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AFK La Cruz de Diablo
AFK La Cruz de Diablo
Andreas FABER-KAISER
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Empresa Minera Cumbaratza y de la Empresa Minera del Sur, en Guayaquil,
me mostró parte de su oro, sus fotografı́as del interior de los túneles, y me
obsequió con un plano de los mismos: Es usted el primer extranjero que
ha tenido el arrojo de ir solo hasta las cuevas. Otros lo han intentado, pero
nunca nadie habı́a ido solo. Ha crecido enormemente mi respeto por usted,
por lo que, la próxima vez que venga, le prometo acompañarle a la selva.
Solamente le pido a cambio que no publique absolutamente nada de lo que
ha visto ni de lo que le he estado explicando.
No hacı́a falta que insistiera en ello. Conozco bien las reglas y sé res-
petarlas: por ética y por propia seguridad, pues queda mucho camino por
recorrer.
Un reguero de infartos
Prácticamente a la misma hora en que estaba yo aterrizando procedente de
Bogotá en el aeropuerto Simón Bolı́var de Guayaquil, el 22 de febrero de
1986, morı́a de un infarto en los montes cercanos a Vilcabamba —en donde
Moricz estaba concentrando sus más recientes prospecciones mineras— el
ingeniero jefe de su equipo de geólogos, el alemán Dr. Stadler, que hacı́a su
primer recorrido de reconocimiento del terreno. Esta fue mi bienvenida. Mi
llegada coincidió con la del ingeniero Hans Theo Sürth, ayudante de Rommel
en el desierto en sus años mozos, y que ahora actuaba en representación del
Departamento de Geologı́a y Minerı́a de la misma empresa alemana que habı́a
enviado al Dr. Stadler. Al comunicar Sürth la muerte de su compañero a la
central alemana, no tardó en recibir un telex de sus jefes que finalizaba con
estas palabras: . . . y abrid bien los ojos. No dudé en aplicarme el consejo.
En 1987 telefoneé a Pierre Paolantoni a su casa de Paris. Me interesaba
contactarle dado que catorce años antes también él habı́a obtenido informa-
ción de primera mano de Janos Moricz —que por cierto cambió hace años su
nombre original húngaro de Janos por el español Juan—. Quedé con Pierre
en que nos verı́amos personalmente en la primera ocasión que yo tuviera de
viajar a Paris. Cuando meses más tarde se dió esta ocasión, telefoneé previa-
mente para acordar una cita. Atendió al teléfono su mujer Marie-Thérèse:
que no hacı́a falta que fuera a verlos, dado que al dı́a siguiente de mi primera
llamada, Pierre Paolantoni habı́a sido ingresado de urgencia en una clı́nica
por haber sufrido un ataque cardı́aco. Precisaba reposos absoluto y no querı́a
ni oı́r hablar del tema. Durante el invierno de 1991 acudı́ repetidas veces al
domicilio de los Paolantoni en Parı́s, pero jamás logré hablar con ellos cara
a cara.
Por primera vez desde su salida durante la ocupación rusa, Janos Moricz
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tenı́a intención de viajar a Europa, a su Hungrı́a natal, en el verano de 1990.
Al no venir, le llamé a Guayaquil: Con la guerra que se está fraguando
en el Golfo, yo no viajo a Europa ni loco, me dijo, para añadir: Y le
doy un consejo: lárguese con su familia ahora que aún está a tiempo. Aquı́
tiene usted casa y comida para el tiempo que haga falta. Temı́a que la
guerra del Golfo le matara en Europa. Y las paradojas del destino pueden
llegar a ser grotescas, dado que no interpretó bien el mensaje: se quedó en
el Ecuador, y exactamente el dı́a antes de que el diabólico presidente Bush
anunciara el fin de la guerra del Golfo, Janos Moricz fue hallado muerto de
un infarto de miocardio, el 27 de febrero de 1991, en la habitación de un
hotel en Guayaquil.
El hallazgo de Moricz
Entre la voluminosa documentación que me entregó Juan Moricz cuando
regresé de la selva, figura copia de la Escritura notarial de protocolización de
la denuncia oficial de su sorprendente hallazgo. La presentó hace casi 20 años
al Ministro de Finanzas, y por su intermedio al Presidente de la República del
Ecuador, para dejar constancia de la exactitud de sus afirmaciones. Extracto
de esta Escritura notarial:
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Más adelante, y siempre dentro de la misma escritura notarial, Moricz no
se anda con rodeos ni tapujos cuando se dirije al Presidente de la República:
Compromiso de silencio
El 23 de julio de 1969 se firmó en Guayaquil un documento que comenzaba
ası́:
Los abajo firmantes, integrantes de la expedición a las cuevas descubier-
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Pero apareció recientemente un artı́culo sobre los Tayos, firmado por al-
guien que nunca estuvo cerca de los mismos, ni mucho menos al borde de su
entrada. Valga decir aquı́ de paso que tampoco Erich von Däniken estuvo
jamás en la selva que encierra estas cuevas.
