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II

Filosofía
Fran90is Jullien

Octaedro
Fran(;:ois Jullien

Filosofía
del vivir
T rad u cció n de Elisenda Julibert
Colección Con vivencias
13. Filosofía d el vivir

Título original: Philosophie dii vivre, Gailiniard, 2011

Traducción de Elisenda Julibert González

Cet ouvrage a bénéficié du soutien des Programmes d'aide á la publication de


rinstitu t frani^ais/Ministére frangais des Affaires étrangéres et européenes.
Esta obra se benefició de los Programas de ayuda para la publicación del
Institut frangais/Ministerio francés de Asuntos Exteriores y Europeos.

Primera edición: noviembre de 2012

© Éditions Gallim ard 2011

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ISBN: 978-84-9921-244-9
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Diseño de la cubierta: Tom ás Capdevila


Ilustración cubierta: «Camins» de Quim Lluís
Realización y producción: Editorial Octaedro

Impresión: Novagráfik

Impreso en España - Printed in Spain


/i Cuilhem, H élén ey Laure,
os d ed ico este tem a: vivir.
/ S U MA R I O
/

Dicho abruptam ente... 11

I Presentes, están ausentes 15

II La evid en cia y la retirad a 39

III El ertíre de la vida 71

IV A d en trarse en u n a filosofía de la vid a 109

V La tra n sp a re n cia de la m a ñ a n a 149

Sobre el autor 185


Dicho abruptamente, ¿acaso vivir no escapa a l pensam iento? «A
veces pienso y a veces vivo», escribió Valéry a m od o de ad ag io (am ­
bas cosas estarían divididas hasta el extremo d e excluirse m utua­
mente). Pues ¿acaso puede el pensam iento captar la vida? Para
empezar, cuando algo nos conmueve y nos desgarra bruscamente,
la vida apenas se encuentra en peligro y acalla todo lo dem ás. Nos
gustaría expresarlo de alguna fo rm a que no resultara d em asiad o
forzada, pero a l h ablar de algo qu e nos estrem ece y h ace surgir un
trasfondo olvidado ¿no estam os siempre a punto d e com eter un ex­
ceso de charlatanería, puesto qu e se arranca a la vida d e su silen­
cio Vse suspende esa evidencia qu e es vivir? L a dificultad no radica
tanto en nom brar el m ás allá com o el m ás acá. Al verbo «vivir»
no le importa mezclarse ni confundirse con la m asa d e todos los
dem ás verbos, pero solo para retirarse de pronto y ponerse aparte,
reuniendo de golpe en su seno todo lo im portante y devolviendo a
todos los dem ás verbos a su insignificancia, convertidos en poco
m ás que sombras. El verbo vivir, que norm alm ente se oculta y des­
aparece entre los otros, em erge d e nuevo, concentra toda la aten­
ción sobre él mism o y consigue que todos los dem ás se desvanez­
can. ¿Qué es lo que se hunde de pronto e instaura un íntimo pánico
en cuanto deja de estar asegurado el sobreentendido discreto que
sostenía todo lo demás? Hasta el punto de que, cuando ello ocurre,
todo lo dem ás parece apenas una fa ch a d a ...
Y es que el verbo vivir no es solo el que subyace a todos los
dem ás (mucho m ás que el verbo «ser»); es sobre todo ese verbo

lili
FILOSOFIA DEl . V I V I R

extraño que, a p esa r d e tener un único sentido (un sentido sim ­


ple, obvio, prim ero, inequívoco, del que no es posible dudar), se
distien de asom brosam en te y nos pone en tensión, dividiéndonos,
p or y en su p o la rid a d . Nos divide entre, por una parte, un sen­
tido d e constatación, fáctico, elem ental: estar vivo, es decir, no
estar m uerto; y, p o r otra parte, el mism o sentido, pero intensivo,
cualitativo e incluso p ortad or de todos los valores fvalere; «estar
sano») en consecuencia, determ inado por la infinitud: «¡Vivir
a l fin!». ¿Acaso es posible desear algo distinto? ¿Qué m ás p o d r ía ­
m os im agin ar ca p a z d e colm ar nuestra espectativa? Y a l m ism o
tiem po ese algo ya nos h a sido dado. ¿Qué otra cosa p od ríam os
celebrar qu e la «región don de vivir», en las palabras d e Platón y
tam bién d e M allarm é?
A hora bien, lo qu e nos interesa a q u í no es tanto qu e vivir
a b a rq u e estos d os extremos, lo biológico y lo ético, confiriéndo­
nos a s í nuestra dim ensión hum ana, sino la contradicción a la
qu e esta p o la r id a d nos conduce: por una parte vivir es algo res­
pecto a lo cu al no tenem os perspectiva, con lo qu e siem pre nos
en con tram os com prom etidos de antem ano, fu era de lo cu al no
p od em os im agin arn os (ni siquiera cuando querem os morir);
pero p o r otra p arte es algo de lo que siempre estam os distantes,
d e lo qu e siem pre carecem os, que se retira (que no alcan zam os
jam ás). Es el verbo m ás elem ental y a l m ism o tiem po nom bra lo
absoluto; un verbo «básico» qu e sim ultáneam ente nos sum e en
la m ás absolu ta nostalgia. D enom ina la condición d e todas las
con dicion es a l tiem po qu e señala el horizonte d e todas las asp i­
raciones. Pues ¿ acaso soñ am os ja m á s en otra cosa que en vivir?
Una p a la b ra sin infra ni más allá posibles. De m odo qu e vivir
n om bra a l m ism o tiem po lo m ás inm ediato y algo que nunca se
ve satisfecho: estam os vivos, a q u í y ahora, pero no sabem os cóm o
acced er a la vida. ¿Qué es lo que h ace que se nos conceda la vida
d e an tem an o, m u cho antes d e que em pecem os apen as a dudar, y
a la vez nos resulte un don imposible?
Tal vez vivirse nos escap a porqu e la vida p asa y porque m ori­
mos. Pero m e pregunto: ¿no es el lamento por el carácter efím ero
d e la vida d e m a s ia d o fácil? ¿No se nos escapará la vida p orqu e
no es posible «detener» el tiem po que «vuela», d e acu erdo con

1121
F11. o S o F f A n i; L \ T. : R

lo qu e tanto se ha d eclam ad o en la m ala p oesía? Que nuestras


fuerzas flaqueen, que la vida se agote, qu e a p en a s a l n acer la
muerte em piece a trabajar en nosotros, t’ incluso an tes d e h a b er
nacido, ¿no es en realidad m ás inquietante? ¿La v id a sería tan
insoportable si no cam biáram os a cad a instante? Pero si p e rm a ­
neciéramos siem pre idénticos, con den ados a lo m ism o, a l «ser»,
com o quisiéramos, fija d o (petrificado) en su id en tid a d y sustraí­
do de la muerte, entonces ¿acaso vivir sería vivible, o a l m enos
tolerable?
Sin embargo, la vida no solo se agota, tam bién se estanca. Se
estanca entre las paredes de una habitación, en los gestos e in­
cluso en las am istades, absorbid a m enos p or el h á b ito qu e p o r la
norm alidad. Y entonces ya no nos d am os cuenta d e qu e vivimos,
qu edam os separados de nuestra vida, porque no es p osible d iso ­
ciar la vida d e este estancam iento discreto en aq u ello qu e se a c u ­
mula en torno suyo com o arenas m ovedizas, im preciso, invisible,
don de se em botan y se retraen insensiblem ente nuestras activi­
dades; y de lo que ya no es posible liberarse p a ra p o d e r em p ezar
de nuevo: para poder dirigirse h acia, y d esp ertar a, la vida (lo
que solemos llam ar el «impulso» o la ^atención»). En realidad,
no es posible separar el com ponente ético y el orgán ico d e algo
que no es tanto un efecto d e la perm an en cia com o d e la «dura­
ción» (es decir, ese lento trabajo d e esclerosis y d e clausura qu e se
abren cam ino silenciosam ente p or d ebajo d e la duración, puesto
que la vida es de hecho un don, p ero es asim ism o in alcan zable):
entonces la cap acid ad d e desarrollo se inhibe in ad v ertid am en ­
te, y el espacio de lo posible se encoge. Para d esp ertarla se han
inventado las fiestas, el arte, el teatro, los excesos. L a m oral solo
aparece después. Y ¿qué pu ede ap ortar la filosofía?
Como vivir es lo m ás elem ental, lo que com partim os con la
am eba, pero también el lugar d on de colm am os nuestras asp i­
raciones; y com o estos dos extrem os nos desgarran, siem pre ha
existido la tentación de duplicar la vida. Eso es lo qu e trad icio­
nalm ente se h a inclinado a h acer la filosofía: dividir entre, p or
una parte, una vida absurdam ente repetitiva, m eram en te m e-
tabólica y en consecuencia con siderada aparen te; y, p or otra
parte, una vida eterna, qu e escap a al tiempo, qu e se desarrolla

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FILOSOFÍA DEL VIVI R

en el m ás allá, a n d a d a en el Ser, cautiva de la verticalidad, esa


vida qu e huye d e la otra y suele llam arse «vida verdadera». Pero
cu an d o no rem itim os la plenitud de vivir a cualquier «más allá»
o «m ás adelante», ni la proyectam os a una «región» separada-
esperada, es decir, cu an d o no aceptam os que es otra vida la
qu e sostiene o colm a esta, la única, tras haberla devalu ado (eso
defin e a nuestra m odern idad), entonces es preciso concebir h e ­
rram ientas no m etafísicas qu e nos perm itan captar el carácter
absoluto de c a d a instante d e vida que se nos ofrece; unas h erra­
m ientas que, despu és d e todo, ni Nietzsche ni ningún otro d e los
autores qu e quisieron devolver la vida a la tierra consiguieron
fo r ja r Por eso hoy seguim os desprovistos d e estas herram ientas
(y p o r eso hem os relegado el pensam iento serio sobre la vida a la
novela —a B alzac o S ten dhal — o a la poesía).
Com o sabem os, vivir solo es posible en presente: a q u í y ahora.
Pero ya no tenem os la ingenuidad de creer que p od am os a p ro ­
piarn os in m ed iatam en te d el a q u í y del ahora. No obstante, tam ­
bién d ebem os descon fiar d e la tentación contraria: em barcarnos
en una m ed iación infinita, la d el discurso racional (el logos d e la
filosofía) qu e nos desvía irrem ediablem ente del aq u í y del a h o ­
ra. De a h í que, en este libro, plantee una cuestión, m ás que de
m oral, d e estrategia. A unque nos encontrem os inmersos d e a n ­
tem an o en la «vida», no p od em os acceder a ella, por eso se nos
escap a y sentim os una nostalgia infinita. Es necesario entonces
introducir fren te a la vida la separación y la distancia, p ara p o ­
d er descubrirla y abord arla, y a l m ism o tiempo evitar dividirla y
duplicarla cóm od am en te.
En este libro exam inaré, a través de distintas perspectivas,
cóm o encontrar algu n a salid a a este atolladero: ¿cómo salir d e
una in m ediatez co n d en a d a a lo ilusorio y que se convierte en es­
téril, sin renunciar no obstante a ella? ¿Es posible evitar qu e la
inm ediatez d e la vida nos engulla sin aban d on ar la inmediatez?
Pero ¿cóm o d ejarla aparecer, o m ás bien tras-parentar, en el en­
tre d e su transición? En prim er lugar, p ara que el vivir p u ed a
emerger, ap ren d a m os a no diluir la presencia en un tiem po in­
m óvil en el qu e no vivim os ja m á s.

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^ I Presentes; están ausentes

Todos hemos asistido alguna vez a una escena típica, fatal, que
se repite imperturbablemente. Pero tal vez no baste con sonreír
ante ella. Los turistas descienden del autocar y de un vistazo ya
advierten qué fotografiar, lo m eten en la cám ara y listo. Luego
claman, respiran, charlan entre ellos: «¡Qué bonito!». «Bonito»
funciona aquí como la etiqueta de un paquete, es un modo de
liberarse. Ya solo tienen que volver a lo suyo: están aliviados. En
suma, han hecho todo lo necesario para ausentarse del paisaje,
para pasar prudentemente de lado, pero con la m ejor voluntad
del mundo. ¿Acaso pueden tan solo sospecharlo? Y sin duda se
han ahorrado la exigencia dram ática de estar ahí, de observar
con atención. Pero ¿se trata solo de «observar»? ¿No sería mejor
que permitieran que aquello con lo que han tropezado los arre­
batase (que se desprendieran de ellos mismos), que ese milagro
que los abruma de pronto los dejara en suspenso, interm ina­
blemente, hasta el vértigo, sin poder sustraerse?
He afirmado que vuelven aliviados. Pero ¿«aliviados» de
qué? Se impone «prudencia» (frente al peligro presentido), pero
¿por qué? Está claro: les alivia haber conseguido evitar afrontar
lo que aparecía ante ellos, captaba toda su atención y los des­
bordaba por todas partes. La fotografía se ha convertido en esa
herramienta propicia que les perm ite eludir eso inabarcable
que emerge ante ellos: m antenerlo a distancia, «a raya». Inten­

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FILOSOFIA DEl . V I V I R

tem os nombrarlo con mayor precisión: les permite eludir el ca­


rácter insoportable de lo que no es posible poseer (ni consumir)
en ese detalle del paisaje. Incluso afirmaría que da igual de qué
detalle del paisaje se trate (es tan inútil ir a Venecia para foto­
grafiar... como viajar lejos para hallar el «milagro»). Cuando
tropezam os con un cam po, un árbol, un recodo de la carretera,
un trozo de tejado... la fotografía sirve de pantalla, y nos prote­
ge confortablem ente de la necesidad de hacer frente a algo que
emerge de pronto del mundo, a algo común, banal, completa­
mente tópico, pero al m ism o tiempo tan increíble, cuando nos
detenem os, que no podemos pasarlo por alto, porque parece
que no lo hubiéram os visto nunca antes; algo que efectivamen­
te podría hacernos gritar: la últim a luz, anoche, cuando aban­
donamos el bosque. Algo que nos deja desamparados en senti­
do estricto, es decir que, de pronto, ante su irrupción, todas las
m urallas interiores retroceden de golpe (esas defensas vitales
que sin em bargo son im batibles): al decir que es «bonito» em­
pezam os a circunscribirlo y reabsorberlo en la fortaleza.
Sin duda, direm os que las fotografías se toman para «mirar»
(y recordar: luego las encontrarem os, etc.). E incluso que efecti­
vam ente hace falta estar atento, alerta, para escoger las mejores
vistas y encuadrarlas bien. Pero atrapar, querer conservar, es
tam bién una form a de protegerme de lo que me asalta de re­
pente, com o un paisaje, pues lo que ocurre, por poco que me
detenga a observarlo, no es que empiece a retenerlo, sino que
me estrem ece inm ediatam ente, me conmueve de un modo in­
soportable. E incluso, estar atento para escoger, encuadrar bien,
es desviarse desde un principio de aquello que el menor detalle
de un paisaje posee de infinito, es decir, de algo imposible de
alm acenar o de seleccionar. Tomar una fotografía es ponerse a
cubierto, interponer algo: liberarse de algo que, como si se tra­
tara de un escote, se advierte inm ediatam ente como irreduc­
tible y se im pone finalm ente desnudo, a la vista, sin reservas.
Frente a ello, fotografiam os para huir, es decir, para evitar «ser
ahí» {da seiri) por una vez, una vez que es única, delante de un
árbol o delante de un cam po. O más bien delante «del árbol»,
«del campo». Se fotografía entonces para recobrar lo habitual.

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PRESENTES, ESTÁN AUSENTES

para volver a lo previsible, lo convenido, y tapar com o sea p o ­


sible ese lugar por el que el pánico del encuentro, del choque,
podría punzarnos: para evitar seguir expuestos efectivam en­
te al peligro de estar ante, delante, «presente», aquí y ahora (o,
cuando fotografiamos un rostro, el efecto se nos escapa). La fo­
tografía (la «foto-recuerdo») es el instrum ento dispuesto para
esta elusión. Excepto cuando se trata de una obra de arte — en
cuyo caso ocurre lo contrario, por eso es «arte»— la «toma» de
unas vistas sirve de excusa para am ortiguar el choque y sus
consecuencias: para reducir la intrusión del afuera, la fractu ­
ra del presente, para restablecer el deslizam iento constante, de
modo que el interior y el exterior — el «yo»/el «mundo»— vuel­
van de nuevo a su sitio, prudentemente, guardando las distan­
cias respectivamente, con un m ínim o de inmutabilidad, y si­
gan imperturbables.
Asimismo, cuando los estudiantes conectan sus grabado­
ras, siempre les advierto: lo hacen ustedes para librarse de estar
presentes y escuchar. Creen que sacarán más provecho de esta
clase (que la retendrán m ejor y m ás cóm odam ente, etc.); pero
de hecho lo disponen todo de antem ano para poder no escu ­
char jamás, para no estar nunca escuchando verdaderamente.
No escuchan ahora, puesto que saben que podrán volver a es­
cuchar cómodamente cuando quieran, nd libitiim, tantas ve­
ces como deseen: así que es posible escuchar con menos aten­
ción en este momento y dejarlo pasar sin remordimientos: han
dispuesto un sistema de seguridad. Pero tam poco escucharán
más tarde, porque si (o cuando) ustedes vuelvan a escuchar, el
discurso se habrá convertido en algo formal, frente a lo cual ya
están protegidos, habituados, y lo escucharán con algo de has­
tío e indiferencia (pues el m edio es una forma de precaución
para amortiguar el efecto). A las palabras se las lleva el viento,
verba volnnt. Así es, pero intenten atraparlas al vuelo. Tanto da
si no lo comprenden todo (por lo demás, ¿qué sería «todo»?);
tanto da si se pierden cosas; o si están condenados a olvidar.
Acepten lo efímero e incompleto. En cualquier caso, son menos
lamentables que esa disolución organizada del presente con el
pretexto de preservarlo.

1171
FILOSOFrA DEL VIVIR

No hay motivo para inquietarse, porque no pretendo volver,


por otras vías, ai sempiterno proceso contra la técnica, sino sim ­
plem ente señalar algo que todo el mundo sabe: que la técnica,
al m ultiplicar la presencia, la atrofia. Al prodigar sus aparatos,
nos protege y nos preserva. Nos preserva del asalto del presente
o de lo que yo llam aría, de un modo menos acertado, su cons­
tante «acoso». La técnica se propone garantizarnos cada vez
con mayor eficacia el dom inio del «tiempo», al permitirnos no
solo ir m ás veloces sino tam bién programar con mayor rigor el
futuro, así com o conservar más ampliamente el pasado; y sobre
todo nos perm ite tom arnos la revancha contra la exigüidad del
presente m ediante una amplificada simultaneidad. Pero todos
sabem os que el de la técnica es un falso reino: que al permitir­
nos hacer tantas cosas al m ismo tiempo (pasear, escuchar mú­
sica y responder en el portátil a un tiempo, etc.), nos desvincula
subrepticiam ente de un presente exigente. Nos m antiene en
una com posibilidad' pálida que ya no nos permite el encuen­
tro con nada: hacer zapping, el verbo que señala esta victoria
anunciada, va en contra de la disponibilidad a la que aspira.
Porque el presente prevalece y es prominente gracias a lo que
tiene de exclusivo. Y aunque resulta banal señalar todo lo que
la técnica nos hace perder (por ejemplo, hasta qué punto esta­
mos m enos presentes al ver una película en la televisión que al
hacerlo en el cine), m erece la pena señalar las consecuencias,
subrayar su evidente banalidad y fijarse en el hecho de que se
trata de un signo que apunta a otra cosa: la presencia, al mismo
tiem po que se nos ofrece inm ediatam ente (e incluso, ¿acaso no
es lo único realm ente inmediato?), es algo que, sin embargo, es
necesario conquistar: algo a lo que es preciso acceder.

1. T érm ino filosófico acuñado por Leibniz, que señala el hecho de que todas las po­
sibilidades o esen cias son com patibles en tre sí (a diferencia de lo que ocurre con las rea­
lidades o existen cias). (N. de la t.)

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PRESENTES, ESTAN AUSENTES

Heráclito lo planteó de forma tajante: «Sin inteligencia, aunque


escuchen, parecen sordos; a ellos podría aplicárseles el refrán:
aunque estén presentes, están ausentes» (fr. 34). Lo que leem os
aquí, al diseccionar la frase, no es que escuchen sin inteligencia
sino que, «aunque escuchen» parecen «sordos», y eso es lo que
los hace «ininteligentes». Ausentes, aunque estén presentes,
afirma Heráclito: nunca se encuentran. Están ahí, físicam ente
presentes, en carne y hueso, pero tienen, como suele decirse,
el espíritu en otra parte, es decir, en ninguna parte: disperso,
disipado, ocioso; no está «despierto» (fr. 89). Aunque Heráclito
no se sustrae al dualismo (el cuerpo/el alma), en los primeros
tiempos de la filosofía el dualism o no se había desarrollado ple­
namente; el choque de los contrarios en cuestión, la «presen­
cia» y la «ausencia», no se som ete aquí a ninguna explicación
ni mediación (y con ello Heráclito nos ahorra el psicologismo
—y el m oralismo— en el que se hundirá posteriorm ente la tra­
dición). Tampoco se dice que los que carecen de inteligencia,
como no escuchan, parezcan sordos. Al contrario: han escu ­
chado, pero perm anecen sordos. «Ellos» son aquellos a los que
Heráclito denomina en algim otro fragmento com o los «num e­
rosos» ipolloi); o los «dormidos» {katheudontes). Pues ¿acaso
dormir no consiste precisam ente en retirarse tem poralm ente
de la presencia? También la «fórmula» (phatis), puesto que está
acuñada, se cierne sobre ellos como una condena, y la mera
contradicción denuncia la inconsistencia de sus vidas: aunque
estén presentes están ausentes. Piensan que están presentes
pero no lo están en absoluto. Porque no han acced id o a la pre­
sencia, ni son capaces de satisfacer sus exigencias.
En otro fragmento, Heráclito precisa que esta capacidad re­
querida se encuentra en la aptitud de «encontrar»; o, m ás ri­
gurosamente, que consiste en el encuentro «tal cual». Los «nu­
merosos», en cambio, «no piensan las cosas», afirma, «tal cual
las encuentran»; ni, «por instruidos que estén, las conocen»
aunque «lo crean» (fr. 17). «Topar con», «encontrar» [enkurein):

1191
FILOSOFIA DEL VIVIR

existe eso con lo que «me topo», pero que corro el peligro de
no tom ar en cuenta en mi «pensamiento» {phronein), es decir
que existe el peligro de que no conciba el encuentro «tal cual»,
dada su vivacidad, su carácter repentino que me deja desam­
parado. O curre entonces, como era de prever, que me contento
con representarm e aquello con lo que topo según códigos ad­
quiridos, proyectando imágenes convencionales sin permitir­
le irrum pir y, eventualm ente, desgarrarme. Heráclito alude a
esta posibilidad con aquella expresión contundente, que ha­
bitualm ente resulta complicado traducir (suele verterse como:
«lo creen» o, mejor, «se lo figuran», «se lo imaginan»). Pero leá­
moslo literalm ente: a los numerosos «se lo parece» {heautoisi
dokeousi). Porque están sumidos en la «apariencia», es decir en
la opinión {doxa) que se han formado de las cosas, de modo que
giran en círculo en torno a sus habituales pensam ientos y a sus
adecuaciones (adaptaciones). Al m antenerse prudentemente
protegidos de cualquier posibilidad de confrontación, son in­
capaces de perm itir que se abra el menor resquicio por el que
pudiera penetrar un presente efectivo. Pues el verbo griego no
oculta que sem ejante encuentro es un «choque» [enkiiresis, es
el térm ino que se usa, por ejemplo, en Homero, para aludir al
encuentro con las tropas enemigas), o lo que anteriormente he
denom inado com o «acoso» del presente. También leemos en
Eurípides que los cobardes en el com bate son como los «nume­
rosos» o los «ininteligentes»: una vez más «aunque estén pre­
sentes, están ausentes». ¿No es cierto que ausentarse del pre­
sente im plica cobardía y renuncia?
Presencia-ausencia, presencia pero diluida en la ausencia:
este choque de contrarios es algo más que un oxímoron, e in­
cluso que una tensión trágica. Porque efectivamente, para los
griegos, este choque am enaza con hacer fracasar a la vida; o
sintetiza la dificultad de vivir. Por lo demás, los griegos esta­
ban tan convencidos de que vivir consistía en m antenerse en
el ámbito de la «presencia», en lugar de sucumbir a la «ausen­
cia», que la fórm ula puede invertirse perfectam ente, aunque
solo para reafirm ar que únicam ente es positivo esperar de, y
para, la presencia, pues solo la presencia es preciosa. Pero no

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PiiESENTES. ESTAN AUSENTES

sigamos ensañándonos con quienes -«aunque estén presentes,


están ausentes». Lo ausente debe volver al presente, y esa es la
parte más pura de nuestra actividad; o esa es la definición, para
los griegos, de lo que puede significar «pensar». Aunque habi­
tualmente se supone que Parménides defendió lo contrario que
Heráclito —al plantear un Ser inamovible que era el anverso
del «fluir» de las cosas—, lo cierto es que afirm ó el valor de la
presencia hasta el punto de que solo se atuvo a ella: «Para poder
pensar las cosas ausentes obsérvalas como si estuvieran com ­
pletamente presentes» (fr. 4). Dicho de otro modo, «pensar», la
actividad que según los griegos define la existencia, es traer a la
presencia; es presentar ante el espíritu, abolir la ausencia.
Ya no se trata solo de que yo me m antenga presente —pre­
sente-presente en vez de presente-ausente—, es decir, que no
permita a la ausencia erosionar mi presencia o socavarla su­
brepticiamente; sino que se trata incluso de conseguir superar,
gracias al pensamiento, sem ejante oposición (y ahí es preci­
samente donde se impone el pensam iento, dada su capacidad
para elevar al espíritu). No solam ente ya no perm ito que la au­
sencia contam ine a la presencia, sino que incluso reabsorbo la
primera en la segunda. Si «pensar» es anular la ausencia, en ­
tonces ya no permitiremos al ser encontrarse «escindido» del
ser, como veremos de inmediato; ni lo entregarem os a los ju e ­
gos contradictorios, que se retroalim entan, de la «dispersión» y
de la «semejanza»; ni seguiremos tolerando, en consecuencia,
que una posición singular, sea cual sea, pueda delim itar arbi­
trariamente, a partir de su punto de vista particular, el hori­
zonte de lo pensable. Como efectivam ente «ser» y «pensar» se
consideran idénticos (fr. 3), no es posible «pensar» lo que «no
es», de modo que es lógico que en el pensam iento desaparez­
ca la dimensión de la ausencia; y, por añadidura, que yo pueda
aprehender «firmemente» al ser entero con la «mirada» (leiis-
sein) de mi pensam iento. Mediante la fuerza de la visión in te­
lectual, las ausencias virtuales se integran «igualmente» y toda
distancia se disipa. ¿Qué quedará entonces de la división entre
presencia/ausencia? Si las seguimos disociando tal vez sea solo
a causa de una inercia del espíritu. De modo que pensar, una

|21|
FILOSOFIA DEL VIVIR

actividad que según los griegos colma la vida, es triunfar sobre


esa división.
Por lo tanto, Heidegger estaba completamente justificado ai
afirm ar que «ser», para los griegos, significaba «estar presen­
te» (que en a i debía traducirse por pareinai), y sobre esta idea
se fundó la posterior historia de la filosofía occidental, aunque
sem ejante «presencia» perm anezca impensada.^ Pues de lo
contrario «ser» sería una palabra vacía, inepta, indeterminada,
que equivaldría perfectam ente a su contrario, la «nada» del no-
ser, com o ya había señalado Hegel. Pero sobre todo la visión de
los griegos es preciosa —¿acaso es necesario insistir?— porque
desvincula la experiencia del ser experimentado como presen­
cia de aquello en que lo convirtió la metafísica. Esta tendió a
fijar (a petrificar) la presencia como permanencia y, bajo el es­
pectro pálido de la duración interminable, a confundir el ser
m ism o con la subsistencia y, con ello, con la substancia, que se
convirtió así en algo inerte a causa de su esencialización (en
ousiá). A partir de ahí, la m etafísica ha provocado el desconoci­
m iento de la presencia en su aparición y su emergencia (ya no
A nw esenheit sino Answesimg)-? ya no piensa la presencia como
la irrupción abrupta que supone un acontecimiento y que se
experim enta com o el impulso de una abertura y de una emer­
gencia, sino que la concibe de acuerdo con la horizontalidad de
una extensión tem poral definida por su constancia.
En efecto, bajo la gravedad del presente que la m etafísica
convirtió en algo inm óvil y que perfilaba uniformemente la
existencia, ¿no hem os term inado olvidando esa «eclosión» de
la presencia que a un tiem po se despoja de la ausencia y se in­
tensifica gracias a su retirada? Para que el presente se abra de
inm ediato, basta con tropezar de pronto con un detalle del pai­
saje cualquiera, en vez de lim itarnos a fotografiar; o con que al
encontrar tres árboles en un recodo del camino los confronte­
mos en vez de esquivarlos m aquinalm ente... Basta una deci-

2. M artin Heidegger, Was ist Metaphysik?, Frankfurt, Vittorio K losterm ann, p. 17.
[Trad. cast.: ¿Qué es m etafísica? Madrid; Alianza, 2000].
3. M artin H eidegger, Die Physis b ei Aristóteles, Frankfurt, Vittorio K losterm ann.

|22|
PRESENTES, ESTÁN AUSENTES

sión: perm itir a esta presencia tener lugar o, com o decía He-
ráclito, perm itir que se produzca un «despertar» tal cual. De
hecho, el «presente» es esa decisión.

Pero ¿qué es lo que decidimos? No desviar. D ecidim os no apla­


zar (a un más adelante falso-huidizo) lo único que abre a un
presente efectivo. Tanto si se trata de los dos cam panarios de
Martinville a la luz de la puesta de sol, asom ando en un reco ­
do del cam ino —apareciendo y desapareciendo interm itente­
m ente—, a los que se une incidentalm ente el de Vieuxvicq; o
de la m uchacha robusta que se dirige a la estación a través del
sendero iluminado por la luz del alba, para llevar la leche a los
viajeros; o simplemente de los tres árboles a la entrada de una
alameda,'* el descubrimiento y el choque son los m ism os: de lo
que emerge súbitamente a la presencia surge un «placer espe­
cial», nos dice Proust, que relega a todos los demás placeres a
una zona sombría y nos provoca una sensación de desamparo.
A fín de cuentas, decidimos no sustituir en el interior de nues­
tros espíritus ese encuentro tal cu al por el «tipo de convención»
que nos formamos día tras día al hacer una especie de univer­
sal formado con «los distintos rostros que nos han gustado»,
añade Proust, o «con los placeres de los que hemos disfrutado»;
una convención que al cabo de los años va tejiendo una suerte
de doxa personal que se extiende sobre cualquier cosa, ese pa­
rásito del «simulacro», como decía Heráclito, que usam os para
amortiguar la vida.
Sin embargo, para «llegar al meollo» de esta impresión súbi­
ta, ¿es necesario, como afirma el autor de En busca d el tiem po
perdido, buscar algo que se encuentra «detrás» (detrás de ese
movimiento o de esa claridad): algo «secreto» cuyo «envoltorio»

4. M arcel Proust, A la recherche du tem ps perdu, G allim ard, 1954, «Bibliotheque de


la Pleiade», I, Du cote de chez Swann, p. 180; A io m b r e d es jeiin es filies en fleurs, p. 654 y
717. (Trad. cast.: En busca del tiem po perdido. Por el cam in o d e Swann; A la som bra d e las
m uchachas en flor. Madrid: Alianza, 201 Ij.

1231
FILOSOFIA DEL VIVIR

convendría retirar, cuya «corteza» deberíamos rasgar? ¿No ha­


bría aquí un resto de m etafísica al que Proust recurre, e incluso
subraya, para afirm ar con mayor énfasis que es necesario p e­
netrar, investir, hundirse en este presente en vez de deslizarse a
través de él? Pues ¿no es posible contemplarlo como fenómeno
y sin suponerle ninguna esencia oculta? ¿Por qué incurrir, para
realzar ese presente, en el lenguaje característico de la Revela­
ción y dotarlo de m isterio? E, incluso, ¿acaso es necesario es­
perar volver aquí un día, tomando el mismo tren, como hace
el Narrador, y recrearse en la idea de que podremos vivir junto
a esa m uchacha m aravillosa y que la acompañaremos, sin te­
ner que separarnos ya jam ás, en todos sus trabajos cotidianos?
Me pregunto por qué, para asegurar el instante, es necesario
forjarse la ficción de alguna otra vez. ¿Por qué no atenerse al
carácter único del encuentro, y querer siempre conservar, pro­
teger, m antener? ¿No es esta una nueva y discreta forma de es­
capar del presente?
Ello no impide que Proust concluya cada una de estas esce­
nas con lo esencial: el esfuerzo que hay que hacer para acceder
a ese presente y perm itir la «embriaguez» que le corresponde.
Pero evitar el supuesto de un mundo oculto, que subyace a esas
m anifestaciones repentinas, evitar aferrarse a la idea de un po­
sible desdoblam iento entre el ser y la apariencia, exige aún más
em peño y atención. Es una «obligación penosa», dice Proust,
pero sirve para «satisfacer un entusiasmo»; para salir de ese ser
ordinario, «reducido al m ínimo», con el que vivimos. Gracias
a esa m añana de viaje, a la interrupción de la rutina, al favor
del cam bio de lugar y de hora, las facultades «dormidas» se m o­
vilizan y su «presencia» de pronto resulta «indispensable». Mi
«ser al completo» ha sido convocado para hacer frente, sin que
pueda perm itirm e aún el lujo de ninguna sospecha o desdén
dualista: pues la sacudida en cuestión afecta desde la respira­
ción y el «apetito» hasta la «imaginación».
Sin embargo, Proust nos advierte que la tentación de dejar
escapar una vez m ás ese momento que nos asalta —de inte­
grarlo de inm ediato a los demás, de no prestar atención a lo
que ha em ergido— es muy grande: la tentación de dejar que

1241
PRESENTES, ESTAN AUSENTES

las dos cam panas «se reúnan con todos los árboles, los tejados,
los perfumes, los sonidos, que distinguí de los otros a causa
de ese placer oscuro que me procuraron pero en el que jam ás
profundicé». Por lo demás, este aplazam iento del presente para
más tarde es un pensamiento que ya ha expresado (en boca de
Saint-Loiip), y consiste en una forma de evitar asum ir lo que de
pronto nos interpela: es la «procrastinación» (aplazamos para
«mañana»...). Pero es obvio, y nadie lo ha dudado jam ás, que
aplazar el encuentro es perder definitivam ente la posibilidad
del presente que se nos ofrece, un «presente» que por lo demás,
y por suerte, en francés tiene dos sentidos: el de m omento a c­
tual y el de don.®
Todos conocemos perfectam ente este peligro. Pues escam o­
tear el presente afecta a todas las empresas y a todos los in s­
tantes. Por ejemplo, al leer: cuando leo, la tentación de a p la z a r
se debe a que puedo releer. Y lo m ismo ocurre cuando e scri­
bo: puedo corregir. Cuento con que, apenas concluya esta fra­
se, puedo volver sobre ella, lo que me perm ite una presencia
disminuida, debilitada, m enos atenta, m ientras actúo. Una vez
más podemos hacer intervenir la oposición de los contrarios:
al leer en este instante pero a sabiendas de que puedo releer,
estoy «presente-ausente». Dicho de otro modo, cuento con que
podré rehacer para evitar hacer; y con que podré leer para evi­
tar leer. El horizonte de una segunda vez me perm ite pasar por
alto la primera, de modo que finalm ente ninguna de ellas se
produce jam ás. Ahora mismo espero la siguiente frase para ali­
viarme de la precedente, y prosigo la lectura como si me desli­
zara, eludiendo constantem ente lo que debo afrontar. Esquivo
así el choque del encuentro, el de un sentido imprevisible y su
exigencia: aplazan do, me preservo de un desamparo dem asia­
do violento. Es decir que, precisam ente, eludo el esfuerzo ac­
tual de hacerm e cargo de la experiencia prometiéndome estar
en mejores condiciones en algún momento posterior, en una
segunda oportunidad, para asum irla: pero ¿hasta qué punto

5. Por suerte, también en castellano la palabra «presente» tiene los dos sentidos que
menciona el autor. (N. de la t.)

1251
FILOSOFIA DEL VIVIR

puedo realm ente equivocarm e en esto? Es la pereza de «ya lo


intentaré luego».
Porque tan pronto como releo la frase que acabo de leer,
vuelvo sobre un sentido ya amortiguado, más o menos orde­
nado, asumido, asim ilado y así pues neutralizado, en suma,
un sentido al que he empezado a despojar de su extrañeza: lo
encuentro ya m anipulado por un principio de costumbre y de
confortable fam iliaridad. Sin embargo, ¿acaso lo capto mejor?
¿Acaso el hecho de que me resulte menos desconcertante sig­
nifica que lo com prendo mejor? Incluso subrayar, m arcar con
una cruz en los m árgenes o con un rotulador fluorescente, son
apelaciones al m ás tarde, formas de aplazar (descansar), hui­
das; se quiere conservar esa indicación para evitar tener que
volver a encontrar. Al anticiparm e a la posibilidad de una re­
lectura, me protejo sin remordimientos del descubrimiento y
de su acontecim iento; y acepto, m ediante una especie de pacto
tácito conm igo m ism o, ser tolerante con la desatención o la au­
sencia (e incluso concederle legitimidad): con la disolución del
presente.

En efecto, definir el presente por la «atención» es algo muy


com ún en la historia de la filosofía. Pero exam inem os si esta
concepción es com pletam ente satisfactoria: ¿acaso la atención
consigue por sí sola constituir el presente? No olvidemos la di­
ficultad de fondo con la que toparon los griegos al pensar el
«tiempo». Al concebirlo, com o cualquier otra cosa, en térm i­
nos de «ser», quedaron atrapados en la siguiente constatación:
que el futuro no «es» aún; que el pasado ya no «es»; y que el pre­
sente, al ser solo el punto de tránsito entre el pasado y el futuro,
tiene apenas la extensión de un punto (puram ente geom étri­
co) y, en consecuen cia, queda desprovisto de existencia feno­
m énica. En efecto, se dirá, el tiem po debe existir puesto que
lo dividimos (en «pasado», «presente» y «futuro»). Y así es, sin
em bargo el propio Aristóteles adm ite que estas divisiones no

|26|
PRESENTES, ESTAN AUSENTES

existen (se trata de un m ériston sin méré). La existencia del


tiempo sería pues «oscura» {amudrós). Frente a esto, Agustín
operó un giro importante. Al abordar el problem a del tiem po
desde la nueva perspectiva existencial que supone la relación
cristiana con Dios, hizo surgir la figura constitutiva de un yo-
sujeto: la razón de la distensión y separación del tiem po solo
debe buscarse en el interior de uno mismo, en el espíritu, pues
él es distentio animi. Los tres tiem pos corresponden de hecho a
tres actividades: el futuro es lo que «espero», el pasado es aqu e­
llo que «recuerdo» y el presente es aquello que me m antiene
«atento» (attendó): de modo que el tiem po se definió stricto
sensu por la «atención».®
Pero Agustín también se encuentra en un aprieto cuando
pretende asignar un lugar a esta «atención» que constituye el
presente, puesto que la considera como algo que se inscribe
entre las otras dos modalidades expansivas, am bas igual de
acaparadoras; la espera (del futuro) y el recuerdo (del pasado).
¿Acaso el pasado no se transform a (se transvasa) casi d irecta­
mente en futuro? ¿Qué margen, qué fisura, qué pausa (im posi­
ble) puede tolerar ese quasi, ese tiempo interm edio (la tran si­
ción del presente)? ¿Cuál es el intersticio que se sustrae de esas
dos disposiciones —la expectativa y la memoria, las principales
actividades que rivalizan y se confrontan— «donde» podría
surgir una «atención» (específica del presente)? Especialm ente
porque todo «dónde» verdadero se encuentra en otra parte.
Efectivamente, como Agustín piensa esta diferencia de los
tiempos a partir del sistema de las preguntas sobre el lugar en
latín —el lugar «de donde venimos» {unde\ el futuro), «hacia
donde» vamos [quo\ el pasado), «por donde» pasam os {qua: el
presente)—, para él este presente no es m ás que el «punto» de
tránsito, sin extensión, sin existencia, que «vuela» entre el fu­
turo y el pasado —el lugar «donde estar» (ubi) está reservado
a Dios, pues solo Él «existe», no en el «tiempo» sino en la «eter-

6. San Agustín, Confesiones, XI. Véase a este respecto Du «temps». Éléments d ’une
philosophie du vivre, Grasset, 2001, cap. IV. [Trad. cast.: Del «tiem po»: elem entos d e una
filosofía de vivir. Madrid: Arena, 2005.)

|27|
FILOSOFÍA DEL VI VI R

nidad»—. Pero no es nuestra «a-tención» (en la «cercanía» del


presente)' la que se relaciona con este punto, sino nuestra «in­
tención» (in-tentió), el único modo realmente intensivo, que
nos proyecta com pletam ente hacia Él, convirtiéndonos, y nos
perm ite reencontrarlo. Será precisa toda la sutileza del análi­
sis fenom enológico de Husserl, deudora de la de Agustín, para
extender esa atención fugaz siquiera a las dimensiones de la es­
cu ch a de una melodía, de forma que tal atención se distenderá
entonces entre la «pro-tención» hacia los sonidos inm ediata­
m ente futuros y la «re-tención» de los sonidos que acaban de
desvanecerse y disiparse, como la «cola de un cometa», en el
pasado.®
Sin embargo, tam poco el análisis husserliano de la pro- y la
re-tención perm ite conferir extensión a la atención, y en con­
secu encia solo otorga existencia al presente en la dependencia
con respecto a un objeto temporal {Zeitobjekt) como la melodía;
pero ¿no está el presente condenado efectivamente a reclam ar
siem pre el apoyo «objetivo», sin el cual semejante atención pier­
de su pertinencia (y el presente su consistencia)? Prueba de ello
es lo que tam bién podemos leer en Bergson. Dado que la aten­
ción puede extenderse o contraerse a voluntad, como la aber­
tura entre las dos puntas de un compás, Bergson considera que
la atención en el presente podría abarcar, «además de mi últi­
m a frase», la precedente e incluso todas las frases anteriores,
es decir que podría ser «extensible indefinidamente»: pero ello
convierte en relativa, cuando no arbitraria, la distinción que
establecem os entre nuestro presente y nuestro pasado, pues el
«presente» ocupa, según Bergson, «exactamente el espacio de
ese trabajo». Bergson desem boca así en la noción de una «aten­
ción a la vida» que se prolonga en duración y «abarcaría», en
un «presente indiviso», todo un pasado. Pero como se advertirá.

