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Luis E. Chesneau R.
CID - Caracas
La historia del Psicoanálisis, si bien abarca el despliegue de una teoría novedosa sustentada en el
descubrimiento del Inconsciente, representa simultáneamente un giro fundamental en asuntos de
ética. La división del sujeto que nos presenta Freud jamás fue solamente un avance en cuanto a
conocimiento. Más bien, es una subversión que agujerea la manera misma de entender la
configuración del vínculo social y la economía subjetiva, al tiempo que vuelca el estatuto de una
relación paciente-médico que yacía reducida, restringida, por una objetividad que era puro
semblante.
Continúa el autor comentando que la transferencia, además, está desde la entrada. El analista no
tiene que trabajar mucho ni aplicar técnicas para que ocurra su instalación. Aquí, la moral detrás
de las pretensiones objetivistas es la que pudiera pasar a ser obstáculo. Y el devenir del
psicoanálisis nunca ha podido tributar demasiado al afán prescriptivista de la moral de la época.
Si bien hemos visto una formalización de la ética psicoanalítica más prominente desde los
aportes de Lacan, la extensión de la obra Freudiana lleva entre sus tejidos una ética orientada por
lo singular. Se trata de un esfuerzo que nunca hubiera podido caer en el vicio de los “códigos de
comportamiento” y los listados de técnicas sin traicionar su causa.
Retomar la cosa Freudiana del deseo implicó para Lacan un avance en esta apuesta por lo
singular. Ya en su Seminario VI (“El deseo y su interpretación”), Lacan cuestiona la
aplicabilidad de nociones evolutivas en relación a la pulsión y el deseo. Si dichas nociones
fueran aceptadas por los psicoanalistas, la práctica clínica devendría una ortopedia moral que
buscaría hacer “madurar” lo pulsional en el analizante y llevarlo a buscar determinados objetos
que le corresponden según la etapa evolutiva en la que se encuentre. Una indicación fundamental
de Lacan en este seminario es que “no hay ningún acuerdo preformado entre el deseo y el campo
del mundo” (pp. 397-398). La moral evolutiva sostiene la existencia del objeto sexual “típico”,
de las satisfacciones “normales” y la maduración de la pulsión genital. En otras palabras, creen
que hay relación sexual, si hacemos referencia a aquella máxima fundamental lacaniana.
De lo anterior, se desprende que no existe un objeto que calce en el agujero de la pulsión. Asumir
esto nos llevaría al terreno del instinto y a pensar que estamos amparados por la brújula de la
biología. Para el psicoanálisis, esto sería olvidarse del despropósito del cuerpo. La lógica de la
no relación sexual, de la no complementariedad entre los sexos, configura de la manera más
íntima y fundamental la experiencia del amor en el ser hablante. La sociabilidad de su búsqueda
de pareja se fundamenta en un goce que lo deja solo; la unión permanece como mero semblante
de lo que no hay. El psicoanálisis, ante esto, no ubica el partenaire en el otro del complemento
sexual. Aquello con lo que se hace pareja se aloja en el síntoma.
La psicoanalista Silvia Tendlarz, en un escrito para la página web de la AMP titulado “Las
mujeres y el amor, entre el semblante y el sinthome”, ilustra cómo la dimensión de goce en el
síntoma estructura la manera la vida amorosa de cada uno. La autora se sirve del concepto de
partenaire-síntoma, presentado por Jacques-Alain Miller, para situar el partenaire de cada ser
hablante en términos de su goce propio, no en la pareja personificada en un otro. Vivimos el
amor alienados de la naturaleza, en compañía del síntoma y su esqueleto de goce.
