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Anselm Grün
Introducción
Anhelo de fertilidad
Anhelo de transformación
Dichos metafóricos
Principios alentadores
Reflexion es finales
Bibliografía
Ante todo, las parábolas no pretenden adoctrinar, sino más bien sanar
nuestras imágenes interiores. Por mi parte, me gustaría redescubrir en
especial la fuerza sanadora de las parábolas para los hombres de nuestro
tiempo. A decir verdad, yo mismo he podido comprobar a menudo cómo las
historias y las parábolas pueden hacer avanzar a los hombres también en el
trabajo de acompañamiento. Los clientes agradecen y saborean estas
historias, que les transmiten nuevos puntos de vista sobre la vida.
Los relatos de curación nos invitan a presentarnos ante Jesús, con todas
las amenazas que pesan sobre nosotros, para que lo que sucedió en otro
tiempo se haga de nuevo realidad hoy en nosotros. Por otra parte, los relatos
de curación son una exhortación a salir al encuentro de los hombres como lo
hizo jesús, para animarlos, estimularlos y sanarlos con la fuerza de su
Espíritu.
Ojalá la lectura y meditación de los textos bíblicos - merece la pena que dicha
lectura se haga siempre recurriendo directamente a alguna edición de la
Biblia - permita a todos los lectores y lectoras a encontrarse de nuevo consigo
mismos, mejorar el conocimiento propio y experimentar en su interior una
verdadera transformación y curación. Ojalá todos cuantos - hombres y
mujeres - trabajan en la orientación y el acompañamiento espirituales se
dejen sugestionar por los métodos terapéuticos de jesús y pongan el máximo
cuidado en encontrarse con los seres humanos a quienes asesoran o
acompañan. Ojalá, por último, que estas personas desarrollen una especial
sensibilidad para percibir, por una parte, las auténticas necesidades de sus
clientes y, por otra, lo que les hace bien a ellas mismas como acompañantes y
les ayuda a cumplir su tarea sin imponerse cargas demasiado pesadas.
LA mayoría de los métodos de terapia pasan por el diálogo, una conversación
en la que cada uno de los participantes toma la palabra para, de alguna
manera, hacer a los demás partícipes de los pensamientos que en ese
momento ocupan la mente del que habla. A veces, sin embargo, el terapeuta
cuenta también historias, gracias a las cuales el cliente intuye cómo puede
producirse la curación. En la antigüedad, la narración de historias
representaba incluso la forma propiamente dicha de la terapia. También en la
colección de cuentos Las mil y una noches, la princesa se ve obligada a
seguir contando fábulas hasta que, finalmente, se produce la curación del
príncipe.
Con sus parábolas, jesús fascina y provoca. Cuando Jesús habla de unas
bodas, de la cosecha, de fiestas, de negocios que salen bien, sus oyentes lo
escuchan fascinados. Quedan cautivados por sus palabras. Pero luego hay
también siempre un detalle en las parábolas que nos enoja. Jesús lo aprovecha
para provocarnos conscientemente y, de esta manera, poner al descubierto
una faceta de nosotros mismos: cada vez que mis palabras te irritan, te ves
confrontado con la falsa imagen de ti mismo y de Dios que llevas en tu
interior.
Durante mucho tiempo, los exegetas pensaron que en las parábolas lo que
realmente importa es la conclusión, el tertium comparationis. Opinaban que
cada parábola puede resumirse en un solo enunciado, que el ropaje
metafórico es más bien de carácter pedagógico y que lo peculiar de cada
parábola es la enseñanza que contiene.
Desde este punto de vista, en último término las parábolas solo serían
buenas para las personas estúpidas. Las personas inteligentes no necesitarían
para nada las parábolas. A estas les bastaría la enseñanza pura y simple. Por
desgracia, de esta manera se deja de lado la eficacia terapéutica de la
parábola. Al escuchar las parábolas que cuenta jesús, se produce en el oyente
una transformación interior: se abre para recibir las palabras de jesús, porque
se siente fascinado. E imperceptiblemente, a medida que avanza el relato,
jesús lo conduce hasta otro nivel. El oyente tiene de pronto una experiencia
de revelación, en su interior se enciende una luz acerca de sí mismo. Ahora
puede verse a sí mismo de otra manera. Esta transformación interior del
punto de vista del oyente -y sin duda también de sus sentimientos - es algo
que no puede alcanzarse por medio de la enseñanza pura y simple. Para ello
se necesita el arte de la parábola.
(Lucas 16,1-8)
Así pues, una parábola puede ser más eficaz que una enseñanza sobre el
perdón. La parábola pone en movimiento una parte de nosotros. Nos
reconocemos en nuestras formas de reaccionar a la culpa y, gracias a las
palabras provocadoras de jesús, nos sentimos más libres y con mayor
amplitud de miras en lo que a nuestra relación con la culpa se refiere.
Podemos hablar de nuestra culpa sin sufrir por ello un desgarro interior.
El psicólogo suizo Carl Gustav Jung afirmó en cierta ocasión que para
algunas personas la culpa era una ocasión que aprovechaban para hacerse
añicos personalmente. En lugar de opinar sobre su verdad y su «lado oscuro»,
saborean su contrición y arrepentimiento «como un cálido lecho de plumas en
una fría mañana de invierno, cuando llega el momento de levantarse» (Jung,
Werke 8, 680). La parábola anima a caminar erguidos por la vida, a invitar
digna y sinceramente a otros a entrar en nuestra casa, pero también a entrar
en las casas ajenas sin tener que someterse a ningún tipo de autohumillación.
(Lucas 18,1-8)
La psicología habla del superyó, que a menudo es muy rígido y nos juzga
constantemente. En el superyó se han depositado las opiniones y las normas
de los padres. A menudo se trata de normas útiles. Pero en ocasiones el
superyó emite duros juicios e incluso condenas sobre nosotros. Tenemos en
él una instancia que constantemente nos juzga y nos rechaza.
Jesús narra la parábola con tal fuerza que individuos que ya han perdido
toda esperanza de obtener ayuda y restablecerse recuperan de nuevo las ganas
de vivir. Al poner en su lugar al poderoso juez, Jesús provoca en sus oyentes
la alegría por el mal que sufre el personaje, pero, sobre todo, les invita a
afrontar ellos mismos de otra manera su situación evidentemente
desesperada.
Jesús nos señala la oración como el camino que nos permitirá vencer a
nuestro juez interior. Nuestra oración no hará que Dios intervenga desde
fuera para aniquilar a los enemigos. No solo después de la oración, sino ya
durante la misma, experimentamos nuestro derecho a vivir. En la oración
penetramos en el ámbito interior de la quietud. El juez interior no tiene
acceso a ese lugar. Ahí está privado de todo poder. La oración le quita poder
al superyó. En la oración experimentamos la cercanía salvífica de Dios y
descubrimos en nosotros un ámbito de quietud en el que se asienta el reino de
Dios en nosotros.