7. En francés, prés significa «cerca» y, por tanto, la palabra présent («presente») co n­


tiene la idea de cercan ía. (N. d e la t.)
8. Edm und Husserl, Texte ziir Pharw m enotogie des inneren Zeitbewusstseins, Ham-
burgo, Félix M einer; y Vorlesungen zur P han om en ologie des inneren Zeitbewusstseins
[Trad. cast.; Leccion es d e fen o m en olog ía d e la conciencia interna del tiem po. Madrid:
T rotta, 2002.]

|28|
PRESENTES, ESTAN AUSENTES

Bergson incurre fatalmente en el condicional, y se condena a la


mera declaración de intenciones.® E incluso incurre de pronto
en un mal lirismo (el canto de un «presente perpetuo»): nuestra
percepción «se agudiza», «todo» cobra nueva vida en nuestro
interior, nos promete Bergson, «vivimos m ás»... Es una caída
desafortunada pero inevitable, a fin de cuentas, en cuanto re­
nunciam os al apoyo del «objeto» temporal y nos sum im os en
un subjetivismo mal entendido, abandonado a la autosugestión
e inevitablemente retórico, porque al darle vía libre, sin nada a
lo que aferrarse, ya no es posible sustraerse a él.
Por ello procuro romper con la concepción atávica de un pre­
sente por extensión, tanto si es el de nuestra «atención» como si
se trata del de nuestra «acción» de un modo más ostensible, tal
como lo capta la sensación, según lo concibieron ya los estoicos.
Crisipo, por ejemplo, afirmaba que el presente tenía la extensión
del paseo cuando paseo. Pues ¿dónde empieza, dónde termina,
una acción (la «acción» debe distinguirse del gesto percibido)?
Aunque el presente, como ese punto donde florece la duración,
es infinitamente divisible, puesto que el tiempo m ismo es divisi­
ble hasta el infinito —una idea que siempre ha resultado inquie­
tante—, yo puedo abrir e\ presente y hacerlo emerger, al plantarle
cara a la tentación de postergar. O al dejar de contar con que lo
que ocurre vuelva a ocurrir, y atenerme estrictam ente a lo que
ocurre sin esperar lo que vendrá después, no tanto por su even­
tual rareza (un paisaje «bello»), como por lo que el acontecim ien­
to tiene de singular e inapelable: eso es lo que produce efectiva­
mente el «paisaje» (como los campanarios de Martinville).
De modo que la atención no basta para constituir el presen­
te, no solo porque sigue dependiendo de algo que nos m an­
tiene atentos, sino tam bién porque su extensión no está clara
sino que se deshilacha. En cambio, no postergar depende úni­
camente de uno mismo, es una decisión y perm ite establecer
un límite. No postergar perm ite establecer una barrera (en el
curso hemorrágico del «tiempo»), a partir de la que el presente

9. Henri Bergson, La Pensée el te Mouvant, en Oeiwres, PUF, 1959, pp. 1386-1392.


[Trad. cast.: B tiem po y lo m oviente. Madrid; Espasa-Calpe, 1976).

|29|
FILOSOFIA DEL VIVIR

puede acum ularse. Hablemos de «un» preseme, no de «el» pre­


sente. Digam os que, en cuanto dejo de aplazar, me anclo en el
presente. Un presente «prende» como el fuego, se enciende, se
despliega (se otorga) y se consume. Pues si no existe un orden
extensivo (la eterna pregunta de ¿cuál sería el «intervalo» de
duración?), es porque se trata lógicamente de un orden inten­
sivo y a él debe transferirse la intentio que Agustín reservaba
a la eternidad; o porque solo puede poseer algo de cuantitati­
vo a través de lo cualitativo. Entonces extraigo el instante de lo
inestable y lo promuevo en su contrario, en el ahora tal cual del
encuentro y de la confrontación.
Basta con recordar de qué está hecho el «ahora»:'" m anii te-
nere, «agarrar con la mano» y «mantener». «Nunca nos halla­
mos en el tiem po presente», decía amargamente Pascal. No
obstante, aunque este espíritu se opone por completo al del
eterno retorno nietzscheano, sus horizontes confluyen. Lo con­
trario: no siempre, sino una sola vez, semel, que no puede ocu­
rrir m ás que una sola vez. Pero, el objetivo es en los dos casos el
m ism o esfuerzo (efecto): solo existe presente mediante la deci­
sión (resolución) de asum ir lo que ocurre. Ya no persigo retener,
repetir o preservar. Renuncio a todo eso hasta el punto de no
despreciar m ás lo «efímero», esa profundidad en la que enraíza
cualquier lam ento y cualquier poema, desde Homero.

Pero ¿es posible vivir ahí? La exigencia de no postergar im plica


otra que parece contradictoria y, sin embargo, es com plem en­
taria. Un com plem ento necesario: en la relación entre estas dos
exigencias, que desafía lo que de otro modo desdeñaríamos
por p arecem os una paradoja, se despliega nuestra vida. Por
una parte, com o hem os visto, me niego a aplazar, en la medida
en que no pretendo «suspender» el «vuelo» del tiempo, dicho

10. En francés, m aintenant («ahora») evoca el origen latino de la expresión, manii


tenere. (N. d e la t.)

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PRESENTES, ESTÁN AUSENTES

con la solemnidad del poeta, sino que perm ito que aparezca: en
la medida en que abordo el tiempo como m om ento. De hecho,
«momento» viene de «movimiento» [m om entum viene de movi-
mentum), pero ya no como algo susceptible de m edirse (en lon­
gitud), sino más bien susceptible de cavarse y de llenarse. Pero
¿de qué puede llenarse un momento si no es de presencia? De
lo que puede contener procede su capacidad. Hasta el punto de
que en ocasiones su contenido parece desbordar. Segiin Proust,
el acontecimiento (del trastorno amoroso) ya no cabe entero en
el momento en que ocurre. Un m omento no tiene principio y
fin, sino que atraviesa umbrales y grados en función de su in ­
tensidad. Se recorta despegándose del fondo, rom pe con su en­
torno, se retira de lo ordinario, hace valer su cualidad (hasta
en lo más banal: un «buen momento»), se repliega en su unici­
dad: un momento es siempre singular y, en la m edida en que lo
constituya un encuentro no sesgado, es decir, una confronta­
ción, depende efectivamente de lo voluntario. «El m om ento de»
(partir, actuar, decidir...): se trata pues de una fórm ula im pera­
tiva. De ahí el rechazo a l aplazam ien to que diluye el momento
al anticiparlo y aguardar el siguiente, en vez de perm itir que
acoja en su seno la presencia. Pero, por otro lado, acepto la de­
mora, lo cual supone una contradicción que equilibra el recha­
zo al aplazamiento, y entre esta aceptación y aquel rechazo se
abre la brecha donde vivir.
Con ello hago algo más que aceptar. Contar con la dem ora,
significa que no me limito a mi proyecto, que doy «tiempo al
tiempo», que sé esperar un resultado que ya no m e pertene­
ce. Me desprendo de la im paciencia de acum ular: para poder
«atrapar» (de acuerdo con el célebre y m anido carp e diem ) ¿aca­
so no hace falta haber dejado madurar? Lo cual im plica que no
me identifico enteramente con mi papel de sujeto con voluntad,
sino que sé reconocer que el proceso está abierto, se me escapa,
en m í mismo y en mi espíritu: que el discurrir inaugurado ya no
depende del «yo»; que interviene una operatividad que «hace su
camino», como se dice, y «me» sustituye discretam ente, sin que
sea capaz de darme cuenta ni de sospecharlo, incluso aunque
todo ello se produzca en mí y me concierna a m í (el «sujeto»).

1311
FILOSOFÍA DEL VIVIR

Adecuarse a la demora significa que considero el momento


presente com o una inversión. En la jerga de los financieros, un
lenguaje fuerte que se atiene a la efectividad (la preocupación
por el rendim iento), se habla del «retorno de la inversión». Pero
mejor sería hablar de retorno de la inmanencia: al mismo tiem ­
po que afronto este momento de ahora, este momento que sé
que es único, sin darm e cuenta ya estoy invirtiendo y capita­
lizando. Luego, un día, «llega algo», como el resultado, «por sí
solo», sponte sua. Ese «algo» que llega produce una abertura,
despliega su efecto: el «choque». El sujeto ya no es un «yo» sino
el proceso inaugurado. Ese «algo» es indefinido pero deíctico a
un tiempo. Es indeterm inado en la medida en que es imprevis­
to, está fuera de contexto, y no puedo prever su duración; y al
mismo tiem po esta recaída se me impone de pronto, y me con ­
duce no se sabe dónde, aunque de una forma completamente
ostensible, tras habérsem e escapado.
Se dice que «llega», pero ¿qué es lo que llega? Cada vez, como
si fuera la única, practico, me entreno, estudio las escalas, me
desvivo: pero los resultados son pobres, los titubeos y la torpeza
persisten. Pasa el tiempo, me olvido; y de pronto una m añana,
al volver al piano, me descubro, asombrosamente, tocando la
sonata sin dificultades, como si me hubiera sido dada: se diría
que el m om ento «presente» es el producto de un trabajo subte­
rráneo que se ha ido elaborando a lo largo de los días. De modo
que lo inquietante ya no es el «pienso» sino de dónde (me) viene
el pensam iento. ¿Qué noche lo ha gestado? Pues hasta mi pen­
samiento, el m ism o que según creo gobierna (mi «libertad»)
autárquicam ente (estoicamente), es un proceso de transform a­
ciones y m aduraciones silenciosas cuya coherencia escapa a la
causalidad del Sujeto que «soy» (atinada crítica nietzscheana
al cogito, pues el «sujeto» resulta ser un proceso)." Anoche bus­
caba penosa e infructuosam ente las palabras y las ideas. Y al
levantarm e hoy la página se escribe sola, se me impone como

11. Friedrich N ietzsche, D er Willezur zur Macht, Stuttgart, Kroner, § 484, p. 338 (cf.
Trad. fr.: G eneviéve Bian qu is, L a Volonté d e puissance, Gallim ard, «Tel», I, § 147-148, pp.
64-65. [Trad. cast.: Eii torno a la voluntad d e poder. Barcelona: Planeta De Agostini, 1986].

|32|
PRESENTES, ESTAN AUSENTES

si viniera a mi encuentro e irrum piera: como si me la dictaran


(suele hablarse de «inspiración»).
Volvamos al ejemplo de la lectura, o más bien adm itam os
que existen dos relecturas. Al leer evitamos aplazar perezo­
samente el presente de la lectura en una segunda lectura que
supuestamente repara la prim era ausencia. Pero, cuando ha
transcurrido el tiempo y hem os dejado de lado el libro, o inclu­
so lo hemos olvidado, al releerlo no hacem os más que actu ali­
zar la lectura pasada y recordarla. Pues la relectura saca parti­
do inadvertidamente de infinitas ram ificaciones que se me es­
caparon, y termina imponiendo de forma clara, operativa, sin
interferencias, lo que hasta entonces solo podía discernir con
dificultades. Como si la lectura no hubiese dejado de avanzar
en silencio, y el texto, liberado de lo que lo oprimía o parasitaba
su abordaje, liberara su «potencial». Al cabo de un tiempo de
olvido (un falso olvido: la m em oria seguía trabajando inadver­
tidamente), descubro el texto de una forma más original y radi­
cal que la primera, que lo capta m ejor y me asom bra con todo
lo que no había leído en él. En esos casos, releer ya no es una
forma de pereza, sino que im plica un progreso tan inesperado
como inadvertido.
Más sutil que el arte de h acer (inm ediatam ente, desvivién­
dose) es el de dejarse hacer (confiando en la m aduración): es
lo que ocurre cuando el sujeto pone entre paréntesis su in i­
ciativa para dejar que el p roceso inaugurado se desarrolle
por sí solo y a largo plazo. Sin em bargo, cuando el distancia-
miento no es una forma de ren u n cia (ni ese sustraerse supo­
ne refugiarse en la irresponsabilidad, o la inactividad en la
pasividad); y cuando las facultad es provocadas son silen cia­
das para que los factores y las condiciones im plicadas puedan
movilizarse m ás y liberar en con secu en cia, en y por su evo­
lución, la dificultad encontrada, entonces el enfrentam iento
con esas dificultades resulta heroico pero de poco efecto. La
duración habrá quedado desprovista de ella m ism a. De h e ­
cho ese «para que» que acabo de m encionar es precisam ente
lo que conviene corregir, pues está determ inado por la fin ali­
dad: en él no puede haber proyecto, y esto es lo que hace tan

|33|
FILOSOFÍA D F .L V I V I R

delicado el hacer (dejar) que se produzca el acontecim iento


d e su erte qu e sea el m omento m ism o el que finalm ente, de
una form a m ás im personal, pueda surgir del efecto, sin que
haya sido previsto.
Ello im plica dar crédito a la virtud del desarrollo; y tal vez
esta sea la razón por la que nuestra sociedad contem poránea
suele despreciar un valor com o la dem ora (y por la que la edu­
cación, por ejemplo, que necesariam ente debe servirse de la
demora, se ha convertido en una tarea tan difícil). Una cultura
com o la actual, que se anticipa de antemano y en consecuencia
se apresura hacia los objetivos, y que se encuentra subyugada
a la fascinación del «en tiempo real» (la tecnología de la com u­
nicación lo permite), ignora la generosa contribución de la de­
mora. Pero una civilización (como un individuo) solo es fuerte
en función de la dilación que sea capaz de soportar: de lo que
una generación sea capaz de plantar (como recurso futuro) sin
pretender cosecharlo ella m ism a (yo no veré la sombra de los
robles que he plantado en la colina). ¿Acaso no ocurre lo mismo
con la política?

Asimismo, cuando he dicho que el rechazo del aplazamiento y


la aceptación de la demora abrían un espacio donde es posible
m aniobrar; o que la demora y el aplazamiento, lejos de ser si­
nónim os, abren el espacio a partir del que es posible desplegar
la vida, se trataba sobre todo de señalar lo siguiente; que vivir
no puede ser tanto una cuestión de moral como de estrategia,
porque com o sabem os el «bien» y el «mal» son solam ente ca­
tegorías derivadas, que representan una elección más ideal,
o social, que propiam ente efectiva. Entiendo que vivir es una
cuestión «estratégica» en el sentido de que en la vida se libera
una capacidad de obrar que, pensada en función de la situación
que se afronta, puede perseguir un máximo efecto explotando
tanto el aplazam iento como la demora: no eludir el presente y
al m ism o tiem po dejarlo fructificar.

1341
PRESENTES, ESTÁN AUSENTES

Lo cual conduce a m antener am bas cosas: a responder a la


a p e l a c i ó n del presente, ese «instante» que pasa extendiéndo­
se como una exigencia a rechazar la repetición-conservación;
pero asimismo a dejar intervenir a la inm anencia y a su cap aci­
dad de alumbrar. Ello tam bién puede dar lugar a una altern a­
tiva y a una elección: ¿estoy esquivando o dejando que ocurra
algo? ¿Estoy evitando el encuentro, y dejando escapar el aco n ­
tecer del presente y la plenitud del momento que ofrece? ¿O
acaso no aplazo sino que ya no fuerzo el acontecim iento? Tal
vez no lo evito sino que, al dejarlo reposar, consigo que un filón
se acumule silenciosamente, de ahí que pueda surgir inespera­
damente el presente «vivo» (ese «virgen, vivo y bello, hoy»).
El pensamiento chino es especialm ente idóneo para aludir
a esa operatividad que se desarrolla a partir de sí m ism a, avan­
zando en silencio, y de la que aprendemos a disponer al captarla
como una «fuente», sin pretender no obstante gobernarla. Por­
que la lengua china, que no conjuga, no puede m arcar distintas
tiempos, pero m antiene la función verbal en una única forma
que equivale a nuestro infinitivo; tam poco distingue entre la
voz activa y la pasiva, y evita de buena gana enunciar un sujeto
gramatical, que queda implícito en la frase; tam poco in tervie­
ne en ella la oposición entre el «ser» y el «no ser», la existencia
y la nada, ya que sus principales categorías son las del «curso»
y la energía empleada o la «capacidad» {dao y de}, y asim ism o
expresa menos la relación de medio y fin, de intención, que la
de las condiciones y las consecuencias (la «raíz» y las «ramas»,
ben-mó). D ao («tao»), la palabra clave de este pensam iento,
nombra sim ultáneamente el autodespliegue de la inm anencia
y el arte de utilizarla, el proceso y el procedim iento (el d a o del
mundo y «mi» dao). Así, en las distintas escuelas, se dice que
hay que saber dejar advenir al efecto, como reposición, o «re­
torno», de una inversión previa, confiando en encontrarnos en
la tendencia iniciada y adecuarnos sabiam ente a la demora (en
vez de abrumar al mundo con nuestro deseo e im paciencia); y
en el taoísmo resulta decisiva la actitud de «desprendimiento»
y distanciamiento que conducen de forma «natural» {ziran) a
ese resultado.

1351
FILOSOFIA DEL VIVIR

Un texto com o el Tao Te Ching de Lao Zi'^ no tiene incon­


veniente en pensar lo que nosotros denominamos la moral en
térm inos de estrategia: «El sabio se pone él mismo por detrás»
para poder «avanzar». No por modestia o porque haya hecho
un voto de humildad, sino porque, al decidir situarse en un se­
gundo plano, perm ite al efecto realizarse plenamente (§ 7). Esta
dem ora es en sí m ism a la portadora del efecto. En vez de querer
obtener un resultado de antemano mediante nuestra acción, es
preferible dejar discretam ente que el proceso se ponga en mar­
cha y desem boque p o r sí solo en el resultado: en eso consiste
el arte de «no actuar» {wu wei). Pues querer obtener resultados
inm ediatam ente es situarse de antem ano en el estadio final del
proceso y, en consecuencia, colocarse de entrada en el punto en
que el proceso se colm a, de modo que uno mismo se pone en
una situación de peligro (§ 9). En vez de «tenerlo com pletam en­
te en nuestras manos», más vale detenerse tan pronto como sea
posible para preparar el terreno al advenimiento sponte sua del
efecto que, de acuerdo con su propia maduración y con las con­
diciones, se asentará m ejor y así será más sólido. Pues el efecto
se encuentra im plicado progresivamente en la situación, y se
desarrolla de acuerdo con esta sin ejercer violencia.
Así, el Tao Te Ching afirma lapidariamente, pero sin que su­
ponga paradoja: «completo por parcial; recto por curvo; pleno
por vacío», etc. (§22). Pues no es posible aspirar directam ente a
lo «completo», a lo «recto», a lo «pleno»; sin embargo, al situar­
nos en el estado inverso, perm itim os que el curso continuo de
las cosas adopte («naturalice») el efecto esperado y tienda por sí
m ism o a realizarlo. «De donde» (ze), significa la relación entre
las condiciones y las consecuencias, y permite entender la im ­
plicación del desarrollo. Lo que habitualm ente (subjetivamen­
te) consideram os com o la virtud de la paciencia no es más que
el beneficio que nos brinda dejar trabajar a la dem ora. O, dicho
de un modo m ás agresivo: «Si se quiere debilitar, primero hay
que reforzar; si se quiere eliminar, primero hay que estimular;
si se quiere quitar, primero hay que entregar», etc. La traduc-

12. Lao Zi, Tao Te Ching: Los libros del Tao. Madrid: Trotta, 2006, (N. d é la t.)

|36|
PRESENTES, ESTÁN AUSENTES

ción política (en Wang Bi) es: en vez de abatir ai tirano, dejadle
tiranizar hasta que el exceso term ine socavando su propia p o ­
sición y se hunda solo...
Traduzco «primero», pero lo que dice el chino e xactam en ­
te es: de forma «inherente», «inmanente», «intrínseca» (ga). En
esto consiste, según Lao Zi, la «sutil inteligencia» (wei ming).
Sin embargo, cabe preguntarse si esta, al llevar tan lejos la idea
de que lo uno se encuentra implicado en lo otro y existe plena­
mente por su contrario, no pone en peligro el cam po de per­
tinencia, el «en sí» {kath'hautó, en griego), de cada uno de los
términos confrontados. ¿Puede tener algún significado el «ser»
cuando ninguna determ inación coincide ya consigo m ism a,
sino que encuentra su origen en su opuesto? Y ello nos llevará
a preguntarnos si los chinos, que jam ás pensaron en térm inos
de «ser» sino de proceso, no están en m ejores condiciones para
entender el fenómeno de la vida. Porque la vida es proceso. Y,
en efecto, tal vez habría que llegar hasta ese punto, hasta el
pensamiento de lo procesual, para ver finalm ente tam balearse
la fírme oposición entre la «presencia» y la «ausencia» que da
sentido al Ser, una oposición a la que Occidente, desde la época
de la Antigua Grecia, se aferra con fuerza, incluso en Heráclito
y su famoso «todo fluye».

|37|
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5ÍJ!
II La evidencia y la retirada

Que la fiesta «es lo que viene antes de la fiesta» no es solo un


tema para colegiales que están aprendiendo a argum entar. De
modo que, a pesar de la trivialidad, ¿qué señala? Que la fiesta
es lo que viene antes de la fiesta no significa solo que la antici­
pación sea más hermosa que la realidad; o que vivamos m ás a
través de la im aginación que de la realidad; en sum a, que toda
fiesta resulte decepcionante com parada con lo que habíam os
esperado. Seguramente sería absurdo quedarse ahí, lim itarnos
a esta clave psicológica. Tiremos un poco m ás del hilo para ver
qué saca a la luz este dicho banal: ¿acaso no descubrim os una no
coincidencia más esencial, la única a partir de la que es posible
pensar en qué consiste vivir? Porque el hecho de que la fiesta no
coincida con la «fiesta»; de que cuando tiene lugar se pierda; de
que, cuando se dice «es la fiesta» ya no lo sea en absoluto, todo
esto tiene alguna coherencia, incluso una coherencia verifica-
ble en cualquier enunciado, y que tam poco escapa a la lógica (a
la «lógica» del logos). No se trata de que yo, personalm ente, no
sepa ser contemporáneo a la fiesta; lo que ocurre m ás bien es
que la fiesta, al reproducir fielmente todos los signos que acre­
ditan la «fiesta», no puede ser contem poránea de sí m ism a en su
m anifestación. Esto es así porque cuando las m arcas [Merkmal,
en lenguaje lógico) mediante las que se define la «fiesta» tienen
lugar, advienen positivamente, ya no se trata en absoluto de la

|391
FILOSOFIA DEL VIVIR

fiesta, e indican que la fiesta se sustrae en su emergencia-, que lo


que ella supone de efectivo (simultáneamente de concreto y de
activo) se sustrae a ese carácter positivo; y en consecuencia se
encuentra perdido en la definición. La fiesta ya se ha retirado
cuando se producen las m arcas tangibles en las que se aqu ieta
y que la determ inan.
Aprovechemos para detenernos un momento en esta tri­
vialidad, procurem os no desdeñar esta banalidad. Cuando se
afirm a de alguien que es «virtuoso», y se lo reconoce y califica
en adelante de ese modo, ¿no es cierto que, en algún sentido,
sospecham os desde ese preciso instante que ya no es virtuoso?
Sospecham os que, en cuanto reúne todas las exigencias de la
virtud, ya no la puede satisfacer. Una prueba de ello son las c o ­
m illas de precaución que acom pañan al calificativo y parecen
insinuar, puesto que lo distancian del enunciante, que uno no
querría ser objeto de sem ejante enunciado. Al establecer y asig­
nar la «virtud», aquello que nos permite reconocerla y definirla
se encuentra asim ism o determinado; y, por ello mismo, lim i­
tado, sellado, petrificado, acuñado. Se orienta hacia el estereo­
tipo: se ha convertido en algo convenido. En la medida en que
se aplica y se verifica m eticulosam ente en cada acto, pierde la
generosidad fecunda, desbordante, inspiradora-insolente, que
da lugar efectivam ente a la virtud. Y entonces la persona a quien
calificam os de «virtuosa» (o a quien suponemos «virtuosa») es
tan solo, com o sabe cualquiera menos el aludido, alguien n e­
cesitado de virtud: la calificación (la etiqueta) se gana al precio
de la capacidad. Y tam bién cuando decimos de alguien que es
«piadoso», cuando lo señalam os como tal, y aislamos y desta­
cam os en él esa cualidad, sabem os que la piedad es entonces
pálida, insulsa, avara, m ezquina: se encuentra limitada a sus
rasgos. El sim ple hecho de que sea posible identificarla con los
signos tangibles hace que pierda esa fuerza (ese impulso) que
se despliega sin objeto, sin plan, inasible de tan expansivo, y
que constituye efectivam ente su grandeza.
De acuerdo con lo que parece actualm ente la versión m ás
auténtica, surgida de las tum bas, el Tao Te C/zmg com ienza con
las siguientes palabras:

|40|
LA E V I D E N C I A Y LA RETIRADA

La virtud superior no es virtuosa,


por eso posee virtud;
la virtud inferior no puede liberarse de la virtud,
por eso carece de virtud. (§38)

Aunque semejante planteam iento parezca ponernos al filo


de la contradicción, y desafía claram ente el llam ado principio
de no-contradicción, puesto que el predicado contradice el su­
jeto en dos ocasiones, no existe paradoja en él (ni pensam iento
abstruso o místico). Pero conviene advertir desde un principio
que la capacidad debe considerarse al margen, es decir, tan lejos
como sea posible, de sus determ inaciones tangibles: no se deja
reducir a las características o propiedades que pretenden defi­
nirla y que la ponen de m anifiesto. No se trata de que aquello
que permita intuir la «virtud» sea la oposición entre el parecer y
el ser, es decir, que podamos tildarla de hipocresía: esta duplici­
dad que presuponemos habitualm ente no es pertinente en este
contexto. El hombre «virtuoso» no es sospechoso de ser virtuoso
solo en apariencia. Por el contrario, lo que ocurre es que él he­
cho de que se atenga rigurosa y asiduamente a la virtud (de que
no se «libere» jam ás de ella), de que esté tan concienzudam ente
adherido y unido a la definición del ideal de virtud, y de que rea­
lice actos virtuosos que son perfectam ente reconocibles como
tales y consecuentemente loados, lo conduce a m alograr aquello
que hace de la virtud una em anación inagotable.
La falta de coincidencia se produce, pues, entre lo que llamaré,
para diferenciar los términos, lo efectivo y lo determ inante: entre,
por una parte, una capacidad que en la práctica, en su desarrollo,
desborda y desafía cualquier determ inación posible; y, por otra
parte, la determinación que se codifica y contribuye a la defini­
ción, convirtiéndose en algo limitado y, por lo tanto, especifica-
ble. Pues, en el estado de la calificación ya solo queda una parce­
lación de determinaciones particulares, completamente ordena­
das, las cuales, dado el meticuloso etiquetaje que suponen, se en ­
cuentran separadas de su fondo, desgajadas de su emergencia.'^

13. Véase Sí parlerva sans dire. Du logos et ci'aiitres ressources, Seuil, 2006, cap. 5.

|41|
FILOSOFIA DEL VIVIR

Porque lo propio del enunciado, del logos (y sobre todo del


principio de no-contradicción, que es su primer axioma), con­
siste en asignar a un objeto la característica que le es propia,
suponiéndole propiedades, es decir, determinaciones «especí­
ficas» que constituirían su «ser», lo que permite que sea acce­
sible al conocim iento e incluso hace posible la ciencia. El Tao
Te C hin gse opone precisam ente a todo esto. Pero ¿qué cam ino
alternativo propone? No es el carácter «fluido» de las cosas lo
que se opone a la definición (de acuerdo con el antiguo argu­
mento griego del «movilismo», en Heráclito); ni siquiera el que
m alograría lo individual y lo cam biante, ambos inefables, bajo
la estabilidad que el lenguaje impone a las cosas convirtiéndo­
las propiam ente en «cosas». No, el problema de fondo es más
bien que la determ inación (cualquier determinación) capta la
qu ietu d pero no la em ergencia; que la definición se sitúa en el
después, no en el antes; en el estadio de lo acabado, de lo esté­
ril, de lo que ya no es fecundo. En el estadio de lo que ya se ha
desarrollado com pletam ente, desplegado, y se encuentra así en
vías de agotarse (ya no es): la verdadera virtud se burla de la
virtud, del m ism o modo que la verdadera elocuencia se burla
de la elocuencia. Por su parte, la definición (codificación) capta
la capacidad de las cosas cuando esta ya se extingue. Lo vivo se
deja entonces percibir y dividir analíticam ente en propiedades
o cualidades precisam ente porque estas se encuentran ya en
vías de aislam iento y disolución. Sin duda, la definición capta
el «ser» en su coincidencia, pero no el proceso del que emerge
esa capacidad. De ahí que la fuente del proceso, según Lao Zi,
se encuentre siempre en retirada.
Cuando una nación exhibe todo su poder, o cuando se ad­
m ite que es la m ás poderosa, cuando se cree que ha alcanza­
do el m áxim o poder, que está en su apogeo, el poder ya se ha
debilitado: el proceso de declive ha empezado (como atestigua
invariablem ente la historia). Se produce una falta de sim ulta­
neidad entre, por una parte, los signos visibles del efecto y, por
la otra, la fuente del m ismo (la «madre» dice el Tao Te Ching).
Porque la m anifestación es un resultado y, por lo tanto, algo ob­
soleto. Lo efectivo se encuentra en la propensión (mientras que

|42|
LA E V I D E N C I A Y LA R E T I R A D A

aquello que es posible reconocer e identificar com o tal, el «tal»


de la esencia, segim la definición, en su estadio realizado, eti­
quetado, ha empezado discretam ente a invertirse). Así es com o
entiendo otro pasaje del Tao Te Ching:

Todo el mundo conoce lo bello en cuanto bello,


y eso es entonces lo feo;
todo el mundo conoce el bien en cuanto bien,
y eso es entonces el mal (§ 2).

Lo que se reconoce como «bello», o com o «bien», y contri­


buye a la definición, no solo se encuentra abocado a languide­
cer, sino que incluso constituye algo contra lo cual empieza a
Inventarse una nueva belleza, unos nuevos valores que no son
aún completamente identificables ni enunciables. Todos los
que contribuyen a la renovación del arte o del pensam iento
entienden esta idea. Ello explica que m uchas veces su obra se
ignore o se discuta durante m ucho tiempo.
Una consecuencia debe señalarse: si el estadio de la ciüm i-
nación m anifiesta —c o lm a d a — es el agotamiento, la plenitud
efectiva, desde su origen, es lógicam ente deficiente. Lao Zi es
coherente al reconocer que la «virtud superior» (el origen), al
no ofrecer todavía signos de virtud, parece «ausente»; se dice
que tiene la profundidad de «un pequeño valle» (§ 41). Y tam ­
bién que «parece faltarle la gran conclusión», que «la plenitud
máxima parece vacía» (§ 45). Asimismo, la «elocuencia» parece
«balbuciente» {ib). Detengám onos ahora en este «parece»; lejos
de denunciar una ilusión voluntaria o el carácter engañoso de
la apariencia, este parecer m uestra cómo se transparente n ece­
sariamente en el dorso —«por detrás»— esta capacidad innata,
cuando aflora en el ámbito de lo tangible. Pero, asim ism o, esa
es la razón por la que, se añade, «con el uso, no se agota»; del
mismo modo que no evita realizarse e im ponerse, perm anece
en retirada, no deja que se produzca la plena quietud. Prueba
de ello es el valor que en pintura tienen los bosquejos (aunque
¿cuánto tiempo nos ha llevado reconocer su valor en Europa?);
según Baudelaire, existen cuadros que han sido «creados» pero

|43|
FILOSOFIA DEL VI VI R

no «term inados» (y por desgracia existen otros que han sido


«term inados» pero no «creados»...). Porque el esbozo nos des­
cubre — contra la tradición ontológica, la misma que pretende
que cuanto m ás determ inada es una cosa, más «es»— que la
obra es m ás efectiva cuanto m ás cerca del origen, del proceso,
se m antiene: más vale abandonarla antes de terminarla, para
que pueda seguir siendo obra; más vale no terminarla para evi­
tar que se realice. «Acabar» un cuadro, decía Picasso, es como
rem atar al toro, matarlo.

Llam o c o lm a d o al momento que se opone a la em ergencia, es


decir, al m om ento donde todo ha llegado al término de su de­
sarrollo, es patente y coincide: es el momento de la definición y
del enunciado, del logos (¿y, por añadidura, el de la verdad?). El
m om ento en que se ofrece todo, en que todo es evidente y está
saturado, pero tam bién, precisam ente por ello, el momento en
que nada sigue actuando; y en consecuencia, como ocurre en el
lienzo, el m om ento en que efectivam ente se ve algo pero d eja de
aparecer. Este cara a cara inmóvil, que ya no ofrece nuevos ses­
gos, ni descubre nada nuevo, se vuelve estéril; un cuadro «ter­
m inado» (que ya no está en proceso). Como la mar inmóvil: ha
dejado de ascender pero aún no se retira. «La mar estaba sere­
na», escribe Hugo, «pero el reflujo com enzaba a dejarse notar».
Sí, es necesario, efectivam ente, que el reflujo com ience a dejar­
se notar para que esa quietud m isma aparezca; la retirada debe
haberse iniciado, aunque discretam ente, para que sem ejante
evidencia pueda emerger. También se dice del navio que está
detenido, en punto muerto, cuando no avanza ni retrocede.
Lo m ism o ocurre a las tres del mediodía, cuando se ha al­
canzado el punto álgido de la m añana y todavía no se ha in i­
ciado la puesta del sol: cuando, a plena luz del día, las cosas,
com pletam ente inmóviles, resultan perfectam ente nítidas, en
el punto álgido de su caracterización y su calificación, cuando
ninguna oscuridad am enaza su visibilidad, ni ninguna nube

|44|
LA EVIDENCIA Y LA RETIRADA

amenaza con ensombrecerlas. No es posible ningu na oblicui­


dad o estrategia: las cosas se hunden en un letargo. Como la
luz ya no puede aumentar pero todavía no dism inuye, todas
las cosas han llegado al paroxismo, al colmo, de su determ i­
nación. Ya no revelan ninguna insuficiencia con respecto a un
origen, reposan perfectam ente en su «propiedad» o cualidad,
es posible acotarlas por todos lados: razón por la cual ya no se
distinguen. Es decir que, precisam ente dada su com pleta evi­
dencia, ya no tenemos perspectiva sobre ellas, ni acceso a ellas,
de modo que efectivamente las vemos, e incluso son lo único
que vemos, pero ya no las percibimos (lo cual no tiene nada de
paradójico o, cuando menos, en este punto ha em pezado a di­
solverse la paradoja). Según Agustín, tam bién la Creación ente­
ra, el Cielo y la Tierra, clam an con insistencia, en todas partes
y en todo momento, «evidencias» de Dios y, no obstante, somos
incapaces de percibirlas [Confesiones, XI, 4). De modo que ine­
vitablemente, para poder aparecer en este mundo. Dios se reti­
ra. Para que podamos sentir su om nipresencia está obligado a
ausentarse.
Convendría pues oponer entre sí estos dos m om entos: el de
la evidencia (de lo colm ado) y el de la retirada, el de la evidencia
que ya no permite discernir y el de la retirada que hace posible
la aparición de las cosas. Por una parte, en el estadio evidente
de lo colm ado (de la mar en calm a, o de la virtud reconocida,
de lo bello convencional y, sobre todo, de la celebración de la
fiesta...) conviene sospechar que hay algo que inevitablem ente
se ha perdido, volver de lo colm ad o a la em ergencia: retroceder
desde las m arcas características que constituyen la definición
hasta aquello de lo que esas m arcas son una realización y un
menoscabo, aquello que inevitablemente se ha retirado. D ebe­
mos descubrir, bajo la realización, aquello que en tal realiza­
ción, en lo que tiene de llana evidencia, se ha retirado: hasta el
punto de que esa evidencia m isma, que lo satura todo, que ya
no admite nada nuevo, que inhibe cualquier acceso, se torna
invisible. Por otra parte, precisamente en el m om ento opuesto,
el de la retirada, se descubre lo realizado pues, al salir de su
evidencia, aparece. Porque en el momento de retirada se inicia

|45|
FILOSOFÍA DEL VIVIR

una desaturación de la determ inación que despeja y disuelve la


opacidad. Con la reducción de la presencia, cuando la ausencia
empieza a atravesarla, se ilum ina de pronto lo que estaba de­
m asiado m anifiestam ente dado, desplegado, descubierto, para
dar lugar a alguna evolución o a algún descubrimiento.
La razón de este efecto no es tanto que, de forma subjetiva y
psicológica, esta reducción de la presencia com ience a inducir
una ausencia, a destilar una añoranza (según el antiguo tópico
del lirism o; retirada-añoranza) que, al poner ñn a la satisfac­
ción, haría desear de nuevo. La retirada iluminadora tampoco
se debe solo a la reconocida virtud de lo negativo, que establece
un contraste m arcado, como las sombras del cuadro realzan
los colores. De hecho, en esta ruptura entre la em ergencia y lo
colm ado, lo que sale a la luz y surge incidentalmente en el pen­
sam iento es nada m enos que la no-coincidencia consigo m is­
mo, con lo que escapa a la lógica (la del «ser» y el enunciado), de
modo que lo vivo está vivo y puede sentirse efectivamente. Eso
hace del m om ento de retirada una experiencia instructiva. La
em ergencia parece pero no aparece (solo la poesía consigue dar
señales de su presencia, sobre todo la poesía moderna y «m a­
tinal», Rimbaud y Chair); lo colm ad o es evidente, pero, como
ya no sobresale, no se discierne (así ocurre con el cuadro «ter­
minado», o con la carta robada guardada sobre la chimenea).
Pero com o la retirada no impone (el «ser» de la presencia im po­
ne), deja que lo otro atraviese al «yo» de modo que este empieza
a disolverse, y que rasgue lo pleno y lo vacío, de forma que lo
pleno pierde su opacidad y puede entonces tener pleno efecto,
pues solo la retirada perm ite aparecer, es decir que hace surgir
el fondo (retirándose) del que brota esa emergencia.
Así ocurre, ya no cuando com ienza a ponerse el sol, sino al
an ochecer: cuando la luz com ienza a retirarse no solo ocurre
que las cosas surjan de nuevo bajo los rayos oblicuos, sino so­
bre todo que descubrim os algo que constituye la virtud de la
luz (aimque no sea exactam ente «algo»), invisible pero que se
deja ganar por la oscuridad, aunque ofreciéndole resistencia
y desm arcándose. O en el otoño: en la retirada del verano que
despliega por todas partes su progreso y lleva a la naturaleza a

1461
LA E V I D E N C I A V LA R E T I R A D A

SU apogeo, no solo se percibe la nostalgia de esa plenitud pa­


sada y de su esplendor. Surge, porque resurge de la diferencia,
«algo», que no es un objeto, más fundamental que cualquier de­
finición y cuyo origen escapa, y aporta ese despliegue que, por
comodidad (por sintetizar), denom inam os «naturaleza». Tanto
el anochecer como el otoño, son temas banales com o pocos,
que habitualm ente relegamos al com entario o a la confidencia,
o que nos conducen muy pronto al mal lirism o. Sin embargo,
convendría no desdeñarlo que nos ofrecen, aunque torpem en­
te (dado su carácter sentimental), de ese algo efectivo (del que
todo enunciado determinante se desvía y term ina m alogran­
do). La poesía está ahí (se inventa) para sacar a la luz algo (un
«algo» imposible) que el /ogos perdió.
Y asimismo, solo cuando en imo mismo se retira la vida, a
causa de la vejez o de la enfermedad (a diferencia de cuando
aumenta su fuerza o se desarrolla y madura), com ienza a per­
cibir «lo que» es vivir. Basta leer las variaciones de M ontaigne
sobre ese objeto imposible en su último ensayo («De la expe­
riencia»): como, día a día, gradualmente y a trom picones, a tra­
vés de pausas y caídas, la vida lo va abandonando inadverti­
damente, term ina discerniendo y cobrando conciencia de ese
sentimiento que precede a cualquier sentir y que la plenitud de
la vida anterior recubría; el mero sentim iento de estar vivo (del
que también da cuenta Rousseau en las Confesiones y L as en ­
soñaciones). Lo mismo ocurre cuando me separo de ti; reparo
entonces en la fuerza de nuestro vínculo (pues la presencia, al
prolongarse, se pierde). No quiero poner a prueba la intensidad
del vínculo, ni calculo m aliciosam ente intensificarlo m ediante
la ausencia, sino que simplemente lo evidente aturde, la pre­
sencia obstruye; y la llegada de la separación viene a despejar
la presencia, de modo que esta deja de recubrir de opacidad la
relación.

|47|
FILOSOFÍA DEL VIVIR

Pero ¿qué tiene de inquietante esta división (entre la emergen­


cia y lo colm ad o, o entre la evidencia y la retirada)? Nada menos
que la necesidad de pensar en otra forma de coherencia, a poco
que tirem os de este hilo (¿acaso esta «coherencia» desborda la
lógica?). La prim era forma de lógica, que se cree única, es obvia
y triunfante (al m enos en el lagos europeo tal como lo estable­
ció Aristóteles); pero el hecho de que jam ás haya confrontado
ninguna otra forma ¿no la hace en alguna medida inconscien­
te? La lógica occidental extrae su coherencia de la coincidencia,
que descansa en la determ inación-definición y sirve de norma
al enunciado predicativo: así, es la lógica de lo «propio», que
presupone una identidad fundada en el Ser, la que establece
el axiom a prim ero de la no-contradicción. Esta lógica encuen­
tra, en el m arco de la filosofía clásica, su anclaje subjetivo en
la «evidencia»; com o presencia perfecta del objeto pensado, en
tanto «idea», que produce así la «claridad» en el espíritu que la
percibe; y se ilustra en la concepción tradicional de la verdad
como adecuación y conformidad, en la que se fundó la ciencia.
Pero no es m enos cierto que esta misma lógica evidencia
su debilidad cuando se trata de pensar la vida, pues la separa
constantem ente de ella m isma al considerarla según las deter­
m inaciones que la congelan, y no de acuerdo con lo que acabo
de llam ar su carácter efectivo. El carácter efectivo no incum be
al «ser», ni consiste en «algo», ni siquiera es un «objeto» posi­
ble. Cuando se aprehende la «vida» a partir de la disyunción
entre la em erg en cia/lo colm ado, empieza a abrirse una brecha
en esta adecuación tan bien urdida por la razón que pretende
abarcarlo todo con sus tentáculos («tela de araña» decía Nietzs-
che). Entonces ¿acaso no vemos cómo ese resquicio práctica­
m ente inadvertido abre una brecha al oponer la em ergencia y
lo colm ado? Desde que la vida optó por la vía del conocim iento
(de la esencia, de la adecuación, de la lógica, de la verdad...), ¿a
qué ha renunciado la filosofía? Al fenómeno de la vida, es decir,
de la vida en tanto que vida, que pasa incesantem ente a ser lo

|48|
LA F V I D E N C I A Y LA RETIRADA

contrario (o si no, es la muerte). Parece difícil no sospechar que


la filosofía se ha desviado de la vida (ha huido de la vida), para
poder pensar más cóm odamente (adecuadam ente) sus «obje­
tos», inevitablemente petrificados (precisam ente ese apaño es
el que Nietzsche le reprochaba a la filosofía).
Solo es posible pensar la vida com o desapropiación con stan ­
te de lo propio, puesto que pasa constantem ente a su contrario,
como quien escapa sin tregua de sí mismo, y esta es la única de­
finición posible, aunque sea una antidefinición. (La alternativa,
la opción de la adecuación, mata la vida.) Pero, entonces ¿cómo
es posible la no-coincidencia de algo consigo mismo? ¿Introdu­
ciendo un término que gobierne la identidad del «sí mismo»?
Hasta la virtud que «no abandona» la virtud se considera des­
provista de virtud, pues la virtud efectiva («superior») ya se ha
retirado de ella; y lo que se reconoce como «bello» es ya una
forma de belleza muerta, es decir, que ya no es efectiva, una for­
ma donde lo bello se encuentra en retirada, donde la evidencia,
al saturarlo todo, ya no discierne, y solo la retirada perm ite la
aparición... Pero el problema entonces es atribuir coherencia a
este pensamiento de la no-coincidencia, sin dejar que se hunda
en el misterio, rescatarlo del abism o de la Fe y de su absurdiim ,
donde solo Dios desafía a la lógica (del Satz com o enunciado al
Satz como «salto», de acuerdo con lo que señalaba tan atin a­
damente el filósofo alem án).'•* Y tam bién evitar que caiga en la
paradoja o la provocación, que solo pueden durar el tiempo de
una exhalación. ¿Cómo es posible no abandonar la vida al exo­
tismo o a los juegos de retórica (el culto del oxímoron) cuando
nos damos cuenta de que desafía, de la forma m ás ostensible, la
«evidencia» de la lógica?
Primero debemos preguntarnos si es posible separar de
forma tan contrastada los contrarios: como he señalado al c o ­
mienzo, la evidencia de las cosas se agota en lo colm ado, pero,
puesto que esta evidencia subjetiva es la piedra de toque de la