Desde la máxima de la no relación sexual se deriva una ética que no cosifica al objeto. No lo
hace parte del mundo. Lo que sí hace es situarlo en una extimidad que nutre lo más unheimlich y
solitario para el ser hablante. El significante unheimlich es presentado en el año 1919 por Freud
en su texto “Lo ominoso”, en el cual expone un compendio de equívocos entre dicha palabra y el
término heimlich, en algunos contextos asociada a lo familiar, lo doméstico, lo íntimo, e incluso
el resguardo. El propio Freud advierte que “esta palabra heimlich no es unívoca”, pues comporta
también una cercanía semántica con lo oculto y lo clandestino. Nos brinda igualmente la
referencia a Schelling, quien observa que lo unheimlich “es todo lo que estando destinado a
permanecer en secreto, en lo oculto, ha salido a la luz” (p. 225). La importancia del uso
Freudiano de este significante es que recoge una antagonía que tributa a lo más insoportable para
un sujeto. Aquello capaz de desatar el horror es a su vez lo más cercano y lo más propio. Su
registro es el de lo éxtimo, término que nos brinda Lacan para juntar lo íntimo con lo ajeno, lo
inasumible como propio.
Si lo ominoso se presenta en tanto tal para el sujeto, es en la medida en que aparece como
heraldo de otro reino distinto al de las identidades y al de las palabras, haciendo recordar su
existencia a la fuerza. Esto quiere decir que es una experiencia que no se parece a la de más
nadie, ni siquiera a la del propio Yo. Tampoco es una experiencia susceptible a la representación.
Hace emerger la angustia precisamente por la dificultad para concatenar significantes y hacer
sentido. Tiene que ver con un real, que es real del cuerpo.
Así, la experiencia amorosa de cada ser hablante se rige entonces por un “paradigma de
reencuentros” que le es único, respondiendo al carácter inédito de su encuentro con el Otro que
vino a marcar su modalidad de satisfacción. Tal cómo ilustra Lacan en el Seminario IV con su
Grafo del Deseo, el “punto de encuentro del código” que recibe un vector desde el “ello”
esquematiza la dinámica en la que el niño, todavía sin manejar la palabra, dirige su quejido a un
otro que se acerca a él con palabras las cuales, sin ser necesario comprenderlas, configuran unas
condiciones para la satisfacción. Dicha satisfacción, por tanto, lleva la marca de la manera
inédita en la que el lenguaje impacta en cada cuerpo, arrancándole un tajo de carne irrecuperable.
Retomando a Domenico Cosenza (2018), aquello que se pierde en esa primera experiencia de
satisfacción, envuelta en los intentos nominativos del lenguaje, es resumida por Lacan en el
objeto a como función lógica de las diferentes formas del objeto perdido en torno al cual se
estructura el fantasma fundamental, el cual brindará un marco a la economía libidinal de cada
sujeto. Este autor expone que para Lacan, lo real es lo real pulsional más allá de todo ideal de
madurez genital, y la pareja viene a ser sustituta de ese objeto perdido; es decir, no es más que un
envoltorio para el objeto a.
Que una pareja, en tanto personificada en alguien más, pueda servir como envoltorio o
semblante, va en continuidad con la noción de que los vínculos con el otro están mediados por el
síntoma. En su curso El Otro que no existe y sus comités de ética, Jacques-Alain Miller elucida
que “el partenaire-síntoma significa que el núcleo de goce es a y que la compañera (refiriéndose
a la pareja de un hombre,en este caso) es su envoltorio, exactamente como lo es el síntoma. El
partenaire como persona es el envoltorio formal del goce” (pp. 419-420).
Lo real del partenaire-síntoma se perfila entonces como aquel recorte de real que llamamos
objeto a. Es un recurso que permite delimitar algo de lo irrepresentable en la medida en que un
analista puede leerlo como algo que conmociona el cuerpo. Pudiéramos decir que, cuando
hablamos de “primera experiencia de satisfacción”, no es solo en un sentido cuantitativo-ordinal.
Es la “satisfacción primera” porque va a ser la modalidad privilegiada en el horizonte de goce del
sujeto. Se trata de una experiencia de excitación que no esperó a ningún mecanismo de
significación para que el infante pudiera representarla exitosamente. Su ominosidad comporta el
carácter llamativo de reconocer algo propio en lo más ajeno. Es llamativo en tanto llamada de lo
que se perdió, dejando solo un eco retumbando en el cuerpo.
