.
Antes de que el príncipe hubiera avalado su elección, Claudio no
se sentía con el derecho ni con la capacidad de desear a Hero. Hay
que añadir este nuevo personaje a la ya larga lista de los protagonis­
tas shakespearianos a los que no basta, para confirmar sus deseos, po­
seer la aprobación distraída de un modelo prestigioso y desean mucho
más.
Existe, sin embargo, una diferencia. Valentín y Colatino, Lisandro
y Demetrio, no sabían lo que les esperaba. Estaban sinceramente sor­
prendidos por las consecuencias de sus actos. Claudio quiere hacer
creer que no sabe más que ellos, pero no es del todo cierto. Es más re­
flexivo y complicado que los personajes anteriores. Cuando invita a
don Pedro a inmiscuirse en sus asuntos, sabe perfectamente que tienta
al diablo y que el príncipe puede convertirse en un rival invencible.
Esta espera de lo peor por parte de Claudio queda claramente refle­
jada en el poco tiempo y las escasas pruebas que necesita para conven­
cerse de que don Pedro busca a Hero para sí mismo. Acoge el rumor
de su matrimonio como un hecho indudable, sin más vacilaciones de
las que experimentan los meros curiosos, los indiferentes y los malévo­
los que no saben nada del acuerdo entre él y don Pedro. Este joven pe­
simista está paralizado por una introspección más bien enfermiza que
no hay que confundir, como se hace frecuentemente, con la frialdad o
con un superficial oportunismo. Está persuadido, no sin razón, de que
cuanto haga o diga tendrá desastrosas consecuencias para él. Es espe­
cialista en la profecía autorrealizadora.
A partir de Mucho ruido p o r nada, las obras de Shakespeare repre­
sentan generalmente un deseo más «maduro», más «profundo», que el
que aparece en las primeras obras. Sus héroes perciben claramente as­
pectos del deseo que los personajes anteriores eran incapaces de apre­
hender. Tienen más experiencia y pueden anticipar los efectos del
principio mimético, mientras que éste pillaba a sus predecesores por

112
sorpresa. Pero este conocimiento superior no pone fin a sus dificulta­
des; no les libera de su deseo; su incremento de conciencia agrava in­
cluso su condición por una razón muy sencilla: está al servicio del
deseo.
La idea de que no puede rivalizar con el príncipe y vencerle para­
liza a Claudio. En lugar de ayudarlo, la comprensión que posee de la
estructura mimética disminuye aún más su aptitud para actuar eficaz­
mente. Parece haber olvidado que el príncipe había decidido realizar
su tarea de alcahuete exactamente como lo ha hecho, fingiendo ser el
propio Claudio, interpretando el papel de su amigo. Es posible que el
método fuera imprudente, pero ése es otro problema, sobre el que in­
sistiremos dentro de un momento.
Claudio jamás deja a su mediador el beneficio de la duda. Sin em­
bargo, su apreciación pesimista de la situación es infundada; el rumor
es falso. Si bien don Pedro está lejos de ser perfecto, no ha traicionado
a su amigo: ha intervenido de buena fe. Y si ha conquistado a Hero, lo
ha hecho en beneficio exclusivo de Claudio, de acuerdo con su pro­
mesa. Claudio se casará con Hero.

Por una vez, Claudio debería sentirse «colmado de alegría». Pues


bien, no. Los estudiosos consideran su comportamiento aún más ex­
traño en la segunda mitad de la obra que en la primera. ¿Por qué
acepta tan fácilmente las calumniosas acusaciones que se difunden so­
bre Hero, por qué la trata con tanta crueldad?
La atracción espontánea que siente por Hero lleva a Claudio a
creer que también el príncipe es sensible a sus encantos. Cuando se
convence de que el príncipe la desea para sí mismo, estos encantos aún
le parecen más seductores... A sus ojos, le resulta inconcebible que
Hero pueda vacilar un solo instante entre el lugarteniente y su jefe. Si
está en posición de elegir, sólo puede elegir al príncipe: así razona
Claudio.
Como todos los hipermiméticos, cada vez que titubea entre varias
interpretaciones posibles de un mismo acontecimiento, Claudio se
queda finalmente con la que más teme. Una vez perdido de vista el
príncipe, Claudio sigue tan propenso a creer en los falsos rumores so­
bre el desenfreno de Hero como lo estaba antes a dar por bueno el
falso anuncio de su noviazgo con el gran hombre.
Si él, Claudio, está efectivamente autorizado a casarse con Hero,
eso significa que el príncipe no se interesa por ella; de repente, los en­
cantos de la muchacha disminuyen. Separada del modelo con que la
transfiguraba el deseo, es menos atractiva, y Claudio tiene serias du­
das respecto al valor real de su futura esposa; se pregunta incluso si

113
alguna tara secreta podría explicar el deseo que ella siente de unir su
suerte a un personaje tan ínfimo como él.
Claudio percibe todo lo que le sucede a la luz de un déficit de ser
típicamente mimético y de un desprecio por sí mismo que le impide
actuar de forma autónoma y desear sin el aval de su mediador. Antes
de que Hero aceptase su proposición de matrimonio, no podía creer
que ella pudiera decirle que sí; le parecía inaccesible, un manjar digno
exclusivamente del príncipe. Pero apenas don Pedro se esfuma, Clau­
dio se precipita al otro extremo. Así se explica que encuentre las acu­
saciones calumniosas inventadas por don Juan y Borrachio absoluta­
mente verosímiles: él mismo estaba a punto de inventarlas.
El paso de la muda idolatría al desprecio menos contenido apa­
rece claramente en el momento en que Claudio acusa públicamente a
Hero:

Me pareces como Diana en su órbita,


tan casta como el capullo antes de abrirse;
pero eres de sangre más destemplada
que Venus o que esos animales saciados
que se enfurecen de salvaje sensualidad.
(IV, 1, 56-60)

La ley según la cual ningún objeto deseado puede superar intacto


la ruptura de lo que le une al modelo de ese deseo tiene, en Shakes­
peare, un alcance universal. Y así se ve en el caso de Claudio, pero
con una variante particular. Cuando Hero se encuentra «desacoplada»
del príncipe, el desencanto metafísico normal en semejante caso no
culmina esta vez en la indiferencia pura y simple, sino en una lubrici­
dad de baja estofa.
Claudio jamás ha poseído a Hero físicamente y eso tiene su impor­
tancia, sobre todo en el contexto del supuesto desenfreno de esta úl­
tima. Se imagina que Hero ha cedido a gran número de deseos anóni­
mos: ahora se siente invadido por toda una serie de imágenes eróticas
que reemplazan la mediación del príncipe y que le sirven, en cierto
modo, de modelos de recambio. Estas imágenes originan un deseo
muy diferente del deseo «metafísico» anterior: un deseo físico de mala
ley que convierte a Claudio en un ser nuevo, en una especie de
monstruo moral.
La naturaleza de este deseo se pone de manifiesto cuando Claudio
se obstina en rebajar a la que un instante antes ponía en las nubes.
Pertenece a ese tipo de hombres —hipermiméticos, claro está— para
los que no existe punto medio entre una idealización y una profana­
ción, y tanto una como otra deshumanizan su objeto.

114
Ese deseo se manifiesta en la brutalidad que Claudio demuestra
con motivo de la abortada ceremonia de matrimonio, en la violencia
sádica y sacrilega de las acusaciones que profiere públicamente contra
Hero. El antiguo ídolo es profanado y él pretende profanarlo aún
más: miméticamente, se siente unido a aquellos que él cree que la
han utilizado como un instrumento de placer.

La sobrevaloración de Hero por Claudio en la fase inicial de la


obra y la infravaloración en la fase posterior coinciden perfectamente
con los dos rumores sucesivos que se difunden en el conjunto del
grupo respecto a esa infortunada.
El primer rumor es favorable a Hero: parece que Hero está a
punto de casarse con el príncipe; el segundo le es adverso: se trata de
las viles calumnias de don Juan y de Borrachio. Don Juan es un trai­
dor de comedia, pero creo que su papel es mucho menos importante
de lo que parece. El papel esencial es el del príncipe: comienza por
hacer de Hero una mujer buscada y deseable fingiendo desearla, des­
pués de lo cual, cuando se revela que la conjetura era falsa, la joven
pierde todo su prestigio.
Hero ve m ultiplicar su valor cuando parece que el príncipe se in­
teresa por ella, después se la desvaloriza en la misma proporción
cuando se sabe que su futuro marido no es otro que el joven Claudio.
Al circular de un individuo a otro, los rumores engendran actitudes
extremas de idolatría y rechazo muy análogas a las oscilaciones produ­
cidas por la inseguridad mimética en un individuo aislado del tipo de
Claudio.
El primer rumor, el que lleva a decir a todo el mundo que Hero
se casará con el príncipe, coincide con el deseo más fuerte de Claudio
por la joven, deseo exasperado por la idea de que jamás será suya. El
segundo rumor coincide con la desilusión de Claudio respecto a la jo­
ven y su negativa a casarse con ella.
Esta doble coincidencia no puede ser atribuida al azar. El príncipe
no es simplemente el mediador personal de Claudio: es el invitado
más importante y más prestigioso de Leonato; es blanco de todas las
miradas; una especie de modelo para todo el mundo. Cuando cuenta
a Claudio qué piensa hacer con Hero, dos personas oyen algo de una
conversación que no les está destinada, el viejo Antonio y Borrachio.
Las informaciones que éstos difunden dan una gran importancia al
papel del príncipe en esta historia. Están tan impresionados por don
Pedro que inconscientemente reducen el de Claudio. Es exactamente
lo que a éste le faltaba para agravar la pobre opinión que tiene de sí
mismo.

115
Por su parte, el viejo Antonio ha entendido que, durante su con­
versación, el príncipe ha comunicado a Claudio su amor por Hero y su
intención de pedirla en matrimonio durante el baile de máscaras. Aun­
que más exacto, el relato de Borrachio exagera igualm ente el papel del
príncipe. De creerle, ha oído:

Acordar que el príncipe cortejaría a Hero para él mismo,


y una vez obtenida, se la daría al conde Claudio.
(I, 3, 59-61)

Al príncipe le es imposible participar en una empresa cualquiera


sin eclipsar a los demás participantes. Un hombre muy de primer
plano, aunque esté poco implicado en una historia, atrae sobre sí todos
los focos y se encuentra automáticamente en el centro de todos los ru­
mores, de todos los comadreos. La definición que Ofelia da de Hamlet,
«el observado por todos los observadores», se aplica perfectamente a
don Pedro.
Esta polarización en torno a un solo mediador permite entender
por qué las reacciones superficiales de la multitud corren en armonía
con las otras, apasionadas, de un individuo tan profundamente solitario
como es Claudio. Pensar con independencia de lo que piensen los de­
más es más difícil de lo que nos incitan a creer nuestros mitos románti­
cos e individualistas.
Los aspectos individuales y colectivos del deseo copiado se refuer­
zan y se confirman mutuamente. Mucho ruido p o r na da es una admira­
ble demostración del funcionamiento del contagio en el marco de una
pequeña comunidad, incluido sobre todo el de aquellos que se mues­
tran hostiles a las pulsiones colectivas y se creen inmunizados contra
ellas.
El aspecto colectivo del deseo es menos tumultuoso pero tan im ­
portante en Mucho ruido p o r na da como en El su eñ o de u n a noch e de
verano, y funciona enteramente a base del rumor y de las conversacio­
nes sorprendidas por personas que no son sus destinatarias.
El auténtico tema de esta obra son las convulsiones del espíritu co­
lectivo, y no la grosera calum nia de don Juan, que desempeña un papel
equivalente al de los padres y las hadas en El sueño. Sin don Juan, mu­
chos lectores o espectadores considerarían la obra turbadora y escanda­
losa: Shakespeare les permite proyectar sobre un chivo expiatorio una
violencia que, en realidad, está igualmente repartida entre los diversos
personajes. El traidor de pacotilla estructura la obra superficial; el m i­
metismo sólo se manifiesta a los iniciados.
Una reunión numerosa de personas aparentemente normales suele
generar las mismas fantasías que un individuo aislado e hipermimético

116
como Claudio. En la segunda mitad de la obra, la colectividad reac­
ciona de tal manera a la falsa noticia del desenfreno de Hero que la po­
bre muchacha está a dos pasos de perder no ya su reputación sino su
vida misma. En una de las escenas más terribles que Shakespeare jamás
escribiera, vemos al padre de Hero sumarse a la manada de los que, li­
teralmente, van a linchar a su propia hija. La mayoría de las personas
creen en los rumores colectivos y se adaptan a las actitudes dominan­
tes, aunque contradigan groseramente la imagen que siempre se han
formado de las víctimas inocentes.
La mimesi s no sólo es responsable de las oscilaciones de Claudio
con respecto a Hero, sino también de la extraña coincidencia entre
clim a colectivo y estado de espíritu de un personaje aparentemente su-
perindividualista. Los consensos sucesivos no demuestran absoluta­
mente nada, así como tampoco las sucesivas opiniones de Claudio, a
no ser la naturaleza irresistible del contagio deseante. Muchas cosas, en
esta comedia, proceden del rumor, no sólo el amor, sino también la
fortuna, la reputación, e incluso la vida y la muerte.

Una razón suplementaria explica la inestabilidad general de la opi­


nión en Mucho ruido p o r nada, y es el mismo príncipe, alrededor del
cual gravita todo el mundo, pero que no puede servir de pivote o de
centro fijo por la simple razón de que su comportamiento es tan des­
centrado e imitativo como el de los demás personajes.
Desde el momento en que polariza todos los deseos, se espera que
aquel que unas veces es llamado el príncipe y otras don Pedro no sea
un nuevo Proteo. Debería ser el más equilibrado de todos, el punto
fijo, la referencia común alrededor de la cual el conjunto de los seres y
de las cosas pudiera formar una configuración estable. Pero es todo lo
contrario, y sólo a partir de este descentramiento supremamente sha-
kespeariano llegamos a entender por qué esta comedia no desvela su
misterio a los que la comentan.
Contrariamente a Claudio, el principe no parece espontáneamente
atraído por el encanto de Hero: im ita a Claudio más aún de lo que
Claudio lo imita a él, y el hecho de que su lugarteniente haya puesto
sus ojos en esa joven no lo deja indiferente. Don Pedro muestra exce­
siva prisa en servir de intermediario entre Claudio y Hero, e incluso en
sustituir a su lugarteniente. No actuaría de ese modo si Claudio no hu­
biera conseguido comunicarle una parte de su propio deseo. No tiene
nada de sorprendente: tal como hemos observado, desde el principio, y
de manera semiinconsciente, sólo tiende a eso: a comunicar su propio
deseo al príncipe a fin de asegurarse de que es el bueno y de que no
podría desear nada mejor.

117
Las inquietudes de Claudio respecto a su mediador son totalmente
comprensibles, aunque a fin de cuentas se revelan sin fundamento. El
príncipe es un alcahuete demasiado activo y la manera en que cumple
su misión es como mínimo ambivalente. Quiere convertirse en el lu­
garteniente de su propio lugarteniente y la impaciencia se manifiesta
en su lenguaje:

Yo asumiré tu papel con algún disfraz,


y diré a la bella Hero que soy Claudio.
Y abriré en su seno mi corazón
haciendo prisioneros sus oídos con la fuerza
y la recia acometida de mis amorosas palabras.
(I, 1, 311-315)

El príncipe hace pensar en aquellos dioses griegos —el Júpiter del


mito de Anfitrión por ejemplo— que para tener acceso a la mujer que
desean, adoptan los rasgos de aquel —marido o amante—cuya dicha en­
vidian. Esta dicha es el objeto realmente divino que el dios debe arre­
batar al marido usurpando el lugar que éste ocupa al lado de su mujer.
¡El dios es aquí el auténtico doble de su rival!
La sumisión mimética de don Pedro es a veces difícil de detectar a
causa de su posición de jefe, pero aparece con mayor claridad en la se­
gunda parte de la obra, cuando Hero es calumniada por don Juan. En
cuanto Claudio se vuelve contra ella, el príncipe hace lo mismo y con
la misma violencia que su lugarteniente. Está claro que le im ita sin
darse aparentemente cuenta de su propia responsabilidad en la desgra­
cia repentina de la joven a los ojos de Claudio.
Cuando Leonato le conjura a hablar, contesta:

¿Qué iba a decir?


Me siento deshonrado por haber ido
a unir a mi buen amigo con una prostituta vulgar.
(IV, 1, 63-65)

Habiendo resistido la tentación de cortejar a Hero para sí mismo y


evitado así el peligro de una rivalidad con Claudio, el príncipe merecería
que se le felicitara, pero he aquí que en lugar de ejercer la influencia
moderadora que cabría esperar de un hombre más sabio y más maduro,
arroja leña al fuego copiando la actitud vulgar e insultante de Claudio.
El príncipe y Claudio se utilizan mutuamente de mediador y su
imitación mutua refuerza al extremo las oscilaciones de los dos perso­
najes. Ninguno de los dos es consciente de este efecto de espejo, pero
todo se aclara al final, cuando el Claudio entristecido recibe de Bene­

118
dicto el consejo de buscarse una esposa. El matrimonio de Claudio con
Hero significa que la sumisa amistad que Claudio dedicaba al príncipe
ha terminado: de ahí la sensación de abandono y de soledad que em ­
barga a don Pedro.
Esta tristeza es análoga a la melancolía de Antonio al final de El
m e r ca d e r de Venecia. La amistad que une a Antonio con Bassanio ter­
mina cuando éste se casa con Porcia, celebrando un matrimonio que
habría sido imposible sin su intervención.
Don Pedro es zarandeado por el mal viento de la mimesis, pero,
como es príncipe, vemos en él un principio de orden, ilusión que no
hace sino reforzar su poder de desorden. El observado sólo es un ob­
servador más, más observador aún que observado.

El príncipe, importante metamorfosis, se convierte en alcahuete de


Claudio. Ésta es la primera vez que esta función esencial aparece clara­
mente en nuestro análisis del teatro shakespeariano.
En Shakespeare encontramos todo tipo de alcahuetes: matrimonia­
les, políticos, diplomáticos, etcétera. Cada campo de la actividad hu­
mana tiene sus alcahuetes.
Son numerosos los hombres que necesitan realmente alcahuetes e
intermediarios. Los reyes, por ejemplo, son demasiado importantes
para negociar directamente con sus eventuales interlocutores. Un sobe­
rano utiliza a su embajador para cortejar a una princesa lejana, o a otra
más próxima, pero que no quiere solicitar en persona por miedo a te­
ner que desempeñar el papel de pretendiente rechazado.
Encontramos este tipo de alcahuete en Enrique VI, P ri m era parte.
Suffolk empuja a M argarita de Valois a casarse con Enrique, y encuen­
tra palabras suficientemente elogiosas para cantar los méritos de su so­
berano: en realidad, le encanta la dama y confía en convertirla en su
amante si llega a ser reina de Inglaterra. El deseo que siente de apro­
piarse del mismo objeto de la negociación precede y motiva su decisión
de conseguir el compromiso para su rey.
A su regreso a Inglaterra, Suffolk describe a Margarita con tanta pa­
sión que inflama la imaginación del soberano. Y hace nacer en Enri­
que un deseo tan intenso que renuncia a varias ricas provincias france­
sas a cambio de una desgraciada que habría podido conseguir por
cuatro cuartos.
Este ejemplo muestra que ya en los principios de su carrera Shakes­
peare concibe al alcahuete bajo la perspectiva mimética. Suffolk es más
que un simple instrumento y se encuentra personalmente mezclado en
una historia en la que se supone que interviene exclusivamente por el
interés del rey.

119
Lo que Claudio teme por parte del príncipe no deja de recordar el
papel de intermediario que, en Noche de Epifanía, Orsino hace jugar a
Viola ante Olivia. En lugar de enamorarse del duque, ésta se prenda
del embajador.
Los alcahuetes poseen una inestabilidad fundamental, una tenden­
cia a convertirse en el sujeto del deseo, y por una extraña inversión de
los papeles el alcahuete convierte entonces a aquel al que se supone
que sirve en su propio agente, su propio alcahuete.
Si un individuo pide a otro que le ayude a satisfacer un deseo, no se
lim ita únicamente a exhibir ese deseo; empuja al alcahuete a realizar
unos actos que normalmente conducen a la apropiación y al «con­
sumo» del objeto deseado. El demandante coloca a su alcahuete en una
situación que no sólo invita al contagio, sino que facilita la satisfacción
del deseo miméticamente engendrado.
Si el tema del alcahuete está presente en toda la obra de Shakes­
peare, se debe a que, a fin de cuentas, coincide con la inestabilidad bá­
sica de las relaciones humanas, con su capacidad de contagio y demás
«paradojas», procedentes todas de la teoría mimética. La proliferación
de agentes, embajadores, intermediarios y alcahuetes de todo tipo se
inscribe en una vasta reflexión sobre la naturaleza secundaria del
deseo.
Shakespeariano por excelencia, el tema del alcahuete reaparece in­
cluso en Las alegre s comadres de Windsor, cuando Falstaff decide por
un tiempo desempeñar este papel. Pero en Troilo y Cresida es donde
conocerá su elaboración más profunda. La obra está simbólicamente
dominada por Pándaro, el más formidable símbolo del deseo y de la
manipulación miméticos de todo el teatro de Shakespeare. Bajo ciertos
aspectos, el príncipe prefigura a ese personaje enigmático cuyo papel la
crítica anglosajona siempre ha minimizado a causa de un puritanismo
algo ridículo. La figura de Pándaro incita sin parar a los demás a inter­
pretar tal o cual papel, cuando no los interpreta ella misma.
La omnipresencia del alcahuete explica por qué «la obra en la obra»
es algo inherente al teatro de Shakespeare. Esta figura simboliza el ser
triple o cuádruple del personaje shakespeariano fundamental, que es a
la vez espectador, actor, director y autor. Entre estos cuatro papeles y
los cuatro personajes que los asumen sucesiva o simultáneamente, se
producen así incesantes deslizamientos e intercambios que generan
multitud de perspectivas concurrentes que tienden a concretarse en
«obras en la obra» más o menos exteriorizadas. Resulta imposible no
ver al alcahuete como la sombra manifiesta del propio creador.

120
X. «¡ÁM ALE PUES YO LE AMO!»
Como gustéis

¿Existen obras de Shakespeare a las que no podría aplicarse la ley


del deseo? Si hay una capaz de aspirar aparentemente al título de obra
no mimética es Como gustéis, la comedia posterior a Mucho ruido p o r
nada. En esa co me d ia bucólica, las relaciones entre los protagonistas
parecen tan convencionalmente idílicas como exigen las leyes del
género.
Celia es la única hija de Frederick, malvado duque que ha usurpado
el trono de su hermano mayor, el cual vive ahora con algunos m iem­
bros de su séquito en el bosque de Arden, lugar de la comedia. Rosa-
lind es la única hija del exiliado, pero ha permanecido en la corte a
causa de su prima Celia. Las dos muchachas han sido educadas juntas y
se sienten extraordinariamente unidas:

C elia : Juntas nos sorprende el sueño;


amanecemos, jugamos, comemos y aprendemos juntas;
y juntas, como dos cisnes de Juno,
caiminamos a todas partes, inseparables.
(I, 3, 73-76)

La intim idad desde la más tierna infancia es el mantillo ideal de la


rivalidad mimética. Celia y Rosalind deberían ser especialmente vulne­
rables a ella, pues una y otra son herederas de dos padres que ya son ri­
vales, y sin embargo jamás estalla ninguna rivalidad entre las dos.
Como buen padre, el malvado duque se esfuerza por mediatizar a
su hija y comunicarle su maldad. Le reprocha que no envidie a su
prima todo lo que exigirían las reglas de una sana existencia mimética:

Ella es más astuta que tú. Su dulzura,


su resignación y su mismo silencio
atraen a las gentes, llamándolas a la piedad.
Te roba el nombre y se burla de ti.

121
Más resplandecerás y habrás de parecer más virtuosa
cuando se haya marchado. (...)
No sois más que una necia.
(I, 3, 75-85)

Siempre se coloca al rival por encima de uno mismo. Así pues, el


duque se esfuerza por hacer nacer en su hija el «complejo de inferiori­
dad» que, en su opinión, la situación exige. Celia debería querer desha­
cerse de una amiga cuya popularidad amenaza su propio futuro polí­
tico: «No sois más que una necia.»
Al comienzo de la obra, las dos primas están más expuestas que
nunca a caer en la rivalidad. El encantador Orlando ha lanzado un de­
safío al campeón del duque Frederick, un luchador invicto y aparente­
mente invencible, emanación pura, diríase, de la maldad de su amo.
Las dos primas temen por el débil joven, pero por nada del mundo fal­
tarían al combate.
Orlando triunfa con una facilidad extraordinaria y, después de ha­
berse casi desvanecido de miedo, las dos jóvenes se vuelven locas de
alegría, sobre todo Rosalind, quien confía a Celia que está enamorada
de Orlando.
En Los dos hidalgos de Verona y en La violac ión de Lucrecia, Sha­
kespeare nos muestra a aquel de los dos amigos que ya está enamorado
empujando al que todavía no lo está, su futuro rival, a seguir su ejem­
plo. Del éxito de esa incitación procede la desastrosa rivalidad que se-
guirá.
Pero esa rivalidad es ajena a las convenciones bucólicas. Así pues,
a p ri or i está excluida de Como gustéis. No vemos por qué Rosalind
tendría que esforzarse por inocular en su prima Celia el deseo que
ella siente por Orlando. En esta obra no debería existir incitación m i­
mética. Y sin embargo, cosa asombrosa, Shakespeare introduce una:

CELIA: (...) ¿Cómo puede ser, y tan de repente, que de ti se apo­


dere tan intensa pasión por el hijo menor del anciano Sir
Rowland?
R osalind : El duque, mi padre, amaba al suyo con sinceridad.
C elia : ¿Hace eso suponer que tú tengas que amar a su hijo del
mismo modo? Si asi fuera, tendría que odiarle, pues mi padre
odiaba al suyo. Y yo no odio a Orlando, sin embargo.
R osalind : N o, te lo ruego. No le odies.
C elia : ¿Por qué tendría que hacerlo? ¿Lo merece acaso?
ROSALIND: Deja que le ame. Y tú ámale, pues yo le amo.
(I, 3, 26-39)

122
Este último verso es una magnífica definición del double bi n d m i­
mético. Cualquier deseo que se exhiba como lo hace el de Rosalind
emite al interlocutor dos mensajes contradictorios: ám ale p o r q u e y o le
a m o , y también por que le amo, no le ames. ¡Inocente Rosalind, qué dia­
bólica tentadora estás hecha! Para Celia, para ti misma, para vuestra
amistad, significas un peligro mucho mayor que el más malvado de los
duques y padres. Es sorprendente el paralelismo con las obras ya exa­
minadas. Una vez más, la heroína enmascara su deseo detrás del res­
peto debido a los pa dre s y esa mala fe no escapa a la perspicaz Celia,
que se ríe un poco de ella pero sin maldad.
Por regla general, los padres desempeñan un papel mucho me­
nos importante de lo que pretenden sus hijos y los psicoanalistas.
Como ya he sugerido, no era otro el auténtico mensaje de El su eñ o
de u n a noche de verano. Esta vez es tan explícito que no podemos
dudar de la tesis shakespeariana a este respecto. Cuando Rosalind,
con su aire de mosquita muerta, intenta explicar su amor por Or­
lando por la obediencia que debe a ambos padres, el de él y el de
ella, Celia rechaza humorísticamente esta manera mítica y tan exten­
dida de ver las cosas.
Uno de los dos padres ha muerto y el otro está ausente. La pa­
sión de Rosalind no tiene nada que ver ni con el uno ni con el
otro. En esta ocasión de manera evidente, Shakespeare se ríe del
mito ineluctable del deseo juvenil siempre previamente programado
por la omnipotencia paterna. Aunque en la época en que Shakes­
peare escribía el mito no era tan ridículo como hoy, ya lo era sufi­
cientemente como para justificar este tipo de sátira. Si alguna vez
existió en el Occidente cristiano el sistema paternalista, en ese mo­
mento ya había volado hecho añicos.
Nuestra escenita encaja maravillosamente con el objeto de la pre­
sente obra: el propio Shakespeare recapitula admirablemente en ella las
dos ideas que le atribuyo desde el comienzo de este libro, respecto a los
padres por una parte y respecto a los conflictos entre amigos íntimos por
otra.
Sin embargo, las obras iniciales no son una guía fiable para entender
lo que ocurre efectivamente en Como gustéis. Celia jamás se enamorará
de Orlando y la amistad entre las dos jóvenes seguirá intacta. Así pues,
ahí tenemos, al fin, una obra en la que el principio mimético no se
aplica.
¿Shakespeare ha querido describir a través de Celia una verdadera
heroína, una santa auténtica de la renuncia? ¿Ha decidido, a fin de cuen­
tas, crear un ser humano, y sólo uno, que esté realmente inmunizado
contra la peste universal? No lo creo.
Sería un error hacerse demasiadas preguntas sobre Celia. Su papel

123
es menor y su espacio mínimo. No es ella la impermeable a la tenta­
ción mimética, es el género bucólico lo que la obliga a serlo.
Dado que Rosalind es la primera en enamorarse, Celia se abstiene
cortésmente de hacer otro tanto. Si Celia hubiera sido la primera, Ro­
salind le habría devuelto la cortesía y se habría abstenido de la menor
mirada en dirección a Orlando. Los héroes y las heroínas bucólicos ja­
más caen en el mal gusto de enamorarse cuando no les toca. En lo re­
ferente a evitar la rivalidad de los próximos, las más complejas reglas
de parentesco de los aborígenes australianos son menos eficaces que la
literatura pastoril.
Esta obra encarna la ceguera típica de toda literatura superficial, no
mimética. Las leyes del género prohíben que entren en conflicto dos
heroínas tan encantadoras como Rosalind y Celia; Shakespeare se do­
blega muy dócilmente a esta ley, aunque no consiga dejar de sugerir las
consecuencias de esta docilidad. Para burlarse amablemente del género
bucólico, actúa de manera que todos los indicios anuncien una violenta
tormenta entre las dos jóvenes, la más violenta que quepa imaginar,
pero sin que llegue a desencadenarse.
En la relación Celia/Rosalind, como en todo el resto de Como g u s ­
téis, Shakespeare mantiene su promesa de autor de bucólicas. Nada más
fácil; basta con suspender la aplicación de una ley cuya existencia, en
cualquier caso, nadie o casi nadie sospecha. Para apreciar la dimensión
paródica de Como gustéis, basta con percibir el formidable potencial de
rivalidad que existe entre Celia y Rosalind.
«Amale, pues yo le amo» es una fórmula del mismo tipo que «el
amor de oídas» y «amar lo que eligen otros ojos». ¡Resulta imposible
creer que estas definiciones del deseo mimético no fueran jamás enten­
didas por nadie y que Shakespeare las escribiera p a r a nadal Se impone
más que nunca la hipótesis de un círculo de iniciados al que, de vez en
cuando, el autor dirige pequeños guiños de complicidad, incomprensi­
bles para el resto del público.
Shakespeare comienza por situar las posibilidades dramáticas in­
herentes a la estructura de su intriga, pero luego se abstiene de ex­
plotarlas. Abandona pura y simplemente el conflicto que todo prefi­
gura, el conflicto entre las dos primas, pero, a diferencia de las
bucólicas mediocres, no lo hace sin mostrar lo que abandona. Las
bucólicas vulgares hacen lo mismo sin pensar en ello, m aquinal­
mente, pues sus autores no tienen ni idea del cruce mimético de los
deseos. Shakespeare nos recuerda que él es diferente. Pero la sátira
es discreta; escapa y escapará siempre a quienes corren el peligro de
ofuscarse con ella.
En la época en que apareció Como gustéis, el pequeño círculo de
expertos ya debía de considerar la acción mimética un rasgo carac-

124
terístico del arte shakespeariano. Las alusiones del autor funcionan
como un mensaje cifrado, pero el código no tiene nada de arbitrario.
«Amale, pues yo le amo» es la firma personal de Shakespeare puesta
por él mismo a una relación lo menos shakespeariana posible. El autor
no puede hacer intervenir su mecanismo predilecto, pero nos señala
que no lo ha olvidado. La definición que da de él es la mejor que hasta
ahora ha dado.
Si hubiéramos encontrado este «ámale (o, mejor dicho, ámala),
pues yo la amo» en Los dos hidalgos de Verona, La violación d e Lucre­
cia, El sueño de un a noche de verano, Mucho ruido p o r nada, la fór­
mula nos habría ayudado en nuestros análisis. Paradójicamente, en
Como gustéis no nos sirve de nada. No tiene mucho sentido allí donde
debería tener más, o sea en el contexto de su propia obra. Su autén­
tico contexto es el de la totalidad de la obra shakespeariana, en lo que
hoy se llam aría, un poco pomposamente, la intertextualidad shakes­
peariana.
Lo que sabemos de las obras anteriores nos impide pensar que
«ámalo, pues yo le amo» es un matiz sin importancia, una mera fiori­
tura verbal. La fórmula remite con excesiva claridad a la amistad y a la
rivalidad miméticas como para no reflejar las preocupaciones perma­
nentes del autor en este terreno, y sin embargo no se aplica a Como
gustéis. Para saber qué ocurre con su aplicación y para entender que no
tiene nada de gratuito, ni de fortuito, hay que dar un rodeo por las
obras donde el mimetismo interviene a fondo. Los críticos que preten­
den tratar cada obra como una obra de arte autónoma, totalmente se­
parada de las demás, los apóstoles del espléndido aislamiento estético,
son incapaces de descubrir aquello de lo que estamos hablando. Se les
escapa toda una dimensión del genio shakespeariano.
> Si abordamos cada obra aisladamente, como siempre ha hecho la
crítica de lengua inglesa por un prurito de formalismo estético, jamás
descubriremos el encabalgamiento de alusiones que aquí se revela
esencial para una comprensión exacta no sólo de lo que hace que las
obras se comuniquen entre sí, sino de cada una de ellas tomada aisla­
damente. El formalismo estético es el gran aguafiestas de la sátira sha­
kespeariana. Saborear la literatura satírica supone entre lector y autor
una sensación de complicidad incompatible con la voluntad de no con­
templar las intenciones propias del escritor ( in te n tion al f a l l a cy ), uno
de los inventos más desastrosos, en mi opinión, de la crítica literaria
del siglo XX.
El carácter satírico de la obra es sugerido por el título mismo, Como
gustéis. Dirigiéndose a los espectadores, el autor les. anuncia de entrada
que por una vez no ha escrito su propia obra, sino la de ellos.
Al igual que todos los grandes subversivos, Shakespeare debía de estar

125
asediado por almas buenas preocupadas por verle trazar un retrato más
halagüeño del género humano. A los grandes escritores del mimetismo
siempre se les ha pedido que renuncien a lo que constituye la esencia
misma de su arte —el conflicto mimético—en favor de una concepción
vulgarmente optimista de las relaciones entre personas, presentada
siempre como más dulce y más humana, cuando en realidad refleja el
más cruel de los fariseísmos.
En Como gustéis, Shakespeare finge ceder y, en cierta medida, cede
efectivamente: «He aquí una obra», dice, «que pinta el mundo no como
yo lo veo, no tal cual es, si n o com o os g us ta rá a vosotros, mi público,
verlo; sin conflictos ambiguos, sin sentimientos ambivalentes, una obra
en la que todos los personajes están claramente etiquetados como “hé­
roes” o como “traidores”.»

Una obra dramática que prescinde de los encabalgamientos mimé-


ticos necesita una fuente conflictiva de sustitución; la única a la que
puede dirigirse es a lo que a veces se llam a la perspectiva «maniquea».
Si el drama no se basa en la convergencia mimética de deseos que se
enfrentan violentamente, necesita postular entre éstos la existencia de
una diferencia intrínseca: la diferencia entre el bien y el mal.
En lugar de tratar la envidia y los celos tal como son, es decir como
fenómenos de doble faceta, y siempre ambiguos, el género bucólico
pinta sistemáticamente determinados personajes como básicamente
buenos y otros como básicamente malos.
Cuando no se quiere cargar un conflicto en la cuenta de los dos an­
tagonistas, y de la relación que, simultáneamente, los une y separa, es
necesario destruir la simetría de esa relación y explicarlo todo me­
diante la maldad de un traidor claramente designado como tal. Este
perturbador oficial no tendrá más objetivo en la vida que contrariar a
unos héroes o heroínas cuya nobleza no se desmiente jamás. Será el
chivo expiatorio indispensable gracias al cual los nobles corazones po­
drán lavarse las manos de todas las peripecias desagradables exigidas
por la intriga.
La literatura idealista es el espejo de lo que conviene llam ar la nor­
mal estructura paranoide de las relaciones humanas. Convierte sistemá­
ticamente a los dobles miméticos en agresores y «agredidos» diferencia­
dos al extremo. Esta estructura pertenece a la rivalidad mimética y
expresa la repugnancia de dicha rivalidad en reconocerse como tal. Te­
nemos un ejemplo de ello en la escena en que Helena y Hermia se acu­
san mutuamente de toda la responsabilidad de una discordia que se
basa, de manera menos paradójica de lo que parece, en un exceso de
concordia.

126
En Como gu sté is, .Shakespeare caricaturiza hasta donde es posible
todas las oposiciones estereotipadas que desmienten impúdicamente su
propia naturaleza mimética. Describe como totalmente gratuito el odio
de Oliver por Orlando. En la Rosalynde de Thomas Lodge, en la que
Shakespeare se ha inspirado, encontramos el mismo par de hermanos
que en la comedia, pero el más descontento de los dos tiene buenas ra­
zones para estarlo: ha sido desposeído, mientras que en Como gustéis se
ha producido lo contrario. Shakespeare renuncia sistemáticamente a
cualquier realismo: cuando se le ofrecen varias posibilidades, elige
siempre la más rebuscada, la más contaminada por el virus de la ilu­
sión romántica.
La obra proclama estentóreamente su alergia al sentido común,
pero, claro está, sin tomarse jamás en serio. En el momento del desen­
lace, todos los traidores de cartón piedra se convierten espontánea­
mente a la virtud bucólica. Es algo que también forma parte de la tra­
dición del género.
En cuanto Oliver (el hermano malvado de Orlando) y el duque
Frederick han terminado su malvada tarea (más bien insignificante, a
fin de cuentas), deciden instalarse en el bosque de Arden, donde no
tardan en desprenderse de todas sus perversas inclinaciones.
Frederick, el malvado duque,

al saber que, día tras día,


hombres de gran valor se retiraban a este bosque,

se desplazó a Arden a la cabeza de un inmenso ejército y con el ánimo


repleto de proyectos sanguinarios; pero apenas llegó al lugar:

encontró a un anciano eremita,


y, después de conversar con él,
renunció a su empresa y a este mundo,
entregando su corona al desterrado hermano
y devolviendo todas sus tierras
a los que con él fueron desterrados. Que esto es cierto
lo garantizo con mi vida.
(V, 4, 154-155; 160-166)

El único deseo del traidor convertido es «acabar en la piel de un


pastor». Unos cuantos, sin embargo, deben regresar al perverso mundo
a fin de casarse con mujeres de bien, de las cuales hay necesariamente
en exceso dado que todos los traidores pertenecen al sexo masculino.
Oliver es un buen ejemplo. Después de dormirse en el bosque, es
salvado por Orlando de la amenaza de una leona y una serpiente. Pro-

127
fundamente emocionado por el hermoso gesto de su hermano, a quien
él, por el contrario, siempre ha perseguido, Oliver, a su vez, se con­
vierte en un abrir y cerrar de ojos: así, de golpe, Celia podrá tener el
tipo de marido que su gentil prudencia y su infinita paciencia con toda
seguridad merecen.
Para concluir, sólo quedan en el universo bucólico un puñado de
antiguos traidores solterones que pasan el resto de sus días expiando
sus pecados en una atmósfera ecológicamente sana, mientras que hé­
roes y heroínas, sin nada que expiar, regresan cuanto antes a la conta­
minación ciudadana para hacer en ella un excelente uso de los bienes y
títulos abandonados por los traidores convertidos.

El género bucólico satisface nuestro deseo de negar la posibilidad


de conflictos agudos entre parientes próximos o amigos íntimos, el fe­
nómeno trágico puro según Aristóteles. Es el universo antitrágico por
excelencia, y el autor, con pluma discreta, subraya los aspectos más evi­
dentes de este mundo ilusorio.
Todos aquellos que padecen el deseo mimético quisieran verlo abo­
lido por decreto; tienen hacia él los mismos sentimientos que hacia sus
rivales; asocian estos últimos a ese deseo y v e n e n la extrema aversión
que experimentan por él la prueba irrefutable de que no tienen nada
que ver con el mal por el cual, en cambio, están poseídos. El problema
parece afectar siempre a «ellos», «los otros», «los demás», jamás a noso­
tros mismos.
Es necesaria una espesa capa de deseo mimético para pensar en es­
capar a esa peste alejándonos de los lugares donde reina, alcanzando al­
guna tierra lejana todavía incontaminada por el azote, un mundo más
virginal y «natural» evidentemente, un país a la antigua, todavía sin ur­
banizar, una naturaleza intacta poblada de hombres infinitamente más
ingenuos e inocentes que los que nos rodean, siempre carcomidos por
el espíritu de competencia. Si nos desplazáramos bajo esos nuevos cie­
los, la compañía de los otros estaría llena de encanto; ya no tendríamos
ningún temor a vernos arrastrados por los inextricables encabalgamien­
tos del mundo en que vivimos.
En la época de Shakespeare, la principal versión literaria de este
sueño eterno era el género bucólico. Como gustéis ofrece al género una
inflexión shakespeariana que hace que la obra sugiera sutilmente la
pulsión mimética como la fuente oculta del sueño antimimético.
Consideremos la trama principal del argumento. Orlando y Rosa­
lind se han refugiado en el mundo pastoril, lejos de unos padres feroz­
mente miméticos que los han obligado al exilio. Se aman; entre ellos
no hay ningún obstáculo; podrían casarse inmediatamente. ¡Qué bonito

128
final! Ay, tenemos que seguir soportando tres actos más. Nuestros
amantes han alcanzado este feliz momento con excesiva antelación.
Sólo pueden hacer una cosa: aprovecharse el uno del otro hasta que
la muerte los separe, perspectiva de las más inseguras...
El desenlace tiene que ser retrasado. No es cuestión de exponerse
al riesgo de desencanto que se perfila inmediatamente después. Para
resolver una dificultad que él mismo ha suscitado maliciosamente, el
autor recurre a un procedimiento característico de la literatura bucó­
lica, tan transparente en su absurdidad que revela la verdadera razón
de ser de todos esos trucos novelescos.
Rosalind tiene una idea luminosa: hacerse irreconocible a los ojos
de su amante. Decide conservar en presencia de Orlando el disfraz
masculino de que se había revestido para poder viajar sin trabas. Bajo
el nombre de Ganímedes, persuade a Orlando, que en ningún mo­
mento sospecha su auténtica identidad, de que estudie bajo su direc­
ción el arte de cortejar a su amante ausente, una tal Rosalind, cuyo
papel se ofrece —¿qué más natural que eso?— a representar.
Este tipo de absurdo es típico de la literatura bucólica. El deseo
mimético aspira incesantemente a la p r es e n ci a del ser amado, pero, en
un nivel más profundo, esta presencia es m aldita a causa de la desilu­
sión que forzosamente la acompaña.
Cada vez que los amantes tienen libre acceso el uno al otro, co­
rren el riesgo inminente de «desenamorarse». Su pasión está excesiva­
mente vinculada a la trascendencia metafísica de su pareja como para
no exigir una separación más o menos permanente.
Cuando los manuales de la tradición pr ec iosa presentan los dife­
rentes obstáculos e i mped imen tos como una fase indispensable, y si es
posible interminable, de la mística amorosa, manipulan el deseo mi­
mético con mayor firmeza que los campeones modernos del consu-
mismo sexual. Los más ingenuos en este terreno no siempre son los
que creemos.
Si Rosalind se dejara cortejar abiertamente, bajo su propio nombre,
su excesiva disponibilidad no tardaría en disipar el capital metafísico
acumulado durante la fase de separación.
Bajo su disfraz masculino, Rosalind puede aprovechar la presencia
de su amante sin perder el beneficio de su ausencia. Se hace accesible,
pero sin perder los frutos de la inaccesibilidad. Se aprovecha de su
amante; se le hace presente sin tener que pagar con su propia presen­
cia. Invierte todo su capital mimético y, sin embargo, su cuenta ban-
caria sigue intacta. ¡Estafa en toda regla!
Este procedimiento cómicamente visible es sumamente expresivo
respecto al verdadero objetivo de la literatura bucólica. Es esencial
que la presencia tan deseada quede diferida hasta el momento en que

129
cae el telón. Está claro que la literatura bucólica jamás reconoce abier­
tamente la terrible verdad, pero recurre a las astucias más trans­
parentes para superar de manera ficticia la división interna del
deseo.

130
XI. «NO ES UN ESPEJO QUIEN LA ADULA, SINO VOS»
Como gustéis

Aunque el deseo derivado esté ausente, como es debido, del centro


de la escena, no por ello prolifera menos en los márgenes de Como g u s ­
téis, especialmente en la historia de Phebe y Silvius. Estos dos jóvenes
no son cortesanos exiliados; parece que han pasado toda su existencia
en el bosque de Arden y lo ignoran todo acerca de sus propiedades an-
timiméticas; la magia bucólica carece de efecto sobre ellos: cuanto más
en casa se siente el hombre, menos extrañado está, más lejos del uni­
verso bucólico.
Silvius tiene más de esclavo que de amante. Es tan torpe y sumiso
en su devoción a Phebe que ella se aprovecha de él sin la menor ver­
güenza; cuanto más tiránica se vuelve, más aumenta él su docilidad.
Rosalind sorprende por azar a Phebe maltratando al pobre Silvius.
Con actitud un poco quijotesca, interviene en favor de la víctim a y le
explica que su actitud de veneración perjudica sus propios intereses:
imaginándose, gracias a su amante, más bella de lo que es en realidad,
Phebe ha acabado por creer que ella merece algo mejor que el pobre
Silvius. Rosalind se esfuerza en convencer al joven de que es mucho
más seductor que su dulcinea:

Para hombre, mil veces más bello sois que ella


siendo mujer.
(III, 5, 51-52)

Phebe utiliza a Silvius como un espejo engañoso: imita el deseo que


él siente por ella y se ve bajo la misma luz y bajo el ángulo tan hala­
güeño en que él la ve:

No es un espejo quien la adula, sino vos,


y es por vos que ella más agraciada se siente.
(III, 5, 54-55)

131
Lo que estructura la relación de los dos no es una apreciación obje­
tiva por cada uno de ellos de sus respectivos méritos, sino el carácter
unilateral del deseo de Silvius, que, al mostrarse demasiado abierta­
mente, contamina a Phebe. Ésta se impregna con avidez de la idólatra
adulación de Silvius, y el resultado es que sólo puede amarse a sí misma.
No solamente el pobre Silvius procura a Phebe el deseo que le per­
mite rechazarlo, sino que él, a su vez, imita ese deseo-reflejo que in i­
cialmente habla nacido de él, y ahí lo tenemos, más dominado que
nunca. La espiral viciosa ve crecer al mismo tiempo el orgullo de
Phebe y el desprecio por sí mismo de Silvius. Esta producción conjunta
de dos sentimientos opuestos es una reproducción fiel del deseo inicial
de Silvius por Phebe, un proceso virtualmente infinito de imitación re­
cíproca.
Ambos son simultáneamente modelos e imitadores del mismo de­
seo, y en el interior del sistema circular no hay sitio para un segundo
deseo, por ejemplo un deseo independiente que Phebe acabara por sen­
tir por Silvius. En un universo en el que domina el contagio de los de­
seos, la reciprocidad es algo imposible.
Todo deseo mimético languidece cerca del objeto de su modelo. Si
el objeto de mi modelo soy yo mismo, me desearé a mí mismo y negaré
a mi modelo (que también es mi imitador) la posesión del objeto que
uno y otro deseamos, a saber, yo mismo. Este repliegue sobre sí del de­
seo es fruto de una rivalidad mimética en la que el vencedor no puede
triunfar sin reforzar la pulsión inicial que está en el origen de su victo­
ria. El sistema se desequilibra cada vez más y este torcimiento crea una
falsa impresión de inmutabilidad, de necesidad natural.
El extremo amor a sí mismo de uno de los amantes y el extremo des­
precio por sí mismo del otro son fenómenos interdependientes que no
dejan de regenerarse y de reforzarse mutuamente sin que necesiten para
ello ninguna intervención exterior. Pueden existir sin duda factores ex­
ternos, «diferencias objetivas» que al principio han contribuido a lanzar
el mecanismo en tal o cual dirección, pero esos factores son más o menos
fortuitos: la más mínima diferencia en el contexto inicial habría podido
producir un resultado inverso. Y ésta es la razón de que, en Mucho ruido
p o r nada, Beatriz y Benedicto se nieguen a ser el primero en decir «te
quiero»: los dos tienen miedo a encontrarse en el lado malo de la rela­
ción amorosa —en la situación poco envidiable de u n Silvius.
Si Silvius hubiera sabido actuar con habilidad, si el deseo se hubiera
movido de manera diferente, nos encontraríamos con el mismo tipo de
figura, salvo que en el interior del sistema las posiciones relativas esta­
rían cambiadas: una Phebe deslumbrada serla la esclava de un Silvius
insoportablemente pretencioso. Esta inversión sólo parece impensable
porque el sistema, una vez movilizado sobre un estado cualquiera,

132
ofrece a la realidad que estructura una forma suficientemente convin­
cente como para aparecer como un fenómeno natural.
Lo que un efecto de mimetismo ha instaurado, otro efecto puede
destruirlo. Rosalind advierte sin rodeos a Phebe que no debe confundir
su buena suerte con el efecto inmutable de alguna causa determinista;
nada dice, en efecto, de que siempre encontrará frente a ella un
amante tan dócil y obediente como Silvius:

Miraos bien, señora dama: hincad vuestra rodilla


y dad gracias al Cielo, ayunando, pues os ama
este hombre honesto. Os diré un secreto como amiga:
colocad vuestra ganga, pues que hay buen mercado.
(54-60)

La metáfora del último verso encaja perfectamente con las recien­


tes teorizaciones de algunos economistas respecto al carácter mimético
de la especulación financiera. Jean-Pierre Dupuy y otros han interpre­
tado algunas de las observaciones de Keynes a la luz del mimetismo.
En el marco de un mercado libre, los valores no fluctúan en función
de la ley de la oferta y la demanda, sino en función de la evaluación
hecha por cada especulador de lo que será la evaluación global res­
pecto a esa misma ley. Nos hallamos alejados aquí de la ley objetiva: en
efecto, ésta jamás puede determinar directamente la situación; siempre
está sometida a interpretación y todas las interpretaciones son miméti-
cas y autorreferenciales. El que interpreta no se interesa únicamente
por los hechos objetivos; debe tomar en consideración todas las fuerzas
que moldean el mercado, es decir, en primer lugar la opinión pública,
la interpretación dominante en el momento considerado.1
Los economistas llevan a cabo un juego mimético que la mayoría
de ellos, en su fetichista confianza en los supuestos «datos objetivos», ni
siquiera perciben. Los cálculos matemáticos pueden aprehender datos
positivos, pero son incapaces de tener en cuenta las interpretaciones.
Esta es la razón de que ninguna acumulación de informaciones econó­
micas pueda convertir jamás en infalible la previsión.
Sólo un efecto mimético puede ensalzar a la mediocre .Phebe a la
cumbre de la belleza ideal. La ilusión puede proseguir indefinidamente
si sólo merodean en torno unos Silvius, pero puede resultar tan efímera
como una arriesgada especulación en el mercado bursátil. Después de
haber subido muy arriba, cada vez más arriba, la espiral de la imitación

1. Jean-Pierre Dupuy, «Le signe et l’envie», en Paul Dumouchel y j . P. Dupuy,


l ’En f e r des chases, París, 1979, pp. 85-93. André Orléan, «M onnaie et spéculation mi-
métique», en Violence et Verité, París, 1985, pp. 147-158.

133
mutua puede invertirse y disolverse en pocos instantes. Si los propieta­
rios de acciones —aquí exclusivamente Phebe—no venden cuando pue­
den vender a la alza, corren el peligro de perder todo lo que han in­
vertido.
En el mismo instante en que Rosalind previene a Phebe contra esta
eventualidad, su profecía se realiza. Recordemos que ella va disfrazada
de muchacho y Phebe se enamora inmediatamente de ella:

Reñidme, dulce mancebo, un año y aún más, os lo ruego.


Antes vos que este hombre que me corteja.
(64-65)

¿Qué ha ocurrido? A fin de perpetuarse, el amor hacia uno mismo


(o deseo de sí mismo) necesita subyugar todos los deseos expuestos a su
encanto, encanto supuestamente irresistible. Todo deseo que perma­
nezca indiferente y se niegue a unirse al culto unánime amenaza la
existencia misma de ese culto. El ídolo del momento, Phebe, ve en el
deseo refractario un modelo más seductor que ella misma, un amor ha­
cia sí más fuerte, una autonomía invulnerable: el flechazo de Phebe
por Rosalind no tiene otro sentido.
Hablando como lo hace, Rosalind se designa a la vez como modelo
y como objeto de deseo. El deseo de Phebe se distancia de sí misma,
divinidad destronada, y se eleva irresistiblemente hacia la divinidad
triunfante, Rosalind.
El amor por sí mismo nunca es, en Shakespeare, un auténtico ego­
centrismo. Siempre está centrado en los demás, pero, si no llega a en­
contrar su vencedor, el falso egocentrismo que procede de los demás
nunca será desvelado como tal. Para que esto ocurra, es preciso alguien
que rompa el encanto con su invulnerabilidad a la atracción del polo
dominante. En Phebe, el amor por si misma es un «silviocentrismo»
disfrazado que se volatiliza en cuanto Rosalind revela su arbitra­
riedad.
Para la mayoría de los isabelinos que hablan de self-love, la expre­
sión significa algo distinto de lo que significa para Shakespeare: remite
a un amor por sí' mismo sólido y sustancial, un rasgo permanente de la
personalidad de unos individuos que disponen realmente de la necesa­
ria estabilidad de ser.
Esta ilusión de un amor a sí mismo sustancial es compartida gene­
ralmente por los críticos tradicionales. No pueden concebir otro
proyecto para los dramaturgos y novelistas que la creación de caracte­
res muy diferenciados y siempre idénticos a sí mismos.
¿Qué descubrimos si analizamos a Phebe bajo el ángulo del carác­
ter? Una joven «fría», «altiva», «autoritaria», «egotista», etcétera. Suma­

134
mos todos estos rasgos y del total obtenido decimos que representa el
c ar ácte r de Phebe. Ahora bien, su repentina pasión por Rosalind viene
a contradecir este supuesto carácter. En tales condiciones, en principio,
si queremos preservar el enfoque psicológico, estamos obligados a
plantearnos que Phebe, al enamorarse de Rosalind, se muestra infiel a
su propio carácter. Los críticos anglosajones dirán que actúa out o f cha-
racter. El problema de esta teoría im plícita es que los que la adoptan (y
que se afirman, en general, impermeables a cualquier teoría) rechazan
como desprovista de cualquier importancia la peripecia esencial de la
historia de Phebe, el aspecto auténticamente shakespeariano, o sea la
revolución que transforma el comportamiento de la joven y que no
forma ni más ni menos parte de un carácter que su comportamiento
anterior. Así pues, hay que pronunciarse por la naturaleza pasajera y fi­
nalmente irreal de todo lo que nos imaginamos inscrito en el «ca­
rácter».

La palabra narcisismo se utiliza normalmente en nuestros días como


sinónimo de la expresión isabelina self-love. Narcisismo tiene una so­
noridad más «científica» que amor hacia sí mismo, pero tiene exacta­
mente el mismo significado. La palabra no remite a un atributo natural
como el carácter, pero no por ello implica en menor medida la presen­
cia de un elemento permanente en nuestra estructura psíquica. Este
concepto no hace sino obstaculizar nuestra comprensión de Shakes­
peare.
La creencia en la autenticidad y en la durabilidad intrínsecas del
narcisismo es una particularidad del deseo subyugado; Silvius cree re­
conocer en Phebe un ser tan autónomo como el mismo Júpiter. Esta es
la razón de que ni siquiera perciba la fascinación que ejerce Rosalind
sobre su bienamada.
Si leemos el texto que ha lanzado la palabra narcisismo a su órbita
moderna —Para i ntroducir el narcisismo, de Freud—, descubrimos que
el error del buen Silvius es el mismo que el del padre del psicoanálisis.
Contrariamente a Freud y a los demás teóricos del yo, los maestros
literarios del deseo no se dejan engañar por la ilusión del amor por sí
mismo: revelan la naturaleza mimética de su composición y de su des­
composición. En un ensayo anterior,1 he intentado mostrar en qué

1. Rene Girard, «Narcissism: The Freudian Myth Demythified by Proust», en


Alan Roland, ed., Ps y cho anal ys i s, Creat ivi t y a n d L i te r a t u r e , Nueva York, 1978, pp.
293-311. Igualmente en Edith Kurzweil y W illiam Phillips, ed., L i t t e r a t u r e a n d Psy-
ch oan al y se s, Nueva York, 1983, pp. 363-377. Ver también Des xhoses c ac h e es , pp.
415-420; Sarah Kofman, «The Nacissistic Woman: Freud and Girard», Di acri t i cs 10, 3

135
Proust es más lúcido que Freud respecto a la fragilidad mimética del
narcisismo.
Se me ha reprochado que no me ocupara de los análisis posteriores
de Freud respecto al narcisismo, los que toman en consideración la
acusada ausencia de independencia auténtica que pueda caracterizar de
repente al supuesto narcisismo. Freud era un observador demasiado sa­
gaz para no descubrir que el narcisismo más extremo va asociado fre­
cuentemente a síntomas diametralmente opuestos, a una dependencia
extrema respecto a los demás.
Lo acepto gustosamente. De todos modos, si leemos los textos en
cuestión, no tardamos en darnos cuenta de quevFreud jamás destaca el
vínculo mimético que existe entre síntomas opuestos. Esta es la razón
de que jamás explique de manera satisfactoria su yuxtaposición en un
mismo individuo; sigue pensando a partir de un deseo puramente indi­
vidual, completamente arraigado en la historia fam iliar y no influen­
ciado por los deseos circundantes. En ningún momento despeja el mis­
terio fundamental de dos (o más) deseos que se enfrentan en una
violenta discordia porque concuerdan en exceso, porque se im itan recí­
procamente.
Para el analista de Shakespeare, el problema esencial no está en
saber si fenómenos como el egocentrismo intrínseco o el car ácter per­
manente existen realmente. Está claro que en cierta medida existen,
pero a nuestro dramaturgo no le sirve de nada su existencia: no es­
cribe tratados de filosofía o de psicología, sino comedias y tragedias
del deseo.
Cuando un autor dramático se sienta ante su mesa de trabajo, no
lleva en la cabeza unos «caracteres» o unas verdades humanistas impe­
recederas; piensa en posibilidades trágicas y cómicas que, invariable­
mente, se reducen a una interacción mimética que reposa en un ma­
lentendido. Los esquemas en cuestión parecerán inaprehensibles e
incluso irreales a quienes no tengan el hábito de pensar en tales tér­
minos.
Así se explica que esos esquemas sean sistemáticamente entendidos
al revés, incluso y sobre todo por los principales interesados; esta in ­
comprensión puede tener un carácter cómico o trágico según las conse­
cuencias que provoque o el punto de vista del espectador. Los esque­
mas miméticos no son muy numerosos, pero sus variantes son
innumerables, y todas ellas están vinculadas entre sí debido a que se
generan mutuamente. Evolucionan sin cesar de una obra a otra, in i­
cialmente hacia una mayor complejidad en la primera fase de la carrera

(otoño 1980), pp. 419-424; Toril Moi, «The M issing Mother: the GEdipal Rivalries of
René Girard», D i a c r i t i c s (verano de 1982), p. 21-31.

136
de Shakespeare, después, en la comedias del final, hacia una dureza
mayor que anuncia el gran período trágico.
La relación triangular entre Silvius, Phebe y Rosalind no es en su
conjunto muy diferente de las relaciones entre los cuatro amantes de El
sueño de un a noche de v er ano (pienso especialmente en el someti­
miento de Helena a Demetrius), pero los sexos están invertidos. En di­
cho caso, Silvius es quien desempeña el papel del perro. Pero la verdad
es que, en El s ueño, los juegos miméticos por regla general están he­
chos de vuelcos y de inversiones rapidísimas, y ninguna de sus peripe­
cias retiene tan duraderamente la atención como el episodio de Phebe
y Silvius en Como gustéis. Retrospectivamente percibimos todas las
configuraciones de esta obra como instantes efímeros en el interior de
un proceso cuya fuerza dinámica y fluidez no se debilitan jamás.
En Como g us téi s, la relación de servidumbre es igualmente inesta­
ble puesto que al final Phebe se enamora de Rosalind. El amor por sí
i mismo o el pseudonarcisismo de Phebe no son, por consiguiente, abso­
lutamente nuevos, y sin embargo algo ha cambiado.
En las comedias de madurez, comenzando por Como gustéis, tene­
mos la impresión de que el proceso del deseo que estaba globalmente
presente en El su e ño se disloca y fragmenta. Sólo uno de los fragmen­
tos, sólo un pedazo de esa embrollada cadena, está sometido al análisis,
pero es suficientemente característico como para formar una configura-
^ ción relativamente independiente con un estatuto propio que implica
unas particularidades que, si bien ya aparecían implícitam ente en las
primeras obras, jamás habían sido objeto de un examen detallado.
La frágil independencia del falso narcisismo no puede interpretarse
ni como una realidad objetiva que depende del principio de causalidad,
ni como una ilusión puramente «subjetiva», ya que vale a la vez para
Phebe y para Silvius. Eso es cierto en todas las relaciones de deseo,
pero el amor hacia sí mismo siempre es más importante en las come­
dias tardías, no sólo en el ámbito de la pasión amorosa, sino igual­
mente en el ámbito político. Es lo que no tardaremos en comprobar en
Troilo y Cressida.
El énfasis puesto sobre el amor a sí mismo y sobre la servidumbre
1 concomitante de uno o varios deseos se inscribe en una evolución ge­
neral que cada vez deja menos espacio entre un amor a sí mismo gro­
tescamente ampuloso y la postración depresiva más extrema. La lucha
entre los diferentes «sí mismos» se intensifica a medida que pasa el
tiempo y tiende a reducirse a todo o nada. Los deseos sojuzgados que
«exhiben» el amor a sí mismo no son simplemente los contrafuertes de
un edificio que existiría de manera autónoma; son el propio edificio; si
son retirados, no queda nada.

137
XII. «OH, QUÉ BIEN SIENTA EL DESPRECIO»
Noche de Epifanía

Sucede a veces en la obra de Shakespeare que una obra más antigua


contiene en miniatura la configuración mimética que caracterizará otra
obra más tardía. En el caso de Noche de Epifanía, la versión miniaturi-
zada no es sino el episodio de Phebe y Silvius en Como gustéis.
Acabamos de ver que, en esta últim a obra, Phebe acorrala al pobre
Silvius y le hum illa sin piedad hasta que ella es a su vez hum illada por
Rosalind y obligada con ello a enamorarse de la que le ha afrentado.
En ambas obras, vemos el narcisismo triunfante de una primera
mujer destronado por la indiferencia de una segunda mujer disfrazada
de hombre. Y, en ambas, la mujer disfrazada sirve de portavoz al
amante desairado.
Noche de Epifanía, sin embargo, no contiene ningún personaje que
sea el total equivalente de Rosalind en su papel de intérprete de la
configuración mimética. No existe, en esta comedia, una desmistifica­
ción explícita del mecanismo que gobierna la vida y la muerte del
amor a sí mismo, del mecanismo responsable de las peripecias de la
obra.
Imagino que este silencio deriva de una sana estrategia de la com­
posición teatral. Cualquier autor dramático necesita un poco de miste­
rio en su texto. Además Shakespeare, y eso es comprensible, no de­
seaba que el público se percatara de que la intriga principal de su
nueva comedia no hacía sino recuperar la intriga secundaria de una
obra anterior. Aquí los protagonistas ya no son groseros campesinos,
sino aristócratas tan complejos como refinados. En Noche de Epifanía,
todo lo que no afecta a lo esencial es diferente y mucho más elaborado.
Supongo que ésta es la razón de que las similitudes, sin embargo estre­
chas, con la situación mimética de Silvius y de Phebe pasen general­
mente desapercibidas. Que yo sepa, jamás las ha descubierto ningún
crítico.

138
La majestuosa Olivia ha perdido a su padre antes de perder a su
único hermano. La bella heredera no tiene ningún pariente de sexo
masculino y el mismo rango, pero no necesita protector: con la
ayuda de su intendente, el severo M alvolio, y de una cohorte de
servidores, dirige sin dificultad su inmensa propiedad. Es la cabeza
incontestada de una casa que incluye, además de a M alvolio, a su
minúscula sirvienta, Maria, al exuberante Tobias Belch, al ridículo
Andrés Aguecheek y a Feste el bufón. Todos estos personajes depen­
den afectiva y económicamente de Olivia.
Desde el punto de vista del prestigio, su conquista más impor­
tante es Orsino. El duque de Iliria no sólo es guapo y brillante; es
soltero y reina sobre su país. Pero Olivia le presta tan poca atención
como a sus admiradores de baja extracción y a los vasallos de sus
propias posesiones.
Si la morralla tiene derecho a contemplar físicamente a su ídolo,
ese privilegio le es negado a Orsino. La intensidad de su pasión le
hace insoportable. Pasa la mayor parte de su tiempo enviando nue­
vos embajadores a Olivia, siempre portadores del mismo mensaje: la
monótona historia de su loco ardor. Olivia se niega a escucharlos.
Si bien Olivia es el objeto de Orsino, también es para él un me­
diador y un rival implacable ya que le impide apropiarse del único
objeto que realmente desea. Y es Olivia en persona la que está en
el centro de la rivalidad, una Olivia que ni siquiera autoriza a Or­
sino a ver con sus propios ojos lo que todo el mundo desea: ella
misma.
Al comienzo de la obra, Orsino intenta acercarse a Olivia por me­
dio de una nueva persona, Viola, que se hace llamar Cesario y que to­
dos toman por un joven:

E l duque : Una vez más, Cesario,


vuelve a casa de esa soberana cruel;
dile que mi amor, más noble que el universo,
no se preocupa del precio que puede representar un fango
[inmundo;
dile que de esos bienes que la fortuna le ha deparado
hago tan poco caso como de la fortuna misma.
Lo que cautiva mi alma es la perla real
con que la ha embellecido milagrosamente la Naturaleza.
(II, 4, 79-86)

Como de costumbre, la famosa «retórica» es aquí más esclarecedo-


ra de lo que generalmente se cree: es totalmente exacto que la pa­
sión de Orsino no nace de la riqueza de Olivia, ni de la vivacidad

139
de su mente, ni siquiera de su belleza, sino de ser «soberana cruel». Si
el duque está enamorado de O livia es a causa de su total indiferencia.
Phebe sólo tenía un adorador mientras que Olivia tiene muchos,
pero globalmente la estructura es idéntica. Todos los que rodean a Oli­
via imitan el mismo deseo: el deseo que Olivia siente por sí misma.
Para Olivia el mundo se resume en ese inmenso deseo monolítico diri­
gido exclusivamente hacia ella. Sus admiradores desean «en Olivia»
tanto como la desean a ella misma. Todo ese deseo parece emanar de
ella: circula entre los fieles y después regresa intacto a su fuente. Olivia
es tanto la gran sacerdotisa indolente como el ídolo de su propio culto,
su alfa y su omega.
En realidad, Olivia sólo puede desearse a sí misma porque todo el
mundo la desea. Y ese estado de cosas parece haber sido totalmente
desencadenado por la actitud distante observada al principio por ella,
sea o no esa actitud una astucia estratégica por su parte.
A excepción de su hermano, cuya desaparición llora sinceramente,
da la impresión de no estar realmente vinculada a nadie. El hecho de
que su hermano haya muerto tiene su importancia: significa que el
único sentimiento profundo que siente abiertamente sólo depende de
ella; es enteramente su dueña ya que su objeto ni siquiera existe. Este
culto teatral rendido a un fantasma es una manera discreta de comuni­
car que no p u e d e vincularse a n i n g ú n hombre vivo. Como sucede con
frecuencia en Shakespeare, las relaciones familiares anteriores sirven
para enmascarar una modalidad presente del deseo que no tiene nada
que ver con dichas relaciones.

He aquí que el nuevo embajador de Orsino se presenta a la puerta


de Olivia y es despedido. Pero él se resiste e, interrogado sobre él, Mal-
volio lo describe como un ser tan lleno de insolencia y de arrogancia
como joven y apuesto.
Olivia cambia repentinamente de actitud y transgrede su propia regla:
recibirá al joven. Concede a la insolencia y al orgullo lo que no habían po­
dido arrancarle la dulzura y la humildad. Aparece un esquema que no
puede más que destruir el poder absoluto que Olivia ejercía sobre sí
m ism a y sobre sus aduladores. O livia provoca una reacción en cadena que
va a sembrar el desorden entre los que la habían convertido en su modelo;
el caos está en marcha y nos recuerda El sueño. Noche de Epifanía evoca
un mundo carnavalesco, un equivalente invernal de los.festivales folkló­
ricos que dieron su título a la primera obra. También la segunda es una
«comedia festiva», en el sentido en que la entiende C. L. Barber.1

\. C. L. Barber, S h a h e s p e a r e ’s F e st i v e Comedies, M eridian Books, 1963.

140
Viola está enamorada de Orsino y no desea que la misión que él le
ha confiado triunfe. ^>i Olivia estuviera al corriente, no haría ningún
cáso de la insolencia de Viola y la vería como un halago indirecto,
pero ella ignora lo que pasa y se siente humillada. Al confundir a Viola
con un hombre, se siente anonadada por su desdén, sobre todo cuando
descubre la belleza del rostro del llamado Cesario./ El traje masculino
de Viola es un disfraz más eficaz que el velo de Olivia. ■
Al dirigirse a Olivia, Viola utiliza el lenguaje amoroso de manera
tal que, en su opinión, servirá para perjudicar el objeto de su emba­
jada, pero se equivoca respecto al carácter mimético de la situación y,
al igual que Rosalind, no presiente el efecto mágico que su fingido
desdén producirá en Olivia.
Olivia se siente tan cautivada por la insolencia de Viola como se
sentía Phebe por las severas reprimendas de Rosalind. Viola se ex­
presa en nombre de Orsino y manifiesta claramente que el corazón
no interviene en lo que dice. No se da cuenta de que es precisamente
esa actitud lo que excitará la curiosidad de Olivia. Todos estos perso­
najes hipermiméticos son más sensibles a las afrentas de que son ob­
jeto que a un deseo honestamente dirigido hacia ellos.
Olivia se parece a todas esas personas a las que sólo un espectáculo
es capaz de estimular. No aspiran a la pr es e n ci a efectiva del objeto; sa­
ben que la posesión física de ese objeto mataría su deseo y se resignan
a vivir en un puro universo de signos. Acaban, además, por conven­
cerse de que los signos constituyen la sola y única realidad.
La condesa escucha un discurso apasionado que no está realmente
dirigido a nadie. Se encuentra en una situación de voyeurismo y la re­
tórica amorosa produce sobre ella el efecto de un afrodisíaco. Debido
justamente a su carácter anónimo, la situación excita su orgullo y la
hechiza. El carácter teatral de este hechizo queda demostrado por la
única pregunta que en ese momento plantea a Viola: «¿Sois come­
diante?»
Al negarse a someterse a Olivia, Viola obliga al deseo de la con­
desa a alejarse de su fuente (ella misma) y a volverse hacia el deseo
que tan victoriosamente resiste a sus atractivos: ¿qué debe ser, pues,
este Cesario para no ceder a tanto magnetismo?
En el armonioso concierto de deseos dóciles que rodean a Olivia,
basta una sola voz discordante para que se desplome el soberbio edifi­
cio de su narcisismo. Dando la impresión de preferirse a sí misma,
Viola designa su propio amor a sí como el modelo superior que Oli­
via se ve obligada a imitar:

No sé lo que me hago, y temo hallar


en mis ojos un halagador demasiado grande de mi deseo.

141
¡Destino, muestra tu poder! Nosotros no disponemos de nosotros
[mismos.
(I, 5, 308-310)

Shakespeare describe lo que ocurre en términos que subrayan con


claridad la desaparición de la autonomía de Olivia: «Nosotros no dis­
ponemos de nosotros mismos.» Y de igual manera que Rosalind con­
cluía su diatriba contra Phebe aconsejándole que tomara a Silvius por
marido y vendiera «pues que hay buen mercado», también Viola, al
despedirse de la condesa, le anuncia que sufrirá las mismas vejaciones
que ella inflige a Orsino:

Que el amor cambie en guijarro el corazón de aquel a quien améis,


y que vuestra pasión, como la de mi dueño,
no encuentre sino menosprecio. Adiós, bella cruel.
(I, 5, 286-288)

La profecía de Viola, como la de Rosalind en Como gustéis, se cum­


ple inmediatamente, y por los mismos motivos. A semejanza de la mu­
jer demasiado mimada que es Phebe, la altiva Olivia está destinada a
enamorarse del insolente Cesario:

¡Oh, qué bien sienta el desprecio


a sus labios desdeñosos e irritados!
Un asesino no se denuncia tan pronto como el amor
que busca ocultarse. La noche de amor es un pleno mediodía.
Cesario, por las rosas de la primavera,
por la virginidad, el honor, la buena fe, por todo,
te amo a tal extremo que, a pesar del orgullo,
ni el talento ni el juicio pueden disimular mi pasión.
(III, 1, 145-152)

En En busca de l tiempo pe rdi do , Proust observa en algún lugar que


en materia de deseo la palabra a p e sa r de es siempre un por que disfra­
zado: el a p e s a r de de Olivia no escapa a la regla. Dice lisa y llana­
mente que lo que le gusta en Cesario es su «orgullo» y que lo que ama
en él son «sus labios desdeñosos e irritados». O livia se enamora de Ce­
sario no a pesar de su comportamiento altanero y despreciativo, sino
debido a él. Cesario es para ella un sol tan deslumbrante que su propia
irradiación es aniquilada.
También en este caso hay que procurar que conceptos como el de

142
«masoquismo» y todos los tópicos de la psiquiatría no oscurezcan una
relación que la teoría mimética convierte en perfectamente transpa­
rente. Todas las perspectivas psicoanalíticas y psiquiátricas permanecen
ciegas al fenómeno central, o sea, al paso en Olivia de un modelo (ella
misma) a otro (Viola), paso que se produce en cuanto la condesa en­
tiende que el joven no será un nuevo Orsino y no incrementará la mul­
titud previsible de sus aduladores.
Todos los pseudonarcisos sospechan en el fondo que sus admirado­
res adoran un falso ídolo —ellos mismos—y están siempre dispuestos a
caer de su pedestal, un poco como esos dictadores que jamás se acues­
tan sin temer ser derrocados durante la noche.

Silvius era fundamentalmente un pobre de espíritu. Aunque el juego


mimético hubiera ido en su favor, es probable que no hubiera tratado a
Phebe tan mal como ella le trata. Existe en Como gustéis un resto de dife­
rencia entre caracteres —quizá una diferencia convencional entre sexos—
que ha desaparecido por completo del triángulo Olivia/Viola/Orsino.
. En Noche de Epifanía, la reversibilidad de todas las configuraciones
narcisistas aparece con mayor fuerza que en la comedia anterior, Como
gustéis, donde esa misma reversibilidad aparece con mayor fuerza que
en las obras anteriores, comenzando por La f i e r e c ü l a domada, donde,
en mi opinión, hay que buscar el antecedente de toda la vena pseudo-
narcisista del teatro de Shakespeare.
Por determinados aspectos, esta obra muy precoz parece más pró­
xima a la farsa medieval que a la comedia shakespeariana. Petruccio si­
gue representando esencialmente en ella el marido viril de la tradición
popular, aquel que sabe domar a su mujer rebelde, pero también es el
primer esbozo del amante (o la amante) astuto(a) que, simulando indi­
ferencia, fuerza los sentimientos de alguien hasta entonces desdeñoso
(o desdeñosa) derrotándolo (o derrotándola) en su propio juego narci-
sista y reduciendo así a nada su falsa autosuficiencia. ¿Qué actitud es
más cruel: el castigo tradicional infligido por un marido omnipotente o
la estrategia unisex - y m oderna- de la indiferencia desdeñosa?
Si comparamos las tres obras, La f i e r e c i l l a domada, Como gustéis y
Noche de Epifanía, se comprueba una evolución hacia una diferencia­
ción cada vez menor entre los diversos personajes: lo que evoluciona
fundamentalmente es el propio proceso mimético. A medida que pasa
el tiempo y Shakespeare escribe nuevas obras, el deseo representado se
inscribe en fases cada vez más avanzadas de este proceso.
Aunque sea superficialmente menos caricaturesca que el episodio de
Phebe y Silvius en Como gustéis, la estructura pseudonarcisista de Noche de
Epifanía es una versión más indiferenciada del mismo esquema.

143
Las bases fundamentales de la rivalidad mimética siempre son las
mismas. El «amo» y el «esclavo» narcisista se imaginan que les separa
un abismo, y cuanto más profundo parece ese abismo, más intercam­
biables son, en realidad, los dos personajes. Esta es la razón de que Oli­
via tenga a su alrededor una corte tan numerosa como la de un duque.
Al igual que dos Estados independientes, los dos soberanos (O livia y el
duque) no tratan directamente el uno con el otro, sino por medio de
embajadores: todo ese tejemaneje simboliza la falsa autosuficiencia que
caracteriza no sólo a Olivia sino también a Orsino.
La similitud de los nombres en esta obra es una indicación suple­
mentaria de la intercambiabilidad de los personajes. Viola es una se­
gunda Olivia, la Olivia de Olivia, y todos los personajes están simboli­
zados —o, mejor dicho, desimbolizados, pues se trata de un proceso de
destrucción y no de producción de sentido y de diferencia—por los dos
perfectos gemelos que son Viola y Sebastián.
Noche de Epifanía es tan indiferenciada que Shakespeare recupera
en esta obra el viejo truco de los gemelos indistinguibles, procedi­
miento que ya había explotado en La co media d e las equivocaciones ins­
pirándose en Los m e n eem os y en el Anfitrión de Plauto.
Esta obra de juventud prefigura el genio cómico del dramaturgo de
la madurez. El truco de los gemelos ilustra de manera mecánica el tipo
de malentendido que la interacción mimética engendra entre los hu­
manos. Cuanto más crece Shakespeare en edad y en madurez, más ca­
paz se muestra de tratar este tema bajo la perspectiva exclusiva de las
rivalidades miméticas, pero ¿no es fundamentalmente ahí adonde re­
miten todos los mitos relativos a los dobles y a los gemelos? El genio li­
terario comprende espontáneamente el sustrato mimético de la mitolo­
gía y aporta la verdadera solución a los enigmas antropológicos que la
etnología llamada científica, que no ha podido resolverlos, declara in-
solubles para siempre.
Así pues, nos hallamos en un mundo donde sólo quedan unos do­
bles, incluido el propio chivo expiatorio, M alvolio, cuyo nombre da a
entender que también él es un doble, elegido más o menos arbitraria­
mente por sus perseguidores. Cuando Olivia le dice:

¡Oh! Tenéis demasiado amor propio [self-love] M alvolio, y el mal


estado de vuestro estómago1 echa a perder vuestro gusto.
(I, 5, 90-91)

Olivia formula una verdad incontestable, pero para ella esta verdad

1. También en este caso, la traducción de Astrana M arín afecta a la teoría de


R. Girard. La traducción francesa dice: «apetito alterado». (N. d e l T.)

144
sólo afecta a Malvolio. No puede ver en esta anotación la verdad uni­
versal que habita toda la obra y que es tan suya y del duque como de
Malvolio. Tal como descubriremos dentro de un instante, el tema del
«mal estado del estómago» desempeña un papel importante en el espí­
ritu y en los pensamientos de Orsino.

145
XIII. «NO ES TAN MELODIOSO COMO LO DE ANTES»
Noche de Epifanía

Orsino y Olivia son personajes más complejos y refinados que Sil­


vius y Phebe. El duque tiene pretensiones artísticas e intelectuales. Al
comienzo de Noche de Epifanía y antes de la subida del telón, sus músi­
cos interpretan una pieza. Orsino está hasta tal punto encantado que,
apenas term ina el fragmento, pide escucharlo de nuevo. «Saciadme de
ella», dice,

para que, a fuerza de escucharla,1


mi pasión pueda enfermar, y así morir.
(I, 1, 3-4)

De modo que escuchamos de nuevo la música, pero Orsino la en­


cuentra menos bella que la primera vez. En un instante, y de acuerdo
con lo que él mismo ha anunciado, su pasión ha enfermado hasta
morir:

¡Basta! No más.
Eso ya no es tan melodioso como lo de antes.
(7-8)

La palabra traducida [la versión francesa] por «dégoüt», surfeit, sur-


f e i t i n g , remite a nuestra náusea moderna. Sugiere un asco tan extremo
y definitivo que la palabra choca un poco en un contexto artístico. Si
proseguimos la lectura, no tardamos en descubrir que Orsino no se in­
teresa exclusivamente por la estética. En la experiencia que describe, la
vida erótica desempeña un papel aún mayor que las artes pero comple­
tamente paralelo. El «espíritu de amor» muere en el abrazo mismo de
sus objetos, sea cual fuere su naturaleza:

1. La traducción francesa utiliza la palabra «repugnancia». (N. d e l T.)

146
¡Oh espíritu del amor! ¡Cuán sensible y voluble eres!
Tu capacidad, no obstante, es inmensa
como el océano, donde nada cae,
sea cual fuere su valor y su talla,
sin que entre en disminución y pierda precio
en un minuto. Tan fecunda en creaciones es la fantasía,
no más que elevación imaginaria.
(I, 1, 9-15)

Es tradicional comparar el trayecto del deseo con el del apetito y su


satisfacción. Pero un individuo normalmente constituido, aunque ya
no tenga hambre, no experimenta repugnancia a la vista de un buen
bocado, a no ser, claro está, que haya abusado de él. La experiencia de
Orsino se parece mucho a una indigestión y, como observa muy justa­
mente Anne Barton, «este amor parece un glotón que se atiborrara de
bocados deliciosos con el único fin de vomitarlos».1
Los avatares del deseo no pueden compararse a los de una ham­
bre normal; sólo podemos pensar respecto a ellos en una versión pa­
tológica del proceso natural. El giro dado a la metáfora de Orsino
hace pensar en una naturaleza humana herida por el pecado ori­
ginal.
Este hombre que asegura que el deseo jamás sobrevive a la pose­
sión no está menos enamorado por decirlo. Durante todo el resto de
la obra, jamás pronunciará dos frases consecutivas sin mencionar el
nombre de Olivia, pero Olivia está inexplicablemente ausente de su
tirada sobre el «espíritu del amor».
O livia es el único objetivo permanente, el único punto fijo de
una existencia que sin ella sería vacía e incoherente. En Orsino, el
sentimiento del ego es visiblemente tributario de la intensidad cons­
tante de su deseo por Olivia. Ahora bien, él explica que el deseo,
una vez ha conquistado su objeto, no puede sino relajarse. Si Olivia
se abandonara a él, ¿perdería su encanto con tanta rapidez como el
fragmento de música? La cuestión jamás ha sido tratada de manera
explícita.
Curio, miembro del séquito ducal, interrumpe en estos términos la
meditación1 de Orsino sobre el deseo:

¿Os agradaría cazar, señor?


E l DUQUE: ¿Qué, Curio?
C urio : Corzas.
E l DUQUE: Pues eso hago, y con la más noble que he visto.

1. R i v e r s i d e Shakespeare, p. 408.

147
¡Oh! Cuando mis ojos contemplaron por primera vez a Olivia,
me pareció que purificaba el aire de toda pestilencia.
En aquel instante quedé transformado en ciervo,
y mis deseos, como sabuesos despiadados y crueles,
no cesan de acosarme desde entonces.
(I, 1, 16-22)

Tan pronto como la conversación deja de referirse al deseo, el du­


que vuelve a acordarse de Olivia. Diríase que la pasión de Orsino se
siente más a sus anchas entre los tópicos literarios que en un debate se­
rio sobre la vida y la muerte del deseo.
La primera tirada de Orsino sobre el tema forma parte de un prelu­
dio musical que sirve de obertura a toda la comedia, pero, lejos de ser
un entremés decorativo, es esencial para la comprensión de la obra.
Hay que interpretarla a la luz de lo que sigue, y lo que no se dice tiene
tanta importancia como lo que se dice.
Como tantos románticos desencantados, Orsino habla sin ilusión
del deseo en general, pero permanece atenazado por el deseo más ro­
mántico. Su desengaño respecto al pasado no carece de relación con su
pasión presente, pero el vínculo es paradójico y Orsino jamás lo explí­
cita del todo. Así que es necesario volverse hacia los indicios indirectos
que.el autor pone a nuestra disposición; gracias a ellos podemos, y de­
bemos* descubrir las verdades que su personaje evita afrontar directa­
mente.
Antes de que hayamos tenido tiempo de olvidar su primer discurso,
Orsino pronuncia un segundo, tan diferente en ciertos aspectos del pri­
mero que parece emanar de otro autor, pero tan semejante por otra
parte que su autor tiene que ser necesariamente el mismo:

Ninguna mujer
sabría soportar los golpeé de una pasión tan fuerte
como la que el amor ha puesto en mí. No hay corazón de mujer
capaz de resistirlos. Los suyos no son tan vastos.
¡Ay! Su amor puede pasar por un apetito,
en el cual no entra el sentimiento, sino el paladar,
que se sacia, se hastía y se rebela.
Mientras que el mío es hambriento como el mar
y puede digerirlo todo. No establezcas comparación
entre el amor que una mujer pueda sentir por mí
y el que yo siento por Olivia.
(II, 4, 93-103)

De creer este segundo discurso, los únicos deseos que sufren altera-

148
ciones como las que Orsino ha descrito anteriormente como propias
son los deseos femeninos en general y los de Olivia en particular. Sólo
las mujeres «se sacian, se hastían y se rebelan» (surfeit). Para hacer la
contradicción aún más evidente, Orsino da a entender que ese mismo
menoscabo es ajeno a la naturaleza de los hombres, especialmente a la
suya. Opone la debilidad y la inconstancia del deseo femenino a la
fuerza eterna del deseo viril que siente por Olivia.
Una vez más, el deseo es tan hambriento como el mar y puede «di­
gerir» todo lo que devora. Al igual que la primera vez, la metáfora no
es de buen augurio. En la primera tirada, sin embargo, la digestión ma­
rítim a expresaba un contraste patético entre el antes y el después de to­
dos los deseos, subrayando su carácter aparentemente inagotable antes
de la posesión y su muerte instantánea una vez consumada la posesión.
Esta vez no hay después ni saciedad para Orsino, y es fácil entender por
qué: su pasión por Olivia es un eterno antes.
Olivia debe de ser la primera mujer que jamás haya aventajado a
Orsino y éste adivina que ella le ve con los ojos con que él mismo veía
a las mujeres demasiado impresionadas por su propio encanto, las mu­
jeres que rechazaba despiadadamente porque sucumbían a su deseo.
Cada vez que Orsino ocupa con relación a los demás la posición
que ahora ocupa O livia respecto a él, tiene la sensación de «saciedad»
que descubre ahora en ella. Reacciona entonces de la misma manera que
él denuncia como específicamente femenina cuando es Olivia la que
reacciona ante él. El fenómeno es i d é n t i co , pero su c o n n o t a c i ó n ética,
que era neutra en el caso de Orsino, se ha vuelto negativa en el de O li­
via y de las mujeres en general.
El relato de los ardores de Orsino, a oídos de Olivia, suena como
una pieza musical repetida con excesiva frecuencia. Orsino, esta vez, es
quien se ve «disminuido y despreciado», y Olivia está sinceramente
cansada de esa perpetua oleada de pasión: ¿cómo hacer el amor con un
hombre al que ya se ha digerido?
Sería una equivocación pensar que Orsino y Olivia ya han tenido
relaciones íntimas y que ella se ha sentido decepcionada por su presta­
ción amorosa. Orsino ha sido derrotado en el campo de batalla del
pseudonarcisismo. Olivia rechaza sus proposiciones, y ahí reside preci­
samente la clave de su victoria. Una mujer no tiene otro medio para
fascinar duraderamente a un hombre como Orsino.
Si Orsino estuviera en el lugar de Olivia, experimentaría los mis­
mos sentimientos que ella siente y la trataría exactamente como ella lo
trata. Si ella ya no disfrutara del tipo de superioridad que uno y otro
buscan ávidamente en sus relaciones con el otro sexo, él dejaría inm e­
diatamente de amarla.
A un nivel más profundo, Orsino se da cuenta de que Olivia y él se

149
parecen. El espectacular desacuerdo que los enfrenta no se debe al
choque de sus personalidades o a cualquier otra diferencia intrínseca;
su causa es exactamente la inversa: una identidad casi perfecta. El día
en que Olivia entró en su vida, Orsino, por primera vez en su existen­
cia, perdió una batalla metafísica en la que siempre había vencido.
Shakespeare nos invita a establecer un paralelismo entre las dos ti­
radas de Orsino, como lo demuestra la conclusión de la segunda: «No
establezcas comparación...» Cuando oímos a un hombre semejante pro­
ferir este tipo de advertencias, hay que entender que la comparación se
impone.
Puede ocurrir que personas muy inteligentes estén hasta tal punto
obsesionadas por sus rivales que se pongan a hablar como Orsino
cuando, teniendo en cuenta las circunstancias, ganarían mucho ca­
llando. Siempre nos asombramos del impulso ingenuo que lleva a esas
personas a divulgar la verdad misma que se esfuerzan en ocultar, pero,
llegada la ocasión, nosotros hacemos lo mismo.
El deseo siempre vive en la ilusión de que el mundo entero está
tan obsesionado como él mismo por su rival momentáneo. Al igual
que cualquier individuo arrastrado por una espiral mimética, Orsino
quiere convencerse de que no tiene nada en c o m ú n c o n su «enemiga
amada», cuando en realidad no existe entre ellos la menor diferencia, y
algo en él lo sabe oscuramente. En realidad, la «propaganda» anti-
Olivia del segundo discurso es una extrapolación hipócrita de la luci­
dez sobre sí mismo ilustrada por el primer discurso. .
Orsino está persuadido de que comprende el deseo de Olivia, y sin
duda es así, pero no de la manera que él pretende, no porque Olivia
sea un ejemplo más del arquetipo femenino ritualmente maldito por
todos los hombres frustrados. A decir verdad, el tópico sexista sirve de
máscara a una ciencia del deseo que se niega a confesar su auténtico
origen. Orsino reconoce en Olivia el pseudonarciso triunfador que él
era antes pero que gracias a ella ya no es.
Orsino interpreta con razón su relación con O livia como una in ­
versión de la experiencia que él mantiene habitualm ente con el otro
sexo. Su banal antifeminismo tiende a ocultar la verdadera naturaleza
de esa inversión y el origen de su lucidez respecto a Olivia.
La idea de que el deseo de las mujeres por los hombres pueda verse
debilitado por un egocentrismo típicamente femenino es una idea que
siempre ha gustado a los hombres. Estos adoran describir como narci-
sistas (en el sentido absoluto y no mimético) a las mujeres que rechazan
sus avances sexuales.
Dos capítulos antes he recordado que Freud reforzó ese mito defi­
niendo el « n a r c is is m o » como u n auténtico egocentrismo típico ante
todo de las mujeres.

150
Freud afirmaba haber diagnosticado una ineptitud específicamente
«femenina» para responder al auténtico deseo objetual de los hombres
auténticamente masculinos. Ahora bien, ocurre, y es algo muy significa­
tivo, que los hombres auténticamente masculinos tienen una lamentable
tendencia a derrochar su precioso deseo objetual con las mujeres menos
dignas de ello: las mujeres narcisistas, claro está.
La ilusión de Orsino no es nada más que eso. Su segundo discurso pa­
rece inspirado por el ensayo de Freud (Para introducir el narcisismo), y en
cuanto se comparan las dos tiradas aparece la crítica radical deseada por
Shakespeare. Confrontados entre sí, los dos textos hacen pensar que nos
encontramos con una deconstrucción del amor a sí mismo isabelino que
es, en realidad, una deconstrucción anticipada del concepto freudiano.
Las palabras cambian, pero el mito de un egocentrismo específicamente
femenino permanece, simple variante del mito más amplio de un egocen­
trismo sustancial.
Esta deconstrucción es la misma, esencialmente, que la que he lle­
vado a cabo en el capítulo anterior, pero esta vez es el propio Shakespeare
quien la practica a través de una comedia que, en el orden cronológico,
viene inmediatamente después de Como gustéis, y que contiene aún más
pseudonarcisismo que la anterior. Tenemos con ello un ejemplo extrema­
damente fascinante de la manera como Shakespeare tiende a extraer un
auténtico saber de su propia experiencia teatral.
La continuidad metafórica que existe entre las dos tiradas Sobre el de­
seo es el indicio de que Orsino pr o ye ct a sobre Olivia su propia experiencia
de la posición amorosa dominante, posición que Olivia ocupa actual­
mente respecto a él. El hecho de que su lucidez sea «proyectiva» no signi­
fica que carezca de valor. Nuestra perspicacia en este terreno se apoya
siempre en la crítica de nosotros mismos, y el deseo mimético es el mismo
en todos los seres humanos, independientemente de su edad, su sexo, su
raza, su cultura, etcétera.
Debido a que ella está proyectada sobre su réplica mimética, la lucidez
de Orsino respecto a ella (primer discurso) engendra una comprensión
real de la actitud de O livia (segundo discurso), pero el duque no puede re­
conocer su origen sin reconocer su parentesco con su doble mimético y
sin, con ello, socavar en su base el resentimiento que le inspira un com­
portamiento que él mismo hubiera adoptado con Olivia de habérsele pre­
sentado la ocasión.
Los dobles miméticos se observan con mucha agudeza, pero su visión
está deformada por la necesidad general que sienten de abolir la reciproci­
dad sobre la que se sustenta su clarividencia. Por una parte, no pueden dejar
de negar con la máxima energía que tienen algo en común con sus rivales,
pero, por otra, el único fundamento posible de su extraordinaria «finura
psicológica» es el deseo mimético que les divide por que lo c o m p a r te n :

151
Por eso, no tienes excusa quienquiera que seas, tú que juzgas,
pues juzgando a otros, a ti mismo te condenas, ya que obras e;sas
mismas cosas tú que juzgas.
(Romanos, II, 1)

Orsino no critica a las mujeres porque crea realmente en la superio­


ridad masculina que reivindica, sino porque se siente inferior, como
doble mimético cuyo deseo es esclavizado por el narcisismo victorioso
de su pareja. La indiferencia, que él critica con desdén viéndola como
un efecto de la inconsistencia femenina, es en realidad la fuente de ese
prestigio me ta fü ic o del que Olivia no disfrutaría mucho tiempo ante
sus ojos si cediera a su deseo.
Como todos los pensadores románticos, Orsino sólo percibe en el
deseo la relación objeto/sujeto. Ignora sistemáticamente la tercera di­
mensión del fenómeno, la dimensión mimética del modelo/obstáculo/
rival que permite entenderlo todo. Esta ilusión es especialmente tenta­
dora en los casos de pseudonarcisismo, cuando todos los papeles son
interpretados por el mismo individuo. A ojos de Orsino, Olivia es si­
multáneamente objeto, modelo, obstáculo, rival.

El lenguaje y el comportamiento de Orsino hacen pensar que es


más o menos consciente de su propio pseudonarcisismo y de todo lo
que acabamos de decir sobre su persona. Sus sentimientos no le im ­
piden ser tan lúcido sobre lo que le ocurre com o'Rosalind en Como
gustéis; comprende perfectamente por sí mismo lo que sólo observa­
dores exteriores podían captar en las comedias más antiguas. En­
carna una versión más «avanzada» de la configuración pseudonarci-
sista.
Orsirio no lo ignora: las humillaciones cotidianas que Olivia le
hace pasar tienen efectos contrarios a los que en principio se buscan. Si
él quisiera seducir realmente a esa mujer, recurriría a la estrategia esbo­
zada por Rosalind —la indiferencia simulada—, pero jamás se decide a
hacerlo. ¿Cómo explicar ese comportamiento, cuál es la razón de ese
«romanticismo» un poco demasiado teatral?
El duque sabe que ningún objeto deseado puede caer en sus manos
y conservar mucho tiempo su atractivo. Sólo un rival victorioso es ca­
paz de tonificar el deseo. Irrevocablemente autodestructor, tal es el de­
seo, y la única solución radical para salir del círculo sin fin de su tira­
nía reside en dos palabras: la renuncia total.
Esta actitud es la que recomiendan todas las grandes religiones, todas
las grandes doctrinas morales, todas las sabidurías tradicionales. Es tam­
bién el consejo que Hamlet da a Ofelia: «Ingresa en el convento.» De ha­

152
ber atendido el consejo del príncipe, Ofelia no habría conocido una
muerte tan triste.
Afortunadamente para el deseo, existe una escapatoria «racional»
que permite al astuto espíritu del amor no extraer de sus perpetuos fra­
casos la lección que se impone. La experiencia nos enseña lo que tiene
de insatisfactorio cualquier objeto que llegamos a poseer, pero no nos
dice nada, propiamente hablando, de los objetos que no se p u e d e n p o ­
seer. Por poco que abordemos el problema bajo un ángulo extremada­
mente empírico, cabe afirmar que por mucho tiempo que pasemos sin
poseer dichos objetos, no sabemos lo suficiente sobre ellos como para
descartarlos sin más rodeos.
Si partimos de una experiencia interpretada sin perspectiva sufi­
ciente, es absolutamente imposible demostrar de una vez por todas la
absurdidad del deseo. Una utilización falaz de la duda metódica per­
mite al deseo razonar de la manera siguiente: «Ya que se revela que to­
dos los objetos que puedo poseer carecen de valor, renuncio a ellos sin
pesar, pero renuncio en favor de los que no p u e d o p o s e e r .»
En Noche de Epifanía, esta solución lleva un nombre, Olivia. Esa
mujer parece tan imposible de conquistar que el duque puede deplorar
sinceramente la fragilidad de cualquier deseo y, sin embargo, seguir
perfectamente confiado en la perennidad del deseo que siente por ella.
El océano de indiferencia que engulle todos los restantes deseos
perdonará a ése, se dice Orsino, por la simple razón de que. j a m á s será
satisfecho. Olivia permanecerá inaccesible para siempre, y eso no sólo
en el caso de Orsino sino en el de todos los hombres. Este artículo de
fe sigue siendo oscuro y Orsino evita reconocerlo y formularlo de ma­
nera explícita, pero es la convicción que gobierna su vida.
Para el hombre que proclama el fracaso de todos los deseos, el he­
cho de desear a Olivia sigue teniendo un sentido. Orsino da la impre-
siójn de ser «irracional» mientras su verdadera prioridad no aparece a la
luz, y ésta no es el placer, es el deseo a cualquier precio.
Es un error imaginar que en todas las etapas de su historia el deseo
va a la búsqueda de retribuciones positivas. Tal vez fuera cierto en las
fases iniciales, las que describen las primeras comedias. Orsino ha al­
canzado un estadio en el que, bajo el efecto de una serie de desencan­
tos, el propio deseo establece sus cuarteles más allá de l pr incipio de
plqc eji el deseo renuncia al placer a fin de preservarse como deseo. Or­
sino es la primera ilustración, aunque no la última, de esta desesperada
estrategia.
Si el duque desea a O livia es en virtud, y no a p e s a r , de su profundo de­
sencanto. Existe una causalidad «racional», pero su naturaleza es tal que
Orsino jamás la explícita, ni siquiera a sí mismo. Nosotros debemos ha­
cerla aparecer a partir de nuestra comparación entre los dos dis­

153
cursos sobre el deseo, pero, por muy desengañado que esté, Orsino si­
gue siendo extraordinariamente capaz de engañarse a sí mismo.
Decir que el deseo no puede sobrevivir a la derrota del modelo es
lo mismo que decir que no puede sobrevivir a su propia victoria. Ya
hemos definido el principio de esta identidad. Cuantas más cosas
aprende el deseo sobre su propio funcionamiento, más irresoluble se
hace el dilema. Dado que el deseo muere con su propia satisfacción, el
único camino que conduce al deseo eterno pasa por la elección de un
objeto inaccesible para siempre.
Orsino es la encarnación de tal deseo. Hace falta tiempo para que el pro­
ceso mimético se despliegue y, en esa flecha «histórica» del tiempo, Orsino
se sitúa en una fase posterior a la de los héroes shakespearianos que le prece­
dieron: el orden cronológico de las comedias corresponde a un desarrollo
diacrónico del deseo en el que todo corre constantemente en el sentido de
su agravación. Orsino no es el final del proceso, pero no está lejos.
Su pasión «sin esperanza» se inscribe en una estrategia de autoconserva-
ción del propio deseo. No hay que tomar, sin embargo, el deseo por un
auténtico objetivo. Esta estrategia no procede de ningún cálculo, de ningún
plan preestablecido y, en cierto modo, ni siquiera merece este nombre; no
existe como estrategia. Se desprende simplemente de la inclinación normal
del deseo. Para llegar ahí, basta con tener cierto éxito con las mujeres, y su­
frir después de repente un ligero revés, al cruzarse.por azar la mirada de una
Olivia.
La búsqueda de la pasión sublime no tiene nada de «sublimación». Se
parece extremadamente al recorrido del consumidor hastiado que acaba (o
acabaría) por tropezar con el bocado absolutamente indigesto, el objeto im­
posible de conquistar, el único al que puede aficionarse de manera du­
radera.
Al negarse a amarle, Olivia presta un considerable favor al duque: esta­
biliza su existencia. Muy en el fondo de sí mismo, Orsino se da perfecta
cuenta de su fortuna, y ansia perpetuar el callejón sin salida al que ha llegado
con Olivia. Cuando los dos se encuentran por primera vez cara a cara én el
quinto acto, las pocas palabras que intercambian estos curiosos acólitos se
parecen a una confesión discreta respecto a su complicidad negativa:

E l DUQUE: ¿Siempre tan cruel?


