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Anselm Grün
Introducción

1. Los métodos terapéuticos de jesús en las parábolas

Actitud frente a la culpa

Actitud frente al juez interior

Actitud frente a la angustia

Actitud frente a la envidia

Actitud frente a los enemigos interiores

Actitud frente a mis zonas de sombra

Actitud frente a mis ilusiones

Actitud frente a los desengaños

Anhelo de plena individuación

Anhelo de fertilidad

Anhelo de transformación

Anhelo de volver al hogar

Anhelo de recuperar lo perdido

Anhelo del auténtico «sí mismo»

2. Los métodos terapéuticos de jesús en sus palabras


Kóan: dichos que invitan a pensar en otro plano

Dichos metafóricos

Dichos desafiantes de jesús

Principios alentadores

3. Los métodos terapéuticos de jesús en los relatos de curación

La comprensión específica de la enfermedad y de la sanación en los


Evangelios

Jesús se acerca a los demás y se pone en el lugar de cada persona

Enfermos que acuden a jesús

Enfermos que son presentados a jesús

Curación a través del encuentro

Terapia familiar: superación de relaciones conflictivas

Panorámica de los diversos métodos terapéuticos de jesús en los relatos de


curación

Reflexion es finales

Bibliografía

Índice de textos bíblicos


DESDE hace unos veinte años acompaño en la casa de retiros de la abadía de
Münsterschwarzach a hombres y mujeres que, después de haber dedicado
algunos o muchos años al servicio de la iglesia, sienten de pronto que sus
fuerzas flaquean para seguir adelante. También en los cursos que he
impartido estos años he podido dialogar con muchos participantes que han
querido confiarme sus preocupaciones. Desde que acompaño a otras
personas, intento averiguar cómo se comportaba jesús con quienes se le
acercaban: cómo se dirigía a ellos, cómo los trataba y les decía palabras que
tocaban su corazón.

Cuando abro la Biblia, Jesús me sale al encuentro en los Evangelios como


terapeuta que cura a diversos enfermos. Me sale al encuentro como persona
dialogante y como narrador de historias. Y descubro que muchas de las
palabras de Jesús me plantean toda una serie de exigencias interiores. Desde
hace tiempo, me había propuesto meditar sobre los métodos terapéuticos de
Jesús y aprovechar su sabiduría sanadora en favor de nuestros
contemporáneos. En mi opinión, este encuentro con Jesús nos permitiría tener
otra imagen de nosotros mismos. Porque de la imagen que tenemos de
nosotros mismos depende en gran parte el éxito final de nuestra vida. Y, por
otra parte, estoy convencido de que, para que nosotros podamos experimentar
algún tipo de sanación, nuestro encuentro actual con jesús debe producirse
teniendo en cuenta nuestros problemas psíquicos. Nos sentimos fascinados
cuando leemos en los Evangelios que jesús curaba a enfermos. Pero el
hombre actual, con sus enfermedades psíquicas, ¿cómo puede esperar que el
encuentro con Jesús represente para él la curación? Esta es también la
pregunta que yo me hago. Por eso, este libro está pensado para aquellas
personas que ya han emprendido el camino de aprender a conocerse mejor a
sí mismas. Espero que les ayude a encontrar sendas conducentes a una vida
satisfactoria y llena de sentido. De manera especial, al escribir estas páginas
he pensado en todos aquellos que, por estar profundamente descontentos de sí
mismos, se afanan por eliminar este sufrimiento. Finalmente, he escrito este
libro pensando también en mí mismo como consejero espiritual y en todas
aquellas personas - hombres y mujeres - que generosamente ofrecen algún
tipo de acompañamiento espiritual a quienes se lo piden. Es evidente que
también quienes trabajamos en el asesoramiento espiritual podemos aprender
de los métodos terapéuticos de jesús. Es más, espero que incluso los
terapeutas profesionales se interesen por la sabiduría terapéutica de Jesús y
estén dispuestos a recibir de él estímulos que enriquezcan su propia terapia.

Al exponer los métodos terapéuticos de jesús no sigo los criterios de


ninguna escuela psicológica en particular. Jesús no fundó una escuela
psicológica ni inició una orientación terapéutica propia. Se ocupaba de cada
uno de los enfermos dejándose guiar por lo que la intuición le sugería en cada
caso. Sus acciones procedían siempre de su corazón. Nosotros no podemos
copiar a Jesús, pero sí debemos inspirarnos en él. En efecto, Jesús transmitió
el Espíritu a sus discípulos y les encomendó la tarea de curar a los enfermos
con el poder de su Espíritu y anunciar su mensaje para que su eficacia
salvífica alcanzara también a los hombres de nuestro tiempo.

Este libro no pretende ni puede reemplazar a la terapia que actualmente


nos ofrecen los profesionales de esta especialidad. Aunque es verdad que
muchos hombres realmente enfermos se acercaron a Jesús y se curaron al
encontrarse con él, en nuestras enfermedades psíquicas necesitamos acudir a
un médico o terapeuta que nos trate profesionalmente. Eso sí, siempre que
alguien esté descontento de sí mismo puede encontrarse también con Jesús en
la meditación, lo que sin duda le permitirá percibir en sí mismo la eficacia
salvífica del evangelio. En la meditación de los relatos de curación, a menudo
sentimos que esta se produce también en nosotros. Si dejamos que las
palabras de Jesús caigan en nosotros y, por decirlo así, nos alimentamos de
ellas - para los antiguos monjes, meditar era sinónimo de «rumiar»-, ellas
terminan transformándonos. Y si nos familiarizamos con las parábolas de
Jesús y tratamos de comprenderlas, cambiará la imagen que tenemos de
nosotros mismos y la imagen que tenemos de Dios. Gracias a este don de ver
las cosas de manera nueva, nos sentiremos distintos: más sanos, más libres,
más henchidos de esperanza y más fuertes. En cualquier caso, la meditación
de las palabras y las acciones de Jesús no sustituye a la terapia que podamos
necesitar en función del tipo de enfermedad que padezcamos.

En mi opinión, Jesús curó a los enfermos de tres maneras.

1. Los relatos parabólicos son una especie de «terapia de la conversación» o


«del diálogo». Las palabras de jesús nos permiten contemplar la propia vida
desde una nueva perspectiva, y los relatos de curación nos muestran cómo se
acerca jesús a los enfermos. En sus parábolas, jesús trata de liberar a los
oyentes de las imágenes patológicas que puedan tener de Dios y de aquellas
otras imágenes que resultan destructivas para el sujeto mismo que las
alimenta. Dicho en términos más positivos: Jesús quiere mostrar a sus
oyentes el camino que les permita tener una visión adecuada de sí mismos y
de Dios. En efecto, de la forma en que nos veamos a nosotros mismos y a
Dios depende el éxito de nuestra vida. En las parábolas, jesús domina el arte
de transformar desde dentro el punto de vista de sus oyentes, sin tratarlos
como a menores de edad y sin adoctrinarlos. Las parábolas describen un
proceso terapéutico que suscita la confianza y la complicidad de los oyentes.

Ante todo, las parábolas no pretenden adoctrinar, sino más bien sanar
nuestras imágenes interiores. Por mi parte, me gustaría redescubrir en
especial la fuerza sanadora de las parábolas para los hombres de nuestro
tiempo. A decir verdad, yo mismo he podido comprobar a menudo cómo las
historias y las parábolas pueden hacer avanzar a los hombres también en el
trabajo de acompañamiento. Los clientes agradecen y saborean estas
historias, que les transmiten nuevos puntos de vista sobre la vida.

2. La sabiduría terapéutica de jesús se pone de manifiesto también en los


dichos y las palabras que de él nos transmite la Biblia. Unos y otras son para
mí de carácter sanador, más que moralizante. Incluso fuera de sus historias y
parábolas, Jesús habla a sus contemporáneos con palabras que a nosotros
mismos nos abren también los ojos para captar la verdad de nuestra vida. Sus
palabras nos sitúan en otro nivel: en un nivel en el que las palabras nocivas de
los hombres no nos alcanzan, porque nos sentimos acogidos por Dios.
3. Donde la acción terapéutica de jesús destaca con mayor claridad es en los
relatos de curación de los Evangelios. De todos modos, jesús no cura siempre
de la misma manera. En realidad, los «métodos terapéuticos» utilizados por
Jesús para sanar a los enfermos son varios. Yo mismo he explicado ya a
menudo alguno de estos relatos de curación. En este libro me gustaría abordar
sistemáticamente la cuestión de cómo trata jesús a las personas.

Los relatos de curación nos invitan a presentarnos ante Jesús, con todas
las amenazas que pesan sobre nosotros, para que lo que sucedió en otro
tiempo se haga de nuevo realidad hoy en nosotros. Por otra parte, los relatos
de curación son una exhortación a salir al encuentro de los hombres como lo
hizo jesús, para animarlos, estimularlos y sanarlos con la fuerza de su
Espíritu.

De todos modos, antes de abordar los relatos de curación como


actuaciones propiamente terapéuticas de jesús, me gustaría meditar las
parábolas y las palabras y dichos de jesús. Cada uno de nosotros - con
independencia de si es un buscador o un orientador espiritual o terapéutico -
está obligado a confrontarse con la imagen que tiene de sí mismo.

La imagen que tenemos de nosotros mismos está siempre estrechamente


relacionada con la imagen que tenemos de Dios. Así, por ejemplo, la
representación de un Dios ma lo me hace pequeño y miedoso. Las imágenes
patológicas de Dios dan lugar a modelos neuróticos y sobrecargan nuestra
existencia.

Las parábolas y las palabras o dichos de jesús que presentaré en primer


lugar nos invitan a reflexionar sobre nuestra imagen de Dios y,
consiguientemente, también sobre la propia vida, lo cual nos permitirá
establecer una relación sana con nosotros mismos. Después echaré una ojeada
a los relatos de curación. También estos nos invitan a preguntarnos por las
amenazas psíquicas que penden sobre cada uno de nosotros y a reflexionar
sobre ellas en el encuentro con Jesús.

Ojalá la lectura y meditación de los textos bíblicos - merece la pena que dicha
lectura se haga siempre recurriendo directamente a alguna edición de la
Biblia - permita a todos los lectores y lectoras a encontrarse de nuevo consigo
mismos, mejorar el conocimiento propio y experimentar en su interior una
verdadera transformación y curación. Ojalá todos cuantos - hombres y
mujeres - trabajan en la orientación y el acompañamiento espirituales se
dejen sugestionar por los métodos terapéuticos de jesús y pongan el máximo
cuidado en encontrarse con los seres humanos a quienes asesoran o
acompañan. Ojalá, por último, que estas personas desarrollen una especial
sensibilidad para percibir, por una parte, las auténticas necesidades de sus
clientes y, por otra, lo que les hace bien a ellas mismas como acompañantes y
les ayuda a cumplir su tarea sin imponerse cargas demasiado pesadas.
LA mayoría de los métodos de terapia pasan por el diálogo, una conversación
en la que cada uno de los participantes toma la palabra para, de alguna
manera, hacer a los demás partícipes de los pensamientos que en ese
momento ocupan la mente del que habla. A veces, sin embargo, el terapeuta
cuenta también historias, gracias a las cuales el cliente intuye cómo puede
producirse la curación. En la antigüedad, la narración de historias
representaba incluso la forma propiamente dicha de la terapia. También en la
colección de cuentos Las mil y una noches, la princesa se ve obligada a
seguir contando fábulas hasta que, finalmente, se produce la curación del
príncipe.

Jesús utilizó a menudo las parábolas en su predicación. Era a todas luces


un maestro en el arte de la narración de historias, y la gente lo escuchaba con
gusto. Podríamos considerar que las parábolas formaban parte de su terapia,
pues en ellas se esconde un poder sanador. En las parábolas, jesús les cuenta
a sus oyentes historias de cómo es posible que la vida salga adelante. En sus
parábolas, jesús querría transmitir a los hombres un nuevo punto de vista: una
nueva imagen de Dios y una nueva imagen de sí mismos. Las imágenes que
cada cual lleva consigo dejan su impronta en la vida del individuo. Hacen de
él una persona enferma o una persona sana. De ahí que en las parábolas jesús
trate de sustituir las imágenes patógenas de Dios y las imágenes patógenas de
sus oyentes por imágenes saludables.

Con sus parábolas, jesús fascina y provoca. Cuando Jesús habla de unas
bodas, de la cosecha, de fiestas, de negocios que salen bien, sus oyentes lo
escuchan fascinados. Quedan cautivados por sus palabras. Pero luego hay
también siempre un detalle en las parábolas que nos enoja. Jesús lo aprovecha
para provocarnos conscientemente y, de esta manera, poner al descubierto
una faceta de nosotros mismos: cada vez que mis palabras te irritan, te ves
confrontado con la falsa imagen de ti mismo y de Dios que llevas en tu
interior.

A veces el sentimiento que provoca Jesús en nosotros no es la ira, sino la


alegría por el mal ajeno: por ejemplo, por la derrota de alguien aparentemente
poderoso. Pero a jesús no le interesa en realidad la alegría por el mal ajeno.
Lo que él busca es más bien hacernos caer en la cuenta, a través de ese
sentimiento, de puntos de vista esenciales sobre nosotros y sobre Dios.
Evidentemente, para que una persona se desprenda de imágenes dañinas es
preciso que se sienta emocionalmente afectada. Además, con demasiada
frecuencia se trata de un proceso doloroso, que transforma nuestras imágenes.
Se requiere, por ejemplo, que exista un comportamiento agresivo, para que
uno se distancie de determinadas imágenes. De pronto reconozco furioso el
efecto nocivo que estas imágenes han tenido en mí: me han hecho imposible
la vida o me han conducido en una dirección equivocada.

Durante mucho tiempo, los exegetas pensaron que en las parábolas lo que
realmente importa es la conclusión, el tertium comparationis. Opinaban que
cada parábola puede resumirse en un solo enunciado, que el ropaje
metafórico es más bien de carácter pedagógico y que lo peculiar de cada
parábola es la enseñanza que contiene.

Desde este punto de vista, en último término las parábolas solo serían
buenas para las personas estúpidas. Las personas inteligentes no necesitarían
para nada las parábolas. A estas les bastaría la enseñanza pura y simple. Por
desgracia, de esta manera se deja de lado la eficacia terapéutica de la
parábola. Al escuchar las parábolas que cuenta jesús, se produce en el oyente
una transformación interior: se abre para recibir las palabras de jesús, porque
se siente fascinado. E imperceptiblemente, a medida que avanza el relato,
jesús lo conduce hasta otro nivel. El oyente tiene de pronto una experiencia
de revelación, en su interior se enciende una luz acerca de sí mismo. Ahora
puede verse a sí mismo de otra manera. Esta transformación interior del
punto de vista del oyente -y sin duda también de sus sentimientos - es algo
que no puede alcanzarse por medio de la enseñanza pura y simple. Para ello
se necesita el arte de la parábola.

Es mérito del teólogo y terapeuta alemán Eugen Drewermann haber


señalado la importancia del arte terapéutico y la energía sanadora de las
parábolas. Tratando de describir la eficacia transformadora de las parábolas,
afirma este autor: «Desde el punto de vista psicológico, para que la narración
de una parábola se vea coronada por el éxito debe "encantar" literalmente al
oyente, hasta el punto de trasladarlo, del mundo en que ha vivido y llevado a
cabo sus experiencias hasta ese momento, a otro mundo distinto y en abierta
contradicción con el suyo, pero que corresponde a sus deseos rectamente
entendidos en el plano más directamente pasional» (Drewermann, 731).
Eugen Drewermann habla de «sublimación» a través de las parábolas. Con
ello quiere decir que Jesús interpela a personas que saben por experiencia lo
que son las ganas de vivir y la pasión. Pero, a través precisamente de las
parábolas, consigue que la fuerza de esta pasión se encauce hacia un plano
más elevado, de manera que esta fuerza termine desembocando en la vida con
Dios y ante Dios. «Lo realmente decisivo de un discurso parabólico radica...
en su capacidad de abrir una brecha en este mundo desde el punto de vista
psicológico: en el cambio de orientación de todos los impulsos, en la
sublimación de los afectos» (Drewermann, 729).

En sus parábolas aborda jesús diversos conjuntos temáticos. En cada caso,


el oyente es invitado a cambiar su forma de ver las cosas en los más diversos
ámbitos de la vida humana. Se trata de que se enfrente a su propia angustia de
otra manera, de que encuentre una vía adecuada que le permita reaccionar a la
experiencia de la culpa. Se trata de la experiencia de desengaño, de
impotencia, de la experiencia de los propios lados de sombra.

Las parábolas abordan importantes temas terapéuticos. Y a través de las


parábolas consigue Jesús que sus oyentes se relacionen de una forma nueva
con los temas centrales para su alma. La angustia, la culpa, la pena, el
desgarro, la impotencia, el rechazo... son impulsos que están presentes en la
vida de todo ser humano, y es importante que estos temas no se repriman,
sino que cada uno se enfrente a ellos constructivamente.
Con relativa frecuencia, al abordar estos temas las personas han
desarrollado estrategias que no las benefician en absoluto. Quien niega la
pena termina siendo visitado por ella. Quien reprime el sentimiento de culpa
se ve asaltado por difusos sentimientos de culpabilidad. Los cristianos han
adoptado a menudo una actitud masoquista con respecto a la pena y a la
culpa. Y mientras tanto, como reaccionando contra esta actitud, otras muchas
personas se han rebelado contra este girar permanente alrededor de la pena y
de la culpa y han reprimido ambos temas. Pero esta no es la solución. Jesús
nos muestra caminos que nos permiten abordar de forma adecuada estos y
otros importantes temas vitales.

Me gustaría seleccionar algunos de estos temas terapéuticos y ofrecer a


mis lectores la perspectiva de jesús sobre cada uno de ellos. Es una
perspectiva nueva, a menudo fascinante y, al mismo tiempo, provocadora.

Actitud frente a la culpa

(Lucas 16,1-8)

Uno de los temas que no dejan indiferente a nadie es el de la «culpa». Por


desgracia, la Iglesia, sobre todo en el pasado, recordó a sus fieles, a tiempo y
a destiempo, los temas de la culpa y del pecado, lo cual acabó creando en
ellos una mala conciencia. Pero también la actitud contraria es poco
recomendable: si la culpa deja de reconocerse y de tomarse en consideración,
a menudo los sentimientos de culpa se camuflan bajo otro ropaje; por
ejemplo, en forma de ataques de ira, angustia, irritabilidad, o en
compulsiones iterativas - es decir, tendencias a la repetición mecánica de
determinados actos o gestos.

En el caso de las enfermedades obsesivas, de lo que se trata siempre, en


último término, es de un sentimiento de culpa reprimido. Albert Gúrres,
psiquiatra muniqués muerto en 1966, afirma que quien pierde toda
sensibilidad para la culpa pierde un rasgo esencial de su naturaleza humana.
En efecto, esa pérdida supone la renuncia a la profundidad de la propia
existencia y la nula percepción, a partir de entonces, de la libertad y la
responsabilidad de cada persona. Si la conciencia de la culpa desaparece, lo
normal es que la culpa no se manifieste ya «como mala conciencia, sino
simplemente como un difuso sentimiento de angustia o depresión, como una
distonía vegetativa» (G irres, 78). En ausencia de los sentimientos de culpa,
muchas personas sufren entonces diversas formas de angustia frente al
posible rechazo o fracaso y las consiguientes depresiones.

La cuestión que hemos de plantearnos todos y cada uno de nosotros es:


¿cómo consigo adoptar la actitud adecuada con respecto a la culpa y cómo lo
hago de manera que no pierda mi autoestima? Jesús aborda este tema en la
parábola del administrador astuto. Los oyentes de jesús, que en su mayoría
eran materialmente pobres, debieron de escuchar fascinados esta historia. Su
impresión era, seguramente, que el administrador había estafado astutamente
a su amo. Sin embargo, jesús no se detiene a comentar esta alegría superficial
por el mal ajeno. Él querría llevar a sus oyentes a otro plano. A otros, esta
parábola los irrita. Dicen: «No está bien. Lo que hace el administrador es
inmoral, porque engaña a su amo». Y justamente entonces, en el momento en
que algo nos irrita, jesús nos dice: fíjate bien y comprueba si tu visión de las
cosas no está en realidad equivocada. La visión que tienes de ti mismo y de
Dios es falsa. Por tanto, debes aprender a comportarte con la culpa de otra
manera. Te muestras tan duro juzgando a los demás porque tú mismo te
comportas inadecuadamente con tu propia culpa.

Lo queramos o no, a lo largo de nuestra vida todos incurrimos una y otra


vez en los más diversos tipos de culpa. En la parábola, este aspecto se
expresa a través de la imagen del malbaratador. También nosotros
malversaremos siempre algo de nuestra riqueza, de nuestras facultades y de
nuestras energías. Pero la cuestión es cómo reaccionamos nosotros al
reproche de ser malversadores, de ser culpables. El administrador mantiene
un pequeño monólogo: «¿Qué voy a hacer ahora que el amo me quita el
puesto? Para cavar no tengo fuerzas, pedir limosna me da vergüenza» (Lucas
16,3).

Para reaccionar contra la culpa, a menudo escogemos uno de estos dos


caminos: el primero consiste en trabajar duramente; nos proponemos no
volver a cometer en adelante ninguna falta; apretamos los dientes y nos
esforzamos. Por desgracia, esta actitud tan solo nos endurece y nos tensa. Nos
volvemos duros con nosotros mismos, pero también juzgamos duramente a
los demás. A partir de ese momento, giramos permanentemente alrededor de
la culpa de los demás y nos escandalizamos de ellos. El otro camino nos lleva
a mendigar la aceptación de los demás. Nos pasamos la vida revestidos del
hábito de los penitentes y nos disculpamos incluso por el hecho de existir.
Nos empequeñecemos con nuestra autoinculpación y mendigamos
reconocimiento y dedicación. Esta actitud nos lleva a perder toda autoestima.

El administrador ve un tercer camino: «Ya sé lo que voy a hacer para que,


cuando me despidan, alguno me reciba en su casa» (Lucas 16,4). Este hombre
sabe cómo tratar creativamente la realidad de su culpa. Fue llamando a cada
uno de los deudores y les perdonó parte de la deuda - recuerde el lector que,
en este contexto, «deuda» y «culpa» son sinónimos - a costa del amo rico. Es
la única posibilidad que todavía le queda. En definitiva, el administrador
astuto sabe que no puede pagar toda la deuda: ni trabajando duramente, ni
mendigando aceptación. Lo único que puede hacer es convertir su deuda en
ocasión para prosperar gracias a sus relaciones humanas. Se dice a sí mismo:
yo soy deudor, vosotros sois deudores; compartamos la deuda. Recibámonos
unos a otros en nuestras casas.

Jesús nos invita a descender del trono de nuestro engreimiento y a vivir


como hombres entre los hombres. En este sentido, jesús se distingue del
grupo religioso judío de los esenios, a los que se alude con la expresión
«hijos de la luz» (Lucas 16,8). Los esenios eran muy piadosos. Pero si
alguien transgredía las normas del grupo, era expulsado y excluido sin
piedad. Jesús dice: Vosotros, cristianos, no debéis excluir, sino acoger.
Conscientes de que Dios os ha perdonado, debéis actuar humanamente en lo
que a vuestra culpa se refiere. Debéis comportaros como hombres entre los
hombres, sin pretender poneros por encima de los demás, pero tampoco por
debajo de ellos.

No necesitamos pagar la deuda - es decir, la culpa - contraída ni


trabajando duramente ni mendigando el perdón. Teniendo en cuenta que
Dios, en su misericordia, nos perdona la culpa, también nosotros podemos
mostrarnos misericordiosos con nosotros mismos y con todos los demás seres
humanos.

En mi trabajo de acompañamiento espiritual he experimentado que la


parábola del administrador astuto ha ayudado a muchas personas a no
culparse siempre por todo y a no rebajarse ante los demás. La parábola les ha
hecho recuperar de nuevo su propia dignidad. Además, estas personas han
podido liberarse de un rigorismo moral que las llevaba a imponerse a sí
mismas cargas difíciles de soportar. Estos creyentes experimentaron el punto
de vista de jesús como un mensaje liberador y curativo.

Así pues, una parábola puede ser más eficaz que una enseñanza sobre el
perdón. La parábola pone en movimiento una parte de nosotros. Nos
reconocemos en nuestras formas de reaccionar a la culpa y, gracias a las
palabras provocadoras de jesús, nos sentimos más libres y con mayor
amplitud de miras en lo que a nuestra relación con la culpa se refiere.
Podemos hablar de nuestra culpa sin sufrir por ello un desgarro interior.

El psicólogo suizo Carl Gustav Jung afirmó en cierta ocasión que para
algunas personas la culpa era una ocasión que aprovechaban para hacerse
añicos personalmente. En lugar de opinar sobre su verdad y su «lado oscuro»,
saborean su contrición y arrepentimiento «como un cálido lecho de plumas en
una fría mañana de invierno, cuando llega el momento de levantarse» (Jung,
Werke 8, 680). La parábola anima a caminar erguidos por la vida, a invitar
digna y sinceramente a otros a entrar en nuestra casa, pero también a entrar
en las casas ajenas sin tener que someterse a ningún tipo de autohumillación.

Actitud frente al juez interior

(Lucas 18,1-8)

La psicología habla del superyó, que a menudo es muy rígido y nos juzga
constantemente. En el superyó se han depositado las opiniones y las normas
de los padres. A menudo se trata de normas útiles. Pero en ocasiones el
superyó emite duros juicios e incluso condenas sobre nosotros. Tenemos en
él una instancia que constantemente nos juzga y nos rechaza.

En la parábola de la viuda y del juez inicuo nos muestra jesús cómo


podemos relacionarnos con este superyó. La viuda era acosada por un
enemigo. Estos enemigos pueden ser interiores o exteriores. Como mujer que
ha perdido a su marido y no tiene a nadie que la proteja, la viuda tiene pocas
posibilidades de distanciarse de ciertos individuos y, por tanto, es muy
vulnerable. En otros casos se trata de estilos de vida que no permiten a una
persona vivir como a ella le gustaría. La viuda acude al juez. Por desgracia,
este no muestra el menor interés por ayudarla. Es un hombre al que no le
preocupa el bienestar de sus conciudadanos. Tampoco teme a Dios. De ahí
que la viuda se sienta desprotegida. Pero es una persona tenaz y lucha
denodadamente por sí misma y por su derecho a vivir. Acude cada día al
juez. Y este reflexiona y se dice para sí: «Aunque no temo a Dios ni respeto a
los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a
acabar a golpes conmigo» (Lucas 18,4-5). En el texto griego se dice
textualmente: «No sea que al final me abofetee y me ponga morada la zona
del ojo». Esta posibilidad convence al juez, pues no le gustaría pasear por la
ciudad con un ojo morado.

Jesús narra la parábola con tal fuerza que individuos que ya han perdido
toda esperanza de obtener ayuda y restablecerse recuperan de nuevo las ganas
de vivir. Al poner en su lugar al poderoso juez, Jesús provoca en sus oyentes
la alegría por el mal que sufre el personaje, pero, sobre todo, les invita a
afrontar ellos mismos de otra manera su situación evidentemente
desesperada.

Jesús nos señala la oración como el camino que nos permitirá vencer a
nuestro juez interior. Nuestra oración no hará que Dios intervenga desde
fuera para aniquilar a los enemigos. No solo después de la oración, sino ya
durante la misma, experimentamos nuestro derecho a vivir. En la oración
penetramos en el ámbito interior de la quietud. El juez interior no tiene
acceso a ese lugar. Ahí está privado de todo poder. La oración le quita poder
al superyó. En la oración experimentamos la cercanía salvífica de Dios y
descubrimos en nosotros un ámbito de quietud en el que se asienta el reino de
Dios en nosotros.

Poco antes de contar esta parábola, jesús había dicho: «El reino de Dios
está en vosotros» (Lucas 17,21). Ahí, donde el reino de Dios está en nosotros,
el juez interior no tiene ninguna posibilidad. Ahí estamos libres del poder de
otros hombres: de sus expectativas y exigencias, de sus juicios y acusaciones.
En ese ámbito interior somos personas sanas e íntegras. Nadie puede
hacernos daño en ese espacio. Ni el enemigo interior ni los enemigos
exteriores pueden acceder hasta ese centro.

La figura de la viuda se puede entender también - así ha sucedido, por


ejemplo, en el simbolismo de la mitología- como una imagen del alma. El
alma no debe entenderse aquí en sentido filosófico, sino como imagen del
ámbito in terior del ser humano: se refiere al presentimiento que anima al ser
humano de estar en posesión de un esplendor divino, de ser una criatura única
e hijo de Dios. «Alma» se refiere aquí a los sueños que tiene el ser humano
acerca de sí mismo y que le hacen ver que su vida es valiosa y que en él se
expresa algo de Dios. El juez sustituye entonces al superyó en nosotros, al
juez interior que continuamente nos devalúa y nos trata como a seres
enfermos, porque tenemos ideales tan elevados o grandes ideas de nosotros
mismos.

También de acuerdo con esta interpretación, es la oración el lugar en que


el alma es tratada con justicia y el juez interior se ve privado de poder. En la
oración palpamos nuestra dignidad de seres humanos, que hemos sido
creados por Dios y en los que Dios de alguna manera confía. En la oración
contactamos con la imagen única e irrepetible que Dios se ha formado de
cada uno de nosotros. Y todas las autodevaluaciones y autocondenas se
disuelven en la oración. Cuando oramos teniendo como telón de fondo esta
parábola, nuestra oración tiene otra fuerza. Si Jesús únicamente nos hubiera
exhortado a orar, nuestra oración no tendría la misma eficacia. La parábola
nos transforma. La experiencia que hemos acumulado hasta ahora es puesta
en tela de juicio por una historia. De esta manera, estamos en condiciones de
realizar nuevas experiencias. Jesús nos describe a esta viuda, a la que se
cierran todos los caminos, como una mujer que no se da por vencida. Orar
significa exactamente esto: ¡no darse nunca por vencido!

Algunos opinan que ellos habrían estado dispuestos a orar frecuentemente


a Dios, pero que ello no les habría servido de nada. Dios no se ha portado
bien con ellos. Sin embargo, a menudo estas personas se representan la
acción de Dios de una forma demasiado exterior, como si Dios lo pusiese
todo en orden y solucionara nuestros problemas desde fuera. La oración me
conduce al ámbito interior, donde experimento el derecho a vivir, ayuda y
sanación. La lucha exterior continúa. Pero en mi interior hay una zona donde
reina la paz. Ahí puedo encontrar quietud y disfrutar de mi derecho a la vida.

Actitud frente a la angustia

(Mateo 25,14-30 y Lucas 19,11-27)

Otro tema terapéutico es la angustia y la tendencia a querer controlarla,


derivada de mi deseo de controlarlo todo. Este tema está descrito en la
parábola de los talentos. También aquí jesús fascina y provoca. Los dos
primeros criados negocian con sus talentos y obtienen una importante
recompensa. Sin embargo, la descripción del tercer criado suscita en los
oyentes sentimientos de compasión y de ira, por el duro trato que recibe de
parte del amo. Jesús quiere decir a cada uno de sus oyentes: Observa con
atención lo que le sucede a este tercer criado. Tal vez te reconozcas a ti
mismo en la figura de este criado.

En su autojustificación, este criado pone de manifiesto dónde radica el


problema. Él mismo se ha comparado con los demás y se ha sentido
perjudicado. Él había pretendido al menos no perder el poco dinero que le
había dejado el amo. A su amo le dice: «Señor, sabía que eres exigente, que
cosechas donde no has sembrado y reúnes donde no has repartido. Como
tenía miedo, escondí tu dinero en tierra. Ahora te lo devuelvo» (Mateo
25,24). El problema de este criado es la angustia que le provoca su amo. La
imagen que tiene de este es la de una persona dura, que castiga. Por eso
entierra su talento, para no cometer un error y perderlo. A él le gustaría
tenerlo todo bajo control, no dar nada y no arriesgar nada en negocios. Pero
de esta manera tampoco puede ganar nada. Quien negocia con los talentos se
desprende momentáneamente de algo, pero con la idea de que al final la
ganancia será mayor. Sin embargo, este tercer criado lo guarda todo, para no
correr el riesgo de perder algo. Por desgracia, de esta manera lo pierde todo.

El amo trata a este criado con inaudita dureza. Hace exactamente lo que el
mismo criado había previsto. El amo responde a la imagen que el criado se
había hecho de él. La respuesta del amo fue: «Eres un siervo indigno y
holgazán. Sabías que cosecho donde no he sembrado y reúno donde no he
esparcido, por eso tenías que haber depositado el dinero en un banco, para
que, a mi vuelta, yo pudiese retirarlo con los intereses. Así pues, ¡quitadle el
talento y dádselo a quien ya tiene diez talentos!» (Mateo 25,26-28).

Eugen Drewermann resume en pocas palabras este método terapéutico de


jesús: eliminar la angustia con la angustia. Se trata de pintar la angustia de
manera que pueda transformarse en confianza. Jesús quiere decir al tercer
criado: Si la imagen que tienes de Dios es tan angustiosa, tu vida se convierte
ya hoy en llanto y rechinar de dientes. Si quieres controlarlo todo, es que tu
vida transcurre ya ahora sin control. Si no quieres cometer ninguna falta, todo
lo haces al revés.

La reacción de algunos oyentes a la explicación de esta parábola es: «¿No


podría jesús haber dicho esto mismo también de forma más sencilla?». Si
Jesús hubiera transmitido su enseñanza o nos hubiera invitado a la confianza
con palabras sencillas, tal vez nos habríamos recostado cómodamente en el
sillón y nos habríamos limitado a comentar: «Suena bonito». Pero no
cambiaría nada en nosotros.

En cambio, la parábola no nos deja indiferentes. Nos obliga a reflexionar


sobre aquello que nos enoja. El método terapéutico utilizado por Jesús lo
calificaríamos hoy de «refuerzo». Un amigo terapeuta me contaba en cierta
ocasión: antes, a los clientes que se consideraban culpables, les recordaba
siempre los aspectos positivos de su vida. Pero el cliente solía reaccionar:
«Sí, pero también esto es malo en mi caso...», etcétera. Podía emplear a fondo
sus dotes de persuasión, pero todo era inútil. Las objeciones de estos espíritus
del «sí, pero» contra ellos mismos eran más fuertes, y a veces hacían dudar al
terapeuta. Este se familiarizó después en un curso de perfeccionamiento con
el método del refuerzo y reaccionó de otra manera: «Lo que usted me cuenta
de sí misma es realmente grave: que es usted una madre desnaturalizada, que
usted no sabe tratar a sus hijos». A este refuerzo - o exageración - del
terapeuta reaccionó la dienta enojada: «¿Cómo se le ocurre hablarme de esa
manera...?».

