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Escenarios de la satisfacción:

Del Otro al Uno


Chesneau, Luis
CID-NEL, Caracas
Diciembre, 2021

El Psicoanálisis, desde sus comienzos, se desplegó a contrapelo de la cultura y cánones


científicos que le servían de contexto. La propuesta freudiana enarbolaba una sospecha de que
hay algo que no estaba siendo tomado en cuenta en relación a la condición humana. Un “algo”
que pareciese operar por fuera de algunos monumentos epistémicos de la época, cómo los
catálogos psiquiátricos tradicionales, la pretensión de objetividad en la observación del médico, e
incluso el cartesianismo que asigna todo lo concerniente a la existencia al hecho de que la gente
puede pensar.

El Psicoanálisis, llevado de la mano de Freud, presenta un reto a estas edificaciones del


intelecto occidental de los siglos XIX y XX, en la medida en que hay partes del sujeto que
difícilmente pueden ser dichas o pensadas, pero no por ello dejan de operar con eficacia. Y
además, se trata de segmentos de la subjetividad que pueden ser susceptibles a ser escuchados
por un analista a condición de haberse establecido un delicado vínculo de trabajo con el paciente,
rompiendo con la objetividad propia del médico.

Lo que se asoma detrás de esto, entonces, es que venimos “en partes”: partidos, divididos,
descompletados y sin armonías. Y cuando decimos “venimos”, es porque es así desde los
albores. Freud (1992a), comienza a dibujar un mecanismo de la génesis del sujeto divido en sus
“Estudios sobre la histeria”, donde se nos presenta la noción de “trauma” como un
acontecimiento que coloca al niño ante una experiencia que no puede aprehender con su
entendimiento. En el mismo texto, el autor da al trauma el estatuto de “un cuerpo extraño que
aún mucho tiempo después de su intrusión tiene que ser considerado como de eficacia presente”
(p. 32). ¿Qué hace este “cuerpo extraño” sino marcar, de ahí en adelante, la extrañeza del propio
cuerpo?
La dimensión corporal vendrá a ser crucial a la hora de establecer lo que está en juego en lo
traumático. Adelantándonos en la obra de Freud, podemos valernos del concepto fundamental de
la pulsión como el mayor tributario de lo que el cuerpo tiene de innombrable. La introducción de
lo pulsional marca el logro freudiano de fijar un punto en el que las palabras resuenan en el
cuerpo, abriendo así un terreno sobre el cual el Psicoanálisis puede operar y donde dejan de ser
suficientes las explicaciones más organicistas. Sobre las pulsiones, Freud (1992b) dice: “Desde
luego, nada impide esta conjetura: las pulsiones mismas, al menos en parte, son decantaciones de
la acción de estímulos exteriores que en el curso de la filogénesis influyeron sobre la sustancia
viva, modificándola” (p. 116). El viviente, entonces, es impactado traumáticamente por una
exterioridad, a partir de lo cual comienza a delimitarse para él un modo de satisfacción que es
propio del encuentro único del lenguaje con la carne.

¿En virtud de qué se instala una satisfacción? Para un infante humano que es eyectado en el
mundo sin la brújula de una biología que lo oriente a valerse por sí mismo, la supervivencia es
posible nada más dentro del campo del Otro. Jacques-Alain Miller (2011) posibilita una lectura
de este hecho cuando nos habla de cómo ese otro que atiende las necesidades del niño, también
le brinda una satisfacción erótica que se desprende de la mera fisiología. Un niño que es
alimentado por su madre se conecta con ese otro por medio de ese orificio, esa zona erógena, que
es la boca. De aquellos instantes en adelante, los asuntos del cuerpo quedan trastocados por el
Otro, en el cual Lacan ubicará la agencia simbólica de la castración para entender el trauma tal
cómo lo ilustró Freud.