14. M artin f leidegger, Identital und Differenz, K leti-C olta, p. 28 (cf. Trad. André Pré-
au, Questions l tU II, op. cit., p. 273-274). [Trad. cast.: Iden tidad y Di/pre;icííi.Barcelona:
Anthropos, 1988).

|49|
FILOSOFIA DEL VIVIR

verdad, ¿en qué se apoya el racionalismo? Por un lado, sabemos


que la m irada exterior se ahoga en la presencia; por otro lado
— contrapartida que tiene consecuencias en la experiencia sen­
sible—, sabem os que la mirada del espíritu —pues tam bién el
espíritu sería «mirada», una metáfora tan antigua en Occidente
com o la m etafísica— se apoya en la presencia de la idea en sí.
Sin embargo, esto supone aceptar que para contener la am bi­
valencia característica de la evidencia basta con desdoblar el
mundo postulando lo inteligible por una parte y lo físico por
otra.
De hecho, incluso la «evidencia» intelectual puede ser una
forma de pereza: veo como evidente en mi espíritu lo que me
parece obvio, pero tal vez se deba solo a que estoy tan fam ilia­
rizado que ya no soy capaz de darme cuenta de la arbitrariedad,
a que he perdido la capacidad de cuestionarm e las cosas. La
coincidencia, cualquier coincidencia, el simple hecho de que
se produzca una coincidencia, ya sea de la vista o del entendi­
m iento, impide seguir progresando, trabajando: el acuerdo re­
conocido com porta la am enaza del letargo. La «evidencia», sea
cual sea, del espíritu o de la percepción, siempre corre el ries­
go de esa com odidad y esa renuncia. Y del mismo modo que la
evidencia de las cosas hace que ya no las veamos, la evidencia
de las ideas hace que ya no las pensemos. Cuando digo: «Es evi­
dente», me detengo, depongo las arm as y no sigo cuestionando.
Pero deberíam os preguntarnos si esta evidencia lógica a la que
pretendem os apelar para evitar incurrir en prejuicios, no disi­
mula un prejuicio todavía m ás tenaz; o si no estará basada en
una ceguera m ás profunda.
En consecuencia, se trata de un doble programa en los dos
frentes o por am bos lados. Por una parte, siempre es necesario
reconsiderar de un modo m ás exigente la condición y el dere­
cho de una evidencia lógica, esforzándose por disipar la oscu­
ridad en vez de por disim ular un acomodo: de ello depende
que pueda seguir sirviendo de punto de pertinencia irrecusa­
ble (universal) del pensam iento, y que el conocimiento pueda,
cuando m enos, apoyarse, ya que no puede fundarse, en ella.
Puesto que no es necesario renunciar a esta evidencia (de la

1501
LA E V I D E N C I A Y LA R E T I R A D A

coincidencia) en la que se apoya la razón. Por otra parte, toda­


vía no hemos acometido un trabajo que, dado su carácter de­
safiante, resulta inm ediatam ente sospechoso: el de sacar a la
luz otra forma de coherencia alternativa, una lógica no lógica,
la de la no-coincidencia o la de la impropiedad que, al escapar
al poder de determ inación del logos, sea legítim am ente capaz,
junto al conocimiento de los objetos, de dar cabida a ese objeto-
no-objeto («junto a», es decir, sin mala conciencia pero tam bién
sin bravuconería inútil) e ilum inar ese carácter efectivo de la
vida. Pues no quiero circunscribir esa no-coincidencia propia
de la vida en lo inefable, ni abandonarla al culto de lo irracional
o al misticismo compensatorio. Pero ¿cómo es posible articu ­
lar serenamente ambas cosas, dar carta de naturaleza tanto a
una como a la otra, al «saber» de la ciencia y al «pensam ien­
to» de la vida, considerando que la misma oposición entre ellas
es abstracta? ¿No es cierto que tam bién estos térm inos están
petrificados?
De modo que habrá que em pezar mostrando de qué es ca­
paz esta yuxtaposición o este «junto a» (de los dos regím enes
de coherencia): de la coincidencia o de la no-coincidencia, los
dos alias que se ilustran respectivam ente en la evidencia y la
retirada. ¿No se trata de la polaridad misma del pensam iento?
Precisamente, el pensar se produce en el espacio que se abre
entre una y otra, en esa tensión, la que existe entre lo «propio»
y su subversión. E incluso podría añadirse que la oposición de
las dos exigencias es la que nos conduce a pensar, la que hace
avanzar al pensamiento. Pero será preciso profundizar riguro­
samente en las im plicaciones de sem ejante coexistencia, pues­
to que quisiéramos evitar que lo que ha empezado a abrir una
«brecha» en la racionalidad, en forma de «retirada», quede ab­
sorbido en el seno de la intersección entre los territorios de la
religión frente a la ciencia.
No obstante, podría objetarse que la coexistencia ya está ad­
mitida, e incluso en parte regulada, aunque no legalizada, en
el seno mismo de la filosofía. Y que Descartes ya percibió en su
cogito el punto de emergencia de la evidencia, a partir del que
todo comienza; y que este le permitió desterrar la duda, pues

1511
FILOSOFÍA DEL VIVIR

lo estableció com o principio de la filosofía sobre el que cons­


truir la ciencia; e incluso que hizo de él la primera regla de su
m étodo, puesto que la idea «se presentaba» tan claram ente, es
decir, inm ediatam ente, al espíritu, y esta coincidencia, al re­
sultar com pleta, servía de fundamento de la verdad (algo que
no obstante no le impidió, como sabemos, meditar en el «uso
de las pasiones», en el Tratado de las pasiones, su gran logro,
ni siquiera le impidió poner en este texto «toda la placidez y la
felicidad de esta vida»,'® como confiesa en un aparte el filósofo
«enm ascarado»...).
Sin em bargo, conviene señalar que el hecho de que Descar­
tes m editase tanto sobre las pasiones, que le gustara distinguir
su diversidad y que pensara que en ellas se encuentra lo que da
encanto e intensidad a la vida, no implica necesariam ente que
se desm arcara ni un m ilím etro de la lógica de lo «propio» y de
su pertinencia. Ni el hecho de que, tanto antes como después
de D escartes, jam ás se haya dejado de pensar que la esencia del
hom bre es el «apetito», o que el poder del conatus (o del Trieb o
de la pulsión) es la expresión misma de la vida (ni siquiera el que
se haya concebido a Dios como la vida misma, en Spinoza, o al
ser com o la voluntad de poder, algo en lo que desgraciadam en­
te incurrió Nietzsche). Incluso cuando se piensa en la im petuo­
sidad y en el carácter desbordante de la vida, esta se encuentra
siempre considerada como una especie de «esencia», de modo
que no contradice en absoluto, ni siquiera se distancia (deja de
coincidir) un poco, de sí misma: la vida no bulle precisam ente
en su concepto; el tránsito de un «uno mismo» a su otro no está
com prom etido. De modo que aunque Descartes considere la
dualidad del cuerpo y el alma, o busque, por el contrario, a tra­
vés de alguna glándula cerebral o de los espíritus anim ales, un
punto de m ediación o de transición entre ambos, jam ás pone
en tela de juicio el principio de identidad, sino que lo confirm a
en todo m om ento: no deja que la vida perturbe su pensam ien­
to, que trastorne lo m ás m ínim o el método del conocim iento.

15. C arta al m arqués de Newcastle, m arzo o abril de 1648.

1521
LA E V I D E N C I A Y LA RETIRADA

Bajo las figuras de la evidencia y la retirada se dividen pues


esas dos opciones fundamentales, y lo que debe construirse
es la relación entre ambas. La filosofía es bifronte, una doble
confrontación: coherencia de la coincidencia o de la n o -coin ci­
dencia, lógica de lo propio o de lo impropio (los regím enes de la
hom ología o de la heterología). Se trata de identificar el objeto/
sujeto o de pensar la vida. Pero ¿cómo es posible no advertir
que, en esta línea de dem arcación, la fenomenología, en vez de
promover las condiciones de una coexistencia, se ha desgarra­
do? Entre, por una parte, el principio de evidencia al que vol­
vemos una y otra vez (Husserl), el único com ienzo im aginable
y la condición de posibilidad de la ciencia; y, por otra parte, la
mediación de la retirada, la única que nos perm ite pensar el
Ser (Heidegger), y llevarlo a distanciarse de sí m ismo en cuanto
«ser ahí». La fenomenología ¿surge entonces de algo que consi­
dera menos una tensión fecunda que una ruptura y una alter­
nativa [Evidenz/Entziig)? Se diría que así es, puesto que se ha
dejado fascinar por la evidencia o por la retirada; ya sea por lo
que se presenta irrefutablemente a la inteligencia del espíritu (a
partir de lo cual ese mismo espíritu puede partir para estable­
cer firmemente el conocimiento); o por la apelación a ir siempre
más lejos, al fondo sin fondo, despojándose de la verdad, hasta
el punto de que tal verdad llega finalm ente a renunciar a ella
misma como «verdad».
La coincidencia a partir de la que, siguiendo los pasos de
Descartes (en las M editaciones m etafísicas), es posible hacer
emerger siempre, a un bajo precio, la subjetividad (que se con­
cibe entonces como yo «puro» o «trascendental»), es precisa­
mente la que afirma que la «evidencia» no es solo el punto de
partida sino también la única justificación inquebrantable de la
ciencia; y es además el único modo de que la cosa se presente a
la conciencia (no simplemente el modo en que la suponemos o
la vislumbramos); la que afirm a que la evidencia se correspon­
de, pues, exactamente con la cosa, de modo que la mirada del

|53|
FILOSOFIA DEL VIVIR

espíritu alcanza así «la cosa misma», y que ello ocurre incluso
en un estadio antepredicativo (es decir, como «evidencia pri­
mitiva»). En sentido estricto, antes de Descartes, no se exigía
la evidencia, sino tan solo la claridad, por una cuestión de ne­
cesidad lógica (el deion oti de los griegos). Sobre la evidencia
«vivida» del «existo», Husserl fundó lo absoluto («apodíctico»)
del conocim iento. No obstante, desde el punto de vista que nos
preocupa en este caso, la pregunta no se ha resuelto y no hemos
conseguido avanzar. Porque seguimos sin entender cómo es
posible que esa evidencia «vivida», aprehendida exclusivamen­
te en la intuición de un instante, llegue a dar cuenta del carác­
ter efectivo de la vida, es decir, de la vida considerada como un
m ovim iento y alternancia de contrarios que hace que la vida
sea vida, desapropiación de lo propio, y escape a ella misma.
«Evidente» significa, en suma, la culm inación de lo «pro­
pio», térm ino m ás allá del cual no es posible avanzar: ya no es
un axiom a establecido (como lo era en Aristóteles), sino (taño
en D escartes com o en Husserl) una presencia subjetivamente
experim entada. Pero ¿cómo es posible entonces estar segu­
ro de poder congelar así la presencia, completamente aislada,
en nuestro espíritu? A ello responderá Heidegger de un modo
ejem plar, al desenclaustrar lo «propio» (Heidegger, en ¿Qué es
m etafísica?, donde inicia la ruptura); si es cierto que la ciencia,
en su «propia» determ inación (exclusivamente centrada en lo
viviente), de la «nada», no puede conocer nada, entonces se
descubre ella m ism a dependiente de esa «nada» a la que quiere
darle la espalda (pero que, no obstante, se encuentra incorpo­
rada en su seno; y por lo tanto la ciencia se encuentra necesa­
riam ente empujada, para aprehenderse a sí misma, m ás allá de
sí m ism a). Parece pues que ni siquiera la ciencia coincide con­
sigo m ism a (es decir, que ella misma es zwie spciltig); que no
puede encerrarse en sí misma (en su «ser ahí») más que desbor­
dándose; que el fundam ento no tiene fondo, que abre un «sin
fondo» abism al, A bgrund, en el que enraíza sin sospecharlo el
árbol cartesiano de la filosofía. Y así, resultará imposible esta­
blecer un punto de partida radical; siempre estaremos obliga­
dos a rem ontarnos m ás atrás para encontrar el origen (en busca

1541
LA E V I D E N C I A Y LA RETIRADA

precisamente de ese punto que no obstante escapa al enten d i­


miento, donde efectivam ente se encuentran los opuestos que
coinciden; donde, precisam ente cuando relegamos a la nada,
la afirmamos; donde es el Ser en sí mismo el que, sim ultánea y
contradictoriamente, «se evidencia y se retrae», «se da y se hur­
ta»: donde el Ser no puede revelarse, en el acontecer del ser ahí,
más que «retirándose» como Ser, etc.).
¿Qué ventaja tiene esta concepción (heideggeriana) para
pensar el hecho de vivir? Y, sobre todo, ¿qué podemos aprender
de la figura de la «retirada» al cuestionar el prestigio de la evi­
dencia y explorar en el «Ser»? Que si el Ser se piensa in icialm en ­
te como algo que es traído a la presencia, y ello por oposición al
presente-duración (detenido) del ser ahí de la metañ'sica, al dar
un paso más, pero hacia atrás, insignificante, nos vemos lleva­
dos a considerar que solam ente la «retirada» del Ser, aunque
«oculta», permite la emergencia del presente com o «devenir».
Dicho de otro modo, a fin de que se entienda m ejor la depen­
dencia original frente a lo Otro y el modo cómo esta m ina todo
pensamiento de lo propio o de la coincidencia: solo a partir de
una retirada la presencia es lo que es; entonces, la presencia ya
no es pensada solam ente por contraste con el presente, sino
que, en un sentido más originario, es su contrario: la «retira­
da». Así, lo «propio» (la coincidencia) se vuelve impropio en su
fundamento y exige ir siempre m ás allá.
Según Heidegger esto es lo que ya podía hallarse en el p en sa­
miento antiguo de los griegos, según el cual se concebía la lle­
gada del ser, o la presencia, la physis, en su emergencia original
y su «crecimiento», pero que inm ediatam ente se definió d e m a ­
siado propiam ente (llanam ente, a fuerza de «petrificar» diría
yo) como la «naturaleza». Pues, aun cuando concibam os la na­
turaleza como «eclosión» constante, emergencia y crecim iento
del aparecer [Aufgehen) —com o emergencia, de acuerdo con la
conocida fórmula de Heráclito—, sabemos que a ella tam bién
«le gusta ocultarse» y que esta ocultación, que constituye su
reserva, es lo único que garantiza su emergencia. Lo m ismo
ocurre con lo que, por un exceso de rigor, denom inam os inade­
cuadamente «verdad». Pues si los griegos concibieron la verdad

1551
FILOSOFÍA DEL VIVIR

com o «desvelamiento» {alétheia, Unverborgenheit), es precisa­


m ente (tesis desde entonces recurrente hasta la saciedad) por­
que remitía m ás esencialm ente a un «velamiento» (lethé) que
no solo constituía su fundamento, la reserva o la condición sino
que, dada su dim ensión opuesta, gobernaba constantemente a
la verdad desde el interior; un «velamiento» que, al retirarse en
beneficio del desvelamiento, tam bién se sustraía en él.

Convendría preguntar qué nos permite esclarecer la disyun­


ción entre la em ergen cia y su realización (una disyunción que
procedería de la disociación del «Ser» y del «devenir», de la re­
tirada del Ser que perm ite el despliegue del devenir, o del «ve­
lamiento» y del «desvelamiento»). La respuesta debería con­
tribuir por añadidura a dar cuenta de que la impropiedad, o la
n o-coincidencia, constituye el carácter efectivo de la vida y su
renovación. A m enos que, por defecto, la coincidencia que con­
firm aba la «evidencia», ya no pudiera constituir ese punto de
partida ineludible —ni, como tal, el «fundamento» de la cien­
cia—, puesto que se abre siempre más allá de sí m isma en su
contrario, a través del cual se pone en fuga; se orienta hacia una
no-coincidencia m ás esencial en nombre de la cual deberemos
concluir que la ciencia, cuando no sale del pensamiento de lo
«propio», de acuerdo con la célebre frase, «no piensa». Desde el
momento en que un térm ino no puede encerrarse en sí mismo,
coincidir consigo m ism o, sino que remite a algo anterior de lo
que depende (pero que se ha retirado de él para permitirle exis­
tir hasta el punto de haber quedado «olvidado»), la impropie­
dad fundam ental de todo enunciado (que se refiera a lo «pro­
pio») está asegurada. El momento posterior de coincidencia,
colmado, no es m ás que la huella (petrificada por la «lógica»)
de esta imposibilidad de fundamento, abismal y vertiginosa in ­
cluso, que se debe únicam ente a la retirada misma.
La cuestión es entonces a qué desposesión, propiamente
interm inable, nos conduce la desapropiación. Cuando desen­

|56|
LA EVIDENCIA Y LA RETIRADA

trañamos el fundamento de cada determ inación para buscar


aquello de lo que depende (algo que se retira sim ultáneam ente
y se ilumina en ella); y cuando adm itim os que nada puede fun­
darse en sí mismo, o que lo «propio» no es un «sí mismo», sino
aquello de lo que procede (es decir, cada vez que d escircu nscri­
bimos la presencia para interrogarnos sobre su origen), ya no es
posible detener este movimiento de regresión, ni dejar de bus­
car el fundamento del fundamento, de caer por esa brecha, de
retroceder en busca de una luz más clara que proyecte asim is­
mo una ulterior oscuridad. Ya no queda «evidencia» (ninguna
presencia aislable o «propia») a la que asirse. Incluso, en caso
de que nos detengamos finalm ente en un «primer» térm ino
que consideremos el más originario (ese «algo», com pletam en­
te indeterminado, del «existe algo» inicial, es gibt), ese primer
término, fatalmente, ya no significará nada: tan solo nom brará
la imposible propiedad en la que descansa todo enunciado.
Heidegger también justifica en muchas ocasiones tanto la
necesidad de pensar lo «propio» com o el orden, no de la esen­
cia sino del origen, no del fundamento sino de su im posibili­
dad. Para conseguirlo señala la necesidad de pasar de la «re­
presentación» a la «comprensión» iyorstellen/uersteherí), y de
deshacerse del modo de pensam iento rigurosam ente correc­
to (a fuerza de aislar) del entendim iento; e incluso apela a la
disolución de la «idea misma de la lógica» en el «torbellino de
una pregunta más originaria». Y todo ello podría servir para
señalar m omentáneam ente el cam ino, integrando la contra­
dicción y legitimándola de diversos modos, pero sin embargo
no bastaría. Durante una época he seguido el pensam iento de
Heidegger, pero aquí debo abandonarlo. Porque me parece que
Heidegger nos condena, al m enos en dos puntos, cuando in­
tentamos pensar la desapropiación característica del vivir (que
conduce a oponerse a la identidad impuesta habitualm ente al
concepto), es decir, cuando tratam os de evidenciar aún más la
falta de coincidencia propia del concepto-no-concepto.
En primer lugar, no me parece que Heidegger haya consegui­
do elucidar la relación entre la no-coincidencia m ás esencial en
lo que se refiere a la lógica (de lo propio o de la coincidencia) de

|57|
FILOSOFÍA DEL VIVIR

la que se desm arca; como no explicitó qué coherencia proponía


frente a la otra, aquella sobre la que se erige el conocimiento,
se vio obligado a justificarlas am bas y a mantenerlas en para­
lelo. Y ello supone el riesgo, cuando menos, de verse obligado
a abandonar la ciencia, el estatuto del objeto y de la técnica, y
tam bién el de la política (un asunto en el que, como sabemos,
naufragó su pensam iento); y tam bién supone el riesgo de verse
obligado a regresar bajo mano al qu ia absurdum de la teología,
e incluso de term inar recurriendo una vez más ai apofatismo.
Me parece que tam poco consiguió aclarar cómo debía el pen­
sam iento, no ya renunciar a lo «propio» (al conocimiento), sino
evolucionar activam ente de lo propio a lo impropio (y al revés),
y operar en esta diferencia (que da lugar al pensamiento) entre
la coincidencia y su falta (más bien, la descoincidencia)] entre
la inm ediatez de la evidencia que nos proporciona la claridad
de un asidero y un apoyo posibles (como tales, indispensables
para la labor de pensar) y el ahondamiento (la profundización)
en la regresión infinita propia de la retirada.
Por lo dem ás, como Heidegger se replegó en la «pregunta por
el Ser», ¿acaso no term inó abandonando el análisis existencial
que, sin em bargo, era la orientación que había considerado in i­
cialm ente adecuada para acceder al Ser (como se ve en el aná­
lisis de la angustia de Ser y tiem po)! Al centrarse exclusivamen­
te en la pregunta ontológica, y al reconducir y reducir así toda
descoincidencia a la única relación del Ser y del devenir, en
provecho del Ser, inevitablem ente, no pudo evitar caer, una vez
m ás y a despecho de las negaciones habituales, en las com odi­
dades de la regresión y de la hipóstasis; y, al hacerlo, de repente,
la filosofía a b a n d o n ó la vida una vez más.
En efecto, el pensam iento de Heidegger deja una vez más en
la oscuridad esos dos momentos que nos alertaron, a pesar de
incorporarlos y de combinarlos entre sí, tanto el momento de la
culm inación com o el de la retirada: de la retirada de la emergen­
cia en el seno de lo colmado, y tam bién de la retirada de lo col­
mado donde aparece aquello que esa culm inación de la eviden­
cia ya no perm itía discernir. En definitiva, el pensamiento hei-
deggeriano se aproxima pero no da cuenta de lo que Lao Zi hizo

|58|
LA E V I D E N C I A Y LA RETIRADA

aflorar, sin necesidad de explicitarlo, y que es un indicio cuya


pista nos lleva más lejos. Como se ha visto, Lao Zi nos m uestra,
por ejemplo, que desde el punto de vista fenomenológico, y sin
superponerle nada (sin aplastarla), la virtud «superior», anterior,
ya se ha retirado de aquella virtud que coincide con sus m arcas
tangibles y que es posible definir, una virtud inferior y reduci­
da; y así, lo que llamamos propiamente «virtud» ya no es virtud
efectiva, sino tan solo una virtud desvirtuada y codificada. Pero,
¿cómo es posible atenerse a eso simple, a ras de la experiencia,
lo propio de lo vivo o de lo «efectivo», sin dejar que lo sepulte el
aparato ontológico? ¿Cómo evitar desviarse de lo vivol
Que el hacerse efectivo sea la retirada de lo que se hace efec­
tivo no implica sin embargo que sea posible substancializar ese
«algo» (en definitiva, ahí es donde fracasa la ontología). De h e­
cho cualquier pensamiento que retroceda hasta el «Ser» para
situar en él lo efectivo (su «ocultarse» constituye la esencia del
Ser, según Heidegger, etc.) es un callejón sin salida. Asimism o,
tal vez el propio Heidegger, al hacer cam ino, habría traicionado
la llamada a volver a «las cosas mismas», zur S ach e selbst, que
no deja de plantear la filosofía de una a otra época, con perseve­
rancia, al menos desde Aristóteles, por más que Heidegger acu ­
sase a Husserl de no haberla escuchado. El riesgo de esta trai­
ción es que la reflexión queda confinada a unos térm inos cada
vez más alejados de la experiencia, o que dejan escapar la expe­
riencia; y que el filósofo ya solo puede recurrir al juego interno
del lenguaje y de la etimología; y se encuentra, en resum en, al
servicio de su única herram ienta, sin ninguna otra sustancia,
de modo que su empresa fallida ya solo puede com pensarse
(¿acaso hace falta insistir?) por lo que tiene de vaticinio. Nos
preguntamos, pues, si en realidad Heidegger percibió/concibió
fenomenológicamente (y no m etafísicam ente) la «retirada».
En definitiva, basta fijarse en el modo como Heidegger dio
cuenta del fenómeno del «claro», Lichtung'^ (un tem a sin embar-

16. Sobre todo en Das Ende der PhU osopfiieunddie Aufgabe des Denkens, en Zur Sache
des Denkens, Tübingen, Max Niemeyer, p. 72 (trad. fr.: Questions III y IV, G allim ard, «Tel»,
p.295). [Trad.cast.: El fin a l de la filosofía y ¡a tarea d el pensar. Madrid: T ecnos, 2000.]

1591
FILOSOFIA DEL VIVI R

go célebre donde los haya). Advertimos el claro del bosque, nos


dice, por contraste con la frondosidad del bosque {Dickung); pero
estrictam ente hablando se trata del «aclaramiento» más que del
«claro» (aunque esta sea la traducción consagrada), puesto que
se refiere no a la ausencia de árboles en una zona dada y cir­
cunscrita, sino a una rarefacción que atraviesa completamente
el bosque (los leñadores hablan de despejar el monte bajo para
que los árboles crezcan mejor). No se trata de suprimir, sino de
expurgar, de hacer menos tupida la broza, de despejar en vez
de vaciar. No se desbroza completamente, pero gracias a lo que
se retira vuelven a abrirse perspectivas. De modo que «aclara­
miento», recuerda Heidegger, significa «hacer más ligero» {et-
w as lichterí)-, y no tiene nada en común, insiste, «ni en la lengua
ni en cuanto a la cosa», con la semántica de licht que significa
«claridad» o «luminosidad». Pero después, de pronto, Heidegger
concede (recapitula) (¿por qué traiciona de pronto la lógica de la
imagen?): «no obstante» {gleichwohl) sigue en pie la posibilidad
«de una conexión de hecho entre las dos», la luz, Licht, puede
«efectivam ente» {namlich) coincidir con la Lichtung («caer en
ella»: einfallen), de modo que esta será la única que permitirá la
llegada de la luz que se propagará en el claro.
¿Por qué, de pronto, este giro? Y ¿a qué se debe la concesión?
¿Por qué no atenerse al hecho de que solo interviene el acla­
ram iento: de que es la retirada (de los árboles) la que p rop ia­
m en te aclara? Al desbrozar y limpiar, al hacer menos frondoso
el bosque, esa simple retirada basta para que se produzca la
aparición. Los árboles destacan más porque al haber despe­
jado la m aleza se distinguen los unos de los otros y dialogan
d in ám icam en te entre ellos (como muestra tan bien la pintura
ch in a en sus representaciones con el pincel). Al dejar pasar la
ausencia a través de la presencia, al filtrar el vacío, m ás que
la luz, aunque sin perm itirle extenderse, esa retirada permite
efectivam ente a lo pleno restante, al evidenciarse, realizar su
pleno efecto (¿acaso ese aclaram iento no se experim enta tam ­
bién en la penum bra?). La desaparición es la condición de la
aparición, de m odo que la presencia no puede aclararse a sí
m ism a, obstruye; por eso es precisa la retirada. Pero entonces

|60|
LA E V I D E N C I A Y l.A R E T I R A D A

¿por qué invocar ad em ás la luz (como hace Heidegger), por qué


hacer del «aclaramiento» una región particular (un lugar pri­
vilegiado), la única claridad en la que puede aparecer todo lo
que «es»? ¿Por qué no atenerse a la virtud de la poda y querer
que la luz venga a inundar el claro? La poda m ism a ya es una
forma de aclarar. No es el rayo de luz el que, Lichtstrahl, desde
fuera, trae la claridad, sino que esta surge del sim ple e sclare­
cimiento, por rarefacción, de lo opaco. Pues de lo contrario,
como ocurre en Heidegger, se corre el peligro de caer in fin e
en la vieja representación m etafísica (que nos apresuram os a
considerar sepultada) de la Luz que esclarece la «idea».

Si hasta ahora he procurado evitar lo religioso para pensar la


retirada, es porque sin duda el terreno no deja de deslizarse ha­
cia ella, hacia su abismo: en contexto europeo, la retirada de
uno mismo inclina hacia el abismo. En la concesión de su Hijo,
Dios se retira. Se despoja de sí m ism o para hacerse hombre y
salvar a los hombres; un gran mito que alum bra la vida. Al m e­
ditar sobre la retirada de «algo» inicial (ese algo del «hay algo»
original, es gibi), Heidegger parece evidenciar su inspiración.
Pues, de hecho, la figura cristiana de Dios es la que ha perm i­
tido pensar de forma más radical en Occidente la impropiedad
originaria o la no-coincidencia de lo uno consigo mismo, que
es la única forma de dar vida al concepto de vida; la única for­
ma donde el concepto de vida puede vivir, a diferencia de lo que
ocurre cuando coincide consigo mismo, cuando queda ence­
rrado y detenido en sí mismo, cuando el concepto hace de él
algo inerte: la única forma, en resumen, donde la vida, triun­
fando sobre la identidad de la esencia que la fijaría, puede ha­
llar su concepto. Dios se torna hijo (él, el Padre), esclavo (él, el
Señor), se sacrifica y muere (él, el Eterno). Es necesario que Dios
se abandone a sí mismo y renuncie a sí mismo, se vuelva otro y
llegue a experimentar lo contrario de él, para convertirse en el
«Dios vivo» (como «Espíritu»).

|61|
FILOSOFIA DEL VIVIR

Si es posible declarar a este Dios vivo, no es tanto porque


descienda a la Tierra y viva entre los hombres; ni porque el
Hijo pueda servir de mediador para llegar hasta Él; ni siquiera
porque al resucitar triunfe sobre la muerte del hombre. Lo es
sobre todo porque, en su Hijo, «Dios» se opone ejem plarm en­
te a sí m ism o, y lo h ace en su propio interior; se despoja de sí
y escapa a sí m ism o, en vez de reposar (mortalmente) en sí
m ism o (y esta es precisam ente, entre todos los monoteísmos,
la idea original del cristianism o). Ello hace del cristianism o
un pensam iento fecundo y lo caracteriza, en su m ensaje grie­
go, com o una confrontación escandalosa con la filosofía y, por
ello m ism o, la com pensa (piénsese en la intuición genial de
Pablo al confron tar la «locura» de la Cruz a la sophia del m un­
do): hacer de la prom esa evangélica lo otro de la filosofía, es
alzar de golpe la segunda al nivel de la primera, m ostrar su
carencia e invertirla. La confrontación donde la una subsana
la caren cia clam orosa de la otra es reveladora; frente a la in o ­
cua identidad (im pasibilidad) de las esencias que planteaba la
filosofía, surge una dram atización que mantiene en tensión la
vida; o frente a lo «propio» en que se basaba el conocim iento,
surge la im propiedad originaria que hace que la vida esté lla­
m ada a sep ararse de ella m ism a para recalificarse en su con ­
trario y no dejar de ser en vida. Juan supo advertir este filón
inagotable, tirar de este hilo prom isorio (XII, 25): «quien vive
preocupado solam ente por su vida, term inará por perderla»;
es necesario renu nciar a la vida para que ella se despliegue
(eternam ente).
En efecto, desde el momento en que, como hicieron los grie­
gos, pensam os en térm inos de esencia o de «propiedad», ya solo
es posible seguir pensando la diferencia y la dehiscencia pro­
pia de la vida desafiando lo propio o desapropiando, pues ya
no quedan m ás recursos (en el contexto teórico que sería el de
Europa y frente a ese régimen de la determ inación-definición
de lo propio, al que aboca el logos) que introducir abiertam en­
te la ruptura y volver a la función-ficción del relato, el mito. En
resum en, frente al discurso del conocimiento, parapetado en
la no-contradicción, no queda ninguna otra vía para pensar

|62|
LA E V I D E N C I A Y LA RETIRADA

la vida que concebir ese otro discurso (que es sin em bargo un


discurso-no-discurso) donde la palabra reivindica en Dios m is­
ino la contradicción (Cristo es com pletam ente hom bre y Dios a
la vez). La desapropiación se convierte en la esencia m ism a de
la vida: Dios muere como esclavo en la cruz. Porque, al atener­
nos a la ciencia, es decir, al lim itar la existencia de las cosas a
su definición, al relegarlas a sus determ inaciones o propieda­
des, en suma, al obligarlas a coincidir com pletam ente consigo
mismas, a encerrarse en sí m ism as, dejamos huir la vida de su
interior: la episteme, la «ciencia», com o ya advertía Aristóteles,
procede de la m isma raíz que stenai, «detenerse»...
Despojemos pues, una vez m ás, a la religión de sus trabas o
de su corteza (ese gesto que desde antaño alegoriza la actividad
filosófica): lo religioso, en Europa, no aspiraba principalm ente
a mantener la esperanza en un m ás allá y m ostrar la finalidad
última, o al menos no es esto lo que la hizo lógicam ente n ecesa­
ria. De forma más decisiva, sirvió para señalar esa otra verdad,
una verdad que en su caso lo era por inadecuación originaria y
que, como conciencia de la vida reprimida por la racionalidad
de la ciencia, solo podía irrum pir a través de su contrario; el
Misterio. Como no podía establecer en plano de igualdad una
contralógica, de la descoincidencia o de la impropiedad, era
necesario consagrarla en «Dios». Y a esa fuente han acudido a
beber una y otra vez, más o m enos clandestinam ente, los filó­
sofos («teósofos») que, en el pensam iento alem án, se negaron
a admitir la cómoda división entre razón y fe, o entre ciencia y
religión, a la que se aferró el pensam iento clásico hasta la Ilus­
tración; esos pensadores alem anes quisieron encontrar una
forma de coherencia específica (una coherencia ilógica) para el
fenómeno de la vida: de Eckhart a Boehm e («Comprender el no
en el sí y el sí en el no»); o de Boehm e a Hegel («Pensar la pura
vida, esa es la tarea», confiesa en sus escritos de juventud); o de
Hegel a Heidegger, quien toma del primero la idea (romántica)
de una ciencia que, contrariam ente a su definición cartesiano-
husserliana, se esfuerce por superar lo finito para acceder al
«saber infinito», el único capaz de contener «efectivamente» la
vida en su concepto.

1631
FILOSOFIA DEL VIVIR

Una nota de Jean Hyppolite en su gran obra Génesis y estruc­


tura de la «Fenom enología d el espíritu»,^’’ lo señala al pasar: «la
base del hegelianism o» es una determinada interpretación del
cristianism o, «según la cual Dios solo es realmente Dios al ha­
cerse hombre», «al conocer la muerte y el destino humano para
superarlos». Pero nos gustaría, en ese gran ovillo hegeliano,
observar cómo, una vez más, se tira del hilo que divide (¿y aca­
so no es ese el hilo principal?). Nos gustaría mostrar cómo se
desarrolla esa idea, innegable pero embarazosa, pues a fín de
cuentas Hegel no hizo otra cosa, al desarrollar su pensamiento,
que intentar dar una forma lógica a esa irracionalidad origina­
ria a la que el pensam iento de la vida lo confrontaba; es decir,
intentar pensar el concepto de la vida a fín de insuflarle vida
a ese concepto (en térm inos hegelianos, elevarse al «concepto
absoluto»). Pues, aunque Hegel m antiene como telón de fondo
la im agen (crística) de un Absoluto que se divide y se desga­
rra para devenir absoluto, en la medida en que esta diferencia
interna sigue siendo com pletam ente cualitativa (algo que lo
distancia de Schelling), Hegel no deja de empeñarse con todas
sus fuerzas en integrar (absorber) esa diferencia en la filosofía;
y cuanto m ás grande es el esfuerzo para acabar con la resisten­
cia, m ás fecundo es el pensam iento.
Ciertam ente, en este largo cam ino de la conciencia, des­
pués de haber considerado la naturaleza como contradictoria
de la «fuerza», sim ultáneam ente positiva y negativa, y después
de que lo verdadero se haya desprendido de la «cosifícación»
de la «percepción», W ahrnehmung, es decir, de una lógica de
la representación que se contenta con aislar y yuxtaponer las
propiedades, Hegel desem boca inevitablemente (en el momen­
to m ás intenso de L a fen om en olog ía del espírituy^ en una nue­
va certidum bre, que finalm ente eleva a la conciencia de sí: la

17. Jean Hyppolite, G enése et structiire d e «La Phenom énologie d e Vcsprit», París,
Aubier, 1946,1, p .l4 6. [Trad. cast.: Génesis y estructura d é la «Fenomenología d el espíritu».
B arcelon a: P enín su la, 1974.]
18. Fried rich Hegel, P hán om en ologie des Geistes, cap. IV, «Die Walirheit der
G ew issh eitsein er Selbst», F élix M einerVerlag, p. 122 y ss. [Trad. cast.: Fenom enología del
espíritu. M adrid: FCE, 2000.)

1641
LA E V I D E N C I A Y LA RETIRADA

certeza de que lo propio de cada determ inación es en general


revelarse en su contrario. Y por lo tanto es necesario sacar a las
determinaciones de su enclaustram iento y su quietud para que
pueda aparecer su movimiento interno y su «fluidez», Flüssi-
gkeit, o, añade Hegel, su «inquietud». Pues la única propiedad
de lo vivo, cuya forma superior es el su-jeto y ya no la sub-stan-
cia, es que no pueda coincidir jam ás plenam ente consigo (ser
«igual» a sí mismo, a menos que esté muerto), sino que para
ser él mismo deba pasar a su contrario, contradiciéndose inter­
namente y convirtiendo esta negación de sí m ismo en la única
identidad posible; entonces será un «sujeto» que, en vez de per­
mitir la reifícación que le im pone la identidad (como ocurría
en Descartes con la res cogitans), perm ita integrar en su seno el
«proceso» de la vida, un térm ino que a pesar de que en adelante
será antagónico, Hegel funde aquí con el de proceso, en la ex­
presión das Leben ais Prozess.
Pero tam bién sabemos hasta qué punto la dialéctica de H e­
gel traicionó esta intuición de la vida, al introducir la finalidad
de una superación, reabsorbiendo la contradicción en la supe­
ración y volviendo así al pensam iento de la coincidencia final
(el Saber absoluto) que vendría a clausurar el proceso. Hegel se
aproximó al concepto de la vida, es decir, a su contenido des-
coincidente y desapropiante, pero no fue capaz de m antenerse
fiel a él; volvió in fin e a la pertinencia que otorga el acuerdo y la
propiedad, volvió al fin a la verdad clásica. Por largo y doloroso
que resulte el desarrollo hegeliano del Espíritu, que prosigue
implacablemente de etapa en etapa y obliga sucesivam ente a
abandonar la certidumbre precedente, no es a fin de cuentas
más que un proceso temporal — como la m iseria del hombre
en la tierra— cuyo final es la Reconciliación-adecuación. Sin
duda, en Europa un pensam iento de la no coincidencia siem ­
pre es heroico y supone un esfuerzo sobrehum ano. Pero n u n ­
ca se sobrepone al vértigo y, frente al reino del logos —el de la
d eterm inación-d efinición-, al no encontrar apoyo más que en
la dram atización y en la escatología religiosas, está abocado a
la carencia y la irracionalidad: acuciado por un «absurdo» que
solo puede salvar, precisamente, el misterio del absurdum . Esto

|65|
FILOSOFIA DEL VIVIR

lo convierte al m ism o tiempo en una opción fascinante y ten­


tadora. Lo cual nos obliga a volver una vez más a la pregunta
inicial: el pensam iento de la no-coincidencia que permite pen­
sar la vida ¿está excluido de la coherencia de la lógica? O ¿cómo
encontrar una forma de sustraerse a la alternativa entre el abis­
mo del misterio y la conversión, o el retorno a la lógica de lo
«propio» que traiciona inevitablem ente la vida?

Para sustraernos a esa alternativa deberíamos retroceder hasta


los posicionam ientos culturales originalesy desatar las cadenas
que, tal vez inadvertidam ente, traban a nuestro pensamiento;
devolverle la libertad de m aniobra a la inteligencia, a cualquier
forma de inteligencia, perm itirle de nuevo una iniciativa nos
perm itiría em pezar desde una posición más elevada. Viajar
(m ediante el pensam iento) ya no es exótico, sino ex-óptico. El
interés de recordar el pensam iento chino una vez más (¿debo
insistir?) se debe a que nos brinda la posibilidad de percibir
la cuestión desde otro punto de vista: de observarla bajo una
nueva luz, sustrayéndola finalm ente del marco atávico que le
es propio, Europa, y en el cual su destino se encuentra un tanto
constreñido, por ingenioso que sea el esfuerzo posterior de la
filosofía por desprenderse de él. El pensamiento, como la vida,
y com o cualquier actividad, tam bién se estanca. Pero com o el
pensam iento chino no se ha consagrado a la determinación-
definición de lo propio que constituía el patrón de rigor del la­
gos griego, ni ha conocido jam ás la representación religiosa de
un gran Relato y su nudo-desenlace dramático, ve en todo esto
un punto delicado, «sutil», que es preciso abordar con una inte­
ligencia igualm ente «sutil» y oponiéndose a la opinión común:
sin embargo, en el pensam iento chino la vida no es un proble­
ma, ni un desafío a la razón.
Después de haber afirmado que la virtud «superior», em inen­
te, tiene la profundidad de «un pequeño valle», pues parece defi­
ciente (o, de acuerdo con las fórmulas precedentes que nos han

|66|
LA E V I D E N C I A Y LA RETIRADA

familiarizado con este enunciado: que «el cam ino que avanza
parece retroceder», «el cam ino plano parece accidentado», etc.),
el Tao Te Ching no tiene inconveniente en establecer la no co in ­
cidencia que permite pensar la vida (§ 41): «el gran cuadrado no
tiene ángulo(s)». Se trata de una fórmula que inevitablem ente
pone en crisis la lógica del logos, pero ¿acaso apela al m isterio?
Pues, del mismo modo que la «virtud» que «no se libera de la
virtud» carece de «virtud», el cuadrado que no se libera de su
determinación de cuadrado, que se mantiene en su definición
de cuadrado («cuadrado-cuadrado»), se descubre limitado, es­
téril, incapaz de desplegar su «amplitud» o «grandeza» de cu a­
drado. Pero ¿qué quiere decir aquí «grande»? Es evidente que
no se trata de una cuestión de tam año (en este sentido, el tao
también puede declararse «pequeño»), sino de la definición an ­
terior; el «cuadrado», en vez de replegarse en su determ inación,
de cerrarse en su adecuación, se m antiene en el despliegue, en
la emergencia; en una determ inación que le evita suscribir una
definición de «cuadrado» y quedar an clad o en ella.
«Grande» significa pues que no se deja fijar a su determ i­
nación sino que se sustrae a la clausura y evita quedar in m o­
vilizado, detenido, establecido com o una esencia sujeta al c o ­
nocimiento (y de ahí, en consecuencia, el elogio taoísta de la
«ignorancia», la única que perm ite aprehender la vida). Cuando
se trata de caracterizar el tao, la «vía», Lao Zi reconoce que solo
es posible caracterizarlo como «grande» aunque «forzando»;
pero esta denominación, lejos de constituir un atributo estable,
se abandona tan pronto como se asigna. Se denuncia tan pron­
to como se enuncia; la form ulación está som etida a constante
transformación:

Forzando, lo llamo grande,


grande significa que parte,
que parte significa que se aleja,
que se aleja significa que vuelve (§25).

