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Un medallón para Osiris

Carlos Schlaen

UN MEDALLÓN PARA OSIRIS


Ilustraciones del autor
Bajalibros.com
ISBN 978-987-34-1528-9
Amauta Argentina S.R.L.
Roosevelt 4550, Buenos Aires
www.e-amauta.com.ar
amauta.argentina@gmail.com
Dirección de colección: Jorge Grubissich y Mario Méndez
Ilustraciones: Carlos Schlaen
Diseño de colección: Carlos Schlaen
Edición gráfica: Amauta Argentina S.R.L.
©Amauta Argentina S.R.L., 2012
Hecho el depósito que establece la Ley 11.723
Capítulo 1

Sabía que si cruzaba esa puerta ya nunca nada sería igual. Sin
embargo, ahí estaba. Frente a la puerta más vieja de ese pasaje
desconocido de Palermo, a las seis de la tarde. La voz grabada en el
contestador había sido muy precisa con la hora.
La más reciente de esas casas no tendría menos de cien años y la
calle, que parecía extraída de una estampa colonial, era muy angosta
y estaba desierta. No me hubiera sorprendido ver, sobre su
empedrado, el carro de un aguatero tirado por bueyes.
La puerta carecía de timbre –no podía ser de otro modo– así que le
di varios golpes con el puño. La atmósfera sin ruidos del pasado se
estremeció y, por alguna razón, tuve la extraña sensación de que,
con ese acto, había ejecutado un enigmático conjuro ceremonial.
Como si esos golpes hubiesen quebrado el secreto de un hechizo,
convocando a multitudes de espectros y fantasmas.
Pero nada de eso sucedió y todo volvió enseguida a la paz
adormecida y silenciosa de la eternidad. O el hechizo era muy fuerte
o mi imaginación estaba en uno de sus días más exuberantes.
Después de varios segundos interminables escuché unos pasos que
se acercaban, arrastrándose lentamente, desde el fondo del caserón.
La puerta se abrió con horribles crujidos que amenazaron
destrozarla y un anciano, muy pálido, vestido de negro, apareció en
el vano. Era el momento de huir, pensé, y de volver a mi vida
ordenada de la Universidad, de mis libros y, sobre todo, de mis
calles con timbres en las puertas. Pero en lugar de ello, dije:
—Buenas tardes. Soy...
—Sí. Ya sé, de la agencia —me interrumpió la voz grave del anciano
—. No viene mucha gente por aquí últimamente. Pase.
Me tendió una mano descarnada y fría tras lo cual dio media vuelta
y se dirigió hacia el interior, arrastrando los pies, haciendo el mismo
ruido que antes, pero al revés.
Lo seguí y, al traspasar la puerta, una vigorosa oleada de aire espeso
me sacudió. Era un aire pegajoso, cargado de fragancias maceradas
por generaciones de malvones marchitos, jazmines pretéritos,
glicinas tardías y otras variedades desconocidas para mi nariz
urbana.
Estaba en lo que alguna vez había sido un enorme jardín. Calculé
que nadie se ocupaba de él hacía mucho tiempo. Veinte meses o
noventa años, daba lo mismo. Cubría el frente del terreno y uno de
sus lados hasta el fondo, supuse, porque la vegetación era tan densa
que no permitía ver más allá de unos centímetros. Después, todo era
sombra verde de enredaderas, arbustos y árboles, sin contar los
posibles géneros vegetales que mi escasa ilustración botánica me
impedía reconocer. La selva tropical en plena ciudad. Por un
momento sentí que había algo ominoso en esa espesura. Quizás
debido a la forma en que se abalanzaba sobre el estrecho pasadizo
formado por la madreselva que recorríamos, como si quisiera
hacerlo desaparecer... con nosotros adentro. O quizás era mi
imaginación que, de nuevo, evidenciaba insospechados niveles de
actividad.
Al fin llegamos a la casa, oculta por completo bajo el peso de una
robusta hiedra. Entramos a una sala en la que reinaban la oscuridad
y un calor sofocante. Otra vez fue mi olfato el que me brindó las
primeras sensaciones del lugar en que me hallaba. Para entonces
había adquirido cierta experiencia y movía la cabeza orientando mi
nariz en las tinieblas, igual que los perros, en la búsqueda de aromas
reconocibles. Una mezcla de canela, naftalina, tabaco y humedad
ancestral no me dijo nada, hasta que mis ojos fueron
acostumbrándose a la penumbra. Después de todo mi experiencia
canina era demasiado reciente. La habitación era un estudio, con
muebles antiguos, grandes y también oscuros. Muy diferente a los
estudios que conocía. Muy parecido a lo que debía haber sido un
despacho del siglo pasado.
El anciano se sentó tras un enorme escritorio vacío y me indicó con
un gesto una silla frente a él.
—Esperaba al señor José Zack —dijo.
—Yo soy Jose Zack. Jose, sin acento —respondí acostumbrada a las
confusiones que ocasiona mi nombre.
—¿Usted? —se asombró— ¡Pero usted es... una mujer! —agregó
como si estuviera haciéndome un revelación extraordinaria.
Obviamente su descubrimiento no me sorprendió, así que lo miré
con la expresión que se pone cuando alguien dice una estupidez por
el estilo. El hombre acusó recibo y sacó una revista del cajón del
escritorio.
—Es que el aviso dice: AGENCIA DE DETECTIVES “OSIRIS” DE
JOSE ZACK —dijo.
El aviso tenía varias décadas. De hecho eran los anuncios que solía
publicar en esa época mi padre, que sí se llama José, pero estaba
escrito en mayúsculas y el acento no constaba. Decidí omitir las
explicaciones y seguí mirándolo en silencio.
Tras dudar unos instantes pareció tomar una decisión.
—Bien. El asunto es muy simple.
—¿De qué se trata? —pregunté con cara de “todos los asuntos son
simples para mí”, pero temiendo que fuera demasiado para mi
experiencia, limitada a la lectura de los archivos de mi padre.
—Necesito que haga un viaje y me traiga un pequeño paquete —dijo.
—¿Adónde?
—A Nueva York.
*
La sola mención de esa ciudad bastó para borrar los reparos que
tenía para seguir adelante con esta aventura que había empezado
como un juego. Nueva York siempre provocaba en mí una
fascinación irresistible y nunca dejé de soñar con conocerla. Y
ahora, de repente, se me presentaba una oportunidad más
inesperada que un regalo de Reyes en julio. Por otra parte, me quise
convencer, la tarea era, en efecto, muy simple. Buscar un paquete.
Esa palabra, sin embargo, hizo sonar una alarma en medio de mi
desbordado entusiasmo. Los diarios estaban llenos de historia de
ingenuos y no tan ingenuos que caen por trasladar “paquetes”.
—Si es tan simple. ¿Por qué no viaja usted? —pregunté.
—Mi salud... Los médicos me lo han prohibido.
A juzgar por su aspecto, la explicación sonaba razonable, pero la
palabra “paquete” seguía sin gustarme. Tenía connotaciones
tramposas, despertaba sospechas, amenazaba con cárceles oscuras y
carceleros siniestros.
El hombre pareció darse cuenta y dijo:
—No es nada irregular. Usted podrá verlo cuando se lo entreguen. Es
un medallón, un pequeño relicario. Es de plata, muy humilde. Ni
siquiera tiene el valor de una joya...
El anciano pareció envejecer aún más. Luego de unos segundos,
indefenso, bajó su cabeza y empezó a hablar con una voz que apenas
se escuchaba en la atmósfera irreal de esa habitación. Las oraciones
se entrecortaban, como si le costara pronunciar cada palabra, como
si estuviera haciendo una confesión largamente contenida.
—El medallón tiene el retrato... de una dama... Su familia me lo
arrebató hace muchos años... Era el único recuerdo que tenía de
ella... Ellos siempre se opusieron... No me querían... Ahora que
tengo la posibilidad de recuperarlo no puedo subir a un avión, por
eso se lo estoy pidiendo... Exigen que su entrega sea personal.
—¿Quiénes? —pregunté.
—Sus herederos. Ella... ya no está... —dijo con dolor.
—¿Por qué aceptaron devolvérselo ahora?
El anciano levantó su cabeza y sonrió con tristeza al contestarme:
—Por dinero. Mucho dinero. Ya se los envié. —Y
agregó con inocultable ansiedad: —¿Va a ocuparse…?
Apenada por el interrogatorio al que lo había sometido, respondí de
inmediato:
—Está bien.
El alivio iluminó su rostro y comenzó a moverse con una vitalidad
inesperada. Daba la sensación de haberse sacado veinte años de
encima. Buscó un sobre en uno de los cajones del escritorio y me lo
entregó.
—Aquí tiene el pasaje y el dinero para gastos. A su regreso le pagaré
los honorarios. ¿Está de acuerdo?
Abrí el sobre. Además del pasaje, había tres mil dólares.
—Se alojará en el Hotel Plaza. Ya está hecha la reserva. Ellos se
comunicarán con usted el lunes —dijo mientras se levantaba de su
butaca—. Tendrá que partir mañana.
Mañana era sábado. Eso me dejaba un día completo para recorrer la
ciudad. La fecha de regreso que figuraba en el boleto era para el
lunes a la noche. No era demasiado, pero un día en Nueva York era
mucho más de lo que había esperado antes de llegar a esa casa.
Cuando me acompañaba hasta la puerta, pude observarlo con más
cuidado y reparé en la ropa que llevaba puesta. Era muy extraña,
jamás había visto a nadie vestido así. Lo más llamativo era su
abrigo, una especie de levita larga y cerrada hasta el cuello a pesar
del calor que hacía. Aunque él parecía no sentirlo, como si el aire
húmedo y cálido del verano no pudiera tocarlo.
Al llegar a la puerta nos detuvimos.
—Todavía no me dijo su nombre.
—Tiene razón. Céspedes, me llamo Oliverio Céspedes. Nos
despedimos y otra vez me impresionó el frío helado de su mano.
Me alejé con rapidez. Pese a la excitación que sentía por haber
obtenido mi primer caso, había algo sobrecogedor en aquel pasaje
que no dejaba de atormentarme. En cierto momento tuve la certeza
de no estar sola, como si alguien me estuviese observando. Giré la
cabeza, pero no pude ver a nadie. El lugar seguía desierto,
durmiendo su sueño de cuando era aldea. Serían ideas mías. Decidí
dejar los recelos de lado e ignorar por completo las advertencias de
mi imaginación, que para entonces estaba absolutamente
descontrolada, y me concentré en el caso. Tenía mucho que hacer.
Al salir del pasaje me reencontré con la ciudad que conocía y todo
volvió a la normalidad. Tomé un taxi y me fui a la oficina de mi
padre. Mi oficina, desde ahora.
*
La Agencia de Detectives Osiris, fundada por mi padre en su
juventud, llegó a gozar de una discreta celebridad en sus buenas
épocas, pero desde hacía varios años estaba inactiva. Cansado de la
ciudad, compró una pequeña chacra en Mendoza y se retiró a vivir
en medio de las montañas con mi madre. Su profesión y el recuerdo
que tengo de ella jamás dejaron de ejercer una poderosa seducción
en mí. Seguí usando su oficina para estudiar, acompañada por sus
archivos, que conozco casi de memoria y jugando, de tanto en tanto,
con la idea de convertirme en detective privada. Siempre había
creído que se trataba de eso nada más. Un juego de ficciones. Esos
sueños que tenemos cuando no estamos del todo satisfechos con la
vida que llevamos. En mi caso: los estudios, la rutina quebrada con
la aparición de algún novio y la sensación de que cada día es igual al
anterior y que así seguirán a menos que hagamos algo heroico. Por
lo general nunca lo hacemos. Al menos yo nunca pensé que lo haría,
hasta esa mañana. La llamada de Oliverio fue la chispa que disparó
el irresistible impulso de volver realidad aquellas fantasías.
Y ahí estaba, buscando en un cajón del escritorio mi pasaporte para
volar a Nueva York.
Osiris estaba renaciendo del olvido. Como el ave Fénix de las
cenizas, exageré un poco.
A propósito de mi padre, resolví que le informaría al concluir el
caso.
“Será mejor” –pensé–. “¿Para qué preocuparlo?” El martes estaría
de vuelta y no podía imaginar la menor complicación. Por otra parte
corría el riesgo de que se opusiera y yo no quería perderme esta
aventura por nada del mundo. Además, ya estaba en edad suficiente
para tener un trabajo. Y este era precisamente eso, un trabajo.
*
Valeria es mi amiga del alma. Compartimos el colegio, ahora la
facultad y, desde hace mucho tiempo, todos nuestros secretos. La
llamé y le conté lo que había pasado. En quince minutos llegó a
casa. Estaba muy exaltada con mis novedades. No paraba de hablar
ni de moverse y, cuando estaba a punto de contagiarme, resolví
invitarla a cenar afuera. Las dos solas, para festejar mi primer
dinero todavía no ganado.
—Carne. Tenés que comer carne —me aconsejó—. Allá la vas a
extrañar.
Dada la brevedad de mi estadía fuera del país, dudé que eso fuera
cierto, pero ella insistió. Nos fuimos a una parrilla y nos
atragantamos con unos bifes tan enormes que mi cuota de carne
quedó cubierta por mucho más de dos días. Valeria podía quedarse
tranquila, no la echaría de menos.
Como si no bastara con mi agitación por el viaje, tuve que lidiar con
la de mi amiga que estaba fascinada. Esa noche se quedó a dormir
en casa. Quería conocer todos los detalles de la misión. Aunque
traté de evitarlo, fue muy insistente y no tuve más remedio que
confiárselos tras hacerle jurar que guardaría el más estricto secreto.
—¿Eso es todo? —me preguntó cuando terminé.
—Sí. ¿Qué esperabas? —reaccioné molesta.
—No sé —dijo—. Algo más emocionante, clandestino, una intriga.
¡Qué sé yo...!
En realidad tenía razón. El caso en sí carecía de atractivo; viajar en
un avión con un paquete era algo que podía hacer cualquiera. Pero
no estaba dispuesta a aceptarlo y, mucho menos, a dejar que me
desanimara con tanta facilidad. Así que resalté las características
misteriosas de mi cliente. Su aspecto, su casa y, sobre todo, la
naturaleza romántica de la historia. Esto último volvió a
entusiasmar a Vale que, en las horas siguientes, se apasionó en la
construcción de una delirante teoría acerca del desdichado amor de
mi cliente, sospechosamente similar a la tragedia de Romeo y
Julieta, sólo que en versión de teleteatro.
*
El sábado amaneció muy caluroso. Me desperté cerca del mediodía,
Vale había preparado el desayuno y una lista impresionante de los
lugares que debía visitar en Nueva York. Creo que no me hubieran
alcanzado quince días para recorrerlos, pero no le dije nada y guardé
la lista que incluía el teléfono de su hermana mayor, Cecilia, que
estaba estudiando allí.
El resto del tiempo lo empleamos en elegir la ropa que llevaría y en
descartar la mayor parte. Al fin, todo entró en un bolso de mano.
Tres horas antes del horario de partida, nos subimos a su auto y nos
dirigimos al aeropuerto. Estábamos excitadísimas. Vale, como si la
pasajera fuera ella. Yo, porque, esta vez, me había tocado a mí.
Hicimos los trámites de embarque. Tomamos un café muy caro cada
una y recién nos despedimos cuando los parlantes anunciaban el
último llamado para mi vuelo.
No recuerdo muy bien lo que siguió hasta que estuve sentada, junto
a una ventanilla, en el avión que carreteaba por la pista de Ezeiza.
Me había tocado la fila 13, pero yo no soy supersticiosa.
Debería haberlo sido.
Capítulo 2