Al reforzar el terapeuta lo negativo, los clientes evitan tocar esos aspectos


y empiezan a verse a sí mismos bajo una luz más positiva. Este ejemplo nos
permite comprender también el método de Jesús en esta parábola. En ella,
Jesús nos invita a recorrer el camino de la confianza, después de mostrarnos
lo absurda que puede ser la vida de un hombre que, en su afán por vencer su
angustia, pretende controlarlo absolutamente todo.

En el relato de Mateo, el primer criado recibe cinco talentos; el segundo,


dos; y el tercero, uno. Los criados pri mero y segundo duplican sus talentos.
En el Evangelio de Lucas, el acento es algo distinto. Aquí los criados son
diez, y cada uno de ellos recibe una mina. El primero ganó otras diez minas,
y el segundo ganó cinco minas. Solo el tercer criado guardó su mina envuelta
en un lienzo o pañuelo.

Si cada ser humano recibe una diferente cantidad de talentos, no podemos


juzgar desde fuera qué ha hecho cada uno con su vida. Porque no sabemos
cuáles eran las aptitudes o las limitaciones de cada uno. En cambio, si todo el
mundo recibe lo mismo, la vida nos muestra después qué es lo que hace cado
uno con lo que ha recibido.

Leyendo el Evangelio de Mateo, se podría decir: investiga cuáles son los


talentos que has recibido y ponte a trabajar con ellos; eres responsable de los
dones que has recibido de Dios. En el Evangelio de Lucas, la mina que recibe
cada uno de los criados representa la propia vida. Solo tienes una vida. Vive
tu vida. De lo contrario, un día te sentirás defraudado por haber malgastado tu
vida. Sentirás entonces que tus manos están vacías.
Actitud frente a la envidia

(Mateo 20,1-16)

Tanto en la terapia como en el acompañamiento espiritual hay un tema que se


plantea de forma machacona: los seres humanos se comparan a menudo con
los demás. Por otra parte, el hecho de que los demás posean algo de lo que
ellos carecen los hace envidiosos. Se sienten injustamente tratados por Dios o
por el destino.

Cuanto más nos comparamos con otros, tanto más descontentos estamos
de nosotros mismos. No nos aceptamos tal como somos, porque pensamos
que nuestra vida solo tendría éxito si nos fuera tan bien como a esta o aquella
persona que conocemos, si fuéramos tan inteligentes como fulano o
mengano, si tuviéramos tanto dinero como otros... Pero las cosas no nos van
bien. Nos sentimos perjudicados, y nosotros mismos nos ponemos trabas en
la vida.

El tema del obstáculo que podemos encontrar en la vida lo trata jesús en


la parábola de los jornaleros de la viña. También esta parábola suscita el
rechazo de muchos oyentes. La actitud del señor de la viña parece injusta a
todas luces. Los primeros jornaleros han trabajado realmente once horas y
han soportado el calor del día. ¿Cómo puede el dueño pagar a los jornaleros
que han trabajado solo una hora el mismo salario que a los contratados en
primer lugar?

Sin embargo, el hecho de que nos irrite el comportamiento del dueño de la


viña pone de manifiesto nuestra propia actitud en la vida. Pensamos que
nosotros nos esforzaríamos. Ahora bien, a nosotros, que guardamos los
mandamientos de Dios, debería irnos en la vida mejor que a quienes se pasan
el día ociosos, sin hacer prácticamente nada por su vida. Curiosamente, al
pensar así, reconocemos que también a nosotros nos gustaría en realidad no
hacer nada y preferiríamos estar ociosos. Envidiamos a quienes no se
preocupan de cumplir los mandamientos de Dios, a quienes simplemente
hacen o dejan de hacer lo que les viene en gana. Sin embargo, no sabemos
cómo les va a estas personas que, literalmente, no pegan golpe;
desconocemos lo aburrida que puede resultarles la vida y en qué medida ellos
mismos se sienten personas inútiles y desaprovechadas.

Los trabajadores de la primera hora sienten que su vida tiene un sentido.


Trabajan durante el día y al final de la jornada reciben un salario razonable: el
convenido denario diario, que entonces representaba una paga considerada
justa. Sin embargo, cuando comparan su salario con el que reciben los
trabajadores de la última hora, enseguida muestran su descontento y piensan:
«Habría sido más fácil para nosotros empezar más tarde el trabajo...».
Cuando los trabajadores de la primera hora reciben también un denario,
murmuran, y sus palabras describen cuál es su auténtico problema: «Estos
últimos han trabajado una hora, y les has pagado igual que a nosotros, que
hemos soportado la fatiga y el calor del día» (Mateo 20,12). Reconocen, por
tanto, que el trabajo ha sido para ellos una carga y que el calor del día les ha
hecho sufrir.

Cuando uno aplica la actitud de los jornaleros contratados a primera hora


a la propia vida, tenemos el siguiente resultado: Yo experimento mi vida
como carga y calor molesto. Continuamente me veo envuelto en conflictos. Y
debo esforzarme por vivir de alguna manera como buen cristiano. Porque, en
realidad, me gustaría ser completamente distinto, limitarme a ir viviendo. Sin
embargo, jesús querría invitarme a ver las cosas desde otra perspectiva. Y
también yo podría ver mi vida de otra manera y estar agradecido porque mi
vida tiene un sentido. Los conflictos me ayudan a madurar. Tengo ganas de
trabajar en mi interioridad, para así seguir avanzando en el camino de la
madurez y de la vida espiritual.

El señor responde a las quejas de uno de los jornaleros que trabajaron


durante once horas: «Amigo, no te hago injusticia. ¿No nos apalabramos en
un denario? Pues toma lo tuyo y vete. Yo quiero dar al último lo mismo que a
ti. ¿No puedo disponer de mis bienes como me parezca? ¿Por qué tomas a
mal que yo sea generoso?» (Mateo 20,13-15).

Los padres de la Iglesia ven en el denario una imagen de la unidad y de la


plenitud de ser humano. El mejor salario que cualquiera puede recibir en la
vida es el de ser una persona íntegra, que vive en armonía consigo misma.
Esto es suficiente. Conviene proponerse este objetivo cuanto antes mejor, a
ser posible en la primera hora de la vida.

De todos modos, nada me da derecho a mirar de reojo a quienes empiezan


a trabajar más tarde, o incluso a quienes parecen vivir ociosos y no hacen
absolutamente nada con su vida. En el fondo, también ellos sufren. Por lo que
a mí se refiere, trabajar me mantiene vivo. Sin embargo, también los demás
tienen la oportunidad de encontrarse a sí mismos, de convertirse en seres
humanos completos y que viven en armonía con ellos mismos, aunque tal vez
solo lo consigan en la penúltima hora.

En lugar de compararme con ellos y mirarlos con envidia, yo podría vivir


mi vida con gratitud e incluso alegrarme de que algún día los demás
encuentren el camino que lleva a la vida. La parábola nos obliga a reflexionar
sobre la motivación de nuestro trabajo: de nuestro compromiso en favor de
los demás, pero también del trabajo terapéutico y espiritual en nosotros
mismos. Quien no trabaja en sí mismo, no se siente mejor. Sufre en sí mismo.
Si el trabajo me gusta, no siento la tentación de compararme con otros. Pero
si la conducta de quienes no hacen nada en su vida me irrita, estoy
reconociendo que también yo preferiría no hacer absolutamente nada. La
parábola produce un cierto efecto en mí. Las palabras de jesús me invitan a
recorrer mi camino henchido de agradecimiento y a alegrarme de que
también los demás consigan triunfar en su vida, sea cual sea el camino que
cada uno escoja para alcanzar esa meta.

Actitud frente a los enemigos interiores

(Lucas 14,31-32)

Tanto en el acompañamiento espiritual como en la terapia es necesario


plantear una y otra vez la cuestión de la actitud que adopto con relación a mis
defectos, debilidades y modelos de vida. Debo preguntarme, por ejemplo,
cómo reacciono ante los celos, la ira, la angustia y la depresión, y qué actitud
adopto frente a mis manías y adicciones. Muchos tratan de luchar a brazo
partido con sus celos o su angustia. Sin embargo, cuanto más combato algo
en mí mismo, tanto más fuerte se hace la tendencia contraria que desarrolla
en mí la actitud contra la que lucho. De esta manera, puede suceder muy bien
que alguien se pase la vida luchando contra sus defectos y debilidades, sin
que en realidad su vida mejore lo más mínimo.

En una situación de este tipo nos cuenta jesús la parábola del rey - que
sale a combatir con diez mil soldados - y su adversario - que le ha declarado
la guerra y viene a su encuentro con veinte mil hombres-. El rey no tiene
posibilidad alguna de ganar esa guerra. Lo más probable es que su ejército
sea aniquilado en la lucha.

De manera parecida, hay personas que derrochan todas sus energías


luchando contra sí mismas y contra sus hipotéticos defectos y debilidades. La
energía que derrochan les vendría bien para salir airosas en el combate de su
vida. Jesús nos aconseja firmar la paz con nuestros enemigos y, de esa
manera, convertirlos en amigos nuestros. Así, los diez mil soldados de la
parábola se convierten ahora en treinta mil. Y el país por donde puedo
moverme se amplía. Esto significa que dispongo de más capacidades y
energías y que mi envergadura interior se agranda.

Cuando, hace aproximadamente cuarenta y seis años, ingresé en el


monasterio, también yo pensaba que con mis diez mil soldados - con mi
disciplina y mi fuerza de voluntad- erradicaría todos mis defectos. Sin
embargo, después me he dado de bruces contra el suelo y he comprendido
que lo que tengo que hacer es reconciliarme con mis defectos y debilidades.
Solo cuando mis enemigos se hayan convertido en amigos míos,
experimentaré una verdadera transformación.

Me gustaría explicar con un ejemplo el mensaje que Jesús quiere


comunicarnos con esta parábola. Una mujer se enfurecía porque de vez en
cuando sentía unas ganas irresistibles de comer. Después se avergonzaba y se
autocastigaba ayunando. A continuación, pasaba unos días tranquila, hasta
que de nuevo le venían las ganas desaforadas de comer. Esta fijación
obsesiva en la comida y el ayuno suponía para ella un importante consumo de
energía.

Si yo quisiera convertir el ansia de comer en una amiga, tendría que


comportarme de la siguiente manera: para empezar, tengo que dejar de luchar
contra mis ansias de comer y autocastigarme por ese motivo. Pero sí he de
preguntarme qué es lo que querrá decirme esa adicción a la comida. ¿Qué es
lo que echo de menos para que necesite comer con tanta ansiedad? ¿Tal vez
echo de menos el amor? ¿O querría ocultar mi cólera y desilusión con la
comida? ¿O tengo la sen sación de que, después de trabajar duramente,
debería permitirme de vez en cuando alguna distracción?

Personalmente, no valoro todas estas expectativas. Pero, sin duda, tienen


un sentido. La cuestión es cómo puedo relacionarme con ellas de otra
manera, cómo puedo darles cumplimiento en mi vida de manera que mi
condición humana mejore y yo no me quede ni con mala conciencia ni con un
sentimiento de vergüenza. Si veo mi obsesión por la comida como una amiga
que continuamente me trae a la memoria mi auténtica expectativa, no
necesito ya para nada la puesta en escena de mi manía. Esta no me tiene ya
bajo su control.

Otro ejemplo: Una mujer se enfada, porque tiene celos de la secretaria


que trabaja en el bufete de su marido. Siempre que se presenta la ocasión,
describe la amistosa relación que mantiene su marido con la secretaria,
llegando a preguntarse incluso si ambos no estarán «liados» sexualmente. El
marido garantiza una y otra vez a la esposa que sus temores son totalmente
infundados. Ella es una empleada, y nada más. También la mujer cree a su
marido, pero no logra superar sus celos. Cuando el marido está trabajando, la
fantasía de la esposa se dispara. Ella sabe que su actitud enerva al esposo,
sobre todo cuando le monta improvisadas escenas de celos. Esta situación es
perjudicial para ella misma y para la relación con su marido. Y, a pesar de
todo, no consigue superarla. Es evidente que no basta con reprimir los celos.
Porque siempre vuelven a asomar de nuevo la cabeza.

También aquí, lo más razonable sería dialogar con los celos. ¿Qué anhelo
profundo se esconde en mis celos? Quiero que mi marido me ame
únicamente a mí y tenga ojos solamente para mí. Me gustaría tener a mi
marido exclusiva mente para mí. Al reconocer que esta expectativa existe
realmente en mí, puedo relativizarla. Porque me doy cuenta de que es muy
poco realista. Yo no puedo retener con cadenas a mi esposo. En el trabajo se
encontrará siempre con mujeres. Yo solamente puedo confiar en que él me
ame de una manera especial, única.

Después podría seguir tratando de conocer con mayor detalle el trasfondo


de mis celos: ¿A qué vieja herida y angustia me remiten mis celos actuales?
¿Tal vez me sentí un día defraudada por un hombre? ¿Tal vez no experimenté
en mi niñez la suficiente confianza y dedicación? Puedo entonces
reconciliarme con mi herida. No me haré reproche alguno si los celos vuelven
a desatarse un día en mí. Por mi parte, trataré de ver en ellos una invitación a
mostrarme agradecida a mi esposo por el amor que le tengo y, al mismo
tiempo, a ofrecer a Dios mi vieja herida, para que el amor divino la impregne,
y así, poco a poco, se cure.

Actitud frente a mis zonas de sombra

(Mateo 13,24-30)

El ya citado psicólogo C.G.Jung ve en el ser humano la impronta de una serie


de polos opuestos. El ser humano puede llevar dentro de sí amor y agresión,
razón y sentimiento, amabilidad y dureza, anima y animus, componentes
anímicos femeninos y masculinos. A menudo, vivimos uno solo de estos
polos y reprimimos el otro. Pero mientras el otro polo permanezca reprimido
en la sombra, tendrá efectos destructivos en el alma del individuo. Por
ejemplo, el sentimiento reprimido degenera en un sentimentalismo que nos
desborda. Y la agresión reprimida se expresa a menudo en forma de
enfermedades.

El arte de la humanización trata de que el individuo se reconcilie con sus


propias zonas de sombra. Muchas personas experimentan una auténtica
conmoción cuando de pronto descubren por primera vez que, al lado del amor
y de la amabilidad, hay en ellas mismas zonas oscuras, poco 0 nada amistosas
y bastante ofensivas.

Esta es también la conmoción que experimentan en la parábola los siervos


del amo que había sembrado semilla buena en su campo. «Cuando el tallo
brotó y empezó a granar, se descubrió la cizaña. Fueron entonces los siervos
y le dijeron al amo: "Señor, ¿no habías sembrado semilla buena en tu campo?
¿De dónde le viene la cizaña?". Él les contestó: "¡Un enemigo lo ha hecho!"»
(Mateo 13,26-28).

Nosotros pensamos que hemos sembrado semilla buena en el campo de


nuestra alma. Pero después descubrimos que entre el trigo hay también
cizaña. Como a los criados de la parábola, nos gustaría arrancarla. Sin
embargo, el amo les dice: «No, porque al arrancarla vais a arrancar con ella el
trigo. Dejad que crezcan juntos hasta la siega. Cuando llegue el momento de
segar el campo, diré a los segadores: "Recoged primero la cizaña, atadla en
gavillas y echadla al fuego. Luego, recoged el trigo y guardadlo en mi
granero"» (Mateo 13,29-30).

Nosotros solo queremos ser buenos. Sin embargo, más tarde también
descubrimos en nuestro interior la tendencia al mal. Solo queremos ser
cariñosos, pero luego descubrimos en nosotros también sentimientos de odio
y de venganza. Nos conmocionamos ante la presencia de esta cizaña y nos
gustaría arrancarla inmediatamente. Pero si lo hace mos, arrancaremos
también el trigo. La cizaña a que se refiere jesús es el lolium temulentum, una
planta muy parecida al trigo y cuyas raíces se entrelazan con las de este
cereal. Quien por puro perfeccionismo pretenda arrancar de su alma todas las
plantas de cizaña, se arriesga a no cosechar al final nada de trigo. Su vida
sería estéril. La fertilidad de nuestra vida nunca es expresión de una absoluta
carencia de defectos, sino que se basa en la confianza de que el trigo es más
fuerte que la cizaña y de que, en el momento de la cosecha, la cizaña puede
ser separada del trigo.

El acompañamiento espiritual no pretende hacer de cada cliente un ser


humano perfecto y sin defectos. La meta que se propone es más bien animar
al cliente para que tolere en sí mismo ambas cosas: el trigo y la cizaña. Esto
no significa que el individuo tenga que dejar crecer exuberantemente la
cizaña. Debe incluso recortarla. Pero, en cualquier caso, debe evitar siempre
la ilusión de creer que él podría arrancarla por su cuenta. Esta es una tarea
reservada para el momento de la cosecha: en último término, solo en la
muerte, cuando Dios mismo separa en nosotros la cizaña del trigo.

Algunas personas piensan que los motivos de la ayuda que prestan a otros
tendrían que ser siempre absolutamente puros y desinteresados. Su sacrificio
personal por la familia no debería esconder segundas intenciones. Son
nuestros ideales. Pero la realidad es muy distinta. En realidad, nuestras
motivaciones son siempre complejas e «impuras». Cuando alguien predica y
opina que se limita a anunciar pura y simplemente la palabra de Dios, a
menudo no se da cuenta de la ambición y el afán de protagonismo que se han
colado en sus palabras.

En este terreno, los antiguos monjes se muestran más misericordiosos y,


al mismo tiempo, más humildes consigo mismos. Una historia de los padres
del desierto aplica la parábola de jesús de la cizaña en medio del trigo a la
vida concreta de un monje. Un monje fue a visitar al patriarca Poimén - es
decir, Pastor - y le comentó que siempre que hacía una obra buena se le
acercaban los demonios y, para recordarle el escaso valor de dicha obra, le
decían: «Solo lo haces para agradar a los hombres». Poimén le contó
entonces al monje la siguiente historia: «En la misma ciudad vivían dos
hombres, ambos agricultores. Uno de ellos sembró solo una pequeña cantidad
de semillas, que además eran de mala calidad. El otro se ahorró las semillas y
no cosechó absolutamente nada. Si se produjera una hambruna, ¿quién de los
dos tendrá para vivir?». El hermano respondió: «El que sembró pocas e
impuras semillas». Entonces el anciano le dijo al monje: «;Sembremos al
menos algunas semillas, aunque sean de mala calidad, para no morir de
hambre!» (Apophthegmata, 625).

En todo lo que hagamos, hemos de mostrarnos abiertos al Espíritu de


Dios. Y, por otra parte, también hemos de ser humildes y contar con que en
todas nuestras acciones, por muy espirituales que sean, se mezclan siempre
segundas intenciones. Esta es justamente la cizaña. Mientras vivimos, crece
la cizaña en el campo de nuestra alma. Esto nos hace humildes y nos libra de
caer en actitudes de ofensiva dureza para con nosotros mismos y para con los
demás.

Actitud frente a mis ilusiones

(Lucas 14,28-30)

Otro de los temas que debe afrontar el acompañamiento es la actitud frente a


nuestras propias representaciones ilusorias. A menudo nos comparamos con
otras personas y querríamos ser como ellas. En otros casos, nos hemos
formado de nosotros mismos una imagen ideal que querríamos alcanzar a
toda costa. Pero después, con excesiva frecuencia, nos sentimos defraudados,
porque no podemos ser como nos gustaría. La imagen que tenemos de
nosotros mismos es o demasiado grande o demasiado pequeña. Los griegos
nos recuerdan este tema en la leyenda de Procusto, el salteador que sometía a
sus huéspedes a la tortura de adaptarlos a las dimensiones de su cama: a los
de pequeña estatura les estiraba los miembros, y a los que eran demasiado
altos les acortaba las piernas. Unos y otros morían. Nosotros nos metemos a
menudo en un «lecho de Procusto» que nos resulta o muy grande o muy
pequeño para nuestra estatura. El acompañamiento debe servir para que
quienes acuden en busca de asesoramiento espiritual logren desprenderse de
las imágenes falsas de sí mismos y sean capaces de sustituirlas por una
imagen más realista.

Este tema lo toca jesús en la parábola sobre la construcción de una torre.


«Si uno de vosotros pretende construir, ¿no se sienta primero a calcular los
gastos, a ver si tiene para terminarla?» (Lucas 14,28).

C.G.Jung construyó a lo largo de su vida una torre en Bollingen, cerca del


lago de Zúrich (Suiza). Escribe a propósito de esta iniciativa suya: «De
alguna manera, tenía que expresar en la piedra mis más íntimos pensamientos
y mi saber» (Jung, Erinnerungen, 227). La torre quería representar el
desarrollo de su propia personalidad y su maduración: «Desde un principio,
la torre se convirtió para mí en un lugar de maduración: un seno materno o
una figura maternal, donde yo podía volver a ser tal como soy, fui y seré. La
torre me hacía sentir como si yo hubiera renacido en piedra; me parecía una
realización de lo presentido por mí con anterioridad y una representación de
la individuación» (¡bid., 229). En esta torre, Jung se reservó exclusivamente
para él una habitación en la que ninguna otra persona podía entrar. La torre
era para él una imagen del desarrollo de su personalidad, y debía reflejar lo
que sucedía en él.

Desde tiempo inmemorial, la torre ha sido imagen de la hominización.


Como edificio redondo que es, la torre remite a la totalidad del ser humano.
Sus cimientos se hunden en la tierra, pero sus muros se elevan hacia el cielo.
El ser humano necesita estar bien enraizado en la tierra, en la historia de su
vida, para después enderezarse y convertirse también en hombre celestial.
Jesús nos dice ahora que debemos evaluar exactamente el material de que
disponemos. Este material lo constituyen nuestras aptitudes, las experiencias
de nuestra vida, pero también los fracasos y las heridas que hemos tenido que
soportar. La historia de nuestra vida es el material que vale para construir la
torre. Debemos trabajar de acuerdo con el material de que disponemos. Para
decidir cuál ha de ser la forma adecuada de nuestra torre, no debemos
compararnos con otras personas ni partir de imágenes abstractas de nuestra
identidad personal, sino de la realidad de nuestra vida y de nuestra
clarividencia interior. Para que nuestra torre sea plenamente personal hemos
de construirla sin compararnos con nadie.

Cada torre posee una belleza propia, siempre que la forma escogida haya
sabido aprovechar las posibilidades del material empleado en la construcción.
Por este motivo, no debemos pasar mucho tiempo contemplando las torres de
los demás, ni tenemos tampoco que dejarnos llevar por la angustia ni por
fantasías de grandeza, sino por la imagen interior que Dios se ha formado de
nosotros y por el material de que dispone cada uno de nosotros. Cuando
miramos atentamente dentro de nuestra alma y de la historia de nuestra vida,
aprendemos a conocer el material con el que podemos construir: nuestras
aptitudes, nuestras limitaciones, nuestros recursos, nuestros compromisos,
nuestra experiencia del amor y las heridas de la historia de nuestra vida. Este
es el variopinto material que nos permitirá construir. En esta torre edificada
por nosotros mismos podemos fijar nuestra morada. Ella responde a nuestra
esencia.

Con esta escueta parábola de la construcción de la torre nos invita jesús a


desprendernos de ilusiones y autodepreciaciones y a descubrir el placer de
trabajar en la edificación de la propia torre. Rodeada de las torres de los
demás, la que nosotros construimos reflejará nuestra esencia. Es una
iniciativa que tiene su justificación. Nuestra torre no debe ser ni más grande
ni más pequeña que las otras. Debe ser como corresponde a nuestra esencia
interior y a la historia de nuestra vida.

Actitud frente a los desengaños

(Lucas 13,6-9)

Una experiencia que a menudo comparten el acompañante y el acompañado


es el desengaño o decepción acerca del resultado del acompañamiento. El
acompañante tiene la impresión de que en el cliente no sucede nada. Le ha
mostrado cómo debe relacionarse consigo mismo y cómo puede seguir
avanzando. Pero tiene la impresión de que todo ello no ha servido de nada. Y
el mismo cliente está también en muchas ocasiones decepcionado, porque
cree que nada se mueve en él. Sencillamente, su árbol no da frutos. Hasta
ahora, todos los esfuerzos han sido inútiles.

Todos conocemos estos sentimientos de decepción. Y nos preguntamos:


¿Qué pasa con mi vida? ¿A quién presto yo algún servicio? ¿No me limito a
quitarle el sitio a otro? Ponemos en duda que nuestra existencia esté
justificada. Algunos exclaman entonces con amargura: ¡Sería mejor que yo
no estuviese aquí! ¡Soy una carga para los demás!

En el contexto de este tipo de experiencias propone Jesús a sus oyentes la


parábola de la higuera plantada en medio de una viña y que, sencillamente, se
niega a dar fruto. El dueño de la viña le dice al hortelano: «Llevo tres años
viniendo a buscar fruta en esta higuera y no la hallo. Córtala. ¿Para qué va a
seguir esquilmando el terreno?» (Lucas 13,7). Tres años de acompañamiento
no han conseguido nada. El acompañante no quiere seguir trabajando con un
cliente que no ofrece ninguna esperanza. Preferiría poner su energía al
servicio de otra causa más productiva. Y también el cliente tiene la impresión
de estar simplemente «robándole el tiempo» al acompañante. Está presente,
pero no da fru to. Llega incluso a dudar a veces de que su vida tenga sentido.
Aunque ha tratado de configurar su vida con sentido, él se siente ahora inútil,
agotado, estéril. Imbuido y consciente de esta decepción, dice el hortelano al
dueño de la viña: «Señor, déjala todavía este año. Cavaré alrededor y la
abonaré, a ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortas» (Lucas 13,8-9).

El hortelano no se da por vencido y sigue esperando. Gracias a esta


parábola, esta imagen esperanzadora debe grabarse también en el alma del
acompañante y del cliente. En el acompañamiento, el campo del alma puede
ser cavado y abonado a través del diálogo y el encuentro con la propia
verdad. Y llegará un momento en que no surtan efecto los mecanismos que
hacen que uno se muestre inaccesible a la transformación. El cliente se hace
cargo de su verdad. Sus resistencias se vienen abajo, y él acepta la idea de
ponerse en camino y contemplar su verdad.

Cavar y abrirse es la primera condición para que el árbol dé fruto. La


segunda es abonarlo. El abono puede consistir en la dedicación y el amor, que
benefician al cliente y contribuyen a que su árbol florezca. Normalmente,
abonamos con estiércol. El estiércol de la historia de la propia vida puede
convertirse en abono. El místico y predicador Johannes Tauler (Juan Taulero)
pensaba seguramente en esta parábola cuando decía: El agricultor lleva cada
día el estiércol al campo. Y al año siguiente el campo produce sus frutos. No
deja de ser consolador el hecho de que, precisamente aquello que nosotros
vemos como estiércol - como fracaso, como algo escasamente respetable y
digno de consideración - prepare el campo para nuestro árbol de la vida, que
gracias al estiércol podrá florecer.

La parábola de la higuera no es moralizante. Nos ofrece imágenes que


deberíamos incorporar en nuestra alma para que transformen todas las
imágenes negativas que nos alejan de la vida. A este grupo de imágenes
negativas pertenecen expresiones como: «De todos modos, nada se obtendrá
conmigo». «Yo soy un caso desesperado». «No tengo remedio». «Todos los
esfuerzos carecen de sentido». «No sigo adelante».

La parábola nos llega al alma. Al escucharla y dejar que penetre en


nuestro corazón, es como si el huerto de nuestra alma fuese cavado y
abonado. En cualquier caso, esta parábola, además de ofrecernos un rayo de
esperanza, nos plantea una exigencia: hacer aquello que está en nuestras
manos. Si el árbol no da fruto, pierde su razón de ser. Por otra parte, tal vez
debamos despedirnos de la representación de determinados frutos que
exigimos a nuestro árbol. Tal vez sea suficiente con que el árbol nos dé frutos
más pequeños o, simplemente, nos ofrezca un poco de sombra.

Anhelo de plena individuación

(Mateo 25, Lucas 14 y Mateo 22)

C.G.Jung considera que la meta del desarrollo humano es que la persona


llegue a ser plenamente ella misma. Jesús responde al anhelo de una plena
individuación con las parábolas del banquete festivo y del banquete de bodas.
En los sueños, una boda significa siempre la unidad de todos las oposiciones:
no solo de la oposición varón y mujer, sino también de cielo y tierra, de
espíritu e instinto, de luz y oscuridad. El banquete es también imagen del ser
en pleni tud. En tres de sus parábolas nos muestra jesús un camino hacia el
pleno desarrollo de la personalidad.

En la parábola de las cinco vírgenes prudentes y las cinco vírgenes necias


se afirma que solo las vírgenes prudentes pueden participar en el banquete de
bodas (Mateo 25,113). Estas jóvenes se dejan guiar por su intuición interior;
son conscientes, atentas y vigilantes. Las vírgenes necias no son en realidad
mujeres estúpidas; simplemente, no son conscientes de la importancia del
acontecimiento del día y, por tanto, no se preparan cuidadosamente para el
baile de la boda. No tienen muy clara la perspectiva de asistir a la procesión
festiva que conduce al novio hasta la casa de la novia. Son mujeres que llegan
demasiado tarde, cuando las puertas de la casa donde se celebra la fiesta ya
están cerradas. Este es un motivo que aparece en los sueños. Y siempre
significa que no tenemos relación con nuestro interior. La fiesta del pleno
desarrollo de mi personalidad solo puedo celebrarla si yo mismo vivo
conscientemente, con actitud vigilante y atento al aquí y al ahora. Porque
Cristo puede llamar en cada instante a la puerta de mi corazón para celebrar
sus bodas conmigo.

Las otras dos parábolas de jesús hablan de un banquete festivo. Mateo y


Lucas nos ofrecen una redacción muy parecida de ambas parábolas, aunque
sus conclusiones difieren. En Mateo, es un rey quien invita al festín de bodas
de su hijo. De los invitados, algunos no quieren asistir y prefieren dedicarse a
sus negocios personales; otros maltratan a los criados del rey e incluso matan
a algunos de ellos. El rey envía entonces a su ejército y se venga de estos
asesinos. Esta podría ser una imagen de las ocasiones en que nosotros
reducimos al silencio las voces interiores que nos invitan al banquete de la
plena individuación. Esas voces nos molestan en medio del ajetreo de nuestra
vida cotidiana, o alteran el estilo de vida en que nosotros mismos nos hemos
instalado. Pero si reaccionamos de esta manera a la invitación a ser
plenamente nosotros mismos, no nos queda ninguna otra oportunidad. Tras
esta digresión de carácter más bien bélico, recupera de nuevo jesús la imagen
del banquete. Los criados salen ahora a invitar a todas las personas que
encuentren en las plazas y en los caminos. Los recogen a todos, malos y
buenos. Es esta una imagen sorprendente. Del banquete de la plena
individuación no se excluye a los malos. Sin embargo, después cambia de
nuevo el estado de ánimo. El rey ve entre los invitados a un hombre que no
lleva vestido de bodas. Como el individuo en cuestión no responde a la
pregunta de por qué no lleva el vestido adecuado para la ocasión, el rey
ordena que sea atado de pies y manos y arrojado a las tinieblas exteriores.
Todo en nosotros, lo bueno y lo malo, es invitado al banquete de nuestra
plenitud personal. Pero también nosotros tenemos que actuar.

La cuestión es por qué el vestido de bodas es aquí un problema. Algunos


piensan que el anfitrión habría enviado a los invitados un vestido especial
para la boda. Ponérselo es una expresión de respeto hacia el anfitrión. Otros
opinan que, aun cuando el vestido festivo no fuese obligatorio, los invitados
tenían que ir dignamente ataviados. De lo que se trata, entonces, es de que
todos nos preparemos cuidadosamente para el misterio del ser en plenitud.
Es, pues, un mensaje alegre: Todo en mí, incluidas mis zonas oscuras y
malas, puede llegar a unirse con Dios. Pero yo tengo que revestirlo con el
vestido del amor. Debo ofrecérselo conscientemente a Dios. De lo contrario,
no se producirá transformación alguna, ni habrá fiesta de bodas, ni llegaré a
ser íntegro.

El Evangelio de Lucas presenta algunos matices diferentes. Habla de un


hombre que dio un gran banquete, al que invitó a muchas personas. Pero los
invitados se disculparon y no asistieron. Para el primero fue más importante
un campo que acababa de comprar. La posesión de algo puede impedirnos
avanzar hasta la plena individuación. La disculpa del segundo invitado fue
que había comprado cinco yuntas de bueyes y tenía que probarlos. Las yuntas
representan el éxito y la confianza en las propias fuerzas. Quien confía
demasiado en sus fuerzas o en su éxito puede quedar incomunicado con su
corazón y negar su auténtico «sí mismo».

Según C.G.Jung, el mayor enemigo de la transformación es una vida


exitosa. Quien descansa en el éxito alcanzado no sigue avanzando en su
camino interior. Permanece estancado interiormente en su inmadurez
humana. En el caso del tercer invitado, la disculpa es el matrimonio que
acaba de contraer y le impide asistir al banquete. El matrimonio es algo
bueno. Pero hay también relaciones que me impiden convertirme del todo en
mí mismo.

Al no presentarse ninguno de los invitados, el amo ordenó a su criado:


«Sal a las plazas y calles de la ciudad y trae aquí a pobres, mancos, ciegos y
cojos» (Lucas 14,21).

Justamente lo pobre y lo herido, lo ciego y lo cojo que hay en mí, es lo


que puede lanzarme por el camino que me lleva a ser yo mismo en plenitud.
Todo lo que forma parte de mí, y más precisamente aquello que a mí me
parece menos llamativo, está llamado a ser acogido por Dios. Porque,
únicamente si yo ofrezco a Dios también mis debilidades, puedo alcanzar en
él mi plenitud y totalidad. Si escatimo al go a Dios, mi integridad nunca será
completa. Si no admito mis debilidades, voy por la vida como un ser humano
a medias: como una persona que solo se atreve a mirar sus aspectos positivos.
Cuando nos encontramos con personas de este tipo, nos damos cuenta de que
nada puede afluir, porque falta algo.

Como, a pesar de haber hecho entrar a muchos enfermos, seguía habiendo


sitio en la sala del banquete, dice el amo al criado: «Sal a los caminos y
veredas y obliga a la gente a entrar, hasta que se llene la casa» (Lucas 14,23).

