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A los niños les enseñan en la escuela que los números primos sólo pueden dividirse

por sí mismos y por la unidad. Lo que no les enseñan es que los números primos
representan el misterio más fascinante al que nos enfrentamos en nuestra búsqueda
del conocimiento. ¿Cómo predecir cuál va a ser el siguiente número primo de una
serie? ¿Existe alguna fórmula para generar números primos?
En 1859, el matemático alemán Bernhard Riemann planteó una hipótesis que
apuntaba a la solución del antiguo enigma. Pero no consiguió demostrarla y el
misterio no hizo más que aumentar. En este libro asombroso, Marcus du Sautoy nos
cuenta la historia de los hombres excéntricos y brillantes que han buscado una
solución para revolucionar ámbitos tan distintos como el comercio digital, la mecánica
cuántica y la informática. El relato de Du Sautoy constituye una evocación maravillosa
y emocionante del mundo de las matemáticas, de su belleza y sus secretos.
Marcus du Sautoy
La música de los números primos

El enigma de un problema matemático abierto

ePub r1.0
koothrapali 27.03.15
Título original: The Music of the Primes: Searching to Solve the Greatest Mistery in Mathematics
Marcus du Sautoy, 2003
Traducción: Joan Miralles de Imperial Llobet
Diseño de cubierta: rafcastro
Editor digital: koothrapali
ePub base r1.2
En memoria de Yonathan du Sautoy
21 de octubre de 2000
1
¿QUIÉN QUIERE SER MILLONARIO?

¿Sabemos cuál es la secuencia de números? Bien, vamos a hacerlo mentalmente… cincuenta y nueve, sesenta y uno,
sesenta y siete… setenta y uno… ¿No son todos estos números primos?». Un murmullo de conmoción recorrió la sala de
control. La expresión de Ellie reveló por un instante el aleteo de una emoción intensa, que sin embargo fue rápidamente
sustituido por la templanza, por el temor de verse superada, por una inquietud de parecer boba, no científica.
CARL SAGAN
Contacto

Una cálida y húmeda mañana de agosto de 1900 David Hilbert, de la Universidad de Gotinga,
tomó la palabra en el Congreso Internacional de Matemáticos, en una atestada sala de
conferencias en la Sorbona. Hilbert, que ya entonces era reconocido como uno de los más
grandes matemáticos de la época, había preparado un importante discurso: se proponía hablar
no de lo que había sido demostrado, sino de lo que todavía era desconocido. Esto iba contra
todas las reglas, y cuando Hilbert empezó a exponer su propia visión sobre el futuro de las
matemáticas el público pudo percibir el nerviosismo en su voz: «¿Quién de nosotros no gozaría
descorriendo el velo tras el cual se oculta el porvenir, dejando caer su mirada sobre los futuros
progresos de nuestra ciencia y sobre los secretos de su desarrollo durante los próximos
siglos?». Para anunciar el nuevo siglo, Hilbert proponía como reto a sus oyentes una lista de
veintitrés problemas que, según él, trazarían el camino de los exploradores matemáticos del
siglo XX.
Los siguientes decenios pudieron ver la respuesta a muchos de aquellos problemas, y los
que descubrieron las soluciones forman un ilustre grupo de matemáticos conocidos como «Los
primeros de la clase». El grupo cuenta con personajes del calibre de Kurt Gödel y de Henri
Poincaré, junto con muchos otros pioneros cuyas ideas han revolucionado radicalmente el
paisaje matemático. Pero había un problema, el octavo de la lista de Hilbert, que parecía
destinado a sobrevivir al siglo sin que apareciera un campeón capaz de vencerlo: la hipótesis de
Riemann.
De todos los retos que Hilbert había propuesto, el octavo ocupaba un lugar especial en su
corazón. Existe un mito germánico sobre Federico Barbarroja, un emperador muy querido por
los alemanes. Tras su muerte, acaecida durante la Tercera Cruzada, se difundió la leyenda de
que en realidad Federico continuaba con vida, que yacía dormido en una cueva del monte
Kyffhäuser y despertaría cuando Alemania lo necesitara. Se dice que alguien preguntó a
Hilbert: «Si usted, como Barbarroja, despertara dentro de quinientos años, ¿qué sería lo
primero que haría?». «Preguntaría si alguien ha demostrado la hipótesis de Riemann»,
respondió.
A finales del siglo XX la mayor parte de los matemáticos se había convencido de que, entre
todos los problemas propuestos por Hilbert, aquella piedra preciosa no sólo tenía grandes
posibilidades de sobrevivir al siglo, sino que quizá no estaría resuelta cuando Hilbert se
despertara de su sueño de quinientos años. Con su revolucionario discurso, cargado de misterio,
había provocado el desconcierto en el primer Congreso Internacional del siglo XX. Sin
embargo, a los matemáticos que tenían intención de participar en el último Congreso del siglo
les aguardaba una sorpresa.
El 7 de abril de 1997 una noticia excepcional apareció en las pantallas de los ordenadores
de toda la comunidad matemática mundial. En la página de Internet del Congreso Internacional
que tenía que celebrarse al año siguiente en Berlín se anunció que habían encontrado el Santo
Grial de las matemáticas: alguien había demostrado la hipótesis de Riemann. Era una noticia
destinada a tener efectos muy profundos. La hipótesis de Riemann es un problema fundamental
para las matemáticas en su conjunto. Al leer su correo electrónico los matemáticos temblaban
de emoción ante la perspectiva de comprender al fin uno de los más grandes misterios de su
disciplina.
La noticia se anunciaba en una carta del profesor Enrico Bombieri. No era posible contar
con una fuente más fiable: Bombieri es uno de los albaceas de la hipótesis de Riemann y forma
parte del Institute for Advanced Study de Princeton, de cuyo equipo formaron parte Einstein y
Gödel. Habla muy pausadamente, pero los matemáticos escuchan con atención todo lo que
tenga que decir.
Bombieri creció en Italia, donde los viñedos de su acaudalada familia le hicieron adquirir el
gusto por la belleza de la vida. Los colegas lo llaman afectuosamente «el aristócrata de las
matemáticas». Cuando era joven, su elegancia llamaba siempre la atención en las reuniones
europeas, donde llegaba a menudo a bordo de costosos automóviles deportivos. Por otra parte,
a él le encantaba alimentar los rumores que contaban que alguna vez había llegado sexto en un
rallye de veinticuatro horas celebrado en Italia. Con el tiempo, sus éxitos en el circuito de las
matemáticas fueron más tangibles, de modo que en los años setenta le valieron una invitación a
Princeton, donde se encuentra todavía. Ha sustituido el entusiasmo por las carreras por la
pasión de pintar, sobre todo retratos.
Pero lo que procura a Bombieri la mayor emoción es el arte creativo de las matemáticas, y
en particular el reto de la hipótesis de Riemann, que lo tiene obsesionado desde la tierna edad
de quince años, cuando oyó hablar de la cuestión por vez primera. Las propiedades de los
números lo fascinaron desde que comenzó a ojear los libros de matemáticas que su padre,
economista, tenía en su inmensa biblioteca. Descubrió que la hipótesis de Riemann era
considerada el problema más profundo y fundamental de la teoría de los números. Su pasión
por el problema se vio acrecentada cuando su padre le prometió un Ferrari si lo resolvía, en un
desesperado intento de evitar que condujera su Ferrari.
Volviendo al mensaje electrónico de Bombieri, alguien se le había adelantado haciéndole
perder el premio. «Se han producido fantásticos acontecimientos tras la conferencia que Alain
Connes pronunció el pasado miércoles en el Institute for Advanced Study», empezaba
Bombieri. Muchos años atrás, la noticia de que Connes fijaba su atención en la hipótesis de
Riemann con intención de resolverla había puesto en tensión al mundo matemático. Connes es
uno de los revolucionarios de la disciplina, un benigno Robespierre de las matemáticas respecto
del Luis XVI que encarnaría Bombieri. Se trata de un personaje dotado de un extraordinario
carisma, cuyo estilo fogoso dista mucho de la imagen tradicional del matemático serio y
circunspecto. Está dotado de la pasión de un fanático profundamente convencido de su propia
visión del mundo, y deja hipnotizados a cuantos asisten a sus clases. Para sus seguidores es casi
una figura de culto; les encantaría unirse a él en las barricadas matemáticas para defender a su
héroe de cualquier contraofensiva que fuera lanzada desde las posiciones del Antiguo Régimen.
El lugar de trabajo de Connes es la respuesta francesa al Instituto de Princeton: el Instituí
des Hautes Etudes Scientifiques de París. Desde su llegada, en el año 1979, Connes ha creado
un lenguaje totalmente nuevo para la comprensión de la geometría. La idea de llevar esta
disciplina hasta el extremo de la abstracción no le espanta en absoluto. Incluso entre los
matemáticos, que están habituados a las aproximaciones fuertemente conceptuales de su
disciplina con relación a la realidad, en muchos casos existen dudas sobre la revolución
abstracta que propone Connes. Sin embargo, según ha demostrado a los que dudan de la
necesidad de una teoría tan árida, su nuevo lenguaje geométrico contiene muchos elementos
útiles para comprender el mundo real de la física cuántica. Si resulta que provoca el terror de
las masas matemáticas, paciencia.
La audaz convicción de Connes de que su nueva geometría no sólo podría descorrer el velo
de la física cuántica, sino también explicar la hipótesis de Riemann —el mayor misterio
numérico— produjo sorpresa e incluso turbación. El simple hecho de osar aventurarse en el
corazón de la teoría de los números y enfrentarse directamente con el más difícil de los
problemas irresueltos de las matemáticas reflejaba su desprecio por los límites convencionales.
Desde su aparición en escena, a finales de los noventa, flotaba en el aire la sensación de que, si
alguna vez había existido alguien con recursos suficientes para enfrentarse a un problema de
tamaña dificultad, ése era Alain Connes.
Pero, según parecía, no había sido Connes quien había hallado la última pieza del
complicado rompecabezas. En su correo, Bombieri narraba que un joven físico que asistía a la
conferencia había percibido «como un relámpago» un modo de utilizar su extraño mundo de
«sistemas supersimétricos fermiónico-bosónicos» para atacar la hipótesis de Riemann. Pocos
eran los matemáticos que conocían el significado de aquel cóctel de tecnicismos, pero
Bombieri explicaba que describían «la física correspondiente a un conjunto muy próximo al
cero absoluto de una mezcla de aniones y morones con spins opuestos». La cuestión seguía
sonando un tanto oscura, pero ya que se trataba de la solución del problema más difícil de la
historia de las matemáticas, nadie esperaba que se tratara de una cosa simple. Volviendo a
Bombieri, afirmaba que, después de seis días de trabajo ininterrumpido y, gracias a un nuevo
lenguaje de programación llamado MISPAR, el joven físico había desentrañado por fin el
problema más arduo de las matemáticas.
Bombieri terminaba su correo con las palabras: «¡Guau! Por favor, den la máxima difusión
a esta noticia». Aunque parezca extraordinario que un joven físico hubiera acabado
demostrando la hipótesis de Riemann, después de todo la noticia no era tan sorprendente: en los
últimos decenios había sucedido con frecuencia que las matemáticas y la física se entretejieran.
Por más que se trataba de un problema central de la teoría de los números, desde hacía algunos
años la hipótesis de Riemann mostraba relaciones inesperadas con algunos problemas de la
física de partículas.
Los matemáticos se prepararon para cambiar sus planes de viaje y volar a Princeton para
compartir el momento. Todavía se mantenía fresco el recuerdo de la emoción de pocos años
atrás, cuando Andrew Wiles, matemático inglés, anunció la demostración del último teorema
de Fermat durante una conferencia celebrada en Cambridge en junio de 1993. Wiles demostró
que la afirmación de Fermat, según la cual la ecuación xn + yn = zn no tiene soluciones para
cualquier valor de n mayor que 2, era correcta. Apenas soltó Wiles la tiza al final de la
conferencia, saltaron los tapones de las botellas de champán y empezaron a dispararse los
flashes de las cámaras.
Los matemáticos eran conscientes de que la demostración de la hipótesis de Riemann
tendría una importancia enormemente mayor para el futuro de las matemáticas de la que tuvo
saber que la ecuación de Fermat no admite soluciones. Tal y como Bombieri había descubierto
a la tierna edad de quince años, con la hipótesis de Riemann se intentaba comprender los
objetos más fundamentales de las matemáticas: los números primos.
Los números primos son los auténticos átomos de la aritmética. Se definen como primos los
números enteros indivisibles, es decir, los que no pueden expresarse como producto de dos
enteros menores. Los números 13 y 17 son primos, mientras que el número 15 no lo es, ya que
puede expresarse como producto de 3 y 5. Los números primos son joyas engarzadas en la
inmensa extensión de los números, el universo infinito que los matemáticos exploran desde la
antigüedad. Los números primos producen en los matemáticos una sensación maravillosa: 2, 3,
5, 7, 11, 13, 17, 19, 23…, números sin tiempo que existen en un mundo independiente de
nuestra realidad física. Son un don que la naturaleza ha entregado al matemático.
Su importancia para las matemáticas descansa en el hecho de que tienen la capacidad de
construir todos los demás números. Cualquier otro número entero que no sea primo puede
construirse multiplicando estos números de base primitiva. Cualquier molécula existente en el
mundo físico puede construirse utilizando los átomos de la tabla periódica de los elementos
químicos. La lista de los números primos es la tabla periódica del matemático. Los números 2,
3 y 5 son el hidrógeno, el helio y el litio de su laboratorio. Dominar esos elementos básicos
ofrece al matemático la esperanza de poder descubrir nuevos métodos para trazar un recorrido a
través de la desmesurada complejidad del mundo matemático.
Sin embargo, a pesar de su aparente simplicidad y de su carácter fundamental, los números
primos siguen siendo los objetos más misteriosos que estudian los matemáticos. En una
disciplina que se dedica a investigar patrones y orden, los números primos suponen el supremo
reto. Probemos a examinar una lista de números primos y descubriremos que es imposible
prever cuándo aparecerá el siguiente. La lista parece caótica, y no nos proporciona ninguna
pista sobre cómo determinar el siguiente elemento. La lista de los números primos es el ritmo
cardíaco de las matemáticas, pero sus pulsaciones parecen estimuladas por un potente cóctel de
cafeína:

Los números primos comprendidos entre 1 y 100: el ritmo cardíaco irregular de las matemáticas.
¿Y si intentamos hallar una fórmula que genere los números primos de esta lista, una regla
mágica que nos diga cuál es el centésimo número primo? Este es un problema que obsesiona a
los matemáticos desde hace muchos siglos. Tras más de dos mil años de esfuerzos, los números
primos se resisten a cualquier intento de insertarlos en un esquema sencillo y regular.
Generaciones enteras han escuchado con atención el redoble de los primos emitiendo su
secuencia de números: dos golpes, después tres, más adelante cinco, siete, once. A medida que
continúa la secuencia, fácilmente terminaremos por pensar que el redoble de los números
primos no es más que un ruido aleatorio, sin ninguna lógica. En el centro de las matemáticas,
de la búsqueda del orden, los matemáticos sólo consiguen oír el sonido del caos.
Los matemáticos se resisten a admitir la posibilidad de que no exista una explicación de
cómo la naturaleza elige los números primos. Si las matemáticas no tuvieran una estructura, si
no poseyeran una maravillosa simplicidad, no merecerían ser estudiadas. Escuchar un ruido
nunca se ha considerado un pasatiempo agradable. Como escribió el matemático francés Henri
Poincaré: «el científico no estudia la naturaleza por la utilidad de hacerlo; la estudia porque
obtiene placer, y obtiene placer porque la naturaleza es bella. Si no fuera bella no valdría la
pena conocerla, y si no valiera la pena conocer la naturaleza, la vida no sería digna de ser
vivida».
Es de esperar que, tras un inicio nervioso, el latido de los números primos se regularice. No
es así: cuanto más avanzamos en la secuencia, más empeoran las cosas. Consideremos, por
ejemplo, los números primos comprendidos en el intervalo de los cien números anteriores a
10.000.000 y en el intervalo de los cien números posteriores a 10.000.000. Empecemos por los
números primos anteriores a 10.000.000:
9.999.901, 9.999.907, 9.999.929,

9.999.931, 9.999.937, 9.999.943,

9.999.971, 9.999.973, 9.999.991

Sin embargo, observemos qué pocos son los números primos comprendidos entre
10.000.000 y 10.000.100:
10.000.019, 10.000.079

Es difícil pensar en una fórmula capaz de generar una secuencia de este tipo. En efecto, esta
serie de números primos recuerda mucho más a una sucesión aleatoria de números que a una
estructura bien ordenada. Así como noventa y nueve lanzamientos de una moneda son de muy
poca utilidad para establecer el resultado del centésimo lanzamiento, del mismo modo los
números primos parecen hacer inútil cualquier intento de previsión.
Los números primos presentan a los matemáticos una de las contraposiciones más extrañas
que existen en su disciplina. Por un lado, un número o es primo o no lo es. No es lanzando al
aire una moneda como sabremos si un número es divisible por otro menor. Por otra parte, es
imposible negar que la sucesión de los números primos aparece de manera indudable como una
secuencia de números al azar. Es cierto que los físicos están cada vez más habituados a la idea
de que un dado cuántico puede decidir el futuro del universo y de que cada lanzamiento de ese
dado determina el lugar donde los científicos encontrarán materia. Pero provoca una cierta
incomodidad el hecho de tener que admitir que los números fundamentales, los números sobre
los que se basan las matemáticas, hayan sido elegidos por la naturaleza lanzando una moneda,
decidiendo en cada lanzamiento el destino de un número. Azar y caos son anatema para un
matemático.
Si dejamos de lado su aleatoriedad, los números primos poseen —más que cualquier otra
parte de nuestro acervo matemático— un carácter inmutable, universal. Los números primos
existirían aunque nosotros no hubiéramos evolucionado lo suficiente como para reconocerlos.
Como afirmó el matemático de Cambridge G. H. Hardy en su famoso libro Apología de un
matemático: «317 es un número primo no porque nosotros pensemos que lo es o porque nuestra
mente esté conformada de un modo o de otro, sino porque es así, porque la realidad
matemática está hecha así».
Es probable que algunos filósofos estén en desacuerdo con esta visión platónica del mundo
—la convicción de que se trata de una realidad absoluta y eterna más allá de la existencia
humana— pero, en mi opinión, es precisamente eso lo que los hace filósofos y no matemáticos.
En Materia de reflexión hay un diálogo fascinante entre Alain Connes, el matemático al que se
citaba en el correo electrónico de Bombieri, y el neurobiólogo Jean-Pierre Changeux. En el
libro se palpa la tensión, con Connes sosteniendo la existencia de las matemáticas fuera de la
mente humana y Changeux decidido a refutar cualquier idea similar: «¿Por qué no vemos “π =
3,1416” escrito en el cielo con letras de oro o “6,02 × 1023” apareciendo en los reflejos de una
bola de cristal?». Changeux expresa su frustración ante la insistencia de Connes en sostener que
«existe, con independencia de la mente humana, una realidad matemática pura e inmutable» y
que en el corazón del mundo se halla la secuencia inmutable de los números primos. Las
matemáticas, afirma Connes, «son indiscutiblemente el único lenguaje universal». Puede
concebirse que en otra parte del universo existan una química o una biología distintas, pero los
números primos seguirán siendo números primos en cualquier galaxia que elijamos.
En la conocida novela de Carl Sagan, Contacto, los extraterrestres usan los números primos
para entrar en contacto con la Tierra. Ellie Arroway, la heroína del libro, trabaja en el SETI
(Search for Extraterrestrial Intelligence), el programa internacional para la búsqueda de señales
de vida inteligente provenientes del espacio. De pronto una noche, cuando están dirigidos hacia
Vega, los radiotelescopios captan extraños impulsos que emergen del ruido de fondo. Ellie
reconoce al instante el ritmo de esas señales de radio: dos latidos seguidos por una pausa, luego
tres latidos, cinco, siete, once… y así sucesivamente, reproduciendo la secuencia de los
números primos hasta el 907. Después la secuencia vuelve a empezar.
Aquel redoble cósmico interpretaba una música que los terrícolas no podrían dejar de
reconocer. Ellie está convencida de que sólo una forma de vida inteligente puede generar tal
ritmo: «Es difícil imaginar un plasma irradiante que envíe una serie regular de señales
matemáticas como ésta. Los números primos sirven para atraer nuestra atención». Si una
civilización alienígena hubiera transmitido los números ganadores de una lotería extraterrestre
durante los últimos diez años, Ellie no hubiera sido capaz de distinguirlos del ruido de fondo;
pero a pesar de que la lista de números primos parece tan aleatoria como la de la lotería, su
invariabilidad universal ha determinado su elección en la trasmisión alienígena. Es en esa
estructura que Ellie reconoce la firma de una vida inteligente.
La comunicación mediante números primos no sólo es ciencia ficción. En el libro El
hombre que confundió a su mujer con un sombrero, Oliver Sacks documenta el caso de John y
Michael, dos gemelos autistas de veintiséis años cuya más profunda forma de comunicación
consistía en el intercambio de números primos de seis cifras. Sacks narra su sorpresa cuando
los descubrió por primera vez, en el rincón de una habitación, intercambiando números primos
en secreto: «A primera vista parecían dos expertos catadores degustando vinos raros de añadas
prestigiosas». En un principio, Sacks no consigue imaginar qué es lo que traman los gemelos;
sin embargo, en cuanto consigue descifrar su código, memoriza algunos números primos de
ocho cifras que, en la siguiente entrevista, deja caer astutamente en medio de la conversación.
La sorpresa de los gemelos es seguida por una intensa concentración que se transforma en
emoción cuando reconocen que se trata de nuevos números primos. Ahora, si bien Sacks había
recurrido a tablas numéricas para determinar sus números primos, es un misterio la forma en
que los gemelos consiguieron los suyos: ¿podría ser que aquellos sabios autistas estuvieran en
posesión de una fórmula secreta desconocida por generaciones y generaciones de matemáticos?
La historia de los gemelos está entre las preferidas de Bombieri:
Para mí es difícil oír esta historia sin sentirme intimidado y pasmado ante el funcionamiento
del cerebro humano. Sin embargo, me pregunto: mis amigos no matemáticos ¿tienen la
misma reacción que yo? ¿Tienen la menor idea de hasta qué punto es sorprendente,
prodigioso e incluso sobrehumano el talento singular que poseen los dos gemelos de manera
tan natural? ¿Son conscientes de que desde hace siglos los matemáticos se esfuerzan por
encontrar una forma de hacer lo que John y Michael hacían espontáneamente: generar y
reconocer números primos?

A los treinta y siete años, antes de que alguien pudiera descubrir cómo lo conseguían, los
gemelos fueron separados por los médicos, convencidos de que su lenguaje numerológico
privado estaba obstaculizando su desarrollo. Si esos médicos hubieran oído las conversaciones
habituales de las salas de profesores en los departamentos universitarios de matemáticas,
probablemente también habrían recomendado su clausura.
Cabe la posibilidad de que los gemelos, para verificar si un número era primo, utilizaran un
truco basado en el llamado teorema menor de Fermat. Este método es similar al utilizado por
los sabios autistas para averiguar rápidamente, por ejemplo, que el 13 de abril de 1922 cayó en
jueves. Los gemelos presentaban habitualmente este número en los programas televisivos de
variedades en que participaban. Ambos trucos se basan en la aritmética modular o del reloj.
Aunque no tuviesen una fórmula mágica para obtener los números primos, su habilidad sigue
siendo asombrosa. Antes de que los separaran habían llegado a determinar primos de veintidós
cifras, sobrepasando de mucho el límite más alto de las tablas de números primos de que
disponía Sacks.
Igual que la heroína del libro de Sagan, que escucha el latido de los números primos
cósmicos, o como Sacks, que espía el misterioso diálogo numérico de los gemelos, desde hace
siglos los matemáticos se han esforzado por percibir un orden en este caos. Nada parecía tener
sentido: era como escuchar música oriental con oídos occidentales. Más tarde, a mediados del
siglo XIX, se llegó a una encrucijada decisiva: Bernhard Riemann empezó a observar el
problema de una manera completamente nueva. Con esta nueva perspectiva, Riemann empezó
a comprender algunas cosas sobre la estructura que estaba en el origen del caos de los números
primos. Bajo el ruido aparente se escondía una armonía fina e inesperada. Pero a pesar de aquel
gran paso adelante, muchos de los secretos de la nueva música permanecían todavía fuera de su
alcance. Riemann, el Wagner del mundo de las matemáticas, no se desanimó. Hizo una
previsión audaz sobre la misteriosa música que había descubierto. Aquella previsión ha pasado
a la historia con el nombre de hipótesis de Riemann. Quien consiga demostrar que la intuición
de Riemann sobre la naturaleza de aquella música era correcta estará en disposición de explicar
por qué los números primos dan una impresión tan convincente de aleatoriedad.
La intuición de Riemann siguió a su descubrimiento de un espejo matemático que le
permitía escrutar los primos. Cuando Alicia atravesó su espejo, el mundo se invirtió; en el
extraño mundo matemático que se encuentra más allá del espejo de Riemann, en cambio, el
caos de los números primos parece transformarse en una estructura ordenada más estable de lo
que cualquier matemático podría esperar. Riemann conjeturó que, por más lejos que se mire en
el mundo infinito del espejo, aquel orden se mantendrá. La existencia de una armonía interna
en el otro lado del espejo explicaría por qué externamente los números primos parecen tan
caóticos. Para muchos matemáticos, la metamorfosis que produce el espejo de Riemann, donde
el caos se transmuta en orden, es casi milagrosa. La empresa que Riemann encargó al mundo
matemático fue demostrar que el orden que él creía haber discernido existía realmente.
El correo electrónico del 7 de abril de 1997 prometía el inicio de una nueva era: la visión de
Riemann no había sido un espejismo. El aristócrata de las matemáticas había ofrecido a sus
colegas la halagüeña posibilidad de la existencia de una explicación en el aparente caos de los
números primos. Los matemáticos esperaban impacientes el momento de apropiarse de todos
los tesoros que, como bien sabían, habrían sido desenterrados gracias a la resolución del gran
problema.
En efecto, la solución de la hipótesis de Riemann tendrá enormes consecuencias sobre
muchos otros problemas matemáticos. Los números primos son tan fundamentales para la
actividad del matemático que cualquier progreso en la comprensión de su naturaleza tendría un
enorme impacto. La hipótesis de Riemann parece un problema imposible de eludir: cuando uno
se mueve en el terreno matemático tiene la impresión de que todos los caminos conducirán
necesariamente a algún punto desde el cual divisaremos el imponente panorama de la hipótesis
de Riemann.
Muchos han comparado la hipótesis de Riemann con el ascenso al Everest: cuanto más
tiempo la cumbre permanece inalcanzada, mayor es el deseo de conquistarla. Y el matemático
que finalmente consiga escalar el monte Riemann será ciertamente recordado mucho más que
Edmund Hillary. La conquista del Everest produce admiración no porque su cima sea un lugar
particularmente emocionante para vivir, sino por el reto que supone. Bajo este aspecto la
hipótesis de Riemann difiere significativamente del ascenso a la montaña más alta del mundo.
La cima de Riemann es un lugar donde queremos instalarnos porque conocemos ya los
panoramas que se abrirán ante nuestros ojos cuando consigamos alcanzarla. Aquel que
demuestre la hipótesis de Riemann habrá hecho posible completar las lagunas de miles de
teoremas que dependen de su veracidad. Para alcanzar sus propias metas, muchos matemáticos
han tenido que suponer que la hipótesis es cierta.
El hecho de que tantos resultados dependan del reto lanzado por Riemann justifica que los
matemáticos lo definan como hipótesis en lugar de hablar de conjetura. El término hipótesis
tiene la connotación mucho más fuerte de una suposición necesaria que hace un matemático
para edificar una teoría. En cambio, una conjetura representa simplemente una previsión sobre
cómo el matemático cree que se comportará su mundo. Para muchos no hubo otra solución que
aceptar su propia incapacidad para resolver el enigma de Riemann y se han limitado a adoptar
su previsión como hipótesis de trabajo. Si alguien consiguiese transformar la hipótesis en
teorema, todos aquellos resultados no demostrados se confirmarían.
Cuando apelan a la hipótesis de Riemann, los matemáticos están poniendo en juego su
reputación con la esperanza de que algún día alguien demuestre que la intuición de este
matemático era correcta. Hay quien no se limita a adoptarla como hipótesis de trabajo: para
Bombieri, el hecho de que los números primos se comporten de la manera prevista por la
hipótesis de Riemann es un artículo de fe. En pocas palabras, la hipótesis de Riemann se ha
convertido en una piedra angular en la búsqueda de la verdad matemática. Si resultase falsa,
destruiría completamente nuestra confianza en la capacidad que tenemos de intuir el
funcionamiento de las cosas. Estamos ya tan seguros de que Riemann tenía razón que la
alternativa exigiría una revisión radical de nuestro modo de concebir el mundo matemático. En
particular, todos los resultados que creemos que existen más allá de la cumbre de Riemann se
desvanecerían en el vacío.
Sin embargo, una demostración de la hipótesis de Riemann significaría para los
matemáticos sobre todo la posibilidad de disponer de un procedimiento muy rápido y
absolutamente cierto para determinar, por ejemplo, un número primo de cien cifras o de
cualquier otra cantidad de cifras que elijamos. «¿Y qué?», se preguntará usted, con toda la
razón. A menos que sea matemático, la idea de que este hecho pueda tener importantes
consecuencias en su vida le parecerá harto improbable.
Encontrar números primos de cien cifras parece tan inútil como contar los granos de arena
de una playa. La mayor parte de la gente reconoce que las matemáticas están en la base de la
construcción de un avión o del desarrollo de la tecnología electrónica, pero pocos esperarían
que el esotérico mundo de los números primos tenga un impacto directo en sus vidas. En
realidad, todavía en los años cuarenta del pasado siglo, G. H. Hardy opinaba igual: «Tanto un
Gauss como otros matemáticos menos importantes pueden alegrarse con razón del hecho de
que, de todos modos, hay una ciencia [la teoría de los números] cuya propia lejanía de las
actividades humanas ordinarias debería mantenerla amable y pura».
Sin embargo, más recientemente, los acontecimientos han tomado un nuevo cariz que ha
permitido a los números primos conquistar el centro del escenario del mundo sucio y
despiadado del comercio. Los números primos ya no están encerrados en la ciudadela
matemática. En los años setenta tres científicos —Ron Rivest, Adi Shamir y Leonard
Adleman— transformaron la investigación sobre los números primos de un juego desinteresado
que se practicaba en las torres de marfil del mundo académico en una aplicación comercial
seria: explotando un descubrimiento de Pierre de Fermat en el siglo XVII, los tres idearon un
modo de utilizar los números primos para proteger los números de nuestras tarjetas de crédito
mientras viajan por los centros comerciales electrónicos del mercado global. Cuando se
propuso la idea por primera vez en los años setenta nadie podía ni remotamente imaginar las
dimensiones que alcanzaría el comercio electrónico, pero hoy ese comercio no podría existir sin
el poder de los números primos. Cada vez que usted compra algo en una página de Internet, su
ordenador usa la seguridad que proporciona la existencia de números primos de cien cifras. El
sistema se llama RSA, a partir de las iniciales de sus tres inventores. Actualmente se han usado
ya más de un millón de números primos para proteger el mundo del comercio electrónico.
Cualquier actividad comercial en Internet depende de los números primos de cien cifras
para mantener la seguridad de la transacción. Finalmente, la expansión del comercio en Internet
llevará a identificar a cada uno de nosotros mediante un número primo personal. El hecho de
saber cómo una demostración de la hipótesis de Riemann puede contribuir a conocer la
distribución de los números primos en el universo de los números ha adquirido de pronto un
interés comercial.
Lo extraordinario es que, si bien la construcción de ese código de seguridad depende de los
descubrimientos sobre números primos que Fermat realizó hace más de trescientos años, su
decodificación depende de un problema que todavía somos incapaces de resolver. La seguridad
de la codificación RSA depende de nuestra incapacidad de responder a cuestiones
fundamentales sobre los números primos. Somos capaces de comprender la mitad de la
ecuación, pero no la otra mitad. Por tanto, cuanto más penetramos en el misterio de los
números primos tanto menos seguros se vuelven los códigos usados en Internet. Los números
primos son la llave del cerrojo que protege los secretos electrónicos del mundo. Por eso
empresas como AT&T o Hewlett-Packard están invirtiendo ingentes cantidades de dinero para
comprender las sutilezas de los números primos y de la hipótesis de Riemann: lo que termine
por descubrirse podría servir para descifrar códigos. Por esta razón la teoría de los números y el
mundo de los negocios han sellado tan extraña alianza. El mundo de los negocios y los
servicios de seguridad vigilan atentamente a los matemáticos puros.
En consecuencia, no sólo los matemáticos se agitaron ante el anuncio de Bombieri: ¿aquella
solución de la hipótesis de Riemann iba a provocar el descalabro del comercio electrónico?
Enviaron a Princeton agentes de la NSA, la agencia de seguridad nacional estadounidense, para
averiguarlo. Sin embargo, mientras matemáticos y agentes del contraespionaje se dirigían a
Princeton, algunas personas empezaron a notar algo sospechoso en el correo electrónico de
Bombieri. Ciertamente se han asignado nombres extravagantes a algunas partículas elementales
descubiertas: gluones, hiperones csi, mesones encantados, quark —este último gentileza del
Finnegan’s Wake de James Joyce—. ¿Pero morones? ¡Desde luego que no! Bombieri tiene la
[1]

reputación de conocer al dedillo la hipótesis de Riemann, pero quienes lo tratan personalmente


saben que posee además un pérfido sentido del humor.
Incluso el último teorema de Fermat había sido motivo de una inocentada cuando se
descubrió una laguna en la demostración que Andrew Wiles había propuesto en Cambridge.
Con el correo de Bombieri, la comunidad matemática se había dejado embaucar otra vez: el
ansia de volver a vivir la emoción levantada por la demostración del último teorema de Fermat
había llevado a los matemáticos a precipitarse sobre el anzuelo que Bombieri había puesto a su
alcance. Además, el placer de reenviar un correo electrónico tan singular hizo que, mientras
éste se difundía rápidamente, la fecha del 1 de abril desapareciera del texto. Todo lo anterior,
en combinación con el hecho de que el correo se difundió en países en los que no se celebra el
April Fool’s Day provocó que la burla tuviera un éxito mucho mayor de lo que su autor podía
[2]

prever. Finalmente, Bombieri tuvo que confesar que su mensaje era una broma. Mientras se
aproximaba el siglo XXI, los números más fundamentales de las matemáticas se mantenían en la
más profunda oscuridad: quien reía el último eran los números primos.
¿Cómo es posible que los matemáticos fuesen tan ingenuos como para creer a Bombieri?
Desde luego, no se trata de personas dispuestas a conceder trofeos fácilmente. Antes de
declarar que se ha demostrado un resultado, los matemáticos exigen severísimas verificaciones,
mucho más severas que cualquier otra disciplina. Wiles lo comprendió cuando apareció la
laguna en su primera demostración del último teorema de Fermat: completar el noventa y
nueve por ciento del rompecabezas no es suficiente; la historia sólo recordará a quien coloque
la última pieza. Y muy a menudo la última pieza permanece oculta durante años.
La búsqueda del manantial secreto de donde brotaban los números primos estaba en marcha
desde hacía más de dos milenios; el aroma de aquel elixir había vuelto a los matemáticos
demasiado vulnerables al engaño de Bombieri. Durante años, la simple idea de enfrentarse de
algún modo a aquel problema tan difícil había aterrorizado a muchos de ellos; sin embargo, con
el fin de siglo ocurrió un hecho singular: cada vez eran más numerosos los matemáticos
dispuestos a hablar de la posibilidad de abordarlo, y la demostración del último teorema de
Fermat alimentó todavía más la esperanza de resolver los grandes problemas.
Los matemáticos habían disfrutado de la atención que la solución de Wiles al problema de
Fermat había atraído sobre su gremio, y no cabe duda de que esa sensación contribuyó a su
deseo de creer a Bombieri. Un buen día, le propusieron a Andrew Wiles que posase para un
anuncio de pantalones. Ser matemático casi te hacía sentir sexy. Los matemáticos pasan mucho
tiempo en un mundo que los colma de emoción y de placer y, sin embargo, se trata de un placer
que raramente pueden compartir con el resto del mundo; ahora se presentaba la ocasión de
levantar un trofeo, de mostrar los tesoros que habían descubierto en sus largos y solitarios
viajes.
La demostración de la hipótesis de Riemann hubiera sido un digno colofón matemático al
siglo XX, un siglo que se había iniciado con el reto de Hilbert a los matemáticos de todo el
mundo para que resolvieran aquel enigma. De los veintitrés problemas de la lista de Hilbert, la
hipótesis de Riemann era el único que alcanzaba invicto el siglo XXI.
El 24 de mayo de 2000, con motivo del centenario del reto de Hilbert, matemáticos y
periodistas se reunieron en el Collège de France de París para escuchar el anuncio de una nueva
colección de siete problemas con los que se retaba a la comunidad matemática ante el tercer
milenio. Los proponía un pequeño grupo de matemáticos de fama mundial formado, entre
otros, por Andrew Wiles y Alain Connes. Se trataba de problemas inéditos en todos los casos
excepto uno, que ya había formado parte de la lista de Hilbert: la hipótesis de Riemann. En
homenaje a los ideales capitalistas que caracterizaron el siglo XX, estos retos aumentaban su
interés con el añadido de un premio de un millón de dólares para cada uno: un incentivo seguro
para el joven físico inventado por Bombieri, en caso de que no se conformara con la gloria.
La idea de los Problemas del Milenio se le ocurrió a Landon T. Clay, un hombre de
negocios de Boston que hizo fortuna con la compraventa de fondos de inversión en un
momento en que la bolsa iba viento en popa. A pesar de haber abandonado sus estudios de
matemáticas en Harvard, Clay siente una auténtica pasión por esta disciplina, y quiere
compartirla. Sabe que la fuerza que motiva a los matemáticos no es el dinero: «Lo que espolea
a los matemáticos es el deseo de verdad, la sensibilidad ante la belleza, el poder y la elegancia
de las matemáticas». Pero Clay no es ingenuo, y como hombre de negocios sabe bien que un
millón de dólares podrían inducir a un nuevo Andrew Wiles a incorporarse a la cacería de
soluciones de los grandes problemas irresueltos. Y así ha sido: la página de Internet del
Instituto Clay de Matemáticas, donde se exponen al público los Problemas del Milenio, quedó
bloqueado por la gran cantidad de visitas que recibió.
Los siete Problemas del Milenio tienen un espíritu distinto de los veintitrés problemas que
Hilbert eligió un siglo antes: Hilbert había señalado el camino para los matemáticos de su siglo;
muchos de sus problemas eran inéditos, y alentaban un cambio de actitud significativo respecto
de las matemáticas. A diferencia del último teorema de Fermat, que obligaba a concentrarse en
un detalle, los veintitrés problemas de Hilbert dirigían a la comunidad matemática hacia un
modo de pensar más conceptual. Hilbert ofrecía a los matemáticos la oportunidad de efectuar
un paseo en globo a gran altura sobre su disciplina, incitándolos a comprender la configuración
global del terreno en lugar de examinar una a una las rocas presentes en el paisaje matemático.
Este nuevo punto de vista debe mucho a Riemann, quien cincuenta años antes había iniciado ya
la revolucionaria transición de las matemáticas de una disciplina de fórmulas y ecuaciones a
una disciplina de ideas y teorías abstractas.
La elección de los siete Problemas del Milenio fue más conservadora: son los Turner de la
galería de arte de los problemas matemáticos, mientras que las cuestiones de Hilbert constituían
una colección más revolucionaria, más vanguardista. El conservadurismo de los nuevos
problemas es imputable en parte al deseo de que las soluciones sean suficientemente definidas
como para que quienes las planteen puedan recibir el premio de un millón de dólares. Los
Problemas del Milenio son cuestiones que los matemáticos conocen desde hace ya décadas y,
en el caso de la hipótesis de Riemann, desde hace más de un siglo: se trata de un compendio de
clásicos.
Los siete millones de dólares que Clay puso sobre la mesa no suponen el primer caso en
que se ofrece dinero para la solución de un problema matemático. Por haber demostrado el
último teorema de Fermat, Wiles ingresó 75.000 marcos alemanes del premio que ofreció Paul
Wolfskehl en 1908. De hecho, fue la historia del premio Wolfskehl lo que hizo que Wiles se
fijara en Fermat a la impresionable edad de diez años. Clay cree que, si consigue otro tanto con
la hipótesis de Riemann, será un dinero bien gastado. Más recientemente, dos editoriales, Faber
& Faber de Gran Bretaña y Bloomsbury de los Estados Unidos, han ofrecido un millón de
dólares a quien logre demostrar la conjetura de Goldbach, como reclamo publicitario para el
lanzamiento de la novela El tío Petros y la conjetura de Goldbach, de Apostolos Doxiadis. Para
ganar el premio había que explicar por qué todo número par puede expresarse como suma de
dos números primos. Sin embargo, los editores no concedieron mucho tiempo a los posibles
concursantes: la solución debía presentarse antes de la medianoche del 15 de marzo de 2002 y,
cosa absurda, el concurso sólo estaba abierto a los residentes en Gran Bretaña y los Estados
Unidos.
Según Clay, los matemáticos reciben escasas recompensas y poco reconocimiento a sus
desvelos; por ejemplo, no existe un premio Nobel de Matemática al que puedan aspirar. En
cambio, la medalla Fields puede ser considerada como el más importante reconocimiento en el
mundo matemático. A diferencia de los Nobel, que acostumbran a concederse a científicos que
se acercan al término de su carrera por los resultados que han obtenido mucho antes, las
medallas Fields están reservadas a los matemáticos que todavía no hayan cumplido cuarenta
años. Esta elección no está basada en la opinión muy extendida de que los matemáticos se
queman muy jóvenes: John Fields, que concibió y dotó el premio, quería que los fondos
sirvieran para incentivar a los matemáticos más prometedores para que obtuvieran resultados
aún más importantes. Las medallas se otorgan cada cuatro años con motivo del Congreso
Internacional de Matemáticos, y las primeras se entregaron en Oslo en 1936.
El límite máximo de edad se respeta estrictamente. A pesar de lo extraordinario de la labor
desarrollada por Andrew Wiles al demostrar el último teorema de Fermat, el comité del premio
no pudo otorgarle una medalla en el Congreso de Berlín de 1998, es decir, en la primera
ocasión posible tras la aceptación definitiva de su demostración, porque Wiles había nacido en
1953. Por supuesto, se acuñó una medalla especial para conmemorar su empresa, pero no es
comparable con el hecho de ser miembro del ilustre club de los agraciados con una medalla
Fields. Entre éstos hay muchos de los protagonistas principales de nuestra historia: Enrico
Bombieri, Alain Connes, Atle Selberg, Paul Cohen, Alexandre Grothendieck, Alan Barker,
Pierre Deligne. Estos nombres suponen casi la quinta parte de la totalidad de las medallas
concedidas hasta ahora.
Pero los matemáticos no aspiran a la medalla Fields por dinero. En lugar de las importantes
sumas que ingresan los ganadores de un Nobel, la dotación que acompaña a una medalla Fields
es de unos modestos 15.000 dólares canadienses. Sin embargo, los millones de Clay
contribuirán a competir con el poderío económico de los premios Nobel. Al contrario de lo que
ocurre con la medalla Fields o con el premio que ofrecieron Faber & Faber y Bloomsbury por
la solución de la conjetura de Goldbach, en este caso cualquiera puede aspirar a ganar el
premio, con independencia de su edad o nacionalidad, y sin más límite de tiempo para hallar la
solución que el inexorable tic-tac de la inflación.
De todas maneras, la recompensa económica no es el principal motivo que empuja a los
matemáticos a la caza de uno de los Problemas del Milenio, sino más bien la embriagadora
perspectiva de alcanzar la inmortalidad que las matemáticas pueden conferir. Ciertamente,
resolviendo uno de los problemas de Clay ganaría un millón de dólares, pero eso no es nada en
comparación con el hecho de inscribir el propio nombre en el mapa intelectual de la
civilización. La hipótesis de Riemann, el último teorema de Fermat, la conjetura de Goldbach,
el espacio de Hilbert, la función tau de Ramanujan, el algoritmo de Euclides, el método del
círculo de Hardy-Littlewood, la serie de Fourier, la numeración de Gödel, un cero de Siegel, la
fórmula de la traza de Selberg, la criba de Eratóstenes, los números primos de Mersenne, el
producto de Euler, los enteros de Gauss: todos ellos son descubrimientos que han llevado a la
inmortalidad a los matemáticos que han desenterrado esos tesoros en el curso de sus
exploraciones sobre los números primos. Sus nombres sobrevivirán mucho después de que nos
hayamos olvidado de Esquilo, de Goethe o de Shakespeare. Como explicaba G. H. Hardy, «las
lenguas mueren, pero las ideas matemáticas no. Inmortalidad quizá sea una palabra ingenua,
pero un matemático tiene más probabilidades que cualquier otro ser humano de alcanzar lo que
aquella palabra designa».
Los matemáticos que han luchado larga y fatigosamente en esta aventura épica para
comprender que los números primos son algo más que simples nombres inscritos en el
firmamento matemático. El tortuoso camino que ha seguido la historia de los números primos
es el resultado de vidas concretas, de un conjunto rico y variado de dramatis personae. Figuras
históricas de la Revolución francesa y amigos de Napoleón dan paso a modernos magos y a
empresarios de Internet. Las historias de un contable indio, de un espía francés que se libró de
ser ejecutado y de un judío húngaro fugitivo de la persecución de la Alemania nazi, tienen
como denominador común la obsesión por los números primos. Cada uno de estos personajes
ofrece una perspectiva única en su intento de añadir el propio nombre al cuadro de honor
matemático. Los números primos han unido a los matemáticos a través de muchas fronteras
nacionales: China, Francia, Grecia, América, Noruega, Australia, Rusia, India y Alemania son
sólo algunos de los países que han aportado miembros prominentes a la tribu nómada de los
matemáticos que cada cuatro años se reúne en un congreso internacional para narrar las
historias de sus viajes.
No sólo es el deseo de dejar una impronta en el pasado lo que motiva a los matemáticos.
Igual que ocurrió cuando Hilbert osó posar su mirada sobre lo desconocido, la demostración de
la hipótesis de Riemann supondría el comienzo de una nueva aventura. Cuando Wiles tomó la
palabra en la conferencia de prensa convocada para anunciar los premios Clay, insistió en
subrayar que los problemas no son la meta final:
Allá afuera hay todo un mundo de matemáticas esperando a que lo descubran. Piensen, por
favor, en los europeos de 1600. Sabían que al otro lado del Atlántico había un Nuevo
Mundo; ¿qué clase de premio habrían otorgado para contribuir al descubrimiento y al
desarrollo de los Estados Unidos? No un premio a la invención del aeroplano, no un premio
a la invención del ordenador, no un premio a la fundación de Chicago, no un premio a la
construcción de máquinas capaces de trillar campos de trigo; todas estas cosas han pasado a
formar parte de Estados Unidos, pero en 1600 no podían ni imaginárselas: no, habrían dado
un premio a la solución de problemas como el de la longitud.

La hipótesis de Riemann es la longitud de las matemáticas. Su solución abre la perspectiva


de dibujar un mapa de las brumosas aguas del inmenso océano de los números primos.
Representa apenas el comienzo de nuestra comprensión de los números de la naturaleza. Una
vez que descubramos el secreto para orientarnos entre los números primos, quién sabe qué otras
cosas podría haber allá afuera esperando a que las descubramos.
2
LOS ÁTOMOS DE LA ARITMÉTICA

Cuando las cosas se vuelven demasiado complicadas, a veces tiene sentido parar y preguntarse: ¿he planteado la
pregunta correcta?
ENRICO BOMBIERI
«Prime Territory», en The Sciences

Dos siglos antes de que la inocentada de Bombieri pusiera en evidencia al mundo de los
matemáticos, otro italiano, Giuseppe Piazzi, difundía una noticia igual de apasionante: desde el
observatorio astronómico de Palermo, Piazzi había descubierto un nuevo planeta que giraba
alrededor del Sol en una órbita entre las de Marte y Júpiter. Ceres, como lo llamaron, era
mucho más pequeño que los siete planetas mayores conocidos hasta entonces, pero su
descubrimiento, el 1 de enero de 1801, se consideró un maravilloso augurio para el futuro de la
ciencia en el nuevo siglo.
El entusiasmo se convirtió en decepción pocas semanas después, cuando el pequeño planeta
desapareció de la vista: su órbita estaba conduciéndolo al otro lado del Sol, donde su débil luz
terminó ocultada por el deslumbrador brillo solar. Ceres desapareció del cielo nocturno,
perdido de nuevo entre la plétora de estrellas del firmamento. Los astrónomos del siglo XIX no
disponían de suficientes instrumentos matemáticos para calcular su órbita completa a partir de
la breve trayectoria que habían seguido durante las primeras semanas del nuevo siglo. Lo
habían perdido, y parecía que no existía ningún modo de prever dónde haría su siguiente
aparición.
Sin embargo, casi un año después de desvanecerse el planeta de Pazzi, un alemán de
veinticuatro años, natural de Brunswick, anunció que sabía dónde debían buscar los astrónomos
el objeto perdido. A falta de previsiones alternativas a su disposición, los astrónomos dirigieron
sus telescopios hacia la región del cielo que indicaba el jovencito. Como por milagro, Ceres se
encontraba precisamente allí. Esa previsión astronómica sin precedentes no procedía, sin
embargo, de la misteriosa magia de un astrólogo: la trayectoria de Ceres había sido calculada
por un matemático que había identificado un orden allí donde los demás habían visto
simplemente un minúsculo e imprevisible planeta. Carl Friederich Gauss había tomado los
escasísimos datos que se habían registrado sobre la trayectoria del planeta y había aplicado un
nuevo método de cálculo desarrollado recientemente por él mismo para determinar dónde se
encontraría Ceres en cualquier fecha futura.
Gracias al descubrimiento de la trayectoria de Ceres, Gauss se convirtió de inmediato en
una estrella de primera magnitud en la comunidad científica. Su gesta fue un símbolo del poder
de predicción de las matemáticas en un período, la primera mitad del siglo XIX, en que la
ciencia estaba en plena eclosión. Si bien los astrónomos habían descubierto el planeta por
casualidad, un matemático había puesto en juego la capacidad analítica necesaria para explicar
qué ocurriría a continuación.
A pesar de que el nombre de Gauss todavía era desconocido en la comunidad astronómica,
su joven voz ya había dejado una impronta formidable en el mundo matemático. Gauss había
conseguido trazar la trayectoria de Ceres, pero su auténtica pasión era la de identificar
estructuras regulares en el mundo de los números. Para él, el universo de los números suponía
un reto más importante: hallar estructura y orden donde los demás sólo veían caos. Con
excesiva frecuencia se usan epítetos como niño prodigio y genio de las matemáticas, pero
pocos matemáticos tendrían nada que objetar al hecho de que tales calificativos se atribuyan a
Gauss. El simple número de ideas nuevas y descubrimientos que produjo incluso antes de
cumplir los veinticinco años parece inexplicable.
Gauss nació en una familia de modestos trabajadores de Brunswick (Alemania) en 1777. A
los tres años corregía las cuentas de su padre; a los diecinueve, su descubrimiento de una
magnífica construcción geométrica de una figura de 17 lados le convenció de que debía dedicar
su vida a las matemáticas. Antes que él, los antiguos griegos habían demostrado que era posible
construir un pentágono perfecto usando sólo regla y compás. Desde entonces nadie había sido
capaz de demostrar cómo utilizar aquellos simples instrumentos para construir otros polígonos
perfectos, llamados polígonos regulares, con un número primo de lados. La excitación de
Gauss cuando descubrió la manera de construir aquella figura perfecta de 17 lados lo empujó a
dar comienzo a un diario matemático que mantuvo durante los siguientes dieciocho años. Este
diario, que quedó en manos de su familia hasta 1898, se convirtió en uno de los documentos
más importantes de la historia de las matemáticas, entre otras razones porque confirmó que
Gauss había probado, sin publicarlos, muchos resultados que otros matemáticos intentaron
demostrar hasta bien entrado el siglo XIX.
Entre las primeras contribuciones matemáticas de Gauss, una de las principales fue la
invención de la calculadora de reloj. No se trataba de una máquina material, sino de una idea
que abría la posibilidad de hacer matemáticas con números que hasta aquel momento habían
sido considerados inabordables. La calculadora de reloj se basa en el mismo principio que los
relojes convencionales. Si su reloj marca las 9 y le añade 4 horas, la manecilla se colocará
sobre la una. De igual manera, la calculadora de reloj de Gauss da 1 como resultado de 9 + 4. Si
Gauss deseaba realizar un cálculo más complicado, como por ejemplo 7 × 7, la calculadora de
reloj daba como resultado el resto que se obtiene al dividir 49 (es decir, 7 × 7) entre 12. El
resultado es otra vez 1.
Sin embargo, la potencia y velocidad de la calculadora de reloj comenzaba a ponerse de
manifiesto cuando Gauss quería calcular 7 × 7 × 7. En lugar de multiplicar otra vez 49 por 7,
Gauss podía limitarse a multiplicar 7 por el último resultado obtenido, es decir 1, para obtener
la respuesta, que es 7. De esta forma, sin tener que calcular 7 × 7 × 7 —que da 343— podía
saber sin gran esfuerzo que aquel resultado, al dividirlo por 12, daba como resto 7. La
calculadora demostró toda su potencia cuando Gauss empezó a utilizarla con grandes números,
que sobrepasaban sus propias capacidades de cálculo. Incluso sin tener ni idea del valor de 7 99,
su calculadora de reloj le decía que ese número dividido entre 12 daría 7 como resto.
Gauss se dio cuenta de que en los relojes de 12 horas no había nada de especial. Por ello
introdujo la idea de una aritmética del reloj —o aritmética modular, como se llama a veces—
basada en relojes con cualquier número de horas. Por ejemplo, si insertamos el número 11 en
una calculadora de reloj de 4 horas, obtendremos 3 como respuesta ya que al dividir 11 entre 4
el resto que se obtiene es 3. Los estudios de Gauss sobre este nuevo tipo de aritmética
revolucionaron las matemáticas de principios del siglo XIX. Así como el telescopio había
permitido a los astrónomos vislumbrar nuevos mundos, la invención de la calculadora de reloj
ayudó a los matemáticos a descubrir en el universo de los números estructuras que habían
estado ocultas durante generaciones. Todavía hoy la aritmética modular de Gauss es
fundamental para la seguridad en Internet, donde se utilizan relojes con cuadrantes divididos en
más horas que átomos existen en el universo observable.
Gauss, hijo de padres pobres, tuvo la suerte de poder sacar provecho de su talento
matemático. Había nacido en una época en que las matemáticas eran todavía una actividad
privilegiada, financiada por cortesanos y mecenas, o practicada a ratos libres por aficionados
como Pierre de Fermat. El protector de Gauss era Carl Wilhelm Ferdinand, duque de
Brunswick. La familia de Ferdinand siempre había apoyado la cultura y la economía del
ducado. Su padre había sido el fundador del Collegium Carolinum, una de las universidades
técnicas más antiguas de Alemania. Ferdinand, imbuido del ethos paterno según el cual la
instrucción era la base de los éxitos comerciales de Brunswick, estaba siempre al acecho de
talentos dignos de apoyo. Coincidió por primera vez con Gauss en 1791, y quedó tan
impresionado por sus capacidades que se ofreció a financiar los estudios de aquel joven en el
Collegium Carolinum para que pudiera así desarrollar su indiscutible potencial.
Lleno de gratitud, Gauss dedicó su primer libro al duque en 1801. Aquel libro, titulado
Disquisitiones arithmeticae, recogía muchos de los descubrimientos sobre las propiedades de
los números que Gauss había anotado en sus diarios. Todo el mundo reconoce que no se trata
de un simple compendio de observaciones sobre los números, sino que supone el anuncio del
nacimiento de la teoría de los números como disciplina independiente. Su publicación hizo de
la teoría de los números «la reina de las matemáticas», como siempre le gustó a Gauss
definirla. Y si esa teoría era una reina, las joyas engarzadas en su corona eran los números
primos, los números que habían fascinado y atormentado a generaciones enteras de
matemáticos.
La prueba más antigua del conocimiento de los humanos sobre las propiedades especiales
de los números primos es un hueso que data del 6500 a. C. El hueso, llamado de Ishango, se
descubrió en 1960 en las montañas de Africa ecuatorial. Tiene grabadas tres columnas con
cuatro series de muescas. En una de las columnas encontramos 11, 13, 17, 19 muescas, es
decir, la lista de los números primos comprendidos entre 10 y 20. También las otras columnas
parecen tener significados de naturaleza matemática. No está claro si este hueso, que se
conserva en el Instituto Real de las Ciencias Naturales de Bruselas, representa realmente uno de
los primeros intentos que hicieron nuestros antepasados para entender los números primos o si
se trata de una selección de números que resultan ser primos por casualidad. Sin embargo, no
podemos excluir la posibilidad de que se trate de la primera incursión humana en los números
primos.
Algunos sostienen que la civilización china fue la primera en oír el tamtam de los números
primos. Los chinos atribuían características femeninas a los números pares y masculinas a los
impares, pero además de esa nítida separación, consideraban afeminados los impares que no
son primos, como el 15. Hay pruebas de que, antes del 1000 a. C., los chinos habían ideado un
método muy concreto para comprender qué hace especiales a los números primos entre todos
los números. Si tomamos 15 alubias podemos distribuirlas en un rectángulo perfecto compuesto
por tres columnas de cinco alubias. En cambio, si tomamos 17 alubias sólo podremos construir
un rectángulo de una fila de 17 alubias. Para los chinos, los números primos eran números
viriles que resistían cualquier intento de descomponerlos en producto de números menores.
Si bien a los antiguos griegos también les gustaba atribuir cualidades sexuales a los
números, fueron ellos los que descubrieron, en el siglo IV a. C., la fuerza real de los números
primos como elementos básicos para la construcción de todos los demás. Comprendieron que
todo número puede ser construido multiplicando entre sí números primos. Aunque se
equivocaron al creer que el fuego, el aire, el agua y la tierra constituían la base de la materia,
acertaron al identificar los átomos de la aritmética. Durante siglos los químicos intentaron en
vano identificar los elementos constitutivos básicos de su disciplina, hasta que la búsqueda
iniciada por los antiguos griegos culminó en la tabla periódica de los elementos de Dimitri
Mendeleyev. En cambio, a pesar de disfrutar de la ventaja de la identificación por los griegos
de los elementos básicos de la aritmética, los matemáticos todavía se debaten en sus intentos
por descubrir su tabla de los números primos.
Hasta donde sabemos fue Eratóstenes, gran bibliotecario del importantísimo centro cultural
de la Grecia antigua que fue Alejandría, el primero en producir tablas de números primos.
Como una especie de antiguo Mendeleyev de las matemáticas, en el siglo III a. C., Eratóstenes
ideó un procedimiento razonablemente sencillo para determinar qué números eran primos entre
los comprendidos, por ejemplo, entre 1 y 1.000. Para empezar, escribía la secuencia entera de
números; a continuación tomaba el menor primo, es decir 2, y a partir de él tachaba de la lista
un número de cada dos: como son divisibles entre 2, todos los tachados no son primos.
Entonces pasaba al siguiente número no tachado, es decir 3, y a partir de él tachaba de la lista
un número de cada tres: como todos esos números son divisibles entre 3, no son primos.
Continuaba el proceso tomando el siguiente número no tachado y suprimiendo de la lista todos
sus múltiplos. Con este proceso sistemático construyó tablas de números primos, y este método
recibió el nombre de criba de Eratóstenes: cada nuevo número primo crea una «criba», un
cedazo que Eratóstenes utiliza para eliminar una parte de los números que no son primos. En
cada nueva fase del proceso las dimensiones de la malla cambian y, cuando Eratóstenes llega a
1.000, los únicos números supervivientes del proceso de selección son los primos.
Cuando Gauss era un jovencito recibió como regalo un libro que contenía una lista de
varios millares de números primos que probablemente se había construido utilizando los
antiguos cedazos numéricos. Para Gauss, aquellos números aparecían desordenadamente.
Predecir la órbita elíptica de Ceres había sido ya suficientemente difícil, pero el reto de los
números primos tenía más en común con la empresa casi imposible de analizar la rotación de
cuerpos celestes del tipo de Hiperión, uno de los satélites de Saturno, que tiene forma de
hamburguesa. A diferencia de nuestra Luna, Hiperión no es en absoluto estable desde el punto
de vista gravitacional, y por esa razón gira caóticamente sobre sí mismo. De todos modos, por
más que la rotación de Hiperión o las órbitas de algunos asteroides sean caóticas, por lo menos
sabemos que su comportamiento viene determinado por la atracción gravitacional del Sol y de
los planetas; en cuanto los números primos, no tenemos ni la más ligera idea de qué fuerzas los
atraen o los repelen. Cuando escrutaba sus tablas numéricas, Gauss no conseguía determinar
ninguna regla que le indicara cuánto tenía que saltar para hallar el siguiente número primo.
¿Podría ser que los matemáticos debieran resignarse a aceptar que esos números han sido
elegidos al azar por la naturaleza, que hubieran sido fijados como estrellas en el cielo nocturno,
sin pies ni cabeza? Gauss no podía aceptar semejante idea: la motivación primaria en la vida de
un matemático es determinar estructuras ordenadas, descubrir y explicar las reglas que están en
los cimientos de la naturaleza, prever qué sucederá a continuación.
LA BÚSQUEDA DE MODELOS

La aventura de la búsqueda de los números primos por parte de los matemáticos está
perfectamente expresada en uno de los problemas que todos hemos resuelto en la escuela: dada
una sucesión de números, determinar el siguiente elemento. Veamos, a título de ejemplo, tres
de estos problemas:
1, 3, 6, 10, 15, …
1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, …
1, 2, 3, 5, 7, 11, 15, 22, 30, …
Muchas preguntas asaltan la mente matemática ante listas así: ¿cuál es la regla que está
detrás de la creación de cada sucesión? ¿Es posible predecir el siguiente elemento? ¿Se puede
determinar una fórmula que nos permita calcular el centésimo término de la sucesión sin que
sea necesario calcular los 99 anteriores?
La primera de las tres sucesiones anteriores está formada por los llamados números
triangulares. El décimo número de la lista es el número de alubias necesarias para construir un
triángulo de diez filas que comience con una fila de una única alubia y que termine con una fila
de diez alubias. Por esta razón, el enésimo número triangular se obtiene simplemente sumando
los primeros N números: 1 + 2 + 3 + … + N. Si deseamos determinar el centésimo número
triangular tenemos ya un método largo y laborioso: atacar frontalmente el problema sumando
los 100 primeros números de la sucesión.
El maestro de la escuela a la que asistía Gauss tenía por costumbre poner este problema a
sus alumnos, con la seguridad de que tardarían en resolverlo el tiempo suficiente para que él
pudiera echar una cabezadita. A medida que terminaban el problema, los alumnos se
levantaban y ponían su pizarra en una pila ante el maestro. Mientras los demás alumnos apenas
se habían puesto a la tarea, en pocos segundos Gauss, con diez años, había dejado ya su pizarra
sobre el escritorio del maestro. Furioso, éste creyó que el joven Gauss estaba siendo insolente,
pero cuando miró la pizarra, vio que la respuesta —5.050— estaba allí, sin un solo paso de
cálculo. El maestro pensó que Gauss había hecho trampa de un modo u otro, pero el alumno
explicó que bastaba con insertar N = 100 en la fórmula 1/2 × (N + 1) × N, para obtener el
centésimo término de la sucesión sin tener que calcular ningún otro término.
Gauss no había atacado el problema directamente, sino que se había aproximado a él
lateralmente. El mejor modo de descubrir cuántas alubias hay en un triángulo de 100 filas,
razonó, era tomar otro triángulo igual, darle la vuelta y ponerlo al lado del primero. Ahora
Gauss tenía un rectángulo de 100 filas, de 100 alubias cada una, y calcular el número total de
alubias de este rectángulo formado por dos triángulos era muy fácil: el total de alubias es 101 ×
100 = 10.100. Por tanto, un único triángulo contenía la mitad de ese número de alubias, es
decir, 1/2 × 101 × 100 = 5.050. Además, el número 100 no tiene nada de especial: si lo
sustituimos por N obtendremos la fórmula 1/2 × (N + 1) × N.
La siguiente figura ilustra el razonamiento en el caso de un triángulo de 10 filas en lugar de
100.
Una ilustración del método usado por Gauss para demostrar su fórmula para el cálculo de los
números triangulares.
En lugar de atacar frontalmente el problema que su maestro le proponía, Gauss había
encontrado un punto de vista distinto. El pensamiento lateral, la capacidad de observar el
problema desde todos los ángulos posibles para verlo desde una nueva perspectiva, es una
cuestión de inmensa importancia para el descubrimiento matemático y supone una de las
razones por las que las personas capaces de razonar como el joven Gauss son buenos
matemáticos.
La segunda de las sucesiones que hemos propuesto, 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, …, es la de los
llamados números de Fibonacci. Para construirla basta calcular cada número sumando los dos
inmediatamente anteriores. Por ejemplo, 13 = 5 + 8. Leonardo Fibonacci, matemático pisano
del siglo XIII, dio con ella al estudiar los hábitos reproductores de los conejos. Fibonacci intentó
divulgar los descubrimientos de los matemáticos árabes en un intento fracasado de sacar las
matemáticas europeas de los oscuros siglos de la Alta Edad Media.
Sin embargo, fueron los conejos los que le confirieron la inmortalidad en el mundo
matemático. Según su modelo de reproducción, cada nueva estación tendremos un número de
parejas de conejos que siguen una pauta regular. Este esquema está basado en dos reglas: cada
pareja madura de conejos producirá una nueva pareja de conejos por estación, y cada nueva
pareja necesitará una estación para llegar a la madurez sexual.
Pero los números de Fibonacci no sólo gobiernan el mundo de los conejos. Esta sucesión
aparece en la Naturaleza de mil maneras distintas. El número de pétalos de una flor es siempre
un número de Fibonacci, y también el número de espirales de una piña de abeto. Y el
crecimiento de una concha marina a lo largo del tiempo sigue la progresión de los números de
Fibonacci.
¿Existe una fórmula rápida que, como la de Gauss para los números triangulares, permita
determinar el centésimo número de Fibonacci? También en este caso, la primera impresión es
que tendremos que calcular los 99 términos anteriores, ya que para determinar el centésimo
término necesitamos conocer el nonagésimo octavo y el nonagésimo noveno. ¿Puede ser que
exista una fórmula que nos determine este centésimo término insertando simplemente el
número 100? Tal fórmula existe, pero su determinación es mucho más complicada que la regla
que nos permite determinar esos otros números.
La fórmula para generar los números de Fibonacci se basa en un número especial llamado
número de oro o proporción áurea, un número que empieza por 1,61803… Igual que π, la
proporción áurea es un número cuya expresión decimal no tiene fin, no manifiesta ninguna
regularidad y, sin embargo, encierra las que a lo largo de los siglos han sido consideradas como
las proporciones perfectas. Si examinamos los lienzos que se exponen en el Louvre o en la Tate
Gallery, descubriremos que con mucha frecuencia el artista ha elegido un rectángulo cuyos
lados están en la proporción de 1 a 1,61803. Además, los experimentos revelan que entre la
altura de una persona y la distancia que separa sus pies del ombligo se conserva esa misma
proporción numérica. La aparición de la proporción áurea en la naturaleza tiene algo de
misterioso. El enésimo número de Fibonacci puede expresarse mediante una fórmula
construida a partir de la enésima potencia de la proporción áurea.
Dejaremos la tercera sucesión numérica —1, 2, 3, 5, 7, 11, 15, 22, 30, …— como un reto
estimulante sobre el cual volveremos más adelante. Sus propiedades contribuyeron a consolidar
la fama de uno de los personajes más fascinantes de las matemáticas del siglo XX: Srinivasa
Ramanujan, que poseía una extraordinaria habilidad para descubrir nuevas estructuras y
fórmulas en zonas de las matemáticas en las que otros se habían encallado.
En la Naturaleza no sólo se encuentran los números de Fibonacci: el reino animal también
conoce los números primos. Existen dos especies de cigarras llamadas Magicicada septendecim
y Magicicada tredecim que viven a menudo en el mismo medio. Tienen ciclos de vida de 17 y
13 años respectivamente. Durante todos esos años se alimentan de la savia de las raíces de los
árboles. Luego, en el último año del ciclo, se metamorfosean de crisálidas en adultos
completamente formados y salen del suelo en masa. Asistimos a un acontecimiento
extraordinario cuando, cada 17 años, los ejemplares de Magicicada septendecim se apoderan
del bosque en una sola noche. Entonan su potente canto, se aparean, se alimentan, ponen sus
huevos, y al cabo de seis semanas, mueren. El bosque vuelve al silencio durante otros 17 años.
Pero ¿por qué esas dos especies han elegido como duración de su vida un número primo de
años?
Hay diversas explicaciones posibles; como las dos especies han desarrollado ciclos de vida
que duran un número primo de años, es raro que aparezcan el mismo año. En efecto, ambas
especies deberán compartir el bosque solamente una vez cada 13 x 17 = 221 años. Imaginemos
lo que sucedería en el caso de elegir ciclos de años no primos, por ejemplo 18 y 12. En el
mismo período de 221 años se habrían encontrado en sincronía seis veces, exactamente en los
años 36, 72, 108, 144, 180 y 216, es decir, en los años compuestos de los números primos que
son divisores de 18 y de 12. Los números primos 13 y 17, por tanto, evitaban a las dos especies
de cigarra una competencia excesiva.
La aparición de un hongo que se presentaba simultáneamente con las cigarras nos ofrece
otra posible explicación. Para las cigarras aquel hongo era letal, y por esa razón desarrollaron
un ciclo de vida que les permitiera evitarlo. Al pasar a un ciclo de 17 o 13 años, las cigarras se
han asegurado de aparecer en el mismo año que el hongo con mucha menor frecuencia de la
que se daría si sus ciclos de vida durasen un número no primo de años. Para las cigarras, los
números primos no eran una simple curiosidad abstracta, sino la clave de la supervivencia.
Por más que la evolución hubiere descubierto algunos números primos a las cigarras, los
matemáticos necesitaban un método más sistemático para obtenerlos. Entre todos los enigmas
numéricos, la lista de los números primos era el lugar donde, más que en ningún otro, los
matemáticos buscaban una fórmula secreta. Sin embargo, debemos ser cautos al pensar que en
el mundo matemático hay estructura y orden en todos los rincones. A lo largo de la historia han
sido muchos los que se han perdido en el vano intento de determinar una estructura escondida
en la expresión decimal de π, uno de los números más importantes de las matemáticas.
Precisamente ha sido su importancia la que ha alimentado intentos desesperados por descubrir
mensajes bajo su caótica expresión decimal. Si una vida alienígena utilizaba los números
primos para atraer la atención de Ellie Arroway al principio de la novela de Carl Sagan
Contacto, el mensaje último del libro está escondido en las profundidades de la sucesión
decimal de π, en la que repentinamente aparece una serie de ceros y de unos definiendo unas
pautas que revelarían «la existencia de una inteligencia anterior al Universo». En la película π,
Darren Aronofsky también juega con este célebre icono cultural.
A modo de advertencia para aquellos que se sientan fascinados ante la idea de descubrir
mensajes escondidos en números como π, los matemáticos han conseguido demostrar que la
mayoría de los números decimales esconden, en alguna parte de sus expresiones decimales
infinitas, cualquier secuencia de números que deseemos. Por ello, existe una elevada
probabilidad de que π contenga el programa informático para escribir el libro del Génesis si lo
buscamos con paciencia suficiente. En resumen, para buscar estructuras escondidas en las
matemáticas es preciso determinar el punto de vista correcto; su importancia se hace evidente
cuando se examina desde perspectivas distintas. Lo mismo ocurría con los números primos.
Armado con sus tablas de números primos y con su talento para el pensamiento lateral, Gauss
estaba preparado para determinar el ángulo y la perspectiva correctos desde donde examinar los
números primos de forma que, tras su fachada caótica, pudiera surgir un orden antes oculto.
LA DEMOSTRACIÓN, GUÍA DE VIAJE DEL MATEMÁTICO

Si una parte del trabajo de los matemáticos consiste en hallar esquemas y estructuras en el
mundo de las matemáticas, la otra parte consiste en demostrar que cierta estructura será
siempre válida. El concepto de demostración marca quizás el auténtico principio de las
matemáticas como arte de la deducción en lugar de la simple observación de los números; el
punto en el cual la alquimia matemática cede el puesto a la química matemática. Los antiguos
griegos fueron los primeros en comprender que era posible demostrar que ciertos hechos siguen
siendo ciertos por muy lejos que contemos, por muchos ejemplos que examinemos.
El proceso creativo matemático empieza con una suposición. A menudo ésta emerge como
resultado de la intuición que el matemático ha desarrollado durante años de exploración del
mundo de las matemáticas, cultivando una sensibilidad como consecuencia de sus idas y
venidas. Quizá simples experimentos numéricos revelen una regla que se suponga válida para
siempre: en el siglo XVII, por ejemplo, los matemáticos descubrieron lo que creyeron un
método seguro para verificar la primalidad de un número N: elevar 2 a la N y dividir el
resultado por N. Si el resto es 2, entonces N sería un número primo. En términos de la
calculadora de reloj de Gauss, aquellos matemáticos querían calcular 2N con un reloj de N
horas. El reto consistía en demostrar si tal suposición era cierta o falsa. Estas suposiciones o
predicciones son lo que los matemáticos denominan conjeturas o hipótesis.
Una suposición matemática recibe el nombre de teorema sólo después de haber sido
demostrada; este paso de conjetura o hipótesis a teorema es lo que indica la madurez
matemática de un enunciado. Fermat legó a las matemáticas una montaña de predicciones:
generaciones enteras de matemáticos se han labrado un nombre demostrando la verdad o la
falsedad de las hipótesis de Fermat. Ciertamente, el último teorema de Fermat siempre ha
recibido el nombre de teorema y no de conjetura, pero se trata de un caso insólito, que
probablemente se debe a que en sus notas garabateadas en la copia de la Arithmetica de
Diofanto, Fermat afirmaba poseer una maravillosa demostración que desgraciadamente era
demasiado larga para caber en el margen de la página. Fermat nunca transcribió en parte alguna
su presunta demostración, y esos comentarios al margen se convirtieron en la mayor broma
matemática de la historia. Hasta que Andrew Wiles proporcionó una argumentación, una
demostración del porqué de la inexistencia de soluciones interesantes de la ecuación de Fermat,
el último teorema siguió siendo una mera hipótesis, simplemente un buen deseo.
La anécdota escolar de Gauss resume perfectamente el paso de la suposición al teorema
mediante la demostración. Gauss concibió una fórmula que, según su previsión, podía producir
cualquier número triangular. ¿Cómo podía tener la seguridad de que la fórmula siempre
funcionaría? Evidentemente, puesto que la sucesión tiene una longitud infinita, no podía
verificar la fórmula sobre cada número de la sucesión para comprobar la corrección del
resultado. Por tanto, recurrió a la potente arma de la demostración matemática. Su método de
combinar dos triángulos para construir un rectángulo aseguraba que la fórmula funcionaría
siempre sin necesidad de hacer un número infinito de cálculos. Por el contrario, el método
ideado en el siglo XVII para verificar la primalidad con base en el cálculo de 2N fue rechazado
por el tribunal de las matemáticas en 1819: el método funciona correctamente hasta 340, pero a
continuación determina 341 como número primo. Ahí es donde falla la verificación, ya que 341
= 11 × 31. Esta excepción no pudo ser descubierta hasta que fue posible usar una calculadora
de reloj de Gauss con 341 horas para simplificar el análisis de un número como 2341, que en una
calculadora convencional tiene más de 100 cifras.
El matemático de Cambridge G. H. Hardy, autor de la Apología de un matemático, solía
comparar el proceso de descubrimiento y demostración matemáticos con el trabajo de un
cartógrafo que estudia paisajes lejanos: «Siempre he pensado en el matemático en primer lugar
como un observador: un hombre que escruta una remota cadena montañosa y anota sus
observaciones». Cuando el matemático ha observado la montaña a distancia, su siguiente labor
consiste en explicar a los demás cómo alcanzarla.
Se comienza en un lugar donde el paisaje nos es familiar y no hay sorpresas que temer; en
esa región conocida se encuentran los axiomas de las matemáticas, las verdades numéricas
evidentes, junto con las proposiciones que ya han sido demostradas. Una demostración es como
un sendero que, a través del paisaje matemático, conduce desde ese territorio familiar hasta
cumbres remotas. El avance está ligado al respeto de las reglas de la deducción que, al igual
que los movimientos permitidos a una pieza de ajedrez, prescriben qué pasos está permitido dar
en ese mundo. A veces se llega a lo que parece un punto muerto, lo que obliga a uno de los
característicos pasos laterales, cambios de dirección o incluso retrocesos para superar el
obstáculo. Quizá para continuar el ascenso es necesario esperar a que se inventen nuevos
instrumentos, como las calculadoras de reloj de Gauss.
En palabras de Hardy, el observador matemático
Ve nítidamente A, mientras que de B sólo consigue breves visiones momentáneas.
Finalmente elige una cresta que parte de A y, siguiéndola hasta el final, descubre que
culmina en B. Si quiere que los demás lo vean lo indica, o bien directamente o bien a través
de la cadena de cumbres que lo han conducido a él mismo a reconocerlo. Cuando su
discípulo también lo ve, la búsqueda, la argumentación, la demostración ha terminado.

La demostración es la historia del viaje y el mapa que registra sus coordenadas: es el


cuaderno de bitácora del matemático. Los que lean la demostración experimentarán la misma
emergencia de la comprensión que experimentó su autor; no sólo verán finalmente la ruta que
conduce a la cumbre, sino que además comprenderán que ningún futuro desarrollo podrá
comprometer el nuevo recorrido. Muy a menudo una demostración no pretende poner todos los
puntos sobre las íes: se trata de una reconstrucción del viaje y no necesariamente la
reconstrucción de cada uno de sus pasos. Las argumentaciones que los matemáticos dan como
demostraciones pretenden entusiasmar al lector. Hardy acostumbraba a describir las
argumentaciones que damos los matemáticos como «cháchara, florituras retóricas construidas
para golpear la psicología, figuras en la pizarra durante las clases, instrumentos para estimular
la imaginación de los alumnos».
Los matemáticos están obsesionados con la demostración, y la simple prueba experimental
de una hipótesis no basta para satisfacerlos. A menudo esta actitud provoca estupor e incluso
burlas en otras disciplinas científicas. La conjetura de Goldbach ha sido verificada para todos
los números hasta 400.000.000.000.000, pero no está aceptada como teorema; en casi cualquier
otra disciplina científica estarían encantados de considerar estos aplastantes datos numéricos
como argumento más que convincente y pasarían a otra cosa: si un día aparecieran nuevos
datos que obligaran a reconsiderar aquel canon matemático, pues adelante. Si para las demás
ciencias basta con eso, ¿por qué no para las matemáticas?
Muchísimos matemáticos se estremecerían sólo con plantearse tal herejía. Dicho en
palabras del matemático francés André Weil: «el rigor es para los matemáticos lo que la moral
es para los humanos». En parte ello se debe a que, en matemáticas, a menudo los indicios son
difíciles de valorar. Más que cualquier otra parte de las matemáticas, los números primos se
resisten a revelar su auténtica naturaleza. Incluso Gauss se dejó llevar por una corazonada ante
la enorme cantidad de datos que había obtenido sobre los números primos, pero un posterior
análisis teórico lo despertó de su error. Por esta razón es esencial la demostración: las primeras
impresiones pueden ser engañosas. Mientras que el ethos de cualquier otra ciencia establece
que las pruebas experimentales son lo único realmente fiable, los matemáticos han aprendido a
no fiarse nunca de los datos numéricos sin una demostración.
En cierto sentido, la naturaleza etérea de las matemáticas como disciplina de la mente hace
al matemático más propenso a proporcionar demostraciones para dar una sensación de realidad
a ese mundo. Los químicos pueden estudiar tranquilamente la molécula real de futboleno, la
secuencia del genoma supone un problema concreto para el genetista, incluso los físicos
pueden comprobar la realidad de las minúsculas partículas subatómicas o de un remoto agujero
negro; en cambio, el matemático se encuentra en la tesitura de tener que comprender objetos
que no poseen ninguna realidad física evidente: formas geométricas en ocho dimensiones o
números primos tan grandes que superan el número de átomos del universo. Ante tan
monstruosa lista de conceptos abstractos la mente puede hacer jugarretas extrañas, y sin una
demostración se correría el riesgo de crear auténticos castillos de naipes. En las demás
disciplinas científicas la observación y el experimento sirven para validar la realidad de un
objeto de estudio, pero si los demás científicos pueden usar los ojos para ver esa realidad física,
los matemáticos tienen que confiar en la demostración matemática, como si de un sexto sentido
se tratara, para gestionar su invisible objeto de estudio.
Intentar demostrar pautas que ya han sido identificadas es, además, un gran catalizador para
ulteriores descubrimientos matemáticos. Muchos matemáticos opinan que sería mejor si los
problemas de ese tipo no se resolvieran nunca, habida cuenta de las nuevas maravillas
matemáticas que se encuentran por el camino. Tales problemas le ofrecen al matemático
pionero la posibilidad de explorar territorios cuya existencia jamás habría imaginado cuando
empezó su travesía.
Pero quizás el argumento más convincente para justificar por qué la cultura matemática da
tanto valor al hecho de demostrar la verdad de un aserto sería que, a diferencia del resto de las
ciencias, puede permitirse el lujo de hacerlo. ¿En cuántas disciplinas existe algo comparable a
la posibilidad de afirmar que la fórmula de Gauss para los números triangulares no dejará
nunca de dar la respuesta correcta? Es posible que las matemáticas sean una materia etérea,
circunscrita a la mente, pero su falta de realidad tangible está más que compensada por la
certeza que proporcionan las demostraciones.
A diferencia de lo que sucede en otras ciencias cuyo modelo del mundo puede
desmoronarse en una generación, la demostración en matemáticas nos permite establecer con
certeza absoluta que los hechos relativos a los números primos no cambiarán a la luz de futuros
descubrimientos. Las matemáticas son una pirámide en la que cada generación edifica sobre lo
realizado por la que la precedió sin necesidad de temer ningún hundimiento. Es esta
indestructibilidad lo que hace tan apasionante el hecho de ser matemático: para ninguna otra
ciencia se puede afirmar que lo que establecieron los antiguos griegos continúa siendo cierto.
Hoy en día podemos reírnos de su idea de la materia compuesta por fuego, aire, agua y tierra; y
quizá las futuras generaciones contemplarán la lista de 109 átomos de los que consta la tabla
periódica de los elementos de Mendeleyev con el mismo desprecio con que nosotros
consideramos el modelo del mundo químico que elaboraron los griegos. En cambio, todo
matemático empieza su formación aprendiendo lo que los antiguos griegos demostraron sobre
los números primos.
Los miembros de otros departamentos universitarios envidian la certeza que la
demostración da al matemático al menos tanto como se burlan de ella. La estabilidad que crea
la demostración matemática conduce a la auténtica inmortalidad citada por Hardy; a menudo es
ésa la razón por la cual personas que están rodeadas de un mundo de inseguridades se sienten
atraídas por esta disciplina. En muchos casos el mundo matemático ha ofrecido refugio a
jóvenes mentes deseosas de evadirse de un mundo real que no conseguían afrontar.
Nuestra fe en la indestructibilidad de una demostración se refleja en las reglas que
gobiernan la asignación de los premios para quien resuelva los Problemas del Milenio de Clay:
el premio monetario se ingresa al cabo de dos años de la publicación de la demostración, y una
vez que ésta ha recibido la aceptación general de la comunidad matemática. Naturalmente, ello
no garantiza completamente que la demostración esté libre de errores, pero reconoce un hecho
que todos aceptamos: es posible determinar la existencia de errores en una demostración sin
tener que esperar durante años a que aparezcan nuevas pruebas. Si hay un error deberá estar
ahí, en la página que tenemos delante.
¿Son arrogantes los matemáticos por opinar que tienen acceso a demostraciones absolutas?
¿Puede sostenerse que la demostración de que cualquier número puede expresarse como
producto de números primos tiene la misma probabilidad de ser refutada que la física
newtoniana o la teoría de la indivisibilidad del átomo? La mayoría de los matemáticos creen
que las investigaciones futuras nunca supondrán la destrucción de los axiomas relativos a los
números, que se consideran verdades incontestables. Según ellos, si se aplican correctamente
las leyes de la lógica para edificar sobre aquellas bases, se producirán demostraciones de los
asertos sobre números que nunca serán invalidadas por nuevas intuiciones. Es posible que se
trate de una idea ingenua desde el punto de vista filosófico, pero ciertamente se trata del
principio fundamental de la secta de los matemáticos.
Mencionemos además la excitación emotiva que se adueña del matemático al trazar nuevos
recorridos en el mapa de las matemáticas: hay una increíble sensación de euforia al descubrir
una vía para alcanzar la cima de una montaña lejana que ha sido atisbada desde hace
generaciones. Es como crear una historia maravillosa o una pieza musical que transporta a la
mente desde lo familiar hasta lo desconocido. Es grandioso ser el primero en entrever la posible
existencia de una montaña remota como el último teorema de Fermat o la hipótesis de
Riemann, pero no se puede comparar con la satisfacción de explorar las tierras que nos
conducen a tal fin. Quizá los que más adelante recorran la pista trazada por aquel pionero
experimentarán en parte el sentido de elevación espiritual que acompañó el primer momento de
epifanía en el descubrimiento de una nueva demostración. Esa es la razón por la cual los
matemáticos siguen valorando la búsqueda de la demostración aunque estén absolutamente
convencidos de la certeza de cosas como la hipótesis de Riemann: en matemáticas, el viaje es
tan importante como la conquista de la meta.
Las matemáticas ¿son un acto de creación o de descubrimiento? Muchos matemáticos
oscilan entre la sensación de ser creativos y la de descubrir verdades científicas absolutas. A
menudo las ideas matemáticas pueden parecer muy personales y ligadas a la mente creativa que
las concibió; sin embargo, esta impresión tiene su contrapeso en la convicción de que la
naturaleza lógica de la disciplina implica que todos los matemáticos viven un mismo mundo
matemático, un mundo lleno de verdades inmutables. Esas verdades sólo esperan a ser
desenterradas, y no existe ningún pensamiento creativo que pueda plantearse la discusión sobre
su existencia. Hardy expresa perfectamente esta tensión entre creación y descubrimiento con la
que luchan los matemáticos: «Defiendo que la realidad matemática se sitúa fuera de nosotros,
que nuestra función es descubrirla u observarla y que los teoremas que demostramos y
describimos con grandilocuencia como nuestras “creaciones” no son más que las notas de
nuestras observaciones». Pero en otros momentos opta por una descripción más artística del
proceso de hacer matemáticas: «Las matemáticas no son una disciplina contemplativa, sino
creativa», escribe en Apología de un matemático, un libro que Graham Greene colocó junto a
los diarios de Henry James como los mejores ejemplos de lo que significa ser un artista
creativo.
Por más que los números primos, junto con otros elementos de las matemáticas, sobrepasen
las barreras culturales, mucha matemática es creativa y producto de la psique humana. Ocurre a
menudo que las demostraciones, las historias que cuentan los matemáticos sobre su disciplina,
pueden ser narradas de diversas maneras: probablemente la demostración de Wiles del último
teorema de Fermat resultará a oídos extraños tan misteriosa como el ciclo del Anillo de
Wagner. Las matemáticas son un arte creativo sujeto a reglas rígidas, como escribir poesía o
tocar blues: los matemáticos están limitados por los pasos lógicos que tienen que seguir para
dar forma a sus demostraciones; pero a pesar de todo, en el interior de esas rígidas reglas aún
existe una gran libertad. De hecho, la belleza de crear obedeciendo a un sistema de reglas está
en que nos vemos empujados hacia nuevas direcciones y hallamos cosas que nunca
esperaríamos descubrir si no nos hubiéramos dejado llevar. Los números primos son como las
notas de una escala musical, y cada cultura ha elegido tocar esas notas de una determinada
manera, revelando más de lo que era de esperar sobre influencias sociales e históricas. La
historia de los números primos es un espejo social como lo es el descubrimiento de verdades
eternas. El floreciente amor por las máquinas en los siglos XVII y XVIII se reflejó en un enfoque
muy práctico, experimental, del estudio de los números primos; en contraste, la Europa de las
revoluciones produjo una atmósfera que favoreció la aplicación de ideas abstractas, nuevas y
audaces, en su análisis. La elección sobre cómo narrar el viaje es específica de cada cultura
particular.

LAS FÁBULAS DE EUCLIDES

Los antiguos griegos fueron los primeros en narrar esas historias. Comprendieron el poder
de las demostraciones en la búsqueda de los caminos definitivos que en el mundo matemático
conducen a las montañas. Una vez coronadas, se desvanece para siempre el miedo de que
aquellas montañas sean un remoto espejismo matemático. Por ejemplo, ¿cómo podemos estar
realmente seguros de la inexistencia de ciertos números anómalos que no puedan construirse
multiplicando números primos? Los antiguos griegos concibieron un razonamiento que no
habría de permitir dudas ni en sus mentes ni en las de generaciones posteriores sobre la
posibilidad de que tales números aparecieran jamás.
A menudo los matemáticos descubren una demostración aplicando a un caso particular la
teoría general que intentan demostrar, e intentando después comprender por qué la teoría es
válida en ese caso: tienen la esperanza de que la argumentación o la receta que ha funcionado
una vez funcione siempre, con independencia del caso particular que hayan elegido para ser
analizado. Por ejemplo, para demostrar que cualquier número es producto de números primos
podríamos empezar por considerar el caso particular del número 140. Supongamos que hemos
comprobado que cualquier número menor que 140 o bien es primo o bien es producto de
números primos: ¿qué podemos decir del número 140? ¿Es posible que se trate de un número
anómalo, que no sea ni primo ni producto de primos? Empezaremos por comprobar que no se
trata de un número primo. ¿Cómo? Demostrando que puede ser expresado como producto de
dos números menores que él. Por ejemplo, es igual a 4 × 35. Ya hemos conseguido lo más
importante al establecer que 4 y 35, números inferiores a la presunta anomalía, 140, pueden
escribirse como producto de números primos: 4 es igual a 2 × 2 y 35 es igual a 5 × 7. Uniendo
esas informaciones verificamos que efectivamente 140 es producto de 2 × 2 × 5 × 7. Por tanto,
en definitiva, 140 no es un número anómalo.
Los antiguos griegos hallaron la manera de traducir este ejemplo particular en un
razonamiento que es de aplicación general a todos los números. Lo más curioso es que su
razonamiento empieza por pedirnos que imaginemos que existen números anómalos, números
que ni son primos ni pueden escribirse como producto de primos. Si esos números anómalos
existen, entonces cuando revisemos la secuencia completa de los números daremos antes o
después con el menor de ellos, que llamaremos N. Dado que este número hipotético N no es un
número primo, estaremos en condiciones de expresarlo como producto de dos números A y B
menores que N. Si ello no fuera posible, N sería un número primo.
Como A y B son menores que N, nuestra definición de N exige que A y B puedan expresarse
como producto de números primos. Por tanto, si multiplicamos entre sí todos los primos que
componen A por todos los primos que componen B obtendremos necesariamente el número N
y, por tanto, habremos demostrado que N puede expresarse como producto de números primos,
lo cual es contradictorio con la definición de N. En consecuencia, nuestra hipótesis de partida,
la existencia de números anómalos, no se puede sostener y, en definitiva, cualquier número, o
bien es primo, o bien puede expresarse como producto de números primos.
Cuando he intentado explicar este razonamiento a mis amigos, siempre han tenido la
sensación de que les estaba haciendo trampa. Hay algo vagamente falaz en nuestro gambito de
apertura: se supone que existen cosas que no queremos que existan y se termina por demostrar
que no existen. Esta estrategia de pensar lo impensable se convirtió en un potente instrumento
para la construcción de demostraciones por parte de los antiguos griegos. Está basada en un
principio lógico: una afirmación debe ser cierta o falsa. Si partimos del supuesto de que la
afirmación es falsa y terminamos en una contradicción, podemos deducir de ello que nuestro
supuesto era erróneo y concluir que la afirmación tenía que ser cierta.
La técnica de demostración que idearon los antiguos griegos se apoya en la pereza de
muchos matemáticos: en lugar de afrontar la tarea imposible de realizar infinitos cálculos
explícitos para demostrar que todos los números pueden ser construidos utilizando números
primos, el razonamiento abstracto captura la esencia de cada uno de esos cálculos; es como
conocer la manera de subirse a lo alto de una escalera infinita sin tener que llevar a término la
empresa físicamente.
Euclides, más que cualquier otro matemático griego, es considerado el padre de la
demostración. Vivió en Alejandría alrededor del 300 a. C., en la época en la que Ptolomeo I
acababa de fundar allí lo que hoy llamaríamos un gran instituto de investigación. Ahí escribió
uno de los manuales más influyentes de toda la historia conocida: Elementos. En la primera
parte del libro, Euclides fijó los axiomas de la geometría que describen las relaciones entre
puntos y líneas. Estos axiomas se enuncian como verdades evidentes sobre los objetos
geométricos, para que luego la geometría pueda dar una descripción matemática del mundo
físico. A continuación Euclides utilizó las reglas de la deducción para enunciar quinientos
teoremas geométricos.
La parte central de los Elementos de Euclides se refiere a las propiedades de los números, y
ahí hallamos lo que muchos consideran el primer ejemplo realmente brillante de razonamiento
matemático. En la proposición 20, Euclides describe una verdad simple, pero fundamental,
sobre los números primos: que hay infinitos. Parte del supuesto de que cualquier número puede
construirse multiplicando entre sí números primos. Sobre esto edifica la demostración. Si los
números primos son los elementos básicos de todos los demás números, se pregunta: ¿es
posible que sólo exista un número finito de tales elementos básicos? La tabla periódica de los
elementos químicos fue obra de Mendeleyev, y en su forma actual clasifica 109 átomos
distintos con los que se puede construir toda la materia. ¿No podría suceder lo mismo con los
números primos? ¿Y si un Mendeleyev de las matemáticas hubiera presentado a Euclides una
lista de 109 números primos y lo hubiera retado a demostrar que faltaba alguno en la lista?
¿Por qué, por ejemplo, no es posible construir todos los números simplemente
multiplicando diversas combinaciones de los números primos 2, 3, 5 y 7? Euclides reflexionó
sobre cómo se podrían buscar números que no fueran producto de esos cuatro primos. «Bueno,
es fácil», podríamos decir. «Basta con tomar el siguiente primo, que es 11»; ciertamente no se
puede obtener 11 utilizando 2, 3, 5 y 7. Pero antes o después esa estrategia está condenada al
fracaso ya que, todavía hoy, no tenemos una idea nítida sobre cómo establecer con certeza
dónde se encontrará el siguiente número primo. Y precisamente por esa impredecibilidad fue
por lo que Euclides tuvo que intentar un camino distinto en su búsqueda de un método que
funcionase con independencia de lo larga que fuera la lista de los primos.
No tenemos forma de saber si la idea fue realmente de Euclides o si él se limitó a poner por
escrito las ideas que otros habían tenido en Alejandría. En cualquier caso, Euclides consiguió
mostrar cómo podía construirse un número imposible de calcular utilizando cualquier lista de
números primos dada. Tomemos, por ejemplo, los primos 2, 3, 5 y 7; Euclides calculó su
producto, con lo que obtuvo 2 × 3 × 5 × 7 = 210 y a continuación —y aquí está el golpe
genial— sumó 1 al producto para obtener 211, que no era divisible por ninguno de los primos
de la lista, es decir, 2, 3, 5 y 7. Al añadir 1 al producto garantizaba que la división entre un
número primo de la lista daría siempre 1 de resto.
Ahora bien, dado que Euclides sabía que todos los números se construyen multiplicando
números primos entre sí, esto también tenía que ser cierto para 211. Y como 211 no es divisible
por 2, 3, 5 ni 7, tenía que haber forzosamente otros números primos tales que al multiplicarlos
entre sí dieran 211 como resultado. En este ejemplo en particular, 211 es en sí mismo un
número primo. Euclides no afirmaba que el número así obtenido sería siempre primo, sino que
tenía que estar formado por un producto de números primos que no estaban en la lista
proporcionada por nuestro Mendeleyev de las matemáticas.
Por ejemplo, supongamos que alguien afirme que todos los números se pueden construir
utilizando la lista finita de números primos 2, 3, 5, 7, 11 y 13. En este caso, el número que se
obtiene con el método pensado por Euclides es 2 × 3 × 5 × 7 × 11 × 13 + 1 = 30.031, que no es
primo. Todo lo que Euclides afirmaba es que, dada una lista finita cualquiera de números
primos, él siempre podía construir un número que fuese el producto de números primos no
comprendidos en esa lista. En el caso particular de 30.031, los números primos necesarios para
construirlo son 59 y 509. Sin embargo, en general Euclides no tenía manera de conocer el valor
exacto de esos nuevos números primos: sólo sabía que tenían que existir.
Era una argumentación maravillosa: Euclides no sabía cómo producir explícitamente
números primos, pero podía demostrar que los primos no se terminarían jamás. Un hecho
sorprendente es que todavía hoy no sabemos si los números de Euclides contienen infinitos
números primos, pero en cambio son suficientes para demostrar que tienen que existir infinitos
números primos. Con la demostración de Euclides se desvanecía la posibilidad de construir una
tabla periódica que comprendiera todos los números primos o de descubrir un genoma de los
números primos capaz de codificarlos por millones. Si nos limitamos a coleccionar ejemplares
no llegaremos jamás a comprender estos números. He ahí, pues, el reto final: el matemático,
dotado de armamento limitado, se lanza sobre la extensión infinita de los números primos.
¿Cómo podremos algún día conseguir trazar un recorrido a través de este caos infinito de
números y determinar una estructura que nos permita prever su comportamiento?

A LA CAZA DE LOS NÚMEROS PRIMOS

Durante generaciones se ha intentado sin éxito superar a Euclides en la comprensión de los


números primos y se han planteado especulaciones interesantes, pero, como le gustaba decir a
Hardy, profesor de matemáticas de Cambridge, «cualquier bobo puede plantear preguntas sobre
los números primos a las cuales el más inteligente de los hombres no puede responder». Con la
conjetura de los primos gemelos, por ejemplo, se nos pregunta si existen infinitos números
primos p tales que p + 2 sea también un número primo. Un par de números primos gemelos está
formado por 1.000.037 y 1.000.039 (observemos que esa es la mínima distancia entre dos
números primos, ya que N y N + 1 no pueden ser ambos primos —excepto en el caso N = 2—
ya que al menos uno de ellos es divisible por 2), ¿es posible que los hermanos gemelos de
Sacks, los sabios autistas, poseyeran una especial capacidad para determinar esos primos
gemelos? Euclides demostró hace dos mil años que hay infinitos números primos, pero nadie
sabe si existe un número más allá del cual no hay más de esas parejas de primos vecinos. Pero
si las suposiciones son una cosa, el objetivo final sigue siendo la demostración.
Con diferentes grados de éxito, los matemáticos buscaron inventar fórmulas que, aunque no
generaran todos los números primos, al menos produjeran una lista de primos. Fermat creyó
haber hallado una: su hipótesis era que elevando 2 a la potencia 2N y sumándole 1, el número
resultante sería un número primo; este número recibe el nombre de enésimo número de Fermat.
Por ejemplo, si tomamos N = 2 y lo elevamos a la potencia 22 = 4, obtenemos 16 y, al añadirle
1, obtenemos 17, que es el segundo número primo de Fermat. Fermat creía que su fórmula
siempre le proporcionaría un número primo, pero ésta resultó una de las pocas ocasiones en que
se equivocó. Los números de Fermat se hacen enormes muy rápidamente: el quinto número de
Fermat tiene ya diez cifras, y estaba fuera del alcance de sus cálculos. Se trata además del
menor número de Fermat que no es primo, ya que es divisible entre 641.
Los números de Fermat eran muy estimados por Gauss. El hecho de que 17 sea uno de los
primeros números de Fermat es la clave gracias a la cual Gauss consiguió construir su figura
geométrica perfecta de 17 lados. En su gran tratado Disquisitiones arithmeticae, Gauss
demuestra por qué, si el enésimo número de Fermat es un número primo, se puede realizar una
construcción geométrica de N lados utilizando sólo la regla y el compás. El cuarto número de
Fermat, 65.537, es primo, y ello significa que con estos instrumentos realmente elementales es
posible construir una figura geométrica perfecta con 65.537 lados.
Hasta la fecha los números de Fermat apenas nos han dado más de cuatro números primos,
pero Fermat tuvo mayor éxito en determinar algunas de las propiedades muy especiales que
poseen. Descubrió un hecho curioso relativo a los números primos que, como 5, 13, 17 o 29, al
dividirlos entre 4 dan 1 de resto: tales números se pueden escribir como la suma de dos
cuadrados, por ejemplo: 29 = 22 + 52. Esta es otra de las bromas de Fermat: aunque afirmó
poseer la demostración, le faltó poner por escrito la mayoría de sus pormenores.
El día de Navidad de 1640 Fermat escribió sobre su descubrimiento —que ciertos números
primos podían expresarse como suma de dos cuadrados— en una carta que envió a un monje
francés llamado Marín Mersenne. Los intereses de Mersenne no se limitaban a las cuestiones
litúrgicas, amaba la música y fue el primero en elaborar una teoría de los armónicos coherente.
También amaba los números. Mersenne y Fermat mantenían correspondencia regular sobre sus
descubrimientos matemáticos: Mersenne se hizo famoso por su papel de intermediario en la
comunidad científica internacional: los matemáticos de la época difundieron sus ideas a través
de él.
Tal como ha sucedido a generaciones enteras de matemáticos, también Mersenne fue
poseído por la obsesión de descubrir un orden en los números primos. Y, a pesar de no
conseguir una fórmula que produjera todos los primos, ideó una que a la larga se ha demostrado
mucho más eficaz para descubrir números primos que la fórmula de Fermat. También él, como
Fermat, empezó por considerar las potencias de 2. Pero en lugar de sumar 1 al resultado, como
había hecho Fermat, Mersenne decidió restar 1, por ejemplo: 23 − 1 = 8 − 1 = 7, que es un
número primo. Es posible que Mersenne se apoyara en su intuición musical: doblando la
frecuencia de una nota se la aumenta una octava y, por tanto, las potencias de 2 producen notas
armónicas; por otra parte, es natural esperar que un desplazamiento de frecuencias de 1 dé lugar
a una nota disonante, incompatible con todas las frecuencias anteriores, una «nota prima».
Mersenne descubrió enseguida que su fórmula no siempre daba un número primo, por
ejemplo: 24 − 1 = 15. Entendió que si n no era primo, entonces tampoco lo era 2n − 1, pero
afirmó con osadía que, para valores de n no superiores a 257, 2n − 1 sería primo si y sólo si n
era uno de los siguientes números: 2, 3, 5, 7, 13, 19, 31, 67, 127, 257. Había descubierto un
hecho engorroso: aunque n fuera un número primo, ello no garantizaba que lo fuera 2n − 1.
Mersenne podía calcular a mano 211 − 1 obteniendo 2.047, que es 23 × 89. Generaciones de
matemáticos se han quedado estupefactas ante la capacidad de Mersenne de afirmar que un
número grande como 2257 − 1 era primo. Se trata de un número de setenta y siete cifras. ¿Podría
ser que el monje hubiera accedido a una fórmula mística aritmética que le dijera por qué aquel
número, absolutamente fuera de las capacidades humanas, era primo?
Los matemáticos opinan que si continuáramos con la lista de Mersenne, hallaríamos
infinitos valores de n tales que sus correspondientes números de Mersenne 2n − 1 serían primos,
pero todavía falta una demostración de la veracidad de tal suposición. Todavía estamos a la
espera de un Euclides de nuestros días que demuestre que los primos de Mersenne no se
terminarán nunca. O quizás esa cumbre remota es sólo un espejismo.
Muchos matemáticos de la generación de Fermat y Mersenne se recrearon en las
interesantes propiedades numerológicas de los números primos, pero sus métodos no estaban a
la altura del ideal de demostración de los antiguos griegos. Ello explica en parte por qué Fermat
no proporcionó los detalles de muchas demostraciones que decía haber descubierto: en su
época había una manifiesta falta de interés en proporcionar tales explicaciones lógicas. Los
matemáticos quedaban satisfechos plenamente con una aproximación más empírica a su
disciplina, una disciplina en la que, de manera cada vez más mecánica, los resultados se
justificaban a partir de sus aplicaciones prácticas. Sin embargo, en el siglo XVIII apareció en
escena un personaje que habría de recuperar el sentido de la demostración en matemáticas: el
matemático suizo Leonard Euler, nacido en 1707, encontró explicación a muchas de las
regularidades que Fermat y Mersenne habían descubierto pero no habían conseguido justificar.
Los métodos de Euler habrían de tener más adelante un papel fundamental en la apertura de
nuevas ventanas teóricas a nuestra comprensión de los números primos.