Poco antes de contar esta parábola, jesús había dicho: «El reino de Dios
está en vosotros» (Lucas 17,21). Ahí, donde el reino de Dios está en nosotros,
el juez interior no tiene ninguna posibilidad. Ahí estamos libres del poder de
otros hombres: de sus expectativas y exigencias, de sus juicios y acusaciones.
En ese ámbito interior somos personas sanas e íntegras. Nadie puede
hacernos daño en ese espacio. Ni el enemigo interior ni los enemigos
exteriores pueden acceder hasta ese centro.
El amo trata a este criado con inaudita dureza. Hace exactamente lo que el
mismo criado había previsto. El amo responde a la imagen que el criado se
había hecho de él. La respuesta del amo fue: «Eres un siervo indigno y
holgazán. Sabías que cosecho donde no he sembrado y reúno donde no he
esparcido, por eso tenías que haber depositado el dinero en un banco, para
que, a mi vuelta, yo pudiese retirarlo con los intereses. Así pues, ¡quitadle el
talento y dádselo a quien ya tiene diez talentos!» (Mateo 25,26-28).
(Mateo 20,1-16)
Cuanto más nos comparamos con otros, tanto más descontentos estamos
de nosotros mismos. No nos aceptamos tal como somos, porque pensamos
que nuestra vida solo tendría éxito si nos fuera tan bien como a esta o aquella
persona que conocemos, si fuéramos tan inteligentes como fulano o
mengano, si tuviéramos tanto dinero como otros... Pero las cosas no nos van
bien. Nos sentimos perjudicados, y nosotros mismos nos ponemos trabas en
la vida.
(Lucas 14,31-32)
En una situación de este tipo nos cuenta jesús la parábola del rey - que
sale a combatir con diez mil soldados - y su adversario - que le ha declarado
la guerra y viene a su encuentro con veinte mil hombres-. El rey no tiene
posibilidad alguna de ganar esa guerra. Lo más probable es que su ejército
sea aniquilado en la lucha.
También aquí, lo más razonable sería dialogar con los celos. ¿Qué anhelo
profundo se esconde en mis celos? Quiero que mi marido me ame
únicamente a mí y tenga ojos solamente para mí. Me gustaría tener a mi
marido exclusiva mente para mí. Al reconocer que esta expectativa existe
realmente en mí, puedo relativizarla. Porque me doy cuenta de que es muy
poco realista. Yo no puedo retener con cadenas a mi esposo. En el trabajo se
encontrará siempre con mujeres. Yo solamente puedo confiar en que él me
ame de una manera especial, única.
(Mateo 13,24-30)
Nosotros solo queremos ser buenos. Sin embargo, más tarde también
descubrimos en nuestro interior la tendencia al mal. Solo queremos ser
cariñosos, pero luego descubrimos en nosotros también sentimientos de odio
y de venganza. Nos conmocionamos ante la presencia de esta cizaña y nos
gustaría arrancarla inmediatamente. Pero si lo hace mos, arrancaremos
también el trigo. La cizaña a que se refiere jesús es el lolium temulentum, una
planta muy parecida al trigo y cuyas raíces se entrelazan con las de este
cereal. Quien por puro perfeccionismo pretenda arrancar de su alma todas las
plantas de cizaña, se arriesga a no cosechar al final nada de trigo. Su vida
sería estéril. La fertilidad de nuestra vida nunca es expresión de una absoluta
carencia de defectos, sino que se basa en la confianza de que el trigo es más
fuerte que la cizaña y de que, en el momento de la cosecha, la cizaña puede
ser separada del trigo.
Algunas personas piensan que los motivos de la ayuda que prestan a otros
tendrían que ser siempre absolutamente puros y desinteresados. Su sacrificio
personal por la familia no debería esconder segundas intenciones. Son
nuestros ideales. Pero la realidad es muy distinta. En realidad, nuestras
motivaciones son siempre complejas e «impuras». Cuando alguien predica y
opina que se limita a anunciar pura y simplemente la palabra de Dios, a
menudo no se da cuenta de la ambición y el afán de protagonismo que se han
colado en sus palabras.
(Lucas 14,28-30)
Cada torre posee una belleza propia, siempre que la forma escogida haya
sabido aprovechar las posibilidades del material empleado en la construcción.
Por este motivo, no debemos pasar mucho tiempo contemplando las torres de
los demás, ni tenemos tampoco que dejarnos llevar por la angustia ni por
fantasías de grandeza, sino por la imagen interior que Dios se ha formado de
nosotros y por el material de que dispone cada uno de nosotros. Cuando
miramos atentamente dentro de nuestra alma y de la historia de nuestra vida,
aprendemos a conocer el material con el que podemos construir: nuestras
aptitudes, nuestras limitaciones, nuestros recursos, nuestros compromisos,
nuestra experiencia del amor y las heridas de la historia de nuestra vida. Este
es el variopinto material que nos permitirá construir. En esta torre edificada
por nosotros mismos podemos fijar nuestra morada. Ella responde a nuestra
esencia.
(Lucas 13,6-9)
Anhelo de fertilidad
(Mateo 13,1-9)
Muchas personas sufren porque, tras haber trabajado duramente por mejorar
su propia vida espiritual o psicológica, constatan que sus progresos son más
bien escasos y que, a pesar de todo, su vida no destaca precisamente por su
fertilidad, ni siquiera llega a florecer.
Jesús nos explica por qué algunas semillas brotan tan mal en nosotros.
Nos coloca ante un espejo, para que cada uno reconozca en sí mismo el
camino pisoteado, el terreno pedregoso y el terreno con espinas. Pero, al
mismo tiempo, nos da esperanza. También en nosotros, parte de la semilla ha
caído en terreno fértil. Y allí brotará y dará fruto, «unos cien, otros sesenta y
otros treinta» (Mateo 13,8). Nuestra vida florecerá si dejamos que la semilla
de la palabra de Dios - o, dicho de otro modo, los silenciosos impulsos de
Dios en nuestro corazón - caiga en tierra buena, en un corazón predispuesto y
abierto. Ahora bien, para que el reconocimiento de este terreno fértil en el
campo de nuestra alma sea real, previamente hemos de reconocer también el
camino que hemos seguido hasta ahora, lo pisoteado y lo paralizado en
nuestra vida; hemos de poner a disposición de la semilla las raíces de las que
vivimos; y hemos de eliminar los cardos y las espinas que podrían sofocar
todo aquello que podría florecer en nosotros.
Anhelo de transformación
A veces oigo que, dialogando con otros, algunas personas dicen: «He leído
muchísimo. Sé cómo debería vivir. Pero no lo consigo». Una mujer me dijo
en cierta ocasión: «He seguido durante mucho tiempo un tratamiento
terapéutico. Y en la terapia todo lo tengo claro. Pero en mi vida de cada día
recaigo una y otra vez en mis antiguas pautas de conducta».