Originalmente, los invitados a entrar en el banquete eran probablemente


los gentiles, es decir, personas ajenas al judaísmo de fuera de Jerusalén. De
todos modos, si comprendemos este dicho como instrucción en nuestro
camino hacia la plena personalización, Jesús me quiere decir: Todo lo que ha
sido hasta ahora tu vida, incluso aquello de lo que hoy no eres plenamente
consciente, aquello que en algún momento has olvidado a lo largo de tu
camino, Dios quiere asumirlo al unirse contigo. La historia completa de tu
vida es importante. Toma contigo todas tus vivencias hasta este momento.
Todas forman parte de tu ser en plenitud. No puedes reprimir ni tus rodeos ni
tus caminos equivocados. También ellos quieren conducirte a tu auténtico yo
en Dios.

Esta terapia de Jesús me transmite esperanza: Todo en ti es importante.


Evita juzgarlo. Ofréceselo a Dios. Todo ello forma parte de tu ser integral. Tu
vida entera, tu ser integral, todo en ti y junto a ti querría ser transformado por
el Espíritu y el amor de Dios, para que en todo lo que te distingue brille cada
vez más la imagen original que Dios se ha hecho de ti.

Anhelo de fertilidad

(Mateo 13,1-9)

Muchas personas sufren porque, tras haber trabajado duramente por mejorar
su propia vida espiritual o psicológica, constatan que sus progresos son más
bien escasos y que, a pesar de todo, su vida no destaca precisamente por su
fertilidad, ni siquiera llega a florecer.

A esta experiencia responde jesús con la parábola del sembrador que


esparce su semilla por el campo. Parte de esta semilla cayó en el camino,
parte en terreno pedregoso, y parte cayó entre espinas. «Otras semillas
cayeron en tierra fértil y dieron fruto: unas cien, otras sesenta, otras treinta»
(Mateo 13,8).

El camino, pisoteado por los seres humanos al desplazarse de un lugar a


otro, representa en la parábola la dureza del ser humano, su dimensión
pública. Allí donde el ser humano solamente vive hacia fuera, la semilla de la
palabra de Dios no puede brotar. El terreno pedregoso se refiere a aquellas
personas que reciben con entusiasmo la palabra de Dios, pero que carecen de
fundamento y de raíces. A las primeras dificultades que experimentan, se
secan. Las espinas representan directamente las preocupaciones, que sofocan
los brotes de las semillas, pero también pueden referirse a las heridas que va
dejando en nosotros la vida. A algunos las ofensas les afectan de tal manera
que su alma queda incapacitada para recibir una palabra estimulante, por lo
que la semilla no puede germinar en ellos.

Jesús nos explica por qué algunas semillas brotan tan mal en nosotros.
Nos coloca ante un espejo, para que cada uno reconozca en sí mismo el
camino pisoteado, el terreno pedregoso y el terreno con espinas. Pero, al
mismo tiempo, nos da esperanza. También en nosotros, parte de la semilla ha
caído en terreno fértil. Y allí brotará y dará fruto, «unos cien, otros sesenta y
otros treinta» (Mateo 13,8). Nuestra vida florecerá si dejamos que la semilla
de la palabra de Dios - o, dicho de otro modo, los silenciosos impulsos de
Dios en nuestro corazón - caiga en tierra buena, en un corazón predispuesto y
abierto. Ahora bien, para que el reconocimiento de este terreno fértil en el
campo de nuestra alma sea real, previamente hemos de reconocer también el
camino que hemos seguido hasta ahora, lo pisoteado y lo paralizado en
nuestra vida; hemos de poner a disposición de la semilla las raíces de las que
vivimos; y hemos de eliminar los cardos y las espinas que podrían sofocar
todo aquello que podría florecer en nosotros.

Anhelo de transformación

(Mateo 13,33 y Lucas 13,20-21)

A veces oigo que, dialogando con otros, algunas personas dicen: «He leído
muchísimo. Sé cómo debería vivir. Pero no lo consigo». Una mujer me dijo
en cierta ocasión: «He seguido durante mucho tiempo un tratamiento
terapéutico. Y en la terapia todo lo tengo claro. Pero en mi vida de cada día
recaigo una y otra vez en mis antiguas pautas de conducta».

A esta necesidad responde jesús en su breve parábola de la levadura. El


«reino de los cielos» (en el Evangelio de Mateo) y respectivamente el «reino
de Dios» (en el Evangelio de Lucas) es como «la levadura: una mujer la toma
y la mez cla con tres medidas de harina, hasta que todo fermenta» (Mateo
13,33).

La harina representa algo que puede escurrirse entre nuestros dedos. No


podemos agarrarla. El viento la arrastra, y se posa en forma de polvo de
harina sobre todas las cosas. Sin embargo, cuando la mujer mezcla la harina
con la levadura, de esa mezcla se obtienen numerosos panes, que nos
alimentan.

Con esta parábola quiere jesús darnos ánimo. Nuestra vida no es solo
como la harina que se nos escapa entre los dedos. Cuando nosotros lo
mezclamos todo con la levadura de su mensaje, toda nuestra vida se convierte
en pan, que sirve para alimentarnos nosotros mismos y a otras personas. En el
texto griego se habla aquí de la unidad de medida llamada sáton. Las tres
medidas (sáta) mencionadas equivalen a casi cuarenta litros. Se trata de una
cantidad importante. De ahí que algunos exegetas traduzcan que la mujer
mezcló la levadura con una gran artesa de harina. Sin embargo, el tres es un
número simbólico. El ser humano completo lo constituyen tres ámbitos o
partes: cabeza, corazón y vientre; o espíritu, alma y cuerpo. Todos los
filósofos y psicólogos han distinguido en el ser humano tres ámbitos. En los
cuentos y fábulas siempre hay también tres hijos del rey que abandonan la
casa paterna en busca de un remedio mágico para la enfermedad de su padre.

El número tres se refiere a las tres partes o ámbitos del ser humano. En las
tres partes debe hacerse visible el reino de Dios, las tres partes deben estar
determinadas por Dios, y no por poderes extraños que nos enajenan de
nosotros mismos. A menudo nuestro espíritu se ve determinado por
pensamientos extraños que lo guían en la dirección equivo cada. A menudo
nuestra alma se siente herida por ofensas y determinada por pautas de vida
que nos quitan la libertad. Por su parte, el cuerpo es para algunas personas un
enemigo que ellas rechazan; para otras personas, su cuerpo es el ídolo al que
rinden culto; de ahí que estas personas estén determinadas por el cuerpo o por
sus instintos. Dios debe reinar en todas las partes del hombre. Entonces podrá
decirse que el ser humano está en armonía con su verdadera esencia.

La cantidad de levadura es pequeña en comparación con la gran artesa de


harina. Sin embargo, la levadura lo fermenta todo. A menudo, el reino de
Dios no es visible ni experimentable. Es una magnitud interior que no
podemos retener por la fuerza. Sin embargo, nos es lícito confiar en que Dios
lo penetra todo en nosotros. Nuestra tarea consiste en dejar que la levadura
del Espíritu divino penetre en las tres partes de nuestra humanidad. Todo en
nosotros se convierte entonces en pan que alimenta. Nuestro espíritu no
producirá frutos solo para nosotros, sino también para los demás. En
adelante, nuestra alma no actuará ya impulsada por coacciones, sino por
Dios. Y nuestro cuerpo se volverá permeable para Dios, alcanzando así su
auténtica belleza e irradiación.

En la parábola de la levadura, jesús no nos exige conseguir un


determinado objetivo ni cambiar por la fuerza nuestras pautas de vida. Jesús
nos invita a dejar que en nosotros suceda algo. El reino de Dios ya está en
nosotros. En la parábola es la mujer la que introduce la levadura en la harina.
La mujer corresponde a menudo al alma, la parte interior del ser humano. El
alma barrunta el reino de Dios y que Dios querría reinar en nosotros. El alma,
que introduce la le vadura en la harina de nuestra vida cotidiana, nos
transforma. De pronto, todo en nosotros está animado y lleva la impronta del
Espíritu de Dios. En lo profundo de nuestra alma ha tenido lugar una
transformación. Nuestra verdadera esencia se hace visible, y ello a pesar de
que nuestra vida cotidiana siga siendo tan variopinta y desgarrada como
antes.

Anhelo de volver al hogar

(Lucas 15,11-32)

La parábola más hermosa de jesús nos la ha transmitido el Evangelio de


Lucas. La parábola del hijo pródigo - o, respectivamente, del padre
misericordioso - es una pieza literaria magistral que desde siempre ha tocado
el corazón de quienes la leen. Lo que hemos de preguntarnos es por qué ese
texto conmueve tan profundamente el corazón de los seres humanos. La
parábola apela sin duda a algunos de sus anhelos más profundos: el anhelo de
superar la alienación para volver a la casa paterna, de superar lo inauténtico
para recuperar lo auténtico y propio, de pasar de la muerte a la vida; el deseo
profundo de que en cualquier situación, independientemente del callejón sin
salida en que nos hayamos metido, sean posibles la conversión y el retorno.
En último término, es el anhelo de encontrarnos de nuevo en la casa que
verdaderamente sentimos como nuestro hogar.

En la parábola, jesús describe dos actitudes que todos nosotros


conocemos. Los dos hermanos representan los dos polos, que están presentes
también en nosotros. Está, por una parte, el polo representado por el hijo más
joven, que rompe con los estrechos límites de la familia, se salta los re
glamentos y las leyes y, simplemente, quiere conocer la vida, con sus
momentos de gloria y sus fracasos. Y está el otro polo, representado por el
hermano mayor, que se enfada por la actitud misericordiosa del padre.

El hijo menor no estaba dispuesto a ser un conformista de por vida.


Quería vivir su vida y disfrutar plenamente de ella. Este deseo de vivir con
intensidad, de vivir aquí y ahora, al día, sin pensar en el futuro, es
precisamente típico de nuestro tiempo. En su número del 10 de septiembre de
2010, el diario alemán Süddeutsche Zeitung pone en boca de un joven estas
palabras: «Este permanente deseo de irse. Fuera, hacer autostop con amigos,
a la discoteca, a los bares, emborracharse. Lo principal, no tener que estar en
casa ya nunca más, en casa, donde no hay posibilidad alguna de retirada,
ninguna habitación propia, puertas abiertas, teléfono en la sala de estar, en
casa, donde a uno lo observan hasta los muebles».

Sin embargo - así nos dice la parábola-, con esta actitud es el mismo
joven el que sale perdiendo. Lleva una vida desenfrenada, sin forma. Y así, él
mismo se vuelve informe e inestable. Disipa su fortuna. Desperdicia su vida
en cosas inútiles que pronto dejan de interesarle y le resultan aburridas. Lo
cierto es que cada vez le va peor. Él, que siempre había amado la libertad,
tiene que ponerse al servicio de un extranjero para poder sobrevivir. Y,
finalmente, termina cuidando cerdos, animales considerados impuros por los
judíos. No puede caer más bajo.

En situaciones como esta, muchos individuos se dan por vencidos. No


pueden perdonarse el hecho de haber echado su vida por la borda y ser en
estos momentos unos fracasados. No se lo permite su soberbia. ¿Cómo podría
el hijo menor, ahora totalmente arruinado, demostrarles a su padre y a su
hermano que, desde el momento en que abandonó la casa paterna, su vida
había sido siempre correcta y honrada? El padre seguramente diría: «Siempre
supe que no podía esperarse nada de ti y que, al final, te echarías a perder». Si
está en sus manos, los seres humanos se ahorran con gusto esta alegría por el
mal ajeno.

Pero el joven reacciona de otra manera. Su sufrimiento es tan grande que


le hace recapacitar. Entrando en sí mismo - o, como dice el texto latino, in se
autem reversus, «pero vuelto a sí mismo»-, siente la nostalgia de regresar al
hogar paterno.

En el monólogo interior que sostiene consigo mismo, el joven se compara


con los jornaleros de su padre, que son mejor tratados que él. Y él mismo
saca la conclusión: «Me pondré en camino a casa de mi padre y le diré:
"Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. No merezco ya ser hijo tuyo.
Trátame como a uno de tus jornaleros"» (Lucas 15,1819). En el texto griego
se dice aquí anastás, que significa: «Levantándome [me levantaré]...». Esta
palabra nos trae a la memoria la imagen de la resurrección. El hijo se siente
muerto y ahora quiere volver a la vida.

El padre reacciona de una manera completamente distinta de como ha


esperado el hijo. De sus labios no brota ni una crítica ni una recriminación.
Corre al encuentro del hijo, se le echa al cuello y lo besa. Y manda celebrar
una gran fiesta: «Traed el carnero cebado y matadlo. Celebremos un
banquete. Porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba
perdido y ha sido encontrado» (Lucas 15,2324). El padre no le hace al hijo
ningún reproche. Se alegra de la vuelta del hijo. Se alegra de que su hijo, que
se había perdido en el mundo, haya vuelto a sí mismo y haya encontrado su
verdadera esencia.

Con esta parábola quiere Jesús romper las resistencias internas que
nuestro inconsciente ha levantado contra la conversión y el perdón. Cuando
cometemos una falta, se produce en nosotros una autocondena. No podemos
perdonarnos a nosotros mismos. Y todos los requerimientos a perdonarnos a
nosotros mismos, porque Dios ya nos ha perdonado, se quedan en nuestro
intelecto, sin alcanzar realmente el núcleo de nuestra persona. En situaciones
como esta se necesita una parábola que provoque una transformación en lo
más hondo de nuestra alma, en nuestro inconsciente. Gracias a esta
transformación, estamos en condiciones de perdonarnos a nosotros mismos.
La parábola toca las fibras de nuestro corazón. En este estado de conmoción
personal, las resistencias internas contra el perdón a nosotros mismos se
desmoronan.

Si nos hemos perdido a nosotros mismos, nos subestimamos. Como el


hijo menor de la parábola, nos colocamos en el nivel de los jornaleros, de los
siervos. Por desgracia, esta pérdida de autoestima conduce finalmente a una
huida de nosotros mismos: nos sentimos incapaces de dar marcha atrás y
volver a nosotros mismos y a nuestra verdadera esencia. La parábola
transforma nuestra autovaloración. Nos sentimos con fuerzas para volver a
entrar en nuestro interior, sin importarnos demasiado cómo hayamos podido
vivir hasta ese momento. Instintivamente, nos ponemos en pie. Con el hijo
pródigo, recuperamos nuestra autoestima. Podemos ir de nuevo con la cabeza
alta por la vida. En lugar de reprocharnos nuestro propio pasado, vivimos
llenos de gratitud en el presente, porque hemos vuelto de la muer te a la vida
y nos hemos reencontrado de nuevo a nosotros mismos.

El hijo mayor se enfada con el padre por la actitud extremadamente


misericordiosa y comprensiva con que recibe al hijo menor, que, después de
todo, ha dilapidado parte de la fortuna paterna. Ahora el hermano mayor tiene
que trabajar también para su hermano. El hijo mayor ha demostrado estar
plenamente integrado y vivir de acuerdo con la ley. Pero bajo la superficie de
su buena conducta se esconden fantasías agresivas y sexuales. No quiere
saber nada de su hermano, que ha derrochado con prostitutas la parte de la
herencia paterna que le correspondía. De esto no se dice nada en la narración.
Son sus fantasías reprimidas las que ahora salen a relucir en su lenguaje.

También el hijo socialmente integrado debería dar un giro en su vida para


pasar de la estrechez de miras a la libertad, de la dureza a la misericordia. El
padre también se muestra comprensivo con el hijo mayor, pero le exige
cambiar de actitud. Le interpela tiernamente en virtud de la comunidad de
vida que tiene con él: «Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo.
Ahora teníamos que hacer fiesta, porque este hermano tuyo estaba muerto y
ha revivido, se había perdido y ha sido encontrado» (Lucas 15,31-32).

El padre no le reprocha nada al hermano mayor. Le invita -y nos invita a


todos nosotros, que muy bien podríamos compartir las actitudes del hermano
mayor - a alegrarse por la vuelta del hermano. La parábola deja abierta la
cuestión de cómo reaccionó, de hecho, el hermano mayor. Jesús tampoco nos
impone a nosotros ninguna obligación especial. Simplemente, nos invita; al
comprometernos a escuchar la parábola con el corazón, se produce en
nosotros un ensanchamiento interior de nuestra estrechez, nuestro corazón se
abre. Este puede entonces perdonarse a sí mismo y a los demás. Nos
reencontramos con nosotros mismos y nos levantamos, para ponernos de
nuevo en camino sin tener que reprocharnos permanentemente los errores y
fracasos de nuestra vida pasada. Recorremos el camino que nos lleva a
nuestro verdadero hogar, que es la casa en la que realmente nos sentimos a
gusto y en la que nos está permitido celebrar la fiesta de la vida.

Anhelo de recuperar lo perdido

(Lucas 15,8-10)

El tema del abandono, de la pérdida de algo decisivo en la vida de una


persona, ya está presente en la parábola del hijo pródigo - no es casual que,
en alemán, se le denomine el «hijo perdido»-, sobre todo desde el punto de
vista de la culpa. En la parábola de la dracma perdida, el aspecto de la culpa
pasa a un segundo plano. La cuestión gira aquí en torno a la idea de que
nosotros hemos perdido nuestro centro, se ha extraviado nuestro propio yo.
Ya no sabemos quiénes somos en realidad. Hemos perdido nuestra patria
interior. Y con el centro hemos perdido nuestros ideales, nuestro dinamismo,
nuestra fuerza, nuestra capacidad de entusiasmarnos.

En el acompañamiento espiritual escucho a menudo lamentaciones sobre


las muchas cosas que se han perdido y que, en su día, fueron consideradas
sacrosantas: «He perdido mi relación con Dios». «Personalmente, he perdido
el contacto conmigo mismo». «Me siento perdido en la comunidad». «He
perdido mi vocación». «Me limito a ir ti rando...». A este sentimiento de
desamparo interior responde la parábola de la dracma perdida.

La protagonista de la parábola de la dracma perdida es una mujer. Merece


la pena señalar que las mujeres que nos presenta el evangelista Lucas son a
menudo viudas o mujeres que viven solas. La mujer no se define a partir del
varón. Es una figura que descansa sobre sí misma. Así también, en nuestra
parábola, de lo que se trata no es de la relación de la mujer con el varón, sino
de su existencia propia y de su situación personal.

La mujer tiene diez dracmas. Diez es el número de la totalidad. Quien


posee diez dracmas es una persona íntegra y sana. Sin embargo, la mujer ha
perdido una dracma. Y si la mujer ha perdido una dracma, ha perdido su
plenitud y la unidad consigo mima y con Dios. Ha perdido su centro. Y sin
este centro las nueve dracmas restantes no le sirven de nada. Se desintegran.
Ya no están unidas entre sí. La mujer está al corriente de su pérdida. Ella se
ha perdido a sí misma.

Gregorio de Nisa, importante teólogo y místico griego del siglo IV, ve en


la dracma una imagen de Cristo. Desde el punto de vista psicológico, podría
decirse que la dracma simboliza el yo, o «sí mismo». Quien ha perdido su yo,
su «sí mismo», puede seguir haciendo externamente muchas cosas, pero
todas sus obras carecerán de centro, de fuerza y de claridad.

La mujer enciende entonces una lámpara que, según Gregorio de Nisa, es


la inteligencia. La mujer necesita la luz de la inteligencia para iluminar las
tinieblas del inconsciente y encontrar en este la plenitud perdida.
Seguramente, Lucas está pensando aquí también en la luz de la fe. La
inteligencia solo puede ser iluminada de verdad gracias a la fe. Lo que el ser
humano necesita para buscar en su morada interior la dracma perdida es la
luz de Dios.

La mujer barre cuidadosamente su casa. Recoge la suciedad que se ha


depositado en el suelo de la misma. Gregorio de Nisa ve en esta suciedad una
imagen de la distracción con que vivimos. Si, mientras realizamos muchas de
nuestras actividades, estamos distraídos, nuestra casa se ensucia. No somos
ya señores de la casa. Sobre el suelo de nuestra alma se extiende una capa de
polvo. Y, en consecuencia, nos vemos obligados a barrer con fuerza para que
nuestra alma recupere de nuevo su brillo original. Y la mujer busca
incansablemente. El término griego epimelós significa «con esmero», «con
toda diligencia», «cuidadosamente». La mujer no para de buscar por toda la
casa. El corazón le dice que encontrará su dracma. El ser humano no es solo
un buscador de Dios, sino también un buscador de sí mismo, de su verdadera
esencia. Porque el hombre se ha perdido a menudo a sí mismo.

La mujer encuentra al fin su dracma y, de esa manera, se encuentra a sí


misma. Así pues, reúne a sus amigas y vecinas: «Dadme el parabién, porque
he encontrado la dracma que había perdido» (Lucas 15,9). Quien se encuentra
a sí mismo aprende también a relacionarse de una forma nueva con su
prójimo. La mujer reúne tan solo a otras mujeres. Quiere celebrar con ellas su
propia individuación. Ha encontrado la dracma perdida. Ha encontrado a
Dios como fundamento de su existencia humana. Y ahora ha encontrado su
propio «sí mismo». Según C.G.Jung, nadie puede encontrar su propio «sí
mismo» si antes no ha descubierto en su alma la imagen de Dios. El «sí
mismo» no es, en sentido estricto, el resultado de la historia de nuestra vida,
si no más bien la imagen primigenia que Dios se ha formado de nosotros.

Una parábola presenta siempre diversos niveles de lectura. El lector es


libre de descubrir en ella de nuevo sus propias experiencias y anhelos. La
mujer puede ser una imagen del alma del ser humano que ha perdido su
centro y anda en busca de su verdadero «sí mismo». Pero también puede ser
imagen del Dios que busca al hombre perdido y, para encontrarlo, no duda en
ponerse a escudriñar toda la casa. Si interpretamos la parábola de esta
manera, nos damos cuenta de que Dios aparece descrito bajo la imagen de
una mujer.

Así interpreta esta parábola el místico alemán Johannes Tauler. Como


haría una mujer que pone patas arriba su casa para buscar una dracma
perdida, Dios nos pone en crisis precisamente cuando nos hemos instalado a
gusto en la casa de nuestra vida. Tauler opina que, por regla general, los seres
humanos nos consideramos bien instalados al llegar a la mitad de nuestra
vida. Por desgracia, nuestro comportamiento excesivamente exterior nos
haría perder entonces nuestra dracma. Gracias a la crisis, Dios nos impulsa a
encontrar de nuevo nuestro verdadero «sí mismo». Dios nos conduce
entonces hasta el fondo de nuestra alma. Allí encontramos la dracma, la
imagen original que Dios se ha hecho de nosotros.

No importa cómo interpretemos la parábola. En cualquier caso, ella


suscita en quienes la escuchan el intenso deseo de encontrar de nuevo en ellos
mismos lo que han perdido. Es este un motivo antiquísimo que está presente
también en otras religiones y culturas. Así, por ejemplo, el día 2 de febrero
las mujeres romanas recorrían las calles de la ciudad con antorchas
encendidas en sus manos, para buscar a sus hijas perdidas. La idea de la
procesión se inspiraba en el mito de Proserpina, que había sido raptada por el
dios del mundo subterráneo. Las hijas perdidas representan la vivacidad y el
frescor perdidos, lo original y lo no falsificado, las promesas de futuro, los
sueños de una vida.

La parábola de la dracma perdida trata de ponernos en contacto con


aquello que ha perdido cada uno de nosotros. Y quiere recordarnos que nunca
será demasiado tarde para buscar lo perdido. En lugar de lamentarnos por lo
que hayamos podido perder, debemos buscar sin descanso, como la mujer de
la parábola. Encontraremos lo perdido y podremos, finalmente, celebrar la
fiesta de la alegría con los amigos y los vecinos.

Anhelo del auténtico «sí mismo»

(Mateo 13,44-46)

Según C.G.Jung, la meta del camino terapéutico es que la persona llegue a


ser plenamente ella misma. El «sí mismo» es el centro interior del ser
humano, que incluye lo consciente y lo inconsciente. Jung opone el «sí
mismo» al «ego». El «ego» es el núcleo consciente de la persona. El «ego» se
esfuerza por hacerse notar, brillar hacia el exterior, satisfacer sus propias
necesidades y ponerse en el centro de todo. En cambio, al «sí mismo»
simplemente le preocupa existir, ser genuino, ser auténtico, existir en el
centro.

A todos y cada uno de nosotros nos gustaría encontrar nuestro verdadero


«sí mismo». Pero la cuestión es cómo podemos encontrar el camino que
conduce al núcleo más ín timo del ser humano: a su santuario interior, como
denomina la filosofía estoica al «sí mismo» (en griego: autós).

En dos de sus parábolas, la del tesoro escondido en el campo y la de la


perla, nos muestra jesús dónde y cómo podemos encontrar nuestro «sí
mismo». Tesoro y perla son imágenes del auténtico «sí mismo».

El tesoro está enterrado en algún lugar desconocido. Tenemos que


excavar en el centro mismo del suelo de nuestra alma. Quien cava en la tierra
se ensucia las manos. El campo, la tierra, representa la dimensión terrena del
ser humano y, al mismo tiempo, sus zonas de sombra. Entre otras cosas, con
la tierra relacionamos la suciedad. Cuando la tierra se pega a nuestros
zapatos, nos vemos obligados a limpiarlos. Pero la tierra representa también
fertilidad. En el campo crece el trigo. Todo agricultor aprecia los terrenos
feraces y productivos. Le gusta tomar en sus manos un puñado de tierra para
sentir su tacto, olerlo y examinarlo de cerca. Pero muchos habitantes de las
ciudades no quieren ya tener nada que ver con el campo. Prefieren caminar
por terrenos asfaltados.

En opinión de jesús, nuestro «sí mismo» permanece enterrado en el


campo. Por eso tenemos que cavar en el suelo de nuestra alma, descender a lo
profundo de la tierra, para encontrar allí el «sí mismo».

De todos modos, el campo en cuestión no se refiere tan solo al alma, sino


también al cuerpo. La tierra del campo nos indica que el tesoro debemos
buscarlo en lo terreno, en lo corpóreo de nuestra condición humana. En
nuestro cuerpo se expresa nuestro «sí mismo». Si alguien se ha convertido en
«sí mismo», podemos comprobarlo en su cuerpo. Quien se mueve de un lado
para otro sin superar la tensión, es que todavía no ha encontrado su «sí
mismo». Se requiere humildad para cavar en el humus de la propia alma en
busca del tesoro. Pero cuando lo hemos encontrado, podemos comprar todo
lo demás. El «sí mismo» es el auténtico tesoro, la verdadera riqueza de
nuestra vida. La riqueza no depende de la posesión externa, sino de nuestra
alma, de nuestro verdadero «sí mismo».

La imagen de la perla preciosa, por la que un mercader estaría dispuesto a


dar todas sus propiedades, nos muestra otro camino hacia el verdadero «sí
mismo». La perla crece en las heridas de la ostra. En el camino del desarrollo
espiritual y en el camino de la propia individuación humana, de lo que se
trata es de descubrir la perla precisamente en las heridas de la propia historia
personal. Hace veinte años, en la inauguración de la casa de ejercicios de la
abadía benedictina de Münsterschwarzach, el teólogo pastoral y autor
espiritual Henry Nouwen decía: «Cuando caemos vencidos, cuando estamos
heridos, entonces es también cuando saltan hechas pedazos las máscaras que
nosotros nos hemos puesto. Nos abrimos para dar paso a nuestro verdadero
"sí mismo"». Dejamos de esconder nuestro verdadero «sí mismo» detrás de
una fachada. Dejamos que de nuestras heridas caigan las corazas que
nosotros habíamos colocado alrededor del corazón para protegernos del
dolor. Esperamos que la terapia sane nuestras heridas. Sin embargo, jesús nos
muestra otro camino: primero, hemos de descubrir en las heridas la perla,
nuestro verdadero «sí mismo»; una vez descubierta la perla, la herida deja de
doler, aunque siga ahí. Hildegarda de Bingen considera que la meta de la
individuación humana consiste precisamente en transformar las heridas en
perlas.

Las dos parábolas del tesoro escondido en el campo y de la perla preciosa


modifican nuestro punto de vista sobre el camino hacia el verdadero «sí
mismo». Nosotros queremos encontrar el «sí mismo» por el camino de la
inteligencia o recurriendo a métodos terapéuticos o espirituales. Jesús, en
cambio, nos señala el camino de la humildad: el camino que nos hace bucear
en lo más hondo de nosotros mismos. Ahí nos encontramos con nuestras
zonas de sombra y con la materialidad de nuestra vida. Y nos encontramos
también con nuestras propias heridas. Precisamente en esas dos esferas
hemos de encontrar el tesoro y la perla preciosa. Precisamente ahí podemos
alcanzar nuestro verdadero «sí mismo». Algunos tienen la impresión de que
no hacen otra cosa que escarbar en el campo de la propia vida y andar
siempre con las manos sucias de tierra. En realidad, están ya muy cerca del
tesoro. Sin perder la confianza, deben seguir cavando. Algún día saldrá
también a la luz el tesoro en el campo de su alma.

En las parábolas nos señala Jesús cómo enfrentarnos a nuestras pasiones,


cómo transformar nuestra envidia, nuestra ira, nuestros celos, nuestros
arrebatos de cólera y nuestra angustia en energía interior, y cómo transformar
nuestra falta de esperanza y nuestra desesperación en confianza y optimismo.
Es un camino sanador que Jesús nos recomienda, un camino que cada
individuo, cada «sí mismo», ha de recorrer personalmente.

Quien lea las parábolas de jesús y acepte el compromiso que ellas le


proponen avanza ya por un camino de transformación. Además de
enriquecerse con un nuevo punto de vista, el lector se renovará gracias a la
nueva imagen de «sí mismo» y de Dios que le ofrecen las parábolas. De todos
modos, a menudo se necesita contar también con un acompañante que le
indique a cada uno cuál puede ser la parábola adecuada para abordar su
personal problemática interior. En este caso, la sugerencia de una tercera
persona nos plantea el reto de contemplar nuestra situación desde otra
perspectiva.

Las parábolas son parte esencial del método terapéutico de jesús. Jesús
sana a los enfermos narrando historias. Cura con palabras que tienen la virtud
de abrir de par en par nuestro corazón a la propia verdad y a Dios, el
auténtico médico de nuestras almas.
JESúS predicó en diversas ocasiones al pueblo. Se preocupó de instruir a sus
discípulos. Además, pronunció palabras que fueron transmitidas y recogidas
en forma de dichos sueltos por dichos discípulos. Posteriormente, los
evangelistas combinaron a menudo unas palabras con otras y formaron con
ellas verdaderos discursos. Así, por ejemplo, Mateo distribuyó las palabras de
jesús en cinco grandes discursos. Estos cinco discursos corresponden a los
cinco libros de Moisés del Antiguo Testamento. Jesús es aquel que muestra
un nuevo camino hacia la vida. El discurso más importante es el llamado
«Sermón de la Montaña». De la misma manera que Moisés recibió en la
montaña la ley de Dios, que luego comunicó al pueblo, jesús anuncia a los
discípulos la nueva instrucción relativa al reinado de Dios.

Para Mateo, Jesús es el maestro de sabiduría que nos enseña cómo


podemos acertar en nuestra vida. Que acertar en la vida era un asunto
importante para Jesús, lo demuestran las numerosas bienaventuranzas: no
solo las ocho bienaventuranzas que abren el Sermón de la Montaña, ni las
cuatro bienaventuranzas con que Lucas comienza el discurso de jesús en el
llano. Jesús trató de enseñar una y otra vez a sus contemporáneos cómo
podían ser felices y dichosos y cómo, siguiendo el camino que él les
señalaba, era posible alcanzar la auténtica felicidad.

En las bienaventuranzas nos traza jesús un camino realista que, en medio


de las amenazas y peligros de nuestra vida, nos permite vivir en armonía con
nosotros mismos. En las palabras de sabiduría de jesús, tal como nos las han
transmitido los evangelistas en sus grandes discursos, descubrimos el
conocimiento que tiene jesús de la psicología del ser humano. Su sabiduría
terapéutica recurre a menudo a la sabiduría de otras religiones (en el caso de
Mateo), o a la sabiduría de la filosofía griega (en el caso de Lucas), y las
integra en su mensaje.

Son ya muchos los autores que han tratado de exponer la sabiduría


psicológica del Sermón de la Montaña y de otras instrucciones de Jesús. Yo
mismo he interpretado en otro lugar (Las bienaventuranzas: un estilo de vida)
las ocho bienaventuranzas evangélicas como el «óctuple camino de Jesús»
que puede conducirnos a una vida llena de sentido. En este capítulo voy a
fijarme tan solo en algunos dichos de Jesús, sobre todo en aquellos que a
primera vista parecen sorprendentes e incomprensibles. En otro tiempo, estas
palabras de Jesús se interpretaban preferentemente en un sentido moralizante,
lo que a menudo implicaba una exigencia excesiva para los creyentes. A estos
se les ha inoculado así el miedo a no estar nunca a la altura de las exigencias
de Jesús. Personalmente, he tomado como clave de mi interpretación de las
palabras de Jesús lo que dice san Agustín: «La palabra de Dios es enemiga de
tu voluntad, hasta que se convierte en causa de tu salvación. En la medida en
que tú eres tu propio enemigo, también la palabra de Dios es enemiga tuya.
Sé tu propio amigo. La palabra de Dios estará entonces en armonía contigo».

Lo cual significa para mí que siempre que una palabra de jesús me


incomoda, me está demostrando que yo soy mi propio enemigo, y que la
imagen que tengo de mí mismo, de la vida y de Dios no responde a la verdad
y me está haciendo mal a mí mismo. Luchando con la palabra de jesús, me
hago más compatible conmigo mismo. Y si estoy de acuerdo con mi propio
corazón, comprenderé también la palabra de Dios como una palabra
amistosa: como una palabra que me conduce hacia una vida más auténtica.

Lo que san Agustín formuló hace ya cerca de mil seiscientos años como
principio interpretativo de las palabras de la Biblia -y, más en particular, de
las palabras de jesús- ha vuelto a repetirlo en nuestros días Eugen
Drewermann en un lenguaje más psicológico. Según Drewermann, las
palabras de jesús no deberían interpretarse en un sentido moralizante, sino
más bien religioso. Si únicamente vemos en ellas exigencias morales,
terminan siendo para nosotros una carga dificil de soportar y nos generan
angustia. Comprender las palabras de jesús como un ejemplo de lenguaje
religioso significa que nos dejamos guiar por ellas hasta penetrar a fondo en
el sentido de la propia existencia.