Un mes después de este reportaje, apareció un artı́culo sobre el túnel del
Templo de la Luna, al que descendı́ con Juan José Benı́tez en Costa Rica
Maniobras de distracción
Como queda dicho, llegué a Guayaquil en febrero de 1986. En la sede de
la Empresa Minera Cumbaratza me recibe Zoltan, compañero de fatigas de
Moricz, y me comunica que acaba de morir en los montes cercanos a Vilca-
bamba el geólogo alemán ya citado. En los dı́as siguientes Janos Moricz, su
compañero y compatriota Zoltan y Gerardo Peña, el abogado del grupo, me
convierten en su huésped de honor y se empeñan en disuadirme de mi em-
peño de visitar las cuevas: ¿De verdad quiere irse a Oriente? Esto siempre
es peligroso, e ir solo es un suicidio. Pero yo no dejo de hacer mis prepa-
rativos para el viaje a la selva. Intento conseguir en Guayaquil, sin éxito, el
ansiado suero contra la mordedura de serpientes, que no habı́a podido obte-
ner en Barcelona ni en Madrid. Tampoco aquı́. En el mercado negro puedo
agenciarme un revólver sin licencia por 80.000.- sucres, unas 80.000.- pesetas.
En algunas ferreterı́as de la capital del Guayas me ofrecen un rudimentario
artefacto de dos balas, sin ninguna precisión, por unas 20.000.- pesetas. De-
cido que ya veré cómo me defiendo en la selva cuando esté más cerca de ella.
Mientras tanto, me compro una hamaca y un poncho de lona para las lluvias.
En vez de ir conmigo a la selva como estaba previsto, Janos Moricz me
invita a acompañarle a Vilcabamba —el pequeño valle andino con mayor
ı́ndice de longevidad de América—, no sin antes darme un consejo: Llévese
bastantes botellas de aguardiente de caña. No para usted, sino para la mula,
por si ésta flaquea en la selva: un trago de aguardiente la levanta de golpe.
Además, es lo más seguro: montado en la mula no le morderá ninguna ser-
piente. Me llevo aguardiente y whisky para mı́. Viajo al sur del Ecuador,
casi a la frontera con el Perú, en un Trooper de la Empresa Minera del
Sur y en compañı́a de Zoltan. ¿Por qué no se olvida de los Tayos? Verá
cómo le gustan las minas. Es toda una experiencia. Escriba un libro sobre
las minas y sobre el oro. Le daremos toda la infornmación que precise y
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en Vilcabamba estamos abriendo una nueva prospección. Puede vivir allı́
como invitado nuestro el tiempo que quiera. No sabı́an con quién estaban
hablando.