Con esta parábola quiere jesús darnos ánimo. Nuestra vida no es solo
como la harina que se nos escapa entre los dedos. Cuando nosotros lo
mezclamos todo con la levadura de su mensaje, toda nuestra vida se convierte
en pan, que sirve para alimentarnos nosotros mismos y a otras personas. En el
texto griego se habla aquí de la unidad de medida llamada sáton. Las tres
medidas (sáta) mencionadas equivalen a casi cuarenta litros. Se trata de una
cantidad importante. De ahí que algunos exegetas traduzcan que la mujer
mezcló la levadura con una gran artesa de harina. Sin embargo, el tres es un
número simbólico. El ser humano completo lo constituyen tres ámbitos o
partes: cabeza, corazón y vientre; o espíritu, alma y cuerpo. Todos los
filósofos y psicólogos han distinguido en el ser humano tres ámbitos. En los
cuentos y fábulas siempre hay también tres hijos del rey que abandonan la
casa paterna en busca de un remedio mágico para la enfermedad de su padre.
El número tres se refiere a las tres partes o ámbitos del ser humano. En las
tres partes debe hacerse visible el reino de Dios, las tres partes deben estar
determinadas por Dios, y no por poderes extraños que nos enajenan de
nosotros mismos. A menudo nuestro espíritu se ve determinado por
pensamientos extraños que lo guían en la dirección equivo cada. A menudo
nuestra alma se siente herida por ofensas y determinada por pautas de vida
que nos quitan la libertad. Por su parte, el cuerpo es para algunas personas un
enemigo que ellas rechazan; para otras personas, su cuerpo es el ídolo al que
rinden culto; de ahí que estas personas estén determinadas por el cuerpo o por
sus instintos. Dios debe reinar en todas las partes del hombre. Entonces podrá
decirse que el ser humano está en armonía con su verdadera esencia.
(Lucas 15,11-32)
Sin embargo - así nos dice la parábola-, con esta actitud es el mismo
joven el que sale perdiendo. Lleva una vida desenfrenada, sin forma. Y así, él
mismo se vuelve informe e inestable. Disipa su fortuna. Desperdicia su vida
en cosas inútiles que pronto dejan de interesarle y le resultan aburridas. Lo
cierto es que cada vez le va peor. Él, que siempre había amado la libertad,
tiene que ponerse al servicio de un extranjero para poder sobrevivir. Y,
finalmente, termina cuidando cerdos, animales considerados impuros por los
judíos. No puede caer más bajo.
Con esta parábola quiere Jesús romper las resistencias internas que
nuestro inconsciente ha levantado contra la conversión y el perdón. Cuando
cometemos una falta, se produce en nosotros una autocondena. No podemos
perdonarnos a nosotros mismos. Y todos los requerimientos a perdonarnos a
nosotros mismos, porque Dios ya nos ha perdonado, se quedan en nuestro
intelecto, sin alcanzar realmente el núcleo de nuestra persona. En situaciones
como esta se necesita una parábola que provoque una transformación en lo
más hondo de nuestra alma, en nuestro inconsciente. Gracias a esta
transformación, estamos en condiciones de perdonarnos a nosotros mismos.
La parábola toca las fibras de nuestro corazón. En este estado de conmoción
personal, las resistencias internas contra el perdón a nosotros mismos se
desmoronan.
(Lucas 15,8-10)
(Mateo 13,44-46)
Las parábolas son parte esencial del método terapéutico de jesús. Jesús
sana a los enfermos narrando historias. Cura con palabras que tienen la virtud
de abrir de par en par nuestro corazón a la propia verdad y a Dios, el
auténtico médico de nuestras almas.
JESúS predicó en diversas ocasiones al pueblo. Se preocupó de instruir a sus
discípulos. Además, pronunció palabras que fueron transmitidas y recogidas
en forma de dichos sueltos por dichos discípulos. Posteriormente, los
evangelistas combinaron a menudo unas palabras con otras y formaron con
ellas verdaderos discursos. Así, por ejemplo, Mateo distribuyó las palabras de
jesús en cinco grandes discursos. Estos cinco discursos corresponden a los
cinco libros de Moisés del Antiguo Testamento. Jesús es aquel que muestra
un nuevo camino hacia la vida. El discurso más importante es el llamado
«Sermón de la Montaña». De la misma manera que Moisés recibió en la
montaña la ley de Dios, que luego comunicó al pueblo, jesús anuncia a los
discípulos la nueva instrucción relativa al reinado de Dios.
Lo que san Agustín formuló hace ya cerca de mil seiscientos años como
principio interpretativo de las palabras de la Biblia -y, más en particular, de
las palabras de jesús- ha vuelto a repetirlo en nuestros días Eugen
Drewermann en un lenguaje más psicológico. Según Drewermann, las
palabras de jesús no deberían interpretarse en un sentido moralizante, sino
más bien religioso. Si únicamente vemos en ellas exigencias morales,
terminan siendo para nosotros una carga dificil de soportar y nos generan
angustia. Comprender las palabras de jesús como un ejemplo de lenguaje
religioso significa que nos dejamos guiar por ellas hasta penetrar a fondo en
el sentido de la propia existencia.
El objetivo de los kóan, tal como los conoce la tradición del budismo zen, es
obligar a quienes los escuchan a dar un salto a otro plano del pensamiento. Se
trata de palabras que en sí mismas no parecen tener ningún sentido. Por lo
tanto, no admiten una explicación lógica y se convierten en una fórmula
didáctica. Los kóan obligan a nuestra razón a superar el plano del
pensamiento lógico, para que podamos captar el misterio de lo religioso, el
misterio de nuestra existencia en presencia de Dios.
Que algunos dichos de jesús pueden ser interpretados como kóan nos lo
muestra ya el Evangelio de Marcos: «Y con muchas parábolas semejantes les
anunciaba la palabra, conforme a lo que ellos podían comprender. Sin
parábolas no les exponía nada; pero a sus discípulos les explicaba todo,
cuando estaba a solas con ellos» (Marcos 4,33-34).
(Lucas 9,60)
Jesús no nos dice cómo conseguir que unos muertos entierren a otros.
Pero cuando meditamos sus palabras, lo muerto y fosilizado se hace oír en
nosotros, y de esa manera lo enterramos. Nosotros no giramos alrededor de lo
muerto, sino que lo dejamos de lado. Nos permitimos de jarlo detrás de
nosotros y enterrarlo. Y surgen en nosotros las ganas de marchar y, de esta
manera, de vivir, y de que en nosotros no reinen ya letras muertas o normas
anquilosadas, sino el Dios vivo. Este dicho de jesús me libera de la mala
conciencia que tengo si, gracias a él, abandono mis relaciones petrificadas y
me olvido de mis rutinas y prácticas vacías. Por mi propia cuenta, nunca
calificaría de muertos todas estas cosas que forman parte de mi vida. Con su
lenguaje radical, jesús me permite llamar a cada cosa por su nombre y
declarar que algunas facetas de mi vida y de mi persona son verdaderos
cadáveres. Con su dicho de que sean los muertos quienes entierren a sus
muertos, jesús me invita a distanciarme de cosas que ya no me conciernen en
absoluto. Muchas cosas - como podría ser el dinero y la seguridad material -
no tienen nada que ver con mi verdadera vida. Personalmente, debo
concentrarme en el reinado de Dios y en su anuncio. Debo mostrar cómo
llega Dios a reinar en nosotros. Si Dios reina en mí, yo estaré vivo.
