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Theologica Xaveriana

ISSN: 0120-3649
revistascientificasjaveriana@gmail.com
Pontificia Universidad Javeriana
Colombia

FORTE, BRUNO
La cristología hoy: el desarrollo a partir del Vaticano II y las características emergentes
Theologica Xaveriana, núm. 142, 2002, pp. 339-349
Pontificia Universidad Javeriana
Bogotá, Colombia

Disponible en: http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=191018079012

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La cristología hoy: el desarrollo a



partir del Vaticano II y las





características emergentes* 339
○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○ ○






MONSEÑOR BRUNO FORTE **

Han pasado ya veinte años desde que en 1981 fue publicado mi volumen
Jesús de Nazaret, historia de Dios, Dios de la historia. Ensayo de una cristología
como historia, reimpreso varias veces y traducido en varios idiomas. Este
volumen se situaba en la cumbre de un decenio muy fecundo para la re-
flexión cristológica católica, que había visto la aparición de obras magistra-
les como la del actual cardenal Walter Kasper, Jesús el Cristo (publicada en
1974 en alemán y, sucesivamente, en numerosos idiomas y ediciones), o
como la amplia producción del jesuita Jean Galot, profesor en la Gregoriana.
Los años ochenta conocieron, del mismo modo, una reflexión fértil
sobre Cristo, caracterizada especialmente por la profundización trinitaria de
la cristologia, de los cuales son testimonio el volumen del mismo Kasper, El
Dios de Jesucristo (1982), la relevante síntesis de Marcello Bordoni, Jesús de
Nazaret. Presencia, memoria, espera, publicada en 1988 (de la cual es una

* Tanto este documento de monseñor Bruno Forte, como el de monseñor Rino Fisichela,
son producto de las video-conferencias que la Congregación para el Clero bajo la
dirección de el señor cardenal Darío Castrillón Hoyos, han tenido lugar con la finalidad
de la actualización teológica del clero. Para el lector interesado en obtener mayor
información y acceso a las otras video-conferencias hacerlo a través de la página web:
www.clerus.org. Dado que son video-conferencias pedimos excusas si varias citas
textuales no tienen referencia bibliográfica por estar tomadas directamente de la
página web y no de los autores.
** Profesor de teología, Facultad de Teología de Italia Meridional.

MONSEÑOR
THEOLOGICA XAVERIANA BRUNO
142 (2002) FORTE
339-350
continuación ideal el ensayo La cristología en el horizonte del Espíritu,
publicado en 1995), como también mi libro Trinidad como historia. Ensayo
sobre el Dios cristiano (1985). En los mismos años se sitúan diversas
intervenciones de la Comisión Teológica Internacional sobre el tema: si el
documento titulado Algunas cuestiones concernientes a la cristología (1979)
concluye el “decenio cristológico” de la teología católica posconciliar, otros
340 textos salen a la luz en los años ochenta, como ese sobre Teología, cristología,
antropología (1981) o ese otro sobre La conciencia que Jesús tenía de sí
mismo y de su misión (1986).
Mientras, en los años noventa, se publicaron dos documentos signifi-
cativos sobre la relación entre cristología y destino universal de la salvación;
el primero dedicado a Algunas cuestiones sobre la teología de la redención
(1995), y el segundo sobre El cristianismo y las religiones (1996), dirigido a
clarificar la cuestión de la singularidad de Jesucristo, decisiva para un desa-
rrollo correcto del diálogo con las otras religiones. En este sentido se sitúa
igualmente la declaración Dominus Jesus, de la Congregación para la Doctri-
na de la Fe, publicada en el año jubilar con el propósito de proponer una
solemne profesión de fe en Aquél que es en persona la verdad, que libera y
salva, Jesús el Cristo.
El mismo magisterio de Juan Pablo II ha presentado desde el inicio una
marcada caracterización cristológica-trinitaria: el ciclo maestro está
representado por las tres encíclicas Redemptor Hominis (1979), dedicada al
Hijo, Dives in misericordia (1980), consagrada a Dios Padre, y Dominum et
vivificantem (1986), sobre la persona y la obra del Espíritu Santo. La estructura
cristológico-trinitaria vuelve significativamente en el recorrido propuesto para
la preparación al gran jubileo del año 2000 en la Tertio Millennio Adveniente
(1994). Sobre esta nota teológica de fondo se puede decir que se armonizan
todas las enseñanzas del presente pontificado: desde la reflexión sobre la
antropología, presentada en las encíclicas mencionadas, además de la
Laborem exercens de 1981, sobre la dignidad del trabajo humano, y la carta
apostólica sobre la mujer, Mulieris dignitatem, de 1988 -pasando por la
reflexión sobre la moral propuesta en la Veritatis splendor, de 1993, en la
Evangelium vitae, de 1995, y en las encíclicas sobre la cuestión social,
Sollicitudo rei socialis, de 1988, y Centesimus annus, de 1991-, hasta la
realizada sobre la eclesiología, delineada a la luz de la singularidad del
Redentor y de la comunión trinitaria, en la Redemptoris Missio, de 1991, en

