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ADRIANA TURSI

CARTAS DE AMOR

portada

PERDIDAS POR

MARIQUITA SÁNCHEZ

DE THOMPSON

Y OTRAS OBRAS TEATRALES

Tursi, Adriana

Cartas de amor perdidas por Mariquita Sánchez de Thompson : y


otras obras teatrales / Adriana Tursi. - 1a edición especial - Ciudad
Autónoma de Buenos Aires : Proyecto Larsen, 2021.

Libro digital, PDF

Archivo Digital: online

Edición para Plan Nacional de Lecturas del Ministerio de Educación


de la Nación.

ISBN 978-987-1458-63-9

1. Literatura Argentina. 2. Teatro Argentino. I. Título.

CDD A862

Colección Literaria para el Nivel Secundario del Plan Nacional de


Lecturas del Ministerio de Educación de la Nación.
Cartas de amor perdidas por Mariquita Sánchez de Thompson Tursi,
Adriana

Diseño de tapa e interior: María Cecilia Malla Melville Primera


edición: marzo de 2015

Edición especial para el Ministerio de Educación de la Nación


Argentina: abril de 2021

Primera edición online, especial para el Ministerio de Educación de la


Nación Argentina: abril de 2021

I.S.B.N.: 978-987-1458-63-9

Se ha hecho el depósito que establece la Ley 11.723

@Grupo Imaginador de Ediciones S.A. para Proyecto Larsen, 2021

@Adriana Tursi, 2021

Bartolomé Mitre 3749 – Ciudad Autónoma de Buenos Aires


República Argentina

Impreso en Argentina – Printed in Argentina Libro de edición


argentina

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el


alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier
forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante
fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y
escrito del editor.

Su infracción está penada por las Leyes 11.723 y 25.446.

Prólogo

UNA DRAMATURGIA QUE RASGUÑA


CON CORAJE Y LUCIDEZ

La historia es el pretexto de las piezas teatrales sostenidas en sus


intersticios. Es ahorrativa en la construcción de sentidos y eso lo
sabe muy bien Adriana Tursi. El significante “Felicitas” nos ensarta en
su significado de amor, celos y muerte. También es innecesario
construir un afuera atemorizante. “Rosas” se encargará de ello
hincando en la construcción colectiva e histórica de significado. No
importa si la autora está de acuerdo con esa coloración: la verdad es
a lo primero que se renuncia en estas páginas. Por eso lo llamará
“Manuel” y no “Juan Manuel” porque es su Rosas, el ficcional, aunque
el “real” también lo sea, pero éste es el propio.

La primera de las piezas de este libro im-pregnado de talento está


atravesada, igual 4

Material de distribución gratuita que las otras tres, por un deseo


femenino (¿femenino?) que nunca llega a consumar-se en lo real,
representado por esas cartas que vuelan, que se rompen, que se
escon-den, que se incautan pero que nunca llegan a destino.

En la dramaturgia de Tursi, igual que en el inconsciente, el tiempo


cronológico no existe. Por eso el rico anciano con quien la familia de
Mariquita insistió en esposarla; el inglés Thompson, ese amor que se
di-luirá en la locura; el francés Mendeville, que hará que el
Restaurador la humille en tiempos del bloqueo de la escuadra del rey
Luis Felipe, son pedazos de una repre-sentación en la que morirse no
es razón suficiente para desaparecer de escena.

Como puntos de capitoné que contie-

nen el desborde del caos de la fusión de lo interior y lo externo, la


autora echa mano a oportunos datos históricos. Como la respuesta
de Mariquita cuando el Restaurador le envía una pequeña nota inte-
rrogándola por las razones de su partida al destierro. “Porque te
tengo miedo, Manuel”, fue la respuesta. Una escena imposible de
desaprovechar.
En sus cuatro obras Tursi apuesta a una fantasmatización de lo real,
de aquello que 5

no es más que una pantalla donde proyec-tamos nuestros personajes


y circunstancias interiores. Nadie es unario sino que es la mezcla de
aquellas impregnaciones caleidoscópicas que surgen de nuestro

imaginario, continente donde todo se confunde para que vivir no deje


de ser una equivocación constante. ¿A quién amó la protagonista de
“Extraña fuga de la Anciana y su Criada”? ¿Al Poeta, al Loco, al
Negro?¿O son todos ellos pedazos de un mismo objeto de deseo?
¿Acaso es posible disecarlos e individualizarlos? ¿O es la memoria
que se resiste a poner orden?

¿La memoria de quién? ¿Por qué el carro de la peste se lleva a la


Criada si a la que le tocaba morir era a la Anciana?

Las piezas de Adriana Tursi están atravesadas por preguntas que no


esperan

respuesta, que están allí para abrir surcos de lucidez. ¿Qué hay allí,
afuera del encierro (una constante en esta autora): un velorio o una
juerga? ¿Dónde buscar un amor que no esté teñido de infortunio y
que sin embargo es el deseo que defiende fugazmente de la muerte?

En “Aurelia Vélez, la amante del ausen-te” el discurso se esclarece


en ese alguien interno que obliga a ese otro que es el es-6

critor. Ya Borges hablaba del escritor como un secretario que ponía


en papel lo que algo inaprensible le dictaba. O sea que la versión que
uno tiene de sí mismo, de sus vicisitudes, es en realidad la versión de
ese otro que se diluye en lo personal y en lo social. Aquello de que
quizás no seamos más que el sueño de otro. Y ese lugar es
usurpado por el dramaturgo, quien supo-ne imaginar. Sarmiento,
claro, es Madame Bovary.
Este libro es la revelación de una eximia dramaturga y celebro que la
publicación de sus obras las ponga en manos de quienes las llevarán
a escena.

Pacho O´Donnell

CARTAS DE AMOR

PERDIDAS POR

MARIQUITA

SÁNCHEZ

DE THOMPSON

PERSONAJES

Mariquita

Luisa

Voz de hombre en off: Mulato

Manuel

Hombre

Las voces de los hombres llegan

desde las sombras.

Los hombres no deberán verse.

El espacio, una única habitación.


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Es de noche; se escucha el sonido del viento.

En la habitación, una angosta cama de bronce.

El mosquitero de la cama que cuelga de una arandela está corrido


de manera desprolija hacia los barrotes de un costado. La arandela
gira sobre sí misma movida por el viento. Unos papeles vuelan por
el lugar.

Frente a la cama, una cómoda con sus cajones abiertos.

Logra verse algo del interior revuelto.

De costado, un pequeño secreter con una lampara de aceite


encendida. Sobre él, varios papeles desparramados y un tintero
caído. De costado, un arcón.

Sobre la cama Mariquita,

una anciana extremadamente delgada. Está sentada; lleva un


holgado camisón blanco; sus piernas desnudas cuelgan de allí sin
tocar el suelo. Más allá de este espacio, la escena es desierto,
territorio en penumbras.

Mariquita sigue el movimiento de la arandela y de los papeles que,


como pájaros, revolotean por el lugar.

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Mariquita: El hombre puso a andar el molino. Miro esas alas que


pierden en el desierto mis primeras letras. Quiero pararlas. Ahora
que estoy cerca, me doy cuenta de que esas alas llevan filo...
(Pausa).
¡No oyen! ¡Luisa!... ¡Luisa! (Intenta poner sus pies en el piso).

Luz plena de día. La puerta del cuarto se abre.

Entra Luisa, una mulata gruesa entrada en años.

Tiene un viejo delantal de criada muy gastado.

Viene secándose

el sudor de sus pechos con su vieja cofia deshilachada.

Luisa: Ya va doña...

Mariquita: Cerrá bien la puerta.

Luisa: ¡Está cerrada!

Mariquita: ¡Pero poné la tranca! (Desconfiada, se llega hasta la


puerta). No hagas ruido... no quiero que descubran que estás acá
conmigo ¿Les dijiste que no iba a salir?

Luisa: Doña, va a tener que ir igual.

Mariquita: ¡Están viniendo! ¡Ayudame Luisa, no dejes que me lleven!


(Mirando por el cerrojo). ¡Ahí vienen! (La habitación se inunda de
una fuerte luz que se filtra por las ventanas). ¡Ahí vienen! ¡La tranca,
echá la tranca!

11

Luisa sostiene con fuerza la tranca de madera que Mariquita ha


dejado caer.

Luisa: Ruega por nosotras pecadoras, ahora y en la hora...

Mariquita corre por detrás a escribir acaloradamente.


Luisa: (Aguantando la puerta). La van a tirar abajo, voy a tener que
salir.

Voz: Negra inmunda, raza ladina... Abra esa puerta.

Mariquita: No te muevas de ahí.

Voz: Mariquita, la amo sin vergüenza, la amo al punto de soportar


que el Virreinato se esté burlando de mí a estas horas. Y sin más
estoy dispuesto a perdonarla con tal de que salga sin demora.

Mariquita: (Ensobrando la carta). No tengo coraje para


presentarme. ¿Y sabés por qué? Porque estoy harta de mentiras y
de hipocresía. Muero por Martín Thompson, muero por ese inglés. A
la mierda con este viejo inmundo... huele mal, come mal. (Grita).
¡Arregle cuentas con mi padre y váyase!

Luisa: ¡No hable así que nos van a colgar!

Mariquita: ¡Que nos cuelguen!

Luisa: ¡A mí me van a colgar, no a usted!

12

Voz: Vamos, vístase y salga si no quiere que venga el mismísimo


cura en persona a sacarla.

Mariquita: (Gritando tras la puerta). Si se hubiese mo-lestado en


hablar conmigo se hubiese ahorrado la vergüenza.

Voz: La vergüenza se la voy a ahorrar yo a usted. (A viva voz). ¡Que


venga la guardia!

Mariquita: Luisa, ni bien se abra la puerta salís y no parás hasta que


esta carta esté en manos de Martín.
Luisa: ¿Está buscando que terminen con mi vida, ah?

Mariquita: (Gritando tras la puerta). Yo me encargué de escribirle al


Virrey para que sepa que teniendo a Martín Thompson como único
amor deseo, en caso de resolución contraria, permanecer en las
sombras para siempre.

Voz: Esto no lo arregla escribiendo. Aquí tiene su padre lo que


consiguió con tanta tinta. Enseñarle a escribir a una niña. Delirios de
apariencia y gran-deza.

Mariquita: (Entregándole la carta a Luisa). Guardá bien esta carta.


Y preparate para correr.

Luisa: ¡Mi sangre va a correr! A una blanca se le perdona cualquier


cosa; pero yo voy a terminar colgada en la plaza pública por
auxiliarla...

13

Mariquita ayuda a Luisa con la carta que guarda y atesora ahora en


su pecho.

Mariquita: Decile a Martín que la lea detenidamente.

A la madrugada, con Joaquín, me ayudarán a salir.

Luisa: Nosotras dos ya no veremos la noche...

Voz: Fémula inmunda, por última vez te digo, abrí esa puerta o la
guardia la echará abajo.

Luisa, sin poder resistir los golpes que cada vez son más duros al
punto de hacer temblar su cuerpo.

Voz: ¡Abra o terminará colgada!


Luisa: ¡A mí nadie va a colgarme porque no hago más que cumplir
órdenes!

Voz: Ya veo cómo cumple usted las órdenes, dejando que un inglés
como Thompson se le meta en los cuartos.

Luisa: ¡Eso no es cierto!

Voz: ¡Negra inmunda, es tan cierto como que el siervo que tengo a
mi lado amordazado me lo contó!

Luisa: ¡¿Joaquín?! No es cierto, no le crea usted señor.

Lo dice de puro mulato muerto de miedo. Yo no dejé entrar a nadie.


Esos son cuentos de Joaquín por miedo a que le pelen su pellejo.

14

Material de distribución gratuita La puerta comienza a ceder frente a


la violencia.

Mariquita: Guardá la carta.

La puerta se abre. La sombra de hombres armados apun-tan a


Luisa, que ahora tiembla en medio de la habitación con sus manos
en alto.

Voz: ¡Revísenla y entréguenme todo lo que le encuen-tren!

Mariquita: ¡Luisa, rompé la carta!... ¿Me escuchás?...

¡Rompela... rompela!

Luisa saca la carta de su pecho, y con las manos en alto la rompe.


Mariquita se queda mirando aquellos papeles rotos que ahora caen
al piso. Luisa sale corriendo.
La luz de la noche vuelve a caer sobre la habitación.

Mariquita, ahora desde su escritorio, lee.

Mariquita: Esa carta nunca llegó a manos de Martín, pero igual


llegué a casarme con él. (Pausa). Yo quería escapar, alejarme de
aquel molino que vi en el campo de mi padre y que una y otra vez gi-
raba frente a mi cuerpo llevándose todo lo escrito.

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II

La luz del amanecer comienza a entrar en la habitación.

Se siente el sonido de las campanas que llegan desde afuera.

Voces indescifrables de hombres que descienden de sus caballos y


los amarran. Pasos cercanos. Mariquita, echada en su cama,
abraza un niño contra su pecho.

Desde afuera llega el ruido de la guardia militar.

Luisa se asoma cuidadosa por la puerta.

Luisa: (Se acerca a la cama despertándola). ¡Señora!

Mariquita: La niña... agarrá a la niña... Le voy a hacer mal... Me


duelen los pechos, me mojé toda y no toma... Tengo que vaciarme...
Me duele.

Luisa: (Agarrando a la niña). Vamos que mamá Luisa ayudará a


esta niña a prenderse. Hay que ense-

ñarle. Es que los niños presienten todo.

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Mariquita abre su bata para sacar su pecho.

Se ve manchada de negro. Luisa se persigna.

Mariquita: No quise moverme por ella, acerqué el tintero a la cama


y... no sé... Mal presagio. ¿Cómo me saco esta mancha del pecho?

Luisa: Frótese sin miedo. (A la niña). Vamos mi niña, que Luisa tiene
algo para entretenerte.

Luisa se sienta al borde de una silla y saca su pecho, dándoselo a


la niña.

Mariquita: ¿Llevaste mi carta?

Luisa acuna a la niña contra su pecho mientras susurra una canción


de cuna.

Luisa: Sí mi doña.

Mariquita se acerca a la ventana y descubre la guardia frente a su


casa.

Mariquita: Y entonces, ¿qué hace la guardia militar en mi casa?


...No mientas, ¿la entregaste?

Luisa: (Asustada, se defiende). Me pararon al entrar... les dije que


llevaba una carta de la Señora Thompson... Uno se rió y entre
dientes decía: “señora de 17

Thompson... señora de Thompson...”. Yo igual le di la carta, se la


di... El hombre la abrió, la miró y me preguntó qué decía.

Mariquita: ¿No la leyó?

Luisa: Se conoce que no sabía.


Mariquita: No es posible.

Luisa: Pero yo igual le dije lo que decía en la carta:

“Dice mi doña que mi patrón, el capitán Martín Thompson, no puede


viajar. Ella dice que por las noches habla solo, no duerme y camina la
casa”.

Mariquita: (Abriendo las ventanas). Y entonces, ¿qué hacen acá?

Luisa: El hombre me sacó a los empujones y me dijo que corriera


para el Bajo, que mi patrón estaba presto a partir igual.

Mariquita: ¡Esto es una locura! ¡Mi esposo no puede viajar!

Luisa: Joaquín y la guardia me siguieron. Ahora están buscando los


baúles del señor. En el próximo bu-que Joaquín partirá con mi señor.

Mariquita: (Gritando hacia afuera). ¡Joaquín!... ¡Joaquín!

Luisa: No tenga miedo, que mi Joaquín sabrá cuidar al señor. Y


nosotras y los niños estaremos bien.

Mariquita: ¡Joaquín!

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Luisa: La otra noche lo escuché a mi patrón. Me escondí en el patio


para que no me viera y lo escuché.

Mi patrón habla directo con Dios y le agradece los consejos.

Mariquita: Eso es locura.

Luisa: ¡Eso es luz! (Acurrucando a la niña). Su padre, mi niña, es un


valiente Capitán. El mejor Capitán de Marina que haya tenido jamás
este Río de la Plata.
Mariquita: (Asomada a la ventana, grita). ¡Joaquín!...

Que no carguen nada. (Volviéndose a Luisa). ¿Dón-de está mi


vestido?

Mariquita, débil, comienza a ponerse su viejo vestido azul de


organza.

Luisa: Mi patrón estará bien. Diosito lo sabrá cuidar.

¡Y a mi Joaquín Serviña también!

Mariquita: (Asomada a la ventana). Les prohíbo sacar las


pertenencias de mi esposo de esta casa. (Volviéndose). Luisa,
correlos, correlos...

Luisa deja a la niña y sale de la habitación corriendo.

Mariquita: (Grita). ¡Joaquín! Joaquín, ¿dónde vas?

(Aferrada a la ventana). ¡Joaquín!

19

La noche entra en el cuarto.

Se siente el sonido del viento que corre.

Mariquita saca una carta de dentro de un cajón.