Llegué a Nueva York el domingo a las diez de la mañana con un frío


que cortaba la respiración y congelaba las orejas. El viaje en taxi,
desde el aeropuerto hasta mi hotel, fue lo más parecido a la emoción
que sentí en mi sexto cumpleaños, cuando mi abuelo me llevó a la
juguetería más grande de Buenos Aires y dijo: “Elegí lo que quieras”.
Eso que el taxista que me tocó no simplificó las cosas. Era
paquistaní y no paraba de parlotear con un exótico acento oriental.
Semejante desproporción geográfica me ayudaba poco a comprender
dónde estaba. Sin embargo, al acercarnos a Manhattan, la silueta
inconfundible de la ciudad me deslumbró y las dificultades se
esfumaron. El paquistaní debió haberse dado cuenta porque dijo:
—¡Ah...! First time. Y cerró el pico.
Luego presionó unos botones en el estéreo y la música invadió el
auto. Era Rapsodia en Blue, lo supe después, una especie de himno
a la ciudad. Todo un tipo el taxista y, aunque su intención fue de lo
mejor, otra vez me invadió la sensación de irrealidad. Ahora creía
estar viendo una película de detectives por la tele.
Esa sensación tampoco me abandonó al entrar al Plaza. No era, ni
remotamente, el tipo de hoteles en los que acostumbraba a
alojarme, pero actué como si el olor a dólares frescos y abundantes,
que parecía inundar esa recepción, fuera lo más natural del mundo
para mí.
Después de registrarme y de aclarar el consabido enredo que
provoca mi nombre respecto al sexo, un botones, enfundado en una
chaqueta escarlata cubierta de botones dorados, me acompañó a mi
habitación. Me explicó, con mecánica eficiencia, el funcionamiento
del confort electrónico y luego se quedó parado en la puerta,
aguardando con su mano extendida. Eso también lo conocía de las
películas, pero esta vez era muy real. Estaba esperando su propina.
Busqué en mi bolso y comprobé que el billete más chico que tenía
era de diez dólares. Me pareció una enormidad, así que saqué un
peso y se lo di. El hombrecito escarlata lo miró, me miró y volvió a
mirarlo, moviendo, desconcertado, sus expresivos ojos negros.
—Hace unos años era lo mismo que un dólar —le dije y cerré la
puerta, dejándolo afuera con la moneda y su desconcierto.
Tiré el bolso sobre la cama y exploré hasta el último rincón del
lujoso cuarto. Había que admitir que don Oliverio no reparaba en
gastos para recuperar su medallón.
Cuando estaba a punto de salir a recorrer la ciudad, advertí que en el
teléfono parpadeaba una luz roja. Me acerqué y vi, junto a la
lucecita, un letrero que decía: “Messages”. Levanté el tubo y una voz
metálica dijo que sintonizara el canal dos del televisor. Tomé el
control remoto, seguí las instrucciones y me encontré con un
mensaje escrito en letras blancas sobre un resplandeciente fondo
azul.
CAMBIO DE PLANES, LA CITA ES HOY: DOS DE LA TARDE AL
PIE DE LA ESTATUA DE LA LIBERTAD. LLEVE UNA REVISTA
“TIME” EN LA MANO. ÚNICO AVISO.
No tenía firma y era obvio que lo de la Time era una contraseña para
reconocerme. No me gustaba. Había imaginado algo más simple. Un
nombre, una dirección, una oficina, “Buenas tardes, vengo a ver al
señor tal o cual”. “Ah, sí. ¿Es por el medallón? Aquí tiene”. “Muchas
gracias”. “Buenas tardes”. Y chau.
Después de todo el medallón no tenía otro valor que el sentimental.
¿Por qué tanto misterio? ¿Por qué ese lugar de encuentro? ¿Por qué
no se había identificado? Estaba inerme y, como he dicho, no me
gustaba. No me gustaba nada.
Miré el reloj. Tenía poco tiempo. Así que salí del hotel, compré la
revista y tomé un taxi. Esta vez conducido por una mujer que no
hablaba. Mejor, tenía mucho para pensar.
*
La Estatua de la Libertad se levanta en una pequeña isla frente al
sur de Manhattan. Para llegar allí, hay que tomar una lancha en un
parque desabrido cuya mayor virtud consistía, ese día, en concentrar
con éxito a las corrientes de viento más heladas del Polo Norte. El
frío era tan intenso que costaba mantener los ojos abiertos.
Compré un chocolate caliente y me puse en la fila de los escasos
turistas que se habían animado a aguardar la partida de la nave sin
el menor reparo a la vista. En unos segundos el chocolate se
escarchó en mi mano y la fila se acortó. Una pareja de venezolanos,
que había adquirido un inquietante tono violáceo en la piel, desertó
cuando la mujer, al borde de la histeria, le dijo al hombre:
—¡Quédate tú si quieres, yo me voy al hotel! Adiviné, por su
expresión, que el hombre había empezado a flaquear. Sostener su
firmeza contra la inclemencia de un clima inhumano era de por sí
todo un esfuerzo, pero sumarle a ello un conflicto conyugal era
demasiado. O una cosa o la otra, habrá pensado. Cuando ella, que ya
se había alejado unos pasos, le advirtió sin detenerse que moriría
congelado allí mismo, él capituló. Miró su máquina fotográfica, que
ya nunca le sacaría una foto junto a la Estatua de la Libertad, movió
su cabeza resignado y se batió en retirada tras los pasos de su mujer
que trataba, desesperada e inútilmente, de detener a los gritos a un
taxi ocupado.
Intenté distraerme con la revista que había comprado y la saqué del
bolsillo de mi campera. La tapa mostraba al jefe de uno de los tantos
carteles de la droga, abatido en algún lugar de Colombia, y
anunciaba una guerra de narcotraficantes por el control del poder.
Pero el viento recrudeció y casi me la arranca de las manos.
Conseguí guardarla de nuevo en el bolsillo, recordé la maldición
venezolana y decidí dejarme morir de frío en la costa de ese río
extranjero. Por suerte no fue necesario. En ese instante la fila
empezó a moverse y subimos al barco.
La cabina era muy grande y, gracias a Dios, estaba bien
calefaccionada. Unos minutos más tarde, la sangre comenzó a fluir
casi con normalidad por mis venas y pude dedicarme a observar el
grupo humano que me acompañaba. Una entumecida familia hindú,
que todavía no había recuperado la conciencia; tres japoneses
equipados con filmadoras y cámaras, que parecían no haberla
perdido nunca; ocho africanos enormes y oscuros que jamás
lograrían aclimatarse y quince o veinte personas más de
nacionalidad indefinida, pero ninguno de ellos norteamericano.
Empecé a preguntarme si realmente estaría en Nueva York.
En el centro de la sala había un bar. Me acerqué y compré otro
chocolate caliente, con la esperanza de que este fuera algo más
perseverante que el anterior. A mi lado, un pelirrojo largo y pecoso,
estaba pidiendo lo mismo. Noté que su mano enguantada sostenía
un ejemplar de la Time, igual que el mío. Se me ocurrió que tal vez
se tratara del desconocido que me había citado, así que le mostré mi
revista y le hice un gesto de insinuante complicidad. El tipo me miró
como si estuviera loca, se retiró algo asustado con su chocolate al
otro extremo de la cabina y se concentró en el paisaje de Manhattan
que se alejaba flotando en el río.
Me sentí bastante ridícula. Después de todo la Time es una de las
revistas de mayor difusión en el mundo y en ese momento debía de
haber miles de personas, ajenas a mi caso, circulando por la ciudad
con un ejemplar en su mano.
Elegí uno de los bancos y me propuse, también yo, disfrutar del
panorama. Pero fue en vano. Esa cita seguía sin gustarme.
*
La isla de la Estatua de la Libertad es muy pequeña. El barco atraca
en un muelle de madera, descarga a sus pasajeros y recoge a los
visitantes del turno anterior que regresan a Manhattan. Media hora
más tarde, otro barco repite la misma operación. Desde el muelle
hay más o menos doscientos metros de parque hasta el pie de la
estatua.
Bajé con el contingente de turistas y empezamos a recorrer el
sendero barridos por unas ráfagas de aire helado, como si fuéramos
una divertida pandilla de esquimales de paseo, sólo que, hasta
donde yo sabía, ninguno de nosotros lo era. Más o menos a mitad de
camino, hay una explanada destinada a observar una maravillosa
vista de Nueva York.
Un grupo de valientes (o de inconscientes, no lo sé), ya se
encontraba en el lugar. Uno de ellos, un petiso envuelto en un
abrigo que parecía una colchoneta, en lugar de contemplar el paisaje
nos miraba a nosotros. Otros dos, grandotes y con poco aspecto de
turistas, lo observaban a él desde cierta distancia. Presentí que
tendrían algo que ver con mi cita y comencé a maniobrar mi mano
enguantada para sacar la revista del bolsillo.
Entonces, ocurrió algo extraño. El de la colchoneta se acercó al
pelirrojo, que caminaba unos metros delante de mí, y le habló. Hubo
una breve discusión y luego el pelirrojo se alejó. Definitivamente no
era su día; primero yo, y ahora el petiso, lo habíamos tomado por
otro. Los dos grandotes lo siguieron. El petiso, por su parte, se
mantuvo en su sitio. Estaba confundido y era evidente que la
confusión se debía a la revista. El pelirrojo continuaba con la suya
en la mano y el de la colchoneta, que debía ser mi hombre, lo había
tomado por mí.
Cuando conseguí sacar mi Time del bolsillo estaba demasiado cerca
del petiso y la revista casi le golpea la cara. El tipo se asustó y
farfulló algo. No le entendí, pero decidí correr el riesgo. Me señalé
con un dedo enguantado y dije:
—Jose Zack.
Me miró asombrado. Supongo que otra vez mi nombre había hecho
de las suyas y que el tipo no esperaba a una mujer. Pero reaccionó
de inmediato. Sacó un atado de cigarrillos de las profundidades de la
colchoneta y lo encajó en mi mano. Luego se marchó sin pronunciar
palabra.
No había imaginado algo tan breve y, mucho menos, un atado de
cigarrillos. Lo abrí sin perder un instante y, a pesar del frío, una gota
de sudor erizó mi espalda. ¡El paquete estaba lleno de… cigarrillos…!
Levanté la mirada, pero fue inútil, el hombre había desaparecido.
Desesperada, volví a examinar el atado y me pareció notar algo raro.
Su peso era mayor que lo normal. Saqué un par de cigarrillos y
comprendí la razón. Estaban cortados al medio. Retiré el resto de los
cigarrillos y una sensación de alivio me invadió de golpe. Allí, en el
fondo, sin ningún otro envoltorio, había un medallón de plata.
El trámite, que no debió demandar más de unos segundos, se me
había hecho una eternidad a pura adrenalina. Las consecuencias se
hicieron sentir en mis piernas que apenas me sostenían, así que
resolví dejar la visita turística para otra ocasión y regresé al barco.
Me dejé caer en uno de los bancos con una sonrisa estúpida en mi
boca. La cosa había resultado bastante sencilla, mis temores
infundados y todavía tenía dos días para conocer Nueva York.
Justo en el momento en que el barco partía, escuché un ruido
extraño, como si a lo lejos algo pesado hubiera caído al agua. Hubo
un pequeño revuelo a bordo, algunos miraron hacia afuera, pero en
apariencia no era nada grave porque el viaje prosiguió sin
problemas.
Me compré otro chocolate y, esta vez sí, disfruté del paseo.
*
Cuando llegué al hotel eran cerca de las cinco de la tarde. Ya había
oscurecido y Cecilia me estaba esperando en el lobby. Vale no había
aguantado y le había avisado de mi viaje.
—Guardá todo y te venís a casa —dijo—. Es una estupidez que gastes
tanta plata en este hotel.
—Pero...
—¡Nada! Ya tengo todo preparado. ¡Vamos! –insistió. Quince
minutos más tarde, las dos y mi bolso, vivimos la emocionante
experiencia de viajar en subterráneo con media humanidad que
salía del trabajo.
Su departamento era más pequeño que la mitad de mi habitación en
el Plaza y vivía con una compañera que era casi el doble que Cecilia
y yo juntas. Pero nos arreglamos bien. Sólo pasamos allí unas pocas
horas en los días que siguieron. Al llegar al aeropuerto, para tomar
el avión de regreso, no restaba un solo lugar de la lista de Valeria
por visitar. Recuerdo con vaguedad el momento en que me senté en
el avión, al borde del desfallecimiento, y algo mejor el instante en
que la azafata me despertó en Ezeiza. Pero el período entre ambos,
lo tengo borrado por completo de mi vida.
Al salir de la terminal, el verano de Buenos Aires, rencoroso como
un amante desairado, saltó sobre mí a punto de ebullición resuelto a
cobrarse venganza por cada segundo de mi breve infidelidad. Por
suerte, Valeria también me estaba esperando y nos fuimos a
almorzar a la casa de sus padres.
—¿Adiviná qué le dije a mamá que te prepare?
—preguntó, mientras maniobraba temerariamente en el tráfico
enloquecido de la ciudad.
—¿Carne? —adiviné sin el menor esfuerzo.
—Exacto. ¿Viste cómo se extraña?
En realidad no había tenido tiempo de extrañar nada, y mucho
menos la carne. Pero hay cosas que es mejor no discutir con Valeria.
Ni con nadie.
Tan pronto llegamos, llamé a mi cliente, pero nadie contestó.
Después del almuerzo me quedé dormida en los comodísimos
sillones de la sala hasta las ocho de la noche. La madre de Vale, algo
inquieta, me despertó con una Coca helada. Yo hubiese preferido
seguir durmiendo, pero soy amable y no se lo dije.
Volví a llamar a Oliverio. Esta vez, una voz electrónica me informó
que ese número estaba fuera de servicio. No me preocupé
demasiado. Eso ya me había pasado otras veces con la compañía de
teléfonos.
Capítulo 3

