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El anatomista Federico Andahazi

EL AN ATOM I STA
FED ERI CO AN D AH AZI

PLANETA ARGENTI NA, S.A.


Diseño de cubiert a: Mario Blanco
Diseño de int erior: Alej andro Ulloa
Sext a reim presión ( Colom bia) : sept iem bre de 1997
I m preso en Colom bia - Print ed in Colom bia

Í N D I CE
EL AUTOR...................................................................................... 3
LA OBRA .................................................................................. 3
PRÓLOGO ...................................................................................... 4
LA PRI MAVERA DE LA MI RADA .................................................... 4
EL SI GLO DE LAS MUJERES ....................................................... 5
PRI MERA PARTE ............................................................................. 7
SEGUNDA PARTE .......................................................................... 35
TERCERA PARTE ........................................................................... 46
CUARTA PARTE ............................................................................ 66
QUI NTA PARTE............................................................................. 72
SEXTA PARTE............................................................................... 77

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El anatomista Federico Andahazi

EL AUTOR

Federico Andahazi nació en Buenos Aires en 1963. En noviem bre de 1995 sus cuent os
" Las piadosas" y " Por encargo" fueron dist inguidos en el Cert am en Nacional de Cuent os del
I nst it ut o Sant o Tom ás de Aquino. Conform aron el j urado Marco Denevi, María Granat a y
Vict oria Pueyrredón. En set iem bre de 1996 su cuent o " La t rilliza" recibió el Prim er Prem io en el
Concurso de Cuent o Buenos Art es Joven I I , cuyo j urado est uvo int egrado por Liliana Heer,
Carlos Chernov y Susana Szwarc. En oct ubre de 1996, al t iem po que era finalist a del Prem io
Planet a, su novela El anat om ist a ganaba el Prim er Prem io de la Fundación Am alia Lacroze de
Fort abat . El j urado est uvo com puest o por María Angélica Bosco, Eduardo Gudiño Kieffer, María
Granat a y José Luis Cast iñeira de Dios. En noviem bre de 1996 su cuent o " El sueño de los
j ust os" recibió el Prim er Prem io del Concurso Nacional de Cuent o 1996 Desde la Gent e.
Conform aron el j urado Liliana Heker, Vlady Kociancich, Juan José Manaut a, Héct or Tizón y
Luisa Valenzuela.

LA OBRA

EI héroe de est a novela es Mat eo Colón, un anat om ist a del Renacim ient o que a!
enam orarse de una prost it ut a veneciana, Mona Sofía, em prende la búsqueda de algún t ipo de
pócim a que le perm it a conseguir su am or. El anat om ist a da com ienzo así, nada m ás ni nada
m enos, a la ardua exploración de la m ist eriosa nat uraleza de las m uj eres. Es nuest ro héroe un
verdadero adelant ado, y en su audacia decide experim ent ar con prost it ut as y, algo t ot alm ent e
prohibido en la época, con la disección de cadáveres. Lo que descubre Mat eo Colón en pleno
siglo XVI es, t al com o lo fuera Am érica para su hom ónim o, una " dulce t ierra hallada" : el Am or
Veneris, equivalent e anat óm ico del kleit oris, hast a ent onces desconocido en Occident e. Es una
noble señora cast ellana la que da cuent a del poder de est e descubrim ient o. Cuando int ent e
hacerlo público, Colón deberá enfrent ar ot ro poder: el de la despiadada I nquisición. A part ir de
aquí se verá envuelt o en un proceso vert iginoso.
Federico Andahazi ha const ruido una novela apasionant e a part ir de la hist oria de uno de
I os m édicos m ás sobresalient es del Renacim ient o. Ha recreado la época no sólo en sus
cost um bres sino en su sist em a perverso de pensam ient o. El aut or le im prim e un rit m o
sost enido al relat o así com o al im pecable m anej o de la int riga - sin soslayar el hum or y la
ironía- que conviert en a El anat om ist a, y a su aut or, en una im pact ant e y bienvenida
revelación.

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El anatomista Federico Andahazi

PRÓLOGO

LA PRIMAVERA DE LA MIRADA

“ ¡Oh, m i Am érica, m i dulce t ierra hallada! " , escribe Mat eo Realdo Colom bo ( o Mat eo
1
Renaldo Colón, según consigna la rúbrica hispanizada) en su De re anat óm ica . No es est a una
prorrupción presunt uosa a guisa de ¡Eureka! , sino un lam ent o, una am arga parodia de sus
propios avat ares y de su infort unio, proyect ada sobre la figura de su t ocayo genovés,
Crist óphoro. Un m ism o apellido y, acaso, un m ism o dest ino. No los une parent esco y la m uert e
de uno sucede apenas a doce años del nacim ient o del ot ro. La " Am érica" de Mat eo es m enos
rem ot a e infinit am ent e m ás breve que la de Crist óbal; de hecho, no excede en m ucho las
dim ensiones de la cabeza de un clavo. Sin em bargo, debió perm anecer silenciada hast a la
m uert e de su descubridor y, pese a la insignificancia de su t am año, no provocó m enos
revuelos.
Es el Renacim ient o. El verbo es Descubrir. Es el ocaso de la pura especulación a priori y
de los abusos del silogism o, en favor de la em pina de la m irada. Es, exact am ent e, la
prim avera de la m irada. Quizá Francis Bacon en I nglat erra y Cam panella en I t alia repararon en
el hecho de que m ient ras los escolást icos derivaban en los repet idos laberint os del silogism o,
el brut o de Rodrigo de Triana, a la m ism a hora, grit aba " ¡Tierra! " y, sin saberlo, precipit aba la
nueva filosofía de la m irada. La escolást ica —la I glesia finalm ent e lo com prendió— no era
dem asiado rent able o, al m enos, represent aba m enos ut ilidades que la vent a de indulgencias
desde que Dios decidió pedir dinero a los pecadores. La nueva ciencia es buena siem pre que
sirva para acercar oro. Es buena siem pre que no exceda la verdad de las Escrit uras y es m ej or
aún si se t rat a de la escrit ura de bienes. Conform e el sol em pezaba a det ener su m archa
alrededor de la Tierra —cosa que no ocurrió desde luego de un día para ot ro—, del m ism o
m odo la geom et ría se rebelaba a la llanura del papel para colonizar el espacio t ridim ensional
de la t opología. Es est e el m ayor logro de la pint ura renacent ist a: si la nat uraleza est á escrit a
en caract eres m at em át icos —así lo anuncia Galileo—, la pint ura habrá de ser la fuent e de la
nueva noción de la nat uraleza. Los frescos del Vat icano son una epopeya m at em át ica, t al com o
lo t est im onia el abism o concept ual que separa la Nat ividad de Lorenzo de Mónaco de El t riunfo
de la cruz, que cubren el ábside de la Capella della Piet á. Por ot ra part e, pero por causas
sem ej ant es, no hay cart ografía que quede en pie. Cam bian los m apas del cielo, los de la
Tierra, los de los cuerpos. Allí est án los m apas anat óm icos que son las nuevas cart as de
navegación de la cirugía... Y ent onces volvem os a nuest ro Mat eo Colón.
Alent ado quizá por la hom onim ia con el alm irant e genovés, Mat eo Colón decidió que
t am bién su dest ino era descubrir. Y se hizo a sus m ares. Ciert am ent e, no eran las suyas las
m ism as aguas que las de su t ocayo. Fue el m ás grande explorador anat óm ico de I t alia y ent re
sus descubrim ient os m ás m odest os se cuent a, nada m enos, el de la circulación de la sangre,
ant icipándose a la dem ost ración del inglés Harvey ( De m ot us cordes et sanguinis) , aunque
incluso est e descubrim ient o es m enor respect o de su " Am érica" .
Lo ciert o es que Mat eo Colón no pudo ver nunca su hallazgo publicado, hecho est e que
ocurrió el m ism o año de su m uert e en 1559. Con los Doct ores de la I glesia había que ser
cuidadoso; sobran los ej em plos: t res años ant es, Lucio Vanini se " hizo" quem ar por la
I nquisición a despecho, o quizás a causa, de su declaración acerca de que no diría su opinión
1
sobre la inm ort alidad del alm a hast a que fuera " viej o, rico y alem án" . Y ciert am ent e el

1
De re anatomica, Venecia 1559, lib. XI, cap. XVI.
1
A. Weber. Historia de filosofía europea.

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descubrim ient o de Mat eo Colón era m ás peligroso que la opinión de Lucio Vanini. Sin cont ar
con la aversión que nuest ro anat om ist a sent ía por el fuego y por el olor de la carne quem ada,
m ás aún si se t rat aba de la suya.

EL SIGLO DE LAS MUJERES

El XVI fue el siglo de las m uj eres. La sem illa que cien años ant es sem brara Christ ine de
Pisan florecía en t oda Europa con el dulce perfum e de El dict ado de los verdaderos am ant es.
No es en absolut o casual que el descubrim ient o de Mat eo Colón haya t enido lugar en el t iem po
y en el sit io en que acont eció. Hast a el siglo XVI , la Hist oria est aba narrada por la grave voz
m asculina. " Allí donde se m ire, allí est á ella con su infinit a presencia: del siglo XVI al XVI I I , en
la escena dom ést ica, económ ica, int elect ual, pública, conflict ual e incluso lúdica de la sociedad,
encont ram os a la m uj er. Por lo com ún, requerida por sus t areas cot idianas. Pero present e
t am bién en los acont ecim ient os que const it uyen, t ransform an o desgarran la sociedad. De
arriba abaj o de la escala social, ocupa el conj unt o de los espacios y de su presencia hablan
const ant em ent e quienes la m iran, a m enudo para asust arse" , declaran Nat alie Zem ón y Arlet t e
1
Farge en Hist oria de las m uj eres .
El descubrim ient o de Mat eo Colón irrum pe, precisam ent e, cuando los ám bit os de las
m uj eres —siem pre de puert as adent ro— com ienzan, de a poco y sut ilm ent e, a salir
ext ram uros desde los beat arios y los m onast erios, desde los prost íbulos o desde la cálida pero
no m enos m onást ica dulzura del hogar. La m uj er, t ím idam ent e, se at reve a discut ir con el
hom bre. Con ciert a exageración, se ha llegado a decir que en el siglo XVI se libra la " bat alla de
los sexos" . Ciert o o no, el asunt o de las incum bencias de las m uj eres se inst ala com o t em a de
discusión ent re los hom bres.
Baj o est as circunst ancias, ¿qué era la " Am érica" de Mat eo Colón? Ciert am ent e el lím it e
ent re descubrim ient o e invención es m ucho m ás difuso de lo que pudiera parecer a sim ple
vist a. Mat eo Colón —es hora de decirlo— descubrió aquello con lo que, alguna vez, t odo
hom bre soñó: la m ágica llave que abre el corazón de las m uj eres, el secret o que gobierna la
m ist eriosa volunt ad del am or fem enino. Aquello que, desde el com ienzo de la Hist oria,
buscaron bruj os y hechiceras, cham anes y alquim ist as —m ediant e la infusión de t oda clase de
hierbas o el favor de dioses o dem onios— y, en fin, aquello que siem pre anheló t odo hom bre
enam orado, herido por el desam or del obj et o de sus desvelos y su desdicha. Y, por ciert o,
aquello con lo que soñaron m onarcas y gobernant es, por la sola am bición de om nipot encia: el
inst rum ent o que soj uzgara la volát il volunt ad fem enina. Mat eo Colón buscó, peregrinó y,
finalm ent e, halló su " dulce t ierra" anhelada: " el órgano que gobierna el am or en las m uj eres" .
El Am or Veneris —t al el nom bre con que el anat om ist a lo baut izara, " si m e es perm isible poner
nom bre a las cosas por m í descubiert as" — const it uía un verdadero inst rum ent o de pot est ad
sobre el escurridizo —y siem pre oscuro— albedrío fem enino. Por ciert o, sem ej ant e hallazgo
present aba m ás de una arist a: " ¿A qué calam idades no se vería confront ada la crist iandad si
del fem enino obj et o del pecado se apoderaran las huest es del dem onio?" , se pregunt aban,
escandalizados, los Doct ores de la I glesia. " ¿Qué sería del rent able negocio de la prost it ución,
si cualquier pobre cont rahecho pudiera hacerse del am or de la m ás cara de las cort esanas?",
se pregunt aban los ricos propiet arios de los espléndidos burdeles de Venecia. O, lo que sería
peor aún, ¿qué sucedería si las hij as de Eva descubrieran que llevan en el m edio de las piernas
las llaves del cielo y del infierno?
El descubrim ient o de la " Am érica" de Mat eo Colón fue t am bién —y en su m edida— una
épica quebrant ada por la let anía de un réquiem . Mat eo Colón fue t an feroz y despiadado com o
Crist óbal; com o aquél —y dicho con la m ism a lit eral propiedad—, fue un colonizador brut al que
reclam aba para sí el derecho sobre las t ierras descubiert as: el cuerpo de la m uj er.
Pero, por ot ra part e, adem ás de lo que significaba el Am or Veneris, ot ra polém ica habría
de suscit ar lo que era est e órgano. ¿Exist e el órgano que describió Mat eo Colón? Es est a una
pregunt a inút il que, en cualquier caso, habría que reem plazar por ot ra: ¿Exist ió el Am or
Veneris? Las cosas son, finalm ent e, las voces que las nom bran. Am or Veneris, vel Dulcedo
Apelet eur —t al el nom bre con que su descubridor baut izó a su órgano—, t enía un cont enido

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Historia de las mujeres, Editorial Taurus.
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fuert em ent e herét ico. Si el Am or Veneris coincide con el m enos apóst at a y m ás neut ro kleit oris
( cosquilleo) —que alude a efect os ant es que a causas— es un asunt o que habrá de preocupar
a los hist oriadores del cuerpo. El Am or Veneris exist ió por razones diferent es de las de la
anat om ía; exist ió por cuant o no sólo fundó una nueva m uj er, sino que adem ás prom ovió una
t ragedia. Lo que sigue es la hist oria de un descubrim ient o.
Lo que sigue es la crónica de una t ragedia.

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El anatomista Federico Andahazi

PRIMERA PARTE

LA TRI N I D AD

Al ot ro lado del Mont e Veldo, en el callej ón de Bocciari, cerca de la Sant a Trinidad, est aba
il bordello dil Fauno Rosso, la casa de put as m ás cara de Venecia, cuyo esplendor no t enía
com pet encia en t odo el Occident e. La at racción del burdel era Mona Sofía, la put a m ej or
cot izada de Venecia y, por ciert o, la m ás espléndida de Occident e. Superior, aun, a la
legendaria Lenna Grifa. I gual que ella, recorría las calles de Venecia t endida sobre un
palanquín llevado por dos esclavos m oros. I gual que Lenna Grifa, Mona Sofía llevaba a los pies
del palanquín una perra de Dalm acia y un papagayo al hom bro. Según podía const at arse en el
1
cat alogo di t ut t e le put t ane del bordello con il lor prezzo , su nom bre aparecía im preso en
let ras dest acadas y, en núm eros m ás not ables t odavía, el precio: diez ducados, est o es, seis
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ducados m ás cara que la m ism a legendaria Lenna Grifa . En el cat álogo, de m uy prolij a
fact ura, que se edit aba para viaj eros select os, nada decía, desde luego, de sus oj os verdes
com o esm eraldas, ni de sus pezones duros com o alm endras cuyo diám et ro y t ersura se dirían
los del pét alo de una flor —si la hubiese— que t uviera el diám et ro y la t ersura de los pezones
de Mona Sofía. Nada decía de sus m uslos firm es de anim al, t orneados com o la m adera, ni de
su voz de leño ardiendo. Nada decía de sus m anos que, de t an pequeñas, parecían no abarcar
el diám et ro de una verga, ni de su boca m ínim a en cuya cavidad se hubiera dicho im posible
acoger el volum en de un glande inflam ado. Nada decía de su t alent o de put a, capaz de
erguírsela a un anciano desahuciado.

Una m adrugada de invierno del año 1558, poco ant es de que el sol asom ara desde el
cent ro de las dos colum nas de granit o —t raído desde Siria y Const ant inopla—, y se pusiera
ent re el león alado y San Teodorico, cuando los aut óm at as m oros de la Torre del Reloj se
disponían a golpear la prim era de las seis cam panadas, Mona Sofía acababa de despedir a su
últ im o client e, un rico com erciant e de sedas. Al descender las escalinat as que conducían hast a
el pequeño at rio del burdel, el hom bre se acom odó la est ola de lana que llevaba sobre el lucco,
se calzó la beret t a hast a las cej as y, ot eando en el vano de la puert a, se aseguró de que
ningún viandant e lo viera salir. Desde el burdel se encam inó derecho hacia la Sant a Trinidad,
cuyas cam panas llam aban al prim er oficio.
Mona Sofía t enía la espalda fat igada. Para su fast idio, cuando descorrió las cort inas de
seda púrpura de la vent ana de su alcoba, pudo com probar que ya había am anecido. Odiaba
t ener que dorm irse con el alborot o que llegaba desde la calle. Se dij o que era aquella una
buena oport unidad para aprovechar el día. Reclinada sobre la cabecera de su cam a, em pezó a
hacer planes. Prim ero se vest iría com o una señora e iría al oficio de la cat edral de San Marco
—en rigor, hacía m ucho t iem po que no iba a m isa—, luego se confesaría y, libre de cualquier
rem ordim ient o, se llegaría finalm ent e hast a la Bot t ega dil Moro para com prar unos perfum es
que se t enía largam ent e prom et idos. Siguió planificando, a la vez que se t apaba un poco m ás
con las cobij as —el reposo después de aquella noche fat igosa em pezaba a dest em plarla— y
cerró los oj os para poder pensar con m ás claridad.
No habían t erm inado de sonar las cam panas, cuando Mona Sofía, com o t odas las
m añanas, se quedó profunda y plácidam ent e dorm ida.

1
Catálogo que menciona D. Merejkovski en su Leonardo de Vinci. Edit. Juventud, Barcelona, 1940.
2
Nótese que una fortuna suficiente para vivir toda una vida de lujos era de unos mil ducados.
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II

Por aquella m ism a hora, pero en Florencia, caía una fina garúa sobre el cam panario de la
m odest a abadía de San Gabriel. Las cam panas sonaban con una decisión t al, que se hubiera
dicho que quien t iraba de las cuerdas era el obeso abad y no las delicadas m anos de una
m uj er. Y sin em bargo el abad aún dorm ía. Con la punt ual devoción que t odas las m añanas la
sacaba de la cam a ant es del alba —hiciera frío o calor, lloviera o helara—, I nés de
Torrem olinos se colgaba de las cuerdas con su leve hum anidad y, com o si est uviera anim ada
por el Todopoderoso, conseguía m over las cam panas, cuyo peso superaba en no m enos de m il
veces al de su fem enino e inm aculado cuerpo.
I nés de Torrem olinos vivía con una aust eridad franciscana pese a que era una de las
m uj eres m ás ricas de Florencia. Hij a m ayor de un noble m at rim onio español, era m uy j oven
cuando cont raj o casam ient o con un insigne señor florent ino. De m odo que, según ordenaban
las norm as m arit ales, m archó de su Cast illa nat al para ir a vivir al palacio de su cónyuge en
Florencia. Quiso la fat alidad que I nés enviudara sin haber podido dar a su m arido un eslabón
en su noble genealogía: parió t res hij as m uj eres y ningún hij o varón.
Siendo una viuda m uy j oven, t odo lo que I nés t enía era: un pesar por no haber
engendrado un varón, unos cuant os olivares, vides, cast illos, dinero y un alm a devot a y
carit at iva. De m odo que, para olvidar su pena y rem ediar su culpa en m em oria de su m arido,
decidió convert ir en dinero t odos los bienes que había heredado de su finado —en Florencia— y
de su difunt o padre —en Cast illa— y const ruir un m onast erio. De esa m anera quedaría para
siem pre unida a su esposo inm ort al m ediant e una exist encia de pureza y celibat o, y dedicaría
su vida a servir a los hij os varones que su vient re no había sabido engendrar: a la com unidad
m onást ica y a los pobres. Así lo hizo.
Se diría que I nés era una m uj er dichosa. Tenía una m irada franciscana que irradiaba paz
y sosiego. Sus palabras siem pre eran un bálsam o para los at orm ent ados. Daba consuelo a los
desconsolados y guiaba el cam ino de los descarriados. Se diría que m archaba sin escollos
hacia la sant idad.
Aquella m adrugada de 1558, a la m ism a hora en que, en Venecia, Mona Sofía t erm inaba
su agot adora y rent able j ornada, I nés de Torrem olinos em pezaba su día de dichoso y
desint eresado t rabaj o. La una ignoraba la rem ot a exist encia de la ot ra. Y nada haría suponer a
nadie que una y ot ra pudieran t ener algo en com ún. Sin em bargo, el azar t raza a veces
cam inos im posibles. Sin siquiera sospecharlo, sin siquiera conocerse, una y ot ra eran part e de
una m ism a t rinidad, cuyo vért ice est aba en Padua.

EL CUERVO

En el sit io m ás encum brado del m acizo prom ont orio que separa Verona de Trent o, sobre
el últ im o peñón que se dest aca del collar de m orros que corona la cim a del Mont e Veldo, t an
quiet o com o la roca donde se posaba, el perfil de un cuervo se recort aba cont ra el confín
crepuscular, cuyo epicent ro dorado no parecía provenir del sol —aún virt ual—, sino de la
m ism a dorada Venecia. Com o si el fundam ent o de aquella bóveda de luz fuera el de las
rem ot as cúpulas bizant inas de la Cat edral de San Marco. Era el crepúsculo que ant ecede al día.
El cuervo est aba esperando. Tenía paciencia. Y t enía, com o siem pre, un ham bre voraz pero no
perent oria. Su dom inio era t oda Venecia: la Venecia Eugánea —Treviso, Rovigo, Verona y, m ás
allá, Vicenza— y t am bién la Venecia Julia. Pero su paradero est aba en Padua.
Abaj o t odo se hallaba dispuest o para la fiest a de San Teodorico, la fest a di t ori. Después
del m ediodía, la m ult it ud, ent re t rago y t rago, habría de m anear cinco o seis bueyes que, uno
a uno y t om ados de las ast as por ot ras t ant as m uj eres, serían degollados de un único y exact o
golpe de sable. Se diría que el cuervo sabía que así habría de ser. Olía por ant icipado el olor
que m ás le gust aba. Pero sabía, t am bién, que, con fort una, apenas si podría rapiñar una
m iserable t ripa o un oj o, que t endría que disput ar con los perros. No valía la pena ni el viaj e,
ni el riesgo, ni el esfuerzo.

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El anatomista Federico Andahazi

Aún no se había m ovido. Tenía la paciencia de los cuervos. Hubiera podido esperar a que
los aut óm at as de la t orre del reloj golpearan la últ im a cam panada cuando, com o t odas las
m añanas, desde el Canal Grande apareciera la barcaza pública que pasaba a recoger los
cadáveres del Hospit al de Hum bert o Prim o hast a la I sla del Cem ent erio. Pero t am poco valdría
la pena; con suert e podría arrebat ar un j irón de carne m ala, dem asiado m agra y ya diezm ada
por la pest e.
Giró sobre sus pat as y m iró hacia el lado opuest o —el Est e—, donde est aba su m orada.
Allí est aba su am o. Ent onces rem ont ó vuelo a Padua.

II

Voló sobre las diez cúpulas de la basílica y después sobre la Universidad. Se posó sobre
el capit el de la cuart a puert a que daba hacia el pat io int erior. Esperaba. Sabía que su am o
habría de salir de un m om ent o a ot ro. Así sucedía t odos los días. Tenía paciencia. Ext endió un
ala y m et ió su pico ent re las plum as. Se diría que no prest aba at ención a ot ra cosa que a los
ínt im os agasaj os que se prodigaba: acom odarse las plum as del pecho, desem barazarse de un
pioj o.
En el m ism o m om ent o en que sonó la cam pana que llam aba a m isa, el cuervo se t ensó
com o una cuerda, desplegó las alas m orosam ent e, em it ió un graznido sordo y se preparó a dar
el salt o sobre el hom bro de su am o, que, com o t odas las m añanas, habría de asom ar desde la
recova y, ant es de encam inarse a la parroquia, se llegaría hast a la m orgue para darle a su
cuervo lo que t ant o le gust aba: una t ripa t odavía t ibia.
Sin em bargo, aquella m añana de invierno las cosas no iban a ser iguales. Había
t erm inado de sonar la prim era cam panada y su am o t odavía no se había asom ado. El cuervo
sabía que su señor est aba dent ro del claust ro, podía olerlo, hast a podía escuchar su
respiración. Y sin em bargo no salía. El cuervo graznó de fast idio. Tenía ham bre.
El cuervo y su am o sabían quién era quién. Y por ese m ism o m ot ivo se prodigaban un
m ut uo y velado recelo. Leonardino —ése es el nom bre que el am o le había puest o— nunca se
posaba francam ent e sobre el hom bro de su señor; m ant enía una dist ancia m ínim a ent re sus
pat as y la est ola, elevándose con un alet eo corto y regular. Tam poco el am o se fiaba de su
com pañero. Uno y ot ro —am bos lo sabían— com part ían el m ism o espírit u inquisit ivo por
indagar qué se ocult a det rás de la carne.
Sonó la segunda cam panada y su am o seguía sin aparecer. Algo raro sucedía, el cuervo
podía adivinarlo.
Todos los días, Leonardino, posado sobre la balaust rada de la escalera de la m orgue,
seguía at ent am ent e los m ovim ient os de su am o, sus m anos que, sabiam ent e, guiaban el
escalpelo; ent onces, cuando veía la sangre que surgía t ras del delgado surco que a su paso
dej aba la hoj a, Leonardino se balanceaba hacia izquierda y derecha y em it ía un graznido de
sat isfacción.
Por m ucho que lo había int ent ado, el am o no había conseguido que Leonardino com iera
de su m ano; y en verdad no le falt aban m ot ivos para t em er; el cuervo sabía de quién era la
t ripa que su am o le había ofrecido el día ant erior, reconocía el olor de aquel gat o que, hast a
ayer, se sent aba confiado sobre la falda del hom bre y que, con la m ism a m ano con que lo
acariciaba y le daba de com er, lo había vaciado para disecarlo.
—Leonardino... —cant urreaba el am o a la vez que se acercaba lent am ent e hacia el
cuervo blandiendo una t ripa con el brazo t endido.
—Leonardino... —repet ía y, conform e avanzaba un paso, el cuervo ret rocedía ot ro.
Leonardino no m iraba la t ripa; la olía, sí, pero no la m iraba. Tenía sus oj os siem pre
clavados en los de su am o que, al parecer, le result aban m ás apet it osos que aquel t rozo de
int est ino. Ent onces el hom bre le arroj aba la t ripa y el cuervo la t om aba en su pico con una
voracidad largam ent e cont enida.
Sin em bargo, aquella m añana nadie asom ó desde la recova. Sonaba la t ercera
cam panada cuando el cuervo supo que su am o no habría de asist ir a la cit a cot idiana.
Disgust ado y ham brient o, Leonardino voló con rum bo a Venecia.

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EL VÉRTI CE

El nom bre del am o era Mat eo Renaldo Colón y, ciert am ent e, aquella m añana de invierno
del año 1558 t enía fundados m ot ivos para no concurrir a la cit a habit ual que t odos los días,
ant es de la m isa, lo reunía con su Leonardino. Encerrado ent re las cuat ro paredes de su
claust ro de la Universidad de Padua, Mat eo Colón escribía.
" Si m e asist e el derecho de poner nom bre a las cosas por m í descubiert as, lo llam aré
Am or o Placer de Venus" , apunt ó Mat eo Colón y así concluyó el alegat o que había est ado
redact ando durant e t oda la noche. En el m ism o m om ent o en que cerró el grueso cuaderno de
t apas de piel de cordero sobre el que escribía, escuchó las cam panas que llam aban a m isa. Se
frot ó los párpados; t enía los oj os roj os y la espalda fat igada. Miró hacia la pequeña luna que se
alzaba por encim a de su pupit re y com probó que la vela que est aba j unt o al cuaderno ardía
ahora inút ilm ent e. Más allá, sobre las cúpulas de la cat edral, el sol em pezaba a ent ibiar el aire
y a evaporar de a poco el rocío que reverdecía el past o del j ardín sobre el que se cernía la
Universidad. Desde el ot ro lado del pat io llegaba el perfum e del incienso recién encendido de la
capilla que por m om ent os se t rocaba, según lo dispusiera el vient o, por los arom as
hospit alarios de la hum eant e chim enea de la cocina. Y conform e el sol ascendía por sobre las
t ej as de la recova, en la m ism a proporción iba creciendo el t ibio alborot o que llegaba desde la
piazza dei frut t i. Los grit os de los t enderos y el pregón de los vendedores am bulant es, los
balidos de las ovej as que se ofrecían a dos ducados, según vociferaban las cam pesinas que
baj aban a la ciudad, cont rast aban con el m onást ico silencio que im ponía el t añido de la
cam pana que llam aba a m isa.
Todavía som nolient os, est regándose las m anos para m origerar el frío y echando un vapor
blanco por la boca, los alum nos salían de los pabellones hacia la recova que circundaba el
pat io cent ral, convergiendo t odos en una fila que se iniciaba en la ent rada del pequeño at rio de
la capilla.
De pie j unt o al párroco, Alessandro de Legnano, el decano de la Universidad, velaba el
orden con unción e im ponía silencio con m iradas severam ent e im part idas aquí y allá o, llegado
el caso, con un carraspeo punt ualm ent e dirigido a los cont ravent ores.
Ant es de que sonara la últ im a cam panada, Mat eo Colón se incorporó y cam inó hast a la
puert a. Sólo cuando giró el picaport e y com probó que la puert a de su claust ro est aba cerrada
por fuera, recordó que aquellas cam panas no doblaban para él. La fat iga de la noche en vela,
pero m ás la fuerza de la cost um bre —que cada m añana lo conducía hast a la capilla después de
una breve visit a a la m orgue—, le habían hecho olvidar que ahora —por disposición de los
Superiores Tribunales— est aba preso en su propio claust ro. Sint ió rem ordim ient o por su
Leonardino. Acaso debería sent irse agradecido por su suert e; sin duda hubiera sido peor
ocupar una celda fría y m ugrient a en la cárcel de San Ant onio. Acaso debería agradecer al
Tribunal y al decano el hecho de no est ar engrillado de pies y m anos y poder ver el t ibio sol de
invierno a t ravés de la pequeña luna de su claust ro. Ciert am ent e, los cargos que se le
im put aban m erecían el m ayor de los rigores: herej ía, perj urio, blasfem ia, bruj ería y sat anism o.
Por m ucho m enos que sem ej ant es acusaciones se encarcelaba a los penados. Ahora m ism o,
desde su claust ro, podía oír cóm o los viandant es insult aban —ent re escupit aj os— a los reos
exhibidos en los cepos de la plaza. Y no eran m ás que ladrones de barat ij as.
Los últ im os alum nos que pasaban j unt o a la vent ana del claust ro de Mat eo Colón se
ponían en punt as de pie y m iraban hacia el int erior; ent onces el anat om ist a podía escuchar los
m urm ullos y las risit as m aliciosas de aquellos que, hast a ayer, habían sido sus propios
alum nos e, inclusive, de los que podían haber llegado a ser sus fieles discípulos. Podía verlos.
Aunque quizá debería est ar agradecido de su suert e, Mat eo Colón m aldij o el día en que
abandonó su Crem ona nat al. Maldij o el día en que su act ual verdugo, el decano, decidió
ponerlo al frent e de la cát edra de anat om ía y cirugía. Y m aldij o el día en que, cuarent a y dos
años ant es, había nacido.

10
El anatomista Federico Andahazi

II
" I I Chirologi" a decir de sus paisanos, " I I Crem onese" , en su exilio en Padua, Mat eo
Renaldo Colón había est udiado Farm acia y Cirugía en la Universidad en la que ahora est aba
preso. Fue el m ás brillant e discípulo de Leoniens prim ero y de Vesalio después. El m ism o
m aest ro Vesalio sugirió al decano, Alessandro de Legnano, que fuera su discípulo crem onés
quien lo sucediera al frent e de la cát edra, cuando, en 1542 m archó a hacer escuela en
Alem ania y España. Siendo t odavía m uy j oven, Mat eo Colón se ganó, por derecho, el t ít ulo de
Maest ro dei m aest ri. Para orgullo de Alessandro de Legnano, su cat edrát ico crem onés
descubrió las leyes de la circulación pulm onar ant es aún que su colega, el inglés Harvey,
quien, inj ust am ent e, se ha quedado con los laureles. Muchos lo consideraron un lunát ico
cuando afirm ó que la sangre se oxigenaba en los pulm ones y que no exist ían orificios en el
t abique que divide las dos m it ades de corazón, at reviéndose a refut ar al m ism ísim o Galeno. Y
por ciert o era aquella una afirm ación peligrosa: un año ant es, Miguel de Servet había sido
obligado a huir de España cuando, en su Christ ianism i Rest it ut io, declaró que la sangre era el
alm a de la carne —anim a ipsa est sanguis—; su int ent o de explicar en t érm inos anat óm icos la
doct rina de la Sant ísim a Trinidad lo llevó a las hogueras de Ginebra, donde lo quem aron con
1
leños verdes " para prolongar la agonía" . Pero los laureles del descubrim ient o de Mat eo Colón
habría de llevárselos el inglés Harvey cien años después y, según señaló Hobbes en De
Corpore, " ha sido el único anat om ist a que ha vist o acept ar en vida su doct rina" .
Mat eo Colón era, em inent em ent e, it aliano; hij o de la plást ica, de la gala y el ornam ent o.
Hij o pródigo de aquella I t alia en la que t odo, desde las cúpulas de las cat edrales hast a el vaso
donde bebía el labrador, desde los frescos que adornaban los palacios hast a la hoz con la que
el cam pesino hacía la siega, desde los capit eles bizant inos de las iglesias hast a el cayado del
past or, t odo, era de una fact ura prodigiosa. De aquella m ism a fact ura est aba hecho el espírit u
de Mat eo Colón; de la m ism a galanura ornam ent al, de la am able gent ilezza it aliana. Todo
est aba anim ado con el hálit o de Leonardo; el art esano era art ist a, el art ist a, cient ífico, el
cient ífico, guerrero y el guerrero, de nuevo, art esano. Saber era, adem ás, saber hacer con las
m anos. Por si falt aran ej em plos, con sus propias m anos, el m ism o papa Eugenio I le había
cort ado la cabeza a un prefect o un poco díscolo.
Con la m ism a m ano con la que deslizaba la plum a sobre el cuaderno de t apas de piel de
cordero, Mat eo Colón sabía em puñar el pincel y preparar los óleos con los que pint ó los m ás
espléndidos m apas anat óm icos; capaz, si quería, de pint ar com o Signorelli o com o el m ism o
Miguel Ángel. En su aut orret rat o se present ó a sí m ism o com o un hom bre de rasgos finos pero
enérgicos; los oj os renegridos y la barba oscura y espesa revelaban, acaso, un ascendient e
m oro. La frent e, alt a y prom inent e, quedaba enm arcada ent re dos bucles que descendían
hast a los hom bros. Según su propio t est im onio, t enía unas m anos delicadas y pálidas, cuyos
dedos —largos y delgados— le conferían una elegancia que se diría casi fem enina. Ent re el
índice y el pulgar sost enía un escalpelo. El aut orret rat o no fue solam ent e un fiel t est im onio de
su fisonom ía, sino t am bién de su obsesión; si bien se m ira —pues es francam ent e difícil de
advert ir—, debaj o del bist urí, en la base inferior del cuadro puede dist inguirse, ent re una
brum a difusa, el cuerpo desnudo e inert e de una m uj er. La pint ura recuerda a ot ra
cont em poránea: el San Bernardo de Sebast iano del Piom bo; la desproporción que exist e ent re
la beat it ud de la expresión del sant o y su act it ud, clavando su cayado sobre el cuerpo de un
dem onio, es la m ism a que se adviert e en el gest o del anat om ist a m ient ras hunde su escalpelo
en la fem enina carne. Es la suya una expresión de t riunfo.
En una época hecha de nom bres, de singularidades, Mat eo Colón llevaba su nom bre
com o quien carga con un last re; ¿cóm o evit ar el forzado cono de som bra al que lo som et ía la
m em oria de su ilust re t ocayo genovés? Mat eo Colón est aba condenado a la parodia, a la burla
fácil de sus det ract ores.
Su obra, ciert am ent e, no fue m enos ext raordinaria que la de su hom ónim o. Tam bién él
descubrió su " Am érica" y, com o él, supo de la gloria y de la desdicha. Y supo de la crueldad.
Mat eo Colón, a la hora de fundar su colonia, no t uvo m ás escrúpulos ni piedad que Crist óbal.
El m adero del ast a fundacional no iba a est ar clavado en las t ibias arenas del t rópico, sino en
el cent ro de las t ierras descubiert as que reclam ó para sí: el cuerpo de la m uj er.

1
Knut Haeger. The Illustrated History ofSurgery.
11
El anatomista Federico Andahazi

III

Encarcelado en su propio claust ro, Mat eo Colón acababa de redact ar el alegat o que
habría de present ar al t ribunal. Todavía reverberaba el eco de la últ im a cam panada que
llam aba a m isa cuando, frent e a su vent ana, vio una figura a cont raluz.
—¿Puedo ayudaros en algo? —m urm uró la siluet a.
Mat eo Colón, que por im posición del t ribunal había t enido que hacer vot os de silencio,
calló caut am ent e a la vez que se acercó un poco m ás a la vent ana. Sólo ent onces pudo
dist inguir que aquella figura parada cont ra el sol era la de su am igo, el m essere Vit t orio.
—¿Acaso est áis loco, queréis acabar preso com o yo? —m urm uró y con un gest o nada
hospit alario lo invit ó a que se fuera inm ediat am ent e.
El m essere Vit t orio pasó una m ano por ent re las rej as de la vent ana y le est iró a su
am igo una bot a con leche de cabra y una t alega con pan. Con gest o de fast idio, com o cont ra
su volunt ad, Mat eo Colón las t om ó. En verdad t enía ham bre. Cuando el furt ivo visit ant e giró
sobre sus t alones y se disponía a encam inarse hacia la capilla, escuchó un nuevo susurro:
—¿Podéis enviarm e una cart a a Florencia con un m ensaj ero?
El m essere Vit t orio t it ubeó un m om ent o.
—Podíais haberm e pedido algo m ás fácil... sabéis con cuánt o celo el decano revisa la
correspondencia... —en ese m om ent o, los dos hom bres vieron a Alessandro de Legnano que,
desde el vano de la puert a de la capilla, se aseguraba de que t odo el m undo est uviera
present e en m isa.
—Bien, dadm e la cart a. Ahora t engo que irm e —dij o el m essere Vit t orio, a la vez que
est iraba la m ano por ent re las rej as.
—Sucede que aún no la he escrit o. Si pudierais pasar por aquí a la salida de la m isa...
El decano vio ent onces al m essere Vit t orio parado debaj o de la recova.
—¿Qué hacéis ahí? —inquirió el decano, poniendo los brazos en j arra y frunciendo el ceño
m ás aún de lo que ya lo t enía por nat uraleza.
Ent onces el m essere Vit t orio se acom odó las t iras de la sandalia y se encam inó hacia la
capilla.
—¿Acaso hablabais con vuest ro zapat o?
El m essere se lim it ó a ruborizase con una sonrisit a est úpida.
Mat eo Colón t enía el escaso t iem po que duraba la m isa para escribir la cart a.
Cuando hubo com probado que nadie había fuera de la capilla, volvió a sacar el cuaderno
que escondía baj o la pequeña script oria —t enía prohibido escribir—, t om ó la plum a de ganso,
la sum ergió en el t int ero y, en la últ im a página, em pezó a apunt ar. Sin duda, el vot o de
silencio que le había im puest o el t ribunal no era un cast igo arbit rario; t enía un fundam ent o
m uy preciso: evit ar que su sat ánico descubrim ient o se propagara com o las sem illas en el
vient o. Por la m ism a razón t enía prohibido escribir. Quedaba poco t iem po. Volvió a asegurarse
de que nadie anduviese cerca y ent onces em pezó a anot ar:
Mi señora:
Mi espírit u se debat e en el abism o de la incert idum bre y se oprim e en la am argura de
quien, habiendo hecho prom esa de secret o en el Nom bre de Dios, ofende el sagrado Nom bre
cuando, inj ust am ent e, pret ende velarse la Obra Divina. Es en el Nom bre de Dios, m i querida
I nés, que he decidido rom per los vot os de silencio que m e han sido im puest os por el decano
de la Universidad de Padua y por los Doct ores de la I glesia. Menos le t em o a la m uert e que al
silencio. Aunque, en lo que a m í respect a, est oy condenado a una com o a ot ro. Para cuando
est a cart a llegue a Florencia ya no est aré con vida. He pasado la noche redact ando el alegat o
que m añana habré de exponer frent e al t ribunal presidido por el cardenal Caraffa. Sin
em bargo, no ignoro que, ant es de que pueda yo pronunciar una sola palabra en m i favor, la
sent encia ya est ará decidida. Sé que no t engo ot ro dest ino que el de la hoguera. Si supiera
que pudierais int erceder por m i vida en est a parodia de proceso, sin dudar os lo pediría —
t ant as cosas os he pedido ya, que una m ás...—, pero sé que m i suert e ya est á echada. Lo
único que os suplico ahora es que m e escuchéis. Nada m ás.