Mariquita: Nunca más volví a ver a mi Martín: me quedé con su


imagen caminándome la casa y murmurando frases indescifrables....
Yo no paré de escribir. La última carta fue para Joaquín. (Lee).

“Cuidalo Joaquín, en nada quiero que se lo trate como a un loco, sino


como a mi marido. Te mando dinero para que lo traigas bien. Comprá
dos levitas, un par de camisas y un frac”. (Pausa).
Creo que Joaquín no sabía leer, porque mi Martín nunca volvió.

20

III

La luz del día entra en la habitación. Luisa se asoma a la puerta y


mira hacia fuera. Se escucha la ópera “L’ elixir d’amour” que en
tímidos compases suena en un piano.

Mariquita en su escritorio, sus manos manchadas de tinta, hace


cuentas.

Luisa: Señora, esa música no debería sonar... nosotras todavía


estamos de duelo.

Mariquita: ¿Le dijiste?

Luisa: Se lo dije, pero ese francés sólo entiende lo que le conviene.


No escucha nada. Y la gente comenta.

Mariquita: ¿Qué comentan?

Luisa: Que hace sólo poco tiempo que mi señor Thompson murió y
usted ya va al teatro con otro.

Mariquita: ¿Y qué más?

Luisa: Y se seguirán riendo si usted lleva las manos manchadas de


tinta, como los hombres.

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Mariquita: Mis cuentas se acumulan. Quiero la pensión de


Thompson. No es bueno que una mujer con cinco hijos esté sola.
Necesito un hombre.
Luisa: Dicen que este francés, Mendeville, ocupó su cama.

Mariquita: Entrada la edad de la razón, Mendeville sabrá devolverme


todo lo que estoy haciendo por él. (Pausa). Mi cartera... ¿dónde está
mi cartera?

Luisa: Usted acusa a los criados, pero es él quien se le lleva todo.

Mariquita: ¡Me están robando! ¡Mis cuentas no cierran!

Luisa: Siga vendiendo sus cosas. Lo único que le falta es vender la


casa de Reconquista.

Mariquita: La casa del Empedrado no se vende. Allí funcionará el


consulado. Todo será traído de la Francia.

Luisa: A su primo Rosas no le gusta.

Mariquita: ¡No le tengo miedo a Rosas!

Luisa: Cállese, ¿quiere?

Luisa, asustada, se apura a cerrar las ventanas.

Mariquita: Que me escuchen, ¡no le tengo miedo a Rosas...!

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Luisa: ¡No grite! (Mientras se apura a salir y cierra la puerta del


cuarto). Cállese, ¿quiere?, ¡cállese!

23

IV

La luz de la noche. Mariquita, que está intentando escapar, recoge


rápidamente sus últimas cosas.
Se escuchan voces que llegan desde afuera.

Voz: ¡Viva la Santa Federación!

Un mulato de mediana hechura con casaca militar y una faja de


seda roja algo mugrienta atada a la cintura entra trayendo a Luisa.

Detrás de ellos Manuel, con sombrero militar caído hacia delante,


dejando su cara prácticamente en sombra.

ManueL: Le traigo la nota que su mulata acaba de perder en la calle


del Empedrado. (Consultando un pequeño reloj). Veo que se les ha
hecho la hora.

Manuel se acerca a Mariquita.

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Material de distribución gratuita ManueL: Francesita... coqueta...


parlanchina... Desco-nozco en esta a aquella virtuosa federal...

Mariquita: Desde que estoy casada con un francés, sir-vo a este


país más que nunca. Y lo seguiré haciendo de la misma manera.

ManueL: ¿Casada?

Mariquita: Sí, casada.

ManueL: (Ríe). ¿Casada con quién?

Mariquita: ¡Con un francés! ¡Y por lo tanto con la Francia! ¿A qué va


este enriedo que estás haciendo, Manuel?

ManueL: No, si no soy yo quien enrieda.

Mariquita: Te sobro Manuel.


ManueL: Usted confunde el horizonte.

Mariquita: Puede que tengas razón. Pero tú, que pones en el cepo a
Encarnación si no se adorna con tu divisa, debes aprobarme.

ManueL: Me pone en una difícil situación, amiga.

Mariquita: ¿Qué harías si Encarnación se te hiciera unitaria?


(Pausa). Sé muy bien lo que harías.

ManueL: Yo sé sumar y restar, Marica... Y si sumo el número de


enemigos y elementos que con el poderoso auxilio de la Francia
amenazan a mi gobierno y al sistema federal no puedo tener mucha
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confianza. No he esperado gran cosa de la Francia, pero ahora,


desde que la información intenta llegar por cartas escritas de tu
puño, espero mucho menos.

Mariquita: Yo no hablo de tu gobierno en mis cartas.

Sólo que necesito dinero.

ManueL: De haberlo sabido la habríamos ayudado.

Dudo que la ayuden en la Francia porque a sus cartas se las tragó el


desierto.

Mariquita: Te quiero como a un hermano, Manuel.

Pero veo que esperás poner en tus manos mi destino.

ManueL: Y entonces... ¿Por qué te vas?

Mariquita: Porque te tengo miedo, Manuel. Te tengo mucho miedo.

MuLato: ¿Me fijo si tiene letras?


ManueL: No. Esta mujer las letras las lleva en la lengua.

Manuel sale. El mulato sale tras él cerrando la puerta.

En medio del silencio sólo se escucha el llanto de Luisa.

Luego, el estrépito de los caballos alejándose.

Voces: ¡Viva la Santa Federación! ¡Mueran los salvajes unitarios!

26

Mariquita: Aunque mi carta fue capturada por Rosas igual logramos


cruzar el río. Algo había pasado, parecía ser la primera vez que una
carta mía no detenía mi destino... ¡Imbécil! Nada pudo ser peor. En
Montevideo un grupo de hombres me esperaba dispuestos a
empuñar su pluma y no callar. Mi apego a Echeverría fue mi destino.
Como era de esperar el mío, al igual que el de su María, estaban
signados por la tragedia. A poco de estar allí comenzamos a ser
perseguidos. Y me vi obligada a quemar aquello que ya no sólo
escribía para mí. María, nombre fatal, qué bien hizo mi poeta en
ponerle ese nombre a la protagonista de

“La Cautiva”. En estas tierras el que empuña una pluma ha de huir...


(Ríe). Por cualquier razón ha de huir y seguir huyendo.

27

La luz del día gana la habitación. Un hombre, vestido con prendas


militares viejas manchadas de tierra y sangre, revuelve y revisa
todo. Luisa está echada en el piso.

Mariquita: (Entrando). ¡Luisa!... ¡Luisa!


Luisa: A partir de ahora tenemos que pintar de colora-do los zócalos
de nuestras casas.

Mariquita: (Al hombre). ¿Dónde está?

HoMbre: Cuídese antes de abrir esa boca.

Mariquita: (A Luisa). ¿Dónde está don Esteban?

HoMbre: El hombre se fue.

Mariquita intenta levantar a Luisa, que escapa de sus manos.

Luisa: El señor tiene razón. ¡Don Esteban se fue, se llevó sus cosas
y se fue!

28

Mariquita va a salir.

El hombre la intercepta con su fusil.

HoMbre: ¿Dónde va, doña? (Pausa). Al poeta se lo vio escapando


esta madrugada en el muelle. Lo que le importaba se lo llevó. Y el
resto, la sobra, ¡la dejó! La dejó para nuestro uso.

Mariquita: ¡Hizo bien!

HoMbre: Claro que hizo bien. Si las viejas como usted sólo están
para que estos maricas se maten el hambre.

Mariquita: (A Luisa). ¿Qué te hizo?

HoMbre: Nada que yo le hubiese podido hacer a usted y que no le


hubiese gustado.

Mariquita levanta la mano.


El hombre la para; Luisa grita.

HoMbre: Sabe, yo le hablo así porque aquí en Montevideo al igual


que en sus tierras las cosas han cambiado. Usted y yo ahora somos
iguales.

Mariquita: ¡Me imagino!

HoMbre: ¿Ve cómo nos vamos entendiendo? Si la gente con la


palabra se entiende, aunque no sepa leer y escribir.

29

Luisa: (Frotándose las piernas con el paño). Sabe, yo hace tiempo


perdí un hijo.

HoMbre: (A Luisa). ¿Y quién no?... (A Mariquita). Yo cumplo con el


sitio. Ahora cumpla usted conmigo, si no quiere que vaya y cuente
que la encontré primero a su mulata y después a usted, en la casa
del poeta.

Mariquita: (Le tira un pequeño atado que saca de entre su ropa).


¡Salga!

El hombre lo revisa y se lo guarda.

HoMbre: (Saliendo). ¡Miseria! ¡La mariconeada les lleva a ustedes


todo!

Mariquita: Quisiera ser raíz.

Luisa: Y yo quisiera ser mula. (Ríe). Eso es lo que yo quisiera ser...


Pero soy negra, soy desletrada.

Mariquita: (Levantándola). Embarquemos, Luisa, y volvamos a


nuestra casa.
Luisa: Ya no hay casa, doña... Nos llevaron todo, to-dito lo que
teníamos y nos dejaron con sus cartas esperando.

La noche cae otra vez sobre la habitación.

Mariquita se vuelve a su arcón.

30

Mariquita: Tal como me lo dijo aquel hombre, Esteban se fue esa


madrugada dejándome a mí con la promesa de acompañarlo.
Entonces decidí volver a mi tierra. Luisa regresó conmigo, pero a
partir de ese momento ya nada fue igual en su vida. Recorría la casa
con una carta en la mano y decía que no recordaba a quién debía
entregársela. De nada servía que yo le hiciera ver que ese papel que
guardaba estaba en blanco. Luisa se fue una madrugada... la
encontré con unos papeles que había embebido en cianuro
apretados en su boca.

Sus manos estaban azules, igual que su lengua, a causa del efecto.
Pero igual Luisa suele venir a mí en sueños, cada vez que entre
gritos la llamo.

31

VI

Mariquita frente al arcón. Ha forzado la cerradura, y ahora salen de


allí cartas que caen delante de ella.

Mariquita: ¡ Luisa!

Luisa: Acá estoy doña.

Mariquita: Uno muere llamando y nadie viene.

Luisa: ¿Qué va a hacer con todas esas letras?


Mariquita: Dejarlas así. Alguien se va a ocupar. Me hubiese gustado
tener tiempo para escribir la historia de las mujeres de mi pueblo;
ellas sí son gente.

Mariquita, agotada, se vuelve a su cama.

El viento de la madrugada hace remolinos con los papeles y hace


girar la arandela que está sobre la cama.

Luisa: Ya es hora de ir, doña.

32

Mariquita: (Acostándose). Sí. ¿No ves...? Si ya me estoy yendo...


Abrí más la ventana.

Luisa: Ya está abierta.

Mariquita: ¿Me vas a acompañar?

Luisa: Si vine para eso.

Mariquita: Atravesé mi vida, pese a que aquellas notas que creí


importantes nunca fueron leídas. Dirán que lo mejor de mi
correspondencia fue quema-do. En realidad, serán papeles que
nadie, nunca, jamás miró. Sólo lograron sobrevivir aquellos que por
esa raras cosas de la vida llegan a destino. Aquellos en los que hablo
de ropa, de moda y sólo de alguna rareza que poco tiene que ver
conmigo. Al resto, al igual que a aquellas primeras hojas que escribí
frente al molino de mi padre, se lo llevó el viento.

La arandela que gira sobre la cama se detiene.


FIN
33
FELICITAS O

LAS NIÑAS MUDAS

Material de distribución gratuita PERSONAJE ÚNICO

Felicitas

35

Material de distribución gratuita Música de fondo. Voces y clima de


festejo.

En la medida en que el monólogo va avanzando las voces y las


risas se transforman en llantos y gritos desesperados.

Felicitas está en su cuarto, vestida de novia; el vestido tiene, a la


altura de su pecho, una mancha de sangre como una gran rosa
roja.

De costado, a la manera de una puerta abierta, una luz que da de


lleno en su figura.

FeLicitas: Albina, no dejes que entre nadie. Todavía no estoy lista.


¿Dónde está mi tocado de novia? ¿Y

mi rosario? Lo había dejado acá, sobre mi tocador.

El rosario que me habían regalado de chica... hoy quería llevarlo


conmigo ¡pero no está! (Ríe). “Dios te salve María llena eres de
Gracia el Señor es contigo”... el Señor es contigo y te salva, te vigila,
te cuida, te ampara, ¡te amordaza!... Albina, ¿qué sería de nosotras
sin el Señor? ¿Qué sería?... Seríamos una bolsa de huesos a la
deriva, perdidas en medio de un desierto, muertas de sed... Palabras
de la abuela (Hace una reverencia burlona). Eso se-ríamos y por
eso debemos respetar al Padre. Todo hecho un desierto y nosotras
deambulando por el 36

desierto muertas de sed... arrastrándonos con nuestras lenguas


afuera. Así como lo hacemos ahora mientras caminamos, bailamos y
rezamos en esta maldita aldea. Esta aldea es un desierto.

(Ríe). ¡Y yo no tengo sed! ¿Sabés por qué? Porque me animé a


probar el vino a escondidas... Voy a entrar borracha a la iglesia. Tal
vez no y para esa hora ya se me pase este mareo y esta borrachera
que tengo y entonces cuando me pidan que me arrodille ante el
Padre pueda hacerlo. Así... Así...

No, ahora no puedo... Pero tengo que obedecer para no terminar


como una bolsa de huesos rotos... huesos rotos, acribillados,
difamados y echados sobre cenizas, como los huesos de la
O’Gorman... la maldita, la que supo escupir sobre la cara del Padre.
Y el Padre se lo devolvió. ¡Escu-piendo, así! Y en esa saliva Rosas
mojó su pluma antes de firmar la sentencia de la niña. Esos eran los
cuentos de la abuela antes de dormir. Y luego a hacernos la señal de
la cruz y a pedirle al ángel de la guarda que sobrevolaba nuestras
camas con una guadaña enorme que nos protegiera... Siempre me
dio miedo esa guadaña... nunca se sabía sobre quién podía
descargar su furia... Por eso no puedo entra a la iglesia sin el rosario
que me pro-tege... ¡Albina!... ¿Dónde lo dejé? ¡Albina, ¿Dónde
estás? (Pausa). Albina... ¿Hay alguien aquí? (Pausa). Albina... ¿Hay
alguien más en esta habitación conmigo y yo no me di cuenta?
(Pícara). ¿Será verdad lo que presiento? ¡Enrique! ¿Estás acá? Enri-
37

que, vos sos el culpable de que yo haya tomado el vino de esa fuente
y ahora esté tan mareada, con mi cabeza y mi corazón dando
vueltas, vueltas y más vueltas locas en este cuarto. Vos también to-
maste más de lo que se debía... Enrique... no te escondas amor,
¿estás acá? ¿Estás conmigo?...

¿Me ves? No puedo buscarte; ahora me da vuelta todo... Enrique...


La gente se va avergonzar al vernos entrar como demonios en la
iglesia. Nosotros siempre haciendo lo que no debemos... Enrique,
¿dónde estás? Te busqué esta mañana. Y

anoche salí y te busqué en las calles. Y de madrugada di vuelta en la


iglesia donde hoy entraremos para que me hagas tu esposa. Te
esperaba, amor.

Pero no tendrías que haber entrado en mi cuarto.

No tendrías que haber entrado como si fueras un ladrón. ¿O viniste a


robarme?... Siempre nosotros dos a escondidas de todos, siempre
transforman-do lo nuestro en misterio... ¡Ah!, ahora entiendo por qué
Albina no viene a ayudarme... Una vez más será nuestra cómplice.
(Pausa). ¿O se hará verdad el sueño que tuve anoche? ¿Sabés qué
soñé, Enrique? Soñé que estaba aquí frente a mi tocador. Albina me
ayudaba a ponerme mi traje de novia; entonces yo tomaba mi tocado
y lo llevaba hasta mi cabeza para que ella me lo colocara y en ese
instante no era Albina la que lo recogía sino vos... Sí, eras vos,
Enrique, que lo agarrabas con tus manos y llorabas desconsolado...
Entonces yo te abrazaba y te decía: “¿por qué llorás? No 38

hay por qué llorar”. Y me decías que una vez más yo te lastimaba
haciéndome ver con mi traje de novia... Y una vez más veías a los
otros reír felices.