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la Slavorum Apóstoli, de 1985, sobre el Oriente cristiano, y en la Ut unum
sint, de 1995, sobre el ecumenismo. Un papel singular reviste, además, la
reflexión sobre la Madre del Señor, ofrecida en la Redemptoris Mater, de
1987, donde los diversos aspectos del misterio son captados en el denso
ícono de Aquélla en la cual todo es retorno a la obra del Dios trinitario y a su
gloria, al servicio de la misión del Hijo eterno, hecho carne en su seno
virginal. 341
En este amplio aporte a la cristología, por parte de la reflexión teológica
y del magisterio de la Iglesia, desde el Vaticano II hasta hoy, es posible dis-
cernir algunas líneas maestras, que muestran cómo se ha superado plena-
mente el manual escolástico preconciliar De Verbo Incarnato, en favor de la
recuperación del fundamento bíblico de la inteligencia de la fe, de la rele-
vancia soteriológica del mensaje sobre Cristo y de su centralidad para la
exacta comprensión de todos los otros aspectos de la teología y de la práxis
cristiana. Son tres las líneas en las cuales se podrían resumir las característi-
cas de los desarrollos de la cristología en estos decenios: se trata de una
cristología (a) más propiamente trinitaria, (b) más marcadamente histórica y
(c) decididamente pascual, proyectada en confesar la singularidad del Cruci-
ficado-resucitado para la salvación del mundo.

UNA CRISTOLOGÍA TRINITARIA: LA REVELACIÓN


DE DIOS EN JESUCRISTO

En la vida terrena de Jesús de Nazaret puede reconocerse la revelación de la


historia del Dios con nosotros. Al mismo tiempo, su resurrección nos lo ma-
nifiesta como Dios de la historia, redentor de todo hombre en cada hombre.
Cada acto de su existencia terrena, en cuanto historia del Hijo que ha instala-
do sus tiendas en medio de nosotros, interesa a toda la vida trinitaria; es
decir, implica una relación con el Padre en el Espíritu Santo. La resurrección
demuestra que los dos sujetos de la “historia” divina que no se han encarna-
do, el Padre y el Paráclito, tampoco se han quedado como espectadores
ajenos a las obras y a los días del Verbo en la carne: ellos lo viven con Él,
cada uno según su relación específica, que lo caracteriza como esa persona
y no otra. Por esto, a partir de Pascua se puede decir que toda la historia de
Jesús es revelación de la historia trinitaria de Dios, trasparencia mundana del
dedicarse y proponerse de los Tres en las varias relaciones que los unen y