EULER, EL ÁGUILA MATEMÁTICA

Los años centrales del siglo XVIII fueron un período de mecenazgo cortesano. Se trata de la
Europa prerrevolucionaria, cuando los países estaban regidos por déspotas ilustrados: Federico
el Grande en Berlín, Pedro el Grande y Catalina la Grande en San Petersburgo, Luis XV y Luis
XVI en París. Bajo su mecenazgo se financiaron las academias que dieron impulso intelectual a
la Ilustración. Para aquellos soberanos, el rodearse de intelectuales en sus cortes era un signo de
distinción y eran conscientes de la potencialidad de las ciencias y de las matemáticas para
aumentar las capacidades militares e industriales de los países que regían.
El padre de Euler era pastor, y esperaba que su hijo lo siguiese en su carrera eclesiástica; sin
embargo, los precoces talentos matemáticos de Euler habían reclamado la atención de los
poderosos: bien pronto las academias de toda Europa empezaron a hacerle ofertas. Estuvo
tentado de inscribirse en la Academia de París, que en aquella época se había convertido en el
centro mundial de la actividad matemática, pero eligió aceptar la oferta que recibió en 1726 de
la Academia de Ciencias de San Petersburgo, piedra angular de la campaña que Pedro el
Grande promovió para la mejora de la instrucción en Rusia. Allí, Euler se reencontraría con
distintos amigos de Basilea que habían estimulado su interés por las matemáticas cuando era
niño. Le escribieron desde San Petersburgo pidiéndole que trajera de Suiza quince libras de
café, una libra del mejor té verde, seis botellas de brandy, doce docenas de pipas de buen
tabaco y algunas docenas de paquetes de naipes. Cargado de regalos, el joven Euler necesitó
siete semanas para completar su largo viaje en barco, a pie y en diligencia; finalmente, llegó a
San Petersburgo en mayo de 1727 para continuar sus sueños matemáticos. La producción
posterior de Euler fue tan vasta que, cincuenta años después de su muerte, acaecida en 1783, la
Academia de San Petersburgo estaba todavía publicando los materiales que se guardaban en sus
archivos.
El papel del matemático cortesano queda reflejado a la perfección en una anécdota que
habría tenido lugar mientras Euler se encontraba en San Petersburgo: Catalina la Grande tenía
como huésped al famoso filósofo ateo francés Denis Diderot; Diderot tuvo siempre una actitud
más bien despreciativa hacia las matemáticas, manteniendo que éstas no añadían nada a la
experiencia y que únicamente servían para interponer un velo entre los hombres y la naturaleza;
Catalina se cansó pronto de su huésped, pero no por sus ideas denigratorias hacia las
matemáticas sino por sus irritantes intentos de hacer tambalear la fe religiosa de los cortesanos.
Euler fue llamado a la corte para que contribuyera a silenciar a aquel ateo insoportable; por
gratitud al mecenazgo de Catalina, Euler aceptó rápidamente y, ante la corte reunida, se dirigió
a Diderot en tono solemne: «Señor, (a + bn)/n = x; por tanto, Dios existe: responda». Se dice
que, ante un asalto matemático tan impetuoso, Diderot se batió en retirada.
Es probable que esta anécdota, que fue narrada por el famoso matemático inglés Augustus
De Morgan en 1872, haya sido adornada para hacerla más ocurrente, y refleja sobre todo el
hecho de que muchísimos matemáticos gozan humillando a los filósofos; pero demuestra que
las cortes reales europeas no se consideraban completas sin un ramillete de matemáticos junto a
los astrónomos, los artistas y los compositores.
Catalina la Grande estaba menos interesada en las demostraciones matemáticas de la
existencia de Dios que en la obra de Euler en el campo de la hidráulica, de las construcciones
navales y de la balística. Los intereses del matemático suizo se dirigían a todos los rincones de
las matemáticas de su tiempo: además de dedicarse a las matemáticas militares, Euler escribió
sobre teoría de la música, aunque se da la paradoja de que su tratado fue considerado
demasiado matemático por los músicos y demasiado musical por los matemáticos.
Uno de sus triunfos más populares fue la solución del problema de los puentes de
Königsberg. El río Pregel, hoy conocido con el nombre de Pregolya, cruza la ciudad prusiana
de Königsberg (hoy se encuentra en Rusia, y se llama Kaliningrado). Como, al dividirse, el río
crea dos islas en el centro de la ciudad, los habitantes de Königsberg habían construido siete
puentes para cruzarlo (véase figura).

Los puentes de Königsberg.


Para sus ciudadanos se había convertido en un reto saber si era posible pasear por la ciudad
cruzando por cada puente una y sólo una vez y volver al punto de partida. Finalmente, en 1735,
Euler demostró que se trataba de una empresa imposible. A menudo se cita su demostración
como el origen de la topología, en la que las dimensiones físicas reales son irrelevantes para el
problema: lo que contaba para la solución de Euler era la red de conexiones entre las diversas
partes de la ciudad, y no sus localizaciones reales ni las distancias respectivas. El mapa del
metro de Londres nos muestra un ejemplo de este principio.
Pero lo que cautivaba por encima de todo el corazón de Euler eran los números. Como
escribiría Gauss:
Las particulares bellezas de estos campos han atraído a todos los que se han dedicado
activamente a su cultivo; pero ninguno ha expresado este hecho tan a menudo como Euler
quien, en casi todos sus numerosos escritos dedicados a la teoría de los números, cita
continuamente el placer que obtiene de esas investigaciones, y el grato cambio que halla
respecto a las labores más directamente ligadas a aplicaciones prácticas.

La pasión de Euler por la teoría de los números había sido estimulada por su
correspondencia con Christian Goldbach, un matemático aficionado alemán que vivía en
Moscú con el empleo no oficial de secretario de la Academia de Ciencias de San Petersburgo.
Igual que el matemático aficionado Mersenne antes que él, Goldbach encontraba fascinante
jugar con los números y ejecutar experimentos numéricos. Fue a Euler a quien Goldbach
comunicó su propia conjetura: según él, era posible escribir cualquier número par como
producto de dos números primos. Como respuesta, Euler escribiría a Goldbach para pedirle que
verificara muchas de las demostraciones que él había formulado con el objeto de validar el
misterioso catálogo de los descubrimientos de Fermat. En contraste con la reticencia de Fermat
para informar al mundo de sus presuntas demostraciones, Euler estuvo encantado de mostrar a
Goldbach su demostración del hecho de que ciertos números primos se pueden expresar como
la suma de dos cuadrados, como había afirmado Fermat. Euler consiguió incluso demostrar un
caso particular del último teorema de Fermat.
A pesar de su pasión por las demostraciones, en lo más profundo Euler seguía siendo, por
encima de todo, un matemático experimental: muchas de sus argumentaciones contenían pasos
que no eran totalmente rigurosos; que andaban, a fin de cuentas, sobre el filo de la navaja. Ello
no le preocupaba, a condición de que condujeran a nuevos descubrimientos interesantes. Como
matemático, poseía excepcionales capacidades de cálculo y era extraordinariamente hábil
manipulando fórmulas hasta conseguir que aparecieran extrañas conexiones. Como hizo notar
el académico francés François Arago: «Euler calculaba sin esfuerzo aparente, como los
hombres respiran o las águilas se sostienen en el viento».
Más que cualquier otra cosa, a Euler le gustaba calcular números primos. Confeccionó
tablas de todos los primos menores de 100.000, y de algunos mayores. En 1732 fue también el
primero en demostrar que la fórmula de Fermat para calcular números primos, 22 , dejaba de ser
N

válida cuando N = 5. Empleando nuevas ideas teóricas consiguió mostrar que es posible
descomponer aquel número de diez cifras como producto de dos primos menores. Uno de sus
descubrimientos más curiosos fue una fórmula que parecía generar una inexplicable cantidad de
números primos. En 1772 calculó todos los resultados que se obtienen cuando se sustituyen
todos los números comprendidos entre 0 y 39 en la fórmula x2 − 1 − x + 41. Obtuvo la lista
siguiente:
41, 43, 47, 53, 61, 71, 83, 97, 113, 131, 151, 173, 197, 223, 251, 281, 313, 347, 383,
421, 461, 503, 547, 593, 641, 691, 743, 797, 853, 911, 971, 1.033, 1.097, 1.163, 1.231,
1.301, 1.373, 1.447, 1.523, 1.601.
A Euler le pareció extraño que fuera posible generar tantos números primos utilizando
aquella fórmula. Comprendió que el proceso estaba destinado a interrumpirse en un cierto
punto. Es probable que el lector ya haya notado que, cuando se sustituye x por 41 en la fórmula,
obtenemos un resultado que es divisible entre 41. También cuando x = 40 la fórmula produce
un número que no es primo.
De todas formas, Euler se sorprendió de la capacidad de su fórmula para generar tantos
números primos. Empezó a preguntarse con qué números distintos de 41 podría obtener un
resultado similar. Descubrió que, además de 41, podía elegir también q = 2, 3, 5, 11, 17 para
que la fórmula x2 + x + q nos diera números primos para cualquier valor de x comprendido entre
0 y q − 2.
Sin embargo, hallar una fórmula así de simple que generara todos los números primos era
una empresa imposible, incluso para el gran Euler. Como escribió en 1751: «Hay algunos
misterios que la mente humana no penetrará jamás. Para convencernos de ello basta con que
echemos un vistazo a las tablas de números primos. Observaremos que en ellas no reina orden
ni ley». Resulta paradójico que los objetos fundamentales sobre los que construimos el mundo
lleno de orden de las matemáticas se comporten de un modo tan salvaje e impredecible.
Más adelante se descubrió que Euler estaba prácticamente sentado sobre una ecuación que
terminaría por sacar a los números primos del punto muerto. Pero tendrían que pasar otros cien
años, y se necesitaría otra gran mente para hacer evidente lo que Euler no consiguió mostrar:
esa mente era la de Bernhard Riemann. Sin embargo, fue Gauss quien en uno de sus clásicos
movimientos laterales, terminó por sugerir a Riemann la nueva perspectiva.

LA ESTIMACIÓN DE GAUSS

Si muchos siglos de investigaciones no habían servido para alumbrar una fórmula mágica
que generara la lista de los números primos, quizá había llegado ya el momento de adoptar una
estrategia distinta. Esto es lo que pensaba Gauss a los quince años, en 1792. El año anterior le
habían regalado un libro de logaritmos. Hasta hace pocas décadas, las tablas de logaritmos les
resultaban familiares a todos los adolescentes que efectuaban cálculos escolares. Después, con
la aparición de las calculadoras de bolsillo, estas tablas han perdido su papel como
instrumentos fundamentales en la vida cotidiana, sin embargo, desde hace centenares de años
los navegantes, banqueros y mercaderes venían utilizándolas para convertir difíciles
multiplicaciones en simples sumas. Al final del nuevo libro de Gauss había también una tabla
de números primos. Para Gauss, el hecho de que los números primos y los logaritmos
aparecieran juntos tenía algo de misterioso. De hecho, tras muchos cálculos, había llegado a
tener la sensación de que había alguna conexión entre estos dos objetos aparentemente
independientes.
La primera tabla de logaritmos se concibió en 1614, en una época en que magia y ciencia
eran compañeras inseparables. Su creador, el barón escocés John Napier, era considerado por
sus vecinos como un brujo que practicaba las ciencias ocultas. Vestido de negro, con un gallo
negro como el carbón sobre el hombro, rondaba con aires furtivos por los alrededores de su
castillo farfullando lo que predecía su álgebra apocalíptica: que entre 1688 y 1700 tendría lugar
el Juicio Universal. Pero además de aplicar sus habilidades matemáticas a la práctica del
ocultismo, Napier descubrió la magia de la función logarítmica.
Si introducimos un número en nuestra calculadora, por ejemplo 100, y a continuación
pulsamos la tecla «log», la calculadora nos dará un nuevo número, el logaritmo de 100. Lo que
la calculadora ha hecho es resolver un pequeño enigma: ha buscado el número x que es
solución de la ecuación 10x = 100. En este caso específico la respuesta que nos da la
calculadora es 2. Si introducimos 1.000, un número diez veces mayor que 100, la respuesta de
la calculadora será 3: el logaritmo ha aumentado en 1 unidad. Esta es la característica
fundamental del logaritmo: transforma la multiplicación en suma. Cada vez que multiplicamos
el número original por diez, obtenemos el nuevo resultado sumando una unidad al resultado
anterior.
Para los matemáticos fue un paso importante comprender que era posible considerar
logaritmos de números que no fueran potencias enteras de 10. Por ejemplo, Gauss podía ir a sus
tablas de logaritmos para descubrir que si elevaba 10 a la potencia 2,10721 obtendría un
número muy próximo a 128. Esos eran los cálculos que Napier había recogido en sus tablas de
1614.
Las tablas logarítmicas contribuyeron a acelerar el desarrollo del mundo del comercio y de
la navegación que florecía en el siglo XVII. Gracias al diálogo que los logaritmos permiten entre
multiplicación y suma, las tablas transformaban el complejo problema de multiplicar dos
números grandes en la tarea más sencilla de sumar sus logaritmos. Para multiplicar números
grandes, el mercader sumaba sus logaritmos, y a continuación utilizaba las tablas logarítmicas a
la inversa para hallar el resultado de la multiplicación original. El tiempo que un marinero o un
vendedor ahorraba gracias a las tablas podía evitar el naufragio de una nave o el fracaso de un
negocio.
Pero lo que realmente fascinó a Gauss fue la tabla de los números primos que se adjuntaba
al final de su libro de logaritmos. Al contrario de lo que sucedía con los logaritmos, para los
que se interesaban en las aplicaciones prácticas de las matemática, esas tablas de números
primos no eran sino una curiosidad. (¡Las tablas de números primos confeccionadas en 1776
por Antonio Felkel se consideraron tan inútiles que terminaron por ser utilizadas como
cartuchos en la guerra entre Austria y Turquía!). Los logaritmos eran muy predecibles; los
números primos eran completamente azarosos: parecía que no hubiera forma de predecir el
menor número primo mayor que 1.000, por ejemplo.
El importante paso que dio Gauss fue plantearse una pregunta distinta. En lugar de intentar
prever la posición precisa de un número primo respecto del anterior, intentó comprender si era
posible averiguar cuántos números primos existirían inferiores a 100, cuántos inferiores a
1.000, y así sucesivamente. Dado un número N cualquiera, ¿había alguna forma de estimar el
número de primos comprendidos entre 1 y N? Por ejemplo, los números primos menores que
100 son 25; es decir, si elegimos un número al azar comprendido entre 1 y 100, tenemos una
posibilidad sobre cuatro de dar con un número primo, ¿cómo cambia esta proporción cuando se
consideran los números comprendidos entre 1 y 1.000, o entre 1 y 10.000? Armado con sus
tablas de números primos, Gauss empezó la búsqueda. Al observar la fracción de números
primos comprendidos entre intervalos cada vez mayores, descubrió que empezaba a aparecer
una estructura. Dejando aparte el azar de aquellos números, parecía como si una sorprendente
regularidad apareciera entre la niebla. Si observamos la tabla de valores de los números primos
comprendidos entre 1 y diversas potencias de diez que transcribimos a continuación, que está
basada en métodos de cálculo más modernos, esa regularidad resulta evidente.
N Número de Distancia
primos media entre
comprendidos dos números
entre 1 y N, primos
que se suele consecutivos.
indicar como
π(N).
02,5
10 4
04,0
100 25
06,0
1.000 168
08,1
10.000 1.229
10,4
100.000 9.592
12,7
1.000.000 78.498
15,0
10.000.000 664.579
17,4
100.000.000 5.761.455
19,7
1.000.000.000 50.847.534
22,0
10.000.000.000 455.052.511

Esta tabla, que contiene mucha más información de la que tenía Gauss a su disposición, nos
muestra claramente la regularidad que descubrió. Esta se manifiesta sobre todo en la última
columna, que representa la proporción de números primos sobre la totalidad de los números
considerados. Por ejemplo, cuando se cuenta hasta 100, uno de cada cuatro números es primo,
es decir, en este intervalo deberemos contar 4, en promedio, para pasar de un número primo al
siguiente. Entre los números menores a 10 millones, 1 de cada 15 es primo. (Es decir, por
ejemplo, que hay una probabilidad sobre 15 de que un número telefónico de siete cifras sea
primo). Para N mayor que 10.000, el incremento de valores de esta última columna es siempre
aproximadamente igual a 2,3.
O sea que, cada vez que Gauss multiplicaba N por 10, tenía que añadir 2,3 a la relación
entre los números primos y N; este nexo entre multiplicación y suma es precisamente la
relación subyacente en un logaritmo. Gauss, con su libro de logaritmos, debió tropezar con esta
conexión que lo miraba directamente a la cara.
La razón por la que las fracciones de números primos aumentaban en 2,3 en lugar de
hacerlo en 1 cada vez que Gauss multiplicaba N por 10 está en el hecho de que los números
primos prefieren los logaritmos basados en potencias de un número distinto de 10. Cuando
tecleamos el número 100 en nuestra calculadora y pulsamos a continuación la tecla «log», el
resultado que obtenemos es 2, es decir, la solución de la ecuación. Pero nada nos impide elegir
un número distinto de 10 para elevarlo a la potencia x: lo que hace al número 10 tan atrayente
es nuestra obsesión por los diez dedos. El número que se eleva a la potencia x recibe el nombre
de base del logaritmo. Podemos calcular el logaritmo de un número en una base distinta de 10;
si, por ejemplo, queremos calcular el logaritmo de 128 en base 2 en lugar de la base 10,
tendremos que resolver un problema distinto: hallar un número x tal que 2x = 128. Si nuestra
calculadora tuviera una tecla «log en base 2», la pulsaríamos y obtendríamos 7 como respuesta,
ya que tenemos que elevar 2 a la séptima potencia para obtener 128: 27 = 128.
Lo que Gauss descubrió es que para contar los números primos se pueden usar los
logaritmos en base e, un número especial que, hasta la duodécima cifra decimal, vale 2,718 281
828 459… (igual que π, este número tiene una expresión decimal infinita y no periódica). En
matemáticas e resulta ser tan importante como π, y hace su aparición en cualquier rincón del
mundo matemático. Por esta razón, los logaritmos en base e reciben el nombre de logaritmos
«naturales».
La tabla que Gauss había construido a los quince años lo llevó a formular la siguiente
hipótesis: para los números comprendidos entre 1 y N, cada log(N) números se dará en
promedio uno que será primo (donde log(N) indica el logaritmo de N en base e). En
consecuencia, podía estimar que la cantidad de números primos comprendidos entre 1 y N es
aproximadamente N/log(N). Gauss no afirmaba que ello le diera por arte de magia una fórmula
exacta para calcular cuántos números primos hay entre 1 y N; sólo que parecía proporcionar
una óptima estimación aproximada.
Su filosofía era similar a la que había aplicado para calcular el reencuentro con Ceres: aquel
método astronómico proporcionaba una buena previsión para la observación de una pequeña
región del espacio, sobre la base de los datos disponibles, de modo que Gauss adoptó la misma
actitud al analizar los números primos. Para generaciones de matemáticos, el hecho de intentar
prever la posición exacta de un número primo respecto del anterior e idear fórmulas que
generen números primos se había convertido en una obsesión. Al evitar fijar su atención en el
detalle insignificante de establecer qué números eran o no primos, Gauss había identificado una
especie de orden. Si en lugar de preguntarnos qué números son primos, damos un paso atrás y
nos planteamos la cuestión más amplia de cuántos números primos hay menores que un millón
aparece una notable regularidad.
Gauss había introducido una importante modificación psicológica en la observación de los
números primos. Era como si las generaciones anteriores hubieran escuchado una nota de la
música de los números primos cada vez, sin conseguir oír la composición completa. Al
concentrarse en la cantidad de números primos que se localizan cada vez que contamos cifras
más altas, Gauss descubrió una nueva forma de escuchar el tema principal.
Siguiendo el ejemplo de Gauss, se ha convertido en práctica habitual indicar la cantidad de
números primos comprendidos entre 1 y N con el símbolo π(N) (que no tiene nada que ver con
el número π). Fue muy desafortunado que adoptara un símbolo que recuerda la circunferencia y
el número 3,1415… Para evitar malas interpretaciones, pensémoslo sólo como una nueva tecla
de nuestra calculadora, escribamos el número N y pulsemos la tecla π(N) para que la
calculadora nos revele el número de primos menores o iguales que N. Por ejemplo, π(100) = 25
es el número de primos no mayores que 100, y π(1.000) = 168.
Observemos que también podemos utilizar esta nueva tecla «cuentaprimos» para identificar
con precisión la posición de un número primo. Si tecleamos 100 y pulsamos nuestra tecla para
contar los números primos entre 1 y 100, obtendremos 25. Si ahora tecleamos el número 101 la
respuesta aumentará en una unidad y obtendremos 26, lo cual significa que 101 es un nuevo
número primo. Es decir, cada vez que hay diferencia entre π(N) y π(N + 1) sabremos que N + 1
ha de ser un nuevo número primo.
Para ilustrar hasta qué punto es sorprendente la regularidad que descubrió Gauss, podemos
observar un gráfico de la función π(N). Veamos el aspecto de la gráfica de π(N) para valores de
N entre 1 y 100:

La escalinata de los números primos. La gráfica representa las cantidades acumuladas de


números primos que hay contando desde 1 hasta 100.
A esta pequeña escala, el resultado de la gráfica es una escalinata caprichosa, en la que es
difícil prever cuánto habrá que esperar antes de encontrar el siguiente escalón. Con estas
dimensiones todavía conseguimos ver los pequeños detalles de los números primos, las notas
individuales.
Demos ahora un paso atrás y observemos la gráfica de la misma función cuando N toma
valores comprendidos en un intervalo mucho mayor. Contemos, por ejemplo, los números
primos hasta 100.000:

La escalinata de los números primos en el intervalo que va de 1 a 100.000.


Cada escalón particular se vuelve insignificante y podemos observar la tendencia general de
esta función: un ascenso lento y regular. Este era el gran tema que había oído Gauss y que era
capaz de imitar utilizando la función logarítmica.
La revelación del crecimiento regular de la gráfica, a pesar de la extrema impredecibilidad
de los números primos, es uno de los hechos más milagrosos de las matemáticas y supone uno
de los hitos de la historia de los números primos. En la última página de su libro de logaritmos,
Gauss anotó el descubrimiento de su fórmula para conocer la cantidad de números primos
comprendidos entre 1 y N en términos de la función logarítmica. Sin embargo, y a pesar de la
importancia del descubrimiento, Gauss no le contó a nadie lo que había encontrado. Lo único
que el mundo supo de la revelación que Gauss había tenido fueron estas enigmáticas palabras:
«No os podéis imaginar cuánta poesía hay en una tabla de logaritmos».
El porqué de la discreción de Gauss sobre un asunto de tanta importancia permanece
envuelto en el misterio. Es cierto que únicamente había identificado los primeros indicios de
una conexión entre números primos y logaritmos. Sabía que no poseía absolutamente ninguna
explicación ni demostración del motivo por el que esas dos entidades tenían algo en común. No
había certeza de que aquel patrón no pudiera desaparecer de repente al considerar valores de N
aún mayores. En cualquier caso la renuencia de Gauss a anunciar resultados no demostrados
supuso un punto de inflexión en la historia de las matemáticas. Si bien los antiguos griegos
habían introducido la idea de la importancia de la demostración como componente del proceso
matemático, antes de la época de Gauss los matemáticos se interesaban mucho más por la
especulación científica sobre su disciplina. Si las matemáticas funcionaban, no se preocupaban
demasiado de justificar de forma rigurosa por qué lo hacían. Las matemáticas seguían siendo el
instrumento de las demás ciencias.
Al poner el acento sobre el valor de la demostración, Gauss rompió con el pasado. Para él,
el objetivo principal de las matemáticas era ofrecer demostraciones, y tal regla sigue siendo
fundamental hasta hoy. Sin una demostración, para Gauss, el descubrimiento de la conexión
entre logaritmos y números primos no tenía ningún valor. La libertad de acción que suponía
para él el apoyo financiero del duque de Brunswick le permitía ser muy selectivo, casi darse el
lujo de cierta complacencia. Su motivación primaria no estaba en la fama ni en el
reconocimiento sino en la comprensión personal de la disciplina que amaba. En su sello llevaba
el lema Pauca sed matura [«poco pero maduro»]. Hasta que hubiera alcanzado la plena
madurez, un resultado no pasaba de ser un mero apunte en su diario o un garabato en la
contraportada de su tabla de logaritmos.
Para Gauss, la matemática era una búsqueda personal: llegó a proteger las notas de su diario
con un lenguaje cifrado. La interpretación de algunas de esas notas es fácil, por ejemplo, el 10
de julio de 1796 escribió la famosa exclamación de Arquímedes, «¡Eureka!», seguida por la
ecuación núm = ∆ + ∆ + ∆, para representar su descubrimiento de que todo número puede
expresarse como suma de tres números triangulares —1, 3, 6, 10, 15, 21, 28, …—, es decir, los
números cuya fórmula había ideado Gauss en sus años escolares. Por ejemplo: 50 = 1 + 21 +
28. Sin embargo otras de sus notas permanecen en un absoluto misterio: nadie ha conseguido
entender lo que se esconde tras el escrito de Gauss del 11 de octubre de 1796: «Vicimus
GEGAN». En opinión de algunos, la falta de difusión de los descubrimientos de Gauss ha
provocado un retraso de medio siglo en el desarrollo de las matemáticas: si Gauss se hubiera
preocupado de explicar la mitad de lo que había descubierto y no hubiera sido tan críptico en
sus explicaciones, quizá las matemáticas habrían avanzado más rápidamente.
Algunos mantienen que Gauss se reservó sus resultados porque la Academia de París había
rechazado su gran tratado de la teoría de los números: las Disquisitiones arithmeticae,
juzgándolo oscuro y denso. Ofendido por el rechazo, para protegerse de más humillaciones
decidió no considerar siquiera la posibilidad de publicar algo antes de que todas las piezas del
rompecabezas matemático encajaran a la perfección. Una de las causas de que las
Disquisitiones arithmeticae no recibieran el aplauso inmediato es que Gauss se mantuvo
críptico incluso en las obras a las que dio publicidad. Sostuvo siempre que las matemáticas eran
como una obra arquitectónica: un arquitecto jamás dejará los andamios para que la gente vea
cómo se construyó el edificio. Desde luego, esta filosofía no ayudó a los matemáticos en su
comprensión de la obra de Gauss.
Pero había otras razones por las que París no fuese tan receptiva como podía esperarse con
las ideas de Gauss. A finales del siglo XVIII, en París más que en cualquier otro sitio, las
matemáticas estaban consagradas a satisfacer las demandas de un Estado cada vez más
industrializado. La revolución de 1789 y sus consecuencias confirmaron a Napoleón la
necesidad de una enseñanza centralizada de la ingeniería militar. Respondió a tal necesidad con
la militarización de la École Polytechnique. «El progreso y el perfeccionamiento de las
matemáticas están íntimamente vinculados con la prosperidad del Estado», declaró Napoleón.
De esta forma, las matemáticas francesas quedaron, a partir de 1805, consagradas a la
resolución de problemas de balística e hidráulica. Pero a pesar del énfasis que ponía en las
necesidades prácticas del Estado, París ensalzaba aún a algunos de los matemáticos puros más
eminentes de Europa.
Una de las mayores autoridades parisienses era Adrien-Marie Legendre, veinticinco años
mayor que Gauss. Los retratos de Legendre nos muestran el rostro redondo y regordete de un
gentilhombre de aspecto engreído. Al contrario que Gauss, Legendre procedía de una familia
rica, pero había perdido su patrimonio durante la Revolución y no había tenido más remedio
que utilizar sus propias capacidades matemáticas para ganarse la vida. También estaba
interesado en la teoría de los números, y en 1798, con seis años de retraso sobre los cálculos del
jovencísimo Gauss, anunció el descubrimiento de un nexo experimental entre números primos
y logaritmos.
Aunque más tarde se probó la precedencia de Gauss en el descubrimiento, Legendre
perfeccionó la estimación sobre el número de primos comprendidos entre 1 y N. Gauss había
supuesto que los números primos comprendidos entre 1 y N eran aproximadamente N/log(N).
Aunque su fórmula proporcionaba una buena aproximación, se comprobó que se alejaba
progresivamente de los datos reales a medida que aumentaba el valor de N. Vemos a
continuación una comparación entre la estimación juvenil de Gauss (la curva inferior del
diagrama siguiente) y el número efectivo de números primos (la curva superior):

Comparación entre la estimación de Gauss y el número efectivo de números primos.


Esta gráfica revela que, aunque ciertamente Gauss había descubierto algo, todavía quedaba
espacio para la mejora.
Legendre sustituyó la aproximación dada de N/log(N) por la fórmula

introduciendo así una pequeña corrección que conseguía elevar la curva de Gauss, acercándola
a la de la distribución real de los números primos. Con los valores de estas funciones
susceptibles de ser calculados en aquella época, era imposible distinguir la gráfica de π(N) de la
correspondiente a la estimación de Legendre. Éste, centrado en su preocupación principal de
hallar aplicaciones prácticas de las matemáticas, era mucho menos reacio a arriesgarse y a
aventurar alguna hipótesis sobre la relación entre números primos y logaritmos. No era persona
que temiera poner en circulación ideas no demostradas, incluso demostraciones con lagunas.
En 1808 publicó su hipótesis sobre los números primos en un libro titulado Théorie des
nombres.
La controversia sobre quién había sido el primero en descubrir la conexión entre los
números primos y los logaritmos provocó una agria disputa entre Legendre y Gauss. No se
limitaba a la cuestión de los números primos: Legendre afirmaba que también había sido él el
primero en descubrir el método de Gauss para determinar el movimiento de Ceres. Ocurría con
gran frecuencia que, si Legendre afirmaba haber descubierto una nueva verdad matemática,
Gauss lo rebatía afirmando que ya había saqueado tal tesoro. En una carta escrita el 30 de julio
de 1806 a una colega astrónomo llamado Schumacher, Gauss comentaba: «Parece como si yo
estuviese destinado a coincidir con Legendre en casi todos mis trabajos teóricos».
Durante toda su vida, Gauss fue demasiado orgulloso como para meterse en guerras
abiertas sobre la precedencia de sus descubrimientos. Cuando, tras su muerte, se estudiaron sus
notas y su correspondencia, quedó claro que la razón estaba invariablemente de su parte. Sólo
en 1849 el mundo supo que Gauss había ganado a Legendre en el descubrimiento de la relación
entre números primos y logaritmos, un descubrimiento que él reveló a su colega, el matemático
y astrónomo Johann Encke, en una carta escrita la Nochebuena de aquel año.
Teniendo en cuenta los datos disponibles al principio del siglo XIX, la función de Legendre
proporcionaba, respecto de la fórmula de Gauss, una aproximación mucho mejor del número de
primos menores o iguales que N. Pero la presencia de un término de corrección tan feo como
1,08366 indujo a los matemáticos a pensar que tenía que existir un método mejor, más natural,
para describir el comportamiento de los números primos.
Desde luego, números feos como éste seguramente son muy comunes en otras ciencias,
pero es extraordinaria la frecuencia con la cual el mundo matemático opta por la formulación
más elegante posible. Como veremos, la hipótesis de Riemann puede tomarse como ejemplo de
una filosofía muy difundida entre los matemáticos: ante la alternativa de un mundo feo y otro
bello, la naturaleza elige siempre el segundo. Es motivo de asombro para la mayoría de los
matemáticos que las matemáticas deban ser así, y explica por qué a menudo les entusiasma la
belleza de su disciplina.
Por este motivo, no nos sorprende que, en los últimos años de su vida, Gauss perfeccionara
su estimación del número de primos, llegando a una fórmula todavía más precisa, que además
era mucho más bella. En la misma carta que escribió a Encke en Nochebuena, Gauss explica
cómo había encontrado una forma de hacerlo mejor que Legendre: había vuelto a sus primeras
investigaciones sobre los números primos, las que había hecho de joven. Había calculado que
la cuarta parte de los números comprendidos entre 1 y 100 eran primos, pero cuando
consideraba los números comprendidos entre 1 y 1.000, la probabilidad de que uno de ellos
fuera primo descendía a 1 entre 6: Gauss comprendió que a medida que ascendía en la cuenta
disminuía la probabilidad de que un número fuera primo.
De esta forma, Gauss formó en su mente una imagen de cómo la naturaleza podía haber
decidido qué números estaban destinados a ser primos y cuáles no. Ya que su distribución
parecía tan aleatoria, ¿no podría ser que lanzar una moneda al aire fuera un buen modelo para la
elección de números primos? ¿Y si realmente la naturaleza hubiera lanzado una moneda (cara,
número primo, cruz no)? Podríamos ahora, pensó Gauss, trucar la moneda de forma que el
resultado no fuera «cara» en la mitad de los casos, sino con una probabilidad parecida a
1/log(N). Así, la probabilidad de que el número 1.000.000 fuera primo debería ser
1/log(1.000.000), que es próximo a 1/15. Las posibilidades de que un número N sea primo
disminuyen al crecer N, ya que disminuye el valor de 1/log(N), es decir, la probabilidad de que
el resultado del lanzamiento sea «cara».
Se trata de una pura especulación, ya que 1.000.000, igual que cualquier otro número, o es
primo o no lo es, y el lanzamiento de una moneda no podrá nunca modificar este hecho.
Aunque su modelo conceptual no servía para predecir si un número era primo, Gauss descubrió
que era muy eficaz para hacer previsiones sobre la cuestión mucho menos específica de cuántos
números primos se espera encontrar a medida que los contamos. Lo utilizó pues para estimar la
cantidad de números primos que deberíamos encontrar tras lanzar la moneda de los números
primos N veces. Con una moneda normal, que cae en cara con probabilidad y, el número de
caras debería ser 1/2 N. Pero con la moneda de los números primos la probabilidad disminuye a
cada lanzamiento. El modelo de Gauss prevé que la cantidad de números primos menores o
iguales que N sea

En realidad, Gauss fue un paso más allá para crear una función que llamó logaritmo integral
y que se indica como Li(N). La formulación de esta nueva función se basaba en una ligera
variación de la anterior suma de probabilidades y resultó increíblemente precisa.
Cuando Gauss, ya con más de setenta años, escribió a Encke, había construido tablas de
números primos hasta 3.000.000: «Con mucha frecuencia yo utilizaba un cuarto de hora de
inactividad para revisar otra chilíada [intervalo de mil números] a la búsqueda de números
primos». La estimación de los números primos inferiores a 3.000.000 que hizo mediante su
logaritmo integral Li(N) se desviaba apenas siete centésimas del uno por ciento de la realidad.
Legendre había logrado manipular su fea fórmula de forma que igualara a π(N) para valores
relativamente pequeños de N; por esta razón, con los datos disponibles en la época, parecía que
su fórmula fuera superior. Cuando se empezaron a confeccionar tablas más extensas, se
descubrió que la estimación de Legendre resultaba mucho menos precisa para los números
primos mayores que 10.000.000. Un profesor de la Universidad de Praga, Jakub Kulik, dedicó
veinte años de su vida exclusivamente a la confección de tablas de números primos hasta
100.000.000. Los ocho volúmenes de esta obra faraónica, completada en 1863, nunca se
publicaron, pero quedaron custodiados en los archivos de la Academia de Ciencias de Viena. A
pesar de que el segundo volumen se perdió, aquellas tablas eran ya suficientes para revelar que
el método de Gauss, basado en la función Li(N), se mostraba una vez más superior al de
Legendre. Las tablas modernas muestran hasta qué punto fue mejor la intuición de Gauss. Por
ejemplo, su estimación de los números primos menores que 1016 (es decir,
10.000.000.000.000.000) se aparta del valor correcto en apenas una diezmillonésima del uno
por ciento, mientras que con la estimación de Legendre está cerca de la décima parte del uno
por ciento. El análisis teórico de Gauss había triunfado sobre los intentos de Legendre de
manipular su fórmula para que coincidiera con los datos disponibles.
Gauss observó una curiosa característica en su propio método. A partir de lo que sabía
sobre los números primos menores que 3.000.000 podía ver que la función Li(N) parecía
sobreestimar la cantidad de números primos. Supuso entonces que siempre sería así; y, ¿quién
pondría en duda la intuición de Gauss ahora que las modernas comprobaciones numéricas la
confirman hasta 1016? Indudablemente, cualquier experimento que diera el mismo resultado 1016
veces se consideraría muy convincente en casi todos los laboratorios; pero no en el de un
matemático. Una vez más, una de las hipótesis de Gauss se reveló errónea. Pero a pesar de que
hoy los matemáticos han demostrado que, antes o después, π(N) tomará valores mayores que
Li(N), nadie lo ha visto suceder nunca, ya que todavía no estamos en situación de poder llegar
suficientemente lejos con los cálculos.
La comparación entre las gráficas de π(N) y de Li(N) muestra tal concordancia que es casi
imposible distinguirlas por un largo trecho. Sin embargo, debo subrayar que si se observa con
una lente de aumento una porción cualquiera de esta imagen, la diferencia entre las funciones
se hace evidente. La gráfica de π(N) se parece a una escalinata, mientras que la de Li(N) es una
curva lisa, sin saltos bruscos.
Gauss había mostrado las pruebas de la existencia de la moneda que la naturaleza había
lanzado para elegir los números primos. Se trataba de una moneda hecha de manera que un
número N tenía una probabilidad de 1 entre log(N) de ser primo. Pero a Gauss todavía le faltaba
un método para predecir el resultado preciso de los lanzamientos. Serían necesarias las
capacidades de penetración de una generación entera de matemáticos para descubrirlo.
Al cambiar su perspectiva, Gauss había percibido un patrón en los primos: su hipótesis fue
llamada conjetura de los números primos. Para conseguir el trofeo de Gauss, los matemáticos
tenían que demostrar que el porcentaje de error que separa el logaritmo integral de la verdadera
cantidad de números primos se reduce siempre conforme se va contando. Gauss había visto
aquella cumbre remota, pero quedaba para las futuras generaciones el deber de obtener una
demostración, de revelar el sendero para alcanzarla o, en caso contrario, de desenmascarar el
carácter ilusorio del nexo.
Muchos atribuyen a la aparición de Ceres la responsabilidad de haber distraído a Gauss del
intento de demostrar por su cuenta la Conjetura de los números primos. La fama inmediata que
alcanzó con sólo veinticuatro años lo dirigió hacia la astronomía. En 1806, cuando su mecenas,
el duque Ferdinand, fue asesinado por Napoleón, Gauss tuvo que buscar otro empleo para
alimentar a su familia. A pesar de las propuestas de la Academia de San Petersburgo, que
estaba buscando un sucesor para Euler, decidió aceptar el puesto de director del Observatorio
de Gotinga, una pequeña ciudad universitaria de la Baja Sajonia. Dedicó su tiempo a seguir el
rastro de otros asteroides en el cielo nocturno y a realizar reconocimientos topográficos para los
gobiernos de Hannover y Dinamarca, pero nunca dejó de pensar en las matemáticas: mientras
trazaba los mapas de las montañas de Hannover, meditaba sobre el axioma euclidiano de las
rectas paralelas, y de vuelta al observatorio continuaba ampliando su tabla de números primos.
Gauss había oído el primer gran tema de la música de los números primos, pero sería uno
de sus pocos discípulos, Riemann, quien revelaría la verdadera fuerza de los armónicos que se
escondían bajo la cacofonía de los números primos.
3
EL ESPEJO MATEMÁTICO IMAGINARIO DE RIEMANN

¿No lo oís, no lo veis? Sólo yo oigo esta melodía que tan maravillosa y gentil…
RICHARD WAGNER
Tristán e Isolda (Acto III, escena III)

En 1809, Wilhelm von Humbold se convirtió en ministro de instrucción de Prusia, en


Alemania septentrional. En una carta de 1816 a Goethe, escribió: «Aquí me he ocupado mucho
de ciencia, pero he sentido profundamente el poder que la antigüedad siempre ha ejercido en
mí. Lo nuevo me disgusta…». Humboldt promovió un movimiento de alejamiento de la ciencia
como medio para conseguir objetivos prácticos y favoreció un retorno a la más clásica tradición
de la búsqueda del conocimiento por el conocimiento mismo. Los programas de estudios
anteriores se habían orientado a producir funcionarios públicos para mayor gloria de Prusia; a
partir de ahora se pondría el énfasis en una instrucción al servicio de las necesidades del
individuo, más que del Estado.
En su papel de pensador y de funcionario, Humbold puso en marcha una revolución que
habría de tener efectos de largo alcance. En toda Prusia y en el estado colindante de Hannover
se crearon nuevas escuelas secundarias, llamadas Gymnasien. A la larga, los maestros de esas
escuelas ya no serían miembros del clero, como sucedía en el viejo sistema educativo, sino
licenciados de las nuevas universidades y politécnicos que iban surgiendo en aquel período.
La joya de la corona era la Universidad de Berlín, fundada en 1810, durante la ocupación
francesa: Humboldt la definía como «la madre de todas las universidades modernas». Instalada
en lo que antes había sido el palacio del príncipe Enrique de Prusia, en la gran avenida Unter
den Linden, la Universidad promovió por vez primera la investigación a la vez que la
enseñanza: «La enseñanza universitaria no sólo hace posible una comprensión de la unidad de
la ciencia sino también su avance», declaró Humbold. Pese a su pasión por el mundo antiguo,
fue bajo su guía que la universidad se abrió a nuevas disciplinas junto a las clásicas facultades
de leyes, medicina, filosofía y teología.
El estudio de las matemáticas constituyó por vez primera una parte importante del
currículum de los nuevos Gymnasien y universidades: se animaba a los estudiantes a estudiar
las matemáticas por sí mismas, y no simplemente como una disciplina al servicio de las demás
ciencias. Todo ello contrastaba fuertemente con las reformas educativas que Napoleón había
introducido, consistentes en la explotación de las matemáticas para la expansión de los
horizontes militares franceses. En 1830, Carl Jacobi, uno de los profesores de Berlín, escribió a
Legendre en París sobre el matemático francés Joseph Fourier, que había reprochado a la
escuela alemana de pensamiento su ignorancia de los problemas más prácticos:
Ciertamente, Fourier opinaba que el objetivo principal de las matemáticas es la utilidad
pública y la explicación de los fenómenos naturales; pero un filósofo como él debería haber
sabido que el único objetivo de la ciencia es honrar el espíritu humano, y que desde este
punto de vista un problema de teoría de los números es tan digno como un problema sobre
el sistema del mundo.

Para Napoleón, la educación destruiría finalmente las arcanas reglas del Antiguo Régimen.
Su reconocimiento de la educación como la espina dorsal sobre la que había que construir la
nueva Francia llevó a la creación de algunos de los institutos parisienses que todavía hoy
mantienen su fama. Tales institutos no sólo eran meritocráticos, es decir, podían seguir sus
cursos estudiantes de cualquier clase social, sino que su filosofía didáctica ponía gran énfasis
en una educación y una ciencia al servicio de la sociedad. En 1794, uno de los representantes
regionales del gobierno revolucionario escribió a un profesor de matemáticas para
recomendarle que impartiera un curso de «aritmética republicana»: «Ciudadano: la revolución
no sólo mejora nuestros principios morales y allana el camino para nuestra felicidad y para la
de las generaciones futuras, sino que desata las cadenas que frenan el progreso científico».
La actitud de Humboldt respecto de las matemáticas era muy distinta de la filosofía
utilitaria que prevalecía al otro lado de la frontera. El efecto emancipador de la revolución
didáctica en Alemania estaba destinado a tener un gran impacto sobre la comprensión por parte
de los matemáticos de muchos aspectos de su campo. Les permitiría desarrollar un nuevo
lenguaje matemático, más abstracto. En particular, revolucionaría el estudio de los números
primos.
Una ciudad que se benefició de las iniciativas de Humboldt fue Luneburgo, en Hannover.
Luneburgo, que había sido un importante centro comercial, estaba en decadencia; sus amplias
avenidas adoquinadas ya no vibraban con la actividad de la que habían sido testigos en los
siglos anteriores. Pero en 1829 se erigió un nuevo edificio entre los altos campanarios de las
tres iglesias góticas de Luneburgo: el Gymnasium Johanneum.
Pocos años más tarde, hacia 1840, la nueva escuela había prosperado. Su director,
Schmalfuss, era un defensor entusiasta de los ideales humanísticos propugnados por Humboldt.
Su biblioteca reflejaba sus ideas ilustradas: no sólo albergaba los clásicos y las obras de los
escritores alemanes modernos, sino también volúmenes provenientes de lugares lejanos. En
concreto, Schmalfuss consiguió algunos libros procedentes de París, motor de la actividad
intelectual europea en la primera mitad del siglo.
Schmalfuss acababa de admitir un nuevo alumno en el Gymnasium Johanneum: Bernhard
Riemann. Riemann era un joven muy tímido y tenía grandes dificultades para hacer amigos.
Había estudiado en el Gymnasium de la ciudad de Hannover, donde se alojaba en casa de su
abuela, pero al morir ésta había tenido que trasladarse a Luneburgo, donde estaba a pensión en
casa de uno de los profesores. Ingresar en la escuela cuando todos los demás habían ya
establecido sus lazos de amistad no le facilitó la vida a Riemann: sufría una desesperada
añoranza de su casa y los demás estudiantes le tomaban el pelo. Habría preferido volver a pie a
la lejana casa de su padre en Quickborn antes que quedarse jugando con sus compañeros.
El padre de Riemann, pastor en Quickborn, tenía grandes expectativas sobre su hijo. Por
esto, aunque fuera infeliz en la escuela, Bernhard se empleaba a fondo y estudiaba
concienzudamente para no defraudarlo, pero tenía que luchar contra un perfeccionismo
obsesivo. Frecuentemente, su incapacidad para entregar a tiempo sus deberes descorazonaba a
los profesores. Era incapaz de entregar un trabajo que no fuera perfecto: no podía soportar la
indignidad de obtener una nota inferior a la máxima. Sus profesores empezaron a dudar de que
Riemann llegara a superar los exámenes finales.
Fue Schmalfuss quien ideó una manera de desarrollar a aquel jovencito y sacar provecho de
su perfeccionismo. Schmalfuss había observado enseguida las extraordinarias capacidades
matemáticas de Riemann y estaba ansioso por estimular sus habilidades escolares: le dio libre
acceso a su biblioteca, con la excelente colección de libros de matemáticas que contenía; allí, el
jovencito podía huir de las presiones sociales de sus compañeros de clase. La biblioteca abrió a
Riemann un mundo nuevo, un lugar donde se sintió como en su casa, dueño de la situación: de
repente se encontró con un mundo matemático perfecto, idealizado, un nuevo mundo al que las
demostraciones impedían hundirse y en el cual los números se convertían en sus amigos.
El impulso que Humboldt dio a la enseñanza para apartarse de las ciencias como
instrumento práctico y abrazar una concepción estética del conocimiento impregnó las aulas
escolares de Schmalfuss. Apartó a Riemann de la lectura de textos matemáticos llenos de
fórmulas y reglas cuya finalidad era la de satisfacer las demandas de un mundo industrial en
expansión, y lo dirigió hacia los clásicos de Euclides, Arquímedes y Apolonio. Con su
geometría, los antiguos griegos buscaban la comprensión de una estructura abstracta hecha con
puntos y líneas; no les obsesionaban las fórmulas que se escondían detrás de los conceptos
matemáticos. Cuando Schmalfuss dio a Riemann un texto más moderno, el tratado de
geometría analítica de Descartes —un libro lleno de ecuaciones y de fórmulas— el maestro se
dio cuenta de que el método que se desarrollaba en el libro no era del agrado de un Riemann
cada vez más interesado en una matemática conceptual: «Ya en aquel tiempo era un
matemático en posesión de medios ante los cuales un maestro se sentía pobre», recordó más
tarde Schmalfuss en una carta a un amigo.
Uno de los libros que había en las estanterías de la biblioteca de Schmalfuss era un
volumen de matemáticas contemporáneas que el maestro había comprado en Francia. Publicado
en 1808, la Théorie des nombres de Adrien-Marie Legendre era el primer texto en registrar la
observación de un extraño nexo entre la función que permitía contar los números primos en un
intervalo dado y la función logarítmica. Tal nexo, descubierto por Gauss y Legendre, se basaba
únicamente en indicios experimentales: no estaba en absoluto claro si, suponiendo que
continuáramos contando, la función de Gauss o la de Legendre continuarían aproximándose al
verdadero número de primos.
A pesar del grosor del volumen —859 páginas de gran formato—, Riemann lo devoró, y
apenas seis días más tarde, lo devolvió al profesor diciendo: «Es un libro maravilloso: me lo sé
de memoria». Schmalfuss no lo creyó pero, cuando dos años más tarde, durante los exámenes
finales, preguntó a Riemann sobre el contenido del libro, el estudiante respondió
impecablemente. Aquel episodio supuso el principio de la carrera de uno de los gigantes de las
matemáticas modernas. Gracias a Legendre, en la mente del joven Riemann se plantó una
semilla que años más tarde terminaría por dar frutos espectaculares.
Una vez superados los exámenes finales, Riemann estaba ansioso por inscribirse en una de
las nuevas universidades que, con gran energía, estaban pilotando la revolución didáctica en
Alemania. Sin embargo, su padre tenía otras ideas: la familia de Riemann era pobre y su padre
esperaba que Bernhard siguiera sus pasos y entrara a formar parte de la Iglesia. Una vida
eclesiástica le habría supuesto unos ingresos regulares con los que mantener a sus hermanas. La
única universidad del reino de Hannover donde se enseñaba teología no era una de aquellas
nuevas instituciones, sino la Universidad de Gotinga, fundada más de un siglo antes, en 1734.
Por esa razón, para satisfacer los deseos de su padre, Riemann tomó el camino de la húmeda y
fría ciudad de Gotinga.
Gotinga reposa plácidamente entre las suaves colinas de la Baja Sajonia. Su núcleo central
es una ciudadela medieval circundada de antiguas murallas: esa es la Gotinga que Riemann
conoció y que todavía hoy conserva mucho de su carácter original, las callejuelas serpenteaban
entre casas de madera y tejados rojos. Los hermanos Grimm escribieron muchos de sus cuentos
en Gotinga, y no es difícil imaginarse a Hansel y Gretel corriendo por sus calles. En el centro
se levanta el edificio medieval del Ayuntamiento, sobre cuyos muros campea el lema: «No hay
vida fuera de Gotinga». Para los que estaban en la universidad, ésa era ciertamente la
sensación: la vida académica era autosuficiente. Aunque la teología había dominado los
primeros años de la universidad, los vientos de cambio académico que soplaban en Alemania
habían estimulado los estudios científicos también en Gotinga. Cuando Gauss fue nombrado
profesor de Astronomía y director del observatorio de la ciudad, en 1807, era más la ciencia
que la teología lo que estaba haciendo famosa a Gotinga.
El fuego matemático que el profesor Schmalfuss había encendido en el joven Riemann aún
ardía vigorosamente. El deseo paterno de que estudiara teología lo había conducido a Gotinga,
pero fue la influencia del gran Gauss y de la tradición científica lo que lo marcó durante aquel
primer año. Fue sólo una cuestión de tiempo el que las clases de griego y de latín dejaran paso
a las tentaciones de los cursos de física y de matemáticas. Con inquietud, Riemann escribió a su
padre dándole a entender que desearía cambiarse de teología a matemáticas. La aprobación
paterna lo significaba todo para Riemann. Recibió su bendición con alivio, e inmediatamente se
sumergió en la vida científica de la universidad.
Para un joven dotado de su talento, Gotinga pronto empezó a parecer pequeña. En un año,
Riemann había agotado los recursos que tenía a su disposición. Gauss, ya anciano, se había
alejado un tanto de la vida intelectual de la universidad: desde 1828 sólo había pasado una
noche lejos del observatorio, donde vivía. En la universidad se limitaba a impartir clases de
astronomía, en concreto sobre el método que lo había hecho famoso muchos años antes, cuando
había reencontrado a Ceres, el planeta «perdido». Riemann tendría que buscar en otra parte los
estímulos que necesitaba para dar un paso más en su desarrollo: se dio cuenta de que Berlín era
el lugar donde sonaba más fuerte el murmullo de la actividad intelectual.
Los prestigiosos institutos franceses de investigación creados por Napoleón, como la Ecole
Polytechnique, tuvieron una gran influencia sobre la Universidad de Berlín que, después de
todo, se había fundado durante la ocupación francesa. Uno de los embajadores científicos más
importantes fue un brillante matemático llamado Peter Gustav Lejeune-Dirichlet. Había nacido
en Alemania en 1805, pero su familia era de origen francés. En 1822, el regreso a las raíces lo
condujo a París, donde pasó cinco años impregnándose de la actividad intelectual que florecía
en las academias. Alexander von Humboldt, hermano de Wilhelm y científico aficionado,
coincidió con Dirichlet durante sus viajes y quedó tan impresionado que le buscó un empleo en
Alemania. Dirichlet tenía un espíritu más bien rebelde: quizá la atmósfera de las calles de París
le había desarrollado el gusto por retar a la autoridad. En Berlín, disfrutó ignorando algunas de
las tradiciones anticuadas que habían impuesto las autoridades universitarias, bastante
retrógradas, y a menudo se mofaba de sus peticiones para demostrar su dominio del latín.
Gotinga y Berlín ofrecían ambientes distintos a los nuevos matemáticos como Riemann.
Gotinga tenía a gala su independencia y aislamiento; raramente se celebraban seminarios que
impartieran personajes procedentes de más allá de las murallas de la ciudad. La universidad era
autosuficiente y producía ciencia a partir de su combustible interno. En cambio, Berlín
prosperaba gracias a los estímulos de más allá de sus fronteras: las ideas procedentes de Francia
se entremezclaban con el innovador enfoque alemán de la filosofía natural para crear un nuevo
y prometedor cóctel. Los distintos climas de Gotinga y Berlín se adaptan a distintos tipos de
matemáticos. Algunos no hubieran avanzado nunca sin entrar en contacto con las nuevas ideas
que provenían del extranjero, mientras que el éxito de otros matemáticos se puede imputar a un
aislamiento que los obligaba a encontrar una fuerza interior y, con ella, nuevos lenguajes y
formas de pensar. En lo referente a Riemann, sus conquistas matemáticas fueron fruto del
contacto con la abundancia de nuevas ideas que flotaban en el aire, y él era consciente de que
Berlín era precisamente el lugar donde tenía que estar.
Riemann se trasladó a Berlín en 1847 y vivió dos años en la ciudad. Durante su estancia
consiguió estudiar los papeles de Gauss que no había podido conseguir directamente del
reservado maestro en Gotinga. Asistió a las clases de Dirichlet, quien rápidamente adoptó una
parte de los sensacionales descubrimientos de Riemann sobre los números primos. Era opinión
general que Dirichlet tenía la capacidad de insuflar la inspiración a todo aquel que lo
escuchaba. Un matemático que asistió a sus clases lo describía así:
Dirichlet es insuperable en cuanto a riqueza de materiales y capacidad de penetración. … Se
sienta a su alto escritorio de cara a nosotros, se sube las gafas hasta la frente, toma su cabeza
entre las manos y… de entre ellas surge un cálculo imaginario que nos lee en voz alta, y que
nosotros comprendemos como si también fuésemos capaces de verlo. Me gusta mucho esta
forma de enseñar.

En los seminarios de Dirichlet, Riemann trabó amistad con varios jóvenes investigadores
que, como él, ardían de pasión por las matemáticas.
Pero en Berlín había también otras fuerzas que se agitaban. Desde las calles de París, la
revolución de 1848 que acabó con la monarquía francesa se difundió por gran parte de Europa,
y alcanzó las calles de Berlín cuando Riemann estaba allí estudiando. Según el relato de sus
contemporáneos, aquellos acontecimientos produjeron un profundo impacto sobre él. En una de
las pocas ocasiones de su vida en las que se unió a los que estaban a su alrededor en algo que
fuera más allá del estricto nivel intelectual, Riemann se unió a los estudiantes que defendían al
rey en su palacio de Berlín. Se cuenta que se mantuvo en su puesto en las barricadas durante
dieciséis horas seguidas.
Sin embargo, la respuesta de Riemann a la revolución matemática que venía de París no fue
la de un reaccionario. Berlín no sólo importaba de París la propaganda política, sino también
muchas de las revistas y publicaciones que salían de las academias: Riemann recibía los
volúmenes más recientes de la influyente revista francesa Comptes rendus y se encerraba en su
habitación para estudiar los artículos del matemático revolucionario Augustin-Louis Cauchy.
Cauchy, que había nacido pocas semanas después de la toma de la Bastilla, era hijo de la
Revolución. Desnutrido a causa de las carencias alimenticias de aquellos años, desde joven el
frágil Cauchy prefirió ejercitar la mente en lugar del cuerpo. Siguiendo la moda consagrada por
la época, el mundo de las matemáticas fue su refugio. Un matemático amigo de su padre,
Lagrange, reconoció el talento precoz del joven. Comentó a un conocido: «¿Veis a aquel
jovencito? Bien, ¡como matemático nos superará a todos!». Tuvo también un buen consejo para
el padre de Cauchy: «Haced que no toque un libro de matemáticas hasta que cumpla diecisiete
años». En su lugar sugirió estimular las capacidades literarias del joven, para que cuando
volviera a las matemáticas estuviera en condiciones de expresarse por escrito con su propia voz
y con la que hubiera adquirido en los libros de la época.
Se demostró que se trataba de un consejo certero: Cauchy desarrolló una voz nueva que,
una vez abiertas las compuertas que lo protegían del mundo exterior, fue imposible frenar. La
producción de Cauchy creció hasta hacerse tan importante que la revista Comptes rendus tuvo
que imponer un límite de páginas para los artículos publicados, un límite al que todavía hoy se
ciñe estrictamente. El nuevo lenguaje matemático de Cauchy era demasiado difícil para algunos
de sus contemporáneos; en 1826 el matemático noruego Niels Henrik Abel escribió: «Cauchy
está loco… Lo que hace es excelente, pero confuso. Al principio no entendía prácticamente
nada; ahora consigo discernir una parte con mayor claridad». Abel continuaba haciendo notar
que, de todos los matemáticos de París, Cauchy era el único que hacía «matemáticas puras»
mientras que los demás «se dedicaban exclusivamente al magnetismo y a otros temas físicos…
Él es el único que sabe cómo se debería hacer matemática».
Cauchy tuvo problemas con las autoridades parisienses por haber alejado a los estudiantes
de las aplicaciones prácticas de las matemáticas. El director de la Ecole Polytechnique, donde
Cauchy enseñaba, le escribió criticando su obsesión por la matemática abstracta: «Es opinión
de muchas personas que se está exagerando claramente con la enseñanza de las matemáticas
puras en la Ecole y que una tan inmotivada extravagancia es dañina para las demás
disciplinas». No hay, por tanto, motivos para extrañarse de que la obra de Cauchy fuera tan
apreciada por el joven Riemann.
Aquellas nuevas ideas eran tan emocionantes que Riemann se convirtió casi en un recluso.
Durante el tiempo que dedicó a estudiar la producción matemática de Cauchy desapareció
completamente de la vista de sus colegas. Reapareció unas semanas más tarde declarando:
«Esta es una nueva matemática». Lo que había captado la imaginación de Cauchy y de
Riemann era el poder emergente de los números imaginarios.

LOS NÚMEROS IMAGINARIOS: UN NUEVO PANORAMA


MATEMÁTICO

La raíz cuadrada de −1, el elemento base de los números imaginarios, parece una
contradicción en los términos. Algunos opinan que el hecho de admitir la posibilidad de que tal
número exista es lo que separa a los matemáticos de todos los demás. Es necesario un salto
creativo para ganarse el acceso a esta pequeña porción del mundo matemático. A primera vista
se tiene la impresión de que no tiene nada que ver con el mundo físico: éste parece estar
construido sobre números cuyo cuadrado es siempre un número positivo. Sin embargo, los
números imaginarios son más que un simple juego abstracto: son ellos los que guardan la llave
que da acceso al mundo de las partículas subatómicas del siglo XX. En una escala mayor, los
aviones no habrían alzado jamás el vuelo si los ingenieros no hubieran emprendido un viaje al
mundo de los números imaginarios. Este nuevo mundo ofrece una flexibilidad que se niega a
los que permanecen atados a los números ordinarios.
La historia del descubrimiento de esos nuevos números empieza con la necesidad de
resolver simples ecuaciones. Tal como ya sabían los babilonios y los egipcios, si, por ejemplo,
queremos dividir siete pescados entre tres personas, en la ecuación aparecerán números
fraccionarios: 1/2, 1/3, 2/3, 1/4, etcétera. En el siglo VI a. C. los griegos, al estudiar la
geometría del triángulo, descubrieron que a veces estas fracciones eran incapaces de expresar la
longitud de los lados de un triángulo. El teorema de Pitágoras los obligó a inventar nuevos
números que no podían escribirse como simples fracciones. Por ejemplo, Pitágoras podía tomar
un triángulo rectángulo con ambos catetos de longitud unitaria; su famoso teorema le decía
entonces que la hipotenusa tenía una longitud x, donde x es una solución de la ecuación x2 = 12
+ 12 = 2. Dicho de otra forma: la longitud de la hipotenusa era igual a la raíz cuadrada de 2.
Las fracciones son los números cuya expresión decimal tiene un patrón que se repite, por
ejemplo 1/7 = 0,142 857 142 857…, o bien 1/4 = 0,250 000 000… En contraste, los griegos
pudieron demostrar que la raíz cuadrada de 2 no es igual a una fracción: por más que
avancemos en el cálculo de la expresión decimal de la raíz cuadrada de 2, nunca se estabilizará
con un patrón repetitivo como los que hemos visto. La raíz cuadrada de 2 empieza con 1,414
213 562… En los años en los que Riemann estuvo en Gotinga era frecuente que dedicara sus
horas libres a calcular un número cada vez mayor de estos decimales. Su récord fue de treinta y
ocho decimales, una empresa no precisamente fácil sin un calculador, pero quizá también un
buen indicio de lo aburrida que debía ser la vida nocturna en Gotinga y lo esquivo de la
personalidad de Riemann, que se entregaba a esa extraña distracción. En todo caso, Riemann
sabía que por más que avanzara en sus cálculos nunca podría escribir el número completo o
descubrir un patrón repetitivo.
Para describir la imposibilidad de expresar aquellos números de otra forma que como la
solución de ecuaciones del tipo x2 = 2, los matemáticos los bautizaron como números
irracionales. El nombre reflejaba la incapacidad de los matemáticos de escribirlos de forma
exacta. A pesar de todo, los números irracionales conservaban un significado real, ya que se
podían ver como puntos marcados sobre una regla, o sobre lo que los matemáticos llaman recta
numérica. La raíz cuadrada de 2, por ejemplo, es un punto que se encuentra en alguna parte
entre 1,4 y 1,5. Si se construyese un triángulo rectángulo pitagórico con sus dos catetos de una
unidad de longitud, entonces podríamos determinar la posición exacta de este número irracional
apoyando la hipotenusa del triángulo sobre la regla y marcando el punto correspondiente a su
longitud.

Los números reales. Cada número fraccionario, negativo o irracional se representa como un punto
sobre la recta numérica.
Los números negativos se descubrieron de forma similar, al intentar resolver simples
ecuaciones como x + 3 = 1. Los matemáticos indios propusieron estos nuevos números en el
siglo VII d. C. Los números negativos se crearon para responder a las exigencias de un mundo
financiero en expansión, ya que eran útiles para representar los débitos. Tuvo que pasar otro
milenio antes de que los matemáticos europeos se decidieran a admitir la existencia de tales
«números ficticios», como les llamaban. Los números negativos ocuparon su lugar sobre la
recta numérica en el lugar que se extendía a la izquierda del cero.
Los números irracionales y los números negativos nos permiten resolver diversos tipos de
ecuaciones. La ecuación de Fermat x3 + y3 = z3 tiene soluciones interesantes si uno no se obstina
en pretender, como había hecho Fermat, que x, y y z sean números enteros. Por ejemplo,
podríamos elegir x = 1 e y = 1, colocar z igual a la raíz cúbica de 2, y la ecuación estaría
resuelta. Sin embargo, quedaban otras ecuaciones que no se podían resolver recurriendo a los
números de la recta numérica.
Parecía que ninguno de los números existentes daba una solución de la ecuación x2 = −1. Al
fin y al cabo, si elevamos al cuadrado un número, ya sea positivo o negativo, el resultado
siempre es positivo; por ello, un número que satisfaga una ecuación así no podrá ser un número
ordinario. Pero los griegos habían imaginado un número como la raíz cuadrada de 2, a pesar de
no poder escribirlo en forma de fracción, y los matemáticos comenzaron a entender que podían
hacer un salto análogo con su imaginación y crear un nuevo número para resolver la ecuación
x2 = −1. Semejante salto creativo supone uno de los retos conceptuales que deben afrontar todos
los que estudian matemáticas. El nuevo número, la raíz cuadrada de menos uno, se definió
como número imaginario y se le asignó el símbolo «i». Por contraste, los matemáticos
empezaron a llamar números reales a los que se encontraban sobre la recta numérica.
El crear aparentemente de la nada una solución para esta ecuación parece un engaño: ¿por
qué no aceptar que la ecuación no tiene soluciones? Esa es una posible forma de proceder, pero
a los matemáticos nos gusta ser más optimistas: una vez aceptada la idea de la existencia de un
número que efectivamente resuelve la ecuación, las ventajas del salto creativo efectuado
superan con creces cualquier incomodidad inicial. Una vez que se le ha asignado un nombre, su
existencia parece inevitable; ya no da la sensación de tratarse de un número creado
artificialmente, sino más bien parece como si siempre hubiera estado ahí y hubiera pasado
desapercibido hasta que nos planteamos la pregunta oportuna. Los matemáticos del siglo XVIII
fueron reacios a aceptar la existencia de números de este tipo, pero los matemáticos del siglo
XIX tuvieron la valentía de creer en nuevas formas de pensar que ponían en cuestión las ideas
comúnmente aceptadas sobre lo que constituía el canon matemático oficial.
Francamente, la raíz cuadrada de −1 es tan abstracta como la raíz cuadrada de 2. Ambas se
definen como soluciones de ecuaciones. ¿Significa esto que los matemáticos deberían empezar
a crear nuevos números para cada nueva ecuación que aparezca? ¿Y si quisiéramos las
soluciones de una ecuación como x4 = −1? ¿Tendríamos que usar cada vez más letras para
intentar dar un nombre a todas esas nuevas ecuaciones? Hubo un cierto alivio cuando Gauss
demostró en 1799 que no hacían falta más números nuevos: usando el número i, la raíz
cuadrada de −1, los matemáticos podían resolver cualquier ecuación que se les pusiera por
delante. Cada ecuación tenía una solución que consistía en una combinación de los habituales
números reales —es decir, las fracciones y los números irracionales— y de este nuevo número,
i.
La clave de la demostración de Gauss era la extensión de la imagen que ya teníamos de los
números habituales como puntos situados sobre la recta numérica: una línea recta que va de
este a oeste en la que cada uno de sus puntos representa un número. Estos números eran los
números reales, que eran familiares a los matemáticos desde los tiempos de los antiguos
griegos. Pero en la recta no había sitio para aquel nuevo número imaginario, la raíz cuadrada de
−1. Por esta razón, Gauss se preguntó qué sucedería si se introdujera una nueva dirección, si
para representar i se usara un punto situado por encima de la recta numérica, a una unidad de
distancia. Todos los nuevos números necesarios para resolver ecuaciones eran combinaciones
de i y de números habituales, por ejemplo, 1 + 2i. Gauss comprendió que cada punto situado
sobre este mapa bidimensional correspondía a cualquier número posible. Los números
imaginarios se convertían, simplemente, en coordenadas sobre el mapa. El número 1 + 2i se
representaba por el punto que se alcanzaba recorriendo una unidad hacia el este y dos unidades
hacia el norte.
Gauss interpretaba estos números como coordenadas para moverse en su mapa del mundo
imaginario. Sumar dos números imaginarios: A + Bi y C + Di, significaba seguir dos pares de
coordenadas, uno tras otro. Por ejemplo, si sumamos 6 + 3i y 1 + 2i, eso nos llevará a la
posición 7 + 5i (véase la siguiente gráfica).
Cómo sumar dos números imaginarios: siguiendo sus direcciones.
A pesar de tratarse de una representación muy eficaz, Gauss tuvo que mantener escondido
su mapa del mundo imaginario. Una vez construida la demostración, retiró los andamios
gráficos de manera que no quedara ningún rastro de su visión. Era consciente de que, en aquella
época, en matemáticas se miraban las gráficas con cierta sospecha. El predominio de la
tradición francesa durante la juventud de Gauss implicaba que el camino preferido para
ingresar en el mundo matemático era el lenguaje de las fórmulas y de las ecuaciones, lenguaje
que encajaba a la perfección con el enfoque utilitario de la disciplina. Había también otras
razones para tal aversión hacia los números imaginarios.
Durante muchos siglos, los matemáticos habían creído que las representaciones gráficas
tenían el poder de provocar errores. Al fin y al cabo, el lenguaje de las matemáticas había sido
introducido para domesticar el mundo físico. En el siglo XVII, Descartes había intentado reducir
el estudio de la geometría a simples aserciones sobre números y ecuaciones: «Las percepciones
sensoriales son engaños de los sentidos», era su lema. Riemann había aprendido a detestar este
menosprecio de la representación física cuando leía a Descartes en la comodidad de la
biblioteca de Schmalfuss.
En los albores del siglo XIX, los matemáticos estaban escaldados debido a una demostración
gráfica equivocada que describía la relación entre el número de ángulos, aristas y caras de los
sólidos geométricos: Euler había avanzado la hipótesis de que, si un poliedro tiene V vértices, A
aristas y C caras, entonces los números V, A y C tienen que satisfacer la relación V − A + C = 2;
un cubo, por ejemplo, tiene 8 vértices, 12 aristas y 6 caras. En 1811, el mismo joven Cauchy
había elaborado una «demostración» de la fórmula que se basaba en una intuición visual, pero
quedó desacreditada cuando se mostró un sólido que no obedecía a la fórmula: un cubo con un
agujero en el centro.
La «demostración» había olvidado el hecho de que un sólido puede tener agujeros. Por esta
razón era necesario introducir en la fórmula un elemento añadido que tuviera en cuenta el
número de agujeros presentes en un sólido. Al haber sido engañado por el poder de las
imágenes de esconder perspectivas que al principio no resultan evidentes, Cauchy se refugió en
la seguridad que parecían dar las fórmulas. Una de las revoluciones que provocó fue la creación
de un nuevo lenguaje que permitió a los matemáticos analizar rigurosamente el concepto de
simetría sin tener que recurrir a figuras.
Gauss sabía que su mapa secreto de los números imaginarios hubiera estado mal visto por
los matemáticos de finales del siglo XVIII, y por ello lo excluyó de su demostración. Los
números eran entidades para ser sumadas y multiplicadas, no para ser dibujadas. Tuvieron que
pasar unos cuarenta años antes de que Gauss se decidiera a desvelar el andamiaje gráfico que
había usado en su tesis doctoral.

UN MUNDO MÁS ALLÁ DEL ESPEJO

Incluso sin el mapa de Gauss, Cauchy y otros matemáticos habían empezado a explorar lo
que sucede si se extiende el concepto de función a ese nuevo mundo de números imaginarios
en lugar de limitarse a los números reales. Para su sorpresa, los números imaginarios
inauguraban nuevas relaciones entre partes del mundo matemático aparentemente
independientes.
Una función es como un programa de ordenador en el cual se introduce un número, se
hacen unos cálculos y el resultado es un nuevo número. La función puede definirse por medio
de una simple ecuación como x2 + 1. Cuando se le inserta un número, por ejemplo 2, la función
calcula 22 + 1, y da 5 como resultado. Otras funciones son más complicadas: Gauss estaba
interesado en las funciones que contaban la cantidad de números primos. Si introducimos un
número x en una función así, nos dirá cuántos números primos hay que sean menores o iguales
a x. Gauss había decidido darle a esta función el nombre de π(x). Su gráfica es una escalera
ascendente, como vimos en la página 85. Cada vez que el número que insertamos en la función
π(x) es un número primo, el valor numérico que ésta nos da como resultado sube un peldaño en
la escalinata. Por ejemplo, cuando x va de 4,9 a 5,1, el número de primos aumenta pasando de
dos a tres para registrar el nuevo número primo: 5.
Los matemáticos observaron enseguida que en algunas funciones, como la que viene dada
por la ecuación x2 + 1, se podían insertar números imaginarios lo mismo que números reales.
Por ejemplo, si insertamos x = 2i en la función obtendremos (2i)2 + 1 = −4 + 1 = −3. En la
generación de Euler se empezaron a introducir números imaginarios en las funciones. Ya en
1748, en una de sus excursiones más allá del espejo, Euler se había topado con extrañas
conexiones entre fragmentos separados de las matemáticas. Euler sabía que cuando se
insertaban números reales x en la función 2x, se obtenía una gráfica que ascendía con rapidez.
Pero cuando intentó insertar números imaginarios en la función, el resultado que obtuvo fue
bastante inesperado; en lugar de una gráfica que crecía exponencialmente vio aparecer ondas
del tipo que asociamos, por poner un ejemplo, a los sonidos. La función que produce tal tipo de
ondas se llama función seno. La imagen de la función seno es una curva familiar que se repite
cíclicamente, de manera que cada 360 grados vemos reaparecer la misma forma. Actualmente
la función seno se utiliza en una gran cantidad de cálculos prácticos: por ejemplo, puede usarse
para calcular la altura de un edificio midiendo ángulos desde el suelo. Fue la generación de
Euler la que descubrió que estas ondas sinusoidales eran también la clave para reproducir
sonidos musicales; una nota pura como el la que da un diapasón que se usa para afinar un piano
se puede representar mediante una onda sinusoidal.
Euler insertó números imaginarios en la función 2x. Para su sorpresa, lo que apareció fueron
las ondas correspondientes a una determinada nota musical. Euler demostró que las
características de cada nota individual dependían de las coordenadas del número imaginario
correspondiente. Cuanto más al norte se encuentra un número, tanto más alta es la nota a él
asociada. Cuanto más al este se encuentra, tanto mayor es la intensidad de la nota. El
descubrimiento de Euler era el primer indicio del hecho de que los números imaginarios podían
abrir caminos nuevos e insospechados en el paisaje matemático. Siguiendo a Euler, los
matemáticos empezaron a aventurarse en las tierras recién descubiertas de los números
imaginarios. La búsqueda de nuevas relaciones se revelaría contagiosa.
Riemann volvió a Gotinga en 1849 para completar su tesis doctoral y someterla a la
consideración de Gauss. Era el año en que Gauss escribió a su amigo Encke a propósito de la
relación que había descubierto de joven entre números primos y logaritmos. Aunque es posible
que Gauss discutiera su descubrimiento con miembros de la facultad de Gotinga, Riemann
todavía no se preocupaba por los números primos: estaba completamente concentrado en la
nueva matemática que venía de París, ansioso por explorar el extraño mundo de funciones
alimentadas con números imaginarios que estaba surgiendo.
Cauchy se había puesto a la labor de transformar en una disciplina rigurosa los primeros
pasos inciertos de Euler en aquel nuevo territorio. Pero si los franceses eran maestros en
ecuaciones y manipulación de fórmulas, Riemann estaba preparado para capitalizar el retorno
de la didáctica alemana a una concepción del mundo más abstracta. En noviembre de 1851 sus
ideas ya habían tomado forma, y presentó su tesis en la facultad de Gotinga. Como era de
esperar, las ideas de Riemann impresionaron gratamente a Gauss. Éste recibió aquella tesis
doctoral como el signo evidente «de una mente creativa, activa, genuinamente matemática, y de
una originalidad magníficamente fértil».
Riemann, escribió a su padre, ansioso de explicarle sus progresos: «Creo haber mejorado
mis expectativas con la tesis. Espero también aprender ahora a escribir más rápido y con mayor
fluidez, sobre todo si me inserto en la sociedad». Pero la vida académica de Gotinga no se
podía comparar con la excitante vida de Berlín. La universidad era muy cerrada, provinciana, y
a Riemann le faltaba seguridad en sí mismo para entrar en conflicto con la vieja jerarquía
intelectual. Había menos estudiantes en Gotinga con quienes pudiera relacionarse; era
sospechoso para los demás y nunca se encontraba realmente a gusto en ese ambiente social.
«Ha hecho aquí las cosas más extrañas sólo porque está convencido de que nadie lo soporta»,
escribió su contemporáneo Richard Dedekind. Riemann era hipocondríaco y una persona
propensa a sufrir crisis depresivas. Escondía su rostro tras la seguridad de una barba negra cada
vez más tupida. Estaba muy preocupado por su situación económica, ya que su supervivencia
dependía de los inciertos honorarios de media docena de alumnos particulares. La sobrecarga
de trabajo que ello suponía, junto a la presión de la indigencia, le produjo una breve crisis
nerviosa en 1854. Pero su humor se iluminaba cada vez que Dirichlet, el campeón de la
tradición matemática, se presentaba de visita en Gotinga.
Un profesor de esta universidad con quien Riemann consiguió trabar amistad fue el
eminente físico Wilhelm Weber. Weber había colaborado con Gauss en numerosos proyectos
durante el tiempo que pasaron juntos en Gotinga. Se convirtieron en un Sherlock Holmes y un
doctor Watson de la ciencia, con Gauss proporcionando las bases teóricas y Weber poniéndolas
en práctica. Uno de sus inventos más famosos fue la aplicación del electromagnetismo para la
comunicación a distancia. Consiguieron establecer una línea telegráfica entre el observatorio de
Gauss y el laboratorio de Weber a través de la cual se intercambiaban mensajes.
Mientras que para Gauss aquel invento era una simple curiosidad, Weber se dio cuenta
claramente del alcance de aquel descubrimiento: «Cuando el globo terráqueo esté cubierto de
una red de caminos de hierro y de hilos telegráficos», escribió, «esa red prestará servicios
comparables a los del sistema nervioso en el cuerpo humano, en parte como medio de
transporte, en parte como medio para la propagación de ideas y sensaciones a la velocidad del
rayo». La rápida difusión del telégrafo, además de la posterior aplicación a la seguridad
informática de la calculadora de reloj inventada por Gauss, hacen de Gauss y Weber los
abuelos del comercio electrónico y de Internet. La ciudad de Gotinga ha inmortalizado su
colaboración con una estatua que los representa juntos.
Un huésped de Weber en Gotinga nos lo representa con la típica imagen del científico un
poco loco: «Un tipo curioso que habla con voz estridente, desagradable y vacilante.
Tartamudea sin parar; no se puede hacer otra cosa que escucharle. A veces ríe sin ninguna
razón, y uno lamenta no poder unirse a él». Weber era algo más rebelde que Gauss: había sido
uno de los «siete de Gotinga», profesores expulsados temporalmente de la universidad por
haber protestado contra el gobierno arbitrario del rey de Hannover. Tras haber terminado su
tesis, Riemann fue asistente de Weber durante algún tiempo. Durante este aprendizaje cortejó a
la hija de Weber, pero sus avances no fueron correspondidos.
En 1854 Riemann escribió a su padre: «Gauss está seriamente enfermo y los médicos temen
su muerte inminente». Temía que Gauss muriera antes de que superara su examen de
habilitación, que era indispensable para convertirse en docente de una universidad alemana.
Afortunadamente Gauss vivió lo suficiente como para escuchar las ideas de Riemann sobre la
geometría y sus relaciones con la física que habían germinado durante la etapa de trabajo con
Weber. Riemann estaba convencido de que se podían contestar todas las preguntas
fundamentales de la física usando únicamente las matemáticas. Muchos consideran la teoría de
la geometría de Riemann como una de sus más significativas contribuciones científicas, y
llegaría a ser uno de los ejes fundamentales de la plataforma sobre la que Einstein lanzó su
revolución científica a principios del siglo XX.
Gauss murió un año más tarde. Pero si el hombre se había marchado, sus ideas tendrían
ocupados a los matemáticos durante las siguientes generaciones. La hipótesis que dejó tras de sí
sobre el nexo entre los números primos y la función logarítmica, daría mucho que pensar a las
generaciones posteriores. Los astrónomos lo inmortalizaron en el firmamento bautizando un
asteroide con el nombre de Gaussia, y en la colección de anatomía de la Universidad de
Gotinga todavía se puede observar el cerebro de Gauss conservado para la eternidad, del que se
afirma que es más rico en circunvoluciones que cualquier otro cerebro diseccionado con
anterioridad.
Dirichlet, a cuyas clases había asistido Riemann en Berlín, fue nombrado titular de la
cátedra que Gauss dejó vacante. Llevó a Gotinga una parte de la vivaz actividad intelectual que
Riemann había añorado tanto desde su estancia berlinesa. Un matemático inglés describió la
impresión que tuvo de Dirichlet al visitarlo en Gotinga por aquella época: «Es un hombre más
bien alto, de aspecto enjuto, con bigote y barba que empiezan a volverse grises… su voz es
algo estridente y está más bien sordo: todavía era temprano, no se había lavado ni afeitado,
llevaba su schlafrock [bata], las zapatillas, una taza de café y un cigarro». A pesar de esta
apariencia bohemia, en su interior ardía un deseo de rigor y un amor por las demostraciones sin
igual en su época. Carl Jacobi, coetáneo suyo y colega en Berlín, escribió al primer protector de
Dirichlet, Alexander von Humboldt, que «sólo Dirichlet, ni yo ni Cauchy ni Gauss, sabe qué es
una demostración perfectamente rigurosa, mientras que nosotros sólo lo aprendemos de él.
Cuando Gauss dice haber demostrado algo, pienso que muy probablemente sea cierto; cuando
lo dice Cauchy, está al cincuenta por ciento; cuando lo dice Dirichlet, se trata de una certeza».
La llegada de Dirichlet a Gotinga sacudió el tejido social de la ciudad. Su mujer Rebecka
era hermana del compositor Félix Mendelssohn. Rebecka detestaba el soporífero ambiente
social de Gotinga y organizó muchas recepciones para intentar recrear la atmósfera de los
salones berlineses que había tenido que abandonar.
La actitud menos formal de Dirichlet hacia la jerarquía académica supuso para Riemann la
posibilidad de discutir abiertamente de matemáticas con el nuevo profesor. Desde su vuelta a
Gotinga desde Berlín, Riemann estaba más bien aislado. A causa de la personalidad austera del
anciano Gauss y de su propia timidez, había discutido poco con el gran maestro. En cambio, las
formas relajadas de Dirichlet fueron perfectas para Riemann quien, en una atmósfera más
favorable a la discusión, empezó a abrirse. Riemann escribió a su padre sobre su nuevo mentor:
«A la mañana siguiente Dirichlet estuvo conmigo durante dos horas. Leyó toda mi tesis y
estuvo muy amable conmigo, cosa que no me esperaba, dada la gran diferencia de rango entre
nosotros».
Por su parte, Dirichlet apreciaba la modestia de Riemann y reconocía la originalidad de su
trabajo. En alguna ocasión incluso consiguió sacarlo de la biblioteca y salir con él a pasear por
la campiña de los alrededores de Gotinga. Casi en tono de excusa, Riemann escribió a su padre
que aquellas fugas de las matemáticas le eran más útiles desde el punto de vista científico que
si se hubiese quedado en casa consultando sus libros. Fue durante una de las discusiones
mantenidas caminando por los bosques de la Baja Sajonia cuando Dirichlet inspiró el paso
siguiente de Riemann, que vendría a inaugurar una perspectiva completamente nueva sobre los
números primos.

LA FUNCIÓN ZETA: EL DIÁLOGO ENTRE MÚSICA Y


MATEMÁTICA

Durante los años que pasó en París antes de 1830, Dirichlet quedó fascinado con el gran
tratado juvenil de Gauss, las Disquisitiones arithmeticae. Por más que supusiera el inicio de la
teoría de los números como disciplina independiente, se trataba de un libro difícil y muchos no
conseguían penetrar en el estilo conciso que Gauss prefería. De todas formas, Dirichlet estaba
más que feliz de batallar con aquella sucesión ininterrumpida de párrafos difíciles. Por la noche
ponía el libro bajo la almohada con la esperanza de que a la mañana siguiente lo leído tomara
sentido de repente. El tratado de Gauss había sido descrito como un «libro de siete sellos» pero,
gracias a las fatigas y vigilias de Dirichlet, los sellos se fueron rompiendo y los tesoros
guardados en su interior obtuvieron la amplia difusión que merecían.
Dirichlet tenía un interés especial en el reloj calculador de Gauss. Le intrigaba
particularmente una conjetura formulada por Fermat: si tomamos una calculadora de reloj con
un cuadrante de N horas y le introducimos los números primos, entonces, había conjeturado
Fermat, el reloj señalaría la una un número infinito de veces. Si, por ejemplo, tomamos un reloj
con un cuadrante de cuatro horas, según la conjetura de Fermat, hay infinitos números primos
que al dividirlos entre 4 dan de resto 1. La lista empieza con 5, 13, 17, 29 …
En 1838, a los treinta y tres años, Dirichlet había dejado su propia marca en la teoría de los
números al demostrar que la intuición de Fermat era correcta. Lo consiguió mezclando ideas
que provenían de diversas áreas de las matemáticas sin aparente relación entre sí. En lugar de
una argumentación elemental como la que había permitido a Euclides demostrar que existen
infinitos números primos, Dirichlet utilizó una función sofisticada que había aparecido en el
circuito matemático por vez primera en tiempos de Euler: se llamaba función zeta, y se indicaba
con la letra griega La siguiente ecuación suministró a Dirichlet la regla para calcular el valor de
la función zeta según el valor de x:

Para continuar su cálculo, Dirichlet tenía que efectuar tres pasos matemáticos. Primero,
calcular los valores de las potencias 1x, 2x, 3x, …, nx,… A continuación, tomar los inversos de
todos los números obtenidos en el primer paso (el inverso de 2x es

). Para terminar, sumar todos los resultados obtenidos en el segundo paso.


Se trata de una receta complicada. El hecho de que cada número 1, 2, 3, … contribuya a la
definición de zeta es un indicio de la utilidad de la función zeta para el estudioso de la teoría de
los números. La cruz de la moneda es que nos las tenemos que ver con una suma infinita de
números. Pocos matemáticos habrían podido prever hasta qué punto tal función resultaría
potente como instrumento para el estudio de los números primos. El descubrimiento tuvo lugar
casi por casualidad.
El origen del interés de los matemáticos por esta suma infinita procedía de la música, y se
remontaba a un descubrimiento realizado por los antiguos griegos. En realidad, Pitágoras había
sido el primero en determinar el nexo fundamental que liga matemáticas y música. Había
llenado de agua un recipiente y lo había percutido con un pequeño martillo para producir una
nota. Al retirar la mitad del agua y percutir de nuevo el recipiente la nota había subido una
octava. Cada vez que retiraba agua de manera que quedara un tercio, un cuarto, y así
sucesivamente, las notas que se producían sonaban en su oído en armonía con la primera nota
que había obtenido. Cualquier otra nota que se obtuviera retirando del recipiente una cantidad
distinta de agua resultaba disonante con respecto a la nota original. Estas fracciones contenían
una belleza que podía ser escuchada. La armonía que Pitágoras había descubierto en los
números 1, 1/2, 1/3, 1/4, … lo indujo a creer que el universo entero estaba controlado por la
música, y por esta razón acuñó la expresión «la música de las esferas».
A partir del descubrimiento pitagórico de un nexo aritmético entre matemática y música, las
características estéticas y físicas de las dos disciplinas siempre han estado próximas. En 1722,
el compositor barroco francés Jean-Philippe Rameau escribió: «A pesar de toda la experiencia
que yo pueda haber adquirido en la música por el hecho de haberme asociado a ella desde hace
mucho tiempo, debo confesar que sólo con la ayuda de las matemáticas se han clarificado mis
ideas». Euler intentó hacer de la teoría musical «una parte de las matemáticas y de deducir de
forma ordenada, a partir de principios correctos, todo lo que pueda hacer placentera una unión
y una mezcla de tonos». Euler opinaba que tras la belleza de ciertas combinaciones de notas se
escondían los números primos.
Muchos matemáticos sienten una atracción natural por la música: tras una dura jornada de
cálculos, a Euler le gustaba relajarse tocando su clavicémbalo. Los departamentos de
matemáticas nunca tienen grandes problemas en organizar una orquesta reclutada entre sus
propias filas. Existe un nexo numérico obvio entre los dos campos, ya que ambos se basan en el
hecho de contar. Por citar la definición de Leibniz: «la música es el placer que siente la mente
humana cuando cuenta sin ser consciente de contar». Pero las resonancias entre música y
matemática son aún más profundas.
Las matemáticas son una disciplina estética, en la que continuamente se habla de
demostraciones magníficas y de soluciones elegantes. Sólo quien posee una sensibilidad
estética especial dispone de los medios para llegar a descubrimientos matemáticos. El
relámpago de iluminación que anhelan los matemáticos se parece al acto de pulsar las teclas de
un piano hasta que, de pronto, aparece una combinación de notas que contiene una armonía
interna que la hace diferente.
G. H. Hardy escribió que se interesaba por las matemáticas «sólo como arte creativo».
Incluso para los matemáticos franceses de las academias napoleónicas, la emoción de hacer
matemáticas no procedía de sus aplicaciones prácticas, sino de su íntima belleza. Las
experiencias estéticas que se viven haciendo matemáticas o escuchando música tienen mucho
en común. Igual que podemos escuchar muchas veces una pieza musical para descubrir nuevas
sonoridades que antes nos habían pasado desapercibidas, a menudo también los matemáticos
obtienen placer de la relectura de una demostración en la que se descubren cada vez más los
sutiles matices que le confieren coherencia lógica. Hardy pensaba que la auténtica verificación
de una buena demostración matemática consistía en que «las ideas deben combinarse de
manera armónica. La belleza es la primera verificación: no hay espacio para las matemáticas
feas». Para Hardy, «una demostración matemática debería parecerse a una constelación simple
y de contornos delimitados, no a una Vía Láctea dispersa».
Tanto las matemáticas como la música utilizan un lenguaje técnico de símbolos que nos
permite expresar con claridad lo que creamos o descubrimos. La música es mucho más que las
notas blancas o las corcheas que bailan por los pentagramas. Análogamente, los símbolos
matemáticos cobran vida sólo cuando la mente los interpreta matemáticamente.
Como descubrió Pitágoras, matemática y música no sólo se superponen en el domino
estético. La propia física de la música tiene sus raíces en los fundamentos de las matemáticas.
Si soplamos sobre un cuello de botella, podemos oír una nota. Si soplamos más fuerte, y con un
poco de pericia, empezaremos a oír notas más agudas: los armónicos superiores. Cuando un
músico toca una nota con su instrumento, produce también una infinidad de armónicos, igual
que nosotros cuando soplamos en el cuello de una botella. Estos armónicos suplementarios
contribuyen a dar a cada instrumento su timbre distintivo. Son las características físicas de cada
instrumento particular las que hacen oír diversas combinaciones de armónicos. Más allá de la
nota fundamental, el clarinete produce sólo los armónicos correspondientes a fracciones
impares: 1/3, 1/5, 1/7, … Por otra parte la cuerda de un violín, al vibrar, crea todos los
armónicos que Pitágoras produjo con su recipiente: los correspondientes a las fracciones 1/2,
1/3, 1/4, …
Teniendo en cuenta que el sonido de una cuerda de violín que vibra es la suma infinita de la
nota fundamental y de todos los armónicos posibles, los matemáticos empezaron a interesarse
por la analogía matemática. La suma infinita 1 + 1/2 + 1/3 + 1/4 + … recibió el nombre de
serie armónica. Esta suma era, además, el resultado que obtenía Euler cuando insertaba el valor
x = 1 en su función zeta. Aunque el valor de la suma crece muy lentamente a medida que
vamos añadiendo nuevos términos, desde finales del siglo XIV los matemáticos sabían que al
final tendería al infinito de forma inexorable.
Por tanto, la función zeta debe dar un resultado infinito cuando se introduce el número x =
1. Pero si, en lugar de tomar x = 1, Euler insertaba en la función un número mayor, la suma ya
no tendía al infinito. Por ejemplo, tomando x = 2 habrá que sumar todos los cuadrados de la
serie armónica:

Éste es un número menor, ya que no comprende todas las fracciones posibles que forman la
serie armónica cuando x vale 1. Ahora estamos sumando sólo algunas de las fracciones, y Euler
sabía que en este caso la suma no tendería al infinito sino que volvería a un número concreto.
En aquella época, identificar el valor numérico preciso al que tendía la serie armónica para x =
2 se había convertido en un reto formidable. La mejor estimación rondaba 8/5. En 1735 Euler
escribió: «Es tanto el trabajo hecho sobre la serie que parece poco probable que pueda aparecer
nada nuevo… También yo, a pesar de mis repetidos esfuerzos, sólo he conseguido obtener
valores aproximados de sus sumas».
No obstante, Euler, animado por sus descubrimientos anteriores, empezó a juguetear con
esta suma infinita. Haciéndola girar en todas las direcciones posibles como si se tratara de un
cubo de Rubik, de repente se encontró con la serie transformada. Como los colores del cubo,
los números tomaron forma para componer un motivo completamente distinto del original.
Continuaba Euler: «Ahora, sin embargo, de forma totalmente inesperada, he hallado una
fórmula elegante que depende de la cuadratura del círculo». Dicho en términos modernos:
había encontrado una fórmula que dependía del número π = 3,1415…
Con un análisis más bien temerario, Euler había descubierto que aquella suma infinita
tendía al cuadrado de π dividido entre 6:

La expresión decimal de

, como la de π, es completamente caótica e impredecible. Todavía hoy el descubrimiento hecho


por Euler de este orden escondido en el interior del número

sigue suponiendo uno de los cálculos más fascinantes de todas las matemáticas; en su época
impacto en la comunidad científica como un huracán. Nadie había previsto la existencia de un
nexo entre la inocente suma 1 + 1/4 + 1/9 + 1/16 + … y el caótico número π.
El éxito obtenido indujo a Euler a indagar, más tarde, sobre los poderes de la función zeta.
Sabía que si insertaba en la función cualquier número mayor que 1, el resultado siempre sería
un número finito. Tras varios años de solitarios estudios consiguió identificar los valores
producidos por la función zeta para todos los números pares. Sin embargo había algo
insatisfactorio en la función zeta. Siempre que Euler insertaba un número menor que 1, fuera el
que fuera, en la fórmula que define la función, el resultado que obtenía era infinito. Por
ejemplo, para x = −1 la fórmula nos da la suma infinita 1 + 2 + 3 + 4 + … La función sólo se
comportaba bien para los números mayores que 1.
El descubrimiento por parte de Euler de la expresión de

en términos de simples fracciones fue la primera señal de que la función zeta podría desvelar
nexos inesperados entre partes aparentemente desemejantes del canon matemático. El segundo
nexo extraño que Euler descubrió tenía que ver con una sucesión de números aún más
imprevisible.

UNA REESCRITURA DE LA HISTORIA GRIEGA DE LOS


NÚMEROS PRIMOS

Los números primos hicieron su imprevista aparición en la historia de Euler cuando éste
intentaba apoyar su inestable análisis de la expresión de

sobre sólidas bases matemáticas. Mientras jugaba con las sumas infinitas recordó un
descubrimiento de los antiguos griegos: todo número se puede construir multiplicando números
primos entre sí. Entonces comprendió que existía una forma alternativa de escribir la función
zeta: que se podía descomponer cada término de la serie armónica utilizando el conocimiento
de que cada número está constituido por los mismos elementos básicos, y de que tales
elementos básicos son los números primos. Así que escribió:

En lugar de expresar la serie armónica como suma infinita de todas las fracciones, Euler
podía tomar sólo las fracciones que contenían números primos, como 1/2, 1/3, 1/5, 1/7, …, y
multiplicarlas entre sí. La expresión que obtuvo, actualmente llamada producto de Euler, ligaba
los mundos de la suma y de la multiplicación. En un lado de la nueva ecuación aparecía la
función zeta y en el otro lado aparecían los números primos:

A primera vista no tenemos la impresión de que el producto de Euler pueda ser de gran
ayuda en nuestro interés por comprender los números primos. Después de todo, se trata
simplemente de una manera de expresar algo que ya era conocido por los griegos hace más de
dos mil años. En efecto, el mismo Euler no comprendió del todo el alcance de su reescritura de
esta propiedad de los primos.
Hicieron falta cien años, además de la capacidad de penetración de Dirichlet y de Riemann,
para reconocer el alcance del producto de Euler. Dando vueltas a aquella piedra preciosa y
observándola desde la perspectiva del siglo XIX, apareció un nuevo horizonte matemático que
los antiguos griegos no habrían podido ni siquiera imaginar. En Berlín, Dirichlet quedó
fascinado por la manera en que Euler usaba la función zeta para expresar una importante
propiedad de los números primos, una propiedad que los griegos habían demostrado dos mil
años atrás. Cuando Euler insertaba el número 1 en la función zeta, el resultado de 1 + 1/2 + 1/3
+ 1/4 + … tendía al infinito. Entendió que esto sólo podía suceder si existían infinitos números
primos. La clave para llegar a esta conclusión fue el producto de Euler, que relacionaba la
función zeta con los números primos. Aunque los antiguos griegos habían demostrado muchos
siglos antes que existían infinitos números primos, la inédita demostración de Euler
incorporaba conceptos completamente distintos de los que utilizó Euclides.
Expresar nociones familiares en un nuevo lenguaje puede ser de gran ayuda en muchas
ocasiones: la reformulación de Euler sugirió a Dirichlet el uso de la función zeta para demostrar
la predicción de Fermat sobre la existencia de infinitos números primos que darían 1 como
resultado en una calculadora de reloj. Las ideas de Euclides no habían sido de ninguna utilidad
para confirmar la intuición de Fermat. La demostración de Euler, en cambio, proporcionó a
Dirichlet la flexibilidad necesaria para contar sólo los números primos que, divididos por un
número entero N, daban de resto 1. Funcionó: Dirichlet fue el primero en usar las ideas de
Euler de forma expresa para descubrir algo nuevo sobre los números primos. Era un enorme
paso adelante en la comprensión de estos números únicos, pero quedaría un largo camino para
alcanzar el Santo Grial.
Cuando Dirichlet se trasladó a Gotinga, la posibilidad de que su interés por la función zeta
se transmitiera a Riemann fue una cuestión de tiempo. Es probable que Dirichlet hablara con
Riemann sobre el poder de aquellas sumas infinitas, pero la cabeza de Riemann todavía estaba
ocupada por el extraño mundo de los números imaginarios que había creado Cauchy. Para él, la
función zeta representaba sólo otra función interesante en la que podían insertarse números
imaginarios en lugar de los números reales con los que trabajaban sus contemporáneos.
Un nuevo y extraño punto de vista apareció ante los ojos de Riemann. Cuantos más folios
de cálculos llenaba en su escritorio, mayor era su excitación. Se encontró absorbido en un túnel
espacial que lo conducía desde el mundo abstracto de las funciones imaginarias al de los
números primos. Súbitamente empezaba a vislumbrar un método que podía explicar por qué la
estimación de Gauss sobre la cantidad de números primos se mantenía tan precisa como Gauss
había previsto. Gracias al uso de la función zeta, parecía que la clave para demostrar la
conjetura de Gauss sobre los números primos estuviera al alcance de Riemann y que
transformaría la intuición de Gauss en la demostración cierta que el propio Gauss había
anhelado. Los matemáticos tendrían finalmente la certeza de que la diferencia porcentual entre
el logaritmo integral y el número efectivo de números primos se reducía a medida que se iba
contando. Pero los descubrimientos de Riemann fueron mucho más allá de esa simple idea: se
encontró observando los números primos desde una perspectiva totalmente nueva. De repente,
la función zeta se había puesto a tocar una música capaz de desvelar los secretos de los
números primos.
El paralizante perfeccionismo que había sufrido Riemann en su época de aprendizaje casi le
impidió poner por escrito uno solo de sus descubrimientos. Estaba influido por la insistencia de
Gauss sobre la necesidad de publicar sólo demostraciones perfectas, absolutamente libres de
lagunas. A pesar de ello, se sintió obligado a explicar y a interpretar una parte de la nueva
música que oía. Acababan de llamarlo a la Academia de Berlín, donde se acostumbraba pedir a
los nuevos miembros la presentación de una relación escrita de sus descubrimientos recientes,
lo que le obligó a asumir un plazo improrrogable para la elaboración de un ensayo sobre
aquellas ideas nuevas. Sería una manera apropiada de mostrar a la Academia su gratitud por la
influencia y los consejos de Dirichlet y por los dos años que había pasado en la universidad
como estudiante de doctorado. Al fin y al cabo, Berlín era el lugar donde por vez primera había
tenido conocimiento del poder que tienen los números imaginarios para abrir nuevos puntos de
vista.
En noviembre de 1859 Riemann publicó en las notas mensuales de la Academia de Berlín
un ensayo sobre sus descubrimientos. Aquellas diez páginas de densa matemática estaban
destinadas a ser las únicas que Riemann publicaría sobre la cuestión de los números primos, y a
pesar de ello habrían de tener un efecto fundamental sobre la forma en que serían percibidos.
La función zeta proporcionó a Riemann un espejo en el cual los números primos aparecían
transformados. Como en Alicia en el país de las maravillas: a través de la madriguera de un
conejo, el ensayo de Riemann absorbió en torbellino a los matemáticos, desde el mundo que les
era familiar hasta un territorio matemático nuevo y lleno de sorpresas inesperadas. Cuando, en
los siguientes decenios, consiguieron hacer balance de lo obtenido con aquella nueva
perspectiva, los matemáticos comprendieron la inevitabilidad y la genialidad de las ideas de
Riemann.
Sin embargo y a pesar de sus cualidades visionarias, aquel ensayo de diez páginas era
profundamente frustrante. Como Gauss, Riemann acostumbraba a borrar sus rastros al escribir.
El texto anuncia muchos resultados tentadores que Riemann afirma poder demostrar pero que,
en su opinión, no están totalmente a punto para ser publicados. En cierto modo es casi un
milagro que escribiera su ensayo sobre los números primos, dadas las lagunas que contenía. Si
hubiera continuado aplazándolo, probablemente habríamos sido privados de una conjetura en
particular, que él admitía no poder demostrar: sepultado en su documento de diez páginas, casi
invisible, está el enunciado del problema cuya solución vale hoy un millón de dólares: la
hipótesis de Riemann.
A diferencia de lo que ocurre con muchas de las aserciones que plantea en su ensayo,
Riemann es bastante sincero sobre sus propias limitaciones al hablar de la hipótesis que tomará
su nombre: «Naturalmente que me gustaría tener una demostración rigurosa de ello, pero he
dejado de lado la búsqueda de esa demostración después de algunos intentos infructuosos, ya
que no es necesaria para el objetivo de mi investigación». El objetivo principal de su ensayo
berlinés era confirmar que la función de Gauss proporcionaría una aproximación cada vez
mejor de la cantidad de números primos a medida que avanzáramos en el cómputo. Aunque
había conseguido encontrar los instrumentos que eventualmente permitirían demostrar la
conjetura de Gauss sobre los números primos, la solución permaneció fuera de su alcance. Sin
embargo, si bien Riemann no proporcionó todas las respuestas, su ensayo introdujo una forma
de aproximación completamente nueva al asunto, una aproximación que fijaría el curso de la
teoría de los números hasta nuestros días.
Dirichlet, que sin duda habría acogido el descubrimiento de Riemann con gran entusiasmo,
murió el 5 de mayo de 1859, pocos meses antes de que el ensayo se publicara. La recompensa
de Riemann por su propio trabajo fue la cátedra universitaria que anteriormente había ocupado
Gauss y que ahora la muerte de Dirichlet dejaba vacante.
4
LA HIPÓTESIS DE RIEMANN: DE LOS NÚMEROS PRIMOS
ALEATORIOS A LOS CEROS ORDENADOS

La hipótesis de Riemann es un enunciado matemático según el cual es posible descomponer los números primos en
música. Afirmar que los números primos tienen música en sí mismos es una forma poética de describir este teorema
matemático. Sin embargo, se trata de una música claramente postmoderna.
MICHAEL BERRY
Universidad de Bristol

Riemann había encontrado un pasadizo que conducía del mundo familiar de los números a
una matemática que habría parecido absolutamente extraña a los griegos que habían estudiado
los números primos dos mil años antes que él. Había mezclado inocentemente los números
imaginarios con su función zeta descubriendo, como un alquimista de las matemáticas, el
tesoro que emergía de aquella mezcla de elementos, un tesoro matemático que generaciones
enteras habían buscado en vano. Riemann había planteado sus ideas en un estudio de diez
páginas, pero era totalmente consciente de que aquellas ideas abrirían puntos de vista
radicalmente nuevos sobre los números primos.
La capacidad de Riemann para liberar toda la potencia de la función zeta tiene su origen en
los cruciales descubrimientos que hizo durante sus años de estancia en Berlín y durante sus
estudios de doctorado en Gotinga. Lo que más había impresionado a Gauss cuando examinaba
la tesis de Riemann era la fuerte intuición geométrica que demostraba poseer el joven
matemático cuando insertaba números imaginarios en las funciones. Al fin y al cabo, el mismo
Gauss se había aprovechado de su propia y particular imagen mental para trazar sus bocetos de
los números imaginarios, antes de construir su andamiaje conceptual. El punto de partida de
Riemann para la elaboración de su teoría de las funciones imaginarias había sido el trabajo de
Cauchy, y para éste una función estaba definida por una ecuación. Ahora Riemann añadió la
idea de que, si bien la ecuación era el punto de partida, lo verdaderamente importante era la
geometría de la gráfica de la ecuación.
El problema está en la imposibilidad de dibujar la gráfica completa de una función en la
que se introduzcan números imaginarios. Para ilustrar su gráfica, Riemann habría tenido que
trabajar en cuatro dimensiones. ¿Qué quieren decir los matemáticos con cuarta dimensión?
Quien haya leído los libros escritos por cosmólogos como Stephen Hawking podría
legítimamente responder: «el tiempo». La verdad es que los matemáticos utilizamos las
dimensiones para cualquier cosa que sea de interés. En física hay tres dimensiones para el
espacio y una cuarta dimensión para el tiempo. Los economistas que quieren indagar las
relaciones entre tasas de interés, inflación, desempleo y deuda nacional pueden interpretar la
economía como un espacio de cuatro dimensiones. De esta forma, mientras remontan la cuesta
en dirección a las tasas de interés, pueden explorar lo que sucede con la economía en las tres
direcciones restantes. A pesar de que en realidad no es posible dibujar una imagen de este
modelo tetradimensional de la economía, al menos nos da una visión de conjunto que nos
permite analizar sus cumbres y valles.
Para Riemann, la función zeta se describía en un espacio análogo de cuatro dimensiones:
dos dimensiones servían para trazar las coordenadas de los números imaginarios que
introducimos en la función zeta, mientras que la tercera y la cuarta dimensiones se utilizaban
para indicar las dos coordenadas que describen el número imaginario resultado de la función.
La dificultad consiste en que vivimos en un espacio de tres dimensiones y ello nos impide
basarnos en el mundo visible para comprender este nuevo «diagrama imaginario». Los
matemáticos utilizan el lenguaje de las matemáticas para adiestrar su capacidad de
visualización mental, de forma que les ayude a «ver» tales estructuras. Pero, aunque no estemos
en posesión de esta «lente» matemática, existen otras formas de ayudarnos a penetrar en esos
mundos de más dimensiones. Uno de los mejores métodos para comprenderlos es mirar las
sombras. La sombra que proyectamos es una imagen bidimensional de nuestro cuerpo
tridimensional. Si la observamos desde algunas perspectivas, una sombra puede ofrecer poca
información, pero vista de perfil, por ejemplo, la silueta de una persona puede revelar la
información necesaria para reconocer una cara. De forma similar, podemos construir una
sombra tridimensional del espacio de cuatro dimensiones que Riemann creó utilizando la
función zeta, una sombra que conserve información suficiente para permitirnos captar las ideas
de Riemann.
El mapa bidimensional de los números imaginarios que ideó Gauss nos da una
representación gráfica de los números que introducimos en la función zeta. El eje norte-sur
marca el número de pasos a dar en la dirección imaginaria, mientras que el eje este-oeste
representa los números reales. Podemos extender este mapa sobre una mesa: lo que
pretendemos es crear un paisaje físico situado en el espacio que está sobre este mapa, la sombra
de la función zeta se transformará entonces en un objeto físico cuyas cumbres y valles
podremos explorar.
La altura del espacio que hay sobre cada número imaginario del mapa debería registrar el
resultado que se obtiene al introducir aquel número en la función zeta. Por la misma razón por
la que una sombra nos muestra únicamente algunos aspectos de un objeto tridimensional,
algunas informaciones se perderán inevitablemente en la construcción gráfica del paisaje.
Haciendo girar el objeto obtendremos sombras distintas que nos proporcionarán información
distinta. Análogamente, tenemos una cierta capacidad de elección sobre lo que queremos que
registre la altura del espacio por encima de cada número imaginario del mapa que hemos
extendido sobre la mesa. Sin embargo, es posible elegir una sombra que recoja suficiente
información para permitirnos comprender el descubrimiento de Riemann. Tal perspectiva fue
de gran ayuda para Riemann en su viaje en aquel mundo más allá del espejo. Entonces, ¿cuál es
esa particular sombra tridimensional de la función zeta?