Advertimos que, de forma deliberada, entre un térm ino y


otro, el enunciado escapa a sí mismo, se desapropia de lo uno

|67|
FILOSOFÍA DEL VI V I R

para reapropiarse de lo otro, y evidencia así una impropiedad


que, sin embargo, no constituye un fallo (que nos remita al fa­
m oso inefable), sino el proceso mismo de la «vía» (de la vida),
m ediante el cual, descoincidiendo constantem ente de sí m is­
m a se renueva y avanza constantemente. En vez de reposar en
cada térm ino propuesto, este enunciado se desprende sistemá­
ticam ente de sí m ismo y se desvía: cada uno de los términos ya
no constituye un «término» —es decir, ya no delimita ni «rema­
ta» el sentido—, sino un lugar de paso. El término posterior no
supera al precedente, ni siquiera añade algo, sino que recupera
lo que al anterior se le escapaba, al aislar y delimitar el sentido,
y lo salva de la determ inación en la que se habría estancado.
Se com prenderá por tanto que, aunque ello suponga rom­
per con toda una tradición de traducción (corrección), no sienta
la tentación de enm endar esta fórmula del Tao Te Ching (que
sigue inm ediatam ente al «gran cuadrado no tiene ángulo(s)»):
«La gran obra evita advenir»; y que, sin temer semejante ra-
dicalidad del sentido, no tenga prisa por adoptar aquello que
no es m ás que una versión débil de lo que se reconcilia con el
sentido com ún esperado de la lógica: «La gran obra se concluye
durante la noche» (wan, con la clave añadida del sol, sustituida
por m ian, «evitar»).'® No solamente esta ¡ectio facilior es des­
esperadam ente simple y m ina de antem ano todo lo que daría
que pensar, sino que además hace aguas en la concatenación
de estos enunciados; m ientras que la opción que yo suscribo
se integra perfectam ente en este desarrollo, remite a la perfec­
ción a lo que ya sabem os del esbozo y lo esclarece: la obra se
afirm a m ejor com o obra —sigue siendo efectiva— cuanto más
evita hundirse en una determ inación completa; y al quedarse
en el um bral de la actualización definitiva preserva, en el seno
m ism o de su representación, esa profundidad de la que ella
está hecha y de donde procede su em anación, es decir, esa pro­
fundidad que la m antiene viva. Al retirarse de la quietud que le

19. «Es lento p erfeccio n ar el gran Jarrón», traducen poetizando Pierre Leyris y Fran-
ío is Houang, Lao-tzeu. La Vote et sa vertii, Senil, p. 101; o «The Great Vessel takes long
to com plete» [Lleva tiem po term in ar el gran Jarrón], trad. D. C. Lau, retomada por R. G.
H enricks, Lao-tzu, Te-tao ching, Nueva York, B allan tin e books, 1989, p.l02.

|68|
LA E V I D E N C I A Y LA RETIRADA

impone el efecto, evita pues inm ovilizarse en una form a deter­


minada, acabada y afianzada en su identidad, que la congela
en su particularidad. Y, así, prevalece en ella la «gran imagen»,
como se dice después (el sentido de «grande» es el m ismo): «La
gran imagen no tiene forma...».
De modo que no debería asom brarnos que el pensam iento
chino solo pueda concebir la «vía», el tao, bajo la figura de la
retirada. Pero es una «retirada» que precisam ente va acom pa­
ñada del «despliegue»: es necesario que la vía se retire para que
sea posible un nuevo advenimiento. Una palabra «vacía» en
chino, er, que significa al mismo tiempo la concesión y la co n ­
secuencia (pero/de suerte que), denomina la relación entre la
retirada y el despliegue: al mismo tiempo que se oponen, la pri­
mera es la condición de la segunda. Solo la retirada perm ite el
despliegue: la desaparición es la condición de la aparición. Pero
en el pensamiento chino esta idea no se convierte en un enun­
ciado que subvierte la razón, conquistado tras una larga lucha
y al precio de un retroceso brutal, sino que las distintas escu e­
las la presentan como si fuera evidente, y ven en ella su fo n d o
de arm onía. En el confucionism o se dice del Sabio: «La vía del
Sabio se prodiga [se consume] al m ism o tiem po que se retira»
(«se oculta»,/e/ eryin, Zhong Yong, § 12); o se «retira» al m ismo
tiempo que «aparece» {yin erx ian , Liji, «Biaoji»); es a un tiempo
expansiva y se hurta {sich bekiin det und verbirgt, gew ahrt und
entzieht, dice a su vez Heidegger, como si tradujese).^® Pues la
vía se prodiga hasta en los «simples esposos», dice el clásico
chino, pero en su fondo íntimo, escapa incluso al Sabio.
Que el gran cuadrado no tenga ángulos, que la gran obra
evite advenir, o que la gran imagen no tenga forma, conduce al
Tao Te C/n'ng a concluir lo siguiente sobre la Retirada:

La vía se retira: sin nombre


sólo la vía puede otorgar y permite llegar a ser (§41, fín).

20. M artin Heidegger, U'ai ist Metaphysik?, op. cit., p. 15 (cf. fr.: Trad. Henry Corbin,
Questions I y II, op. cit., p. 33). Heidegger había emprendido, en 1943, la traducción al
alemán del Tao Te Ching, con la ayuda de un am igo chino, pero se detuvo a m edio ca m i­
no... porque aquello se estaba convirtiendo en alem án.

|69|
FILOSOFIA DEL VIVIR

La vía, el tao, se retira, o se oculta {yin), hasta el punto de que


ya no es posible nombrarla, pero esto es lo que le permite no de­
ja r de extenderse y prodigarse. O, en los términos de Heidegger:
«El Ser se consagra a nosotros, pero de tal forma que se retira al
m ism o tiem po de su esencia».^' Ese «algo» del «hay algo» origi­
nario, dice Heidegger, el último término de la regresión (de la
Ereignis com o «llegar a ser propiamente», tan intraducibie se­
gún el propio filósofo como el logos griego o el tao chino), no es
absolutam ente nada al margen de la función que le es propia;
pero a él vuelve todo. Del mismo modo, la «vía», el d a o {tao) no
tiene nada de concepto supremo, Oberbegriff,^'^ no señala ningu­
na entidad específica; sino que significa solamente que la retira­
da es la que perm ite «llegar a ser» y «otorga» {shan d a i qie cheng).
Pero, en definitiva, ¿qué aporta a la comprensión de esta
coherencia el no llam arla «Ser», o no llamarla m ínim am ente
«algo», es, sino la «vía», el d a o l Sin duda que, como la retirada
no es en absolu to designable, lo que se retira es asim ismo la dis­
pensa, de m odo que no se da aquí ninguna m etafísica que des­
m antelar; no es necesario, según el pensamiento chino, forzar
ni siquiera un poco la lengua: la fórmula cae por su propio peso.
Ya no funciona com o una paradoja; se opone al pensam iento
fácil, pero se «establece» {jian yan) sin excluir. Ni siquiera ha­
bría nada m ás que construir, por poco que fuera, en el pensa­
m iento (este apenas destaca). ¿Acaso cabe esperar otra revela­
ción? Todos los años la fecundidad se retira para que florezca
una nueva prim avera {physis); y toda efectividad se sustrae de
su efectivación, a medida que esta se fíja, para seguir siendo
efectiva. Y asim ism o, cuando el pintor deja sus trazos inacaba­
dos, la obra se retira en su fundamento invisible para dejarlo
aparecer. Y con ese simple gesto, al detenerla m ano, lo que saca
a la luz ya no es la vida determinada y definible, coincidente,
sino ese lugar donde la vida está viva, donde la vida silenciosa
descoincide consigo m ism a para seguir siendo devenir.

21. «Das Sich en tzieh en ist die VVeise, wie Sein west, d.h. ais An-vvesen sich zus-
chickt», D erS atz uom Gnind, Pfullingen, 1957, p. 122.
22. M artin Heidegger, Zeit iind Sein, en 7.iir S ache des Denkens, op. cit., p. 22 (cf. trad.
fr.: Questions l l l y IV, op. cit., p. 221). [Trad. cast.: El ser y el tiempo. Madrid: FCE, 1991.]

|70|
III El e/zíre de la vida

Como vivir consiste en eso que «somos» desde un principio,


sin exterioridad posible, nos preguntam os si es posible cobrar
una conciencia del interior absolutam ente profunda, com o por
ejemplo la biológica, y lo menos orientada de antem ano por cri­
terios ideológicos. Decimos que uiuir con siste «en eso», pero ese
«en eso» no es local: y tam bién decim os «desde un principio»,
aunque a cada uno de nosotros se nos escape ese principio. De
este «en eso», excesivamente representativo, en el que nos en ­
contramos desde siempre inm ersos, y frente al que no dispone­
mos de distancia, al menos es posible obtener alguna constata­
ción elemental, obvia, en la que apoyarnos (y que nos perm ita
evitar apresurarnos a las interpretaciones existentes), sobre la
«vida», que carece de condiciones suficientes de reflexividad.
En vez de hacer la vista gorda ante algo dem asiado trivial y
grosero como para detenernos a pensar en ello, tendrem os en
cuenta lo más radical, y volveremos a em pezar a ras de la expe­
riencia: la vida es hambre, la vida es sed.
¿Qué primera diferencia es posible advertir entre lo que está
vivo y lo que no está vivo? Todo lo que no está vivo coincide
consigo mismo, sin tensión recíproca en su interior: ese vacío es
solo un vacío y puede seguir vaciándose, hasta el vaciam iento
completo. Pero lo que está vivo (lo que constituye la vida) es que
ese vacío del hambre, al m ismo tiempo que se vacía, demanda

|71|
FILOSOFÍA DEL VIVIR

ser colm ado: aquí la falta no es solo falta sino carencia, y la vida
es aquello que no cesa de perseverar mediante su contrario.
Platón lo plantea de forma general: la «tarea» de todo ser vivo
{epichereisis), su trabajo constante, es ir «en sentido contrario
de los estados que experim enta» [Filebo, 35c). La vida, dicho de
otro modo, se sitúa en ese «entre»: entre el estado que se afirma
y el estado opuesto al que se aspira. Es un vaciamiento que no
obstante busca colm arse; un tonel que pierde, pero en el que no
dejam os de echar líquido, dice Sócrates, tal es la imagen anti­
nóm ica de la capacidad de la vida.
Sócrates com para la vida con dos toneles (Gorgias, 492-494).
El filósofo se pregunta si debemos permitir que nuestra vida
sea tan solo un tonel agujereado que se vacía constantemente,
de modo que nuestra ham bre y nuestra sed —y por añadidura
todas nuestras pasiones en la medida en que son insaciables—,
nos obliguen continuam ente (aunque en vano) a llenarlo. En
ese caso, la vida consistiría en intentar llenar un tonel aguje­
reado, puesto que nuestros deseos son tan ilimitados que dejan
escapar la satisfacción que persiguen. Con independencia de
nuestra esperanza de saciarnos, todo afán de llenar es im po­
sible. Pero si supiéram os lim itar nuestros deseos, nuestra vida
consistiría en un tonel sin agujeros: sería entonces un tonel que
podríam os llegar a llenar definitivamente y que nos dejaría
descansar, del que podríam os dejar de ocuparnos. Y en efecto,
el sabio, según Sócrates, vive en paz porque sus toneles están
«llenos», porque ha conseguido dominar sus deseos, contener
su apetito y no esperar nada.
Sin em bargo, Calicles replica inmediatamente que ese hom ­
bre cuyos toneles están llenos, que ya no tiene necesidad de se­
guir llenando, es un hombre muerto: al coincidir consigo m is­
mo, al no estar dividido ni experim entar ninguna tensión en
su interior que lo proyecte fuera de sí, vive como si fuera una
«piedra». En el m om ento en que deja de «derramar» líquido en
el tonel, deja de vivir, se m archita; ya «no experimenta ni ale­
gría ni pena», pues las penas tam bién forman parte de la vida
legítim am ente, la activan. Para Calicles, lo propio de la vida es
que nuestra ham bre y nuestros deseos sean insaciables, que no

|72|
EL « E N T R E » DE LA V I D A

renunciemos nunca a llenarnos, que nuestras satisl'acciones


impliquen siempre nuevas carencias, en suma, que el tonel esté
agujereado y siempre sea necesario derram ar líquido en su in ­
terior sin conseguir llenarlo jam ás. Es más, todo eso constituye
el encanto de la vida. Lo que la caracteriza y le da su encanto,
es que siempre es posible «seguir derramando» {epirreirí}. Es el
«no» (el no audaz que desafía radicalm ente las convenciones
de la moral): como derram ar sin conseguir llenar nos m an ­
tiene ocupados día y noche, com o el deseo insatisfecho nos
mantiene en tensión e impide que descansem os, no debem os
evitarlo. Cálleles nos invita a renunciar al engaño de la satis­
facción bienaventurada, y a tom ar la sempiterna renovación de
la carencia, no como el castigo de las Danaides, sino com o la
condición misma del estar vivos; es decir, como su fuente, tan
bienaventurada pues como la vida misma.
No debemos sucumbir al espejism o de la consecución de
nuestros anhelos, del final esperado, de lo logrado. D esconfie­
mos, dice Cálleles, de la com odidad de la sabiduría (de su pere­
za) según la cual más valdría vivir sin tener hambre, sin carecer
de nada: sin desear. Pues cuando se satisface un deseo no que­
da nada más: una vez saciados dejam os de vivir. Atrevámonos
incluso a esa tarea interm inable pero liberadora: la «obtención»
no es ganancia, como se cree, sino pérdida de la carencia. Sin
duda, podemos replicar que dedicarse a llenar indefinidam en­
te es una tarea vana: ¿de qué sirve seguir derram ando si jam ás
conseguiremos llenar nada? Sócrates se burla, y dice que tal vez
no sea una vida de «piedra» pero sí es una vida de «chorlito»
(se supone que ese pájaro arroja continuam ente los excrem en­
tos a medida que va comiendo). Sin embargo, lo que dinam iza
y activa la vida, lo que evita que resulte insignificante, es que
siempre tengamos hambre, que nuestros deseos no se sacien
nunca: en eso consiste su vitalidad, eso es lo que la m antiene
en tensión en el entre-, entre el deseo y la saciedad. Y en efecto,
vivimos precisamente en este entre (entre el deseo y la sacie­
dad). En vez de soñar en algún estado ideal, definitivo y ópti­
mo, al que accederíam os finalm ente y donde podríam os des­
cansar para siempre, la vida se justifica únicam ente com o una

|73|
FILOSOFÍA DEL VIVIR

carencia cuya satisfacción desvelará legítimamente una nueva


carencia; solo es posible entenderla com o un tonel agujereado.
Pero conviene no m alinterpretar el hambre insaciable que
C alicles opone a la «sabiduría» que quiere alcanzar Sócrates
(y que consiste en sentirnos «satisfechos», en contentarnos,
en aprender a lim itar nuestros deseos y considerarlos satisfe­
chos): C alicles no pretende hacer el elogio de la vida desenfre­
nada, del exceso y la desmesura, aunque Sócrates intente des­
m erecer su posición aludiendo a necesidades cada vez más ba­
jas (cuando «alguien tiene sarna» la necesidad de «rascarse»,
etc.). De hecho, lo que está en juego en la reivindicación de la
intem perancia, ako lastia, es otra cosa. La pregunta es: ¿dónde
se encuentra la plenitud de la vida? ¿Acaso en la consecución
del deseo colm ado; en el puerto, en el remanso, en el resulta­
do? Pero entonces, com o ninguna carencia nos proyecta hacia
adelante no nos queda nada por vivir... y el remanso es enton­
ces la m uerte. No obstante, tam bién es posible situar la pleni­
tud de la vida en el transcurso de la vida, lo cual supone una
constante renovación que solo es posible si toda saciedad es al
m ism o tiem po nueva carencia, y todo llenar un vaciar. ¿Dónde
situarem os entonces la vida: en la paz de la satisfacción col­
mada o en la tensión de una actividad que renuncia al deseo
de satisfacerse para poder proseguir? Sócrates denuncia el ca­
rácter ilusorio de una vida condenada a la repetición a causa
de la carencia; pero Calicles replica audazmente que, aunque
aparentem ente Sócrates propone una liberación, en realidad
nos está privando de algo tan im portante como la capacidad
de la vida de seguir viva.
De hecho, es evidente que Platón no es capaz de dar con­
tenido a ese «entre» (el deseo y la saciedad) que constituye el
transcurso de la vida. Como Sócrates vincula íntim am ente los
térm inos opuestos, el llenar y el vaciar, los encadena inexo­
rablem ente entre sí, solo es capaz de percibir el placer en la
satisfacción de una carencia (al m enos en lo que se refiere a
los placeres del cuerpo). Es incapaz de sustraerse a la concep­
ción, y sobre todo al planteam iento, según el cual todo deseo
es «deseo de» (el objeto que falta), de modo que ni siquiera es

|74|
EL « E N T R E * DE LA V I D A

capaz de im aginar un deseo, ni por lo tanto un placer, que no


se encuentre som etido a la presión de la carencia, sino que
surja con su apaciguam iento. «Cesamos al m ismo tiem po de
tener sed», concluye como si fuera evidente, «y de sentir placer
en beber» [Gorgias, 497c). Y en esta ocasión Calicles, que hasta
entonces ha sido tan combativo, asiente absurdam ente, y cae
en la trampa de pensar que solo existe satisfacción a p artir de
la privación, y que ello nos aboca a una interm inable rep eti­
ción: en resumidas cuentas, acepta la idea de que el deseo des­
cribe un m ovimiento negativo que consiste en la em ergencia
de una nueva carencia que satisfacer (un nuevo sufrim iento
que aliviar). Como si, al saciar la sed solo cupiera esperar que
la sed reapareciese. Sin embargo, el verdadero placer de b e ­
ber com ienza más bien cuando no nos aprem ia la sed, cuando
la carencia se apacigua, cuando la presión de la necesidad se
desvanece, cuando com enzam os a beber «por beber», e in clu ­
so sin tener sed: sim plemente para disfrutar (de una cualidad).
Entonces ya no bebem os para saciar una carencia, sino para
saborear, pues esa actividad de saborear solo puede in iciarse
precisamente, y desarrollarse, cuando se desprende de la c a ­
rencia, es decir, en el territorio de la saciedad. Pues, com o sa­
bemos, la saciedad no es de una sola pieza: no es algo estable,
detenido, sino que es devenir, y se prolonga.
Sócrates no solo no im agina la intersección entre la caren ­
cia y la saciedad, sino que ni siquiera puede vislum brar lo que
constituye la asíntote de la línea curvilínea que traza el deseo
al satisfacerse, prolongando su intersticio indefinidam ente; no
solo no vislumbra el menor intersticio o la m enor disolución en
ese ciclo infernal de dism inución-saciedad que se renueva sin
tregua; sino que incluso concibe el tiempo entre la privación y
la satisfacción menos como una transición que conduce de una
a la otra que como una ruptura (de modo que una vez m ás se
pierde de vista el entré). La falta de coincidencia entre el estado
presente de carencia (que persiste) y el estado futuro de satis­
facción (al que se aspira) se explica entonces únicam ente a par­
tir del dualismo del alma y el cuerpo, pero no como un proceso:
mientras que el cuerpo se encuentra encerrado en el presente

|75|
FILOSOFÍA DEL VIVI R

de la sensación, el alm a anticipa la satisfacción futura porque


recuerda la (misma) satisfacción pasada [Filebo, 31-36).^^
El paso de la carencia a la satisfacción se concibe menos
com o un tránsito que como el desbordamiento de una capaci­
dad (psicológica) confrontada a la otra (fisiológica) que se pro­
duce por efecto de la memoria y la proyección. Efectivamente,
afirm a Platón, sin memoria no existiría el deseo, y el ser vivo se
encontraría condenado a perm anecer encerrado en el tiempo
presente (del cuerpo). Pero la memoria de la que está dotada el
alm a solo libera al ser vivo del presente para apresarlo inmedia­
tam ente en la cadena de los opuestos, porque, cuando el cuerpo
siente una carencia, el alma solo puede anticipar el estado con­
trario (la satisfacción), del que se acuerda. Gracias a la memoria
del alm a, el ser vivo consigue liberarse del encierro en el ciclo
corporal, se em ancipa del momento actual. Pero como el esta­
do deseado es siempre, de hecho, un estado recordado, el deseo
(que es siempre del alma) gira sobre sí mismo, concluye Platón,
y descubre que su ú nico futuro se encuentra en el pasado.
Razón por la cual Platón no concede a este entre — donde
tran scu rre la vida— ningún interés. Como Platón piensa úni­
cam en te la vida del ser vivo como una sucesión de disminución
y saciedad (el ham bre, la sed) —e inscribe así la actividad del
ser vivo en la concatenación de disolución y recomposición de
la arm onía psicológica {Filebo, 31d)—, solo puede hacernos as­
pirar legítim am ente a otra vida, «más divina», en la que solo
cuente el alm a y su actividad «teórica», que será por fin impasi­
ble y se habrá liberado de este ciclo, pues solo los puros placeres
de alm a pueden acercarnos al «mundo» (a la «vida verdadera»).
Una vida consagrada de antem ano a su «fin» {telos), en el senti­
do pleno de la palabra griega: sim ultáneam ente término, meta
y perfección, y que dejará atrás cualquier entre precedente de la
vida. Hemos vuelto, una vez más, a las categorías dominantes
en las que Sócrates se apoya como si fueran un saber definitivo
[Filebo, 54c-e): com o solo se toma en cuenta lo que depende de

23. Véase La Félure du plaisir. Études sur le «Philébe» de Platón, dir. Monique Dix-
saut, Vrin, 1 9 9 9 ,1, p. 245s.

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El . « E N T R E * * DE LA VI DA

la esencia (ousia), lo que tiene estatuto ontológico, y se ab an ­


dona de antem ano todo lo que pertenece al orden del devenir,
de la genesis (por ejemplo, la transición entre el deseo y la sa­
tisfacción), esta vida ya solo podrá concebirse en función del
resultado, al que aspira el final, pero, por lo m ism o, ya no podrá
poseer ningún valor intrínseco.
Desde Nietzsche no ha dejado de señalarse que Platón reem ­
plazó el devenir de la vida y de lo sensible por el m á s allá de otra
vida, y ya sabemos qué precio pagó la vida. Pero me pregunto si,
en vez de insistir en la denuncia de los efectos del platonism o,
no merece más la pena indagar cómo llegó Platón a sem ejante
punto de obliteración del pensam iento del transcurrir, en cu al­
quiera de sus formas, y sobre todo de la vida; a qué se debe ese
rechazo de la genesis, que lo abocó a la peligrosa solución del
salto a lo «teórico» y a la postulación del «ideal». ¿Por qué habría
huido Platón de esta vida para alcanzar la vida tras la muerte,
en el «mundo de las ideas»? Desde mi punto de vista esta hui­
da se debe menos a un rechazo del presente de la vida y a la
influencia del supuesto resentim iento socrático, que a la in ca­
pacidad filosófica, propiamente lógica, para pensar el intersti­
cio entre el deseo y la saciedad; más a la falta de herram ientas,
pues, que a la convicción. Al menos, eso es lo que m e parece
advertir al leer a Platón con mayor suspicacia, analizando sus
carencias en vez de atenerme únicam ente a lo que plantea po­
sitivamente. Como no supo (pudo) dar un estatuto consistente
al «entre» [metnxu) se vio forzado a construir en el «más allá»,
el meta de la metafísica. En ese espacio se encontrará cóm odo y
podrá construir. Me temo que todo lo demás, incluidos los céle­
bres valores «ascéticos» tan criticados, es solo una consecuen­
cia de esta incapacidad.

Y temo que, de hecho, jam ás hem os escapado a una especie


de tram pa lógica en la que el pensam iento europeo cayó por
incapacidad para pensar el entre (de la vida). La contradicción

1771
FILOSOFÍA DEL VIVI R

se cierne de pronto sobre lo que llam am os «existencia» y la


condena, de m odo que ya no hay escapatoria: ¿es posible con­
cebir alguna alternativa? Y ¿acaso todo lo que pretende esca­
par de la contrad icción no es una forma de temor a pensar?
Como nos m uestra el ham bre, lo único que justifica nuestra
actividad constan te es la obtención proyectada de lo que nos
falta. Sin em bargo, cuando obtenem os lo que nos falta, nos
sentim os decepcionados y nos proyectamos hacia un nuevo
apetito. En los térm inos de Pascal: creem os que, al resolver
las dificultades con las que topamos para alcanzar nuestra
m eta, alcanzarem os finalm ente el reposo anhelado, el de la
saciedad, y no nos dam os cuenta (o más bien procuramos des­
esperadam ente ocultárnoslo) de que, cuando alcancem os el
objeto de deseo, no soportarem os por mucho tiempo el reposo
en que nos sum e tal satisfacción, pues ese reposo nos resulta
su m am en te «tedioso»; ni de que necesitam os incontinente­
m ente un nuevo objeto de deseo y de «desvelo». En este juego
nos aferram os apasionadam ente a un objetivo que nos m an­
tien e en vilo. Pues ese juego no nos interesa en absoluto si no
hay nada que ganar o si se nos otorga de antem ano el benefi­
cio; pero una vez obtenem os lo deseado, deja de interesarnos,
estam os «hartos».
P ascal y toda la psicología clásica se convirtieron en m o­
delos del arte de dem ostrar que todo logro es un engaño, que
toda satisfacción es d ecepción . Y quien no está de acuerdo es
porque no «ve», porque no quiere «conocer», porque no quie­
re p ensar en ello y prefiere engañarse. Pero tal vez m ás vale
engañ arse así, porque si no, la vida sería insoportable. Aquí,
se ha abandonado el ciclo elemental, psicológico, de la dism i­
nu ción -restau ración vital, que señalaba Platón, y el «hambre»
se ha convertido en un vacío interior (a causa del despliegue
cristian o de la figura del Sujeto). Pero la lógica coercitiva de
la con caten ación persiste: la tram pa ha vuelto a imponerse.
O bien (y este o bien es la única salida), cuando volvemos a
h acern o s un nudo en torno al cuello regresam os al gran Re­
lato redentor que nos consuela y que solo puede resolver la
con trad icción prom etiendo una vida verdadera en otra parte:

|78|
EL - E N T R E » DE LA VI DA

Pascal concluye que la aspiración a la tranquilidad que nos


brinda la satisfacción es una huella de nuestra naturaleza ori­
ginal, malograda; y que el hecho de que solo podam os vivir en
la «zozobra» es la m arca de la Caída y de nuestra naturaleza
corrompida.
Es verdad que actualmente pretendem os habernos liberado,
por suerte, de este gran mythos religioso, pero ¿es posible lib e­
rarse tan fácilmente del argumento en que se basaba? Y si no lo
hemos conseguido ¿de qué sirve la proclam ada em ancipación?
Puesto que seguimos identificando la satisfacción con la de­
cepción, ¿acaso hemos desecho el nudo? D icho de otro modo,
¿dejaremos de ser pascalianos algún día, abandonarem os ese
Pascal que cada europeo descubre en el fondo de sí mismo, a
poco que rasque? La impronta de Pascal se advierte incluso en
Nietzsche, quien admiraba la perspicacia psicológica del filó­
sofo francés porque le perm itía observar el abism o y burlarse
de las moratorias.^'' En la juventud, al leer los Pensam ientos, nos
convertimos en pascalianos, cautivados a un m ism o tiempo
por el rigor geométrico de sus razonam ientos y por la intimidad
con la que nos interpela. Y, en caso de no hacerlo, correm os el
riesgo de caer subrepticiamente en el discurso débil, «voltairia-
no», que se limita a embotar su filo, a hacerlo m enos cortante,
compensando la lucidez con algo de resignación, o bien tem ­
plando la radicalidad con una sonrisa, desviando la mirada,
señalando las hojas que crecen o la alegría de los niños; o sim ­
plemente elogiando la «actividad», pero sin poder derribar a
Pascal: un discurso débil que no nos perm ite evitar refugiarnos
(en el compromiso) ni renegar (de la vanidad de la existencia).
En efecto, con Pascal, como él m ism o afirm aba de sí, la «pelota»
está bien «colocada». Pues, en la medida en que adm itim os de
buen grado su análisis sobre la «diversión», la caza y el juego, y
sobre la soledad del rey en m edio de su gloria, dependemos de
su punto de vista: «nunca buscam os las cosas sino la búsque-

24, «El cristianism o evidencia así un progreso en perspicacia psicológica; La Roche-


foiicauld y Pascal. Comprendió la identidad esen cial de las accion es hu m anas (todas in ­
morales) y su equivalencia originaria», N ietzsche, La Volonté d e puissance, op. cit. (XVI,
§ 7 8 6 [18871).

|79|
FILOSOFÍA DEL VIVIR

da de las cosas»; y nuestra naturaleza, si tal cosa existe, es el


«movimiento».^^
No obstante, para replicar, quisiera volver sobre mis propios
pasos y leer con atención el análisis pascaliano (la respuesta de
Voltaire es tan débil porque no tiene un concepto que oponer):
que sea la «caza» y no la «presa» lo que nos motiva, solamente
prueba que en efecto es la caza lo que cuenta, porque abre el
entre de nuestra actividad (entre la búsqueda y la satisfacción);
y, efectivam ente, la presa no es más que un pretexto que sirve
tan solo de lím ite o de apoyo a ese «entre» de la actividad a tra­
vés del que se despliega la vida. ¿Por qué debería privilegiarse el
objetivo, el térm ino (el «reposo») en detrimento de todo el tiem ­
po precedente (que se considera entonces simplemente como
un medio cuyo valor anula el resultado)? Solo porque, una vez
más, prim a la valoración idealista de la metafísica (que piensa
en térm inos de un «ser» que se opone al devenir, en términos
de estabilidad e identidad), una perspectiva en la que también
se ha instalado el pensam iento cristiano, al volverse dogmáti­
co. Según Pascal, a la concepción cristiana se opone necesaria
y negativam ente el «tumulto» de la existencia (la «confusión»,
la «agitación», la «pesadumbre»): porque al no otorgar ningún
contenido positivo al entre, no es posible sustraerse a la conno­
tación insidiosa de la «agitación».
Pero el argum ento pascaliano sobre la caza, que com o sa­
bem os el autor lleva al m áxim o grado de perfección, también
nos perm ite advertir a la perfección lo que tendenciosamente
m ezcla en el análisis para em baucarnos astutamente; incluso
podríam os afirm ar que nos hallam os ante uno de los primeros
(y m ás hermosos) análisis «existenciales». Pero me pregunto si
ese hom bre al que, según Pascal, moviliza la obtención de lo
que con toda seguridad, pero a toro p asad o, no podría satisfa­
cerlo, es efectivam ente un iluso. Y sospecho que es iluso sin ser­
lo: el cazador (el jugador) es, en el fondo, cómplice (consciente)
de su ilusión. Porque sabe que no hay que ahondar en este «en

25. Pascal, Pensées, ed. Brunschvicg, II, § 139. [Trad. cast.; Pensam ientos, trad. Xavier
Zubiri (M adrid: Espasa-Calpe, 2001.]

1801
El . - E N T R E » DE LA V I D A

el fondo», sabe que tal vez ese «en el fondo» es lo ilusorio. De


rnodo que no finge (cuando quiere la presa: cuando corre tras la
liebre), y el hecho de que la presa resulte finalm ente insatisfac­
toria no lo contraría: pues el m om ento siguiente no le sustrae
nada al precedente (del entre de la actividad). El últim o m om en ­
to no es la verdad. Quien acepta jugar despliega sus capacida­
des pero (luego) no se avergüenza del hecho de que el propósito
se descubra «a fin de cuentas» secundario.
Cuando observamos la plenitud en función del entre en que
consiste la actividad, y no en función del resultado esperado,
ya no entendemos en qué m edida esa acción —una o c a s ió n -
sería ilusoria o irrisoria. Lo que nos confunde es, m ás bien, el
modo en que hemos aprendido a pensar el propósito, que la fi­
losofía ha convertido en un asunto hegemónico: el fin del que
todo depende, y no solo un m edio de prospección, incluso ficti­
cio, de la actividad, en la m edida en que nos m antiene en vilo,
en proceso. Abrimos los ojos, pero ¿para ver qué? Aunque pre­
tenda desengañarnos, Pascal nos engaña de un modo m ás sutil
si cabe: nos induce a olvidar retrospectivam ente (de acuerdo
con ese tiempo liso, igual, llano, pulido, de la m etafísica) que
ese m om ento (de la caza, del placer, de la intensidad) ha exis­
tido efectivamente. El m om ento es imborrable e incom parable
con ningún otro: nada puede existir más que ese momento,
pues la existencia lo ha colm ado. Y en este sentido, la codiciada
conclusión no es más que la condición de posibilidad previa, no
la justificación.
Para liberarse de Pascal, se ha calificado su pensam iento de
«pesimismo» cristiano (jansenism o): los señores de Port-Royal
se dejaron obnubilar por la idea de la «desdicha» del hombre y
ya no consiguieron olvidarla nunca, ni ver nada más, ni mirar
hacia otro lado. Pero justam ente lo propio del discurso pasca-
liano, y lo que le otorga toda su fuerza, es que no deja en pie ni
siquiera «otro lado». Porque, para él, el «otro lado» es un error:
es huida, elusión, y cae a su vez en la lógica de la «distracción».
De ahí que, a falta de poder construir un contradiscurso, el hu­
manismo europeo, desde el m om ento en que se forja y por poco
serio que sea, vuelva habitualm ente a Pascal, bajo m ano. Pas-

|81|
FILOSOFIA DEL VIVIR

cal parece tener la llave de algo que nos sigue atormentando


y a lo cual no podemos oponernos (ni siquiera aunque solo lo
m irem os de reojo): que el problema que plantea la vida, y el su­
frim iento que la acompaña, no se debe tanto a que la felicidad
sea «inalcanzable» (a que hayamos puesto el listón demasiado
alto), sino a que es insoportable; no es que la felicidad sea impo­
sible, sino que es aburrida. Pues apenas alcanzam os la anhela­
da felicidad nos sentim os hastiados. Como decía Goethe: «Todo
es soportable en este mundo/excepto una serie de días herm o­
sos». Y Freud, citando a Goethe, añadía: «Toda persistencia de
una situación deseada por el principio de placer proporciona
tan solo un sentim iento de bienestar bastante tibio. Porque
nuestros dispositivos son tales que solo podemos disfrutar in­
tensam ente del contraste» y «sólo podemos disfrutar muy poco
de lo que es un estado».^
De modo que lo alarm ante no es que el mundo, en función
del «principio de realidad», se niegue a satisfacer nuestro deseo
—por m ás que eso sea lo que nos gustaría creer: que lo negati­
vo es lo exterior)—, sino que dada nuestra propia constitución,
la satisfacción se deshace de sí m ism a cuando se prolonga, por
m ás que se hubiera deseado la prolongación. Pascal lo llama
«complexión», Freud «constitución»: en los dos casos se trata
del irrenunciable y viejo mito de la naturaleza hum ana según el
cual lo que la define es el conflicto absoluto entre, por una par­
te, nuestra aspiración (al reposo: a lo que es «estado») y, por otra
parte, nuestra necesidad innegable de variación y de contraste.
Pero tal vez no sea necesariam ente ese estado —el «reposo»—
lo que disfrutam os, es decir, ese estado que, siempre según la
filosofía, supone una restauración del orden, el cual constitu­
ye a su vez una irrenunciable finalidad (la del «principio del
placer»). Tal vez lo que disfrutamos es lo cam biante —inesta­
ble— al desplegarse en el entre (de la actividad), y en ese caso el
reposo esperado no es más que un acicate ideal que contribu-

26. Sigm und Freud, D as Unbehagen in d er Kultur, § 2 (trad. fr.: Le M alaise dans la
culture, PUF, «Quadrige», p. 18-19). [Trad. cast.: El m olestaren la cultura. Madrid: Alian­
za, 2010.]

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EL « E N T R E » DE LA V I D A

ye, de nuevo por oposición, a la motivación. Desde este punto


(je vista, ese carácter que a fin de cuentas se revela tem poral,
en el fondo, importa poco. Podríamos preguntarnos por qué
Freud, norm alm ente tan radical, cuando cita en nota el pasaje
¿e Goethe (añadir una nota, com o se sabe, es ya adm itir una
fisura en la continuidad del discurso), se ve obligado a adoptar
una posición moderada. Se diría que no encontró otra m an e­
ra de deshacerse del problema: «No obstante, es posible que la
idea sea un poco exagerada...». ¿A qué se debe este paso hacia
atrás, esta timidez, cuando apenas se acaba de postular la tesis?
¿Semejante retractación in fin e no equivale a u n a negación? Y,
sobre todo, ¿por qué ese conciliador «es posible»? Freud se re ­
tira de puntillas de aquello a lo que se ha acercado dem asiado
audazmente: ¿siente vértigo? Se ve abocado, sin ningún recurso
ni defensa alternativas, a lo que parece la única estrategia dis­
ponible, prudente, frente a la abrupta tesis de la «desdicha» del
hombre: esquivar.

La finalidad es una traba ideológica que coarta a la conciencia


europea hasta el punto de que no solo ha tomado una forma ló­
gica (de lo ideológico a lo lógico, ese es el orden de con secu en ­
cia, no a la inversa), sino que tam bién ha inhibido nuestra im a­
ginación. Supongamos que, aun siendo unos incrédulos, nos
preguntamos: ¿cómo es posible concebir la vida de las alm as
bienaventuradas que han alcanzado su meta, su telos, junto a
Dios? Incluso en este caso persiste la contradicción entre el de­
seo y su satisfacción. Ni siquiera abstrayéndonos de cualquier
limitación y «miseria» de nuestra hum ana condición, somos
capaces de superar la contradicción de que el deseo, al satisfa­
cerse, se transforme en disgusto. Incluso cuando trasladam os
nuestra vida a un futuro beatífico junto a Dios, nos parece que
la privación seguiría engendrando sufrim iento o que, a la in ­
versa, la satisfacción generaría tedio. De ahí la reiterada difi­
cultad para representar el «paraíso». Los teólogos lo han inten­

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1- I L O S O F l A DEL VIVIR

tado una y otra vez, pero no lo consiguen. Porque no es posible


representar la vida de las alm as en el más allá redentor sin dar
de bruces con esta alternativa. Puede ocurrir o bien que al as­
cender hasta Dios sigan sintiendo el deseo de Dios, pero enton­
ces seguirían sintiendo su necesidad, estarán insatisfechos y,
en consecuencia, serán desdichadas; o bien que la presencia
de Dios los colm e, pero entonces como esa saciedad supondrá
consecuentem ente falta de deseo, deberá transformarse de in­
mediato en lasitud. De acuerdo con Agustín: «Si digo que no
serás saciado, ello significa que tendrás hambre; y si digo que
serás saciado, me tem o que sentirás repugnancia».^'
Ocurre lo m ism o incluso con la tesis, originaria, de las pri­
m eras criaturas espirituales que, saciadas de la contemplación
de Dios, se habrían «distanciado» de él (de acuerdo con la pro­
vocadora expresión: «estar saciado de la visión divina», koron
labein tes theórias)-P cuando los teólogos se atienen a la idea
del reposo y la estabilidad para describir la absoluta perfección
de la vida dichosa, no pueden evitar concebir semejante estado
como algo insoportable. ¿Acaso existiría una saciedad del bien,
satietas boni, sem ejante a la saciedad del mal? ¿O debemos su­
poner, con Gregorio de Nisa, que la única escapatoria posible
a esta dificultad es que, incluso junto a Dios, las almas de los
bienaventurados no dejarán de sentir hambre del Señor y m an­
tendrán el apetito (pero entonces cómo es posible que se sien­
tan «bienaventurados»)? «Pues lo que deseó se cumplió para
M oisés precisam ente porque su deseo permanecía insatisfe­
cho» {Vida d e Moisés, §235). Más exactamente, y sin atenuar la
contundencia de las palabras griegas: quien desea «está col­
mado» ipleróu tai) del hecho mismo de que su deseo sigue «sin
colm ar» [aplerótos). Naturalmente, Dios sacia a quien lo busca
según su capacidad, y aum enta en proporción a la capacidad de
quien le encuentra, pero ¿qué ocurrirá cuando alcancem os ese
estadio últim o «donde habremos sido tan colmados que ya no

27. Agustín, Tratados sobre el Evangelio de San Juan, 3,21.


28. M arguerite Harl, Le D échiffrem ent du sens, París, Instituí des études augusti-
niens, 1993, p. I91s.

|841
EL - E N T R E - DE I. A V I D A

será posible aumentar nuestra capacidad»,-^ ese estadio en que


nuestra perfección ya no será susceptible de ningún progreso?
(jna vez alcanzado ¿es posible que el apetito no esté con traria­
do, que la satisfacción no se convierta en «hartazgo»? Posible­
mente habrá que refugiarse de nuevo en el oxím oron para elu-
tlir lo ilógico. «Saciedad insaciable»,^® dice Agustín, in satiabilis
sotietas, una formulación paralela a la imñsibilis visio de Dios.
Pero, como ya se advirtió, el oxímoron no perm ite pensar.

Quisiéramos pues abrir una alternativa, pero ¿por dónde? D es­


hacer el nudo que inhibe incluso la posibilidad de concebir
la vida ideal («el paraíso»), pero ¿cómo conseguirlo? Aunque
queramos elaborar un contradiscurso, no sabem os sobre qué
fundarlo, porque los térm inos están tan interiorizados que for­
man parte del telón de fondo de nuestra im aginación. La ú ni­
ca posibilidad lógica para liberarse de las trabas im puestas al
menos desde el platonismo, es m antenerse deliberadam ente al
margen tanto del tener que llen ar siem pre com o de la satisfac­
ción definitiva, o del hambre insaciable y de la decepcionante
saciedad que se han postulado como los dos extrem os de la vi­
talidad. Es decir, evitar dejarse atrapar (fascinar) por esta a l­
ternativa para que pueda emerger el «entre» de la transición.
Pues es evidente que el intersticio escapa al espíritu dada su
indeterminación. Pero ¿quién dice que la verdad se encuentra
en la determinación? Incluso ¿quién dice que haya que abordar
la vida en términos de «verdad»?
Existe una fórmula china que al menos nos previene de ese
espejismo del estado de reposo y del carácter m aniqueo que sin
duda evidencia. Nos protege de esa luz demasiado cegadora que
irradian las antípodas. Discretam ente, nos aleja de esa encru ­
cijada al ilum inar con un rayo oblicuo el entre de la actividad:

29. Agustín, Tratados sobre el Evangelio ¡le San ¡uan, 6 3 , 1.


30. Agustín, Confesiones, II, 10.

|85|
FILOSOFÍA DEL VIVI R

Echar sin llenar jamás,


sacar sin agotar jamás.

El tao, la «vía», com o advertía el Zhuang Zi,^^ «no tiene de­


m arcaciones» [wei ski you feng; cap. 2, Guo, p. 83): el tao que
«brilla», que destaca, «no es el tao»; y asimismo, «la palabra que
distingue no atina». Lo cual significa que lo más caracterizable
es tam bién lo más arbitrario. El tao, la «vía», por el contrario,
nom bra ese entre, y en ella ninguno de los lados se aquieta, sino
que no se deja de pasar de uno a otro. No se trata del camino
que lleva a (un telos o fin esperado), sino de la vía de la «viabili­
dad» por donde se renueva el continuum de la vida. Esa es la ra­
zón de que solo sea posible calificar al tao de «difuso», «vago»,
indeterm inado: no atañe al «Ser».
Exam inem os el escenario: podemos encontrar el mismo
planteam iento entre dos personajes conceptuales del maestro
taoísta {Zhuang Zi, cap. 12, Guo, p. 440). «Oscura autenticidad»
(aunque el nombre del personaje es en parte intraducibie) se di­
rige al Este, al «ancho valle»; en la orilla del mar topa con «Viento
fecundo», y le explica que va al «ancho valle». Pero ¿qué es ese
lugar? «Es, com o realidad, el lugar donde se vierte sin llenar ja ­
más, o donde se saca sin agotar jam ás. Voy allí a cambiar». Existe
un lugar donde no se vierte hasta llenar ni se saca hasta agotar,
y en él no encontrarem os esos estados extremos, dramáticos, de
la carencia (dolorosa) o de la saciedad (aburrida). Tao, la «vía»,
nombra la renovación de un tránsito —cuando ya ha tenido lu­
gar— que, dado su «vaciamiento mediano» {chongdao), no con­
duce nunca a la saturación: «embota los filos» y «equilibra las
luces» {Tao Te Ching, § 4). Igualmente, cam biar {you) es el verbo
que denota precisam ente la supresión de los extremos, del fin y
el destino, es decir, la variación «de grado» entre dos polos: es el
verbo que alude a lo que se m antiene en movimiento, animado,
pero sin que exista ya una dirección apremiante a la que aspirar,
sin térm ino ni crispación en ninguno de los dos lados. El sabio
«cambia» en el tao, se nos dice, «como el pez en el agua».