12
El anatomista Federico Andahazi

Quizá os pregunt éis por qué m e decido a revelaros m i secret o nada m ás que a vos. Y
sucede que, aunque aún no lo sepáis, vos fuist eis la fuent e de los descubrim ient os que m e
fueron revelados.
De vos depende ahora. Si consideráis que com et o sacrilegio por decir lo que he j urado
callar, det ened ahora m ism o la lect ura y que est os papeles acaben en el fuego. Si acaso
t odavía os m erezco un poco de crédit o y habéis decidido seguir adelant e con la lect ura, os
ruego que, en el m ism o Nom bre de Dios, guardéis el secret o.
Ant es de cont inuar con la cart a, Mat eo Colón dudó unos m om ent os. El t iem po se
acort aba. La m isa debía de est ar prom ediando. Se frot ó los oj os, se revolvió en la silla y, ant es
de seguir escribiendo, se pregunt ó si aquello no era una locura.
Aquel iba a ser el com ienzo de la t ragedia. De haber sabido que lo que habría de
revelarle a I nés de Torrem olinos iba a result ar peor que la m uert e y el silencio no hubiese
escrit o una sola palabra m ás. Sin em bargo, volvió a sum ergir la plum a en el t int ero.
Acababa de poner punt o final a la cart a cuando pudo ver que t odos em pezaban a salir de
la capilla.
Mat eo Colón arrancó el folio del cuaderno y lo plegó de t al m odo que el reverso quedara
vuelt o hacia afuera. Prim ero salieron en silencioso t um ult o los est udiant es, que, desde el
cent ro del pat io, se iban dist ribuyendo en pequeños grupos hacia las aulas. Por últ im o salió
m essere Vit t orio y, j unt o a él, Alessandro de Legnano. Messere Vit t orio se det uvo en el at rio y
con una inclinación de cabeza se despidió del decano. Mat eo Colón, a t ravés de la vent ana de
su claust ro, pudo ver cóm o el decano se paraba j unt o a m essere y no se m ovía de su lado. Vio
que el decano, reclinado sobre una colum na, iniciaba uno de sus habit uales int errogat orios. No
alcanzaba a oír lo que hablaban, pero bien conocía el anat om ist a los gest os inquisit oriales de
Alessandro de Legnano cuando ponía los brazos en j arra y fruncía el ceño m ás de lo que
habit ualm ent e lo t enía. El anat om ist a había perdido t oda esperanza de poder darle la cart a a
m essere, cuando sorpresivam ent e el decano se alej ó cam ino a su claust ro. Messere Vit t orio se
dem oró un rat o m ás y cuando pudo com probar que nadie quedaba en el pat io ni m erodeando
por la recova, se encam inó derecho y con paso rápido hast a la vent ana del claust ro del
anat om ist a. Ent onces Mat eo Colón arroj ó la cart a hacia la recova a t ravés de las rej as de la
vent ana. Messere Vit t orio em puj ó la cart a con el pie hast a alej arla lo suficient e, se acuclilló y
la guardó ent re el t alón y la suela de la sandalia. En ese preciso m om ent o, desde el fondo de
la recova, apareció Alessandro Legnano.
—Parece que es hora de que reem placéis vuest ro calzado —dij o el decano y, ant es de
que m essere Vit t orio pudiera ensayar una respuest a, Alessandro de Legnano agregó:
—Os espero en el t aller —dij o, giró sobre su ej e y se perdió m ás allá de la recova.
El m essere Vit t orio hubiera querido ver m uert o al decano; anhelo que, en ciert o m odo,
habría de ver cum plido.

EL D ECAN O

La cabeza de Alessandro de Legnano yacía m irando hacia el t echo del t aller sobre la
m esa del m essere Vit t orio —m irando, por así decirlo, porque, en realidad, los oj os eran dos
esferas inert es—. El m aest ro pasó la palm a de su m ano por la frent e del decano, que se diría
decapit ado, se det uvo en la arruga del ceño, apoyó el cincel y descargó un m azazo seco,
sordo, que levant ó un polvo que parecía óseo. El decano present aba el rigor de los m uert os
pero su expresión era la de los vivos. Est aba, sin em bargo, helado. Mucho m ás frío que un
m uert o. Medio año le dem andó al m essere concluir el bust o de Alessandro de Legnano, quien
acababa de levant arse de la banquet a donde posaba y cam inó hacia la escult ura con la que
acababa de hom enaj earse. Se cont em pló y, nariz cont ra nariz, se hubiera dicho que est aba
frent e a un espej o de m árm ol de Carrara. El m aest ro había obt enido la exact a expresión de su
client e y cualquiera que se hubiera det enido a ver el bust o habría sent ido la m ism a
repugnancia que se experim ent aba al t ener frent e a sí al propio decano. Fue exact am ent e lo
que le sucedió a m essere Vit t orio durant e los últ im os seis m eses y, sin duda, no le hubieran

13
El anatomista Federico Andahazi

falt ado ganas de hundir el cincel en la frent e del m ism o Alessandro de Legnano, sobre t odo
después de escuchar su veredict o:
—He vist o cosas peores —dij o, m ient ras se cont em plaba con paradój ico desdén y, poco
m enos, le arroj ó al m essere los quince ducados en la cara.
—Que lo lleven est a t arde a m i escrit orio —agregó m ient ras giraba sobre sus t alones y se
ret iraba del t aller dando un port azo.
El bust o que acababa de concluir el m essere Vit t orio era fiel al m odelo. Se diría que el
decano t enía la expresión perfect a del idiot a: las facciones inflam adas, un severo prognat ism o
que basam ent aba el rost ro sobre una suert e de balcón m axilar y unos párpados sem icerrados
que le conferían un gest o som nolient o. El m aest ro florent ino no había t enido ninguna
benevolencia; si los client es eran de su agrado, t enía la generosidad de em bellecerlos un poco,
com o lo había hecho, por ej em plo, con el perfil irrem ediable de ciert o ilust re cercano a los
Médici. Sin em bargo, se diría que la escult ura de Alessandro de Legnano era t oda una opinión
del m essere acerca de Alessandro de Legnano.
Nadie en t oda Padua le guardaba alguna sim pat ía al decano. Y, sin duda, a nadie le
hubiera provocado ninguna pena verlo m uert o.
Com o t odas las m añanas, cerca del m ediodía, Alessandro de Legnano habrá de ir hast a
la Piazza dei frut t i. At ravesará la Riviera di San Benedet t o, a su paso t odos lo saludarán no sin
am pulosa grandilocuencia y, después de doblar hacia el Pont o Tadi, por lo baj o, le habrán de
desear los peores augurios. Con el m ism o anhelo que m essere Vit t orio, la obesa vendedora de
frut as —a quien, com o t odos los días, habrá de com prarle unos dam ascos— le deseará un
buen provecho y, para sí, rogará que su client e se at ragant e con un carozo. Y com o la
vendedora de frut as, el sast re —en cuya t ienda habrá de det enerse para encargarle un lucco
de seda— querrá verlo ahorcado en la delicada est ola que le encargara la sem ana ant erior y
que, al exhibírsela, el decano, con gest o de repulsión, le dij o:
—¿Acaso la habéis cort ado con los dient es?
Alessandro de Legnano sabía que t odo el m undo lo odiaba. Lo cual no le provocaba sino
un inm enso placer.
El decano había sido discípulo de Jacob Sylvius de París. Por ciert o que no lo adornaba el
t alent o de su m aest ro para las art es m édicas. Lo único que Alessandro de Legnano había
heredado de Sylvius era su visceral t endencia a suscit ar el desprecio de sus sem ej ant es. Todos
los calificat ivos aplicados al anat om ist a francés —avaro, grosero, arrogant e, vengat ivo, cínico
y codicioso ent re ot ros— result aban pocos para adj et ivar al decano de la Universidad de Padua
e, indudablem ent e, él m ism o no esperaba para su epit afio uno m enos lapidario que el que le
dedicaron a su m aest ro:
" Aquí yace Sylvius, que j am ás hizo nada sin cobrar.
" Ahora que est á m uert o, le enfurece que leas est o grat is" .

II

Aquella m añana el decano est aba de un excelent e hum or. Se lo veía confort ado. Tenía el
aspect o espirit ual de quien ha ganado una bat alla. Y, en efect o, así era exact am ent e.
Disfrut aba por ant icipado del anhelado fuego de la hoguera que, gust oso, encendería, si de él
dependiera, con sus propias m anos. Esperaba con ansiedad que, de una vez, se acabara el día
que recién em pezaba. Mañana sería el com ienzo del proceso que había prom ovido, no sin
innum erables escollos, ant e los cardenales Caraffa y Alvarez de Toledo y, finalm ent e, ant e el
m ism ísim o Paulo I I I .
Alessandro de Legnano cam inaba anim ado, com o si de pront o hubiera dej ado de
aquej arlo la got a que, desde hacía años, arrast raba com o un last re pert inaz. Tant a era su
euforia que no había not ado siquiera que desde la sandalia de m essere Vit t orio sobresalía el
t rozo de papel m al plegado. Quizá la solícit a act it ud de m essere Vit t orio no t uviera ot ro
fundam ent o que la ignorancia. Tal vez el escult or florent ino no supiera que, de ser
descubiert o, habría de correr la m ism a suert e que su am igo: de acuerdo con la Sagrada
Legislación, quien hablara con herej es presos t am bién habría de ser considerado herej e.

14
El anatomista Federico Andahazi

Mat eo Colón se había convert ido en la últ im a obsesión del decano. Uno y ot ro nunca se
habían caído en gracia. Alessandro de Legnano experim ent aba hacia Mat eo Colón un odio
proporcional a la ínt im a adm iración que le prodigaba. Siem pre se había dirigido al anat om ist a
con desprecio y no perdía oport unidad para descalificarlo frent e a los alum nos, llam ándolo il
barbiere, a propósit o de la norm a que excluía a los ciruj anos del Real Colegio de Médicos,
obligándolos a afiliarse al Grem io de Barberos, que los igualaba con los past eleros, los
cerveceros y los not arios públicos. Desde luego, cuando Mat eo Colón se convirt ió en una
em inencia, el decano no se sust raj o a los elogios e hizo propias las felicit aciones llegadas de
t odas part es cuando su cat edrát ico descubrió las leyes de la circulación sanguínea, com o si el
m érit o debiera at ribuirse a la inspiración que irradiaba su decanat o.
El anat om ist a y el decano nunca se guardaron sim pat ía. Al cont rario. Uno y ot ro se
prodigaban una recíproca aunque no sim ét rica envidia. Mat eo Colón era el anat om ist a m ás
respet ado de t oda Europa; t enía prest igio pero no poder. El decano, nadie lo ignoraba, ni
siquiera los Doct ores de la I glesia, era dueño de una int eligencia próxim a a la de una m ula
pero gozaba de la influencia del Vat icano y cont aba con la bendición del propio Paulo I I I . Era la
aut oridad y ost ent aba un buen predicam ent o ent re algunos inquisidores, para quienes había
aport ado su alegat o en el j uicio que llevó a la hoguera a m ás de un colega herej e.
El nuevo hallazgo del anat om ist a superaba t odos los lím it es de la t olerancia. El Am or
Veneris —la Am érica de Mat eo Colón— iba m ás allá de lo perm isible para la ciencia. La sola
m ención de un ciert o " placer de Venus" —por m ás de un m ot ivo— le revolvía la sangre.
A j uicio del decano, desde que Mat eo Colón había sido nom brado regent e de la Cát edra
de Cirugía, la Universidad se había t ransform ado en un burdel de donde ent raban y salían
cam pesinas, ent raban y salían cort esanas y había llegado a decirse que hast a religiosas
ent raban por la noche y salían ant es de la m adrugada. Y t odas, a decir de los rum ores, lo
hacían con los oj os desorbit ados y una sonrisa sem ej ant e a la de Mona Lisa. Por si fuera poco,
a sus oídos había llegado la versión de que por el claust ro del anat om ist a pasaban las pupilas
del prost íbulo que se encont raba en la plant a superior de la Taverna dil Mulo. Y no se
equivocaba.

III

Desde que la bula papal de Bonifacio VI I I prohibió la disecación de cadáveres, la


obt ención de m uert os era un t rabaj o peligroso. Sin em bargo, había en Padua, por aquellos
días, una suert e de m ercado clandest ino de difunt os, cuyo m ás solvent e m iem bro era Juliano
Bat ist a, quien, en ciert o m odo, vino a poner orden a las cosas. Después del paso de Marco
Ant onio della Torre por la Cát edra de Anat om ía de la Universidad, sus discípulos no vacilaban
en abrir sepult uras, saquear la m orgue de los hospit ales y hast a descolgarlos de las horcas
ej em plares. El m ism o Marco Ant onio t uvo que poner freno a la t urba de pequeños anat om ist as
para que no asesinaran t ranseúnt es por las noches. Tant o era el afán, que debían cuidarse los
unos de los ot ros; t ant a era la necrofilia, que el m ás alt o halago al que podía aspirar una
m uj er era:
—Qué herm oso cadáver t enéis —le decían ant es de degollarla.
Al m enos, el predecesor m ás rem ot o, Mundini dei Luzzi, que doscient os cincuent a años
ant es había hecho la prim era disección anat óm ica pública de dos cadáveres en la Universidad
de Bolonia, había t enido el infinit o decoro de no abrir la cabeza, " m orada del alm a y la razón" .
Juliano Bat ist a t enía, por así decirlo, el pat rim onio del m ercado de cadáveres; los
com praba a los deudos m ás o m enos m enest erosos, a los verdugos y a los sepult ureros.
Después de ponerlos en condiciones present ables, los revendía a universit arios, cat edrát icos y
a necrófilos m ás o m enos reput ados.
Sabía, sin em bargo, que a Mat eo Colón no hacía falt a engalanarle la m ercadería —
engaño im posible para un anat om ist a, por ot ra part e—, de m odo que se evit aba el t rabaj o de
ruborizar las m ej illas, devolver el brillo a los oj os con t rem ent ina y a las uñas con barniz de
ult ram ar.
Si el anat om ist a necesit aba, por ej em plo, exam inar un hígado, Juliano Bat ist a ext irpaba
el órgano, rellenaba el lugar vacant e con est opa o t rapos, separaba la m ercadería, cerraba el
cadáver cosiéndolo con hilo de seda y, finalm ent e, vendía el cuerpo a ot ro client e. Si un cuerpo
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El anatomista Federico Andahazi

est aba irrecuperable, Juliano Bat ist a encont raba para t odo un dest ino; nada se t iraba: los
cabellos a la corporación de barberos y los dient es al grem io de los orfebres.
La disecación de cadáveres era t an ilegal com o corrient e. La bula de Bonifacio VI I I ya no
t enía en la práct ica ninguna vigencia. Sin em bargo, para el único que el decano aún la hacía
regir era para Mat eo Colón. El anat om ist a bien sabía que Alessandro de Legnano hacía la vist a
gorda para con t odos, inclusive est udiant es, salvo para con él. De m odo que debía proceder
con el m ayor de los cuidados.
En los últ im os t iem pos Mat eo Colón había com prado cerca de diez cadáveres, t odos
pert enecient es a m uj eres. Confeccionaba list as escrupulosas de los cuerpos disecados donde
apunt aba: nom bre, edad, m ot ivo de m uert e, descripción y hast a dibuj os, no sólo de los
órganos exam inados, sino t am bién de la expresión de cada uno de los cadáveres.
Sin em bargo, sus práct icas eran m ás afines a la carne viva que a la m uert a. Y sobre
t odo, con ciert a carne en part icular que, por ot ra part e, no era en absolut o frecuent e puert as
adent ro de la Universidad, pues era carne prohibida. I nt erdicción que el decano se ocupaba de
hacer cum plir con m ás escrúpulos que éxit o. Ent re los est at ut os de la Universidad, en efect o,
quedaba t axat ivam ent e prohibido el ingreso de m uj eres. Sin em bargo, por razones m ucho
m enos relat ivas a los asunt os de la ciencia que a los ím pet us de la carne, era m ás o m enos
frecuent e la furt iva visit a de las cam pesinas venidas desde el fics lindero a la abadía que, de
t ant o en t ant o, regalaban una noche de j úbilo a doct ores y alum nos.
Una de las form as de ent rar en la Universidad —adem ás de escalar los alt os m uros— era
la de confundirse ent re los m uert os que, una vez a la sem ana, ingresaban en el carro público
en la m orgue. Así, ocult as debaj o de un m ant o, perm anecían quiet as hast a quedar solas en el
subsuelo de la m orgue, donde eran recogidas por sus am ant es.
En una ocasión, im pacient e quizá por la larga y obligada cont inencia, un prest igioso
doct or desvist ió a una de las cam pesinas allí m ism o, en la m orgue, en m edio de t odos los
m uert os y, en el m om ent o glorioso de una sublim e fellat io, ent ró en el lúgubre subsuelo el
párroco de la Universidad, quien m om ent os ant es había vist o ent rar al " cadáver" que ahora
gem ía, grit aba y se revolvía. El ilust re doct or t ardó un m om ent o en advert ir la presencia del
deífico visit ant e que, absort o, m iraba las esm irriadas piernas del cat edrát ico y su no t an
esm irriada verga bullent e que salpicaba la proporcionada hum anidad de la " difunt a" . Cuando,
después del últ im o est ert or, vio al párroco parado en el vano de la puert a, sólo at inó a grit ar,
con una m ueca desorbit ada:
—¡Miracolo! ¡Miracolo! —e inm ediat am ent e se puso a perorar acerca de su recient e
confirm ación de las t eorías arist ot élicas sobre el hálit o que t ransport aba el sem en en su
caudal, que, a decir del m et afísico, producía la vida. Y que, por qué no, si el sem en era capaz
de producir alient o vit al en la m at eria y engendrar, cóm o no habría de ser posible, por la
m ism a razón, que resucit ara a los m uert os, decía m ient ras se acom odaba la verga —t odavía
un poco t iesa— debaj o de las ropas. Y luego de concluir su enloquecido soliloquio, se perdió
del ot ro lado de la puert a corriendo escaleras arriba al grit o de " ¡Miracolo! ¡Miracolo! " .
Lo ciert o es que Mat eo Colón t enía sus razones para int roducir m uj eres en la
Universidad. Y, ciert am ent e, las m uj eres que visit aban secret am ent e al anat om ist a t am bién
t enían las suyas.

Las m anos de Mat eo Colón sabían t ocar a una m uj er, com o sabían las m anos de un
m úsico t ocar su inst rum ent o. Los im precisos lím it es ent re la ciencia y el art e hacían de sus
m anos el inst rum ent o m ás sublim e, m ás alt o y m ás difícil: el efím ero art e de dar placer;
disciplina que, com o la de la conversación, no dej aba huella ni t est im onio.

IV

Era el m ediodía cuando m essere Vit t orio at ravesó la puert a de la Universidad hacia la
piazza. Debaj o de aquel t ibio sol del invierno, los art ist as t rashum ant es, ent re una m ult it ud de
viandant es ocasionales, ensayaban t orres hum anas deliberadam ent e derrum badas. Más allá,
frent e a la plaza, un grupo de hom bres adust os —com erciant es y señores— hacían un círculo
alrededor de los bandit ori que se t urnaban para vociferar los bandos del día. Unos pasos m ás

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El anatomista Federico Andahazi

allá est aban los que preferían consult ar a los viaj eros recién llegados desde el ot ro lado del
m ont e Veldo, que, ciert as o no, t raían not icias al m enos m ás int eresant es.
Messere cam inaba con paso veloz. Pasó j unt o a los t res cepos donde se exhibían los
ladrones de la j ornada y t uvo que abrirse paso ent re la m ult it ud de m uj eres y niñas que
pugnaban por escupir a los reos. En el ot ro ext rem o de la piazza, el últ im o m ensaj ero que aún
no había part ido acababa de cerrar las alforj as y se disponía a m ont ar sobre su caballo.
Todavía agit ado, m essere Vit t orio alcanzó a escuchar las últ im as not icias de boca de los
bandit ori. No pudo evit ar sent ir un horroroso escozor sobre su propio cuello cuando volvió a
pasar j unt o a los cepos. Si el buen t iem po se m ant enía, en poco m enos de un m es, la cart a
habría de llegar a Florencia. Para ent onces, salvo que m ediara un m ilagro, Mat eo Colón est aría
m uert o.
Quiso la fat alidad que el buen t iem po se m ant uviera.

EL N ORTE

El claust ro de Mat eo Colón era un recint o perfect am ent e cúbico de unos cuat ro pasos de
lado. La pequeña luna que se alzaba por encim a del aust ero pupit re no t enía vidrio. En rigor,
las únicas vent anas que t enían vidrio eran las del decanat o y el aula m agna. Si bien el vidrio
result aba sum am ent e práct ico —sobre t odo durant e el invierno—, const it uía un det alle de
pésim o gust o com parado con las exquisit as sedas venecianas que guarecían las abert uras. A la
sazón, era m uy fácil reconocer las casas de los nuevos ricos de Padua: t odas ellas t enían las
vent anas prot egidas con vidrios pint ados. Lo ciert o es que la pequeña vent ana del claust ro de
Mat eo Colón est aba desprovist a, t am bién, de un lienzo de seda; t oda la prot ección la const it uía
un paño ordinario que frenaba el vient o a cost a de no dej ar ent rar ni un m ínim o haz de luz, y,
al cont rario, si el anat om ist a necesit aba ilum inarse, debía, t am bién, soport ar el vient o, el frío
y, si adem ás llovía, el agua. El cuart o —al cual se accedía desde la recova que circundaba el
pat io— est aba dividido por la m it ad por una bibliot eca que t repaba hast a las penum brosas
alt uras del t echo. La m it ad post erior del claust ro era el dorm it orio: una cam a de m adera —
desde luego desprovist a de capit el—, y j unt o a ella, una m esa de noche y un candelero. En la
m it ad ant erior, delant e de la bibliot eca, y cont ra la pared que m ediaba con la recova, est aba el
pequeño pupit re. Quien ent rara desde la recova vería, ent onces, un pupit re flanqueado por
una bibliot eca en cuyos est ant es descansaba una infinidad de fieros y ext raños anim ales
disecados que, sin duda, habrían podido disuadir a un ladrón desprevenido de avanzar m ás
allá de la puert a.
Desde que est aba preso en su claust ro Mat eo Colón pasaba la m ayor part e del t iem po
m irando a t ravés de las rej as de la vent ana. Así est aba, con la m irada perdida en un punt o
im preciso sit uado quién sabe dónde, cuando vio que m essere Vit t orio acababa de ent rar por la
puert a principal. Con un levísim o gest o, el escult or dio a ent ender a su am igo que ya había
cum plido el peligroso recado. Respiró aliviado; en realidad le preocupaba m enos su suert e —
que ya est aba decidida—, que la del m essere.
El anat om ist a no esperaba para sí la clem encia obt enida por su m aest ro, Vesalio, cuando
había sido enviado a los t ribunales del Sant o Oficio. En una oport unidad, Andrés Vesalio le
confesó a Mat eo Colón un vergonzoso y desgraciado acont ecim ient o que cerca est uvo de
llevarlo a la hoguera: ciert a vez solicit ó perm iso para diseccionar a un j oven noble español que
había m uert o durant e la consult a. Cuando hubo obt enido el perm iso de los padres del difunt o,
abrió el pecho y, para su est upor y desesperación, pudo ver que el corazón aún lat ía.
Ent erados del suceso, los padres del j oven acusaron a Vesalio de asesinat o a la vez que le
iniciaron proceso ant e el Sant o Oficio. La I nquisición lo condenó a m uert e; sin em bargo, poco
ant es de que em pezaran a arder los leños, int ervino el propio rey, que decidió conm ut arle la
pena y, a cam bio, dispuso que el anat om ist a iniciara una peregrinación a Tierra Sant a para
lavar su crim en.
Mat eo Colón sabía que su " crim en" era infinit am ent e m ás grave, ya que consist ía en
haber develado aquello que debía m ant enerse por siem pre ignorado. De m odo que no
albergaba ninguna esperanza, ni siquiera ret ract ándose de su descubrim ient o, com o lo había
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El anatomista Federico Andahazi

hecho ot ro egresado de los claust ros de la Universidad de Padua, Galileo Galilei. El


descubrim ient o de Galileo era dem asiado " int angible" en la práct ica. En cam bio, su " Am érica"
est aba al alcance de cualquier sim ple.
—¿Qué sería de la hum anidad si las fuerzas del dem onio se apoderaran de vuest ro
descubrim ient o? —le había dicho el decano cuando, al revelárselo, le im pusiera los vot os de
secret o, sugiriendo, de paso, que su descubridor era, de seguro, uno de los que engrosaban
las cada vez m ás num erosas huest es diabólicas.
—¿A qué desgracias no se vería som et ida la hum anidad si el Mal se adueñara de la
volunt ad del fem enino rebaño? —le había dicho el decano, dándole a ent ender que su
propósit o no era ot ro que, en el nom bre del " Bien" , apoderarse de la volunt ad del fem enino
rebaño.
De m anera que Mat eo Colón no podía esperar un dest ino diferent e del de la hoguera.
Sin em bargo, ot ro era el m ot ivo de la aflicción que le oprim ía la gargant a; no era la
cert eza de la m uert e próxim a, ni el caut iverio, ni la im posición de silencio. No era el recuerdo
de I nés de Torrem olinos, ni la incert idum bre por el dest ino de la cart a que acababa de
escribirle. Tam poco t enía su fundam ent o en la rupt ura de los vot os de silencio ni en la
revelación del secret o que había j urado callar. Aquello que lo at orm ent aba no era, siquiera, la
desdicha de no poder hacer público su descubrim ient o, sino m ás bien, que el inocent e
propósit o que lo conduj era hast a su hallazgo había fracasado.
El nort e que conduj era a Mat eo Colón hast a su descubrim ient o no era ni una prem isa
t eológica —t al com o la había present ado—, ni una am bición de saber filosófico —com o la había
fundam ent ado—, ni siquiera un afán de revolucionar la anat om ía —com o, a su pesar, lo había
logrado—. No m archaba resuelt o hacia la hoguera en nom bre de la Verdad, com o lo hiciera su
colega, Miguel de Servet .
La fuent e de su descubrim ient o no era ot ra que un am or fracasado. No anhelaba la
com prensión de las leyes generales que gobernaban el oscuro proceder fem enino, sino,
apenas, un lugar en el corazón de una m uj er.
El nort e que había conducido a Mat eo Colón hast a su " dulce t ierra hallada" t enía,
ciert am ent e, un nom bre: Mona Sofía.

LA PUTTAN A

Mona Sofía nació en la isla de Córcega. No había cum plido aún los dos m eses cuando la
robaron del lado de su m adre una m añana de verano, en la que la m uj er llevó consigo a la
niña a lavar la ropa a orillas del arroyo que desem bocaba en el m ar. Ciert am ent e, la isla de
Córcega era, a la sazón, el sit io m enos feliz para que una m uj er diera a luz a una niña bella.
Desde que Marco Ant onio prim ero y m ás t arde Pom peyo habían desaloj ado a los pirat as de su
" República" en Cilicia, después de su larga diáspora por los m ares de Europa y Asia Menor, los
" cilicianos" , con pacient e y brut al obst inación, volvieron a fundar su Pat ria, est a vez en las
islas de Córcega y Cerdeña. Cuent an que a causa de su t em prana y prom et edora belleza, los
pirat as de Gorgar El Negro em barcaron a la niña a bordo de un bergant ín j unt o con un grupo
de esclavos m ongoles y la vendieron a un t raficant e en Grecia. La pequeña pudo sobrevivir al
viaj e gracias a los cuidados de una j oven esclava a quien habían separado de su hij o y que
t odavía conservaba un poco de leche. Su est ancia en Grecia fue m uy breve; un com erciant e
veneciano la com pró por unos pocos ducados y nuevam ent e la volvió a em barcar, est a vez con
dest ino a Venecia: por ciert o, ya t enía un com prador en su t ierra.

II

Donna Sidonna pagó por la niña veint e florines con la convicción de que era una
excelent e com pra. Lo prim ero que hizo Donna Sidonna al ver a la niña, que est aba negra de
m ugre, fue lavarla con una loción de agua de rosas y una infusión t ibia de hierbas arom át icas
y, con t odo, no fue nada fácil quit arle el hedor a m arinero. Le frot ó las encías con una m ezcla
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de vino, agua y m iel, le rapó la cabeza, cuyos largos m echones est aban duros com o alam bres,
y, finalm ent e, la posó sobre una m ant a de pelo de cabra cerca del fuego. Cuando est aba
profundam ent e dorm ida, le puso alrededor de la m uñeca el brazalet e de oro y m arfil que
dist inguía a t odas las pupilas de la casa. Y viendo que la pequeña est aba m uy flaca y
evident em ent e aném ica —en el barco había sido alim ent ada por el m agro pecho de una
esclava que apenas podía con su pobre hum anidad—, designó a Oliva com o su am a de leche.
Oliva era una j oven esclava egipcia. Tenía una leche buena y nut rit iva. Le habían puest o Oliva
por nom bre porque t enía la piel del color de una aceit una y la est at ura de un olivo. Era una
m uj er delgada que iba precedida por unas m am as m aj est uosas cuyos pezones t enían el
diám et ro de un florín de oro. Oliva reunía t odas las condiciones de la perfect a nodriza: era
m orena —sabido era que las m uj eres rubias daban una leche am arga y acuosa y que las
negras eran buenas para alim ent ar best ias salvaj es pero no niños blancos—. Al cabo de una
sem ana ya se not aban los progresos; la pequeña exhibía unos rollos de lo m ás saludables y
eruct aba con la fuerza de un adult o. Sus heces —que eran punt ualm ent e exam inadas por la
m ism a Donna Sidonna— se veían sólidas y su color revelaba el perfect o funcionam ient o de sus
t ripas.
Cuando cum plió el prim er m es —cont ando desde su llegada a la casa—, Donna Sidonna
la envolvió en un vest ido de infinit os encaj es, la perfum ó con agua de j azm ines y m andó a
llam ar al clérigo para que le diera el prim er sacram ent o, porque —desde luego— una buena
put a debía ser crist iana. Com o sucediera t ant as veces, Donna Sidonna negoció el precio de los
servicios con el clérigo y se pusieron de acuerdo en el pago: el cura exigía el favor de una de
las pupilas t odos los días durant e un m es y " per t ut t i le orifici" . Donna Sidonna ofrecía el
servicio solam ent e por el curso de una sem ana y no incluía ot ro favor m ás que la convencional
francescana. Finalm ent e convinieron en que el clérigo t om aría los servicios de una pupila
durant e quince días y " per t ut t i le orifici" . Aquel día, la pequeña fue baut izada y Donna
Sidonna le puso por nom bre Ninna.
Ninna convivía con ocho niñas de su m ism a condición, pero desde m uy t em prano em pezó
a diferenciarse del rest o de las niñas de la casa; ninguna lloraba con m ás fuerza ni com ía con
t al apet it o —t ant o, que los pezones de Oliva quedaban am orat ados después de cada com ida—.
Y, a diferencia de las dem ás, Ninna se resist ía obst inadam ent e a la faj a con que Donna
Sidonna la envolvía t odas las noches para evit ar m onst ruosas deform aciones. Tales eran los
grit os con que la niña m ost raba su disconform idad que, por puro cont agio, las dem ás le
oficiaban de coro, igual que las lloronas cont rat adas en los velorios no dej aban de im it ar el
llant o de la viuda. Est e fue el prim er e inocent e signo de peligrosa rebeldía. Una buena put a,
igual que una buena esposa, debía ser sum isa, obedient e y agradecida.
Conform e la niña iba creciendo en edad, est at ura y belleza, en la m ism a proporción se
desarrollaba en su espírit u un caráct er volcánico; sus oj os verdes y rasgados se poblaron de
unas pest añas negras, largas y arqueadas pero t am bién de una m alicia int eligent e, sarcást ica
que inspiraba la m ism a fascinación, el m ism o m iedo que infunde en sus víct im as la m irada de
la serpient e. En las alm as superst iciosas despert aba t errores y negros augurios. En los
espírit us religiosos, sat ánicos t em ores, porque, se sabía, la int eligencia en una m uj er bella era
un índice indudable de la influencia del dem onio.
Poco ant es de cum plir el prim er año, Ninna em pezó a balbucear las prim eras palabras
que, asom brosam ent e, no fueron las m ism as que, a m edia lengua, pronunciaban las dem ás.
Así, cuando las pequeñas pupilas em pezaban a llam ar a sus nodrizas por el nom bre y, en señal
de t em prana grat it ud, se referían a Donna Sidonna com o m am m a, Ninna ignoraba
sist em át icam ent e la presencia de su benefact ora y ni siquiera se dignaba m irarla. De nada
servían los esfuerzos de la niñeras, que la alzaban en brazos frent e a su m am m a, inst ándola a
que le prodigara, aunque m ás no fuera, una sonrisa. Nada de eso; t odo lo que conseguían era
que la niña solt ara un saludable eruct o en las narices de su prot ect ora. Donna Sidonna se
consolaba pensando que Ninna era m uy pequeña aún para com prender que aquel era el m ej or
dest ino al que podía aspirar una m uj er. Las niñas t odavía no podían darse cuent a de la fort una
que est aba invirt iendo en cada una de ellas; al fin y al cabo, Donna Sidonna no hacía m ás que
desem barazar a sus padres del infort unio que significaba t raer al m undo una m uj er. Si bien
era ciert o que los padres de la pequeña Ninna debieron haber sufrido por el robo de su hij a,
m ás valía que padecieran t odo de una sola vez y no por el rest o de sus vidas. De hecho, los
progenit ores deberían est arle agradecidos. ¿Quién, en su sano j uicio, podría est ar feliz de
t ener una hij a? No m ás que gast os durant e la solt ería y, si t uviesen la dicha de conseguirle un
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El anatomista Federico Andahazi

m arido, t odavía quedaría el desem bolso de la dot e. Si t odos siguieran su crit erio —pensaba
Donna Sidonna—, los usureros del Banco de Dot es no podrían lucrar con los pobres y
desesperados padres de las m uj eres casaderas. Y así le agradecía la pequeña: con art eros
aires regurgit ados e, inclusive, con sonoros desaires de aquellos que salen por vía cont raria.
Una m añana, cuando Donna Sidonna fue a vigilar el sueño de su ingrat a filia, se encont ró
con que la pequeña est aba de pie sobre su cuna y no dej aba de m irarla fij am ent e; para su
est upor, Ninna la recibió con un saludo:
—Put t ana... —le dij o con una pronunciación perfect a, y agregó—, dam e diez ducados.
Aquellas cuat ro fueron las prim eras palabras de Ninna. Donna Sidonna se persignó. De
haber podido, habría salido corriendo de la habit ación. Pero era t al el m iedo, que sólo at inó a
pegar un alarido. Donna Sidonna decidió que aquellas cuat ro palabras eran una señal
indubit able de que la pequeña est aba poseída por el dem onio. De m odo que se resolvió por el
cam ino m ás expedit ivo.
Ant es de que le brot aran los pezones, ant es de que cobraran la dureza de una alm endra
y el diám et ro y la t ersura de un pét alo, Ninna fue revendida a un t raficant e por diez ducados,
la m it ad de lo que había pagado su benefact ora. Una m añana de verano fue subast ada en la
plaza pública j unt o con un grupo de esclavos m oros y j óvenes put as, fue ofrecida al peso y
vendida finalm ent e a m adonna Cret a, un alm a filant rópica que, ent re ot ras cosas, era dueña
de un burdel en Venecia.