(Marcos 10,31)
El dicho sobre los primeros que serán últimos, y los últimos que serán
primeros, lo citan los evangelistas en diversos pasajes. Se trata de un dicho
que, evidentemente, conmovió a los oyentes de Jesús. Ahora bien, los seres
humanos no siempre tenemos muy claro qué es exactamente lo que nos
conmueve. En cualquier caso, lo que no es lógico es que los primeros sean
los últimos. Pero si este dicho de jesús nos lo aplicamos a nosotros mismos,
si investigamos a fondo su significado - como hemos hecho con el kóan
anterior-, se afianza en nosotros el presentimiento de que todo en nosotros es
relativo.
Que seamos individuos que triunfan en la vida o no, que algo nos sirva
para nuestro bien o no, que seamos personas espirituales o no..: todo eso es
relativo. Nuestra fortaleza puede ser nuestra debilidad, y nuestra debilidad
nuestra fortaleza. Este dicho de jesús nos libera de la manía de querer medir
nuestro camino espiritual o terapéutico, de pretender controlar con precisión
dónde nos encontramos exactamente en la «escala» de la madurez espiritual o
humana. Toda medida o competición en este terreno es absurda. En el reino
de Dios, los primeros son los últimos, y viceversa. Ante Dios las medidas de
este mundo no tienen validez alguna.
«Es más fácil para un camello pasarpor el ojo de una aguja que para un rico
entrar en el reino de Dios»
(Marcos 10,25)
Dichos metafóricos
Jesús utiliza un lenguaje en el que abundan las imágenes. Estas son una
especie de ventana a través de la cual los seres humanos se asoman al
misterio de Dios y al misterio de su propia vida. Las imágenes no obligan a
nada, abren la mente. El lenguaje metafórico, rico en imágenes, siempre es
moderno. Porque nuestra alma piensa en imágenes.
Las imágenes que Jesús pone ante nuestros ojos son curativas y
estimulantes. Responden a al íntimo anhelo que siente nuestra alma de una
vida que tenga pleno sentido.
«Si alguien dice a esta montaña: 'Quítate de ahí y arrójate al mar!", sin dudar
en su corazón, sino creyendo que se cumplirá lo que dice, lo conseguirá, y así
sucederá»
(Marcos 11,23)
(Mateo 7, 1 3- 14)
La puerta estrecha por la que se nos invita a pasar significa que somos
nosotros quienes debemos encontrar nuestra puerta totalmente personal, por
la que debemos pasar para dejar impreso en este mundo el rastro de nuestra
propia vida. El camino espacioso es el que siguen todos. El camino estrecho
es el que Dios nos ha reservado: el camino que corresponde a la imagen única
que Dios se ha hecho de nosotros.
Esto exige una consciente y lúcida reflexión sobre cuestiones como: quién
soy yo realmente; cuál es mi misión; qué rastro vital me gustaría dejar en este
mundo... No debemos acomodarnos sistemáticamente a los demás ni
compararnos con ellos, sino encontrar la puerta que nos está reservada a cada
uno, que es la puerta que nos conduce hacia la vida.
Lo que Jesús quiere expresar con este dicho nos lo confirman también los
sueños. Los seres humanos soñamos a menudo con estrechos caminos y con
minúsculas aberturas, a través de las cuales tenemos que pasar, o con
encrucijadas en las que nos encontramos de pronto sin saber qué camino
hemos de seguir.
(Lucas 13,25)
(Mateo 5,25-26)
Debemos entender que este dicho se refiere al plano de nuestra vida interior.
Tratándose de un adversario exterior, no tiene sentido que uno mismo cargue
siempre con la culpa de los problemas. Pero en el caso del adversario interior,
cada uno es responsable de no alcanzar un acuerdo consigo mismo. Todos
debemos hacer frente a nuestras zonas de sombra y reconciliarnos con el
enemigo interior, al que rechazamos.
«Si tu ojo derecho te induce a pecar, arráncatelo y arrójalo lejos de ti. Porque
más te vale perder una parte de tu cuerpo que ser arrojado entero al infierno.
Ysi tu mano derecha te lleva a pecar, córtatela y arrójala lejos de ti. Porque
más te vale perder uno de tus miembros que terminar entero en el infierno»
(Mateo 5,29-30)
Este dicho de jesús podría ser fuente de angustia para ciertas personas que
tienden a castigarse a sí mismas y que enseguida se preguntan si
personalmente habrán pecado con sus ojos o con sus manos (como sugiere el
evangelista Mateo en el texto citado). En realidad, las palabras de jesús no se
refieren para nada ni a controles ni a cuestiones como la angustia o el castigo.
Para comprender este dicho hemos de tomar en serio su carácter metafórico.
Quien piensa que con su mano derecha puede llevar a cabo todo cuanto se
le antoje no tiene en cuenta el significativo número de impulsos internos de
su alma que él mismo reprime con su mentalidad de hombre de acción. Un
día, estos impulsos se dejarán sentir y lo arrojarán al fuego de sus ámbitos
anímicos inconscientes reprimidos.
Y si alguien lo mira todo exclusivamente con su ojo derecho, y todo lo
evalúa y lo acapara, el inconsciente se moverá en él a sus anchas. Pero, con el
tiempo, esa persona se sentirá arrojada al infierno de su caos interior. El
infierno interior se manifestará en sus sueños nocturnos, que le infundirán
verdadero terror. El ser humano no puede vivir unilateralmente sin recibir el
merecido castigo. Debe dar cabida también al inconsciente. De lo contrario se
perjudica a sí mismo. Lo consciente y lo masculino - viene a decir Jesús - son
componentes del ser humano que debemos redimensionar, para que también
lo inconsciente y lo femenino salgan a relucir. Solo así llegará a buen puerto
nuestra vida. De lo que se trata es de alcanzar el adecuado equilibrio entre lo
consciente y lo inconsciente, entre lo masculino y lo femenino, entre
extraversión e introversión.
Si Jesús desafía con sus palabras, es porque quiere poner en tela de juicio
nuestra forma de ver las cosas. Jesús nos invita a salir de nuestro caparazón
para que reflexionemos de nuevo sobre nuestra vida. A menudo nos
imaginamos falsamente nuestra vida y nos aferramos a esas representaciones
falsas. Pensamos que nuestra visión de la vida es correcta porque es
razonable. Y ello porque, tal como pensamos nosotros, corresponde a una
larga tradición espiritual y a un enfoque terapéutico.
Jesús nos anima a que, para empezar, nos distanciemos de los demás, en
el mejor sentido de la palabra. Debemos encontrar nuestro propio lugar en la
familia y ser independientes. Solo en estas condiciones es posible entablar
relaciones auténticas. En muchas familias, las relaciones no son reales. Todo
está sometido en ellas a la tradición familiar. Existen en este terreno los
guiones familiares: «Entre nosotros se piensa de esta manera». «Entre
nosotros no se hacen estas cosas»... Jesús nos desafía, para que nos atrevamos
a descubrir el propio camino y consigamos alcanzar en la familia el puesto y
el estatuto que realmente nos corresponden. Solo cuando hayamos
encontrado nuestra propia identidad, podremos compartir positivamente con
otros nuestra vida.