OLIVIA: ¿Siempre tan constante, monseñor?
(V, 1, 110-111)

Orsino está convencido de que podrá asegurarse para siempre la


crueldad de la condesa. Al ser su deseo el modelo del amor a sí misma de
Olivia, cree que bastará para congelar indefinidamente la situación en su
favor, para que él siga deseándola y ella continúe rechazándole, a él y a to­

154
dos los amantes posibles: así ella será —y es el regalo personal que le
hace Orsino— la eterna prisionera de su monumental amor por sí
misma.
Por «disminuido y despreciado» que se sienta, Orsino no se siente
menos convencido de que el prestigio que le confieren su rango y su
hermosa apariencia le sitúa por encima de todos sus eventuales preten­
dientes: Olivia está obligada a satisfacer la parte del pacto que le con­
cierne; lo que ella le niega a él, jamás se lo concederá a otro hombre.
Orsino comete en tal caso el error habitual de los «narcisos esclavi­
zados». Cree excesivamente en la fuerza objetiva de su ídolo. Error fa­
tal: cuando se entera de que Olivia ya le ha traicionado, le invade una
rabia ciega. ¡Olivia enamorada! ¿Y de quién? ¡De su propio alca­
huete...!
Lo que tiene de irónico el suceso es que, más allá del narcisismo de
Olivia, si algo es responsable de su enamoramiento es precisamente el
comportamiento de Orsino. El ha sido quien ha mandado a Cesario a
su bienamada y también él quien, basándose en la gracia personal del
joven, se ha dicho que el encanto operaría sin duda sobre Olivia como
había operado sobre él mismo. El resultado se ha producido y las espe­
ranzas del duque han sido colmadas por encima de sus sueños más
locos.
Bajo tal perspectiva, esta intriga sólo es una variación más del gran
tema shakespeariano del amante mimético que se condena al fracaso,
del hombre que canta ante su rival los encantos de su amante y ante su
amante los encantos de su rival (el esquema se conjuga de igual manera
en femenino). Por muy refinado y sutil que sea, el duque pertenece a
la misma familia mimética que Valentín y Colatino. Cuando se entera
de la pasión de Olivia, se vuelve por unos instantes un loco peligroso
que prefigura el personaje de Otelo, como veremos en nuestro capítulo
sobre esa tragedia.1

1. Véase capítulo XXXI.

155
XIV. «UNA CRESSIDA DOLOROSA ENTRE LOS GRIEGOS
GOZOSOS»
Troilo y Cressida

La idea central del presente libro es que Shakespeare no se lim ita a


ilustrar más o menos instintivamente el deseo mimético, sino que es su
teórico, y si tuviera que defender este punto de vista a partir de una
sola de sus obras, elegiría Troilo y Cressida. Ninguna obra ha sido tan
manifiestamente concebida para mostrar la compleja realidad de toda
una serie de fenómenos miméticos, y esta vez la demostración no se
apoya en la interacción lim itada de unos cuantos protagonistas, sino en
el contexto más amplio de dos sociedades en pie de guerra.
El su eñ o de un a noche de v er ano es una comedia muy importante,
la más importante tal vez en el plano teatral, pues el mecanismo del
deseo y la rivalidad funciona en ella de una manera tan fluida que su
presencia permanece relativamente discreta: está incesantemente su­
bordinada a la coherencia de la empresa teatral. En Troilo y Cressida ya
no es así. Lejos de convertirse en un ritual tranquilizador o en un mito
delicioso, la obra termina de la manera más negativa y destructiva po­
sible.
Cuando no sirve al objetivo de una reordenación final, el desorden
se convierte en un fin en sí, por lo menos desde el punto de vista dra­
mático. En Troilo y Cressida, los diferentes temas o intrigas secundarios
no tienen ninguna razón de ser, a excepción de la de desvelar, una tras
otra, todas las facetas de esta desintegración, hasta el punto de que la
obra podría definirse como un tratado de descomposición mimética.
Si bien la manipulación mimética siempre ha desempeñado un pa­
pel en Shakespeare, ello ocurría esencialmente, hasta ese momento, en
el marco de las relaciones privadas. Ahora bien, en Troilo y Cressida se
convierte en una auténtica técnica de gobierno y de acción política, y
esta ampliación maravillosamente orquestada es sin duda el rasgo más
sorprendente de esta gigantesca y desconocida obra maestra.
Existe en Troilo y Cressida una política del deseo erótico, pero tam­
bién un problema político a secas —el de la falta de autoridad de Aga­
menón—, problema al que Ulises se enfrenta utilizando unos procedi­

156
mientos miméticos semejantes a los que Pándaro utiliza en el terreno
del amor. Lo que da unidad a la obra es la demostración del papel
paralelo desempeñado en todos los sectores de la actividad humana
por la estrategia mimética.
Imposible contemplar a Pándaro, aunque sólo sea un único se­
gundo, sin ver en él toda la problemática del deseo hecho hombre. Si
nos limitamos a interpretar Troilo y Cressida sin mencionar el deseo
mimético, hay que desviarse sistemáticamente de Pándaro, no analizar
nada de su papel, que es lo que la crítica tradicional ha hecho siem­
pre. Nadie estudia jamás a este personaje y nadie ha reconocido toda­
vía el valor simbólico que le corresponde respecto a la totalidad de la
obra.
En el tercer acto, Pándaro empuja a Troilo y Cressida a un mismo
lecho. Al hacerlo, ejerce la función de un proxeneta vulgar, pero él
no responde a la definición: Pándaro es un gentilhombre y no busca
ningún beneficio personal. No podemos decir, sin embargo, que sea
desinteresado. Sus obscenas bromas caen en el vacío y el hombre es a
veces terriblemente charlatán, pero demuestra mucho talento en la
práctica de su extraño oficio.
¿Cómo definirlo? Las primerísimas escenas de la obra pueden
ayudarnos. Pándaro desea que su sobrina Cressida y el joven Troilo
compartan una aventura amorosa y se esfuerza en encender separada­
mente en cada uno de ellos un ardiente deseo por el otro.
Comienza con Troilo y derrama sobre él una enorme cantidad de
elogios tan exagerados como extravagantes respecto a Cressida; des­
pués pasa a esta última ponderándole de manera no menos excesiva
los méritos de Troilo.
En medio de este discurso sin sorpresas, Pándaro recurre de vez
en cuando a un procedimiento no menos* banal pero más eficaz: in ­
tenta convertir a Helena, la famosa Helena, en mediadora del deseo
que quiere hacer nacer.
En la escena en que Pándaro intenta convencer a Cressida, ex­
pone rumores y comadreos respecto a la corte troyana, Paris, Troilo y
sobre todo Helena. Pándaro es un esnob; aparentemente, no conoce
la corte troyana tan bien como pretende, pero su sobrina todavía sabe
menos sobre el tema. También ella es una esnob, ya que el esnobismo
forma parte integrante del paisaje mimético. La fascinación que Cres­
sida siente por los personajes poderosos y célebres es muy fuerte y
Pándaro se sirve de ella para llevar a cabo su diabólico proyecto.
Cuando toda la buena sociedad troyana se encuentra reunida, en de­
terminado momento todas las miradas convergen en Troilo. Helena, en
especial, sólo tiene ojos para él. Mientras le acaricia la mejilla, se extasía
con el color de su piel y, para terminar, cuenta los escasos pe­

157
los que le crecen en la barbilla. Sigue un intercambio espiritual del que
Troilo sale vencedor.
Esta escena más bien ridicula se parece a lo que nuestros media con­
temporáneos nos muestran con tanta frecuencia. Afirman que los consu­
midores no creen ni una palabra de lo que se les cuenta, pero siempre es­
tán dispuestos a consumir más. Lo único aquí realmente importante es el
súbito interés de Helena por Troilo, interés explícitamente formulado al
final del pasaje y reforzado por el efecto de repetición:

Os juro que creo que Helena le prefiere a Paris.

Pero para probaros que Helena le ama...


(I, 2, 99 y 109)

Comparado con Troilo, a los ojos de Helena, el propio Paris no es


más que «basura». El auténtico estímulo es el deseo-fantasía de Helena:
ni Pándaro ni Cressida, a decir verdad, se interesan por cualquier cali­
dad humana real de Troilo capaz de hacerle en s í digno de amor, inde­
pendientemente de las personas que puedan o no enamorarse de él.
El deseo de Troilo ya ha llegado a su punto máximo, pero Pándaro
intenta avivarlo aún más, y Helena también desempeña su papel en ese
intento. Pándaro instala un triángulo de deseo que, más adelante,
cuando Cressida, de vuelta en el campo de los griegos, decide que debe
engañar a Troilo con Diomedes, engendrará otros. Pándaro es el par­
tero y el urdidor del deseo, su Alejandro y su Napoleón, el mediador
de todos los mediadores. Al igual que el Dios de Descartes, su impulso
inicial pone mundos enteros en movimiento.
Pándaro ofrece a sus dos protegidos el modelo de deseo más irresis­
tible que' se pueda encontrar en Troya o donde sea, la bella Helena.
Nada incita tanto el deseo como el propio deseo. Helena es la amante
de innumerables deseos y, a este respecto, es inigualable; por sus bellos
ojos tiene lugar la guerra de Troya: ¿quién podría mostrarse más eficaz?
Todo lo que a Helena se le ocurra desear, especialmente en materia
amorosa, su terreno predilecto, tiene muchas posibilidades de ser ávi­
damente imitado por todas las mujeres preocupadas por aparecer como
deseables. Innumerables Cressidas quieren ser Helena, en el sentido del
deseo metafísico, en el sentido en que la Helena de El su eño se desea
tran smutada en Hermia, modelo ante sus ojos del éxito total.
Lejos de ser un nuevo método inaugurado por la televisión, el arte
de engolosinar por delegación es tan antiguo como la humanidad
misma; se remonta a las religiones primitivas y jamás pasa de moda.
Evidentemente, en nuestras sociedades es más importante que nunca.

158
La tecnología moderna acelera los efectos miméticos; los repite
hasta la saciedad y extiende su radio de acción a todo el planeta, pero
no modifica su naturaleza. A fin de cuentas, lo ha convertido en una
industria muy respetable que se denomina pu blicidad.
Cuando un hombre de negocios se propone incrementar el volu­
men de ventas de un producto, se vuelve hacia la publicidad. Con la
intención de azuzar nuestro deseo, los anunciantes intentan hacernos
creer que todos los adonis y todas las bellezas del mundo ya están enca­
prichados con su producto. Si esa industria necesitara un santo patrón,
debería contratar a Pándaro.
Shakespeare es un profeta de la publicidad moderna. Su Pándaro
hace brillar bajo los ojos de sus clientes eventuales el prestigiosísimo
deseo que suscitará el suyo. La droga más poderosa, el ph armakon más
eficaz, es la titulación mimética, la formidable imagen de sensualidad
atractiva y de máxima moda comunicada por Helena.
En nuestros días, el sexo es omnipresente, incluso cuando se trata
de vender productos tan poco sexuales como la aspirina o el café ins­
tantáneo. La belleza no es aquí lo que importa: la actriz más ajada ser­
virá por poco que tenga unos cuantos trofeos prestigiosos en su palm a­
rás, media docena de maridos debidamente repudiados y centenares de
amantes. Bajo ese aspecto, Helena es la campeona del mundo de todas
las categorías. Miles de hombres han muerto por ella y exclusivamente
por ella: en este tipo de historia, el espíritu de violencia es el rey.
La fama internacional de Helena como símbolo sexual tiene como
origen un proceso semejante al que desencadena Pándaro. Si los grie­
gos desean su regreso, es sólo porque los troyanos quieren conservarla,
y si los troyanos la conservan es sólo porque los griegos desean su re­
greso. Cualquier círculo mimético es un círculo vicioso y así es como
Héctor define éste (acto I, escena 2) en el curso del debate entre los
troyanos sobre la oportunidad de proseguir una guerra terriblemente
destructiva y totalmente carente de sentido.
La Cressida shakespeariana es una mise en ab ym e de la historia de
Helena, y el hecho de que este personaje sea un invento medieval ca­
rece realmente de importancia. La Cressida medieval es una variación
mimética del propio relato homérico, relato lleno de toda suerte de ri­
validades: rivalidades entre griegos, rivalidades entre griegos y troya-
nos, rivalidad entre Agamenón y Aquiles respecto a una bella cautiva,
Briseida.

Vista por Shakespeare, la guerra de Troya se parece a una especie


de torneo permanente en el que se participa fundamentalmente por ra­
zones de vanidad y de prestigio personal. Al comienzo de la segunda

159
escena, los guerreros troyanos regresan a la ciudad después de su com­
bate cotidiano con el ejército griego. Desfilan bajo las miradas de las
damas, las cuales asisten al acontecimiento desde lo alto de una torre
instalada en las murallas de Troya:

C ressida : ¿Quiénes son esas que acaban de pasar?


A l e ja n d r o : La reina Hécuba y Helena.
CRESSIDA: ¿Y adonde van?
A l e ja n d r o : Allá, a la torre oriental,
cuya cima domina como soberana todo el valle,
a presenciar la batalla.
(I, 2, 1-4) .

La escena siguiente hace pensar en unos famosos futbolistas regre­


sando al vestuario después de un partido ásperamente disputado. M ien­
tras los héroes desfilan, con la mirada más salvaje imaginable, los se­
guidores se apasionan y Pándaro hace a su sobrina comentarios sagaces
sobre sus respectivos méritos. Al principio los formula en un tono un
poco distraído, porque sus ojos intentan descubrir a Troilo. Este sólo
aparece al final del desfile, y Pándaro insiste ante su sobrina: «Prestad
sobre todo atención a Troilo.»
A ojos del alcahuete, este joven todavía desconocido eclipsa a todos
sus ilustres compañeros. Cressida se burla de su inexperiencia y de su
juventud y, a fin de engañar a su tío, sin conseguirlo, se dedica a inte­
rrogarlo sobre todos los guerreros que desfilan. Pándaro los barre a to­
dos en un santiamén, y cuando finalmente aparece Troilo, ningún re­
curso le parece excesivo: ¡Todos los aplausos —exclama— son para
Troilo! En realidad, Troilo tiene un solo y único admirador, el propio
Pándaro. Temiendo el ridículo, Cressida quiere hacer callar a su tío,
pero no puede dejar de incordiarle un poco:

¿Quién es ese mozo que viene por allí con la cabeza baja?
PÁNDARO: Fijaos en él, observadle. ¡Oh, bravo Troilo! ¡Miradle
bien, sobrina; ved cómo su espada está ensangrentada, cómo
su yelmo está más abollado que el de Héctor, y qué miradas
lanza y qué apostura tiene! ¡Oh, admirable joven! (...) ¡Sigue
tu camino, Troilo, sigue tu camino! Si tuviese yo por her­
mana una gracia o por hija una diosa, ganarías mi elección.
¡Oh, admirable hombre! ¿Paris? Paris es una basura compa­
rado con él; y os garantizo que, por cambiar, Helena daría
un ojo encima.
(I, 2, 247-260)

160
La ruidosa insistencia de Pándaro es tan molesta como nuestra mo­
derna publicidad, pero lo que Shakespeare subraya aquí es la importan­
cia de la repetición: remachar incesantemente el mismo tema acaba de
manera más o menos automática por desencadenar la imitación.
En la cita anterior, la referencia a Helena aparece en último lugar y
sólo parece tener una relación secundaria con la parte esencial del dis­
curso. Pero, en realidad, oculta entre todo un fárrago de cosas sin im­
portancia, es el arma suprema de Pándaro.
Aunque Cressida no crea que Helena desea a Troilo, la imagen que
Pándaro agita incesantemente delante de ella le ofrece el tercero indis­
pensable, un modelo para su propio deseo. Y Cressida vive todo eso
como el eterno milagro del amor espontáneo que brota de su yo más
profundo.
Tanto Troilo como Cressida están firmemente convencidos de que
Pándaro no tiene nada que ver con el amor que sienten el uno por el
otro. Se dicen con enternecedora seguridad que la intensidad de su de­
seo asegura su «autenticidad».
Aquí nos hallamos lejos del Proteo de Los dos hidalgos de Verona.
Recordemos que ese personaje reconocía de manera explícita la natura­
leza mimética de su deseo. El Shakespeare de las primeras obras toda­
vía no había adquirido la técnica sutil y compleja de sus obras más
tardías.
Mientras Pándaro está cerca de ella, Cressida no dice nada del
amor que -siente por aquel que le han recomendado tan encarecida­
mente. Pero apenas su tío se va comienza a hablar de Troilo en un mo­
nólogo que hay que recordar, porque es la base de toda la historia de
amor: y por no tomarlo en consideración la crítica jamás ha entendido
nada de esta obra:

Pero yo veo mil veces más cosas elogiables en Troilo que las que
me dice el espejo de Pándaro, y, sin embargo, le mantengo a dis­
tancia. Las mujeres son ángeles en tanto se las hace la corte; una
vez conseguidas, las cosas pierden su precio. El alma del placer está
en la persecución. La mujer amada no sabe nada, si no sabe que los
hombres estiman lo que no han conseguido en más de lo que vale.
Aún está por nacer la mujer que ha encontrado tantas dulzuras en
el amor triunfante como en el amor suplicante. De la experiencia
del amor es de donde extraigo esta máxima: «El que ha conseguido
es un amo, el que no ha conseguido un suplicante»; así que, aun
cuando mi corazón se sienta dichoso de otorgarle un fiel amor, mis
ojos no lo darán a entender.
(I, 2, 289-300)

161
Cressida no cuenta a su tío el deseo que siente porque ha decidido
sabiamente no ceder a la tentación. Carece de experiencia, pero es in­
teligente y comprende de manera instintiva las obligaciones que una
mujer debe imponerse si quiere sobrevivir en la jungla de la estrategia
erótica.
La estrategia exige que una mujer sagaz se niegue a su amante; la
sabiduría le dicta que tenga en cuenta la naturaleza mimética del deseo
masculino. Cressida hace de manera consciente lo que Olivia, en Noche
de Epifanía, hace espontáneamente, disgustada por la pasión de Or­
sino. Al negarse a desear abiertamente a Troilo, Cressida inflama aún
más el deseo de éste y se designa a sí misma (y no a él) como objeto de­
seable.
En la tercera escena del acto II, tenemos finalmente a Troilo y
Cressida reunidos gracias a los buenos oficios de Pándaro. Están en el
momento máximo de su emoción, y el «éxtasis» en que está sumida
Cressida le impide mantener la resolución que ha tomado. Incluso
agrava su situación revelando a su amante toda su infructuosa estrate­
gia. Al parecer, Shakespeare intenta aquí representar a su personaje
bajo los rasgos de una mujer locamente enamorada que arde por renun­
ciar a cualquier maniobra estratégica.
Curiosamente, esta Cressida se parece a una heroína shakespeariana
cuya reputación es mucho mejor que la suya, Julieta. En una escena
muy comparable a la que ahora leeremos, Julieta da a entender a
Romeo que ella podría interpretar muy bien el papel de mujer «difícil
de conquistar» con el único fin de reforzar el deseo de él. El hecho de
que discuta abiertamente la estrategia que se impone con aquel que de­
bería ser su víctim a le impide recurrir efectivamente a ella. Lo que
Shakespeare pretende señalar con ello es que Julieta está a punto de
entregar las armas. Lo mismo le ocurre a Cressida:

He aquí que ahora me entra el atrevimiento y me da ánimos.


Príncipe Troilo, os he amado noche y día desde buen número
de tristes meses.
T roilo : ¿Por qué, entonces, mi Cressida, has estado tan dura de
vencer?
CRESSIDA: Tan dura de parecer vencida. Pero fui vencida, mi señor,
desde la primera mirada que...; perdonadme...; si os lo confieso
por completo, haréis el tirano. Os amo ahora; pero hasta este
día no os amaba de tal manera que me fuese imposible perma­
necer dueña de mi amor... Pero, por mi fe, miento; mis pensa­
mientos sobrevenían como niños que han logrado cierta liber­
tad y que se muestran demasiado voluntariosos con sus
madres... ¡Mirad qué locas somos! ¿Por qué he charlataneado?

162
¿Quién será sincero con nosotras si somos tan indiscretas con
nosotras mismas?... Pero aunque os amase mucho, no os doy
adelantos; y, sin embargo, por mi buena fe, desearía ser hom­
bre, o que nosotras, las mujeres, tuviésemos el privilegio de
hablar las primeras. Querido, ordéname contener mi lengua,
pues en este embriagamiento voy a decir, de seguro, cosas de
que habré de arrepentirme. Ved, ved, vuestro silencio, astuto
en su mutismo, arranca a mi debilidad el alma misma de mis
secretos. Cerrad mi boca.
(III, 2, 112-131)

Si queremos entender la evolución posterior de sus relaciones con


Troilo, hay que recordar el don total que Cressida hace de sí misma.
Después de la noche que han pasado juntos, nuestros dos jóvenes rea­
parecen a la madrugada del día siguiente (acto IV, escena 2). Cressida
está más radiante que nunca de amor, pero Troilo tiene una actitud
muy diferente: si bien no hace más que hablar de amor, ya no actúa
como un amante. Quiere irse inmediatamente:

Amor mío, no os molestéis; la mañana está fría.


CRESSIDA: Entonces, mi dulce señor, voy a hacer que baje mi tío; él
abrirá las puertas.
T roilo : N o os molestéis; al lecho, al lecho. Que el sueño mate esos
lindos ojos y encadene tus sentidos a tan dulce cautividad
como la que envuelve a los niños exentos de toda preocu­
pación.
C ressida : Buenos días, entonces.
T roilo : Vamos, te lo ruego, al lecho.
(IV, 2, 1-7)

Cressida no se engaña con la preocupación que su amante m ani­


fiesta por su salud. Lo que Troilo quiere es que ella regrese a la cama...
sola. Pues él ansia ahora estar de nuevo en el campo de batalla y en­
contrarse con sus compañeros.
Seguro que Troilo se siente orgulloso de su bonita amante, pero ¿de
qué sirve estar orgulloso si los demás hombres no comparten el se­
creto? Para ser plenamente saboreado, ese triunfo erótico necesita testi­
gos, y Troilo.se muere de ganas de fanfarronear ante sus noventa y
nueve hermanos, dignos hijos de Príamo.
Cressida, que se da cuenta de todo, le pregunta: «¿Os habéis can­
sado de mí?» Y Troilo oculta su turbación bajo el velo de la más ma­
nida de las retóricas:

163
¡Oh, Cressida! Si no fuera porque el bullicioso día, despertado por
la alondra, ha hecho levantar a las cornejas impúdicas, y que la no­
che, madre de los sueños, no puede ocultar ya más nuestros goces,
no me separaría de ti.
(IV, 2, 8-11)

Existen, en Shakespeare, dos tipos de retórica: una retórica cargada


de sentido que sirve para expresar el deseo mimético y otra, compuesta
por entero de artificio y voluntad de engaño, que disimula la indiferen­
cia. Cuando un personaje habla a su amante como acaba de hacerlo
Troilo, es que le está mintiendo. Cressida suspira:

La noche ha sido demasiado breve.

Pero Troilo le contesta de nuevo con una evasiva:

Vais a coger frío y me maldeciréis.

Si una mujer cede demasiado pronto a 'un amante, éste no tarda en


perder interés por ella:

CRESSIDA: Te lo suplico, espera un poco; vosotros los hombres no


queréis nunca esperar. ¡Oh, atolondrada Cressida! Debí haber
aguantado firme, y entonces os hubierais visto obligado a
aguardar.
(12-18)

Estos .versos son un recuerdo de la advertencia que Cressida se ha­


bía hecho a sí misma al final del primer acto: «Y sin embargo le m an­
tengo a distancia.» Está claro que la indiferencia de Troilo debe ser in­
terpretada a la luz de aquel monólogo. La estrategia que en él se
esbozaba era la justa y Cressida se ha equivocado al renunciar a ella. La
constancia de un amante es inversamente proporcional a la prisa que
muestra su amiga en satisfacer sus deseos. Las mujeres que no toman
en cuenta esta ley mimética sólo a sí mismas pueden reprocharse lo
que les ocurre.
Pero he aquí que surge Pándaro, rebosante de bromas de mal gusto
respecto a su sobrina. En lugar de hacerle callar, como debiera, Troilo
lo escucha complacientemente y en cierto modo se convierte en su
cómplice.
Después llaman a la puerta. Cressida solicita entonces a Pándaro que
vaya a abrir y pide a Troilo que se retire con ella a su habitación, pues no
quiere que vean tan de buena mañana al joven en sus aposentos:

164
¿Quién está en la puerta? Id a ver, buen tío...
Mi señor, volved a entrar en mi habitación.
Os sonréis y os burláis de mí como si yo pensara algo malo.
(IV, 2, 36-38)

■'Cressida teme por su reputación, pero Troilo ve en sus palabras


una invitación a nuevas cabriolas amorosas. No sólo no reprocha
nada a Pándaro, sino que lo imita, empujado como está a una espe­
cie de emulación sexista. La noche que ha pasado con Cressida le
ha vuelto completamente presumido y desprovisto de cualquier deli­
cadeza.
¿Por qué los críticos no hablan jamás del comportamiento tan
poco brillante de Troilo en el curso de esa escena matutina? R e­
cuerdan la versión medieval y no conciben que, ingeniosamente,
Shakespeare pudiera invertir su sentido. Siguen pensando que sólo
la mujer debe ser culpable, que la m entira le sale por todos los po­
ros de la piel y que su amante es la fidelidad encarnada. La idea
de que Shakespeare pudiera romper el viejo esquema sigue siendo
impensable.
Los críticos pasan por alto la insensibilidad temporal de Troilo, y
cuando aluden a su conducta, le encuentran todo tipo de excusas: no se
puede reprochar a un simpático joven en paz con sus sentidos estar li­
geramente distraído a una hora tan temprana. Está un poco cansado,
pero no lé falta corazón y su comportamiento no ha cambiado de ma­
nera fundamental. Según estos críticos, el final de la historia aporta la
demostración del am or p r o fu n d o y durad er o que Troilo siente por
Cressida.
Estos críticos no explican por qué Shakespeare acumuló pacien­
temente toda una serie de indicios contra Troilo. Los dramaturgos
eficaces no hacen este tipo de cosas sin tener un objetivo en mente.
El razonamiento implícito de los críticos consiste en decir que el
desencadenamiento de celos de la escena VI no habría podido pro­
ducirse si el «amor» que lo dicta no hubiese estado allí permanente­
mente, y más fuerte que nunca, pese a unas apariencias a veces algo
desconcertantes.
Estos estudiosos me parecen cegados por un mito del siglo x ix , el
de la continuidad psíquica. Están convencidos de que los celos finales
de Troilo deben tener.su origen en el deseo que siente al principio por
Cressida, y se equivocan. En aquella aurora fatal, el deseo «original» de
Troilo muere a manos de la enfermedad profetizada por la inteligente
Cressida. Ésta merecería mayor atención por parte de los críticos: sus
peores temores se han convertido en realidad por la razón exacta

1 65
que ella había previsto. Por otra parte, no volverá a engañarse; a par­
tir de ahora, actuará según los principios que siempre ha considerado
verdaderos pero que su amor por Troilo le ha impedido poner en
práctica.
Los profesores norteamericanos se comportan con Troilo como
con aquellos estudiantes a los que ponen sistemáticamente buenas no­
tas por miedo a que desaparezcan de su clase. Un autor dramático no
envía las señales que hemos descubierto sin una intención precisa. Se­
mejantes señales no serían necesariamente muy significativas en la
vida real, pero el teatro es otra cosa. Conviene recordar que, desde el
punto de vista de la intriga, en una obra de arte todo es intencionado,
y preguntarse: ¿qué efecto busca aquí Shakespeare?

Por fundamental que sea, la indiferencia de Troilo sólo representa


una fase bastante breve, pero que todavía no ha terminado. Veamos,
pues, cómo finaliza. Entra un mensajero y anuncia la noticia: Cressida
debe abandonar Troya inmediatamente y reunirse con su padre, que
ya se halla en el campo de los griegos; será canjeada por un guerrero
troyano apresado por el ejército helénico.
La marcha de la joven puede asestar un golpe fatal a su relación
con Troilo, pero sólo Pándaro parece realmente acongojado. La aflic­
ción de Cressida es demasiado histérica para ser totalmente convin­
cente. En cuanto a Troilo, se toma las cosas con calma, casi con filo­
sofía; predica a su amante en plena crisis de nervios las virtudes de la
resignación. El padre de ella quiere que le acompañe y los jefes de los
dos campos están de acuerdo: hay que obedecer. Para visitarla, pro­
mete Troilo, franqueará a escondidas la línea de combate.
El traslado de Cressida al campo griego satisface evidentemente
un deseo secreto de Troilo. Pondrá la distancia exacta que le con­
viene que haya entre él y una mujer cuya pasión le parece sin duda
natural, legítim a y halagüeña, pero embarazosa. La línea de combate
es un obstáculo de sentido único ideal: cada vez que quiera gozar de
su decorativísima amante, Troilo podrá cruzar esa línea sin excesiva
dificultad, pero Cressida, como es mujer, tendrá que permanecer al
otro lado de la barrera. En otras palabras, el intervalo entre dos visi­
tas será tan prolongado como decida Troilo, y no Cressida.
Emanada, como es el caso, de los dos mandos supremos, esta se­
paración forzosa le va de m aravilla a Troilo: establece la distancia de­
seada entre él y la excesivamente expansiva Cressida sin responsabili­
zarse en absoluto. No podemos reprocharle que intente liberarse de
esa mujer. Como todos los restantes acontecimientos de su vida, como
la propia Cressida, este desenlace soñado se le sirve a Troilo en ban­

166
deja de plata. Decididamente la fortuna sonríe a este joven y digno
caballero. Tiene más que nunca la sensación de dominar la si­
tuación.
En ese instante, Troilo está absolutamente convencido de que su
amante, aunque lo intentara, no podría engañarle por lo muy ena­
morada que está de él. Lo único que le preocupa es pues su pre­
ciosa libertad: un cautivo, aunque lo sea del amor, sólo tiene un de­
seo en la cabeza, el de evadirse. Su ingenuidad, de la que él no es
consciente, convierte a Troilo en un ser muy vulnerable.
Cressida es demasiado perspicaz para no darse perfecta cuenta de
los cálculos de su amante, y sin duda lamenta más que nunca no
haberse «resistido» a semejante personaje. Es demasiado tarde para
recuperar la estrategia inicial, pero una mujer inteligente y bonita ja­
más carece por completo de recursos. Parece que, sin pensárselo
mucho, pone en práctica una fórmula que merece toda nuestra
atención:

¡Una Cressida dolorosa entre los griegos gozosos!


¿Cuándo nos volvemos a ver?
(IV, 4, 55-56)

En la Inglaterra isabelina, «griegos gozosos» (merry Greeks) signi­


fica algo así como gozosos juerguistas. El sentido de la fórmula no
escapa a Troilo, que cambia inmediatamente de tono:

Escúchame, amor mío. Solamente te encargo que seas fiel de co­


razón...
(57)

Ante la sombra de suspicacia que adivina en estas palabras, Cres­


sida reacciona con impaciencia:

¿Yo, fiel? ¡Cómo! ¿Qué perversa suposición es ésa?

A lo que Troilo replica:

Cuando digo «que seas fiel», no es que tema que no lo seas;

CRESSIDA: ¡Oh, mi señor, os expondréis a peligros tan infinitos


como amenazadores! Pero seré fiel.
T roilo : Y yo haré amistad con el peligro. Llevad esta manga.
CRESSIDA: Y vos este guante. ¿Cuándo os veré?

167
T roilo : Sobornaré a los centinelas griegos para visitarte de noche.
Pero, una vez más, que seas fiel.
(61-73)

Mientras repite incesantemente «que seas fiel, que seas fiel», de


la misma manera que antes decía «vais a coger frío», Troilo se es­
fuerza penosamente en «digerir» los griegos gozosos de Cressida. No
tiene tanta agilidad de pensamiento como su amante, pero, sin em­
bargo, identifica poco a poco la causa de su propio malestar. Cada
vez que dice «que seas fiel, que seas fiel», la impaciencia de Cressida
aumenta:

¡Oh, cielos! ¡Todavía ese «que seas fiel»!


T roilo : Escuchad la razón por que hablo así, bien amada: los grie­
gos están llenos de encantos; son propicios al amor, hermosos
de formas, ricos en dotes naturales, sobresalen en todas las ar­
tes y en todos los ejercicios. ¡Ay!, una especie de celos divinos,
que os suplico tengáis por un pecado virtuoso, me hace tem er
en vos las tentaciones de la novedad y sus encantos perso­
nales.
(IV, 4, 73-81)

Ante la mera idea de que podría perderla en favor de los grie­


gos, Troilo sueña de nuevo con Cressida. ¿Cómo explicar esta ex­
traordinaria metamorfosis si no la atribuimos al deseo m im ét i co P Un
incidente aparentemente ínfimo, una palabra suelta, es la clave y la
cumbre de todo el episodio: señala el renacimiento del deseo de
Troilo y todo lo que el presente libro revela sobre la doctrina sha-
késpeariana del deseo vuelve a quedar manifiesto.
A riesgo de ser pedante, precisemos un poco: este segundo deseo
no puede proceder del sujeto, Troilo, ya que un minuto antes no
existía. Tampoco puede tener su fuente en el objeto, porque Cres­
sida no ha cambiado en absoluto y, un segundo antes, no suscitaba
ningún deseo. La joven se vuelve de nuevo deseable al recordar a
Troilo la reputación de los griegos en materia amorosa. ¿Es posible
hacer más explícita la naturaleza secundaria y derivada del deseo de
Troilo?
Imposible para Cre?sidá volver a ser «el objeto no conseguido»
que era hasta hace poco, pero Troilo todavía puede perderla en fa­
vor de un rival y esta «pérdida» es la segunda gran receta que per­
mite transformar lo que está desvalorizado en un objeto de «mayor
precio para el hombre que lo que vale». Cressida ha instalado en el
corazón de su amante un miedo que transforma en abominables tor­

168
mentos los encantadores recuerdos de la noche apenas transcurrida.
La suerte que espera a Troilo será peor que si Cressida no le hu­
biera pertenecido jamás.
Esta recuperación de «amor» está inextricablemente mezclada con
los sentimientos de envidia que experimenta Troilo respecto a los
griegos. Desgraciadamente para él, Cressida lo comprende todo. Si
fuera menos inteligente, se sentiría sin duda tranquilizada y se diría:
«¡Hurra!, me sigue amando», pero ella no se engaña: el nuevo deseo
de Troilo no tiene nada que ver con el amor verdadero:

¡Oh, cielos, no me amáis!


T roilo : ¡Muera yo entonces como un villano! Al hablar así,
dudo menos de tu fidelidad que de mi mérito. No sé cantar,
ni bailar la vuelta, ni decir dulzuras, ni jugar a juegos finos,
exquisiteces en las que los griegos son muy versados y muy
hábiles. Pero, puedo decíroslo, en cada una de estas gracias
se arrastra un diablo invisible y un lenguaje mudo que tienta
muy hábilmente. No os dejéis tentar.
CRESSIDA: ¿Creéis que sea capaz de ello?
T roilo : No; pero pueden hacerse muchas
cosas sin querer, y somos a veces diablos para nosotros mis­
mos, cuando, al presum ir con exceso de haber sometido su
poder, tentamos la fragilidad de nuestros instintos.
(IV, 4, 82-97)

En el corazón de Troilo, el pánico ha sustituido la suficiencia.


Hace unos minutos se sentía comparable al dios del amor; y ahora
le vemos tan zoquete como un campesino, no hay en él ya nada di­
vino a excepción de los celos. Los verdaderos dioses son ahora los
griegos.
Nuestro joven y rústico troyano se siente inferior a sus rivales por
dos razones. No sólo carece de las cualidades y talentos que, impru­
dentemente, acaba de enumerar a Cressida y que pertenecen a los
griegos, sino que, en el futuro, esos mismos griegos tendrán fácil y
1 permanente acceso a la que él no va a tardar en abandonar. Hace un
instante, seguía viendo en Cressida una amante hiperposesiva y en la
línea de combate un medio ideal para protegerse de ella. Esa línea
constituye ahora un obstáculo diabólico, el instrumento de pérfidos
demonios que impiden el curso del «amor verdadero».
Cada uno de los detalles del elogio que hace de los griegos revela
hasta qué punto Troilo aspira a imitarlos. ¿Qué joven enamorado no
sueña, en efecto, con «bailar la vuelta»? Desgraciadamente, Troilo ya
no tiene edad para recibir una educación a la griega. La única caracte-

169
rística que puede copiar fácilmente de los griegos es su pasión por las
mujeres y, más específicamente, su inminente pasión por Cressida. Esta
pasión no seguirá siendo im aginaria por mucho tiempo: el propio
Troilo desencadenará el proceso mimético de su génesis en el mo­
mento en que hará entrega de Cressida a Diomedes.
¡Pobre Troilo! Su momento de gloria ha sido muy breve. En cuanto
a Cressida, ¿hay que pensar que ha premeditado una maniobra muy
brillantemente ejecutada o que, simplemente, se ha abandonado a la
inspiración, a lo que nuestros padres hubieran llamado el «instinto fe­
menino»? Sea cual fuere la respuesta, el resultado no puede ser más sa­
tisfactorio; con siete palabritas, ha provocado una segunda revolución
en sus relaciones con Troilo.
La estrategia de «resistencia» ha sido eficaz mientras ha durado,
pero no ha durado el tiempo suficiente. Al dejar de ser dueña de la si­
tuación, Cressida ha debido recurrir a otra cosa; su segunda estrategia
es a la vez más eficaz y menos monótona que la primera. Se acordará
de ello cuando esté entre los griegos.
Cressida aprende muy rápidamente la lección que Helena, en El
sueño, n o consigue jamás asim ilar pese a los excelentes consejos de
Hermia:

Enséñame a ser bella, Hermia. ¡Dime con qué habilidad


has desviado de su camino el corazón de Demetrio!
H e r m i a : L o miro con desdén y él me sigue amando.
(I, 1, 192-194)

El segundo deseo de Troilo no prolonga su primer deseo ni su indi­


ferencia durante el período intermedio. Ese segundo deseo tiene por
padres a Cressida y a los gozosos juerguistas del campo griego. El pri­
mer deseo, por su parte, había sido engendrado por Pándaro y por la
«resistencia» de Cressida. El entreacto de indiferencia que separa am­
bos deseos es un elemento capital para la comprensión de la totalidad
de la obra.

Después de haber puesto a Cressida en manos de Diomedes y asis­


tido a los preliminares —para él desgarradores— de su nueva aventura
amorosa, Troilo se lanza a un discurso suficientemente insensato como
para que Ulises, atónito, acabe po r. preguntarle:

El noble Troilo ¿puede realmente experimentar la mitad de los


sentimientos que expresa aquí su pasión?

170
A lo que Troilo responde:

Sí, griego, y esta pasión será divulgada en caracteres tan rojos como
el corazón de Marte inflamado por Venus. Jamás un joven amó con
un amor tan eterno y tan constante. Escucha, griego. Tanto como
.. amo a Cressida odio a su Diomedes.
(V, 2, 161-168)

El siempre ingenuo y veraz Troilo nos cuenta que su amor por


Cressida es directamente proporcional al odio que consagra a Diome­
des, y viceversa. Nada más cierto, y lo que aquí se formula es ni más ni
menos que el principio fundamental de la rivalidad mimética.
Troilo no es lo bastante inteligente como para entender hasta qué
punto le acusa su propio discurso: poco antes, ese mismo día, ese hipó­
crita juraba amor eterno a Cressida. Esta vez, en cambio, dice la verdad
y toda la verdad, a saber, que la infidelidad de Cressida asegura la pe­
rennidad de su pasión por ella.
Troilo ha olvidado su indiferencia momentánea y no siente mala
conciencia respecto a sí mismo. Al igual que los críticos de la obra,
considera que sus dos deseos separados coinciden y ni por un instante
duda de la anterioridad cronológica de su deseo sobre el de sus rivales,
ni del carácter monolítico de ese deseo. Si pudiéramos explicar a
Troilo la naturaleza mimética de todas sus reacciones, el digno joven,
muy sinceramente indignado, sin duda nos degollaría.
¡Ha olvidado el alivio que sintió ante el anuncio del traslado de Cres­
sida al territorio de los griegos! ¡Ha olvidado su egoísmo, su grosería, su
frialdad, su vulgar connivencia con Pándaro, su respeto servil y envidioso
a los griegos! ¡Ha olvidado la muerte de su deseo esa mañana fatal! Jamás
descubrirá al auténtico responsable de sus desdichas: él mismo.
Cuando Troilo entrega a Cressida a los encargados de escoltarla, no
puede dejar de hacer, en un tono provocativo, el elogio de su amante. Este
discursito contiene todo lo necesario para convencer a Diomedes, su
único oyente, de que cortejar a Cressida sería una excelente idea. Y a esto,
sin duda, se dedicará el merry Greek, bajo la inspiración mimética de su
rival:

Te lo digo, señor griego; se halla tan por encima de tus alabanzas,


que eres poco digno de ser nombrado servidor suyo. Te encarezco
que la trates bien, aunque sólo sea a causa de la orden que te doy;
Pues si no lo haces, por el temible Plutón que te cortaré la gar­
ganta, aun cuando tuvieras para defenderte al gigante Aquiles.
(IV, 4, 123-129)
Infaliblemente, la vanidad y el ego/alterocentrismo de Troilo le
convierten, en todo momento, en un ser ávido de castigo, en el «maso-
quista» que es, si la palabra tiene algún sentido, sentimiento cuya pre­
sencia en sí mismo jamás descubrirá. Pertenece a la bien conocida fa­
m ilia de los Valentines, Coladnos y demás Silvios, pero es el menos
reflexivo de todos los personajes de ese tipo. Desde este punto de vista,
está en las antípodas del Claudio de Mucho ruido p o r nada.
Troilo es uno de esos seres que, cuando experimentan deseo, nece­
sitan el máximo de compañía posible: aquí le tenemos provisto de to­
dos los rivales que podría desear, ¡el ejército entero de los «griegos go­
zosos»! Es una ilustración más de una figura básicamente shakespea­
riana: el individuo que no puede dejar de proclamar su buena fortuna
por todas partes, y abrir así imprudentemente el camino a la corna­
menta, con el único fin de fortificar una pasión indecisa.
Esta debilidad del deseo individual, del deseo solitario que nada es­
timula, del deseo soltero, resurge constantemente en Shakespeare, pero
el tema está más desarrollado y estructurado en el personaje de Troilo
que en las obras anteriores, y ello gracias a las numerosas escenas en
las que la inteligencia de Cressida dota a la obra de un indicador infa­
lible que nos permite saber en qué grado de su deseo se halla real­
mente Troilo.

Las oscilaciones del deseo de Troilo ilustran a las m il maravillas


una diferencia fundamental entre Shakespeare y Freud o, de modo más
general, entre la teoría mimética y el psicoanálisis. Para éste, la autén­
tica fuente de nuestros deseos no es sino una ley cultural exterior a no­
sotros mismos. Contrariamente al hombre shakespeariano, el homo p s y -
chanalyticus no necesita que le digan lo que debe desear: desea los
objetos prohibidos por esa ley.
Al ser la madre el objeto más prohibido, todos estamos obligados a
desear a nuestra madre o, por lo menos, a sus sustitutos. La atmósfera
que hoy reina en el mundo de las letras no permite, ni siquiera a los
críticos más independientes, serlo lo suficiente para atreverse a rebe­
larse contra este dogma omnipotente. Shakespeare nos muestra su es­
candalosa absurdidad.
Cressida jamás ha sido realmente «maternal» y la menos maternal
de todas las Cressidas es aquella de la que Troilo está más locamente
enamorado, la Cressida de Diomedes. Lo contrario no es menos cierto:
la Cressida más generosamente entregada a Troilo, la que le ama since­
ramente o se dispone a amarle, es la que el tunante desea más débil­
mente: huye de ella porque le parece demasiado digna de confianza. Si
una de las dos Cressidas tiene algo de maternal es esta última.

172
Cressida muestra lo que tiene de aberrante la creencia en un deseo
instintivamente dirigido hacia la madre o hacia lo maternal. Una mujer
incapaz de jugarle una mala pasada jamás interesará durante mucho
tiempo a Troilo. La mayor parte de las madres no juegan malas pasadas
a sus hijos y la mayor parte de los hijos no se interesan por sus madres
como objetos sexuales. Shakespeare habla mejor que Freud de la ma­
nera como desean la mayoría de los hombres.
Es un error creer que una prohibición exterior pueda hacer a los
objetos inaccesibles en el sentido en que lo exige el deseo. La inaccesi­
bilidad que busca el deseo es la del mediador, a un tiempo obstáculo y
modelo de nuestros deseos. Cuando la ley exterior nos señala un mo­
delo, elige siempre alguno cuya situación respecto a nosotros le impida
convertirse en nuestro rival.
En este caso, la diferencia más clara entre Shakespeare y Freud no
consiste en que las «relaciones entre iguales» revisten más importancia
para el primero que para el segundo (eso no siempre es cierto, como
por ejemplo en Coriolano)-, la gran diferencia es que todas las posicio­
nes fijas, todas las rivalidades culturalmente determinadas, han sido
sustituidas en Shakespeare por la idea mucho más eficaz y temible del
obstáculo autogenerado, fruto de una imitación que se vuelve contra el
imitador: la idea de la rivalidad mimética.

173
I
XV. LA SUBVERSIÓN IRÓNICA DE «TROILO Y CRESSIDA»

Shakespeare rechaza la oposición tradicional entre un Troilo abso­


lutamente fiel y una Cressida totalmente desleal. Este rechazo no de­
semboca en una simple inversión, en la estúpida sustitución del héroe
perfecto por una heroína perfecta, sino que subvierte el relato m edie­
val de la más radical de las maneras. Su Cressida pertenece sin duda al
infierno mimético de la obra, no sabe resistirse a los seductores, y sus
sucesivas fascinaciones, al igual que la mezquindad de sus cálculos, son
eminentemente «bovarianas», pero su ineptitud inicial para la hipocre­
sía y su inteligencia la hacen más simpática que Troilo.
Es corrompida por dos hombres, Pándaro primero y Troilo des­
pués. Se entrega sin condiciones al segundo y el verdadero pecado del
protagonista es rechazar con indiferencia el don que ella hace de sí
misma. Ver en Troilo una víctim a inocente es no entender nada de la
obra de Shakespeare.
La mayoría de las personas son conservadoras en materia narrativa
y legendaria; se oponen instintivamente a cualquier innovación. Al
igual que los niños a la hora de acostarse, conocen todas las historias
de memoria. Dadles los grandes rasgos de un relato y colmarán los va­
cíos. Reinventarán lo que el autor olvida o se niega a darles. En la
época de Shakespeare, el cuento medieval Troilo y Cressida era tan co­
nocido que la menor alusión desencadenaba instintivamente una reac­
ción hostil a la infiel heroína. Shakespeare no se planteaba convertir al
público a su concepción revisionista de la historia de los dos amantes.
Desde su estreno, ño cabe duda de que la mayor parte del público
pasó de largo sobre la idea shakespeariana de la obra. Es algo que no
molestaba en absoluto al dramaturgo; lo tenía premeditado: la comedia
estaba escrita de forma que hiciera posible dos lecturas radicalmente
divergentes del mismo texto.
En el teatro londinense de comienzos del siglo XVII ocurría sin
duda lo mismo que en nuestra televisión. No podían permitirse disgus­
tar al gran público —simple problema de supervivencia—, debían respe­

174
tar, por lo menos aparentemente, los prejuicios de la multitud. Los
auténticos escritores quieren escapar a esta formidable presión; a m e­
nudo se esfuerzan en escribir a la vez para la masa y para los happy f e w .
M ediante el juego de las ambivalencias, hacen aceptables sus obras si­
multáneamente para los dos públicos.
.He intentado mostrar que El sueño de u n a noche de v er an o debe
mucho a este arte de la ambivalencia; lo mismo ocurre en Troilo y
Cressida, pero en un registro diferente. Shakespeare no trataba esta vez
con un enjambre de aristócratas puntillosos y la obra tiene un tono de
gran libertad. Pero el estereotipo del gentil Troilo y de la malvada
Cressida planteaba un problema bastante semejante al de las infidelida­
des amorosas en la otra obra. En principio, la solución es análoga, pero
sus modalidades son muy diferentes.
Aunque Shakespeare se negara a ratificar el viejo tópico sexista,
no podía, sin embargo, descartarlo pura y simplemente y ni siquiera
modificarlo de manera abierta. Así pues, tenía que tratar el tema de
un modo lo bastante convencional como para no molestar al público
popular, y lo bastante audaz, impertinente y espiritual como para
gustar al círculo, pequeño pero capital, de los aficionados refinados.
Si leemos Troilo y Cressida como un ingenioso intento de resol­
ver este dilema, los aspectos de la obra que desde siempre han pare­
cido misteriosos a la crítica se aclaran instantáneamente. Mientras
consideramos Troilo y Cressida una obra absolutamente única, algu­
nos detalles secundarios se explican mal o no se explican en abso­
luto; en cuanto postulamos la existencia de dos grupos de señales
contradictorias dirigidas por Shakespeare a sus dos públicos diferen­
tes en el curso de una sola y única representación, todo se ilumina.
Los efectos propuestos por el autor se vuelven manifiestos y encajan
a la perfección.
Hacia la mitad del tercer acto, un breve episodio contradice evi­
dentemente el análisis de la relación amorosa que he desarrollado
en el capítulo anterior. Se trata de una llam ativa reformulación del
tópico sexista. Justo antes de su única noche de amor, Pándaro in­
vita a Troilo y Cressida a prestar un juramento eterno:

... En este lado tengo vuestra mano, y en este otro, la de mi


sobrina. Si alguna vez dejáis de seros fieles, puesto que me
tomo tales trabajos por reuniros, que todos los infortunados
entremetidos sean llamados hasta el fin del mundo con mi
nombre, que a todos se les llame Pándaros. Que todos los
hombres constantes sean, por lo tanto, Troilos; todas las mu­
jeres falsas, Cressidas (...). Decid amén.
T roilo : ¡Amén!

175
C r e s s id a : ¡A m é n !
(III, 2, 197-205)

Este extravagante juramento forma parte de una estrategia que


tiende a reforzar, de manera visible pero superficial, el mismo estereo­
tipo que la interacción mimética entre los dos amantes está a punto de
destruir totalmente.
Podríamos comparar este débil juego escénico con una pancarta
tornasolada en la que se inscribieran con letras gigantescas eslóganes
tan populares como desprovistos de sentido. Pándaro agita la suya con
frenesí a fin de congregar a su alrededor a los espectadores desconcer­
tados por lo que se les antoja en esta obra como un montón de com­
plicaciones inútiles. Nadie podrá decir que el «constante Troilo» y la
«falsa Cressida» están ausentes de la comedia: todos los espectadores
enamorados de la tradición tienen algo sólido que llevarse a la boca;
ya pueden dormitar en sus butacas mascando delicioso chicle, sin
preocuparse más por las lamentables fantasías de una obra desconcer­
tante.
Es interesante anotar que uno de sus primeros editores, .Hammer,
prefirió a la formulación: «que todos los hombres constantes sean, por
lo tanto, Troilos» la lección exactamente contraria: «que todos los
hombres inconstantes...», evidentemente más conforme al tono global
de la obra, mejor encajada con las escenas que preceden y siguen al ju­
ramento. En su Revisal o f Shakespeare’s Text (1865), Benjamín Heath
replica a ello de la siguiente manera:

La lectura antigua [...] es sin duda la buena. Estaba claramente


en la intención del poeta que esta imprecación fuera corroborada
por los hechos, cosa que ha ocurrido parcialmente hasta nuestros
días. Pero Troilo jamás ha sido un nombre que se utilizara para de­
signar a un amante inconstante y, además, si nos fiamos de la histo­
ria de la obra, no merece en ningún momento esta reputación,
mientras que los otros dos merecen sin duda alguna la vergüenza
con que aquí se les abruma.1

Todos los editores modernos están de acuerdo en considerar que


«constante» es la buena lección. W illiam Empson, por su parte, se ex­
plica en los siguientes términos:

Preferir «inconstante» es un error porque estas palabras eran di-

1. Citado en Hillebrand, ed., Troilus a n d Cressida, Lippincott, Filadelfia, 1953,


p. 164.

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chas manifiestamente en el borde del proscenio y se dirigían di­
rectamente al público, al conocimiento que tenía del resto de la
historia; al final de la escena, [Pánd aro ] designa sucesivamente a
los protagonistas y les dice sustancialmente: «Ya sabéis para qué
sirven los muñecos como nosotros: para representar una situación
.. intensa y muy sencilla.»1

Yo comparto este punto de vista, pero por unas razones diferentes


a las que generalmente se esgrimen. M i opinión es que Shakespeare
escribió exactamente «el constante Troilo», pero para inducir delibera­
damente a error a quienes no están dispuestos ni capacitados para asi­
m ilar su metamorfosis cómica de la aventura amorosa.

El juramento impuesto por Pándaro es un gran truco, pero el


único de este tipo en toda la obra. En su estrategia global que
tiende a satisfacer simultáneamente la miopía más rutinaria y el re­
visionismo más audaz, el procedimiento principal es más interesante:
consiste en cambiar el espíritu sin dejar de respetar escrupulosa­
mente la letra del antiguo relato. Sin duda, el lector ya lo ha perci­
bido: la lectura mimética no modifica en absoluto el contenido tra­
dicional de la leyenda.
Todos los hechos siguen ahí. Al final de la historia, el Troilo sha-
kespearia«no, al igual que el Troilo tradicional, está aún más enamo­
rado de su amante de lo que lo estaba al principio. Este Troilo nu evo
estilo sigue siendo f í s i c a m e n t e f i e l mientras que Cressida es f í s i c a m e n t e
infiel. Esto es lo que yo entiendo por los hechos del relato. A fin de
cuentas, el Troilo de Shakespeare es tan constante, y su Cressida tan
inconstante, como pretende la tradición. Si Troilo está tan satisfecho
moralmente de sí mismo, es porque todos los hechos hablan en su fa­
vor. Si pudiera llevar a Cressida a un tribunal, no cabe duda de que
ganaría el proceso.
La letra del relato permanece intacta, pero el espíritu se ha trans­
formado, y es algo de lo que jamás se ha dado cuenta la crítica. Sha­
kespeare opera esta transformación apoyándose exclusivamente en el
mecanismo de la interacción mimética.
Ninguna peripecia entra en contradicción formal con los eslóga-
nes exhibidos en la pancarta del «constante Troilo» o de la «falsa Cressi­
da», y sin embargo, bajo el efecto de la interacción mimética, todo
cambia de significado. La infidelidad f í s i c a de Cressida se convierte en
un acto de represalia contra la infidelidad espiritual de Troilo, segura-

1. S e v e n Types o f Amb ig ui ti e s, 1930, pp. 265-266.

177
mente el más grave de los pecados porque aparece en primer lugar y
traiciona la confianza de una amante sinceramente enamorada.
Si Troilo es presa al final de una rabia ciega no es a causa de su
constancia, sino de que ha perdido la guerra del pseudonarcisismo. Los
salvajes celos de nuestro héroe no deben redimirlo a nuestros ojos, por­
que se deben por entero a los «griegos gozosos» y no demuestran en
nada el «amor profundo y duradero» que la crítica anglosajona cree
descubrir en él.
Cressida se las ingenia para tratar a Troilo como él la habría tratado
de haberle dado tiempo. Después de su noche con Cressida, creía que
ella estaría para siempre a su merced, pero sin embargo lo ha arras­
trado a una trampa de la que, esta vez, ya no puede salir.
El autor ha incorporado tan hábilmente la interacción mimética a
la intriga antigua que el público moderno, petrificado por su respeto al
«gran escritor» y engañado por una puesta en escena siempre defec­
tuosa por demasiado solemne, jamás vislumbra la significación verda­
dera de la obra; permanece ciego a las señales que modifican el sentido
de las peripecias clásicas. A falta del saber mimético necesario para la
comprensión de la aportación shakespeariana, se conforman con el re­
lato de siempre, por lo que, maquinalmente, llenan otra vez el odre va­
cío con el vino viejo, sin ver que el escritor ya lo había llenado de otra
cosa.
Nuestro humanismo antimimético jamás ha tenido mucha afición
por el Troilo y Cressida de Shakespeare; los críticos lanzan sobre esta
obra una mirada legítimamente suspicaz, como si tuvieran la sensación
de que algo «falla» en la lectura que hacen de ella. Es para ellos una
«obra con problemas» que supone un gran número de enigmas insolu-
bles. Finalmente, consideran eso algo bueno, claro está. Demuestra «la
infinita riqueza» de Shakespeare en particular, y de las obras de arte en
general, siempre tan «inagotables» como lo exige, claro está, el dogma
romántico. A fin de cuentas, los críticos tradicionales son personas aco­
modaticias a las que una versión zafia de la ad equatio rei et intellectus
basta para colmar de satisfacción.
Al permanecer externamente intacto el antiguo cuento, es grande
la tentación de suponer que ocurre lo mismo internamente. La interac­
ción mimética es la dinamita que debería hacer volar en pedazos el tó­
pico sexista, pero Shakespeare coloca tan astutamente el explosivo en
cuestión en los intersticios del relato clásico que, en realidad, o bien lo
descubrimos y lo hacemos saltar todo a la chita callando, sin estorbar a
nuestros vecinos, o bien no descubrimos nada y ninguna explosión
turba nuestra quietud. Por ello se dice de Troilo y Cressida que es una
obra relativamente apagada, no del todo digna de su autor.
Para los que no lo entienden, el material mimético sólo es fioritura

178
inútil, parloteo retórico, ejercicio de «psicología literaria»: un «añadido»
prescindible que se puede elim inar de la comedia sin el menor daño.
Si la alergia de los lectores o de los espectadores es bastante fuerte
para impedirles captar las intenciones reales del autor, su interpreta­
ción de la obra coincidirá más o menos con la de Troilo: compartirán
con él la ilusión de unos celos no miméticos y pensarán como él que ha
demostrado con creces su «amor profundo y duradero por Cressida».
Este es su único castigo y es completamente indoloro: ni siquiera se
dan cuenta de que son castigados.
El viejo «machismo» reaparece con fuerza en la exacta medida en
que los pasajes cruciales sobre los que nos hemos entretenido pasan de­
sapercibidos. Si hiciéramos de ese «machismo» un tema de estudio, des­
cubriríamos que su característica esencial, a saber su resistencia a apre­
ciar las significaciones shakespearianas, es debida, como en el caso del
propio Troilo, al mimetismo del que nos negamos a tomar conciencia
en la misma medida en que se estamos poseídos por él.
Shakespeare nos propone, a todos los efectos, una versión mimética
y una versión no mimética de la misma intriga: nosotros debemos ele­
gir entre las dos interpretaciones.
Si somos conscientes de estar efectuando esta elección, descubrimos
que el propio Shakespeare nos la propone entre dos lecturas incompa­
rables, y a partir de ese momento los supuestos «problemas» de esta
obra «tan» problemática ya no plantean el menor problema.
En lijgar de negar abiertamente y de atacar frontalmente los dife­
rentes prejuicios que el tema mismo de sus comedias no deja jamás de
desperta-r, Shakespeare, muy complacientemente, ofrece a esos mons­
truos el alimento que esperan, pero lo hace sin comprometer ni ate­
nuar en lo más mínimo su revelación. Para él es inútil llegar ahí y lo
sabe; sabe que nuestra alegría mimética operará milagros para cegarnos
respecto a la auténtica naturaleza de sus palabras.
Esta obra no contiene nada secreto ni oculto. La técnica de Pán­
daro es descrita tan ampliamente y con tanto detalle que podríamos
acusar a Shakespeare de haber insistido en exceso respecto a un punto
a fin de cuentas algo simplón. El carácter simplón del deseo mimético
es denunciado con frecuencia por la crítica contemporánea.
Podríamos decir lo mismo a propósito de lo que ocurre entre
Troilo y Cressida. No se disimula nada. No sólo la muerte del deseo
de Troilo es descrita con mucho detalle sino que Cressida nos anuncia
que esa muerte se producirá, y cuando en efecto se produce, nuestra
atención es reclamada no una vez y de pasada, sino en un gran número
de ocasiones y con la mayor insistencia. .
Lo mismo puede decirse respecto a los «griegos gozosos». Las con­
secuencias de esta expresión son analizadas coñ tanta meticulosidad

179
como lo haría un Marcel Proust, y la obra rebosa de observaciones tan
claramente formuladas que no se les pide al lector ni al espectador nin­
guna perspicacia especial. Todo es soberbiamente explícito.
La obra permite comprobar, de manera muy divertida, la perspica­
cia mimética del lector o espectador. Es una espada de doble filo for­
jada con la preocupación de ilum inar a los que ya lo están y de oscure­
cer la mente de los demás, pero no podemos acusar a Shakespeare de
no jugar honestamente. Jamás nos oculta nada y la ambigüedad no es
una propiedad objetiva de su texto: de principio a fin es el producto de
esta alergia a la que siempre tenemos que referirnos y cuya fuerza, jus­
tamente, nos muestra Shakespeare de manera deliciosa. Las críticas de
las que esta obra ha sido objeto a lo largo de los siglos forman un nota­
ble monumento a la incomprensión de la inteligencia moderna ante
Shakespeare, es decir, ante el mimetismo conflictivo. El que salva este
obstáculo experimenta un intenso sentimiento de complicidad con el
autor y su placer se multiplica con la idea del aislamiento relativo en
que vive. Ése era, sin duda, el tipo de placer que saboreaban los inicia­
dos de los primeros tiempos y en ese espíritu debería reanudarse una
nueva critica shakespeariana.
Xos críticos tradicionales, a los que nada les gusta tanto como los
«héroes positivos», han confundido sistemáticamente el fariseísmo de
Troilo por la más auténtica de las virtudes. Jamás dejan de presentar a
este noble joven como el único personaje «moral» de una obra que,
además, tal vez sea un poco «cínica».
A fin de subrayar la casi inconcebible ceguera de que Troilo y Cres­
sida ha sido objeto durante siglos, no carece de interés citar aquí las ob­
servaciones de Coleridge reproducidas después de la propia obra en
The Globe Ilustra ted Shakespeare. Se encuentra en ellas todo el humor
involuntario del romanticismo grandilocuente:

Ninguna de las obras de Shakespeare es más difícil de caracteri­


zar. Los nombres y los recuerdos que evoca nos preparan para la
representación de un cariño constantemente fiel y fervoroso por
parte del joven y de una repentina y vergonzosa inconstancia por par­
te de la joven. Ése es, en efecto, el hilo dorado que recorre toda la
obra. [...]
Esto es lo que Shakespeare ha enfrentado al afecto profundo
representado por Troilo, el único que merece el nombre de amor.
Un afecto sin duda apasionado, henchido por la oleada de los ins­
tintos y de la imaginación juveniles y creciendo bajo los cálidos
rayos de una esperanza completamente nueva, en suma, empujado
por los estímulos colectivos de la naturaleza, pero reposando, sin
embargo, sobre un elemento más profundo y más tranquilo, so-

180
bre una voluntad más fuerte que el deseo, más englobadora que
una simple elección y que asegura una permanencia a sus actos
dándoles el carácter de la fe y el deber. Ésta es la razón de que, de­
mostrando un excelente juicio y una excelencia mayor aún de la
que puede asegurar el juicio, cuando al final de la obra Cressida se
-hunde en la infamia más allá de cualquier reparación y de cual­
quier esperanza, esa misma voluntad, que había sido la sustancia y
la base de su amor hacia él (los placeres impacientes y los deseos
apasionados, como las olas del mar, sólo afloran en la superficie),
esa misma energía moral es representada, por tanto, como una
fuerza que arranca definitivamente a Troilo de la promiscuidad de
esa mujer deshonrada, a la vez que le precipita hacia otros y más
nobles deberes y abre en su marea concentrada el surco que la
muerte de su heroico hermano ha dejado vacío.1

1. Hacia 1850.

181
XVI. «BUENAS MIRADAS DE ESAS GENTES»
Troilo y Cressida

Una comparación entre el juego erótico y el juego político de Troilo


y Cressida confirma la omnipresencia unificadora, en esta obra, de un
deseo tan madurado, tan viciado, tan consciente de los restantes de­
seos, próximos y lejanos, que intenta constantemente manipularlos al
servicio de sus «propios» fines miméticos.
En la tercera escena del primer acto se celebra una gran asamblea
del Estado Mayor griego; Ulises analiza en ella los problemas del ejér-
pito griego y los atribuye a las rivalidades que dividen y destruyen la
autoridad de Agamenón. Aquiles disfruta de tal popularidad que ya no
quiere obedecer a nadie. Aspira a ser comandante en jefe y su insubor­
dinación se comunica progresivamente: Aquiles desea el ser de Agame­
nón y, en un rango inmediatamente inferior, Ayax desea el ser de
Aquiles. Este deseo destructor se esparce como la peste a lo largo de
toda la jerarquía. M inada por la rivalidad, la disciplina vuela en peda­
zos en todos los niveles.
Es urgente restablecerla. La situación es tan dramática, explica U li­
ses, que el único remedio eficaz es el propio mal. Para restablecer la si­
tuación, hay que azuzar aún más la rivalidad mimética, pero entre unos
antagonistas cuidadosamente elegidos.
Sólo la mimesis puede vencer a la mimesis. A fin de poner a Aquiles
en su sitio, Ulises propone una maniobra estratégica que origina una
discusión muy reveladora.
La idea de Ulises consiste en dotar a Aquiles de un rival lo más
prestigioso posible. Ayax es el más indicado, pero nadie se toma en se­
rio a este guerrero. Así pues, hay que encumbrarlo a los ojos del ejér­
cito. Ahora bien, en respuesta a un desafío de Héctor, el ejército griego
debe elegir un campeón: éste será Ayax.
Néstor había sugerido inicialm ente al propio Aquiles, pero Ulises
le hace ver el error de su elección: en el caso de que Aquiles fuera ven­
cido, los griegos, privados de su mejor soldado, se encontrarían en una
posición muy mala. Si Ayax, en cambio, triunfara, su victoria consti­

182
tuiría una baza considerable no sólo ante los troyanos, sino ante el pro­
pio Aquiles, cuya reputación sufriría por la comparación:

Concedámosle entre nosotros


la reputación de ser nuestro más valiente hombre:
pues eso dará una lección de modestia al gran mirmidón,
que está infatuado por estridentes alabanzas.

La elección de Ayax abate el penacho de Aquiles.


(I, 3, 376-386)

Esta maniobra de Ulises se basa en el mismo mecanismo que la


venganza de Cressida contra su indiferente y vanidoso amante. Al
comprobar la frialdad de Troilo respecto a ella, intenta turbar su so­
siego y entonces, ocurrencia genial, alude a los «griegos gozosos».
La estrategia política es idéntica a la estrategia amorosa, pero el re­
sultado es diferente. A llí donde Cressida triunfa, Ulises fracasa. Su fra­
caso no pone en absoluto en cuestión la eficacia intrínseca del método:
al término de una breve escaramuza, Ayax y Héctor se descubren vaga­
mente primos y deciden no pasar de ahí. No sucede nada importante y
el brillo de Aquiles permanece intacto. El único resultado de la manio­
bra es que Ayax se vuelve tan «insoportablemente orgulloso» como su
rival. Hay que intentar otra cosa.
En el acto II, escena 3, Ulises tiene otra idea. Aquiles sigue negán­
dose a colaborar y ya ni siquiera se excusa. Sorprendido y apenado,
Agamenón se pregunta:

¿Porqué no consentirá, ante nuestro cortés requerimiento,


en salir de su tienda y tomar el aire con nosotros?
(167-168)

De creer a Ulises, Aquiles está tan lleno de orgullo que ya no


atiende a nadie. Agamenón propone entonces lo siguiente:

Que Ayax vaya a buscarle.


Mí querido señor, id a saludarle a su tienda.
Se dice que os tiene afecto; a solicitud vuestra
consentirá en prescindir un poco de su egoísmo.
(178-181)

Eso es exactamente lo que no hay que hacer en semejante caso.


Con motivo del prim er intento, el tonto de Néstor no veía campeón

183
posible a excepción de Aquiles y, más tonto todavía que él, Agamenón
lo aprobaba. También esta vez, Shakespeare comienza por una proposi­
ción estúpida a fin de dar más relieve a la buena estrategia mimética
que sigue siendo la de Ulises. Como la Helena de El sueño, Agamenón
lo interpreta todo ai revés. Afortunadamente Ulises está allí para acla­
rárselo:

¡Oh Agamenón, no hagas esto! Debemos bendecir, por el contrario,


todos los pasos que da Ayax cuando le alejan de Aquiles. Este señor
orgulloso que riega su arrogancia con su propia grada y que no per­
mite a nadie ocupar su pensamiento, a excepción de lo que se forja
y rumia él mismo, ¿va a ser honrado por el hombre que idolatra­
mos como superior?

... yendo a buscar a ese mismo Aquiles. Eso sería cargar de grasa su
soberbia, ya tan sebosa, o añadir carbones al signo de Cáncer
cuando arde para festejar al gran Hiperión. ¡Tan gran señor ir a
buscarle! Que Júpiter lo impida, y exclame con su voz de trueno:
«¡Aquiles, a ti te corresponde ir a buscarle!»
(173-190)

Las razones de no ir a buscar a Aquiles son la vertiente política de


los consejos dados por Rosalind, en Como gustéis, a un Silvius esclavi­
zado por el pseudonarcisismo de Phebe. Como el amor por sí mismo
funciona siempre a partir del mismo principio de «hinchazón» mimé-
tica, es posible, en principio, «deshinchar» ese globo con un despliegue
de indiferencia.
La formidable seguridad de Aquiles es tan antigua que parece un
rasgo permanente de su personalidad; diríase que forma parte de su ser.
Ulises rechaza esa concepción «esencialista» de los impresionantes éxi­
tos alcanzados por Aquiles. Hasta la más gigantesca de las vanidades, y
sobre todo ésta, carece de fundamento «objetivo» y de ser verdadero: es
un fruto precario de la adulación universal.
Si Aquiles puede rendirse a sí mismo un culto frenético no es por­
que sea objetivamente "el más fuerte, el más inteligente, etc..., sino por­
que el deseo afluye hacia él abundantemente y ofrece a su amor por sí
mismo (se lf-love ) poderosos modelos. Los valores objetivos no desem­
peñan ya ningún papel en el universo hipermimético. Aquiles se ve­
nera en virtud del mismo proceso —circular y autoalimentado—de los
personajes cuyo pseudonarcisismo ya hemos estudiado. Cuanto más se
hincha su orgullo, más adulada es la gran vedette por los imbéciles, y
viceversa. Este «engordamiento» del orgullo es un proceso reactivo tan

184
bien implantado y tan antiguo que parece irreversible. Ulises quiere
mostrar que no es así.
Podemos comparar el culto a Aquiles con lo que los astrónomos
denominan un agujero negro. Absorbe instantáneamente todo lo que
gravita hacia él, comenzando por él mismo, pero el agujero negro hu­
mano es más frágil de lo que parece. Su estabilidad depende de una
polarización mimética que no cesa de reforzarse a sí misma, pero sólo
en la medida en que las condiciones que la hicieron posible perma­
nezcan inalterables. Es posible desestabilizar este sistema modificando
esas condiciones, desviando de Aquiles el inmenso río de deseo que
fluye hacia él.
Para invertir la tendencia, Ulises ha decidido reforzar la imagen
de Ayax, pero no ha funcionado. Lo que ahora propone es una de­
mostración deliberada de indiferencia respecto a Aquiles, portadora
de un mensaje muy claro: hay que hacer entender al gran hombre que
ha pasado de moda; ya no es el irresistible amante mimético que
siempre ha sido.
Este segundo método nos resulta tan familiar como el primero; es
el equivalente político de la estrategia de «resistencia» que plantea
Cressida para fijar de manera duradera sobre sí misma el deseo de
Troilo:

Aquiles se muestra a la entrada de su tienda. Que le plazca a nues­


tro general pasar fríamente delante de él, como si estuviera olvi­
dado, y todos vosotros, príncipes, apareced indiferentes a su vista y
no le prestéis ninguna atención. Yo vendré el último. Es probable
que me pregunte por qué se dirigen contra él esas miradas desapro-
batorias. Si lo hace, tengo en reserva un remedio irónico para obrar
entre vuestra frialdad y su orgullo, que no dudo trague de buena
voluntad. Podrá serle provechoso. El orgullo no tiene otro espejo
para rpirarse que el orgullo; pues las humildes genuflexiones fo­
mentan la arrogancia y son el salario del orgulloso.
(III, 3, 38-49)

Ahora, hasta el propio Agamenón comprende la sabiduría de esta


táctica y da las órdenes pertinentes:

Vamos a ejecutar vuestro deseo y a adoptar un aire de frialdad al


pasar ante él; que cada señor me imite; no le cumplimentéis, o, me­
jor todavía, miradle desdeñosamente, lo que le irritará más que si
no se le mirase. Voy a abrir la marcha.
(III, 3, 50-54)

185
Imaginándose ai principio que los jefes acuden a implorar de nuevo
su ayuda, Aquiles les da la espalda altaneramente. Al comprender su
error, se queda atónito; no está acostumbrado a que se le pague con la
misma moneda.
El propio Menelao se muestra desdeñoso, y Aquiles exclama:
«¡Cómo!» ¿Me desprecia el cornudo?» (64). Si hasta un hombre tan aca­
bado y humillado como el esposo de Helena puede permitirse despre­
ciarle a él, a Aquiles, ¡sus asuntos no van por buen camino!
Cuando Cressida menciona los «gozosos griegos» ante la mirada de
Troilo, el buen humor de éste le abandona inmediatamente y comienza
a lamentarse de su propia suerte. Aquiles reacciona exactamente de la
misma forma:

¡Cómo! ¿Me habré quedado pobre a última hora? Es bien sabido


que una vez que la grandeza se malquista con la fortuna, se ve
pronto abandonada de los hombres también. El hombre arruinado
lee su condición en los ojos de los demás, con tanta rapidez, que él
mismo siente su caída.
(III, 3, 74-78)

Cuanto más deprimido se siente Aquiles, más se esfuerza en «répé-


ter ses preuves», como diría Rimbaud. Intenta convencerse de que todo
es como antes, que lo esencial está a salvo:

Pero no sucede así conmigo. Somos amigos yo y la fortuna; gozo


por completo de todas las cosas que poseía, salvo de buenas m ira­
das de esas gentes, que, sin duda, descubren en mí alguna cosa que
no vale la contemplación admirativa que tenían costumbre de otor­
garme.
(III, 3, 87-91)

Aquiles no está desposeído. Sólo le faltan «las buenas miradas de


esas gentes». Desgraciadamente, en el universo hipermimético descrito
por Shakespeare, al igual que en el nuestro saturado de medias, el valor
de los individuos es función principalmente de lo que se llama su «visi­
bilidad». Eso es lo que Shakespeare entiende por «las buenas miradas
de esas gentes».
El hombre de éxito mira cómo los demás le miran. Si sus deseos no es­
tán fijados en él, si «las buenas miradas de esos hombres» se desvían, a su
deseo le faltará el alimento que necesita para cerrar el círculo y disfrutar
únicamente de sí mismo, Aquiles no tiene con qué impedir que el amor
que siente por sí mismo muera de inanición. El amor a sí es tan tributario
de los demás como el odio y otros sentimientos del mismo tipo.

186
En lugar de los deseos que acudían a «engordar» su orgullo, Aqui­
les percibe en la mirada de los demás hombres una indiferencia que le
espanta. Al igual que anteriormente lo contrario, es una señal mimé-
tica, un foco posible de imitación generalizada.
Los que de repente desdeñan al héroe son los hombres que marcan
el tono, los creadores de modas. Si los deseos comienzan a desviarse de
un objeto, cada vez se desviarán más, y siempre más deprisa en virtud
del mismo círculo vicioso que antes los atraía. Es el mismo meca­
nismo, pero funcionando en sentido inverso.
Los que viven bajo las luces de las candilejas —las estrellas de la po­
lítica, los artistas famosos y muy especialmente los dramaturgos, en
suma todos los que viven en cotidiano contacto con el público—, pasan
fácilmente de la autoadulación frenética a un ilim itado desprecio por sí
mismos. Cuanto más se hincha la bola de su orgullo, más fácil es des­
hincharla de un solo alfilerazo: Shakespeare habla aquí de un fenó­
meno que en su calidad de autor dramático debió de conocer de pri­
mera mano.
Ulises tiene razón: Aquiles era simplemente el beneficiario de un
desencadenamiento mimético tan poderoso que atrapó a todo el
mundo, incluido él mismo.
La primera opción estratégica de Ulises corresponde a la segunda
de Cressida, y la segunda a la primera de la muchacha; es el equiva­
lente político de la sabia resolución que ella nos comunica en su mo­
nólogo del primer acto: «Y, sin embargo, resisto.»
Mientras mantiene esa resolución, Cressida consigue excelentes re­
sultados, pero su propio deseo predomina después sobre esa sabia polí­
tica. Por ello debe recurrir entonces a la segunda gran astucia mimé-
tica, la que consiste en rodear a Troilo de una horda de rivales.
Tanto en el terreno político como en el del amor, encontramos dos
estrategias idénticas pero con el orden cambiado; la primera en ser uti­
lizada fracasa en ambos casos. Una vez que ha fracasado, el estratega
pasa a la segunda, que triunfa.
Shakespeare hace que la primera estrategia fracase siempre y que la
segunda triunfe siempre, pero no es la misma en las dos intrigas. Pre­
tende mostrar que ambas estrategias son universalmente aplicables,
aunque de manera más o menos eficaz según las circunstancias. Para
que entendamos bien el conj un to del proceso, el creador se las compone
para poner en escena en cada ocasión las dos variantes del fenómeno.
Shakespeare explica todo lo que muestra y muestra todo lo que ex­
plica. La pertinencia universal de dos tácticas idénticas revela el carác­
ter constitutivo de los efectos miméticos en los sectores más diversos
de la actividad humana.
Las estrategias permanecen inmutables porque el pseudonarcisismo

187
tampoco cambia. La diversidad de los objetos carece de importancia.
Sólo cuenta el mimetismo; él determina si tal o cual individuo es más
deseable que otro. La estrategia amorosa y la estrategia política coin­
ciden.

Durante los inútiles esfuerzos de Aquiles por acorazarse contra la


indiferencia de los jefes griegos, el astuto Ulises, como quien no quiere
la cosa, se le acerca. Dirlase un psiquiatra aficionado que no puede ver
a uno de sus semejantes sin precipitarse ávidamente sobre sus numero­
sos «problemas». Sabemos que su verdadero objetivo es agravar aún
más la herida de Aquiles, subvertir a fondo un narcisismo ya que­
brantado.
El punto esencial es aquí el papel capital de los demás en el goce e
incluso el conocimiento del propio éxito para aquellos que triunfan. La
gloria no puede verse a sí misma y, para existir realmente, necesita
captar su propio reflejo en las miradas que la contemplan. Ulises lee a
Aquiles el contenido de una carta que habría recibido de un «autor ex­
tranjero»:

Un extraño individuo me escribe aquí que el hombre, por muy pre­


ciosas que sean sus dotes, por muy vastos que sean sus bienes, exte­
riores o morales, no puede estar seguro de tener lo que tiene, ni
sentir que lo posee, de otra manera sino por reflexión, como, por
ejemplo, cuando sus virtudes arrojan su luz sobre los otros hombres,
los caldean y luego devuelven el calor a aquel de quien emana.
(III, 3, 96-102)

Tenemos aquí una definición explícita del mecanismo i nt er in d ivi ­


dua l perpetuamente ilustrado por Shakespeare, comenzando por el V a­
lentín de Los dos hi dalgos de Verona, Los personajes implicados, y sin­
gularmente los hombres, sólo pueden gozar de lo que son o de lo que
tienen -trátese de una amante, de la gloria m ilitar o del poder políti­
co— «por reflexión». Si recurren compulsivamente a la «jactancia» es
para hacer de sus interlocutores mejores espejos, reflectores más poten­
tes de una luz que parece perder cualquier realidad en el momento en
que nosotros somos su foco. Parece que sólo la envidia puede dar al­
guna consistencia a nuestra felicidad. El ser del placer es ofrecido por
otro.
Sólo si sus atributos «caldean» a los demás, es decir, los fascinan, y
«devuelven el calor a aquel de quien emana», Aquiles puede «sentir» lo
que posee. Su gloria sólo tiene realidad si engendra los celos implaca­
bles de rivales poderosos.

188
Al descubrir en ese mismo instante la verdad de lo que le cuenta
Ulises, Aquiles abunda inmediatamente en su sentido. También él se
descubre fino psicólogo:

No es extraño, Ulises. La belleza que llevamos sobre el rostro, el


que la lleva no la conoce; pero sabe de su existencia por los ojos de
los demás. La vista, este sentido tan puramente espiritual, no se ve,
puesto que no puede salir de sí propia; pero cuando los ojos de dos
hombres se encuentran, se saludan mutuamente en su recíproco es­
pejo; pues la vista no se ve a sí misma, sino después de haber via­
jado y de encontrarse un espejo en que conocerse. Esto no tiene
nada de extraño.
(III, 3, 103-111)

Tal es la paradoja del yo humano, la unidad misteriosa, en cual­


quier hombre, de la autonomía y de la heteronomia más radicales. Am ­
bas pulsiones nos arrastran en direcciones encontradas y jamás pueden
llegar a ser complementarias, pero son para siempre inseparables, pues
se alimentan mutuamente y su emparejamiento une a los hombres en­
tre sí de manera inextricable, al mismo tiempo que los divide, entre sí
y en su propio interior. Esta es la verdadera fuente de los conflictos
que enfrentan a los hombres unos con otros a la vez que consigo
mismos.
Cuanto más quiere el hombre volverse divinamente autónomo,
más abandona concretamente a sus semejantes el modesto grado de
autonomía de que podría disfrutar, y más se entrega, atado de pies y
manos, a innumerables tiranos.
La cuestión es tan crucial para el autor que insiste en ella una se­
gunda vez. Ulises pretende asegurarse de que Aquiles no subestima su
dependencia respecto a la gente. Esta insistencia no aporta nada nuevo
en el plano dramático y cabría reprocharle que alarga una escena ya en
sí larga, pero a Shakespeare' no le preocupa. Y no cuesta trabajo enten­
der por qué. Está definiendo la concepción puramente relacional del
Yo que está en el centro de todo su teatro:

No encuentro objeciones contra la proposición —que es muy cono­


cida—, sino contra las consecuencias que saca de ella su autor,
quien establece expresamente por sus razonamientos que ningún
hombre es dueño de cosa alguna (aunque exterior y moralmente
pueda poseer mucho) hasta que ha hecho partícipes de sus riquezas
a los demás. No las conoce realmente por sí propio antes de haber­
las visto bajo la forma de los aplausos que arrancan a sus partici­
pantes, aplausos parecidos a la bóveda en que repercute la voz, o a

189
una puerta de acero que, opuesta al sol, le devuelve su imagen y su
calor.
(III, 3, 112-123)

Ulises habla ahora de Ayax y lo convierte en el heredero de una


idolatría que la decadencia de Aquiles deja sin objeto. Diríase un
«asesor de imagen» explicando a un político que no sale lo sufi­
ciente en las pantallas de televisión. Si Aquiles ya no abandona su
tienda, su «imagen» inevitablemente sufrirá; corre el peligro de que
le olviden:

Contemplad un instante a esos señores griegos. Comienzan ya,


¡pardiez!, a tocar en el hombro de ese zopenco de Ayax, como si
su pie se posase ya sobre el pecho del bravo Héctor y como si la
gran Troya estuviese llena de clamores.
AQUILES: L o creo; porque han pasado ante mí como los avaros de­
lante de los mendigos, y ninguno me ha dedicado, mala o
buena, ni una mirada, ni una palabra. ¡Cómo! ¿Se han olvidado
ya de mis proezas?
(134-144)

Los señores griegos se muestran «avaros» negando a Aquiles la adu­


lación que antes le prodigaban, arrinconando de repente a su antiguo
héroe a la mendicidad. La adulación es una de las cosas que jamás se
obtiene si hay que hacer reverencias para obtenerla.
Ulises contesta a Aquiles con unas asombrosas observaciones sobre
el papel tiránico de la moda en un mundo entregado a la rivalidad m i­
mética. A medida que ésta prolifera, el ritmo de los entusiasmos se
acelera: se alzan y se derrocan ídolos a un ritmo cada vez más rápido.
Es un mundo fuertemente histórico, el mundo de cronología «caliente»
de que habla Lévi-Strauss, tan caliente que puede reducir a cenizas
cualquier significación. También ahí, el que describe Shakespeare es un
mundo extrañamente semejante al nuestro:

El tiempo, mi señor, lleva sobre la espalda un morral, donde echa


las limosnas destinadas al olvido, monstruo hinchado de ingratitu­
des en proporciones, enormes. Estos desperdicios son las bellas ac­
ciones pasadas, devoradas tan rápidamente como hechas, y olvida­
das tan pronto como concluidas. La perseverancia, mi querido
señor, conserva brillante el-honor. Haber hecho, es estar colgado,
fuera de moda, como una cota de armas mohosa, en un momento
irrisorio.

190
Pues el tiempo es como un hostelero a la moda, que da a su hués­
ped a su partida un ligero apretón de manos y avanza con los bra­
zos extendidos, como si quisiera echarse a volar, para abrazar al re­
cién venido.
(145-168)

En estas últimas líneas, creemos ver a esos animadores de la televi­


sión americana que, disponiendo apenas de unos instantes entre dos
franjas de publicidad, acogen a su último invitado como a un auténtico
mesías para expulsarlo casi inmediatamente como al último de los mi­
serables. Nuestra época no es más que una versión extremadamente
gesticulante de fenómenos que se remontan todos ellos a la primera
modernidad, la de Shakespeare, y que ya fueron mostrados por él. Es
precisa nuestra increíble suficiencia para hacer de nosotros mismos los
inventores de nuestra propia insignificancia; ésta está apenas magnifi­
cada por la tecnología, pero radicalmente no se ha modificado.

La estrategia de Ulises triunfa en el sentido de que hace volver a


Aquiles al combate, pero la muerte de Héctor no pone fin a la guerra y
las maniobras miméticas no aportan solución a la crisis general que en­
frenta a griegos y troyanos.
Ulises es descrito sin duda como una inteligencia brillante, pero a
tal punto fascinada por la enfermedad misma que combate —la prolife­
ración mimética de los deseos—que sus maniobras acaban por volverse
contra él y lo dejan tan desguarnecido como a sus colegas. Ulises com­
parte la ambición de sus rivales; mimético él también, será justamente
castigado con diez años de vagabundeo por los mares.
Una estrategia nunca es más que un medio muy complicado de en­
gañarse a uno mismo. El aprendiz de brujo es engullido por las fuerzas
contagiosas que desencadena. El auténtico resultado de su actividad es
una aceleración del mal a su alrededor, una indiferenciación agravada
que desemboca en el caos.
En un contexto de crisis mimética, el método de Pándaro conta­
mina todos los sectores de la actividad humana. Todo el mundo se
vuelve más o menos alcahuete y esa fase precede inmediatamente a la
tnás temible de todas, la de la violencia total. Si bien los métodos de
Pándaro dan por un instante la impresión de mejorar la situación, fi­
nalmente la agravan: favorecen desacuerdos y disensiones tan inelucta­
blemente como el agua de una ciénaga la proliferación de mosquitos.
Troilo es una buena ilustración de este principio. A medida que se

191
transforma en un segundo Pándaro, su resentimiento aumenta; su de­
seo se intensifica hasta el punto de tender únicamente a la destrucción
de los obstáculos de los que extrae esa intensidad, aunque él mismo los
haya suscitado: Cressida, Diomedes, la totalidad del ejército griego.
Troilo y Cressida habla en favor de la perpetua complicidad de V e­
nus y Marte, proclamada por el propio Troilo. «Haced el amor, no la
guerra»: un eslogan cuya hipocresía denunciaría Shakespeare. El no ve
oposición entre las dos divinidades, sino una alianza permanente que
ofrece su principal leitmotiv a las cínicas parrafadas de Tersites.
Así lo prueba la evolución de Troilo: al comienzo de la obra, antes
de que la resistencia de Cressida ceda a su deseo, es un pacifista com­
pleto y resume en dos magníficos versos el conjunto de la guerra de
Troya:

¡Idiotas de los dos lados! Helena debe ser verdaderamente muy her­
mosa, para que la pintéis todos los días con vuestra sangre.
(I, 1, 86-87)

La guerra embrutece de igual manera a troyanos y griegos, pues


hace nacer en todos la misma visión —locamente transfigurada—de He­
lena. Esta debe su belleza sobrenatural a la sangre que, conjuntamente
—todos los odios curiosamente reunidos en un mismo esfuerzo—, los
guerreros de ambos bandos derraman por ella. La espléndida metamor­
fosis exige la reciprocidad violenta de los dos campos para alcanzar el
nivel de intensidad requerido; representa el momento cumbre de una
inmensa escalada mimética, lo mismo que la aparición de las hadas en
El su eño de u n a noche de v er an o , pero esta vez bajo una forma real­
mente sangrienta.
Podemos asimilar esa guerra a una extraña colaboración mortífera
de los dos campos enemigos para convertir a Helena en ídolo. Existen
cultos primitivos en los que los ídolos están efectivamente embadurna­
dos de sangre. ¿Quién sabe si no ocurriría así con los cultos sin duda
subyacentes, tras las fuentes míticas de la guerra de Troya?
En cuanto su relación con Cressida toma mal cariz, Troilo se
vuelve belicista: luchar a muerte por los ojos de una mujer le parece
una empresa de lo más razonable.
El Troilo locamente celoso del final todavía es peor: sólo sueña
con derramar sangre,, la de Diomedes e incluso la de todos los griegos
indistintamente. Si no puede matar al amante de Cressida, sus compa­
ñeros más cercanos o, en último término, cualquiera servirá para el
caso. El espíritu de venganza se hace infinito, al igual que en Diome­
des. La arbitraria reciprocidad de la violencia se impone por doquier.
Si la relación amorosa de Troilo lo lleva al odio, lo contrario es

192
igualmente cierto: el odio de los guerreros está totalmente impregnado
de erotismo y dicho aspecto se hace manifiesto en el acto IV, en el en­
cuentro entre griegos y troyanos.
Así comienza a percibirse en el acto III, en el deseo que empuja a
Aquiles a organizar ese encuentro:

Anda, llama aquí a Tersites, mi querido Patroclo; voy a enviar ese


loco a Ayax y a rogarle que invite a los señores troyanos a que ven­
gan después del combate a vernos aquí sin armas. Tengo un ansia
femenina, un apetito que me enferma por ver al gran Héctor en su
traje de paz, hablar con él y contemplar su cara a entera satis­
facción...
(III, 3, 234-241)

Este texto ilustra perfectamente la unión de Venus y Marte. Los


troyanos llegan justo después que Cressida al campo de los griegos y
después de que todos los guerreros la hayan sucesivamente abrazado.
Una vez más, el dios de la guerra y la diosa del amor triunfan al
unísono:

AQUILES: Héctor, he saciado ahora mis ojos en tu persona; te he


leído con atenta detención, Héctor, y me he aprendido de me­
moria tu persona miembro por miembro.
HÉCTOR: ¿Es Aquiles?
A quiles : Aquiles soy.
HÉCTOR: Ten la bondad de mantenerte apuesto; deja que te mire.
A quiles : M írame a tu sabor.
HÉCTOR: Está bien; ya he acabado.
A quiles: Vas demasiado aprisa; yo te examino por segunda vez
miembro a miembro, como si quisiera comprarte. ¡Cielos! De­
cidme: ¿en qué parte de su cuerpo le mataré? ¿Será aquí o allá o
acullá, a fin de que pueda dar un nombre a la herida y haga sa­
ber la brecha por donde se va a escapar el alma del gran
Héctor?
(IV, 5, 231-246)

Aquiles está más fascinado por Héctor que al revés: está más inva­
dido por el espíritu de violencia, pero sería un error basarse en exceso
en esa diferencia e imaginarse que la obra se inclina por los troyanos,
que los convierte, o incluso al mismo Héctor, en los auténticos héroes,
en los defensores de la paz. No existen en esta obra héroes ni traidores;
sólo existen dobles miméticos.
En el acto II, escena 2, Héctor pronuncia un magnífico discurso en

193
favor de la paz, pero, al término de su tirada, se produce algo muy no­
table: en lugar de llegar a la conclusión que todo el razonamiento pa­
rece anunciar, el orador traiciona su propia causa y llam a a la conti­
nuación de la guerra.
Este súbito cambio de opinión sólo tiene sentido si vemos en él,
una vez más, un fenómeno mimético. El elocuente defensor de la paz
sucumbe al contagio que él mismo denunciaba tan elocuentemente
unas pocas líneas antes. Lo mismo le ocurrió anteriormente a Troilo.
Uno tras otro, los adversarios de la guerra renuncian a su causa. La iro­
nía es cruel, pero Troilo y Cressida es incomparablemente cruel de cabo
a rabo, y hay que resignarse. En esta obra el énfasis siempre recae en la
similitud de los antagonistas, no sólo Troilo y Diomedes, sino todos los
jefes de los dos campos y, más allá, los dos ejércitos y todos aquellos a
quienes separan y unen las divisiones nacidas de la violencia del con­
flicto. Ulises y Héctor se burlan a placer de Ayax, de cómo se cree muy
dif er ent e de Aquiles y alardea de modesto, cuando en realidad es muy
parecido al falso héroe cuya vanidad denuncia. Shakespeare insiste am­
pliamente en la ilusión de diferencia que invade a todos estos persona­
jes, ilusión que todo el mundo comprueba sin dificultad, a excepción,
en cada caso, del principal interesado (III, 3, 203-257).
I.a intervención de Tersites sobre la lujuria y la guerra es el mensaje
supremo de la obra, el equivalente (con menos elegancia) de la alusión
hecha por Troilo a «M arte inflamado por Venus»... Al final de Troilo y
Cressida, cuando la crisis se agrava, se producen, una vez más, las nup­
cias siempre tormentosas, pero indisolubles, de la violencia y de la se­
xualidad. Este es igualmente el tema central de la Ilíada. La parodia
shakespeariana es una versión grotesca de lo que dice Simone W eil en
su ensayo justamente célebre sobre la uniformidad de la violencia en la
epopeya griega: «La Ilíada, poema de la fuerza.»

194
XVII. PÁNDARO
Troilo y Cressida

No hay unvsolo tema de Troilo y Cressida, comenzando por la in­


triga política, que, como hemos visto, no se refiera a alguna m anipula­
ción mimética del tipo simbolizado por Pándaro. Este personaje tan ex­
travagante como emprendedor representa algo arquetípico en todas las
comedias de Shakespeare y muy especialmente en ésta, que podría muy
bien ser la comedia suprema: encarna el principio mimético.
Al final de la segunda escena, después de haber escuchado larga­
mente a Pándaro, Cressida le trata abiertamente de bawd, es decir de
chulo. Lleva razón, pero su frase nos confundiría si la tomáramos de­
masiado al pie de la letra. Una vez encontrado el calificativo justo, el
problema parece resuelto. El personaje parece enteramente definido
por sus t*ics más o menos «profesionales». Nos sentimos tranquilos y ja­
más nos preguntamos acerca de Pándaro o únicamente para repetir:
«Bueno, Pándaro es una especie de proxeneta», lo que es a un tiempo
verdadero y falso.
En la época de Shakespeare, el alcahuete erótico ya tenía una ex­
tensa historia literaria. En la farsa m edieval y en la sátira llam ada bur­
guesa, no es más que un vulgar proxeneta, un personaje cómico más
bien ,simple, de rasgos estereotipados, del que se encuentran bastantes
muestras en el teatro de Shakespeare. Sus servicios son remunerados y
consisten en procurar a los hombres mujeres de dudosa virtud. Su pa­
pel se lim ita a satisfacer deseos que ya existen.
Pándaro va mucho más lejos de este agente rudimentario. En lugar
de esperar tranquilamente al cliente, va a buscarlo a su casa e incluso
lo crea con la ayuda de los métodos que antes hemos estudiado. Es un
hombre de negocios que está al día y crea su propio mercado. Si por
una u otra razón el deseo de sus clientes disminuye, tiene m il recetas
para reanimarlo o para hacer nacer otro nuevo.
No se contenta con manipular nuestro deseo; simultáneamente,
manipula el de otra persona: la pareja que nos ha elegido y cuyo deseo
ha canalizado hacia nosotros. En el momento oportuno, se las inge­

195
niará para que los dos nos encontremos en la misma cama, y en una
casa que habrá elegido cuidadosamente. No escaparemos ni por un se­
gundo a su vigilancia de extraordinario voyeur. Es el que resuelve to­
dos los problemas, el que,- se ocupa de todo.
Por sí solo, representa todo un conglomerado de negocios en los
que la agencia de publicidad convive con la casa de citas, al igual que
con la agencia de prensa, la cual explota los aspectos violentos y eró­
ticos de la guerra de Troya para divertir al populacho. La industrializa­
ción del deseo está en marcha y Pándaro es una formidable profecía de
nuestro mundo.
Ya que el dinero evidentemente no le interesa, ¿qué motivación
puede tener? La respuesta es tan sencilla como aparentemente, paradó­
jica: Pándaro está enamorado de Cressida, y quizá también de Troilo.
Ha demostrado ser el único en sentir una pena sincera ante el anuncio
de la inminente partida de Cressida.
Pándaro jamás manifiesta abiertamente el amor que siente por su
«sobrina», pero algunas de sus reacciones no dejan lugar a duda. La más
reveladora se encuentra en la primera escena del acto III. Pándaro se
dirige al palacio de Príamo para liberar a Troilo de sus obligaciones en
la corte a fin de que pueda pasar la noche con Cressida. Paris podría
interceder en favor de su hermano menor, así pues Pándaro pregunta a
un paje dónde se halla el ilustre galán. El criado le contesta que su amo
no está solo, sino con:

la Venus mortal, elixir de la belleza, alma visible del amor.


(III, 1, 34)

Está claro que alude a Helena, pero/no menciona su nombre. Cuando


el criado se da cuenta de que Pándaro no lo entiende, se queda atónito.
Tanto entre los griegos como entre los troyanos, bastan en general dos o
tres fórmulas estereotipadas para que todo el mundo sepa de quién se está
hablando. Al enunciado de esas fórmulas, por poco concretas que sean, la
imagen de Helena acude automáticamente a los cerebros.
En otras palabras, para evocar a la mujer real basta un pequeño ra­
m illete de tópicos sacados de la retórica del «amor verdadero». Griegos
y troyanos reaccionán a este estímulo como perros de Pavlov perfecta­
mente adiestrados. Pándaro es una excepción. Se imagina que el criado
habla de Cressida:

¿Quién? ¿Mi sobrina Cressida?


CRIADO: No, señor, Helena.- ¿No pudisteis reconocérla por los atri­
butos que yo iba nombrando?
(35-36)

196
Pándaro está tan «mediatizado» como cualquier imbécil medio de
cualquiera de los dos ejércitos, pero por otra mujer. También él ha su­
frido su doma pavloviana, pero no exactamente la misma que todos los
demás:

- Dijérase, amigo mío, que no has visto a la señora Cressida.


(37)

Pándaro se ha empapado desde hace tanto tiempo del retrato deli­


rante que esboza de su «sobrina» en sus conversaciones con Troilo que
al domar a éste también se ha domado a sí mismo. Y éste es, como
siempre, el objetivo fundamental de la operación. Y ahora Pándaro
cree en Cressida tanto como los dos ejércitos creen en Helena. A decir
verdad, no se emborracha con sus propios discursos —las palabras no
tienen en sí mismas ese poder—, sino con su reflejo en los ojos de
Troilo y Cressida. Los dos jóvenes le devuelven el deseo que él ha he­
cho nacer en ellos, y es una vez más casi el mismo proceso que Ulises y
Aquiles definen en el curso de la conversación analizada en el capítulo
anterior.
Pándaro contamina a los demás con su propio deseo, y después se
contamina él mismo con el contacto de los deseos que acaba de susci­
tar. Cuanto más se instala el mal en él, con mayor entusiasmo lo pro­
paga, involuntariamente en un principio, después deliberadamente, pu­
driendo'círculos cada vez más amplios, al igual que esos toxicómanos
que se convierten poco a poco en revendedores a fin de poder seguir
drogándose.

El alcahuete por excelencia, Pándaro, es una configuración del de­


seo que se inscribe, como tantas otras, en la trayectoria del mimetismo
shakespeariano. Va más lejos que todas las demás, pero en el mismo
sentido y, pese a las apariencias, permanece estrechamente emparen­
tada con las anteriores.
Pándaro no es más que una de las numerosas variaciones sobre un
tema que recorre todo el teatro de Shakespeare, pero es la más singular
por ser la más extrema. Es la culminación de una enfermedad mimé-
tica que se agrava sin parar hasta Troilo y Cressida.
De una obra a otra, el mal no progresa de forma regular, pero la
tendencia es incontestable. A fin de entender por qué el deseo shakes­
peariano conduce ineluctablemente al personaje de Pándaro, por qué el
tentador involuntario se hace alcahuete consciente, hay que dirigirse,
una vez más, a los datos fundamentales del mimetismo.
Sabemos que, al contrario de lo que piensa Freud, el deseo extrae

197

l
de su experiencia un saber verídico. Pero el deseo se las compone para
soslayar y neutralizar esta verdad, lo que resulta cada vez más difícil a
medida que el saber crece y que sus consecuencias se hacen más te­
mibles.
En lugar de retirarse a la vista de sus fracasos, el deseo persevera,
pero, aguijoneado por la verdad, debe siempre radicalizarse, en otras
palabras, debe sumirse cada vez más profundamente en el abismo. A
cada etapa, necesita transformar el espantoso estropicio que acaba de
cometer en un nuevo modelo, en un nuevo punto de partida, en una
plataforma aún más tambaleante para el lanzamiento de empresas cada
vez más locas. Orsino comienza donde se han detenido sus predeceso­
res y Pándaro toma el relevo a Orsino,
Orsino sabe más que Valentín y su deseo es más estéril, más ab­
surdo. Pándaro sabe todavía más y su deseo es el más autodestructor de
todos: no se puede ii más lejos que él en el camino de lo grotesco.
El double bind mimético nos obliga a preferir los deseos contr aria­
dos por sus modelos. A partir de lo cual, el deseo, por una especie de
reducción demente, se une directamente a los modelos más contraria-
dores. Estos se inspiran cada vez más en el propio double bind, apor­
tando éste constantemente sus peores consecuencias en una definición
de lo que acto seguido será deseable.
Orsino sólo desea a Olivia porque está seguro de que jamás la po­
seerá. Los héroes precedentes se dedicaban realmente a conquistar a la
mujer de «su elección»; lo que no es el caso de Orsino. Así pues, este
deseo ya no es, concretamente, deseo de posesión; es deseo de aliena­
ción pura y simple, más próximo a Pándaro, por consiguiente, que el
de los héroes anteriores.
Orsino hace algo más que «resignarse» simplemente al hecho de
que Olivia jamás le pertenecerá; está incapacitado para desear otra
cosa. Pero si bien Olivia no debe pertenecerle nunca, tampoco debe
pertenecer jamás a otro hombre. Debe consagrar toda su existencia a la
idea romántica que él se formula de la no consumación de su amor por
ella. Se enfurece realmente cuando se entera de que el bello Cesario
(Viola) se ha revelado aún más seductor de lo que él había esperado.
Orsino pertenece a la inmensa cofradía de los alcahuetes involunta­
rios. Al igual que Pándaro, se abstiene ascéticamente de placeres que
perderían su carácter deseable si disfrutara efectivamente de ellos, pero
persevera en la idea de,que nadie debe disfrutar de esos mismos place­
res... En ese sentido, Orsino está más próximo a los personajes anterio­
res que a Pándaro: es un personaje de transición.
Pándaro lleva al extremo esa misma lógica. El hecho de privarse
del goce ya no le basta como desdicha; es preciso también que los de­
más posean lo que él jamás poseerá, preferentemente bellos y jóvenes

198
rivales al estilo de Troilo... Al prescindir del «prejuicio» supremo de la
posesión exclusiva, esa reliquia absurda del pasado, convierte el deseo
en algo más excitante y enloquecido que antes. Su locura tiene un mé­
todo: si el deseo ya no tiende a la posesión de su objeto, ¿por qué no
tender a la más radical desposesión?
Para emocionarse realmente, Pándaro necesita más que los seduc­
tores mensajeros de Orsino, más que el rival envidioso de Valentín,
más que la simple posibilidad de cornamenta, más que un eventual
violador a lo Tarquino. Lo que necesita es la realidad de todas estas co­
sas, y experimenta una necesidad tan imperiosa de ellas que no puede
abandonar su realización a las vías azarosas del mundo. Por dicho mo­
tivo él mismo se encarga de todo y planifica metódicamente su propia
humillación hasta el ú l t i m o detalle,
Antes que él, todos los personajes ya se tendían a sí mismos todas
las trampas en las que caían, pero jamás intencionadamente. Frente al
espectáculo de sus amantes en los brazos de otro hombre, no sólo se
sentían desolados sino sinceramente sorprendidos. Tanto como ellos
aturdidos, Pándaro se siente reflexivo y dueño de su propio destino.
«Voyeur» define bastante bien lo que es Pándaro, a condición de no
interpretar esta palabra en un sentido falsamente alegre y engañoso
que disimule su dimensión de celos angustiados. El v o y e u r u m o no es
en absoluto ese pasatiempo retozón cuya imagen intenta imponer nues­
tra cultura superpandarizada.
Pándaro no obtendría ningún «placer» de los amores de Troilo y
Cressida si al mismo tiempo no los «sufriera» al máximo. Mientras em­
puja a los dos jóvenes el uno hacia el otro, espera a cada instante y en
contra de toda esperanza que su «sobrina» le prefiera a todos los demás.
El «lastimero» alcahuete es la última encarnación erótica de un «al­
truismo» histérico que en nada se diferencia del « e g o í s m o » del deseo.
Los amantes más perversos son también los más románticos y su com­
portamiento innoble es la otra cara de su idolatría: «Qui f a i t l ’a n g e f a i t
la bete.»
Cuanto más sabe el deseo sobre sí mismo, y más anticipa y acoge
como cosas positivas los resultados del mecanismo que pone en mar­
cha, el de la rivalidad contrariada, más imita y premedita las conse­
cuencias más molestas de sus propios comportamientos, todo lo que,
en las fases anteriores, se producía de manera espontánea e inesperada.
El deseo se caricaturiza a sí mismo y el resultado lleva un nombre:
Pándaro.
Pándaro agrava los fracasos anteriores copiándolos lo más fiel­
mente posible. No existe solución de continuidad entre esta patología y
las etapas que todavía pueden considerarse «normales»: toda la trayec­
toria está programada desde el principio.