El espacio zeta. Riemann descubrió cómo continuar el dibujo en un nuevo territorio hacia el oeste.
Cuando Riemann comenzó a explorar este paisaje se topó con algunos aspectos
fundamentales de su geografía. Colocándose dentro del espacio zeta y mirando hacia el este el
paisaje era una llanura uniforme que se elevaba una unidad sobre el nivel del mar. Si se giraba
y miraba hacia el oeste, veía una cresta de alturas onduladas que iba de norte a sur. Las cimas
de estas montañas estaban todas ellas situadas por encima de la línea que cruzaba el eje este-
oeste hasta el número 1. Por encima de este punto de intersección había un pico en forma de
torre que subía al cielo. Era, en efecto, infinitamente alto: tal y como había descubierto Euler,
cuando se inserta el número 1 en la función zeta se obtiene un resultado que tiende al infinito.
Si se dirigía hacia el norte o hacia el sur de esta cumbre de altura infinita, Riemann encontraba
otros picos; ninguno de ellos, sin embargo, era de altura infinita. El primer pico aparecía a poco
menos de diez pasos hacia el norte, correspondiente al número imaginario 1 + (9,986…)i, y
alcanzaba una altura de apenas 1,4 unidades aproximadamente.
Si Riemann hubiera hecho girar el espacio y hubiera representado en un diagrama la
sección transversal de las colinas correspondientes a la línea de división norte-sur que pasa por
1, habría obtenido algo así:

Sección transversal de la cadena de montañas a lo largo de la línea crítica de la coordenada este-


oeste fijada a una unidad este.
Había un aspecto crucial del paisaje que no dejó de atraer la atención de Riemann. Parecía
que fuera imposible utilizar la fórmula que define la función zeta para construir el paisaje al
oeste más allá de la cadena montañosa. Riemann tenía el mismo problema que Euler había
sufrido al insertar números reales en la función zeta. Cada vez que insertaba un número situado
al oeste de 1, las demás montañas de la cadena norte-sur parecían transitables.
¿Por qué entonces no continuaban onduladas, con independencia de los resultados de la
función zeta? Con toda seguridad, el paisaje no terminaba allí, en la línea norte-sur. ¿Es posible
que no hubiera nada al oeste de esa frontera? Si tenía que hacer caso sólo de las ecuaciones, se
diría que no se podía construir otro paisaje que el que se encuentra al este del 1. Las ecuaciones
carecían de sentido cuando se insertaban números situados al oeste del 1. ¿Conseguiría
Riemann completar el paisaje? Y, en caso afirmativo, ¿cómo?
Afortunadamente, Riemann no se dejó desorientar por la apariencia intratable de la función
zeta. Su formación lo había provisto de una perspectiva de la que carecían los matemáticos
franceses. Para él, la ecuación sobre la que se basaba un paisaje imaginario debía considerarse
como un aspecto secundario. La importancia primordial estaba en la topografía efectiva del
paisaje de cuatro dimensiones. Podía suceder que las ecuaciones no tuvieran sentido, pero la
geometría del paisaje sugería otra cosa. Riemann descubrió una fórmula que podía usar para
construir el paisaje que faltaba al oeste. Aquel nuevo paisaje podía encajarse perfectamente con
el paisaje original. Ahora un explorador del mundo imaginario podría pasar tranquilamente de
la región definida por la fórmula de Euler al paisaje creado por la fórmula de Riemann sin tener
siquiera conciencia de cruzar una frontera.
Llegado a este punto, Riemann disponía de un paisaje completo que cubría el mapa
completo de los números imaginarios. Ahora estaba ya preparado para el movimiento siguiente.
Durante sus estudios de doctorado había descubierto dos hechos cruciales e inesperados sobre
los espacios imaginarios; en primer lugar había aprendido que estaban dotados de una
geometría extraordinariamente rígida. Había una única forma de expandirlos: lo que podía
existir al oeste estaba completamente determinado por la geometría del paisaje de Euler al este.
Riemann no podía manipular a su gusto su nuevo paisaje para crear alturas donde le apeteciera
hacerlo: cualquier modificación provocaría un descosido en la costura que separaba los dos
espacios.
La inflexibilidad de tales paisajes imaginarios suponía un importante descubrimiento.
Cuando un cartógrafo de mundos imaginarios traza una pequeña región cualquiera del paisaje,
ello le basta para reconstruirlo completo. Riemann había descubierto que las alturas y los valles
presentes en una región contienen información sobre la topografía del paisaje completo. Se
trata de un hecho realmente sorprendente; no esperaríamos que un cartógrafo del mundo real,
tras dibujar los alrededores de Oxford, pudiera ya deducir el mapa completo de las Islas
Británicas.
Pero Riemann hizo un segundo descubrimiento crucial en relación a ese extraño nuevo tipo
de matemática. Descubrió lo que podríamos considerar como el ADN de los espacios
imaginarios: cualquier cartógrafo matemático capaz de trazar sobre el mapa imaginario
bidimensional los puntos en los que el paisaje coincide con el nivel del mar será capaz de
reconstruir la configuración del paisaje completo. El mapa que indica tales puntos es el mapa
del tesoro de cualquier paisaje imaginario. Se trataba de un descubrimiento sorprendente. Un
cartógrafo que viva en nuestro mundo real no podría reconstruir los Alpes sabiendo la posición
de todos los puntos del mundo que se hallan al nivel del mar. Sin embargo, en los espacios
imaginarios, la posición de todos los números imaginarios que tienen imagen cero lo describe
todo. Estos puntos reciben el nombre de ceros de la función zeta.
Los astrónomos están muy acostumbrados a deducir la composición química de astros
lejanos sin necesidad de visitarlos. La luz que proviene de un astro puede analizarse gracias a la
espectroscopia y contiene información suficiente para que conozcamos su química. Estos ceros
se comportan de la misma manera que el espectro de luz emitido por un compuesto químico.
Riemann sabía que lo único que tenía que hacer era marcar todos los puntos del mapa en los
cuales la altura del paisaje zeta fuera igual a cero. Las coordenadas de todos estos puntos
situados al nivel del mar darían información suficiente para reconstruir todas las alturas y valles
sobre el nivel del mar.
Riemann no olvidaba cuál había sido el punto de partida de su exploración: el big bang que
había creado el paisaje zeta era la fórmula con la que Euler había definido la función zeta, una
fórmula que, gracias al producto de Euler, podía construirse utilizando sólo números primos. Y
si ambas cosas —los números primos y los ceros de la función zeta— daban lugar al mismo
espacio, Riemann sabía que tenía que existir algún nexo que los ligara: un único objeto
construido de dos maneras distintas. Fue el genio de Riemann el que desveló cómo aquellas dos
entidades eran dos caras de la misma ecuación.

NÚMEROS PRIMOS Y CEROS

La conexión que Riemann consiguió encontrar entre los números primos y los puntos
situados a nivel del mar en el paisaje zeta no podía ser más directa. Gauss había intentado
estimar cuántos números primos había entre 1 y un número N cualquiera. Pero Riemann,
usando las coordenadas de aquellos ceros, pudo crear una fórmula que diera el número exacto
de primos no mayores que N. La fórmula que Riemann ideó tenía dos ingredientes clave; el
primero era una nueva función R(N) que servía para estimar el número de primos no mayores
que N y que básicamente proporcionaba una estimación mejor que la de Gauss. La nueva
función contenía todavía algunos errores, pero los cálculos de Riemann determinaron que tales
errores eran notablemente menores que los que contenía la fórmula de Gauss. Para poner un
ejemplo, el logaritmo integral de Gauss predecía la existencia de 754 números primos más de
los que realmente hay en el intervalo comprendido entre 1 y cien millones. La función
perfeccionada que Riemann introdujo predecía sólo 97 de más, con un error aproximado de la
milésima parte del uno por ciento.
La siguiente tabla evidencia la precisión de la nueva función de Riemann en la estimación
de la cantidad de primos no mayores que N desde 102 hasta 1016.
Sobreestimación
Número de primos p(N) Sobreestimación de la función de
comprendidos entre 1 y de la función de Gauss Li(N)
N N Riemann R(N)
5
1020 25 1

10
1030 168 0

17
1040 1,229 −2

38
1050 9.592 −5

130
1060 78.498 29

339
1070 664.579 88

754
1080 5.761.455 97

1.701
1090 50.84.7534 −79

3.104
1010 455.052.511 −1.828

11.588
1011 4.118.054.813 −2.318

38.263
1012 37.607.912.018 −1.476

108.971
1013 346.065.536.839 −5.773

314.890
1014 3.204.941.750.802 −19.200

1.052.619
1015 29.844.570.422.669 73.218

3.214.632
1016 279.238.341.033.925 327.052

Aunque la nueva función de Riemann representaba una mejora en relación a la función


logaritmo de Gauss, seguía produciendo algunos errores. Pero la excursión de Riemann por el
mundo imaginario le dio acceso a algo que Gauss ni siquiera habría soñado con obtener: un
método para eliminar los errores. Riemann comprendió que, usando los puntos del mapa de los
números imaginarios que señalaban los lugares en los que el espacio zeta estaba al nivel del
mar, podía deshacerse de los errores y obtener una fórmula exacta para contar los números
primos. Ese fue el segundo ingrediente clave de su fórmula.
Euler había hecho un descubrimiento sorprendente: si se insertaba un número imaginario en
la función exponencial se obtenía una onda sinusoidal. La curva en rápido ascenso que se
asocia normalmente a la función exponencial se transformaba, con la introducción de estos
números imaginarios, en una curva de marcha sinuosa de las que habitualmente se asocian con
las ondas sonoras. Su descubrimiento abrió una vía para la exploración de los extraños nexos
que sacaban a la luz los números imaginarios: Riemann comprendió que era posible extender el
descubrimiento de Euler usando su mapa de puntos correspondientes a los ceros del paisaje
imaginario. En aquel mundo del otro lado del espejo consiguió ver cómo, usando la función
zeta, cada uno de aquellos puntos se podía transformar en una onda específica. Cada onda
tendría el aspecto de una variación en el diagrama de una función seno.
Las características de cada onda venían determinadas por la posición del correspondiente
cero. Cuanto más al norte se situaba un punto al nivel del mar, más rápidamente oscilaba la
onda correspondiente. Si imaginamos esta onda como una onda sonora, la nota asociada a un
cero resulta tanto más aguda cuanto más al norte se sitúa el correspondiente cero en el paisaje
zeta.
¿Por qué tales ondas —estas notas musicales— eran útiles para contar los números primos?
Riemann hizo un descubrimiento espectacular: en las alturas variables de aquellas ondas estaba
codificado el modo de corregir los errores que aparecían en su estimación de la cantidad de
números primos. La función R(N) proporcionaba una estimación razonablemente buena de la
cantidad de primos menores o iguales que N, pero si a esta estimación le añadía la altura de
cada onda por encima del número N, podía obtener el número exacto de primos: había
eliminado completamente el error. Había conseguido desenterrar el Santo Grial que Gauss
había buscado en vano: una fórmula exacta para calcular el número de primos menores o
iguales que N.
La ecuación que describe este descubrimiento puede resumirse con palabras simplemente
como «números primos = ceros = ondas». Para un matemático, la fórmula de Riemann que
proporciona el número de primos en términos de ceros tiene un impacto similar al de la
ecuación de Einstein E = mc2, que reveló la existencia de una conexión directa entre masa y
energía. Como la ecuación de Einstein, ésta es una fórmula de conexiones y transformaciones:
Riemann fue testigo de la paulatina metamorfosis de los números primos. Los números primos
crean el paisaje zeta, y los puntos que en tal paisaje se encuentran al nivel del mar son la clave
para desentrañar sus secretos. A continuación emerge una nueva conexión consistente en que
cada uno de aquellos puntos a nivel del mar produce una onda, una nota musical. Finalmente,
Riemann retornó al punto de partida para mostrar de qué manera estas ondas permitían contar
en cantidad exacta de números primos. Riemann debió de quedarse asombrado al ver el círculo
cerrarse de forma tan espectacular.
Riemann sabía que, dado que existen infinitos números primos, en el paisaje zeta existen
infinitos puntos que se encuentran al nivel del mar. Por tanto, tienen que existir infinitas ondas
que permitan mantener los errores bajo control. Hay una manera muy gráfica de ver que la
adición de cada onda suplementaria mejora la estimación de la cantidad de números primos que
proporciona la fórmula de Riemann: antes de añadir las ondas que corresponden a los ceros, la
gráfica de la función de Riemann R(N) (ver gráfica adjunta, arriba) no se parece en absoluto a
la escalinata que representa el número efectivo de números primos (abajo). En el primer caso
tenemos una curva uniforme mientras que en el segundo aparece una curva dentada.

El reto: pasar de la gráfica uniforme de la función de Riemann (arriba), a la gráfica escalonada


que representa el verdadero número de números primos, (abajo).
Basta con tener en cuenta los errores previstos por las treinta ondas creadas por los treinta
primeros ceros que encontramos cuando miramos al norte en el paisaje zeta, para que se
produzca un efecto más que evidente: la gráfica de Riemann se transforma respecto a la curva
de R(N) y se parece mucho más a la escalinata que describe el verdadero número de números
primos:

Efecto que se obtiene al añadir las treinta primeras ondas a la gráfica uniforme de Riemann.
Cada nueva onda retuerce un poco más la curva perfectamente uniforme de partida.
Riemann comprendió que cuando añadiera las infinitas ondas, una por cada punto a nivel del
mar, que encontraba a medida que avanzaba hacia el norte en el paisaje zeta, la curva se
superpondría exactamente con la escalinata de los números primos.
Una generación antes, Gauss había descubierto la que consideró como la moneda que la
naturaleza lanzaba al aire para elegir los números primos. Las ondas que Riemann descubrió
eran los verdaderos resultados de los lanzamientos que la naturaleza había hecho: las alturas de
cada una de aquellas ondas para el número N predecían para cada lanzamiento si la moneda de
los números primos daría cara o cruz. Si el descubrimiento de la relación entre números primos
y logaritmos que había conseguido Gauss permitió prever el comportamiento medio de los
números primos, Riemann identificó lo que controlaba tal comportamiento hasta los más
mínimos detalles: había hallado la lista completa de los billetes ganadores de la lotería de los
números primos.

LA MÚSICA DE LOS NÚMEROS PRIMOS

Durante siglos los matemáticos escucharon los números primos sin oír nada más que un
ruido desorganizado. Aquellos números eran como notas diseminadas por el pentagrama de
forma totalmente aleatoria, en un caos del que no emergía ninguna melodía reconocible. Ahora
Riemann había descubierto oídos nuevos con los que escuchar aquellas misteriosas tonadas: las
ondas sinusoidales que creó usando los ceros de su espacio zeta revelaban la existencia de una
estructura armónica escondida.
Al percutir su recipiente, Pitágoras había desvelado la armonía musical que se ocultaba en
una sucesión de fracciones. Mersenne y Euler, dos grandes expertos en números primos, habían
creado la teoría de los armónicos. Pero ninguno de ellos sospechó siquiera que se pudieran dar
relaciones directas entre la música y los números primos: la de los números primos era una
melodía que para ser captada necesitaba oídos matemáticos del siglo XIX. El mundo imaginario
de Riemann generó simples ondas que, juntas, pudieron reproducir las armonías sutiles de los
números primos.
Un matemático comprendió mejor que todos los demás hasta qué punto la fórmula de
Riemann captaba la música que se escondía tras los números primos: Joseph Fourier. Huérfano,
Fourier se educó en una escuela militar dirigida por monjes benedictinos. Hasta los trece años,
cuando descubrió el encanto de las matemáticas, fue un chico indisciplinado. Fourier estaba
destinado a ser monje, pero los sucesos de 1789 lo liberaron de las perspectivas que para él
tenía preparadas el período prerrevolucionario. Ahora podía ya dedicarse a su pasión por las
matemáticas y por la vida militar.
Fourier fue un entusiasta defensor de la Revolución, y enseguida atrajo la atención de
Napoleón. El futuro emperador estaba instituyendo las academias de las que deberían salir los
maestros e ingenieros que habrían de dinamizar la revolución cultural y militar. Cuando
comprobó la capacidad excepcional de Fourier no sólo como matemático sino también como
maestro, Napoleón lo nombró profesor de matemáticas en la Ecole Polytechnique.
Napoleón quedó tan impresionado por los logros de su protegido que lo reclutó para la
legión de científicos y artistas que acompañaron a las tropas que invadieron Egipto en 1798 con
el objetivo de «civilizarlo». Lo que empujaba a Napoleón a aquella expedición era en realidad
el deseo de poner fin a la creciente supremacía colonial inglesa, pero en su programa también
se preveía la oportunidad de estudiar el mundo antiguo. Su ejército de intelectuales se puso
manos a la obra en cuanto embarcaron en el Orient, el buque insignia de Napoleón, camino de
las costas septentrionales de África. Cada mañana, Napoleón anunciaba el tema con el que sus
embajadores académicos lo entretendrían por la noche: mientras la marinería se afanaba con
jarcias y velamen, bajo cubierta Fourier y sus compañeros se aventuraban en los temas
preferidos por Napoleón, desde la edad de la Tierra hasta la posibilidad de la existencia de otros
mundos habitados.
Al llegar a Egipto no todo sucedió según lo previsto: tras conquistar El Cairo por la fuerza
en la batalla de las Pirámides en julio de 1798, Napoleón sufrió la desilusión de descubrir que
los egipcios no parecían apreciar la alimentación cultural forzosa que les suministraba gente del
calibre de Joseph Fourier. Cuando trescientos de sus hombres fueron degollados en una
escaramuza nocturna, Napoleón decidió minimizar pérdidas y regresar a ocuparse de los
disturbios que se estaban urdiendo en París. Zarpó sin decir a ninguno de los miembros de su
ejército de intelectuales que los estaba abandonando. Fourier, encallado en El Cairo, no tenía
rango suficiente para poner tierra de por medio sin riesgo de ser fusilado como desertor, y no
tuvo más remedio que quedarse en el desierto. Consiguió volver a Francia en 1801, cuando los
franceses decidieron dejar a los ingleses el trabajo de «civilizar» Egipto.
Durante su estancia en aquel país, Fourier se volvió adicto al calor sofocante del desierto;
en París tenía su vivienda a una temperatura tan alta que sus amigos la comparaban con los
hornos del infierno. Estaba convencido de que el extremo calor contribuía a mantener el cuerpo
sano y que incluso podía curar algunas enfermedades. Sus amigos lo encontraban cubierto
como una momia egipcia, sudando en una habitación ardiente como el Sahara.
La predilección de Fourier por el calor se extendía a su trabajo académico. Conquistó su
lugar en la historia de las matemáticas por su análisis de la propagación del calor, una obra que
el físico inglés Lord Kelvin definió como «un gran poema matemático». Fourier redobló sus
esfuerzos cuando la Academia de París anunció la concesión del Grand Prix des
Mathématiques de 1812 a quien desvelara los misterios de la propagación del calor en la
materia. Fourier recibió el premio como reconocimiento a la novedad e importancia de sus
ideas, pero tuvo que encajar algunas críticas procedentes, entre otros, de Legendre. Los jueces
del Grand Prix constataron que buena parte de su tratado contenía errores y que su tratamiento
matemático no era ni mucho menos riguroso. Fourier se ofendió profundamente por las críticas
de la Academia, pero reconoció que todavía le quedaba mucho trabajo por hacer.
Al tiempo que corregía los errores de su análisis, Fourier intentaba comprender la
naturaleza de las gráficas que representaban los fenómenos físicos; por ejemplo, la gráfica que
muestra cómo la temperatura varía según transcurre el tiempo, o la gráfica que representa una
onda sonora. Sabía que se puede representar el sonido mediante un diagrama en cuyo eje
horizontal se señala el tiempo mientras que en el eje vertical se controlan el volumen y el nivel
del sonido en cada instante.
Fourier empezó por el diagrama del sonido más sencillo que existe. Si se hace vibrar un
diapasón, al trazar la gráfica de la onda sonora resultante se descubre que se trata de una onda
sinusoidal perfecta, pura. Fourier empezó a estudiar la manera de construir ondas más
complejas combinando estas ondas sinusoidales puras. Si un violín toca la misma nota que un
diapasón, el sonido que produce es muy distinto. Como hemos visto (pág. 128), la cuerda de un
violín no sólo vibra en la frecuencia fundamental, que viene determinada por su longitud: junto
a aquella nota hay otras, los armónicos, que corresponden a fracciones simples de la longitud
de la cuerda. Las gráficas de cada una de estas notas son también ondas sinusoidales, pero de
frecuencias más altas; se trata de una combinación de todas estas notas puras, dominada por la
nota fundamental, la más baja, que crea el sonido emitido por una cuerda de violín. La gráfica
de este sonido compuesto se parece a los dientes de una sierra.
¿Por qué un clarinete emite un sonido tan característicamente distinto de un violín que toca
la misma nota? La gráfica de la onda sonora creada por el clarinete no se parece en nada a la
onda erizada del violín: se trata de una función de onda escuadrada, como un perfil de almenas
sobre los muros de un castillo. La causa de la diferencia está en que el clarinete está abierto por
uno de sus extremos, mientras que la cuerda de un violín está fija por ambos lados. Ello implica
que los armónicos producidos por el clarinete varíen con respecto de los del violín, y por esta
razón la gráfica producida por el sonido del clarinete está formada por ondas sinusoidales que
oscilan frecuencias diferentes.
Fourier comprendió que incluso la complicada gráfica que representa el sonido de una
orquesta completa podía descomponerse en simples curvas sinusoidales de las notas
fundamentales y de los armónicos de cada particular instrumento. Como cada una de las ondas
sonoras puras puede reproducirse con un diapasón, Fourier había demostrado que tocando un
enorme número de diapasones simultáneamente se puede crear el sonido de una orquesta
completa: alguien con los ojos vendados no podría decir si está escuchando una auténtica
orquesta o millares de diapasones. Sobre este principio se basa el sonido codificado en un CD:
éste envía instrucciones a nuestros altavoces sobre cómo vibrar para crear todas las ondas
sinusoidales que componen la música. Esta combinación de ondas sinusoidales nos da la
sensación milagrosa de tener una orquesta o un conjunto tocando en vivo en nuestro salón.
Sin embargo, no era sólo el sonido de los instrumentos musicales lo que podía reproducirse
sumando entre sí ondas sinusoidales puras de frecuencias distintas. Por ejemplo, el ruido blanco
que emite una radio no sintonizada o un grifo abierto puede representarse como una suma
infinita de ondas sinusoidales. Al contrario de lo que ocurre con las distintas frecuencias
necesarias para reproducir el sonido de una orquesta, el ruido aleatorio de una radio se
compone de una gama continua de frecuencias.
Las intuiciones revolucionarias de Fourier no se limitaron a la reproducción de los sonidos:
empezó a comprender que era posible usar las ondas sinusoidales para trazar gráficas que
proporcionaban una representación de otros fenómenos físicos y matemáticos. Entre los
contemporáneos de Fourier eran muchos los que tenían dudas sobre la posibilidad de que una
simple curva como la onda sinusoidal pudiera utilizarse como elemento de base para construir
gráficas complicadas del sonido de una orquesta o de un grifo abierto. En efecto, muchos
matemáticos franceses autorizados expresaron su vigorosa oposición a las ideas de Fourier. Sin
embargo, alentado por su relación prestigiosa con Napoleón, Fourier no evitó el reto planteado
por tales autoridades. Mostró cómo, con una elección apropiada de ondas sinusoidales
oscilantes a distintas frecuencias, se podía crear una gama completa de gráficas complejas.
Sumando las alturas de las ondas sinusoidales se podían reproducir las formas de estas gráficas,
de la misma forma en que un CD combina las notas puras que emite el diapasón para recrear
sonidos musicales complejos.
Esto es lo que Riemann consiguió hacer en su ensayo de diez páginas. Reprodujo la gráfica
escalonada que indicaba la cantidad de números primos utilizando idéntica técnica: sumó las
alturas de las funciones de onda que había obtenido de los ceros del espacio zeta. Por esta
razón, Fourier reconoció en la fórmula de Riemann para el cálculo de la cantidad de primos el
descubrimiento de las notas básicas que componen el sonido de los números primos. Este
complicado sonido se representa con la gráfica escalonada. Las ondas que Riemann había
creado a partir de los ceros, de los puntos situados al nivel del mar en el paisaje, eran como
sonidos emitidos por el diapasón, simples notas nítidas, sin armónicos. Al tocarlas
simultáneamente estas notas reproducían el sonido de los números primos. Pero ¿cómo es la
música de los números primos que compuso Riemann? ¿Se trata del sonido de una orquesta o
más bien se parece al ruido blanco de un grifo abierto? Si las frecuencias de las notas de
Riemann cubren una gama continua, entonces los números primos producen ruido blanco; pero
si las frecuencias son notas aisladas, el sonido de los números primos se parece a la música de
una orquesta.
Dado el carácter aleatorio de los números primos, es muy lícito esperar que la combinación
de las notas que tocan los ceros del paisaje de Riemann no sea más que ruido. La coordenada
norte-sur de cada cero determina la altura de la nota correspondiente: si el sonido de los
números primos fuera efectivamente ruido blanco, en el espacio zeta debería darse una
concentración de ceros. Y Riemann sabía, a partir de la tesis que había escrito para Gauss, que
tal concentración de puntos a nivel del mar comportaría necesariamente que todo el paisaje
estuviera al nivel del mar. Evidentemente no era así. El sonido de los números primos no era,
por tanto, un ruido blanco: los puntos situados al nivel del mar tenían que ser puntos aislados y,
en consecuencia, debían producir una colección de notas aisladas. La naturaleza había
escondido en los números primos la música de una orquesta matemática.

LA HIPÓTESIS DE RIEMANN: ORDEN A PARTIR DEL CAOS

Lo que Riemann había hecho era tomar cada uno de los puntos situados al nivel del mar en
el mapa del mundo imaginario. A partir de cada punto había creado una onda, una nota emitida
por cierto instrumento matemático: al combinar todas estas ondas obtuvo una orquesta que
tocaba la música de los números primos. La coordenada norte-sur de cada punto a nivel del mar
controlaba la frecuencia de la onda, es decir, la altura de la nota correspondiente; en cambio, la
coordenada este-oeste controlaba, tal y como había comprendido Euler, la intensidad a la que
sonaría cada nota. Cuanto mayor fuera la intensidad de la nota, tanto mayores eran las
fluctuaciones de su gráfica ondulada.
Riemann tenía interés en comprender si alguno de los ceros sonaría con una intensidad
significativamente mayor que los demás: un cero así produciría una onda cuya gráfica oscilaría
más que el resto de las ondas y, en consecuencia, tendría un papel más importante en la cuenta
de los números primos; al fin y al cabo son las alturas de estas ondas las que controlan la
diferencia entre la estimación de Gauss y la verdadera cantidad de números primos. ¿Había
algún instrumento de esta orquesta de números primos que tocara un solo por encima de los
demás instrumentos? Cuanto más al este se situaba un punto al nivel del mar, más intensa era la
nota: para determinar el balance de la orquesta, Riemann tenía que volver atrás y observar las
coordenadas de cada uno de los ceros en su mapa imaginario.
Conviene subrayar que, hasta aquel momento, su análisis había funcionado sin necesidad de
conocer la posición de ninguno de los puntos a nivel del mar: sabía que algunos de los ceros
que se encontraban al oeste eran fáciles de identificar, pero no aportaban ninguna contribución
interesante al sonido de los números primos porque no tenían tono. Con su típico estilo
despectivo, los matemáticos los llamarían enseguida ceros triviales. Riemann fue a la caza de
las posiciones de los demás ceros.
En cuanto empezó a analizar la posición exacta de estos puntos, se sorprendió muchísimo:
en lugar de distribuirse de manera aleatoria por todo el mapa con algunas notas más intensas
que otras, los ceros que calculaba parecían disponerse milagrosamente sobre una recta que
cruzaba el paisaje en dirección norte-sur. Era como si cada punto situado al nivel del mar
tuviera la misma coordenada este-oeste, igual a 1/2. Si era cierto, significaba que las ondas
correspondientes estaban perfectamente equilibradas, que ninguna de ellas producía una nota
más intensa que las demás.

El mapa del tesoro de los números primos que descubrió Riemann. Las cruces indican las
posiciones de los puntos que se encuentran al nivel del mar en el espacio zeta.
El primer cero que Riemann calculó tenía coordenadas (1/2, 14,134 725…): medio paso al
este y aproximadamente 14,134 725 pasos al norte. El siguiente cero tenía coordenadas (1/2,
21,022 040…). (Durante años fue un misterio cómo consiguió calcular las posiciones de estos
ceros). Calculó el tercer cero en la posición (1/2, 25,010 856…). Estos ceros no parecían
distribuirse de forma aleatoria en absoluto: los cálculos de Riemann indicaban que estaban
alineados, como si se encontraran a lo largo de una recta mágica que cruzaba el espacio.
Riemann pensó que el comportamiento uniforme de los pocos ceros que consiguió calcular no
era una coincidencia. La idea de que cada punto situado al nivel del mar en el espacio se
encuentra sobre aquella recta tomó el nombre de hipótesis de Riemann.
Riemann miró la imagen de los números primos en el espejo que separaba el mundo de los
números del paisaje matemático zeta. Mientras observaba, vio cómo la disposición caótica de
los números primos en un lado del espejo se transformaba en el orden absolutamente rígido de
los ceros del otro lado del espejo. Por fin, Riemann había identificado la misteriosa estructura
que durante siglos y siglos los matemáticos habían deseado ardientemente captar cuando
observaban los números primos.
El descubrimiento de este patrón fue totalmente inesperado: Riemann tuvo la suerte de ser
la persona adecuada en el lugar y en el momento adecuados; no podía prever lo que hallaría al
otro lado del espejo, pero lo que allí encontró transformó completamente la empresa de
comprender los misterios de los números primos. Ahora los matemáticos tenían un nuevo
espacio para explorar: si conseguían orientarse en el territorio de la función zeta y construir un
diagrama de los lugares situados al nivel del mar, los números primos podrían revelar sus
secretos. Riemann también descubrió el rastro de la existencia de una recta mágica que cruzaba
este espacio y cuyo alcance conducía directamente al corazón de las matemáticas. La
importancia de la recta mágica de Riemann puede juzgarse por el nombre que hoy día le dan
los matemáticos: la línea crítica. En un instante, el enigma de la distribución aleatoria de los
números primos en el mundo real quedó sustituido por el intento de comprender la armonía del
paisaje imaginario que se encontraba al otro lado del espejo.
Dado que hay infinitos números primos, los pocos fragmentos que Riemann había
descubierto parecían elementos de prueba más bien precarios como base para la construcción
de una teoría. A pesar de ello, Riemann sabía que la recta mágica tenía un importante
significado. Sabía ya que el eje este-oeste indicaba un eje de simetría en el paisaje zeta: todo lo
que sucedía al norte del eje se reflejaba de forma idéntica en el sur. Pero Riemann hizo un
descubrimiento de mucho mayor alcance: la recta mágica —la línea norte-sur que pasa por el
punto 1/2— también era un importante eje de simetría. Plausiblemente, este hecho le
proporcionó a Riemann una razón para creer que la naturaleza también había utilizado esta
línea de simetría para ordenar los ceros.
Lo más extraordinario que sucedía en relación con este importantísimo descubrimiento de
Riemann es que sus cálculos de las posiciones de los pocos ceros iniciales no aparecía por
ninguna parte en el ensayo sobre los números primos que escribió para la Academia de Berlín.
De hecho, en la versión del ensayo que se publicó tenemos dificultades para localizar alguna
referencia explícita a este descubrimiento. Riemann sólo escribe que muchos de los ceros hacen
su aparición sobre aquella recta, y que es «bastante probable» que suceda lo mismo con todos
los demás ceros. Sin embargo, en el ensayo admite no haberse esforzado mucho para demostrar
su hipótesis.
En realidad Riemann tenía el objetivo mucho más inmediato de demostrar la conjetura de
Gauss sobre los números primos, es decir, explicar por qué la estimación de los números
primos que dio Gauss se hacía cada vez más precisa a medida que se contaba un número cada
vez mayor de primos. Pero también esta demostración se le escapaba: Riemann comprendió
que, si su intuición sobre la recta mágica era verdadera, entonces de ella se deduciría que Gauss
tenía razón. Tal y como Riemann había descubierto, era posible describir los errores presentes
en la fórmula de Gauss por medio de la posición de cada cero: cuanto más al este se situaba un
cero, mayor era la intensidad de la onda; cuanto mayor era la intensidad de la onda, más grande
era el error. Por esta razón la predicción de Riemann sobre la posición de los ceros era tan
importante para las matemáticas: si tenía razón, es decir, si todos los ceros se situaban sobre la
recta mágica, significaba que la estimación de Gauss sería siempre increíblemente precisa.
La publicación del ensayo de diez páginas supuso un breve período de felicidad en la vida
de Riemann: tuvo el honor de heredar la cátedra que sus dos mentores, Gauss y Dirichlet,
habían ocupado; sus hermanas se instalaron en Gotinga tras la muerte del hermano que las
mantenía, en 1857: la proximidad de la familia levantó la moral de Riemann, y se alejaron un
poco las depresiones que había sufrido durante los años anteriores. Gracias al sueldo de
profesor, se libró de la indigencia que tuvo que soportar en su época de estudiante; y por fin
pudo permitirse un alojamiento decoroso e incluso una gobernanta, lo que le permitió dedicar
su tiempo a trabajar las ideas que le rondaban por la cabeza.
Sin embargo, no volvió jamás a ocuparse de los números primos. Continuó detrás de su
intuición geométrica y elaboró una noción de geometría del espacio destinada a convertirse en
una de las piedras angulares de la teoría de la relatividad de Einstein. Aquella época de buena
fortuna culminó con su matrimonio con Elise Koch, una amiga de su hermana; pero al cabo de
apenas un mes, Riemann enfermó de pleuresía: a partir de aquel momento su mala salud ya no
le dio tregua nunca más. En muchas ocasiones buscó refugio en la campiña italiana. Se sintió
especialmente atraído por Pisa, la ciudad en que nació su único hijo, una niña a la que llamaron
Ida. Riemann disfrutaba con aquellos viajes a Italia no sólo por el buen clima, sino también por
la vivacidad intelectual que encontraba: durante aquella época la comunidad matemática
italiana fue la más abierta a sus ideas revolucionarias.
Su última visita a Italia no fue para huir del clima húmedo de Alemania, sino de un ejército
invasor: en 1866 los ejércitos de Hannover y de Prusia se enfrentaron en Gotinga. Riemann se
quedó aislado en los locales donde se alojaba, en el viejo observatorio de Gauss, fuera de las
murallas de la ciudad. A juzgar por el estado en que los dejó, Riemann debió de marcharse a
Italia a toda prisa. Aquel golpe fue excesivo para su frágil constitución: siete años después de la
publicación de su ensayo sobre los números primos, Riemann moría a la temprana edad de
treinta y nueve años.
Ante el desorden que Riemann había dejado, su gobernanta destruyó muchos de sus apuntes
inéditos antes de que algunos miembros de la Facultad de Gotinga pudieran detenerla. Las
cartas que sobrevivieron fueron entregadas a su viuda y desaparecieron durante años. Es difícil
resistir la tentación de especular sobre lo que se habría encontrado si la gobernanta de Riemann
no hubiera estado tan ansiosa de poner orden en su estudio: una afirmación de Riemann en su
ensayo de diez páginas indica que se creía capaz de demostrar que la mayor parte de los ceros
se hallaban sobre la recta mágica; su perfeccionismo le impidió desarrollar el tema, y se limitó
a escribir que la demostración todavía no estaba preparada para su publicación. Entre sus cartas
inéditas nunca se halló tal demostración, y hasta hoy los matemáticos no han conseguido
reconstruirla. Aquellas páginas desaparecidas de Riemann intrigan tanto como la anotación en
la que Fermat afirmaba poseer una demostración de su último teorema.
Algunos apuntes inéditos que sobrevivieron al fuego de la gobernanta reaparecieron al cabo
de cincuenta años. Lo más frustrante es que de ellos se deduce que Riemann realmente había
demostrado mucho más de lo que publicó. Pero, por desgracia, muchas de las cartas en las que
se describían con todo detalle los resultados que Riemann dejaba entender que había
comprendido al menos en parte probablemente se perdieron para siempre en el hornillo de una
gobernanta demasiado ordenada.
5
LA CARRERA DE RELEVOS MATEMÁTICA: COMIENZA
LA REVOLUCIÓN RIEMANIANA

Un problema de teoría de los números es eterno como una obra de arte.


DAVID HILBERT
Introducción a The Elements of the Theory of Algebraic Numbers, de LEGHT WILBER REID

Euclides en Alejandría, Euler en San Petersburgo; el trío de Gotinga: —Gauss, Dirichlet,


Riemann—: el problema de los números primos pasaba como un testigo de generación en
generación. Las nuevas perspectivas de cada generación proporcionaban el impulso para el
siguiente relevo: cada oleada de matemáticos iba dejando su propia marca característica en los
números primos, reflejo de la particular visión cultural de su época sobre las matemáticas. Sin
embargo, las contribuciones de Riemann fueron tan lejos en este campo que hicieron falta más
de treinta años para que alguien pudiera aprovechar aquel impetuoso torrente de nuevas ideas.
Más tarde, en 1885, repentinamente pareció que las apuestas se ponían sobre la mesa.
Aunque no tan rápidamente como habría de suceder más de un siglo más tarde con la
inocentada que Bombieri difundió por correo electrónico, una noticia sensacional empezó a
circular: un personaje poco conocido no sólo había cogido el testigo de Riemann, sino que
había cruzado la línea de meta. Un matemático holandés, Thomas Stieltjes, decía estar en
posesión de una demostración de la hipótesis de Riemann, una demostración que confirmaba
que todos los ceros se encontraban sobre la recta mágica de Riemann que pasa por y Stieltjes
era un ganador poco fiable: en su época de estudiante había suspendido tres veces los exámenes
universitarios para desesperación de su padre, que era miembro del parlamento holandés y
eminente ingeniero encargado de la construcción de los muelles portuarios de Rotterdam. Pero
los fracasos de Stieltjes no se debían a la pereza: lo único que le distraía era el simple placer de
leer auténticas matemáticas en la biblioteca de Delft, en lugar de dedicarse intensamente a los
ejercicios técnicos que debería de haber preparado para sus exámenes.
Uno de sus autores preferidos fue Gauss, a quien pretendía emular. Y como Gauss había
trabajado en el observatorio de Gotinga, Stieltjes se empleó en el observatorio de Leiden.
Aquella plaza apareció como por ensalmo gracias a una sugerencia de su influyente padre al
director del observatorio, aunque Stieltjes nunca fue consciente de tal ayuda. Cada vez que
apuntaba al cielo con su telescopio, su imaginación no estaba pendiente de la posibilidad de
medir las posiciones de nuevas estrellas, sino de las matemáticas del movimiento celeste.
Cuando germinaron sus ideas, decidió escribir a uno de los eminentes matemáticos de las
famosas academias francesas, Charles Hermite.
Hermite había nacido en 1822, cuatro años antes que Riemann. Ahora, con más de sesenta
años, era uno de los abanderados de la obra de Cauchy y de Riemann sobre las funciones de
números imaginarios. La influencia de Cauchy no se limitaba a las matemáticas: en su juventud
Hermite había sido agnóstico, pero Cauchy, que era devoto católico, aprovechó un momento
suyo de debilidad durante una grave enfermedad para convertirlo al catolicismo. El resultado
fue una extraña mezcla de misticismo matemático semejante al culto pitagórico. Hermite creía
que la existencia matemática era una especie de estado sobrenatural al que los matemáticos
mortales sólo fugazmente podían echar algún vistazo.
Quizá fue esta la razón por la cual respondió con tanto entusiasmo a la carta que le
mandaba un oscuro asistente del observatorio de Leiden: se debió convencer de que, mirando
las estrellas, aquel astrónomo había recibido el don de una visión matemática especialmente
intensa. Muy pronto ambos se vieron envueltos en una impetuosa correspondencia matemática
que, en un período de doce años, supuso el intercambio de 432 cartas. Hermite estaba
impresionado por las ideas matemáticas del joven holandés y, aunque Stieltjes no era
licenciado, le dio su apoyo y consiguió que lo recompensaran con una cátedra en la
Universidad de Toulouse. En una carta a Stieltjes a propósito de su trabajo, Hermite escribió:
«Vous avez toujours raison et jai toujours tort» [Usted siempre tiene razón y yo siempre me
equivoco].
Durante el período en que mantenía esta correspondencia, Stieltjes hizo la extraordinaria
afirmación de haber demostrado la hipótesis de Riemann. Dada la confianza de Hermite en su
joven protegido, no se planteó la posibilidad de dudar de que Stieltjes hubiera efectivamente
conseguido concebir una demostración; al fin y al cabo, había hecho ya aportaciones en otras
ramas de las matemáticas.
Puesto que la conjetura de Riemann todavía no había tenido tiempo de adquirir el carácter
de duro reto que tiene en la actualidad, el anuncio de Stieltjes se recibió con menos entusiasmo
del que hoy suscitaría. Riemann no había pregonado su intuición sobre los ceros, sino más bien
la había enterrado cuidadosamente en su ensayo de diez páginas sin dar apenas indicios que la
apoyaran. Haría falta una nueva generación para que la importancia de la hipótesis de Riemann
se comprendiera en toda su magnitud. En todo caso, el anuncio de Stieltjes era excitante, ya que
demostrar la hipótesis de Riemann significaría demostrar también la conjetura de Gauss sobre
los números primos, que en aquella época era el Santo Grial de la teoría de los números. Para N
= 1.000.000, la estimación de la cantidad de números primos que da el logaritmo integral Li(N)
de Gauss produce un error del 0,17 por ciento. Cuando se consiguió contar la cantidad de
números primos comprendidos entre 1 y 1.000.000.000 se descubrió que el error descendía al
0,003 por ciento. Gauss había creído que el error porcentual se reduciría cada vez más a medida
que se consideraran valores de N cada vez mayores. Hacia finales del siglo XIX la conjetura de
Gauss llevaba en circulación tiempo suficiente como para que con su potencial conquistara
grandes honores. Los indicios que apoyaban la intuición de Gauss eran ciertamente
convincentes.
En los tiempos en que Stieltjes escribía a Hermite sobre su demostración, el mayor progreso
en la dirección de una confirmación de la conjetura de Gauss se había producido alrededor de
1850, en el viejo y amado refugio de Euler: San Petersburgo. El matemático ruso Pafnuty
Chebyshev, a pesar de no poder demostrar que la diferencia porcentual entre la estimación de
Gauss y la verdadera cantidad de números primos se hace cada vez menor, había demostrado
que el error sobre el número de primos menores o iguales que N nunca sería mayor del once
por ciento, por grande que sea el valor de N. El once por ciento puede parecer muy lejano del
0,003 por ciento que Gauss había obtenido para la cantidad de números primos comprendidos
entre uno y mil millones, pero la importancia del resultado de Chebyshev radica en el hecho de
garantizar con certeza absoluta que, por más que continuemos contando números primos, el
error nunca se volverá enorme. Antes de los resultados de Chebyshev, la conjetura de Gauss se
había basado exclusivamente en una pequeña cantidad de indicios experimentales. El análisis
teórico de Chebyshev proporcionó la primera base auténtica a la hipótesis de la existencia de
una relación entre logaritmos y números primos. En todo caso, quedaba todavía mucho camino
por recorrer para demostrar que aquella relación se mantendría tan estrecha como conjeturaba
Gauss.
Chebyshev consiguió mantener este control sobre los errores usando métodos
absolutamente elementales. Riemann, que trabajaba en Gotinga con su sofisticado espacio
imaginario, tuvo conocimiento del trabajo de Chebyshev: hay evidencias de que se disponía a
enviarle una carta en la que subrayaba sus propios avances: entre las páginas de notas de
Riemann que sobrevivieron se encuentran borradores en los que prueba diversas grafías para el
nombre de su colega ruso. No sabemos si finalmente Riemann mandó la carta a Chebyshev
pero, enviada o no, Chebyshev no consiguió mejorar su estimación del error en la cuenta de los
números primos.
Por todo ello, el anuncio de Stieltjes suscitó, a pesar de todo, un entusiasmo notable entre
los matemáticos de su época: nadie sospechaba todavía hasta qué punto resultaría difícil
demostrar la hipótesis de Riemann, pero una demostración de la conjetura de Gauss era un
acontecimiento digno de reconocimiento. Hermite estaba ansioso por conocer los detalles de la
demostración de Stieltjes, pero el joven matemático se mostró reticente: la demostración no
estaba a punto. A pesar de las continuas presiones, en los siguientes cinco años Stieltjes no dio
a conocer nada que apoyara su afirmación. Para superar la frustración cada vez mayor en que
vivía ante la resistencia de Stieltjes a exponerle sus ideas, Hermite ideó lo que creyó que sería
un procedimiento ingenioso para obligarlo a salir a la luz: propuso que la Academia de París
dedicara el Grand Prix des Sciences Mathématiques de 1890 a la demostración de la conjetura
de Gauss sobre los números primos. Hermite se puso a esperar tranquilamente, confiado en que
el premio iría a parar a su amigo Stieltjes.
El plan de Hermite consistía en lo siguiente: para adjudicarse el premio no era necesario
que Stieltjes proclamara nada tan grandioso como haber demostrado la hipótesis de Riemann,
bastaría con trazar el mapa de una pequeña porción del paisaje imaginario: la frontera entre el
paisaje de Euler y la extensión de Riemann. Bastaba con demostrar que no había ceros en
aquella frontera, es decir, sobre la línea recta que se extiende de norte a sur pasando por el
número 1; entonces podría usarse el paisaje de Riemann para estimar los errores en la fórmula
de Gauss, errores que venían determinados por la posición al este de cada uno de los ceros en el
paisaje de Riemann. Cuanto más al este cae un cero, mayor será el error correspondiente. Si la
hipótesis de Riemann es correcta, el error será muy pequeño, pero la conjetura de Gauss
continuaría siendo cierta aunque la hipótesis de Riemann resultara falsa siempre que todos los
ceros sin excepción cayeran al oeste de la frontera norte-sur que pasa por el número 1.
El plazo de inscripción al premio venció sin que Stieltjes hiciera acto de presencia, pero
Hermite no quedaría completamente decepcionado: de manera inesperada, su alumno Jacques
Hadamard presentó un ensayo.
Si bien Hadamard no proporcionó una demostración completa, sus ideas bastaron para
convertirlo en el ganador del premio. Espoleado por aquel éxito, en 1896 Hadamard consiguió
colmar las lagunas de su propia argumentación. No fue capaz de probar que todos los ceros
están sobre la recta crítica de Riemann que pasa por y, pero pudo demostrar que ningún cero se
encontraba al este de la frontera que pasa por 1.
Un siglo después de que Gauss descubriera una relación entre números primos y función
logarítmica, finalmente las matemáticas disponía de una demostración de la conjetura de Gauss
sobre los números primos. Puesto que ya no se trataba de una conjetura, a partir de aquel
momento pasó a llamarse teorema de los números primos. La demostración era el resultado
más significativo que se había obtenido sobre los números primos desde que los antiguos
griegos establecieran la existencia de una infinidad de tales números. Aunque nunca llegaremos
a contar hasta los límites extremos del universo de los números, Hadamard demostró que un
intrépido viajero nunca encontraría sorpresas, por más lejos que fuera. Los primeros indicios
experimentales que Gauss había descubierto no eran un engañoso truco de la naturaleza.
Hadamard nunca habría podido obtener su resultado sin el trabajo que había realizado
Riemann: sus ideas estaban empapadas por el análisis del paisaje zeta que éste había realizado,
pero estaba todavía muy lejos de demostrar la hipótesis de Riemann. En el ensayo que contenía
la demostración, Hadamard reconocía que su trabajo no igualaba los resultados de Stieltjes, que
continuó afirmando poseer una demostración de la hipótesis de Riemann hasta su muerte,
ocurrida en 1894. Stieltjes fue el primero de una larga lista de reputados matemáticos que han
anunciado demostraciones que luego no han sido capaces de mostrar.
Hadamard supo pronto que tendría que compartir la gloria de haber demostrado el teorema
de los números primos: al mismo tiempo que él, un matemático belga, Charles de la Vallée-
Poussin, había hallado una demostración. El gran éxito de Hadamard y de la Vallée-Poussin
supuso el principio de un viaje que continuaría durante el siglo XX, con matemáticos que ahora
estaban impacientes por lanzarse a la exploración del paisaje de Riemann. Hadamard y de la
Vallée-Poussin habían establecido el campamento base desde el que habría que partir para el
ascenso principal hacia la recta crítica de Riemann. Durante este período el problema empezó a
jugar el papel de monte Everest de la exploración matemática, a pesar de que, paradójicamente,
para su demostración hacía falta pasar por los puntos más bajos del paisaje zeta. Ahora que la
solución de la conjetura de Gauss sobre los números primos estaba por fin completa, era el
momento oportuno para que el gran problema de Riemann emergiera de las oscuras
profundidades del denso ensayo berlinés.
Quien llamó la atención del mundo sobre la extraordinaria intuición de Riemann fue otro
matemático residente en Gotinga: David Hilbert. La carismática figura de este matemático
contribuyó más que ninguna otra cosa a lanzar al siglo XX en persecución del más importante
trofeo: la hipótesis de Riemann.

HILBERT, EL FLAUTISTA DE HAMELIN DE LAS


MATEMÁTICAS

La ciudad prusiana de Königsberg había alcanzado una cierta notoriedad matemática en el


siglo XVIII gracias al rompecabezas sobre sus puentes que Euler había resuelto en 1735. A
finales del siglo XIX la ciudad reconquistó un puesto en el mapa matemático por haber
alumbrado a David Hilbert, uno de los gigantes de las matemáticas del siglo XX.
Aunque apreciaba mucho su ciudad de origen, Hilbert era consciente de que el fuego
matemático más resplandeciente ardía tras las murallas de Gotinga. Gracias a la herencia que
dejaron Gauss, Dirichlet, Dedekind y, sobre todo, Riemann, Gotinga se había convertido en la
meca de las matemáticas. En aquel momento Hilbert fue quien, quizá más que ningún otro,
tomó conciencia del alcance del cambio que Riemann había introducido en la disciplina:
Riemann había llegado a la conclusión de que el intento de comprender las estructuras y los
esquemas que se hallan en la base del mundo matemático era más provechoso que concentrarse
en fórmulas y cálculos pesados. Los matemáticos empezaban a escuchar la orquesta
matemática de un nuevo modo: ya no obsesionados por las notas individuales, ahora
empezaban a oír la música subyacente que provenía de los objetos que estudiaban. Riemann
había sido el pionero de un renacimiento del pensamiento matemático que se reforzó con la
generación de Hilbert. Como el mismo Hilbert escribió en 1897, su intención era implementar
«el principio de Riemann según el cual las demostraciones deberían de guiarse sólo por el
razonamiento y no por los cálculos».
Hilbert consiguió prestigio en los círculos académicos alemanes precisamente llevando a la
práctica este principio. Desde niño había aprendido que los antiguos griegos habían demostrado
la existencia de infinitos números primos, es decir, de los números indispensables para la
construcción de cualquier otro número posible. En su época de estudiante leyó que, si
tomábamos en consideración las ecuaciones en lugar de los números, las cosas parecían ser de
otro modo. A finales el siglo XIX se había convertido en un reto demostrar que, al contrario de
lo que ocurre con los números primos, existía un número finito de ecuaciones que se podían
usar para generar ciertos conjuntos infinitos de ecuaciones: los matemáticos de la época de
Hilbert intentaban demostrar este hecho recurriendo a un laborioso trabajo de construcción de
ecuaciones. Hilbert dejó estupefactos a sus contemporáneos al demostrar la existencia de tal
conjunto finito de elementos básicos, aunque no estaba en condiciones de construirlo. Igual que
el maestro de la escuela de Gauss se había quedado observando con incredulidad a aquel
alumno que calculaba la suma de los números del 1 al 100, a los superiores de Hilbert les
costaba creer que se pudiera explicar la teoría de las ecuaciones sin un duro trabajo.
Se trataba de un auténtico reto a la ortodoxia matemática de la época: al no poder ver
aquella lista finita se hacía difícil aceptar su existencia, aunque estuviera confirmada por la
demostración. Tener que aceptar que algo no podía ser visto aunque su existencia fuera
irrefutable provocaba desconcierto en unos matemáticos todavía devotos de la tradición
francesa, fundada en las ecuaciones y fórmulas explícitas. A propósito de la obra de Hilbert,
Paul Gordan, uno de los expertos en este campo, declaró: «Esto no es matemática. Esto es
teología». Pero Hilbert, a pesar de no haber cumplido todavía los treinta años, no rectificó.
Finalmente, sus ideas fueron aceptadas, e incluso Gordan le dio la razón: «Me he convencido
de que la teología tiene su mérito». A partir de entonces Hilbert se dedicó al estudio de los
números enteros, un tema que él describió como «un edificio de rara belleza y armonía».
En 1893 la Sociedad Matemática Alemana le pidió un informe sobre el estado de la teoría
de los números en el fin de siglo. Se trataba de un encargo de gran dificultad para una persona
de poco más de treinta años. Cien años antes, la disciplina no existía ni siquiera como entidad
coherente. Las Disquisitiones arithmeticae de Gauss, publicadas en 1801, habían iluminado un
terreno tan fértil que a finales de siglo la teoría de los números se había desarrollado hasta tal
punto que era ya incontrolable. Para contribuir a ponerla bajo control, Hilbert se hizo
acompañar por un viejo amigo, Hermann Minkowski. Se conocían de su época de estudiantes
Königsberg. Minkowski se había labrado una reputación en el campo de la teoría de los
números al ganar el Grand Prix des Sciences Mathématiques a los dieciocho años. Estuvo
encantado de trabajar en un proyecto para traer a la luz lo que él llamaba «las insinuantes
melodías de esta potente música». Su colaboración reforzó la pasión de Hilbert por los números
primos que, según Minkowski, «menearían el esqueleto» bajo su reflector.
La «teología» de Hilbert le valió el respeto de un buen número de influyentes matemáticos
europeos. En 1895 recibió una carta de un profesor de Gotinga, Felix Klein, para ofrecerle un
puesto en la venerada universidad: Hilbert no lo dudó, y aceptó inmediatamente. En el
transcurso de la reunión que tuvo lugar para discutir su candidatura, los miembros de la
Facultad pusieron en cuestión el apoyo que Klein daba a Hilbert, e insinuaron que pretendía
otorgar la plaza a un lacayo que nunca se valdría por sí solo. Klein les aseguró, por el contrario:
«He propuesto a la persona más difícil de todas». Aquel otoño, Hilbert se trasladó a la ciudad
donde Riemann, su fuente de inspiración, había sido profesor, con la esperanza de continuar su
revolución matemática.
Los miembros de la facultad no tardaron en comprender que Hilbert no se contentaba con
retar a la ortodoxia matemática: las esposas de los profesores estaban horrorizadas con el
comportamiento del recién llegado. Como escribió una de ellas: «Está provocando un trastorno
general. He sabido que la otra noche fue visto en algunos restaurantes jugando al billar con los
estudiantes». Con el tiempo, Hilbert empezó a conquistar los corazones de las señoras de
Gotinga y se labró una reputación de mujeriego. En la fiesta de su quincuagésimo cumpleaños,
sus estudiantes entonaron una canción en la que cada estrofa, una por cada letra del alfabeto,
describía con pelos y señales una de sus conquistas.
El bohemio profesor compró una bicicleta a la que se aficionó profundamente: era común
verlo pedaleando por las calles de Gotinga llevando un ramo de flores que había recogido en el
jardín para uno de sus amores. Impartía sus clases en mangas de camisa, cosa inaudita para la
época. En los restaurantes, para protegerse de las corrientes de aire, no dudaba en pedir
prestadas sus estolas a las mujeres que estaban cenando. No está claro hasta qué punto Hilbert
buscaba deliberadamente el escándalo o simplemente planteaba la solución más obvia a los
posibles problemas; en todo caso, lo único claro es que su mente estaba más concentrada en las
cuestiones matemáticas que en los detalles de la etiqueta social.
Hilbert instaló una pizarra de tres metros en su propio jardín; allí, entre cuidados a los
macizos de flores y sus acrobacias de ciclista, garabateaba con tiza sus matemáticas. Le
gustaban las fiestas y ponía música siempre a un volumen alto, para lo cual, elegía siempre la
aguja más grande para su gramófono. Cuando finalmente consiguió oír a Caruso en vivo, quedó
algo decepcionado: «Caruso canta con la aguja pequeña», comentó. Pero la matemática de
Hilbert iba mucho más allá de sus excentricidades. En 1898 apartó su atención de la teoría de
los números y la centró en los retos de la geometría. Se sintió atraído por los nuevos tipos de
geometría que varios matemáticos habían propuesto a lo largo del siglo XIX, teorías que
pretendían poner en duda uno de los axiomas fundamentales de la geometría de los antiguos
griegos. Como consecuencia de su profunda fe en el poder abstracto de las matemáticas, Hilbert
consideraba irrelevante la realidad física de los objetos, lo que lo llevó a estudiar las conexiones
y las estructuras abstractas que estaban en la base de estas nuevas geometrías; para él lo
importante eran las relaciones entre los objetos: en una famosa declaración mantuvo que una
teoría geométrica tendría sentido aunque se sustituyeran puntos, líneas y planos por mesas,
sillas y jarras de cerveza.
Un siglo antes, Gauss se había planteado el reto que suponían estos nuevos modelos de
geometría, pero no se atrevió a exteriorizar tales pensamientos heréticos. Con toda seguridad,
era imposible que los griegos se hubieran equivocado. A pesar de todo, Gauss había empezado
a poner en duda uno de los axiomas fundamentales de la geometría euclidiana, el relativo a la
existencia de rectas paralelas. La pregunta que Euclides se había planteado era la siguiente: si
se trazan una recta y un punto exterior a la recta, ¿cuántas rectas hay que pasen por el punto y
sean paralelas a la primera recta? Para Euclides la respuesta obvia era que existía una y sólo
una de tales rectas paralelas.
Desde los dieciséis años, Gauss había empezado a formular hipótesis sobre la posible
existencia de geometrías igualmente coherentes y válidas en las que no hubiera rectas paralelas.
Además de la geometría euclidiana y de estas nuevas geometrías sin paralelas, podía también
existir una tercera clase de geometría en la que hubiera más de una recta paralela. Así las cosas,
podrían existir geometrías en las que la suma de los ángulos de un triángulo no fuera igual a
180 grados, una eventualidad que los antiguos griegos habrían considerado inadmisible. Pero,
si había muchas geometrías posibles, se preguntó Gauss, ¿cuál de ellas describía mejor el
mundo real? Sin duda, los griegos estaban convencidos de que su modelo proporcionaba una
descripción matemática de la realidad física, pero Gauss no estaba muy convencido de que
tuvieran razón.
Muchos años más tarde, mientras efectuaba tareas de inspección para el estado de
Hannover, Gauss utilizó algunas de las mediciones que efectuaba en los alrededores de Gotinga
para verificar si un triángulo de haces de luz proyectado desde las cimas de tres colinas
contradecía la geometría euclidiana produciendo una suma de sus ángulos distinta de 180
grados. Gauss se preguntaba si era posible que la trayectoria rectilínea de un rayo de luz se
curvara en el espacio: quizás el espacio tridimensional fuera curvado, de la misma manera que
el espacio bidimensional del globo. Gauss pensaba en los llamados círculos máximos, como las
líneas de longitud a lo largo de las cuales se mide el recorrido más corto entre dos puntos sobre
la superficie de la Tierra. En esta geometría bidimensional no existen líneas paralelas de
longitud ya que todas ellas se encuentran en los polos. Nadie había considerado la posibilidad
de que el espacio tridimensional pudiera curvarse.
Hoy sabemos que Gauss operaba en una escala demasiado pequeña para observar una
curvatura significativa del espacio y así contradecir la concepción euclidiana del mundo. Su
intuición se confirmó cuando, durante el eclipse solar de 1919, Arthur Eddington consiguió la
prueba de que la luz procedente de las estrellas sufría una desviación. Gauss nunca hizo
públicas sus ideas, quizá porque sus nuevas geometrías parecían entrar en conflicto con el
deber de las matemáticas, que consistía en dar una representación de la realidad física. A los
amigos a quienes confió sus dudas les pidió que guardaran el secreto.
La idea de estas nuevas geometrías fue hecha pública hacia 1830 por el ruso Nikolai
Lobachevsky y por el húngaro Janos Bolyai. El descubrimiento de las geometrías no
euclidianas, como Gauss las bautizó, no removió las aguas del estanque matemático tanto como
él había temido: simplemente se descartó por demasiado abstracta. La consecuencia fue que las
geometrías no euclidianas quedaron descartadas durante muchos años. En la época de Hilbert,
sin embargo, empezaron a emerger como expresión perfecta de su propia aproximación, más
abstracta, al mundo matemático.
En opinión de algunos matemáticos, toda geometría que no verificara el axioma de Euclides
sobre las rectas paralelas contendría alguna contradicción interna que provocaría su derrumbe.
Cuando Hilbert empezó a explorar esta posibilidad comprendió que había un fuerte nexo lógico
entre geometría no euclidiana y geometría euclidiana. Descubrió que sólo en un caso las
geometrías no euclidianas podían contener contradicciones: si también las contenía la
geometría euclidiana. Pareció un buen primer paso. En aquella época los matemáticos tenían el
convencimiento de que la geometría de Euclides se fundaba en una lógica sólida: el
descubrimiento de Hilbert significaba que los modelos no euclidianos estaban basados sobre
los mismos fundamentos lógicos, si una geometría se hundía, arrastraría con ella a todas las
demás. Pero entonces Hilbert se dio cuenta de algo inquietante: en realidad, nadie había
demostrado jamás que la geometría euclidiana estuviera libre de contradicciones ocultas.
Hilbert empezó a pensar cómo se podría demostrar que la geometría euclidiana carecía de
contradicciones. Aunque en los dos mil años posteriores a Euclides nadie había encontrado
ninguna, ello no garantizaba que no pudieran existir. Hilbert decidió que lo primero que debía
de hacerse era reformular la geometría en términos de fórmulas y ecuaciones. Esta práctica
había sido inaugurada por Descartes —de ahí el nombre de geometría cartesiana— y había sido
adoptada por los matemáticos franceses del siglo XVIII. Se podía reconducir la geometría a la
aritmética por medio de ecuaciones que describían líneas y puntos, en la que cada punto podía
transformarse en números para describir sus coordenadas en el espacio. Los matemáticos
estaban convencidos de que la teoría de los números no contenía contradicciones y, por tanto,
Hilbert esperaba que expresando la geometría euclidiana con números sería posible establecer
si contenía o no contradicciones.
Pero, en lugar de una respuesta al problema, Hilbert halló algo todavía más inquietante: en
realidad nadie había demostrado que la propia teoría de los números estuviera libre de
contradicciones. Hilbert debió de quedarse de piedra. El hecho de que durante milenios las
matemáticas hubieran funcionado tanto en teoría como en práctica sin producir contradicciones
había infundido en los matemáticos una gran confianza en lo que hacían. «Allez en avant, et la
foi vous viendra» [Avanzad, y os llegará la fe] era la respuesta dada por el matemático francés
Jean-Baptiste Le Rond d’Alembert a los que ponían en duda los fundamentos de la disciplina.
Para los matemáticos, la existencia de los números que estudiaban era tan real como la de los
organismos que clasificaban los biólogos. Estaban muy satisfechos de desarrollar su actividad
llegando a deducciones a partir de supuestos, que consideraban verdades evidentes sobre los
números: nadie había considerado la eventualidad de que aquellos supuestos pudieran llevar a
contradicciones.
Hilbert había ido retrocediendo cada vez más, hasta poner en duda la base misma sobre la
que se construía las matemáticas; ahora que se había planteado la cuestión, se hacía imposible
ignorar aquellos problemas fundamentales. El mismo Hilbert estaba convencido de que nunca
se descubriría ninguna contradicción y que los matemáticos disponían de los medios necesarios
para disipar cualquier duda al respecto y demostrar que la disciplina estaba edificada sobre
pilares más que sólidos. Su pregunta anunció la llegada de una nueva era de las matemáticas: el
siglo XIX había contemplado la transición desde un útil auxilio práctico para la ciencia hasta
investigación teórica de verdades fundamentales, más parecida a la filosofía de un antiguo
ciudadano de Königsberg, Emmanuel Kant. Las consideraciones de Hilbert sobre los
fundamentos mismos de la disciplina le proporcionaron la plataforma para lanzar esta nueva
práctica de una matemática abstracta. Su enfoque inédito caracterizaría las matemáticas del
siglo XX.
A finales de 1899, Hilbert se encontró ante una oportunidad ideal para reunir los
extraordinarios cambios que sus nuevas ideas estaban produciendo en los campos de la
geometría, de la teoría de los números y de los fundamentos lógicos de las matemáticas. Fue
invitado a pronunciar uno de los discursos más importantes del Congreso Internacional de
Matemáticos que debía celebrarse en París al año siguiente. Se trataba de un gran honor para un
matemático que aún no había cumplido los cuarenta años.
El encargo de hablar ante toda la comunidad matemática en los albores del nuevo siglo
intimidaba a Hilbert. Con toda seguridad pensó en preparar un discurso trascendental, que
estuviera a la altura de la ocasión. Hilbert empezó a consultar a sus amigos sobre la
conveniencia de utilizar el discurso para avanzar hipótesis sobre el futuro de las matemáticas.
Se trataba de una propuesta claramente no convencional, que conculcaba la regla no escrita de
que únicamente las ideas completas, plenamente formadas, debían hacerse públicas. Hacía falta
una fuerte dosis de audacia para renunciar a la seguridad que garantiza el hecho de presentar
demostraciones de teoremas conocidos y, en cambio, especular sobre las incertidumbres del
futuro, pero Hilbert nunca fue una persona proclive a retroceder ante la controversia.
Finalmente, decidió proponer como reto a la comunidad matemática internacional lo que no se
había demostrado, en lugar de limitarse a disertar sobre lo que ya era cierto.
Aún le quedaban dudas: ¿era razonable usar aquella ocasión para intentar algo tan
innovador? Quizá habría sido mejor seguir las convenciones y hablar de lo que había
conseguido en lugar de hacerlo sobre lo que no podía resolver. Los aplazamientos le impidieron
poner título a su discurso en los plazos establecidos, y no apareció en la lista de los
conferenciantes del congreso. En el verano de 1900 los amigos de Hilbert temieron que dejara
escapar aquella maravillosa oportunidad de presentar sus ideas, pero un buen día todos ellos
hallaron sobre su escritorio el texto del discurso que Hilbert pensaba leer. Se titulaba
simplemente: «Problemas matemáticos».
Hilbert opinaba que los problemas eran la savia vital de las matemáticas, pero también creía
que era necesario elegirlos con cuidado: «Un problema matemático ha de ser difícil para que
nos atraiga —escribió—, pero no completamente inaccesible, para evitar que nuestros
esfuerzos sean inútiles. Para nosotros debería de ser una señal con la que podamos orientarnos
por los caminos laberínticos que conducen a verdades escondidas, y en definitiva se trata de
una manera de recordarnos el placer que nos da el conseguir una solución». Los veintitrés
problemas que había decidido presentar habían sido seleccionados de manera que se ajustaran
perfectamente a este criterio riguroso. En el calor húmedo del agosto parisiense, Hilbert se puso
en pie en el salón de la Sorbona para leer su discurso y proponer un reto a los exploradores
matemáticos del nuevo siglo.
A fines del siglo XIX muchas áreas de estudio estaban influidas por el movimiento
filosófico del ilustre fisiólogo Emil du Bois-Reymond, que defendía la existencia de límites
para nuestra capacidad de comprender la naturaleza. La frase de moda en los círculos
filosóficos era Ignoramus et ignorabimus: lo ignoramos y seguiremos ignorándolo. Pero el
sueño de Hilbert para el nuevo siglo suponía dejar de lado aquel pesimismo. Terminó su
introducción a los veintitrés problemas con un exaltado grito de batalla: «Esta convicción de la
condición resoluble de cada uno de los problemas matemáticos es un potente incentivo para los
que operamos en este campo. En nuestro interior sentimos el reclamo incesante: hay un
problema. Buscamos la solución. Puede ser hallada por la pura razón, porque en matemáticas
no existe ignorabimus».
Los problemas que Hilbert planteó a los matemáticos del nuevo siglo recogían el espíritu
revolucionario de Bernhard Riemann. Los dos primeros de la lista de Hilbert se referían a
cuestiones sobre los fundamentos de las matemáticas que habían empezado a obsesionarlo,
pero los demás se repartían por todos los rincones del paisaje matemático. Algunos de ellos
eran más bien proyectos abiertos que cuestiones sobre las que conviniera obtener respuestas
claras. Entre ellos, uno estaba ligado al sueño de Riemann sobre la posibilidad de responder a
las cuestiones fundamentales de la física usando sólo las matemáticas.
El quinto problema nacía del enfoque de Riemann según el cual los diversos campos de las
matemáticas, como el álgebra, el análisis y la geometría, están íntimamente relacionados, de
modo que se hace imposible comprenderlos si los mantenemos aislados. Riemann había
demostrado que era posible deducir las propiedades algebraicas de las ecuaciones a partir de la
geometría de los grafos definidos por estas ecuaciones. Hizo falta bastante coraje para oponerse
al dogma que obligaba al álgebra y al análisis a mantenerse lejos del poder potencialmente
engañoso de la geometría. Por este motivo matemáticos como Euler o Cauchy eran tan
contrarios a la representación gráfica de los números imaginarios: para ellos, los números
imaginarios eran soluciones de ecuaciones como x2 = −1 y no debían confundirse con
imágenes. Pero para Riemann era evidente la relación entre las disciplinas.
Hilbert mencionó el último teorema de Fermat en los preparativos del anuncio de sus
veintitrés problemas, pero, curiosamente, a pesar de la percepción pública de este problema
como una de las grandes cuestiones irresueltas de las matemáticas ya en tiempos de Hilbert,
nunca pasó a formar parte de su selección: Hilbert opinaba que se trataba de «un notable
ejemplo del efecto inspirador que un problema tan particular y aparentemente sin importancia
puede tener sobre la ciencia». Gauss había expresado la misma opinión al declarar que se
podrían haber elegido muchas otras ecuaciones y preguntarse si tenían o no soluciones: no
había nada de especial en la elección de Fermat.
Hilbert tomó la crítica de Gauss al último teorema de Fermat como punto de inspiración
para su décimo problema: ¿existe un algoritmo —un procedimiento matemático que opera de
un modo similar a un programa de ordenador— que permita decidir en un tiempo finito si una
ecuación cualquiera tiene soluciones? Hilbert esperaba que su pregunta distraería la atención de
los matemáticos sobre el caso particular y los haría concentrarse en lo abstracto: él mismo, por
ejemplo, siempre había apreciado la manera en que Gauss y Riemann habían alentado la
adopción de una nueva perspectiva sobre los números primos; Hilbert esperaba que su cuestión
sobre las ecuaciones tuviera un efecto similar.
Aunque un periodista que cubría la conferencia describió la discusión posterior como
«inconsistente», ello tenía más que ver con el opresivo clima de agosto que con el atractivo del
discurso de Hilbert. Como dijo Minkowski, su amigo más íntimo: «gracias a este discurso, que
todos los matemáticos del mundo sin excepción se asegurarán de leer, tu atractivo sobre los
jóvenes matemáticos aumentará». El riesgo que Hilbert asumió al presentar un discurso tan
poco convencional cimentó su reputación de pionero del nuevo pensamiento matemático del
siglo XX. Minkowski opinaba que aquellos veintitrés problemas tendrían una enorme
influencia: «Verdaderamente, tú has monopolizado las matemáticas para el siglo XX», dijo a
Hilbert. Sus palabras resultaron proféticas.
En medio de su lista de problemas abiertos y generales había uno, el octavo, muy
específico: demostrar la hipótesis de Riemann. En una entrevista, Hilbert dijo que, en su
opinión, la hipótesis de Riemann era el problema más importante «no sólo de las matemáticas,
sino el más importante en términos absolutos». Durante la misma entrevista le preguntaron cuál
sería la mayor empresa tecnológica: «Capturar una mosca en la Luna. Porque los problemas
complementarios que habría que resolver para obtener tal resultado requerirían la solución de
casi todos los problemas materiales de la humanidad». Un profundo análisis, si se considera
cómo han ido las cosas en el siglo XX.
Hilbert opinaba que una demostración de la hipótesis de Riemann tendría para las
matemáticas el mismo efecto que la caza lunar de una mosca para la tecnología. Tras haber
propuesto la hipótesis como octavo problema de su lista, continuó explicando a los delegados
del congreso internacional que una comprensión plena de la fórmula de Riemann sobre los
números primos probablemente nos pondría en situación de entender muchos otros de los
misterios de los números primos. Citó la conjetura de Goldbach y la existencia de números
primos gemelos. El interés de demostrar la hipótesis de Riemann era doble: además de cerrar
un capítulo de la historia de las matemáticas, supondría abrir muchas otras puertas nuevas.
Hilbert no pensaba que la hipótesis de Riemann seguiría tanto tiempo sin solución. En una
conferencia que pronunció en 1919 se declaró optimista sobre la posibilidad de vivir lo
suficiente para ver la demostración, y que la persona más joven del público viviría lo suficiente
como para asistir a la del último teorema de Fermat. Pero predijo con atrevimiento que nadie de
los presentes sería testigo de la conquista del séptimo problema de su lista: establecer si 2
elevado a la raíz cuadrada de 2 es la solución de una ecuación. No hay dudas sobre la gran
intuición matemática de Hilbert, pero sus capacidades proféticas no estaban a la misma altura:
el séptimo problema cayó diez años después. Queda una posibilidad remota de que aquel joven
licenciado que asistía a la conferencia de Hilbert de 1919 haya vivido lo suficiente como para
ser testigo de la demostración del último teorema de Fermat por parte de Andrew Wiles en
1994. Pero, a pesar de los interesantes progresos que se han logrado en los últimos decenios, es
muy posible que la hipótesis de Riemann siga sin resolver cuando Hilbert, como Barbarroja, se
despierte tras una espera de quinientos años.
En una ocasión, Hilbert creyó que no haría falta esperar tanto. Un día recibió el escrito de
un estudiante que afirmaba haber demostrado la hipótesis de Riemann. Hilbert no tardó mucho
en encontrar un error en la presunta demostración, pero el método utilizado lo impresionó.
Desgraciadamente, el estudiante murió un año después, y pidieron a Hilbert que participara en
las honras fúnebres. Alabó las ideas del joven y expresó la esperanza de que pudieran estimular
una demostración de la gran hipótesis; a continuación —con una actitud totalmente fuera de
lugar que ilustra perfectamente el estereotipo del matemático apartado de la realidad social—
dijo: «Consideremos una función definida en el dominio de los números imaginarios…»,
Hilbert entonces entró en los detalles de la demostración equivocada. Sea o no cierto, el
episodio es verosímil: de vez en cuando los matemáticos tienen visiones muy limitadas.
El discurso de Hilbert en el congreso de 1900 puso inmediatamente la hipótesis de Riemann
en el centro de atención: ahora se la consideraba uno de los más grandes problemas irresueltos
de las matemáticas. Aunque la obsesión de Hilbert por la hipótesis de Riemann no produjo
contribuciones directas a su solución, el nuevo programa que propuso para las matemáticas del
siglo XX tuvo efectos profundos: al final del siglo, incluso las cuestiones que había planteado
sobre la física o las de carácter fundamental sobre los axiomas de las matemáticas habían
jugado un papel en la mejora de nuestra comprensión de los números primos. Mientras tanto,
Hilbert tuvo el mérito de llevar a Gotinga a un matemático que terminaría por recoger el testigo
que había pasado de Gauss a Dirichlet y de éste a Riemann.

LANDAU, EL MÁS DIFÍCIL DE LOS HOMBRES

La Universidad de Gotinga dispuso de una cátedra vacante como consecuencia de la muerte


trágicamente precoz de Minkowski, el mejor amigo de Hilbert: con sólo cuarenta y cinco años,
Minkowski fue víctima de una apendicitis mortal. Hilbert acababa de conseguir resolver el
problema de Waring, relacionado con la expresión de los números enteros como suma finita de
cubos o de potencias superiores. Sabía que su amigo habría valorado aquel resultado, ya que
ampliaba el resultado por el que Minkowski había recibido de la Academia de Francia, con
apenas dieciocho años, el Grand Prix des Sciences Mathématiques: «Incluso en el lecho del
hospital, donde yacía gravemente enfermo, le preocupaba no estar presente en la siguiente
sesión del seminario, en la que yo expondría mi solución del problema de Waring».
La muerte de Minkowski sacudió a Hilbert profundamente. Un estudiante de Gotinga
relató: «Yo estaba en clase cuando Hilbert nos relató la muerte de Minkowski, y rompió a
llorar. Dado el prestigio de un profesor en aquellos tiempos y la gran distancia que lo separaba
de los estudiantes, para nosotros fue mayor el trauma de ver llorar a Hilbert que el de saber que
Minkowski había muerto». Hilbert deseaba hallar un sucesor de Minkowski que se apasionara
por la teoría de los números tanto como su llorado amigo.
Según la opinión de todos, la persona que Hilbert eligió, Edmund Landau, no era un
hombre fácil. Parece que hubo una especie de empate para decidir entre él y otro candidato.
Hilbert preguntó a sus colegas: «¿Quién de los dos es el más difícil?». Cuando le respondieron
que, sin duda, era Landau, Hilbert dijo que Gotinga tenía que tener a Landau. El suyo nunca
sería un departamento de gente dócil: Hilbert quería colegas que retaran las convenciones
sociales y matemáticas.
Landau era severo con sus estudiantes y era considerado el individuo más difícil del
departamento. Los estudiantes estaban aterrorizados con la posibilidad de que les invitara a su
casa los fines de semana, donde tendrían que soportar su pasión por los juegos matemáticos.
Uno de ellos, recién casado, partía de luna de miel; el tren estaba a punto de salir de la estación
de Gotinga cuando Landau llegó furioso al andén, metió por la ventanilla el borrador de su
último libro y ordenó: «¡Lo quiero corregido a su regreso!».
Muy pronto Landau asumió el papel de continuador de la tradición de Riemann y Gauss, y
se convirtió en la figura más importante de Europa por su desarrollo de la obra de la Vallée-
Poussin y de Hadamard. Su temperamento se adaptaba perfectamente al objetivo de abandonar
el campo base que aquellos habían establecido y dirigirse con decisión hacia las pendientes del
monte Riemann. Para demostrar la conjetura de Gauss sobre los números primos, Hadamard y
la Vallée-Poussin habían mostrado la inexistencia de ceros sobre la línea de frontera norte-sur
que pasa por el número 1. El reto que ahora se planteaba era demostrar que tampoco se
hallarían ceros antes de alcanzar la línea crítica de Riemann que pasa por 1/2.
El matemático danés Harald Bohr se unió a la expedición de Landau. A pesar de trabajar en
Copenhague, era uno de los muchos peregrinos que atravesaban Europa regularmente para
visitar Gotinga. Su hermano Niels alcanzaría fama mundial como uno de los creadores de la
teoría de la mecánica cuántica. Harald se había labrado un nombre en el fútbol: había sido uno
de los jugadores más importantes del equipo nacional danés que obtuvo la medalla de plata en
los Juegos Olímpicos de 1908.
Juntos, Landau y Bohr completaron el primer intento exitoso de navegar por los puntos a
nivel del mar en el paisaje de Riemann. Consiguieron demostrar que a la mayoría de los ceros
les gustaba estar pegados a la recta mágica de Riemann. Consideraron el número de ceros
comprendidos entre 0,50 y 0,51 y lo compararon con el número de ceros que aparecían fuera de
esta estrecha banda de tierra; así pudieron demostrar que los ceros contenidos en la banda
representan al menos una gran proporción del total de ceros. Riemann había previsto que todos
los ceros estarían sobre la recta que pasa por 1/2. Landau y Bohr no consiguieron demostrarlo
con tanta precisión, pero dieron un primer paso en esa dirección.
Para que su argumentación funcionara no era imprescindible que la banda tuviera una
anchura de 0,01. Aunque su anchura fuera de sólo 1/1030, por ejemplo, Landau y Bohr estaban
en condiciones de demostrar que la mayoría de los ceros están dentro de esta franja vertical de
territorio. Pero lo frustrante era que ni Landau ni Bohr estaban en condiciones de deducir que la
mayoría de los ceros tenía que encontrarse efectivamente sobre la recta de Riemann que pasa
por 1/2, una verdad que Riemann afirmaba haber demostrado pero que nunca publicó. Este
hecho puede parecer absurdo: si todos los ceros se encuentran en una banda cuya anchura
puede reducirse más y más, ¿por qué no podemos concluir que la mayoría de ellos tiene que
estar sobre la recta crítica? Estos son los misterios de las matemáticas. Supongamos, por
ejemplo, que para cada número N haya 10N ceros en la estrecha banda comprendida entre 1/2 +
1/10N+1 y 1/2 + 10N. Tal resultado hipotético satisfaría el resultado de Bohr y Landau sin
implicar que ni siquiera uno de los ceros esté sobre la recta crítica que pasa por 1/2.
En aquella época, Gotinga empezaba a estar a la altura del lema que, grabado en el blasón
de la fachada del ayuntamiento de la ciudad, proclamaba que no había vida fuera de sus
murallas medievales. A principios del siglo XX, la tranquila ciudad universitaria de Riemann se
había transformado, debido a la influencia de Hilbert, en una potencia de las matemáticas
europea. En tiempos de Riemann era Berlín la que vibraba de energía intelectual, pero algunos
decenios más tarde, cuando ofrecieron a Hilbert una cátedra universitaria en Berlín, la rechazó:
ahora era la ciudad medieval impregnada por la herencia que Gauss había legado la que
constituía un ambiente perfecto para desarrollar la actividad matemática.
Hilbert consiguió llevar a Gotinga a los mejores matemáticos del mundo gracias a una
donación de Paul Wolfskehl, un profesor de matemáticas que había muerto en 1908: en su
testamento, había expresado el deseo de legar cien mil marcos como premio para la primera
persona que concibiera una demostración del último teorema de Fermat. Se trata del premio
sobre el cual Andrew Wiles leyó de pequeño, y que encendió su interés por la búsqueda de una
solución al enigma de Fermat. (El incentivo económico que finalmente recibió Wiles por su
demostración sufrió una fuerte devaluación a causa de la enorme inflación que golpeó
Alemania en el período de entreguerras). El testamento de Wolfskehl establecía que cada año
transcurrido sin que se resolviera el problema, los intereses generados por el capital inicial
asignado como premio se utilizarían como fondo para los matemáticos que visitaran Gotinga.
Landau se encargó de revisar las soluciones que se enviaban a Gotinga. Finalmente, la
carga de trabajo resultó tan pesada que decidió enviar los manuscritos a sus estudiantes junto
con una carta de rechazo preimpresa. El texto de la carta era: «Le agradecemos su solución del
último teorema de Fermat. El primer error tiene lugar en la página… línea…». Hilbert asumió
el encargo mucho más placentero de invertir los intereses que generaba el premio en metálico.
Esos intereses le dieron los medios para invitar a muchos matemáticos a visitar Gotinga, hasta
el punto de hacerle desear que nunca se resolviera el último teorema de Fermat: «¿Por qué
tendríamos que matar a la gallina de los huevos de oro?», se preguntaba.
Era opinión general que todo joven matemático que quisiera abrirse camino en el mundo
académico antes que nada tenía que pasar por Gotinga: un estudiante comparó la influencia de
Hilbert sobre las matemáticas con la «dulce música del flautista de Hammelin… que seduce un
gran número de ratas induciéndolas a seguirlo en el profundo río de las matemáticas». No
sorprende que muchas de tales ratas matemáticas procedieran de las academias que florecieron
en la Europa continental durante las revoluciones políticas e intelectuales que habían tenido
lugar a lo largo de todo el siglo XIX.
En cambio, Gran Bretaña sufría su tradicional incapacidad de absorber las buenas ideas
procedentes del continente: igual que las costas de Inglaterra habían supuesto un baluarte
inexpugnable contra los tumultos políticos de la Revolución francesa, los matemáticos ingleses
dejaron escapar la revolución de Riemann. Los números imaginarios continuaron siendo
considerados un peligroso concepto continental. De hecho, la Inglaterra matemática no había
hecho grandes avances desde los tiempos de la disputa entre Leibniz y Newton, en el siglo XVII,
sobre a cuál de los dos tenía que atribuirse el mérito del descubrimiento del cálculo
infinitesimal. A pesar de que Newton había sido el primero, durante muchos años el desarrollo
matemático de su país estuvo obstaculizado por el rechazo del reconocimiento de la
superioridad de Leibniz sobre la forma de elaborar la nueva materia. Las cosas, sin embargo,
iban a cambiar.

HARDY, EL ESTETA DE LAS MATEMÁTICAS

En 1914 Landau y Bohr habían completado su obra, demostrando que la mayoría de los
ceros se concentraban alrededor de la recta crítica de Riemann. Sin embargo, ¿hasta qué punto
habían conseguido determinar los ceros que caían exactamente sobre la línea? Del número
infinito de puntos a nivel del mar, hasta el momento habían identificado sólo setenta y uno que
se encontraran alineados a lo largo de la recta crítica de Riemann.
Entonces se produjo un importante avance psicológico: tras dos siglos transcurridos en el
más completo desinterés por las ideas procedentes del continente, un matemático inglés, G. H.
Hardy, tomó el testigo de Riemann y consiguió demostrar que existen infinitos ceros que se
alinean efectivamente sobre la recta norte-sur que pasa por 1/2. Hilbert quedó altamente
impresionado por la contribución de Hardy, hasta el punto de que, cuando se enteró de que
aquél tenía dificultades con las autoridades del Trinity College de Cambridge en relación con
su alojamiento, escribió una carta al director del College; Hardy, escribió Hilbert, no sólo era el
mejor matemático del Trinity, era el mejor de Inglaterra y, en consecuencia, debía de
asignársele el mejor alojamiento disponible.
La notoriedad de Hardy más allá de los círculos matemáticos se debe en gran parte a sus
incisivas memorias tituladas Apología de un matemático, pero conquistó su gloria matemática
por sus contribuciones a la teoría de los números primos y a la hipótesis de Riemann. Si Hardy
había demostrado que había un número infinito de ceros sobre la recta crítica, ¿significaba esto
que el problema estaba cerrado? ¿Significaba que Hardy había demostrado la hipótesis de
Riemann? Al fin y al cabo, si hay infinitos ceros y Hardy había demostrado que un número
infinito de esos ceros se encuentran sobre la recta de Riemann, ¿no estamos al cabo de la calle?
El infinito, desgraciadamente, tiene carácter escurridizo. Hilbert gustaba de ilustrar sus
misterios usando la imagen de un hotel con un número infinito de habitaciones: podríamos
comprobar que todas las habitaciones con número impar están ocupadas, pero aunque
hubiéramos comprobado un número infinito de ellas aún nos quedarían por comprobar todas las
de número par. En el caso de Hardy, el control de las habitaciones para ver si están o no
ocupadas se sustituye por el de comprobar si los ceros se encuentran sobre la recta crítica.
Desgraciadamente, Hardy ni siquiera fue capaz de demostrar que al menos la mitad de los ceros
están sobre la recta. Aun habiendo comprobado un número infinito de habitaciones, éstas
representan el cero por ciento del total de habitaciones que quedan por comprobar. El resultado
que obtuvo Hardy era extraordinario, pero el camino que quedaba por recorrer era aún muy
largo: había hincado el diente al conjunto de los ceros, pero lo que quedaba por delante seguía
siendo tan enorme y oscuro como antes.
Aquel primer ensayo tan excitante tuvo sobre Hardy el efecto de una droga. Si exceptuamos
quizá su pasión por el cricket y una incesante lucha personal con Dios, nada lo obsesionaba
tanto como el deseo de demostrar que todos los ceros se encontraban sobre la recta de
Riemann. Igual que para Hilbert, la hipótesis de Riemann estaba en la cima de la lista de los
deseos de Hardy, lo que aparece con claridad en los propósitos para el Nuevo Año que escribió
en una de las muchas tarjetas postales que mandaba a sus colegas y amigos:
1)demostrar la hipótesis de Riemann;
2)conseguir una puntuación de 211 [el primer número primo mayor que 200] en el cuarto inning del
último Campeonato Internacional en el Oval; [3]

3)hallar un argumento sobre la no existencia de Dios que convenza al gran público;


4)ser el primer hombre que alcance la cima del Everest.
5)ser proclamado primer presidente de la URSS, de Gran Bretaña y de Alemania;
6)asesinar a Mussolini.
Los números primos habían fascinado a Hardy desde su infancia. De niño, en la iglesia, se
divertía descomponiendo los números de los himnos en producto de números primos. Le
gustaba estudiar minuciosamente libros de curiosidades sobre estos números fundamentales,
libros que, según él, eran «mejores que las crónicas de partidos de fútbol como lectura ligera
para el desayuno». En realidad, Hardy estaba convencido de que cualquiera que gozara con las
crónicas de los partidos de fútbol apreciaría las joyas de los números primos: «Una
peculiaridad de la teoría de los números es que una buena parte se podría publicar en los
diarios, y haría ganar nuevos lectores al Daily Mail». Opinaba que los números primos
guardaban misterio suficiente para intrigar al lector y que además eran lo bastante sencillos
como para que cualquiera pudiera empezar a explorar su magia. Más que cualquier otro
matemático de su época, Hardy trabajó arduamente para comunicar una parte de esta pasión por
su disciplina, y no creía que su placer secreto debiera reservarse para los que están en las torres
de marfil de los ambientes académicos.
Tal como indica el tercero de sus propósitos para el nuevo año, la iglesia en la que de
pequeño descomponía los números de los himnos en producto de números primos tuvo un
efecto profundo en él. Muy pronto se convirtió en un despiadado adversario de la idea de la
existencia de Dios y de los signos externos de la religión. Durante toda su vida mantuvo una
batalla permanente con Dios, intentando demostrar la imposibilidad de su existencia. Su lucha
acabó siendo tan personal que, paradójicamente, terminó por evocar a aquella figura cuya
existencia tan vehementemente deseaba negar. Cuando iba a ver los partidos de cricket llevaba
consigo una batería de armas anti-Dios para conjurar cualquier posibilidad de lluvia. Aunque
no hubiera ni una nube en el cielo, llegaba al estadio con cuatro chaquetas, un paraguas y un
fardo de trabajo pendiente bajo el brazo. Explicaba a sus vecinos de localidad que estaba
intentando inducir a Dios a pensar que él esperaba que lloviera para tener la posibilidad de
avanzar un poco de trabajo. Su idea era que Dios, su enemigo jurado, haría resplandecer el sol
con el único objetivo de destruir cualquier posibilidad de utilizar aquel tiempo para hacer
matemáticas.
Un día de verano, Hardy quedó decepcionado al ver que bruscamente se interrumpía el
partido de cricket que presenciaba porque el bateador se había quejado de un rayo de luz que lo
deslumbraba y que procedía de la tribuna en la que él se sentaba. Pero su irritación se
transformó en alegría cuando pidieron a un voluminoso sacerdote que se sacara una gigantesca
cruz plateada que llevaba colgada del cuello, ya que reflejaba la luz del sol. Hardy no pudo
contenerse y durante toda la pausa estuvo mandando postales a sus amigos para darles cuenta
de la aplastante victoria del cricket sobre el clero.
En septiembre, una vez terminada la temporada del cricket, Hardy acostumbraba a visitar a
Harald Bohr en Copenhague antes del inicio del curso académico inglés. Los dos tenían un
ritual de trabajo cotidiano; cada mañana ponían sobre la mesa una hoja de papel en la cual
Hardy escribía lo que sería su trabajo del día: demostrar la hipótesis de Riemann. Hardy
cultivaba la esperanza de que las ideas que Bohr había desarrollado durante sus visitas a
Gotinga pudieran proporcionar un recorrido que condujera a la demostración. El resto de la
jornada podían dedicarlo a pasear y a charlar, o a garabatear notas. Una y otra vez sus esfuerzos
no consiguieron el progreso que Hardy tanto esperaba alcanzar.
En una ocasión, poco después de la marcha de Hardy camino de Inglaterra para el inicio de
un nuevo curso académico, Bohr recibió una tarjeta postal. El corazón no le cabía en el pecho
al leer las palabras de Hardy: «Tengo la demostración de la hipótesis de Riemann. La postal es
demasiado pequeña para la demostración». Finalmente, Hardy había superado el punto muerto.
Aquella postal, sin embargo, tenía algo extrañamente familiar: en la mente de Bohr flotaban los
excitantes comentarios que Fermat había como escrito al margen. Hardy era demasiado
bromista para que se le hubiera escapado el toque de ironía de la postal. Bohr decidió aplazar
las celebraciones y esperar posteriores detalles de Hardy. Como era de prever, la postal no
supuso el anunciado paso adelante que Bohr había esperado: Hardy estaba jugando una de sus
partidas con Dios.
Cuando Hardy tenía que empezar su travesía por el mar del Norte en el barco que debía
trasladarlo de Dinamarca a Inglaterra, el mar estaba insólitamente agitado. El barco no era muy
grande y Hardy empezó a temer por su vida. Entonces se procuró una póliza de seguros muy
personal: mandó a Bohr la tarjeta con el anuncio del falso descubrimiento. Si la principal
pasión de la vida de Hardy consistía en demostrar la hipótesis de Riemann, sin duda la segunda
era su guerra con Dios. Sabía que Dios nunca consentiría que se hundiera el barco dando al
mundo la impresión de que Hardy y su presunta demostración se habían ahogado y perdido
para siempre. El plan de Hardy funcionó y llegó a Inglaterra sano y salvo.
Es probable que la pasión maníaca de Hilbert por la hipótesis de Riemann, combinada con
el carácter pintoresco y carismático del matemático inglés, contribuyeran a llevarla a la cima de
la lista de los problemas más ambicionados de las matemáticas. El estilo expresivo de la
escritura de Hardy, que encuentra una manifestación ejemplar en la Apología de un
matemático, tuvo un papel decisivo en la promoción de la importancia de la teoría de los
números y de lo que consideraba como problema central en este campo. No deja de sorprender
que, con todo el énfasis que, en la Apología de un matemático, pone Hardy en la belleza y la
estética de las matemáticas, la belleza de sus meritorias demostraciones a menudo queda
oscurecida por la masa de detalles técnicos necesarios para llegar a sus conclusiones. La mayor
parte de las veces el éxito no fue tanto el fruto de una gran idea como el resultado de un duro y
largo trabajo.
El libro que probablemente encendió en Hardy el deseo de convertirse en matemático no
tenía nada que ver con las matemáticas. Era una historia relacionada con las delicias de la vida
en la mesa académica del Trinity College, donde comen los profesores y otras autoridades.
Quedó fascinado con la escena de los profesores que beben oporto en la sala reservada para
ellos, la Sénior Combination Room, en la novela A Fellow of Trinity. Hardy reconoció haber
elegido estudiar matemáticas porque «es lo único que sé hacer bien… Hasta que llegué a
obtener una, para mí las matemáticas significaban ante todo una plaza de profesor en el
Trinity».
Para conseguirla tuvo que superar la extenuante serie de exámenes que exigía el sistema
universitario de Cambridge. Muy pronto, Hardy comprendió que una consecuencia perversa del
sistema de exámenes sobre la resolución de problemas técnicos y enigmas matemáticos era que
pocos, incluso tras terminar su licenciatura en matemáticas, eran conscientes de su verdadera
esencia. En 1904 un profesor de Gotinga hizo una parodia del tipo de problemas que los
estudiantes ingleses tenían que resolver: «Sobre un puente elástico se encuentra un elefante de
masa despreciable; sobre su trompa se posa un mosquito de masa m. Calcular las vibraciones
del puente cuando el elefante aparta el mosquito haciendo girar su trompa». Los estudiantes
tenían que citar los Principia de Newton como si se tratara de la Biblia. Los resultados se
reconocían más por la página en que se encontraban que por su auténtico significado. Según
Hardy, aquel sistema contribuyó a prolongar el período en el que Gran Bretaña se vio reducida
a un desierto matemático. Los matemáticos ingleses aprendían a tocar su música cada vez más
deprisa, pero no tenían la menor noción de la estupenda música matemática que habrían podido
oír una vez dominadas las escalas.
Hardy atribuía su propia iluminación matemática al libro del matemático francés Camille
Jordán: Course d’Analyse, que le abrió los ojos sobre las matemáticas que estaban floreciendo
en el continente: «Nunca olvidaré el asombro con el que leí aquella obra extraordinaria… y
mientras la leía comprendí por primera vez lo que realmente significaban las matemáticas».
La elección de Hardy como profesor del Trinity en 1900 lo liberó del peso de los exámenes
y le concedió la libertad para explorar el auténtico mundo matemático.