Sobre esto, Lacan (2015) despliega una esquematización en su Seminario VI (“El deseo y su
interpretación”) al presentar la construcción de su Grafo del Deseo. Allí, Lacan nos muestra un
“punto de encuentro del código” al cual se dirige un vector desde el “ello”, que para el autor se
evidencia en la dinámica en la que el niño, todavía sin manejar la palabra, dirige su quejido a un
otro al que sabe hablante, y que además se acerca a él con palabras que, sin ser necesario
comprenderlas, configuran unas condiciones para la satisfacción. De este modo, queda la
necesidad ajustada al “desfiladero” del significante.
En el devenir de este encuentro con el Otro se plasma algo que juzgamos de relevancia
mayor para la clínica psicoanalítica: la pulsión señala el momento inaugural del vínculo con el
Otro. Siguiendo el Seminario VI de Lacan, se nos esquematiza la concomitancia de la
emergencia del deseo con la puesta en funcionamiento del aparato del mecanismo de la
significación; es decir, el deseo como aquello que se desliza entre un significante y otro en el
contexto de su relación negativa. La posibilidad de eventualmente poderse valer de la
significación permite al niño buscar coordenadas para el deseo con la pregunta “¿qué me
quieres?”, dirigida al Otro. Así, el deseo depende de hacerse un lugar en el Otro, en el lugar del
lenguaje, donde se dibuja para el sujeto el horizonte irrealizable del querer-ser. Para mantener
este “querer”, tal cómo ilustra Eric Laurent (2019) en una breve entrevista para el canal de
Youtube “DeInconscientes”, el deseo se sostiene en una insatisfacción que le es necesaria.
Siempre es “por otra cosa”, siempre busca escabullirse metonímicamente entre un significante y
otro.

Pero antes de presentarse este enigma por el deseo del Otro, habilitado por la propia
insuficiencia del lenguaje para nombrarlo todo, se ha instalado ya en el sujeto la osamenta de una
satisfacción cuyo circuito se da por fuera de cualquier dispositivo de significación; es decir, de
un orden distinto al del deseo. La significación y el sentido están del lado del Otro, y conforman
para Lacan lo característico del registro de lo simbólico. Desde esta dimensión se hace posible
hablar de un Otro de la cultura, la sociedad, la religión, la familia, y de todo aquello que remita a
la ficción de la norma y la tipicidad entre los seres hablantes. La satisfacción de un sujeto, sin
embargo, va por otro lado.

Para comenzar a adentrarnos en el hueso de la satisfacción, vale echar mano de lo que Miller
(1998) nos presenta en relación al goce y al sentido:

La palabra ofrece sentido para comprender, pero en él hay sentido para gozar, que no se
comprende y se lo llama sinsentido (...) Desde que hay sentido -entendido como sentido
para comprender- el Otro está en el horizonte (...) En cambio, el goce-sentido (jouis-sens)
está separado del Otro, no implica su llamado, ni lo tiene en su horizonte. Es lo que
sugiere, de alguna manera, el enunciado mismo del fantasma, que Freud utilizó en el
título “Pegan a un niño”, porque está esa frase y nada más. (p. 316).

Lo ejemplificado en la frase “Pegan a un niño” implica para Miller que allí está funcionando
un significante solo, unario (S1), que no se busca mutuamente con un S2. Es decir, hay algo de
ese goce que se resiste a la concatenación simbólica, dado que tiene que ver más con la
dimensión de lo real. El valor orientador que esto puede tener para la clínica reside en el
recordatorio de no confiarlo todo al sentido, para no olvidarse de lo Uno que hay en lo que se
escucha. Este S1 que nomina un goce nos ubica en un punto absolutamente único, en el cual ese
instante de choque del lenguaje con el cuerpo produce algo inédito, en virtud de que en ese
cuerpo no hay algo con lo que ese lenguaje pueda hacer cadena. No es un encuentro de
significación con más significación en el contexto de su Ley, sino con algo que excede a la
misma. Así, el punto de intersección de lo que pudiera ser el registro del cuerpo con el conjunto
del sentido es un producto sui generis.