199
Si todos los personajes autodestructores creados por Shakespeare
pudieran reducirse a un solo e idéntico héroe que evolucionara en el
tiempo, ese arquetipo englobaría todas las configuraciones sucesivas,
las cuales hunden cada vez más profundamente sus raíces en la derrota
más vergonzosa, metamorfoseada en modelo del deseo siguiente, punto
de partida cada vez más enloquecido para victorias cada vez más impo­
sibles.
Para conocer los personajes de Shakespeare, hay que preguntarse en
qué punto del «programa» se interrumpe su deseo. La mayoría de ellos
no llegan al final del terrible recorrido; afortunadamente para ellos, se
quedan en el camino. Si perseveraran, acabarían por alcanzar a Pán­
daro; llegarían al punto en que la cumbre de lo deseable coincide con
la cumbre de la humillación, del fracaso y del sufrimiento.

No conviene exagerar, sin embargo, la soledad escandalosa de Pán­


daro y convertirla en un pretexto para minimizar la importancia de
este personaje tanto respecto a Troilo y Cressida como respecto al con­
junto del teatro de Shakespeare.
Si se niega tanto la continuidad entre Pándaro y sus predecesores,
hay que explicar su comportamiento por alguna esencia distinta que
seria la esencia del «proxeneta». Las esencias son cosas perfectamente
autónomas, distintas y separadas entre sí. Así pues, la esencia del pro­
xeneta no tiene nada que ver con la esencia del amante. ¿Acaso el
amante y el proxeneta no se hallan en las antípodas en lo que se re­
fiere a su actitud con las mujeres? La idea de esta heterogeneidad ra­
dical encuentra cierta confirmación en el propio Shakespeare, en el
hecho de que Pándaro y Valentín, como ya he indicado, no son su-
perponibles.
Si es posible ver en Valentín únicamente al amante y no darse
cuenta de que esa cotorra es «ya para siempre» un poco proxeneta,
debe ser posible de igual manera razonar inversamente sobre Pándaro,
en el otro extremo, y ver en él únicamente al proxeneta. Y si alguien
viene a decirnos que este tipo de proxeneta es «ya para siempre» un
amante, entonces nos encogemos decididamente de hombros y apela­
mos al «sentido común».
Lo que casi siempre esperamos de los personajes teatrales es que
pertenezcan a especies ,bien diferenciadas incomparables entre sí. Si
hay mezcla, todo se vuelve confuso y monstruoso.
Lo que Shakespeare nos muestra es la omnipresencia de la meta­
morfosis monstruosa. Su fascinación por los monstruos coincide con la
«deconstrucción» de las esencias separadas que, en su obra, se des­
prende de la interacción mimética. En la comedia que nos ocupa, Eros

200
aparece como un monstruo, y Pándaro compara su eclosión a la de una
«raza de víboras» (III, 1, 119), imagen extraída sin duda del Evangelio
(Mateo, 23, 33).
En el gesto ingenuo de V alentín ofreciendo Silvia a Proteo ya po­
demos vislumbrar algo de Pándaro, y la infamia de Pándaro está reco­
rrida por relámpagos de inocencia que recuerdan Los dos hidalgos de
Verana. El lamentable alcahuete está compuesto de los mismos ingre­
dientes que sus predecesores, pero sus proporciones están invertidas.
Pándaro es la prueba «viva» de que nuestro análisis mimético es exacto
desde el principio. Para entender bien lo que determina lógicamente
este apocalipsis del deseo, hay que reconocer en él el proceso dinámico
de una mimesi s siempre dispuesta a copiarse a sí misma.

En el mapa del deseo shakespeariano, todos los caminos llevan a


Pándaro. El lazo de parentesco entre el tipo inicial y el tipo tardío se
encuentra en el mismo interior de Troilo y Cressida-, se trata de la rela­
ción Pándaro/Troilo.
Troilo es un Pándaro en gestación. Comienza por «alabar» los m éri­
tos de los griegos en presencia de Cressida, lo que daña de manera ca­
tastrófica sus intereses de amante. Después, para agravar algo más la si­
tuación, «alaba» la belleza de Cressida al guerrero griego encargado de
recuperarla. Ya he dicho anteriormente que sería el método que hu­
biera seguido, si deseara realmente que Cressida le engañara con Dio-
medes. No se trata de una simple hipérbole, de una fórmula retórica;
es el futuro mismo del deseo, el pandarismo explícito del que Troilo es
la inconsciente prefiguración.
Shakespeare no es ciego a las similitudes de sus dos personajes. Pre­
tende mostrar que el más joven es tan competente como el mayor en el
mismo business: Consigue «vender» su amante a los griegos y los grie­
gos a su amante tan hábilmente como Pándaro le «vendió» Cressida a
él y él a Cressida en el primer acto de la comedia. Sin saberlo, Troilo es
el émulo de Pándaro; las cosas que no tenemos conciencia de estar ha­
ciendo son las que mejor hacemos.
El asombroso paralelismo de los dos hombres se precisa y se perfec­
ciona a medida que nos acercamos al desenlace. El Troilo del final ob­
serva fascinado los preliminares de la aventura amorosa que se anuda
entre Cressida y Diomedes. Es verdad que sufre enormemente, pero es
incapaz de alejarse de la escena: el ingenuo héroe del primer acto se
convierte ante nuestra mirada en un perverso voyeur. En el acto V, nos
damos cuenta de que Troilo ha recorrido una buena parte del camino
que lleva del proveedor involuntario al proxeneta consciente y orga­
nizado.

201
Si Troilo es un Pándaro en gestación, Pándaro, a su vez, es un
Troilo desencantado o, mejor dicho, un Troilo que intenta reencan-
tarse a sí mismo reproduciendo incesantemente la escena de su pri­
mera desilusión, con la vaga esperanza de que la solución sea dife­
rente.
En el fondo, esta pandarización de Troilo no tiene nada de sor­
prendente. Dos seres humanos que se imitan acaban por parecerse. Se
trata siempre, en suma, de la misma imitación. Y también de la ame­
naza de indiferenciación que se realiza a medida que el deseo avanza
hacia su «madurez»: de eso es de lo que habla Shakespeare y eso es lo
que pone en escena en cada una de sus obras.
Cressida es un ejemplo aún más claro de esta pandarización univer­
sal. Si reflexionamos una vez más en su estrategia, nos damos cuenta de
que la joven se vuelve en sus relaciones con Troilo una manipuladora
del deseo más diestra que el Pándaro del principio. Su mínima alusión
a los «griegos gozosos» es infinitamente más eficaz y elegante que todos
los fastidiosos ditirambos del tío respecto a la bella Helena. Si existiera
un premio Nobel de la pandarización, habría que otorgárselo a
Cressida.
Pese a todo lo que les separa, Troilo y Cressida se unen en la
misma evolución, fenómeno mayor de este universo, más allá de todas
las diferencias individuales. Al término de la obra, todos se pandarizan;
desde Ulises hasta Cressida, todos se dedican a dominar las fuerzas
contagiosas que reinan sobre el universo de la guerra, de la política y
de la sexualidad.
Toda la dinámica de la comedia marcha en el mismo sentido. Es
necesario darse cuenta de ello para medir la importancia simbólica de
Pándaro; éste representa la explicitación final del auténtico tema de la
obra: la reduplicación perversa de todos los deseos y su juego de antici­
pación respecto a los restantes deseos.

Pándaro se siente atraído por el teatro. Monta sin parar obras de su


cosecha; en ellas sólo interpreta los papeles secundarios y ridículos, un
poco como esos cineastas que hacen una aparición furtiva en cada una
de sus películas. Nada escapa a la mirada vigilante de este director de
altos vuelos. Es todo un teatro en sí mismo y muestra el inmenso
drama de la mediación universal, sin otro objetivo que su amargo goce.
Más allá de una determinada fase, reanimar o reconstituir un deseo
sólo es posible mediante su m ú e en abyme. La obra f u e r a de la obra que
Pándaro monta sin parar sólo puede existir en una obra teatral transfor­
mándose en eso tan característico de Shakespeare que es la obra en la
obra. Si todo Pándaro es una especie de dramaturgo, cualquier drama­

202
turgo es más o menos pandárico. Troilo y Cressida es una obra escrita y
puesta en escena por Pándaro.
Gracias a él, dos temas omnipresentes en Shakespeare se funden en
uno solo: por una parte, el deseo cada vez más «sadomasoquista» y tea­
tral; por otra, el propio teatro, cada vez más consciente de su natura­
leza mimética.
Está en la lógica de las cosas que la última palabra de esta obra co­
rresponda a Pándaro y se refiera a la contaminación mimética del tea­
tro, simbolizada por la enfermedad venérea. Ignorábamos hasta ahora
la sífilis de Pándaro, pero nos sorprende tan poco como en el caso del
Panurgo de Rabelais:

Buenos traficantes en carne humana, escribid esto en vuestros tapi­


ces pintados. Todos cuantos sois aquí del mismo palacio celesti­
nesco, llorad con vuestros ojos1 la caída de Pándaro, y si no podéis
llorar, lanzad al menos algunos gemidos, si no por mí, al menos por
los huesos que os hacen daño. Hermanos y hermanas en el oficio
de abrir y cerrar las puertas, de aquí a dos meses estará hecho mi
testamento. Ya lo estaría, si no temiera que algún ganso perverso
de Winchester se pusiera a silbar. Hasta entonces, voy a que me ha­
gan sudar y a buscarme los remedios, y llegado el momento, os le­
garé mis enfermedades.
(V, 10, 46-57)

Pándaro lega sus enfermedades a un auditorio totalmente com­


puesto de personas semejantes a él, en otras palabras, proxenetas, dobles
y copias de sí mismos, individuos llegados a la misma fase que él y de­
seosos de poner en escena sus propios deseos o, a falta de ello, de ver­
los puestos en escena por uno de sus iguales, los aficionados al teatro.
Cada vez que el teatro instala la enfermedad mimética en el escena­
rio, se produce un incremento de contaminación. El dramaturgo es
cómplice de las fuerzas del caos. Pándaro simboliza también el teatro y
a los que viven de él.
El público no frecuentaría el teatro, sobre todo para presenciar un
Troilo y Cressida, si no sintiera la misma predisposición al mal mimé-
tico que el propio Pándaro. El voyeurismo del espectador coincide con
el de Pándaro. El espectáculo más deleitoso es siempre algún deseo de­
sencadenado que arrasa la existencia de nuestros semejantes.
Troilo y Cressida es un desafío a la concepción catártica y aristoté­
lica del teatro. Su pesimismo no carece de relación con la desconfianza
platónica por los comportamientos miméticos en general y el teatro en
particular.

1. Astrana M arín elude aquí la alusión a la sífilis. (N. d e l T.)


203
Los grandes autores dramáticos, incluidos M oliere y Racine, tienen
más afinidades para los enemigos del teatro que para sus defensores. Su
genio implacable rechaza las simplezas de la idolatría cultural. El
mayor teatro solo ha florecido en los períodos en que provocaba des­
confianza y ostracismo. Creo que no es excesivo reconocer en esta obra
el auténtico teatro de la crueldad con que soñaba Artaud, pero que ja­
más pudo llevar a la práctica.

204
XVIII. «PÁLIDA Y COBARDE EMULACIÓN»
Troilo y Cressida

Acto I, escena 2: los jefes griegos se preguntan por qué la moral de


sus tropas está tan baja. A ojos del comandante supremo, Agamenón, se
trata de una prueba saludable que separará automáticamente el trigo de
la paja. Ve en ello:

lo que no es sino pruebas prolongadas del gran Júpiter para descu­


brir en los hombres la constancia persistente. No son los favores de
la Fortuna los que permiten reconocer la belleza del metal de esta
virtud, pues experimentados por esta piedra de toque, el valiente y
el cobarde, el discreto y el loco, el hábil y el ignorante, el fuerte y
el débil, parecen de la misma afinidad y parentesco; pero cuando
soplan el viento y la tempestad de su cólera, entonces la diosa en­
cargada de establecer las diferencias, armada de un harnero grande
y potente, criba a todos los hombres juntos, desecha todo lo que es
ligero, y sólo queda lo que tiene peso y consistencia, rico por su
virtud y sin mezcla.
(I, 3, 19-30)

La prueba diferenciará al débil del fuerte... El punto de vista de


Ulises es diametralmente opuesto: lo que engendran las situaciones crí­
ticas no es un incremento de diferencia, sino un déficit, una indiferen-
ciación catastrófica. El. pusilánime Agamenón enmascara su ineptitud
para actuar detrás de unos tópicos rimbombantes. Su teniente le re­
cuerda sin rodeos que toda esa crisis tiene por causa su falta de auto­
ridad:

Los derechos propios del mando no se han observado. Mirad:


cuantas más tiendas griegas se alzan ligeras sobre esta llanura, tan­
tas más facciones ligeras se levantan en ella. Cuando la del general
no es semejante a la colmena que debe servir de punto de reunión
a todos los forrajeros, ¿qué m iel puede esperarse? Cuando la distin-

205
ción de las categorías está enmascarada, la más indigna puede pare­
cer noble bajo la máscara.
(78-84)

El desorden y la confusión están a la orden del día. Inmediata­


mente después de esta primera alusión a la idea enigmática de «distin­
ción de las categorías» o «grado» (Degree), el orador se lanza a una di­
gresión espectacular pero no muy útil sobre el caos en el sentido
cósmico, el caos del que los cielos son a veces el teatro, de creer a los
astrólogos.
Tras haber evocado la revolución normal de los planetas alrededor
de un astro central —«el esplendoroso planeta, el sol»—, Ulises imagina
perturbaciones periódicas en el seno de ese magnífico orden:

Pero cuando los planetas vagan errantes en desorden, en una mez­


colanza funesta, ¡qué plagas y qué prodigios entonces, qué anar­
quías, qué cóleras del mar, qué temblores de tierra, qué conmocio­
nes de los vientos! Fenómenos terribles, cambios, horrores, trastor­
nan y destrozan, hienden y desarraigan completamente de su
posición fija la unidad y la calma habitual de los Estados.
(93-100)

Podríamos comparar esta tempestuosa introducción a la obertura


de una ópera, musicalmente unida a lo que sigue, pero puramente ape­
ritiva. El tema principal sigue sin estar definido.
Súbitamente, en medio de un verso, Ulises vuelve a poner los pies
en el suelo y comienza el verdadero discurso. Es una meditación sobre
el hundimiento violento de las sociedades humanas, sobre la disgrega­
ción del orden cultural. El caso del ejército griego no es más que un
ejemplo entre tantos otros:

¡Oh! Una empresa padece bastante cuando se quebranta la jerar­


quía, escala de todos los grandes designios. ¿Por qué otro medio
sino por la jerarquía, las sociedades, la autoridad en las escuelas, la
asociación en las ciudades, el comercio tranquilo entre las orillas
separadas, los derechos de primogenitura y de nacimiento, las pre­
rrogativas de la edad, de la corona, del cetro, del laurel, podrían
debidamente existir.? Quitad la jerarquía, desconcertad esa sola
cuerda, y escuchad la cacofonía que se sigue. Todas las cosas van a
encontrarse para combatirse: las aguas contenidas elevarían sus se­
nos más alto que sus márgenes, y harían un vasto pantano de todo
este sólido globo; la violencia se convertiría en ama de la debilidad,
y el hijo brutal golpearía a su padre a muerte; la fuerza sería el de­

206
recho; o más bien el derecho y la culpa, cuya eterna querella está
contenida por la interposición de la justicia, que establece su resi­
dencia entre ellos, perderían sus nombres, y así haría la justicia.
( 101- 118)

Grado, en inglés Degree, del latín Gradus, designa el peldaño de


una escalera o el escalón de una escala, una diferencia de nivel. En un
sentido más amplio, la palabra puede traducirse por rango, distinción,
discriminación, jerarquía, diferencia.
D egree es la «eterna querella» entre justicia e injusticia, el espacio
que debe existir entre lo permitido y lo prohibido para impedir que se
confundan. La justicia no es aquí un ejercicio de pura imparcialidad ni
la búsqueda de un equilibrio perfecto; es un desequilibrio de m odali­
dad fija, como todo lo que es cultural.
¿Qué relación existe entre, por una parte, la palabra «grados» en
plural —como en los diferentes «grados» del sistema de enseñanza o los
«grados» universitarios (que, en inglés, también se llaman de gr ee s) —y,
por otra, la palabra «Grado» en singular? Shakespeare quiere sugerir
que, en una determinada cultura, todas las diferencias singulares, todos
los grados concretos tienen algo en común, una especie de aire de fa­
milia: todos dependen, en su diversidad, de un único e idéntico princi­
pio —Degree con una D mayúscula, término que también podría tradu­
cirse por gradación—, el orden diferencial sobre cuya preservación se
basa no'sólo la estabilidad sino la misma existencia de los sistemas cul­
turales.
En todos los ámbitos, el principio del orden comienza fundamen­
talmente por encarnarse en una autoridad soberana: el «esplendoroso
planeta, el Sol» en los cielos, el rey en la tierra, Agamenón en el ejér­
cito griego. Pero, de la misma manera que el general puede dejar de ser
«la c o l m e n a q u e d e b e servir d e p u n t o d e r e u n i ó n a todos los forrajeros,
ocurre que los planetas «vagan errantes en desorden», y algo semejante
puede producirse en todas las organizaciones humanas.
La metáfora de un instrumento musical sugiere el concepto mo­
derno de estructura. En tanto que las diferencias entre las notas se
mantengan, la melodía sigue siendo reconocible, al margen de la ma­
nera como se interprete, de los instrumentos con los que se interprete
o de la clave utilizada o de las repeticiones, variaciones, amplificacio­
nes, etcétera.
Cuando una estructura pierde su centro, a la vez inmanente y tras­
cendente, las sustituciones y permutacicme§^se aceleran, pero eso es
sólo el comienzo de una larga anarquía. Cabe pensar que Troilo y Cres­
sida se sitúa en una fase más avanzada del proceso. Al contrario que
nuestros posestructuralistas, que nos dan a elegir entre estructuras cen-

207
iradas y estructuras descentradas, como si se tratara de dos concepcio­
nes incompatibles, la visión shakespeariana despliega una evolución
diacrónica de las primeras hacia las segundas, toda una serie de etapas
en dirección a una desestructuración más radical. Cualquier orden hu­
mano es local, especial y eminentemente perecedero.
La perorata de Ulises es cualquier cosa menos lo que en ella cree
reconocer la crítica tradicional: una banal variación sobre el tema de
la «Gran Cadena del Ser»: lo típico de esa cadena es su carácter inm u­
table y eterno, salvo que deje de responder a la definición del Ser en
el sentido metafísico y medieval. Como eslabón de esa cadena, o toda
una serie de eslabones, también el orden humano tiene un carácter
fundamentalmente inmutable; claro que puede ocurrir que el pecado
provoque algunas perturbaciones, pero nada que se parezca a la ex­
traordinaria desintegración, a la auténtica fisión nuclear descrita por
Ulises.
Creo que el uso que hace Shakespeare de la palabra D egr ee carece
de precedentes. Para encontrar una concepción mínimamente análoga,
mejor mirar hacia adelante que hacia atrás, en dirección, tal vez, al
Heidegger tardío que asimila la cuestión del Ser a la de la Differenz ais
Differenz.
«Desconcertad esa sola cuerda, y escuchad la cacofonía...» Todas las
formas anteriormente articuladas y jerarquizadas se convierten en so­
noras pero estériles oposiciones de semejantes; al estar fundadas única­
mente en diferencias, los valores espirituales y materiales pierden cual­
quier realidad, al igual que los grados universitarios, esa forma especial
de la, idea de Degree.
«Todas las cosas van a encontrarse para combatirse»: las entidades
antes diferenciadas ya no son más que dobles y no cesan de chocar
como al azar, sin objetivo auténtico, como una carga desestibada en un
barco víctima de la tempestad. La violencia ha destruido los objetos
que mil antagonistas se disputaban en un principio, las bazas de sus de­
seos, convergentes en tanto que miméticos, privando así a la lucha de
cualquier significado. Esas entidades que se enfrentan, esos dobles, ya
no son suficientemente significantes para merecer el título de «contra­
rias». Shakespeare las designa con la palabra más vaga del idioma,
«cosa», thing. Significar supone la presencia del principio diferencial
desvanecido. Sin jerarquía, sin Degree, no hay simbolización.
«El hijo brutal golpearla a su padre a muerte...» La crisis convierte
el parricidio en algo más o menos banal; sólo es una eventualidad cri­
minal entre otras. La razón por la cual los hijos llegados a la edad
adulta tienen mayores probabilidades de matar a sus padre que de ser
muertos por ellos es muy simple: son más jóvenes y más fuertes.
Contrariamente al parricidio freudiano, éste carece de significación

208
propia. Si pasamos revista a todos los ejemplos de discordia contenidos
en el discurso de Ulises, nos damos cuenta de que nos encontramos
con el tipo de conflicto que reaparece perpetuamente en Shakespeare.
No tiene su origen en las diferencias intelectuales, espirituales, etcé­
tera, donde los antagonistas intentan buscar inútilmente justificaciones
racionales y éticas, sino en la imitación recíproca del deseo.
La desintegración del Degree coincide con un desencadenamiento
de rivalidad mimética tan masivo que se parece como dos gotas de
agua a esas epidemias de peste cuya evocación es obligada en los cua­
dros apocalípticos que sugiere el discurso de Ulises. Las dos pestes —so­
cial y patológica—no se dejan diferenciar; son en sí mismas indiferen-
ciadas. El principio diferencial parece tener c o m o función ahuyentar la
rivalidad mimética. De vez en cuando, sin embargo, sucumbe a los v i­
rulentos ataques del mal que se suponía que prevenía.

El propio Ulises confirma esta interpretación en una conclusión de


una decena de versos que reformula en lenguaje puramente mimético
—aunque también específicamente shakespeariano y teatral— lo que
acaba de ser enunciado en términos más abstractos y filosóficos:

Gran Agamenón, cuando la jerarquía está ahogada, he aquí el caos


que sigue a su ahogo. Lo que caracteriza ese desprecio de la jerar­
quía''es el retroceder siempre un paso cuando se propone subir
siempre un escalón. El general es desdeñado por el que está un
grado por debajo de él; éste, por el siguiente; el tercero, por el que
le sucede; si bien cada grado, siguiendo el ejemplo del primero que
su superior importuna, es presa de la fiebre envidiosa de una pálida
y cobarde emulación.
( 125- 134)

Las últimas palabras son las más importantes. En la época isabe-


lina, la palabra inglesa emu lation es peyorativa y significa simplemente
rivalidad mimética; es el término más utilizado por Shakespeare para
designar este fenómeno, junto con «envidia», claro está, que también
figura en nuestro texto. Así o bajo la forma adjetivada de emulous,
emu lation aparece siete veces en Troilo y Cressida. Si pensamos en la
manera como Shakespeare ve la rivalidad mimética, entenderemos sin
esfuerzo por qué califica esta emulación de pá li d a y cobarde (palé a n d
bloodless): devora insidiosamente la sustancia de todo lo que toca y des­
pués sólo deja un caparazón vacío. Al comienzo, parece incrementar el
valor de los objetos deseados y su «fiebre envidiosa» enrojece las meji­
llas de todos los Troilos y de todos los Diomedes, de todos los Aquiles

209
y de todos los Ayax; pero es una fiebre consuntiva que acaba por ani­
quilarlo todo, incluidos los propios antagonistas tras destruir los obje­
tos que se disputan. Un poco de emulación dinamiza el espíritu hu­
mano; una dosis excesivamente fuerte lo destruye. El discurso de
Ulises es capital para el pensamiento trágico de Shakespeare y la pala­
bra emu lat ion expresa su quintaesencia. Va a continuación de otra ex­
presión reveladora, «siguiendo el ejemplo», que se aplica a todo el ejér­
cito y confirma una vez más el carácter mimético de la crisis.
A medida que Aquiles, Ayax y, a ejemplo suyo, todos los restantes
jefes intentan usurpar la autoridad superior, el comandante en jefe
deja de encarnar el D egree y el desdichado Agamenón cae pura y sim­
plemente en el ridículo. ¿Existe ambición más chaplinesca que la que
«hace retroceder siempre un paso [al ambicioso] cuando se propone
subir siempre un escalón»? Es como ver a un hombre absolutamente
inmóvil en una escalera mecánica cuyos peldaños escala furiosamente
a la velocidad exacta en que éstos descienden. Como la escalera me­
cánica baja constantemente, él acaba por hundirse. La jerarquía trans­
gredida acaba por caer sobre la cabeza de los transgresores.
El principio del Degree, o sea el orden cultural, trasciende la reali­
dad, pero de una manera radicalmente lim itada y frágil que no le
hace vulnerable al movimiento de las estrellas sino a los conflictos
humanos. Este principio no tiene más realidad que el respeto que ins­
pira. Si, en la cumbre, el respeto se convierte en falta de respeto, el
contagio es inevitable. El Deg ree no tarda en disolverse en el proceso
conflictivo definido por Ulises.
El Deg ree no es un auténtico dios; el Deg ree es impotente; el De­
g r e e carece de existencia real, tanto en el interior del mundo como
fuera de él, pero no por ello este principio evanescente funciona m e­
nos, muy objetivamente, como una divinidad, gratificando a las socie­
dades que le honran con los beneficios del orden y castigando a los
refractarios, ya que éstos se infligen a sí mismos, al transgredir el De­
gr ee , la violencia imparcial del desorden, las represalias espiroidales
de una rivalidad que se convierte en venganza universal y acaba por
destruirlo todo.
Lejos de ser una simple digresión, curiosa pero sin relación real con
la obra en que aparece, el discurso de Ulises es de una oportunidad ex­
traordinaria en el seno de Troilo y Cressida. Todos los episodios hacen
escénicamente visible lo, que describe el orador, el proceso de indiferen-
ciación activado por las rivalidades miméticas, a un tiempo causa y con­
secuencia de éstas; esto no sólo es cierto para la guerra de Troya en su
globalidad, sino para los troyanos entre sí, los dos amantes, las manio­
bras políticas, y el movimiento de conjunto de la obra; podríamos decir
que su dinámica del abismo coincide con la del discurso.

210
El D eg re e es más que el origen de cualquier significación estable,
más que un mecanismo de diferenciación: también es el principio de
la unidad entre los hombres, eminentemente paradójico porque tam­
bién es desunión, separación, distancia, jerarquía.
¿Cómo es posible que un principio de separación sea un principio
de unión? ¿Qué ocurre cuando la distancia se abóle entre los hom­
bres, cuando se aproximan demasiado los unos a los otros? Ocurre...
¡todo lo que Ulises acaba de evocar! ¿Cómo es posible? Veamos, pues,
si el autor propone una explicación.
En ausencia de Degree, existe proliferación de las rivalidades. En
su presencia, las rivalidades no quedan realmente borradas, pero sí
son menos destructivas. ¿Cómo se produce? ¿Hay que deducir de ahí
que el D e gr ee mantiene el deseo en un estado no mimético y espon­
táneo?
El ejemplo del ejército muestra que no es así. En el seno de un
batallón disciplinado, cada soldado sólo piensa en la promoción posi­
ble, con los ojos puestos en su superior inmediato: cada soldado toma
como modelo y guía a su comandante de unidad. Esta ambición es
una modalidad del deseo mimético. Lejos de ser reprimida, es estimu­
lada. Sin ella no podría existir excelencia militar.
Esa misma ambición, esa misma imitación, se vuelve «emuladora»
y destructiva en cuanto, sin estar autorizada a ello, intenta apoderarse
de la función, del gr ad o o del poder a los que aspira. Cualquier usur­
pación és contraria a las reglas y a la tradición militares.
Cuando la desobediencia se manifiesta en la cumbre, los inferiores
siguen el ejemplo que viene de arriba con la misma docilidad que de
costumbre, pero es un ejemplo de indocilidad. El orden y el desorden
adoptan los mismos canales y operan de idéntica manera. Cuando
«cada grado sigue el ejemplo del primero», de la parte superior a la
inferior de la escala del Deg ree puede propagarse tanto la «mala»
como la «buena» imitación.
Este lenguaje es engañoso si nos lleva a pensar que existen real­
mente dos tipos de imitación; en realidad, cualquier diferencia pro­
cede del Degree-, la imitación es «buena» en tanto que respete la sepa­
ración de los grados y su carácter distintivo, el espaciamiento
jerárquico.
Cuando comencé a estudiar el deseo mimético en la novela mo­
derna, necesité un instrumento conceptual para distinguir el deseo
mimético que engendra la rivalidad del deseo mimético que no la en­
gendra y me incliné por una metáfora espacial:

Hablaremos de med ia ci ón externa cuando la distancia es suficiente


para que las dos esferas de posibles cada uno de cuyos centros ocu-

211
pan el mediador y el sujeto no están en contacto. Hablaremos de
med i ac ió n int e r na cuando esta misma distancia es lo bastante redu­
cida para que las dos esferas penetren más o menos profundamente
la una en la otra.1

Mientras modelos e imitadores viven en mundos separados, no


pueden llegar a ser rivales, no pueden poner sus miras en los mismos
objetos. A partir del momento en que los dos mundos coinciden o in­
cluso se encabalgan, les resulta posible desear los mismos objetos; las
rivalidades miméticas son inevitables.
La escalera del D egree no está hecha para trepar por ella: cada pel­
daño es como un pequeño mundo separado en el interior del conjunto;
nunca es difícil bajar, pero la comunicación está más o menos blo­
queada en sentido ascendente.
Los ocupantes de los peldaños más bajos miran hacia arriba y casi
siempre toman a sus superiores por modelos, pero de manera pura­
mente ideal. Como sólo pueden elegir los objetos reales de sus deseos
en el interior de su propio mundo, cualquier rivalidad es imposible.
Los imitadores preferirían elegir los objetos de sus modelos que los
propios, pero el D e gree se lo impide. Mientras el príncipe vive, es de­
cir, mientras todo el mundo lo respeta, pasar por encima de sus reglas
parece imposible, e incluso impensable.
En el sentido del descenso, las prohibiciones superiores son menos
estrictas, casi inexistentes, pero tanto los peldaños superiores como los
inferiores desean de acuerdo con las ideas que se les inculca, y los infe­
riores parecen menos deseables que los superiores. Por ello, los mode­
los jamás son tentados a convertirse en imitadores de quienes los im i­
tan, y por consiguiente en rivales suyos.
Los intervalos establecidos por el principio de D eg re e no obstaculi­
zan el deseo mimético —pueden incluso estim ularlo—, pero sí sus conse­
cuencias conflictivas. Está claro que el lugar más vulnerable es la cima
y cualquier sistema estructurado por el principio de Deg ree tiende a de­
sintegrarse por arriba. El pescado comienza a pudrirse por la cabeza y
ése es el caso también del ejército griego.
De todas las sociedades posibles, un ejército es la más sistemática­
mente jerarquizada,' aquella cuyo mimetismo de obediencia es más ex­
plícito y visible. Así pues, es el marco ideal para mostrar cómo se opera
el paso de la mediacióji externa a la mediación interna. Eso explica
que, en la más didáctica y la más «teórica» de sus obras, Troilo y Cres­
sida, Shakespeare quisiera elegir el ejemplo de un ejército.
Un D e gr ee saludable se traduce en mucha mediación externa y muy

1. M e n s o n g e r o m a n t i q ue , p. 18.

212
poca interna o, mejor aún, ninguna en absoluto. A medida que el De­
g r e e pierde su fuerza, las mediaciones se aproximan y «se interiorizan»,
produciendo cada vez más una cantidad mayor de concurrencia mimé-
tica, acelerando con ello la desintegración cultural cuyo primer ataque
ha puesto en marcha la rivalidad.
El desmoronamiento de las instituciones tradicionales reduce a
cero su aptitud para canalizar el deseo en direcciones no competitivas.
Abre el paso al tipo de conflicto que Shakespeare y todos los grandes
trágicos no cesan de describir.
El concepto shakespeariano de Deg ree supone la metáfora espacial
que sustenta la distinción entre mediación externa y mediación in­
terna. Contiene muchas otras cosas, a menudo de gran importancia
también, pero la idea de una distancia no siempre «material» y en cam­
bio sí «espiritual» entre los modelos y los discípulos es tan crucial como
mal entendida. Creo que está en el centro del discurso de Ulises; se ex­
plícita en cualquier caso en los ocho versos dedicados a la destrucción
del ejército griego por la fiebre envidiosa de la emulation. V ienen des­
pués numerosos ejemplos en los que vemos a Aquiles y Patroclo imitar
y parodiar impúdicamente a Agamenón. Vemos también a Ayax y Ter-
sites imitar a Aquiles de manera satírica y competitiva.
El concepto shakespeariano de Degree no tiene nada que ver con
cualquier antigualla medieval que Shakespeare habría buscado con fi­
nes puramente decorativos. Se trata de un factor principal de su teoría
mimética. y, sea lo que sea lo que pensemos de esta concepción como
teoría social, verla como una digresión sin importancia es un error fa­
tal para la comprensión no sólo de Troilo y Cressida sino del teatro sha­
kespeariano en su conjunto. Es lo que ahora nos disponemos a mostrar.

213
XIX. «PARA TI TU PADRE HA DE SER COMO UN DIOS»
El su eño de u n a n oc he de ver ano

El desorden es un concepto carente de sentido salvo si se destaca


sobre el telón de fondo de un orden todavía inteligible. Para que las
ideas expuestas por Ulises puedan ayudar a nuestra comprensión de las
comedias, es preciso que su proceso dramático se desarrolle en las rui­
nas de alguna institución tradicional incapaz de perpetuar la mediación
externa que, en principio, antes conseguía.
Evidentemente, esta institución es la familia. A fines del siglo XVI,
la fam ilia seguía siendo básicamente patriarcal. Es decir que:
1) en su papel de cabeza de familia, se supone que el padre es el
modelo de una mediación externa más que el mero tirano del psico­
análisis y sus sucedáneos;
2) ese modelo ya no es imitado. El paso a la mediación interna es
una adopción de modelos más próximos a sus imitadores de lo que lo
es el padre.
En El su eño de u n a no ch e de ve rano , ambas proposiciones quedan
perfectamente explícitas. En la primera escena, el duque de Atenas,
Teseo, explica a Hermia que una hija debería ajustar sus deseos a los
deseos de su padre como si éste fuera una divinidad:

Ya sabes que para ti tu padre ha de ser como un dios. El fue el que


te engendró: a él se lo debes todo, incluso tu hermosura. Piensa
que eres como un trozo de cera que él ha moldeado1 y que, si lo de­
sea, puede deshacer.
(I, 1, 47-51)

Cuando Hermia todavía era incapaz de elegir por sí misma, sus pa­
dres elegían por ella y así es como fue «moldeada» por su padre. Ahora
que puede elegir, es obligada a desear voluntariamente lo que él desea

1. En la traducción francesa e m p r e i n t e , o sea «huella», palabra que encaja mejor


en el discurso de R. Girard. (N. d e l T.)

214
para ella. Una hija no debe contentarse con obedecer a su padre; debe
enamorarse del hombre que él ha elegido.
El concepto de «huella» tiene sin duda su importancia, pues apa­
rece por segunda vez. El padre de Hermia se queja de que Lisandro
haya «robado [a su hija] huella de su imaginación» (el subrayado es
mío). Egeo no ve en Lisandro un marido potencial para Hermia, sino
un usurpador del papel que corresponde al padre, un astuto manipu­
lador de las fantasías de su hija, un mediador ilegítim o de su deseo.
Los etólogos utilizan la palabra «huella» para señalar el fortísimo,
incluso indestructible, vínculo mimético que se establece al comienzo
de la vida entre los jóvenes cachorros y sus modelos adultos. El len­
guaje de Shakespeare participa de este esquema, siempre que precise­
mos que los seres humanos, contrariamente a los animales, no están
programados para toda la vida: una vez adultos, pueden rechazar la
huella original o bien asumirla de pleno grado.
Así pues, tanto en el caso de la fam ilia como en el del ejército
griego, el orden tradicional —D eg re e— no significa ausencia de deseo
mimético, sino su canalización en una dirección determinada por un
mediador legítimo, habilitado por el orden cultural.
No existe en esta obra deseo sin modelo. Si los jóvenes no eligen
el modelo que les asigna el principio de Degree, seguirán los capri­
chos de la moda; imitarán a amigos y conocidos, a Demetrio ayer, a
Lisandro hoy, y mañana tal vez al tercero en discordia.
Hermia rechaza la mediación externa, tiránica a sus ojos, en favor
de algo que se le antoja la libertad misma: su elección personal, autó­
noma, espontánea. Diríase que en el camino que la lleva a la felici­
dad y a la independencia no se perfila ningún obstáculo una vez eli­
minados los padres y sus sustitutos. Hermia, al igual que sus tres
amigos, está sometida á lo que hoy se denomina «la influencia de sus
iguales»; ha sustituido una modalidad especial de alienación por otra.
Ha sustituido el dios único relativamente plácido de la mediación ex­
terna por una multitud de diablillos extremadamente activos.
Hermia coloca el principio jerárquico patas arriba. No sólo se
niega a im itar a Egeo, sino que pretende que Egeo imite su propio
deseo:

Ojalá mi padre pudiera ver las cosas con mis ojos.


(I, 1, 56)

Es lo que se supone que un padre no debe hacer —desear con los


ojos de su hija—, pero parece que éste, desde hace bastante tiempo,
prácticamente es lo único que hace. Después de haber conseguido
arrebatar Demetrio a Helena, Hermia pronto se las ha apañado para

215
persuadir al anciano de que ratifique su primera elección; ¡y ahora le
exige que ratifique la segunda!
Egeo se niega. ¿Por qué? Se nos cuenta que, desde un punto de
vista estrictamente familiar, Lisandro es tan buen partido como Deme­
trio. ¿Por qué un padre habitualmente muy complaciente —tenemos la
prueba—actúa de repente como si se rebelara? ¿Se debe a alguna obsti­
nación senil? ¿Se trata de la famosa opresión paterna? ¿Hay que invo­
car la no menos famosa pulsión incestuosa con la que todos nuestros
críticos se relamen desde hace más o menos un siglo?
Shakespeare no es uno de nuestros gurús literarios y creo que lleva
otra idea en la cabeza. Lo que aquí sugiere, no sin m alicia, es que. al in ­
tentar convertir a su padre en una veleta, Hermia ha conseguido final­
mente encolerizarlo. Este caballero de la vieja escuela quiere respetar
la palabra dada a Demetrio. Esta vez Hermia ha ido demasiado lejos, y
su padre enarbola audazmente la bandera de la revuelta.
Lisandro aconseja entonces a Demetrio que se case con... el padre
de Hermia, el propio Egeo, ya que se entienden tan bien uno al otro.
Estos jóvenes son demasiado insolentes para sentir el temor del que se
creen invadidos. Cuanto más examinamos los hechos, menos verosímil
parece que Hermia sea víctim a realmente de alguna tiranía paterna. Si
en la historia existe un tirano, no es Egeo, cuyas seniles veleidades de
independencia no tienen la menor consecuencia, sino la propia
Hermia.
Nosotros mismos pensamos de una forma demasiado acorde con las
normas de Hermia para poder apreciar la ironía de El su eño de un a
noc he de verano . Nos resulta inimaginable que un autor de comedias
no cierre automáticamente filas, como un buen soldadito, tras el estan­
darte desplegado del deseo rey, del deseo dios, del amor auténtico, de
la sublime pasión romántica. A Shakespeare no le sorprendería en ab­
soluto nuestra incomprensión. Contrariamente a lo que se cree, la jerga
convencional era ya en su tiempo prácticamente la misma que hoy: el
deseo ya era casi tan puro, inocente, amigo de la paz,, como se supone
que es en nuestros días. La sátira shakespeariana de los tópicos es tan
discreta como implacable.
Si Hermia hubiera vivido en los años sesenta habría reivindicado,
como se decía entonces, el derecho a «hacer lo que le diera la gana».
En realidad, siempre está haciendo «lo que le da la gana» a un tercero:
obedezca o no a su padre, no ha dejado en ningún momento de «amar
lo que eligen otros ojos».
Si volvemos por un instante al juego de palabras al que dedicamos
el capítulo VIII, comprobaremos que juega con la ceguera casi univer­
sal de que es objeto la mediación interna y la tendencia poderosamente
reforzada por Freud de atribuir a la mediación externa, es decir a la fa­

216
m ilia, las molestas consecuencias de la más hipócrita de las dos. De ese
mecanismo de chivo expiatorio se burla Shakespeare haciéndole inter­
venir discretamente, es decir favoreciendo la mala lectura, la lectura
familiar, de «¡Oh, miseria!, tener que amar lo que eligen otros ojos».
Existen en El s u eño otros pasajes que sólo adquieren sentido a la
luz de la oposición entre mediación externa y mediación interna. Así
por ejemplo, las curiosas reflexiones de Hermia sobre su vida en Ate­
nas, el verde paraíso de los amores infantiles, que se metamorfosea en
«infierno» por la gracia milagrosa de su amor (aparentemente) idílico
con Lisandro:

¿Qué hay de malo en el amor,


que ha convertido el paraíso en un infierno?
(I, 1, 206-207)

Hermia habla, sin saberlo, del paso de una mediación a otra. Pre­
tende presentar este acontecimiento como una experiencia gloriosa y
placentera, pero los sufrimientos que de ahí resultan no la dejan en paz
y la verdad que se esfuerza en negar sale de su boca a pesar suyo.
Shakespeare consigue sugerir la diferencia entre mediación externa
y mediación interna con una fuerza y un humor incomparables. Y, sin
embargo, esta revelación pasa totalmente desapercibida. Los estudiosos
parecen incapaces de descifrar las señales miméticas que llenan la obra.
Lo más curioso es que los críticos que jamás leen realmente el texto
de Shakespeare son los mismos, por regla general, que no cesan de pro­
clamar la primacía del texto y su indiferencia a todo lo que pueda des­
viarles de él. Pregonan que la auténtica tarea del crítico es leer el texto,
todo el texto, nada más que el texto. Eso no les impide proyectar siem­
pre sobre Shakespeare sus propios prejuicios: los eternos prejuicios lla­
mados «modernos» en favor del deseo, los mismos, a decir verdad, que
los de los propios personajes.
Ya hemos observado que Los dos hidalgos de Verana era una come­
dia sobre la rivalidad mimética, pero esa obra, muy original, coexiste
con una banal historia de hija a quien su padre impide real y verdade­
ramente casarse con el hombre al que ama.
Esta primera comedia está dividida contra sí misma. El genio de
Shakespeare ya aparece en ella, pero las influencias literarias, tanto en
el fondo como en la forma, siguen siendo suficientemente fuertes
como para impedir que el autor prescinda del padre y reconozca en los
deseos rivales el único obstáculo real a la dicha de los amantes y al
triunfo del «amor auténtico».
El esquema a la italiana no es más que una variación sobre la comi­
cidad más utilizada del mundo occidental, incansablemente repetida

217
desde los griegos a nuestros días. Son innumerables las comedias que se
refieren al conflicto padres/hijos. Rarísimas, en cambio, las revelacio­
nes miméticas del calibre shakespeariano. La idea de que una media­
ción interna pueda alterar nuestra libertad de elección no tiene que ser
censurada: es una eventualidad en la que nadie piensa jamás.
La tradición es tan fuerte que, ni siquiera en una obra en la que ya
aparece su genio característico, Los dos hidalgos de Verona, Shakespeare
puede distanciarse por completo de ella. Su genio le lleva por un lado y
la tradición por otro. Shakespeare no consiguió liberarse de ella de
buenas a primeras y tuvo que volver a la carga varias veces.

C o m o El su eñ o es radicalmente mimético de cabo a rabo, desarrolla


el mismo proceso dramático que Troilo y Cressida, y lleva, por tanto, a
la misma indiferenci ación. Los cuatro amantes intentan incesantemente
singularizarse, pero sólo a través de caminos miméticos, y la uniformi­
dad conflictiva es su única recompensa. Lo que podían tener en un
principio de único no tarda en disolverse. Cuanto más avanza la obra,
más se desintegra su personalidad. En el paroxismo de la noche (acto
III, escena 2), los cuatro parten en busca de su yo perdido:

H ermiA: ¿N o soy tu Hermia y no eres tú mi Lisandro?


(III, 2, 273)

Si esta indiferenciación procediera de no sé qué deficiencia artística


o de una ineptitud para crear el tipo de personaje pintoresco y abiga­
rrado exigido por la tradición individualista de los siglos x i x y X X , el
autor se esforzaría en disimular esta insuficiencia: no llam aría la aten­
ción sobre ella, no la proclamaría, como hace; evitaría ver en la pér­
dida de id en ti d a d una broma graciosa, una broma soberbia gastada a
nuestros cuatro amantes por su propia vanidad mimética.
Ya hemos demostrado que (desenlace aparte) El su eño es paralelo a
Troilo y Cressida: es el paralelo del discurso de Ulises situado, como re­
cordamos, en el mismo lugar que en Troilo y Cressida, justo antes de
que el motor de la indiferenciación sobrepase su régimen máximo.
La gran escena del acto II, escena 1, entre Titania y Oberón es un
discurso sobre la noche de verano, es decir sobre una crisis del orden
diferencial muy análoga &la de Troilo y Cressida, aunque la palabra De­
g r e e no aparezca en ella, ni ninguna otra fórmula susceptible de resu­
mir su contenido. Titania no se lanza a una tirada sobre el sol y las es­
trellas, pero habla de algo equivalente, es decir, la luna, «soberana de
las inundaciones», y de un período de muy mal tiempo que habría pre­
cedido a la fiesta folklórica aquí celebrada —trátese del Día de Mayo o

218
de la Noche de Verano (el primero es mencionado en el texto, la se­
gunda sólo aparece en el título).
Es posible que este tiempo lluvioso no fuera inventado: los docu­
mentos de la época dicen que la primavera de 1596 fue anormalmente
húmeda, incluso tratándose de Inglaterra, lo que hace pensar que la
obra fue escrita en aquel año. Está claro que la fecha es importante,
pero es todavía más importante saber lo que Shakespeare pretende ha­
cer con todo ese mal tiempo. Y, claro está, lo convierte en un espejo
de lo que ocurre no sólo entre los cuatro amantes, sino también entre
todos los que permiten que el espíritu mimético y de rivalidad domine
las relaciones que mantienen mutuamente.
El tratamiento literario de la inundación simboliza lo que de peor
tiene el orgullo humano:

Por tu culpa el viento, cansado de soplar en vano,


ha absorbido del mar
nieblas contagiosas que, al caer sobre la tierra,
han vuelto orgullosos los ríos
y éstos han desbordado sus cauces.
(II, 1, 88-92)

Los ríos en cuestión muestran tanta suficiencia y están a tal punto


hinchados de orgullo que pierden la autonomía lim itada pero real de
que disponen en tiempo normal. En su empecinamiento por superarse
entre sí, salen todos de su cauce, en un mismo momento, en perfecto
acuerdo, para desaparecer todos ellos por esta misma razón en la in ­
mensa y «funesta mezcla» de su confluencia fatal: no formando otra
cosa que un único lago, habiendo destruido ellos mismos la identidad
diferenciada que intentaban acentuar. Una vez más, la rana quiere ser
tan grande como el buey.
Este equivalente acuático de la «pálida y cobarde emulación» po­
dría servir de metáfora a Aquiles y a Ayax, o también a Troilo y Cres-
sida, así como, en el propio Sueño, a las gracias de los cuatro amantes,
que producen, lo impersonal y lo anónimo a fuerza de buscar la dife­
renciación, al igual que los ríos enloquecidos de Titania entregados a la
desaparición por exceso de deseo mimético.
En las aldeas de los contornos, la poderosa tormenta ha llegado a
borrar las marcas y las huellas grabadas en el suelo por la propia cul­
tura inglesa:

Los rediles están vacíos; los campos, inundados,


y los cuervos se atracan de ganado muerto;
el barro cubre los c a m p o s d e j u e g o

219
y la maleza ha enterrado los jardines ingeniosos.
(96-100)

En estos versos, Shakespeare ha conseguido «simbolizar» de manera


soberbia la pérdida de cualquier simbolización, la desaparición de las
diferencias culturales; expresa de manera más poética e «im aginativa»
la idea formulada por Ulises respecto al Degree «enmascarado», olvi­
dado, borrado, escamoteado.
Aquí el principio diferencial queda ahogado por un diluvio bíblico
en miniatura. Se trata de un tema mítico privilegiado, al igual que su
contrario, la sequía. En ambos casos, los objetos pierden su especifici­
dad, sea por disolución, sea por sequedad. En la inundación, el mundo
también desaparece bajo la lisa superficie de las aguas y las diferencias
dejan de ser visibles por un tiempo.
En la tirada de Ulises, el agua desempeña un papel mucho menos
importante, pero no inexistente, y como ocurre frecuentemente en las
obras de madurez, el tema reaparece el tiempo suficiente para perm itir
al poeta resumir todo lo que de él decía en la obra anterior:

Las aguas contenidas


elevarían sus senos más alto que los márgenes
y harían un vasto pantano de todo este sólido globo.
(I, 3, 111-113)

Shakespeare tiene una extrema habilidad para conceder sentim ien­


tos humanos a los fenómenos naturales y sus metáforas predilectas re­
cuperan casi siempre temas mitológicos. No se lim ita a los mitos grie­
gos y clásicos, sino que busca en el folklore inglés e incluso en la
mitología mundial. Cuando la desconoce llega a reinventarla. Este po­
der estético es inseparable del íntimo e incomparable saber que posee
de todo lo relacionado con la significación humana y conflictiva de la
naturaleza en el mito. Se siente tan a sus anchas con los grandes símbo­
los míticos tradicionales, todos ellos metáforas de la crisis mimética,
como si él mismo hubiera escrito las leyendas originales.
Se alude también a determinadas complicaciones miméticas en la
cumbre de las jerarquías humanas y míticas, ¡y tanto unas como otras
son como tales completamente indiferenciadas! Titania acusa a Oberón
de tener una aventura con Hipólita y Oberón le devuelve una acusa­
ción simétrica. Mírese por donde se mire, las simetrías miméticas do­
minan y todo designa a la mimesis como responsable universal de todos
los desórdenes.

220
Hay que decir que tanto en El sueño como en Troilo y Cressida la
indiferenciación es algo más que una idea poética. Triunfa tanto en la
intriga global como en la más ínfima peripecia, e incluso en simples
imágenes que, a primera vista, parecen puramente decorativas. La in­
diferenciación es la sustancia misma del drama o, si se prefiere, su in-
sustancialidad; es algo que el propio autor subraya para atraer nuestra
atención sobre este fenómeno extraño y ofrecerlo a nuestra reflexión.
Esta convergencia entre tema y estructura revela una vez más hasta
qué punto posee Shakespeare el don de explicar lo que hace a medida
qu®.. lo va haciendo, y siguiendo unos caminos cuya fuerza teórica es
tan notable como su riqueza poética.
La noche de verano es una versión menos siniestra del fenómeno
descrito por Ulises; existe crisis del Degree, pero a menor escala, y el
caso es más benigno, más moderado, y acaba bien.
Pese a las diferencias de decorado, de atmósfera, de lenguaje, el re­
sorte dramático es el mismo: las dos obras son máquinas de indiferen-
ciar. En cuanto el Deg re e flaquea, la mediación se vuelve interna y las
rivalidades se hacen infernales, acelerando la desintegración cultural
cuyo primer germen desencadena.
¿Estas correspondencias están limitadas a El su eño de u n a noch e de
ve r an o y Troilo y Cressida? Ahora veremos que no es así y que reapare­
cen en todas las obras de Shakespeare.

221
XX. «LAS CONTRARIAS ANARQUÍAS»
Timón de Atenas

La crisis del De gree está presente en todas partes y es fácil entender


por qué: el arte dramático necesita conflictos muy intensos; en Shakes­
peare, los conflictos humanos adoptan la forma de la rivalidad mimé-
tica; la rivalidad mimética procede de la mediación interna; la m edia­
ción interna sólo prolifera en una sociedad en vías de «indiferencia­
ción». El proceso cómico/trágico por excelencia no es otro que el
círculo vicioso de la «desestructuración» o de la «desimbolización» que
siempre coincide con la pérdida del orden diferencial (Degree).
Hemos llegado a esta conclusión basándonos única y exclusiva­
mente en los textos. Cabe suponer que las concepciones de Shakes­
peare tienen su origen en parte en su «temperamento», en parte en su
bagaje cultural y su conocimiento de los textos antiguos, y finalmente
en la realidad social en la que se hallaba inmerso. Todas estas influen­
cias debieron de jugar su papel, pero, para entender su crisis del De­
gre e, no es necesario saber lo que el autor pensaba a título personal de
las transformaciones de la sociedad inglesa de su época.
No pretendo sugerir que esta última cuestión carezca de importan­
cia o que el arte de Shakespeare sea ajeno a su respuesta. Afirmo única­
mente que existe en la obra una lógica interna cuyos hilos es posible y
necesario desentrañar independientemente de cualquier consideración
histórica, social, política, por no decir psicológica.
Si es cierto que Shakespeare, como pensador, permanece siempre
fiel a sí mismo, cabe esperar que encontremos en otras obras tiradas
análogas a las de Ulises o Titania. Esta expectativa no se ve de­
fraudada.
De todas las versiones del discurso sobre el Degree, la más próxima
a la de Ulises, tanto por su contenido como por su extensión, es el mo­
nólogo en que Timón despotrica sobre Atenas mientras sale de la ciu­
dad y se dispone a vivir como un eremita lejos de sus aborrecidos com­
patriotas:

222
¡Déjame que te mire todavía! ¡Oh tú, muralla
que rodeas a esos lobos, húndete en la tierra
y no protejas más a Atenas! ¡Matronas, volveos impúdicas!
¡Padres, que se cambien vuestros hijos en desobedientes! ¡Esclavos
[y payasos,
arrancad de sus asientos a los graves senadores de arrugas
[venerables
y gobernad en su puesto! ¡Banqueros en quiebra, manteneos firmes,
y antes de pagar vuestras deudas, sacad vuestros cuchillos
y cortad la cabeza de vuestros prestamistas! ¡Criados de confianza,
[robad!
¡Vuestros sesudos amos son unos ladrones de mangas anchas
que saquean con la autoridad de la ley!
¡Corred a los lupanares públicos, jóvenes vírgenes,
y hacedlo a la vista de vuestros padres!
¡Sirvienta, entra en el lecho de tu amo:
tu ama pertenece al burdel!,
y hacedlo a la vista de vuestros padres.
¡Hijo de dieciséis años,
despoja al viejo cojitranco de tu padre de su muleta aforrada
y sírvete de ella para saltarle los sesos! ¡Que la piedad, el temor,
la religión hacia los dioses, la paz, la Justicia, la verdad,
el respeto de la familia, el descanso de las noches, las relaciones de
[vecindad,
la instrucción y los modales, los cultos, los oficios,
las jerarquías [degrees], las tradiciones, las costumbres y las leyes,
se desvíen en las contrarias anarquías,
y reine la confusión! ¡Plagas que atacáis a la Humanidad,
amontonad vuestros contagios patentes e infecciosos
sobre Atenas, madura para vuestras pestes! ¡Fría ciática,
tulle a nuestros senadores a fin de que sus piernas cojeen
tan fuertemente como cojean sus costumbres! ¡Licencia y lubricidad
deslizaos en las almas y en las médulas de nuestros jóvenes,
con objeto.de que puedan luchar contra la ola de la virtud
y ahogarse en el libertinaje! ¡Sarnas, úlceras,
esparcios sobre todos los senos atenienses y llevad a ellos la
[siembra
de una lepra general! ¡Qué el aliento infecte al aliento,
para que su sociedad, como su amistad, no sea
más que veneno!
(IV, 1, 1-32)

También aquí, distinciones y diferencias se hunden en «el desvío

223
de las contrarias anarquías» junto con, a fin de cuentas, el final de toda
vida moral, religiosa, social, cultural y política. Ni siquiera la salud
queda a salvo: la violencia triunfa en todas partes. La diatriba de Ti­
món tiene algo de grotesco que, en cierto modo, casa mejor con la at­
mósfera general de Troilo y Cressida de lo que lo hace la épica majestad
de Ulises. Imaginamos perfectamente el discurso de Timón en boca de
Tersites.
Las frases de Timón también tienen algo que recuerda vagamente
El sueño de una noche de verano. No se trata, claro está, del lenguaje,
sino de la idea de un individuo que abandona su Atenas natal y el tu­
multo que la agita para buscar un vasto espacio sin civilizar donde
pueda, al igual que los cuatro amantes de El sueño, mostrar su ira sin
hacer demasiado daño a su alrededor.
Por muy espectacular que sea, esta gran tirada no c o n s t i t u y e el me­
jor ejemplo de lo que buscamos. La extraordinaria correspondencia que
hemos observado entre los dos primeros discursos y las obras donde
aparecen no se encuentra aquí, en todo caso no en la misma medida.
Timón de Atenas no es una formalización teatral de la indiferencia-
ción mimética y de la desimbolización conflictiva en el sentido en que
lo eran las obras maestras anteriores. Aparte de algunos fragmentos
brillantes, en esta obra la complejidad de las paradojas miméticas cede
el paso a una sátira moral más lineal y banal.
Contrariamente a los de Ulises y Titania, el discurso de Timón se
integra difícilmente en la obra donde aparece. Por una parte, carece de
la profundidad teórica de los otros dos discursos y, por otra, no tiene la
misma pertinencia dramática. Ambas cosas van unidas. No sin razón,
Timón es un hombre encolerizado, pero su discurso refleja su estado de
ánimo individual y no un estado de la sociedad, del que cada peripecia
de la obra ilustraría algún aspecto. Desvanecida, por consiguiente, la
definición genial del Degree, desvanecido el tema formidablemente
original de un principio trascendente, pero acabado el orden cultural
susceptible de disolverse en una crisis cuya marcha está predetermi­
nada por la naturaleza misma del principio. La palabra «d e g r e e » reapa­
rece, pero sólo en plural: ya no desempeña el papel singular que le co­
rrespondía en Troilo y Cressida.
El discurso de Timón no es más que una aspiración personal, una
maldición impotente. No está lejos de representar aquello a lo que mu­
chos críticos reducen equivocadamente el discurso de Ulises, o sea una
digresión más o menos gratuita. Así se explica que, pese a su elocuen­
cia, la diatriba dé la impresión de no acabar nunca, lo que no ocurre,
aunque sean más extensos, con los discursos de Ulises y Titania. La
fuerza verbal de Shakespeare permanece intacta, pero por sí sola no
basta para garantizar la grandeza de una obra literaria. Aquí lo vemos

224
claramente. Parece que Timón sea una obra sin terminar, probable­
mente la últim a de las tragedias de Shakespeare. Es posible que refleje
cierto cansancio con relación al género. En la obra shakespeariana
existen mejores ejemplos de lo que buscamos, aunque la situación es di­
ferente en cada caso. Examinaremos algunos de ellos.

En J u l i o César, el discurso de Casca tiene como objeto la crisis de


las diferencias pero no se parece al de Ulises. El hombre es supersti­
cioso, en todas partes ve signos y presagios sobrenaturales, no dice
nada en cambio de lo que realmente importa, es decir, la disgregación
cultural. No obstante, la pérdida de las diferencias está presente en esta
obra, y de manera sorprendente, especialmente en los primeros versos;
en ellos los dos tribunos reprochan al pueblo que haya acudido al Foro
sin los signos exteriores de sus profesiones, olvido que le convierte en
una multitud indiferenciada:

¡Fuera! ¡A casa, holgazanes! ¡A casa!


¿Es fiesta hoy? ¿No sabéis los artesanos
que no debéis andar en día de trabajo
sin el distintivo de vuestra profesión?
(I, 1, 1-5)

En lúgar de vestir sus ropas de trabajo, esos obreros van endomin­


gados. Se han tomado el día libre para ir a ver al César y aplaudir su
triunfo, cuando, según los tribunos, deberían llevar luto. Están en un
mal lugar, en un mal momento, por un mal motivo, y hacen lo contra­
rio de lo que deberían hacer.
Esos romanos no son soldados, pero su organización se asemeja a la
del ejército y su falta a la tradición no deja de recordar a Ulises y su
concepción, del desorden en el ejército griego: es el mundo al revés, la
abolición del Degree. Y éste es exactamente el tema de la obra, el hun­
dimiento de las instituciones republicanas en vigor desde hace varios
siglos.
En Troilo y Cressida, el autor aísla y define los múltiples aspectos
de la crisis independientemente del ejemplo que ilustra. En J u l i o César
no procede así: respeta la historia tal como. Plutarco la transmite. Sus
personajes se comportan como «romanos»; y, sin embargo, Shakespeare
lo lee todo a la luz de una visión que ya es la de Troilo y Cressida,i la
misma que Ulises expresará de manera más acabada, más filosófica.
Hamle t nos propone otro enfoque de la misma visión. El orden
cultural también se deshilacha en esta obra, y de la más extraña de las
maneras. La indiferenciación desempeña en ella un papel primordial,

225
pero esta vez no existe la menor disertación explícitamente dedicada a
los aspectos humanos o sobrenaturales de la crisis.
Eso no quiere decir que estos aspectos estén ausentes, ni mucho
menos, pero la manera como son tratados es tan perfecta que desa­
parecen, por decirlo de algún modo, en el texto; están tan maravi­
llosamente integrados en él que ya no existen como tema diferen­
ciado.
Me atrevería a decir que hasta los aspectos sobrenaturales adquie­
ren vida en la escena del espectro. En lugar de enumerar simplemente
los signos y los presagios, Shakespeare los pone directamente en es­
cena: el fantasma del padre es un auténtico personaje. Lo mismo ocu­
rre con los aspectos institucionales y relaciónales; también ellos se inte­
gran en la acción dramática un poco de la misma manera que en J ul io
César, pero todavía con mayor profundidad evocadora.
En la primera escena, Marcelo pregunta sobre los febriles prepara­
tivos de guerra que agitan Dinamarca:

que me diga
quien sepa por qué al filo de la noche
hay una centinela tan estricta;
tanto fundir en bronce de cañones
y ese bélico acopio de pertrechos;
esa leva sin fin de calafates
trabajando s emanas sin domingos.
¿Qué causa tan forzada diligencia
que c o n f u n d e las noches con los días?
(I, 1, 70-78; las cursivas son mías)

Tanta es la prisa que se obliga a los daneses a no parar de trabajar,


o sea a trabajar veinticuatro horas diarias los siete días de la semana.
En ningún momento la totalidad de la comunidad puede dedicarse a la
vez al trabajo, al reposo, o a la oración, ni siquiera el domingo: una ley
fundamental de la cultura humana se ve así pisoteada.
La alternancia de los períodos festivos y no festivos, del tiempo de
trabajo y el tiempo de reposo, es una ley fundamental de cualquier so­
ciedad. La polémica entre Dinamarca y Noruega ha abolido incluso las
diferencias temporales más sagradas.
En J u l i o César, el tiempo reservado al trabajo se ha convertido en
vacaciones; en Hamlet, se produce lo contrario; en realidad, se trata de
la misma transgresión o, mejor dicho, de una versión aún más radical y
más moderna de esa transgresión. Nuestras propias revoluciones indus­
triales, políticas y militares han generalizado el fenómeno descrito por
Marcelo. Lo que Shakespeare revela aquí es la «inquietante extrañeza»

226
de una práctica tan habitual a nuestros ojos que ya nadie le presta
atención.
¿Por qué esa histeria guerrera en Dinamarca? De creer a Horacio,
el conflicto que amenaza es la consecuencia directa de una historia que
enfrentó al padre de Hamlet y al difunto rey de Noruega, ambos «agui­
joneados por la más orgullosa emulación». En otras palabras, padecían
un acceso de rivalidad mimética, y este mal pestilente se ha transmi­
tido contagiosamente, automáticamente, a sus dos sucesores, el joven
Fortinbrás en Noruega y Claudio en Dinamarca.
Sorprende a primera vista que Claudio comparta con tanta rapidez
y tanto ardor los feos asuntos del hermano que acaba de asesinar. Ca­
bría suponer que tiene problemas más urgentes que resolver. Pensán­
dolo bien, sin embargo, nos damos cuenta de que todo está dentro del
orden o, mejor dicho, dentro del desorden perfectamente previsible.
Después de casarse, por mimetismo fraterno, con la mujer de su víc­
tima, y de apoderarse de la totalidad de su reino, Claudio, en buena ló­
gica, debe asumir todas las rivalidades de su rival. Su vida no es otra
cosa; este político nato se instala en la política de su predecesor y mo­
delo como pez en el agua.
Por consiguiente, en Hamlet prevalece la indiferenciación, que tiene
al orgullo por padre y a la rivalidad por madre. Esta crisis de Dinamarca se
desarrolla de mil y una maneras, todas ellas admirables (mencionaré algu­
nas en un capítulo separado dedicado a esta obra), pero no es tan inm edia­
tamente; explícita como las crisis de El su eñ o o de Troilo y Cressida.
No podemos dar un nombre a la enfermedad de Dinamarca, y esta
imposibilidad confiere a la crisis mimética algo de insidioso y de turba­
dor que anuncia el siglo XX. Noche de Epifanía nos ha demostrado que
Shakespeare sabe callarse cuando el silencio compensa. Ese silencio,
que Ingmar Bergman ha intentado reproducir en algunas de sus pelícu­
las, incorpora a Hamlet una dimensión de angustia totalmente ausente
en El sueño de u n a noch e de v er ano e incluso en Troilo y Cressida.
La crisis shakespeariana siempre es la misma, pero el acento varía
según las obras. En el caso de Hamlet, recae fundamentalmente sobre
el tiempo. La verdadera «teoría» de este tema se encuentra en la trage­
dia, pero reducida a las cinco palabras de la famosa verificación: «El
tiempo está dislocado» (Time is out o f j o in t) . Lejos de ser una nebulosa
reunión de palabras destinada a provocar un estremecimiento mera­
mente estético, esta expresión describe con lucidez lo que ocurre en la
obra: la incapacidad general para respetar los plazos adecuados en los
asuntos humanos, la ausencia, por ejemplo, de un intervalo conve­
niente entre la muerte del viejo rey y el nuevo matrimonio de su mu­
jer. Las articulaciones del tiempo han desaparecido.
Este estado de cosas no debe ser definido como específicamente

227
shakespeariano en el sentido en que Georges Poulet y otros entienden
la experiencia subjetiva del tiempo. Se trata fundamentalmente de un
fenómeno social: las diferencias tradicionales ya no son observadas; se
trata del aspecto temporal de la crisis que conocemos perfectamente, el
hundimiento del Degree.
Por muy simple que sea este principio, sus consecuencias son innu­
merables y universales. Cuando el tiempo deja de estar dominado,
puede dar a veces la sensación de una extraordinaria aceleración y
otras la de una interminable lentitud. En determinados momentos, el
tiempo del héroe parece tan fluido y continuo como el de Bergson; en
otros momentos, se fragmenta en una multitud de instantes distintos,
como en Descartes.
Todas estas experiencias del tiempo parecen excluirse; cada una de
ellas se pretende única a su manera; no conviene tomar sus pretensio­
nes al pie de la letra. Nada le gusta tanto al frenesí mimético como lo
«único»; nuestra experiencia personal del tiempo se convierte en una
especie de depósito al que, en sus desesperados esfuerzos por llenar el
vacío de sus conflictos interminables, los dobles acuden ávidamente en
busca de improvisadas singularidades: así pues, cada individuo debe ex­
hibir su tiempo estrictamente personal, o tal vez «personalizado», a fin
de diferenciarse de todos los demás. Shakespeare desmitifica de ante­
mano esta idea de lo único creando un personaje, Hamlet, que, dentro
de una misma obra, vive la experiencia de varios tiempos que a veces
pasan por mutuamente incompatibles.

La crisis del D egree es omnipresente en la obra de Shakespeare y


adopta en ella formas muy diversas. La ejecución del poeta puede ser
tan ligera y tan rápida que la disonancia de la cuerda diferencial se per­
ciba muy poco, o nada en absoluto. Al igual que en el arte moderno, la
ausencia de armonía puede convertirse en armonía superior, aparecer
como un efecto poético «gratuito», un poco a la manera de las estéticas
modernas. En el teatro shakespeariano, la ruptura de armonía remite
siempre a alguna interacción dedobles y al hundimiento de una dife­
rencia provocada por el esfuerzorealizado para acentuarla.
Uno de los signos preferidos de esta indiferenciación es el fundido
casi impresionista del mar y el cielo, en Otelo por ejemplo:

Entre el cielo y el océano...

Hasta que no distingamos •


entre cielo y océano.
(II, 1, 3, 39-40)

228
En el momento más crítico de Cuento de invierno, aquel en el que
la muerte causa estragos, justo antes de que se renazca a la vida, el
payaso observa:

He visto dos espectáculos así, por mar y por tierra. Pero no debo
decir que sea mar, porque ahora es el cielo: entre el firmamento y
él, no podrías meter una punta de alfiler.
(III, 3, 83-85)

Es imposible, en el espacio de este libro, hacer justicia a todos los


aspectos de la indiferenciación shakespeariana. Antes de pasar a otro
tema, me gustaría evocar, sin embargo, una última meditación sobre el
D egre e y su crisis, la que aparece en El rey Lear.
Se trata, una vez más, de un discurso perfecto. Es más largo, natu­
ralmente, que todo lo que puede encontrarse en Hamlet o en las demás
obras sin «discurso», pero mucho más breve que las tiradas de Ulises,
Titania o Timón. Su moralismo y el hecho de que esté en prosa le
otorgan cierta singularidad, pero no por ello deja de pertenecer, en
muchos aspectos, a la categoría que ha retenido inicialm ente nuestra
atención, la de los grandes discursos en verso. Las notas astrológicas de
las primeras líneas tienen un aspecto casi ritual; aparecen ahí, admira­
blemente condensados, todos los ingredientes principales de un tema
cuya importancia y unidad la crítica desconoce:

Estos recientes eclipses en el sol y la luna no nos anuncian ningún


bien. Aunque la sabiduría del instinto pueda razonarlo de una
forma u otra, la naturaleza misma se encuentra azotada por los
efectos que le siguen. El amor se enfría, la amistad cesa, se enfren­
tan los hermanos. Motín en las ciudades; en los campos, discordia;
en los palacios, traición; y el vínculo se rompe entre el hijo y el pa­
dre [..,]. He ahí el hijo contra el padre; el rey se aparta de la v íá na­
tural: he ahí el padre contra el hijo. Hemos visto pasar lo mejor de
los años. Intrigas y traición y todos los desórdenes perniciosos nos
siguen turbulentos hasta nuestra tumba.
(I, 2, 96-106)

El que habla, Gloucester, tiene dos hijos: uno legítimo, Edgar, otro
ilegítimo, Edmond. Este último acaba de contarle que Edgar es un
traidor, cuando en realidad es él, el bastardo, quien traiciona a su pa­
dre, pero Gloucester rse deja engañar.
El padre no se da cuenta de que es, como el propio Lear, una ilus­
tración perfecta de su propia perspicacia. Al igual que muchos profetas,
mezcla de manera paradójica ilusión y lucidez, por otra parte de la

229
misma manera que su interlocutor, el siniestro Edmond: en la misma
medida en que éste tiene conciencia de que su padre se engaña sobre
muchos puntos, es incapaz de percibir la verdad del discurso que acabo
de citar, en la medida exacta en que es su propia verdad. Cada cual,
como siempre, dice la verdad del otro, la de un deseo mimético, claro
está, sin ver la verdad de su propio deseo que en el fondo es el mismo
y, por consiguiente, origen tanto de lucidez como de ceguera en la
mayoría de los hombres. He aquí el comentario de Edmond a las pala­
bras de su padre:

Es la suprema estupidez del mundo que cuando enfermamos de


fortuna, muy a menudo por los excesos de nuestra conducta, culpe­
mos de nuestras desgracias al sol, la luna y las estrellas; como si
fuéramos malvados por necesidad; necios por exigencia de los cie­
los; truhanes, ladrones y traidores por el influjo de las esferas; bo­
rrachos, embusteros y adúlteros por obediencia forzosa a la influen­
cia planetaria, y cuanto hay de mal en nosotros fuese una
imposición divina. Qué admirable excusa la del hombre putañero,
poner su sátira disposición a cuenta de los astros.
(103-118)

No tengo la menor duda de que esta soberbia crítica corresponde a


lo que Shakespeare pensaba realmente de la astrología. En J u l i o César y
en El su eño de u n a noche de v er ano encontramos críticas similares a
continuación de unas profesiones de fe astrológicas, también ellas simi­
lares. Troilo y Cressida no contiene nada semejante, pero la excepción
puede explicarse: a partir del momento en que Ulises denuncia y ana­
liza extensamente la causa real, o sea mimética, de la crisis, los especta­
dores inteligentes no corren el peligro de tomar sus elucubraciones as­
tronómicas por el pensamiento real del autor.
Lo que Shakespeare pretende desacreditar son las explicaciones de
tipo mágico y no la propia crisis; cree manifiestamente en la realidad
de ésta y hace de la disolución de las apariencias en el conjunto de las
relaciones humanas la sustancia misma de sus mejores obras. Los que
se imaginan que Shakespeare debía de ser tan supersticioso como los
más supersticiosos de sus personajes, demuestran su incapacidad para
distinguir los aspectos astrológicos de los aspectos realmente basados
en el funcionamiento de las relaciones humanas en el teatro de Shakes­
peare. Ven equivocadamente en la reunión de la astrología y de la cri­
sis la expresión de un único e idéntico mito. La razón de su error es su
ceguera ante dos fenómenos: la'rivalidad mimética y los dobles mimé-
ticos.

230
En esta fase de nuestra reflexión, El rey Lear puede resultarnos de
gran utilidad. En ella la intriga pone tan en evidencia la visión central
de Shakespeare y los principales elementos que la componen, que a ve­
ces tenemos la impresión de tratar con una esquematización de los
contenidos anteriores. Pero, eso es justamente lo que necesitamos para
ayudarnos a reunir los principales fragmentos de nuestro análisis y al­
canzar un cuadro de conjunto de esta visión.
Lear es descrito generalmente como un padre que adora a sus hijas,
un primer Goriot, un hombre demasiado amante que no ve cuán poco
prudente resulta confiar el gobierno de su reino a unas mujeres egoístas
y codiciosas. Su dureza con la que fue largo tiempo su predilecta, Cor-
delia, contradice esta interpretación psicológica.
Ninguna interpretación centrada sobre el propio «héroe», conce­
bido como personaje individual y espléndidamente único —siempre un
regalo más para nuestros psicólogos y psicoanalistas—, puede hacer jus­
ticia a lo que constituye la sustancia de esta obra. Antes de intentar
captar los matices individuales, en el caso de que existan, debemos en­
tender la problemática central de la obra, el paso catastrófico de la me­
diación externa a la mediación interna, causa primera de la crisis del
D egree, y que no es algo que esté disimulado; es lo que Gloucester
acaba de describirnos con tanta oportunidad como inepcia.
El rey invita a sus tres hijas a manifestarle, una tras otra y a la luz
del día, el amor que sienten por él. En lugar de impedir, como exige su
papel, cfúe se instaure entre ellas una concurrencia mimética, la pro­
voca proponiéndola él mismo, insensato, como objeto de un deseo con-
currencial.
¿Por qué actúa así? Por vanidad, se dice a veces, y es cierto que
Lear es un ser vanidoso; pero su vanidad tiene la particularidad muy
shakespeariana de que consiste en desear el deseo mimético de los que
están más cerca de uno, aunque sea a riesgo de desencadenar las rivali­
dades más destructoras.
Lear nos recuerda a Valentín aspirando al deseo de su mejor amigo
y, con Valentín, a todos los demás personajes semejantes creados por
Shakespeare. Pero su caso es más grave, pues el deseo mimético que
convoca es el de sus propias hijas. En su condición de padre, puede
exigir abierta y públicamente lo que los personajes anteriores sólo po­
dían sugerir de manera indirecta. Transforma su incalificable deseo en
una especie de obligación para sus hijas, y la ceremonia que organiza a
este efecto coincide necesariamente con su abdicación. Actuando como
lo hace, Lear dimite prácticamente tanto de padre como de rey. La pri­
mera gran escena en que le vemos con sus hijas simboliza claramente
todo este proceso de desimbolización.
Un hombre que lo arriesga todo por una satisfacción mimética to­

231

i
talmente vacua merece perder tanto a sus hijas como su reino. La
prisa con que Gonerill y Regan entran en su juego las condena a su­
frir la misma suerte que Lear. Ellas también llegan a sacrificar sus in­
tereses políticos a la histeria mimética desencadenada por su padre.
Como padre y como rey, Lear deja de ser el modelo de mediación
externa que debería ser, tanto para sus hijas como para sus súbditos.
Con ello El rey Lear junta las dos dimensiones de la crisis mimética
que siempre hemos presentado como inseparables, aunque adopten
una forma teatral distinta en nuestros dos grandes ejemplos iniciales:
la dimensión fam iliar de El sueño de u n a noche de v er ano y la dimen­
sión política de Troilo y Cressida.
El deseo mimético de las hijas adquiere en primer lugar la forma
que Lear había recomendado, pero el hombre ya no es capaz de ha­
cerse respetar y la rivalidad en torno a sus favores se transforma in­
mediatamente en una competición en la que se reducen cada vez con
mayor rapidez, hasta acabar por aniquilarse, los derechos y privilegios
que el anciano rey pretendía reservarse. En la extraordinaria escena
de esta destrucción, los dos dobles se animan miméticamente para
acabar con el principio del Degree, y su éxito coincide con el desenca­
denamiento entre ellas dos, como es debido, de una violenta escalada.
En tanto que Lear sigue presente, aunque sólo sea en calidad de
chivo expiatorio, ellas permanecen unidas, si no con él o en él, por lo
menos contra él. En tanto que el Degree no ha sido completamente
aplastado, la mediación sigue siendo externa, pero, después de su
hundimiento, se vuelve interna y convierte a las dos hermanas en d o ­
bles monstruosos entregados a la mutua perdición.
Del comienzo al final, todo en ellas es rivalidad, incluida la elec­
ción de su amante, Edmond. De la misma manera que luchan a
muerte para asegurarse la herencia de su padre, también se entregan a
una guerra sin cuartel para apropiarse del siniestro personaje, en fun­
ción únicamente de su rivalidad.
Lo que las dos desean es el poder real, poder que su violencia
destruye a medida que va contaminando al conjunto del país. Su cri­
minal olvido del Degree «hace descender un peldaño al ambicioso en
el mismo gesto que hace para subir un peldaño».
La belleza estética del proceso reside en el hecho de que es per­
fectamente simétrico, y su belleza moral en su incomparable justicia:
gracias a él, los dos monstruos se convierten en las vengadoras divi­
namente imparciales de sus propias infamias. En el conjunto del
reino, sin embargo, el trastocamiento de todos los valores hace que
bribone's como Edmond asciendan en la escala social en lugar de sus
hermanos inocentes. Podemos observar entonces con toda tranquili­
dad que «cuando la distinción de las categorías está enmascarada, / la

232
más indigna puede parecer noble bajo la máscara» ( Troilo y Cressida, I,
3, 84).
Evidentemente, este principio comienza a hacerse real en la propia
familia de Lear. Cordelia muere injustamente porque se niega a morder
el anzuelo mimético: sus hermanas mueren justamente por haberlo
mordido. La crisis del D eg ree no perdona a nadie.
No cabe duda de que Cordelia no se habría negado a decir a su pa­
dre lo que él desea oír de no habérselo pedido inmediatamente después
que a sus dos hermanas, siguiendo su ejemplo, por consiguiente, en el
marco de una concurrencia mimética insoportable en tanto que m ani­
fiesta.
Al ser la más joven, es la última en hablar, y debe hacerlo en un
contexto tan abiertamente concurrencial que la paraliza. Hay en su re­
chazo de la rivalidad mimética un aspecto «contextual» o «posicional»
que, si bien no lo explica todo, tiene mucha importancia.
Desde el punto de vista dramático, sería imposible hacer hablar a
Cordelia antes que a las dos mayores. Vemos, por consiguiente, que,
tanto en esa escena como en el resto de la obra, dramático tiene exacta­
mente el mismo sentido que mimético. En toda gran obra teatral, los
dos conceptos tienden a ser sinónimos. En El rey Lear, Shakespeare
pone en escena su propio proceso dramático, en otras palabras, el
mismo deseo mimético. Esta vez ya no nos propone una representa­
ción realista de la crisis del Degree, sino una especie de alegoría de su
propio teatro. Eso da lugar a una obra extraordinaria, pero también a
una especie de caricatura de Shakespeare hecha por el único escritor
capaz de caricaturizar a Shakespeare, el propio Shakespeare. Es posible
que dicha obra sea también el primer síntoma de un cansancio que no
tardará en culminar con el abandono de la tragedia.
Si acudimos a las obras anteriores y las examinamos a la luz de El
rey Lear, detectamos en muchas de ellas aspectos «learescos» que jamás
se habían percibido hasta el momento o que sólo habían sido sospecha­
dos. La destrucción o el quebrantamiento de cualquier autoridad legí­
tima es un dato recurrente en Shakespeare que, la mayoría de las veces,
se produce con la colaboración activa del principal interesado.
Para que en una comedia o en una tragedia se produzca una crisis
del Degree, es preciso que padres y reyes sean aniquilados o neutraliza­
dos desde el comienzo de la obra. Eso abre de par en par el campo dra­
mático por excelencia, el de la mediación interna.
Si todavía no están muertos cuando comienza la obra, los padres y
los jefes ya tienen un pie en la tumba, por ejemplo, Egeo, Teseo, R i­
cardo II, Enrique IV, Ricardo III, Duncan, etcétera. Y si no desapare­
cen por completo, quedan reducidos a la impotencia, como en La co­
media de las equivocaciones. Condenado a muerte desde la primera es­

233
cena, en esta obra el padre escapa in extremis a la ejecución gracias
a circunstancias ajenas a su voluntad. Si un hombre fuerte dirige un
país, sólo puede ser un usurpador, como el padre de Celia en Como
gustéis o Antonio en La tempestad. Si un buen jefe reina sin estor­
bos, como Cimbelino, su acción es contrarrestada por una mala in­
fluencia más poderosa que la suya, en este caso la de su mujer. En
todas partes el D eg ree es derrotado, y cada obra ilustra un violento
interregno.
Están también todos los príncipes y todos los reyes que renuncian a
su poder voluntariamente o que abdican con excesiva facilidad, bien de
manera provisional como el duque en Medida p o r m e d id a , bien para
siempre como Lear. Son numerosos en Shakespeare los padres, reyes y
otras encarnaciones de la autoridad destronados por rivales ilegítimos a
los que oponen poca resistencia, por no decir ninguna, como por ejem­
plo el duque Federico en Como gustéis; en La tempestad, Próspero llega
a animar a su hermano traidor y facilita su empeño.
El rey Lear da a veces la impresión de ser una recapitulación o una
condensación exagerada de todo lo que Shakespeare ya ha dicho sobre
el triste destino de los reyes y de los padres. Cada una de las obras de
madurez es como un anticipo de El rey Lear.
Esta debilidad del poder legítimo se arraiga siempre, de manera
más o menos explícita, en el aspecto más fascinante de Lear, la sed m i­
mética que siente del deseo mimético de sus hijas.
Sabemos desde el comienzo que este tema desempeña un papel
esencial en la modalidad específicamente shakespeariana del deseo in­
terindividual. Ahora descubrimos su importancia a otro nivel, el del
propio Degree. Si el hecho de desear el deseo de los demás desempeña
en la caída de Lear el papel que acabamos de ver, también es, en úl­
timo término, el origen de la crisis. Esta no tiene por causa un indivi­
duo en especial, sino la tendencia a la autodestrucción que caracteriza
esencialmente el deseo shakespeariano. Ese es el auténtico tema de El
rey Lear.
El propio Lear no entiende nada de todo eso. Es más ignorante
que su bufón sobre la causa de su propia caída; la verdad no le interesa,
y su grandilocuente diálogo con la tempestad es poco más que un equi­
valente —en el estilo tercera edad—de las extravagancias de la noche de
verano.
La autodestrucción, del Degree ilum ina con nueva luz la increíble
facilidad con que la «mala» mediación interna sustituye a la «buena»
mediación externa sin necesidad del menor preaviso. La explicación
última, que no llega a serlo, consiste en repetir, claro está, que ambas
mediaciones, la buena y la mala, son en realidad la misma mimesis que
opera de manera casi semejante. La única diferencia entre ellas reside

234
en la presencia o la ausencia de lo que constituye la propia diferencia,
o sea el Degree.

La profundidad y el misterio de Lear residen en lo que simboliza


—o desimboliza— la autodestrucción del Degree, y eso es algo que ya
aparece en algunos precursores, aunque débilmente esbozado, como en
Ricardo II, claro está, y también en el personaje de Brabancio en Otelo.
Como el primer ejemplo no necesita ninguna explicación, diré unas
pocas palabras acerca del segundo. Desdémona se enamora de Otelo a
causa de la manera cautivadora como narra sus aventuras exóticas. Su
padre condena este bovarismo, pero es evidente que también él parti­
cipa del fenómeno.
Brabancio pretende que su hija elija un marido no de acuerdo con
su corazón, sino en función de sus propios deseos, y, oh paradoja, ella
actúa exactamente en tal sentido. Es Brabancio, y no ella, el primero
en invitar a Otelo a su casa, y lo hace manifiestamente por la misma
razón que acabará por llevar a Desdémona al lecho del Moro: se apa­
siona por los relatos de Otelo antes de que su hija se interese por ellos;
a este viejo veneciano encerrado entre cuatro paredes le gusta la litera­
tura heroica, es decir todo aquello a lo que su vida parece terrible­
mente ajeno.
Brabancio se siente dividido: su razón le dice que Desdémona no
debería'Casarse con Otelo, pero su auténtico deseo, que le ha empujado
a traer a ese hombre a su casa, le sugiere subrepticiamente todo lo con­
trario.
Y esta sugerencia influye evidentemente en lo que piensa y hace
Desdémona. Está claro que Brabancio jamás le ha dicho una sola pala­
bra sobre la fascinación que siente por Otelo y por lo que representa,
pero no por ello ha dejado de transmitirle su pasión de manera muy
eficaz. Hablar no era necesario. Tratándose de deseo, el lenguaje puede
serlo todo y puede no ser nada; en el caso de Desdémona, es ambas co­
sas a la vez: todo en lo que se refiere al propio Otelo, nada en lo que
concierne a Brabancio cuya influencia es aún más determinante. Sin
una sola palabra, el deseo puede circular entre el padre y la hija, y en
los dos sentidos. La razón, en cambio, puede recurrir a miles de libros
y a millones de palabras sin que todo ello engendre el menor deseo.
Más le habría valido a Desdémona que hubiera dicho a Otelo lo
que, en El sueño, Lisandro dice a Demetrio:

¿Porque es a ti a quien quiere su padre?


Pues cásate con él.
(I, 1, 93-94)

235
Esta culminación del deseo mimético significa que todas las autori­
dades humanas son inseguras, precarias y provisionales. La mayoría de
los autores modernos dan por supuesto que el poder dispone, para per­
petuarse, de infinitos recursos y de una voluntad no sólo inteligente,
sino infalible y demoníaca; Shakespeare piensa exactamente lo contra­
rio. El poder, dondequiera que exista, está perpetuamente amenazado,
pues se halla fascinado por su propia destrucción.
Al ser incapaces de concebir aunque sólo sea la posibilidad de una
evolución semejante, Freud, Nietzsche y sus herederos contemporáneos
ejercen seguramente un efecto lamentable sobre muchas cosas de nues­
tro mundo, pero en primer lugar sobre nuestra manera de interpretar a
Shakespeare, el autor dramático en quien los padres cuentan precisa­
mente menos, o sólo cuentan para despaternalizarse, cosa que también
hacemos nosotros, pero sin saberlo, a causa de las falaces influencias
que soportamos. Los maestros pensadores de la humanidad llevan
tanto tiempo gobernándonos que, aunque rechacemos sus tesis, segui­
mos compartiendo los cimientos sobre los que se edificaron, total­
mente arcaicos en relación con nosotros. Es imposible en tal caso reco­
nocer el principio fundamental sobre el que se basa todo el teatro de
Shakespeare, o sea la destrucción de la autoridad bajo todas sus formas,
y la abdicación como idea final, aspiración últim a del poder.

236
XXI. «¡AH CONSPIRACIÓN!»
J u l i o César

J u l i o César fue escrita antes que Troilo y Cressida, antes que la


mayoría de las obras que hemos examinado en los dos últimos capítu­
los. Y, sin embargo, desde el punto de vista mimético no estábamos
preparados para esta obra esencial en la medida en que no sólo aclara
la crisis del Degree , sino su terminación, o sea el mecanismo del chivo
expiatorio o de la ejecución unánime. Por este motivo, antes de enfren­
tarme con ella, he esperado a haber localizado perfectamente el fenó­
meno de la crisis y demostrado su unidad en el conjunto del teatro. Por
primera vez, tenemos que dar marcha atrás y abandonar el orden cro­
nológico de las obras.
J u l i o César se desarrolla durante el ínterin tumultuoso que separa la
Roma republicana del Imperio. Como ya he subrayado, Shakespeare ve
esa transición como una crisis del Degree. El tema es tan importante
que aparece desde el principio (ver más arriba). Los obreros que van a
divertirse «de paisano» al Foro expresan la indiferenciación de un po­
pulacho hasta entonces bien diferenciado. La República está a punto
de desmoronarse.
La interacción mimética ocupa un lugar básico en esta obra, tanto
como en las comedias, pero, en lugar de referirse a la elección de un objeto
que desear, se refiere a la elección de un antagonista, de una víctim a a la
que asesinar. Eso se explica por el hecho de que esta obra se sitúa en la fase
más avanzada de la crisis: los rivales ya no se interesan por los objetos que
antes se disputaban; están hasta tal punto obsesionados los unos por los
otros que el homicidio es su principal preocupación.
Cuando la escalada de la rivalidad mimética supera un determinado
nivel, los rivales se lanzan a conflictos interminables que los indiferen-
cian cada vez más; todos ellos se convierten en dobles de los demás. Si bien
ya conocemos este proceso, no lo sabemos todo sobre las violentas con­
secuencias que provoca. Al principio, los dobles todavía van repartidos
de dos en dos, de acuerdo con su historia mimética común; se han dispu­
tado los mismos objetos y, en dicho sentido, se «pertenecen» el uno

237
al otro: los conflictos siguen siendo «racionales», en la medida al m e­
nos en que cada uno de los dobles es capaz de hablar de «su» antago­
nista, designando así al que considera responsable de todos sus males.
Este último elemento de racionalidad no tardará en desaparecer. A
partir del momento en que los efectos miméticos se intensifican pero
ya no se refieren a objetos, les resulta imprescindible influir sobre la
elección de las únicas entidades que permanecen en el interior del sis­
tema, los propios dobles. A partir de ahora la contaminación mimética
determinará cada vez más la elección de los antagonistas.
Este fenómeno significa que los individuos implicados podrán cam­
biar su propio doble, o sea su propio rival mimético, por el doble de
otro. Este otro debe definirse como un mediador ya no del deseo sino
del odio. Se trata de una nueva etapa en el proceso de indiferenciación
violenta. Cuanto más «perfectos» son los dobles como dobles, más fácil
resulta confundirlos y, voluntaria o involuntariamente, cambiar alguno
de ellos o sustituirlo por otro.
Así pues, hemos alcanzado una fase en la que las rivalidades, al de­
jar de ser duales, asocian a varios individuos contra uno solo, en gene­
ral, un personaje muy famoso, un hombre de Estado popular, por ejem­
plo un Julio César. Este viraje es decisivo. Cuando un pequeño número
de hombres se reúne clandestinamente para elim inar a uno de sus con­
ciudadanos, damos a su asociación el nombre de c onspiración; es lo que
hace Shakespeare. Tanto la palabra como la cosa están ampliamente
evidenciadas en J u l i o César.
Una conspiración es una asociación de asesinos que podríamos lla­
mar en parte «fortuita» en la medida en que está miméticamente en­
gendrada, pero el fenómeno sólo puede producirse en determinada fase
de la «diacronía» mimética, del desarrollo histórico de la crisis. Shakes­
peare dedica sus dos primeros actos a la génesis de la conspiración con­
tra César y, como comprobaremos dentro de un instante, la manera
como trata el tema es perfectamente adecuada a las exigencias de la
teoría mimética.
Como nos dice Shakespeare, la conspiración tiene un rostro mons­
truoso y ello es rigurosamente exacto en la medida en que, como todo
lo que se elabora en esta fase de la crisis, reúne rasgos contradictorios.
Este monstruoso rostro no deja de recordar los monstruos de la noche
de verano, especialmente aquel que tenía media cara humana y media
cara de león:

B ruto : ¿L os conoces?
LUCIO: No, señor. Llevan él sombrero calado
y media cara embozada en el manto.
No puedo reconocerlos

238
por ningún rasgo del semblante.
B ruto : Hazlos pasar.
Son los conjurados.
(II, 1, 72-77)

Mientras que la mimesis del deseo significa la desunión de quienes


no pueden poseer j u n t o s el objeto que j u n t o s ansian, esta mimesis del
conflicto solidariza entre si a los que pueden combatir j u n t o s el mismo
enemigo y se comprometen mutuamente a hacerlo. Nada vincula más
a unos con otros que un enemigo común, pero, en esta fase, sólo un
puñado de hombres están unidos de esta manera y se juntan a fin de
perturbar el orden público en el conjunto del país. Se unen contra la
totalidad. Así se explica que la fase de la conspiración resulte aún más
fatal para el orden social que las configuraciones anteriores.

La naturaleza mimética de la conspiración se hace manifiesta en la


manera como son reclutados los conspiradores. El primer acto está casi
totalmente dedicado a este tema. El primer y principal recluta es
Bruto, el segundo Casca, el tercero un tal Ligario. El reclutamiento en
cuestión es una reacción positiva a una forma de estímulo mimético
muy parecido al que se encuentra en las comedias, con la salvedad de
que los reclutas son incitados a elegir no el mismo objeto erótico, sino
la misspa víctima, un blanco común al que dar muerte.
Las primeras escenas d e J u l i o César muestran perfectamente la uni­
dad del proceso mimético en Shakespeare. La misma rivalidad que da
origen a la noche de verano en las comedias se convierte, en las trage­
dias, en el motor de la violencia y del asesinato colectivo. Recordemos
que ya en el momento en que la noche de verano alcanza su paro­
xismo, Lisandro y Demetrio alcanzan el borde de la violencia física
—antes de dormirse gracias a la astuta intervención de Puck, de la que
volveremos a hablar-. La tragedia comienza allí donde term ina la co­
media, en el lugar exacto en que la rivalidad se vuelve fatal.
El mediador del odio es Casio y sus maniobras ocupan am plia­
mente la escena. Una vez engendrada la conspiración, Bruto acepta en­
cabezarla, pero Casio es su auténtico padre; o sea que es éste, y no
Bruto, quien domina el comienzo de la obra. Mutatis mutandis, Casio
desempeña el mismo papel que Pándaro en el comienzo de Troilo y
Cressida.
La conspiración tiene su origen en el espíritu envidioso de Casio
-en v id ia confirmada por el propio César, que describe al hombre bajo
los rasgos de un intelectual torturado incapaz de disfrutar de los place­
res de los sentidos—. Al contrario que sus descendientes modernos, Ca-

239

i
sio, versión aristocrática del r esen timiento —así denomina Nietzsche al
deseo mimético—, todavía no ha perdido toda su capacidad de acción,
pero sólo descuella en un único tipo, la acción clandestina y terrorista,
ilustrada precisamente por la conspiración.
En Casio, la envidia está presente y visible en todo cuanto dice. In­
capaz de rivalizar con César en su propio terreno, se jacta de ser supe­
rior a él en pequeñas cosas, como por ejemplo durante una travesía a
nado del Tíber crecido. Si él, Casio, no hubiera estado allí para soco­
rrer al gran hombre, César se habría ahogado. Casio se niega a adorar a
un dios que le debe nada menos que la vida.
Shakespeare convierte en prueba de rivalidad una anécdota que, en
Plutarco, sólo sirve para ilustrar el valor físico de César. La palabra «ri­
val» procede, dicho sea de paso, de una palabra latina, ripuarius (ribe­
reño), que evoca a dos o más individuos enfrentándose a uno y otro
lado de una corriente de agua o de un río.
A la envidia le gusta ocultarse, pero no puede prescindir de la com­
pañía, pues quiere hacer adeptos y, para contaminarlos a fondo, nece­
sita exhibirse. Las comparaciones envidiosas de Casio, sus anécdotas
sesgadas, sus incesantes halagos hacia Bruto son absolutamente dignos
de Pándaro, y por tanto también de Ulises, el equivalente político del
proxeneta de Troilo y Cressida:

Bruto y César: ¿qué tiene el nombre de César?


¿Por qué resuena más que el tuyo?
Escríbelos juntos: el tuyo no es menos digno.
Pronúncialos: el tuyo no es menos sonoro.
Sopésalos: los dos pesan igual. Invoca a los espíritus
con ellos y el nombre de Bruto servirá tan bien como el de César.
Por todos los dioses,
¿de qué se alimenta este César
para haber crecido tanto?
(I, 2, 142-150)

Un poco más adelante, Casio recurre al mismo lenguaje especular


que Ulises con Aquiles y con la misma intención de estimular el espí­
ritu de rivalidad en alguien cuya ambición descubre motivos de an­
gustia:

Dime, buen Bruto,


¿puedes verte la cara? •
BRUTO: N o, Casio: el ojo no se ve a sí mismo,
y sólo se refleja por medio de otras cosas.

240
C asio : Exacto.
Y se juzga lamentable, Bruto,
que no tengas espejos que revelen
a tus ojos tu oculta valla
y muestren tu reflejo.

Y como sabes que sólo puedes verte


reflejado, yo seré el espejo
que te muestre verazmente
lo que ignoras de ti mismo.
(I, 2, 51-70)

La actitud de Casio prefigura a Ulises esforzándose por reforzar la


angustia en que se sume Aquiles ante la idea de que su popularidad
esté menguando ( Troilo y Cressida, III, 3, 94-215; ver capítulo XVI).
Mientras escucha a Casio, Bruto parece ensimismado en sus pensa­
mientos, pero sólo piensa en la multitud entusiasta que rodea a César.
Casio tiene en la cabeza fruslerías como su travesía del Tíber a nado;
de lo que Bruto se siente celoso es de la propia Roma.
Consciente de la importancia que para su amigo reviste la opinión
pública, Casio inventa unas cartas anónimas que le habrían enviado su­
puestamente unos ciudadanos preocupados por prevenir a Bruto contra
las ambiciones de César y acuciarle a intervenir. Como instrumento de
señuelo mimético, la escritura puede revelarse aún más eficaz que la
palabra, y nuestro Pándaro conspirador lo entiende perfectamente. Es­
tas cartas desempeñan aquí un papel equivalente al que cumple la lite­
ratura romántica entre los enamorados del «amor verdadero» en las co­
medias.
Bruto detesta en César al tirano potencial, pero siente gran ternura
por el hombre, y podemos creerle cuando lo dice, porque Bruto no
miente jamás. Lejos de excluir el mimetismo, esa ambivalencia lo en­
carna: el lenguaje político de Roma es el vehículo perfecto de la rivali­
dad. Ese es, por otra parte, todo el sentido del cursus honorum: la liber­
tad sobrevive tanto tiempo como las ambiciones rivales se vigilen y se
mantengan mutuamente en jaque.
El amor-odio de Bruto por César se parece al amor-odio de Aufidio
por Coriolano, de Antonio por Octavio, de Ayax por Aquiles. Queda
un poco .más alejado, pero no mucho, de los sentimientos que Proteo
tiene por Valentín o Helena por Hermia, etcétera. Sabemos que la ver­
sión política de esta ambivalencia funciona exactamente como el Eros
mimético. En Troilo y Cressida, Shakespeare hace aún más explícita
esta equivalencia que en J u l i o César, pero a la manera cómica.

241
Para un romano políticamente ambicioso —y la ambición de Bruto,
calcada de la de César, es inmensa—, César representa un obstáculo in­
superable, el skandalon de la rivalidad mimética. César es simultánea­
mente el rival odiado y el modelo bienamado, el guía incomparable, el
inigualable magister. Cuanto más reverencia Bruto a César, más lo de­
testa también; los agravios políticos y la admiración personal son las
dos caras de la rivalidad mimética.
En su papel de jefe de facción, Bruto se parece cada vez más a su
modelo; se comporta como una autoridad moral infalible; tanto antes
como después del asesinato, rechaza todas las sugerencias que se le ha­
cen y lo decide todo él solo. A Casio, su igual, y quien le ha introdu­
cido en el complot, le anuncia majestuosamente: «Te concederé
audiencia.»
Después de la muerte de César, su exaltación histérica hace pensar
que Bruto se identifica tan completamente con su víctim a que está lite­
ralmente poseído por ella; vive en la intimidad de su fantasma y,
cuando se dirige a la multitud, su concisión extrema podría muy bien
ser un pastiche involuntario de la famosa prosa de César. El grito que
sube entonces de la multitud: «¡Que él sea César!», es más pertinente
de lo que parece. El espíritu republicano está menos sólidamente arrai­
gado en Bruto de lo que su hostilidad a César parece indicar.