Me desperté a las nueve de la mañana. Preparé un jugo de frutas


para el desayuno y tras ducharme traté de comunicarme con mi
cliente. Ahora la voz electrónica decía que el número no
correspondía a ningún abonado en servicio. La situación había
empezado a hartarme. Quería terminar con el caso y como no tenía
otra manera de comunicarme con Oliverio resolví hacerle una visita.
Llegué al pasaje perdido de Palermo cerca de las once y, para mi
sorpresa, descubrí que el encanto misterioso del pasado había
desaparecido. Un volquete ocupaba parte de la calzada y varios
albañiles demolían la casona. Le pregunté a uno de ellos por
Oliverio y me respondió que no lo conocía.
—Aquí no hay nadie —dijo—. Si quiere le doy el teléfono de la
empresa.
—¿De qué empresa?
—De la constructora —respondió, pasándome un papelito con el
número—. Van a levantar un edificio aquí.
El teléfono era un celular y me atendió una arquitecta con pocas
pulgas.
—No sé de qué está hablando —me interrumpió cuando le expliqué
lo que estaba buscando—. Hace más de veinte años que esa casa está
desocupada.
—Pero no puede ser —insistí—, debe estar equivocada.
A la tipa eso no le gustó nada.
—¡¿Cómo que equivocada?! —reaccionó.
—Pero, es que el viernes pasado estuve acá —insistí.
—No es posible. Ya le dije que la casa estaba desocupada. La
equivocada debe ser usted.
—¿Esta casa es de ustedes? —pregunté sin hacer caso a su estúpida
observación.
—Mire señorita, no sé lo que pretende, pero...
—Por favor —rogué—. Es muy importante para mí.
Vaciló unos instantes y, al fin, dijo:
—Es de un cliente.
—¿Se llama Oliverio Céspedes?
—Ya le dije que no sé quién es ese señor. Nuestro cliente es un
banco —contestó, dándose importancia—. Ahora, si me permite,
tengo mucho que hacer.
Y cortó.
Por un momento, me hizo dudar, pero sólo por un momento.
Aunque la puerta y el frente ya no existían, el jardín era el mismo
que me había impresionado. Esa era la casa. Yo había estado allí,
estaba completamente segura.
Los albañiles empezaban a inquietarse con mi presencia, así que me
marché antes de que llamaran a su encantadora jefa.
*
Me fui a la oficina. Existía la posibilidad de que Oliverio hubiese
dejado un mensaje durante mi ausencia, pero no fue así. En el
contestador sólo había un recado, era de mi dentista para
recordarme que pidiera un turno para un control. De Oliverio, nada.
Como si se lo hubiera tragado la tierra.
Destiné las horas siguientes a llamar a todos los Céspedes que
figuraban en la guía telefónica. Fue inútil. Ninguno de ellos conocía
a Oliverio. El círculo se cerraba cada vez más y temí que me
estuviese encerrando en un punto muerto.
Lo único concreto que tenía de este caso era el medallón y decidí
concentrarme en él. Lo saqué de mi bolsa —todavía lo conservaba en
el atado de cigarrillos— y lo observé con atención.
Era ovalado y medía unos cinco centímetros. Tenía un pequeño
marco de plata que rodeaba el retrato de una dama antigua.
Bastante antigua. Eso me llamó la atención. Si bien Oliverio tenía
sus años, esa mujer, en el mejor de los casos, podría haber sido su
madre. La teoría del romance parecía derrumbarse. Lo miré a lo
largo de varios minutos, con la esperanza de que me diera alguna
pista. Pero no lo hizo. ¿Habría llegado al punto muerto?
En realidad me hallaba muy lejos de ese punto. La pesadilla recién
estaba por comenzar.
*
Dos golpes secos en la puerta de la oficina me despertaron
bruscamente. Odio despertarme así. Me había quedado dormida con
la cabeza apoyada sobre el escritorio y tenía un dolor de cuello atroz.
Debió haberse notado porque, al abrir, un desconocido me
preguntó:
—¿Le pasa algo?
—No, nada —respondí—. ¿Qué desea?
—¿Seguro? —insistió el desconocido, al que no podía ver muy bien
porque el pasillo y la recepción de la agencia estaban a oscuras. Sin
darme cuenta se había ido la tarde y me había quedado en
penumbras.
Estiré la mano y encendí la luz, dispuesta a terminar con este
pesado cuya insistencia ya me estaba resultando irritante, pero
cuando lo vi sentí curiosidad. Es probable que el hecho de que se
tratara de un tipo joven, pintón y de sonrisa agradable haya tenido
algo que ver.
—Supongo que no habrá venido a mi oficina para saber cómo estoy
—dije, tratando de no aparentar interés.
—Sin embargo se equivoca —replicó sin dejar de sonreír—. ¿Puedo
pasar?
—Primero me gustaría saber quién es usted.
El tipo sacó una credencial policial y me la mostró.
—Inspector Denker —dijo.
Mucho más curiosa que al principio, pero por otros motivos, lo
invité a pasar y le señalé una silla.
—¿De qué se trata? —pregunté con el mejor acento profesional que
pude.
—¿Conoce a José Zack?
—Sí. Soy yo —lo sorprendí y recién tras unos segundos aclaré:
—Sin acento.
Eso pareció confundirlo aún más, así que aproveché para pasar a la
ofensiva.
—¿Me va a decir de qué se trata?
—Sí, claro… —respondió, todavía confundido—. Es que recibimos un
pedido de informe de Estados Unidos.
El origen del pedido hizo sonar una alarma en mi cabeza.
—Pero debe tratarse de un error —continuó él.
—¿Por qué?
—Por que el pedido especifica que se trata de un hombre —
respondió—. Y usted, obviamente, no lo es.
—Obviamente —le sonreí, aunque intuía que el policía no me lo
había dicho todo y que esperaba que yo diera el siguiente paso.
Moría por saber algo más, pero permanecí en silencio.
—Sin embargo hay ciertas coincidencias inexplicables —agregó al
fin.
—No entiendo.
—Es que, según los datos de migraciones, usted, Jose Zack, sin
acento, acaba de hacer un viaje a Nueva York. ¿No es así?
Ahora la sorprendida era yo. Pero seguí preguntando en lugar de
contestar:
—¿Y...?
—Y se alojó en el Hotel Plaza... —continuó él.
—Sigo sin entender... —mentí, porque lo que estaba empezando a
entender no me gustaba nada.
—Espere que esto no termina —me detuvo—. El domingo pasado,
por la noche, dos individuos atacaron a una camarera de ese hotel y
entraron a la habitación que usted había ocupado antes. Como si la
hubieran estado buscando.
—A lo mejor estaban buscando a otra persona —sugerí sin
demasiada convicción—. Usted dijo que el pedido de informes
hablaba de un hombre con un nombre parecido al mío.
—Podría ser —aceptó Denker, acercándome un papel doblado que
había sacado de su bolsillo—. ¿Lo conoce?
Sospeché que todo lo que me había dicho hasta ese momento sería
poco comparado con lo que había en ese papel. Lo tomé con
desconfianza y cuando lo abrí casi se me cae de las manos. Era una
foto, copiada en una mala impresora, algo borrosa y oscura, pero no
tuve dificultad en reconocerlo. Sin ninguna duda se trataba del
pelirrojo que había viajado conmigo en el barco hacia la Isla de la
Estatua de la Libertad. Hice un esfuerzo muy grande para
sobreponerme y contesté:
—No sé. Está muy borrosa.
Denker, sin dejar de observarme, me mostró otra hoja.
—¿Y a este? ¿Tampoco lo recuerda?
Las coincidencias se estaban acumulando con demasiada precisión y
todas me tenían a mí en el centro. La otra foto, también difusa, era,
sin embargo, lo suficientemente clara para reconocer al petiso de la
colchoneta que me había dado el medallón.
Por supuesto respondí lo mismo y tratando, a duras penas, de
controlar la creciente perturbación que había empezado a
apoderarse de mí, pregunté:
—¿Por qué los buscan?
—No los buscan. Los encontraron —aclaró.
—¿Entonces? Hablen con ellos...
—Me temo que eso no será de mucha utilidad —dijo.
—¿Por qué?
—Porque fueron asesinados.
*
La contundencia de esa revelación fue demoledora. Creo que,
durante varios segundos, perdí la conciencia de lo que sucedía a mi
alrededor. Denker pareció no darse cuenta y siguió hablando. Sus
palabras me llegaban en oraciones dispersas y se depositaban en mi
memoria a la espera de que, en algún tiempo no muy lejano, pudiera
procesarlas.
—... todavía no fueron identificados... arrojaron sus cuerpos al río...
cerca de la Estatua de la Libertad... el domingo... minutos después
de las dos de la tarde...
Esas últimas palabras repiquetearon en mis oídos y de alguna
manera pusieron de nuevo en marcha mis circuitos cerebrales. Todo
coincidía, el lugar, el día, la hora. Lo recordaba muy bien. Fue el
momento en que el barco dejó la isla y escuché ese ruido lejano.
Como si algo hubiese caído al agua...
De repente me di cuenta de que el Inspector me miraba, aguardando
una respuesta cuya pregunta no escuché.
—¿Perdón? —balbuceé.
—El motivo.
—¿Qué motivo...?
—El de su viaje. ¿Me lo puede decir? —insistió. Para entonces ya
estaba en plena posesión de mis facultades mentales y, sobre todo,
de mi sentido de supervivencia, así que fui lo menos clara posible.
—Sí, por supuesto. Se trata de un caso de la agencia. Algo sin
demasiada importancia.
—Ahá. Un caso de la agencia —repitió él y enseguida agregó—. ¿Me
puede dar algún dato? ¿El nombre de su cliente?
—Usted sabe muy bien que debo respetar el secreto —respondí con
la mejor sonrisa que pude articular y cambié el tema con rapidez—.
Todavía no me dijo cómo apareció mi nombre en esto.
—Lo encontraron anotado en un papel. Uno de ellos lo tenía en su
bolsillo.
Otra vez el espanto se adueñó de mi mente. Imaginé ese papel con
mi nombre en el bolsillo del petiso bajo el agua y un escalofrío me
recorrió el cuerpo. No sé cómo ni en qué momento nos despedimos.
Sólo recuerdo el saludo del cana antes de irse:
—La volveré a llamar.
Sonó igual que una advertencia.
*
Tras la partida del policía pude bajar la guardia. Es decir, se bajó
sola, o más bien se desmoronó, y con tanta fuerza que casi me
arrastra con ella. Conseguí sentarme en uno de los sillones de la
recepción y traté de asimilar las brutales novedades que
amenazaban con transformar mi vida en un infierno.
Este caso, inicialmente más ingenuo que un corderito en la pradera,
se estaba convirtiendo en una hiena al acecho en la jungla africana.
Y lo peor era que me acechaba a mí. Cuando me siento confundida
suelo hacer comparaciones absurdas. Y yo, por si alguna duda
queda, estaba confundida. Muy confundida.
En ese momento me sobresaltó el celular (el sobresalto se había
convertido en mi estado natural). Temí lo peor, pero era Valeria. Sin
poder contenerme, le conté lo que había pasado en menos de un
minuto y ella, no sé cómo, entendió.
—No se puede pensar con el estómago vacío —dijo—. Vamos a
comer.
En quince minutos nos encontramos en un restaurante italiano.
Tenía razón, después de zamparme un plato de tallarines con salsa
de cuatro quesos pude pensar mejor. Antes de comer estaba
confundida. Ahora también, pero satisfecha.
Sin haber encontrado la más mínima solución al problema, nos
fuimos a dormir. La digestión, por suerte, hizo lo suyo.
Capítulo 4