III

Ninna —cuyo nom bre est aba grabado en el brazalet e— fue rebaut izada con el m ás
elegant e Ninna Sofía. Era la pupila m ás j oven del burdel. Su nueva m am m a era ahora
m adonna Cret a, una próspera y ya ret irada cort esana. De m adonna Cret a no podía esperarse
la dulzura ni la dedicación que le prodigaba su ant igua benefact ora. Y m ucho m enos podía
esperarse paciencia. La prim era vez que alzó a la niña en sus brazos, la exam inó com o si se
t rat ara de una plant a de lechuga. Se felicit ó por su nueva com pra y se dij o que en unos pocos
años —dos o t res— su pequeña inversión podía em pezar a dar frut os. Tres cosas sobraban en
Venecia: nobles, curas y pederast as y, desde luego, t odas las com binaciones posibles de esos
t res elem ent os. Sí, era un buen negocio, se dij o. Ya se figuraba la cara de m essere Girolam o di
Benedet t o, viendo aquellas j óvenes y t odavía inm aculadas carnes; qué no pagaría por acariciar
con sus dedos decrépit os aquella vulva arrepollada; qué no daría por frot ar su m ust ia verga
sobre los rollizos m uslos de su j oven pupila. Madonna Cret a ya podía cont ar los ducados de oro
por ant icipado. Pero no iba a result arle t an fácil.
Ninna Sofía exam inó la nueva alcoba que debía com part ir con cinco pupilas ya adult as.
Aquello era peor que un est ablo y, de hecho, olía a pesebre. Era un cubo sin una sola vent ana.
Al pie de cada una de las paredes había unas cam as de m adera que, a guisa de colchones,
t enían unos fardos de paj a en cuyos bordes est aban sent adas sus nuevas com pañeras. Eran
t odas esclavas que habían sido com pradas por unos pocos ducados. Una de ellas no
present aba un solo dient e, ot ra ofrecía el aspect o que da la sífilis cuando se encuent ra en m uy
avanzado est ado, y las ot ras dos perm anecían con la m irada perdida en sendos punt os
im precisos que parecían sit uados del ot ro lado de las paredes del cuart o. Todas t enían una
m irada de resignada derrot a, de aquella t rist eza que se perpet úa hast a el últ im o día, que, por
ciert o, nunca est aba m uy lej ano. El escaso aire que se respiraba allí adent ro era calient e y
sofocant e. Ninna Sofía declaró su disconform idad con un alarido sucedido por un llant o
est rident e. Cuando se abrió la puert a, Ninna, que esperaba la diligent e llegada de su nodriza
Oliva, sólo t uvo t iem po de ver la crecient e figura de m adonna Cret t a que se acercaba hacia
ella. Después de las prim eras t res cachet adas que le cruzaron las m ej illas, com prendió que si
dej aba de llorar, quizá t am bién cesaran los golpes. Y así fue. De hecho, la pequeña Ninna se
prom et ió no volver a llorar nunca m ás en su vida. Y así lo hizo.
Su espírit u se t ornó cada vez m ás ingobernable, m ás áspero y peligroso. Ninna Sofía era
una flor venenosa.
De nada servían los cast igos que, am orosam ent e y en su provecho, desde luego, le
prodigaba m adonna Cret a. De nada servían los lat igazos ej em plares que le cruzaban la
espalda, ni las penit encias noct urnas de rodillas sobre el m aíz, ni las prom esas de círculos

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infernales. Ninna Sofía m iraba a su t ut ora a t ravés de sus oj os verdes replet os de largas y
arqueadas pest añas y replet os, cada vez m ás, de una m alicia y de una int eligencia infinit as; a
t ravés de aquellos oj os de lágrim as ausent es, con una sonrisa giocondesca, la m iraba y le
susurraba:
—¿Ya t erm inast e, m adonna Cret a?
Madonna Cret a det erm inó que si la pequeña era lo suficient em ent e adult a para hacer
oídos sordos a sus lecciones, t am bién debería serlo para ganarse la com ida. De m odo que
ant es de lo que t enía previst o, fue a casa de m essere Girolam o di Benedet t o para hacerle
saber de su nueva pupila.
Messere Girolam o era uno de los m ás prósperos fabricant es de seda de Venecia y había
sido prior del grem io hast a el año ant erior. Com o ya era un hom bre viej o, había decidido
ret irarse de la vida pública y dedicarse por com plet o al ocio y, de ese m odo, em pezar a
disfrut ar de los pocos años que le quedaban.
En rigor, nunca se había dedicado a ot ra cosa diferent e de la holgazanería, sólo que
ahora, en lugar de j ugar a la baraj a con sus colegas en su despacho del grem io, lo hacía en su
m ás acogedor palacio. Messere Girolam o di Benedet t o t enía dos debilidades: el j uego y los
niños. Desde luego, j am ás hubiera t olerado que lo llam aran pederast a. Al fin y al cabo, ¿qué
podía t ener de m alo am ar a los niños y ayudarlos un poco económ icam ent e, sobre t odo si los
padres de la criat ura en cuest ión eran pobres?
El precio que exigía m adonna Cret a le pareció dem asiado alt o, pero no puso ninguna
obj eción; lo que le sobraba era dinero y ni aunque se lo propusiera podía gast árselo t odo en
los años de vida que le quedaban. Y si bien era ciert o que aún conservaba la cost um bre de
regat ear, en cuest iones t an delicadas prefería no reparar en gast os. Solam ent e pidió a
m adonna Cret a una det allada descripción de la niña. Messere Girolam o di Benedet t o
escuchaba con la m irada perdida y parecía est ar disfrut ando por ant icipado. De haber sabido lo
que la pequeña Ninna iba a depararle, m essere habría preferido m orir aquel m ism o día.

IV

Tal com o conviniera con m adonna Cret a, m essere Girolam o llegó al burdel a la hora de la
cit a. Lo hizo con la ant icipación j ust a para t om arse el t iem po que dem anda ent rar al burdel sin
ser vist o por nadie. Había esperado que pasaran unos viandant es, y t uvo que dem orarse en la
puert a de una t ienda hast a que dos m uj eres t erm inaran de una vez el coloquio que habían
ent ablado a pocos pasos de la ent rada del burdel. Cuando las dos m uj eres se despidieron,
esperó a que se alej aran lo suficient e, se acom odó el som brero de t al m odo que el ala le
cubriera la cara y, finalm ent e, con paso ligero, llegó hast a el pequeño at rio de la casa.
Con un gest o involunt ariam ent e despect ivo, m essere Girolam o di Benedet t o rechazó la
copa de vino que le había ofrecido m adonna Cret a. Quería em pezar el t rám it e cuant o ant es. Su
decrépit o corazón lat ía ahora con una súbit a fuerza j uvenil. Oport unidades así no se
present aban t odos los días. Su am or por los niños le había acarreado m ás de un dolor de
cabeza; en dos ocasiones lo acusaron públicam ent e de abuso de infant es y, pese a que,
felizm ent e, pudo disuadir a los denunciant es de avanzar hast a los t ribunales m ediant e
suculent as " at enciones" , m ucho se decía en Venecia acerca de los gust os de m essere
Girolam o. En cam bio, m adonna Cret a era una garant ía de silencio. Su negocio era,
precisam ent e, la discreción. Por ese m ism o m ot ivo, casi no sint ió ninguna pena cuando
t erm inó de pagarle los veint e ducados que habían convenido.
Madonna Cret a lo conduj o hast a la alcoba que había preparado para la ocasión. De pie
j unt o al vano de la puert a, la anfít riona invit ó a m essere Girolam o di Benedet t o a pasar y,
ant es de dej arlo a solas con la pequeña, le dij o am ablem ent e:
—Disfrut ad, pero cuidaos de last im arla.
Cuando m essere Girolam o di Benedet t o vio a la pequeña Ninna, sus oj os se ilum inaron.
Era un verdadero sueño verla recost ada sobre el vient re y com plet am ent e desnuda. Lo
prim ero que hizo m essere fue darle unas suaves palm adit as en las nalgas y pasarle sus dedos
decrépit os y sarm ent osos por sus m uslos rollizos. Dej ó caer un hilo de saliva espeso por la
pequeña espalda y lo esparció con la palm a de su m ano. Ninna no m ost raba ninguna
resist encia y hast a le sonrió t iernam ent e cuando el anciano, com plet am ent e ext asiado, la
21
El anatomista Federico Andahazi

sent ó sobre su falda. Hacía m uchos años que a m essere Girolam o di Benedet t o no se le erguía
la verga, y, ni bien not ó aquel añorado acont ecim ient o, se dij o que la pequeña Ninna era un
verdadero m ilagro. Ciert o que no fue una de aquellas erecciones de las que podía exhibir
orgulloso durant e la j uvent ud, pero, desde luego, est o era m ej or que nada. Tom ó a la pequeña
por debaj o de las axilas, la levant ó en vilo y posó las dim inut as nalgas de Ninna sobre su
verga, que form aba un m odest o prom ont orio en el lucco de lana que aún llevaba puest o. Hacía
m ucho t iem po que no se excit aba t ant o. Ninna, cuando descubrió la prot uberancia sobre la
cual est aba sent ada, se refregó com o lo haría un gat o, cosa que enardeció t odavía m ás al
anciano que, im pacient e, se levant ó el lucco por encim a del vient re y, t om ando su verga ent re
las m anos, la exhibió frent e a los oj os de la niña. Ninna exam inó aquella cosa m orada que el
viej o esgrim ía e inm ediat am ent e est iró su m ano hacia ella. Tan pequeña era la m ano de Ninna
que ni siquiera pudo abarcar la m it ad del diám et ro del glande.
—¿No vas a darle un beso a m i am igo? —le dij o el anciano a Ninna que, al parecer,
encont ró divert ida la form a en que " su" client e había nom brado aquella cosa, ya que la vio
esbozar una sonrisa que al viej o le pareció francam ent e lasciva. Esa era la palabra: " lascivia" ;
nunca ant es había vist o sem ej ant e disposición luj uriosa en una niña. Y, en rigor, si un int ruso
hubiese est ado presenciando la escena, sin duda habría pensado que la pequeña Ninna est aba
pract icando la " corrupción de ancianos" . Tal com o se lo pidiera m essere Girolam o di
Benedet t o, Ninna acercó su boca al m iem bro de su client e —que est aba, ahora sí, duro y
com plet am ent e erect o, m ás de lo que j am ás había est ado, inclusive m ás de lo que podía
est arlo en los días de j uvent ud— y lo besó con los labios, t al com o su nodriza Oliva le había
enseñado a besar las m ej illas de Donna Sidonna, act o al que, por ot ra part e, siem pre se había
negado. Tal com o lo hiciera una m uj er adult a, Ninna cerró los oj os y pasó sus labios alrededor
del glande. El viej o t enía los oj os en blanco y t em blaba com o una hoj a. Com o si en vez de
haberse criado con leche de pecho, se hubiera alim ent ado siem pre con leche de verga —nadie
le había enseñado el art e de la fellat io—, Ninna abrió la boca cuant o le perm it ieron las
com isuras de los labios y se engulló el glande ent ero. El viej o no podía creer lo que veía.
—Pequeña put a —susurraba—, pequeña hij a de siet e cast as de put as.
Y cuant o m ás hablaba, la pequeña lo m iraba a los oj os a t ravés de los suyos, verdes y
replet os de largas pest añas, y t ant o m ás adent ro de la boca se lo m et ía. Ent onces Ninna pudo
sent ir una convulsión en el t ronco de aquello que se est aba engullendo. En ese preciso
m om ent o, m ordió con t oda la fuerza de su m andíbula, hundió los dient es hast a las encías y se
dej ó caer con fuerza desde la cam a hast a el suelo. Ninna quedó unos inst ant es suspendida en
el aire, colgada por la boca de la verga del anciano, hast a que, finalm ent e cayó al piso.
Messere Girolam o di Benedet t o no com prendio, hast a que vio la cascada de sangre que
m anaba del t ronco de la verga. Sólo ent onces vio, com o si se t rat ara de una alucinación, que
el glande ya no est aba ahí. La pequeña m iró al viej o con una sonrisa angelical m ient ras
m ast icaba el t rozo de carne, y sus oj os describieron una parábola m ient ras lo veía caer de
espaldas al suelo. Las piernas —t iesas com o la cuerda de un laúd— form aron una V por encim a
de la cam a, cosa que a Ninna le result ó sum am ent e graciosa.
Cuando hubo pasado el t iem po est ablecido, m adonna Cret a ent ornó la hoj a de la puert a
y, t odavía del ot ro lado, m um uró:
—El t iem po se acabó, m essere; espero que no hayáis last im ado a la pequeña.
Madonna Cret a t ropezó con el cadáver de su client e y ant es de que pudiera sost enerse
de alguna cosa, resbaló con la sangre que cubría el piso de la alcoba y cayó j unt o al m uert o.
Ninna, sent ada en un ángulo del cuart o, t odavía m ast icaba su bocado y se la veía feliz con su
t em prano t rabaj o. Sonrió a m adonna Cret a com o si así le dij era: " ¿Est ás conform e, es así
com o debo ganarm e la com ida?" .
Aquel m ism o día, Ninna Sofía fue a dar con la horm a de su zapat o.

EL H ACED OR

Presa del pánico, m adonna Cret a envolvió en un lienzo el cadáver de m essere Girolam o
di Benedet t o, cargó a la niña debaj o de su axila y se em barcó a bordo de una pequeña
22
El anatomista Federico Andahazi

góndola. Luego de pagar en sonant e el silencio del absort o gondoliere, en el sit io m enos
t ransit ado del Canale Grande arroj ó por la borda al difunt o cast rat o y a la niña.
Com o si su dest ino hubiese est ado escrit o, el exhaust o cuerpecit o de Ninna Sofía fue dar
a la Riviera di San Benedet t o, exact am ent e a las orillas del m uelle que conducía a las
escalinat as del at rio de la Scuola que, t reint a años ant es, había fundado Mássim o Troglio.
Mássim o Troglio era el fat t ore dei put anne m ás prest igioso de t oda Europa. Ciert o es que
com praba, vendía y t am bién robaba com o cualquier t raficant e. Pero ese era solam ent e el
principio de una larga y laboriosa t area, el prim er eslabón de un cost osísim o y
proporcionalm ent e rent able oficio. Mássim o Troglio era, em inent em ent e, un pedagogo, m ezcla
del m ás ruin pederast a y del m ás sublim e m aest ro.
I l Fat t ore —com o algunos lo llam aban— era el fundador de la m ás prest igiosa Scuola di
Put t ane; padre, por así decirlo, de la raza de put as m ás sublim es de Venecia, de la m ism a
Lena Grifa y de t odas las put as que adornaron la cort e de los Médici, de las put as que
caut ivaron el corazón de m onarcas y arzobispos. De t odas las put as a cuyo honor se
levant aron los palacios m ás fast uosos de Venecia.
Ni una em perat riz recibía la educación de la m enos ilust rada de las put as de Mássim o
Troglio. Las m ás j óvenes, com o la pequeña Ninna Sofía, eran obj et o de los cuidados m ás
delicados. Las m adonnas —las put as m ás viej as— t enían a su cargo la t ut oría de las de m ás
t ierna edad. Ellas se encargaban de bañarlas con leche de loba, pues el agua est aba prohibida
desde las grandes pest es y, según enseñaba Mássim o Troglio, la leche de loba apuraba el
crecim ient o y evit aba la decrepit ud; les frot aban la piel con saliva de yegua para im pedir que
las carnes crecieran blandas y, un día a la sem ana, las hacían dorm ir en el est ablo j unt o con
los cerdos para que aprendieran a soport ar los hedores m ás repugnant es y las com pañías m ás
ingrat as.
1
Mássim o Troglio fue aut or de Scuola di Put t ane , una sucesión de 715 aforism os
2
divididos en siet e libros —inspirado, sin duda en los Aforism os de Hipócrat es —. Ent re ot ras
cosas, sost enía que las m ej ores y m ás leales put as eran aquellas niñas nacidas de:
1. carpint ero y ordeñadora; 2. cazador y m uj er m ongólica, preferent em ent e china; 3.
m arino y bordadora.
Afirm aba, adem ás, que " una m uj er puede concebir un hij o de hast a siet e hom bres, cuyos
j ugos sem inales se unen en el út ero y se com binan unos con ot ros según la fuerza sem inal de
cada uno de los padres".
" El de Hacedor de Put as es el art e m ás sublim e; m ás que el del perfum ist a, m ás que el
del m ism o alquim ist a; com o ést os, unim os las esencias m ás nobles con las m ás viles, las m ás
ant agónicas y las m ás sim pát icas."
Mássim o Troglio se m ost raba part icularm ent e int eresado en la pequeña que el cielo le
había regalado. Para que no quedara ninguna duda de que ella era una de sus pupilas, le quit ó
el brazalet e y le hizo hacer ot ro —de oro con rubíes—, donde const aba su nuevo y definit ivo
nom bre: Mona Sofía. Pocas veces había vist o una niña de sem ej ant e caráct er, t ant a y t an
t em prana int eligencia y, sobre t odo, dot ada de aquella singular y ext raordinaria belleza. Mona
Sofía era la sínt esis de t odas las put as m et ida en un cuerpo de niña, una suert e de ext ract o de
put a en est ado puro. Sin em bargo, Mona Sofía no est aba exent a de los dos grandes y, por
ciert o, m ist eriosos problem as con los que debe lidiar un m aest ro de put as: el am or y el placer.
Jam ás había vist o Mássim o Troglio un odio t an inconm ensurable com o el que le prodigaba la
pequeña, no porque le preocupara ser obj et o de ese sent im ient o, sino porque, según le
enseñaba la experiencia —y así lo t est im oniaba el aforism o I X—, " cuant o m ás proclive a odiar
es una m uj er, t ant o m ás proclive es a am ar" . La segunda preocupación no era,
int rínsecam ent e, la ausencia de cualquier m anifest ación de dolor, sino la sospecha de que t ras
la m áscara de la insensibilidad, cuant o m ás int enso era el dolor para Mona Sofía, t ant o m ás
int enso era el placer que le provocaba. Y, en fin, los prim eros ciclos de form ación de una put a
no t enían ot ro obj et o m ediat o que la int erdicción del am or y del placer. La inversión era

1
Scuola di Puttane. Venecia, 1539.
2
La estructura de Scuola di Puttane es idéntica a la de los aforismos de Hipócrates. Igual que aquélla, cons-
ta de la misma cantidad de aforismos por cada libro. El estilo, por otra parte, es notable y deliberadamente
semejante.
23
El anatomista Federico Andahazi

dem asiado grande y pacient e com o para que —com o había ocurrido m ás de una vez—, un
buen día, la ingrat a se m archara enam orada det rás de algún hom bre. Ent re ot ros aforism os,
Mássim o Troglio escribió:
* Corrom per es m ás difícil que educar.
* Es m ás fácil reem plazar un sist em a m oral por ot ro que despoj ar a alguien de su m oral.
* La educación en la m oral favorece la form ación de put as.
* I gual que el filósofo, el m aest ro de put as debe ser vehículo de la m oral.
* Es m ás convenient e al m onarca la exist encia de las put as por dinero que la exist encia
de las put as por placer.
Mássim o Troglio fundam ent aba t oda su t eoría en los cánones helénicos. Los apot egm as
que guiaban su plum a y, consecuent em ent e, su práct ica, eran —cuando no—, los de la
Met afísica de Arist ót eles. Arist ot élica era su concepción de la m uj er y del hom bre y arist ot élico,
desde luego, era su j uicio acerca de la procreación; abrevaba t am bién de la fuent e arist ot élica
para explicar de qué m odo " el hom bre ha de servirse, por causa nat ural, del provecho de la
m uj er" . En su capít ulo " De la m onst ruosa condición fem enina" , decía: " Com o ha enseñado el
Maest ro Arist ót eles, el esperm a del hom bre es la esencia, la pot encialidad esencial que
t ransm it e la virt ualidad form al del fut uro ser. El hom bre lleva en su sem en el hálit o, la form a,
la ident idad, es decir, la kinesis que hace de la cosa m at eria viva. El hom bre, en fin, es quien
da el alm a a la cosa. El sem en t iene el m ovim ient o que le im prim e su progenit or, es la
ej ecución de una idea que corresponde a la form a del propio genit or, sin que est o im plique la
t ransm isión de m at eria por part e del hom bre. En condiciones ideales, el fut uro ser t enderá a la
ident idad com plet a del padre. La m uj er proporciona el sust ent o m at erial en su sangre, la
corporeidad, la carne que envej ece, corrom pe y m uere. La esencia del alm a es siem pre
m asculina. Com o ha enseñado el Maest ro, la procreación de niñas es, en t odos los casos,
product o de la debilidad del progenit or a causa de enferm edad, vej ez o precocidad.
" La m uj er sum inist ra siem pre la m at eria y el hom bre el principio creador: para nosot ros,
es ést a, en efect o, la función propia de cada uno de ellos, y est o es ser hem bra y ser m acho.
Es necesario, t am bién, que la hem bra aport e un cuerpo, una det erm inada cant idad de m at eria,
m ient ras que est o no es necesario para el m acho: no es necesario que los inst rum ent os
exist an en los product os que se fabrican, ni que en ellos exist a el agent e que los hace" .
La de Mássim o Troglio no es solam ent e una noción acerca de la concepción, sino,
adem ás —y siem pre baj o la t ut oría int elect ual de Arist ót eles—, de la m ism a genealogía del ser
1
vivient e: " él sem en es un organon que posee m ovim ient o en act o" . " El sem en no es una
part e del fet o en form ación, así com o ninguna part ícula de subst ancia pasa del carpint ero al
obj et o que elabora para unirse a la m adera, así, ninguna part ícula de sem en puede int ervenir
en la com posición del em brión." Y ej em plifica: " La m úsica no es el inst rum ent o, ni el
inst rum ent o es la m úsica. Y sin em bargo, la m úsica es idént ica a la idea previa del aut or".
Se deduce cuál es el nudo de la t eoría de Mássim o Troglio: la propiedad, la pat ria
pot est ad, el derecho a la posesión de la descendencia por part e del aut or, est o es, el padre.
Así com o est á claro que el propósit o de Arist ót eles no era sino la reafirm ación del Derecho
griego.
La m uj er, es la t eoría, quedaba com o un sim ple rest o, cuya esencia era aquella sangre
que rebasa una vez al m es: una m asa de líquido crudo, im puro, no elaborado, inert e y am orfo,
pero, desde luego, t ocado por el hálit o, la kinesis, de su débil progenit or.
De m odo que est a últ im a revelación arist ot élica es la que le proporciona el m ét odo, el
m odo de producción y apropiación de m uj eres.
Mona Sofía era la m ás bella y la m ás t em pranam ent e desarrollada de las discípulas de
Mássim o Troglio. Most raba, adem ás, una prem at ura disposición al oficio. Tenía una
sensualidad infrecuent e para una niña de su edad. Cuando Mona cum plió los seis años,
Mássim o Troglio det erm inó que la pequeña ya podía com enzar la segunda et apa de su
form ación.
En la Scuola di Put t ane las pupilas recibían desde m uy j óvenes educación religiosa, les
enseñaban m it ología ant igua y aprendían, desde luego, a leer y escribir, no sólo en it aliano,

1
Aristóteles, Metafísica, VII, 9, 1034b. 86
24
El anatomista Federico Andahazi

sino hast a en griego y lat ín. La Scuola era, em inent em ent e, una inst it ución renacent ist a, t an
prest igiosa com o cualquiera de las num erosas escuelas de pint ura de I t alia. De hecho, la
Scuola recibía un subsidio del Ayunt am ient o y cada una de las pupilas t enía el rango de
funcionaría pública.
A Mona le fascinaba oír las hist orias que le cont aba Filipa, su inst it ut riz. Cada vez que
escuchaba cóm o la ballena se t ragaba ent ero a Jonás, abría los oj os desm esuradam ent e y
conm inaba a Filipa a om it ir las part es superfluas del relat o y que le dij era de una vez cuál
había sido de la suert e del héroe.
Todo iba m uy bien hast a que Filipa em pezaba a hacerle im put aciones. Mona negaba
rot undam ent e haber t enido alguna part icipación en la crucifixión de Nuest ro Señor Jesucrist o y
le result aba int olerable la acusación de que El había m uert o por causa de ella. Después de
t odo, ¿quién era ella?, ¿qué im port ancia podía t ener su insignificant e exist encia en la suert e
de, nada m enos, el Salvador?
I gualm ent e, se declaró exent a de t oda culpa y com plicidad en los pecados de Eva, a
quien, por ot ra part e, dij o no haber vist o nunca. Sin em bargo, a regañadient es, t erm inaba por
asent ir agachando la cabeza sin dem asiada convicción, porque era capaz de t olerar cualquier
cosa m enos los agudísim os grit os de Filipa, que le dest rozaban los t ím panos.

II

Mássim o Troglio —en su virt ud, o quizás a su pesar— hizo de Mona Sofía su obra m ás
sublim e. Diez años de educación y cuidados habían dado su frut o: era la m uj er m ás bella de
Venecia. El Hacedor supo ser pacient e; cuando su pupila cum plió los t rece años le anunció que
había llegado la hora de la iniciación. Mona fue present ada en sociedad en la fest a di
graduazione que, t odos los años, Mássim o Troglio daba en su palacio. Se t rat aba de una
em ot iva cerem onia en la cual cada graduada recibía el nom bram ient o de funcionaría pública de
m anos de algún not able del Est ado de la República. Cuando Mona Sofía fue anunciada,
sobrevino un silencio hecho de veneración y est upor. La Venus de Médici era una rúst ica
cam pesina com parada con aquella m uj er que acababa de t rasponer la puert a del salón.
Desde t odos los punt os de Europa llegaban nobles señores hast a la Scuola y pagaban
verdaderas fort unas. En m enos de seis m eses, Mássim o Troglio había recuperado hast a el
últ im o ducado invert ido en su pupila. En el curso del prim er año, el Hacedor quint uplicó el t ot al
de su inversión. El cuerpo de Mona Sofía había increm ent ado el pat rim onio de Mássim o Troglio
en... ¡dos m il ducados!

LA LI BERTAD

Fue durant e el segundo año desde el día de su graduación, cuando Mona Sofía se
present ó a la luj osa script oria de Mássim o Troglio. El Hacedor est aba llevando la cont abilidad
de la Scuola, doblado sobre un grueso cuaderno de lom o dorado.
—Vengo a anunciaros m i libert ad —sent enció Mona Sofía, sin que m ediara, siquiera, un
saludo.
Mássim o Troglio levant ó la vist a de los asunt os que lo ocupaban. Escuchó claram ent e la
frase pero no com prendió, com o si su int erlocut ora acabara de hablarle en un idiom a
desconocido.
—Aquí os dej o el docum ent o que m e independiza de vuest ro pat ronazgo —dij o, a la vez
que le ext endía un pergam ino escrit o en t int a roj a—, no es necesario que os m olest éis en
levant aros, sólo debéis poner aquí vuest ra firm a —agregó, dej ando el pergam ino sobre el
pupit re de su prot ect or.
Mássim o Troglio rió con una carcaj ada franca. En su larga vida nadie le había hecho un
pedido —si así pudiera llam arse a la exigencia de su pupila— de sem ej ant e descaro. Había
sufrido, sí, por la huida de m ás de una ingrat a. Había t enido que em plear cast igos ej em plares

25
El anatomista Federico Andahazi

con alguna prófuga recapt urada —la ablación de un dedo del pie era un correct ivo usual—;
pero que una pupila irrum piera en su propio despacho con sem ej ant es pret ensiones era, lisa y
llanam ent e, descabellado.
—Te recuerdo que la Scuola t iene sus est at ut os y sus norm as —em pezó a decir Mássim o
Troglio con una sonrisa cálida y pat ernal—, de m odo que...
Ant es de que su m aest ro pudiera t erm inar la frase, Mona Sofía ext raj o un cuchillo de
puño de oro y posó su aguda punt a sobre su propio pecho. Con absolut a parsim onia, dij o:
—Mi cuerpo os ha pagado sobradam ent e la educación que m e prodigast eis y, si os
com place escucharlo, os agradezco y ofrezco t oda m i veneración y m i respet o. Pero ahora os
exij o que m e ot orguéis lo que m e corresponde: m i cuerpo.
Mássim o Troglio em palideció e, inm ediat a- m ent e, se puso roj o de cólera. I nt ent ando
m ant ener la calm a, habló:
—De nada m e servirías m uert a. Puedo, si así lo quieres, firm ar lo que m e exiges, pero,
¿Qué t e hace pensar que no habré de recapt urart e con el derecho que m e ot orga la ley? Y
sabes cuáles son m is correct ivos.
Mona Sofía sonrió.
—No os at reveríais a m ut ilar un ápice de m i cuerpo. Yo soy vuest ra creación. Pero no
creáis que soy una ingrat a, si leéis el pergam ino, veréis que m e acuerdo bien de vos; os daré
la décim a part e de t odo el dinero que haga con m i cuerpo, hast a el día en que alguno de los
dos m uera. La opción es el diezm o que os ofrezco o nada —dij o, a la vez que hundió un poco
el cuchillo sobre su propio pecho, haciendo que rodara una got a de sangre hast a su vient re.
Mássim o Troglio sum ergió la plum a en el t int ero y firm ó el pergam ino. Mona Sofía se
arrodilló a sus pies y besó las m anos de su m aest ro, ant es de abandonar para siem pre la
Scuola.
Solo en su script oria, Mássim o Troglio lloró desconsolado. Lloraba com o un niño.
Lloraba com o un padre.

D E CUAN D O M ATEO COLON CON OCI Ó A M ON A SOFÍ A

Fue durant e su breve est adía en Venecia, en el ot oño de 1557, cuando el anat om ist a
conoció a Mona Sofía. Fue en el palacio de ciert o duque, en ocasión de la fiest a que el propio
anfit rión se prodigó con m ot ivo del día de su sant o. Mona Sofía ya era una m uj er adult a y
experim ent ada. Tenía quince años.
A consecuencia, quizá, de la declaración de Leonardo de Vinci acerca de que no
com prendía por qué los hom bres se avergonzaban de su virilidad y " ocult aban su sexo cuando
debieran adornarlo con t oda solem nidad, com o a un m inist ro" , acaso por est a razón, aquel año
había cundido ent re los varones la m oda de exhibir y adornarse con pom pa los genit ales. Casi
t odos los invit ados, except o los m ás ancianos, lucían unas calzas de t onos claros que
ost ent aban las part es de sus propiet arios m ediant e el uso de cint as que se aj ust aban a la
cint ura y las ingles, de m odo que resalt aran sus virilidades. Aquellos que t enían m ás grandes
m ot ivos para est arle agradecidos al Creador acept aron aquella m oda de m uy buen grado. Los
que no, adopt aban diversos m ét odos para adapt arse a los t iem pos sin t ener de qué
avergonzarse. En la Bot t ega dil Moro se vendían unos apliques que se colocaban debaj o de las
calzas y que servían, precisam ent e, para prest ar gracia a los hom bres m ás o m enos
desgraciados. Ent re los m últ iples adornos —que iban desde unos ornam ent os de piedrecillas
que enm arcaban al " m inist ro" , hast a unos at avíos de perlas m uy vist osas—, se usaba una
cint a que llevaba at adas cuat ro o cinco cam panit as que delat aban los ánim os de " su señoría" .
Así, las dam as podían ent erarse de la acept ación que suscit aban ent re los caballeros, según
t int inearan los cascabeles.
Era aquella una fiest a com o t odas: prim ero se bailó la danza del beso que no t enía m ás
reglas ni norm as que las de m overse com o a cada cual le com placiera, con la única condición
de que al const it uirse y disolverse las parej as, lo hicieran con un beso.

26
El anatomista Federico Andahazi

Mat eo Colón perm anecía aj eno a los pasos de baile y, aunque aún no era un hom bre
viej o, vest ía el lucco t radicional, lo cual, ent re t ant a exhibición de nalga m asculina, le confería
un aire de im port ancia. Y por ciert o se vio prem iado con m ás m iradas fem eninas que aquellos
que ost ent aban sus m aj est uosos cam panarios, aut ént icos o de ut ilería.
No había prom ediado la fiest a, cuando se hizo present e Mona Sofía. No hizo falt a que
fuera anunciada. Sus dos esclavos m oros la descendieron del palanquín j unt o al vano de la
puert a del salón. Si hast a ent onces t res o cuat ro m uj eres eran las que concit aban la at ención,
la m ás herm osa de ellas no pudo evit ar sent irse cont rahecha, renga o gibosa en com paración
con la recién llegada. Mona Sofía t enía una est at ura august a. Llevaba un vest ido cuya falda se
abría hast a el com ienzo de los m uslos. La seda t ransparent aba perfect am ent e t odo su cuerpo.
Los senos se agit aban a cada paso al borde del escot e que dej aba ver la m it ad del diám et ro de
los pezones. Desde la frent e pendía una esm eralda cuyo obj et o no era ot ro que el de
deslucirse com parada con el resplandor de sus oj os verdes.
Mona Sofía fue recibida por un verdadero carillón, por un cent enar de viriles
cam panadas.

II

Mat eo Colón perm anecía en un rincón solit ario del salón. Tam poco el anat om ist a había
podido sust raerse a la belleza de la recién llegada. De hecho, t uvo el at revim ient o de dej ar
hablando sola a una dam a hipocondríaca que no acababa j am ás de enum erar sus m ales y de la
cual no sabía cóm o desem barazarse.
Mona Sofía fue recibida por el anfit rión, quien, inm ediat am ent e, la sum ó al baile del
beso. Según indicaba la regla, el caballero debía invit ar a la dam a con un beso y, luego de
t razar unas breves figuras, la dam a debía reem plazar su parej a por ot ra y así sucesivam ent e.
Desde luego que era un baile propicio para la seducción; las reglas eran las siguient es: si una
dam a no est aba int eresada en ningún caballero, ent onces la salida de com prom iso consist ía en
invit ar a bailar a un hom bre casado. Si en cam bio la dam a escogía un hom bre solt ero,
quedaban claras las int enciones. Por ot ra part e, exist ían norm as en t orno del beso; si la dam a
rozaba apenas la m ej illa del caballero, no t enía ot ro propósit o que el de bailar y divert irse un
rat o; en cam bio, un beso afect uoso y sonoro indicaba int enciones m ás o m enos form ales, por
ej em plo, de m at rim onio. Pero si el beso rozaba los labios del caballero, quedaban claros los
propósit os lascivos de la dam a: era un invit ación lisa y llana al sexo.
Mona Sofía bailaba una danza que se diría orient al: con am bas m anos se t om aba de la
cint ura a la vez que m eneaba las caderas. Todo el m undo esperaba con curiosa ansiedad el
m om ent o en que debía elegir una nueva parej a; m ot ivo por el cual t odos los j óvenes se
disput aban la prim era fila, exhibiendo, sin ahorrarse ninguna obscenidad, sus volum inosos
ánim os ornam ent ados. Sin em bargo, Mona Sofía había conocido en ot ras circunst ancias a m ás
de uno de esos caballeros sin ot ros adornos que aquellos con los que habían venido al m undo
y que ahora m ost raban unas inexplicables virilidades. Miraba a cada uno de quienes esperaban
ser los elegidos, se dirigía a alguno de ellos y ent onces, cuando parecía est ar decidida, giraba
sobre sus t alones y em prendía en dirección a ot ro hom bre, a quien, t am bién, habría de
desairar. Sin dej ar de m overse al com pás de los laúdes, Mona Sofía se abrió paso ent re un
grupo de eufóricos galanes hast a t rasponer el círculo y, ent onces, Mat eo Colón pudo ver cóm o
los senos de Mona, que t em blaban al borde del escot e, lo señalaban con sus pezones. Mona
Sofía cam inaba decidida hacia el anat om ist a. En ot ras circunst ancias, Mat eo Colón se hubiera
sent ido avergonzado; sin em bargo, ahora, m ient ras veía avanzar a aquella m uj er que lo
m iraba com o nunca ant es se había sent ido m irado, no pudo sust raerse a la im presión de que
nadie m ás que ella había en el salón. Sin em bargo, podía escuchar el alborot o de los dem ás y
la m úsica de los laúdes; podía, inclusive, ver la m ult it ud de invit ados. Sent ía, exact am ent e, lo
que un rat ón frent e a una serpient e. No podía, ni aunque quisiera, m irar ot ra cosa que no
fueran aquellos oj os verdes que hacían em palidecer la esm eralda que llevaba ent re las cej as.
Mona Sofía aproxim ó sus labios a los del anat om ist a —pudo sent ir su alient o a m ent a y agua
de rosas— y ent onces, com o una brisa calient e, efím era, pudo sent ir en la com isura de sus
labios la breve caricia de la lengua de Mona Sofía. Bailó, sí; no perdió la com post ura, no; fue
galant e. Pudo, incluso, disim ular que, desde aquella vez y hast a el día de su m uert e, no podría
27
El anatomista Federico Andahazi

prescindir de aquel alient o de m ent a y agua de rosas, de aquella brisa calient e y efím era, del
cobij o de aquellos oj os verdes. Bailó. Nadie hubiera dicho que, com o la víct im a de una
serpient e cuyo veneno va invadiendo, im placable, la sangre, aquel hom bre adust o que bailaba
acababa de enferm ar definit ivam ent e. Bailó.
Por siem pre, hast a el día de su m uert e, habría de recordar que bailó baj o el encant o de
aquellos oj os m aliciosos; hast a el últ im o día, com o se conm em ora la fecha de un m árt ir,
habría de recordar que anduvieron huyendo por pasillos, j ardines y galerías y que, en una
alcoba recóndit a del palacio, con el lej ano susurro de los laúdes, pudo besar sus pezones
rosados, duros com o perlas pero m ás t ersos que el pét alo de una flor. Hast a el día de su
m uert e habría de recordar, com o una efem érides negra y sin em bargo t an dulce, su voz de
leño ardiendo, el aquelarre de su lengua cuya m at eria era la m ism a que la del fuego del
infierno. Hast a el últ im o día habría de recordar que, com o aquel que ha cum plido prom esa de
ayuno y renuncia al m anj ar perm it ido para post ergar el ansia de com er, así rehusó su cuerpo y
en cam bio, acom odándose el lucco, le dij o:
—Quiero ret rat aros.
Y, com o el náufrago que confunde las nubes del horizont e con la t ierra firm e, creyó ver
am or en aquellos oj os verdes replet os de pest añas arqueadas. Y no eran m ás que nubes.
—Quiero ret rat aros —repit ió con el ánim o t urbado por la em oción.
Y creyó ver em oción en los oj os de la serpient e. Mona Sofía lo besó con una t ernura
infinit a.
—Podéis venir a verm e cuando queráis —dij o y en un susurro agregó:
—Venid m añana m ism o.
El anat om ist a la vio arreglarse el vest ido, vio cóm o por últ im a vez le ofrecía sus pezones
duros para que los besara y la vio girar sobre sus t alones en dirección a la puert a. Ent onces
oyó cóm o le decía, ant es de perderse al ot ro lado:
—Venid m añana, os est aré esperando. Y no eran m ás que nubes.

III

El día siguient e, a las cinco en punt o de la t arde, Mat eo Colón subió los siet e peldaños
del at rio del bordello dil Fauno Rosso. Traía consigo su caballet e de viaj e cruzado sobre las
espaldas, el lienzo sobre el pecho, la palet a debaj o del brazo derecho y la t alega con los óleos
colgada del cint o del lucco. Tan cargado venía que a punt o est uvo de llevarse por delant e a la
adm inist radora.
Cuando Mat eo Colón se asom ó al vano de la puert a, Mona Sofía, cubiert a por un t ul
t ransparent e, acababa de t renzarse el pelo frent e al espej o del t ocador. El anat om ist a, que
perm anecía de pie con t odo su equipaj e a cuest as, pudo ver en el espej o aquellos m ism os oj os
en los que ayer había vist o el am or. Y allí est aban, ahora, sólo para él, para sus oj os. Ent onces
se anunció con un carraspeo.
Sin darse vuelt a, sin siquiera m irar, Mona Sofía hizo un gest o de invit ación con la m ano.
—Vengo a ret rat aros.
Sin darse vuelt a, sin siquiera m irar, Mona Sofía declaró:
—Lo que hagáis durant e la visit a m e es com plet am ent e indiferent e —dij o, e
inm ediat am ent e agregó—: por si no lo sabéis, la t arifa es de diez ducados.
—¿Me recordáis? —m urm uró Mat eo Colón.
—Si pudiera veros la cara... —dij o a su anónim o int erlocut or cuyo rost ro quedaba
cubiert o por el lienzo que cargaba.
Ent onces el anat om ist a dej ó sus pet at es en el suelo. Mona Sofía lo exam inó por el
espej o.
—No creo haberos vist o ant es —t it ubeó, y por la dudas volvió a recordarle la t arifa—:
Diez ducados.

28
El anatomista Federico Andahazi

Mat eo Colón dej ó los diez ducados sobre la m esa de noche, desplegó el lienzo, lo alzó
sobre el caballet e, ext raj o los óleos de la t alega que pendía desde la cint ura, preparó los
pinceles y, sin decir palabra, em pezó el ret rat o que habría de t it ular Muj er enam orada.