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Ultimos aprovisionamientos
En Cuenca, ya solo, localizo por fin unas minúsculas bolitas de cloro que se
utilizan para el agua de las piscinas. Me llevo una bolsa para purificar con
ellas en mis dos cantimploras el agua de los arroyos que beberé. También
me compro un machete de grandes dimensiones, única arma que finalmente
me llevaré a la selva además de mi cuchillo de supervivencia, que ya traı́a de
Barcelona. Me informo de cómo llegar a Macas, la última localidad antes de
la selva: iré en un autobús que marcha al Oriente, cruzando los Andes hasta
rebasar la tercera cordillera y descender hacia la selva: 300 km que se cubren
a marcha lenta en 12 horas. Precio: 300.-pts. En Macas hago el último
esfuerzo por conseguir un arma de fuego, pero en vano. Necesito el dinero
para alquilar una avioneta que me lleve al corazón de la selva. Tampoco aquı́
tienen antı́doto contra la mordedura de las serpientes. Me cuentan que dos
dı́as antes de mi llegada hallaron a una boa roncando junto a la orilla del
rı́o, con dos bultos bien visibles en su interior. Más abajo apareció un bote
vacı́o: abrieron la boa y hallaron en su interior a la pareja que ocupaba el
bote. Y todavı́a no me hallaba en la selva virgen. Pido antı́doto contra los
ofidios en la rudimentaria enfermerı́a de la misión de Chiguaza, algo apartada
de Macas. No tienen, pero sı́ me da un remedio la hermana encargada de
la misma: Cuando te abras paso por la selva reza un avemarı́a y nada
te pasará. Un anciano misionero prácticamente ciego tiene mejor consejo:
Durante toda mi vida he andado por la selva pidiendo que no me tocara a
Rumbo a la selva
Tengo que esperar tres dı́as para obtener permiso de vuelo con la avioneta:
falta areglar una pieza y además acaba de saberse que el general Frank Vargas
Pazzos, jefe de la Fuerza Aérea Ecuatoriana, se ha alzado contra el presidente
de la República, León Febres Cordero. Se prohiben todos los vuelos en el
Ecuador, y el batallón de Selva en cuya pista debe de aterrizar mi avioneta se
halla en estado de alerta máxima. De hecho despegamos de forma clandestina
en cuanto se observa el primer claro entre las nubes y las brumas: un rápido
contacto por radio para conocer la situación atmosférica en el área de destino
permite intentar el vuelo. Sobre la cordillera selvática del Cutucú tenemos
serios problemas de visibilidad y no parece que el pequeño aparato quiera
remontar fácilmente las copas de los árboles más elevados: Nosotros hace
diez años que no tenemos ningún accidente mortal, me tranquiliza el piloto
a mi lado. Los de las misiones protestantes en cambio se la pegan con
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frecuencia, dado que salen a volar con el estómago lleno de alcohol para
darse valor. Aquı́ en cuanto ves un claro entre las nubes tienes que despegar
y rezar para que no se cubra durante el vuelo, para seguir teniendo visibilidad
y llegar a tu destino.
En la pequeña pista de selva me recibe un sargento a pie de avioneta: debo
acompañarle para justificar mi llegada y el motivo de mi estancia en aquél
último bastión del ejército ecuatoriano en los lindes de su territorio selvático
cercano a la frontera peruana. Allı́ solamente se iba castigado, o voluntario
para subir escalafón en dos años de estancia. El coronel Gordillo me da
la bienvenida y me prohibe hacer fotografı́as en aquel lugar. A los pocos
minutos, una botella de whisky que saco de mi mochila le hace cambiar de
opinión y me pide fotografiarse conmigo en aquel mismo marco. Me facilita
máquina de escribir y una canoa con escolta armada para un tramo del rı́o
que deberé remontar a partir de allı́. A cambio me pide un informe de
todo cuanto observe en mi ruta, dado que ellos mismos desconocen el lugar
al que me dirijo. Les queda únicamente una dosis de antı́doto contra las
serpientes, pero no me la pueden dar porque es para cualquier emergencia
que ellos puedan tener. Me internaré en la selva definitivamente sin armas
de fuego ni antı́doto contra las serpientes. Aunque sı́: me llevo un botellı́n
de keroseno: si te muerden lo tomas y vomitas, pero no te mueres. También
sirve una lavativa de ajo, y los indı́genas tienen un remedio eficaz: la curarina,
una planta que nada tiene que ver con el veneno del curare, y que es eficaz
remedio contra la mordedura de las serpientes.
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venido.
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aquı́. Le dije que sı́, que ese era precisamente el motivo de mi viaje.
En los dı́as siguientes fui indagando más y más aspectos de lo que habı́a
detrás de estas piedras: averigué ası́ que la razón de vivir de estos indios
—en esta zona concreta— se debı́a al hecho de que eran los guardianes de lo
que se ocultaba debajo de sus pies, en el subsuelo de aquel pedazo de selva:
los agujeros que pertenecı́an a otros seres que ellos desconocı́an, pero que el
legado de sus padres y abuelos afirmaba vivı́an en aquellas profundidades.
Nunca los habı́an visto ellos, pero cuando descendı́an a las cuevas en alguna
ocasión veı́an sombras que huı́an rápidamente en la penumbra, y que dejaban
huellas de pisadas en el lodo. Me fui ganando la confianza de aquellos jı́varos
distintos hasta lograr que por fin aceptaran tatuarme en el brazo el mismo
signo que ellos llevan marcado en el rostro: serı́a mi salvoconducto para
futuras incursiones en su territorio. El veterano Waharai acabó llenando de
humo una gran hoja que tomó de los alrededorees, afiló una rama en punta
y fue pinchándome con paciencia hasta grabarme aquel signo con humo en
la piel. Pero antes, con tiento y paciencia, fui averiguando dia a dia y noche
a noche las historia de las piedras. Me acompañaron además hasta la boca
de entrada de Tayu Wari, la gran boca negra en la que anidan los tayos,
pájaro sagrado que guarda en la tradición el acceso al mundo subterráneo.