“Claro, amor”, te decía, “pero esta vez vos serás el novio”... Y yo te


secaba las lágrimas... Y de pronto, igual que ahora, te escondías.
Enrique,

¿estás ahí? ¡Piedra libre para Enrique que se esconde detrás de mis
puertas! ¿No? ¡Piedra libre para Enrique que se esconde detrás de
mis ventanas! ¿No? ¡Piedra libre para Enrique que se esconde detrás
de cada uno de mis sueños! Enrique, ya siento tu perfume en mi
cuerpo... Sí, es como si tus manos ya me hubiesen devorado.
Dejame que te vea, Enrique. Pero antes tenés que cubrirte bien los
ojos. No es bueno que el novio vea a la novia antes de tiempo. Vení
con los ojos cerrados... Si salís de tu escondite voy a dejar que
apoyes tus manos tibias sobre mí. ¿Querés jugar? (Pícara). A ver...
¡Juguemos en el bosque mientras el lobo no está! ¡Juguemos en el
bosque mientras el lobo no está! ¿Lobo estás?... ¿Dónde estás,
lobo? (Espera, ríe). ¿Sabés?, en mi sueño vos no querías que yo
viese la sortija y, ¿sabés qué hacías? Cuando el sa-cerdote ponía
los anillos frente a nosotros,vos me cubrías los ojos para que yo no
viera el mío en mi mano... Qué ocurrencia la tuya. Y en ese momento
comenzaban a sonar fuerte las campanas de la iglesia. Y un coro de
ángeles con guadañas cantaba para nosotros. Y los dos, muy
abrazados, to-mándonos muy fuerte de las manos, comenzába-39

mos a salir. Y yo seguía sin poder ver mi sortija porque me tenías


fuerte agarrada la mano. La gente, en vez de reír, lloraba; y otra
gritaba blasfe-mias... y nosotros no entendíamos qué pasaba...

(Ríe). Lobo, ¿estás?... Porque yo quería preguntar-te si sabés qué


era lo que pasaba... Porque vos ca-minabas rápido, cada vez más
rápido. Y después me agarrabas del brazo queriéndome sacar a los
empujones... Y aquella ceremonia que había sido para nosotros dos
se transformaba en una pesadilla. Y vos corrías más fuerte y yo no
podía seguir-te los pasos y entonces... me soltaba de tu mano...

Y en eso me di cuenta de que no llevaba ninguna sortija. Y cuando


creí que estaba sola sentí que alguien apoyaba su mano en mi
hombro. Me di vuelta y era mi padre. Él me mostraba la sortija: tenía
mi sortija en sus manos y me decía que Dios era el encargado de
unir a los hombres y yo había pasado sobre él. Y yo le preguntaba
por qué era tan cruel conmigo, si yo había cumplido su voluntad. Y le
decía: “soy joven, papá, soy libre y puedo volver a casarme con
quien quiera”. Me arrodillaba ante él y le pedía que me diera la
sortija, que por favor me la entregara, pero él cerraba con fuerzas su
puño. Y yo bajaba la mirada porque no pude soportar que me mirara
con repulsión... Siempre me miró con repulsión, aun cuando hice lo
que me pedía. Y detrás de él mi madre, muda. Y detrás de ella mi
abuela, pidiéndome que le rezara al ángel de la guadaña... ¿Qué
hacía 40

yo, una niña, en medio de la calle vestida de novia y avergonzada?


¿Qué hacía yo?... Entonces levanté mi cabeza y le pedí por favor
que me sa-cara de la vergüenza, que me lavara, que me lim-piara. Y
mientras lo decía no era mi padre el que me miraba sino Álzaga... Y
mi padre le entregaba la sortija a él. Y entre todos arreglaban mi
vestido y me llevaban hasta la puerta de la iglesia. Y yo hablaba pero
mi voz era una voz muda... Y yo con esa voz muda que sonaba sorda
les decía así:

“Pero yo ya me casé con Álzaga, tuve dos hijos con él. Y Álzaga está
muerto. Y mis niños también están muertos”. Y ellos no me miraban
y tampoco me escuchaban porque no podían escuchar mi voz
muda... Y estábamos frente a las puertas abiertas de la iglesia y a lo
lejos se veía el Cristo clavado en la cruz inmensa. Yo hablaba pero
nadie escuchaba. “Por favor”, les decía... (Mudo, no se entiende). Y
me daba cuenta de que las mujeres que estaban en la iglesia me
miraban y algunas me escuchaban y con sus voces mudas decían

“sacrificada”. Sí, sacrificada como Camila... como otras, ahora yo. Y


todas en un coro por debajo de-cían “sacrificadas”. Y ese
casamiento se volvía un ritual espantoso donde en ese altar yo iba a
ser el cordero. Y, de costado, un sagrado corazón de Je-sús enorme
sangraba... Y al llegar al altar no era Álzaga, sino mi padre el que
ponía la sortija en mi mano... Y detrás de mi padre estaba mi madre
con mi pequeño hijo Félix de la mano... Y mi padre ya 41

no me miraba a mí sino al niño. Y todos miraban al niño. Álzaga


también. Y yo les decía que era mi hijo, que me lo entregaran, pero
ellos no me escuchaban. Y Álzaga y mi padre decían que le iban a
enseñar a ser hombre... eso, a ser hombre... Y yo les decía con mi
voz muda: “¿hombre y mujer se nace o se hace? Y si se hace, ¿qué
es lo que le van a enseñar?”. Y salí de la iglesia y comencé a correr.
Quería alcanzarte y corría y corría... hasta que al final te veía, y te
pedía que me esperaras. Y

vos sin dejar de correr me pedías que corriera más fuerte. Y la gente
me apedreaba y mi traje se iba haciendo jirones, y me arrancaban mi
tocado.

Yo te gritaba pero vos seguías corriendo. Igual que lo hacés


siempre, corriendo y obligándome a correr. Y no me mirabas... Igual
que cuando me decís que me amás; me lo decís y yo te creo...
clavás tus ojos en los míos pero no sé a quién estás mirando en lo
profundo de mis ojos... Lo que si sé es que no me mirás a mí. Una
novia no debería decir estas cosas, pero las digo porque las pienso.

Mi abuela dice que la mayoría de las novias se casan aterradas y


que tienen horribles pesadillas los días previos y que la noche
anterior a la boda a muchas las encuentran en los baños de las
casas desmayadas, a otras con sangre en sus muñecas y a otras
muchas colgadas... Y que para no levantar el terror de las otras
niñas en la gran aldea se dice sólo que la virgen murió de muerte
blanca, que un ángel vino a llevársela porque el Padre había 42

querido a esa virgen para él. “¿Otra más?”, digo yo. “¡No le basta
con las que tiene? ¿Tantas vírgenes necesita?... ¿Para qué?”. Mi
abuela dice... Sí, siempre mi abuela porque mi mamá no dice nada...
No dice nada porque tiene una voz sorda, muda como la mía. Esta
voz muda que hace que hable, hable y nadie escuche. Esta voz yo la
heredé de ella, y ella de su bisabuela y su bisabuela de la madre de
su tatarabuela. Y somos generaciones y generaciones de mujeres
con voces mudas que podemos hablar y hablar como yo lo hago
ahora sin que nadie venga y me escuche... porque una mujer sin voz
no tiene palabra y se transforma en una mujer sin nombre y si no
tiene nombre la tierra termina tragándosela... ¡Horrible! Y es proba-
ble que yo le transmita esto a mi hija y mi hija a su nieta y su nieta a
la hija de su bisnieta. Una plaga horrible de mujeres mudas... Un
mundo lleno de mujeres mudas... ¿Quién nos sacará las mordazas?
¿Serán nuestro hijo, lobo? ¿Me dejarás ense-

ñarle a sacar mordazas? ¿O será tan grande la furia de vernos


acorraladas que para no seguir mirando su propia impotencia de no
sabernos terminarán matándonos? O dejando que nos ma-temos
solas antes de la boda... Mi abuela dice que es el demonio que viene
a visitarnos antes de la boda y que por eso tenemos que dormir
abrazadas al ángel de la guadaña, que él se encargará de
ahuyentarlo. Ya ves, amor, toda una pesadilla. Y

cuando creí que no iba a resistir, cuando ya no entraba en mi cuerpo


una sola bocanada de aire 43

más, sólo recién ahí, como un pez al que devuel-ven a su hábitat


natural, abrí grande mi boca, res-pire ¡y desperté!... Y todo había
sido una pesadilla. Entonces me levanté y fui a buscar las sortijas,
las que compramos para la boda. Pero lo que no llego a entender
son las iniciales... (Pausa). No son las tuyas, Enrique. No entiendo,
¿con quién esta vez sino con vos voy a casarme?... Eras vos el de la
iglesia... Eras vos el de los abrazos... Enrique,

¿estás ahí? Dice mi abuela que las novias antes de casarse suelen
tener pesadillas. Pero yo ahora estoy despierta y quiero mi rosario,
el que me acompañó en mis noches más oscuras... Enrique, ¿dón-de
estás?... ¡Albina! ¿Por qué nadie viene a ayudarme a terminar de
vestirme? ¿Por qué tantas voces y gritos afuera? Nadie mira el reloj
y ya está por ser la hora. ¿Es que nadie va a acompa-

ñarme hasta la iglesia? ¡No querrán que vaya sola! ¿Qué pasa? ¿Por
qué se apagan las luces?

¡No quiero que se apaguen! ¡Enciéndanlas todas!


Quiero que las dejen encendidas... Ya no quiero más que se apaguen
las luces. Soy joven, vos también, Enrique: somos jóvenes. No
tenemos por qué ocultarnos. Que les apaguen la luz a los que tienen
vergüenza, a los que mienten, a los que en-gañan, a los que le
hicieron creer a una que era su amor y tenían una querida. ¡Abuela!
¡Mamá! ¿Por qué nadie viene?

(Pausa. Habla bajo con temor a que Enrique escuche).

44

Material de distribución gratuita

¿Qué hace ese hombre vestido de novio que me busca deshecho en


lágrimas? ¡Es él! ¿Qué hace acá en mi casa con los míos? ¡No es
verdad! ¡No puede estar acá y vestido de novio! ¡Es él! Lo reco-
nozco... El mismo que aquella noche de tormenta en el campo se
acercó a ayudarme. Mi carreta se estaba hundiendo en medio de un
pantano, el barro estaba a punto de tragarnos cuando en medio de
esa oscuridad apareció él, me subió a su carro y me llevó. ¿Quién
era aquel hombre que había llegado para salvarme? Era él,
Samuel... Le pregunté qué quería decir su nombre y él me dijo:

“Es el nombre del que escucha”... Y venía por mí.

Y en medio de esa noche oscura, cuando vi su figura atravesada por


las luces del cielo, me acordé de lo que me había dicho una gitana...
que la luna acompañaba mi vida... La luna, la noche, la oscuridad, lo
oculto... la mentira, lo que se disfraza de lo que no es... Dijo: “niña
muda, tan hermosa y sacrificada... pero alguien puede aparecer...”.

¿Serás vos, Samuel, el enviado para salvarme?

Fue muy raro nuestro encuentro... Samuel es un hombre que nació


hombre, así como yo mujer y se ve que no tomó lecciones con
Álzaga o con mi padre. Este hombre no pertenece a esa escuela, fue
a otra; de hecho es muy capaz de escuchar mi voz muda... Hermoso
hombre, ¿quién habrá sido tu maestra?... Me llevó a su casa y me
entregó las llaves... (Ríe). Yo jamás había tenido las llaves de una
casa. Me dijo que quería casarse conmigo y entonces yo le dije que
sólo si era capaz de lavar 45

mis cabellos... Y eso le llevó varios días y varias noches, ya que


lavaba en mí a muchas de aquellas mujeres que me habían
precedido. Mientras me lavaba mi abuela se quedó dormida y soltó
de sus manos al ángel de la guadaña. Y mi madre se animó a soltar
sus cabellos y se puso unas flores de azahar cerca de sus pechos.
¿Qué hiciste, Samuel? ¿Qué hiciste, buen hombre? Lo siento,
Samuel; tendrás que irte. Lo nuestro no va a poder ser porque en
esta aldea de mujeres mudas otros hombres parecen decidir mi
destino.

(Pausa. Volviéndose).

Enrique, ¿escuchaste? Ya le dije a ese hombre que esta allí fuera


vestido de novio que se vaya.

Le voy a pedir que se lleve esta sortija que trajo.

Ya basta. ¿Dónde estás? No seas niño... Te pido perdón de rodillas.


¡Voy a ser tu mujer si así lo querés! Voy a ser tuya y de nadie más.
Por favor, Enrique... Mirame. Por la virgen que tengo de testigo te lo
estoy diciendo... No juegues a atemori-zarme. Basta, tengo miedo.
¡Enrique!

(Descubre una carta que está sobre su tocador).

¿Qué es esto? ¿Quién estuvo con mis cosas?…

(Lee la carta). Quiero gritarle a mi padre... ¡No 46

puedo!... ¡Quiero elegir libremente! ¡Quiero amar con intensidad! Un


romance como los que escri-ben Lord Byron o Lamartine... ¡Oh, Dios
mío! Mi futuro va a ser muy distinto. ¿Qué hacer con todo este amor
que me quema el alma? ¿Debo dejarme llevar?... ¿Debo decir que
sí? ¿Por qué? ¡Ya no aguanto más!

(Toma la carta y la abraza).

Enrique... sí, es verdad, lo había escrito para vos.

No, no me acordaba porque lo hice hace muchos años, tantos,


tantos... Era una niña. Pero sí, es verdad, lo había escrito para vos.
Esto lo había escrito para vos. ¿Por qué la trajiste a mi cuarto esta
mañana? Abuela, mamá, Albina... ¿Por qué nadie viene a
ayudarme?... Ya es la hora... ¡El reloj está detenido! Enrique,
deberíamos haber estado ya en la iglesia... Mamá... La puerta está
abierta.

Ayúdenme a salir... No tengo fuerzas para cruzar el umbral. Es como


si mi cuerpo no respondiera...

Mamá, Albina, abuela, por favor, ayúdenme, tó-

menme de las manos y ayúdenme a salir... ¿Qué hacen? ¿Qué pasa


ahí afuera? Papá, acá estoy.

¿Qué hace mi papá con esa arma en las manos?

¿Qué hacen? ¿A quién buscás, papá? Yo estoy acá... Mirame


papá... ¡Yo estoy acá! ¡Papá! Acá...

Enrique, no... no me dispares.

47

(Se escucha el sonido de un disparo).

Supiste esconderte en las sombras... y el disparo fue certero. Papá,


no dispares. A Enrique no.
(Segundo disparo). Los dos... Enrique, vos y yo bañados en sangre
antes de la boda... (Observa su mano ensangrentada sobre el
vestido de novia. Susurra). ¡Padre mío! (A Dios). ¿Qué hiciste? No
llores, Samuel, no llores, buen hombre... el dulce hombre que había
querido entregarme las llaves. No llores, fui yo la que no me animé a
retenerlas... No llores, Samuel; decile a la mujer que te crió que
tampoco llore si te ve triste. Decile que lave tu cuerpo en el río
cuantas veces sea necesario. Que vendrán. Sí, que ya están viniendo
otras mujeres.

Mujeres sin mordazas, mujeres sin esclavas. Lo sabe mi sangre. Lo


sabe la sangre que sale de este hueco que tengo en el pecho y que
cae nutriendo la tierra. Escuchen los gritos... Son los gritos de Albina.
Son los gritos destemplados de mi abuela. Los gritos mudos de mi
madre... Los gritos de las mujeres que despiertan al escuchar la
tragedia. Despiertan mujeres, se oyen gritos... se oyen gritos...
Despiertan mujeres.

(Retumban tambores).
FIN
48
AURELIA...

LA AMANTE

AUSENTE

PERSONAJE ÚNICO

Aurelia Vélez

50

Frente a una pequeña mesa de escribiente, Aurelia,


impecablemente vestida, con delantal de amanuense y sus manos
manchadas en tinta, parece ordenar meticulosamente unas cartas
en una caja.

Toma una y comienza a leerla.

aureLia: (A poco de haber comenzado a leer la carta, termina


diciendo de memoria). “He debido meditar mucho antes de
responder a la sentida carta de usted. He necesitado tener el
corazón a dos manos para no ceder a sus impulsos. No obedecerlo
era decir adiós a las páginas de un libro que contiene dos historias
interesantes; la que a usted se liga, la más fresca; y la última de mi
vida... Sarmiento”.

(Da órdenes en voz alta para otro y luego de esperar es ella quien
termina ejecutando la acción).
¿Escribe?

En la ciudad de Buenos Aires, a los 6 días del mes de diciembre de


1924... declaro ante usted... Y tes-51

tigos que se expresarán en su momento... que yo, Aurelia Vélez,


viuda y mayor de edad, manifiesto voluntad de otorgar testamento y
poniéndolo en ejecución resuelvo que dejo como únicos y universales
herederos a mis sobrinos, a quienes lego en partes iguales mis
propiedades inmuebles.

Que busquen ser felices, porque yo hice todo lo posible para lograrlo
y no lo conseguí.