LITTLEWOOD, EL MATON DE LAS MATEMÁTICAS

En 1910 Hardy se encontró en el Trinity College con un matemático ocho años más joven
que él: J. E. Littlewood. Terminarían por pasar los treinta y siete años siguientes como una
especie de Scott y Oates de las matemáticas, una pareja de intrépidos exploradores del mundo
de los números, adentrándose en las nuevas tierras cuyas puertas se habían abierto en el
continente. Su colaboración dio lugar a casi cien publicaciones. Bohr solía bromear diciendo
que en aquella época había tres grandes matemáticos: Hardy, Littlewood y Hardy-Littlewood.
Cada uno de ellos aportaba al equipo sus cualidades específicas. Littlewood era el
pendenciero que cuando preparaba el asalto a un problema lo hacía sacando brillo a sus
pistolas: para él, el placer consistía en poner de rodillas el problema difícil. Hardy, por el
contrario, valoraba la belleza y la elegancia. Todo ello se trasladaba a sus publicaciones: Hardy
tomaba las notas de Littlewood y les añadía lo que ellos llamaban la «cháchara» para producir
la prosa elegante que nunca dejaba de acompañar sus demostraciones.
Es curioso cómo los estilos de ambos matemáticos se reflejaban en su apariencia física.
Hardy era un galán, una de esas personas cuyo aspecto conserva la marca de la juventud
aunque la fecha de caducidad haya pasado hace tiempo. Los primeros días tras su elección
como profesor del Trinity College varias veces le llamaron la atención en la Senior
Combination Room al confundirlo con un estudiante que se hubiera perdido por aquellos
pasillos laberínticos del College. Littlewood, por su parte, era tosco: «un auténtico personaje
salido de Dickens», como observó un matemático. Era fuerte y ágil de cuerpo y mente. Igual
que Hardy, era aficionado al cricket y buen bateador. Su otra pasión era la música, por la que
Hardy no sentía la menor atracción. Ya mayor, aprendió por su cuenta a tocar el piano.
Encontraba un profundo placer con la música de Bach, Beethoven y Mozart. Opinaba que la
vida era demasiado breve para malgastarla con compositores de segundo orden.
También los separaba la sexualidad: se sabe que, muy probablemente, Hardy era
homosexual. Sin embargo él mantenía una gran discreción al respecto, aunque en Cambridge la
homosexualidad era casi más aceptable que el matrimonio: en aquella época, los profesores de
Oxford y Cambridge tenían que renunciar a su puesto en caso de casarse. Littlewood afirmó
que Hardy era un «homosexual no practicante». A los ojos de todos, en cambio, Littlewood era
un mujeriego. Aunque en este terreno no llegó al nivel de Hilbert, mantuvo relaciones íntimas
con la esposa de un médico del lugar, con quien pasaba las vacaciones de verano en Cornualles.
Años más tarde, al mirarse en el espejo, uno de los hijos de la mujer comentó su extraordinario
parecido con el tío John: «No hay nada sorprendente», respondió ella. «Es tu padre».
Tal y como corresponde a dos matemáticos, la colaboración de Hardy y Littlewood se
basaba en axiomas muy claros:
Axioma 1. No importaba si lo que se escribían el uno al otro era cierto o falso.

Axioma 2. No había ninguna obligación de contestar una carta del otro. Ni siquiera había
obligación de leerla.

Axioma 3. Tenían que esforzarse para no pensar en las mismas cosas.

Y, finalmente, el axioma más importante de todos:


Axioma Para evitar cualquier discusión, todas sus publicaciones científicas llevaban la
4. firma de ambos, con independencia de si uno u otro no hubiera ni siquiera
contribuido a su elaboración.

Bohr resumió así su relación: «Nunca hubo una colaboración tan importante y cordial que
se fundara sobre axiomas aparentemente tan negativos». Todavía hoy los matemáticos hablan
de «jugar con las reglas de Hardy-Littlewood» cuando desarrollan un trabajo conjunto. Bohr
comprobó que Hardy respetaba el segundo axioma cuando colaboraba con él en Copenhague.
Recordaba las voluminosas cartas de temas matemáticos de Littlewood que llegaban a diario, y
cómo Hardy, imperturbable, las tiraba en un rincón de la habitación comentando con desdén:
«Supongo que un día u otro tendré que leerlas». Mientras estaba en Copenhague, sólo una cosa
ocupaba la mente de Hardy: la hipótesis de Riemann. A menos que Littlewood le enviara una
demostración de la hipótesis, sus cartas estaban destinadas a terminar en un rincón.
Según narra Harold Davenport, un estudiante de Littlewood, faltó poco para que la
hipótesis de Riemann provocara una fractura entre Hardy y Littlewood. Hardy escribió una
novela de misterio en la que un matemático demostraba la hipótesis de Riemann para ser
asesinado por otro matemático que luego se atribuía la paternidad de la demostración.
Littlewood montó en cólera. El problema no era que Hardy hubiera violado el axioma 4 sobre
la obligación de citarlo como coautor de la historia; Littlewood estaba convencido de que el
personaje del asesino se inspiraba en él, y exigió que el manuscrito nunca llegara a ver la luz.
Hardy cedió y las matemáticas quedó privada de esta pequeña joya literaria.
Littlewood había ido ascendiendo entre los estudiantes de matemáticas de Cambridge
utilizando todas las estratagemas que el sistema de exámenes requería. Consiguió alcanzar la
cumbre al obtener el ambicionado título de sénior wrangler, que compartió con otro estudiante
llamado Mercer. En Cambridge los sénior wranglers eran celebridades, hasta el extremo de que
al final del curso académico se ponía en venta su fotografía. Probablemente los compañeros de
estudios de Littlewood ya intuyeron que aquello era el inicio de una extraordinaria carrera.
Cuando un amigo fue a comprar una de sus fotografías le respondieron: «Me temo que el señor
Littlewood está agotado, pero todavía nos quedan bastantes del señor Mercer».
Littlewood era consciente de que los exámenes universitarios tenían muy poco que ver con
la verdadera esencia de las matemáticas, que eran simples juegos técnicos que había que
superar antes de pasar a la siguiente fase: «Los juegos que practicábamos me resultaban fáciles,
y conseguía una cierta satisfacción poniendo en práctica estas habilidades». Ansiaba poner en
práctica aquel arte que había aprendido para alcanzar objetivos más creativos. Su entrada a la
investigación matemática seria resultó una especie de bautismo de fuego.
Ya libre de exámenes, Littlewood estaba impaciente por gozar de unas largas vacaciones
estivales para sumergirse en cuerpo y alma en la investigación. Pidió a su tutor, Ernest Barnes,
un problema apropiado para roer. Barnes, que más adelante sería nombrado obispo de
Birmingham, reflexionó por un momento, y entonces recordó una interesante función que
todavía no había sido abordada por nadie: quizá Littlewood podría determinar los ceros de esa
función. Barnes escribió la definición de la función para que Littlewood pudiera llevársela a
veranear: «Se llama función zeta», dijo Barnes, con aire inocente. Littlewood salió del
despacho con el folio en la mano, inconsciente de que lo que Barnes le había sugerido era que
pasara el verano intentando demostrar la hipótesis de Riemann.
Barnes no había explicado a Littlewood el marco histórico en que se encuadraba el
problema, lo que le habría revelado su dificultad. Es probable que el tutor de Littlewood no
conociera la existencia de un nexo entre los ceros de la función zeta y los números primos y,
simplemente, considerara interesante la pregunta: ¿dónde produce esta función un valor igual a
cero? Peter Sarnak, uno de los autores de referencia en los intentos modernos de demostración
de la hipótesis de Riemann, explica: «En realidad se trataba de la única función analítica que,
ya entrados en el siglo XX, los matemáticos todavía no comprendían». Tal como observó sir
Peter Swinnerton-Dyer, que había sido uno de sus alumnos, en las exequias de Littlewood, el
hecho de que «Barnes creyera que [la hipótesis de Riemann] era idónea para un estudiante de
investigación, aunque fuera el más brillante, y que Littlewood debiera de afrontarla sin vacilar»
da una idea clara de hasta qué punto era desastroso el estado en que languidecía las
matemáticas inglesa antes de que Hardy y Littlewood ejercitaran su influjo positivo.
Littlewood luchó todo el verano, enfrentándose con el problema de aspecto inocente que
Barnes le había propuesto. A pesar de que sus intentos de determinar los ceros no tuvieron
ningún éxito, lo que encontró lo llenó de satisfacción. Como había descubierto Riemann
cincuenta años antes, Littlewood comprendió que aquellos ceros podían revelar algo sobre los
números primos. A pesar de que en el continente estaba claro desde los tiempos de Riemann,
en Inglaterra el nexo entre la función zeta y los números primos todavía no se comprendía bien.
Littlewood se estremeció ante lo que creía una conexión inédita, y en septiembre de 1907 dio
cuenta de ella en la disertación con la que se postulaba como profesor investigador del Trinity.
El hecho de que Littlewood creyera que su descubrimiento era original es una nueva
confirmación de hasta qué punto estaban aisladas las matemáticas en Inglaterra.
Hardy, que era uno de los pocos que en Inglaterra estaban informados sobre los recientes
progresos de Hadamard y de la Vallée-Poussin, sabía que aquel resultado no era tan original
como Littlewood suponía. Pero reconoció su potencial y, aunque aquel año Littlewood no
consiguió convertirse en profesor del College, se llegó a un pacto entre caballeros que
garantizaba su nombramiento en la primera ocasión posible. Littlewood se reunió con Hardy en
el Trinity College en octubre de 1910.
Cambridge empezaba a florecer ahora que abría sus puertas a las influencias del otro lado
del Canal. Viajar entre el continente e Inglaterra se estaba haciendo más fácil, y Hardy y otros
académicos se esforzaban en visitar muchos de los centros culturales de Europa. Los nuevos
contactos que establecían favorecieron el flujo de revistas, libros e ideas nuevas del exterior. El
Trinity College, en concreto, se convirtió en una comunidad extraordinariamente dinámica
durante los primeros años del siglo XX. La Senior Combination Room dejó de ser un club de
aristócratas para convertirse en un lugar de investigación. La conversación en la mesa principal
ya no se limitaba al oporto y al clarete, sino que se impregnaba de las más nuevas ideas. En el
Trinity, además de Hardy y Littlewood, trabajaban los dos filósofos en activo más eminentes de
Inglaterra: Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein. Ambos luchaban con los mismos
problemas relacionados con los fundamentos lógicos de las matemáticas que tanto habían
interesado a Hilbert. Y Cambridge vibraba con los grandes progresos obtenidos en física por J.
J. Thomson, que ganó un premio Nobel por el descubrimiento del electrón, y por Arthur
Eddington, que había confirmado la convicción de Gauss y de Einstein de que el espacio era en
realidad curvo y no euclidiano.
La gran colaboración entre Hardy y Littlewood se alimentó con la oportuna llegada,
procedente de Gotinga, de un libro de Landau sobre los números primos. La publicación en
1909 de su obra en dos volúmenes: Handbuch der Lehre von der Verteilung der Primzahlen
[Manual de teoría de la distribución de los números primos] hizo que muchos se sumaran a la
maravilla de las relaciones entre los números primos y la función zeta. Antes de aparecer el
libro de Landau, la historia de Riemann y los números primos era casi completamente
desconocida entre la comunidad matemática. Como Hardy reconoció en su necrológica sobre
Landau (escrita con Hans Heilbronn): «el libro transformó la materia, hasta entonces terreno de
caza de algunos audaces héroes, en uno de los campos más fértiles de los últimos treinta años».
Fue el libro de Landau el que permitió a Hardy demostrar en 1914 que existían infinitos ceros
sobre la recta crítica de Riemann. Motivado por sus experiencias estudiantiles sobre la función
zeta, también Littlewood se animó a hacer su primera contribución importante a la materia.
Demostrar un teorema que Gauss consideraba cierto pero que no fue capaz de demostrar se
considera una prueba de la valentía de un matemático. Demostrar la falsedad de uno de tales
teoremas lo colocaba en otra categoría. No es frecuente que una intuición de Gauss resulte
equivocada. Había inventado una función, el logaritmo integral Li(N), y había predicho que nos
proporcionaría la cantidad de números primos no mayores que N con precisión creciente al
aumentar el valor de N. Hadamard y de la Vallée-Poussin habían grabado sus nombres en la
historia de las matemáticas al demostrar que Gauss tenía razón. Pero Gauss había planteado una
segunda conjetura: que su logaritmo integral siempre sobreestimaría la cantidad de números
primos, es decir, que en ningún caso predeciría la existencia de menos números primos de los
que efectivamente hubiera entre 1 y N. Ello contrastaba con el perfeccionamiento que introdujo
Riemann, según el cual los valores fluctúan entre subestimaciones y sobreestimaciones de la
verdadera cantidad de números primos.
En la época en la que Littlewood empezó a ocuparse del tema, la segunda conjetura de
Gauss se había confirmado para todos los números hasta 10.000.000. En tiempos de Gauss
cualquier científico experimental habría aceptado diez millones de testimonios como
confirmación absolutamente convincente de la hipótesis de Gauss: las ciencias que no sufren de
una adicción tal a la demostración, y muestran un mayor respeto por los resultados
experimentales, habrían estado absolutamente satisfechas de aceptar la conjetura de Gauss
como una piedra fundacional sobre la que podían empezar a construirse nuevas teorías. En la
época de Littlewood, unos cien años más tarde, era plausible que el edificio matemático se
elevara sobre tales fundamentos. Pero en 1912 Littlewood descubrió que, en contra de todas las
previsiones, la hipótesis de Gauss era un espejismo. La piedra angular se desintegró en polvo
bajo su ojo indagador. Demostró que, cuando seguimos contando, antes o después se llega a
una región numérica en la que el logaritmo integral de Gauss pasa de una sobreestimación a
una subestimación de la verdadera cantidad de números primos.
Littlewood consiguió también demoler otra idea que se estaba convirtiendo en una
referencia: muchos opinaban que el perfeccionamiento que Riemann había aportado a la
estimación de la cantidad de números primos propuesta por Gauss proporcionaría estimaciones
cada vez más precisas; Littlewood demostró que, aunque el perfeccionamiento de Riemann
resultaba más preciso cuando nos movemos en el ámbito de los primeros millones de números,
cuando nos trasladamos a distancias mayores en el universo de los números la estimación de
Gauss resultaba más precisa.
El descubrimiento de Littlewood era especialmente notable por el hecho de que el
logaritmo integral de Gauss empieza a proporcionar una subestimación de la cantidad de
números primos sólo en regiones numéricas que probablemente nunca alcanzaremos.
Littlewood ni siquiera podía prever hasta dónde deberíamos llegar para observar alguno de
estos fenómenos. De hecho, hasta hoy nadie ha conseguido avanzar lo suficiente como para
llegar a una región numérica en la que el logaritmo integral de Gauss dé una subestimación de
la cantidad de primos. Si estamos en condiciones de afirmar que en un cierto punto la
predicción original de Gauss resultará falsa, es sólo gracias al análisis teórico de Littlewood y
al poder de la demostración matemática.
Algunos años más tarde, en 1933, un estudiante de Littlewood llamado Stanley Skewes
estimó que sólo cuando se contaran los números primos hasta 1010 hallaríamos una
1034

subestimación del número de primos por parte del logaritmo integral de Gauss. Se trata de un
número absurdamente grande: números tan grandes a menudo producen comparaciones con la
cantidad de átomos que existen en el universo visible, que según las mejores estimaciones está
en torno a los 1078; pero el número que sugirió Skewes hace imposible incluso esta
comparación. Se trata de un número que empieza por 1 y continúa con tantos ceros que, si
escribiéramos un cero sobre cada átomo del universo, no llegaríamos a ninguna parte. Hardy
señaló que el número de Skewes, que así pasó a llamarse, era sin ninguna duda el mayor
número que jamás se había considerado en una demostración matemática.
La demostración de la estimación de Skewes era interesante por otro motivo: se trata de uno
de los millares de demostraciones que comienzan con la frase: «supongamos que es cierta la
hipótesis de Riemann». Skewes podía dar valor a su demostración sólo presuponiendo que la
hipótesis de Riemann es correcta, es decir, que todos los puntos al nivel del mar en el espacio
zeta se encuentran efectivamente sobre la recta que pasa por y. Sin este supuesto, los
matemáticos de los años treinta del siglo pasado no podían afirmar con certeza hasta dónde
había que ir contando hasta descubrir que el logaritmo integral de Gauss proporcionaba una
subestimación de la cantidad de números primos. Sin embargo, en este caso específico los
matemáticos hallaron por fin un modo de evitar la ascensión al monte Riemann. El mismo
Skewes determinó un número todavía más grande, que sería válido aunque la hipótesis de
Riemann resultara falsa.
Lo más curioso es que, en contraste con su resistencia a aceptar la segunda conjetura de
Gauss, la confianza de los matemáticos en la validez de la hipótesis de Riemann empezaba a
ser lo bastante firme como para atreverse a edificar sobre ella aunque no estuviera demostrada.
La hipótesis de Riemann se estaba convirtiendo ya en un componente estructural del edificio
matemático. También es posible que se tratara tanto de una cuestión de pragmatismo como de
confianza: un número de matemáticos cada vez mayor se topaba con la hipótesis de Riemann
obstaculizando sus progresos; sólo tenían posibilidades de avanzar si presuponían su veracidad.
Sin embargo, tal como Littlewood había dejado claro en el caso de la segunda conjetura de
Gauss, los matemáticos tienen que estar preparados para un posible derrumbamiento de todo lo
construido sobre la hipótesis de Riemann si alguien hallara un simple cero de la función zeta
fuera de la recta crítica.
La demostración de Littlewood tuvo un efecto psicológico muy fuerte sobre la percepción
de las matemáticas y en particular sobre la manera de observar los números primos: aquella
demostración supuso una seria advertencia a quien se dejara impresionar por una gran
acumulación de indicios. Dejaba al descubierto que los números primos eran maestros del
camuflaje: estos números esconden si verdadero carácter en los rincones más recónditos del
universo numérico, tan profundamente, que la posibilidad de ser testigos oculares de su
auténtica naturaleza probablemente supera la capacidad de cálculo de los seres humanos, de
manera que se puede observar su comportamiento real sólo a través de los penetrantes ojos de
la demostración matemática abstracta.
La demostración de Littlewood proporcionó también la munición ideal para los que
defendían que había una diferencia esencial entre las matemáticas y las demás ciencias. Los
matemáticos ya no podían contentarse con el experimentalismo propio de las matemáticas de
los siglos XVII y XVIII, cuando se planteaban teorías tras realizar unos pocos cálculos. El
empirismo dejaba de ser un medio apto para la exploración del mundo matemático. En las otras
ciencias, millones de datos pueden constituir una prueba suficiente sobre la que basar una
teoría, pero Littlewood había mostrado que en matemáticas esto significaba moverse en terreno
minado. A partir de ahora, la demostración lo sería todo: sin una prueba irrefutable no se
podían tener certezas.
A medida que aumentaba el número de matemáticos que se veían obligados a suponer
cierta la hipótesis de Riemann, se hacía más y más imperativo asegurarse de que en cualquier
remota región del espacio de Riemann no hubiera ceros que se apartaran de la recta crítica.
Hasta que no se consiguiera, los matemáticos vivirían siempre con el temor de que la hipótesis
de Riemann pudiera resultar falsa.
6
RAMANUJAN, EL MÍSTICO MATEMÁTICO

Una ecuación no significa nada para mí a menos que exprese un pensamiento de Dios.
SRINIVASA RAMANUJAN

Mientras Hardy y Littlewood avanzaban fatigosamente a través del extraño espacio de


Riemann, a cinco mil millas de distancia, en las oficinas de la capitanía del puerto de Madrás,
en la India, un joven empleado llamado Srinivasa Ramanujan había desarrollado una obsesión
por el misterio embriagador del flujo irregular de los números primos. En lugar de ocuparse del
tedioso deber de mantener los registros contables, para lo que había sido contratado, pasaba su
tiempo llenando cuadernos de observaciones y cálculos en búsqueda de lo que dictaba el ritmo
a aquellos extraños números. Ramanujan contaba los números primos sin tener la menor noción
de la sofisticada perspectiva que se había elaborado en Occidente. Carente de una instrucción
formal, no tenía el respeto reverencial que mostraban Hardy y Littlewood hacia la teoría de los
números y hacia los números primos en particular, que Hardy definía como «la más difícil de
todas las ramas de las matemáticas puras». Desvinculado de toda tradición matemática,
Ramanujan se sumergió en los números primos con un entusiasmo casi infantil. Su candor,
combinado con una extraordinaria predisposición natural para las matemáticas, se reveló como
su gran fuerza.
En Cambridge, Hardy y Littlewood estudiaban ávidamente la maravillosa historia de los
números primos desarrollada en el libro de Landau; en la India, la obsesión de Ramanujan por
los primos se había inspirado en un libro mucho más elemental, pero con consecuencias
igualmente amplias. Hay algunos momentos decisivos en la vida de un joven científico que a
veces pueden identificarse como fundamentales para su futuro desarrollo, para Riemann se
trató del libro de Legendre que le dieron cuando era estudiante: aquel libro depositó la semilla
que habría de germinar en una fase posterior de su vida. Para Hardy y Littlewood, el libro de
Landau tuvo una influencia muy fuerte. En 1903, a los quince años, Ramanujan descubrió una
copia de A synopsis of Elementary Results in Puré and Applied Mathematics de George Carr.
Excepto por su relación con Ramanujan, el libro de Carr y la vida de su autor tienen escasa
importancia, pero para Ramanujan fue importante la estructura del libro: era una lista de unos
4.400 resultados clásicos de las matemáticas; sólo resultados, sin demostraciones. Ramanujan
aceptó el reto y dedicó los años siguientes a estudiar a fondo el libro y a explicar cada una de
las afirmaciones que describía. Como tenía poca familiaridad con el estilo occidental de
demostración, Ramanujan tuvo que crear sus propias matemáticas. El hecho de no estar atado
por la camisa de fuerza de las formas convencionales de pensamiento le dio la libertad de
moverse a placer, y no pasó mucho tiempo antes de que su libreta se llenara de ideas y
resultados que no aparecían en el libro de Carr.
Euler se había devanado los sesos con muchas de las afirmaciones no demostradas de
Fermat. En las aproximaciones de Ramanujan a los problemas matemáticos podemos reconocer
el mismo espíritu de Euler: poseía una capacidad fantástica de intuir la manera de dar vueltas y
más vueltas a las fórmulas hasta hacer emerger nuevas perspectivas. Sintió una gran emoción
cuando descubrió por su cuenta la relación que los números imaginarios proporcionan entre la
función exponencial y las ecuaciones que describen las ondas sonoras. Pero su alegría se
transformó en desesperación cuando, pocos días después, el joven empleado indio descubrió
que Euler se le había adelantado unos ciento cincuenta años. Humillado y desanimado,
Ramanujan escondió sus cálculos en el desván de su casa.
La comprensión del significado de la creatividad matemática es, en el mejor de los casos,
difícil, pero la forma de proceder de Ramanujan siempre tuvo algo de misterioso: afirmaba que
la diosa Namagiri, protectora de su familia y consorte de Narashima, el dios león, cuarta
encarnación de Vishnu, le aportaba sus ideas en sueños. En la aldea de Ramanujan algunos
creían que la diosa tenía el poder de exorcizar los demonios; para Ramanujan, Namagiri era la
explicación de los relámpagos de iluminación que desencadenaban su flujo ininterrumpido de
descubrimientos matemáticos.
Ramanujan no es el único ejemplo de matemático para quien el mundo de los sueños resulta
ser un territorio fértil para la exploración matemática. Dirichlet tenía las Disquisitiones
arithmeticae bajo la almohada, esperando recibir la inspiración para comprender las
afirmaciones a menudo crípticas que contenía el libro. En los sueños es como si la mente se
liberara de las barreras del mundo real y tuviera la libertad de abrir caminos que se excluyen en
estado consciente. Ramanujan parecía capaz de inducir este estado onírico en sus horas de
vigilia: un trance así está muy cerca del estado mental que la mayoría de los matemáticos
intenta conseguir.
Hadamard, que se hizo famoso demostrando el teorema de los números primos, estaba
fascinado por lo que ocurre en la mente de un matemático creativo. Puso sus ideas por escrito
en un libro titulado The Psychology of Invention in the Mathematical Field, que publico en
1945, donde avanzaba poderosas tesis sobre el papel del subconsciente. Actualmente los
neurólogos se interesan cada vez más por los mecanismos de la mente matemática, porque
podrían ayudar a conocer el funcionamiento del cerebro. A menudo es en los períodos de
reposo o de sueño donde se concede a nuestro cerebro la libertad de jugar con ideas que se han
implantado en el cerebro durante una actividad intelectual consciente.
En su libro, Hadamard dividía el acto del descubrimiento matemático en cuatro etapas:
preparación, incubación, iluminación y verificación. Si Ramanujan tenía un don natural para la
tercera etapa, claramente le faltaba talento para la cuarta. La simple iluminación le bastaba,
pero no consideraba la etapa de verificación. Quizás el hecho de no estar presionado por la
responsabilidad de la demostración le concedía la libertad de descubrir nuevos caminos en el
páramo matemático. Su estilo intuitivo contrastaba con las tradiciones científicas de Occidente;
como escribió Littlewood más adelante: «de hecho no poseía una idea muy clara de lo que se
entiende por demostración; si del conjunto de la mezcla de indicios y de intuiciones extraía una
certeza, no iba más allá».
Las escuelas indias debían mucho a las ideas que había introducido el Imperio británico, sin
embargo, el sistema didáctico inglés, que tan útil había sido para Hardy y Littlewood, no fue de
ninguna ayuda para el joven Ramanujan en la India: en 1907, mientras la tesis doctoral de
Littlewood recibía una calurosa acogida en Cambridge, Ramanujan suspendía por tercera y
definitiva vez los exámenes de admisión en el College. Ciertamente, habría superado aquellos
exámenes si sólo se hubiera tratado de matemáticas, pero se le pedían también conocimientos
de inglés, de historia, de sánscrito e incluso de fisiología. Como buen brahmán, Ramanujan era
rigurosamente vegetariano, y para él la disección de ranas y conejos era intolerable. Pero el
fracaso, aunque significó que no podría ingresar en la Universidad de Madrás, no extinguió el
fuego matemático que ardía en su interior.
En 1910, Ramanujan esperaba impacientemente que sus ideas recibieran alguna forma de
reconocimiento; en particular, le interesaba una fórmula que parecía proporcionar una cuenta
extraordinariamente precisa de los números primos. En un principio había experimentado la
frustración que casi todos sufren al intentar domesticar esta salvaje secuencia de números, pero
Ramanujan sabía hasta qué punto los números primos son fundamentales para las matemáticas,
y no abandonó su convicción de la existencia de una fórmula capaz de explicarlos. Como
comentó Littlewood más adelante: «¿qué gran matemático hubiera sido Ramanujan cien o
ciento cincuenta años antes? ¿Qué habría ocurrido si hubiera entrado en contacto con Euler en
el momento oportuno?… Pero el gran período de las fórmulas parece que ya ha pasado». Sin
embargo, Ramanujan no había estado sometido al cambio de perspectiva que indujo Riemann:
estaba decidido a hallar una fórmula que produjera los números primos, y estaba ansioso por
explicar sus descubrimientos a cualquiera que pudiese apreciar sus ideas.
La impresión que producían sus cuadernos y la influencia de la red brahmánica le
garantizaron un empleo de contable en la capitanía del puerto de Madrás. Incluso empezó a
publicar sus ideas en el Journal of the Indian Mathematical Society, y su nombre había llamado
la atención de las autoridades británicas. C. L. T. Griffith, que trabajaba en el Instituto de
Ingeniería de Madrás, reconoció que la obra de Ramanujan era la de un «matemático notable»,
pero no se sentía capaz de comprenderla o de criticarla. En consecuencia, decidió pedir la
opinión de uno de los profesores que le habían enseñado matemáticas cuando estudiaba en
Londres.
Al faltarle una preparación formal, Ramanujan había elaborado un muy personal estilo
matemático. Por ello no tiene nada de extraño que, cuando el profesor Hill del University
College de Londres recibió las cartas en las que Ramanujan afirmaba haber demostrado que 1 +
2 + 3 + 4 + … + ∞ = −1/12, liquidó buena parte de ellas por tratarse de un sin sentido. Una
fórmula así se presenta como ridícula incluso a un ojo no calificado: ¡sumar todos los números
enteros y obtener como resultado una fracción negativa es claramente la obra de un loco! «El
señor Ramanujan ha caído en las trampas del tema más bien difícil de las series divergentes»,
escribió el profesor a Griffith.
A pesar de todo, el juicio de Hill no fue totalmente negativo. Animado por esos
comentarios, Ramanujan decidió tentar a la suerte y escribir directamente a algunos
matemáticos de Cambridge. Dos de los destinatarios no consiguieron penetrar en el mensaje
que se escondía detrás de la extraña matemática de Ramanujan y rechazaron su petición de
ayuda. Pero luego la carta de Ramanujan fue a parar al escritorio de Hardy.
Las matemáticas parecen tener el poder de atraer a los excéntricos, y quizás una parte de la
responsabilidad ha de atribuirse a Fermat. El modelo de carta de rechazo de Landau da
testimonio de la cantidad de respuestas absurdas que se reciben procedentes de individuos que
reivindican su derecho a recibir el premio Wolfskehl por haber resuelto el último teorema de
Fermat. Los matemáticos están acostumbrados a recibir cartas no solicitadas llenas de locas
teorías numerológicas; Hardy, por ejemplo, estaba acostumbrado a quedar sumergido en un
diluvio de manuscritos cuyos autores, como recordaba su amigo C. P. Snow, afirmaban haber
resuelto los misterios proféticos de la Gran Pirámide o descifrado los criptogramas que Francis
Bacon había escondido en los dramas de Shakespeare.
Hacía poco que Ramanujan había recibido un ejemplar del libro de Hardy: Orders of
Infinity, de parte de Ganapathy Iyer, un profesor de matemáticas de Madrás con quien pasaba
veladas enteras en la playa discutiendo de matemáticas. Mientras leía a Hardy, Ramanujan
debió de comprender que finalmente había encontrado a alguien capaz de apreciar sus ideas,
pero más tarde reconoció haber temido que sus sumas infinitas indujeran a Hardy «a hacerme
notar que mi destino era el manicomio». Había una afirmación de Hardy que interesaba
particularmente a Ramanujan: «Hasta hoy no se ha encontrado una expresión definida que
proporcione la cantidad de números primos menores que un número dado cualquiera».
Ramanujan había descubierto una expresión que creía que daba tal número con una precisión
casi absoluta, y ardía en deseos de saber lo que pensaría Hardy de su fórmula.
La primera impresión de Hardy, cuando encontró en el correo de la mañana el enorme sobre
de Ramanujan cubierto de sellos indios, no fue favorable: dentro había un manuscrito lleno de
teoremas extraños, delirantes, sobre la cuenta de los números primos, junto con resultados muy
conocidos que se presentaban como descubrimientos originales. En la carta adjunta, Ramanujan
declaraba que había «encontrado una función que da una representación exacta de la cantidad
de primos». Hardy sabía que se trataba de una afirmación estupenda, pero en el manuscrito no
aparecía ninguna fórmula; peor todavía: ¡no se demostraba nada! Para Hardy, la demostración
lo era todo. Una vez, hablando con Bertrand Russell en el comedor del Trinity College, dijo:
«Si yo consiguiera demostrar con la lógica que tú morirás dentro de cinco minutos, estaría
consternado por tu muerte inminente, pero mi dolor quedaría muy mitigado por el placer de la
demostración».
Según C. P. Snow, tras una ojeada al trabajo de Ramanujan, Hardy «no sólo se había
aburrido, sino que también estaba irritado. Daba la impresión de tratarse de un curioso fraude».
Pero antes del atardecer aquellos locos teoremas empezaron a ejercer su magia y Hardy
convocó a Littlewood para discutirlos después de cenar. A medianoche estaban descifrados.
Armados con los conocimientos necesarios para comprender el lenguaje no convencional de
Ramanujan, ahora Hardy y Littlewood se daban cuenta de que no se trataba de las
manifestaciones de un desequilibrado sino de la obra de un genio, de un matemático falto de
preparación formal pero, sin la menor duda, brillante.
Ambos comprendieron que la suma infinita aparentemente insensata de Ramanujan no era
otra cosa que el redescubrimiento del método para definir la parte que falta del paisaje zeta de
Riemann. La clave para decodificar la fórmula de Ramanujan consiste en expresar el número 2
como 1/(2−1) (2−1 es otra forma de escribir 1/2). Aplicando el mismo truco a cada número de la
suma infinita, Hardy y Littlewood reescribieron la fórmula de Ramanujan en la forma
siguiente:

Lo que tenían delante era la solución de Riemann para el cálculo de la función zeta cuando
se le introducía el número −1. Sin una instrucción formal, Ramanujan había recorrido todo el
camino solo y había reconstruido el descubrimiento que Riemann había hecho del paisaje zeta.
La carta de Ramanujan no podía haber llegado en mejor momento: gracias al libro de
Landau, Littlewood y Hardy estaban fascinados por las maravillas de la función zeta de
Riemann y por sus conexiones con los números primos. Y he aquí que Ramanujan afirmaba
tener una fórmula increíblemente precisa para calcular la cantidad de números primos que se
hallan en un intervalo numérico dado. Aquella misma mañana, Hardy había descartado esta
afirmación, convencido de que Ramanujan era uno de tantos desequilibrados que se dedican a
las matemáticas. Pero su trabajo de la tarde había colocado aquel sobre procedente de la India
bajo una luz completamente distinta.
Hardy y Littlewood debieron de quedar atónitos ante la afirmación de Ramanujan según la
cual su fórmula permitía calcular la cantidad de números primos hasta 100.000.000, «en
general sin ningún error y en algunos casos con un error de 1 o de 2». El problema radicaba en
que no daba ninguna fórmula. En efecto, toda la carta era profundamente frustrante para los dos
matemáticos, ya que para ellos era absolutamente fundamental disponer de una demostración.
Las fórmulas y las afirmaciones que llenaban la carta, en cambio, nunca se justificaban ni se
explicaba de dónde venían.
Hardy respondió a Ramanujan en términos muy positivos, pidiéndole que mandara las
demostraciones y mayores detalles sobre las fórmulas relativas a los números primos.
Littlewood añadió una nota pidiendo que les mandara la fórmula para los números primos y
«todas las demostraciones posibles, rápidamente». Los dos matemáticos estaban en ascuas ante
la respuesta de Ramanujan. Pasaron muchas cenas intentando descifrar otras partes de su
primera carta. Bertrand Russell escribió a un amigo que había encontrado «durante la cena a
Hardy y Littlewood en un estado de gran agitación, porque creían haber descubierto a un
segundo Newton, un empleado hindú de Madrás con un estipendio de 20 libras al año».
Puntualmente llegó una segunda carta de Ramanujan. Contenía varias fórmulas para
calcular la cantidad de números primos, pero faltaba todavía una demostración. «Qué
exasperante su carta en estas circunstancias» escribió Littlewood, y conjeturó que quizá
Ramanujan temía que Hardy tuviera la intención de robarle sus descubrimientos. Al estudiar
esta segunda carta, Hardy y Littlewood descubrieron que Ramanujan había concebido otro de
los descubrimientos fundamentales de Riemann: el perfeccionamiento de la fórmula de Gauss
para la cuenta de los números primos que introdujo Riemann era muy preciso, y además
Riemann había descubierto cómo usar los ceros del paisaje zeta para eliminar los errores que
todavía daba su fórmula; literalmente de la nada, Ramanujan había reconstruido una parte de la
fórmula que Riemann había ideado cincuenta años antes. La fórmula de Ramanujan incluía el
perfeccionamiento de Riemann sobre la estimación del número de primos que Gauss había
dado, pero no las correcciones que Riemann obtuvo utilizando los ceros de su paisaje.
¿Quizá Ramanujan estaba afirmando que los errores que producen los puntos a nivel del
mar se anulaban de alguna manera milagrosa? Fourier había proporcionado una explicación
musical de estos errores: cada cero es como un diapasón, y cuando vibran todos juntos estos
diapasones crean el ruido de los números primos. Quizá las ondas sonoras pueden combinarse
para producir el silencio si se anulan unas a otras. En un aeroplano se reduce el zumbido de los
motores creando ondas sonoras en el interior de la cabina para compensarlo, ¿podía ser que
Ramanujan estuviera afirmando que las ondas de los ceros de Riemann crearían silencio?
Durante las vacaciones de Pascua, Littlewood marchó a Cornualles con su amante y la
familia de ésta acompañado de una copia de la carta de Ramanujan. «Estimado Hardy —
escribió (nunca se llamaban el uno al otro por el nombre de pila)—, la cuestión de los números
primos está equivocada». Littlewood había conseguido demostrar que en ningún caso los
errores causados por aquellas ondas podrían anularse unos a otros para justificar lo que
afirmaba Ramanujan, es decir, que su reconstrucción de la fórmula de Riemann no era tan
precisa como él afirmaba. Siempre habría ruido, por más lejos que llegáramos a contar.
Ocurrió que el análisis de Littlewood, estimulado por la carta de Ramanujan, lo llevó a una
nueva intuición interesante sobre la obra de Riemann. La hipótesis de Riemann era importante
para los matemáticos porque implicaba que la diferencia entre la estimación de Gauss y la
verdadera cantidad de números primos comprendidos entre 1 y N sería muy pequeña en
relación con N; en realidad nunca habría sido mayor que la raíz cuadrada de N. Pero si se
hubiera hallado un simple cero fuera de la recta mágica de Riemann, entonces el error sería
mucho mayor. Ahora, la carta de Ramanujan parecía sugerir que era posible hacerlo mejor que
Riemann: podía suceder que, al seguir contando números primos, el error resultara todavía
menor que la raíz cuadrada de N. El trabajo de Littlewood en Cornualles truncó aquella
esperanza: Littlewood consiguió demostrar que en un número infinito de casos el error
producido por los ceros sería al menos tan grande como la raíz cuadrada de N. La hipótesis de
Riemann representaba el escenario óptimo: sencillamente, Ramanujan se había equivocado,
pero a pesar de ello Hardy había quedado impresionado. Como escribió más adelante: «no
estoy seguro de que en cierto modo este fracaso no haya sido más maravilloso que todos sus
triunfos».
«Tengo una vaga teoría sobre el origen de sus errores». En su carta a Hardy, Littlewood
conjeturaba que Ramanujan creía erróneamente que en el paisaje zeta no había puntos a nivel
del mar; si realmente hubiera sido así, entonces las fórmulas de Ramanujan hubieran resultado
exactas. No obstante, Littlewood estaba emocionado: «Puedo creer que se trata al menos de un
Jacobi», declaró, comparando a Ramanujan con una de las celebridades entre los matemáticos
de la generación de Riemann. Hardy escribió a Ramanujan: «Haber demostrado lo que usted
afirma habría sido la empresa matemática más extraordinaria de toda la historia de las
matemáticas». Estaba claro que, a pesar de su enorme talento, Ramanujan tenía una
desesperada necesidad de que lo pusieran al día sobre el estado actual de los conocimientos.
Littlewood escribió a Hardy sobre su intuición: «No sorprende que haya terminado por
equivocarse, ignorante como parece sobre la diabólica malignidad que esconden los primos».
Como observó Hardy: «tenía un handicap imposible de superar, un hindú pobre y solitario que
se medía intelectualmente con la sabiduría acumulada en Europa».
Decidieron hacer todo lo posible para traer a Ramanujan a Cambridge. Enviaron a la India a
E. H. Neville, un profesor del Trinity College, para que convenciera a Ramanujan de la
conveniencia de unirse a ellos. Al principio Ramanujan era reacio a dejar la India ya que, al ser
un brahmán practicante, creía que cruzando los mares se convertiría en un paria. Un amigo,
Narayana Iyer, se dio cuenta de las vacilaciones de Ramanujan y trazó un plan. Iyer estaba
convencido de que la devoción de Ramanujan por las matemáticas y la que sentía por la diosa
Namagiri podrían, reunidas, producir una revelación que lo persuadiera de la conveniencia de ir
a Cambridge. Lo acompañó al templo de Namagiri para buscar la inspiración divina; al cabo de
tres días durmiendo sobre el suelo de piedra del templo, Ramanujan se despertó con sobresalto
y corrió a despertar a su amigo: «He visto en un relámpago de luz resplandeciente a Namagiri
ordenándome que atravesara el mar». Iyer sonrió: su plan había funcionado.
Ramanujan también temía la oposición de su familia, pero Namagiri, la divinidad que lo
protegía, intervino de nuevo: la madre de Ramanujan soñó que su hijo tomaba asiento en una
gran sala rodeado de europeos y que la diosa Namagiri le ordenaba que no pusiera dificultades.
Por último, le preocupaba la perspectiva de volver a someterse a exámenes humillantes cuando
llegara a Cambridge. Neville consiguió disipar este último temor: todo estaba ya a punto para
que Ramanujan cambiara la extensión caótica de casas minúsculas de Madrás por los
imponentes salones y las grandes bibliotecas de Cambridge, el escenario soñado por su madre.

CHOQUE CULTURAL EN CAMBRIDGE

En 1914, Ramanujan llegó a Cambridge, y así pudo dar comienzo una de las grandes
colaboraciones de la historia de las matemáticas. Hardy habló siempre con pasión del período
de colaboración con Ramanujan: cada uno gozaba con las ideas del otro, encantados de haber
hallado un espíritu afín con quien compartir su amor por los números. Más adelante Hardy
evocaría aquellos años como unos de los más felices de su vida y hablaría de su relación con
Ramanujan en términos conmovedores, definiéndola como «la única historia romántica de mi
vida».
La asociación de Hardy y Ramanujan recuerda a la clásica pareja de policías que dirige un
interrogatorio, una pareja con un bueno y un malo. El bueno es el eterno optimista lleno de
locas propuestas, el malo es el pesimista, que sospecha de todo y ve desaparecer la carta en la
manga. Ramanujan tenía necesidad de que Hardy el crítico frenara su entusiasmo mientras
ambos interrogaban a su sospechoso matemático.
De todas formas, no siempre era fácil encontrar un terreno común: con toda seguridad se
producía un choque cultural. Mientras Hardy y Littlewood pretendían demostraciones
rigurosas, al estilo occidental, los teoremas de Ramanujan simplemente se derramaban, por
inspiración de la diosa Namagiri. A veces, Hardy y Littlewood ni siquiera conseguían entender
de dónde salían las ideas de su nuevo colega. Hardy observó: «Parecía ridículo angustiarlo
preguntándole cómo había descubierto este o aquel teorema ya demostrado, cuando me
presentaba media docena diaria de nuevos teoremas».
Ramanujan no sólo tenía que luchar contra el choque cultural-matemático, estaba solo en
un mundo extraño hecho de birretes y togas negras; no conseguía encontrar comida vegetariana
y escribía a su casa para que le mandaran paquetes de tamarindo y aceite de coco. Si no hubiera
sido por el mundo familiar de las matemáticas, probablemente la transición habría sido
imposible. Neville, el profesor que había conquistado su confianza en la India, describió
aquellos primeros días: «Sufría las pequeñas miserias de la vida en una civilización extraña: el
gusto desagradable de las verduras a las que no estaba acostumbrado, los zapatos que le
atormentaban los pies que habían sido libres durante veintiséis años. Pero era un hombre feliz,
que encontraba alegría en la sociedad matemática en que se estaba introduciendo». Se le podía
ver todos los días caminando desgarbado, en zapatillas, por el patio del College, tras renunciar
por desesperación a sus zapatos ingleses. Pero, una vez instalado en el despacho de Hardy, con
sus libretas abiertas, podía refugiarse en sus fórmulas y ecuaciones mientras Hardy lo
observaba, preso en las redes de sus mágicos teoremas. Ramanujan había pasado del
aislamiento matemático de la India a la soledad cultural de Cambridge, pero había ganado un
compañero con quien explorar su mundo matemático.
Hardy descubrió que dar una educación matemática a Ramanujan era una auténtica obra de
equilibrismo: temía que, si insistía demasiado en obligarlo a consumir energías en la
demostración de sus resultados, podría «destruir su confianza en sí mismo o romper el
sortilegio de su inspiración». Confió a Littlewood el trabajo de familiarizarlo con el rigor de las
matemáticas occidental. Littlewood descubrió que se trataba de un trabajo virtualmente
imposible: ante cualquier cosa que intentara presentar a Ramanujan, obtenía como respuesta
una catarata de ideas originales que lo dejaban clavado en su silla.
Si bien los intentos de Ramanujan por producir fórmulas exactas para contar los números
primos contribuyeron a llevar su barco hasta Inglaterra, sería en ámbitos relacionados donde
terminaría dejando su marca. La lectura de los comentarios pesimistas de Hardy y Littlewood
sobre la malignidad de los números primos lo disuadió de atacarlos directamente. Sólo
podemos especular sobre lo que Ramanujan habría podido descubrir si no le hubieran
transmitido el miedo de Occidente a los números primos. Junto a Hardy, sin embargo,
Ramanujan continuó su exploración de las propiedades relacionadas con ellos. Las ideas que él
y Hardy elaboraron contribuirían al primer paso adelante en el camino de una demostración de
la conjetura de Goldbach, que afirma que todo número par se puede escribir como suma de dos
números primos. Tal progreso llegó por vía indirecta, pero el punto de partida fue la ingenua
confianza de Ramanujan en la existencia de fórmulas exactas para expresar sucesiones
numéricas importantes, como la de los números primos. En la misma carta en que afirmaba
haber encontrado una fórmula para los números primos, decía haber comprendido la manera de
generar otra sucesión hasta entonces indomable: la partición de números.
¿De cuántas maneras distintas se puede dividir cinco piedras en montones diferentes? El
número de montones varía de un máximo de cinco montones compuestos por una única piedra
a un único montón de cinco piedras, con un cierto número de posibilidades intermedias:

Las siete maneras de repartir cinco piedras.


Estas distintas posibilidades reciben el nombre de particiones del número 5. Como muestra
el dibujo, hay siete posibles particiones de 5.
He aquí el número de particiones para los números de 1 a 15:
Númer 1 2 3 4 5 6 7 8 9 1 1 1 1 1 1
o 0 1 2 3 4 5

1 2 3 5 7 1 1 2 3 4 5 7 1 1 1
Partici
1 5 2 0 2 6 7 0 3 7
ones
1 5 6

Ésta es una de las sucesiones numéricas que habíamos planteado en el capítulo 2. Son
números que aparecen en el mundo físico casi con la misma frecuencia que los números de
Fibonacci; por ejemplo, deducir la densidad de los niveles energéticos en determinados
sistemas cuánticos simples se reduce a comprender el crecimiento del número de particiones.
La distribución de estos números no parece tan casual como la de los números primos, pero
la generación de Hardy casi había renunciado a encontrar una fórmula exacta que diera su
secuencia. Los matemáticos opinaban que, como máximo, podía existir una fórmula que diera
una estimación que no se apartara excesivamente del número efectivo de particiones de N, de
modo similar al modo en que la fórmula de Gauss para los números primos proporcionaba una
buena aproximación la cantidad de números primos no mayores que N. Pero a Ramanujan
nunca le habían enseñado a tener miedo de las sucesiones. Estaba decidido a hallar una fórmula
que le dijera que existían exactamente cinco modos de dividir cuatro piedras en montones
distintos, o que había 3.972.999.029.388 maneras de dividir 200 piedras en montones distintos.
Si bien había fracasado con los números primos, Ramanujan obtuvo un éxito espectacular
con las particiones. La capacidad de Hardy para construir demostraciones complejas junto con
la ciega confianza de Ramanujan en la existencia de una fórmula exacta se combinaron para
conducirlos a su descubrimiento. Littlewood nunca comprendió «por qué Ramanujan estaba tan
seguro de que existía una fórmula exacta». Y cuando observamos la fórmula —donde aparecen
la raíz cuadrada de 2, π, derivadas, funciones trigonométricas, números imaginarios— no
podemos menos que preguntarnos cómo se concibió:

Más adelante Littlewood observó: «Debemos el teorema a una colaboración


excepcionalmente feliz entre dos hombres dotados de talentos bien distintos, a la que cada cual
dio su mejor contribución, la más característica y afortunada que poseía».
En la cuestión del cálculo de las particiones hay un detalle curioso. La complicada fórmula
de Hardy y Ramanujan no proporciona el número exacto de particiones: proporciona una
respuesta correcta cuando se la aproxima al número entero más próximo. Así, por ejemplo,
cuando insertamos en la fórmula el número 200, obtenemos un valor no entero aproximado a
3.972.999.029.388. Por ello, aunque la fórmula permite obtener la respuesta exacta, produce
una cierta frustración el hecho de que no recoja la esencia de estos números. (Más adelante se
descubrió una variante de la fórmula que da la respuesta rigurosamente exacta).
A pesar de que Ramanujan no consiguió llevar a buen puerto la misma estratagema en el
caso de los números primos, el trabajo que realizó junto con Hardy sobre la función de
partición tuvo un impacto importante sobre la conjetura de Goldbach, uno de los grandes
problemas irresueltos de la teoría de los números primos. La mayor parte de los matemáticos
había renunciado incluso a plantearse este problema: no se había propuesto ni siquiera una sola
idea de partida para intentar algún progreso concreto hacia su resolución. Sólo algunos años
antes, Landau había declarado que el problema era simplemente inabordable.
El trabajo de Hardy y Littlewood sobre la función de partición inauguró una técnica que
hoy se llama método del círculo de Hardy-Littlewood. La referencia al círculo en el nombre del
método procede de los pequeños diagramas que acompañaban a los cálculos de Hardy y
Ramanujan y que representaban círculos en el mapa de los números imaginarios alrededor de
los cuales ambos matemáticos trataban de hacer integraciones. La razón por la que el método se
asocia al nombre de Littlewood y no al de Ramanujan está en la utilización que del mismo
hicieron Hardy y Littlewood para aportar la primera contribución sustancial a una demostración
de la conjetura de Goldbach. Aun no pudiendo probar que todo número par puede expresarse
como suma de dos números primos, en 1923 Hardy y Littlewood consiguieron demostrar algo
que para los matemáticos era casi igual de importante: que todos los números impares mayores
que un número dado (un número enorme) podían escribirse como suma de tres números
primos. Pero hacía falta imponer una condición para que su demostración fuera válida: que
fuera cierta la hipótesis de Riemann. Por tanto, éste era un nuevo resultado que se subordinaba
a que la hipótesis de Riemann se convirtiera tarde o temprano en el teorema de Riemann.
Ramanujan contribuyó a desarrollar aquella técnica, pero desgraciadamente no vivió lo
suficiente para ser testigo del inesperado papel que tendría en el desarrollo de las matemáticas.
En 1917 estaba cada vez más deprimido. Gran Bretaña se enfrentaba a los horrores de la
Primera Guerra Mundial. El Trinity College acababa de nombrar profesor a Ramanujan. La
plaza de profesor que ocupaba Russell hacía poco que había sido revocada a causa de su
militancia antibelicista y el College no estaba dispuesto a tolerar las posiciones pacifistas de
Ramanujan. Aunque finalmente había aprendido a comprimir sus pies dentro de los zapatos
occidentales y a llevar toga y birrete, su corazón seguía estando en la India meridional.
Cambridge se había convertido en una prisión: Ramanujan estaba habituado a la libertad
que ofrecía la vida en la India, cuyo clima cálido permitía que la gente pasara mucho tiempo al
aire libre. En Cambridge tenía que refugiarse tras los gruesos muros del College para
protegerse del viento gélido del mar del Norte. Las divisiones sociales le impedían tener
relaciones más allá de las interacciones formales de la vida académica. Además, estaba
empezando a descubrir que la insistencia de Hardy en el rigor matemático impedía que su
mente pudiera vagar libremente por el espacio matemático.
Al declive de su estado psicológico se unía el deterioro físico: el Trinity College no
comprendía las rígidas reglas de alimentación que le imponía su religión. En la India estaba
acostumbrado a recibir la comida directamente de manos de su esposa mientras él llenaba sus
libretas; aunque las cocinas del College le ofrecían un servicio idéntico al que se reservaba para
profesores como Hardy y Littlewood, para Ramanujan lo que se servía en el comedor era
absolutamente imposible de digerir. Simplemente no era capaz de sobrevivir por sí mismo y se
sentía terriblemente solo, ya que había dejado a su esposa y a su familia en la India. Su
malnutrición llevó a la sospecha de que había contraído tuberculosis, lo que lo obligó a pasar
por una serie de clínicas de reposo.
Ramanujan intentó salir adelante concentrándose en las matemáticas, pero sin mucho éxito.
Sus sueños estaban plagados de imágenes matemáticas delirantes. Creía que sus dolores
abdominales estaban causados por el clavo sin fin que se elevaba sobre el paisaje de Riemann
cuando la función zeta tendía al infinito. ¿Se trataba quizá de un castigo terrible por haber
incumplido la ley brahmánica que le prohibía atravesar los mares? ¿Había interpretado mal el
mensaje de Namagiri? Desde su llegada a Cambridge su esposa no le había escrito. La presión
que tenía que soportar resultaba demasiado fuerte.
Tras un restablecimiento parcial, aún bajo la depresión, Ramanujan intentó suicidarse
lanzándose ante un convoy del metro londinense. Falló gracias a la intervención de un guardia
que consiguió hacer parar el tren a pocos metros del cuerpo de Ramanujan. En 1917 el intento
de suicidio era un delito, pero gracias a la intervención de Hardy se retiraron las acusaciones
contra Ramanujan, a condición de que fuera internado en un sanatorio de Marlock, en
Derbyshire, donde debería permanecer doce meses bajo control médico.
Ahora Ramanujan estaba en un callejón sin salida: lejos de todo, sin siquiera el estímulo de
sus encuentros cotidianos con Hardy. «Llevo un mes aquí —escribió a Hardy—, y no me han
permitido encender la calefacción ni un solo día. Me han prometido calefacción para los días de
trabajo matemático serio. Esos días no han llegado aún, y yo estoy en esta habitación abierta y
terriblemente fría».
Por fin Hardy consiguió trasladar a Ramanujan a un sanatorio de Putney, un barrio de
Londres. Por más que él confesara que Ramanujan había sido el único verdadero amor de su
vida, su relación estaba casi totalmente falta de sentimiento, si excluimos la emoción de hacer
matemáticas juntos. Durante una visita a Ramanujan, que yacía en cama, a falta de tema de
conversación Hardy le comentó el número del taxi que lo había llevado hasta allí, 1.729, como
ejemplo de un número sin ningún atractivo. Incluso en cama, Ramanujan era irrefrenable:
«¡No, Hardy!, ¡no, Hardy!; es un número muy interesante, es el menor número que se puede
expresar de dos maneras distintas como suma de dos cubos». Tenía razón: 1.729 = 13 + 123 =
103 + 93.
La suerte de Ramanujan mejoró ligeramente con su nombramiento como miembro de la
Royal Society, la institución científica más prestigiosa de Gran Bretaña, y finalmente también
con su nombramiento como profesor del Trinity College. La influencia de Hardy sobre estos
nombramientos era la única manera que conocía de expresar el amor del que hablaba. Pero
Ramanujan nunca recobró la salud: al terminar la Primera Guerra Mundial, Hardy sugirió que
quizá debería volver a la India para completar su convalecencia. El 26 de abril de 1920,
Ramanujan murió en Madrás a la edad de treinta y tres años, a causa de una enfermedad que
hoy se cree que podía ser amebiasis, una infección del intestino grueso que probablemente
había contraído antes de marchar a Inglaterra.
A pesar de que Ramanujan finalmente no consiguió dominar los números primos, su
primera carta a Hardy tuvo un efecto duradero sobre la teoría de estos números. Los
matemáticos están convencidos de que la respuesta a este enigma irresuelto puede aparecer en
cualquier momento y a partir de cualquier fuente. Una nueva intuición podría proyectar un
nombre antes desconocido desde las sombras de una existencia oscura a las luces de los focos.
Como demostró el caso de Ramanujan, quizás el conocimiento y las expectativas pueden llegar
a frenar los progresos: los académicos que se han formado en las sedes tradicionales de la
cultura no necesariamente están en la mejor posición para escapar de los esquemas. Siempre
existe la posibilidad de que otro sobre voluminoso acabe en el escritorio de algún matemático,
anunciando la llegada de un genio desconocido preparado para convertir en realidad el sueño de
Ramanujan de descifrar el enigma de los números primos.
Las ideas que Ramanujan dejó tras de sí estaban destinadas a alimentar el trabajo de
generaciones enteras de matemáticos, y continúan haciéndolo. De hecho, podría afirmarse que
sólo en los últimos decenios se ha empezado a apreciar completamente el valor real de las ideas
de Ramanujan. Incluso a la muerte de Hardy, el verdadero alcance de las fórmulas de
Ramanujan no era todavía evidente; el propio Hardy fue muy crítico con una de las conjeturas
de Ramanujan: «Parece que hayamos ido a parar a uno de los páramos de las matemáticas»,
observó en uno de sus escritos en relación con ella. Sin embargo, con la distancia de los años
podemos emitir un juicio bien distinto sobre la importancia de la conjetura tau de Ramanujan,
que es como se la conoce, ya que en 1978 su solución le valió a Pierre Deligne la concesión de
una medalla Fields. Bruce Berndt, uno de los grandes admiradores de Ramanujan, lo ha
comparado con Bach, que tras su muerte cayó en el olvido durante años.
Berndt dedicó buena parte de su propia vida a analizar los cuadernos inéditos de
Ramanujan: se trata del continuador de una tradición de matemáticos que quedaron fascinados
por la masa de fórmulas y de ecuaciones que generó Ramanujan. Explorando los cuadernos,
Berndt descubrió una curiosa tabla que entra en los detalles de la cantidad de números primos
para N menor que 100.000.000; los valores son correctos totalmente, o casi, además, son más
precisos de los que da la fórmula que Ramanujan envió a Hardy en su primera carta. Sin
embargo, no hay ningún indicio sobre cómo los dedujo.
¿Podría ser que Ramanujan hubiera accedido a una fórmula secreta para calcular la
distribución de los números primos, una fórmula tan precisa como la relativa a la función de
partición? ¿Podría ser que los cuadernos de Ramanujan escondan aún indicios a la espera de ser
descubiertos? En 1976 la comunidad matemática se estremeció ante la noticia del
descubrimiento de un cuaderno de Ramanujan que se creía perdido, y que resultó estar repleto
de matemáticas inéditas; este descubrimiento está destinado inevitablemente a alimentar
hipótesis sobre la posibilidad de que, escondidos en los archivos del Trinity College o en
cualquier cajón de Madrás, haya tesoros que todavía no han visto la luz y que explicarían la
capacidad de Ramanujan de contar los números primos con tanta precisión.
La muerte de Ramanujan supuso una gran conmoción para Hardy, quien sólo dos meses
antes había recibido de su amigo una carta «más bien alegre y llena de matemáticas». La
pérdida de tan maravilloso compañero de viaje en sus excursiones a través del territorio
matemático le produjo una gran desolación: «Para mí, su originalidad ha sido fuente constante
de inspiración desde que lo conocí, y su muerte es uno de los peores golpes que jamás haya
recibido».
Cuando envejeció, Hardy cayó víctima de la depresión. Siempre había pensado en sí mismo
como si fuera joven; ahora, la imagen de su cara cruzada de arrugas le repugnaba tanto que
cogió la costumbre de pedir insistentemente que dieran la vuelta a todos los espejos cuando
entraba en una habitación. Odiaba los efectos de la edad sobre su capacidad de hacer
matemáticas. Su Apología de un matemático es la descripción memorable de un matemático al
final de su carrera: para hacer matemáticas, un matemático «no ha de ser demasiado viejo, las
matemáticas son un ejercicio creativo y no contemplativo, y nadie puede consolarse cuando
pierde el poder o el deseo de crear; y tal cosa es fácil que le ocurra muy pronto a un
matemático».
Como antes había hecho Ramanujan, Hardy intentó quitarse la vida, aunque escogió tomar
pastillas en lugar de saltar ante un tren. Sin embargo vomitó las pastillas y quedó tuerto. C. P.
Snow recuerda una visita que hizo a Hardy tras su intento de suicidio: «Se burlaba de sí mismo.
Se las arreglaba muy mal. ¿Había existido alguien que se las arreglara peor que él?». El único
consuelo para Hardy, como escribió en la Apología, había sido Ramanujan: «Todavía hoy, en
los momentos de depresión, cuando estoy obligado a escuchar a gente pedante y presuntuosa,
me digo: “bueno, he hecho una cosa que vosotros nunca seréis capaces de hacer: he colaborado
con Littlewood y Ramanujan casi de igual a igual”».
7
ÉXODO MATEMÁTICO: DE GOTINGA A PRINCETON

Dado que las ciencias matemáticas son tan amplias y variadas, es necesario circunscribir su cultivo, ya que toda
actividad humana está ligada a lugares y a personas.
DAVID HILBERT,
hablando en una fiesta con motivo de la llegada de Landau a Gotinga como profesor en 1913.

El padre de Landau, Leopold, descubrió que en la misma calle de Berlín donde vivía habitaba
también un joven portento de las matemáticas. Lleno de curiosidad, lo invitó a tomar el té en su
casa; a pesar de su timidez, Carl Ludwig Siegel aceptó la cita con el padre del gran matemático
de Gotinga. El viejo Landau tomó de su biblioteca los dos volúmenes del libro sobre los
números primos que había escrito su hijo y se los entregó a Siegel; probablemente aún eran
demasiado difíciles para él, explicó, pero quizá más adelante estaría preparado para leerlos.
Siegel debió guardar como un tesoro el libro de Edmund Landau, que tendría un impacto
duradero sobre su desarrollo matemático.
La mayoría de edad de Siegel coincidió con el estallido de la Primera Guerra Mundial.
Aquel muchacho joven y reservado se asustaba con la idea de prestar servicio en el ejército:
empezó a desarrollar una profunda aversión a todo lo que tuviera que ver con las fuerzas
armadas. A pesar del interés que el padre de Landau había mostrado por sus progresos
matemáticos, inicialmente Siegel había elegido estudiar astronomía, pensando que se trataba de
una disciplina que nunca tendría nada que ver con la guerra. Pero los cursos de astronomía
empezaban tarde y, para matar el tiempo, Siegel empezó a asistir a cursos de matemáticas. Al
cabo de poco tiempo se entregó a ellas: explorar el universo de los números se convirtió en su
pasión. Muy pronto adquirió la preparación suficiente para comprender el contenido de los
volúmenes sobre los números primos que le había dado el padre de Landau.
En 1917 la guerra invadió de manera inexorable la vida de Siegel y, cuando se negó a
prestar el servicio militar, lo recluyeron en un manicomio. El padre de Landau intervino para
que lo liberaran: «Si no hubiera sido por Landau habría muerto», reconoció más tarde Siegel.
En 1919, cuando aún estaba recuperándose de aquel calvario, el joven Siegel conoció a
Edmund Landau, su héroe matemático, en Gotinga, donde florecería su talento matemático.
Siegel también descubrió que tendría que aprender a soportar el carácter exasperante de
Landau. Una vez, cuando ya era licenciado en matemáticas, Siegel visitó a Landau en Berlín.
El profesor pasó toda la cena explicando meticulosamente una demostración extremadamente
detallada y técnica, obstinándose en ofrecer cada detalle por mínimo que fuera. Siegel lo
escuchó con paciencia, pero cuando Landau terminó era tan tarde que ya no había autobús para
devolverlo a su casa: tuvo que hacer el trayecto a pie. Durante la larga caminata volvió a pensar
en la demostración de Landau, que trataba de los puntos a nivel del mar en un paisaje similar al
que Riemann había construido: antes de llegar a su casa ya había ideado una demostración
alternativa a la que le había hecho perder el autobús. Al día siguiente, en un momento de
franqueza, Siegel envió a Landau una tarjeta con su agradecimiento por la cena y los detalles
sucintos de su demostración alternativa: todo ello cabía en la tarjeta postal.
Cuando Siegel llegó a Gotinga, mientras Alemania sufría la opresión de las reparaciones de
guerra, tuvo que alojarse en casa de uno de los profesores del departamento. Otro profesor le
compró una bicicleta para que pudiera pedalear por las callejas de la ciudad medieval. Al
principio, Siegel estaba un poco intimidado por la cantidad de nombres famosos que daban
lustre al Departamento de Matemática de la universidad, sobre todo del gran Hilbert. Por tanto,
trabajaba en silencio y en soledad, con la decisión de conseguir un descubrimiento fundamental
que impresionaría a todos los matemáticos famosos con los que se cruzaba por los pasillos del
departamento. Asistía a las clases de Hilbert, absorbiendo las ideas de aquel hombre
formidable. Sabía que la respuesta a uno solo de los veintitrés problemas de Hilbert supondría
el pasaporte al éxito.
Al principio, ante gigantes del calibre de Hilbert, era absolutamente incapaz de expresar sus
propias ideas; finalmente consiguió el coraje necesario cuando algunos de los miembros
veteranos de la facultad lo invitaron a nadar en el río Leine: en traje de baño el aspecto de
Hilbert intimidaba mucho menos, y Siegel se sintió lo bastante audaz como para hacerlo
partícipe de su opinión sobre la hipótesis de Riemann. La reacción de Hilbert fue entusiasta y
su apoyo aseguró al tímido colega un empleo en la Universidad de Francfort en 1922.
Durante su vida, Siegel contribuyó con éxito a la solución de muchos de los problemas de
Hilbert, pero lo que consiguió imprimir su nombre en letras de oro en el mapa matemático fue
su poco convencional contribución al octavo problema: la hipótesis de Riemann.

REPENSAR A RIEMANN

Cuando decidió dedicarse a la solución del octavo problema de Hilbert, Siegel estaba
empezando a notar que algunos matemáticos estaban cada vez más desilusionados con la
contribución de Riemann a este problema: Landau, el mentor de Siegel, era probablemente la
voz más abiertamente crítica sobre lo que realmente había conseguido Riemann en su ensayo
de diez páginas publicado en 1859. Incluso reconociendo que se trataba de un «ensayo
extremadamente brillante y útil», Landau continuaba poniendo sordina a sus alabanzas: «La
fórmula de Riemann no es en realidad lo más importante de la teoría de los números. Riemann
sólo ha creado los instrumentos que, una vez perfeccionados, han permitido más tarde
demostrar muchas otras cosas».
Mientras tanto, en Cambridge, Hardy y Littlewood asumían una actitud igualmente
desdeñosa: hacia finales de los años veinte, la incapacidad de resolver la hipótesis de Riemann
empezaba a resultar frustrante para Hardy; también Littlewood empezó a preguntarse si el
hecho de no conseguir demostrarla podía significar que en realidad la hipótesis fuera
equivocada:
Creo que es falsa. No hay indicios de ningún tipo que la sostengan. Y no deberíamos creer
cosas sobre las que no hay indicios. Debo también dejar constancia de mi opinión personal:
no existe ni una sola razón concebible para creer que sea verdadera… Por otra parte, la vida
sería más agradable si existieran razones fundadas para creer que la hipótesis es falsa.

En efecto, Riemann se había mostrado más bien evasivo cuando se trataba de proporcionar
pruebas de la presencia de los ceros donde predecía su hipótesis. En su ensayo de diez páginas
no encontramos el cálculo de uno solo de dichos puntos a nivel del mar. Según Hardy, la
intuición de Riemann sobre los ceros presentes en su paisaje no pasaba de ser una especulación
de carácter heurístico.
El hecho de que en su ensayo Riemann diera la impresión de no haber calculado la posición
de los ceros contribuyó a que se le endosara la imagen de matemático conceptual, un hombre
de ideas poco dispuesto a ensuciarse las manos calculando. Al fin y al cabo, ese era el espíritu
de la revolución que Riemann había encabezado. De forma parecida, Hilbert había dedicado su
vida a promover esta nueva concepción de las matemáticas. Como escribió en uno de sus
ensayos científicos: «he intentado evitar el enorme aparato calculístico de Kummer [Ernst
Kummer, sucesor de Dirichlet en Berlín], de manera que también en este caso debería de
satisfacerse el principio de Riemann de que las demostraciones deben ser estimuladas sólo por
el pensamiento y no por los cálculos». A Félix Klein, colega de Hilbert en Gotinga, le gustaba
decir que Riemann operaba principalmente mediante «grandes ideas generales» y que «a
menudo confiaba en su propia intuición».
A Hardy, sin embargo, no le bastaba con su intuición. Él y Littlewood consiguieron
elaborar un método para calcular con precisión la posición de algunos de los primeros ceros. Si
la hipótesis de Riemann hubiera sido falsa, entonces, armados con su fórmula, habrían tenido
una pequeña posibilidad de determinar un cero que no estuviera sobre la recta crítica de
Riemann. El método que elaboraron explotaba la simetría que Riemann había descubierto en su
paisaje entre la tierra al este y al oeste, respectivamente, de la línea mágica que pasa por 1/2.
Usaron su método en combinación con un eficiente procedimiento que había sido concebido
por Euler para proporcionar valores aproximados de sumas infinitas. A finales de los años
veinte, los dos matemáticos de Cambridge habían conseguido localizar 138 ceros. Tal como
Riemann había previsto, todos ellos estaban sobre la recta que pasa por 1/2. De todos modos,
estaba claro que la fórmula de Hardy y Littlewood estaba agotando sus posibilidades:
determinar la posición exacta de cualquier cero al norte de los primeros 138 ceros a través de
los cálculos se estaba convirtiendo en un camino impracticable.
Parecía clara la imposibilidad de llevar más allá aquellos cálculos. Mediante el análisis
teórico, Hardy había demostrado que un número infinito de ceros caería sobre la recta; ahora
tenían la sensación cada vez más nítida de que, para poder ver uno cualquiera de los ceros que
eventualmente pudieran caer fuera de la recta, haría falta ir muy hacia el norte en el espacio de
Riemann. Como Littlewood había explicado, los números primos, más que cualquier otra
criatura del zoo matemático, gustaban de esconder su verdadero carácter en las áreas más
remotas del universo de los números. Por ello, los matemáticos empezaron a abandonar la idea
de determinar de forma explícita la posición de los ceros y empezaron a concentrarse en las
características más teóricas del paisaje que pudieran revelar los misterios del razonamiento de
Riemann.
Todo este panorama cambió como consecuencia de un descubrimiento absolutamente
inesperado. Mientras Siegel se esforzaba en Francfort en ordenar sus propias ideas sobre la
hipótesis de Riemann, recibió una carta del historiador de las matemáticas Erich Bessel-Hagen,
que estaba trabajando con las notas inéditas de Riemann. Elise, la esposa de Riemann, había
recuperado algunas de las cartas de manos de la celosa gobernanta responsable de haber
reducido a cenizas buena parte de ellas. Más tarde, Elise entregó a Richard Dedekind, coetáneo
de su marido, las notas que quedaron, pero algunos años más tarde, comenzó a arrepentirse de
haber cedido documentos que podrían contener detalles personales, y pidió a Dedekind que se
los devolviera. Incluso en el caso de que alguno de los manuscritos estuviera casi
completamente ocupado por notas matemáticas, si contenía la más mínima traza de una lista de
la compra o el nombre de un amigo de la familia, Elise pretendía que le fuera restituida.
Finamente Dedekind había depositado las restantes notas científicas en la biblioteca de
Gotinga. Ahora Bessel-Hagen intentaba encontrar un sentido en el amasijo de cartas que se
conservaban en los archivos, con escaso éxito. Como suele suceder con los apuntes de los
matemáticos, las notas de Riemann eran un barullo caótico de fórmulas e ideas a medio
construir. Bessel-Hagen se preguntaba si quizá Siegel conseguiría relacionar alguna cosa del
descifrado de aquellos jeroglíficos.
Siegel escribió al bibliotecario de Gotinga pidiéndole permiso para consultar las Nachlass [4]

de Riemann, que es como se llama actualmente a sus escritos póstumos. El bibliotecario


dispuso la expedición de los documentos a una biblioteca de Francfort para que Siegel pudiera
consultarlos. Siegel esperaba ansiosamente dedicarse a aquella labor: sería una agradable
distracción ante la frustración que le producían sus escasos progresos en la investigación. Los
documentos llegaron puntualmente, y él se precipitó a la biblioteca junto con un colega que
estaba de visita en la Universidad de Francfort. Al abrir el paquete apareció una gran cantidad
de folios repletos de complicados cálculos numéricos. Aquellas páginas desmentían de una vez
por todas la imagen que de Riemann se había dado en los últimos setenta años: la de un
matemático intuitivo y conceptual incapaz de producir pruebas sólidas para sostener sus
propias ideas. Ante aquella masa de cálculos, Siegel exclamó irónicamente: «¡He aquí los
grandes conceptos generales de Riemann!».
Algunos matemáticos de segunda fila habían ojeado anteriormente aquellas páginas, en
busca de indicios de la demostración de la hipótesis de Riemann, pero ninguno de ellos había
logrado dar sentido a aquella masa de ecuaciones fragmentadas. Lo más desconcertante era la
gran cantidad de cálculos numéricos que Riemann parecía haber efectuado en su tiempo libre:
¿qué significaban todos aquellos cálculos? Hizo falta un matemático de la talla de Siegel para
comprender lo que Riemann había hecho.
Al estudiar aquellas páginas, Siegel empezó a comprender que Riemann había seguido el
dictado de su maestro: como Gauss había subrayado siempre, un arquitecto retira los andamios
una vez completado el edificio. Los frágiles folios que ahora Siegel tenía en sus manos estaban
llenos de cálculos, incluso en los márgenes. Riemann había vivido los últimos años de su vida
en la pobreza, habiéndose visto obligado a mantener a su hermana, y sólo podía permitirse
papel de mala calidad, del que exprimía hasta el último rincón de espacio disponible. El
Riemann pensador de Hilbert se convertía ahora en un maestro de los cálculos, y en realidad
era sobre esos cálculos que había construido su visión conceptual del mundo, determinando
esquemas a partir de las pruebas que iba recogiendo. Algunos de los cálculos de Riemann,
como el de la raíz cuadrada de 2 hasta la trigésimo octava cifra, no eran innovadores, pero otros
intrigaron a Siegel, que nunca se las había tenido que ver con nada parecido. Al ir hurgando en
aquellas páginas, el barullo caótico de los cálculos empezó a mostrar un sentido: Siegel
comprendió que Riemann estaba calculando los ceros del paisaje zeta.
Siegel descubrió que Riemann había usado una fórmula extraordinaria, que le permitía
calcular las alturas en el espacio zeta con extrema precisión. La primera parte de la fórmula se
basaba en un truco posteriormente descubierto por Hardy y Littlewood: Riemann se les había
adelantado unos sesenta años. La segunda parte de la fórmula era completamente inédita:
Riemann había descubierto una forma de calcular el resto de la suma infinita que era
muchísimo más ingeniosa que la que se utilizaba aún en tiempos de Siegel; al contrario del
método de Euler que se había utilizado para determinar los primeros 138 ceros (es decir, los
primeros 138 puntos a nivel del mar en el paisaje zeta), la fórmula que Riemann había ideado
no perdía eficacia cuando se utilizaba para calcular la posición de los puntos situados mucho
más al norte.
Sesenta y cinco años después de la muerte de Riemann, el augusto matemático mantenía
aún un amplio margen de ventaja en la competición. Hardy y Landau se habían equivocado al
creer que el ensayo de Riemann era un extraordinario compendio de intuiciones heurísticas. Al
contrario, se basaba en cálculos sólidos e ideas teóricas que Riemann había decidido no revelar
al mundo. Pocos años después de su descubrimiento por parte de Siegel, la fórmula secreta de
Riemann se utilizó en Cambridge por algunos estudiantes de Hardy para confirmar que los
primeros 1.041 ceros estaban sobre la recta de Riemann; sin embargo, la fórmula sólo
demostraría todo su valor con la llegada de la era de la informática.
Resulta muy extraño que los matemáticos necesitaran tanto tiempo para comprender que los
apuntes de Riemann podían contener joyas como ésta: en su ensayo de diez páginas, y en
algunas cartas que escribió en aquella época a otros matemáticos, hay claros indicios de que
Riemann estaba trabajando en algo realmente importante. En efecto, en su ensayo cita una
nueva fórmula, pero añade que no la ha «simplificado lo suficiente para anunciarla». Los
matemáticos de Gotinga estudiaban desde hacía setenta años aquel documento publicado,
ignorando que aquella fórmula mágica se encontraba a pocas manzanas de distancia. Klein,
Hilbert y Landau no se lo habían pensado dos veces para emitir su sentencia sobre Riemann,
aunque ninguno de ellos había ni siquiera echado un vistazo a sus inéditas Nachlass.
Para ser honestos, basta una ojeada a los apuntes desordenados de Riemann para darse
cuenta del alcance de la labor. Como escribió Siegel: «ninguna parte de los escritos de
Riemann relativos a la función zeta está preparada para ser publicada; a veces encontramos
fórmulas inconexas en una misma página, con frecuencia sólo tenemos escritas la mitad de las
ecuaciones». Era como estudiar los primeros compases de una sinfonía inacabada. La
composición final debe mucho al virtuosismo con que Siegel extrajo la fórmula de entre el caos
de las notas de Riemann. El nombre con el que hoy se la conoce —fórmula de Riemann-
Siegel— está plenamente justificado.
Gracias a la perseverancia de Siegel se había revelado un aspecto inédito de la personalidad
de Riemann: ciertamente, Riemann había defendido con ardor la importancia del pensamiento
abstracto y de los conceptos generales, pero sabía bien que también era importante no olvidar el
cálculo y la experimentación numérica: no había olvidado la tradición del siglo XVIII de la que
había emergido su matemática.
El Nachlass conservado en la biblioteca de Gotinga representaba sólo una parte de lo que se
recuperó de manos de la gobernanta de Riemann. El primero de mayo de 1875 Elise Riemann
escribió a Dedekind para pedirle otra vez una parte del material personal que deseaba que
volviera a posesión de la familia. Entre este material había «un librito negro que contiene
anotaciones sobre la estancia de Riemann en París durante la primavera de 1860». Apenas unos
meses antes de aquel viaje, Riemann había publicado su fundamental ensayo de diez páginas
sobre los números primos, dándose prisa para mandarlo a la imprenta coincidiendo con su
nombramiento en la Academia de Berlín. En París, tras la actividad frenética de la publicación,
tuvo tiempo de añadir detalles a sus propias ideas. El clima en París era horrible: la nieve y el
granizo impidieron a Riemann visitar la ciudad. Tuvo que permanecer tranquilamente en su
habitación poniendo sus pensamientos por escrito. No es irracional pensar que, junto con sus
impresiones personales de París, en aquel «librito negro» Riemann anotara sus propios
razonamientos sobre los puntos a nivel del mar en el paisaje zeta. El libro nunca se ha
recuperado, aunque hay muchos indicios sobre cuál fue su destino.
El 22 de julio de 1892, el yerno de Riemann escribió a Heinrich Weber: «Al principio
mamá no podía aceptar que las cartas de Riemann no estuvieran en manos privadas; para ella
son sagradas y no le gusta la idea de que estén al alcance de cualquier estudiante, que también
podría leer las notas al margen, algunas de las cuales son puramente personales». A diferencia
de lo que ocurrió con Fermat, cuyo sobrino había estado incluso ansioso por publicar las notas
al margen de su tío, la familia de Riemann era reacia a hacer públicas las notas que Riemann
nunca había previsto publicar. Parece que en aquel momento el librito negro aún estaba en
poder de la familia.
Abundan las hipótesis sobre el destino del cuaderno: hay indicios que hacen creer que más
adelante Bessel-Hagen compró una parte del material inédito que estaba en manos de la
familia. No está claro si compró el material en una subasta o si lo consiguió a través de algún
contacto personal. Una parte de las cartas terminó en los archivos de la Universidad de Berlín,
pero parece ser que Bessel-Hagen decidió quedarse con el resto. Murió de inanición en invierno
de 1946, en el caos que siguió al final de la Segunda Guerra Mundial. Sus efectos personales no
se hallaron nunca.
Según otra versión, el librito negro terminó en manos de Landau. Se dice que, en medio de
las incertidumbres del período de entreguerras, se lo confió a su yerno, el matemático I. J.
Schoenberg, que en 1930 huyó a los Estados Unidos, pero esta pista también se pierde en la
nada. Como actualmente hay un premio de un millón de dólares, la búsqueda del librito negro
se ha convertido en la caza del tesoro.
Sin los apuntes de Riemann y la determinación de Siegel, ¿cuánto tiempo habría hecho falta
para sacar a la luz la fórmula mágica? Se trata de una fórmula tan sofisticada que con toda
probabilidad no la conoceríamos ni siquiera hoy. ¿Qué otros tesoros hemos perdido por culpa
de la desaparición del librito negro? Riemann creía que podía demostrar que la mayor parte de
los ceros se encontraba sobre la recta crítica, y sin embargo nadie ha dado con una
demostración de tal aserto. ¿Qué podría permanecer oculto en los archivos de las bibliotecas
alemanas? ¿Podría ser que el librito negro terminara en América? ¿O quizá sobrevivió a la
hoguera de la gobernanta para quemarse en el fuego de la Segunda Guerra Mundial?
En 1933, en toda Alemania, a los matemáticos les resultaba cada vez más difícil
concentrarse en el estudio de su disciplina. La esvástica ondeaba sobre la biblioteca de Gotinga.
La facultad estaba repleta de matemáticos judíos o de izquierdas. En las manifestaciones
callejeras de aquel período se apuntaba específicamente al Departamento de Matemática como
«fortaleza marxista», y a mediados de los años treinta gran parte de los miembros de la facultad
habían perdido su trabajo como consecuencia de las purgas universitarias ordenadas por Hitler.
Muchos buscaron refugio en el extranjero. A Landau, a pesar de ser hebreo, le permitieron
quedarse porque había sido nombrado profesor antes del estallido de la Primera Guerra
Mundial. La cláusula de exclusión de los no arios en la ley sobre empleo público de abril de
1933 no se aplicaba a los profesores con una amplia hoja de servicios o a los que habían
combatido en la guerra.
Las cosas empeoraron. En el invierno de 1933 las clases de Landau eran boicoteadas por
los estudiantes nazis, entre los que se encontraba uno de los matemáticos más brillantes de
aquella generación: Oswald Teichmüller. Un profesor judío de Gotinga describió a Teichmüller
como: «un hombre muy joven, científicamente dotado, pero completamente desorientado y
notoriamente loco». Un día, cuando llegó al aula donde debía dar clases, Landau se encontró
con que el joven fanático nazi le impedía el paso. Teichmüller dijo a Landau que su modo judío
de presentar el cálculo infinitesimal era completamente incompatible con el modo de pensar
ario. Landau no resistió la presión, presentó la dimisión y se retiró a Berlín. El hecho de que le
negaran la posibilidad de enseñar lo hirió profundamente. Hardy lo invitó a dar algunas clases
en Cambridge: «Fue realmente conmovedor ver su alegría al hallarse de nuevo ante una pizarra
y su pena de que aquella oportunidad llegara a su término», recordó Hardy. Incapaz de
plantearse la posibilidad de abandonar su país, Landau volvió a Alemania, donde murió en
1938.
Aquel año Siegel, que no tenía parientes judíos, se trasladó de Francfort a Gotinga para
intentar recuperar la reputación del departamento de Matemáticas. En 1940 se exilió
voluntariamente en los Estados Unidos como protesta por los horrores de la guerra. Tras las
terribles experiencias que había vivido de joven durante la Primera Guerra Mundial, había
jurado que no permanecería en Alemania si su país entraba de nuevo en guerra. Pasó los años
de la guerra en el Institute for Advanced Study de Princeton. De los matemáticos que habían
forjado la reputación de Gotinga, sólo Hilbert permaneció en Alemania: para él siempre había
sido una obsesión la supremacía matemática de Gotinga. Ya anciano, no conseguía comprender
los motivos de la devastación que ahora lo rodeaba. Siegel intentó explicarle por qué se habían
ido muchos miembros de la facultad: «Tenía la impresión, me pareció, de que estábamos
intentando hacerle una broma de mal gusto», recordó más adelante Siegel.
En pocas semanas, Hitler destruyó las grandes tradiciones de Gotinga que Gauss, Riemann,
Dirichlet y Hilbert habían creado: «Fue una de las peores tragedias que ha sufrido la cultura
humana desde los tiempos del Renacimiento», escribió un comentarista. Gotinga (y, podría
quizás añadirse, la matemática alemana), nunca se recuperó del todo de la purga que los nazis
perpetraron durante los años treinta del siglo XX. Hilbert murió el día de San Valentín de 1943,
tras una caída sufrida en las calles medievales de Gotinga: su muerte marcó el fin de la ciudad
como meca de las matemáticas.
Las matemáticas habían entrado en crisis en toda Europa. Mientras las naciones se
preparaban para la inevitable confrontación, se hacía muy difícil justificar la investigación de
ideas abstractas por sí mismas. Una vez más, la ciencia europea recibió el encargo de
proporcionar la supremacía militar a las naciones. Muchos matemáticos siguieron el ejemplo de
Siegel y emigraron a los Estados Unidos. Para la mayor parte de ellos, la prosperidad y el
apoyo que recibieron del otro lado del Atlántico resultó el ambiente perfecto para reemprender
la investigación pura. Mientras que los Estados Unidos se benefició de esta inmigración
académica, Europa nunca ha reconquistado su papel de potencia mundial de las matemáticas.
Algunos matemáticos volvieron del exilio: una vez terminada la guerra, Siegel volvió a
Alemania. Durante su exilio en Princeton había permanecido completamente al margen de los
desarrollos matemáticos de Europa y creía que durante su ausencia no se habían producido
grandes cambios. Le esperaba una sorpresa: aunque muchísimos matemáticos se marcharon o
dejaron de ocuparse de su disciplina, resultó que había novedades. Siegel encontró a su amigo
Harald Bohr, el matemático danés que desde Copenhague había colaborado con Hardy en sus
intentos de demostrar la hipótesis de Riemann: «¿O sea que ha sucedido algo durante mi exilio
en Princeton?», preguntó Siegel a su viejo colega; «¡Selberg!», le respondió Bohr.
SELBERG, EL ESCANDINAVO SOLITARIO

En 1940 Siegel consiguió llegar a Princeton pasando por Noruega. Había sido invitado a
dictar una conferencia en la Universidad de Oslo, y los alemanes habían autorizado la visita sin
saber que para Siegel aquella conferencia era un pretexto. En realidad, el objetivo principal del
viaje era huir de Europa en un barco que partía de Oslo directamente a los Estados Unidos.
Mientras la nave en la que se había embarcado salía del puerto, Siegel vio una flota de barcos
mercantes alemanes que se disponían a atracar; más tarde supo que aquellos barcos formaban
parte de la vanguardia de las fuerzas invasoras alemanas. Él huyó, pero en el Departamento de
Matemática de Oslo se quedó un joven matemático llamado Atle Selberg. Apenas era un
muchacho, y estaba escondiendo la cabeza en la arena matemática en un esfuerzo por ignorar el
caos que lo rodeaba.
Aún antes de que la guerra engullera a Noruega, Selberg estaba contento de pasar sus días
de trabajo en reclusión voluntaria. A menudo, una existencia aislada empuja al matemático en
una dirección completamente nueva: Selberg ya tenía decidido trabajar en un campo de las
matemáticas con el que nadie más en Escandinavia tenía una especial familiaridad. El hecho de
no recibir ayuda de sus colegas no lo desanimaba; al contrario, parecía gozar con la soledad.
Mientras la guerra se acercaba y Noruega quedaba cada vez más aislada, sin posibilidades de
recibir la prensa científica extranjera, Selberg halló inspiración en aquel silencio: «Era como
estar en una especie de prisión. Estabas en el límite. Tenías la seguridad de poder concentrarte
en tus ideas. No te distraía lo que hicieran los demás. En este sentido creía que desde muchos
puntos de vista la situación era decididamente buena para mi trabajo».
Aquella autosuficiencia iba a caracterizar toda la vida matemática de Selberg. La había
cultivado durante los años de su adolescencia, cuando, en la biblioteca personal de su padre,
ojeaba la gran cantidad de libros de matemáticas que poblaban los estantes sin que nadie lo
molestara. Fue en aquellas largas horas de lectura que Selberg tuvo la oportunidad de
sumergirse en un artículo sobre Ramanujan, publicado en una revista de las Sociedad
Matemática Noruega. Selberg recuerda cómo aquellas «extrañas y bellísimas fórmulas…
causaron en mí una impresión muy profunda y duradera». La obra de Ramanujan se convirtió
en una de las principales fuentes de inspiración de Selberg: «Era como una revelación, un
mundo completamente nuevo para mí, que ejercitaba una atracción mucho mayor sobre la
imaginación». Su padre le regaló los Collected Papers de Ramanujan, que Selberg todavía hoy
conserva. Formado de manera autodidacta gracias a la amplia colección de volúmenes de su
padre, Selberg producía ya trabajos originales cuando se matriculó en la Universidad de Oslo,
en 1935.
Estaba especialmente fascinado por la fórmula para el cálculo de la sucesión del número de
particiones que el matemático indio había descubierto junto con Hardy. A pesar de que la
fórmula de Ramanujan estaba considerada como un resultado maravilloso, había en ella algo
insatisfactorio: la fórmula proporcionaba una respuesta que no era un número entero; lo que
daba el número de particiones era el número entero más próximo al resultado generado por la
fórmula. Tenía que existir una fórmula capaz de generar exactamente el número de particiones
de N objetos. Selberg se colmó de alegría cuando, en otoño de 1937, consiguió hacerlo mejor
que Ramanujan: halló una fórmula exacta. Poco después del descubrimiento, cuando estaba
leyendo una recensión de lo que era su primer artículo científico, sus ojos cayeron sobre la
recensión siguiente: tuvo una gran decepción al comprobar que había sido batido en la misma
línea de meta por Hans Rademacher en un artículo publicado el año anterior. Rademacher había
huido directamente a los Estados Unidos desde su Alemania natal en 1934, cuando los nazis lo
obligaron a dejar su trabajo en Breslavia por sus ideas pacifistas: «Entonces fue un golpe para
mí, pero luego me he habituado a este tipo de cosas». El hecho de que Selberg no tuviera
información sobre la contribución de Rademacher ilustra hasta qué punto Noruega estaba
aislada en aquella época de los desarrollos matemáticos que tenían lugar allende sus fronteras.
Según Selberg, había algo sorprendente en el hecho de que Hardy y Ramanujan no hubieran
hallado la fórmula exacta: «Creo firmemente que la responsabilidad recae en Hardy… Hardy
no confió completamente en la intuición de Ramanujan… Creo que si Hardy hubiera confiado
más en Ramanujan, habrían terminado llegando inevitablemente en las sucesiones de
Rademacher. Hay pocas dudas sobre ello». Tal vez, sin embargo, fue la ruta que tomaron
Ramanujan y Hardy lo que derivó en la contribución Hardy-Littlewood a la conjetura de
Goldbach, algo que, de otro modo, no habría sucedido.
Selberg empezó a leer todo lo que encontró sobre el trío de Cambridge: Ramanujan, Hardy
y Littlewood. Le interesó sobre todo su trabajo sobre los números primos en relación con la
función zeta. En uno de los artículos de Hardy y Littlewood había una afirmación que despertó
particularmente su curiosidad: sus métodos de entonces, decían, no parecían ofrecer ninguna
esperanza de demostrar que la mayor parte de los ceros, los puntos a nivel del mar del paisaje
de Riemann, se encontraran sobre la recta mágica de Riemann. Hardy había completado el
importantísimo paso de demostrar que un número infinito de ceros estaba sobre la recta, pero
no había conseguido demostrar que aquel número infinito abarcara siquiera una porción del
número total de ceros.
A pesar de algunos progresos debidos a Littlewood, el número de ceros cuya presencia
sobre la recta habían conseguido demostrar los dos matemáticos quedaba aplastado por los
ceros que no habían sido capaces de determinar. Hardy y Littlewood afirmaban sin titubeos que
era imposible mejorar sus resultados utilizando los métodos que ellos mismos habían
desarrollado.
Pero Selberg no fue tan pesimista. Pensaba que aún era posible obtener algo de sus ideas:
«Estaba mirando la parte del artículo original de Hardy y Littlewood en la que explican por qué
su método no podía dar más de lo que ellos habían conseguido demostrar. Lo leí y razoné sobre
ello. Y después me di cuenta que aquello era totalmente absurdo». La intuición de Selberg —la
sensación de poder ir más allá de los resultados de Hardy y Littlewood— resultó certera. A
pesar de que aún no podía demostrar que todos los ceros están sobre la recta, consiguió probar
que el porcentaje de ceros capturados con su método no se reducía a cero cuando se utilizaba
para calcular la posición de los ceros colocados más al norte. Selberg no estaba muy seguro de
qué proporción de ceros podría determinar así, pero el suyo fue el primer intento exitoso de
abrir una brecha de una cierta entidad en el problema. Mirado retrospectivamente, parece que
Selberg consiguió demostrar que un cinco o diez por ciento de los ceros caían sobre la recta, lo
que significa que, si continuamos contando ceros hacia el norte, al menos esta parte responderá
a la hipótesis de Riemann.
A pesar de no tratarse de una demostración de la hipótesis de Riemann, la brecha abierta
por Selberg representó un importante avance psicológico, aunque nadie fue consciente de ello.
El mismo no estaba seguro de que ningún otro lo hubiera precedido en el descubrimiento. Una
vez acabada la guerra, en el verano de 1946, Selberg fue invitado a hablar en el Congreso
Escandinavo de Matemáticas, en Copenhague. Ya escarmentado por su experiencia anterior
con la fórmula exacta para el cálculo del número de particiones, decidió que lo mejor sería
verificar si sus resultados sobre los ceros de la función de Riemann eran ya conocidos o no.
Pero la Universidad de Oslo todavía no había recibido las revistas de matemáticas que no
habían llegado durante la guerra. «Había oído que en la biblioteca del Instituto de Trondheim
habían recibido los ejemplares. Por tanto, fui a Trondheim especialmente para ello. Estuve casi
una semana en la biblioteca».
Su preocupación era infundada: descubrió que estaba muy por delante de cualquier otro en
la comprensión de los ceros del paisaje zeta de Riemann. La conferencia que dictó en
Copenhague constituyó la confirmación de lo que afirmaba Bohr a los que venían de visita
desde los Estados Unidos: en Europa las novedades matemáticas se reducían a un nombre:
«¡Selberg!». En la conferencia éste habló de sus ideas sobre la hipótesis de Riemann. A pesar
de su importante contribución al camino que conducía a su demostración, Selberg subrayó que
los elementos de apoyo a la veracidad de la hipótesis de Riemann todavía eran muy escasos:
«Pienso que la razón por la que en un tiempo estábamos convencidos de la validez de la
hipótesis de Riemann es substancialmente el hecho de que nos da la distribución más bella y
simple que se pueda obtener: la simetría a lo largo de la recta. Además, la hipótesis conduciría
a la distribución más racional de los números primos. Piensen que al menos habría algo
correcto en este universo».
Algunos malinterpretaron sus comentarios, y pensaron que estaba poniendo en duda la
validez de la hipótesis de Riemann, pero Selberg no era tan pesimista como Littlewood, que
creía que la falta de pruebas concretas significaba que la hipótesis de Riemann era falsa:
«Siempre he creído intensamente en la hipótesis de Riemann. No argumentaría nunca contra
ella. Pero en aquella fase afirmaba que en realidad no disponíamos de resultados ni numéricos
ni teóricos que indicaran con fuerza la veracidad de la hipótesis. Los resultados más bien
sugerían que la hipótesis era en general cierta». En otras palabras, probablemente la mayoría de
los ceros estaría sobre la recta, como Riemann afirmaba haber demostrado casi un siglo antes.
Los progresos de Selberg durante la guerra fueron el canto del cisne de la supremacía
matemática europea. Tras aquel éxito, Selberg terminó en el punto de mira de Hermann Weyl,
un profesor del Institute for Advanced Study de Princeton, que había huido de Gotinga en
1933, cuando la situación empezó a deteriorarse: el solitario matemático que había
permanecido en Europa y había soportado las privaciones de la Segunda Guerra Mundial
sucumbió al reclamo del otro lado del Atlántico. Selberg aceptó la invitación a visitar el
instituto, ilusionado ante la perspectiva de obtener nuevas ideas. Llegó al bullicioso puerto de
Nueva York, y desde allí alcanzó la somnolienta ciudad de Princeton, a unas pocas decenas de
kilómetros al sur de Manhattan.
Los Estados Unidos se beneficiarían inmensamente del flujo transoceánico de matemáticos
de talento como Selberg: si antes estaba en la cola de la actividad matemática, los Estados
Unidos se convertían entonces en la gran potencia que continúa siendo hoy: la patria de las
matemáticas, un paraíso que atrae a los matemáticos de todo el globo. Destrozada por la
devastación provocada por Hitler y por la Segunda Guerra Mundial, la reputación de Gotinga
como meca de las matemáticas resurgiría como ave fénix en Princeton.
El Institute for Advanced Study había sido fundado en 1932, con la ayuda de una donación
de cinco millones de dólares por parte de Louis Bamberger y de su hermana Caroline
Bamberger Fuld. Su objetivo era atraer a los mejores estudiosos del mundo ofreciéndoles un
refugio tranquilo y un salario generoso: no es por casualidad que el instituto recibe el
sobrenombre de Institute for Advanced Salaries. El lugar se esforzaba por emular la atmósfera
típica de los College de Oxford y Cambridge, donde estudiosos de todas las disciplinas podían
interactuar fructíferamente.
Pero, en contraste con la rancia atmósfera de aquellas antiguas instituciones europeas, en
Princeton se respiraba un aire joven y fresco, desbordante de vida y de ideas. Si en Oxford o en
Cambridge se consideraba de mala educación hablar de trabajo en la mesa, Princeton ignoraba
tales finuras: los miembros del instituto hablaban abiertamente de su trabajo tantas veces como
hiciera falta. Einstein lo comparó con una pipa aún no ennegrecida por el humo. «Princeton es
un lugar maravilloso, un pueblecito pintoresco y ceremonioso de gráciles semidioses zancudos.
Así, ignorando ciertas convenciones sociales he conseguido crearme una atmósfera favorable al
estudio y libre de distracciones. En esta ciudad universitaria las voces caóticas del conflicto
humano casi no penetran».
A pesar de que se fundó para servir a todas las disciplinas, el instituto nació en el antiguo
edificio de matemáticas de la Universidad de Princeton. Más tarde, el Departamento de
Matemática se trasladó al único rascacielos de Princeton, y tomó su nombre: Fine Hall. Es
probable que la primera sede del instituto contribuyera a hacer de las matemáticas y de la física
sus principales líneas de fuerza. Sobre la chimenea de la sala de profesores del Fine Hall están
escritas algunas palabras que a Einstein le gustaba repetir: «Raffiniert ist der Herr Gott, aber
boshaft ist Er nicht» [Dios es sutil, pero no es malicioso]. En cambio, los matemáticos eran
bastante más escépticos sobre la veracidad de tal afirmación: como Hardy había explicado a
Ramanujan, hay «una diabólica malignidad inherente a los números primos».
El instituto se trasladó a su nueva sede en 1940. Situado en las afueras de Princeton y
rodeado de bosques, estaba completamente aislado de los horrores que azotaban al mundo.
Einstein lo definió como su exilio paradisíaco: «He deseado este aislamiento durante toda la
vida, y ahora, finalmente, lo he obtenido en Princeton». En muchos sentidos, el instituto era un
reflejo de su precursor: la Universidad de Gotinga. La gente venía de todas partes y se sumergía
en su comunidad autosuficiente. Algunos opinan que la autosuficiencia de Princeton creció
hasta convertirse en autocomplacencia. No sólo había acogido a los matemáticos de Gotinga,
sino que incluso parecía apropiarse del lema de la ciudad alemana: para los miembros del
instituto, no había vida fuera de Princeton. Escondido entre bosques, el Institute for Advanced
Study suponía el ambiente de trabajo ideal para europeos exiliados y huidos.