A la mañana siguiente el timbre de la puerta me sacó de la cama. Me


puse lo primero que encontré y, a los tumbos, recorrí la sala hasta
que logré abrirla. Era Denker.
—No se preocupe; no llueve —dijo con cierta ironía al verme con
impermeable—. ¿Está muy ocupada?
El tipo ya me había despertado dos veces y era un perfecto extraño.
Buen mozo, pero extraño. Había irrumpido en mi vida igual que una
peste, siempre inoportuna, así que resolví que ya era hora de poner
las cosas en su lugar.
—Sí. Pero me interrumpiste en lo mejor —respondí pasando a la
ofensiva—. Y dejá de tratarme de usted. Tenemos más o menos la
misma edad.
—Yo tengo veintinueve —confesó con su linda sonrisa, pero no me
conmovió.
—Entonces sos más viejo —aclaré—. Pasá, voy a hacer un café. No
pienso escucharte en ayunas.
Denker me acompañó hasta la cocina y no esperó a que el café
estuviera listo.
—Ya identificaron al pelirrojo —me informó.
—¿Y...?
—No sos vos.
—Me alegro. No había hecho mi testamento —dije cargando la
cafetera.
—Pero hay un problema.
—¿Qué problema? —pregunté—. Ya tenés a tu pelirrojo.
—El problema es que ahora hay una denuncia en tu contra...
—¡¿Qué?!
—... por el robo de una joya antigua —prosiguió él.
—¿De qué estás hablando?
En lugar de contestar, sacó la cafetera del fuego y sirvió dos tazas.
Me calmé como pude y, tomando la taza, pregunté:
—¿Me vas a llevar presa?
—No… Todavía…
—¿Por…?
Denker me miró, tomó un sorbo de café y dijo:
—Porque la denuncia es contra José Zack...
—... con acento —continué yo.
—Exactamente —confirmó—. Mirá Jose. No sé por cuánto tiempo
voy a poder estirar este asunto. Y vos no ayudás...
—¿Y cuál sería mi ayuda? —pregunté.
—Necesito el nombre de tu cliente.
Todo estaba sucediendo demasiado de prisa y cada minuto que
pasaba se complicaba aún más. Las coincidencias parecían sumarse:
mi presencia en el lugar de los asesinatos, mi nombre y ahora la
joya. Necesitaba ganar tiempo para pensar. Lo primero que se me
ocurrió fue abrir la heladera, sacar un frasco de mermelada y
ponerlo sobre la mesa de la cocina junto a las galletitas. Fue
suficiente para trazarme un cuadro de situación. Estaba en franca
desventaja y no contaba con demasiadas alternativas. Por otra parte
Denker había tenido, hasta el momento, un par de buenos gestos.
Resolví ceder en lo del nombre, pero no hablaría una palabra acerca
del medallón.
—Oliverio Céspedes —dije.
—Ahá... —respondió Denker—. ¿Y lo de la joya qué tiene que ver con
él?
—Me pediste el nombre. Te di el nombre.
—Está bien —aceptó, tras lo cual preguntó, intrigado:
—¿Siempre desayunás con eso?
Miré la mesa. En lugar de mermelada había sacado de la heladera
un frasco de mostaza. Tomé un cuchillo y empecé a esparcir con
delicadeza una gruesa capa sobre una galletita.
—Sí —dije con naturalidad—. Es muy buena para la piel.
Luego, sin el menor gesto de desagrado, le di un bocado resignada a
soportar su sabor antes que a admitirle mi error al policía.
*
Cuando Denker se fue, pensé que a veces mi orgullo se acerca
demasiado a la estupidez. Esta vez el costo fueron dos cepillados de
dientes y un enorme café con mucha azúcar. Sólo así logré quitarme
de encima el sabor que la mostaza me había dejado en la boca.
Mientras lo hacía pensé en varios posibles escondites para guardar
el medallón que, de repente, había cobrado una importancia
insospechada en este asunto, pero ninguno me conformaba. Hasta
que advertí el perchero con la colección de sombreros que mis
padres trajeron de sus viajes. Varios de ellos tienen prendidos
pequeños broches metálicos y eso me dio una idea.
Elegí una gorra tirolesa, le sujeté el medallón junto a un botón
dorado que decía: Sierras de Córdoba y volví a colgarla del perchero.
Si no se miraba con demasiada atención, pasaba bastante
desapercibido. Satisfecha con mi hallazgo, hice un bollo con el atado
de cigarrillos que me había dado el hombre de la colchoneta y lo tiré
a la basura.
Tenía que hacer algo para resolver mi situación. No sabía por dónde
empezar. O seguir. O lo que fuera. Pero no permanecería sentada en
casa. A falta de otra idea, decidí regresar al escenario donde todo
había comenzado.
Al llegar al pasaje de Palermo, comprobé que la demolición había
avanzado. Ya quedaba poco de la vieja casona. Me ubiqué a unos
cuantos metros de allí y, ensimismada en mis reflexiones, no reparé,
sino hasta un rato después, en que estaba siendo vigilada. El capataz
y una mujer, de pelo muy corto y rubio dudoso, me observaban. Casi
de inmediato, la mujer enfiló hacia mí. A medida que se acercaba
pude verla con más cuidado. Era alta y huesuda. Tendría algo más
de cincuenta años y mis sospechas acerca del color de su pelo se
confirmaron. Cuando estuvo enfrente, me encaró autoritaria:
—¡¿Se puede saber qué busca aquí?!
Por la voz la reconocí. Era la arquitecta antipática con la que había
hablado por teléfono. Comprendí que enfrentándola no conseguiría
nada. Me tragué el amor propio y utilicé un tono tan dócil para
hablarle, que hasta a mí me sorprendió.
—Usted ya sabe. Se lo dije ayer. Estoy buscando a una persona.
—¡Ah! ¡Es usted! —ladró.
—Sí. Disculpe mi insistencia —confirmé, siempre modesta—, pero
tengo urgencia en localizarlo y quise hacer otro intento aquí antes
de recurrir a la policía.
Un fugaz brillo de cautela destelló en sus ojitos desconfiados al
escuchar esa palabra. Luego, tras unos segundos, bajó la cabeza y en
un inesperado rapto de humildad, dijo:
—En realidad soy yo la que debe pedirle disculpas. He sido muy
descortés con usted.
“Si no lo veo, no lo creo”, pensé.
—Lo que sucede —continuó ella— es que estamos trabajando bajo
mucha presión para cumplir con los plazos de la obra y con todo lo
que pasó aquí...
—¿Aquí…? ¿En la casa? —pregunté.
—Sí, pero no la voy a aburrir con mis problemas...
—No, no. Si no me aburre —insistí—. A lo mejor tiene algo que ver
con mi búsqueda.
Volvió a mirarme. Esta vez con la cabeza levemente inclinada,
estudiándome.
—Está bien —accedió—. Pero tiene que prometerme que no hará
nada para detener la construcción.
—Cuente con ello —prometí. Podría haber prometido cualquier cosa
en ese momento.
Abrió su enorme cartera de cuero de cocodrilo, que de sólo verla le
habría dado un ataque de rabia al ecologista más moderado, y sacó
un cigarrillo.
—Unos días antes de iniciar la obra enviamos un sereno a cuidar la
casa. Como le dije, hacía mucho tiempo que estaba desocupada. Se
instaló en una de los cuartos del fondo y la primera noche lo
despertaron unos ruidos. Al salir al jardín le pareció ver unas luces
extrañas en las habitaciones del frente. Le llamó la atención porque
la casa tenía desconectada la corriente eléctrica. Fue hacia allí, pero
al llegar las luces habían desaparecido. Le pasó varias veces esa
noche. Cada vez que se acercaba, las luces se desvanecían. Eso fue lo
que nos contó al día siguiente. Al principio creímos que se le había
ido la mano con el vino. Sobre todo cuando dijo que las luces
parecían...
La arquitecta se detuvo algo incómoda en ese punto de su relato.
—¡¿Qué…?! —pregunté.
—Bueno. Es absurdo, pero el sereno aseguró que parecían... figuras
humanas...
—¿Humanas? ¿Luces humanas? —exclamé.
—Sí. Y no sólo eso. Además decía que usaban ropa antigua —
prosiguió ella—. Se imaginará que no le hicimos caso. Para
tranquilizarlo, ese mismo día conectamos la electricidad, instalamos
un buen alumbrado portátil en varios lugares de la casa y lo
mandamos de vuelta.
—¿Y...? —pregunté.
—A la mañana siguiente tuve que venir a tomar unas medidas y me
encontré con un cuadro terrible... El pobre hombre estaba tirado en
medio de jardín. Divagaba. Hablaba de fantasmas, decía
incoherencias acerca del pasado. Había perdido la razón. Lo
internamos, pero todavía no se recuperó…
—¡Un delirio...!
—Es probable. Nada de eso volvió a repetirse, pero lo cierto es que
algo pasó aquella noche. La instalación eléctrica estaba destruida,
como fulminada por una fuerza… sobrenatural.
*
Con esa extraña historia rondando en mi cabeza volví a casa. No
sabía qué pensar. El repentino cambio de actitud de la mujer hacia
mí, el tono confidencial que usó y sobre todo la índole de su relato,
me hicieron pensar que la que estaba mal de la cabeza era ella y no
el sereno. Por otra parte no me había ayudado en lo más mínimo
con mi problema. Seguía sin la menor pista de Oliverio Céspedes.
Cuando salí del ascensor me encontré con doña Katja, mi vecina,
que estaba en el palier junto a varios policías. Lo primero que pensé
fue que Denker me había traicionado, pero enseguida advertí que la
puerta de mi departamento estaba abierta.
—¡Ay querida! Suerte que volviste —dijo Katja al verme—. Te
entraron los ladrones...
Me precipité en casa y casi me caigo de la impresión. Estaba todo
dado vuelta. Los muebles, los almohadones, los libros y la ropa
desparramados por el suelo. Como si un huracán tropical hubiera
pasado por allí. Tardé varios minutos en darme cuenta de que un
policía gordo de bigotes negros me estaba hablando.
—Señorita... señorita...
—¡¿Eh?! ¡¿Qué...?! —balbuceé.
—Necesito que me diga si le falta algo. Recién en ese momento
reparé en él.
—¿Quién es usted? —le pregunté pese a que su uniforme era visible
a un kilómetro.
—Nena. Es la policía —intervino, solícita, Katja—. Yo los llamé
porque vi la puerta abierta.
—Sí. Claro —conseguí responder.
—Quiere saber si te falta algo —siguió ella, fascinada con su
protagonismo.
Al escucharla, mi respiración se cortó. Giré mi cabeza en dirección al
policía, aunque mi mirada pasó de largo entre su oreja y el hombro,
para clavarse en el perchero. El aire volvió a circular por mis
pulmones. El perchero se mantenía en pie. El ridículo gorrito
tirolés, con el medallón prendido junto al botón de las Sierras de
Córdoba, seguía en su lugar.
El policía que inclinaba cada vez más la cabeza, tratando de hacer
contacto con mis ojos, insistió:
—¿No quiere ver si le falta algo…?
Recién entonces lo miré y, con una sonrisa que terminó de
confundirlo, dije:
—No. ¿Qué le parece si reviso todo tranquila y mañana paso por la
Comisaría?
El hombre miró al otro policía, un flaco cuya gorra demasiado
grande le llegaba hasta la nariz, afirmó con la cabeza.
—Está bien —aceptó el otro—. Como quiera.
—¿Te parece nena? —se inquietó Katja al comprobar que se le
terminaba el capítulo más emocionante de sus últimos años.
—Me parece —respondí decidida.
En unos minutos conseguí que se fueran y corrí hacia el perchero.
La dama del medallón me observaba enigmáticamente.
*
Valeria llegó media hora después. Fiel a sus convicciones, trajo una
pizza para levantarme el ánimo. Al principio me resistí a comer,
pero cuando abrió la caja y su aroma inundó la cocina lo
reconsideré. Hice bien, estaba exquisita.
Ordenamos el departamento en un par de horas y mis sospechas, de
que habían entrado a mi casa buscando el medallón, se confirmaron
por completo al comprobar que lo único que faltaba era el atado de
cigarrillos que había tirado a la basura. Los intrusos contaban con
excelente información. Sabían que me había sido entregado en ese
envoltorio. Pero caí en la cuenta de que, por las mismas razones,
ahora también sabían que yo lo tenía en alguna parte y no tardarían
en regresar a buscarme. Debía salir de allí cuanto antes y no volver
hasta aclarar este asunto. De pronto mi casa había dejado de ser un
lugar confiable.
Preparé mi bolso con algo de ropa y cuando estábamos saliendo
sonó el celular. Era Denker. Pensé que llamaba por lo del asalto,
pero aparentemente no se había enterado.
—¿Estás segura de que el nombre de tu cliente es Oliverio
Céspedes? —preguntó.
—Por supuesto. ¿Por qué?
—Porque, según nuestros datos, Oliverio Céspedes desapareció...
—Eso no es ninguna novedad —lo interrumpí.
—... hace ciento veinte años —continuó él.
Si había algo que podría haber confundido aún más el caso y
ponerme al borde de la locura, era lo que acababa de oír.
—¡¿Cómo que desapareció hace ciento veinte años?! —exclamé—.
¡Si yo estuve con él el viernes! Debe tratarse de otro con el mismo
nombre.
—No hay otro Céspedes con ese nombre —me respondió.
—¡No puede ser!
—Sin embargo es así —insistió—. Oliverio Céspedes nació en 1835 y
desapareció en medio de un escándalo social. Nunca volvió a
saberse nada de él desde 1874... Bueno —agregó algo irónico— a
menos que el viernes hayas estado con su fantasma.
—¡Muy gracioso! —respondí.
—Fuera de broma, tu situación está cada vez más complicada —dijo
—. Tenemos que hablar de la joya...
Tenía razón con lo de mi situación, pero no estaba dispuesta a ceder
todavía. Tampoco a mentir, así que tomé uno de los papeles que
estaban tirados en el piso y lo estrujé junto al aparato. Hacía un
ruido infernal.
—¿Hola? ¿Hola? —grité—. No hay señal...
Mi truco pareció dar resultado porque Denker también gritó.
—¿Jose? ¿Me escuchás? Hola, Jose... ¡No cortes...! Pero yo corté.
Al salir, el celular volvió a sonar. Era él, así que no atendí.
Ya en la calle, Valeria dijo:
—¿Estás segura que el medallón está a salvo en tu casa?
—Sí. No te preocupes.
Era la segunda vez en pocos minutos que me preguntaban si estaba
segura de algo y en ambos casos había contestado que sí. No dejaba
de ser una tranquilidad. Aunque, honestamente, creo que esa
palabra había empezado a carecer de significado para mí.
*
Llegamos a la conclusión de que el mejor sitio para ocultarme era el
departamento de Cecilia. Después de dar varias vueltas, para
asegurarnos de que nadie nos había seguido, pasamos por la casa de
Valeria, buscamos la llave y hacia allí nos dirigimos. Para acentuar
el dramatismo del momento, por si fuera poco lo que estábamos
pasando, un tremendo trueno nos sorprendió al estacionar.
Enfrascadas en nuestro problema, no nos habíamos dado cuenta de
que el cielo se había oscurecido y que no tardaría en llover.
Corrimos para evitar el agua, pero un diluvio malintencionado nos
alcanzó unos metros antes de la puerta.
El departamento estaba deshabitado desde hacía varios meses. Nos
secamos y empezamos a organizar el refugio. Yo verifiqué la
conexión Wi-Fi y Valeria hizo lo propio con el contenido de la
despensa. La conexión funcionaba, pero la despensa estaba vacía.
—No te preocupes —dijo Valeria, por si yo me hubiera preocupado—.
Enseguida vuelvo.
Al rato estábamos tomando café con facturas. Pensé que si no
resolvía pronto este caso, no tardaría en necesitar una dieta. Hasta
ahora no habíamos parado de comer.
Tenía que tomar la iniciativa. Pero, ¿cómo? Todavía no sabía de qué
se trataba todo eso. Los asesinatos en Nueva York, los intrusos en
mi casa, la denuncia del robo del medallón y la identidad de mi
cliente eran incógnitas para las cuales no tenía la menor pista.
Decidí comenzar por el principio y concentrarme en el huidizo
Oliverio Céspedes. Valeria estuvo de acuerdo y se ubicó frente la
computadora de Cecilia.
—Denker te dijo que desapareció en el medio de un escándalo, ¿no?
—Sí. En 1874.
—Veamos.
Afuera llovía y el reloj indicaba que ya era de noche, pero su
optimismo era contagioso y una moderada esperanza iluminó mi
oscuro horizonte.
Al cabo de navegar un par de horas, sin embargo, esa esperanza
empezó a diluirse. Oliverio Céspedes parecía no existir. Al menos no
en Internet.
A eso de las diez de la noche Vale pidió un pollo asado, dos
porciones de papas fritas y una botella de Coca. A las diez treinta
llegó la cena, pero no interrumpimos la búsqueda. Esta vez, casi no
probé bocado. Valeria, en cambio, no dejó ni las migas. Creo que
nunca terminará de sorprenderme la notable capacidad de
asimilación que tiene su cuerpo, delgado y huesudo, que muchas
modelos envidiarían. Yo, que no lo soy, también la envidio.
A las once, la penumbra de la sala, sólo iluminada por la luz azulada
del monitor y la lluvia que continuaba cayendo, me hicieron entrar
en un agradable estado de somnolencia. Me tiré en la cama y me
dejé llevar por el sueño.
*
No podía entender lo que me estaba pasando. Denker y la arquitecta
antipática me empujaban hacia las profundidades de un calabozo
húmedo y sórdido, lleno de ratones que llevaban medallones en el
cuello. Pero, aunque la situación era insostenible, no terminaba de
caer. Valeria, lanzando aullidos aterradores, me tironeaba de un
brazo para impedirlo.
—¡Jose! ¡Jose!
Cuando logré abrir los ojos, las piedras del calabozo empezaron a
disolverse sobre las paredes empapeladas del cuarto de Cecilia. Me
había quedado dormida con el brazo bajo mi cuerpo y Valeria seguía
gritando.
—¿Qué te pasa? ¡¿Por qué gritás así…?! —protesté, todavía aturdida
por la pesadilla.
Pero ella seguía:
—¡Despertate, che...! ¡Lo encontré…!
—¿Eh…?
—¡Encontré a Oliverio!
Eso fue suficiente para que me despejara por completo.
—Estaba en un libro de anécdotas, pero digitalizado como imagen,
por eso costó tanto. ¡Ahí lo tenés…!
“Oliverio Céspedes, nacido en Paysandú en 1835. Se
desconocen otros datos suyos hasta que en 1874 aparece
en Buenos Aires, dueño de una regular fortuna y de varias
propiedades en San Benito de Palermo. En enero de ese
año protagoniza un sonado escándalo, que sacudió a la
opinión pública de la ciudad, a raíz de un romance con
una joven de la sociedad porteña. Dado que la familia de
la mujer se opuso a esta relación sentimental, los amantes
se fugaron a Colonia del Sacramento. Los hermanos de la
dama los persiguieron y, con apoyo policial, los detuvieron
en esa ciudad. La mujer fue restituida a su familia y
Céspedes fue apresado y embarcado hacia Buenos Aires
para ser enjuiciado. Durante la navegación, logró liberarse
de sus captores y se arrojó al Río de la Plata jurando
venganza eterna. Su cuerpo jamás fue hallado.
Posiblemente debido a ello, durante muchos años circuló
una leyenda popular, según la cual en los meses de enero
su espíritu reaparece, siempre en las inmediaciones del
barrio de Palermo, para reencontrarse con su amor
perdido”.
Confieso que un temblor incontenible se apoderó de mí cuando leí
la última parte del informe. Suelo ser bastante reacia a aceptar
historias de fantasmas y de aparecidos, pero las coincidencias con el
caso eran demasiado inquietantes para ignorarlas. Las motivaciones
de mi cliente para recuperar el medallón, sus vestiduras tan
anticuadas, la sensación helada de su mano y, sobre todo, el
testimonio del sereno, que en un principio había supuesto
divagaciones de un enajenado, encajaban a la perfección en este
círculo tenebroso que se cerraba a mi alrededor.
Se había hecho muy tarde y a la lluvia, que caía sin cesar, se le había
sumado un viento feroz que golpeaba las ventanas del departamento
produciendo sonidos que, en otras circunstancias, no hubieran
significado más que eso, el ruido de una tormenta de verano, pero
que, ahora, parecía rugir y silbar con indescifrables invocaciones de
ultratumba.
Valeria, que sentía lo mismo que yo, me miraba en silencio.
Permanecimos varios minutos así hasta que, de repente, un rayo
atravesó el temporal y la habitación se llenó con su luz blanca.
Enseguida todo se sumió en la más absoluta oscuridad. El alarido
que pegamos podría haber despertado al barrio entero de no haberse
superpuesto con el trueno que, inevitablemente, llega después de
los relámpagos.
—Tranquila —dijo Valeria—. Es un corte de electricidad.
—Estoy tranquila —mentí—, pero no veo nada.
Era lo único que nos faltaba. La oscuridad total.
De pronto, la sangre se me congeló en las venas. ¡Algo me había
rozado la cara! Era algo liviano, incorpóreo, casi imperceptible. Pero
estaba segura de que me había tocado. Un miedo pánico me
paralizó. Era un miedo en estado puro, primitivo y profundo como
sólo se puede sentir ante la amenaza de lo desconocido en medio de
la noche más insondable. No sé de dónde saqué fuerzas para
levantar la mano y ¡lo agarré!, a la vez que me puse a gritar con
desesperación. Quienquiera que fuera, lanzó un chillido de dolor.
Con los nervios de punta, apreté la mano con fuerza dispuesta a no
soltarlo. Noté entre mis dedos que tenía la consistencia suave y
ligera del... ¿pelo?
En ese momento, en medio del griterío, logré escuchar la voz de
Valeria.
—¡¡Ay!! ¡¡Qué es esto!!
—¡¿Qué te pasa?! —pregunté asustada.
—¡Mi pelo! ¡Alguien me está tirando del pelo!
—dijo.
Cuando comprendí, todos mis músculos se relajaron de golpe. Aflojé
los dedos y estallé en una carcajada.
—¡¿De que te reís, tarada?! —exclamó Valeria, asustada.
—¡Diculpame, disculpame...! Fui yo.
—¡¿Vos…?! ¡¿Por qué…?!
—Vamos a buscar velas y te explico —le dije, sin parar de reírme.
Pero ninguna de las dos se movió. La ventana se abrió de repente y
algo más que el viento entró a la habitación. De nuevo, el horror nos
inmovilizó. Esta vez, no hubo dudas, lo habíamos sentido las dos
aleteando sobre nuestras cabezas. En ese instante volvió a
encenderse la luz y volvimos a gritar. Un murciélago, más negro que
la oscuridad, estaba sobrevolándonos a escasos centímetros de
nuestras caras. Nuestros aullidos fueron tan fuertes que el pobre
bicho, con seguridad más espantado que nosotras, prefirió regresar
por la misma ventana a la seguridad tormentosa de la calle.
Corrimos a cerrarla y lo hicimos con tanta fuerza que casi
rompemos el vidrio. Después, exhaustas, nos tiramos en la cama
para recuperar el aliento. Lo logramos, sólo a medias. Aún nos
quedaba toda la maldita noche por delante y, si seguía como había
empezado, no imaginábamos qué otras sorpresas podíamos esperar.
Vale sugirió establecer turnos de guardia mientras una de las dos
dormía. Aunque me pareció un exceso, yo acepté el primero. Ya he
dicho que no creo en los fantasmas..., pero estaba lo de la leyenda
popular, todavía era el último día de enero y el departamento de
Cecilia quedaba, precisamente, en los confines de Palermo.
Capítulo 5