En este sentido, asumir que no se hace pareja sino por mediación del síntoma, y que además
dicho síntoma oculta, como se hace con lo unheimlich, un real de satisfacción cuyo núcleo es a,
tiene importantes derivaciones éticas. Cabe preguntarse, ¿qué implicaciones tiene esto para la
conducción de una cura?. Lacan, en su Seminario VII (“La ética del psicoanálisis”), se sirve del
trabajo de Freud para reafirmar que la cuestión ética, en psicoanálisis, se orienta y se articula
según la ubicación del sujeto en relación a lo real. De esto se desprende que lo real para quien
conduzca una cura debe asumirse como aquello a lo que se apunta. Retomando el seminario de
Berenguer, es justamente esta orientación a lo real lo que constituye otro de los distintivos de un
análisis bien llevado. La psicoterapia sostiene el ideal de que lo real del goce y todo lo que hay
de innombrable en la satisfacción del cuerpo, pueden subsumirse al registro de lo simbólico. No
saben hacer con lo que no hay. No dan un estatuto de importancia a lo Uno que no articula con
los demás, ya que no interesa al discurso del amo.
La orientación del analista por lo real es enmarcada por la transferencia, la cual reafirmamos en
su carácter de posicionamiento ético. La faceta simbólica del síntoma es, como indica Berenguer,
aquello que lo hace tener un pie en el Otro, incidiendo de manera importante en el devenir de la
transferencia. Es por medio de este aspecto que el síntoma hace dirigir una queja a un otro al que
se le supone un saber sobre ese sufrimiento. Este autor ubica en las transformaciones que vive
esta envoltura formal bajo transferencia, aquello que el síntoma tiene de real.
Las transformaciones del síntoma en transferencia permiten, a su vez, dar cuenta de lo que no
cambia, como un hueso más duro de roer. Es una lógica que trasciende la mera repetición porque
incorpora algo del orden de lo nuevo, soportado en la presencia real del analista. En la caída de
lo simbólico del síntoma, nos sigue diciendo Berenguer, se revela aquel resto de goce que
situamos como objeto a. Este proceso, matematizado en el discurso del analista, implica que este
se guarda su saber para causar en el analizante una pregunta en torno a aquello que está cifrado,
envuelto, en su queja. Se hace posible entonces una modificación en el síntoma, al tiempo que
permanece la fijeza del programa de goce más pegado a lo real de la satisfacción de cada uno con
su cuerpo.
Sobre lo anterior, nos presta algunas palabras la psicoanalista Clara María Holguín en su
Intervención sobre la transferencia, plasmada en los Cuadernos del INES nº 14. Ella sitúa al
analista como “jugando la partida con el síntoma”, y valiéndose de la transferencia para
introducir la dimensión real del objeto (de ahí la emergencia de lo nuevo). De eso trata la
“realidad sexual del inconsciente”, tal como la presenta Lacan. Una realidad que es pulsional y
que nos permite hablar de un “inconsciente real”, instancia más material donde yace lo que no
hace cadena de significación. Su carácter es definido por Miller en Lenguaje, aparato de goce
como “aluvional”: aluviones de malentendidos lenguajeros que constituyen la lalengua de cada
Uno. Hablamos de los S1 solos que sacuden al cuerpo y que no fraternizan fácilmente con lo
simbólico.
En este punto del recorrido, pudiéramos servirnos de los tres registros para esquematizar una vía
que apunte a aquello que pone en marcha la conversación sobre ética en psicoanálisis. Por una
parte, el registro imaginario nos ubica en el campo de las identidades, habilita una idea de lo
típico, redondea y completa las ideas donde haga falta. Permite igualarnos o rivalizar con otro.
Lo simbólico, con todo lo que puede haber de significación en el inconsciente, mantiene por esta
misma razón un pie en el Otro. Lo real, por último, es lo que se acercaría más a lo Uno de cada
quien; lo que no se articula con otros, lo singular, está del lado de lo que resiste a la
simbolización.