ERDÖS, EL MAGO DE BUDAPEST

En el instituto había otro prófugo europeo cuya vida se entrelazaría con la de Selberg.
Mientras la historia de Ramanujan inspiraba al joven Selberg en Noruega, su magia actuaba
sobre otra mente joven: el húngaro Paul Erdös estaba destinado a convertirse en una de las
figuras matemáticas más fascinantes de la segunda mitad del siglo XX. Pero no sería sólo
Ramanujan quien relacionaría a ambos jóvenes: también estaba la controversia.
Mientras que a Selberg le gustaba trabajar en soledad, Erdös floreció en la colaboración. Su
figura cargada de espaldas, en sandalias y traje, resultaba familiar al profesorado de los
departamentos de matemáticas de todo el mundo. Era fácil encontrarlo doblado sobre un bloc
de notas, junto con un nuevo colaborador, dedicado a su gran pasión: crear y resolver
problemas numéricos. Durante su vida publicó más de mil quinientos artículos científicos, un
extraordinario logro. Entre los matemáticos, sólo Euler escribió más que él. Erdös era un monje
de las matemáticas, que se desembarazaba de todos sus bienes personales por miedo a que lo
distrajeran de su misión. Regalaba todo lo que ganaba a sus estudiantes, o como premio para
quien conseguía responder a una de las tantas preguntas que formulaba. Igual que
anteriormente para Hardy, Dios jugaba un importante aunque poco convencional papel en su
visión del mundo. Llamaba el «Supremo Fascista» al guardián del «Gran Libro», un libro que
contenía todos los detalles de las demostraciones más elegantes de los problemas matemáticos,
resueltos o no. El máximo parabién de Erdös para una demostración era: «¡Esta llega
directamente del Libro!». Creía que en el momento del nacimiento, todos los niños —o los
«épsilon», como él los llamaba en referencia a la letra griega que se usa en matemáticas para
indicar números muy pequeños— conocían la demostración de la hipótesis de Riemann que se
guardaba en el Gran Libro. El problema era que, al cabo de seis meses, lo olvidaba.
A Erdös le gustaba hacer matemáticas escuchando música, y a menudo se le podía ver en
conciertos tomando apuntes frenéticamente en un cuaderno, incapaz de contener la excitación
que le producía una idea nueva. A pesar de ser un gran colaborador y de que odiaba estar solo,
le repugnaba el contacto físico. Lo mantenía el placer mental, que alimentaba con una dieta a
base de cafés y pastillas de cafeína. Según una definición suya que hizo fortuna: «un
matemático es una máquina que transforma el café en teoremas».
Como sucede con tantísimos grandes matemáticos, Erdös tuvo la suerte de tener un padre
que le permitió absorber ideas que estimularían su pasión por los números. En una ocasión, su
padre le explicó el método utilizado por Euclides para demostrar la existencia de infinitos
números primos; pero lo que realmente fascinó a Erdös fue la manera como su padre dio la
vuelta al razonamiento de Euclides para demostrar que se pueden hallar sucesiones de números
de longitud arbitraria en las que no haya números primos.
Si queremos una sucesión de 100 números consecutivos en la que no haya primos basta con
tomar los números enteros entre 1 y 101 y multiplicarlos entre sí. El resultado es un número
llamado el factorial de 101 (o 101 factorial), que se escribe 101!. Por tanto, 101! será divisible
por todos los números comprendidos entre 1 y 101. Pero si N es uno cualquiera de estos
números, entonces 101! + N será también divisible entre N ya que 101! y N son ambos
divisibles entre N. Por esta razón, los números
101! + 2, 101! + 3, …, 101! + 101

no son primos. De esta manera hemos obtenido una sucesión de 100 números enteros
consecutivos ninguno de los cuales es primo.
Esta conclusión suscitó el interés de Erdös. ¿Cuánto hay que contar a partir de 101! o de
cualquier otro número antes de tener la garantía de obtener un número primo? Euclides había
demostrado que tarde o temprano tendría que haber un número primo, ¿pero habría que esperar
un tiempo arbitrariamente largo antes de encontrarlo? Al fin y al cabo, si la naturaleza ha
elegido los números primos lanzando una moneda al aire, no hay forma de saber cuántos
lanzamientos separan una «cara» de la siguiente. Naturalmente, obtener «cruz» mil veces
seguidas es muy improbable, pero no imposible. Al proseguir su exploración, Erdös se dio
cuenta de que desde este punto de vista la distribución de los números primos no se podía
comparar con los resultados del lanzamiento de una moneda: aunque es cierto que los primos
pueden parecer una masa caótica de números, su comportamiento no es totalmente aleatorio.
En 1845, el matemático francés Joseph Bertrand había planteado una hipótesis sobre cuánto
habría que contar para tener la certeza de hallar un número primo. Según Bertrand, si tomamos
un número cualquiera, por ejemplo 1.009, y continuamos contando hasta llegar al doble de este
número, tendríamos la certeza de hallar un número primo en nuestro recorrido. Efectivamente,
entre 1.009 y 2.018 hay algunos números primos, empezando por 1.013. Pero ¿sería igualmente
cierto si hubiéramos elegido cualquier otro número N? A pesar de que Bertrand no consiguió
demostrar que entre un número N cualquiera y su doble 2N siempre hallaremos al menos un
número primo, esta sensacional predicción, que fue hecha cuando contaba apenas veintitrés
años, fue conocida a partir de entonces con el nombre de postulado de Bertrand.
A diferencia de la hipótesis de Riemann, el postulado de Bertrand no tardó en ser resuelto:
pasados sólo siete años desde su formulación, el matemático ruso Pafnuty Chebyshev consiguió
demostrarlo. Chebyshev utilizó ideas parecidas a las que había empleado en sus primeras
incursiones al interior del teorema de los números primos, cuando había demostrado que la
estimación de Gauss nunca se apartaría más del once por ciento de la verdadera cantidad de
números primos. Sus métodos no eran tan sofisticados como los elaborados por Riemann, pero
eran eficaces. De esta forma, Chebyshev consiguió demostrar que, a diferencia de lo que
sucede al lanzar una moneda, donde nunca sabemos cuándo el resultado volverá a ser «cruz»,
los números primos contienen siempre un pequeño componente de predictibilidad.
Uno de los primeros resultados que Erdös publicó, en 1931, con sólo dieciocho años, fue
una demostración inédita del postulado de Bertrand; pero se decepcionó mucho cuando alguien
le hizo ver la obra de Ramanujan y descubrió que su demostración no era tan nueva como había
supuesto: uno de los últimos trabajos matemáticos de Ramanujan era una argumentación que
simplificaba mucho la demostración del postulado de Bertrand que había ideado Chebyshev. A
pesar de la turbación del joven Erdös, la alegría de descubrir a Ramanujan compensó
ampliamente su desilusión.
Erdös decidió intentar si podía hacerlo mejor que Ramanujan y que Chebyshev. Empezó
por observar hasta qué punto podía ser grande la distancia que separa dos números primos: el
problema de la diferencia entre dos números primos consecutivos continuaría fascinándolo
durante toda su vida. Era famoso por ofrecer recompensas monetarias por la demostración de
sus conjeturas; la segunda cantidad más importante que puso en juego, diez mil dólares, estaba
destinada a quien demostrara su conjetura sobre la distancia que separa dos números primos
consecutivos. Todavía hoy no se ha resuelto el problema y puede reclamarse el premio, aunque
Erdös ya murió y no podría apreciar la demostración; pero, como a él le gustaba decir
bromeando: el trabajo necesario para conquistar uno de sus premios probablemente violaba la
ley del salario mínimo. Una vez, en un momento de precipitación, ofreció el factorial de diez
mil millones de dólares por la demostración de una conjetura que generalizaba el teorema de
los números primos de Gauss (el factorial de diez mil millones es el producto de todos los
números comprendidos entre 1 y diez mil millones). 100 factorial es ya un número mayor que
el número de átomos del universo, y Erdös dio un gran suspiro de alivio cuando, en los años
sesenta, el matemático que halló una demostración de la conjetura renunció a reclamar el
premio.
Al cabo de poco tiempo de llegar al Institute for Advanced Study, a finales de los años
treinta, Erdös dio pruebas de sus propias dotes. Mark Kac era un exiliado polaco huido de las
tempestades que asolaban Europa. Aunque su área de interés fuera la teoría de la probabilidad,
Kac anunció una conferencia que despertó el interés de Erdös: hablaría de una función que
permitiría calcular cuántos números primos distintos son divisores de un número entero dado.
Por poner un ejemplo, 15 = 3 × 5 es divisible por dos números primos distintos, mientras que
16 = 2 × 2 × 2 × 2 sólo es divisible por un número primo. Por esta razón, a cada número se le
puede asignar una puntuación en base a la cantidad de números primos por los cuales es
divisible.
Erdös recordaba que Hardy y Ramanujan se habían interesado por la manera de variar de
estas puntuaciones, pero hacía falta un estadístico como Kac para comprender que éstas siguen
un comportamiento completamente aleatorio: Kac se dio cuenta de que, si ponemos en una
gráfica todos los puntos de la sucesión, la gráfica tendría la forma de campana tan bien
conocida por los estadísticos, que corresponde a la firma inconfundible de una distribución
aleatoria. A pesar de reconocer aquel comportamiento peculiar de la función contando la
cantidad de números primos distintos con los que se podía construir cada número, Kac no
disponía de los instrumentos propios de la teoría de los números necesarios para demostrar su
intuición sobre aquel comportamiento aleatorio: «Enuncié la conjetura por primera vez durante
una conferencia que pronuncié en Princeton en marzo de 1939. Para mi suerte, entre el público
estaba Erdös, que inmediatamente se animó. Antes de terminar la conferencia ya tenía hecha la
demostración».
Para Erdös, aquel éxito significó el comienzo de una pasión que lo acompañó durante toda
su vida: combinar la teoría de los números con la teoría de la probabilidad. A primera vista,
ambas disciplinas se parecen tanto como el día y la noche: «La probabilidad no es un concepto
propio de las matemáticas pura, sino de la filosofía o de la física», declaró alguna vez Hardy
con desprecio. Los objetos que estudian los teóricos de los números están esculpidos en piedra
desde el principio de los tiempos, inmóviles e inmutables. Como decía Hardy: 317 es un
número primo tanto si nos gusta como si no. La teoría de la probabilidad, por su parte, es la
más resbaladiza de las disciplinas: nunca estamos seguros de lo que sucederá luego.

CEROS ORDENADOS SIGNIFICAN PRIMOS ALEATORIOS

Aunque ya Gauss había utilizado la idea del lanzamiento de una moneda para intentar una
estimación de la cantidad de números primos, fue sólo en el siglo XX cuando los matemáticos
empezaron a tomar en consideración la posibilidad de relacionar disciplinas tan distintas como
el cálculo de probabilidades y la teoría de los números. En los primeros decenios del siglo, los
físicos avanzaron la hipótesis de que esta relación podía formar parte del mundo subatómico:
podría suceder que el comportamiento de un electrón se asimila al de una minúscula bola de
billar, pero nunca se puede estar muy seguro de la posición exacta de esa bola. Aunque en
aquella época resultara difícil de aceptar para muchos físicos, parece que es un dado cuántico
quien decide dónde se halla un electrón. Es posible que las consecuencias inquietantes de la
naciente teoría de la física cuántica y del modelo probabilístico del mundo que de ella se
deducía contribuyeran a poner en duda la opinión general según la cual el azar no jugaba
ningún papel en entidades fuertemente deterministas como los números primos. Mientras
Einstein intentaba negar que Dios jugara a los dados con la naturaleza, a pocos pasos de él, en
el Institute for Advanced Study, Erdös estaba demostrando que en el corazón de la teoría de los
números había un lanzamiento de dados.
En efecto, durante aquel período los matemáticos empezaron a comprender cómo la
hipótesis de Riemann, que se refería al comportamiento regulado de los ceros del espacio zeta,
conseguía explicar por qué los números primos nos parecen tan poco regulares y azarosos. La
mejor forma de comprender la tensión entre el orden de los ceros y el caos de los números
primos es dar un vistazo más detenido al modelo quintaesencial de la aleatoriedad: el
lanzamiento de una moneda.
Si lanzamos una moneda un millón de veces deberíamos obtener la mitad de caras y la
mitad de cruces, pero no esperemos una perfecta paridad: con una moneda «perfecta» —una
moneda que se comporta de forma perfectamente aleatoria, sin desviaciones sistemáticas de la
media— no nos tendría que sorprender la constatación de que los lanzamientos hayan dado
«cara» unas 1.000 veces más —o menos— que «cruz», respecto del valor previsto de 500.000.
La teoría de la probabilidad proporciona una forma de medir la importancia de ese error para
experimentos en cuyo origen haya procesos aleatorios. Si lanzamos la moneda N veces habrá
una cierta desviación —un «error», por exceso o por defecto— respecto del valor teórico de y
N. En el caso de una moneda perfecta, el análisis de este error lleva a la conclusión de que su
valor será aproximadamente del orden de la raíz cuadrada de N. Así, por ejemplo, si lanzamos
una moneda perfecta un millón de veces, es altamente probable que se obtenga «cara» un
número de veces comprendido entre 499.000 y 501.000 (ya que 1.000 es la raíz cuadrada de
1.000.000). En cambio, si la moneda estuviera trucada de manera que favoreciera un resultado
respecto del otro, entonces deberíamos esperar un error claramente mayor que la raíz cuadrada
de N.
Para su estimación de la cantidad de números primos, Gauss tomó el modelo del
lanzamiento de una moneda especial. La probabilidad de que en el enésimo lanzamiento esta
teórica moneda diera «cara» —es decir, que N fuera un número primo—, no valía y, sino
1/log(N). Sin embargo, de la misma manera que al lanzar una moneda convencional no sale
exactamente la mitad de caras y la mitad de cruces, la moneda de los números primos que lanza
la naturaleza no da el número exacto de números primos que Gauss había previsto. Pero
¿cuáles son las características de ese error? ¿Se mantiene en los límites de la desviación del
valor esperando de una moneda que se comporta de manera aleatoria, o más bien muestra una
fuerte tendencia a producir números primos en unas áreas numéricas en particular dejando
desguarnecidas otras?
La respuesta se halla en la hipótesis de Riemann y su forma de predecir la ubicación de los
ceros: estos puntos a nivel del mar controlan los errores presentes en la estimación que dio
Gauss de la cantidad de números primos. Cada cero con coordenada este-oeste igual a 1/2
produce un error de N1/2 (que es otra forma de escribir la raíz cuadrada de N). Por ello, si
Riemann tenía razón sobre la posición de los ceros, entonces la desviación entre la estimación
que dio Gauss de la cantidad de números primos y el verdadero número de ellos resulta como
máximo del orden de la raíz cuadrada de N. Este es el mayor error que prevé la teoría de la
probabilidad en el caso de una moneda perfecta, cuyo comportamiento no está afectado por
desviaciones sistemáticas.
En cambio, si la hipótesis de Riemann es falsa y existen ceros situados más al este de la
recta crítica, estos ceros producirán un error mucho mayor que la raíz cuadrada de N: sería
como una moneda que en una serie de lanzamientos diera como resultado «cara» mucho más a
menudo del cincuenta por ciento esperado cuando se utiliza una moneda perfecta. Cuanto más
al este se encuentran los ceros, tanto más trucada resulta la moneda de los números primos.
Una moneda perfecta produce un comportamiento verdaderamente aleatorio, mientras que
una moneda trucada tiene un funcionamiento irreconocible. Por ello, la hipótesis de Riemann
describe perfectamente la razón por la que los números primos parecen distribuidos de manera
tan casual: gracias a su brillante intuición, Riemann consiguió refutar completamente esta
aleatoriedad al descubrir el nexo entre los ceros de su espacio y los números primos. Para
demostrar que la distribución de los números primos es realmente aleatoria es necesario
demostrar que más allá del espejo de Riemann los ceros están dispuestos ordenadamente a lo
largo de la recta crítica.
A Erdös le gustaba esta interpretación probabilística de la hipótesis de Riemann. En primer
lugar, porque recordaba a los matemáticos el motivo originario de su aventura al otro lado del
espejo de Riemann. Erdös deseaba alentar un retorno al objeto fundamental de estudio de la
teoría de los números: los números. Lo sorprendente era que, desde que el agujero espacio-
temporal de Riemann se había abierto y había engullido a los matemáticos en un mundo nuevo,
los teóricos de los números que hablaban de números eran cada vez más raros. Estaban mucho
más preocupados por la exploración de la geometría del paisaje zeta que por tratar de los
números primos. Erdös dio un giro a esa situación; y enseguida descubrió que no estaba solo en
este viaje de vuelta.

POLÉMICA MATEMÁTICA

A pesar de la fascinación principal de Selberg por el paisaje zeta de Riemann, en Princeton


su interés empezó a alejarse de la función zeta para centrarse más directamente en los números
primos. Su éxodo matemático a los Estados Unidos fue acompañado por un retorno al lado más
concreto del espejo de Riemann.
Tras la demostración del teorema de los números primos por parte de la Vallée-Poussin y
Hadamard, los matemáticos habían intentado inútilmente hallar una forma más simple de
demostrar la validez del nexo que Gauss había establecido entre logaritmos y números primos.
¿Sólo utilizando instrumentos altamente sofisticados como la función zeta de Riemann y su
espacio imaginario era posible demostrar la exactitud de la estimación de los números primos
dada por Gauss? Ahora los matemáticos estaban dispuestos a admitir que, con toda
probabilidad, aquellos instrumentos eran necesarios para demostrar que la estimación de Gauss
era tan buena como predecía la hipótesis de Riemann, es decir, que el error nunca sería mayor
que la raíz cuadrada de N. En todo caso, creían que tenía que haber una forma más sencilla de
obtener la primera estimación aproximada de Gauss. Habían esperado generalizar la
aproximación elemental con la que Chebyshev había conseguido demostrar que en el peor de
los casos la estimación de Gauss no iría más allá del once por ciento del valor correcto. Pero, a
medida que pasaba el tiempo, después de cincuenta años intentando en vano una demostración
más simple, empezaron a convencerse de que era inevitable recurrir a los instrumentos
sofisticados que había introducido Riemann y que habían sido desarrollados por de la Vallée-
Poussin y Hadamard.
Hardy no creía que existiera una demostración elemental. No es que no la deseara: los
matemáticos buscan la simplicidad con la misma tenacidad con la cual persiguen las
demostraciones; simplemente, Hardy se estaba volviendo pesimista y escéptico sobre la
existencia de una demostración de aquel tipo. Había apreciado la contribución de Erdös y
Selberg que, apenas unos meses después de su muerte en 1947, hallaron una argumentación
elemental que probaba el nexo entre números primos y logaritmos. Pero la polémica que se
desencadenó alrededor de la atribución del mérito de aquella demostración lo hubiera
horrorizado. El caso ha sido narrado en varias ocasiones, y no sólo en las dos últimas biografías
de Erdös. Considerando la gigantesca red de colaboradores y corresponsales que Erdös
desarrolló, unida a las reticencias de Selberg, no sorprende que en la mayoría de estas crónicas
prevalezca el punto de vista de Erdös. Sin embargo, merece la pena dedicar un poco de espacio
a la posición de Selberg sobre la cuestión.
Fue Dirichlet quien explotó primero el sofisticado instrumento de la función zeta y lo
utilizó para confirmar una de las intuiciones de Fermat: Dirichlet demostró que, si tomamos
una calculadora de reloj con un cuadrante de N horas y le introducimos los números primos,
entonces la calculadora indicará la una un número infinito de veces. En otras palabras, existen
infinitos números primos que al dividirlos por N dan resto 1. La demostración de Dirichlet se
basaba en un uso complicado de la función zeta. Su demostración jugó un papel de catalizador
para los grandes descubrimientos de Riemann.
Pero en 1946, casi ciento diez años más tarde del descubrimiento de Dirichlet, Selberg
concibió una demostración elemental del teorema de Dirichlet, una demostración más cercana
en su espíritu a aquella con la que Euclides había demostrado la existencia de infinitos números
primos. La demostración de Selberg, evitando la función zeta, supuso una importante inflexión
psicológica en una época en la que muchos creían que era imposible realizar ningún progreso
en la teoría de los números primos sin recurrir a las ideas de Riemann. A pesar de su sutileza, la
demostración no requería ninguno de los sofisticados instrumentos de las matemáticas del siglo
XIX, y es verosímil creer que los propios griegos de la antigüedad la habrían comprendido.
Paul Turán, un matemático húngaro que estaba invitado a Princeton, trabó amistad con
Selberg durante la época que pasaron juntos. También era un buen amigo de Erdös: un artículo
suyo escrito en colaboración con Erdös fue el único documento de identificación que pudo
exhibir cuando una patrulla de militares soviéticos lo detuvo en las calles de la Budapest
liberada, en 1945; los miembros de la patrulla quedaron comprensiblemente impresionados y
Turán se ahorró una temporada en el Gulag. «Fue una aplicación inesperada de la teoría de los
números», bromeó más tarde.
Turán quería saber algo sobre las ideas en que se basaba la demostración de Selberg del
resultado de Dirichlet, pero tuvo que abandonar el instituto tras pasar allí una primavera.
Selberg estuvo encantado de mostrarle algunos de los detalles, e incluso propuso a Turán que
diera una conferencia sobre la demostración mientras Selberg renovaba su visado
aprovechando una breve estancia en Canadá. Pero al discutirlo con Turán, Selberg mostró sus
propias cartas un poco más de lo previsto.
Durante la conferencia, Turán citó una fórmula algo insólita que Selberg había demostrado,
una fórmula que no tenía nada que ver directamente con la demostración del teorema de
Dirichlet. Erdös, que se encontraba entre el público, comprendió que aquella fórmula era todo
lo que necesitaba para perfeccionar el postulado de Bertrand, según el cual siempre hay un
número primo en el intervalo comprendido entre N y 2N. Lo que Erdös intentaba era verificar si
realmente era necesario ir desde N hasta 2N para estar seguro de hallar un número primo. ¿No
sería posible, por ejemplo, hallar un número primo en el intervalo comprendido entre N y
1,01N? Era consciente de que ello no podía suceder para cualquier valor de N.
Al fin y al cabo, si tomamos N = 100, no existen números enteros, ni por tanto primos,
comprendidos en el intervalo entre 100 y 101 (que es 100 multiplicado por 1,01). Sin embargo,
Erdös pensaba que para valores suficientemente grandes de N, en el espíritu del postulado de
Bertrand, siempre se encontraría un número primo comprendido entre N y 1,01N. Por otra
parte, 1,01 no tiene nada de particular: la idea de Erdös era que lo mismo sería cierto para
cualquier otro valor numérico que quisiéramos elegir comprendido entre 1 y 2. Al asistir a la
conferencia de Turán, Erdös comprendió que la fórmula de Selberg le proporcionaba el
elemento necesario para completar la demostración del postulado.
«Cuando volví, Erdös me dijo que pretendía usar mi fórmula para una demostración
elemental de esta generalización del teorema de Bertrand, y me preguntó si tenía algún
inconveniente». Se trataba de un resultado sobre el que el propio Selberg había pensado, pero
que no le había llevado a ninguna parte. «Dado que no estaba ocupándome de aquel problema,
le dije que no había inconveniente». En aquella época Selberg estaba distraído por una multitud
de problemas prácticos: tenía que renovar su visado, encontrar alojamiento en Syracuse, donde
había aceptado un trabajo para el siguiente curso académico, y preparar unas clases que debía
impartir en una escuela de verano para ingenieros. «En cualquier caso, Erdös trabajaba siempre
muy deprisa y consiguió hallar una demostración».
Ahora bien, había algunas cosa que Selberg no había revelado a Turán. En concreto, el
motivo por el que también él había pensado en aquella generalización del postulado de
Bertrand: había comprendido la manera de introducirla en un rompecabezas para obtener el
cuadro completo de una demostración elemental del teorema de los números primos. Gracias al
resultado de Erdös, ahora Selberg había entrado en posesión de la última pieza del
rompecabezas.
Explicó a Erdös cómo había utilizado su resultado para completar una demostración
elemental del teorema de los números primos. Erdös sugirió que presentaran juntos el trabajo al
reducido grupo de colegas que había asistido a la conferencia de Turán, pero no consiguió
frenar su propio entusiasmo y se puso a repartir invitaciones a diestro y siniestro para la que
prometía ser una conferencia muy interesante. Selberg no esperaba en absoluto un público tan
amplio.
Cuando llegué allí a última hora de la tarde, hacia las cuatro o las cinco, la sala estaba
repleta. Subí a la tribuna y expuse la argumentación, pidiendo después a Erdös que
expusiera su parte. Después volví a tomar la palabra para exponer el resto, es decir, lo
necesario para completar la demostración. Por tanto, la primera demostración se obtuvo
utilizando el resultado intermedio que él había obtenido.

Erdös le propuso escribir juntos un artículo sobre la demostración. Pero, como explica
Selberg:
Nunca había publicado artículos escritos en colaboración. Hubiera querido que
escribiéramos artículos separados, pero Erdös insistió en que deberíamos hacer las cosas
como las habían hecho Hardy y Littlewood. Yo nunca había querido trabajar en
colaboración. Antes de venir a los Estados Unidos había desarrollado toda mi actividad
matemática en Noruega. La había desarrollado solo, sin siquiera hablar de ella con nadie…
no, nunca había sido un colaborador en este sentido. Hablo con la gente pero trabajo solo,
que es lo que se ajusta a mi temperamento.

La verdad es que allí se encontraban dos matemáticos con temperamentos opuestos: uno era
un solitario enteramente autosuficiente que en toda su vida había escrito un sólo artículo con un
colega, el indio Saravadam Chowla; el otro llevó la colaboración hasta tales extremos que hoy
los matemáticos hablan de su «número de Erdös», el número de coautores que le separan de
alguien que escribió un texto con Erdös. Mi número de Erdös es 3, lo que significa que he
escrito un artículo con alguien que ha escrito un artículo con alguien que ha escrito un artículo
con Erdös. Dado que Chowla fue uno de los 507 coautores de Erdös, el único artículo que
Selberg había escrito en colaboración le confería un número de Erdös igual a 2. Los
matemáticos con un número de Erdös igual a dos pasan de cinco mil.
Tras aquel rechazo, como actualmente admite Selberg: «las cosas se me fueron de las
manos». Durante 1947, Erdös había construido una extensa red de colaboradores y de
corresponsales; los mantenía informados sobre sus propios progresos matemáticos
bombardeándolos de correo. Se dice que Selberg recibió un golpe mortal cuando, a su llegada a
Syracuse, fue saludado por un miembro de la Facultad con estas palabras: «¿Ha oído la noticia?
Erdös y un matemático escandinavo han ideado una demostración elemental del teorema de los
números primos». Mientras tanto, Selberg había formulado una argumentación alternativa que
evitaba la necesidad de recurrir al paso intermedio que Erdös había proporcionado. Decidió
continuar y publicó los resultados de aquel trabajo individual. Su artículo apareció en los
Annals of Mathematics, la publicación que se redacta en Princeton y que, por consenso general,
está considerada una de las tres revistas matemáticas más importantes del mundo. Es en los
Annals of Mathematics, por ejemplo, donde Andrew Wiles publicó su demostración del último
teorema de Fermat.
Erdös estaba furioso: pidió a Hermann Weyl su arbitraje sobre la cuestión. Selberg cuenta:
«Me satisface el hecho de que finalmente Hermann Weyl se inclinara sustancialmente de mi
parte tras haber escuchado a ambos». Erdös publicó su demostración reconociendo el papel de
Selberg, pero todo el episodio resultó bastante deplorable. A pesar de la naturaleza abstracta de
las matemáticas, los matemáticos poseen un ego que necesita ser halagado. No hay nada que
estimule tanto el proceso creativo de un matemático como el pensamiento en la inmortalidad
que proporciona el hecho de poner el propio nombre en un teorema: la anécdota de Erdös y
Selberg pone en evidencia la importancia que tienen en matemáticas —y, de hecho, en todas las
ciencias— el reconocimiento de los méritos y la prioridad. Es por ello que Wiles pasó siete
años encerrado en su ático trabajando secretamente sobre el último teorema de Fermat, por
miedo a tener que compartir la gloria de la empresa.
Aunque los matemáticos son como corredores de una carrera de relevos que pasan el testigo
de una generación a otra, anhelan siempre la gloria individual que recibirán pasando los
primeros por la línea de meta: la investigación matemática es un difícil acto de equilibrio entre
la necesidad de colaborar en proyectos que pueden mantenerse durante siglos y el deseo de
inmortalidad.
Al cabo de algún tiempo fue claro que la demostración elemental del teorema de los
números primos que Selberg había obtenido no era aquel extraordinario paso adelante que se
esperaba. Algunos creían que aquella intuición podría abrir un camino simple para demostrar la
hipótesis de Riemann; al fin y al cabo, aquella intuición podía confirmar que la diferencia entre
la estimación de Gauss y la verdadera cantidad de números primos nunca fallaría la diana de
una distancia mayor que la raíz cuadrada de N. Y se sabía que esto era equivalente a tener todos
los ceros disciplinadamente colocados sobre la recta crítica de Riemann.
A finales de los años cuarenta, Selberg detentaba todavía el récord del mayor porcentaje de
ceros cuya presencia sobre la recta mágica de Riemann se había demostrado. Este fue uno de
los resultados por los que se le concedió la medalla Fields en 1950. Hadamard, que entonces
tenía ochenta años, deseaba asistir al Congreso Internacional de Matemáticos que tendría lugar
en Cambridge, Massachusetts, para celebrar la obtención del premio por Selberg. Sobre todo,
estaba impaciente por encontrarse con el explorador que había descubierto un recorrido
elemental para alcanzar el campo base que él y de la Vallée-Poussin habían instalado hacía
cincuenta años. Sin embargo, tanto a él como a Laurent Schwartz, el otro matemático que debía
recibir la medalla Fields, les negaron el visado de entrada en los Estados Unidos por sus
contactos soviéticos: el maccarthismo empezaba a asomar su horrible cabeza. Hizo falta la
intervención del presidente Truman para que se concediera a los dos matemáticos la
autorización para entrar en los Estados Unidos, pocos días antes del congreso.
Más adelante, otros matemáticos, añadiendo sus propias ingeniosas variaciones, han
extendido las argumentaciones de Selberg para aumentar el porcentaje de ceros de los cuales se
puede demostrar su ubicación efectiva sobre la recta mágica de Riemann. Algunas
demostraciones de teoremas matemáticos se desarrollan de manera muy natural una vez
conseguida una idea general de la dirección que debe tomarse: lo difícil es encontrar el origen
del recorrido. Mejorar la estimación de Selberg, sin embargo, es muy distinto. Las
demostraciones necesitan un análisis muy delicado. No son el resultado de una única idea
grandiosa, pero llevarlas a buen fin requiere mucha perseverancia. El recorrido está sembrado
de trampas. Un movimiento en falso y el número que se creía mayor que cero puede
transformarse de golpe en negativo. Cada paso debe realizarse con mucho cuidado y es fácil
que se deslicen errores.
En los años setenta, Norman Levinson mejoró la estimación de Selberg y, en un momento
dado, creyó que había conseguido capturar un 98,6 por ciento de los ceros. Levinson dio una
copia del manuscrito con la demostración a Giancarlo Rota, del MIT (Instituto Tecnológico de
Massachusetts), y le comentó bromeando que había demostrado que todos los ceros se
encontraban sobre la recta: el manuscrito se refería al 98,6 por ciento, mientras que el otro 1,4
por ciento se dejaba para el lector. Rota creyó que hablaba en serio y empezó a hacer correr la
voz de que Levinson había demostrado la hipótesis de Riemann. Naturalmente, aunque hubiera
realmente llegado al 100 por ciento, no se deducía necesariamente que todos los ceros se
hallaban sobre la recta ya que estamos habiéndonoslas con el infinito. Pero ello no bastó para
acallar los rumores.
Finalmente, se descubrió un error en el manuscrito que redujo la proporción de los ceros
determinados sobre la recta al treinta y cuatro por ciento. Fue un récord que se mantuvo durante
algún tiempo, resultado aún más sorprendente si se tiene en cuenta que Levinson pasaba ya de
los sesenta años cuando lo logró. Como dice Selberg: «tuvo que tener una gran valentía para
seguir adelante con tal cantidad de cálculos numéricos, teniendo en cuenta que era imposible
saber anticipadamente si lo llevarían a alguna parte». Se afirmaba también que Levinson tenía
grandes ideas sobre cómo generalizar sus propios métodos, pero murió de un tumor cerebral
antes de poder ponerlas en práctica. Actualmente el récord está en poder de Brian Conrey, de la
Universidad de Oklahoma, que en 1987 demostró que el cuarenta por ciento de los ceros tiene
que estar sobre la recta. Conrey tiene algunas ideas sobre cómo perfeccionar su propia
estimación, pero pocos puntos porcentuales más no parecen valer la enorme cantidad de trabajo
que requerirían: «Valdría la pena si pudiera llevar la estimación más allá del cincuenta por
ciento, porque en tal caso al menos podría decir que la mayoría de los ceros se encuentra sobre
la recta».
La polémica sobre la atribución del mérito por la demostración elemental dejó a Erdös
profundamente dolido, pero continuó siendo prolífico durante toda su vida, desafiando los
mitos sobre el envejecimiento y la capacidad de producción matemática. Como no consiguió
obtener una plaza permanente en el Institute for Advanced Study, eligió la vida del matemático
itinerante. Sin domicilio ni puesto de trabajo, prefería aparecer de repente en casa de alguno de
sus muchos amigos diseminados por el mundo para permitirse su colaboración, quedándose a
menudo durante varias semanas antes de volver a marcharse de repente. Murió en 1996, en el
centenario de la primera demostración del teorema de los números primos. A los ochenta y tres
años todavía estaba colaborando en publicaciones con sus colegas. Poco antes de morir dijo:
«Pasará al menos otro millón de años antes de que consigamos comprender los números
primos».
Hoy, cuando ya es un anciano de más de noventa años, con el cabello blanco, Selberg sigue
leyendo las últimas novedades sobre la hipótesis de Riemann y dando conferencias en las que
ofrece perlas de sabiduría a los jóvenes asistentes. En 1996 su discurso en el congreso que tuvo
lugar en Seattle para celebrar el centenario de la demostración del teorema de los números
primos se cerró con la ovación de más de seiscientos matemáticos.
Selberg opina que, a pesar de los importantes progresos que se han alcanzado, aún no
tenemos ninguna idea concreta sobre cómo demostrar la hipótesis de Riemann:
No creo que nadie sepa con certeza si estamos o no cerca de una solución. Algunos creen
que nos estamos acercando. Si hay una solución, es obvio que con el transcurso del tiempo
nos estamos acercando a ella. Pero algunos opinan que poseemos los elementos esenciales
de una solución. Yo discrepo absolutamente. Es muy probable que la hipótesis sobreviva a
su bicentenario, en 2059, pero naturalmente yo no estaré para verlo. Es imposible predecir
cuánto resistirá el problema. Creo que finalmente se hallará una solución. No creo que se
trate de un resultado indemostrable. También podría suceder que la demostración fuera tan
complicada que el cerebro humano no consiga nunca alcanzarla.

En la conferencia que pronunció en Copenhague después de la guerra, Selberg había


despertado dudas sobre la existencia de pruebas concretas a favor de la certeza de la hipótesis
de Riemann. En aquel tiempo, la posibilidad de demostrar la hipótesis le parecía un buen deseo,
pero ahora ha cambiado de opinión: según Selberg, las pruebas aparecidas durante los
cincuenta años transcurridos desde el final de la guerra son ya aplastantes. Pero en realidad fue
la guerra, y particularmente los descifradores de códigos de Bletchley Park, lo que condujo al
desarrollo de la máquina que generaría estas nuevas pruebas: el ordenador.
8
MÁQUINAS DE LA MENTE

Propongo considerar la cuestión: «¿Pueden pensar las máquinas?»


ALAN TURING
Computing Machinery and Intelligence

El nombre de Alan Turing estará asociado siempre a la decodificación de Enigma, el código


secreto que usaban los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. En la tranquilidad de la
enorme casa campestre de Bletchley Park, a medio camino entre Oxford y Cambridge, los
descifradores de códigos de Churchill crearon una máquina que podía descifrar los mensajes
que cada día mandaban los servicios secretos alemanes. La historia de cómo la irrepetible
combinación de lógica matemática y determinación propias de Turing contribuyó a salvar
muchas vidas de la amenaza de los submarinos alemanes ha sido objeto de novelas, obras
teatrales y películas. Sin embargo, la inspiración que llevó a Turing a la creación de sus
«bombas», las máquinas de descifrar, puede remontarse a sus tiempos de estudiante de
matemática en Cambridge, cuando Hardy y Littlewood todavía estaban en activo.
Antes de que la Segunda Guerra Mundial engullera Europa, Turing ya estaba proyectando
máquinas que terminarían por hacer saltar por los aires dos de los veintitrés problemas de
Hilbert. La primera fue una máquina teórica, que sólo existía en su mente, una máquina que
demolería cualquier esperanza de verificar la solidez de los fundamentos del edificio
matemático. La segunda máquina era muy real, fabricada con ruedas dentadas y goteando
aceite, y con esta máquina Turing pretendía desafiar a la ortodoxia matemática: su sueño era
que aquel artilugio mecánico pudiera tener el poder de demostrar la falta de veracidad del
octavo de los problemas de Hilbert, y preferido de éste: la hipótesis de Riemann.
Después de que sus colegas dedicaran años intentando en vano demostrar la hipótesis de
Riemann, Turing creía que quizá había llegado el momento de indagar la posibilidad de que
Riemann se hubiera equivocado: quizás existe realmente un cero fuera de la recta crítica de
Riemann, y este cero tendría forzosamente que producir alguna modulación reconocible en la
sucesión de los números primos. Turing era consciente de que las máquinas se convertirían en
el instrumento más eficaz para la búsqueda de ceros que pudieran demostrar la falta de
fundamento de la conjetura de Riemann; gracias a él, los matemáticos podrían gozar de la
colaboración de un nuevo socio mecánico en su análisis de la hipótesis de Riemann. Pero no
fueron sólo las máquinas materiales las que tuvieron un impacto en la exploración matemática
de los números primos: sus máquinas de la mente, creadas inicialmente para atacar el segundo
problema de Hilbert, traerían al final del siglo XX el más inesperado de los éxitos: una fórmula
para generar todos los números primos.
La fascinación que las máquinas ejercían sobre Turing había sido estimulada por un libro
que le regalaron en 1922, cuando tenía diez años: Natural Wonders Every Child Should Knotu
[Maravillas naturales que todos los niños deberían conocer], de Edwin Tenney Brewster, estaba
repleto de pequeñas perlas que excitaron la imaginación del joven Alan. El libro, que se había
publicado en 1912, enseñaba que existían explicaciones de los fenómenos naturales y no se
limitaba a nutrir de observaciones pasivas a sus jóvenes lectores. Si consideramos la pasión por
la inteligencia artificial que más adelante desarrolló Turing, la descripción de los seres vivos
que da Brewster resulta particularmente reveladora:
Resulta evidente que el cuerpo es una máquina. Es una máquina enormemente compleja,
muchas, muchas veces más complicada que cualquier máquina que se haya construido
jamás, pero es una máquina. Ha sido comparado con una máquina de vapor, pero esto
sucedió antes de que consiguiéramos los conocimientos que hoy tenemos sobre su
funcionamiento: en realidad se trata de un motor a gas; como el motor de un automóvil, de
una lancha o de una máquina voladora.

Ya desde la escuela Turing tenía la obsesión de inventar y construir objetos: una máquina
fotográfica, una pluma estilográfica recargable, incluso una máquina de escribir. Esta pasión lo
acompañaría a Cambridge, a donde llegó en 1931 para estudiar matemáticas en el King’s
College. Dada su timidez y su carácter en cierta medida asocial, igual que otros muchos antes
que él, Turing encontró seguridad en las certezas que ofrecían las matemáticas. Pero la pasión
por construir objetos no lo abandonó: nunca dejó de buscar la máquina física que pudiera poner
en evidencia el mecanismo de cualquier problema abstracto.
La primera investigación que Turing realizó en la universidad consistió en un intento de
comprender una de aquellas zonas fronterizas en las que las matemáticas abstractas entran en
contacto con las extravagancias de la naturaleza. Su punto de partida fue el problema práctico
de los resultados del lanzamiento de una moneda. El resultado final fue un sofisticado análisis
teórico de los resultados estadísticos de cualquier experimento aleatorio. Turing quedó muy
afligido cuando al presentar su demostración descubrió que, de la misma forma en que les
había sucedido anteriormente a Erdös y a Selberg, su primera investigación duplicaba un
resultado obtenido unos diez años antes por un matemático finlandés, J. W. Lindeberg: el
teorema central del límite.
Con el tiempo, los teóricos de los números descubrieron que el teorema central del límite
ofrece nuevas perspectivas para la estimación de la cantidad de números primos. Una vez
demostrada, la hipótesis de Riemann confirmaría que la desviación entre la verdadera cantidad
de números primos y la estimación de Gauss es igual a lo esperado cuando se lanza una
moneda perfecta. Pero el teorema central del límite reveló que no es posible describir
perfectamente la distribución de los números primos utilizando como modelo el lanzamiento de
una moneda: la medición más refinada de la aleatoriedad que se hizo posible con el teorema
central del límite mostró que los primos no la obedecen. La estadística se ocupa de los diversos
ángulos desde los que se puede valorar un conjunto de datos, gracias al punto de vista que
ofrece el teorema central del límite de Turing y de Lindeberg, los matemáticos pudieron darse
cuenta de que, aun teniendo mucho en común, los números primos y los lanzamientos de una
moneda no eran exactamente lo mismo.
La demostración del teorema central del límite que consiguió Turing, aunque no original,
demostraba de sobra su potencial, hasta el punto de valerle una plaza de profesor en el King’s
College a la temprana edad de veintidós años. En el interior de la comunidad científica de
Cambridge, Turing siguió siendo, en cierta medida, un solitario: mientras que Hardy y
Littlewood se peleaban con los problemas clásicos de la teoría de los números, Turing prefería
trabajar fuera de los cánones matemáticos; en vez de leer los artículos de sus colegas, prefería
llegar a sus propias conclusiones en solitario. Igual que Selberg, renunció a la distracción de
una vida académica convencional.
Sin embargo, a pesar de su aislamiento voluntario, Turing no dejaba de ser consciente de la
crisis que estaban sufriendo las matemáticas: en Cambridge se hablaba del trabajo de un joven
austríaco que había colocado la incertidumbre en el centro de la disciplina que a Turing le había
ofrecido seguridad.

GÖDEL Y LAS LIMITACIONES DEL MÉTODO


MATEMÁTICO

Con su segundo problema, Hilbert había retado a la comunidad de los matemáticos a


demostrar que las matemáticas no contenían contradicciones. Los antiguos griegos fueron los
que iniciaron el desarrollo de las matemáticas como disciplina basada en los teoremas y las
demostraciones; para hacerlo habían partido de aserciones que parecían verdades evidentes.
Estas aserciones, los axiomas de las matemáticas, son las semillas a partir de las cuales se ha
desarrollado todo el jardín matemático: partiendo de las primeras demostraciones de Euclides
sobre los números primos, los matemáticos han utilizado el instrumento de la deducción para
extender nuestro conocimiento más allá de aquellos axiomas.
Pero los estudios de Hilbert sobre las geometrías no euclidianas habían planteado una
cuestión preocupante: ¿estamos seguros de no poder demostrar jamás que un enunciado es a la
vez cierto y falso? ¿Podemos tener la certeza absoluta de que no existe una secuencia de
deducciones que, a partir de los axiomas de las matemáticas, demuestre la veracidad de la
hipótesis de Riemann mientras que otra secuencia alternativa demuestre su falsedad? Hilbert no
vacilaba: sería posible usar la lógica matemática para demostrar que la disciplina no contenía
contradicciones de este tipo; opinaba que la resolución del segundo de sus veintitrés problemas
supondría poner orden en el edificio matemático. La cuestión se hizo aún más urgente cuando
Bertrand Russell, el filósofo amigo de Hardy y Littlewood, planteó lo que parecían paradojas
matemáticas. Aunque en su monumental obra Principia Mathematica Russell encontró la
forma de resolver sus paradojas, aquello hizo comprender a muchos la seriedad de la cuestión
que Hilbert había planteado.
El 7 de septiembre de 1930, Hilbert tuvo el privilegio de ser nombrado hijo predilecto de
Königsberg, su estimada ciudad natal. En aquel mismo año había abandonado la cátedra de
Gotinga. Hilbert terminó su discurso de agradecimiento con una llamada urgente a todos los
matemáticos: «Wir müssen wissen. Wir werden wissen» [Debemos saber. Sabremos]. Tras su
discurso, lo trasladaron rápidamente a un estudio radiofónico para grabar la última parte, que
debía integrarse en un programa de radio. Entre los ruidos de fondo de la grabación se puede
escuchar a Hilbert riendo tras declarar: «Debemos saber». Pero él no sabía aún que quien se
había reído el último con otra persona, el día anterior, durante una conferencia pronunciada a
muy poca distancia de aquel estudio radiofónico, en la Universidad de Königsberg:
Kurt Gödel, el lógico austríaco de veinticinco años, había hecho un anuncio que golpeaba el
corazón del mundo de Hilbert.
De niño, Gödel se había ganado el apodo de Herr Warum [señor Por qué] por el incesante
flujo de preguntas que planteaba. Como consecuencia de un ataque de fiebre reumática durante
su infancia, su corazón era débil y sufría de una hipocondría incurable. En los últimos años de
su vida, su hipocondría se transformó en paranoia manifiesta. Estaba tan convencido de que lo
querían envenenar que literalmente se dejó morir de hambre. Sin embargo, a los veinticinco
años fue él quien envenenó el sueño de Hilbert y desencadenó un ataque de paranoia en toda la
comunidad matemática.
Para su tesis doctoral, Gödel había dirigido su espíritu inquiridor a la cuestión de Hilbert
que se hallaba en el corazón de la actividad matemática: demostró que los matemáticos nunca
podrían demostrar que poseían los fundamentos seguros que Hilbert ansiaba. Era imposible
utilizar los axiomas de las matemáticas para demostrar que aquellos axiomas no conducirían a
contradicciones. Entonces, ¿no se podría arreglar el problema cambiando los axiomas o
añadiendo otros nuevos? No serviría de nada: Gödel demostró que, cualesquiera que fueran los
axiomas elegidos por las matemáticas, nunca podrían ser usados para demostrar la inexistencia
de contradicciones.
Los matemáticos definen un sistema de axiomas como consistente cuando tales axiomas no
conducen a contradicciones. Puede ser que los axiomas elegidos no conduzcan nunca a
contradicciones, pero ello nunca podrá ser demostrado utilizando tales axiomas. Podría ser que
se consiguiera demostrar la consistencia de un sistema de axiomas tomando un sistema
alternativo, pero se trataría de una victoria parcial ya que, en tal caso, la consistencia del nuevo
sistema de axiomas sería igualmente discutible. Es lo mismo que el intento de Hilbert de
demostrar que la geometría era consistente transformándola en una teoría de los números: el
único resultado fue trasladar la cuestión a la consistencia de la aritmética.
La toma de conciencia de Gödel recuerda la descripción del universo que da una señora
anciana y menuda con la que se abre el libro de Stephen Hawking Breve historia del tiempo. Al
terminar una conferencia de divulgación sobre astronomía, una anciana se levanta y,
dirigiéndose al orador, declara: «Todo lo que nos ha contado son tonterías. En realidad, el
mundo es un disco plano que se apoya sobre la espalda de una inmensa tortuga». La respuesta
de la señora a la pregunta del conferenciante sobre cuál sería entonces el apoyo de la tortuga
habría provocado una sonrisa en el rostro de Gödel: «Usted es muy inteligente, jovencito,
verdaderamente muy inteligente. ¡Pero es evidente que cada tortuga se apoya sobre otra
tortuga!».
Gödel había proporcionado a las matemáticas una demostración de que el universo
matemático se apoya en una torre de tortugas: se puede conseguir una teoría libre de
contradicciones pero no se puede demostrar que en el interior de dicha teoría no hay
contradicciones. Todo lo que podemos hacer es demostrar la consistencia interior de otro
sistema cuya consistencia, sin embargo, no podemos demostrar. Había una cierta ironía en todo
esto: las matemáticas podía ser utilizada para demostrar las limitaciones de las propias
demostraciones. El matemático francés André Weil sintetizó la situación que se producía
después de Gödel con una frase memorable: «Dios existe porque las matemáticas son
consistentes, y el demonio existe porque no podemos demostrar que lo es».
En 1900 Hilbert había declarado que en matemáticas no hay nada que sea imposible
conocer; treinta años más tarde, Gödel demostró que la ignorancia es parte integrante de las
matemáticas. Hilbert se enteró de la noticia bomba de Gödel algunos meses después de su
discurso en Königsberg. Parece que reaccionó «con cierta irritación». Su declaración «Wir
müssen wissen. Wir werden wissen» [Debemos saber. Sabremos], hecha el día después del
anuncio de Gödel, encontró un destino apropiado: se grabó en la lápida de la tumba de Hilbert;
un sueño idealista del cual, finalmente, las matemáticas se había despertado.
Mientras los físicos empezaban a comprender, a partir del principio de indeterminación de
Heisenberg, que existían limitaciones al conocimiento dentro de su disciplina, la demostración
de Gödel significaba que también los matemáticos tendrían que resignarse a convivir para
siempre con su propia y peculiar incertidumbre: la posibilidad de descubrir de repente que todo
el edificio de las matemáticas era un espejismo. Está claro que, para gran parte de los
matemáticos, el hecho de que esto no haya sucedido hasta ahora es la mejor confirmación de
que nunca sucederá: tenemos un modelo que funciona, y ello parece suficiente para justificar la
consistencia de las matemáticas. Sin embargo, dado que el modelo es infinito, no podemos
tener la seguridad de que en un momento determinado no termine contradiciendo nuestros
axiomas. Y, como ya hemos podido comprobar, cuando se profundiza en las áreas más remotas
del universo numérico, incluso entidades aparentemente inocentes como los números primos
pueden esconder sorpresas, de las que nunca habríamos sido conscientes si hubiéramos
procedido sólo por experimentación y observación.
Gödel no se detuvo ahí. Su tesis doctoral contenía una segunda noticia bomba: si los
axiomas de las matemáticas son consistentes, entonces siempre habrá enunciados verdaderos
sobre los números que no pueden demostrarse formalmente a partir de aquellos axiomas. Esto
conculcaba las bases de lo que las matemáticas habían significado desde la Grecia Antigua. La
demostración siempre había sido considerada como el camino que conducía a la verdad
matemática. Ahora Gödel había hecho saltar en pedazos esta fe en el poder de la demostración.
Algunos esperaban que, añadiendo nuevos axiomas, sería posible remendar el edificio
matemático: ahora Gödel demostraba que tales esfuerzos serían vanos. Por más que se
añadieran nuevos axiomas a los fundamentos de las matemáticas, siempre quedaría algún
enunciado verdadero imposible de demostrar.
Este resultado tomó el nombre de Teorema de incompletitud de Gödel: cualquier sistema
consistente de axiomas es necesariamente incompleto, en el sentido de que existirán siempre
enunciados verdaderos que no podrán ser deducidos de los axiomas. Y para acompañarlo en su
acto de terrorismo matemático, Gödel se procuró nada menos que los números primos: los
utilizó para asignar a cada enunciado matemático un código numérico de identificación, el
número de Gödel. A través del análisis de tales números, Gödel pudo demostrar que para
cualquier elección de axiomas siempre existirán enunciados verdaderos que no pueden ser
demostrados.
El resultado obtenido por Gödel supuso un duro golpe para los matemáticos de todo el
mundo: había muchísimos enunciados sobre números, y en particular sobre números primos,
que parecían verdaderos pero que no se tenía la menor idea de cómo demostrar. La conjetura de
Goldbach: cada número par es suma de dos números primos; números primos gemelos: existen
infinitas parejas de números primos cuya diferencia es 2, como 17 y 19. ¿Estaban estas
aserciones condenadas a no poder ser demostradas utilizando los fundamentos axiomáticos
existentes?
Es innegable que tal estado de cosas era como para ponerse nervioso: quizá la hipótesis de
Riemann era simplemente indemostrable en el ámbito de la descripción axiomática corriente de
lo que entendemos por aritmética. Muchos matemáticos se consolaron pensando que todo lo
verdaderamente importante tenía que ser demostrable, y que sólo enunciados tortuosos y faltos
de un contenido matemático apreciable terminarían entre los enunciados indemostrables de
Gödel.
Pero Gödel no estaba tan seguro de ello. En 1951 puso en duda que los axiomas habituales
fueran suficientes para resolver muchos de los problemas de la teoría de los números:
Nos encontramos ante una serie infinita de axiomas que puede extenderse cada vez más, sin
que sea visible el final… Es cierto que en las matemáticas de hoy los niveles más elevados
de esta jerarquía no se usan prácticamente nunca… no es realmente inverosímil que esta
característica de la matemática contemporánea pueda tener algo que ver con su incapacidad
de demostrar algunos teoremas fundamentales como, por ejemplo, la hipótesis de Riemann.

En opinión de Gödel, las matemáticas no habían sido capaces de demostrar la hipótesis de


Riemann porque sus axiomas no eran suficientes para hacerlo: podría ser que fuera necesario
ampliar la base del edificio matemático para descubrir unas matemáticas en las que este
problema fuera resoluble. El teorema de incompletitud de Gödel modificó drásticamente la
forma de razonar de la gente: si existen problemas tan difíciles de resolver, como los de
Riemann y de Goldbach, entonces quizá son simplemente indemostrables con los instrumentos
lógicos y con los axiomas que aplicamos para intentarlo.
Al mismo tiempo, tenemos que procurar no enfatizar demasiado el significado de los
resultados de Gödel: no se trataba de las honras fúnebres de las matemáticas. Gödel no había
cuestionado la verdad de lo que ya había sido demostrado; lo que su teorema demostraba era la
realidad matemática no se reducía a la deducción de teoremas a partir de axiomas: las
matemáticas son algo más que una partida de ajedrez. Es necesario que a la obra incesante de
construcción del edificio matemático se acompañe una continua evolución de los fundamentos
sobre los que se basa el edificio. A diferencia de la naturaleza formal de las reglas para la
construcción del edificio, la evolución de los fundamentos se tiene que basar en las intuiciones
de los matemáticos sobre la elección de los axiomas que, en su opinión, puedan proporcionar
una mejor descripción del mundo de las matemáticas. Muchos sintieron satisfacción al
interpretar en el teorema de Gödel una confirmación de la superioridad de la mente sobre el
espíritu mecanicista propiciado por la Revolución industrial.

LA MILAGROSA MAQUINA MENTAL DE TURING

La revelación de Gödel abrió una cuestión totalmente nueva que empezó a fascinar tanto a
Hilbert como al joven Turing: ¿existe alguna forma de establecer la diferencia entre los
enunciados verdaderos para los que existen demostraciones y aquellos enunciados que, como
Gödel había descubierto, son verdaderos aunque sean indemostrables? Turing, con su estilo
pragmático, empezó a considerar la posibilidad de que existiera una máquina capaz de ahorrar a
los matemáticos el riesgo de intentar demostrar un enunciado indemostrable. ¿Podía concebirse
una máquina que, al introducirle cualquier enunciado, fuera capaz de establecer si podía ser
deducido de los axiomas de las matemáticas, aunque sin dar la demostración? En caso de
existir una máquina así, podría utilizarse a modo de oráculo de Delfos para tener la certeza de
que la búsqueda de una demostración de la conjetura de Goldbach o de la hipótesis de Riemann
no sería tiempo perdido.
La cuestión de la existencia de un oráculo así no se apartaba mucho del décimo problema
que Hilbert había planteado en los albores del siglo XX: en aquel problema, Hilbert había
considerado la posible existencia de un método universal, de un algoritmo, capaz de decidir si
una ecuación cualquiera tiene solución o no. Hilbert estaba concibiendo la idea de un programa
de ordenador antes de que se planteara siquiera la idea misma de un ordenador: imaginó un
procedimiento mecánico que pudiera aplicarse a las ecuaciones y respondiera «sí» o «no» a la
pregunta «¿esta ecuación tiene soluciones?», sin necesidad de ninguna intervención por parte
del operador.
Todos estos comentarios sobre máquinas eran puramente teóricos: nadie pensaba todavía en
un objeto físico real. Eran máquinas de la mente, métodos o algoritmos para producir
respuestas. Era como si se hubiera concebido la idea del software antes de que existiera un
hardware capaz de hacerlo funcionar: aunque hubiera existido la máquina de Hilbert no habría
sido de ninguna utilidad práctica porque, con toda probabilidad, el tiempo que habría
necesitado para decidir si una ecuación cualquiera tenía solución hubiera superado la edad del
universo. Para Hilbert, la existencia de esta máquina tenía una importancia filosófica.
La idea de estas máquinas teóricas horrorizaba a muchos matemáticos: habrían puesto al
matemático fuera de juego. Nunca tendríamos necesidad de confiar en la imaginación, en la
intuición genial de la mente humana para producir argumentaciones inteligentes. El matemático
quedaría reemplazado por un autómata cuya fuerza bruta abriría una brecha hacia la solución de
nuevos problemas sin recurrir en absoluto a nuevas y sutiles formas de razonamiento. Hardy no
tenía la menor duda de que nunca podría existir una máquina así; el simple pensamiento de que
pudiera haber una ponía en peligro su propia existencia:
Naturalmente, no existe un teorema así, y ello es una gran suerte, porque si existiera
tendríamos un conjunto de reglas mecánicas para la resolución de todos los problemas
matemáticos, y se habría terminado nuestra actividad de matemáticos. Sólo un observador
externo muy ingenuo puede imaginarse que los matemáticos alcancen sus descubrimientos
girando la manivela de cualquier máquina milagrosa.

La fascinación que ejercían sobre Turing las complejidades de la ideas de Gödel nacía de
una serie de conferencias que Max Newman, uno de los docentes de matemáticas de
Cambridge, dictó durante la primavera de 1935. Newman también había sido seducido por las
cuestiones de Hilbert cuando oyó hablar al gran matemático de Gotinga durante el Congreso
Internacional de Matemáticos que tuvo lugar en Bolonia en 1928. Era la primera vez desde el
final de la Primera Guerra Mundial que una delegación de matemáticos alemanes era invitada a
un congreso internacional. Muchos de ellos rechazaron participar, aún ofendidos por su
exclusión del congreso anterior de 1924, pero Hilbert pasó por encima de estas divisiones
políticas y presidió una delegación de sesenta y siete matemáticos alemanes. Cuando hizo su
aparición en la sala de conferencias para asistir a la sesión de apertura, el público se puso en pie
para aplaudirlo. Hilbert respondió expresando una opinión, compartida por muchos
matemáticos: «Supone una total incomprensión de nuestra ciencia crear diferencias basadas en
los pueblos o en las razas, y los motivos por los que tales cosas se han planteado son muy
mezquinos. Las matemáticas no conocen razas… Para las matemáticas, el mundo entero de la
cultura es una sola nación».
En 1930, justo después de saber que el programa de Hilbert había sido completamente
demolido por Gödel, Newman sintió un fuerte deseo de explorar algunos de los aspectos más
difíciles de las ideas de este último. Al cabo de cinco años había adquirido la seguridad
necesaria para anunciar una serie de cursos sobre el teorema de incompletitud de Gödel. Turing
asistió, y quedó totalmente paralizado por la tortuosidad de las demostraciones de Gödel.
Newman terminó el ciclo con una pregunta que serviría para catalizar tanto la imaginación de
Hilbert como la de Turing: ¿sería posible distinguir de alguna manera los enunciados
demostrables de los enunciados indemostrables? Hilbert bautizó la cuestión como «el problema
de la decidibilidad».
Al escuchar las clases de Newman sobre la obra de Gödel, Turing se convenció de la
imposibilidad de construir una máquina milagrosa capaz de conseguir aquella distinción. Sin
embargo, era difícil demostrar que una máquina así no podía existir: al fin y al cabo, ¿cómo se
sabe cuáles serán los límites futuros del ingenio humano? Se podía probar que una máquina en
particular no daría respuestas, pero proyectar esta prueba a todas las máquinas posibles era
negar la imposibilidad del futuro. Y a pesar de todo, Turing lo hizo.
Fue el primer gran logro de Turing: concibió la idea de máquinas especiales que pudieran
ser efectivamente hechas para comportarse como una persona o una máquina que hiciera
cálculos aritméticos. Más tarde estas máquinas se harían famosas con el nombre de máquinas
de Turing. Hilbert había sido más bien impreciso sobre lo que entendía por una máquina capaz
de establecer si un enunciado es demostrable o no; ahora, gracias a Turing, la cuestión
planteada por Hilbert quedaba precisada: si una de las máquinas de Turing no podía discriminar
lo demostrable de lo indemostrable, entonces ninguna máquina podría hacerlo. ¿Significaba
esto que sus máquinas eran todo lo potentes que era necesario para afrontar el reto del problema
de la decidibilidad de Hilbert?
Un día, mientras corría junto al río Cam, Turing tuvo su segundo relámpago de inspiración
y comprendió que ninguna de sus máquinas imaginarias podía ser capaz de distinguir entre los
enunciados que tenían demostraciones y los que no las tenían. Mientras tomaba aliento,
yaciendo de espaldas en un prado de los alrededores de Granchester, Turing comprendió que
una idea ya utilizada con éxito para responder a una pregunta sobre los números racionales se
podría aplicar a la cuestión de la existencia de una máquina capaz de verificar la
demostrabilidad.
La idea de Turing se basaba en un descubrimiento asombroso que había hecho en 1873
Georg Cantor, un matemático alemán de Halle: Cantor había descubierto que existen diversos
tipos de infinito. Aunque parezca una proposición extraña, es realmente posible comparar dos
conjuntos infinitos y decir que uno es mayor que el otro. Cuando Cantor anunció sus
conclusiones, hacia 1870, fueron consideradas casi como heréticas o, en el mejor de los casos,
como las divagaciones de un loco. Para comprender cómo pueden compararse dos infinitos,
imaginemos una tribu cuyo sistema de contar se reduce a «uno, dos, tres, muchos». Los
miembros de la tribu son capaces de decidir quién es el más rico de ellos aunque no puedan
indicar el valor numérico exacto de sus riquezas. Por ejemplo, si los pollos son el signo de
riqueza de un individuo, basta que dos personas emparejen sus pollos: el que agote antes sus
pollos es obviamente el más pobre de los dos. No hace falta ser capaz de contar los pollos para
saber que un grupo es más numeroso que otro.
Explotando esta idea, Cantor demostró que si emparejamos todos los números enteros con
todas las fracciones (como 1/3, 1/4, 1/101) se puede hacer corresponder a cada fracción un
número entero y sólo uno. Parece paradójico, ya que en apariencia las fracciones son mucho
más numerosas que los números enteros. Y sin embargo Cantor encontró la forma de establecer
una correspondencia exacta entre ambos conjuntos de manera que ninguna de las fracciones
quede falta de compañero. Cantor formuló también una argumentación ingeniosa para
demostrar que, al contrario que en el caso anterior, no hay forma de emparejar todas las
fracciones con todos los números reales, que comprenden, además de los números enteros y de
las fracciones, también los números irracionales como π, y todos los demás números con una
expresión decimal infinita y no periódica. Cantor demostró que cualquier intento de emparejar
las fracciones con los números reales dejaría fuera de forma inevitable una parte de los
números irracionales: había demostrado la existencia de dos conjuntos infinitos de dimensiones
distintas.
Hilbert comprendió que Cantor estaba creando unas matemáticas auténticamente nuevas.
Declaró que las ideas de Cantor sobre los infinitos eran «el producto más extraordinario del
pensamiento matemático, una de las realizaciones más hermosas de la actividad humana en el
dominio de lo puramente inteligible… Nadie nos expulsará del paraíso que Cantor ha creado
para nosotros». Como reconocimiento a esas ideas pioneras, Hilbert dedicó a una cuestión
planteada por Cantor el primero de su lista de veintitrés problemas: ¿existe un conjunto infinito
de números que sea mayor que el conjunto de las fracciones pero menor que el conjunto de los
números reales?
Fue la demostración de Cantor sobre el hecho de que el conjunto de los números
irracionales es más numeroso que el de las fracciones lo que cruzó como un rayo la mente de
Turing mientras se encontraba tumbado al sol de Cambridge: comprendió de repente que aquel
hecho podía ser utilizado para demostrar que el sueño que Hilbert había cultivado sobre una
máquina capaz de verificar si un enunciado es demostrable era pura fantasía.
Turing empezó planteando la hipótesis de que una de sus máquinas fuera capaz de decidir si
un enunciado verdadero cualquiera es demostrable. Mediante un elegante procedimiento,
Cantor había demostrado que, de cualquier manera que se agruparan las fracciones y los
números reales, el emparejamiento siempre excluiría algún número irracional. Turing adoptó
esta técnica y la adaptó para producir un enunciado verdadero «excluido», es decir, un
enunciado para el cual su máquina nunca podría establecer la existencia de una demostración.
La belleza del razonamiento de Cantor venía dada por el hecho de que, si se intentaba
modificar la máquina de manera que incluyera el enunciado faltante, siempre habría otro
enunciado excluido, siempre habría otro enunciado que escaparía al análisis, de la misma
manera que el teorema de incompletitud de Gödel demostraba que la adición de un nuevo
axioma sólo serviría para producir algún nuevo enunciado indemostrable.
Turing era consciente de lo escurridizo de su argumentación: mientras volvía corriendo a su
apartamento del King’s College, la reexaminó con detalle buscando los posibles puntos débiles.
Había un aspecto que lo preocupaba particularmente: había demostrado que ninguna de sus
máquinas de Turing podía responder al problema de la decidibilidad de Hilbert. Pero ¿cómo
podía tener la certeza de la inexistencia de otra máquina capaz de dar una respuesta a aquel
problema? Ahí realizó su tercer avance: la idea de una máquina universal. Turing elaboró el
proyecto de una máquina a la que se le proporcionarían las instrucciones necesarias para que
operara como todas las máquinas de Turing o como cualquier otra máquina potencialmente
capaz de responder a la pregunta de Hilbert. Incluso el cerebro es una máquina que quizá podía
discriminar lo demostrable de lo indemostrable, y ello estimuló las siguientes investigaciones
de Turing sobre la posibilidad de que una máquina fuera capaz de elaborar pensamientos. Por el
momento, se concentró en la verificación de cada detalle de la solución que proponía a la
pregunta de Hilbert.
Turing trabajó durante un año hasta tener la certeza de que su argumentación era inatacable:
sabía que cuando la hiciera pública sería sometida a las más severas verificaciones. Decidió que
la persona-idónea para ponerla a prueba era la primera persona con quien había hablado del
problema: Newman. Al principio, Newman dudó del planteamiento: tenía todas las
posibilidades de que uno se engañara creyendo verdadero lo que no lo era. Pero cuando se puso
a dar vueltas a la argumentación se convenció de que quizá Turing había hecho diana. Al cabo
de poco tiempo descubrirían que no era el único que había acertado.
Turing se enteró de que uno de los matemáticos de Princeton le había ganado en el último
momento: Alonzo Church había llegado a las mismas conclusiones casi al mismo tiempo que
Turing, pero había sido más rápido en la publicación de su descubrimiento. Como es natural,
Turing estaba preocupado por la idea de que su intento de obtener un reconocimiento en la
jungla académica se frustrara por el anuncio de Church; pero gracias al apoyo de Newman, su
mentor en Cambridge, también la demostración de Turing se aceptó para ser publicada. Para su
desánimo, la publicación recibió una atención muy escasa; sin embargo, su idea de una
máquina universal era mucho más tangible que el método que proponía Church, y tenía
consecuencias de más largo alcance: la manía de Turing por los inventos materiales había
prevalecido sobre las consideraciones teóricas. Aunque su máquina universal fuera sólo una
máquina de la mente, la descripción que hizo de ella hacía pensar en el proyecto de una
maquinaria real. Un amigo suyo afirmó bromeando que, en caso de construirla, probablemente
habría ocupado la totalidad del Albert Hall.
La máquina universal supuso el comienzo de la era de la informática, que dotaría a los
matemáticos de un nuevo medio con el que explorar el universo de los números. Incluso
durante su vida, Turing comprendió el impacto que podrían tener las máquinas reales de
cálculo sobre el estudio de los números primos; lo que no podía prever era el papel que jugaría
su máquina teórica en el descubrimiento de uno de los tesoros más inaccesibles de las
matemáticas. El análisis extremadamente abstracto que Turing hizo del problema de la
decidibilidad de Hilbert se convirtió, decenios más tarde, en la clave del descubrimiento
fortuito de una ecuación que genera todos los números primos.

ENGRANAJES, POLEAS Y ACEITE

El paso siguiente de Turing consistió en cruzar el Atlántico para encontrarse con Church.
También tenía la esperanza de conocer a Gödel, que estaba de visita en el Institute for
Advanced Study, aunque durante la travesía su preocupación estaba centrada en las máquinas
teóricas, Turing no había abandonado su pasión por las máquinas reales: pasó una semana del
viaje trazando la ruta con la ayuda de un sextante.
A su llegada a Princeton descubrió con decepción que Gödel estaba de vuelta en Austria.
Volvería a Princeton dos años más tarde para hacerse cargo de una plaza permanente en el
instituto, tras su persecución en Europa. En Princeton, Turing consiguió entrar en contacto con
Hardy, que también estaba de visita. Turing escribió a su madre sobre su entrevista con Hardy:
«Al principio estaba muy distante o, probablemente, reservado. Lo encontré en el despacho de
Maurice Pryce el día de mi llegada y ni siquiera me dirigió la palabra. Pero ahora está
resultando mucho más amigable».
Una vez puesta por escrito su demostración del problema de la decidibilidad de Hilbert para
ser publicada, Turing empezó a buscar otro problema de peso susceptible de ser atacado. Tras
la resolución del problema de la decidibilidad, se hacía difícil otra empresa tan excepcional,
pero, si quería elegir un problema de gran importancia, ¿por qué no apuntar hacia el objetivo
más ambicionado por todos, la hipótesis de Riemann? Hizo que le mandaran los artículos más
recientes sobre la hipótesis que había publicado Albert Ingham, un colega suyo de Cambridge.
Empezó también a hablar con Hardy para conocer su opinión.
En 1937 Hardy se estaba haciendo cada vez más pesimista sobre la validez de la hipótesis
de Riemann: había consumido tanto tiempo intentando demostrarla sin éxito que empezaba a
estar convencido de su falsedad. Turing, influido por la actitud de Hardy, pensó que podría
construir una máquina con la que demostrar que Riemann estaba equivocado. También había
oído hablar del redescubrimiento de Siegel del fantástico método de Riemann para calcular los
ceros de la función zeta: en la fórmula que Siegel había descubierto se hacía un uso ingenioso
de la suma de senos y cosenos para estimar de manera eficiente las altitudes del paisaje de
Riemann. En Cambridge, el método propuesto por Turing para resolver el problema de la
decidibilidad de Hilbert creando una máquina se consideraba absolutamente innovador, pero
Turing comprendió que sería posible utilizar máquinas también para analizar la fórmula secreta
de Riemann. Era consciente de que había muchas analogías entre la fórmula de Riemann y las
que se utilizaban para prever fenómenos físicos periódicos, como los movimientos orbitales de
los planetas: en 1936 Ted Titchmarsh, un matemático de Oxford, tomó una máquina pensada
para el cálculo de los movimientos celestes y la adaptó para demostrar que los primeros 1.041
ceros del paisaje zeta se hallaban efectivamente sobre la recta mágica de Riemann. Pero Turing
conocía una maquinaria todavía más sofisticada que se utilizaba para prever otro fenómeno
periódico natural: las mareas.
Las mareas planteaban un problema matemático complejo porque su estudio dependía del
cálculo del ciclo diario de la rotación terrestre, del ciclo mensual de la revolución lunar y del
ciclo anual de la órbita de la Tierra alrededor del Sol. En Liverpool, Turing había visto una
máquina que efectuaba tales cálculos de forma automática: la suma de todas las ondas
sinusoidales se sustituía por el accionamiento de un sistema de cuerdas y poleas, y la respuesta
venía dada por la longitud de algunas secciones de una cuerdecilla que sobresalía del artilugio.
Turing escribió a Titchmarsh confesándole que, cuando había visto por vez primera la máquina
de Liverpool, no había sospechado ni remotamente que pudiera ser usada para estudiar los
números primos; pero ahora su mente trabajaba de manera febril: quería construir una máquina
capaz de calcular las latitudes del paisaje de Riemann. De esta forma conseguiría determinar un
punto a nivel del mar que se hallara fuera de la recta crítica de Riemann, y así demostrar que la
hipótesis de Riemann era falsa.
Turing no fue el primero que se planteó el uso de una máquina para acelerar los cálculos
tediosos: Charles Babbage, otro matemático que había estudiado en Cambridge, ya había
concebido en el siglo anterior la idea de construir máquinas calculadoras. En 1810, cuando era
un estudiante del Trinity College, Babbage estaba tan fascinado como Turing por los ingenios
mecánicos: en su autobiografía recuerda la génesis de su idea de construir una máquina para
calcular las tablas matemáticas que resultaban fundamentales para que Inglaterra capitaneara la
navegación marítima:
Una tarde estaba sentado en los locales de la Analytical Society, en Cambridge, con la
cabeza apoyada sobre la mesa en un estado de somnolencia, con una tabla de logaritmos
ante mí. Otro miembro de la Sociedad, al entrar en la estancia y verme adormecido, gritó:
«Y bien, Babbage, ¿con qué está soñando?». Yo le respondí, señalando los logaritmos:
«Estoy pensando cómo se calcularían todas estas tablas utilizando una máquina mecánica».
Hasta 1823 Babbage no pudo empezar a cumplir su sueño de construir su máquina de
diferencias. Pero el proyecto naufragó en 1833 como consecuencia de un litigio económico
entre Babbage y el ingeniero responsable de los trabajos. Finalmente, se completó una parte de
la máquina, pero hubo que esperar hasta 1991, el bicentenario del nacimiento de Babbage, para
que su visión se concretase por entero. Sucedió cuando, con un coste de 300.000 libras
esterlinas, se construyó la máquina de diferencias en el Museo de la Ciencia de Londres, donde
puede visitarse actualmente.
La idea de Turing de una «máquina zeta» era parecida al proyecto de Babbage para el
cálculo de los logaritmos con su máquina de diferencias. El mecanismo se adaptaba al
problema específico que había que resolver. Ciertamente, no se trataba de una de las máquinas
universales que concibió Turing, con las que se podría simular cualquier clase de cálculo: las
propiedades físicas del artilugio reflejaban las cuestiones conceptuales del problema, de forma
que lo hacían inútil para la resolución de otros problemas; Turing lo reconoció explícitamente
en una solicitud que presentó a la Royal Society para obtener la financiación necesaria para
emprender la construcción de la máquina zeta: «El aparato mantendría un escaso valor al cabo
del tiempo… No imagino ninguna otra aplicación que no esté relacionada con la función zeta».
El propio Babbage se dio cuenta de los inconvenientes de una máquina que sólo sirviera
para el cálculo de los logaritmos: hacia 1830 soñaba con una máquina aún más ambiciosa,
capaz de ejecutar diversas tareas. Se había inspirado en los telares mecánicos inventados por el
francés Jacquard, que se usaban en las fábricas de tejidos de toda Europa: los obreros
especializados habían sido sustituidos por tarjetas perforadas que, una vez puestas en el telar,
controlaban su funcionamiento. (Algunos han definido aquellas tarjetas como el primer
software). Babbage quedó tan impresionado por el invento de Jacquard que compró el retrato
del inventor francés en seda tejida gracias a una de aquellas tarjetas perforadas. «El telar es
capaz de tejer cualquier dibujo que la imaginación humana sea capaz de concebir», afirmó con
admiración. Si aquella máquina podía producir cualquier figura, ¿por qué no podría él construir
una máquina en la que insertar una tarjeta para indicarle cómo efectuar cualquier cálculo
matemático? El proyecto de una «máquina analítica», como Babbage la bautizó, era el
precursor de la máquina universal que concibió Turing.
Fue la hija del poeta lord Byron, Ada Lovelace, quien comprendió el increíble potencial de
programación que suponía la máquina de Babbage. Mientras traducía al francés un ejemplar del
ensayo en el que Babbage había descrito su máquina analítica, Ada no resistió la tentación de
añadir algunas notas personales para destacar sus virtudes: «Podemos afirmar de manera
totalmente apropiada que la máquina analítica teje motivos algebraicos, de la misma manera en
que el telar de Jacquard teje flores y hojas». Sus anotaciones indicaban muchos programas que
la nueva máquina de Babbage, aunque fuera totalmente teórica y nunca hubiera sido construida,
habría podido ejecutar. Una vez terminada la traducción, sus anotaciones resultaron tan
copiosas que la versión francesa del ensayo resultó tres veces más extensa que el original
inglés. Hoy, Ada Lovelace está considerada unánimemente como la primera programadora de
ordenadores del mundo. En 1852 murió víctima de un cáncer, entre atroces sufrimientos, con
sólo treinta y seis años.
Mientras Babbage trabajaba intensamente en sus propios proyectos de máquinas
calculadoras, en Alemania Riemann estaba elaborando sus conceptos matemáticos abstractos.
Ochenta años más tarde, Turing acariciaba esperanzas de poder unificar ambos temas. Había
alcanzado ya gran experiencia estudiando la computabilidad teórica del teorema de
incompletitud de Gödel, que había sido la base de su tesis doctoral. Ahora tenía que empezar la
labor mucho más concreta de construir físicamente las ruedas dentadas de su máquina zeta.
Gracias al apoyo de Hardy y de Titchmarsh, la Royal Society aprobó su petición de
financiación de 40 libras esterlinas como contribución a la fabricación del invento.
Durante el verano de 1939 la habitación de Turing estuvo repleta de «engranajes
diseminados por el suelo como las piezas de un rompecabezas», escribió su biógrafo Andrew
Hodges. Pero el sueño de Turing de construir una máquina zeta, que uniría la pasión de los
ingleses del siglo XIX por las máquinas con la pasión alemana por la teoría, estaba destinado a
ser bruscamente interrumpido: con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, la floreciente
unidad intelectual entre los dos países fue sustituida por un conflicto armado. Las fuerzas
intelectuales británicas se reunieron en Bletchley Park, y sus mentes pasaron de la búsqueda de
los ceros al descifrado de códigos secretos. El éxito de Turing en la concepción de máquinas
para descifrar el código Enigma debe algo a su aprendizaje en el cálculo de los ceros de la
función zeta de Riemann. Su compleja red de ruedas dentadas superpuestas no desvelaría el
secreto de los números primos, pero los nuevos artilugios que ideó resultaron increíblemente
eficaces para descubrir los movimientos secretos de la maquinaria militar alemana.
Bletchley Park era una extraña mezcla entre la tradicional torre de marfil del ambiente
académico y el mundo real. Recordaba a un college de Cambridge, con partidos de cricket
jugándose en el prado de delante del edificio. Para Turing y los demás matemáticos, los
mensajes cifrados que llegaban cada día ocuparon el lugar de los crucigramas del Times que
resolvían en la sala de descanso de los colleges: rompecabezas teóricos, aunque en este caso
había vidas que dependían de su solución. Vista la atmósfera que se respiraba en Bletchley
Park, no es extraño que Turing continuara pensando en matemáticas mientras ofrecía su
contribución a la victoria aliada.
Fue precisamente mientras trabajaba en Bletchley Park que Turing comprendió, como hizo
Babbage un centenar de años antes, que era mucho mejor construir una única máquina a la que
dar las instrucciones necesarias para ejecutar menesteres diversos que construir una nueva
máquina apropiada para cada nuevo problema que fuera necesario resolver. Aun conociendo
este hecho en teoría, todavía tuvo que aprender en carne propia hasta qué punto era difícil e
importante llevarlo a la práctica. Cuando los alemanes cambiaron los modelos de las máquinas
Enigma que utilizaban, Bletchley Park se sumió en el silencio durante semanas; Turing
comprendió entonces que los descifradores necesitaban una máquina que pudiera adaptarse de
manera que se adecuara a cualquier modificación que los alemanes decidieran introducir en las
suyas.
Tras el fin de la guerra, Turing empezó a examinar la posibilidad de construir una máquina
calculadora universal que pudiera programarse para ejecutar gran variedad de operaciones. Tras
varios años en el Laboratorio Nacional de Física británico empezó a trabajar con Max Newman
en Manchester, en el recién constituido Laboratorio de Cálculo de la Royal Society. Newman
había estado con Turing en Cambridge durante el desarrollo de la máquina teórica que había
hecho saltar en pedazos la esperanza de Hilbert de idear un algoritmo capaz de decidir si un
enunciado verdadero era demostrable. Ahora Newman y Turing trabajarían juntos en el
proyecto y la construcción de una máquina real.
En Manchester, Turing tuvo la oportunidad de aprovechar las capacidades que había
madurado descifrando códigos en Bletchley, aunque las actividades que había desplegado
durante el período bélico estuvieron cubiertos por el secreto de Estado durante decenios.
Volvió a la idea que lo había obsesionado en los años anteriores a la guerra: utilizar máquinas
para explorar el espacio de Riemann en búsqueda de contraejemplos de la hipótesis de
Riemann, o bien de ceros que estuvieran fuera de la recta crítica. Pero esta vez, en lugar de
construir una máquina cuyas características físicas reflejaran los aspectos del problema que
intentaba resolver, Turing buscó la manera de crear un programa que pudiera ser ejecutado con
la calculadora universal que él y Newman estaban construyendo con tubos de rayos catódicos y
bobinas magnéticas.
Naturalmente, una máquina teórica funciona suavemente y sin esfuerzo: las máquinas
reales, como Turing había descubierto en Bletchley Park, son mucho más temperamentales.
Pero en 1950 su nuevo artilugio estuvo terminado, funcionando y a punto para empezar las
exploraciones del paisaje zeta. El récord del número de ceros determinados sobre la recta de
Riemann se remontaba a antes de la guerra, y lo detentaba un antiguo estudiante de Hardy
llamado Ted Titchmarsh: éste había confirmado que los primeros 1.041 puntos a nivel del mar
satisfacían la hipótesis de Riemann. Turing batió aquel récord: consiguió que su máquina
verificara la posición de los primeros 1.104 ceros y luego, como escribió, «desgraciadamente la
máquina se averió». Pero no eran sus máquinas lo único que se estropeaba.
La vida privada de Turing empezaba a hundirse a su alrededor. En 1952 fue detenido
cuando la policía lo investigó por homosexualidad. Su casa había sido desvalijada y él mismo
había llamado a la policía: se descubrió que el ladrón era conocido de uno de los amantes de
Turing. La policía detuvo al allanador, pero se ocupó también del «acto de indecencia grave»,
como lo describían las leyes de entonces, que la víctima del robo reconoció haber cometido.
Turing estaba trastornado: aquel asunto podía significar la cárcel. Newman testificó en su
defensa, declarando que Turing estaba «completamente dedicado a su trabajo y es una de las
mentes matemáticas más profundas y originales de su generación». Se libró de una condena de
cárcel a cambio de someterse voluntariamente a un tratamiento con drogas para controlar su
comportamiento sexual. Escribió a uno de sus viejos profesores de Cambridge: «Dicen que
reduce el deseo sexual mientras se aplica, pero que después se vuelve a la normalidad. Espero
que tengan razón».
El 8 de junio de 1954, Turing fue hallado muerto en su habitación, envenenado con cianuro.
Su madre no aceptó la idea de que pudiera haberse suicidado. Alan había hecho experimentos
con sustancias químicas desde su infancia, y nunca se lavaba las manos: se trataba de un
accidente, insistía su madre. Pero junto a la cama de Turing había una manzana mordisqueada
por varios sitios. Aunque nunca fue analizada, hay pocas dudas de que estaba empapada de
cianuro. Una de las secuencias cinematográficas preferidas por Turing era, en la versión de
Disney de Blancanieves y los siete enanitos, la de la bruja mala creando la manzana que hará
que Blancanieves caiga dormida: «Pon la fruta en el veneno hasta que esté empapada».
Cuarenta y seis años después de su muerte, en los albores del siglo XXI, empezó a
extenderse entre la comunidad matemática el rumor de que las máquinas de Turing habían
determinado efectivamente un contraejemplo de la hipótesis de Riemann, pero como el
descubrimiento había tenido lugar en Bletchley Park durante la Segunda Guerra Mundial, con
las mismas máquinas que habían descifrado el código Enigma, los servicios secretos ingleses se
oponían a que se hiciera público. Finalmente el rumor resultó ser eso, nada más que un rumor,
y se descubrió que había sido puesto en circulación por uno de los amigos de Bombieri, que
compartía con él la tendencia italiana a las inocentadas de mal gusto.
A pesar de haberse roto justo después de batir el récord de ceros establecido antes de la
guerra, la máquina de Turing supuso el primer paso de una era en la que el ordenador tomaría
el lugar de la mente humana en la exploración del espacio de Riemann. Faltaba aún bastante
para desarrollar los «vehículos teledirigidos» adaptados para su exploración eficiente, pero
pronto estos vehículos sin conductor serían enviados cada vez más al norte a lo largo de la recta
mágica de Riemann, y nos darían un número cada vez mayor de pruebas —aunque no una
demostración definitiva— de que, a diferencia de lo que creía Turing, Riemann había acertado.
Pero, aunque las máquinas reales de Turing tuvieron efectos concretos sobre la hipótesis de
Riemann, sus ideas abstractas terminarían contribuyendo a un giro inesperado en la historia de
los números primos: el descubrimiento de una ecuación capaz de generarlos todos. Turing no
habría podido imaginar jamás que esta ecuación emergería de la devastación a la que Gödel y él
mismo habían reducido el programa con el que Hilbert pretendía dotar a las matemáticas de
sólidas bases.

DEL CAOS DE LA INCERTIDUMBRE A UNA ECUACIÓN


PARA LOS NÚMEROS PRIMOS

Turing había demostrado que su máquina universal no podía responder todas las preguntas
de las matemáticas. Pero si nos marcamos objetivos menos ambiciosos, ¿podría decirnos algo
sobre la existencia de soluciones de una ecuación? Ese era el núcleo del décimo problema de
Hilbert, que en 1948 empezó a obsesionar a Julia Robinson, una matemática de talento que
trabajaba en Berkeley.
Con poquísimas excepciones dignas de mención, hace pocos decenios que las mujeres han
hecho su aparición en la historia de las matemáticas, las matemáticas francesa Sophie Germain
mantuvo correspondencia con Gauss, pero fingiendo ser un hombre para evitar que sus ideas
fueran descartadas directamente: había descubierto un tipo particular de números primos
ligados al último teorema de Fermat, que hoy reciben el nombre de «números primos de
Germain». Gauss estaba impresionado por las cartas que recibía de un tal Monsieur le Blanc y
quedó maravillado al enterarse, tras larga correspondencia, que el monsieur era en realidad una
mademoiselle. Le escribió:
El gusto por los misterios de los números es raro… La fascinación de esta ciencia sublime
se revela en toda su belleza sólo a aquellos que tienen el valor de desentrañarla. Pero cuando
una mujer, que a causa de su sexo es víctima de nuestras costumbres y prejuicios, … supera
estos impedimentos y penetra en lo más profundo, es indudable que está dotada de un coraje
notabilísimo, de un talento extraordinario y de un genio superior.

Gauss intentó convencer a la Universidad de Gotinga para que le concedieran una


licenciatura honoris causa, pero Germain murió antes de que Gauss lo lograra.
En la Gotinga de Hilbert, Emmy Noether fue una algebrista de talento excepcional. Hilbert
luchó por ella para conseguir que se revocaran las normas arcaicas que negaban a las mujeres la
posibilidad de obtener empleos en las instituciones académicas alemanas: «No creo que el sexo
del candidato sea un argumento válido contra su nombramiento», objetó. La universidad,
declaró, no era «un baño público». Finalmente Noether, que era judía, tuvo que abandonar
Gotinga y trasladarse a los Estados Unidos. Algunas de las estructuras algebraicas que permean
las matemáticas llevan su nombre.
Julia Robinson siempre fue considerada como algo más que una matemática muy dotada:
también era una mujer de los años sesenta, y su éxito animó a otras mujeres a hacer carrera en
matemáticas. Más adelante recordó que, por ser una de las pocas mujeres académicas, siempre
le pedían que se encargara de la recogida de datos estadísticos: «Estoy en todas las muestras
científicamente seleccionadas».
La infancia de Julia transcurrió en el desierto de Arizona. Era una vida solitaria, con una
hermana y el espacio como única compañía. De pequeña ya disfrutaba buscando formas en el
desierto: «En uno de mis primeros recuerdos, estoy ordenando piedrecillas a la sombra de un
saguaro gigante, con los ojos medio cegados por la luz del sol. Creo que siempre he tenido una
predilección fundamental por los números naturales. Para mí son la única cosa real». A los
nueve años, Julia contrajo unas fiebres reumáticas y tuvo que guardar cama durante un par de
años.
Un aislamiento como éste puede ser fuente de inspiración para jóvenes científicos en
ciernes: Cauchy y Riemann buscaron refugio en el mundo matemático ante los problemas
físicos y emotivos de su mundo real; aunque Robinson no dedicó sus horas de confinamiento
en el lecho a inventar teoremas, adquirió unas habilidades que la colocaron en las mejores
condiciones para afrontar las batallas matemáticas que la esperaban: «Tiendo a creer que lo que
aprendí durante los años en que tuve que guardar cama fue la paciencia. Mi madre decía que
era la niña más testaruda que jamás había conocido. Yo diría que mi testarudez ha estado en el
origen de todos los éxitos matemáticos que he alcanzado».
Una vez recuperada de la enfermedad, Robinson había perdido ya dos años de escuela. Sin
embargo, tras un año de clases particulares descubrió que iba por delante de sus compañeros.
En una ocasión, su profesor le explicó que hacía más de dos mil años que los griegos sabían
que la raíz cuadrada de 2 no podía escribirse como una fracción exacta: a diferencia de la
expresión decimal de una fracción, la de la raíz cuadrada no se repetía periódicamente. A
Robinson le pareció extraordinario que una cosa así pudiera demostrarse: ¿cómo era posible
tener la certeza de que tras millones de cifras decimales no aparecería una pauta regular?
«Volví a casa y utilicé las nociones que acababa de aprender sobre la extracción de raíces
cuadradas para verificarlo pero, al anochecer, renuncié a ello». A pesar del fracaso comenzó a
apreciar el poder del razonamiento matemático para mostrar de forma convincente que, por más
que continuáramos el cálculo de la expresión decimal de la raíz cuadrada de 2, nunca aparecería
una pauta regular.
Lo que fascina a muchos de los que se dedican a las matemáticas es el poder de estas
argumentaciones simples: en el caso de la raíz cuadrada de 2, por ejemplo, nos encontramos
con un problema que nunca podría resolverse por medio de la fuerza bruta de los cálculos, ni
siquiera con la ayuda del ordenador más potente, pero basta con alinear unas pocas simples
ideas matemáticas elegidas con inteligencia para desvelar el misterio de aquella expresión
decimal infinita. El trabajo imposible de calcular un número infinito de cifras decimales se
reduce así a un pequeño e ingenioso razonamiento.
A los catorce años, Julia Robinson se lanzó a la búsqueda de cualquier razonamiento
matemático con que aliviar el aburrimiento de la árida aritmética escolar. Escuchaba con
entusiasmo un programa radiofónico titulado University Explorer. Una emisión dedicada a la
historia del matemático D. N. Lehmer y de su hijo D. H. Lehmer la intrigó particularmente; en
la transmisión se explicaba que este equipo matemático intentaba atacar algunos problemas con
máquinas de cálculo realizadas con ruedas dentadas y cadenas de bicicleta. El más joven de los
Lehmer sería el primero en tomar el testigo de manos de Turing y utilizar modernas máquinas
de cálculo para mostrar, en 1956, que los primeros 25.000 ceros de la función zeta satisfacen la
hipótesis de Riemann. Lehmer padre describió cómo su vetusta máquina «funcionaba tranquila
y suave durante unos pocos minutos y después se volvía repentinamente incoherente. Se
recuperaba de golpe, pero poco más tarde volvía a hacer tonterías». Por fin, los dos Lehmer
consiguieron determinar el origen de aquel galimatías: un vecino escuchaba la radio. El
problema matemático preferido de los Lehmer era la búsqueda de los números primos que
componían los grandes números. Robinson quedó tan impresionada por la descripción de
aquellas máquinas que escribió a la radio pidiendo una trascripción de la emisión.
Encontró en un diario una nota sobre el presunto descubrimiento del mayor número primo
que jamás se había determinado, y lo recortó con entusiasmo. Bajo el título ENCUENTRA EL
NUMERO MÁS GRANDE PERO A NADIE LE IMPORTA informaba:

El doctor Samuel I. Krieger ha consumido seis lápices, ha usado 72 folios y se ha


destrozado los nervios, pero hoy ha podido anunciar que 231.584.178.474.632.390.847.141.
970.017.375.815.706.539.969.331.281.128.078.915.826.259.279.871 es el mayor de los
números primos conocidos. No ha sabido decir con seguridad a quién le importa.

Podría ser que la falta de interés reflejara el hecho de que en realidad este número es
divisible por 47, como el periódico habría podido descubrir si lo hubiera verificado. Robinson
conservó aquel recorte durante toda su vida, junto con la trascripción del programa radiofónico
sobre la máquina de cálculo de los Lehmer y un folleto que compró sobre los misterios de la
cuarta dimensión.
Así quedaron sentadas las bases de la carrera matemática de Julia Robinson. Se licenció en
el San Diego State College, después fue a la Universidad de California, en Berkeley, donde
Raphael Robinson, un joven profesor que más adelante se convertiría en su marido, despertó en
ella la pasión por la teoría de los números. Desde el principio, Raphael descubrió que las
matemáticas eran el camino que había que recorrer para conquistar el corazón de Julia, y
empezó a bombardearla con explicaciones sobre las conquistas más recientes de este campo.
La descripción que le hizo Raphael de los resultados obtenidos por Gödel y Turing la
fascinó particularmente: «El hecho de que fuera posible demostrar verdades sobre los números
mediante la lógica simbólica me impresionó y me entusiasmó mucho», dijo. A pesar de la
naturaleza inquietante de los resultados de Gödel, Julia conservó el sentido de la realidad de los
números que había adquirido en su infancia, jugando con los guijarros del desierto: «Podemos
concebir una química distinta de la nuestra, pero no podemos concebir unas matemáticas
distintas de la de los números. Lo que se demuestra sobre los números pasa a ser un hecho en
cualquier universo».
A pesar de estar dotada de una gran habilidad matemática, Robinson reconocía que sin el
apoyo de su marido le hubiera resultado muy difícil continuar practicando profesionalmente su
amada disciplina en una época en la que, para muchísimas mujeres, tener una carrera
académica no resultaba en absoluto fácil. Las reglas de la Universidad de Berkeley impedían
que marido y mujer formaran parte del mismo departamento. Como reconocimiento de su
capacidad investigadora se creó ex profeso para ella una plaza en el campo de la estadística. La
descripción de su propia actividad que presentó en la oficina de personal junto con la solicitud
de la plaza supone un clásico resumen de la semana laboral de gran parte de los matemáticos:
«Lunes, intento demostrar un teorema. Martes, intento demostrar un teorema. Miércoles,
intento demostrar un teorema. Jueves, intento demostrar un teorema. Viernes: teorema falso».
Su interés por la obra de Gödel y de Turing se vio alimentada por la oportunidad de estudiar
con uno de los grandes lógicos del siglo XX, Alfred Tarski, un polaco al que la guerra
sorprendió mientras estaba de visita en Harvard, en 1939. Julia Robinson, en todo caso, no
pretendía abandonar su propia pasión por los números primos. El décimo problema de Hilbert
ofrecía una mezcla perfecta de ambas disciplinas: ¿Existe un algoritmo —un programa, en
términos informáticos— que pueda usarse para decidir si una ecuación cualquiera admite
soluciones?
A la vista de los trabajos de Gödel y de Turing estaba resultando cada vez más claro que, en
contra de la opinión inicial de Hilbert, con toda probabilidad no existía tal programa. Julia
Robinson estaba segura de que tenía que haber alguna forma de explotar las bases que Turing
había sentado. Sabía que cada una de las máquinas de Turing da lugar a una sucesión de
números: una máquina de Turing, por ejemplo, podía producir una lista de todos los cuadrados
de los números enteros (1, 4, 9, 16, 25, …) mientras que otra podía generar los números
primos. Uno de los pasos de la solución de Turing al problema de la decidibilidad de Hilbert
consiste en demostrar que, dados una máquina de Turing y un número, no existe un programa
capaz de establecer si aquella máquina producirá tal número. Robinson buscaba una relación
entre ecuaciones y máquinas de Turing. A cada máquina de Turing, creía, tenía que
corresponderle una ecuación concreta.
Su esperanza era que, en caso de existir una relación así, el hecho de preguntarse si una
máquina de Turing concreta produce un número se tradujera en preguntarse si la ecuación
asociada a aquella máquina tenía una solución: una vez establecida la relación, la victoria
estaba asegurada. Si existía un programa capaz de verificar la resolubilidad de una ecuación, tal
y como Hilbert esperaba al plantear su décimo problema, entonces, gracias a la todavía
hipotética relación entre ecuaciones y máquinas de Turing, sería posible utilizar aquel
programa para verificar qué números producían las máquinas de Turing. Pero Turing había
demostrado que un programa así —un programa capaz de determinar los números que
producían las máquinas de Turing— no existía; por consiguiente, no podía existir ningún
programa capaz de establecer si las ecuaciones tienen solución. La respuesta al décimo
problema de Hilbert habría sido «no».
Robinson se centró en establecer de qué forma cada máquina de Turing podía asociarse a
una ecuación concreta: pretendía obtener una ecuación cuyas soluciones estuvieran ligadas a la
sucesión de números producidos por la correspondiente máquina de Turing. Consideraba muy
divertida la pregunta que se había planteado: «Habitualmente, en matemáticas tienes una
ecuación y quieres hallar una solución. Aquí te daban una solución y tenías que encontrar la
ecuación. Me gustaba». Con el paso de los años, el interés que había empezado en 1948
terminó convirtiéndose en una obsesión. Tras la enfermedad que había sufrido a los nueve
años, los médicos habían previsto que su corazón se debilitaría hasta hacer improbable que
superara los cuarenta años. En cada cumpleaños, «cuando me llegaba el momento de apagar las
velas del pastel expresaba siempre el mismo deseo, año tras año: que se resolviera el décimo
problema de Hilbert. No que lo resolviera yo, sólo que se resolviera. Sentía que no podría
soportar morir sin conocer la respuesta».
Cada año que pasaba, Julia conseguía nuevos progresos. Otros dos matemáticos se unieron
a sus investigaciones: Martin Davis y Hilary Putnam. A finales de los años sesenta habían
reducido el problema a algo más simple: en lugar de tener que encontrar todas las ecuaciones
para todas las respuestas que dieran las máquinas de Turing descubrieron que, si conseguían
encontrar una ecuación para una sucesión concreta de números, habrían demostrado la hipótesis
de Robinson. Se trataba de un resultado importante. Todo se reducía a encontrar la ecuación
correspondiente a aquella sucesión única de números; ahora toda la teoría dependía de la
capacidad de los tres matemáticos para confirmar la existencia de un único ladrillo en su muro
matemático. Si hubieran descubierto que a aquella sucesión no le correspondía una ecuación de
Robinson específica, entonces el muro a cuya construcción habían dedicado tanto tiempo se
habría desmoronado de golpe.
Existía un escepticismo creciente respecto de que la idea de Robinson fuera la manera
correcta de atacar el décimo problema de Hilbert: un buen número de matemáticos creía que se
trataba de un intento desencaminado. Luego, de forma inesperada, Robinson recibió la llamada
telefónica de un recién llegado de una conferencia en Siberia. Allí había asistido a una
comunicación muy importante, que creía que sería de su interés. Un matemático ruso de
veintidós años, Yuri Matijasevitch, había colocado la última pieza del rompecabezas y había
demostrado el décimo problema de Hilbert: había demostrado la existencia de una ecuación que
daba lugar a una serie numérica, tal y como Robinson había predicho. Se trataba del ladrillo
sobre el que se apoyaba todo el enfoque de Julia Robinson. La solución del décimo problema
de Hilbert estaba completa: no existe un programa capaz de determinar si una ecuación tiene
soluciones.
«Aquel año, cuando llegó el momento de apagar las velas de mi pastel, me detuve a punto
de soplar cuando de repente me di cuenta de que el deseo que había expresado durante tantos
años por fin se había realizado». Robinson comprendió que durante todo aquel tiempo había
tenido la solución ante sus narices, pero había sido necesario que Matijasevitch la determinara:
«Hay un montón de cosas en una playa que no vemos hasta que alguien coge una de ellas.
Entonces, la vemos todos», explicó. Escribió a Matijasevitch para felicitarlo: «Me alegra
particularmente pensar que cuando formulé la conjetura por primera vez usted era un chiquillo
y que yo simplemente tenía que esperar a que creciera».
Es sorprendente la capacidad de las matemáticas para unir individuos superando fronteras
políticas e históricas: a pesar de las dificultades de la guerra fría, estos matemáticos americanos
y rusos construyeron una sólida amistad basada sobre la común obsesión que les había
inspirado el problema de Hilbert. Robinson describió esa extraña relación entre matemáticos
como «una nación propia, sin distinciones de origen geográfico, de raza, de credo, de sexo, de
edad y ni siquiera de tiempo —también los matemáticos del pasado son nuestros colegas—,
donde todos se dedican a la más bella de todas las artes y de las ciencias».
La atribución del mérito de la demostración provocó un enfrentamiento entre Matijasevitch
y Robinson, pero no porque buscaran su atribución personal; al contrario, cada uno de ellos
sostenía que la parte más dura del trabajo había sido realizada por el otro. Ciertamente, puesto
que Matijasevitch puso la última pieza del rompecabezas, a menudo se le atribuye la solución
del décimo problema de Hilbert; en realidad, como no podía ser de otra forma, muchos
matemáticos contribuyeron al largo viaje que llevó desde el anuncio de Hilbert en 1900 a la
solución final que se obtuvo setenta años más tarde.
Aunque el problema se resolvió en términos negativos —demostrando la inexistencia de
programas que pudieran usarse para establecer si una ecuación cualquiera tiene soluciones—
había motivos para el optimismo: Robinson acertó al pensar que las sucesiones de números que
producían las máquinas de Turing podían describirse mediante ecuaciones. Los matemáticos
sabían que existía una máquina de Turing capaz de reproducir la lista completa de los números
primos. Por ello, gracias al trabajo de Robinson y Matijasevitch, en teoría debería de existir una
fórmula capaz de generar todos los números primos.
¿Serían capaces los matemáticos de hallar esa fórmula? En 1971, Matijasevitch elaboró un
método explícito para llegar a una fórmula, pero no lo siguió hasta obtener el resultado final.
La primera fórmula explícita que se escribió con detalle fue descubierta en 1976 y utilizaba 26
variables, de la A a la Z:
(K + 2){1 − [WZ + H + J − Q]2 − [(GK + 2G + K + 1)(H + J) + H − Z]2 − [2N + P + Q + Z
− E]2 − [16(K + 1)3(K + 2)(N + 1)2 + 1 − F2]2 − [E3(E + 2)(A + 1)2 + 1 − O2]2 − [(A2 − 1)Y2 +
1 − Z2]2 − [16R2Y4(A2 − 1) + 1 − U2]2 − [((A + U2(U2 − A))2 − 1) × (N + 4DY)2 + 1 − (X +
CU)2]2 − [N + L + V − Y]2 − [(A2 − 1)L2 + 1 − M2]2 − [AI + K + 1 − L − I]2 − [P + L(A − N −
1) + B(2AN + 2A − N2 − 2N - 2) − M]2 − [Q + Y(A − P − 1) + S(2AP + 2A − p2 − 2P - 2) −
X]2 − [Z + PL(A − P) + T(2AP − p2 − 1) − PM]2}

La fórmula funciona como un programa de ordenador: se sustituyen al azar las letras por
números enteros y se aplica la fórmula con estos números; por ejemplo, podríamos tomar A =
1, B = 2, …, Z = 26. Si la respuesta es mayor que cero, entonces el resultado del cálculo es un
número primo. El proceso puede reiterarse indefinidamente asignando nuevos valores
numéricos a las letras y rehaciendo los cálculos. La elección sistemática de los valores de las
variables permitirá hallar todos los posibles números primos. La fórmula no omite ningún
número primo: existe siempre una elección de los valores numéricos de A, …, Z tal que la
expresión dará lugar al número primo en cuestión. Hay únicamente una cláusula molesta:
algunas de las elecciones producen resultados negativos, y hay que ignorarlos: por ejemplo,
nuestra elección de A = 1, B = 2, …, Z = 26 es de las que hay que descartar. [5]

¿Era éste el Santo Grial que ponía fin a la búsqueda, el descubrimiento de un extraordinario
polinomio capaz de generar todos los números primos? Si se hubiera hallado en tiempos de
Euler, es indudable que habría tenido una resonancia sensacional: Euler había descubierto una
ecuación capaz de producir muchos números primos, pero había sido muy pesimista sobre la
posibilidad de hallar una ecuación que produjera todos los números primos. Sin embargo, desde
los tiempos de Euler las matemáticas se habían alejado del mero estudio de ecuaciones y
fórmulas para abrazar la fe de Riemann en la importancia de las estructuras y de los temas
fundamentales que atraviesan el mundo matemático. Ahora los exploradores matemáticos
trazaban los mapas de paisajes que conducían a nuevos mundos. El descubrimiento de esta
ecuación para obtener los números primos era un éxito que nacía en una época equivocada:
para las nuevas generaciones de matemáticos equivalía a trazar un mapa muy perfecto de una
tierra que se había explorado hacía años y que ahora estaba abandonada. Ciertamente, los
matemáticos se sorprendieron de la existencia de la fórmula, pero Riemann había llevado el
estudio de los números primos a un plano distinto. Una sinfonía clásica al estilo de Mozart
escrita e interpretada en tiempos de Shostakovich no impresionaría al auditorio, aunque se
interpretara con una gran perfección estilística.
Pero no sólo el nuevo sentido estético de las matemáticas hizo cambiar la acogida
dispensada a aquella milagrosa ecuación: la verdad es que era sustancialmente inútil. Los
valores que da la ecuación son en muchos casos negativos. Incluso desde el punto de vista
teórico la ecuación tiene, en cierta medida, una importancia relativa: Robinson y Matijasevitch
habían demostrado que toda sucesión de números que pueda ser producida por unas máquina
de Turing está asociada a una ecuación del tipo de la que da los números primos; por tanto, en
este sentido no hay nada de especial en los números primos respecto de cualquier otra clase de
números. Cuando alguien explicó al matemático ruso Y. V. Linnik el resultado de
Matijasevitch sobre los números primos, comentó: «Es maravilloso. Con toda probabilidad
enseguida aprenderemos una montaña de cosas sobre los números primos». Pero cuando le
explicaron cómo se había demostrado el resultado, y que el mismo método se aplicaba a
muchas sucesiones de números enteros, el entusiasmo inicial de Linnik se enfrió: «Es una pena.
Con toda probabilidad no aprenderemos nada nuevo sobre los números primos».
Si la existencia de una ecuación de este tipo es universalmente válida para toda sucesión de
números, entonces no nos dice nada específico sobre los números primos. Ello hace
especialmente interesante la interpretación de Riemann: la existencia del paisaje de Riemann y
sus notas sobre los puntos a nivel del mar forman una música que sólo corresponde a los
números primos. Esta estructura armónica no se halla en la base de ninguna otra sucesión de
números.
Mientras Julia Robinson jubilaba definitivamente el décimo problema de Hilbert, un amigo
suyo de Stanford estaba terminando con la fe de Hilbert en el hecho de que en matemáticas no
hay nada incognoscible. Paul Cohen había preguntado con cierta arrogancia a sus profesores de
Stanford cuál de los problemas de Hilbert le haría famoso si conseguía resolverlo. Sus
profesores lo meditaron un poco y le indicaron que el primer problema era uno de los más
importantes. Dicho de forma algo tosca, el problema preguntaba cuántos números hay. Para
comenzar su lista, Hilbert había puesto la pregunta de Cantor sobre los distintos infinitos:
¿existe un conjunto infinito de números de dimensiones mayores que el conjunto de todos los
números fraccionarios, pero que al mismo tiempo no sea tan grande como el conjunto de los
números reales, incluidos los números irracionales como π, y cualquier otro número cuya
expresión decimal sea infinita y no periódica?
Probablemente Hilbert se retorcería en su tumba cuando Cohen volvió un año después con
la solución: ¡ambas respuestas eran posibles! Cohen demostró que la primera de las cuestiones
de Hilbert era uno de los enunciados indemostrables de Gödel. Se desvanecía, por tanto,
cualquier esperanza de que únicamente fueran indecidibles los problemas más abstrusos. Cohen
había demostrado lo siguiente: es imposible demostrar, en base a los axiomas que actualmente
usamos en matemáticas, que exista un conjunto de números cuya dimensión sea estrictamente
mayor que la del conjunto de todos los números fraccionarios y estrictamente inferior que la del
conjunto de todos los números reales; de la misma forma, es imposible demostrar que no existe
tal conjunto. De hecho, Cohen había conseguido construir dos mundos matemáticos distintos
que satisfacían los axiomas utilizados en matemáticas: en uno de estos mundos la respuesta a la
cuestión de Cantor era «sí»; en el otro mundo la respuesta era «no».
Algunos comparan el resultado de Cohen con la toma de conciencia por parte de Gauss
sobre la existencia de geometrías alternativas a la que describe el mundo físico que nos rodea.
Pero el caso es que los matemáticos tienen un fuerte sentido de lo que entienden por números.
Ciertamente, los axiomas que se utilizan para demostrar las propiedades de estos números
podrían también ser satisfechos por otros números «supranaturales»; sin embargo, la mayoría
de los matemáticos continúa creyendo que la cuestión de Cantor admite sólo una respuesta
verdadera para los números con los que construimos nuestro edificio matemático. Julia
Robinson expresó las reacciones a la demostración de Cohen por parte de casi todos los
matemáticos en una carta que le dirigió: «¡Por el amor de Dios, hay una única teoría de los
números verdadera! Tal es mi religión». Al final tachó la última frase antes de enviar la carta.
La revolucionaria obra de Cohen, por más alarmante que resultara para la ortodoxia
matemática, le valió una medalla Fields. Una vez culminado el sensacional descubrimiento de
la imposibilidad de responder a la cuestión de Cantor, decidió pasar al que consideraba el
problema más arduo de la lista de Hilbert: la hipótesis de Riemann. Cohen ha sido uno de los
pocos matemáticos que ha admitido estar trabajando activamente sobre este problema de gran
complejidad; hasta el momento, sin embargo, la hipótesis de Riemann ha resistido su ataque.
Curiosamente, la hipótesis de Riemann se encuentra en una categoría distinta respecto de la
cuestión de Cantor. Si Cohen repitiera su propio éxito y consiguiera demostrar que la hipótesis
es indecidible sobre la base de los axiomas de las matemáticas, ¡demostraría que la hipótesis es,
de hecho, verdadera! En realidad, si es indecidible, entonces o es falsa y no podemos
demostrarlo, o bien es cierta y no podemos demostrarlo. Pero, si es falsa, entonces existe al
menos un cero que cae fuera de la recta crítica y que puede ser usado para demostrar que es
falsa. Por tanto, no puede ser falsa sin que seamos capaces de demostrar que lo es. Por ello, la
única posibilidad de que la hipótesis de Riemann sea indecidible se verifica si es cierta aunque
no podamos demostrar que todos los ceros están sobre la recta crítica. Turing fue uno de los
primeros en darse cuenta de la posibilidad de una confirmación tan extraña de la hipótesis de
Riemann, pero pocos creen que una artimaña lógica así termine por llevar a una solución del
octavo problema de Hilbert.
Gracias a la máquina universal de Turing, los ordenadores de la mente han jugado un papel
fundamental en nuestra comprensión del mundo matemático, pero serían las máquinas reales
que había intentado construir las que tomarían la iniciativa en la segunda mitad del siglo XX,
cuando la tendencia cambió a favor de los ordenadores hechos con válvulas, hilos eléctricos y,
posteriormente, de silicio. En todo el mundo se estaban construyendo máquinas que permitirían
a los matemáticos escrutar en profundidad el universo de los números.
9
LA ERA DE LA INFORMÁTICA: DE LA MENTE AL PC

Le propongo una apuesta: cuando se demuestre la hipótesis de Riemann, se hará sin usar ordenadores.
GERHARD FREY
(descubridor de la relación fundamental entre el último teorema de Fermat y las curvas elípticas).