Me pasé toda mi vida esperando... Y ahora, con-denada por mí


misma y por los demás a la sole-dad y a la calumnia, decido evitar el
lamento y poner toda la distancia posible a estos Buenos Aires, no
tan buenos para mí después de todo. Ya no voy a esperarte más,
amado mío. Porque sé que no es aquí donde volveré a verte. Estoy
lista para salir en tu búsqueda. Ya no me quedo un instante más,
porque me temo que la pretendida civiliza-ción que acunamos como
si fuera un hijo ya no vaya a nacer. Y se está secando dentro mío...
Mirá la suerte que corre el avance en estos tiempos que se acaba de
estrenar, aquí cerca, en el Coliseo, una obra de teatro que lleva
como título el nombre de su protagonista... ¿Pero sabés quién es el
protagonista? Un caballo... Sí, Mateo... Y la gente la festeja y le
duelen más los avatares que corre el caballo que los que le tocan al
propio dueño, así dicen...

Mis sobrinas insistían... “vamos, tía, que el autor es de los buenos;


se apellida Discépolo”... “Vamos, tía, no escribirá como tu Sarmiento
pero no está para despreciar”. “Vayan”, les dije. “Vayan 52

y vean qué suerte corre el caballo y después me cuentan, que si esto


sigue así correremos la suerte de esa bestia. A todos nos tomarán
por caballos.
Vayan que yo ya estoy vieja para ver eso”... Sí, yo también me he
vuelto vieja... ¿Te ríes? ¿Creíste que no lo ibas a ver? Bueno, lo
estás viendo. Tú gozas mirándome y yo muero, amor, por verte. Se
acabó la época de esplendor, del mío por lo menos. ¿Quién lo
hubiera dicho?

Hoy lo que me resta es posible encontrarlo en cualquier parte. Me


voy adonde nadie se fije si estoy sola o acompañada, ni pregunte mi
estado civil y, lo que es más importante, no conozca mi historia.

¿Que el país se va a pique? ¿Que hay crisis económica? No es mi


culpa; de alguna manera con-tribuí a que las cosas resultaran mejor
en esta ciudad donde he visto el espanto, cabezas clavadas en
picas, personajes siniestros rondando mi casa.

Shhh... Aún hoy busco cerrar puertas y trabar ventanas, por temor a
los que espían, por temor a aquellos que de tanto hurgar y hurgar
encuentran. Cierro, trabo, busco, escondo. Aunque mi madre crea
que no la veo, la veo y la escucho. La veo de rodillas frente a la
virgencita suplicándole.

Yo muero de miedo y cuando ella no me ve también me arrodillo e


imploro.

Mi hermana Vicenta anda rápida como suspi-ro dando vueltas por la


casa. Cerramos puertas, 53

apagamos luces. Con mi hermano nos aferra-mos contra sus faldas,


ahogamos nuestros llantos apretando trapos como mordazas en
nuestras bocas... ¿A quién buscan a estas horas, madre?

Shhh... ¿a quién buscan?

(Llega como un eco: “A Dalmacio Vélez Sarsfield”).

A mi padre... Hoy vienen por él... ¿Será sólo por hoy?... ¿Todo
terminará cuando se vuelvan a encender las luces? ¿Todo terminará
cuando llegue el nuevo día?... ¡No! Mi madre corre por la casa y mis
manos de niña no llegan a sujetar todo aquello que quiero. Ella
escapa y nosotros con ella.

Corremos y atrás queda aquel juego que mi Tatita me había hecho


con maderas, aquella muñe-ca, esa que de noche me oficiaba de
ángel. “¡No quiero dejarla!”, le grito a mi hermana, que corre alzando
cosas que al tiempo se le van cayendo.

Pero Vicenta no me escucha. Mi hermano llora. Yo no. Quiero llorar,


pero no lloro sólo para que él no me vea, porque ahora tiene
clavados sus ojos en los míos y dejó de mirar a mi madre... Nos
vamos; el caballo se echa a andar en medio de la noche, atraviesa
ríos de barro que nos van abriendo paso como cauces. De lejos se
escuchan los aullidos de los perros que como huérfanos vagan por
las calles. Vicenta dice: “nosotros también como perros”... “No es
verdad”, le digo. Miro a mi madre, 54

Material de distribución gratuita joven, con su piel ajada y seca, en


esta aldea donde el polvo se levanta enredándolo todo, hasta los
pensamientos. Mi madre, con la cara empapada en lágrimas, nos
mira y sonríe. Mi hermano apoya su cabeza contra su pecho. Yo allí
no tengo ahora lugar. Cierro los ojos, mi hermanito duerme en el
regazo de mi madre y Vicenta va sola sentada en uno de los
costados. Intento dormir, las cuadras silenciosas ya no acusan rumor
de paso alguno, a no ser por el tropel asesino que ungido en barro y
bosta cruza las calles en todas direcciones. Vamos atravesando la
aldea; por momentos el carro parece hundirse en las zanjas. Tengo
miedo de que quedemos atrapados aquí. Abro los ojos y desde el
carro llego a ver, a lo lejos, el paso cómplice del caballo del sereno,
espectador impasible de los crímenes de la Mazorca. Y el grito
bestial: “¡Mueran los salvajes unitarios!”.

Atrás quedó el amplio portal de mi casa de niña...


nunca más lo veríamos tal como lo dejamos. La casa terminó
embargada y habitada por extraños.

Los muebles y la hermosa biblioteca de mi padre, rematados. La


quinta partida en dos por una calle de atravieso para que las carretas
y cabalgaduras pasaran de lado a lado. Mi padre, también con el
alma partida en dos, atravesó el río que lo alejaba de nosotros al
exilio.

(Aurelia en su mesa de escribiente. Nuevamente, da órdenes en


voz alta a otra persona).

55

¿Escribe?

Escribo.

Ordeno que se le entreguen a mi sirviente José Méndez los útiles que


necesite para instalarse en su casa cuando salga de esta, alfombras,
sillas y utensilios de cocina. No sea cosa que se encuentre llegando
solo a una casa deshabitada, fría y sin alma. Al hombre no le gusta,
no le hace bien estar solo. A mi padre tampoco, así que al poco
tiempo ya estaba planeando su regreso.

Nos instalamos en un caserío habitado por pulpe-ros y gauchos


donde no hay a quien visitar. Pero,

¿a quién le importa?... Ahí llega mi padre para estar con nosotras.

(Campanas, voces y música).

¡Él está acá y llena con su voz y su presencia la casa! Ríe y festeja
como un niño, no junto a mí, sino junto a mi madre. Es que acaba de
recibir una subvención para fundar su diario. Lo va a llamar “El
Nacional”. Quiero aprender a escribir claro y prolijo. Prolijo quiere
decir sin manchar las páginas.
Puedo manchar el delantal, puedo manchar mis manos, pero no las
páginas... Si lo logro podré asistirlo.

56

Me encierro en mi cuarto y escribo. Escribo, escribo... mancho mis


manos, mancho mis vestidos pero no las páginas. No puedo
desperdiciar papel, no debo hacerlo. No es fácil conseguirlo y menos
en esta época. Los hombres andan de con-trabando, recelosos,
golpeando puertas y fingien-do tomar aguardiente en los almacenes
mientras hacen arreglos, pero una vez que lo consiguen la paga
nunca es lo acordado. ¿Pero a cuánto estaba ayer? ¿A cuánto está
hoy?

Me cuesta, mancho la página, no sale y entonces...

Escondo el papel debajo de mi cama. Lo escondo en los cajones.


Aprendí a esconder. Si todo sale bien podré asistirlo y eso es lo que
quiero. No quiero estar fregando en la cocina, con mi madre y con
Vicenta... No quiero.

Mi madre y mi hermana se sientan a practicar el bordado. Vicenta


borda el sagrado corazón de Je-sús con hilo azul sobre la tela
blanca. Yo enhebro con cuidado la aguja y atravieso con azul el
sagrado corazón y pinchando voy de un lado al otro de la tela
buscando darle forma y mientras lo hago me pincho los dedos y
escondo mis manos para no manchar la tela con mi sangre. Vicenta
borda, Vicenta cocina igual que mi madre. Cuando el sopor de la
tarde las alcanza, ellas se duermen en sus sillas y yo corro a mi
cuarto y escribo.

“¡Así no! Esa es caligrafía de hombre”. ¿Caligrafía de hombre? ¿Hay


caligrafía de hombre y caligra-57

fía de mujer? Mi madre dice que sí. Intento una y otra vez una
caligrafía mas clara. “¿Por qué?”, pregunto, ¿acaso la mujer es más
clara que el hombre? “Ya voy Tatita. Ya voy”. Mi padre mira mis
páginas en un segundo eterno. Lo conseguí.

Ahora estoy todo el día junto a él... Y no sólo junto a él sino junto a
aquellos hombres que lo visitan. Sarmiento, un sanjuanino,
peligrosamente feo, peligrosamente inteligente, cuyos escritos me
deslumbran. Pero el feo sabe que no tengo los ojos puestos en él
sino en un pariente... más que un pariente, un primo... un primo
lejano, no primo hermano. Y empecé a darme cuenta de que había
partes de mi cuerpo que se volvían como imanes. Sí, mis tobillos
blancos y finos, imanes.

Mis manos, con su piel suave, imanes... Mi cuello perfumado con


agua de azahar, imán...

Mi madre comenzó a hacer más largas mis polleras, a poner más


encajes en mis mangas y a aña-dir volados a los cuellos de mis
vestidos. Nada de eso resultó, porque para escribir y trabajar junto a
los hombres es necesario colocarse mangas para no manchar los
puños. Y para sentarse más có-

moda es bueno levantar un poco las polleras. Y

si hace mucho calor siempre es bueno aflojar un poco el cuello del


vestido. Pedro Ortiz Vélez, así se llama, es médico, brillante y un
militante de ideas unitarias.

Entro corriendo a la casa. Casi sin aire me paro 58

en medio del patio y grito. “¡Madre!, ¡madre, escucha!”. Pedro y mi


padre resultaron electos para ocupar una banca en la legislatura. Se
encienden luces, abrimos ventanas y festejamos. “¡Veinte años!”,
grita mi padre. “¡Veinte fueron los años que tuvimos que esperar para
lograr comicios libres!”. Me pongo mis mejores ropas, friego mis
manos para sacar las manchas de tinta. No lo con-sigo del todo. No
importa, las escondo y salgo.
La música, Pedro, mi padre... y el feo. El feo, Sarmiento, decía de
mi primo que tenía un carácter festivo inclinado a la burla y una
propensión a hacer reír que lo hacían un compañero envidiable y un
enemigo temible.

La música suena y yo bailo con Pedro, los hombres toman


aguardiente y festejan, las mujeres toman limonada, sólo limonada.
Tengo mi pecho sudado, mi vestido pegado al cuerpo; el calor so-
foca en esta noche. Trato de abrirme paso para buscar limonada
pero alguien me toma de la cintura. Es Pedro. Me invita con
aguardiente, me da de tomar de su vaso, luego toma él y me da de
tomar de su boca.

Shhh, es de noche, se apagan las luces, los veo llegar... Mi padre y


detrás, a sus espaldas, está él.

Aquí estoy Pedro, te espero... Te espero esta noche y otra y otra,


nadie podrá vernos... están apagadas las luces. Todas. Todas no...
Algunas comien-zan a encenderse. No somos nosotros. ¿Quién 59

está ahí?... Aprendí a esconder cosas; puedo es-conderlas, pero no


a él... No a Pedro. La puerta de mi cuarto se abre y la luz nos da de
lleno. ¡No!

¡No, madre, por favor no! Le juro que... ¡Que no me hizo nada!...

Le juro que... vamos a casarnos. Eso lo dijo Pedro. Me vistieron de


blanco, pero mi madre, que era devota de la Virgencita de la Silla,
decía que ella no servía para mentir y menos de cara a Dios, y
mandó a comprar unas perlas en color té que, como lágrimas,
caerían por mi vestido de novia bordado. Las lágrimas en el vestido
las bordó ella. Lo hacía para eximirse de la culpa de saber que
estaba entregándole al Señor frente al altar una hija manchada. La
manchada era yo, y no sólo de tinta, según ella.

Contraje matrimonio con Pedro Ortiz Vélez en 1853. Compañero


envidiable y enemigo temible.
Nuestra unión terminó en tragedia. Me separé ocho meses más
tarde, acusada de adulterio. Pedro cometió homicidio en la persona
de su secretario, Don Cayetano Echenique, cegado por los celos.
(Susurro). Él levantó la tapa de su reloj y vio reflejada en ella mi
imagen abrazada a la de su secretario en un rincón del cuarto
contiguo, tomó su arma y... (Disparos). Pedro fue declarado
demente por la Sala de Representantes para evitarle un juicio por
asesinato y partió al exilio en Chile, de donde nunca regresó. Volví a
casa de 60

mis padres. Y no voy a contar detalles íntimos...

me basta con el dolor por el fracaso de mi matrimonio, la tragedia en


la que me vi envuelta –y tal vez provocado– y la condena social que
me acos-tumbré a soportar.

Volví a sentarme junto a mi padre, pero ahora con un delantal y


mangas de amanuense, de color oscuro, que mi madre me había
preparado. Aunque el calor apretara hasta el desmayo yo no podía
dejar de usarlas, ya que cada media hora aproxi-madamente ella se
asomaba en nuestra sala de trabajo sin ningún pretexto y con la
única intención de vigilarme bien de cerca. Y fue trabajando para mi
padre donde usted, feo, cabrón, tosco y rudo, con su mirar sereno y
profundo, se metió en mi alma. Y aunque en un primer momento
intentó desesperadamente apelar a la amistad, ese juego sólo nos
sirvió para encender más el fuego.

Entrabas a la sala y yo buscaba entregarte cualquier escrito con el


solo fin de que nuestras manos se encontraran. Te amaba, te amaba
locamen-te. Y te lo hacía saber. Sentada al lado de mi padre
mientras creía que estaba trabajando para él, te escribía: “Te amo
con toda la timidez de una niña y con toda la pasión de que es capaz
una mujer.

Te amo como no he amado nunca, como no creí que era posible


amar. Sólo tengo en mi vida una falta y es mi amor por ti”.
¿Lo sospechaba mi padre? Yo creo que sí. Pero 61

qué podía hacer, si él bien sabía que me había enamorado de uno de


los hombres más brillantes de mi época.

¡Ya voy! ¡Yo abro! Era un segundo. Ese segundo que me conducía
hasta la entrada tenía para mí una magia única, eterna... Hacerte
pasar, ver tus ojos clavados en mi pecho, y tomándonos las manos,
en ese rincón, como niños, amarnos a escondidas. Yo pasándote las
cartas que llevabas rápi-do hasta el fondo de tu bolsillo. A tiempo la
voz de mi padre. “¿Quién llega?”. “¡Sarmiento, tatita!

¡Es Sarmiento!”, decía mientras intentabas robarme un beso y yo me


sonrojaba como una niña.

Mi madre, que religiosamente aparecía cada media hora en la sala


sin ningún pretexto, dejó de aparecer un buen día bajo orden expresa
de mi padre. Se ofendió y tomó la saludable decisión

–para mi padre y para mí, que éramos quienes la sufríamos– de


hacer voto de silencio. De todos modos no le duró demasiado,
porque en ella era más fuerte el deseo de que nos enteráramos lo
que por allí se ventilaba... Una noche durante la cena, me dijo:
“Benita, la mujer de Sarmiento, te envía especiales saludos, Aurelia”.
Yo tragué el caldo salado que se me hacía como de lágrimas, mis
propias lágrimas. Mi padre interrumpió para decirle: “¿Benita?
¿Todavía se hace decir mujer de Sarmiento?”. “Sí”, dijo mi madre,
“porque el Señor los ha unido en santo matrimonio hasta la 62

eternidad”. “¿Qué Señor?”, le contestó mi padre.

Y mi madre gritó: “Mi Señor, el único...”. Mi padre, riendo –cosa que


sacó de quicio a mi madre dijo–: “Amor mío, que sea tu Señor no
quiere decir que sea el único”. Mi madre, conteniendo el llanto, se
retiró ordenando que levantáramos la mesa.
A partir de entonces, el tiempo que antes utiliza-ba mi madre en
vigilarme ahora se lo dedicaba a la Virgen de la Silla, a quien la debía
de tener harta con sus pedidos, sus llantos contenidos y su súplica
inútil. No, si la verdad es que mi madre colaboró fervientemente para
que yo terminara siendo agnóstica. Apenas ella escuchaba al co-
chero parando frente a la puerta de nuestra casa, sabiendo que eras
tú gritaba: “¡Enciendan todas las luces!”. Tenía miedo de que la
penumbra la hiciera perderse algo... Y a nosotros perdernos del
todo. “¡Aurelia!”, llegaba la voz de mi padre.

“¡Deje tatita, yo enciendo!”. Y contigo, amor, no eran necesarios los


perfumes de azahar, ni los es-cotes. Con mi oscuro delantal de
escribiente, mi deseo por ti se expandía como una granada hasta
tomarlo todo. Me dejaba contener en tus brazos, consolar en tu
pecho y empaparme con tus besos.

¡Qué no era yo capaz de hacer por ti!