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que tienen con el mundo. En Jesús se revela contemporáneamente el rostro
trinitario de Dios y la relación del mundo con el Padre, mientras se manifies-
ta y dona el Espíritu de la comunión trinitaria y de la reconciliación entre
Dios y los hombres. Se comprende, entonces, cómo una teología que pase
por alto el vínculo permanente de toda aserción cristológica, el misterio
trinitario, según un divorcio de horizontes, desafortunadamente frecuente
342 en los manuales preconciliares, se resuelva -por un lado- en una cristología
abstracta, árida y conceptual y, por otro, en una doctrina trinitaria especulati-
va, poco adherente al concreto revelarse del Dios trinitario en la economía
de la salvación. Recuperar la dimensión trinitaria de la historia de Jesús es el
camino ofrecido al conocimiento de la fe para abrirse a la profundidad de
Dios y hacerse de Él una idea auténticamente cristiana y no intelectualista,
ajena a la confrontación con el escándalo de la cruz y con la luz de Pascua.
La profundización trinitaria de la encarnación del Verbo muestra cómo
la Palabra encarnada retorna al Silencio del origen, a la profundidad de la
cual eternamente proviene y junto a la cual está eternamente: el Dios que se
hizo visible al Dios invisible, el Hijo al Padre. Como afirma Ignacio de
Antioquía, el Padre “se ha revelado a través de su hijo Jesucristo, que es su
Verbo procedente del Silencio” (Ad Magn., 8,2). La palabra de revelación,
que es el Cristo, requiere entonces ser “trascendida”, no en el sentido que
pueda ser eliminada o puesta entre paréntesis, pues ello obstaculizaría sim-
plemente todo acceso a las profundidades divinas, sino en el sentido de que
ella es verdad y vida justamente en cuanto es camino (cfr., Jn. 14,6), umbral
que se abre ante el misterio, puerta por la cual es necesario pasar para entrar
en el redil de las ovejas (cfr., Jn. 10,7), luz venida en las tinieblas para ser la
luz, en la cual veremos la luz (cfr., Jn. 1,9 y Sal. 36,10). Gracias a la dialéctica
trinitaria de Palabra y Silencio, de apertura y de ocultación, en el evento de
la revelación, la transcendencia divina no es entregada a la inmanencia del
mundo, y la forma histórica de la autocomunicación divina remite a la inago-
table excedencia del misterio santo.
Esta estructura dialéctica de la revelación está señalada en la misma
palabra latina revelatio, considerada en su significado etimológico (tal como
se podría decir, analógamente, de la palabra griega apokalupsis): el prefijo
re- tiene tanto el sentido de repetición de lo idéntico (como en “re-sumo”),
cuanto el de pasaje a la condición opuesta (como en “re-probo”). Re-velare
quiere decir, por tanto, el acto del pasaje desde lo velado a lo descubierto, la

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revelación de lo precedentemente escondido, pero no excluye nunca del
todo un permanecer del velo; es más, incluso se hace más denso. Este juego
dialéctico se pierde en el alemán Offenbarung, offenbaren, donde lo que
viene a la mente es sólo el acto de abrirse y, por tanto, la condición de lo
abierto y manifiesto: en este sentido, la interpretación hegeliana de la
revelación como totalmente expresiva y constitutiva del Dios que se
manifiesta, resulta coherente con la etimología de la palabra alemana. 343
Únicamente una cristología construida sobre la re-velatio Dei -dialécticamente
entendida- respeta el cará cter trinitario original de la revelación: es necesario,
entonces, orientarse con decisión hacia una cristología cada vez más
“teológica” y, por tanto, cada vez más “trinitaria”, tanto para educar y escuchar
en la Palabra el Silencio del cual proviene y al cual se abre y, por consiguiente,
en el Verbo encarnado la revelación del Padre y del Espíritu Santo.
Afirma san Juan de la Cruz: “El Padre pronunció una palabra, que fue
su Hijo y la repite siempre en un eterno silencio; luego, en silencio ella
debe ser escuchada en el alma” (Sentenze. Spunti d’amore. [Sentencias.
Apuntes de amor], No. 21). Acoger la Palabra escuchando en ella el divino
silencio es permanecer en el santuario de la adoración, dejándose amar por
el Dios silencioso y atraer hacia Él, a través de la insustituible y necesaria
mediación del Verbo: “Nadie va al Padre sino por mí.” (Jn. 14,6). Aquí se
comprende como una cristología en el horizonte de la fe está profundamen-
te enraizada en la experiencia creyente del Dios viviente de la revelación
bíblica y, por tanto, en la espiritualidad de la escucha nutrida de oración. Por
esto, separar cristología y espiritualidad quiere decir privarse del horizonte
necesario para obedecer verdaderamente a la Palabra revelada, escuchando
en ella el Silencio fontal del cual ella proviene y al cual se abre. Reencontrar
la unidad de pensamiento cristológico y de vivencia creyente, más allá de
las dificultades introducidas también en la teología por el racionalismo de la
modernidad, quiere decir volver a la condición hermenéutica originaria y
constitutiva del pensamiento de la fe.
Igualmente, se capta aquí la urgencia para que la reflexión cristológica
se sitúe en el interior de la trasmisión eclesial viviente de la Palabra, que de
testigo en testigo y de obediencia en obediencia, hace llegar hasta nosotros
el agua de la vida. Una cristología separada de la tradición viva de la fe de la
Iglesia –en especial, de aquella custodiada dentro del “umbral”, que es la
definición dogmática– llevaría a aventuras impropias, dudosas e inconsis-

