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En una de sus novelas, el escritor francés Julio Verne se dio el gustazo de llegar
al Polo Norte cuarenta años antes de que tuviera lugar, en la realidad, esa proeza.
No inventó el sumergible; pero, en Veinte mil leguas de viaje submarino, imaginó
las escafandras y la electricidad. Es más, en El castillo de los Cárpatos, describió
algo similar a una alambrada eléctrica. Tampoco concibió el aeróstato; para volar
tuvo planes mejores en Robar el conquistador, cuando detalló una máquina más
pesada que el aire, antelación al actual helicóptero. La capacidad de invención del
autor no se agotaba; así, en La casa de vapor describió una inmensa fortaleza
rodante que algunos comparan con el tanque de guerra. Con fines bélicos también
narró en Ante la bandera un aparato autopropulsado, cargado de sustancias
explosivas y capaz de arrasar una zona de diez mil kilómetros cuadrados. Para
muchos, este invento de un sabio enloquecido no es más que la bomba atómica.