IV

Todos los días, cuando los aut óm at as del reloj de la t orre golpeaban la quint a
cam panada, Mat eo Colón subía los siet e peldaños que conducían al at rio del burdel de la calle
Bocciari, ent raba en la alcoba de Mona, dej aba los diez ducados sobre la m esa de noche y,
m ient ras acom odaba el lienzo, sin quit arse siquiera el abrigo, le decía a Mona que la am aba;
que aunque ella no quisiera saberlo, él podía ver el am or en sus oj os. Ent re pincelada y
pincelada le suplicaba que abandonara aquel burdel y se m archara con él al ot ro lado del
m ont e Veldo, a Padua, que si ella así lo quería est aba dispuest o a abandonar su claust ro en la
Universidad. Y Mona, desnuda sobre la cam a, los pezones duros com o alm endras y suaves
com o el pét alo de una fresia, no dej aba de m irar la t orre del reloj que se alzaba al ot ro lado de
la vent ana, esperando que de una buena vez doblaran las cam panas. Y cuando finalm ent e
sonaban, m iraba a aquel hom bre con los oj os llenos de m alicia:
—Tu t iem po t erm inó —decía y cam inaba hast a el t ocador.
Y t odos los días, a las cinco de la t arde, cuando las som bras de las colum nas de San
Teodorico y la del león alado se funden en una única y oblicua franj a que at raviesa la Piazza de
San Marco, el anat om ist a llegaba al burdel con su caballet e, su lienzo y sus pint uras, dej aba
los diez ducados sobre la m esa de noche y ni siquiera se quit aba el lucco. Mient ras m ezclaba
los colores en la palet a, le decía que la am aba, que aunque ella m ism a lo ignorara, él sabía
reconocer cuando el am or se inst ala en la m irada. Le decía que ni la m ano de un dios podría
im it ar t ant a belleza, que si la adm inist radora no aprobaba el m at rim onio, est aba dispuest o a
pagar por ella t odo el dinero que t enía, que dej ara aquel prost íbulo infam e y se fueran j unt os a
la casa de su Crem ona nat al. Y Mona Sofía, que ni siquiera parecía escucharlo, se acariciaba
los m uslos suaves y firm es y t orneados com o la m adera, y esperaba que sonara la prim era de
las seis cam panadas que indicaba que el t iem po de su client e se había t erm inado.
Y t odos los días, a las cinco en punt o de la t arde, cuando las aguas del canal em pezaban
a t repar por las escalinat as, Mat eo Colón llegaba al burdel de la calle Bocciari, cerca de la
Sant a Trinidad y, sin quit arse siquiera la beret t a que le cubría la coronilla, dej aba los diez
ducados sobre la m esa de noche y, m ient ras acom odaba el lienzo sobre el caballet e, le decía
que la am aba, que huyeran j unt os al ot ro lado del Mont e Veldo o, si era necesario, al ot ro lado
del Medit erráneo. Y Mona, encerrada en su cínico m ut ism o, en su silencio m alicioso, se
acom odaba la t renza por debaj o de la cint ura, se acariciaba los pezones y ni siquiera se
m olest aba en int eresarse por el progreso del ret rat o. No m iraba ot ra cosa que el reloj de la
t orre, esperando que, de una vez, sonara para pronunciar las únicas palabras de las que
parecía ser capaz:
—Tu t iem po se t erm inó.
Y t odos los días, a las cinco de la t arde, cuando el sol era una t ibia virt ualidad
m ult iplicada por diez sobre las cúpulas de la basílica de San Marco, el anat om ist a, cargado de
t alegas, correaj es y hum illación, dej aba diez ducados sobre la m esa de noche y ent re el acre
perfum e de los óleos y del sexo aj eno, le decía que la am aba, que est aba dispuest o a
deshacerse de t odo cuant o t enía y a com prarla, que huyeran al ot ro lado del Medit erráneo o, si
era necesario, a las t ierras nuevas al ot ro lado del At lánt ico. Y Mona, sin decir palabra,
acariciaba el papagayo que dorm it aba sobre su hom bro, com o si en aquella alcoba no hubiese
nadie m ás, esperaba que los aut óm at as de la t orre del reloj se m ovieran de una vez y
ent onces, con los oj os llenos de una m alicia sensual, decía:
—Tu t iem po se acabó.
Y durant e t oda su est adía en Venecia, t odos los días a la cinco en punt o de la t arde, el
anat om ist a llegaba al burdel de la calle Bocciari cerca de la Sant a Trinidad y le decía que la
am aba. Así fue hast a que el anat om ist a concluyó el ret rat o y, por ciert o, concluyó t odo su
dinero. Su t iem po en Venecia se había t erm inado.
Hum illado, pobre, con el corazón rot o y sin ot ra com pañía que la de su cuervo
Leonardino, Mat eo Colón regresó a Padua con una sola convicción.
29
El anatomista Federico Andahazi

EL CAM I N O D E LAS ESPECI AS

Desde su regreso a Padua, Mat eo Colón pasaba la m ayor part e del t iem po encerrado en
su claust ro. Apenas si salía para ir a las m isas de rigor y para dar clases en el aula de
anat om ía. Las visit as furt ivas a la m orgue em pezaron a espaciarse, hast a que las abandonó
por com plet o. Dej ó de m anifest ar cualquier int erés hacia los cadáveres. Encerrado en su
claust ro, no hacía ot ra cosa que rebuscar en los ant iguos volúm enes de farm acia en los que
había est udiado. Cuando salía al bosque lindero a la abadía, ya no se int eresaba por los frescos
despoj os que le señalaba su Leonardino. De pront o, el anat om ist a se había convert ido en un
inofensivo anim al herbívoro. Era, ahora, un farm acéut ico. Cargaba sacas con infinidades de
hierbas que eran prolij am ent e clasificadas, agrupadas y m ás t arde infusionadas.
Est udió las propiedades de la m andrágora y la belladona, las de la cicut a y el apio, y
est ableció los efect os de est as plant as sobre los dist int os órganos. Era la suya una t area
peligrosa, pues el lím it e que separaba la farm acia de la bruj ería era, ciert am ent e, im preciso.
La belladona había concit ado la m ism a at ención en m édicos que en bruj os. Los ant iguos
griegos la habían llam ado at ropa —la inflexible— y le at ribuían la propiedad de rest ablecer y de
cort ar el hilo de la vida. Los it alianos la conocían y las dam as florent inas aplicaban la savia de
la plant a para dilat arse las pupilas y conferirse una m irada soñadora que —a cost a de una
ceguera m ás o m enos crónica— les daba un at ract ivo incom parable. Conocía los efect os
alucinógenos del t em ible beleño negro, cuyas propiedades ya habían sido descrit as en los
papiros de Eber, en Egipt o, hacía m ás de dos m il quinient os años y ciert am ent e sabía que
Albert o Magno había escrit o que el beleño era em pleado por los nigrom ant es para conj urar a
los dem onios.
Preparó cient os de pócim as, cuyas fórm ulas eran punt ualm ent e cat alogadas y, ent onces,
por las noches, se lanzaba hacia los sórdidos burdeles de Padua cargado con sus frascos.
Mat eo Colón se había t razado una m et a nada original: conseguir un preparado que pudiera
apropiarse de la volát il volunt ad de las m uj eres. Desde luego que exist ían num erosas pócim as
que hast a una aprendiz de bruj a podía preparar por unos pocos ducados. Sin em bargo aún
conservaba un poco de cordura. Después de t odo, él se había graduado en farm acia. Conocía
perfect am ent e las propiedades de t odas las plant as; había leído a Paracelso, a los ant iguos
m édicos griegos y a los herbalist as árabes.
Ent re sus apunt es, puede leerse: " El m odo de asegurarse la eficacia de los preparados es
cuando ést os ingresan por la boca hacia el aparat o digest ivo. Las frot aciones en la piel pueden
surt ir efect os, aunque est o es m ás t rabaj oso y los result ados son m ucho m ás t enues y
efím eros. Tam bién pueden ingresarse por vía cont raria desde el orificio anal, aunque en est e
caso es difícil que el cuerpo los cont enga, provocando serias diarreas. Y, según la
circunst ancia, t am bién pueden ser inhalados sus vapores y así, dist ribuirse sus part ículas
desde los pulm ones hacia la sangre. Pero la vía m ás aconsej ada será la de la boca".
Ahora bien, ¿Cóm o dar de beber los preparados a las prost it ut as sin que ést as se
nieguen? El cam ino m ás expedit ivo sería frot arse el sexo con las infusiones en m uy alt a
concent ración y, por vía de la fellat io, hacerlas ingresar en el cuerpo de las m uj eres.
Los efect os fueron t erribles.
En la prim era oport unidad, Mat eo Colón había ensayado una infusión de belladona y
m andrágora en proporciones sem ej ant es. La víct im a era una m am m ola bien ent rada en años,
una ant igua pupila del prost íbolo sit uado en el piso superior de la Taverna dil Mulo, una put a
viej a llam ada Laverda. Había pagado m edio florín y, por ciert o, era dem asiado. Sin em bargo,
pagó sin discut ir.
Ant es de engullirse el bocado de su client e, Laverda se hizo un buche de vino rancio
bendecido que t enía la propiedad de m ant ener alej adas las enferm edades cont agiosas y los
espírit us dem oníacos. El anat om ist a sabía que aquella cost um bre no t enía ot ro fundam ent o
que la superst ición, de m odo que no lo creyó inconvenient e para el éxit o del experim ent o.
Laverda era una m uj er avezada para la fellat io; su dest reza est aba favorecida por el hecho de
no conservar un solo dient e, de m odo que el bocado podía deslizarse con gran facilidad, sin
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El anatomista Federico Andahazi

ningún obst áculo ni est orbo. El prim er signo del efect o de la infusión, lo not ó el anat om ist a
inm ediat am ent e: Laverda se det uvo, se incorporó y m iró al anat om ist a con unos oj os llenos
de exalt ación, de un súbit o arrebat o de enardecim ient o que le coloreó de pront o las m ej illas. A
Mat eo Colón le salt aba el corazón en el pecho de ansiedad.
—Creo que est oy... —em pezó a decir Laverda—, creo que est oy...
—¿Enam orada...?
—...envenenada —com plet ó Laverda, e inm ediat am ent e vom it ó t odo cuant o albergaban
sus t ripas sobre el lucco de su client e.
Después de est e desafort unado t rance, Mat eo Colón preparó una infusión con las m ism as
hierbas, pero en proporciones inversas: si aquella pócim a había conseguido desat ar el odio
m ás inconm ensurable, invirt iendo las proporciones, por causa lógica, habrían de invert irse los
efect os. Andaba por buen cam ino.
A la sem ana siguient e volvió a subir la escalera que conducía al prost íbulo. Llevaba
puest a la infusión. Los result ados no fueron m enos calam it osos. La segunda víct im a fue
Calandra, una put a j oven que se había iniciado en el oficio hacía m uy poco. Luego de sufrir un
breve desm ayo, se despert ó y, horrorizada, pudo ver claram ent e t oda suert e de dem onios
revolot eando en la alcoba y posándose a los pies del anat om ist a. Est as visiones espant osas
poco a poco se desvanecieron, hast a dej ar lugar a un persist ent e delirio m íst ico.
Ent onces Mat eo Colón det erm inó que quizá fuera m ej or reem plazar la belladona por el
beleño. Así lo hizo.

II

Cuando Mat eo Colón ent ró en la t aberna, se hizo un silencio sepulcral; los parroquianos
que est aban m ás próxim os a la puert a cam inaban disim uladam ent e hacia la salida y, una vez
que alcanzaban la calle, huían despavoridos. Conform e el anat om ist a avanzaba hacia el fondo
del recint o, a sus lados se iba abriendo un cam ino de client es que lo saludaban con una m ezcla
de pleit esía y t error. Cuando hubo alcanzado la escalera, Mat eo Colón, desde el prim er
descanso, pudo com probar que, en el breve t iem po que le dem andó ascender los t reint a
peldaños, t odo el m undo se había ret irado de la t aberna. Ni siquiera vio al viej o t abernero.
Cuando golpeó la puert ecit a del burdel, no escuchó ningún m ovim ient o del ot ro lado. Tal
era su desconciert o, que ni siquiera sospechó la causa del t error de los parroquianos. Est aba
por girar sobre sus t alones y volver sobre sus pasos, cuando reparó en que la pequeña puert a
est aba sin cerroj o. No t enía int enciones de ent rar sin perm iso, pero no pudo evit ar la
im presión de que aquella hendij a que se abría ent re la puert a y el m arco era una invit ación.
Las bisagras chirriaron sin dem asiada hospit alidad ant es de que Mat eo Colón se deslizara hacia
el int erior. En el fondo del recint o pudo ver una figura en la m órbida cont raluz que irradiaba un
candelabro de t res velas.
—Os est aba esperando —dij o la figura con una cálida voz fem enina—, acercaos.
Mat eo Colón avanzó unos pasos y ent onces pudo dist inguir a Beat rice, la m ás j oven de
las pupilas de la casa, una niña que no había cum plido aún los doce años.
—Os conozco bien, acercaos —repit ió Beat rice ext endiendo la m ano—. Sabía que
vendríais. No hace falt a que m e engañéis; no a m í. Sé que ha llegado el t iem po de la gran
profecía. Ant es de que m e poseáis, os digo que a vos pert enece m i cuerpo y m i alm a.
El anat om ist a m iró por sobre su hom bro para com probar que no se dirigía a ot ra
persona.
—Sé lo que hicist eis con Laverda y con Calandra.
El anat om ist a se ruborizó y elevó una ínt im a plegaria por la salud de las dos inocent es.
—Hacedm e definit ivam ent e vuest ra —dij o Beat rice con una voz ronca y una risa
m aliciosa.
—A eso venía... —t it ubeó t ím idam ent e Mat eo Colón, ant es de sacar de la t alega los dos
ducados.
Pero Beat rice no reparó siquiera en el dinero.
—No sabéis cuánt o os am é en silencio. No sabéis cuánt o os esperé.
31
El anatomista Federico Andahazi

El anat om ist a no recordaba haberle dado de beber ninguna pócim a aún.


—¿Que m e est abas esperando...?
—Sabía que hoy era el día. Allí est á la luna llena cerniéndose sobre Sat urno —dij o
Beat rice, señalando hacia el cielo noct urno al ot ro lado de la vent ana—. ¿Acaso creéis que no
conozco las profecías del ast rólogo Giorgio de Novara? Sé que ha dicho que la conj unción de
Júpit er con Sat urno ha originado las leyes de Moisés; con Mart e, la religión de los caldeos; con
el sol, la de los egipcios; que con Venus ha nacido Mahom a; que con Mercurio, Jesucrist o —
hizo una pausa, m iró fij am ent e a los oj os del anat om ist a y, señalándolo, agregó:
—Es ahora, es hoy la conj unción de Júpit er con la luna...
Mat eo Colón m iró a t ravés de la vent ana y vio la luna llena y lum inosa. Ent onces
int errogó con la m irada a Beat rice, com o diciendo " ¿y qué t engo que ver yo con eso?" .
—¡Es ahora, es hoy el t iem po de vuest ro regreso! —y poniéndose de pie, sent enció con
un grit o ahogado— ¡Es el t iem po del Ant icrist o! Os pert enezco. Hacedm e vuest ra —dij o, a la
vez que se quit aba la m ant a que la cubría, dej ando su herm oso cuerpo desnudo.
Mat eo Colón t ardó en com prender.
—Que el poder de Dios sea conm igo —m urm uró, se persignó e inm ediat am ent e est alló
en un t orrent e de cólera:
—¡I diot a, niña idiot a! ¿Acaso quieres verm e arder en la hoguera?
Había levant ado el puño y est aba por descargar un golpe sobre la cara de aquella
endem oniada cuando, de pront o, cayó en la cuent a de que acababa de convert irse en un ser
peligroso. Una acusación de " diabólico" ciert am ent e era grave; pero m ucho m ás grave aún era
concit ar involunt arias adhesiones. Ya podía verse huyendo de Padua, perseguido por una t urba
de dem oníacos adict os.
Ant es de que la versión de Beat rice se propagara com o las sem illas en el vient o, el
anat om ist a decidió pedir un viaj e en com isión a Venecia, hast a que las aguas de Padua se
calm aran. Y para j ust ificarse a sí m ism o el viaj e y no perder de vist a el propósit o que lo
guiaba, se aferró a una prem isa de Paracelso:
" ¿Cóm o puede nadie curar las enferm edades de Alem ania con m edicam ent os que Dios
1
colocó a las orillas del Nilo?" I ba a ser aquella frase la que lo conduciría a la m ás descabellada
peregrinación.

III

Viaj ó a Venecia. Anduvo recogiendo y seleccionado las hierbas que crecían en la


cam piña, los verdines que dej aba la crecient e noct urna al pie de las escalinat as cuando se
ret iran las aguas, y hast a los hongos hediondos que crecían baj o el fért il abono de los nobles
desechos de los acueduct os de los palacios. Est aba por preparar su pócim a, cuando a su
conocim ient o llegó la not icia de que, cuando pequeña, Mona Sofía había sido com prada en
Grecia. Ant es de part ir hacia los m ares egeos, flageló su espírit u ya herido cont em plando
furt ivam ent e los paseos de Mona por la Piazza de San Marco. Ocult o t ras las colum nas de la
cat edral, veía pasear su arrogant e herm osura recost ada sobre el palanquín llevado por sus dos
esclavos m oros. I ba siem pre precedida por una perra de Dalm acia que m arcaba el paso de la
escolt a. Ant es de part ir hacia Grecia, se m ort ificó cont em plando sus piernas t orneadas com o la
m adera, sus pezones que t em blaban baj o el pulso de los siervos m orenos y que asom aban
desde el abism o del escot e.
Ant es de part ir a Grecia, flageló aún m ás las dolient es espaldas de su espírit u m irando
aquellos oj os verdes que em palidecían la esm eralda que pendía ent re sus cej as.

LAS H I ERBAS D E LOS D I OSES

1
Paracelso, Escritos.
32
El anatomista Federico Andahazi

En el collar de islas que se ciernen sobre la península com o perlas, Mat eo Colón recogió
las plant as con cuya savia habría de preparar las infusiones. En Tesalia recolect ó el beleño
baj o cuyo ensueño las ant iguas sacerdot isas de Delfos hacían sus profecías; en Beoda, las
frescas hoj as de la at ropa; en Argos, exhum ó la raíz de la m andrágora —cuyo siniest ro
ant ropom orfism o describiera Pit ágoras—, t om ando la precaución de t aparse los oídos, porque,
com o lo sabían los recolect ores, si se exhum aba sin pericia ni cuidado, los chillidos agónicos de
la plant a podían conducir a la locura; en Cret a recogió las sem illas de la dut ura m et el,
m encionada en los ant iguos m anuscrit os sánscrit os y chinos y cuyas propiedades fueran
descrit as por Avicena en el siglo XI ; en Quío, la t em ida dut ura ferox, un afrodisíaco t an
poderoso que, según cont aban las crónicas, podía hacer est allar la verga, sobreviniendo la
m uert e por pérdida de sangre. Y com probó que t odas y cada una de las hierbas, raíces y
sem illas fueran buenas.

II

En At enas, sobre la ladera del Mont e de la Acrópolis, Mat eo Colón supo qué era lo
" Bueno, lo Bello y lo Verdadero" . Ebrio de helénica " Ant igüedad" —adem ás de ciert a cannabis
que describiera Galeno, m ezclada con belladona—, y de un paganism o inédit o, descubrió, de
pie com o est aba sobre el Mont e de la Acrópolis, las m iserias de la Rinascit á. Se hallaba ahora
en la cuna dorada de la genuina " Ant igüedad" . Allí, en la ladera del Mont e de la Acrópolis,
abrió la saca que cont enía t odas las hierbas de los dioses y com probó que fueran buenas.
Prim ero com ió del hongo de la am arit a m uscaria; ent onces pudo ver el Principio de Todas las
Cosas: vio a Eurínom e alzarse desde las t inieblas del Caos; la vio bailando la danza de la
Creación m ient ras separaba los m ares del firm am ent o y daba com ienzo a t odos los Vient os.
Ent onces, él, el anat om ist a, fue Pelasgo, el prim ero de t odos los hom bres. Y Eurínom e le
enseñó a alim ent arse: la Diosa de Todas las Cosas le ext endió la palm a de su m ano que
est aba llena de sem illas carm esí de cláviceps purpúrea. Y ent onces com ió de aquella sim ient e
y fue el prim ero de los hij os de Cronos. Tendido de espaldas sobre la ladera del Mont e de
Todos los Mont es, se dij o que aquella sí era la vida; la m uert e no era sino un horrible sueño.
Sint ió una pena infinit a por los pobres m ort ales. Ent onces encendió un pequeña hoguera e hizo
arder las hoj as de la belladona, de cuyo hum o respiró largam ent e: j unt o a él, podía ver a las
m énades de las orgías dionisíacas; podía t ocarlas y sent ir aquellas m iradas de oj os de fuego;
podía ver cóm o le ext endían sus brazos. Se encont raba en la t ripa de la Ant igüedad, a las
puert as de Eleusis celebrando y agradeciendo a los dioses el regalo de la sem illa de la t ierra.
No hacía falt a revolver el barro m ilenario, no había que rebuscar en archivos ni en
bibliot ecas; allí, frent e a sus oj os, est aba la pura Ant igüedad helénica; dent ro de sus pulm ones
t enía el aire que habían respirado Solón y Pisíst rat o. Todo est aba en la superficie, a la luz del
sol; no había que t raducir m anuscrit os ni descifrar las ruinas. Cualesquiera de aquellos
cam pesinos que cam inaban sobre la línea del horizont e est aban t allados por la m ano de Fidias,
los oj os de cualquier sim ple t enían el m ism o brillo que irradiaba la m irada de los Siet e Sabios
de Grecia. ¿Qué era Venecia, qué Florencia, sino burdos y pret enciosos rem edos? ¿Qué era la
Prim avera de Bot t icelli com parada con aquel paisaj e que se le ofrecía al pie del Mont e de la
Acrópolis? ¿Qué eran los Viscont i de Milán o los Bent ivoglio de Bolonia; qué eran los Gonzaga
de Mant ua o los Baglioni de Perusa; qué eran los Sforza de Pesaro o los m ism ísim os Médici,
com parados con el m ás pobre de los cam pesinos de At enas? Todos aquellos nuevos señores no
t enían m ás genealogía ni nobleza que la advent icia heráldica que les conferían sus prepot ent es
condot t ieri. Si el m ás indigent e m endigo del puert o del Pireo llevaba la noble sangre de
Clíst enes. ¿Qué era el gran Lorenzo de Médici com parado con Pericles? Todo est o se
pregunt aba cuando, en la ladera del Mont e de la Acrópolis, se quedó profunda y plácidam ent e
dorm ido.

III

Em papado de un rocío helado, Mat eo Colón se despert ó al día siguient e. Junt o a él pudo
ver los rest os de la pequeña hoguera. I nt ent ó incorporarse, pero su equilibrio era t an frágil

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El anatomista Federico Andahazi

que rodó por la ladera hast a el pie del m ont e. Tenía un dolor de cabeza horroroso. Sin
em bargo, recordaba perfect am ent e los hechos del día ant erior. En rigor, aquellos recuerdos
eran m ás claros que el paisaj e que ahora, borroso y confuso, se ofrecía ant e sus oj os: nada
m ás que un cam po yerm o salpicado de peñascos inhóspit os: aquella era su anhelada
" Ant igüedad" . Sint ió una profunda vergüenza de sí m ism o; no le alcanzaban las m anos para
sant iguarse, ni el alm a para pedir perdón a Dios —Único y Todopoderoso— por su inexplicable
arrebat o de paganism o. Vom it ó.
Pero no olvidaba el m ot ivo que lo había conducido a Grecia. En el puert o del Pireo
anduvo recogiendo cuant a cosa present ara alguna form a veget al ent re los ladrillos de las
paredes de los prost íbulos y de las t abernas donde, ent re t rago y t rago, com erciaban los
t raficant es de m uj eres.
Est aba por m ezclar en exact as proporciones las hierbas, raíces, sem illas y hongos,
cuando pudo ent erarse, de labios del m ism o com prador, que Mona Sofía había nacido en
Córcega. De m odo que, siguiendo el apot egm a de Paracelso, viaj ó a la isla de los pirat as.

IV

Mat eo Colón peregrinaba con la m ism a devoción con que un penit ent e m archa a Tierra
Sant a. Seguía los pasos de Mona Sofía con la m íst ica adoración de aquel que cam ina la Vía
Crucis y, conform e avanzaba, en la m ism a proporción, crecían su veneración y su m art irio.
Esperaba encont rar la clave de la Revelación del Mist erio que, a cada paso, parecía est ar m ás
lej ano. Y m ient ras erraba hacia los t enebrosos m ares de Gorgar El Negro, hubiera escrit o com o
su t ocayo de Génova a la reina: " En m uchas j ornadas de espant able t orm ent a no vide el sol, ni
las est rellas del m ar: los navíos t enían abiert os, rot as las velas, perdidas anclas y j arcias y
bast im ent os. La gent e, enferm a. Todos cont rit os, m uchos con prom esa de religión, se
confesaban los unos a los ot ros. El dolor m e arrancaba el ánim a. La lást im a m e arranca el
corazón. Bien fat igado est oy. Se m e refresca del m al la llaga. Ando sin esperanza de vida. Oj os
nunca vieron la m ar t an alt a, fea y hecha espum a. Aquella m ar hecha de sangre, herviendo
com o caldera por gran fuego. El cielo j am ás fue vist o t an espant oso" .
Y con la m ism a desesperada desazón erraba Mat eo Colón a bordo de una golet a frágil
com o la cáscara de una nuez, que a punt o est uvo de dest rozarse cont ra las rocas. Ni siquiera
pudo el anat om ist a t ocar las cost as de Córcega, porque los pirat as de Gorgar el Negro
asalt aron la golet a y robaron y m at aron a t oda la t ripulación y a buena part e del pasaj e. De
m ilagro salvó su vida: Gorgar el Negro, en el abordaj e, había sido herido en un pulm ón y
Mat eo Colón lo curó y le salvó la vida. En grat it ud le dio la libert ad.
Con el ánim o t odavía t urbado por las hierbas de los dioses del Olim po, con el cuerpo
enferm o por el frío y la hum edad, con el alm a rot a, Mat eo Colón regresó a Padua.
El azar habría de revelarle que navegando hacia el Occident e podía llegarse al Orient e.
Com o un buscador de especias que t ropezara accident alm ent e con el yacim ient o de oro m ás
esplendoroso, así, com o su t ocayo genovés, Mat eo Colón habría de descubrir su " Am érica" . El
dest ino iba a dem ost rarle que para llegar exit oso a Venecia habría de andar ant es por
Florencia; que para gobernar el corazón de una m uj er, habría de conquist ar, prim ero, el de
ot ra m uj er.Y así fue.

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El anatomista Federico Andahazi

SEGUNDA PARTE

I N ÉS D E TORREM OLI N OS

De regreso a Padua, lo esperaban dos not icias: una buena y ot ra m ala. La m ala t enía que
ver con los ánim os del decano.
—Muchas cosas se dicen de vos en Padua —em pezó a decirle Alessandro de Legnano—. Y
por ciert o nada bueno.
El decano inform ó al anat om ist a de que Beat rice, la pupila del prost íbulo de la t averna dil
Mulo, había sido llevada a j uicio y quem ada por bruj ería.
—Os ha m encionado en su declaración —dij o lacónicam ent e el decano.
Mat eo Colón guardó silencio.
—En lo que a m í respect a —cont inuó el decano—, os llevaría ant e la I nquisición hoy
m ism o —dij o y pudo ver cóm o em palidecía su int erlocut or—; sin em bargo la suert e parece
est ar de vuest ro lado.
Ent onces le hizo saber que un ciert o abad parient e de los Médici había m andado llam ar al
anat om ist a a Florencia. Una señora cast ellana —viuda de un noble señor florent ino, el Marqués
de Malagam ba— agonizaba y un alt ísim o duque cercano a los Médici había cont rat ado los
servicios del anat om ist a. Había pagado m il florines por adelant ado y ot ros quinient os por si
precisaba la colaboración de un aprendiz o ayudant e. El decano consideró una propuest a j ust a
archivar el asunt o de Beat rice y los t est im onios de Laverda y Calandra, a cam bio de los
honorarios que ofrecían a su cat edrát ico.
—Part iréis m añana m ism o a Florencia —concluyó Alessandro de Legnano y ant es de
despedir a Mat eo Colón, agregó—: En cuant o al aprendiz, con vosot ros viaj ará Bert ino. Est á
decidido.
De nada habría valido una prot est a. Mat eo Colón se lim it ó a asent ir; en rigor, el decano
no le dej aba ningún m argen para negociar. Bert ino se llam aba Albert o y llevaba el apellido del
decano. Nadie sabía con cert eza qué parent esco los unía. Pero Bert ino era los oídos y los oj os
de Alessandro de Legnano, un j oven un poco m ás idiot a que su prot ect or, que se habría de
convert ir en la som bra del anat om ist a en Florencia.

II

I nés era la m ayor de las hij as del noble m at rim onio que habían form ado Don Rodrigo
Torrem olinos, Conde de Urquij o y Señor de Navarra, e I sabel de Alba, Duquesa de Cuernavaca
y Condesa de Urquij o. Para frust ración del padre, el m at rim onio no t uvo hij os varones. De
m odo que, a causa de su fem enina " prim ogenit ud" , su pequeña alt eza gozaba ent eram ent e de
la pot est as y de la divit ia. Sem ej ant e abolengo y linaj e, sin em bargo, cont rast aban con su
siet em esina salud, con la pálida fragilidad y su m inúscula y m órbida est am pa. Com o si aquel
cuerpecit o fuera dem asiado pequeño y prem at uro para albergar un alm a, la niña present aba
un aspect o francam ent e exánim e, no com o si la vida la hubiera de abandonar, sino com o si
nunca le hubiese llegado. La cuna de frondoso capit el que para ella había sido const ruida por el
m ej or carpint ero de Cast illa era t an inm ensa que la pequeña I nés result aba invisible ent re los
pliegues de seda. Apenas si se revelaba una evidencia de vida en unos horribles est ert ores
que, siem pre, parecían ser los últ im os. El carpint ero, en cuant o hubo concluido la cuna,
em pezó a const ruir el pequeño at aúd. Conform e se iban sucediendo los días, la niña iba
perdiendo m ás volum en, si así pudiera llam arse a aquella pura ausencia. La nodriza, viendo
que la pequeña I nés no t enía fuerzas siquiera para asirse del pezón, la había desahuciado
35
El anatomista Federico Andahazi

definit ivam ent e y, al parecer, iba a recibir el últ im o sacram ent o ant es que el prim ero. Sin
em bargo, Dios sabe cóm o, la pequeña I nés sobrevivió. Poco a poco y com o crecen de la nada
los t iernos brot es en una ram a seca, la niña fue cobrando el color de los vivos. Conform e la
pequeña I nés iba creciendo, en la m ism a proporción, pero inversam ent e, la fort una fam iliar
languidecía. Los olivos y las vides de la noble casa que ot rora eran las m ás espléndidas y
generosas de t oda la península, y de cuya abundancia daba t est im onio el escudo fam iliar,
fueron devast ados por la voracidad de una súbit a pest e que, de un día para el ot ro, arrasó con
cuant a cosa present ara alguna volunt ad de verdor. Don Rodrigo, arruinado, sin m ás fort una
que la de su desconsuelo y sus t ít ulos, m aldecía el vient re de su esposa que, com o los cam pos
enferm os que sólo daban unas inút iles m alezas, había sido incapaz de hacer un varón de su
sangre que, al m enos, pudiera t raer una dot e a la casa. Est aba vist o que lo único que podía
engendrar la Duquesa eran niñas escuálidas. Desesperado, Don Rodrigo viaj ó a Florencia a
pedir el auxilio de su prim o, el Marqués de Malagam ba, a quien, adem ás del parent esco, lo
unía, ot rora, el cult ivo del olivo. El noble español im ploró, rogó y hast a lloró. El Marqués se
m ost ró com o un hom bre de bien, proclive a la com pasión y a la m isericordia. Le ofreció
consuelo, palabras de ánim o y de fe; en cuant o al dinero, ni un florín. Don Rodrigo volvió a
Cast illa desconsolado. Sin em bargo, el verano siguient e llegó un m ensaj ero a casa del
cont rariado noble cast ellano. Traía un recado de su prim o el Marqués. Para est upor del Conde,
el florent ino pedía la m ano de su hij a I nés y, a cam bio, ofrecía a Don Rodrigo la sum a de
dinero que le había pedido el invierno pasado. La propuest a t enía su razón: el Marqués,
hom bre viudo, no había t enido descendencia, de m odo que necesit aba un m edio para obt ener
un varón legít im o, est o es, una m uj er. Por ot ra part e, la unión con la casa de Cast illa lo
beneficiaba por cuant o, de ese m odo, ext endería sus dom inios hast a la península ibérica. El
m ensaj ero part ió a Florencia con la afirm ación de Don Rodrigo. I nés, a la sazón, t enía apenas
t rece años.
No hubo gala ni seducción, no exist ieron am orosas cart as ni present es, m ás que el que
const it uía la propia I nés de m anos de sus padres, quien fue enviada a Florencia —donde la
esperaba su esposo— con una escolt a form ada por m iem bros de am bas casas. I nés se casó
virgen y virt uosa. El Marqués era de la noble raza de Carlom agno y la im presión que se form ó
I nés de su m arido la prim era vez que lo vio fue la de que el florent ino llevaba en su propia
hum anidad el volum en de t odos sus ilust res ant epasados y la edad de t odas las insignes
generaciones carolingias. Nunca im aginó que su m arido era un hom bre viej o y obeso, aunque
t am poco lo cont rario.
I nés fue una buena esposa que ent regó a su m arido t oda su virt us in conj ugio; sabía
exhibir el abolengo y, sobre t odo, la " cast a" , est o es, la crist iana cast idad m arit al. Si la esposa,
según m andaba el precept o apost ólico, debía despoj arse de t oda pasión y " usar del m arido
com o si no lo t uviera" , a I nés, ciert am ent e, no le fue en absolut o difícil; de hecho, apenas si
cabía en el lecho nupcial j unt o a su incon- m ensurable esposo. No t enía que refrenar accesos
de pasión ni de hum edades baj as. No sent ía la m enor at racción hacia su m arido y, en rigor,
hacia ningún hom bre. Se diría que I nés j am ás había sent ido ninguna inclinación hacia la
sensualidad. Nada le provocaba placer y, ni siquiera, repugnancia. No sabía de gem idos ni de
ayes, ni de noct urnas im pulsiones. En t odo lo que duró su m at rim onio, el Marqués había t enido
t res seniles erecciones, t res veces se conocieron y t res veces parió I nés sin saber j am ás qué
es el frenesi veneris. Com o si una m aldición hubiese caído sobre la fam ilia, igual que su propia
m adre, no t uvo varones; t odas fueron niñas; pura hoj arasca para el m ust io árbol genealógico
carolingio. Una cuart a erección sería un m ilagro; de m odo que hart o, indignado y
desesperanzado, el Marqués decidió m orirse. Y así lo hizo.

III

I nés era una m uj er m uy j oven. Se dedicaba por com plet o a la crianza de sus t res
dem érit os, no sin algún pesar por la m em oria de su difunt o, para quien no pudo cum plir con su
deseo de form ar un eslabón en su noble genealogía. Todo su espírit u se volcó a la com pasión,
a la m isericordia, a la caridad y, sobre t odas las cosas, a Dios. En la int im idad de su alcoba
escribía un sinnúm ero de poem as en Su nom bre. Rezaba. Era una de las m uj eres m ás ricas de
Florencia.

36
El anatomista Federico Andahazi

Sobrellevaba la viudez sin ot ro pesar que el de no haber podido cum plir con la sant idad
conyugal, cuyo pat rón de m edida es la gloria que represent a un hij o varón. Por lo dem ás, no
necesit aba de ot ro am or que el de Dios. No se veía privada del consuelo de un hom bre; no
añoraba dulces placeres, ni la invadían oscuros ni pecam inosos pensam ient os porque, en rigor,
nunca supo de los prim eros de m odo que ni podía im aginar los segundos.
Todos los bienes que I nés había heredado no alcanzaban para rem ediar la pena de haber
sido incapaz de darle un varón a su difunt o esposo. De m odo que para m origerar sus pesares y
—sobre t odo— para saldar su culpa en m em oria de su m arido, decidió vender los olivares, las
vides y los cast illos, y con ese dinero const ruir un m onast erio. Así, m ediant e una exist encia de
cast idad y celibat o, habría de cum plir con el m andat o conyugal, sirviendo a los hij os que su
vient re no había sabido engendrar: a la herm andad m onást ica y a los pobres. Así lo hizo.
Se diría que I nés m archaba sin escollos hacia la sant idad, hast a que —j ust o es decirlo
ahora— un hom bre se int erpuso ent re su diáfana vida y la gloria et erna: Mat eo Renaldo Colón.

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El anatomista Federico Andahazi

IV

Cerca est uvo de acabar sus días com o una verdadera sant a. En el verano de 1558 su
salud se det erioró a causa de una desconocida enferm edad. Se ret iró con sus t res hij as a una
hum ilde casa j unt o al m onast erio que había erigido y se decidió a esperar la m uert e con
crist iana resignación.
El espírit u de I nés se había t ornado, progresivam ent e, som brío y pesim ist a; se replegó
en un m undo oscuro y t orm ent oso. Cualquier acont ecim ient o m ás o m enos inusual o,
inclusive, t rivial y cot idiano, era para ella una señal de los m ás negros augurios: si las
cam panas del convent o sonaban por algún m ot ivo, no podía sust raerse a la idea de que
doblaban por la m uert e de alguna de sus hij as. Tem ía por la salud del abad —que, por ot ra
part e, era exult ant e— y, en rigor, por la de t odos quienes t enía cerca. Cualquier cat arro
ordinario revelaba, sin duda, una fat al pulm onía de pront o desenlace. Con el t iem po, t odos
est os t em ores se replegaron sobre su propio espírit u y sospechaba padecer las m ás graves
enferm edades; una sim ple irrit ación en la piel era el sínt om a que ant icipaba el
desencadenam ient o próxim o de la lepra. Se sent ía acechada por la m uert e. Padecía de
int erm inables insom nios en cuyo t enebroso curso su corazón parecía querer salirse del pecho,
sufría de penosos ahogos que la sum ían en la cert eza de una asfixia m ort al y la sobresalt aban
súbit os arrebat os de sudores fríos. En la soledad de su cam a, im aginaba cóm o sería su cuerpo
después de m uert a y la at orm ent aba la idea de la descom posición de su j oven hum anidad.
Pront o, t odos est os angust iosos m alest ares se fueron ext endiendo m ás allá de la front era de la
noche, hast a inst alarse por com plet o en su vida. Poco a poco, a causa de los vért igos que
parecían afloj ar el piso debaj o de sus pies, I nés decidió refugiarse definit ivam ent e en su cam a
a esperar lo que Dios dispusiera. Pero ni siquiera encont raba t ranquilidad ni consuelo en Dios,
lo cual cont ribuía, aún m ás, a su t orm ent o, porque est o últ im o la confront aba con su devot a
conciencia y ni siquiera podía esperar la m uert e con crist iana resignación. I nés present aba un
aspect o francam ent e agónico.
Viendo que la salud de I nés se quebraba definit ivam ent e, el abad recordó que en Padua
un ciruj ano había salvado m ilagrosam ent e la vida de un agonizant e, hecho que, a la sazón,
había sido m uy com ent ado. De m odo que, sin dudarlo, int ercedió ant e su ilust re prim o cercano
a los Médici, quien, sin reparar en gast os, le hizo llegar m il florines para los honorarios de la
em inencia y ot ros quinient os para el viaj e y ot ros im ponderables que pudieran suscit arse.