31. Zhuang Zi, Zhuang Zi. «Maestro ChuangTsé». Barcelona: Kairós, 2007. (N. d é la t.)

|86|
EL - E N T R E » DE LA VI DA

Examinemos ahora la conversación entre tres personajes.


In corp orarem os una tercera voz al diálogo inconcluso entre
Sócrates y Cálleles, que desde mi punto de vista es uno de los
más violentos del mundo griego. Sócrates sostiene que convie­
ne que los toneles estén llenos al m áxim o porque cuando están
«llenos» nos liberamos; pero para Calióles es m ejor que los to­
neles estén bien agujereados, porque entonces podem os verter
una y otra vez, y solo ese «verter» nos m antiene anim ados. Y,
por su parte, el pensador taoísta, lim itándose a equilibrar el
planteamiento, desbloquea la alternativa, deshace, o m ás bien
distiende, el antagonismo. Para lograrlo basta escu char la alter­
nancia que plantea la frase, pues un verbo responde al otro, y
tanto uno como otro se alejan de los extrem os: verter sin llenar,
sacar sin agotar. Este planteam iento basta para com prender
algo como la respiración, en su constante intercam bio y reno­
vación, que sin embargo nunca llega al extrem o ni de lo vacío ni
de lo lleno, porque ambos se incluyen m utuam ente, y evita los
estados insostenibles a que da lugar la disyunción (o totalm ente
vacío o totalmente lleno): la respiración es efectivam ente aque­
llo que se mantiene entre los dos extrem os, h icu m be siempre
al momento (no hay un antes y un después). Y en este sentido
ilustra perfectamente la capacidad contem poránea del ser vivo:
como advertimos, es necesario cam biar de paradigm a para sa­
lir de la parálisis. En consecuencia, la respiración constituye el
argumento más fundamental contra el bloqueo en una u otra
posición: por contraste con la tradición oriental, descubrim os
que la filosofía europea no ha pensado en p ensar en ella.
El taoísta nos recomienda evitar la fascinación del radica­
lismo, la idea de que la verdad se halla en los extrem os (y si la
verdad está íntimamente unida a los extrem os, entonces des­
confiemos de la verdad). Es decir, nos recom ienda no creer in­
genuamente que conocer es alcan zar el fin a l: ni el del vacío que
requiere llenar desenfrenadamente, ni el de lo lleno tan colm a­
do como si ya estuviéramos muertos. Conviene evitar el estado
crítico, de un lado o de otro, y elaborar la «reserva» o la retirada
—el fondo sin fondo del ta o — de los dos lados. Si nos quedamos
por debajo del límite, sin «dejar» ni «adherir», es decir sin hun­

1871
FILOSOFIA DEL VIVIR

dim os pero sin privarnos, sino despejando el entre de la activi­


dad, evitarem os hipostasiar cualquiera de los dos extremos de
la alternativa (responde Zhuang Zi), tanto el ham bre ávida del
deseo (Calicles) com o la saciedad colmada (Sócrates); y así es­
caparem os tanto al sufrimiento de la miseria como al disgusto
que provoca la saciedad.
A partir de esta incitación oblicua, que es m ás bien un en­
vite y que sin em bargo no abrum a com o una tesis, ya no habrá
que tem er el cam bio de perspectiva; nos situarem os antes de
unos presupuestos que tal vez la filosofía asum ió demasiado
apresuradam ente. D ebem os dejar de pensar el entre como
algo carente de concepto y que se lim ita a separar los extre­
mos, com o si se tratara sim plem ente de un intervalo que el
pensam iento franquea fácilm ente y que se considera de an ­
tem ano m enos intenso. D ebem os dejar de considerarlo como
algo relativo, algo cuya indeterm inación condena a ser menos,
frente a los dos polos, los únicos determ inados (en tanto que
eidé, en griego), que perm itirían alcanzar lo absoluto. Tome­
m os m ás bien esos dos extrem os de la línea de puntos —pero
que, com o sabem os, muy fácilm ente se radicalizan—, como
la condición de posibilidad del entre donde finalm ente ocurre
todo, esp ecialm en te esa transición constante que es la respi­
ración de la vida. La vida y la muerte, cuyo acontecim iento
nos conm ociona, no «son», en realidad, más que una ocasión
para la vida. El paso siguiente será considerar el cam bio de
perspectiva donde se valora el entre discreto, en detrimento
del dram atism o estridente de los Extrem os, com o la silencio­
sa evidencia de una de las grandes transform aciones ideoló­
gicas contem poráneas. En sum a, se trata de com prender que
lo que despeja no es el paso a los extrem os, que la verdad no
se halla en los extrem os; sin duda esta perspectiva nos alejará
de la m etafísica.
En efecto, hem os llegado al tiem po del entre-tien, es decir,
literalm ente, un tiem po donde nos m antenem os en el entre,
donde el entre nos m antiene, donde somos conscientes de que
las capacidades se divisan en el entre de las dem arcaciones;
donde se desarrolla lo efectivo. De un modo m ás general, es

|88|
EL « E N T R E » DE LA VIDA

en la capacidad de abrir p rop ia d el entre donde se despliega


la vida; y sobre todo entre el futuro y el pasado, que de otro
modo reducen el presente, com o sabem os, a un puro punto
matemático, sin extensión, sin existencia apenas: el presente
no «es», propiamente hablando, sino que se proyecta y se p lie­
ga abriendo a los dos lados el futuro y el pasado, y desplazán­
dolos en una línea de puntos. «Entre-tien» es el concepto que
debe desarrollarse: debe dejar de ser un térm ino técnico para
convertirse en un térm ino ético. D ecim os que una viga tra n s­
versal sostiene [«entre-tient»] la estructura, la m antiene fírm e
gracias a la tensión que ejerce. Del m ism o modo, entre-tenir
significa m antener activo en ese estar entre dos cosas: m a n ­
tenemos una relación con el m undo (finalm ente nos ponem os
manos a la obra), con los otros (hecha a base de palabras), con
la vida (¿acaso se lim ita a algo físico? Ni siquiera la respiración
es algo m eram ente físico). Pero no piensen que, com o ya no
tenemos edad para proyectos ni aventuras, nos echam os atrás
ante el peligro de los extrem os, ni que nos hem os vuelto m ás
prudentes a fuerza de chocar contra los cristales, y hem os de­
cidido m erodear plácidam ente por el centro. No, sim plem ente
hemos comprendido que ceder al vértigo del Final es una for­
ma de comodidad.

Sin embargo, a su m anera Platón había dado consistencia al


«entre» inform e de la transición al adm itir la «mezcla» de los
contrarios. Volvamos al ejem plo del ham bre y la sed: cuando
tengo sed y bebo, experimento al m ism o tiempo una m olestia
(tener sed) y un placer (al saciarla, Gorgias, 496e). Incluso es po­
sible refinar este análisis de lo «intermedio» {en m esói) distin­
guiendo en la simultaneidad del tiempo: sigo sufriendo la sed,
pero al mismo tiempo recuerdo el placer (pasado) que me dará
poner fin a mi sufrimiento (en el futuro), a medida que bebo
[Filebo, 35e). Sim ultáneam ente experim ento una sensación la­
mentable y m e anticipo a la alegría, de modo que la am argura

1891
FILOSOFIA DEL VIV[ R

se m ezcla con la dulzura. Platón no retrocede ante esta con­


tradicción que pone de manifiesto la experiencia, sino que le
da cabida. Incluso traslada esta mezcla a los sentim ientos del
alm a: cuando experim entam os «ganas de reír» y nos burlamos
de las torpezas de nuestros amigos, el razonamiento nos mues­
tra que, al m ezclar el placer con el rechazo, dejamos coexistir
los opuestos {Filebo, 49-50). Y cuando asistimos a la represen­
tación de una tragedia «disfrutamos del llanto» {ib., 48a). ¿Qué
«m ezcla insólita», de pena y alegría a un tiempo, debieron de
experim entar los discípulos de Sócrates al asistir a la muerte
com pletam ente serena del maestro {Fedón, 59a)?
Pero ¿qué es una «mezcla» (meixis, krasis)! Aunque Platón,
sutil psicólogo, discierne claram ente cómo se mezcla en cada
caso una cosa con otra, el placer con la pena, o la am argura con
la dulzura, no obstante no cuestiona la estricta dicotomía: la
m ezcla existe, pero los opuestos nunca se confunden hasta el
punto de que su principio sea indiscernible. La alegría y la pena
se asocian contradictoriam ente en un mismo sujeto, pero una
y otra no se diluyen entre sí, sino que siguen siendo opuestas
dadas sus determ inaciones; de ahí que sea posible analizarlas
disociándolas, incluso en el interior mismo de la m ezcla y del
«enlace». De m odo que la m ezcla no es am bigüedad: que los
opuestos coexistan al mismo tiempo no significa que la fron­
tera que los separa se disuelva haciendo aparecer en el entre
una com unión secreta que difum inaría la demarcación. Una
victoria «am bigua» es una victoria que puede circular en los
dos sentidos, m anteniéndolos unidos en vez de contrastados.
Cuando descendem os de la vida ideal a la vida de los hombres,
descubrim os en Platón a un pensador de la mezcla, no de la
am bigüedad.
Y desde lo m ixto Platón puede llegar sin dificultad a la exclu­
sión. Si, en la oscuridad de los afectos, la pena y la alegría pue­
den m ezclarse, no ocurre lo mismo con la salud y la enferm e­
dad, y m enos aún con la felicidad y la desdicha, con el bien y el
m al {Gorgias, 495-496). Aunque al inicio del Fedón, Sócrates, a
quien le acaban de quitar las cadenas, siente placer al rascarse
y llega incluso a asom brarse de hasta qué punto lo penoso y lo

|90|
EL « E N T R E » DE LA V I D A

agradable están unidos, com o si dependieran «de una m ism a


cabeza», todo el diálogo está encam inado a dem ostrar, p resen­
tando nada m enos que la teoría de las «ideas», que las e sen ­
cias opuestas, así como sus cualidades prim eras, son in co m ­
patibles. Cuanto más me alejo de lo sensible y de lo afectivo,
más me aproximo al Ser y a la claridad, más me elevo al ideal,
y más consciente soy en consecuencia de la incom patibilidad
entre los opuestos. Pero ¿no es esta la razón por la que al fin y
al cabo Platón, que piensa en térm inos de «Ser», a b a n d o n a la
tiiclol Pues el plano del Ser es aquel donde es posible estable­
cer cómodamente la distinción de las esencias, cada una de las
cuales, dadas sus determ inaciones, se pliega y se cierra sobre
su propiedad (el «en-sí-en-cuanto a-sí» de su unicidad); m ien ­
tras que, por el contrario, pensar la vida nos obliga a d escen ­
der a ese fo n d o {fu n dam en tó) d e am big ü ed ad (de oscuridad)
donde lo uno no solo no puede diferenciarse tan claram ente de
su contrario, sino que incluso podría proceder de él. Y eso es
precisamente lo que intenta evitar Platón: él quiere ascender
hacia la luz.
De m anera que, cuando ávidos de explicaciones lógicas,
nos preguntamos sobre aquello que, en la historia del p en sa­
miento, ha supuesto una divergencia radical, a pesar de que
eso mismo sea considerado relativam ente indiferente (y no
aflore directa ni especialm ente a la superficie del discurso fi­
losófico), en torno a lo cual gira el debate para reflexionar, creo
que tendremos ocasión de volver sobre este asunto, pues este
es el meollo de la cuestión: Platón se com plació en describir la
mezcla, pero no cuestionó la identidad de las m ezclas; ad m i­
tió que los opuestos se unen contradictoriam ente entre sí, se
solapan, pero no que se disuelvan unos en los otros. En sum a,
también en Platón se adm ite el «entre», en cuanto co existen ­
cia sim ultánea de los contrarios, a un tiempo la pena y la a le ­
gría, o el placer y el sufrim iento, pero este entre no establece
un diálogo entre los contrarios, que siguen estancados; por
más que en la vida lleguen a em brollarse, en rigor siguen e s­
tando separados; en el plano del Ser, al que Platón ha hecho
ascender el pensam iento, es donde se establece y se advier-

1911
FILOSOFÍA DEL VI VIR

te la legítim a diferencia (como «separación de las esencias»,


diairesis tón eidórí).
Pero si queremos confrontar a la filosofía con sus decisiones
im plícitas, creo que es inevitable plantear una nueva cuestión:
es posible que lo que ha hecho que la filosofía occidental se
erigiera en m etafísica haya sido el abrumador peso-elección-
destino de evitar que la mezcla (que m antiene el principio de la
diferencia) se convirtiera en la ambigüedad (que confunde los
opuestos); y que al pensar el Ser (el en-sí, lo idéntico, lo deter­
m inado) hayamos renunciado a pensar, no tanto lo cambiante
o abigarrado, como, más exactam ente, la am bigü edad propia
de la vida (e incluso es posible que la elección de pensar el «Ser»
se deba a la necesidad de evitar pensar la vida, y que por ello se
haya relacionado esta «esencia» de la vida con otra vida, depu­
rada y liberada de toda ambigüedad). Pero aquello que la edifi­
cación de la m etafísica marginó y dejó a la sombra (al limitarse
a sacar a la luz las incompatibilidades entre las esencias y erigir
a partir de ellas el juego lógico de las relaciones), reapareció en
la literatura europea, que lo asumió restableciendo así la equi-
vocidad y am bivalencia malogradas del antiguo mythos.
En Europa, la am bigüedad es la justificación de la litera­
tura, al precio de una esquizofrenia cultural que no se ha
analizado suficientem ente, puesto que la rivalidad entre «li­
teratura» y «filosofía» las ha obligado a desplegar sus respec­
tivos recu rsos hasta la exasperación. ¿Cuál es la razón tácita,
seria, en que se apoya la literatura? La función y la vocación
com pensatoria de la literatura es la repudiada ambigüedad
del logos, m ás que lo singular, lo im aginario, lo narrativo, o lo
emotivo, que a fin de cuentas son solo modalidades para con­
tener y salvaguardar la característica ambigüedad de la vida.
Se trata pues de un reparto de papeles, a partir del objeto y
de la pertin en cia, pero como la filosofía actual ha moderado
su posición ha quedado eclipsada: por un lado se encuentra
la filosofía que, al establecer las antinom ias en el plano del
Ser, fundó la posibilidad del conocim iento, así como la de la
elección m oral, y en consecuencia la de la Libertad (el gran
tríptico teórico); y por el otro, la literatura, que al preservar

1921
EL " E N T R E - DE LA VI DA

la ambigüedad, al hacerse cargo de la penum bra donde los


opuestos dialogan y se encuentran a medio cam in o, pero sin
admitirla abiertam ente, en cualquier caso sin teorizarla (¿con
qué herram ientas?), «se ocupa» de la vida.
El novelista no distingue tanto la mezcla de los sentim ientos
s e g ú n su pretendido talento de psicólogo, o gracias al escalpelo

del anatomista, sino que más bien deja entrever cóm o un «m is­
mo» sentim iento (o sensación o cualidad) puede situarse en el
entre, de modo que no está claro cuál de las dos orientaciones
rivales pesa m ás y la alternancia entre una y otra es posible (no
tanto por indeterm inación com o por reticencia a dejarse de­
limitar y aislar como supuestos contrarios). Hasta el punto de
que determinado sentimiento, incluso explícito, no rom pe la
afinidad con su opuesto, e incluso jam ás se revela m ás próximo
a ningún otro sentim iento que a su opuesto. Un personaje está
«vivo» cuando su sentimiento cobra complejidad (una vez m ás la
mezcla) al dejar entrever (peligrosam ente para el pensam iento
claro que se aferra a las antinom ias) el fondo donde un térm ino
tiende hacia su contrario, un fondo que m antiene en diálogo a
los contrarios sin permitirles excluirse nunca com pletam ente:
por ejemplo, en Rojo y negro, nunca se resuelve definitivam ente
la tensión entre la ambición, es decir la revancha personal de
un rebelde solitario, y la ternura infinita dispuesta a sacrificar­
se por otro (de Julien Sorel con respecto a M adam e de Renal).

A esto se aferra Nietzsche precisam ente para socavar la m e­


tafísica y denunciar cómo esta ha renunciado a la vida: en vez
de oponer antinóm icam ente los contrarios, de plantear la dra­
mática escena de su exclusión, consecuencia de su necesaria
disyunción, y por lo tanto de la elección moral, com o si los
opuestos pudieran reivindicar orígenes inversos («celeste» y
«terrestre», «sensible» y «suprasensible»...), nuestros contrarios
«procederán» unos de otros (entstehen) y serán secretam ente
cómplices (según uno de los pasajes más intensos de Nietzsche,

|93|
FILOSOFIA DEL VIVI R

con el que inicia Más allá del bien y del mal, l, 2). Por ejemplo
¿qué vínculo oculto, qué túnel subterráneo, vincula íntim a­
mente, bajo m ano, la acción «desinteresada» y el «egoísmo» (o
la verdad y el error, o la contemplación del sabio y la codicia,
etc.), y m antiene a cada una de estas parejas en la ambigüe­
dad de lo inseparable, a pesar de la separación solemnemente
anunciada?
Pensar la vida im plicaría entonces este cambio radical de
perspectiva que perm ite pasar de la construcción m etafísica a
la sospecha genealógica: en adelante, las oposiciones no segui­
rán fundam entándose en el Ser, sino que se admitirá que, al ob­
servar con mayor atención los estadios extremos, congelados,
del fenómeno, se revelan de hecho graduales y reversibles. Lo
que interesa son esas cualidades de las que despreciamos los
grados, de las que ignoramos el delicado entre de la transición
y que así convertim os en esencias antagónicas, como si pro­
cedieran de mundos opuestos: como si este entre matizado no
fuera m ás que la irisación de una apariencia (la que denuncia
la ontología); y com o si solo fuera posible hallar la verdad en los
contrastes. Pero, desde mi punto de vista, Nietzsche no distin­
gue dem asiado entre los dos polos: por una parte señala el «so-
lapam iento» (m anteniendo la diferencia, verknüpft: de nuevo la
m ezcla); y, por otra parte, el «parentesco» e incluso la «identi­
dad esencial» {uerwandt, wesensgleiclí) que reducen la separa­
ción hasta la confusión que oscurece toda identidad. Nietzsche
m antiene la oposición en el «peligroso tal vez», gefahrliches vie-
lleicht, una audaz hipótesis que basta para hacer saltar el ce­
rrojo de las antinom ias y para precipitar la transvaloración de
los valores, aunque sin querer (poder) profundizar m ás en ese
«fondo» com ún de ambigüedad —fuente o fundam ento, / o « 5 o
fu n d a s — de donde m ana la vida antes de empezar a escindirse
o de que la opongam os inadecuadam ente a ella misma.
A esta gran carga contra la metafísica, sin duda es posible
replicar que, desde su origen, la m etafísica contem plaba la
eventualidad de su subversión: que toda filosofía que se precie
evidencia la inquietud de lo que la am enaza (en eso se recono­
ce precisam ente a una filosofía valiosa); y que Platón mismo, el

1941
EL - E N T R E - DE LA VI DA

primer creador de la ontología, se aproximó al m enos una vez a


ese punto, peligroso donde los haya, y al hacerlo socavó la p o­
sibilidad m ism a de la ontología (el famoso «parricidio»), don­
de el Ser descubre tam bién que «es» su opuesto; que, al querer
apropiarse de la inasible naturaleza de lo que m ás se le resistía,
la del «sofista», de lo que no es m ás que im agen o apariencia y
se camufla en esa zona interm edia y som bría entre el ser y el
no-ser, se dejó fascinar por el enunciado contundente, pero en
adelante necesario, de que el «no-ser», en cierto sentido, «es» y
que el «ser», de algún modo, «no es» {El sofista, 241d). En el pen­
samiento griego se habría producido un seísmo; tras la pista de
esta víctim a que hacía el papel de presa y que resultó imposible
de cazar, habríamos salido finalm ente del pensam iento de la
mezcla, de los entrecruzam ientos y los vínculos entre los con­
trarios [meixis, epallaxis, sum ploké) al respetar sus propieda­
des. Momento vertiginoso donde los haya: ¿acaso la distinción
de principio entre los extremos com enzaría a tam balearse h as­
ta el punto de entremezclarse, de forma inextricable, y d esh a ­
cerse en su opuesto? Hasta el punto de que, al diluirse la sepa­
ración, de debajo de la diferencia del Ser uno ascendería desde
el fondo hasta pasar a su opuesto, de modo que la am bigüedad
(de la vida) apareciera (se revelara) finalm ente.
Es cierto que Platón se asom a prácticam ente al precipicio
donde la identidad de uno de los polos, que se com unica su­
brepticiamente con su opuesto, podría disolverse, o al menos
deshilacharse; donde com enzaría a verse, com o en un abismo,
el fundamento sin fondo de ambigüedad-, donde el entre ya no
sería puramente una relación sino que dejaría salir a la luz una
indiscernibilidad de la dem arcación contra la que inm edia­
tamente term inaría fracasando cualquier determ inación m e­
diante la palabra. Y, para no caer en este precipicio que cons­
tituye el mayor peligro, Platón produce nada m enos que, como
sabemos, la magistral herram ienta de la dialéctica, la única a
la altura del peligro afrontado, la cual le perm ite precisam ente
admitir una «participación» entre las esencias, pero preservan­
do su «exterioridad» recíproca {ektos tontón, ib., 250d). El ha­
llazgo magistral de Platón, o la única forma de salir del atolla-

1951
FILOSOFÍA DEL VIVIR

dero, era pensar la negación como si nombrase lo «otro», pero


no lo contrario, de forma que el «no ser» ya no fuera el contrario
del «ser» sino lo otro del «ser», de modo que no lo contradijese:
lo «otro» se erige entonces en un «género» específico, en plano
de igualdad con ios demás géneros y como mediador de su rela­
ción, de modo que ya no am enaza su identidad.
De pronto se restablece el principio según el cual los opues­
tos, aunque participen de lo «otro», no pueden en ningún
caso com unicarse entre ellos: la exclusión de los contrarios se
m antiene y la antinom ia está a salvo. Con ello se restablece la
función de m ezcla, e incluso se le otorga finalmente un funda­
mento, puesto que en adelante se atiene a la jurisdicción del
dialéctico, que vela para que esa mezcla entre los géneros se
produzca en orden. Y se legitima entonces la justa predicación
y por añadidura un uso regulado del discurso, que evita tanto la
posibilidad de que no podamos decir nada como la de que po­
damos decirlo todo, que quedemos atrapados en la tautología o
librados al delirio de una palabra en caída libre: la filosofía se
purga de una vez por todas de la ambigüedad del entre, que po­
nía en peligro la m etódica distinción de las esencias, o al menos
la relega al m undo de lo impensado.
Lo m ism o hizo Hegel, el otro gran maestro de la dialéctica,
en el otro extrem o de la historia del logos: creó una dialéctica
que ya no se contentaba con pensar que lo uno «es» asim is­
mo, en alguna m edida, lo otro (para fundar la posibilidad de
la predicación); sino que daba cuenta de cómo lo uno «pasa»
necesariam en te a lo otro (con lo que dio a la modernidad la
posibilidad de la Historia com o el devenir del Sujeto). También
Hegel se acercó todo lo posible al fuego donde se consumen
las identidades: cuando, distanciándose de una lógica del «en­
tendim iento», antinóm ica y disyuntiva, piensa los contrarios
no ya com o si «cayeran uno fuera del otro» sino como si cada
uno «se convirtiera en otro en sí mismo», roza una vez m ás ese
precipicio donde los opuestos, al abrirse unos sobre otros, se
disolverían; donde el inexpugnable fondo de ambigüedad apa­
recería, y al hacerlo Hegel piensa efectivam ente la «fluidez» de
la «vida».

1961
EL « E N T R E » DE LA VIDA

Pero una vez más, la dialéctica es la herram ienta que perm i­


te franquear esa zona turbia sin que nos arrastre y con la m i­
rada puesta en su superación: se impide así a lo otro irradiar
en el interior de lo mismo, condicionado por la finalidad. En
efecto, lo mismo experimenta la desapropiación de sí mismo,
al tornarse «desigual» a sí, y lo negativo, en esta oportunidad,
opera en el interior mismo; no obstante, lo otro sirve a lo mismo
V no lo contam ina: atravesado de lo m ismo (el d ia - del térm ino
«dialéctica»), no lo ensancha ni lo traspasa. De modo que con
Hegel, dado este «otro» tutelado, la dialéctica se salva una vez
más del abismo donde la dem arcación resulta im posible, don­
de lo uno no se distingue de lo otro sino que se interpenetran:
sin duda es un abismo «tal vez dem asiado peligroso» que solo
Nietzsche, cerrándole el paso a la dialéctica, afirmó. Pero ¿es
posible atenerse a ese «tal vez» tan peligroso?

Hs posible plantear la pregunta nietzscheana de otra forma:


no del modo osado, arriesgado, envenenado, apresurado, que
apunta —como la flecha del p arto— contra el m oralismo; o
como si se retirase el último velo que oculta la im postura del
ideal. Apropiémonos de la actitud pero cam biem os el blanco.
Entonces aparecerá, por debajo de las codificaciones y las de­
marcaciones de la moral, ese fo n d o d e a m b ig ü ed ad a partir del
que comprendemos que la vida puede desplegarse tanto en un
sentido como en el contrario, y que m antiene a los contrarios
en una extraña afinidad. Nietzsche se preguntaba si la acción
desinteresada, die selbstlose Handlung, puede proceder del
egoísmo, pero no lo analizaba. D em os un paso m ás en su explo­
ración y preguntemos ¿qué relación es posible concebir entre
el altruismo y el egoísmo, o de qué naturaleza es este «entre»?
Para responder existen dos opciones que rivalizan desde hace
mucho tiempo. La primera opción consistiría en comprender la
generosidad y el egoísmo como dos polos com pletam ente an­
titéticos, como una pareja antinóm ica: no solo uno no puede

|97|
FILOSOFIA DEL VIVIR

proceder del otro, sino que lo excluye pues procede de un orj.


gen opuesto (el Bien/el Mal); en ese caso su «entre» es el de las
antípodas, se reivindica una incompatibilidad de principio que
desem boca en el maniqueísmo, y esta es efectivamente la so­
lución de la m etafísica, que busca únicamente «fundamentar»
la posición moral m ás común, socialmente más útil, la que ha
estereotipado el sentido común.
La segunda opción, por el contrario, consiste en procurar
mostrar, a la m anera de un sutil psicólogo, que la generosidad
va acom pañada a menudo de egoísmo; que en el fondo no es
m ás que un avatar m ás refinado del egoísmo. Del mismo modo
que en la época clásica se creía que la piedad no surgía de la
lógica de un cálculo interesado, ahora se creerá que nos porta­
mos bien con otro para beneficiarnos nosotros mismos (y sin
que ni siquiera tengam os que proyectarnos en el futuro, sin
que intervenga ningún aplazamiento). Al suprimir, pues, toda
distancia entre los opuestos, el entre se borra y la diferencia se
reduce. Pero esta concepción ni siquiera supone una paradoja,
dirá el m oralista que busca moralizar fácilmente: si me ocupo
tan generosam ente de ti, es para mantener mi vitalidad expan­
siva, para tener algo de qué ocuparme, y sobre todo algo a lo
que consagrarm e; es para no languidecer replegándome sobre
m í mismo: entregarm e me resulta benéfico. Cualquiera puede
darse cuenta de que la Herm anita de los pobres está radian­
te y no necesita alcanzar el Cielo para sentirse recompensada.
Porque la entrega al otro, como es fácil comprobar, me resulta
inspiradora, y mi generosidad me gratifica porque la devoción
me retribuye inm ediatam ente: presiento que mi supervivencia
(y m i ventaja) depende de sobreponerme a mi beneficio inme­
diato (un ardid de la Vida sim ilar al de la razón). Pero se trata
del m ism o interés: «egoísmo» de miras largas, más rentable y
m ejor entendido.
Con respecto a la tesis de la primera opción, Nietzsche lo
dijo todo: la im perm eabilidad que la moral impone a los opues­
tos es ficticia (un auténtico sobretodo). Que no hayamos dejado
de intentar separarlas jam ás tiene que ver con que esta posición
segrega una fuerza defensiva a la altura de su negación. Pero

1981
EL - E N T R E - DE LA V I D A

¿validaría esto la tesis opuesta? La posición de Nietzsche se


considera desmitifícadora y pretende no ser ciega, pero ¿no es
a su vez superficial, a pesar de la «profundidad» de in trospec­
ción que reivindica? Desde mi punto de vista, el problem a no es
que su «pesimismo» la condene (que nos obligue a considerarla
«invivible»), sino que se queda a medio cam ino: porque al con­
tentarse con reconducir el altruism o al egoísmo, y suprim ir lo
que hay entre los dos, ¿no incurre en un acorralam iento inverso,
en un enm ascaram iento igualm ente fraudulento, aunque sea
menos perezoso? No hay duda de que la generosidad con el otro
es benéfica para uno mismo, es absurdo negarlo, pero ¿acaso se
confunde con el amor propio? ¿No incurrim os en una inversión
(una denuncia) muy fácil? Porque la generosidad se orienta a l
mismo tiem po hacia el fondo del amor pero abre en él una di­
rección opuesta. Y así, en la econom ía de las fuerzas, la genero­
sidad no es más que una versión más elaborada, más refinada
(más hipócrita) del egocentrism o: pero tam bién se vuelve co n ­
tra él, lo contradice y, al tom ar el sentido inverso, encuentra su
recurso en este rechazo.
Pensar el entre del egoísmo y la generosidad, m antenerlo en
tensión, no dejar que se distienda ni que se atrofie, que se con­
gele ni se borre, es pues negarse tanto al recurso fácil de la ex­
clusión (por incompatibilidad de esencias) com o a la confusión
(que conduce a la identidad de uno de los términos), y perm itir
observar la com unicación efectiva en su fundamento, al m ism o
tiempo que reivindicar — de forma efectiva— su diferencia. Es
comprender lo que constituye su ambigüedad originaria, pero
también lo que esta supone de elección (propiam ente moral),
pues permite orientarse en una u otra dirección, restaurando
así una ram ificación posible: Hércules encuentra una encru­
cijada y así tiene la oportunidad de escoger entre opciones
opuestas.
Si soy tierno es porque efectivam ente puedo ser cruel, y la
facultad misma de com promiso está movida por las dos posi­
bilidades. Hasta el punto de que quien no sabe ser cruel tam ­
poco podrá ser tierno: las dos cosas, la ternura y la crueldad,
beben del mismo pozo, se recortan sobre el mismo fondo, pero

|99|
f i l o s o f í a d e l v i v i r

su oposición solo puede medirse a partir de las consecuencias.


De modo que, para pensar la vida, m ás bien habrá que ser ca­
paz de pensar tanto en el parentesco originario entre ternura y
crueldad (de hecho, nada está tan cerca de la ternura como la
crueldad) com o en la capacidad de separarse y la tensión que
abren. A esta tensión se debe la dimensión abierta de la vida
(como abanico que revaloriza las posibilidades); y solo porque
m antienen entre ellos sem ejante afinidad, hasta disolver su
identidad, el conflicto entre ellos es ilusorio.
Pero ¿cómo nombraremos este carácter originario del entre
o de la am bigüedad que hace que pueda advenir tanto una cosa
com o su opuesta? El problema radica en que el entre se carac­
teriza por eludir cualquier dem arcación, por abolir la exclusión
de lo propio. ¿Cómo nombrar aquello (más radical) que hace
que los opuestos se descubran cóm plices entre sí, pero que en
sí m ism o no es m ás que esos opuestos, y que hace que su opo­
sición ya no sea ficticia? ¿Cómo nom brar ese juego sin que ese
vínculo esencial a la vida se erija en un tercer término (hiposta-
siado, metafi'sico) ni quede reabsorbido en la finalidad de una
superación dialéctica? ¿Cómo lograr que mantenga a los opues­
tos abiertos uno al otro, e incluso diluyéndose recíprocamente,
pero sin suprim ir no obstante los polos? Heráclito llamó «Dios»
a esa com unión de los opuestos correlacionados: «Dios es día
y noche, guerra y paz, invierno y verano, saciedad y hambre»
(fr. 67). Volvemos pues a algo elem ental como el hambre y la
saciedad, que se ahernan com o el día y la noche, la guerra y
la paz, o las estaciones: pero aquí no se pretende tanto señalar
la transición de un térm ino a otro com o mostrar la posibilidad
que les perm ite com unicarse íntim am ente —la misma, preci­
sam ente, que se negará a pensar Platón— y por la cual uno cae
en su opuesto. De modo que, según Heráclito, no comprende­
mos a Dios al aislar un térm ino de su opuesto, ni establecien­
do antinom ias, sino al «tomar» uno «y» otro; en eso consiste la
«comprensión», en tomar el ham bre y la saciedad, el día y la no­
che, etc.
Sin embargo, desde mi punto de vista, considerar que este
planteam iento se lim ita a señalar la identidad de los contrarios.

|100|
EL - E N T R E » DE LA V I D A

como se considera habitualm ente, y muestra a los contrarios


en su unidad, sigue siendo una interpretación parcial y dem a­
siado abstracta; y sobre todo impide com prender (sin alterarlo
demasiado) algo que podemos leer en Heráclito un poco des­
pués: Dios se diferencia «como el fuego, que cuando está m ez­
clado con aromas, se denomina según el perfum e de cada uno
de ellos». «Dios» no solo perm ite decir que los contrarios son
indisociables, que no es posible pensar uno sin el otro —ni el
día sin la noche, ni la vida sin la m uerte— y que sería tan super­
ficial como arbitrario, y de nuevo una forma de negación, no
querer reconocer la dependencia que los hace proceder a uno
(le otro y viceversa, y los vincula íntim am ente entre sí. La com ­
paración permite entender otra cosa que, desde mi punto de
vista, es aún más decisiva: que, del mismo modo que el fuego
desprende uno u otro olor, ese fondo común («Dios») se m an i­
fiesta (se reconoce: se «nombra») como una u otra posibilidad
al ofrecerse igualmente, dado que él es la posibilidad, a una u
otra; y que esa separación que crea el entre, que genera la va­
riedad del mundo y despliega la vida, constituye su asom brosa
grandeza, inconm ensurable, y hace que se lo llam e «Dios».
Y ¿acaso no es la pregunta por el significado de «Dios» lo
que más puede apasionar al pensam iento, así com o provocar­
lo y liberarlo? De acuerdo con Heráclito, es posible esperar de
él una elucidación completa de la vida, suficiente y profunda,
sin necesidad de recurrir a ningún otro plano que el de la vida
misma. Y sin necesidad de invocar ninguna creencia: así es el
«Dios» de Heráclito. Y creo que, fundam entalm ente, eso es lo
que debemos pensar, sea bajo el nombre de «Dios» o bajo cual­
quier otro que remita a ese entre ambiguo de lo indiferenciado:
aquello que desaparece bajo las fragm entaciones del lenguaje,
que se retira, se oculta, pero a partir de lo cual emergen in ce ­
santemente los contrarios. Para evitar obnubilarnos por uno de
los contrarios en detrimento del otro, fijando inexorablem ente
sobre él el deseo (el «día», el «verano», la «paz», la «saciedad»...:
lo que en cada caso corresponda con el lado bueno de las cosas)
es necesario discernir este fondo discreto que une a los contra­
rios, retroceder hasta ese entre intenso que las correlaciona. Sin

lio il
FILOSOFÍA D F .L V I V I R

em bargo, que haya que ir más allá de las antinom ias no signifi­
ca que haya que reconciliar las diferencias; se trata más bien de
m antener a flor de piel la diferencia, m ostrar cómo cada una de
las posibilidades, al mismo tiempo que dialoga con su opuesta
en ese fondo com ún, se afirma y se desarrolla completamente
al m argen: y dada esta separación surge la vida.
A p artir de ahí, considerem os la disposición vital que que­
ram os, singular y típica. Hagamos de esta concepción nuestra
herram ienta para analizar la vida, para realizar un análisis
distinto: que no separe ni «disocie» m ás los contrarios, como
exige tradicionalm ente el «análisis», sino que despeje un tér­
m ino a través del otro (puesto que en su fondo común se di­
suelven uno en el otro) m anteniéndolos no obstante confron­
tados. Considerem os, por ejemplo, la «angustia del audaz», die
Angst des Verwegenen, desde este punto de vista. No es posible
in m ovilizarla en una oposición diam etral a la «alegría» o al
«placer agradable» (de una «actividad que se desarrolla apaci­
blem ente», decía Heidegger).^- El bloqueo antitético que aísla
en la esen cia propia, lo sustrae a nuestra inteligencia. Pues, «al
m argen de estas oposiciones», la angustia m antiene una secre­
ta alian za con su opuesto que se entenderá mejor en su rique­
za, no solam ente contra, sino tam bién a partir d e ella: que no
sería otra que la «serenidad» y la «placidez de una nostalgia
creativa»...
Tam bién podem os pensar en lo que muestra de una forma
elocuente el térm ino griego pharm akon , que significa tanto
«remedio» com o «veneno»: esta doble participación remite en­
tonces al elem ento común, «médium de cualquier disociación
posible».^^ Si el p h arm ak on es «ambivalente», dice Derrida, es
para constituir el «medio» —digamos el entre— donde se opo­
nen los opuestos, «el movimiento y el juego que los relacionan
entre sí», «invirtiéndolos» y haciéndolos pasar de un lado a otro
(se trata de «la diferancia [la différance] de la diferencia»): un

32. M artin Heidegger, Was ist Metaphysik?, op.cit., p. 38 (cf. trad. Fr.: Henry Corbin,
Q uestions I et //, op. cit., p. 66).
33. Jacqu es D errida, La D issém ination, «La Pharm acie de Platón», §5. [Trad. cast.: l a
disem inación . Madrid: Fundam entos, 2007.)

11021
EL - E N T R E - DE LA V I DA

niovimiento que deja de lado, «en su som bra y en su indecisa


víspera», «los diferentes y los diferendos que la discrim inación
terminará trazando».

Sin embargo, me pregunto si se trata propiamente de «am bi­


valencia». Cuando la am bivalen cia nombra la coexistencia si­
multánea de los opuestos (amo y detesto sim ultáneam ente el
mismo objeto), ese fo n d o de am b ig ü ed ad es tal que un térm ino
lio se distingue aún de su opuesto, y la separación entre ellos

sigue resultando vaga. La am bivalencia sigue dependiendo en­


tonces de la perspectiva platónica de la m ezcla llevada hasta la
contradicción y no cuestiona la identidad de cada uno de los
contrarios: su dualismo sigue en pie; los elementos, lo positivo
y lo negativo, se m ezclan en el m ism o sujeto, pero se siguen dis­
tinguiendo en él, incluso de forma violenta. Prueba de ello es la
«ambivalencia» del amor y del odio en Freud (de acuerdo con
el término precioso procedente de Bleuler): el «odio» tiene su
origen en las pulsiones de autoconservación y el «amor» en las
pulsiones sexuales, pero tanto uno com o otro tienen su fuente o
su fondo específicos (la pulsión de vida y la pulsión de muerte).
La am bigüedad, en cambio, rem ite a ese punto de fuga, tan p e­
ligroso para el pensamiento, donde un térm ino dialoga secre­
tamente con su opuesto y saca a la luz su ser indiviso, de modo
que su esencia se disuelve. Asimismo, en consecuencia, aquí se
trata menos de una «inversión» (de un térm ino en su contrario)
que de una alternancia que perm ite circular de un lado a otro
a partir de ese entre ambiguo y que despliega casi indistinta­
mente una u otra posibilidad. Pero naturalm ente todo radica
en este «casi»...
Convendría exam inar cuál es pues ese «momento» tan te­
nue, que aquí tiene más un sentido físico que tem poral, tan
discreto, y asim ismo el más fascinante que podam os vivir, en
el que podrían decantarse tanto nuestro am or como nuestro
odio, nuestro deseo como nuestra repulsión. Ya no se trata de

11031
FILOSOFIA DEL VIVIR

que la repulsión provenga de una inversión a partir de la repe­


tición-satisfacción, a pesar de que la fantasía del paraíso nos
haya inculcado esa ¡dea, sino de que aflora de pronto, de una
forma escandalosa, su secreto parentesco; porque finalm en­
te cae el velo que ocultaba su ambigüedad. La inteligencia de
Sade, en su relato paroxístico, consiste en poner de relieve no
ya ese m om ento en que experim ento sim ultánea y contradic­
toriam ente el deseo y la aversión, sino aquel otro en que aque­
llo que experim ento con mayor violencia, o de una forma más
radical, puede decantarse en un sentido o en otro, el deseo o
la aversión, revelándonos de pronto, en ese tránsito, su desqui­
ciante com plicidad. ¿Qué queda en esta experiencia de un su­
jeto propiam ente ético? Por ejemplo, cuando estoy frente a Ella
ya no ocurre que la ame y la deteste, algo que en sí mismo no
entraña mayor problema, salvo el riesgo de la esquizofrenia,
puesto que no cuestiona lo que entiendo a contrario por amar
o detestar; lo que ocurre más bien es que experim ento ese mo­
mento extraño en que, en el paroxismo de la emoción, puedo
hacer tanto una cosa com o la otra, abrazarla o abandonarla. Se
trata de algo que no es posible som eter a las categorías psicoló­
gicas, com o tanto nos gustaría hacer para liberarnos, sino que
deja atisbar una verdad insolente: nos perm ite percibir, aterro­
rizados, un punto posible —lim ítrofe— de equivalencia entre
los dos opuestos.
De ahí la necesidad de rechazar la radicalización d e la dife­
rencia, com o hace la ontología clásica (Aristóteles: ir «de dife­
rencia en diferencia» hasta la «última diferencia» que nos des­
vela la esencia); o la negación d e las diferencias, que las convier­
te en equivalencia (la posición escéptica que niega cualquier
posibilidad de com prometerse con la acción o con el pensa­
miento). La solución no es ni siquiera relativizar las diferencias
para encontrar un justo medio entre las dos cosas. Se trata más
bien de retroceder en lo indiferenciado de las diferencias has­
ta su punto m áxim o de equivalencia y alternancia, de donde
procede su am bigüedad; y, sim ultáneam ente, seguir de cerca el
desarrollo de cada diferencia para no perder eso que, por con­
traste, puede aportar de intensidad. Se trata, en suma, de hacer

|104|
EL « E N T R E - DE LA V I DA

valer la virtud del entre en los dos sentidos: la del vínculo donde
Lin térm ino se aproxima al otro (en ese fondo donde se disuelve
su identidad); y la de la separación y la tensión que revaloriza,
por contraste, los opuestos surgidos.
Dicho de otro modo, vivir, en el sentido de favorecer la
vida, im plicará dos cosas (ello hace que vivir sea una cu e s­
tión estratégica): por una parte, no perder de vista ese punto
de coincidencia de los opuestos, en origen, donde un térm ino
dialoga íntim am ente con su contrario, en ese entre originario
de la ambigüedad, lo cual evitará que nos dejem os obnubilar
por uno u otro y olvidemos hasta qué punto son interdepen-
dientes; pero, por otra parte, igualm ente, im plicará escoger
(decisión política, decisión moral) desarrollar m ás un sentido
que otro y comprometerse más en un sentido, aunque sep a­
mos que en el fondo el otro no ha desaparecido. Es preciso a
un mismo tiempo neutralizar las incom patibilidades para des­
pejar los recursos perdidos en esas disyunciones y activar las
diferencias para ampliar el alcance del cam po de lo posible.
Entonces ya no habrá que seguir tem iendo la saciedad, que
desemboca en la decepción, pues la vida desarrollará en toda
su diversidad sus valores del m ism o modo que despliega sus
variadas fragancias, según el arom a que echem os al fuego, o al
Dios de Heráclito.