De regreso, hicimos un alto en el rı́o que separa la boca de la cueva del
poblado en el que vivı́a. De repente, me dice uno de ellos: La otra entrada
que buscas está frente a tı́. Mira atentamente. Nunca podrás penetrar en
ella, pues la guardan las boas. Dos niños de una misma mujer de nuestra
tribu han muerto devorados por las boas, uno cada año, el anterior y éste,
mientras jugaban aquı́ en la orilla del rı́o.
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por Moricz como Domo de Nuestra Señora del Guayas, hay que recorrer
dos galerı́as largas, hasta que se dobla un recodo de 90 grados que forma
el mismo pasadizo, y que a renglón seguido conduce a una curva en sentido
contrario. De allı́ se desemboca en una sala circular.
En su centro hay una mesa redonda tallada en piedra, rodeada de siete
asientos que son también de piedra. En la pared de roca, detrás de cada
asiento, una abertura rectangular.
A partir de aquı́ hay que penetrar en la abertura que está orientada hacia
el Sur. Un pasadizo pequeño, bajo y estrecho, asciende por una pendiente
poco pronunciada. Al cabo de una hora larga de lenta ascensión, el túnel
vira hacia el Sureste y asciende ahora en una pendiente más acentuada. Poco
después, el túnel se estrecha aún más, ahora en descenso, y hay que continuar
a gatas.
Al poco rato se percibe una luz, al final de la pendiente. La boca del
túnel queda separada del exterior por una potente cascada de agua que la
cubre por completo. Una vez cruzada la cascada, se llega a un promontorio,
abierto en lo alto sobre la selva virgen, y que da paso a una enorme gruta.
Junto a ella, en la pared de la roca que forma un precipicio a plomo sobre la
selva virgen que se divisa abajo en el valle, un resbaladizo camino enlosado
forma una estrechı́sima cornisa que conduce hasta otra abertura —esta vez
pequeña— en la roca: se trata de una pequeña cavidad de solamente tres
metros de profundidad.
En el piso de esta pequeña estancia hay dos losas cuadradas de medio
metro de lado cada una. Debajo de ella, una estrecha escalera de piedra, que
hay que descender hasta llegar a una galerı́a de piso de tierra. Al final de la
misma, una bajada extremadamente peligrosa que desemboca en una nueva
gruta que alberga un pequeño lago de unos 40 metros de ancho.
Continúa a partir de aquı́ una galerı́a horizontal que se extiendo a lo largo
de algo más de un kilómetro, para virar luego hacia el Oeste e iniciar una
bajada poco pronunciada. Por este camino se llega al cabo de una hora larga
de marcha a una nueva gruta, mucho más pequeña que la anterior, y que
también posee un pequeño lago interior.
Al retirarse el agua de este lago —fenómeno que se produce en determina-
das circunstancias— aparece en su fondo, a unos diez metros de profundidad,
una galerı́a lateral. Al cabo de unos metros, una larga escalera ascendente
conduce hacia un nuevo pasadizo superior, horizontal, extramadamente estre-
cho y de algo más de metro y medio de altura, que avanza en espiral. Al final,
una escalera descendete muy pronunciada. Un poco más adelante, una nueva
cavidad, en cuyo centro se halla una especie de altar. Más allá, un enorme
pórtico abre el paso a una galerı́a ancha, que se desanda cómodamente hasta
llegar a una suave pendiente que desemboca en una gruta.
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En esta gruta, una luz procedente de una especie de lámpara giratoria
ilumina numerosos esqueletos humanos totalmente recubiertos de oro. Junto
a ellos, ingentes cantidades de joyas de todo tipo. En el centro de la estancia
se halla una mesa o pupitre de piedra, sobre el cual se hallan unos libros cuyas
hojas son de oro. Sus páginas están cubiertas de jeroglı́ficos, y contienen la
historia de todas las civilizaciones de la Tierra.
Allı́ moran los habitantes de estas cavernas. Más bajos que nosotros. Se
mueven como sombras en la penumbra. Ningún extraño debe tocar nada de
lo que allı́ ve. De lo contrario, nunca más hallará el camino de salida.
c Andreas FABER-KAISER, 1992
Todos los derechos reservados.
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