38
El anatomista Federico Andahazi

EL D ESCUBRI M I EN TO

Un j inet e cruzó a t odo galope las angost as calles de Padua. A su paso, derribó el puest o
de un t endero de la Piazza dei Frut t i —que ni t iem po t uvo para insult arlo—, dej ando un t endal
de naranj as rodando calle abaj o. El caballo est aba em papado en sudor y echaba espum a por la
boca; había est ado galopando desde el ot ro lado de los m ont es Eugáneos. Leonardino, el
cuervo, lo vio; sigilosam ent e lo escolt ó, sobrevolándolo en círculos, desde que cruzó los viej os
m uros por la Port a Eugánea y, m ás allá, cuando avanzó por la Riviera de San Benedet t o. Al
cruzar el Pont o Tadi por sobre el canal, el cuervo se le adelant ó y, com o si lo supiera por
ant icipado, se posó sobre el capit el del aula dent ro de la cual su am o est aba dando clase.
El j inet e se apeó frent e a la puert a de la Universidad y corrió a t ravés del pat io.
—¿Dónde encuent ro a Mat eo Colón? —le pregunt ó a un hom bre a quien, poco m enos, se
había llevado por delant e.
El hom bre era el decano, Alessandro de Legnano.
El m ensaj ero le explicó brevem ent e la urgencia del asunt o que lo t raía sin dar m ás
precisiones ni det alles que los que im ponía la form alidad e inm ediat am ent e le repit ió su
pet ición, de t al m odo que quedara claro que no t enía aut orización para inform ar a nadie m ás
que al propio anat om ist a.
—Tengo orden de ent regar el m ensaj e al m essere Mat eo Renaldo Colón —explicó,
lacónico el m ensaj ero.
Al decano lo irrit ó profundam ent e el m odo excesivam ent e respet uoso con que el
m ensaj ero se refirió al barbiere, pero, sobre t odo, la pret ensión de eludir su aut oridad, com o si
fuera un sim ple criado cuya función fuera la de anunciar las visit as a " su em inencia" , Mat eo
Colón.
—Quizá deba inform aros que en est a casa yo soy la aut oridad.
—Quizá deba inform aros quién es el rem it ent e del recado —dij o el m ensaj ero,
perm it iéndose la im pert inencia de im it ar el t ono de su int erlocut or, a la vez que le exhibía la
rúbrica y el sello im preso en el dorso del m ensaj e.
El decano no t uvo ot ro rem edio que prom et er al m ensaj ero ent regar la cart a al
anat om ist a ni bien regresara de viaj e.

II

La im presión que se form ó Mat eo Colón de la enferm a fue, en prim era inst ancia, que se
t rat aba de una m uj er infinit am ent e bella y, en segundo lugar, que no era aquella ninguna
enferm edad frecuent e. I nés est aba t endida en la cam a, exánim e e inconscient e. Exam inó sus
oj os y su gargant a. Palpó su cabeza e inspeccionó sus oídos. El abad seguía los m ovim ient os
del m édico con desconfiada curiosidad. Palpó sus t obillos y sus m uñecas y rogó al abad que lo
dej ase a solas con la enferm a j unt o a su " discípulo" , Bert ino. No sin alguna preocupación, el
abad abandonó la alcoba.
Mat eo Colón pidió a Bert ino que lo ayudara a desvest ir a la pacient e. Quizá nadie
sospechara siquiera que debaj o de aquellas aust eras ropas exist ía una m uj er de una belleza
ext raordinaria, hecho que t est im oniaban las m anos del discípulo, que t em blaban com o una
hoj a al ret irar cada prenda.
—¿Acaso nunca has vist o una m uj er desnuda? —pregunt ó Mat eo Colón a Bert ino no sin
ciert a m alicia, haciéndole not ar, de paso, que podía convert irse en el delat or del espía del
decano.
—Sí, las he vist o... pero no con vida... —t it ubeó Bert ino.
—Pues t e recuerdo que lo que est as viendo no es una m uj er, sino una enferm a —
m arcando en la pronunciación la diferencia ent re am bas ent idades.

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El anatomista Federico Andahazi

En rigor, Mat eo Colón t am poco había podido sust raerse a la belleza de su pacient e, pero
t enía el pulso experim ent ado, suficient e para no m anifest ar ninguna t urbación. E, inclusive,
sabía que un m édico debía hacer caso de las im presiones subj et ivas: int uía que su inquiet ud y
su pert urbación no eran aj enas a la enferm edad de su pacient e. Exam inó el t ono m uscular del
vient re y el rit m o de la respiración. Viendo que Bert ino dem oraba con su t area, ordenó a su
discípulo que t erm inara de una vez de quit ar las ropas de la enferm a. En el m ism o m om ent o
en que el anat om ist a se disponía a t om ar el pulso, Bert ino prorrum pió en un grit o de espant o.
—¡Es un hom bre! ¡Es un hom bre! —vociferaba a la vez que se sant iguaba e invocaba a
t odos los sant os del cielo—. ¡El poder de Dios sea conm igo! —im ploraba con una m ueca de
t error.
Mat eo Colón pensó que Bert ino se había vuelt o com plet am ent e loco. El m aest ro se
incorporó e int ent ó calm ar a su discípulo, cuando, para su est upor, pudo ver ent re las piernas
de la enferm a, una perfect a, erect a y dim inut a verga.

III

El anat om ist a conm inó a su discípulo a que dej ara de grit ar. Ciert am ent e, aquel
descubrim ient o, fuere lo que fuere, ponía en peligro la vida —ya lo suficient em ent e frágil— de
la enferm a. Mat eo Colón recordó de inm ediat o un caso que, cincuent a años ant es, había
conducido a la hoguera a un hom bre que present aba la apariencia de una m uj er y que,
aprovechando sus facciones fem eninas, ej ercía la prost it ución. Sin em bargo, I nés de
Torrem olinos present aba una anat om ía ent eram ent e fem enina y, por ciert o, sus t res hij as eran
fiel t est im onio de su no m enos fem enina fisiología. Sin em bargo, frent e a las narices at ónit as
del m aest ro y su discípulo, allí est aba aquel pequeño órgano erect o, señalando al cent ro de
sus oj os alelados abiert os com o dos pares de florines de oro.
La hipót esis que m ej or se aj ust aba a la sit uación era la del herm afrodit ism o. Las ant iguas
crónicas de los m édicos árabes y egipcios relat aban num erosos casos de seres que
present aban los dos sexos en un m ism o cuerpo. El m ism o anat om ist a había podido com probar
un caso de herm afrodit ism o en un perro. Sin em bargo, est a últ im a conj et ura t am poco se
aj ust aba a los hechos: la caract eríst ica com ún que señalaban t odas las crónicas m édicas no
dej aba dudas acerca de que t al anom alía significaba la at rofia com plet a de am bos órganos
sexuales, los m asculinos y los fem eninos, siendo en consecuencia im posible la reproducción.
Adem ás de los t res vást agos que I nés de Torrem olinos había t raído al m undo, era evident e
que aquel pequeño órgano no se m ost raba en absolut o at rofiado; al cont rario, est aba
inflam ado, palpit ant e y húm edo.
Llevado por la pura int uición, el anat om ist a t om ó ent re el índice y el pulgar aquella
innom inada part e y, con el índice de la ot ra m ano, com enzó a frot ar suavem ent e el dim inut o
" glande" , roj o e inflam ado. La prim era reacción que Mat eo Colón pudo com probar fue que t oda
la m usculat ura del cuerpo de la enferm a —que hast a ent onces perm anecía com plet am ent e
laxa— cobró una súbit a e involunt aria t ensión, a la vez que aquel órgano aum ent aba un poco
m ás en t am año y se conm ovía en breves cont racciones.
—¡Se m ueve! —grit ó Bert ino.
—¡Silencio! ¿O acaso quieres ent erar al abad?
Mat eo Colón no dej aba de frot ar ent re sus dedos aquella prot uberancia, com o quien frot a
una ram a cont ra una piedra para obt ener fuego. De pront o, com o si finalm ent e hubiese
conseguido encender la chispa de la hoguera, t odo el cuerpo de I nés se conm ovió en una gran
convulsión que le hizo levant ar las caderas, quedando sost enida por los t obillos y la nuca,
sem ej ando un arco. Poco a poco, su cint ura em pezó a m overse, siguiendo la regularidad, el
rit m o de los dedos del anat om ist a. La respiración de I nés se agit ó; el corazón, se diría, le
galopaba dent ro del pecho y t odo su cuerpo brilló súbit am ent e con un sudor general,
reproduciendo, en virt ud de aquella frot ación que le prodigaba el anat om ist a, cada uno de los
penosos sínt om as que la sobresalt aban por las noches. Sin em bargo, pese a que I nés se
m ant enía inconscient e, no se diría que aquella sesión le result ara, precisam ent e, penosa. La
respiración de I nés fue cobrando un sonido ahogado que devino en un j adeo sonoro. Su

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El anatomista Federico Andahazi

exánim e gest o se t ransform ó en una m ueca lasciva: la boca, ent reabiert a, dej aba ver la
lengua agit ándose ent re las com isuras de los labios.
Bert ino, el discípulo, se persignó. No alcanzaba a descifrar si aquello era un exorcism o o
si, al cont rario, su m aest ro, est aba m et iendo el diablo en el cuerpo de I nés. Casi cae
desm ayado al ver que, de pront o, la enferm a abrió los oj os, m iró en derredor, y, t ot alm ent e
en sí, se ent regó a la diabólica cerem onia del anat om ist a. Los pezones de I nés se habían
inflam ado y erguido y ahora ella m ism a se los frot aba con sus propios dedos sin dej ar de m irar
al desconocido con lascivia, a la vez que m usit aba unas palabras inint eligibles en español.
Se diría que I nés había pasado de la agonía al frenesi veneris. Tot alm ent e conscient e —si
así pudiera decirse—, I nés se asió al t ravesaño de la cabecera de su rúst ica cam a.
Ent re ayes, convulsiones y " cóm o os at revéis" adm onit oriam ent e suspirados, I nés dej aba
hacer.
—¿Cóm o os at revéis? —m urm uraba a la vez que se pasaba su propia lengua por los
pezones—. Que soy m uj er cast a —decía y se hum edecía los dedos en los labios.
—¿Cóm o os at revéis? —suspiraba y ent onces abría las piernas cuant o podía—. Que soy
m adre de t res —decía sin dej ar de frot arse los pezones y que " cóm o os at revéis" , im ploraba y
ent onces dej aba hacer.
La del anat om ist a no era una t area fácil; por un lado debía sust raerse a la cont agiosa
excit ación de la enferm a y, por ot ro, evit ar que esa m ism a excit ación declinara. Adem ás,
Bert ino —que no dej aba de persignarse— no cesaba de hacer pregunt as, exclam aciones y
hast a se perm it ió am onest ar a su m aest ro:
—¡Com et éis sacrilegio, profanación!
—Quieres cerrar la boca y suj et ar los brazos —obnubilado com o est aba, Bert ino
obedeció.
—¡Los m íos no, idiot a, los de la enferm a!
—¿Cóm o os at revéis? —susurraba I nés—. Que soy m uj er viuda —decía y ent onces
balanceaba las caderas em bist iendo la m ano del anat om ist a.
—¿Cóm o os at revéis? —lloriqueaba—. Que vosot ros sois dos hom bres y yo una pobre
m uj er indefensa —decía y ent onces est iraba la m ano hacia la verga del discípulo, cuyas
im ploraciones a Dios no im pedían que em pezara a ponerse un poco t iesa, lo cual, por ciert o, le
aseguraba al anat om ist a el silencio de Bert ino.— ¿Cóm o os at revéis? —m urm uraba I nés—.
Que ni siquiera os he vist o nunca ant es.

IV

Diez días perm aneció Mat eo Colón en Florencia j unt o a su enferm a. Diez días en el curso
de los cuales I nés se rest ableció por com plet o, al m enos, de sus ant eriores padecim ient os. El
anat om ist a convino con el abad aloj arse en un claust ro del m onast erio, cuya proxim idad con la
casa de la enferm a le perm it iría no int errum pir su secret a t erapéut ica. Sin em bargo, I nés
consideró est o una im perdonable falt a de hospit alidad y lo aloj ó en su propia casa. Para él
preparó una acogedora alcoba próxim a a la suya.
I nés no era aquella m uj er lasciva que conoció Mat eo Colón. Al cont rario, present aba la
apariencia de la sant idad; era ext rem adam ent e recat ada en su vest uario, pudorosa en sus
m odos y en sus dichos. Sin em bargo, a la hora de som et erse a la t erapéut ica del anat om ist a,
parecía abrirse paso en su cuerpo un espírit u diabólico ilim it ado que arrasaba la valla del
pudor, y que sólo se ret iraba cuando llegaba el éxt asis, después de lo cual volvía I nés a su
recat o. La enferm a aparent aba rebelarse al placer m ediant e unos levísim os " ¿Cóm o os
at revéis?" que sin em bargo se parecían m ás a un gem ido gozoso que a una quej a. Concluidas
las sesiones no m encionaba nada acerca de ellas, com o si no guardara m em oria de lo sucedido
en su alcoba o com o si aquéllas no t uviesen una t rascendencia diferent e de la de t om ar una
hierba m edicinal. Conform e avanzaba la cura, aquella m ist eriosa prot uberancia que present aba
la form a de un verdadero pene iba decreciendo en t am año en la m ism a proporción que los
padecim ient os de la enferm a. Por lo dem ás, I nés parecía sent irse m uy a gust o en com pañía de
Mat eo Colón. Por las m añanas cam inaban por la senda de set os del bosque lindero al
m onast erio y cerca del m ediodía se sent aban a la som bra de un roble a com er fresas y m oras
41
El anatomista Federico Andahazi

silvest res. A m edia t arde, I nés y el anat om ist a iban hast a la casa, se encerraban en la alcoba y
ent onces se iniciaba la cura. I nés se recost aba m ansam ent e en la cam a, deslizaba sus faldas
por la superficie de sus piernas, separaba un poco las rodillas a la vez que arqueaba la espalda
dej ando suspendidas las nalgas, suaves y prom inent es, y se ofrecía a las m anos del
anat om ist a cerrando los oj os y apret ando los labios t odavía húm edos y t eñidos con el j ugo de
las m oras.
Y t odas las m añanas Mat eo Colón y su enferm a salían a cam inar por el bosque lindero a
la abadía y después del m ediodía ent raban en la casa y " cóm o os at revéis, que aunque no
llevo hábit os soy m uj er consagrada" . Y t odas las noches, después de una cena frugal y
reposada, " cóm o os at revéis, que j uré a la m em oria de m i difunt o cast idad y celibat o" .
Mat eo Colón, por su part e, se sent ía a gust o en Florencia. El m ot ivo de la est adía de
Mat eo Colón no era, solam ent e, el de velar por la salud de su pacient e; ¿qué era aquel
pequeño órgano innom inado que se com port aba igual que un sexo m asculino? ¿Qué era
aquella dim inut a m onst ruosidad que asom aba horrorosam ent e del fem enino pubis de I nés?
¿Era I nés una m uj er? ¿Se hallaba frent e a una m onst ruosidad de la nat uraleza o, com o
sospechaba, t enía ant e sí el m ás increíble descubrim ient o de la m ist eriosa anat om ía fem enina?
Fue por aquellos días, durant e su est ancia en Florencia, cuando el anat om ist a apunt ó las
prim eras not as que prefigurarían el vigésim o sext o capít ulo de su De re anat óm ica. Día t ras
día, describía en su cuaderno la evolución de su enferm a.
" Processus igit ur ab ut ero exort i id foram en, quod os m at ricis vocat ur illa praecipue
sedes est delect ionis, dum venerem exercent vel m inim o digit o at t rect abis, ocyus aura sem en
hac at que illac pre volupt at e vel illis invit is profluet ."
Día prim ero:
" Est a pequeña prot uberancia, que surge del út ero cerca de la abert ura que se llam a boca
1
de la m at riz , es principalm ent e la sede del deleit e de la enferm a; cuando t iene act ividad
2
sexual, al frot ar, el órgano sólo con un dedo, el sem en fluye de acá para allá m ás rápido que
el aire a causa del placer incluso sin que ella se lo proponga. "
Día segundo:
3
" Est e pene fem enino parece concent rar en sí t oda m anifest ación del placer sexual en
desm edro de los órganos int ernos, que no present an ninguna excit ación ant e los est ím ulos. Es
de not arse que est e órgano se levant a y cae com o la verga ant es y después de la cópula o de
4
la frot ación. "
Día t ercero:
" Est a part e se encont raba dura y oblonga cuando descubrila en m i prim er exam en y
blanda y pendient e después de la frot ación cuando la enferm a hubo de alcanzar el frenesí
venéreo.
" El reposo dura poco t iem po, alzándose nuevam ent e en el curso de algunas pocas horas
después de las frot aciones, no viéndose a la enferm a con apet it o sexual, ni frenesí, ni incit ada
al placer o con apet encia de hom bre o afición a la verga. En cam bio, cada vez que el apéndice
se yergue, la enferm a present a t alant e t rist e, m areos y ahogos que sólo cesan después de la
frot ación y el frenesí venéreo."
Día Cuart o:
" La enferm a m ej ora. No sufre t rist ezas ni ahogos y los m areos son m enos frecuent es. El
órgano perm anece durant e m ás t iem po reposado y m enos inflam ado, com o si t odos sus

1
Desde luego, hoy se sabe que el órgano en cuestión no surge de la matriz, hecho que anota Thomas W.
Laquier en su artículo sobre Mateo Colón "Amor Veneris, vel Dulcedo Apeleteur", en Historia del cuerpo
humano, Edit. Taurus.
2
Nótese que apunta "semen", atribuyendo todavía al órgano un carácter eminentemente masculino.
3
Resulta , al menos, enigmático el modo en que lo menciona, ya que "pene femenino" pareciera un primer
intento de universalizar aquella "anomalía", tal como habrá de decir más adelante; contradicción que denun-
cia el desconcierto de estas primeras notas.
4
Este apunte es casi literal respecto del de Jane Sharp que, en el siglo XVII escribió: "...se levanta y cae
como la verga y hace que las mujeres estén excitadas y disfruten en la cópula".
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El anatomista Federico Andahazi

padeceres dependieran de ést e. Llam aré a est a anom alía Am or o Placer de Venus ( Am or
Veneris, vel Dulcedo Apelet eur) ."
Día Quint o:
" Es de not ar que de est e órgano pareciera depender el am or de la enferm a y su
disposición y volunt ad, y por est a causa m e es dado suponer que quien ej erza el dom inio de
est a pequeña verga ej ercerá el dom inio de su disposición y de su volunt ad, por cuant o la
enferm a se conduce hacia m í com o una enam orada, m ost rándose proclive a sat isfacerm e en
t odo cuant o m e apet eciera. Est e órgano parece ser la sede del am or y del placer de la
enferm a. Est a suert e de ent rega no depende de ningún at ribut o que no sea el del saber frot ar
con art e y aciert o y conocer las carnecillas sensibles, com o el glande y la crest a inferior de la
part e alargada" .
Y en efect o, el anat om ist a sabía sacar part ido de su " art e y aciert o" . Mat eo Colón no
t enía ningún pudor en lam ent arse de su m agra paga com o cat edrát ico; se quej aba ant e I nés
com o su t ocayo de Genova a la reina: " Y pensaba lo poco que m e han aprovechado los veint e
años de servicio: no t engo en m i t ierra una t ej a; si quiero com er o dorm ir, al m esón, a la
t aberna, y a veces, falt a hast a la blanca para pagar el escot e. La lást im a m e arranca el
corazón" . Así se lam ent aba el anat om ist a frent e a su pacient e. Y el alm a de I nés, que era
m isericordiosa y carit at iva, se quebraba de piedad.
—¿Os bast an quinient os florines? —pregunt aba avergonzada com o quien da una m ísera
lim osna.
Ent onces, por las noches, después de cont ar cada m oneda de sus " honorarios" , el
anat om ist a apunt aba:
" Cuant o m ás se avanza en la t erapéut ica, t ant o m ás caut ivada se m uest ra la volunt ad de
la enferm a cuya disposición y obediencia pareciera no t ener lím it e ni colm o."
Y en verdad, el anat om ist a, después de cada sesión, parecía no t ener lím it e ni colm o. No
perdía oport unidad para quej arse am argam ent e de su infort unio.
—¿Os bast an m il florines? —pregunt aba I nés llena de pudor.
Toda la pasión que I nés le prodigaba a Dios recayó por com plet o en la figura del
anat om ist a. Los versos que ot rora I nés escribiera a la Gloria del Todopoderoso ahora t enían un
nuevo dest inat ario. Por las noches, se acost aba pensando en el anat om ist a; con el anat om ist a
soñaba y el nom bre del anat om ist a sus labios pronunciaban cuando se despert aba por la
m añana. Toda su ant igua pasión por los pobres, t oda su m isericordia y fervor, t enían un único
nom bre. Y un día llegó el m om ent o de la part ida. La salud de I nés de Torrem olinos est aba, a
j uicio de su m édico, com plet am ent e rest ablecida. De m odo que no había razón para
perm anecer m ás t iem po en Florencia. El abad agradeció cálidam ent e los servicios del chirologi
y su discípulo.
La enferm edad de I nés t enía, ahora, un nom bre: Mat eo Renaldo Colón.
Mient ras cabalgaba de regreso a Padua, el corazón del anat om ist a lat ía con la fuerza de
la ansiedad. I nt uía que algo glorioso acababa de suceder en su vida.

EN TI ERRAS D E LA VEN US

" Cariay, Veragua. ¡Las m inas de oro, la providencia donde hay oro infinit o, donde lo
llevan las gent es adornándoles los pies y los brazos, y en él se enforran y guarnecen las arcas
y las m esas! Las m uj eres t raían collares colgados de la cabeza a las espaldas. A diez j ornadas
est á el Ganges. De Cariay a Veragua es t an cerca com o de Pisa a Venecia. Yo t odo est o lo
sabía: Por Tolom eo, por la Sacra Escrit ura. Es el sit io del paraíso t errenal..." , hubiera podido
escribir Mat eo Colón com o su t ocayo genovés había escrit o a la reina. " Oh, m i Am érica, m i
dulce t ierra hallada" , fueron las siet e palabras que m ej or describieron la epopeya de Mat eo
Colón.
El anat om ist a no iba a t ardar en com prender que aquella ext raña enferm edad, aquella
m onst ruosa deform idad, era, en rigor, com o las I ndias Orient ales. A su regreso a Padua

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El anatomista Federico Andahazi

exam inó un t ot al de cient o siet e m uj eres, ent re vivas y m uert as. Para su est upor, en t odos los
casos pudo com probar que aquella " verga" que había descubiert o en I nés de Torrem olinos
exist ía, " dim inut a y ocult a t ras las carnes de los labios", en t odas la m uj eres. Y pudo descubrir,
eufórico, que el com port am ient o que present aba est a pequeña prot uberancia no era en
absolut o diferent e de com o se com port aba en el cuerpo y en la volunt ad de I nés de
Torrem olinos. El anat om ist a, ext raviado en su propia euforia, había encont rado la llave del
am or y del placer. No se explicaba de qué m odo aquel dulce t esoro había pasado inadvert ido
durant e siglos, no com prendía cóm o generaciones de sabios, de anat om ist as de Orient e y
Occident e, no habían vist o j am ás aquel diam ant e que se adviert e a sim ple vist a, sólo corriendo
las carnes de la vulva.
" Oh, m i Am érica, m i dulce t ierra hallada" , apunt ó el anat om ist a en el com ienzo del
capít ulo XVI de su De re anat om ica. Y lo que habría de seguir era una sinfonía épica.
Ent re ayes y am or m ío, el anat om ist a acariciaba las cost as de las t ierras nuevas; com o
aquellas indias de cobre que salían de la t ripa de lo verde y se ofrecían a los dioses barbados
m it ad hom bre, m it ad best ia, así se le obsequiaban al nuevo Am o de la Pat ria de Venus. Así
andaba, explorando el genit al follaj e, la espada en la diest ra, las Escrit uras en la siniest ra y al
cuello, la cruz. Avanzaba t ierra adent ro y un día Dios le dij o: " poned nom bre a las cosas" y
ent onces, en su diario, al final de cada j ornada, apunt aba: " Sí m e es dado poner nom bres a las
cosas por m í descubiert as..." y ent onces nom bró a las cosas. Y así andaba, circunnavegando la
creación de su propia cost illa.
Ent re ayes y am or m ío, besaba la arena de las t ierras nuevas y clavaba las banderas y
no había palabras para nom brar t ant a novedad. No había que com bat ir indios bravos ni
enem igos. Bast aba señalar y decir " est o es m ío" y ent onces, con la yem a de un dedo, de un
dedit o ( m ínim o dígit o) —Sabio y Perit o—, se abrían los follaj es para que ent rara Su Maj est ad.
Y así andaba, nom brando y haciendo para sí lo que era de sí, com o de Adán era la
cost illa. ¡Cuánt a dulce gent ileza! Y así habría de present ar las cosas al m undo: " Est o,
am abilísim o lect or, es principalm ent e la sede del am or en las m uj eres" , decía señalando hacia
las cost as de las t ierras de la Venus.
Levaba anclas y ent onces ponía proa hacia canales y archipiélagos donde hom bre alguno
había andado, y a su paso, con el índice en alt o, decía: " Sí se t oca vigorosam ent e con un
dedit o ( m ínim o dígit o) el sem en fluye de aquí para allá m ás rápido que el aire a causa del
placer, incluso sin que ellas quieran" , y ent onces era Am o y Señor de las fem eninas m areas.
Las aguas podían abrirse o cerrarse a su paso. Era Dueño, Pat rón y Soberano de la volunt ad
de Venus, e incluso sin que ella lo quisiera, caía esclava del Suprem o.
Y así andaba nom brando por San Juan y San José. Lo m ism o da llam arlo m at riz, út ero o
vulva, decía y seguía nom inando.
El cent ro de su Am érica t enía por ciert o un nom bre: Mona Sofía. No hacía falt a recorrer
el m undo buscando la hierba que caut ivara un pérfido corazón. No t enía que invocar a dioses
ni a dem onios. No t enía, siquiera, que andarse con galant erías ni preocuparse por la
seducción. Ahí, al alcance de su m ano y sin m ás esfuerzo que el que significaba frot ar con
sabiduría y pericia, t enía la llave de las puert as del corazón de las m uj eres. Había encont rado
la razón anat óm ica del am or. Cam inaba por donde ningún hom bre había andado ant es. Aquella
que desde el com ienzo de la hum anidad habían buscado los hechiceros, las bruj as, los
gobernant es, los dram at urgos y, en fin, cualquier m ort al enam orado, él, el anat om ist a, él,
Mat eo Renaldo Colón, lo había encont rado. Ahora sí, debaj o de su índice, Sabio y Perit o, t enía
para sí la t ierra que se había j urado: Mona Sofía.
Y habría de llegar m ás lej os. Si el alm a de las m uj eres era un reino que no podía
soj uzgarse ni con t odos los ej ércit os del m undo, la razón era t an sim ple y evident e que, por su
m ism a t ransparencia, nadie había vist o: el Am or Veneris, el origen del am or fem enino, era la
prueba irrefut able de la inexist encia del alm a en las m uj eres. Y así lo habría de fundam ent ar
en su De re anat óm ica.
Pero com o aquel que se avent ura en los valles int eriores difícilm ent e encuent ra el cam ino
de regreso, el anat om ist a habría de perderse definit ivam ent e en el corazón de la selva de su
propia cost illa.

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El anatomista Federico Andahazi

II

El capít ulo XVI de De re anat om ica fue una epopeya, un cant o épico. El 16 de m arzo de
1558, Mat eo Colón, t al com o lo exigían los est at ut os de la Universidad para que una obra
pudiera ser dada a publicidad, present ó al decano su libro t erm inado, un cuaderno de cient o
quince folios, acom pañado de siet e lám inas anat óm icas —una de las obras m ás bellas
producidas en el Renacim ient o— pint adas al óleo de su propia m ano, en las cuales exponía los
m apas de su nuevo cont inent e: el Am or Veneris.
El 20 de m arzo de ese m ism o año, Alessandro de Legnano irrum pió en el claust ro de
Mat eo Colón, acom pañado por el párroco de la Universidad y dos guardias de corps. El decano
le leyó la resolución del Superior Tribunal, en la cual se acept aba el pedido de Alessandro de
Legnano de que se form ase una com isión de Doct ores para exam inar las act ividades del
cat edrát ico y resolver sobre las acusaciones: herej ía, blasfem ia, bruj ería y sat anism o. Todos
sus m anuscrit os fueron incaut ados, igual que el sinnúm ero de pint uras que yacían apiladas
sobre la pared.
Que Mat eo Colón se librara de ser confinado a una celda de la cárcel de San Ant onio no
ha de at ribuirse a la benevolencia de las aut oridades, sino al afán de que el proceso no se
diera a publicidad ant es del fallo de la com isión. El anat om ist a fue inform ado de que, según lo
disponía la últ im a bula de Paulo I I I sobre las com isiones doct orales que habían sido elevadas
al rango de t ribunal suprem o en m at eria de fe, confiriéndoles facult ades am bulant es, el
proceso habría de t ener lugar en la m ism a Universidad. El t ribunal iba a est ar presidido por el
m ism ísim o cardenal Caraffa y un delegado del cardenal Alvarez de Toledo.

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El anatomista Federico Andahazi

TERCERA PARTE

LOS H ECH OS D EL PROCESO - LLUEVE

Mat eo Colón, sent ado a su pupit re, m ira caer la lluvia del ot ro lado de la luna m inúscula
que corona la breve cabecera de su cam a. Llueve sobre las diez cúpulas gem elas de la basílica
y sobre la pradera que se funde en la línea inciert a del horizont e. Llueve una lluvia fina que
apenas si m oj a. Llueve una lluvia m ansa y persist ent e que acosa com o un m al pensam ient o o
com o una duda. Com o una idea. Com o un secret o. Llueve, se diría, una lluvia de siglos. Llueve
una lluvia pía, descalza. Llueve una lluvia franciscana. Llueve con la m ism a leve m at erialidad
de la que est án hechos los pies del sant o sobre los t echos, sobre los páj aros. Llueve, com o
siem pre, sobre los pobres. Llueve lent a pero insist ent em ent e una lluvia que, a fuerza de puro
caer, habrá de rem over los pies m arm óreos de los sant os pét reos, oscurant ist as. No ha de ser
hoy ni m añana. En un m om ent o, en unos días, habrán de arder las ant orchas negras, las
brasas de las hogueras. Pero llueve. Llueve una lluvia m ansa, insist ent e; com o una
advert encia o un augurio. Llueve una lluvia am able, piadosa, que, al m enos, refresca la llaga
en la carne quem ada. Llueve una garúa zum bona sobre los cam pesinos que dan de com er al
abad y llueve sobre la est ola de Paulo I I I . Llueve sobre el Vat icano. Y llueve, t am bién, una
lluvia t ibia, anhelada; got as que son pequeñas vergas que se cuelan baj o el cerrado escot e de
las religiosas. Llueve una lluvia germ inal. Una lluvia it aliana.
Mat eo Colón m ira caer la lluvia nueva. Llueve y ent onces, de las ent rañas del barro, se
exhum an los t esoros de la Ant igüedad. Llueve una lluvia arqueológica. Allí, debaj o de los pies,
surge el ant iguo esplendor. Llueve y a fuerza de puro llover, acaba por rem overse el suelo
hist órico que vom it a m árm oles, libros, m onedas. Todo lo que est á en la superficie se vuelve,
en com paración, t rivial y, sobre t odo, vulgar. Debaj o de la m araña de calles hechas por el azar
del puro t ránsit o, debaj o de los villorrios m iserables, el agua desnuda el Ant iguo y
Esplendoroso I m perio que habrá de ser exhum ado. Llueve y ent onces, desde la t ripa de la
t ierra, surge lo Bueno, lo Bello y lo Verdadero. Llueve y, de puro llover, se deshacen en barro
los condot t ieri y, en su lugar, se vuelve a elevar el espírit u de Escipión, de Favio.
Expulsado de su dulce t ierra hallada, de su paraíso; exiliado en su claust ro, lej os, m uy
lej os de su " Am érica" , de su Pat ria, Mat eo Colón m ira llover.
El anat om ist a m ira caer aquella lluvia que, a m enos que obre un m ilagro, habrá de ser la
últ im a.

II

El 25 de m arzo del año 1558, precedida por cinco j inet es y sucedida por ot ros cinco
guardias de corps, llegó a Padua la com isión presidida por el cardenal Caraffa y el delegado
personal del cardenal Alvarez de Toledo. Las em inencias fueron aloj adas en la Universidad y
resolvieron t om arse t res días para exam inar los porm enores del caso, ant es de dar com ienzo
al proceso. El decano ofreció a Sus Em inencias el recint o del aula de anat om ía para const it uir
el Tribunal, pero a los oj os de los visit ant es result ó dem asiado am plio para t an poco núm ero
de audiencia; el Tribunal est aría int egrado por t res j ueces: el cardenal Caraffa, el presbít ero
Alfonso de Navas —delegado personal del cardenal Alvarez de Toledo— y un represent ant e del
Sant o Oficio de Padua. La part e acusadora correría por cuent a del propio decano y la defensa
del acusado no habría de cont ar con m ás auxilio que el de su solo alegat o. Adem ás habrían de
t enerse en cuent a dos o t res t est igos. De m odo que Sus Em inencias consideraron m ás que
suficient e el espacio de un aula com ún.
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El anatomista Federico Andahazi

III

El 28 de m arzo del año 1558 se inició el proceso. Según las form alidades del caso, el
Suprem o Tribunal prim ero habría de t om ar declaración a los t est igos de la acusación, en
segundo lugar se escucharía la im put ación del acusador y, finalm ent e, el alegat o del acusado.
Sin em bargo, el t ribunal no creyó convenient e la presencia de personas aj enas a la asam blea y
consideró m ás cercano a la prudencia que los t est igos declarasen por escrit o m ediant e el act a
de un not ario. De acuerdo con t ales form as, el propio not ario de la Universidad, Darío Renni,
recogió los t est im onios que habrían de ser expuest os.

DECLARACI ÓN DE LOS TESTI GOS

PRI MER TESTI MONI O: DECLARACI ÓN DE UNA MERETRI Z QUE DI CE HABER SI DO


EMBRUJADA POR EL ANATOMI STA

De pie frent e a los j ueces, Darío Renni leyó el prim er t est im onio.
Yo, Darío Renni, procediendo a t om ar declara- ción a una het aira de los alt os de la
Taverna dil Mulo, que dice llam arse Calandra, cont ar con diez y siet e años y habit ar en esos
m ism os ant ros.
La dicent e declara que el día cat orce del m es de j unio del año de m il quinient os y
cincuent a y seis, un hom bre de fiera m irada llegóse a los alt os de la t aberna y pidió por
servicio. Fuéronle m ost radas t odas las pupilas de la casa y decidióse a cohabit ar con una
llam ada Laverda. La dicent e declara que con ella ret iróse a los aposent os habiendo pagado
t arifa m agra, pues era put a viej a y algo enferm a; que el visit ant e salió de la alcoba sin la
com pañía de la m eret riz y despidióse con prisa de la casa.
La dicent e declara que sint ió viva preocupación por la ot ra pupila, pues no salió del
aposent o y ningún ruido surgía de la alcoba. Declara la dicent e que com o la ot ra no
apareciera, llegóse hast a el aposent o y, j unt o al lecho, viola yacer. Declara la dicent e que al
principio pensó que el hom bre era client e disconform e y que vengóse de la ot ra por hacer m al
su oficio y ser viej a y desdent ada. Pero vio que respiraba y no t enía herida, ni de hoj a ni de
palo.
Declara la dicent e que cuando la ot ra despert ó del desm ayo, le refirió lo sucedido; que el
client e dióle de lam er de la verga y cuando est o hizo vio que ést e era el diablo que pedía por
su am or y por su alm a. Declara la dicent e que la ot ra le refirió que anduvo por los ríos de
Caront e viendo dem onios fornicadores que m et íanle vergas largas por t odos los aguj eros de su
cuerpo por ser m uj er de m ala vida.
Declara la dicent e que no dio crédit o a la ot ra het aira, pues era put a ya m uy viej a que
padecía locura venérea.
Mas, a la sem ana siguient e, aparecióse de nuevo el visit ant e por los alt os de la t aberna
pidiendo por servicio, que fuéronle m ost radas t odas la pupilas de la casa y decidióse est a vez
por la dicent e, que era put a cara y de buena carnadura. Declara la dicent e que el client e era
hom bre de fina est am pa y fiera m irada, que era m uy de su gust o y at endióle de buen grado y
sin prot est a.
Declara la dicent e, que el visit ant e subióse las ropas por arriba de la cint ura y pidióle que
se sirviera de su verga que est aba dura y levant ada. Declara la dicent e que lo hizo com o
m andaba su oficio: con art e y buena m aña, y que, al hacerlo, cayó presa del em bruj o y se
m aldij o de no haber hecho caso de las palabras de Laverda.
Declara la dicent e que aquél era el m ism o diablo que pedía por su am or y por su alm a,
que vio t oda clase de dem onios que obedecían al m aldit o, y que t odas esas best ias de fiero
t alant e som et íanse a su am o, poniendo sus vergas gigant escas dent ro del oj o del culo de la
dicent e que sufría de gran t orm ent o. Y escuchaba que el am o de la best ias le decía que le
diera su am or y su alm a para que el grande suplicio cesara. Declara la dicent e que el am o de

47
El anatomista Federico Andahazi

las best ias del infierno le pedía por su am or por ser m ala m uj er; que su alm a le pert enecía
pues había del pecado de la carne su sust ent o. Declara la dicent e que negóse, a pesar de los
t orm ent os, a darle su am or, pues había recibido sacram ent os y con Dios era su am or y con
Dios era su alm a.
Habiéndole sido m ost rado el anat om ist a, Mat eo Renaldo Colón, la dicent e declara que
aquél era el hom bre.

SEGUNDO TESTI MONI O

DECLARACI ÓN DE UN CAZADOR QUE DI CE HABER VI STO AL ANATOMI STA EN COMPAÑÍ A


DE BESTI AS DEMONI ACAS

Yo, Darío Renni, not ario de la Universidad de Padua, procediendo a t om ar declaración de


quien dice llam arse A, t ener veint icinco años y vivir en la alquería con esposa y cuat ro hij os.
El dicent e declara que en oport unidad de encont rarse de caza en los bosques lindant es a
la abadía, vio a un hom bre que cam inaba acom pañado por el cuervo. Que el hom bre llevaba
una gran saca cargada al hom bro y en ella guardaba anim ales m uert os que recogía a su paso,
conducido por el cuervo. El dicent e declara que t al act it ud llam ó su at ención y m ovido por la
curiosidad y el t em or decidió seguirlo sigilosam ent e, pues aquel hom bre parecía ser el m ism o
diablo. El hom bre cam inó hacia una viej a cabaña ruinosa y abandonada, en cuyo int erior vació
el repugnant e cont enido de la saca. El dicent e declara que vio, det rás de la vent ana, cóm o el
hom bre daba de com er al cuervo de aquella carroña. El dicent e vio, horrorizado, sobre la
m esa, unas best ias horrorosas: un perro con plum as de pavo j unt o a un gat o con escam as de
pez. Que, después de t ocarlos, aquellos dem onios cobraban vida y se agit aban y m ovían com o
locos.
Habiéndole sido m ost rado el anat om ist a al dicent e, ést e declara que el hom bre que vio
es Mat eo Renaldo Colón.