A diferencia de Heráclito, los chinos no llam aron «Dios» a ese


fon d o d e am bigü ed ad del que proceden los opuestos, sino que
lo relacionaron con el tao, la «vía». El Tao Te Ching lo plantea
inicialmente, a propósito de una pareja de opuestos que es la
matriz de todas, desde cualquier punto de vista: la del «hay
algo» (actualizado) y el «no hay nada» (del fondo indiferencia-
do); o la de lo «nombrado» y lo «sin nombre», la del «principio»
(manifiesto) y la «Madre» (del origen), la de la m áxim a «quie­
tud» y la m áxim a «sutileza», o incluso la del estado de «deseo»
y de «no deseo» (§1):

11051
FILOSOFIA DEL VIVI R

Las dos cosas tienen el mismo origen pero tienen nombres


distintos;
que tengan el mismo origen es lo que llamamos lo abismal:
abismal y más abismal,
esa es la puerta de la multitud de los advenimientos indefini­
dam ente logrados [o: de los indefinidamente matizados]

La correlación del fondo sin fondo de la latencia (de la in­


m anencia) y de la actualización sin fin de las diferencias (de
las existencias), de lo innom brable (indiscernible) de lo indife-
renciado y de la dem arcación de la palabra que distingue los
opuestos, se indica de antemano, pero no se justifica, como algo
sostenido por la regulación o la respiración del mundo: no por
un principio, algún arché a partir del que ponerse a construir
el pensam iento. No existe aquí inicio posible de la ontología, el
cam ino está cortado de antemano, puesto que no se instauran
niveles del ser. El ser se capta, en cambio, en una aprehensión
global, la com unicación continua entre el origen común (no ac­
tualizado) y la actualización posterior (diversificada), o entre la
activ id a d y la quietud, ese proceso de la vida cuyo único hori­
zonte es él m ism o en su capacidad inagotable («abismal») de
renovarse.
Es lógico, pues, que el Tao Te Ching invite a comprender,
com o Heráclito, es decir, a reunir los opuestos, ya que estos cir­
culan de un extrem o a otro recíprocam ente, por ejemplo de lo
«bello» a lo «feo», o de lo «bueno» a lo «no bueno»; ya que proce­
den uno de otro, y sobre todo del «hay algo» (de lo actualizado)
y del «no hay nada» (de lo indiferenciado, you wu xiang sheng,
ib., §2). «Lo bello y lo feo son como la alegría y la cólera», apun­
ta el com entarista (Wang Bi); «lo bueno y lo malo son como lo
verdadero y lo falso [positivo/negativo]. La alegría y la cólera
proceden de la m ism a matriz, lo verdadero y lo falso [positivo/
negativo] pasan por la misma puerta; por eso no es posible to­
m arlos por separado, destacando uno en detrimento del otro».
Y añade; «Todos los contrarios despliegan igualmente un ad­
venim iento natural» que «cae por su propio peso» y constituye
un hecho legítim o que procede sponte sua: por eso no podemos

11061
EL « E N T R E » DE LA V I D A

congelarlos en antinomias, ni siquiera en el plano de los valo­


res. A partir de aquí, deberemos abandonar la disyunción y la
exclusión de los opuestos, en que se funda tanto el logos como
la moral, y considerarlos como inestables. Así nos enseña a re ­
nunciar a ellas el pensador taoísta {ib., §20);

Acuerdo y desacuerdo,
¿cuánta distancia hay entre ellos?
Bien y mal,
¿cuánta distancia hay entre ellos?

Como la demarcación entre los contrarios resulta hipotética,


reaparece lo inestable, y el entre es entonces, no ya la separa­
ción sino la comunicación. El pensam iento chino no tiene n e­
cesidad de luchar contra sí mismo, como el europeo, para darle
un lugar a lo indiviso: puesto que ningim plano del Ser obliga
a establecer definitivamente las separaciones, ya no es n ecesa­
rio esforzarse, a contrapelo, para despejar, posteriorm ente, la
noción de «ambigüedad»: esta se encuentra im plícitam ente ad­
mitida, forma parte de la arm onía tácita de la vida. Ello explica
que en China no fuera necesario el surgimieiito de la literatura
para compensar a la filosofía.
Sin embargo, la preocupación del pensador del tao es ate­
nerse al mismo tiempo a las dos cosas, sin rechazar, en nom bre
del fondo común de ambigüedad, las diferencias en lo ilusorio
o en la facticidad. Por una parte, se nos dice que el tao «esta­
blece el diálogo en tanto que uno» (d ao tong w eiyi, ZhuangZ i,
cap. 2, Guo, p. 70): al hacernos retroceder hasta el fondo co ­
mún de los opuestos —sea este una brizna de paja o un pajar,
un callo o la hermosa Xi Shi, incluso todo lo que puede existir
«de extraño, curioso, extravagante y hasta m onstruoso»—, el
tao hace aparecer su «equivalencia» originaria (esa es la no­
ción del título del capítulo). Pero, por otra parte, com o no se
«utilizan» los contrarios de form a disyuntiva, antinóm ica {wei
shi buyong), quien se eleva a la sabiduría «no los alberga m e­
nos en su utilización» {yu zhu yong) y por ello no renuncia a su
beneficio.

|107|
FILOSOFIA DEL VIVI R

Así, un apólogo pone de manifiesto simultáneamente la ra-


dicalidad de la indiferencia y el buen uso circunstancial de la
diferencia m ás m ínim a. En él, se cuenta que un adiestrador
dio a sus m onos unas castañas y les dijo: «tres por la mañana
y cuatro por la noche», y entonces todos los monos se miraron
encolerizados. «Bueno, pues cuatro por la mañana y tres por la
noche», dijo, y todos los monos se pusieron contentos. En un
caso y en el otro se respeta la «igualdad» de las dos situaciones,
com enta Zhuang Zi, yasim ism o el adiestrador de monos supo
sacar provecho de la modificación más simple [entre la mañana
y la noche) para transform ar la cólera en alegría: supo mante­
ner la equivalencia originaria que sirve de decorado de fondo
a la vida, pero al mismo tiempo supo valerse de la menor va­
riación para dar una solución a la situación, para permitir que
se desplegase lo posible y volviera a ponerse en juego la vida.
El fondo de la vida es «igual», lo cual nos permite entrever su
equivocidad; pero se extiende —se erige— merced a la división
que podem os desplegar en ella. Hasta el punto de que algo casi
insignificante puede cam biarlo todo; algo ínfimo, un matiz
apenas, puede efectivam ente transformar la vida.

11 081
\
> IV Adentrarse en una
filosofía de la vida

Hn la primavera del año 1756, Rousseau abandonó París, los sa­


lones y la «camarilla de Holbach», y se instaló en un lugar re­
tirado. Después de tanto tiempo sumido en la vorágine de la
capital, estaba impaciente por recobrar los cam inos solitarios
y el sotobosque, o tan solo un pedazo de jardín cuya tierra p o­
der tocar (había perdido todo eso desde la época bendita de
Charmettes).^^ Porque, según confiesa el filósofo, era incapaz de
escribir en el aire estancado de una habitación, y solo conseguía
hacerlo al cam inar a través de los bosques y los cam pos: ¿acaso
no es inmensa la influencia del entorno en nuestras capacida­
des? Al inicio del libro IX de las Confesiones, pasaba revista a las
obras en preparación: las Instituciones políticas (del que saldrá
El contrato social), los m anuscritos del abad de Saint-Pierre a los
que debía dar forma, así como una tercera obra cuya idea, se ­
gún nos dice, se debe a algunas observaciones sobre sí mismo,
y que se siente impelido a realizar porque cree que será un libro
«realmente útil a los hombres» e «incluso uno de los m ás útiles
que pueda ofrecerse a los hombres». ¿De qué trataría ese libro?
Las observaciones que hacem os al cabo de los días sobre la
manera en que los objetos y el m edio exterior nos influyen hasta

34, Propiedad donde vivió Rousseau de 1736 a 1742, en el valle de C harniettes (D e­


partamento de Saboya), hoy convertida en m useo. (N. d e ¡a t.)

11091
FILOSOFIA DEL VIVIR

el punto de m odificar nuestro comportamiento, y hasta nuestra


forma de ser ¿no podrían acaso servir para un libro? ¿Acaso son
tan prescindibles esas influencias? Incluso cuando no solo son
el clim a o las estaciones, sino tam bién algunos sonidos, o algu­
nos colores, el ruido o el silencio que nos rodean, el reposo o el
m ovimiento, etc., «todo», a través de nuestros órganos y nues­
tros sentidos, «actúa sobre nuestro organismo y sobre nuestra
alma»; incluso cam biar de alim entación nos cambia (¿quién no
lo ha comprobado?). De modo que todo nos ofrece «ocasiones»
«para gobernar desde el origen» esos sentimientos que habi­
tualm ente «nos dominan». «Ocasiones», nos dice Rousseau,
para instaurar un «régimen exterior» que condicione favorable­
mente la econom ía interior de nuestro ser (el concepto es pues
más estratégico que propiamente moral): el pensador apunta a
una gestión organizada del uiuir que puede establecerse ya no
sirviéndose del tradicional aparato de los mandamientos, las
prohibiciones y las prescripciones, sino de la deducción atenta
de los efectos de todo aquello exterior que, inadvertidamente,
puede afectarnos y constituye nuestro ethos. Durante aquella
primavera, al huir de la ciudad al campo, al cam biar las calles
por los silenciosos cam inos, la vorágine por la calma, o simple­
m ente al lim itarse a com er los frutos del vergel al salir de casa,
Rousseau está queriendo experim entar estas influencias en sí
mismo.
Rousseau ya tenía el título del libro e incluso el subtítu­
lo («La m oral sensible o El m aterialism o del sabio»). Ya había
trasladado al papel un esquem a y le parecía que no costaría
nada escribir un libro «de lectura tan agradable como lo sería
la redacción». Pero no trabajó demasiado en él, nos confiesa, y
finalm ente no lo escribió. Las «distracciones» se lo habrían im­
pedido... Pero ¿por qué precisam ente no escribió este libro, si
su realización era tan fácil y útil? Según afirmaba, las observa­
ciones en las que se basaba «están más allá de toda discusión».
Entonces ¿por qué abandonó? Me pregunto si la renuncia no se
debe al objeto m ism o del libro, o más bien a su objeto-no-obje-
to. Ciertam ente las observaciones abundan, las observaciones
están m ás allá de toda sospecha, basta dejar hablar a la expe-

liio l
ADENTRARSE EN UNA FILOSOFÍA DE LA V I D A

riencia, pero precisam ente por ello ¿cómo es posible superar


ese estado de la simple observación a propósito del vivir"?
Pues, una vez se ha echado m ano del sensualism o de Loc-
Ice para dar a la idea que orienta esta investigación su arm a­
zón filosófica, justificando así el paso de lo «físico» a lo «moral»,
¿cómo construir sem ejante propuesta de modo que no se lim ite
a lo anecdótico ni caiga en el extrem o opuesto, la sistem atiza­
ción arbitraria (de hecho, esas observaciones salpican toda la
obra de Rousseau)? Incluso cuando Rousseau evoca ese asun­
to principal de la obra es evidente que lo deforma. Cede a la
forma fácil de abordarlo e incurre de nuevo en el discurso de
predicador, tradicionalm ente asociado a la moral (que persi­
gue «hacernos mejores», se justifica el filósofo, y evitar que «su­
cumbamos», etc.); no está a la altura del reto que no obstante
se plantea. Pero ¿cómo concebirlo sin desviarse (por el cam i­
no previamente trazado de los buenos sentim ientos)? Y así, esa
obra que se anunciaba tan fácil de escribir se reveló com o la
más difícil...
Para captar la dificultad es preciso señalar una distinción
decisiva; entre el «vivir» y «la vida». La vida se deja tratar dis­
cursivamente porque se capta en el estadio de la representa­
ción, que es tam bién el de la objetivación, y se concibe en di­
versos planos. Se le asignan determ inaciones que se perciben
desde afuera: principio y fin, nacim iento y muerte. Se desplie­
ga en sentidos que podemos separar: el sentido biológico («el
conjunto de las funciones que se oponen a la muerte», decía
Bichat) o el sentido ético; el sentido general o individual (Una
vida es, en muchas novelas, el título genérico de la singulari­
dad); el sentido propio o el figurado (la «vida» de un pueblo, la
«vida» literaria). Teniendo en cuenta esta distribución de pla­
nos que, como tales, son operables, es posible elaborar saberes
de la vida y cada uno de ellos posee su pertinencia y su objeto.
Pero ¿acaso ocurre lo mismo con el verbo? ¿Qué es aquello que
el sustantivo formaliza, vuelve analizable, pero que sigue sien­
do inseparable en el verbo? Vivir no se deja disociar en diversos
planos ni perm ite exterioridad; en el vivir no disponemos de
distancia. En el «vivir» nos encontram os comprometidos, ais-

|iii|
FILOSOFÍA DEL VIVIR

laciamente y sin referencias, desde siempre, para cualquiera,


desde la noche de los tiempos, y sin que ni siquiera podamos
im aginar que alguna vez haya sido de otro modo. No podemos
concebir no vivir. Porque «vivir», en infinitivo, es ese nominal
anónim o que retira de antem ano al pensamiento la posibilidad
de la diferencia, ya sea la de los sujetos o la de la conjugación, y
apela solo a su actividad (tan continua y discreta que ni siquiera
la experim entam os como tal): vivir es ese eterno silencioso, ese
sobrentendido de todo lo que somos que sin embargo no oímos.
¿Cómo atenerse a él?
Tam poco podem os desarrollar sin más un pensam iento del
vivir, com o se hace con la vida o con cualquier otra cosa, sino
que prim ero hay que «entrar» en el vivir. Entrar indica que se
pasa del exterior al interior, y exige un cambio deliberado de
posición; pero adem ás apela a una participación: entrar en los
asuntos de alguien, en sus sentim ientos o en sus ideas, indica
que em pezam os a abrirnos a ellos y a adheriros im plícitam en­
te. Entrar indica pues dos desplazamientos: el paso de un plano
especulativo a un compromiso y, al mismo tiempo, el despla­
zam iento resuelto del yo-sujeto, sin el cual no es posible el ac­
ceso. La necesidad de «entrar» en un pensamiento del vivir da
a entender pues que el pensam iento no se encuentra en plano
de igualdad con la empresa ordinaria del pensamiento, cuyo
trabajo consiste en construir. Por eso, semejante pensamiento
del vivir constituye un objeto incómodo para la escritura, por­
que persiste en el estado, no desarrollado, de la observación,
incluso para alguien com pletam ente convencido de que ese
objeto era el m ás adecuado para orientar la reflexión: el autor
de Eloísa, las Confesiones y las Ensoñaciones (sin olvidar Emilio:
«Vivir es el oficio que quiero enseñarle»). Y, tam bién por eso,
el pensam iento del vivir ha seguido suponiendo una ruptura,
m ás contundente en la medida en que no es consciente, con
respecto al proyecto específico de la filosofía. Por su parte, la
filosofía lo abandonó muy pronto hasta el punto de olvidarlo, o
de arrojarlo a una especie de infancia, tachándolo de balbuceo
del pensam iento.

11121
ADENTRARSE EN UNA FILOSOFÍA DE LA V I D A

Hn efecto, la filosofía griega consiguió hábilm ente hacernos


olvidar el vivir; por eso, una vez más, debem os volver a ella
para medir su incidencia (¿acaso no sigue siendo com pleta­
mente desconocido eso «perfectam ente conocido», asim ilado
desde la Antigüedad)? La filosofía griega radicalizó (al m enos
desde Parménides) el principio de no contradicción (aunque
vivir solo puede captarse más allá de esa exigencia); estableció
de partida que la «sabiduría» (que tradicionalm ente se ocupa­
ba del vivir) se identifica con la «ciencia», y convirtió la sop h ia
eii epistem e (al com ienzo del Teeteto, 145e); y sostuvo (en la
primera página de la M etafísica) que la sabiduría o la ciencia
solo son posibles en esta expresión elem ental del vivir que es
la «sensación», convirtiendo la sop h ia en aisthesis. Todo esto
selló el compromiso de la filosofía con la aventura del logos,
como discurso demostrativo y determ inante del co n o cim ien ­
to, y estableció como objetivo la «verdad»: y así, de pronto, el
«vivir» se le escapó.
La filosofía renunció al vivir porque resultaba demasiado
molesto — demasiado incóm odo— para aquello que quería em ­
prender y que era nada menos que la elaboración de un plan
propio, y así pues abstracto, donde pudiera operar a sus anchas
el pensamiento. Y así erigió sobre ese fundam ento aislado, el
del «Ser», un absoluto m etafísico, como la idea del Bien en L a re­
pública de Platón, «causa» a la vez «de la ciencia y de la verdad».
Pero esa filosofía conquistadora ya no perm itía aprehender el
«vivir» en su plenitud y de acuerdo con su lógica (una lógica que
se decretó ilógica). Solo podía dar cuenta del vivir poniéndolo a
la sombra o sometiéndolo al peso de su propia construcción, y
en consecuencia m enoscabándolo lam entablem ente. Las con­
secuencias pueden medirse: fue necesario poner bajo vigilan­
cia ese vivir, que de pronto parecía incoherente, por medio de
la moral. Y asimismo, en adelante ya no se reconoció el conte­
nido eminentem ente relacion al del vivir, sino que fue tachado
de relativo.

|113|
FILOSOFIA DEL VIVIR

Esto se advertirá m ejor en algo que Platón nos presenta


posteriorm ente com o un paréntesis, o como un «aparte» {p a ­
rergon, en el corazón m ism o del Teeteto, 175c-177a), pero que
resum e sin am bages lo que m arcará con su huella, a fuego
vivo, de form a indeleble, el futuro de la conciencia europea:
Sócrates afirm a en ese diálogo que renuncia desde un prin­
cipio a lo relacion al (del tipo: «¿qué mal te hago yo o me ha­
ces tú?»), «para exam inar», desvinculándose de lo individual,
«la ju sticia o la in ju sticia en sí», consideradas en su esencia
o «generalm ente» Qiolós), es decir, a partir de un modo que
ya no sea relativo sino absoluto; y admite que es efectivam en­
te torpe en lo que se refiere a la conducta de todos los días,
por ejem plo para acom odar una manta de viaje o para aliñar
un plato, pues quiere consagrarse im icam ente a «la vida ver­
dadera de los dioses y de los m ortales bienaventurados». En
ese pasaje, se opera solem nem ente el tránsito del «vivir» a la
«vida» y adem ás esta reclam a ser remitida a la «verdad», ali­
neada en sus filas. Pues ¿qué significa aquí la «verdadera vida»
{bios alethes)? Platón es bastante claro en cuanto al significa­
do de la expresión. La vida verdadera se opondrá a «ese lugar»,
que sigue cautivo del m al, ese «allí» del que hay que «huir»
cuanto antes para «asem ejarse todo lo posible» a la divinidad.
A sim ism o, la vida verdadera perm itirá establecer dos m ode­
los o dos «paradigm as»: uno «divino y bienaventurado», y el
otro, «el m ás desdichado y ateo» (o desdichado por ateo), que
estam os castigados a seguir en esta vida misma y que resul­
ta entonces inevitablem ente miserable. Pero este tem a de la
«vida verdadera» no dejará de proyectar su sombra en el vivir
y de oscurecerlo hasta el punto de coinvertirlo en inaccesible;
y se trasladará d irectam ente, por diferente que fuera entonces
la concepción de Dios, a la patrística (de Filón a Clemente o a
Gregorio de Nisa), razón por la cual los Padres conservaron el
legado de Platón.
De modo que lo que habría que recordar de Nietzsche, fren­
te a «Sócrates», no sería tanto la «afirmación» de la vida contra
la negación del filósofo griego, o el «sí» a la vida «ascendente»
contra la vida decadente: el grito de júbilo dionisíaco solo lle-

11141
ADENTRARSE EN UNA FILOSOFIA DE LA V I D A

ga más tarde, puesto que se lanza un poco teatralm ente contra


todo resentimiento y goza de su fecundidad prodigada hasta el
sacrificio. Primero conviene recordar lo que precede al juicio
de los valores y constituye un método (contra-método): que la
filosofía debe restituir el vivir que ha ocultado; o que «del Ser»
en sí mismo no tenemos de hecho «otra representación», com o
replica Nietzsche, que «el hecho de vivir».^^ O tam bién: «El Ser
no es más que la generalización del concepto de vivir»“ {leberí),
es decir, no es más que «respirar» {atinen), com o precisa acto
seguido, para evitar cualquier desviación abstracta. ¿De qué
otro modo podríamos acceder al «Ser» si no a través de eso ele­
mental que es el vivir? Pero com o el vivir ha quedado sepulta­
do, abrumado bajo el peso de la «pregunta por el Ser», es n e c e ­
sario liberarlo, a contracorriente de toda la historia, del peso de
las construcciones del pensam iento.
A partir de ahora lo im portante será lo siguiente: m ientras
que el «Ser» se piensa según las categorías que hem os fo rja ­
do para captarlo (como la «identidad», la «substancia», la d i­
visión entre la realidad y la «apariencia», y en co n secu en cia
también la «verdad»), vivir solo se redescu brirá si se retiran
esos predicados que han dom inado la m etafísica y se «su b ­
vierten». No basta con oponer la movilidad a lo inm utable,
o la ambigüedad a la esencia, com o acabam os de ver, pues
entonces una y otra son solo signos de una caren cia o una d e­
ficiencia; se trata más bien, o de form a m ás general, de p en ­
sar la «inocencia» de un «vivir» que se lib eraría de cu alquier
legitim ación externa y de la sum isión a los fines. Más interés
que el tem a ideológicam ente sospechoso de la «salud», o la
denuncia fácil de los valores surgidos de la D ecad encia, tien e
la inocencia (Unschuld), un im portante concepto n ietzsch ea-
no que señala que vivir no se deja ordenar, ni medir, pues no
se refiere a nada más que a sí m ism o: vivir vale por sí m ism o,
no tiene ningún propósito ni requiere n ingu na legitim ación.
Es posible dar todos los sentidos que se quiera a la vida, pero

35. Der Wille zur M achí, op. cit., III, § 582.


36. Ib., § 582.

11151
FILOSOFÍA DEL VI VI R

vivir está definitivam ente m ás allá d el sentido. ¿Por qué nos


cuesta tanto reconocerlo? Sin embargo, vivir no es m ás m is­
terioso que absurdo; pero su justificación solo puede hallarse
en el vivir m ism o, o m ás bien no es posible justificarlo: «vivir»
no tien e por qué justificarse en absoluto. Por eso la filosofía
le da la espalda e incluso se obstina en sepultarlo. Como no
tiene ningú n ascendiente sobre el vivir ha construido su m o­
num ento de la «vida verdadera».

Asimismo, en el seno de la filosofi'a moderna, el pensamiento


del vivir solo aparece en los márgenes o en un aparte; y perm a­
nece en el estadio de la observación o el comentario. Descar­
tes, en una de sus cartas, escribe: limitémonos a im itar única­
m ente a quienes «al contemplar la vegetación del bosque, los
colores de una flor, el vuelo de un pájaro», relajan la atención
y «se convencen de que ya no piensan en nada». Para relajar la
tensión interior que nos oprime (para distendernos), Descartes
le sugiere a la princesa que concentre la mirada libremente en
la m enor m anifestación de la espontaneidad o de la variedad de
lo vivo que la rodean (a la que pertenecemos), y que haga brotar
en su interior el sentim iento puro —desnudo— de vivir, orgáni­
co y fenom enal, despreocupándose de sí misma y experim en­
tándolo indiferentem ente en la naturaleza. Pero D escartes se
queda ahí: vivir aflora solo de vez en cuando en el pensam iento,
e incluso entonces suele deslizarse de nuevo en la moral, aun­
que constituya m ás bien una forma de higiene, de modo que se
lim ita a la forma fam iliar del consejo (Carta a Isabel, 1645). Del
vivir m ism o, D escartes no dirá nada más. Por su parte, Kant,
en la prim era página de la Crítica del juicio, atribuye la sensa­
ción de satisfacción (ante lo bello) a ese «sentimiento que ex­
perim entam os de estar vivos», pero no explica nada más. Más
adelante alude, sim plemente al pasar, a un fenómeno com o el
de la «intensificación» «de la vida entera del hombre» en el pla-

|116|
ADENTRARSE EN UNA FILOSOFIA DE LA V I D A

cer, pero a pesar de atisbar esta vía no abunda en ella.^^ Tiene


cosas más importantes que hacer, pues le preocupa organizar
el juego interno de las facultades de conocim iento y conferir un
estatuto antropológico a la finalidad. La «vida verdadera» sigue
siendo el horizonte.
Pero ¿acaso el vivir no constituye el trasfondo de toda re­
flexión, sobre el que se recorta cualquier pensam iento? En ese
caso, lo único que hemos sido capaces de hacer — ¡lam entable-
niente!— es taparlo. ¿Acaso no oímos, en ese uiuir, el silencio
obstinado del que se separa m om entáneam ente — esporádica
pero ruidosamente— cualquier discusión filosófica? Platón,
cuando se da un respiro en su construcción m etafísica, no solo
nos ofrece abundantes observaciones sobre el vivir, sino que
incluso da un papel a quienes se niegan a dejarse fascinar por
la metafísica, lo cual le honra. En cualquier caso consigue ofre­
cernos un precioso instante de complicidad con el vivir, más
allá de la peligrosa decisión de filosofar; y, a partir de él, nos
muestra abiertamente el um bral, el salto que supone la filosofía
y lo que nos obliga a abandonar. El anciano Céfalo (al com ien­
zo de La república), se ocupará de tareas m ás elevadas cuando
la discusión sobre la justicia tome un giro conceptual y cons­
tructivo, y se distancie de la experiencia: la tarea de luchar les
corresponde a los más jóvenes. Y, en el Filebo, el personaje que
da título al diálogo apenas indica en una frase la prim acía que
otorga al deseo y no dice nada más. Sigue en escena, pero al
margen de la discusión (Protarco supuestam ente lo represen­
ta, pero entonces advertimos cómo ese papel secundarlo es
penoso). Por su parte, el personaje principal (Filebo), sigue en
escena, pero calla. ¿Y acaso su mero silencio no es suficiente­
mente elocuente? Precisam ente él encarna el vivir y su tácita
aprehensión, y resulta de mayor peso que cualquier argumento
que pueda esgrimirse. No se trata de un silencio religioso (ante
lo inefable del placer a los ojos del fiel de Afrodita), pero tam ­
poco desdeñoso. Simplemente, para Filebo el debate carece de

37. Immanuel Kant, Kritik cler Urteilskraft, § I y 54. (Trad. cast.: Crítica del juicio.
Madrid: Espasa-Calpc, 2007.)

|117|
FILOSOFIA DEL VIVIR

sentido puesto que quiere dar sentido y elaborar algo que no


requiere ni lo uno ni lo otro. Tal vez observa, asombrado, o di­
vertido, cóm o se desgañifan a su alrededor todos sus colegas
discutiendo, com pletam ente distanciados del vivir.
Por su parte, Montaigne se encuentra completamente solo,
m ajestuosam ente, en ese margen de la filosofía. Y a ello debe el
haber sido único en su género, sin auténtica posteridad. Pues
él no dudó en hacer del «vivir» el principal reto de su proyecto,
que va descubriendo poco a poco y que acaba conformando de
una forma cada vez más clara su obra. En el último ensayo, «So­
bre la experiencia», el tema, que ya no tiene nada de un «tema»
(vivir no posee ningún contenido particular), term ina por do­
m inar todos los demás y los engloba. ¿Acaso existió jam ás algo
distinto? Al térm ino de su particular progresión, Montaigne nos
dice sim plem ente: «Nuestra gran y gloriosa obra maestra: vivir
a propósito» (la virtud del infinitivo). Incluso consiguió que se
escuchara el absoluto en este empleo al que ya no hace falta
añadirle nada: «Hoy no he hecho nada. ¿Cómo que no? ¿Acaso
no habéis vivido?» Este «vivido» nos obliga a cerrar de inmedia­
to la boca, pues lo contiene todo, lo responde todo, detenta su
propia justificación (se satisface a sí mismo). Ese «vivido» es en
sí m ism o su finalidad. Señala el horizonte de toda plenitud que
el escrupuloso pensam iento quisiera superar en vano. Mon­
taigne llega incluso a convertir en su noción más fuerte este
infinitivo que sustantiva, en la noción a la que todas remiten,
pero que no es posible glosar; y cuyo contenido es demasiado
conmovedor, aprem iante, pleno, como para poder explicitarse:
«a m edida que la posesión del vivir se acorta, necesito hacerla
m ás profunda y plena».
El m agnífico título, tan extraño dada su simplicidad. Ensa­
yos — extraño y aun así fam iliar—, que ha sentado un preceden­
te, pero que el audaz plural preserva para siempre de la copia,
es por lo dem ás el único que perm itía anunciar este pensa­
m iento del vivir, hacerlo aflorar, sin traicionarlo; sin desviarlo
de partida hacia alguna orientación o finalidad que lo señale y
lo petrifique: sin malograrlo. «Ensayo» tiene un sentido abierto,
pero sobre todo da a entender, de acuerdo con el «vivir», que

|118|
ADENTRARSE EN UNA FILOSOFIA DE LA V I D A

todo sigue en proceso, que ningún térm ino puede anticiparse,


ni proyectarse ningún fín, y que la prueba prevalece sobre el
resultado. «Ensayo» sustrae de antem ano, discretam ente pero
con autoridad, el pensam iento (alarm ante o tranquilizador) del
j-inal. Pues solo hace «ensayos», nos advierte, «quien es in ca­
paz de rematar». El «ensayo», dicho de otro modo, apunta a la
eniergenciay no a la culm inación; nombra, no lo determ inante,
sino lo conativo {Conatus fue por lo demás una de las formas de
traducir el título en latín). Se ensaya una posibilidad cada vez,
pero prescindiendo de la fascinación por el lím ite o del apremio
de la anticipación.
De modo que no hay nada en las «historias más antiguas»,
señala Montaigne, que «no probemos todos los días»; la cotidia­
nidad del vivir, como sabemos, es mucho m ás rica que nuestra
imaginación. «Ensayar» es experimentar, pero descubriendo
poco a poco, probando pero sin forzar, de una forma delibe­
rada que sin embargo m antiene algo de improvisado que se
va reflejando a medida que avanzamos, evitando lo definitivo.
Cuando se «ensaya», se decide de pronto lo que conviene, sobre
la marcha, del m ism o modo que alguien se prueba un vestido o
prueba un vino, como si cada vez fuera la primera, sin proyec­
tar ninguna sombra sobre la prueba ni prejuzgar el resultado:
en las antípodas de cualquier posición escéptica, el «ensayo» es
exploratorio, pero no desengañado, y m antiene la frescura —la
inocencia— del com ienzo siempre renovado.
Es posible escribir «a la m anera del ensayo» (como, según
Montaigne, lo hizo La Boétie en su juventud); pero en cu al­
quier caso «este guiso que cocino» no es m ás que un «registro»
de los «ensayos de mi vida». Pues ¿qué podem os hacer, aparte
de «vivir», cuando no recurrim os al Final? No es posible ex­
plicar el vivir, propiamente hablando (toda causalidad se ago­
ta enseguida), y aún menos construir a partir de él (a m enos
que queramos evitar el vivir m ediante una construcción); sino
solamente, com o apunta Montaigne, elucidarlo a partir de él
mismo, «registrándolo» en sus m utaciones y sus variaciones.
De lo contrario, al sepultarlo y pervertirlo inscribiéndolo en el
discurso, el vivir escapa fatalm ente. De modo que todo lo que

|119|
FILOSOFIA DEL VIVIR

se ha dicho y repetido del lenguaje y del estilo de Montaigne


— que determ ina su originalidad y que siempre se ha elogiado
com o su arte de escribir—, en realidad se debe a las exigencias
de la «investigación» sobre el vivir: una investigación de la que
su autor jam ás se cansó y que constituye, por ñn, el hilo con­
ductor de un libro posible (sobre el vivir), donde no obstante se
legitim a, e incluso se reivindica claramente, su carácter dis­
continuo y m arginal.
El propio M ontaigne nos advertirá de que el lector que pier­
da ese hilo es «poco diligente» y que su libro «siempre tiene un
hilo conductor». Pues la tínica forma de captar ese vivir inabor­
dable es la digresión que procede más por «fuga» que por «con­
secuencia»: el desenfado propio de lo que no puede ser más
que tm com en tario, pero que no cesa de atacar de nuevo por
otro flanco, «dando vueltas» y «arremolinándose aquí y allá»,
burlándose de las costuras. Solo esta escapada constante pue­
de evitar que el vivir se le escape. El fricassele, la m ezcolanza y
el vagabundeo, y tam bién el llevar el habla gascona al cacareo
de los charlatanes, o prodigar incansablem ente las metáforas,
contribuyen m enos a cerrar el paso a la escolástica que a m an­
tener bien abiertas todas las posibilidades entre las que el vivir
está llam ado a renovarse; contribuyen a m antener el vivir en su
«ensayo»; renunciando a todo ornamento, oponiéndose a todo
lo que esclerotiza y predispone; en suma, confiesa Montaigne,
a «dejar correr al río bajo el puente».
M ontaigne se dio cuenta de que ningún discurso construi­
do, claro, consistente, lógico, puede captar el vivir: ese discurso
solo puede erigir el «Ser» o la «vida verdadera». De modo que
es necesario desprenderse metódicamente de ese discurso
construido, señalar una y otra vez ese vivir desde todos los án­
gulos, dando cuenta de sus bruscos cambios y de sus diversas
m anifestaciones, y desbaratar así aquello que toda continuidad
oculta fatalm ente dada su opacidad: vivir solo puede «decirse a
m edias, confusam ente, de forma discordante» (todos estos son
predicados contrarios al logos de la ontología). Muchas veces se
ha dicho que la de M ontaigne es una elegancia que destaca por
la negligencia, una forma de indolencia (un poco amanerada)

|120|
ADENTRARSE EN UNA FILOSOFIA DE LA V I D A

Qque el suyo era un gusto prebarroco. Pero tal vez M ontaigne


pensara más bien en la «noria» perpetua de la vida y en la vo­
lubilidad de los asuntos mundanos. Sin embargo esto ya es una
tematización excesiva. ¿Es posible que Montaigne tem iera fati­
garse? Más bien creo que se trata de la única estrategia posible
para sacar a la luz nuestra tácita «posesión del vivir».
Montaigne saca partido de esa edad de oro que tuvo lugar
poco antes de todas las regulaciones m odernas, cuando los
usos aún no se habían codificado, y, según él m ism o con fie­
sa, no «clava» la lengua sino que la «pliega»; la m ism a época
precartesiana donde, como el dispositivo identitario de un yo-
sujeto —ego suni— aún no está acreditado, puede pintarse ta n ­
to en un matiz como en una «mudanza». Pues ¿cuál es ese yo
que «pinta»? «No pinto el ser, pinto el tránsito», advertía, «no un
tránsito de un año a otro o, como se dice popularm ente, cada
siete años, sino de un día a otro, minuto a minuto». Pero aquí la
palabra «tránsito» no nombra banalm ente, en una m irada re­
trospectiva y nostálgica, el flujo de la «vida» o del «tiempo» a
mayor o menor escala (ese sempiterno topos de lo efím ero que
es tam bién un lam ento trillado). Aquí, «tránsito» perm ite que
reaparezca el uivir en su m om ento mismo o, com o dice M on­
taigne, en su advenimiento: surgiendo en cuanto im prom ptu,
«ensayado», abandonando su condición im plícita y liberándose
de lo que ordinariam ente lo enm arca, lo recubre y lo am orti­
gua. Montaigne confiesa incluso que pedía que lo levantaran
por la noche para experim entar el momento con m ayor in ten­
sidad. En lo que concierne al vivir ¿acaso podemos sustraernos
jam ás al apartel

Montaigne escogió m antenerse en el límite de la filosofía, o en


los márgenes, pero la filosofía, com o sabemos, tiene varias fron­
teras y convendría evitar confundirlas. Por mi parte, distingui­
ré tres, que dependen de una serie de prefijos: lo pre-, lo sub-
y lo infra- filosófico. Lo pre-filosófico designaría aquello que

11211
FrLOSOFÍA DEL VIVIR

todavía no ha accedido a lo filosófico y que perm anece en su


infancia, en el estado de sabiduría de las épocas tempranas; el
concepto se encuentra sobre todo en Deleuze y le sirve para or­
denar (quizás demasiado apresuradamente) las tradiciones de
pensam iento ajenas a Europa. Lo sub-filosójico alude, en senti­
do inverso, a lo que es una degradación de la filosofía y cae pues
en un discurso débil, convertido en opinión, no demostrativo e
inconsistente, negligente so pretexto de ser popular, donde el
esfuerzo de construcción ha desaparecido: actualmente inva­
de el escenario y goza del favor de los medios de comunicación
(mejor no abundar). Y, frente a estos dos, se encuentra lo que
llam aré infra-filosófico, un pensamiento del vivir que sigue se­
pultado y que solo vemos aflorar en autores como Rousseau o
M ontaigne. Infra no significa aquí de nivel inferior, sino previo
y dependiente de lo implícito. Infra señala pues lo que recubre
la filosofía, eso sobre lo que se construye (para concebir el «Ser»
o la «vida verdadera»), pero de lo que sigue dependiendo como
un filón de tierra donde enraizara (de acuerdo con la vieja me­
táfora del «árbol» de la filosofía). Pues el suelo donde hunde sus
raíces no es el del m isterio o lo religioso: lo tácito no es lo «inefa­
ble». Como sabem os, el mayor deseo de la filosofía clásica fue
«fundarse», es decir, apoyarse en sí misma, es decir, postularse
com o «primera» y, en consecuencia, ignorar ese infra (del vivir).
Pero hace ya m ucho tiem po que nos damos cuenta de que esa
ilusión es insostenible.
Sin embargo, ¿es posible establecer una línea de demarca­
ción m ás nítida y firm e entre lo siib y lo m/ra-filosófico: entre la
propuesta de M ontaigne y las de sus actuales émulos (del tipo;
el «gusto por la vida», una expresión suficientemente elocuente
por sí m ism a)? No basta con invocar una diferencia cualitati­
va (o de fuerza, o de inventiva...), pues advertimos que una y
otra son incluso antagónicas, a pesar de que parezcan empa­
rentadas. Al renunciar a la exigencia del concepto, y así pues
a la constru cción del discurso, lo sub-filosófico prodiga lugares
com unes y cae innegablem ente en el buen consejo: «¡Liberé­
m onos de los miedos!» (el plural del pathos es ficticio e imita
en vano el pensam iento sencillo: la filosofía, afortunadamente.

|122|
ADENTRARSE EN UNA FÍLOSOFÍA DE LA V I D A

no «aconseja»). A la luz de lo cual, la desconfianza de M ontaig­


ne (o de Rousseau) frente a la filosofía solo puede ser, com o ya
anuncié, estratégica: para am bos autores se trata de deshacerse
del sistema filosófico para perm itir que aparezca ese vivir más
elem ental, más originario, que antecede a las constru cciones
del pensamiento, y que no obstante no se deja reducir al viejo
niito filosófico (ontológico) de lo subyacente y de la substancia.
Si Montaigne o Rousseau dan la impresión de hablar de ellos
mismos, o de «peinarse», no es porque se interesen en ellos
mismos —a pesar de la doxa ram plona a que ha dado lugar su
obra —, sino porque solo en las redes de sem ejante «yo» puede
dejarse captar incidental y oblicuam ente, al hilo de la evoca­
ción, el infra del vivir (pues suele ser silencioso e inadvertido)
que la filosofía oblitera. De modo que, si la em presa no consiste
en este desvelamiento, es decir, en hacer que brote de nuevo el
agua viva de la profundidad de ese pozo y en buscar su arm o­
nía, incurriremos inevitablemente en la falsa desenvoltura o en
la efusión simpática, de lo sub-filosófico, com pletam ente in con­
sistente,/Zíííí/5 uocis. Una ram plonería que ni siquiera consigue
evitar Bergson cuando habla in fin e de «revivificación», que
«recalienta» e «ilumina» la vida.“
Pero es hora de preguntarse, tras plantear este distinguo,
quién ha sabido (podido) tratar el vivir (quién ha sabido re­
coger, o más bien «registrar», com o decía Montaigne) a ras de
una armonía fenoménica que no se quiere traicionar, evitando
que ese infra quede pues sepultado por las construcciones del
Sentido y de la Verdad. Seguram ente no ha sido la filosofía, que
convierte todo lo que toca en una esencia — del «Ser» o de la
«vida verdadera»—, del mismo modo que Midas convierte en
oro todo lo que toca, y cuya tarea la acredita la utilidad de cosas
como la producción del conocim iento (que la ha convertido en
la base de la ciencia) o la institución de lo político. Pero tam po­
co podrá ser el m ensaje religioso, pues aunque haya promovido
la dimensión íntima, la ha orientado hacia la Vida eterna, tanto
enmarcándola en el credo como remitiéndola a una esperanza

38. H enriBergson, La Pensée et le Moiii’anl, op. cit., pp. 1364 y 1392.

11231
FILOSOFIA DEL VIVIR

(zóe aiónios, según san Juan: «Yo soy la vía, la verdad, la vida»).
Cualquiera estará de acuerdo en que «vivir» es lo que más nos
im porta, sin em bargo... Sin embargo, entre la ciencia y la reli­
gión, entre el Progreso de la una y la Salud de la otra y, sobre
todo, en el entrecruzam iento de am bas, por el que la teología se
erige en saber deductivo y la ciencia en mesianismo de un nue­
vo género, ¿qué lugar nos ha quedado en Europa para acoger
el vivir? ¿Acaso deberíamos abandonar el vivir a la conciencia
prim itiva (la de lo pre-filosófico)l ¿Deberíamos dejar que los sa­
beres de la vida lo sepultaran (y en consecuencia lo acallaran)?
No bastará con m anifestar desdén (justificado, por lo de­
más) hacia el auge del «desarrollo personal», del coaching y
otras cosas sim ilares; ni siquiera con alarmarse (sin duda jus­
tificadam ente) al ver cómo, en las librerías de toda Europa, los
estantes se llenan de un nuevo vitalismo, de contenido mani­
fiestam ente estúpido, que reduce el espacio que antes ocupa­
ban los libros de filosofía (lo he comprobado en las librerías ge­
nerales, tanto en Hamburgo o M ilán como en París). Tampoco
basta con constatar que la fe en lo Eterno pierde predicamento,
a pesar de que un día alumbró nuestra aspiración a vivir la vida
verdadera, puesto que cada vez som os más reticentes tanto al
gran Aplazam iento (en el Más Allá) como a la afirmación dog­
m ática de cualquier gran Relato o mythos único. Frente a esta
transform ación, que se produjo silenciosa pero globalmente,
la filosofía se ve llam ada una vez m ás a intervenir. Finalmente
está obligada a salir del bosque, de la comodidad de su histo­
ria: a reconsiderar la tradicional división del discurso y de los
papeles, a repensar sobre todo su propia condición de posibili­
dad, e incluso de necesidad, o aunque solo sea de utilidad, pues
tam bién ella puede desaparecer... Yo diría que no puede seguir
de brazos cruzados, convencida de encarnar el racionalismo y
desentendiéndose de lo que la am enaza.
De modo que será necesario em pezar mostrando estas riva­
lidades, y repensando detenidam ente las pertinencias. La filo­
sofía está invitada pues a ocuparse una vez más de la relación
que m antiene con lo Otro. No solo con sus adversarios meno­
res: la sofística y la retórica, que redujo al silencio o metió en

11241
ADENTRARSE EN UNA FILOSOFÍA DE I.A V I D A

cintura hábilmente; ni siquiera con su gran adversario, la re ­


ligión, rival ostensible pero tam bién secreta aliada, con quien
las divisiones territoriales se establecieron hace m ucho tiempo.
La filosofía debe hacer frente sobre todo a la relación con un
adversario incómodo —puesto que es un otro que no es otro—,
de contornos indefinibles y que nunca le planta cara, o que la fi­
losofía cree (o finge creer) haber destronado hace m ucho tiem ­
po y relegado a una suerte de arcaísm o o de buen sentido casi
inútil, un adversario cuyo nombre m ismo hem os heredado en
forma de pretencioso y degradado vestigio; la «sabiduría». Sin
embargo la «sabiduría», tan desdeñada hoy como m agnifica­
da antaño, no desaparece. ¿De dónde procede su tenacidad y
su capacidad de resistencia? ¿Acaso no se debe su fuerza a que
ha sido la única que sigue ocupándose del i>iiñr que la filosofía
abandonó? ¿No deberá su fuerza precisam ente a que lo infra-
filosófico se mezcla con lo yyre-filosófico? E incluso cabría decir
que, en el caso de lo que inevitablem ente tendrem os que llam ar
la «sabiduría de Montaigne» (a falta de otro térm ino y com o úl­
timo recurso), esta depende exclusivamente de lo z«/ra-fílosófi-
co: es decir, de lo que habitualm ente oculta la construcción del
discurso, y que, no obstante, no tiene nada de «retrasado» (una
supuesta infancia del pensam iento).
Por lo demás, que actualm ente el mercado del «desarrollo
personal» —vástago moderno de lo que perm anece im pensa­
do— pueda aumentar con tanta facilidad prodigando no-libros,
que el despliegue de su bazar exótico no encuentre obstáculos,
es también un síntoma de que en Europa se ha dejado baldío
el terreno entre la salud y la espiritualidad; y de que el pensa­
miento del vivir no ha encontrado en esa tierra la posibilidad de
crecer, o cuando menos de hacerse valer. ¿Acaso M ontaigne no
sigue siendo inclasificable? Entonces nos dam os cuenta de que
la filosofía no puede evitar exclam arse al volver a ese antiguo
término, tan vago, de «sabiduría», sin noción propia, inconsis­
tente y ampuloso, y advertir que ya no es posible desvincularlo
de la perogrullada, pues resulta efectivam ente vacío y sin duda
caduco. Pero para prescindir com pletam ente de la «sabiduría»,
la filosofía tendría que sacar a la luz su propia relación con el

1125!
FILOSOFÍA DEL VIVIR

infra y preguntarse cómo puede convertirse tanto en una fi.


losofía del «vivir» como de la «vida», en Lebensphilosophie, un
térm ino alem án que no diferencia entre am bas cosas. Si no
quiere desaparecer y se aferra a su herramienta, el concepto, la
filosofía deberá em pezar por reconsiderar con mayor detalle la
incom patibilidad declarada, e incluso la guerra abierta, según
parece, entre esas dos realidades en las antípodas: el vivir y el
«concepto».