Pudiéramos decir, entonces, que en defraudar esta demanda se pone en juego el encuentro con el
goce y, por tanto, el desvelamiento del objeto a que desborda al fantasma. Se trata de encarar, no
sin incomodidad, lo más singular de cada uno. A esto apunta Lacan en La dirección de la cura y
los principios de su poder al indicar que no se dirige la vida, sino la cura. Dirigir la vida es del
amo: soluciones iguales para todos. Dirigir la cura es hacia lo singular, dibujando una ética del
respeto a la palabra de cada quien, porque detrás de lo que se habla, está la lalengua. Se trata de
una clínica que asume el malentendido basado en lo real.
El deseo del analista es el de poner en marcha un análisis que oriente a lo real del
partenaire-síntoma; es decir, al objeto a velado por este. Por medio del deseo del analista, se
tiene la disposición ética de no personificar el partenaire que el analizante quisiera. No se lo
completa, que es lo mismo a decir que no se satisface la demanda de lo que el analizante cree que
es el amor, lo cual se hace legible bajo transferencia. El análisis propicia un encuentro con un
partenaire éxtimo que descompleta. El Yo queda defraudado y hasta desestabilizado en la medida
en que aquello que se encuentra aparece como unheimlich. Lo ominoso comporta una
satisfacción que puede parecer horrorosa por no comulgar con las buenas costumbres que tienen
lugar en el gran Otro del lenguaje y la Ley. Hablamos de ese Das Ding que no se quiere percibir,
pero que no por eso deja de acompañar muy de cerca al sujeto durante su vida, dándole lo
singular de su cuerpo.
La reflexión sobre el deseo del analista habilita la pregunta, ¿qué es lo que lo causa en
transferencia? Podemos establecer que es un deseo de que ocurra un análisis, y en este registro
del deseo se mueve su ética hacia lo real. Pero al brindar a lo real el estatuto de lo que orienta, no
queda sino preguntarse por el lugar del cuerpo del analista en la conducción de una cura. Tal
como dice Flory Kruger en su intervención, para poder operar con el goce, tiene que haber
cuerpo: la presencia real del analista. Es una ética en la cual el analista, con su deseo, se
descompleta y pone en juego su cuerpo para apartarse de una lógica según la cual la cosas se
solucionan con el saber del amo. Esto requiere de un manejo de lo que en sí mismo hay de
unheimlich, precisamente para ocupar ese lugar de semblante para lo que en el analizante se
acerca tanto al Das Ding.
El rol del analista no encuentra una completud a través de técnicas o el know-how para todos.
Tampoco se deja seducir por las colecciones de títulos que garantizan el conocimiento. No se
resguarda en un saber, sino que se juega la piel. Asumir la posición de analista es consentir a
descompletarse. Cada Un analista, desde el marco de la transferencia en las curas que lleve
adelante, está causado desde la ética a preguntarse por su lugar en las mismas. Pregunta que parte
de lo singular y que puede ser compartida, conversada, con algunos otros (u otros Unos) en
Escuela.
Finalizando este recorrido, precisar un poco más la pregunta se hace posible: al decir que el
analista se pone en el lugar de semblante de a, causante de deseo, ¿se sobreentiende que se habla
solo del deseo del analizante? Al ocupar este semblante, ¿está poniendo su cuerpo al servicio de
causar también su propio deseo del analista?
Referencias
Freud, S. (1905). Tres ensayos para una teoría sexual. En Obras completas, tomo VII. Buenos
Aires: Amorrortu.
Freud, S. (1919). Lo ominoso. En Obras completas, tomo XVII. Buenos Aires: Amorrortu.
Holguín, C. (2019). Intervención sobre la transferencia: abrir los postigos y encore (en-corp).
Intervención recogida en los Cuadernos del INES n° 14. Grama Ediciones.
Kruger, F. (2019). De cuerpos y presencias. Intervención recogida en los Cuadernos del INES n°
14. Grama Ediciones.
Miller, J-A. (1984). C.S.T. En el n° 6 de Bitácora Lacaniana (Septiembre, 2017). Pp. 71-76.
Nueva Escuela Lacaniana. Buenos Aires: Grama Ediciones.