Las palabras de jesús no pretenden responder a la pregunta «¿Qué debo


hacer?», sino más bien a la pregunta «¿Quién soy yo?». De ahí que el
discurso religioso recurra a menudo a las formas paradójicas, como ocurre,
por ejemplo, con los kóan o con los dichos de los maestros del taoísmo. Un
dicho paradójico -y muchos dichos de jesús deben encuadrarse en esta
categoría - «obliga a una prolongada meditación en la soledad, exige una
profunda afectación personal de quien lo escucha, y pone de manifiesto que
determinados problemas no se solucionan ni con la sensatez ni con la buena
voluntad de los propósitos morales» (Drewermann, 676). Por esta razón, al
abordar el tema de los métodos terapéuticos de jesús, me interesan sobre todo
aquellas de sus palabras o dichos que suenan a paradoja, que se presentan
como un kóan, o una palabra gráfica, que solo podemos comprender si nos
familiarizamos con la fuerte expresividad del lenguaje de Jesús. En la
mayoría de los casos, se trata de dichos que han sido transmitidos
aisladamente por sus discípulos. No siempre está claro el contexto en que los
pronunció Jesús. Los esfuerzos de los exegetas por determinar en cada caso el
contexto histórico exacto no son para mí lo más importante. Lo realmente
decisivo es que estos dichos tienen un significado más profundo. Y que, en
las más variadas situaciones de nuestra vida, cada uno de estos dichos puede
producir en nosotros efectos inesperados. Estos dichos no se proponen
instruirnos, sino más bien transformar nuestra experiencia. Y, más
concretamente, quieren servirnos de guía para acceder a un nuevo plano del
pensamiento y del sentimiento. No podemos cargar simplemente con ellos y
refugiarnos en nuestra casa. Más bien, hemos de masticarlos, como si de pan
se tratase. Y es entonces, como ya anunciaron los profetas, cuando las
palabras de jesús, que en un principio pudieron haber tenido para nosotros un
sabor amargo, se convierten en dulce miel en nuestra boca.

Kóan: dichos que invitan a pensar en otro plano

El objetivo de los kóan, tal como los conoce la tradición del budismo zen, es
obligar a quienes los escuchan a dar un salto a otro plano del pensamiento. Se
trata de palabras que en sí mismas no parecen tener ningún sentido. Por lo
tanto, no admiten una explicación lógica y se convierten en una fórmula
didáctica. Los kóan obligan a nuestra razón a superar el plano del
pensamiento lógico, para que podamos captar el misterio de lo religioso, el
misterio de nuestra existencia en presencia de Dios.

Eugen Drewermann cita unas palabras de Martin Buber, que describe el


misterio del kóan - término que el autor judío traduce por «anuncio público» -
de la siguiente manera: «Todos los kóan tienen en común el hecho de que, al
mismo tiempo que hacen el "anuncio público", plantean directa o
indirectamente un problema básico en forma de paradoja insoluble, tanto
lingüística como racionalmente. Aunque ninguna propuesta racional
discursiva pueda estar a la altura de la paradoja, sí puede estarlo, en cambio,
una actitud esencial de la persona humana que eleva en su conjunto la esfera
comprensiva» (Drewermann, 697, nota 16). En último término, los kóan se
proponen conducirme al fondo más íntimo de mi alma, donde podré entrever
el misterio de mi existencia, aunque luego me sea imposible describirlo
racionalmente.

Que algunos dichos de jesús pueden ser interpretados como kóan nos lo
muestra ya el Evangelio de Marcos: «Y con muchas parábolas semejantes les
anunciaba la palabra, conforme a lo que ellos podían comprender. Sin
parábolas no les exponía nada; pero a sus discípulos les explicaba todo,
cuando estaba a solas con ellos» (Marcos 4,33-34).

El término griego parabolé podríamos traducirlo también como «enigma»


o «acertijo». Jesús no se limitó a contar parábolas; en muchos casos, sus
palabras representan verdaderos enigmas o adivinanzas. Pero precisamente
este lenguaje enigmático utilizado a veces por Jesús tiene efectos
terapéuticos. En esas palabras difícilmente inteligibles nos encontramos
siempre con ese Jesús que, en último término, nos resulta incomprensible. Si
dejamos que sus palabras enigmáticas penetren en nosotros y las meditamos
sinceramente, nuestra mente terminará situándose en otro nivel. Nos
encontramos entonces no solo con el misterio de Jesús, sino también con el
misterio de nuestra propia vida. Dios se abre a nosotros de una forma nueva.
Y el Dios a quien Jesús ha anunciado se nos revela como un Dios
misericordioso y benigno, como un Dios que se ha acercado a nosotros en la
persona de Jesús y como un Dios que es el verdadero médico de nuestras
almas.

Me gustaría entresacar y comentar más detenidamente algunos kóan de


jesús.

«Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú ve a anunciar el reinado de


Dios»

(Lucas 9,60)

Este es un principio lógicamente imposible. En efecto, los muertos no pueden


hacer nada. Desde luego, no pueden enterrar a otros muertos. Pero si dejamos
que este dicho penetre en nosotros, las palabras de Jesús nos ponen en
contacto con todo cuanto en nosotros está muerto: con lo que significa
ausencia de vida, con las rutinas de nuestra vida cotidiana, con nuestro vacío
interior, con todo aquello que está fosilizado en nuestra alma.

Jesús no nos dice cómo conseguir que unos muertos entierren a otros.
Pero cuando meditamos sus palabras, lo muerto y fosilizado se hace oír en
nosotros, y de esa manera lo enterramos. Nosotros no giramos alrededor de lo
muerto, sino que lo dejamos de lado. Nos permitimos de jarlo detrás de
nosotros y enterrarlo. Y surgen en nosotros las ganas de marchar y, de esta
manera, de vivir, y de que en nosotros no reinen ya letras muertas o normas
anquilosadas, sino el Dios vivo. Este dicho de jesús me libera de la mala
conciencia que tengo si, gracias a él, abandono mis relaciones petrificadas y
me olvido de mis rutinas y prácticas vacías. Por mi propia cuenta, nunca
calificaría de muertos todas estas cosas que forman parte de mi vida. Con su
lenguaje radical, jesús me permite llamar a cada cosa por su nombre y
declarar que algunas facetas de mi vida y de mi persona son verdaderos
cadáveres. Con su dicho de que sean los muertos quienes entierren a sus
muertos, jesús me invita a distanciarme de cosas que ya no me conciernen en
absoluto. Muchas cosas - como podría ser el dinero y la seguridad material -
no tienen nada que ver con mi verdadera vida. Personalmente, debo
concentrarme en el reinado de Dios y en su anuncio. Debo mostrar cómo
llega Dios a reinar en nosotros. Si Dios reina en mí, yo estaré vivo.

«Pero muchos primeros serán últimos, y muchos últimos serán primeros»

(Marcos 10,31)

El dicho sobre los primeros que serán últimos, y los últimos que serán
primeros, lo citan los evangelistas en diversos pasajes. Se trata de un dicho
que, evidentemente, conmovió a los oyentes de Jesús. Ahora bien, los seres
humanos no siempre tenemos muy claro qué es exactamente lo que nos
conmueve. En cualquier caso, lo que no es lógico es que los primeros sean
los últimos. Pero si este dicho de jesús nos lo aplicamos a nosotros mismos,
si investigamos a fondo su significado - como hemos hecho con el kóan
anterior-, se afianza en nosotros el presentimiento de que todo en nosotros es
relativo.

Que seamos individuos que triunfan en la vida o no, que algo nos sirva
para nuestro bien o no, que seamos personas espirituales o no..: todo eso es
relativo. Nuestra fortaleza puede ser nuestra debilidad, y nuestra debilidad
nuestra fortaleza. Este dicho de jesús nos libera de la manía de querer medir
nuestro camino espiritual o terapéutico, de pretender controlar con precisión
dónde nos encontramos exactamente en la «escala» de la madurez espiritual o
humana. Toda medida o competición en este terreno es absurda. En el reino
de Dios, los primeros son los últimos, y viceversa. Ante Dios las medidas de
este mundo no tienen validez alguna.

En la terapia confrontativa, algunos agentes de pastoral y terapeutas


utilizan este tipo de dichos kóan, no para presentar una solución barata, sino
para forzar a las personas a ver su situación de otra manera. Así, el capellán
de un hospital ofreció este kóan de jesús a enfermos que se habían quejado de
que precisamente ellos hubieran sido castigados con un cáncer. A primera
vista, esta propuesta parece exigir demasiado a los enfermos. Sin embargo, si
yo, como enfermo, considero atentamente estas palabras de jesús y las rumio
a fondo, seguramente conseguirán que poco a poco yo mismo vea mi
enfermedad de otra manera. Tal vez yo me catalogue precisamente entre los
últimos y sueñe con que puedo llegar a estar entre los primeros. O, por el
contrario, tanto por mi profesión como por mi salud, tal vez me he sentido
siempre entre los primeros. Y ahora se me exige que sea de los últimos.
Rumiar este dicho de jesús no es una tarea precisamente agradable. Pero
quien acepte esta exigencia se verá conducido a otro plano, situado más allá
de la sa lud o de la enfermedad, más allá del éxito o del fracaso, más allá de
la fuerza o de la debilidad.

«Es más fácil para un camello pasarpor el ojo de una aguja que para un rico
entrar en el reino de Dios»

(Marcos 10,25)

Los discípulos quedaron sobrecogidos al escuchar estas palabras de Jesús.


Porque todo el mundo tiene algo de dinero. Todos, por tanto, somos de
alguna manera ricos. ¿Ninguno de nosotros podrá, pues, entrar en el reino de
los cielos? Esto contradiría el mensaje de Jesús.

Algunos exegetas han tratado de atenuar el alcance de este kóan de Jesús.


Para ello, en lugar de «ojo de una aguja», traducen «arco de una puerta
estrecha». Pero esta traducción desvirtúa totalmente el dicho de Jesús. Hay
que captar a fondo el sentido de este dicho, para reconocer que yo, en la
medida en que me defina a partir de mi riqueza, no puedo entrar en el reino
de los cielos. En la medida en que la riqueza me domine, Dios no puede
reinar sobre mí.

Pero Jesús no pretende anunciar aquí una doctrina de validez absoluta. De


ahí que invite a sus discípulos a plantear la cuestión desde otro punto de
vista: «Para los hombres es imposible, no para Dios. Porque todo es posible
para Dios» (Marcos 10,27). El dicho de Jesús es como un aguijón que, si
penetra en nosotros, no nos deja ya vivir en paz. Nos obliga a preguntarnos
hasta qué punto somos ricos. Aunque, por otra parte, la medida de nuestra
riqueza no podemos basarla en el dinero de que disponemos, sino en nuestra
actitud interior. Con el inconveniente, además, de que esta actitud interior se
sustrae a toda medición exacta. En este sentido, el di cho de jesús no nos saca
de dudas. Más bien, la pregunta que nos plantea nos pone en movimiento,
con el objetivo de transformar imperceptiblemente nuestra actitud interior.
Jesús quiere arrancarnos del nivel de la mensurabilidad, del enjuiciamiento,
de la valoración, y situarnos en otro nivel distinto. Lo que aquí está en juego
es nuestra relación con Dios, con independencia de que seamos ricos o no. En
último término, este dicho de jesús, más que recordarnos una determinada
exigencia moral, nos introduce en Dios.

Dichos metafóricos

Jesús utiliza un lenguaje en el que abundan las imágenes. Estas son una
especie de ventana a través de la cual los seres humanos se asoman al
misterio de Dios y al misterio de su propia vida. Las imágenes no obligan a
nada, abren la mente. El lenguaje metafórico, rico en imágenes, siempre es
moderno. Porque nuestra alma piensa en imágenes.

En opinión de C.G.Jung, en los dichos metafóricos de Jesús nos interpelan


las imágenes arquetípicas de nuestra alma. Las imágenes arquetípicas nos
ponen en contacto con el núcleo más auténtico de nuestra personalidad. Nos
conducen hasta la fuente interior que brota dentro de nosotros. Las imágenes
no exigen excesivas reflexiones ni explicaciones. Las imágenes quieren
penetrar en nuestro corazón. Una vez en él, tratarán de ponernos en contacto
con la imagen original que Dios se ha formado de nosotros.

Según Platón, el más grande filósofo griego, una persona culta no es la


que sabe mucho, sino más bien la que ha asimilado imágenes buenas, la que,
en definitiva, ha conseguido que la imagen divina haya entrado a formar parte
de su personalidad. En este sentido, los dichos metafóricos de Jesús tratan de
ponernos en contacto con la imagen divina presente en nosotros, con el fin de
liberarnos tanto de las imágenes que otros nos han impuesto como de las
imágenes de nuestra exagerada o insuficiente autoestima.

Las imágenes que Jesús pone ante nuestros ojos son curativas y
estimulantes. Responden a al íntimo anhelo que siente nuestra alma de una
vida que tenga pleno sentido.

«Si alguien dice a esta montaña: 'Quítate de ahí y arrójate al mar!", sin dudar
en su corazón, sino creyendo que se cumplirá lo que dice, lo conseguirá, y así
sucederá»

(Marcos 11,23)

Muchas personas tienen la impresión de encontrarse frente a una montaña de


problemas. No saben por dónde deben empezar a solucionarlos. En una
situación de este estilo pronuncia Jesús el dicho sobre la fe que hace
desaparecer una montaña de problemas. Si tomáramos al pie de la letra la
exhortación de jesús, a cada montaña con la que nos encontrásemos
podríamos decirle que se quitase de delante y se arrojase al mar. Pero Jesús
no pretende darnos lecciones del arte de la magia, sino guiarnos hacia la fe.

En los sueños, la montaña es a menudo imagen de un obstáculo


insalvable. En los cuentos es frecuente que, para que la prometida del rey
pueda ser conducida a palacio, haya primero que nivelar una montaña (véase
Drewermann, 680).

En el lenguaje cotidiano, todos hablamos de la «montaña de trabajo» que


nos espera cada día, de la «montaña de cartas» que ocupa nuestra mesa de
trabajo, de la «montaña de dificultades» que tendremos que solucionar... La
imagen de la montaña nos recuerda la imposibilidad de solucionar todo lo
que se nos exige.

En cualquier caso, lo que no debemos hacer es resignarnos ante la


montaña. Jesús nos remite a una fe capaz de precipitar la montaña en el mar.
La fe es como un milagro. De repente, la montaña ha desaparecido, hundida,
por decirlo así, en el mar. Podemos mirar de frente, y nada nos impide ya
seguir libremente nuestro camino.

La fe es una nueva forma de ver las cosas. Algunos se detienen ante la


montaña, les preocupan sus muchos problemas, y terminan bloqueándose
ellos mismos. La fe me permite superar el nivel en el que se multiplican los
problemas. Ahora los veo desde un puesto de observación más elevado:
desde Dios. Y entonces los problemas parecen de pronto más pequeños. Se
vienen abajo como una montaña. Así, de repente, la montaña ha dejado de ser
un obstáculo que me frena, y yo puedo continuar mi camino lleno de
confianza.

Los problemas que se plantean en mi camino ya no me asustan. La fe me


ayuda a relativizarlos. Me atrevo a afrontar confiadamente los problemas. Y
entonces, por sí solos, a menudo se vuelven más pequeños. No me impiden
vivir, sino que reavivan mi fe.

«¡Entrad por la puerta estrecha! Porque es ancha la puerta y espacioso el


camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella. Pero
¡qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida, y son
pocos los que dan con él!»

(Mateo 7, 1 3- 14)

La puerta estrecha por la que se nos invita a pasar significa que somos
nosotros quienes debemos encontrar nuestra puerta totalmente personal, por
la que debemos pasar para dejar impreso en este mundo el rastro de nuestra
propia vida. El camino espacioso es el que siguen todos. El camino estrecho
es el que Dios nos ha reservado: el camino que corresponde a la imagen única
que Dios se ha hecho de nosotros.

El camino estrecho es también el camino consciente. A primera vista,


vivir conscientemente parece ser fatigoso. Pero, en realidad, este camino
estrecho desemboca en un espacio de mayor libertad. Recorriéndolo, vivimos
más en armonía con nosotros mismos. Quien siempre corre tras los demás no
vive realmente. Nuestra plena individuación solo se consigue cuando, tras dar
con nuestro camino totalmente personal, nos decidimos a seguirlo.

Esto exige una consciente y lúcida reflexión sobre cuestiones como: quién
soy yo realmente; cuál es mi misión; qué rastro vital me gustaría dejar en este
mundo... No debemos acomodarnos sistemáticamente a los demás ni
compararnos con ellos, sino encontrar la puerta que nos está reservada a cada
uno, que es la puerta que nos conduce hacia la vida.

Esta puerta no es estrecha porque nos imponga un esfuerzo excesivo, sino


porque nos obliga a rastrear en nuestro interior qué es lo que realmente nos
conviene y cuál es el camino que Dios nos tiene reservado. He de
identificarme en mi vida con la imagen que Dios se ha formado de mí. Y esta
imagen solo podré conocerla tras una reflexión y un seguimiento plenamente
conscientes. Si, finalmente, descubro y vivo esta imagen única de Dios en mí,
yo mismo me convertiré en bendición para otros.

El clérigo anglicano John A.Sanford, discípulo de C.G. Jung, escribe


sobre el camino ancho y el camino estrecho: «El camino ancho es el camino
que seguimos inconsciente mente en nuestra vida, el camino de la oposición
mínima y de la identificación con la masa. El camino estrecho exige toma de
conciencia y atenta vigilancia, si no queremos desviarnos de la senda»
(Sanford, 42s).

Lo que Jesús quiere expresar con este dicho nos lo confirman también los
sueños. Los seres humanos soñamos a menudo con estrechos caminos y con
minúsculas aberturas, a través de las cuales tenemos que pasar, o con
encrucijadas en las que nos encontramos de pronto sin saber qué camino
hemos de seguir.

En lo profundo de nuestro corazón sabemos que nuestra vida tiene que


pasar por estas puertas estrechas, si realmente estamos decididos a seguir
nuestro propio camino. Seguir a la masa, acomodarse a sus normas y
criterios, es justamente el camino ancho. Pero este camino nos deja en el
inconsciente. Si queremos descubrir quiénes somos y cuál es el misterio de
nuestra alma, hemos de nadar contra corriente; experimentamos entonces «el
tormento y la pena de lo que significa llegar a ser una persona consciente, que
no puede seguir ocultando sus angustias amparándose en una identidad
masificada» (¡bid., 42).
El judío Franz Kafka captó en su obra El castillo el mensaje de este dicho
de Jesús. Narra Kafka la historia de un judío que llega al castillo de Praga
para realizar un encargo. Por desgracia, el portero del castillo le impide la
entrada. Y el judío envejece y se debilita, mientras espera que le permitan
entrar. Finalmente, poco antes de que el judío muera, el portero le dice:
«Ahora ya puedo cerrar la puerta, que justamente estaba destinada para
dejarte pasar a ti». Hay una puerta que únicamente nos está destinada a
nosotros. Y es deber nuestro dar con ella.

«Apenas el amo de casa se levante y cierre la puerta, os pondréis por fuera a


golpear la puerta, diciendo: ¡Señor, dbrenos!". Él os contestará: ¡No sé de
dónde sois!"»

(Lucas 13,25)

La imagen de la puerta cerrada nos resulta familiar gracias a nuestros sueños.


Si en ellos aparece una puerta cerrada, quiere decir que hemos perdido el
contacto con nuestro interior, con nuestro corazón, con nuestra alma.
Vivimos solo de cara al exterior. Las personas a quienes el señor de la casa
afirma desconocer viven superficialmente. No viven mal. Pero todo lo que
hacen tiene que ver exclusivamente con el mundo exterior y apenas guarda
relación con su corazón. Incluso su fe la viven de forma puramente exterior.
Acuden a la iglesia y participan en los ritos. Pero su corazón siempre queda
fuera. Se ocupan incluso de jesús y dicen, por ejemplo, que han comido y
bebido con él y han escuchado su doctrina. Pero su corazón permanece
cerrado. Jesús no pudo llamar nunca a su corazón.

Jesús quiere invitarnos a volver de nuevo del exterior al interior, a


ponernos de nuevo en contacto con nuestro corazón. Solo entonces estará
nuestra vida bien encarrilada. Con este dicho conmovedor, jesús nos invita a
buscar y encontrar la llave que nos permita abrir la puerta de la casa de
nuestra propia alma, establecer un estrecho contacto con nuestro corazón, con
nuestro mundo interior, con el mundo del inconsciente y con el mundo del
presentimiento interior de una vida plena. No basta con aprender algo hacia
fuera. Quien no se pone en contacto con su alma queda finalmente excluido
de la vida y, como dice jesús en el Evangelio de Lucas, del «reino de Dios».

«Con tu adversario alcanza un acuerdo rápidamente, mientras vas con él


camino del juicio. Si no, el adversario te entregará al juez, este al alguacil, y
terminarás en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de ella hasta haber pagado
el último céntimo»

(Mateo 5,25-26)

Debemos entender que este dicho se refiere al plano de nuestra vida interior.
Tratándose de un adversario exterior, no tiene sentido que uno mismo cargue
siempre con la culpa de los problemas. Pero en el caso del adversario interior,
cada uno es responsable de no alcanzar un acuerdo consigo mismo. Todos
debemos hacer frente a nuestras zonas de sombra y reconciliarnos con el
enemigo interior, al que rechazamos.

Si no alcanzamos un acuerdo dentro de nuestra propia alma con el


adversario, este terminará convirtiéndose en un tirano que nos domine. El
juez interior nos condenará entonces permanentemente y nos arrojará a la
cárcel de la negación de nosotros mismos. Lo que rechazamos en nosotros
mismos se convertirá en nuestro juez interior. Y este juez nos retendrá en la
cárcel de nuestra propia angustia y estrechez. Ahí nos veremos obligados a
pagar todo aquello con lo que no quisimos reconciliarnos. Aquello que nos
neguemos a aceptar nos perseguirá. Pedirá una y otra vez la palabra y nos
torturará. Esto es válido tanto para la angustia controlada como para la
sexualidad reprimida o la rabia que nos hemos tragado. Todo esto debemos
pagarlo a menudo con nuestras enfermedades psíquicas o con síntomas
neuróticos.

C.G.Jung dice en cierta ocasión que la neurosis sustituye a veces al


sufrimiento necesario vinculado a nuestro proceso de individuación. Si nos
reconciliamos con nuestras debilidades y zonas de sombra, sufrimos. Pero si
quere mos que este sufrimiento desaparezca de nuestro camino y desdeñamos
al adversario, más adelante caeremos en la cárcel de nuestra pauta de
comportamiento neurótico. Para que el proceso de individuación siga
adelante es necesario que ya durante el camino nos pongamos de acuerdo con
nuestro adversario interior, sin esperar, por tanto, hasta el juicio definitivo en
el momento de la muerte. La reconciliación nos libra de la cárcel interior, en
la que tan a menudo caemos por no querer aceptar ni reconocer muchos
aspectos de nuestra personalidad. La curación implica siempre también
reconciliación. Solo si llegamos a un acuerdo con nuestro adversario interior,
habremos ganado un amigo y un colaborador en el camino de la sanación.

«Si tu ojo derecho te induce a pecar, arráncatelo y arrójalo lejos de ti. Porque
más te vale perder una parte de tu cuerpo que ser arrojado entero al infierno.
Ysi tu mano derecha te lleva a pecar, córtatela y arrójala lejos de ti. Porque
más te vale perder uno de tus miembros que terminar entero en el infierno»

(Mateo 5,29-30)

Este dicho de jesús podría ser fuente de angustia para ciertas personas que
tienden a castigarse a sí mismas y que enseguida se preguntan si
personalmente habrán pecado con sus ojos o con sus manos (como sugiere el
evangelista Mateo en el texto citado). En realidad, las palabras de jesús no se
refieren para nada ni a controles ni a cuestiones como la angustia o el castigo.
Para comprender este dicho hemos de tomar en serio su carácter metafórico.

El derecho es el ojo consciente. Es el ojo humano que acapara, condena,


se infiltra y a veces desea matar; es el ojo codicioso, que todo lo ambiciona.
El izquierdo es el ojo inconsciente, el ojo femenino, que deja existir, se
asombra, contempla y percibe. La derecha es la mano del hombre de acción,
que piensa que puede alcanzar todo lo que se propone. La izquierda es la
mano femenina, que acoge, es cariñosa, acaricia y sana.

Quien piensa que con su mano derecha puede llevar a cabo todo cuanto se
le antoje no tiene en cuenta el significativo número de impulsos internos de
su alma que él mismo reprime con su mentalidad de hombre de acción. Un
día, estos impulsos se dejarán sentir y lo arrojarán al fuego de sus ámbitos
anímicos inconscientes reprimidos.
Y si alguien lo mira todo exclusivamente con su ojo derecho, y todo lo
evalúa y lo acapara, el inconsciente se moverá en él a sus anchas. Pero, con el
tiempo, esa persona se sentirá arrojada al infierno de su caos interior. El
infierno interior se manifestará en sus sueños nocturnos, que le infundirán
verdadero terror. El ser humano no puede vivir unilateralmente sin recibir el
merecido castigo. Debe dar cabida también al inconsciente. De lo contrario se
perjudica a sí mismo. Lo consciente y lo masculino - viene a decir Jesús - son
componentes del ser humano que debemos redimensionar, para que también
lo inconsciente y lo femenino salgan a relucir. Solo así llegará a buen puerto
nuestra vida. De lo que se trata es de alcanzar el adecuado equilibrio entre lo
consciente y lo inconsciente, entre lo masculino y lo femenino, entre
extraversión e introversión.

Dichos desafiantes de jesús

Si Jesús desafía con sus palabras, es porque quiere poner en tela de juicio
nuestra forma de ver las cosas. Jesús nos invita a salir de nuestro caparazón
para que reflexionemos de nuevo sobre nuestra vida. A menudo nos
imaginamos falsamente nuestra vida y nos aferramos a esas representaciones
falsas. Pensamos que nuestra visión de la vida es correcta porque es
razonable. Y ello porque, tal como pensamos nosotros, corresponde a una
larga tradición espiritual y a un enfoque terapéutico.

Sin embargo, con relativa frecuencia corremos el peligro de instalarnos


cómodamente en nuestras representaciones, lo que nos hace reacios a
emprender un camino que nos permitiría descubrir nuevas dimensiones de
nuestra vida. Jesús no tiene entonces más remedio que provocarnos y
aguijonearnos, para obligarnos a poner en tela de juicio nuestras
representaciones. Solo así nos pondremos en camino y nos preguntaremos de
nuevo cómo debemos vivir. Aquí voy a fijarme únicamente en dos dichos
desafiantes de jesús.

«¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No paz, os digo, sino


división»
(Lucas 12,51)

La imagen fija que todos nosotros tenemos de jesús es la de pacificador. El


mismo Lucas, en los capítulos de su Evangelio que dedica a la infancia de
jesús, lo describe como el auténtico pacificador y nos ofrece de él una figura
que contrasta con la de Augusto, el emperador de la pax romana. Ahora, sin
embargo, jesús afirma lo contrario: que él no ha venido a traer paz, sino
división. Y a continuación, en los versículos que siguen al que acabamos de
citar, jesús mismo precisa la drástica división que él viene a traer: en una
familia, sus miembros se volverán unos contra otros: el padre contra el hijo, y
el hijo contra el padre; la madre contra la hija, y la hija contra la madre; la
suegra contra la nuera, y la nuera contra la suegra. Con este dicho desafiante,
jesús no pretende sancionar nuestros conflictos familiares. En realidad, jesús
nos advierte del peligro de que otras personas decidan por nosotros y se
atrevan a reprimir nuestro propio sentido de lo que es coherente con la
armonía. Hay también una paz que huele a podrido, una armonía artificial. En
las familias hay a veces personas conciliadoras que no detectan ningún
conflicto y que, consiguientemente, pretenden ocultarlo todo con buenas
palabras.

Jesús nos anima a que, para empezar, nos distanciemos de los demás, en
el mejor sentido de la palabra. Debemos encontrar nuestro propio lugar en la
familia y ser independientes. Solo en estas condiciones es posible entablar
relaciones auténticas. En muchas familias, las relaciones no son reales. Todo
está sometido en ellas a la tradición familiar. Existen en este terreno los
guiones familiares: «Entre nosotros se piensa de esta manera». «Entre
nosotros no se hacen estas cosas»... Jesús nos desafía, para que nos atrevamos
a descubrir el propio camino y consigamos alcanzar en la familia el puesto y
el estatuto que realmente nos corresponden. Solo cuando hayamos
encontrado nuestra propia identidad, podremos compartir positivamente con
otros nuestra vida.

En muchas familias, la vida en comunidad es forzada. Está marcada por la


estrechez de miras y por el miedo: «¿Qué dice la gente de nosotros?». «¿Qué
van a pensar los demás si nos manifestamos tal como somos?». Algunas
personas que defienden las normas cristianas de cara al exterior no han salido
apenas del estrecho círculo de su familia. Solo la persona libre, que se ha
encontrado a sí misma, comprende lo que Jesús nos pide a los seres humanos.
Y, como es natural, esta persona acepta el mensaje de Jesús. De todos modos,
a veces confundimos el mensaje de Jesús con decencia y adaptación. Jesús
quiere que el ser humano sea libre. Y nos desafía a que nos atrevamos a vivir
la propia libertad para convertirnos en seres capaces de mantener relaciones
auténticas.

«Quien quiera ser discípulo mío, que se niegue a sí mismo, cargue con su
cruz y me siga. Quien se empeñe en salvar su vida [su alma] la perderá, pero
quien pierda la vida [el alma] por mí la conservará»

(Mateo 16,24-25)

Con demasiada frecuencia, este dicho de Jesús ha sido interpretado


abusivamente como una llamada a la autonegación, el autodoblegamiento y la
auto depreciación. Pero no es este el sentido que quiere darle Jesús. El verbo
griego aparnéomai significa «decir no», «rehusar». Quien siga a Jesús debe
decir «no» a sus tendencias egocéntricas, que tienen la pretensión de
apropiarse también de lo divino.

No podemos pretender que Dios esté siempre a nuestro servicio, para


«estar siempre bien» y ser siempre felices. Quien quiera experimentar a Dios
necesita distanciarse de su propio ego. Los místicos han entendido a la
perfección este dicho. Si alguien pretende obligar a Dios a estar siempre de su
lado, no solo abusa de Dios, sino que en realidad está lejos del Dios
verdadero, que es mucho más grande que nuestro ego. Necesitamos
distanciarnos interiormente de toda pretensión de poseerlo todo, de
apropiarnos de todo, de tenerlo todo a nuestra disposición, de que todo gire
siempre alrededor de nosotros, de disponer incluso de Dios... Quien
únicamente esté pendiente de su pequeño yo, no busca más que una
«autoprotección angustiada» (Eugen Drewermann).

Quien sigue a Cristo ensancha su corazón y ofrece su frágil yo a Dios.


Solo si nos desprendemos de nuestro ego podemos tener una auténtica
experiencia de lo divino. En cambio, el ser humano se vuelve ciego y
desvaría cuando pone la experiencia de Dios al servicio del engreimiento de
su ego.

También la invitación que hace jesús a «cargar con la cruz» ha sido


malinterpretada a menudo. A veces se entiende en el sentido de que los
cristianos deberíamos hacernos la vida lo más difícil posible y estar
dispuestos a soportar todo tipo de sacrificios. Ahora bien, cargar con la cruz
significa que, como cristianos debemos aceptar en principio las molestias
inherentes a la vida de cada día. Por otra parte, la cruz es una imagen de la
unidad de los contrarios. En este sentido, cargar con la propia cruz significa
aceptarse personalmente tal como uno es, con todos sus contrastes.

C.G.Jung piensa que quien recorre el camino de su individuación personal


no pasa al lado de la cruz, sino que experimenta lo doloroso que puede llegar
a ser aceptarse a uno mismo con los propios polos contrapuestos. Para el
evangelista Juan, jesús realiza el gesto de abrazar a todo el mundo cuando es
crucificado: «Cuando yo sea crucificado, atraeré a todos hacia mí» (Juan
12,32).

Cargar con la propia cruz significa abrazarse a uno mismo, con las
propias fuerzas y debilidades: con lo que uno tiene de sano y de enfermo, con
lo que es digno de admiración y con lo que no, con lo íntegro y con lo roto en
pedazos, con lo que ha salido bien y con lo que ha terminado en fracaso, con
lo vivido y con lo no vivido, lo consciente y lo inconsciente. Cargar con la
propia cruz significa aceptarse a sí mismo y las propias divergencias y
contraposiciones.

El dicho paradójico según el cual quien se empeñe en salvar su vida - es


decir, su alma - la perderá, nos plantea el desafio de reflexionar seriamente
sobre qué es lo que en realidad nos hace vivir. El término griego sósai
significa «salvar», pero también «curar, sanar». En este último sentido lo
entiende la traducción latina, que habla de salvamfacere. La paradoja con la
que Jesús nos interpela aquí es múltiple: quien siempre y únicamente esté
pendiente de su salud caerá enfermo; quien, temiendo agotar sus recursos,
renuncie siempre a tomar decisiones jamás disfrutará de una vida real. Quien
constantemente se proteja del esfuerzo excesivo siempre tendrá la sensación
de vivir sobrecargado.

Jesús echa por tierra todos esos inteligentes consejos que hoy nos dicen
que debemos relacionarnos bien con nosotros mismos y diferenciarnos
perfectamente del resto. Estos consejos tienen sin duda su justificación. Pero
con excesiva facilidad, convertimos nuestra salud, nuestro amor propio y
nuestra delimitación en una ideología. Jesús no nos deja en paz. Su palabra es
como un aguijón que, una vez clavado en nuestra carne, nos resultará difícil
de arrancar. Ella nos mantiene en movimiento. Y una y otra vez nos pregunta
si tenemos el valor de comprometernos plenamente con la vida, con el amor y
con los seres humanos.

Solo quien en el compromiso se olvida de sí mismo se salvará. Quien ha


dejado de girar siempre alrededor de sí mismo está realmente presente y vive
en armonía consigo mismo. Pero quien, por motivos espirituales o
terapéuticos, no hace otra cosa que dar vueltas siempre alrededor de sí mismo
nunca conseguirá ser feliz. Porque continuará girando toda su vida alrededor
de sí mismo. Pero la vida quiere fluir. Allí donde la vida no fluye, el ser
humano deja de vivir.