TERCER TESTI MONI O

DECLARACI ÓN DE UNA CAMPESI NA QUE DI CE HABER SI DO EMBRUJADA POR EL


ANATOMI STA

Yo, Darío Renni, not ario de la Universidad de Padua, procedo a t om ar declaración a quien
dice llam arse A, cont ar diez y siet e años y ser esposa de B.
La dicent e ocupa j unt o a su m arido la alquería lindant e con la Casa Mayor. El m anso est á
adm inist rado por C, quien da fe de lo ant edicho.
La dicent e declara baj o j uram ent o conocer al Maest ro Mat eo Renaldo Colón, de quien ha
dado fiel descripción. Dice haber conocido su claust ro en la Universidad, del cual, t am bién, ha
dado leal det alle.
Pregunt ada acerca del m odo en que conoció al anat om ist a, la dicent e declara que viólo
por prim era vez j unt o a Frai D, en las cercanías de la Casa Mayor, al ot ro lado de los set os que
delim it an las t ierras señoriales de su alquería en las t ierras t ribut arias. La dicent e declara que
después de una ext ensa cam inat a que incluyó los alrededores de los t alleres, la cocina, el
horno, el granero y el est ablo dent ro del perím et ro del fies, el fraile y el anat om ist a se
despidieron. El uno cam inó hacia la Casa Mayor y se perdió del ot ro lado de los set os. El ot ro
avanzó hacia el horno donde la dicent e cocinaba pan y pregunt óle por su señor, después de
present arse por su nom bre. La dicent e declara que, com o el anat om ist a se lo pidiera, fue a
buscar a su m arido, quien se hallaba t rabaj ando en la reparación de la abadía, pues era día de
t rabaj o de favor. La dicent e declara que el visit ant e est uvo hablando largo rat o con su m arido
y que las apariencias le indicaban, pues no podía oír el diálogo, que el obj et o de la
conversación era la propia dicent e. Declara que el m arido fue en busca del adm inist rador y
que, luego, los dos últ im os quedaron hablando a solas. La dicent e declara que vio cóm o el

48
El anatomista Federico Andahazi

anat om ist a pagaba con dinero al adm inist rador y que el adm inist rador dio perm iso a la dicent e
para salir de la alquería en com pañía y baj o el cuidado del visit ant e, Mat eo Renaldo Colón.
Declara la dicent e que, en form a subrept icia y noct urna, fue llevada a los sót anos de la
Universidad y que, rodeada de m uert os, el anat om ist a pidióle que se desvist iera y se acost ase
en una fría m esa de m árm ol. Declara la dicent e que el m édico la obligó a separar las piernas y
que, siendo así, int roduj o un dem onio dent ro de su sexo. Declara la dicent e que en m edio de
placer y éxt asis al que no podía subst raerse porque el dem onio que est aba en su sexo le
prodigaba inm enso deleit e que nunca había sent ido, el anat om ist a ordenaba al hij o de la
Best ia que enam orara el alm a de la dicent e y que su cuerpo ardiera com o el fuego de gran
caldera. Declara la dicent e que enam órose de aquel fiero dem onio y del am o que lo anim aba
alrededor de su sexo guiándolo con un dedo. Declara la dicent e que desde aquel día nunca
pudo sent ir deleit e de la verga de su m arido, pues su cuerpo preso est aba de aquel fiero
dem onio.

LA ACUSACI ÓN

ALEGATO I NCRI MI NATORI O

ACUSACI ÓN DE ALESSANDRO DE LEGNANO A MATEO COLON ANTE LA COMI SI ÓN DE


DOCTORES DE LA I GLESI A

Asist im os a la vuelt a del dem onio sobre la Tierra. Podéis verlo por doquier. Hacia donde
giréis la cabeza no veréis m ás que su m ísera obra. Asist im os a la conclusión de la profecía de
San Juan, cuando t uvo la visión del ángel que encadenaba al dem onio y lo condenaba a m il
años de dest ierro en el abism o. Hoy, después de m il años, el diablo ha regresado. Est á ent re
nosot ros. ¡Mirad! ¡Mirad a vuest ro alrededor! Hoy t odos exhum an a los dioses ant iguos. ¿Acaso
habrem os de reem plazar a Sant a María por Venus? ¿Acaso volverem os a adorar a Baco y
ent errarem os a San Juan el Baut ist a? Bast a con m irar las iglesias: ¡t odas replet as de ant iguos
dioses paganos! Ent onces os digo: ¿qué puede esperarse de la hum anidad si la casa de Dios
ha sido convert ida en la casa del dem onio? Escuchad, nada m ás, las vulgaridades que se
hablan en las plazas y las ferias y decidm e en qué se diferencian esos chism es de la prosa de
los nuevos " lit erat os" que hast a ignoran el lat ín y el griego: indolencia, liviandad de conciencia,
anécdot as vulgares, chist es y t oda clase de obscenidades, es a lo que llam an hoy lit erat ura.
¡Alert a! El dem onio anda ent re nosot ros. Es la hora de la rebelión del hij o cont ra el padre, del
discípulo cont ra el m aest ro. Tenéis que ver a la horda de pequeños anat om ist as de la
Universidad que presido: hast a se han negado a j urar por la m agist ral palabra del cat edrát ico.
Ya nadie escucha con respet uoso silencio y hast a se burlan de nosot ros en nuest ras narices. Si
vierais con qué liviandad se habla de Dios, con la m ism a helada dist ancia con que se habla de
la germ inación de las legum bres. ¡Si cualquiera se declara ahora at eo, com o quien m enciona la
preferencia de un plat o sobre ot ro! Os digo: ¡Alert a! El diablo se ha liberado de su caut iverio y
est á ent re nosot ros.
Hoy el diablo se ha vest ido con el sayo de la ciencia. Hoy, los falsos profet as se
proclam an cient íficos y art ist as. ¿Acaso habrem os de esperar cruzados de brazos a que un
buen día los nuevos pint ores, escult ores, anat om ist as, reem placen a nuest ro Señor Jesucrist o
y erij an en fino m árm ol la im agen de Lucifer sobre los pulpit os?
De nosot ros, los crist ianos, depende ahora saber dist inguir la Verdad de la farsa.
Acuso al reo de perj urio, pues a su j uram ent o ha falt ado. Os recuerdo los vot os que j uró
observar el día que recibió los t ít ulos de m édico:
" Juro por Dios poniéndolo com o t est igo, dar cum plim ient o en la m edida de m is fuerzas y
según con m i parecer a est e j uram ent o y com prom iso: t ener al que m e enseñó est e art e en
igual est im a que a m is progenit ores, com part ir con él m i hacienda y t om ar a m i cargo sus
necesidades si le hiciere falt a; considerar a sus hij os com o herm anos m íos y enseñarles est e
art e, si es que t uvieran necesidad de aprenderlo, de form a grat uit a y sin cont rat o; hacerm e
cargo de la precept iva, la inst rucción oral y t odas las dem ás enseñanzas de m is hij os, de los de
m i m aest ro y de los discípulos que hayan suscrit o el com prom iso y est én som et idos por
j uram ent o a la ley m édica, pero a nadie m ás. Haré uso del régim en diet ét ico para ayuda del
49
El anatomista Federico Andahazi

enferm o, según m i capacidad y rect o ent ender; del daño y la inj ust icia le preservaré. No daré
a nadie, aunque m e lo pida, ningún fárm aco let al, ni haré sem ej ant e sugerencia. En pureza y
sant idad m ant endré m i vida y m i art e. A cualquier casa que ent rare acudiré para asist encia del
enferm o, fuera de t odo agravio int encionado o corrupción, en especial de práct icas sexuales
con las personas, ya sean hom bres o m uj eres, esclavos o libres. Lo que en el t rat am ient o, o
incluso fuera de él, viere u oyere en relación con la vida de los hom bres, aquello que j am ás
deba t rascender, lo callaré t eniéndolo por secret o. En consecuencia, séam e dado, si a est e
j uram ent o fuere fiel y no lo quebrant are, el gozar de m i vida y de m i art e, siem pre celebrado
ent re t odos los hom bres. Mas si lo t ransgredo y com et o perj urio, sea de est o t odo lo
cont rario" .
Acuso al reo de perj urio, por cuant o ha falt ado a cada palabra de su j uram ent o,
deshonrando y profanando el oficio para el cual fue inst ruido en est a Casa.
Acuso al reo de sat anism o y bruj ería. Todo cuant o yo pueda deciros es poco frent e a las
pruebas que el propio reo os ofrece: habéis oído las declaraciones de los t est igos; habéis leído
t odo lo que obra en act as y habéis vist o las pint uras que el reo ha hecho con sus m anos. Pero
la prueba m ás concluyent e es la propia palabra del acusado. El descubrim ient o que se arroga
no es m ás que un diabólico em bust e. ¿De qué ot ra form a puede llam arse al pret endido Am or
veneris? El acusado se at ribuye haber encont rado el órgano que gobierna la volunt ad, el am or
y el placer en las m uj eres, com o si la volunt ad del alm a y el placer del cuerpo pudieran
ponerse en un pie de igualdad. ¿De qué ot ro m odo que " diabólico" puede llam arse a quien
pret ende encum brar al Diablo en las alt uras de Dios?
En cuant o a lo est rict am ent e anat óm ico, ¿qué es el pret endido Am or Veneris? Palabras,
nada m ás que palabras. Podéis buscar y rebuscar en los fem eninos genit ales, que no
encont raréis ningún Am or Veneris, ningún órgano que no haya sido ya descrit o por Rufo de
Efeso, por Avicena o por Julio Pólux. Acaso el Am or Veneris no sea m ás que la nym phae que
señala Berengario o el praput io m at rices que ya en siglo X describiera el árabe Haly Abbas. Os
digo ent onces: palabras, nada m ás que palabras. ¿O quizá el " descubrim ient o" del acusado sea
el t ent igenem que m enciona Abulcasis? Palabras, diabólicas palabras.
Pero habré de dej ar m i acusación al propio reo. Escuchad su defensa y hallaréis en sus
propias palabras las pruebas de lo que os digo.

LA D EFEN SA

El 3 de abril fue la fecha fij ada para que el acusado present ara su alegat o. Mat eo Colón
ingresó en el aula donde se había const it uido el Suprem o Tribunal sin ot ra com pañía que la de
su propia convicción. Llevaba puest o un lucco de lana, la est ola sobre los hom bros y una
foggia que le cubría la cabeza y la m it ad de la frent e y que sólo se quit ó cuando hubo est ado
frent e al est rado. A la diest ra de los j ueces est aba su acusador, el decano Alessandro de
Legnano. El cardenal Caraffa le recordó los cargos que pesaban cont ra su persona y, cum plida
est a form alidad, se le ordenó que diera inm ediat o com ienzo a su alegat o.
Todas las m iradas convergían sobre su apesadum brada est at ura. De pie frent e al j urado,
no encont raba las palabras; en rigor, durant e su caut iverio había ensayado t ant as form as que
ahora no acudía ninguna en su auxilio.

50
El anatomista Federico Andahazi

II

ALEGATO DE MATEO RENALDO COLON ANTE LA COMI SI ÓN DE DOCTORES DE LA


I GLESI A

Aunque las circunst ancias no parezcan las m ej ores ni las m ás apropiadas, quiero
com enzar por deciros que represent a un alt o honor para m i hum ilde persona el que Vuest ras
Excelencias se dignen prest ar at ención a lo que habré de exponeros. Y si est o os digo, lo hago
en la ínt im a convicción de que, en circunst ancias m enos aprem iant es que las que el dest ino
m e deparó, vosot ros m ism os hubierais acogido de buen grado m i obra y m i descubrim ient o
baj o vuest ra inest im able prot ección. Soy de aquellos que creen que las cuest iones relat ivas al
cuerpo deben dem ost rarse, ant es, de m anera t eológica, por cuant o nada exist e por fuera de
Dios. Mi oficio, el de la anat om ía, no es ot ro que el de descifrar la Obra del Todopoderoso y, de
ese m odo, adorarlo. Vosot ros, t eólogos esclarecidos, sabéis no sólo por la fe, sino t am bién por
la razón. Ni una sola palabra de las que habéis leído de m i obra t iene ot ra razón m ás que la fe.
Quiero deciros con est o que las Sagradas Escrit uras no son solam ent e papel im preso; cada vez
que m e es dado exam inar un cuerpo, veo en él la Obra del Alt ísim o y en cada ápice de aquel
cuerpo puedo leer la Sagrada Palabra y m i alm a se conm ueve.
Ant es de exponeros m i alegat o, quiero deciros que no pierdo las esperanzas de que,
después de escuchar m is palabras, t om aréis baj o vuest ra sabia prot ección el descubrim ient o
que m e fue dado est ablecer y el t est im onio que const it uye m i De re anat óm ica.
Ent iendo que algunas de m is afirm aciones, puest as en boca de m i acusador, puedan
pareceros no m ás que avent uradas quim eras. De m is conside- raciones anat óm icas pueden
deducirse ciert os ot ros concept os concernient es a la m oral. Quiero deciros: present ar una t esis
sobre el cuerpo im plica, por fuerza, ot ra acerca del alm a. Mis descubrim ient os son anat óm icos;
si la exposición de las funciones de los órganos que describo y a los cuales at ribuyo
det erm inadas funciones, conducen a una doct rina m et afísica, pues dej aré ent onces a los
filósofos desprender una de ot ra. Yo, m odest am ent e, no soy m ás que un hum ilde anat om ist a
cuyo propósit o no es ot ro que el de int erpret ar la obra del Alt ísim o y de esa m anera, alabarlo.
Me adelant o a deciros pues, que, t al com o est oy convencido de que así lo int erpret aréis
cuando concluya m i alegat o, nada de lo que est á escrit o en m i De re anat óm ica, y nada de lo
que habré de exponeros, cont radice las Sagradas Escrit uras y, por el cont rario, siem pre m e he
inspirado en la Verdad que de ellas surge.
Perm it idm e que, para ordenar m i exposición y para que result e lo m ás int eligible que m e
es dado, divida m i discurso en diez y nueve part es.

PARTE PRI MERA

De por qué la kinesis no es un at ribut o del alm a y sí del cuerpo

Dej adm e, ent onces, dar un pequeño rodeo por ciert as cuest iones at inent es al cuerpo y
sus funciones elem ent ales y perm it idm e que os exponga algunas de las relaciones que he
podido est ablecer.
El anat om ist a, de pie frent e al est rado, hizo un largo y deliberado silencio buscando
suscit ar la m ayor at ención de los m iem bros de la com isión.
Concededm e el favor de observar a aquellos aut óm at as —dij o señalando en dirección a la
vent ana, del ot ro lado de la cual podía verse claram ent e la t orre del reloj y, en ese preciso
m om ent o, com o si lo hubiese prem edit ado, com enzaron a sonar las cam panas—, m irad el
m ovim ient o de aquellos hom bres de bronce —insist ió y no sólo consiguió concit ar el int erés de
los Doct ores, sino que aquello parecía haber sucedido por la sola volunt ad del exponent e—,
m irad a aquellos hom bres que golpean las cam panas y observad, t am bién, el reloj al que
flanquean, pues de est o os quiero hablar: del m ovim ient o. Em pezaré por deciros que aquella

51
El anatomista Federico Andahazi

m áquina precisa, punt ual, no difiere en absolut o del principio que gobierna el m ovim ient o del
cuerpo de cada uno de nosot ros.
I gual que aquellos aut óm at as, est am os hechos de m at eria y est a m at eria responde a una
form a. Y, del m ism o m odo que aquellos, la m at eria est á anim ada por alguna form a de kinesis
que im prim e el m ovim ient o. Es ést e un punt o de lím it e ent re la anat om ía y la filosofía, pues
pareciera que la pregunt a por aquello que gobierna el m ovim ient o del cuerpo im plica, de
hecho, una respuest a m et afísica.
—Sabido es que el alm a gobierna los m ovim ient os del cuerpo, no nos decís nada nuevo...
Pues m e est áis obligando a adelant arm e. Solam ent e diré que lam ent o t ener que
cont radeciros pero, a m i j uicio, nada del alm a int erviene en est a m ecánica, com o ningún alm a
gobierna el m ovim ient o de aquellos aut óm at as del reloj . Pero os suplicaría que m e dej éis
cont inuar en el orden que t enía previst o. Ant es de daros m i punt o de vist a acerca del alm a,
quiero exponeros un hallazgo hecho por m í y que, afort unadam ent e, nadie ha puest o en t ela
de j uicio. Hablo de m i descubrim ient o sobre la circulación pulm onar. Allí describo de qué
m anera la sangre que queda com prim ida en las concavidades del corazón cuando ést e se
dilat a, busca una salida hacia un lugar m ayor y pasa con fuerza de la concavidad derecha a la
vena art eriosa, y de la concavidad izquierda a la art eria m ayor.
Cuando luego de la dilat ación el corazón vuelve a cont raerse sobre sí, ent ra la sangre
nueva desde la vena cava hacia la cavidad derecha y desde la vena izquierda. Exist en, en la
ent rada de los cuat ro canales pequeñas carnes que perm it en la ent rada de m ás sangre sólo
por las dos últ im as y salir de él por las dos prim eras.

PARTE SEGUNDA

De los fluidos kinét icos

Ahora bien, dej adm e que os exponga cóm o se m ueven las part es del cuerpo y veréis
cóm o el gobierno de la kinesis m uscular no depende en absolut o del alm a, sino del propio
cuerpo. Perm it idm e que os present e unos m inúsculos cuerpecillos que habit an en la sangre y a
1
los que he llam ado " fluidos kinét icos" . Son est os fluidos, que se m ueven a grandes
velocidades, los que pasan de la sangre que viene del cerebro a los nervios que se conect an
con la m usculat ura. Los m úsculos conocen sólo dos form as de m ovim ient o: la cont racción y la
dilat ación. Y para que un m úsculo se est ire, debe haber un opuest o que se cont raiga y, am bos,
en dist int as proporciones, debieron haber recibido de est e fluido provenient e del cerebro. No
est oy hablando de ninguna causa m et afísica pues est os fluidos kinét icos, com o os dij e, est án
hechos de sust ancia. Y es precisam ent e est a sust ancia la que llena o vacía los m úsculos para
que ést os se cont raigan o se dilat en. Est e y no ot ro es el principio del m ovim ient o. Así, los
fluidos kinét icos habit an en los m úsculos circulando dent ro de ellos y pasando de unos a ot ros,
dilat ándolos y cont rayéndolos. Debo deciros, sin em bargo, que est o que os acabo de describir
es solam ent e el principio de la kinesis; sin em bargo, aún debo ilust raros cóm o se const it uyen
los nervios que son los que dirigen est a m ecánica para que sea ordenada y no caót ica. La
siguient e exposición será, a la vez, m i defensa a lo dicho por uno de los t est igos de su
excelencia —dij o dirigiéndose al decano— en cuya declaración se m e acusa de acom pañarm e,
Dios m e guarde, de best ias dem oníacas.

PARTE TERCERA

De las best ias dem oníacas

El anat om ist a cam inó hast a su silla y volvió al est rado con una saca cargada al hom bro.

1
Los fluidos kinéticos que describe Mateo Colón son sorpren-dentemente análogos a lo que Descartes
habrá de llamar "espíritus animales" en el Tratado de las pasiones. No sería de extrañar que el filósofo fran-
cés se hubiera inspirado en Mateo Colón.
52
El anatomista Federico Andahazi

Est a es la saca que vio el cazador —dij o levant ándola en peso hacia la com isión—;
efect ivam ent e, no const it uye un secret o para nadie que t odas las m añanas voy al bosque
lindero a la alquería para recoger piezas de anim ales que luego disecciono y diseco para
exam inar. Pero no quiero dist raeros de lo que os est aba exponiendo. Perm it idm e que os ilust re
lo que acabo de explicaros acerca del m ovim ient o —dij o, e inm ediat am ent e se dispuso a
desat ar el nudo de la saca. En ese m om ent o, el cazador que había present ado su t est im onio y
que perm anecía sent ado en la sala j unt o a los dem ás t est igos se puso de pie y,
nerviosam ent e, pidió perm iso para ret irarse, cosa que, desde luego, le fue negada. Los
Doct ores m iraban al anat om ist a no sin ciert a evident e preocupación por lo que habría de
ext raer de la saca. En la sala se había levant ado un crecient e m urm ullo. Mat eo Colón m et ió la
m ano hast a el fondo del cost al y, cuando sacó su cont enido y lo exhibió, el m urm ullo se hizo
un alarido general, a la vez que el cazador prorrum pía en grit os de pánico:
—¡Allí t enéis al dem onio, es uno de los que vi! ¡A la hoguera! ¡Llevadlo a la hoguera!
El anat om ist a sost enía por las pat as una best ia realm ent e horrorosa. Era una suert e de
lobo que exhibía un par de colm illos inm ensos det rás de los belfos fruncidos. En lugar de pelos,
t enía plum as roj as en t oda la cabeza, lo cual le confería una apariencia flam ígera y el rest o del
cuerpo est aba recubiert o de escam as doradas. Sobre el lom o present aba dos alet as com o de
pez. Público, t est igos y hast a j ueces est uvieron a punt o de huir a la carrera, cuando vieron
que, en el m om ent o en que el anat om ist a se disponía a dej arla en el suelo, la best ia abría un
par de alas inm ensas y prorrum pía en unos rugidos com o de león.
A punt o est uvo Mat eo Colón de ser linchado allí m ism o de no haber sido porque nadie se
at revió a acercársele, de m iedo a ser at acados por la best ia.
Nada debéis t em er. Est a es la best ia que el t est igo confundió con un dem onio. Podéis
com probar que es pura m at eria inert e —dij o exhibiéndola a la com isión, cuyos m iem bros
habían dado un precavido respingo—. Nada puede hacer por propia cuent a pues es pura
sust ancia inanim ada. Yo m ism o lo he fabricado. Mirad. No es m ás que un lobo em balsam a- do
al cual le quit é las pieles y, en el lugar vacant e de los pelos, en los poros, insert é plum as de
gallo y escam as de peces pint adas. En cuant o a las alet as y las alas, est án cosidas con hilo y
aguj a.
—Todos vim os cóm o se m ovía por cuent a propia y t odos escucham os el rugido.
Pues de eso se t rat a, precisam ent e, m i exposición. Si m e perm it ís, os explicaré, usando
est a best ia art ificial, cóm o se produce el m ovim ient o. Nadie pensaría que aquellos aut óm at as
que golpean la cam pana del reloj cada hora son best ias del dem onio. Tam poco ést a lo es. El
principio que gobierna sus m ovim ient os es el m ism o que el de aquéllos —dij o señalando, ot ra
vez, hacia la vent ana, y agregó: Mirad.
El anat om ist a t om ó el anim al por el lom o y, t eniéndolo en brazos, m anipuló algo que
sobresalía de su vient re. Lo posó en el suelo y, ot ra vez, la sala se convirt ió en un grit erío. La
best ia se había puest o a cam inar de aquí para allá agit ando las alas com o loca y em it iendo
unos rugidos t erroríficos.
No t em áis. Nada os hará.
—¡Det ened ahora m ism o esa best ia del dem onio! Det enedla!
Escuchando la orden, el anat om ist a t om ó a su anim al por el cuello, t ocó ot ra vez su
vient re y la best ia quedó quiet a y t iesa com o un cadáver. Sost eniendo el anim al por las pat as,
Mat eo Colón cont inuó su explicación:
Ya veis que la kinesis no depende en absolut o del alm a. Est a best ia art ificial cam ina,
em it e sonidos y bat e las alas, de form a sem ej ant e a com o lo hace un anim al verdadero. Est e
anim al que, desde luego, no exist e en la nat uraleza, es, sin em bargo, una buena aunque m uy
rudim ent aria im it ación del principio que gobierna el m ovim ient o, inclusive, en cada uno de
nuest ros cuerpos. El propósit o con el cual lo he fabricado no es ot ro que el de probar la verdad
de m is t eorías.

PARTE CUARTA

De los aut óm at as

53
El anatomista Federico Andahazi

Os explicaré ahora cóm o funciona m i anim al. Tal com o acabo de exponeros, los nervios
act úan sobre los m úsculos dándoles el m ovim ient o —en ese m om ent o, el anat om ist a descubrió
del vient re de la best ia una pequeña m anilla de bronce que se ocult aba ent re las escam as, t iró
de ella y ent onces el vient re quedó abiert o por una t apa de bisagras—. Nuest ros nervios est án
const it uidos por un par de elem ent os: las pieles ext eriores y la m édula int erior. Las prim eras
act úan com o una funda o forro sobre la segunda. La cont racción m uscular no es ot ra cosa que
el efect o de ret racción de los nervios. I gual que cuando se t ira del ext rem o de una cuerda, se
m ueve lo que est á unido al ext rem o cont rario. Así es com o se m ueven los m úsculos. Nuest ro
cuerpo cobij a innum erables nervios que dirigen los m ás sut iles m ovim ient os. Yo he
reproducido m odest am ent e est e principio con apenas veint e " nervios art ificiales" , hechos con
hilos enfundados en forros de t ripa, para conseguir veint e m ovim ient os dist int os. El principio
no difiere en absolut o de la m aquinaria de un reloj —dij o, m ost rando al t ribunal la concavidad
abiert a en el vient re del aut óm at a —; aquí podéis ver la cuerda de espiral que se ret rae sobre
sí m ism a y que, al liberarse, t ransm it e el m ovim ient o a t odas las part es m óviles a t ravés de
las cuerdas de las que os hablé. Ciert o es que se t rat a de una precaria im it ación, pero ilust ra
con bast ant e aproxim ación lo que int ent o explicaros. He const ruido m ás de diez de est os
aut óm at as siguiendo los principios que he podido observar en el com port am ient o de los
cuerpos vivos y en las form as int eriores de los cuerpos m uert os.
—Escuchad cóm o el anat om ist a se erige en Dios pret endiendo obrar com o El Creador —
se enardeció el decano dando un salt o en la silla y señalando con el índice al acusado.
Su excelencia se equivoca —dij o m ansam ent e Mat eo Colón—. Nosot ros, anat om ist as, no
hacem os m ás que int erpret ar la Obra y, en la m edida en que conseguim os ilum inar allí donde
ant es había som bras, no hacem os ot ra cosa que adorar al Creador. La ciencia, t al com o yo la
concibo, es el m edio para ent ender y ent onces adorar Su creación. Mis m odest ísim as m áquinas
no son m ás que t orpes rem edos com paradas con la Obra del Alt ísim o y no t ienen ot ro
propósit o que el de hacer com prensible, al m enos, una breve part e de la Creación.
—Palabras. Puras palabras —int errum pió el decano—. Habéis escuchado con vuest ros
propios oídos el reconocim ient o que acaba de hacer el acusado —y, sonriendo con la m it ad de
la boca, Alessandro de Legnano cont inuó—: El anat om ist a acaba de adm it ir que para fabricar
sus m onigot es se ha servido de la observación de cadáveres. No hace falt a recordaros que una
Bula de Bonifacio VI I , que aún no se ha m odificado, prohibe la disecación de cadáveres —dij o
el decano, con la convicción de que sus palabras eran incont est ables.
Agradezco a Vuest ra Excelencia que finalm ent e convenga conm igo en que m i anim al no
es ninguna best ia dem oníaca, com o hast a recién sost enía, y sí un inofensivo m onigot e. Es lo
que quería dem ost raros. De m odo que el propio acusador acaba de desest im ar por propia
cuent a las palabras de su t est igo.
El decano, roj o de ira, est a vez no pudo art icular ninguna obj eción y se lim it ó a m irar a
su propio t est igo con un odio feroz, com o si fuera el responsable de sus recient es palabras.
En cuant o a la Bula que m enciona su excelencia, m e perm it o corregiros; en ella no se lee
que " est á prohibida la disecación de cadáveres" com o decís, sino que " est á prohibida la
'obt ención' de cadáveres para la disecación" , cosa bien diferent e. Os recuerdo por qué,
sabiam ent e, Bonifacio VI I I vedó t ales práct icas, no de disecación, insist o, sino del m odo en
que se obt enían los m uert os. Y vuest ra excelencia no ignora que t odo com enzó, precisam ent e,
en la Universidad que vos presidís ahora y, m ás punt ualm ent e, en la cát edra de anat om ía que
a m í m e t oca regir. En la época de que dat a la bula, la cát edra de anat om ía est aba dirigida por
Marco Ant onio della Torre y, de seguro, recordaréis los est ragos que ocasionó. ¿Quién puede
olvidar, acaso, las crónicas de la época? Marco Ant onio profesaba un at eísm o sin lím it es. Ciert o
es que pract icaba la disección de cadáveres hum anos sin det enerse en reparos m orales, ni en
delit os y t oda clase de at ropellos. Y ciert o es que él m ism o inst igaba a sus aprendices a
procurarse cadáveres a com o diera lugar. No solam ent e los com praban a verdugos y
sepult ureros, sino que los robaban de las m orgues de los hospit ales y hast a los descolgaban,
t odavía calient es, de las horcas de la plaza. Tam bién se ha dicho que los sacaban de las
sepult uras y que los elegían aún en pie com o si fuesen corderos para ser asados. Pero bien
sabéis que no es ése m i caso. Sabéis con qué celo guardo a m is alum nos de pract icar
disecaciones y que los cadáveres que ut ilizo para t al fin provienen únicam ent e de la m orgue.
Por ot ra part e, t am poco ignoráis que, ant es de m et er cuchillo a un difunt o, diseco decenas de

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El anatomista Federico Andahazi

piezas anim ales. Y com o vosot ros m ism os podéis com probarlo, m i " best ia del dem onio" nada
t iene de hum ano.

PARTE QUI NTA

De los cuerpos vivos y de los m uert os

Hast a aquí os he descrit o de qué m odo funciona el cuerpo y, com o acordaréis conm igo,
nada diferencia est a m ecánica del principio elem ent al que gobierna a aquellos aut óm at as que
veis sobre la t orre del reloj . Y os digo: en nada int erviene el alm a en el m ovim ient o del cuerpo.
—¿Acaso insinuáis que la kinesis no es un at ribut o del alm a?
No lo insinúo, lo afirm o cat egóricam ent e. La kinesis no est á gobernada por el alm a. Est e
error surge de la sim ple observación de los cadáveres. Al observar un cadáver se cree
equivocadam ent e que la causa de la m uert e no es ot ra cosa que la ausencia del alm a, sin
em bargo, os digo que el calor y el m ovim ient o dependen únicam ent e del cuerpo. Bast e com o
ej em plo observar aquella best ia —dij o m irando fij am ent e al decano, e inm ediat am ent e señaló
en dirección al final de la sala, en cuyo fondo un gat o se ent ret enía descuart izando una
cucaracha—, sus precisos m ovim ient os, m ucho m ás precisos que los nuest ros ciert am ent e,
para com probar que en nada int erviene el alm a en la kinesis, a m enos que queráis concederle
un alm a a aquel anim al —dij o señalando al gat o, pero sin dej ar de m irar al decano.
El decano, furioso, no acert ó a decir nada en cont ra. Y viendo que nadie present aba
obj eciones o, al m enos, nadie acert aba a evacuar sus reparos con una frase m ás o m enos
clara, el anat om ist a prosiguió:
El alm a se ausent a cuando sobreviene la m uert e y por el único efect o de la corrupción de
los órganos que m ueven al cuerpo. De m odo que el cuerpo no m uere por falt a de alm a, sino
por la corrupción de algunos o t odos los órganos. Dej adm e, ahora que os he expuest o algunos
aspect os del funcionam ient o del cuerpo, que os hable del alm a que lo habit a.

PARTE SEXTA

De las pasiones del alm a y de las acciones del cuerpo

Y ya que os he hablado del cuerpo, perm it idm e que cont inúe refiriéndom e a él para
deducir el alm a de ést e. Ya os he dicho que la kinesis no es una función del alm a, sino
exclusivam ent e del cuerpo. Siguiendo la línea que he t razado, m e at reveré a ir m ás allá y os
diré que para deducir el alm a del cuerpo habrem os de diferenciar lo que at añe al m ovim ient o
de lo que es aj eno a ést e. Si convenís conm igo en que el alm a nada t iene que ver con las
cosas físicas y sí solam ent e con las m et afísicas, pues debéis concederm e que el m ovim ient o, la
kinesis, es una ent idad de la física que at añe únicam ent e a los obj et os m at eriales. Est a kinesis
es la que gobierna las acciones de nuest ro cuerpo. Y, para diferenciar las cosas del cuerpo de
las del alm a, diré que si oponem os las acciones del cuerpo a las cosas inm at eriales del alm a,
habrem os de deducir, ent onces, las pasiones. Y defino a las pasiones com o t odas las voliciones
que no t ienen ninguna relación con el cuerpo, sino que se generan y se acaban en la propia
alm a sin que en nada int ervenga el cuerpo. Est o es, que se dan de una m anera pasiva en el
alm a y no act iva en el cuerpo. Que no surgen de ningún órgano y no producen la acción de
ningún ot ro órgano, sino que surgen del alm a y no producen ninguna m odificación sino en el
alm a. Hago est a dist inción ent re acciones y pasiones, ent endidas am bas en su sent ido puro,
puest o que t am bién exist en pasiones que t ienen su origen en el alm a pero que com prom et en
el m ovim ient o del cuerpo. Sin em bargo, es preciso dist inguir est as pasiones de las acciones
pues, si bien producen det erm inados m ovim ient os en el cuerpo, ést os no t ienen ot ro fin que
no resida en el alm a; por ej em plo, cuando el alm a necesit a m anifest ar su am or a Dios
m ediant e la oración. Veis de qué m anera el cuerpo es, en est e caso, sólo un m edio para la
m anifest ación del alm a y el fin de est a acción no reside sino en el alm a. Del m ism o m odo, pero
inversam ent e, exist en acciones del cuerpo que de él surgen y hacia él t ienden su fin, pero que,
ent re el surgim ient o y el fin se int erpone el alm a para evit arlo. Es el caso de aquellas acciones
55
El anatomista Federico Andahazi

pecam inosas a cuya conclusión se opone el alm a. Por ej em plo, cuando los órganos sexuales se
han vist o est im ulados y el alm a necesit a int ervenir para im pedir los pecados de la carne. O,
igualm ent e, cuando se ha hecho prom esa de ayuno y los órganos digest ivos reclam an
alim ent os, el alm a int erviene para evit ar la t ent ación del penit ent e a com er.

PARTE SÉPTI MA

Del am or y del pecado

Para ej em plificar lo que os digo, ninguna ot ra cosa ilust rará m ej or m i exposición que lo
que concierne al am or. Erróneam ent e se piensa que las pasiones son las que nos conducen al
pecado de la carne. La t ent ación que acaba en est e pecado nada t iene que ver con las
pasiones sino, precisam ent e, con las acciones, pues es est e un pecado cuyo origen est á en el
cuerpo. Habrem os ent onces de diferenciar el am or, que es un puro at ribut o del alm a, del
im pulso sexual. El am or es una pasión, pues t iene su origen y su fin en la propia alm a,
m ient ras que el im pulso sexual se inicia y se com plet a en el cuerpo. Así, no exist e ningún
órgano que sirva al am or ni para producirlo ni para ext inguirlo, m ient ras que el im pulso sexual
t iene una localización corporal evident e t ant o en su origen com o en su fin. Habréis de convenir
conm igo en que el am or m ás puro es aquel que profesam os a Dios.

PARTE OCTAVA

De la anat om ía de las m uj eres y de la m oral de los hom bres

Y ahora que os he dicho lo que pienso acerca de la m ecánica del cuerpo y, en líneas
generales, os he hablado del alm a, dej adm e que os explique una de las prem isas que han
guiado m i plum a en De re anat óm ica, que es la conclusión de m uchos años de est udios. Dij e
alguna vez: " Si la ciencia de la m oral est udia el proceder de los hom bres, la anat om ía habrá de
reservarse para sí el est udio del proceder de las m uj eres" . Dej adm e, para que os explique est a
frase, que cit e al gran Arist ót eles. Recordaréis seguram ent e la m agist ral enseñanza de
Arist ót eles en lo que concierne a la procreación. Dice, en su Met afísica, que la unión de los
sexos hace posible la reproducción del siguient e m odo: el sem en del hom bre es el que da al
ser en form ación la ident idad, la esencia y la idea, m ient ras que la m uj er aport a únicam ent e la
m at eria del fut uro ser, est o es, el cuerpo. Y dice el gran Arist ót eles que el sem en no es un
fluido m at erial, sino ent eram ent e m et afísico. Com o ha enseñado el Maest ro Arist ót eles, el
esperm a del hom bre es la esencia, es la pot encialidad esencial que t ransm it e la virt ualidad
form al del fut uro ser. El hom bre lleva en su sem en el hálit o, la form a, la ident idad, que hace
de la cosa, m at eria viva. El hom bre, en fin, es quien da el alm a a la cosa. El sem en t iene el
m ovim ient o que le im prim e su progenit or, es la ej ecución de una idea que corresponde a la
form a del padre, sin que est o im plique la t ransm isión de m at eria por part e del hom bre. En
condiciones ideales, el fut uro ser t enderá a la ident idad com plet a del padre: " El sem en es un
1
organon que posee m ovim ient o en act o" . " El sem en no es una part e del fet o en form ación" ,
así com o ninguna part ícula de subst ancia pasa del carpint ero al obj et o que elabora para unirse
a la m adera, así, ninguna part ícula de sem en puede int ervenir en la com posición del em brión;
de igual m odo que la m úsica no es el inst rum ent o, ni el inst rum ent o es la m úsica. Y sin
em bargo, la m úsica es idént ica a la idea previa del aut or.

PARTE NOVENA

De la inexist encia del alm a en las m uj eres

1
Aristóteles, Metafísica, VII, 9, 1034b.
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El anatomista Federico Andahazi

Lo que quiero deciros es que, si llevam os est e concept o del gran Arist ót eles a su ext rem o
lógico, verem os que no exist e razón para suponer la exist encia de un alm a en las m uj eres.
Est e últ im o com ent ario del anat om ist a levant ó un m urm ullo general en la sala. Podían
verse asent im ient os aquí y allá e, inclusive, algún involunt ario gest o de aprobación ent re los
m iem bros de la com isión de Doct ores.
—¡Anat em a! —grit ó el decano, poniéndose de pie—. Quién ot ro que el propio Sat án
podría pronunciar esas palabras —iba a seguir hablando, pero en ese m om ent o descubrió que
ninguna idea acudía en su auxilio. Jam ás hubiera pensado que iba a t ener que ensayar una
defensa de las m uj eres. En rigor, no t enía una sola opinión favorable hacia el sexo opuest o. El
decano abom inaba de las m uj eres. Mat eo Colón no lo ignoraba. De m odo que aprovechó el
largo silencio que guardaba el decano para m irarlo, im pacient e por conocer su opinión
respect o de las palabras que acababa de pronunciar.
—Est áis ofendiendo el Sagrado Nom bre de la Virgen —fue lo m ás incont est able que se le
ocurrió.
Perm it idm e que os recuerde que el m ilagro le est á vedado al hom bre. La I nm aculada
Concepción es un m ilagro de Dios obrado sobre María. ¿Pero acaso pret endéis que t odas las
m uj eres conciban com o María? Vuest ra Excelencia no ignora que Nuest ra Señora es única y
que t am bién lo es el Hij o de Dios. Y si el hij o de Dios ha t enido un cuerpo sobre est a Tierra,
ese cuerpo se lo ha dado María. Sabéis que no hablo del m ilagro obrado sobre María. Pero allí
t enéis el ej em plo de Eva. ¿Acaso ofreceríais a Eva la m ism a devoción que profesáis a Nuest ra
Señora? Vuest ra Excelencia t am poco ignora que Dios ha cast igado en Eva a t odas sus hij as por
t odas las generaciones y que, aun después de María, paren ellas con dolor. No podéis
confundir la Sant a excepción con la culposa regla nacida del pecado original. Y digo, com o
Gregorio Magno: " ¿Qué se debe ent ender por m uj er sino la volunt ad de la carne?" .