En la Alem ania de la Ilustración, lacobi ocupaba un lugar apar­


te. Era autodidacta, no ocupó ningún puesto en la universidad,
com enzó escribiendo novelas, o al menos lo que se conside­
raba por aquel entonces novelas, y compuso principalmente
cartas y diálogos; se valió de su aspecto lánguido, de «rapso­
da» (ningún tratado sistemático). Jacobi adoraba a Pascal y a
Rousseau. Y causó bastante revuelo al replantear la pregunta
del espinozism o, que entendía como el resultado, a través del
determ inism o, de una tradición racionalista que, según Jacobi,
había obstruido peligrosamente nuestra aprehensión del vivir
y desem bocado en la asfixia existencial. Lo más original de la
posición de Jacobi es que reivindicaba para sí la «no filosofía»,
pero insistía en la necesidad de debatir con los filósofos de su
tiem po, com o M endelssohn, Kant o Fichte: pretendía encontrar
un espacio para su pensam iento del vivir, que se rebelaba con­
tra el concepto, en el interior m ismo de los conceptos (quería
fundar una Lebensphilosophie). También intentó dar un conte­
nido conceptual a lo que yo he denominado m/ra-filosófíco, al
m ostrar que el saber que construye la razón siempre es de «se­
gunda m ano» y presupone una certidumbre interior, anterior y
de prim era m ano, com o afirm ación primordial, prerreflexivay
antepredicativa al m ismo tiempo: esta certidumbre solo puede
surgir, com o sospechábam os, previamente a la ruptura entre
el sujeto y el objeto que funda la operación de la representa­
ción característica del conocim iento. Porque, nos advierte Ja-

11261
ADENTRARSE EN UNA FILOSOFIA DE LA V I D A

cobi ¿quién puede darse realm ente una «representación» del


«vivir», es decir, quién puede distanciarse, por poco que sea,
(jel vivir? Al haber ignorado este hecho innegable, la tradición
filosófica europea se habría desviado fatalm ente del vivir, pues
lo especulativo habría sustituido a lo «real» hasta el extrem o
(je desembocar en el «nihilismo».^^ Y de hecho, el térm ino de
nihilismo, y el proceso inaugurado contra él, se lo debem os a
jacobi (Nietzsche ni siquiera dudó de cuánto le debía a Jacobi).
Jacobi denominó «creencia» {Glaubé) a ese lugar infra-ñlosó-
fico donde se aprehende el sentim iento del vivir. ¿Pero qué sig­
nifica el término? ¿Es adecuado, o al menos viable? Habrá que
distinguir inmediatamente esta confianza elem ental de la Fe,
mediante la cual nos «instruye» la Escritura: es una confianza
elemental que ya no es faith sino belief, y m ediante la cual la na­
turaleza nos «constriñe». Esta confianza es la que nos hace afir­
mar inmediatamente el «mundo», sobre todo a través de nuestro
cuerpo, y sin ella no podríamos vivir. De modo que, al menos, el
término tiene el mérito de señalar el punto com ún; tal convic­
ción no aguarda pruebas ni es discutible, es previa a cualquier
conciencia y afecta a la existencia m isma. Pero, com o sabemos
al menos desde Kant, este no es un predicado cualquiera, pues­
to que no puede demostrarse (no puede reivindicar necesidad
lógica, tanto si se trata de la existencia de Dios com o de las cosas
que nos rodean). Por su parte, la razón solo puede establecer re­
laciones entre las cosas, de modo que es necesario que las cosas
me sean dadas antes incluso de que pueda percibir las relacio­
nes que existen entre ellas (esa es la medida del infra).
Asimismo, esta creencia originaria e irrecusable es la que
nos garantiza de antem ano algo «real» (razón por la cual Jacobi
se considera un «realista») y contra la cual se urden en vano las
ficciones o las dudas m etódicas a la m anera de D escartes. Esta
creencia es la que permite que «creamos» irrefutablem ente,
ahora, que estamos en esta habitación y sentados a esta mesa;

39. Friedrich Heinrich Jacobi, Ja co b i an Fichte. En Friedrich Heinrich Jacobi's Werke.


Leipzig 1812-1825: vol. III, 45-99. [Trad. cast. en: C artas a M endelssohn, D avid Hume, car­
ta a Fichte, pp. 481-535. Barcelona: Círculo de lectores, 1996.)

11271
FILOSOFIA DEL VIVIR

constituye el «elemento» primero, o el medio, no solo de cual­


quier conocim iento, sino sobre todo de la menor actividad po­
sible. Y, dada su im plicación implícita, constituye la vía de ac­
ceso, o la abertura inicial, siempre requerida, a través de la que
el vivir se despliega y se efectúa en nosotros (nos sirve pues de
Lebensuerstandnis). Vivir solo es posible merced a la adherencia
(al infm] en que soy desde un principio, y que no cuestiono; «sin
la creencia, no podríam os cruzar el umbral de la puerta, ni sen­
tarnos a la mesa, o echarnos en la cama».^“
Pero lo cierto es que, una vez planteado el término de la
«creencia», Jacobi empieza a dar palos de ciego. Para empezar
¿cómo conviene abordar esa condición previa del m/ra? ¿Qué
punto de vista es m ás adecuado, el de la «sensación» o el del
«sentim iento», el del E n ipfin du n goel del Gefühl'? En un caso, se
nos inscribirá de antem ano entre los sensualistas; y en el otro
se nos acusará inm ediatam ente del sentim entalismo espiri­
tualista y entusiasta, e.xaltado, de la Schwarmerei. Como ine­
vitablem ente se nos inscribirá en uno u otro lado, lo primero
que habrá que hacer es desarticular esta bifurcación impuesta.
Pero ¿hacia dónde dirigirse? Para señalar ese lugar originario
¿estam os obligados a llam arlo «sentimiento del Ser» para evitar
recurrir inevitablem ente al orden de la representación y de lo
reflexivo? ¿O bien deberíamos llamarlo, en el lenguaje de Kant,
«apercepción trascendental», para poder señalar su condición
de principio u nitario (que precede a priori a los datos de la intui­
ción)? El térm ino de «axioma» sería más común, más cómodo,
pero ya se sabe que im plica una discursividad demostrativa de
la que hay que desm arcarse, dada su cualidad de indemostra­
ble; «presupuesto» (Voraussetziing) pertenece demasiado a lo
lógico (a lo «tético»); pero hablar de «imperativo» («de lo Verda­
dero», Weisung) ¿no peca acaso de lo contrario, de un exceso de
m isticism o? Todas estas palabras, que se han ido fraguando a
lo largo de siglos de racionalismo, traicionan el vivir. Será nece­
sario reelaborarlas mal que bien, pulir sus aristas o remitirnos

40. Fried rich H einrich Jacobi, D avid Hume iiber den Glfíuben od er IdeaUsmus und
Realismus, op. cit., p. 191.

|128|
ADENTRARSE EN UNA FILOSOFIA DE I.A V I D A

g SU etimología para forzarlas a desviarse de su uso (de hecho,


para desviadas de su desviación): será necesario, pues, co n se­
g u i r mostrar en la Verniinft, \a «razón» triunfante, el vernehm en

de una percepción más originaria, pero sepultada y olvidada


desde hace mucho tiempo.
Jacobi oscila entre la filosofía y la religión; puesto que lo que
quiere señalar no es el intersticio ni la raíz com ún de am bas,
sino lo previo, lo originario o el infra, inevitablem ente parece
vacilar. Se trata de un titubeo filosófico que evidencia que no es
filósofo... Efectivamente, se aferra apresuradam ente a un clavo
ardiendo, a cualquier cosa que le perm ita apoyarse o adherirse,
va sea el empirismo radical de unos (Hume y la evidencia sen ­
sible) o la ontología espiritualista de otros (Leibniz y las «ver­
dades primitivas de hecho» de su cogito revisado y corregido).
Pero ¿qué más podía hacer Jacobi? Solo podía intentar torpe­
mente sacar a la luz, a través del pensam iento y del lenguaje,
ese infra del vivir, hecho de adhesión más que de conocim iento,
pero que los siglos de filosofía sepultaron bajo el edificio espe­
culativo. Porque no es posible salir del balbuceo cuando trata­
mos de captar esa actividad constante del vivir que nos perm ite
simultáneamente, con un solo m o v i m i e n t o , d e l mundo,
antes de cualquiera de nuestras categorizaciones. Al com ienzo
de Lo visible y lo invisible, Merleau-Ponty tam bién duda, y bus­
ca las palabras adecuadas. Tampoco él puede hacer otra cosa
que aludir a una «fe perceptiva» que «es com ún al hom bre c o ­
rriente y al filósofo, tan pronto como abren los ojos». Pues esa fe
perceptiva remite «a unos cim ientos profundos de "opiniones”
mudas implicadas en nuestra vida». Merleau-Ponty añade al
margen: «Hay que precisar la noción de fe. No se trata de la fe en
el sentido de decisión sino en el sentido de lo que se encuentra
antes de cualquier posición y [?]». Es una nota inacabada o, para
ser más exactos, inacabable, pues ¿cómo proseguir?
Jacobi tal vez se equivocó al querer dar cabida a esta eviden­
cia tácita del vivir — esa evidencia que implica el vivir mismo,
de la que tenemos constancia sin argumento posible, que re­
sulta «convincente» de antem ano— en el seno de una panoplia
filosófica cuya primera am bición evidente (la de la «Ilustra-

11291
FILOSOFIA DEL VIVIR

ción») es precisam ente esclarecerlo todo y erradicar lo implí­


cito. ¿No era un propósito contradictorio? Él mismo lo señaló:
sem ejante «sentim iento» (del vivir) solo puede mencionarse.
Tal vez debería haberse limitado deliberadamente al mero re­
gistro y haber escapado a la esclerosis del concepto mediante
la variación continua («ensayada»), es decir, haber recurrido
a la estrategia a la que se atuvo prudentemente Montaigne. La
em presa de Jacobi ¿no estaba condenada de antemano al fraca­
so? Aunque hay que adm itir que sus embestidas sin ton ni son
tuvieron consecuen cias e incluso produjeron un efecto asom ­
broso: efectivam ente resultaron molestas. Fichte prometió en
diversas ocasiones responder a la Carta donde Jacobi discutía
con él, pero jam ás lo hizo: le resultaba tan complicada de refu­
tar que prefirió abstenerse de la refutación.
Asim ism o, Kant se vio obligado a realizar ese largo rodeo
que es la Crítica d el juicio, una suerte de superación de las dos
anteriores, para protegerse de lo que percibía en Jacobi como
la am enaza del irracionalism o. Más exactam ente, con la Críti­
ca del ju icio se vio obligado a hacer dos cosas. Por una parte,
concebir un nuevo tipo de racionalidad, que ya no tendiera al
conocim iento (del juicio «reflexionante»); y, por otra parte, uti­
lizar de un modo nuevo lo que seguía siendo un concepto, el de
la «finalidad», aunque distinto a todos los demás (porque no era
un concepto del entendim iento), que una vez más permitiera
fundar una nueva (¿la última?) teleología de la Creación. Pero,
de pronto, Kant vuelve al pensam iento de la vida, e incluso de
la «vida verdadera», al trasladar el orden causal de la naturaleza
al «reino de los fines» que emerge de todo lo condicionado y del
que el hom bre es «el fin último»: el vivir, en su mero adveni­
m iento e independencia, en su inocencia, vuelve a escapársele.
Lo m ism o ocurre en Hegel, que realiza uno de los mayores es­
fuerzos teóricos para plantarle cara a Jacobi, y desemboca en
la tesis central de todo su sistema que debe regular de una vez
por todas la diferencia entre la vida y el concepto: la vida ya no
solo no será exterior al concepto, sino que el concepto mismo
incorporará la estructura de la vida.

|130|
ADENTRARSE EN UNA FILOSOFÍA DE LA V I D A

Se diría que al aventurar esta tesis y llevar al paroxism o la ten ­


tación racionalista, Hegel desem boca inevitable, fatalm ente,
en las antípodas del vii’ir, pues lo sume en la abstracción. Pero
conviene plantearse una pregunta, sin darla por zanjada antes
de tiempo: ¿qué puede plantear a la com prensión del vivir la
elaboración hegeliana del concepto de la vida (o de la vida del
concepto)? Efectivamente, Hegel no solo reconocía el carácter
eminentemente contradictorio del concepto, sino que incluso
se consagró a ponerlo de m anifiesto. Ya en su época, se había
repetido hasta la saciedad que vivir escapaba al esclarecim ien ­
to de la razón, porque exigía el reconocim iento de la con tra­
dicción que la razón excluía. Entonces ¿no consiguió Hegel, al
legitimar la contradicción en el seno del concepto, y convertirla
en la causa de su despliegue, term inar de una vez por todas con
la incompatibilidad entre el vivir y el concepto? Para empezar,
deberíamos evitar un error muy común, según el cual solo es
posible contribuir a la elucidación del vivir contraponiendo a la
universalidad hegeliana del concepto lo individual, que se re­
bela contra el concepto, una posición cuya estela va desde Jaco-
bi hasta Nietzsche o Kierkegaard, todos ellos heraldos (héroes)
de lo Singular. Porque, como sabem os, Hegel tam bién reivindi­
caba lo «concreto».
Aunque es cierto que todo concepto dado (todo con cep ­
to cabal), incluso el de la finalidad, que no obstante es el más
prestigioso, traiciona inevitablemente el vivir, no es m enos
cierto que solo en el interior de una tensión o de una polaridad
conceptual es posible desarrollar una filosofía d el vivir. De lo
contrario, estaremos obligados a renunciar definitivam ente a
elucidar el vivir m ediante la filosofía, puesto que se considerará
una herram ienta inútil, en cuyo caso la posición de M ontaigne,
quien se instalaba abiertamente en el margen de la filosofía, es
sin duda insuperable; y el fracaso del torpe (aunque in cóm o­
do) Jacobi solo podrá constituir una prueba a contrario. Pero
cuando la filosofía, al introducir la contradicción en el interior

11311
FILOSOFÍA DEL VIVIR

del concepto, reelabora radicalm ente su procedimiento, comt


efectivam ente hace Hegel, el asunto no está zanjado de ante
m ano; al enfrentarse al relato de toda una historia, Hegel (ei
la F en om en ología del espíritu) es, desde mi punto de vista, e
primer filósofo que intenta recuperar el pensamiento del vivir i
inscribirlo en el seno de la filosofía.
Ya hem os dicho que vivir consiste en ese pasar a lo opuesto
en descoincidir con uno mismo o hurtarse constantemente a h
identidad: consiste pues en desmantelar el principio de identi
dad en el que se basa a su vez el principio de no contradicción
Pero pensem os la vida entre los siguientes dos polos: entre, po
una parte, lo que Hegel denomina lo unitario (o, en sus térnii
nos, la «infinitud» o la «fluidez» o el «en sí» o el «médium simph
y universal» o la capacidad de «mantenerse igual a sí mismo»
etc.);^‘ y, por el otro, frente a este polo, la escisión (es decir 1;
«individualidad», el «para sí», las diversas «partes», las «figu
ras autónomas», etc.). Confrontemos lo plural a lo singular. ¿Di
dónde puede provenir el movimiento de la vida que se pro
duce entre ellos y su alteración constante? Hegel sostiene que
com prendem os lo que hace que la vida sea vida, que merezc;
ese nom bre, en su continua actividad, cuando advertimos qui
cada uno de los térm inos, cualesquiera sean, en vez de cerrarsí
en sí m ism os, se revelan «en su contrario» {aber... ebenso sirve
aquí, dada su inversión sistemática, de articulación lógica). Así
el «para sí» de las figuras autónomas es asimismo inmediata
m ente el de su opuesto, su «reflexión» en la unidad; y, del mis
mo modo, esta «unidad» es tam bién la «escisión» en las figuraj
que se aíslan.
Si exam inam os m ás de cerca este movimiento desarroUadc
en etapas («movimiento» que, de acuerdo con la etimología, e^
tam bién «momento»), podemos añadir que si la «fluidez simpk
y universal» es el «en sí» y la diferencia de las «figuras» es le
opuesto, ese «en sí» de la fluidez se convierte a su vez, a tra­
vés de las diferencias, en el otro. Que un polo se revele perfec-

41. F ried rich Hegel, Plierwm ennlogie des Geistes, cap. IV, «Die W ahrheit ciar Gewis
sh e itse in erS elb st» , op. cit., p. 122-125.

|132|
ADENTRARSE EN UNA FILOSOFIA DE LA V I D A

tarnente en su contrario constituye la auténtica «Revelación»,


y no es posible esperar otra; y que en ese m ism o m om ento se
encuentre llamado a volver a sí m ism o para poder convertirse
en él mismo es lo que le im prim e m ovim iento (el m ovim iento
inherente a la vida). Se desmantela así la unilateralidad en la
que se congelaba el conocim iento (la del «entendim iento»); y
al mismo tiempo se desbordan las fronteras de la esencia, en ­
claustrada en sus determ inaciones, bajo la que el pensam iento
del vivir se había perdido hasta entonces.
Hegel muestra que lo que hace que la vida sea vida, que con­
sista en el paso incesante a lo opuesto, es que, en cuanto el pen­
samiento separa dos polos, cada uno de ellos no perm anece en
sí sino que «pone» al mismo tiem po a su opuesto en sí mismo;
y en consecuencia los términos no dejan de intercam biar entre
ellos sus determinaciones, suprimiéndolas al m ism o tiempo
que conservándolas, y en este m ovim iento se produce su supe­
ración (es el movimiento de la Auflieben). Así, aunque el primer
momento sea el de las figuras diversas que se sostienen por sí
mismas y se separan de la substancia unitaria, este momento
es simultáneamente la «represión» [ünterdrückung) de aquello
de lo que proceden, por ejemplo de ese otro que son tam bién
(aunque tales diferencias «no tengan persistencia en cuanto a
sí en ese médium universal»). Asimismo, un segundo momento
se sigue necesariamente, el del «som etim iento» [Unterwerfung)
de las diferencias en su opuesto: este «infinito» de la diferencia
reprimida, que se va renovando incesantem ente y donde las fi­
guras se disuelven en un proceso unitario, alterándose sin tre­
gua, es la vida.
Efectivamente, la pretensión de som eter la vida a la d ialéc­
tica supuso el proceso que conocem os: Kierkegaard replica
que «no es posible un sistema de la existencia». O bien, pode­
mos reconocer que, como el despliegue de este m ovim iento
infinito se produce a partir de sí m ism o, puede describir un
curso considerado en su generalidad y su regularidad, que
mimetiza la ley de la naturaleza y del afuera de la con cien ­
cia: en el sistema hegeliano prim a la abstracción, a la que
habrá que asignar alguna m aterialidad para que resulte útil

11331
FILOSOFIA DEL VIVIR

a la historia. Pero ¿qué perm ite esclarecer este sistema, me


diante el despliegue de negaciones y de inversiones, del vivU
individual, personal, siempre incoativo, de un sujeto que si
proyecta constantem ente delante de sí, y se abre aventurada
m ente a otro posible, en suma, que se ensaya sin tregua? ¿Qui
perm ite esclarecer de lo que hem os denominado desde He
gel (y precisam ente contra su sistem a) como la impredecibU
«existencia»?
Desde mi punto de vista, la concepción hegeliana de la vid;!
com o nujo universal, cuyo «círculo» se satisface sistemática
m ente m ediante la contraposición de los sucesivos momentos
que «giran sobre su eje», no es lo m ás rescatable. En cambio, s¡
lo es la idea de que la inversión de un polo en su contrario e,'-
asim ism o una inversión en sí m ism o {Verskehtheit, que signifi
ca tanto contrasentido com o absurdo, y no solo Verkehrung), es
decir, la idea de que la contradicción no es una deficiencia sino
un elem ento motor de lo vivo en cuanto tal, das Lebenalsleben
diges. Esa es la lección que conviene recordar, sobre todo en h
que se refiere al sujeto y a su devenir íntimo; una lección tanti
m ás ventajosa en la medida en que no apunta a la moral.
Porque, al menos si considero la secuencia al margen di
la finalidad a la que Hegel no fue capaz de sustraerse, lo qu(
predom ina es una superación por alteración que se debe a lü
im posibilidad de perm anecer [Unruhe); y que obliga a avanzar
inventa un nuevo presente dada la insatisfacción que supone
todo estado, que muy pronto se experim enta como mortal. Di
acuerdo con Hegel, pues, vivir se definiría como el rechazo :
m antenerse en el m ismo punto, sea cual sea, o de apoyarse er
uno m ism o. Lo que se nos muestra, radicalizando la contradic
ción, es pues que lo uno debe pasar a lo otro para ser él mis
mo, o «convertirse él m ismo en otro». Que la vida se concib;
com o ese todo que «se desarrolla» y «disuelve su desarrollo», \
«se conserva en ese movimiento», como concluye Hegel, es h
que describe el vivir en la tenaz capacidad de emergencia qu(
extrae de sí mismo: en su envite constante, o su emergencia, in
cluso antes de que se plantee un Sentido, un telos, que proyect(
hacia delante.

|134|
ADENTRARSE EN UNA FILOSOFIA DE LA \ I DA

Por otra parte, que la vida sea «el reposo de lo m ism o como
infinitud absolutamente sin reposo» perm ite dejar de separar el
reposo y el movimiento en dos mundos o dos reinos opuestos,
como lo hacía hasta entonces la ideología de la modernidad.
Recordemos que Pascal establecía por una parte el m ovim ien­
to de la «agitación», y por otra, el «Cielo», el reposo al que aspira
el alma. Pero aquí se cruzan finalm ente el m ovim iento y el re­
poso, y «caen uno en el otro» {ineinander fallen ) para producir
una tensión interna, viviente y constantem ente dinam izadora.
V esto es fundamentalmente lo que nos aporta Hegel. Porque es
cierto que ningún concepto nos perm ite pensar el vivir de un
modo satisfactorio. Pero cuando un concepto, cualquier co n ­
cepto, ya no se satisface a sí m ism o sino que apela a su otro,
permite finalmente captar algo del vivir en vez de hallarse en
el vacío: porque vivir es precisam ente pasar a lo otro. De modo
que, aunque vivir no pueda esclarecerse a partir de un concep ­
to (lo que podría convencernos de la incapacidad irrem ediable
del concepto y obligarnos a renunciar a la com prensión filosófi­
ca del vivir, condenándonos a una no-filosofía), sí es posible es­
clarecer el vivir en el m ovimiento que origina la contraposición
de dos conceptos que se contradicen, como cuando se frotan
dos piedras; en ese movimiento puede surgir una filo so fía del
vivir.

Pero la posibilidad de entrar en una filosofía del vivir no de­


pende solo del desplazamiento operado paso a paso por este
trabajo inicial: ni de la necesidad de pensar el m om ento que
tiene lugar, que surge para sum arse al tiempo uniform e y pla­
nificado de la metafísica, o se considera como una devaluación
o «caída» fuera de lo Eterno [supra, cap. I); ni de la necesidad
de pensar la actividad frente a la quietud, o lo efectivo que des­
borda cualquier determ inación frente a su recaída en una mera
evidencia que hace que ya no podam os percibirlo, de modo que
solo su retirada puede hacerlo aparecer (cap. II); ni de pensar

11351
FILOSOFIA DEL VIVIR

el entre en vez de la finalidad, la tensión que m antiene el tno


vim iento y no la tentación de un térm ino o sentido proyectadí
(cap. III). Para entrar en una filosofía del vivir sería necesario
sim ultánea y paralelamente, unir cada térm ino del que nos sir
viéram os a su contrario. Es decir, hacer hablar sin tregua a 1;
contradicción confrontando los opuestos.
La contradicción se renueva en cada nueva etapa. Se trat;
pues de renunciar al aplazamiento para evitar que se malogre
la ocasión, y, al mismo tiempo, de saber diferir para permitii
que m adure por sí m ismo ese momento favorable (I); o de dai
su oportunidad sim ultáneam ente a la coincidencia y a la des
coin ciden cia, apoyarse en la evidencia pero abrirla asimismc
al abism o sin fondo, y distinguir una propiedad del vivir en esa
desapropiación (II); o incluso de retroceder hasta lo indiferen
c ia d o de las diferencias hasta su m áxim a ambigüedad, equiva
lencia y perm utación, al mismo tiempo que acom pañar la me­
nor diferen cia en su desarrollo para no perder lo que, por con­
traste, esta puede aportar de intensidad (III). Es necesario hacer
dos cosas sim ultáneam ente: evitar llevar la confrontación a la
paradoja; pero m antenerse justo en el punto de tensión donde
un térm ino reclam a su contrario para no quedar encerrado en
sí m ism o, m alogrando así el vivir por efecto de la unilateralidad
y la rigidez que impone el concepto.
Una vez comprendido el movimiento esclarecedor de la con­
tradicción, el único que procura una luz interior y que ya no
aguarda la Luz o la Revelación exteriores, podrá captarse el vi­
vir en la red que tejen todos estos contrarios. El vivir no es ex­
terior al concepto; simplemente desborda toda reducción a un
concepto que lo congela en un único lado. Dicho de otro modo:
cada uno de estos conceptos resulta pertinente siempre que
no perdam os de vista que su contrario tam bién es pertinente;
y que solo de forma siempre singular puede producirse la co­
herencia que m antien e vivo. Si observamos los conceptos más
im portantes, vemos que la exclusión de su opuesto, que a veces
incluso se ignora, los ha fosilizado. Entonces dudamos de que
la in m an en cia (como la trascendencia) pueda ser útil, sirva para
pensar, puesto que el antagonismo, fosilizado, ha convertido en

11361
ADENTRARSE EN UNA FILOSOFIA DE LA V I D A

estériles esos conceptos: en el museo de la filosofía la in m an en ­


cia despierta inm ediatam ente la sospecha frente a la trascen ­
dencia. Pero, en vez de m antenerlas en una exclusión mutua, el
vivirse comprende precisam ente a partir de la unión de las dos
[infra, I). La n orm alid ad de la vida no es falsa si som os capaces
de abrirla, activarla y com pensarla al m ismo tiempo, m ediante
eso que yo denominaré por oposición a la desviación (II). In ­
cluso el conocim iento puede recobrar todos sus derechos para
definir nuestra relación de seres vivos con el mundo si dejam os
aparecer frente al vivir la connivencia com o el contrario del que
se diferencia sin separarse enteram ente (III). Si nos atenem os a
estas líneas de tensión es posible dar com ienzo a una represen­
tación filosófica del vivir.
Esa es la banalidad de nuestra modernidad, que aún no se
ha agotado: contra toda supuesta trascendencia, un pensa­
miento del vivir solo se ha conquistado, o solo se ha arrebatado,
afirmando decididamente su inm anencia (la in m anen cia es el
concepto polémico que liberó la vida). El vivir solo puede abor­
darse como tal, o solo puede hacerse consciente de sí, cuando
comprendemos, es decir, cuando dejamos de tem er admitir,
que el i/w/r procede únicam ente de sí mismo, no rem ite a nada
más, ni debe invocar ninguna causa o fundamento exterior; el
vivir no supone la intervención de otro plan, es decir, no su­
pone la intervención de ningún «plan» estrictam ente hablan­
do; o —como se decía en griego, aunque sea tan difícil evitar la
abstracción— tiene su «principio en sí» {enuparchon). Motivo
que, al menos cuando no se profundiza, cree haber entendido
la filosofía imponiéndose a la religión, y ese proceso deja en ­
tonces de tener sentido: toda trascendencia que aislem os, o que
separemos, sepulta el vivir y \o oculta.
No obstante, no se deslegitima la trascendencia. Se trata de
una noción irrenunciable, no por nostalgia m etafísica, sino
porque el vivir no soporta la univocidad; solo comprende su
autodespliegue en cuanto es tam bién activación y superación.
Cuando la trascendencia no se constituye exteriorm ente ai
proceso desencadenado, que ya no pertenece al orden del plan
sino de la emanación, la inm anencia m ism a solo puede afir-

11371
FILOSOFIA DEL VIVIR

m arse trascendiéndose a sí misma. Ello es evidente en la vida


biológica, que no deja de trascender tanto sus estructuras como
sus resultados; la enfermedad y la degeneración son la pérdida
de esta «audacia» que lleva a dejar siempre atrás. Y, sobre todo
la trascendencia permite calificar el vivir humano —que corno
«existencia» se diferencia de la vida natural— como la capaci­
dad de no reposar en sí, de desprenderse de su estado, de supe­
rar los lím ites, de proyectarse, de emerger.
Nietzsche, que tanto se esforzó por liberar la inmanencia
denunciando la ilusión de los otros mundos, tam poco renun­
ció a la trascendencia. El abandono del «Más allá» no supone
una renuncia al más allá de uno mismo: luchar y sobreponerse
(iiberw inden, en respuesta a la superación, auflieben, de Hegel),
En Así h a b ló Zarntiistra, pone en boca de la vida las siguientes
palabras: «Yo soy lo que está obligado a sobreponerse a sí mis­
mo infinitamente».^- Incluso podría decirse que cuanto más
decididos estam os a librarnos de la trascendencia heredada
de la m oral decretada, más necesario es imponerse a uno mis­
mo la disciplina interior, para activarse a partir de uno mismo,
es decir, de la propia capacidad: todo Nietzsche se sostiene en
esta ecuación. Cuanto menos aceptemos la autoridad, más ne­
cesario es crearse exigencias que obligarse a cumplir. Y además
hay que com prender que esta forma de sobreponerse se opo­
ne a la finalidad: esta trascendencia solo se despliega de forma
inm anente, o m ejor dicho solo despliega su capacidad de in­
m anencia (traduciéndose en «fuerza») cuando tiende simple­
m ente a desvincular la vitalidad de su camino, para llevarla a
transgredir su lím ite y, m ediante esta confrontación, a «subli­
m arse» {sich sublirnieren es el térm ino nietzscheano): el méri­
to del superhom bre, del artista del yo, es conseguir realizar su
obra renunciando a la ficción de una finalidad. Lo cual, para
evitar in cu rrir en una nueva mitología (un peligro en el caso de
Nietzsche) puede (debe) leerse fenomenológicamente y como
una form a de estar ordinaria (no como una experiencia aparte.

42. F ried rich N ietzsche, Also sprach Zarathustra, «Von der Selbstüberwindung».
[Trad. cast.: A sí h a b ló Zaratusira. Madrid: Alianza, 20U.)

11381
ADENTRARSE EN UNA FILOSOFÍA DE LA V I DA

por ejemplo la de la angustia)."'^ Porque el «ir m ás allá» propio


de esta trascendencia (Heidegger habla de hinaus gehen) se e n ­
cuentra de hecho en la estructura del «ser ahí» del hom bre; y
funda su subjetividad al inscribirlo precisam ente en esa emer-
gencia.'*^ De modo que ese «hacia» (zu) de la abertura hacia la
que el hombre se dirige, lejos de conducir a algún lugar exterior
o separado del mundo, da acceso al ser «en medio» del mundo.

En el vivir, un concepto apela necesariam ente a su contrario


para hacerlo salir de la unilateralidad en la que, de lo contrario,
está condenado a sumirse; para evitar que ejerza un m onopo­
lio que se convierte inm ediatam ente en una reducción; y esa
reducción, en este caso, no es otra cosa que la m uerte. Según la
definición que encontramos en el Littré m édico, la n orm alid ad
consiste en el hecho de no inclinarse ni a un lado ni a otro, sino
de m antenerse en el justo medio; corresponde al equilibrio de
la vida y lógicamente la desviación supone su opuesto negati­
vo y, por consiguiente, la excluye. Pero ¿acaso ocurre lo m ism o
con el vivirá ¿Por qué la norm alidad que corresponde a un justo
medio y es esencialm ente funcional, se encontraría reservada a
la salud? Canguilhem señaló que tam bién la enferm edad tiene
sus normas, del mismo modo que tiene sus partes del cuerpo,
admitiendo que estas sean en efecto vitalm ente inferiores; y
que, a su vez, la desviación, lógica contraria a sem ejante nor­
malidad, no se reduce sin em bargo a lo patológico. Canguilhem
nos enseñó a distinguir la normalidad que resulta de las esta­
dísticas, la del discurrir habitual, de la n orm ativ id ad que, por
su parte, es la aptitud para producir normas; y sobre todo nos
recordó que, por oposición a los fenómenos físicos o quím icos,
que son axiológicamente indiferentes, la vida biológica es un

43. M artin Heidegger, IVns ist M elaphysik, op. cil.. p. 35-38.


44. M artin Heidegger, Vom Wessen des Grandes, Franlcfurt, Vittorio K loslerm ann, p,
44. [Trad. cast.: De la esencia de ¡a verdad: so bre la p a rá bo la d e la cavern a y el Teetelo de
Platón. Barcelona: Herder, 2007.

11391
FILOSOFIA DEL VIVIR

fenóm eno que siempre se encuentra preferentemente orienta­


do hacia —Canguilhem dice «polarizado»—, y situado entre, la
inyección y la deyección (entre alim entarse y excretar): la vida
biológica separa constantem ente en ella lo que es propulsivo,
o lo qu e fo m en ta , lo que lanza hacia adelante y es positivo, y su
contrario repulsivo (negativo): «Vivir es, incluso para la ameba,
preferir y excluir».^®
Pero entonces no es posible negar que semejante desviación,
al contradecir lo norm al, puede constituir, como disidencia, lo
que reactiva la normalidad, condenada a encerrarse y hundirse
en su curso habitual: a perder conciencia de ella misma y a re­
nunciar a su actividad normativa, a debilitarse. De ahí procede
el hundim iento que am enaza subrepticiamente al vivir. Pero la
desviación em puja a la normalidad a una nueva forma de in­
vención y de actividad, fuerza la acción, y obedece en conse­
cuencia a la exigencia de normatividad de lo vital, interviene en
favor de la polaridad dinám ica: m antiene al vivir activo, fomen­
ta la em ergencia. De modo que la desviación es un concepto
tanto ético com o biológico (de hecho, disuelve afortunadamen­
te tal separación). Al m enos en la medida en que este desvío se
distingue de la desviación, puesto que preserva en su interior
lo virtual, lo nuevo o lo inédito, y no se hunde en una actua­
lización que, al ofrecer una representación, petrifica, y reifíca
convirtiéndose en nuevo habitas; en la medida en que esa otra
posibilidad que abre m antiene al vivir efectivamente abierto y
no se acuartela en él. Pues, tan pronto como la desviación se
norm aliza, se convierte a su vez en norma y queda definitiva­
m ente confinada en lo patológico.
Al leer los diversos diarios de escritores y artistas, al escu­
char indiscretam ente las m uchas confidencias que confiesan
con m edias palabras, o al menos cuando leemos la literatura
libertina, quedam os com pletam ente persuadidos de que la
desviación contribuye al vivir, reanim a, y contrarresta, una
norm alidad que se duerme. Permite redescubrir el vigor de lo

45. G eorges C anguilhem , Le N orm al el le Pathologiqite, PUF, «Quadrige», p. 84.


¡Trad. cast.: Lo n o rm a l y lo patológico. M éxico D.F.; Siglo XXI, 1984.|

|140|
ADENTRARSE EN UNA FILOSOFIA DE LA V I D A

normativo que, en vez de hundirse en (de in clin arse hacia) lo


normal, se carga de valor ofensivo para com batirlo, e incluso
se revela creativo. Sin embargo, a menudo nos asom bra la in ­
genuidad de tales confesiones. ¿Es fingida? Uno cuenta la vela­
da en un sitio de mala reputación como si no hubiera ninguna
duda sobre un hecho del que todo deja entrever lo contrario:
que fue el Deseo, aguzado por la perversión, el que lo condujo
allí. Pero no, esa desviación (de la conducta) apunta a otra cosa,
que habitualmente no se explícita; ¿no se trata sobre todo de
sacudir una torpeza existencial, de despertar de la apatía que
amenaza (de desatascar el vivir)? No podemos atenernos a lo
que habitualmente se nos relata y sobre lo cual el confidente
mismo se equivoca interesadam ente: tanto si se trata solo de
purgar las pulsiones, o de liberarse a través de la licencia; o de
liberar lo espiritual a través de lo sexual; o de aliviarse a través
de lo obsceno... En cualquier caso, todas estas explicaciones
no son más que sofisticados pretextos. Como lo es afirm ar que
los excesos suponen una válvula de escape al trabajo creativo,
alguna compensación a la vida ascética, que deberá ser m ás
aberrante cuanto más absorbente sea el trabajo de m arras. O
insistir en la sempiterna escena de la tentación y provocar a Sa­
tán: desafiar las convenciones de la moral y asum ir un com por­
tamiento de artista. O incluso atribuirse ese audaz «descenso
a los infiernos» para abrir m ás el espectro de lo hum ano y c o ­
nocer otras experiencias útiles com o m aterial para la creación.
Todas estas excentricidades ocultan algo m ás inquietante,
que se desliza en toda mitología de la bohem ia o de la vida m al­
dita, en la actitud desafiante o incluso en las concesiones a la
depravación, mediante las que supuestam ente se escapa de las
normas establecidas de la moral y se las subvierte. La explica­
ción del viejo proceso contra la costum bre para justificar esa
desviación voluntaria es superficial. Del m ism o modo que sa­
cudimos una alfombra para sacarle el polvo, se trata de quitarle
a la vida, mediante esta sacudida, eso que poco a poco se ha
ido depositando en ella, em botando su filo (su brío) y am orti­
guándola: el vivir resuella de pronto y despierta de su letargo.
Sin embargo, cuando se produce este efecto, lo que nos perm ite

11411
FILOSOFIA DEL VIVIR

sentir de nuevo la desviación abierta no es tanto la norma si­


lenciosa y constante de lo normal, com o la más ambiciosa de lo
normativo; nos perm ite captar nítidam ente la separación entre
las dos. Porque es precisam ente la normalidad corriente de mi
vida la que term ina oscureciendo la capacidad normativa. Di­
cho de otro modo, la desviación conduce momentáneamente
a poner en peligro la normalidad, juega con fuego para que la
norm atividad de lo vital vuelva a ser efectiva; y sobre todo para
intensificar la polaridad que perm ite un nuevo desplazamien­
to, gracias a la negatividad surgida de la situación: de modo que
se produce así, objetiva y coercitivam ente (precisam ente por­
que se trata de un yo-sujeto que puede sentirse desamparado)
una desestructuración y reestructuración interior.
No se trata de buscar la ocasión de disiparse sino de reac­
tivarse: la desviación permite arrojar luz y resurgir, como una
opción posible, aquello que la lasitud de la vida establecida ya
no perm itía percibir. De modo que lo que está en juego en las
astucias de la Desviación es lo m ismo que en las de la Razón
(astucia alude a la estrategia que nos distancia de la moral).
Ambas interpretan como atracción del placer, m ás seductor
cuanto m ás prohibido, lo que depende de hecho de una lógica
del vivir, que no obstante ya no encuentra en el Arte ni en la
fiesta motivos de satisfacción: lo que se produce es una reacti­
vación de la vitalidad, incluso aunque sea a través del disgusto.
Así pues, se presenta como Deseo lo que es una forma de volver
a poner el tiem po en tensión para sacarlo de su curso aqu ieta­
do. Pero es m ás duro reconocer la econom ía de esta lógica, que
confesar la extravagancia del placer.
C anguilhem tam bién señaló que, a pesar de la desconfian­
za que inevitablem ente suscita todo vitalismo, no desaparece:
«vitalidad del vitalism o» escribió el autor. Pues es inevitable
constatar que el m ecanism o contrario, aunque afianza pro­
gresivam ente sus posiciones, no consigue desterrarlo del todo
(¿de dónde viene entonces esa capacidad de resistencia?). Se
sigue recurriendo al vitalism o, aunque no resulte m ás convin­
cente que cualquier indeterm inism o, puesto que apela a no­
ciones irrem ediablem ente im precisas e injustificables desde

11421
ADENTRARSE EN UNA FILOSOFÍA DE LA V I D A

el punto de vista de la ciencia (el im p etu m facien s o el «princi­


pio vital», etc.), e incluso a pesar de que en m uchas ocasiones
se haya puesto al servicio de las ideologías m ás reaccionarias.
Y si en vez de desem barazarnos del vitalism o seguim os recu ­
rriendo a él, no es por lo que aporta de conocim iento sino por
lo que introduce de reapertura n ecesaria o de desenclaustra-
miento: el vitalismo impide que su opuesto (m ecanicista) nos
hunda en una parcialidad que consiste, com o ya se ha dicho,
en «explicar la vida sin la vida». Frente a la reducción que im ­
pone la explicación causalista, vivir im plica apelar a un co n ­
cepto de «exuberancia» —ín tim am ente asociado al de d esv ia ­
ción — que trasciende la norm a. Cuando el vitalism o alude al
«encanto» del mal frente a cualquier «terreno que se agota»,
incluso en Nietzsche, se quiere señalar la capacidad de esti­
mulación que introduce lo negativo, com o si fuera una esp e­
cie de levadura de lo real.'’®A la afirm ación jovial (generosa) de
los «malos» le corresponde «reavivar» (pues ellos son los «ins­
trumentos») lo que la moral puram ente reactiva de los «bue­
nos» desactiva... Una vez m ás el vitalism o resulta sospechoso,
no obstante lo cual vale por lo que denuncia, algo que en este
caso alude al vivir colectivo y tiene una dim ensión política:
que la normalidad, sin desviación, term ina desem bocando en
una forma de desviación; y que es necesario apelar a su otro
no por afán de tolerancia sino para fom entar el desarrollo.