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tentes. Ello nada tiene que ver con una teología bloqueada por la definición
dogmática. (¡Una Denzinger-Theologie, como se diría!). Es, más bien, condi-
ción de vitalidad del pensamiento creyente, llamado a dar razón de la espe-
ranza fundada sobre la verdad de la fe: lejos de ser repetición mecánica de
lo que está muerto, la tradición es vida que trasmite vida. La revelación de
Dios en Cristo inspira al pueblo de los peregrinos de la fe, llamado a trasmitir
344 a todas las generaciones la memoria del Eterno, vinculada al texto de la
Escritura inspirada, pero también al contexto del anuncio y de la praxis cre-
yente, en los que el Espíritu obra para llevar a la Iglesia hacia la plenitud de
la verdad divina. Una cristología en el horizonte de la fe está, por consi-
guiente, no sólo bíblicamente fundada y nutrida de experiencia espiritual,
sino que también es eclesialmente responsable y está atenta a superar las
aventuras de la subjetividad en la objetividad de la Fides Ecclesiae recibida y
trasmitida.

UNA CRISTOLOGÍA HISTÓRICA: LA CIRCULARIDAD ENTRE EL


JESÚS DE LA HISTORIA Y EL CRISTO DE LA FE
La segunda característica que presenta el desarrollo de la reflexión cristológica
a partir del Vaticano II es la de ser una cristología histórica: la vuelta a los
orígenes establecida por el Concilio ha significado para la reflexión sobre
Cristo una renovada atención a la historia concreta del Nazareno, narrada
por los Evangelios y, por tanto, a los llamados “misterios” de su vida, junto a
un sólido método histórico-crítico. En su verdadera y plena humanidad,
Jesucristo es revelación de Dios: aquí se funda la exigencia de alcanzar, a
través de los trazos del Jesús histórico, la profundidad del misterio que en
ellos se ofrece. No se trata de narrar una enésima historia de Jesús, en la
cual proyectar, más o menos ampliamente, los interrogantes y la sensibilidad
del presente, ni mucho menos intentar un análisis psicológico de la perso-
nalidad del Nazareno, que sería del todo arbitraria, dados los elementos a
nuestra disposición. Se trata de investigar en los “mysteria vitae Jesu” las
dimensiones de lo humano, que en ellos se manifiestan y a través de los
cuales pasa la revelación del Dios viviente, leyendo en la historia el
“kerygma”, y en el “kerygma”, la historia; y captando, en plenitud, la fecunda
circularidad atestiguada en el Nuevo Testamento entre el Jesús histórico y el
Cristo pascual. Se trata de reconstruir la historia de la conciencia y de la
libertad del hombre Jesús, así como la experiencia de su finitud, vivida