PARTE DECI MA

Del oscuro proceder fem enino

Todo cuant o os he dicho acerca del alm a concierne únicam ent e a los hom bres y no a las
m uj eres. Es ése el m ot ivo por el cual os digo que, si pret endem os com prender el oscuro
proceder fem enino por el cam ino de la m oral, no arribarem os a ningún result ado, pues no
exist e alm a en ellas. Y por eso os digo, t am bién, que el único cam ino que nos conduce a la
com prensión del com port am ient o de las m uj eres ha de ser el de la anat om ía. Y no t engo
dudas acerca de lo que os digo pues, com o result ado de m is ext ensas invest igaciones, he
podido acceder al descubrim ient o de un órgano exist ent e en la anat om ía fem enina que cum ple
funciones análogas a la del alm a de los hom bres y que pueden ser fácilm ent e confundidas con
lo que he llam ado pasiones. Quiero deciros que no exist en t ales pasiones en las m uj eres, y sí
solam ent e acciones que t ienen su origen y su fin en el propio cuerpo. Las voliciones que
gobiernan el proceder fem enino no surgen en ninguna ot ra part e m ás que en el cuerpo y, m ás
precisam ent e, en el órgano que os he m encionado. Algunos m et afísicos y t am bién algunos
anat om ist as han buscado en qué lugar del cuerpo podía albergarse el alm a. Os digo que el
alm a no t iene residencia en el cuerpo, sino que deriva alrededor de ést e com o lo haría un
ángel. En lo que concierne a las m uj eres, si queréis reservar t am bién para ellas algo
sem ej ant e al alm a m asculina, pues deberéis, en consecuencia, sit uarla dent ro del cuerpo, t al
com o se encarna un dem onio. Y os digo que est e dem onio t iene su casa dent ro del cuerpo,
exact am ent e en el órgano del cual, ahora m ism o, os habré de hablar. Y m e at revo a deciros
que, si podem os explicar el funcionam ient o de est e órgano, podrem os, por fin, explicar el
oscuro proceder fem enino.

PARTE UNDÉCI MA

De la exist encia de un órgano fem enino al que he llam ado Am or Veneris, que es
com parable al alm a m asculina

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El anatomista Federico Andahazi

Lo que quiero deciros es que exist e en el cuerpo de la m uj er un órgano que ej erce


funciones análogas a las del alm a en los hom bres, pero cuya nat uraleza es com plet am ent e
diferent e, ya que depende únicam ent e del cuerpo.
Est e órgano es, principalm ent e, la sede del deleit e en las m uj eres. Est a prot uberancia
que surge del út ero cerca de la abert ura que se llam a boca de m at riz es el origen y el fin de
t odas las acciones dest inadas al placer sexual. Cuando t ienen act ividad sexual, no sólo cuando
1
se frot a vigorosam ent e con una verga, sino t am bién si se t oca con un dedo, el sem en fluye
de aquí para allá m ás rápido que el aire a causa del placer, incluso sin que ellas lo quieran. Si
se t oca esa part e del út ero cuando las m uj eres t ienen apet encia sexual y est án m uy excit adas,
com o con frenesí e incit adas al placer y con apet encia de un hom bre, se descubre que es un
poco m ás duro y oblongo, hast a el punt o de que parece una especie de m iem bro m asculino —
sobre est e punt o habré de ocuparm e punt ualm ent e m ás adelant e—. Por t ant o, com o nadie ha
discernido est a prot uberancia ni su uso, si es perm isible poner nom bre a las cosas por m í
1
descubiert as, que sea llam ada Am or Veneris .
Y os afirm o en form a cat egórica que es en est e órgano donde se originan t odas las
acciones de la m uj er y t odos los procederes que pudieran sem ej arse a las pasiones
m asculinas. Quiero deciros que la m uj er se halla gobernada por la influencia del Am or Veneris
y que t odas sus acciones, desde las m ás nobles hast a las m ás repugnant es, desde las m ás
dignas y honrosas hast a las m ás viles y despreciables, no encuent ran m ás fuent e que el
órgano que os he m encionado. Desde la m ás prom iscua prost it ut a hast a la m ás fiel y cast a
esposa, desde la m ás devot a y consagrada religiosa hast a la que pract ica bruj ería, t odas las
m uj eres, sin dist inción, son obj et o del arbit rio de est a part e anat óm ica.

PARTE DECI MA SEGUNDA

De la fragilidad m oral de las m uj eres

Ahora habré de exponeros cóm o funciona est e órgano y cóm o y por qué en cada m uj er
produce diferent es procederes. Y si int erpret áis que es el m ío un alegat o cont rario a las
m uj eres, os equivocáis, pues, así com o el hom bre procede según su libre albedrío en virt ud del
alm a que le fue dada, la m uj er no es dueña de su proceder, sino esclava de los arbit rios del
Am or Veneris. No a ot ra cosa at ribuyo su fragilidad m oral, com o se verá m ás adelant e.

PARTE DECI MA TERCERA

De por qué el sem en m asculino es de caráct er principalm ent e m et afísico y de por qué se
im pulsa por sí m ism o

Ya os he expuest o m i t eoría sobre los fluidos kinét icos. Est os act úan de form a sem ej ant e
a com o lo haría una volunt ad, es decir, dan cauce a las acciones que gobiernan el cuerpo para
que ést e no perezca, com o lo son las acciones elem ent ales de alim ent ación, evacuación, et c.
Ya os he dicho, t am bién, que en un cuerpo que goza de la t ut ela de un alm a, las acciones
pecam inosas t om an un curso diferent e de aquel que le im pone la fuent e, es decir, el cuerpo.
Quiero hablaros ahora del curso y del dest ino de est os fluidos kinét icos que, así com o son
producidos en el cerebro, deben, por causa nat ural, ser evacuados del cuerpo para no
int oxicarlo. He descubiert o que el cuerpo m ant iene un caudal est able del volum en de est os
fluidos y que el m ecanism o m ás frecuent e para que ést os no sat uren el cuerpo es el de la
evaporación. En un m ovim ient o cualquiera —graficó el anat om ist a, flexionando repet idam ent e
un brazo—, el fluido que acude al m úsculo para cont raerlo o para dilat arlo, se evapora en el
m ism o m om ent o de la acción por obra del calor que est e m ovim ient o insum e. Est o es así en

1
Así es como menciona al flujo.
1
"Amor Veneris, vel Dulcedo Apeleteur". Así lo menciona Mateo Colón en De re anatómica.

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El anatomista Federico Andahazi

las acciones m ás sim ples; sin em bargo en las acciones m ás com plej as, donde es necesaria la
int ervención del alm a, las cosas se com plican un poco. En el deseo sexual, cuando surge la
im pulsión hacia la cópula, el cuerpo produce gran cant idad de fluidos kinét icos que viaj an,
según la m ecánica que ya os he descrit o, hacia los órganos sexuales, facilit ando la apert ura de
las venas y la dilat ación de los m úsculos para que la sangre ingrese en la verga y se ponga
dura. El sem en, com o ha dicho Arist ót eles, es de caráct er m et afísico, aunque necesit a de una
part e m at erial para im pulsarse desde la verga hacia afuera. Est a part e m at erial del sem en,
que es la que nos es dado ver, no es ot ra cosa m ás que fluidos kinét icos en est ado puro. No a
ot ra cosa podem os at ribuir el que salt e con t ant a energía com o la lava de un volcán. El sem en
no sólo t iene por función guiar a los espírit us, sino, adem ás, liberar al cuerpo de t odos los
fluidos kinét icos que ést e ha producido para la cópula, dado que, si perm anecieran en él lo
int oxicarían, generando graves enferm edades. Ahora bien, ¿qué sucede con est os fluidos
cuando la acción es int errum pida por gracia de la volunt ad del alm a?

PARTE DECI MA CUARTA

Del alm a y del apet it o sexual

Según la m ecánica que m e fue dado est ablecer, el apet it o sexual surge en el hom bre
cuando los órganos de la vist a o el t act o son excit ados por un obj et o ext erno de orden
t ent ador y pecam inoso, est o es, una m uj er o una represent ación de ella ( es fácil com probar
que una pint ura que represent a a una m uj er bella produce idént ico proceder) . Est a excit ación
que surge de los nervios m ás ext ernos ( del oj o, por ej em plo) libera los fluidos kinét icos
deposit ados en los m úsculos y ést os viaj an al cerebro com o lo haría un m ensaj ero. Allí, en el
cerebro, se producen m ás fluidos kinét icos que viaj an hast a los órganos sexuales, com o ya os
he dicho, para henchir la verga y dar ánim os a t odos los m úsculos que int ervienen en la
cópula. La m ayor part e de est os fluidos se deposit a en los t est ículos y en la verga com o
sem en. En est e punt o es cuando int erviene el alm a y censura las acciones. Pero dado que el
sem en es, com o ya os he dicho, de origen m et afísico, la m ayor part e de su volum en est á
const it uido por puros espírit us. Si observáis el sem en después de un t iem po de haber sido
liberado, veréis que su volum en se reduce ost ensiblem ent e hast a su décim a part e. Est o es así
porque los espírit us que lo habit aban han regresado al alm a. De m odo que cuando el alm a
pone fin a las acciones de origen pecam inoso, t ransform a est as acciones del cuerpo en
pasiones del alm a. ¿A qué ot ra cosa podem os at ribuir el que, cuando para evit ar la t ent ación,
si se reza fervient em ent e a Dios, el apet it o sexual se ext inga por com plet o y la verga vuelva al
est ado de reposo, siendo que est aba llena de líquidos sem inales? Si llenáis una t ripa con agua
a punt o de que se hinche por com plet o, ést a no podrá deshincharse, a m enos que la liberéis
del agua o que revient e por la presión. Pero ya veis que est o no sucede con la verga que, por
obra del alm a, puede volver al reposo sin que el sem en salga de ella, est o es, sin haber
llegado a la conclusión de la acción de origen pecam inoso. Result a evident e el caráct er
m et afísico del sem en puest o que es el único fluido que no necesit a ser evacuado; no sería
posible posponer indefinidam ent e la evacuación de las m at erias fecales y urinarias, m ient ras
que el sem en, después de haber sido producido, no necesit a im periosam ent e ser expulsado. Y
est o se debe a que su esencia est á hecha de espírit us provenient es del alm a, y que a ella
vuelven cuando ést a no perm it e que sean liberados. No debem os sent im os avergonzados de
vernos llam ados a la t ent ación; por el cont rario, cuant as m ás veces hayam os podido liberarnos
de ella, t ant o m ás grandes y num erosas serán nuest ras pasiones del alm a.

PARTE DECI MA QUI NTA

Del apet it o sexual en las m uj eres y de la ausencia de la guía del alm a

Ahora bien, ¿qué sucede en el cuerpo de la m uj er cuando se encuent ra excit ada y con
deseo de una verga, siendo que no exist e en ellas un alm a que t ransform e los líquidos
sem inales originados en est as acciones, en pasiones del alm a? El sem en de la m uj er es m ucho
m ás espeso y pesado que el del hom bre, pues en m edio de sus part ículas no hay espírit us
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El anatomista Federico Andahazi

com o en el del hom bre, es decir, son puros fluidos kinét icos. El proceso de excit ación sexual
en la m uj er es diferent e al del hom bre. Ya os he dicho que est e proceso se inicia, en el
hom bre, en los órganos sensit ivos que han sido excit ados por un obj et o pecam inoso, es decir,
una m uj er. De m odo que el hom bre es el suj et o de la incit ación e, inversam ent e, la m uj er es
el obj et o de est a t ent ación. Así, com o una cosa no puede ser, a la vez, la ot ra, el suj et o no
puede ser el obj et o al m ism o t iem po. Lo que quiero deciros es que el proceso de excit ación
sexual de la m uj er no se inicia en los órganos sensoriales por la visión de un hom bre, sino que
se da espont áneam ent e y de m anera nat ural, y t iene origen en el int erior del cuerpo y, m ás
precisam ent e, en el órgano que ya os he descrit o. La m uj er es, siem pre, el obj et o del pecado.
Lo que os est oy exponiendo en t érm inos anat óm icos, no es nuevo en t érm inos m orales: allí
t enéis, ot ra vez, el ej em plo de Eva que es el obj et o de la t ent ación, cuyo suj et o es Adán. Pero
a est e últ im o punt o habré de referirm e m ás adelant e. Perm it idm e que cont inúe con m i
exposición sobre el origen y el dest ino del deseo sexual en las m uj eres. El im pulso sexual, que
se da de m anera nat ural y espont ánea, se origina en el Am or Veneris, haciendo que ést e libere
fluidos kinét icos hacia el cerebro anunciándole sus deseos. El cerebro, ent onces, libera nuevos
fluidos en form a m asiva para poner en m archa los m ecanism os de seducción y alim ent ar, a la
vez, a t odos los m úsculos que int ervienen en la cópula. Es así com o se inicia el deseo de
verga. Ahora bien, com o en la m uj er no exist e un alm a que decida sobre est os im pulsos, la
consecución del pecado será posible, solam ent e, si consigue, con éxit o, t ent ar a un hom bre
m ediant e la seducción. Se diría que la m uj er es la fuerza de la volunt ad de la carne e,
inversam ent e, que el hom bre es la fuerza de la volunt ad del alm a. Según t riunfe una u ot ro,
habrá de darse o no el pecado. Det engám onos ahora en est a segunda posibilidad: ¿qué ocurre
en el cuerpo de la m uj er cuando no se da el pecado, pues ha t riunfado la volunt ad del alm a del
hom bre? Ya os he dicho que, en el hom bre, los espírit us sem inales regresan al alm a regulando
y m ant eniendo est able el volum en de los fluidos kinét icos del cuerpo. Sin em bargo, ¿qué
ocurre con t odos los fluidos sem inales de la m uj er cuando, después de haber sido producidos,
no pueden ser liberados ni convert idos en pasiones del alm a?

PARTE DECI MA SEXTA

De la acum ulación de fluidos kinét icos en las m uj eres

Lo prim ero que es posible observar es un aum ent o del t am año del Am or Veneris, pues
t odos est os j ugos se deposit an allí. En algunos casos que m e fue dado observar, est a pequeña
prot uberancia puede alcanzar un t am año sem ej ant e al de la verga de un niño. Por fin, cuando
est os líquidos ya no pueden ser cont enidos, no son expulsados hacia afuera, sino hacia
adent ro del cuerpo produciendo t oda clase de m ales, cosa m uy frecuent e de ver en las
m uj eres. Muchas veces, la enferm edad producida por la acum ulación de fluidos kinét icos
puede confundirse fácilm ent e con la posesión dem oníaca y, de hecho, si algún lugar del cuerpo
elige el dem onio para hacer su m orada, no dudéis que est e sit io no es ot ro que el Am or
Veneris. Los ant iguos griegos creyeron encont rar en el út ero el origen de t oda clase de m ales;
por m i part e, no dudo que est as enferm edades no t ienen ot ra fuent e m ás que el órgano que
m e fue dado descubrir. Ahora bien, si el proceso del deseo sexual se da en las m uj eres de
m anera nat ural y espont ánea, com o acabo de deciros, debéis pregunt aros por qué exist en
m uj eres que, no siendo ni feas ni decrépit as, no despiert an la t ent ación en el hom bre, ni
m anifiest an apet it o de verga y, por el cont rario, son bondadosas y beat as y hast a pueden
m ost rar am or, ent endido ést e en su m asculino sent ido, es decir, cast o. Exist en diferent es
m ot ivos.

PARTE DECI MA SÉPTI MA

De por qué exist en m uj eres bondadosas y que no m uest ran inclinación al pecado

El m ás frecuent e es el de la virginidad. Si j am ás probast eis el ciervo, nunca podríais


desear com er de su carne. El Am or Veneris com ienza a ej ercer su influencia después que se ha

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El anatomista Federico Andahazi

rot o el virgo. Es una creencia corrient e la de que la pérdida de la virt ud es una consecuencia
del apet it o de verga; os afirm o que la segunda es un efect o de la prim era.
—Perm it idm e que os señale la cont radicción en la que vagáis —int ervino el decano—; si,
com o decís, la m uj er es el obj et o del pecado, cuyo suj et o es el hom bre y, adem ás, según
vuest ras propias palabras, la prim era, de m anera nat ural y espont ánea, despiert a el deseo
sexual del segundo, ¿qué cosa es la que lleva a la m uj er virgen a perder la virt ud, siendo que
ningún apet it o sexual podría nacer de ella, puest o que, com o vos decís, vuest ro Am or Veneris
no ej erce su luj uriosa influencia m ient ras el virgo se halle ínt egro?
Vuest ra excelencia se ha adelant ado a lo que m e disponía, precisam ent e, a exponeros.
En efect o, pareciera no exist ir ninguna razón para que la m uj er virgen resigne su virt ud,
puest o que, m ient ras el virgo se halle ent ero, el Am or Veneris no ej erce ninguna función.
Podría argum ent ar en m i favor que la m uj er virgen, cuando es ofrecida en m at rim onio, es
víct im a de la lascivia de su m arido, incit ándola a la cópula. Sin em bargo, m e adelant o a la
obj eción que vuest ra excelencia ya t iene, de seguro, en m ent e. Ya os he dicho que el apet it o
sexual se despiert a en el hom bre cuando sus órganos sensit ivos fueron excit ados por un
obj et o ext erno y lascivo, es decir, una m uj er cuyo frenesí venéreo se ha desat ado en el
int erior de su cuerpo, t ent ando y seduciendo al hom bre. Tam bién he dicho que nadie puede
desear com er carne de ciervo, si no la ha probado ant es. Aquello que m ueve a la m uj er virgen
a perder la virt ud, no es el apet it o de verga, sino ot ra apet encia t am bién nat ural y
espont ánea; m e refiero a la m at ernidad.
La gest ación de un niño requiere de la afluencia m asiva de fluidos kinét icos, t ant o para
solvent ar el exceso de act ividad m uscular que se produce durant e el em barazo, com o para
aport ar al ser en form ación su " quant um " est able de est os fluidos. Ya os he dicho de qué
m anera explica Arist ót eles la concepción: el hom bre es el que aport a el alm a y la m uj er, la
sust ancia.
Exist en para la m uj er dos cam inos virt uosos: la virginidad y la m at ernidad; y dos
cam inos corrupt os: el pecado o la enferm edad.
Cuando el hom bre se apart a del pecado en virt ud de su libre albedrío, apart a t am bién del
pecado a la m uj er; es el hom bre quien debe conducir a la m uj er por el cam ino de la virt ud.

PARTE DECI MA OCTAVA

De por qué el Am or Veneris es la prueba anat óm ica de la génesis de las m uj eres t al


com o dicen las Sagradas Escrit uras

Perm it idm e ahora que os señale ot ras part icularidades anat óm icas del Am or Veneris. Ya
os he hablado de la form a que present a est e órgano y de las funciones e influencias que ej erce
sobre el proceder de las m uj eres. Com o est a excelent ísim a Com isión habrá podido com probar,
ninguna de m is palabras se desvía un ápice de las Sagradas Escrit uras y, por el cont rario, no
t ienen ot ro propósit o sino com prender la m agnífica Obra y, de esa m anera, alabar al Creador.
Por est e cam ino m e fue dado est ablecer, en t érm inos anat óm icos, ot ra Verdad de la que nos
hablan los Sant os Evangelios. Me refiero a la génesis de la m uj er. La anat om ía hum ana es
com o un libro cuyos caract eres, si se los sabe leer con propiedad, nos revelan de m anera
asom brosa la Palabra. Os afirm o en form a cat egórica que el Am or Veneris es la prueba
m at erial de la palabra de Dios en los versículos veint idós y veint it rés del Génesis. El órgano del
que os hablo es el vest igio anat óm ico de la procedencia de la m uj er; la form a m asculina que
present a el Am or Veneris revela que, t al com o lo afirm an las Escrit uras, la hem bra est á hecha
de la cost illa del hom bre.

PARTE DECI MA NOVENA

De la com paración de la verga con el Am or Veneris

He podido ver en vuest ras caras el horror, cuando os dij e que el órgano que m e fue dado
descubrir present a la apariencia de una verga y, adem ás, com o ést a, se yergue o se baj a. Y en
61
El anatomista Federico Andahazi

verdad el Am or Veneris se com port a, en apariencia, de la m ism a form a que una verga.
Aunque, desde luego, no son en absolut o iguales. La principal diferencia es fisiológica, m ás
que anat óm ica, por cuant o la verga no es sino un m edio, un inst rum ent o, y el Am or Veneris,
una causa. Quiero deciros que el proceder de la verga, según se hinche o se baj e, depende de
los avat ares del cuerpo y del alm a —com o ya os m encioné—, m ient ras que del Am or Veneris
dependen t odas las acciones de las m uj eres. Ot ro anat om ist a, el gran Leonardo de Vinci, ha
dicho que la verga t iene vida propia, que es un anim al provist o de un alm a y una int eligencia
independient e de las del hom bre y que procede según su propia volunt ad. Y dij o que, aunque
un hom bre desee excit arlo, se niega a obedecer, que se m ueve por su cuent a, sin aut orización
ni deseo del hom bre, t ant o si ést e est á despiert o, com o si duerm e y que, en fin, la verga hace
lo que le place. Y en verdad, est o pareciera ser ciert o algunas veces. Sin em bargo, diré que
sólo es ciert o en apariencia. Cuando, en efect o, la verga se yergue int em pest ivam ent e sin que
m edie una razón, est o es, sin la int ervención de un obj et o ext erno y lascivo, est o t iene una
explicación diferent e de la que nos da Leonardo de Vinci. La causa de que la verga se hinche
sin que m edie una razón, no es ot ra que la desviación de fluidos kinét icos que han sido
producidos para un det erm inado fin y, por alguna razón, ese fin se ha vist o pospuest o o
suspendido; por ej em plo cuando nos disponem os para una t area cualquiera y un suceso
inesperado nos im pide llevarla a cabo. Según sea la m agnit ud de aquella t area, el cuerpo
prepara a los m úsculos para afront ar el t rabaj o, proveyéndolos de un det erm inado volum en de
fluidos kinét icos. Según la m ecánica que ya os expuse, si el cuerpo se ve privado de llevar
adelant e est as acciones, por algún m edio se verá obligado a liberarse de est os j ugos. No es
difícil reunir uno y ot ro hecho en relación de causa y efect o; veréis que es corrient e y fácil de
com probar que, cuando la verga se ha erguido por su cuent a, est o ha ocurrido después de
aplazar una t area para la cual est ábam os dispuest os. Sin em bargo, es m uy fácil deshacerse de
est os fluidos, pues no han producido sem en en la verga y, así com o se han desviado de su
curso nat ural hacia la verga, pueden volver a t om ar ot ro cam ino desde ella hacia diferent es
m úsculos y, así, ser evacuados por evaporación, m ediant e una t area que dem ande un volum en
sem ej ant e de j ugos que aquella para la cual est ábam os dispuest os. Respect o de por qué,
cuando un hom bre decidido a pecar, inclusive habiendo pagado para ello, la verga decide no
colaborar con él en el pecado, la razón no es aj ena a los m ot ivos que os he descrit o ant es.
Sucede que, en det erm inadas circunst ancias, desconocem os los designios que nuest ra propia
alm a le im pone a nuest ro cuerpo, separándose el alm a de nuest ra volunt ad y obligando al
1
cuerpo a ponerse de su lado .
Ahora bien, t odo lo que ha dicho el gran Leonardo referido a la verga, es aplicable, con
m ás fuert es razones, al Am or Veneris, por cuant o no sólo posee vida, volunt ad e int eligencia
propias, sino que, adem ás, est a vida, volunt ad e int eligencia son las que guían el proceder del
1
ser que est e órgano lleva alrededor . En est e sent ido es com o debe ent enderse la volunt ad y
la int eligencia fem eninas: en el sent ido del Am or Veneris.
El hom bre debe proceder con la m uj er del m ism o m odo que su alm a procede con su
cuerpo, puest o que el cuerpo del hom bre es fem enino com o su alm a es m asculina.
Concluyo de est e m odo m i alegat o en la cert eza de que t odo cuant o os he dicho es de
absolut a j ust icia y ni un ápice se apart an m is palabras de las Sagradas Escrit uras. Que la
j ust icia sea conm igo.

LA SEN TEN CI A

EL M I LAGRO

1
Nótese que, en este punto, Mateo Colón desmorona todo su constructo dualista cuerpo-alma, femenino-
masculino, pecado-virtud, e introduce un tercer elemento que disocia la voluntad, del alma y del cuerpo,
aunque no tiene elementos para fundamentar esta afirmación enigmática.
1
Es esta la definición de mujer que resulta de la teoría de Mateo Colón: toda aquella carne que circunda al
Amor Veneris.
62
El anatomista Federico Andahazi

Quienes eran encont rados culpables en prim era inst ancia por las com isiones doct orales
difícilm ent e podían revert ir el fallo en los t ribunales del Sant o Oficio. Sin em bargo, un m ilagro
iba a obrar en la suert e de Mat eo Colón.
El m ism o día en que la com isión se disponía a redact ar el dict am en condenat orio, llegó a
Padua un m ensaj ero que venía desde Rom a; llevaba una cart a dirigida al president e de la
com isión. El cardenal Caraffa leyó la not a una y ot ra vez y no pudo evit ar la sensación de que
el suelo se m ovía debaj o de sus pies. La not a llevaba el sello del papa Paulo I I I . La salud del
sept uagenario pont ífice se quebraba precipit adam ent e y, personalm ent e, había requerido los
servicios de Mat eo Colón. La fam a del anat om ist a en Rom a no era, precisam ent e, la de quien
est á predest inado a la sant idad, sino m ás bien la cont raria. Pero era un hecho que Mat eo
Colón se había convert ido —por obra de sus det ract ores— en el m édico m ás renom brado de
Europa. Pese a que sus hom bres m ás cercanos int ent aron convencer a Su Sant idad de que no
era una decisión convenient e, aun con el rescoldo de vida que le quedaba, Alej andro Farnesio,
desde su lecho de enferm o, era t odavía lo suficient em ent e obcecado para decidir sobre su
propia salud. Y lo suficient em ent e t em ible para im poner su volunt ad. Así, la com isión presidida
por el cardenal Caraffa se vio forzada a redact ar de urgencia un dict am en favorable al
acusado. El dict am en favorable de la com isión de obispos recayó sobre la persona del
anat om ist a, aunque no así sobre su obra. Mat eo Colón fue declarado inocent e y los Doct ores
decidieron no elevar la causa a los t ribunales del Sant o Oficio. Sin em bargo, la com isión
det erm inó, a la vez, m ant ener la censura que el decano había im puest o a De re anat om ica.
Una decisión salom ónica que, lej os de conform ar a las part es, defraudó y a la vez sorprendió a
t odos. I nclusive a los propios obispos.
El ánim o de los Doct ores se inclinaba —com o en casi t odos los casos y por predisposición
nat ural— hacia el lum inoso cam ino de las hogueras propiciado por el decano. La com isión,
habida cuent a del buen predicam ent o que el decano t enía sobre sus int egrant es, le había
baj ado el pulgar al anat om ist a aun ant es de que hubiera pronunciado una sola palabra en su
defensa, y se preparaba para un dict am en despiadado. No porque considerara dem oníacas las
revelaciones del anat om ist a; al cont rario, el descubrim ient o de Mat eo Colón era una verdadera
revelación desde el punt o de vist a de los Doct ores; finalm ent e, el Am or Veneris explicaba uno
de los m ás grandes enigm as —y, por ciert o, uno de los m ás oscuros problem as— para la
I glesia: el de la m uj er. La cuest ión no era únicam ent e descubrim ient o sino, t am bién, el
descubridor. Y, desde luego, result aría calam it osa la difusión de sem ej ant e asunt o. Si las cosas
eran del m odo que proponía el anat om ist a, el Am or Veneris const it uía un verdadero
inst rum ent o de pot est ad sobre la volát il volunt ad fem enina. Ciert am ent e, la publicidad del
descubrim ien- t o conduciría, por fuerza, a t oda clase de est ragos. ¿Qué pasaría si el hallazgo de
Mat eo Colón caía en m anos de los enem igos de la I glesia? ¿A qué calam idades no se vería
enfrent ada la Crist iandad si, del fem enino obj et o del pecado, se apoderaran las huest es del
dem onio o, lo que sería peor aún, si las propias hij as de Eva descubrieran que llevan en m edio
de las piernas las llaves del cielo y el infierno? La lógica del descubrim ient o era la siguient e: si
el Am or Veneris es el órgano que gobierna la volunt ad de la m uj er, el art e de la m edicina será
el que proporcione el dom inio del lascivo Am or Veneris, y, por t ransit iva, quien gobierne aquel
órgano habrá de gobernar la volunt ad fem enina. Ahora bien, ¿cóm o se consigue el gobierno
del Am or Veneris?; m ediant e las sabias art es de la m edicina o, llegado el caso, de la cirugía.
Saber t ocar. Saber cort ar.
Sin duda, el m ej or dest ino que podía esperar De re anat om ica era el celoso secret o de la
I glesia e ingresar en los I ndices librorum prohibit orum . Pero, ¿quién podía asegurar que Mat eo
Colón guardaría el secret o, aun com prom et iéndose baj o j uram ent o? ¿Cóm o asegurarse, por
ot ra part e, de que el propio anat om ist a no habría de usar en su provecho el descubrim ient o de
su Am or Veneris? Pero a la vez, para la propia I glesia el hallazgo podía result ar un Sant o
Rem edio para guiar al delicado y díscolo rebaño por el cam ino de la virt ud y la sant idad, por
ej em plo, si se quit ara la m orada del dem onio del cuerpo de la m uj er. Si aquel órgano es el
responsable del pecado, ent onces, ¿por qué no liberar a las m uj eres, desde el nacim ient o, del
lascivo Am or Veneris? ¿Acaso los j udíos no cort aban las pieles del prepucio? Sus razones
t endrían. Pero ést as eran, t odavía, puras especulaciones. Lo im port ant e, lo inm inent e, era
silenciar por cualquier m edio la publicidad del asunt o. De m odo que la com isión se dispuso a
redact ar una sent encia que abriera el cam ino hacia el t ribunal del Sant o Oficio.

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El anatomista Federico Andahazi

La obra, sin em bargo, no iba a correr la m ism a suert e que su aut or. De re anat óm ica
acababa de ent rar en los oscuros cat álogos de la censura, los I ndices librorum prohibit orum ,
que el propio Paulo I I I había inaugurado en 1543. El anat om ist a se com prom et ía, baj o
j uram ent o, a no dar a conocer su hallazgo. Era la condición para que Mat eo Colón cont inuara
con vida.
El m ism o día que el cardenal Caraffa recibió la cart a procedent e de Rom a, el 7 de
noviem bre de 1558, la com isión de Doct ores dio a conocer su dict am en, que, ciert am ent e,
t enía un dest inat ario.

EL D I CTAM EN

DI CTAMEN DE LA COMI SI ÓNDE DOCTORES DI RI GI DA AL DECANO


DE LA UNI VERSI DAD DE PADUA

Habida cuent a hem os de los inform es, t est im onios y alegat os present ados a est a
com isión que prom ovist eis respect o del regent e de la Cát edra de Anat om ía, aut or de De re
anat om ica, el Chirollogi Mat eo Renaldo Colón, de la Universidad que presidís.
Est a com isión, a fuer de verdad, no aciert a a com prender la anim adversión para con
vuest ro cat edrát ico ni las cont radicciones en las que vagáis en las coléricas reflexiones por las
que discurrís, si cólera y reflexión pudieran ir j unt as. Y quizá est o últ im o sea el m ot ivo de la
ceguera que os im pide ver las cosas com o son.
Señor decano, respect o de las apreciaciones y de los denuest os que ej ercit áis cont ra De
re anat om ica, part icularm ent e sobre el capít ulo XVI I , no podem os m ás que cont ar con la
versión que vos nos dais, pues, com o decís, " la obra se encuent ra baj o m i m ás celoso poder" .
Em pero, nuest ra razón no puede abarcar la dim ensión del silogism o que exponéis.
Prim ero calificáis de absurdo el descubrim ient o de vuest ro anat om ist a; en segundo lugar lo
acusáis de plagio y usurpación, pues el órgano en cuest ión, según decís, ha sido ya descrit o en
la Ant igüedad por Rufo de Efeso y por Julio Pólux, por los anat om ist as árabes Abul Kasis y
Avicena, por Hipócrat es y hast a por Fallopio. Poneos de acuerdo: o hacem os caso a la prim era
prem isa y afirm am os que no exist e t al órgano o at endem os a la segunda y declaram os que es
t an conocido com o los pulm ones.
Por nuest ra part e, no t enem os conocim ient o de ninguna descripción ant erior de t al
órgano. No podem os afirm ar ni su exist encia ni su inexist encia.
Aun si fuese ciert a, creem os que vuest ro afán ( venerable desde luego) por defender los
Sagrados Principios y el t em or de que t al descubrim ient o anim e a la herej ía y aum ent e en
núm ero a los infieles es honroso aunque equivocado. La Verdad, señor decano, est á en las
Escrit uras y en ninguna ot ra part e fuera de ellas. La ciencia no revela la Verdad. Es apenas
una t ibia llam a que alum bra la let ra de Dios. La ciencia est á por debaj o de Dios y para hacer
com prensible la Verdad. A nosot ros los fieles nos bast a creer por la fe, pero es im posible que
los infieles lleguen a persuadirse de la Verdad si por Razón no se les convence.
Y lo que no veis, señor decano, es que, de ser ciert o el descubrim ient o de vuest ro
anat om ist a, t endríam os frent e a nuest ros oj os, finalm ent e, la prueba anat óm ica de la creación
de la m uj er, que nos refieren las Sagradas Escrit uras. Si prest áis at ención a los versículos del
Génesis, com probaréis lo que os decim os.
Finalm ent e y por t odo lo ant edicho, declaram os al acusado, Mat eo Renaldo Colón,
inocent e de t odos los cargos im put ados. Sin em bargo, est e Tribunal prohibe la publicación de
De re anat om ica, según lo dispuest o en los I ndices Librorum Prohibit orum .

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El anatomista Federico Andahazi

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El anatomista Federico Andahazi

CUARTA PARTE

LAS SAN TAS ARTES

El 8 de noviem bre de 1558, frent e a las indignadas narices de Alessandro de Legnano,


Mat eo Colón part ió hacia Rom a con escolt a vat icana. El m édico personal del Papa viaj aba com o
un verdadero príncipe y t odos se dirigían a él com o a una em inencia. Am bos —el decano y el
anat om ist a— sabían, sin em bargo, que su buena est rella era t an frágil com o la salud de Paulo
III.
Alej andro Farnesio yacía en su lecho vat icano. La barba crecida y despeinada le confería
el aspect o de un rabino decrépit o. Mat eo Colón se arrodilló a un cost ado de la cam a, le t om ó la
m ano y creyó no poder cont ener el llant o cuando, al besar su anillo, el pont ífice, con las
últ im as fuerzas, lo bendij o en un hilo de voz. Cuando se hubo repuest o de la em oción, el
anat om ist a ordenó que lo dej aran a solas con Su Sant idad, cosa que, desde luego, no le fue
concedida. Alej andro Farnesio no t enía m ás hum anidad que piel pendient e sobre huesos. Ya
era viej o cuando lo nom braron Papa —t enía set ent a y dos años— y había sobrevivido a casi
t odas las enferm edades de est e m undo. Ya no era aquel que había conseguido unir a los
príncipes de la I glesia cont ra los t urcos; no era, ciert am ent e, aquel que, a fuerza de paciencia
prim ero y, lisa y llanam ent e a la fuerza, después, había logrado, de una buena vez, reunir el
Concilio de Trent o. No era aquel que, con Sant a Paciencia, había t enido que som et erse a los
caprichos del duque de Mant ua, a los del Em perador y al de los prot est ant es. Y ya no era, por
ciert o, aquel encendido defensor de los t ribunales de la I nquisición, cuyas hogueras consideró
insuficient es para purificar las alm as de t ant o pecador, y a cuyos j ueces j uzgó pocos y
burocrát icos, y ent onces los m ult iplicó com o Crist o a los peces y a los panes, les confirió
facult ades am bulant es, los elevó al rango de Tribunal Suprem o en m at eria de fe y nom bró
delegados en Venecia, en Milán, en Nápoles, en Toscana y en cuant a ciudad se le ant oj ase
oport uno. Y no era ya aquel ávido lect or que, personalm ent e, decidía qué libros iban a parar a
sus I ndices librorum prohibit orum o bien a la hoguera —aut or incluido, claro—. Alej andro
Farnesio ya no era aquel, sino su propio fant asm a, decrépit o y agonizant e. Su m ano
sarm ent osa, cuyo nepót ico índice había pret endido secularizar Parm a y Piacenza para
convert irlas en principados de los Farnesio, descansaba, ahora exánim e, ent re las m anos del
dem oníaco anat om ist a crem onés, que acababa de ser rescat ado del infierno y llevado al
paraíso. Su Em inencia se ponía en las m anos de quien, hast a ayer, era la voz de Lucifer y hoy,
la m ano de Dios.
El est ado de Paulo I I I era verdaderam ent e preocupant e, no solam ent e para Su
Em inencia, sino t am bién para su flam ant e m édico personal, cuya suert e dependía de la salud
del pont ífice. Después de exam inarlo durant e horas, Mat eo Colón t uvo la inquiet ant e cert eza
de que no había m ucho por hacer; Alej andro Farnesio nunca se había t erm inado de curar de la
enferm edad que, cinco años at rás, lo había puest o al borde de la m uert e. En rigor, no se
explicaba cóm o había podido sobrevivir un lust ro. El corazón del Papa lat ía sin convicción, su
t ez t enía ya el color de los m uert os, hablaba con una voz asm át ica apenas audible; cada frase
le dem andaba un esfuerzo agot ador y los im pulsos de su viej a locuacidad eran
sist em át icam ent e int errum pidos por accesos de unas t oses secas que lo sum ían en una asfixia
que le t eñía la piel de violet a. Cuando est os accesos cesaban, volvía al color verde que exhibía
desde hacía seis m eses. Poco im port aban ahora la got a que lo había aquej ado casi t oda la vida
ni los at aques de epilepsia, ni las ant iguas j aquecas, ni los horrendos herpes que le surcaban
la piel —m ot ivo que lo obligó a usar su sem ít ica barba—. Paulo I I I se m oría. Su Em inencia,
personalm ent e, había despedido al inept o del m édico que le había designado el crápula del
cardenal Alvarez de Toledo, quien, a decir de Su Sant idad, se había propuest o sucederlo
cuant o ant es fuera posible. Ciert o o no, desde que el m édico ant erior se había hecho cargo de

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su salud, Alej andro Farnesio, día t ras día, desm ej oraba calam it osam ent e. Mat eo Colón convino
con la opinión de su pacient e. En rigor, la t erapéut ica que le habían im puest o era m ás nociva
que la m ism a enferm edad; de m odo que el nuevo m édico papal ordenó que dej aran de hacerle
sangrías, pues aquello no t enía ot ro efect o que agravar la anem ia del Sant o Padre, dio
direct ivas para que cesaran las enem as que lo dej aban exhaust o y prohibió expresam ent e que
le siguieran adm inist rando hierbas vom it ivas. La t erapéut ica adecuada no consist iría, com o la
ant erior, en int ent ar sacar la dolencia por t odos los Sant os aguj eros, pues, en rigor, la
enferm edad del pont ífice era una y m uy fácil de diagnost icar: est aba viej o. Lo único que había
logrado el m édico ant erior era quit arle los pocos rescoldos de vida que albergaba el cuerpo del
anciano Papa.
Mat eo Colón dispuso que se j unt aran en un frasco t odos los pont ificios excrem ent os y, en
ot ro, t odos los sant ísim os j ugos urinarios durant e un día com plet o. Por la noche, el anat om ist a
exam inó el cont enido de los frascos. Olor, color y viscosidad fueron escrupulosam ent e
considerados. Ant es de que saliera el sol, Mat eo Colón resolvió cuál iba a ser la t erapéut ica. En
efect o, la única enferm edad que present aba Paulo I I I no era ot ra que la de su propia vej ez.
El Sant o Padre t enía que vivir. Mat eo Colón hubiera est ado dispuest o a darle al decrépit o
Alej andro Farnesio la m it ad del rest o de su propia vida. Pero había ot ra alt ernat iva.
Paulo I I I necesit aba sangre j oven. Exact am ent e eso iba a darle.