El resto de la noche maldita transcurrió con lentitud, sin otra


novedad que los cambios de guardia establecidos entre Valeria y yo.
Cansadas de dormir con cuentagotas, a las siete de la mañana
resolvimos desayunar y nos fuimos al bar de la esquina. Café con
leche y medialunas. A falta de otras ideas, decidí recuperar el
medallón cuanto antes; era lo único concreto que tenía y no quería
arriesgarme a que alguien lo descubriera. El problema era que, con
seguridad, mi departamento estaría vigilado.
—Voy yo —dijo Valeria.
—No, no quiero meterte en líos…
—¡Pero…!
—¡Pero nada…! ¡Vos no vas…! —me puse firme—.
Voy a ir yo…, disfrazada.
Eso le gustó. Volvimos a lo de Cecilia y pusimos manos a la obra. En
realidad Valeria fue la que puso las manos y yo me convertí en la
obra. Me ató un almohadón en la panza, me encajó una horrible
peluca colorada que Cecilia había usado alguna vez en una fiesta y la
sujetó a mi cabeza con un enorme pañuelo verde loro. Luego me
cubrió con un impermeable y me colocó un par de lentes ahumados.
Aunque no estaba para un concurso de belleza, el resultado fue
excelente. Había ganado unos cuantos kilos y parecía más petisa. A
cierta distancia mi aspecto podría engañar a cualquiera, sólo debía
evitar que se acercara demasiado.
*
Nos detuvimos a una cuadra de a mi casa. Valeria se quedó
esperándome y yo continué a pie. A medida que me aproximaba
advertí que, entre los autos estacionados, había uno con dos
hombres medio dormidos en su interior. Si bien podía tratarse de un
hecho casual, la antenita que tenía sobre el techo me intranquilizó.
Pasé junto a ellos y nada sucedió, así que entré al edificio y tomé el
ascensor.
El palier de mi piso estaba a oscuras. Algo nerviosa, encendí la luz y
la primera impresión fue que todo estaba en orden. Pero a punto de
dirigirme al departamento, un movimiento en la escalera de servicio
me sobresaltó. Miré hacia ese rincón y casi muero del susto.
Sentados en los escalones, había otros dos tipos observándome. Uno
de ellos tenía una foto en la mano.
“¡La mía!” —pensé y una oleada de terror me invadió. Pese a ello,
por alguna causa incomprensible, pero bienvenida, pude razonar
con claridad y seguí caminando, sólo que en dirección al
departamento de Katja. Toqué el timbre y rogué que estuviese allí.
Uno de los tipos se había levantado y avanzaba hacia mí. Volví a
tocar, pero nada, Katja no aparecía. Sentí que los pasos del
desconocido se acercaban cada vez más y cuando empezaba a
imaginar hacia donde huir, la puerta se abrió. Con la mirada del
extraño clavada en mi nuca, me abalancé sobre la pobre Katja que
no entendía lo que estaba sucediendo.
—¡Katja querida, cómo estás! —dije, empujándola dentro de su casa.
Ella intentó protestar, pero yo fui más rápida.
—Disculpame la demora, pero el colectivo no llegaba nunca —
continué mi actuación mientras cerraba la puerta.
Una vez adentro, me quité rápidamente los lentes y la peluca y, con
un gesto, le pedí que se mantuviera callada.
—¿Pero quién... ? —alcanzó a decir, antes de reconocerme.
—¡Shh…! Soy yo, No digas nada, por favor. Ella bajó el tono de su
voz y preguntó:
—¡Nena! ¡¿Qué hacés vestida así?!
Le indiqué por señas que hiciera silencio y espié por la mirilla. El
desconocido había acercado su oreja a la puerta para tratar de
escuchar nuestra conversación. Decidí darle el gusto.
—¡No sabés lo que es el tránsito! ¡Está imposible! —dije, esta vez en
voz alta.
Katja me sorprendió reaccionando con rapidez, como si toda su vida
hubiera representado ese papel.
—Siempre con la misma excusa, vos.
—¡En serio! —proseguí—. Pero permiso. Tengo que ir al baño, si no
voy a explotar.
Enseguida volví a espiar por la mirilla. El tipo había tragado el
anzuelo y se alejaba de nuevo hacia la escalera.
Nos apartamos de la puerta y dije:
—Hay dos tipos afuera.
—Ya sé —respondió Katja—. Son policías. ¡Te buscan! ¿Qué hiciste
nena?
¡Era lo que me faltaba! Ahora no sólo me perseguía una banda de
facinerosos sino que también me buscaba la policía. Mis opciones
mejoraban hora a hora. Pero no tenía tiempo para lamentaciones,
Katja me miraba muy afligida y merecía una explicación. Le di una
versión muy resumida y pregunté:
—¿Te dijeron por qué me buscan?
—No, pero me dejaron un mensaje para vos, por si te veía...
—¿Cuál?
—Que será mejor que te entregues.
—Bueno, ya me lo diste —dije—. Ahora necesito tu ayuda.
Debía hallar la forma de entrar a mi departamento y se me había
ocurrido una.
—¿Qué vas a hacer, nena? —preguntó Katja, al ver que tomaba la
banqueta de la cocina.
—Voy a entrar por el balcón —respondí, quitándome el resto del
disfraz.
Nuestros departamentos comparten el mismo balcón, dividido al
medio por una hermosa reja de hierro fundido. Supuse que si me
paraba sobre la banqueta lograría pasar por el espacio que había
entre el techo del balcón y la reja. La primera parte fue sencilla, pero
no tardó en complicarse. El espacio era demasiado angosto y quedé
atascada con la mitad de mi cuerpo de un lado y la otra mitad del
otro. Por más que forcejeaba no lograba pasar. Los minutos corrían
y había empezado a sentir un dolor muy fuerte en la cadera, justo
donde me había atorado.
—¡Katja! ¡Hacé algo! —exclamé.
Y Katja no se hizo rogar. Metió la mano entre los barrotes de la reja,
desprendió mi vaquero, me sacó las zapatillas y me empujó con una
fuerza insospechada en ella. El resultado fue contundente. En unos
segundos, despojada del vaquero, caí de cabeza al piso de mi balcón.
El golpe no fue poca cosa, pero decidí ignorarlo. Después de todo,
aunque descalza, sin pantalones y bastante aturdida, estaba en casa.
Entré a la sala y, colgado donde lo había dejado, encontré el
medallón. Cuando me disponía a volver al balcón, un sonido
imprevisto me hizo pegar un salto. Era el teléfono. Si había algo que
no esperaba en ese momento era una llamada. Pensé en no
contestar, pero la curiosidad fue más fuerte. Me llevé el aparato al
baño para evitar ser escuchada desde afuera y levanté el tubo.
—¿Con la señorita Jose? —preguntó una voz que me dejó dura.
Era la voz que había estado ansiando escuchar. Algo lejana, bastante
débil, pero sin ninguna duda, la voz de mi cliente. Oliverio Céspedes
finalmente se había comunicado conmigo.
—¡Oliverio! ¡¿Dónde se había metido?!
—¿Lo tiene? —volvió a preguntar, más interesado en el medallón
que en explicarme lo que yo quería saber.
—¡Sí, lo tengo…! Pero ¿qué pasó? Hace días que lo estoy buscando.
Han pasado muchas cosas que...
—Ya sé —me interrumpió—. Ahora no tengo tiempo de contarle.
Necesito el medallón.
En realidad era su medallón, al menos eso creía, así que acepté
entregárselo.
—Esta bien —dije—. ¿Dónde nos encontramos?
—Yo no podré ir —contestó—. Enviaré a un mensajero. Después
hablamos.
No era lo que había pensado, pero él insistió.
— De acuerdo. ¿Quién y dónde? —pregunté.
—Se llama Sebastián, es un hombre alto de pelo largo. Usará un
impermeable verde así que no tendrá dificultades en reconocerlo.
Dentro de una hora, a las once, en Plaza Italia, junto al monumento
a Garibaldi.
Y cortó la comunicación. De todos los hombres del mundo, me
había tocado por cliente el más misterioso.
El regreso al departamento de Katja fue más rápido, ya tenía
experiencia y ella ayudó. Volví a disfrazarme, salí al palier y partí.
Esta vez los tipos ni me miraron.
Era evidente que no habían escuchado mi conversación con
Oliverio.
Ya en el auto, Vale reaccionó indignada.
—¡Tiene que haber sido Denker! ¡Al final te entregó...!
—Es probable —admití—. Pero ahora tenemos que encontrar a
Oliverio. Es el único que puede aclarar esto.
—Está bien ¿Adónde vamos?
—A Plaza Italia —respondí.
Si todo salía bien en un rato habría terminado esta pesadilla, pensé.
Claro que todavía no sabía lo que me esperaba.
*
A esa hora de la mañana la zona de la Plaza Italia era lo más
parecido a un laberinto anárquico de colectivos, camiones y autos
que trataban de abrirse camino en medio de un tránsito infernal.
Nos vimos obligadas a dar varias vueltas a la manzana para
conseguir un lugar donde dejar el coche. Al fin, dimos con uno a tres
cuadras de la plaza, muy cerca de la esquina. Cuando Valeria
maniobraba con dificultad para estacionar alcancé a ver que, por la
calle transversal, pasaba un auto gris con tres personas que me
llamaron la atención. Primero vi al del asiento de atrás, un hombre
de pelo largo con un impermeable verde. Con el sol que había en ese
momento y el calor que hacía sólo podía tratarse del mensajero de
Oliverio. Pero lo que me desconcertó, en realidad, fue el conductor.
Yo conocía muy bien esa cara. Era ni más ni menos que la cara del
indeleble Inspector Denker.
Aún así, resolví seguir adelante con el plan. Sólo que el medallón
quedaría en manos de Valeria, que me esperaría en el auto. Primero
debía saber cuál era la relación que había entre Denker y mi cliente.
A las once menos cinco, crucé la avenida Santa Fe y empecé a
caminar hacia el monumento a Garibaldi. A medida que lo hacía,
descubrí al del impermeable, acercándose. No me había equivocado,
era el mismo que había visto en el coche de Denker. Me preparé
para el encuentro, pero de repente algo sucedió, el tipo se detuvo y
desvió su mirada hacia la derecha. Parecía tenso. Giré mi cabeza y
comprendí la razón. Desde el Botánico venía corriendo hacia
nosotros un hombre, también alto, de pelo largo y con un
impermeable verde. Las casualidades existen, pero esto era
demasiado, pensé. Sobre todo porque el sujeto llevaba una pistola
en la mano con la que, sin dejar de correr, comenzó a dispararle al
otro.
La batahola que se armó fue indescriptible. La plaza estaba llena de
gente que procuró huir espantada, mientras yo continuaba ahí,
paralizada como una estúpida, sin saber qué hacer. El otro hombre
se lanzó al suelo y también empezó a disparar con un arma que sacó
de su cintura. Entonces sí supe lo que debía hacer. Pegué media
vuelta y salí corriendo.
Al llegar a la avenida, un auto gris clavó los frenos justo a mi lado.
Era Denker que gritó:
—¡Jose! ¡Subí, rápido!
La situación no podía ser más irreal, si no hubiera sido por el
peligroso olor a pólvora que había inundado la plaza. Detrás de mí,
dos tipos idénticos se enfrentaban a balazos en medio de una
muchedumbre y adelante, cerrándome el paso, este cara de ángel
quería hacerme creer que había venido a mi rescate.
Lo eludí y me zambullí en la estación del subterráneo. Antes de
bajar, alcancé a percibir que Denker quedaba atrapado por el
tránsito gritándome algo que no pude, ni quise escuchar y que los
dos pistoleros de pelo largo seguían disparándose entre la multitud
despavorida, igual que en la escena de una película. Pensé que ya
nada lograría asombrarme, sin embargo, en ese mismo momento,
algo me dejó atónita, uno de ellos, el que se había arrojado al suelo,
se arrancaba, de un manotón...
¡toda la cabellera de la cabeza!
Muy impresionada, bajé los escalones más rápido de lo que daban
mis piernas y, en lugar de cruzar los molinetes hacia el andén, volví
a subir las escaleras por el acceso a la vereda de enfrente. Cuando
salí, el escándalo de bocinazos y aullidos era descomunal. La plaza
estaba llenándose de policías armados hasta los dientes. Si bien muy
cerca de allí hay una comisaría, su celeridad en llegar me resultó
sospechosa. El tiroteo amenazaba convertirse en una batalla campal,
pero no me quedé para presenciarlo; el ambiente se había vuelto
demasiado insalubre.
Seguí corriendo y me encontré con Valeria a mitad de camino. Había
oído los disparos y trataba de avanzar a contrapelo de la marea
humana que, presa del pánico, se alejaba desordenadamente. Logré
detenerla y, por señas, le hice entender que voláramos de allí.
Apenas conseguimos entrar al auto, emprendimos la huida.
—¡¿En qué despelote nos metimos ahora?! —preguntó apretando el
acelerador.
—No tengo la menor idea —le contesté casi sin aliento, aunque tenía
la desagradable sensación de que el lío en que nos habíamos metido
era mucho más que una romántica fábula de amor.
*
Llegamos al barrio de Cecilia con una confusión de proporciones
monumentales a la que necesitábamos poner en orden. Dado que el
mediodía había pasado de largo sin su correspondiente dosis de
alimentos, la capacidad de Valeria para concentrarse era nula e
insistió en comprar comida. Acepté con la condición de que fuera
algo liviano. Estuvo de acuerdo. En el mismo bar de la esquina
donde habíamos desayunado, compramos una tortilla de papas, una
tarta de espinaca, dos porciones de pastafrola, una botella grande de
agua mineral y un chocolate para acompañar el café.
Subimos al departamento y nos instalamos en la cocina. Mientras
Valeria preparaba la mesa, yo anoté los últimos interrogantes en
una pequeña pizarra adherida a la heladera:
1) ¿Por qué no fue Oliverio a recibir el medallón en persona?
2) ¿Por qué aparecieron dos hombres idénticos?
Luego nos sentamos frente a las preguntas y comimos en silencio.
Al cabo de un rato, la tortilla de papas y la tarta de espinaca eran
historia.
—Creo que tengo la respuesta a la primera pregunta —dijo Valeria,
masticando un bocado de pastafrola—. Si lo que se dice es cierto,
Oliverio no pudo aparecer hoy.
—¿Por...? —pregunté intrigada.
—Porque hoy es 1° de febrero y, según la leyenda, él sólo aparece en
enero.
No estaba mal. El problema era que yo no estaba muy convencida
con eso de la leyenda. Pero Valeria, muy entusiasmada, no me dio
tiempo de hablar. Se llevó otro bocado a la boca y agregó:
—Con respecto a los dos tipos, es evidente que uno de ellos es un
impostor.
Valeria hablaba con tanta seguridad que me asombró. El efecto que
provocaba la comida en su cerebro era notable.
—Fijate, si no, en eso de la cabellera que tanto te impresionó. Dijiste
que uno de ellos, el que habías visto con Denker, se la arrancó, ¿no?
—Sí.
—Bueno, lo que el tipo se arrancó debe ser una peluca. Estaba
disfrazado para confundirte y quedarse con el medallón.
—Pero... ¿Cómo se enteraron de todos esos detalles? ¿Del lugar del
encuentro? ¿De la descripción del mensajero? —pregunté.
Esos interrogantes quedaron flotando algunos segundos, hasta que
las dos, casi en el mismo instante, exclamamos:
—¡El teléfono!
—Deben tenerlo intervenido y escucharon tu conversación con
Oliverio —agregó ella que, con una sonrisa satisfecha, señaló mi
pastafrola aún sin empezar.
—¿No es cierto que merezco tu porción?
—De ninguna manera —respondí, alejando el postre de su alcance—.
No es para tanto.
*
Si bien eran muchos los detalles oscuros en el caso, la charla con
Valeria y la posibilidad de ir resolviendo algunas incógnitas me
habían inyectado una sensación de optimismo. Después de todo, era
muy probable que la policía hubiese intervenido mi teléfono y que
el de la peluca fuese uno de sus hombres enviado a recuperar, lo que
para ellos era, una joya robada.
Decidí hablar con Denker. Había llegado la hora de intercambiar
figuritas y, además, tenía unas cuantas cosas que decirle. Por las
dudas no usaría nuestros celulares ni la línea de Cecilia, su casa
había resultado un refugio seguro y no podía arriesgarme a perderlo.
Buscamos el número de la policía en la guía, bajamos a la calle,
caminamos unas cuadras hasta un teléfono público y llamé.
—Policía Federal —me respondió una voz.
—Con el Inspector Denker, por favor.
—¿Con quién?
—Inspector Denker —repetí.
—¿Está segura que ese es el nombre? —volvió a preguntar, tras unos
segundos.
—Sí... —afirmé, aunque al escucharla comencé a sospechar que mi
optimismo sufriría un nuevo desengaño.
—Debe tratarse de un error —dijo la voz—. Aquí no hay ningún
Inspector Denker.
Era lo que temía. Cuando creía que ya nada podría sorprenderme en
este caso, otra vez sucedió. Mi optimismo inicial se desinfló, se
desplomó en la vereda y desapareció lastimosamente en las rendijas
de una alcantarilla.
Capítulo 6