«Quien quiera ser discípulo mío, que se niegue a sí mismo, cargue con su
cruz y me siga. Quien se empeñe en salvar su vida [su alma] la perderá, pero
quien pierda la vida [el alma] por mí la conservará»
(Mateo 16,24-25)
Cargar con la propia cruz significa abrazarse a uno mismo, con las
propias fuerzas y debilidades: con lo que uno tiene de sano y de enfermo, con
lo que es digno de admiración y con lo que no, con lo íntegro y con lo roto en
pedazos, con lo que ha salido bien y con lo que ha terminado en fracaso, con
lo vivido y con lo no vivido, lo consciente y lo inconsciente. Cargar con la
propia cruz significa aceptarse a sí mismo y las propias divergencias y
contraposiciones.
Jesús echa por tierra todos esos inteligentes consejos que hoy nos dicen
que debemos relacionarnos bien con nosotros mismos y diferenciarnos
perfectamente del resto. Estos consejos tienen sin duda su justificación. Pero
con excesiva facilidad, convertimos nuestra salud, nuestro amor propio y
nuestra delimitación en una ideología. Jesús no nos deja en paz. Su palabra es
como un aguijón que, una vez clavado en nuestra carne, nos resultará difícil
de arrancar. Ella nos mantiene en movimiento. Y una y otra vez nos pregunta
si tenemos el valor de comprometernos plenamente con la vida, con el amor y
con los seres humanos.
Principios alentadores
Jesús enuncia una serie de principios básicos que parecen reclamar una
validez eterna. De todos modos, estos principios no son normas que hayamos
de observar al pie de la letra. Se trata más bien de condiciones que señala
Jesús para que la vida sea plena. Son principios básicos, que abren un
horizonte y liberan. Y son criterios que todos deberíamos tener siempre a la
vista. Estos principios nos permiten comprobar si nuestro camino espiritual
discurre de acuerdo con el espíritu de jesús o si, por el contrario,
confundimos el espíritu de jesús con nuestra ambición espiritual.
(Marcos 2,27)
Todos tendemos a fijarnos leyes internas que regulen nuestra vida espiritual y
los tratamientos terapéuticos que tal vez hayamos de seguir. Nos obligamos a
dar un paseo diario, a comer alimentos sanos, y probamos los más diversos
métodos que nos prometen una vida sana. O llevamos a cabo ritos que,
además de conformar nuestra vida cotidiana, nos abren a Dios.
(Marcos 4,22)
«Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, sea capaz de contaminarlo.
Lo que sale del hombre es lo que lo contamina»
(Marcos 7,15)
El principio enunciado por Jesús no vale solo para la comida. Los judíos
distinguían entre alimentos puros y alimentos impuros. Según el evangelista
Marcos (véase Marcos 7,19), Jesús declaró puros todos los alimentos.
Algunos temen que los pensamientos de los demás puedan contaminarlos a
ellos. Otros se angustian porque piensan que las influencias negativas podrían
deberse al aire que se respira en una casa, o a los enemigos declarados de uno
mismo. La angustia frente a la influencia negativa del exterior difícilmente
puede combatirse con razonamientos o con una actitud de acercamiento y
simpatía hacia la persona angustiada. Lo que aquí se necesita es un principio
firme e irrevocable. Solo un principio así soluciona todas nuestras dudas, si
es que nosotros no hemos sido ya influidos o echados a perder por la
irradiación negativa de otras personas. Lo realmente decisivo es lo que
procede de nosotros. Podemos defendernos de todo aquello que desde fuera
trata de infiltrarse en nosotros, aunque no podemos evitar que el mundo
exterior influya en nuestras ideas y sentimientos. De todos modos, dentro de
nosotros existe un espacio que no puede ser contaminado desde fuera. Tales
enunciados que, por decirlo así, Jesús esculpe en piedra, nos eximen de todo
tipo de sutilezas. Son palabras saludables, terapéuticas.
(Lucas 12,34)
También este principio básico es un dicho saludable. Lo que nos enseña nos
hace bien. Nuestro corazón se siente especialmente a gusto cuando nuestro
tesoro no consiste en cosas excesivamente espesas y terrenales, como son el
éxito, la propiedad o la aprobación de los demás. En efecto, si nuestro
corazón está pendiente de cosas de ese estilo, se le pegará alguna de las
cualidades de ellas. Si el dinero se convierte en nuestro tesoro, nuestro
corazón girará exclusivamente en torno al dinero y, por tanto, se contagiará
de la rigidez del mismo. Perderá su vivacidad y su capacidad para amar.
(Lucas 16,10)
Jesús quiere decir que en el trato con este mundo se decide también la
vida espiritual. No tengo derecho a restringir la vida espiritual a ideas e
ideales puramente mentales. En el trato con las cosas más diversas - con la
herramienta, con mi cuerpo, con los objetos que me han sido confiados -
reconozco también si personalmente soy un hombre espiritual.
Los Evangelios nos han transmitido otros muchos dichos de Jesús que
podríamos investigar aquí con el fin de destacar sus efectos sanadores y
liberadores. Todos estos dichos nos llevan a pensar y a sentir en un plano en
el que no solemos movernos habitualmente. En este nuevo plano nos
sentimos diferentes. No nos dejamos ya arrastrar por expresiones que nos
hacen caer enfermos, como «Sea como sea, contigo todo va mal!», o «¡Eres
una carga para nosotros!».
Jesús sana uno a uno a los enfermos. También restaura las relaciones
entre padres e hijos. En las páginas que siguen no voy a narrar e interpretar
todas los relatos de curación que nos han transmitido los Evangelios. Más
bien, partiendo de los diversos relatos de curación, me gustaría desarrollar
una cierta sistematización del proceso de sanación.
(Marcos 3,1-6)
Con su actitud y sus palabras, jesús quiere decir a los fariseos: «Es vuestra
dureza y obstinación de corazón lo que os permite ser así. No os reprocho
vuestra conducta, pero yo hago esto porque lo considero correcto. Y no
conseguiréis apartarme del camino que me señala mi olfato interior». Y esta
actitud la demuestra jesús frente al enfermo: «"¡Extiende tu mano!" - le dice-.
El hombre la extendió, y su mano quedó curada» (Marcos 3,5).