Principios alentadores

Jesús enuncia una serie de principios básicos que parecen reclamar una
validez eterna. De todos modos, estos principios no son normas que hayamos
de observar al pie de la letra. Se trata más bien de condiciones que señala
Jesús para que la vida sea plena. Son principios básicos, que abren un
horizonte y liberan. Y son criterios que todos deberíamos tener siempre a la
vista. Estos principios nos permiten comprobar si nuestro camino espiritual
discurre de acuerdo con el espíritu de jesús o si, por el contrario,
confundimos el espíritu de jesús con nuestra ambición espiritual.

También aquí me contentaré con señalar y comentar brevemente algunos


ejemplos de estos pilares fundamentales de la vida en plenitud.

«El sábado se hizo para el hombre, no el hombre para el sábado»

(Marcos 2,27)

Todos tendemos a fijarnos leyes internas que regulen nuestra vida espiritual y
los tratamientos terapéuticos que tal vez hayamos de seguir. Nos obligamos a
dar un paseo diario, a comer alimentos sanos, y probamos los más diversos
métodos que nos prometen una vida sana. O llevamos a cabo ritos que,
además de conformar nuestra vida cotidiana, nos abren a Dios.

Personalmente, observo que algunas personas espirituales tienden a


imponerse un sistema de reglas. Por ejemplo, hay quienes sienten
remordimiento de conciencia cuando no han podido rezar el santo rosario,
que forma parte de su programa de prácticas religiosas. En otros casos, esta
mala conciencia surge cuando no se ha tenido tiempo para dar el paseo diario,
o cuando se han consumido alimentos no tan saludables. A menudo
olvidamos que todos estos métodos y ritos están al servicio del ser humano, y
no al revés.

Jesús relativiza todos los métodos. No los rechaza. Pero, al proponernos


este principio básico, nos demuestra que lo que realmente está en juego es
siempre el ser humano personal. Es este un importante criterio que nos
permite examinar nuestra vida espiritual en el claustro o en el mundo y el
estilo de vida que nos hemos ido ganando a pulso. Por desgracia, reglas que,
como en el caso del descanso sabático, debían ser en principio una ayuda
para el hombre, demasiado a menudo se independizan y funcionan por su
cuenta. Se convierten así en leyes interiores que coartan nuestra libertad y nos
convierten en personas de mentalidad más estrecha. El punto de vista de
jesús, según el cual el sábado es para el hombre, nos libera de la angustia de
no esforzarnos lo suficiente en el ámbito de nuestra espiritualidad y nuestra
salud. Sano es también el hecho de que nosotros no nos dejemos acaparar ni
esclavizar por reglas.
«Nada hay oculto que no se descubra, y nada encubierto que no se divulgue»

(Marcos 4,22)

El dicho de jesús acerca de lo oculto que se descubrirá nos lo han transmitido


los evangelistas Mateo, Marcos y Lucas, aunque cada uno de ellos lo ha
enmarcado en un contexto diferente y le ha dado una interpretación también
peculiar. Pero, en cualquier caso, el principio de jesús está ahí. Es básico y,
por tanto, afecta a todos los ámbitos del ser humano. No hay pensamiento que
yo pueda ocultar definitivamente a los demás. Todo aquello que a mí me
gustaría ocultar a los demás se hará público un día. O bien por mis palabras, o
bien a través de mi cuerpo, que saca a relucir mi verdad al exterior. De no ser
así, una enfermedad corporal o psíquica puede muy bien revelar mis pasiones
e instintos reprimidos.

Jesús no pretende atemorizarnos con este principio básico. En este dicho


se esconde más bien un elemento liberador. Dado que, en cualquier caso,
Dios lo conoce todo, también a nosotros nos está permitido contemplar
cuanto de oculto hay en cada uno de nosotros. Y también es lícito que esas
cosas ocultas salgan a relucir al exterior. No tenemos nada que ocultar,
porque Dios lo ha aceptado, contemplado y penetrado todo en nosotros con
su luz y su amor.

Este dicho de jesús debería eliminar todo temor, especialmente en el caso


de quienes dan sus primeros pasos por el camino espiritual o terapéutico.
Muchos temen que el terapeuta pueda echar una mirada a los rincones más
profundos de su alma. Sin embargo, más adelante a muchas de esas personas
les resulta liberador el poder hablar de todos los temas, porque el
acompañante no emite juicios de valor so bre ninguna cuestión. Todo tiene
derecho a existir, porque la luz de Dios puede iluminarlo y sanarlo todo.

Otros temen que sus colegas o amigos puedan descubrir la inseguridad


que tanto trabajo les cuesta esconder tras una fachada de normalidad. Con
este dicho jesús no exige a nadie un cambio radical de conducta. Sus palabras
formulan un principio básico, con el que nosotros debemos enfrentarnos
interiormente. Si interiorizamos el principio en cuestión, sus efectos
liberadores y sanadores no tardarán en dejarse sentir en nosotros.

«Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, sea capaz de contaminarlo.
Lo que sale del hombre es lo que lo contamina»

(Marcos 7,15)

El principio enunciado por Jesús no vale solo para la comida. Los judíos
distinguían entre alimentos puros y alimentos impuros. Según el evangelista
Marcos (véase Marcos 7,19), Jesús declaró puros todos los alimentos.
Algunos temen que los pensamientos de los demás puedan contaminarlos a
ellos. Otros se angustian porque piensan que las influencias negativas podrían
deberse al aire que se respira en una casa, o a los enemigos declarados de uno
mismo. La angustia frente a la influencia negativa del exterior difícilmente
puede combatirse con razonamientos o con una actitud de acercamiento y
simpatía hacia la persona angustiada. Lo que aquí se necesita es un principio
firme e irrevocable. Solo un principio así soluciona todas nuestras dudas, si
es que nosotros no hemos sido ya influidos o echados a perder por la
irradiación negativa de otras personas. Lo realmente decisivo es lo que
procede de nosotros. Podemos defendernos de todo aquello que desde fuera
trata de infiltrarse en nosotros, aunque no podemos evitar que el mundo
exterior influya en nuestras ideas y sentimientos. De todos modos, dentro de
nosotros existe un espacio que no puede ser contaminado desde fuera. Tales
enunciados que, por decirlo así, Jesús esculpe en piedra, nos eximen de todo
tipo de sutilezas. Son palabras saludables, terapéuticas.

El evangelista Lucas nos ofrece una interpretación propia de este dicho.


Lucas hace decir a Jesús: «Dad más bien lo interior - o, según otras
traducciones, lo que tenéis - en limosna a los pobres, y todo queda limpio
para vosotros» (Lucas 11,41). Como griego que es, Lucas no parece conocer
la discusión judía en torno a los alimentos puros y los alimentos impuros.
Lucas amplía el alcance del principio de Jesús al interpretarlo en el marco del
amor al prójimo. Si lo que tenemos - propiedades, dinero o alimentos - lo
compartimos con otros, no tenemos ya que preocuparnos de la posible
impureza de todas esas cosas. Si todo lo compartimos con los pobres, todo
será puro para nosotros.

También esta interpretación está llena de sentido. Conozco a personas que


consideran que el dinero es siempre algo sucio. Sin embargo, por sí mismo el
dinero no tiene por qué ser sucio. Y, desde luego, el dinero se vuelve puro si
lo compartimos con otros seres humanos. San Agustín resumió el principio
de Jesús, tal como nos lo transmite Lucas, en la brevísima y conocida fórmula
latina Ama et fac quod vis! Es decir, «¡Ama y haz lo que quieras!».
Dificilmente podría resumirse de forma más clara y concisa el dicho de Jesús.

«Donde está vuestro tesoro, allí está también vuestro corazón»

(Lucas 12,34)

También este principio básico es un dicho saludable. Lo que nos enseña nos
hace bien. Nuestro corazón se siente especialmente a gusto cuando nuestro
tesoro no consiste en cosas excesivamente espesas y terrenales, como son el
éxito, la propiedad o la aprobación de los demás. En efecto, si nuestro
corazón está pendiente de cosas de ese estilo, se le pegará alguna de las
cualidades de ellas. Si el dinero se convierte en nuestro tesoro, nuestro
corazón girará exclusivamente en torno al dinero y, por tanto, se contagiará
de la rigidez del mismo. Perderá su vivacidad y su capacidad para amar.

Si nuestro tesoro se identifica con una persona amada, nuestro corazón se


ensancha. Algunos maridos se dirigen a su esposa llamándola «¡Tesoro!» o
«¡Tesoro mío!». Pero si el marido se aferra demasiado a su tesoro, la mujer lo
rehúye, y él pierde su tesoro. También puede suceder que el tesoro pierda su
esplendor original con la rutina cotidiana de la vida en común. Jesús afirma
que Dios es nuestro verdadero tesoro. Es un tesoro que está dentro de
nosotros, pero escapa a nuestro control. Y es un tesoro que nunca pierde su
esplendor, porque es divino. Si Dios es nuestro tesoro, nuestro corazón está
en Dios. En Dios, nuestro corazón se ensancha y experimenta una profunda y
venturosa paz interior.
Nadie está en condiciones de afirmar por su cuenta que solo Dios es su
tesoro. Con su dicho, jesús nos obliga a preguntarnos siempre de nuevo cuál
es para nosotros el verdadero tesoro, a qué está apegado nuestro corazón y
cómo reacciona ante esa situación.

«El que es justo en lo mínimo, lo es también en lo importante; y el que es


injusto en lo mínimo, también lo es en lo importante»

(Lucas 16,10)

Con este principio básico no pretende jesús propagar el perfeccionismo. Si


dicho principio pretendiera inculcar la necesidad de hacerlo todo con sumo
cuidado y poner el máximo empeño en resolver perfectamente los más
pequeños asuntos, se nos exigiría un esfuerzo fuera de lo normal. Pero al
pronunciar estas palabras, tal como las entiende Lucas sobre el telón de fondo
de la filosofía griega, Jesús está pensando en algo muy distinto. Las cosas
pequeñas, lo «mínimo», son las cosas de este mundo: el manejo del dinero, la
administración de la empresa, la gestión de la propiedad. Toda estas son
cosas pequeñas frente a cosas tan grandes como el alma, o Dios, o la vida
divina en los hombres.

Jesús quiere decir que en el trato con este mundo se decide también la
vida espiritual. No tengo derecho a restringir la vida espiritual a ideas e
ideales puramente mentales. En el trato con las cosas más diversas - con la
herramienta, con mi cuerpo, con los objetos que me han sido confiados -
reconozco también si personalmente soy un hombre espiritual.

Algunas personas de intensa vida espiritual no se dan cuenta de cómo,


mientras toman en serio sus prácticas espirituales, dejan de lado las
exigencias de su vida cotidiana. Son incapaces de aprovechar
cuidadosamente su tiempo y su trabajo, de llevar la economía doméstica al
día. Huyen del mundo de su vida cotidiana hacia un mundo espiritual
aparente. Sin embargo, jesús vincula lo espiritual con lo mundano.

Según Lucas, en las palabras que siguen al enunciado de este principio


básico concreta jesús cuál ha de ser nuestro comportamiento con las cosas
pequeñas, representadas en este caso por el dinero. Jesús presenta aquí el
dinero como «riqueza injusta» y «bien ajeno». Pero solo si nos comportamos
cuidadosamente con la riqueza injusta nos confiará Dios el verdadero bien y
nos dará algo que será nuestra verdadera propiedad.

El verdadero bien y la verdadera propiedad son el alma y, en último


término, Dios mismo. Por lo tanto, nuestra espiritualidad depende también de
cómo nos comportemos con respecto al dinero y a nuestra economía
doméstica cotidiana. Jesús no quiere que nos refugiemos en palabras e ideas
piadosas. Una y otra vez, nos obliga a hacer frente a la más ordinaria realidad
de nuestra vida diaria. Nuestra madurez humana y espiritual se pone de
manifiesto en nuestra forma de vivir dicha vida diaria.

Los Evangelios nos han transmitido otros muchos dichos de Jesús que
podríamos investigar aquí con el fin de destacar sus efectos sanadores y
liberadores. Todos estos dichos nos llevan a pensar y a sentir en un plano en
el que no solemos movernos habitualmente. En este nuevo plano nos
sentimos diferentes. No nos dejamos ya arrastrar por expresiones que nos
hacen caer enfermos, como «Sea como sea, contigo todo va mal!», o «¡Eres
una carga para nosotros!».

Las palabras de jesús son palabras de bendición. En ellas nos sale al


encuentro la bendición de Dios. En cualquier caso, este encuentro se produce
a menudo de forma paradójica. Precisamente por tratarse de palabras que no
se limitan a tranquilizar al oyente, nos exigen ocuparnos de ellas y no
dejarnos guiar por ellas hacia una nueva dimensión de la vida con Dios y a
partir de Dios.
EN sus dichos y parábolas nos hemos encontrado con la sabiduría terapéutica
de Jesús. En los relatos de curación vemos la distinta actitud de Jesús para
con los enfermos. Estas distintas maneras de tratar a los enfermos y de
acercarse a ellos podríamos describirlas como los «métodos de terapia» de
Jesús.

Es interesante comparar estos «métodos de terapia» de Jesús con las


escuelas terapéuticas actuales. Comprobaremos así que Jesús no ha fundado
una escuela de terapia propiamente dicha. Lo que en realidad se pone de
manifiesto es la enorme sensibilidad interior de jesús para comprender a las
personas.

En los relatos de curación podemos descubrir ambas cosas: los métodos


terapéuticos de Jesús y, a la vez, los caminos que llevan a los seres humanos
hacia la sanación. Jesús no sana simplemente como un médico que hace
desaparecer las enfermedades, sino que acompaña a los enfermos, se enfrenta
a sus heridas y les indica qué es lo que tienen que hacer para que en el
encuentro con él hoy puedan curarse. De ahí que los relatos de curación no
sean interesantes solo para terapeutas y orientadores espirituales, que podrían
aprender de ellas algunas cosas sobre su propia forma de actuar; son también
una invitación para que los lectores y las lectoras tomen conciencia de las
propias heridas y se las presenten a jesús en el momento de encontrarse con
él. En la forma en que jesús ha curado a los enfermos, los lectores y las
lectoras pueden descubrir también algunos pasos que ellos mismos deben dar
en el proceso de su propia sanación.

Si leemos con atención los relatos de curación de la Biblia, descubrimos


que en algunos casos son los enfermos quienes deciden acercarse a jesús,
mientras que en otros casos es Jesús quien se acerca a los enfermos. A veces
son los familiares o los amigos del enfermo quienes llevan a este ante jesús.

También la forma seguida por Jesús para realizar sus curaciones es


descrita de muy diversas maneras. A veces, jesús devuelve la salud
sirviéndose de gestos más bien suaves y hasta cariñosos y se relaciona con las
personas. En otros casos, el método terapéutico utilizado por Jesús es brusco
y parece buscar la confrontación.

Jesús sana uno a uno a los enfermos. También restaura las relaciones
entre padres e hijos. En las páginas que siguen no voy a narrar e interpretar
todas los relatos de curación que nos han transmitido los Evangelios. Más
bien, partiendo de los diversos relatos de curación, me gustaría desarrollar
una cierta sistematización del proceso de sanación.

La comprensión específica de la enfermedad y de la sanación en los


Evangelios

Ya los evangelistas sistematizaron de alguna manera los métodos terapéuticos


de Jesús. Cada evangelista tiene una manera personal de comprender la
enfermedad y la sanación. Cada uno de ellos explica a su manera y de
acuerdo con su propia comprensión de la terapia lo que hace Jesús con los
enfermos.

Podría decirse que en Marcos la enfermedad representa siempre una


forma de posesión. Consiguientemente, la curación lleva aparejada, por
encima de todo, la expulsión de los demonios. Para Marcos, los demonios son
espíritus impuros que turban nuestro pensamiento. Fridolin Stier, especialista
en el estudio de la Biblia, los denomina Aber-Geister, expresión alemana que
literalmente significa «espíritus del pero» - es decir, espíritus de la oposición
sistemática a todo lo bueno, o espíritus de la objeción. Por encima de todo,
los demonios tientan a los hombres para que desistan de seguir su propio
camino. A todo lo que el ser humano haga los demonios opondrán una
objeción: «Pero... eso no va a funcionar!».
Tal como nos lo describe Marcos, los demonios desgarran al ser humano,
lo arrastran de acá para allá. Quieren impedir al enfermo que acepte la
sanación por medio de jesús. Tal es el misterio de estos «espíritus del pero»,
que le hacen olvidar al hombre el camino recto que sigue y lo empujan
primero en una dirección, y luego en otra distinta. Teniendo en cuenta el
estado actual de las ciencias psicológicas, hoy diríamos: los demonios son
modelos de vida neuróticos, complejos psíquicos, coacciones, ideas fijas...
que no nos dejan pensar con claridad.

Para Marcos, la curación va acompañada siempre de liberación. El ser


humano es liberado de modelos de vida que lo determinan y le impiden hacer
realidad su verdadera esencia. Es liberado de ofuscamientos que afectan a sus
ideas y a sus sentimientos. Y es liberado de los «espíritus del pero», que lo
arrastran de acá para allá y le impiden aceptar la sanación.

Como cristiano de cultura judía, el evangelista Mateo descubre una


vinculación entre enfermedad y culpa. En su reduccionista explicación causal
de la enfermedad, el psicoanalista judío Sigmund Freud retoma esta misma
idea. Para Freud, la enfermedad se remonta siempre a una causa. A menudo
es así. Pero el peligro de esta manera de ver las cosas es el mensaje que se le
transmite al enfermo: «Tú mismo eres el culpable de lo que te sucede». En
este caso, toda enfermedad debería despertar en nosotros sentimientos de
culpa, y todos tendríamos que preguntarnos constantemente: «¿Qué he hecho
mal?». «¿En qué me he equivocado en mi vida?». O también: «¿Dónde radica
mi culpa?». O, por el contrario, deberíamos preguntarnos: «¿Por qué me
castiga Dios con esta enfermedad». Tales preguntas no nos llevan muy lejos.
Y, por otra parte, los sentimientos de culpa, que son nuestra reacción a la
enfermedad, nos impedirían alcanzar definitivamente la salud.

Para Mateo, la sanación está estrechamente relacionada con el perdón.


Aunque no nos sea lícito generalizarla, esta perspectiva sigue teniendo hoy su
significación. En ocasiones, los seres humanos no consiguen recobrar nunca
la salud, porque giran y giran incansablemente alrededor de una antigua culpa
y no pueden perdonarse. Muchas enfermedades compulsivas apuntan
precisamente a sentimientos de culpa reprimidos. Para que una persona
disfrute de plena salud se han de cumplir algunas condiciones: que la persona
en cuestión no dude ni por un momento de que todas sus culpas le han sido
perdonadas; que ella sea capaz de perdonarse a sí misma y perdonar a quienes
la han ofendido. En efecto, quien no perdona sigue estando sometido a quien
le ha hecho daño. El perdón es un acto terapéutico que incluso hoy sigue
teniendo efectos saludables en muchos enfermos.

Lucas es el evangelista que sitúa en sábado la mayor parte de las


curaciones que narra. Se podría decir: para el griego Lucas, la enfermedad es
una deformación del ser humano. El hombre, afectado por una pasión e
internamente insensibilizado, ha perdido el estado privilegiado en que Dios lo
había situado en el momento de la creación. La sanación se produce al
devolver jesús de nuevo al hombre su forma original: la forma que Dios le
había otorgado en la creación. Como nos dice la filosofía griega, de la que
Lucas se siente deudor, cuando el hombre cae enfermo, también su dignidad
sufre un serio menoscabo, y se destruye la armonía entre las distintas partes
de su alma. Con la curación, el ser humano recupera su forma y hermosura
originales, su dignidad y armonía interiores.

Según la tradición, Lucas ejercía la medicina. Domina el lenguaje médico.


Ningún otro evangelista habla tan a menudo de idomai («curar») y de
therapeúein («sanar», «cuidar», «servir»). Sin embargo, jesús no es solo el
médico que cura enfermos, sino también el médico que, de acuerdo con la
visión de los griegos, guía como piloto la barca de nuestra vida a puerto
seguro. Es el médico que nos enseña la dietética, el arte de la vida sana. Por
eso la en señanza de jesús forma parte de su actividad terapéutica, al igual
que sus curaciones.

Con respecto al evangelista Juan, se podría decir que la enfermedad pone


de manifiesto que el ser humano ha perdido la relación con su fuente divina.
Los dos relatos más importantes de curación del Evangelio de Juan tienen
lugar en la piscina de Betesda y en la piscina de Siloé. Cuando el ser humano
queda desconectado de su fuente divina, la consecuencia es que cae enfermo.
Es lógico, por tanto, que para que se produzca la curación es preciso que el
enfermo reanude el contacto con su fuente interior.
Para ello no es necesario que Jesús lleve al enfermo a la fuente (a la
piscina de Betesda, por ejemplo). Lo que sí hace Jesús, por medio de su
palabra y del encuentro personal, es poner de nuevo al enfermo en contacto
con la fuente interior, que sigue manando en él incluso durante el tiempo que
dure la desconexión. Una vez más, la psicología actual apoya esta forma de
ver las cosas. C.G.Jung está convencido de que la auténtica sanación solo se
produce cuando el ser humano restablece personalmente el contacto con lo
numinoso - es decir, con la dimensión divina presente en él-, cuando la
persona descubre la imagen divina en su interior y apaga su sed en la fuente
del Espíritu divino.

Todo ser humano tiene en su interior una fuente de fuerzas o energías de


autocuración. Solo que, a menudo, es necesario que desde fuera alguien nos
dé un empujón para que el contacto con dicha fuente se haga efectivo. En el
fondo, el alma sabe a menudo qué es saludable para ella. Aunque es verdad
que también aquí se necesita a menudo un refuerzo desde el exterior para que
la persona confíe en su propio saber.

Las diversas formas de ver la enfermedad y la sanación en los cuatro


Evangelios nos indican claramente que no tenemos derecho a reducir la
acción terapéutica de jesús a un único método. Las interpretaciones posibles
son varias. Por lo tanto, la interpretación que yo ofrezco en este libro es solo
una de las muchas posibles. Naturalmente, también mi interpretación es
subjetiva. Personalmente trato de explicar los relatos de curación sobre el
trasfondo de mi experiencia en el acompañamiento espiritual.

Jesús se acerca a los demás y se pone en el lugar de cada persona

En algunos relatos de curación es Jesús quien se acerca a los enfermos. Estos


están presentes, pero no interpelan activamente a Jesús. Este los ve y toma la
iniciativa de llevar a cabo por su cuenta la terapia.

Curación de la suegra de Pedro.

jesús toma la iniciativa


(Marcos 1,29-31 y Lucas 4,38-39)

El primer relato de curación en que Jesús se acerca a un enfermo es el de la


curación de la suegra de Pedro. Jesús llega con sus discípulos a la casa de
Simón, cuya suegra está en cama con fiebre. Los discípulos hablan sobre la
enfermedad de la mujer. Sin embargo, el evangelista Marcos no dice que los
discípulos le pidieran la curación de la enferma. Jesús escucha el diálogo que
sostienen los discípulos. «Él se acercó a ella, la tomó de la mano y la levantó.
Se le fue la fiebre y se puso a servirles» (Marcos 1,31).

Jesús toma aquí la iniciativa. Se acerca a la enferma y la toma de la mano.


Conecta con ella, contacta con ella. Al agarrarla de la mano, la hace partícipe
de su fuerza. Y de esa manera, con la fuerza de jesús, ella consigue ponerse
en pie. La fiebre desaparece.

La interpretación que nos ofrece Lucas en su Evangelio de este hecho


presenta matices propios. En Lucas, los discípulos le piden a Jesús que ayude
a la enferma. «Él se inclinó sobre ella y ordenó a la fiebre que se alejara de la
mujer. Esta se levantó inmediatamente y se puso a servirles» (Lucas 4,39).
Jesús se inclina con un gesto de ternura sobre la mujer y se dirige a ella
cariñosamente. Jesús vincula su gesto de ternura con una palabra dirigida a la
fiebre. Increpa directamente a la fiebre y le ordena que abandone a la mujer.
La fiebre le obedece. La mujer recobra inmediatamente la salud. La mujer
enferma no puede acercarse a Jesús. Yace tumbada en el lecho. Jesús se
acerca a ella, o bien a instancia de los discípulos - como sugiere Lucas-, o
bien porque esta información le llega a Jesús, y a este no le deja indiferente la
enfermedad de esa mujer, como nos dice Marcos.

Curación del hombre de la mano paralizada.

Terapia para conformistas

(Marcos 3,1-6)

El evangelista Marcos nos narra la historia de un hombre que tenía paralizada


una de las manos. Este enfermo está sentado en la sinagoga en la que entra
Jesús para participar en un acto religioso. El enfermo está ahí. No hace el
menor esfuerzo por acercarse a Jesús y, desde luego, no le pide que lo cure.

Jesús lo ve. Decide actuar y le dice al enfermo: «Levántate y ponte en


medio!» (Marcos 3,3). Este es ya el primer paso hacia la sanación. El hombre
de la mano paralizada representa a personas que adoptan actitudes
conformistas para no llamar la atención ni correr riesgo alguno. Para ser
curado tiene que levantarse y convertirse en el centro de atención, expuesto a
las miradas de todos los presentes. No puede seguir evitando durante más
tiempo las miradas de los demás. Lo que él siempre ha evitado es justamente
lo que Jesús le pide: que se sitúe en el centro, para que los demás lo observen
y lo juzguen.

Y entonces es jesús mismo quien se enfrenta directamente con quienes


siempre lo han evitado. Jesús interpela a los fariseos: «¿Está permitido en
sábado hacer el bien en vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla?»
(Marcos 3,4). Jesús interpreta la actitud de estricta fidelidad a la ley de los
fariseos como un camino que lleva a ensanchar el espacio del mal y a destruir
la vida. Quien pone la ley por encima de todo termina haciendo el mal y
destruyendo la vida de los seres humanos. Por eso Jesús, que está solo en la
sinagoga, mira a los fariseos uno a uno, «lleno de ira y apenado por la
obstinación de su corazón» (Marcos 3,5).

Con su actitud y sus palabras, jesús quiere decir a los fariseos: «Es vuestra
dureza y obstinación de corazón lo que os permite ser así. No os reprocho
vuestra conducta, pero yo hago esto porque lo considero correcto. Y no
conseguiréis apartarme del camino que me señala mi olfato interior». Y esta
actitud la demuestra jesús frente al enfermo: «"¡Extiende tu mano!" - le dice-.
El hombre la extendió, y su mano quedó curada» (Marcos 3,5).

En representación del enfermo, jesús hace lo que corresponde a un


hombre libre: procede soberanamente, en consonancia con su voz interior, en
consonancia con Dios, sin dejarse arrastrar por la opinión de los demás en
una determinada dirección. El hombre lo comprende. Ahora se atreve a
extender su mano, a tomar su propia vida en sus manos, aunque ello pueda
entrañar algún tipo de conflicto. Se convierte en una persona que actúa por su
cuenta y no se contenta ya con que en adelante lo manejen y discutan sobre
él.

Este relato es una invitación dirigida a acompañantes y terapeutas


espirituales para que, como jesús, animen a sus pacientes y dirigidos a tomar
su propia vida en sus manos y a moldearla. Pero también nos plantea una
exigencia a nosotros. Nos invita a ponernos en pie en la vida y a no
escondernos detrás de otros. Nos anima a plantar cara a los riesgos que
comporta la vida, ya que de esa manera aceptamos los conflictos que nos
llegan de fuera y que no debemos eludir.

Curación de la mujer encorvada y del varón hidrópico.

Restablecimiento del ser humano en su


forma original

(Lucas 13,10-17 y Lucas 14,1-5)

En los capítulos 13 y 14 del Evangelio de Lucas podemos leer dos relatos de


curación que representan modelos muy parecidos al que acabamos de ver.
Los enfermos, simplemente, están ahí.

La mujer encorvada está sentada en la sinagoga donde enseña jesús.


También en esta ocasión es Jesús quien toma la iniciativa. Los cuatro pasos
de la curación se adaptan en este caso perfectamente a la situación de la
mujer, la cual, debido a su evidente encorvamiento, no puede enderezarse ni
ver la cara de los demás. El primer paso de la curación consiste en la mirada
que jesús dirige a esta mujer, que está prisionera de sí misma, devolviéndole
de este modo su reputación. El segundo paso es que jesús habla directamente
a la mujer. El término griego utilizado por Lucas es prosphónein, que
literalmente significa «hablarle a uno a la altura de los ojos», «llamar a
alguien (en voz alta)». Jesús no trata de convencer a la mujer. No la adoctrina
ni le dice lo que debe hacer. Jesús inicia un diálogo con ella. La toma en
serio. El tercer paso consiste en la confirmación: «Mujer, quedas libre de tu
enfermedad» (Lucas 13,12).

Jesús anuncia a la mujer la curación y la salvación. Le habla de algo que


ya está presente en ella: de libertad y salvación, de fortaleza y vigor, de salud
e integridad. La pone en contacto con su propia fuerza y con su dignidad de
mujer. En el cuarto paso de la curación, jesús le impone las manos para
transmitirle su fuerza. La hace partícipe de su fortaleza y de su Espíritu.
También se podría decir: Jesús toca a la mujer para que ella se ponga en
contacto consigo misma, con su fuerza y dignidad.

Estos cuatro pasos capacitan a la mujer para enderezarse y alabar a Dios.


También en este sentido la acción de jesús responde exactamente a la
situación de la mujer. Los pasos de su terapia vienen exigidos por la
enfermedad de la mujer. En su terapia, jesús hace exactamente lo que necesita
esta mujer para mantenerse en pie por sí misma y enderezarse. Gracias a que
Jesús la mira, le habla y la toca, ella toma conciencia de sí misma, de su
propia fuerza y de sus posibilidades. Jesús no la endereza. Evita solucionar el
pro blema de la encorvadura con algún tipo de intervención o método
especial. Toca a la mujer para que ella entre en contacto consigo misma y con
su fuerza interior.

La mujer se endereza por su propia cuenta. Si hasta entonces estaba presa


de sí misma, ahora experimenta su capacidad interna para erguirse. Y lo hace
y alaba a Dios. Mientras se prolongó su encorvadura, la mujer había perdido
también su relación con Dios. Ahora alaba a Dios. Ahora hace lo que es
decoroso que haga el hombre durante el sábado. La mujer ha vuelto a ser
como Dios la había formado en la creación: una persona con dignidad,
enderezada y relacionada consigo misma, con sus prójimos y con Dios.

Muy semejante es la curación del hidrópico. En este relato, de pronto se


presenta ante jesús un hombre que sufre de hidropesía. Se hace presente, pero
sin actuar en ningún sentido. Jesús mismo inicia la acción. Lo primero que
hace es preguntarles a los doctores de la ley y a los fariseos si está permitido
curar en sábado. Y, como ellos callan, jesús decide curarlo por su propia
iniciativa: «Entonces tomó al enfermo, lo sanó y lo despidió» (Lucas 14,4).
Lucas describe la acción sanadora de jesús en tres palabras: tocar (tomar
en la mano), curar y despedir (dejar marchar, librar). Jesús toma la mano del
enfermo - y este toma la de jesús - para ayudarle. Y enseguida Lucas apunta
la palabra esencial para describir la acción salvífica de jesús: iásato, que
significa «[él] curó», <[él] ayudó», <[él] le devolvió la integridad». Lucas
utiliza esta palabra quince veces. Jesús es para este evangelista el médico que
restablece al ser humano de acuerdo con la imagen que Dios se había
formado de él. Es el terapeuta que reconduce a su medida a los hombres que
han perdido su equilibrio y les ayuda a re conciliar las contradicciones que
los destruyen. La tercera palabra griega que describe la acción sanadora es
apolyó, que significa «liberar», «soltar», «despedir». Ya en el relato de la
curación de la mujer encorvada había utilizado Lucas esta palabra. Curar al
hombre es liberarlo, soltarlo de los lazos de la enfermedad y de las cadenas
de los demonios. Aquí significa «despedir». Jesús despide a los enfermos.
Ahora él tiene que seguir su propio camino.

Pero a Lucas le seduce la pluralidad de significados de las palabras. Y


seguramente también habrá que tener en cuenta, al leer sus textos, los
significados de «liberar» y «soltar». El enfermo curado es siempre también el
hombre liberado de todos los bloqueos, soltado y salvado. La enfermedad es
un estado de sujeción. Toda sujeción a modelos de vida, rutinas, coacciones,
e incluso a otros seres humanos, suscita en nosotros una energía negativa. La
sanación significa liberación de todo tipo de sujeción y, en este sentido,
superación del negativismo interior. Estar libres de toda sujeción nos capacita
para la unión, para establecer una buena relación, para la amistad. La
capacidad de relación, de establecer lazos positivos con otras personas, es un
aspecto esencial de la salud. Y para los griegos -y no olvidemos que Lucas
presenta a jesús como médico precisamente para sus lectores cristianos de
lengua griega - la capacidad de hacer amigos es un rasgo esencial de la
imagen del hombre bello y bueno.

Jesús cura a una mujer encorvada y a un varón hidrópico. En los cuatro o


tres pasos terapéuticos, respectivamente, que, de acuerdo con la descripción
de Lucas, da jesús para realizar ambas curaciones, tenemos una imagen que
puede describir también el proceso de nuestra propia sanación. Debemos
contemplar lo que hay dentro de nosotros, dialogar con todo aquello que
emerja en nuestra alma y entrar en contacto con nuestros propios recursos,
para que, como la mujer encorvada, seamos capaces de enderezarnos y
tomemos conciencia de nuestra propia dignidad. Como el hidrópico, en el
encuentro con jesús deberíamos dejarnos tocar por él, creer en lo sano y lo
íntegro que hay en nosotros y en la propia libertad, y luego vivir también esta
libertad. Solo entonces se podrá afirmar que vivimos con la dignidad del
varón y de la mujer, erguidos, libres, como mujeres completas y como
varones completos, con todo lo que hay en nosotros.

Curación del paralítico.

Transformación de nuestra angustia

(Juan 5,1-8)

En la curación del paralítico, tal como la describe el Evangelio de Juan, el


enfermo está simplemente ahí, en medio de otros muchos enfermos. Pero
Jesús se fija precisamente en este hombre, que sufre la enfermedad desde
hace ya 38 años.