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conociendo personalmente el dolor y la muerte, en la convicción fundada
en la luz de la Pascua de que todo lo que viene a la verdadera y plena
humanidad del Salvador, es quitado a la revelación de su divinidad.
En Jesús de Nazaret se ofrece el rostro humano de Dios: cada gesto
suyo, cada aspecto de su condición humana, cada instante de su vida terre-
nal, es aparición de Dios entre los hombres y debe ser, por tanto, valorizado
por la fe y la reflexión cristiana. El tierno amor de tantos santos a la humani- 345
dad del Salvador, la atención al Dominus humanissimus, que ha resultado
muy a menudo ajena a la teología de los últimos siglos (desde Suárez en
adelante se abandona la exposición de los mysteria vitae Jesu en la articula-
ción del De Verbo incarnato) y familiar a la sola piedad cristiana, capta un
aspecto profundo de la paradoja cristiana. Dios no hace competencia al hom-
bre en Jesús de Nazaret: al contrario, lo humano es plenamente asumido y
valorizado en la historia del Hijo del hombre, como vehículo eficaz, “sacra-
mento” del Hijo eterno entrado en este mundo. Se comprende, por tanto,
cuán poco cristianas sean esa teología y esa piedad que se olvidan de la
concreta vida histórica del Salvador, en todo el realismo e incluso el escán-
dalo que la caracteriza. En este sentido, resulta preciosa la doctrina tradicio-
nal de la causalidad instrumental de la humanidad de Cristo, en virtud de la
cual Tomás ha dedicado a la vida concreta del Nazareno una atención
teológica de singular riqueza: “Todas las cosas que fueron cumplidas en la
carne de Cristo fueron saludables para nosotros en virtud de la divinidad a
ella unida.” (Compendium Theologiae, 239). ¡El actuar de Jesús es como una
parábola viviente de la acción de Dios!
La mayor atención a la humanidad del Redentor comporta también una
renovada sensibilidad de la teología hacia las exigencias de la secuela: na-
rrar críticamente la vida del Jesús histórico significa dejarse comprometer
en la “imitación” de Él, de su opción fundamental por el Reino de Dios, de
sus elecciones de libertad en favor de los últimos, de su amor al Padre hasta
olvidarse de sí mismo. La secuela no es simplemente reproducción de un
modelo: si así fuese, sería inaccesible a nuestras fuerzas. Ella puede cum-
plirse y se cumple sólo en el Espíritu Santo: el Espíritu es, respecto de la
Palabra, como el silencio de la hospitalidad actualizadora, de la cual mana la
elocuencia a menudo silenciosa del testimonio (cfr., Jn 15,26s): “Quién po-
see realmente la palabra de Jesús -afirma san Ignacio de Antioquia-, puede
percibir también su silencio, a fin de que sea perfecto, a fin de que obre a

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través de las cosas sobre las cuales habla y, a través de las cuales calla, sea
reconocido.” (Ad Eph., 15,1-2).
La acción del Espíritu en la historia, reconocida y acogida mediante el
discernimiento de la fe, se expresa sobre todo en la caridad, en esa fuerza
del amor que viene de Dios y por la cual la comunidad cristiana recoge el
desafío de los signos del tiempo, se hace solidaria con el prójimo concreto y
346 lo sirve en la causa de su promoción más plena y, por tanto, de la liberación
de todo cuanto ofende la dignidad de los hijos de Dios. Sobre este camino
se abre a los ojos de la fe la misteriosa presencia del Señor, en la variedad
más grande de situaciones humanas: Cristo se esconde en los pobres, en los
hambrientos, en los sedientos, en los marginados y los que sufren, en los
niños explotados, en las mujeres pisoteadas, en los últimos (cfr., Mt. 25,31ss).
Quien responde al hambre y a la sed de todos ellos, con amor libre y que
libera, se convierte en Evangelio viviente, en Palabra escrita, no ya sobre
tablas de piedra, sino en la carne de nuestros corazones (cfr., 2 Co. 3,3).
La presencia de Cristo en el hoy de dolor y lágrimas se reconoce, así,
en quien ama en su nombre: “En esto conocerán todos que sois discípulos
míos: si os tenéis amor los unos a los otros.” (Jn. 13, 35). En el amor al
prójimo se revela el amor de Dios: “Quien no ama a su hermano, a quien ve,
no puede amar a Dios a quien no ve.” (1 Jn. 4, 20). En este amor, Cristo se
hace presente en Su Espíritu y pronuncia sus palabras de vida eterna. El otro
es, en el Espíritu, un sacramento del encuentro con el Señor Jesús: lugar del
adviento, hora de salvación (cfr., Mt. 25, 31ss). Una cristología que no se
mida sobre las urgencias de la caridad y de la justicia, y no ofrezca razones
para vivir el éxodo de sí mismo en la secuela del Hijo en la carne, se
desnaturaliza en el ejercicio de la razón, expuesta a todos los posibles riesgos
de la captura ideológica. Las “cristologías de la práxis” (cristologías de la
liberación, cristologías políticas, cristologías de la esperanza y del éschaton)
muestran aquí sus riesgos y su potencial positivo, tanto más acogido y
desarrollado cuanto más interpretado y vivido a la luz de la acción del Espíritu
en la comunión de la Iglesia. Una cristología más “militante” -sobre todo en
el plano de la caridad y del compromiso por la justicia para todos, y en el
respeto de la creación deseada por Dios- parece, pues, ser solicitada por el
mismo esfuerzo de situar correctamente la reflexión sobre la secuela del
Nazareno dentro de la misión del Espíritu.