(Juan 5,1-8)
Este hombre, enfermo desde hace tanto tiempo, nos recuerda la salida de
Israel de Egipto. Israel llevaba ya vagando por el desierto dos años. Pero, por
haberse rebelado contra Dios, los israelitas tendrían que seguir desplazándose
por el desierto otros 38 años, hasta que hubiesen muerto todos los varones en
edad de combatir que habían salido de Egipto. El enfermo al que interpela
Jesús es, según esto, la imagen de un hombre que ya no tiene armas, que no
puede marcar límites a su alrededor, que está expuesto sin defensa al influjo
exterior y que, por consiguiente, está parali zado de miedo frente a la
amenaza exterior. En estas condiciones, un individuo ve, por ejemplo, a dos
personas que se intercambian unas cuantas palabras. Enseguida relaciona esta
circunstancia consigo mismo y se pregunta qué es lo que esas dos personas
comentan acerca de él. Si alguien lo mira con tristeza, enseguida se echa a sí
mismo la culpa y se pregunta qué es lo que ha podido hacer mal. Dado que la
persona en cuestión no puede establecer límites, se verá condicionada por
todo tipo de influencias negativas de su entorno.
Una vez más, jesús hace exactamente lo que este hombre necesita. Lo ve,
lo «aísla». Le gustaría tener un encuentro con él. Lo distingue entre la
multitud de enfermos. Conoce todo el alcance de su enfermedad. Aparece
aquí la raíz griega de la que procede el término gnósis, «conocimiento». Jesús
tiene una visión más profunda de este hombre. Adivina sus intenciones. Lo
conoce hasta el fondo de su alma. Incitado por este conocimiento - gnosis -
más profundo, jesús pregunta al enfermo: «¿Quieres ponerte sano?». Jesús
sabe que el enfermo se deja llevar sin voluntad propia. Por eso le exige que se
ponga en contacto con su propia voluntad.
Muchos consideran llamativa esta pregunta. Tal como ellos piensan, toda
persona enferma debería tener el deseo de recobrar la salud. Sin embargo, la
psicología habla de una «ganancia secundaria de placer»: la enfermedad tiene
también sus ventajas. Algunos enfermos las aprovechan y, lógicamente, no
hacen el menor esfuerzo para responsabilizarse de su propia vida. Yo mismo
he estado tratando a una mujer enferma durante un año entero. Pero todo fue
inútil. Me di cuenta de que la mujer no quería curarse. Lo único que le
interesaba era charlar conmigo. Estas charlas eran para ella la «ganancia
secundaria de placer» que obtenía de su enfermedad. Si ella hubiese
solucionado sus problemas, no habría tenido motivo alguno para que yo le
concediese las entrevistas que me pedía.
Curación de un leproso.
(Marcos 1,40-45)
Cuarto paso: Jesús le dice al enfermo: «Lo quiero, queda sano» (Marcos
1,41). Jesús le muestra al enfermo su dedicación. Lo acepta
incondicionalmente. Pero Jesús no quiere cargar con toda la responsabilidad
de la sanación. No deja que le cuelguen la etiqueta de brujo, que hace
desaparecer la impureza por arte de magia. Algunos clientes llegan a la
consulta con la exigencia: «Haz todo lo que esté en tus manos. Tú eres el
médico, el terapeuta, el acompañante. Cúrame. Me gustaría ver cómo lo
consigues». Algunas personas pasan de un terapeuta a otro, de un
acompañante espiritual a otro. Si no logran curarse, la culpa es siempre del
acompañante. Ellas mismas adoptan siempre el papel de observadoras.
Querrían alcanzar la curación, pero no están preparadas para cambiar. Tienen
la imagen de que su «má quina» debe ser reparada por el terapeuta o por el
médico, pero no necesitan plantearse su propio problema.
(Lucas 17,11-19)
Jesús le pregunta por los otros nueve leprosos que han sido curados, pero
que no consideran necesario dar gracias a Dios por ello. Seguramente piensan
que el mérito de su curación es exclusivamente suyo. Sin embargo, este es el
misterio del camino espiritual: hacer lo ordinario y creer que por el camino de
lo ordinario Dios hace en mí lo extraordinario, que él obra en mí el milagro
de la purificación, de la sanación y de la integración.
El único de los diez leprosos que vuelve para dar gracias a Jesús por su
curación es extranjero, un samaritano, que para los judíos apenas significa
nada. En este hecho deberíamos ver nosotros una advertencia: son muchas las
personas que, a pesar de que no comparten nuestra piedad, se muestran a
veces más sensibles para todo lo que Dios obra en ellas.
El endemoniado de Gerasa.
(Marcos 5,1-20)
Los demonios le piden a Jesús que no los expulse de la región y que les
permita entrar en los cerdos. «Y se lo permitió. Entonces los espíritus
inmundos salieron del hombre y se metieron en los cerdos. La piara se
precipitó al lago por el acantilado, y unos dos mil cerdos se ahogaron en el
agua» (Marcos 5,13).
Los demonios son fuerzas que no pueden disolverse por la vía puramente
racional. Necesitan expresarse. Tienen que entrar en algo para desaparecer.
En este relato de curación entran en los cerdos. Estos eran considerados
animales impuros por los judíos. Tal vez sean una imagen de las fantasías
sexuales presentes en el cliente. Este las ha reprimido hasta ahora, con la
contrapartida de que ellas lo han tenido encadenado interiormente y lo han
arrastrado de acá para allá. Ahora necesita valor para manifestarlas de una
vez, contándoselas con todo detalle al terapeuta, que las escucha
pacientemente sin hacer juicio alguno de valor sobre ellas. O se necesita dar
salida a estas fantasías sexuales en la pin tura. Luego el cliente puede
contemplarlas y, si así lo prefiere, quemarlas. Todo aquello que mantiene
ocupado al hombre debe salir fuera para que pueda disolverse. Nos
engañaríamos si pensáramos que basta con aplicar un piadoso esparadrapo
sobre toda esta basura interior. La basura ampliaría su campo de acción en el
alma hasta corroerla y dividirla en distintas personalidades: la piadosa y
conformista y la salvaje e incontrolada, la personalidad destructiva, sádica,
masoquista, sexualizada.
(Marcos 10,46-52)
Curación de un paralítico.
El evangelista Lucas sitúa esta escena en una casa helenística. Estas casas
tenían un techo de tejas. De ahí que los camilleros pudieran remover unas
cuantas tejas y, por el boquete abierto, pudieran descolgar la camilla con el
enfermo. Tanto en Marcos como en Lucas se dice que Jesús vio la fe de los
cuatro hombres y que, movido por esta fe, le perdonó los pecados al
paralítico. La actitud de este es más bien pasiva. No se dice expresamente
cuáles son sus esperanzas. Jesús reacciona ante la fe de los hombres que le
han puesto a aquel enfermo a sus pies. Ellos confiaron en que Jesús curaría al
paralítico. Con lo que no parecen haber contado es con el perdón de los
pecados del enfermo. De todos modos, es evidente que Jesús rastrea que lo
que aquí está en juego es algo más que la simple recuperación del enfermo.
A menudo, la parálisis está relacionada con la angustia. Y la angustia
apunta a supuestos básicos falsos. El enfermo debe cambiar sus supuestos
básicos. Debe cambiar su actitud frente a la vida. Hamartía es la palabra
empleada por los griegos para referirse al «pecado», pero el verbo
correspondiente significa también «errar el blanco», «vivir de espaldas a uno
mismo». Algunas personas son paralíticas porque únicamente están
dispuestas a ponerse en pie y emprender su camino si se sienten seguras,
perfectas, sin defecto. Ahora bien, con esta actitud respecto de sí mismas y de
su vida, estas personas viven su vida a espaldas de su realidad como seres
humanos.