Este hombre, enfermo desde hace tanto tiempo, nos recuerda la salida de
Israel de Egipto. Israel llevaba ya vagando por el desierto dos años. Pero, por
haberse rebelado contra Dios, los israelitas tendrían que seguir desplazándose
por el desierto otros 38 años, hasta que hubiesen muerto todos los varones en
edad de combatir que habían salido de Egipto. El enfermo al que interpela
Jesús es, según esto, la imagen de un hombre que ya no tiene armas, que no
puede marcar límites a su alrededor, que está expuesto sin defensa al influjo
exterior y que, por consiguiente, está parali zado de miedo frente a la
amenaza exterior. En estas condiciones, un individuo ve, por ejemplo, a dos
personas que se intercambian unas cuantas palabras. Enseguida relaciona esta
circunstancia consigo mismo y se pregunta qué es lo que esas dos personas
comentan acerca de él. Si alguien lo mira con tristeza, enseguida se echa a sí
mismo la culpa y se pregunta qué es lo que ha podido hacer mal. Dado que la
persona en cuestión no puede establecer límites, se verá condicionada por
todo tipo de influencias negativas de su entorno.

Una vez más, jesús hace exactamente lo que este hombre necesita. Lo ve,
lo «aísla». Le gustaría tener un encuentro con él. Lo distingue entre la
multitud de enfermos. Conoce todo el alcance de su enfermedad. Aparece
aquí la raíz griega de la que procede el término gnósis, «conocimiento». Jesús
tiene una visión más profunda de este hombre. Adivina sus intenciones. Lo
conoce hasta el fondo de su alma. Incitado por este conocimiento - gnosis -
más profundo, jesús pregunta al enfermo: «¿Quieres ponerte sano?». Jesús
sabe que el enfermo se deja llevar sin voluntad propia. Por eso le exige que se
ponga en contacto con su propia voluntad.

Muchos consideran llamativa esta pregunta. Tal como ellos piensan, toda
persona enferma debería tener el deseo de recobrar la salud. Sin embargo, la
psicología habla de una «ganancia secundaria de placer»: la enfermedad tiene
también sus ventajas. Algunos enfermos las aprovechan y, lógicamente, no
hacen el menor esfuerzo para responsabilizarse de su propia vida. Yo mismo
he estado tratando a una mujer enferma durante un año entero. Pero todo fue
inútil. Me di cuenta de que la mujer no quería curarse. Lo único que le
interesaba era charlar conmigo. Estas charlas eran para ella la «ganancia
secundaria de placer» que obtenía de su enfermedad. Si ella hubiese
solucionado sus problemas, no habría tenido motivo alguno para que yo le
concediese las entrevistas que me pedía.

La respuesta del enfermo a la exigente pregunta de jesús es muy evasiva.


Le explica por qué se ha prolongado tanto tiempo su desdichada situación. La
culpa la tienen los otros enfermos, que son más rápidos que él, de quien no
hay nadie que se preocupe realmente. Nadie lo lleva a la piscina cuando se
agita el agua. A primera vista, la respuesta de jesús a estas palabras no parece
muy comprensiva ni dictada por la misericordia, sino bastante exigente.

Un terapeuta me confesaba que en este relato de curación le fascina el


método terapéutico de jesús, basado en la confrontación y la desilusión. Jesús
confronta al enfermo con su propia fuerza. No da pábulo a sus quejas.
Simplemente, le ordena que se levante y cargue con su camilla. Además,
Jesús le quita la ilusión de que sean los demás los culpables de su
enfermedad. No toma en consideración esta excusa. Se dirige al enfermo con
palabras no exentas de cierta dureza: «Levántate, toma tu camilla y vete!»
(Juan 5,8). No debe esperar a que los demás carguen con él. Él mismo debe
ponerse de pie, a pesar de su debilidad y su parálisis.

No debe seguir atado a su camilla. Esta, como señal que es de su


enfermedad, debe tomarla en sus manos y, por decirlo así, evitar de alguna
manera el bloqueo en que vive. Debe ponerse en pie, con sus debilidades,
parálisis e inseguridades. Debe reconciliarse con su bloqueo. Debe tomar
todas esas cosas bajo el brazo. Y dejarán de ser un impedimento para él en la
vida. Y él será capaz de seguir su propio camino.

También aquí tenemos la sensación de que Jesús utiliza adecuadamente el


método terapéutico que se adapta a este enfermo. No se deja impresionar por
su lamento, sino que le exige que se haga responsable de sí mismo.

Para mí, la palabra de jesús se ha convertido en una palabra clave.


Siempre que me siento paralizado o me invade la angustia, me viene a la
memoria la idea de que podría ponerme en ridículo ante los demás o
mostrarles mi insuficiencia e inseguridad. Levantarse sencillamente,
venciendo la inseguridad, es una forma saludable de abordar mis angustias
sin reprimirlas, pero también sin dejarme paralizar por ellas. Y no debo
esperar hasta que mi angustia esté curada. Debo levantarme y seguir mi
camino venciendo mi propia angustia.

En este dicho de jesús se pone de manifiesto también el objetivo del


acompañamiento espiritual. Muchas personas desean verse libres de síntomas
desagradables, como inhibiciones, temblores, rubor o diversos tipos de
inseguridad. Sin embargo, el objetivo no puede consistir en hacer desaparecer
todos los síntomas de enfermedad, sino en conseguir que yo me comporte de
otra manera con mi angustia, mi inseguridad o mis inhibiciones. No debo ya
permitir que mis inhibiciones me sigan encadenando, sino que, si se me
permite hablar así, debo cargar con ellas bajo el brazo y moverme, también
con ellas, entre los seres humanos.

Enfermos que acuden a jesús

Curación de un leproso.

El arte de aceptarse a sí mismo

(Marcos 1,40-45)

«Se le acercó un leproso y, arrodillándose ante él, le suplicó: "Si quieres,


puedes hacer que yo me cure"» (Marcos 1,40). En este caso es el enfermo el
que se presenta ante Jesús. Se siente marginado, leproso. No puede aceptarse
a sí mismo, y por ello se siente rechazado y expulsado por los demás. Su
expresión de dolor es tan grande que a toda costa desea escapar de este
círculo infernal del rechazo de sí mismo y del rechazo por parte de los demás.
Su encuentro con Jesús se escenifica en cuatro pasos. Se acerca él. Le pide
ayuda. Cae de rodillas ante él, confesando así su propia impotencia. Le habla
a Jesús. De todos modos, al hacer esta interpelación incurre en una trampa.
Descarga sobre Jesús todo el trabajo y toda la responsabilidad. Es Jesús quien
debe sanarlo. Jesús debe realizar todo el trabajo de la curación, sin
colaboración alguna por su parte. Pero Jesús no acepta ese compromiso. Cura
al enfermo, pero de manera distinta de como este ha imaginado. Como en
otras muchas curaciones de Jesús, su terapia se desarrolla en cuatro pasos.
(«Cuatro» representa lo terrenal. El hombre ve restablecida de nuevo su
humanidad tal como Dios lo ha creado).

Primer paso de la curación: Jesús se compadece del leproso. Se abre


interiormente al enfermo. Segundo paso: Jesús le estrecha la mano, entrando
en relación con él. Muy a menudo, las personas que recurren al
acompañamiento espiritual están aisladas, no tienen relación con nadie. Para
empezar, no tienen relación consigo mismas. Hablan de sus problemas como
si se tratase de un extraño. Nuestra tarea en estos casos es establecer la
relación. La sanación acontece siempre en un contexto de relación. Mientras
el cliente se mantenga aislado, nuestro acompañamiento será estéril. Tercer
paso: Jesús toca al enfermo. Rompe el blindaje que el leproso ha construido
en torno a su persona. A Jesús no le asusta en absoluto el contacto corporal.
Se acerca todo lo posible al enfermo, lo toca y, con este contacto, le muestra
su dedicación incondicional.

Para un acompañante no es precisamente agradable contactar con la


basura interior, el caos y la amargura que el enfermo pone al descubierto en
sus diálogos con él. Algunos terapeutas tratan de protegerse contra la
irradiación negativa del enfermo. Lo mantienen a cierta distancia. Jesús no
teme el contacto. Confía en sí mismo y confía en Dios. Por eso, la amargura y
el veneno que tal vez arrastre consigo el enfermo no pueden hacerle daño.
Como acompañantes, deberíamos aprender de jesús a abrirnos
emocionalmente a los clientes. Pero al mismo tiempo, también como Jesús,
deberíamos estar en conexión con el Padre, para que los problemas del otro
no nos «inunden». Cuando estamos en contacto con el espacio interior de
quietud, no tememos ya que la amargura y los sentimientos caóticos del
cliente puedan mancharnos.

Cuarto paso: Jesús le dice al enfermo: «Lo quiero, queda sano» (Marcos
1,41). Jesús le muestra al enfermo su dedicación. Lo acepta
incondicionalmente. Pero Jesús no quiere cargar con toda la responsabilidad
de la sanación. No deja que le cuelguen la etiqueta de brujo, que hace
desaparecer la impureza por arte de magia. Algunos clientes llegan a la
consulta con la exigencia: «Haz todo lo que esté en tus manos. Tú eres el
médico, el terapeuta, el acompañante. Cúrame. Me gustaría ver cómo lo
consigues». Algunas personas pasan de un terapeuta a otro, de un
acompañante espiritual a otro. Si no logran curarse, la culpa es siempre del
acompañante. Ellas mismas adoptan siempre el papel de observadoras.
Querrían alcanzar la curación, pero no están preparadas para cambiar. Tienen
la imagen de que su «má quina» debe ser reparada por el terapeuta o por el
médico, pero no necesitan plantearse su propio problema.

Jesús no cae en la trampa de dejarse condicionar por las expectativas del


paciente. Le sale al encuentro con toda libertad. Hace lo que puede hacer.
Toma partido por el enfermo y lo acepta. Pero ahora le exige también que
acepte su responsabilidad: «Queda limpio», que en definitiva viene a
significar: «Yo te acepto; ahora también te toca a ti decirte "sí" y aceptarte a
ti mismo». Quien tiene dificultades para aceptarse a sí mismo necesita que
otros seres humanos le permitan experimentar lo que significa ser aceptado.
Esta persona debe evadirse del círculo infernal del autorrechazo y del rechazo
de los demás, acercándose a ellos. Pero, en el encuentro, ella misma tiene que
aportar algo. Se necesita su decisión: «Yo me acepto personalmente. Tomo
partido por mí. Hoy me decido por el ser humano que soy yo. Entonces
quedaré limpio y viviré en armonía conmigo mismo. Entonces se
desvanecerán las ilusiones que me he formado acerca de mí mismo y me
aceptaré en mi mediocridad y limitación. No me está permitido convertirme
en una persona totalmente dependiente de la aceptación de los demás. Si yo
apuesto por mí mismo, no cambiaré de opinión cuando otros no me apoyen».

Los diez leprosos.

Curación mediante el compromiso con lo


cotidiano

(Lucas 17,11-19)

Lucas narra la curación de diez leprosos. Antes ha retomado el relato


marcano de la sanación del leproso. Pero, además, nos describe la curación de
diez leprosos. En este rela to expresa otros matices. También aquí los diez
leprosos se dirigen a Jesús. Pero se mantienen a cierta distancia, como
entonces les exigía la ley. Los leprosos tenían prohibido acercarse a las
personas sanas y, cuando se encontraban a una distancia de seguridad,
estaban obligados a gritar: «¡Impuro, impuro!». En esta ocasión, los diez
leprosos no lanzan el grito de «¡Impuro, impuro!», sino que dicen: «Maestro,
ten compasión de nosotros!» (Lucas 17,13).

El tratamiento de «maestro» demuestra que estos leprosos ya habían oído


hablar de jesús y que lo apreciaban. No dicen que jesús deba curarlos, sino
que le piden que tenga piedad de ellos. De todos modos, el término griego
eléeson implica también, por lo general, una actuación misericordiosa. Le
piden a Jesús que se apiade de ellos y que realice en su favor una buena
acción.

El método terapéutico utilizado por Jesús en esta ocasión nos parece


bastante raro. Jesús los «ve» y les dice: «¡Id y presentaos a los sacerdotes!»
(Lucas 17,14). Evidentemente, no se trata tan solo de una mirada superficial
que Jesús dirige a los enfermos, sino de una mirada profunda que los toma en
consideración y les transmite respeto. Y, a continuación, Jesús les dice que se
presenten ante los sacerdotes. Estas sencillas palabras debieron de despertar
sin duda en los leprosos la esperanza de que los sacerdotes los declarasen
puros de nuevo y, de esa manera, fuesen acogidos de nuevo en la comunidad
humana y de culto.

Jesús no les promete la curación. Simplemente, les señala el camino


normal que deben seguir. Hoy diríamos que el terapeuta o acompañante
espiritual envía al cliente al médico, que es el que debe comprobar si la
enfermedad ha desaparecido o no. 0 le dice que a partir de ese momento de
be llevar una vida totalmente normal, confiando en que sus problemas de
salud se hayan solucionado. Jesús no les enseña ningún truco que vaya a
devolverles la salud. Tampoco les impone ninguna tarea difícil. Simplemente,
los remite a la vida cotidiana que les espera en adelante. Y mientras se
dirigían al encuentro con los sacerdotes, los diez leprosos comprueban que su
enfermedad ha desaparecido. Se sienten de nuevo personas normales.

Nueve de los diez leprosos consideran, evidentemente, que su curación es


algo natural. Solo uno de los diez leprosos se detiene. Se «vio» curado. El
texto griego utiliza aquí la misma palabra que para referirse al «ver» de jesús:
Jesús lo había visto al principio del relato con los otros nueve leprosos. Ahora
él se ve con los ojos de jesús: con ojos de amor. Y en ese momento no solo
reconoce que ha recuperado la pureza legal, sino que está curado. Ha sido
liberado de su enfermedad, del motivo más profundo del rechazo que siente
hacia sí mismo, de la herida que lo avergüenza. Ahora vuelve adonde está
Jesús y alaba a Dios. Y cae de bruces a sus pies y le da las gracias.

Jesús le pregunta por los otros nueve leprosos que han sido curados, pero
que no consideran necesario dar gracias a Dios por ello. Seguramente piensan
que el mérito de su curación es exclusivamente suyo. Sin embargo, este es el
misterio del camino espiritual: hacer lo ordinario y creer que por el camino de
lo ordinario Dios hace en mí lo extraordinario, que él obra en mí el milagro
de la purificación, de la sanación y de la integración.

El único de los diez leprosos que vuelve para dar gracias a Jesús por su
curación es extranjero, un samaritano, que para los judíos apenas significa
nada. En este hecho deberíamos ver nosotros una advertencia: son muchas las
personas que, a pesar de que no comparten nuestra piedad, se muestran a
veces más sensibles para todo lo que Dios obra en ellas.

Y ahora jesús le dice al samaritano: «Tu fe te ha salvado». Tres palabras


le bastan a Lucas para describir la curación del leproso: «Viendo que había-
sido-curado». Una vez sano, el hombre está en condiciones de aceptarse a sí
mismo, de verse con los ojos de Jesús. Y quedó curado.

El término griego para «sanar, curar» es iáomai, que también significa


«ayudar», «restablecer la integridad». Jesús hace que el leproso, que vivía
desgarrado entre su realidad y las representaciones de sí mismo, vuelva a ser
una persona completa y sana. Imagen y realidad vuelven a coincidir en él. Y
Jesús acude en su ayuda, porque él no está en condiciones de curarse por sí
mismo. Él le cura la herida más profunda que se esconde detrás de su
incapacidad de aceptarse a sí mismo.

Jesús lo salva. El término griego sózein significa también «guardar»,


«proteger». Sózein quiere decir aquí: arrancar a alguien de un espacio en el
que se siente amenazado y en peligro, para conducirlo a otro en el que goce
de amparo y protección. Jesús libera al leproso del peligro del
autoaislamiento y le ofrece un espacio de vida sana y protegida. Y este
espacio lo denomina jesús «fe»: «Tu fe te ha salvado»; es decir, tu fe es para
ti un espacio de confianza en el que te sabes acogido.

Si este relato de curación lo analizamos desde el punto de vista del


método de terapia empleado por jesús, podríamos decir: Jesús envía a los
leprosos para que cumplan con un requisito legal de la religión judía. El
acompañante espiritual no da a su cliente consejos extraordinarios, sino que
lo anima a vivir su vida cotidiana de acuerdo con los mandatos de su religión
o como sea habitual en su tradición de fe. Así, por ejemplo, el cliente debe
rezar sus oraciones de la mañana y de la noche, celebrar sus ritos. Nada
especial, como se ve. Pero en este sencillo camino se produce la
transformación.

Y cuando se produce la transformación, es el momento de dar gracias a


Dios y no de desparecer engullidos por la cotidianidad. El relato de la
curación interpreta la parábola precedente, en la que Jesús quiso expresar que
la espiritualidad no consiste en hacer algo especial, sino simplemente en
hacer lo que es debido con respecto al momento presente, a nosotros mismos,
a Dios y al prójimo (Lucas 17,7-10).

«Espiritualidad» significa hacer «lo que toca hacer», lo cotidiano. Jesús


coincide aquí con un dicho sapiencial taoísta que afirma: «Tao es lo
cotidiano». Mientras recorremos el camino de cada día - como nos dice el
relato de la curación-, recuperamos la salud y la pureza, volvemos a ser
personas normales, todo va bien. Pero deberíamos mostrarnos agradecidos a
lo cotidiano. Solo en virtud del agradecimiento percibimos el milagro de la
transformación y de la curación. Sin agradecimiento, recaemos una vez más
en el viejo modelo de vida, en el modelo de la insatisfacción con nosotros
mismos y de la impureza, del sentimiento de no estar en orden. Hacer lo
cotidiano y percibir con gratitud el cambio interior es un camino de sanación
también para nosotros de acuerdo con la voluntad de jesús.

El endemoniado de Gerasa.

Curación del desgarramiento interior

(Marcos 5,1-20)

También el endemoniado de Gerasa corre a encontrarse con Jesús. En este


caso, sus prisas corresponden a su desgarra miento interior. Se arroja delante
de jesús y grita en voz alta: «¿Qué tienes que ver conmigo, jesús, hijo del
Dios Altísimo? ¡Te conjuro por Dios: no me atormentes!» (Marcos 5,6). Una
propiedad de los demonios es que arrastran al ser humano de acá para allá,
hasta crearle un conflicto interior. Este endemoniado vive en los sepulcros.
Rehúye la compañía de los seres humanos. Pero grita constantemente. Al
mismo tiempo, le gustaría entrar en contacto con los hombres, que tratan de
encadenarlo; pero él posee una fuerza tan descomunal que hace saltar las
cadenas. A él le gustaría ser libre. Por otra parte, él mismo se golpea con
piedras. Esto quiere decir que dirige su agresividad contra sí mismo. En este
estado de división interior se acerca a Jesús. Querría ser curado, pero
enseguida da a entender que no quiere. Lo cierto es que teme que la curación
suponga nuevos sufrimientos para él. El demonio - es decir, el «espíritu del
sí, pero...» o «espíritu del pero» - lo controla férreamente.

Para calificar una personalidad como esta hoy recurriríamos a términos


como «personalidad límite» (o «fronteriza») y «personalidad múltiple». El
joven no sabe en realidad quién es. En el trasfondo de esta pérdida de
identidad se encuentra a menudo la angustia frente al caos interior o frente a
la propia capacidad de culpa. Jesús percibe el desgarro interior del poseso, y
de ahí que le pregunte: «"¿Cómo te llamas?". Él respondió: "Mi nombre es
Legión, porque somos muchos"» (Marcos 5,9). Aquí su división interna se
hace evidente. Él mismo afirma que su nombre personal es «Legión». Pero es
que, además, enseguida precisa su multiplicidad: «Somos muchos». En él
conviven muchas personalidades. O en el lenguaje de la Biblia: somos
muchos los demonios que habitamos en esta persona.

Al preguntarle Jesús por su nombre - es decir, por su identidad-, lo pone


en contacto con su propio «sí mismo». Y de esta manera puede verse libre de
los demonios que provocan su división interior. Esto le permite encontrar su
identidad. Es más, de esta manera queda sanada su división interior.

Los demonios le piden a Jesús que no los expulse de la región y que les
permita entrar en los cerdos. «Y se lo permitió. Entonces los espíritus
inmundos salieron del hombre y se metieron en los cerdos. La piara se
precipitó al lago por el acantilado, y unos dos mil cerdos se ahogaron en el
agua» (Marcos 5,13).

Esta medida de Jesús les parece incomprensible y extraña a muchos


exegetas. Si lo tradujéramos a nuestro lenguaje terapéutico actual, podríamos
decir: Jesús deja que el cliente saque a relucir y exprese sus demonios. Una
expresión de este tipo puede ser, por ejemplo, un juego de rol. El cliente pone
en juego los más diversos aspectos internos de su persona. O bien trata de
plasmar estos mismos aspectos internos en la pintura.

Los demonios son fuerzas que no pueden disolverse por la vía puramente
racional. Necesitan expresarse. Tienen que entrar en algo para desaparecer.
En este relato de curación entran en los cerdos. Estos eran considerados
animales impuros por los judíos. Tal vez sean una imagen de las fantasías
sexuales presentes en el cliente. Este las ha reprimido hasta ahora, con la
contrapartida de que ellas lo han tenido encadenado interiormente y lo han
arrastrado de acá para allá. Ahora necesita valor para manifestarlas de una
vez, contándoselas con todo detalle al terapeuta, que las escucha
pacientemente sin hacer juicio alguno de valor sobre ellas. O se necesita dar
salida a estas fantasías sexuales en la pin tura. Luego el cliente puede
contemplarlas y, si así lo prefiere, quemarlas. Todo aquello que mantiene
ocupado al hombre debe salir fuera para que pueda disolverse. Nos
engañaríamos si pensáramos que basta con aplicar un piadoso esparadrapo
sobre toda esta basura interior. La basura ampliaría su campo de acción en el
alma hasta corroerla y dividirla en distintas personalidades: la piadosa y
conformista y la salvaje e incontrolada, la personalidad destructiva, sádica,
masoquista, sexualizada.

La sanación del endemoniado se produce al entrar los demonios en los


cerdos. Su situación de persona curada la describe Marcos con estas palabras:
«Al ver al endemoniado sentado, vestido y en sus cabales...» (Marcos 5,15).
El vestido muestra que el hombre ha recobrado su salud. Y de nuevo piensa
como una persona que está en su sano juicio. Volvía a estar centrado en sí
mismo y ya no se veía arrastrado de acá para allá. Una vez sanado, le pide a
Jesús que le permita quedarse con él. «Él no se lo permitió, sino que le dijo:
"Ve a tu casa, a los tuyos, y cuéntales todo lo que el Señor ha hecho por ti y
cómo ha tenido misericordia de ti"» (Marcos 5,19). Jesús, que no sentía
ninguna angustia ante el desgarramiento interior del endemoniado, le ha
devuelto la salud. Y su desgarro interior no le atemorizaba a Jesús. De ahí
que sea del todo comprensible el deseo del curado de permanecer al lado de
Jesús. Sin embargo, este lo envía de nuevo a su familia. La constante cercanía
lo ataría a Jesús y lo haría de nuevo una persona dependiente. La curación
exige, entre otras cosas, que la persona sanada tome las riendas de su propia
vida y pueda explicar su transformación y curación a los demás. El enfermo
experimenta la curación al acercarse a Jesús, pero tras la curación tiene que
alejarse de nuevo de él. Todo acom pañamiento tiene un comienzo, pero
también un final. Este es siempre doloroso, porque en el acompañamiento ha
crecido la cercanía. Pero para el cliente resulta beneficioso alejarse del
acompañante y vivir su propia vida.

En el proceso de búsqueda de nuestra verdadera identidad, nos


encontramos con los múltiples y diferentes aspectos de nuestra personalidad;
es más, a menudo descubrimos en nosotros diversas personalidades. Todos
estos aspectos de nuestra alma quieren ser contemplados, tenidos en cuenta y
apreciados. Solo entonces, y a pesar de nuestro desgarro interior, alcanzamos
la unidad. El encuentro con alguien a quien no le asustan ni su propio abismo
ni el caos interior de nuestra alma nos ayuda a encontrarnos a nosotros
mismos. En cualquier caso, el último paso debemos darlo nosotros. Ni
nuestro terapeuta ni nuestro acompañante espiritual pueden darlo en nuestro
lugar.

«¿Qué quieres que haga contigo?».

Responsabilizarse de uno mismo

(Marcos 10,46-52)

Otra forma de acercarse a jesús es la elegida por el mendigo ciego Bartimeo.


Este se entera de que jesús abandona Jericó rodeado de una gran
muchedumbre. Entonces grita con todas sus fuerzas: «¡Jesús, hijo de David,
compadécete de mí!» (Marcos 10,47). Por tratarse de una persona ciega, no
puede llamar la atención de jesús de otra manera que gritando. A muchas
personas que están cerca de jesús les resultan molestos los gritos de
Bartimeo, y le ordenan que se calle. Pero él grita más fuerte. Entonces Jesús
se detiene y dice: «"¡Llamadlo!". Llaman al ciego y le dicen: "¡Ánimo, le
vántate, él te llama!". El ciego, quitándose el manto, dio un salto y se acercó a
Jesús» (Marcos 10,49-50).

Con sus estentóreos gritos Bartimeo había expresado claramente su deseo


de ser curado por Jesús. Este se da por enterado y lo invita a acercarse a él. A
esta invitación responde Bartimeo dando tres pasos. Primero, se quita el
manto. Podría decirse: se desprende de su manto protector, se quita la
máscara tras la cual se ha escondido. Quiere presentarse ante Jesús tal como
es: con su indigencia y desamparo. Da un salto. Se podría decir que la
invitación de Jesús lo ha electrizado. Y corre hacia Jesús. De esta manera
expresa el entusiasmo que siente al encontrarse con este Jesús y experimentar
su ayuda. Jesús le pregunta: «¿Qué quieres que haga contigo?» (Marcos
10,51).

Jesús no se limita a resolver a Bartimeo el problema de su ceguera. Para


empezar, le gustaría encontrarse con este hombre. Con su pregunta le está
induciendo a que le cuente algo de su vida. Es una interpelación dirigida
directamente a su voluntad: «¿Qué quieres tú realmente?». Esta pregunta
pone al ciego en contacto consigo mismo y con su más profundo anhelo. De
alguna manera, Jesús anticipa aquí un método terapéutico que hoy se ha
hecho habitual. El terapeuta pregunta al cliente: «¿Qué quieres tú de mí? ¿Por
qué vienes? ¿Qué pretendes alcanzar? ¿Qué deseas que yo haga por ti?».
Estas preguntas sirven para centrar al cliente. Este se responsabiliza en parte
de la terapia. Simultáneamente, la relación terapéutica se aclara. No se habla
simplemente por hablar de lo que a cada uno se le ocurre. El diálogo
transcurre dentro de unos cauces y en un sentido claro. Y el cometido del
terapeuta y del acompañante espiritual queda claramente definido.

A la pregunta de jesús responde el ciego: «Maestro, que recobre la vista»


(Marcos 10,51). El texto griego utiliza aquí el término anablépó. Al ciego le
gustaría que Jesús le devolviese la vista. Pero anablépó no significa
simplemente ver el mundo exterior, sino, literalmente, «alzar la vista», es
decir, poder mirar al cielo y a Dios. Es un ver intencional, que dirige la
mirada hacia arriba y que ve en el hombre al mismo Dios. Es una
contemplación esperanzadora. A veces los hombres cierran los ojos ante su
propia verdad, porque temen que esta sea demasiado abrumadora, demasiado
dura para poder aceptarla. Alzar la vista significa que solo contemplo mi
verdad si la percibo sobre el telón de fondo de un horizonte más grande. Con
mi verdad tengo que reconocer al mismo tiempo el cielo que se abre sobre mí
y sobre mi oscura verdad -y que de esta manera hace que mi verdad aparezca
iluminada por otra luz.

La curación se produce al pronunciar Jesús sus sencillas palabras: «Vete,


tu fe te ha salvado!» (Marcos 10,52). El texto griego utiliza aquí el término
sésóken, que significa: «te ha sanado», «te ha salvado», «te ha colocado en
un espacio protegido». Jesús no actúa sobre el enfermo. Le invita a marchar.
No es Jesús quien lo ha curado, sino la fe del propio enfermo.

Jesús le pide que tenga confianza en sí mismo. Si el enfermo confía en el


terapeuta o en el acompañante espiritual, la curación puede producirse. El
médico no cura; es la confianza la que nos pone en contacto con las energías
sanadoras en nuestra propia alma. En este sentido, siempre somos
copartícipes de nuestra propia curación. Necesitamos dialogar y encontrarnos
con otras personas. Pero luego hemos de confiar en lo que hay en nosotros. A
fin de cuentas, nuestra alma sabe qué es lo que nos hace bien. Si estamos en
contacto con nuestra alma y con las energías sanadoras que ella contiene, nos
atrevemos a «alzar la vista». Entonces podemos ver de nuevo.

Enfermos que son presentados a jesús

En nuestra casa de retiro de Münsterschwarzach sabemos por experiencia que


algunos sacerdotes y religiosos no acuden por propia voluntad, sino que son
enviados por sus superiores o responsables. Por propia iniciativa no se
habrían atrevido a dedicar tres meses de su vida a plantearse sus problemas y
recobrar la salud. A veces estas personas que nos son enviadas no entienden
realmente que necesitan ayuda. De ahí que con ellas no se pueda trabajar a
gusto. Con bastante frecuencia llevan a mal el hecho de haber sido enviadas.
De todos modos, ven en el tiempo que van a pasar en Münsterschwarzach
una oportunidad para hacer algo por ellas mismas. Situaciones parecidas a
estas, en que los enfermos son llevados por otras personas ante jesús, las
encontramos también en la Biblia.

Curación de un paralítico.

El cambio de actitud vital como forma de


superar la angustia

(Marcos 2,1-13 y Lucas 5,17-26)

Una forma realmente espectacular de llevar a un enfermo ante jesús es el


relato de la curación del paralítico.

Según la descripción de Marcos, cuatro personas llevan a un paralítico en


una camilla ante Jesús. Pero al no poder abrirse camino entre la multitud,
suben al tejado de la casa donde se encontraba jesús, abren un boquete en el
techo y descuelgan por él al enfermo en su camilla ante Jesús. Para llevar a
cabo esta acción, los cuatro camilleros se impusieron un notable esfuerzo
físico; y, además, el amo de la casa no tuvo más remedio que cargar con la
reparación del boquete abierto en el techo.

El evangelista Lucas sitúa esta escena en una casa helenística. Estas casas
tenían un techo de tejas. De ahí que los camilleros pudieran remover unas
cuantas tejas y, por el boquete abierto, pudieran descolgar la camilla con el
enfermo. Tanto en Marcos como en Lucas se dice que Jesús vio la fe de los
cuatro hombres y que, movido por esta fe, le perdonó los pecados al
paralítico. La actitud de este es más bien pasiva. No se dice expresamente
cuáles son sus esperanzas. Jesús reacciona ante la fe de los hombres que le
han puesto a aquel enfermo a sus pies. Ellos confiaron en que Jesús curaría al
paralítico. Con lo que no parecen haber contado es con el perdón de los
pecados del enfermo. De todos modos, es evidente que Jesús rastrea que lo
que aquí está en juego es algo más que la simple recuperación del enfermo.
A menudo, la parálisis está relacionada con la angustia. Y la angustia
apunta a supuestos básicos falsos. El enfermo debe cambiar sus supuestos
básicos. Debe cambiar su actitud frente a la vida. Hamartía es la palabra
empleada por los griegos para referirse al «pecado», pero el verbo
correspondiente significa también «errar el blanco», «vivir de espaldas a uno
mismo». Algunas personas son paralíticas porque únicamente están
dispuestas a ponerse en pie y emprender su camino si se sienten seguras,
perfectas, sin defecto. Ahora bien, con esta actitud respecto de sí mismas y de
su vida, estas personas viven su vida a espaldas de su realidad como seres
humanos.

El ser humano es siempre frágil e imperfecto. Y debe reconciliarse con su


propia naturaleza. Solo cuando una persona está dispuesta a cambiar su
modelo de vida y a revisar su visión de las cosas, pueden curarse también sus
síntomas corporales. Con frecuencia, estos son, sobre todo, expresión de
apreciaciones erróneas profundamente arraigadas en la propia persona.

Lo primero que ha de hacerse es tener una visión correcta de la propia


persona. Más tarde se pueden abordar los síntomas. Evidentemente, de esto
ya era consciente jesús antes de que la psicosomática fuera investigada con
criterios científicos. Por eso, Jesús empieza perdonando el pecado. Y, a
continuación, dice las mismas palabras sobre las que ya hemos meditado a
propósito de la curación del paralítico que narra Juan en el capítulo 5 de su
Evangelio: «Yo te lo mando: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa»
(Marcos 2,11).

El paralítico ha sido liberado del supuesto básico que le exigía ser siempre
perfecto y fuerte, sin inhibiciones ni bloqueos, sin titubeos ni agobios. Y
justamente por eso, ahora puede ponerse en pie, cargar con su camilla - la
señal de su parálisis - bajo el brazo y emprender el camino de vuelta a casa.
El curado vuelve a su casa, donde podrá ser plenamente él mismo, sin tener
que demostrar nada a nadie. En realidad, esta presión de tener que causar
siempre buena impresión a los demás era, en definitiva, la causa de su
parálisis. Si él se encuentra a gusto en su casa, esta presión se calma.
Como el paralítico, en nuestra angustia también nosotros nos
abandonamos con frecuencia en manos de otro, que debe librarnos de ella
mediante la terapia. Jesús, en cambio, nos remite a nosotros mismos. Somos
nosotros quienes tenemos que entablar un diálogo con la angustia y
preguntarle cuáles son los supuestos básicos causantes de nuestra
enfermedad. La angustia solo puede remitir si empezamos analizando nuestra
actitud. Si la valoración que hacemos de nosotros mismos es realista y
superamos la ilusión que nos obliga a mostrarnos siempre perfectos y seguros
de nosotros mismos, podemos levantarnos y seguir nuestro propio camino.

Curación del sordomudo.

Cómo aprender a escuchar y a hablar

(Marcos 7,31-37)

Durante su vida pública, jesús se desplaza de un lugar a otro para anunciar su


mensaje. En uno de los lugares que visita le presentan a un sordomudo y le
piden que le imponga las manos. El sordomudo no puede buscar por su
cuenta un encuentro con Jesús. Aunque habría podido acercarse físicamente
hasta él, no habría podido expresarle ningún deseo. Esto lo hacen otros por él,
los cales no le piden a jesús que sane al enfermo, sino que le imponga las
manos, que ruegue por él y le haga partícipe de su fuerza. Jesús no hace lo
que los acompañantes del sordomudo le piden. No le impone las manos para
curarlo mientras recita una breve oración. Jesús toma al enfermo por su
cuenta y lo aleja de la multitud. Lo separa de las personas que lo han traído.
Le dispensa el honor de realizar con él un tratamiento especial en un espacio
protegido, en el que Jesús se queda a solas con él. Solo una relación de tú a tú
puede hacer crecer la confianza hasta el punto de que una persona cuya boca
y cuyos oídos están cerrados se atreva a abrirse. El cliente necesita estar
seguro de que todo lo que él dice de sí mismo no va a saberlo nadie más.