Pasemos a Casca. Es extremadamente supersticioso; en su universo,


prácticamente cualquier persona puede convertirse en signo de cual­
quier cosa. Acto I, escena 3: describe una tormenta equinoccial, vio­
lenta sin duda pero banal, únicamente en términos de signos y presa­
gios sobrenaturales. Deseoso de hacer refutar esas tonterías por una
boca tan discreta como autorizada, Shakespeare recurre nada menos
que a Cicerón. Es la única intervención del filósofo en toda la obra.
Casio recupera entonces su papel de seductor mimético. El célebre
discurso que dirigía a Bruto un poco antes muestra que no es más su­
persticioso de lo que lo era Cicerón:

Si estamos sometidos, querido Bruto,


la culpa no está en nuestra estrella,
sino en nosotros mismos.
, (I, 2, 140-142)

Casio no cree en la astrología, pero está dispuesto a utilizar su len­


guaje si eso puede sumar un romano más a la conspiración. En lugar de
ridiculizar la irracionalidad de Casca, intenta canalizarla y utilizarla en
perjuicio de César. Lo que condena en las frases de Casca es que no ha­

242
gan responsable a César «del tiempo que hace». A fin de llevar a su
ingenuo interlocutor a pronunciar el nombre aborrecido, he aquí lo
que Casio le dice:

Eres lerdo, Casca. Te falta


la viveza de todo buen romano;
o no la usas. Te espantas, palideces,
te revistes de estupor y te amilanas
al ver la extraña cólera del cielo.
Pero si piensas en la causa verdadera
de todos estos fuegos y espíritus errantes,
de todas estas aves y estas bestias
desviadas de su índole y esencia,
de todos estos viejos, idiotas y chiquillos
metidos a profetas, de todas estas cosas
que reniegan de su ley y su naturaleza
por cualquier aberración, verás
que el cielo les ha dado ese carácter
para que sean instrumento de temor
y aviso de cualquier monstruosidad.
Casca, yo podría nombrarte a un hombre
semejante a esta noche horrorosa
que truena, fulmina, abre las tumbas
y rOge como el león del Capitolio;
un hombre que no nos supera en la acción
ni a ti ni a mí, pero que se ha vuelto tan temible
y portentoso c o m o estos fenómenos extraños.
(I, 3, 57-78)

Si Casio jamás menciona claramente a su chivo expiatorio es


para que Casca sea el primero en pronunciar su nombre: este hom­
bre crédulo se imaginará que ha descubierto sin la ayuda de nadie la
nefasta influencia de César sobre las tempestades primaverales. Al
igual que todos los individuos influenciables, Casca jamás duda de su
propia espontaneidad y pronuncia sin mayor tardanza el nombre tan
esperado:

Te refieres a César, ¿no, Casio?

Casca no obtiene la confirmación que pide, pero eso carece de


importancia. El proceso de la sugestión mimética necesita para reali­
zarse muy pocas palabras, a veces ninguna. A unos hombres en es­
tado de pánico les basta con mirarse a los ojos para que se propague

243
con la rapidez de un relámpago una certidumbre íntim a que un ins­
tante antes no poseía nadie.
Casio mira con gesto enfurruñado a Casca y consigue convencerlo
de que César es efectivamente responsable del mal tiempo. Si un
hombre debe ser más «semejante» que cualquier otro a «esta noche
horrorosa», ¿por qué no el hombre más poderoso de Roma? Al ver
que Casio está más furioso que asustado, Casca se siente algo tranqui­
lizado y, en su deseo de estarlo aún más, se apodera de la irritación
de su interlocutor; se apresura a apuntarse a una polémica que no es
la suya.
Contrariamente a Bruto, Casca no desperdicia su tiempo en sutile­
zas políticas y morales; es a la vez timorato y vanidoso; no quiere pa­
sar por un imbécil y, por lo tanto, lo que él piensa de César estará
siempre calcado de lo que piensan los poderosos que le honran con
su amistad. Ese conspirador no sólo es un cobarde, es también un
esnob.
Su decisión de unirse a los asesinos es tanto más turbadora cuanto
que, contrariamente a Bruto, se muestra obsequioso con César y no le
preocupan sus eventuales abusos de poder. Pequeño y envidioso, no
tiene, sin embargo, suficiente talento para sentir celos de un personaje
tan imponente como César. Sus rivales naturales pertenecen a una ca­
tegoría inferior. Si Casio hubiera dirigido su ardor mimético hacia
otra persona, Casca la habría elegido igualmente. Su participación en
el complot no tiene que ver con lo que es César o con lo que podría
llegar a ser; se debe por completo a su propia sugestionabilidad, agui­
joneada por el miedo.

En J u l i o César vemos, como ya he dicho, a tres individuos apun­


tarse consecutivamente a la conspiración, y en cada ocasión descende­
mos un peldaño más respecto a la capacidad de esos individuos para
pensar por sí mismos, para utilizar su razón, para comportarse de m a­
nera responsable.
Se trata menos de un problema de psicología individual que de un
efecto de la rápida marcha del propio deseo. A medida que la conspi­
ración se extiende, se hace cada vez más fácil reclutar nuevos m iem­
bros. La influencia conjugada de los que ya se han adherido confiere
al blanco propuesto un carácter cada vez más atractivo m im ética­
mente. Cuanto más avanzamos en la crisis, más se incrementa la im ­
portancia relativa de la mimesis en relación con la racionalidad.
El tercer hombre, Ligario, és tan sensible a la presión mimética,
tan propenso a meterse en una conspiración que, aun enfermo, en
cuanto adivina la finalidad violenta de esos hombres reunidos en

244
torno a Bruto, se arranca las vendas y se alinea detrás del jefe de los
conjurados. Podemos ver en este incidente la primera curación m ila­
grosa debida a una víctim a que no tardará en ser divinizada, Julio
César.
Ligario no conoce el nombre de la víctima y no pregunta nada.
Otorga una confianza ciega a su mediador. Nada indica que Bruto se
sienta sorprendido por ese comportamiento: su tranquilidad de ánimo
es tan pasmosa como la irresponsabilidad de Ligario. Diríase que el
virtuoso republicano no ve nada criticable en el hecho de que un ciu­
dadano romano abandone en otro su libertad de elección, y la razón re­
side, evidentemente, en que este otro es él mismo:

L igario : Ponte en marcha


y, con aliento renacido, te seguiré
sin saber lo que he de hacer. Bastará
que Bruto me guíe.
(II, 1, 331-334)

Normalmente respetuosos con la ley, los romanos se dejan seducir


cada vez con mayor facilidad por el asesinato y cada vez se sienten me­
nos preocupados por la elección de la víctima. Desde el momento en
que forma parte de la crisis, la génesis de la conspiración es un proceso
dinámico; es un momento determinado en el interior de una escalada
única c'tiya siguiente etapa será el asesinato de César, la siguiente será
el linchamiento de Ciña y, paso a paso, como la violencia se intensifica
siempre, llegará a la inmensa batalla de Filipo. En lugar de poner fin a
la crisis, el asesinato de César acelera su aceleración. Todo lo que se
describe en la obra puede situarse con precisión en la trayectoria de esa
crisis.

Lejos ‘de restablecer el Degree, el paso de la violencia individual a la


violencia colectiva empeora enormemente la situación; éste es el mo­
tivo de que el gran defensor de las instituciones republicanas que es
Bruto, aunque sienta que debe unirse a los conjurados, esté horrorizado
por el signo terrorífico, en la perspectiva de la historia romana, que la
misma existencia de la conspiración representa:

B ruto : ¡Ah, conspiración!


¿Te avergüenza mostrar el rostro amenazante
en plena noche, cuando el mal anda suelto?
Pues ¿dónde encontrarás una caverna
capaz de enmascarar tu horrenda faz?

245
No la busques, conspiración.
Ocúltate en sonrisas y en la afabilidad,
pues, si sales con tu aspecto verdadero,
ni las tinieblas del Erebo bastarán
para impedir que te descubran.
(II, 1, 77-85)

El nacimiento de una conspiración es una etapa siniestra en el ca­


mino de la guerra civil. El fenómeno es suficientemente importante
como para suscitar la solemne advertencia que el autor pone en la pro­
pia boca del conspirador en jefe, Bruto. Esa elección tiene cierta lógica
ya que el objetivo oficial de los conjurados es defender las amenazadas
instituciones republicanas. Por su parte, Bruto sabe que el remedio po­
dría ser mucho peor que la enfermedad: bastaría para ello que el reme­
dio en cuestión uniera sus fuerzas a las de la propia enfermedad, y nada
es más posible e incluso verosímil que esa conjunción puesto que en­
fermedad y remedio tienen una única e idéntica naturaleza, la de la
violencia.

246
XXII. «LA FURIA INTERNA Y LA CRUEL GUERRA CIVIL»
j u l i o César

La ambición que anima a Bruto es más noble que la de Casio o la


de los restantes conjurados, pero esta diferencia pierde importancia a
medida que los acontecimientos avanzan. El monólogo de Bruto, en el
acto III, escena 1, muestra que también él es víctima de la tortura mi­
mética cuyos efectos teme en sus acólitos. Es fácil entender la preocu­
pación de Bruto: si a él, el más sólido de todos los romanos, el único
republicano auténtico, le cuesta trabajo controlarse, ¿qué ocurrirá con
sus compañeros más débiles?

Desde que Casio me aguzó contra César


no he dormido.
Desde el primer impulso hasta la comisión
de un acto horrible, todo el intervalo
es como un delirio o una pesadilla:
el espíritu y los órganos mortales
entran en contienda, y el estado del hombre,
semejante a un pequeño reino,
vive una especie de insurrección.
(II, 1, 61-69)

Cualquier individuo arrastrado por el desmoronamiento del Degree


se convierte en el «pequeño reino» que menciona Bruto, una réplica en
miniatura de la gran crisis. El espíritu y los órganos mortales son tam­
bién dobles en conflicto. En Shakespeare, la relación macrocosmos/mi-
crocosmos siempre tiene una significación mimética.
Bruto ya no se siente en paz consigo mismo, dice, desde que «Casio
le azuzó contra César»; es una alusión a la empresa de seducción anali­
zada en el capítulo anterior. Bruto confirma tanto su naturaleza mimé-
tica como su eficacia. Mutatis mutandis, Bruto revive una experiencia
de El sueño, la de Hermia cuando reconoce haber caído de repente del
paraíso a una especie de infierno por haber cedido al deseo mimético.

247
Con Shakespeare, jamás es necesario explicitar los fenómenos m im éti­
cos esenciales. El siempre lo hará en nuestro lugar. Podemos confiar
en él. No deja pasar nada importante sin, como mínimo, una palabra
de comentario, y escribe nuestras conclusiones en nuestro lugar: el de­
seo de matar no es innato en el futuro asesino; se trata de una pasión
miméticamente inducida.
Bruto desea que el asesinato sea lo más discreto, ordenado y «no
violento» posible. Desgraciadamente para la conspiración, él mismo se
revela incapaz de respetar su propia regla. Sabiendo hasta qué punto
está nervioso bajo su apariencia serena, no nos asombra demasiado su
incapacidad.
Perdiendo su sangre fría ante la visión de la sangre caliente de su
víctima, Bruto se deja arrastrar por la pasión en el momento más cru­
cial: el inmediatamente posterior al asesinato. Sugiere a los demás con­
jurados que metan los brazos «hasta el codo» en la sangre de César y
que tiñan con ella sus espadas:

Después saldremos al foro


y, blandiendo sobre la cabeza las armas encarnadas,
gritaremos: «¡Paz y libertad!»
(III, 1, 109-111)

■ Huelga decir que nuestros conspiradores totalmente manchados de


sangre ejercen una fortísima impresión sobre la multitud, pero no la
que ellos pensaban. Ofrecen a un populacho ya desestabilizado un mo­
delo tan violento que no basta con un violento rechazo para no im i­
tarlo, muy al contrario. La propia violencia será la fiel imitación. El
resto de los acontecimientos está ahí para demostrarlo: después de ha­
ber escuchado a Bruto, y luego a Marco Antonio, la multitud reacciona
colectivamente matando a un infortunado espectador, Ciña, y entre­
gándose así a una grotesca parodia de lo que han hecho los conspirado­
res. La multitud se convierte en un espejo de aumento en el que los
asesinos contemplan la verdad de su acto en todo su horror. Querían
llegar a ser modelos para el pueblo y eso es lo que han conseguido,
pero no los modelos que habían deseado ser.
Cuando el populacho mata a Ciña im ita el asesinato de César, pero
con espíritu de venganza, no de piedad sacrificial y de virtud republicana.
Los asesinos son modelos de mediación interna, no externa. La mimesis lo
ve con claridad y detecta inmediatamente la menor divergencia entre las
palabras y los actos de sus mediadores; si ha existido una fisura entre la pa­
labra y los actos, ella siempre se inspira en lo que el modelo ha hecho, ja­
más en lo que ha dicho. Su instinto no la engaña nunca.
La necesidad que experimenta Bruto de cortejar a la multitud des-

248
pués del asesinato no presagia nada bueno para él. El problema no re­
side en su elocuencia, que puede ser notable, sino en el comporta­
miento aberrante que manifiesta después del asesinato. Pasa de un ex­
tremo a otro y, tras su demente exaltación, lo vemos, de repente,
excesivamente prosaico y con los pies en el suelo. Ya he dicho que
también cabe imaginar que Bruto, al dirigirse a la multitud, intente
im itar la prosa m ilitar de César o que, por discreción republicana, le
repugne recurrir al tipo de demagogia que Marco Antonio, un poco
más adelante, no va a dejar de explotar con éxito. Ninguna de estas ex­
plicaciones es incompatible con las demás.
Bruto quiere salvar la República, pero la República no quiere ser
salvada. Mientras la multitud le escucha, recordemos que de ella surge
un grito: «¡Que él sea César!» En otras palabras: a partir de ese mo­
mento nadie puede derrotar a César sin volverse César, mimética-
mente.
Ese «que él sea César» revela simultáneamente la verdad de Bruto,
la verdad de la multitud y la verdad del propio César, la verdad del
Imperio. En una obra tan básicamente mimética como J u l i o César,
prácticamente cada palabra, aunque sea pronunciada por el más insig­
nificante de los personajes, puede revelarse verdadera simultáneamente
de todas las partes implicadas —de los sujetos, de los objetos y de los
mediadores—. Sólo el arte más excepcional sabe hacer decir grandes co­
sas incluso a los imbéciles; en los desmistificadores modernos, por bue­
nos qué'‘sean en su registro propio, Flaubert por ejemplo, los imbéciles
sólo dicen imbecilidades.
La libertad ha muerto, y poco importa a fin de cuentas que el
pueblo siga a Bruto o a Marco Antonio. Si puede elegir, su preferen­
cia irá al más vulgar, pero, en ausencia de un auténtico demagogo, se­
guirá más o menos a cualquiera. Sólo es una masa mimética en busca
de modelos.
El auténtico modelo es el asesinato de César, y el deseo de vengar
al caudillo asesinado se inscribe en la mimesis de la conspiración. Ciña
es la primera víctim a totalmente ajena a la tropelía y por completo ino­
cente. Es poeta de profesión y no tiene nada que ver con el conspira­
dor del mismo nombre. Lo explica cortésmente a la multitud. No tiene
más relación con el asesinato de César que una molesta y fortuita coin­
cidencia de nombres. Resulta ser incluso amigo de César y evoca el he­
cho, pero es inútil. De la multitud se alza una voz anónima: «¡M a­
tadle!»
Una multitud jamás carece de razones para matar a sus víctimas.
Cuanto más numerosas son estas razones, menos importan en realidad.
Al saber que Ciña es soltero, los hombres casados de la turbamulta se
sienten insultados. Otros increpan al poeta que se oculta detrás de ese

249
individuo inofensivo y lanzan un nuevo grito: «¡Despedazadle por sus
malos versos!» Dócilmente, miméticamente, la multitud despedaza a
ese Ciña, que no es el real.
En su primera fase, la conspiración contra César seguía apare­
ciendo como una empresa difícil que necesitaba de prolongados prepa­
rativos. Una vez asesinado César, surgen conspiraciones en todas par­
tes, y su violencia es tan repentina y tan imprevisible que el mismo
término, conspiración, deja de parecer adecuado a la enormidad y a la
espontaneidad de la violencia desencadenada. La imitación es respon­
sable de todo; en este caso, como en todos los demás, funciona como
un solo y único proceso cuyos resultados siempre van más allá de los
modelos. Así pues, no hay una serie de formas sincrónicas y disconti­
nuas, del tipo de las que los estructuralistas, en su rechazo poco afortu­
nado de la historia, pretenden descubrir en todas las cosas. Estricta­
mente hablando, las configuraciones separadas no tienen ninguna
existencia autónoma, ni siquiera las que el propio Shakespeare define.
Constituyen únicamente un medio cómodo de identificar y de caracte­
rizar los momentos fuertes de la permanente metamorfosis que la m i ­
mesis engendra mediante su propia acción.
La tendencia general es clara: cada vez se precisa menos tiempo
para que un número creciente de individuos pongan colectivamente
sus miras en un número correspondiente de víctimas, y ello por razo­
nes cada vez más fútiles. Hace poco, la indiferencia de Ligario respecto
a la identidad de su víctima parecía excepcional y escandalosa; después
del asesinato de César, esa indiferencia se vuelve banal y la elección de
las víctimas pierde los últimos criterios sobre los que se basaba. La m i ­
mesis aprende rápidamente que le basta un único ensayo para rehacer
de manera rutinaria lo que, un instante antes, parecía casi impensable.
El contagio es tal que la comunidad entera acaba por dividirse en
dos vastas «conspiraciones» que no pueden hacer más que destruirse
entre sí. Están estructuradas de la misma manera que los dobles indivi­
duales; una está dirigida por Bruto y Casio, la otra por Octavio y
Marco Antonio. Shakespeare no ve en este conflicto civil una guerra,
sino el desenfreno absoluto y generalizado de la multitud:

M arco Antonio : La furia interna y la cruel guerra civil


angustiarán a todas las partes de Italia;
serán tan comunes la sangre y el estrago
y tanta atrocidad habrá que presenciar
que las madres sonreirán al ver a sus criaturas
destrozadas por las manos de la guerra,
pues tanta barbarie ahogará a la compasión.
Y marchará en son de venganza el espíritu de César,

250
con Ate a su lado salida del infierno,
y, soltando a los perros de la guerra,
gritará en estas tierras con voz soberana: «¡Muerte!»;
y el hedor de esta infamia llegará hasta el cielo
con cadáveres podridos implorando sepultura.
(III, 1, 262-275)

De la misma manera que Bruto, en el acto II, anunciaba solemne­


mente la puesta en marcha de la terrible conspiración, también Marco
Antonio nos informa en este monólogo de que una etapa todavía
peor de la crisis acaba de franquearse; le da el nombre de «la furia in ­
terna y la cruel guerra civil». Cada vez que una nueva configuración
mimética sucede a otra, Shakespeare hace pronunciar a un personaje
un discurso de estilo impersonal y solemne. A decir verdad, esos dis­
cursos no nos enseñan nada sobre el personaje que los pronuncia ni
sobre el desarrollo de la intriga: su función consiste en marcar clara­
mente la superación de un umbral mimético. Creo que Shakespeare lo
hace porque es la primera vez que él mismo franquea este tipo de
umbrales.
«La furia interna y la cruel guerra civil» alcanzan su punto culm i­
nante con la batalla de Filipo. Shakespeare no la convierte en un ba­
nal enfrentamiento m ilitar, sino en la epifanía suprema de la crisis, el
estallido final de la multitud que se había reunido después del asesi­
nato de''César cuando la conspiración comenzaba a introducir la me­
tástasis en todo el cuerpo social.
Peter S. Anderson hace notar justamente que, en esa batalla, nadie
está realmente donde debiera estar. Todo está desorganizado, desarti­
culado, y la muerte es el único denominador común.1 En lugar de un
pequeño número de víctimas muertas por unas multitudes todavía re­
lativamente escasas, miles de personas se hacen exterminar por otros
miles de personas que, en realidad, son hermanas suyas y que no sa­
ben en absoluto por qué ellas mismas y sus víctimas deben morir.

No deberíamos creer que, porque describe la conspiración con


pluma severa, Shakespeare sea políticamente favorable a César. A pri­
mera vista, César da sin duda la sensación de tener mayor generosi­
dad que sus adversarios: mientras Bruto odia a César tanto como le
ama, el amor de César está desprovisto de odio. Pero él puede permi­
tirse esa nobleza: ni Bruto ni ningún otro romano está ya capacitado

1. Peter S. Anderson, «Shakespeare’s Caesar: The Language of Sacrifice», Com-


p a r a t i v e D r a m a 3 (1969), pp. 5-6.

251
para obstaculizarle. Eso no basta para demostrar que César escape a las
leyes del mimetismo.
La mañana del asesinato, César comienza por seguir dócilmente un
consejo de su mujer, la cual le dice que ha visto en sueños su muerte
violenta. Así pues, decide no ir al Senado, pero, después de una nueva
interpretación del mismo sueño hecha por Decio, toma la decisión de
presentarse en él. Por consiguiente, bastan unas cuantas palabras ambi­
guas y halagadoras por parte de uno de los conjurados para hacerle
cambiar de opinión: César es una auténtica veleta mimética.
Cuanto más se alza el dictador por encima de los demás hombres y
mayor es su sensación subjetiva de autonomía, menos autónomo es. En
el instante supremo, justo antes de caer bajo los golpes de los conspira­
dores, sucumbiendo a un acceso de poder y de exaltación, se compara a
sí mismo a la estrella polar, único astro fijo del firmamento. Su fatui­
dad no es menos engañosa de lo correspondiente en las comedias, o
sea el «pseudonarcisismo».
Cuanto más fuerte es nuestro orgullo, más frágil se vuelve, incluso
en el sentido puramente físico. Al igual que la multitud y los propios
conjurados, César es un ejemplo de lo que les sucede a las personas
atrapadas por la tormenta mimética. Le abandona el sentido común, de
la misma manera que un poco después abandonará a Bruto. El final del
D egree hace que la calidad de todos los deseos se deteriore. En lugar de
sentirse neuróticamente inferior, a semejanza de sus desdichados riva­
les, César experimenta una sensación neurótica de superioridad. Su en­
fermedad parece muy diferente de la de los demás, pero se debe única­
mente a la posición diferente que ocupa dentro de una misma
estructura.
Si sus situaciones fueran idénticas, César y Bruto serían unos dobles
no sólo en el plano del deseo, sino también en la práctica: si, respecto
a un hombre cualquiera, César se encontrara en la posición que ocupa
Bruto respecto a él, también César se sentiría tentado a participar en
cualquier conspiración organizada contra ese hombre.

El proceso teatral que describo choca con todas las interpretaciones


políticas de J u l i o César. Los interrogantes políticos son siempre del
mismo tipo: ¿De qué lado se inclina Shakespeare en la guerra civil, del
lado de los republicanos o del lado de los monárquicos? ¿Cuál de los
dos caudillos, César o Bruto, goza de su preferencia? ¿Qué clase social
cuenta con sus favores y a cuál de ellas desprecia, la aristocracia o la
plebe? Mi impresión es que Shakespeare simpatiza humanamente con
todos sus personajes y que sólo siente antipatía por el proceso que los
convierte a todos ellos en dobles equivalentes.

252
Las preguntas y respuestas llamadas políticas son instrumentos al
servicio de nuestra sed insaciable de diferencias. Todos los diferencia-
lismos —preestructuralista, estructuralista, posestructuralista—son igual­
mente incapaces de captar la dimensión realmente fundamental de la
dramaturgia shakespeariana: la indiferenciación conflictiva. Lo de­
muestra el hecho de que todos los puntos de vista políticos más enfren­
tados pueden defenderse con un grado igual de verosimilitud... y de in­
verosimilitud. La tesis de un Shakespeare amigo de la República y
hostil a César es tan convincente y tan ridicula como la tesis contraria.
Al igual que en todos los grandes reveladores del deseo, lo que no
se puede decidir es la regla en Shakespeare, pero eso no depende de
ninguna propiedad sobrenatural de la escritura o de la «riqueza inago­
table» del genio. Seguramente J u l i o César es una obra genial y su inde­
cisión política es uno de los factores del pensamiento elaborado por
Shakespeare, el pensamiento que le permite escribir una obra seme­
jante. Contrariamente a lo que preferiría nuestro estetismo, dicho pen­
samiento no es indiferente, es la visión mimética de las relaciones hu­
manas.
Uno de los errores atribuibles al entusiasmo de nuestro siglo por la
política es la creencia ampliamente extendida de que la vocación vio­
lenta de la multitud en J u l i o César denotaría, en el propio Shakespeare,
un desprecio hacia el hombre vulgar y una molesta propensión al «con­
servadurismo».
Las bromas de Shakespeare sobre el nauseabundo aliento de la mu­
chedumbre chocan con nuestra gazmoñería democrática, pero en los
alrededores de 1600 este tipo de mojigatería todavía no había sido in ­
ventado. Las violencias de la plebe no son un indicio suficiente en la
medida en que todas las clases sociales se encuentran parecidamente
afectadas, no sólo, además, en J u l i o César, sino en las restantes obras
«romanas» y en todas las crisis de Degree. Ligario y Casca, dos aristó­
cratas, no son menos propensos a la violencia irracional que los obre­
ros de vacaciones de los primeros versos del primer acto.
La crisis no se lim ita a transformar a las clases inferiores en fuerza
caótica; hace lo mismo con los aristócratas, sea a través de la conspi­
ración, sea por el culto idólatra y degradante que consagran a César.
Alimentamos un interés tal por la lucha de clases, que deforma nues­
tro juicio. La indiferenciación violenta no es monopolio shakespea-
riano. Es el dato trágico por excelencia; está presente por doquier en
los griegos. Si resulta más visible en el populacho se debe simple­
mente a que el populacho constituye la mayoría. Nuestros valerosos
defensores del proletariado sólo ven los síntomas del mal cuando
afectan a sus protegidos.
Para el marxismo, la indiferenciación trágica sólo es un inútil es­

253
fuerzo de neutralidad política. Si Shakespeare no se inclina por un
lado, es inevitable que se incline por el otro, pese a lo que él mismo
pueda imaginar. Esta es la esencia del razonamiento. En dicha óptica,
la política nos domina y nos absorbe hasta tal punto, incluso la de hace
dos mil años, que Shakespeare no podría escapar a ella y mantener la
balanza equilibrada por más que lo intentase. Su aparente im parciali­
dad sólo es una ilusión «burguesa», un medio desviado de jugar a po­
lítico.
Shakespeare no tiende a la «imparcialidad». No debemos atribuir la
equivalencia de los antagonistas en sus tragedias a una victoria dura­
mente adquirida del «alejamiento» sobre los «prejuicios», a un triunfo
de la «objetividad» sobre la «subjetividad» o a tal o cual prodigio de as­
cetismo epistemológico que los historiadores de todas las tendencias
deberían im itar si lo considerasen verdadero, o cuyo carácter engañoso
deberían denunciar si lo considerasen falso.
Para Shakespeare, la reciprocidad es lo que estructura las relaciones
humanas, y la forma teatral que le da, lejos de ser una penosa obliga­
ción, constituye para él una fuente de placer intelectual y estético.
Cuando aborda uno de los grandes conflictos de la historia, los objetos
del litigio, por importantes que puedan ser a nuestros ojos, le interesan
mucho menos que la rivalidad y los efectos de indiferenciación que
éste produce.
Al igual que el «amor verdadero» de las comedias, la política, en
J u l i o Cesar, siempre es reflejo directo o indirecto de lo que está a punto
de producirse, en otro nivel, en el tablero mimético. Una política de
reconciliación imperial es la estrategia más racional para César, de la
misma manera que la defensa del republicanismo es racional en la po­
sición de Bruto.
Yo no pretendo que siempre sea importante plantear cuestiones
políticas en relación con Shakespeare. Pero mientras no se haya descu­
bierto la lógica que borra todas las diferencias, la investigación sobre
las opiniones del autor no pasa necesariamente de superficial. Una vez
bien establecida esta lógica, interrogarse acerca de su significado polí­
tico no sólo resulta legítimo, sino imperativo.
Las respuestas a esta interrogación adquirirán el color de nuestra
propia actitud respecto a la visión trágica. Ésta es como mínimo aus­
tera, tan austera que sólo atrae realmente a un pequeñísimo número de
auténticos aficionados;,esto explica sin duda que haya tan pocos autén­
ticos autores trágicos. El Shakespeare de la madurez sabe hasta qué
punto la visión trágica es impopular y jamás la muestra sin tomar de­
terminadas precauciones.
«Que la peste se lleve a vuestras dos facciones» (.A p l a g u e on both
y o u r houses, Romeo y Juliet a, III, 1, 91) se me antoja que es la fórmula

254
shakespeariana por excelencia en materia política. El universo de los
políticos le parece tan sórdido como insignificante. Tras la lectura de
Ju l i o Cesar, yo imagino a un autor más asqueado de la política aristo­
crática de su época de lo que creen generalmente los estudiosos. Intuyo
en Shakespeare una actitud más bien sardónica respecto a la historia.
En ese terreno, me trae a la mente a dos pensadores franceses, prácti­
camente coetáneos suyos, y que están más próximos a él, y el uno del
otro, tal vez, de lo que parece: Montaigne y Pascal.
Las numerosas alusiones a J u l i o César que adornan Troilo y Cressida
refuerzan mi convicción de que el elemento satírico de este teatro está
considerablemente infravalorado y de que aparece incluso en las trage­
dias habitualmente consideradas como desprovistas de intenciones
cáusticas.

255
XXIII. «LA GRAN ROMA BEBERÁ LA SANGRE
VIVIFICADORA»
J u l i o César

Y aunque no tenga lengua el hom icidio, h ab lará con


más prodigioso órgano.
( Ha ml e t , II, 2, 593-594)

En Filipo, se desencadena la violencia total y parece que ha alcan­


zado el punto de no retorno. Ya no queda ninguna esperanza, y sin
embargo, en los últimos versos de la obra, la paz se restablece de re­
pente. No nos encontramos en este caso con una victoria corriente en
la que el más fuerte derrota mera y simplemente al más débil. Este de­
senlace señala el renacimiento del Degree y pone punto final a la crisis
mimética misma.
El retorno a la paz parece unido a la muerte de un único hombre,
al suicidio de Bruto. ¿Cómo es posible? En dos breves pero majestuosos
discursos, los vencedores, Marco Antonio y Octavio, hacen el elogio de
Bruto. Marco Antonio es el primero en expresarse:

Ninguno fue tan noble como este romano.


Todos los conspiradores obraron
por odio al gran César. Sólo él
se conjuró con honrado pensamiento
y mirando al bien común. Su vida
fue noble, y en él los elementos
se hablan equilibrado de tal modo
que bien podía erguirse la naturaleza
y decir al mundo entero: «Este era un hombre.»
(V, 5, 68-73)

Este célebre homenaje no es totalmente conforme a la verdad.


Bruto sólo estaba exento de las formas más viles de la envidia; la idea
de que los «elerhentos» de su personalidad constituían un equilibrio
puede que sea una manera subrepticia de rectificar elprimer juicio, un
modo sutil de dar a entender que el Bruto vivo era máscomplejo que
ese héroe embalsamado, pero el matiz, apenas perceptible, en nada dis­
minuye el efecto dramático del conjunto. Está a punto de soplar un
nuevo espíritu, el de la reconciliación universal.

256
Olfateando que allí existe, políticamente hablando, una jugada m a­
gistral, Octavio decide canonizar a este Bruto revisado y corregido rin­
diéndole todos los honores militares:

Rindámosle homenaje según su nobleza


con todos los respetos y ritos funerales.
Sus restos yacerán esta noche en mi tienda
con los honores dignos de un soldado.
(76-79)

Sólo faltan dos versos para terminar la obra. Antes de haber pro­
nunciado los anteriores, todos los conspiradores eran igualm ente culpa­
bles. Al absolver a Bruto del pecado de envidia, Marco Antonio y Oc­
tavio consagran en cierto modo sus móviles políticos. Sólo permanece
visible la vertiente positiva de su ambivalencia hacia César; recorde­
mos sus palabras después del asesinato de éste: «Yo que seguía que­
riendo a César cuando le maté»; recordemos igualmente lo que Bruto
dijo antes de suicidarse:

César, descansa;
la muerte que te di no fue tan ansiada.
(50-51)

Tenemos la sensación de que tanto César como Bruto han dado su


vida por la misma causa; ni los republicanos ni sus adversarios habían
podido conseguirlo. La muerte de César seguía siendo factor de divi­
sión: una parte del pueblo se reunía en torno a Bruto en contra de Cé­
sar, la otra parte en torno a César en contra de Bruto. A partir del mo­
mento en que Bruto y César coinciden en la muerte, el pueblo puede
unirse a la vez en contra del mismo dios bicéfalo y en torno a él.
Esta apoteosis postuma habría sido percibida por Bruto como la úl­
tima burla, la traición suprema. Le convierte en el actor secundario del
acontecimiento que había hecho todo por prevenir: la creación de una
nueva monarquía. Pero el auténtico Bruto ya no cuenta; una figura mí­
tica ha ocupado su lugar en el interior de un sistema de significación
recién creado. En virtud de esta nueva visión de las cosas, el empera­
dor es simultáneamente monarca absoluto y protector oficial de la Re­
pública, que hereda legítimamente.
La violencia del asesinato de César se ha convertido en la violencia
fundadora del Imperio romano.

El desenlace no es lo único que me incita a utilizar la extravagante

257
expresión a la que acabo de recurrir: violen ci a f u n d a d o r a o asesinato
f u n d a d o r . Aquí hay otro texto esencial, que ya he evocado: el sueño de
Calpurnia. Si lo examinamos detenidamente, así como la interpreta­
ción que de él ofrece Decio, descubrimos inmediatamente que el sueño
no se lim ita a prever el asesinato de César, sino que define de manera
precisa su estatuto fundador, en oposición a los violentos desórdenes
que inicialm ente ha provocado.
Leamos, para comenzar, el relato que César hace del sueño de su
esposa:

Anoche soñó con mi estatua y vio


que, semejante a una fuente de cien caños,
chorreaba sangre pura;
y muchos airosos romanos acudían
sonrientes a bañarse las manos en ella.
Calpurnia toma todos estos signos
por avisos y presagios de males inminentes,
y de rodillas me ha pedido que no salga.

Uno de los conspiradores, Decio Bruto, reinterpreta inm ediata­


mente el sueño:

D ecio : El sueño está mal interpretado.


Ha sido una visión hermosa y favorable:
la sangre que brotaba de tu estatua
por todos esos caños, en la cual se bañaban
tantos romanos sonrientes, significa
que en tu fuente la gran Roma beberá
sangre vivificadora, y que hasta los grandes
se agolparán por llevársela en reliquias,
emblemas, tintes y manchas.
Esto es lo que significa el sueño de Calpurnia.
(II, 2, 76-90)

Shakespeare encontró este sueño en Plutarco, así como el comenta­


rio de César. La reinterpretación del sueño, en cambio, es un hallazgo
del autor; desde el punto de vista teórico, es la parte más interesante
del diálogo.
En relación con la intriga, el discurso de Decio no es más que ver­
borrea halagadora, puro y simple engaño que tiene por fin conseguir
que César acuda al Senado; pero hay otra cosa más. Decio es profeta
sin saberlo. Su tirada tiene una segunda significación, y más vasta, que
apunta al conjunto de la obra y, más allá de ella, a la totalidad de la

258
historia romana. Si la intriga y sus pequeños detalles hubieran sido su
preocupación principal, Shakespeare habría imaginado un medio más
convincente de tranquilizar a César: Decio habría minimizado el valor
profético de los sueños, habría dicho que César no iba a morir. Pero no
hace nada de todo eso.
Los dos textos tomados conjuntamente constituyen una definición
del asesinato fundador que toma en consideración su ambivalencia m i­
mética. Las dos interpretaciones del sueño parecen contradecirse, pero,
en la perspectiva de la historia, ambas son igualmente verdaderas. La
primera corresponde a lo que el asesinato de César significa efectiva­
mente durante la obra, una gran desgracia, una fuente de desorden es­
pantoso, y la segunda a lo que ese mismo asesinato comienza a signifi­
car a partir del desenlace, la fuente de un nuevo orden imperial. El
suicidio de Bruto desencadena esa transformación, pero su papel es se­
cundario; a largo plazo sólo cuenta el asesinato de César; es el aconteci­
miento capital, el pivote alrededor del cual la violencia y la crisis, en
un lento movimiento de rotación, originan, para Roma y para el
mundo, un nuevo orden, un nuevo Degree.

¿Qué importancia puede tener esta violencia fundadora para Sha­


kespeare? Todos los detalles de la obra, y su composición de conjunto,
demuestran que, para captar el sentido auténtico de J u l i o César, tene­
mos que basarlo todo sobre esa noción fundadora. Antes del asesinato,
tanto Casio como Bruto se refieren a un acto de violencia unánime
que, incluso para los que tienen una concepción totalmente convencio­
nal de la historia romana, no puede dejar de aparecer como «funda­
dor»: la deposición o mejor dicho la expulsión de Tarquino, último rey
de Roma.
Al recordar el origen violento de la República, lo que Casio y
Bruto invocan es un precedente, en otras palabras, un modelo mimético
para el asesinato que proyectan. He aquí lo que se dice Bruto a este
respecto en la primera escena del acto II:

¿Debe Roma
vivir en el temor a un solo hombre?
¿Roma? Cuando fue proclamado rey,
mis antepasados expulsaron a Tarquino
de las calles de Roma.
(52-54)

Inicialmente, la violencia contra Tarquino era un acto ilegal, un in ­


cidente más en una larga escalada, al igual que el asesinato de César en

259
el momento en que es perpetrado, pero el asentimiento unánime del
pueblo lo convierte en otra cosa y pone fin a una crisis del Degree-, en
lugar de dividirse en facciones hostiles, los ciudadanos se unen para
crear nuevas instituciones. La auténtica fundación de la República se
confunde con esa violencia colectiva.
Este tema jamás ha sido abordado, y sin embargo su importancia
salta a la vista. Shakespeare debía de llevar una idea en la cabeza
cuando decidió colocar ambas violencias fundadoras una al lado de
otra en la misma obra.
La teoría mimética ofrece la clave del problema; una vez más coin­
cide con el trabajo dramático de Shakespeare. Dicha teoría considera
reales las crisis miméticas escenificadas por este autor; basándose en
numerosos indicios, la teoría mimética supone que, en las sociedades
primitivas, esas crisis debían resolverse mediante fenómenos de polari­
zación mimética unánimemente dirigidos contra víctimas aisladas o, si
era necesario, contra un pequeño número de víctimas; a esta resolu­
ción hipotética de los conflictos la denominamos asesinato f u n d a d o r o
v iolencia f u n d a d o r a .’
Shakespeare habría podido evocar aún otra violencia, la primera
cronológicamente, la que fundó la propia Roma, a saber, la historia de
Rómulo y Remo, que también es una historia de dobles, de gemelos
enemigos indiferenciables. La muerte de la víctim a es presentada, y de
la manera más explícita, como decisiva en el plano de la fundación. En
uno de los relatos de Tito Livio, la ejecución es colectiva. De Remo se
ha dicho: In turba cecidit. Como con Tarquino, como con César, como
con Ciña.
Si los tres asesinatos fundadores hubieran sido mencionados en J u ­
lio César, y tal vez también los rumores respecto a la muerte colectiva
de Rómulo, el esquema teórico habría estado todavía más claro de lo
que está, pero, en la obra tal como Shakespeare la ha escrito, es ya muy
notable. Así pues, ¿cómo se establece el vínculo entre la violencia infli­
gida a Tarquino y la violencia infligida a César?
Por mucho que las dos víctimas fundadoras, Tarquino y César, de­
sempeñen un papel diferente en el seno de sus respectivos mitos (nega­
tivo en el caso de Tarquino, positivo en el de César), en la génesis de
la República la violencia colectiva desempeña el mismo papel que en
la génesis del Imperio. ¿Se trata de una coincidencia?
La teoría mimética afirma lo siguiente: si las comunidades humanas
se unen al re de d o r de sus propias víctimas transfiguradas, es porque ini­
cialmente se han unido en contra de ellas. Los ejemplos de Tarquino y
César confirman este esquema en su conjunto.

1. La Violence e t le Sacre, capítulos 3 y 4; Des chases c ac h e es , libro I, capítulo 1.

260
Una vez unánimemente aniquilado el chivo expiatorio, el pueblo se
encuentra sin enemigos y, a falta de combustible, el motor de la ven­
ganza se para, lo que parece un milagro a ojos de una comunidad fuer­
temente afectada y que atribuye la misma causa a las dos vertientes de
la crisis, a saber, la infortunada víctima, vista a partir de entonces si­
multáneamente como un promotor de disturbios y como un omnipo­
tente pacificador. Si el proceso de divinización llega a su término, lo
que no ocurre en nuestros ejemplos romanos, la víctim a aparece como
un ser sobrenatural que unas veces recompensa y otras castiga. Tal es
la génesis mimética de los antepasados divinizados, de los legisladores
sagrados, de los dioses absolutos.
En el caso de César, la conjunción del c ontra y el al re de d or se pro­
duce de manera tardía, a partir de la confusión engendrada por la me­
diación suplementaria del suicidio de Bruto. Independientemente del
hecho de saber si los ciudadanos se habían apiñado inicialm ente contra
César y alrededor de Bruto o contra Bruto y alrededor de César, y te­
niendo en cuenta el hecho de que los dos héroes parecen juntarse en
uno, todo está transfigurado: el contra y el al r e de d or se unen y el
círculo protector de lo sagrado se reforma.
Así pues, el nacimiento de lo sagrado puede explicarse de manera
racional. La polarización de la que surge se parece a la de las conspira­
ciones y otras violencias previas, con una única diferencia, aunque capi­
tal: la unanimidad. Esta también es el fruto de la escalada que corona;
poderños preverla a partir de la amplitud siempre creciente de las pola­
rizaciones miméticas que la preceden. Cuanto más se acerca la crisis a
su resolución, más se propaga e intensifica su violencia, más destruc­
tiva se hace.
Shakespeare recurre a este esquema para interpretar el nacimiento
del Imperio romano. Con la salvedad de que es la misma violencia co­
lectiva, el mismo asesinato, lo que inicialm ente fracasa al conseguir
unanimidad en tomo suyo y a continuación triunfa. El propio asesi­
nato es lo que ilustra el paroxismo de la crisis y su resolución. Pero, re­
flexionando, nos damos cuenta de que siempre ocurre así. En esa in­
versión se manifiesta la naturaleza propia del asesinato fundador. La
única diferencia, en este caso, es el plazo que separa la fase destructiva
del asesinato de su fase fundadora.

Unánime o no, el proceso de la violencia colectiva siempre es una


versión del mecanismo mal conocido pero real cuya víctim a, en len­
guaje cotidiano, es conocida como chivo expiatorio. El rito descrito en
el Levítico no es ajeno al uso moderno de la expresión, pero no coin­
cide con él ya que no tiene nada de espontáneo. La antropología mi-

261

i
mética supone una versión muy poderosa del mecanismo espontáneo
que se halla en el origen de lo que hemos llamado violencia fundadora
o asesinato fundador. Eso no tiene mucho que ver con la definición de
los diccionarios, según los cuales la víctim a tendría como función susti­
tuir al v e r da de r o culpable. En la mayoría de los casos, la misma noción
de culpable es absurda. ¿Quién es el responsable de la tormenta des­
crita por Casca? ¿Quién es el responsable de la peste de Tebas? El mito
dice que debe ser Edipo; el mito razona igual que Casca; el mito es una
interpretación basada en la creencia en la culpabilidad de la víctima.
Nuestra cultura sigue negándose a resolver este enigma. Yo creo que
Shakespeare lo había resuelto.
La transferencia a un chivo expiatorio es el mismo fenómeno de
sustitución que la transferencia de antagonismo tan magníficamente
representada por Shakespeare en la conversión violenta de Casca o en
el asesinato de Ciña. El término «chivo expiatorio» no aparece en la
pluma de Shakespeare, no formaba parte del vocabulario de la época,
pero el proceso está ahí. César es presentado como un chivo expiatorio.
¿No cabría objetar que es el responsable de la descomposición de las
instituciones republicanas? ¿No es un dictador y por tanto un auténtico
culpable?
Evitemos atribuir nuestras propias ideas a Shakespeare. Si quere­
mos saber cómo consideraba él el asesinato, basta con observar las pe­
culiaridades que hacen de César un chivo expiatorio perfecto, incons­
cientemente elegido, por lo menos por lo que respecta a la multitud,
gracias precisamente a su carácter «típico» y no por lo que tiene de
realmente singular como hombre de Estado o individuo.
La ejecución de una víctima es un fenómeno colectivo, y el asesi­
nato de César responde a esa condición. También es algo que puede
producirse en cualquier momento pero que tiene mayores posibilidades
de sobrevenir en período de crisis: el asesinato de César responde a
esta segunda exigencia.
El término de chivo expiatorio hace pensar en defectos físicos, en
desgraciadas lisiaduras, en anormalidades espectaculares. En la Edad
Media, enfermos y disminuidos físicos tenían más posibilidades que los
individuos sanos de ser perseguidos por hechiceros, brujas, portadores
de la peste, etcétera.
César no carece de achaques; es descrito como un ser de débil cons­
titución y que sufre diyersos males; no oye bien; tiene crisis de epilep­
sia que parecen trances de posesión. Las sociedades antiguas y prim iti­
vas siempre han visto en el «gran mal» (I, 2, 254 y 256) la señal de una
afinidad del enfermo con lo sagrado bajo todas sus formas, buenas o
malas.
Todo lo que hace César, todo lo que se sabe de él como hombre

262
público o como persona privada, incluida la esterilidad de su mujer
—que la opinión popular atribuye al embrujamiento del marido—, le
convierte en la víctim a pintiparada de una inmolación colectiva. En
determinado momento, ofrece su cuello a la multitud en un gesto que
no deja de evocar a algunos reyes sagrados ofreciéndose a sí mismos
como víctimas sacrificiales. Es igualmente significativo que César esté
asociado tanto a las Lupercales como a las Idus de Marzo, dos fiestas
romanas que provienen visiblemente, como todas las fiestas de este
tipo, de los fenómenos victimarios del tipo chivo expiatorio.
¿Cabe objetar que todo eso ya se encuentra en Plutarco y que Sha­
kespeare, las más de las veces, no hace sino repetir sus fuentes? Segura­
mente es más fiel a Plutarco de lo que muchos críticos —temiendo per­
judicar tal vez su reputación de originalidad—se atreven a admitir. Sus
temores son infundados. El genio de Shakespeare se manifiesta funda­
mentalmente en la lectura rigurosa, en tanto que mimética, que hace
de Plutarco.
A excepción del oído deficiente, el César de Plutarco presenta to­
dos los signos victimarios enumerados anteriormente. Aunque esta in­
validez suplementaria no sea una invención de Shakespeare, y proceda
de una fuente antigua, es un rasgo más que acaba de completar la pa­
noplia del eventual chivo expiatorio. Un autor de menor envergadura
no se habría atrevido a añadir nada y sin duda habría suprimido los sig­
nos mencionados en Plutarco, considerándolos demasiado viles para
una trá'gedia, indignos de un gran héroe.
En la Francia clásica, la sordera y el gran mal de César hubieran
sido condenados en nombre del «buen gusto». Por haber mostrado a
A tila muriendo de una hemorragia nasal, el viejo Corneille fue muy
criticado. Shakespeare decidió introducir todos los achaques que en­
contró en Plutarco e inventó uno de su cosecha.
Cuando hablan de César, Casio y Casca recurren incesantemente a
palabras como «monstruo» o «monstruoso», y la utilización que hacen
de ellas es tan ambigua que cualquier distinción entre los aspectos físi­
cos y los aspectos morales queda abolida. Semejante actitud estimula la
ejecución de personas físicamente anormales. Cuando el mundo les pa­
rece monstruoso, las mentes a lo Casca intentan encontrar una encar­
nación humana de esa monstruosidad. Rechazan las explicaciones ra­
cionales en favor de fórmulas mágicas («un hombre muy semejante a
esta noche terrible»). De haber vivido en la época de las grandes pestes
medievales, nadie duda de que Casca hubiera perseguido a los judíos,
los leprosos, los inválidos de todo tipo. En la época de Shakespeare se­
guían existiendo cazadores de brujas: Casca, y también Casio, tienen sus
mismas características.
Por mucho que Casio repudie la astrología, sigue estando influen-

263
ciado de manera irracional por algunos rasgos característicos de las
víctimas de la multitud. Su historia de la travesía a nado del Tíber re­
vela en él una preocupación obsesiva por la debilidad física de César.
Así pues, para Casca e incluso para Casio, César es un chivo ex­
piatorio, pero ¿lo es también para Bruto? Si existe un solo hombre ra­
cional entre los conspiradores, ése es Bruto. La fascinación que César
le inspira no tiene nada que ver con la epilepsia o el mal tiempo. Es
posible que Bruto sea excesivamente ambicioso, pero su adhesión a la
República es sincera. Y, si bien es celoso, sus celos son muy persona­
les; son, podría decirse, un deseo mimético auténtico, no la imitación
de una imitación, como en el caso de Casca.
La crítica tradicional siempre ha abordado J u l i o César como si
Shakespeare fuera un historiador del siglo x ix escribiendo bajo la in­
fluencia del Siglo de las Luces: el juego político-homicida de la obra
es tratado como una actividad perfectamente racional. Para poner en
evidencia la falsedad de esa interpretación, convendrá mostrar que ni
siquiera Bruto elige a César por motivos racionales. Si la lectura del
asesinato como aniquilación de un chivo expiatorio sólo valiera para
personajes marginales como Casca, tendríamos que admitir que su
pertinencia sigue siendo marginal y que en esta obra hay un elemento
realmente racional que no se doblega a mi lectura mimética.
La objeción ya se derrumba a medias si tenemos que recordar el
papel desempeñado por la mimesis cuando Bruto decide unirse a los
conspiradores, pero la cuestión es tan crucial que no podemos parar­
nos ahí.
Es cierto que para Bruto César no es un rival ficticio, pero verlo
como blanco de u n asesinato es una sugerencia de los demás. Eso se
desprende con claridad de las escenas con Casio y encuentra su con­
firmación en el monólogo de Bruto: he perdido el sueño, dice, «desde
que Casio me ha aguzado contra César». La idea de matar no ha inva­
dido es po n t án ea m e n t e a este espíritu honesto y virtuoso.
También en el caso de Bruto, César aparece como un chivo expia­
torio. Para destacar este punto fundamental, Shakespeare hace que las
acusaciones políticas de Bruto contra César sean débiles y poco con­
vincentes; Bruto tiene la honestidad de reconocer que César todavía
no1ha abusado de su poder: en ese sentido, no merece morir (II, 1).
Lo que importa aquí no es la exactitud histórica de esta interpre­
tación (la obra no contiene la menor alusión al paso ilegal del Rubi-
cón), sino lo que implica en relación con el tipo de víctim a que Sha­
kespeare pretende hacer de César: quiere que el asesinato sea
injustificable, incluso desde el más estricto punto de vista republicano.
Si Shakespeare no quiere un asesinato racional no es, y lo repito, por­
que sienta una secreta ternura por César o por el principio monár­

264
quico; se debe al esquema mimético sobre el que se basa toda su con­
cepción de la tragedia.
¿Cómo podría César no ser un chivo expiatorio desde el momento
en que sus asesinos quieren convertirlo en el responsable de una crisis
general del Deg ree ? Buscar un culpable concreto es una empresa ab­
surda. O todo el mundo está metido en el asunto o no lo está nadie.
En ningún caso podemos achacar la responsabilidad de semejante crisis
a una sola persona, por poderosa que sea. El razonamiento de Bruto
coincide, apenas con una pizca menos de fantasía, con el de Casio y
Casca: «el hombre semejante a aquella terrible noche». Su pesadilla es
política en lugar de ser mágico-cosmológica, pero, en último término,
la diferencia es escasa. Todos los asesinos de César son irracionales e
indiferenciados.

En mi opinión, en Shakespeare no se da el espíritu supersticioso


tan típico de sus coetáneos, de un Jacobo I por ejemplo. Aquí la pro­
fundidad de la sátira es incompatible con una proyección de los aspec­
tos supersticiosos sobre el propio autor. Para creer eso hay que tener de
él una visión muy falsa. Shakespeare sólo puede parecer irracional a los
que infravaloran el papel de la dimensión mimética y victim aría en las
relaciones humanas.
Tomemos, a modo de ejemplo, los signos físicos del chivo expiato­
rio. ¿Por qué Shakespeare los subraya con tanta insistencia? ¿No será
porque también él cree en esos signos, porque también él es supersti­
cioso?
Shakespeare ilustra en numerosas ocasiones la tendencia que tienen
los hombres, cuando quieren convertir a un individuo en chivo expia­
torio, a dotar los detalles más accidentales y triviales de su personali­
dad de una significación negativa completamente infundada; y, casi
siempre, la manera en que Shakespeare lo hace no deja lugar a ninguna
duda sobre la comprensión que tenía de este fenómeno.
No cae en la trampa de Cleopatra cuando ésta hace responsable al
mensajero de las malas noticias que le trae. Hay otros ejemplos más
convincentes. En el momento más intenso de la crisis nocturna de El
su eñ o de u n a no ch e de v e r a n o , los cuatro jóvenes están a dos pasos de
infligirse mutuamente la trágica suerte de Ciña; en su calidad de dobles
miméticos, de gemelos perfectos más o menos alucinados, ya no pue­
den distinguirse unos de otros y se agarran a las diferencias más grose­
ras, más visibles, su estatura física por ejemplo:

Hermia : Ha estado haciendo comparaciones entre ella y yo;


ha estado alardeando de su estatura

265
y con su estatura, con su elevada estatura, con un par de palmos
[más,
¡rayos y truenos!, lo has conquistado.
De modo que has conseguido elevarte a sus ojos
haciéndole ver que yo soy inferior, ¿eh?,
diciéndole que soy enana, ¿eh? Pues, a ver, dime, cucaña,
telescopio, ¿cómo soy de baja?
(III, 2, 290-296)

Si los que buscan un chivo expiatorio llegan a este extremo, no va­


cilan en abalanzarse sobre las diferencias físicas aunque no sean insóli­
tas o desagradables. Este fragmento muestra con claridad que Shakes­
peare no se deja engañar por el proceso: ve perfectamente que, durante
una crisis mimética, el apetito victimario se incrementa a medida que
se abolen o parecen abolirse las diferencias que obstaculizan la sustitu­
ción de los antagonistas. Entonces sólo destacan las diferencias más
flagrantes. Y es sobre ellas, en una búsqueda desesperada de sentido,
sobre lo que se focaliza la atención de los aspirantes a inmoladores. El
racismo no es más que eso.
Nuestras maneras de pensar siguen estando determinadas por mo­
delos de racionalidad no demasiado potentes a la vista de la compleji­
dad shakespeariana. Por mucho que el racionalismo contemporáneo
proclame su respeto por «todas las diferencias culturales», no deja de
excluir la religión primitiva; no ve en ella más que una «pura» supersti­
ción expresada en un galimatías totalmente desprovisto de sentido. Por
eso es impotente para entender J u l i o Cesar, impotente para descubrir la
comprensión shakespeariana de los fenómenos relativos al chivo expia­
torio y su función en la cultura antigua y en el mundo moderno.
Los estudiosos poco sagaces suponen erróneamente que, si Shakes­
peare incorpora a su tragedia los elementos miméticos que hemos ana­
lizado, se debe sin duda a que él mismo se sentía tentado a creer en
ellos. Hay que procurar que su extraordinaria inteligencia no sea el
chivo expiatorio de nuestra ignorancia.
Si estos estudiosos tuvieran razón, Shakespeare no habría descrito
los fenómenos miméticos con tanta fuerza como lo hizo. Cuando se le
lee a la luz de una razón inferior a la suya, una de dos: o bien se finge
piadosamente no ver lo que escapa a la estrechez de ésta y se celebra
una versión mutilada de su genio (los aspectos «chivo expiatorio» de
César se reducen entonces a un mero decorado pintoresco que no
afecta de manera decisiva a la significación política de la obra); o bien
se toman en consideración estos aspectos irracionales y surge la pre­
gunta de por qué aparecen en la obra estrictamente «histórica» a que se

266
pretende reducir J u l i o César. En tales condiciones, ¿cómo no acusar a
Shakespeare de divagar un poco? ¿Cómo no sospechar que se trata de
una especie de super-Casca dotado seguramente de un gran talento
poético, pero pensador más bien primitivo y un poco crédulo?
El dogma moderno de una separación absoluta entre inteligencia y
fuerza poética es nefasto para la comprensión de las auténticas obras
maestras. Parece hecho para impedirnos entender el pensamiento rigu­
roso que preside la elaboración del teatro de Shakespeare.
Nuestro racionalismo no puede seguir hasta el final las implicacio­
nes dc J u l i o César. El papel fundador de la ejecución mimética se le es­
capa por la razón de que él mismo lleva siempre su huella.
La estrecha razón de la Ilustración sigue siendo hija del asesinato
fundador. A medida que nuestra propia crisis mimética se agrava, nos
vemos obligados a ampliar esa razón so pena de no escapar al nihilismo
y a la. locura: necesitamos el auténtico Shakespeare más que a ningún
otro filósofo moderno.
A medida que la crisis se agrava, la significación de los asuntos hu­
manos se desintegra. El camino siempre es el mismo, el que describe
J u l io César. Por muy irracionalmente que lo haga, Casca relaciona su
propia violencia con algo que le parece peligroso, «la noche horrible»;
Ligario, en cambio, ya no necesita razones para unirse a los asesinos de
César, ni siquiera razones mágicas. La palabra de su modelo le basta;
tiene una confianza ciega en Bruto. Con el linchamiento de Ciña, esta
última''garantía desaparece: los individuos que componen la multitud
se mediatizan entre sí a toda velocidad. Y, sin embargo, ponen todavía
unos pocos instantes de vacilación antes de asesinar a su desdichada
víctima, mientras que en Filipo esta últim a diferencia temporal desapa­
rece, por la misma razón que todas las demás. La destrucción es tan
masiva como instantánea.
Nadie percibe más claramente que Shakespeare la tendencia hu­
mana a la violencia arbitraria y a la disolución del sentido que acom­
paña a este proceso. ¿Shakespeare ha sido tentado por el nihilismo y
amenazado él mismo por la locura? Es fácil imaginar que su período
trágico corresponde a una grave crisis personal que el apaciguamiento
de las obras finales, los romances, en especial los dos últimos, sugiere
que ha superado tardíamente. Su obra desmonta nuestra mezquina ra­
zón metafísica, pero descubre su mecanismo fundador; de este modo,
va más allá de los límites nietzsche-heideggerianos que siguen siendo
los nuestros; desemboca en una visión que hoy se revela descifrable a
la luz de la misma teoría que ya nos ha permitido ilum inar las come­
dias, la teoría mimética.

267
XXIV. «QUE SEA UN SACRIFICIO, NO UNA MATANZA,
CASIO»
J u l i o César

Cuando Bruto se entera de que César se ha visto ofrecer por tres


veces la corona real, piensa en Tarquino, último rey de Roma, y en su
expulsión unánime por los romanos; en esta gloriosa historia, otro
Bruto, antepasado suyo, tuvo un gran protagonismo. Cada ve 2 que se le
ha ofrecido la corona, César la ha rechazado, pero, según parece, cada
vez con mayor debilidad. Asesinar a ese hombre sería otro regicidio,
por lo menos por anticipación, y a un republicano cualquier regicidio
le parece legítimo, pues reproduce la violencia unánime que fundó la
República.
La referencia a Tarquino se explica perfectamente en términos po­
líticos. Bruto es un defensor del orden existente; desea poner fin a la
decadencia de las instituciones republicanas. Es absolutamente contra­
rio a un nuevo asesinato fundador; intenta afianzar el asesinato de Cé­
sar en la tradición republicana, darle un sentido en relación con la his­
toria romana: la referencia últim a no puede ser otra que la expulsión
unánime de Tarquino.
Pensar el asesinato de César como un sacrificio equivale a pensar lo
mismo en un lenguaje más original. La definición sacrificial significa
que el asesinato de César repite un acontecimiento religioso, la violen­
cia fundadora de la Roma republicana.
Cuando se pregunta a todos los sacrificadores del mundo por qué
sacrifican, aventuran la misma justificación: hay que volver a hacer lo
que hicieron los antepasados, hay que repetir la violencia fundadora
con unas víctimas dp sustitución. Al igual que Bruto, invocan crisis an­
tiguas que se resolvieron con una violencia unánime. Estos relatos son
llamados mitos-, los antropólogos no se los toman en serio, pero los sa­
crificadores los tienen’ por auténticos.
Shakespeare no coloca la palabra sacrificio en boca de Bruto por
amor al «color local», como hubiera hecho un Victor Hugo o cualquier
otro romántico. Shakespeare lee la palabra sacrificio a la luz del asesi­
nato fundador; éste es exactamente el sentido de la referencia a Tar­
quino.

268
El hecho de que el sacrificio hu m an o no pertenezca a la tradición
romana no basta para invalidar mi interpretación. En las comunidades
sin sistema judicial efectivo, un individuo considerado peligroso no
morirá o será expulsado por un puñado de personas, sino por el con­
junto de la comunidad. Se teme que su muerte pueda desencadenar una
reacción en cadena de venganza y asesinatos. Para prevenir semejante
eventualidad, se recurre a métodos que aseguran la participación, más
o menos activa, de todos los ciudadanos, como la lapidación pública, el
despeñamiento, la crucifixión, etcétera. Aunque sólo sea por no inter­
venir para salvar a la víctima, todos los miembros del grupo son res­
ponsables de su ejecución y nadie puede interpretar esa violencia como
una afrenta que conviene vengar.
Tales prácticas no caen del cielo, y sin embargo los hombres no las
inventan ex nihilo. Tienen que remontarse a un linchamiento espontá­
neamente unánime que haya reconciliado a una comunidad eferves­
cente, un linchamiento cuyas modalidades especiales, cuidadosamente
memorizadas, se reproducen en cada ocasión. La comunidad se ha re­
conciliado a causa del contagio unánime desencadenado por aquel que
arrojó la primera piedra, el primero que empujó a la víctim a por el
abismo desencadenando dicho contagio. El asesinato fundador no es
otra cosa. La costumbre tan extendida del linchamiento judicial siem­
pre ha sido definida como sacrificial y responde efectivamente a la de­
finición del sacrificio: reproduce lo más fielmente posible la violencia
unániñie que constituye el origen de la institución religiosa.
Incluso en las sociedades que disponen de instituciones judiciales
independientes, como la Roma republicana, puede ocurrir que unos
ciudadanos inquietos utilicen esa justicia sumaria, el linchamiento uná­
nime, para acabar con desórdenes que el sistema legal parece incapaz
de eliminar.
Bruto ve en la muerte de César un sacrificio excepcional, necesario
por circunstancias tan críticas que cualquier recurso legal o político es
imposible. Mide perfectamente el riesgo que supone el asesinato de un
político bienamado. Si la concepción sacrificial del asesinato no es rati­
ficada por el pueblo, si éste no se une contra César de la misma manera
que antes lo hizo contra Tarquino, los conspiradores arriesgan la
misma suerte que querían reservar a su víctima. Y esto es lo que ocu­
rre a fin de cuentas en el caso de César.
Detrás de la ideología del sacrificio se oculta una única e insoslaya­
ble realidad: la del consenso o falta de consenso mimético de todo un
pueblo, es decir, de lo que constituye el éxito o el fracaso de cualquier
sacrificio. La conspiración fracasa porque no consigue congregar a la
multitud alrededor de la interpretación sacrificial del asesinato de Cé­
sar. La escena en la que Bruto y Marco Antonio se disputan el vasallaje

269
indispensable de los romanos revela los basamentos reales tanto del
asesinato fundador como de los sacrificios. Considero esta revelación
más explícita que cualquier otra en la literatura trágica griega o mo­
derna.
En la fase que precede al asesinato, Bruto es el pensador lúcido de
su propia empresa. Cuando los conspiradores explican que quieren,
mediante un juramento melodramático, solemnizar su compromiso de
conjurados, Bruto se niega y su instinto sacrificial lo ve con claridad: el
asesinato no debe aparecer como el gesto ilegal y furtivo de un puñado
de descontentos:

¿Qué espuela habrá mejor que nuestra causa


para incitarnos al remedio? ¿Qué otro vínculo
que un secreto guardado por romanos
que empeñan su palabra y no se tuercen?
¿Qué mejor juramento que el honor
comprometido a hacerlo o a morir?
(II, 1, 123-128)

Bruto confía en que, inmediatamente después del asesinato, la


conspiración se disolverá para ser sustituida por la unanimidad recupe­
rada del pueblo romano, por su unanimidad sacrificial.

J u l i o César, acto II, escena 1: los conspiradores se han reunido para


preparar el asesinato. Uno de ellos, Decio, se pregunta quién debe
acompañar al gran hombre en la muerte. Casio avanza el nombre de
Marco Antonio, pero Bruto considera la proposición incompatible con
su concepción sacrificial. La violencia no debe esparcirse de manera
desordenada; sólo César debe morir.
La manera como Bruto justifica la decisión de perdonar al amigo
más peligroso del tirano pone de manifiesto la superior comprensión
del sacrificio que informa la obra de Shakespeare:

Cayo Casio, si cprtamos la cabeza


y después acuchillamos los miembros
nuestra acción parecerá demasiado sanguinaria:
primero, furor; luego, ensañamiento;
pues Antonio es sólo un miembro de César.
Que sea un sacrificio, no una matanza, Casio.
Nos enfrentamos al espíritu de César,
y el espíritu del hombre no lleva sangre.
¡Ojalá se pudiera apresar el espíritu

270
sin desmembrar a César! Pero, ¡ay!, la sangre
de César tiene que correr. Mis nobles amigos,
matémosle con brío, pero sin saña.
Cortémosle como manjar digno de los dioses
y no como carnaza para perros.
Y que nuestro entendimiento, como el amo solapado,
incite a sus siervos a un acto de violencia
y después aparente reprenderlos.
Así haremos ver que nuestra acción
era necesaria y no rencorosa.
Y, cuando así aparezca a los ojos del pueblo,
lo llamarán curación y no crimen.
(II, 1, 162-180)

Una sola y única oposición domina este texto; de un lado, la belleza


moral y estética del sacrificio, y del otro, la barahúnda confusa y san­
guinaria de la envidia mimética. Las palabras que expresan la primera
son: «espíritu», «brío», «cortémosle», «digno de los dioses», «amo sola­
pado», «necesaria», «curación». Las palabras que evocan la segunda son:
«sanguinaria», «acuchillamos los miembros», «furor», «matanza», «des­
membrar», «carnaza», «perros», «siervos», «rencorosa», «acto de violen­
cia» y «crimen».
Arraigada en la práctica sacrificial, la idea de «corte» va más allá de
la simjMe metáfora. Cuando un festín ritual pide la inmolación de un
animal comestible, el corte es objeto de mil cuidados y se efectúa de
acuerdo con unas reglas precisas e inmutables.
Cortar es desmembrar con suavidad, separar las carnes de manera
delicada y artística. El cuchillo del cortador alcanza las articulaciones
sin esfuerzo y separa los huesos sin daño visible. Un corte artística­
mente realizado es agradable a la vista: no aplasta ni desgarra nada; no
crea discontinuidades artificiales. Su belleza estética y moral consiste
en revelar unas diferencias preexistentes.
La envidia y la cólera no conocen el arte del corte; su avidez y su
brutalidad sólo pueden mutilar los cuerpos sobre los que se ensañan.
Detrás de la oposición entre «trinchado» y «picado» se perfila un tema
familiar: la violencia mimética suscita una falsa diferenciación que,
traicionando la auténtica, sólo puede acabar en la indiferenciación
pura y simple, provocando la disolución violenta de la comunidad.
En la metáfora del corte se funden armoniosamente todos los as­
pectos de la cultura: el diferencial y el espiritual, el espacial, el ético y
el estético. Esta metáfora ilustra lo que podríamos llam ar el «momento
clásico» del sacrificio.
La concepción primitiva, la separación física de lo puro y lo im-

271
puro, es indispensable para la metáfora del corte, pero no es la única
en juego: entra en combinación con unos valores morales y estéticos
cuya importancia crece a medida que evoluciona la institución sacrifi­
cial. La buena y la mala diferenciación también se distinguen entre sí
en función de criterios éticos y estéticos.
La forma clásica es una fusión de belleza natural y cultural. Más
allá de sus aplicaciones sacrificiales y culinarias directas («un manjar
digno de dioses»), la metáfora de Shakespeare evoca las formas más no­
bles de la cultura humana. En el original inglés, la palabra clave es to
car ve que significa tanto esculpir una estatua como trinchar un ave, y
esta combinación por completo sacrificial sugiere el origen religioso no
sólo de la estatuaria, sino de todas las restantes artes.
Un conocimiento íntimo del papel seminal desempeñado por el sa­
crificio informa en esta ocasión el texto y hace aparecer, entre las pala­
bras enumeradas anteriormente, una rica red de referencias que la ló­
gica sacrificial permite descifrar y explicar. La intuición en la que se
arraiga la poesía de ese texto nos hace remontarnos al origen no sólo
de las prácticas religiosas, sino de todas las metáforas que también hun­
den sus raíces en la violencia fundadora a través de las sustituciones sa­
crificiales.
En estos versos, el sacrificio recupera silenciosamente su función
creadora y regeneradora de toda cultura. Es la función que desempeña
en los Veda de la India, la más extraordinaria meditación sacrificial so­
bre el sacrificio. Tanto al principio como al final de cualquier creación
aparece Prajapati, dios de la violencia fundadora a la vez que del sacri­
ficio ritual. Un poeta no podría ser grande respecto al sacrificio, seria
incapaz de alcanzar su esencia, si sólo viera en él lo que han visto los
racionalistas modernos, a saber, una miserable superstición y un suple­
mento parasitario sin significado ni importancia auténticas en relación
con la cultura humana.

Cuando los sistemas religiosos se hallan todavía en su infancia, los


inmoladores no entienden en absoluto por qué, en lugar de agravar el
desorden, una sola de esas violencias, la última, hace lo contrario y ad­
quiere por ello un valor fundador. Aunque adivinen la importancia de
la unanimidad, cosa que ocurre frecuentemente —la prueba está en sus
esfuerzos para reproducirla en el rito—, aunque adivinen la naturaleza
mimética de esa unanimidad, cosa que ocurre frecuentemente —la
prueba está en los sutiles medios que inventan para reactivar el conta­
gio del fenómeno victimario—, las comunidades primitivas ven en el
desarrollo general de la crisis y en su desenlace final una prueba sobre­
natural, una prueba que acaba bien gracias exclusivamente a la benevo­

272
lencia divina, un mensaje divino que no conviene «desmitificar», sino,
muy al contrario, reproducir piadosamente a través de los ritos sacrifi­
ciales.
Si bien la fe en las virtudes curativas del sacrificio no es una acti­
tud «racional», no por ello está desprovista de fundamento: mientras
mantenga el vigor de la juventud, el sacrificio polariza la violencia
mimética contra las víctimas sustituidas y devuelve vida y presencia a
los símbolos culturales de unidad y de identidad. El sacrificio consti­
tuye la purga o la purificación habitual de las comunidades humanas.
El rito es un comportamiento mimético de tipo no conflictivo,
una mediación externa. Para los que participan en él, el éxito de­
pende de la imitación escrupulosa del asesinato fundador, y en cierta
medida lo religioso lleva razón: lo que una primera vez ha permitido
la unanimidad tiene todas las posibilidades de afianzarla y consoli­
darla. .
En la perspectiva ritual primitiva, el sacrificio combate la violen­
cia no con la ayuda de una violencia normal (que no haría más que
agravar la crisis), sino por medio de una violencia extraordinaria, una
buena violencia misteriosamente diferente de la mala extendida por
doquier. Como ya he dicho, esta buena violencia se basa en una una­
nimidad que la relig ión —lo que une a los hombres entre sí—tiende a
perpetuar. Si es utilizada con sabiduría y piedad, esta buena violencia
puede impedir que la mala se propague cada vez que resurge, y lo
cierto "fes que siempre tiende a resurgir. El sacrificio es la violencia
que cura, une y reconcilia en oposición a la mala violencia, que co­
rrompe, divide, desintegra e indiferencia.
La concepción de la violencia sacrifical como sustancia preciosa
pero inestable, en tanto que dotada de propiedades paradójicas, es un
elemento fundamental de la cultura humana. En su origen, el orden
cultural (Degree) no es más que la Diferencia instituida por las vícti­
mas y los dioses, la diferencia entre la mala y la buena violencia. Las
tendencias especializantes y diferenciales de la cultura humana res­
ponden al terror de una recaída en la «funesta confusión» ( Troilo y
Cressida, I, 3, 95), es decir, en la crisis sacrificial. A medida que los
efectos de los ritos y de las prohibiciones se diseminan por la cultura,
todas las actividades vitales vuelven a diferenciarse, al igual que los
mismos hombres, y todo lo que la crisis mimética había confundido
se reencuentra marcado de inteligibilidad y susceptible de intercam­
bios relativamente pacíficos.
Los inmoladores saben que, en sus débiles manos, la diferencia
entre los dos tipos de violencia es algo perecedero. Cada vez que se
borra, el sacrificio recae en la mala violencia de una crisis análoga a
la que precedió su nacimiento. Entonces, en lugar de apaciguar la

273
violencia, el sacrificio fallido la exaspera. Eso es exactamente lo que se
produce con el «sacrificio» de César.
Cuando una cultura madura y reflexiona sobre sí misma, los inmo­
ladores se dan cuenta de que la aptitud de sus sacrificios para mantener
el orden público depende de ellos mismos más que de unas precaucio­
nes externas y de la exactitud ritual. El sacrificio «funciona» si se lleva
a cabo con un corazón puro, mostrándose solidario no sólo con los an­
tepasados fundadores sino también con todos los miembros vivos de la
comunidad. Si el sacrificio está contaminado por la rivalidad mimética,
no puede hacer sino fracasar.
Los teóricos «clásicos», en la India por ejemplo, ponen el acento en
el estado de espíritu de los inmoladores más aún que sobre las precau­
ciones que hay que tomar contra la contaminación física. Siguen
creyendo en los aspectos materiales del sacrificio, pero, en su caso, la
institución se impregna de los valores morales y estéticos que en la fase
anterior permanecían implícitos.

La metáfora del corte es un islote de armonía clásica rodeado por


todas partes del ruido y la furia de la ira y la envidia —«the sou nd an d
the f u r y si gn if yin g noth in g»—. Si los inmoladores participan del caos ex­
terior, si se abandonan a las emociones tumultuosas de la rivalidad m i­
mética, su sacrificio estará condenado al fracaso.
Sólo un corazón puro puede convertir el horrible asesinato de Cé­
sar en un sacrificio auténtico tan sereno como hermoso. Pero la sereni­
dad no se conquista por decreto; lo máximo que puede hacer Bruto es
exhortar a sus compañeros, cada cual en el secreto de su conciencia, a
aspirar a la perfección sacrificial. Esta es la razón de que no diga «so­
mos» sino «seamos» unos inmoladores.
De manera conmovedora pero paradójica, Bruto suplica a los res­
tantes conjurados que refrenen su apetito de violencia. En el contexto
de la conjura, esta petición suena casi cómica. Diríase que Bruto anhela
transmutar la violencia salvaje en una mezcla de arte y ascetismo espi­
ritual. Si los conspiradores se tomaran sus palabras en serio, si fueran
demasiado lejos en la dirección recomendada, la sed de sangre que les
invade se apagaría. Serían incapaces de llevar a término su empresa.
¿Bruto ha rectificado? ¿Tiene dudas respecto a la razón de la em­
presa? ¿Retrocede ante la idea de asesinar a un protector y á un bienhe­
chor al que admira?
La respuesta a estas preguntas sólo puede ser afirmativa, ya que,
como el propio Bruto reconoce, preferiría no tener que descuartizar a
César; y, sin embargo, la respuesta final es negativa. El no vence sobre
el sí porque la determinación de Bruto permanece intacta. No se le ve

274
la menor vacilación, ni el menor deseo de perdonar a César o siquiera
a Marco Antonio. Bruto no intenta, bajo mano, minar la moral de sus
compañeros. Está claro que su discurso tiene una dimensión personal y
«psicológica», pero hay que subordinarla a un significado más pro­
fundo, desgraciadamente invisible para quienes se niegan a percibir la
inspiración dominante del texto, el principio intelectual y poético de
su unidad, el sacrificio.
Si el sacrificio es una violencia buena que sofoca a la mala, ambas
formas de violencia deberían ser tan diferentes entre sí como la noche
y el día. Ahora bien, mientras habla, Bruto descubre cada vez con
mayor claridad que eso es imposible. El asesinato de un César inde­
fenso le parece a él mismo, y existe el riesgo de que se lo parezca a to­
dos los romanos, un crimen incalificable, y no un acto noble y vir­
tuoso.
Cuando Bruto pide a sus acólitos que renuncien a todos los senti­
mientos que conducen normalmente al crimen, adopta un riesgo serio,
pero sólo a fin de evitar otro más serio todavía: si el asesinato se parece
en exceso a la violencia circundante, no frenará el funesto desencade­
namiento, sino que aumentará su caudal. Las represalias serán interm i­
nables y el sacrificio fracasado se volverá el más tumultuoso de los ríos
crecidos en el paisaje inundado descrito por Titania.
El devenir de las cosas muestra que los temores de Bruto están jus­
tificados. Las apariencias les resultan tan contrarias que, para modifi­
carlas, los asesinos deben presentarse bajo la luz más noble y desintere­
sada posible.
Si el asesinato aparece ante el pueblo como un acto atroz y repul­
sivo, el supuesto sacrificio se hundirá en un caos sanguinario. Bruto
querría un gesto tan bello que no pudiera producir ninguna confusión;
desearía convertir su sacrificio en el otro absoluto de la crisis. El pro­
blema es que la violencia sólo tiene un otro absoluto y es la no violen­
cia, la renuncia total a cualquier acción sanguinaria.
El sacrificio no puede convertirse en lo contrario de la ira y de la
envidia sin renunciar a su medio de acción específico, sin renegar de
su propia naturaleza. A Bruto le resulta imposible llegar al final: su
auténtica prioridad sigue siendo el asesinato; quiere simplemente hacer
de éste algo tan eficaz como sea posible. Así pues, va lo más lejos que
puede en el sentido de una no violencia que no puede asumir por com­
pleto.
Bruto busca un compromiso imposible entre una violencia dema­
siado impura como para no agravar la crisis y una violencia tan pura
que no sería violencia en absoluto. La incoherencia final del discurso
es buscada por el propio autor, que sugiere así el callejón sin salida en
que se hunde el inmolador. La violencia perfecta no existe.

275

ii
El dilema del orador se hace especialmente agudo por el contexto
específico de la obra, la grandeza de la futura víctim a, su popularidad y
la perfidia de sus adversarios, pero el tema tratado tiene un significado
religioso que trasciende el caso particular. Las frases de Bruto deben
escucharse sobre el fondo de una historia sacrificial que es la de la hu­
manidad entera.
Cuanto más reflexiona el sacrificio sobre sí mismo a través de los
inmoladores, más tiende a negar su propia esencia y a volverse contra
su propia violencia, contra sí mismo en cierto modo, y ello no princi­
palmente por razones humanitarias, sino por motivos de pura eficacia.
Este dilema es muy visible en los grandes textos que componen los
Veda y en la tendencia a la no violencia propia de las grandes doctrinas
místicas de la época siguiente. Es significativo que las doctrinas de la
no violencia se sigan formulando en lenguaje sacrificial; eso permite
pensar la reacción contra el sacrificio en continuidad con él: hasta la
no violencia puede ser hija de Prajapati.
El discurso de Bruto muestra perfectamente la existencia de una
fuerza única tras una evolución que conduce primero a la moralización
y a la estetización del sacrificio y después al rechazo total de cualquier
violencia en el misticismo védico. Shakespeare ciertamente no había
leído los textos más directamente relacionados con ese tema, pero su
conocimiento incluso parcial de la literatura antigua le bastaba. Su ge­
nio descubre en la religión sacrificial la cumbre misteriosa de su propia
visión, la interpretación mimética de las relaciones humanas.

Dado que Bruto no puede asumir realmente la no violencia, el aspecto


moral de sus palabras pierde toda su fuerza, hasta convertirse en un verda­
dero engaño en la segunda parte de su discurso. De la misma manera que,
al comienzo, Bruto pedía a sus compañeros que se purificaran de toda có­
lera y toda envidia, al final parece abandonar ese objetivo, noble pero utó­
pico, y ve las cosas con una mirada fríamente realista.
Repito que si los conjurados consiguieran rechazar todas las pulsio­
nes que normalmente conducen al asesinato, ya nada les incitaría a
matar a César. Eso no es lo que Bruto quiere, y por ello, en los últimos
versos de su discurso, da marcha atrás y lleva a éste en dirección a las
falsas apariencias.
La parábola un poco caricaturesca de los «siervos» y sus «amos sola­
pados» evoca de manera sorprendente las «tretas» rituales recomenda­
das por algunos sistemas sacrificiales, entre ellos de nuevo el brahma-
nismo. El objetivo de estos artificios rituales es exonerar a los
inmoladores de cualquier violencia y transferir la sospecha hacia algún
tercero inmolable, un mendigo por ejemplo, a quien se le pide, a cam­

276
bio de una pequeña suma de dinero, que interprete el papel más peli­
groso, el papel típicamente sacrificial y violento que ningún rito, por
poco consciente que sea de sus orígenes, podría elim inar por completo
ni asumir con franqueza.
Este tipo de maniobra confirma la realidad del dilema que acabo
de definir. Si la única solución es la renuncia absoluta a la violencia,
cualquier recurso al sacrificio compromete a los inmoladores en un do­
ble juego del tipo sugerido por la parábola de los amos solapados. Lo
que estos últimos reprochan ruidosamente a sus siervos es haber reali­
zado el acto de violencia que ellos mismos les habían sugerido.
Los siervos son una alegoría de las pasiones más bajas que los amos
deben permitir que se desencadenen brevemente, en contra de sus as­
piraciones más elevadas, si no quieren renunciar pura y simplemente a
inmolar a su víctima.
Inicialmente, en la larga diacronía del sacrificio, la frontera entre
violencia buena y mala parece situarse en alguna parte del mundo ex­
terior. Descubrimos a continuación que recorre y divide la conciencia
misma de los inmoladores. Lo que Bruto recomienda en realidad a sus
acólitos es que estén divididos en contra de sí mismos. Deben abando­
narse a la cólera y a la envidia, pero a condición de que tan malos sen­
timientos permanezcan ocultos y no se conviertan en un mal ejemplo
para el pueblo. El orador acaba por decir: aunque no podamos ser
exactamente tal como exige nuestro proyecto, esforcémonos por lo me­
nos poi parecer i mpasibles y virtuosos, y el pueblo todavía podrá unirse
tras nosotros. El sacrificio de Bruto degenera en un simulacro hipó­
crita, en la pura y simple comedia:

Así haremos ver que nuestra acción


era necesaria y no rencorosa.
Y, cuando así aparezca a los ojos del pueblo,
lo llamarán curación y no crimen.

La palabra clave es «aparecer»: si los conjurados consiguen repre­


sentar un buen simulacro, los romanos los verán como los auténticos
defensores de Roma.
Cuando una cultura entiende demasiado claramente sus propios ri­
tos, ya no puede practicarlos con tanta inocencia como en el pasado;
entonces la institución debe evolucionar bien hacia el misticismo no
violento, bien hacia la manipulación típicamente política, bien hacia
ambas direcciones a un tiempo.
Si el sacrificio pierde su poder sagrado, los escasos seres dotados
para la no violencia escapan al desierto, abandonando los altares del
sacrificio a una cohorte de jefes ambiciosos que los convierten en estra-

277
dos políticos. Todos los César, Brutos y demás Marco Antonios se es­
fuerzan por vender al populacho su versión personal de la «violencia
buena». Cualquier lucha política permanece marcada por su origen «sa­
crificial».
Mientras su eficacia siga siendo real, la diferencia sacrificial se disi­
mula tras las rigideces rituales y el formalismo religioso. Pero esta fase
no puede durar siempre, y esto es lo que sugiere la ruptura final en el
discurso de Bruto. La verdad que se adivina bajo las ambigüedades de
su perorata estalla un poco después, a la luz del día, en el momento en
que Bruto y Marco Antonio se disputan abiertamente la adhesión del
pueblo.
No debemos limitarnos a ver esta lucha por la conquista de la opi­
nión pública como un banal asunto político; hay que descubrir en ella
la degeneración de la institución sacrificial y de la violencia unánime
que la funda.
La transformación del rito en teatro político va acompañada de su
transformación en acción teatral propiamente dicha. También el arte
dramático es hijo de Prajapati. Es algo que no escapa a los propios ase­
sinos: en cuanto César muere la imaginación de los conjurados se di­
rige al... ¡arte dramático!
En Troilo y Cressida, vemos a los héroes troyanos pensar anticipa­
damente en la Iliada y obtener un redoblado ardor guerrero de la idea
de su futura gloria literaria (II, 2, 202). Ese atractivo mimético les in­
cita a llegar hasta el final de su desastrosa guerra. De manera análoga,
Bruto y Casio ven en el asesinato de César un tema magnífico para los
futuros dramaturgos. La idea de las inmensas multitudes a las que im ­
presionarán miméticamente les procura una exaltación asimismo m i­
mética; y de ella participan siempre un poco, de manera contagiosa,
claro está, los que repiten, sin entender su formidable ironía, los famo­
sos versos que siguen a la muerte del dictador:

CASIO: ¡Cuántas veces los siglos venideros


verán representar nuestra escena sublime
en lenguas y países por nacer!
(III, 1, 111-113)

Así como los personajes, de las comedias buscan las miradas admira­
doras de sus amigos para disfrutar del ser que desean, el del amante
perfecto, los gigantes de la historia necesitan un refuerzo mimético an­
ticipado, el de una posteridad adoradora, para sentirse tan gigantescos
como les es preciso. A Shakespeare le divierte esta idea, y por eso la re­
cuperará unos años después en Troilo y Cressida no sólo a través de la
referencia irónica a una Ilíada que todavía no ha sido escrita, sino po­

278
niendo en boca de Ulises que, aunque un hombre alcance el objetivo
ontológico que se ha fijado, necesita de admirativas miradas ajenas para
disfrutar realmente de un ser que, en principio, sólo le pertenece a él y
debería bastarse a sí mismo.

Desde un punto de vista retrospectivo, perdonar a Marco Antonio


resulta ser una decisión fatal, ya que Marco Antonio no perdona a nin­
guno de los conspiradores. A la luz de lo que sucede después del cri­
men, la concepción sacrificial parece irreal y formalista, pero conde­
nándola sin entenderla, como hacen a menudo, los críticos se quedan
en la superficie de las cosas; se encomiendan al espíritu de venganza.
Desde su punto de vista, una vez que este espíritu ha triunfado, cabe
sostener que la estrategia sacrificial no tiene ningún sentido. Pero, pre­
cisamente, esta estrategia tenía como único objetivo impedir el triunfo
de la venganza imponiendo otra lógica que por comparación parece
casi no violenta.
Cuando triunfa, el sacrificio firma la últim a palabra de la violencia,
de la misma manera que la violencia fundadora, pero en un plano me­
nos radical. Hace retroceder el espíritu de venganza ante el respeto
adorador y terrorífico que inspiran los dioses, los únicos capacitados
para castigar y recompensar, por medio de la violencia o de la paz.
Cuando la lógica sacrificial cede el paso a la venganza, la salida no
ofrece‘la menor duda. Los partidarios de César son intrínsecamente
más fuertes; por esta razón Bruto y sus amigos deben intentarlo todo
para evitar una confrontación decisiva. Es verdad que la tradición re­
publicana se ha debilitado, pero lo que subsiste de su influencia en el
pueblo constituye la única baza política de los conspiradores; el único
instrumento que permite explotar esta baza es la concepción sacrificial
predicada por Bruto.
En cualquier lucha por el poder, el campo más débil debe esfor­
zarse por evitar la violencia. Si ésta parece inevitable, debe hacer
que sea también lo más limitada, selectiva y certera posible, lo más
legal y legítim a que le permita su naturaleza, es de esperar que sóli­
damente arraigada en todo lo que sigue siendo sagrado a ojos del
pueblo.
Lejos de ser, como suponía Freud, estúpidamente obsesivas, las re­
glas del sacrificio son extremadamente astutas: invierten de forma sis­
temática las actitudes conflictivas que prevalecen durante la crisis de la
que salen y, gracias a ello, toman automáticamente en consideración la
naturaleza mimética de las relaciones humanas. Su rígido formalismo
tiene mucho más sentido de lo que nuestro espíritu moderno puede
concebir.

279
La estrategia sacrificial de Bruto es excelente, pero su realización es
desastrosa. En un asunto tan peligroso como el asesinato de un caudi­
llo popular, hay determinadas cosas que los asesinos deben hacer para
poner la suerte de su lado y otras que deben evitar a cualquier precio.
Si se establece la lista de todas las precauciones positivas y negativas,
descubrimos que coincide con la de las actitudes o los gestos que el sa­
crificio ritual permite o prohíbe.
Ejemplo: el famoso principio ritual según el cual es importante que
los inmoladores eviten todo contacto con la sangre de su víctima. La
sangre es el símbolo por excelencia de la violencia de lo sagrado; si co­
mienza a correr desenfrenadamente, abandona inmediatamente la es­
fera del bien por la del mal, y el objetivo del sacrificio se pierde en el
mismo esfuerzo realizado para alcanzarlo. El sanguinario estropicio en­
gendrado por Bruto contraviene el principio ritual tanto como lo hu­
bieran hecho los asesinatos adicionales a los que había puesto tan justa­
mente su veto.
La impotencia de los inmoladores para realizar su tarea con lim ­
pieza nos informa acerca de su estado de ánimo; proclama lo que Bruto
y su prudente mística sacrificial intentaban precisamente elim inar en el
crimen. Shakespeare nos hace entender por qué una inmolación chapu­
cera es de mal augurio: se parece demasiado a un asesinato. Para de­
sencadenar la violencia de una multitud presa del mimetismo, basta
con demostrar mediante su conducta que la violencia ya está allí. El
espectáculo que da de sí misma sirve de modelo al desencadenamiento.
Lo que constituye la profundidad dc J u l i o César es la perfecta con­
tinuidad entre una institución —el sacrificio— que nuestros sociólogos
siguen considerando un loco arabesco de lo «irracional» o de la «su­
perstición» y la racionalidad autodenominada transparente de lo que
llamamos política. Para revolucionar nuestro conocimiento del hombre
bastaría con que tanto los especialistas de etnología religiosa como los
politólogos entendieran por qué y cómo, en esta tragedia, se unen sus
dos disciplinas.

280
XXV. «CORTÉMOSLE COMO MANJAR DIGNO
DE LOS DIOSES»
J u l i o César

Bruto, al igual que Claudio en Hamlet, podría decir:

A grandes males
grandes remedios, o no habrá ninguno.
(IV, 3, 9-11)

Las imágenes médicas asociadas a la violencia y al sacrificio son


frecuentes en Shakespeare, y su pertinencia está vinculada a los oríge­
nes sacrificiales de la medicina. Al igual que todo lo que contribuye a
la cultura humana, la ciencia médica es hija de Prajapati. La medicina
tradicional tiene un carácter sacrificial en el sentido de que adminis­
tra la enfermedad: es su inoculación estrictamente controlada y
medida.
El asesinato de César es un remedio tan desesperado que sanará
instantáneamente el cuerpo político o no lo sanará en absoluto. Bien
mediante una resurrección, bien mediante la muerte, pondrá fin a la
agonía de la República.
El problema con el sacrificio es que cuando se lo necesita real­
m ente,'ya ha desaparecido. La diferencia sacrificial que Bruto intenta
restablecer —el D eg re e— se ha volatilizado.
El sacrificio fallido de Bruto revela y acelera la caducidad de lo
que, en principio, lo hace ser, la violencia única y unánime. La Repú­
blica se hunde en las violencias múltiples y destructoras de una guerra
civil. Ningún fundamento permanece; se requiere una nueva unani­
midad que sólo podrá conseguirse al precio de desórdenes exorbi­
tantes.
Es paradójico que el mismo crimen pueda desempeñar varios pa­
peles contradictorios. El genio de Shakespeare es lo que ve y da valor
a esta paradoja, pero no tiene nada de específicamente shakespeariana.
Es la estricta verdad del asesinato fundador. Sólo los mayores poetas

281
trágicos se elevan hasta ella. El asesinato de César es tanto la expan­
sión extrema del desorden como el nacimiento o el renacimiento del
orden.
Para ser realmente fundador, el nuevo crimen debe ser también
fuente y modelo de un culto sacrificial. De la misma manera que, para
Bruto, el sacrificio repite necesariamente la expulsión de Tarquino, en
el nuevo orden im perial hay que repetir el asesinato de César, ofrecido
al propio César.
Bajo el Imperio romano, los sacrificios son realmente ofrecidos, en
cada ocasión, al nuevo emperador, pero como todos se llaman César,
los sacrificios son ofrecidos al mismo y eterno César, reencarnado en
cada uno de sus sucesores. Se supone que en cada nuevo emperador re­
nace la divinidad originaria. Al igual que en todas las monarquías sa­
gradas, la víctim a fundadora está a un tiempo muerta y viva, por en­
cima de las vicisitudes de la existencia.
En el nuevo orden de cosas, paradoja suprema, el suicidio de Bruto,
precedido de una invocación a César, puede leerse como el sacrificio
inaugural del culto naciente. Esta interpretación sacrificial es la de
Marco Antonio y Octavio en sus panegíricos fúnebres. Octavio será el
primer emperador romano: es normal que en esa representación sim­
bólica asuma el papel de sumo sacerdote.
Ha comenzado un nuevo ciclo sacrificial y la ironía del destino
quiere que Bruto desempeñe para siempre en él el papel que él quería
hacer interpretar a César en el ciclo precedente. Es preciso que alguien
acabe en la mesa de los dioses y Bruto servirá perfectamente para tal
fin. Artísticamente trinchado por los piadosos cuidados de Octavio y
Marco Antonio, se nos convierte en plato principal y ave suprema del
banquete del dios que él mismo ha invocado en el momento de su
muerte, César.

El mito es la huella memorizada de una crisis del Degree, pero el


recuerdo de la crisis queda sistemáticamente deformado por el «efecto
chivo expiatorio» que preside su desenlace. Los ritos sacrificiales presi­
den la misma secuencia: inmolamos unas víctimas sustitutorias a fin de
que resurja el efecto pacificador del crimen colectivo original y evitar
así la recaída en la crisis mimética.
Los ritos sacrificiales son una piadosa imitación del proceso que ha
permitido disipar la rivalidad mimética y fundar un culto nuevo, una
nueva comunidad. El sacrificio es una edulcoración y una atenuación
del crimen colectivo original en el sentido de que la inmolación de las
víctimas que, por regla general, ni siquiera son humanas reproduce en
tono menor el efecto original.

282
El teatro es una nueva edulcoración, y una segunda atenuación, en
el sentido de que las víctimas ya no son inmoladas en absoluto. Su
muerte no es más que un simulacro, y entre los griegos incluso la re­
presentación de esta muerte simulada está prohibida.
En teatro todo o casi todo puede-ser representado, a excepción de
lo esencial: la muerte violenta del protagonista. Si bien no la vemos ja­
más, puede ocurrir, sin embargo, que la oigamos, como en el Agame­
nón de Esquilo. El coro oye los alaridos del rey y se hace cómplice de
su muerte no interviniendo a su favor.
De esta evolución no deberíamos concluir que el crimen original
ha perdido toda su importancia y que, tanto en las instituciones posri­
tuales como en el teatro, ha dejado de ser fundador. El hecho de que la
sangre no corra por el escenario no cambia en absoluto la naturaleza y
el objeto de la representación, que sigue siendo la misma que en el rito;
la definición que de ella da Aristóteles, bajo el nombre de catharsis o
de purga, lo aclara perfectamente. La primera acepción de la palabra es
médica, pero remite muy directamente al sentido religioso, el cual de­
signa el apaciguamiento engendrado por el sacrificio.
Los eruditos modernos han desplegado grandes esfuerzos para de­
mostrar que la catharsis teatral no tiene nada que ver con la catharsis
religiosa. Su misma obstinación en negar una evidencia deslumbrante
sugiere que saben más sobre el tema de lo que quieren reconocer o,
por lo menos, que intuyen la naturaleza real del sacrificio.
La' tragedia, canto dionisíaco del chivo, no puede ser tan ajena
como nos dicen al aspecto más enigmático y siniestro de cualquier reli­
gión humana, a saber, la unión de todos contra una víctim a aislada,
práctica que aparece todavía en toda la Grecia clásica bajo la célebre
forma del pharmahos.
Para entender que las dos catharsis son la misma, basta con com­
probar que la misma palabra remite en ambos casos a la misma repro­
ducción del crimen fundador, con la única diferencia de que la pura
representación teatral sustituye a la acción todavía violenta de los ritos
sacrificiales.
La catharsis restablece la armonía entre los ciudadanos purgando,
como dice Bruto, o purificando la comunidad humana de las rivalida­
des miméticas que siempre tienden a reaparecer; en otras palabras, de­
volviendo fuerza y vida a los efectos del crimen fundador.
La definición aristotélica no dice más, pero suprime cualquier alu­
sión al crimen fundador. Si queremos entender la catharsis, no debe­
mos imaginar que la purga consiste en elim inar «la piedad y el miedo»
que el destino del héroe inspira a los espectadores. Ambos sentim ien­
tos desempeñan un papel instrumental. La eficacia catártica se basa en
ellos.