Regresamos al departamento de Cecilia bastante desanimadas. Todo


lo que antes parecía haber recuperado una cierta consistencia, volvía
a internarse en las difusas profundidades de la incertidumbre.
Ahora no sólo ignoraba cómo comunicarme con mi cliente, tampoco
sabía dónde ubicar a Denker que, por otra parte, no era el policía
que había creído. Hasta era muy posible que ese ni siquiera fuera su
nombre.
Estaba, otra vez, a fojas cero. Con un cliente que era una leyenda, un
entrometido simulando ser lo que no era, una banda de forajidos
que había arrasado mi casa y, por si ello fuera poco, la cana me
buscaba.
El factor común de todo esto era el medallón, cuya naturaleza debía
ocultar algo que yo desconocía. Aunque ya había pasado por eso y
no había logrado nada, decidí volver a examinarlo.
Primero me concentré en el retrato de la dama. Igual que la otra vez,
no me dijo nada. Luego inspeccioné el engarce; parecía de plata y
tampoco era demasiado revelador. Tenía una serie de adornos con la
forma de una corona de laureles y, ahora que lo observaba con
cuidado, comprobé que su tallado carecía de la gracia y la delicadeza
de un trabajo artesanal, como si hubiese sido fabricado y terminado
a máquina, lo cual era improbable dada su antigüedad. La tapa
posterior era plana. Sólo tenía una pequeña inscripción, ilegible a
simple vista. Era insignificante y casi la paso por alto, pero recordé
los comentarios de mi padre acerca de lo minucioso que hay que ser
en esta profesión.
Sin demasiadas expectativas, busqué en los cajones del escritorio y
encontré una lupa. Al acercarla a la inscripción, su imagen ampliada
se transformó en seis caracteres. Eran seis letras ordinarias y
comunes. Tardé algunos instantes en unirlas para formar la palabra
que estaba leyendo, pero su significado era tan descabellado en ese
contexto, que me costaba creerlo. Hasta que por fin entendí y, recién
entonces, la sorpresa estalló en mi garganta.
—¡ES FALSO!
—¡¿Qué cosa…?! —se sobresaltó Valeria.
—¡El medallón! —insistí—. ¡Es falso!
—¿De qué estás hablando?
—¡Fijate! —le dije, alcanzándole el medallón y la lupa—. ¡Leé lo que
dice atrás!
Valeria hizo lo que le ordené y leyó en voz alta la inscripción. Al
principio con lentitud, ya que las letras eran muy pequeñas.
—Taaii...
Y luego, cuando comprendió, exclamó:
—Taiwan... ¿¡TAIWAN?!...
—¡Exactamente: Taiwan! —confirmé—. ¡¿Te das cuenta…?! El
mundo entero está tras una reliquia única y lo que tenemos es un
cachivache chino de los que debe haber millones.
Estaba furiosa. Lo primero que pensé fue que había sido engañada.
Que me habían entregado un falso medallón y que se habían
quedado con el verdadero en Nueva York. Claro que si aceptaba esta
hipótesis, también debía aceptar el fracaso de mi primera misión y
eso, para mi orgullo, era un carozo demasiado duro de tragar. Me
costaba reconocerlo. No podía admitir que los esfuerzos y peligros
corridos habían sido en vano. Tenía que haber algo más.
Con la ayuda de la lupa seguí inspeccionando el medallón. Al cabo
de media hora comprobé que, salvo la inscripción, no quedaba en su
exterior otra cosa de utilidad. Si había algo, debía estar adentro.
Sabía que no tenía ningún derecho a abrirlo, pero también sabía que
había sido engañada, timada y defraudada una y mil veces por todos
en esta historia, así que no veía por qué no seguir las mismas reglas
que ellos.
Entre la tapa posterior y el resto del medallón había una hendidura.
Saqué el pequeño cortaplumas de mi llavero, inserté allí el filo de su
hoja, la giré un poco y sin demasiados esfuerzos la tapa cedió. Al
abrirse, el artefacto taiwanés hizo un discreto ruido oriental y luego
se desarmó sobre la mesa en cuatro piezas. La corona de laureles del
marco, la tapa posterior, el retrato y una pequeña lámina traslúcida.
Las revisé una por una. El marco y la tapa no tenían nada por
dentro. El retrato, que había supuesto de porcelana, era en realidad
de un plástico grueso y tampoco tenía nada. Y la lámina, una especie
de protector del retrato, era transparente. Nada, no había hallado
nada.
Tras tomar un café con Valeria, que se había comido el chocolate
mientras yo trabajaba con el medallón, resolví armarlo.
Desalentada, puse las piezas en orden, hice una suave presión y
¡PLOP!, todo quedó en su lugar. Todo menos la lámina transparente
que continuó entre mis dedos. Me llamó la atención, porque me
pareció recordar que la había acomodado entre el retrato y el marco.
Volví a abrirlo y me aseguré de ubicarla en ese lugar. Una nueva
presión y el medallón cerró, como antes, sólo que la lámina seguía
suelta.
Intrigada, la apoyé sobre el retrato y descubrí la razón. Era más
pequeña que el marco. Me había equivocado al suponer que su
ubicación sería en el exterior. Originalmente había estado en el
interior del medallón. Pero en ese caso, ¿cuál era su función? Al
cabo de unos segundos, con creciente excitación, comprendí que no
tenía ninguna función. ¡Esa lámina había sido colocada allí con el
deliberado propósito de ocultarla!
*
Este asunto era una verdadera Caja de Pandora. Cada hallazgo traía
consigo un nuevo enigma más difícil de resolver que el anterior y, a
su vez, modificaba de tal manera las conclusiones a las que creía
haber llegado, que la única certeza que tenía era que nada era cierto.
Ahora no sólo debía enfrentar otra vez el juego con las reglas
cambiadas sino que, además, necesitaba descifrar un acertijo que
parecía ideado por la mente de un sádico, porque ¿hay algo más
desesperante que tratar de obtener una respuesta de una lámina
transparente?
Después de revisar todo lo que se puede revisar un pedazo de
plástico, plano, flexible, traslúcido, liso y delgado, me asaltó un
fuerte deseo de tirarlo a la basura.
Valeria, con buen juicio, sugirió un descanso y el descanso –no
podía ser de otro modo– consistía en tomar un té con las facturas
que habían sobrado del día anterior.
El sol del atardecer atravesaba la ventana y proyectaba su luz sobre
la mesa donde había apoyado la lámina que seguía, muda e
impasible, sin otra pretensión que ser lo que era: un pedazo de
plástico. Yo no podía dejar de observarla y, pese a saber muy bien
que las cuestiones de fe intervienen poco en estos asuntos, anhelé
con fervor que un milagroso hechicero invisible se apiadara de mí y
me iluminara para revelar el secreto.
En medio de ese delirio, un extraño fenómeno comenzó a ocurrir
delante de mis ojos. Aunque de entrada me negué a aceptarlo,
convencida de que no era otra cosa que mi propia imaginación, algo
estaba sucediendo. La superficie brillante de la lámina se estaba
cubriendo de imágenes y símbolos que brotaban, por arte de magia,
desde el vacío. Pensé en el hechicero invisible, pero lo descarté de
inmediato. Este caso tenía colmada su cuota de misterios
sobrenaturales para agregarle uno más.
Resuelta a no admitir más fantasías, estiré la mano para tomar la
lámina, pero en ese momento, como si hubieran adivinado mi
intención, las imágenes… ¡desaparecieron! Mi mano se paralizó por
la sorpresa en el gesto que había iniciado. Cuando logré reponerme,
tras unos instantes, la retiré. Los símbolos recomenzaron su juego
diabólico y volvieron a aparecer. Repetí la operación varias veces y
siempre pasaba lo mismo. Al aproximar mi mano al plástico, las
imágenes desaparecían, al alejarla, volvían a aparecer. Entonces
comprendí, no era nada mágico. En todos los casos, cada
acercamiento de mi mano se interponía entre la lámina y los rayos
que atravesaban, oblicuos, la ventana.
—¡ES LA LUZ…! —exclamé.
—¡¿Qué…?! —reaccionó Valeria que no podía creer lo que estaba
viendo.
Tomé la película con la otra mano, cuidando no interferir los rayos
del sol y esta vez no pasó nada. Los datos seguían ahí.
—Para leer las inscripciones hay que polarizar la luz —dije—. ¿Te das
cuenta?
—No.
—Fijate, es igual a la marca de seguridad de los billetes; sólo puede
verse si la luz le llega de costado.
Tomó la lámina y, recién al experimentarlo por su cuenta, lo celebró
con una sonrisa algo tonta.
No hubo más tiempo para festejar el hallazgo. Descartado el
componente sobrenatural, lo importante era saber qué demonios
estaba escrito. Por primera vez tuve la intuición de que estábamos
acercándonos al nudo real del caso.
La inscripción era muy legible. Decía: “SWISSCORP” y más abajo
tres letras: “R.G.B.”. Entre ambas, ocupando el centro de la lámina,
había una impresión digital grabada. Todo muy claro excepto su
significado que, sin embargo, por alguna razón, no me resultaba
desconocido.
De pronto, una pequeña chispa se encendió en un sector
adormecido de mi memoria.
—¡La revista! —exclamé.
—¡¿La qué... ?!
—¡La revista! ¡La Time que traje de Nueva York! Y corrí a mi bolso,
rogando que estuviera entre las cosas que había traído de mi
departamento.
Empecé a apartar, frenéticamente, remeras, medias y bombachas,
pero mis ojos fueron más rápidos y cuando, en la profundidad
oscura del bolso, se tropezaron con otros ojos, muy siniestros y
helados, yo ya sabía que estaban allí. Eran los ojos del finado jefe
del cartel de la droga que me miraban desde la tapa de la revista,
agazapado en las sombras, como debió de haber vivido. La tomé y
recorrí sus hojas con avidez, buscando lo que creía haber leído de
pasada hacía apenas unos días –ahora parecían siglos– mientras
esperaba el barco que me llevaría a la Estatua de la Libertad. De
repente lo encontré y un escalofrío me estremeció.
No me había equivocado. Aunque hubiese preferido que así fuera.
Consciente del significado aterrador de lo que acababa de leer,
levanté con lentitud la lámina para mirarla con los últimos rayos del
sol en un intento por demorar el instante de su confirmación. Pero
fue en vano, la prueba tan temida estaba allí, nítida e incontrastable.
Y sentí que un abismo profundo y oscuro se abría bajo mis pies.
*
—Estamos metidas en una guerra de narcos —dije, con la voz en un
hilo, procurando contener el miedo irracional que había comenzado
a dominarme.
El efecto de esas palabras no fue el que esperaba. Es que, en boca de
gente común, semejante afirmación suena tan irreal que, ni bien me
escuchó, Valeria lanzó una carcajada. Lo curioso fue que tampoco yo
pude contenerme. No podíamos parar de reírnos y todavía lo
hacíamos cuando, algunos segundos más tarde, logré decirle:
—Pero es cierto.
Vale, al principio, no me creyó. Pero cuando volví a insistir, la risa se
le congeló en la cara.
—¿De qué estás hablando? —preguntó, ya muy seria.
—Hace unos días, en Colombia, mataron al jefe de un cartel de la
droga...
—Sí, lo vi en la tele —me interrumpió—. ¿Pero eso qué tiene que ver
con nosotras?
—Ya vas a entender. El tipo dejó una fortuna increíble en una cuenta
bancaria en Suiza y se desató una guerra entre los narcos y varios
gobiernos para quedarse con el dinero. A esa cuenta sólo se puede
acceder mediante la lectura óptica de la impresión digital del finado.
—Pero si está muerto...
—Justamente —continué—. Los bancos siempre le entregan al
titular de esas cuentas una tarjeta para que, ante cualquier
eventualidad, otra persona pueda mover los fondos. Eso es lo que
todo el mundo está buscando. Se cree que la tiene un familiar que
logró escapar de Colombia. Los suizos se hacen los otarios con lo del
secreto bancario y no quieren decir ni el nombre del banco. Por eso
nadie sabe dónde está, ni cómo es la tarjeta. Pero escuchá esto:
“todos coinciden en que se trataría de una plaqueta con la
impresión digital del narco...”.
Levanté la lámina y la orienté para que Vale pudiera leerla.
—Fijate en las tres letras que están abajo. ¿Las ves?
—Sí —contestó.
—Bueno, el tipo se llamaba Raúl González Barbozo. Los colores
desaparecieron de su rostro. Aunque había entendido, una parte de
ella todavía se resistía a aceptarlo.
—Tal vez sea una casualidad...
Pero la coincidencia era demasiado abrumadora para considerarla
una casualidad. Las tres letras que figuraban en la parte inferior de
la lámina eran: R.G.B., exactamente iguales a las iniciales del
mafioso.
*
Arrojé la plaqueta sobre la mesa como si se tratara de una brasa
ardiendo. La sola idea de tocar el mismo objeto que había pasado
por las manos de Barbozo me resultaba repulsiva. Había algo
perverso en ella. Pese a yacer solitaria e indefensa bajo la rojiza luz
del atardecer parecía irradiar un resplandor helado y desafiante.
Casi podía sentir la presencia del mal desprendiéndose del rastro de
la carnadura de ese hombre, aún cuando ya estuviera muerto.
Oliverio, o como se llame, había sido muy hábil para aprovecharse
de mi inexperiencia. Me había hecho recorrer medio continente,
sembrando mis huellas, con nombre y apellido, en todos y cada uno
de los episodios comprometedores de este asunto. Si se me ocurría
acudir a las autoridades, lo único que tendría sería una historia
fantástica acerca de su identidad con la que, en el mejor de los
casos, me aseguraría un encierro con pensión completa en una
institución de salud mental. Me había tendido una trampa de la que
no tenía escapatoria posible, a menos que consiguiera una prueba
concreta de su existencia para llevarle a la policía. De otro modo
seguiría acorralada, igual que una presa a la espera de ser atrapada.
Y esa era una sensación que me desagradaba profundamente.
*
—Es hora de cenar —dijo Vale, de repente, con la firmeza de quien
enuncia una verdad universal inapelable.
Era evidente que ni siquiera la amenaza de peligro inminente
alteraba la solidez de sus principios, así que no opuse resistencia.
Por otra parte, ya había empezado a acostumbrarme a la regularidad
de sus hábitos y tenía hambre.
Nos arreglamos como si fuera la última salida de las condenadas y
partimos. En realidad era algo temprano todavía, así que decidimos
dar unas vueltas en auto para hacer tiempo.
A pesar de las razones que tenía para estar preocupada, no pude
sustraerme al encanto de la ciudad al atardecer. Ese espíritu de
celebración vital flotando entre la gente que llena las calles, al salir
del trabajo, y el deambular de los automóviles relucientes bajo las
luces que, desafiando a la oscuridad misteriosa y azulada del
anochecer, empiezan a encenderse en edificios y letreros luminosos.
De pronto algo interrumpió mi ensoñación urbana. Algo que había
visto y había atraído mi atención. Al principio no pude determinar
de qué se trataba, pero luego de unos segundos comprendí.
—¡LOS LETREROS...! —exclamé.
—¡¿Qué…?! —se asustó Valeria.
—¡Los letreros! —insistí—. ¡Hay algo en los letreros...!
—¿De qué estás hablando?
—Pasamos tres obras con el mismo letrero.
—¡¿Y...?!
—Creo que es el mismo que vi en la demolición de la casa de
Oliverio. ¡Volvé…!
Tras una riesgosa maniobra logró girar en la siguiente esquina y –a
juzgar por los gritos y bocinazos– encolerizar al resto de los
conductores que quedaron en el camino. Pasamos de nuevo por las
calles que habíamos recorrido antes y confirmamos que, en efecto,
los letreros de esas obras eran iguales. Anunciaban la construcción
de un edificio y, en cada caso, el único dato que existía de los
responsables era una dirección en Flores y un teléfono. Era,
precisamente, el celular de la arquitecta antipática con la que yo
había hablado hacía unos días.
Postergamos la cena y nos dirigimos al pasaje de Palermo. La obra
estaba muy avanzada y el cartel era idéntico a los otros. Después
fuimos a la oficina de la empresa en Flores. Pero no había ninguna
empresa, ni oficina, ni nada. En esa dirección sólo había un terreno
vacío con un letrero similar a los demás.
—No tienen oficinas —dijo Valeria—. ¡Con todos esos trabajos...! ¡Es
rarísimo...!
Su comentario y el descubrimiento macabro que habíamos hecho
acerca de la lámina transparente me dieron una idea.
—A menos que no quieran tener oficinas...
—¿Por...?
—Pensá. Son muchas obras. Podría ser que el dinero que mueven no
sea legítimo. Cuando le pregunté a la arquitecta quién era su cliente,
ella se puso muy nerviosa y después me dijo que era un banco. En
los letreros no aparece ninguno. ¿Conocés algún banco que
desperdicie semejante oportunidad publicitaria…?
—No.
—Si a eso le sumamos la historieta del sereno con los aparecidos
que me contó, tenemos una arquitecta que, además de antipática, es
mentirosa.... ¿Por qué miente la arquitecta?
Por unos segundos, ese interrogante quedó flotando como una
burbuja luminosa en la pequeña atmósfera del auto. Su luz no era
muy fuerte todavía, pero sí suficientemente alentadora para
ilusionarnos.
—Habrá que preguntárselo —se entusiasmó Valeria, poniendo en
marcha el auto.
—Ni más, ni menos —respondí, consciente de que había llegado la
hora de empezar a dar golpes en lugar de recibirlos.
La presa abandonaba la madriguera para transformarse en cazadora.
Capítulo 7