La casa está a oscuras y en silencio. Te acabas de ir. Todavía siento


en mis manos tu perfume mez-clado con el mío. Leo en la penumbra
la última 63

carta que me entregaste. “Mi vida futura está ba-sada


exclusivamente sobre tu solemne promesa de amarme y
pertenecerme a despecho de todo y... aunque mi ausencia a partir
de hoy se prolon-gue....”. La voz de mi madre me detiene: “Pagarás
muy cara esta libertad, Aurelia”. Su voz resonaba dentro de mí como
un eco mientras en tu carta me decías que te alejabas... Antes de
irte me enviaste un regalo con una nota que decía: “Le mando esta
biblioteca porque los libros son como palomas, necesitan tener un
nido”. ¡Ah, cuánta imagina-ción le aportó la literatura a nuestros
encuentros!

(Aurelia sigue sentada ante su mesa de escribiente.

Vuelve a darle la orden a alguien a quien no se ve).


¿Escribe?

Escribo.

Ordeno que se le entregue a mi sobrina nieta Manuela Paz Ortega


Belgrano el armario negro que me pidió y la biblioteca que Sarmiento
me envió, junto con el Orlando Furioso de Ariosto, los dramas de
Shakespeare y las tragedias de Corneille.

Tengo un especial cariño por esa niña... ¡se me parece tanto! Espero
de todos modos que esta biblioteca y la sabiduría que contiene la
ayuden a tener mejor suerte que la mía. Sarmiento partió a Estados
Unidos en misión diplomática y me con-virtió en su más fiel y eficaz
operadora política.

64

Material de distribución gratuita Me pedís que viaje pero no puedo...


no ahora...

no es posible. Aquí el trabajo se me hace eterno.

Me seducís y deslumbrás con tus cartas que sólo hablan de


progreso mientras aquí las tormentas inundan las calles. Ya casi no
salgo. De vez en cuando me asomo a la ventana. Las mujeres evi-tan
mirarme y hablan a mis espaldas. La profecía de mi madre se ha
convertido en realidad... “Pagarás muy cara tu libertad, Aurelia”...

Es de noche. En medio de una reunión que preside tatita, mientras


discuten y se preguntan quién puede ser el candidato para el país
que toca construir, dejo caer sobre la mesa tu nombre...
“¡Sarmiento!”. Todas las miradas recaen sobre mí.

Como un eco se levantaron las voces... Y tu nombre comenzó a


rodar en los salones y en las calles.
Me apuré a escribirte. “Sarmiento, su candidatura es un hecho. Si no
sigue mi consejo no siga el de nadie. No regrese hasta que nuestro
trabajo esté avanzado”. Gracias a mi amor de más de veinte años y
a los dos años de arduo trabajo, eras electo presidente.

En el muelle te espera una multitud. Intento ca-minar entre la gente


cuando veo que un grupo de mujeres que estaba delante de mí me
cerraba el camino. Una de ella desliza en el bolsillo de mi abrigo una
nota. La miro a los ojos, saco lo que me había entregado y lo leo.
“Haga el favor de alejarse. No manche con su presencia la figura de
65

nuestro Presidente y la de su honorable familia”.

No tuve fuerzas para quedarme. Es ya de madrugada cuando tu


coche se detiene frente a mi casa, me reprochas el no haberte
esperado, me dices que necesitas de mi madurez para transitar este
nuevo camino y mientras me acunas contra tu pecho te juro no
abandonarte, ser aquellos ojos que mirarán por los tuyos.

Trabajo para la presidencia en las sombras. El coche presidencial se


detiene todas las noches frente a mi puerta. Vienes sin la guardia y
te acos-tumbraste a traerme flores. Soy feliz. No necesito más que
de nuestros encuentros, de ese rato que me regalas por las noches.
Como adolescentes nos despedimos a oscuras regalándonos
caricias y besos.

Acabas de irte. Vuelve a escucharse la campanilla de la calle. Creo


que has olvidado algo y corro a la puerta. Abro. Llueve
torrencialmente. Una mujer a la que no alcanzo a ver porque viene
cubierta me entrega una caja de regalo, ¡esta caja! Dice tu nombre y
se va... Abro el obsequio: una paloma blanca, casi muerta,
manchada en alquitrán. Corro a los fondos de la casa pensando que
el agua de lluvia puede salvarla pero cada vez se mancha más. Mis
manos, mi vestido, mi pecho, todo manchado de negro... ¡Dios, cómo
sacar esto que se pegotea ensuciándolo todo! La paloma muere en
mis manos... Hago un pozo en el fondo de mi 66

casa clavando mis dedos en la tierra. La cubro con el pañuelo que


llevaba mis iniciales bordadas y la entierro bajo el viejo jacarandá.
Vuelvo a la sala empapada y manchada de alquitrán y barro. Mi
madre, de pie en la sala, llorando, me dice: “Sépa-lo hija, en esta
tierra se castiga el coraje”... No se acerque madre, podría
mancharse.

Como una maldición, todo se volvió oscuro. La peste comenzó a


azotarnos. Primero la orden fue la de ventilar las casas, luego la de
cerrar todo.

Los carros vagaban por las cuadras llevándose a nuestros muertos,


y rodeados como por un sé-

quito de locos buscaban a ciegas un lugar donde darles sepultura. La


última orden fue dejar la ciudad...

(Voces de mujeres que rezan el Ave María en latín).

Voces: Ave María,

gratia plena,

Dominus tecum,

benedicta tu in muliéribus,

et benedictus fructus ventris tui Iesus.

Sancta Maria, Mater Dei,

ora pro nobis peccatoribus,

nunc et in ora mortis nostrae.


Amen.

67

aureLia: En cinco años vi morir a mi padre, a mi hermana y a mi


madre... Me quedé sola dando vueltas por la casa.

(Continúa sentada en su mesa de escribiente).

¿Escribe?

Escribo.

Dispongo que el busto de mi padre que preside mi casa sea


trasladado a la Facultad de Derecho de Buenos Aires. Y que la
virgencita de la Silla sea entregada a la parroquia San Miguel, para
que se le dé un lugar allí donde se ora, pues esa era la iglesia de mi
madre y en estos últimos años, su rincón preferido.

Tu presidencia llegaba a su fin, pero te empeñabas en una segunda


candidatura, mientras los jó-

venes te trataban de anciano loco y quijotesco...

Si algo de Quijote había tenido tu vida, ¿yo había sido tu Dulcinea?

(Sonido de la sirena de un barco).

Me propones escribir para El Nacional. Europa me encuentra como


corresponsal de viaje. Escribo

“Honores Fúnebres a Victor Hugo” en pequeños capítulos. ¡Vale la


pena ser grande hombre en Pa-rís! El 9 de julio, día de la
Independencia Nacio-68

nal, le digo: “¡Cómo saludarlo en este día! ¡Que la patria le sea


leve!”.
(Nuevamente se escucha el sonido de la sirena del barco).

A mi regreso me esperaste en el muelle y por primera vez me


abrazaste a cielo abierto. Nos habíamos amado por más de treinta
años y supimos acomodarnos a los recodos de la vida, y pese a tus
infidelidades y a mis celos lo nuestro no estuvo nada mal.
Retomamos nuestras visitas diarias.

Te pedí que tuvieras a bien entregarme las cartas que te había


escrito... Me lo prometes. Tu salud empeora y tu hija Faustina te
lleva con tus nietos al Paraguay... Inauguras tu casa. Viajé a verte.
En cuanto llegué lo primero que hiciste fue mostrar-me el jardín, ese
que tú mismo habías plantado.

Mientras lo recorríamos juntos, no pude dejar de pensar en todas


aquellas cosas que seguramente iban a florecer aun cuando tú y yo
no estuviéramos... aun cuando tú y yo no las viéramos... Antes de
irme te reclamé mis cartas, me miraste y dijiste: “¿Estás pensando
en que voy a dejarte para siempre?”. Me costó mentirte pero lo hice.
Te dije que sólo quería que estuvieran guardadas junto a las que me
habías enviado... Me susurraste al oído: “Entonces lo dejamos para
la próxima vez que nos veamos”. ¡Tú también me mentiste! No iba a
haber una próxima vez.

69

Regresé a la Argentina sin saber que vivirías ape-nas once días más.
El 8 de septiembre recibo un telegrama: “Sarmiento muy grave,
tenemos pocas esperanzas”. El 9: “Sarmiento ayer ataque, sigue
mal, hoy más tranquilo”.

Un temporal en Paraguay corta la comunicación telegráfica con


Argentina. Cuatro días sin dormir, cuatro largas noches volviendo
sobre mis pasos sin saber qué hacer.

(Se escucha el sonido de unas campanillas).


El 13 de septiembre, poco después del mediodía, se escuchan las
campanas de la casa. Voy a abrir.

Creo vislumbrar tu figura detrás de la puerta. Te veo grande, enorme,


inmenso; siento tus besos y tus manos enormes sujetándome,
conteniéndome para que no me caiga mientras al oído me susurras:
“¡Me fui! ¡Pero te esperaré allí donde sea que me encuentre, te
esperaré eternamente!”.

(Se escucha un grito ahogado, mudo, escondido, desesperado, de


Aurelia. Silencio).

El 13 de septiembre, poco después del mediodía, soy la primera


persona en Buenos Aires en saber que ya hacía dos días que habías
muerto. Me encargué de comunicar la noticia a los diarios y me 70

quedé sola para enfrentar tu muerte con la para-doja de que la


nación entera te llorara.

Una multitud esperó tus restos. Te veo llegar en un féretro, cubierto


con las banderas argentina, paraguaya y uruguaya, según tu pedido.
Todos querían despedirte... eran miles y miles de personas. Yo
también quería despedirte. Me faltaba el aire. Al pasar tu féretro
arrojamos flores y papeles blancos que, como palomas, levantaban
vue-lo, así como lo habían hecho tu inteligencia y tus ideas.
Homenajeaban a uno de los cerebros más poderosos de América.
Yo, en cambio, despedía al único hombre al que había amado sin
medir consecuencia alguna. Cuando todo terminó caminé sola hasta
mi casa. Nadie en Buenos Aires pudo ni quiso consolarme.

¿Escribe?

Ordeno que mi cuerpo sea enterrado en la cripta familiar, en la


misma en la que descansa mi padre, y en la que Sarmiento supo
plantar aquella hiedra.
¿Escribió?... (Por primera vez después de dar esta orden, duda de
estar siendo escuchada). Ordeno también que toda la
correspondencia de Sarmiento a mi persona sea quemada. La dejo
clasificada por tiempo y fechas en esta caja. La caja que alguna vez
me llegó con un obsequio supuestamente tuyo. No quiero que quede
nada de lo nuestro...

71

¿Por qué no cumpliste con la promesa de devolverme mis cartas?


¿Creíste que el tiempo nos iba a esperar?... Ya ves, no espera.
Permitió que te fueras sin dejarme arrancarte un último beso... ¡Y

mis cartas! Me encargaré de rescatarlas... Exijo, a los herederos de


Sarmiento, devolver toda aquella correspondencia que te he escrito...
y que toda junta sea guardada en esta caja y quemada... ¡No!

Quemada no. Enterrada en el jardín de mi casa, justo debajo del


viejo jacarandá para que en oto-

ño aquellas cartas sean arropadas por sus pétalos color lila. Sí, exijo
que se las entierre allí debajo...

¿Para qué dejarlas? ¿Para que este Discépolo escriba más tarde
otra obra sobre los pesares de amor que corre otro caballo? Aquí ya
todo está perdido... Ay, amor, ¿vendrá otra época?... ¿Será posible
esperar otra suerte?... ¿Sabes?, a veces creo que no. País más
raro donde todo anda al revés.

(Apagón. Destellos de luces y festejos de Año Nuevo).

El nuevo siglo me encuentra sola en París. Las mujeres se ocupan de


la moda y de otras zonce-ras que creen que las hará libres, cuando
lo único que las hará libres será la fuerza y el poder de sus ideas...
Es una mañana fría de enero; nieva, los niños juegan en las calles y
yo me apuro a entrar a un café. Me saco el abrigo, dejo mis guantes
y me preparo para tomar algo caliente mientras miro 72
por la ventana pasar a la gente. El mozo se acerca a tomarme el
pedido... Je vais prendre un café avec un croissant... Luego deja
caer sobre la mesa mi periódico preferido... (Pausa). Después de
mucho tiempo vuelvo a ver escrito en letra de molde tu nombre y el
titular dice: “En el paseo de Paler-mo se inauguró la estatua a
Domingo Faustino Sarmiento”. Se me congela el alma. Dios mío, no
puedo imaginarte convertido en bronce. La vista se me nubla, busco
en mi cartera los anteojos... El mozo se acerca con mi café, saco el
estuche y sin querer vuelco todo. Trata de ayudarme pero yo lo alejo,
le digo que se vaya, que está bien, que de todos modos voy a
pagarle pero que no quiero nada más. A esa altura me doy cuenta de
que la gente ha girado para mirarme. Me calzo mis lentes y leo, río
hasta a carcajadas, sé que tú también allí donde estás te ríes y
festejas conmigo... Tu monumento en el lugar que ocuparon las
habitaciones de Rosas... Por toda la eternidad tu mole sobre su
cama... Río y con mi pollera manchada tomo el diario y salgo a la
calle... Cuando estoy a unos pasos escucho la voz del mozo que
grita... “¡Vous portez le journal... le journal!”. Sigo caminando, veo mis
botas hundirse en la nieve y me dejo caer sobre una pared. Cierro
los ojos y con ese periódi-co apretado contra mi pecho grito...

No quiero ver tu figura tiesa convertida en bronce. Fuiste mi hombre.


Yo te abracé y te besé. Apo-73

yé mi cabeza sobre tu pecho y tú la sostuviste con tus manos


enormes y fuertes. Compartimos an-gustias e incertidumbres. Te vi
dudar, alegrarte.

Tuvimos miedo y lloramos juntos.

Cuando yo ya no esté, tú permanecerás ahí quie-to, helado. De vez


en cuando te llevarán flores y te leerán discursos. Pero nadie podrá
recordar el calor de tus abrazos, la intensidad de tu mirada y la
ternura de tus palabras.

(Como quien dicta).


¿Escribe?

Escribo.

Hoy, a los ochenta y cuatro años, dicto mi filiación de esta manera.


Yo, Aurelia Vélez Sarsfield, natural de esta ciudad, de estado viuda e
hija legíti-ma de los finados Don Dalmacio Vélez Sarsfield y Doña
Manuela Velázquez, ordeno que una vez que mi cuerpo sea enterrado
en la cripta familiar, se coloque esta frase en letras de colores
grandes e iluminadas sobre mi tumba porque este es mi legado a
todas las mujeres: “Creo que es posible hacer el sacrificio de no
casarse, pero no el de casarse con quien no se ama”.

¿Está escribiendo? Durante mi larga vida he visto de todo. He


conocido la humillación, la vergüen-74

Material de distribución gratuita za, la mentira, he visto inventar


guerras para callar verdades eternas... La libertad no se silencia,
para silenciarla es necesario olvidar, enterrar, como lo hice en mi
jardín aquella noche con esa paloma que no soportó las manchas
que habían echado sobre ella. Es necesario esconder profundo.
¿Escribió? (Ahora desespera). ¿Hay alguien ahí?... ¿Hay alguien que
escriba?... ¡Ordeno que mi cuerpo sea enterrado en la cripta familiar!
¡Ordeno que sea sacado de este lugar donde nada co-nozco y en el
cual imprecisa vago desde hace mucho, mucho tiempo! ¡Ordeno ser
tenida en cuenta y llevada allí donde descansan los míos! Yo también
necesito descansar y quiero hacerlo cubierta como por un inmenso
abrazo bajo la hiedra que el hombre que amé alzó... Pero no hay
nadie ahí...

no hay nadie que escuche... ¿Escucha? ¿Escribe?

¿Hay alguien ahí?... ¿Hay alguien que escriba?...

Muy profundo... y volver a esconder... Por eso hoy voy a manchar


bien estas páginas.
(Toma la tinta y tacha sobre el final de su testamento).

Mancharlas y sobre estas manchas dejar tus cartas... Aquí


quedarán, para que nadie diga que no se vio sobre la tierra amor
verdadero. Voy a des-enterrar la verdad para poder salir a tu
encuentro, ¡y cuando te vea!... ¡Cuando finalmente te ten-75

ga otra vez delante de mí!... Lo primero que haré será sellar tu boca
con mis besos y así, en amor eterno, tú y yo seremos libres para
siempre.
FIN
76
EXTRAÑA FUGA

DE LA ANCIANA

Y SU CRIADA

PERSONAJES

Anciana

Criada

Voces

Coro de mujeres

78

Una gran aldea construida por capricho de espaldas al río, con sus
calles de barro, estrechas, aún sin empedrar.

El olor a humedad y descomposición levanta un caldo difícil de


respirar. Alejándose del Bajo, las casas coloniales tienen, por celo,
todas sus ventanas cerradas y sus luces apagadas.