Una vez abandonada la escuela, para la mayoría de la gente su única relación con los números
primos tiene lugar, si es que alguna vez sucede, a través de las noticias recurrentes de grandes
ordenadores que calculan el mayor número conocido. El recorte de diario que Julia Robinson
conservó como una reliquia ilustra cómo, desde los años treinta del siglo pasado, incluso los
falsos descubrimientos sobre la cuestión eran noticia. Gracias a la demostración de Euclides
sobre la existencia de infinitos números primos, este tipo de noticias nunca dejará de aparecer
en los diarios. A finales de la Segunda Guerra Mundial el mayor número primo conocido tenía
treinta y nueve cifras, y detentaba el récord desde su descubrimiento en el año 1876: hoy, el
mayor número primo conocido tiene más de un millón de cifras: harían falta más páginas que
las de este libro para imprimirlo, y varios meses para leerlo. Lo que nos ha permitido alcanzar
estas alturas vertiginosas ha sido el ordenador; pero, en Bletchley Park, Turing estaba ya
pensando en cómo utilizar su máquina para determinar números primos cada vez mayores.
Aunque la máquina universal teórica de Turing tuviera la suerte de disponer de una
cantidad infinita de memoria en la que almacenar información, las máquinas reales que él y
Newman construyeron en Manchester después de la guerra eran muy limitadas en cuanto a su
memoria. Por poner un ejemplo, lo único que hace falta para generar la sucesión de números de
Fibonacci (1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, …) es recordarlos dos números anteriores de la lista, y sus
ordenadores no tenían ninguna dificultad en ello: Turing conocía un truco que había
desarrollado Lehmer hijo para determinar los números primos especiales que había hecho
famosos el fraile francés Marín Mersenne, en el siglo XVII; se dio cuenta de que para aplicar el
test de Lehmer, igual que para generar los números de Fibonacci, no hacía falta disponer de
mucha memoria. La búsqueda de los números primos de Mersenne resultó ser un trabajo
perfecto para las máquinas que Turing y Newman estaban proyectando.
Mersenne había tenido la idea de generar números primos multiplicando 2 por sí mismo
muchas veces y restando 1 al resultado, por ejemplo, 2 × 2 × 2 − 1 = 7 es un número primo.
Mersenne intuyó que, para que 2n − 1 fuera un número primo, había que elegir valores de n que
a su vez fueran números primos. Sin embargo, ello no basta para garantizar que 2n − 1 sea un
número primo. 211 - 1 no es un número primo, aunque 11 sí lo es. Mersenne había predicho que
2, 3, 5, 7, 13, 19, 31, 67, 127, 257

serían los únicos valores de n no mayores que 257 para los que 2n − 1 es primo.
Un número de la magnitud de 2257 − 1 es tan enorme que la mente humana nunca podría
verificar el fundamento de la afirmación de Mersenne. Quizá fue ésa la razón por la cual hizo
tranquilamente una afirmación tan audaz: creía que «la eternidad no bastaría para establecer si
esos números son primos». Le guió en la elección de esos números la demostración de Euclides
sobre la existencia de infinitos números primos: se trata de tomar un número como 2n, que es
divisible por muchos números, y añadirle o quitarle una unidad con la esperanza de que resulte
indivisible.
Aunque no tuviera la certeza de generar números primos, la intuición de Mersenne era
correcta en un aspecto: dado que los números de Mersenne son adyacentes a 2 n, es decir, a
números dotados de una gran divisibilidad, existe un método muy eficaz para verificar si se
trata efectivamente de números primos. El método fue ideado en 1876 por el matemático
Edouard Lucas, cuando descubrió la manera de confirmar que, en el caso de 2127 − 1, Mersenne
había acertado: este número primo de treinta y nueve cifras siguió siendo el mayor conocido
hasta los inicios de la era de la informática. Armado con su nuevo método, Lucas consiguió
desenmascarar la verdadera naturaleza de la lista de Mersenne. La lista de los valores de n que
según el monje francés haría que fuera un número primo estaba lejos de ser exacta: Mersenne
se había olvidado de 61, 89 y 107, y había incluido erróneamente 67. Pero estaba
absolutamente fuera del alcance de Lucas.
La intuición mística de Mersenne resultó ser una conjetura a ciegas. Su reputación pudo
haber sufrido un duro golpe y, sin embargo, el nombre de Mersenne sobrevive como rey de los
grandes números primos. La realidad es que los números primos de récord que aparecen en la
prensa son en todos los casos números primos de Mersenne. Aunque Lucas consiguió
establecer que no es primo, su método no le permitía descomponerlo en los números primos
que lo forman. Como veremos, descomponer estos números está considerado como un
problema tan difícil que actualmente se encuentra en la base de los sistemas de seguridad
criptográficos, herederos del código Enigma que Turing descifró con sus «bombas» de
Bletchley.
Turing no era el único que pensaba en la relación entre los números primos y los
ordenadores: tal como Julia Robinson había descubierto en su infancia escuchando la radio,
también la familia Lehmer esta fascinada con la idea de usar máquinas para analizar los
números primos. A principios de siglo, Lehmer padre había ya construido una tabla de números
primos que llegaba hasta 10.017.000. (Desde entonces nadie ha publicado tablas de números
primos más allá de este número). Su hijo hizo una contribución más teórica a la disciplina: en
1930, con sólo veinticinco años, ideó una manera de perfeccionar la idea de Lucas para
verificar cuáles entre los números de Mersenne son primos.
Para demostrar que un número de Mersenne es primo y, por tanto, no es divisible por
ningún número entero menor que él, Lehmer comprendió que podía darse la vuelta al
problema: el número de Mersenne 2n − 1 resultará ser primo sólo cuando divida a otro número,
llamado número de Lucas-Lehmer y que se indica como Ln. Un número de Lucas Lehmer
puede construirse, de la misma manera que un número de Fibonacci, utilizando los números
que lo preceden en la sucesión. Para obtener Ln se eleva al cuadrado el número anterior, Ln−1 y
se resta 2 al resultado: Ln = (Ln−1)2 − 2.
La fórmula empieza a funcionar para n = 3, y el número de Lucas Lehmer correspondiente
resulta ser L3 = 14. A partir de ahí la sucesión continúa con L4 = 194 y L5 = 37.634. Lo que da a
este test todo su valor es el hecho de que únicamente se necesita generar el número Ln y
verificar si es divisible entre el número de Mersenne 2n − 1, un cálculo relativamente fácil para
un ordenador. Por ejemplo, como 25 − 1 = 31 divide al número de Lucas-Lehmer L5 = 37.634,
el número de Mersenne 25 − 1 es un número primo. Esta simple verificación permitió a Lehmer
revisar toda la lista que Mersenne había presentado y demostrar que se había equivocado sobre
la primalidad de 2257 − 1.
¿Cómo pudieron Lucas y Lehmer idear su método de verificación de los números de
Mersenne? No se trata en absoluto de una idea evidente: un descubrimiento como éste es muy
distinto del fulgurante descubrimiento de la hipótesis de Riemann o de la existencia de una
relación entre los números primos y los logaritmos que Gauss intuyó. El test de Lucas-Lehmer
no se deduce de una pauta regular que emerge de la experimentación o de la observación
numérica. Los dos matemáticos lo descubrieron jugueteando con los posibles significados de la
primalidad de 2n − 1, dando vueltas y más vueltas a esta cuestión como si de un cubo de Rubik
se tratara hasta que los colores de sus caras se combinaran repentinamente de una nueva
manera. Cada rotación es como un paso en la demostración: a diferencia de lo que ocurre con
otras demostraciones, cuyo punto final está claro desde el principio, el test de Lucas-Lehmer
emergió básicamente procediendo en la demostración sin tener ni la menor idea de a dónde
llevaría. Lucas había empezado a hacer rodar el cubo, pero fue Lehmer quien consiguió ponerlo
en la configuración simple que hoy se utiliza.
En Bletchley Park, mientras estaba descifrando los códigos alemanes Enigma, Turing
discutía con sus compañeros sobre la posibilidad de hallar grandes números primos utilizando
máquinas de cálculo similares a las «bombas» que habían construido. Gracias al método
desarrollado por Lucas y Lehmer, los números de Mersenne son especialmente susceptibles de
verificación en cuanto a su posible primalidad. El método se adaptaba perfectamente a la
automatización a través de un ordenador, pero las presiones de la empresa bélica hicieron que
Turing tuviera que abandonar el proyecto. Después de la guerra, sin embargo, Turing y
Newman pudieron reemprender la idea de determinar nuevos números primos de Mersenne.
Hubiera sido una prueba perfecta para la máquina que se proponían construir en el laboratorio
de investigación de Manchester: aunque la máquina tuviera una muy reducida capacidad de
almacenar información, el método de Lucas-Lehmer no requería una gran cantidad de memoria
en cada uno de los pasos. Para poder calcular el enésimo número de Lucas-Lehmer, de hecho,
el ordenador tenía suficiente con recordar el valor del (n − 1)-ésimo número de Lucas-Lehmer.
Turing no había tenido suerte con los ceros de Riemann, y las cosas no cambiaron cuando
dirigió su atención a la búsqueda de los números primos de Mersenne: el ordenador que
construyeron en Manchester no consiguió superar el récord establecido con el número 2127 − 1,
que se resistía desde hacía setenta años. Para hallar el siguiente número primo de Mersenne
hubiera tenido que llegar hasta 2521 − 1, un número que por muy poco quedaba fuera del alcance
de la máquina ideada por Turing. Por una extraña broma del destino, sería el marido de Julia
Robinson, Raphael, quien reivindicaría el descubrimiento del nuevo número primo récord.
Había conseguido el manual de una máquina que Derrick Lehmer había construido en Los
Angeles: Lehmer había ya abandonado los piñones y las cadenas de bicicleta del período
prebélico, y ahora era el director del National Bureau of Standards’ Institute for Numerical
Analysis y había creado una máquina llamada Standard Western Automatic Computer (SWAC).
En la tranquilidad de su despacho de Berkeley, y sin haber visto nunca la máquina, Raphael
Robinson escribió un programa con el cual el SWAC pudo dar caza a los números primos de
Mersenne: el 30 de enero de 1952, el ordenador descubrió los primeros números primos que se
encontraban fuera del alcance de la capacidad de cálculo de la mente humana. Apenas unas
horas después de establecer el nuevo récord con 2521 − 1, el SWAC produjo un número primo aún
mayor: 2607 − 1. En aquel año, Raphael Robinson batió tres veces más su propio récord, y el
mayor primo conocido resultó ser 22.281 − 1.
La caza de los grandes números primos terminó por ser dominada por quien tuviera acceso
a los ordenadores más potentes; hasta mediados de los años noventa del siglo pasado todos los
nuevos records se batieron utilizando los ordenadores Cray, los gigantes del mundo de la
computación electrónica. La Cray Research, fundada en 1971, aprovechó a fondo el hecho de
que un ordenador no necesita terminar una operación para poder empezar la siguiente; esta
simple idea estuvo en la base de la creación de máquinas que durante decenios fueron
consideradas como las máquinas más veloces del mundo. A partir de los años ochenta, el
ordenador Cray del Lawrence Livermore Laboratory, en California, bajo la mirada vigilante de
Paul Gage y David Slowinski, monopolizó los récords y los titulares de la prensa. En 1996,
Gage y Slowinski anunciaron el descubrimiento de su séptimo número primo récord: 21.257.787 −
1, un número de 378.632 cifras.
Sin embargo, últimamente los vientos han cambiado favoreciendo a participantes mucho
más modestos. Como tantos pequeños David que retan a Goliat, actualmente son los humildes
PC’s los que baten un récord tras otro.
¿Y cuál es la honda que les da el poder de retar a los ordenadores Cray? Internet: gracias a
la fuerza combinada de un número enorme de pequeños ordenadores conectados en red se
obtiene el potencial que pone a esta familia de hormigas en condiciones de ir a la caza de los
grandes números primos. No es la primera vez que se utiliza Internet para permitir hacer
ciencia a los aficionados: la astronomía ha obtenido grandes beneficios asignando a millares de
astrónomos aficionados un pedacito de cielo para recorrer. Internet puso la red a través de la
cual se coordinó este esfuerzo astronómico. Inspirado en el éxito de los astrónomos, un
programador americano, George Woltman, puso a disposición de todos en Internet un software
que, una vez descargado, asigna a cada PC una minúscula porción de la infinita extensión de
los números: en lugar de dirigir sus propios telescopios al cielo nocturno a la búsqueda de una
nueva supernova, los matemáticos aficionados usan el tiempo de inactividad de sus
ordenadores para escrutar diversos rincones de la galaxia numérica a la caza de nuevos
números primos y de nuevas marcas.
La búsqueda no está exenta de peligros: una de las personas reclutadas por Woltman
trabajaba en una importante compañía telefónica estadounidense y se procuró la ayuda de 2.585
de los ordenadores de la empresa para su caza de números primos de Mersenne; la empresa
empezó a sospechar que algo no iba como debía cuando los ordenadores de Phoenix, que de
ordinario tardaban una media de cinco segundos para repetir los números de teléfono,
empezaron a necesitar cinco minutos. Cuando el FBI consiguió finalmente determinar la fuente
de aquel retraso, el empleado confesó que «toda aquella potencia de cálculo era una tentación
demasiado fuerte para mí». La compañía telefónica no mostró mucha comprensión por la
actividad científica de su empleado y fue despedido.
El primer hallazgo de un nuevo número primo de Mersenne por parte de esta banda de
cazadores vía Internet tuvo lugar pocos meses después del anuncio del Lawrence Livermore
Laboratory en 1998: Joel Armengaud, un programador de París, encontró el oro en el pequeño
estrato de números que estaba excavando en el contexto del proyecto de Woltman. Para los
grandes medios de comunicación, su descubrimiento tuvo lugar un poco demasiado pronto en
relación con el anterior: cuando me puse en contacto con el Times para informar del hallazgo de
este nuevo número primo record me respondieron que ellos sólo publicaban esta historia en
años alternos. En este sentido la oferta de Slowinski y Gage, los gemelos del Cray, se adaptaba
perfectamente a la demanda de descubrimientos que, a partir de 1979, tenían lugar por término
medio cada dos años.
Pero en todo esto había algo más que el descubrimiento de nuevos números primos. Se
estaba ante una encrucijada por el papel de los ordenadores en la búsqueda de números primos,
y la revista especializada Wired no la dejó escapar. Wired dedicó un artículo a lo que hoy se
conoce como Great Internet Mersenne Prime Search, o GIMPS. Woltman consiguió reclutar
otros doscientos mil ordenadores en todo el mundo, creando la que a todos los efectos es una
máquina gigantesca de elaboración en paralelo. No se trata de que las grandes máquinas como
el ordenador Cray estén fuera de juego: ahora son compañeros del mismo rango, con el encargo
de verificar los descubrimientos de los terribles enanitos.
Hasta el 2002 han sido cinco los afortunados ganadores de la caza de los números primos
de Mersenne. Al descubrimiento parisiense le siguió uno en Inglaterra y más tarde un tercero
en California. Pero fue Nayan Hajratwala de Plymouth, Michigan, quien dio el gran golpe en
junio de 1999: el número que descubrió, 26.972.593 − 1, ha superado el umbral del millón de cifras
(se compone de 2.098.960 cifras). Además de constituir por sí mismo un premio simbólico,
este trabajo ha hecho ganar a Hajratwala cincuenta mil dólares en efectivo que ofrecía la
Electronic Frontier Foundation, una organización californiana que se autoproclama tutora de las
libertades civiles de los netizens, los ciudadanos de la red. Si el éxito de Hajratwala ha
estimulado vuestro apetito, sabed que la fundación dispone aún de millones de dólares para
premiar a los descubridores de otros grandes números primos. El récord de Hajratwala fue
batido en noviembre del 2001 por el estudiante canadiense Michael Carneron que, gracias a su
PC, demostró la primalidad de 213.466.917 − 1, un número con más de cuatro millones de cifras.
Los matemáticos creen que existen infinitos de estos especiales números primos de Mersenne
esperando a ser descubiertos.

¿SUPONE EL ORDENADOR LA MUERTE DE LAS


MATEMÁTICAS?

Si el ordenador sobrepasa nuestra capacidad de cálculo, ¿no convierte a las matemáticas en


superflua? Afortunadamente, no: lejos de anunciar el fin de las matemáticas, este hecho resalta
la verdadera diferencia que se da entre el artista creativo que es el matemático y el ejecutor de
tediosos cálculos que es el ordenador. No hay duda de que el ordenador es un aliado precioso
de los matemáticos en la exploración de su mundo numérico y un experto sherpa en el ascenso
al monte Riemann, pero también es cierto que no podrá tomar nunca el lugar de un matemático.
Incluso si el ordenador puede ganar fácilmente al matemático en cualquier cálculo finito, le
falta —todavía— la imaginación necesaria para comprender un mundo infinito y revelar la
estructura y las regularidades que están en la base de las matemáticas.
Cuando, por ejemplo, nos planteamos la búsqueda de grandes números primos con la ayuda
de un ordenador, ¿obtenemos una mejor comprensión de su naturaleza? Aunque aprendamos a
cantar notas cada vez más altas, ese hecho no nos desvelará la estructura musical que se
esconde tras ellas. Ya Euclides nos había proporcionado la certeza de que siempre habrá un
número primo mayor para encontrar; no sabemos, sin embargo, si los números de Mersenne
darán lugar a infinitos números primos: podría ser que Michael Cameron hubiera descubierto el
trigésimo noveno y último número primo de Mersenne. Cuando se lo pregunté, Paul Erdös me
dijo que consideraba la demostración de la existencia de infinitos números primos de Mersenne
como uno de los máximos problemas irresueltos de la teoría de los números. La opinión
general es que efectivamente existen infinitos valores de n tales que 2n − 1 resulta ser un
número primo. Pero, si ello es cierto, es extremadamente improbable que sea demostrado por
un ordenador.
Todo lo anterior no significa que los ordenadores no puedan demostrar algunas cosas: dado
un conjunto de axiomas y algunas reglas de deducción, puede programarse el ordenador de
forma que empiece a soltar teoremas matemáticos. La cuestión es que, como en el caso de un
chimpancé con una máquina de escribir, el ordenador no será capaz de distinguir entre
teoremas gaussianos y sumas de escuela elemental. Los matemáticos han desarrollado las
capacidades críticas que les permiten distinguir entre los teoremas que son importantes y los
que no lo son. La sensibilidad estética de una mente matemática permite apreciar las
demostraciones que constituyen composiciones magníficas y despreciar las que son feas. Y
aunque una demostración fea sea tan válida como una bella, la elegancia siempre ha supuesto
un criterio importante para trazar la mejor ruta que puede seguirse cuando nos movemos en el
mundo matemático.
El primer caso de demostración de un teorema por ordenador se ha dado con el llamado
«problema de los cuatro colores», que nació como una simple curiosidad matemática. El
problema trata de un hecho con el que probablemente todos nos hemos enfrentado en nuestra
infancia: si queremos pintar un mapa geográfico de manera que dos naciones fronterizas nunca
tengan el mismo color, siempre puede hacerse utilizando sólo cuatro colores. Por más que
intentemos rediseñar de la forma más creativa las fronteras nacionales, parece imposible
obtener un mapa político de Europa que necesite de un número de colores superior a cuatro.
Las fronteras actuales de Francia, Alemania, Bélgica y Luxemburgo, por otra parte, demuestran
que hacen falta al menos cuatro colores:

Hacen falta al menos cuatro colores para pintar este mapa de manera que no haya estados
fronterizos con el mismo color.
Pero ¿es posible demostrar que bastan cuatro colores para cualquier mapa?
La cuestión se planteó públicamente por primera vez en 1852, cuando un estudiante de
leyes, Francis Guthrie, escribió a su hermano, un matemático del University College de
Londres, preguntándole si alguien había demostrado que siempre bastaría con cuatro colores.
En realidad, en aquella época muy pocos pensaban que la cuestión fuera importante. Algunos
matemáticos de segundo plano probaron suerte intentando proporcionar a Guthrie una
demostración, pero como la demostración se resistía, al cabo de poco el problema avanzó hacia
el vértice de la escala de las habilidades matemáticas. Incluso Hermann Minkowski, el mejor
amigo de Hilbert en Gotinga, lo intentó. La cuestión de los cuatro colores se planteó durante un
curso universitario que impartió Minkowski: «Este problema todavía no ha sido demostrado
sólo porque se han ocupado de él matemáticos de tercera fila», anunció el profesor. «Creo
poder demostrarlo». Durante varias sesiones se peleó en la pizarra con sus propias ideas. Una
mañana, cuando entraba en el aula en la que impartía el curso, se oyó un trueno fortísimo: «El
cielo se enfada por mi arrogancia», admitió. «Mi demostración no funciona».
Cuantas más personas lo intentaban y fracasaban, tanto más crecía el prestigio del
problema, sobre todo a causa de la extrema simplicidad de su enunciado. Resistió a todos los
intentos de demostración hasta 1976, más de un siglo después de que Francis Guthrie mandara
la carta a su hermano: dos matemáticos de la Universidad de Illinois, Kenneth Appel y
Wolfgang Haken, razonaron que en lugar de afrontar la tarea imposible de colorear los infinitos
mapas imaginables, el problema podía reconducirse al análisis de 1.500 mapas fundamentales.
Fue un paso adelante decisivo. Era como el descubrimiento de una tabla periódica
cartográfica que contuviera los mapas elementales que permitirían construir todos los otros.
Pero si Appel y Haken hubieran querido verificar a mano cada uno de estos mapas «atómicos»,
aunque hubieran empezado en 1976 hoy todavía estarían coloreándolos. Así, por vez primera,
se recurrió al uso del ordenador. Fueron necesarias 1.200 horas de tiempo de máquina, pero
finalmente llegó la respuesta: todos los mapas podían colorearse utilizando cuatro colores. En
combinación con la fuerza bruta del ordenador, la genialidad humana con la que se había
demostrado que bastaba con colorear aquellos 1.500 mapas básicos para alcanzar todos los
demás mapas confirmó lo que Guthrie había conjeturado en 1852: para cualquier mapa nunca
serán necesarios más de cuatro colores.
El hecho de saber que el teorema de los cuatro colores es cierto carece de utilidad práctica.
Los cartógrafos no emitieron ningún suspiro colectivo de satisfacción al recibir la noticia de
que no tendrían necesidad de salir a comprar un quinto lápiz de colores. Los matemáticos no
estaban ansiosamente a la espera de la confirmación del resultado para proseguir sus
exploraciones: no conseguían ver nada más allá que valiera particularmente la pena estudiar.
No se trataba de la hipótesis de Riemann, de cuya demostración dependen miles de resultados:
el problema de los cuatro colores era significativo sólo porque nuestra incapacidad de
resolverlo indicaba que todavía no teníamos una comprensión suficiente del espacio
bidimensional para poder hacerlo. Hasta que fue resuelto, el problema azuzó a los matemáticos
en su búsqueda de una comprensión más profunda del espacio que nos rodea. Por esta razón, la
demostración de Appel y Haken dejó insatisfechos a muchos: el ordenador nos había dado una
respuesta, pero no había contribuido a profundizar nuestros conocimientos.
Existe un encendido debate sobre si la solución del problema de los cuatro colores que
obtuvieron Appel y Haken con la ayuda del ordenador se corresponde o no con el verdadero
espíritu de la demostración: el papel que jugó el ordenador provocó en muchos una sensación
de incomodidad, a pesar de que casi todos sabían que la demostración tenía mayores
probabilidades de ser correcta que muchas otras obtenidas por el hombre. Pero ¿una
demostración no debería generar comprensión? Como Hardy gustaba decir: «una demostración
matemática debería de parecerse a una constelación simple y de contornos nítidos, no a una Vía
Láctea dispersa». La demostración con ordenador del problema de los cuatro colores recurría a
una laboriosa reconstrucción del caos de los cielos en lugar de ofrecer una comprensión más
profunda del por qué los cielos son tal como se nos muestran.
La demostración asistida por ordenador ponía en evidencia un hecho: el placer de las
matemáticas no se obtiene sólo del resultado final. Nosotros no leemos historias de misterios
matemáticos sólo para descubrir quién es el culpable. El placer proviene de ver cómo las
tortuosidades de la trama se van despejando a medida que se acerca el momento de la
revelación. La demostración del problema de los cuatro colores por Appel y Haken nos ha
privado de aquel sentido de súbita iluminación (de aquel «¡Ajá, ahora lo entiendo!») que
anhelamos al sumergirnos en una lectura matemática. Lo que nos gusta es compartir el
momento de intensa revelación que ha sentido quien por primera vez ha creado una
demostración. Durante decenios se debatirá sobre la posibilidad de que un día los ordenadores
puedan sentir emociones pero, con toda seguridad, el problema de los cuatro colores no nos ha
ofrecido la oportunidad de compartir la eventual sensación de euforia que el ordenador pudo
sentir.
Sin embargo, a pesar de la sensibilidad estética herida, el ordenador ha continuado
sirviendo a la comunidad matemática en la demostración de teoremas: una vez que un problema
se reconduce a la verificación de un número finito de posibilidades, un ordenador puede ser
útil. Y lo es. ¡Ello significa que el ordenador puede ayudarnos en el ascenso a la cumbre de la
hipótesis de Riemann! Cuando Hardy murió, poco después del final de la Segunda Guerra
Mundial, se sospechaba que la hipótesis de Riemann era falsa. Turing comprendió que si la
hipótesis fuera falsa un ordenador podría ser útil para descubrirlo. En tal caso, una máquina
puede programarse paja que busque ceros hasta que encuentre uno que esté fuera de la recta
mágica de Riemann. Pero si la hipótesis es cierta, entonces el ordenador es totalmente inútil:
nunca podrá demostrar que los infinitos ceros están sobre la recta: lo máximo que puede hacer
es generar una cantidad cada vez mayor de indicios para sostener nuestra fe en la certeza de la
intuición de Riemann.
El ordenador satisfacía también otra necesidad. En la época de la muerte de Hardy, los
matemáticos estaban en una situación de atasco: los progresos teóricos que se habían
conseguido con la hipótesis de Riemann estaban agotados; parecía que, dadas las técnicas
disponibles, Hardy, Littlewood y Selberg hubieran conseguido los mejores resultados posibles
respecto a determinación de puntos a nivel del mar en el paisaje de Riemann: habían exprimido
todo lo que se podía exprimir de aquellas técnicas. Buena parte de los matemáticos compartía
la misma opinión sobre la necesidad de concebir nuevas ideas si más adelante pretendían
conseguir aproximarse a la demostración de la hipótesis de Riemann; y a falta de nuevas ideas
el ordenador daba la sensación de progreso. Pero era sólo una impresión: la verdad es que el
recurso al ordenador enmascaraba una evidente falta de progresos en el camino que debía
conducir a una demostración de la hipótesis de Riemann. El cálculo se convirtió en un
sucedáneo del pensamiento, un chicle mental con el que nos adormecíamos en la ilusión de
hacer algo cuando en realidad nos estábamos dando cabezazos contra la pared.

ZAGIER, EL MOSQUETERO DE LAS MATEMÁTICAS

La fórmula secreta que Siegel había descubierto en 1932 entre los apuntes inéditos de
Riemann servía para calcular de forma precisa y eficiente la posición de los ceros en el paisaje
zeta. Turing había intentado acelerar los cálculos por medio de su complicado sistema de
ruedas dentadas, pero se han necesitado máquinas más modernas para liberar todo el potencial
de aquella fórmula. Cuando se introdujo la fórmula secreta en un ordenador electrónico
pudieron empezar a sondearse regiones del paisaje zeta que antes era inimaginable alcanzar. En
los años sesenta, mientras el hombre empezaba a explorar el universo con vehículos espaciales
no tripulados, los matemáticos asignaban a los ordenadores la tarea de trazar un recorrido que
condujera a las regiones más remotas del espacio de Riemann.
Cuanto más al norte se dirigían los matemáticos en búsqueda de ceros de la función zeta,
más indicios recogían. Pero ¿cuál era la utilidad real de tales indicios? ¿Cuántos ceros habría
que determinar sobre la recta antes de convencerse de la certeza de la hipótesis de Riemann? El
problema es que, tal como había demostrado Littlewood en su trabajo sobre la hipótesis, los
indicios en matemáticas no construyen un terreno sobre el que se puedan edificar certezas. Por
esta razón muchos rechazaban la idea de que el ordenador pudiera resultar útil para el análisis
de la hipótesis de Riemann. Sin embargo, acechaba una sorpresa que empezaría a convencer a
los escépticos más irreductibles sobre la posibilidad fundada de que la hipótesis de Riemann
fuera finalmente cierta. A principios de los años setenta, Don Zagier capitaneaba la pequeña
banda de los escépticos: Zagier es una de las personalidades más vigorosas de los circuitos
matemáticos, un hombre cuya figura se recorta elegante mientras recorre con decisión los
pasillos del Max Planck Institut für Mathematik de Bonn, la respuesta alemana al Institute for
Advanced Study de Princeton. Como un mosquetero de las matemáticas, Zagier blande su
afiladísimo intelecto, a punto para cortar en rodajas cualquier problema que se le ponga a tiro.
Su entusiasmo por la disciplina y la energía con que la afronta te arrastra en un torbellino de
ideas expresadas con voz de ametralladora y a una velocidad que te deja sin resuello. Enfoca la
disciplina de manera lúdica, y siempre tiene a punto un rompecabezas matemático con el que
sazonar las comidas del Instituto de Bonn.
El deseo planteado por algunos de creer en la hipótesis de Riemann sobre la base de
razones puramente estéticas, ignorando la falta de indicios concretos, había terminado por
exasperar a Zagier: la fe en la hipótesis se basaba probablemente en un sentido de deferencia
hacia la simplicidad en matemáticas, y en poco más. Un cero que cayera fuera de la recta
hubiera representado una fealdad en aquel paisaje maravilloso: cada cero contribuía con una
nota a la melodiosa música de los números primos. Enrico Bombieri propuso una imagen
propia de lo que significaría la eventual falsedad de la hipótesis de Riemann: «Piensen en ir a
un concierto para escuchar a los músicos que tocan todos juntos en perfecta armonía. Después,
de repente, una gran tuba emite un sonido fuertísimo y apaga a todos los demás». Hay tal
profusión de belleza en el mundo matemático que no podemos —no nos atrevemos— creer que
la Naturaleza haya elegido un universo cacofónico en el que la hipótesis de Riemann resulte
falsa.
Si a partir de este argumento Zagier era el escéptico por excelencia, Bombieri representaba
el prototipo de los que creían ciegamente en la hipótesis de Riemann. En los primeros años
setenta, cuando aún no se había trasladado a Princeton, Bombieri era profesor en Italia. «Para él
—explicaba Zagier—, la certeza de la hipótesis de Riemann es un artículo de fe. El hecho de
que sea verdadera es un acto de fe religiosa para Bombieri; si no fuera así, todo el mundo
estaría equivocado». Efectivamente, como precisaba el propio Bombieri: «en la escuela había
estudiado a muchos de los filósofos medievales. Uno de ellos, Guillermo de Occam, promovió
una idea según la cual, cuando hay que elegir entre dos explicaciones, siempre hay que
inclinarse por la más simple. La navaja de Occam, como se le ha llamado desde el principio,
excluye lo complejo y elige lo simple». Para Bombieri, un cero que estuviera fuera de la recta
de Riemann sería como el instrumento de la orquesta «que apaga a todos los demás, una
situación estéticamente desagradable. Como seguidor de Guillermo de Occam, no puedo menos
que rechazar tal conclusión y aceptar la verdad de la hipótesis de Riemann».
Cuando Bombieri visitó el Instituto de Bonn y las charlas a la hora del té se centraron en la
hipótesis de Riemann, el enfrentamiento resultó inevitable. Zagier, matemático de capa y
espada, no dejó escapar la oportunidad de retar en duelo a Bombieri: «Mientras tomábamos el
té, le dije que aún no había indicios suficientes para convencerme de una cosa o de la otra. Por
ello estaba dispuesto a que nos jugáramos una suma de dinero a la par sobre la falta de
fundamento de la hipótesis de Riemann. No es que pensara que tenía que ser forzosamente
falsa, pero estaba dispuesto a hacer de abogado del diablo».
«Muy bien —contestó Bombieri—. Estoy dispuesto a aceptar los términos de la apuesta».
Y entonces Zagier se dio cuenta de que había sido un estúpido al proponer una apuesta a la par:
Bombieri tenía tal confianza en la hipótesis de Riemann que habría aceptado tranquilamente
una apuesta de mil millones contra uno. Acordaron los términos de la apuesta: dos botellas del
mejor Burdeos, que elegiría el ganador.
«Queríamos que el asunto se resolviera durante nuestra vida», explica Zagier. «Sin
embargo, había muchas probabilidades de que estuviéramos en la tumba y la batalla
prosiguiera. Por otra parte, no queríamos poner un límite temporal, del tipo de que dentro de
diez años abandonaríamos la apuesta. Parecía estúpido. ¿Qué importan diez años para la
hipótesis de Riemann? Necesitábamos algo matemático».
Entonces Zagier propuso lo siguiente: si bien la máquina de Turing se había estropeado tras
calcular los primeros 1.104 ceros, en 1956 Derrick Lehmer había tenido más suerte: había
conseguido verificar con sus máquinas en California que los primeros 25.000 ceros estaban
sobre la recta. A principios de los años setenta, un cálculo famoso había confirmado que los
primeros tres millones y medio de ceros se encontraban efectivamente sobre la recta: aquella
demostración había supuesto un increíble tour de forcé para el que se habían explotado algunas
brillantes técnicas teóricas para llevar los cálculos hasta los límites extremos de la tecnología
informática disponible. Narra Zagier:
Entonces dije: de acuerdo, en este momento hay tres millones de ceros cuya posición se ha
calculado, pero todavía no estoy convencido, a pesar de que casi todos dirían pero qué más
quieres… caramba… son tres millones de ceros. Es justamente de esto de lo que te estoy
hablando. No es así: tres millones de ceros no bastan para convencerme. Hubiera preferido
hacer la apuesta un poco antes, porque ya estaba empezando a convencerme. Me hubiera
gustado haber hecho la apuesta en cien mil ceros porque en aquel momento no había
absolutamente ninguna razón para creer en la hipótesis de Riemann. Cuando se analizan los
datos, cien mil ceros son completamente inútiles: equivalen sustancialmente a cero pruebas.
En tres millones de ceros la cosa empieza a ponerse interesante.

Pero Zagier reconocía que trescientos millones de ceros representaban un punto de


inflexión importante: había razones teóricas para creer que los primeros millares de ceros
tenían que encontrarse sobre la recta mágica de Riemann; a medida que se avanzaba hacia el
norte, sin embargo, las razones por las que los ceros anteriores tenían que estar sobre la recta de
Riemann empezaban a ser sobrepasadas por razones todavía más fuertes que permitían afirmar
que los ceros deberían empezar a situarse fuera de la recta.
Zagier sabía que, una vez llegados a trescientos millones, para que los ceros salieran fuera
de la recta habría tenido que ocurrir un milagro.
Zagier basó su análisis en una gráfica que le permitiría seguir la pauta del gradiente entre
las montañas y los valles del paisaje zeta a lo largo de la recta mágica de Riemann. La gráfica
de Zagier suponía una nueva perspectiva desde la que observar la sección transversal del
paisaje de Riemann trazada a través de la recta crítica. Lo interesante es que esta nueva
perspectiva permitía una nueva interpretación de la hipótesis de Riemann: si la gráfica hubiera
cruzado la recta crítica en un punto cualquiera, entonces en aquel punto habría un cero que
caería fuera de la recta, lo que haría falsa la hipótesis de Riemann. Al principio la gráfica no se
acerca nunca a la recta crítica, sino que más bien se aleja subiendo. Pero a medida que se
avanza hacia el norte la gráfica empieza a descender acercándose a la recta. De vez en cuando
la gráfica de Zagier intenta abrirse paso a través de la recta pero, tal como se ve en la figura
siguiente, parece que algo le impida cruzarla.

La gráfica que utilizó Zagier muestra un punto sobre la recta crítica en el cual aparece un quasi-
contraejemplo de la hipótesis de Riemann. Si la gráfica cruzara el eje horizontal, entonces la
hipótesis de Riemann sería falsa.
En resumen, cuanto más avanzamos hacia el norte tanto más probable parece que esta
gráfica pueda cruzar la línea crítica. Zagier sabía que el primer auténtico punto débil tendría
lugar alrededor del cero número trescientos millones: esta región de la recta crítica supondría
un test probatorio. Una vez que nos hemos trasladado tan al norte, si la gráfica no ha cruzado
todavía la recta, con toda seguridad debe haber un motivo para que no lo haga; y ese motivo,
razonaba Zagier, no podía ser otro que la certeza de la hipótesis de Riemann. Por esta razón,
Zagier fijó el campo base para su ataque a la cima en los trescientos millones de ceros:
Bombieri habría ganado la apuesta tanto en el caso de que se encontrara una demostración de la
hipótesis como en caso de que se calcularan las posiciones de los primeros trescientos millones
de ceros sin que apareciera un contraejemplo.
Zagier era consciente de que los ordenadores de los años setenta no eran capaces de
explorar aquella remota región de la recta mágica de Riemann. Hasta aquel momento, los
ordenadores habían sido capaces de calcular las posiciones de tres millones y medio de ceros;
teniendo en cuenta el crecimiento de la tecnología informática de la época, Zagier estimó que
harían falta al menos treinta años antes de poder determinar la posición de los primeros
trescientos millones de ceros. Pero no había contado con la revolución informática que
esperaba justo al doblar la esquina.
Durante cinco años no sucedió nada: la potencia de los ordenadores, aunque lentamente,
crecía, pero determinar sólo la posición del doble de ceros, por no hablar de cien veces el
número de ceros, hubiera requerido tal cantidad de trabajo que nadie se preocupó de ello; al fin
y al cabo, en este tipo de actividad no tenía sentido consumir grandes cantidades de energía con
la única finalidad de doblar el número de indicios. Pero luego, pasados cinco años, los
ordenadores empezaron repentinamente a ir mucho más de prisa, y dos equipos aceptaron el
reto de explotar la nueva e inédita potencia de cálculo para establecer las posiciones de otros
ceros. Un equipo, bajo la dirección de Herman te Riele, trabajaba en Amsterdam; el otro equipo
era australiano, y su responsable era Richard Brent.
Brent fue el primero en hacer su anuncio, en 1978: los primeros setenta y cinco millones de
ceros estaban situados sobre la recta. En aquel momento, el equipo de Amsterdam unió sus
propias fuerzas a las del grupo de Brent. Tras un año de trabajo, los dos grupos publicaron un
gran trabajo, redactado con gran detalle y magníficamente presentado. Todo había sido cuidado
al detalle, y habían conseguido calcular las posiciones de los ceros hasta… ¡doscientos
millones! Zagier ríe al hablar de ello:
Dejé escapar un suspiro de alivio, porque se trataba de un proyecto verdaderamente enorme.
Gracias a Dios, se habían detenido en los doscientos millones. Naturalmente, habrían podido
llegar hasta los trescientos millones, pero gracias a Dios no lo hicieron. Ahora, pensé, se me
concederá una prórroga de muchos años. No habrían seguido adelante sólo para avanzar un
miserable cincuenta por ciento. Todos tendríamos que esperar hasta que alcanzaran los mil
millones de ceros. Para ello serían necesarios muchos años. Desgraciadamente no había
contado con mi amigo Hendrik Lenstra, que conocía la apuesta y se hallaba en Amsterdam.
Lenstra fue a ver a te Riele y le preguntó: «¿Por qué os habéis detenido en los doscientos
millones? ¿No sabéis que si llegáis a los trescientos millones Don Zagier perderá una
apuesta?». Entonces el equipo continuó hasta los trescientos millones. Naturalmente, no
hallaron ni un solo cero que estuviera fuera de la línea y Zagier tuvo que pagar su apuesta.
Llevó las dos botellas a Bombieri, y se bebieron juntos la primera. Zagier insistió en hacer
notar que aquella era probablemente la botella más cara que nunca nadie hubiera bebido, ya que
doscientos millones no tenían nada que ver con mi apuesta: el cálculo se hacía
independientemente. Pero para los últimos cien millones de ceros la cuestión era distinta:
decidieron calcularlos sólo porque se enteraron de mi apuesta. Fue necesario un tiempo de
elaboración de unas cinco mil horas para calcular aquellos cien millones de más. En aquella
época el coste del tiempo de elaboración era de setecientos dólares por hora; y dado que
hicieron el cálculo con la única finalidad de hacerme perder la apuesta y obligarme a pagar
mis dos botellas de vino, sostengo que aquellas dos botellas costaron trescientos cincuenta
mil dólares cada una, que es mucho más que el precio de la botella de vino más cara que
jamás se haya vendido hasta ahora.

Más importante, sin embargo, era el hecho de que, en opinión de Zagier, la masa de
indicios a favor de la hipótesis de Riemann era verdaderamente aplastante. El ordenador había
conseguido finalmente una potencia como instrumento de cálculo que permitía explorar los
territorios septentrionales del paisaje zeta de Riemann lo suficiente como para que se dieran
todas las oportunidades de hallar un contraejemplo. A pesar de los numerosos intentos por parte
de la gráfica de Zagier de hender la recta crítica de Riemann, era evidente que algo actuaba
como una potente fuerza de repulsión, impidiendo que la gráfica cruce la recta. ¿El motivo? La
hipótesis de Riemann.
«Esto es lo que me convirtió en un convencido partidario del fundamento de la hipótesis de
Riemann», admite hoy Zagier, y compara el papel del ordenador con el del acelerador de
partículas usado para confirmar las teorías de la física de las partículas elementales: los físicos
tienen un modelo de los elementos constituyentes de la materia, pero para someter a
verificación el modelo es necesario generar energía suficiente para romper el átomo; para
Zagier, trescientos millones de ceros representaban la energía suficiente para verificar si la
hipótesis de Riemann tenía altas posibilidades de ser cierta:
Esta es, en mi opinión, una prueba convincente al cien por cien de que hay algo que impide
que la gráfica cruce la recta, y lo único que consigo imaginar que pueda ocurrir es, y estoy
absolutamente convencido de ello, que la hipótesis de Riemann sea cierta. Y ahora creo en
la hipótesis de Riemann con la misma convicción que Bombieri, no a priori —por su gran
belleza y elegancia o a causa de la existencia de Dios— sino porque disponemos de esta
prueba.

Jan van de Lune, uno de los componentes del equipo de te Riele, está hoy jubilado, pero los
matemáticos no se curan nunca del todo del virus de las matemáticas, ni siquiera cuando han
abandonado sus despachos: utilizando el mismo programa que el equipo empleaba quince años
antes y tres ordenadores personales que tiene en su casa, van de Lune ha conseguido verificar
que los primeros 6.300 millones de ceros obedecen todos a la hipótesis de Riemann. Por más
años que sus tres ordenadores puedan continuar calculando las posiciones de los ceros, no
existe ninguna posibilidad de que obtengan una demostración de la hipótesis de Riemann; pero
si existe un cero que caiga fuera de la recta, entonces existe la posibilidad de que el ordenador
tenga un papel en su determinación, es decir, que el ordenador sirva para desenmascarar la
naturaleza puramente ilusoria de la hipótesis de Riemann.
Y ahí es donde el ordenador se encuentra en su elemento: como demoledor de conjeturas.
En los años ochenta, el cálculo de las posiciones de los ceros se utilizó para demoler un
pariente cercano de la hipótesis de Riemann: la conjetura de Mertens. Pero aquellos cálculos no
se realizaron en la tranquilidad de un departamento de matemáticas; el interés se trasladó a los
cálculos de las posiciones de los ceros por parte de una fuente más bien inesperada: la
compañía telefónica AT&T.

ODLYZKO, EL MAESTRO DE CALCULO DE NUEVA


JERSEY

En el corazón de Nueva Jersey, cerca de la somnolienta ciudad de Florham Park, prospera


una inverosímil central de talento matemático bajo la égida comercial de los laboratorios de
investigación de la AT&T. Una vez dentro del edificio podríamos tener la sensación errónea de
encontrarnos en el departamento de matemáticas de una universidad. En cambio, estamos en la
sede de una gran empresa de telecomunicaciones. Los orígenes de este centro de investigación
se remontan a los años 1920, cuando la AT&T creó Bell Laboratories. Durante la guerra, Turing
estuvo en Bell Laboratories de Nueva York por un breve período: participó en el proyecto de
un sistema de codificación global capaz de garantizar comunicaciones telefónicas seguras entre
Washington y Londres. Turing declaró que el período transcurrido en Bell Laboratories fue
más excitante que los días en Princeton, aunque en esta afirmación podría tener un cierto peso
la vida nocturna del Village en Manhattan. Erdös visitaba a menudo la sede central de Nueva
Jersey durante sus vagabundeos matemáticos.
Con la explosión tecnológica que marcó la industria de las telecomunicaciones en los años
sesenta, estaba claro que para mantener una ventaja competitiva la AT&T necesitaba asegurarse
una competencia matemática cada vez mayor. Tras la rápida expansión de las universidades en
aquel decenio, los setenta fueron años magros para los matemáticos que buscaban trabajo en el
mundo académico; al expandir sus propios centros de investigación, la AT&T consiguió atraer
una parte de aquel exceso de cerebros. Aunque la cúpula empresarial esperaba que finalmente
la investigación se tradujera en innovación tecnológica, les parecía bien que sus científicos se
dedicaran a sus propias pasiones matemáticas. Aunque parezca altruista, en realidad se trataba
de negocios bien entendidos: a causa del monopolio comercial de que gozaba la empresa en los
años setenta, el gobierno había impuesto algunas restricciones sobre las posibles maneras de
gastar los beneficios. Invertir en los laboratorios de investigación se consideraba por ello un
método apropiado para absorber una parte de las ganancias.
Fueran las que fueran las razones de tal elección, las matemáticas debe estar muy
agradecida a la AT&T: algunos de los progresos teóricos más interesantes de los últimos tiempos
nacen de ideas que salieron de sus laboratorios, que son una fascinante combinación del
ambiente académico con el mundo práctico de los negocios. Cuando los he visitado para hablar
con los matemáticos que están trabajando en ellos, he tenido la oportunidad de ver con mis
propios ojos el significado de esa combinación: enfrentados al trabajo de optimizar las ofertas
de la AT&T en un concurso para la asignación de la banda de frecuencias de los teléfonos
móviles, algunos matemáticos presentaron durante un almuerzo de trabajo un modelo teórico
para proporcionar a la empresa la mejor estrategia de negociación en el complejo proceso de
licitación. Para estos matemáticos daba lo mismo que se tratara de una estrategia para el ajedrez
que de un asunto de millones de dólares. Pero ambas cosas no eran incompatibles.
Hasta el año 2001, Andrew Odlyzko estuvo al mando del laboratorio. Originario de
Polonia, Odlyzko conserva un acento de Europa Oriental fuerte y agradable al mismo tiempo.
El período en que trabajó en el sector comercial lo convirtió en un óptimo comunicador de las
ideas matemáticas difíciles; su actitud es siempre amistosa, de manera que nunca excluye, sino
que anima a unirse a él en su viaje matemático. De todas formas, es extremadamente preciso y
nunca abandona su propio papel de matemático consumado: cada paso debe realizarse sin dejar
espacio a la ambigüedad. El interés de Odlyzko por la función zeta nació durante su doctorado
en el MIT, bajo la supervisión de Harold Stark. Uno de los problemas de los que tuvo que
ocuparse requería un conocimiento lo más preciso posible de los primeros ceros del paisaje
zeta.
Los cálculos de alta precisión son precisamente el tipo de cosas que un ordenador hace
mucho mejor que un ser humano. Poco después de ingresar en los Bell Laboratories de la AT&T,
Odlyzko tuvo su gran ocasión: en 1978 los laboratorios adquirieron su primer
supercomputador, un Cray 1. Era el primer Cray que compraba una empresa privada en lugar
de un gobierno o una universidad. Dado que la AT&T era una organización comercial, en la que
la contabilidad y los balances lo controlaban casi todo, cada sección tenía que pagar las horas
de utilización del ordenador central. De todas formas, como hacía falta cierto tiempo para que
la gente aprendiera a programarlo, en la primera época el Cray se utilizaba muy poco. Por
tanto, la sección informática de la empresa decidió destinar gratuitamente períodos de cinco
horas de trabajo con el Cray a proyectos científicos que no disponían de financiación.
La oportunidad de explotar la potencia del Cray era una tentación demasiado fuerte para
que Odlyzko pudiera resistirse. Se puso rápidamente en contacto con los equipos de
matemáticos de Amsterdam y de Australia que habían demostrado que los primeros trescientos
millones de ceros se situaban sobre la recta de Riemann: ¿Alguno de ellos había determinado la
posición precisa de aquellos ceros a lo largo de la recta mágica? No lo había hecho nadie.
Ambos equipos se habían concentrado en demostrar que la coordenada este-oeste de cada cero
era igual a 1/2, tal y como Riemann había previsto. No se habían preocupado de la ubicación
exacta de los ceros a lo largo de la dirección norte-sur.
Odlyzko solicitó utilizar el tiempo del Cray con la finalidad de determinar la ubicación
exacta de los primeros millones de ceros. La AT&T aceptó su petición, y desde hace decenios
Odlyzko utiliza todo el tiempo máquina que la empresa puede concederle para calcular las
posiciones de un número de ceros cada vez mayor. Tales cálculos no son un ejercicio de
computación como un fin en sí mismos: Stark, el supervisor de Odlyzko en el MIT, había
aplicado los conocimientos adquiridos sobre la posición de los primerísimos ceros en el paisaje
zeta para demostrar una de las conjeturas de Gauss sobre la manera de factorizar ciertos
conjuntos de números imaginarios; Odlyzko, por su parte, utilizó la determinación precisa de
las posiciones de los primeros dos mil ceros para demostrar la falta de fundamento de una
hipótesis que circulaba en los ambientes matemáticos de principios del siglo XX: la conjetura de
Mertens.
Herman te Riele se unió a Odlyzko en la demolición de la conjetura de Mertens: era el
matemático de Amsterdam que había contribuido a hacer perder a Zagier la apuesta al
demostrar que los primeros trescientos millones de ceros estaban sobre la recta de Riemann. La
conjetura de Mertens está estrechamente ligada a la hipótesis de Riemann, y la demostración de
su falsedad hizo comprender a los matemáticos que si la hipótesis de Riemann fuera verdadera,
sería apenas verdadera.
La mejor manera de comprender la conjetura de Mertens es pensarla como una variante del
lanzamiento de la moneda de los números primos. El resultado del enésimo lanzamiento de la
moneda de Mertens es «cara» si N se compone por el producto de un par de números primos.
Por ejemplo, cuando N = 15 el resultado del lanzamiento es «cara», ya que 15 es el producto de
dos números primos (3 y 5). En cambio, si N se compone del producto de un número impar de
números primos, por ejemplo N = 105 = 3 × 5 × 7, entonces el resultado del lanzamiento es
«cruz». Pero existe una tercera posibilidad: si para construir N se usa un número primo dos
veces, entonces el lanzamiento es nulo: 12, por ejemplo, es producto de dos 2 y un 3 (12 = 2 ×
2 × 3) y por esta razón su resultado es cero. Podemos pensar un resultado nulo como el
equivalente al lanzamiento en el que la moneda se pierde de vista o bien cae de costado.
Mertens hizo una conjetura sobre el comportamiento de esta moneda al crecer los valores de N:
se trata de una conjetura muy similar a la hipótesis de Riemann, que afirma que la moneda de
los números primos es una moneda perfecta.
La conjetura de Mertens, en cambio, era un poco más fuerte en cuanto a la predicción que
Riemann había hecho sobre los números primos: predecía que el error sería ligeramente inferior
al que debería de esperarse de una moneda perfecta. Si la conjetura hubiera sido cierta,
entonces también lo sería la hipótesis de Riemann, pero no al revés.
En 1897, para sostener su conjetura, Mertens había publicado tablas de cálculo que
comprendían todos los valores de N comprendidos entre 1 y 10.000. En los años setenta los
cálculos habían llevado los valores de N que se habían verificado experimentalmente hasta los
mil millones. Pero en la teoría de los números, tal y como Littlewood había mostrado, miles de
millones de indicios experimentales no valen prácticamente nada. Mientras tanto, crecía el
escepticismo sobre la posibilidad de que la conjetura de Mertens fuera cierta. Sin embargo,
fueron necesarios los cálculos de Odlyzko y de te Riele sobre la ubicación exacta de los
primeros dos mil ceros de la función zeta, cálculos precisos hasta la centésima cifra decimal,
para demostrar finalmente que la conjetura de Mertens era falsa. Como aviso para los que se
dejan impresionar por los indicios numéricos experimentales, Odlyzko y te Riele estimaron que
incluso si Mertens hubiera analizado los lanzamientos de una moneda hasta un valor de N como
1030 su conjetura habría seguido pareciendo verdadera.
Los ordenadores que utilizó Odlyzko en la AT&T continúan ayudando a los matemáticos en
sus intentos de desenterrar los misterios de los números primos, pero no se trata de un tráfico
de sentido único: hoy, los números primos están aportando su contribución a la expansión
irrefrenable de la era informática. En los años setenta, los números primos se convirtieron de
pronto en la clave, en sentido literal, que permitía garantizar la privacidad de las
comunicaciones electrónicas. Hardy siempre había estado muy orgulloso de la inutilidad total
de las matemáticas, y de la teoría de los números en particular, en el mundo real:
Las «verdaderas» matemáticas de los «verdaderos» matemáticos, las de Fermat, de Euler, de
Gauss, de Abel y de Riemann, son casi totalmente «inútiles» (y esto vale tanto para las
matemáticas «aplicadas» como para las matemáticas «puras»). No puede justificarse la vida
de ningún matemático profesional verdadero sobre la base de la «utilidad» de su trabajo.
Hardy no pudo equivocarse más: las matemáticas de Fermat, de Gauss y de Riemann
estaban destinada a convertirse en un instrumento fundamental para el mundo del comercio.
Por esta razón, en los años ochenta y noventa la AT&T reclutó un número de matemáticos aún
mayor. Hoy, la seguridad de la aldea electrónica depende enteramente de nuestra comprensión
de los números primos.
10
DESCIFRAR NÚMEROS Y CÓDIGOS

Si Gauss estuviera vivo, hoy sería un hacker.


PETER SARNAK
catedrático de la Universidad de Princeton

En 1903, Frank Nelson Cole, profesor de matemáticas en la Universidad de Columbia, de


Nueva York, pronunció una curiosa conferencia con ocasión de una reunión de la American
Mathematical Society. Sin mediar palabra, Cole escribió uno de los números de Mersenne en
una pizarra. En la pizarra adjunta escribió dos números más pequeños y los multiplicó. En
medio escribió un signo de igualdad. A continuación tomó asiento.
267 − 1 = 193.707.721 × 761.838.257.287

El público se levantó para aplaudirlo, en una explosión de entusiasmo que se da muy rara
vez en un local lleno de matemáticos. Y sin embargo multiplicar dos números no era tan difícil,
ni siquiera para los matemáticos de principios de siglo, ¿verdad? En realidad, Cole había
efectuado la operación opuesta: desde 1876 se sabía que 267 − 1, un número de Mersenne de
veintiocho cifras, no era un número primo, sino el producto de dos números más pequeños.
Nadie sabía aún cuáles. Cole necesitó tres años de tardes dominicales para descomponer aquel
número en los dos números primos que lo forman.
No sólo el público de Colé apreció su trabajo en aquel lejano 1903. En el 2000, un esotérico
espectáculo off-Broadway titulado El teorema de las cinco muchachas histéricas rindió
homenaje a aquel cálculo haciendo que una de las muchachas resolviera el problema de la
factorización del número de Cole. Los números primos son un tema recurrente en esta comedia
teatral que narra el viaje al mar de una familia matemática: el padre lamenta la inminente
mayoría de edad de la hija pero no porque será lo bastante mayor para irse con su enamorado
sino porque 17 es un número primo, mientras que 18 ¡es divisible entre otros cuatro números!
Hace más de dos mil años que los matemáticos griegos demostraron que todo número
entero puede escribirse como producto de números primos; desde entonces, los matemáticos
siguen sin encontrar un método rápido y eficiente para determinar los números primos con los
que se construyen los demás números. Lo que nos falta es un equivalente matemático de la
espectroscopia, que permite a los químicos establecer qué elementos de la tabla periódica
forman parte de una sustancia compuesta. El descubrimiento de algo análogo en matemáticas,
capaz de descomponer un número entero en los números primos que lo constituyen, daría a su
creador algo más que el simple aplauso académico.
En 1903 el cálculo de Cole se acogió como una interesante curiosidad matemática: la larga
ovación que recibió era un reconocimiento por el extraordinario esfuerzo consumido en aquel
cálculo, pero con toda seguridad, nadie pensaba que la solución de aquel problema tuviera
importancia intrínseca. Actualmente, la factorización de los números —su descomposición en
los números primos que los forman— ha dejado de ser un pasatiempo para tardes de domingo y
se ha situado en el centro de las modernas técnicas de descifrado de códigos: los matemáticos
han ideado una forma de ligar el difícil problema de la factorización con los códigos que
protegen las finanzas de todo el mundo en Internet. En el caso de números de cien cifras, el
trabajo aparentemente inocente de determinar los factores primos es lo suficientemente arduo
como para persuadir a la banca y al comercio electrónico de que confíen la seguridad de sus
propias transacciones financieras a los tiempos increíblemente largos que, hasta el momento,
ello requiere. Mientras tanto, estos nuevos códigos matemáticos se han usado para resolver un
problema que obsesionaba al mundo de la criptografía.

EL NACIMIENTO DE LA CRIPTOGRAFÍA EN INTERNET

Desde que fuimos capaces de comunicarnos, hemos tenido necesidad de enviar mensajes
secretos. Para impedir que informaciones importantes cayeran en manos equivocadas, nuestros
antepasados idearon sistemas cada vez más complejos con los que enmascarar el contenido de
un mensaje. Uno de los métodos más antiguos que se usó para esconder mensajes fue ideado
por el ejército de Esparta hace más de dos mil quinientos años: el remitente y el destinatario de
los mensajes poseían cada uno de ellos una scitala, un delgado cilindro de madera de
dimensiones perfectamente idénticas. Para cifrar un mensaje, el remitente empezaba por
enrollar en espiral una delgada tira de pergamino alrededor de la scitala. A continuación
escribía el mensaje sobre el pergamino, a lo largo del cilindro. Una vez desenrollado el
pergamino, el texto del mensaje aparecía sin sentido. Volvía a adquirir su forma auténtica sólo
cuando el pergamino se enrollaba alrededor de la scitala gemela que poseía el destinatario.
Desde entonces, las generaciones sucesivas han inventado métodos criptográficos cada vez más
sofisticados. El último y más refinado ingenio mecánico para el cifrado de mensajes fue
Enigma, la máquina que usaron las fuerzas armadas alemanas durante la Segunda Guerra
Mundial.
Antes de 1977, quien quisiera enviar un mensaje secreto se encontraba con un problema
substancial: antes de transmitir el mensaje, remitente y destinatario tenían que encontrarse para
decidir qué cifra —qué sistema de codificación— adoptarían. Los generales espartanos, por
ejemplo, necesitaban ponerse de acuerdo sobre las dimensiones de la scitala. Incluso con la
producción en serie de la máquina Enigma, Berlín tenía que mandar agentes que hicieran llegar
a los capitanes de los submarinos y de las divisiones mecanizadas los libros con la descripción
detallada de la puesta a punto de las máquinas para codificar los mensajes diarios.
Naturalmente, si el enemigo hubiera conseguido esos libros, todo habría terminado.
Podemos imaginar las dificultades logísticas que surgirían si tuviéramos que usar un
sistema de criptografía de este estilo para comprar por Internet. Antes de que pudiéramos
mandar nuestras informaciones bancadas con seguridad, las empresas que gestionan los sitios
de Internet en los que pretendemos comprar nos tendrían que enviar una carta protegida para
explicarnos cómo codificar la información. Dado el enorme tráfico de Internet, habría altísimas
probabilidades de que muchas de aquellas cartas terminaran por ser interceptadas. Se hacía
imprescindible, en los inicios de la era de las comunicaciones rápidas, desarrollar un sistema
criptográfico adaptado a las nuevas necesidades. Y de la misma manera que, durante la guerra,
eran los matemáticos de Bletchley Park quienes descifraron Enigma, serían los matemáticos
quienes crearían una nueva generación de códigos que ha hecho salir la criptografía de las
novelas de espionaje para introducirla en la aldea global. Estos códigos matemáticos han
favorecido el nacimiento de la que hoy se conoce con el nombre de criptografía de clave
pública.
Podemos pensar en la codificación y decodificación de un mensaje como la apertura y el
cierre de una puerta con una llave. En el caso de una puerta convencional, se usa la misma llave
para cerrarla y para abrirla. Análogamente, en el caso de la máquina Enigma la configuración
utilizada para cifrar un mensaje es idéntica a la configuración usada para descifrarlo: la
configuración —llamémosla la clave— debe mantenerse en secreto; cuanto más lejos está el
destinatario del remitente, más difícil resulta desde el punto de vista logístico hacer entrega de
la clave utilizada para cifrar y descifrar el mensaje. Supongamos que el jefe de una
organización de espionaje desea recibir informes reservados de un cierto número de agentes
activos, pero no desea que ellos lean los informes que envían sus colegas: en este caso no
tendría más remedio que enviar una clave distinta a cada agente. Ahora cambiemos «algunos
agentes secretos» por millones de personas ansiosas de comprar productos por Internet. Una
operación de estas dimensiones, aun no siendo imposible desde el punto de vista teórico, es una
pesadilla logística: para empezar, un comprador potencial que visitara el sitio web no podría
cursar una orden inmediatamente, sino que tendría que esperar a recibir una clave segura de
codificación. La World Wide Web, la red informática mundial, se transformaría en un World
Wide Wait: la espera informática mundial.
El sistema de la criptografía de clave pública es como una puerta con dos llaves distintas: la
llave A cierra la puerta pero es otra llave distinta, la B, la que la abre. Inmediatamente
desaparece la necesidad de mantener en secreto la llave A: la posesión de esta llave no
compromete la seguridad. Imaginemos ahora que esta puerta se encuentra en la entrada del área
protegida de la página de Internet de una empresa: la empresa puede distribuir libremente la
clave A a cualquier visitante que desee mandar un mensaje seguro, como por ejemplo el
número de su tarjeta de crédito; aunque todos estén usando la misma clave para codificar sus
propios mensajes —es decir, para cerrar la puerta y asegurar su información secreta— nadie
podrá leer el mensaje codificado por los demás. De hecho, cuando los datos han sido
codificados, sus autores no pueden leerlos, ni siquiera si aquellos son sus propios datos: sólo la
empresa que gestiona el sitio dispone de la clave B, que le permite abrir la puerta y leer los
números de la tarjeta de crédito.
La criptografía de clave pública se propuso por vez primera en 1976, en un importante
artículo científico escrito por dos matemáticos de la Universidad de Stanford, en California:
Whit Diffie y Martin Hellman. La pareja hizo nacer un movimiento alternativo en el mundo de
la criptografía, un movimiento que retaría al monopolio de las agencias gubernamentales sobre
la seguridad de los datos. Diffie, en particular, era el arquetipo antisistema del joven melenudo
de los años sesenta. Tanto él como Hellman estaban profundamente convencidos de que la
criptografía no tenía que ser propiedad exclusiva del gobierno y que sus ideas tenían que ser
públicas, para beneficio de las personas. Bastante tiempo después se filtró la noticia de que otro
sistema criptográfico análogo había sido propuesto por algunas agencias gubernamentales, pero
en lugar de publicarse en una revista científica la propuesta se había escondido en alguna parte
con el sello de Top Secret.
El artículo del grupo de Stanford, titulado New Directions in Cryptography, anunciaba una
nueva era en el campo de la criptografía y de la seguridad electrónica. El cifrado en clave
pública, con su doble clave, parecía una gran innovación, al menos en teoría; pero ¿era posible
llevar a la práctica aquella teoría y crear un código que funcionara según aquellos principios?
Tras algunos años de intentos infructuosos, algunos criptógrafos empezaban a dudar de la
posibilidad de construir una clave de ese tipo: temían que en el mundo real del espionaje
aquella clave académica no podría funcionar.

RSA, EL TRÍO DEL MIT

Ron Rivest, del Massachusetts Institute of Technology, fue uno de los muchos que se
inspiraron en el artículo de Diffie y Heilman. Rivest, en contraste con el estilo rebelde de Diffie
y de Heilman, es un hombre que respeta las convenciones: es una persona reservada, habla en
voz baja y reacciona con prudencia ante el mundo que lo rodea. En la época en que leyó New
Directions in Cryptography, ambicionaba entrar a formar parte del establishment académico.
Sus sueños estaban poblados de cátedras universitarias y de teoremas, pero no de espías y de
códigos secretos: no imaginaba ni remotamente que la lectura de aquel artículo sería el
principio de un viaje que lo llevaría a idear uno de los sistemas criptográficos más potentes y de
mayor éxito comercial jamás creados.
Rivest ingresó en el Departamento de Informática del MIT en 1974, después de haber
trabajado como investigador en la Universidad de Stanford y en París. Como Turing, se
interesaba por la interacción entre teoría abstracta y máquinas reales; en Stanford había
dedicado algún tiempo a construir robots inteligentes, pero ahora dirigía su atención hacia los
aspectos más teóricos de las ciencias informáticas.
En tiempos de Turing, la cuestión más importante en el ámbito del cálculo matemático,
inspirada por el segundo y el décimo problema de Hilbert, era la existencia teórica de
programas capaces de resolver ciertos tipos de problemas. Como Turing había mostrado,
ningún programa sería capaz de establecer cuáles de las verdades matemáticas son
demostrables. En los años setenta, otra cuestión teórica hacía furor en los departamentos
universitarios de ciencias informáticas. Supongamos que existiera efectivamente un programa
capaz de resolver un problema específico. Se puede analizar cuánto tiempo empleará el
programa en resolver el problema. Obviamente, la cuestión adquiere una gran importancia si el
programa está destinado a funcionar en un ordenador de verdad. La cuestión requería un
análisis muy teórico, pero profundamente ligado con el mundo real. Y precisamente esta
combinación de teoría y práctica suponía un reto perfecto para Rivest: dejó sus robots en
Stanford y se trasladó al MIT para dedicarse a una disciplina en rápido crecimiento: la
complejidad computacional.
«Un día, un estudiante de doctorado me hizo llegar un artículo diciéndome: “Quizá pueda
interesarle”», recuerda Rivest. Se trataba del artículo de Diffie y Hellman, y Rivest quedó
inmediatamente fascinado por él. «Presentaba una visión general de lo que es la criptografía y
de lo que podría ser. Nos permitía hacernos una idea». El reto que el artículo planteaba reunía
todos los intereses de Rivest: informática, lógica y matemáticas. Era un problema con
implicaciones prácticas evidentes para el mundo real, pero que al mismo tiempo se relacionaba
directamente con las cuestiones teóricas que tanto preocupaban a Rivest: «Lo que importa en
criptografía es distinguir entre los problemas fáciles y los problemas difíciles», explica Rivest.
«Y la Informática se ocupaba precisamente de eso». Si se quería un código difícil de descifrar,
debía de construirse en base a un problema cuya solución fuera difícil de calcular.
Para empezar sus intentos de construir un sistema de criptografía de clave pública, Rivest
propuso apropiarse de la riqueza de gran cantidad de problemas que, como él bien sabía,
habrían requerido mucho tiempo para ser resueltos por los ordenadores. También necesitaba
alguien con quien discutir sus ideas. En aquellos años, el MIT empezaba ya a romper los
esquemas de una universidad tradicional, difuminando las fronteras entre departamentos con la
esperanza de alentar las relaciones interdisciplinarias. Rivest, que era un científico informático,
contaba en su misma planta con miembros del departamento de matemáticas; y los despachos
vecinos del suyo también estaban ocupados por dos matemáticos: Leonard Adleman y Adi
Shamir.
Adleman era más sociable que Rivest, pero era un típico académico con ideas locas y
maravillosas sobre cosas que parecían no tener nada que ver con la realidad. Adleman recuerda
la mañana en que entró en el despacho de Rivest: «Ron estaba sentado con aquel manuscrito:
“¿Has visto esa historia de Stanford sobre criptogramas, códigos secretos, sistemas de
codificación… bla, bla, bla…?”. Mi reacción fue: “Bueno, parece muy bonito Ron, pero yo
vengo a hablar de cosas serias. No me importa en absoluto”. Pero Ron estaba muy interesado».
Lo que le importaba a Adleman se interesaba por el mundo abstracto de Gauss y de Euler:
era descifrar el último teorema de Fermat, no dedicarse a un tema de moda como la
criptografía.
Rivest halló oídos más receptivos en otro despacho del mismo pasillo, el que ocupaba Adi
Shamir, un matemático israelí de visita en el MIT. Juntos, Shamir y Rivest se pusieron a buscar
una idea que pudiera usarse para traducir en algo real el sueño de Diffie y Hellman. Aunque
Adleman no tenía mucho interés por la cuestión, resultaba difícil ignorar la obsesión de Rivest
y Shamir por aquel problema: «Cada vez que iba a sus despachos, estaban hablando de ello. La
mayoría de los sistemas que ideaban eran muy sencillos y, ya que estaba allí, intervenía en sus
discusiones para ver si lo que proponían aquel día tenía sentido».
Mientras exploraban el abanico de problemas matemáticos «duros», empezaron a utilizar
para sus sistemas criptográficos en estado embrionario un número cada vez mayor de ideas
extraídas de la teoría de los números; esto sí entraba en la esfera de interés de Adleman: «Como
se trataba de mi área de competencia, podía resultar más útil en el análisis de sus sistemas, y
eliminarlos casi todos». Pensó que por fin había hallado la horma de su zapato cuando Rivest y
Shamir propusieron un sistema que parecía muy seguro, pero tras una noche de trabajo en la
que repasó toda la teoría de los números que conocía, consiguió hallar un modo de descifrar
también aquel último código. «La cosa duró mucho. Si iban a esquiar, hablaban del tema…
Incluso en el telecabina que nos llevaba a las pistas no dejaban de hablar de ello…».
El salto adelante tuvo lugar una noche, cuando los tres estaban invitados a cenar en casa de
un graduado que celebraba la primera noche de la Pascua judía. Adleman era abstemio, pero
recuerda que Rivest bebió de golpe el vino del Seder. Adleman volvió a casa a medianoche, y
[6]

poco más tarde sonó el teléfono: era Rivest. «He tenido otra idea…». Adleman escuchó con
atención. «Ron, creo que esta vez lo tenemos. Me parece que esta es la idea buena». Durante
algún tiempo habían considerado el difícil problema de la factorización de los números: no
existían proyectos interesantes de programas capaces de descomponer los números enteros en
los números primos que los forman. Aquel problema tenía el sabor preciso. Bajo el efecto del
vino ritual del Seder, Rivest había comprendido la forma de traducirlo a su código. Recuerda:
«A primera vista daba muy buena impresión, pero sabíamos por experiencia que las cosas que
al principio parecen convincentes pueden quedarse en nada; por ello lo aparqué hasta la mañana
siguiente».
Cuando Adleman llegó al departamento del MIT hacia media mañana del día siguiente,
Rivest lo saludó mostrándole el esbozo escrito a mano de un artículo que tenía los nombres de
Adleman, Rivest y Shamir en el encabezado. Mientras lo leía, Adleman se dio cuenta de que
contenía lo que Rivest le había comentado por teléfono la noche anterior. «Le dije a Ron:
“Quita mi nombre. Esto es cosa tuya”. Y empezamos a pelearnos sobre la oportunidad de que
mi nombre apareciera o no en el artículo». Adleman aceptó reflexionar sobre ello. Entonces no
creía que se tratara de una cuestión importante, ya que se suponía que el artículo sería el menos
leído de todas sus publicaciones. Pero más tarde se acordó del sistema de criptografía que lo
había tenido despierto toda una noche. En aquella ocasión había evitado que Rivest y Shamir
hicieran un papelón publicando precipitadamente un código poco seguro. «Por esto volví a
hablar con Ron: “Ponme el tercero de la lista”. Así nacieron las siglas RSA».
Rivest decidió que lo mejor que podían hacer era estudiar hasta qué punto era difícil el
problema de la factorización de los números: «El problema de la factorización era una forma de
arte oscura en aquellos tiempos. La literatura de referencia era escasa. Era difícil obtener
buenas estimaciones del tiempo que emplearían los algoritmos existentes». Una persona que
sabía del tema más que casi cualquier otro era Martin Gardner, uno de los más grandes
divulgadores de matemáticas del mundo. Gardner sintió curiosidad por el método que Rivest
proponía y le pidió permiso para publicar un artículo dedicado a aquella idea en su sección fija
del Scientific American.
La reacción al artículo de Gardner convenció finalmente a Adleman de que habían
descubierto algo gordo:
Aquel verano entré en una librería de Berkeley. Un cliente y el hombre que había tras el
mostrador estaban discutiendo algo, y el cliente le dijo: «¿Ha visto aquel artículo sobre
criptografía del Scientific American?». Intervine: «¡Eh!, yo participo en aquello». Y el tipo
se vuelve hacia mí y me dice: «¿me firma un autógrafo?». ¿Cuántas veces nos piden un
autógrafo? Cero. Ea, de qué se trata… ¡Me parece que aquí está pasando algo serio!

Gardner había escrito en su artículo que los tres matemáticos estaban dispuestos a mandar
una versión preliminar a todos los que les hicieran llegar un sobre franqueado. «Cuando vuelvo
al MIT encuentro miles, literalmente miles, de sobres de éstos procedentes de todo el mundo,
incluido uno del servicio de seguridad búlgaro, y bla bla bla».
La gente empezó a decirles que se harían ricos. Incluso en los años setenta, cuando el
comercio electrónico era pura fantasía, la gente se dio cuenta de la potencialidad de aquellas
ideas. Adleman pensaba que el dinero empezaría a fluir al cabo de pocos meses, y corrió a
comprar un deportivo rojo para celebrarlo: Bombieri no era el único matemático que deseaba
un deportivo como premio por sus éxitos.
Finalmente Adleman terminó por tener que pagar su coche a plazos, visto el sueldo que
cobraba en el MIT. Hizo falta un poco más de tiempo para que los servicios de seguridad y el
mundo de los negocios fueran completamente conscientes de la fiabilidad y de la potencia del
cifrado RSA. Mientras Adleman se iba de paseo con su coche pensando aún en Fermat, Rivest
ya empezaba a sintonizar con las implicaciones de su propuesta para el mundo real:
Pensábamos que el proyecto podía tener implicaciones económicas. Por ello pasamos por el
despacho de patentes del MIT y luego buscamos alguna empresa que pudiera interesarse en
comercializar el producto. Pero en los primeros años ochenta aún no existía un mercado. El
interés era escaso en aquella fase. El mundo todavía no estaba ligado por una gran red. La
gente no tenía un ordenador sobre la mesa de trabajo.

Los que sí se interesaron fueron, obviamente, los servicios de seguridad gubernamentales:


«Los servicios de seguridad empezaban a estar muy preocupados por el desarrollo de toda
aquella tecnología», explica Rivest. «Hacían lo que podían para comprender si el sistema que
proponíamos iba demasiado rápido». Parece que la misma idea ya se había sugerido
secretamente en los ambientes de los servicios de inteligencia. Pero los servicios de seguridad
tenían muchas dudas sobre la pertinencia de poner la vida de sus agentes en manos de algunos
matemáticos convencidos de la dificultad de descomponer números. Ansgar Heuser, de los
servicios de seguridad alemanes, el BSI, recuerda que en los años ochenta ellos mismos
consideraron la posibilidad de usar en la práctica el sistema RSA. Preguntaron a los matemáticos
si Occidente era mejor que los rusos en teoría de los números. Cuando recibieron un claro «no»
por respuesta, desecharon la idea. Sin embargo, en el decenio siguiente el RSA demostró su
propio valor no sólo con relación a la protección de la vida de los espías, sino también en el
mundo público de los negocios.

UN TRUCO DE NAIPES CRIPTOGRAFICO

Hoy, el cifrado RSA salvaguarda gran parte de las transacciones que se realizan por Internet.
Lo extraordinario es que las matemáticas que hacen posible este sistema de criptografía de
clave pública se remonta a las calculadoras de reloj de Gauss y a un teorema que demostró
Pierre de Fermat, uno de los héroes de Adleman: el teorema menor de Fermat.
La suma en calculadoras de reloj de Gauss es una operación que a todos nos es familiar. La
hacemos cuando calculamos el tiempo con un reloj normal de doce horas en su esfera. Sabemos
que cuatro horas después de las nueve será la una. Este es el principio de la adición sobre la
calculadora de reloj: sumamos los números y obtenemos el resto de dividir por doce el
resultado. Para expresar este hecho, utilizamos exactamente la misma notación que Gauss
introdujo hace cerca de doscientos años:
4 + 9 = 1 (módulo 12)

La multiplicación o la operación de elevar a la potencia de un número con una calculadora


de reloj de Gauss funcionan de manera similar: se calcula el resultado con una calculadora
convencional, se divide entre doce y se toma el resto de la división.
Gauss había comprendido que no era necesario limitarse a los relojes con esferas de doce
horas. Incluso antes de que Gauss formulara explícitamente su concepto de la aritmética del
reloj, Fermat había hecho un descubrimiento fundamental, que recibió el nombre de teorema
menor, en el que se consideraba una calculadora de reloj con un número primo de horas,
llamado p. Si tomamos un número en esta calculadora y lo elevamos a la potencia p, obtenemos
siempre el número del que habíamos partido. Por ejemplo, si en una calculadora de reloj de
cinco horas multiplicamos 2 por sí mismo 5 veces, obtenemos 32, al que corresponde de nuevo
2 en el reloj de 5 horas. Cada vez que Fermat multiplicaba el resultado anterior por 2, la
manecilla del reloj parecía trazar un recorrido iterativo. Después de cinco pasos, la manecilla
volvía al punto de partida, dispuesta a repetir la secuencia.
Potencias de 2 21 22 23 24 25 26 27 28 29 210

Con calculadora 2 4 8 16 32 64 128 256 512 1.024


convencional

Con calculadora 2 4 3 1 2 4 3 1 2 4
de reloj de 5 horas

Si tomamos un reloj con esfera de trece horas y repetimos el procedimiento con las
potencias de 3, desde 31, 32,… hasta 313, obtenemos
3, 9, 1, 3, 9, 1, 3, 9, 1, 3, 9, 1, 3

Esta vez la manecilla no se detiene en todas las horas de la esfera del reloj, pero así y todo
se da una pauta iterativa que la lleva nuevamente sobre el 3 tras multiplicar 3 por sí mismo 13
veces. Parecía que, con independencia del valor elegido por Fermat para el número primo p,
tuviera lugar la misma magia: Fermat había descubierto que, con la notación que Gauss
utilizaba para la aritmética del reloj (o aritmética modular), para cualquier número primo p y
para cualquier valor x sobre el reloj con esfera de p horas resultaba
xp = x (módulo p)

El descubrimiento de Fermat es el tipo de cosas que hace latir con fuerza el corazón de los
matemáticos. ¿Qué se esconde en los números primos para producir este tipo de magia? No
contento con las observaciones experimentales, Fermat quería encontrar una demostración del
hecho de que cualquiera que fuera el número primo de horas elegido para su reloj, los números
primos nunca lo decepcionarían.
En lugar de utilizar los márgenes de un libro, esta vez Fermat declaró que había encontrado
una demostración en una carta escrita en 1640 a un amigo, Bernard Frenicle de Bessy. Pero,
como en el caso del último teorema, la demostración era demasiado larga para escribirla
extensamente en el espacio disponible: aunque prometió que la enviaría a Bessy, Fermat nunca
reveló al mundo la demostración. Hubo que esperar otro siglo para que la demostración fuera
redescubierta. En 1736, Leonard Euler descubrió por qué en los relojes de números primos de
Fermat la manecilla volvía siempre al punto de partida cuando la hora se multiplicaba por sí
misma un número primo de veces. Euler también consiguió extender el descubrimiento de
Fermat a los relojes con N horas en la esfera donde es el producto de dos números primos p y q.
Euler descubrió que en un reloj así la pauta empezaría a repetirse tras (p − 1) × (q − 1) + 1
pasos.
El descubrimiento de Fermat acerca de la magia de los relojes de números primos y la
generalización de Euler cruzaron como un relámpago por la mente de Rivest mientras estaba
sentado, pensando, aquella noche tras la cena del Seder. Rivest comprendió que podía utilizar
el teorema menor de Fermat como llave para construir un código matemático capaz de hacer
desaparecer el número de una tarjeta de crédito para después hacerlo reaparecer mágicamente.
Cifrar un número de tarjeta de crédito recuerda el inicio de un truco de naipes; pero aquí no
tenemos una baraja corriente: el número de cartas de la baraja de Rivest es tan increíblemente
enorme que requiere más de cien cifras para ser escrito. El número de la tarjeta de crédito de un
cliente es una de las cartas de esa baraja. El cliente coloca su tarjeta de crédito en la parte
superior de la baraja; La página de Internet mezcla las cartas, de manera que la ubicación de la
tarjeta del cliente parece haberse perdido completamente: un hacker tiene que afrontar la
misión imposible de extraer aquella carta en particular de la baraja mezclada. La página de
Internet, sin embargo, conoce un truco ingenioso: gracias al teorema menor de Fermat, es capaz
de hacer reaparecer la carta en la parte superior de la baraja tras barajar nuevamente. Esta
segunda vez que se baraja es la clave secreta, que sólo es conocida por la empresa a la que
pertenece el sitio.
Las matemáticas que Rivest utilizó para idear este truco criptográfico es realmente simple:
la mezcla de las cartas se hace mediante un cálculo matemático; cuando el cliente coloca una
orden en el sitio, el ordenador toma su número de tarjeta de crédito y hace un cálculo con él. Se
trata de un cálculo muy fácil, pero casi imposible de deshacer si no se conoce la clave secreta.
Ello se debe a que el cálculo no se hace con una calculadora convencional, sino con una de las
calculadoras de reloj de Gauss.
Cuando un cliente coloca una orden en el sitio de una empresa, la empresa le dice cuántas
horas debe usar en la calculadora de reloj. Para elegir este número de horas, la empresa toma
dos grandes números primos, p y q, cada uno compuesto de aproximadamente 6o cifras. Los
multiplica para obtener un tercer número, por tanto, el número de horas del reloj resultará
enorme, hasta un máximo de 120 cifras. Cada cliente utilizará el mismo reloj para cifrar su
propio número de tarjeta de crédito. Gracias a la seguridad de este código, la empresa puede
utilizar el mismo reloj durante meses antes de tener que considerar la pertinencia de cambiar el
número de horas de su esfera.
La selección del número de horas de la esfera de la calculadora de reloj de la página de
Internet es el primer paso en la elección de la clave pública. Aunque el número N se haga
público, los dos números primos p y q que lo componen son secretos. Estos números son los
dos ingredientes de la clave que se usa para decodificar el número cifrado de la tarjeta de
crédito.
A continuación, cada cliente recibe un segundo número: se llama número de código y lo
indicaremos por E. Este número es el mismo para todos y es público, igual que el número N de
horas que tiene la esfera de la calculadora de reloj. Para cifrar su número de tarjeta de crédito
C, el cliente lo eleva a la potencia E con la calculadora de reloj pública de la página de Internet.
(Podemos imaginar que E es el número de cortes que un prestidigitador hace para esconder en
la baraja la carta que hemos elegido). El resultado, en la notación de Gauss, es CE (módulo N).
¿Qué es lo que hace más seguro este procedimiento? Al fin y al cabo, cualquier hacker
puede ver el número cifrado de la tarjeta de crédito mientras viaja por el ciberespacio, y puede
buscar la clave pública de la empresa, que consiste en la calculadora de N horas y la instrucción
de elevar a E el número de tarjeta de crédito. Todo lo que el hacker tiene que hacer para
descifrar este código es hallar un número que, multiplicado E veces por sí mismo con la
calculadora de reloj de N horas, dé el número cifrado de la tarjeta de crédito. Pero esto es muy
difícil. Una ulterior complicación resulta de la forma de calcular las potencias con una
calculadora de reloj: en una calculadora convencional, el resultado de la operación aumenta
constantemente a cada nueva multiplicación del número de la tarjeta de crédito por sí mismo.
No sucede lo mismo con las calculadoras de reloj. En éstas, el punto de partida se pierde de
vista muy rápidamente, ya que las dimensiones del resultado no tienen ninguna relación con la
posición de partida. Tras barajar E veces, el hacker se encuentra completamente perdido.
¿Y si el hacker intenta probar con cualquier posible hora en la calculadora de reloj? No hay
nada que hacer: hoy los criptógrafos utilizan relojes en los que N, el número de horas, tiene más
de cien cifras. En otras palabras, hay más horas en la esfera de la calculadora que átomos en el
universo. (En cambio, el número de código E es, en general, más bien pequeño). Pero, si el
problema es imposible de resolver, ¿cómo hace la empresa para recuperar el número de tarjeta
de crédito del cliente?
Rivest sabía que el teorema menor de Fermat garantizaba la existencia de un número
mágico de decodificación, D. Cuando la empresa que opera en Internet multiplica el número
cifrado de la tarjeta de crédito por sí mismo D veces, reaparece el número original de la tarjeta
de crédito. Los prestidigitadores utilizan la misma idea para recuperar la carta escondida en una
baraja. Tras un cierto número de cortes, se tiene la impresión de que el orden de las cartas sea
completamente aleatorio, pero el prestidigitador sabe que algunos cortes más llevarán a la
baraja a su estado original. Por ejemplo, en el caso del llamado corte perfecto —en el que se
divide la baraja en dos partes iguales y a continuación se mezclan las dos mitades de forma que
se alternen cada carta de una mitad con una carta de la otra mitad—, hacen falta ocho cortes
para devolver a la baraja su configuración original. Naturalmente, la habilidad del
prestidigitador consiste en efectuar ocho cortes perfectos seguidos. Fermat había descubierto un
procedimiento análogo para los relojes, es decir, equivalente al número de cortes perfectos que
se necesitan para devolver la baraja de 52 naipes a la configuración inicial. Y Rivest adaptó el
truco de Fermat para decodificar los mensajes cifrados con el sistema RSA.
Aunque la baraja haya sido mezclada por la página de Internet un número de veces
suficiente como para hacer imposible encontrar el número de nuestra tarjeta de crédito, la
empresa que gestiona el sitio sabe que barajándola otras D veces hará reaparecer sobre la baraja
nuestra tarjeta de crédito. Pero podremos hallar el valor de D sólo si conocemos los números
primos secretos p y q. Rivest utilizó la generalización del teorema menor de Fermat que Euler
había descubierto, que funciona con calculadoras de reloj constituidas por dos números primos
en lugar de uno solo. Euler había demostrado que, en uno de estos relojes, la pauta se repite tras
cortes; por ello, la única manera de saber cuánto tendremos que esperar para que la secuencia
vuelva a empezar en un reloj con horas en su esfera es conocer los valores de ambos números
primos p y q.
En todo caso, aunque los dos números primos p y q se mantengan en secreto, su producto es
público; por tanto, la seguridad de la cifra RSA de Rivest se basa en la dificultad de su
factorización. Un hacker tendría que afrontar el mismo problema que ocupó al profesor Colé a
principios del siglo pasado: hallar los dos números primos con los que se construye N.

SE ARROJA EL GUANTE DEL DESAFÍO RSA 129

Para convencer al mundo de los negocios de que el problema de la factorización tenía un


respetable abolengo, el trío del MIT acostumbraba a citar lo que uno de los pesos pesados,
Gauss, decía al respecto: «La dignidad misma de la ciencia parece reclamar que se utilicen
todos los medios posibles para hallar la solución a un problema tan elegante y celebrado». Pero,
a pesar de su reconocimiento de la importancia del problema de la factorización, Gauss no
consiguió avanzar ningún paso en el camino para solucionarlo. Y si Gauss lo había intentado
sin éxito, no cabía ninguna duda sobre las garantías de poner en manos de la cifra RSA la
seguridad de las empresas.
A pesar de la «aprobación» de Gauss al sistema RSA, el problema de la factorización había
sido relegado a los márgenes de las matemáticas hasta que el trío del MIT lo tradujo a su cifra.
Buena parte de los matemáticos mostraba muy poco interés por el trabajito práctico de
descomponer los números enteros. Aunque se hubiera requerido un tiempo equivalente a la
edad del universo para determinar los números primos que forman los grandes números, ¿qué
importancia teórica podía tener este hecho? Sin embargo, con el descubrimiento de Rivest,
Shamir y Adleman, el problema de la factorización adquirió una importancia muy superior a la
que había tenido en tiempos de Colé.
¿Hasta qué punto es difícil descomponer un número en los primos que lo forman? Colé no
tenía acceso a los ordenadores electrónicos, y por ello necesitó muchos domingos por la tarde
para descubrir que 193.707.721 y 761.838.257.287 son los dos números primos que, una vez
multiplicados, dan el número de Mersenne 267 − 1. Pero nosotros, armados con nuestros
ordenadores, ¿no podemos simplemente verificar un número primo tras otro hasta hallar uno
que divida al número que pretendemos factorizar? El problema es que factorizar un número de
más de cien cifras significa tener que verificar más números que la cantidad de partículas
existentes en el universo observable.
Con tal cantidad de números para verificar, Rivest, Shamir y Adleman se sintieron lo
bastante confiados como para lanzar un desafío: factorizar un número de 129 cifras que ellos
mismos habían construido multiplicando dos números primos. El número, junto con un
mensaje cifrado, se publicó en el artículo de Martin Gardner en Scientific American que llevó el
código al centro de la atención mundial. Como aún no eran los millonarios en los que se
convertirían más adelante, los tres ofrecieron sólo cien dólares como premio a quien
descubriera los dos números primos usados para construir aquel número enorme, bautizado
como «RSA 129». En el artículo estimaban que serían necesarios cuarenta cuatrillones de años
para descomponer RSA 129. Poco después se dieron cuenta de que habían cometido un pequeño
error aritmético en su estimación del tiempo necesario. Sin embargo, dadas las técnicas de
factorización disponibles en aquella época, se necesitarían miles de años.
La cifra RSA parecía la realización del sueño de los constructores de códigos secretos: un
código absolutamente seguro. Con tantos números primos para verificar, la confianza en la
inexpugnabilidad del sistema parecía justificada. Pero también los alemanes habían creído que
Enigma era invencible, ya que sus configuraciones posibles eran más numerosas que las
estrellas del universo. Sin embargo, los matemáticos de Bletchley Park habían mostrado que no
siempre se puede recurrir a la propia confianza en los grandes números.
El guante del desafío de RSA 129 había sido arrojado. Siempre dispuestos a aceptar un
desafío, matemáticos de todo el mundo se pusieron manos a la obra. En los años siguientes,
estos matemáticos idearon sistemas cada vez más ingeniosos para determinar los dos números
primos secretos de Rivest, Shamir y Adleman. En lugar de los cuarenta cuatrillones de años que
había estimado el trío del MIT, finalmente los números se determinaron en un tiempo irrisorio
de diecisiete años. Este es un tiempo suficiente como para que caduque una tarjeta de crédito
codificada utilizando RSA 129; sin embargo, plantea la cuestión de cuánto tiempo pasará antes
de que aparezca un matemático con ideas capaces de reducir los diecisiete años a diecisiete
minutos.

LLEGAN NUEVOS TRUCOS

La interacción entre criptografía y matemática introdujo a los matemáticos modernos en


una nueva cultura, más próxima a las ciencias experimentales. Se trataba de una cultura
desconocida desde que el sistema académico alemán del siglo XIX había tomado el testigo de
manos de los matemáticos de la Francia revolucionaria. Los matemáticos franceses habían
considerado su disciplina como un instrumento práctico, un medio para conseguir un objetivo,
mientras que Wilhelm von Humboldt consideraba la búsqueda del conocimiento como un fin
en sí mismo. Los teóricos que aún estaban embebidos de la tradición alemana no tardaron en
condenar el estudio de los métodos de factorización de los números, llegando a compararlo con
«un cerdo en un jardín de rosas», por usar las palabras de Hendrik Lenstra. Frente a la
búsqueda de demostraciones irrefutables, «ir a por primos» se vio como una ocupación
secundaria, de escaso relieve matemático. Pero cuando creció la importancia comercial de la
cifra RSA, se hizo imposible ignorar las implicaciones prácticas que tendría el descubrimiento
de un método eficiente para iluminar los números primos que se esconden en el interior de los
grandes números. Al cabo de poco, cada vez más matemáticos se dejaron llevar por el reto de
descomponer el RSA 129. El paso decisivo tuvo lugar no tanto como consecuencia del desarrollo
de ordenadores cada vez más veloces sino gracias a inesperados avances teóricos. Los nuevos
problemas que resultaron de estas incursiones en el descifrado de códigos llevaron al desarrollo
de una matemática profunda y compleja.
Uno de los matemáticos que sintieron la atracción por esta disciplina emergente fue Carl
Pomerance. Pomerance goza dividiendo su tiempo entre los pasillos académicos de la
Universidad de Georgia y el ambiente más comercial de los Bell Laboratories de Murray Hill,
en Nueva Jersey. Como buen matemático, nunca ha perdido el placer adolescente de jugar con
los números y de buscar nuevas relaciones entre ellos. Pomerance atrajo la atención de Paul
Erdös cuando el matemático húngaro conoció un singular artículo suyo sobre las
combinaciones numéricas de la puntuación del béisbol. Con el estímulo de una pregunta
curiosa que se planteaba en aquel artículo, Erdös se presentó a Pomerance en Georgia para
plantear una colaboración que terminaría por producir treinta publicaciones firmadas
conjuntamente.
La descomposición de los números había fascinado a Pomerance desde que se había
preguntado cómo factorizar el número 8.051 en un concurso matemático en la escuela
secundaria. Había un límite de tiempo de cinco minutos y en aquella época no existían las
calculadoras de bolsillo. A pesar de ser muy rápido con el cálculo aritmético mental,
Pomerance decidió empezar por buscar un camino rápido que lo llevara a la solución sin tener
que actuar sistemáticamente verificando uno a uno los divisores posibles: «Dediqué un par de
minutos a buscar un método ingenioso, pero empecé a temer que estaba dedicando a ello
demasiado tiempo. Entonces empecé con retraso a hacer intentos de divisiones, pero había
perdido demasiado tiempo y no conseguí resolver el problema».
Aquel fracaso en la descomposición de 8.051 originó la caza de un método rápido para
factorizar los números que Pomerance nunca más abandonó. Finalmente descubrió cuál era el
truco que el profesor de la escuela había pensado. Antes de 1977, la manera más ingeniosa para
descomponer un número pertenecía aún, increíblemente, al hombre cuyo teorema menor había
servido de catalizador para la invención de la cifra RSA. El método de factorización de Fermat
es la forma más rápida de descomponer algunas categorías especiales de números por medio de
simples estructuras algebraicas.
Utilizando el método de Fermat, Pomerance necesitó unos pocos segundos para
descomponer 8.051 en 83 × 97. Fermat, que sentía una auténtica pasión por los códigos
secretos, con toda seguridad habría gozado al encontrar, tres siglos más tarde, su obra en el
corazón de la realización y del descifrado de códigos.
Cuando Pomerance conoció el reto de Rivest, Shamir y Adleman, comprendió
inmediatamente que la descomposición de aquel número de 129 cifras sería la manera de
exorcizar el recuerdo de su fracaso escolar. En los primeros años ochenta repentinamente vio
claro que existía un sistema para explotar el método de factorización de Fermat. Aplicándolo a
una multitud de calculadoras de reloj distintas, el método podía proporcionar una potente
máquina para la factorización; pero ahora lo que estaba en juego ya no era una simple
competición matemática de la escuela superior: el nuevo descubrimiento, que se bautizó como
criba cuadrática, tenía implicaciones muy serias para el mundo emergente de la seguridad en
Internet.
La criba cuadrática de Pomerance funciona en base al método de factorización de Fermat,
pero cambiando continuamente la calculadora de reloj que se usa para intentar descomponer el
número. El método es similar a la criba de Eratóstenes, la técnica que inventó el bibliotecario
alejandrino para determinar los números primos a base de considerar un primo cada vez y
borrar a continuación todos sus múltiplos. De esta forma, haciendo pasar los números a través
de cedazos con mallas de distintas dimensiones, los números que no son primos se eliminan sin
necesidad de examinarlos uno a uno. En el ataque de Pomerance, en lugar de usar cedazos con
mallas de dimensiones diversas se varía el número de horas de la esfera de la calculadora de
reloj. Los cálculos que se efectúan en cada calculadora de reloj particular permitían a
Pomerance disponer de informaciones cada vez más precisas sobre posibles factores primos de
un número; cuanto mayor fuera el número de relojes que consiguiera usar, tanto más se
acercaría a la descomposición de un número en sus factores primos.
La verificación definitiva consistió en aplicar la idea al reto planteado por RSA 129. Pero en
los años ochenta aquel número estaba todavía muy lejos del alcance de la máquina de
Pomerance para la factorización. En los primeros noventa llegó una ayuda en el marco de
Internet. Dos matemáticos, Arjen Lenstra y Mark Manasse, comprendieron que Internet sería
un aliado precioso para la criba cuadrática en un ataque a RSA 129. La belleza del método de
Pomerance procedía del hecho de que la carga de trabajo podía dividirse entre diversos
ordenadores. Internet ya había sido utilizado para hallar primos de Mersenne asignando
trabajos diversos a diversos ordenadores personales. Manasse y Lenstra comprendieron que
ahora podían usar Internet para un ataque coordinado a RSA 129: podían asignar a cada
ordenador distintos relojes con los que cribar los números primos. De pronto se pedía a
Internet, que en teoría estaba protegido por aquellos códigos, que contribuyera a superar el reto
planteado por RSA 129.
Lenstra y Manasse distribuyeron la criba cuadrática por Internet y reclutaron voluntarios: en
abril de 1994 llegó el anuncio de la capitulación de RSA 129. Gracias al trabajo coordinado de
varios centenares de ordenadores personales en veinticuatro países, RSA 129 se descompuso tras
ocho meses de tiempo máquina real, en el ámbito de un proyecto dirigido por Derek Atkins del
MIT, Michael Graff de la Iowa State University, Paul Leyland de la Oxford University y Arjen
Menstra. También participaron en la investigación dos aparatos de fax: cuando no estaban
ocupados enviando o recibiendo mensajes, también contribuían a buscar los dos números
primos de 65 y 64 cifras. En el proyecto se usaron 524.339 calculadoras de reloj distintas con
un número primo de horas.
A finales de los noventa Rivest, Shamir y Adleman plantearon una serie de nuevos retos. A
finales del 2002, el menor de los números puestos sobre la mesa que todavía resistía los
intentos de descomposición era de 160 cifras. Las finanzas de los tres habían mejorado mucho
desde 1977, de manera que ahora podemos ganar diez mil dólares si conseguimos descomponer
uno de los números RSA que están planteados como reto. Rivest se ha deshecho de los números
primos que usaron para construir estos números y, en consecuencia, nadie sabrá las respuestas
hasta que sean factorizados. Para el sistema de cifra RSA, diez mil dólares es un precio pequeño
a cambio de la oportunidad de mantenerse por delante del aguerrido grupo de descifradores de
números que están en la lucha. Y, cada vez que se establece un nuevo récord, a la RSA le basta
con aconsejar a sus clientes un aumento en las dimensiones de los números primos.
La criba cuadrática de Pomerance ha sido sustituida por un nuevo método de descifrado
llamado criba del campo numérico. Esta criba ha permitido la descomposición del número RSA
155 en agosto de 1999. El resultado lo obtuvo una red de matemáticos reunidos bajo el
mesiánico nombre de Kabalah. RSA 155 ha supuesto una ruptura psicológica importante: a mitad
de los ochenta, cuando los servicios de seguridad todavía dudaban sobre la conveniencia de
adoptar el sistema RSA, este nivel de complejidad se consideraba suficiente para garantizar la
seguridad de los ordenadores; como ha admitido Ansgar Heuser, del BSI, la agencia alemana
para la seguridad nacional, si se hubieran decidido a adoptar aquel estándar «nos habríamos
podido encontrar en el centro de un desastre». El 3 de diciembre del 2003 los matemáticos
anunciaron que también RSA 174 había sido factorizado. Hoy, el sistema de seguridad RSA
recomienda utilizar relojes con un número N de horas de al menos 230 cifras; pero las agencias
gubernamentales como el BSI, que requieren un nivel de seguridad capaz de garantizar una
protección a largo plazo para sus propios agentes, actualmente recomiendan el uso de relojes
con más de 600 cifras.