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UNA CRISTOLOGÍA PASCUAL: LA SINGULARIDAD
DE JESUCRISTO Y LA SALVACIÓN DEL MUNDO

La tercera característica que emerge de los desarrollos de la cristología en el


posconcilio está vinculada al diálogo y a la confrontación con las religiones:
se trata de una cristología pascual, llamada a testimoniar la singularidad de
Jesucristo respecto de todos los posibles caminos de acceso al misterio de la
divinidad y a la salvación eterna de los hombres. La fe del Nuevo Testamento 347
no duda en indicar en el “evento Cristo” el lugar donde es posible encontrar
con plenitud la autocomunicación divina: Jesús no sólo habla las palabras de
Dios, sino que es la Palabra de Dios, el Verbo eterno convertido en carne,
que se comunica a sí mismo y abre el acceso a la experiencia vivificante de
las profundidades divinas en el don del Espíritu. Sobre esta convicción se
funda la conciencia del cristianismo de ser portador de un mensaje univer-
sal, dirigido a todo el hombre en cada hombre. Y es en virtud de ella que
para los discípulos de Cristo se precisan las condiciones de posibilidad y los
criterios de discernimiento de la eventual presencia de la autocomunicación
divina en las otras religiones, y en el diálogo con ellas.
Afirma la encíclica Redemptoris missio (1990):

Dios llama a sí a todas las gentes en Cristo, queriendo comunicarles la plenitud


de su revelación y de su amor; y no deja de hacerse presente de muchas mane-
ras, no sólo en cada individuo, sino también en los pueblos mediante sus rique-
zas espirituales, cuya expresión principal y esencial son las religiones, aunque
contengan “lagunas, insuficiencias y errores.” (55)

Las religiones se ofrecen, entonces, no sólo como expresiones de la


autotrascendencia del hombre hacia el misterio santo, sin también como
posibles lugares de la autocomunicación divina: de nuevo la encíclica afir-
ma que para aquellos que “no tienen la posibilidad de conocer o aceptar la
revelación del Evangelio y de entrar en la Iglesia”, porque “viven en condi-
ciones socioculturales que no se lo permiten y, en muchos casos, han sido
educados en otras tradiciones religiosas”, la salvación de Cristo “es accesi-
ble en virtud de la gracia que, aun teniendo una misteriosa relación con la
Iglesia, no les introduce formalmente en ella, sino que los ilumina de mane-
ra adecuada en su situación interior y ambiental. Esta gracia proviene de
Cristo; es fruto de su sacrificio y es comunicada por el Espíritu Santo: ella
permite a cada uno llegar a la salvación mediante su libre colaboración”
(10). La encíclica precisa que “la presencia y la actividad del Espíritu no