La anterior exposición de Miller (1998) lleva nuestra mirada a otro asunto de gran
importancia en relación a cómo se estructura el mecanismo de la satisfacción en un sujeto. Se
trata del fantasma, tal cómo lo presentó primero Freud (1992c) en su texto “Pegan a un niño”, a
modo de “representaciones-fantasía” situadas en la génesis de la perversión sexual en los niños.
Ya Miller (2007) señalaba en “Dos dimensiones clínicas: síntoma y fantasma” lo difícil que
puede ser para un analizante hablar de sus fantasías en comparación a sus síntomas, de los cuales
puede quejarse con relativa facilidad. De lo mismo nos había advertido ya Freud (1992c) al
hablarnos de los titubeos, sentimientos de vergüenza, y culpa que se mostraban en el paciente al
momento de “confesar” estas ideas.

Miller (2007) se vale de la distinción entre síntoma y fantasma para ubicarnos en lo que
conlleva cada uno en la clínica. Si bien el síntoma -en parte- presenta una articulación
significante que permite dirigir una queja o un sufrimiento a un otro que pudiera saber de ello, el
fantasma tiene que ver con el objeto; aquel que se desprende de esa primera marca de
satisfacción en el encuentro del cuerpo con el lenguaje. En ese significante unario (S1) que
intenta precariamente nombrar lo real, hay sin embargo suficiente texto para construir un
ensamblaje básico que permite historizar parte de aquello que acontece por fuera del sentido.
Teniendo tanto de innombrable, puede comenzar a intuirse el por qué de las dificultades para
hablar de ello. Lo que se juega en el fantasma toca íntimamente lo real de la satisfacción y, por
tanto, del goce.

En este ensamblaje básico compuesto de un simple “texto”, tal cómo nos mostró Freud, se
despliega un plano a través del cual el sujeto puede tratar con dos coordenadas fundamentales del
aparato psíquico: el deseo y el goce. Lacan (2015), en su Seminario VI, designa al fantasma
cómo una construcción que hace el sujeto para defenderse del desamparo ante el Otro;
desamparo porque requiere de alguien más para continuar en la vida. Y en virtud de esto, se
elabora una base donde el deseo puede situarse. Por su parte, Miller (2007) destaca del fantasma
su función de extraer placer tanto del goce como de la angustia. La angustia que puede
sobrevenir a un niño surge, justamente, de vivir la ausencia del Otro, de una madre, donde
concomitantemente surge la pregunta por el deseo del Otro. Así, el fantasma viene a recubrir esa
pregunta para aliviar la angustia que puede traerle al sujeto.

Por el lado del goce, Miller (2007) pone de relieve cómo el fantasma permite sosegarlo por
medio de una articulación significante que, a nuestro juicio, sirve cómo un “guión” para esa
escena de satisfacción del sujeto con un objeto. Por medio de esta escenografía fundamental es
que el sujeto genera una respuesta a esa gran excitación del goce en lo real. Permite poner algo
de historia al sinsentido.

El fantasma así explicitado recibe afluencias de lo imaginario, lo simbólico y lo real.


Siguiendo a Miller (2007), la dimensión imaginaria del fantasma aportará a esta escena,
precisamente, la imagen de la relación con personajes determinados y su papel en la satisfacción.
Lo simbólico viene a ser esa “pequeña historia” construida en base a las leyes de la lengua,
generando un axioma lógico sostenido en una falta en el campo del significante (por eso solo
puede ser evidente en sí mismo). Por último, lo real del fantasma se sitúa en la imposibilidad de
modificar aquel axioma con que se responde a esa falta en el campo del Otro.
En virtud de avecinarse tanto a lo real, el fantasma fundamental se nos presenta cómo de un
estatuto especial en contraste a lo simbólico por sí solo, si bien no está desprendido de este
registro. Este fundamento sitúa lo que en el sujeto hay de único, de unario; es decir, en términos
llanos, lo que no es “como en los demás”. El ser hablante, al menos en caso de las neurosis,
cuenta así con una función que alivia lo paradojal del goce, que Lorenzo Chiesa (Zizek, 2010,
cap. 15, p. 439 ) sosteniéndose en Lacan ilustra como aquel más allá del principio del placer,
donde hay una satisfacción en el dolor en medio de un circuito que forzosamente restituye una
pérdida. Así, el goce no logra el contacto con el llamado objeto a -que no existe- porque este no
es su mecanismo. Su labor es rodear al objeto, garantizando la repetición del circuito con la
promesa de que dicho objeto puede esta vez estar al alcance.