CON LA CABEZA BAJO EL ALA

La criba del campo numérico aparece brevemente en la película de Hollywood Los


fisgones. Robert Redford está sentado escuchando a un joven matemático que imparte una
charla sobre la descomposición de números muy grandes: «La criba del campo numérico es el
mejor método disponible en la actualidad. Existe la interesante posibilidad de un enfoque más
elegante… Pero quizá —digo quizá— puede haber un atajo…». Naturalmente, este joven
prodigio de las matemáticas, interpretado por Donal Logue, ha descubierto aquel método, «un
avance de proporciones gaussianas», y lo ha colocado en una cajita que, como era de prever,
acabará en manos del malo de la película, interpretado por Ben Kingsley. La trama es tan
descabellada que la mayoría de los espectadores probablemente imaginan que cosas así no
podrían suceder nunca en el mundo real. Sin embargo, mientras desfilan los títulos finales
aparece: «Asesor matemático: Len Adleman». La A de RSA. Tal como admite el propio
Adleman, no podemos excluir la posibilidad de que tal escenario suceda. Larry Lasker, que ha
escrito Los fisgones despertares y Juegos de guerra, pidió a Adleman que se asegurara de que
la puesta en escena no tuviera errores matemáticos: «Me gustaba Larry y me gustaba su deseo
de verosimilitud, así que acepté. Larry me ofreció dinero, pero le hice una contraoferta:
escribiría la escena si mi mujer podía conocer a Robert Redford».
¿Hasta qué punto están preparadas las empresas comerciales y los entes gubernamentales de
seguridad para un avance tal en el ámbito teórico? Algunos más que otros, pero en conjunto se
esconde la cabeza debajo del ala. Si les planteamos la pregunta, las respuestas que obtendremos
son más bien preocupantes. A continuación veremos algunos comentarios recogidos en el
circuito criptográfico:
«Nosotros nos adaptamos a los estándares del gobierno, que es lo único que nos preocupa».

«Si fracasamos, al menos habrá muchos otros que fracasarán con nosotros».

«La esperanza está en que ya estaré jubilado cuando tenga lugar un avance matemático de
este tipo y, por tanto, no será mi problema».

«Trabajamos basándonos en el principio de la esperanza: nadie cuenta con un avance de


tales proporciones en un futuro inmediato».

«Nadie puede ofrecer garantías. Simplemente, esperamos que no suceda».

Cuando tengo que hablar de seguridad en Internet con gente importante del mundo
económico, me gusta plantear mi propio pequeño reto sobre la cifra RSA: apuesto una botella de
champán a la primera persona que descubra los dos números primos cuyo producto es 126.619.
Las diversas reacciones que he observado al proponer este reto en tres seminarios para
directivos de bancos realizados en diversos puntos del planeta me han permitido captar las
diferencias de intereses culturales en la actitud del mundo financiero respecto del problema de
la seguridad. En Venecia, el reto propuesto y las matemáticas en las que se basa los códigos
atravesaron las cabezas de los banqueros europeos sin dejar literalmente el menor rastro, y tuve
que recurrir a un cómplice infiltrado entre el público para proporcionar la solución. A
diferencia de los banqueros europeos, la mayoría de ellos con preparación humanística, la
comunidad financiera del Extremo Oriente tiene una preparación científica bastante más
consistente. Antes de que terminara mi conferencia en Bali, un hombre se levantó, dijo cuáles
eran los dos números primos y reclamó el champán. Los presentes demostraron apreciar las
matemáticas y su aplicación a los negocios electrónicos mucho más que sus colegas europeos.
Pero la indicación más relevante me la proporcionó la presentación ante un público de
operadores estadounidenses. Aún no habían transcurrido ni quince minutos de mi vuelta a la
habitación del hotel después del final de mi conferencia cuando recibí tres llamadas telefónicas
con las soluciones correctas. Dos de los directivos de banco estadounidenses se habían
conectado a Internet, habían descargado programas de descifrado y los habían utilizado para
descomponer 126.619. El tercero fue poco explícito respecto al método que había utilizado, y
tengo fuertes sospechas de que había interceptado las llamadas de los otros dos.
El mundo de los negocios ha puesto su confianza en métodos matemáticos que muy pocos
se han molestado en examinar directamente. No deja de ser cierto que la amenaza inmediata
para la seguridad de las transacciones diarias procede muy probablemente de un administrador
negligente, que deja información no cifrada en la página de Internet: como cualquier sistema
criptográfico, el RSA está expuesto a las debilidades humanas. Durante la Segunda Guerra
Mundial, los aliados se aprovecharon de una caterva de errores de manual que cometieron los
operadores alemanes, errores que les ayudaron a descifrar Enigma. De la misma manera, la
seguridad del sistema RSA puede resultar minada por operadores que elijan números demasiado
fáciles de descomponer: si tiene intención de descifrar códigos, dedicarse a la compra de
ordenadores de segunda mano es probablemente mejor inversión que inscribirse en el programa
de doctorado de un departamento universitario de matemáticas puras: la cantidad de
información delicada que se suele dejar en máquinas anticuadas es espantosa. Corromper a
alguien que protege las claves secretas sería mucho mejor para sus finanzas que patrocinar un
equipo de matemáticos para dedicarlos a la tarea de descomponer grandes números. Como hace
notar Bruce Scheiner en su libro Applied Cryptography: «es muchísimo más fácil hallar puntos
débiles en las personas que en los sistemas criptográficos».
En todo caso, estas grietas de seguridad, aunque graves para la empresa que las sufre, no
suponen ninguna amenaza para el tejido global de los negocios en Internet. Es este aspecto lo
que hace interesante la película Los fisgones: aunque las probabilidades de que se produzca un
avance importante en la descomposición de números sean pequeñas, el riesgo está presente, y el
resultado sería devastador a escala global. Podría producirse una auténtica catástrofe para el
mundo de los negocios por Internet, y hacer caer todo el edificio del correo electrónico.
Creemos que la descomposición de grandes números es un problema intrínsecamente
difícil, pero no podemos demostrarlo: muchos directivos se librarían de un gran peso si
pudiéramos garantizarles la imposibilidad de encontrar un programa rápido capaz de factorizar
los números. Naturalmente, es difícil demostrar que no existe nada así.
La descomposición de números es un trabajo complejo no por la particular dificultad de las
matemáticas que se utilizan, sino porque el pajar en donde han de buscarse las dos agujas es
gigantesco. Hay muchos otros problemas caracterizados por un «pajar» análogo: por ejemplo,
aunque cualquier mapa puede pintarse con cuatro colores, ¿cómo establecer, dado un mapa
particular, la posibilidad de pintarlo con sólo tres? La única forma de saberlo parecería ser la
muy laboriosa de repasar todas las combinaciones posibles hasta que, con un poco de suerte,
vayamos a parar a un mapa que sólo requiera tres colores.
Uno de los «Problemas del Milenio» de Landon T. Clay, conocido como P versus NP,
plantea una cuestión interesante sobre este tipo de problemas: si la complejidad de un problema
como la factorización de números o la manera de colorear mapas deriva de las grandes
dimensiones del pajar en el que hay que buscar, ¿es posible que exista siempre un método
eficiente de encontrar la aguja? La sensación es que la respuesta al problema P versus NP tiene
que ser «no»: hay problemas cuya complejidad intrínseca no puede evitarse ni siquiera con la
capacidad de penetración de un Gauss moderno. Sin embargo, si la respuesta resultara ser «sí»,
entonces, como afirma Rivest: «sería una catástrofe para la comunidad de los criptógrafos». La
mayoría de los sistemas criptográficos, incluido el RSA, tiene que ver con problemas en los que
están implicados grandes pajares. Una respuesta positiva a este problema del milenio
significaría que existe realmente un método rápido para descomponer los números: ¡sólo nos
faltaría encontrarlo!
Al fin y al cabo, la falta de interés del mundo de los negocios respecto de la obsesión con la
que nosotros los matemáticos perseguimos la construcción de nuestro edificio sobre bases
seguras al cien por cien no es tan sorprendente: la descomposición de números es, desde hace
milenios, una empresa difícil y, en consecuencia, el mundo económico está satisfecho de poder
construir su centro comercial global en Internet sobre bases que están aseguradas al 99,99 por
ciento. La mayoría de los matemáticos están convencidos de que hay algo intrínsecamente
difícil en los procedimientos de cálculo necesarios para la factorización; pero nadie es capaz de
prever qué progresos nos traerán los próximos decenios. Después de todo, hace unos veinte
años RSA 129 parecía indestructible.
Una de las principales razones de la dificultad de factorización de los números es la
aleatoriedad de la distribución de los números primos. Dado que la hipótesis de Riemann trata
de determinar el origen de este comportamiento incontrolable de los números primos, su
demostración proporcionaría nuevas intuiciones. En 1900, al describir la hipótesis de Riemann,
Hilbert había subrayado que su solución abría la posibilidad teórica de desvelar muchos otros
secretos relativos a los números. Visto el papel central de la hipótesis de Riemann para la
comprensión de los números primos, los matemáticos han empezado a plantear la hipótesis de
que su demostración, en caso de hallarse, podría producir nuevos métodos de factorización de
los números. Por esta razón, actualmente las empresas están empezando a vigilar el abstruso
mundo de la investigación sobre los números primos. Pero hay otra razón para que el mundo
económico se interese por la hipótesis de Riemann: antes de poder utilizar la cifra RSA, las
empresas que operan en Internet tienen que hallar dos números primos de sesenta cifras. Si la
hipótesis de Riemann es correcta, entonces existe un método rápido para descubrir los números
primos con los que construir los códigos RSA sobre los que actualmente se basa la seguridad del
comercio electrónico.

A LA CAZA DE LOS GRANDES NÚMEROS PRIMOS

Dado el ritmo creciente de desarrollo de Internet y la consiguiente demanda de números


primos cada vez mayor, la demostración de Euclides sobre la infinitud del conjunto de los
números primos toma repentinamente una inesperada importancia comercial. Pero, si los
números primos forman un conjunto tan indisciplinado, ¿cómo harán las empresas para
encontrar estos grandes números primos? Ciertamente, existen infinitos, pero a medida que
vamos buscándolos cuesta cada vez más de encontrarlos. Y si disminuyen a medida que
avanzamos, ¿existen suficientes números primos de unas sesenta cifras para que cualquiera en
el mundo tenga dos con los que construir su propia clave privada? Aun admitiendo que sean
suficientes, quizá son apenas suficientes, en cuyo caso hay elevadas probabilidades de que dos
personas elijan la misma pareja.
Afortunadamente, la naturaleza ha sido benévola con el mundo del comercio electrónico:
del teorema de Gauss sobre los números primos se deduce que la cantidad de números primos
de sesenta cifras vale aproximadamente 1060 dividido por el logaritmo de 1060. Esto significa
que existen suficientes números primos de sesenta cifras como para que cada átomo de la
Tierra tenga su propia pareja. Y no sólo esto: las posibilidades de acertar la Primitiva son
mucho mayores que las probabilidades de que a dos átomos distintos les sea asignado el mismo
par de números primos.
Por ello, una vez establecido que hay suficientes números primos para todo el mundo,
¿cómo podemos tener la certeza de que un número es primo? Como hemos visto, hallar los
números primos que forman un número no primo es ya muy difícil. Si un número candidato es
primo, ¿no será dos veces más difícil saberlo? Al fin y al cabo, se trata de verificar que ningún
número menor es uno de sus divisores.
En realidad, establecer si un número es primo no es la empresa ímproba que podríamos
imaginar: existe un método que permite verificar rápidamente si un número no es primo,
incluso si no somos capaces de determinar ni uno solo de los números primos que lo forman.
Por ello, veintisiete años antes de anunciar su cálculo, Colé sabía, y con él el resto del mundo
matemático, que el número que estaba descomponiendo no era primo. Este método de
comprobación no es de gran ayuda en la predicción de la distribución de los números primos, el
corazón de la hipótesis de Riemann, pero al decirnos si un número concreto cualquiera es o no
primo, nos da la oportunidad de escuchar las notas individuales de la música, a pesar de no
servirnos para apreciar el conjunto de la melodía escondida en la hipótesis de Riemann.
En el origen de este test encontramos el teorema menor de Fermat, que Rivest utilizó
aquella noche en que descubrió la cifra RSA con la ayuda del vino del Seder. Fermat había
descubierto que si se introduce un número en una calculadora de reloj con un número primo p
de horas en su esfera, y a continuación se eleva a la p-ésima potencia, se obtiene siempre el
número de partida. Euler comprendió que el teorema menor de Fermat podía ser utilizado para
demostrar que un número no es primo: en un reloj de seis horas, por ejemplo, multiplicar 2 por
sí mismo seis veces lleva la manecilla del reloj a las 4; si 6 fuera un número primo, tras el
cálculo nos hubiéramos encontrado de nuevo en las 2. Por esto, el teorema menor de Fermat
nos dice que 6 no puede ser primo, o se trataría de un contraejemplo del teorema.
Si queremos decidir si un número p es primo, tomaremos una calculadora de reloj con p
horas en su esfera. Probaremos con diversas horas para ver si elevándolas a p volvemos
siempre al punto de partida. Si ello no sucede, podemos descartar el número p con la seguridad
de que no se trata de un número primo. Cada vez que encontremos una hora que satisface el test
de Fermat, por otra parte, no habremos demostrado que p es primo pero aquella hora del reloj
testificará, por decirlo así, a favor de la primalidad de p.
¿Por qué razón es mucho mejor comprobar las horas en el reloj que verificar si cada número
menor que p es divisor suyo? La cuestión radica en que, si p falla el test de Fermat, el error es
realmente grande. De hecho, más de la mitad de los números primos que están en la esfera del
reloj no superan el test, convirtiéndose así en testigos de la no primalidad de p. El hecho de que
haya muchas formas de demostrar que aquel número no es primo representa por ello un paso
adelante de gran importancia. En este sentido el método difiere mucho de la comprobación
sistemática de la divisibilidad de p, en la que se comprueba cada número para ver si es divisor
de p. Si, por ejemplo, p es producto de sólo dos números primos, entonces cuando se aplica el
test de divisibilidad son sólo aquellos dos números los que pueden demostrar que p no es
primo: ningún otro número supondrá una ayuda. Hay que apuntar muy bien para que el test de
divisibilidad funcione.
En una de sus numerosísimas colaboraciones, Erdös estimó, aunque no demostró
rigurosamente, que en caso de querer determinar si un número menor que 10150 es primo,
encontrar una sola hora en el reloj que supere el test de Fermat significa que la probabilidad de
que aquel número sea primo se reduce ya a 1 entre 1043. Paulo Ribenboim, autor de The Book of
Prime Number Records, subraya que usando este test cualquier empresa que venda números
primos podría colocar su producto de manera realista con el eslogan: «satisfacción o
reembolso», sin peligro de terminar en la ruina.
A lo largo de los siglos, los matemáticos han perfeccionado el test de Fermat: en los años
ochenta del siglo pasado dos matemáticos, Gary Miller y Michael Rabin, idearon finalmente
una variante del test capaz de garantizar la primalidad de un número tras pocas
comprobaciones. Pero el test de Miller-Rabin viene acompañado de una pequeña dificultad
matemática: en el caso de números realmente grandes, funciona sólo a condición de que la
hipótesis de Riemann sea cierta. (Para ser más precisos, es necesario que sea cierta una versión
ligeramente generalizada de la hipótesis de Riemann). De todo lo que sabemos que se esconde
tras el monte Riemann, ésta es probablemente una de las cosas más importantes: si se consigue
demostrar la hipótesis de Riemann y su generalización, entonces, además de conseguir un
millón de dólares, quedará demostrado con certeza que el test de Miller-Rabin es un método
rápido y eficiente de comprobar si un número es o no primo.
En agosto del 2002, Manindra Agrawal, Neeraj Kayal y Nitin Saxena, tres matemáticos
indios del Instituto de Tecnología de Kanpur, idearon una alternativa al test de Miller-Rabin. Se
trata de un método ligeramente más lento, pero evita suponer la validez de la hipótesis de
Riemann. Para la comunidad de los matemáticos que estudian los números primos este
descubrimiento supuso una sorpresa: en las veinticuatro horas siguientes al anuncio proveniente
de Kanpur, treinta mil personas de todos los rincones del mundo —y, entre ellos, Carl
Pomerance— descargaron el artículo de la red. El test era lo bastante simple como para permitir
a Pomerance presentar los detalles a sus colegas en un seminario que tuvo lugar la misma tarde.
Definió el nuevo método como «maravillosamente elegante». El espíritu de Ramanujan late
todavía en la India, y estos tres matemáticos no han temido retar a la opinión dominante sobre
la manera de comprobar la primalidad de un número. Su historia alimenta la esperanza de que
un día pueda aparecer un matemático desconocido con la idea que resolverá finalmente la
hipótesis de Riemann, el problema más importante relacionado con los números primos.
La naturaleza es increíblemente benévola con la comunidad de los criptógrafos: les ha
regalado un método rápido y simple para producir los números primos con los que construir la
criptografía por Internet, y mientras tanto ha apartado de la vista de cualquiera un método
rápido para descomponer los números en los primos que los forman. Pero ¿durante cuánto
tiempo la naturaleza estará de parte de los criptógrafos?

UN FUTURO BRILLANTE, UN FUTURO ELÍPTICO

La aplicación de la teoría de los números primos a un problema tan fundamental para el


mundo de los negocios ha aumentado notablemente el prestigio social de las matemáticas:
cuando alguien pone en duda la utilidad de un área de investigación tan esotérica como la teoría
de los números, el hacer notar el papel de los números primos en la cifra RSA se ha convertido
en una forma eficaz de refutar la acusación. En el discurso titulado «La importancia de las
matemáticas», pronunciado con ocasión del anuncio de los premios Clay para los Problemas
del Milenio, Timothy Gowers, poseedor de una medalla Fields, ha utilizado precisamente este
ejemplo para justificar la utilidad de las matemáticas.
En los días anteriores a esta nueva criptografía, la mayoría de los matemáticos habría tenido
grandes dificultades para imaginar una aplicación de las matemáticas abstractas con un perfil
tan alto y que, además, fuera capaz de atraer la atención inmediata de la gente. Todo ello ha
supuesto una fractura positiva y oportuna para la disciplina. Podemos tener la certeza casi
absoluta de que cualquier solicitud de financiación para una investigación en el campo de la
teoría de los números tendrá, en alguna parte, la efectiva frase: «y podrían también derivarse
aplicaciones criptográficas». Para ser honestos, las matemáticas que están en la base del
sistema criptográfico RSA no son muy profundas. La mayor parte de los matemáticos ni siquiera
compararía la solución de los problemas de la factorización de números con la perspectiva de
posible solución de misterios de largo alcance como la hipótesis de Riemann.
Aunque la solución de la hipótesis de Riemann y del problema P versus NP puedan tener
consecuencias para la cifra RSA, ha sido otro de los Problemas del Milenio el que ha estado a
punto de causar una catástrofe en el mundo de los negocios electrónicos: a principios de 1999
empezó a correr rápidamente la voz de que una cosa extraña llamada conjetura de Birch-
Swinnerton-Dyer, un problema relativo a unas entidades extrañas llamadas curvas elípticas,
podría revelar el talón de Aquiles de la seguridad en Internet.
En enero de aquel año apareció en primera página del Times un artículo titulado: «Una
adolescente descifra los códigos del correo electrónico». La hazaña había permitido a Sarah
Flannery, una jovencita irlandesa, obtener el primer premio en una competición científica, pero
prometía riquezas mucho más sólidas. Aparecía en una fotografía, ante una pizarra abarrotada
de complejos cálculos matemáticos. El pie de la foto explicaba: «Sarah Flannery, 16 años, ha
desconcertado a los jueces con su dominio de la criptografía. Han definido su trabajo como
brillante». Dada la dependencia de Internet de los códigos de correo electrónico, el artículo
pretendía atraer la atención de los medios y del público. Una lectura más profunda revelaba que
el «descifrado» al que se refería el título no era un nuevo ataque a la seguridad de la cifra RSA,
sino a la solución de un problema práctico relacionado con su aplicación.
Para cifrar y descifrar un número de tarjeta de crédito usando el sistema RSA, se multiplica
el número por sí mismo muchas veces con una calculadora de reloj cuyo número de horas está
formado por algunos centenares de cifras. Un ordenador emplea un tiempo más bien largo para
hacer cálculos con números tan grandes. En la mayoría de los casos las páginas de Internet
piden, además del número de la tarjeta de crédito, algunos otros datos, y utilizan la cifra RSA
para elegir la clave privada que utilizarán el ordenador y la página de Internet para codificar
todos los datos. Las claves privadas, compartidas entre quien envía los datos y quien los recibe,
permiten una codificación mucho más rápida que las claves públicas RSA.
Si usted está comprando por Internet desde la tranquilidad de su casa, utilizando un
ordenador personal dotado de una gran memoria y de un microprocesador rápido, ni siquiera
notará el tiempo que dedica para cifrar su número de tarjeta de crédito. Cada vez con mayor
frecuencia, sin embargo, no sólo accedemos a Internet desde casa: también se puede navegar
por Internet con teléfonos móviles, agendas electrónicas y otros aparatos portátiles que
aparecerán en los próximos años. La llamada tecnología 3G (de tercera generación)
proporciona a estos aparatos los elementos necesarios para comunicarse en la red. Pero, llegado
el momento de codificar un número de tarjeta de crédito con una agenda electrónica tras una
mañana de compras por Internet, la potencia del pequeño portátil se utilizará hasta el extremo.
Los teléfonos móviles y las agendas electrónicas no están pensados para ejecutar cálculos
tan grandes: disponen de mucha menos memoria y microprocesadores mucho más lentos que el
ordenador que tenemos sobre la mesa. Y no sólo esto: la banda de frecuencias que utilizan los
teléfonos móviles para transmitir información es mucho más estrecha que la disponible al
enviar datos a través de la línea telefónica o el cable de fibra óptica. Por tanto, es importante
minimizar la cantidad de datos a transmitir. Los números cada vez mayores que necesita la cifra
RSA para afrontar los ordenadores cada vez más rápidos que se utilizan para descifrar los
códigos la hacen poco apta para los aparatos portátiles.
Durante algún tiempo, los criptógrafos buscaron un nuevo sistema de cifrado de clave
pública que garantizara toda la seguridad y capacidad del RSA, pero que fuera menor y más
veloz. En 1999, el Times y otros medios de comunicación ingleses se lanzaron como halcones
sobre la noticia del posible descubrimiento de un sistema de este tipo por la jovencísima Sarah
Flannery. Hay que decir en su favor que Sarah nunca afirmó que su código fuera seguro: la
seguridad de un sistema criptográfico sólo puede demostrarse con tiempo y comprobaciones,
dos cosas que los medios de comunicación no aprecian en demasía. En definitiva, precisamente
lo que había permitido que el código fuera más rápido es lo que había hecho aumentar su
vulnerabilidad.
Existe un rival del RSA que está empezando a responder a los desafíos que plantea el mundo
del llamado m-comercio, de las comunicaciones móviles, sin hilos. Tras estos nuevos códigos
no hay números primos sino otras entidades mucho más exóticas: las curvas elípticas. Estas
curvas se definen mediante ecuaciones de un tipo especial, y han sido fundamentales para la
demostración del último teorema de Fermat por parte de Andrew Wiles. Las curvas elípticas ya
se habían abierto camino en el mundo de la criptografía como parte de un nuevo método para
factorizar rápidamente los números. Parece como si existiera una regla no escrita en base a la
cual los descifradores que consiguen violar un sistema de cifra resarcen a los criptógrafos
proporcionándoles de manera involuntaria un código aún más seguro. Neal Koblitz, de la
Universidad del Estado de Washington en Seattle, estaba estudiando un método para descifrar
los códigos basados en números primos cuando intuyó que las curvas elípticas podían ser
también útiles para producir códigos. Koblitz propuso su idea de una criptografía basada en las
curvas elípticas a mitades de los años ochenta. Simultáneamente, también Victor Miller del
Ramapo College de New Jersey, descubrió cómo elaborar códigos utilizando curvas elípticas.
Aunque resultan más complicados que la cifra RSA, los códigos basados en las curvas elípticas
no necesitan claves numéricas enormes, lo que las hace perfectas para el comercio móvil.
A pesar de que Koblitz ha sido captado por el mundo de los negocios para la creación de su
propio sistema criptográfico adaptado a los aparatos móviles, su corazón sigue siendo fiel al
mundo de la pura teoría de los números al estilo de Hardy. Koblitz, que es uno de los veteranos
del mundo de la teoría de los números, conserva el entusiasmo por las matemáticas que tenía en
su juventud, un entusiasmo que se desencadenó como consecuencia de una serie de hechos
fortuitos:
Cuando tenía seis años, mi familia vivió un año en Baroda, en la India: allí los niveles de
enseñanza de las matemáticas eran mucho más altos que en las escuelas estadounidenses. Al
año siguiente, cuando regresé a los Estados Unidos, iba tan adelantado con respecto a mis
compañeros de clase que mis profesores cometieron el error de creer que tenía una
predisposición especial por las matemáticas. Igual que tantas otras ideas equivocadas que
los profesores se meten en la cabeza, este tipo de convicción termina por convertirse en una
profecía que se retroalimenta: como consecuencia de todos los ánimos que recibí tras volver
de mi viaje a la India, tomé el camino que terminaría por convertirme en un matemático.

El año que el pequeño Koblitz pasó en la India no sólo contribuyó a su desarrollo


matemático: también fue el origen de una profunda toma de conciencia de las injusticias
sociales en el mundo. Ya adulto, Koblitz ha participado en misiones en Vietnam y en América
Central. Uno de sus muchos libros sobre teoría de los números y criptografía está dedicado «a
la memoria de los estudiantes de Vietnam, de Nicaragua y del Salvador que han perdido la vida
en la lucha contra la agresión de los Estados Unidos». Los beneficios de la venta del libro se
usan para proporcionar libros a las poblaciones de esos tres países.
En su país, Koblitz soporta mal el control sofocante de la Agencia para la Seguridad
Nacional (NSA) sobre el área de las matemáticas que lo ocupa. Actualmente, antes de publicar
cierto tipo de investigación en el campo de la teoría de los números, hace falta obtener la
autorización de la NSA, aunque los textos vayan destinados a las más oscuras revistas. Gracias a
las innovadoras ideas de Koblitz, las curvas elípticas se han colocado junto a los números
primos en la «lista de las investigaciones sometidas a restricción» que las autoridades desean
mantener bajo control.
Rivest, Shamir y Adleman habían utilizado las calculadoras de reloj de Gauss para codificar
los números de las tarjetas de crédito. Ahora Koblitz proponía hacer desaparecer las huellas de
las tarjetas de crédito en algún punto de estas extrañas curvas: en lugar de multiplicar las horas
de un reloj, Koblitz pretendía sacar provecho de una extraña multiplicación que podía definirse
sobre puntos de las curvas elípticas.

LOS PLACERES DE LA POESÍA CALDEA

Desde el primer momento, el trío de la RSA se sintió amenazado por la llegada inesperada
del nuevo código. Era un desafío a su monopolio sobre la criptografía en Internet. Su
preocupación llegó al máximo en 1997, cuando decidieron abrir una página de Internet llamada
ECC Central. Ahí podían encontrarse citas de matemáticos y criptógrafos eminentes que
planteaban dudas sobre la presunta seguridad de las curvas elípticas. Algunos mantenían que la
factorización de los números tenía una tradición mucho más larga, una tradición que se
remontaba a los tiempos de Gauss, y si ni siquiera Gauss había conseguido resolverla, entonces
la seguridad de los que adoptaran la cifra RSA estaba garantizada. Otros argumentaban que la
estructura de las curvas elípticas era lo bastante rica como para permitir que los hackers
establecieran una cabeza de puente desde donde preparar su ataque: se trataba de una
criptografía demasiado nueva como para que los matemáticos pudiéramos decir si nuestro
conocimiento de las curvas elípticas sería suficiente para descifrar un código con claves de
dimensiones tan pequeñas. Al fin y al cabo, el código de Sarah Flannery había resistido sólo
seis meses de comprobaciones.
El equipo de RSA subrayaba también que, cuando se habla con banqueros sobre lo que se
encuentra en la base de la seguridad de sus transacciones de miles de millones de dólares,
explicar el problema de la factorización de los números no es tan difícil. Pero si empezamos a
escribir y2 = x3 + …, sus ojos no tardan en entornarse. La Certicom, la más importante de las
empresas que propone la criptografía de curvas elípticas, replica a esta crítica manteniendo que
antes de terminar los cursos que se han impartido en la propia empresa sobre seguridad
financiera, los funcionarios de banca se divertían jugando con los puntos de las curvas elípticas.
Pero lo que más molestó a los defensores de las curvas elípticas fue un comentario de Ron
Rivest, la «R» de RSA: «Intentar evaluar la seguridad de un sistema de cifrado basado en las
curvas elípticas es algo así como intentar evaluar una poesía caldea recién descubierta».
Neal Koblitz estaba impartiendo un curso sobre curvas elípticas en Berkeley cuando abrió
sus puertas el sitio ECC Central; como nunca había oído hablar de poesía caldea, Koblitz
corrió a informarse en la biblioteca de la universidad. Allí descubrió que los caldeos eran un
antiguo pueblo semítico que había dominado el sur de Babilonia entre el 625 y el 539 a. C.:
«Su poesía era realmente fantástica», explica. Por tanto, se hizo dibujar camisetas decoradas
con la imagen de una curva elíptica y la inscripción: «Me encanta la poesía caldea», y las
regaló a sus alumnos.
De momento, la cifra a base de curvas elípticas ha soportado la prueba del tiempo y ha
hallado su plena legitimación entrando a formar parte de los estándares gubernamentales.
Actualmente, el nuevo sistema criptográfico se utiliza sin dificultades en los teléfonos móviles,
en las agendas y en las tarjetas electrónicas. Su número de tarjeta de crédito es transportado a
gran velocidad a lo largo de estas curvas elípticas borrando sus huellas durante el trayecto.
Aunque en un principio estaba destinada a aparatos portátiles, la criptografía de curvas elípticas
se está convirtiendo en el método preferido para la protección de la información, incluso en
sistemas mayores: el citado BSI, la agencia alemana de seguridad, admite hoy abiertamente que
la vida de sus agentes está confiada a la seguridad de las curvas elípticas. Incluso pronto
nuestras propias vidas estarán en manos de estas curvas cada vez que volemos: las curvas
elípticas están destinadas a proteger la seguridad de los sistemas de control del tráfico aéreo de
todo el mundo. Después de estos éxitos, los responsables del RSA han decidido cerrar el sitio
ECC Central y ahora dirigen sus propias investigaciones al objetivo de adaptar la cifra de las
curvas elípticas a su sistema RSA.
Sin embargo, durante el verano de 1998, los temores de que la estructura suplementaria de
las curvas elípticas pudiera causar su ruina criptográfica empezaron a obsesionar a quienes
habían invertido en la seguridad que prometían. Sólo unos pocos meses antes, Neal Koblitz
había afirmado que la conjetura de Birch-Swinnerton-Dyer, uno de los principales problemas
abiertos relacionados con las curvas elípticas, nunca podría tener consecuencias para el uso de
las curvas elípticas en criptografía. Pero, de la misma forma en que la predicción de Hardy
afirmaba que la teoría de los números nunca sería útil, también la de Koblitz produjo el efecto
contrario. Podría ser que la propia afirmación provocadora de Koblitz indujera a Joseph
Silverman, de la Universidad de Brown, a proponer un ataque sobre la base de la presunta
validez de la conjetura de Birch-Swinnerton-Dyer.
La conjetura de Birch-Swinnerton-Dyer es uno de los siete «Problemas del milenio»:
propone un modo de determinar si la ecuación asociada a una curva elíptica posee un número
finito de soluciones. En 1960 dos matemáticos ingleses, Bryan Birch y sir Peter Swinnerton-
Dyer, plantearon la hipótesis de que la respuesta podría esconderse en un paisaje imaginario
como el que había descubierto Riemann. Gracias a su conjetura, los nombres de Birch y de
Swinnerton-Dyer están íntimamente ligados, al menos para los matemáticos, a los de Laurel y
Hardy, a pesar de que muchos creen erróneamente que tras la conjetura se esconden tres
matemáticos: Birch, Swinnerton y Dyer. Birch, con sus maneras torpes, toma el papel de Stan
Laurel frente a un más austero Oliver Hardy, representado por Swinnerton-Dyer.
Riemann había descubierto el pasadizo que conducía desde los números primos hasta el
paisaje zeta. Otro matemático de Gotinga, Helmut Hasse, planteó la hipótesis de que cada curva
elíptica podría tener su propio espacio imaginario. Hasse es una figura muy discutida en la
Historia de las matemáticas alemanas: los nazis le encargaron la gestión del Departamento de
Matemáticas de Gotinga en el período en que Hitler lo desmanteló. Las simpatías nazis de
Hasse, unidas a sus capacidades matemáticas, lo convertían en el candidato ideal a ojos de las
autoridades y a los de los matemáticos alemanes que deseaban preservar la tradición de
Gotinga.
Dentro de la comunidad matemática se dan sentimientos muy confusos en relación con
Hasse. Pocos le perdonan sus opciones políticas. Incluso escribió en 1937 a las autoridades
pidiendo que uno de sus antepasados judíos fuera borrado del registro civil para que él pudiera
inscribirse en el partido. Carl Ludwig Siegel recuerda que, a su regreso de un viaje en 1938, se
encontró con él: «¡Hasse, que por vez primera se había vestido con sus enseñas nazis! Para mí
resultaba incomprensible que un hombre inteligente y concienzudo pudiera hacer una cosa así».
Más que sus opciones políticas, la intuición matemática de Hasse resultó ser mucho más
íntegra. Su nombre se ha hecho inmortal por las funciones zeta de Hasse. Estas funciones
permiten construir los paisajes que guardan los secretos para la determinación de la soluciones
de las ecuaciones de curvas elípticas.
Así como Riemann había conseguido mostrar la manera de construir la totalidad del paisaje
que cubre el mapa de los números imaginarios, Hasse no pudo hacer lo mismo con los espacios
elípticos. Para cada curva elíptica era capaz de construir una parte del paisaje asociado, pero
llegado a cierto punto se encontraba con una monstruosa cadena montañosa que seguía la
dirección norte-sur, y no disponía de técnicas para sobrepasarla. En realidad fue la solución de
Wiles al último teorema de Fermat la que mostró finalmente cómo cruzar aquella frontera y
construir el mapa de la parte restante del paisaje.
Sin embargo, cuando aún no sabíamos ni siquiera si más allá de aquella cadena había o no
un paisaje, Birch y Swinnerton-Dyer ya se planteaban conjeturas sobre lo que nos podría
desvelar aquel paisaje hipotético. Predijeron que en cada paisaje debía haber un punto que
escondía un secreto relativo a la curva elíptica usada para construir aquel paisaje particular:
aquel punto permitiría establecer si la curva elíptica asociada tenía o no un número infinito de
soluciones. El truco para establecerlo consistía en medir la altitud del paisaje respecto del
número 1 del mapa de los números imaginarios. Si en aquel punto el paisaje estaba a nivel del
mar, entonces la curva elíptica tendría infinitas soluciones fraccionarias. Por el contrario, si el
paisaje en aquel punto no estaba al nivel del mar, entonces habría un número finito de
soluciones fraccionarias. Si la conjetura de Birch-Swinnerton-Dyer es cierta, y este punto
esconde verdaderamente el secreto para encontrar las soluciones sobre la curva elíptica
correspondiente, entonces estamos ante otro ejemplo notable del poder de estos paisajes
imaginarios.
Aunque Birch y Swinnerton-Dyer tenían motivaciones teóricas, su conjetura era sobre todo
el resultado de experimentos realizados sobre algunas curvas elípticas particulares. Birch
recuerda el momento de repentina iluminación en que cada cosa se puso en su lugar como por
arte de magia; estaba jugueteando con los números que aparecían en sus cálculos: «Sucedió
mientras me alojaba en un encantador hotel de la Selva Negra, en Alemania. Estaba colocando
sobre una gráfica los números que obtenía, y me encontré con docenas de puntos situados sobre
cuatro redes paralelas… ¡Maravilloso!». Aquellas cuatro líneas paralelas indicaban la
existencia de un fuerte nexo que obligaba a los puntos a alinearse. «A partir de aquel momento
tuve absolutamente claro que allí había algo. Contacté con Peter y le dije: “¡Oh, mira esto!”. Y,
como si yo hubiera perdido algo que Birch había encontrado, Peter respondió: “¡Ya te lo decía
yo!”, como hace siempre».
Desde que se propuso, en los años sesenta, se han hecho avances significativos en relación
con la conjetura. Tanto Wiles como Zagier han planteado contribuciones relevantes, pero el
camino que queda por recorrer es aún largo. Para confirmar su importancia, la conjetura ha
pasado a formar parte de los siete Problemas del Milenio. Es el único de estos problemas sobre
el que se producen avances continuos hacia la solución. Birch, sin embargo, opina que deberá
pasar aún mucho tiempo antes de que alguien pueda reclamar el premio de Clay. Pero la
conjetura de Birch-Swinnerton-Dyer se ha convertido en la clave para acceder, no al millón de
dólares apostado por Clay, sino a los muchos millones de dólares que dependen de la seguridad
de los códigos de Internet.
Los códigos construidos sobre curvas elípticas basan su fiabilidad en la dificultad de hallar
las soluciones a ciertos problemas aritméticos. Joseph Silverman vio que el método heurístico
de la conjetura de Birch-Swinnerton-Dyer podría proporcionarle una manera de dar la vuelta al
problema criptográfico de modo que se obtuvieran indicaciones sobre dónde buscar las
soluciones. Ciertamente, se trataba de un planteamiento arriesgado, y él mismo reconoce que
dudaba de la eficacia de su estrategia de ataque. Pero ningún experto podía descartar la
posibilidad de que apareciera uno de aquellos algoritmos rápidos que intentan cazar los
hackers.
Silverman habría podido hacer público el ataque que intentaba contra la cifra de las curvas
elípticas; los medios de comunicación se hubieran vuelto locos; la RSA hubiera saltado de gozo;
las acciones de Certicom se hubieran hundido; y las curvas elípticas nunca más se habrían
recuperado de la imagen de falta de confianza que habría generado aquel ataque, aunque
hubiera fracasado. Pero Silverman decidió seguir una línea de comportamiento más académica.
Envió por correo electrónico a Koblitz un esquema de su trabajo, tres semanas antes de la
conferencia en la que tenía que presentar un artículo sobre el tema.
Koblitz tenía que volar a Waterloo, en Canadá, donde se encuentra la sede de la Certicom, a
finales de la semana. Los directivos de la empresa le estaban mandando fax urgentes: esperaban
la aparición de una solución temporal o una explicación de por qué el ataque estaba condenado
al fracaso. «Al principio no conseguí encontrar ninguna razón para que no funcionara el
proyecto de Silverman». Cuando tiene que tomar un avión, Koblitz se levanta temprano, y ese
día sabía que debía encontrar alguna idea que tranquilizara a sus amigos de Waterloo. Antes de
subir al avión estaba ya convencido de que, si el ataque de Silverman tenía éxito, podría
utilizarse también para atacar la cifra RSA. Por tanto, si ellos se hundían, la RSA se hundiría con
ellos.
«Fue un momento terrorífico —recuerda Koblitz—. Mandé un correo electrónico a
Silverman para decirle que es en momentos así cuando uno se alegra de ser un matemático y no
un hombre de negocios: empiezas a ser consciente de que la vida es mucho más excitante que
las películas». Pero probablemente a Silverman no debía preocuparle mucho la idea de que
también cayera la RSA. De hecho formaba parte de un equipo dedicado al desarrollo de un
nuevo sistema de cifra conocido por sus siglas NTRU. Las personas implicadas en el proyecto
son reacias a desvelar el significado de NTRU, pero la opinión general es que las siglas
correspondan a Number Theorists «R» Us: «Nosotros somos los teóricos de los números». A
diferencia de los demás códigos, el de la compañía habría sido inmune al ataque de Silverman:
un giro interesante para las acciones de NTRU.
Al cabo de dos semanas, Koblitz había identificado elementos suficientes de la estructura
especial de las curvas elípticas como para demostrar que el proyecto de Silverman era aún
irrealizable desde el punto de vista computacional. La cifra de curvas elípticas se salvó por un
detalle técnico que recibe el nombre de función altura, pero ahora Koblitz lo llama el escudo de
oro. Al parecer, protege los códigos no sólo de los ataques de Silverman, sino también de una
plétora de otros ataques. Pasado el pánico inicial, los desarrollos siguientes se han caracterizado
por el retorno a una serenidad más acorde con el mundo académico, y Koblitz aún se divierte
dictando la conferencia que ha dedicado a la historia completa y que lleva por título: «Cómo las
matemáticas puras casi provocan el hundimiento de los e-negocios». La historia pone en
evidencia cómo los progresos realizados en los rincones más oscuros o abstractos del mundo
matemático tienen hoy la capacidad de poner de rodillas al mundo económico.
Es exactamente por estas razones que la empresa AT&T y los servicios de seguridad
nacionales vigilan con cuidado el mundo «amable y puro», por decirlo con Hardy, de la teoría
de los números. En los años ochenta y noventa el responsable de los laboratorios de
investigación de la AT&T, Andrew Odlyzko, empezó a dirigir los supercomputadores de la
empresa hacia regiones del paisaje de Riemann que nunca antes se habían tenido en cuenta. Si
no esperamos encontrar un contraejemplo a la hipótesis de Riemann, ¿por qué gastar tantas
energías y tanto dinero de la AT&T para el cálculo de las posiciones de los ceros? Lo que ha
estimulado el interés de Odlyzko es la noticia de algunas extrañas predicciones teóricas hechas
por el matemático estadounidense Hugh Montgomery sobre los ceros situados en puntos
remotos de la recta mágica de Riemann. Odlyzko ha comprendido que si aquellas predicciones
fueran correctas, entonces está a punto de tener lugar uno de los avances más extraños e
imprevistos de la historia de los números primos.
11
DE LOS CEROS ORDENADOS AL CAOS CUÁNTICO

El único viaje verdadero hacia el descubrimiento no consiste en la búsqueda de nuevos paisajes, sino en mirar con
nuevos ojos.
MARCEL PROUST
En busca del tiempo perdido

C
¿ ómo se disponen los puntos a nivel del mar del paisaje zeta a lo largo de la recta mágica de
Riemann? Parecía una pregunta loca, pero Hugh Montgomery no había pretendido planteársela.
En efecto, casi todos consideraban por lo menos arriesgado plantearse tal cuestión cuando nadie
era capaz de demostrar que los ceros están realmente sobre la recta. Sin embargo, las
sorprendentes configuraciones que Montgomery descubrió tras planteársela representan hoy el
mejor indicio sobre dónde buscar una solución a la hipótesis de Riemann. Si Montgomery se
planteaba la pregunta era, en primer lugar, porque le ayudaría a comprender una cuestión de
naturaleza muy distinta, una cuestión que le atraía desde el tiempo de sus estudios de
doctorado. En aquella época se movía en un área del mundo matemático aparentemente
inconexa, en búsqueda de una ocasión para destacar cuando, igual que Alicia, sin sospechar
nada, se encontró en un pasadizo secreto del que salió a un paisaje misterioso que era, mira por
dónde, precisamente el de Riemann.
A diferencia de la cohorte de matemáticos que calzan sandalias y visten camisetas y
vaqueros, Montgomery viste de manera impecable, con traje y corbata: su forma de vestir es un
reflejo de su carácter reservado y del control con el que ejerce su propia existencia de
matemático. A pesar de ser originario de los Estados Unidos eligió hacer su doctorado en
Inglaterra, en Cambridge, donde se convirtió en un apasionado de los fastos de la vida del
College. Montgomery, como joven matemático nació gracias a un experimento educativo de
los años sesenta para enseñar matemáticas a los escolares. El objetivo no era inculcar a los
escolares un canon que fuese aceptado sin explicaciones sobre cómo los matemáticos habían
llegado a un descubrimiento, sino capturar el verdadero espíritu de la actividad del matemático.
Montgomery y sus compañeros recibían las explicaciones de los axiomas fundamentales y
luego se les pedía que dedujeran consecuencias por sí mismos. En lugar de mostrarles el
monumento como si fueran turistas, se los armaba de reglas de deducción y se los dejaba libres
para reconstruir por su cuenta el edificio matemático. Ello proporcionó a Montgomery un buen
punto de partida:
Fui realmente afortunado porque aquel programa didáctico hizo que me apasionara por las
matemáticas. Una vez en la Escuela secundaria comprendí lo que significaba ser
matemático. Naturalmente, el problema era que tenían que reciclar a todo el profesorado de
matemáticas para que estuvieran en condiciones de aplicar el método. Tuve la suerte de ser
alumno de uno de sus inventores. A pesar de afectar a un número de estudiantes
relativamente pequeño, el proyecto produjo una cantidad sorprendentemente grande de
matemáticos profesionales.

En la escuela, Montgomery se divertía especialmente explorando las propiedades de los


números, sobre todo de los números primos. También descubrió lo poco que se sabía sobre
estos números especiales: ¿existen infinitos números primos gemelos como 17 y 19 o
1.000.037 y 1.000.039? ¿Todo número par es suma de dos números primos, como conjeturó
Goldbach? Montgomery tuvo que esperar a su doctorado en Cambridge para oír hablar del más
importante de los problemas sobre números primos: la hipótesis de Riemann. Pero otro
problema llamó su atención cuando cayó víctima de la gran tradición matemática de
Cambridge.
Cuando llegó a Cambridge, a finales de los sesenta, Montgomery encontró un ambiente
festivo: en el Departamento de Matemática se celebraba un avance importante para la solución
de un problema propuesto por el gran Gauss. Alan Baker, profesor del Trinity College, había
conseguido avances significativos en la factorización de los números imaginarios. Se trata de
un problema que Gauss había tratado extensamente en sus Disquisitiones arithmeticae. El
conjunto de los números primos que forman un número ordinario, por ejemplo 140, es único;
en el caso de 140, estos primos son 2, 2, 5 y 7. No existe elección alternativa de números
primos que al multiplicarlos nos den 140. En cambio, los números imaginarios no se comportan
tan bien: Gauss se extrañó mucho al descubrir que quizá había más de una manera de construir
un número imaginario utilizando números primos.
Montgomery estaba ansioso por participar de la excitación que había provocado la solución
de Baker a uno de los problemas de Gauss. Esperaba ganar fama matemática extendiendo las
ideas de Baker a otro de los problemas propuestos por Gauss. Sacar partido de la contribución
de Baker resultaría difícil, pero Montgomery no desesperó: empezó a leer muchísimo,
estudiando toda la teoría de los números que pudo. No habría podido encontrar un ambiente
mejor: Cambridge, con su larga tradición corroborada por Hardy y Littlewood, era un lugar
fantástico para absorber nuevas ideas. Descubrió que Hardy y Littlewood habían planteado
bellísimas conjeturas sobre la frecuencia de los números primos gemelos, que tanto lo habían
fascinado en sus tiempos de escolar.
También descubrió los desconcertantes teoremas de Gödel. En la escuela, Montgomery
había aprendido cómo el edificio matemático se construye deduciendo teoremas a partir de un
conjunto de axiomas. Según Gödel, sin embargo, esta técnica no funcionaría en algunos casos:
siempre habría conjeturas sobre los números que nunca podrían ser demostradas a partir de los
axiomas que Montgomery había aprendido durante sus años escolares. ¿Y si se descubriera que
no existía solución para alguno de los problemas sobre números primos que pretendía afrontar?
Corría el riesgo de pasarse la vida persiguiendo sombras.
Para ampliar sus propios horizontes más allá de las agujas y los patios del College de
Cambridge, Montgomery decidió pasar un año en el Institute for Advanced Study de Princeton.
Allí tuvo la oportunidad de expresar sus temores sobre el peligro de acabar intentando
demostrar lo indemostrable. Por tradición, todos los huéspedes del instituto, con independencia
de sus títulos académicos, son invitados a almorzar con el director. Cuando éste le preguntó en
qué estaba trabajando, Montgomery dijo que hacía tiempo que se interesaba por la conjetura de
los números primos gemelos, pero tenía que admitir que los teoremas de Gödel lo inquietaban.
La respuesta del director acrecentó el nerviosismo del joven matemático: «Bueno, ¿por qué no
se lo preguntamos a Gödel?». Dicho y hecho: llamaron a Gödel para que diera su opinión. Para
desgracia de Montgomery, Gödel no pudo garantizarle que algo como la conjetura de los
números primos gemelos fuera demostrable en base a los axiomas actualmente vigentes en la
teoría de los números.
El propio Gödel había manifestado preocupaciones análogas en relación con la hipótesis de
Riemann: quizá los axiomas que constituían los fundamentos del edificio matemático no eran
suficientemente amplios para sostener la demostración buscada, en cuyo caso existía la
posibilidad de continuar levantando el edificio sin encontrar nunca una conexión con la
hipótesis. Pero Gödel también ofrecía algún motivo de consolación: estaba convencido de que
cualquier conjetura realmente interesante no quedaría para siempre fuera de alcance: se trataba
simplemente de encontrar una nueva piedra angular con la que ampliar la base del edificio.
Sólo volviendo a los fundamentos de la disciplina y buscando la manera de ampliarlos sería
posible construir la demostración que faltaba. Si la conjetura era realmente importante —si el
resultado conjeturado era una extensión natural de lo que ya había sido demostrado— entonces,
creía Gödel, siempre sería posible encontrar la piedra que encajara con igual naturalidad en los
fundamentos existentes; gracias a este encaje se abriría la posibilidad de demostrar la conjetura.
El propio Gödel había demostrado que este procedimiento no permitiría establecer la validez de
cualquier conjetura, pero en la evolución permanente de las bases axiomáticas de las
matemáticas residía la esperanza de capturar un número cada vez mayor de problemas
irresueltos.
Montgomery volvió a Cambridge con mayor confianza en que su sueño de comprender los
misterios del universo de los números no fuera en vano. Volvió al estudio del problema de la
factorización de los números imaginarios de Gauss. A partir de sus lecturas sabía de la
existencia de una relación entre las propiedades del espacio de Riemann y los intentos que
Gauss había hecho en este campo. En concreto, a principios del siglo XX, la hipótesis de
Riemann había jugado un papel más bien paradójico en la demostración de una de las
conjeturas de Gauss sobre la factorización de los números imaginarios: la llamada conjetura del
número de clase.
En 1916, un matemático alemán, Erich Hecke, consiguió demostrar que si la hipótesis de
Riemann era cierta entonces también lo sería la conjetura del número de clase. La de Hecke era
una de tantas demostraciones «con reserva» que aparecieron durante el siglo. Para que se
confirmaran era necesario llegar a la cumbre del monte Riemann, obteniendo así acceso a los
tesoros que éste escondía. Ninguna de ellas podría llamarse «demostración» hasta que no se
demostrara la hipótesis de Riemann. El giro paradójico que Montgomery descubrió sobre la
conjetura del número de clase de Gauss salió a la luz pocos años más tarde: tres matemáticos,
Max Deuring, Louis Mordell y Hans Heilbronn, consiguieron demostrar que, si la hipótesis de
Riemann fuera falsa, entonces podría utilizarse para demostrar que la conjetura de Gauss sobre
la factorización de los números imaginarios era cierta. Se cerraba el círculo: en cualquier caso,
la intuición de Gauss sobre la factorización de los números imaginarios era correcta. La
demostración «sin reserva» de la conjetura del número de clase, en la que se combinaban la
demostración de Hecke y la de Deuring, Mordell y Heilbronn, es una de las más extrañas
aplicaciones de la hipótesis de Riemann.
Ahora Montgomery sabía hasta qué punto son importantes los ceros de Riemann para atacar
algunos de los problemas propuestos por Gauss sobre la factorización de los números
imaginarios. Si consiguiera demostrar que tendían a reagruparse a lo largo de la recta mágica de
Riemann, entonces estaba seguro de hacer progresos en la generalización del famoso trabajo de
Baker. La idea de que un cero fuera seguido casi inmediatamente por otro se inspiraba en la
conjetura de los números primos gemelos, que lo fascinaba desde los tiempos de la escuela:
¿estaría en condiciones de demostrar que los puntos a nivel del mar del paisaje de Riemann
pueden estar uno frente al otro, igual que los números primos gemelos que esperamos encontrar
infinitas veces? La existencia de puntos a nivel del mar muy próximos entre sí tendría
importantes consecuencias para el problema de la factorización de los números imaginarios:
¿sería el primer trofeo de Montgomery, el tipo de trofeo con el que sueña cualquier estudiante
de doctorado para hacerse un nombre en el despiadado mundo académico?
Montgomery estaba apostando por una distribución aleatoria de los ceros a lo largo de la
recta mágica de Riemann; una distribución que de algún modo reflejaba la de los números
primos a lo largo de la recta numérica. Al fin y al cabo, si los números primos parecían ser el
resultado del lanzamiento de una moneda, era razonable pensar que también los ceros de la
función zeta estuvieran distribuidos aleatoriamente. El azar crea siempre agrupaciones, que son
la razón por la que los autobuses llegan siempre de tres en tres y los números premiados en la
lotería a menudo están unos cerca de otros. Montgomery esperaba encontrarse con una serie de
pequeñas agrupaciones de ceros, que usaría para demostrar algunas ideas relativas a la
factorización de los números imaginarios.
El problema era que los indicios en los cuales basarse eran escasos. Los ceros cuya posición
se había calculado no eran suficientes para hacer visible ni siquiera uno de esos agrupamientos.
Por ello, Montgomery tuvo que hacer una aproximación indirecta. A falta de indicios
experimentales, ¿existía algún aspecto de la teoría que indicara una tendencia de los ceros a
agruparse? El método que Montgomery ideó era una ingeniosa inversión del papel que
habitualmente jugaban los ceros. La fórmula explícita que Riemann había descubierto
utilizando el paisaje zeta expresaba un nexo directo entre los números primos y los ceros. La
fórmula se interpretaba como una manera de comprender los números primos a través del
análisis de los ceros. Montgomery se limitó a invertir la ecuación: usaría los conocimientos
sobre los números primos para deducir el comportamiento de los ceros a lo largo de la recta
mágica de Riemann. Recordaba que Hardy y Littlewood habían hecho una estimación de la
frecuencia con la que se presentarían los primos gemelos a lo largo de los números primos:
quizá podría extender la estimación al comportamiento de los ceros. Pero cuando la insertó en
la fórmula explícita de Riemann descubrió con sorpresa y desilusión que la estimación de
Hardy y Littlewood no predecía realmente la existencia de agrupaciones de ceros.
Montgomery se puso a analizar con detalle aquella predicción: parecía indicar que, cuando
se iba hacia el norte a lo largo de la recta de Riemann, los ceros —a diferencia de los números
primos—, se repelían unos a otros. Montgomery pronto se dio cuenta de que a los ceros no les
gustaba nada la compañía: al contrario de lo que sucede con los números primos, a un cero
nunca le siguen otros ceros en rápida sucesión. De hecho, los resultados que obtuvo
Montgomery sugerían la posibilidad de que los ceros se distribuyeran de forma totalmente
uniforme a lo largo de la recta de Riemann, en claro contraste con la distribución aleatoria que
había esperado encontrar:

Los intervalos que separan gotas de lluvia, números primos y ceros de Riemann.
Montgomery buscaba la manera de describir su estimación del comportamiento de las
distancias que separan los puntos a nivel del mar. Para representar el campo de variación
teórico de la distancia entre ceros adyacentes, construyó un diagrama que se llama gráfica de
correlación de parejas. La curva que obtuvo era distinta de cualquier otra que hubiera visto
antes. No se parecía en absoluto a la que se obtiene, por ejemplo, cuando se colocan en un
diagrama las alturas correspondientes entre grupos de personas elegidas al azar, que es similar a
la clásica curva de campana que corresponde a la distribución gaussiana.

La gráfica de Montgomery. En el eje horizontal se coloca la distancia entre parejas de ceros,


mientras que el eje vertical mide el número de parejas para cada distancia dada.
La gráfica de Montgomery da el número de ceros que debería haber para cada posible
distancia que separa una pareja. La primera parte de la gráfica muestra que a los ceros no les
gusta estar cerca, ya que la altura de la curva se mantiene pequeña. Montgomery creía que en la
parte derecha de la gráfica se insinuaría un movimiento ondulatorio, que indicaría una
distribución estadística insólita y específica. No podía demostrar que la pauta de las distancias
entre ceros continuaría realmente de esta forma, ni tenía suficientes valores calculados de las
posiciones de los ceros para verificar experimentalmente la corrección de su propia predicción:
su extraña gráfica se basaba exclusivamente en la conjetura de Hardy y Littlewood sobre la
distribución de los números primos gemelos. Sin embargo, la gráfica no resultó tan nueva como
Montgomery creyó al principio.
Como esperaba descubrir que los ceros se agrupaban, Montgomery consideró su trabajo
como algo parecido a un fracaso. Había pensado usar las pequeñas agrupaciones de ceros sobre
la recta crítica de Riemann para responder a algunas de las preguntas planteadas por Gauss
sobre la factorización de los números imaginarios y que seguían pendientes de respuesta. Pero
había obtenido el resultado opuesto: si su nueva conjetura era cierta, si los ceros tendían a
alejarse; entonces la investigación de Montgomery no serviría para iluminar sus ideas de
partida. Pero cuando se emprende un viaje nunca se sabe dónde se acabará. Como Littlewood le
dijo a Montgomery una vez en Cambridge: «no tema trabajar sobre problemas difíciles, porque
durante el recorrido puede suceder que se resuelvan cosas interesantes». Littlewood lo había
experimentado en carne propia cuando, siendo estudiante de doctorado, su ignorante tutor le
había encargado el trabajo de demostrar la hipótesis de Riemann.
Montgomery había tropezado con aquella inesperada distribución de las distancias que
separan los ceros en el otoño de 1971. En marzo de 1972 defendió su tesis doctoral y aceptó
una plaza en la Universidad de Michigan, donde hoy es profesor. Aún estaba convencido de la
novedad e interés de sus ideas, pero una gran duda le preocupaba. Sabía que Atle Selberg se
había convertido en una especie de moderno Gauss: «Selberg tenía muchos trabajos inéditos, y
siempre existía el peligro de que dijera: “¡Oh sí, esto lo sé desde hace muchos años!”». Igual
que los nuevos descubrimientos anunciados por Legendre resultaron ser viejos resultados que
Gauss había anotado años antes en manuscritos inéditos, a menudo los matemáticos modernos
descubren que Selberg se les ha anticipado. Después de sus problemas de relación con Erdös
por la demostración elemental del teorema de los números primos, Selberg trabajó en absoluta
soledad sus propias ideas en el campo de la teoría de los números, y muchas de aquellas ideas
permanecen inéditas.
Así, de camino a un seminario dedicado a la teoría de los números en la primavera de 1972,
Montgomery decidió hacer escala en Princeton para hablar con Selberg sobre sus
descubrimientos. Había algo que lo angustiaba: «Estaba preocupado porque pensaba que quizá
hubiera un mensaje en lo que había hecho, y yo no sabía cuál era». Sin embargo, no fue Selberg
quien ayudó a Montgomery a interpretar aquel mensaje, sino otro miembro de la potente mafia
de Princeton.

DYSON, EL PRÍNCIPE ENCANTADO DE LA FÍSICA

El físico inglés Freeman Dyson se hizo famoso justo después de la guerra al proporcionar
su apoyo a un joven científico de espíritu independiente: Richard Feynman. Una vez licenciado
en Cambridge, Dyson obtuvo una beca en la Universidad de Cornell; allí conoció al joven
Feynman, que trabajaba en una interpretación absolutamente única y personal de la física
cuántica. Al principio muchos ignoraban lo que Feynman tenía que decir porque no
comprendían su lenguaje: Dyson captó la potencialidad de la perspectiva de Feynman y lo
ayudó a articular de manera más clara sus revolucionarias ideas. Hoy, los instrumentos
desarrollados por Feynman están en la base de gran parte de los cálculos que realizan los
físicos de partículas: si no hubiera sido por la capacidad interpretativa de Dyson, quizás esos
instrumentos se habrían perdido para siempre.
La física no fue lo primero que captó la imaginación de Dyson. Procedía de una familia de
fuerte tradición musical pero poco interesada por la ciencia. En la escuela, sin embargo, lo
embrujaron las embriagantes melodías de las matemáticas. Quedó fascinado por la teoría de las
particiones de Ramanujan, tras conseguir un ejemplar de uno de los libros que Hardy había
dedicado a la teoría de los números: «En los cuarenta años transcurridos desde aquel fausto día,
jamás he dejado de visitar el jardín de Ramanujan. Y cada vez hallo flores frescas, apenas
abiertas. Esto es lo más increíble de Ramanujan: descubrió una enorme cantidad de cosas pero
dejó otras tantas en su jardín para que otros pudieran descubrirlas».
Según Dyson, aunque todos exploren el mismo terreno, los científicos se dividen en dos
categorías: los pájaros y las ranas. Los pájaros vuelan a gran altura sobre su campo, hábiles
para comprender las grandiosas conexiones que cruzan el panorama; las ranas pasan su tiempo
chapoteando en el fango y nadando en un pequeño charco, con el que llegan a tener una gran
familiaridad. Las matemáticas eran la típica disciplina para los pájaros, pero Dyson se
consideraba una rana, lo que le llevó a ocuparse de cuestiones concretas de la física.
Gracias a su éxito en la promoción de la física cuántica de Feynman, Dyson atrajo la
atención del director del Institute for Advanced Study de Princeton, Robert Oppenheimer, el
físico que durante la Segunda Guerra Mundial había encabezado el programa nuclear de los
Estados Unidos. En 1953 Dyson aceptó la oferta de Oppenheimer y tomó posesión de una plaza
permanente en el Instituto. A pesar de su tono de voz suave y de su carácter discreto, las
opiniones directas de Dyson lo ayudaron a darse a conocer fuera de los círculos académicos. Se
hizo famoso por sus especulaciones sobre la posible existencia de civilizaciones extraterrestres.
La gran admiración de que gozaba entre el público, fascinado por el cosmos, alcanzó sus cotas
más altas durante los años cincuenta y sesenta, cuando trabajó en el Proyecto Orion, que
pretendía construir aeronaves capaces de transportar al hombre a Marte y Saturno.
A pesar de haber pasado todo el curso académico 1970-1971 en el Institute for Advanced
Study, cuando habló con Gödel por primera vez, Montgomery había tenido pocos contactos con
los físicos: la gran cantidad de especialistas en teoría de los números de Princeton bastaba para
mantenerlo ocupado; pero, como él mismo recuerda: «conocía a Dyson de vista. Teníamos una
especie de relación a base de saludos y sonrisas, aunque dudo que él supiera quién era yo. Yo
sabía quién era porque durante la Segunda Guerra Mundial se había dedicado a la teoría de los
números en Londres».
Durante la primavera de 1972, cuando decidió detenerse en Princeton, de camino a una
conferencia sobre teoría de los números, Montgomery dedicó la jornada a explicar sus ideas a
Selberg y a algunos teóricos de números que estaban de visita en el instituto. En su momento,
el trabajo se interrumpió para un ritual que se observa escrupulosamente en muchísimos
departamentos de matemáticas: el té de la tarde. La hora del té es siempre una ocasión
importante en Princeton, porque permite el intercambio de ideas entre gente dedicada a
disciplinas diversas. Montgomery estaba charlando con uno de los teóricos de números que
habían asistido a su seminario informal, Saravadam Chowla. Chowla era un estudiante de
Littlewood que había huido a los Estados Unidos en 1947 cuando, tras la fundación de los
nuevos estados de la India y Pakistán, su ciudad natal, Lahore, pasó a ser pakistaní. Se
convirtió en visitante asiduo del instituto, donde se ganó la simpatía de sus miembros
permanentes con su personalidad exuberante y su buen humor. Mientras charlaba con
Montgomery, el matemático indio descubrió a Dyson en la otra punta de la sala.
«Chowla dijo: “¿Conoce a Dyson?”, y respondí que no. “Permítame que se lo presente”.
Dije que no». Pero Chowla era famoso por no aceptar las negativas: es la única persona que ha
conseguido obligar a Selberg a escribir un artículo en colaboración. «Chowla fue muy
insistente, y me arrastró hasta Dyson para presentármelo. Yo me sentía avergonzado, no quería
molestar a Dyson, pero él fue muy cordial y me preguntó en qué estaba trabajando».
Montgomery empezó a hablar de lo que creía pudiera ser el comportamiento de los intervalos
que separan las parejas de ceros. En cuanto mencionó su gráfica de distribución de los
intervalos, los ojos de Dyson se iluminaron: «¡Pero si es exactamente el mismo
comportamiento de las diferencias entre pares de valores propios de las matrices aleatorias
hermitianas!».
Dyson explicó rápidamente a Montgomery que aquellas entidades matemáticas de nombre
esotérico eran utilizadas por los físicos cuánticos para predecir los niveles energéticos en el
núcleo de un átomo pesado cuando es bombardeado con neutrones de baja energía. Dyson, que
estaba en la vanguardia de aquellas investigaciones, señaló a Montgomery algunos de los
experimentos que se habían realizado para determinar aquellos niveles energéticos. De hecho,
cuando Montgomery fue a observar los intervalos entre niveles energéticos en el núcleo del
átomo de erbio, el sexagésimo octavo elemento de la tabla periódica, notó algo
extraordinariamente familiar: tomando una secuencia de los ceros de Riemann y poniéndola
junto a aquellos niveles energéticos medidos por vía experimental, se notaba al instante un
misterioso parecido. Tanto los intervalos entre los ceros como entre los niveles de energía se
sucedían de manera mucho más ordenada que si se hubieran elegido al azar.
Montgomery no podía creerlo: las configuraciones que preveía en la distribución de los
ceros eran idénticas a las que los físicos cuánticos estaban descubriendo en los niveles
energéticos de los núcleos de átomos pesados. Se trataba de configuraciones tan características
que el fuerte parecido no podía ser fruto de una coincidencia. Ahí estaba el mensaje que
Montgomery estaba buscando: quizá las matemáticas que se esconden en los niveles cuánticos
de energía en los núcleos de los átomos pesados son las mismas matemáticas que determinan
las posiciones de los ceros de Riemann.
Las matemáticas que explican estos niveles energéticos se remontan a la revelación que
supuso el inicio del desarrollo de la física cuántica en el siglo XX. Las partículas elementales,
como los electrones o los fotones, tienen dos características aparentemente contradictorias: por
una parte, se comportan de manera muy similar a minúsculas bolas de billar, pero, al mismo
tiempo, los experimentos revelan una naturaleza distinta, que sólo puede explicarse
considerando las «partículas» elementales como ondas. La física cuántica nació de los intentos
de la ciencia de explicar este desdoblamiento subatómico de la personalidad: la dualidad onda-
partícula.

TAMBORES CUÁNTICOS

A principios del siglo XX se desarrolló una imagen del átomo similar a la de un sistema
solar en miniatura, constituido por partículas indivisibles. El Sol, que se hallaba en el centro de
este minúsculo sistema, se llamó núcleo: los físicos descubrieron después que aquel núcleo
estaba formado a su vez por partículas que se llamaron protones y neutrones. Alrededor del
núcleo orbitaban los electrones, los planetas de la estructura atómica. Los progresos teóricos y
los experimentos obligaron rápidamente a los físicos a replantear el modelo; empezaron a ser
conscientes de que el átomo, más que como un sistema planetario, se comporta como un
tambor: las vibraciones que se crean cuando se percute el tambor están compuestas por algunas
formas de ondas fundamentales, cada una con su propia frecuencia característica. En teoría,
existen infinitas frecuencias posibles y, por tanto, el sonido del tambor es una combinación de
estas diversas frecuencias. A diferencia de los armónicos que produce una cuerda de violín, el
sonido del tambor es una mezcla mucho más compleja de frecuencias que vienen determinadas
por la forma del instrumento, por la tensión de la piel del tambor, por la presión exterior del
aire y por otros factores. La complejidad de las diversas formas de ondas producidas por un
tambor explica por qué muchos de los instrumentos de percusión de una orquesta no producen
una nota identificable.
Existe una manera de visualizar la complejidad de las vibraciones que componen el sonido
de un tambor. Un científico del siglo XIX, Ernst Chladni, ideó un experimento que se puso de
moda en las cortes europeas. (Napoleón quedó particularmente fascinado por la demostración,
y lo premió con seis mil francos). Para representar el tambor, Chladni utilizaba una placa
metálica cuadrada. Cuando la percutía, la placa emitía un horrible sonido metálico, pero
haciéndola vibrar hábilmente con un arco de violín, Chladni conseguía aislar cada frecuencia
individual. Recubriendo la placa con una fina capa de arena mostraba a su público los diversos
tipos de vibraciones que cada frecuencia básica produce en el metal. La arena se agrupaba en
las zonas de la placa que no vibraban, y sobre su superficie aparecían extrañas formas
regulares. Cada vez que Chladni hacía vibrar la placa con un nuevo golpe del arco, aparecía una
nueva forma en la arena, que significaba una nueva frecuencia.
Hacia 1920 los físicos comprendieron que las matemáticas que describen las frecuencias del
sonido emitido por un tambor podían usarse también para calcular los niveles energéticos de
vibración de los electrones en un átomo. En este sentido, átomo y tambor son físicamente
equivalentes: fuerzas presentes en el átomo controlan las vibraciones de las partículas
subatómicas, de la misma manera que la tensión de la membrana de piel o la presión del aire
gobiernan las vibraciones que terminan por formar el sonido del tambor. Cada uno de los
átomos es como una de las placas de Chladni. En el átomo, los electrones vibran sólo de
maneras bien definidas, como las que Chladni hacía visibles. Cuando un electrón se excita,
empieza a vibrar en una nueva frecuencia, de manera similar a como Chladni podía crear
nuevas formas en la arena extendida sobre su placa utilizando un arco de violín. Cada átomo de
la tabla periódica tiene su propio conjunto de frecuencias en las cuales prefiere vibrar con sus
electrones. Estas frecuencias son las huellas dactilares de los átomos, frecuencias que los
físicos utilizan con los espectroscopios para identificar los distintos átomos presentes en las
sustancias que están investigando.
Algunas de las extrañas formas de vibración de una placa metálica con que Chladni entretuvo a
Napoleón.
Para explicar las figuras —o formas de onda— que aparecen en la superficie del tambor, se
desarrolló una teoría matemática. La teoría se remonta a la ecuación de onda de Euler: basta
con insertar las propiedades físicas del tambor —su forma, la tensión de la membrana, la
presión del aire circundante— y las soluciones de la ecuación proporcionan las formas posibles
de la onda. La física del átomo difiere de la del tambor en que utiliza números imaginarios. Y
son los números imaginarios los que dan a la física cuántica su extraño carácter probabilístico.
En nuestro mundo ordinario, macroscópico, podemos medir sin influir sobre lo que
medimos. Cuando utilizamos un cronómetro no frenamos a los atletas cuyos tiempos medimos;
cuando medimos dónde ha caído una jabalina no alteramos la longitud del lanzamiento. Como
observadores, somos independientes del sistema que medimos. Pero en el mundo microscópico
las cosas son distintas: cuando observamos un electrón interactuamos con él, modificando
invariablemente su comportamiento.
La física cuántica intenta explicar lo que le sucede a una partícula antes de que entre en
juego el observador. Hasta que la observamos en nuestro mundo macroscópico, la realidad
cuántica sólo existe en el mundo de los números imaginarios: son ellos los que explican las
observaciones aparentemente inexplicables desde nuestra perspectiva macroscópica. Por
ejemplo, hasta que es observado, parece que el electrón puede estar al mismo tiempo en dos
lugares distintos, o que puede vibrar a muchas frecuencias distintas, que corresponden a
diversos niveles energéticos. Cuando observamos un acontecimiento en el mundo cuántico es
como si no estuviéramos viendo el acontecimiento en su mundo natural, sino su sombra
proyectada en nuestro mundo «real» de números ordinarios. El acto de la observación reduce el
mundo bidimensional de los números imaginarios a la línea unidimensional de los números
ordinarios. Antes de ser observado, el electrón vibrará, como un tambor, en una combinación
de frecuencias distintas. Pero cuando lo observamos no es como si escucháramos el sonido de
un tambor y oyéramos todas las frecuencias al mismo tiempo: sólo percibimos un electrón que
vibra a una sola frecuencia.
Dos de los personajes clave para la exploración del nuevo mundo de los cuanta fueron los
físicos de Gotinga Werner Heisenberg y Max Born. Al mirar por la ventana de su despacho, a
menudo Hilbert los veía caminar arriba y abajo por los prados de los alrededores del
departamento de Matemática, en plena discusión, dedicados a construir el modelo atómico del
siglo XX. Hilbert empezó a preguntarse si las posiciones de los ceros en el paisaje de Riemann
podrían explicarse a partir de las matemáticas de las vibraciones que Heisenberg estaba
elaborando para explicar los niveles energéticos en el átomo. Sin embargo, en aquella época
había poco sobre qué basarse. Los descubrimientos de Montgomery relanzaron la idea de
Hilbert de que la mejor oportunidad para comprender los ceros de Riemann vendría de la mano
de las matemáticas de los tambores cuánticos que, precisamente entonces, Born y Heisenberg
estaban creando para explicar los niveles energéticos. La combinación de números imaginarios
y de ondas originaba un característico conjunto de frecuencias que hacía pensar más en
tambores cuánticos que en una orquesta clásica. Pero, como Montgomery aprendió de Dyson
durante su breve encuentro en Princeton, las frecuencias características que se adaptan mejor a
las posiciones de los ceros de Riemann provienen de algunos de los átomos más complejos de
la orquesta cuántica.
UN RITMO FASCINANTE

El primer átomo analizado por los físicos cuánticos fue el de hidrógeno. Un átomo de
hidrógeno es un tambor muy sencillo: un electrón que órbita alrededor de un protón. Y las
ecuaciones que determinan las frecuencias o los niveles energéticos de este electrón y de este
protón son lo bastante simples como para poder resolverse con exactitud. Las frecuencias de
este único electrón tienen mucho que ver con los armónicos que produce una cuerda de violín.
Pero si bien los físicos cuánticos tuvieron éxito con el hidrógeno, en cuanto intentaron
continuar con la tabla periódica descubrieron que era prácticamente imposible describir el
tambor cuántico de manera precisa: cuantos más protones y neutrones había en el núcleo, y
cuantos más electrones había orbitándolo, más crecían las dificultades. Ante los 92 protones y
146 neutrones que forman el núcleo de un átomo de uranio 238, los físicos se encontraban
perdidos. El problema más difícil era determinar los niveles energéticos del núcleo, el sol
central del sistema atómico. Descifrar la forma del tambor matemático que determinaba estos
niveles energéticos nucleares era demasiado complicado. Incluso si los físicos hubieran
conseguido determinar qué tambores matemáticos producían los niveles energéticos, aquellos
tambores serían tan complejos que habría resultado imposible determinar sus frecuencias.
Hasta los años cincuenta no se encontró la manera de analizar aquellas estructuras tan
complicadas. En lugar de buscar la manera de establecer los valores precisos de cada nivel
energético particular, Eugene Wigner y Lev Landau decidieron estudiar sus pautas estadísticas:
hicieron con los niveles energéticos lo que Gauss había hecho con los números primos. Gauss
había desplazado su atención del intento de predecir la posición concreta de un número primo
en la sucesión, a una estimación de la cantidad de números primos que se encontrarían en
promedio a medida que se contaran. De la misma manera, Wigner y Landau sostenían la
oportunidad de un enfoque menos rígido del estudio de los niveles energéticos del átomo: el
análisis estadístico revelaría la probabilidad de encontrar, en una pequeña zona del espectro de
todas las frecuencias, los niveles energéticos de un núcleo particular.
El núcleo de uranio era tan complicado que existía un número enorme de posibles
ecuaciones con las que determinar sus niveles energéticos según el estado en que se encontraba
el uranio. Por ello, las esperanzas de estimar los valores estadísticos de los niveles energéticos
se reducían si los valores cambiaban drásticamente al cambiar el estado del núcleo. Como los
niveles se determinaban analizando tambores cuánticos, Wigner y Landau decidieron verificar
si la distribución de frecuencias variaba de forma incontrolada al cambiar la forma de los
tambores. Afortunadamente resultó que para gran parte de los tambores no sucedía. Wigner y
Landau descubrieron que, cuando elegían tambores cuánticos al azar, las frecuencias
específicas podían cambiar, pero no cambiaban los valores estadísticos de las frecuencias. En
resumen, por término medio los tambores cuánticos se comportaban de la misma forma. Pero
¿se comportaba el núcleo de un átomo pesado como un tambor cuántico medio? Wigner y
Landau estaban convencidos de que no había nada que hicieran distintos a los tambores que
describían —por ejemplo, el núcleo del uranio— de la mayoría de los tambores cuánticos.
La intuición de Wigner y Landau daba en la diana. Al comparar los valores estadísticos de
los niveles energéticos de un tambor cuántico elegido al azar con los de niveles energéticos
observados en los experimentos, encontraron una excelente concordancia. En particular, al
observar los intervalos que separan los niveles energéticos en un núcleo de uranio, parecía que
estos niveles energéticos se repelieran. De ahí la excitación de Freeman Dyson durante su breve
intercambio con Montgomery en Princeton: la gráfica que Montgomery le mostró tenía la
marca concreta de la descripción estadística de los niveles energéticos. Pero Montgomery había
hecho visible aquella extraña configuración en un área de la ciencia que parecía no tener nada
que ver.
En consecuencia, la siguiente pregunta que había que plantearse era por qué aquellas dos
entidades —niveles energéticos y ceros de Riemann— tenían algo en común, y qué era lo que
las relacionaba. Montgomery debió de sentir la misma impresión que un arqueólogo que
descubriera pinturas paleolíticas idénticas en cuevas situadas en extremos opuestos del mundo:
forzosamente tenía que existir un vínculo. Montgomery reconoce que su conversación con
Dyson fue probablemente una de las coincidencias más fortuitas de la historia de la ciencia:
«Fue por pura casualidad que estuviera allí, precisamente en el sitio justo». Desde los tiempos
de Galileo y Newton, a menudo la física y las matemáticas se mueven en territorios parecidos,
pero nadie habría esperado que la teoría de los números de Riemann y la física cuántica
estuvieran tan íntimamente ligadas. Los intentos de Montgomery por comprender la
factorización de los números imaginarios no lo habían llevado a ninguna parte, pero se había
metido en algo mucho más interesante: «Si consideramos los proyectos de investigación
fallidos, éste fue mejor que muchísimos otros», admite sonriendo Montgomery.
¿Qué significado tienen para la hipótesis de Riemann estas revelaciones surgidas durante
una pausa para el té en Princeton? Si los puntos a nivel del mar del paisaje de Riemann podían
explicarse a partir de las matemáticas de los niveles energéticos en física, entonces se perfilaba
la perspectiva excitante de conseguir demostrar por qué los puntos a nivel del mar se
encuentran sobre una misma recta: un cero que cayera fuera de la recta correspondería a un
nivel energético imaginario, es decir, una cosa prohibida por las ecuaciones de la física
cuántica. Nunca hasta entonces había existido una esperanza tan fundada de proporcionar una
explicación para la hipótesis de Riemann.
Mientras se efectuaban experimentos para confirmar el modelo de los niveles energéticos
en átomos pesados propuesto por Wigner y Landau, Montgomery seguía sin confirmaciones
experimentales del hecho de que los puntos a nivel del mar del paisaje de Riemann se
comportaran de la manera en la que él creía que debían hacerlo en base a la teoría. Nadie había
verificado que los ceros se repelieran realmente, como él sugería. El problema radicaba en que
las regiones del paisaje de Riemann en las que era probable que se produjeran estas pautas
estadísticas se encontraban muy lejos del alcance de los cálculos que Motgomery podía
efectuar.
En Cambridge, Montgomery había sabido de los descubrimientos de Littlewood respecto de
la imposibilidad de observar el verdadero carácter de los números primos a menos que nos
trasladáramos a los más remotos rincones del universo numérico. A pesar de que Littlewood
había demostrado teóricamente que en algunos casos la fórmula de Gauss para el cálculo de la
cantidad de números primos podía producir subestimaciones, nadie había podido confirmar este
hecho experimentalmente. Montgomery empezaba a resignarse a sufrir el mismo destino. Haría
falta algún tiempo antes de que los físicos experimentales construyeran aceleradores de
partículas capaces de generar la energía suficiente para confirmar las predicciones teóricas de
Wigner y Landau. Montgomery temía que los matemáticos nunca consiguieran calcular
números tan grandes como para verificar si los ceros situados en zonas remotas de la recta
crítica seguían efectivamente la pauta teórica prevista.
Pero Montgomery no había tenido en cuenta las grandes capacidades de cálculo de Andrew
Odlyzko y del supercomputador Cray que tenía a su disposición en el laboratorio de la AT&T,
en el corazón de Nueva Jersey. Odlyzko conocía las predicciones teóricas de Montgomery
sobre los intervalos que separan los ceros y de su paralelismo con los tambores aleatorios
escondidos en los niveles energéticos de los núcleos atómicos pesados. Precisamente éste era el
tipo de reto que lo fascinaba. Odlyzko empezó a salir a la caza de los ceros hasta más allá de
1012 unidades de distancia sobre la recta mágica de Riemann. Si imaginamos que el mapa del
paisaje de Riemann está centrado sobre Nueva Jersey y a cada unidad a lo largo de la recta
crítica le hacemos corresponder la distancia de un centímetro, en ese caso Odlyzko examinaba
áreas de la recta mágica de Riemann que se hallaban a una distancia equivalente a veinticinco
veces la de la Luna. Cuando el supercomputador Cray consiguiera analizar unos cien mil ceros,
Odlyzko sería capaz de examinar los valores estadísticos de los intervalos que los dividen. A
mitad de los ochenta estuvo preparado para publicar los resultados de sus cálculos: la
separación entre los ceros del paisaje de Riemann mostraba efectivamente un cierto parecido
con el de los niveles energéticos en los átomos pesados, pero era evidente que la
correspondencia no era perfecta. Aquella concordancia nunca habría satisfecho a un estadístico:
¿había que deducir que Motgomery se equivocaba? ¿O más bien Odlyzko habría tenido que
proseguir sus investigaciones más al norte?
Sin intimidarse en absoluto por la magnitud del trabajo, Odlyzko decidió llegar hasta 10 20
pasos hacia el norte. Si consideramos el mapa hipotético centrado en Nueva Jersey, ahora
Odlyzko estaba explorando regiones situadas a cien años luz de la Tierra, una distancia mayor
que la de Vega, la estrella desde la cual, en la novela Contacto de Carl Sagan, partía la
misteriosa sucesión de números primos. En 1989, Odlyzko presentó en una gráfica los
intervalos que separaban los ceros y los puso junto a los valores previstos por Montgomery:
esta vez la correspondencia era asombrosa. Se trataba de la prueba convincente de una nueva
propiedad de los ceros. Desde aquellas distancias siderales los ceros enviaban un mensaje muy
claro: los producía un complicado tambor matemático.

MAGIA MATEMÁTICA

¿Hasta qué punto era significativa la concordancia estadística que había descubierto
Andrew Odlyzko? Quizá era posible obtener aquellos mismos datos estadísticos usando otro
tipo de matemáticas totalmente distinto. ¿Odlyzko nos estaba mostrando la dirección correcta o
más bien nos estaba complicando la vida?
Para responder a estas preguntas lo mejor es dirigirse a Persi Diaconis, estadístico de la
Universidad de Stanford y experto en desenmascarar presuntos fenómenos paranormales:
Diaconis ha contribuido a descubrir todo el montaje del «código secreto de la Biblia», el
presunto descubrimiento de mensajes y profecías escondidos en el texto de la Biblia. Ante los
datos de Riemann, Diaconis reconoce que le sería difícil encontrar una concordancia estadística
mejor: «Llevo toda la vida dedicado a la estadística, y nunca había visto datos que concordaran
tan perfectamente». Diaconis sabe muy bien que lo que parece válido desde un determinado
punto de vista debe examinarse desde todas las perspectivas para estar seguro de que alguna
imperfección reveladora no haya quedado hábilmente oculta. Diaconis es un maestro en esta
clase de trucos: al principio fue la magia, no las matemáticas, la que capturó su imaginación.
Durante su infancia, en Nueva York, Diaconis hacía novillos para escaparse a las tiendas de
magia. Su destreza atrajo la atención de uno de los más grandes ilusionistas de los Estados
Unidos: Dai Vernon. Cuenta Diaconis que Vernon, quien por entonces contaba sesenta y ocho
años, le ofreció unirse a él como ayudante en sus espectáculos itinerantes: «Mañana me voy a
Delaware, ¿quieres venir?». Con sus catorce años, Persi llenó una mochila y se marchó sin
decir nada a sus padres. Durante los dos años siguientes viajaron por todo el país:
Éramos como Oliver Twist y Fagin. La de los magos es una comunidad muy solidaria. Nada
que ver con barracones de feria o cosas así: son gente de la clase media alta, que lo hace por
pasión. A los magos les fascinan los que practican juegos de azar. Vernon y yo queríamos
descubrir a los tramposos, y si nos enterábamos de que un esquimal era capaz de repartir la
segunda carta con raquetas de nieve, nos íbamos a Alaska. Así eran nuestras aventuras. Lo
hicimos durante dos años, íbamos hacia donde nos llevaba el viento. Frecuentando a los
jugadores se oía hablar de probabilidad con frecuencia. Quedé fascinado y quise saber más
sobre esto.

Durante sus viajes, Diaconis empezó a leer libros sobre las matemáticas de la probabilidad.
Como tantas otras veces, fue la influencia decisiva de un libro concreto lo que puso en marcha
la carrera de uno de los matemáticos más fascinantes de nuestro tiempo: cayó en sus manos An
Introduction to Probability Theory and its Applications, de William Feller, uno de los textos
universitarios clásicos sobre el tema. Con su falta de base matemática, Diaconis no sabía por
dónde empezar. Decidió que la única manera de avanzar era inscribirse en los cursos nocturnos
del City College de Nueva York. El interés se convirtió en pasión. En dos años y medio se
licenció, y rápidamente se inscribió en los cursos de doctorado. Harvard dio una oportunidad a
aquel estudiante poco convencional, que desde entonces no se ha detenido.
Diaconis permanece fiel a sus raíces de ilusionista, y reconoce que ambas artes tienen
mucho en común.
Mi manera de hacer matemáticas es muy similar a la magia. En ambas disciplinas tienes un
problema que debes intentar resolver respetando ciertos límites. En matemáticas son los de
una argumentación lógica construida con los instrumentos que tienes a tu disposición, y en
el caso de la magia significa utilizar tus instrumentos y tu destreza para producir
determinado efecto sin que el público se dé cuenta de los que estás haciendo. El proceso
intelectual es casi el mismo en ambos campos; una cosa que distingue magia y matemáticas
es la competición: en matemáticas la competición es mucho más dura que en el mundo de la
magia.

Como estadístico, Diaconis está interesado en el problema de establecer si algo es o no


aleatorio. Consiguió salir en la primera página del New York Times por su análisis del barajado
de naipes. Según Diaconis, un jugador medio necesita siete cortes para poner las cartas en un
orden aleatorio. Pero esto es cierto para el jugador medio que hace cortes medios: las cosas
cambian notablemente si el que baraja las cartas tiene las manos mágicas de Diaconis. Muchos
de sus trucos se basan en su capacidad de efectuar el corte perfecto: sabe que ocho cortes
perfectos seguidos devuelven las cartas a su disposición inicial, aunque el público esté
convencido de que se trata de un orden aleatorio. Es particularmente hábil para distinguir si una
baraja mezclada está «clavada». Diaconis ha conseguido tal reputación con su habilidad para
determinar regularidades allá donde otros sólo ven caos, que fue contratado por Las Vegas para
controlar que las máquinas electrónicas con las que se barajan las cartas no revelen nada al
jugador experto.
Diaconis sintió curiosidad cuando los teóricos de números hicieron correr la noticia de que
Montgomery y Odlyzko afirmaban que los ceros del paisaje de Riemann presentaban el mismo
aspecto que las frecuencias de un tambor cuántico. Si había alguien preparado para husmear un
posible gato encerrado, ése era él: «Por esto llamé a Andrew y le dije que quería los ceros. Me
dio unos cincuenta mil, todos para mí, a partir de más o menos 1020». Diaconis probó un
método nuevo de verificación que había descubierto durante su estancia en la AT&T para
trabajar en la codificación de conversaciones telefónicas: «Peiné los ceros en todos los
sentidos, y descubrí que se adaptaban perfectamente a las predicciones teóricas». Se trataba de
una última confirmación de que los ceros derivaban de los redobles de un tambor matemático
aleatorio cuyas frecuencias se comportaban como los niveles energéticos de la física cuántica.
Para Diaconis, las relaciones entre los números primos y los niveles de energía no son un
engaño maligno de la naturaleza, sino auténtica magia.
Una vez descubierto, este nuevo tratamiento estadístico empezó a emerger por todas partes:
núcleos pesados, ceros de las funciones zeta de Riemann, secuenciación del ADN, propiedades
del cristal. Lo más curioso, sin embargo, es la posibilidad de utilizarlo para responder a otro
problema pendiente: ¿cuál es la probabilidad de completar un solitario de cartas? Naturalmente,
fue Diaconis quien descubrió esta aplicación.
En uno de los solitarios más difundidos, se distribuyen las cartas en siete columnas: una
carta en la primera columna, dos en la segunda… y siete en la última. La última carta de cada
columna está descubierta; el resto de cartas se van girando de tres en tres. Se puede colocar una
carta descubierta sobre otra si la carta que se tiene que poner es de color distinto de la carta
sobre la que se quiere colocar y la sigue en orden decreciente de valor. Así, por ejemplo, un 7
rojo puede colocarse sobre un 8 negro, y una J negra sobre una Q roja. Cuando aparecen, los
ases abren nuevas pilas, una separada de la otra. Sobre cada as se colocarán, en orden creciente,
las cartas del palo correspondiente, hasta completarlas.
El Klondike, uno de los más populares solitarios de naipes, que aún es un misterio para los
matemáticos.
El juego tiene diversos nombres, de los cuales el más conocido es el Klondike. Existen
otras variantes del juego. En Las Vegas se puede comprar un juego por 52 dólares y, en lugar
de reutilizar las cartas que han quedado en la baraja tras cada ciclo descubriendo una de cada
tres, se pueden descubrir las cartas de una en una, pero sólo una vez. La banca paga cinco
dólares por cada carta que se consigue colocar en las cuatro pilas ordenadas por palos
empezando por los ases.
A pesar de que el solitario se juega desde 1780 o antes, y es familiar a casi todos los
poseedores de un ordenador personal, nadie sabe con qué frecuencia se consigue terminarlo. Si
tenemos en cuenta que jugar al Klondike en Las Vegas puede hacer ganar cinco dólares por
carta, valdría la pena saber qué probabilidades tenemos de completarlo. Incluso un juego de
aspecto tan sencillo tiene suficientes elementos de complejidad como para eludir los intentos de
Diaconis de calcular la tasa media de éxito. A partir de los datos que ha recogido a lo largo de
años, parece que el solitario se completa una vez de cada quince. A él, sin embargo, le gustaría
demostrarlo.
Una estrategia muy común para resolver un problema matemático difícil es empezar por un
problema más fácil: Diaconis ha analizado una versión muy simplificada del solitario Klondike
y ha tenido la gran sorpresa de descubrir que la frecuencia media de éxito tiene un nexo
profundo con las frecuencias de los tambores matemáticos aleatorios. Sin embargo, y a pesar de
los avances conseguidos, Diaconis cree que un análisis completo del solitario Klondike está
aún lejos. Promete a sus estudiantes que llegarán a la primera página del New York Times si
triunfan en la empresa. A pesar de las prometedoras conexiones con los tambores matemáticos
aleatorios, tanto el solitario Klondike como la hipótesis de Riemann siguen resistiéndose.

BILLARES CUANTICOS

Los teóricos de números intentaban situarse ante el extraño giro que había tomado su
disciplina tras el breve encuentro informal entre Montgomery y Dyson. A pesar de que el
análisis de Montgomery parecía indicar que en el origen de los ceros de Riemann se podía
encontrar la física de los tambores cuánticos, pocas cosas más iluminaban el recorrido: ¿dónde
estaba escondido el tambor mágico? A juzgar por los datos estadísticos y por los indicios
recogidos hasta el momento, el tambor específico asociado a los ceros de Riemann no parecía
distinto de cualquier otro tambor elegido al azar. Ciertamente, esto no facilitaba su
determinación. Cuando se analizó más a fondo aquella extraña relación, resultó claro que el
nexo con la física cuántica no representaba el único giro sorprendente en la historia de los ceros
de Riemann. En realidad emergió un nuevo nexo que ayudaría a los matemáticos en su
búsqueda del tambor cuántico.
Diaconis y los otros estadísticos han desarrollado una serie de armas sofisticadas para
verificar la solidez de cualquier afirmación susceptible de ser analizada. El «código secreto de
la Biblia» parecía estadísticamente significativo porque los que lo proponían mostraban los
datos siempre y sólo desde un punto de vista particular. Pero cuando fue sometido a otras
verificaciones se desmoronó. A pesar de que las previsiones teóricas de Montgomery habían
resistido las verificaciones de Diaconis, en Nueva Jersey, Odlyzko empezaba a inquietarse por
algunos resultados de sus nuevos cálculos. Había empezado a utilizar otro test estadístico para
comprender si el nexo entre ceros de Riemann y física cuántica tenía una base real, y había
notado que en los datos relativos a los ceros de Riemann empezaban a insinuarse preocupantes
discrepancias.
Odlyzko estaba considerando otra medida estadística llamada varianza. Trazó la gráfica de
los ceros de Riemann y la comparó con la gráfica correspondiente que se obtenía a partir del
análisis de las frecuencias de un tambor cuántico aleatorio. Observando las pautas de los dos
gráficos notó que, si bien al principio había una muy buena correspondencia, a partir de un
cierto punto los datos relativos a los ceros de Riemann se apartaban bruscamente de la gráfica
de las frecuencias teóricas de los tambores cuánticos aleatorios. La primera parte de la gráfica
confirmaba la pauta estadística de la distancia entre ceros adyacentes. Pero cuando Odlyzko
procedió al análisis, descubrió que empezaban a aparecer discrepancias. La gráfica ya no seguía
la pauta estadística de las distancias entre ceros consecutivos, como sucedía al principio, sino
más bien el de la distancia entre el N-ésimo y el (N+100)-ésimo cero. En un primer momento,
Odlyzko creyó que la desviación podía deberse a un error en los cálculos. En cambio, descubrió
que estaba asistiendo por primera vez a los efectos producidos en el espacio de Riemann por
otro importante tema del siglo XX: la teoría del caos.
Como la física cuántica, también la teoría del caos se ha afirmado en la cultura popular. En
los años noventa, no había fiesta sin la imagen de un fractal proyectada en las paredes. A pesar
de su complejidad visual, los fractales se generan por leyes de aspecto aparentemente inocuo.
La teoría del caos, las matemáticas que se esconde tras estas imágenes, ayuda a comprender por
qué, por muy simples que puedan ser las leyes de la naturaleza, la realidad aparece
infinitamente compleja. El término «caos» se utiliza cuando un sistema dinámico es muy
sensible a las condiciones iniciales; cuando una mínima variación en el momento de iniciar un
experimento produce una diferencia drástica en los resultados obtenidos, ésta es la
inconfundible firma del caos.
Una de las manifestaciones de las matemáticas del caos se encuentra en el juego del billar.
Si damos un fuerte golpe a una bola en una mesa de billar, la trayectoria que seguirá vendrá
determinada por los ángulos con que choca con los bordes de la mesa. La cosa se pone
interesante cuando se modifica muy poco la dirección inicial de tiro: ¿la trayectoria se aparta o
no drásticamente de la que siguió la primera vez? La respuesta depende de la forma de la mesa.
En una mesa de billar rectangular normal, no se pone de manifiesto ningún comportamiento
caótico en la trayectoria de la bola (a pesar de lo que probablemente creen muchos jugadores
aficionados). La trayectoria de la bola es perfectamente previsible, y un ligero cambio en la
dirección inicial del tiro no la altera sensiblemente. Pero en una mesa de billar de forma
parecida a la de un estadio, las trayectorias de las bolas toman un aspecto totalmente distinto: si
ahora lanzamos con fuerza dos bolas variando sólo mínimamente sus direcciones iniciales,
seguirán trayectorias totalmente distintas que no parecerán tener nada en común. Como se
puede observar en la gráfica siguiente, la física de una mesa de billar con forma de estadio es
caótica, en claro contraste con las previsibles trayectorias que siguen las bolas en una mesa
rectangular normal.
Movimiento caótico: las trayectorias trazadas de las bolas en una mesa de billar con forma de
estadio.
Al aparecer las matemáticas del caos, en los años setenta, algunos físicos cuánticos
empezaron a interesarse por las implicaciones de la nueva teoría para su campo de
investigación. En concreto, se preguntaban qué sucedería si jugaran a ese tipo de billar en
escala atómica: al fin y al cabo, en algún sentido los electrones se comportan como bolas de
billar microscópicas.
Utilizando materiales semiconductores, los mismos con los que se fabrican los microchips
de los ordenadores, se puede construir una mesa de billar tan pequeña que cabrían centenares
de ellas en la cabeza de un alfiler. Los físicos empezaron a analizar el movimiento de un
electrón que rebota contra las paredes de esta minúscula mesa. El electrón, sin su atracción por
el átomo, es libre de moverse por el semiconductor. Precisamente es este movimiento de los
electrones el que hace posible la transferencia de datos en el chip del ordenador. Pero la
trayectoria de un electrón no es completamente libre: aunque no orbite ya alrededor del núcleo
de un átomo, sus movimientos están limitados por los bordes de la mesa. Los físicos tenían
interés en estudiar los efectos que las distintas formas de la mesa podrían tener tanto sobre el
comportamiento ondulatorio del electrón como sobre su movimiento de partícula, asimilable al
de una bola de billar. Igual que un electrón ligado a un átomo vibra con ciertas frecuencias
características, otro tanto hace un electrón libre cuando traza una trayectoria sobre su minúscula
mesa.
Cuando los físicos analizaron la pauta estadística de los niveles energéticos, descubrieron
que variaba según la mesa de billar producía trayectorias caóticas o normales. Si los electrones
se encerraban en una zona rectangular, en la que trazaban trayectorias normales, no caóticas,
entonces sus niveles energéticos se distribuían de manera bastante aleatoria. Pero el análisis
estadístico proporcionaba valores muy distintos cuando se confinaba a los electrones en una
zona con forma de estadio, en la que sus trayectorias eran caóticas: los niveles energéticos
dejaban de ser aleatorios. Más bien seguían una pauta mucho más uniforme, en la que nunca
compartían dos niveles próximos.
Era una nueva manifestación de la extraña repulsión entre niveles energéticos. Los billares
cuánticos caóticos producían la misma pauta regular que ya había sido observada por Dyson en
los niveles energéticos de los núcleos de átomos pesados, y por Montgomery y Odlyzko en la
situación de los ceros de Riemann. Estos niveles energéticos casaban muy bien con la
distribución estadística de las frecuencias de un tambor cuántico aleatorio. Pero se descubrió
que no todos los datos estadísticos coincidían a la perfección: los físicos estaban empezando a
comprender que la distribución de las distancias entre el N-ésimo y el (N+100)-ésimo nivel
energético cambiaba según se estuviera jugando en un billar cuántico o simplemente se
midieran las frecuencias de un tambor cuántico aleatorio.
Uno de los expertos en este cóctel entre teoría del caos y física cuántica es sir Michael
Berry, de la Universidad de Bristol. Berry ha sido el primero en comprender que las
desviaciones que había notado Odlyzko entre las gráficas de la varianza de los ceros de
Riemann y de los tambores cuánticos aleatorios indican que un sistema cuántico puede ofrecer
el mejor modelo físico para el comportamiento de los números primos. Berry es una figura
carismática de la comunidad científica actual: da un aire de sofisticación a su disciplina que
quizá falta a los que viven inmersos en el mundo científico. Es un hombre del Renacimiento,
que gusta de citar tanto a los gigantes de la literatura como a los de la ciencia para persuadir a
los demás de su propia visión del mundo. Además, es un experto en hallar la imagen perfecta
con que penetrar en la complejidad de las fórmulas matemáticas. Es una gran suerte para los
matemáticos que este caballero inglés se haya unido a sus filas en el asalto a la hipótesis de
Riemann.
Berry quedó fascinado por los números primos en los años ochenta, cuando leyó en el
Mathematical Intelligencer un artículo titulado «Los primeros cincuenta millones de números
primos». El artículo era de Don Zagier, el mosquetero de las matemáticas del Instituto Max
Planck que había retado en duelo a Bombieri por la hipótesis de Riemann. En el artículo,
Zagier no proponía una aburrida lista de millones de números, sino que explicaba cómo utilizar
los ceros de Riemann para crear ondas que reproducían mágicamente la cantidad de números
primos que se espera encontrar a medida que se va contando. «Era un artículo magnífico. Los
ceros de Riemann, pensé, son una cosa maravillosa». Berry fue capturado por la interpretación
física del descubrimiento de Riemann: la existencia de una música en el interior de los números
primos.
Siendo físico, Berry aporta al estudio de los números primos una capacidad de captar las
relaciones con la realidad física de la que carecen la mayoría de los matemáticos. Los
matemáticos pueden pasar tanto tiempo en el mundo abstracto de sus construcciones mentales
que terminan por olvidar todas las relaciones entre las matemáticas y la realidad física que los
rodea. Riemann había transformado los números primos en funciones de onda; para un físico
como Berry, estas ondas no son sólo una música abstracta, sino que pueden traducirse en
sonidos reales, sonidos que cualquiera puede escuchar. En sus presentaciones de la hipótesis
proponía siempre la audición de una grabación de la música de Riemann: un ruido blanco,
suave y sordo. Berry lo describe como «una especie de música bastante posmoderna, pero
gracias a la obra de Riemann podemos decir lo que Bernard Shaw le dijo a Wagner: “esta
música es mejor de lo que suena”».
El interés de Berry por los números primos coincidió con una mejor comprensión de las
diferencias entre la distribución de los niveles energéticos en los electrones en los billares
cuánticos y la de los niveles energéticos en un tambor cuántico aleatorio: «Pensé que podría ser
interesante reexaminar la historia de los ceros de Riemann y las ideas de Dyson a la luz de las
nuevas relaciones con el caos cuántico». La particular distribución que Berry había descubierto
en los niveles energéticos de los billares cuánticos, ¿se reflejaría en la distribución de los ceros
en el paisaje zeta de Riemann? «Pensaba que sería muy bonito comprender si los ceros se
comportaban realmente de aquella manera, y por ello hice algunos cálculos aproximativos».
Pero no disponía de datos suficientes: «Más adelante supe que Odlyzko había efectuado sus
famosos cálculos. Le escribí y estuvo muy dispuesto a ayudarme. Me explicó que estaba un
poco preocupado porque a partir de un cierto punto sus cálculos habían empezado a manifestar
algunas desviaciones: creía haber cometido algún error».
Pero Odlyzko no tenía la intuición de un físico. Cuando Berry comparó los ceros con los
niveles energéticos de los billares cuánticos aleatorios, descubrió una concordancia perfecta.
Las discrepancias que Odlyzko había observado resultaron ser el primer signo de la diferencia
entre la distribución de las frecuencias en un tambor cuántico aleatorio y la de los niveles de
energía de los billares cuánticos caóticos. Odlyzko no sabía nada de este nuevo sistema
cuántico caótico, pero Berry lo reconoció rápidamente:
Fue un gran momento, porque el resultado era manifiestamente correcto. Para mí se trataba
de una prueba circunstancial, aunque convincente e incontrovertible, de que, si aceptamos la
certeza de la hipótesis de Riemann, entonces en la base de los ceros de Riemann no habría
simplemente un sistema cuántico, sino un sistema cuántico con una contraparte clásica,
moderadamente simple aunque caótico. Fue un momento delicioso: era, por así decir, un
regalo que la mecánica cuántica hacía a la teoría de los ceros de Riemann.