MONSEÑOR BRUNO FORTE


afectan únicamente a los individuos, sino también a la sociedad, a la histo-
ria, a los pueblos, a las culturas y a las religiones... Es también el Espíritu
quien esparce “las semillas de la Palabra” presentes en los ritos y culturas, y
los prepara para su madurez en Cristo” (28).
A la luz de esto, es legítimo considerar que las religiones no cristianas
contienen elementos auténticos de la autocomunicación divina, cuyo dis-
348 cernimiento es posible para los discípulos de Cristo en virtud del criterio que
es la revelación cumplida en Él: se comprende, por consiguiente, cómo no
puede ser compartida una valoración puramente negativa de los mundos
religiosos no cristianos y de sus textos sagrados, vinculada a un pretendido
“exclusivismo” fundado sobre la identificación absoluta entre Iglesia y Rei-
no (como es, por ejemplo, la posición de Karl Barth). Ni se puede -en direc-
ción opuesta- aceptar el pluralismo indiscriminado de algunas teologías de
las religiones, que hacen vana la absolutidad del cristianismo e ignoran las
lagunas y resistencias de las otras experiencias religiosas, con la intención
de tomar las distancias de la insistencia sobre la superioridad o definitividad
de Cristo para moverse hacia el reconocimiento de la independiente validez
de otros caminos (como hallamos en la concepción de teólogos como John
Hick y Paul F. Knitter). Entre estas orientaciones contrapuestas hace falta per-
seguir el discernimiento que -sin renunciar a proclamar la gracia y el escán-
dalo singulares de la buena nueva- reconozca la acción del Espíritu orienta-
da a la luz del Verbo donde quiera que se realice:

Todo lo que el Espíritu obra en los hombres y en la historia de los pueblos, así
como en las culturas y religiones tiene un papel de preparación evangélica, y no
puede menos de referirse a Cristo, Verbo encarnado por obra del Espíritu.
(Redemptoris Missio, 29)

Un reconocimiento similar no frustra, de ningún modo, el deber


misionero del discípulo de Cristo; al contrario, lo motiva cada vez más, porque
sin el criterio constituido por la singularidad del Señor Jesús y de su Evangelio
no sería ni siquiera posible para el cristiano discernir y apreciar los valores
contenidos en las otras religiones y en sus libros sagrados, como tampoco el
valor de la experiencia religiosa que éstos ofrecen.

Aunque la Iglesia reconoce con gusto cuanto hay de verdadero y de santo en las
tradiciones religiosas del budismo, del hinduismo y del islam -reflejos de aquella
verdad que ilumina a todos los hombres-, sigue en pie su deber y su determina-
ción de proclamar sin titubeos a Jesucristo, que es “el camino, la verdad y la vida”
(Redemptoris missio, 55).

LA CRISTOLOGÍA HOY: EL DESARROLLO A PARTIR DEL VATICANO II Y LAS CARACTERÍSTICAS EMERGENTES


Por ello, el diálogo con las otras religiones “debe ser conducido y
llevado a término con la convicción de que la Iglesia es el camino ordinario
de salvación y que sólo ella posee la plenitud de los medios de salvación”
(RM, 55). Ni este diálogo -en cuanto unido al deber de proclamar la verdad
evangélica- debe considerarse instrumental, pues conjuga la fidelidad irre-
nunciable a la identidad del discípulo de Cristo con el reconocimiento de los
semina Verbi donde quiera que estén presentes, y que justamente por esa 349
fidelidad es posible.

Una cristología más teológica; una cristología más histórica; una cristología
más capaz de conjugar estas dos dimensiones en la confesión de la singula-
ridad de Jesucristo, que una al mismo tiempo la urgencia de la proclamación
de la Buena Nueva y la necesidad del diálogo con el otro, quien quiera que
sea y de cualquier parte venga. Esta es la triple instancia que parece emer-
ger de los desarrollos de la reflexión cristológica posconciliar: una instancia
que hace eco a la permanente exigencia de la fe en Cristo de confesar en Él
la unión de lo humano y lo divino sin confusión o mezcla, sin división o
separación (cfr., el Concilio de Calcedonia del año 451). Se trata de desarro-
llar una reflexión de fe que una la fidelidad a la tierra y la fidelidad al cielo,
la fidelidad al mundo presente y la fidelidad al mundo que debe venir, como
ha sucedido una vez para siempre en Aquél que es la alianza en persona. A
Él se dirige, pues, la invocación del teólogo -unida a la de toda la Iglesia-
para que el logos de la fe pensativa se una al hymnos de la fe adorante, que
escucha, celebra, proclama y vive el misterio revelado en Él, el Verbo veni-
do entre nosotros, sobre cuya secuela hemos apostado toda nuestra vida.
Roma, 29 de septiembre de 2001

MONSEÑOR BRUNO FORTE


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LA CRISTOLOGÍA HOY: EL DESARROLLO A PARTIR DEL VATICANO II Y LAS CARACTERÍSTICAS EMERGENTES

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