En este espacio protegido de obligada discreción puede tener lugar ahora


el proceso de curación. De todos modos, este es un proceso que lleva su
tiempo. No existe la curación rápida que tal vez preferiríamos los
acompañantes. El proceso de curación del sordomudo está descrito aquí en
cinco pasos.

El número cinco simboliza la unión de varón y mujer. El número dos es


imagen de lo femenino, y el número tres de lo masculino. El cinco es el
número de Venus, pero es también el número que señala el paso hacia lo
divino. El mundo se desarrolla «como realidad mineral inorgánica, surge el
mundo vegetal, viene después el mundo animal, aparece el ser humano. Tales
son los cuatros grandes pasos del desarrollo del mundo» (Betz, 81). El quinto
paso es el salto al ámbito de lo divino, que solo con la gracia de Dios
podemos alcanzar. Si relacionamos el misterio del cinco con los cinco pasos
terapéuticos de jesús, podemos decir: Jesús abre al sordomudo para el
encuentro con otros seres humanos, y también para el encuentro con Dios.

Jesús lleva al sordomudo a un espacio de confianza, donde le muestra qué


es lo que en realidad está en juego al escuchar y al hablar. Primer paso del
proceso de curación: Jesús mete los dedos en los oídos del sordomudo. Es
como si quisiera decirle: «Todas las palabras que oyes pretenden, en último
término, establecer contacto contigo. Necesitas no cerrar tus oídos por miedo
a escuchar solo palabras negativas, críticas y condenatorias. Incluso en las
palabras ruidosas se esconde el deseo profundo de una relación. ¡Presta
atención a este deseo tras cada palabra que escuches!».

Segundo paso: Jesús toma algo de su saliva y toca con ella la lengua del
sordomudo. Este es un gesto maternal. Las madres tocan con saliva las
heridas de sus hijos y dicen: «Nodo curado!» Ya en la antigüedad se atribuían
a la saliva propiedades curativas. Podría decirse: Jesús crea una atmósfera
maternal, en la que el cliente puede mostrarse tal como es, porque no se le va
a juzgar. Solo si el cliente siente que sus palabras no son juzgadas, conseguirá
hablar con franqueza de sí mismo. Tan pronto como tenga la impresión de
que su actuación, sus palabras, sus pensamientos y su situación son
desaprobados, se cerrará en sí mismo. A partir de ese momento, el
acompañamiento será inoperante. Jesús trata al sordomudo con ternura, como
una madre. Podemos representarnos el gesto de Jesús como un beso, con el
que comunica al sordomudo su cariñosa cercanía.
Tercer paso de la curación: Jesús levanta su vista hacia el cielo. Este gesto
puede interpretarse de distintas maneras. Jesús le muestra al enfermo que, con
ocasión de cada diálogo constructivo, el cielo se abre sobre los seres
humanos. En el diálogo, las personas que participan en él no solo entran en
contacto mutuo, sino que, finalmente, todas ellas tocan también el misterio
que las une a unas con otras: el cielo que brilla sobre ellas. De todos modos,
alzar la vista al cielo significa también que, en definitiva, el que cura es Dios,
no el acompañante. En el texto griego se utiliza aquí el término anablépó,
que, como ya he recordado, significa «alzar la vista». Podríamos decir: Jesús
levanta la vista al cielo. Jesús ve en el enfermo el cielo que existe dentro de
él. Él ve en el enfermo no solo su dimensión deteriorada, sino también su
actitud franca con respecto al cielo y a Dios. Y porque Jesús ve el cielo
dentro del enfermo, también este se atreve a creer en el cielo que existe
dentro de él, en el espacio de quietud en el que mora Dios en él y al que no
tienen acceso las palabras ofensivas de los hombres.

Cuarto paso: Jesús suspira. No trata al cliente como un simple cliente. Le


abre el corazón y se pone emocionalmente de su parte. El sordomudo no
puede exteriorizar sus sentimientos. De alguna manera, Jesús exterioriza
vicariamente sentimientos que el enfermo tiene reprimidos. Este es un
importante paso en el acompañamiento espiritual y terapéutico. A menudo,
los clientes no pueden hablar de sus sentimientos. Muchas veces, el
acompañante reacciona entonces con los sentimientos que el otro reprime. Yo
mismo acompañé a un sacerdote que en un principio se mostró muy amistoso,
pero que, en un segundo diálogo, adoptó una actitud claramente agresiva
hacia mí. De momento, traté de cargar yo con la culpa. Sin embargo, el
equipo que trabaja en la casa de retiro confirmó mis sospechas. Aquel
hombre tenía una agresividad pasiva que ocultaba bajo una fachada amistosa.

En el acompañamiento salen a la luz estas agresiones al hacerse cargo de


ellas el acompañante. A veces, noto que el acompañamiento me cansa. La
primera pregunta que me hago entonces es si he dormido menos de lo que
realmente necesito. Pero, mientras tanto, percibo que mi cansancio se debe
más bien al hecho de que el otro no habla de aquello que realmente le
conmueve, sino que pasa olímpicamente de su tema.

Una mujer me contó que, con ocasión de un diálogo con otra mujer que al
principio solo había hablado de su trabajo y de sus éxitos, sintió de pronto
una profunda tristeza. Cuando ella le comunicó sus sentimientos a la otra
mujer, esta rompió a llorar. En ese momento salió a la luz su tristeza
reprimida. Si la acompañante no hubiera hecho caso de sus sentimientos, el
diálogo habría discurrido como una charla superficial. Pero, por haberse
atrevido a exteriorizar como jesús sus sentimientos, pudo animar a la mujer a
hablar sobre sus verdaderos sentimientos. Los sentimientos que percibimos
en el diálogo con el cliente son a menudo una información decisiva sobre los
sentimientos reprimidos del otro. Por eso es muy importante que también
nosotros exterioricemos los sentimientos que experimentemos. Al otro
podemos pedirle que nos explique sus sentimientos, si es que también él los
experimenta. Y en cualquier caso, nuestros sentimientos le invitan a hacer
frente a los suyos.

El quinto paso es la orden que jesús da al sordomudo: «Ephphathd, que


significa "¡Ábrete!"» (Marcos 7,34). Solo en un ambiente impregnado de
confianza y amor maternal puede el sordomudo soltar su lengua y abrir sus
oídos. Pero, además, se necesita un impulso del exterior. Y es también jesús
quien tiene que dar tal impulso, tras haberlo preparado con su amor maternal.
En el acompañamiento me encuentro a menudo con personas que aluden a
alguna experiencia misteriosa y dura de su vida sobre la que todavía son
incapaces de hablar. A veces es necesario que alguien se lo ordene: «Ahora
es el momento. Usted ha aludido a algo. Explíquelo ahora. De lo contrario,
siempre lo dejará para el día siguiente».

Marcos describe la apertura del sordomudo con estas palabras: «Y al


punto se abrieron sus oídos y se soltó la atadura de su lengua, y hablaba
correctamente» (Marcos 7,35). Ahora se atreve a escuchar las palabras que
llegan a sus oídos. Ya no se siente angustiado ante la idea de que solo pue da
experimentar rechazo y dureza. Jesús le ha enseñado que las palabras
querrían alcanzarlo, que él es alguien importante para otras personas y que,
por ese motivo, es deseado como interlocutor.
El hecho de que su lengua quede libre de ataduras demuestra que los
demonios eran la causa última de su mutismo. Los demonios son un
indicador de la dimensión psíquica de la enfermedad. El sordomudo
enmudece, porque se ha visto reducido al silencio, por miedo a que sus
palabras lo delaten y lo dejen en ridículo ante los demás. El sordomudo
necesita confiar para que sus ligaduras interiores se disuelvan.

También nosotros necesitamos disponer de un espacio de confianza para


hablar correctamente y poder prestar atención a lo que nos dicen otras
personas. Si este espacio de confianza no nos lo brindan ni una terapeuta ni
un acompañante espiritual, siempre podemos imaginarnos que la cercanía
saludable de Dios nos envuelve y crea para nosotros un espacio protegido, en
el que poco a poco nos atrevamos a abrir nuestro reservado corazón.

Curación de un ciego.

Alumnos de la escuela que enseña a ver

(Marcos 8,22-26)

El ciego Bartimeo, de quien ya hemos hablado en páginas anteriores, se hizo


notar entre la multitud con sus gritos estentóreos y, por decirlo así, obligó a
jesús a prestarle atención. En otro relato de curación nos cuenta Marcos que
la gente lleva ante jesús a un ciego, rogándole que lo toque. Evidentemente,
esperan que el contacto con Jesús tenga efectos positivos para el enfermo. No
se dice qué espera concretamente el ciego. Las personas que lo acompañan
esperan que Jesús lo cure.

La reacción de jesús se parece bastante a la que tuvo frente al sordomudo.


Se ocupa del ciego, pero no a la vista de las personas que lo han traído. En
este caso, podríamos hablar de siete pasos en el proceso de curación. «Siete»
es el número de la transformación. Para que un ciego pueda ver
correctamente de nuevo, necesita experimentar un cambio interior.
«Tomando al ciego de la mano, lo sacó a las afueras de la aldea, le untó con
saliva los ojos, le impuso las manos y le preguntó: "¿Ves algo?"» (Marcos
8,23).

El primer paso consiste en «tomarlo de la mano». Jesús toma de la mano


al ciego. No le pregunta qué quiere. Jesús toma la iniciativa. Y
concretamente, al tomar de la mano al ciego, establece contacto con él. Ya
por sí solo, el contacto de la mano transmite confianza.

Segundo paso del proceso: Jesús saca al ciego fuera de la aldea. En la


aldea, la gente observa al enfermo, hace comentarios sobre él. Jesús crea para
él un espacio de confianza, al que nadie tiene acceso. Dentro de ese espacio,
lo único que cuenta es la relación del ciego con Jesús, con su terapeuta. La
ceguera puede depender del hecho de que alguien haya perdido el valor que
se requiere para contemplar la propia verdad, por ser excesivamente cruel
para el interesado. De ahí que para poder contemplar la verdad se necesite un
espacio de confianza y proximidad. Y es un proceso que puede prolongarse
en el tiempo, hasta que el ciego se atreva a abrir los ojos.

Tercer paso del proceso: Jesús unta con un poco de saliva los ojos del
ciego. Es de nuevo esta dedicación maternal la que transmite confianza al
ciego. Jesús no le exige que se decida finalmente a abrir los ojos y
contemplar su verdad. Actúa con el ciego precavidamente, como una madre,
y le toca cariñosamente los ojos. De esta manera, crea una atmósfera
maternal, en el contexto de la cual el ciego se decidirá en algún momento a
abrir los ojos.

A continuación, en el cuarto paso del proceso, Jesús impone las manos al


ciego. Al realizar este gesto, Jesús ora por el ciego y hace que su energía se
difunda en él. Al mismo tiempo, la imposición de manos es un gesto de
protección con el que se crea un espacio protegido claramente saludable para
el enfermo.

Cumplidas estas acciones terapéuticas, en un quinto paso del proceso,


Jesús le pregunta al ciego: «Ves algo?» (Marcos 8,23). «El hombre levantó
los ojos y dijo: "Veo hombres. Veo como árboles, pero que caminan"»
(Marcos 8,24). El ciego se atreve a levantar la vista. De nuevo aparece aquí,
en el texto griego, el verbo anablépó, que, como ya se ha explicado, significa
«levantar la vista», «mirar al cielo». Tal vez hasta entonces el ciego solo ha
podido dirigir sus ojos hacia el suelo. Hasta este momento, todo lo ha visto -
si se me permite hablar así - negro. Ahora se atreve a levantar los ojos y mirar
al cielo. Se atreve a contemplar su vida desde el punto de vista de Dios. Sin
embargo, todavía no es capaz de ver realmente a los seres humanos, de
mirarle al otro a los ojos, de mantener un encuentro. Primero necesita el
seguimiento que le prescribe Jesús.

Conviene poner de relieve un hecho interesante: el primer método


terapéutico de Jesús no produce de inmediato los frutos deseados. Se necesita
más tiempo, hasta que el otro reúna el valor necesario para verlo todo tal
como es. De ahí que Jesús decida imponerle por segunda vez las manos al
ciego, en esta ocasión sobre los ojos. Esta segunda imposición de manos
representa el sexto paso en el proceso de curación del ciego. Jesús dedica una
atención especial precisamente al órgano maltrecho de la vista, a los ojos, y a
partir de ellos hace que su amor y su fuerza sanadora fluyan en el paciente.
Ahora el enfermo se esfuerza por ver algo, mira al suelo. Y empieza a verlo
todo claro; es capaz de mirar dentro de sí mismo, de su alma y de la esencia
interior de las cosas y comprender el mensaje que todo ello transmite. Aquí la
terapia consiste en aprender a ver. Jesús le enseña al ciego, cuyos ojos se
cierran para no verse ni a sí mismo ni la verdad del mundo, a alzar la vista, a
mirar a través de las cosas y dentro de ellas.

Para Marcos, esto significa que el ciego ha sido restablecido en su forma


original. Vuelve a ser el hombre que había salido de las manos de Dios. Su
ceguera no le había dejado reconocer esta forma original. Con sus gestos y
los pasos terapéuticos que le propone, Jesús enseña al ciego a ver y le anima
a aceptar su propia verdad y la verdad del mundo.

El séptimo y último paso de la curación es una iniciativa de jesús un tanto


extraña: «Jesús lo envió a casa y le dijo: "¡Ni se te ocurra entrar en la
aldea!"» (Marcos 8,26).

En el encuentro con Jesús, el ciego se ha encontrado a sí mismo. Ahora


necesita «estar en casa», «estar consigo mismo», para no cerrar de nuevo los
ojos ante la realidad que le rodea. Por nada del mundo debe entrar en la aldea.
Debe evitar a toda costa la mirada de otros. Solo cuando haya encontrado el
valor de contemplar en el espacio íntimo de su casa todo cuanto se le
muestra, estará capacitado también para recorrer con los ojos abiertos su
camino en la aldea, en la realidad del mundo.

Los diferentes pasos del ver son válidos también para el aprendizaje de
nuestro dominio personal de la mirada. Tenemos que aprender a alzar la vista
y mirar al cielo. Bajo la mirada de Dios, seremos capaces de mirar también al
suelo. Dios sale a nuestro encuentro por encima de nosotros y en nosotros, en
el fondo de nuestra alma. Si vemos a Dios sobre nosotros y en el fondo de
nuestra alma, tendremos valor para escrutar a fondo nuestro propio caos
interior. En ese caso, no dejaremos ya que nuestros ojos estén siempre
pendientes de nuestra confusión interior, de nuestra propia oscuridad, sino
que nos atreveremos a contemplar la verdad, que por encima y por debajo de
nosotros está penetrada de Dios.

El centurión de Cafarnaún.

Una curación a distancia

(Mateo 8,5-13; Lucas 7,1-10 y Juan 4,46-53)

La historia del centurión de Cafarnaún podemos leerla en tres de los cuatro


evangelios. Cada uno de ellos la narra con matices propios. En Mateo y en
Juan es el mismo centurión (que Juan describe como funcionario real) quien
se acerca a Jesús y le pide que cure a su hijo. En Lucas, el centurión envía «a
algunos ancianos de los judíos, que le piden a Jesús que vaya a la casa del
centurión para sanar a su criado» (Lucas 7,4). Los enviados interceden por el
centurión: «Merece que le hagas caso, porque ama a nuestro pueblo y nos ha
construido la sinagoga» (Lucas 7,5).

Tanto en el Evangelio de Mateo como en el de Lucas, el centurión se


refiere a su propio poder de mando: «Porque también yo tengo soldados a mis
órdenes. Si le digo a uno que vaya, va, y a otro que venga, viene» (Lucas
7,8). Antes le había recordado a Jesús por qué no era necesario que él se
llegase hasta su casa: «Señor, no te molestes; no soy digno de que entres bajo
mi techo... Pronuncia una palabra, y mi criado quedará sano» (Lucas 7,6-7).

A Jesús le ha impresionado la fe del centurión, y lo alaba delante de los


presentes. Y cuando la gente vuelve a casa, comprueba que el criado se ha
curado. En Mateo, Jesús dice al centurión: «"Ve, y que suceda como has
creído". Y en aquel instante el criado quedó sano» (Mateo 8,13). En los tres
Evangelios se trata de una curación a distancia. Jesús premia la confianza del
centurión o, respectivamente, del funcionario real en el Evangelio de Juan. El
centurión confía en la palabra de jesús, y de esa manera el criado - o,
respectivamente, el hijo del funcionario real - queda curado.

En este caso, Jesús no trata en realidad con el criado - o, respectivamente,


con el hijo del funcionario real-, sino con el centurión - o con el funcionario
real-. Él ratifica la fe del centurión - o del funcionario-. Y porque el centurión
- o el funcionario - cree en Jesús y confía en su poder de sanar, el criado - o el
hijo - recobra la salud. Jesús ratifica y, en definitiva, refuerza la fe de los
familiares. Gracias a la fe de los familiares, el criado recobra la salud. Jesús
no realiza ninguna acción especial orientada directamente a la curación.
Valiéndose de la fe de los familiares, crea una atmósfera en la que el criado -
o respectivamente el hijo - puede recuperar la salud. También se podría decir:
Jesús sana el sistema en el que vive el enfermo. Y al tratar el sistema, trata
también, en definitiva, a la persona que vive dentro de él.

La liturgia ha transformado las palabras del centurión en la oración que se


recita antes de la comunión: «¡Señor, no soy digno de que entres en mi casa,
pero una palabra tuya bastará para sanarme!». A muchas personas les resulta
dificil aceptar el tenor literal de esta oración, y prefieren cambiarla por esta
otra: «¡Yo soy digno!». Por desgracia, estas personas leen las palabras del
centurión a través de los anteojos de su propia superficialidad, que les fue
transmitida en su niñez.

El centurión era un hombre con un notable sentimiento de autoestima.


Pero, al mismo tiempo, presentía también de alguna manera el misterio de
jesús, en quien veía a un hombre que había sido enviado por Dios. Confió en
que Jesús podía sanar a su criado - o hijo - con una palabra. Jesús alabó sus
palabras como expresión de su fe. Cuando repetimos las palabras del
centurión antes de comulgar, también nosotros reconocemos el misterio de
Jesús. Dios mismo viene en él a nosotros. Y nosotros comprendemos la
comunión como un acontecimiento sanador. De la misma manera que
entonces se curó el hijo del funcionario regio - o el criado del centurión-,
también nuestra alma recobra ahora la salud, porque Cristo mismo entra a
formar parte de nosotros. Necesitaríamos la fe del centurión para comprender
qué es lo que realmente sucede en nosotros al comulgar.

Curación a través del encuentro

El endemoniado de Cafarnaún.

Curación a través de una imagen sana de


Dios

(Marcos 1,21-28)

El relato de la curación del endemoniado en la sinagoga de Cafarnaún no


coincide con ninguno de los modelos de cu ración que hemos visto hasta
ahora: el enfermo acude adonde está jesús; Jesús se llega hasta el enfermo;
otras personas llevan al enfermo ante jesús. Jesús está predicando en la
sinagoga, enseñando a sus seguidores. Sin embargo, esta enseñanza no se
parece en nada a la que imparten los sabios de la ley. Jesús enseña «como
quien tiene plenos poderes [divinos]» (Marcos 1,22).

Jesús no tiene intención de curar a nadie. Lo que le preocupa es enseñar.


Pero los oyentes reaccionan a su enseñanza. Precisamente, en la sinagoga se
encuentra en aquel momento un hombre que está poseído por un espíritu
impuro: «El hombre empezó a gritar: "¿Qué tienes contra nosotros, jesús de
Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres: el Santo de Dios"»
(Marcos 1,24). Su mensaje de un Dios clemente y misericordioso, cercano al
ser humano, provoca en sus contemporáneos una fuerte reacción en contra.

Evidentemente, la imagen de Dios que presenta jesús plantea un reto a la


imagen demoníaca de Dios que tiene este hombre. El hombre no puede
contenerse. Jesús pone en tela de juicio su imagen demoníaca de Dios. Por
esta razón se lanza a vociferar contra jesús en la sinagoga.

Jesús no ha dicho absolutamente nada contra este hombre. Se ha limitado


a anunciar a Dios. Pero la imagen de Dios propia de jesús es una provocación
para este hombre, que evidentemente se ha hecho una imagen de Dios que lo
confirma. Tal vez se trate de la imagen de un Dios que me recompensa
cuando mis prestaciones religiosas pueden calificarse de suficientes. Una
imagen tan rigurosa de Dios produce alergia a quienes cultivan otras
imágenes más abiertas. O tal vez fuera la imagen de un Dios controlador, que
anota y juzga meticulosamente nuestros pensamientos y acciones.

Evidentemente, Jesús ha anunciado a Dios de otra manera. Sin duda,


Jesús habla de un Dios clemente y misericordioso, de un Dios que se
preocupa precisamente de los pecadores y que con su amor los induce a
convertirse. La imagen de Dios específica de Jesús provoca la agresividad del
endemoniado. Este intuye que Jesús le interpela por alguna faceta de su vida
anímica, que él ha marginado y reprimido. Concretamente, el endemoniado
ha utilizado su imagen controladora de Dios para no dejarse dominar por la
angustia que le provoca el caos de su propia alma. Privado de esta imagen de
Dios, se ve obligado a contemplar su propia verdad. Pero esto último es lo
que no es capaz de hacer. Por eso proyecta su angustia sobre Jesús y piensa
que pronunciando en voz alta el nombre de Jesús ejercerá un poder sobre él.

La fuerte reacción ha inducido a jesús a prestar atención a este hombre y a


curarlo. Su método terapéutico se reduce en este caso a un mandato: «Jesús le
ordenó: "¡Calla y sal de él!"» (Marcos 1,25). Jesús no interpela al hombre,
sino al demonio que está dentro de él y ha grabado en él la impronta de esta
falsa imagen de Dios. Este demonio, que con su imagen demoníaca de Dios
se ha apoderado del hombre, debe soltar su presa, desaparecer y callar.
La eficacia de la palabra de Jesús fue inmediata: «El espíritu inmundo
sacudió al hombre, dio un fuerte grito y salió de él» (Marcos 1,26).
Evidentemente, el hombre está dividido: entre el mensaje que Jesús proclama
-y que le interpela interiormente - y la antigua imagen de Dios con la que ha
crecido. Pero la palabra de Jesús es más poderosa. Tras una prolongada lucha,
libera al hombre de su imagen demoníaca de Dios. En este caso podríamos
decir: Jesús cura al hombre al hablar correctamente de Dios.

Jesús sabe que la imagen de Dios decide, entre otras cosas, cuál es la
imagen que cada uno tiene de sí mismo y si un individuo estará sano o
enfermo. Este método de jesús indica claramente la dirección en la que debe
trabajar el acompañamiento espiritual: convertir la imagen de Dios en tema
de tratamiento y descubrir dónde porta en sí mismo el cliente imágenes
patógenas y demoníacas de Dios. A menudo, este tipo de imágenes se
instalan en el inconsciente. En lo que respecta a la propia teología, se está de
acuerdo con la imagen jesuana de Dios. Pero en lo profundo del alma
duermen todavía las otras imágenes de Dios, que le determinan a uno y a
menudo le impiden vivir. Y el método terapéutico de jesús muestra que
muchas veces es necesario librar una larga lucha para que una persona se vea
libre de sus antiguas imágenes de Dios. Este no es solo un enfoque racional,
sino un combate que afecta al cuerpo y al alma.

El espíritu impuro sale dando gritos estentóreos del enfermo. A veces, los
gritos de quienes han sido portadores de una imagen demoníaca de Dios
expresan su inmensa rabia por haber servido durante años a un ídolo, no al
Dios de jesucristo. Necesitan distanciarse de las imágenes patógenas de Dios
con toda la fuerza de su agresividad, hasta estar en condiciones de mirar a
Dios con los ojos de jesús y adoptar la actitud de un hombre libre ante Dios.

El relato de la curación del endemoniado en la sinagoga de Cafarnaún nos


invita a ocuparnos de nuestras imágenes de Dios. ¿Hasta qué punto responde
nuestra imagen de Dios a la imagen que Jesús nos ha trazado de Él? ¿O es
nuestra imagen de Dios expresión de una imagen negativa de nosotros
mismos? ¿Delata la imagen de un Dios vengativo ciertas tendencias
autopunitivas presentes en mi alma? ¿Es la coacción que controla todas mis
emociones y pensamientos la que genera la imagen de un Dios controlador?
Mi mentalidad de contable, que todo lo valora, ¿tiene la culpa de la imagen
de un Dios que todo lo juzga en mí?

A menudo, no podemos precisar qué fue primero: si la imagen enferma de


mí mismo o mi imagen enferma de Dios. En cualquier caso, ambas van
juntas. El encuentro con la imagen de Dios propia de jesús solamente puede
demostrar su eficacia sanadora en mí si estoy dispuesto a desprenderme de
mis imágenes patógenas y demoníacas de Dios.

Curación del ciego de nacimiento.

No se trata de buscar culpables, sino de


entender la acción de Dios

(Juan 9,1-12)

En el caso de la curación del ciego de nacimiento, no se nos dice si fue el


enfermo quien se acercó a jesús o si fue jesús quien se acercó al ciego. Este,
simplemente, está ahí. Jesús lo ve al pasar. Y al verlo, Jesús y los discípulos
aprovechan la ocasión para hablar entre sí de un tema que afecta directamente
al ciego. Los discípulos preguntan a Jesús: «"Rabí, ¿quién pecó, para que
naciera ciego: él o sus padres?". Jesús contestó: "Ni él pecó ni sus padres. Ha
sucedido para que se revele en él la acción de Dios"» (Juan 9,2-3).

Los discípulos expresan una opinión que era ampliamente compartida en


el judaísmo de entonces: si alguien está enfermo, es porque alguien ha
pecado. La enfermedad ha de tener una causa. Alguien debe ser culpable: o el
mismo enfermo o uno de sus progenitores. Jesús niega que exista esta
relación directa entre pecado y enfermedad. Niega la interpretación causal
reduccionista de la enfermedad, de la que habló Sigmund Freud.

La comprensión freudiana de la enfermedad corresponde al punto de vista


de los discípulos. Pero es una interpretación peligrosa. Porque, si la
comparto, la sensación que transmito a cualquier enfermo es: tú mismo eres
el culpable de tu enfermedad. O, como dice el esoterismo: tú mismo te haces
enfermo. O bien: debes localizar en tu entorno a una o varias personas que
sean culpables de tu enfermedad: pero que yo mismo me reconozca culpable
o culpabilice a otros, no conduce a nada. Con ello solo consigo generar
sentimientos de culpabilidad que me paralizan y debilitan, pero que no
contribuyen a la curación.

Jesús dice: «Nadie ha pecado. En ese hombre deben revelarse las obras de
Dios». El problema es cómo debemos entender nosotros este dicho de Jesús.
Tal vez podríamos compararlo con la visión de C.G.Jung, que habla de una
interpretación finalista de la enfermedad.

La enfermedad apunta a una meta. Tiene un sentido. Quiere advertirnos


de nuevas formas de vida. En este sentido, se podría decir que las obras de
Dios deben hacerse visibles en el enfermo. La enfermedad se convierte en el
lugar donde Dios actúa y manifiesta su gloria. No debemos mirar al pasado,
sino al futuro. Toda situación humana, incluida la enfermedad, puede ser
transformada y curada por la acción de Dios.

A la pregunta de cómo hemos de entender nosotros su dicho, nos


responde el mismo Jesús, ya que es él quien empieza por propia iniciativa
una terapia para el ciego de nacimiento. «Dicho esto, escupió en el suelo,
hizo una pasta con la saliva, se la puso en los ojos y le dijo: "¡Ve a lavarte en
la piscina de Siloé - que significa `enviado'-!"» (Juan 9,6-7).

Podría decirse: Jesús muestra con sus gestos qué significa en realidad la
ceguera de este hombre y cómo puede cambiarse su situación. Ser ciego
significa a menudo cerrar los ojos ante uno mismo y ante la propia verdad,
porque uno no está de acuerdo con la imagen que tiene de sí mismo. Cuando
se trata de un «ciego de nacimiento», podría decirse que desde su nacimiento
no ha podido contemplar su realidad, porque esta era demasiado cruel e
insoportable.

Jesús mezcla su saliva con la tierra y forma una pasta. En definitiva, con
ello quiere decirle al ciego: Tú has sido tomado de la tierra. Reconcíliate con
tu humanidad, con tu condición terrenal. Hazte consciente de que en ti hay
tierra, suciedad. El ciego debe aprender a ser humilde. «Humildad» está
relacionada etimológicamente con humus, es decir, «tierra», «limo». Humilde
es aquel que se reconcilia con su condición terrenal, que desciende al fondo
mismo de su alma.

Con esa pasta en los ojos, el ciego debe ir a lavarse a la piscina de Siloé,
que en hebreo significa «Enviado». Es una forma de designar al Mesías. En el
encuentro con jesús, el ciego recobra la vista. El encuentro con jesús es como
un baño que limpia la suciedad de los ojos del ciego y, de esa manera, lo
capacita para contemplar de nuevo la realidad.

La pregunta que yo me hago aquí es qué tipo de irradiación o carisma ha


de poseer un terapeuta o un acompañante espiritual que quiera convertirse en
«baño» donde sus clientes puedan lavar la suciedad que ciega sus ojos y
recuperar la vista. La condición previa para que el acompañamiento
terapéutico o espiritual pueda ser experimentado como un «baño» es que el
acompañante no evalúe. Quien evalúa, decora el alma con suciedad. Y quien
es evaluado, con demasiada frecuencia se siente devaluado y sucio.

Jesús dice de sí mismo en el Evangelio de Juan: «Vosotros ya estáis


limpios por la palabra que yo os he dicho» (Juan 15,3). Al decir esto, jesús no
moraliza. Con estas palabras ha venido a decir que los hombres se sienten
limpios y en armonía consigo mismos.

Nuestras palabras ocultan a menudo segundas intenciones. Por ejemplo,


queremos que en nuestras palabras aparezcamos mejores de lo que en
realidad somos. Con frecuencia, tras nuestras palabras se agazapan agresiones
o prejuicios, valoraciones y juicios de valor. Por eso, una importante tarea del
acompañante espiritual consiste en mostrarse cuidadoso con el lenguaje que
utiliza y tratar de comprobar dónde ha podido volverse impuro su lenguaje.
Solo con un lenguaje claro y limpio - sin segundas intenciones- creamos una
atmósfera en la que el ciego se atreve a mirarse a sí mismo con toda claridad.
Nuestro lenguaje suscita en él la confianza de que no hay nada en él que no
pueda ser mirado con ojos limpios y bondadosos.
Quien medita el relato de la curación del ciego de nacimiento tratando de
aprender algo de ella, siente el impulso de desprenderse de sus ilusiones. Son
estas las que han llevado al ciego a cerrar los ojos para no ver su propia
realidad. Tras huir de sí mismo, se ha refugiado en una representación ideal
de sí. El encuentro con jesús le plantea el reto de aceptar humildemente su
propia humanidad y reconciliarse con todo lo terrenal y humano que hay en
él. Ahora ya puede contemplar su propia realidad con los ojos abiertos. Y
tampoco cerrará ya sus ojos ante los demás seres humanos, que le recuerdan
su propia condición terrenal y su fragilidad.

Terapia familiar: superación de relaciones conflictivas

La Biblia no nos informa únicamente de la curación de enfermedades


psicosomáticas por parte de jesús, sino también de la sanación de las
relaciones entre padres e hijos. Los Evangelios nos cuentan cuatro casos
clásicos de relación: padre-hija (Marcos 5,21-43), madre-hija (Marcos 7,24-
30), padre-hijo (Marcos 9,14-29) y madre-hijo (Lucas 7,11-17). En estos
relatos, jesús se presenta como terapeuta que hace ya dos mil años anticipó lo
que hoy nos enseña la terapia familiar. Teniendo en cuenta que ya he
explicado detalladamente estos cuatro casos de relaciones en mi libro
Sanación del alma: sanar las heridas de la infancia (Finde define Lebensspur.
Die Wunden der Kindheit heilen), me limitaré aquí a describir los métodos
terapéuticos de jesús en el campo de la terapia familiar.

Podemos observar que en ninguno de estos cuatro casos se limita jesús a


tratar al hijo o a la hija, sino que siempre atiende también al padre y a la
madre. En cualquier caso, Jesús no reparte sentimientos de culpabilidad. En
ningún momento les transmite ni al padre o a la madre, ni al hijo o a la hija,
que ellos sean los culpables de los problemas o enfermedades que padecen.
Jesús, simplemente, parte de problemas que han surgido en la familia. Y él
entiende su terapia como solución de dichos problemas. Para ello se requiere,
de todos modos, que tanto padres como hijos ensayen nuevas formas de
conducta, lo que hace posible una mejora de la convivencia familiar.

Jesús trata al padre de distinta manera que a la madre. En los dos relatos
centrados en la figura del padre, el tema central es la angustia y la confianza.
A Jairo, jefe de la sinagoga, a quien le comunican que su hija ha muerto, le
dice Jesús: «¡No temas! ¡Basta que tengas fe!» (Marcos 5,36). El problema
de muchos padres es que quieren tratar a sus hijos e hijas exactamente como
a los compañeros de trabajo en la empresa, como a los alumnos en la escuela,
o como a los clientes en la terapia. Pero los hijos no aceptan ese trato, porque
para ellos es decisivo que sus padres los perciban en su singularidad. El padre
debe aprender a desasirse de la hija, a dejar que ella misma se entregue a su
propio crecimiento y existencia y, en último término, a Dios, que la ha creado
en su individualidad irrepetible.

Al padre del hijo que, con sus ataques epilépticos, reduce a la impotencia
a su progenitor, le responde Jesús: «Todo es posible para quien cree». A lo
que, a su vez, responde el padre: «Creo, pero socorre mi falta de fe» (Marcos
9,23-24).