Si extraemos las últimas consecuencias de lo expuesto hasta ahora, la satisfacción del sujeto
se da fundamentalmente en solitario. Después de ser tocado por un decir, pero sin el Otro de la
significación. Por eso fantasea y extrae la tranquilidad de una respuesta incluso ante el
sufrimiento. Se hace de vital importancia aquí introducir como Freud (1992c) habla de que la
presentación del fantasma es una construcción que se da en el devenir del análisis. Ciñéndonos a
su ejemplo, la construcción se da en la fase de la elaboración fantasmática que involucra la
participación del sujeto (“yo soy azotado por mi padre”). Se le construye, precisamente, porque
no se trata de recordar algo que pasó en realidad. Es una frase que clarifica que, con esta
“pequeña historia”, el analizante se involucra en su satisfacción. Siendo pegado por el padre, el
sujeto responde la pregunta de su lugar en relación al goce del otro.

La labor del decir del Otro en esta operación es aquella que, ante el puro real del cuerpo,
pone una marca indeleble que dicta “aquí y de este modo será la satisfacción”, incluso antes de
poder hacer uso del sentido. Sin embargo, va a ser este decir sin sentido lo que según Blasco
(2017) se anudará a la operatoria del Nombre del Padre, instalando así el mecanismo de la
significación y la unión del deseo con la Ley simbólica. A modo de esquema, pudiéramos decir
que entre ese S1 que se resiste a concatenarse y ese S2,...Sn instalado por la significación, hay
una diferencia cualitativa que corresponde a la de lo Uno y el Otro. Mientras más de cerca se
rodee ese S1 y su real, más cerca se estará del trauma y la incapacidad de simbolizar.
A la conclusión de todo este recorrido que debe conformarse con no decirlo todo, brilla con
la mayor importancia el lugar del sinsentido cómo un asunto crucial en la clínica. Crucial porque
nos acerca al “cruce” de un decir foráneo con un cuerpo que no busca decir nada, sino
satisfacerse. Con el fantasma, el sujeto puede presentarnos un “snapshot”, una escena donde se
captura lo insensato en un panel de historieta. Es en esa insensatez del sinsentido donde estará la
base de la significación, lo que permite que se asiente con todo su peso la importancia del
malentendido para la práctica del Psicoanálisis. Siempre que se habla, ese decir único, esa
“lengua propia” de cada quien, está operando.

Ante esto, evitar la complacencia del entendimiento.


Referencias

Blasco, Federico (2017). Pegan a un niño y masoquismo primario: conceptos útiles para pensar
el modelo de la neurosis y la posición del analista. IX Congreso Internacional de
Investigación y Práctica Profesional en Psicología XXIV Jornadas de Investigación XIII
Encuentro de Investigadores en Psicología del MERCOSUR. Facultad de Psicología -
Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires.

Freud, S. (1992a). Obras Completas. Volumen 2. Buenos Aires: Amorrortu.

Freud, S. (1992b). Obras Completas. Volumen 14. Buenos Aires: Amorrortu.

Freud, S. (1992c). Obras Completas. Volumen 17. Buenos Aires: Amorrortu.

Lacan, J. (2015). Seminario 6: El deseo y su interpretación. Buenos Aires: Paidós.

Laurent, E. (2019). Deseo, goce y fantasma [Archivo de video]. Recuperado de:


https://www.youtube.com/watch?v=ocFToh7nlcQ

Miller, J-A. (1998). Los signos del goce. México D.F.: Paidós.

Miller, J-A. (2007). Dos dimensiones clínicas: síntoma y fantasma. Buenos Aires: Manantial.

Miller, J-A. (2011). Donc: La lógica de la cura. Buenos Aires: Paidós.

Zizek, S. (2010). Lacan: Los interlocutores mudos. Madrid: Akal.

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