El paralítico ha sido liberado del supuesto básico que le exigía ser siempre
perfecto y fuerte, sin inhibiciones ni bloqueos, sin titubeos ni agobios. Y
justamente por eso, ahora puede ponerse en pie, cargar con su camilla - la
señal de su parálisis - bajo el brazo y emprender el camino de vuelta a casa.
El curado vuelve a su casa, donde podrá ser plenamente él mismo, sin tener
que demostrar nada a nadie. En realidad, esta presión de tener que causar
siempre buena impresión a los demás era, en definitiva, la causa de su
parálisis. Si él se encuentra a gusto en su casa, esta presión se calma.
Como el paralítico, en nuestra angustia también nosotros nos
abandonamos con frecuencia en manos de otro, que debe librarnos de ella
mediante la terapia. Jesús, en cambio, nos remite a nosotros mismos. Somos
nosotros quienes tenemos que entablar un diálogo con la angustia y
preguntarle cuáles son los supuestos básicos causantes de nuestra
enfermedad. La angustia solo puede remitir si empezamos analizando nuestra
actitud. Si la valoración que hacemos de nosotros mismos es realista y
superamos la ilusión que nos obliga a mostrarnos siempre perfectos y seguros
de nosotros mismos, podemos levantarnos y seguir nuestro propio camino.
(Marcos 7,31-37)
Segundo paso: Jesús toma algo de su saliva y toca con ella la lengua del
sordomudo. Este es un gesto maternal. Las madres tocan con saliva las
heridas de sus hijos y dicen: «Nodo curado!» Ya en la antigüedad se atribuían
a la saliva propiedades curativas. Podría decirse: Jesús crea una atmósfera
maternal, en la que el cliente puede mostrarse tal como es, porque no se le va
a juzgar. Solo si el cliente siente que sus palabras no son juzgadas, conseguirá
hablar con franqueza de sí mismo. Tan pronto como tenga la impresión de
que su actuación, sus palabras, sus pensamientos y su situación son
desaprobados, se cerrará en sí mismo. A partir de ese momento, el
acompañamiento será inoperante. Jesús trata al sordomudo con ternura, como
una madre. Podemos representarnos el gesto de Jesús como un beso, con el
que comunica al sordomudo su cariñosa cercanía.
Tercer paso de la curación: Jesús levanta su vista hacia el cielo. Este gesto
puede interpretarse de distintas maneras. Jesús le muestra al enfermo que, con
ocasión de cada diálogo constructivo, el cielo se abre sobre los seres
humanos. En el diálogo, las personas que participan en él no solo entran en
contacto mutuo, sino que, finalmente, todas ellas tocan también el misterio
que las une a unas con otras: el cielo que brilla sobre ellas. De todos modos,
alzar la vista al cielo significa también que, en definitiva, el que cura es Dios,
no el acompañante. En el texto griego se utiliza aquí el término anablépó,
que, como ya he recordado, significa «alzar la vista». Podríamos decir: Jesús
levanta la vista al cielo. Jesús ve en el enfermo el cielo que existe dentro de
él. Él ve en el enfermo no solo su dimensión deteriorada, sino también su
actitud franca con respecto al cielo y a Dios. Y porque Jesús ve el cielo
dentro del enfermo, también este se atreve a creer en el cielo que existe
dentro de él, en el espacio de quietud en el que mora Dios en él y al que no
tienen acceso las palabras ofensivas de los hombres.
Una mujer me contó que, con ocasión de un diálogo con otra mujer que al
principio solo había hablado de su trabajo y de sus éxitos, sintió de pronto
una profunda tristeza. Cuando ella le comunicó sus sentimientos a la otra
mujer, esta rompió a llorar. En ese momento salió a la luz su tristeza
reprimida. Si la acompañante no hubiera hecho caso de sus sentimientos, el
diálogo habría discurrido como una charla superficial. Pero, por haberse
atrevido a exteriorizar como jesús sus sentimientos, pudo animar a la mujer a
hablar sobre sus verdaderos sentimientos. Los sentimientos que percibimos
en el diálogo con el cliente son a menudo una información decisiva sobre los
sentimientos reprimidos del otro. Por eso es muy importante que también
nosotros exterioricemos los sentimientos que experimentemos. Al otro
podemos pedirle que nos explique sus sentimientos, si es que también él los
experimenta. Y en cualquier caso, nuestros sentimientos le invitan a hacer
frente a los suyos.
Curación de un ciego.
(Marcos 8,22-26)
Tercer paso del proceso: Jesús unta con un poco de saliva los ojos del
ciego. Es de nuevo esta dedicación maternal la que transmite confianza al
ciego. Jesús no le exige que se decida finalmente a abrir los ojos y
contemplar su verdad. Actúa con el ciego precavidamente, como una madre,
y le toca cariñosamente los ojos. De esta manera, crea una atmósfera
maternal, en el contexto de la cual el ciego se decidirá en algún momento a
abrir los ojos.
Los diferentes pasos del ver son válidos también para el aprendizaje de
nuestro dominio personal de la mirada. Tenemos que aprender a alzar la vista
y mirar al cielo. Bajo la mirada de Dios, seremos capaces de mirar también al
suelo. Dios sale a nuestro encuentro por encima de nosotros y en nosotros, en
el fondo de nuestra alma. Si vemos a Dios sobre nosotros y en el fondo de
nuestra alma, tendremos valor para escrutar a fondo nuestro propio caos
interior. En ese caso, no dejaremos ya que nuestros ojos estén siempre
pendientes de nuestra confusión interior, de nuestra propia oscuridad, sino
que nos atreveremos a contemplar la verdad, que por encima y por debajo de
nosotros está penetrada de Dios.
El centurión de Cafarnaún.
El endemoniado de Cafarnaún.
(Marcos 1,21-28)
Jesús sabe que la imagen de Dios decide, entre otras cosas, cuál es la
imagen que cada uno tiene de sí mismo y si un individuo estará sano o
enfermo. Este método de jesús indica claramente la dirección en la que debe
trabajar el acompañamiento espiritual: convertir la imagen de Dios en tema
de tratamiento y descubrir dónde porta en sí mismo el cliente imágenes
patógenas y demoníacas de Dios. A menudo, este tipo de imágenes se
instalan en el inconsciente. En lo que respecta a la propia teología, se está de
acuerdo con la imagen jesuana de Dios. Pero en lo profundo del alma
duermen todavía las otras imágenes de Dios, que le determinan a uno y a
menudo le impiden vivir. Y el método terapéutico de jesús muestra que
muchas veces es necesario librar una larga lucha para que una persona se vea
libre de sus antiguas imágenes de Dios. Este no es solo un enfoque racional,
sino un combate que afecta al cuerpo y al alma.