Lo más curioso es que, si el secreto de los números primos es verdaderamente un juego de


billar cuántico, entonces los números primos se representan mediante trayectorias muy
especiales sobre la mesa de billar. Algunas trayectorias hacen volver la bola al punto de partida
tras un cierto número de rebotes en la mesa, que a partir de entonces se vuelven iguales a sí
mismas. Parece que estas trayectorias especiales son precisamente las que representan los
números primos: a cada trayectoria le corresponde un número primo, y cuanto más tarda una
trayectoria en repetirse, mayor es el número primo correspondiente.
El nuevo giro conseguido por Berry podría llevar a una unificación de tres grandes temas
científicos: la física cuántica (la física de lo extremadamente pequeño), el caos (las matemáticas
de la impredecibilidad) y los números primos (los átomos de la aritmética). Después de todo,
quizás el orden que Riemann había esperado descubrir en los números primos se describe por el
caos cuántico. Una vez más, los números primos hacen gala de su carácter enigmático. La
relación aparente entre la distribución estadística de los ceros y la de los niveles energéticos ha
llevado a muchos físicos a la búsqueda de una demostración de la hipótesis de Riemann. En el
origen de los ceros podrían estar las frecuencias de un tambor matemático; si así fuera, los
físicos cuánticos serían los mejor equipados para localizarlos: sus propias existencias bailan al
son de aquellos tambores.
Ahora bien, a pesar de todas estas pruebas de que los ceros de Riemann son vibraciones,
aún no sabemos qué es lo que vibra. Puede ser que la fuente de las vibraciones sea puramente
matemática, sin ningún modelo físico. Ciertamente, las matemáticas que explican los ceros
podrían ser las mismas matemáticas del caos cuántico, pero ello no significa que la solución
tenga necesariamente una manifestación física. Berry no lo cree así; según él, cuando las
matemáticas estén completamente definidas emergerá el correspondiente modelo físico cuyos
niveles energéticos reflejarán los ceros de Riemann: «No tengo la menor duda de que, cuando
alguien encuentre el origen de los ceros, ese alguien construirá el modelo físico». ¿Sería
posible que tal modelo ya existiera, escondido en algún rincón del universo, esperando a ser
descubierto? Quizá los números primos cósmicos que Ellie Arroway descubre en la novela
Contacto de Carl Sagan no son una señal de vida extraterrestre, sino sólo las frecuencias de
vibración de una estrella de neutrones. Tal como explica Berry, «Existe el famoso principio
totalitario según el cual todo lo que está permitido por las leyes de la física puede encontrarse
en alguna parte de la naturaleza. Soy escéptico sobre la aplicación del principio a este caso. Lo
que sí es cierto es que se podría conseguir crear el modelo de una u otra forma».
Si Odlyzko ha tenido a la AT&T a sus espaldas, Berry y su grupo de investigación se han
beneficiado durante algunos años del apoyo de otro importante actor económico: en Bristol, su
sede central del Reino Unido, la Hewlett-Packard contrató a algunos miembros del grupo de
Berry para que contribuyeran a la explotación del poder de la física cuántica. En Hewlett-
Packard sabían que cualquier progreso en dirección de la hipótesis de Riemann tenía la
capacidad implícita de mejorar nuestra comprensión del juego de billar cuántico. Y, puesto que,
las reglas del billar cuántico determinan el comportamiento de los circuitos electrónicos de los
ordenadores, en la medida en que los electrones se lanzan a toda carrera por los surcos
grabados en los microchips, sabían también hasta qué punto era importante estar al día de los
progresos de los expertos jugadores de billar cuántico que contrataban.

42: LA RESPUESTA A LA PREGUNTA FUNDAMENTAL

Aunque los colosos como AT&T y Hewlett-Packard hayan tenido que reducir sus
inversiones en los números primos como consecuencia del período de estancamiento que ha
sufrido la industria de los ordenadores, hay todavía un actor económico que se permite
continuar con las investigaciones sobre este juego aparentemente abstracto. La Fry Electronics
es una cadena de unos veinte grandes almacenes de electrónica esparcidos por toda la costa
oeste de los Estados Unidos, que vende a todo el país accesorios para ordenadores y otros
artículos electrónicos. La empresa no puede ofrecer subvenciones similares a las de los gigantes
de la AT&T y la Hewlett-Packard pero, al visitar su sede central en Palo Alto (California),
hallaremos, junto a la entrada principal del gran almacén, una destartalada puerta metálica con
la placa American Institute of Mathematics.
El instituto es inspiración de uno de los administradores de la empresa: John Fry. Él y Brian
Conrey estudiaron matemáticas juntos en la Universidad de Santa Clara. Mientras Conrey ha
perseverado hasta conquistar un lugar en los libros al demostrar la pertenencia a la recta de
Riemann de la que hasta hoy es la más alta proporción de ceros, Fry se ha dedicado a una
aventura más comercial, pero no ha perdido su interés por las matemáticas. Cuando se produjo
la eclosión de la industria de la electrónica, Fry se preguntó si podía haber alguna forma de dar
su apoyo a la disciplina. Anteriormente había financiado un equipo de fútbol-sala, y por ello
decidió llevar su idea a la práctica financiando un equipo de matemáticos.
Fry contactó con Conrey, y juntos idearon un plan para coordinar los esfuerzos dedicados a
demostrar la hipótesis de Riemann. Para anunciar la iniciativa, los dos financiaron un encuentro
que debía de tener lugar en Seattle, en 1996, con ocasión del centenario de la demostración del
teorema de los números primos. No se trataba simplemente de aportar el dinero: pretendían
fomentar la adopción de un nuevo código de comportamiento en la colaboración entre
matemáticos. La hipótesis de Riemann es ya un trofeo tan ambicionado que muchos son reacios
a hacer pública incluso la más vaga de las ideas por miedo a proporcionar a algún otro la última
y decisiva pieza del rompecabezas. Conrey y Fry querían interrumpir ese ciclo que, a su modo
de ver, no llevaba a ninguna parte. En las reuniones y en los congresos se tenía que poner el
énfasis en compartir unas ideas que no necesariamente llevarían a resultados concretos.
Consiguieron incluso sentar a los matemáticos alrededor de una mesa como si tuvieran que
decidir sobre un plan empresarial.
La reunión de Seattle dio lugar a los que hoy son algunos de los indicios más convincentes
de que la hipótesis de Riemann tiene algo que ver con el caos cuántico. Los indicios se
materializaron después de que algunos de los matemáticos presentes plantearan sus dudas sobre
la oportunidad de basar el nexo exclusivamente en la observación de que las dos gráficas
parecen indistinguibles. Uno de los matemáticos que manifestaron su escepticismo fue Peter
Sarnak: a pesar de que quedó muy impresionado por la cantidad de analogías que se dan entre
el caos cuántico y los ceros de la función zeta de Riemann, Sarnak aún tenía que convencerse
de la existencia de un auténtico nexo.
Sarnak es una de las figuras más prestigiosas de Princeton. Fue, entre otras cosas,
confidente de Andrew Wiles cuando éste lanzaba con gran secreto su ataque al último teorema
de Fermat. El interés de Sarnak por la hipótesis de Riemann había nacido a mediados de los
años setenta, cuando se trasladó a los Estados Unidos desde Sudáfrica para trabajar con Paul
Cohen en la Universidad de Stanford, no muy lejos de Fry Electronics. Durante sus estudios,
Sarnak se había dirigido a Cohen porque estaba interesado en la lógica matemática. Diez años
antes, en 1963, Cohen había conmocionado el mundo al resolver el primero de los veintitrés
problemas de Hilbert gracias a una ingeniosa serie de argumentaciones lógicas: en contra de las
previsiones de Hilbert, que creía que su pregunta se contestaría con un «sí» o con un «no»,
Cohen demostró que se podía elegir la respuesta que se deseara cierta.
El joven sudafricano llegó a Stanford pensando que se tendría que poner a trabajar sobre
otro endiablado rompecabezas lógico. Pero Cohen había puesto los ojos en otro de los
problemas de Hilbert, el octavo. La resolución del primer problema de Hilbert era una empresa
difícil de igualar, y Cohen estaba convencido que únicamente la hipótesis de Riemann podría
darle un placer aún mayor. Hizo partícipe a Sarnak de sus propias ideas sobre el problema,
suscitando en él una pasión por la teoría de los números que nunca más lo abandonó.
La pasión de Sarnak por la propia disciplina es contagiosa: cuando habla de matemáticas
transmite energía y entusiasmo. Selberg, que ahora se reconoce viejo y duro de oído, dice que
Sarnak es uno de los pocos matemáticos de Princeton de quien aún entiende lo que dice. Su
acento sudafricano resuena por el departamento cuando se entusiasma por cualquier novedad en
la disciplina. La entrada de la física cuántica en los pasillos sagrados de la teoría de los
números había producido una gran excitación, pero Sarnak quería más: ¿existían pruebas
concretas de que el nexo entre los niveles energéticos y los ceros daría lugar a algún progreso
real?
Ciertamente, esta explicación nos ha sugerido dónde ir a buscar una explicación, pero no
nos ha dicho nada que no supiéramos. El nexo parece basarse en la fuerte concordancia entre
varios resultados estadísticos. El hecho de que dos imágenes parezcan muy similares no es, sin
embargo, algo a que los teóricos de números atribuyan valor de prueba irrefutable de la
existencia de una conexión. En resumen, aunque Riemann hubiera puesto la geometría en
primera línea, los matemáticos miraban aún con escepticismo el poder de las imágenes para
revelar la verdad.
Cuando llegó a la cita de Seattle, Sarnak dudaba que algo distinto de una profunda intuición
matemática pudiera revelar aspectos significativos del espacio de Riemann. Tras oír discursos
sobre analogías entre ceros de Riemann y niveles energéticos en los billares cuánticos caóticos
y haber escuchado la ejecución de la música de los números primos propuesta por Berry,
Sarnak no pudo más: era realmente fascinante ver emerger las mismas imágenes en los dos
campos, pero ¿había alguien capaz de señalar una sola contribución real a la teoría de los
números que fuera posible gracias a estos nexos? Sarnak propuso un reto a los físicos
cuánticos: utilizar la analogía entre caos cuántico y números primos para descubrir algo que no
se supiera aún sobre el paisaje de Riemann, algo que no resultara de un análisis estadístico.
Para animarlos, Sarnak apostó una botella de buen vino.
Un antiguo estudiante de Berry, Jon Keating, se adjudicó la botella de Sarnak gracias al
papel fundamental de un número muy especial, el 42. En la literatura popular, el número 42
juega un papel de importancia: en el libro de Douglas Adams Guía del autoestopista galáctico,
Zaphod Beeblebrox descubre que 42 es la «respuesta a la pregunta fundamental sobre la vida,
el universo y todo» (aunque no queda muy claro cuál era la pregunta). En la segunda mitad del
siglo XIX, el número 42 fue muy apreciado por Lewis Carroll que, por otra parte, además de
escritor era un matemático formado en Oxford. En el proceso a la sota de copas, en Alicia en el
País de las Maravillas, el Rey proclama: «Regla cuarenta y dos: TODAS LA PERSONAS QUE
MIDAN MÁS DE UNA MILLA DEBEN ABANDONAR LA CORTE ». En sus escritos, Carroll utiliza este
número muy a menudo: en La caza del Snark, por ejemplo, el castor llega con «cuarenta y dos
cajas, todas cuidadosamente empaquetadas con su nombre pintado claramente en cada una». Lo
extraño es que aquel número estaba a punto de entrar en la historia de la hipótesis de Riemann,
contribuyendo a convencer a los teóricos de los números más escépticos de que el caos
cuántico era la otra cara de la moneda de los números primos.
Cuando supo de la botella de buen vino que Sarnak había apostado, Conrey propuso a los
físicos un reto muy especial que constituiría un precedente. Era un reto que le tocaba muy de
cerca, ya que estaba relacionado con un problema sobre el que trabajaba desde hacía años, con
escasa fortuna. Se sabía que algunos coeficientes concretos de la función zeta de Riemann, los
llamados momentos de la función, deberían producir una sucesión de números enteros. El
hecho era que los matemáticos disponían de muy pocas indicaciones sobre cómo calcular la
sucesión. Hardy y Littlewood habían conseguido demostrar que el primer número de la
sucesión era 1. En los años veinte Albert Ingham, un discípulo de Littlewood, demostró que el
número siguiente era 2. Estos resultados no bastaban para definir una pauta que contribuyera a
ulteriores exploraciones.
Antes de la reunión de Seattle, Conrey había trabajado arduamente sobre aquel problema
junto con un colega, Amit Ghosh, y su trabajo sugería que el tercer elemento de la sucesión
estaba mucho más adelante, y correspondía al número 42. Para Conrey, el hecho de que fuera
éste el tercer número de la sucesión «fue de algún modo sorprendente. Era la indicación de la
presencia de cierto nivel de complejidad». No tenían la menor idea sobre cómo proseguiría la
sucesión. Conrey retó a los físicos a explicar aquel 42 en términos de la analogía con la física
cuántica: «Cuarenta y dos es un número. O está o no está. No es como ver lo bien que los datos
se adaptan a una curva», subrayó Conrey.
En absoluto desanimado, Jon Keating se fue de Seattle y puso manos a la obra. El
encuentro había supuesto tal éxito que Fry y Conrey decidieron organizar otro. Tuvo lugar
pasados dos años en el Schrödinger Instituí de Viena, una sede apropiada si consideramos la
nueva alianza que estaba fraguándose entre la teoría de los números y una disciplina, la física
cuántica, que Schrödinger había contribuido a crear.
Mientras tanto, Conrey había unido sus propias fuerzas con las de otro matemático: Steve
Gonek. Tras grandes esfuerzos en los que llevaron hasta el extremo sus conocimientos de teoría
de los números, Conrey y Gonek consiguieron formular una hipótesis sobre el valor del cuarto
término de la sucesión: 24.024. «Así que teníamos esta sucesión: 1, 2, 42, 24.024,… Probamos
todas las maneras imaginables de adivinar cuál sería la secuencia. Sabíamos que nuestro
método ya no funcionaba, porque proporcionaba un resultado negativo para el siguiente
término de la sucesión». Se sabía que todos los términos de la sucesión eran mayores que cero.
Conrey llegó a Viena con la intención de exponer las razones por las que él y Gonek creían que
el cuarto término de la sucesión era 24.024.
«Keating llegó a última hora. Lo vi la tarde en que tenía que dar su conferencia; había visto
el título y empezaba a creer que lo había conseguido. Apenas apareció fui a su encuentro y le
pregunté de repente: “¿Lo ha conseguido?”. Dijo que sí, que había encontrado el 42». En
efecto, junto con Nina Snaith, una de sus estudiantes de doctorado, Keating había creado una
fórmula capaz de generar cada número de la sucesión. «Entonces le hablé del 24.024». Se
trataba de una prueba decisiva. ¿Confirmaría la fórmula de Keating y Nina Snaith el valor
conjeturado por Gonek? Al fin y al cabo, Keating sabía que el resultado que tenía que encontrar
era el 42, y ello podía haberlo llevado a manipular su fórmula de manera que obtuviera ese
número. Pero el nuevo número, el 24.024 era completamente desconocido para Keating que,
por tanto, no podía haber hecho trampa.
«Faltaba poco para la conferencia de Jon. Buscamos una pizarra del Schrödinger Institut y
calculamos el valor que la fórmula daba para el cuarto término de la sucesión». Seguían
cometiendo errores de cálculo banales (sucede a veces que, tras años de razonamientos
abstractos en los que raramente se recurre a las tablas pitagóricas que aprendimos de pequeños,
los matemáticos no sean unos ases del cálculo aritmético). Finalmente consiguieron calcular
correctamente el resultado: «Cuando descubrimos que era 24.024 tuvimos una sensación
realmente increíble», narra Conrey. Pocos segundos más tarde, Keating se precipitó a dictar su
conferencia, donde anunció públicamente la fórmula que habían descubierto él y Nina Snaith,
presa todavía de la excitación sentida al hallar confirmado el resultado que Conrey y Gonek
habían previsto. Keating definió la experiencia vivida en la pizarra como «los segundos más
excitantes de mi vida científica».
Keating estaba preocupado ante la perspectiva de dar una conferencia ante la elite de los
teóricos de números: él, físico, estaba a punto de hablar ante una platea de matemáticos sobre
algo en lo que trabajaban desde hacía años. Pero la euforia de haber descubierto 24.024 le dio
la confianza necesaria. Entre el público se encontraba Selberg, que era ya el abuelo de la
materia. Al terminar la conferencia se pidió la opinión del público. Selberg tiene fama de no
preguntar tras las conferencias, sino más bien de hacer declaraciones del tipo: «Esto lo
demostré en los años cincuenta», o: «Intenté este enfoque hace treinta años: no funciona».
Keating se preparó para lo inevitable. Sin embargo, Selberg empezó a hacer una pregunta tras
otra, claramente fascinado con la idea. Sólo cuando Keating terminó heroicamente de contestar
todas sus preguntas, Selberg hizo su declaración: «Debe de ser correcto». Keating había
respondido al reto de Sarnak, y había dicho a los matemáticos algo que no sabían. Sarnak
mantuvo su promesa y le hizo llegar la botella de vino.
El poder de la analogía entre los ceros de Riemann y la física cuántica es doble. Primero,
nos dice que tendremos que buscar una solución a la hipótesis de Riemann. Y segundo, como
ahora había demostrado Keating, puede desvelar otras propiedades del espacio de Riemann.
Explica Berry: «La analogía no tiene un fundamento matemático sólido. Se juzga en cuanto se
revela útil para sugerir a los matemáticos cosas que luego tendrán que demostrar. No me
avergüenza admitirlo: como físico me gusta aquella máxima de Feynman según la cual “se
conocen muchas más cosas de las que se han demostrado”». A pesar de que los físicos no son
capaces de concebir un modelo físico que genere los ceros, los matemáticos admiten que podría
suceder que, finalmente, un físico demostrara la hipótesis de Riemann. Y por ello las
inocentadas de Bombieri con las que comenzamos este libro eran tan creíbles.

LA ÚLTIMA SORPRESA DE RIEMANN

Los físicos creen que la razón por la que los ceros de Riemann deben situarse todos sobre la
recta es que terminarán por ser las frecuencias de un tambor matemático. A un cero que se
situara fuera de la recta le correspondería una frecuencia imaginaria prohibida por la teoría. No
es la primera vez que una argumentación de este tipo se utiliza para resolver un problema:
cuando eran estudiantes, Keating, Berry y otros físicos habían trabajado un problema clásico de
hidrodinámica cuya solución se basa en un razonamiento similar. El problema se refiere a una
esfera de fluido en rotación que se mantiene unida gracias a interacciones gravitacionales
recíprocas entre las partículas que la componen. Una estrella, por ejemplo, es una enorme bola
de gas giratorio que se mantiene unido por su propia gravedad. La cuestión es: ¿qué sucederá
con la bola si se le da una patada? ¿Se limitará a temblar ligeramente o se desintegrará? Para
responder a estas preguntas es necesario determinar si ciertos números imaginarios
determinados están o no alineados. Si lo están, la esfera de fluido en rotación quedará intacta.
La razón por la que estos números imaginarios se colocan en línea recta está estrechamente
ligada a las ideas de la física cuántica con las que se espera demostrar la hipótesis de Riemann.
¿Quién descubrió la solución de este problema? Aquel que utilizó las matemáticas de las
vibraciones para obligar a aquellos números imaginarios a colocarse en línea recta: nada menos
que Bernhard Riemann.
Poco después del triunfo conseguido en el Schrödinger Institut, Keating se trasladó a
Gotinga para dar una conferencia sobre el uso de la física cuántica para ilustrar la hipótesis de
Riemann. Casi todos los matemáticos que pasan por Gotinga aprovechan para visitar la
biblioteca y examinar las notas inéditas de Riemann, sus Nachlass. Entrar en relación con una
figura tan importante de la historia de las matemáticas no sólo es una experiencia emocionante:
los Nachlass guardan aún muchos misterios sin resolver, escondidos en los ilegibles garabatos
de Riemann. Se trata de la piedra de Rosetta de las matemáticas.
Antes de que Keating se marchara a Gotinga, uno de sus colegas del departamento de
Matemática, Philip Drazin, le encargó que examinara la parte de los Nachlass en la que
Riemann afronta aquel problema clásico de la hidrodinámica. Aunque la gobernanta de
Riemann destruyó muchísimos de sus apuntes, los Nachlass contienen aún una gran cantidad
de material, por lo que han sido divididos en varias partes que cubren los diversos períodos de
la vida de Riemann y sus múltiples áreas de interés.
En la biblioteca de Gotinga, Keating pidió las dos partes de los Nachlass que deseaba
consultar: uno contenía las ideas de Riemann sobre los ceros en su paisaje zeta, y otro se refería
a sus estudios de hidrodinámica. Cuando salió de la cámara acorazada de la biblioteca un único
grupo de documentos, Keating hizo notar que él había pedido consultar dos partes. Pero el
bibliotecario le respondió que ambas «partes» se encontraban en los mismos folios. Al
examinar aquellas páginas, Keating descubrió maravillado que Riemann había ideado su
demostración relativa a la esfera de fluido en rotación precisamente en el mismo período en que
estaba razonando sobre los puntos a nivel del mar en su paisaje zeta. Para resolver aquel
problema de hidrodinámica, Riemann había utilizado exactamente el mismo método que ahora
estaban proponiendo los físicos para obligar a los ceros de Riemann a situarse en línea recta.
Allí, ante Keating, recogidos en las mismas páginas, estaban los pensamientos de Riemann
sobre ambos problemas.
Una vez más, los Nachlass revelaban hasta qué punto Riemann se adelantó a su tiempo. Es
imposible que no fuera consciente del significado que implicaba su solución al problema de
dinámica de fluidos. Su método había demostrado por qué ciertos números imaginarios que
aparecían en su análisis de la esfera de fluido se colocaban en línea recta; y al mismo tiempo —
y en los mismos folios— estaba intentando demostrar por qué los ceros de su paisaje zeta se
situaban todos sobre la misma línea. Durante los años que siguieron a aquellos descubrimientos
sobre los números primos y la hidrodinámica, Riemann siguió registrando sus nuevas ideas en
la libreta negra cuya desaparición ha enfurecido a generaciones de matemáticos. Con ella
desaparecieron los pensamientos de Riemann sobre la posibilidad de unir los temas de la teoría
de los números y de la física.
En los decenios que siguieron a la muerte de Riemann, las matemáticas y la física
empezaron a divergen Si Riemann había gozado combinándolas, los científicos que le siguieron
estaban cada vez menos interesados en explorar las relaciones entre ambas disciplinas. Sólo en
el siglo XX física y matemática volvieron a trabajar codo con codo, y esta reconciliación podía
llevar al descubrimiento decisivo e indiscutible que soñó Riemann.
Pero, por más excitantes que fueran estas conexiones con la física, muchos matemáticos
creían aún en el poder de la propia disciplina para resolver el enigma de los números primos.
Muchos estaban de acuerdo con Sarnak: la solución de la hipótesis de Riemann se esconde en
el corazón más profundo de las matemáticas. Los motivos para creer que las matemáticas por sí
solas pueden proporcionar una respuesta se remontan a 1949, y a la actividad de un prisionero
francés muy especial.
12
LA ÚLTIMA PIEZA DEL ROMPECABEZAS

Se dice que la historia de las matemáticas debería proceder como el análisis musical de una sinfonía. Hay un cierto
número de temas, y puede verse más o menos cuándo aparece por primera vez cada uno de ellos. A continuación, cada
tema se sobrepone a los otros, y la habilidad artística del compositor está precisamente en su capacidad para
gestionarlos todos simultáneamente. A veces, el violín sigue un tema particular y la flauta otro, después se invierten los
papeles, y así sucesivamente. Con la historia de las matemáticas ocurre exactamente lo mismo.
ANDRÉ WEIL
Two Lectures on Number Theory: Past and Present

A pesar de la euforia ante el juego de billar cuántico que podía ofrecer una explicación de la
hipótesis de Riemann, muchos matemáticos seguían escépticos sobre la intrusión de los físicos
en el mundo de la pura teoría de los números. La mayoría de estos matemáticos continuaban
convencidos de que su disciplina tenía todos los papeles en regla para explicar por sí sola por
qué los números primos se comportan según nuestras hipótesis. La idea de que tanto el
fenómeno cuántico como los números primos obedecen a un mismo modelo matemático era
ciertamente plausible, pero muchos matemáticos estaban convencidos de que era muy
improbable que la intuición física pudiera ser de ayuda para demostrar la hipótesis de Riemann.
Cuando empezó a correr la voz de que uno de los mayores artífices de la teoría matemática
pura había centrado su atención en la hipótesis de Riemann, la confianza de los matemáticos en
sí mismos pareció justificarse: Alain Connes había empezado a dar clases sobre sus ideas para
una solución hacia mediados de los noventa; muchos creían que la hipótesis de Riemann sería
finalmente demostrada.
El simple hecho de que Connes se planteara frontalmente la hipótesis de Riemann era ya un
motivo de reflexión. Selberg, por ejemplo, reconoce que nunca ha intentado realmente
demostrarla: es inútil bajar al campo para combatir en una batalla —son sus palabras— cuando
no se dispone de un arma para combatir. Sobre su decisión de emprender esta batalla, Connes
escribe: «Según mi primer maestro, Gustave Choquet, al afrontar abiertamente un conocido
problema irresuelto uno corre el riesgo de ser más recordado por un posible fracaso en esta
empresa que por cualquier otra cosa positiva que haya hecho en su vida. Pero, a una cierta
edad, me he dado cuenta de que esperar “con seguridad” la llegada al término de la propia vida
significa también aceptar ir al encuentro de la derrota».
Daba la impresión de que Connes podía tener acceso a todo un arsenal de técnicas que
había utilizado para desvelar una serie de misterios escondidos en otros rincones de las
matemáticas: su creación de la llamada geometría no conmutativa había sido saludada como
una versión moderna de la visión riemanniana de la Geometría, visión que ha tenido un
impacto enormemente significativo en el desarrollo de las matemáticas del siglo XX. De la
misma forma en que el trabajo de Riemann había preparado el camino a la teoría einsteniana de
la relatividad, la geometría no conmutativa de Connes ha demostrado ser un potente
instrumento lingüístico para la comprensión de la complejidad del mundo de la física cuántica.
La nueva matemática creada por Connes se considera una de las piedras angulares de las
matemáticas del siglo XX y le reportó, en 1983, el reconocimiento de una medalla Fields. Hay
que señalar, sin embargo, que el nuevo lenguaje introducido por Connes no apareció
repentinamente de la nada, sino en el contexto de un renacimiento de las matemáticas francesas
que empezó durante la Segunda Guerra Mundial. Mientras el instituto de Princeton crecía
gracias a la afluencia de intelectuales que huían de las persecuciones que tenían lugar en
Europa, Connes era profesor en un instituto francés, creado en los años cincuenta, que ayudó a
que París volviera al centro internacional de las matemáticas, una posición que, durante el
reinado de Napoleón, había perdido en favor de Gotinga.
Las ideas de Connes se insertan en el marco de un movimiento matemático que plantea un
punto de vista muy elaborado y abstracto de esta disciplina, así como de sus objetos de
investigación. Durante los últimos cincuenta años, el lenguaje mismo de las matemáticas ha
sufrido una profunda evolución que todavía está en marcha, y muchos investigadores opinan
que, hasta que este proceso no se complete, no tendremos a nuestra disposición un lenguaje
suficientemente avanzado para articular una explicación del por qué los números primos se
comportan según las predicciones de la hipótesis de Riemann. Esta nueva revolución
matemática nació en la celda de una prisión francesa durante la Segunda Guerra Mundial. De
aquella celda emergió un nuevo lenguaje matemático, que enseguida dio pruebas de sus
potencialidades en la exploración de nuevos escenarios, como el que Riemann había elaborado
para comprender los números primos.

HABLAR MUCHAS LENGUAS

En 1940, Élie Cartan director de la prestigiosa revista francesa Comptes Rendus recibió un
sobre. Desde principios del siglo XIX, cuando Cauchy había publicado sus célebres escritos
sobre las matemáticas de los números imaginarios, Comptes Rendus se había convertido en una
de las principales revistas en las que se anunciaban los nuevos emocionantes resultados de las
investigaciones. Cuando Cartan vio el sobre, lo que le llamó inmediatamente la atención fue la
dirección del remitente: la prisión militar Bonne-Nouvelle, de Rouen. Si no fuera porque
reconoció la caligrafía del remitente, Cartan la habría tirado a la papelera sin siquiera abrirla,
creyendo que se trataba del enésimo anuncio extravagante de una demostración del último
teorema de Fermat. La caligrafía, sin embargo, era la de un joven matemático llamado André
Weil, que tenía ya la reputación de ser una de las principales estrellas de las matemáticas
francesas. Cartan sabía que, hubiera escrito lo que hubiera escrito Weil, aquello merecía leerse.
Cartan estaba extrañado por el hecho de haber recibido una carta desde una prisión militar,
pero la sorpresa fue mayor cuando la abrió y vio su contenido: Weil había descubierto una
demostración de por qué, en ciertos paisaje matemáticos, los puntos a nivel del mar tienden a
disponerse a lo largo de una recta. A pesar de que esta técnica no funcionaba en el paisaje de
Riemann, el mero hecho de que funcionara en otros paisajes era suficiente para que Cartan se
convenciera de estar ante algo significativo. A partir de entonces, el teorema de Weil se
convirtió en un faro para los matemáticos que buscaban una prueba de la hipótesis de Riemann.
El propio enfoque de Connes debe mucho a estas ideas elaboradas por Weil en la soledad de su
celda de Rouen.
La habilidad de Weil para moverse por algunos de estos paisajes, donde otros habían
fracasado, puede deberse a su pasión por las lenguas antiguas, y especialmente por el sánscrito.
Opinaba que el desarrollo de nuevas ideas matemáticas tenía lugar con pasos similares al
desarrollo de formas lingüísticas elaboradas. Ciertamente, para Weil no era una sorpresa que en
la India la invención de la gramática hubiera precedido a la del sistema decimal y de los
números negativos, y que el álgebra de los árabes naciera del sofisticado desarrollo de su
lengua en la época medieval.
Las notables competencias lingüísticas de Weil contribuyeron a su gran habilidad para crear
un nuevo lenguaje matemático que le permitió articular sutilezas conceptuales inexpresables de
otra forma. Pero fue precisamente su obsesión por las lenguas y, en concreto, su amor por el
Mahabbarata —un antiguo texto sánscrito—, lo que, a principios de 1940, condujo a prisión al
eminente joven matemático.
El talento matemático de Weil se había manifestado claramente desde la infancia: su
primera maestra hablaba de este alumno de seis años diciendo que «cualquier cosa que le
explique sobre matemáticas, tengo la impresión de que ya la sabía». Su madre estaba
convencida de que, si André era siempre el primero de la clase, no podría obtener ningún
estímulo intelectual adecuado de parte de la escuela. Por tanto se presentó a hablar con el
director para insistir en que se hiriera avanzar varios cursos a su hijo. El director, estupefacto,
respondió: «Señora, es la primera vez que una madre viene a quejarse de que las notas de su
hijo son demasiado altas». Gracias al empuje de su madre, sin embargo, André se encontró en
la clase de Monsieur Monbeig.
Monbeig tenía una concepción muy personal de la enseñanza, a la que Weil atribuye el
mérito de sus progresos en el ámbito de las matemáticas. Por ejemplo, en lugar de hacer
aprender la gramática de memoria, Monbeig había desarrollado un complejo sistema de
notaciones algebraicas que desvelaba los esquemas que se escondían en las frases. Más
adelante, cuando Weil conoció las ideas revolucionarias de Noam Chomsky sobre la
lingüística, no halló nada que le pareciera especialmente nuevo. Weil admitió que «la
adquisición precoz de familiaridad con un simbolismo no banal puede tener, sobre todo para un
matemático, un alto valor educativo».
Las matemáticas se convirtieron en la pasión de Weil, casi su droga: «Una vez que sufrí una
mala caída, mi hermana Simone pensó que la mejor forma de consolarme era traerme
rápidamente mi libro de álgebra». El talento de Weil fue captado por una de las grandes
leyendas de las matemáticas francesas: Jacques Hadamard, que se había hecho famoso a
principios de siglo demostrando el teorema de los números primos de Gauss, animó a Weil a
dedicarse a las matemáticas; así, a los dieciséis años, Weil ingresó en la Ecole Nórmale
Supérieure, una de las academias parisienses creadas durante la Revolución francesa, para
iniciar sus estudios profesionales como matemático.
Mientras seguía cursos de matemáticas, Weil satisfacía también su pasión por las lenguas
antiguas. De este amor nacería más adelante un nuevo mundo matemático, pero por entonces
Weil pretendía simplemente aprender a leer los poemas épicos de la antigua Grecia y de la
India en sus lenguas originales. En concreto, había un poema que estaría a su lado durante toda
la vida: la Bhagavad Gita, el Canto de Dios incluido en el Mahabbarata. En París, Weil dedicó
al estudio del sánscrito tanto tiempo como a las matemáticas.
Weil creía que la única forma de captar plenamente la belleza de cualquier texto —y no
sólo de un poema épico— era leyéndolo en su lengua original. Pensaba que también en
matemáticas era necesario releer los escritos originales de los maestros, evitando basarse sólo
en las exposiciones posteriores de sus obras: «Estaba convencido que en la historia de la
humanidad sólo cuentan los grandes genios, y que para conocerlos lo único que vale es el
contacto directo con sus obras», escribiría después en su autobiografía, Memorias de
aprendizaje. Por ello se puso a estudiar la obra de Riemann: «Tuve una gran suerte de empezar
por ahí, y siempre me he alegrado de ello». La hipótesis de Riemann sobre la naturaleza de los
números primos marcaría la vida matemática de Weil.
Weil terminó sus exámenes en la Ecole antes de la edad de prestación del servicio militar
obligatorio, y decidió viajar por las grandes ciudades matemáticas de Europa. Cruzó el
continente a lo largo y a lo ancho —Milán, Copenaghe, Berlín, Estocolmo— asistiendo a clases
y hablando con los pioneros de las matemáticas de aquella época. En Gotinga, que aún no había
sido golpeada por las purgas académicas de Hitler, Weil ordenó en su mente las ideas básicas
de lo que sería su tesis doctoral. En la ciudad natal de tres de los más grandes matemáticos
europeos —Gauss, Riemann y Hilbert—, a Weil le pareció claro que París había perdido, en el
ámbito matemático, la reputación de que había gozado en los grandes días de Fourier y de
Couchy. Ello se debía £n parte porque muchos jóvenes matemáticos franceses que se hubieran
podido convertir en figuras importantes en los años treinta habían muerto en la Primera Guerra
Mundial: se había perdido una generación. En la posguerra, pocos de los grandes matemáticos
alemanes habían ido a París para presentar sus trabajos, de manera que la ciudad se encontraba
desesperadamente falta de ideas nuevas. ¿A dónde había ido a parar la gran tradición
matemática francesa, que se remontaba a Fermat? Weil y otros jóvenes matemáticos decidieron
cambiar esta situación.
Dado que no tenían una figura paterna alrededor de la cual recogerse, estos ambiciosos
jóvenes estudiantes decidieron crearse uno: Nicolas Bourbaki. Bajo este pseudónimo
compilaron colectivamente un tratado sobre el estado de las matemáticas contemporáneas. El
espíritu que los guiaba se remontaba a lo que hace de las matemáticas una disciplina única en el
contexto de las demás ciencias: en realidad, las matemáticas son un edificio, construido sobre
axiomas, en el que un teorema demostrado en la Grecia antigua hoy sigue siendo un teorema,
en el siglo XXI. El grupo Bourbaki empezó a examinar las condiciones actuales del edificio, y
expuso sus resultados en un amplio informe escrito en el lenguaje de las matemáticas moderna.
Inspirándose en el gran tratado de Euclides que dos mil años antes había disparado el tiro de
salida de las matemáticas occidentales, llamaron a su obra Elements de Mathématique. A pesar
de esta herencia griega, se trataba de un proyecto netamente francés. Se ponía el énfasis sobre
el contexto más amplio posible para cualquier resultado; si ello significaba perder de vista las
cuestiones específicas para cuya respuesta habían nacido las matemáticas, se consideraba que
era un precio que los jóvenes del grupo estaban dispuestos a pagar.
La elección de «Nicolas Bourbaki» —que corresponde al nombre de un semidesconocido
general francés— como guía de su asalto matemático encuentra sus raíces en un ritual que solía
llevarse a cabo en la Ecole Nórmale Supérieure a principios del siglo XX: los novatos pasaban
por una ceremonia de iniciación durante la cual un estudiante de los últimos cursos, fingiendo
ser un célebre profesor visitante de la Escuela, dictaba una clase sobre algunos famosos
teoremas matemáticos. El «profesor» insertaba errores deliberados en algunas de las
demostraciones que presentaba, y los novatos tenían que identificarlos. La clave consistía en
que estos teoremas con errores se atribuían falsamente a desconocidos generales franceses en
lugar de a sus autores reales.
Las reuniones de estos jóvenes matemáticos franceses eran anárquicas y caóticas; uno de
los fundadores del grupo, Jean Dieudonné, narró: «cuando venía algún invitado a las reuniones
del círculo de Bourbaki, salía siempre con la impresión de que se trataba de una jaula de grillos.
No conseguían imaginar cómo esta gente, gritando tres o cuatro a la vez, podrían llegar a
alguna conclusión inteligente». Los miembros del grupo Bourbaki, en cambio, creían que este
carácter anárquico era indispensable para el funcionamiento de su proyecto. En su batalla para
la unificación de las matemáticas contemporáneas empezó a emerger el nuevo lenguaje que
Weil desarrollaría.
Su amor por las lenguas antiguas y la literatura sánscrita llevó a Weil, en 1930, a su primer
trabajo académico como profesor en la universidad musulmana de Aligarh, no lejos de Delhi.
Al principio la universidad pretendía asignarle un curso de lengua francesa, pero en el último
momento decidió que enseñara matemáticas. Durante su época india, Weil conoció a Gandhi.
Su contacto con la filosofía gandhiana, junto con su lectura del Gita, tuvieron fatales
consecuencias para Weil a su regreso a una Europa que se preparaba para la guerra. En el Gita,
Krishna aconseja a Arjuna que actúe de acuerdo con su propio dharma, su código personal de
comportamiento. Para Arjuna, que pertenecía a la casta de los guerreros, ello significaba
combatir a pesar de la devastación inevitable que traería la guerra. Weil sentía que su dharma
le decía lo contrario, es decir, que se mantuviera fiel a sus propias convicciones pacifistas.
Decidió que, si estallaba la guerra, evitaría su movilización trasladándose a un país neutral.
Durante el verano de 1939 se trasladó a Finlandia con su mujer. Weil esperaba que
Finlandia fuera un buen trampolín para huir a los Estados Unidos más adelante, pero resultó ser
un grave error: la noche del 23 de agosto de 1939, Stalin firmó un pacto de no agresión con la
Alemania nazi; a cambio de la neutralidad soviética, Hitler prometió a Stalin que le dejaría las
manos libres en Estonia, Letonia, Polonia oriental y Finlandia. Al estallar la guerra, en
septiembre de 1939, el gobierno finlandés sabía que muy pronto Finlandia sería invadida; por
tanto, todo lo que tenía que ver con la Unión Soviética se consideraba sospechoso. Cuando las
autoridades interceptaron algunas cartas, llenas de ecuaciones incomprensibles, dirigidas a
señas soviéticas por parte de un ciudadano francés, llegaron rápidamente a la conclusión de que
este extranjero trabajaba para el enemigo. En septiembre de 1939, el francés fue arrestado bajo
la acusación de ser un espía al servicio de Moscú.
La noche anterior a la fijada para la ejecución, el jefe de policía, con motivo de una cena de
Estado, se encontró sentado junto a un matemático de la Universidad de Helsinki, Rolf
Nevanlinna. Al llegar al café, el jefe de policía se dirigió a Nevanlinna: «Mañana fusilamos a
un espía que dice conocerle. No me habría permitido molestarle por tan poca cosa, pero, al
encontrarme ahora con usted, aprovecho la ocasión para pedirle su parecer». «¿Cómo se
llama?», preguntó el académico. «André Weil», respondió el oficial. Nevanlinna se quedó con
la boca abierta: durante el verano había hospedado a Weil y a su mujer en su propia casa de
campo, junto al lago. «¿Es realmente necesario fusilarlo?», preguntó. «¿No pueden
simplemente llevarlo hasta la frontera y expulsarlo?». «Es una idea; no lo había pensado». Así,
gracias a este encuentro fortuito, Weil se ahorró la ejecución y las matemáticas se ahorraron la
pérdida de uno de sus principales representantes en el siglo XX.
En febrero de 1940, Weil estaba de nuevo en Francia, aunque languideciera en una prisión
de Rouen a la espera de ser procesado por desertor. Uno de los placeres de las matemáticas
consiste en que, para dedicarse a ella, no hacen falta muchos instrumentos: basta con papel,
lápiz e imaginación. La prisión proporcionaba los dos primeros instrumentos y, en cuanto al
tercero, Weil tenía de sobra. En su Noruega natal, Selberg había hallado en el aislamiento
impuesto en los años de la guerra las condiciones perfectas para dedicarse a las matemáticas.
Trabajando en la India como contable, Ramanujan había desarrollado sus increíbles dotes
matemáticas incluso sin haber tenido acceso a una formación académica. Bromeando con Weil,
uno de los discípulos de Hardy, Vijayaraghavan —que había sido colega de Weil en la India—,
le había repetido muchas veces: «si usted pudiera pasar seis meses o un año en la cárcel,
ciertamente sería capaz de demostrar la hipótesis de Riemann». Ahora Weil estaba en
condiciones de probar directamente las afirmaciones de Vijayaraghavan.
Riemann había construido un paisaje cuyos puntos a nivel del mar custodian los secretos
del comportamiento de los números primos. Para demostrar la hipótesis de Riemann, Weil tenía
que explicar por qué estos puntos a nivel del mar estaban alineados. Hizo diversos intentos para
orientarse en el paisaje de Riemann, pero no tuvo éxito. Sin embargo, tras el descubrimiento
por Riemann de un agujero que liga los números primos con el paisaje zeta, los matemáticos
han luchado con una serie de paisajes parecidos que les han ayudado a explicar otros problemas
de la teoría de los números. Era tal la potencialidad de estos paisajes, cada uno definido por una
variante de la función zeta, que estaban empezando a convertirse en objetos de culto. Su uso
como método de resolución de los problemas de la teoría de los números terminó por ser de tal
manera universal que Selberg llegó a decir que creía oportuna la firma de un tratado de no
proliferación de funciones zeta.
Fue precisamente al explorar algunos de estos espacios que Weil descubrió un método
capaz de explicar por qué en ellos los puntos a nivel del mar tienden a alinearse a lo largo de
una recta. Los paisajes en los que Weil tuvo éxito no tenían relación con los números primos,
pero guardaban la clave para calcular el número de soluciones de una ecuación del tipo y2 = x3 −
x trabajando con una de las calculadoras de reloj de Gauss. Tomemos, por ejemplo, esta
ecuación y una calculadora de reloj con cinco horas en su esfera. Si en la parte derecha de la
ecuación ponemos x = 2, tendremos que 23 − 2 = 8 − 2 = 6, que en nuestro reloj con cinco horas
corresponderá al número 1. De la misma forma, si ponemos y = 4 en la parte izquierda de la
ecuación, obtenemos 16, que en nuestro reloj corresponderá nuevamente al número 1. Este
resultado, que podemos escribir de la forma (x, y) = (2, 4), se llama solución de la ecuación, ya
que ambos lados de la propia ecuación coincidirán al sustituir los valores 2 y 4 en nuestra
calculadora de reloj de cinco horas. En realidad existen siete pares posibles de números (x, y)
que verifican nuestra ecuación:
(x, y) = (0, 0), (1, 0), (2, 1), (2, 4), (3, 2), (3, 3), (4, 0)

¿Qué sucedería si eligiéramos un reloj con otro número primo p de horas en su esfera? El
número de pares que satisfarían la ecuación sería aproximadamente p, aunque no coincidiría
exactamente con p. De la misma forma en que la estimación logarítmica de Gauss para la
cantidad de números primos oscila por arriba y por debajo del verdadero número de números
primos, también el número p sobrestima o subestima la verdadera cantidad de soluciones de la
ecuación. Efectivamente, el propio Gauss, en la última anotación de su diario matemático,
había demostrado antes que nadie, en esta ecuación en concreto, que el error en la estimación
no sería superior al doble de la raíz cuadrada de p. Sin embargo, Gauss había utilizado métodos
ad hoc que no servirían para otras ecuaciones; en cambio, la belleza de la demostración de Weil
consiste en que se aplica a cualquier ecuación en las variables x e y. Al demostrar que los
puntos a nivel del mar en el paisaje zeta de cada ecuación se encuentran sobre la recta, Weil
había generalizado el descubrimiento de Gauss que indica que, como orden de magnitud, el
error en la estimación no será nunca superior a la raíz cuadrada de p.
Aunque no está directamente ligada a la hipótesis de Riemann sobre los números primos, la
demostración de Weil representa un vuelco importante desde el punto de vista psicológico. En
realidad había encontrado una forma de mostrar que los puntos a^ nivel del mar en un paisaje
construido con ecuaciones como y2 = x3 − x se encuentran todos sobre una recta. La razón del
entusiasmo de Cartan cuando abrió el paquete de Weil y se encontró ante la demostración hay
que buscarla en su comprensión de la ayuda que estas nuevas técnicas podrían proporcionar
para la comprensión del paisaje original de Riemann.
Weil había dado los primeros pasos hacia la creación de un lenguaje totalmente nuevo para
la comprensión de las soluciones de ecuaciones. Una escuela de matemáticos italianos, con
sede en Roma y dirigida por Francesco Severi y Guido Castelnuovo, había empezado algo
similar, y Weil había conocido su trabajo durante su viaje a través de las capitales europeas.
Pero las bases sentadas por los italianos eran aún bastante inestables, y no habrían sido capaces
de sostener aquellas matemáticas que Weil necesitaba. Las ideas de Weil se convirtieron en los
fundamentos de lo que hoy llamamos geometría algebraica, que está en el centro de la
demostración del último teorema de Fermat.
Trabajando con este nuevo lenguaje, Weil consiguió construir para cada ecuación una
especie muy particular de tambor matemático. Este tambor tenía un número finito de
frecuencias, a diferencia de las infinitas frecuencias de los tambores físicos y de los infinitos
niveles energéticos de la física cuántica. Las frecuencias del tambor de Weil indicaban con
precisión las coordenadas de los puntos a nivel del mar en el paisaje de la ecuación
correspondiente. Sin embargo, necesitó mucho más trabajo para hacer que los puntos se
situaran a lo largo de una recta. Ya no se trataba de frecuencias que reflejaban los niveles
energéticos de la física cuántica, donde un cero fuera de la línea habría significado un nivel de
energía imaginario, es decir, algo prohibido por la teoría física. Necesitaba algo distinto para
obligar a los ceros a situarse sobre la línea recta.
Mientras estaba sentado en su celda escuchando el tambor que había construido,
repentinamente se le ocurrió que ya tenía la última pieza del rompecabezas, la que explicaría
por qué las frecuencias de este tambor están situadas a lo largo de una recta. Durante su viaje a
través de Europa, tras su licenciatura, había tenido conocimiento de un teorema demostrado por
el matemático italiano Guido Castelnuovo, un teorema que resultó de importancia crucial para
forzar a los ceros de aquellos paisajes de las ecuaciones a alinearse ordenadamente. Sin la feliz
ayuda proporcionada por el resultado de Castelnuovo, estos paisajes habrían podido
permanecer tan inaccesibles como el de Riemann. Como reconoció Sarnak en Princeton: «el
hecho de que Weil consiguiera hacer funcionar su demostración fue, en cierto modo, un
milagro».
Al menos en parte, Weil había conseguido realizar el sueño de Vijayaraghavan. Aunque no
había podido con la hipótesis de Riemann sobre los números primos, había encontrado la forma
de demostrar que los puntos a nivel del mar en paisajes análogos tienden a situarse a lo largo de
una recta. El 7 de abril de 1940 escribió a su mujer Eveline diciéndole: «Mi trabajo matemático
hace progresos superiores a todas mis expectativas; pero estoy un poco preocupado porque si
trabajo tan bien en la cárcel, ¿no podría organizarme para pasar en ella dos o tres meses cada
año?». En condiciones normales, Weil habría esperado antes de publicar, pero en aquella
situación el futuro era demasiado incierto como para correr riesgos; por tanto, preparó una nota
para Comptes Rendus y se la mandó a Elie Cartan.
En una carta que le mandó desde la cárcel, Weil relató a su mujer, a propósito de aquella
nota: «Estoy muy satisfecho de ella, especialmente porque la he escrito aquí, lo que es bastante
inusitado en la historia de las matemáticas, y también porque representa una buena manera de
hacer saber a todos mis amigos matemáticos diseminados por el mundo que aún existo. Estoy
encantado con la belleza de mis teoremas». Tras leer el manuscrito, el hijo de Elie Cartan,
Henri —matemático amigo y coetáneo de Weil—, le respondió con una carta en la que escribía
con envidia: «No todos tenemos tu suerte de poder trabajar sin ser molestados…».
Elie Cartan estuvo encantado de publicar el escrito. El 3 de mayo de 1940 terminó el
fecundo período de prisión de Weil. Cartan testificó en el proceso, que fue descrito por Weil
como «una comedia mal representada». Weil fue condenado a cinco años de prisión por no
presentarse a filas, pero la condena quedaría en suspenso si aceptaba prestar el servicio militar
en el frente. A pesar de los óptimos resultados matemáticos que había conseguido durante el
tiempo que pasó en la cárcel de Rouen, Weil aceptó entrar en el ejército. Resultó ser una sabia
elección: un mes más tarde, ante el avance de las tropas alemanas, los franceses fusilaron a
todos los prisioneros de Rouen con el fin de acelerar, dicen, la retirada de las tropas.
Por medio de un certificado médico falso que había conseguido en Inglaterra, en 1941 Weil
fue autorizado a abandonar el ejército por pulmonía. Obtuvo los visados para que él y su
familia pudieran trasladarse a los Estados Unidos, donde coincidió con Siegel en el Institute for
Advaced Study de Princeton. Los dos habían trabado amistad durante el viaje de Weil a través
de Europa. Cuando Siegel se había trasladado a estudiar las notas inéditas de Riemann y había
descubierto su fórmula secreta para el cálculo de los ceros, Weil lo había acompañado. Como
es natural, Siegel estaba ansioso por saber si era posible extender a la comprensión del espacio
original de Riemann el enfoque que Weil había utilizado para orientarse en un espacio
matemático análogo.
Muchos, entre ellos el propio Siegel, estaban convencidos de que la demostración que Weil
había conseguido para un paisaje concreto proporcionaría elementos fundamentales en la
búsqueda del que era realmente el Grial: la hipótesis de Riemann. Weil dedicó años a
determinar este esquivo nexo de unión con el paisaje que Riemann había creado; por desgracia,
como hombre libre no volvió a gozar del éxito que le había sonreído en la cárcel de Rouen.
Podemos percibir la melancolía de Weil en las palabras con que, más adelante, describió su
deseo de revivir el ímpetu de su primer descubrimiento:
Todos los matemáticos dignos de tal nombre han experimentado… aquel estado de lúcida
exaltación en el que un pensamiento sigue a otro de manera casi milagrosa… esta sensación
puede prolongarse durante horas, a veces durante días. Cuando uno la ha experimentado
desearía poder repetirla, pero no es capaz de hacerlo cuando quiera, si no es lanzándose de
cabeza al trabajo…

En una entrevista para La Science, en 1979, le preguntaron qué teorema habría querido
demostrar por encima de todo. Respondió que «en el pasado, a veces, me he dicho que, si
hubiera conseguido demostrar la hipótesis de Riemann —que se había formulado en 1859—,
habría mantenido mis resultados en secreto hasta 1959, para poder hacerlos públicos con
motivo de su centenario». Pero, a pesar de todos los esfuerzos, no llegó a ningún resultado:
«Después de 1959 me he dado cuenta de que aún estoy muy lejos de una solución; y me he ido
apartando de manera gradual, no sin pesar».
Durante toda su vida, Weil se mantuvo en estrecho contacto con Goro Shimura, uno de los
matemáticos japoneses que plantearon la conjetura resuelta por Andrew Wiles mientras
avanzaba en la demostración del último teorema de Fermat. Shimura rememora lo que Weil, ya
de avanzada edad, le dijo: «Antes de morir, me gustaría ver demostrada la hipótesis de
Riemann, pero tengo que admitir que se trata de una eventualidad improbable». Shimura
recuerda también una conversación que tuvieron sobre Charlie Chaplin. En su juventud,
Chaplin había visitado a un adivino que le había predicho con todo detalle lo que le reservaba
el futuro. Bromeando melancólicamente, Weil dijo: «Bueno, en mi autobiografía podría
escribir que, de joven, un adivino me había predicho que nunca conseguiría resolver la
hipótesis de Riemann».
Aunque el sueño de Weil de demostrar la hipótesis de Riemann, o al menos verla
demostrada, no se cumplió, no obstante, no hay duda de que su obra posee importancia
fundamental: la demostración de Weil ha proporcionado a los matemáticos un rayo de
esperanza sobre la posibilidad de alcanzar la cumbre del monte Riemann. Por otra parte, ha
alimentado su fe en la certeza de la intuición de Riemann. Si los puntos a nivel del mar se
alinean en un paisaje zeta, es lícito esperar que hagan otro tanto en el espacio de los números
primos. Además, para orientarse en su paisaje, Weil había recurrido a un extraño tambor
matemático, mucho antes de que las conexiones con el caos cuántico nos revelaran que se trata
de un buen método para buscar una solución. En palabras de Sarnak, «El resultado que Weil
obtuvo se ha convertido en el faro que nos guía en nuestra búsqueda de una demostración de la
hipótesis de Riemann».
El nuevo lenguaje matemático de Weil, la geometría algebraica, le había permitido articular
sutilezas sobre la solución de ecuaciones que de otra forma hubieran sido imposibles. Pero si
quedaba alguna esperanza de extender las ideas de Weil de manera que ayudaran a demostrar la
hipótesis de Riemann, estaba claro que aquellas ideas se desarrollarían más allá de las bases
que él había sentado desde su celda de Rouen. Sería otro matemático parisiense quien daría
vida al esqueleto del nuevo lenguaje ideado por Weil. El gran artífice de esta empresa fue uno
de los matemáticos más extraños y más revolucionarios del siglo XX: Alexandre Grothendieck.

UNA NUEVA REVOLUCIÓN FRANCESA

Napoleón había forjado su propia revolución académica creando instituciones como la


École Polytechnique y la Ecole Normale Supérieure. Sin embargo, el excesivo énfasis que puso
en unas matemáticas al servicio de las necesidades del Estado había hecho que París perdiera la
centralidad en el mapa de las matemáticas internacionales a favor de Gotinga, donde el enfoque
más abstracto de Gauss y de Riemann pudo desarrollarse y florecer. En la segunda mitad del
siglo XX, Francia fue sacudida por un nuevo vendaval de optimismo sobre las posibilidades de
que París reconquistara su posición de primera línea en el mundo de las matemáticas.
Gracias a la iniciativa de un emigrante ruso, el industrial Léon Motchane, que era un
apasionado de la ciencia, y bajo la dirección académica de algunas figuras clave del grupo
Bourbaki, se decidió crear un nuevo instituto inspirado en el brillante ejemplo del Institute for
Advanced Study de Princeton. A diferencia de las academias napoleónicas, este nuevo instituto
no estaría bajo control estatal. Fundado como empresa privada, el Institut des Hautes Études
Scientifiques se inauguró en 1958. Sus edificios se esconden entre los bosques del Bois-Marie,
no lejos de París. A lo largo de los años ha hecho realidad los sueños de sus creadores. Marcel
Boiteux, un antiguo rector del instituto, lo ha descrito como «un foco de radiación, una
colmena vibrante, y un monasterio, donde las semillas, plantadas en profundidad, pueden
germinar y alcanzar la madurez según sus propios ritmos naturales». Uno de los primeros
profesores del instituto fue una joven estrella de las matemáticas que respondía al nombre de
Alexandre Grothendieck. Esta primera semilla parece haber florecido de la forma más
espectacular.
Grothendieck es un matemático austero: su despacho en el instituto no tenía más adornos
que un óleo que representaba a su padre, pintado por un compañero de éste en uno de los
campos donde estuvo internado antes de ser trasladado a Auschwitz, donde murió en 1942.
Grothendieck había tomado de su padre la fiera expresión de aquellos ojos que resplandecían
en la cara del retrato, donde se le veía con la cabeza rapada.
Aunque no había llegado a conocer a su padre directamente, la devoción con que su madre
le había hablado de él surtió un profundo efecto sobre Grothendieck. Como comentó él mismo,
con la vida de su padre podrían estudiarse los hechos más importantes de las revoluciones
europeas entre 1900 y 1940: desde la Revolución bolchevique de octubre de 1917 —de la que
había sido dirigente—, pasando por los enfrentamientos armados con los nazis en las calles de
Berlín, hasta el enrolamiento en las milicias anarquistas durante la Guerra Civil española.
Finalmente los nazis consiguieron detenerlo en Francia, gracias al gobierno de Vichy, que se lo
entregó como judío.
Grothendieck llevó a cabo su propia revolución, no en el campo de batalla político, sino en
el ámbito de las matemáticas. Partiendo de los primeros intentos de Weil, puso a punto un
nuevo lenguaje matemático. Así como las nuevas intuiciones de Riemann supusieron un punto
de inflexión, el nuevo lenguaje de la geometría y del álgebra que Grothendieck elaboró hizo
posible la creación de una dialéctica totalmente nueva, que permitió a los matemáticos articular
ideas que anteriormente eran imposibles de expresar. Todo ello puede compararse con las
nuevas perspectivas que se abrieron a finales del siglo XVIII, cuando los matemáticos aceptaron
el concepto de número imaginario. Pero este nuevo lenguaje no era fácil de aprender: incluso el
propio Weil quedó bastante desconcertado ante el nuevo mundo abstracto de Grothendieck.
El Institut des Hautes Etudes Scientifiques se convirtió en la sede posbélica natural del
proyecto Bourbaki, todavía dedicado a producir ulteriores volúmenes de su estudio
enciclopédico sobre las modernas matemáticas. Grothendieck se convirtió en uno de sus
principales colaboradores. Cuando los primeros miembros del grupo cumplieron los cincuenta
años, se retiraron de Bourbaki, y empezó la caza de nuevos reclutas, jóvenes matemáticos
franceses que ocuparan sus puestos. Más que cualquier otra iniciativa, las publicaciones de
Bourbaki ayudaron decisivamente a Francia a recuperar su posición central en las matemáticas
internacionales. Muchos matemáticos creían que Bourbaki era una persona verdadera y real; y
Bourbaki, por su parte, incluso presentó su solicitud para ingresar en la American Mathematical
Society.
Más allá de las fronteras francesas, muchos han criticado el efecto de Bourbaki sobre las
matemáticas, lamentando sus criterios de selección sobre lo que había que documentar. Los
críticos pensaban que Bourbaki había convertido en estéril la investigación matemática al
presentar esta disciplina como un producto acabado en lugar de un organismo en evolución. Su
énfasis en la mayor universalidad posible hacía perder de vista la excentricidad y los aspectos a
menudo específicos de esta disciplina. Pero Bourbaki cree que su proyecto ha sido mal
interpretado: los tomos que llevan su nombre están ahí para confirmar la solidez de la posición
que ahora ocupamos. Han sido concebidos como una nueva versión de los Elementos, como el
equivalente moderno del punto de partida que Euclides nos proporcionó hace dos mil años.
La vieja guardia, compuesta por los matemáticos que estaban en activo antes de la Segunda
Guerra Mundial, empezó a lamentarse de no reconocer ya la disciplina sobre la que llevaban
largos años trabajando. Siegel comentó así una presentación de su obra, traducida en el nuevo
lenguaje:
Me disgusté por la forma en que mi contribución a la cuestión ha sido desfigurada y vuelta
incomprensible. Todo el estilo… contradice aquel sentido de simplicidad y honestidad que
admiramos en las obras de los maestros de la teoría de los números: Lagrange, Gauss o, en
menor escala, Hardy y Landau. Me parece ver un cerdo entrando en un espléndido jardín y
poniéndose a destrozar flores y plantas.

Siegel era pesimista sobre el futuro de las matemáticas ante una abstracción así: «Temo
que, si no conseguimos bloquear la tendencia actual a desarrollar una abstracción falta de
sentido —o, como yo la llamo, una teoría del conjunto vacío—, las matemáticas morirán antes
del fin del siglo».
Muchos compartían este punto de vista. Selberg describió sus propias impresiones tras
asistir a una conferencia en la que se presentaba, a grandes rasgos, el esquema abstracto de una
posible demostración de la hipótesis de Riemann: «Lo que yo creía era que nunca se habían
visto conferencias de este tono. Al final, hice partícipes a algunos de un pensamiento que se me
ocurrió: si los deseos fueran caballos, incluso los mendigos podrían cabalgar». En la
conferencia se había propuesto todo un marco de hipótesis abstractas. Si fuera suficiente un
simple cambio de lenguaje para resolver la teoría de los números primos, entonces el
matemático que dictó aquella conferencia habría conseguido demostrar la hipótesis de
Riemann. Pero, como subraya Selberg: «en realidad él no disponía de ninguna de las hipótesis
que necesitaba. Esta, probablemente, no es la manera correcta de enfocar las matemáticas. Sería
necesario buscar un punto de partida que consiguiéramos realmente captar y comprender.
Aquel discurso contenía muchas cosas interesantes, pero es un ejemplo de una tendencia que
considero muy peligrosa».
Para Grothendieck, en cambio, aquello no era abstracción por mor de la abstracción misma:
desde su punto de vista, se trataba de una revolución que se había hecho necesaria por las
propias preguntas que las matemáticas intentaba responder. Escribió un volumen tras otro
describiendo este nuevo lenguaje. Grothendieck tenía un punto de vista mesiánico, y empezó a
atraer a un grupo de jóvenes fieles. Su producción científica ha sido inmensa, alrededor de diez
mil páginas. Cuando un invitado le hizo notar que la biblioteca del instituto no estaba muy
dotada le replicó: «Aquí no leemos libros, los escribimos».
Gödel había hablado de la necesidad de expandir los fundamentos de las matemáticas pata
poder afrontar la hipótesis de Riemann: el nuevo lenguaje revolucionario de Grothendieck era
el primer paso en esta dirección, pero a pesar de todos sus esfuerzos la hipótesis de Riemann
continuaba siendo una meta inalcanzable, alimentando su frustración. Su revolución respondía
a numerosos problemas, incluidas las importantes conjeturas de Weil sobre el número de
soluciones de las ecuaciones, pero no a aquél.
De hecho, la responsabilidad última del fracaso de Grothendieck en su intento de escalar la
cumbre del monte Riemann hay que buscarla en el pasado político de su padre. Grothendieck
hizo todo lo posible para vivir de acuerdo con los ideales políticos de su progenitor: se
convirtió en un pacifista incondicional, participando directamente en las campañas contra la
carrera armamentística de los años sesenta. Denunció con fuerza el empeoramiento de la
situación política en Rusia hasta el punto de que, cuando en 1966 se le otorgó la medalla Fields
en reconocimiento a sus progresos en el campo de la geometría algebraica, se negó a ir a Moscú
a recoger el premio como gesto de protesta contra la escalada militar soviética.
Todo su tiempo dedicado a explorar el mundo de las matemáticas había hecho que, en el
plano político, las posiciones de Grothendieck fueran algo ingenuas. Cuando le mostraron un
cartel que anunciaba una conferencia patrocinada por la OTAN, en la que tenía que ser el orador
principal, Grothendieck preguntó, con gran inocencia, qué significaban las siglas OTAN.
Cuando le explicaron que se trataba de una organización militar, escribió una carta a los
organizadores amenazando con no presentarse (los organizadores prefirieron renunciar al
patrocinio antes que perder a su principal conferenciante). En 1967, Grothendieck impartió un
breve curso de geometría algebraica abstracta ante un público que lo observaba estupefacto:
estaban en la jungla de Vietnam del Norte, donde la Universidad de Hanoi había sido evacuada
durante los bombardeos. Él veía aquellas clases, llenas de ideas abstractas, como una forma de
protesta contra la guerra que rugía a pocos metros.
Las cosas alcanzaron su punto crítico en 1970, cuando Grothendieck descubrió que una
parte de la financiación privada del instituto procedía de fuentes militares. Fue directo al
despacho del director, Léon Motchane, amenazando con dimitir. Motchane, que había
contribuido más que nadie a la creación del instituto, no era tan flexible como los
organizadores de la conferencia del año anterior; Grothendieck, por su parte, permaneció fiel a
sus principios y se marchó. Los que lo conocen de cerca creen que quizá tomó como excusa la
financiación militar para huir de la jaula de oro en que se había transformado el instituto.
Grothendieck se sentía como un mandarín matemático al servicio de los poderes establecidos.
Prefería su papel de marginado: odiaba la idea de sentirse cómodo dentro del sistema. También
está el hecho de que tenía cuarenta y dos años; el mito según el cual un matemático, al llegar a
los cuarenta años, ha dado ya lo mejor de sí mismo, empezaba a preocuparle: ¿Qué pasaría si el
resto de su vida matemática careciera de creatividad? No era el tipo de persona capaz de
dormirse en sus laureles. Además, su desilusión al no conseguir progresos en su estudio de los
puntos a nivel del mar aumentaba cada día. En la comodidad del instituto, Grothendieck no
había conseguido más avances de los que había hecho Weil en su celda de Rouen. Cuando
abandonó el Institut des Hautes Études Scientifiques, abandonó prácticamente las matemáticas.
Empezó a ir a la deriva. Se unió a un grupo llamado Survive, dedicado a temas
antimilitaristas y medioambientales. Empezó a practicar el budismo con un fervor en el que sus
antepasados judíos se habrían reconocido plenamente. La amargura que sentía al no poder
completar su visión matemática se tradujo en una extraordinaria autobiografía de mil páginas,
en la que atacaba con violencia lo que se había hecho con su herencia matemática. No
conseguía aceptar que sus discípulos fueran ahora los nuevos líderes de la revolución que él
había inspirado y que pusieran su firma en ella.
Actualmente, pasados casi treinta años de su marcha del instituto, Grothendieck vive en un
pueblo perdido del Pirineo. Según una pareja de matemáticos que lo visitó hace algunos años:
«está obsesionado con el diablo, cuya obra ve en cada rincón del mundo, empeñado en destruir
la armonía divina». Entre otras cosas, acusa al diablo de haber cambiado la velocidad de la luz
del bello valor preciso de 300.000 km/s al «horrible» 299.887 km/s. Todos los matemáticos han
de estar algo locos para encontrarse como en casa en el mundo matemático: todas las horas que
Grothendieck dedicó a explorar los confines de ese mundo lo hicieron incapaz de encontrar el
camino de vuelta.
Grothendieck no es el único matemático que ha enloquecido intentando demostrar la
hipótesis de Riemann: hacia finales de los cincuenta, tras unos primeros éxitos, John Forbes
Nash se dejó fascinar por la perspectiva de demostrar la hipótesis de Riemann. Según la
biografía de Nash escrita por Sylvia Nasar, Una mente prodigiosa, la gente «especulaba con
que Nash estaba enamorado de Cohen», que a su vez estaba luchando con la hipótesis de
Riemann. Nash habló largamente con Paul Cohen de sus ideas sobre el tema, pero Cohen no le
vio ninguna salida posible. Algunos creen que el rechazo de Cohen, ya sea en el plano emotivo
o en el matemático, contribuyó a la subsiguiente decadencia de las facultades mentales de
Nash. En 1959 fue invitado a presentar sus ideas para una solución de la hipótesis de Riemann
en una convención de la American Mathematical Society, en la Universidad de Columbia en
Nueva York. Fue un desastre: el público estaba inmóvil en atónito silencio mientras Nash
levantaba la cabeza ante sus ojos, presentando una serie de argumentaciones carentes de
sentido, con la pretensión de que se trataba de demostraciones de la hipótesis de Riemann. Los
ejemplos de Grothendieck y de Nash ilustran los peligros de la obsesión matemática. (A
diferencia de Grothendieck, Nash consiguió recuperarse: en 1994 obtuvo el Premio Nobel de
Economía por sus contribuciones matemáticas a la teoría de juegos).
Si Grothendieck ha ido al colapso psicológico, la estructura matemática que creó continúa
en pie. Muchos creen que las ideas cruciales que aún nos faltan extenderán la revolución de
Grothendieck y por fin desvelarán los misterios de los números primos. Hacia mitades de los
noventa, entre la comunidad matemática empezó a circular una voz: quizás estábamos cerca de
encontrar al sucesor de Grothendieck.

QUIEN RÍE EL ÚLTIMO

Cuando empezó a correrse la voz de que Alain Connes estaba trabajando en la hipótesis de
Riemann, muchos fruncieron el ceño. Connes, profesor del Institut de Hautes Etudes
Scientifiques y del Collège de France, es un peso pesado con una reputación similar a la de
Grothendieck. En efecto, su invención de la geometría no conmutativa va más allá de la
geometría de Weil y Grothendieck. Connes, como Grothendieck, es capaz de ver una estructura
allá donde los demás sólo ven caos.
En matemáticas, no conmutativo significa que el orden en que se hace algo es fundamental.
Por ejemplo, tomemos una fotografía cuadrada de la cara de alguien y pongámosla boca abajo.
Primero démosle la vuelta de derecha a izquierda y a continuación hagámosla girar noventa
grados en sentido horario. Repitamos el experimento, pero esta vez hagamos girar la foto antes
de darle la vuelta (también en este caso hay que asegurarse de darle la vuelta de derecha a
izquierda) y comprobaremos que ahora la cara está girada en sentido opuesto. Depende de qué
operación efectuemos primero. El mismo principio está en el centro de muchos de los misterios
de la física cuántica. El principio de indeterminación de Heisenberg dice que nunca podremos
conocer con precisión la posición y, al mismo tiempo, la velocidad de una partícula. La razón
matemática que está en la base de esta indeterminación es que el resultado depende del orden
en que se miden la posición y la velocidad.
Connes ha llevado la geometría algebraica de Weil y Grothendieck a regiones de las
matemáticas en las que estas simetrías dejan de funcionar, revelando un mundo matemático
completamente nuevo. Si la mayor parte de los matemáticos se pasan la vida intentando
alcanzar una mejor comprensión de estructuras matemáticas ya conocidas, de vez en cuando —
una vez en varias generaciones—, aparece un explorador capaz de superar tales esquemas y
descubrir continentes desconocidos: Connes es uno de esos exploradores.
Connes pone toda su pasión en estas exploraciones. Su amor por esta disciplina se remonta
a cuando, a los siete años, reflexionó por vez primera sobre problemas matemáticos
elementales: «Recuerdo con toda claridad el intenso placer que encontraba sumergiéndome en
aquel particular estado de concentración necesario para aplicarse en matemáticas». Se diría que
Connes nunca ha salido de este trance. Y a pesar de todas sus teorías y sus abstracciones, que
intimidarían a quien lo observa, algo en él ha quedado de aquella fogosidad infantil que tenía a
los siete años. Para Connes las matemáticas es lo que más puede acercarse a un concepto de
verdad última. Y, desde su juventud, la alegre búsqueda de este fin ha sido una componente
fundamental de su dedicación a ella. Para decirlo con sus propias palabras, ya que «la realidad
matemática no puede colocarse en el espacio ni en el tiempo, esto proporciona, cuando uno es
lo bastante afortunado para descubrir una ínfima porción de ello, una sensación de
extraordinario placer por la impresión de eternidad que proporciona».
Connes describe al matemático como una persona siempre activa, siempre a la búsqueda de
nuevos territorios en los que penetrar. Si otros se limitan a navegar en las proximidades de las
costas de las tierras conocidas, Connes se apartará del horizonte matemático familiar y
navegará hacia aguas desconocidas, más allá de nuestros actuales conocimientos matemáticos.
Su capacidad de comprensión de las conexiones entre los números primos y el árido mundo
abstracto de la geometría no conmutativa se debe en buena parte a su talento para adoptar
diversos elementos de las diferentes culturas matemáticas que ha visitado en sus viajes.
Algunos investigadores prefieren moverse, durante sus exploraciones, en parejas o en grupo.
Juntos, sus diversas habilidades pueden ayudarles a cruzar océanos matemáticos en los que
podrían perderse en soledad. Connes, en cambio, es uno de esos viajeros que aman la soledad:
«Si se quiere realmente descubrir algo, hay que estar solo».
La nueva geometría que Connes había descubierto tenía en su propia base el desarrollo de
la geometría algebraica conseguido por Weil y Grothendieck, que habían elaborado un nuevo
diccionario con el que traducir la geometría al álgebra. La utilidad de este diccionario se hace
evidente cuando nos encontramos ante un problema que, expresado en el campo de la
geometría, permanece oscuro y rodeado de misterio, mientras que se clarifica rápidamente en
cuanto se traduce en términos algebraicos. De esta forma Weil consiguió calcular el número de
soluciones de las ecuaciones y demostrar que los ceros de los paisajes correspondientes están
alineados. Si se hubiera limitado a tratar de comprender las formas geométricas modeladas por
aquellas ecuaciones, no habría llegado a ninguna parte; pero, una vez preparado su diccionario
algebraico-geométrico, tenía los medios para comprender.
Si la geometría de Weil dio respuesta a las preguntas sobre la teoría de los números pura,
las ideas de Connes proporcionaron una descripción matemática de una geometría que los
físicos de la teoría de cuerdas y los físicos cuánticos buscaban, ya desesperadamente, construir.
A finales del siglo XX, los físicos estaban buscando una nueva geometría para apuntalar la
teoría de cuerdas, que se había introducido en los años setenta como una posible solución de la
incompatibilidad entre la física cuántica y la teoría de la relatividad. Connes quedó fascinado
por el problema, y empezó a buscar la geometría que los físicos creían que tenía que existir.
Comprendió que, aun no teniendo una imagen clara de la parte física de esta geometría,
siempre podía construir su lado geométrico abstracto. Fue un descubrimiento que sólo un
estudioso acostumbrado a moverse entre las abstracciones del mundo matemático podía
completar: la intuición física no lo habría conseguido.
El extraño comportamiento del mundo subatómico obligó a Connes a dejar totalmente de
lado las maneras ordinarias con las que comprendemos la geometría convencional. Si la
revolución geométrica de Riemann ofreció a Einstein el lenguaje necesario para describir la
física de lo increíblemente grande, la geometría de Connes ofrece a los matemáticos la
posibilidad de penetrar en la extraña geometría de lo increíblemente pequeño. Gracias a él,
quizá podremos descifrar la estructura elemental del espacio.
Hugh Montgomery y Michael Berry habían puesto en evidencia la posible conexión entre
los números primos y el caos cuántico. El hecho de que el lenguaje de Connes se adaptara
perfectamente a las necesidades de la física cuántica contribuyó a alimentar el optimismo sobre
el éxito de su ataque a la hipótesis de Riemann. Como provenía de un renacimiento matemático
francés que había creado ya nuevas técnicas para orientarse en los paisajes zeta, es
comprensible que la comunidad matemática creyera estar cerca de la respuesta al problema:
todos los hilos convergían en el mismo punto.
Lo que Connes cree haber identificado es un espacio geométrico muy complejo, llamado el
espacio no conmutativo de las clases de Adele, construido en el mundo del álgebra. Para
construir este espacio utilizó unos extraños números descubiertos a principios del siglo XX, los
números p-ádicos. Existe una familia de números p-ádicos para cada número primo p. Connes
cree que reuniendo todos estos números y observando cómo opera la multiplicación en ese
espacio extremadamente singular, los ceros de Riemann tendrían que aparecer naturalmente
como resonancias en el interior de ese espacio. Su enfoque es una mezcla exótica de muchos de
los ingredientes aparecidos durante los siglos de estudio de los números primos. No es
sorprendente que los matemáticos valoraran con confianza sus posibilidades de éxito.
Connes no sólo es un maestro de las matemáticas, sino que tiene también un carisma
particular para exponer sus propias ideas a los demás. Muchos han quedado hipnotizados ante
sus presentaciones de la hipótesis de Riemann. Al escucharlo, yo estaba convencido de que
aparecería una demostración como consecuencia de su trabajo, que había realizado el grueso
del trabajo y que los demás sólo tendrían que hacer algún retoque final. Pero por más que da la
impresión de haber comprendido ya la gran idea buscada por todos, el mismo Connes sabe bien
que queda todavía mucho camino por andar: «El proceso de verificación puede ser muy
doloroso: hay un miedo terrible a equivocarse… que hace crecer increíblemente el ansia, ya
que nunca somos capaces de saber si nuestras intuiciones son correctas, un poco como en los
sueños, donde a menudo las intuiciones resultan equivocadas».
En la primavera de 1997, Connes fue a Princeton para explicar sus nuevas ideas a los peces
gordos: Bombieri, Selberg y Sarnak. Princeton continuaba siendo indiscutiblemente la meca de
la hipótesis de Riemann, aunque París intentaba conseguir el primer puesto. Selberg se había
convertido en el padrino del problema: era inconcebible que cualquier hipótesis pudiera superar
la barrera sin haber sido antes cuidadosamente examinada por un hombre que había dedicado
medio siglo a luchar con los números primos. Sarnak era el joven matemático cuyo afilado
intelecto determinaría rápidamente la menor debilidad de la teoría. Hacía poco que había unido
sus fuerzas con Nick Katz, también de Princeton, uno de los maestros indiscutidos de las
matemáticas desarrolladas por Weil y Grothendieck. Juntos habían demostrado que la extraña
distribución estadística en los tambores aleatorios que creemos que describen el paisaje de
Riemann está también presente en los paisajes examinados por Weil y Grothendieck. La mirada
de Katz es particularmente fina, y pocas cosas se le escapan: fue precisamente Katz quien,
algunos años antes, determinó el error de la primera demostración del último teorema de
Fermat que Wiles propuso.
Finalmente, estaba Bombieri, el maestro indiscutido de la hipótesis de Riemann. Había
ganado su medalla Fields por haber conseguido lo que hoy es el resultado más significativo
sobre la proximidad entre la verdadera cantidad de números primos y la estimación de Gauss:
la demostración de lo que los matemáticos llaman la hipótesis de Riemann «en promedio». En
la tranquilidad de su despacho, desde el que se goza de una panorámica de los bosques que
circundan el Institute for Advanced Study, Bombieri intentaba ordenar todas las intuiciones
elaboradas por sí mismo en los años anteriores en vistas al asalto final a la solución definitiva
del problema. Como Katz, también Bombieri tiene un ojo agudo para los detalles. Apasionado
de la filatelia, una vez se le presentó la ocasión de comprar un sello muy raro para su colección.
Tras examinarlo detalladamente, descubrió tres imperfecciones y se lo devolvió al vendedor,
indicándole sólo dos de ellas; se guardó la tercera, leve imperfección, por si más adelante le
ofrecían otro falso con las correcciones que había indicado. Cualquier teoría candidata a la
demostración de la hipótesis de Riemann tiene que estar dispuesta a afrontar un examen
altamente severo.
Selberg, Sarnak, Katz y Bombieri: un equipo formidable, pero que no conseguía intimidar
en absoluto a Connes. La fuerza de sus argumentaciones y de su personalidad fácilmente
estarían a la altura de los peces gordos de Princeton. Sabía que no disponía aún de la
demostración, pero estaba convencido de que su propio enfoque ofrecía las mejores
perspectivas de hallar una solución a la hipótesis de Riemann. Reunía muchas de las ideas que
habían emergido de la física cuántica y de las intuiciones matemáticas de Weil y de
Grothendieck.
El grupo de Princeton aceptó que se habían producido muchos avances, pero no se había
resuelto el problema. Sarnak reconoció que Connes había sabido desarrollar con éxito las ideas
que él mismo había aprendido de su supervisor, Paul Cohen, poco después de su llegada a
Stanford. La diferencia radicaba en el hecho de que Connes disponía ahora de un nuevo
lenguaje sofisticado y de nuevas técnicas que lo ayudaban a dar una forma precisa a las ideas
de Cohen. Pero en el enfoque de Connes se mantenía aún un problema: parecía haber arreglado
las cosas de manera que fuera imposible ver cualquier punto que se hallara fuera de la recta de
Riemann. Igual que un prestidigitador, Connes hacía ver a su público sólo los puntos que se
hallaban sobre la recta, mientras que los de fuera desaparecían por su manga matemática.
«Connes es capaz de hipnotizar al público», afirma Sarnak. «Es un tipo muy persuasivo.
Produce fascinación. Si le haces notar un punto débil en su enfoque, la vez siguiente dice:
“Tenías razón”. Por eso consigue conquistar tan fácilmente». Y así, explica Sarnak, al cabo de
poco Connes incluye alguna cabriola nueva en su razonamiento. Sarnak cree, sin embargo, que
Connes aún no tiene la clase de magia que permitió a Weil hacer su gran descubrimiento
mientras estaba en la cárcel, en 1940. Bombieri recuerda: «Sigo pensando que hace falta alguna
nueva, gran idea».
Al cabo de poco tiempo de la presentación de Connes, Bombieri recibió un correo
electrónico de un amigo, Doron Zeilberger, de la Universidad de Temple. Según sus palabras,
parecía como si Zeilberger hubiera descubierto nuevas e increíbles propiedades de n. Pero
Bombieri fue lo suficientemente astuto para fijarse en la fecha: era el primero de abril. Para
hacer notar que había comprendido la broma, respondió al mismo nivel. Astutamente, se sumó
a la fiebre que se estaba extendiendo alrededor de las contribuciones de Connes a la búsqueda
de estructuras regulares en la distribución de los números primos: «Se han producido
fantásticos acontecimientos tras la conferencia que Alain Connes pronunció en el Institute for
Advanced Study el miércoles pasado…». Un joven físico presente entre el público intuyó de
repente cómo completar el proyecto de Connes. La hipótesis de Riemann es válida. «Por favor,
da la máxima difusión a esta noticia».
Zeilberger entró en el juego, y una semana después se había comunicado la noticia a todos
los matemáticos del mundo a través del boletín electrónico del siguiente congreso
internacional. Hizo falta tiempo para encauzar la excitación provocada por la broma de
Bombieri. Volviendo a París, Connes descubrió que aquellas noticias estaban en boca de la
gente. Y aunque el blanco de la broma eran en realidad los físicos, le dolió igualmente.
La inocentada de Bombieri de alguna manera supuso el fin del entusiasmo alrededor del
trabajo de Connes sobre la hipótesis de Riemann. Ahora que las aguas se han calmado, parece
que se han desvanecido gran parte de las esperanzas de que las ideas de Connes puedan
descubrir el secreto de los números primos. Incluso en su sofisticado mundo de la geometría no
conmutativa, los primos permanecen inalcanzables. Han pasado ya algunos años desde la
entrada en escena de Connes, pero la fortaleza Riemann continúa inexpugnable. Naturalmente,
aún es posible que el enfoque de Connes dé fruto: hay muchos motivos para creerlo. Sin
embargo, ya ha disminuido la sensación de que tal enfoque pueda garantizar un camino fácil
hacia la demostración. Es posible que ahora los muros que protegen la hipótesis de Riemann
parezcan un poco distintos, pero permanecen tan impenetrables como ayer.
El mismo Connes intenta tomarse con filosofía este punto muerto en que ha embarrancado
su investigación. Como comentó frente al anuncio de un premio de un millón de dólares para el
que resolviera la hipótesis de Riemann: «para mí, las matemáticas ha sido siempre la mayor
escuela de humildad. El valor inestimable de las matemáticas radica sobre todo en sus
problemas más increíblemente difíciles, que son como el Himalaya de las matemáticas.
Conseguir la cumbre será extremadamente difícil, e incluso podría ser que tuviéramos que
pagar un alto precio. Pero la verdad es que, una vez que la alcancemos, podremos admirar un
panorama estupendo». Connes aún no se ha rendido, y continúa su batalla a la espera de una
última gran idea que le permita alcanzar el final de su viaje. Su deseo es alcanzar aquel instante
maravilloso, que todo matemático puede reconocer en algún momento de su propia vida,
cuando repentinamente las cosas se ponen en su sitio: «Cuando llega la iluminación, se produce
tal escalofrío emotivo que es imposible permanecer pasivos o indiferentes. En las raras
ocasiones en las que lo he experimentado no he podido contener las lágrimas».
Por tanto, continuemos escuchando el misterioso ritmo de los primos: 2, 3, 5, 7, 11, 13, 17,
19,… Los números primos se extienden hasta los más extremos confines del universo de los
números, sin terminarse nunca. Ellos están en el centro de las matemáticas, son los elementos
primarios con los que se consigue cualquier cosa. ¿Deberemos realmente resignarnos al hecho
de que, por más que deseemos hallar un orden y una explicación, estos números fundamentales
permanezcan para siempre fuera de nuestro alcance?
Euclides demostró que los números primos siguen hasta el infinito; Gauss plateó la
hipótesis de que siguen un orden aleatorio, como si hubieran sido elegidos lanzando una
moneda; Riemann fue aspirado por un agujero que lo condujo a un espacio imaginario donde
los números primos se convierten en música. En este espacio, cada punto a nivel del mar hace
sonar una nota. Por tanto, se trataba de interpretar el mapa del tesoro de Riemann, y de
descubrir la ubicación de cada punto a nivel del mar. Armado con una fórmula que mantuvo en
secreto para el resto del mundo, Riemann descubrió que, aunque la disposición de los números
primos pareciera caótica, los puntos de su mapa estaban ordenados perfectamente: en lugar de
estar desparramados aquí y allá, estaban todos sobre una misma recta. No podía ver lo bastante
lejos en aquel paisaje como para poder afirmar que este orden siempre sería respetado, así lo
creía. Había nacido la hipótesis de Riemann.
Si la hipótesis de Riemann es correcta, ninguna de las notas tendrá un sonido más alto que
otra: la orquesta que toca la música de los números primos tendrá una armonía perfecta. Esto
explicaría el hecho de que, en la distribución de los números primos, no vemos emerger pautas
dominantes: a una pauta así correspondería un instrumento que toca más fuerte que los demás.
Es como si cada instrumento siguiera su propio motivo, pero con una armonía tan perfecta que
los motivos terminarían por anularse, dejando sólo el flujo y el reflujo aparentemente caóticos
de los primos.
Si es correcta, la hipótesis de Riemann nos ayudará a comprender por qué los números
primos se nos aparecen como si hubieran sido extraídos al azar, lanzando una moneda. Pero
quizá la intuición de Riemann sobre estos puntos a nivel del mar es sólo una ilusión; quizás, al
proseguir la música, un instrumento concreto de la orquesta de los números primos empezará a
dominar sobre los demás; quizás en los horizontes extremos de los números se esconden
estructuras regulares que aún no hemos descubierto; quizá la moneda de los números primos
empezó a mostrar una inclinación particular cuando la naturaleza la lanzó más y más vueltas en
el proceso de creación del universo matemático en que vivimos. Como hemos tenido la
oportunidad de descubrir, los números primos son sujetos maliciosos, capaces de esconder a
nuestra vista su verdadero carácter.
Empezó así la búsqueda de una confirmación a la convicción de Riemann según la cual los
puntos a nivel del mar en su mapa del tesoro de los primos tenían que estar alineados. Hemos
cruzado a lo largo y a lo ancho el mundo histórico y el mundo físico: la Francia revolucionaria
de Napoleón; la revolución neohumanística de Alemania, desde el gran Berlín hasta las
angostas calles medievales de Gotinga; la extraña alianza entre Cambridge y la India; el
aislamiento de Noruega durante la guerra; el Nuevo Mundo, y una nueva academia fundada en
Princeton para los valerosos buscadores del Grial de Riemann obligados a abandonar Europa
por las devastaciones de la guerra; y, finalmente, París y su nuevo lenguaje, que se habló por
vez primera en la celda de una cárcel y que ha deshecho la mente de una de las principales
personas que lo desarrollaron.
La historia de los números primos se extiende mucho más allá de los confines del mundo
matemático. Los progresos tecnológicos han cambiado la manera de hacer matemáticas. El
ordenador, nacido en Bletchley Park, nos ha dado la capacidad de ver números que
anteriormente permanecían confinados en un universo inaccesible. El lenguaje de la física
cuántica ha permitido a los matemáticos articular estructuras y conexiones que nunca se
hubieran descubierto sin la superposición de culturas científicas. Incluso el mundo empresarial
de la AT&T, de la Hewlett-Packard y de una cadena californiana de grandes almacenes de
electrónica ha tenido su participación en la investigación. El papel central de los números
primos en el panorama de la seguridad informática ha llevado estos números al primer plano.
Hoy, los números primos tienen un impacto sobre la vida de todos nosotros, ya que en Internet
protegen los secretos electrónicos del mundo a los ojos indiscretos de los hackers.
Pero, a pesar de todos estos avances, los números primos continúan siendo inalcanzables:
cada vez que les damos caza en un nuevo territorio, ya sea en el mundo no conmutativo de
Connes o en el caos cuántico de Berry, siempre encuentran nuevos lugares donde esconderse.
Muchos de los matemáticos que han contribuido a nuestra comprensión de los números
primos han sido recompensados con una larga vida. Jacques Hadamard y Charles de la Vallée-
Poussin, que en 1896 habían demostrado el teorema de los números primos, vivieron ambos
más de noventa años. La gente empezaba a pensar que el haber demostrado el teorema los
había vuelto inmortales. La creencia en una conexión entre la longevidad y los números primos
ha sido alimentada posteriormente por Atle Selberg y Paul Erdös: tras su demostración
elemental alternativa al teorema de los números primos, en los años cuarenta, ambos han
superado la barrera de los ochenta años. Bromeando, los matemáticos han planteado una nueva
conjetura: aquel que consiga demostrar la hipótesis de Riemann conquistará la inmortalidad.
Continuando con la conjetura bromista, se dice que alguien en alguna parte ha demostrado ya
que la hipótesis de Riemann es falsa, pero nadie se ha enterado porque el desgraciado
matemático murió instantáneamente en cuanto terminó su trabajo.
Hay diversas opiniones sobre lo lejos que estamos de una demostración. Andrew Odlyzko,
que ha calculado numerosísimos puntos a nivel del mar en el mapa del tesoro de Riemann, cree
que no somos capaces en absoluto de hacer una previsión: «Podría ser la próxima semana,
como podría ser dentro de un siglo. El problema parece demasiado complicado. Sospecho que
su solución será muy simple, entre otras razones porque numerosísimas personas realmente
preparadas le han dedicado todo su empeño durante mucho tiempo. Pero, por otra parte,
también es posible que alguien tenga una idea particularmente brillante ya la semana que
viene». Otros creen que, para alcanzar una solución, aún hacen falta al menos un par de buenas
ideas.
Basándose en su conversación en Princeton con el físico cuántico Freeman Dyson durante
la pausa de té, Hugh Montgomery está convencido de que nuestra escalada al monte Riemann
se encuentra en un buen punto. Pero hay una nota a pie que modula bastante aquel optimismo:
«Si no fuera por una única laguna, nuestra demostración de la hipótesis de Riemann estaría
completa. Desafortunadamente, la laguna está precisamente al principio». Como subraya
Montgomery, es un feo sitio para una laguna. Una laguna en el medio significaría al menos que
hemos progresado en nuestro camino; pero si se encuentra en el principio significa que, a
menos que encontremos una forma de superar este primer obstáculo, el resto del recorrido que
hemos trazado para llegar a la cumbre del monte Riemann es totalmente inútil: «Es por culpa
de un obstáculo a nivel teórico que no somos capaces de demostrar este teorema».
Muchos matemáticos están aún demasiado atemorizados para acercarse a este problema
notoriamente difícil, a pesar del incentivo de un millón de dólares para quien encuentre la
solución. Los nombres que lo han intentado y han fracasado son legión: Riemann, Hilbert,
Hardy, Selberg, Connes… Pero aún quedan matemáticos lo bastante valientes para intentarlo, y
entre los nombres que hay que tener presentes en un futuro están Christopher Deninger en
Alemania y Shai Haran en Israel.
Muchos predicen que la hipótesis de Riemann llegará a su bicentenario sin haber sido
demostrada. Otros, en cambio, creen que su hora está próxima, y que con todo lo que hemos
descubierto sobre dónde buscar una solución, no podrá resistirse mucho más. Otros creen, en
cambio, que es falsa. Otros creen que ya ha sido demostrada pero que el establishment
matemático no se atreve a renunciar a este enigma. Finalmente, algunos se han vuelto locos
buscando una solución.
Quizá nos hemos obsesionado de tal forma en mirar los números primos desde la
perspectiva de Gauss y de Riemann que lo que nos hace falta es simplemente una forma
distinta de comprender estos enigmáticos números. Gauss propuso una estimación de la
cantidad de números primos, Riemann previo que en la peor de las hipótesis el margen de error,
por exceso o por defecto, sería equivalente a la raíz cuadrada de N, y Littlewood mostró que no
podía hacerse mejor. Quizás existe un punto de vista alternativo que nadie ha sido capaz de
encontrar por culpa de nuestro ligamen cultural con el edificio construido por Gauss.
Como los investigadores en la escena de un misterioso asesinato, hemos examinado a los
diversos sospechosos matemáticos: ¿quién o qué ha puesto los ceros sobre la recta de
Riemann? La escena está llena de pruebas diseminadas, hay huellas por todas partes, tenemos
un retrato robot del presunto culpable. Pero aún se nos escapa la respuesta. Nos queda, para
consolarnos, el hecho de que aunque los números primos no nos revelen nunca su secreto, nos
están guiando por la más extraordinaria de las odiseas intelectuales. Han adquirido una
importancia que va mucho más allá de su papel fundamental de átomos de la aritmética. Como
hemos descubierto, los números primos han puesto en comunicación áreas de las matemáticas
entre las que no se conocían relaciones. Teoría de los números, geometría, análisis, lógica,
teoría de la probabilidad, física cuántica: todas han terminado convergiendo en nuestra
búsqueda de una solución a la hipótesis de Riemann. Y esta búsqueda ha puesto a las
matemáticas bajo una luz nueva. Hoy nos maravillamos ante su extraordinaria interconexión:
las matemáticas se han transformado, han pasado de ser una disciplina que se ocupa de
estructuras a una disciplina que indaga las interconexiones.
Estas conexiones no sólo existen en el interior del mundo matemático. Hubo un tiempo en
que los números primos se consideraban el concepto más abstracto, entidad que perdería todo
su significado fuera de la torre de marfil de las matemáticas. Hubo un tiempo en que los
matemáticos —G. H. Hardy es quizá el mejor ejemplo— gozaban ante la idea de poder
examinar sus objetos de estudio en total aislamiento, sin distracciones con problemas del
mundo exterior. Pero ahora los números primos no ofrecen ya una vía de fuga de los problemas
del mundo real, como aún podían hacer Riemann y otros. Los números primos revisten una
importancia central en el marco de la seguridad de nuestro mundo electrónico, y sus
resonancias con la física cuántica podrían decirnos algo sobre la propia naturaleza del mundo
físico.
Aunque consigamos demostrar la hipótesis de Riemann, hay muchas otras preguntas y
conjeturas que nos esperan, muchas nuevas áreas de entusiasmo en las matemáticas que sólo
esperan la demostración de la hipótesis de Riemann para entrar en escena. La solución será sólo
un principio, la apertura de la puerta de un territorio virgen, aún inexplorado. Tomando las
palabras de Andrew Wiles, la demostración de la hipótesis de Riemann nos dará la posibilidad
de orientarnos en este mundo como la solución del problema de la longitud ayudó a los
exploradores del siglo XVIII a navegar en el mundo físico.
Hasta entonces, tendremos que contentarnos con escuchar con fascinación esta música
matemática imprevisible, incapaces de controlar sus pautas. Los números primos siempre nos
han acompañado en nuestra exploración del mundo matemático, y siguen siendo los más
enigmáticos entre los números. Aunque las mejores mentes matemáticas han dado lo mejor de
sí mismas en el intento de explicar las modulaciones y los cambios de esta música mística, los
números primos siguen siendo hoy un enigma sin respuesta. Todavía estamos esperando a la
persona cuyo nombre vivirá para siempre como el del matemático que ha hecho cantar a los
números primos.
*
AGRADECIMIENTOS

Muchos de mis colegas me han ofrecido con gran generosidad su tiempo y su apoyo. En
concreto, quisiera dar las gracias a los siguientes, que han estado encantados de sentarse y de
contrastar conmigo sus ideas y sus puntos de vista: Leonard Adleman, sir Michael Berry, Bryan
Birch, Enrico Bombieri, Richard Brent, Paula Cohen, Brian Conrey, Persi Diaconis, Gerhard
Frey, Timothy Gowers, Fritz Grünewald, Shai Haran, Roger Heath-Brown, Jon Keating, Neal
Koblitz, Jeff Lagarias, Arjen Lenstra, Hendrik Lenstra, Alfred Menezes, Hugh Montgomery,
Andrew Odlyzko, Samuel Patterson, Ron Rivest, Zeev Rudnick, Peter Sarnak, Dan Segal, Atle
Selberg, Peter Shor, Herman te Riele, Scott Vanstone y Don Zagier.
Querría dar especialmente las gracias a sir Michael Berry, a quien conocí en la escalera del
10 de Downing Street, mientras yo estaba en la fila esperando mi turno para estrechar la mano
del primer ministro, y que fue el primero en fijar mi atención sobre a la música escondida en
los números primos. El título original de este libro, The music of the primes, está inspirado
precisamente en aquel encuentro.
Estoy en deuda con muchísimas personas que han leído atentamente las primeras versiones
parciales o totales del manuscrito: sir Michael Berry, Jeremy Butterfield, Bernard du Sautoy,
Jeremy Gray, Fritz Grünewald, Roger Heath-Brown, Andrew Hodges, Jon Keating, Angus
Macintyre, Dan Segal, Jim Semple y Eric Weinstein. Naturalmente, la responsabilidad de los
eventuales errores que puedan haber quedado en el texto es sólo mía.
Me han ayudado numerosos libros y artículos, de los cuales he recopilado una serie de
preciosas informaciones de fondo sobre los temas estudiados. Merece una mención especial la
revista Notices of the American Mathematical Society, que publica incesantemente artículos
llenos de brillantes intuiciones sobre las matemáticas y sobre la comunidad de los que se
dedican a ella.
Diversas instituciones me han ayudado con gran disponibilidad durante la elaboración de
este libro, incluidos el American Institute of Mathematics, la Certicom, la biblioteca de la
Universidad de Gotinga, los laboratorios de la AT&T de Florham Park, el Institute of Advanced
Study de Princeton, los laboratorios de la Hewlett-Packard de Bristol y el Max Planck Instituí
für Mathematik de Bonn.
Me alegra poder reconocer aquí mi deuda con las personas que han hecho posible la
publicación de este libro: mi agente, Antony Topping, de la Greene & Heaton, que me ha
acompañado desde las primeras ideas hasta la publicación; Judith Murray, que nos presentó;
mis redactores, Christopher Potter, Leo Hollis y Mitzi Angel, de la editorial Fourth Estate; Tim
Duggan, de la editorial Harper Collins; y John Woodruff, que ha preparado el volumen para la
imprenta. Debo dar las gracias especialmente a Leo, que ha dedicado muchísimas horas
inmerso en abstrusas reflexiones sobre la cuarta dimensión.
No habría sido capaz de escribir este libro sin el apoyo de la Royal Society. El hecho de ser
miembro investigador de la Royal Society me ha permitido no sólo alcanzar mis sueños
matemáticos, sino también comunicar el entusiasmo que he podido experimentar a lo largo de
este camino. La Royal Society es más que una simple cuenta bancaria: cuida lo que financia.
Su apoyo a mi actividad de divulgación matemática ha sido inestimable.
También querría dar las gracias a diversas personas del mundo de los medios de
comunicación, que han tenido la valentía suficiente como para correr el riesgo de publicar y
transmitir mis primeros breves escritos sobre matemáticas serias, y que han dedicado su tiempo
a que un matemático aprendiera a escribir: Graham Patterson, Philippa Ingram y Anjana Ahuja,
que trabajan para The Times; John Wrakins y Peter Evans, de la BBC; y Gerhart Friedlander, de
Science Spectra. También doy las gracias a la NCR y a la Milestone Pictures por haber dado la
oportunidad de hacer llegar las matemáticas a la comunidad bancaria.
He llegado a ser matemático gracias a uno de mis profesores de la escuela secundaria, el
señor Bailson, que fue el primero en enseñarme algo de la música escondida tras la aritmética
escolar. A él debo mi inspiración, y a la Gillots Comprehensive School, al King James 6th
Form College y al Wadham College de Oxford, la formación excepcional que he recibido.
Gracias al Arsenal por haber conseguido el doblete mientras estaba escribiendo este libro.
Y al campo de fútbol de Highbury por haberme dado la oportunidad de descargar la tensión de
mis luchas con Riemann.
A título personal, quiero agradecer a mis amigos y a mi familia el apoyo que me han dado:
a mi padre, que me ha ayudado a comprender el poder de los números; a mi madre, que me ha
ayudado a comprender el poder de las palabras; y a mis abuelos, especialmente a Peter, que han
sido fuente de inspiración para mí; y a mi compañera, Shani, por haber tolerado un libro en
casa y por su confianza en mi capacidad para escribirlo. Y mi mayor agradecimiento para mi
hijo, Tomer, con quien he podido jugar tras largas jornadas de trabajo, y sin el cual no habría
sobrevivido a la elaboración de este libro.
MARCUS PETER FRANCIS DU SAUTOY. (Londres, 1965). Es un escritor, presentador,
columnista y profesor de matemáticas de la Universidad de Oxford británico. Ha sido también
profesor invitado en el Collège de France y la École Normale Supérieure de París, en el Max
Planck Institut de Bonn, la Universidad Hebrea de Jerusalén y la Universidad Nacional
Australiana en Canberra.
En 2001, ganó el premio Berwick de la London Mathematical Society. Colabora, con éxito
enorme, en la televisión con programas de divulgación matemática, así como en la prensa
escrita.
Es conocido principalmente por su labor de popularización de las matemáticas y por ser un
especialista en la teoría de los números.
Los tres libros que ha escrito hasta el momento han recibido grandes elogios por parte de la
crítica. Con La música de los números primos ganó en 2004 el Premio Peano en Italia y en
Alemania en 2005 el Premio Sartorius.
Notas
[1]
Moron en inglés «idiota». (Nota del T., como todas las que siguen). <<
1 de abril, equivalente en los países anglosajones a nuestro 28 de diciembre, festividad de los
[2]

Santos Inocentes. <<


[3]
Referencias al juego del cricket. <<
[4]
Nachlass: deducciones. (N. del T.) <<
[5]
Si observamos la fórmula con atención veremos que se trata de un producto de dos factores:
el primero de ellos, k + 2, es siempre positivo. El segundo consiste en restar de 1 un total de
catorce términos estrictamente positivos, ya que son cuadrados. En consecuencia, la única
forma de que la fórmula dé un número positivo, y por lo tanto primo, es que todos y cada uno
de los términos citados sea cero; ello nos lleva a la conclusión de que conseguir un número
primo utilizando la fórmula equivale a hallar las soluciones de un sistema no lineal de catorce
ecuaciones con veintiséis incógnitas. <<
Seder: comida de la celebración de la Pascua judía, durante la cual se beben cuatro copas de
[6]

vino. <<

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