Cada tanto, fogatas encendidas en alguna esquina y carros


empantanados intentando atravesar alguna cuadra.

Es una noche cerrada y profunda de verano. Sólo en la gran casa


puede verse una tímida luz encendida. Sus amplios ventanales
están cerrados, trabados sus postigos.
Dentro de una habitación, una mesa con un velón encendido;
detrás, un San Benito puesto cabeza abajo; de costado, un vaso con
agua. En el centro, una cama angosta y alta de la que cuelga un tul
algo raído que hace la vez de mosquitero. Junto a la cama una tina
con agua.

Sentada frente a un espejo una anciana diminuta, consu-mida por el


tiempo, intenta sujetar sobre su cabeza una pequeña tiara de
perlas. Su cuerpo parece un manojo de huesos sujetos a medias, a
punto de desbaratarse en cualquier momento. Tiene una cabeza
chiquita, con unos pocos pelos largos y blancos.

79

Los lleva sueltos porque no habría manera de sujetarlos.

Su nariz es aguileña y vista de perfil toda ella semeja un pájaro.

En su barbilla hay unos pocos pelos largos y perdidos.

Lleva puesto un viejo traje de novia. De sus hombros cuelga un


largo tul formando una cola que rodea sus piernas en forma de
caracol. En el suelo, sobre la cola, están apoyados sus escuálidos
pies desnudos; sus uñas largas parecen pezuñas. Llegan desde
lejos disparos y voces que imparten órdenes y el sonido de un carro
que pasa frente a la casa.

Voces: (Llegan desde afuera). ¡Entreguen a sus muertos!

¡Entreguen a sus muertos!

(La Anciana se detiene, rápida se levanta y se acerca a la ventana


gritando).

anciana: Mío serás hasta la tumba... Mío serás, aunque el infierno


mismo lanzara más rigor entre los hombres y abriera a nuestras
plantas el abismo.

(Intenta llegar presurosa hacia la puerta pero esta se abre antes de


que ella siquiera la haya tocado.

La Anciana vuelve rápidamente a su lugar.

Entra alguien cubierto por completo por una manta y arrastrando un


viejo baúl de madera.

Al descubrirse vemos que es la Criada, una mujer gruesa 80

entrada en años. Tiene más pelos sobre sus labios que en su


cabeza. En la cabeza se notan unos pocos cabellos como virutas,
finos y blancos, sujetos en un rodete que contrasta con el resto de
su figura.

Abriendo su boca grande como un pez fuera del agua cae de


rodillas frente al San Benito).

Voces: (Alejándose). ¡Entreguen a sus muertos! ¡Entreguen a sus


muertos!

criada: San Benito de la Frontera me proteja. A punto de


confundirme por ladrón estuvieron. (Descu-briendo a la Anciana).
¿Qué está haciendo?

anciana: No quiero casarme. Quiero que me ayudes a escapar de


aquí.

criada: A eso vine. Vamos a cargar las cosas y antes que amanezca
estaremos cruzando el puente y abandonando esta podrida tierra.

(La Criada abre el baúl y comienza a cargar lo que llevarán).

anciana: Voy a morirme por el camino. No voy a resistir.


criada: Qué no vamos a resistir nosotras que aguan-tamos tanto en
esta perra vida. Si sabré yo todo lo que hemos pasado.

anciana: No quiero casarme con ese hombre, yo no 81

tengo nada que ver con él. Además, ese hombre está en las
antípodas de mi pensamiento político.

criada: Usted no se va a casar.

anciana: Pero me obligan. Y yo estoy enamorada de otro, que si


bien no me corresponde en edad, nada se puede hacer contra el
amor. El amor no entiende de fronteras. Si la gente fuera capaz de
entender la dimensión de mi pensamiento, cuán-to más feliz sería yo.
Pero le escribí al Virrey para ponerlo en conocimiento de que,
teniendo a otro hombre como único amor, deseo en caso de
resolución contraria permanecer encerrada para siempre. Siempre,
ya que tengo por seguro que no tardará el cielo en reunirnos y así
poner fin a este tormento donde sólo los buenos somos tomados por
pecadores.

criada: Por eso, a huir antes que nos abrace la peste.

anciana: Yo quiero vivir mi sueño de amor, lo quiero vivir con locura.


Quiero quemarme en sus brazos.

Que levanten una pared frente a mi puerta. Que tapien las ventanas.
Sáquenme el agua. Échenme al fondo del río a San Benito y déjenme
morir.

criada: Cállese que si sigue gritando nos van a tapiar por locas.

anciana: No pueden obligarme a casarme con alguien a quien yo no


amo. ¿Vos creés que pueden obligarme?

82
criada: Aléjese de esa ventana.

anciana: Quería ver si ya clareaba, porque ya debe estar


esperándome. (Pausa). Necesito que me escuches.

criada: La escucho mientras hago.

anciana: Si ellos me reconocen van a obligarme a casarme y yo no


quiero.

criada: Entonces sáquese eso.

anciana: Esta ropa no me la puedo sacar. Y antes de salir de este


cuarto tengo que confesarte algo.

criada: Yo escucho. Vigilo y escucho.

anciana: No voy a huir en carro con vos. Él me está esperando


cerca del río.

criada: ¿De qué habla?

anciana: Del Poeta.

criada: Sáquese ya mismo eso.

anciana: Es que justamente como me tengo que encontrar con él no


me voy a cambiar.

criada: ¿Por qué no se va a cambiar?

anciana: Porque él quiere verme desnuda y yo voy a desnudarme


para él. Y si todo sale bien iremos los dos a una pequeñísima capilla
perdida bajo unos altos pinos y allí en silencio y ante Dios nos
casaremos.

83
criada: Mire, quien mal anda, mal acaba. Eso es tan sabido como
que del trigo viene el pan y de la noche de calentura los hijos...

anciana: Quiero pedirte prestados tus zapatos...

criada: ¿Qué zapatos?

anciana: Los de tu casamiento.

criada: ¿Qué casamiento?

anciana: De cuando entraste y la fanfarria tocaba y la gente se


apiñaba para ver casar de organza a la primera esclava que llevaba
zapatos blancos.

Cómo llorábamos, me acuerdo cómo llorábamos...

criada: ¿Quién lloraba? Nadie lloraba porque yo nunca me casé.

anciana: ¿Y por qué te escapaste?

criada: ¿Adónde me escapé? Yo siempre estuve acá, detrás suyo,


haciendo lo que a usted le viene en gana. Por eso no me casé. Y si
no va a ayudar por lo menos no entorpezca.

anciana: ¿Y quién fue la que entró a la iglesia después de haberse


escapado con el Loco?

criada: Usted. Se casó y tuvo cinco hijos con ese ma-ravilloso


hombre.

anciana: ¿Yo?

84

Material de distribución gratuita criada: ¡Usted!


anciana: ¿Y dónde está?

criada: ¿Quién?

anciana: Ese, el Loco.

criada: Bajo el mar.

anciana: Murió...

criada: Y...

anciana: ¿Lo quise?

criada: Era el hombre más hombre que yo haya conocido jamás.

anciana: Mi esposo.

criada: El único que en esta tierra se daba cita en el patio grande


con Dios. Allí mi señor lo esperaba y Dios mismo en persona le
decía al oído una a una las palabras que debía decir. Así de justas
eran las palabras de mi amo.

anciana: ¿Lo quisiste?

criada: Con locura. Cinco hermosos chicos me dio, uno mejor que el
otro.

anciana: Vos también fuiste muy buena con él.

criada: Hice lo que pude.

anciana: Yo los recuerdo juntos. Ni un sí, ni un no. Él mandaba y vos


obedecías.

85

criada: Así es como debe ser.


anciana: Yo te recuerdo. No sabés cómo te recuerdo...

seguida por los niños, ocupándote de ellos.

criada: Así fue.

anciana: Recuerdo también las noches, cuando eran recién nacidos


y lloraban y yo te gritaba para que vinieras y vos dormías.

criada: ¿Quién dormía?

anciana: Vos, te ibas a tu cuarto y me los dejabas a mí.

criada: A usted se los dejaba porque eran sus hijos.

anciana: Recién dijiste que eran tuyos.

criada: Eran suyos, pero los crié como si fueran míos.

anciana: Viste.

criada: Fueron más míos que suyos.

anciana: Si yo me acuerdo que yo gritaba de noche llamándote y


hasta que llegabas...

criada: Usted siempre grita, de día y de noche.

anciana: Te hubieras ido, che...

criada: ¿Y dejarle lo que es mío? Pero ya lo voy a hacer... ¿Cree


que no lo pensé?... ¡Lo pensé! Deje que a la madrugada crucemos el
puente.

anciana: Bah... ¿Y qué es lo tuyo?

86
criada: Todo lo que ve acá es mío.

anciana: ¿Entonces esta es tu casa?

criada: Claro que sí. Es tan suya como mía.

anciana: Por eso, si esta es tu casa y los del Loco son tus hijos, la
que entró a la iglesia mientras la fanfarria tocaba fuiste vos. Así que
ahora no me nie-gues los zapatos.

(La Anciana se apoya en la ventana y espía hacia fuera.

Se queda un rato mirando hacia la calle.

La Criada la vigila mientras hace. La Anciana se vuelve a mirar el


cuarto, observa distante a la Criada.

Luego, mira hacia el techo).

criada: ¿Qué pasa, doña? ¿Qué mira?... ¿Qué tiene, se siente


bien?

anciana: ¿Usted sabe quién soy yo?

criada: Mi doña...

anciana: ¡Ah!

criada: Y usted... ¿sabe quién soy yo?

anciana: Mi doña.

criada: Usted es mi doña. ¿Y yo?

anciana: ¿Y yo?

criada: Yo soy su criada... Vamos ¿qué le agarró ahora?


87

anciana: Me vino a buscar. Sé que me vino a buscar.

criada: ¿Quién? ¡Vamos, no me dé susto! ¿Qué es lo que ve?

anciana: Es el Loco, que está allá arriba y me mira.

criada: Virgen Santa Purísima. ¿Dónde lo ve?

anciana: Ahí está, nos vigila desde el rincón.

criada: ¿Dónde? ¿Dónde estás mi amo?

anciana: Salí Loco, no te escondas detrás de la pelusa que la loca


te quiere ver...

criada: ¿Dónde?

anciana: Decí, Loco, lo que tenés que decir. Decí a qué viniste.

criada: Yo sigo siendo su sierva, señor. (Cae de rodillas y abre los


brazos). Déjeme ser un instrumento en sus manos...

anciana: Decí, Loco.

criada: Déjelo hablar ahora que está muerto.

anciana: Salí Loco de mi techo que quiero morir mirando el cielo y


no tu cara, tu cara, no siempre tu cara. Habla y habla el Loco, habla
y habla.

criada: ¿Qué dice?

anciana: Dice que no tiene.

criada: ¿Qué es lo que no tiene?


88

anciana: Paz, no tiene paz.

criada: ¿Por qué no tiene paz mi señor? ¿Qué puede hacer su


sierva para ayudarlo a descansar como se merece?

anciana: Dice que te tenés que olvidar de todo lo que hiciste.

criada: ¿Yo?, ¿qué hice?

anciana: Dice que vos sabés lo que hiciste y lo que no hiciste. Que
él te perdona por lo que no hiciste.

criada: ¡Señor mío! No pude hacer más. Y cuando no quise hacer


más, lo hice pensando que hacía un bien.

anciana: Dice que te perdonó.

criada: Así es mi amo. Así de justa es su bondad. Así de justas


fueron siempre sus acciones.

anciana: Dice que quedan a mano, que ya no te debe nada. Que la


paga que te adeudaba queda salda-da.

criada: Mi señor, yo soy la que le debe a usted. No me alcanzaría mi


vida de servicio para retribuirle lo que me dio.

anciana: Andate, Loco. ¡Fuera, ya está! Ya estás per-donado...

criada: ¿Es eso? ¿Eso blanco que se mueve allá arri-89

ba? Esa luz brillante que se asoma ahora por entre las vigas....

anciana: No, eso es un ángel. Más arriba, detrás del ángel. Allá al
fondo, ¿ves?, ¿lo ves ahora al Loco?
Vení, Loco, asomate más que te quiere ver.

criada: Eso que va tomando forma... ¿eso es mi amo?

Se me escapa el corazón por la boca y me quedo sin habla. Amo y


señor mío. Quiero agua, quiero un poco de agua... Necesito agua.
San Benito, esta tierra está que hierve... Un poco de agua para mí,
para apagar este fuego que me viene de adentro y me quema. ¿Qué
es esa luz que me quema los ojos?

anciana: El ángel vino anunciando una buena nueva y ahora siento mi


vientre lleno.

criada: ¿Dónde?

anciana: Verlo no lo veo, ahora. Pero lo siento.

criada: Tenemos que huir de acá antes de que termi-nemos mal. Los
muertos tienen que estar con los muertos y nosotras donde Dios nos
quiera llevar.

anciana: ¿Qué me trajo el ángel? ¿Qué tengo acá entre las piernas
que se me escapa? Dios mío... qué me han metido... Me quiero
levantar.

criada: ¡Dios santo! Qué milagro esta noche en este cuarto. Déjeme
destaparla. Vamos.

90

anciana: ¡No puedo retenerlo más! Ayudame que lo pierdo, ¡estoy


pariendo al niño! Se me escapa, se me escapa...

criada: ¡Se pishó! ¡Se pishó toda!

anciana: ¡Loco! No mires Loco desde arriba. Escondete detrás de la


pelusa. Dejame parir tranquila.
¡Dejame el gesto grande de parir tranquila, Loco!

criada: ¿Qué hizo?

anciana: Te lo venía anunciando. Tengo el vientre lleno, el ángel me


lo anunció... ¿Dónde está el niño, que no llora?

criada: Si me decía le hubiese puesto la chata. Ahora voy a tener


que desvestirla y lavarla toda. Vamos, que ya nos queda poco
tiempo. Ayúdeme.

anciana: Dejame tranquila. No me saques la ropa que el Loco está


mirando. ¡Date vuelta, Loco! Che, traeme el niño que quiero
conocerle la cara.

criada: Tanto pedirte agua de lluvia San Benito para terminar


malgastándola de esta manera.

anciana: ¡Quiero ver a mi niño!

criada: No, si quiso Dios que esos hombres me ofre-cieran la carreta


para la madrugada. “¿Cuánto dinero trae?”, me preguntaron. “Quince
reales”, les dije. “¡Quince reales! Por ese dinero le cruzamos el
puente y lo que usted quiera”... ¡Mire si fue de Dios! Justo por lo que
tenía en la bolsa. Por quince 91

reales, ni más, ni menos. Me hinqué de rodillas en la tierra y dije:


“Bendito seas San Benito, que para algo sirvió tanto sebo
desparramado frente a tu altar”. Detrás mío se escuchaban las
campanas de la catedral. Tanto pedir y finalmente Dios me estaba
enviando una señal.

anciana: Quince reales, quince coronas, quince caminos trabajados


y hechos fortuna por las calles de Pamplona con un burro, una cabra
y una escoba...

criada: Me dijo: “Eso sí, el pago es por adelantado.


¿Se creía que me iba a embromar a mí?”. Ahí mismo vacié la bolsa
y se los di uno por uno... Que les roben a ellos, nuestro viaje está
pago. (Pausa).

Mientras dure esta peste, los ladrones están a la orden del día,
asaltan por las calles, saquean las casas que quedan vacías,
revuelven hasta donde ya sólo quedan huesos... Mejor que lo tengan
ellos. ¡Nosotras ya les hemos pagado, ahora a lle-varnos!

anciana: Yo abandonaré con mi amor esta ciudad sitiada.


Cruzaremos el río en una balsa, tirada por un burro y una cabra, y tu
escoba servirá de remo.

Llegaremos a otro lugar donde podamos vivir este sueño. Y nosotros


haremos la revolución que nuestro país está esperando. La
planearemos en la sombra y en la distancia, como los grandes estra-
tegas. Mi Poeta será la materia gris y yo su musa inspiradora. Toda
revolución debe primero estar encarnada en un cuerpo que sea
capaz de llevarla 92

adelante. Y nosotros, amantes libres y apasionados, dueños de


nuestras ideas, seremos ese cuerpo. El verbo encarnado de la
libertad del hombre.

Pon en mi pecho a mi niño, para que sienta en mi corazón el latir


apasionado de su madre. La revolución se hace con nuestros hijos o
no se hace.

criada: ¿Seguirás allá arriba mi amo? No atiendas las palabras de


esta mujer, sino de aquella que siempre te ha servido y te seguirá
sirviendo.

anciana: Sacame de esta agua helada, che... sacame, que se me


están endureciendo los huesos...

criada: ¿Qué agua helada? Si esta habitación está que hierve.


anciana: Vos estás caliente.

criada: No se muestre así desnuda.

anciana: ¿Por qué se hiela mi patria? ¿Por qué sus calles se han
vuelto canales por donde la gente como animales descarriados corre,
cae y se re-vuelca?

criada: ¡Salga, desnuda así, de esa ventana!

anciana: ¡Mirá las calles! Mirá cómo pasa la comparsa vestida de


carnaval. Mirá cuántos carros...

criada: Es otro cortejo fúnebre. Y ya no dan abasto con los cajones.

anciana: Mirá, che, ahora nos van a pintar.