A la mañana siguiente, bien temprano, pusimos en marcha un plan


diseñado paso a paso durante la cena. La arquitecta era el objetivo
inicial. Tras el ineludible desayuno, buscamos un teléfono público y
marqué su celular.
—¡¿Quién es?! —respondió de inmediato con su malhumor habitual.
Su tono de voz resultaba más intimidatorio a esa hora, pero la
conocía y estaba preparada.
—Tribunal Municipal de Faltas —mentí con un pañuelo en el
micrófono—. La llamo por una obra en Palermo, en el pasaje....
—¡Sí, sí! ¡Ya sé dónde es! —me interrumpió, impaciente—. ¿Qué
pasa ahora?
—Pasa que hay un problema con la habilitación.
—¡¿De qué está hablando?! ¡Si tengo todos los permisos en orden...!
—Todos no —precisé con satisfacción burocrática—. Falta el de
edificios históricos.
—¡¿Edificios históricos?! —reaccionó—. ¿Y eso de dónde salió?
—Está en el Código Urbano, arquitecta. Lo lamento pero voy a tener
que detener la obra.
—¡¿Cómo que detener la obra?! —me quiso devorar—. ¡Escúcheme
señorita! ¡Yo ya arreglé todo con Bermúdez, así que pónganse de
acuerdo entre ustedes!
Mi actuación había funcionado.
—No sé quién es Bermúdez, ni qué quiere decir con eso de “arreglar”
—dije.
Lo primero era cierto. En cuanto a lo otro, tenía una idea bastante
aproximada. Era justo lo que había esperado.
—Vea arquitecta. Tiene dos caminos. O nos vemos en el Tribunal o
nos encontramos las dos para “arreglar” esto.
—¡Ah…! ¡Eso era...! —se tranquilizó—. Está bien, entonces. ¿Dónde?
—En el bar de Serrano y Honduras, en una hora.
—De acuerdo —aceptó—. En una hora.
No preguntó mi nombre ni cómo me reconocería. La arquitecta
debía estar muy acostumbrada a este tipo de negocios.
*
El bar quedaba frente a la plaza Cortázar y estaba casi desierto. No
había nadie tras la barra y, al fondo, un flaco con cara de no haber
dormido en varios días aparentaba acomodar las mesas. Creo que
nunca se enteró de mi presencia. Había dejado a Valeria afuera, con
la misión de hacer sonar mi celular si veía algo extraño. Todavía
estaba fresco el recuerdo de la otra plaza, no muy lejana, y no quería
sorpresas.
Le hice señas al flaco para que me trajera un café, pero fue inútil, no
me vio. Lo que estaba allí era sólo un envase. Su mente lo había
abandonado y flotaba a la deriva en un blues nostálgico como un
tango.
Minutos más tarde, un taxi depositó a la arquitecta en la puerta. Un
par de vigorosas zancadas la pusieron dentro del bar y el pacífico
clima del lugar se electrizó. Cuando me vio, su marcha se detuvo
con la misma violencia que había empleado para entrar.
—¡¿Usted…?! —dijo, desconcertada—. ¡¿Qué hace aquí?!
—La estoy esperando —respondí.
—¡Fue usted la que llamó!...
—Brillante deducción —la interrumpí—. Siéntese. Tenemos que
hablar.
Le acerqué una silla, pero la mujer no se sentó. En lugar de eso hizo
el amago de marcharse.
—¡No tengo nada que hablar con usted!
—Yo creo que sí. No la va a pasar nada bien si publico lo que
averigüé —repliqué.
Eso logró despertar su curiosidad.
—¿Qué cosa...?
Había llegado el momento de subir la apuesta. Sabía que mi teoría
no era más que eso, una teoría, pero era lo único que tenía.
—Lo del dinero —dije.
—¿Qué dinero?
—El que financia las obras. Sus obras.
—No sé de qué está hablando...
—Lo sabe muy bien... Estoy hablando de lavado de dinero.
El impacto fue inmediato. La mujer se transfiguró y miró a su
alrededor, temerosa de que alguien me hubiese escuchado. Pero allí
no había nadie más que nosotras dos, salvo el flaco, claro, aunque
para el caso daba lo mismo. Eso pareció tranquilizarla. Ensayó un
intento poco convincente de rechazar la imputación, pero no le di
tiempo.
—Termínela. Lo sé todo, así que no se esfuerce. No vale la pena...
Bajó la cabeza y comprendí que había dado en el clavo. Sin embargo,
no permití que el menor gesto de alivio se asomara a mi rostro y
mantuve la misma expresión de dureza que había empleado desde el
comienzo. Todavía quedaba mucho por delante. Ahora que la
situación había sido expuesta, el riesgo era mayor y ella no tardó en
confirmarlo.
—Usted no sabe en lo que se está metiendo.
—Ya estoy metida —respondí—. Lo que quiero es salir...
—No hay salida. Con estos tipos no se juega. Cuando se enteren su
vida no valdrá un centavo.
—Se imaginará que no vine sin tomar mis precauciones —mentí—.
Si algo me pasa medio mundo leerá mi nota en Internet.
—¿Si está tan segura de lo que tiene, por qué no fue a la policía? —
me desafió.
—Porque gracias a ustedes para ellos soy una sospechosa y no
quiero quedar pegada. Necesito que me dé algunas respuestas.
—¿Y qué le hace pensar que voy a dárselas?
—Usted es la más comprometida —la amenacé—. Si no lo hace, la
denuncio.
Debo haber tocado un nervio sensible, porque a la mina parecieron
caerle cien años encima. De repente su arrogancia se desinfló, cayó
despatarrada sobre la silla y me miró como una comadreja asustada.
—Empiece con el bolazo del sereno y los aparecidos... —dije.
Era evidente que le costaba, pero sabía que no tenía otro remedio.
Tomó aire y empezó a hablar.
—Está bien. El fin de semana pasado él me llamó.
Me moría por preguntarle quién era “él”, pero no podía hacerlo sin
revelarle que todo lo que yo tenía era una cortina de humo.
—Dijo que había comprado otro terreno —prosiguió— y me ordenó
que vaciara la casa para iniciar la demolición el lunes...
—¿La del pasaje? —pregunté.
—Sí, la del pasaje. Además me hizo un encargo bastante extraño —y
entonces me miró—. Tenía su foto.
—¿Mi foto? ¿Quién tenía mi foto? —exclamé.
—¡Él! ¡Barbozo! ¡¿Quién va a ser…?!
Lo dijo con tanta espontaneidad que casi la beso de alegría. Si no se
hubiese tratado de ella, quizás lo habría hecho. Los instantes que
siguieron fueron una prueba para mí, tuve que hacer un esfuerzo
para disimular mi entusiasmo. Había logrado conocer el verdadero
nombre de mi cliente y era nada menos que Barbozo, posiblemente
el familiar del traficante que había huido de Colombia con el secreto
del que hablaba la revista.
—¿Para qué le mostró mi foto?
—Me dijo que si usted aparecía tenía que contarle esa historia...
—¿Y de dónde sacó la leyenda de Oliverio?
—Alguien se la contó y decidió aprovecharla —respondió—. Parece
que en su juventud fue actor, así que no le costó demasiado
disfrazarse.
Recordé su actuación en la casona, pero me no me detuve a
elogiarla.
—Pero si se tomó tantas molestias, ¿por qué desapareció cuando
volví de Nueva York?
—No desapareció —corrigió ella—. Lo desaparecieron...
Creí que el mundo se me venía abajo. Ahora que había descubierto
quién era, lo último que esperaba era eso.
—¡¿Cómo que lo desaparecieron…?! ¿Quiere decir que lo...?
—No. Todavía no. Lo que pasa es que los socios de Baltasar...
—¿Baltasar?
—Barbozo —aclaró ella—. Se llama Baltasar Barbozo. Algunos
sospecharon que él pensaba quedarse con el medallón y lo
secuestraron.
A eso tampoco lo esperaba, pero calculé que, si manejaba bien los
hilos, la situación actual podría favorecer mis planes.
—Bueno. Dígales que lo dejen en paz hasta que arregle el despelote
que me armó con la policía.
—¿Ah, sí…? —replicó—. ¿Y por qué cree que harían algo así?
—Muy simple, porque quieren el medallón. Y yo lo tengo.
Sus ojos pequeños me miraron con un rápido destello de avaricia y
una gota de transpiración empezó a descender lentamente por el filo
de su nariz.
—Mire. Yo no sé para qué quieren ese medallón —mentí otra vez—.
Pero no me importa, no es cosa mía. Lo que yo quiero es sacármelo
de encima y quedar limpia.
—De acuerdo —dijo—. Démelo y asunto terminado.
—¿Me toma por idiota? Al único que se lo voy a entregar es a
Barbozo con sus socios de testigos. Pero antes él tendrá que firmar
una declaración liberándome del lío en que me metió.
—Imposible. Con Morales pisándoles los talones no van a querer
arriesgarse.
La ligereza de la mina para lanzar nombres era prodigiosa. No me
gustaría tener que confiarle un secreto.
—¿Quién es Morales?
—¡Un cana…! —exclamó con una mueca de disgusto—. ¡Un perro
rabioso obsesionado con nosotros…!
—¡Ese es su problema! —reaccioné—. ¡Se hará como yo digo o
despídanse del medallón!
Sus párpados se entrecerraron en un mohín lastimero, supongo que
reprochando mi falta de sensibilidad, pero cuando comprendió que
no estaba dispuesta a ceder los volvió a abrir y sus ojos
reaparecieron. No sé qué me desagradaba más.
—Tendré que consultarlo —dijo, en el preciso instante en que la gota
de transpiración había llegado al extremo de su recorrido nasal y se
detenía colgando, temblorosa, sobre el vacío.
—No tiene otra opción. Las condiciones no son negociables. Si no
aceptan, le haré una visita a “su amigo” Morales.
La mina no lo pensó demasiado.
—Está bien, ¿cómo me comunico con usted? —afirmó con un
movimiento de su cabeza.
Un movimiento triunfal para mí, pero letal para la gota que, con un
estremecimiento, se separó de la punta de la nariz y se precipitó en
silencio hacia la mesa. Preferí no mirar el golpe final. Ya había
tenido bastante con esa mujer.
—No se preocupe por eso. Yo tengo su teléfono —dije.
Por el momento no había nada más que hablar. Nos levantamos y
salimos de allí sin saludarnos.
En el fondo del bar, el flaco seguía ausente en su blues
interminable. Lo envidié profundamente.
Capítulo 8

Una cierta fatalidad parece pesar sobre el destino de la calle Lafinur.


Su breve recorrido se desvanece, hacia el Noreste, buscando un río
al que nunca encuentra. Y hacia el otro lado, sus ambiciones —si es
que alguna vez las tuvo—se estrellan contra el Jardín Botánico que
se levanta, como una muralla vegetal, empecinado en resistir su
avance de asfalto y de cemento. Por esta razón sólo hay dos
esquinas allí. Ese fue el lugar que elegí para terminar esta historia.
Sólo que yo nunca puse un pie en ninguna de ellas.
Mi elección no les gustó demasiado, pero no les di la menor
oportunidad de discutirlo. Yo tenía todos los ases y ellos lo sabían.
—A las cinco de la tarde —dije, y corté.
*
La visión de las dos esquinas era perfecta desde mi observatorio.
Había llegado mucho antes para vigilar el escenario. Si bien el plan
se estaba cumpliendo sin contratiempos sabía que, a medida que la
hora se acercara, el peligro iría en aumento. La experiencia de estos
días me había enseñado a no confiar en nada y descontaba que
intentarían alguna jugarreta conmigo.
Durante la primera hora no sucedió nada extraño. El calor no daba
señales de ceder y la gente se apresuraba en el inútil afán por
dejarlo atrás. Los autos y colectivos, urgidos en su habitual
compulsión por llegar a alguna parte, aportaban una dosis de
exasperación a la atmósfera que parecía a punto de estallar…
Respiré hondo. Los nervios me estaban poniendo demasiado
dramática.
En realidad nadie se detuvo en el sitio señalado hasta las cuatro.
Recién entonces se encendió la primera alarma.
Un gordo, dividido en dos por un cinturón que se desesperaba por
afirmar su identidad sobre una inexistente cintura, apareció en el
centro de la escena. A juzgar por el uso que le daba a su pañuelo,
pude advertir que transpiraba mucho. Además miraba hacia todas
partes.
¿Buscaba a alguien? ¡¿A mí…?!
Su actitud cautelosa no hizo sino acentuar mi inquietud. Se había
ocultado tras un árbol en un patético esfuerzo de cubrir su
humanidad que desbordaba ambos lados del tronco. No le saqué los
ojos de encima y cuando ya estaba evaluando las escasas
posibilidades que hubiese tenido en un enfrentamiento con él, algo
sucedió. De uno de los edificios salió una pareja joven. El hombre,
un rubio alto y muy esbelto, se despidió de su compañera con un
rápido beso y tomó un taxi. Casi de inmediato, el gordo salió de su
escondite y se dirigió hacia la mujer. Su desplazamiento era
amenazador y pensé en uno de tantos actos violentos que, día a día,
llenan los diarios y noticiosos.
Lo que siguió, sin embargo, superó todas mis expectativas.
La mujer lo vio llegar y en vez de adoptar una postura defensiva
ante el inevitable encontronazo, se abalanzó sobre el presunto
agresor... ¡y lo besó apasionadamente! Luego, furtivos, miraron
hacia donde se había alejado el rubio y entraron al edificio, vaya a
saber con qué propósitos. Y si bien, dadas las evidencias, no era
difícil imaginarlo, la experiencia me acababa de enseñar que lo
aparente es sólo parte de la realidad. Aunque quizás el rubio no
hubiese opinado lo mismo de haber tenido la oportunidad de
presenciar lo que yo vi. Pero no la tuvo y todos contentos. Él, feliz
en su ignorancia, y los otros dos, más felices de que así fuera.
Pequeñas historias de la gran ciudad. En cuanto a la mía, había
resultado una falsa alarma. Volví a mi vigilancia con la esperanza de
que mis sospechas acerca de una celada fueran también falsas.
Minutos antes de las cinco comprendí que no lo eran. Un verdadero
ejército de tipos muy desagradables empezó a invadir la zona. Era
esa clase de gente con la que una jamás quisiera tener nada en
común. Se dispersaron igual que un enjambre de cucarachas y
formaron un círculo alrededor del lugar. Saltaba a la vista que no
habían llegado para disfrutar el tibio aire del atardecer. La piel se me
erizó de sólo pensar que estaban allí por mí, sobre todo cuando uno
de ellos, el melenudo del impermeable verde que había visto días
antes en Plaza Italia, se ubicó a escasos metros de mi escondite.
Hasta ahora no había descubierto a Barbozo. Pero no tuve que
esperar demasiado. Tan pronto terminaron de ocupar sus
posiciones, un auto se detuvo en una de las esquinas. La puerta
trasera se abrió y entonces, junto a la inefable arquitecta, lo vi.
Tenía el pelo más oscuro, pero sin ninguna duda se trataba de él. No
era ningún fantasma. Ahí, en carne y hueso, custodiado por sus
desconfiados socios, se hallaba mi escurridizo cliente.
Había llegado el momento de actuar.
*
Yo estaba justo frente a las dos esquinas, del otro lado de la Avenida
Las Heras. Más precisamente dentro del Botánico, semioculta entre
las plantas, tras el cerco alambrado que me separaba de la vereda... y
de ellos. Decidí aprovechar la presencia cercana del melenudo y le
hablé con una voz que hasta a mí me dio miedo.
—¡No te des vuelta o te reviento!
El tipo se paralizó. Debía estar acostumbrado a este tipo de
amenazas porque la creyó. Me pregunté cuántas veces las habría
hecho y cuántas las habría cumplido.
—Decile a Barbozo que venga... ¡solo! —dije—. Vos quedate con los
otros. Si veo que alguno se mueve de ahí, olvídense del medallón.
¡Ahora, andá!
Temí que hubiese percibido que yo estaba mucho más asustada que
él, pero al parecer ni siquiera lo sospechó.
Sin volver la cabeza, empezó a caminar. Primero con lentitud y
después casi corriendo. Al cruzar la avenida los colectivos no lo
atropellaron de milagro. Al fin llegó. Varios de los matones se le
aproximaron y, tras escucharlo, miraron hacia mi guarida. Estaban
furiosos, había logrado sorprenderlos, y eso no entraba en sus
planes. Su despliegue táctico había resultado inútil; los accesos al
Botánico estaban demasiado alejados de allí para alcanzarme. El
que, en apariencia, era el jefe de la pandilla, un petiso fornido con la
piel verdosa, le dijo algo a Barbozo y este se puso en marcha.
Todo estaba funcionando al pie de la letra.
Cuando lo tuve delante pude observarlo mejor. Estaba muy
nervioso, lo cual era comprensible; un par de moretones en la cara
testimoniaban los sentimientos que había despertado en sus
compinches.
—Bueno, ya sabe cómo son las cosas. ¡El medallón…! —dijo, con la
mano extendida.
—Primero su declaración —respondí, y saqué del bolsillo un
bolígrafo y un papel doblado en cuatro.
—¡No hay tiempo para eso…! ¡A ellos no les gusta esperar…! —
señaló a los mafiosos que nos miraban desde la otra vereda.
—Firme donde está su nombre —lo ignoré y le pasé el bolígrafo con
el papel doblado entre los alambres del enrejado que nos separaba.
Molesto, tomó la hoja y la leyó.
Yo, Baltasar Barbozo, utilizando una falsa identidad,
contraté a Jose Zack para ingresar al país un medallón de
plata desde Estados Unidos, ocultándole su verdadero
origen.
Baltasar Barbozo
El tipo pareció dudar, pero bastó que le mostrara el medallón para
hacerle brillar los ojos de codicia y sus dudas se evaporaron. Apoyó
el papel en la pierna, lo firmó e hicimos el intercambio.
No bien tuvo la joya en su poder, comenzó a forcejear con uñas y
dientes la tapa posterior, momento que aproveché para consumar la
siguiente fase de mi plan. Evité los sectores de la hoja que él había
tocado, para no borrar sus impresiones digitales, y completé el
documento en el espacio que, deliberadamente, había dejado en
blanco antes de su firma.
Cuando logró abrir el medallón, exclamó:
—Pero… ¡Está vacío…! ¡Aquí falta algo!
—¡Ah! ¿Eso... ? —respondí—. Bueno, aunque de eso no habíamos
hablado también me ocupé... Pero mejor léalo usted, así podrá
explicárselo a sus amigos.
Y le mostré el papel, ahora con el texto completo, a través de la reja.
Apenas lo leyó, su rostro se desencajó.
—¡Pero no...! ¡No…! ¡Me van a linchar...!
—No sea pesimista… ¿Por qué no les cuenta una de sus historias?
Tal vez se la crean y se salva. Al fin y al cabo conmigo le funcionó.
A Barbozo mi ironía no le hizo ninguna gracia. Por el contrario,
enloqueció de rabia. Desesperado, trató de saltar el cerco que nos
separaba, pero fue en vano; la malla metálica era demasiado cerrada
para escalarla.
—¡Maldita...! —gritaba, fuera de sí—. ¡Te voy a reventar…!
¡Maldita...!
—Yo, en su lugar, no perdería el tiempo... —dije y señalé a sus
espaldas.
La arquitecta, el verdoso y su iracunda compañía habían
abandonado la esquina y cruzaban la avenida, mostrando sus
dientes igual que una jauría de bestias salvajes. Barbozo giró la
cabeza y no tardó en aceptar mi consejo. La última vez que lo vi,
huía perseguido por su propia pandilla. Los dejé librados a su
destino. Yo tenía otras cosas que hacer.
*
El parque estaba casi desierto. Los árboles que bordeaban los
senderos, únicos testigos inmutables de lo que había sucedido, me
contemplaban desde la serena belleza de su altura, como
recordándome que estaban másallá de las pequeñas miserias de los
hombres. Hacían bien.
Por mi parte, yo estaba muy excitada. Todo había resultado perfecto.
Sólo me quedaban unos cuantos metros más para llegar a la salida
principal y cruzar a la Comisaría que está enfrente. Allí me había
citado con Morales, el policía tan temido por la arquitecta. Lo había
llamado hacía unas horas y se había comprometido a aguardarme en
la puerta de la seccional. Sin embargo, junto a los invernaderos, creí
sentir unos pasos. Rogué que fuera mi imaginación. Estaba sola y la
posibilidad de que uno de los mafiosos hubiese logrado saltar el
cerco me aterrorizó. Sin detenerme, giré la cabeza y lo que vi fue
mucho peor. A muy poca distancia, se aproximaba corriendo el caos
personificado.
Era Denker. Ya había aprendido que su presencia venía asociada al
peligro y traté de evadirlo. Pero él fue más veloz.
—¡Jose! ¡Esperá que te explique...! —empezó a decir, pero antes de
que pudiera concluir, un tsunami arrollador nos cayó encima.
Era Valeria, que había surgido de la nada y se había precipitado
sobre ambos, derribándonos en medio de un cantero de ligustros
australianos.
No habíamos alcanzado a recuperarnos de la sorpresa, cuando a
nuestro alrededor estallaron unos alaridos ensordecedores.
—¡AHORA…! ¡QUE NO ESCAPE…! ¡AGÁRRENLO…! Y, en menos de
un instante, varios uniformados atraparon a Denker y se lo llevaron
sin darle tiempo a reaccionar.
—Tranquila. Soy Morales —me aclaró uno de ellos, vestido de civil.
Cruzamos una mirada con Valeria y fue suficiente. Ella desapareció
de allí con la misma rapidez con que había llegado.
*
Al rato, todo volvió a la normalidad y salimos del parque. Los
árboles insistían en ignorarnos. Las mezquinas pasiones de nuestra
especie no lograban conmoverlos.
Abandoné el Botánico acompañada por Morales y uno de los policías
que había participado en mi rescate. Necesitaban mi declaración y
pensé que nos dirigíamos a la Comisaría, pero no tardé en advertir
que caminábamos en otra dirección.
—¿No vamos a la Comisaría? —pregunté.
—No —respondió Morales—. Los de Narcóticos tenemos otras bases
de operaciones.
En ese momento sonó su celular. Lo atendió y sólo dijo:
—Sí. Todo en orden. Vamos para allá.
Después cortó, y entramos al edificio. La base de operaciones era un
pequeño departamento que, más que una dependencia policial,
parecía un sórdido aguantadero. Un par de habitaciones mal
iluminadas, algunas sillas, una mesa y una cama sin sábanas. Nada
más. Sin dudas, ese era un mundo que yo desconocía, pero ya no
tenía por qué preocuparme. La misma arquitecta me había dado el
nombre de su perseguidor más implacable. Y él estaba conmigo.
Entramos en uno de los cuartos y me dejé caer en una silla. Estaba
muy agotada por la tensión vivida, mis músculos se empezaban a
relajar y me costaba coordinar los pensamientos. Casi adormecida,
hundida en las brumas de un sopor caliente y húmedo, escuché que
Morales me hablaba.
—Bueno piba, dame la lámina —decía.
Antes de que pudiera responderle, se abrió la puerta y la vorágine de
una pesadilla de nunca acabar reapareció ante mis ojos. Los cerré
con fuerza con la ilusión de borrar esa odiosa imagen recurrente,
pero fue inútil. Cuando volví a abrirlos, seguía allí. La arquitecta y el
petiso verdoso, igual que dos sombras espectrales, estaban entrando
a la habitación.
El petiso, encendiendo un cigarrillo, le preguntó a Morales:
—¿Y...? ¿Ya te la dio?
Morales, que no hizo el más leve gesto de sorpresa, le respondió con
docilidad:
—Todavía no. En eso estaba...
No podía creer lo que estaba sucediendo. El policía supuestamente
obsesionado con atraparlos, en lugar de saltar sobre ellos les estaba
dando explicaciones.
—¡Pero…! ¡¿Qué le pasa, Morales?! —exclamé—. ¡¿No se da
cuenta…?! ¡Son ellos!
Los tres me miraron como si fuera un mosquito a punto de ser
aplastado. La boca de la arquitecta se estiró hasta dibujar una
parodia de sonrisa triunfal y dijo:
—No te gastes. Morales sabe muy bien quienes somos. Yo te advertí
que con nosotros no se juega. Ahora es tarde. Estás jodida.
—¡Pero usted me dijo que él...!
La mueca de su boca se estiró más aún, confiriéndole al rostro un
aspecto espeluznante.
—Y vos me creíste...
Entonces comprendí. Había estado jugando conmigo. Morales había
sido la carnada que yo había tragado con anzuelo y todo. Era uno de
ellos. La celada que creí tenderles formaba parte de una trama
mucho mayor de engaños y simulaciones a la que nunca tuve la
menor posibilidad de acceder y en la que llevé la peor parte.
Había caído en mi propia trampa.
*
La voz del verdoso vibró en el aire espeso de la habitación con un
acento extraño. Sólo dijo:
—Regístrala.
Era una orden, pero no había emoción en ella. Calma y a la vez
terminante, la suya era una voz neutra, despojada de todo posible
sentimiento, acostumbrada a mandar y a ser obedecida.
La arquitecta obedeció. Metió sus manos en los bolsillos de mi
vaquero, pero no encontró lo que buscaba.
—¡No está...! ¡Dónde la metiste…! —me gritó, sacudiéndome por los
hombros.
—¡Ya no la tengo, imbé...! —le respondí desafiante, pero no pude
terminar. Un chasquido inesperado restalló en el cuarto. La cabeza
empezó a darme vueltas, y mis ojos, nublados por un destello
enceguecedor, casi se salieron de sus órbitas. Una sensación
ardiente me laceró la mejilla y el amor propio. La zorra me había
pegado una bofetada y eso no quedaría impune. Mi puño, impulsado
por una fuerza desconocida, trazó una rápida curva en el aire y se
incrustó en el centro de su cara. Un crujido horrible me indicó que
había dado en el blanco. La arquitecta trastabilló sorprendida y
luego, lanzando un alarido, se llevó las manos a la nariz que había
comenzado a sangrar. Su perfil de comadreja ya nunca sería el
mismo.
—¡Basta! No tengo tiempo para idioteces —exclamó el petiso,
apartándola—. ¡Morales, ocúpate!
El policía, que se había mantenido sentado, levantó su trasero de la
silla y se acercó. Tenía una mirada siniestra y en ella comprendí el
verdadero significado de lo inevitable. Supe que había llegado a un
límite sin salida y una desacostumbrada sensación de desamparo se
apoderó de mí. Sentí impotencia, pero no miedo. Eso vino después,
cuando Morales, luego de cerrar la tenaza de su mano sobre mi
brazo, le pidió el cigarrillo al verdoso. Lo aproximó a mi muñeca y
con aplomo profesional, casi aburrido, como quien describe
maquinalmente los pormenores de un procedimiento habitual, dijo:
—Esto es sólo el comienzo...
No había apoyado la brasa del cigarrillo sobre mi piel y su calor ya
era insoportable. Obedeciendo a un impulso reflejo quise retirar el
brazo, pero sus dedos se apretaron con más fuerza. Cerré los ojos de
nuevo y me preparé para lo peor.
La arquitecta tenía razón. Estaba jodida. Bien jodida.
Capítulo 9