283
Antes incluso de la muerte del héroe, los representantes del pue­
blo, el coro, expresan la piedad que les inspira y su temor de verlo
prontamente herido por el destino; comparan su propia existencia, os­
cura pero tranquila, a los sufrimientos que los hombres poderosos y
célebres sufren inevitablemente. En la medida en que los ciudadanos
se apiadan del héroe, no envidian su grandeza. En la medida en que
sus sufrimientos les asustan, no se sienten tentados a convertirlos en
un modelo y evitan prudentemente conductas susceptibles de desen­
cadenar una nueva crisis mimética. Por muy mutilada que esté, la de­
finición aristotélica de catharsis no sólo es válida para el teatro y los
ritos sacrificiales, sino también, a un nivel más radical y original, para
el propio crimen fundador.
Consciente o inconscientemente, Aristóteles alude al efecto recon­
ciliador del mecanismo victimario, el mismo que todas las institucio­
nes rituales y posrituales intentan reproducir. Aunque el filósofo nos
instruya respecto a este punto en particular, no disipa por completo la
nube de oscuridad de que se rodea cualquier fundación cultural. Ja ­
más dirige su mirada directamente al origen verdadero, es decir, el
crimen fundador. Parece que en Aristóteles la catharsis surja de la
nada y el papel de la u n a n i m i d a d violenta es tan poco comprendido
por él como por Freud o los demás pensadores modernos del vínculo
social.
Esta incapacidad es un factor fundamental de la cultura humana:
es inseparable del hecho de que la filosofía se ha inscrito desde siem­
pre en el espacio sacrificial abierto por el crimen fundador. Las insti­
tuciones postsacrificiales no son religiosas en el sentido estricto de la
inmolación sanguinaria, pero siguen siendo rituales en un sentido am­
plio al reactivar el «efecto chivo expiatorio» original, principio de
cualquier discriminación ordenadora. La repugnancia en remontarse
hasta la víctima fundadora sigue siendo catártica. Nos permite enten­
der no sólo por qué los críticos modernos se empeñan en disociar la
catharsis teatral de la religión griega, sino también por qué se alejan
obstinadamente del deseo y de todos los efectos miméticos presentes
en el teatro de Shakespeare. El descubrimiento del mimetismo y el
descubrimiento del crimen fundador sólo son, en su lím ite, una sola y
misma revelación.
En la cultura occidental los primeros hijos que se rebelaron contra
su padre Prajapati fueron, paradójicamente, los trágicos griegos, que se
esmeraron en suavizar y fundir las diferencias glaciales del mito y en
devolverlas a su naturaleza primera: la violencia recíproca, la rivali­
dad mimética. Su sentido trágico de la indiferenciación ilum ina los
«efectos chivo expiatorio» a los que deben su existencia las repre­
sentaciones míticas. En La violen cia y lo sagr ado intenté demos­

284
trarlo a partir de dos grandes ejemplos, el Edipo rey de Sófocles y Las
bacantes de Eurípides.
Sin embargo, esta rebelión trágica se inscribe en unos límites estre­
chos, fáciles de descubrir en lo que la filosofía y la tragedia griegas tie­
nen en común: su impotencia para mirar de frente el homicidio funda­
dor. Hasta la más audaz de todas las tragedias griegas, Las bacantes,
relega a su conclusión el acontecimiento que gobierna la totalidad de
la obra y, evidentemente, no lo muestra en el escenario: el lincha­
miento de Penteo es referido por un mero testigo.
Por poderosa y siniestra que sea, esta tragedia no transgrede la pro­
hibición fundamental del género. La expulsión colectiva está para
siempr e expulsada y la tragedia griega puede reflexionar sobre ella
tanto como nuestros ojos pueden detener el sol. Quiérase o no, el tea­
tro, como institución, siempre ha asumido la función que le asignó
Aristóteles: enmascara y rechaza su infraestructura mimético-sacri-
ficial.
Si abordamos J u l i o César a la luz de esa historia, entendemos inm e­
diatamente por qué la obra es quintaesencialmente una tragedia —tra­
gedia en el sentido más tradicional de la palabra- y, sin embargo, ex­
cepcional e incluso única en el sentido de que es la primera y, que yo
sepa, la única tragedia que trata exclusivamente del homicidio funda­
dor y nada más.
Esta interpretación permite definir la unidad estética de una obra
que estapa a cierto humanismo. Y que desconcierta a los críticos: ¿por
qué Shakespeare ha situado su homicidio en el centro del tercer acto,
es decir, justo en la mitad de la obra, en lugar de retrasarlo hasta su
conclusión como hubiera hecho cualquier otro dramaturgo «nor­
mal»?
Naturalmente, los críticos quieren dar a este problema un signifi­
cado meramente estético. ¿Una obra en la que el héroe muere de­
masiado deprisa, a contratiempo, puede estar «bien hecha»? En otras
palabras!, ¿es satisfactoria como entretenimiento? ¿No deberíamos
verla como dos obras yuxtapuestas en lugar de sólo una: una pri­
mera tragedia que se refiere al asesinato de César y otra dedicada a
los asesinos?
La respuesta es clara: la obra no se refiere a César ni a sus asesinos;
tampoco se refiere a la historia romana, sino a la violencia colectiva
como tal. Sólo podremos entender su unidad reconociéndole como
protagonista último la propia multitud, la multitud desenfrenada. J u l i o
César revela la esencia violenta del teatro y, más allá, la de la cultura
humana. Shakespeare fue el primer poeta y pensador trágico que fijó su
atención implacable sobre el homicidio fundador.
Llevar el homicidio al centro de la obra es hacer lo que hace un as-

285
trónomo cuando enfoca su telescopio sobre el objeto inmenso, pero
aparentemente pequeño por infinitamente alejado, que se esfuerza por
conocer.
No son César ni Bruto quienes interesan fundamentalmente a Sha­
kespeare. Lo que manifiestamente le fascina es el carácter ejemplar de
su muerte violenta —ejemplar en el sentido antropológico y no heroico
de la palabra—. Por supuesto sabe que si la violencia colectiva es esen­
cial para la tragedia se debe únicamente a que es y siempre ha sido
esencial para la cultura humana en general. Todos los problemas que
se plantea son en el fondo el mismo. ¿Por qué un único e idéntico cri­
men que agrava de entrada las divisiones de los romanos puede con­
vertirse más tarde en el símbolo de su unidad? ¿Por qué una fuente de
desorden se convierte en fuente de orden? ¿Cómo el fracaso sacrificial
de Bruto ofrece una base adecuada para un nuevo orden sacrificial?
¿Por qué los mecanismos del desorden y el orden son los mismos?
La crítica estética, incluso modificada y corregida por Freud, Marx,
Nietzsche, Saussure, Heidegger, etcétera, es incapaz de plantearse, aun­
que sólo sea de manera balbuceante, la pregunta clave que Shakespeare
pone de evidencia en J u l i o César. Si triunfa allí donde todo el mundo
fracasa no es porque sea especialmente «innovador» u «original» en el
sentido moderno de lo «nunca dicho», sino por la razón exactamente
inversa: porque opera un retorno hacia lo que sigue siendo la sustancia
oculta de cualquier tragedia y, por vez primera, mira las cosas de
frente.
Si consideramos, aunque sólo sea bajo un ángulo puramente cuanti­
tativo, la suma de violencia colectiva presente en esta obra, debemos
rendirnos a la evidencia. Sin contar la batalla de Filipo, se escenifican
directamente en la obra, o son poderosamente rememorados, tres ejem­
plos de linchamiento, y todos ellos relacionados entre sí: el asesinato
de César, el del infortunado Ciña y la expulsión unánime de Tarquino.
Está claro que el más importante de los tres es el asesinato de Cé­
sar, y poseemos de él no menos de tres avatares esenciales: en primer
lugar, el sacrificio republicano de Bruto que jamás se convierte en rea­
lidad; en segundo lugar, el desorden absoluto profetizado inicialm ente
por Marco Antonio, y después efectivamente «realizado»; y finalmente
el símbolo sagrado del orden nuevo, el derramamiento de sangre gra­
cias al cual Roma recupera la salud. No hay un solo tema de la obra
que no dependa del asesinato, bien porque conduce a él, bien porque
se desprende de él. El asesinato es el pivote alrededor del cual gravita
todo. ¿Cómo es posible seguir defendiendo que esta obra no es ún i ca ?
Si todo culto sacrificial se basa en una violencia fundadora, está
claro que al cabo de cierto tiempo esta fundación se disgrega y se de­
sencadena una crisis mimética que los sacrificios ya no son capaces de

286
frenar. Dicha violencia debe exasperarse hasta tal punto que acabe por
restaurar las condiciones de posibilidad del crimen fundador, la exaspe­
ración máxima.
Cualquier violencia fundadora inaugura un ciclo sacrificial que du­
rará hasta que el poder sagrado del acto fundador se haya disipado. Los
ciclos sacrificiales son el principal factor de la cultura humana, y de los
distintos períodos históricos que la jalonan. Para descubrir esta natura­
leza cíclica de la cultura sacrificial, es necesario que la obra comience
un poco antes del final de un primer ciclo, la República romana, y que
nos permita entrever el comienzo del ciclo siguiente, el Imperio
romano.
El ejemplo histórico elegido por Shakespeare es especialmente fa­
vorable para esta revelación debido al tiempo transcurrido antes de
que se cumpla la transmutación de la violencia colectiva. (Es algo que,
en realidad, lleva más tiempo del que sugiere la obra en la medida en
que seguirán otras guerras civiles y el Imperio sólo se instalará real­
mente después de la derrota de Marco Antonio, pero, en la perspectiva
de la obra, sólo es un detalle sin importancia.) La lenta metamorfosis
del crimen maléfico en crimen benéfico debe ser sugerida dentro de
los límites de una tragedia única, e indiscutiblemente así es, ya que la
palabra final corresponde al futuro César Augusto.
En el mundo occidental, el teatro es mero entretenimiento y todo
el mundo está de acuerdo en exigir que el dramaturgo haga morir a su
héroe en función de este criterio. Si el héroe desaparece demasiado
pronto, o demasiado tarde, o no desaparece en absoluto, los espectado­
res se sentirán privados de la distracción suprema que les procura su
muerte. El héroe debe morir justo antes de que el público sienta deseos
de irse a dormir. Este personaje tiene un determinado número de re­
cursos y su muerte es, en principio, el último porque es el mejor. Nadie
sospecha que el héroe pudiera morir por razones más complejas, pero
la superficialidad misma de nuestra reflexión es una supervivencia del
origen, una repetición sacrificial que se ignora a si misma, es decir, la
perpetuación muy atenuada del orden instalado por el mismo crimen
fundador, en el desconocimiento siempre renovado de la fuente casi
inagotable que constituye.
Cualquier crítica estética se basa en último término en una concep­
ción de lo divertido que es prácticamente tan sacrificial como el circo
romano, con la única salvedad —que no carece de importancia—de que
está prohibido el derramamiento de sangre. Al igual que el teatro mo­
derno, el circo romano define una utilización puramente recreativa del
sacrificio. Nuestro teatro es sacrificial en la medida en que siempre se
ciega sobre el origen del que surgen todos sus conceptos.
Shakespeare está a la vez más próximo a los griegos y más alejado

287
de ellos que todos los poetas que se lim itan a repetir sin entender o a
innovar caprichosamente, lo que equivale a lo mismo. Se sitúa en el
corazón mismo de lo trágico y descubre ahí el sentido de lo que la tra­
gedia siempre ha llevado a cabo.

Hay catharsis en el momento en que Marco Antonio absuelve a


Bruto de sus sentimientos de envidia. Para ser catártica, una obra no
debe desencadenar una reflexión excesivamente profunda sobre los fe­
nómenos de interacción mimética que la recorren. La mimesis es hasta
tal punto contagiosa que su mera representación podría perturbar a los
espectadores. Así por ejemplo, el panegírico de Marco Antonio está
destinado si no a borrar del todo el conocimiento de los fenómenos
que hemos analizado en el transcurso de los últimos cinco capítulos, sí,
por lo menos, a anestesiar nuestra conciencia, a provocar una amnesia
parcial y a estim ular una visión idealizada de las violencias que llenan
la tragedia.
A la luz del desenlace, el contenido de la obra adquiere ese aspecto
monumental y esa serenidad cuya carencia se reprocha a mis análisis, y
efectivamente carecen de ellos, ya que se vinculan al texto mismo de
Shakespeare. La interpretación clásica y tradicional es el fruto de una
mala lectura estimulada por la catharsis final.
El efecto tranquilizador de la conclusión tiene sobre nosotros una
incidencia mimética que nos lleva a repetir con Marco Antonio: Todos
los demás conspirado res han actuado p o r envidia, a excepción de Bruto,
y, como sabemos muy bien, eso no es totalmente cierto. Estamos auto­
rizados p o r el pr opio autor a minimizar o a rechazar enteramente todo
lo que se enfrenta al deseo de apaciguamiento, de dignidad y de serené
dad que sentimos, y eso es lo que nos aporta la transfiguración retros­
pectiva de los acontecimientos representados en la obra.
¿Qué concluir en tales condiciones? ¿Nos hallamos en presencia de
una obra realmente catártica o de una ilusión insignificante? Es posible
que la verdadera catharsis resida en el hecho de que nos veamos obli­
gados a plantearnos esta cuestión. En teatro, ninguna ilusión es insig­
nificante.
Los espectadores de J u l i o César son libres de elegir entre una lec­
tura catártica y una lectura no catártica. La catharsis es una situación
dramática, pero si nos la tomamos demasiado en serio sus significados
radicales se desvanecen. La lectura catártica no es más que el desvane­
cimiento que alegra a la mayoría de los espectadores, porque les libera
de todo lo que hemos dicho hasta el momento y les devuelve a la lec­
tura tradicional.
No podemos decir de las lecturas tradicionales que sean simple­

288
mente «erróneas», pues jamás carecen de fundamento: se basan en
el fundamento primordial de cualquier cultura, en el efecto catártico-
sacrificial generado por el crimen fundador.
Lo asombroso de Shakespeare es que es capaz de conjugar la revela­
ción más explícita del crimen fundador con la producción de efectos
catártico-sacrificiales que dicha revelación debería normalmente im pe­
dir, pero que se revelan por el contrario tanto más eficaces en la me­
dida en que están colocados de manera deliberada. Shakespeare amplía
en todos los sentidos las posibilidades de la tragedia y, con ello, va más
lejos de lo que ha ido ningún dramaturgo antes que él.
La lectura catártica corresponde a lo que he llamado hasta el mo­
mento la obra sacrificial. La revelación de la rivalidad mimética y de
los efectos victimarios corresponde a la obra profu nda . Ahora voy a in­
tentar descubrir en otra obra, El m e r c a d e r d e Venecia, la misma estruc­
tura doble a la luz de su fundamento sacrificial. Antes de llegar a ella,
me gustaría confirmar el lugar ocupado por la víctima fundadora y el
sistema de representación que suscita en la dramaturgia shakespea-
riana, mostrando que todo el edificio ya está presente en algunas de las
comedias que llevamos estudiadas. Me lim itaré a las más esenciales
para nosotros, Troilo y Cressida y El su eño de un a noche de verano.

289
XXVI. «UN LOBO UNIVERSAL, UNA PRESA UNIVERSAL»
Troilo y Cressida

Lo que Ulises dice del D eg ree está más próximo a Hobbes que al
principio del orden medieval, la Gran Cadena del Ser. En sus palabras
podemos reconocer una formulación precoz y muy radical de «la guerra
de todos contra todos». Esta idea le valió a Hobbes una gran impopula­
ridad, cuyo equivalente Shakespeare no ha conocido jamás. Por suerte
o por desgracia para su reputación, los grandes creadores literarios ja­
más son tomados en serio como pensadores.
A los analistas radicales de la vida social se les suele reprochar
ser anarquistas en los períodos reaccionarios y reaccionarios en los
períodos anarquistas. En realidad, la irritación que provocan no se
debe a sus tendencias políticas, que son de lo más variado, sino al
malestar que suscita su visión mimética y trágica de lo social, visión
molesta donde las haya y que, para llegar a ser tolerable, debe ser
interpretada bajo un ángulo estético, vaciado de cualquier significa­
do intelectual.
Para los que no comparten esta visión, la aptitud de los hombres
para vivir juntos en una relativa armonía es algo obvio. Los orígenes
de la sociedad sólo plantean realmente un problema a quienes aceptan
la idea de una disolución siempre posible de la diferencia cultural en la
rivalidad, la confusión violenta de los contrarios, que no tiene nada
que ver con una apacible coi nc id en ti a oppositorum.
Si las crisis sacrificiales no son imaginarias, el desorden es menos
problemático que el orden. El orden es el fenómeno excepcional;
tiende siempre a volver al caos del que ha salido.
Y a en la mitología la diferencia cultural aparece como una miste­
riosa victoria sobre el caos indiferenciado. ¿Eso significa que el pensa­
miento «mimético» de los grandes creadores del tipo shakespeariano
procede del mito? Es la hipótesis que formulan, casi automáticamente,
los pensadores encerrados en el principio mimético. Por ello, Shakes­
peare-es considerado con frecuencia un gran creador de mitos, a veces
incluso un autor personalmente supersticioso, y ahí es donde la crítica

290
shakespeariana se equivoca, prisionera como está de la estrechez de su
propio racionalismo.
Por regla general, se desconfía de los pensadores del mimetismo
que no coinciden con los pensadores trágicos; se les reprocha ser injus­
tificadamente depresivos y pesimistas, casi psicológicamente desequili­
brados. Los artistas excepcionales son muchas veces pensadores apoca­
lípticos, siempre propensos a exagerar la urgencia de la crisis en la que
creen que su sociedad, al igual que ellos mismos, está sumida. Detrás
de esta desconfianza existe cierta verdad, pero esta verdad parcial y se­
cundaria sirve para justificar una enorme mentira desde el momento en
que conduce a rechazar en bloque la intuición fundamental de esos
pensadores.
Esta intuición consiste en ver en la reciprocidad violenta y en el
mimetismo de los dobles la fuente principal de los conflictos humanos.
Tiene mayor fuerza que cualquier otra aproximación, pero en la me­
dida en que se presenta como una verdad p u ra m e nt e, artística nos hace
pensar en un espíritu aprisionado en la roca. A eso la reducen los críti­
cos que proclaman en abstracto la superioridad de los textos literarios,
mientras acoplan su visión a la últim a moda filosófica, o antifilosófica,
lo que equivale a lo mismo.
No hay que ser muy ducho en teoría mimética para entender cómo
se desencadena una crisis de D eg re e ; sí es preciso serlo, por el contra­
rio, para entender cómo termina, tanto en realidad que ni los pensado­
res teóricos más profundos han podido resolver jamás este enigma.
Si la escalada violenta de la crisis llega suficientemente lejos, nos
hallamos ante la amenaza de una aniquilación total; el horror es tal, in­
cluso para los pensadores de la violencia universal, que tarde o tem­
prano se parapetarán detrás de algún contrato social. El propio Hobbes
acabó así, e incluso Freud en Tótem y tabú.
La idea del contrato social es la gran pantalla humanista extendida
ante la rivalidad mimética, la escapatoria clásica de los que retroceden
ante la lógica de la violencia. Sea cual sea la forma específica que
adopte a fin de cuentas este mirífico documento, es algo que no tiene
la menor importancia, por lo menos bajo nuestra perspectiva. La absur­
didad de la idea se incrementa proporcionalmente a la fuerza de la in ­
tuición que anima al pensador. El contrato social debe intervenir en el
momento más violento de la crisis, en medio de los monstruos de la
noche de verano y en el incendio del Degree, en el instante mismo en
que cualquier solución racional se hace más impensable que nunca.
La idea de que en el punto culminante de esa crisis los dobles histé­
ricos se sienten tranquilamente alrededor de una mesa para ofrecerse
una «constitución», es una idea tan absurda que sus defensores la pre­
sentan siempre como un invento estrictamente teórico.

291
En J u l i o César, Shakespeare hace lo que los pensadores políticos
no hacen jamás. Llega hasta el final de la violencia y lo que encuen­
tra al término de su trayectoria no es un contrato social, sino la pola­
rización unánime del crimen fundador. Si Shakespeare es un auténtico
pensador, coherente consigo mismo, esta solución no puede afectar a
una sola y única obra; debe reaparecer en un número apreciable de
obras, si no tan explícitamente quizá como en J u l i o César, por lo m e­
nos implícitamente, bajo la forma de alusiones o indicaciones que no
deberían plantear excesivos problemas de descodificación ya que
ahora dominamos el crimen fundador, gracias a la tragedia que ex­
plora y expone el tema de una manera casi magistral: J u l i o César.
Puesto que Troilo y Cressida supone la reflexión más rica sobre el
Degree en crisis, debemos examinar de nuevo la obra en el punto pre­
ciso que J u l i o César acaba de iluminar. ¿Su final está marcado por un
crimen colectivo? ¿Ulises alude a los orígenes sacrificiales de la socie­
dad humana? Comencemos por la segunda pregunta.
El orador no intenta tranquilizar a su auditorio, sino inquietarlo.
Asi pues, no tiene interés en subrayar que la crisis es susceptible de
resolución. Pero debe poner una especie de punto final a su temible
escalada. Es preciso que en el último momento el genio regrese a su
botella. He aquí los últimos seis versos, dedicados al estado final de la
crisis, los únicos que todavía no he citado:

Entonces todas las cosas se concentrarían en el poder,


el poder se concentraría en la voluntad, la voluntad en el apetito,
y el apetito, lobo universal,
doblemente secundado por la voluntad y el poder,
haría necesariamente su presa del universo entero,
hasta que al fin se devorase a sí mismo.
(I, 3, 119-125)

A medida que se exacerba el desorden, las fuerzas centrífugas se


vuelven centrípetas, se producen varias transformaciones globales
cuya naturaleza sólo está especificada por su relación con el deseo. Es
el paroxismo del deseo, y después, repentinamente, el final de cual­
quier violencia.
En el punto máximo de la crisis, todo el mundo se ha vuelto a un
tiempo presa y cazador. «Necesariamente» expresa la necesidad de
esta coincidencia, la perfecta reciprocidad de la violencia sufrida y la
violencia ejercida. No cabría exigir una definición más explícita de lo
que Hobbes denomina «la guerra de todos contra todos». Los versos
de Shakespeare explican maravillosamente todo lo que repetimos sin
parar, a saber la metamorfosis en dobles miméticos no sólo de al­

292
gunos miembros de la comunidad, sino de todos, por lo menos en
principio.
Si pasamos revista a toda la crisis, incluidos estos últimos versos,
el conjunto del proceso no dejará de recordarnos, por su dinamismo,
lo que ocurre cuando los ingredientes de un sou ffl é son mezclados
enérgicamente por el cocinero encargado de la confección del plato,
o por una batidora eléctrica. Poco a poco, la mezcla se hace más
homogénea; pasa por varias fases distintas antes de sufrir una última
transformación, la más radical, que estabiliza definitivamente el con­
junto.
El semejante mimético de la batidora es la violencia recíproca de
los dobles, violencia que se intensifica a medida que va invadiendo a
otros miembros de la comunidad. Para alcanzar el grado de homoge­
neidad requerido, hace falta un batido sumamente enérgico, en otras
palabras, la rivalidad más violenta. Sólo la dislocación completa del an­
tiguo orden y una indiferenciación total acaban por hacer universal el
contagio.
Si la violencia prosiguiera su curso sin ningún freno, la destrucción
sería absoluta, pero de repente, en medio verso, nueve palabras en to­
tal, he aquí que se acaba. «Hasta que al fin se devorase a sí misma» (en
inglés da una impresión de extrema rapidez: an d last eat up himselj).
Este final de frase tiene algo de furtivo, de oscuro y de decisivo que
trae a la mente la idea de un prestidigitador diabólico.
Evidentemente, los lobos universales no se devoran entre sí hasta
exterminarse por completo, pero tampoco se transforman en corderos,
ni en una sabia comisión encargada de redactar un «contrato social». Y
sin embargo todo se resuelve con un guiño: sólo p u e d e ser m ed ia n te el
sacrificio de un a sola y úni ca víctima.
Aunque utilizados en singular, las palabras lobo y pr es a designan a
todos los miembros de la comunidad. Al ser apetito sujeto, la utiliza­
ción del masculino singular (en an d last eat up himself) es gramatical-
fcnente correcta y, sin embargo, suena extraña, pues remite no sólo a
apetito sino a dos nombres colectivos, lobo y presa.
La sustitución del plural por el singular corresponde a la sustitu­
ción de todas las víctimas potenciales por una sola, actual. Es el equi­
valente textual de una sustitución sacrificial, pirueta verbal segura­
mente, pero cargada de sentido.
Una bestia enorme dotada de un apetito aparentemente insaciable
parece dispuesta a devorarlo todo a su paso, pero, oh, milagro, de
pronto el animal ha desaparecido. Se confundía con su apetito. Eso es
lo que, por otra parte, el texto dice con mucha claridad: «Y el apetito,
lobo universal...» Le basta con un solo bocado, pero tiene que ser el
bueno y llegar en el momento adecuado. Este animal necesita carne

293
fresca; menos, sin duda, de la que parece exigir la amplitud de la crisis,
pero jamás tendrá bastante con meros signos. Nuestro lobo universal no
proviene de la cuadra estructuralista, no tiene nada que ver con esos es­
queletos ambulantes de nuestra época que sólo se alimentan de símbolos.
La trampa consiste en confundir víctim a única y comunidad en­
tera. El anim al sacrificial se deja engañar con bastante facilidad, pero,
al igual que al diablo de las leyendas cristianas, no debe escapársele su
víctima única. No hay más que una victima, pero no puede prescindir
de ella. En el fondo, los cuentos y leyendas de ese tipo sólo hablan de
la sustitución sacrificial, y en los Evangelios se dice que ésta depende
de los poderes «intermediarios», también llamados Satanás, príncipe de
este mundo: o sea, el principio mimético.
Suplicamos a un ogro inmenso que se transforme en ratoncillo y,
de la manera más estúpida, por pura y simple vanidad, he aquí que el
inepto monstruo se ejecuta a sí mismo, convirtiendo su cuerpo gigan­
tesco en un simple bocado que el Gato con Botas engulle en un ins­
tante. Los temas de los cuentos y las leyendas son metáforas transpa­
rentes del mecanismo sacrificial. Lo mismo ocurre con la fórmula de
Shakespeare: a n d last eat up himself.

Uno de los problemas más enigmáticos e inexplorados de nuestra


supuesta «obra con problemas», Troilo y Cressida, es cómo se distancia
de Homero en lo que se refiere a la muerte de Héctor. En la Ilíada,
Héctor libra un combate singular contra Aquiles perdiendo en él la
vida. En Troilo y Cressida este combate leal es sustituido por un poco
brillante asesinato colectivo cometido por los secuaces de Aquiles, los
mirmidones.
No hay escena más famosa en la Ilíada que aquella en la que se en­
frentan los dos grandes héroes de los dos campos. Es inimaginable que
Shakespeare se olvidara de ella. En realidad, Troilo y Cressida contiene
la prueba indirecta de que tenía esa escena en la memoria. Cuando
Aquiles invita a sus mirmidones a esparcir el rumor de que él, su jefe,
ha matado a Héctor con sus propias manos, se trata de una referencia
im plícita a la versión homérica, que Shakespeare presenta de modo pa­
radójico pero lógico como un acto de propaganda falaz debido a A qui­
les, es decir al principal beneficiario de la operación. Shakespeare da a
entender que la epopeya de Homero ha sido mendazmente vaciada de
su violencia colectiva a fin de embellecer la realidad.
La escena en la que Aquiles da «instrucciones sanguinarias» a sus
fieles subordinados debe ser leída como una parodia de la conspiración
en J u l i o César, especialmente de la escena en que Bruto aconseja a los
restantes conjurados sobre la manera de asesinar a César:

294
Venid aquí, en torno mío, vosotros mis mirmidones;
escuchad lo que voy a deciros. Seguidme en mis vueltas y revueltas;
no deis ni un golpe, sino conservad alientos,
y cuando haya descubierto al sanguinario Héctor,
que vuestras espadas le rodeen de una empalizada
y ejecutad vuestra consigna de la manera más implacable.
(V, 7, 1-6)

En ambos casos, la víctim a está indefensa. En el interior del Se­


nado están prohibidas las armas, y César está desarmado. Héctor, a su
vez, es sorprendido en un rincón apartado del campo de batalla, des­
provisto de su armadura, que se ha quitado a fin de sustituirla, por
mera vanidad según supongo, por los bellos arreos de un adversario al
que acaba de derribar. Matar a Héctor en tal estado de desnudez es in­
noble, pero Aquiles no se echa atrás:

HÉCTOR: Estoy desarmado; desdeña esta ventaja, griego.


AQUILES: ¡Herid, compañeros, herid! Éste es el hombre que busco.
(.Héctor cae.)
¡Cae así a tu vez, Uión! ¡Troya, desplómate!
Ahí yacen tu corazón, tus músculos y tus huesos.
Adelante, mirmidones, y gritad todos a la vez:
«¡Aquiles ha matado al poderoso Héctor!»
(V, 8, 5-14)

De todas las similitudes e n t r e J u l i o César y Troilo y Cressida, ésta es


la más significativa. Es imposible explicarla íntegramente por el deseo
de Shakespeare de estigmatizar las conspiraciones y de describir a
Aquiles bajo los rasgos de un malvado, cosa que, evidentemente, no le
disgusta. Pero hay que encontrar un motivo aún más decisivo para en­
tender y justificar su infidelidad a Homero: este motivo sólo puede ser
la visión de la cultura humana expuesta en Ju l i o César, visión que con­
fiere un papel esencial a la violencia colectiva.
Cuando la muerte de Héctor es situada en el contexto general de la
guerra de Troya, es decir «históricamente», aparece como el comienzo
del fin para los troyanos, el auténtico punto culminante más allá del
cual la crisis del D e gree sigue prolongándose un poco, pero ya promete
resolverse a favor de los griegos. Lo mismo ocurre con el asesinato de
César en la crisis final de la República romana. Creo que todos estos
análisis explican por qué Shakespeare representó la muerte de Héctor
de la manera en que lo hizo.
El estilo es diferente del de J u l i o César, pero la idea general es la
misma. Detrás del poderoso realismo de la tragedia romana, adivina­

295

i
mos la indignación satírica que estallará abiertamente en Troilo y
Cressida.
Los textos que Harold Hillebrand propone como posibles fuentes
de nuestra escena en su New Variorum Edition o f Shakespeare1 no ofre­
cen un precedente auténtico al asesinato colectivo, y por consiguiente
no disminuyen en nada la originalidad y la importancia de lo que ha
hecho Shakespeare. Es verdad, sin duda, que el tema de un Héctor de­
sarmado no es exclusivamente shakespeariano, pero, en el escrito
donde figura ese tema, el asesino sigue siendo sólo Aquiles, y es exclu­
sivamente Aquiles quien mata a Troilo en el texto de Lydgate, donde
éste muestra a los mirmidones cercando y atacando a Héctor antes de
la intervención del gran hombre. Es posible que dichos textos ayuda­
ran a Shakespeare a concebir la escena como lo hace, pero ninguno de
ellos contiene el punto más sobresaliente y más original, que es la
transformación del duelo en asesinato colectivo. Este asesinato colec­
tivo pertenece exclusivamente a Shakespeare.
No estoy de acuerdo con los que pretenden que el dramaturgo no
es el autor de este fragmento. Simplemente quieren elim inar de la
obra el formidable problema de interpretación que plantea el asesi­
nato colectivo de Héctor. Este asesinato es incompatible con la con­
cepción tradicional, la que considera a Troilo y Cressida un vehículo
de «valores heroicos», y por dicha razón los críticos tradicionales quie­
ren liberarse de él. Si comenzamos a elim inar de esta obra todos los
pasajes que contradicen la concepción heroica, no quedará ni un solo
verso.
Shakespeare quiere que su obra concluya con un asesinato colec­
tivo, y ese asesinato se ofrece sin tomar en consideración el texto de
Homero, o, mejor dicho, el audaz invento completa su interpretación
mimética de la Ih'ada, una desmistificación del mito heroico. Con esta
peripecia final, trata también de indignar al espectador más que de
impresionarle. Que la historia esté escrita a grandes brochazos, sin ex­
cesivos refinamientos, no nos autoriza a elim inarla y a m utilar una
obra que sigue siendo soberbiamente shakespeariana de cabo a rabo.
El hecho de inventar un asesinato colectivo para que sirva de de­
senlace a Troilo y Cressida habla muy a favor de la tesis que defiendo.
Shakespeare entendía perfectamente el papel de la violencia colectiva
en la teoría mimética; veía en ella la clave de un misterio esencial: el
de las extrañas alternancias de orden y desorden que afectan a nuestras
sociedades humanas.

1. Tr o i l u s e t Cr e s s i da , en A N e w Va r i o r u m E d i t i o n o f S h a k e s p e a r e , Harold
N. Hillebrand, ed., Lippincott, Filadelfia, 1953, pp. 424-447.

296
En la mitología griega, abundan los ejecutores sagrados, tanto mu­
jeres como hombres; se presentan bajo la forma de bandas organizadas,
de tropas rituales, como los coribantes o las bacantes. También los en­
contramos en otras tradiciones míticas: las walquirias, por ejemplo, en­
tre los germanos. La existencia misma de estos ejecutores y el lugar
eminente que ocupan refuerzan el enorme número de indicios que su­
gieren la función crucial de la violencia colectiva en las génesis mitoló­
gicas.
Con su sentido habitual de las verdades etnológicas, Shakespeare
descubre en los mirmidones una banda de ejecutores sagrados. Hasta el
menor detalle viene a confirmar la fuerza de esa intuición, y muy espe­
cialmente el hecho de que la palabra mirm id ón signifique hormiga.
En muchos mitos primitivos, la comunidad asesina es representada
bajo la forma de una horda de animales que cazan de manera colectiva
o que se agrupan en número considerable alrededor de osamentas
abandonadas —lobos, perros, buitres y otros animales de presa—. Nume­
rosos mitos recurren igualmente a animales domésticos que se vuelven
contra su amo para asesinarlo en grupo: así los caballos de Hipólito o
los perros de Acteón, mito mencionado en El sueño de u n a noche de
verano.
Los insectos que pululan alrededor de los cadáveres desempeñan el
mismo papel metafórico en numerosos mitos y en el mundo entero.
Remiten a la violencia colectiva. En uno de los mitos sudamericanos
estudiados por Claude Lévi-Strauss en sus Mythologiques, las «moscas»
interpretan visiblemente el papel de linchadores.1 En «El perro rojo»,
uno de los relatos de K ipling del S eg un do Libro de la Selva, el mismo
papel es desempeñado inicialm ente por una jauría de perros especial­
mente temibles. A continuación, esos mismos carniceros son linchados
por un inmenso enjambre de abejas.
Las hormigas, al igual que las moscas o las abejas, hacen pensar en
una multitud de asesinos abatiéndose a la vez sobre su víctima, Héctor
en este caso, y éste es sin duda el motivo de que los compañeros de
Aquiles lleven el nombre de mirmidones. La innovación shakespea­
riana referente a Héctor no es fruto de un simple capricho; se inscribe
en una visión mimética global que ilum ina innumerables temas m íti­
cos; abarca la epopeya griega como un todo coherente, con su «crisis de
Degree», su desorden mimético y su resolución colectiva de tipo chivo
expiatorio.
Troilo y Cressida pone globalmente en escena la crisis teorizada por

1. Huelga decir que el propio Lévi-Strauss no ve en esos mitos ninguna alusión al


mecanismo del chivo expiatorio. Ver My t h ol og i q ue s, le Cru et le Cuit, París, 1964,
pp. 152, 154. (Lo c r u d o y lo c oci do, México, FCE, 1986.)

297
Ulises; el asesinato colectivo de Héctor ilustra de manera terrible y
grotesca el desenlace poco glorioso de esa misma crisis, la manera
como el lobo u ni versal se devora misteriosamente a s í mismo. Nuestro
análisis hace inteligibles dos datos complementarios: las extrañas pala­
bras de Ulises al final de su gran discurso y la asombrosa deformación
del relato homérico al término de la obra.
Si cualquier catharsis es realmente una versión atenuada de la re­
conciliación asegurada por la impotencia de los asesinos para entender
su propio crimen, no es posible ser más anticatártico de lo que lo es
Shakespeare en la brutal y sórdida revelación de lo que se oculta en el
seno de esa fechoría: la sórdida envidia de un Aquiles. Troilo y Cressida
es una obra que no pertenece a ningún género teatral reconocido; es lo
que los franceses llamaríamos una Iliada disfrazada, una parodia de la
epopeya, pero tan profunda que socava los fundamentos y la misma
esencia del teatro. Hay que repetirlo una vez más: si existe una obra
del repertorio universal que merezca plenamente la etiqueta de antitea­
tro, ésa es probablemente el Troilo y Cressida de Shakespeare.

298
XXVII. EL BUEN PUCK
El su eño de un a noche de verano,
Trabajos de am or perdidos

Por ser el teatro de una crisis de Degree, la noche de verano debería


seguir la misma lógica sacrificial que J u l i o César y Troilo y Cressida.
Ambas obras nos han enseñado que sólo el mecanismo de ejecución
unánime puede term inar con la violencia. ¿Esta regla se aplica a El
sueño de un a no ch e de v e r a n o ?
En una comedia nadie muere; las leyes del género prohíben la re­
presentación de la violencia. Shakespeare respeta esas reglas, pero ¿es
consciente de la mentira que supone? Incluso el desenlace feliz de una
crisis mimética —diría incluso que sobre todo ese tipo de desenlace-
requiere, oculta en alguna parte, una víctim a sacrificial. ¿La obra fue
escrita antes de que Shakespeare lo descubriera o bien contiene alguna
discreta indicación que demuestre que ya había perdido sus ilusiones y
descubierto la clave del proceso sacrificial? A esta pregunta pretende­
mos responder.
En el momento en que hemos abandonado a Lisandro y Demetrio,
se disponían a buscarse mutuamente animados, como siempre, por el
mismo deseo, y ese deseo está en una fase que sólo puede calificarse de
asesina. Han desenvainado sus espadas y, tarde o temprano, a la luz del
alba, deberían descubrirse mutuamente y matarse el uno al otro... Pero
rio es eso lo que sucede: se duermen tranquilamente y, a la mañana si­
guiente, cuando se despiertan, son amigos. No podemos decir que este
happy e n d de la comedia «se produzca» espontáneamente y que se des­
prenda de la situación dramática. Exige cierta manipulación cuya idea
corresponde a Oberón, que confía su ejecución a Puck:

Pues, ya ves, ahora estos amantes quisquillosos están


buscando un lugar donde batirse.
Corre, Puck, nubla la noche.
Cubre de inmediato el firmamento estrellado
con una niebla baja
y descarría a los rivales

299
para que nunca lleguen a encontrarse.
Imita el hablar de Lisandro
y provoca a Demetrio con injurias mordaces;
luego despotrica como si fueras Demetrio.
Asegúrate de que los mantienes alejados entre sí
hasta que les invada el sueño.
(III, 2, 354-365)

Esta vez, Puck cumple su misión al pie de la letra. Imita a Lisandro


para engañar a Demetrio; imita a Demetrio para engañar a Lisandro.
Les incita hábilmente a perseguirle a él en lugar de perseguirse mutua­
mente. Este torero sobrenatural evita la embestida no ya de un toro
sino de dos toros furiosos, y los desconcierta hasta tal punto que nues­
tros dos jóvenes, agotados, acaban por dormirse en el suelo.
En el mismo momento, las dos jóvenes se duermen también, pero
por su propia voluntad y sin que medie intervención exterior. Por lo
que parece, su sed de violencia no es bastante fuerte como para poner
en peligro su vida. Por primera vez en la obra, Shakespeare trata a los
dos sexos de manera diferente.
Habría podido elegir otra conclusión; habría podido decidir que los
jóvenes estaban tan agotados como las muchachas y hacer que también
ellos se durmieran de manera espontánea. Si el autor ha imaginado su
extraño procedimiento de conflict resolution, es sin duda con alguna se­
gunda intención.
El duende se dedica a desviar hacia él una violencia que los dos jó­
venes destinan el uno al otro. Sin este blanco sustitutorio, es evidente
que correría la sangre. A partir del momento en que ya no hay víctima,
no podemos hablar de sacrificio en el sentido literal, pero la maniobra
de Puck es exactamente una sustitución sacrificial, tan eficaz como el
más eficaz de los sacrificios.
Lisandro y Demetrio no son pues más que dos dobles miméticos to­
talmente decididos a destruirse mutuamente. Es el instante en que el
«lobo universal haría necesariamente su presa del universo entero». La
escena es una representación deformada —ligeram ente pero de manera
decisiva—del esquéma desarrollado en los capítulos anteriores: vemos
el mecanismo de la ejecución sacrificial; vemos la función que ésta de­
sempeña, pero nadie muere, la violencia ha desaparecido.
El mecanismo sacrificial está representado no tal cual es realmente,
a saber, la consecuencia automática de la crisis mimética, sino tal como
lo transfigura su propia eficacia. Aparece como una iniciativa del pro­
pio chivo expiatorio o mejor dicho, lo que equivale a lo mismo, como
el fruto de la colaboración de dos divinidades, en este caso Oberón su­
pervisando las actividades de Puck.

300
Cabría objetar que dos dobles no pueden bastar para representar una
sustitución sacrificial, pero los dobles son en realidad tres. Al adoptar la
apariencia de Demetrio y de Lisandro, Puck se convierte en el doble de
esos dos dobles. A decir verdad, Shakespeare no dispone aquí de tres
actuantes, digamos que son dos y medio, seguramente el mínimo es­
trictamente necesario, pero, aunque fueran trescientos o trescientos
mil, no cambiarían fundamentalmente los datos del problema.
Un auténtico chivo expiatorio es una víctim a impotente, no un dia­
blillo astuto que se ríe de sus perseguidores con el único fin de prote­
gerlos contra su propia violencia. El elemento engañoso, en este caso,
es el hecho de que, en lugar de una víctim a pasiva, el mito la meta-
morfosea en un agente sobrenatural que se entrega a un simulacro de
sacrificio.
Se trata de algo inventado indudablemente por Shakespeare, pero
no ex nihilo. Su invención sugiere de manera magnífica la caracterís­
tica fundamental de todos los mitos, a saber, la manera específica que
tienen de deformar los acontecimientos reales de los que nacen, des­
plazando invariablemente toda responsabilidad hacia la víctim a divi­
nizada.
Cuando los chivos expiatorios parecen dignos de ser venerados, es
forzosamente por la misma razón que les hace dignos de ser odiados.
Al proponer un blanco único a la violencia esparcida por doquier, ha­
cen que esta violencia se devore a sí misma devorando a su víctima;
protegen a las comunidades humanas del peligro que son para sí mis­
mas. Por la misma razón, en los tiempos pasados los chivos expiatorios
eran divinizados en todas partes: se veía en su aptitud para calmar a los
antagonistas un prodigioso efecto de su beneficencia. ¿Qué es un mito
sino la falsa explicación de algo por completo real, explicación retros­
pectivamente sugerida a los asesinos por las consecuencias escandalosa­
mente benéficas de su matanza?
Puck es un clásico personaje mítico. Inicialmente se le considera
responsable de los conflictos entre los amantes a causa de los errores
voluntarios que comete al administrar el filtro de amor, y después, de
su reconciliación, no sólo porque acaba por verter su filtro en los ojos
destinados a recibirlo, sino —y eso es aún más importante—porque im ­
pide a Lisandro y Demetrio matarse entre sí y lo consigue ofreciéndose
él mismo a sus golpes.
El sueño de un a noche de v er ano es la explicación verdadera de la
fnitología. A consecuencia de una inversión de perspectiva ya implícita
en la transferencia inicial sobre el chivo expiatorio, los dobles reconci­
liados atribuyen su reconciliación no al efecto mimético al que la de­
ben y que ni siquiera perciben, sino a la propia víctim a que transfigu­
ran en un ser capaz tanto de salvarlos como de perderlos. Esta es la

301
génesis de los seres mágicos de la noche de verano. El relato que de
ellos hacen los amantes a Teseo y a Hipólita es mítico en el más rigu­
roso de los sentidos: cualquier deseo mimético ha desaparecido y en­
contramos, en su lugar, la doble acción de Puck, primero como pertur­
bador y después como salvador.
Ya he dicho que Shakespeare habría podido terminar la noche de
verano de otra manera. Elige el desenlace que expresa con mayor clari­
dad el mecanismo sacrificial sin dejar de ser compatible con la no vio­
lencia de una comedia, aquel que más se aproxima a un desenlace trá­
gico sin que por ello la comedia se convierta en tragedia.
Así pues, ¿para qué tipo de espectadores fueron concebidas las ma­
ravillas de esta obra, hoy más incomprendidas y despreciadas que
nunca, después de cuatro siglos de actividad crítica? Una vez más, nos
vemos obligados a imaginar la existencia de un puñado de iniciados
con los que el autor mantenía contactos personales. Nuestra conclusión
es clara: en la época de El s u eñ o de un a noche de verano, es decir, por
lo menos tres años antes de J u l i o César, Shakespeare ya había descu­
bierto el mecanismo de la ejecución colectiva. El ciclo mimético en su
conjunto ya no tenía secretos para él.

Existe una estrecha correspondencia entre la doble intervención de


Puck en la comedia y la doble naturaleza o la «ambivalencia» de otra
criatura mítica, Robin Goodfellow, que Shakespeare introduce en su
obra al comienzo del segundo acto.
Adivinando que Puck podría muy bien ser «en realidad» el duende
inglés, uno de los elfos hace del enigmático visitante el retrato si­
guiente:

¡Cómo! ¿El que asusta a las mocitas en los caminos solitarios?


¿Y el que hace que ni a fuerza de batir se cuaje la mantequilla?
¿El que impide que la flor de lúpulo fermente en la cerveza?
¿El que extravía de noche a los viajeros y luego se ríe de su
[angustia y sus tribulaciones?
¿Y el que ayudá y trae suerte a quien te halaga
V te llam a buen duendecillo, querido y gentil Puck?
(1 1 , 1 , 3 4 - 4 2 )

El duendecillo pertenece a una categoría de divinidades menores a


las que los etnólogos dan el nombre de «trickster» o «gnomos». Todos
ellos son a la vez buenos y malos. El buen gnomo repara siempre el
daño que él mismo ha ocasionado en su condición de gnomo malo. Al
igual que en el retrato esbozado por Shakespeare, el gnomo bueno sólo

302
se manifiesta in extremis, y se aviene totalmente a las leyes del «sus­
pense» narrativo, que es algo que viene de lejos y menos simple de lo
que parece. Al igual que todo lo que depende de la cultura humana, es
una emanación del sacrificio. El propio suspense narrativo es una espe­
cie de gnomo. Refleja las deformaciones suscitadas por la catharsis en
el fenómeno victimario que ofrece al relato su sistema de represen­
tación.
¿Por qué el modesto y oscuro Robin Goodfellow hace repentina­
mente su aparición en el centro de lo que se supone que es una mitolo­
gía más noble y más sabia? ¿Shakespeare era demasiado ingenuo e ig­
norante para ver la diferencia entre las dos tradiciones? Evidente­
mente, no. De haber sido así, no habría insistido tanto como lo hace
respecto a la equivalencia relativa de Oberón, Puck y Robin. La fusión
de los tres, por legítim a que sea, no es obvia. El Puck que da la vuelta
al mundo en menos de una hora es un personaje mucho más exótico y
cosmopolita que el pequeño y rústico duende.
Shakespeare ve perfectamente esta diferencia, pero quiere hacernos
descubrir detrás de ella la misma analogía que yo estoy definiendo. El
papel de Puck en la noche de verano recuerda el poder ambivalente
atribuido a Robin no por el propio Shakespeare, sino por una tradición
popular fielmente expuesta en el retrato que hemos citado.
El autor atrae nuestra atención sobre el hecho de que folklore y
mitología tienen el mismo modus operandi, la misma doble función an-
' ' ciada en la misma mimesis. Tanto Robin como Puck encarnan el ciclo
mimético. Por ello Shakespeare pone tanto énfasis en la mimesis. Con­
testando al duende que acaba de describirle, el gnomo acepta inm edia­
tamente la identidad que se le atribuye, y después se dedica a describir
algunas de sus bromas predilectas, todas ellas puramente miméticas-.

Decías bien: yo soy ese jovial merodeador nocturno.


Yo soy el que divierte a Oberón, el que, a veces, para
[hacerle sonreír,
alborota al jamelgo más desvencijado
imitando el relincho de la yegua en celo,
o ridiculizo a una vieja desdentada
haciendo que se atragante cuando bebe.
Y cuando una comadre está refiriendo una historia
a una audiencia atenta y embelesada,
yo retiro la silla en que se sienta
y ella da en tierra y grita despavorida:
¡Coño, jolín, carajo y puta madre, que me rompo el culo!
(II, 1, 44-54)

303
Robin todavía es mejor que Bottom cuando se trata de im itar a se­
res animados o inanimados. Sabe adoptar la apariencia de la yegua en
celo o la aparienci a de una silla... Hablar de él a partir de una identi­
dad precisa carece de sentido. Su única identidad es la crisis de identi­
dad que llamamos la noche de verano, o también la crisis del Degree.
De la misma manera que podemos ver en él la apariencia de Puck,
también puede adoptar la apariencia de Robin Goodfellow o simular
una tercera, una cuarta, prácticamente cualquier identidad: ninguna, a
decir verdad, le convendría más que la de Proteo, que no es otra cosa
que un poder de metamorfosis ilimitado.
También la estrategia de Puck para salvar a los amantes amenaza­
dos depende exclusivamente de la mimesis. Frente a Demetrio, necesita
«adoptar la voz de Lisandro», y frente a Lisandro necesita «injuriar
como si fuera Demetrio».
Una prueba más de que Puck representa el ciclo mimético: los dos
tipos de movimiento que acompañan su acción. O bien hace subir y
bajar a aquellos de los que se burla, o bien los hace girar en redondo,
en alocadas vueltas que llevan a sus víctimas al vértigo. A la luz de
nuestros capítulos IV y VI, el nexo con la crisis mimética no ofrece la
menor duda.
El movimiento circular refleja la reciprocidad de la rivalidad m i­
mética; los movimientos ascendentes y descendentes corresponden a
las oscilaciones maníaco-depresivas, a los movimientos pendulares de
la verdadera-falsa indiferenciación. El torbellino y el vértigo fisioló­
gico que la acompaña son un somero equivalente de la desestabiliza­
ción general engendrada por el hundimiento del Degree.
El mismo movimiento circular reaparece al final en el mecanismo
salvador utilizado por Puck. Después de haber enloquecido a los dos
jóvenes, su torbellino acaba por dormirlos. El escamoteo de la víctima
hace que ya no exista solución de continuidad entre la reordenación
sacrificial y el desorden mimético que la desencadena. Eso es algo que
Shakespeare también comprende.
La perfecta correspondencia entre la mimesis humana y la mimesis
«sobrenatural» revela su identidad. En tanto que esta mimesis se fija en
unos objetos, Helena primero, Hermia después, permanece moderada­
mente conflictiva y genera el tema del Puck bromista y embaucador
pero todavía anodino. Cuando se intensifica y se dirige a los propios ri­
vales, cuando estallan las hostilidades entre Helena y Hermia de un
lado, y Lisandro y Demetrio del otro, comienza la fase «monstruosa» y
Puck se convierte en fuente de terror:

Os seguiré, os alcanzaré, os haré dar vueltas


como peonzas, por matas, rastrojos, por zarzales y abrojos

304
me encontraréis: seré un caballo, un perro,
un cerdo, un oso sin cabeza. ¡Uuuuuuuuuuuuuuuh!
(III, 1, 108-111)

Aparece a continuación un tercer Puck, el gnomo bueno que evita


a sus propias víctimas la violencia que él mismo ha fomentado. El
gnomo no es únicamente la proyección de las alucinaciones individua­
les anteriores (las metáforas animales de los cuatro amantes, el león-
pájaro y el león-hombre de Bottom); es la proyección de la totalidad
del proceso mimético, incluida la resolución sacrificial que pone tér­
mino a la crisis.
Hemos procedido a nuestro análisis de la noche de verano antes de
descubrir el mecanismo de su conclusión y el del sacrificio. He utili­
zado la palabra «proyección» en un sentido que se confunde con la
acepción psicológica, a la vez débil y vaga, que se le atribuye general­
mente. Los personajes «proyectan» seguramente su deseo mimético so­
bre Puck, pero, sin el mecanismo de la ejecución colectiva, esta
«proyección» permanecería amorfa y evanescente; no se cristalizaría en
un ser mítico.
Todos los que son parte interesada en la crisis participan de manera
más o menos equivalente en la mi mesi s del conflicto y en la polariza­
ción victim aría, pero, gracias a la unanimidad de la segunda, esta m i ­
mesis parece monopolizada exclusivamente por Puck, el cual la utiliza
para sus propios fines misteriosos, los del perturbador y el bienhechor
sobrenaturales.
Puck no es únicamente el fruto de una alucinación; es generado
por el conjunto del proceso mimético del que es una reminiscencia de­
formada pero auténtica. Es, por otra parte, lo que quiere decir exacta­
mente Hipólita cuando rechaza la teoría banal del mito enunciada por
Teseo. Es posible que no sea inútil releer ahora, a la luz del mecanismo
fundador, su soberbia refutación del célebre discurso de Teseo:

Pero todas las historias que nos han contado


coinciden entre sí y el que todos hayan imaginado
las mismas cosas hace pensar que pueda haber algo más
que imágenes ilusorias. En todo lo que cuentan
hay una coherencia extraña y sorprendente.
(V, 1, 23-27)

La verdadera razón de que Puck no muera es que ya ha muerto. Su


ser no es más que una transfiguración de la muerte violenta. Aunque
su muerte esté oficialmente ausente de la obra que nos ocupa, su proxi­

305
midad se hace evidente, al término de la noche de verano, por nume­
rosos indicios. Existe en primer lugar la alusión de Oberón a Caronte,
que simboliza los infiernos; después de lo cual el propio Oberón des­
cribe como «imitador de la muerte» al sueño que se apoderará de los
amantes «con sus alas de murciélago y sus patas de plomo».
La escena situada inmediatamente después del final de la crisis está
llena de alusiones a la resolución evitada a duras penas, el crimen co­
lectivo. Varios textos o peripecias —míticas, literarias, históricas— son
evocados entonces sin más vínculo entre sí que el hecho de concluir
con la escena primordial.
Estoy pensando ahora en la multiplicidad de los entretenimientos
entre los cuales debe elegir Teseo al comienzo de la velada. Su «encar­
gado de los festejos» le ha ofrecido la lista; antes de llegar a Píramo y
Tisbe, que está en última posición, Teseo lee una breve descripción de
los tres primeros espectáculos disponibles, todos ellos poco idóneos, se­
gún estima, a la dicha de las circunstancias:

«¿La batalla de los centauros, cantada por un eunuco


acompañado de carpa?» Ni hablar.
«¿El tumulto de las bacantes ebrias, desgarrando al
Cantor de Tracia en su cólera?» No,
es una obra antigua,
que vi representar hace unos años.
«¿Las Musas tres veces tres lamentando la muerte
del saber, recientemente fallecido en la indigencia»?
Una sátira aguda de nuestras instituciones,
totalmente inapropiada para una ceremonia nupcial.
(V, 1, 44-45)

¿Por qué Shakespeare menciona tres espectáculos inaceptables an­


tes de decidirse por un cuarto apenas aceptable? Todos ellos remiten,
sistemáticamente, a algo que intenta abrirse paso inútilm ente en El
sueño, en un misterio siempre descartado y censurado, nos dice Teseo,
por ser «totalmente inapropiado para una ceremonia nupcial»: la ejecu­
ción colectiva de una víctima.
Si bien el crimen colectivo no puede ocupar el centro de El sueño
como ocupa el de J u l i o César, en la periferia aparece por todas partes,
marginal sin duda, excluido, victimizado, pero siempre recurrente.
Reaparecerá de nuevo en Píramo y Tisbe, pero bajo una forma menos
espantosamente realista que la de las «bacantes ebrias, desgarrando al
Cantor de Tracia en su cólera».
Sin embargo, esa matanza colectiva ofrecería a la noche de verano
un final que no podría ser más adecuado. De este original aconteci­

306
miento, Puck nos ofrece un facsímil ligeramente expurgado, lo que
permite convertirlo en un espectáculo no excesivamente inapropiado
«ni siquiera para las damas». Aquí vislumbramos lo que Shakespeare
pensaba sin duda cuando escribió El sueño. En el contexto de una cri­
sis mimética, la alusión al asesinato colectivo de Orfeo, es decir, al ine­
luctable linchamiento dionisíaco, denota una dirección de la mente
que conduce directamente a la gran revelación de J u l i o César.
Supongo que no es casualidad que la víctim a de cada uno de los
tres espectáculos propuestos sea un poeta. En el primero, le castran; en
el segundo, le linchan; en el tercero, muere solo, víctim a de la indife­
rencia general. Ya no se descuartiza al poeta, ya no se dispersan sus
restos por las cuatro esquinas del país, sino que es abandonado por to­
dos. Es la nueva manera de proceder, la modalidad últim a de la más
antigua de las instituciones humanas, madre de todas las demás, la vio­
lencia unánime. Los especialistas ven ahí una alusión a algún hecho
contemporáneo, a la muerte miserable del poeta Greene, quizá, y sin
duda tienen razón.
Esta fijación en el poeta-víctima remite a otro poeta linchado que
encontramos en J u l i o César. La peripecia que implica a Ciña procede
de Plutarco, pero el grito que se alza de la multitud sólo puede perte­
necer a Shakespeare: «Despedazadle por sus malos versos.»
Más que una autocompasión de tipo romántico, veo en todos esos
poetas-víctimas una irónica alusión a la estrategia shakespeariana de
autodesaparición, estrategia inaugurada en El sueño. Acabo de citar de
nuevo la respuesta dada por Hipólita a Teseo, los discretos y poco es­
pectaculares versos en los que Shakespeare relega la concepción que se
formula de su propia obra, al tiempo que exalta desmedidamente las
engañosas banalidades de un orador que imputa la noche de verano a
unas cuantas ovejas negras tradicionales, en primera fila de las cuales
aparece el poeta. La eficacia dramática exige que el poeta sea el chivo
expiatorio de su propio teatro.

Ya conocemos un precursor de El su e ñ o : Los dos hidalgos de Verona


(ver capítulo III). Existe otro, del que conviene decir unas cuantas pa­
labras: Trabajos de amor perdidos.
En lugar de cuatro amantes, esta encantadora comedia cuenta con
ocho y son tan retóricos y literarios como los de El sueño, y están
igualmente llenos de impetuosidad y de ilusiones juveniles. Pero, pese
a los inmensos aciertos que contiene, a esa obra le falta el principio de
inestabilidad genial que confiere a El sueño su movimiento extraordi­
nario y su irónica profundidad, la insatisfacción mimética, el perpetuo
desplazamiento del deseo de un personaje a otro.

307
Sin embargo, en esa comedia los deseos ya son miméticos, pero no
todavía de la manera correcta, o no de manera suficiente para entre­
cruzarse de manera sistemática y desencadenar el torbellino de inter­
cambios eróticos que compone y descompone la noche de verano. Esta
obra de juventud no expresa la turbulencia infinita del deseo con la
misma agilidad, el mismo sentido cómico, la misma delicadeza con que
lo hace El su eño de u n a noche de verano. Comparada con su hermana
pequeña —me niego a creer que el orden cronológico pudiera estar in ­
vertido—, Trabajos de amor pe rdi do s se asemeja a un avión ya muy bien
diseñado, pero no suficientemente ligero como para poder despegar
realmente.
Y, sin embargo, en esa obra el deseo desencadena una especie de
crisis, que interrumpe repentinamente el poder de la muerte. En lugar
de estar enmascarada e invisible, la muerte interviene bajo la forma de
un mensajero portador de sombrías noticias: el rey de Francia acaba de
morir; la princesa, su hija, debe partir y las restantes damas deben se­
guirla. La fiesta se desvanece, la comedia ha terminado.
La intervención de la muerte es más visible en esta obra que en El
sueño de u n a no ch e de v e r a n o , pero se manifiesta bajo la forma clásica
del duelo que ocasiona un difunto. No cabe duda de que el tema no es
despreciable, pero tiene escasa importancia para el teatro, a no ser que
represente oscuramente, como aquí lo hace sustituyéndola, la única
fuerza realmente capaz de llevar a desenlace y de concluir una crisis
cómica o trágica, a saber, el mecanismo sacrificial, la muerte violenta
divinizada.
Para un psicoanalista, la muerte del rey y del padre siempre es el
supremo acontecimiento, aquel al que todos los restantes desenlaces
deben referirse secretamente. Ahora bien, la verdad es exactamente lo
contrario. Lo que confiere a la muerte su auténtico poder es el sacrifi­
cio. La mayor parte de los escritores recurren al poder sacrificial de la
muerte sin hallar jamás su origen. Sin duda, el Shakespeare de la pri­
mera fase no escapa a la regla: parece que cuando escribió Trabajos de
amor pe rdi do s todavía no había descubierto la verdad; cuando empezó
a escribir El sue ño, ya no es posible la duda: sabía.

En la magia de El su eño todo se desprende manifiestamente del


funcionamiento puramente humano de la mimesis que revela la come­
dia, escena tras escena, paralelamente a la transfiguración mítica que la
acompaña. Me habría gustado poder tratar el conjunto de una sola vez,
sin interrupciones. Para un análisis de la interacción mimética entre
los amantes, por una parte, y Bottom y sus amigos por otra, le ruego al
lector que acuda a los capítulos III a VI.

308
El Sue ño de un a noche de v er ano es la obra más efervescente que
Shakespeare escribiera jamás, la más seminal en relación con muchos
aspectos del proceso mimético. Sin embargo, debido al género al que
pertenece y también, quizá, a causa de la fecha precoz en que fue es­
crita, no encontramos en ella la presentación explícita del ciclo mimé-
tico y del mecanismo de la ejecución colectiva que hemos descubierto
en J u l i o César.
Ésta es la razón de que cuando comencé a estudiar estos temas fun­
damentales, tuviera que dedicarme en primer lugar al estudio de Ju li o
César. Regresé después a Troilo y Cressida, y a continuación a El sueño
de un a n oc he de verano, para mostrar que la muerte sacrificial ya está
presente en ambas obras, aunque bajo una forma menos patente, me­
nos directamente descifrable.
A la luz dc J u l i o César, las sustituciones sacrificiales y las alusiones
al mecanismo colectivo que aparecen en Troilo y Cressida y en El sueño
de u n a n oc he de v e r ano se han vuelto de fácil descodificación. No ha­
bría resultado satisfactorio abordar el mismo mecanismo comenzando
por Héctor y Puck: su papel sacrificial se presta menos fácilmente a
una demostración directa. En el contexto de la muerte de César, el
análisis de su caso me parece más convincente.
Habría preferido presentar el análisis conjunto de cada obra en un
marco de secuencias continuas, pero, para una mejor inteligibilidad,
tuve que decidirme a dividir el estudio de Troilo y Cressida en dos par­
tes diferenciadas y el de El su eño en tres.

309
XXVIII. «PARA ENGAÑAR A LOS MÁS SABIOS»
El m e r ca d e r de Vene cía, Ricardo III

La crítica de El m e r ca d e r de Venecia ha estado siempre dominada


por dos imágenes de Shylock aparentemente irreconciliables. Mi im ­
presión es que ambas imágenes forman parte integrante de la obra y
que, lejos de hacerla ininteligible, su conjunción es esencial para la
comprensión de la práctica dramática shakespeariana.
La primera imagen es la del judío prestamista, tópico del antisemi­
tismo medieval y moderno. La mera evocación del estereotipo supone
la existencia de un poderoso sistema de oposiciones binarias que, por
otra parte, no necesita ser desplegado a fondo para imponérsenos. Apa­
recen así enfrentados: la codicia judía y la generosidad cristiana, la ven­
ganza y la compasión, el difícil humor de los ancianos y el encanto de
la juventud, lo oscuro y lo luminoso, lo bello y lo feo, la dulzura y la
dureza, lo musical y lo disonante, etcétera.
La segunda imagen es completamente diferente ya que está domi­
nada por la reciprocidad. Sólo aparece en segundo término, una vez el
estereotipo se ha implantado sólidamente en nuestras mentes. Al prin­
cipio, no produce una impresión muy fuerte, pero se va reforzando a
medida que el lenguaje y el comportamiento de los personajes cristia­
nos confirman las frases breves pero cruciales de Shylock que formulan
el sustrato teórico de esta segunda perspectiva:

¿No nos reímos si nos hacen cosquillas? ¿No nos morimos si nos
envenenan? ¿No'habremos de vengarnos, por fin, si nos ofenden?
Si en todo lo demás somos iguales, también en eso habremos de pa­
recemos. Si un judío ofende a un cristiano, ¿qué benevolencia ha
de esperar? La venganza. Si un cristiano ofende a un judío, ¿con
qué cristiana resignación la aceptará? ¡Con la de la venganza! Pon­
dré en práctica toda la vileza que he aprendido, y malo será que no
supere a mis maestros.
(III, 1, 67-76)

310
El texto pone el acento sobre el espíritu de venganza común a to­
dos los hombres; no prepara la «rehabilitación» de Shylock en el sen­
tido del revisionismo ingenuo, aquel que pretendería pura y simple­
mente negar la presencia del estereotipo antisemita en El m e r c a d e r de
Venecia. Describe, por el contrario, sin el menor equívoco la simetría y
la reciprocidad que gobiernan las relaciones entre los cristianos y
Shylock.
No cabe duda de que la simetría entre la venalidad explícita de
Shylock y la venalidad im plícita de los restantes venecianos es de­
seada por el autor. La corte que Bassanio hace a Porcia es presen­
tada como una operación fundamentalmente financiera. Cuando su­
plica a Antonio que le ayude, Bassanio comienza por aludir a la
riqueza de la joven heredera, después a su belleza, y sólo en último
lugar a sus cualidades espirituales. Los críticos que idealizan a los
venecianos actúan como si el propio Shakespeare no hubiera inser­
tado en su obra numerosos indicios que contradicen su punto de
vista. ¡No hay en ella nada de fortuito, como el hecho de encontrar
en el correo de la mañana una factura en lugar de la carta de amor
que se esperaba! En todo instante, Shakespeare subraya las analogías
entre la aventura amorosa de Bassanio y la empresa comercial de
Antonio, su negocio de tráfico marítimo. Lo demuestra la manera
como Graciano, de vuelta de Belmont y todavía molesto por el
éxito de Bassanio, se dirige a Salerio:

Salerio, vuestra mano. ¿Qué noticias traéis de Venecia? ¿Qué


cuenta el más grande de los mercaderes? ¿Qué me decís de An­
tonio? Sé que nuestro éxito ha de alegrarle, hemos sido jasones,
y ganado el toisón.
S a l e r io : ¡Ojalá hubierais ganado el toisón que él ha perdido!
(III, 2, 237-241)

A decir verdad, eso es exactamente lo que han hecho Bassanio y


sus amigos. Aunque se llegara a saber que las pérdidas de Antonio eran
reales, la conquista de Porcia haría más que compensar financiera­
mente las naves perdidas por el mercader veneciano.
Acto III, escena 2: Bassanio, que quiere recompensar a su ayudante
por sus buenos y leales servicios, anuncia a Graciano y a Nerissa que se
casarán al mismo tiempo que él y Porcia, en una doble ceremonia nup­
cial (financiada, por supuesto, por esta última). «Nuestras nupcias»,
dice, «se honrarán con las vuestras.» Sobre lo que Graciano, loco de
alegría, dice a su prometida: «Nos jugaremos mil ducados con ellos a
ver quién tiene el primer hijo varón» (III, 2, 212-214).
Esos jóvenes tienen todos los motivos del mundo para estar con­

311
tentos: gracias a la hábil elección de Bassanio en el asunto de los co­
fres, tienen el porvenir asegurado y su apuesta presenta un aire más
bien inofensivo. Pero Shakespeare no acostumbra a m ultiplicar las pa­
labras inútiles. Tenemos que preguntarnos a qué preocupación respon­
den esas líneas y cuál es la segunda intención que manifiestan. El bebé
de Graciano valdrá dos mil ducados menos que la libra de carne de
Antonio. En Venecia, la carne humana y el dinero siempre son más o
menos intercambiables. El hombre no es más que una mercancía, un
valor de cambio entre otros. No puedo creer que la analogía entre la
apuesta de Graciano y la libra de carne reclamada por Shylock no fuera
buscada por Shakespeare.
La libra de carne simboliza aún más el comportamiento veneciano
que el judaico, pero los venecianos no se dan cuenta de ello porque se
creen, y en cierta manera son, realmente diferentes de Shylock. Las
consideraciones financieras se les antojan tan naturales y han arraigado
tan hondo en su espíritu, que ya no son conscientes de ellas; así pues,
pasan desapercibidas. Es imposible reconocerlas como un aspecto dife­
rente del comportamiento. De este modo, por ejemplo, el préstamo de
Antonio a Bassanio es visto como un acto de amor, no como una tran­
sacción comercial.
Shylock odia a Antonio porque presta dinero sin interés. Actuar
así, significa para él erosionar el oficio de las finanzas. Podemos inter­
pretar este hecho de acuerdo con la imagen antijudía; podemos verlo
únicamente como el resentimiento de un ser vilm ente codicioso frente
a una generosidad llena de nobleza, pero también es posible elegir una
lectura más sutil. Podría ser que la generosidad de Antonio ocultara
una perversión más profunda que la codicia caricaturesca de Shylock.
Por regla general, cuando Shylock presta dinero, también es dinero lo
que espera recibir, mucho más del que ha prestado, pero únicamente
dinero. Se supone que el capital produce capital. En la mente de Shy­
lock no existe confusión entre operación financiera y caridad cristiana.
Y ésta es la razón de que él, al contrario que los venecianos, pueda
aparecer como una encarnación cómica de la codicia.
Venecia es un mundo en el que las apariencias y la realidad no aca­
ban de encajar. De todos los pretendientes a la mano de Porcia, sólo
Bassanio elige correctamente entre los tres cofres. En efecto, este sutil
veneciano sabe hasta qué punto hay que desconfiar de las apariencias
más rutilantes. Contrariamente a sus competidores extranjeros, que
proceden evidentemente de países donde las cosas siguen siendo más o
menos adecuadas a su apariencia exterior (de países, diríamos, menos
avanzados que Venecia), él nota instintivamente que en su ciudad na­
tal el tesoro buscado por todos los competidores debe presentarse bajo
las apariencias más susceptibles de disimular su valor.

312
El hecho de que al contrario que los dos extranjeros opte por el
plomo en lugar de por el oro o la plata tiene una significación simbó­
lica esencial. Cuando los dos pretendientes no venecianos tienden ávi­
damente la mano hacia los dos cofres de metal precioso, como haría
Shylock, ofrecen, también ellos, la imagen encarnada de la codicia; en
realidad, se muestran más bien ingenuos, y lo cierto es que podemos
reprochar muchas cosas a Bassanio, pero no, sin duda, la ingenuidad.
Nada más típicamente veneciano, en su caso, que aparecer como la
imagen misma del desinterés en el preciso momento en que sus pro­
fundos cálculos dan sus frutos y el formidable capital de Porcia cae en
su escarcela.
La generosidad de los venecianos no es ficticia. Convierte a su be­
neficiario en más dependiente de su bienhechor de lo que lo consegui­
ría un préstamo usuario de Shylock. En Venecia reina una nueva
forma de vasallaje que ya no se basa en unas delimitaciones territoria­
les precisas, sino en vagos acuerdos financieros. El hecho de que no se
lleven exactamente cuentas concede a la obligación personal del deu­
dor un carácter infinito. Está claro que Shylock no ha llegado a ser un
maestro en ese arte de la dominación paradójica, ya que su hija lo des­
poja y le abandona sin el menor remordimiento. La elegancia del deco­
rado y la armonía de la música no significan en absoluto que todo ocu­
rra de la mejor de las maneras en el mejor de los mundos. En Venecia
reina un malestar universal, aunque indefinible. Antonio está triste,
pero es incapaz de decir por qué. Más allá del propio Antonio, esa tris­
teza inexplicada caracteriza al conjunto de la aristocracia veneciana.
Y hete aquí que llega un momento en que también Shylock mezcla
el dinero con los asuntos sentimentales. Su confusión tiene algo de có­
mico, porque está lejos de ser perfecta y, por consiguiente, es fácil de
descubrir. Los elementos confundidos mantienen su especificidad y se
enfrentan graciosamente en el discurso del personaje. Se oyen cosas
como: «¡M i hija! ¡Mis dineros! ¡Ay, mi hija! ¡Huir con un cristiano! ¡Mi
dinero cristiano!» (II, 8, 15-16) y otras frases demasiado ridiculas y re­
veladoras para que sorprendamos jamás su equivalente en boca de un
veneciano auténtico.
Pero hay una segunda historia en la que Shylock, al igual que sus
modelos venecianos, mezcla dos órdenes de pasiones que, normal­
mente, es capaz de distinguir. Se trata del préstamo otorgado a Anto­
nio. Preocupado únicamente por la venganza, es decir, por la mimesis,
Shylock no exige ningún interés, ninguna garantía concreta, nada, a ex­
cepción de la infame libra de carne que pretende cortar del cuerpo de
su deudor, Antonio. Detrás de la extrañeza casi mitológica de esta exi­
gencia se descubre la total interpenetración de las dos esferas, la finan­
ciera y la existencial, al principio menos típica de Shylock que de los

313
restantes venecianos. Así pues, el momento en que Shylock escanda­
liza más a los venecianos es aquel en que más se parece a ellos y
menos a sí mismo. El espíritu de venganza le empuja a im itar a sus
enemigos más fielmente de lo que lo hizo jamás —hasta el punto de
convertirse, mientras se esfuerza por dar una buena lección a Anto­
nio, en su doble grotesco—. Es lo que ya anunciaba en su texto capi­
tal sobre la venganza, el que he citado en primer lugar.
Antonio y Shylock son descritos como viejos rivales. De ese tipo
de personas se dice a veces que se «plantan en sus diferencias», pero
la expresión es engañosa. Un conflicto trágico (o cómico) provoca
siempre una disolución paradójica de lo que separa a los protagonis­
tas, paradójica en tanto que contraria al objetivo buscado. Los indi­
viduos implicados en este tipo de procesos intentan acentuar sus di­
ferencias. Como hemos visto, en Venecia tienden a confundirse
codicia y generosidad, orgullo y humildad, compasión y ferocidad,
dinero y carne humana. Esta indiferenciación impide definir cual­
quier cosa con precisión y atribuir una causa concreta a tal o cual
acontecimiento concreto. Y, sin embargo, en todas partes prevalece
la misma obsesión, la de exhibir y acentuar una diferencia que, en
realidad, disminuye cada vez más. Así Shylock en el acto II, escena
5: «Bien, muy bien, tú verás —y tendrás tus ojos de testigo— la dife­
rencia que hay entre Bassanio y el viejo Shylock...» (II, 5, 1-2).
También los cristianos arden en deseos de demostrar que son dife­
rentes de los judíos. Durante la escena del proceso, le corresponde
al duque reivindicar la diferencia veneciana: «Para que veas», le dice
a Shylock, «la diferencia entre nuestras almas...» Hasta las palabras
son idénticas. Todo el mundo habla simultáneamente de diferencia,
pero, a medida que aumenta la obsesión por ésta, la realidad se des­
vanece.
Hay una alusión precisa a este proceso de indiferenciación en un
famoso verso de El m e r c a d e r de Venecia. Cuando entra en el tribu­
nal, Porcia pregunta: «¿Quién es el mercader? ¿Quién es el judío?»
(IV, 1, 171). Aunque ella jamás haya visto a Shylock, ¿cómo es posi­
ble que titubee lo más mínimo entre el elegante aristócrata vene­
ciano y el judío arquetípico, el horrible usurero semita que se nos
ha presentado en el primer acto? La prueba de que Shakespeare no
toma su diferencia en serio es que recurre aquí a una de sus expre­
siones favoritas en el contexto de la crisis sacrificial. El original in­
glés dice: «Which is the m er ch a nt a n d which is the J e w ? » La pre­
gunta respecto a la diferencia perdida en cualquier naufragio mimé-
tico se presenta muchas veces bajo la forma de un which n which.
En la noche de verano, por ejemplo, la canción sobre las estaciones
catastróficamente confundidas termina con la imposibilidad de deter­

314
minar which is which. Ya en La com ed ia de las equivocaciones, Shakes­
peare recurre a esta expresión a propósito de unos gemelos que son ab­
solutamente indiferenciables.
Lo que verificamos en el lenguaje de la «psicología» puede expre­
sarse igualmente en términos religiosos. En el caso de Shylock, la rela­
ción entre comportamiento y discurso no consigue llegar a ser ambi­
gua. El judío interpreta la Ley de manera mezquina y puntillosa, pero
no consigue olvidar lo que ella diferencia, e, incluso cuando la in­
fringe, sigue llevando en él su huella. En su tirada sobre la venganza,
afirma de manera negativa una verdad que los cristianos pretenden v i­
vir de manera positiva, cuando en realidad sólo respiran venganza y
castigo. Si bien la caridad no reina en Venecia, está lo bastante pre­
sente en los discursos como para suscitar efectos muy notables. La ven­
ganza veneciana, la venganza de Porcia, se revela más sutil, hábil y fe­
lina que la venganza de Shylock. A los malos cristianos no les cuesta
ningún esfuerzo derrotar a ese adversario, pero seguirán viviendo en
un mundo «triste» sin saber por qué, en un mundo donde ha llegado a
abolirse la diferencia entre venganza y caridad.
En último término, no nos vemos obligados a elegir entre una im a­
gen favorable y una imagen desfavorable de Shylock. Los críticos tradi­
cionales han entendido a éste como una entidad diferenciada, una ma­
nera de ser característicamente judía yuxtapuesta a otra que sería
característicamente cristiana. En realidad, la profundidad de El m e r c a ­
de r de Venecia nace de una tensión que enfrenta entre sí no dos imáge­
nes estáticas, sino diferentes datos textuales que, a un nivel superficial,
refuerzan y, a un nivel más profundo, subvierten la idea de una dife­
rencia insuperable entre judíos y cristianos.
Por un lado, Shylock está descrito bajo los rasgos de un malvado
perfectamente diferenciado; pero, por otro, nos dice, hablando de sí
mismo, que no existen malvados ni héroes, que todos los hombres son
semejantes, sobre todo cuando unos se vengan de otros. Todas las dife­
rencias que los separaban hasta entonces se disuelven en la reciproci­
dad de las represalias. ¿Cuál es la intención de Shakespeare? Los indi­
cios son demasiado numerosos para dejar que se instale la duda: el
judío caricaturesco no tiene otra función que la de distraer a la m ulti­
tud. Pero la obra tampoco es una crítica moderna del antisemitismo
popular. Shylock sólo es rehabilitado en la medida en que los cristianos
son peores que él. La «honestidad» de sus vicios le convierte en un per­
sonaje casi refrescante frente a la ferocidad moralizadora de los vene­
cianos de pura cepa.
La escena del proceso revela la implacable habilidad de una ven­
ganza que pretende pasar por caridad. En esa extraña parodia de la jus­
ticia, el papel de defensor es confiado inicialm ente a Antonio y el de

315
querellante a Shylock. Al término de la sesión, los papeles se han in­
vertido; Shylock aparece como culpable y todo el mundo se encarniza
virtuosamente con él. A decir verdad, el hombre no ha hecho daño a
nadie. A él, por el contrario, deben los afortunados del final su felici­
dad. Sin él, en efecto, sin su dinero, los dos matrimonios no habrían
podido realizarse. Pero cuando sus enemigos regresan triunfantes a
Belmont dueños de un botín del que forma parte la propia hija de
Shylock, siguen teniendo la desvergüenza de considerarse, por con­
traste con su miserable adversario, seres llenos de compasión y de
bondad.
Cuando descubrimos la suerte injusta reservada a Shylock, solemos
decir: es un chivo expiatorio. Pero la expresión es ambigua. Puede sig­
nificar dos cosas muy diferentes. Puede significar en primer lugar que
se condena a los personajes pero que el autor no se asocia a dicha con­
dena. La víctim a es inocente y el autor condena a los que la condenan.
En este prim er caso, podemos decir que el motivo o el tema del chivo
expiatorio está p r e s e n t e en la obra en cuestión. Incluso en el caso de
que la expresión «chivo expiatorio» no apareciera en la obra, podría
aparecer perfectamente, pues el concepto está ahí.
Pero la idea de que un personaje es un chivo expiatorio puede te­
ner también otro sentido. Puede significar que el personaje es conde­
nado por el propio autor pero que, ante nuestros ojos de lectores y de
críticos, la condena es injusta. La multitud que condena a la víctim a es
presentada como racional por el escritor (que, en realidad, forma parte
de esa multitud); la multitud y el escritor sólo son irracionales e injus­
tos a ojos del crítico.
En tal ocasión, el chivo expiatorio ya no es un motivo o un tema;
el fenómeno no es explicitado por el escritor, pero si los alegatos de la
crítica son justos, debe haber, en el origen de la obra, un «efecto chivo
expiatorio», un efecto sin duda colectivo del que el autor es parte inte­
grante. El crítico puede estimar, por ejemplo, que un dramaturgo que
crea un personaje como Shylock, calcado del estereotipo del usurero ju­
dío, comparte a título personal el antisemitismo de la sociedad en la
que está presente ese estereotipo.
Cuando nos limitamos a decir que tal o cual personaje es un chivo
expiatorio, todavía no sabemos de qué se trata. No habremos avanzado
un paso en tanto no hayamos precisado si se trata del primer sentido o
del segundo, del chivo ■.expiatorio como tema o como estructura, el
chivo expiatorio como objeto de indignación y de sátira para el propio
Shakespeare, o como prejuicio antisemita compartido y mantenido por
un autor cómplice.
Antes de contestar a la pregunta planteada al comienzo de este ca­
pítulo, conviene formularla de nuevo en función del siguiente pro­

316
blema. ¿El fenómeno del chivo expiatorio es el sujeto de la estructura
dramática elaborada por Shakespeare o es uno de sus objetos, un autén­
tico tema en el interior de una estructura diferente? Todo el mundo
coincide en decir que Shylock es un chivo expiatorio, pero ¿es el chivo
expiatorio de la creación shakespeariana, la clave de su «sistema de re­
presentación», o sólo es el chivo expiatorio de los venecianos, tal como
Shakespeare los representa para denunciar la «buena conciencia» de su
crueldad?
Para los críticos revisionistas, Shylock chivo expiatorio no es una
fuerza estructurante, sino un tema satírico. Para los tradicionalistas, es
lo contrario. Según estos últimos, nos guste o no, Shakespeare es un
hombre de su tiempo y su obra participa necesariamente del antisemi­
tismo típico de la sociedad isabelina.
Pienso por mi parte que en El m e r ca d e r el chivo expiatorio es a
la vez estructura y tema, y que la obra, por lo menos bajo este án­
gulo esencial, responde a lo que cualquier lector quiera hacer con
ella. Si esto es así, no se debe a que Shakespeare fuera tan impreciso
como lo somos nosotros cuando utilizamos la palabra chivo expiato­
rio sin aclarar su sentido, sino por la razón exactamente opuesta: do­
mina de manera tan completa el carácter paradójico de las reaccio­
nes miméticas y de las reacciones de grupo que puede convertir a
Shylock en un chivo expiatorio perfectamente convincente para
aquellos que sólo piden ser convencidos, pero, al mismo tiempo,
¡subvierte el efecto victimista con unos toques de ironía dirigidos a
los únicos espectadores capaces de entenderlos. Así se explica que
pueda satisfacer tanto a los públicos más vulgares como a los más
refinados. Para quienes no quieren poner en tela de juicio su propio
mito antisemita, El m e r ca d e r de Venecia siempre aparecerá como
una confirmación de su prejuicio. Para quienes rechazan estas creen­
cias, la recusación del mito por el propio Shakespeare resultará evi­
dente. La obra es algo así como un objeto que girara incesantemente
sobre sí mismo y que, mediante algún procedimiento misterioso, se
presentara siempre a cada espectador bajo el ángulo más favorable a
su propia perspectiva.
¿Por qué titubeamos ante esta posibilidad? Reculamos ante la idea
de que la estructura del chivo expiatorio pudiera estar simultánea­
mente subvertida y perpetuada por Shakespeare. Si un autor moderno
ve la injusticia de la persecución colectiva, se cree en el deber de com­
batirla y desalentarla. Tiene la obligación de denunciarla abierta y ex­
plícitamente. Reescrito por un Arthur M iller, un Jean-Paul Sartre o un
Bertold Brecht, El m e r c a d e r sería sin lugar a dudas muy diferente. Pero
también serla diferente un Me r c ade r de Venecia que se lim itara a refle­
jar el antisemitismo de la sociedad circundante: si no estáis con­

317
vencidos, comparad la obra de Shakespeare con la de M arlowe, El j u ­
dío de Malta, ésa sí es realmente antisemita.
Si examinamos detenidamente la escena del proceso, no existe la
menor duda de que Shakespeare anula los «efectos chivo expiatorio»
con tanta habilidad como los produce. La misma habilidad de la m ani­
pulación tiene algo de terrible. Supone una comprensión que tras­
ciende no sólo la eterna ignorancia del prejuicio, sino el estrecho mo-
ralismo de sus adversarios, que ni sospechan su propia participación en
el inconsciente victimario y su deseo de confundir públicamente a los
perseguidores, en otras palabras, su deseo de venganza en segundo
grado. Nada así se da en la comedia shakespeariana.
Veamos cómo Shakespeare puede sugerir simultáneamente dos
perspectivas incompatibles. Por anti-antisemitas que sean, los especta­
dores no pueden dejar de experimentar una sensación de alivio, casi de
júbilo, ante la derrota de Shylock. Evidentemente, el motivo es la terri­
ble amenaza que pesa sobre la vida misma de Antonio, y dicha ame­
naza está totalmente relacionada, de manera clara, con la siniestra ter­
quedad del judío Shylock, que reclama a voz en grito la libra de carne a
la que le da derecho su contrato.
Ahora bien, la libra de carne es un tema mítico. Es, como acabo de
decir, el símbolo o la alegoría de un mundo en el que los seres huma­
nos y el dinero son perfectamente intercambiables y nada más que eso.
Es posible im aginar un contexto puramente mítico en el que Shylock
consiguiera su libra de carne y Antonio resultara humillado, dism i­
nuido, pero vivo. En El m e r ca d e r de Venecia el tema se ve poderosa­
mente influenciado y ensombrecido por un irónico deslizamiento hacia
el realismo moderno. Este deslizamiento consiste en evocar la violen­
cia física de la operación, en convertirla en una cirugía improvisada o,
mejor dicho, en una carnicería de la que no se acaba de ver cómo An­
tonio podría salir vivo. Pero si el punto de vista realista es el bueno,
¿cómo imaginar entonces que Shylock será capaz, especialmente en
presencia del todo Venecia, de realizar dicha operación? Si se supone
que Shylock es capaz de recortar a sangre fría el cuerpo de Antonio, es
exclusivamente en virtud del prejuicio. En su calidad de judío y de usu­
rero, es considerado un hombre de una excepcional ferocidad. Esa su­
puesta ferocidad es la que se encuentra en el fondo del prejuicio anti­
semita.
Shakespeare sabe muy bien que para que un homicidio colectivo
sea eficaz debe ser unánime, y de hecho no se alza ninguna voz a favor
de Shylock. La presencia de los silenciosos Magníficos, élite de la co­
munidad, confiere al proceso el carácter de un rito de unanimidad so­
cial. Los únicos personajes que no están presentes físicamente son la
hija de Shylock y su criado, pero están de acuerdo con todos los verdu-

318
gos: fueron los primeros en abandonar a Shylock, después de haberle
robado su dinero. Como una auténtica víctim a bíblica, Shylock es trai­
cionado «incluso por los de su familia».
Cuantos más individuos contamina un efecto victimario, más con­
vincente parece y más tiende, a fin de cuentas, hacia la unanimidad.
Pese a su absurdidad lógica y jurídica, la escena del proceso es eficaz
desde un punto de vista dramático. Los espectadores y los lectores de
la obra se sienten «impresionados» por la escena y no pueden dejar de
sentir la derrota de Shylock como su propia victoria. La multitud que
llena el teatro coincide con la que ocupa el escenario. El efecto conta­
gioso llega a propagarse hasta en el público. En El m e r ca d e r de Venecia
sin duda, pero quizá también en muchas otras obras, la catharsis aristo­
télica es exactamente eso, la fabricación de un chivo expiatorio.
Como encarnación de la justicia veneciana, el duque debería mos­
trarse imparcial, pero desde la apertura del proceso expresa su despre­
cio por el demandante y, dirigiéndose a Antonio, pronuncia una vio­
lenta diatriba contra Shylock:

Lo lamento por vos. Estáis aquí para responder


a un adversario de piedra, a un cruel miserable,
incapaz de piedad, vacío, y que no tiene
ni un solo gramo de compasión.
(IV, 1, 3-6)

Estas palabras dan el tono a la totalidad de la escena. La virtud


cristiana por excelencia, la misericordia, aparece en ella como el arma
absoluta, capaz de pulverizarlo todo a su paso. Los cristianos la utilizan
de manera tan perversa que justifica su sed de venganza y su codicia sin
privarles jamás de su buena conciencia. Se consideran en paz con la
misericordia por el mero hecho de repetir la palabra a diestro y sinies­
tro. Su misericordia no tiene «nada de coercitivo» («The quality o f
mércy is not strained», IV, 1, 184), es lo mínimo que puede decirse; es
notablemente desenvuelta. Cuando el duque dice con voz severa:
«¿Qué piedad podéis esperar si no tenéis ninguna?» (IV, 1, 88), Shylock
le contesta con una lógica impecable: «¿Y quién ha de juzgarme si no
hice ningún mal?» (IV, 1, 89).
Shylock confía demasiado en la ley veneciana. ¿Cómo podría ba­
sarse en la misericordia, cómo podría emparentarse con la «regla de
oro» evangélica, a partir del momento en que concede a los venecianos
el derecho de poseer esclavos y niega a los esclavos el de poseer vene­
cianos? Eso es lo que finamente verifica Shylock. ¿Cómo no ver que
Shakespeare, que ha colocado tan hábilmente su «efecto chivo expiato­
rio», no se engaña ni un solo segundo? El doble juego shakespeariano

319
me parece indudable, pero no puede ser objeto de una auténtica de­
mostración. Si la ironía pudiera demostrarse, dejaría de ser ironía. No
debe llegar a ser tan explícita que rompa la eficacia de la máquina vic­
tim aría en la mente de aquellos a quienes va destinada. La ironía es
necesariamente menos palpable que el objeto al que se refiere.

Veo en la breve intervención de Bassanio con motivo del proceso


otro indicio del doble juego shakespeariano. En cuanto Shylock co­
mienza a flaquear bajo el efecto de las triquiñuelas de Porcia, Bassanio
se manifiesta dispuesto a pagar a su acreedor, el cual está de acuerdo
ahora en aceptar esa solución. Gracias al deseo que siente de acabar
con tan desagradable asunto, Bassanio da pruebas de una cierta m iseri­
cordia, pero Porcia permanece inflexible. Al ver a Shylock atrapado en
sus garras, las hunde cada vez más profundamente: arranca su propia
libra de carne. El compromiso de Bassanio fracasa, pero es significativo
que sea sugerido en ese preciso instante. Existe una solución razonable
que también es la más fácil, la más natural, pero en el teatro no puede
prevalecer porque no tiene nada de dramática. Shakespeare es un dra­
maturgo demasiado experto para desilusionar a los espectadores con un
final semejante, la única víctim a satisfactoria es Shylock. Pero también
quiere revelar la injusticia de la catharsis que le imponen las servidum­
bres de su arte. Esta es la razón de que se las apañe para que el desen­
lace humano y razonable aparezca claramente formulado en alguna
parte de la obra.
¿No es ir demasiado lejos ver el chivo expiatorio de El m e r c a d e r de
Venecia como un tema explícito? Estoy convencido de que no. El mo­
tivo está realmente allí, pero, ironía suprema, no en boca de la verda­
dera víctima, sino en la de la falsa, Antonio, que se cree pintiparado
para interpretar ese papel:

Soy la oveja enferma del rebaño,


la que a morir se encuentra destinada. La fruta delicada
cae al suelo antes que ninguna: dejad que ocurra así
[conmigo;
continuad viviendo, Bassanio —ése ha de ser
vuestro mejor empeño—, y escribid mi epitafio.
(IV, 1, 114-118)

¿Se resiente mi tesis por el hecho de que tales palabras sean de An­
tonio y no de Shylock? En absoluto, ya que el odio que se consagran
les convierte en unos dobles perfectos. El odio recíproco imposibilita
toda (re)conciliación (nada tangible separa a los antagonistas, ningún

320
problema realmente concreto que pueda ser arbitrado o regulado amis­
tosamente), pero la indiferenciación generada por ese odio abre el ca­
mino a la resolución victim aria, la única susceptible de poner término
a este tipo de conflicto.
En los versos citados, Antonio responde a Bassanio, que acaba de
afirmar que jamás permitirá que su amigo y bienhechor muera en su
lugar. Preferiría morir él mismo. Está claro que ni uno ni otro mori­
rán, ni sufrirán el menor daño. En la ciudad de Venecia, jamás sufrirá
ningún Antonio y ningún Bassanio mientras exista un Shylock que
pueda sufrir en su lugar.
En dicho instante, sin embargo, Antonio puede considerarse un
chivo expiatorio en gestación. Así pues, Shakespeare puede designar el
mecanismo sobre el que se basa el drama sin designar directamente la
persona de Shylock, el «auténtico» chivo expiatorio. Nada tan shakes-
peariano como este desplazamiento metafórico (por ser el chivo expia­
torio la esencia misma de cualquier desplazamiento metafórico). Tam­
bién existe cierta suficiencia romántica en Antonio, una especie de
satisfacción masoquista. En este veneciano por excelencia podemos ver
al hombre de la tristeza sin causa, una figura de la subjetividad mo­
derna caracterizada por una fuerte tendencia a la autovictimización, es
decir, por la creciente interiorización de un proceso victim ario dema­
siado bien comprendido como para reproducirse como acontecimiento
real en el mundo real. El proceso victimario tiende a encerrarse en sí
'mismo y a convertirse en una andadura reflexiva. De ahí, a fin de
cuentas, la autocompasión, tan masoquista como teatral, que anuncia la
subjetividad romántica. Así se explica que Antonio ansíe ser «sacrifi­
cado» en pr es e n ci a de Bassanio.
Repito que la ironía no es demostrable y no debe serlo, salvo para
perturbar la catharsis de los que sólo aprecian la obra en el sentido ca­
tártico. La ironía es anticatártica. Cuando se la percibe, se produce un
chispazo de complicidad con lo que el escritor tiene de más sutil, y en
contraste con la parte más numerosa y más zafia del público que per­
manece ciega a tales sutilezas. La ironía es la venganza por delegación
del escritor contra una primera venganza por delegación. Si la ironía
fuera demasiado evidente y pudiera ser entendida por todos, iría en de­
trimento de su propio objetivo; ya no tendría nada que subvertir.

Algunos considerarán mi lectura excesivamente «paradójica». ¿Por


qué excluir a pri ori la hipótesis de un Shakespeare extraordinariamente
paradójico? Sobre todo si la paradoja que situamos en el origen de
nuestra obra es formulada de la manera más clara en el corazón mismo
de ésta. Shakespeare nos repite incesantemente que las apariencias más

321
brillantes, y especialmente las de la lengua culta, son: «La apariencia de
verdad con que el tiempo astuto se reviste, para engañar al más sagaz»
(III, 2, 100-101). Shakespeare escribe también, y no sin intención, que,
pronunciados por una voz encantadora, los peores sofismas pueden de­
cidir el final de un proceso y que el comportamiento más irreligioso
puede tener aires de piedad si se utilizan las palabras adecuadas. Oiga­
mos las razones dadas por Bassanio para explicar su preferencia por el
plomo en detrimento del oro o la plata y veremos que definen la pers­
pectiva real del autor sobre su propia obra:

Siempre engaña al mundo su ornamento.


¿Qué hay en una corte, por muy impura y corrompida,
que, disfrazada con los encantos de la voz,
no pueda ocultar lo vil de su apariencia?
¿Qué horrenda herejía, en religión, que una frente austera
no pueda bendecir y aprobar con los sagrados textos
ocultando su gravedad con hermosos adornos?
¿Hay un vicio tan simple que no muestre
signos de la virtud en su exterior?
(III, 2, 74-82)

Creo que la lectura que propongo puede verse reforzada si la com­


paramos con otras obras, especialmente con Ricardo III. Cuando Sha­
kespeare escribió esta tragedia, el rey en cuestión era considerado un
malvado. Shakespeare reproduce la visión popular, sobre todo al prin­
cipio. En la primera escena, Ricardo se presenta a sí mismo como una
especie de monstruo. Su cuerpo deforme refleja la fealdad de su alma,
complacientemente exhibida. Nos encontramos aquí con el estereotipo
del rey malvado que procede de la institución monárquica de la misma
forma que su contrario, también él ritualizado. Tiene su origen en el
mecanismo de la expulsión colectiva, debidamente reproducido por
Shakespeare en el último acto.
Si olvidamos por un instante el comienzo y el desenlace para con­
centrarnos en el drama en sí, vemos perfilarse una imagen diferente de
Ricardo. Nos hallamos en un mundo de competición política sanguina­
ria. Todos los personajes adultos de la obra han cometido o se han
aprovechado por lo menos de un asesinato. Según Murray Krieger e
Ian Kott, la guerra de las Dos Rosas funciona como un sistema de riva­
lidad y de venganza políticas en el que los participantes son sucesiva­
mente tiranos y victimas, que se comportan y se expresan cada uno de
ellos en función del lugar que ocupa en tal o cual momento en el seno
del sistema dinámico global. Debido a que es el último anillo de la es­
piral diabólica, Ricardo mata a más gente que sus predecesores, y con

322
mayor rapidez, pero no difiere fundamentalmente de ellos. A fin de
dar mayor presencia dramática a toda esa violencia recíproca, Shakes­
peare recurre a la técnica de la maldición. Cada uno de los personajes
maldice a todos los demás y de manera tan masiva y vehemente que la
impresión global es trágica... o casi cómica, según el estado de ánimo
del espectador. Las maldiciones se anulan mutuamente hasta el mo­
mento en que todas ellas convergen sobre Ricardo y provocan su de­
rrota final, que señala también la vuelta de la paz.
Dos imágenes del rey tienden alternativamente a dominar la obra,
una de ellas claramente diferenciada, la otra indiferenciada. En el caso
de El m er ca d e r de Venecia y de Ricardo III, entendemos fácilmente
por qué. En ambas obras el objetivo real de la sátira no es tal o cual in­
dividuo, sino la totalidad de un sistema social o político, Venecia en
un ¿aso y la aristocracia inglesa en otro. Shakespeare no podía atacar a
esta última demasiado abiertamente. El método que concibió le permi­
tía entregarse a una sátira indirecta, pero altamente eficaz ante la élite
de personas enteradas —y perfectamente imperceptible para la multitud
de espectadores normales, aquellos que aspiran únicam ente a la cathar­
sis grosera que Shakespeare jamás deja de ofrecerles.
El gran teatro utiliza necesariamente la diferenciación y la indife-
renciación. Para suscitar el interés del público popular, los personajes
deben ser de tal índole que podamos identificarnos ciegamente con
ellos, o bien rechazarlos horrorizados. En otras palabras, es preciso que
estén muy diferenciados, pero esa diferenciación es forzosamente sin­
crónica y estática. Ahora bien, para que una obra sea buena debe ser
dinámica. La dinámica teatral no es otra que la dinámica de los con­
flictos humanos, la reciprocidad de las represalias. Cuanto más intenso
es el proceso, más simétrica se hace la acción, y más tiende todo a vol­
verse idéntico de una parte y otra del antagonismo descrito por el dra­
maturgo.
Para ser buena, una obra debe sustentarse al máximo en la recipro­
cidad y la indiferenciación, pero también es preciso que sea extremada­
mente diferenciada, a falta de lo cual los espectadores se desinteresan
de la solución del conflicto. Ambas exigencias son incompatibles, pero
un autor dramático que no pueda satisfacerlas simultáneamente no es
un gran dramaturgo. Producirá obras demasiado diferenciadas que se­
rán calificadas de obras de tesis porque carecerán de dinamismo, u
obras demasiado indiferenciadas, llenas de acción o de suspense, pero
que nos parecerán demasiado pobres en contenido intelectual y moral
como para merecer nuestra atención.
El buen dramaturgo es el que sabe responder simultáneamente a
las dos exigencias en cuestión y trasciende aparentemente su carác­
ter contradictorio. ¿Cómo lo consigue? En muchos casos se diría sim-

323
plemente que lo hace sin saber exactamente qué es lo que hace; sin
duda escribe con el mismo impulso instintivo con que el espectador
se identifica apasionadamente con uno de los dos antagonistas. Aun­
que la supuesta diferencia entre ambos im plique siempre reciprocidad
e indiferenciación, no por ello la visión que se tiene del conflicto
tiende menos a ser estática y diferenciada.
Vemos claramente que éste no era el caso de Shakespeare. Nues­
tro dramaturgo es perfectamente consciente del hiato que separa cual­
quier diferenciación estática del carácter indiferenciado de la acción
trágica. Sus obras rebosan de alusiones irónicas a ese hiato y Shakes­
peare no vacila en ahondar un poco más él foso, como si supiera que
puede hacerlo con total impunidad. Lejos de perjudicar a su credibili­
dad como pintor y creador de «caracteres», eso sólo puede incremen­
tar el impacto dramático de su teatro en general y convertir cada una
de sus obras en el objeto dinámico e inagotable que los críticos co­
mentan infatigablemente desde siempre, sin poner jamás el dedo en la
auténtica causa de su ambigüedad.
Ricardo III es un ejemplo de esta práctica no menos sorprendente
que El m e r c a d e r de Venecia. Ana e Isabel, las dos mujeres a las que
Ricardo ha hecho sufrir más, no saben resistirse a la tentación del po­
der, aunque sea al precio de una alianza con su verdugo, que con­
cluye casi inmediatamente después de que éste haya hecho espejear
diabólicamente la perspectiva ante ellas. Después de haberle m alde­
cido copiosamente y de haberse liberado así de todas sus obligaciones
morales, Ana camina literalm ente sobre el cuerpo de su padre para
unirse a Ricardo. Un poco después, Isabel camina, por lo menos sim­
bólicamente, sobre el cadáver de dos de sus hijos con la única inten­
ción de entregar al tercero a las manos ensangrentadas del asesino.
Las dos escenas están estructuralmente muy cerca entre sí. Las dos
mujeres son aún más viles que Ricardo, que es el único personaje que
descubre y subraya su vileza, y es por tanto el que puede aparecer
como la única voz moral de la obra. Su papel, mutatis mutandis, es
comparable al de Shylock en El m e r ca d e r de Venecia.
Todo el genio de Shakespeare consiste aquí en yuxtaponer escenas
de ese tipo. Al hacerlo, reduplica siempre la ironía y refuerza la efica­
cia dramática de su obra. Mostrando la vileza de los enemigos de R i­
cardo, igual e incluso superior a la suya, por ser más hipócrita, crea
un malestar en el espectador y le somete a una presión de la que
nueve de cada diez veces se libera cargándola a hombros del chivo
expiatorio, a expensas del mismo Ricardo que, como es evidente,
hace cuanto puede para agravar la corrupción universal. Nuestro ape­
tito de venganza se ve paradójicamente reforzado por la igualdad de
hecho que triunfa entre la víctim a y los ejecutantes de la «justicia» co­

324
lectiva, los factores mismos que convierten en arbitraria esa expulsión.
Tratándose de obras como Ricardo III o El m e r c a d e r de Venecia,
no tengo inconveniente en aceptar que existe un gran número de lec­
turas posibles, y que lo que determina tal multiplicidad es el «juego del
significante». No creo, por el contrario, que este juego sea gratuito, y
que resida en la naturaleza propia del significante como tal permitir un
«juego» semejante. El significante literario está destinado a convertirse
en víctima. Es víctima del significado, metafóricamente por lo menos,
en el sentido de que su «juego» o su «diferencia» (la palabra importa
poco) es casi inevitablemente sacrificado a la unilateralidad de una es­
tructura fija a lo Lévi-Strauss. El significante sacrificado desaparece de­
trás del significado. La ejecución colectiva del significante mantiene
una relación relativamente poco misteriosa con el chivo expiatorio
propiamente dicho. Hunde sus raíces en un espacio ritual en el que el
significante principal es una víctim a, aunque no, esta vez, en un sen­
tido simplemente metafórico, sino exactamente en el mismo sentido en
que son víctimas Shylock y Ricardo III. El juego del significante, arbi­
trariamente interrumpido y engendrando gracias a ello una estructura
diferenciada, funciona exactamente igual que el proceso ritual, con su
indiferenciación conflictiva repentinamente resuelta y volviendo, de­
bido a la eliminación de una víctima, a la estasis de la diferenciación.
El proceso de la significación coincide con el desenlace victim ario de
la crisis en que se disuelven todas las significaciones, para después re­
nacer' me refiero a la crisis del Degree. El sentido de la obra depende
del sentido que demos a la persecución de la víctima. Si vemos su parte
de arbitrariedad, aprehendemos los efectos miméticos y accedemos a la
obra «profunda», verdaderamente shakespeariana. Si no vemos nada de
todo eso, nos quedamos en la obra superficial y popular.

325
XXIX. ¿CREE USTED MISMO EN SU TEORÍA?
James Joyce, Ulises

Existe una excepción importante al silencio general que la poste­


dad opone desde siempre al deseo mimético en Shakespeare: el Ulises
de James Jo yce .1 La conferencia dada por Stephen Dedalus en la Bi­
blioteca N acional de Dublín se presenta bajo la apariencia de una
«Vida de W illia.m Shakespeare», pero se trata en realidad de una inter­
pretación m im ética de la obra teatral.
En un momento determinado, Stephen afirma que la mujer de Sha­
kespeare le ha engañado no con uno de sus hermanos, sino con los dos.
¿Qué sentido tien e tan extravagante observación? De creer al confe­
renciante, Ann Hathaway habría decidido traicionar a su marido de ese
modo para-consolidar su dominio sobre Shakespeare, dominio que es­
taba a punto d e perder.
La Ann H athaway de Joyce recurre a la estrategia de Cressida para
recuperar su poder sobre el inconstante Troilo: procura a su marido ri­
vales miméticos. Nada más adecuado para ese tipo de papel que unos
hermanos, y Jo yce subraya a este respecto el importante lugar que ocu­
pan tanto en la mitología como en la literatura. La conferencia de
Stephen se refiere incesantemente al tipo de interacción cuya omnipre-
sencia hemos descubierto en Shakespeare. De ahí, entre otras, esta his­
toria:

Ya saben lo que cuenta M anningham de la mujer del burgués que


invitó a D ick Burbage a su cama cuando le vio en Ricardo III y
cómo Shakespeare, que lo oyó, sin más ruido por nada, tomó la
vaca por los cuernos, y cuando Burbage llamó a la puerta, contestó
desde las m antas del capón: Guillermo el Conquistador ll eg ó antes
que Ricarda III.
(235)

1. James Joycoe, Ulises, Editorial Lumen, Barcelona, 3.a edición, 1991, traducción
de José M .a V alverde. Todas las referencias remitirán a esta edición.