93

criada: ¡Sálgase de ahí! ¡No se haga ver!

(Llegan desde afuera voces, gritos, corridas y el sonido de carros


avanzando por la cuadra.

La Criada, rápida, apaga la lámpara.

Sólo queda encendido el velón que está frente a San Benito).

anciana: Ya entró la muerte. La siento, es tarde, aunque la dejemos


a oscuras ella ya nos ha visto. La siento cerca mío.

criada: Deme la mano, mi ama.

anciana: Ahora me lleva de la mano. Me muero. ¡Me morí! ¡Sí! ¡Me


morí! ¿Dónde estoy, en el cielo o en el infierno? ¿En el cielo? Sí,
menos mal. Estoy en el cielo. Pero no hay lugar. Parece que acá no
hay lugar... ¡No, toda la eternidad de pie, no! ¡Toda la eternidad de
pie, no!

criada: Tranquila, dura un instante. Si no nos descu-bren es sólo un


instante. ¡No hable! No se mueva.

¿Escucha?... Todavía siguen afuera

(Desde afuera llega un repiquetear de tambores y voces de


hombres dando órdenes. De fondo se oyen gritos y llantos de
mujeres).

94

Material de distribución gratuita criada: Ya se están yendo. Mire,


afuera tantas antor-chas encendidas y adentro la habitación se nos
llenó de estrellas.

anciana: No son estrellas... Es el Loco, que con su lámpara de viaje


juega a hacernos luces desde el techo.

criada: Yo siento que me rondan cerca, me echan aire caliente en la


boca y juegan a engancharse en mi pollera.

anciana: No te caigas, che, son las jugarretas que nos hace el Loco.

criada: Hoy mi amo vino para que lo lleváramos con nosotras. Eso
es lo que él quiere. No quiere que lo dejemos solo en esta ciudad
sitiada. Él, que fue tan libre, también necesita ahora que lo libere-
mos. Ya ni muerto se puede estar tranquilo. Pero él me tiene a mí,
que vivo, viviré y moriré para servirlo. Yo voy a cargarlo. Y lo vamos
a llevar. Él cruzará el puente con nosotras.

anciana: Mirá cómo se puso. Revolotea por los techos, y como un


murciélago enceguecido busca por dónde bajar... Hay que encerrarlo
antes que se escape.
criada: ¿Lo ve? Eso es lo que quiere mi amo, bajar.

anciana: Bajá, Loco, que ya no nos queda tiempo... en un rato


empieza a clarear. Carguémoslo que viaja.

95

(La Criada corre el baúl e intenta allí dentro hacer lugar).

criada: Vamos, mi amo, que ya le hicimos un lugar.

anciana: No baja. Vas a tener que subir a buscarlo. El pobre está


como cegado.

criada: Yo iré por él.

anciana: ¡Apurate!

criada: No lo veo, mi doña, es este calor que me suda y me nubla la


vista.

anciana: Yo te guío, vos tratá de agarrar altura.

(La Criada corre una mesa casi al centro, pone sobre ella una silla

y haciendo primero pie en la cama comienza a treparse hasta


quedar casi de pie sobre la silla. La Anciana le da un trapo blanco
que

la Criada usa para golpear hacia arriba, como quien intenta


espantar una mosca).

criada: ¿Qué hago?

anciana: Más arriba... vamos, que el Loco no ve y quiere salir por


entre las tejas.
criada: Mi amo, déjese guiar por mí.

anciana: Loco, dejate llevar, seguí lo que te marcan los vientos,


como cuando navegabas.

96

criada: Claro, mi señor, déjese traer hacia la orilla.

anciana: No lo confundas, que estamos en alta mar.

Más arriba, che, más arriba.

criada: ¿Dónde está mi amo?

anciana: ¡Un poco más!

criada: Ahí toco algo.

anciana: La mano dentro, buscá.

criada: ¿Qué es esto que no veo?

anciana: Ya lo estás alcanzando, más adentro...

criada: Toco, ahora toco...

anciana: Bajalo, bajalo...

criada: ¡Es mi amo, Dios!

(En un segundo, un desastre. La Criada vuela casi por el aire y cae


arrastrando con ella una caja de la que vuela un tul con un viejo
vestido. La Anciana cierra rápidamente el baúl de madera).

anciana: Con el Loco nunca se sabe. (Mira espiando dentro del


baúl). Ya se debe haber hecho polilla.
(La Criada logra incorporarse y se acerca a mirar ahora por la
cerradura del baúl).

97

criada: Yo no veo nada, mi doña. Será que su alma no se deja ver.

anciana: Lo avergüenzan tantas deudas...

criada: Lo que debería este pueblo, si fuera pueblo, es levantarle un


altar, llevarlo en andas y hacerle un monumento en la plaza pública.
Pero lo mejor va a ser sacar el baúl de aquí de incógnito, antes de
que amanezca. Tenerlo listo en la ventana para que lo cargue el carro
ni bien llegue. Hay que sacarlo antes de que se ensañen con él.
Cruzaremos el puente e iremos por los caminos contando su historia.

anciana: ¿Quiénes?

criada: Usted y yo. Nosotras saldremos de la ciudad por la calle


grande cantando su gloria.

anciana: No, el Loco encabezando la huida, no. De protagonista no.


El Loco de guía, no.

criada: Iremos por los caminos haciendo su memorial.

anciana: Los que cantan la gloria somos el Poeta y yo.

Te lo dije desde que entraste con la idea de huir.

criada: Siempre la misma desagradecida. Ni muerto quiere hacerle


lugar.

anciana: El Poeta y yo encabezaremos la marcha y será el Poeta el


que vaya por los caminos anunciando la buena nueva y yo, su musa
inspiradora, 98
iré a su lado cargando en mi vientre al niño que llevo dentro. Cada
tanto pararemos en alguna gruta del camino y yo me desnudaré por
pedido de mi amado. Y la gente hará filas esperando entrar allí para
verme. Y desde lejos podrán ver al niño que llevo en mi vientre. Sí, lo
verán. Mi piel blanca, traslúcida, dejará, al igual que una caja de
cristal, ver el milagro. Lo estoy sintiendo adentro.

criada: Aire es lo que siente, aire en el vientre de tanto hablar.

anciana: La que está hinchada y vaya a saber qué esconde detrás


de tanto empeño por esa alma perdida sos vos. Si querés venir con
nosotros llevan-do al Loco, pueden estar en la puerta de la gruta
juntando las ofrendas. Pueden llevar la contabili-dad si quieren. El
Poeta y yo no queremos tener contacto con el dinero. Nosotros
queremos estar limpios.

criada: Lávelo si quiere estar limpio. Mi amo tampoco está para eso,
porque tiene los bolsillos rotos.

anciana: Eran sus barbas crecidas lo que veía, no los bolsillos


deshilachados.

criada: Con qué facilidad confunde ahora el cielo con la mar.

anciana: Yo sólo me encargo de decir lo que nunca se tuvo que


callar. Que por algo le decíamos el Loco.

99

criada: Los locos y los niños siempre dicen la verdad.

Le duela al que le duela.

anciana: Vos sabrás muy bien, Loco, por qué todavía no encontraste
la paz.

criada: ¿Por qué se empeña en escupir su memoria?


anciana: ¿Que yo escupo? Yo devuelvo. Cuántas veces miré al cielo
para ver si lloviznaba y no vi nada. ¿Qué pensás que era?

criada: Qué.

anciana: Era el Loco que se divertía escupiéndome.

(Hablan las dos casi a coro).

criada: No le haga caso, mi amo. No la enfrente. Que esta mujer con


todo este odio es capaz de entre-garlo para que lo carguen en los
carros de las comparsas. Pero yo me encargaré de sacarlo de aquí
limpio como se lo merece. Cómo se ensañó con esta pobre alma.

anciana: Abro otra vez el baúl, dejo que te escapes y te encierro en


esta habitación. Me aseguro antes, cierro bien puertas y ventanas y
antes de irme para siempre te prendo fuego...

(La Anciana corre a agarrar el velón).

100

anciana: ¿Creés que no?

criada: Deje eso, desagradecida. Deje eso que este hombre no se lo


merece. Yo voy a cubrir con esta mortaja el baúl y voy a sacarlo de
aquí sin que nadie lo vea. Haga usted su vida que yo me encargaré
de contar su gloria.

anciana: No cambies la historia que de gloria no tiene nada. Primero


que no lo mataron sino que murió, de locura y aburrimiento. Aburrido
estaba de que nadie lo escuchara. Lo mató su locura.

criada: De eso quiero ver testigos...

(La Criada comienza a cubrir el baúl).


anciana: ¿Con qué lo tapás?

criada: Déjeme a mí.

anciana: ¿Con qué lo estás cubriendo?

criada: Usted no toque, que yo sola me encargo de sacarlo de acá y


ponerlo sobre el carro.

anciana: ¿Qué, lo vas a vestir de novia?

criada: Con la mortaja.

anciana: Es un vestido de novia. Loco, ¿dónde lo tuviste guardado


todos estos años que yo me cansé de buscarlo? ¿Era esto lo que
me mostrabas? Y yo 101

creía que de tanta sal se te habían puesto blancos los pelos y la


barba...

criada: ¿Qué es? ¿Un vestido?

anciana: Mirá si no es verdad lo que yo te decía...

criada: ¿De dónde salió esto, doña?

anciana: Despertate antes de que sea tarde. Acá te-nés al alma


pura. Usó todos estos años tu vestido para ocultarse.

criada: No toque, no enrede que no veo.

anciana: No, si yo no confundo.

criada: Es verdad doña, es un vestido de novia.

anciana: ¿Qué te decía? Loco, ¿cómo tuviste el coraje de esconder


todos estos años este vestido de novia?
criada: Es mi vestido de novia.

anciana: El que te habíamos mandado a hacer.

criada: ¿Qué hacía el Loco con el vestido?

anciana: ¿Viste, viste cómo es el Loco? Y vos no lo querías creer.

criada: Señor, amo mío, diga, ¿a qué trae esto hoy?

¿Por qué tendría que estrenarlo hoy, que ya estoy vieja y cansada?

anciana: Si ya lo usaste.

102

criada: ¿Quién? Yo iba a casarme con mi Negro...

anciana: Te acordás qué hermoso te quedaba.

criada: “Esperame”, me dijo, “acompaño al amo y vuelvo”.

anciana: Salimos al patio. Desde ahí veíamos la calle llena de gente;


cruzamos juntas la calle grande.

criada: Era una multitud. A cuántos iba a liberar con esa boda...

anciana: Yo iba delante abriendo paso.

criada: Eso es lo que me confunde. ¿Por qué iba usted delante si la


que me casaba era yo? ¿Por qué cuando abrieron las puertas la que
avanzó por el pasillo fue usted?... ¿Por qué siempre usted delante
mío, siempre delante de mí?... ¡Córrase también ahora que quiero
ver bien el vestido...!

anciana: Yo iba delante porque fui regando el camino con pétalos de


rosas.
criada: ¿Eso hizo?

anciana: ¿No te acordás? Habíamos mandado a buscar cientos de


rosas blancas.

criada: El patio estaba lleno de rosas y los criados nos pasamos la


noche deshojando los pétalos y po-niéndolos en agua fría. Pero que
usted iba adelante para regar el camino... No, de eso no me
acuerdo. Claro, yo iba detrás y por eso no veía lo que usted hacía,
usted me tapaba.

103

anciana: Y él esperaba en el altar.

criada: Vestido con su uniforme de alto capitán de la Marina... ese


era mi Negro.

anciana: Era el Loco.

criada: Era mi Negro. El amo lo había ascendido en una ceremonia


secreta, a pedido de Jesús.

anciana: ¿No era con Dios con el que se encontraba el Loco en el


patio?

criada: Sí, a veces se encontraba con el Padre, pero esta vez fue el
Hijo el que le encomendó esa mi-sión antes de embarcar.

anciana: Era Santa Rosa, y la cita no se hizo, se postergó por lluvia.

criada: ¡Qué tiene que ver acá Santa Rosa! No mezcle las cosas,
era el mismo hijo de Dios el que tenía que dar la misión. Santa Rosa,
como buena mujer, esperó.

anciana: Santa Rosa quiso esperar, pero como Jesús es sobre todo
un caballero, le dijo: “no, este es su día, uno al año, haga uso. Yo
puedo verme con estos muchachos en otro momento”. Y así fue que
se postergó... por eso no era el Negro el que te esperaba en el altar.
Era el Loco, que pintado de negro te esperaba, era tu amor.

criada: Él era mi amor. Yo desde el banco lo miré, y cuando su


mirada que me buscaba encontró la 104

Material de distribución gratuita mía... no me atreví a mirarlo. Cuánto


amor... El pecho me estallaba, doña.

anciana: Yo te acerqué hasta él.

criada: La gente empujaba para ver.

anciana: Te arrimé al altar.

criada: No, no fue así, ahora me acuerdo, no fue así.

Me muero de sed, doña.

anciana: El cura los casó.

criada: Me moría de sed y corrí. Yo corrí y me escapé de la iglesia.


Llegué a la casa, me encerré y lloré.

Después me eché agua, así, más y más, me lavé para borrarme


todo gesto de dolor. Me lavé mejor, tomé agua, así, así para
limpiarme bien y ya no lloré. (Pausa). Y cuando mi Negro no volvió...

anciana: ¿Quién no volvió? Todos volvimos, salimos de la iglesia y


fuimos para la casa. El patio estaba lleno de gente que bailaba,
comía y cantaba... La fiesta duró hasta el amanecer.

criada: ¡Cómo cantaban! Sí, yo me acuerdo... Cuando los escuché


llegar salí al patio. Sí, primero bailé sola en el patio de atrás y
después tomé vino de los fuentones. Había tomado tanto que ya no
sa-bía lo que hacía, así que bailé entre la gente. Y
él, que a esa altura ya no le importaba nada, me tomó entre sus
brazos y así bailamos y bailamos, así... así...

105

anciana: Te ocultaste porque no querías bailar, pero él te descubrió


y bailaron igual. ¿Cómo no iba a bailar con su mujer? Transpirabas
como ahora y reías así, como una niña.

criada: Era una niña, y el cuerpo todo me hervía así como ahora.
Igual bailamos hasta el amanecer...

A lo lejos vi la lámpara del cuarto nupcial encendida.

anciana: Él se fue para el cuarto.

criada: Y usted detrás de él.

anciana: Yo fui a sacar la lámpara. Es la costumbre, y después me


retiré.

criada: Esa costumbre la cumplen los criados, no los amos. Y yo no


volví a entrar más a ese cuarto si usted no estaba presente.

anciana: ¿Cómo que no entraste al cuarto?

criada: Yo no entré al cuarto, doña.

anciana: ¿Te das cuenta?

criada: ¿Qué tengo, doña, que es como si tuviera a alguien prendido


en mi garganta? Alguien nos ha sacado todo el aire. Por más que
quiero es como que no puedo respirar. ¡Quiero más agua! Un poco
de agua.

(La Criada toma el agua que está en el vaso frente al San Benito).
106

anciana: Tomala toda a ver si te despertás.

criada: Agua de pozo, sangre revuelta de un pueblo que quiere


venganza. Y la peste se levanta buscando justicia, gritan las negras
esclavas en los fondos de las casas, mientras lloran sus hombres y
sus hijos muertos. Y yo me quiero mojar. Quiero sacarme este fuego
encendido en el pecho que me estalla en la cabeza y no me deja ver
más nada.

anciana: Echate agua, echate agua y despertá de una buena vez.


¿Te das cuenta? ¡El matrimonio no está consumado! ¡Claro!, eso es
lo que pasa. Por eso viene hoy con este traje, para que renueven el
compromiso y consumen este amor.

criada: ¿Sabrá mi Negro que lo seguí amando? ¿Sa-brá que lo


esperé? Ayúdeme con este vestido, que quiero que me encuentre de
novia. Doña, ¿cómo es esto de que mi Negro viene para consumar
qué? Yo ya estoy vieja, mi doña, y sin fuerzas.

anciana: Lo mismo pensaba la prima de la virgen Ma-ría y cuando


ella la visitó, y ambas se estrecha-ron en un abrazo, ella sintió que un
niño brincaba como un cabrito dentro de ella.

criada: ¿Cómo me queda?

(La Criada ha logrado ponerse el vestido. Se encuentra envuelta en


un montón de tela que no llega a organizarse.

La Anciana intenta ajustarlo, ambas luchan y hacen fuerza. Es


evidente que le va chico).