El espíritu impuro sale dando gritos estentóreos del enfermo. A veces, los
gritos de quienes han sido portadores de una imagen demoníaca de Dios
expresan su inmensa rabia por haber servido durante años a un ídolo, no al
Dios de jesucristo. Necesitan distanciarse de las imágenes patógenas de Dios
con toda la fuerza de su agresividad, hasta estar en condiciones de mirar a
Dios con los ojos de jesús y adoptar la actitud de un hombre libre ante Dios.
(Juan 9,1-12)
Jesús dice: «Nadie ha pecado. En ese hombre deben revelarse las obras de
Dios». El problema es cómo debemos entender nosotros este dicho de Jesús.
Tal vez podríamos compararlo con la visión de C.G.Jung, que habla de una
interpretación finalista de la enfermedad.
Podría decirse: Jesús muestra con sus gestos qué significa en realidad la
ceguera de este hombre y cómo puede cambiarse su situación. Ser ciego
significa a menudo cerrar los ojos ante uno mismo y ante la propia verdad,
porque uno no está de acuerdo con la imagen que tiene de sí mismo. Cuando
se trata de un «ciego de nacimiento», podría decirse que desde su nacimiento
no ha podido contemplar su realidad, porque esta era demasiado cruel e
insoportable.
Jesús mezcla su saliva con la tierra y forma una pasta. En definitiva, con
ello quiere decirle al ciego: Tú has sido tomado de la tierra. Reconcíliate con
tu humanidad, con tu condición terrenal. Hazte consciente de que en ti hay
tierra, suciedad. El ciego debe aprender a ser humilde. «Humildad» está
relacionada etimológicamente con humus, es decir, «tierra», «limo». Humilde
es aquel que se reconcilia con su condición terrenal, que desciende al fondo
mismo de su alma.
Con esa pasta en los ojos, el ciego debe ir a lavarse a la piscina de Siloé,
que en hebreo significa «Enviado». Es una forma de designar al Mesías. En el
encuentro con jesús, el ciego recobra la vista. El encuentro con jesús es como
un baño que limpia la suciedad de los ojos del ciego y, de esa manera, lo
capacita para contemplar de nuevo la realidad.
Jesús trata al padre de distinta manera que a la madre. En los dos relatos
centrados en la figura del padre, el tema central es la angustia y la confianza.
A Jairo, jefe de la sinagoga, a quien le comunican que su hija ha muerto, le
dice Jesús: «¡No temas! ¡Basta que tengas fe!» (Marcos 5,36). El problema
de muchos padres es que quieren tratar a sus hijos e hijas exactamente como
a los compañeros de trabajo en la empresa, como a los alumnos en la escuela,
o como a los clientes en la terapia. Pero los hijos no aceptan ese trato, porque
para ellos es decisivo que sus padres los perciban en su singularidad. El padre
debe aprender a desasirse de la hija, a dejar que ella misma se entregue a su
propio crecimiento y existencia y, en último término, a Dios, que la ha creado
en su individualidad irrepetible.
Al padre del hijo que, con sus ataques epilépticos, reduce a la impotencia
a su progenitor, le responde Jesús: «Todo es posible para quien cree». A lo
que, a su vez, responde el padre: «Creo, pero socorre mi falta de fe» (Marcos
9,23-24).
Jesús ordena que den de comer a la niña que acaba de volver a la vida. La
muchacha debe experimentarse a sí misma, su vitalidad, su naturaleza de
mujer. En el caso del hijo de la viuda de Naín que es llevado a enterrar, jesús
detiene el cortejo fúnebre: No es este el lugar en que tú puedes vivir. No
puedes dejar que a lo largo de tu vida te lleven otros en sus manos.
Acercándose Jesús al féretro, lo tocó y dijo: «Muchacho, yo te lo ordeno,
¡levántate!» (Lucas 7,14). Él se incorporó al punto. El término griego
egértheti significa también: «¡Despierta!». El hijo debe finalmente despertar y
convertirse en varón, en lugar de permanecer siempre al lado de la madre,
como exigiría su rol infantil.
Jesús sabe que el hijo o la hija no se curan solos, que el padre y la madre
deben ensayar una nueva forma de ver las cosas y una nueva conducta. En la
relación con sus progenitores, hijo e hija han desarrollado también un «juego
de rol» que no les hace bien y del que, por tanto, deben evadirse. Por eso se
ocupa jesús también del hijo y de la hija. En el caso de la hija de Jairo, jesús
toma a la niña de la mano y les dice a sus familiares que le den de comer.
Jesús refuerza los rasgos de la propia identidad de la niña. Curiosamente,
Marcos inserta dentro del relato de la curación de la hija de Jairo la curación
de la mujer que padecía flujos de sangre. Nos quiere mostrar así cómo
repercute la herida del padre en una mujer adulta.
En muchos casos, Jesús toca a los enfermos a los que devuelve la salud.
Realiza sus curaciones a través del con tacto, de gestos como la imposición
de manos. Este rito de la imposición de manos está siendo redescubierto hoy
día por su significado curativo. Al imponer mi mano sobre alguien, el
Espíritu sanador de Dios se derrama en él, en sus tensiones, en su parálisis, en
su caos interior. Hoy día practican el contacto físico muchos fisioterapeutas.
Al contactar el terapeuta físicamente con el cliente, este descubre sus propias
tensiones y puede eliminarlas gracias a la cálida mano de la terapeuta.
Y como discípulos suyos que somos, nosotros debemos sanar como Jesús.
Al enviar a sus discípulos, Jesús les dice: «Y de camino proclamad que el
reinado de Dios está cerca. Sanad enfermos, resucitad muertos, limpiad
leprosos, expulsad demonios» (Mateo 10,7-8).
También a nosotros nos hace bien tomar las palabras de Jesús como un
kóan que consigue que nuestra mente se mueva en otro nivel de pensamiento.
Podemos entonces utilizar en el acompañamiento las palabras de jesús de
manera que respondan a la situación del cliente. No se trata de que el cliente
reflexione exclusivamente sobre un dicho de Jesús. El cliente debe entenderlo
más bien como un kóan, masticarlo - los monjes prefieren hablar aquí de
«rumiarlo» - hasta sentirse trasladado por el dicho de jesús a otro nivel: al
nivel de la experiencia espiritual, a un nivel en el que su vida no está ya
determinada ni por la enfermedad ni por pautas neuróticas de conducta; es
decir, al nivel donde el cliente se encuentra con su núcleo más íntimo, con el
espacio de quietud donde ha fijado su morada el reino de Dios en él.
GRÜN, Anselm, Finde deine Lebensspur. Die Wunden der Kindheit heilen,
Herder, Freiburg 2001 [trad. esp.: Sanación del alma: sanar las heridas de
la infancia, Bonum, Buenos Aires 2002].
SANFORD, John A., Alles Leben ist innerlich. Meditationen über Worte
Jesu, Olten 1974.
* Este índice se añade en la edición española. En negrita se destacan los
números de las páginas dedicadas expresamente a los textos citados.