En el entorno del padre, el hijo no había encontrado ningún espacio de


confianza que le hubiera permitido expresar de forma razonable sus
agresiones, sus sentimientos y su sexualidad. De ahí que solo pudiera
expresarlos de forma no verbal a través de sus ataques de epilepsia. Marcos
refiere que durante estos ataques el demonio tiraba por tierra al niño, el cual
echaba espumarajos por la boca y rechinaba los dientes. Con cierta
frecuencia, el demonio lo había arrojado al fuego o al agua. Todas estas son
imágenes de una agresividad reprimida, de un inconsciente desbordado y de
fantasías sexuales que lo arrojan al fuego. Cuando Jesús interpela al padre a
propósito de su fe, el padre reconoce: «No he creído en mi hijo». Y empieza
entonces a creer. El padre ansía poder creer en su hijo. Y le pide ayuda a
Jesús para lograrlo.

En los dos relatos centrados en la madre, el tema central es la separación


o delimitación. Durante los primeros años de la vida del hijo, la madre es la
que más estrecho contacto tiene con él. Ella lo ha llevado en su seno, lo
amamanta, le cambia los pañales y crea un estrecho contacto corporal y
anímico con él. Pero al hacerse mayor el hijo, o la hija, la tarea de la madre
consiste en ir desligándose progresivamente de él o de ella. Naturalmente,
también el padre tiene que desligarse de sus hijos. Pero, teniendo en cuenta
que la relación entre la madre y los hijos es más estrecha, a la madre le
resulta más dificil esta tarea. El primer paso de este desligamiento es la
separación. Al separarse de la hija - o del hijo-, la madre les traspasa la
responsabilidad sobre ellos mismos. A muchas madres les resulta dificil dejar
de cuidar de sus hijos. No es necesario que se trate siempre de una ruptura
radical. En efecto, el amor materno se mantiene vivo hasta la muerte. En
cualquier caso, encontrar el equilibrio entre cuidado y desligamiento es una
tarea con la que las madres han de enfrentarse de por vida.

Jesús le muestra a la madre qué sucede con el desligamiento. Él se


desmarca de la madre, que se presenta ante él y le presiona para que vaya
enseguida con ella para curar a su hija. La madre pretendía acaparar a jesús
de manera muy parecida a como lo hacía con su hija. Se postra ante Jesús y le
abraza los pies. Jesús le pone un espejo ante los ojos. Le hace ver por qué
está enferma su hija: no está satisfecha. Los perros le han comido el pan que
ella necesitaba. Los perros representan aquí las preferencias de la madre: su
propia carrera, sus deseos de vacaciones, sus propias necesidades. Al colocar
jesús un espejo ante los ojos de la madre, esta aprende a ver las cosas de otra
manera. Con esta nueva perspec tiva debe volver a casa. La madre acepta
enseguida esta nueva forma de ver las cosas. Así pues, le dice a Jesús:
«Tienes razón, Señor. Pero también los perros, debajo de la mesa, comen de
las migajas que dejan caer los hijos» (Marcos 7,28). La madre lo reconoce:
Mi hija no está satisfecha. Tengo que mirar más por sus necesidades. Pero
también yo debo estar satisfecha. También yo tengo necesidades, que deben
ser satisfechas.

La madre necesita recuperar una vez más el equilibrio entre su dedicación


a la hija y a sí misma. Necesita tener coraje para ocuparse también de sí
misma. No necesita preguntarse obsesivamente, por pura angustia, si también
le dedica el suficiente amor a su hija, o si todo lo que hizo para educarla fue
siempre correcto. Jesús libera a la madre para sí misma y, de rebote, también
libera a la hija.

De manera parecida podemos comprender el dicho de Jesús a la madre


que, acompañada de un numeroso grupo de vecinos, llevaba a enterrar fuera
de la ciudad el cadáver de su hijo. Jesús se compadece de la madre y le dice:
«¡No llores!» (Lucas 7,13). La madre no tiene más remedio que desligarse
del hijo. Él debe seguir su camino. Ella debe abrir los ojos. Se da cuenta
entonces de que no está sola, mientras que el hijo desaparece de su vida.
Muchos habitantes de la ciudad la acompañan. Ella no debe satisfacer su
necesidad de relación únicamente con su hijo. También ella se ve obligada a
separarse del hijo y a desligarse de él. La cercanía excesiva a la madre no
deja vivir al hijo.

La meditación de estos cuatro casos de relación nos ofrece un ulterior


punto de vista. Cuando las relaciones son entre personas del mismo sexo -
padre-hijo varón y madrehija-, Jesús cura siempre expulsando al demonio. El
demo nio es un espíritu impuro que perturba la imagen que la hija o el hijo
tienen de sí mismos. Podemos comprender esto como una proyección. El
padre no ve al hijo en su singularidad personal, sino que proyecta en él sus
propias expectativas. El hijo debe ser exactamente como el padre, o este debe
recuperar en el hijo todo aquello que él mismo no pudo hacer realidad, como
estudiar una carrera o aprender una determinada profesión.

A su vez, la madre no reconoce el carácter singular e irrepetible de la hija,


sino que tiene sus propias imágenes de mujeres, que proyecta en la hija. O
bien, en otros casos, la hija le recuerda aspectos de su vida no vividos. En tal
caso, la madre combate lo que la hija destapa de sus propias zonas de sombra.
Este demonio debe ser exorcizado. También en este punto enseña jesús una
nueva forma de ver las cosas, tanto al padre como a la madre. En lugar de
proyectar sus propias imágenes en los hijos, padre y madre deben descubrir o
entrever la imagen única e irrepetible que Dios se ha formado de sus hijos.
Cuando se trata de relaciones entre personas de distinto sexo - padre-hija,
madre-hijo-, la curación pasa siempre por la muerte y la resurrección. Por
decirlo así, la hija debe evadirse de la simbiosis con el padre, y el hijo debe
romper la estrecha fijación a la madre. La antigua identidad, en la que uno se
define íntegramente a partir del padre o de la madre, debe morir.

La sanación es como el despertar de un profundo letargo, como una


resurrección. Hijo e hija deben levantarse con una nueva identidad. Necesitan
el valor de ser ellos mismos. En el caso de la hija de Jairo, esta novedad se
pone de manifiesto al tomarla jesús de la mano y decirle: «¡Niña, a ti te lo
digo, levántate!» (Marcos 5,41).

Jesús ordena que den de comer a la niña que acaba de volver a la vida. La
muchacha debe experimentarse a sí misma, su vitalidad, su naturaleza de
mujer. En el caso del hijo de la viuda de Naín que es llevado a enterrar, jesús
detiene el cortejo fúnebre: No es este el lugar en que tú puedes vivir. No
puedes dejar que a lo largo de tu vida te lleven otros en sus manos.
Acercándose Jesús al féretro, lo tocó y dijo: «Muchacho, yo te lo ordeno,
¡levántate!» (Lucas 7,14). Él se incorporó al punto. El término griego
egértheti significa también: «¡Despierta!». El hijo debe finalmente despertar y
convertirse en varón, en lugar de permanecer siempre al lado de la madre,
como exigiría su rol infantil.

Jesús sabe que el hijo o la hija no se curan solos, que el padre y la madre
deben ensayar una nueva forma de ver las cosas y una nueva conducta. En la
relación con sus progenitores, hijo e hija han desarrollado también un «juego
de rol» que no les hace bien y del que, por tanto, deben evadirse. Por eso se
ocupa jesús también del hijo y de la hija. En el caso de la hija de Jairo, jesús
toma a la niña de la mano y les dice a sus familiares que le den de comer.
Jesús refuerza los rasgos de la propia identidad de la niña. Curiosamente,
Marcos inserta dentro del relato de la curación de la hija de Jairo la curación
de la mujer que padecía flujos de sangre. Nos quiere mostrar así cómo
repercute la herida del padre en una mujer adulta.

La auténtica herida del padre de esta hija es la poca o nula atención


recibida de su progenitor. Si nadie se fija en ella, esta mujer da toda su
sangre, toda su fuerza, toda su fortuna y, en definitiva, emplea todas sus
facultades con el fin de que la vean. Pero el esfuerzo por conseguir ese
objetivo la agota totalmente. El primer paso para obtener su cu ración lo da la
misma hemorroísa, que reconoce que por su parte no puede hacer nada más.
Se abrió paso entre la multitud y, sin decir palabra, tocó el manto de Jesús.
Tuvo el valor de hacer algo en beneficio propio. Recurre al terapeuta, al
acompañante espiritual. Y le expone toda la verdad. Le cuenta su vida tal
como es. Y entonces realmente la mujer es vista por muchos.

Jesús le dice: «Hija, tu fe te ha sanado. ¡Vete en paz y queda sana de tu


dolencia!» (Marcos 5,34). Jesús realmente la percibe. Establece relación con
ella. La trata como hija. Y, de alguna manera, como padre sustitutivo le
transmite nuevo valor para que viva su propia vida. Pero no la hace
dependiente de él. Jesús se refiere a su fe. La mujer posee en sí misma fe y
confianza. En su interior brota una fuente de la que puede alimentarse. Si, en
lugar de esperarlo todo de la dedicación del padre, la mujer vive de sus
propios recursos, podrá seguir en paz su propio camino. Está entonces en
armonía consigo misma. Está curada y sana.

Jesús no trata a la hija de la mujer sirofenicia. Ni siquiera llega a verla. En


este caso, la ayuda le llega, evidentemente, en el momento en que su madre
acepta la otra visión de las cosas que le transmite Jesús. Cuando la madre ve
a su hija con otros ojos, cuando deja de verla como una rival o como la
persona que la saca de quicio, porque descubre en ella a la muchacha única e
irrepetible que con relativa frecuencia le hace tomar conciencia de sus zonas
de sombra, la relación madre-hija cambia radicalmente. Y si cambia esta
relación, la hija puede vivir de otra manera. Cuando la madre llega a casa,
«encuentra a su hija tendida en la cama y comprueba que el demonio ha
salido de ella» (Marcos 7,30). La hija descansa en sí misma. Ya no está
dividida entre su propia identidad y el rol que juega frente a la madre. Está en
armonía consigo misma.

En la historia que narra Marcos en el capítulo 9 de su Evangelio


(versículos 14-19), el padre del niño epiléptico se siente totalmente impotente
y desvalido frente a los ataques que sufre su hijo. El padre no sabe ya qué
hacer para ayudar al hijo. Jesús le enseña que tenga confianza. Pero también
el hijo se ha instalado en su rol. El hijo dominaba al padre.

Un pastor evangélico que tenía graves problemas de relación con su padre


opinaba: «La verdad es que no le he dado a mi padre ninguna oportunidad.
Cuando terminé mis estudios y supe lo que me había hecho mi padre, se lo
hice sentir. No le permití que volviera a aproximarse a mí». El hijo debe
romper con el rol con que se identifica y que le ha puesto las cosas tan
difíciles a su padre. Marcos describe la curación del hijo con detalles
verdaderamente dramáticos: Jesús ordena al espíritu impuro que salga del
hijo. Sin embargo, el espíritu zarandea todavía despiadadamente al muchacho
y, al salir de él, lanza un fuerte grito. A menudo se alude así a la lucha
interior del protagonista por liberarse de su antiguo rol. Y, a veces, el hijo
debe empezar gritando de rabia. El hijo ha quedado tendido sobre el suelo,
como muerto. La gente dice: «¡Está muerto!». Se ha desprendido de su
antigua identidad. Ahora Jesús debe tomarlo de la mano, para que vuelva a
estar en contacto consigo mismo y con su verdadera naturaleza. Y Jesús lo
levanta y, puesto en pie, el muchacho puede seguir su camino.

En el caso del hijo de la viuda de Naín, la curación se produce mediante la


orden dada por Jesús al difunto de levantarse del féretro y evadirse de la
simbiosis con la madre. Curiosamente, una observación añadida aquí por el
evangelista les crea problemas a algunos intérpretes: «Jesús se lo entregó a su
madre» (Lucas 7,15).

La sanación no significa que, a partir de ella, el hijo no tenga ya nada que


ver con la madre. En ese caso, el hijo quedaría desconectado de sus propias
raíces. La madre es y será siempre la raíz que todos necesitamos, para que el
árbol de nuestra vida llegue a florecer. Pero, al mismo tiempo, se requiere
disponer de libertad interior frente a la madre, una nueva forma de
distanciamiento, para poder aceptar también su proximidad. El hijo no
desempeña ya ante ella su antiguo rol. Se ha vuelto él mismo y ahora está ya
en condiciones de dejar que también la madre sea como ella es.

Sentimos qué inmenso tesoro de sabiduría se esconde en estos relatos.


Jesús aparece aquí como el primer terapeuta de la familia, que conoce la
trama familiar y la pone al descubierto. Jesús trata al padre, a la madre, al hijo
y a la hija atendiendo siempre a lo que cada uno de ellos necesita. Los
objetivos que se propone alcanzar con su tratamiento son: por una parte, que
los miembros de la familia sean totalmente ellos mismos y sigan su propio
camino; por otra, que cada cual consiga establecer una buena relación con el
padre y la madre, con el hijo y la hija. Jesús no pretende abordar todos los
problemas del pasado de las personas con quienes se encuentra, sino señalar
un nuevo camino para el futuro. La experiencia de la propia fuente y la
experiencia de comprensión y dedicación a través del terapeuta - o, dicho de
otro modo, la «reparentalización» a través del terapeuta o acompañante
espiritual - son el camino de la sanación.

Panorámica de los diversos métodos terapéuticos de jesús en los relatos de


curación

Sobre el trasfondo de todos los relatos de curación, me gustaría echar una


última mirada a los diversos métodos terapéuticos de Jesús. Lo hago
pensando, por una parte, en el terapeuta y en el acompañante espiritual.
Ambos pueden sentirse estimulados por los métodos terapéuticos de jesús
para su propio trabajo de acompañamiento. Pero, por otra parte, también
tengo en cuenta a los lectores y lectoras de este libro que, habiendo
emprendido ya el camino de la individuación, esperan que alguien les ayude
en los problemas con que se topen al avanzar y los cure de sus enfermedades
y pautas neuróticas de conducta. La lectura y la meditación de los relatos de
curación no sustituyen en ningún caso la terapia, pero para muchas personas
representan una importante ayuda a la hora de enfrentarse de una forma
nueva a sus arraigadas pautas de vida.

Jesús se adapta al modo de ser de cada persona. Intuye qué es lo que


necesita aquí y ahora cada individuo. No sigue un sistema, sino que trata a
cada uno de la manera que mejor se adapta a sus necesidades. Evidentemente,
jesús tiene un olfato interior que le dice qué es lo que le hace bien a cada uno.
Sigue su intuición. La fuente última de donde brotan sus actuaciones es, por
una parte, la unidad de vida que tiene con Dios y, por otra, su contacto con el
fundamento de su alma. De ahí que Jesús nos anime a confiar más en la
propia intuición que en el sistema de una escuela terapéutica.

Jesús se encuentra con las personas. La curación se produce siempre en el


encuentro. Lo que ante todo sana no es el método, sino el encuentro, la buena
relación entre acom pañante y cliente. Encontrarse con otro significa siempre
encontrarse también consigo mismo. Jesús no evita a nadie este
autoencuentro. No se contenta con eliminar la enfermedad sin que el enfermo
se enfrente al mal que le aqueja y se pregunte qué es lo que este quiere
decirle. La curación solo se produce allí donde el enfermo está dispuesto a
poner en manos de jesús no solo la herida corporal, sino también la herida
psíquica. En el encuentro únicamente se curará quien esté dispuesto a
encontrarse sinceramente consigo mismo y a experimentar en ese
autoencuentro la propia impotencia para poder ayudarse a sí mismo. No
puedo servirme ni de jesús ni de Dios para recobrar mi salud. Debo estar
dispuesto a ofrecer a Dios mi verdad y mis heridas. Solo entonces puede
derramarse en mis heridas el amor de Dios y puede su luz iluminar mi
verdad.

La sanación significa también orientarse uno mismo de nuevo, aprender


una nueva visión de la vida, adoptar nuevas formas de conducta con respecto
a uno mismo y a los demás. A menudo la enfermedad nos advierte que no
podemos continuar viviendo como hasta ahora. En este sentido, la curación
implica siempre una conversión a una nueva forma de vida. El enfermo acude
al encuentro con su verdad. El terapeuta o el acompañante espiritual se
implican personalmente: ponen su corazón, su compasión. Se comprometen
en favor del cliente. En los relatos de curación se repite una y otra vez que
Jesús se compromete por completo. Esto se pone de manifiesto, por ejemplo,
en sus suspiros, que indican que sanar entraña también para él un indudable
esfuerzo.

El encuentro es un acontecimiento en el que participan dos seres


humanos. No puede planearse. La franqueza y la sinceridad son los dos
presupuestos básicos para que se produzca un encuentro que transforme y
cure. Jesús acepta encontrarse con el enfermo. Jesús crea por propia iniciativa
una atmósfera de confianza, para que el enfermo se atreva a abrirse y a
encontrarse con él. Pero que el cliente acceda o no a participar de lleno en el
encuentro es algo que no depende de nosotros. Saber esto nos libera a los
acompañantes de la presión de pensar que deberíamos devolver la salud a
cada uno de los enfermos que tratamos. La sanación se produce en el
encuentro, pero no es el resultado de nuestra actuación. En último término, es
siempre un don, un milagro.

Jesús puede acercarse paternal y maternalmente al enfermo. Trata a


algunos enfermos con la ternura y la delicadeza de una madre y crea un
espacio maternal de confianza, un espacio de dedicación incondicional,
donde no se producen evaluaciones. De todos modos, jesús puede ser también
un padre exigente con algunos enfermos. Les fortalece la espalda y, si es
necesario, no duda en enfrentarse con su propia fuerza y su voluntad. Activa
la fuerza que cada uno de ellos mantiene escondida en su interior y se niega a
hacer él mismo todo el trabajo en lugar del enfermo. La persona enferma
debe colaborar en su sanación. No es solo el acompañante quien necesita
mostrar esta conducta maternal y paternal con el enfermo, sino todos
nosotros. Al relacionarnos maternalmente con nosotros, abrazar
maternalmente al niño que hay en nosotros y dejar de evaluarnos a nosotros
mismos, la curación puede producirse. Y también necesitamos escuchar de
nuestros propios labios el estímulo paternal: «Levántate, toma tu camilla y
vete!».

En muchos casos, Jesús toca a los enfermos a los que devuelve la salud.
Realiza sus curaciones a través del con tacto, de gestos como la imposición
de manos. Este rito de la imposición de manos está siendo redescubierto hoy
día por su significado curativo. Al imponer mi mano sobre alguien, el
Espíritu sanador de Dios se derrama en él, en sus tensiones, en su parálisis, en
su caos interior. Hoy día practican el contacto físico muchos fisioterapeutas.
Al contactar el terapeuta físicamente con el cliente, este descubre sus propias
tensiones y puede eliminarlas gracias a la cálida mano de la terapeuta.

Hoy día somos extremadamente cautos - solo quiero recordar aquí, de


pasada, la cuestión de los abusos contra menores - en lo que a nuestro
contacto físico con los clientes se refiere. Podría entenderse como un abuso o
extralimitación de nuestras funciones de terapeutas. La acción de tocar
podemos interpretarla también simbólicamente. Alguien podría decir: Jesús
entra en contacto físico con el cliente, con su cuerpo y con su alma, para que
también el cliente contacte físicamente consigo mismo. Mi contacto con los
demás puedo establecerlo también a través del diálogo. Mis palabras tocan su
corazón. Esto lleva a que el enfermo se sienta a sí mismo y descubra la propia
fuerza que se esconde en su interior.

Todos y cada uno de nosotros somos depositarios de energías


autocurativas. Por medio de su palabra y de cada contacto físico, jesús pone a
cada persona en contacto con su fuente interior y con sus recursos internos.
Cada ser humano esconde dentro de sí recursos de los que puede valerse.
Gracias al encuentro con Jesús y al contacto físico con él, los hombres
descubren los recursos de que disponen. Jesús confía en las energías
autocurativas presentes en el individuo. Él no debe hacerlo todo.

Como acompañante espiritual que soy, los métodos terapéuticos de jesús


me plantean una exigencia personal. También yo procuro, por encima de
todo, encontrarme con el cliente sin prejuicios y sin hacer juicios de valor
sobre él, dispuesto a contemplar juntamente con él su verdad y a ponerlo en
contacto con los recursos de los que él es portador. No se trata tampoco de
enseñarle algo que no sabe, ni de darle buenos consejos, sino de ponerlo en
contacto con sus propias energías. Normalmente, esto se lleva a cabo de una
forma prudente y delicada. A veces, sin embargo, hay que recurrir también al
enfrentamiento y la provocación, para que el otro despierte y se libere de sus
rutinarias pautas de vida. Tanto el acompañamiento terapéutico como el
espiritual son un camino. No sanan de inmediato, sino que inician un proceso
de curación. Es importante que, como acompañante, yo confíe en este
proceso de sanación y cree un espacio de confianza en el que el cliente
aprenda a confiar en sí mismo.

En último término, la que sana es siempre la fe, la del acompañante y la


del cliente. Aunque por otra parte, como acompañante, yo soy responsable
también en buena medida de que el cliente crea en sí mismo y en su curación.
El cliente percibe enseguida si yo creo en su curación o si, por el contrario, lo
considero un caso desesperado. Mi fe puede ayudar al cliente a creer en sí
mismo. De todos modos, mi fe nunca puede sustituir a la suya. El cliente ha
de estar dispuesto a creer en sí mismo y a confiar en que Dios realiza en él el
milagro de la sanación.
Sin esta disposición a creer en la propia curación es imposible que esta se
produzca. Esto lo experimentó el mismo Jesús. Cuando se presentó en
Nazaret, su patria, y sus veci nos lo rechazaron, no pudo realizar ningún
milagro: «Y se asombraba de su incredulidad» (Marcos 6,6).

La eficacia sanadora de los relatos de curación no pueden experimentarla


únicamente los profesionales del acompañamiento espiritual, sino todas las
personas que leen y meditan estos textos evangélicos. La primera condición
es dejarme llevar personalmente por el espíritu de estos relatos: que yo me
pregunte a mí mismo dónde radican mis parálisis, mis cegueras, mis locuras,
mis desgarros, mis sorderas y mis mudeces, y dónde me encuentro yo
atrapado en problemas familiares. La segunda condición es estar dispuesto a
ofrecer mi verdad a jesús para, como los enfermos de entonces, salir a su
encuentro con todas mis heridas. En tercer lugar, debo confiar en que, a
través de su Espíritu, Jesús sane hoy mis enfermedades y que, al encontrarme
con él, mi mente se abra a una nueva visión de la vida, para que, lleno de su
Espíritu, me enderece y viva en armonía con la imagen que Dios se ha hecho
de mí. En este encuentro con Jesús, también yo debo tomar contacto conmigo
mismo, con las fuentes interiores que Dios me ha otorgado: son fuentes de
energías autocurativas, fuentes de habilidades y aptitudes, fuentes de fuerza y
esperanza.
PARA los cristianos, jesús es el Hijo de Dios, en quien Dios mismo se ha
comunicado a nosotros. En expresión de Karl Rahner, Jesús es la
autocomunicación absoluta de Dios. Para nosotros, jesús es el Salvador que
nos ha liberado del pecado y de la culpa, ha llevado a su plenitud nuestra
naturaleza humana mortal y caduca con su vida divina y, de esta manera, la
ha sanado. Pero Jesús es también el hombre que vivió hace unos dos mil
años. Como nos informan los Evangelios, Jesús sanó a los enfermos, dialogó
con sus coetáneos, mostró caminos de sabiduría y en repetidas ocasiones
explicó diversas parábolas a su auditorio.

Para conocer el alcance del trabajo de jesús como médico y terapeuta,


como genial agente de pastoral y acompañante espiritual, hemos de meditar
cada una de las palabras y escenas en las que Jesús se encuentra con
personas, habla con ellas y las trata de alguna manera. En este libro me he
limitado a repasar los relatos de curación, las parábolas y algunos dichos de
Jesús. En todos esos textos hemos podido comprobar la sabiduría terapéutica
de jesús y sus diversas formas de curar. La meditación de estas historias y
dichos de jesús nos permitirá descubrir siempre nuevos aspectos de su acción
sanadora y de sus métodos terapéuticos. Sin em bargo, los evangelistas no
nos anuncian a Jesús simplemente para que nosotros admiremos sus palabras
y sus acciones y para que al encontrarnos con él también nosotros
experimentemos la curación. Nos anuncian a Jesús, asimismo, para exigirnos
actuar como él lo hizo. Jesús envió a sus discípulos para que anunciasen su
mismo mensaje. A saber, que el reino de Dios está cerca.

Y como discípulos suyos que somos, nosotros debemos sanar como Jesús.
Al enviar a sus discípulos, Jesús les dice: «Y de camino proclamad que el
reinado de Dios está cerca. Sanad enfermos, resucitad muertos, limpiad
leprosos, expulsad demonios» (Mateo 10,7-8).

En Mateo se habla primero del anuncio del mensaje y, a continuación, de


la acción terapéutica de los discípulos. Esta última es expresión de su
predicación. Sin esta acción sanadora, la predicación de los discípulos sería
incompleta. Y no sería fiel al sentido de Jesús. En Lucas, en cambio, lo
primero es la acción sanadora, y luego el anuncio del mensaje que la explica:
«Sanad a los enfermos que haya y decidles: "Ha llegado a vosotros el reino
de Dios"» (Lucas 10,9).

Los discípulos deben curar a los enfermos. Lo que anuncian en su


predicación explica el sentido que tiene su interés en devolver la salud a los
enfermos. En la curación de los enfermos se acerca a nosotros el reino de
Dios. Dios empieza a reinar en nosotros. Y si Dios reina en nosotros,
nosotros estaremos ilesos, íntegros y sanos. Si nos aplicamos estas palabras,
podríamos decir: al curar hoy nosotros a personas enfermas - como médicos,
terapeutas y agentes pastorales-, el reino de Dios se acerca a los hombres,
haciéndose realidad para nuestros contemporáneos lo que Jesús anunció
repetidamente en su predicación.

En este libro he tratado de explicar cómo podría presentarse


concretamente la sanación en el acompañamiento terapéutico y espiritual.
Hemos analizado los diversos métodos terapéuticos de jesús: su forma de
encontrarse con los enfermos y de tratarlos, su forma de hablar a las personas.

Mi deseo es que nosotros no solo admiremos la sabiduría terapéutica de


jesús, sino que - llenos de su Espíritu, que ya nos envió en Pentecostés, pero
que nos sigue enviando siempre que se lo pidamos - acompañemos a los
hombres de hoy de la forma que Jesús nos enseñó. Si así fuera, sucedería lo
que jesús pidió a sus discípulos: los enfermos sanarían, los muertos
resucitarían, los leprosos quedarían limpios, y los demonios serían
expulsados.

Una meta demasiado pretenciosa, al parecer. En cualquier caso, pienso


que todos los terapeutas y todos los agentes de pastoral - hombres o mujeres -
han experimentado ya alguna vez cómo personas que estaban interiormente
paralizadas se han abierto y han resucitado a una vida nueva. Y nosotros
hemos experimentado cómo algunos leprosos quedan limpios: personas que
no se soportaban a sí mismas han empezado de pronto a vivir en armonía
consigo mismas. Se sintieron limpias, en orden. Se permitieron ser como
realmente son. Y los demonios fueron expulsados: pautas neuróticas de vida
que tiranizaban a algunas personas desaparecieron de pronto, y las personas
afectadas pudieron verse a sí mismas como eran. Se sintieron liberadas de
coacciones internas - incluso de aquellas con las que en ocasiones ellas
mismas se habían impuesto una espiritualidad enfermiza-, de negreros
internos a los que ellas mismas habían aceptado vivir sometidas hasta
entonces.

Todo aquel que acompaña terapéutica y espiritualmente a otros, y que


quiera hacerlo al estilo de jesús, puede aprender de sus métodos terapéuticos.
Tal vez a alguien se le ocurra objetar: «Yo no soy Jesús. No puedo copiar lo
que él hizo». Si quisiéramos copiar lo que hizo jesús, nosotros mismos nos
impondríamos una presión innecesaria, que sería perjudicial para nuestro
trabajo. En cualquier caso, nuestra confianza ha de basarse en que Jesús nos
ha hecho partícipes de su Espíritu. En el Evangelio de Juan se afirma incluso
que Jesús insufló su Espíritu en los discípulos (véase Juan 20,22).

En cualquier caso, el Espíritu que nosotros hemos recibido debe cotejarse


siempre con el Espíritu de Jesús. Y este Espíritu de Jesús lo encontramos en
sus palabras, en su forma de encontrarse con las personas y de fascinarlas, en
su manera de relacionarse con los enfermos y sanarlos a través de una serie
de pasos terapéuticos. Lo que nos cuentan los Evangelios en sus relatos de
curación podría suceder también entre nosotros, si no siempre en forma de
curación espontánea - ¡que también hoy día se da a veces!-, sí a través de un
proceso de más larga duración. En este proceso de acompañamiento podemos
seguir los mismos pasos que Jesús nos ha mostrado.

Nosotros no tenemos que copiar lo que hace jesús ni contar a nuestros


clientes parábolas o historias tan hermosas como las que contaba jesús. Pero
tenemos a nuestra disposición las parábolas y los dichos de Jesús. Unas y
otros contienen una energía curativa. Jesús mismo llenó estas parábolas con
su energía sanadora. Con estas parábolas podemos trabajar. Entender e
interpretar correctamente las parábolas y los dichos de jesús depende
exclusivamente de no sotros. Podemos entonces proponérselos a los clientes,
para que ellos, con sus problemas concretos, los acepten.

Quienes dejan que las palabras de jesús penetren en su angustia, en su


perfeccionismo, en su susceptibilidad y sus autorreproches, y durante toda
una semana se familiarizan así con alguna de las parábolas evangélicas,
cumplen todas las condiciones para que también en ellos se produzca la
transformación que jesús provocaba en los hombres y las mujeres que
escuchaban sus historias. La parábola les comunicará, como surgida de su
propio interior, una nueva visión de las cosas. Y quienes ven su vida de otra
manera, con el tiempo cambiarán su forma de relacionarse consigo mismos y
la experiencia que tienen de sí.

También a nosotros nos hace bien tomar las palabras de Jesús como un
kóan que consigue que nuestra mente se mueva en otro nivel de pensamiento.
Podemos entonces utilizar en el acompañamiento las palabras de jesús de
manera que respondan a la situación del cliente. No se trata de que el cliente
reflexione exclusivamente sobre un dicho de Jesús. El cliente debe entenderlo
más bien como un kóan, masticarlo - los monjes prefieren hablar aquí de
«rumiarlo» - hasta sentirse trasladado por el dicho de jesús a otro nivel: al
nivel de la experiencia espiritual, a un nivel en el que su vida no está ya
determinada ni por la enfermedad ni por pautas neuróticas de conducta; es
decir, al nivel donde el cliente se encuentra con su núcleo más íntimo, con el
espacio de quietud donde ha fijado su morada el reino de Dios en él.

En ese centro personal, donde el reino de Dios habita en nosotros, nos


sentimos libres de viejas pautas de conducta, libres de las expectativas y los
juicios de los demás. Ahí somos sanos e íntegros. La enfermedad y la injuria
no pueden tocar nuestro núcleo más íntimo. En él somos originales y
auténticos. Entramos en contacto con la imagen primigenia y no adulterada
que Dios se ha formado de nosotros. Si establecemos contacto con esta
imagen única de Dios, nuestra vida empezará a brotar, florecer y dar frutos.
Esta imagen primigenia es como una fuente que mana dentro de nosotros y
renueva nuestra energía. Ahí, donde el reino de Dios habita en nosotros,
somos puros y claros. Y la culpa tiene totalmente prohibida la entrada.
Jesús no interpela permanentemente a los seres humanos a propósito de
sus pecados, sino que despierta en ellos el núcleo que no ha sido contaminado
por la culpa. Jesús confía en la capacidad de los seres humanos de establecer
contacto con su ámbito interior, en el que Dios -y no precisamente el pecado -
reina en ellos. Y ahí, donde Dios habita como el misterio en el hombre, le es
dado a cada uno encontrar un hogar dentro de sí mismo. Ahí paladean los
hombres el sabor de la casa paterna. Ahí perciben que radica su centro
interior. Y a partir de este centro, de esta casa paterna interior, están en
condiciones de cambiar de vida, levantarse - como los enfermos a quienes
jesús sanaba-e iniciar una vida nueva.

De todos modos, al escribir este libro no he pensado únicamente en los


hombres y las mujeres que hoy trabajan en el acompañamiento espiritual y
terapéutico. Imbuidos del espíritu de jesús, son continuadores directos de su
actividad sanadora. Estoy convencido de que la Biblia es por sí misma un
libro que sana. Si meditamos las palabras de jesús, estas provocan en
nosotros una nueva visión de las cosas. Si nos dejamos imbuir por el espíritu
de las parábolas de jesús, la imagen que tenemos de nosotros mismos y de
Dios cambia. En nosotros se genera entonces un proceso de curación interior.

Al contemplarnos a nosotros mismos y nuestra vida ante Dios con otros


ojos, mejora nuestra forma de abordar los temas de la vida que con excesiva
frecuencia nos abruman, como la culpa, el dolor y el fracaso. Nuestras
emociones, como la angustia, la envidia y los celos, se transforman. Al
meditar los relatos de curación, algo se pone en movimiento en nosotros.

La lectura de la Biblia no es la única posibilidad que está a nuestro


alcance. En la eucaristía se celebra lo mismo que narra el texto bíblico. En
ella nos sucede hoy a nosotros lo mismo que entonces sucedió entre Jesús y
el enfermo. Lo único que se nos pide es que, sobre el trasfondo de los relatos
de curación, nos acerquemos hoy a jesús en la comunión, como los
paralíticos, los ciegos y los sordos, los marginados y los frustrados, para
recibir en nosotros su auténtica Palabra en forma de pan y de vino y, por
decirlo así, convertirlo en parte de nosotros mismos.
Experimentamos entonces, al tomar la hostia en nuestra mano y
convertirla en parte de nosotros mismos, la auténtica Palabra de Dios:
«¡Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa!» (Marcos 2,11). 0 también:
«¡Hija, tu fe te ha salvado! ¡Vete en paz y queda sana de tu enfermedad!»
(Marcos 5,34).
BETZ, Otto, Das Geheimnis der Zahlen, Stuttgart 1989.

DREWERMANN, Eugen, Tiefenpsychologie und Exegese, vol. II, Olten


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SANFORD, John A., Alles Leben ist innerlich. Meditationen über Worte
Jesu, Olten 1974.
* Este índice se añade en la edición española. En negrita se destacan los
números de las páginas dedicadas expresamente a los textos citados.

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