D Í A D E LOS SAN TOS I N OCEN TES

El Día de los Sant os I nocent es, con el consent im ient o de Su Sant idad, Mat eo Renaldo
Colón, flam ant e m édico personal del papa Paulo I I I , dispuso que se buscaran diez niñas de
ent re cinco y diez años, bien saludables, por ciert o, y las llevaran a su pont ificio despacho.
Personalm ent e seleccionó cinco de las diez y las llevó al lecho de Su Sant idad. El anciano Papa
bendij o a cada una de las niñas, que lloraron de em oción al besar su anillo, luego de lo cual
fueron conducidas a una alcoba cercana a la del anat om ist a, que para ellas había sido
dispuest a. Hecho est o, Mat eo Colón ordenó buscar a las nodrizas m ás saludables de Rom a.
Personalm ent e seleccionó a las t res que m ej or aspect o present aban. Eran t res m uj eres
j óvenes ant ecedidas por sendos pares de m am as m agníficas y de adm irable com plexión.
Mat eo Colón consideró convenient e com probar las bondades de la leche de cada una de ellas;
personalm ent e verificó el sabor y la sust ancia de la leche que salt aba de abundancia cuando
los pezones eran ligeram ent e est im ulados por los dedos del anat om ist a.
Tres veces al día, Su Sant idad era alim ent ado con la provechosa leche de sus nodrizas;
com o un niño, se acurrucaba sobre el pecho de su am a de leche de t urno y bebía hast a
dorm irse profundam ent e. Result aba conm ovedor ver al decrépit o Alej andro Farnesio,
desdent ado y con su blanca barba, cuando era acunado. Est a últ im a t erapéut ica se m ost raba
beneficiosa pero insuficient e, ya que la leche de m uj er reunía valiosos fluidos kinét icos,
aunque, finalm ent e, result aban escasos para devolver al pont ífice un poco de su j uvent ud
perdida. De m odo que, ant es de lo previst o, Mat eo Colón hizo com parecer en su despacho al
verdugo m ás avezado de Rom a.
El verdugo no pudo evit ar m olest arse cuando el anat om ist a le indicó que fuera lo m enos
cruent o posible. Al fin y al cabo, no en ot ra cosa consist ía su t rabaj o.
Aquella m ism a noche, ant es de que concluyese el Día de los Sant os I nocent es, la prim era
de las cinco niñas fue ej ecut ada.
Su Sant idad, ant es de beber el prim er sorbo de la infusión hecha con la sangre, hizo un
vot o por el alm a de la niña que, ciert am ent e, se había ant icipado a la suya hacia el Reino de
los Cielos y se alegró por su feliz y precoz dest ino.
—Am én —m usit ó, y ent onces em pinó el codo hast a ver el fondo de la copa.

II

67
El anatomista Federico Andahazi

Tres veces al día Paulo I I I era am am ant ado y, t res veces al día, bebía hast a la últ im a
got a de las infusiones de sangre j oven que, personalm ent e, le preparaba su m édico. Mat eo
Colón respiró aliviado cuando pudo com probar que, en el curso de la prim era sem ana, la salud
del Papa m ej oraba. La t erapéut ica no era original, salvo en algunos det alles; en efect o,
I nocencio VI I I , el papa que se había hecho popular por confesar su virilidad públicam ent e al
reconocer a sus t res hij os —Franceschet t o, Bat t ist ina y Teodorina—, había sido som et ido por
su m édico a una t erapéut ica sem ej ant e, al llegar a su ocaso la salud de I nocencio, aunque, en
aquella oport unidad, había arroj ado pobres result ados. Las razones del fracaso no eran difíciles
de det erm inar, a j uicio del anat om ist a: en prim er lugar, la leche de las nodrizas era sacada
previam ent e por las criadas y servida en copas, después, al pont ífice; sabido era por Mat eo
Colón que los fluidos kinét icos se evaporaban inm ediat am ent e al ent rar en cont act o con el
aire, de m odo que la leche t enía que ser sorbida del pezón, t al com o lo había dispuest o el
Creador para la lact ancia. En segundo lugar, la sangre con la que se preparaban las infusiones
era ext raída de j óvenes varones, cuando result aba evident e que la sangre fem enina era pura
sust ancia, pura m at eria, com o lo probaba el gran Arist ót eles en sus consideraciones sobre la
gest ación. La sangre de varón result aba inút il, pues, com o era sabido, est aba conform ada de
puros espírit us y poca sust ancia, com o el vino.
Com o quiera que fuese y váyase a saber a causa de qué arbit rios, la salud de Paulo I I I
parecía rest ablecerse.
La not icia corrió hast a Padua. Alessandro de Legnano dest ilaba veneno.
Alej andro Farnesio sim pat izaba con su m édico personal. Desde luego, t enía sobradas
razones, pues, ent re ot ras pequeñas m ej oras, había recuperado su ant igua locuacidad. Ent re
cada am am ant am ient o, el Sant o Padre m ant enía int erm inables charlas con Mat eo Colón y se
dirigía a él com o a su hom bre de confianza. Por ciert o, su ant iguo inquisidor, el cardenal
Caraffa, sobrellevaba al int ruso llegado desde Padua com o a un clavo at ravesado en la
gargant a.

EL CI ELO CON LAS M AN OS

Mat eo Colón t ocaba el cielo con las m anos. Durant e su est ancia en Rom a, el anat om ist a
crem onés produj o su m ás vast a obra pict órica: los m ás bellos m apas anat óm icos que j am ás se
hayan hecho, pint ados con los óleos m ás refinados; cient os de apunt es en t int a que
represent aban su obsesión: el Am or Veneris. Y fue durant e su est adía en Rom a cuando pint ó
su m ás sublim e y ext raña obra: su Herm es y Afrodit a, t ít ulo que, sin duda, no puede at ribuirse
sino a la censura, por cuant o el óleo no represent aba la reunión de las dos deidades en un solo
cuerpo, sino que evocaba su visión de I nés de Torrem olinos cuando el anat om ist a descubrió su
Am or Veneris.
Todo era inspiración. Nada est aba fuera del alcance de su m ano. Los t orm ent osos días
inquisit oriales habían quedado at rás. Ahora podía m irar a sus ant iguos inquisidores desde la
diest ra del alt ísim o t rono de Paulo I I I , a quien le había devuelt o la vida com o Crist o a Lázaro.
El oscuro anat om ist a crem onés era, ahora, la m ano de Dios. Su nom bre est aba llam ado a la
Gloria. De hecho, vivía ahora en la ciudad del Cielo en la Tierra. Había reem plazado sus viej os
luccos de lino por ot ros de seda y su beret t a de hilo por un fez bordado en oro que, para él,
exclusivam ent e, confeccionó el sast re del Papa. Era un hom bre rico; sus honorarios com o
m édico personal del Papa ascendían a la cifra que él m ism o creyese j ust a y, cuando él lo
dispusiera, podía acudir a las sant ísim as arcas; al fin y al cabo, ¿qué precio podía t ener la vida
de Su Sant idad? Nada lo conm ovía; nadie llegaba a sus t alones. Se paseaba por el Vat icano
com o si t odo aquello le pert eneciera. Era la única persona que podía ingresar, sin pedir
perm iso y cuando se le ant oj ase, en las alcobas papales; el único hom bre que podía
int errum pir las reuniones; el único hom bre que podía darle órdenes al Sant o Padre; él decidía
a qué hora com e Su Sant idad, cuándo es la hora de dorm ir y cuándo la de despert arse, él
decidía si era convenient e que Su Sant idad recibiera t al o cual visit a, él decidía sobre las iras
pont ificias y el pont ifical reposo.

68
El anatomista Federico Andahazi

Pero su felicidad t odavía no podía ser com plet a; t odas las noches, ant es de dorm irse,
pensaba en Mona Sofía. Sin em bargo, sobrellevaba el ansia del encuent ro con el sosiego que
ot orga un t ít ulo de propiedad. Tenía la cert eza de la posesión; no im port aba cuant os hom bres
la pret endieran, ni siquiera cuant os habrían de pasar por su cuerpo. Llegaría el día en que,
libre, rico y célebre, subiría los siet e peldaños del at rio del bordello dil Fauno Rosso, y
ent onces sí, com o un general a cuyos pies se rinde el viej o enem igo, habría de ent rar a su
anhelada colonia. Pero sabía que t enía que ser cuidadoso y, sobre t odo, pacient e; debía, en
adelant e, com port arse com o un polít ico.
Nadie en el Vat icano ignoraba la influencia que ej ercía Mat eo Colón sobre la volunt ad de
Paulo I I I . Así lo com prendió su ant iguo inquisidor, el cardenal Alvarez de Toledo. Viendo que
ya no gozaba de la influencia que ot rora ej ercía sobre Su Sant idad, Alvarez de Toledo decidió
acercarse al m édico personal del Papa. Bien sabía el cardenal qué palabras le gust aba escuchar
al anat om ist a. Bien sabía cóm o halagarlo.
El cardenal Caraffa, en cam bio, no podía disim ular la ant ipat ía m edular, el desprecio que
sent ía por Mat eo Colón. No podía ocult ar su profundo resent im ient o, ni podía t olerar que le
hubiesen soplado en las narices la ant orcha que enciende la hoguera.
Com o m uest ra de confianza y de reconciliación definit iva, el cardenal Alvarez de Toledo
deposit ó en las m anos del m édico del papa su propia salud. Mat eo Colón no ignoraba que
Alvarez de Toledo era el cardenal con m ás posibilidades de suceder a Paulo I I I . En efect o, el
cardenal español m ucho sabía de negocios.

II

Confiado en su buena est rella, Mat eo Colón se resolvió a exponer al Sum o Pont ífice la
sit uación de su obra, De re anat óm ica y que, de una buena vez, se levant ara la censura que
sobre ella había im puest o el cardenal Caraffa.
—Quizá no sea ést e el m om ent o —se lim it ó a cont est ar Paulo I I I .
Fue aquella la prim era gran desilusión de Mat eo Colón. Pero t enía paciencia y est aba
dispuest o a esperar.
—Verem os, m ás adelant e, verem os... —fue la siguient e respuest a cuando, seis m eses
después, el anat om ist a le recordó su asunt o al Papa.
—Hij o, deberíais confesaros, pues habéis com et ido grave pecado —dij o pat ernalm ent e
Alej andro Farnesio—; acabáis de revelarm e aquello que, ant e la com isión, j urast eis no decir a
nadie.
Mat eo Colón no salía de su indignado asom bro. El m ism o le había salvado la vida y así se
lo agradecía Su Sant idad. Y no solam ent e le quit aba t oda esperanza de ver publicada su obra,
sino que, adem ás, se perm it ía am onest arlo.
Mat eo Colón t erm inó por desear que, de una buena vez, el decrépit o e ingrat o de
Alej andro Farnesio se m uriera. Finalm ent e, él era la m ano de Dios y, así com o podía dar la
vida —t al com o lo había hecho con su agónico pacient e— t am bién podía quit arla. ¿Acaso no
era ya el m édico personal del fut uro Papa?
Su am ist ad con el cardenal Alvarez de Toledo se consolidaba día t ras día; t enían un
m ism o anhelo y, cada vez que hablaban de la salud de Su Sant idad, no podían evit ar una
m irada cóm plice ent re am bos. Jam ás dij eron una sola palabra sobre sus secret os deseos; no
hacía falt a.

III

Una lluviosa m añana, Paulo I I I am aneció m uert o. Fue el propio Mat eo Colón quien se
ocupó de com unicar la m ala nueva. Aquel m ism o día se reunió el cónclave. En realidad, nada
parecía anunciar ninguna sorpresa. Mat eo Colón est aba a un paso de ver, finalm ent e, su obra
publicada. Se aprest aba a besar el anillo del nuevo Papa, su am igo, el cardenal Alvarez de
Toledo. Con el ánim o sereno —no había m ot ivos para la zozobra ni la inquiet ud—, el

69
El anatomista Federico Andahazi

anat om ist a alm orzó en su alcoba, después de lo cual pidió que lo despert asen a m edia t arde y
se dispuso a dorm ir.
A m edia t arde se asom ó a la vent ana de su alcoba y m iró hacia la basílica. Aún no había
fum at a. Decidió quedarse en sus aposent os, pues no quería escuchar ninguna habladuría de
palacio. Ent raba la noche cuando volvió a asom arse a la vent ana. Sint ió una ligera inquiet ud al
no ver ninguna not icia en el cielo del crepúsculo. ¿Por qué habría de dem orarse t ant o la nueva,
si era cosa resuelt a? Pero inm ediat am ent e volvió a la calm a.
Era noche cerrada cuando el anat om ist a decidió inst alarse en la vent ana hast a ver la
fum at a blanca.

LA ULTI M A CEN A

Exact am ent e a la m edianoche, la chim enea de la basílica solt ó una levísim a colum na de
hum o blanco. Todas las cam panas del Vat icano doblaron a pique y t odas las recovas
em pezaron a vom it ar m ult it udes que corrían hacia la Plaza de San Pedro. Una bandada de
palom as asust adas voló alrededor de la cúpula de la basílica. Todo se ilum inó de repent e. El
corazón del anat om ist a se anim ó con una ansiedad largam ent e cont enida. Desde su vent ana
podía ver perfect am ent e el balcón de Su Sant idad. Rió de em oción com o no reía desde hacía
m uchos años. La m ult it ud reunida pedía a grit os conocer al nuevo Papa. Com o sem illas que se
esparcen en el vient o, em pezó a inst alarse en las bocas el nom bre del nuevo Pont ífice: habría
de llam arse Paulo I V. ¿Pero cuál de los cardenales sería Paulo I V? " Alvarez de Toledo" , se leía
en los labios de la m ult it ud.
Precedido por un silencio sepulcral hecho de em oción, ansiedad y pleit esía, Su Sant idad
se asom ó al balcón. Mat eo Colón reía com o nunca había reído. Sólo cuando la exalt ación hubo
de sosegarse hast a perm it irle al anat om ist a abrir bien los oj os, pudo ver, claram ent e, el rost ro
de Paulo I V. El corazón le dio un vuelco en el pecho. Se quedó con la risa pet rificada. Aquel
que ahora saludaba desde el balcón no era sino el cardenal Caraffa.
Creyó ver, a la dist ancia, que el nuevo pont ífice le dedicaba una m irada.

II

Aquella m ism a noche Mat eo Colón em pacó t odas sus cosas. No había razón para esperar,
no ya la censura definit iva para su obra —que era un hecho—, sino t am poco para suponer que
su ant iguo inquisidor no habría de ej ecut ar la sent encia que había quedado en suspenso. Sabía
del odio visceral que Caraffa le prodigaba.
Sin em bargo, no t odo est aba perdido. Reflexionó serenam ent e y se resolvió de
inm ediat o. Todavía le quedaba su anhelado refugio en Venecia. No había olvidado cuál era la
causa de su vida. Y nada en el m undo podía im pedir que, por fin, Mona Sofía le ent regara
definit ivam ent e su corazón. Ahora sí, el anat om ist a t enía la llave que abría las puert as de la
volunt ad de la m uj er que quisiera para sí. Y aquella m uj er era su Mona Sofía.
Adem ás era ahora un hom bre rico, dueño de una fort una que difícilm ent e pudiera gast ar
en el rest o de su vida. Después de t odo, no sería t an difícil huir de las garras de Caraffa. En
dos m inut os decidió el rest o de su exist encia: ahora m ism o part iría hacia Venecia, iría al
bordello dil Fauno Rosso, pagaría los diez ducados que le perm it irían hacerse del am or de
Mona Sofía y de Venecia part iría con ella hacia el ot ro lado del Medit erráneo, o, si era
necesario, a las nuevas t ierras sit uadas del ot ro lado del m undo, m ás allá del At lánt ico.
Ent onces, perdidam ent e enam orada del anat om ist a, Mona Sofía se convert iría en la m ás
leal de las m uj eres y, por ciert o, en la m ás fiel esposa.
Aquella m ism a noche em pacó algunas ropas y t odo el dinero que había ganado en su
est ancia en el Vat icano. Se echó la foggia sobre la frent e y, cam inando cont ra la m ult it ud,
com o un crim inal, se abrió paso hast a perderse en la callej uelas de Rom a.
A sus espaldas, el Vat icano era una fiest a.

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El anatomista Federico Andahazi

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El anatomista Federico Andahazi

QUINTA PARTE

LA M I SA N EGRA

La velocidad con que se habían precipit ado los acont ecim ient os desde el día en que se
inició el proceso, su im pensable ascenso a la diest ra del t rono de Paulo I I I , hast a su m et eórico
descenso y huida del cardenal Caraffa, la rapidez de los sucesos había hecho que Mat eo Colón
olvidara por com plet o la cart a que, desde su caut iverio en el claust ro de la Universidad, hiciera
enviar a I nés de Torrem olinos. En rigor, se diría que había olvidado por com plet o la exist encia
de su ant igua m ecenas. Pensaba en Mona Sofía com o un dest ino ineluct able; habría de llegar
el día —que finalm ent e y, ant es de lo pensado, llegó— en que t uviera que abandonar el
Vat icano y ent onces viaj aría a Venecia, al bordello de la calle Bocciari, cerca de la Sant a
Trinidad, a encont rarse, por fin, con su predest inación. No pensaba en ese m om ent o con
ansiedad, sino con aquella irreflexiva conciencia con que se carga la cert idum bre de la m uert e
que nos perm it e vivir sin una angust ia perm anent e. En su est ancia en el Vat icano, sin
em bargo, no había recordado una sola vez la rem ot a exist encia de I nés de Torrem olinos.
El hecho es que la fat alidad quiso que aquella cart a, gracias a los oficios de m essere
Vit t orio, llegara a Florencia.

II

Una m adrugada de abril del año 1558, un m ensaj ero llam aba a las puert as de la m odest a
casa lindera a la abadía. Desde el día en que Mat eo Colón había part ido de Florencia, I nés no
había vuelt o a t ener not icias del anat om ist a. Desde aquel día no pensaba en ot ra cosa m ás
que en Mat eo Colón, y nada había en el universo que no se lo recordara. Tant as veces, ant e la
llegada de un m ensaj ero, había t enido la equivocada cert eza de que habría de recibir not icias
de Mat eo Colón, que para evit ar m ás desilusiones, se había propuest o no cont em plar aquella
posibilidad. Ni siquiera había querido m irar la rúbrica que asom aba desde el lacre que sellaba
la cint a del rollo. Cam inó hast a la pequeña script oria cercana al hogar donde ardían los leños.
Más allá, las niñas cant aban y corret eaban. Sólo cuando hubo t erm inado de acom odarse en el
pupit re, se at revió a m irar la rúbrica. El corazón le dio un vuelco. I nt ent ando m ant ener la
calm a o, cuant o m enos, aparent arla, ordenó dulcem ent e a las niñas que fueran a j ugar a su
alcoba. Ant es de quit ar la cint a del rollo, apret ó la cart a cont ra su pecho y elevó una plegaria.
Durant e t ant os m eses había esperado aquel m om ent o. Y sin em bargo, ahora, después de
un sinnúm ero de angust ias y desilusiones, ahora que por fin podía, aunque m ás no fuera,
acariciar el papel que habían t ocado las m anos del anat om ist a, una desazón infinit a la
em bargaba. Algo le decía que nada bueno habría de t raer aquella cart a. Ent onces ext raj o la
not a de la cint a que la ceñía.
Tuvo que sost enerse del borde de la script oria para no caer de la silla cuando leyó: " Para
cuando est a cart a llegue a Florencia, ya no est aré con vida...". Sin em bargo, con los oj os
anegados en lágrim as y el pecho convulsionado por el llant o, siguó leyendo. " Sí consideráis
que com et o sacrilegio por decir lo que he j urado callar, det ened ahora m ism o la lect ura y que
est os papeles acaben en el fuego...", leyó y, aún pensando que el anat om ist a com et ía
sacrilegio, cont inuó con la lect ura.
" Sí he decidido rom per los vot os de silencio que m e han sido im puest os y si m e he
resuelt o a revelaros solam ent e a vos m i descubrim ient o es porque fue en vuest ro cuerpo, m i
señora, donde hallé m i dulce 'Am érica'. En vuest ro cuerpo hallé la sede del am or y el suprem o
placer de las m uj eres. Y a vos debo agradeceros haber podido revelar la Obra Divina en lo que
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El anatomista Federico Andahazi

al am or fem enino se refiere. Mi Am or Veneris es vuest ro Am or Veneris. No creáis que ignoro


cuánt o m e habéis am ado. Y quizá aún hoy sea así. Pero no os engañéis; no es a m í a quien
am áis. Ni siquiera sois vos quien m e am a. Cuando os curé de vuest ra penosa enferm edad, sin
quererlo, la reem placé por ese am or que m e profesast eis. Era en el Am or Veneris donde
residía vuest ra enferm edad y es vuest ro Am or Veneris quien m e am a. No os engañéis. Nada
soy, m i señora, para m erecer vuest ro am or."
I nés de Torrem olinos t erm inó de leer la cart a con una serena im pavidez. Todavía t enía
los oj os húm edos, pero ahora el corazón lat ía con una súbit a calm a. De pront o sus oj os se
llenaron de m ansa y reposada m alicia. Se puso de pie y cam inó hast a la cocina. Tom ó una
cuchilla y la piedra de afilar. Analizó la sit uación con calm a. Se lam ent ó infinit am ent e por la
supuest a m uert e de su am ado, se prodigó un sent ido pésam e y hast a se agradeció las
condolencias. Mient ras afilaba la cuchilla cont ra la piedra, podía sent ir cóm o la razón se le
ilum inaba con una luz nueva. Muchas veces la habían asalt ado negros t em ores de m uert e y
locura. Pero ahora, repasando la hoj a cont ra la piedra, se decía que era aquél el m om ent o de
lucidez m ás alt a y sublim e. No guiaba su m ano un im pulso m íst ico, ni un arrebat o ext át ico.
Nunca había est ado m ás serena.
—Am or Veneris, vel Dulcedo Apelet eur —repet ía, m ient ras pasaba la hoj a por la piedra.
Afilaba la cuchilla con la m ism a serenidad con que t odas las m añanas hacía sonar las
cam panas de la abadía. Ahora, por fin, podría ser dueña de su corazón. Ni siquiera sint ió
angust ia ant e el hecho irreduct ible de que, t al com o lo sabía el anat om ist a, est aba
perdidam ent e enam orada. Tant as horas de angust ia hubiera podido evit arse de haberlo sabido
ant es. ¡Era t an fácil!
Cuando hubo com probado que la hoj a de la cuchilla est aba perfect am ent e afilada, alzó la
vist a hast a el ot ro lado de la vent ana y se llenó el alm a con aquel paisaj e. Fue un cort e rápido,
preciso. No sint ió ningún dolor y casi no hubo hem orragia; apenas un delgadísim o hilo de
sangre que rodó por el m uslo. Ent re el índice y el pulgar sost enía ahora la causa de t odos su
t orm ent os. Miró aquel dim inut o órgano y con una sonrisa beat ífica, dij o:
—Am or Veneris, vel Dulcedo Apelet eur.
Desde ahora y para siem pre, habría de prescindir del am or. Ahora, por fin, era dueña de
su propio corazón.

LA RESURRECCI ÓN D E LA CARN E

Desde aquel día, nada volvió a saberse en Florencia de I nés de Torrem olinos. Ninguna
not icia t uvo el abad de su benefect ora ni de sus t res hij as, desde aquella m añana de abril en la
que un m ensaj ero llam ó a las puert as de la pequeña casa lindera a la Abadía. Lo único que el
abad halló fueron unos delgadísim os hilos de sangre sobre el suelo de la cocina y, m ás allá,
j unt o al cuchillo y la piedra, cuat ro m inúsculos e idént icos gaj os de carne, cuat ro perlas roj as,
cuyo sit io anat óm ico el abad no pudo precisar. I nés de Torrem olinos y sus t res hij as habían
desaparecido de Florencia.
A un paso había est ado I nés de la sant idad. Pero ciert o era que un paso t am bién es el
que separaba la virt ud de la hoguera. Porque, j ust o es decirlo ahora, I nés de Torrem olinos,
después de un breve j uicio celebrado en su Cast illa nat al, acabó sus días en el fuego del Sant o
Oficio en el año 1559. Nada dij o en su favor.
La prueba que det erm inó su suert e fue un libro cuyos versos reconoció de su aut oría
frent e al t ribunal. Y sin duda, fue un pecado m enor com parado con t odos los que se le
im put aban, y que ella m ism a reconoció. Misa Negra —t al fue el t ít ulo con que se lo conoció—
fue incinerado j unt o a su aut ora, e igual que su oscurecida biografía —de la cual apenas
quedan vest igios—, sólo unos pocos versos fueron salvados gracias a la t radición oral. De los

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El anatomista Federico Andahazi

sesent a que const it uían Misa Negra, solam ent e se conocen algunos fragm ent os de siet e
1
versos.

MI SA NEGRA

Versos

Así ardiera m i carne en la foguera


Así m ordiera el am argor de la cicut a,
o en la horca yo m uñera, y si así fuera,
aun así, nada m e enlut a
y m e declaro desde agora
de las put as la m ás put a.

14

En el nom bre del am or


t odo se ent rega al verdugo
Para él facem os el pan
y sólo nos da el m endrugo
Para él parim os los fij os.
Todo en nom bre del am or.

Si no sabe facer pan


si no puede parir fij os
—para una su art e es poca
y para la ot ra, nulo—,
que t rague pan por la boca
y faga niños por el culo.

22

El am or para m í era
la enferm edad, el t orm ent o,
daga que hiere y lacera.
….

Si por cant ar al am or
no vide m ás que lam ent o
y de m ales de am or m oría.

1
De la versión castellana original y completa nunca se halló un solo ejemplar y, presumiblemente, todos han
sido quemados. Los siete versos sobrevivientes son una traducción al italiano que consta en Antologia
Prohibita. La traducción del italiano corre por nuestra modesta e imperita cuenta.
74
El anatomista Federico Andahazi

43

Os dij eron ¡cocinad!


Aquí os dej o m i recet a
que de agora y para siem pre
dej ará de ser secret a.

Tom aos por desayuno


cuando el sol salga y se yerga
de veint e zagales, uno
de luenga y de gorda verga
y buena leche bebed
que para saciar la sed
m ej or que ést e, ninguno.

Y a la hora de la m isa
dando el cura su m onserga,
host ia ni vino consient o
y t om o por sacram ent o
su divina y prest a verga.

II

El prim er verso es la sínt esis de la t ragedia. Es una declaración de principios y, a la vez,


una predicción de su dest ino. I nés de Torrem olinos no solam ent e fue de las put as, la m ás
put a; no solam ent e fue la m ás cara y la m ás codiciada de las put as de España. En el
larguísim o año de 1559 —m ás largo que su vida ent era—, fundó la cast a de put as m ás
perfect as del Medit erráneo. No había que educarlas com o a princesas, no había que cult ivar su
espírit u en el desam or, ni su cuerpo en la abst inencia de placer, ya que nunca habrían de
padecer de am or, ni ser esclavas del placer. En el larguísim o año de 1559, I nés de
Torrem olinos no solam ent e ej erció y enseñó la prost it ución con m aest ría. Se convirt ió en una
fervient e evangelizadora de la em ancipación de los fem eninos corazones. En el larguísim o año
de 1559, I nés de Torrem olinos hizo con su cuerpo una fort una m uchas veces superior a la que
había heredado de su padre y de su difunt o m arido. Const ruyó los m ás espléndidos burdeles y
reclut ó sus pupilas ent re las alm as m ás cast igadas. Desde j ovencit as irrem ediablem ent e
enam oradas hast a religiosas de los convent os, t odas escuchaban las inflam adas arengas de
I nés de Torrem olinos. Cada una de ellas t enía en sus propias m anos el verdadero albedrío de
ser, por fin, dueña de su propio corazón.
Más de m il quinient as m uj eres t rabaj aban en los burdeles de I nés de Torrem olinos. Más
de m il quinient as m uj eres habían t om ado el cam ino de la em ancipación y abj urado de la
m aldición que significaba el Am or Veneris. La ablación la pract icaba, en t odos los casos, la
m ism a I nés de Torrem olinos. Ni un solo hom bre part icipaba de las enorm es ganancias que
dej aban los lupanares. Era aquél un verdadero ej ércit o de fem eninas volunt ades.

III

Los versos de Misa Negra llegaron a ser un t em ible cat ecism o. No había una sola m uj er
que, al escucharlos, pudiera evit ar sent irse aludida en alguna de las est rofas: las solt eras y las
casadas; las viudas y las religiosas; las enam oradas y las desengañadas. Misa Negra, por
ciert o, era un t ít ulo que aludía a la t ot alidad de las m uj eres, por cuant o se refería a los
aquelarres, a los t enebrosos rit os iniciát icos de las bruj as. Y, ciert am ent e, las bruj as est aban
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El anatomista Federico Andahazi

bien descript as por la aut oridad; en los Cat álogos sobre arpías y hechiceras, podía encont rarse
la perfect a caract erización de la bruj as: " La que hace m al a la ot ra; la que m uest ra int ent o
dañino; la que m ira de reoj o; la que m ira de frent e con desenfado; la que sale de noche; la
que cabecea de día; la que anda con ánim o t rist e; la que ríe con exceso; la disipada; la
devot a; la espant adiza; la valerosa y grave; la que confiesa con frecuencia; la que j am ás
confiesa; la que se defiende; la que acusa con el índice; las que poseen conocim ient os de
sucesos lej anos; las que conocen los secret os de la ciencia y las art es; las que hablan
diversidad de idiom as" .
La prost it ución no era delit o que pudiera penarse. Pero sí, desde luego, la bruj ería. El
Cat álogo de arpías y hechiceras t enía para cada zapat o su horm a.

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SEXTA PARTE

LA TRI N I D AD

Una m adrugada de invierno del año 1559, poco ant es de la salida del sol, un m anoj o de
gent es ávidas de calor a causa, quizá, del crudo frío cast ellano, se reunía en un apret ado
círculo en la plaza, viendo cóm o el verdugo encendía los leños. En el cent ro, at ada al palo de la
hoguera, est aba I nés de Torrem olinos. A sus espaldas se levant aban ot ros t res palos, cuyas
alt uras superaban en m ucho las breves est at uras de sus t res hij as.
—Quem ad a las bruj as —vociferaban las señoras, a la vez que m ont aban a los niños a
horcaj adas sobre sus hom bros para que pudieran ver la ej em plar cerem onia.
Prim ero, el verdugo encendió los leños sobre los cuales posaban los pies de las niñas,
cuyos grit os —en opinión de los j ueces— habrían de m ult iplicar el t orm ent o de la Bruj a Madre.
Sin em bargo, ninguna de las niñas em it ió un solo lam ent o cuando las ram as se encendieron
por com plet o. Ant es de que sus pequeñas hum anidades se desfiguraran a m erced de las
lenguas de fuego que t reparon hast a la cim a de los m ást iles, ya habían m uert o asfixiadas.
Se hubiera dicho que aquello que em pezaba a asarse con el calor que ascendía desde el
suelo, era la insensible piel de una salam andra y no los delicados pies de una m uj er. I nés de
Torrem olinos resist ía con una m irada beat ífica y su leve hum anidad, de no est ar suj et a al palo,
parecía poder elevarse j unt o al hum o negro que ascendía desde la carne quem ada de sus
t obillos. Com o si est uviera anim ada por el Todopoderoso, podía resist ir sin em it ir una quej a
aquella t em perat ura que superaba en no m enos de m il veces la de su fem enino cuerpo.
De pront o, baj o la voracidad de una llam arada avivada por el vient o, una lengua de
fuego la envolvió, la cubrió por com plet o y, cuando la llam a volvió al infierno de la brasa, dej ó
ver un cuerpo irreconocible, negro y am orfo. Todavía est aba viva. El verdugo avivó las llam as
y pudo ver cóm o los oj os de la condenada lo m iraban con piedad. Por un segundo, el verdugo
creyó ser un hom bre o, al m enos, algo sem ej ant e a un hom bre, ya que experim ent ó un
sent im ient o próxim o a la vergüenza cuando la rea —o lo que de ella había quedado—
finalm ent e m urió.
Acababan de doblar las cam panas de la basílica.

II

Por aquella m ism a hora, pero en Venecia, un hom bre que ocult aba su cara baj o una
foggia calzada hast a las cej as cam inaba con paso ligero por el callej ón de Bocciari. Cam inaba
com o si se hubiese propuest o llegar a su dest ino ant es de que el sol se pusiera ent re las
colum nas que sost ienen al león alado y San Teodorico. Ant es de que los aut óm at as m oros de
la t orre del reloj golpearan la prim era de las seis cam panadas. El hom bre, ant es de em prender
los escalones que conducían al pequeño at rio del bordello dil Fauno Rosso, se acom odó la
foggia y se aseguró de que ningún viandant e de los que, por aquella hora, iban al prim er oficio
de la Sant a Trinidad lo viese ent rar.
Lo recibió m adonna Sim onet a quien, inm ediat am ent e lo invit ó a pasar.
—¿Conocéis ya el servicio de la casa? —pregunt ó, y viendo que el visit ant e nada
respondía, le ofreció el cat álogo y lo invit ó con una copa de vino, creyéndolo un t ím ido viaj ero.
Se diría que el hom bre prefería conservar el anonim at o, pues no se quit aba la capucha
que le cubría la cabeza. Ni siquiera había reparado en la copa que acababan de ofrecerle.

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El anatomista Federico Andahazi

—Necesit o ver a Mona Sofía —dij o lacónica- m ent e el hom bre.


La m uj er guardó silencio y agachó la cabeza.
—Sé que ést as no son horas —se j ust ificó el visit ant e—, pero es urgent e que la vea
ahora.
—¿Quién la busca? —m usit ó la m uj er sin levant ar la vist a.
Mat eo Colón no com prendía el porqué de t ant a form alidad.
—Soy un viej o client e... —se lim it ó a decir.
—Pues no va a poder at enderos...
—Puedo esperar si ahora est á ocupada, aunque no t engo m ucho t iem po.
El anat om ist a pudo advert ir que los oj os de la m uj er se anegaban de hum edad. No
com prendía. Ent onces la t om ó por los brazos y la sacudió con violencia.
—¿Que est á sucediendo aquí? —vociferó e inm ediat am ent e corrió hacia las escaleras que
conducían a los alt os.
—¡Por Dios os lo ruego, no ent réis en su alcoba! —suplicó la m uj er a la vez que int ent aba
suj et arlo por el lucco.

III

Lo que vio Mat eo Colón cuando t raspuso la alcoba de Mona Sofía le congeló la sangre.
Sint ió t error. Experim ent ó una conm oción apocalípt ica. Era, exact am ent e, el fin del m undo.
La alcoba t enía un hedor irrespirable. En m it ad de la cam a había un despoj o sufrient e y
m ut ilado, un esquelet o con unos pocos pliegues de piel corrom pida, gris verdosa, salpicada de
t um ores purpúreos. Mat eo Colón se acercó sost eniéndose de las paredes. Sólo pudo reconocer
que aquel despoj o vivient e era Mona Sofía en sus ret inas verdes com o esm eraldas, que ahora
sobresalían de la cara confiriéndole una expresión de locura.
Nunca, j am ás en su vida de m édico había vist o un grado sem ej ant e de sífilis. Descorrió
las cobij as y pudo ver el espect áculo m ás m acabro que le t ocara presenciar: aquellas piernas
de m uslos firm es de anim al y t orneadas com o la m adera eran ahora dos huesos inút iles.
Aquellas m anos que, de t an pequeñas, parecían no poder abarcar el diám et ro de un glande
inflam ado, eran com o dos ram as ot oñales, aquellos pezones que t enían el diám et ro y la
t ersura de una flor, si la hubiera, que t uvieran el diám et ro y la t ersura de los pezones de Mona
Sofía...
Mat eo Colón se sent ó en el borde de la cam a, le acarició los cabellos —ralos y
agost ados— y pasó la palm a de su m ano por aquella frent e hecha de surcos. Mat eo Colón
lloraba. No de pena. No de com pasión. Lloraba con la em oción de los enam orados. Am aba
cada part e de aquel cuerpo diezm ado por la enferm edad. Con la m ayor delicadeza t om ó sus
t obillos y, lent am ent e, separó sus m uslos. Vio la vulva seca y m archit a que parecía la boca de
una anciana desdent ada, descorrió las carnecillas y acarició su Am or Veneris. Lo acarició con
suavidad, am orosam ent e. Lo t ocó con una t ernura infinit a. Lloró con la em oción del am or
cuando se anuda en la gargant a.
—Am or m ío —le decía con el alm a—, am or m ío —repet ía a la vez que acariciaba su dulce
" Am érica" .
El anat om ist a sint ió un levísim o t em blor en el pulpej o de sus dedos y pudo escuchar un
susurro. Con las m ej illas em papadas en llant o, le pregunt ó:
—¿Me am áis? —y fue una súplica, un ruego.
Mona Sofía m ovió los oj os hacia la vent ana, inspiró t odo cuant o le perm it ieron sus
dolient es pulm ones —no m ás que una ínfim a bocanada de aire— y sin m over los labios, con
una voz que parecía provenir del fondo de una caverna, habló:
—Tu t iem po se acabó —le escuchó decir el anat om ist a, ant es de em it ir un est ert or, que
fue el últ im o.

EL VÉRTI CE

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El anatomista Federico Andahazi

En el lugar m ás encum brado del m acizo prom ont orio que separa Verona de Trent o, sobre
la cim a del Mont e Veldo, un cuervo se posa sobre la carne t odavía fresca. Ant es de hundir su
pico en aquella abundant e carroña, huele el olor que m ás le gust a. Se diría que es aquella la
com ida m ás largam ent e deseada. Pica un oj o y lo sacude hast a sacarlo de su cuenca. Lo alej a
un poco y en un m om ent o lo devora. Ahora cam ina sobre el pecho de aquella carroña y hunde
el pico en la herida desde donde, com o una est aca, surge un cuchillo. Com e hast a saciarse.
Ant es de elevarse y lanzarse hacia Venecia, ant es de volar hacia el Canal Grande desde donde,
de un m om ent o a ot ro, com o t odas las m añanas, habrá de pasar la barcaza que recoge a los
m uert os, se posa sobre un dedo de aquella carroña hinchada y picot ea hast a desprender el
pulpej o. Por prim era vez, Leonardino ha com ido, sin t ener de qué t em er, de la m ano de su
am o.
Mañana habrá de volver por el rest o.

FI N

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