Lo primero que sentí fueron gritos, un fogonazo, seguido por más


gritos, la puerta destrozada... y mi brazo inexplicablemente liviano.
Había algo que no encajaba; eso no era lo que había esperado. Con
mucho miedo me animé a abrir los ojos.
La habitación era un pandemonio. En un par de segundos se había
llenado de gente armada y una verdadera batalla campal se estaba
desarrollando a mi alrededor. Pero la única preocupación que tuve
en ese instante fue mi brazo. Lo miré y, salvo la marca de los dedos
de Morales sobre mi piel, no había nada. Él tampoco estaba.
Cuando intenté levantar la mirada para buscarlo, todo se puso
negro. Un grandote se me había tirado encima y juntos caímos al
suelo. Ya era el colmo. Decidí que esta vez no les resultaría tan fácil
y empecé a patearlo y a pegarle como si en ello me fuera la vida. Y
por cierto que eso era mucho más que una expresión figurada.
Enseguida se le sumó otro tipo, aunque sin tocarme. Este me
hablaba. Me costaba entenderlo porque, además, empleaba un tono
tan respetuoso que, dadas las circunstancias, no hacía sino
confundirme aún más.
—¡Señorita! ¡Cálmese, por favor! —logré escucharlo en medio del
griterío—. ¡El oficial Denker la está protegiendo!
No podía creer lo que había dicho. ¡¿Denker, de nuevo…?!, pensé.
Justo en ese momento tenía al grandote agarrado del pelo y se lo
tiré con fuerza. Él, dolorido, echó la cabeza hacia atrás y pude verle
la cara. Me costaba aceptarlo, pero era verdad. Era la cara de Denker
que volvía a reaparecer. Ahora, encima de mi cuerpo.
—¿Qué hacés vos acá? —le pregunté sin aflojar la mano.
—¿Me podés soltar el pelo, por favor? —pidió con la cabeza torcida.
—¿Sí...? —sugirió, ansioso, el que me había estado hablando, un
policía que, junto a varios otros, nos observaba—. Ya está todo bien
—agregó para convencerme.
Una rápida mirada en torno me hizo comprender que, en efecto, el
alboroto había concluido y que mi posición era, cuanto menos,
ridícula. Estaba tendida en el suelo, boca arriba, con las piernas
abiertas y Denker en el medio, rodeándome con sus brazos. Aflojé
de inmediato mi mano y él, de un salto, se apresuró en ponerse de
pie. Con la ayuda del ansioso, hice lo mismo, procurando recuperar
mi compostura lo más dignamente posible.
—¿Alguien tiene un cigarrillo? —dije, como si nada hubiera pasado,
y un montón de manos solícitas me lo ofrecieron. Tomé uno, lo
encendí de la llama más cercana y, con la mayor naturalidad del
mundo, lo tiré al piso. Nunca sabré por qué lo hice. Jamás he
fumado.
*
La calle era un hervidero de policías y patrulleros cuyas balizas
iluminaban con luz intermitente el anochecer caluroso de Palermo.
Morales, la arquitecta y el verdoso, esposados, ocupaban distintos
asientos traseros. En un momento ella me miró. Me hubiera
gustado decirle que conmigo tampoco se juega, pero me pareció
innecesario. Todavía le sangraba la nariz y eso era suficiente. Preferí
verlos partir en silencio.
Cuando se alejaban, llevándoselos de mi vida para siempre, advertí
que Denker seguía a mi lado con su cara de ángel llena de
magullones y de incógnitas.
—¿Ahora me vas a decir quién sos? —le pregunté, con la voz muy
cansada.
—Ya te lo dije —respondió—. La primera vez. ¿Te acordás…?
—Me acuerdo, pero en la policía dijeron que no te conocían.
—Eso es cierto… a medias —afirmó, misterioso.
Después de todo lo que había pasado, no estaba para juegos
enigmáticos ni para frases ingeniosas. Lo único que quería era irme
a mi casa, llenar la bañadera y sumergirme un par de horas, o de
días, en un largo, larguísimo baño. Así que traté de ser lo más
directa posible.
—¡Terminala con eso! ¿Sos o no sos cana?
—Soy... —dijo y, al cabo de unos segundos, agregó—. Vení, sentate.
Y nos sentamos en el umbral del edificio.
—Soy Inspector, pero de INTERPOL. Desde hace un tiempo
teníamos la certeza de que los narcos se habían infiltrado en el
Departamento Antidrogas de la Policía. Eran pocos, pero no había
forma de probarlo. Como siempre trabajé en Inteligencia, y soy poco
conocido fuera de ese ambiente, se me asignó la misión de
descubrirlos. Sólo algunos jefes sabían de mi existencia.
—¿Por qué no me lo contaste antes?
—No podía y, por otra parte, en realidad no sabíamos de qué lado
estabas.
—¿Sospechabas de mí?
—Al principio —reconoció—. Pero después de lo que pasó en Plaza
Italia, supe que no tenías nada que ver. El problema fue que
escapaste...
En ese instante, abriéndose paso entre el gentío, que ya empezaba a
retirarse del lugar, llegó Valeria. Tras una breve presentación la
pusimos al tanto de lo que había pasado. Denker seguía muy
correcto. No le hizo el menor reproche, pese al empujón de unas
horas antes, ni le preguntó por qué había desaparecido hasta ese
momento. Tampoco le di muchas posibilidades.
—¿Y lo del Botánico...? ¿Cómo lo averiguaste?
—Sus teléfonos —respondió—. Los habíamos intervenido y
escuchamos cuando los citaste. Estuve cerca todo el tiempo,
observándote. Iba a contártelo en el parque, pero apareció tu amiga
y me sacó del camino.
—Bueno, disculpá —se justificó Vale—. Es que no sabíamos...
—Ya sé —prosiguió Denker—. Por suerte mis hombres estaban
vigilando, y no les costó demasiado liberarme. Más tarde Morales se
comunicó con el cabecilla de la banda y supimos que te habían
traído aquí. El resto ya lo conocés...
—¿Qué va a pasar con ellos?
—Supongo que los espera un largo encierro. Mi misión terminó acá.
No sólo atrapamos a Morales y a los suyos sino que también
cayeron los demás... Y lo más importante de todo —dijo,
sorprendiéndome— es que vos estás bien.
—¿Estabas preocupado? —me apresuré a preguntar.
—Por supuesto —respondió—. ¿Qué pensabas?
—No sé. Creí que primero estaba tu misión...
—De ninguna manera... —replicó con una sonrisa seductora.
Valeria levantó la mirada al cielo, resignada ante el giro levemente
estúpido que había tomado la conversación, pero era muy sabia. No
dijo nada.
—Está bien —decidí creerle—. ¿Y ahora? Denker se puso de pie y me
ofreció su mano.
—Ahora te voy a invitar a cenar —y enseguida agregó—. A las dos...
Claro.
Lo miré unos segundos. El seguía con su mejor sonrisa puesta y mi
cansancio empezaba a esfumarse como si nunca hubiera existido.
Vale no necesitó escuchar mi respuesta; encontró una excusa que
no oímos y desapareció. Yo, por supuesto, acepté.
Capítulo 10

La noche parecía pintada sobre la terraza del restaurante. Desde el


río, cruzando la costanera, una brisa fresca movía los pliegues de los
manteles que cubrían las mesas casi desiertas. Una sensación de
bienestar nos había envuelto a lo largo de la cena, durante la cual,
como si nos lo hubiéramos propuesto, no mencionamos una sola
palabra acerca del caso. Hasta llegar al café. Entonces, Denker dijo:
—Hay una cosa que me intriga.
—¿Sí? —aparenté estar distraída.
—Cuando atrapamos a Barbozo no tenía lo que buscábamos.
Ninguno lo tenía...
Sabía que, tarde o temprano, esto iba a surgir. Era el último cabo
suelto. Por eso no me sorprendió demasiado.
—¿El medallón? —continué con el mismo tono.
—No. Lo que debía estar adentro... —precisó.
Me mantuve en silencio para ver hasta donde llegaba. No tuve que
esperar mucho.
—Por supuesto, vos no sabés nada de eso... ¿no? —insistió.
—¿Por eso me invitaste?
—No —respondió de inmediato—. Mi misión terminó... Sólo que hay
muchos interesados en la lámina...
—¿Por ejemplo?
—La lista es enorme. Entre ellos, varios gobiernos. Algunos
Ministros de Economía esperan resolver sus problemas con ella...
—Bueno… Tendrán que quedarse con las ganas... —dije.
—Vos sabés dónde está...
En ese momento, a lo lejos, las luces de un avión se elevaban
buscando el cielo. Quizás, en ese vuelo, un diplomático con un sobre
muy delgado en su bolsillo viajaba hacia su sede cerrando
irónicamente esta parábola.
¿Por qué no?, me pregunté mirando el reloj.
—Tal vez allí —respondí señalando el horizonte. Denker giró la
cabeza hacia ese lugar y luego, confundido, me miró.
—No entiendo.
Saqué de mi bolsillo el papel que me había dado Valeria antes de
despedirnos y se lo pasé. Era una fotocopia del documento que, con
una triquiñuela, había logrado hacerle firmar a Barbozo. El mismo
que ella se llevó y entregó, tal cual lo habíamos planeado, luego de
atropellarnos en el Botánico.
Tardó varios segundos en leerlo, como si le costara comprender.
Cuando al fin terminó, una sombra imprecisa le cubrió el rostro.
Después, me miró en silencio y el tiempo, igual que una burbuja
vacía, pareció detenerse. Había un extraño brillo en sus ojos que yo
no alcanzaba a definir.
¿Rechazo? ¿Cólera? ¿Decepción?
Luego, una imperceptible sonrisa empezó a asomar en la comisura
de sus labios. Entonces lo supe. No era nada de eso.
—Genial —dijo y la sonrisa se transformó en risa. Primero muy
suavemente. Reía consigo mismo. Pero a medida que lo hacía, la
risa se convirtió en carcajadas. No podía parar, ni dejar de repetir:
—¡Genial!
Intuí que había algo más, en esa explosión de alegría, que el
reconocimiento a la solución que había logrado darle a esta historia.
Yo también lo sentía. Era el alivio de quitarse un peso de encima
que, como un abrigo hediondo, nos había acompañado a lo largo de
tanto tiempo. El final de una pesadilla de muerte y destrucción, y la
certeza de que, esta vez al menos, habíamos logrado torcer la
voluntad de un destino miserable para compensar tanto desatino.
Una brisa me acercó la fotocopia que Denker había dejado sobre la
mesa. Imaginé la reacción de todos los que habían creído tener la
lámina al alcance de su mano, cuando al día siguiente conocieran su
contenido por las noticias, y no pude evitar, también yo, una
sonrisa.
Volví a leer ese texto que me sabía de memoria, el mismo que había
completado ante los ojos desesperados de Barbozo unas horas antes.

Yo, Baltasar Barbozo, utilizando una falsa identidad,


contraté a Jose Zack para ingresar al país un medallón de
plata desde Estados Unidos, ocultándole su verdadero
origen y su contenido: la única tarjeta de acceso a los
caudales de mi familia depositados en el SWISSCORP, que
por la presente, cedo sin condiciones al Fondo de las
Naciones Unidas para la Infancia.
Baltasar Barbozo

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