326
La mujer del burgués sucumbe a la fascinación que siente por un
actor seductor, por una encarnación teatral de la mimesis. Esa Cressida,
esa Bovary, esa Desdémona, a imitación de los personajes femeninos
de Ricardo III, haría cualquier cosa por ser la reina de una noche.
Lo que se supone que Shakespeare sustituye en la cama del burgués
ya no es al propio burgués, sino a un primer sustituto y, por consi­
guiente, a un rival más interesante: Burbage, el afortunado elegido, la
estrella que Shakespeare no era. ¿Cómo ese W illiam que pierde con
tanta frecuencia puede convertirse en Guillermo el Conquistador? Res­
puesta: poseyendo a la mujer que su modelo desea. Al igual que en
Mucho ruido p o r nada, el «amor de oídas» (love by hearsay) da lugar a
toda una serie de obras en la obra.
Esta anécdota de dudosa autenticidad sirve a las m il maravillas a la
intención de Joyce, que no es la de interpretar a Shakespeare a la luz
de una biografía discutible, sino la de modelar su biografía im aginaria a
partir de sus obras teatrales. Joyce no se toma en serio su biografía
como tal; lo que, por el contrario, da a entender muy seriamente es
que la obsesión mimética de Shakespeare tuvo que basarse en la prác­
tica en una vida llena de complicaciones y de líos suscitados por ese
mismo mimetismo.
La biografía im aginaria escandaliza a los pedantes, tanto a los que
están dentro de Ulises como a los que permanecen fuera: todos ellos
condenan solemnemente esa soberbia conferencia argumentando que
constituiría un abominable ejemplo de «crítica biográfica».
En el interior de la novela, corresponde al pomposo Russell el ho­
nor ritual de agitar el espantajo del recurso a la biografía; él mismo y
sus compañeros bombardean a Stephen sin cesar, arrojándole todos los
sensatos tópicos que nos tiranizan desde hace un siglo:

—Pero ese hurgar en la vida fam iliar de un gran hombre —em ­


pezó Russell con impaciencia.
—¿Estás ahí, buena pieza?
{Hamlet, I, 5, 150]
—Es interesante sólo para el funcionario del registro. Quiero
decir, tenemos las obras. Quiero decir, cuando leemos la poesía de
El rey Lear, ¿qué nos importa cómo vivió el poeta? En cuanto a v i­
vir, nuestros criados pueden hacerlo por nosotros, dijo V illiers de
l’Isle. Curioseando y hurgando en los comadreos entre bastidores
de aquel tiempo, que si bebía el poeta, que si tenía deudas. Tene­
mos El rey Lear: y es inmortal.
(224)

327
Atribuir a Joyce una ingenuidad crítica sí es una ingenuidad. El
auténtico enigma de la conferencia es mucho más interesante. ¿Por qué
Joyce convierte a Shakespeare en un personaje de su propia Ficción? ¿Y
qué quiere decir «ficción» en el caso de Ulises?
Joyce comienza por elegir un determinado número de peripecias o
de temas que saca de las obras de Shakespeare, de su vida, de su
leyenda, de sus estudiosos (tanto de los mejores como de los peores);
después lo mezcla todo añadiéndole una buena dosis de invención pura
—aunque jamás gratuita—. Esa chapuza aparentemente desprovista de
sentido remite a la unidad dinámica de un proceso que carecía de
nombre cuando apareció Ulises: el deseo mimético.
La parte de la conferencia más frecuentemente comentada es la de­
dicada a Hamlet, pero su importancia es fundamentalmente negativa.
Desempeña un papel estratégico en el rechazo de Joyce del psicoanáli­
sis freudiano, que no quiere ver confundido con su propio enfoque m i­
mético. Stephen alude a una «nueva escuela vienesa» cuya concepción
del incesto es para él inaceptable. El hecho de que en Hamlet Joyce
identifique a Shakespeare con el padre, y no con el hijo, constituye un
repudio de la impracticable mitología edípica:

Si usted afirma que él, hombre de pelo gris [...], con cincuenta
[años] de experiencia, es el imberbe estudiantillo de Wittenberg,
entonces debe sostener que su madre, con sus setenta años, es la
reina lujuriosa.
(204)

El fragmento más importante y más difícil de la conferencia es


aquel que se refiere a una trayectoria de frustración y de fracaso que
habría correspondido a Shakespeare en su vida personal y que, aparen­
temente, habría sido desencadenada por la primera experiencia sexual
del dramaturgo con su futura mujer.
Lo único que sabemos de Ann Hathaway es que era mayor que Sha­
kespeare. Armado con tan preciosa información, Stephen no vacila en
afirmar que ella ha desempeñado el papel del macho agresivo en su rela­
ción con su futuro esposo, y nos asegura que el joven Shakespeare fue
«violado en un campo de centeno». A partir de este episodio imaginario se
desencadenará toda la existencia reactiva de W illiam Shakespeare.
Ann, «la diosa de ojos grises», se abalanza golosa sobre un Adonis
no consentidor, aniquilando de ese modo la confianza en sí mismo de
la víctima. A partir de ese momento, Shakespeare intentará inútil­
mente recuperar la iniciativa perdida por un instante en el campo de
centeno, y su vida sexual sólo será una imitación infructuosa de la
audacia que Ann ha sabido demostrar.

328
Lo que Joyce intenta explicar aquí es la obstinación con que Sha­
kespeare, en todas sus obras, pone el acento en la frustración mimé-
tica. La hipótesis que expone sería legítim a si pudiera presentarla tal
cual es, pero ello no es posible en una novela, aunque la novela se
confunda, en esa parte, con una conferencia literaria. Así pues, Joyce
se ve en la necesidad de inventar algo que, desde el punto de vista
crítico, es excesivamente específico, y los lectores debemos tenerlo en
cuenta. La violación «en un campo de centeno» es una anotación de­
masiado precisa para no ser una advertencia humorística destinada a
los lectores sin imaginación.
En el sistema joyceano, Venus y Adonis desempeña el mismo pa­
pel que La violación de Lucrecia y Los dos hidalgos de Verona desem­
peñan en el mío. Si yo también hubiera tenido que elegir un «trauma
original», habría fijado mi elección en un modelo masculino, segura­
mente el mejor compañero de clase de Shakespeare en la escuela
donde le enseñaron los pocos rudimentos de latín y griego a los que,
en opinión de Greene, se limitaba su saber. Habría elegido su gemelo
mimético.
Imaginaría que un buen día, a propósito de alguna muchacha, ese
amigo seguro se volvió para él el implacable rival que Proteo será
para Valentín, Tarquino para Colatino, Hermia para Helena, Casio
para Otelo, Polixene para Leontes, etcétera, y que el joven W illiam
salió quebrantado de esa experiencia. En mi opinión, esta hipótesis
encaja mejor con los datos textuales que' la de Joyce.
Es preciso que el lector no se tome demasiado en serio ninguna
de ambas hipótesis. Creo, al igual que Joyce, que debe de haber en
Shakespeare unos elementos existenciales que acompañan lo que él
escribe, pero lo que sabemos de ellos no permite justificar la menor
de las hipótesis. Por esta razón, en lo que a mí se refiere, no he ade­
lantado ninguna. Nuestra ignorancia en la materia no altera nuestra
comprensión de las obras.
La idea de un trauma original significa que el primer modelo/obs­
táculo/rival desempeñó un papel más decisivo que todos los modelos
posteriores en la medida en que determinó, desde el principio, algu­
nas peculiaridades de la obsesión mimética shakespeariana. ¿El dra­
maturgo fue «escandalizado» por vez primera por su mujer, por un
amigo, por uno de sus hermanos? Nunca lo sabremos y no importa;
ni siquiera estoy seguro de que el trauma original sea algo indispensa­
ble. La opción tomada por Joyce debe de estar influenciada por el pa­
pel que desempeñaron las mujeres en su vida personal.
Lo que verdaderamente importa no es la identidad concreta del
mediador inicial, sino que ese mediador (hombre o mujer) fuera apre­
hendido de manera realmente mimética, es decir como modelo/obstá-

329
culo/rival. El fragmento más importante de toda la conferencia hace
pensar que Joyce ve claramente el papel de Ann bajo esa perspectiva:

La creencia en sí mismo ha sido muerta prematuramente. Fue de­


rrotado primero en un trigal (un campo de centeno, debería decir)
y nunca en lo sucesivo será un vencedor ante sus propios ojos ni ju­
gará victoriosamente el juego de reír y tumbarse. El asumir el don­
juanismo no le salvará. No habrá posterior deshacimiento que des­
haga el primer deshacimiento. El colmillo del jabalí le ha herido
allí donde amor yace sangrando. A la furia, aunque sea vencida, sin
embargo, le queda el arma invisible de la mujer. Hay, lo noto en las
palabras, algún aguijón de la carne que le empuja a una nueva pa­
sión, una sombra más oscura de la primera, oscureciendo incluso su
propio entendimiento de sí mismo. Un hado semejante le aguarda y
las dos furias se mezclan en un torbellino.
(231)

Para mí, el texto anterior constituye un resumen y una proyección


existencial de los análisis que he intentado llevar a cabo a propósito del
deseo mimético en las comedias. Tal como he demostrado, Shakes­
peare parte de una forma todavía relativamente sencilla de este deseo
(en Los dos hidalgos de Verona) hasta llegar progresivamente, en las si­
guientes obras, a formas cada vez más complejas.
La trayectoria existencial de Joyce refleja el itinerario que lleva de
Valentín a Pándaro y más allá, el itinerario tomado por las propias
obras. Joyce describe la dinámica de la obra en función de la experien­
cia existencial del autor.
«Asumir el donjuanismo»: eso significa que Shakespeare intentó tra­
tar a las mujeres de la misma manera que Ann le había tratado a él en
el famoso campo de centeno. Para verse a sí mismo como un vencedor,
tiene que derrotar a Ann en su propio juego: debe vencer aplicando las
reglas de ella, lo que hace imposible cualquier victoria. En un mundo
totalmente dominado por la imitación, hay muchísimas posibilidades
de que el perdedor siga perdiendo por los siglos de los siglos. Contra­
riamente a lo que pretende la teoría del masoquismo, la humillación y
la derrota sólo son una consecuencia indirecta (y no el objeto directo)
del double bind mimético, por lo menos en una primera fase. Sólo en
una segunda fase la consecuencia llega a ser, bajo el efecto de la im ita­
ción, ese objeto directo. Las repeticiones caricaturescas y el deseo de
acabar con ellas con la repetición son una sola y misma cosa.
El deseo evoluciona permanentemente hacia formas más complejas
y «paradójicas», y ello porque reacciona siempre de la misma manera a
sus inevitables fracasos. En efecto, mientras redobla incesantemente

330
sus esfuerzos por burlar su propia absurdidad, se vuelve él mismo cada
vez más absurdo y destructor.
Joyce presupone inicialm ente una fase de heterosexualidad («asu­
mir el donjuanismo»), y después una fase homosexual (la «nueva pa­
sión»). Esta no es interpretada como procedente de un deseo plena­
mente autónomo, sino como la configuración mimética más avanzada
en el seno de una escalada de fracasos que no hacen más que repetir,
incluso cuando intentan impedirlos, los fracasos precedentes (la «som­
bra más oscura»).
Todos los intentos que aspiran a romper el círculo lo afirman y lo
refuerzan. Todos los esfuerzos que aspiran a deshacer la primera de­
rrota se liquidan con derrotas todavía más dolorosas. La última frase
permite suponer que las dos fases —heterosexual y homosexual—llega­
rán al mismo fracaso: «Un hado semejante le aguarda y las dos furias se
mezclan en un torbellino.»
En tanto que el modelo/rival sea Ann Hathaway, sobre ella o so­
bre sus suplentes se focaliza el deseo más radical. En el «asumir el don­
juanismo» de la primera fase, el deslizamiento hacia la homosexualidad
se desprende muy lógicamente del hecho de que el modelo/rival sea
un hombre.
Por muy calcado que esté sobre el oscurecimiento progresivo de las
comedias, ese descenso a los infiernos no es biográfico en el sentido
banal de la palabra, y su v e r d a d novelesca trasciende la estética román­
tica de la crítica tradicional y su tendencia fetichista a separar la «vida»
de la «obra». La dimensión existencial y la dimensión intelectual enca­
jan aquí a la perfección.
El esquema global esbozado por Joyce en el fragmento citado ante­
riormente es precisado por unas observaciones tan densas como lum i­
nosas relativas a determinadas obras:

En Cimbelino, en Otelo, [Shakespeare] es chulo y cornudo. Actúa y


sufre. Enamorado de un ideal o de una perversión, mata, como
José, a la verdadera Carmen. Su intelecto inexorable es el Yago,
loco de cuernos, deseando incesantemente que sufra el moro que
hay en él.
(244)

En Cimbelino, el «chulo cornudo» es aquel escocés exiliado, Pos­


tumo, que canaliza hacia su propia mujer el deseo de un dandi italiano
elogiándole los encantos de su esposa y de todas las escocesas con tanto
exceso como Valentín, Colatino, etcétera, haciendo el elogio de la
suya. Stephen menciona también, e intencionadamente, Los dos hidal­
gos de Verona y La violación de Lucrecia.

331
También Otelo se cree (en relación con Casio, claro está) un chulo
cornudo. Cuando Otelo entiende que a causa de su fascinación por
todo lo veneciano ha hecho del bello Casio su «lugarteniente», tanto en
el plano sexual como en el militar, su conclusión es inmediata: Desdé-
mona es desleal. No necesita las perversidades de un traidor para con­
vencerse de ello: su espíritu obstinado es el Yago loco de cuernos en sí
mismo... como también en Joyce.
Este juego no es puramente textual; la «verdadera Carmen» se hace
matar verdaderamente y la asimilación de Desdémona al personaje de
M erimée muestra claramente que Joyce la ve, a ella y su deseo de muerte,
bajo la misma luz mimética y autodestructora que yo: es una aventurera, y
no la sosa y clorótica heroína que nos ha legado el siglo X IX .1
Stephen se pregunta si todos esos chulos cornudos están «enamora­
dos de un ideal o de una perversión». Hace ya mucho tiempo que he­
mos descubierto, con Los dos hidalgos de Verona, que esa cuestión era
irresoluble. ¿El sujeto envuelve a su amigo en su propia relación con
absoluta inocencia, en nombre de su mutua amistad, o bien precisa su
deseo celoso para alimentar y revitalizar el propio? ¿Y en qué mo­
mento los elogios que formula espontáneamente a propósito de su mu­
jer se convierten en un deseo malsano del deseo del Otro?
De la misma manera que el deseo heterosexual necesita un m edia­
dor del mismo sexo, el deseo homosexual necesita un mediador del
otro sexo, soporte de una «heterosexualidad latente» que interesa a
Joyce tanto como su contrario, la «homosexualidad latente» de Freud.
El concepto de «latencia» se vacía aquí de significado. Quiéralo o no,
el «chulo cornudo» empuja a sus rivales masculinos a los brazos de las
mujeres que desea, tras lo cual empuja a sus rivales femeninas a los bra­
zos de sus amigos masculinos. Las diferencias sexuales son mudables,
variables, inesenciales, mientras que la estructura triangular es perma­
nente y esencial.
Cuando Stephen alude al amigo masculino de los Sonetos, Egling-
ton pregunta gravemente: «¿El amó a un Lord?» A lo que Stephen res­
ponde: «Eso parece, puesto que quiere hacer a favor de él, y por todos
y cada uno en particular de los demás vientres sin surcar, el santo ofi­
cio que el mozo de cuadra hace por el garañón.»
Esta metáfora se inspira quizá en un breve dialogo entre Touchs-
tone y el pastor Corin de Como gustéis. Se trata de una mera broma,
pero es extremadamente significativa en su contexto shakespeariano;
formula de nuevo toda la teoría del intermediario shakespeariano, el
equivalente del «chulo cornudo» en el esquema de Joyce, y no quedaría
fuera de lugar en Troilo y Cressida:

1. Ver capítulo XXXI.

332

i
CORIN: Sire, sólo soy un gañán honrado: gano lo que como y lo que
visto. A nadie odio ni de nadie envidio la felicidad; me hace fe­
liz el bienestar ajeno, me resigno a mi suerte, y es mi mayor o r­
gullo ver pastar mis ovejas y mamar corderos.

TOUCHSTONE: Ese es otro de vuestros necios pecados: hacer que se


ayunten ovejas y carneros sacando vuestro sustento de la copu­
lación de las bestias. ¡Alcahuete de mansos! ¡Asesino de tiernas
ovejas con un año de vida! ¡Al carnero cabrón y viejo y cojo las
entregas, contra toda norma civil de ayuntamiento! Si por esto
no te condenas es que el diablo no quiere pastores. De otro
modo no veo cómo puedes salvarte.
(III, 2, 62-72)

Deseosos de escapar a la visión mimética del conferenciante, sus


oyentes responden ametrallándole con absurdidades críticas. Lo han
leído todo y citan a todos los autores que les parece elegante citar,
«brillantes artículos de Frank Harris en la Saturday R e v i e w [...], la
frase de Dumas hijo (¿o era Dumas padre?) según la cual, después
de Dios, Shakespeare es el creador más grande». No falta ninguna
banalidad respecto al «Bardo». «De todos los grandes hombres», hace
notar Eglington, «es el más enigmático.» Su manera desprovista de
pompa es pomposamente analizada. Los cuatro intelectuales —Rus­
sell, Lyster, M ulligan y Eglington— recuerdan un Hamlet interpre­
tado por una mujer en Dublín, así como un conferenciante para el
cual la solución del misterio Shakespeare está oculta en el monu­
mento de Stratford...
Las auténticas ideas del conferenciante sólo brillan interm itente­
mente, alhajas casi invisibles bajo el fango pisoteado de una pocilga. De
no estar Stephen, nuestros Bouvard y Pécuchet se divertirían cómo lo­
cos, pero el conferenciante les estropea su placer y poco a poco se unen
contra él. Hasta sus frases aparentemente más inocentes son flechas en­
venenadas. Así Lyster:

—Una discusión muy instructiva. El señor M ulligan, lo juraría,


tiene también su teoría sobre el drama y sobre Shakespeare. Todos
los lados de la vida deberían estar representados.
Sonrió a todos por igual.
(193)

Esa generosidad tan generalizada es, en realidad, una manera de re­


cordar a Stephen que las calles están llenas de «jóvenes prometedores».
Los himnos ecuménicos al pluralismo alternan con la censura más re­

333
presiva de cualquier idea nueva: «Los compatriotas del Bardo están
más bien fatigados de nuestras brillantes elucubraciones.» El alma colo­
nizada de Eglington ve en la sangre inglesa el árbitro supremo de los
debates sobre Shakespeare. En una fórmula extraña y profética que
anuncia las autopistas de treinta y seis vías de la universidad contem­
poránea, hace también el elogio del camino real de la critica-, «Tal vez
sea aburrido, pero os lleva hasta la ciudad.»
Stephen es incapaz de ofrecer en apoyo de su tesis argumentos que
tengan un aspecto respetable; no habla el mismo lenguaje que sus oyen­
tes. Cuanto más fútiles y anodinos le parecen éstos, más les parece él a
ellos un megalómano. Por otra parte puede ver en los estantes miles y
miles de libros y, a través de ellos, una inmensa tradición cultural que es
tan impermeable a lo que él dice como los seres humanos que lo rodean.
Mientras habla, siente cómo pesa sobre él la enorme masa de esa indife­
rencia e intenta contrarrestarla adoptando una actitud casi mística. Su
sentimiento de estrecho parentesco con Shakespeare va en aumento, y
sus palabras son acogidas cada vez más como irresponsables e increíbles,
hasta el momento en que Eglington decide darlas por terminadas:

Usted es un engaño [...] Nos ha hecho recorrer todo este camino


para enseñarnos un ménaee-á-trois.
(245)

¡Un ménage-a-troüV ¡Sólo era eso! ¡Así que Stephen rebaja a Sha­
kespeare al nivel licencioso de las comedias de bou levard parisinas!
¡Una actitud semejante no sólo es siniestra, sino ridicula! Stephen es
fulminado. La simpatía que nos inspira no debe impedirnos reconocer
en la frase de Eglington una observación formidablemente oportuna: si
bien es cierto que el crítico del crítico mira por el agujero contrario de
su catalejo, no por ello deja de percibir algo capital, a saber, la estruc­
tura trinitaria del deseo mimético, y al hacerlo resume toda la confe­
rencia.
Hasta entonces, Stephen se había sentido absolutamente invulnera­
ble, protegido por la estupidez de sus enemigos, pero he aquí que ahora
se siente comprendido y debe hacer frente a esa fría, despreciativa y sin
embargo indiscutible comprensión, que es todo lo contrario de lo que,
oscuramente, esperamos siempre. Su preciosa confianza se ha hecho
añicos. Consciente de haber adquirido ventaja, su inmolador se ade­
lanta para asestarle el golpe de gracia:

1. En inglés F r e n c h t r i a n gl e , es decir el triángulo eterno, el m é n a g e a trois,


Como veremos, la palabra «francés» es tan esencial en este caso para la demostración
como la de «triángulo». (N. d e l T.)

334
—¿Cree usted en su propia teoría?
—No.
(245)

Que yo sepa, todos los comentaristas de este texto consideran ese


«no» como una respuesta definitiva. ¿Cómo reprocharles que no se to­
men en serio la conferencia de Stephen si el propio Stephen reniega de
su criatura? El Shakespeare mimético está ahora muerto y enterrado;
Stephen, dicen, ha querido divertirse, pero su broma ha fracasado.
Esta interpretación es un error enorme. Ese «no» es la última pala­
bra que Stephen pronuncia en voz alta, pero no es el auténtico punto
final de la historia. Si los estudiosos de Joyce fueran tan curiosos como
se da por sentado que son, se tomarían el trabajo de leer las diez líneas
siguientes y se encontrarían ante un breve monólogo interior en el
curso del cual Stephen rectifica su primera retractación. Ese fragmento
debe ser leído indudablemente a la luz del no que le precede, del «yo
no creo en mi propia teoría»:

Creo, Señor, ayuda mi incredulidad. Esto es, ¿ayúdame a creer o


ayúdame a descreer? ¿Quién ayuda a creer? Egomen. ¿Quién a des­
creer? El otro tío.
(245)

Esta segunda palabra final confirma que la creencia de Stephen en


su teoría ha sucumbido al asalto de Eglington, pero que está a punto
de renacer. Estas pocas frases sugieren una interpretación mimética de
la ineptitud del conferenciante para defender sus ideas.
En situaciones intersubjetivas difíciles, puede ocurrir que Egomen
se vea obligado a creer lo que creen aquellos o aquel que Stephen
llama otro tío. Durante unos segundos, Stephen ha sido literalm ente
poseído por Eglington y su pandilla de la misma manera que, en los tres
Evangelios sinópticos, el loco de Gerasa es poseído por un demonio
llamado Legión.
Stephen cede provisionalmente a la presión colectiva y coincide
con sus acusadores en su unanimidad mimética. Su capitulación es un
paréntesis de alienación absoluta que sólo se supera en la soledad inte­
rior del Yo. La p r o n t i t u d de su respuesta a la conminación de Egling­
ton es típica de un individuo en estado de sugestión hipnótica. Du­
rante unos segundos, la tesis del «Shakespeare mimético» sólo es a los
ojos de su inventor, Stephen, lo que sus oyentes ven unánimemente en
ella: una teoría desacreditada más, no menos extravagante y absurda
que las peores de sus rivales.
Stephen se ha convertido en el compañero de viaje y cómplice

335

i
de los que toman el «camino real» de la crítica —¡abominablemente
aburrido y que ni siquiera lleva a Dublín!—. Su temperamento hipermi-
mético es responsable de su vergonzoso hundimiento; el mismo rasgo
de carácter que concede a un artista fuerza y creatividad en la soledad
de su Yo puede originar una debilidad casi infinita en presencia de
otros tíos.
Durante el intervalo que separa su muerte de su resurrección, Ste­
phen tiene la sensación de ser Judas, y en realidad actúa como un trai­
dor... hacia sí mismo, claro está, hacia Egomen-, suplica humildemente a
Eglington, el sumo sacerdote, que le entregue las treinta monedas de
plata a las que todos creemos tener derecho siempre que nos unimos al
«lobo universal» que crea la moda del momento.
Pero Stephen no recibe nada; después de su capitulación, parece
que cuenta demasiado poco como para merecer el menor bakchich.
Después de la detención de Jesús, no sólo Judas, sino Pedro y todos los
apóstoles sucumben a la presión mimética de la muchedumbre de los
perseguidores, y abandonan a su maestro.
«Creo, oh, Señor, ayuda, mi incredulidad.» Está sacado de Mateo.
Jesús está curando a un paralítico; mientras habla, el hombre se levanta
y camina. El monólogo interior de Stephen es una versión joyceana y
puramente egotista de este milagro.
Tan pronto como la presión mimética se disipa, Egomen vuelve a la
vida; el Yo esencial está fuera del alcance de los linchadores; desem­
peña el papel del Padre en esta equivalencia estrictamente personal de
la Trinidad cristiana. Los triángulos siniestros de la rivalidad mimética
son la imagen invertida de ese Yo trinitario, son el mal sobre el que el
poder redentor del sujeto puro acaba por triunfar.
El Padre envía entonces el Espíritu a su Hijo resucitado, perm itién­
dole así transmutar su abominable experiencia en una obra de arte titu­
lada Ulises. Ego men recupera en el reino superior de su propia creación
todo lo que ha podido perder en este bajo mundo. El episodio de la Bi­
blioteca Nacional es una novela en la novela, con su propio drama de
muerte y de resurrección, pero se desarrolla casi totalmente en el inte­
rior de Egomen. Los otros sólo intervienen en el papel de multitud per­
seguidora.

¿Quién es E go me n ? Para contestar a esta pregunta crucial hay que


interrogarse sobre el deseo mimético más allá de la conferencia sobre
Shakespeare y ampliar su examen al conjunto de Ulises así como a la
vida de su autor, James Joyce.
Al igual que el propio Stephen, Leopold Bloom, el protagonista de
Ulises, padece una triangulitis francesa aguda: le horroriza que le en­

336
gañen, pero se comporta como si le encantara, atrayendo a Stephen
con unas seductoras fotos de Molly e invitando a su casa al futuro rival.
Avergonzado de ser «manipulado», quiere manipular, pero sólo consi­
gue ser coautor además de actor de la mediocre tragicomedia de su
propia cornamenta.
Notables accidentes miméticos jalonan la vida de Joyce, y el hecho
de que recuerden aquello de lo que se trata en Ulises, no sólo respecto
a Bloom y a Stephen, sino también respecto a Shakespeare, no puede
ser una simple coincidencia.
Antes de conocer a Joyce, Nora, su futura mujer, había tenido una
efímera relación sentimental con un joven llamado M ichael Bodkin
que murió prematuramente. Lejos de desalentar los celos de su marido,
esta muerte los exacerbó al más alto punto: impedía por completo a
Joyce medir su dominio sobre Nora en relación con el del presunto
rival.
Otra peripecia: la de un periodista de Trieste cuya compañía parece
que Nora apreciaba mucho. Joyce, no pese sino a causa de sus celos ex­
tremos, le invita a ir a su casa, y le trata como a un íntimo. Todo eso se
parece asombrosamente al triángulo Bloom/Molly/Stephen en Ulises.
Joyce da a entender claramente que existe una relación entre estos
hechos y la interpretación que ofrece de Shakespeare. El punto esen­
cial de la conferencia se refiere a la correlación entre el genio mimé-
tico y la aflicción del hombre neurótico, pero esta correlación se ins­
pira demasiado abiertamente en la que existe entre la vida y la obra de
Joyce para no invitar a una comparación sistemática.
Contrariamente al Joyce de Exiliados, que seguía considerando la
rivalidad mimética como un ideal a fin de no ver su perver sión , el
Joyce de la madurez era lúcido sobre sí mismo. Era consciente de tener
con mucha frecuencia un comportamiento que ante los ojos de las per­
sonas «normales» sólo podía ser visto como ridículo o desequilibrado.
Evidentemente consideraba su síndrome de «chulo cornudo» el precio
a pagar por su extraordinaria clarividencia en materia de relaciones m i­
méticas. La conferencia sobre Shakespeare hace pensar que también
para Joyce el genio literario se acompaña de complicaciones y líos m i­
méticos.
Por poco que se conozca la vida de Joyce, no pueden ignorarse las
alusiones que a ella se hacen en Ulises, pero este aspecto de las cosas ja­
más ha sido analizado seriamente. ¿Quién es capaz de desear que se le
tome por un «crítico biográfico»? Joyce se salta este tabú —y no al am­
paro de un escrito autobiográfico, sino en la más importante de sus
obras literarias—. Saltémonoslo también nosotros, y sigamos a nuestro
autor allí donde quiere llevarnos.
Joyce convierte a W illiam Shakespeare en un sustituto de Egomen.

337
Detrás del retrato de un dramaturgo «mimetizado» que escribe obras
considerablemente miméticas, podemos reconocer al marido de Nora,
novelista considerablemente «mimetizado» que escribe novelas consi­
derablemente miméticas. No podemos descartar como si se tratara de
chismes sin importancia lo que el propio Joyce evoca de manera pro­
vocadora en su obra literaria.
El deseo de Shakespeare equivale al deseo de Stephen que equivale
al deseo del propio Joyce. Egomen no es otro que James Joyce. Contra­
riamente a lo que se lee en todas partes, Stephen es exactamente la voz
de su creador.
E gomen siempre escribe sobre sí mismo. Shakespeare es uno de sus
sustitutos, pero no podemos decir que sólo sea eso. Todo lo que hemos
aprendido sobre Shakespeare a lo largo de este libro confirma la ex­
traordinaria sagacidad de Stephen en su conferencia. Si nos fiamos, por
el contrario, de nuestros queridos principios formalistas o formalde-
constructivistas, principios siempre en vigor y heredados en línea di­
recta de Russell, resulta entonces que dicha conferencia sólo puede va­
ler para Shakespeare si vale para Joyce y que no puede valer para Joyce
si vale para Shakespeare. Egomen no siente más que desprecio por esos
principios. Sabe que el deseo mimético es universal.
Ahora es posible reconstituir esquemáticamente el razonamiento de
Egomen: «Dado que Shakespeare sabe todo acerca del deseo mimético,
y yo también, y dado que nadie sabe otro tanto, a excepción de algunos
grandes maestros excepcionales, se deduce necesariamente que yo
mismo soy un gran maestro. Por lo que podemos saber, la vida de los
grandes maestros está envenenada por el tipo mismo de histeria mimé-
tica que yo padezco. Es probable que lo mismo le ocurriera a Shakes­
peare, cuya vida desconocemos. En mi calidad de novelista, tengo de­
recho a inventar una vida de Shakespeare que sea históricamente falsa
pero miméticamente verdadera. Las grandes novelas no hacen otra
cosa. Honni soit qui mal y pense.»
Si nos atrevemos a reconocer la firma de James Joyce en todos los
círculos concéntricos de la mimesis que rodean al Shakespeare mimé-
tico, tenemos que reconocer también en la conferencia el drama perso­
nal vivido por el joven escritor, la historia de su exilio lejos de Irlanda.
La tesis de Egomen tiene implicaciones vertiginosas.
En el transcurso de una breve conversación sobre Aristóteles y Pla­
tón, Stephen pregunta: «¿Cuál de los dos me habría desterrado de su
República?» La conferencia apenas hace unos pocos minutos que ha
comenzado cuando Russell decide marcharse; al salir, invita ruidosa­
mente a sus cuatro acólitos a una reunión literaria posterior: sólo Ste­
phen no es invitado.
Al igual que Stephen, el joven Joyce se sentía incomprendido en

338
Dublín, despreciado, ignorado, marginado. La conferencia es una «tra­
gedia» de la discriminación intelectual, de la expulsión, del destierro,
de la «chivoexpiación», y remite constantemente al propio James Joyce.

¿Qué expresión utilizan los franceses para expresar la idea de


Fren ch tr ia ng lé í Naturalmente, «triángulo francés» es imposible, y
hasta un Ellington es capaz de entenderlo. «Triángulo de vodevil»
tiene una apariencia demasiado culta; el traductor francés de Joyce,
Valery Larbaud, propone «Monsieur, Madame et l ’autre». La adapta­
ción sería perfecta si no borrara la connotación f r a n ce s a , y ésta debe ser
conservada, ya que resulta que desempeña un papel importante tanto
al comienzo como al final de la conferencia. A ojos de Eglington, el
bagaje y el sustrato intelectual de Stephen no son suficientemente in ­
gleses para alguien que se propone comentar a Shakespeare. El mismo
Eglington, por otra parte, lo había dicho un poco antes: «Los compa­
triotas del Bardo están más bien cansados de nuestras brillantes elucu­
braciones.»
Un preludio francés sirve de entrada en materia al episodio dedi­
cado a Shakespeare. Este preludio es estratégicamente simétrico al
« m én ag e a trois» del final. El responsable de estas referencias a la cul­
tura francesa no es Stephen, sino el propio Joyce o, si se prefiere,
Egomen.
Lyster evoca el texto en que M allarmé describe una representación de
Haml et en una ciudad francesa de provincias. Han impreso un cartel:

Su mano libre escribió con gracia diminutos signos en el aire.


HAMLET
OU
LE DISTRAIT
Pi'ece de Shakespeare
Repitió hacia el ceño nuevamente fruncido de John Eglington:
—Pi'ece de Shakespeare, sabe. Es tan francés... El punto de vista
francés. Hamle t ou...
—El mendigo distraído —terminó Stephen. John Eglington se
rió.
—Sí, supongo que eso sería —dijo—. Gente excelente, sin duda,
pero lamentablemente miopes en algunas cuestiones.
(223)

Una de las funciones de este preludio es la de entronizar a M a­


llarmé como santo patrón de Stephen y de su audaz ensayo literario.

339
Sin embargo, con una sección de asalto compuesta por tiradores
como Eglington, el patrocinio de un poeta francés, por grande que
sea, sólo puede ser una invitación al desastre. Lo que ocurre en esa
conversación prefigura de manera profética el descalabro posterior
de Stephen. La cita de M allarmé subraya el provincianismo de
Eglington respecto al contexto literario francés. Eglington es sordo a
la ironía del poeta, y Joyce monta el decorado de su m é n a g e a trois.
Leí Ulises por primera vez hace ya muchos años en la traducción
de Larbaud y no entendí prácticamente nada. Más recientemente, he
leído el original inglés y el French tria ng le ha sido para mí una
auténtica revelación. Durante el tiempo intermedio, había estudiado
el deseo mimético y había dado sobre el tema numerosas conferen­
cias ante públicos anglófonos.
La experiencia de conferenciante me ha dejado siempre un re­
cuerdo agradable, y sin embargo en varias ocasiones se ha hecho re­
memorar lo suficiente la de Stephen como para ayudarme a com­
prender el texto joyceano. En el momento de las preguntas, el
auditorio se dedicaba a explicarme que mis triángulos miméticos,
precisamente a causa de su carácter exquisitamente francés, no po­
dían aplicarse realmente a los escritores ingleses y americanos, y me­
nos aún, claro está, al más grande de todos ellos, W illiam Shakes­
peare.
Fuera de Francia, el deseo mimético es percibido frecuentemente
como un dato específicamente francés, y ello por la misma razón de
que en Francia no puede ser percibido como francés. El deseo m i­
mético no dispone de domicilio en ningún lugar del mundo, de la
misma manera que tampoco lo tenían la peste en la Edad Media o
la sífilis en el siglo XVI. Este peligroso su pl em en to es considerado
siempre como un producto importado del extranjero.

La unanimidad del mecanismo victimario de la «chivoexpiatori-


zación» m aquilla su propio significado a expensas de la víctima.
Aunque sea condenada sin razón válida, ésta aparece como culpable.
Stephen es inmolado por unos inmoladores que ni siquiera se dan
cuenta de que están participando en un sacrificio.
¿Ese texto es la representación de un linchamiento? En tanto
que los lectores externos al libro permanecen ciegos a su contenido
mimético, no lo ven. No ven que la conferencia de Stephen preci­
pita una minicrisis sacrificial por la que ellos mismos son engullidos;
no perciben la ejecución de Stephen porque ésta se convierte en su
propia «violencia fundadora»; y siempre se refieren al no de Shakes­
peare a fin de justificar su ceguera y poder afirmar que la conferen­

340
cia no tiene ningún sentido, ni desde el punto de vista shakespeariano
ni desde el punto de vista joyceano.
La violencia fundadora consigue la convicción de todos los que
permanecen fuera del libro, los lectores de Ulises, así como de todos los
que están en su interior —incluida, aunque sólo sea por pocos segun­
dos, la de Stephen—. Al sumarse a la turba bienpensante de sus lincha-
dores, Stephen erige la falsa interpretación de su propia conferencia en
una creencia irrefutable.
O e n f er ! critiquer p a r les ye ux d Jun aut re! Entre los menos reticen­
tes a la práctica de este arte se encuentran algunos de sus primeros es­
tudiosos. Recuerdo por lo menos a uno de ellos que no vaciló en re­
prochar a Stephen que hubiera prescindido de la sabia advertencia de
Russell respecto a la crítica biográfica.1 Pero desde que, en la actuali­
dad, el autor de Ulises se ha convertido en el gran James Joyce —«así
como en sí mismo la eternidad le cambia»—, ya a nadie se le ocurriría
arrojar insolentemente a la papelera cincuenta páginas de su prosa su­
blime; a lo que los recientes estudiosos nos invitan, sin mucho ardor
por otra parte, es a considerar la conferencia de Stephen «interesante»,
incluso «divertida». Pero cuando los especialistas sólo ven en ella un
«revoltijo» o una «macedonia de errores», confiesan casi abiertamente
su ineptitud para entender de qué se trata.2
Que yo sepa, los temas principales del episodio que nos ocupa ja­
más han sido identificados. Se trata: 1) del conocimiento mimético que
Stephen tiene de Shakespeare, 2) de la banalidad flaubertiana de las
frases dichas por los cuatro críticos, 3) de la manera como forman nu­
méricamente un bloque contra Stephen, 4) de la extraordinaria perti­
nencia e impertinencia del triángulo a la fr a n c e s a , 5) de la ejecución
unánime del protagonista y de su «resurrección» por Egomen.
Ulises ha sido y es mal entendido, pero su autor sólo puede compar­
tir la responsabilidad de esta derrota crítica. Evidentemente, hizo
cuanto pudo por confundir a los que se consideran «críticos serios».
Cuando le piden una explicación, Stephen no ofrece ninguna y sus
apartes apenas desprenden esa distancia serena que es, siempre desde
la perspectiva de las personas serias, la condición sine qua non de cual­
quier crítica «válida»: «Ya lo sé. Cierra el pico. Yete al cuerno. Tengo
mis razones.» ¿Quién puede fiarse de un investigador tan claramente
guiado por la pasión?
¿Quién puede fiarse de un investigador que ni siquiera respeta los

1. W illiam M. Shulte, J o y c e a n d Sh ake s pear e: A St ud y in t he M e a n i n g o f Ulys-


ses, Y ale, 1957.
2. Hugh Kenner, Ulyses, John Hopkins University Press, Baltimore, 1980,
p. 114; J. O’Hara, The Nation, 15 de marzo de 1982, p. 321.

341
hechos? Stephen prolonga, adelantándola en varios años, la vida de
un «meteoro ígneo» visible en el cielo inglés cuando Shakespeare era
niño —¡y la convierte en un presagio maravilloso del nacimiento del
gran hombre!
Más escandaloso todavía, afirma con insolencia que sus argumen­
tos se aplican «a las demás obras que no he leído». Mucho antes de
que Stephen reniegue de sus propias ideas, nuestra confianza en él
ya está quebrantada, y cuando esa negación se produce acaba, di­
ríase, de cerrar el dossier de la acusación. Nuestra atención flaquea
y la mayoría dejamos incluso de leer. Actuando así, perdemos nues­
tra última oportunidad de descubrir la verdad que Joyce, por espíritu
de contradicción, ha ocultado a cierta distancia de la conferencia
bajo una densa espesura de palabras, como haría un perro con su
hueso predilecto, y ello con el único objetivo de impedir su descu­
brimiento.
El siempre sorprendente James Joyce se ha dedicado, superficial­
mente pero de manera sistemática, a minar la credibilidad del perso­
naje que expresa sus opiniones. Estaba claro que preveía, y estimuló
sistemáticamente, la lectura errónea de toda esa parte del libro.
Un crítico no debería engañar a su público, pero no podemos re­
prochar a Stephen que haya cedido a esa tentación sin haber sido
antes fuerte y prolongadamente provocado. De todos los puntos que
plantea, el único que inflama la imaginación de sus oyentes se re­
fiere a ese absurdo del «meteoro». Sus oyentes condenan mecánica­
mente lo que llaman «crítica biográfica», pero a la primera ocasión
sucumben como un solo hombre a la peor forma de hagiografía.
Joyce ha deslizado en su texto un gran número de señales ambi­
guas. Salvo para los que identifican correctamente la dimensión m i­
mética de la conferencia y del conferenciante, estas señales dicen lo
contrario de lo que realmente significan. Stephen es más serio de lo
que parece, pero su seriedad es de una clase que la otra seriedad, la
de Eglington, no admitirá jamás.
Stephen provoca con cierta puerilidad, pero sus afirmaciones son
menos petulantes de lo que parecen. La profunda comprensión que
tiene de Shakespeare no está en función de la erudición en el sen­
tido usual de la palabra. Si uno ha entendido todo al término de
una sola obra, otros no entenderán nunca nada aunque se sepan de
memoria la totalidad de la obra. No es la cantidad de información
lo que importa, sino la utilización que de ella se hace.
Stephen jamás menciona Troilo y Cressida-, es sin duda una de las
obras que jamás se ha tomado el trabajo de leer. Pándaro está
ausente del sistema joyceano y, sin embargo, merecería figurar en él.
Ningún personaje ilustra más espectacularmente que él la idea del

342
chulo cornudo. Por consiguiente, o bien Joyce conocía mal esta figura
arquetípica, o bien, considerando a Pándaro demasiado transparente
para su juego del gato y el ratón, evitó intencionadamente utilizarlo.
Sea cual fuere la causa, esta omisión carece a fin de cuentas de gran
importancia. Aprendemos más sobre Pándaro con la lectura de un
texto que lo ignora por completo que leyendo a tal o cual escrupuloso
especialista que, sabiéndolo todo a su respecto, es incapaz, sin em­
bargo, de situar al personaje en la perspectiva del deseo shakespea-
riano. Las investigaciones sabias, a partir del momento en que son es­
crupulosas, están lejos de ser inútiles, pero su utilidad no es de la
misma índole que la de Joyce.

Joyce, y sólo él, dio los indicios que parecen desacreditar a Stephen;
Joyce, y sólo él, sugirió en todo instante una lectura errónea de su
texto, confiriéndole un aspecto de verosimilitud que basta para con­
vencer a los estudiosos de que la pista que seguían era la correcta. M a­
liciosamente y como quien no quiere la cosa, Joyce conduce al lector
ignorante de los mecanismos miméticos a realizar una falsa lectura de
su texto, lectura que posee y a de sde siempr e la preferencia instintiva de
la mayoría de nosotros.
Joyce hizo de su texto una máquina verbal semejante a las que he­
mos encontrado en Shakespeare. El fracaso del triángulo a la f r a n c e s a
es el equivalente novelesco de un desenlace de tragedia. Este final vio­
lento puede interpretarse de dos maneras diferentes. Si damos la es­
palda al Shakespeare mimético, la violencia en cuestión parece fundada
y no tiene, por tanto, nada de injusto. El veredicto de Eglington viene
a confirmar todas las impresiones negativas que teníamos de Stephen y
sirve también de pedestal al mito interpretativo que sigue dominando
la crítica de Ulises; me refiero a la concepción «cajón de sastre» de la
conferencia.
Esta ambivalencia es típicamente sacrificial y no deja de recordar
varias obras shakespearianas, especialmente El m er ca d e r de Venecia. La
manera como se interpreta esta obra depende, en nuestra opinión, de
la lectura que se haga del proceso final. No ver el carácter arbitrario de
la «chivoexpiatorización» de Shylock equivale a colaborar en ella. De
idéntica manera, no entender la verdad de la conferencia de Stephen
es contribuir a su sacrificio.
¿Por qué esta manipulación sacrificial? En el caso de Shakespeare,
hemos llegado a la conclusión de que la ambivalencia en cuestión per­
mite al dramaturgo responder a las expectativas de dos públicos perfec­
tamente diferenciados cuyos prejuicios y capacidades intelectuales son
totalmente distintos. La pluralidad de las interpretaciones no es un

343
rasgo inherente a la escritura en general, es algo que el autor ha plani­
ficado e instalado en este caso con una intención precisa.
Esa intención no estaría presente en Joyce o por lo menos no en el
mismo sentido. Un escritor de «vanguardia» no escribe para la masa de
los lectores comunes. ¿Cuáles han sido, pues, sus motivaciones?
Una primera respuesta consiste en decir que Joyce había entendido
no sólo el deseo mimético en Shakespeare, sino también la am bivalen­
cia sacrificial que le acompaña, y que a partir de ahí había intentado
deliberadamente reproducir este dato singular en su propio texto. Cabe
pensar que, al embarcarse en este gran homenaje a Shakespeare, deci­
dió ser lo más shakespeariano posible: no contento con revelar la m i ­
mesis, sacrificial propia de ese teatro, la imitó.
La ambivalencia sacrificial impide casi por completo ver la pers­
pectiva joyceana. El autor acalla su propia voz, abandona la palabra a
sus antagonistas y se convierte en un equivalente literario de su perso­
naje, el chulo cornudo. Confía ardientemente, o por lo menos así lo su­
pongo, en que unos pocos descubriremos la verdad, pero multiplica los
obstáculos en el camino de ese descubrimiento. En otras palabras, tra­
baja en contra de sus propios intereses, y a ese respecto nada diferencia
su comportamiento de escritor del comportamiento amoroso de
Bloom.
A decir verdad, ya hemos encontrado algo parecido en Shakes­
peare. En El s ue ño de un a noche de v e r a n o , el poeta deja muy clara­
mente en evidencia la posición de Teseo (que, en realidad, no corres­
ponde a la suya) e intenta hacer impenetrables sus propias opiniones,
aunque el disimulo no sea total a causa de los preciosísimos cinco ver­
sos de Hipólita que desliza en el texto y que yo he analizado am plia­
mente.
De la misma manera que Joyce habla de su propia expulsión detrás
de la máscara de Stephen, la ironía shakespeariana se descubre, en mi
opinión, a través del tema recurrente del poeta que se convierte en el
chivo expiatorio por excelencia en un mundo hostil a su arte. Por vol­
ver a El sue ño, todos los divertimentos ofrecidos a Teseo en el trans­
curso del acto V se refieren a poetas perseguidos por sus contemporá­
neos (ver capítulo XXVII). También en el texto de Joyce la víctima
colectiva es el único poeta auténtico de todo el grupo.
Stephen caracteriza a Shakespeare con algunas palabras enigm áti­
cas: «Zorro-Cristo John Fox con calzón de cuero, escondido, fugitivo
entre ramajes de árboles asolados, huyendo del griterío de persecución»
(228). El y Stephen/Joyce intercambian incesantemente sus imágenes,
y sus vidas se parecen a una gran montería colectiva en la que todos
ellos desempeñan invariablemente el papel de perseguido.
Un estudio completo de las razones que, en ese episodio, empujan a

344
Joyce a camuflar voluntariamente su propia visión de las cosas nos lle­
varía demasiado lejos; conviene sin embargo mencionar y definir el
más evidente de sus objetivos, que depende de lo que podríamos deno­
minar la «sátira de efecto retardado».
Joyce detestaba profundamente el establishment literario de su
tiempo. Olfateaba sin duda que, tarde o temprano, sería llevado a los
altares por personas parecidas a las que le habían rechazado toda su
vida y se las ingenió para que su texto fuera un auténtico campo mi­
nado, regocijándose de antemano, según yo presumo, con la idea de
que, mucho tiempo después de su muerte, alguno de sus artefactos es­
tallaría de vez en cuando y causaría ciertos dafios en el paisaje literario.
Cuando el «escándalo Joyce» estalló públicamente por primera vez,
aportando de repente la celebridad a nuestro autor, corrió el rumor de
que su obra era una inmensa tomadura de pelo. Más adelante, mientras
la masa de los trabajos críticos dedicados a dicha obra iba en constante
aumento, se decidió tácitamente que había una total incompatibilidad
entre la falta de seriedad de una eventual payasada de ese tipo y la «se­
riedad» de la empresa literaria de Joyce. Esta distinción es una ilusión
peligrosa. En tanto no ceso, y con qué alegría, de descubrir las trampas
joyceanas que alcanzo a detectar, ¿cómo no caeré en las que escapan a
mi sagacidad? Creo que es imposible infravalorar los tesoros de m alicia
de este escritor.

345
XXX. LA VENGANZA BASTARDA DE HAMLET

El estatuto casi sagrado de que disfruta la obra de Shakespeare,


unido a la vulgata de la crítica moderna —especialmente el rechazo a
inquirir sobre las intenciones del autor, desastroso para la percepción
de la ironía—, nos impide responder como es debido a la invitación
más preciosa que nos dirige Shakespeare: la de convertirnos en cómpli­
ces suyos y compartir su prodigioso conocimiento de un proceso dra­
mático que siempre culmina en algún sacrificio o ejecución colectiva.
Este proceso hunde sus raíces tan profundamente en nosotros y sus
efectos son tan paradójicos y ocultos, que simultáneamente puede ser
reactivado y puesto en ridículo. El M alvolio de Noche de Epifanía es
un buen ejemplo de esta ambivalencia. También convendría estudiar
las sustituciones sacrificiales en cascada de Medida p o r medida.
- Todo gran artista posee un poder mágico-mimético gracias al cual
puede orientar nuestras propias pulsiones en la dirección que él desea.
En algunas de sus obras Shakespeare muestra claramente lo poco que
se precisa para suscitar la indignación en lugar de la simpatía o para
que una tragedia pase a ser comedia y viceversa. Quien convierte a los
héroes en traidores y a los traidores en héroes, me estoy refiriendo al
poeta, es realmente un aprendiz de brujo que, en cualquier instante,
puede sentirse atrapado en su propio juego. Si los espectadores no
aceptan la víctim a que él les propone, se volverán contra él y le elegi­
rán como víctima sustituía, convirtiéndolo en el chivo expiatorio de su
propio teatro.
Mientras recita el prólogo de Píramo y Tisbe, Quince se confunde
en la puntuación, y lo que querían ser halagos se convierten en una
sarta de insultos. Basta casi nada para convertir la captatio be n ev o l en -
tiae en captatio malevolentiae. Afortunadamente para Quince y sus
amigos, Teseo es un dirigente avisado capaz de descubrir la buena in­
tención detrás de la ambivalencia del lenguaje.
Nos damos cuenta aquí de hasta qué punto un gran autor dramá­
tico es sensible al carácter aleatorio, por no decir azaroso, de su arte.

346
Debe preocuparse no únicamente del hiato que separa sus intenciones
de su lenguaje, sino de la manera como las palabras que utiliza serán
dichas por los actores y sobre todo, claro está, de su recepción por
parte del público.
El poeta dramático depende demasiado de la multitud como para
no saber que ésta es imprevisible. El éxito o el fracaso dependen m e­
nos de la calidad intrínseca de una obra que de reacciones colectivas
imprevistas porque son esencialmente miméticas; de una representa­
ción a otra, esas reacciones pueden pasar de un extremo a otro sin ra­
zón aparente. Son análogas a los fenómenos victimarios en los que se
basa cualquier teatro y, aún más cerca de los orígenes, cualquier ritual.
Que un solo espectador estornude en un mal momento y todo puede
irse al garete. Está claro que la dependencia del autor dramático res­
pecto a las pulsiones miméticas de la multitud no basta para explicar el
prodigioso conocimiento que Shakespeare posee del papel de las vio­
lencias colectivas «ciegas» en los asuntos humanos; sin embargo, la ex­
periencia debió de afinar su sensibilidad natural y reforzar las huellas
dejadas en él por los contactos que pudo tener con ese tipo de fenó­
meno al margen de su carrera teatral, contactos a partir de los cuales su
«don» de dramaturgo pudo madurar posteriormente.
. En las primeras obras de madurez, Shakespeare parece embriagado
en ocasiones por el poder precario, pero real, que posee un dramaturgo
de llevar a la multitud a donde le parezca. Algunas alusiones a esta
fuerza singular son tan brillantes y espirituales que se percibe en el
autor una especie de júbilo. Pero la práctica de este poder tiene necesa­
riamente una faceta más negativa. El poeta entiende demasiado bien la
catharsis para sentirse respecto a ella tan beatíficamente sereno como la
mayoría de los críticos. En la idea que se hace de su papel hay mucha
menos exaltación que en la que nos hacemos nosotros mismos.
¿Por qué el poeta tendría que sentirse orgulloso de la idea de pro­
porcionar a la multitud víctimas sustitutorias? El hecho de que él
mismo no se llam e a engaño, de que manipule a distancia a los espec­
tadores poco avisados y de que manifieste esa distancia a los iniciados,
no convierte la manipulación en más loable. La élite está invitada a
compartir un placer más relevante y más sutil que el de la catharsis del
patio de butacas, pero este placer sigue siendo de índole esencialmente
catártica. La única diferencia reside en que la satisfacción de los pocos
se obtiene a expensas de la multitud. Ahora el auténtico chivo expiato­
rio es la masa del público, y eso obedece a una inversión que ha lle­
gado a ser la regla en determinadas formas estéticas modernas, el cine
de vanguardia, por ejemplo. No parece que Shakespeare sacara de esta
catharsis invertida la satisfacción moral que no ha cesado de alimentar,
en el mundo moderno, el ego de numerosos intelectuales.

347
Las observaciones anteriores tienen un carácter un poco especula­
tivo. Carecerían de todo interés si no sugirieran una nueva manera de
abordar algunas obras que hasta ahora no he (o en escasa medida) evo­
cado, especialmente la que hoy sigue siendo la más misteriosa de todas
pese a la cantidad extraordinaria de trabajos críticos que se le han dedi­
cado: Hamlet.

Hamle t procede de la tragedia de la venganza, género trillado y sin


embargo inevitable en la época de Shakespeare, tanto como pueda serlo
en nuestros días, para un guionista de televisión, el «film de suspense». En
Hamlet, Shakespeare parte de la necesidad en que se encuentra el drama­
turgo de seguir escribiendo de manera sempiterna el mismo tipo de trage­
dia y hace de ello el pretexto de un debate casi público sobre los problemas
que yo he intentado definir. El cansancio que experimenta respecto a la
venganza y a la catharsis debe de ser real ya que, en Hamlet, ocupa el cen­
tro de la escena y se expresa muy directamente y sin embargo, una vez
más, de manera irónicamente ambigua.
Algunos autores, que no eran probablemente los peores, tenían di­
ficultades en demorar hasta el final de las largas obras isabelinas una
acción cuyo principio se impone de entrada y que, de todos modos,
siempre es el mismo. Shakespeare, por su parte, convierte esa obliga­
ción en una deslumbrante obra maestra del teatro de doble sentido.
Quiere hablar exactamente del tedio de la venganza, y pretende ha­
cerlo de la manera shakespeariana habitual, es decir, denunciando el
teatro de la venganza, incluidas sus propias obras, con el mayor atrevi­
miento, sin privar por ello a los espectadores de la catharsis que recla­
man y sin privarse a sí mismo del éxito público necesario para su ca­
rrera de dramaturgo.
Si admitimos que Shakespeare tenía realmente este doble objetivo
en la mente, algunos detalles inexplicados de la obra se vuelven in teli­
gibles y se aclara el sentido de numerosas escenas oscuras.
Para vengarse con convicción, hay que creer en la justicia de la
propia causa, es decir, en la inocencia de la víctim a a la que se pre­
tende vengar. El futuro vengador sólo puede sustentar en esa fe previa
su creencia en la culpabilidad de la futura víctima. Si la primera víc­
tima es un primer asesino, quien intente vengarla corre el riesgo de
descubrir la circularidad de la venganza; tiene que dejar de creer en las
virtudes de esta última.
Esto es exactamente lo que se produce en Hamlet. Si Shakespeare
da a entender que el viejo Hamlet, el rey asesinado, era él mismo un
asesino, no es obviamente sin una intención oculta. Por detestable que
sea Claudio, lo parece un poco menos debido al hecho de que se

348
mueve en el contexto de mil venganzas anteriores, es decir, de unos
crímenes análogos a los suyos. Este personaje banal no puede suscitar
el celo absoluto que la situación reclama de Hamlet. El problema de
nuestro héroe consiste en que no puede olvidar el contexto. Resultado:
el crimen de Claudio aparece a sus ojos como un eslabón más en el in­
terior de una cadena ya larga, y en su propia venganza sólo ve otro es­
labón más, perfectamente idéntico a los precedentes.
En un mundo en el que todos los espectros, muertos o vivos, ejecu­
tan siempre la misma acción vengadora o exigen desde la tumba que
sus descendientes la ejecuten a su vez, como fidelísimos imitadores, to­
das las voces son intercambiables. Jamás sabemos con exactitud qué es­
pectro se dirige a otro. Para Hamlet es una sola y misma cosa interro­
garse sobre su propia identidad y poner en duda la identidad y la
autoridad del espectro.
Buscar la originalidad en materia de venganza es una empresa inú­
til, pero renunciar a la venganza en un mundo que la sigue conside­
rando un «deber sagrado» significa excluirse de la sociedad y regresar a
la nada. No hay salida para Hamlet, y nuestro héroe va saltando de un
atolladero a otro, incapaz como es de decidirse entre dos opciones a
cual más insensata.
En la medida en que todos los personajes están atrapados en un ci­
clo de venganza que desborda la acción dramática en todas direcciones,
podemos decir que la tragedia de Hamlet no tiene principio ni final. Si
así lo descubrimos, el imperativo categórico de la venganza se desmo­
rona y, con él, la idea superficial de la obra, la de un Hamlet cuya im ­
potencia para vengarse habría que explicar, el Hamlet más o menos
culpable o enfermo de la tradición crítica.
El auténtico problema del héroe es que cree en su propia obra por
lo menos la mitad de lo que creen sus críticos. Sabe harto bien lo que
son la venganza y el teatro para asumir de buena gana un papel que
otros han elegido para él. En otras palabras, sus sentimientos secretos
son los mismos que hemos supuesto al propio Shakespeare. Lo que el
héroe siente en relación con su acto de venganza, el creador lo siente
en relación con la venganza como motor dramático.
El público quiere víctimas sustitutorias y el dramaturgo tiene que
obedecerle. Por fatigado que esté de la venganza, Shakespeare no
puede renunciar a ella, pues eso significa renunciar a su público y a su
oficio de autor dramático. Shakespeare transforma una historia típica
de venganza, Hamlet, e.n una meditación sobre la difícil situación de
un dramaturgo al que la venganza produce náuseas.
Claudio y el viejo Hamlet no son inicialm ente hermanos de sangre
y después enemigos; son hermanos por el crimen y la venganza. En los
mitos y leyendas dé donde salen la mayoría de las tragedias, la fraterni­

349
dad va asociada casi siempre a la reciprocidad de la venganza. Un
atento examen revela que el héroe trágico por excelencia no es el indi­
viduo solitario, el Edipo de Freud y de la Poética de Aristóteles, sino la
pareja de hermanos enemigos, Eteocles y Polinices, Hamlet y Claudio.
Esto ya es así en los mitos de hermanos gemelos, y el papel de la ge-
melidad muestra perfectamente que en estos mitos se trata más de reci­
procidad indiferenciadora que de la relación fam iliar específica desig­
nada por la palabra «hermano». Debido a que es el más estrecho y el
menos diferenciado de la mayoría de los sistemas de parentesco, el
vínculo fraternal puede convertirse en una señal paradójica de indife-
renciación, un símbolo de violenta desimbolización, el signo de la gue­
rra confusa propagada por la difuminación de los signos, el signo que,
desgraciadamente, nuestros estructuralistas y posestructuralistas se nie­
gan obstinadamente a descifrar.
Mi interpretación viene confirmada por la proporción —muy im ­
portante— de antagonistas míticos que, no satisfechos con ser herma­
nos, también son gemelos perfectos: así Jacob y Esaú, Rómulo y Remo,
Fasolt y Fafner, y otros mil menos conocidos.
Si los gemelos enemigos ocupan un lugar predominante en el con­
junto de la mitología, si el nacimiento de auténticos gemelos es motivo
de pánico en muchas comunidades primitivas, y si, a consecuencia de
ello, uno de los niños (o los dos) son frecuentemente suprimidos, se
debe pura y simplemente al hecho de que, con frecuencia pero no
siempre, en la mente humana los gemelos biológicos son falsamente
asimilados a los gemelos culturales de la venganza y las represalias.
Si Shakespeare hubiera compartido la ignorancia de nuestros espe­
cialistas en ciencias sociales y otros críticos literarios en lo que con­
cierne a los hermanos y los gemelos mitológicos, jamás habría escrito
La c om ed ia de las equivocaciones. Lo que sorprende más en esta obra es
el hecho de que, gracias al tema de los gemelos no descubiertos, mu­
chos efectos en realidad semejantes a los efectos igualizadores pero de­
sapercibidos en el conflicto trágico se valorizan bajo la forma de m a­
lentendidos cómicos.
La significación de los gemelos y de los hermanos —no sólo en la
mitología, sino también en una tradición teatral que incluye natural­
mente Los Mene emo s de Plauto—debe estar presente en nuestra mente
si queremos interpretar de manera correcta la escena secretamente có­
mica en la que Hamlet, sosteniendo en las manos los retratos de su pa­
dre y de su tío, o señalándolos con el dedo sobre la muralla, intenta
convencer a su madre de que existe entre ellos una diferencia conside­
rable. El «problema Hamlet» no existiría si el héroe creyera realmente
en lo que afirma. Más aún que a su madre, es a sí mismo a quien in­
tenta convertir a la venganza.-La cólera que vibra en su voz y la exage­

350
ración de sus frases adornadas con frías metáforas hacen pensar que sus
esfuerzos serán inútiles:

Mirad aquí este retrato y este otro,


forjadas estampas de dos hermanos.
Ved la gracia que anim a este semblante,
con los rizos dorados de Hiperión,
la frente de Júpiter, la mirada
pétrea y amenazante del dios Marte, (...)
forma y continente
en que los dioses dejaron su sello
dando así al mundo afirmación de un hombre;
éste era vuéstr-cj esposo. Mirad ahora
vuestro actual marido: podrida espiga
que contamina al vigoroso hermano.
Si tenéis ojos.
(III, 4, 53-65)

Excesivas protestas. La simetría de la presentación a la que se en­


trega Hamlet y las expresiones que utiliza hacen resurgir el parecido
que intenté negar: «Éste era vuestro esposo... / vuestro actual
marido...»
Hamlet suplica a su madre que renuncie a sus vínculos conyugales
con Claudio. Las toneladas de freudianismo que han sido arrojadas so­
bre este fragmento han oscurecido su sentido. Hamlet no está lo sufi­
cientemente indignado como para arrojarse al cuello del traidor y ma­
tarlo. Por ello se siente desasosegado y se enfada con su madre, que
evidentemente es aún más indiferente que él al respecto. Lo que que­
rría es que su madre iniciara en su lugar el proceso de la venganza. Iji-
tenta suscitar en ella la indignación que, personalmente, es incapaz de
sentir, a fin de que ella le devuelva esa misma indignación —en cierta
manera de segunda mano y por efecto de una resonancia mimética—.
Le gustarla que entre Claudio y Gertrudis se produjera una ruptura es­
pectacular que le obligara a alinearse decididamente del lado de su
madre.
La verdad de toda la escena, la imposibilidad de diferenciar a cual­
quiera de los dos hermanos enemigos, reaparece en una comedia que
se presenta como obra de Shakespeare y de John Fletcher, The two n o ­
ble Kinsmen.
Demasiado mal escrita para pertenecer realmente a Shakespeare,
esta obra es sin embargo demasiado shakespeariana como para no ins­
pirarse en él. Debió de correr a cargo de un imitador de segundo orden
pero muy bien informado. Fletcher sirve perfectamente para el caso.

351
Los críticos están de acuerdo en el descubrimiento en ella de nu­
merosas reminiscencias hamletianas pero, que yo sepa, no dicen nada
de la que me parece la principal. Los dos héroes no son hermanos
sino primos perfectamente simétricos, en primer lugar en el afecto es­
trecho y antiguo que les une, y después en la rivalidad que su pasión
gemela por la heroína ha desencadenado.
En la escena que considero más notable, ésta se pasea con un re­
trato en cada mano. Se trata, evidentemente, del de los dos primos.
Contempla ahora a uno ahora a otro pero jamás consigue elegir a uno
de los dos porque nada diferencia a los dos jóvenes. Su corazón oscila
entre los dos; es lo que nuestros filósofos llaman lo indecible.
Por su contenido, si no por su forma, esta escena es una auténtica
quintaesencia shakespeariana. La veo sobre todo como una alusión a
la escena de los retratos en Hamlet, a la siniestra indecisión de Ger­
trudis que repercute de manera casi cómica en el héroe. Fletcher de­
bió de sacar del propio Shakespeare la única interpretación auténtica­
mente shakespeariana de esta escena y la reprodujo fielmente.
En nuestros días, todo el mundo vocifera miméticamente que
Gertrudis es una ninfómana loca por Claudio. La ideología del siglo
no pide menos y, a cada decenio, se hace más grotescamente exi­
gente. Lejos de confirmar este punto de vista, el fragmento siguiente
permite entender exactamente lo contrario:

Ni hay sentido que se esclavice al éxtasis


impidiéndoles el discernimiento
que pueda distinguir a uno del otro.
(74-76)

Hamlet no dice que su madre esté locamente enamorada de Clau­


dio; dice que, aunque así fuera, ello no debería impedirle descubrir
una diferencia entre los dos maridos. Si no percibe ninguna, es que
esa diferencia no existe a sus ojos. Y, evidentemente, tampoco existe
a los de Hamlet. Esta hipótesis queda confirmada por el silencio de
Gertrudis durante toda esta algarada. No tiene nada que decir pues su
opinión auténtica es la misma que su hijo se esfuerza en combatir
porque él la comparte. Si ha podido casarse con el segundo hermano
en un intervalo tan breve, se debe a su extraordinario parecido y por­
que experimenta hacia él la misma indiferencia. Hamlet no adivinaría
esa formidable indiferencia si él mismo no la sintiera, y eso le enfu­
rece porque le devuelve a la ley común. Le hace parecerse a su madre
aún más que a su padre y a su tío. Como tantas otras reinas de Sha­
kespeare, como las de Ricardo III por ejemplo, Gertrudis evoluciona
en un mundo en el que el poder y el prestigio importan más que la

352
pasión. Por dicho motivo encarna la continuidad política del Estado
(I, 2, 9).
En el terreno de la crítica literaria, hoy día nos vemos frecuente­
mente sometidos a lo que podría denominarse un «imperativo erótico»
que, en sus exigencias, no es menos terrorista y, a fin de cuentas, me­
nos ingenuo que los tabúes sexuales que lo precedieron. Cabe esperar
que a la larga este vástago rebelde del puritanismo acabe por envejecer:
entonces tal vez resulte posible reconocer que sus efectos sobre la iro­
nía shakespeariana son todavía más detestables que los de su prede­
cesor.
Lo que Hamlet necesita, a fin de reafirmar su espíritu de venganza,
es una r e v e n g e pl ay más convencida y convincente que la suya, algo
menos tibia y ambigua que la obra de la que Shakespeare es autor.
Afortunadamente para el héroe y para los espectadores que esperan
con impaciencia el baño de sangre final, Hamlet tiene muchas ocasio­
nes de asistir a estimulantes espectáculos, cuyo número y poder mimé-
tico se esfuerza conscientemente por aumentar a fin de prepararse psi­
cológicamente para el asesinato de Claudio. Es preciso que Hamlet
reciba de alguien más, de un modelo ardientemente adoptado, el im­
pulso que no encuentra en sí mismo. Éste es, como hemos visto, el
sentido real, del encuentro con su madre, pero constituye un fracaso.
Hamlet no es mucho más afortunado con el actor que interpreta el pa­
pel de Hécuba para él. Queda claro, a partir de ese instante, que su
única esperanza de cumplir lo que la sociedad, o los espectadores, re­
claman, es convertirse en un histrión tan «sincero» como ese actor, ¡ca­
paz de derramar lágrimas verdaderas mientras finge ser la reina de
Troya!

¿No es monstruoso que este comediante


simulando la sombra de un pesar
pueda ajustar su alma a su quimera
hasta hacer que su rostro empalidezca,
se le llenen de lágrimas los ojos,
tuerza el semblante y con la voz quebrada
adapte su ademán a su albedrío?
¿Y todo por qué? ¡Por nada! ¡Por Hécuba!
¿Qué es Hécuba para él o él para Hécuba
hasta hacerle llorar? ¿Qué haría ese hombre
si tuviera el motivo que yo tengo
para sufrir?
(II, 2, 551-562)

Otro ejemplo susceptible de incitar a Hamlet .i la venganza !c es

353
propuesto por el ejército de Fortinbrás en marcha hacia Polonia. El
móvil de la guerra es un pedacito de tierra sin valor alguno, pero miles
de hombres deben arriesgar su vida por él:

¡Por una simple cáscara de huevo!


La grandeza no estriba en conmoverse
sólo cuando la causa es importante,
sino en aventurar todo a una carta
si el honor está en juego.
(IV, 4, 53-57)

La escena es tan ridicula como siniestra. No produciría semejante


efecto sobre Hamlet si éste creyera realmente en la superioridad y en la
urgencia de su causa. Sus palabras no cesan de traicionarle, tanto aquí
como en la famosa escena con su madre. Como motivo o razón de su
pasión, el móvil de su venganza no es más convincente que lo que mo­
tiva a un actor en el escenario. También él, Hamlet, debe «aventurar
todo a una carta»; también él debe jugarse lo que le queda «por una
simple cáscara de huevo». Ambas expresiones reaparecen frecuente­
mente en Shakespeare cuando la cosa no vale la pena.
La impresión que produce esta escena se debe al gran número de
participantes. La multiplicación casi infinita de modelos incrementa el
atractivo mimético del ejemplo propuesto, el de una violencia práctica­
mente gratuita. Shakespeare conoce demasiado bien los efectos m ulti­
tudinarios como para no recordar en ese instante el efecto acumulativo
de los modelos miméticos. Para aguzar el entusiasmo del vengador,
tendría que sucumbir a un contagio tan irracional como el que preside
la guerra contra Polonia. La incitación mimética de que Hamlet «dis­
fruta» en este caso no deja de recordar el tipo de espectáculo que los
gobernantes organizan siempre para el pueblo llano cuando deciden
que ha sonado la hora de la guerra: un vibrante desfile militar.
Pero finalmente no es el actor ni el ejército de Fortinbrás quienes
empujan a Hamlet a la acción, sino Leartes. El es quien le ofrece el es­
pectáculo más convincente, no porque el ejemplo que le da posea una
mayor fuerza intrínseca, sino porque afecta a Hamlet muy de cerca. Las
dos situaciones son semejantes y la manera como se comporta Laertes,
lajpasión irreflexiva que demuestra, aparecen ante Hamlet como una
auténtica provocación. La irritación que experimenta nuestro héroe va
acompañada de un sentimiento tan extraordinario de emulación que
en el quinto acto le convierte en el vengador implacable que no había
podido llegar a ser hasta entonces.
Hombre sencillo y poco propenso a la reflexión, Laertes puede
irrumpir empuñando un arma en el salón del trono, amenazar a Clau­

354
dio, reclamar a su padre a voz en grito y, unos instantes después, saltar
a la tumba de su hermana en un extravagante gesto de dolor. Igual que
un hombre de mundo muy experimentado o que un consumado actor,
puede ejecutar sin la -menor vacilación todos los actos que de él espera
su medio social, incluso en el caso de que sean contradictorios. Es ca­
paz, en un determinado momento, de llorar la muerte inútil de un solo
ser humano y, al instante siguiente, matar sin causa real a una decena
de inocentes a poco que su «honor» le parezca comprometido. En el
fondo, la muerte de Polonio y de Ofelia le turba menos que la ausencia
de pompa y aparato en sus funerales. Durante el entierro de su her­
mana, Laertes reclama sin parar al sacerdote «más ceremonias». Este
respetuoso de la forma lee la tragedia en la que participa a la manera
de un formalista cualquiera. Es uno de esos hombres que jamás pueden
poner en tela de juicio el g é n e r o literario del que procede el texto que
están leyendo: no se atreven a hacerse preguntas sobre la justificación
de la venganza. A sus ojos, estas cuestiones subversivas no existen, y ja­
más atraviesan su mente, de la misma manera que jamás pasa por la
mente de los críticos hacerse preguntas respecto a la actitud del propio
Shakespeare sobre la venganza.
Cuando ve saltar a Laertes a la tumba de Ofelia, Hamlet queda to­
talmente electrizado. El tono sereno de la célebre meditación con Ho­
racio es sustituido por una imitación frenética de la aflicción teatral del
rival. En ese momento, empujado por el mimetismo, Hamlet decide
que también él puede actuar de acuerdo con las expectativas de la so­
ciedad; en otras palabras, decide convertirse en un segundo Laertes.
Así pues, también él salta melodramáticamente al foso de una primera
víctima, mientras se prepara a ocasionar muchas más.

¡Muéstrame lo que harías!


¿Llorar? ¿Luchar? ¿Ayunar? ¿Desgarrarte?
¿Beber vinagre? ¿Comerte un caimán?
¡Yo sí lo haré! ¿O has venido a plañir
y a provocarme saltando a su tumba?
Si te han de sepultar vivo con ella
que a mí también me sepulten.

Yo sé gritar tan alto como tú.


(V, 1, 274-283)

Para abrazar la finalidad de la venganza es necesario que Hamlet


entre en el círculo del deseo y la rivalidad. Hasta entonces ha sido in ­
capaz de hacerlo, pero, gracias a Laertes, finalmente se siente poseído

355
por la «pálida y cobarde emulación» que constituye la fase term inal del
mal ontológico tan frecuentemente descrito en la obra de Shakespeare
—en Troilo y Cressida, evidentemente, pero también en El su eño de
un a noche de ve r ano y en treinta obras más.
Las palabras que acabamos de leer expresan con una transparencia
extraordinaria el frenesí mimético que conduce al asesinato. Cuando
olmos esas palabras, sabemos que el desenlace está próximo. A decir
verdad, la claridad del fragmento es cómica, y esencial para la com­
prensión de toda la obra, viniendo como viene después de todas las es­
cenas que ya hemos recorrido, escenas cuya «tibieza», como incitantes
miméticos, se ve confirmada en contraste con ésta.
Shakespeare puede colocar unos versos increíbles en boca de Ham­
let sin dañar por ello la credibilidad del resto. Al igual que Gertrudis,
los espectadores atribuirán el estallido a la «locura»:

Esto sólo es locura que le absorbe


un instante la mente y en seguida
se vuelve manso como un paloma
cuando surgen como oro sus pichones
y se sume en silencio.
(284-288)

Poco después, el propio Hamlet, ya tranquilo y decidido a matar a


Claudio, evocará su reciente estallido en unos términos muy significa­
tivos:

Me pesa mucho, lo confieso, Horacio,


habermfe arrebatado con Laertes,
porque en la imagen de mi causa veo
reflejarse la suya; necesito
recuperar su afecto. La arrogancia
de su pesar me hizo montar en cólera.
(V, 2, 82-87)

Como todas las víctimas de la sugestión mimética, Hamlet invierte


la auténtica jerarquía entre el otro y él mismo. Lo que debería decir es:
«En la imagen de su causa veo reflejarse la mía.» Esta formulación es
manifiestamente la buena y se aplica a todos los espectáculos que han
marcado a Hamlet. Las lágrimas del actor f las tropas de Fortinbrás ya
estaban presentes como despliegue de modelos miméticos. Los dos úl­
timos versos tienen una importancia capital para entender que también
Laertes tiene una función de modelo. En ese instante preciso la fría
determinación de Hamlet no es sino la transmutación de la «cólera»

356
que, inútilmente hasta entonces, habla intentado sentir y que Laertes,
con «la arrogancia de su pesar», ha acabado por comunicarle.
La fase aguda del proceso mimético es más abiertamente compul­
siva y autodestructora que las precedentes. Pero sólo es la prolongación
extrema de lo que ya estaba contenido en germen en las veleidades de
los cuatro primeros actos. Por ello dicha fase es caricaturescamente mi-
mética. Todo lo que hasta entonces era oscuro o implícito se vuelve
explícito y transparente. La gente autodenominada normal debe recu­
rrir al cómodo vocablo de «locura» a fin de no ver la continuidad entre
esa caricatura y su propio mimetismo moderado. Para el estallido de
Hamlet en el fondo de la tumba, a nuestros psiquiatras no les costará
descubrir la etiqueta conveniente, «esquizofrenia histriónica» tal vez.
Pero sólo lo verán como un fenómeno meramente patológico, íntegra­
mente aislado de cualquier comportamiento racional, incluido el suyo
propio qug- no perciben como mimético. Los escritores geniales no
comparten ese tipo de ilusión. Si la esquizofrenia im ita al máximo, si
llega muchas veces al «histrionismo», no es porque sus victimas estén
más dotadas que la gente llamada normal para la imitación, sino muy
al contrario porque no están dotadas en absoluto para la imitación in­
consciente que todos practicamos maquinalmente y sin darnos cuenta a
lo largo de toda nuestra vida.
H amlet aporta una respuesta a la pregunta «¿qué objetivo intenta
alcanzar el esquizofrénico cuando se entrega al “histrionismo”?»: el es­
quizofrénico intenta realizar lo que a los demás hombres no les cuesta,
según parece, ningún trabajo llevar a cabo; intenta ser, también él, un
hombre normal; im ita la personalidad perfectamente adaptada de Laer­
tes, un hombre que puede desenvainar la espada cuando es preciso y
que puede, cuando también es preciso, saltar dentro de la tumba de su
hermana, sin que lo tomen por loco.
Si el loco nos da una sensación de malestar no es porque interprete
un juego diferente del nuestro, sino porque le cuesta jugar el que noso­
tros jugamos sin saberlo, y eso le honra. Se entrega a ese juego de una
manera que nos parece forzada, torpe y desprovista de gusto, como un
hombre privado del sentido de la medida y que debe demostrar una
aplicación excesiva. Este tipo de loco se esfuerza desesperadamente en
parecérsenos, o tal vez sólo finge hacerlo a fin de convertir en burla
nuestro molesto servilismo. Pero nosotros preferimos no mirarlo de
muy cerca, por miedo a descubrir nuestra imagen en el espejo que nos
ofrece.

La ambigua relación de Shakespeare con el teatro es bastante pare­


cida a la relación de Hamlet con la venganza. Pero definir la obra en

357
función del creador frente a su propia creación sólo puede ser un pri­
mer paso, por otra parte indispensable. Hamlet no sería Hamle t si Sha­
kespeare sólo pensara en esta obra en sí mismo y se abandonara al om-
bliguismo que caracteriza nuestro propio mundo literario y filosófico.
Esa actitud no podría por sí sola producir una obra capaz de fascinar al
universo entero durante siglos. En la trasposición operada por el autor
de su cansancio debe de haber algo más respecto a la venganza que
trascienda el desgaste del tiempo y que el malestar de nuestra cultura
siga solicitando.
Como hemos visto, el teatro debe apelar a procesos victimarios mal
detectados para producir sus efectos catárticos, procesos muy atenua­
dos, sin duda, pero estructuralmente idénticos a los rituales de la reli­
gión primitiva. Esta' similitud es reconocida por algunos estudiosos. En
su ensayo sobre Coriolano, Kenneth Burke muestra que en esa tragedia
todo ha sido dispuesto pensando en la ejecución colectiva del héroe y
que la mejor estrategia en la materia es la que se adecúa a las «reglas
estéticas» definidas por Aristóteles en su Poétic a.’ En su Anatomy o f
Criticism, también Northrop Frye considera la tragedia como una tras­
posición im aginaria y no sangrienta de los ritos sacrificiales. A fin de
no exagerar la diferencia provocada por dicha trasposición, conviene
recordar que todo sigue remontándose al homicidio fundador. Los mis­
mos ritos sacrificiales son una primera trasposición y una primera sua-
vización de éste.
Creo que no nos damos cuenta de hasta qué punto el propio Sha­
kespeare es consciente de la dependencia del teatro con respecto a los
fenómenos de victimización unánime. Su arte dramático puede simul­
táneamente reactivar un «efecto chivo expiatorio», es decir disimularlo,
y aludir a 'ese disimulo, es decir revelarlo. Pero Shakespeare va aún
más lejos: sabe que no sólo la catharsis, sino la crítica de la catharsis —la
denuncia indignada o irónica de la caza del chivo expiatorio—, puede
constituir una forma más refinada del proceso que condena. El espec­
táculo, entonces, ya no está en el escenario, sino en la sala. Para el pe­
queño número de personas avisadas, el verdadero espectáculo es, a par­
tir de ese momento, la catharsis de la multitud. De igual manera que la
comunión de la multitud se opera a expensas del héroe trágico, tam­
bién la complicidad de los happy f e w , dramaturgo incluido, se opera a
expensas de la multitud, convirtiéndose ésta en la verdadera víctim a en
ese teatro desdoblado e invertido.
Por complicados y sutiles que puedan ser los efectos de ese teatro,
siempre se refieren al desplazamiento de un «efecto chivo expiatorio»

1. Kenneth Burke, «Coriolanus and the Delights Faction», en L a n g u a g e as Sy m-


boli c Action, University of California Press, 1966, pp. 81-100.

358
original al término del cual hace falta que resurja una auténtica víc­
tima, una «buena» víctima, cuya eficacia victim aría siempre es propor­
cional a la satisfacción que el espectador saca de su derrota, proporcio­
nal por tanto a nuestra incapacidad de descubrir allí lo arbitrario.
Podría ocurrir que las formas culturales tradicionales, y especialmente
el teatro, no puedan prescindir jamás por completo de la violencia co­
lectiva. Sería erróneo concluir de todo ello que el espíritu humano está
necesariamente cautivo de un proceso circular que sólo se detendrá al
final de los tiempos. Pese a todo lo que se diga, hay algo de excepcio­
nal en la aptitud de la cultura moderna para contemplar el homicidio
colectivo en su verdad, en otras palabras, para interpretar los «efectos
chivo expiatorio» como fenómenos sociopsicológicos en vez de como
epifanías religiosas o estéticas.
Hasta el final de la Edad Media no aparece la palabra «chivo expia­
torio» en su connotación actual de polarización mimética contra una
víctima más o menos ajena a aquello de lo que se la quiere hacer res­
ponsable. En todas las lenguas de la época moderna, la palabra que ex­
presa la idea de chivo expiatorio —scapegoat, Sundenbock, etc.—remite
tanto a esta ejecución espontánea como al rito religioso descrito en el
capítulo XVI del Levítico o a los ritos similares propios de otras cultu­
ras. Esta doble acepción de la palabra es una conquista del mundo mo­
derno, y es posible que sea el mayor y único progreso decisivo en la
disciplina de la hermenéutica cultural, el progreso más determinante,
por lo menos potencialmente, en la creación de una antropología cien­
tífica.
En su ensayo sobre el judaismo antiguo, el sociólogo Max Weber
subraya con precisión la tendencia bíblica a abrazar la causa de la víc­
tim a.1 Interpreta esa perspectiva absolutamente excepcional como una
distorsión engendrada por las desdichas históricas de los judíos, por
sus fracasos como constructores de imperios. Si los infortunios de la
historia bastaran para explicar la existencia de la Biblia, el mundo
contaría con un número mucho mayor de textos de ese tipo. Las cul­
turas de las que puede decirse que han triunfado —y ello por un pe­
ríodo de tiempo suficientemente extenso como para que la prueba re­
sulte significativa—son realmente muy poco numerosas, mientras que
las que todavía han triunfado menos que la de los judíos son innum e­
rables. Ninguna de ellas, sin embargo, ha producido jamás algo com­
parable a la Biblia.
El interés de un punto de vista como el de Max Weber reside en el
hecho de que, al igual que otros enfoques más recientes, pone sin sa­
berlo el dedo en la llaga. Si aprobar el homicidio colectivo es la norma

1. Max Weber, Le J u d a i s m e ant i que , Plon, 1970.

359
mítica, su desaprobación es un monopolio exclusivo del texto bíblico.
Max Weber ve ese monopolio bajo una luz meramente afectiva y mo-
ralizadora; no sospecha las formidables consecuencias que el mismo
entraña para el conocimiento de la cultura humana, pues, como casi
todo el mundo, es completamente ciego al papel estructurador que
desempeña el homicidio colectivo no sólo respecto a los temas m íti­
cos, sino a las instituciones y a los valores culturales surgidos de los
mitos —entre los que están, evidentemente, la creencia de la Alem a­
nia de Bismarck en las virtudes intelectuales de un imperialismo
triunfante.
La interpretación de Max Weber tiene su origen en Nietzsche, en
su lectura del judeo-cristianismo como resentimiento de los débiles res­
pecto a los fuertes, los esclavos contra los amos, las víctimas contra los
perseguidores. La auténtica locura de la posición de Nietzsche es que,
pese a estar a dos pasos de identificar la verdad de la cultura humana,
elige deliberadamente la mentira. Para él, la rehabilitación de la víc­
tima sólo es una rebelión inútil y destructora contra la ley del número
y de la fuerza. El delirio mismo de un Nietzsche permite pensar que la
verdad de la cultura está a punto de estallar en el escenario intelectual
del mundo moderno. Las fuerzas de rechazo se confunden con las fuer­
zas de revelación. Cuanto más histérico se vuelve el rechazo de la ver­
dad, más visible se muestra como f e n ó m e n o de rechazo. Es evidente
que hoy ensalzamos hasta las nubes la mitología prim itiva, mientras
que el texto bíblico, cuando no es pura y simplemente olvidado, es vio­
lentamente despreciado y desfigurado. En un mundo como el nuestro,
en el que imperan la hermenéutica filosófica y las interpretaciones su­
puestamente «científicas», el texto bíblico ocupa el lugar central del in ­
sospechado chivo expiatorio que, de manera subterránea, todo lo es­
tructura.
Aunque conviniéramos en creer, junto con Nietzsche y Max W e­
ber, que los autores de la Biblia adoptaban el partido de las víctimas
por motivos «sospechosos» —cosa que, en el fondo, carece de sentido—,
la cuestión de los móviles que inspiraban a aquellos hombres tiene es­
casa importancia al lado del resultado obtenido. Si los pensadores mo­
dernos pueden ignorar la formidable revolución que representa la pers­
pectiva bíblica, es porque jamás han sospechado lo que se oculta en
realidad detrás de la mitología, la victimización y el mecanismo del
chivo expiatorio.
Incluso en sus estratos más primitivos, el texto bíblico manifiesta
siempre una tendencia a desmitificar y a deconstruir, y lo hace con
mucha mayor eficacia que nuestros deconstructores modernos. En el
Pentateuco, la deconstrucción opera en un marco que sigue siendo le­
gendario, pero sólo hasta cierto punto. Con la profecía del preexilio y

360
el exilio, ese marco desaparece y los profetas denuncian abiertamente
la idolatría de la violencia generadora de mitos. Esa revelación vétero-
testamentaria alcanza probablemente su apogeo en el libro de Job, en
algunos salmos y en los Poemas del Servidor Enfermo, el Ebed Yahvé
del segundo Isaías. Uno de los valores de esos textos es explicitar de
manera perfecta el papel del chivo expiatorio como fundador de la co­
munidad religiosa, al margen de cualquier contexto específico. Todas
las escuelas de exegetas, principalmente las de obediencia judía y cris­
tiana, han intentado imponer su propio contexto a expensas de todos
las demás, sin llegar a darse cuenta de que lo que desvela en primer lu­
gar la revelación es el mecanismo generador de toda cultura humana.
De la misma manera, una lectura antropológica que no contradice
la fe religiosa descubrirá en la pasión de Jesús de los Evangelios una
revelación d e la violencia humana. La v í ct i m a perfecta no m u e r e a ñ n
de satisfacer las exigencias de una divinidad de tipo sacrificial. La per­
fección de Jesús consiste en renunciar a la reciprocidad violenta y a las
protecciones sacrificiales que la acompañan. Al revelar por completo el
juego mimético de la violencia, Jesús amenaza su reino y desencadena
contra sí mismo la polarización unánime que constituye el secreto por
excelencia del príncipe de este mundo, el asiento de su dominación.
En lugar de todas las leyes religiosas anteriores, el Evangelio insti­
tuye un único mandamiento: «Renuncia a las represalias y a la ven­
ganza bajo todas sus formas.» No se trata de un proyecto utópico o del
sueño anarquista y bondadoso de un reformador romántico. Puesto que
el mecanismo victimario debe permanecer incomprendido para ser
operativo, su total y completa revelación priva poco a poco a la huma­
nidad que disfruta de ella de cualquier protección sacrificial.
La lectura sacrificial de muchos temas evangélicos sufre de distor­
siones sacrificiales. En la lectura no sacrificial, todos los temas encuen­
tran su espacio, pero están despojados de cualquier referencia a un dios
vengador. El tema apocalíptico consiste en una amenaza puramente
humana. La profecía apocalíptica se convierte en una premonición ra­
cional de lo que los hombres corren el peligro de hacerse mutuamente
y de hacer a su entorno si continúan, en un mundo desacralizado y sin
parapeto sacrificial, despreciando la advertencia evangélica contra la
venganza.
Lejos de estar prácticamente agotado, como muchos creen, es posi­
ble que el efecto de la revelación judeo-cristiana sólo haya sido retar­
dado por la ineptitud universal para leer correctamente los textos, su
luz subversiva filtrada por los velos sacrificiales que tanto las lecturas
antirreligiosas como las lecturas religiosas tradicionales han arrojado
sobre ellos.
En virtud de la lectura sacrificial de los Evangelios la cultura cris­

361
tiana ha podido conocer sus diferentes fases. En la Edad Media, por
ejemplo, vemos concordar los principios evangélicos, al menos superfi­
cialmente, con la ética aristocrática del honor y la venganza privada.
Con el Renacimiento, el edificio comienza a desplomarse y Shakes­
peare es uno de los principales testigos del acontecimiento. Ni siquiera
una vez desaparecidas las guerras de clanes, los duelos y otras costum­
bres similares, la cultura se ha liberado por completo de los valores
vinculados a la venganza. Aunque cristianas de nombre, las actitudes
sociales de los hombres permanecerán, en lo esencial, ajenas a la autén­
tica inspiración judeo-cristiana.
A decir verdad, esa inspiración no desaparece nunca, pero muchas
veces es demasiado débil para oponerse victoriosamente a los compro­
misos que definen las diferentes épocas históricas, así como para tener
plena conciencia de sí misma. Su influencia es la de una fuerza ambi­
gua y anónima, que puede aparecer como pura y simple subversión de
todos los valores y actitudes sociales.
Evidentemente, Hamlet no es un cobarde; ya hemos visto que su
inacción respecto a las órdenes del espectro obedece a su ineptitud
para movilizar en su interior los sentimientos apropiados. La obra ja­
más aporta la explicación directa y sin ambigüedades que desearíamos
de esa incapacidad. Hamlet no rechaza el espíritu de venganza; jamás
formula directamente la repugnancia que le inspira la ética de la ven­
ganza. Ese silencio resulta tanto más temible para mi tesis en la medida
en que estamos en una época en que la venganza sangrienta se halla en
retroceso y hasta su mismo principio es ampliamente contestado. Pero,
desde una perspectiva dramática y literaria, el silencio de Shakespeare
no tiene nada de extraño. Hamlet pertenece a un género que se basa
totalmente en la ética de la venganza. Una r e v e n g e tragedy no es el ve­
hículo ideal para una diatriba contra aquélla.
Externamente, Shakespeare respeta las convenciones literarias del
género al que pertenece Hamlet. En una tragedia de la venganza, la
elocuencia debe estar por entero al servicio de la violencia; la repug­
nancia del protagonista respecto a ella, así como la repugnancia del
autor por la explotación estética que se le reclama, debe permanecer en
un estado de pensamiento y sentimiento informulado.
El genio de Shakespeare convirtió esa coerción en un éxito perso­
nal. El silencio que observa en el corazón mismo de Hamlet se ha con­
vertido en una de las razones principales de la duradera fascinación
ejercida por esta obra, su característica más enigmática y más sugestiva
desde el punto de vista de la «modernidad». ¿Cómo es posible?
Si mis observaciones anteriores son exactas, la cultura humana debe
de estar vinculada a la venganza y al homicidio colectivo de manera
demasiado fundamental como para que ese vínculo no sobreviva a la

362
evacuación de las formas físicas más groseras de la violencia, comen­
zando por la ejecución efectiva de la víctima. Si bien el fermento ju-
deo-cristiano no ha muerto, se ve obligado a librar un oscuro combate,
y a unos niveles cada vez más profundos, contra la complicidad funda­
mental que aúna violencia y cultura. Cuando la lucha alcanza tales re­
giones, carecemos de palabras para describir lo que ocurre; ningún
concepto puede englobar el tipo de subversión a que se hallan expues­
tos en tal caso los valores y las instituciones. Cuando el lenguaje desfa­
llece, el silencio puede ser más expresivo que las palabras.
En Hamlet, la misma ausencia de cualquier alegato contra la ven­
ganza anuncia con vigor el malestar del mundo moderno. Incluso en la
fase más reciente de nuestro desarrollo cultural, fase durante la cual la
violencia física y los sangrientos ajustes de cuentas han desaparecido
por completo o sólo implican a las relaciones entre Estados soberanos
en una de sus puntas y, en la otra, a medios marginales como el del
hampa, tenemos la sensación de que ninguna obra basada en la ven­
ganza, por crítica que sea a su respecto, debería hacer vibrar una
cuerda realmente profunda en la psique del hombre moderno. En rea­
lidad, el problema no está totalmente zanjado, y el extraño vacío que
ocupa aquí el centro de Hamlet aparece como una expresión simbólica
de nuestro malestar moderno y occidental, expresión no menos pode­
rosa que los intentos más brillantes realizados para delim itar el pro­
blema. Me refiero, evidentemente, a la venganza subterránea de Dos-
toievski o al «resentimiento» nietzscheano. Nuestros «síntomas» recuer­
dan invariablemente la inefable parálisis de la voluntad, la innombra­
ble alteración del carácter de que son víctimas Hamlet y, también, casi
todos los personajes de la obra. Los métodos tortuosos de su política,
las extravagantes conspiraciones que urden, su manía de ver sin ser vis­
tos, su profunda afición por el voyeurismo y por el espionaje, el virus
que infecta el conjunto de las relaciones humanas, todo ello describe
muy bien la tierra de nadie entre venganza y no venganza en el que se­
guimos viviendo.
Claudio se parece a Hamlet por la incapacidad en que se encuentra
de ejercer contra sus enemigos una venganza rápida y pública. Parece
que el rey tendría que reaccionar de manera más categórica y tajante al
asesinato de Polonio, que al fin y al cabo está muy próximo al trono: el
crimen era para Claudio una afrenta personal. Las razones que llevan
al rey primero a titubear, y después a actuar en secreto, son sin duda
diferentes de las de Hamlet, pero el resultado postrero es idéntico.
Cuando Laertes le pregunta por qué el asesinato sigue impune, la res­
puesta de Claudio denota cierto malestar.
Todos los personajes en Hamlet presentan síntomas semejantes.
Esto se debe a que el mismo tiempo, y no únicamente el protagonista,

363
está descentrado (out o f join t). Y cuando éste califica su espíritu venga­
tivo de «blando», «enfermo» o «embotado», sus palabras se aplican a
toda la comunidad. Para poder juzgar correctamente la naturaleza y la
amplitud de la enfermedad en cuestión, hay que darse cuenta de que,
en esta obra, todos los comportamientos que parecen depender de la
estrategia o de la conspiración, pueden ser igualmente interpretados
como síntomas de una venganza debilitada pero todavía viva.
Cuando un determinado tipo de conflicto se vuelve endémico, su
estructura de reciprocidad aparece a la luz del día y todos podemos
prever los movimientos del adversario. Para actuar con eficacia, tene­
mos que vigilarle y pillarlo a contrapié contraviniendo la reciprocidad
o, por el contrario, debemos hacer lo que la reciprocidad exige y recu­
perar la opción que tal vez el adversario ha rechazado como demasiado
evidente, la opción que, por consiguiente, es la menos previsible.
Al verse todo el mundo en la obligación de concebir las mismas ju­
gadas estratégicas al mismo tiempo, lo que a la larga no deja jamás de
perpetuarse y de reforzarse es la reciprocidad que todos se esfuerzan en
soslayar con los mismos procedimientos. Por consiguiente, el pensa­
miento estratégico exige una sutileza aún mayor; cada vez pide menos
acción y mayores cálculos, hasta el punto de que al final cuesta trabajo
distinguir esta estrategia de la pura y simple inacción. Es posible que la
propia idea de estrategia sea en realidad una excusa estratégica para no
enfrentarse, por lo menos de momento, a la creciente imposibilidad de
la venganza, al agotamiento de la venganza, ya demasiado destructora
para constituir una opción real. Gracias al concepto de estrategia, los
hombres pueden postergar indefinidamente su venganza sin renunciar
jamás a ella. Igualmente aterrorizados por las dos soluciones extremas
que se les ofrecen, la venganza total y la ausencia total de venganza, si­
guen viviendo el mayor tiempo posible en la tierra de nadie de la di­
suasión recíproca.
En esa tierra de nadie es imposible definir nada. Cualquier acción y
cualquier motivación son más sus contrarios que ella misma. Cuando
Hamlet no aprovecha la oportunidad de matar a Claudio mientras está
rezando, puede tratarse tanto de un desfallecimiento de la voluntad
como de un cálculo supremo, tanto de un gesto instintivo de humani­
dad como de un refinamiento de crueldad. El propio Hamlet lo desco­
noce. La crisis del Degree alcanza los rincones más íntimos de la con­
ciencia individual. Los sentimientos aparecen tan confusos como las
estaciones del año en El sueño de un a noch e de verano. Ni siquiera el
que los vive puede ya distinguirlos, y el crítico que se empecina en in­
terpretar los personajes en función de las diferencias que los separan se
equivoca de cabo a rabo. No hay que prestar crédito a la ilusión según
la cual, detrás de las similitudes engañosas y groseras, sólo las diferen­

364
cias son reales; lo cierto es lo contrario. Sólo las similitudes son reales.
No hay que dejarse engañar por la cabellera rubia y la muerte lastimosa
de Ofelia. O, mejor dicho, hay que darse cuenta de que Shakespeare
engaña conscientemente a los espectadores-convencionales con trucos
bastante evidentes que tienden a componer la imagen ideal de la he­
roína pura. Al igual que Rosencrantz y Guildenstern, Ofelia se pone al
servicio del voyeuri smo y del espionaje universales. Se convierte en un
dócil instrumento en manos de su padre y de Claudio. No escapa a la
enfermedad de la época. Otro signo de la misma contaminación: tanto
su lenguaje como su comportamiento están contaminados por la estra­
tegia erótica de una Cresida o de otras heroínas shakespearianas poco
recomendables. Lo que en el fondo Hamlet reprocha a Ofelia es lo
que cualquier ser humano reprocha siempre a otro ser humano: reco­
noce en ella los signos visibles de su propia enfermedad, pero no su
propia lucidez. La misma enfermedad que altera el amor de Hamlet
por Ofelia es la que hace degradarse el amor de Shakespeare por el
teatro.
La intención de Hamlet cuando prepara su obra en la obra es la de
desenmascarar a Gertrudis y Claudio o, mejor dicho, obligarles a que
ellos mismos se desenmascaren. «El teatro es la trampa en la que atra­
paré la conciencia del rey.» Es algo que se parece enormemente a lo
que hacen en nuestros días tantos dramaturgos, con la salvedad de que
Hamlet todavía no ha alcanzado esa fase suprema de la ilusión en la
que los teóricos se ponen a favor y justifican toda empresa convirtién­
dola en una forma superior de responsabilidad social. Con Jean-Paul
Sartre y sus sucesores, la representación del resentimiento aparece
como una obligación moral a la que un creador no puede escapar sin
pecado. Cualquier autor consciente de sus responsabilidades debe escri­
bir sistemáticamente contra todos los espectadores para arrancarlos de
una miseria moral de la que él, por lo que parece, no participa.
La regla del juego consiste en escandalizar lo más posible a todo un
público compuesto de Gertrudis y Claudios para obligarles a llam ar a la
policía o, como mínimo, a retirarse precipitadamente. Nada es acepta­
ble si previamente no ha sido rechazado con indignación por el pú­
blico. Desgraciadamente el público no tarda en entender las reglas del
juego; abraza su propia denuncia con un fervor igual al del autor, que
ya no sabe qué hacer. Ya ninguna diferencia separa lo escandaloso de
lo convencional, a la revuelta más audaz del conformismo más banal.
Los contrarios se fusionan y no para ofrecer una soberbia síntesis hege-
liana, sino las inmundicias que se nos dan a degustar bajo la etiqueta de
lo pos mode rn o. La sal de la tierra no sabe que ha perdido su sabor, y el
vanguardismo más desmelenado desemboca en la insipidez de Polonio.
Evidentemente, este Jefté redivivas, inmolador de su hija (II, 2, 404),

365
es ultramoderno en sus gustos literarios: se deleita con la expresión mo-
bled qu een a causa exclusivamente de su sonoridad, sin pedirle que sig­
nifique lo más mínimo.