107

criada: No es mío. Me ahogo, suelte, deje, suelte...


Estoy toda mojada. ¿Qué es lo que tengo? ¿Por qué me llora así el
cuerpo? Son las lágrimas que no eché en todos estos años, hoy me
brotan por todos lados.

anciana: ¿Qué le pasó? Había sido hecho a tu medida.

criada: Mire, doña, mire hacia arriba.

anciana: No es hacia arriba, es hacia delante donde hay que mirar.

criada: Nos han desmontado el techo, mire la de estrellas que se


asoman. Es el ejército de mi amo que se viene.

(La Anciana hace un gesto de silencio.

Luego se aproxima a la ventana y mira por entre las celosías).

anciana: No veo bien. No es un ejército... creo que allá a lo lejos se


aproxima el carro.

criada: Apurémonos, empecemos por sacar el baúl.

(Ambas toman el baúl que, por lo visto, es pesado, y lo empujan


hasta la ventana. La Criada, por primera vez y sin mediar ningún
reparo, lo abre decididamente.

El clima ha cambiado, se escuchan fuertes ráfagas de viento. La


Anciana se asoma hacia fuera mirando la calle).

108

anciana: Es a nosotras. Nos están haciendo señas.

criada: ¡Que vengan por el baúl!

anciana: ¡Vamos a sacarlo!


criada: ¡Déjeme a mí!

anciana: Quince reales, quince coronas, quince caminos trabajados


y hechos fortunas por las calles de Pamplona, con un burro, una
cabra, un muerto y una escoba.

criada: ¡Que vengan!... ¡Que vengan por él!

anciana: No entienden nada. Hacen señas.

criada: Se ríen.

anciana: Nos llaman.

criada: ¡Se nos vuela todo! Yo voy a sacar a mi amo de aquí. Yo lo


voy a sacar.

anciana: Se viene la tormenta. Mirá, a lo lejos el río viene


creciendo... ¿Será mejor con esta agua na-vegar?

(La Criada intenta, en medio de las ráfagas, levantar el baúl. Este


se abre y ella cae. Lentamente, como si nada le hubiera sucedido,
se levanta y se sienta delante de la ventana).

criada: Doña, ¿lo ve?

109

anciana: ¡Loco! ¿Dónde te metiste, Loco?

criada: No lo busque arriba, mi doña. Está delante mío, está acá, ya


llegó, es mi Negro.

anciana: Voy a bajar la luz de la lámpara.

(La Anciana baja la lampara. La habitación queda en penumbras.


Sólo iluminada por el velón, que ya casi consumido está frente al
San Benito.

Se escuchan caer las primeras gotas de tormenta).

anciana: No es bueno que el novio vea a la novia con su vestido


antes de la boda.

(La Anciana, con pudor, entrecierra la ventana).

anciana: ¡Escondete! ¡Que no te vea!

criada: Tengo la boca seca. Y tengo tanto que decirle...

Agua, quiero agua...

anciana: No es agua lo que cae, son pétalos de rosas para regar tu


camino... Voy a ponerte el tul. Dicen que tocar la cola de una novia
trae suerte. Y ahora, dejame que sea yo la que te confíe.

(La Anciana, trayendo el tul del mosquitero de la cama, lo coloca en


la cabeza de la Criada formando un tocado).

110

anciana: ¡Ya estás! Voy a abrirle... Señor capitán, nom-brado en el


patio trasero de mi casa en una ceremonia secreta ante el más alto
tribunal constitui-do. Donde el mismísimo Dios y Jesús en persona,
ambos Padre e Hijo. Y en presencia de la mismí-

sima Santa Rosa, que tuvo el buen gusto como mujer de cederle su
fecha para dicha ceremonia, tuvieron los tres, el honor de nombrarlo
con el mas alto grado de Capitán... (Se corrige). No, de Máximo
Capitán de la Marina. Y hoy esta ilustre doña tiene el alto honor de
confiarle a quien fuera su más fiel compañera y amiga, su sostén. La
que ha jurado acompañarme, tanto en la salud como en la
enfermedad, en la dicha como en la adversi-dad, amándome y
respetándome hasta que...

(Comienza a escucharse a lo lejos el repiquetear de tambores. Va


creciendo).

criada: Doña... ya está... Lo veo, es él... Es mi Negro, que


acompañado de un coro de negros izan miles de velas blancas que
como palomas parecen au-gurarnos otro horizonte allá, donde
nosotras no vemos.

anciana: Sepa cuidarla, capitán. Sepa darle allí un lugar de


privilegio, que la pobre se lo merece. Ha andado tanto en esta perra
vida. Y sobre todo trate de no tenerla de pie... la pobre está
cansada.

111

(La Anciana suelta el tul del mosquitero, que ahora hace la vez de
tocado y cola de novia.

Se prepara para acompañarla.

El sonido de los tambores se hace cada vez más cercano.

Se siente a lo lejos un coro de Mujeres).

coro de Mujeres: Nada te turbe.

Nada te espante.

Quien en Dios cree

nada le falte.

Sólo Dios
basta.

anciana: Ahora, a avanzar, mi fiel compañera y amiga.... Yo me


pego junto a vos para poder pasar....

Vamos... Mirá cómo llueven pétalos de rosas. Un coro de niñitos


negros te vino a cantar... Vamos a avanzar. Sí, ahora... (Con su
mano sacude hacia arriba como queriendo espantar una mosca).
¿Dónde vas? ¡Vos no, Loco! El Loco va por el aire y ya está pasando
el umbral... Vamos, que se amonto-na gente en la entrada y se nos
estrecha el camino. Ya, dame la mano. Ya estás cruzando Ya está...

¿Dónde vas? ¿Dónde vas sin mí? ¿Dónde vas?

(La Criada levanta la mano y muere.

La Anciana se detiene, se acerca y la mira un largo rato).

anciana: ¿Dónde vas? Che, vos, desagradecida, que 112

a último momento me soltás la mano... Vos, vieja ladina y traidora


que a último momento levantás la mirada para ver cómo detrás tuyo
cruzaba el umbral el Loco y a mí me soltás... Sí, te saliste con la
tuya... ¿Dónde van todos sin mí? ¿Por qué me cierran las puertas en
la cara?... Sí, a ustedes que los vi subirse a esa comparsa... Se fue
y me dejó de pie...

(La Anciana se asoma a la ventana).

Voces: (Llegan desde afuera). ¡Entreguen a sus muertos!

¡Entreguen a sus muertos!

anciana: Febrero mes de carnaval... Marzo mes pas-cual... ¡No!


¿Qué es eso que va ahí? ¿Será una comparsa o será una
procesión? Viernes día de crucifixión... Domingo día de resurrección.
¿Empezó la Pascua y nosotras seguimos de carnaval?
¿Será que ya empezó? ¿Será que empezó?... (Se da vuelta y mira a
la Criada). Vos, ¿sabés quién soy yo?... ¿Sabés quién soy?

(Se escucha cantar un gallo.

El viento sopla con fuerzas apagando el velón).


FIN
113
MARIQUITA,

AURELIA

Y FELICITAS

Las obras que integran esta edición tienen como protagonistas a


mujeres que, queriéndolo o no, provocaron intensos cataclismos

en la vida política y social de la Argentina.

Las tres, a su modo, fueron rebeldes, las tres amaron


intensamente, sobre las tres se han escrito gran cantidad de
biografías.

Mariquita, Aurelia y Felicitas... cartas de amor, rebeldía y tragedia.


En las páginas que siguen, un breve repaso sobre sus vidas.

Material de distribución gratuita MARIQUITA SÁNCHEZ

DE THOMPSON

Nacida en la ciudad de Buenos aires el 1ro de noviembre de 1786 y


bautizada como Ma-ría de Todos los Santos Sánchez de Velasco y
Trillo, Mariquita fue, desde muy joven, una de las mujeres mimadas
de la sociedad porteña del siglo xix.

Hija única de Margarita Trillo y Cárdenas (dueña de una poderosa


fortuna que a su muerte heredó su única hija) y de Cecilio Sánchez
de Velasco, el salón de su casa (ubicado en la calle del Empedrado,
actual calle Florida al 200) fue durante décadas escenario de
reuniones de lo más encumbrado de la sociedad porteña, a la que
Mariquita había sacudido a los quince años, cuando en 1801 se
conoció su romance con Martín Thompson, nada menos que un primo
suyo. A pesar de la oposición de sus padres

–que ya tenían un candidato en vista para su hija– Mariquita logró su


cometido y se casó con el hombre al que tan apasionadamente
amaba, después de haber ganado un juicio de disenso a su propia
madre, luego del fallecimiento de 115

su padre. La adolescente, incluso, se atrevió a escribirle al virrey


Sobremonte para que interce-diera en su favor, cosa que logró en
1804.

Ya casada con Thompson, trabajó activamente por la causa de la


Independencia. Con él tuvo cinco hijos. Martín murió en 1819 en el
viaje de regreso a Buenos Aires, luego de integrar una misión en
Estados Unidos cuyo objetivo era lograr reconocimiento internacional
para la Independencia. Se dice que había perdido la razón durante la
travesía.

Un año después, Mariquita contrajo segundas nupcias con el cónsul


francés en Buenos Aires, Jean de Mendeville. Con él tuvo tres hijos.
No fue un matrimonio típico: cuando el francés fue designado como
cónsul en Quito Mariquita decidió no acompañarlo y permaneció en
su ciudad natal. Nunca volverían a verse. De la correspondencia de
Mariquita con Juan Bautista Alberdi surgen datos de su desgraciada
convi-vencia.

Mariquita tenía una muy buena relación con Juan Manuel de Rosas
pero, al mismo tiempo, cultivaba la amistad de los jóvenes escritores
y pensadores de la Generación del 37 (Juan Bautista Alberdi y
Esteban Echeverría, entre otros, eran asiduos visitantes de su casa).
A pesar de la buena relación con el Restaurador (era una de las
pocas personas que se tuteaba con él y así lo 116
demuestra su correspondencia), en 1839 decidió exiliarse en
Montevideo por temor a su antiguo amigo, que recelaba de su
matrimonio con un francés, país con el que estaba fuertemente ene-
mistado. Regresó luego de la caída de Rosas en la batalla de
Caseros, con sus hijos, y se instaló nuevamente en Buenos Aires,
más precisamen-te en su chacra de San Isidro. Durante el resto de
su vida siguió siendo una de las más exquisitas anfitrionas de las más
importantes personalida-des del país. Fue no sólo testigo sino
protagonista de la intensa vida política de estas tierras entre 1806 y
el día de su muerte.

Sus ojos se cerraron a los ochenta y un años, en 1868. Sus restos


descansan en el cementerio de la Recoleta, en la ciudad que la vio
nacer y brillar.

117

FELICITAS GUERRERO

Felicia Antonia Guadalupe Guerrero y Cueto, conocida luego como


Felicitas Guerrero, nació en Buenos Aires el 26 de febrero de 1846.
Su padre, el vasco Carlos Guerrero, era un rico hacen-dado y quien
había introducido en el territorio la raza vacuna Aberdeen Angus. Su
madre, Felicitas Cueto y Montes de Oca, pertenecía a una de las
más importantes familias porteñas.

Desde muy pequeña Felicitas se destacó por ser dueña de una


belleza cautivante, y siendo adolescente ya era cortejada por
cantidad de pretendientes pertenecientes a familias encum-bradas.
Uno de ellos era Martín Gregorio de Álzaga, un hombre muy rico, de
cincuenta años de edad y padre de cuatro hijos naturales (la madre
de esos hijos era una mujer con la que Álzaga nunca se había
casado).

Aparentemente Felicitas no quería ese matrimonio con alguien que


podía ser su abuelo, pero tuvo que acceder y se casó con Martín en
1864. Fue una de las bodas más fastuosas que se recuerden en
aquella lejana Buenos Aires.

118

Dos años después, en julio de 1866, nació Fé-

lix Francisco Solano, el primer hijo de la pareja, que murió tres años
después, víctima de la epidemia de fiebre amarilla que asoló a la
ciudad durante la presidencia de Domingo Faustino Sarmiento.

Felicitas ya estaba embarazada de su segundo hijo, que moriría


pocas horas después de nacer.

Fue demasiado para Martín de Álzaga, que mu-rió quince días


después víctima de un ataque cardíaco.

La bella Felicitas se encontró, en 1870 y con tan sólo veinticuatro


años, dueña de una inmensa fortuna, viuda y absolutamente sola.
Álzaga había decidido, en su testamento, declararla su heredera
universal, aunque también reconocía a sus hijos naturales.

Felicitas cumplió con los estrictos seis meses de luto y luego volvió,
de a poco, a frecuentar salones de la alta sociedad. En una de esas
oca-siones se reencontró con Enrique Ocampo, un amor de la
adolescencia, que comenzó a corte-jarla.

La epidemia no daba tregua y entonces muchas familias decidieron


dejar la zona sur de la ciudad y trasladarse al norte. Felicitas se
instaló en una estancia de su propiedad, a orillas del río Salado, junto
con su primo Cristian Demaría.

119

En 1872, un hecho fortuito hizo que Felicitas conociera a Samuel


Sáenz Valiente. Una terrible tormenta hizo que el carruaje en el que
viaja-ban Felicitas y un matrimonio amigo perdiera el rumbo hacia la
estancia. Sáenz Valiente se acercó a caballo y los auxilió. Los dos se
enamo-raron perdidamente y comenzaron a vivir un romance a
escondidas de los padres de Felicitas.

A fin de enero de aquel año, Felicitas retornó a Buenos Aires: se


cree que tenía la intención de organizar una reunión para anunciar su
compromiso pero, además, regresaba para ocuparse de los detalles
de la construcción de un puente de hierro que permitiría que el
ferrocarril atra-vesara el río Salado, en cercanías de su estancia.

Un día, al entrar en su casa, se enteró de que Enrique Ocampo


estaba esperándola.

A su pesar, Felicitas lo recibió en su biblioteca.

Los hechos posteriores fueron reconstruidos por diversos


historiadores. Aparentemente Ocampo quiso obligar a Felicitas a que
se casara con él y, ante la negativa de la joven, le disparó por la
espalda cuando ella trataba de huir de su lado. Su primo Cristian oyó
el disparo y, cuando entró, vio a su prima sangrando, tratando de
sostenerse del respaldo de una silla.

Los padres de Felicitas atestiguaron que Ocampo, luego de


dispararle a su hija, se ha-120

bía quitado la vida. Otros dicen que Cristian y el asesino iniciaron una
pelea cuerpo a cuerpo, como resultado de la cual el arma se disparó,
matando a Ocampo.

Felicitas agonizó hasta el día siguiente, 30 de enero de 1872. Sus


padres, únicos herederos de su fortuna, erigieron en su honor una
capilla, en el mismo lugar donde su hija había sido asesi-nada. Hay
quienes dicen que el alma de Felicitas vaga por allí, llorando
lastimeramente.

121
AURELIA VÉLEZ

Aurelia Vélez Sarsfield nació en la ciudad de Buenos Aires en 1836, y


fue la segunda hija de Dalmacio Vélez Sarsfield (legislador y autor
del Código Civil de Argentina sancionado en 1869) y de Manuela
Velázquez Piñero.

Recibió una educación a la que no accedían las niñas de su edad y


se crió en un hogar donde la influencia del padre hizo que sus tres
hijos, desde pequeños, tomaran contacto con los libros y la escritura.

Siendo muy joven, insistió a su padre para que le permitiera trabajar


con él cumpliendo funciones de secretaria, algo sumamente inusual
para una mujer en aquella época. En 1857 se casó con un primo, el
médico Pedro Ortiz Vélez. Fue un matrimonio sumamente
desgraciado, que culminó abruptamente cuando Pedro mató al
secretario de Aurelia de un disparo (aparente-mente luego de haber
visto a su mujer abrazada con el hombre). La joven dejó a su marido
(que 122

fue declarado inimputable por un tribunal) y regresó al hogar familiar.

Allí siguió colaborando con su padre –princi-palmente en El Nacional,


el periódico que diri-gía Vélez Sarsfield–, y conoció al hombre al que
quedaría unida de por vida: Domingo Faustino Sarmiento. Ella tenía
diecinueve años. Sarmiento contaba con cuarenta y cuatro y era uno
de los periodistas de El Nacional, además de conce-jal y jefe del
Departamento de Escuelas.

Incentivada por el sanjuanino se atrevió a publicar artículos escritos


de su puño y letra, y cuando aquel se hallaba en Estados Unidos
como embajador, fue Aurelia quien trabajó fuertemente para impulsar
su candidatura presidencial. Sarmiento asumió el cargo de presidente
a su regreso, en 1868.

Su relación con Sarmiento, que estaba casado con Benita Martínez


Pastoriza, se extendió durante treinta años, hasta el día de la muerte
de aquel en la República de Paraguay, el 11 de septiembre de 1888.

Aurelia lo sobrevivió hasta 1924. Al morir, te-nía ochenta y ocho


años.

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