Como «desmistificador», Shakespeare nos lleva mucha ventaja. Des­


cubre la versión moderna de la crisis sacrificial. Lo necesitamos para
entender mejor la extraña situación histórica en que nos ha sumido el
irresistible dominio de que disfrutamos, sobre el lenguaje, por ejemplo,
y también sobre la materia-, a través de la técnica.
El progreso técnico ha hecho tan destructivas nuestras armas béli­
cas que su utilización iría en contra de cualquier plan racional de agre­
sión. Por primera vez en la historia de Occidente, el terror ancestral de
la venganza vuelve a ser inteligible y legítimo. Nos parecemos a una
única tribu primitiva, con la salvedad de que ya no disponemos de los
cultos sacrificiales que nos permitirían transfigurar, exteriorizar y exor­
cizar la amenaza que hace pesar sobre nosotros nuestra propia vio­
lencia.
Una espiral de represalias podría aniquilar literalm ente la hum ani­
dad. Nadie quiere desencadenarla, y sin embargo nadie renuncia real­
mente a la idea de venganza. Al igual que Hamlet, oscilamos entre una
venganza total y la ausencia de venganza, incapaces de decidirnos, in­
capaces a un tiempo de ejercer la venganza y de renunciar a ella. A la
sombra de esta monstruosa amenaza, todas las instituciones se disuel­
ven, «las distinciones académicas, las corporaciones en las ciudades»,
todas las relaciones humanas se desintegran, «todas las cosas entrecho­
can con una estúpida obstinación» y «el hombre más vil, bajo el velo,
aparece como el más noble»: the enter pri se is sick.
Hoy en día son numerosos los que maldicen los descubrimientos
científicos y técnicos que todavía veneraban hace unos pocos años. Pa­
rece que ahora que las cosas van mal, los mismos que reprochaban al
dios bíblico que frenara perversamente el progreso, como dios reaccio­
nario que era, actualmente cambian de chaqueta y le acusan de favore­
cer culpablemente la siniestra empresa del hombre moderno, la con­
quista del mundo. Seguimos intentando, muy cómicamente, proyectar
nuestra propia violencia sobre un dios en el que hemos dejado de
creer. La función tradicional de la violencia sagrada es tan importante
que sobrevive al naufragio de lo religioso. Ya no amamos lo sagrado,
pero lo odiamos más que nunca.
Si la dominación total del mundo puede llegar a ser un peligro para
la humanidad, el error no consiste en volver a algún dios, sino a ese es­
píritu de venganza que sabemos ahora que nos pertenece y que no se
ha apagado del todo en nosotros. Si no hubiéramos borrado por com­

366
pleto las Escrituras judeo-cristianas de nuestro discurso cultural, segui­
ríamos teniendo presente la advertencia evangélica contra la venganza.
¿Acaso el texto judeo-cristiano no merece que se le siga considerando,
por las mismas razones al menos, que la mitología edípica de Sigmund
Freud o la mitología dionisíaca de Friedrich Nietzsche? ¿No es hora de
descubrir que la prevención contra la venganza no se deja reducir en
nuestro mundo al anarquismo utópico o al moralismo sentimental?
Y a es hora también de entender Hamlet.
A juzgar por los críticos, leer Hamlet como una obra contra la ven­
ganza es una imposibilidad, un anacronismo. Una lectura semejante no
existe. Shakespeare escribe una tragedia de la venganza, y está obligado
a respetar las convenciones del género. Y sin duda las respeta. Nadie
más respetuoso que él con todos los tópicos dramáticos. Es muy cierto,
pero nadie tan capaz de sabotear en un nivel superior lo que respeta a
un nivel inferior.
Si se me acusa de convertir Hamlet en un pretexto para comenta­
rios sobre la situación contemporánea, planteemos entonces el otro tér­
mino de la alternativa. El punto de vista tradicional está muy lejos de
ser neutro: consiste en considerar la ética de la venganza como algo
obvio, e impedir, por consiguiente, que se plantee el verdadero tema
de la obra: la legitim idad de la represalia perpetua.
Una vez descartado este problema, el tema ya no es la venganza en
sí, sino la vacilación ante el acto que se va a cometer. ¿Cómo es posible
—nos preguntamos—que un joven bien educado pueda sentir la menor
vacilación antes de asesinar al hermano de su padre, que también es el
rey de su país y el marido de su propia madre? Grave enigma, en
efecto. Lo asombroso no es que jamás se haya encontrado una res­
puesta satisfactoria a esta pregunta más bien cómica, sino que nos obs­
tinemos en buscarla.
Si la enorme masa de los trabajos dedicados a Haml et en los últi­
mos cuatro siglos cayera un día en manos de personas que ignoraran
por completo las costumbres de nuestra época, verían en ellos sin duda
la obra de un pueblo extremadamente salvaje y sanguinario. Después
de cuatro siglos de incesantes reflexiones, el hecho de que Hamlet titu­
bee un poquito ante el asesinato nos parece tan aberrante que todos los
días se escriben nuevas obras para intentar desvelar el misterio.
Cuando intenten explicar este curioso montón de literatura crítica,
nuestros descendientes se verán obligados a suponer que antes, en el si­
glo X X , a la primera señal de algún fantasma el más insignificante pro­
fesor de literatura era capaz de matar a toda su fam ilia sin el más m í­
nimo pestañeo.
Contrariamente a lo que recomiendan los críticos, insertar a Sha­
kespeare en el centro de nuestra situación contemporánea y apelar a

367
algo tan extraño a él, aparentemente, como nuestros problemas nuclea­
res o ecológicos, nos devuelve a la realidad en lugar de alejarnos de
ella, y a la función propia del crítico, que consiste en leer el texto.
Imaginemos un Hamlet contemporáneo encargado de nuestros
asuntos nucleares. Después de cuarenta años de indecisión, todavía no
se ha decidido a apretar el botón fatal. A su alrededor todo el mundo
se impacienta. Hay que acabar de una vez por todas. Los psiquiatras
mueven la cabeza con aire convencido: Hamlet es un enfermo.
¿Qué mal padece? El doctor Ernest Jones nos lo dirá sin duda.
Educado en el serrallo, este amigo personal y biógrafo de Freud conoce
todos los recovecos de la mente humana. El científico se toma todo el
tiempo necesario para examinar a nuestro paciente. No duda ni por un
instante acerca del carácter gravísimo de la vacilación hamletiana, pero
luego comienza a vacilar a su vez entre dos patologías que le parecen
igualmente temibles: la parálisis histérica de la v o lu n t a d y la abulia es­
pecífica... Pero hay otro punto en el que un psicoanalista no titubea ja­
más. Al igual que Polonio antes que él, Ernest Jones está convencido
de que los problemas de Hamlet son de índole estrictamente sexual. La
única diferencia entre este precursor y el tipo evolucionado es que
ahora, en la solución del enigma, la madre del paciente sustituye a la
hija del analista. Este desplazamiento otorga al caso un aspecto mucho
más moderno. Al estar todavía mucho más descentrada que la de Sha­
kespeare, nuestra época no deja de producir los super-Polonios que se
merece. Hay una única cosa que no cambia: la satisfacción que procura
al analista su prosaico ingenio magnificado por la alianza con la ri­
queza y el poder que aquel debería asegurarle.
Si los psicoanalistas pudieran sentar a este Hamlet de hoy en su di­
ván, si pudieran reforzar aunque sólo fuera un poco su Edipo, su ab u­
lia es pecífica desaparecería; dejaría de dudar y apretaría virilm ente el
botón.
El fracaso moderno ante Hamlet consiste fundamentalmente en la
ausencia de cualquier crítica ante la ética de la venganza. El psiquiatra
ve en cualquier renuncia a la violencia, aunque sea temporal, un grave
síntoma psicótico; en cuanto al crítico tradicional, la venganza es para
él una regla literaria inviolable. No faltan tampoco los que intentan in­
terpretar H amlet basándose en tal o cual ideología de moda: la revolu­
ción, el absurdo, la voluntad de poder, etc. No es casualidad que lo sa­
grado de la venganza ofrezca un soporte ideal a todas las máscaras del
resentimiento moderno. Creo que el notable consenso en torno a la
venganza confirma la idea de una tierra de nadie ham letiana entre la
venganza total y la ausencia total de venganza, un espacio típicamente
moderno en el que todo adquiere un regusto a venganza bastarda.
Cada diez años, se proclama que vivimos en un mundo totalmente

368
nuevo en el que hasta nuestras mayores obras maestras pierden su sen­
tido. Yo sería el último en negar que nuestro mundo presenta algo de
único, pero también la tragedia de Hamlet es única, y es muy posible
que, en tal caso, nos cubramos la cara para no ver lo que nos dice. No
son las obras maestras las que han pasado de moda; somos nosotros los
que no estamos a la altura de nuestra historia. No vemos que ésta res­
quebraja la barrera de convenciones y de ritualismo con que rodeamos
la obra, en nombre, esta vez, de la innovación y no de la tradición. A
partir del momento en que, alrededor de nosotros, un número cre­
ciente de acontecimientos, de objetos y de actitudes proclaman, cada
vez con mayor insistencia, el mismo mensaje, nos vemos obligados, si
no queremos oírlo, a condenar a la insignificancia y al absurdo una
parte creciente de nuestra existencia. Gracias a nuestros aristarcos más
de moda, hoy hemos llegado a la fase en que la historia ya no tiene
sentido, el arte ya no tiene sentido, el lenguaje y el propio sentido ya
no tienen sentido.
Por tranquilizador que resulte superficialmente, el absurdo que teje­
mos a nuestro alrededor nos entrega a las fuerzas que empujan a Ham­
let al trágico desenlace de su obra y que podría, en nuestros días, con­
ducirnos al equivalente planetario de aquel quinto acto.
No es evidentemente una coincidencia fortuita que el mundo que
produjo Hamlet hace cuatro siglos se encuentre hoy en un extraño ato­
lladero histórico que nos negamos a pensar hasta el final. Es también
el mundo cuya única ley religiosa es la renuncia a la venganza, un
mundo cada vez más condenado a obedecer esa ley... o a perecer...
Hemos creado esta situación sin ninguna ayuda sobrenatural. Es
imposible acusar de ella a algún dios vengativo. No tenemos ningún
chivo expiatorio sobre el que arrojar una responsabilidad que reivindi­
cábamos orgullosamente en la época en que no sospechábamos los pe­
ligros que supone. Hoy sabemos que no hay mayor amenaza para el
hombre que el mismo hombre, con su apetito de venganza.
Cuando la cultura moderna se ha dirigido hacia la ciencia y la filo­
sofía y la vertiente griega de nuestra herencia se ha revelado domi­
nante —efectuando la mitología propiamente dicha una especie de rea­
parición intelectual a través de disciplinas como el psicoanálisis—, el
texto judeo-cristiano se ha visto relegado a la periferia de nuestra vida
intelectual: en nuestros días está totalmente descartado.
El resultado es que resulta totalmente imposible entender nuestra
situación histórica actual. Estamos comenzando a adivinar que algo
fundamental falta en nuestro paisaje intelectual, pero no nos atrevemos
a preguntarnos seriamente de qué se trata. La perspectiva es demasiado
terrorífica. Fingimos que no vemos la desintegración de nuestra vida
cultural, la terrible futilidad de los juegos de marionetas que ocupan el

369
escenario durante este extraño entreacto del espíritu humano. Sobre la
tierra ha caído un silencio, como si un ángel se dispusiera a abrir el
séptimo y último sello de un apocalipsis.
Hamlet no es una fiesta gratuita del lenguaje. Es posible descifrar
esa obra de la misma manera que es posible descifrar nuestro mundo, a
condición de entender que la obra pone en cuestión la venganza. Así
es como Shakespeare pretendía que se leyera Hamlet y así es como de­
bería haberse leído esa obra desde hace mucho tiempo. Si hoy, en un
momento singular de nuestra historia, nosotros seguimos sin poder leer
Hamle t a contrapelo de la idea de venganza, ¿quién podrá hacerlo?

370
XXXI. «¿DESEAREMOS ARRASAR EL SANTUARIO?»
Otelo, Romeo y Julieta, Medida p o r m ed id a

Otelo no es simplemente el drama de un amante crédulo engañado


por un siniestro traidor; para entender lo que le ocurre al Moro, es útil
comparar esta tragedia con la comedia shakespeariana que más se le
parece, Mucho rui do p o r nada.
Los principales ingredientes de la tragedia ya están en la comedia.
Extranjero en Mesina, Claudio es un joven inexperto que carece de
confianza en sí mismo. Sintiendo la necesidad de un protector y de un
intermediario, se dirige a su superior m ilitar, el príncipe, don Pedro.
Al igual que a Claudio, a Otelo le cuesta admitir su propia felici­
dad. ¿Cómo una bella veneciana podría enamorarse de un hombre
como él? Ante la idea de introducirse en las altas esferas de la nobleza
veneciana, Otelo es presa del pánico y también él busca y encuentra un
intermediario, su propio lugarteniente, Casio.
En ambas obras, los dos hombres son soldados de desigual rango.
En Mucho ruido p o r nada, el imitador es jerárquicamente inferior a su
modelo y eso no carece de importancia. En Otelo, la jerarquía está in­
vertida, pero no por ello el mediador, Casio, deja de disfrutar de una
amplia superioridad respecto a Otelo, por lo menos en la mente de
éste.
Casio es todo lo que Otelo no es: blanco, joven, guapo, elegante, y
sobre todo hombre de mundo, un auténtico aristócrata que se siente a
sus anchas en el universo de Desdémona. Otelo aprecia hasta tal punto
a Casio que le convierte en su lugarteniente prefiriéndolo a Yago,
tanto en el plano amoroso como en el militar.
Las mismas cualidades que le convierten en un excelente interm e­
diario hacen de él también un excelente rival, o, mejor dicho, el peor
de todos. Conocemos muy bien esta ambivalencia. Los celos de los dos
protagonistas no arrancan de las palabras de don Juan ni de las de
Yago; tienen su origen en una debilidad interna que hace que ambos
protagonistas se sientan invadidos por el pánico tanto si prescinden de
intermediarios como si no lo hacen.

371
Cuando Desdémona defiende la causa de Casio ante su marido,
evoca el día en que, dice, el joven «te ayudó a cortejarme» (III, 3, 71).
La expresión es desafortunada:1 da a entender que Casio desempeñaba
ante ella exactamente el mismo papel que Otelo, y eso es precisamente
lo que Otelo teme. Desdémona recuerda inocentemente a Otelo lo que
más le gustaría olvidar.
Otelo, al igual que Claudio, no necesita r e a l m en te de un interm e­
diario. Desdémona se había enamorado de él antes incluso de que él le
hubiera prestado la menor atención. Si él no hubiera comenzado a cor­
tejarla, ella habría tomado la delantera.
Otra similitud entre Otelo y Mucho ruido p o r nada-, la fascinación
que los dos protagonistas sienten por el supuesto desenfreno de su es­
posa o de su prometida. Las acusaciones más calumniosas no destruyen
su deseo, aunque modifican su naturaleza. En ambas obras, el protago­
nista se siente miméticamente excitado ante la idea de todos los hom­
bres con los que su bienamada tal vez ha hecho el amor. Arden en de­
seos de unirse a esa multitud imaginaria. Cuando el deseo erótico se
colectiviza de esa manera, pasa a la más abyecta de las lubricidades y se
esfuerza por seguir agravando la decadencia del objeto supuestamente
caído. A ojos de Claudio y de Otelo, Hero y Desdémona se vuelven lo
que en nuestros días denominamos unos sex objects, tan violentamente
deseados como .despreciados.
Ambas obras se asemejan también en lo que respecta a la función del
traidor. Si quedara demasiado claro que el protagonista padece una
autointoxicación mimética y que no hay más envenenador que él mismo,
dejarla de ser un buen protagonista; el público ya no podría identificarse
con él. Ofrecería un espectáculo demasiado horrible, y un mínimo de
identificación es indispensable. Esta es la razón de que, tanto en la trage­
dia como en la comedia, Shakespeare haya colocado al lado del protago­
nista a un traidor que no es más que su sustituto sacrificial.
Si bien don Juan es un personaje más bien frustrado y escasamente
convincente, Yago, por su parte, es tan complejo como fascinante. Pre­
sentándolo como celoso a un tiempo de Casio, su rival profesional, y
de Otelo, de quien sospecha que se ha acostado con su mujer, Shakes­
peare confiere a su traidor una gran coherencia mimética y desvía há­
bilmente hacia él los sentimientos de horror que nos inspiraría Otelo si
estuviera a solas en escena. Aparece así a la luz del día todo un infernal
paisaje de celos y envidias que permanecía disimulado en Mucho ruido
p o r nada. El disimulo hace que: la comedia sea enigmática y en ocasio­
nes incluso ininteligible.

1. La versión francesa es algo distinta: «te acompañaba para cortejarme». (N.


d e l T.)

372
La casi inutilidad del papel de Yago se hace evidente en el hecho
de que Otelo entiende siempre a medias las sospechas que le sugiere el
traidor o, mejor dicho, que no necesita sugerirle; la sugestión se opera
exclusivamente en favor de los espectadores. En el mejor de los casos,
Yago no hace más que reforzar las sospechas de su amo:

YAGO: Mi noble señor...


O t e l o : ¿Qué quieres, Yago?
Y a g o : Cuando hacíais la corte a la señora,
¿conocía M iguel Casio vuestro amor?
O t e l o : Sí, desde el principio. ¿Por qué lo dices?
YAGO: Por satisfacer mi curiosidad;
por nada más.
OTELO: Y ¿por qué esa curiosidad?
YAGO: N o sabía que la conociese.
OTELO: Pues sí, y fue muchas veces nuestro mediador.
Y a g o : ¿De veras?
O t e l o : ¿De veras? Sí, de veras. ¿Qué ves en ello?
¿Acaso él no es honrado?
Y a g o : ¿Honrado, señor?
O t e l o : ¿Honrado? Sí, honrado.
(III, 3, 93-103)

Yago es el perfecto confidente ya que, en su calidad de doble mi-


mético, está a veces tan cerca de Otelo que los dos hombres se trans­
forman en puros y mutuos reflejos. Lo demuestra el resto del diálogo:

OTELO: ¿Honrado? Sí, honrado.


YAGO: Señor, que yo sepa...
O t e l o : ¿Qué quieres decir?
Y a g o : ¿Decir, señor?
OTELO: ¡Decir, señor! ¡Por Dios, eres mi eco!
(103-106)

Yago es un espejo cuyo papel consiste esencialmente en explicitar


las ideas que Otelo se esfuerza inútilm ente por rechazar:

OTELO: Estoy seguro de que Desdémona es honesta.


YAGO: ¡Que lo seá por muchos años y vos que lo creáis!
O t e l o : Y, sin embargo, apartarse de las leyes naturales...
YAGO: ¡Ah, ahí está! Pues, si me lo permitís,
rechazar todos esos matrimonios
con gente de su tierra, color y condición,

373
lo que siempre parece natural...
¡Mmm...! Ahí se adivina un deseo viciado,
grave incongruencia, propósito aberrante.
Perdonadme: en mis presunciones
no pensaba en ella. Aunque temo
que quiera volver sobre sus pasos,
y, al compararos con sus compatriotas,
pueda arrepentirse.
(III, 3, 223-236)

Tarde o temprano, Desdémona está condenada a enamorarse de un


joven aristócrata semejante a ella. Es algo que Yago ni necesita sugerir.
Otelo está automática e íntimamente convencido de ello. Su pensa­
miento es el de un veneciano reaccionario. Como todos los enamora­
dos, el moro no se da cuenta de que su mujer se le parece más de lo
que sugieren las apariencias. Lo que ella busca en él, su extrema dife­
rencia, difiere menos de lo que parece de lo que él busca en ella. Nin­
guno de los dos percibe la dinámica centrífuga del deseo que ambos
ilustran a la perfección, incluso en su respectiva impotencia para des­
cubrir su propio temperamento en el comportamiento del otro.

Ya he dicho que lo que Desdémona desea no es el «verdadero


Otelo», sino una imagen mimética nacida de los cautivadores relatos
escuchados detrás de la puerta de su padre: es su Amadís de Gaula. A
diferencia de los heroínas de las comedias que se ceban con golosinas
líricas, Desdémona tiene una mente épica.
Brabancio es para su hija un primer Otelo, no en el sentido freu-
diano del padre enamorado sexualmente de su hija o de la hija enamo­
rada del padre, sino en el sentido del modelo mimético. El hecho de
que el mismo Brabancio arda en deseos de escuchar las terroríficas
aventuras de Otelo, es el auténtico origen del drama (ver capítulo
XX).
En lugar de escuchar lo que dice Brabancio y atender sus recomen­
daciones expresas en materia de matrimonio, Desdémona se fía de los
impulsos exóticos de su padre e im ita la debilidad secreta que invade a
éste. Es el propio pastor quien abre a los lobos voraces las puertas del
aprisco familiar.
El deseo corre siempre en línea recta a la verdad del mediador, sin
prestar atención a los discursos que desmienten su naturaleza. Esa pers­
picacia es común a Desdémona y al propio Brabancio, que comprende
intuitivamente el deseo de su hija po rq ue coi nci de con el suyo. Cuando
anuncia que después de haber engañado a su padre engañará también

374
a Otelo, demuestra ser inteligente y Otelo se acordará de esas palabras
en el momento debido.
Aunque Otelo se equivoque al creer que Desdémona puede ena­
morarse de Casio o de algún otro veneciano arquetípico, su inquietud
está lejos de ser infundada. El encanto exótico de un marido desapa­
rece necesariamente con la familiaridad y, de haber seguido viviendo,
Desdémona habría descubierto sin duda otros Otelos menos gastados
que el original.
Desdémona ansia los espectáculos violentos y está hasta tal punto
fascinada por la inminente batalla de Chipre, que quiere de todas todas
asistir a ella, aunque tuviera que hacerlo en su propio barco, indepen­
dientemente de su esposo. Ella misma define con fuerza la naturaleza
de su deseo:

Que quiero a Otelo y con él quiero vivir


mi osadía y riesgos de fortuna
al mundo lo proclaman.
Me rendí a la condición de mi señor.
(I, 3, 248-251)

Desdémona está tan fascinada por el mundo oscuro y violento de


Otelo que, al descubrir sus intenciones homicidas, no intenta salvar su
vida. Se prepara para la muerte como para una noche de amor. Su do­
cilidad no es la de la mujer débil del siglo XIX, la dulzona burguesa ro­
mántica de las óperas; Desdémona es la «capitana» de Otelo (II, 1,
182), y su trágico fin responde a su expectativa más secreta. Otelo pone
en escena el más tenebroso de los deseos. Cuando el modelo y el obs­
táculo se confunden realmente, Eros y la pulsión destructora también
coinciden, y eso es lo que Shakespeare sugiere en el desenlace de su
tragedia.
Esa fusión de libido y violencia fatal corona finalm ente la mimesis
conflictiva. Lejos de ser un malentendido, la tragedia final sella el
acuerdo último de la pareja. ¿Cómo estar seguro de ello? La verdad que
Otelo permite entrever ya queda perfectamente explícita en otro lugar,
en una obra anterior, Noche de Epifanía. O, para ser más exactos, esa
verdad está tan velada en la primera obra como en la segunda, pero la
comparación de los dos textos revela correspondencias que disipan las
ambigüedades voluntariamente mantenidas por el dramaturgo.
Al final de Noche de Epifanía, cuando descubre que Olivia se ha
enamorado de Viola, Orsino enloquece de celos. El duque quiere ven­
garse del supuesto culpable, Viola, al que toma por un hombre. Invoca
en su rabia los celos salvajes de un egipcio del que se dice que «en el
instante de morir» mata a su bienamada, y pretende im itar ese ejemplo:

375
D uque : ¿Qué me resta ahora por hacer?
O livia : M onseñor hará lo que su dignidad le prescriba.
DUQUE: ¿Por qué no obrar, si tuviera como razón para ello,
como el ladrón egipcio que, a punto de morir,
mató a la que amaba?... Salvaje celosía
que puede tener su nobleza. Escuchad bien.
Puesto que despreciáis mi fe
y conozco en parte el hombre
que me ha usurpado el puesto que debía ocupar,
vivid-, vivid vos, tirana de corazón de piedra.
En cuanto a ese mancebo a quien amáis
y al que también yo aprecio, tomo al cielo por testigo
que lo arrancaré de vuestra vista cruel,
donde reina como vencedor e insulta a su amo.
¡Acompáñame, doncel! ¡Mis pensamientos han madurado para
[la venganza!
Sacrificaré el cordero que me es querido
para despechar ese corazón de cuervo colocado en un cuerpo
[de paloma.
(V, 1, 109-125)

Se me dirá que Viola no es Olivia y que los celos del duque están
perfectamente justificados, cosa que no ocurre con los de Otelo. Es
exacto, y sin embargo la situación está más cerca de la tragedia de lo
que parece. El modelo violento de Orsino, el ladrón de Egipto, es una
prefiguración de Otelo, al igual que el duque disponiéndose a matar a
una mujer que ama y que le ama. Lo que aproxima aún más esta escena
a Otelo es la reacción de Viola ante la amenaza de Orsino, sus prisas
por sufrir la violencia criminal de su amante. Los versos siguientes
anuncian la complicidad voluptuosa de Desdémona en su propia
muerte:

Y yo, con alegría, con apresuramiento y buena voluntad,


sufriré m il muertes para asegurar vuestro reposo.

(And I most j o c u n d , apt a n d willingly,


To do y o u rest a thousand deaths w o u ld lie.)
(115-133)

Para los isabelinos en general y Shakespeare en particular, «morir»


tiene con frecuencia una connotación sexual. Así ocurre visiblemente
en este fragmento. El verbo to die es una alusión al orgasmo. To do yo u

376
r

rest sugiere la satisfacción del deseo. Como todo en Shakespeare, el


parentesco de la muerte y el deseo puede ser objeto de una doble lec­
tura, unas veces cómica y otras trágica.
Trátese o no de un juego de palabras, el final violento de Otelo
pone en escena los esponsales de la muerte y el deseo en el paro­
xismo del mimetismo conflictivo. A medida que aumenta su obsesión
respecto a los obstáculos que no cesa de engendrar, el deseo se enca­
mina inexorablemente hacia la aniquilación del yo y del otro, de la
misma manera que los juegos de los amantes conducen al orgasmo.
Para entender mejor a Desdémona y Otelo, comparémoslos con
Romeo y Julieta. La muerte de los dos jóvenes no se debe a la quere­
lla entre sus padres, sino a su absurda precipitación —que conviene in­
terpretar como la realización de una aspiración claram ente expresada
por Romeo con motivo de su conversación con fray Lorenzo—, Gra­
cias a la sustitución sacrificial que determina cualquier representación
al nivel de lo que antes hemos llamado la «obra superficial», la res­
ponsabilidad de esas muertes es atribuida a algún traidor de comedia,
preferentemente un padre, en este caso el viejo Capuleto, pero la
auténtica verdad de la obra está en otro lugar, en la carrera voluntaria
hacia la destrucción y la muerte.
Como siempre en Shakespeare, el padre malvado y las disputas fa­
miliares sólo son espantajos desprovistos de sentido, secretamente ex­
traños al desenlace trágico, salvo al nivel superficial de la mitología
mimético-romántica. El viejo Capuleto es tan ajeno a la matanza final
como, en El sue ño de un a noche de v er ano (acto V), el muro, el león
y de nuevo el padre —¡siempre él!—lo son a la estúpida muerte de Pí­
ramo y Tisbe.
Estos dos amantes ridículos y clásicos podrían estar perfectamente
en el origen del desenlace de Romeo y Julieta. Por otra parte, ya son
mencionados en la obra. El sueño fue escrito justo después de la tra­
gedia, y el grotesco Píramo y Tisbe que aparece en él alude visible­
mente al rebuscado desenlace de la obra precedente y al cinismo con
que se explota en ella la credulidad romántica.
Píramo y Tisbe mueren, al igual que Romeo y Julieta, para satisfa­
cer las exigencias de un género literario. En la segunda obra, Shakes­
peare ridiculiza abiertamente a los dos protagonistas, mostrando clara­
mente que nada les separa y que nadie les empuja hacia la muerte.
En R omeo y Ju li e ta , fray Lorenzo previene inútilm ente a Romeo
contra su propia locura: «Al placer violento sigue un final violento»
(II, 6, 9).
Al igual que Otelo, Romeo y J u l i e t a pone en escena un deseo que
no puede ser más negro, un deseo que no intenta nada a excepción
de su propia destrucción apocalíptica. Este deseo extremo adopta for­

377
mas diversas en Shakespeare y una de sus expresiones más sorprenden­
tes se encuentra en Medida p o r medida.
La repentina pasión de Angelo por Isabel está inspirada en la ange­
lical pureza de una joven totalmente entregada ál ascetismo religioso.
Su severa piedad y la indiferencia que siente respecto a él ofrecen un
rival omnipotente ante él y su propia indiferencia, hasta entonces
siempre victoriosa. Angelo ve en la castidad de Isabel una afrenta per­
sonal, un acto de crueldad, un desafío irresistible, un obstáculo delibe­
radamente emplazado en su camino, el skandalon último:

¡Oh, enemigo astuto, que para coger un santo


echas tu anzuelo con santas! Peligrosa entre todas
es aquella tentación que nos conduce
al pecado por el amor de la virtud. Jamás una cortesana,
poniendo en juego su doble poder, el arte y la naturaleza,
habría llegado en ningún instante a excitar mi temperamento;
pero esta virtuosa virgen me subyuga completamente.
(II, 2, 179-185)

La castidad de Isabel se convierte en el doble mimético del purita­


nismo de Angelo, un rival «en la vida, en la muerte» del que ansia
triunfar. Es lo contrario del deseo de desenfreno de Claudio y de
Otelo, y sin embargo es lo mismo. Angelo reconoce lúcidamente la na­
turaleza destructora de su deseo. Como muestra su lenguaje, lo que está
en juego en su pasión no es un simple capricho; como en un relám ­
pago, aparece súbitamente revelada toda una dimensión terrorífica del
deseo:

Teniendo ya tantos terrenos públicos,


¿desearemos arrasar el santuario
para establecer en él nuestro lugar de esparcimiento?
(171-174)

En menos de tres versos, Shakespeare define la aspiración lucife-


rina al mal absoluto en que se convierte el deseo mimético en su más
extrema escalada. No depende de ninguna fatalidad biológica, ni de
ningún determinismo inconsciente, sino de una aquiescencia de la vo­
luntad. Es imposible asimilar el deseo de arrasar el santuario a una
fuerza anónima como la libido o la entropía, y menos aún a la hipó­
crita insipidez de nuestro «instinto de muerte». Esta últim a expresión
es la más engañosa en la medida en que sugiere que sólo nos lleva a la
destrucción y a la muerte una fuerza independiente del deseo aunque
digna de este nombre y que esa fuerza sólo constituye un suplemento

378
I

accesorio, un enigma necesariamente ajeno a la conmovedora inocen­


cia del deseo. Ahí reside nuestro prejuicio más tenaz y también el úl­
timo mito que nos queda, la últim a compensación a cambio de una
montaña de ilusiones ya abandonadas. En realidad, el carácter destruc­
tor del deseo coincide con su tendencia a suscitar sus propios obstácu­
los y a reforzarse al contacto de éstos. Medida p o r m ed id a contiene una
imagen especialmente sorprendente de ese mecanismo.

379
XXXII. «LA AMAS PORQUE SABES QUE LA AMO»
Sonetos

Los Sonetos contienen materiales miméticos demasiado asombrosos


como para no merecer un lugar en este libro. No sabemos exactamente
cuándo los escribió Shakespeare, pero la mayoría de los especialistas
coinciden en una fecha precoz. Si yo me hubiera ceñido de manera es­
tricta al que creemos el orden cronológico de las obras, habría anali­
zado estos poemas mucho antes.
Algunos sonetos son tan espectaculares desde el punto de vista que
nos interesa, que durante largo tiempo he acariciado la idea de comen­
zar por ellos. Esta opción habría reforzado la estrategia global de una
obra que consiste en ver al propio autor como el mejor intérprete de
sus propias obras.
He tomado finalmente la decisión contraria por temor a movilizar
contra mí a los numerosos descendientes de V illiers de L’Isle-Adam en
la crítica anglosajona, los feroces enemigos de la crítica biográfica. Po­
ner de entrada el acento sobre los sonetos habría despertado sin duda
sus suspicacias respecto a mí.
Frente a estos textos, nos planteamos siempre la misma primera
pregunta: «¿Tienen un carácter autobiográfico?» Si hubiera comenzado
este libro por ellos, se me habría reprochado sin duda que lo había ba­
sado todo en una vasta extrapolación del triángulo mimético tal como
aparece en los poemas. Pues bien, no es cierto. En lo que se refiere a
mi descubrimiento personal de Shakespeare, la obra más decisiva (es
algo que no se le habrá escapado al lector) es El s ueño de u n a noche de
verano.

Los tres protagonistas de los Sonetos son el propio poeta, un joven


que le inspira un intenso afecto y la famosa dark lady, esa morena fatal
tan sensual como inestable que desempeña el papel de la amante infiel
del poeta.
La mayor parte del tiempo sólo están presentes dos de estos perso­

380
najes —el poeta y el joven, o el poeta y la dama oscura—. En un segundo
grupo de poemas, más reducido pero capital, son tres: el poeta y el jo­
ven aparecen siempre; el tercer personaje es un rival que disputa al
poeta el afecto del joven: puede tratarse de un segundo poeta o de su
propia amante, la dark lady.
El segundo poeta es un personaje poco importante y de perfiles
muy vagos. El rival principal, al mismo tiempo que el objeto erótico
universal, es la dama oscura. Los poemas en los que aparecen reunidos
los tres personajes no cesan de definir una y otra vez una relación
triangular que parece sometida a innumerables cambios, bien porque
es realmente inestable, bien porque jamás es aprehendida demanera
directa y veraz, o bien por ambas razones a la vez.Aquítenemos un
primer ejemplo:

Que tú la tengas no es mi agravio capital;


y eso que bien se diga que bien la quería;
que ella te tenga a ti es entraña de mi mal,
pérdida de amor grave a mi contaduría.
Reos de amor, mi amor a defenderos baja:
tú la amas porque sabes que la amo —digo—,
y es por amor de mí por lo que ella me ultraja,
dejando por mi amor que la quiera mi amigo.
Si te pierdo, mi pérdida a mi amor la cedo,
i y al perderlo, mi amigo lo perdido halla;
uno al otro se encuentran, sin los dos me quedo,
y ambos por amor mío a mí me dan batalla.
¡Mas yo y mi amigo somos uno!: así se infiere
—oh dulce engaño— que ella sólo a mí me quiere.
(42)

Es imposible resolver el enigma (por otra parte sin auténtico inte­


rés) del referente biográfico exacto de ese tipo de texto. La cuestión
propiamente «existencial» es otra. El deseo representado en ese soneto,
como en todos los sonetos del mismo tipo, es visiblemente análogo al
que triunfa en la obra teatral. Imaginar que un escritor como Shakes­
peare pudiera pasar toda su vida representando un deseo totalmente
ajeno a su propia experiencia es un absurdo manifiesto.
El poeta sospecha que entre sus dos amigos existe una relación
amorosa y eso le aflige, pero se consuela ante la idea de que se intere­
san el uno por el otro a causa de él. El «tú la amas porque sabes que la
amo», etcétera, convierte al poeta en el m ed ia do r de dos «reos de

381
amor». A partir del momento en que su influencia le faculta para se­
guir interpretando los primeros papeles, puede permitirse el lujo de ser
magnánimo; su orgullo permanece intacto. Pero ¿ve las cosas tal cual
son? No es eso lo que sugiere «oh dulce engaño», etcétera. El final del
soneto nos obliga a preguntarnos si el tortuoso razonamiento del prin­
cipio es algo más que un laborioso intento de autoengaño.
Sin la ayuda de la teoría mimética, este poema no podría ni si­
quiera resumirse. Este hecho es por sí solo asombroso. Prácticamente
todos los críticos nos dicen que nuestro mimetismo es algo ajeno a la
poesía: es la noción antipoética por excelencia; tiene tal vez algún inte­
rés para la comprensión de la literatura satírica —para los me'nage a
trois y el esprit a la francesa—, pero no tiene estrictamente nada que ver
con la poesía, y todos sabemos que la poesía es el sancta sa nctorum de
la literatura.
De creer a nuestros críticos, Shakespeare jamás habría debido escri­
bir ese soneto, ni todos los demás del mismo tipo. ¿Hay que dudar de
su autenticidad? Imposible: son tan básicamente shakespearianos como
Noche de Epifanía o Troilo y Cressida. Hacen pensar en las enfermeda­
des de M oliere, cuya existencia la Facultad se negaba a admitir. Leed a
propósito de los Sonetos los libros de lengua inglesa más autorizados y
veréis que apenas se habla de los poemas más miméticos, y que su con­
tenido nunca es explicitado.
¿Cabe pensar que, por prejuicio personal, yo exagero el apuro que
todo eso debería ocasionar a los bienpensantes de la crítica literaria?
Puesto que, en la mayoría de casos, sólo aparecen dos personajes, y no
tres, ¿qué importa un pequeño número de sonetos triang ular es ? Hasta
los mayores poetas pueden cometer errores. A partir del momento en
que disponemos de una multitud de sonetos no triangulares, a los que
cabe suponer limpios de cualquier contagio mimético, tenemos dere­
cho a olvidar los demás, que son sin duda los menos buenos. ¿A santo
de qué devanarnos los sesos por unas pocas y lamentables excepciones?
Tomemos un soneto de sólo dos personajes, dirigido a la dark lady.
A primera vista, parece que puede tranquilizar a los guardianes de la
ortodoxia:

Ah, ¿qué poder te ha dado fuerza tan potente


que el corazón me abate a fuerza de flaqueza
y hace que diga a mi visión fiel que miente
y jure que no es alba cuando el día empieza?
¿De dónde es que tan bien te sienten prendas viles
que en las escorias mismas de tus actos quede
tal fuerza y garantía de artes tan sutiles

382
que, a mis ojos, tu mal a todo bien excede?
¿Quién te ha enseñado a hacerme más quererte cuando
más oigo y veo justa causa para odiarte?
Ah, aunque ame yo lo que otros desprecian tanto,
no debías con otros despreciar mi parte:
que si tu indignidad enciende amor en mí,
más digno yo de recibir amor de ti.
(150)

En lugar del triángulo erótico del cual quiere liberarse, este soneto
nos propone un gran número de f i g u r a s retóricas. Es lo que nuestros
estudiosos modernos aprecian en las obras poéticas. Se les enseña a po­
ner el acento sobre el lenguaje, hasta el punto de que, en la crítica con­
temporánea, sólo se trata de él, al menos en principio. Ahí está, según
parece, él gran descubrimiento de nuestro siglo. Lo esencial de la poe­
sía nq es nunca lo que se dice, sino cómo se dice.
Esas figuras nos recuerdan las que aparecen en las comedias. Con­
sisten en yuxtaponer palabras en las que cada una significa lo «contra­
rio» de la otra, como f u e r z a y f l a q u ez a , bien y mal, q u er er y odiar,
dign o e indignidad. ¿
Si dos contrarios están demasiado próximos, sus dos sentidos tien­
den a anularse, como en el caso de la materia y la antimateria. Eso
es, por lo menos, lo que se dice, y, según parece, no sin lógica. A partir
del momento en que el poeta insiste en un tipo de conjunción despro­
vista de sentido, el objetivo que persigue no debe coincidir con la fun­
ción normal del lenguaje que es la de comunicar un mensaje deter­
minado.
¿Cuál es entonces el objetivo del poeta? Creo que todas las respues­
tas actuales a esta pregunta se inspiran en el concepto de literaridad
tan -apreciado por Roland Barthes. Todo lo que distingue un poema
desde el punto de vista estilístico atrae la atención del lector sobre el
poema como poema, sobre su iden ti da d poética. A través de sus figuras
retóricas pero también a través de la forma poética como tal, en este
caso la forma del soneto, el poema dice: yo soy literatura. Sobre todo
en poesía, pero también en las obras en prosa, el objetivo único de lo
que se denota cede paso a la multiplicidad de las connotaciones. El
triunfo de estas últimas distingue lo literario puro, aquello con que se
deleitan los auténticos aficionados; lo connotativo crea la «literaridad»
de la literatura.
Hay algo de cierto en todo eso. La reaparición constante de la
misma figura en' nuestro soneto proclama una determinada especifici­
dad literaria. Pero ¿es la única, o también la principal función del oxi-

383
moron en este poema? Evidentemente no. El efecto estilístico sirve al
mismo objetivo que en las comedias: significa lo mismo.
El poeta tiene serios agravios contra su amante. Se presenta como
la víctim a de una estrategia mimética tan eficaz como vil. Lejos de
anularse es tú pi da m en te el uno al otro como les invita a hacerlo la se­
gunda parte de la palabra oxymoron —moron quiere decir prácticamente
lo mismo (tonto) en griego y en inglés—, los dos contrarios unidos por
la figura retórica expresan aspectos opuestos de la vivencia represen­
tada. Su coexistencia está lejos de ser pacífica, pero no es mutuamente
l o bastante destructora c o m o para desembocar en una aniquilación del
sentido.
La duplicidad mimética de la dama consiste en jugar incesante­
mente con los sentimientos de varios hombres. El poder que ejerce so­
bre el poeta no tiene otro origen. Fiel, resultaría menos atractiva que
infiel. Por esta razón los sentimientos del poeta respecto a ella son
«contradictorios». La considera a la vez deseable y repulsiva, deliciosa y
abominable. Eso nos recuerda a Troilo, rabioso pero impotente, con­
templando a Cressida en brazos de Diomedes.
En el caso de esta mujer es literalm ente exacto que «su mal a todo
bien exc ed e». Es l i te r a lm e n te ex ac to q u e el p o e t a la «quiere» tan furio­
samente como la «odia». Su esclavitud está paradójicamente reforzada
por lo que, desde el punto de vista de una psicología no mimética, de­
bería term inar con ella.
Es literalm ente exacto que la dama saca «su fuerza» de su «fla­
queza», en otras palabras, de una impotencia moral que la hace sensible
al cortejo de otros hombres. Es literalm ente exacto que, «en las escorias
mismas de sus actos», hay suficiente «fuerza» y «garantía» como para
mantener al poeta encadenado para siempre.
Como la «indignidad» misma de la dama «enciende amor» en el
poeta, es literalmente exacto que este amante «es más digno d e recibir
amor» de su dama. Ambos seres se merecen sin duda mutuamente. La
indignación moral es un lujo que ninguno de los dos puede permitirse.
Pero si lo que busca el poeta es un afecto verdadero, no será el tipo de
afinidad que existe entre él y su amante lo que hará que éste nazca.
Lo que tienen de común ambos amantes es también lo que les se­
para: su temperamento «hipermimético». Cuanto más se someta el
poeta a los caprichos de su amante, más tentada se sentirá ésta de supe­
rar los límites y de comportarse cada vez más escandalosamente. Desde
el punto de vista mimético, ella tiene razón-, su manera de reaccionar
es «sabia»: esta «sabiduría» es del mismo tipo que la de Cressida des­
pués de su decepcionante experiencia con Troilo.
Pese a su apariencia simplemente dual, basta un poco de atención
para verificar que el soneto 150 es tan triangular como el soneto 42. A

384
falta de un tercer personaje, el poeta no puede explicar la duplicidad de
la dama en todos sus detalles, pero alude constantemente a ello a tra­
vés de figuras retóricas.
El oxímoron es una expresión elíptica de la paradoja mimética.
Sólo aparece desprovisto de sentido en relación con una racionalidad
demasiado estrecha, arraigado en una psicología de colegiala. Está
claro que los contrarios producen un contraste que remite al escándalo
intelectual de su representación, pero este escándalo sólo es una conce­
sión aparente a la psicología color de rosa. Ésta sólo domina el poema
«retóricamente». El poeta no se toma realmente en serio el escándalo
intelectual que parece denunciar. Quiere que vayamos más allá y que
contemplemos un desorden que no reside en absoluto en el mundo ex­
terior, o en el lenguaje, sino en su espíritu, el desorden engendrado por
la tiranía de su amante y por su propia sumisión.
La paradoja mimética le sienta como un guante al oxímoron. Los
contrarios no se destruyen ni se completan entre sí y su efecto acumu­
lativa es propiamente monstruoso —en el sentido que posee esta palabra
en la noche de verano.
Si las figuras retóricas violentan el lenguaje convencional, es para
expresar la triste situación del poeta de la manera más económica y
sorprendente posible. No existe ahí ninguna razón para asustarse y pro­
clamar que nuestro soneto «se deconstruye a sí mismo» u otras lindezas
del mismo cariz. No tenemos motivo para decir que el lenguaje como
tal encuentra aquí su lím ite, que la máquina de producir sentido ha
desfallecido. No son más que pamplinas para deconstructores dema­
siado apresurados, los Piramos y las Tisbes del esnobismo-nihilismo
contemporáneo.

Los sonetos triangulares y los sonetos duales de la dark lady tienen


un .contenido mimético común. Es obvio que los críticos tradicionales
jamás se refieren explícitamente a este contenido; en cambio, se
apoyan silenciosamente en él cuando dan por hecho que en ningún
caso hay más de una mujer en el conjunto de los sonetos. Jamás se pre­
guntan si varias amantes del poeta se suceden a lo largo de los poemas.
Sin duda tienen razón, pero ¿en qué indicios se basan? Cuando ni el
color de sus cabellos es mencionado, ¿cómo saben que se trata siempre
de la misma mujer? El único rasgo constante de los sonetos con perso­
naje femenino es la estrategia mimética de la dama, la duplicidad refle­
jada cuya explicación se encuentra en los sonetos triangulares.
Es indudable que en el Londres isabelino la habilidad mimética no
era monopolizada por una sola y única mujer. En teoría por lo menos,
la hipótesis de varias amantes infieles no debería quedar descartada.

385
Pero, vista bajo un ángulo tan literario como existencial, esta hipótesis
carece de interés. La mujer es siempre la misma en la medida en que
su relación con el poeta no cambia y en que sus efectos son siempre los
mismos. Poco importa que sea una o que sean varias. Poco importa
que la dama sea denunciada en términos generales a través de figuras
retóricas o que, por el contrario, su arma principal —su eventual rela­
ción con el amigo masculino— ocupe el centro del debate.
O bien los sonetos son de tres personajes y la interacción que en
ellos se produce es re presentada en un sentido próximo al del teatro, o
bien son de dos personajes y la dimensión triangular es a la vez signifi­
cada y ocultada por las figuras retóricas. Así pues, podemos contemplar
el oxímoron como una especie de sucedáneo sacrificial del tercer per­
sonaje, una receta específica capaz de transformar el teatro triangular
en un tipo de poesía consumible por los enemigos del literalismo m i­
mético y de la voluntad shakespeariana de poner los puntos sobre las
íes. En esta poesía, el triángulo erótico está siempre presente Pero disi­
mulado bajo el velo de una exuberancia lingüística considerada gra­
tuita. Los críticos que sólo tienen el «lenguaje» en la boca se guardan
muy bien de levantar este velo. Si queremos medir la importancia de la
dimensión mimética, tenemos que recordar que en la poesía clásica los
celos no son un topos más, sino el tema por excelencia.
Shakespeare es capaz de jugar el juego de la l iteraridad con tanta o
mayor competencia que sus mediocres rivales. La diferencia está en
que él, Shakespeare, da a este juego un soplo de vida verdadera convir­
tiéndolo en una expresión más del deseo que le obsesiona. La superio­
ridad real del gran poeta, paradójicamente revelada por la teoría mimé-
tica, escapa por completo a la literaridad de Roland Barthes y de sus
émulos.
El exceso de importancia concedido a la literaridad es el signo de
un empobrecimiento narcisista muy adecuado para seducir a nuestra
época. Sólo un esnob escribe para que su obra sea calificada de «litera­
ria». Si los psicólogos mediocres son unos mediocres poetas, es porque
utilizan las convenciones poéticas de manera convencional, por puro
espíritu de literaridad. No necesitan tener algo que decir para preten­
derse desesperadamente escritores.
Lejos de ser antipoética, la teoría mimética explica la esencia
misma de la retórica amorosa en toda nuestra literatura. Esta no es
nunca tan vacía como parece; es el mejor vehículo lingüístico que po­
seemos en materia de interacción mimética. Si este lenguaje estuviera
tan desprovisto de sentido como afirman eternamente los críticos, no
gozaría de una vida tan larga. Incluso en la actualidad, cuando un es­
critor consigue aprehender la compleja futilidad de las trampas en que
cae, los que quieren apartar de sí la aparente dureza de su mensaje le

386
colocan la etiqueta de «retórico». Es el caso del mejor Proust, que no es
más retórico en el sentido de la moda de lo que lo era Shakespeare en
sus sonetos, pero que atrapa, también él, la vanidad del deseo en fór­
mulas de una verdad estremecedora.
La apología actual de la retórica es tan falaz como las acusaciones
que se le dirigían antes, pues se basa más que nunca en la indiferencia
tradicional de los críticos respecto al contenido. Los auténticos escrito­
res se interesan fundamentalmente por lo que dicen y la superioridad
de su estilo proviene de su esfuerzo por expresar ese decir de la manera
más sencilla y económica posible.

La mayor parte de los sonetos duales están dirigidos al joven amigo


del poeta. Es fácil demostrar que también ellos son triangulares. In­
cluso en ausencia de una tentación demoníaca o de un poeta rival, la
relación descrita jamás es serena. La sensación de inseguridad que im ­
pregna los textos es un factor esencial de su sabor poético. Lo que oca­
siona este malestar es menos evidente en algunos sonetos que en otros,
pero nunca es muy difícil de descubrir. Como siempre, es el miedo de
una preferencia concedida a otro:

¿Es orden tuya que tu imagen tenga abiertos


mis párpados pesados a la noche ingrata?
¿Deseas tú que quiebre mis sueños inciertos
sombra que, por burlar mi vista, te retrata?
¿Son tu espíritu esos que de ti me envías,
lejos de su morada, a que mi vida espíen,
a hallar en mí vergüenzas y horas m alvadas,
meta y rumbo por donde tus celos se guíen?
No, tu amor, aunque mucho, no es tan poderoso:
es mi amor el que tiene mis ojos en vela,
mi amor leal, que así combate a mi reposo,
para siempre en tu honor hacer de centinela.
Por ti yo velo, mientras tú habrás despertado
lejos de mí, de otros cerca demasiado.
( 61 )

El insomnio del poeta es debido al joven, pero, a falta de un rival


concreto, su angustia parece, a primera vista, no tener ninguna causa.
Y sin embargo los celos son una vez más el auténtico problema, aun­

387
que sólo se nos revela in extremis, en las cuatro últimas palabras. El
hecho de que todos los otros sin excepción parezcan temibles, el hecho
de que ningún otro esté al amparo de la sospecha, confirma el carácter
obsesivo de tales celos. Confesarlo es un signo de debilidad: antes de
ceder al deseo compulsivo de manifestarlo, el poeta resiste el mayor
tiempo posible.
Incluso los temas más convencionales de los sonetos, como el del
tiempo fugaz, están enteramente penetrados por los celos. Cuando el
poeta, por ejemplo, se lamenta de la vejez, no es porque el envejeci­
miento lo aflija como tal, sino porque constituye una desventaja con re­
lación a rivales más jóvenes.
Al igual que la de la dama oscura, la mala conducta eventual del jo­
ven aterroriza al poeta, pero este terror es un ingrediente necesario de
su relación, por no decir su factor esencial, y ello siempre por el mismo
motivo: en lugar de debilitar el apego del poeta por el culpable, como
pretendería la ideología falaz del «amor verdadero», true love, la infide­
lidad lo refuerza.
Los sonetos dedicados al joven son, a menudo, menos abiertamente
triangulares que los sonetos de la dark lady, y la razón es clara: el poeta
es menos severo y suspicaz con su amigo que con su amante; lo que en
ella aparece como puro maquiavelismo en él sólo es ingenuidad, des­
preocupación masculina o incluso exceso de amabilidad.
En el soneto 41, esta menor severidad salta a la vista del lector y
sin embargo los celos son los mismos que cuando se trata de la dama.
La relación obedece en ambos casos a la misma ley mimética:

Esos deslices que comete libertad,


cuando estoy de tu corazón ausente a veces,
a tu hermosura bien le cuadran y a tu edad;
que tentación está doquiera que apareces.
Rico eres, y por tanto, expuesto a mercader;
bello eres, y por tanto, presa de conquista;
y si una mujer ruega, ¿qué hijo de mujer
agriamente la dejará que en vano insista?
Ay sí, pero aún podías respetar mi coto
y a tu hermosura y vagos años regañar,
que te han llevado a trance tal en su alboroto
donde una doble fe tendrás que quebrantar:
la de ella, por tentarla tu beldad contigo,
la tuya, al ser traidora tu beldad conmigo.

388
Nuestro análisis nos permite aprehender en los sonetos algo más
que una recopilación fortuita de poemas sobre algunos personajes y te­
mas más o menos independientes entre sí. Aparece un tema funda­
mental que unifica el conjunto: no es el joven ni la dark lady ni si­
quiera los dos juntos, sino el dolor del poeta relacionado con su
sensibilidad hipermimética.
Si los sonetos abiertamente triangulares dominan el conjunto, no es
a causa de la curiosidad que suscitan sus posibles resonancias «autobio­
gráficas», sino porque expresan mucho más ampliamente los infortu­
nios del poeta y revelan la relación entre los temas aparentemente he­
terogéneos de sus diferentes poemas. El mejor de todos podría muy
bien ser el soneto 144:

Dos tengo amores de catástrofe y de amparo,


como dos genios que me inspiran hora a hora:
mi mejor ángel es un hombre blondo claro,
mi genio malo una mujer morena mora.
Para echarme al infierno ya, mi diablo hembra
^ tienta a mi ángel bueno a abandonar mi bando
y en mi santo malicias de demonio siembra,
su pureza con vil soberbia cortejando.
Y si se hará mi ángel diablo o no, conmigo
temerlo puedo, no decirlo a lo derecho;
mas siendo míos ambos y uno de otro amigo,
un ángel en infierno de otro me sospecho.
Pero eso nunca lo sabré, y en dudas peno,
hasta que el malo a purgatorio arroje al bueno.

Ambos, el joven y la dama oscura, son un oxímoron viviente. En


mi capítulo sobre Ulises he calificado de «caricaturesca» la idea joy-
ceana de una Ann Hathaway acostándose con dos de loshermanos de
Shakespeare con la única intención de perpetuar su dominio sobre él.
Tachaba al autor de exageración y me equivocaba ya que la estrategia
que los sonetos atribuyen a la dark lady es la réplica exacta de la in­
vención joyceana.
En nuestro primer soneto triangular (42), el poeta intentaba heroi­
camente transfigurar el infierno en que vive interpretándose a sí
mismo como el dueño del doble juego diabólico; se creía mediador de
su amigo, mediador de su amante. En el soneto 144, adopta la posición
inversa, describiéndose como un ser mediatizado, como una víctim a de
la sugestión y no como su inspirador. Los directores del juego en este

389

I
i J
caso son el joven y la dark lady, todas las posiciones están invertidas.
Detrás del conjunto de los sonetos, hay que imaginar un triángulo
único que nunca es cantado dos veces exactamente de la misma ma­
nera. En el plano «autobiográfico», no sabemos absolutamente nada de
ese «verdadero» triángulo, ni de los cambios que el tiempo pudiera
producir en él. El poeta jamás está seguro de nada. Unicamente dis­
pone de sus impresiones sucesivas, ninguna de las cuales nos aporta
una certidumbre porque ninguna se la aporta a él mismo.
Los sonetos que parecen «menos triangulares» podrían correspon­
der a esos momentos felices en que el poeta ya no cree en sus propios
celos, o los considera tan excesivos que los borra casi por completo de
su poema. En el otro extremo, la traición parece tan segura que, en un
mismo y único soneto, la evocación explícita de los tres protagonistas
parece requerida. Entre ambos extremos se intercala toda una gama de
posibilidades.
En último término, la actitud fundamental es la incertidumbre más
total, no porque sea dominante desde un punto de vista estadístico
—sólo se hace realmente explícita en nuestro soneto—, sino porque
multiplicar las explicaciones contradictorias equivale a no abarcar ver­
daderamente ninguna de ellas. Si el fiel de la balanza se aparta dema­
siado de la vertical, podemos estar seguros de que no tardará en preci­
pitarse hacia el otro lado. Así, en los últimos seis versos del soneto 42,
aparece el esbozo no ya de uno sino de dos movimientos sucesivos
—pausas provisionales en el seno de un movimiento circular interm ina­
ble—. Todas las perspectivas reaparecen antes o después, en una especie
de «eterno retorno».
Implícita o explícitamente, todos los sonetos intentan contestar a la
misma pregunta: ¿el poeta es víctim a de una doble infidelidad? Pre­
gunta muy sencilla y que siempre puede recibir un sí o un no, y sin
embargo resulta imposible contestarla. La solución del enigma de­
pende totalmente de los dos seres más próximos al poeta, y los más
amados. Bastaría una palabra para zanjar la cuestión, pero jamás llega.
El poeta se interroga día y noche sobre el mismo problema, pero es
inútil. Lejos de ayudarle, su perspicacia y su sutileza extremas tienen el
efecto de hacerlo todo —y a todo el mundo— más opaco.
¿Quién es el amante y quién el amado en estos sonetos, quién el
sujeto y quién el objeto, quién el mediador y quién el mediatizado,
quién engaña y quién es engañado? Nadie puede decirlo. El conjunto
desemboca en una ignorancia total. El soneto 144 conceptualiza esta
duda radical. El noveno verso contiene un primer reconocimiento del
fenómeno: «Temerlo puedo, no decirlo a lo derecho.» El penúltimo
verso aporta una segunda: «Pero eso nunca lo sabrá, y en dudas
peno...»

390
La duda radical parece casi demasiado «moderna» para la época de
Shakespeare. Sugiere a escritores más próximos a nosotros en el tiempo
—Kafka o el Marcel Proust de La pr isi on er a—, trabajados por el mismo
tipo de celos que el poeta de los sonetos; y no olvido, evidentemente, a
James Joyce.
Esta duda radical aparece también en la otra teatral, y ya la hemos
definido a propósito de Mucho ruido p o r nada y Otelo. Volveremos a
encontrarla bajo su aspecto más horrible en esa obra capital que es
Cuento de invierno . Esa duda debe ser concebida como un auténtico
caos, un hundimiento de las diferencias en el interior del triángulo,
que significa a un tiempo su desintegración y su absoluta realización.
En nuestro soneto, aparece como algo evidente una cosa que en otras
partes jamás pasa de ser insinuada. Bajo la influencia de la dark lady, el
ángel bueno podría convertirse en demonio; el contagio mimético llega
a amenazarle incluso a él.
A partir de ese momento, las relaciones entre nuestros tres perso­
najes se hacen irreconocibles, no por falta sino por exceso de elem en­
tos de explicación. Cuando las diferencias están en vías de borrarse, el
proceso no se presenta como una lenta y gradual desaparición de lo
que diferencia a los seres, sino, por el contrario, como una demente
proliferación de divergencias salvajes y fugitivas, inmediatamente susti­
tuidas por sus «contrarios». Son las sucesivas hipótesis del celoso. El
desdichado se convierte en la víctima de mil demonios sutiles —las «vi­
siones inmateriales» de El s ueño de un a noche de v e r a n o —. Las diferen­
cias liberadas de ese modo carecen de consistencia y acaban por fun­
dirse entre sí.
Los sonetos son un caleidoscopio de todas las explicaciones, acti­
tudes y estrategias que un individuo atrapado en un triángulo en vías
de desintegración se esfuerza por adoptar a fin de penetrar el misterio
que le obsesiona. Este infortunio puede leerse como la contrapartida
introspectiva de lo que hemos encontrado en todos los rincones del
teatro shakespeariano, a saber, la crisis de las diferencias y su prolife­
ración en dobles monstruosos, todos ellos mitad ángeles mitad de­
monios.
Debido a la febril actividad mental que desencadena y a las nu­
merosas hipótesis contradictorias que hace nacer, es posible que esta
desintegración no sea inútil en el plano de la creación literaria. Gra­
cias a ella un escritor puede engendrar —como lo hace Shakespeare
en su teatro— una diversidad verdaderamente sorprendente de varia­
ciones sobre el mismo triángulo mimético: las intrigas de las co­
medias.
Si examinamos los sonetos a partir de la obra teatral, nos damos
cuenta de que, casi siempre, podrían presentarse como la obra de un

391
personaje esencial de una u otra de las obras que hemos analizado.
Vimos que en el soneto 42 el poeta se esfuerza no por resignarse
simplemente a su triste suerte, sino por apuntarse a ella con entu­
siasmo. Esta actitud recuerda el síndrome del «chulo cornudo» pro­
puesto por Joyce como denominador común de un determinado nú­
mero de comedias. El soneto hace pensar en todos esos personajes
cuyas indiscretas jactancias son una invitación a la traición.
El «tío» de Cressida es una caricatura de esta tentación mimética.
Es fácil imaginar cómo, en la preocupación permanente de crecer
ante sus propios ojos y de quer er lo que no puede impedir, el autor
del soneto 42 podría contribuir a la conjunción amorosa que en reali­
dad teme. Se transformaría así, voluntariamente, en una copia exacta
de Pándaro.
El soneto 144 se halla en el extremo opuesto. Lo que sugiere ya no
es una sospechosa complacencia, sino los auténticos celos, los que se
confiesan a uno mismo. Si pudiéramos estar seguros de que el poeta
tiene razón en creerse engañado, diríamos de esos celos que son «nor­
males». Pero la versión «pesimista» del triángulo es tan dudosa como su
contraria. Si los celos del poeta fueran infundados, el soneto 144 no
haría pensar en el malestar razonable, sino en las sospechas injustifica­
das de un Claudio respecto a Hero y al príncipe, o en las sospechas aún
más injustificadas de un Otelo respecto a Desdémona y a Casio, o tam ­
bién en la locura furiosa de Leontes respecto a Hermione y a Poli-
xenes.
Los celos agudos representados en los sonetos podrían muy bien es­
tar en el origen de personajes tan diferentes como Phebe, Silvio, Or­
sino, Pándaro, Claudio, Otelo, Leontes y muchos más. El paisaje afec­
tivo e intelectual de los sonetos podría reflejar perfectamente el estado
de ánimo del propio creador en una fase especialmente intensa de su
actividad creadora. La eterna recurrencia de las explicaciones relativas
a su desgracia podría ser muy bien el crisol de donde sale lo esencial de
su teatro.
En su ensayo sobre Shakespeare, Joyce jamás menciona los sonetos,
pero, más directamente aún que las obras dramáticas, éstos exhiben la
concepción que el gran irlandés se formula del proceso creador en to­
dos los auténticos reveladores del mimetismo conflictivo. Este incom­
parable especialista de la autoobservación insinúa, como hemos demos­
trado anteriormente, que su propio genio literario es inseparable de sus
celos enfermizos. Los sonetos sugieren exactamente lo mismo en el
caso de Shakespeare.
Todo lleva a creer que la mayoría de los reveladores del deseo m i­
mético eran seres «triangulares» en el sentido shakespeariano de los so­
netos. Aparte de Joyce, Proust y el propio Shakespeare, los ejemplos

392
que se me ocurren inmediatamente son los que he estudiado anterior­
mente: Racine, Moliere, Dostoievski y Nietzsche.1
Más sensibles que la mayoría de los mortales al papel del contagio
irracional en los asuntos humanos, parece que esos grandes escritores
tendieron a exagerar la importancia del más mínimo indicio de efer­
vescencia en su entorno inmediato, aumentando hasta el lím ite má­
ximo los riesgos de mudanza repentina en sus relaciones con los seres
que amaban. Resultado: su vida estuvo perpetuamente invadida por la
incertidumbre y la inestabilidad. No son necesariamente unos an or­
males o ni siquiera unos enfermos en el sentido del psicoanáli­
sis, sino que pagaron su genio literario con cierto desequilibrio psí­
quico.
Si el objeto no está suficientemente alejado del que lo contempla,
si éste no alcanza a destacarse suficientemente de él, la luz producida
por la hiperconciencia mimética se hace demasiado deslumbrante para
resolverse en certidumbre. Una mancha ciega crece en el centro de la
visión y significa que, sin perder su validez intrínseca, la intuición
mimética resulta inútil para el que la posee —e incluso peor que inútil
si vuelve a ponerla siempre al servicio del deseo—. Agrava su confu­
sión y refuerza sus ilusiones.
Esta idea nos resulta familiar y reaparecerá de manera explícita
en Cuento de i nvi erno, es decir en los cinco capítulos que voy a de­
dicar ahora a esta obra. Mi breve análisis de los sonetos en el pre­
sente capítulo, así como mis observaciones sobre Otelo en el capítulo
anterior, eran una especie de preludio a esta última exploración ca­
pital.
Cuento de invie rno es, por varias razones, una obra única. Trata de
la negrura del deseo más abiertamente y más profundamente que todo
lo que la precede. También es la obra en la que el protagonista se pa­
rece más al poeta de los Sonetos. En Leontes y sus celos enfermizos se
conjugan la incertidumbre kafkiana de los poemas y la furia destructiva
de Otelo.
Este drama también es excepcional por otra razón. No sólo
explora los peores maleficios del deseo sin el menor compromiso
ni la menor debilidad, sino que acaba por encontrar una salida maravi­
llosa y misteriosa al laberinto que esta vez no es la muerte, sino una
nueva vida, un auténtico renacimiento. Volvamos, pues, ahora nues­

1. Sobre Racine, ver René fjirard , La R o u t e a n t i q ue des h o m m e s p e r v e r s , Gras-


set, 1985, capítulo 7; ver también Dostoievski: d u d o u b l e a l ’u n i t é , Plon, París, 1963;
y finalmente: «Strategies of Madness, Nietzsche and Dostoi'evsky», To Dou bl e B u s i ­
ness B o u n d , Johns Hopkins University Press, Baltimore, 1978, y Athlone, Londres,
1988.

393
tras miradas hacia la que considero la más personal de las creaciones
teatrales de Shakespeare, la más sombría en un comienzo, pero la pri­
mera en proponer, en su final, un desenlace realmente luminoso y re­
dentor.

394
XXXIII. «UN INSTRUMENTO PARA EMPUJAROS AL VICIO»
Cuento de invierno

Los celos más monstruosos del teatro de Shakespeare no son los de


Otelo, sino los de Leontes, el protagonista de Cuento de invierno. Aun­
que no tenga a nadie a su lado que le envenene la mente, ese rey de Si­
cilia llega casi a exterminar a toda su familia. Hermione, su fiel esposa,
está entregada a él en cuerpo y alma; su presunto rival, Polixenes, rey
de Bohemia, es un amigo de una lealtad absoluta.
En el acto I, escena 2, vemos cómo Leontes se convierte de re­
pente en un animal salvaje. Contrariamente a lo que afirman numero­
sos críticos, esta escena soberbia contiene todos los elementos que per­
miten entender los celos del protagonista.
Después de una estancia de nueve meses junto a Leontes y Her­
mione, Polixenes anuncia que debe regresar a su casa. Se debe a su fa­
m ilia y a los asuntos de Bohemia. Muy afectado por esa decisión,
Leontes suplica a su amigo que se quede por lo menos unos días más.
Desea tan ardientemente que Polixenes prolongue su estancia en Sici­
lia que se nuestra incoherente. De manera brusca e incluso descortés,
se dirige entonces hacia su esposa, que se mantiene silenciosa a su
lado:

¿Tiene la lengua atada, nuestra Reina? Hablad.


(I, 2, 27)

El único personaje con la «lengua atada» en esta escena es el propio


Leontes. Consciente de lo convincente que ella sabe ser, hubiera prefe­
rido que Hermione interviniera sin necesidad de ser solicitada. Se
siente tan dependiente de ella como de su amigo y tiene la sensación
de que las dos personas que más importan en su vida le abandonan al
mismo tiempo... Adivinando su turbación, Hermione intenta al princi­
pio tranquilizarlo:

Había pensado, señor, guardar silencio hasta

395
que le hubierais arrancado juramento de quedarse.
Vos, señor, le apremiáis con demasiada frialdad.
(28-30)

Ella decide entonces «suplicar» a Polixenes en el tono caluroso y


amistoso que le es propio, pero sin apartarse jamás de su dignidad.
Leontes está encantado. Repite dos veces consecutivas: «Bien dicho,
Hermione.»
Cediendo con bastante rapidez a las súplicas de la joven, Polixenes
decide demorar su partida. Leontes desborda de admiración y de gra­
titud:

A petición mía, no quiso.


Hermione, querida mía, jamás has hablado
con mejor fin.
(87-89)

Hermione pregunta a su marido si sus últimas palabras son real­


mente sinceras. Aliviado, Leontes contesta que ella jamás hahablado
tan bien como en ese momento, salvo una vez, el día en que contestó
«sí» a su petición de mano. Después de lo cual Hermione se lim ita
prácticamente a repetir lo que su marido acaba de decir:

... he hablado dos veces con buen fin:


la una, me ganó para siempre un real marido:
la otra, un amigo por algún tiempo.
(106-108)

Mientras pronuncia estas palabras, Hermione le da la mano a Polixe­


nes, y en ese preciso instante los celos invaden el corazón de Leontes:

L e o n t e s (aparte)-. ¡Demasiado acaloramiento, demasiado acalora­


m iento!
Mezclar mucho la amistad es como mezclar sangres.
Tengo en mi trem or cordú-, el corazón me baila,
pero no de alegría, no de alegría.
(108-111)

En la medida en que Hermione manifiesta su afecto por Polixenes


bajo la mirada de Leontes, esta demostración no puede tener el sentido
que este último le atribuye. Leontes es consciente de ello y, sin em ­
bargo, persiste en su nueva y demente convicción. ¿Cuáles son las cau­
sas de sus repentinos celos?

396
Durante la conversación de su mujer con Polixenes, Leontes se ha­
bía alejado y, al no poder oírles, había gritado: «¿Está ganado ya?» (refi­
riéndose a Polixenes). En las frases siguientes, en las que ella asocia las
dos ideas —«la ganancia de un real marido» y «la ganancia de un ami­
g o »-, Hermione no hace sino repetir la metáfora de Leontes.
Cuando Leontes descubre que su mujer le imita y coloca su afecto
por él en el mismo plano que su afecto por Polixenes, se siente aterro­
rizado. Llevaba nueve largos meses pensando en una unión triangular
perfecta entre él, Polixenes y Hermione. Creía que entre ellos dos de­
berían existir unas relaciones tan estrechas como las de él con cada uno
de ellos por separado. A lo largo de la estancia de su amigo, ha creído
notar e n él cierta reticencia respecto a su mujer, y en su mujer, cierta
reticencia respecto a su amigo. Interpretaba esta reserva mutua como
un reproche dirigido hacia él: era posible que su mujer le despreciara
secretamente por haber elegido semejante amigo; era posible que su
amigo le despreciara por haber elegido semejante esposa.
Al comienzo de la escena, Leontes sigue esforzándose por aproxi­
mar a Polixenes a Hermione, y viceversa, persuadido de que no ha
triunfado en la empresa. De ahí su tristeza cuando Polixenes anuncia
su partida; y su irritación ante la aparente indiferencia de Hermione. Y
de repente, al descubrir que su mujer imita sus propias palabras, ese
hombre inquieto cambia por completo de opinión. Piensa que se ha
equivocado gravemente. No ha trabajado en vano, muy al contrario.
Ha infravalorado terriblemente su propia influencia.
Hermione ha hecho comprender a Polixenes cuánto le importa, no
a ella sino a su marido, que prolongue un poco su estancia, y Polixenes
entiende que tiene que ceder. Leontes observa lúcidamente la manera
que tienen ambos de doblegarse a su capricho.
Leontes acaba de convertir a su mujer en una especie de alcahueta
entre Polixenes y él mismo. Reflexionando sobre los peligros de ese
comportamiento, imagina de repente que es exactamente el modelo
mimético que quería ser, pero en un sentido completamente diferente
del que deseaba. A partir de ese momento se considera un Pándaro in­
voluntario, empujando a su mujer a los brazos de su amigo, empujando
a su amigo a los brazos de su mujer.
Se dice a sí mismo que lleva nueve largos meses jugando el papel
del m agnífico co rnud o y que es el único en ignorarlo. Todo el mundo
se ríe de él a sus espaldas. Cuando Camilo se niega a aceptar su para­
noia, Leontes decide que eso demuestra que también él debe de formar
parte de la conspiración:

Camilo fue su auxiliar en esto, su alcahuete.


(II, 1, 46)

397
El rey acusa a su consejero de perseverar en el papel que él, el ma­
rido complaciente, le ha invitado miméticamente a interpretar —inter­
pretándolo él mismo ante sus narices.
El primero en desentrañar lo que ocurre en el interior de Leontes
es Camilo. El personaje cuenta con demasiado sentido común y perspi­
cacia como para que podamos dudar de su diagnóstico. Dirigiéndose a
un Polixenes que no sale de su asombro, resume en pocas palabras la
ilusión de Leontes (el subrayado es mío):

Piensa, e incluso jura con toda confianza


como si lo hubiera visto, o hubiera sido el instrumento
p a ra acercaros a ello, que habéis tocado a la Reina
de modo prohibido.
(I, 2, 414-417)

Leontes jamás ha dicho a su consejero: «Yo he sembrado la semilla


adúltera en el corazón de mi mujer y en el de mi amigo»; el prudente
Camilo presenta su interpretación como una simple conjetura, pero en
realidad se trata de otra cosa: define la naturaleza shakespeariana de
esos celos. La verdad de su opinión es confirmada tanto por Leontes,
un poco más adelante, como por Hermione al comienzo del tercer
acto, cuando se defiende contra la injusta acusación de su marido.
Leontes se cree el instrumento de las relaciones culpables entre su mu­
jer y su amigo.

Tomemos en primer lugar el caso de Hermione. Paradójicamente


nos demuestra su inocencia al comprobar las sospechas de Leontes y
confirmar la perspicacia de sus celos. Su marido es el responsable de su
afecto por Polixenes (subrayado por mí):

En cuanto a Polixenes,
con quien se me acusa, reconozco
que le quise como requería en honor,
con tal especie de amor como podía estar bien
en una dama como yo: con un amor,
precisamente y no de otro modo, como tú mismo mandabas,
no haberlo hecho así creo que habría sido en mí
a la vez desobediencia e ingratitud
hacia ti y hacia tu amigo, cuyo amor había hablado
libremente desde cuando supo hablar,
de niño
(III, 2, 61-71)

398
Leontes tiene razón. Él ha comunicado a su esposa el amor ex­
tremo que siente por su amigo de infancia. Y ella ha imitado ese afecto
fundamentalmente por obediencia.
Se trataba de una orden que ella ha percibido menos a través de las
frases explícitas de su marido que a través de la presión ejercida sobre
ella por su comportamiento, por ejemplo cuando Polixenes anuncia su
marcha y Leontes se siente personalmente herido por la indiferencia
de su mujer —o lo que él considera como tal.
Hermione no lo niega: su marido le ha servido exactamente de mo­
delo mimético en su relación con Polixenes. Leontes ha descubierto
una verdad importante, pero no entiende su sentido. Ve el mal allí
donde reina la más absoluta inocencia.
Este personaje hipermimético encierra a su mujer en un double
bi nd clásico. Haga lo que haga, siempre será malo para él: si se man­
tiene reservada, pasará por insensible; si manifiesta abiertamente su
simpatía por Polixenes, se hará acusar de adulterio.
Nadie más experto que Leontes en materia de deseo. Sólo piensa
en términos de modelos y de imitadores, tanto en el caso de Camilo
como en los de Hermione y Polixenes. Su sentido psicológico es sin
embargo defectuoso, pero por razones más complejas que las que sue­
len aducirse. No podemos desembarazarnos de este personaje calificán­
dolo de loco y negando en consecuencia toda pertinencia a sus obser­
vaciones.

El famoso monólogo de Leontes sobre el deseo (affection) es pre­


sentado muchas veces como el fragmento más oscuro de toda la obra
shaskespeariana. A la luz de lo que acabamos de decir, esta oscuridad
se disipa:

¡Deseo! (affection) tu intención apuñala el centro:


tú haces posibles cosas que no se creen tales,
tienes algo en común con los sueños (¿cómo puede ser esto?),
con lo que es irreal: colaboras con lo artificial
y eres compañero de la nada. Entonces, es muy creíble
que puedas aliarte con algo, y lo haces,
y más allá de lo debido, y lo encuentro,
y eso para infección de mi cerebro
y endurecimiento de mi frente...
(I, 2, 138-146)

Reflexionar sobre nuestra capacidad para penetrar los verdaderos


deseos de otro es tan natural para Leontes como para el narrador ce-

399
loso de En busca de l tiempo perdido. Su monólogo tiene algo de caó­
tico, pero el caos reina en su mente y, desde el punto de vista dramá­
tico, un poco de caos está justificado. Las concepciones miméticas de
Shakespeare están fielmente reproducidas en este texto y la utilización
que de ellas hace Leontes es tan penetrante que designa en este héroe
el igual de su creador.
Algunos estudiosos suponen que la palabra affection (deseo, pasión)
remite aquí a Leontes y a sus celos, y otros que designa el supuesto de­
seo de Hermione por Polixenes, y viceversa. Desde el punto de vista
de Leontes, estos dos últimos deseos, debido a que han sido «engendra­
dos» por el suyo, o, lo que es lo mismo, lo han tomado por modelo, de­
ben ser idénticos. En lugar de elegir entre dos interpretaciones en ab­
soluto incompatibles, hay que fundirlas entre sí. Affection es insepara­
ble de «infección», y la palabra inglesa engloba todas las modalidades
del deseo mimético.
Para Shakespeare, es obvio que podemos equivocarnos respecto a
otro p r o y e ct a n d o sobre él nuestros propios sentimientos, pero también
podemos comprender el deseo que es semejante al nuestro, sobre todo
si nosotros lo hemos creado. En Noche de epifanía, por ejemplo, Orsino
sólo se pregunta sobre el deseo de Olivia a partir del suyo propio (capí­
tulo XIII). De igual manera, en nuestro texto, el carácter proyectivo de
todos los intentos que tienden a comprender el deseo ajeno también es
algo obvio.
Si el deseo no engendra nada, si no se reproduce miméticamente,
la imagen subjetiva que proyecta no remite a ninguna realidad objetiva;
creemos aprehender algo exterior a nosotros cuando en realidad sólo
estamos abrazando fantasmas.
O bien el deseo no segrega ningún conocimiento auténtico porque
no «pare» miméticamente o bien comprende instintivamente a los úni­
cos seres que le interesan de verdad porque él mismo produce sus
deseos.
Todas las proyecciones no son engañosas; si lo fueran, los otros de­
seos, los deseos de los demás, se nos escaparían por completo. Shakes­
peare no asume nuestra comodísima distinción entre, por una parte, un
conocimiento proyectivo y «subjetivo», indefectiblemente abocado al
error, y, por otra, un conocimiento «objetivo», capaz de verdad «cientí­
fica». La idea de un incon sciente anónimo e impersonal susceptible de
ser explorado metódicamente permite a Freud reintroducir el conoci­
miento objetivo de manera subrepticia. Ocurre lo mismo con Lacan y
con su distinción entre lo que llama lo «simbólico» y lo «imaginario».
Para Shakespeare, en el orden del deseo, cualquier conocimiento, ver­
dadero o falso, es proyectivo.
En el texto que acabamos de leer, por lo menos cuatro palabras o

400
metáforas expresan el conocimiento mimético de un deseo mimético.
Tenemos en primer lugar la imagen de la paternidad; después la idea
de comunicación que reaparece en la de «algo en común»; a continua­
ción el tema de un deseo capaz o no de «aliarse» con su semejante, es
decir, un deseo independiente en principio pero, de todos modos, ínti­
mamente ligado al primero, por haber sido engendrado por él o por
haberlo engendrado. Todas estas fórmulas basan el conocimiento en la
participación del sujeto conocedor de lo que conoce. El texto que nos
ocupa es un extraordinario ensayo sobre el tema del presente libro: la
conjunción de los deseos, su coproducción mimética y el conocimiento
inmediato que forma parte integrante de este proceso.
Si esa coproducción ya se ha realizado, los pa rte n ai re s de Leontes
se aman uno al otro tan intensamente como Leontes los ama, y no es
posible ningún restablecimiento, ninguna curación que signifique un
retorno al punto de partida: su cornamenta —el «endurecimiento de su
frente»—coincide con «la infección de su cerebro» víctim a de una obse­
sión mimética cada vez más intensa.
Leontes acierta al creerse padre de los sentimientos de Hermione
por Polixenes. Entre las dos posibilidades que describe, elige la buena.
Sus esfuerzos se ven coronados por el éxito y la simpatía que se ha es­
forzado en suscitar entre Hermione y Polixenes existe realmente. Tan
pronto como se da cuenta de ello, su inseguridad le convierte en el ex­
cluido obligatorio de esa relación; la ve como una especie de alianza
dirigida contra sus intereses, una complicidad adúltera. Entonces es
cuando se equivoca.
Al igual que nosotros, los modernos, Leontes se equivoca por «ex­
ceso de sospecha». El afecto de su mujer por Polixenes le parece sospe­
choso porque él es su autor. Al igual que en los casos de Claudio o de
Otelo, su mente corre siempre directamente a la interpretación más ca­
tastrófica para sí mismo. Su terrible error es inseparable de la fuerza
misma de su intuición. Lejos de ayudarle en el instante de la prueba
mayor, su perspicacia precipita su caída.
¡Es lo mismo que les ocurre a muchos teóricos! Ya es bastante difí­
cil saber si hay o no imitación, pero esa primera intuición no basta; si­
gue siendo preciso engañarse acerca del tipo de imitación que se ha
descubierto.

401
XXXIV. LOS PARTOS DEL DESEO
Cuento de invierno, Cimbelino

Las dos posibilidades definidas en el texto sobre el deseo (affection)


corresponden a los dos tipos de héroes miméticos que hemos encon­
trado en el teatro de Shakespeare.
Tenemos en primer lugar un grupo importante de héroes —y en
ocasiones heroínas—cuyo deseo engendra algo (Valentín, Colatino, los
cuatro enamorados de la noche de verano, Orsino, Troilo, etcétera). Al
vanagloriarse miméticamente de los méritos del ser amado, consiguen
comunicar sobradamente su deseo a sus amigos y conocidos, granjeán­
dose así peligrosos rivales, al tiempo que son demasiado ingenuos para
admitir que han sido creados por ellos.
En segundo lugar, encontramos el reducido grupo de aquellos cuyo
deseo no engendra nada o casi nada —Claudio y Otelo—, Estos héroes
soñadores y propensos a la introspección tienen una confianza muy li­
mitada en sí mismos y confunden sin parar a sus compañeros y amigos
más leales con rivales que, según se afirman a sí mismos erróneamente,
han sido engendrados por su sed inmoderada de aprobación mimética.
Con sus violentas y precipitadas contramedidas, provocan desastres aún
más catastróficos que aquellos que temían.
Leontes pertenece incontestablemente al segundo grupo, pero hay
algo en él que lo emparenta con el primero: sus relaciones con Polixe­
nes. Los dos reyes son amigos de infancia del mismo tipo que Valentín
y Proteo, o Helena y Hermia.
Si bien no todos los miembros del primer grupo son amigos de in ­
fancia, todos los amigos de infancia anteriores a Cuento de invierno —a
excepción de Rosalind y Celia, que constituyen un caso aparte—perte­
necen al primer grupo. La explicación es evidente: lo típico de los am i­
gos de infancia es imitarse incesantemente entre sí y querer que se les
imite; de modo que sus deseos jamás dejan de engendrar algo.
Un amigo de infancia que se enamora no puede tolerar la indife­
rencia de su amigo respecto a la mujer que ama. Hace cuanto está en su
mano por excitar el deseo de este último —antes de condenarlo por in­

402
tentó de usurpación de su derecho preeminente de posesión—. Recono­
cemos el viejo mecanismo en el momento en que Leontes masculla os­
curas amenazas contra el hombre —Polixenes, claro está—que «no pone
límites entre lo suyo y lo mío» (I, 2, 133-134).
A partir del momento en que él mismo se comporta como siempre
han hecho los dobles de Shakespeare, Leontes espera que Polixenes
haga otro tanto, pero éste reacciona de manera diferente. Rompiendo
con todos los precedentes, ni Polixenes ni Hermione ceden a la tenta­
ción que les sugiere Leontes. El paso mimético del amor a la rivalidad
sólo se produce por parte de Leontes, mientras que él lo im agina recí­
proco.
Los casos de celos injustificados que aparecen en Mucho ruido p o r
nada y Otelo no disminuyen en nada el carácter excepcional de Cuento
de invierno. En las dos primeras obras, en lugar de ser un amigo ín­
timo o algún otro «igual», el blanco de la sospecha es el superior o el
inferior del protagonista, y ello dentro del más rígido de los sistemas
jerárquicos, el del ejército: don Pedro es el jefe de Claudio y Casio el
lugarteniente de Otelo.
La ley mimética exige que la diferencia jerárquica engendre una va­
riedad anodina de deseo —la mediación exte rn a—y es lo que hace. Don
Pedro se siente rozado por la tentación de seducir a Hero p a ra s í
mismo, pero no cede a ella. Casio n o se enamora de Desdémona.
En ambas obras, el hecho de que los celos del protagonista carez­
can de objeto no invalida en nada el funcionamiento del mimetismo en
Shakespeare. En el caso de Cuento de i nvier no, ocurre de manera dife­
rente. Los tres protagonistas no están separados por ninguna barrera
social o cultural susceptible de desalentar la med iac ión interna. Sus
probabilidades se ven incrementadas por las entusiastas intervenciones
de Leontes. En un hombre que se ha comportado durante nueve meses
como un «eterno marido» dostoievskiano, no cuesta trabajo imaginar
una repentina conversión a los celos. Si todo ocurriera aquí como en
las obras anteriores, Leontes no se habría aferrado inútilm ente al papel
de Pándaro: habría «triunfado» por lo menos con uno de sus dos pa rt e-
naires, o tal vez con ambos.
¿Debemos deducir que, en esta obra, Shakespeare reniega de su fe
en la ley mimética y sólo ve en ella la divagación paranoica de un loco
genial llamado W illiam Shakespeare? Percibo claramente una autocrí­
tica en Cuento d e i nvierno, pero ésta reclama una revisión más que un
rechazo de la ley mimética. Al fin y al cabo, Hermione es tan mimética
como imagina su marido, pero en absoluto de la manera que él lo
supone.
Leontes no puede concebir que, si no hay barreras sociales y cultu­
rales entre los hombres, la mediación interna sea evitable. El único en

403
el seno del triángulo que confirma la justeza de este argumento es... el
propio Leontes.
La mediación de Hermione no es interna en el sentido habitual: si­
gue siendo pura, inocente, respetuosa de los derechos y deberes de los
tres lados del triángulo, y sin embargo tampoco es externa : en el mo­
mento en que nacen los celos de Leontes, Polixenes y Hermione se tra­
tan mutuamente con la familiaridad de un hermano y una hermana.
Esta falta de inhibición contribuye poderosamente a los celos de
Leontes.
La fuerza que cierra el paso a las consecuencias infernales de una
mimesis, desencadenada es fundamentalmente la propia Hermione, su
sentido común, su nobleza de espíritu, el buen uso que hace de su li­
bertad. No existe en ella ni una pizca de bovarismo. Hermione es más
auténticamente admirable que las mujeres juzgadas como tales en Sha­
kespeare —las Ofelia, las Julieta y las Desdémona, que disfrutan a nues­
tros ojos de un aura mimética cuyo origen es más que dudoso.
A juzgar por lo que ocurre en la segunda parte de la obra, Polixenes
es un ser menos excepcional que Hermione, pero eso importa poco.
Un hombre no siempre necesita ser un atleta de la renuncia para abste­
nerse de desear a la mujer de su mejor amigo. Probablemente, Polixe­
nes tiene otras mil preocupaciones en la cabeza y el autor no está obli­
gado a informarnos de ellas. No hay que olvidar tampoco que
Hermione jamás ha hecho ni dicho nada que pueda empujarlo al mal.
Es eso exactamente lo que, por otra parte, ha contrariado tanto tiempo
al necio de su marido: consideraba a su esposa demasiado discreta, de­
masiado reservada respecto a un amigo tan querido.
Y a he dicho que Leontes está lejos de ser un imbécil. No confunde
el principio mimético con un determinismo. Admite la posibilidad de
un deseo estéril. El mismo ha soñado mucho tiempo con el i n o ce n tí ­
simo afecto que existe ahora entre Polixenes y Hermione; y he aquí que
al primer signo de su existencia se vuelve loco de celos.
Cuanto más rara e improbable es la auténtica inocencia en este
mundo, más monstruoso resulta confundirla con su contrario y perse­
guirla con el odio. Leontes no sólo se equivoca groseramente respecto
a la auténtica naturaleza de sus prójimos, sino que, al hacerlo, se des­
truye a sí mismo, pues nadie necesita más que él la virtud que desco­
noce. La estupidez de este ser enormemente inteligente es aún más in­
sondable que su maldad.
Leontes nos recuerda la manera como el propio Shakespeare aplicó
largo tiempo la ley mimética, componiendo unas obras de las que la
inocencia está prácticamente excluida. Hasta Coriolano, el dramaturgo
se refiere a la ambivalencia mimética de los amigos íntimos como si se
tratara de una ley natural. Si releemos lo que dice Coriolano a este res­

404
pecto, es posible que nos cueste menos esfuerzo entender la combina­
ción de lucidez y locura que encarna nuestro héroe:

Amigos inseparables, que parecen


hechos con un solo corazón; que siempre
comparten tiempo, cama, sustento y fatigas;
que se unen en su afecto inalterable,
en un instante, por una disputa de nada,
provocan la más fiera enemistad.
(IV, 4, 12-18)

Entre las obras que se basan en celos infundados, Cuento de i n ­


vier no no sólo es insólita por la anomalía que constituye desde el punto
de vista del contagio de los dobles-, algo más le confiere, en su catego­
ría, un carácter único, y es la ausencia de traidor. A fin de comprender
esta singularidad, recordemos la función dramática de don Juan en
Mucho ruido p o r nada y de Yago en Otelo.
Los celos de estos dos personajes funcionan exactamente igual que
los de Leontes: se autoproducen de idéntica manera. Desde el punto de
vista de las «obras profundas», d o n ju án y Yago son personajes super-
fluos. Sólo quienes permanecen ciegos a la génesis mimética de los dos
dramas necesitan de «traidores» para explicar lo que ocurre.
Si, por una u otra razón, la auténtica explicación se nos escapa, los
traidores en cuestión cumplen, de manera un poco forzada pero có­
moda, la función de sustitutos. Son instrumentos sacrificiales en el
exacto sentido de la palabra. Su papel está muy directamente basado en
un efecto victimario. Su maldad desvía hacia sí misma la indignación
que Claudio y Otelo no dejarían de exhibir si no se les ofreciera alguna
«motivación» exterior para explicar su comportamiento cruel y cri­
minal.
Sin traidores, los espectadores no podrían identificarse con los pro­
tagonistas. Don Juan y Yago son los dos pilares sobre los que se le­
vanta la versión «superficial» de las dos obras. Recuerdo, por si es ne­
cesario, que la diferencia entre una «obra superficial» y una «obra
profunda» es la interacción mimética, invisible en la primera, visible
únicamente en la segunda.
En Mucho rui do p o r na da y Otelo, la estructura sacrificial basada en
la traición del traidor recuerda mucho la de Shylock en El m e r c a d e r de
Venecia. Tan pronto como se comienza a entender el mecanismo de la
violencia unánime, la interpretación sacrificial se disgrega y asoma la
verdad mimética. Tal vez a ello se deba que la acogida crítica de Mucho
ruido p o r nada sea muy diferente de la de Otelo. Por mucho que Clau­
dio sea el menor «crim inal» de los dos personajes, desconcierta y desa-

405
sosiega mucho más: creo que la auténtica razón es que la comedia no
aporta el traidor que necesitarla. Don Juan es mucho menos consis­
tente que el siniestro Yago, y resulta una derivación sacrificial insufi­
ciente.
La enfurruñada incomprensión de que con frecuencia es objeto
Cuento de invier no pone aún más de relieve la función dramática de
los traidores shakespearianos. Los estudiosos tradicionales ven en
Leontes un personaje tan desagradable como incomprensible, y se
guardan mucho de analizarlo. Reprochándole que sus celos no tienen
«suficiente motivación», no le consideran lo bastante convincente
como para servir de protagonista a lo que llaman un serious drama. En
realidad, Leontes es un Otelo sin su Yago, un Claudio sin su don Juan,
y este hecho revela en toda su amplitud una verdad todavía parcial­
mente disimulada en las obras anteriores.
Leontes es quien, en el teatro de Shakespeare, debería simbolizar
los celos, pero es fácil entender por qué le ha correspondido la palma a
Otelo. Es evidente que éste es más pintoresco desde todos los puntos
de vista, pero la razón principal es otra. Los celos son un sentimiento
que en cierta medida todos compartimos y es necesario, mediante astu­
cias sacrificiales, atenuar la descripción que de ellos se hace. La imagen
que ofrece Leontes es demasiado fuerte para contentar a todo el
mundo.
La forma tradicional del drama —en oposición a la tragedia— se
basa en la dicotomía que enfrenta el héroe al traidor. Ningún éxito po­
pular es imposible sin la recuperación de este esquema. En las obras
del tipo que nos ocupa, no se puede negar a los espectadores un culpa­
ble lleno de maldades cuyo castigo esperan con deleite. Este chivo sa­
crificial debe polarizar su hostilidad de forma que no recaiga sobre el
héroe del cual este figurante es en realidad el doble exacto. Para que la
acción dramática sea eficaz, el traidor debe parecerse suficientemente
al héroe a fin de merecer su nombre de traidor, pero también debe di­
ferir radicalmente de él. Estas exigencias incompatibles se encuentran
en todas las víctimas que sustentan las formas sacrificiales, comen­
zando por las inmolaciones rituales.
En Cuento de invierno Shakespeare prescinde de cualquier precau­
ción y suprime todos los puntales que sostenían la obra superficial. La
horrible verdad es totalmente revelada y el autor lleva el horror al
colmo en la medida en que Leontes no sólo aniquila su matrimonio
sino a toda su familia, sin mencionar a su más querida amistad. Apa­
rece como la versión más negra de un drama ya muy oscuro en sus pre­
decesores. Es el más inteligente, el más depresivo y el más destructor
de todos los personajes hipermiméticos creados por Shakespeare, y, evi­
dentemente, el más verdadero desde el punto de vista «psicológico».

406
No es seguramente una coincidencia que la supresión del traidor
intervenga en la misma obra que muestra el carácter funesto de la
autointoxicación mimética bajo su luz más cruel y que, por vez pri­
mera, proclama la inocencia de un doble que, en realidad, no es un
doble. Esta convergencia hace pensar que, en esta obra, Shakespeare
ajusta las cuentas a unos aspectos de su pasado que hasta entonces
hablan intentando inútilm ente salir a la luz. Como ya he dado a en­
tender en mi capítulo sobre Joyce, el drama de los dos amigos de
infancia podría muy bien ser para Shakespeare un drama personal.
No es necesario apoyarse en correlaciones biográficas precisas para
intuir que una dinámica de la veracidad interviene en las obras del
último período, primeramente en Hamlet y El rey Lear, después en
los dos primeros romances, y sobre todo finalmente en Cuento de in­
vierno.
Creo que reforzaremos esta hipótesis si, en lugar de comparar úni­
camente tres obras como hemos hecho hasta ahora, añadimos una
cuarta, Cimbelino, otro drama de celos injustificados. Recordemos cuál
es su argumento: Postumo ha sido expulsado de Escocia por el rey
Cimbelino con cuya hija, Imogena, se ha casado clandestinamente. Su
exilio lo conduce a Roma y allí, ante un puñado de playboys locales y
bajo el efecto de la emulación, nuestro necio se lanza a una jactan­
ciosa exhibición respecto a las escocesas en general y a Imogena en
particular, haciendo así nacer en un dandi llamado Jachimo un pode­
roso deseo hacia su bella esposa.
De manera típicamente shakespeariana, o donquijotesca, Postumo
facilita la empresa de su rival entregándole una carta de presentación
para Imogena. Jachimo se dirige a Escocia, y regresa después a Roma,
portador de pruebas incontestables, según parece, de su éxito ante la
bella. Si no la ha seducido, ¿cómo puede estar enterado de la existen­
cia del lunar que tiene ella en el seno? Postumo se deja persuadir de­
masiado fácilmente. Porque lo que es ver a Imogena completamente
desnuda, Jachimo la ha visto porque estaba en su habitación... oculto
en un baúl. Postumo se cree traicionado y se sume en la desespe­
ración.
En su fase depresiva, Postumo es tan impetuoso, imprudente y
enemigo de sí mismo como el jactancioso «macho» de la fase anterior.
Al igual que todos los personajes hipermiméticos, es maníaco-depre­
sivo al extremo y oscila incesantemente entre la exultación megaló­
mana y la postración absoluta. Jamás se detiene, ni por un instante,
en el espacio intermedio, allí donde reinan el sentido común y la mo­
deración.
Y, sin embargo, Postumo es moralmente superior a los personajes
que lo han precedido: su aptitud para la autocrítica e incluso para el

407
arrepentimiento prefigura la trayectoria de Leontes. Con motivo de
un encuentro con su suegro, denuncia su propio síndrome de chulo
corn udo con menos inspiración satírica que Stephen Dedalus, pero
igual audacia intelectual y espiritual (subrayado por mí).

Soy Postumo,
quien mató a tu hija. Pero miento como villano que soy;
ob li g u é a u n villano m e n o r que yo,
a u n ladr ón sacrilego, a realizarlo. Ella era
el templo de la virtud, la virtud misma.
(V, 5, 217-221)

Al calificarse a sí mismo de malvado por la misma razón que Ja-


chimo, Postumo reconoce el perfecto desdoblamiento propio de la ri­
validad mimética. El malvado o el traidor no es únicamente el rival
tentado, sino también el tentador, y el más malvado de los dos es el
segundo. Postumo enuncia una verdad común no sólo a Valentín,
Colatino, Troilo, etcétera, sino también a Claudio y a Otelo. Es el
primer protagonista shakespeariano suficientemente humilde y ho­
nesto para admitir públicamente su responsabilidad en las desdichas
que le postran.
En realidad, Postumo suplica a los espectadores que no exageren
la maldad de Jachimo a fin de excusar la suya, la del protagonista.
Se parece a un Claudio que dijera: «Dejad tranquilo a don Juan, yo
soy el auténtico culpable», o a un nuevo Otelo que se reconociera
más criminal que Yago. Lejos de ser unos «malvados menores», don
Juan y Yago están descritos bajo un aspecto tan abominable que sus
supuestos engañados, Claudio y Otelo, se encuentran casi práctica­
mente exonerados de la culpabilidad que debería corresponderles.
En Cimbelino, esa culpabilidad comienza a retornar hacia el autén­
tico culpable, pero sólo en Cuento de invier no el proceso llega a su
término.
En Cimbelino, Shakespeare condena indirectamente la manera
como ha utilizado siempre el personaje del traidor. En lugar de esti­
mular la transferencia sobre el chivo expiatorio, como había hecho
en las dos primeras obras, la frena. Y en la cuarta obra la hace im ­
posible suprimiendo al traidor.
Cimbelino es una obra mediocre, una parte de la cual fue escrita
tal vez por Fletcher u otra persona. Tengo, de todos modos, la con­
vicción de que Shakespeare intervino en ella. No debió de ser muy
ajeno a la creación de un personaje —Postumo— demasiado presagia-
dor de su propio futuro inmediato para no llevar su huella. Este
personaje presenta un gran interés para la crítica en la medida

408
7

en que ofrece el «eslabón que falta» entre Claudio y Otelo por una
parte y Leontes por otra.
Cimbelino es una obra de transición, a medio camino entre dos
grandes esquemas dramáticos, el de los dramas de traidores por una
parte y, por otra, la caída y redención de Leontes. Al participar de am­
bas fórmulas a la vez, esta obra es un poco «monstruosa» en el sentido
shakespeariano de la palabra; sigue teniendo su traidor, pero tan debili­
tado y «deconstruido» que ya no constituye un procedimiento dramá­
tico eficaz.
Cimbelino nos ayuda a entender la evolución final de Shakespeare,
pero es una obra desprovista de eficacia dramática. Para ser buena, una
obra debe reposar sobre un principio estructural evidente. Antes de pa­
sar al esquema de Cuento de invierno, Shakespeare debía desprenderse
de la vieja estructura victim aría y lo hizo en varias etapas. Obra inter­
media, Cimbelino se esfuerza en compensar su vacilación estructural
multiplicando las peripecias extravagantes.
Los primeros ro ma nces dan la impresión de un esfuerzo que sólo
culmina a medias y que no llegará a triunfar realmente hasta Cuento de
invierno, es decir, hasta la eliminación completa del «traidor» y de la
«obra superficial». Si esta impresión es justa, mi definición de ésta
como procedimiento puramente estratégico, resultado de un plan fría­
mente elaborado, es, si no falsa, por lo menos incompleta. Incluso en
el teatro, los comportamientos cínicamente manipuladores jamás son
tan transparentes y acabados como parecen ser. Si el manipulador no
intentara, en cierta medida, engañarse a sí mismo, tampoco intentaría
engañar a los demás.

409
XXXV. EL PECADO ORIGINAL
Cuento de i nvierno

En Cuento d e i nvierno, los amigos de infancia no «funcionan» exac­


tamente como de costumbre, pero ia diferencia es mínima. Polixenes
es casi tan dañino en la segunda parte de la obra como Leontes en la
primera. Por esta razón, la reciprocidad violenta se ve diferida más que
anulada y nuestros dos amigos simbolizan como de costumbre la espan­
tosa metamorfosis de la concordia en discordia, la esencia misma del
mal. En los versos que abren la obra —muchas veces esenciales para
Shakespeare—, encontramos un primer retrato de esa amistad, que pro­
fetiza oscuramente los dramas futuros:

Camilo : El Rey de Sicilia no puede mostrarse excesivamente bené­


volo con el de Bohemia: se educaron juntos en su infancia, y
entonces echó raíz entre ellos tal efecto, que ahora no puede
menos de dar ramas. Desde que sus más maduras dignidades y
las necesidades de la realeza se interpusieron entre su compa­
ñía, sus encuentros (aunque no personales) han tenido la egre­
gia mediación de intercambio de regalos, cartas, embajadas de
afecto, de tal modo que han parecido estar juntos, aunque
ausentes: se han estrechado las manos por encima de un infi­
nito, y se han abrazado como desde los extremos de los vientos
opuestos. Los Cielos hagan continuar sus afectos.

El prudente Camilo reza por la perpetuación de esta bella amistad,


pero su interlocutor, personaje secundario que responde al nombre de
Arquidamo, la considera indestructible y no ve la necesidad de una
ayuda divina:

Creo que en el mundo no hay causa ni m alicia que lo altere.


(I, 1, 21-22)

410
«M alicia» (en el sentido arcaico) remite a lo que un traidor o un
malvado puede hacer para introducir la turbación en unas relaciones
armoniosas —el don Juan de Mucho ruido p o r nada, por ejemplo, o el
Yago de Otelo—, «Causa» remite a todas las razones aparentemente ra­
cionales a las que amigos, hermanos, compañeros recurren para justifi­
car sus querellas: conflictos pasionales, intereses, prestigios, poder, en
fin, todo lo que basta virtualmente para justificar la enemistad, todo lo
que crea la sustancia de los dramas comunes.
La verdad es que ni la «m alicia» ni la menor «causa» desempeñan
ningún papel en este drama. Todos los hechos que un don Juan o un
Yago consiguen ocultar o falsear son incesantemente exhibidos ante
Leontes. La mujer de Camilo, Paulina, sirve a la causa de la verdad y
de la justicia con mayor obstinación y elocuencia de lo que lo hiciera
jamás ningún traidor respecto a la de la mentira y el mal. Alrededor de
Leontes no hay nadie para mimar su pasión celosa, nadie para reforzar
sus falsas certidumbres fingiendo compartirlas —ni siquiera los cortesa­
nos, personas timoratas, sin duda, y que no tienen el coraje de hablar,
como hace Paulina, pero que por lo menos tienen el de callarse.
Ni una sola palabra equívoca sale de boca de Hermione o de Poli­
xenes; no intercambian un solo guiño ambiguo. La paz reina entre los
dos reyes. Sus reinos ni siquiera tienen fronteras comunes, y ninguno
de los dos hombres codicia las posesiones del otro.
Ninguna mali cia ni ninguna causa está en el origen del drama, y
sin embargo la amistad es completamente destruida. Por primera vez,
el autor se niega a ofrecernos la victim a sacrificial que reclam an nues­
tro ávido optimismo y nuestro deseo de seguir creyendo en la bondad
intrínseca del hombre.
La amistad indestructible repentinamente aniquilada es algo que
debería quebrantar el optimismo de Arquidamo, pero no hay que con­
tar con ello. Nada quebranta jamás a ese tipo de personas. Constituyen
la especie más numerosa, la raza antitrágica por excelencia; ven sus
oráculos incesantemente desmentidos; alrededor de ellos, las amistades
se hunden, los aliados de toda la vida se pelean, las relaciones más es­
tables se disuelven, los enamorados se separan, los esposos se divor­
cian... pero ellos permanecen imperturbables. Cualquier nueva catás­
trofe es para ellos una increíble excepción, un milagro al revés que no
volverá a repetirse —nada cambia su visión de conjunto—. En cada una
de las ocasiones se dicen que se trata de un acontecimiento que contra­
dice el orden natural de las cosas. No hay que concederle la menor im­
portancia.
Lo esencial está en no reconocer jamás la verdad mimética de los
conflictos humanos. Si las cosas van mal, los hombres inventan siempre
para maquillarlas o bien la malicia o bien la causa de la que no pue-

411
den prescindir. El teatro refleja esta sed de mentira y el propio Sha­
kespeare la satisface, por lo menos superficialmente, hasta Cuento de
i nvierno. Las palabras de Arquidamo son una advertencia del autor:
esta vez, no habrá ningún compromiso; la totalidad de la verdad es­
tará allí.

Tenemos, por consiguiente, una primera evocación de la prolon­


gada amistad de los dos reyes. Y unas líneas más adelante una se­
gunda, en el transcurso de la conversación fatídica entre Hermione y
Polixenes:

Eramos como corderillos mellizos, retozando al sol


y balando el uno al otro. Lo que intercambiábamos
era inocencia por inocencia: no conocíamos
la doctrina de hacer mal, ni soñábamos
que nadie la conociera.
(I, 2, 67-71)

Erase una vez dos amigos de infancia o, mejor aún, dos herma­
nos, gemelos preferentemente, lo menos indiferenciados posible.
Shakespeare no compara a Polixenes y Leontes con corderos norma­
les, sino con corderos que además fueran hermanos e incluso herma­
nos gemelos. Y, sin embargo, no son ni una cosa ni otra. Por tanto,
su semejanza es exclusivamente mimética: cuando el uno bala, el
otro bala en respuesta. Como el «cañamazo» común de Helena y
Hermia en El sueño, los corderos son una metáfora de la mimesis no
conflictiva.
La inocencia infantil es un argumento que se opone con frecuencia
a la idea de pecado original. Enfrentándose a la supuesta ferocidad de
tal doctrina, nuestros indignados filántropos ven en la conmovedora
inocencia sugerida por Polixenes la prueba evidente de que la única
perversidad es la de los teólogos. Visiblemente, Shakespeare no está de
acuerdo.
Si nuestros corderos balantes son lo mejor que puede conseguir el
hombre en m ateria de inocencia, ciego a los conflictos inexpiables que
prepara la perfección misma de su armonía, la tesis de una humanidad
básicamente inocente se vuelve insostenible. En la idea de su autor, los
corderos no son una refutación del pecado original, sino su evidente
confirmación.
Elevándose por encima de la malicia y de la causa de las obras an­
teriores, Cuento de i nvierno nos invita a contemplar el espíritu de dis­
cordia en todo su horror. Esta vez, la meditación sobre los amigos

412
de infancia no se disuelve en la ambivalencia del deseo perverso; con­
duce directamente a la doctrina de la caída. La inteligente Hermione
comprende inmediatamente la alusión:

Con eso deducimos


que después habéis tropezado.
(75-76)

Respuesta de Polixenes:

Oh, mi respetadísima señora:


después se nos han presentado tentaciones, pues
en esos días implumes mi mujer era una niña,
y vuestra preciosa persona no había cruzado entonces
ante los ojos de mi joven compañero de juegos.
(76-80)

Hasta estos últimos versos, Polixenes hablaba con el corazón en la


mano, pero ahora se equivoca: no es correcto responsabilizar a la mujer
de la discordia de los gemelos simplemente porque es el objeto común
de sus deseos. Es verdad que cada vez que nuestros dobles consiguen
entenderse, lo hacen a costa de la mujer. Esta es el chivo expiatorio
por excelencia porque es el objeto por excelencia. Pero no es la expli­
cación verdadera de la discordia.
Seríamos unos pésimos shakespearianos si creyéramos que Polixe­
nes sigue siendo aquí el portavoz de su creador. El hecho de que en la
obra de un autor aparezca alguna creencia, y ésta estuviera de moda
mientras él vivía, no significa necesariamente que tenga que compar­
tirla. Si queremos saber lo que piensa realmente Shakespeare, hay que
esperar a la respuesta que Hermione da a Polixenes:

¡La Gracia por añadidura!


De eso no saquéis conclusiones, no sea que digáis
que vuestra Reina y yo somos diablos.
(80-82)

La palabra diablo (diabolos) no remite a ningún obstáculo inerte


arrojado en medio del camino, sino que es la piedra de toque de la ley
y los profetas, el skandalon de los Evangelios, el obstáculo que más nos
fascina a medida que nos enfrentamos dolorosamente a él, el cruce de
los deseos rivales. El personaje que ilustra aquí este fenómeno es evi­
dentemente Leontes, y a continuación Polixenes. Jamás, sin duda, Her­
mione.

413
Ya hemos visto que al final de la no ch e de verano, Hipólita niega,
en muy pocas palabras, la espléndida pero banal tirada de Teseo. Res­
pondiendo a Polixenes, Hermione todavía habla menos, pero sus pala­
bras son tan decisivas en su contexto como las de Hipólita en El sueño
(ver capítulo VII). En las discusiones de ideas, muchas veces la mujer
lleva la mejor parte en Shakespeare. Ella es la que formula la verdad,
en contrapunto discreto pero decisivo a los tópicos grandilocuentes
que se le oponen.
Hermione no se enfrenta con la idea bíblica de la caída, sino con
una interpretación que deforma gravemente el texto del Génesis e im ­
pide que aparezca su significación mimética. Está claro que Eva es la
primera en pecar, pero su anterioridad cronológica no la convierte en
un auténtico origen. El papel que ella juega con Adán, el de mediadora
mimética, la serpiente lo juega con ella. Las dos criaturas humanas re­
ciben su deseo de un tercero, y el lugar respectivo que ocupan en el
encadenamiento mimético, que parece prolongar los anillos de la ser­
piente, no permite sostener que uno de los dos sea más o menos culpa­
ble. El deseo de Eva no difiere en nada del de Adán; no es más o me­
nos mimético.
Contestando a la pregunta que Dios le plantea, Adán responsabiliza
a Eva de todo; y a partir de entonces no hace sino repetir la misma
acusación a pesar de un texto bíblico que, lejos de borrar su cobardía,
ve en ella claramente una prolongación y un agravamiento de su mal.
Así pues, si uno de los dos es más culpable, debe ser Adán, que con­
vierte a su compañera en una víctim a expiatoria, mientras que Eva se
lim ita a implicar a la serpiente.
Sólo desde una perspectiva muy mezquina —la perspectiva para
siempre no mimética de Adán—la anterioridad cronológica de Eva en
el pecado puede servir de excusa al de Adán. El desdichado hincha al
máximo un detalle insignificante para escapar a la verdad de su deseo.
Lo que todos nosotros, hombres, hemos heredado de él no es única­
mente ese deseo, sino el gusto perverso por atribuir la falta a la mujer.
Ahí reside el drama de Cuento de i nvierno, y es más actual que nunca,
pues las propias feministas no siempre consiguen restablecer la verdad.
En lugar de remontarse a las fuentes bíblicas y de leerlas con una m i­
rada exenta de prejuicios, como quiere Hermione, muchas de ellas
aceptan dócilmente la interpretación adánica de la caída y reprochan al
Génesis una discriminación sexual que en realidad el libro condena. El
prejuicio antifeminista está hasta tal punto arraigado que triunfa en el
seno mismo del feminismo, pero a expensas únicamente del texto bí­
blico esta vez, último chivo expiatorio de la modernidad. Afortunada­
mente un pequeño número de lectores muy perspicaces han descu­
bierto en el texto del Génesis el inestimable modelo de análisis

414
mimético que constituye, y en ellos me he inspirado en las líneas pre­
cedentes.1

Así pues, la conversación entre Polixenes y Hermione no es un ata­


que contra el pecado original, sino la refutación im plícita de una lec­
tura que lo vacía de su verdadero contenido y lo convierte, a expensas
de la mujer, en una maniobra victim aria más. Esta distorsión del sen­
tido ilustra, de manera ejemplar, la manera como transformamos las
ideas bíblicas en su contrario. La verdadera significación el pecado ori­
ginal es que todos los humanos son igualmente culpables —culpables, se
entiende, de designar chivos expiatorios—. Aunque Shakespeare no lo
diga expresamente, los corderos balantes y su siniestra metamorfosis
nos proponen un modelo mejor del pecado original que la desdichada
Eva.
Después de rechazar la versión mítica del pecado original, Her­
mione podría proponernos otra, pero no necesita hacerlo. La obra lo
hace en su lugar, así como también la imprudente insistencia de Poli­
xenes sobre la inocencia intermitente de los dos corderos. Cada vez
que Shakespeare piensa en el pecado original, creo que lleva en la
mente el tema desgarrador para él de los amigos de infancia, o sea, los
dobles miméticos. En Hamlet, su referencia bíblica es el personaje de
Caín: Claudio reconoce en su propio pecado «la más antigua y la pri­
mera de las maldiciones, la muerte de un hermano». Cuento de in­
vie rn o sugiere la misma definición. No es una casualidad que en el Gé­
nesis la historia de Caín y Abel aparezca inmediatamente después de la
de Adán y Eva. Ambas historias nos hacen pasar del deseo doble del
objeto a la destrucción del rival. Resumen el conjunto del proceso m i­
mético y la historia de la humanidad.
El acento puesto sobre el pecado original y el rechazo de cualquier
malicia y de cualquier causa son dos aspectos de una misma visión de
las cosas. Pero antes de que el pecado de Leontes pueda ser reconocido
como el del Génesis, es preciso todavía que sea purificado de las altera­
ciones contra las cuales Hermione protesta con razón, en el mismo ins­
tante de convertirse en su víctima. Hermione no es el diablo ni el de­
monio con que la confunden sucesivamente Polixenes en sus discursos
y después Leontes en sus actos. El intercambio de ideas entre Polixe­
nes y Hermione es un momento capital de la obra y su punto

1. Raymond Schwager, Must The re be Scape g oat s ?, Nueva York, 1987, p. 79;
Jean-M ichel Oughourlian, Un m i m e n o mme ' désir, París, 1982, pp. 38-44; Aidan Cari
Matthews, «Knowledge of Good and Evil», To R e n e Girará, Saratoga, California,
1986, pp. 17-28.

415
espiritual más hondo. Si no reconocemos en él la definición shakes-
peariana del mal, el sentido del drama se nos escapa.
La inicua condena de la mujer por Polixenes anuncia no única­
mente la injusticia de Leontes hacia Hermione, sino también la suya
propia hacia otra mujer, Perdita, en la segunda parte de la obra.
Leontes y Polixenes son muy parecidos; ambos son mucho más dig­
nos de lo que creen. Pero ninguno de los dos tiene nada de excep­
cional. Son hombres como los demás.

Durante largos años, el principio mimético fascinó a Shakes­


peare. V eía en él la fuente de complejas configuraciones estructura­
les y de paradójicas inversiones, que puso en escena con un brío ex­
traordinario; después, en sus últimas tragedias, poco a poco, dejó de
interesarse por los mecanismos de la rivalidad, poniendo cada vez
más el acento en las desastrosas consecuencias morales y humanas,
en los inútiles sufrimientos que esta locura provoca.
Las obras aún más tardías, los cuatro romances, giran alrededor
de mujeres injustamente perseguidas, muchas veces una más joven y
otra de mayor edad, una madre y una hija. Algunos críticos han
visto en ello el argumento para proclamar la resonancia existencial
del tema, e incluso para descubrir en el autor cierto sentimiento de
culpabilidad. A diferencia de la inmensa mayoría de las heroínas
shakespearianas, esas víctimas notienen ninguna perversidad mimé-
tica, sino que son injustamente puestas en tela de juicio por persona­
jes realmente hipermiméticos,tales como Postulo y Leontes. El pri­
mer ejemplo de este tipo es,sin duda, la Cordelia de El rey Lear.
Leer Cuento de i nvierno como una especie de confesión parte, a
mis ojos, de una hipótesis plausible. Shakespeare lamenta su compor­
tamiento anterior respecto a ciertas mujeres que ama, y eso en rela­
ción con un amigo intensamente amado e intensamente odiado. No
formulamos esta hipótesis para satisfacer una vana curiosidad biográ­
fica, sino para conquistar el único instrumento capaz de concebir la
diferencia entre las comedias y las tragedias por una parte y, por
otra, los ro manc es y más especialmente Cuento de invierno y La t e m ­
pestad.
Comparar Cuento de invierno con Los dos hidalgos de Verona es
especialmente interesante. Está claro que en ambos casos se trata de
la misma relación triangular. Ya en la primera, desde el punto de
vista cronológico de las dos obras, Valentín es presentado como par­
cialmente responsable del abominable comportamiento de Proteo.
Pero también Proteo es culpable; es el más culpable de los dos am i­
gos, mientras que en Cuento de invierno la culpabilidad de Polixe-

416
nes sólo existe en la imaginación de Leontes. El Proteo de la segunda
obra no ha traicionado en absoluto a su amigo, no se ha enamorado de
Silvia.
Es razonable preguntarse si el último Shakespeare no se acusa a sí
mismo de un «exceso de suspicacia» que se manifestaría en la manera
implacable con que ha aplicado hasta entonces la ley mimética y en su
incapacidad para describir personajes inocentes, en especial amigos de
infancia o hermanos.
No hay que concluir de ahí que, en Cuento de invierno, Shakes­
peare se acuse necesariamente de los mismos crímenes que Leontes;
basta con razonarlo en términos de equivalencia simbólica.
De las correspondencias posibles entre la evolución tardía del tea­
tro y la importancia del arrepentimiento en los ro m a nc es , importancia
que sigue subrayando el tema de la caída en Cuento de invierno, ¿hay
que deducir que Shakespeare se sentía invadido por un enfermizo sen­
timiento de culpabilidad cuando escribió esta última obra? En mi opi­
nión, es exactamente lo contrario. En un hombre en la situación de
Leontes, la idea del pecado original es sinónima de liberación.
El pecado original no convierte a quien cree en él en el más culpa-
bilizado de los hombres; sólo el orgullo podría conseguirlo, debido al
imposible fardo con que nos carga. Más aún que el sentido común en
Descartes, el pecado original es «la cosa del mundo mejor repartida»;
esta idea es sin duda la única eficaz contra la peor de las tentaciones: la
de una arrogancia que lleva a cada hombre a pretenderse único, in i­
cialmente en el sentido de un tesoro inestimable a conquistar, y más
adelante de un intolerable fardo que intentamos desesperadamente
descargar sobre otra persona. La victimización del otro es un esfuerzo
para desviar de nosotros mismos el proceso de autodestrucción en el
que culmina inevitablem ente el fracaso del orgullo luciferino.

417
XXXVI. «A VUESTRA SOMBRA IRÁ MI VERDADERO
AMOR»
Cuento de invierno

La escena 1 del acto V podría titularse: «La última tentación de


Leontes.» Dieciséis años después de la tragedia de los tres primeros ac­
tos, el hijo de Polixenes, Florisel, llega a Sicilia acompañado de la hija
de Leontes, la para siempre ya perdida Perdita, cuya identidad nadie
sospecha. La pareja escapa de la cólera de un rey que no quiere que su
hijo se case con la humilde pastora que Perdita aparenta ser. Con mo­
tivo de su primer encuentro con el rey de Sicilia, los jóvenes afirman
que el propio Polixenes les envía en embajada ante su viejo amigo,
pero la verdad estalla y Florisel suplica a Leontes que intervenga entre
él y su padre:

Adelantaos como defensor mío. A petición vuestra,


mi padre concederá como fruslerías
cosas preciosas.
(V, 1, 221-222)

La respuesta de Leontes muestra que se siente muy- atraído por


Perdita:

Si así lo hiciera, yo le pediría vuestra preciosa señora,


a la que él cuenta sólo como una fruslería.
(223-224)

La siempre vigilante Paulina recuerda sin rodeos al anciano rey la


imagen de su mujer, muerta no hace tanto tiempo:

Señor, Majestad,
vuestros ojos tienen demasiada juventud; ni vuestra Reina,
un mes antes de morir, era más digna de miradas tales
corno las que concedéis a ésta ahora.
L e o n t e s : En ella pensaba precisamente con
estas miradas que lanzaba.
(224-228)

418
Leontes no m ien te.. Lejos de olvidar a Hermione, conserva de
ella un recuerdo demasiado vivo. Perdita se parece tanto a su ma­
dre, y Florisel a su padre, que todo el pasado parece resurgir de re­
pente.
Florisel y Perdita respiran la misma dicha insolente que Polixe­
nes y Hermione dieciséis años atrás, cogidos de la mano bajo la mi­
rada de Leontes. Una vez más, el viejo celoso se siente excluido del
paraíso. Los enamorados reclaman un protector, pero Leontes se
dice que no necesitan a nadie; parecen tan invulnerables como los
dioses.
El resplandor que Paulina percibe en la mirada de Leontes re­
fleja dos deseos a un tiempo, dos deseos que son sólo uno, el deseo
de Florisel por Perdita, el deseo de Perdita por Florisel. Leontes
está nuevamente amenazado por el contagio mimético.
La escena resucita un pasado que sólo existió en una mente de­
formada por los celos. Esta vez se trata de auténticos enamorados;
se desean realmente el uno al otro; piden realmente a Leontes que
les sirva de intermediario. La repetición auténtica de un original
que jamás existió concede a la vieja obsesión del rey un falso aire
de autenticidad. Se entiende entonces que Leontes ansíe hacer suya
esa felicidad que parece provocarlo. O, de no poder hacerlo, des­
truirla.
Los espectadores que no ven el lado «eterno retorno» de lo que
Leontes está viviendo no entienden por qué evita sólo por un pelo la
recaída, por qué está tan cerca de un segundo desastre. Sólo lo ven
como a un anciano incorregible y le niegan la simpatía que esta vez
merece. Lo esencial, en este caso, no es el hecho de la tentación, sino
la prueba que constituye y la victoria final del protagonista que zanja su
derrota de antes. La escena no sirve para abrumar un poco más a
Leontes y para desacreditar la idea de su arrepentimiento, sino, muy al
contrario, para ofrecer de él una representación lo más dramática po­
sible.

Al término del breve episodio, Leontes se dirige de nuevo a Flori­


sel (subrayado por mí):

Pero vuestra petición


sigue sin contestar: iré a ver a vuestro padre:
si vuestro honor no ha sido derribado por vuestros deseos,
soy amigo de ellos y de vos.
(228-231)

419
La crisis de Leontes ha terminado y se perfila un desenlace feliz.
Parece que todo es tan evidente que no queda nada por añadir.
Y, sin embargo, el último verso está curiosamente construido. En
lugar de decir simplemente: «Soy vuestro amigo», Leontes no se refiere
de manera directa a sus interlocutores, sino a sus deseos, y afirma: «Soy
amigo de ellos.» Si las dos expresiones fueran equivalentes, Leontes no
habría necesitado añadir «y de vos», en otras palabras: «también soy
vuestro amigo». Todo lo que hemos ido sabiendo a lo largo de esta
obra nos hace pensar que las dos expresiones no son equivalentes y que
la disposición de las palabras «amigo», «deseo» y «vos» en el texto es
una alusión calculada a la ambivalencia mimética de la situación.
Si dos deseos son amigos entre sí, ansian el mismo objeto, la misma
Perdita, y los hombres a quienes pertenecen tales deseos ya no son
amigos, sino enemigos. La amistad de los hombres es sinónimo de paz
y de armonía, la amistad de sus deseos convoca los celos y la guerra.
Hasta el famoso «y de vos», las palabras de Leontes mantienen la som­
bría posibilidad de una nueva tragedia.
Shakespeare juega de nuevo con ese deseo del que se dice, en El
sueño, que se «basa en la elección de los amigos». Una vez más, las pa­
labras «amigos» y «amistad» evocan la insidiosa rivalidad mimética, su
tendencia a asaltarnos en el momento mismo en que nuestras intencio­
nes son más puras. Los hombres pueden creer con absoluta sinceridad
que sólo les inspira el interés de un amigo cuando, en realidad, ya es el
deseo de éste lo que les atrae. En el instante en que la amistad parece
más calurosa, ya está traicionada.
El último verso recapitula la terrible experiencia del protagonista.
Después del «soy amigo de ellos», el amigo de vuestros deseos, el actor
que interpreta el papel de Leontes debería marcar una breve pausa, el
tiempo de un imperceptible pesar; las tres últimas palabras, «y de vos»,
deberían parecerse entonces a un suspiro de alivio. Leontes se ha libe­
rado finalmente de un fardo invisible. La victoria sobre la tentación
debe pemanecer discreta, pero no hasta el punto de pasar desaper­
cibida.

En la escena siguiente, nos enteramos de que Paulina ha invitado a


Leontes y sus huéspedes —Polixenes, Camilo, Florisel y Perdita—a des­
cubrir con ella una estatua extraordinariamente parecida a la persona
que fue su mujer, su madre, su amiga. La estatua no es otra que la pro­
pia Hermione, que lleva dieciséis años oculta en la casa de Paulina.
Lo que al principio se presenta como reproducción mimética de un
original es en realidad el propio original. La escena invierte el proceso
estético habitual. ¿Con qué intención? Para contestar a esta pregunta,

420
tenemos que comenzar por plantear otra que no es totalmente nueva
para nosotros, la pregunta de la actitud de Shakespeare respecto al
arte.
Desde el momento en que Shakespeare maltrata con la rudeza que
conocemos su propio arte, el teatro, en El su eñ o de u n a noche de v e ­
rano y en Troilo y Cressida, cabe esperar también alguna severidad ha­
cia las artes que no practica. La unidad consustancial de la mimesis es­
tética y el deseo mimético reaparece en la pintura, y sus efectos son los
mismos en ambos casos, a juzgar por la descripción más antigua y más
categórica que hizo de este deseo en Los dos hidalgos de Verana. El de­
seo excesivo de poseer un retrato de Silvia supone en Proteo un debili­
tamiento de la distinción entre la mujer verdadera y su copia —síntoma
de la invasora enfermedad mimética:

PROTEO: Señora, ya que tan duro es vuestro corazón,


concededme a lo menos vuestro retrato,
el retrato que pende de la pared de vuestro aposento.
Le hablaré, le ofreceré mis suspiros y mis lágrimas;
pues si la materia de vuestra persona
está consagrada a otro, sólo soy sombra de mí mismo,
y dedicaré a vuestra sombra mi sincero afecto.
J ulia (aparte)-. Si fuese materia, también la engañaríais,
reduciéndola a no ser más que una sombra, como yo.
S il via : N o quiero, señor, ser vuestro ídolo.
Pero como sois falso y conviene más a vuestra señoría
adorar sombras e incensar falsas imágenes,
mandad mañana por mi retrato y os lo entregaré.
(IV, 2, 119-130)

Silvia es un ídolo en el sentido literal del culto de las imágenes.


Una vez transformado en fantasma de Valentín, Proteo busca un fan­
tasma de goce en un fantasma de su propia bienamada. La reacción
despreciativa de las dos mujeres confirma el carácter masturbatorio de
este deseo, y la idea de un Proteo que se entrega al placer solitario no
hace inverosímil, muy al contrario, el intento de violación que lleva a
cabo un poco más adelante. Los dos comportamientos son fruto de la
oscilación maníaco-depresiva de los personajes hipermiméticos.
Al ser casi inmateriales e infinitamente reproducibles, las imágenes
y los signos jamás pueden decepcionar tanto como lo hacen los objetos
reales cuando suscitan esos encabalgamientos miméticos en los que
caen los hombres. Las imágenes y los signos adquieren con ello una su­
perioridad paradójica respecto a los objetos y los seres que representan.
El objeto más deleitable en sí, la belleza femenina, se ve tan desfavora-

421
blemente afectado por el entrecruzamiento de los deseos que acaba por
parecer, en su realidad, intrínsecamente diabólico y perverso. Gracias a
las imágenes y a los signos, los seres de los que nuestro propio deseo
nos separa se convierten entonces en objeto de un goce segundo, susti-
tutivo, sacrificial, infinitamente empobrecido sin duda, pero del que el
sujeto sigue siendo el dueño absoluto. El sujeto moderno se reduce con
frecuencia a la masturbación.
En Noche de Epifanía, cuando Olivia quiere excitar el deseo de
Viola, se quita solemnemente el velo del rostro, como descubriría un
cuadro. Esta heroína pseudonarcisista sabe hacer jugar «instintivamente»
el poder de las imágenes en su propio mundo. Se transforma en una falsa
obra de arte, en un puro simulacro de la mujer que realmente es.
No hay que concluir de esta crítica feroz que Shakespeare «no
amaba el arte». Lo amaba tanto que lo consideraba, como a las restan­
tes pasiones, una especie de esclavitud. Para la mayoría de nosotros, el
arte es poco más que una de esas «nobles causas» por las que nos inte­
resamos noblemente, de la misma manera que la ecología y la justicia
social.
El arte y los valores artísticos tropiezan con mucha indiferencia en
el mundo actual y se han convertido en el bien ideal, el valor absoluto
en torno al cual se congregan las personas respetables, especialmente
los universitarios. Suponemos' que ocurría lo mismo en el pasado y
que, en la época de Shakespeare, el arte ya era esa especie de misa sus­
titutoria que se ha vuelto para nosotros. Es loable honrarlo, pero en el
fondo nos aburre un poco, salvo quizá cuando se convierte en objeto
de especulación financiera y puede concebirse en términos de record,
es decir de rivalidad mimética.
La metáfora metafísico-financiera del «valor» es tan ajena a Shakes­
peare c o m o lo que se disimula detrás de ella. Hace cuatro siglos, los ar­
tistas necesitaban defensores, pero el arte no. Seguía siendo inseparable
del espíritu de descubrimiento de su primera juventud, tal como lo ca­
racteriza el Renacimiento y los comienzos de la Edad Moderna. La
ruptura entre la búsqueda artística y el desarrollo científico y técnico
todavía no se había producido.
El realismo pictórico aparece entonces como un ejemplo privile­
giado de lo que puede la fuerza creadora entre los hombres cuando al
fin es liberada. No era todavía por completo nuestra idea moderna del
«progreso», pero casi. Tal detalle especialmente realista en un cuadro
podía suscitar el mismo tipo de exaltación que una teoría científica o
un invento técnico. Para los mecenas de la aristocracia, el amor al arte
tenía con frecuencia la misma calidad de admiración beata que se re­
serva en nuestros días para los ordenadores último modelo o para la
supraconductividad.

422
En la época de Shakespeare, las obras de arte y las m aravillas técni­
cas a menudo iban de la mano. Es lo que vemos en la últim a escena de
Cuento de invierno. Antes de llegar a la habitación donde se encuentra
la supuesta estatua de Hermione, Leontes recorre la galería privada de
Paulina y admira sus «singularidades»:

Hemos pasado
por tu galería, no sin gran satisfacción
entre tantas singularidades, pero no hemos visto
lo que mi hija ha venido a contemplar,
la estatua de su madre.
(V, 3, 10-14)

Leontes es un típico aficionado del Renacimiento, siempre con cu­


riosidad por cualquier novedad. La palabra c ur iosidad se aplica indife­
rentemente a las obras de arte y a los procedimientos técnicos ingenio­
sos. Como la supuesta estatua de Hermione encajaba en ambas ca­
tegorías a la vez, entendemos por qué Leontes esperaba encontrarla en
la galería que acaba de recorrer.
Para nosotros el culto a la imitación realista es peor que pasado de
moda, es la prueba misma de una incultura artística. Una vez saturados
de realismo, hemos pasado al otro extremo del que hemos hecho un
dogma aún más absoluto que su predecesor. Resulta apenas exagerado
afirmar que, desde hace un siglo, exaltamos el arte en la medida exacta
en que diverge de lo que llamamos desdeñosamente el «realismo foto­
gráfico»,
La antigua obsesión del trampantojo se ha vuelto tan molesta que
nuestros historiadores se esfuerzan por minimizarla. La convierten en
una extravagancia anodina, una inconsecuencia menor en el seno de
una visión estética que en lo esencial ya era idéntica a la nuestra. En
realidad, durante mucho tiempo, el trampantojo fue el principio cen­
tral de la pintura. En él se expresa la unidad dinámica de un mundo en
que las aspiraciones estéticas, científicas y técnicas se conjugan armo­
niosamente. Esta unidad es la que hemos perdido.
La definición mimética del arte ha reinado sin rivalidad desde los
griegos hasta mediados del siglo xix, después de lo cual, en unos pocos
años, se hunde. La revolución es tal que tendríamos que preguntarnos
si existe una continuidad entre el presente y el pasado. Shakespeare nos
sugerirá una.
Desde nuestro punto de vista, el culto realista parece demasiado so­
metido a las apariencias, demasiado respetuoso de las cosas tal cual
son. También Shakespeare se burla de ello, pero por razones diam etral­
mente opuestas a las nuestras. Ve en este culto un triunfo del artificio,

423
un primer atentado a la integridad del Ser que podría avalar muchos
más.
En El m e r c a d e r de Venecia, cuando Bassanio abre el cofre de
plomo y descubre el retrato de Porcia, no puede apartar la vista de él:

¡La imagen de la bella Porcia! ¿Qué otro ser celestial


pudo aproximarse tanto a lo creado? ¿Estos ojos se mueven?
¿O quizás al desplazarse junto a mis pupilas
parece que se muevan? Aquí los labios se entreabren
por la miel de su aliento. ¡Ah, dulce barrera
que a los dulces amigos los separa! Aquí, en los cabellos,
hace el pintor de araña y, como ella, teje
una trama de oro donde se enreda más el corazón del hombre
que los insectos en sus redes.
(III, 2, 115-123)

Bassanio quiere casarse con Porcia a causa de su riqueza y, claro


está, de su belleza; que sea el objeto de una competición internacional
realza sin ninguna duda sus atractivos. Desde que descubre el retrato
de la bella en el fondo del cofre, nuestro sutil veneciano sabe que ha
ganado la partida. La competición ha terminado: Porcia ya no puede
escapársele, y mucho me temo que, inmediatamente, una buena parte
de su encanto se volatiliza.
Por mucho que proclame, como es su obligación, que el original es
infinitamente superior a la copia, Bassanio se siente hasta tal punto
absorto por la segunda que quince versos soberbios pero interminables
transcurren antes de que consiga desprenderse de ella para volver al
original. Parece incapaz de dedicarse a la mujer entera, a la totalidad de
Porcia, o incluso a la totalidad de su retrato, o incluso al conjunto de
su rostro o hasta a su cabellera o a la redecilla de oro que la recubre: se
entretiene con el doble pictórico de ese impalpable ornato. Durante
todo ese tiempo, la mujer real aguarda detrás de él, desocupada y con
la mirada vacía. La perfección del simulacro la convierte en un objeto
superfluo.
Este texto es una variante más elegante del delirio de Proteo ante
el retrato de Silvia. Para entender el recogimiento estético de Bassanio,
necesitamos un antídoto contra nuestra ideología antirrealista, por
ejemplo la sardónica observación de Pascal respecto a esos aficionados
que se extasían delante de la reproducción fidelísima de objetos cuyos
originales desprecian. Para nosotros, es filisteísmo puro, y permanece­
mos ciegos a la idea profunda que sustenta ese p en sa m ien to , la versión
pascaliana del deseo mimético: la diversión. Detrás del fetichismo de la
imitación realista, Pascal, al igual que Shakespeare, presiente el deseo

424
mimético de la mi mesis y, con él, un abandono del Ser que refleja el as­
censo de una inmensa crisis mimética.
Antes del Renacimiento, la pintura se vincula a una realidad por la
que siente un auténtico respeto. La superioridad absoluta de la crea­
ción divina sobre la creación humana es admitida por todos. Con el
Renacimiento, las cosas comienzan a cambiar. El acento pasa de la rea­
lidad reproducida a la reproducción. Los artistas siguen imitando la na­
turaleza, pero con un espíritu de rivalidad que les empuja constante­
mente a una mayor audacia. Y he aquí que no tardan en atreverse a
confiar en que la creación humana podrá alcanzar, cuando no superar,
su modelo.
Si extrapolamos la concepción shakespeariana de la mimesis y la
aplicamos a los períodos siguientes, descubrimos que explica las revo­
luciones estéticas de los dos últimos siglos con menor reverencia de lo
que suelen hacerlo los historiadores de arte, pero con mucho mayor co­
herencia y eficacia.
Entre los artistas, había quienes, tradicionalmente, se entregaban a
lograr «la naturaleza en sí misma», la verdad de las apariencias; pero el
día en que esa búsqueda perdió su sentido, la competición, en lugar de
desvanecerse, no hizo sino desplazarse. Decidieron que, lejos de ser in­
dispensable, la imitación era más bien algo execrable. El miedo a repe­
tir lo que otros ya han hecho, o se disponen a hacer, sustituye al viejo
miedo de no im itar con la suficiente fidelidad. Lejos de poner término
a las modas y a los caprichos estéticos, la búsqueda universal de lo ori­
g in a l entendido como lo nuevo no hace más que acelerarlos y m ultipli­
carlos; engendra formas de sumisión mimética aún más tiránicas que la
imitación manifiesta.
El rechazo de la mimesis como principio teórico no provoca su de­
saparición en la práctica; ese rechazo desplaza la imitación y la con­
vierte en subterránea. El movimiento de la modernidad en su conjunto
—pese a unas pocas excepciones soberbias pero parciales—refleja el des­
plazamiento general de la sociedad moderna de la mediación externa a
la mediación interna.
Cuando la mi mesis pasa de positiva a negativa, cuando intenta evi­
tar la repetición, la fabrica cada vez en mayor medida a través de una
reciprocidad no deseada. La lógica de la competición destruye los ritos
del pasado, obligando al arte en primer lugar a distorsiones histéricas,
después a lo informe y al caos, y finalmente a la nada absoluta, a la
pura y simple autodestrucción que triunfa entre nosotros.
La perfección técnica de la redecilla de oro de Porcia es la primera
salva de la escalada mimética que, de manera paradójica pero lógica,
conduce a la exclusión del Ser e incluso a nuestro caricaturesco rechazo
del «referente». No es necesario adoptar el radicalismo mimético de

425
Shakespeare en todas sus modalidades para llegar a apreciar su fuerza
profética.

En Cuento de i nvierno, al igual que en El m e r c a d e r de Venecia, un


discreto pero indudable elemento satírico tiende a la obsesión por el
trampantojo en lo que era entonces el arte contemporáneo. De la
misma manera que Leontes sirve de espejo a sus cortesanos, los corte­
sanos sirven de espejo a su rey, y al igual que él se interesan por el arte.
Al saber de la existencia de una nueva y magnífica estatua de Her­
mione, quieren saber quién la ha esculpido y cuándo. Se les contesta
que es:

una obra que se tardó muchos años en hacer, ahora recién term i­
nada por ese exquisito maestro italiano, Julio Romano (que si tu­
viera él mismo eternidad y pudiera dar aliento a su obra, robaría a
la Naturaleza su oficio, tan perfectamente es su mono): ha hecho a
Hermione tan cerca de Hermione que dicen que, si uno le habla, se
quedará con esperanza de respuesta.
(V, 2, 94-102)

La palabra más importante de este fragmento —m o n o —concluye la


frase principal en un contraste inesperado y acaba de minar sutilmente
el armonioso conjunto de tópicos que la rodea. La vida cortesana es la
coronación de la práctica simiesca bajo todas sus formas y, en la corte
de Leontes, el culto del realismo mimético parece una manifestación
de ese fenómeno.
Como la estatua no existe, la alusión a Julio Romano es perfecta­
mente gratuita y descabellada, dictada sin duda por el hecho de que ese
pintor estaba de moda y se le tenía como al campeón invencible del
realismo. El gentilhombre que divulga ese falso rumor es el adminis­
trador de Paulina y actúa, evidentemente, obedeciendo órdenes. Diría
que esta sublime y admirable dama se divierte a expensas de los mis­
mos esnobs timoratos que, dieciséis años atrás, le habían dejado afron­
tar en solitario la temible locura de Leontes.

426
XXXVII. LA RESURRECCIÓN DE LEONTES
Cuento de invierno

Cuando Leontes descubre finalmente la estatua, se sorprende de su


extraordinario parecido con la esposa que ha perdido. El pecador arre­
pentido que lleva dentro está profundamente emocionado, pero el afi­
cionado al arte no ha bajado las armas y es el primero en hacerse oír.
Al examinar minuciosamente el extraño objeto ofrecido a su curiosi­
dad, nos comunica fielm ente sus impresiones:

Sin embargo, Paulina,


Hermione no fue tan arrugada, en nada
tan envejecida como parece ésta.
(V, 3, 26-29)

El escultor, explica Paulina, ha querido representar a Hermione


«como si viviera ahora». Ha querido ser fiel a la realidad hasta el punto
de reproducir lo que no existe. Una mente menos complicada habría
entendido sin duda, en aquel mismo instante, que la buena señora se
está burlando de él; pero nuestro hombre sólo ve en ello una señal.
Convencido de haber matado a su mujer dieciséis años atrás en un ac­
ceso de ciega furia, le cuesta trabajo aceptar lo que le dicen sus senti­
dos. Pero su empecinamiento en negar su propia percepción también
es una discreta alusión al esnobismo artístico del personaje y de sus se­
mejantes.
En los medios elegantes de Sicilia, un hombre a la p a g e jamás debe
confundir la copia, aunque sea perfecta, con el modelo que reproduce.
Cierto autor griego cuenta que un día, en Grecia, unos pájaros fueron
hasta tal punto engañados por unos racimos de uvas representados en
un cuadro —el pintor era un maestro del realism o- que intentaron co­
mérselos. ¡Qué humillación para nosotros sería parecemos a esos pá­
jaros!
«Los artistas modernos son tan excelentes», se dice Leontes, «que
pueden engañar a casi todo el mundo, pero no a mí; yo me niego a

427
creer que esta estatua sea realmente mi mujer y me quedo con la pie­
dra, que ésa sí que no miente.» En el mundo en que se mueve Leontes,
la gran vergüenza reside en ser en g a ñ a d o p o r la representación. Esta
vergüenza adopta una forma ligeramente diferente de la nuestra, pero,
en el fondo, ya es la misma.
Los intelectuales a la p a g e no cesan de reprocharnos nuestra ten­
dencia, deplorable sin duda pero conmovedora, a confundir los signos
con los objetos que representan. ¿Qué hay entonces de la ilusión in ­
versa? A fuerza de ir siempre en el mismo sentido, la cosa resulta in i­
maginable. ¡Un simple signo se convertiría en realidad! Aunque viéra­
mos este milagro con nuestros propios ojos, nos parecería demasiado
escandaloso para creerlo. Leontes se nos asemeja mucho a ese respecto.
Desconfía hasta tal punto de la primera ilusión, que se encuentra sin
defensas ante la segunda. Es la víctim a ideal de las inocentes trampas
de Paulina y Hermione.
Shakespeare se burla amablemente de la credulidad específicamente
occidental, a saber, la obsesión de la credulidad. En la duda, los espe­
cialistas se inclinan siempre en favor del no, de la nada, del nihilismo
más mediocre, de la solución más triste, y eso es lo que hace de ellos
especialistas eminentes. El pobre Leontes también se pretende especia­
lista y, tanto en materia de arte como en materia de amor, busca la sal­
vación en la negación de lo inmediato, de la impresión primera. Aquí
encontramos, bajo otra forma, la vieja historia del am or de oídas y a
través de lo que elig e n otros ojos. La estatua como tal es el equivalente
del a m a nt e d e corazón duro hacia el cual todos los amantes de la noche
de v er ano gravitan con el mismo instinto infalible que las mariposas
hacia la llam a que las destruirá. Entre la alegría pura y la piedra, no
hay que vacilar; mejor elegir la piedra.
No tenemos por ello que formarnos una mala opinión de Leontes.
La intensidad de su arrepentimiento no se pone en cuestión. El piensa
ante todo en Hermione:

Ah, así estaba ella,


con esta misma vida majestuosa (vida caliente,
mientras ahora está fría), la primera vez que la cortejé.
Me da vergüenza: ¿no me reprocha esta piedra
ser más piedra que ella?
(34-38)

Leontes ha cambiado, pero tan repentinamente que los aspectos


menores de su personalidad siguen siendo los mismos. Necesita más
tiempo para adaptarse. Lleva su esnobismo artístico pegado a la piel
como las ropas empapadas sobre la espalda de un hombre que acaba de

428
salvar a un ahogado —que no es otro que él mismo—. No hay que pe­
dirle que se cambie inmediatamente la camisa.
Si este juego escénico no aporta nada esencial, ¿por qué lo ha utili­
zado Shakespeare? Su importancia simbólica es inmensa. El titubeo de
Leontes recapitula el drama mimético de antes. El desenlace es un mi­
crocosmos de la obra: reactualiza el «fallo trágico» (tragic f l a w ) de
Leontes, pero de una manera suavemente irónica, puesto que se nos
permite asistir a la curación definitiva del protagonista. Su enfermedad
se volatiliza ante nuestros ojos a medida que Hermione vuelve a la
vida.
Primero, los espectadores no saben más que el protagonista; están
convencidos de que Hermione ha muerto. En el momento en que se la
descubre, la «estatua» debe surgir en medio de una luz que favorezca la
ilusión, en otras palabras, que la haga realmente «escultural», hierática,
inanimada. También el público debe engañarse, pero el director de es­
cena debe ingeniárselas para que comprendamos la verdad antes que
Leontes.
Cuando Leontes descubre las «arrugas» de la estatua, se impone una
iluminación más reveladora. Al reconocer a la actriz que interpreta el
papel de Hermione, descubrimos la verdad, pero a Leontes sigue esca­
pándosele. Como hemos comenzado compartiendo su error, simpatiza­
mos con él. Por primera vez, estamos de todo corazón con el protago­
nista...
Cuando estos últimos instantes de la obra son puestos en escena efi­
cazmente, los espectadores se emocionan e, incluso en aquellos que no
se interesan especialmente por la religión, esa emoción sólo puede cali­
ficarse de religiosa o de próxima a lo religioso. La palabra resurrección
acude irresistiblemente a la mente. Es algo que irrita a muchos críticos:
al comprobar que en la obra no se ha producido ninguna resurrección
y que en ella no aparece ningún vocablo religioso, niegan cualquier di­
mensión religiosa a Cuento de invierno.
¿El efecto de «resurrección» ha sido inventado de arriba abajo por
unos creyentes preocupados únicamente por inyectar lo religioso en la
literatura? Ni siquiera los espectadores más receptivos a esta escena la
confunden con un Pigmalión más o menos cristianizado. Salvo que se
oponga dogmáticamente, y por razones extraliterarias, a cualquier
efecto religioso, la crítica debe reconocer la realidad de ese efecto al
igual que la realidad de cualquier otro. Negar que sea religioso con el
pretexto de que eso es impensable al margen de un lenguaje específico
equivaldría a negar cualquier efecto erótico, por ejemplo, en ausencia
de un lenguaje explícitamente sexológico, apoyado en ilustraciones téc­
nicas.
La victoria de Leontes sobre la tentación corre en paralelo con el

429
juego escénico inventado por Paulina. Si el deseo mimético es una es­
pecie de demonio que mina lo real y finalmente lo destruye, renunciar
a él debería producir el resultado inverso. Un Leontes liberado de ese
deseo debería recuperar el Ser, la pr es e n ci a real, y eso es lo que se pro­
duce... con el ligero retraso que acabamos de verificar.
Esta derrota del deseo es un milagro más asombroso que la suspen­
sión de alguna estúpida ley de la naturaleza. Desmiente la lección más
poderosa de este libro: una vez el deseo se apodera de alguien, jamás
suelta su presa. Leontes es el primero en contradecir este principio. El
personaje que muere en el acto II y renace en el acto Y no es Her­
mione, sino el propio Leontes, y la últim a escena debe ser montada
bajo esta perspectiva.
Invirtiendo la fórmula de T. S. Eliot, diremos que la aparente re­
surrección de Hermione es el correlato subjetivo de un acontecimiento
totalmente objetivo y real, la renuncia de Leontes a su mal deseo. El
«efecto de resurrección» se produce cuando esta renuncia y el regreso
de Hermione se simbolizan uno al otro en la últim a escena.

V, 1, y V, 3: dos escenas que no pueden ser más contrastadas. Pa­


rece evidente que el autor quería mostrar una «falsa» resurrección de
Hermione antes de que interviniera la «auténtica». La yuxtaposición de
las dos es manifiestamente voluntaria y confirma la pertinencia de la
palabra «resurrección».
Ambas peripecias son la reaparición inesperada pero no milagrosa
en la vida de Leontes de una mujer perdida hacía mucho tiempo: pri­
mero su hija, y después su mujer. En la primera escena, cuando Leon­
tes ve a Perdita, el recuerdo de su mujer le invade con tanta fuerza que
cree a esta últim a resucitada. Convincente en un principio, esta ilusión
se desvanece con la misma rapidez con que ha nacido, así que Leontes
triunfa sobre la tentación que ha desencadenado.
En ese espejismo del deseo, la falsa Hermione tiene un aire tan ju­
venil como el que tenía cuando Leontes la vio por primera vez. El
efecto mágico suprime los dieciséis años transcurridos.
La segunda escena invierte las falsas impresiones de la primera y
devuelve al cuerpo de Hermione las huellas del tiempo: de ahí sus
arrugas. La segunda resurrección es tan v er da de ra como falsa era la pri­
mera; es la recompensa de un Leontes purgado de su mal deseo. Esta
verdad no es en absoluto mágica, sino terrestre. Tranquilizada por la
victoria de Leontes sobre su últim a tentación, la prudente Paulina ha
decidido que Hermione podía volver sin peligro a su marido.
No por ello la palabra «resurrección» es menos apropiada. Es in ­
cluso indispensable para imponer la única perspectiva que importa en

430
esta escena, la de Leontes. Él es quien tiene la impresión de volver a la
vida y, al margen mismo de la puesta en escena de Paulina, esa impre­
sión no es ilusoria. Había muerto y ha resucitado.
Las arrugas de Hermione no deben ser fuente de malentendidos.
Comprendemos fácilmente que Leontes se asombre de descubrirlas en
u n a estatua. No debemos imaginar que en cuanto caiga el telón co­
menzará a pensar en un lifting para su mujer o, para él, quizá, un di­
vorcio amistoso. En nuestros días, sería casi obligado. Al fin y al cabo,
es un hombre importante que no puede permitirse descuidar su propia
«imagen» ante el público. Los objetos de los que se rodea deben ser de
la más alta calidad, los más envidiables desde todos los puntos de vista,
sin exceptuar a su esposa, a la que conviene cambiar a la primera señal
de desgaste, como si se tratara de un coche.
En nuestro mundo siempre muy «complicado» —es la expresión de
los media—, el imperativo del chulo cornud o alcanza proporciones tan
cos...miméticas que se presenta como un principio moral. Cada cual se
debe a su «imagen»; ésta es nuestra última forma de heroísmo.
La escena de la estatua muestra una inversión única de la relación
verdad/ilusión, ser/no-ser tal como se presenta en Shakespeare antes
de Cuento de invierno. En todas las comedias y tragedias, el impulso
principal iba siempre en el sentido de más mimesis y de una ilusión
metafísica incesantemente en aumento. Cosas que en un principio pa­
recían auténticas se revelaban imaginarias; representaciones supuesta­
mente exactas se descubrían falsas y las falsas desde el principio desa­
parecían por completo; las distinciones claras se embrollaban y la
claridad cedía a la confusión; las formas inicialm ente armoniosas se
contaminaban cada vez más y se volvían monstruosas. Cuando los per­
sonajes desaparecían, ya no volvían a aparecer si no era bajo forma de
fantasmas; las formas se desintegraban, las diferencias se mitigaban, los
sólidos se licuaban; los símbolos se hacían pedazos, triunfaba la nada.
Cabría objetar que, en buen número de obras anteriores, los desen­
laces ya significaban un retorno a la realidad. Es cierto, pero, en todos
los que hemos estudiado, la supuesta inversión era poco más que una
ficción de la obra superficial, construida sobre algún sacrificio discreta
pero eficazmente minado por la obra pr ofun da. El propio orden dife­
rencial ( Degree) se reduce a ser únicamente el producto de la violencia
colectiva y está desacreditado.
El final de Cuento de invierno es muy diferente. Esta vez el triunfo
del Ser es auténtico y ya no va unido a una muerte sacrificial. ¿Cuál
puede ser la causa de esta revolución? Hemos visto anteriormente que
un gran número de los temas que obsesionaban a Shakespeare reapare­
cen en esta obra, pero bajo una forma siempre inédita. La psicología
mimética de Leontes es tan sutil y profunda como la de Shakespeare, y

431
sin embargo, cuando es puesta a prueba, fracasa lamentablemente.
¿Hay que deducir de ahí que el autor condena retrospectivamente lo
que había de implacable en la «psicología» de las obras anteriores? ¿Las
mujeres perseguidas de los romances son meramente imaginarias o, por
el contrario, muy reales? Por primera vez, la meditación sobre los do­
bles desemboca abiertamente en el concepto de pecado original. ¿Hay
que reconocer en Cuento de invierno una desmistificación de la actitud
desmistificadora, una autocrítica velada pero poderosa, la huella desci­
frable de una auténtica conversión?
La resurrección de Leontes avanza en el sentido de esta hipótesis.
A la luz de los indicios que se acumulan, no podría tratarse de una
mera y simple invención. ¿Cómo explicar si no que Shakespeare pase
del cinismo brillante pero desesperado de Troilo y Cressida a la actitud
que se transparenta en la segunda mitad de Cuento de i nv ie r no ? Su es­
píritu de conversión no me parece un capricho artístico. Toma cuerpo
poco a poco, y su primera encarnación, Postumo, da una impresión de
torpeza asombrosa en la pluma de un escritor tan poderoso y experi­
mentado como Shakespeare. La cortedad de este primer arrepentido
me parece un signo de autenticidad. Postumo anuncia la manera ma­
gistral como Shakespeare representará el arrepentimiento de Leontes.
Si admitimos que el autor ha puesto una buena parte de sí mismo
en este protagonista, la diferencia específica que señala todos los temas
de Cuento de invier no se explica muy bien, incluida la de los dos actos
que no hemos estudiado, el tercero y el cuarto. Cuanto más severo se
vuelve Shakespeare consigo mismo, más indulgente se vuelve respecto
a los demás, y su pintura de la inocencia adquiere una fuerza de la que
carecía en los dos primeros romances. Cuento de inv i er no y su desen­
lace se me presentan como el relato indirecto de una experiencia de
creación que se basa en la convicción creciente, en el autor, de que su
ferocidad pretérita hacia las víctimas del deseo mimético se alimentaba
de la virulencia de la enfermedad que a él mismo le invadía.
A mis ojos, Cuento de invierno es la feliz culminación de una inten­
ción que ha permanecido inconsciente durante largo tiempo y que se
remonta no sólo a los dos primeros romances, sino a la Cordelia de El
rey Lear y, más oscuramente, a los horrores de Otelo, a la náusea sacri­
ficial de Hamlet, o incluso a las obras más ferozmente nihilistas, espe­
cialmente Troilo y Cressida, en las que la tendencia contraria sólo se
adivina en el frenesí de su propia negación, en la extirpación sistemá­
tica de todo lo que puede, por muy débilmente que sea, aparecer como
redentor.

La implicación de un escritor en su obra suele ser considerada

432
como algo que se sitúa fuera del ámbito de la crítica. Este concepto de
implicación personal jamás ha estado tan poco de moda como hoy,
pues tropieza con la concepción imperante de la literatura como «juego
verbal». Hasta la mimesis ha sido alistada en esta batalla por aquellos
mismos que le niegan en principio cualquier pertinencia. Se nos dice
que los escritores son tan buenos mimos que pueden im itar mil estados
de espíritu diferentes sin haberlos vivido jamás. Probablemente esto es
cierto, pero no es toda la verdad, y las verdades parciales son engaño­
sas. Lo que un auténtico escritor intenta representar es su propio es­
tado de espíritu.
Los argumentos que se oponen a la implicación del escritor en su
obra me hacen pensar en Leontes delante de su estatua: no dejarse e n ­
g a ñ a r p o r la repre se ntación. Impulsados por el temor de parecer inge­
nuos, los críticos contemporáneos se agarran a la ilusión de una ilu­
sión: sus ideas abstractas sobre el arte les impiden ver a la Hermione
real detrás de la falsa estatua.
La experiencia espiritual que descubro detrás de Cuento de invierno
es una deducción sacada de los textos; no es una hipótesis «autobiográ­
fica» y tampoco es una «opinión» o una «creencia» que yo atribuiría
gratuitamente a un individuo llamado W illiam Shakespeare.
La grandeza de un escritor como revelador mimético supone inevi­
tablemente que en un momento de su carrera compone con la verdad
unos dobles, y esta experiencia sólo puede hacerse a sus propias expen­
sas y a las, muy costosas, de su ego mimético. Para poder acceder a la
fuerza oculta que estructura su obra, tiene que descubrir que se parece
a los objetivos a los que ha apuntado su propia sátira; tiene que aceptar
el hundimiento de las diferencias que constituyen su propio sistema de
autojustificación; tiene que verificar, no teóricamente sino en sú propia
carne, la verdad de las palabras dirigidas por San Pablo a los romanos
(II, 1):

Por lo cual eres inexcusable, oh hombre, cualquiera


que juzgas; porque en lo que juzgas a otro, te condenas
a ti mismo; porque lo mismo haces, tú que juzgas.

Cualquier obra que reproduzca la verdad mimética de las relaciones


humanas hunde poderosamente sus raíces en una experiencia espiritual
que puede manifestarse de forma directa bajo la forma del arrepenti­
miento, como en Cuento de invierno, o también de manera indirecta y
metafórica bajo la forma de la muerte, de la enfermedad o de cualquier
otra catástrofe personal —con el injerto, además, de un simbolismo de
la resurrección.
La circularidad mimética no es algo que dependa de la «sensibili­

433
dad», de la ideología o de creencias religiosas; es la irreductible estruc­
tura de los conflictos humanos que sólo las Escrituras judías y cristianas
reconocen explícitamente. Si bien todos los grandes escritores recono­
cen implícitam ente esta verdad, no todos son explícitos respecto a ella.
La ignorancia, restos de prejuicios o cualquier otro factor se lo im ­
piden.
Da igual. La propia experiencia, y eso es lo esencial, reviste siem­
pre la misma forma característica, la del sacrificio, la del esquema «de
la muerte y la resurrección», pero la forma aparece aquí paradójica­
mente invertida debido a que la sustancia es no sacrificial. En lugar de
una transferencia sobre el chivo expiatorio, nos encontramos exacta­
mente con lo contrario, un retorno del sujeto sobre sí mismo, una
auténtica autocrítica.
En mi obra sobre la novela europea, he querido mostrar que, en los
más grandes novelistas, existe una obra clave, a veces dos, a veces más,
cuyos desenlaces, sin ser uniformes, dependen todos de un mismo mo­
delo fácilmente identificable: reproducen todos ellos el esquema de la
muerte y la resurrección.
Ese esquema es demasiado banal para ser siempre significativo,
pero a veces lo es y remite entonces a la experiencia en cuestión, tan
esencial para la grandeza de las obras maestras que los creadores se
sienten irresistiblemente llevados a aludir a él, generalmente en el lu­
gar de la obra que responde mejor a este fin, el desenlace. En M e n ­
tira r omántica y v e r d a d no velesca di a esos desenlaces simbólicos el
nombre de «conversiones novelescas», pero el fenómeno trasciende
todas las distinciones literarias y no queda limitado exclusivamente a
la novela.
El desenlace de Cuento de invierno se me presenta como un ejem­
plo de ese tipo de conversión creadora —y como un ejemplo excepcio­
nal, no sólo a causa de su belleza, sino gracias a su extraordinaria
fuerza simbólica servida por el genio de su creador que inventa los me­
dios dramáticos a su medida.
Mientras que en la mayoría de las conclusiones de este tipo el lado
«resurrección» es apenas evocado, Shakespeare amplía ese débil simbo­
lismo a las dimensiones grandiosas de la estatua que se revela viva. Lo
contrario puede decirse de la muerte, el otro polo de esta estructura.
Mientras que necesariamente hay un exceso de muerte en la mayoría
de las conclusiones simbólicas, Shakespeare consigue reducirla al m í­
nimo indispensable, es decir a la alusión rápidamente disipada de una
Hermione realmente petrificada, de una esposa que no tendría más
existencia que la de la piedra.
Si estos desenlaces tienen realmente la significación que les atri­
buyo, la muerte, vencida por la resurrección, sólo debería aparecer en

434
ellos como una idea susceptible de ser desacreditada, una pintura de
fondo pronto borrada. Ello parece irrealizable al margen de un recurso
a lo sobrenatural que las prive de verosimilitud y, por consiguiente, de
cualquier eficacia dramática. Gracias a la invención de la estatua, Sha­
kespeare supera todos los obstáculos y consigue poner en escena una
derrota de la muerte que no cae en lo fantástico. Se concede, en otras
palabras, unos medios de expresión realmente adecuados a la experien­
cia de Leontes, la de un retorno a la vida más milagroso que todos los
milagros.

Aunque este desenlace no tenga un contenido religioso manifiesto,


su semejanza con las escenas de resurrección de los Evangelios es de­
masiado sorprendente para ser fortuito.
Cada vez que Jesús se manifiesta después de su Resurrección, sus
discípulos son incapaces de reconocerle inmediatamente. M aría M ag­
dalena le toma por un jardinero y los discípulos de Emaús por un via­
jero más. Las dudas de Tomás son una variación sobre el mismo tema.
¿Qué significado tienen esos reconocimientos tardíos?
La explicación no depende de Jesús, sino de los discípulos, que ja­
más están lo «bastante convertidos». Su imperfección es estructural y
específica en el sentido de que se concreta siempre en un obstáculo per­
cibido como exterior cuando en realidad es interior. La obsesión de
este obstáculo acompaña algún tiempo al aspirante a la conversión,
constituyendo para él una traba menor pero tenaz en el camino de una
fe superior. En el instante decisivo, el obstáculo se desvanece sin dejar
huella. De modo que conversión y resurrección corren indisoluble­
mente unidos, y ello es especialmente claro en Marcos, cuyo Evange­
lio, en un principio, parece que terminaba con la escena llam ada de la
tumba vacía.
Dos días después de la crucifixión, unas mujeres piadosas quieren
ofrecer a Jesús un entierro digno de ese nombre. Mientras se dirigen a
la tumba (es la mañana de Pascua), se inquietan respecto a la piedra
que obstruye la entrada, demasiado pesada, sin duda, para ser movida.
Cuando llegan, la piedra ya no está allí y la tumba está vacía (16, 1-4).
La última escena del Evangelio no debería definirse únicamente por
ese vacío, sino por el hecho de que la tumba está abierta a los cuatro
vientos, que todo el mundo puede penetrar en ella sin obstáculo.
En Cuento de invierno, la estatua desempeña un papel similar al de
la piedra de esa tumba. Es un obstáculo para el reconocimiento de
Hermione. Aun cuando Leontes la toca y siente el calor de sus manos,
sigue negándose a creer que está viva.
La piedra y la estatua son concreciones simbólicas del escollo, de la

435
dificultad. El skandalon mimético es extremadamente coercitivo; nace
de la imitación recíproca de los deseos, de su doble obstinación en obs­
taculizarse mutuamente, de su paradójica colaboración que no sola­
mente estructura nuestras psiques individuales, sino la totalidad del
universo humano; nos contiene a todos en su circularidad. La violencia
que genera es el origen de las falsas trascendencias que lim itan nuestra
visión. Como ya sabemos, el principio de idolatría hace indispensables
los sacrificios. No sólo nos aísla de Dios, sino de los demás hombres, a
la vez que nos encadena a ellos.
Las mujeres que caminan hacia la tumba están tan dispuestas a ver
al Señor como ninguno de nosotros lo estará jamás, pero lo mejor de
nosotros aquí no basta; siempre permanece suficiente skandalon en
nuestro ojo como para perpetuar nuestra ceguera. Tal es el sentido del
reconocimiento tardío, tanto en Cuento de invi er no como en los Evan­
gelios.
Para que la escena de la estatua adquiera todo su sentido, la piedra
a la que Hermione parece reducida debe significar no sólo su muerte
física a ojos de Leontes, sino también, y eso es lo más importante, la
muerte espiritual de éste. Shakespeare lo sabe ya que pone en la boca
de Leontes las palabras exactas que exige la plenitud de ese simbo­
lismo:

¿No me reprocha esta piedra


ser más piedra que ella?

Ya en Otelo, y en un contexto muy similar, la piedra aparece como


una imagen de la muerte espiritual. Cuando el Moro está a punto de
matar a Desdémona y comienza a sospechar su culpabilidad, siente que
su corazón se convierte en piedra: •

¡Ah, perjura! Me pones de piedra el corazón


y vuelves crimen mi propósito,
cuando yo lo creía sacrificio.
(V, 2, 63-65)

Estas palabras describen también la experiencia de Leontes en


cuanto sabe de la inocencia de su mujer y se cree su asesino. En un
solo y único verso, Shakespeare muestra que todo asesino que se sabe
finalmente culpable y repudia sus propias excusas revela la mentira de
los sacrificios. El hombre es un animal extraño que se empeña en lla­
mar sacrificios a los crímenes que comete, como si obedeciera las órde­
nes de algún dios.
La revelación del sacrificio como crimen no es únicamente la ver­

436
dad de Otelo; es la verdad de César, la verdad de cualquier tragedia, la
verdad últim a de la cultura sacrificial, la verdad que informa Cuento de
in vier no más de lleno que cualquier obra anterior, la más alta verdad
descubierta por Shakespeare —que coincide con la de los Evangelios.
El hecho de que Otelo no sólo comprenda esa verdad, sino que se
la aplique a sí mismo, le convierte en otro precursor de Leontes. Lo
que petrifica el corazón es entender que, de una u otra manera, todos
somos carniceros que nos tenemos por inmoladores. Entenderlo es asu­
mir el skandalon que siempre se ha conseguido descargar sobre algún
chivo expiatorio, es convertirse en una piedra que pesa sobre nuestros
corazones con un peso tan insoportable como Jesús sobre los hombros
del vadeador en la leyenda de San Cristóbal.
Sólo una cosa puede acabar con este suplicio: la certidumbre de ser
perdonado. Y eso es lo que se le concede a Leontes cuando al final se
da cuenta de que Hermione sigue viva. No hay nada análogo antes de
Cuento de invierno , j ? l que la propia Cordelia debe morir. La resurrec­
ción del ser amado sigue siendo espiritualmente imposible al final de
El rey Lear. Cuando la estatua de piedra se convierte en carne, al cora­
zón de Leontes le ocurre lo mismo.
El genio de Shakespeare (y sin duda más que su genio) le ha perm i­
tido recrear en ese desenlace algo que pertenece exclusivamente a las
Escrituras, la cualidad no mágica y sin embargo no naturalista de la re­
surrección que refieren. Cuanto más estudiamos la escena de la estatua,
más pensamos en la fórmula según la cual es la car ne misma la que re­
sucita —a diferencia del vaporoso mundo de los espíritus en el que de­
semboca la idolatría mimética—. El reconocimiento tardío de Jesús no
está ligado en absoluto a una menor visibilidad del cuerpo resucitado,
que llevaría en sí mismo la indefinición del más allá del que procede.
Lo cierto es lo contrario. Esa resurrección es demasiado real para unas
miradas enturbiadas por las falsas transfiguraciones de la idolatría m i­
mética.

Entre las numerosas obras maestras de Shakespeare, me parece que


Cuento de invie rno merece un lugar especial, por ser la más conmove­
dora. Los signos de humildad y de compasión no estaban ausentes del
teatro shakespeariano, pero eran escasos, lo que justifica, según parece,
que se haya presentado al propio autor como un hombre sin rostro, un
no-valor, una no-persona, un no-ser, nada, nadie.' Es lo que hizo Jorge
Luis Borges en su interpretación medio fantasiosa, medio seria de El
Hacedor. Haciendo de la palabra nadie su leitmotiv, Borges da a en-

1. En castellano en el original. (N. d e l T.)

437
tender claramente que Shakespeare pagó con su alma la adquisición de
su genio.
Ese pacto faustiano con un diablo llamado mimesis, es una idea bri­
llante, pero no se basa en ninguna prueba —a excepción, claro está, del
prodigioso genio de Shakespeare y de su aptitud casi infinita para crear
personajes miméticos, lo que no demuestra nada respecto a su propia
personalidad—. Tras la tesis de Borges, descubro una sutil variante del
terror moderno, el mismo que ya hemos encontrado un par de veces
en las páginas precedentes, el terror occidental y moderno por excelen­
cia, el de ser e n g a ñ a d o p o r la re pr ese ntació n, ser víctim a de las aparien­
cias. El Shakespeare sin rostro no es más que un último mito mimético
inventado por un grandísimo escritor. Un poco a la manera de Joyce,
Borges entendió mejor que la mayoría de nosotros el papel de la m i m e ­
sis en la literatura y fuera de ella, pero siempre se detiene en el umbral
de la última interrogación.
La refutación más elocuente de Borges es Cuento de invierno, la
obra en la que la humanidad de Shakespeare se transparenta más y m e­
jor que en ninguna otra, aquella en la que, por vez primera, el teatro se
abre silenciosamente a la posibilidad de una trascendencia. Esta con­
junción no debe ser un efecto del azar.

438
XXXVIII. «SORBERÁN AL INVITADO COMO UN GATO
BEBE LECHE»
La tempestad

La temp est ad es c o m o una telaraña en cuyo centro Próspero-Sha-


kespeare observa el proceso de su propia creación. En el gesto del
mago que rompe su varita mágica en el último acto, reconocemos al
i dramaturgo que se despide del teatro.
Esta lectura existe desde siempre y, de creer a las mentes sensatas,
supera lo que un crítico puede afirmar razonablemente a propósito de
una obra literaria: va demasiado lejos, se nos dice. Mi sensación es
que se queda corta, porque no es únicamente Próspero, sino el con­
junto de la obra, todos sus elementos, todos sus personajes, los que
nos hablan de la creación shakespeariana —comenzando por Calibán,
el principal obstáculo para una interpretación satisfactoria de La t e m ­
pe st ad —, Nuestra veneración por Shakespeare es tan grande que no so­
portamos la idea, sin embargo bastante evidente, de que al crear este
último monstruo pensaba fundamentalmente en sí mismo y en su
teatro.
En toda la obra, Próspero demuestra respecto a Calibán una rudeza
que' contrasta con la benevolencia que, por lo que dice él mismo, le
manifestaba antes. ¿Cómo debemos interpretar la colaboración de estos
dos personajes en el pasado? ¿Qué ha podido aportar el ignorante Cali­
bán a un hombre tan sabio como Próspero? La respuesta es evidente:
ha iniciado a su maestro en las bellezas de la isla:

Te enseñaba todas las cualidades de la isla,


las fuentes de agua dulce, los pozos de agua salada, los lugares
[fértiles y los yermos.
(I, 2, 335-337)

Ántes de La tempestad, durante largo tiempo, Calibán ha desempe­


ñado junto a Próspero un papel análogo al que desempeña Ariel en
esta obra, pero parece que la relación era más calurosa y más Intima:

439
Al principio, cuando llegaste,
me acariciabas y me tenías en mucho; me dabas
agua con bayas dentro, me enseñabas cómo
se llama la luz mayor, y la menor,
que arden de día y de noche.
(331-336)

Calibán ama su isla y la conoce tan bien que antes incluso de saber
hablar ha podido enseñar muchas cosas al recién llegado que era Prós­
pero, al perfecto extranjero todavía no iniciado en los secretos de una
tierra exótica. Próspero, por su parte, le ha enseñado el lenguaje arti­
culado.
Esta antigua colaboración carece de incidencia directa sobre lo que
ocurre efectivamente en la obra. Sólo tiene sentido en relación con el
pasado. Está claro que el autor concede mucha importancia a ese pa­
sado; el tema del lenguaje que Próspero aporta a Calibán es recuperado
y amplificado por el propio Próspero:

Villano aborrecido,
que no quieres marcarte por ninguna señal de bondad,
y eres capaz de toda maldad: te compadecí,
me tomé trabajo para enseñarte a hablar, a todas horas te enseñaba
una cosa u otra. Cuando tú, salvaje,
no sabías qué querías decir, sino que balbuceabas
como un ser bestial, doté tus intentos
con palabras para darlos a conocer.
(351-360)

Cuando escribió estos versos, Shakespeare evidentemente tenía en


mente algo más que su significado literal. Pese a su fealdad moral y fí­
sica, Calibán es un verdadero artista; los críticos nunca dejan de consta­
tar que este monstruo está lleno de poesía:

No tengas miedo. La isla está llena de ruidos,


sonidos y dulces melodías, que dan placer y no hacen daño.
A veces, mil instrumentos tañidos
me zumban en los oídos, y a veces oigo voces,
que, aunque me acabe de despertar después de dormir mucho,
me hacen dormir otra vez.
(III, 2, 135-140)

t Calibán simboliza el sentimiento poético en su estado bruto, como


el propio Shakespeare lo vivió antes de escribir su obra y en los co­
mienzos de ésta, informe, amoral, casi inmoral, peligrosa por tanto e

440
incluso reprensible, pero sin embargo indispensable para la creación.
Próspero iniciando a Calibán en la palabra es el propio Shakespeare
transformando en obras literarias la inspiración todavía sin lenguaje del
monstruo. Este último representa no sólo lo que precede a la literatura,
sino una modalidad de ella que el último Shakespeare reprueba, aun­
que reconoce su importancia crucial en su propia creación.
Calibán simboliza toda una obra shakespeariana que, poblada de
monstruos, puede parecer ella misma monstruosa. Shakespeare no
niega la calidad poética de sus propios escritos, pero descubre en ellos
un elemento de desorden, de acrimonia, de violencia y de confusión
moral que condena retrospectivamente como «monstruoso».
La alegoría sería límpida si no se tomara a Calibán por un mons­
truo del siglo x ix —una especie de Frankenstein o, en el mejor de los
casos, de Quasimodo—. Somos tan ignorantes respecto a los monstruos
míticos que vemos en Calibán un simple «fenómeno».
Es significativo que, en la más. importan te de sus epifanías mons­
truosas, Calibán no sólo sea él mismo, sino alguien más, mezclado
como está con Estéfano. Ambos hombres están acurrucados bajo una
especie de manta; cuando Trínculo, que está borracho, cae sobre el cu­
rioso bulto, se imagina que se trata de una sola y extraña criatura: y
mientras la explora tumultuosamente, acaba por mezclarse con ella y
participa en la elaboración monstruosa, en el futuro monstruoso, de
tres personajes a la vez.
Al hablar del Sueño de un a noche de verano, definimos el monstruo
mítico como una combinación de pedazos sacados de diversas criaturas
que, en el momento álgido de la crisis sacrificial, parecen perder sus
caracteres distintivos. Es lo que aquí tenemos.
/Calibán es a la vez el producto —el monstruo mítico—y el proceso
que lo engendra —nuestro proceso mimético, claro está—/Lo compro­
bamos a medida que intervienen las relaciones interpersonales. Calibán
está tan impresionado por el vino de Trínculo que pide a ese pobre bo­
rracho que sea su dios:

Ése es un dios maravilloso, y trae licor celestial.


Me arrodillaré ante él.

Te enseñaré hasta la últim a pulgada fértil de la isla,


y te besaré los pies: te ruego que seas mi dios.
(II, 2, 116-118; 148-149)

Las inclinaciones idólatras de Calibán son más importantes que su


fealdad física; las primeras permiten explicar la segunda mientras que

441
lo contrario es falso./Calibán es un monstruo porque venera a Trín-
culo. Nosotros pensamos por el contrario que venera a Trínculo por­
que es un monstruo. Esta es la razón de que se nos escape la significa­
ción real del personaje./
Lo veremos con claridad si recordamos la noche de verano. Cali­
bán habla de Trinculo exactamente igual que Helena habla de Hermia
y de Demetrio. Afirmar que Helena venera a esos dos amigos porque
es realmente el animal horrible que imagina ser, resulta ridículo: se
convierte en animal horrible porque es lo bastante necia como para
adorar a unos simples humanos. Lo mismo le ocurre a Calibán.
El deseo idólatra no es más que un procedimiento cómico que se
podría elim inar de la obra sin modificar su naturaleza. Si separamos al
monstruo de la crisis mimética en que se mueve, su presencia como
monstruo ya no tiene sentido. El vino de Trínculo es la grotesca cús­
pide de un triángulo mimético en el que los propios Trínculo y Cali­
bán ocupan los restantes ángulos. El vino cumple el papel de Eros
para los cuatro enamorados o de las encarnaciones teatrales para los
artesanos.
En el momento en que elige a Trínculo como mediador, Calibán le
hace la misma oferta que ha hecho a Próspero: quiere mostrar las be­
llezas de su isla a su nuevo dios. Quiere convertirlo en un poeta.
Cuando la enfermedad mimética se agrava, sus víctimas tienen ten­
dencia a cambiar a sus mediadores cada vez más deprisa. A medida que
las sustituciones se multiplican, su efecto desestabilizador se agrava,
provocando la confusión violenta que hace surgir los monstruos.
Cuando deja de idolatrar a Próspero, Calibán ve con claridad y merece­
ría nuestro aplauso si no se volviera inmediatamente hacia Trínculo, es
decir hacia un ser que merece todavía menos que Próspero que le con­
fundan con una divinidad.
Cuando Calibán descubre lo miserable que es Trínculo, comprende
su error; tiene la intuición fulgurante de todos los personajes hipermi-
méticos cuando se hunde el prestigio sagrado de su ídolo; ve su nu­
lidad:

¡Qué burro doble y triple


fui, de tomar por un dios a este borracho
y adorar a este imbécil!
(V, 1, 295-297)

No hay que deducir de ello que Calibán ha cambiado realmente y


que ya no vuelva a caer en la idolatría. El monstruo encarna la mezcla
paradójica de ceguera y perspicacia que caracteriza las regiones inferio­
res de la mimesis conflictiva. A veces parece tan estúpido que dudamos

442
de su humanidad; otras, por el contrario, da la impresión de una inteli­
gencia superior a la de todos los demás personajes.
Al igual que Casio en J u l i o César, Calibán se asegura la ayuda de
Estéfano y de Trínculo para conspirar con ellos contra su antiguo dios,
Próspero, que ahora se le antoja un diablo. Esta conspiración coincide
con el monstruo de tres cabezas que hemos visto, un poco antes, pata­
lear debajo de una manta. Recordemos que en J u l i o César Bruto habla
del rostro mons truoso de la conspiración: Calibán confirma el sentido
casi técnico de la palabra en la obra de Shakespeare. Las conspiracio­
nes surgen cuando las alucinaciones monstruosas se convierten en
norma. Recordemos que en el paroxismo de la crisis el deseo se exa­
cerba hasta el punto de volverse criminal y hacerse posibles las sustitu­
ciones de antagonistas. Calibán encarna en síntesis toda la teoría de lo
monstruoso y la mimesis conflictiva.
Para alejar a sus asaltantes, el astuto Próspero pide a Ariel que al­
fombre su camino de «ropas deslumbrantes». Los acólitos de Calibán
quedan a tal punto fascinados por esos ropajes de pacotilla que se olvi­
dan de la conspiración. Calibán es el único cuya atención permanece
fijada en Próspero y, furioso por la ocasión perdida, se burla amarga­
mente de la inutilidad de sus compañeros.
La omnipotencia de Próspero y la miserable debilidad de sus adver­
sarios hacen que no haya en esa escena ningún «suspense». Su función
es más didáctica que dramática. Ilustra el contraste entre, por un lado,
el deseo siempre objetual de los dos marinos, el consumismo superficial
propio de los estiajes superiores del proceso mimético, y, por otro, la
siniestra pero profunda determinación de Calibán, tan típica del deseo
en su fase más avanzada, aquella en la que ya nada importa salvo la
destrucción violenta del obstáculo-modelo perseguida de manera ob­
sesiva.
Todo se acaba con gritos indignados. Los conspiradores acaban per­
seguidos por una jauría de perros aullantes, los perros de la montería,
iguales que los de Teseo en el quinto acto de El su eño de u n a noche de
ver ano, alusión evidente a la victimización unánime que concluye toda
crisis del Degree. El proceso mimético está representado aquí de ma­
nera esquemática pero completa.
Es una escena tan desnuda que el efecto global es más alegórico que
realmente dramático —a diferencia de las grandes obras del comienzo
de la madurez, El s u eño de un a noche de verano, J u l i o César, Troilo y
Cressida—, Y, sin embargo, todos los aspectos esenciales del proceso es­
tán ahí, tan claramente indicados que es imposible equivocarse.
Calibán ilustra la espiral descendente de la intensificación y de la
desintegración miméticas, la misma cuyo desarrollo hemos seguido,
fase tras fase, a través del creciente extremismo de las comedias. En la

443
primera parte de la presente obra, descubrimos el perfil de todas las
obras, tomadas en su orden cronológico. Este es parecido a la espi­
ral oblicua simbolizada por Calibán. Tras los pasos de Joyce, hemos
concluido que está trayectoria debe rem itir a una experiencia no
únicamente estética, sino existencial, la del propio autor. Creo que
esto es lo que confirma la asociación de Calibán con el proceso
creador de Próspero/Shakespeare.
Esa asociación ya resulta innegable al final de la obra, cuando
Próspero pronuncia las famosas palabras: «A este ser tenebroso [se
refiere a Calibán] lo reconozco por mío.» Por fastidioso que pueda
resultar, como sugieren esas palabras, la influencia de Calibán sobre
el autor sigue siendo demasiado grande como para quedar total­
mente superada, por lo menos en el plano artístico.

Cuando inventó a Calibán, Shakespeare tenía todavía el humor


autocrítico que se desarrolla en Cuento de invierno. Una mirada so­
bre la historia reciente de la «isla», tal como la presenta el primer
acto, permite ver, sin embargo, que existían para él circunstancias
atenuantes, y que éstas suavizan un poco la severidad de los repro­
ches que el poeta se dirige.
Cuando Próspero llegó a la isla, Calibán no era su único habi­
tante. También Ariel estaba allí, pero aprisionado en un tronco de
árbol, y el nuevo visitante no lo descubrió inmediatamente. La m al­
vada bruja Sycorax, madre de Calibán y antigua soberana de la isla,
había infligido ese castigo a Ariel porque se negaba a obedecer sus
órdenes:

Como eras un espíritu demasiado delicado


para cumplir sus bajas órdenes odiosas,
y rechazabas sus grandiosos mandatos, te encerró,
con ayuda de sus ejecutores más poderosos,
con su cólera más inexorable,
en la hendidura de un pino, y aprisionado
en esa grieta te quedaste dolorosamente
una docena de años.
(I, 2, 272-277)

Ariel representa un modo literario refinado, sereno y noble,


aquel con que el último Shakespeare desea sustituir las obras caóti­
cas de Calibán. Como han subrayado todos los críticos, La tem pestad
difiere de las obras anteriores por algunos aspectos propiamente
«técnicos». Es la única obra de la madurez que se adecúa a las fa­

444
mosas unidades aristotélicas de tiempo, lugar y acción. Este aspecto de
la oposición Ariel/Calibán no es despreciable, pero hay otros más
esenciales.
Sycorax murió antes de la llegada de Próspero sin haber liberado a
A riel, que seguía prisionero en su árbol. El espíritu de la hechicera se
perpetúa gracias a su heredero Calibán, convertido de J a ct o en señor
del lugar. Eso significa, en mi opinión, que los elementos calibanescos
de Shakespeare no son ajenos al mal estado de la escena inglesa cuando
comenzó a escribir. Próspero se reprocha su entusiasmo excesivo por
Calibán, pero no tenía otro modelo a seguir y, hasta cierto punto, ha
sido víctima de las circunstancias.
La tem pesta d no es un «retrato del artista» intemporal, sino una
«historia» dinámica de la obra shakespeariana que se divide en dos pe­
ríodos, el primero encarnado por Calibán y el segundo por Ariel. En la
época en que Próspero hizo de Calibán su ministro, Ariel estaba preso,
y ahora ocurre lo contrario. Próspero ha liberado a A riel para confiarle
el papel de Calibán, quien interpreta ahora el papel de prisionero.
El monstruo conserva cierta libertad de movimientos y su encierro
es menos cruel que el de Ariel en el pasado. Sin embargo, en principio,
la prisión de Calibán es la más severa de las dos, al estar hecha de roca
dura y no de tierna madera de pino. Supongo que esa diferencia refleja
la gravedad de la amenaza —no solamente estética sino moral—que Ca­
libán representa a los ojos de su creador/
En el teatro de Shakespeare no podemos decir exactamente por
dónde pasa la línea fronteriza entre Ariel y Calibán, y no hay que bus­
car la precisión en este terreno. Aunque los dos espíritus sean en prin­
cipio incompatibles, su coexistencia de hecho es sugerida por el texto
de La tempestad. En los tiempos de su prisión, los gemidos de Ariel
podían oírse de u n a p u n t a a otra de la isla: eso significa que, por muy
brutalizada y sofocada que estuviera, la inspiración superior no estaba
ausente de las obras dominadas por Calibán. Y viceversa: ¿cómo dudar
de la omnipresencia de Calibán en Shakespeare a partir del momento
en que ocupa un lugar importante en la única obra que hay que atri­
buir sin vacilaciones a Ariel, la propia tem pestad?
Determinados aspectos de Calibán hacen pensar en el Arthur Rim-
baud de Una estancia en el infierno. Un poeta se vuelve hacia su pa­
sado y, sin rechazarlo en bloque, descubre en él cosas literalm ente in ­
fernales. Otra referencia útil es el Dionisos nietzscheano: las sim ilitu­
des proceden de la mezcla de elementos míticos y realistas, y de las
connotaciones tan «decadentes» como primitivas que saturan a los dos
personajes.
Por el contrario, por su serenidad, su nobleza y su sentido del or­
den, Ariel anuncia lo apolíneo según Nietzsche. El Shakespeare de La

445
tempestad, se me antoja en parte como un Nietzsche al revés. Pone en
guardia a su público contra los sombríos atractivos de Calibán/Dioni-
sos, es decir contra la violencia indiferenciada y las metamorfosis
monstruosas que se perfilan indefectiblemente detrás del vértigo nihi­
lista de la crisis sacrificial moderna.
Tanto Ariel como Calibán aspiran a ser libres, pero sus objetivos
son diferentes. Nacido esclavo, Calibán sólo desea la libertad para dila­
pidarla con nuevos mediadores. Al igual que Hermia protestando a voz
en grito contra la tiranía de su padre, pero eligiendo el amor por lo
que eligen otros ojos, Calibán pasa de Caribdis a Escila o de Próspero a
Trínculo.
En un primer momento, Próspero sólo libera a A riel de su tronco
de árbol para explotar su talento, pero el trabajo forzado repugna a este
enemigo de toda coerción. Creo que Shakespeare quiere decir con ello
que las servidumbres de su carrera teatral le resultan cada vez más in­
soportables.
Ariel aspira a un estado que le liberaría de cualquier esclavitud m i­
mética. La revolución que significa para Próspero el paso de Calibán a
Ariel no deja de recordar la conversión de Leontes. No podemos lim i­
tarnos a decir que La tem pestad recoge la historia de su autor allí
donde la había interrumpido Cuento de invierno; sería una simplifica­
ción y una ingenuidad. Pero no es inútil en la medida en que esta inge­
nuidad permite relacionar las dos obras y ver también en qué se pare­
cen por contraste con todas las anteriores.

Próspero pasa de Calibán a Ariel, pero no por ello es un «conver­


tido» en el sentido en que la palabra conviene a Leontes. Tal vez po­
dríamos decir que se ha «enmendado», siempre que añadiéramos que
se ha enmendado menos de lo que cree. Ama sinceramente a su hija,
pero es pomposo, está satisfecho de sí mismo, es autoritario y extrema­
damente teatral. Todos estos defectos remiten a su pasado, a una grave
injusticia que se le ha hecho sufrir y que no consigue olvidar.
Shakespeare no subvierte retrospectivamente la «autenticidad» de
la conversión de Leontes; simplemente levanta el decorado que le
permite ironizar sobre sí mismo como de La tem pestad y de todo su
teatro.
En la. segunda escena de la obra, Próspero explica a M iranda, su
hija, por qué él, el duque legítimo, el Milán absoluto, es abandonado en
una isla desierta sin nadie a excepción de ella. El responsable de tan
funesto destino no es otro que su hermano menor, Antonio. Los dos
hermanos eran los mejores amigos del mundo, claro está, y su amistad
cesó de manera repentina, claro está, a causa de una muy inoportuna

446
idea de Próspero, la misma de siempre, claro está. El mayor invitó al
pequeño a sustituirle temporalmente en el trono. El malvado se sintió
en su nuevo papel como pez en el agua:

...se creyó
que era efectivamente el duque, por sustituirme
y por ejecutar el aspecto exterior de la realeza
con todas sus prerrogativas: desde ahí, su ambición creció...
¿me oyes?

Para no tener interposición entre el papel que representaba


y aquel por quien lo representaba, quiso por fuerza ser
absoluto duque de Milán.
(I, 2, 102-109)

Si Próspero hubiera deseado deliberadamente transformar a un ri­


val potencial en un rival real, no podía haberlo hecho mejor de lo que
lo hizo:

Yo descuidando así las utilidades mundanas [...]


... en mi pérfido hermano
desperté una mala naturaleza, y mi confianza,
como un buen padre, engendró en él
su contrario, una falsía tan grande
como mi confianza que, en efecto, no tenía límite:
una confianza sin término.
(89-97)

Próspero no carece de perversidad al haber suscitado en su her­


mano el deseo de apropiarse de su ser ducal. Se presenta como una víc­
tima ingenua, como un idealista al que sólo interesan los libros, total­
mente extraño a la pasión que diseca con tanta pasión. Nosotros no
podemos tomárnoslo en serio.
Sabemos demasiado como para no reconocer aquí un nuevo perso­
naje hipermimético, un último Valentín que, en lugar de una mujer,
hace espejear un ducado ante los ojos de su rival. En cuanto lo ha per­
dido, quiere recuperarlo a cualquier precio. Todo en este retrato es có­
micamente conforme al más clásico de los tipos shakespearianos.
La obsesión por el hermano enemigo se traiciona a cada instante:
«Cómo un hermano puede ser tan pérfido [...] Dime si ése puede ser
mi hermano...» ¿De veras? ¡Si Shakespeare casi nunca ha descrito otro
tipo de hermano! Existe indiscutiblemente una reciprocidad mucho

447
mayor entre los dos hombres de la que Próspero está dispuesto a ad­
mitir.
¿Qué reciprocidad puede existir entre un implacable hombre de
acción y un intelectual impotente, aislado en una isla desierta? La
simetría de todos los dobles, miméticos, evidentemente. El hecho de
que uno sea todopoderoso y esté armado hasta los dientes mientras
que el otro sólo disponga de palabras, no impide esa simetría. Se
puede hacer la guerra con palabras tanto como con fusiles y Prós­
pero habla mucho, a Miranda, al público; abunda en palabras venga­
doras. Dado que su hija es la única en escucharle, la aprobación de
M iranda equivale a una ovación universal. Este nuevo Lear es el ar­
quetipo del hombre de letras.
¿Qué ocurre con esa temp est ad que Próspero desencadena y de­
tiene a voluntad y de la que no resulta ningún daño? Sólo es, evi­
dentemente, una te mpestad bajo un cráneo, el de Próspero, una obra
de pura (o impura) imaginación, la obra misma que escuchamos.
, Esta tempestad tiene un solo y único efecto, el de llevar a todos
los enemigos de Próspero bajo su férula, al único lugar donde todos
sus deseos son inmediatamente ejecutados, su isla, su propio uni­
verso, el de la creación literaria. Eso es lo que cualquier escritor
puede hacer a voluntad: convertir a sus enemigos en personajes de
su propia ficción y, en ese marco, castigarlos como mejor le parezca.
El carácter imaginario de esta venganza aparece con evidencia al fi­
nal de la obra en la ausencia misma de desenlace: no vemos a An­
tonio inclinarse ante su hermano, la venganza literaria de Próspero
se esfuma.
¿Qué escritor no escribe para satisfacer el deseo que denuncia
virtuosamente en sus obras, el de la gloria y el aplastamiento de to­
dos sus rivales? La impotencia del artista respecto al mundo lo con­
vence de que es depositario de una virtud inmaculada. Una obra de
teatro es el campo de batalla imaginario donde el dramaturgo toma
su revancha sobre la «vida real».
El poder que ejerce Próspero al margen de su ficción no está a
la altura del que ejerce en lo imaginario. Cuando ve a Fernando y a
Miranda enamorados, exclama: «La cosa marcha» («La cosa» significa
su propia «magia»): Próspero im agina que él es el único artesano de
ese amor, como de todos los restantes acontecimientos de su obra;
eso sólo es cierto en la medida en que se trata de su obraí En sus
relaciones con los seres reales que Miranda y Fernando, por otra
parte, siguen siendo, Próspero es un anciano impotente.
Lo demuestra, por ejemplo, la conmovedora pero inepta manio­
bra que tiende a proteger a Miranda de los sufrimientos que le pro­
vocará sin duda el éxito demasiado fácil de sus amores. Al compro­

448
bar la reciprocidad del flechazo, el experto en mimetismo que dormita
en él se despierta:

Están ambos en poder el uno del otro; pero tengo que hacer difícil
este rápido asunto no sea que el ganarlo con demasiada facilidad
haga ligero el premio.
(I, 2, 451-453)

Al ser Miranda demasiado inocente para jugar con el deseo de su


encantador príncipe, su padre, como de costumbre, tomará las cosas en
su mano. Y así es como, durante una buena parte de la obra, vemos a
Fernando ocupado amontonando enormes leños «bajo el duro man­
dato» de su futuro suegro.
Ante la extraña prueba, los críticos normales se sienten un poco
desconcertados, pero no los conocedores del deseo mimético. En­
tienden muy bien la preocupación del desdichado padre, sobre todo
si han leído las treinta y seis obras anteriores. Saben que, para refor­
zar un deseo que acaba de nacer, nada mejor que un obstáculo insu­
perable —mimético preferentemente—, A falta de lo cual, hay que
buscar soluciones de recambio, y eso es lo que hace el ingenioso
Próspero, con la luminosa idea de los troncos. Cuando oímos a los
dos enamorados divinizarse el uno al otro y recurrir al mismo len­
guaje que el pobre Calibán rezando ante su ídolo, nos sentimos más
inquietos que nunca; dudamos de que la receta de Próspero pueda
resolver el problema de la infidelidad, pero pongámonos en el lugar
de un padre tan lúcido como éste: ya no sabe a qué santo encomen­
darse.

La tempestad del acto I, escena 1, no es un fenómeno natural,


sino una absurda batalla por el poder a bordo de una nave que se
supone desarbolada por la tormenta. En cualquier circunstancia y
más especialmente en caso de peligro extremo, el comandante de la
nave es quien debe dirigir la maniobra, pero, en ese barco singular,
la autoridad legítim a está básicamente minada por la indisciplina de
los pasajeros, todos ellos aristócratas, entre los cuales hay un duque
y un rey.
En lugar de ocuparse cada uno de sus cosas, las dos jerarquías en­
frentadas intentan miméticamente suplantarse y dominar el conjunto
de la nave, la cual, en consecuencia, zozobra cada vez con mayor rapi­
dez. Al destruirse mutuamente en su combate de dobles, los antagonis­
tas precipitan el desastre que un poco de colaboración habría sin duda
evitado.

449
Y ya nos vemos de nuevo ante una crisis del Degree, la última en
Shakespeare, y que resume todas las demás. Esta tempestad es funda-
mentalmente social. Para desencadenarla, no son realmente necesarios
ni la furia de los elementos ni la magia de Próspero.
¿Esta catástrofe se produce a fin de cuentas en la imaginación de
Próspero, como hemos dado a entender en un principio, o en el
mundo real, como sugerimos ahora? El genio de esta obra reside en el
hecho de que ambas respuestas se imponen simultáneamente.
En virtud de la inagotable paradoja mimética, la imaginación de
Próspero puede decidir sobre todo y nada al mismo tiempo, o sobre
casi nada, dar un empujoncito aquí y otro allá. El mundo que inventa
un gran escritor no tiene por qué coincidir con el mundo llamado real
para hablar realmente de él. La «magia» del escritor es la sustancia
misma de ese mundo real, el cual rebosa siempre de lo que exige la
continuación de su (triste) marcha mimética, como le ocurre al propio
Próspero. Por histérico que sea, el autor hipermimético percibe una di­
mensión de las cosas que los observadores armados de estadísticas y de
documentos no percibirán jamás.
Un buen ejemplo de ello es el hermano de Próspero, Antonio, que
se revela aún peor de lo que hace un momento pretendía el propio
Próspero. En la primera escena del tercer acto le vemos tramar con Se­
bastián la muerte de los dos hombres tranquilamente dormidos ante
ellos —el hermano de Sebastián, Alonso, rey de Nápoles, y un viejo
consejero, Gonzalo:

SEBASTIÁN: Recuerdo que suplantasteis a vuestro hermano Prós­


pero.
A ntonio : E s verdad: y mirad qué bien me sientan mis ropajes, mu­
cho mejor asentados que antes. Los siervos de mi hermano eran
entonces mis compañeros, y ahora son mis criados.

A quí está tendido vuestro hermano, en nada mejor que la


tierra sobre la cual yace, si estuviera lo que ahora parece es­
tar —esto es, muerto—, Y yo con este acero obediente —con
tres pulgadas de él— puedo dejarlo en cama para siempre,
mientras vos, haciendo igual, pondríais en el eterno cierre de
ojos a ese viejo moralejas, a ese Maese Prudente [se refiere a
Gonzalo], que no habría de censurarnos nuestra acción. En
cuanto a todos los demás, recibirán nuestras indicaciones
como el gato lame la leche, y contarán que el reloj da tantas
campanadas como nos convenga que sea la hora para cual­
quier asunto.

450
SEBASTIÁN: Vuestro caso, querido amigo, ha de ser mi modelo:
como obtuvisteis M ilán, yo conseguiré Nápoles.
(II, 1, 270-292)

Al igual que todas las víctimas de la enfermedad que tan bien co­
nocemos, Antonio intenta esparcirla a su alrededor, y, muy mimética-
mente, sugiere a Sebastián una versión aún más crim inal del deseo
mismo que Próspero le ha inoculado. Quiere que Sebastián se vuelva
«Nápoles absoluto» a imitación del «M ilán absoluto» en que él se ha
vuelto. Con su derroche de señuelos y artificios, la escena es una con­
densación tan sencilla y maravillosa de toda la materia shakespeariana
más conocida por nosotros'que dejo al lector el placer de su análisis.
En La tempestad, estáñ^ presentes todos los temas shakespearianos
esenciales: la seducción mimética, la crisis, sacrificial, los engaños de
la rivalidad, los dobles monstruosos, etcétera, pero no están unidos
por un auténtico argumento; carecen de la fuerza dramática del pa­
sado. Ya no es lo que busca el creador. Éste escribe más bien una se­
rie de alusiones a su propio pasado literario, destila una delicada pa­
rodia de sí mismo bajo la forma de exquisitos sainetes.
En cada uno de los romances, el problema de la implicación per­
sonal del autor se plantea siempre, c o m o hemos visto, con mayor
agudeza. Así pues, en La tem pestad es donde Shakespeare habla más
de sí mismo y siempre irónicamente. Nunca ha dejado de ser sensible
a la circularidad del deseo, pero tanto en las comedias como en las
tragedias la situaba fuera; la convertía en una característica propia de
otro, de los seres que él creaba. En el momento en que el círculo se
cierra sobre sí mismo, puede decir junto con Macbeth: «La implacable
justicia / nos hace apurar hasta las heces la copa / de nuestro propio
veneno» (I, 7, 10-12).
Temible para el orgullo, el cierre del círculo es deseable para la
humildad. Es la única auténtica victoria de Próspero, su triunfo sobre
sí mismp. Al igual que Leontes anteriormente, Próspero-Shakespeare
triunfa finalmente sobre su deseo de venganza:

Aunque con sus graves injurias estoy herido hasta lo más vivo,
sin embargo, con mi razón más noble me enfrento
contra mi furia. Es más exquisita
la acción virtuosa que la venganza. Con ellos, una vez
[arrepentidos,
el único alcance de mi propósito no va más allá
de un fruncimiento de ceño.
(V, 1, 25-30)

451
Volvamos por un instante a la gran escena de Próspero y Miranda.
Pese a todas sus advertencias y llamamientos a la vigilancia, el gran
mago no consigue forzar la atención de su hija:

«Siéntate, porque tienes ahora que sabes más cosas...» «Está atenta.»
«¿Me haces caso?»... «¿No atiendes?»... «¿Me oyes?»... «Oye un poco
más...» «Quédate sentada, y oye el final...»

A Miranda le encantaría empaparse de la obsesión de su padre y,


como él desea, devolvérsela, pero se cae de sueño. El arte del mago si­
gue siendo todopoderoso, pero bajo una forma más bien soporífera. En
su deseo de parecer interesada, suelta al azar todo lo que se le ocurre.
No intenta poner en apuros a su querido padre, y sin embargo es eso lo
que hace. Sus preguntas revelan algunas lagunas en el grandilocuente
relato:

MIRANDA: ¿Por qué no nos mataron en esa misma hora?


P róspero : Bien preguntado, muchacha: mi relato provoca esa pre­
gunta.
(I, 2, 138-140)

Próspero se lanza a las explicaciones habituales de los príncipes


destronados: sus súbditos le amaban tanto, a él, su duque adorado, que
el usurpador no se atrevió a ejecutarle. Es algo que ya hemos oído más
de cuarenta veces. Si era tan popular como pretende, ¿por qué nadie
acudió en su ayuda, en apoyo de su legítimo soberano?
Pese a todos sus esfuerzos, Próspero no consigue cautivar a su hi­
ja. En pleno discurso, dulcemente, tranquilamente, M iranda se duer­
me...
El autor corta cómicamente la rama sobre la que está encaramado:
«Mis hermanos enemigos repiten la misma cantinela, que la juventud
se aburre mortalmente. Los tiempos han cambiado; quieren algo nuevo
y no esta sempiterna crónica de pasiones seniles. El primer acto toda­
vía no ha terminado y las espectadoras más bonitas ya se duermen en
la sala. ¿De quién es la culpa? Nadie me obligaba a escribir una obra
más.»
Si el propio Shakespeare teme abusar de nuestra paciencia, ¿qué no
debe temer el crítico? O bien mi tesis lleva siglos siendo evidente, o no
lo será jamás. Me he demorado demasiado para despedirme con ele­
gancia, quizá con una cita de Shakespeare, no una de las mías, Dios no
lo quiera, sino una cita que todo el mundo conozca, repita y aprecie,
como: «La concisión es la sal del ingenio.»

452
¡Miranda dormida por el deseo mimético! Con semejante ejemplo
delante de mí, no puedo sino eclipsarme de puntillas, repitiendo con
mi autor: «El único alcance de mi propósito no va más allá de un frun­
cimiento de ceño.»

453
FUENTES

Los dos hidalgos de Verona, traducción de Luis Astrana M arín, Agui-


lar, 15.a edición, 1967.
Coriolano, traducción de Ángel-Luis Pujante, Austral, 1990.
Antonio y Cleopatra, traducción de José M aría Valverde, Clásicos U ni­
versitarios Planeta, 1989.
La violac ión de Lucrecia, traducción de Luís Astrana M arín, Aguilar,
15.a edición, 1967.
El sueño de u n a no ch e de verano, traducción de Eduardo Mendoza,
Teatro Español, 1986.
Mucho ruido p o r nada, traducción de José M aría Valverde, Clásicos
Universitarios Planeta, 1985.
Troilo y Cressida, traducción de Luis Astrana M arín, Aguilar, 15.a edi­
ción, 1967.
Sonetos de amor, traducción de Agustín García Calvo, Anagrama, 2.a
edición, 1983.
Como gustéis, traducción de- M iguel Ángel Conejero, Juan Vicente
Martínez Luciano, Jenaro Talens, Cátedra, 1984.
Noche de Epifanía, traducción de Luis Astrana M arín, Aguilar, 15.a
edición, 1967.
Timón de Atenas, traducción de Luis Astrana M arín, Aguilar, 15.a edi­
ción, 1967.
— J u l i o César, traducción de Ángel-Luis Pujante, Austral, 1990.
Hamlet, traducción de Alvaro Custodio, Ediciones Tarraco, 1977.
Otelo, traducción de Ángel-Luis Pujante, Universidad de Murcia,
19.89.
— El rey Lear, traducción de M anuel Ángel Conejero, Vicente Forés,
Juan Vicente Martínez Luciano, Jenaro Talens, Cátedra, 1986.
Cuento de invierno, traducción de José M aría Valverde, Clásicos U ni­
versitarios Planeta, 1984.
Romeo y Julie ta, traducción de M anuel Ángel Conejero, Jenaro Ta­
lens, Cátedra, 1988.

455
El m e r c a d e r de Venecia, traducción de M anuel Ángel Conejero, Juan
Vicente Martínez Luciano, Jenaro Talens, Cátedra, 1984.
Cimbelino, traducción de Luis Astrana M arín, Aguilar, 15.a edición,
1967.
La tempestad, traducción de José M aría Valverde, Clásicos Universita­
rios Planeta, 1984.

456
ÍNDICE

I n t r o d u c c i ó n ...................................................................................................... 7

«Los dos hidalgos de Verona»


I. El amor se crece con los e lo g io s ........................ 15

«La violación de Lucrecia»


II. Ese deseo de un ser tan precioso............................................. 32

«El sueño de una noche de verano»


III. Al filo del amor verdadero ............................................... 42
IV. Enséñame a ser b e l l a .................................................................. 56
V. Todos sus ánimos así transfigurados..................................... 69
VI. Más que unas visiones quiméricas ........................................ 79
VII. Hay una co h e re n cia..................................................................... 90
VIII. Amar lo que eligen otros o jo s .................................................. 96
«Mucho ruido por nada»
IX. El amor de oídas .......................................................................... 106

«Como gustéis»
X. ¡Ámale, pues yo le amo! ............... 121
XI. No es un espejo quien la adula, sino vos ............................ 131

«Noche de Epifanía»
XII. ¡Oh, qué bien sienta el d esp recio !........................................... 138
XIII. No es tan melodioso como lo de a n t e s ................................. 146

«Troilo y Cressida»
XIV. Una Cressida dolorosa entre los griegos gozosos ............. 156
XV. La subversión irónica de «Troilo y C ressid a»..................... 174
XVI. Buenas miradas de esas gentes ................................................ 182
XVII. Pándaro ................................................................ 195
XVIII. Pálida y cobarde em ulació n ....................................................... 205
«El sueño de una noche de verano»
XIX. Para ti tu padre ha de ser como un d io s ....................... 214
«Timón de Atenas»
XX. Las contrarias anarquías .................................................... 222
«Julio César»
XXI. ¡Ah, conspiración! ................................................................ 237
XXII. La furia interna y la cruel guerra civil ......................... 247
XXIII. La gran Roma beberá la sangre vivificadora ............. 256
XXIV. Que sea un sacrificio, no una matanza, Casio ........... 268
XXV. Cortémosle como manjar digno de los d io ses 281
«Troilo y Cressida»
XXVI. Un lobo universal, una presa universal ....................... 290
«El sueño de una noche de verano», «Trabajos de amor perdidos»
XXVII. El buen P u c k .......................................................................... 299
«El mercader de Venecia. Ricardo III»
XXVIII. Para engañar a los más s a b io s .......................................... 310
[ames Joyce, «Ulises»
XXIX. ¿Cree usted mismo en su te o ría ? ...................................... 326
xHamlet»
XXX. ~La venganza bastarda de Hamlet .................................. 346 ¿C
;<Otelo», «Romeo y Julieta», «M edida por medida»
XXXI. ¿Desearemos arrasar el santuario?................................... 371
«Sonetos»
XXXII. La amas porque sabes que la a m o ................................... 380
«Cuento de invierno»
XXXIII. Un instrumento para empujaros al v ic io ....................... 395
«Cuento de invierno», «Cimbelino»
XXXIV. Los partos del deseo ............................................................ 402
«Cuento de invierno»
XXXV. El pecado o r ig in a l................................................................. 410
XXXVI. A vuestra sombra irá mi verdadero a m o r ..................... 418
XXXVII. La resurrección de L eo n te s................................................ 427
«La tempestad»
XXXVIII. Sorberán al invitado como un gato bebe le c h e 439
F u e n t e s ........................................... 455

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