La relación entre el conocim iento y la connivencia es distinta.


Para el ser humano el vivir se ha desplegado a través de la ac­
tividad del conocim iento que, al transform arse en saber espe­
culativo, term ina oponiéndose a la necesidad de adaptación
que le dio origen, y pretende desentenderse de ella: a partir de
entonces, el saber pretende ser «saber por el saber», puro saber,

46. Friedrich Nietzsche, Die Fróhliche W issenschaft, I, § 4. (Trad. cast.; La gaya cien­
cia. Barcelona: Círculo de lectores, 2002.]

|143|
U LO SO FlA DEL VIVIR

com o si fuera un fin en sí mismo, como si fuera una actividad


gratuita. Cuando el conocim iento se concibe de ese modo, ya
se ha desgajado de la vida. Se desentiende de lo que yo llamaré,
por oposición, la connivencia, que alude a un saber tácito, no
dem asiado reflexivo ni explicable, el cual establece vínculos te­
naces e íntim os. Si lo contrario del conocimiento es la ignoran­
cia, aquello que lo contradice es esta connivencia, connivere:
entenderse con un guiño.
El conocim iento aísla una «naturaleza» y la objetualiza, or­
ganiza m etódicam ente su progresión, elabora herramientas
de abstracción, produce nociones y construye mediaciones,
equipara los espacios, y proyecta un tiempo igual y planifica­
do; desarrolla un discurso argumentado que promueve tanto
las condiciones de la ciencia como de lo político. Pero ¿acaso
ese es el único saber? El vivir supone una forma de inteligen­
cia o, m ejor aún, de «armonía» que se teje cotidianamente sin
pensar apenas —incluso sin pensar apenas en pensar acerca de
ella—, una arm onía que, en vez de separar, vincula. De modo
que el conocim iento solo es una de las dos caras, la iluminada,
que no obstante solo es posible gracias a su reverso, al que está
adherida. La otra cara es la de un saber sombrío, que perma­
nece integrado en un medio, que no se abstrae del paisaje, ni
se pretende al m argen del condicionamiento, que no separa la
teoría de la práctica, ni separa al «yo» del mundo, que se sus­
trae a cualquier exposición posible. La otra cara corresponde
al saber del infra: el m ismo al que Jacobi denominó, con poca
fortuna, la «creencia».
La connivencia es ese saber del infra y de lo implícito donde
los vínculos no se han quebrado. El bebé que toma el pecho o
descansa en el regazo de su madre prácticamente solo posee
ese saber. Luego, con la escolarización, con el aprendizaje de
la escritura uniform adora y la distribución del saber en disci­
plinas, los objetos se perfilan y se aíslan, y se diferencian los
planos entre los cuales la razón debe establecer relaciones: ese
saber de la connivencia queda recubierto a partir del momen-

47. Véase Si parler ua sans dire, ScuW, 2006, p. IS9; y Pont des singes, GaUlée, § 10,p.36.

11441
ADENTRARSE EN UNA FILOSOFIA DE LA V I D A

to en que el sujeto de conocim iento conquista su autonom ía.


Asimismo, este saber de la connivencia, por lo demás excesi­
vamente complejo cuando se lo considera desde afuera, es el
que los antropólogos identifican en las culturas prim itivas: un
saber en que los sentidos y la inteligencia no están disociados,
donde es el gesto el que comprende, y cada m iembro el que des­
cubre, donde la prudencia es la reina y la atención la vía de ad­
quisición; donde el hombre forma parte integrante de su entor­
no y encuentra en cualquier parte a un com pañero con quien
comunicarse; los montes o las aguas, los muertos; los anim ales,
los espíritus y las plantas. Inm erso en una mem oria colectiva,
atesora, pero no se orienta inscribiéndose en una Historia; en ­
cadena los momentos que se alternan pero no construye un Fu­
turo proyectado. La connivencia procede de un ver al unísono
(los elementos, las épocas, las estaciones): el mundo sigue exis­
tiendo para el hombre como em ergencia y vibración. Se trata
de un saber, o más bien de una relación-saber, que no explo­
ra azarosam ente el Afuera, sino que se repliega en un Interior,
es un saber indígena del indígena; y su lengua sigue siendo un
dialecto que la traducción no puede afrontar. Se produce un
antiguo paralelismo: del m ism o modo que el estudiante debe
dejar atrás su infancia, la civilización huye del saber de la co n ­
nivencia y lo pierde. De hecho, podría decirse que desde su ori­
gen la civilización supuso su represión, y la nostalgia de este
desgajamiento en la inm anencia de lo vital todavía se desliza
bajo los monumentos erigidos por el conocim iento.
Por ejemplo, ¿acaso la relación entre los am antes no está h e­
cha de connivencia más que de conocim iento? ¿Acaso no pasan
el día hablándose sin decir nada que podamos recordar com o
enunciados? «¿Has visto?», «Ya sé que...». Bajo la banalidad de
estos intercambios, reavivan entre ellos, del m ismo modo que
al respirar, un asentim iento: todo lo que com parten durante el
día es ese guiño (Rousseau lo llam a «cháchara amorosa»). Me
pregunto incluso si toda la vida social (en la familia, entre los
amigos o incluso en la empresa) no supone m ucha m ás co n ­
nivencia de lo que creem os (es decir, saber del infra): palabras
que no enseñan nada e incluso no pretenden nada, pero que

|145|
FILOSOFIA DEL VIVIR

perm iten entablar una relación de aprobación, convierten la es­


fera de intercam bio en un «medio» y permiten que se produzca
la arm onía, en mayor medida cuanto menos información real
transm iten.
E incluso la poesía es —cuando no se limita a un discurso en
verso sino que se atiene a su vocación— una palabra de conni­
vencia que vuelve a conectarnos con la inm anencia de lo vital,
y estim ula la arm onía y la aprobación íntim as (de las imágenes,
de los ritm os o de las asonancias). Podríamos incluso decir que,
al desplegar la cadena de ecos, la palabra se torna conniven­
cia. La poesía invierte, en suma, la relación, y vuelve a poner a
lo hum ano sobre sus pasos; ya no es el conocimiento el que se
desentiende de la connivencia, sino la palabra poética la que se
desvincula del discurso del conocim iento y vuelve a ese estado
«primitivo»: integra y une, nos reintroduce en el estadio de la
vibración com ún o de la em ergencia. Por eso, para leer un poe­
ma es necesario volver a la connivencia.
Se dice que la relación del vinicultor con su viña es de saber:
debe tener en cuenta muchos factores y matices que no es posi­
ble procesar y analizar m ediante el recurso exclusivo al cono­
cim iento. El (debido) «oficio» se aprende, aunque no es posible
enseñarlo, gracias a la costum bre y al tiempo, y, así, depende
m ás de un acuerdo tácito que de una explicación o una demos­
tración; a ello se debe la dificultad de transmitirlo. De lo cual
deduzco que existen dos «posiciones» enfrentadas en lo que se
refiere a los trabajos y las empresas humanas: una es la de la
connivencia y la búsqueda de la «sabiduría» (en el sentido de la
«sabiduría popular»); y la otra es la del conocimiento, que se or­
ganiza a partir de un método. Para sobrevivir en sociedad tengo
que haber aprendido, haber registrado silenciosamente lo que
ocurre a ras de la experiencia, es decir a partir de la conniven­
cia, todo lo que jam ás me han dicho, e incluso lo que va contra
todo aquello en lo que me han insistido. De hecho, en lo que se
refiere al vivir, todos nos encontram os en la connivencia de lo
hum ano, y a pesar de que no se explicite jam ás completamente
a lo largo de los siglos de literatura, esta connivencia hace que
tácitam ente nos entendam os sobre nuestra condición, palian­

|146|
ADENTRARSE EN U N A FILOSOFIA DE LA V I D A

do así su falta de razón suficiente. Cuando me tomo unas vaca­


ciones, me paseo, «cargo las pilas», me adentro en el bosque,
vuelvo a m í mismo, a esa arm onía y saber latentes (frente a las
olas, los prados, los árboles), paso de ser un sujeto de co n o ci­
miento a serlo de connivencia. En realidad, vivir consiste en al­
ternar estas dos condiciones: conocer más o establecer mayor
connivencia, según el momento. Pulso una u otra tecla; p roce­
do (en el conocimiento) o retrocedo (en la connivencia). Pero
¿quién me enseñó esta conducta de alternar am bas opciones
y el arte de su variación? En cualquier caso, de ella depende la
emergencia del uimr, que se sitúa entre am bas posibilidades, y
que depende más de un com portam iento estratégico que de la
moral.

|147|
•.-, r V ■ '■ ^ ‘ í *' %■ í *^:-,-f"i-•-* í = - - / . il-

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IX .

j'.- í
\
> V La transparencia de la m añana
/

Ahora deberíamos plantearnos otra pregunta. No se trata de la


pregunta clásica, la pregunta por excelencia, que se propaga en
todos los sentidos corno si se tratara de las cartas que se repar­
ten al inicio del juego: ¿cómo hay que vivir? Esta es la pregunta
que se planteaban los griegos {pos bioteon): la pregunta moral
por el cam ino bueno o malo, la vía de ascenso o descenso. El
problema es que, com o el establecim iento de los cam inos les
impone la quietud, la pregunta por la elección, en la m edida en
que los términos se encuentran de antem ano etiquetados, no
nos permite el acceso. Pero ¿el acceso a qué, si no al vivir? De
hecho, quien accede al vivir originario ya no se plantea pregun­
tas ficticias como la pregunta por el «bien» y el «mal», o por la
buena o la mala opción, porque le parecen com pletam ente abs­
tractas. No obstante, ¿cómo es posible acceder al vivir si vivires
nuestra inmediatez?
Nos preguntamos cómo es posible acced er a algo que (con
lo que) nos encontramos comprometidos de antem ano en todo
momento; de donde proviene toda actividad y toda plenitud,
que no obstante perdemos de vista precisam ente porque nos
encontramos inmersos en ellas. No podemos captarlas, y vol­
vemos al problema de la «posición». ¿Qué oblicuidad, qué ar­
did o qué rodeo proponer para poder ver cara a cara algo que
ineluctablemente se encuentra demasiado cerca como para

|149|
FILOSOFÍA DEL VIVIR

conquistarlo? Si vivir es nuestra inmediatez, y además contiene


toda posibilidad, es el fondo o la fuente, pero no podemos ac­
ceder inm ediatam ente a esa inmediatez, entonces ¿qué medio
(o m ediación) puede ayudarnos a conseguirlo? Y asimismo: si
accedem os efectivam ente al vivir, ya no será necesario seguir
preguntándose «cómo» vivir. Si considero pues que vivir es un
concepto estratégico, m ás que un producto de la moral, es por­
que vivir tiene que ver con una forma de obtención (captación),
y la consecu en cia de algunas condiciones es del orden del re­
sultado; porque se trata de sortear una dificultad insalvable; y
porque lo que está en juego no son los «valores», como se suele
decir, sino el éxito o el fracaso, aunque sin duda se trata de un
éxito que no tiene nada que ver con «el éxito en la vida», el eslo­
gan m ás com ercial de la subfilosofía.
La prim era solución, la más radical, para crear el anhelado
distanciam iento, es la de Platón, la duplicación. Se trata, como
hem os visto, de desgajar la «vida verdadera» del vivir: puesto
que la inm ediatez del vivir parece inasible, erigimos un «más
allá», m eta (el m eta de la metafísica) que sea «estable» finalmen­
te [bebaios) y haga las veces de «mira» (skopos). Como el vivires
inm ediatez y, por ello, no disponemos de la distancia necesaria
para conquistarlo, bastará con disociar cómodamente del vivir
la vida verdadera (alethes bios) y proyectarla en el plano del Ser
o del absoluto, convirtiendo el vivir evanescente de aquí y aho­
ra en una m era «imagen» pálida, un reflejo defectuoso. De este
modo, el vivir se divide violentam ente en dos: esta vida de aquí
es «un sueño»; la ú nica vida «lúcida», la única realidad, es la
vida de allá («Allí»). Esta vida de aquí, en su inmediatez, es in-
constan te-inconsisten cia: es puramente metabólica, se limita a
la fastidiosa repetición de lo mismo, condena a la quietud y no
progresa jam ás. La vida de allí, distante, que nos asigna un ca­
m ino infinito que recorrer, es aquella que nos permite avanzar
con entusiasm o, com o viajeros impacientes por llegar a puerto
{La república, VI-VII).
Como sabem os. Platón tuvo que empuñar el hacha para
abrir cam ino. Pero no lo hizo por hastío vital, como cabría sos­
pechar, ni m ovido por alguna forma de resentimiento oscuro,

| 150|
LA T R A N S P A R E N C I A DE LA M A Ñ A N A

O por alguna aversión enferm iza, sino que abordó la tarea de


forma lógica: esto nos confunde y nos obliga a restaurar la «se­
paración» (chorismos) (a reunir el coraje de las grandes opera­
ciones quirúrgicas, esas donde dudar es sum am ente peligro­
so). Sin embargo, ¿no estam os hartos de vivir en la penum bra y
las medias tintas, sin guía, sin saber cómo orientarnos? ¿No es­
tamos hartos de contar solo con la moral heredada? Saquem os
la «verdadera vida» del viuir aparente, porque es tan diverso,
ambiguo, contingente, inconsistente, incoativo, incoherente,
que solo puede esbozarse o «ensayarse». Reservemos una «vida
verdadera» cuya unicidad esencial y solidez se deba tan solo al
concepto, del que obtiene la perennidad de lo pensable; solo la
vida verdadera puede fundarse en principios, solo ella puede
«atañer» finalmente al «ser» y romper violentam ente con las
apariencias. «Planteemos» esa vida verdadera com o el propósi­
to de la otra, y así podremos entregarnos al m ismo tiem po a la
abstracción, para alejarnos de esta vida de aquí, y a la m edita­
ción: entonces, la vida aparente será solo un medio de alcanzar
la otra, proyectaremos en el horizonte una vida beatífica a la
que finalmente desearemos acceder.
Pues lo importante no es tanto que sea posible elevarse a esa
vida (¿acaso es posible asim ilarse hasta tal punto a lo divino?),
sino que la aproximación, y sobre todo la distancia, estén orga­
nizadas: que la finalidad, gracias a ese distanciam iento, sea po­
sible. De modo que Platón sacrifica la inm ediatez del viuir para
planificar su condición d e acceso. El «con vistas a» intelectua-
lista de los griegos [eneka + genitivo) es la gran articulación que
permite estructurar la vida en este sentido, al dividirla. Y así,
todo «lo que es» se divide en dos: por una parte «lo que es en sí
y para sí» y, por otra, lo que «tiende siempre a otra cosa» {Filebo,
53d-e). Pero no solamente lo segundo depende de lo primero,
sino que ni siquiera posee valor o consistencia propias: el viuir,
sumido en el devenir, en la genesis, solo puede salvarse cuando
se inscribe en su finalidad.
La primera frase de la É tica a N icóm aco lo plantea, aunque
a m inim a, como si se tratara de una banalidad (durante mu­
cho tiempo así lo leí yo m ism o, sin prestarle atención): «To-

|151|
FILOSOFIA DEL VIVIR

das las artes, todas las indagaciones metódicas del espíritu


lo m ism o que todos nuestros actos y todas nuestras determi­
naciones m orales, tienen, al parecer, siempre por m ira algún
bien que deseam os conseguir»/® Más tarde, llega un día en
que nos preguntam os si Aristóteles dudó al menos de todo
lo que él m ism o tuvo que presuponer y decidir para escribir
esas palabras. Las anu ncia com o quien se limita a resum ir la
opinión com ún y com o si fueran la base sobre la que cons­
truir. Pero me pregunto si, al dar ese paso, sospechaba qué
um bral franqueaba en el vivir, abocándolo desde un princi­
pio a la superación. ¿Acaso era consciente de la opción que
tom aba ante la vida, al inscribirla de antem ano en la finalidad
(la del ep h iesth a i griego, el ser que «tiende hacia»)? De pronto,
Aristóteles deja atrás el uivir: lo coloca en la órbita del Bien y lo
cond ena a la tutela de la moral.
Nada cam bia por m ás que distingamos entre las diversas
form as de «fin», entre las que consisten en «actividades» y las
que son «obras» distintas de las actividades, o entre las que son
subordinadas y las que las enm arcan y las sepultan, porque en
la cim a siem pre se encuentra el fin de los fines, el «bien sobe­
rano», a lia s la «felicidad». En cualquier caso, la verdadera vida
se encuentra m ás allá, en el horizonte, en la mira, después: un
Después del que lo religioso se adueñó muy pronto para amue­
blarlo, pero que ya Aristóteles (por poco religioso que fuera)
presupuso en la m ás insignificante de nuestras conductas. En
consecu en cia, la verdadera vida está «en otra parte», «ausen­
te», y vivim os esperando el cum plim iento del Fin. Pues sin un
fin, com o ya decía Aristóteles, todo es «vano» (la palabra fa­
tal: m ataios, M etafísica, 994b; Ética a Nicómaco, 1094a). Con­
siderem os algo tan sim ple com o pasear. Según Aristóteles es
evidente que el fin del paseo es la salud; de lo contrario, un
paseo sin propósito, que no sirve de nada, «no vale de nada»
(ya en el Gorgias, 468b). La verdadera vida se encuentra en este
Aplazam iento.

48. A ristóteles, M oral, a N icóm aco, tracl. Patricio de Azcárate (Madrid: Espasa-
Calpe, 1992). fN .d e /«/.;

11521
LA T R A N S P A R E N C I A DE LA MAÑANA

Pero el vivir solo se experim enta a través de lo contrario:


cuando dejamos de buscar algo detrás: cuando liberam os el
vivir de la finalidad y dejam os que sea contem poráneo de sí
mismo; cuando evitamos el truco de tirar un palo para poder
correr tras él. En resumen, el vivir solo se experim enta cu an ­
do no se abandona su inm ediatez, cuando nos m antenem os en
su «inocencia», es decir, cuando aceptam os su incompletitud:
solo cuando conseguimos pasear, no ya para favorecer la salud
o cualquier otra cosa, sino sim plemente para pasear. Incluso
ese «para», aunque se repliegue sobre sí m ism o, es excesivo:
solo cuando, al pasear, paseam os (no hay nada que añadir). En
chino, lo describe bien el verbo yoi/, «evolucionar» (por ejemplo
en xiaoyaoyoii, la primera palabra clave de Zhuang Zi: evolu­
cionar cómodamente, sin destino, al gusto de cada cual). Pero
entonces, ¿cómo es posible evitar que la inm ediatez en la que
estamos inmersos engulla el vivir? Pues, del m ism o modo que
la quietud, dada su evidencia, ya no se percibe y exige una reti­
rada para poder aparecer, el vivir solo se experim enta si somos
capaces de distanciarnos, de una forma u otra, para hacerlo
destacar, emerger, para poder delim itarlo y abordarlo. Y, una
vez más, volvemos a la pregunta estratégica del acceso.

Para empezar, es cierto que, al buscar ese aplazam iento del vi­
vir en la «vida verdadera», así com o en la construcción m eta­
física que la justifica, la sabiduría sonó com o una llam ada al
orden. Se dirige a nosotros en un tono que ya no es dem ostrati­
vo sino familiar: «Ya sabes que vivir es en el fondo lo tínico que
importa. Al lado de su plenitud ¿qué m ás da todo lo demás?».
No obstante, si vivir tiene un propósito, solo puede hallarlo en
sí mismo: el vivir tiene en sí m ism o su propio fin y no debe de­
jar que se lo duplique ni se lo aplace (este es el «autotelismo»
de los estoicos). «Acuérdate de morir», m em en to mori, dicen
los platónicos o los cristianos, apelando a la esperanza en otra
vida, la vida verdadera, aquella a la que la m uerte nos da acce-

|153|
FILOSOFÍA DEL VIVIR

SO definitivam ente. Pero la sabiduría (de todos los tiempos, en


todas partes) dice «acuérdate de vivir», con su anónim a y uná­
nim e voz: m em ento vivere. G edanke zu lebenh también Goethe
lo convirtió en su consigna, y una vez que se pronuncian estas
palabras está todo dicho. Se enuncia aquí de forma aún más fa­
m iliar y a modo de adagio, y no hay que olvidar que el adagio es
exactam ente lo contrario de cualquier construcción: primutn
vivere, y luego filosofa todo lo que quieras... Quiero vivir, basta
de leer. Las jóvenes de novela lo escriben en mayúsculas, cuan­
do tienen veinte años, en las paredes de su habitación o en las
páginas de un cuaderno. Pues saben que esa es la única lección
que recordar, la única que no les han enseñado, y confían en no
dejarse confundir.
Pero ¿por qué se anuncia este saber con un tono familiar,
com o un lem a o un consejo, e incluso a menudo como en un
aparte? ¿Por qué «eso» (lo que más importa) no puede elaborar­
se jam ás ni desarrollarse? ¿Por qué ese «en el fondo» se indica
siem pre al pasar, como si bastara señalarlo, como si fuera evi­
dente, y jam ás se argum enta sobre él? Parece que bastara per­
m itirse la connivencia en la que nos sumimos al atenernos a la
consigna: ¿por qué ese «en el fondo» no se esclarece jamás? Tan
solo es objeto de consigna o de exhortación, como si su valor de
lem a bastara. Y asim ism o insinúa una denuncia, puesto que el
contrapunto es evidente: «Hay personas que no viven la vida
presente», ton p aron ta bion ou zósin, dijo Antifón antes que mu­
chos otros: «se diría que se preparan, consagrándose en cuerpo
y alm a, para vivir no se sabe qué otra vida...». Y, mientras lo
hacen, «el tiem po pasa» [chronos oichterai, advertía el griego).
Pero, a pesar de la sátira inicial, se cae inmediatamente, una
vez m ás, en la facilidad de la moral.
A lo sumo, cualquier esfuerzo teórico consiste siempre en
intentar «delimitar» el presente donde vivir: solamente en este
pliegue que se frunce m om entáneam ente en un tiempo amor­
fo es posible cosechar y captar el vivir. Asimismo, los estoicos
aprendieron a «delimitar» (perigraphein) este «presente» (to
parorí), el único tiem po real, actual: a seleccionar atentamente
nuestras representaciones para descartar todo lo que concierne

|154|
LA T R A N S P A R E N C I A DE LA MAÑANA

al futuro y al pasado, todo lo que es, pues, del orden del tem or o
de la añoranza, todo lo que, o bien no nos concierne aún, o bien
ya no nos concierne, y de lo que por lo tanto no m erece la pena
preocuparse (Marco Aurelio, IX, 6 y pássim). Entonces, queda
únicam ente el presente donde se despliega todo acto y donde
debe concentrarse todo. Pues en este instante presente, por
fugitivo que sea, lo tenemos todo: en el menor acon tecim ien ­
to y su concatenación causal, ¿no se encuentra involucrado el
mundo entero? Puesto que la cualidad de un m om ento no pue­
de aumentar con la duración, un instante de felicidad equivale
entonces a la eternidad, de modo que el instante puede y debe
encontrarse en el acto: nunca serem os felices si no lo som os in ­
m ediatam ente... No aplazar es la regla de oro. Pero, al llegar a
este punto, el estoico solo es capaz de repetirse: m ultiplica los
imperativos. Pues no se trata tanto de com prender como de
convencerse: ¿qué más habría que explicar? De lo que se tra­
ta es de no ir más lejos (de no necesitarlo), en el desarrollo del
pensamiento, y com pensar esta renuncia con el trabajo que de­
bemos hacer sobre nosotros, cada día, cada hora, para no dejar
escapar cobardemente ese vivir que se presenta, ni traicionar
su mandato.
Como ya no cabe esperar ningún progreso en la enuncia­
ción, bastará con progresar en la «práctica»: en el ejercicio (los
«ejercicios espirituales» sobre los que tanto escribió Pierre Ha-
dot), en la askesis. En efecto, en estos preceptos está en juego
la sabiduría, son formulaciones saturadas (satisfechas) que se
repliegan sobre sí m ismas, sin dejar ver ninguna fisura, y que
solo cabe memorizar, form ulaciones a las que nada puede a ñ a ­
dir la filosofía y que ya no esperan ninguna conclusión. Y en
este punto preciso es donde la filosofía se separa de la sabidu­
ría: la primera se desarrolla en una historia y busca siempre
decir algo más, persigue ese fascinante reto de encontrar una
verdad; m ientras que la sabiduría «carece de historia»: habla lo
mínimo, no quiere hacerse notar y solo cada sabio tiene una
historia propia (pero no es posible crear una «historia de la sa­
biduría»). Nos encontram os una vez más condenados a la tri­
vialidad, y la filosofía solo puede erigirse a fuerza de sepultarla.

|155|
FILOSOFIA DEL VIVIR

Nos encontram os pues confrontados, o más bien acorralados


por ese «acuérdate de vivir», al que no hay nada que replicar, a
tal punto es verdadero, true\ tan verdadero que ya no resulta in­
teresante. Y esto evidencia que a la filosofía no le interesa cual-
q u ierv erd ad , com o pretende, sino solam ente un tipo de verdad
de una clase muy particular; la que se presta a contradicción,
puede contestarse, es enigmática, se urde como una intriga y
perm ite especular sobre ella.
Sobre el vivir (su importancia) solo es posible realizar varia­
ciones. No se trata de un asunto sino de un «tema»; del mismo
modo que la danza varía sus figuras, este tema pertenece de
pleno derecho a la poesía: «Aprovecha el día...». Y, en el arte de
la variación, M ontaigne es un m aestro: «Tengo un diccionario
com pletam ente personal...». Lo propio de la expresión metafó­
rica es m ostrar algo que se nos escapa, no a causa de su miste­
rio, sino de su banalidad; Montaigne tam bién recurrió a menu­
do a la m etáfora. El tiempo precioso del presente, lo «saboreo de
nuevo», me «aferró» a él; o la «placidez» del vivir, la «paladeo» y
la «rumio»: es preciso «aplicarse» y tener una estrategia o, como
tam bién dice M ontaigne, hay que «ocuparse» del placer. O de la
«alegría no m e lim ito a coger su espuma; la examino, y obligo a
m i razón a aprovecharla».
Lo que M ontaigne practica deliberadamente mediante el
recurso a la tautología («cuando bailo, bailo», «cuando duer­
mo, duermo»...) es el hecho de que no es posible ir más lejos
para nom brar el presente, e incluso que conviene evitar que el
discurso al respecto se desarrolle (que se vea arrastrado por su
«curso»); que es necesario, pues, ir contracorriente de su dis-
cursividad para retenerlo en su sitio, que ya no enseña nada
sino que sim plem ente le impide pasar (del mismo modo que el
tiem po «pasa») y avanzar. Al frustrar nuestra espera, al no decir
nada m ás en la proposición principal que en la temporal que la
precede y la sitiia, en sum a al replegar una vez más una sobre
otra y dejar que se reflejen una en otra, Montaigne indica que
lo único decisivo es la contemporaneidad con uno mismo, así
com o evitar la constante tendencia a la anticipación. Pues ¿de
qué sirve el «nombrar» (lo que es tan verdadero que ni siquiera

11561
LA T R A N S P A R E N C I A DE LA M A Ñ A N A

convence)? ¿Acaso el nombrar puede influir en la propensión


irrevocable a la anticipación? Para que en el curso uniform e del
tiempo se dibuje o se grabe un m om ento, más vale poner en ju e ­
go directam ente el «dis»-«curso», y plantear contra él, m edian­
te el dispositivo de la tautología, una medida de contención.
Para que surja esa inm ediatez del vivir (para evitar perder
el control sobre lo indistinto en su transición o, por el contra­
rio, ponerlo demasiado cóm odam ente a distancia adscribién­
dolo a las especies transfiguradas de la «vida verdadera») ¿qué
recurso nos queda si no introducir en el vivir lo otro, que se
desmarca, o al menos confrontarlo con él? Es decir, aunque
desconfiemos de la duplicación, es posible abrir un acceso m e­
diante cualquier negación del vivir que reabra la diferencia y
se convierta al mismo tiempo en una m ediación suya. Eso es
lo que provoca la metáfora (en Montaigne) al «transportar» ha­
cia lo otro. También es posible una estrategia m ás elemental,
de nuevo completamente exterior: para desenterrar el vivir de
su hundimiento en el aquí y ahora, y azuzar la quietud, habrá
que hacerlo surgir de la oposición y del contraste. Los estoicos
hacían surgir el inasible presente m ediante un voluntarioso re ­
chazo (¿hasta la negación?) tanto del futuro com o del pasado:
o poniendo de relieve el rá'/r y oponiéndose a quienes lo dejan
escapar. Montaigne hacía algo parecido a lo que hizo Antifón;
siento la placidez del vivir tanto como los demás, pero no «de
paso y fugazmente»...
O también, de acuerdo con el procedim iento m ás com ún de
la sabiduría: hacer «relucir» el vivir, como un relámpago, con­
trastándolo sobre el fondo de su contrario, la muerte, in umbra
m onis. Como dice Horacio: «Convéncete de que cada nuevo día
será el último», pues en consecuencia «recibirás con gratitud
todo lo que sobrevenga», es decir que todo será un regalo, y «la
hora que no esperabas» será una gratificación {Epístolas, I, 4,
13-14; o Marco Aurelio: «Hay que acom eter todo acto en la vida
como si fuera el último», etc., II, 5, 2). En el m ism o sentido es
útil la enfermedad (de nuevo en Montaigne): aunque la salud
es, de acuerdo con el planteam iento de los m édicos (Leriche)
«la vida en el silencio de los órganos», ello hace que no seamos

|157|
FILOSOFIA DEL VIVIR

conscientes del vivir, m ientras que la enfermedad, en cambio


es lo que despierta la inmediatez del vivir y nos permite experi­
m entarlo, aunque al precio de la privación o del sufrimiento. El
«buen uso» de las enfermedades, en suma, no aspira a ninguna
constru cción ni a la salud.
Hay quien (como Edipo en Colono) no empieza a sentir que
vive hasta el día que se arranca los ojos: ya no se encuentra
abrum ado por la inm ediatez, sino que prescindir de una de sus
capacidades le perm ite acceder al sentimiento de los otros, a los
que descubre entonces inm ensam ente generosos. Del mismo
modo, un enferm o consigue levantarse y acercarse a la venta­
na: de pronto le es dada la primavera de la que se ha visto pri­
vado, com o si se colara por una rendija, por debajo de la fatiga,
y le colm a infinitam ente el pecho. Luego, sentado en un ban­
co, com o un saco, sin moverse apenas, siente de pronto cómo
ese saco pesado se convierte milagrosamente en algo abierto
a aquello (la vitalidad) de lo que hasta entonces se sentía de­
m asiado lleno com o para asimilarlo. Buscando un lugar más
soleado donde reposar, se da cuenta, perplejo, de que nunca
antes había experim entado esa placidez, sin embargo comple­
tam ente fam iliar, a pesar de haber conocido tantas primaveras
y veranos. H asta entonces no había percibido la luz, la misma
que había brillado todos los días de su vida; solo ha empezado a
verla desde que sabe que muy pronto no la verá.
En el arte se han propuesto muchas perfom ances para plan­
tear este acceso (a lo cotidiano del vivir que no percibimos): ha
sido necesario desnudarse en público, sumergirse en una pis­
cina, para descubrir finalm ente un pedazo de cielo, al salir a
la superficie, enm arcado por las altas paredes (James Turrel en
Poitiers), para descubrir ese cielo que está ante nuestros ojos
todos los días pero que no vemos —si es que le prestamos algu­
na atención—, cuyo resplandor ni siquiera hubiéramos podido
im aginar, com o advierte Lucrecio, un cielo al que la humanidad
solo puede lanzar, desde antaño, una mirada «agotada»,/essus
satiate viden di (II, 1038). Este agotamiento no se debe tanto a la
costum bre o al hastío (como interpreta la psicología, cuando
no la m oral, nuestros dos recursos fáciles) sino a la incapaci­

|158|
LA T R A N S P A R E N C I A DE LA MAÑANA

dad para alcanzar ese simple «darse» del es gibt. De modo que
estas perfom ances, como cualquier otro dispositivo, aspiran
esencialm ente a una cosa: habilitar un m ínim o de m ediación
(negación) que atravesar (que sea necesario franquear para o b ­
tener) de modo que sea posible captar finalm ente el «aquí» y el
«ahora» del vivir, de ese vivir que se nos escapa a causa de su
inmediatez.

Sin embargo, hay algo desconcertante; ¿no es posible aprehen­


der simplemente — in m ediatam en te — ese «aquí» y ese «ahora»?
Incluso ¿acaso no es precisam ente eso «vivir»? ¿No se encu en­
tra ahí la primera forma de certidum bre? Vivir se desplegaría
en ese saber inmediato de lo inm ediato que nos perm ite fiarnos
del mundo (el mismo que Jacobi nom braba con el dudoso tér­
mino de «creencia»). Es nuestra tarea, pues, saber considerarlo
de forma inmediata, al exam inarlo, acogiéndolo com o viene,
sin alterarlo ni proyectar en él condiciones o concepciones p re­
vias, sin interferir ni perturbarlo. Solo aquí, ahora, «vivo», dice
cada «yo» abriendo los ojos (cada vez) en m edio de esta presen­
cia que se le ofrece y del contacto con ella.
Aquí-ahora, delante de este árbol y bajo este rayo de luz, en
este lugar y a esta hora: sumergiéndome en el resplandor y el
murmullo de las innumerables hojas, y advirtiendo cada vez
con mayor detalle el m ínim o dentado o veteado que se insi­
núa en cada una de ellas, pero ¿cómo llegar al fondo de esta
plenitud que se despliega tan espléndidamente? Se despliega
sin límites, tanto en el espacio com o en el tiempo, y asim ism o
es posible hundirse ilim itadam ente en su m enor detalle: el co ­
nocimiento que adquiero en el acto ¿no parece un flujo de im ­
presiones inagotable? Y al m ism o tiempo aparece aquí y pare­
ce más «verdadero»: puesto que todavía no he separado nada
de su objeto, ni me he interpuesto en esa realidad, m ediante
el trabajo del espíritu, puesto que no he empezado a elaborar.
Mi pensamiento todavía no se ha puesto en m archa para inves­

|159|
FILOSOFÍA DEL VIVIR

tir un objeto y despedazar lo que experimenta: no lo ha con­


cebido aún com o un sistem a de relaciones, ni distribuido aún
de acuerdo con una multitud de caracteres o de propiedades.
Lo tengo delante de m í y conservo intacta la profusión exenta,
pues yo m ism o estoy inm erso en ese momento concreto, y nada
interviene aún para separarm e del ahora: entonces ¿qué n ece­
sidad tengo de «acceder» a ese paraíso sensible, si ya me ha sido
dado? A m enos que solo existan paraísos perdidos...
A Hegel le debem os el mérito de haber mostrado (en las
prim eras páginas de L a fen om en ología) hasta qué punto esta
relación prim era, inm aculada (en cuyo interior me creo indu­
dablem ente colm ado, que yo quisiera preservar como sustrato
puesto que es entonces cuando me siento vivir) ya está desga­
rrada, desde el interior y fatalmente. Hegel tiene el mérito de
haber m ostrado cóm o esta experiencia inicial es engañosa por
m ás firm em ente que nos parezca poder aprehenderla; de modo
que som os ingenuos cuando «creemos» vivir en una abertura
inm ediata al mundo, confiándonos a lo sensible (esta es su res­
puesta a Jacobi). Porque la certidumbre que me invade frente
a este árbol, en este m om ento del día, bajo este rayo de luz ¿no
acaba dando paso ineluctablem ente a lo otro, en el seno mismo
de mi aprehensión? Pienso aquí, pero tan pronto como muevo
la cabeza ese a q u í ya se ha desvanecido: pienso ahora, pero el
a h o ra acaba de pasar; el proceso de negación está planteado
desde el inicio. Retengo en mi m ente este árbol, en su singula­
ridad, pero «árbol», apenas me lo digo a m í mismo, me obliga
a m alograr su singularidad inmediatamente: la mediación del
lenguaje m e ha llevado a la generalidad. Y no queda nada de
eso concreto, de ese puro «yo»-aquí que soy y que aún no se ha
desarrollado en conciencia. Lo que «vislumbra» mi espíritu se
«desvanece» {schal, dice Hegel), se agota. O lo que queda es su
contrario: un «aquí» de todos los «aquí», que se abstrae de los
dos; o un «ahora» que podemos pronunciar indiferentemente
en cualquier instante. Este «árbol de aquí» puede predicarse de
todos los otros árboles que veo. De modo que, apenas nombro
lo inm ediato o el vivir, se desvanece; en cuanto intento captar
esta plenitud, la m alogro lam entablemente.

|160|
I.A T R A N S P A R E N C I A RE I. A M A Ñ A N A

Hay que reconocer que ni este aquí ni este ahora que vis­
lumbro, ni siquiera ese yo que soy frente al aquí y el ahora, per­
manecen; cada uno de ellos se disocia de sí m ism o. De un lado
y del otro, en cuanto los nombro, aunque solo me los nom bre
a mí mismo, los veo sum irse en la abstracción. Pero ¿acaso la
inmediatez de la vida no se encuentra en la relación entre ellos,
más que en ellos mismos? Y entonces ¿no puedo atenerm e a la
inmediatez de la relación que los vincula, puesto que esa rela­
ción es lo único fiable, lo único que me infunde la sensación
de certidumbre, a pesar de la inversión a la que está abocado
cada uno de los términos? Si m e atengo a la unidad de la re­
lación misma, en su globalidad, encuentro en ella lo in m edia­
to. No debemos dejarnos distraer, pues, de esa im presión que
vivimos, debemos aferram os a ella pertinaz y heroicam ente
(como Descartes, pero tomando las medidas opuestas): seguiré
concentrado en ese árbol sin pensar que podría m irar a otro
lado, ni que podría proyectarlo en una multiplicidad de aqui;
no compararé este aquí o este ahora con ningún otro, evitaré
pensar que otro yo verá otras cosas: en suma, me m antendré
sumido en este «puro intuir» {reines Anschauen).
Pero por más profundam ente que me deje absorber, aunque
nunca más allá del punto de dem arcación, la filosofía constata,
frente a esta certidumbre ingenua, que la diferencia está inevi­
tablemente comprometida desde el principio. Aunque solo sea,
inicialmente, entre el «yo», por una parte, y «la cosa», por otra;
solo tengo certidumbre por la cosa, y la cosa solo puede in scri­
birse en la certidumbre gracias a mí; de modo que uno y otra,
concluye Hegel, solo son tales gracias a la m ediación del otro
{vermittelt). Hasta el punto de que la m ediación se infiltra silen­
ciosamente en la certeza que yo creía más inm ediata, de una
sola pieza, y la desplaza subrepticiam ente hacia su superación.
En esto, Hegel resulta muy convincente; toda inm ediatez que
se presenta, inicial, está resquebrajada, está ya socavada por la
escisión, amenazada por un prolongado trabajo de m ediacio­
nes. Y puesto que la inmediatez, o el vivir, no es algo adquirido
de partida, solo podrá ser un resultado; no depende de lo dado
sino de un efecto. Del mismo modo, Hegel señala el desajuste

11611
FILOSOFIA DEL VIVIR

que se produce entre eso a lo que apuntam os y la palabra [mei-


nen y sprechen): «vislumbro» lo más singular y lo más concreto
pero tan pronto com o hablo de ello estoy diciendo lo contrario,
a saber, lo m ás pobre y lo más general. ¿Qué consecuencia se
deriva de ello? ¿Necesariam ente debem os llegar a la conclusión
en la que desem boca Hegel (o que traía en la manga)? Hay que
recorrer el largo cam ino (el único posible) del prolongado tra­
bajo de m ediación señalado desde el inicio entre el yo y el mun­
do, y que despliega el lenguaje, a través del cual se conquista la
conciencia, atravesando la negación y el sufrimiento, para des­
em bocar al final, teleológicam ente, en la adecuación donde lo
uno se reconcilia con lo otro (en el «Saber absoluto») que no se
había logrado al com ienzo.
Efectivam ente, por m ás que contradiga la creencia común,
la inm ediatez del vivir no es del orden de lo previo sino del pro­
ceso; es necesario acced er al vivir. Sin embargo, aunque la in­
mediatez del vivir sea el resultado de un proceso, ¿acaso debe
obedecer forzosam ente a la finalidad? Tal vez puede concebirse
otra form a de progreso distinta al vía crucis de Hegel que se
desarrolla en etapas, en medio de la duda y la desesperación,
hasta que lo inm ediato perdido, y tanto tiempo postergado, se
releva com o la conclusión de la Historia: la Salvación esperada.
Y sobre todo, tal vez sea posible concebir otras estrategias de
acceso a lo inm ediato m ediante la palabra. lean Hyppolite, en
su com entario de Hegel, plantea esta pregunta en una nota que
hace tam balearse de pronto todo el sistem a hegeliano: «Uno de
los vicios profundos del hegelianism o tal vez se evidencie en
esta filosofía del lenguaje y en esta concepción de la singula­
ridad [...]», pero ¿por qué diablos se lim ita a apuntarlo en una
nota?
Dicho de otro modo, Hegel tiene razón al otorgar pleno dere­
cho a la palabra, por m ás ruptura o fractura que ello implique,
pues de lo contrario correríam os el riesgo de encerrarnos en un
inefable que sum iría a lo sensible en la confusión, y al yo en la
inconsciencia. Sin embargo, existen alternativas para introdu­
cir la m ediación de la palabra sin necesidad de embarcarse en
la odisea del logos, donde todas las figuras de la verdad se en­

|162|
LA T R A N S P A R E N C I A DE LA MANANA

cadenan, fracasan y se integran, hasta alcanzar la apoteosis de


un Universal que ha debido atravesar diversas contradicciones
particulares a fín de devenir Singular (o atravesar tantas épo­
cas diversas para que advenga el Ahora de la identidad). ¿Acaso
pasar por la palabra es necesariam ente entregarse a una dis-
cursividad cuya dialéctica determ ina el apogeo? Me parece que
es posible concebir una m ediación de la palabra que proceda a
la inversa, es decir: que no se deje arrastrar por la m ediación,
sino que se oponga a esa discursividad y la interrum pa, que
cortocircuite la m ediación desencadenada en vez de desplegar­
la. Con ello, lo inmediato surgiría no después (m finé) sino en el
seno mismo de la m ediación o en su entre, a riesgo de hacerla
estallar.

La poesía constituye otra forma de movilizar la palabra, una


forma que contradice la m ediación al m ismo tiem po que la
hace intervenir: palabra m ed iad a-in m ed iata, pero no librada
al largo rodeo de la m ediación que solo puede detenerse con
la conclusión. La poesía realiza el aquí y el ahora, puesto que
ni uno ni otro están dados inicialm ente, pero no lo hace por
etapas, como en el sistem a hegeliano, que culm in an en el lo ­
gas y su ponen el fín de la filosofía: esa realización es el «efecto»
poético (que tam bién es del orden del resultado) que, sin em ­
bargo, no dispone de la paciencia del concepto ni aguarda. Ni
siquiera necesita term inar el poem a para llegar a un resultado:
cada verso es contem poráneo de sí mismo y lleva en sí su pleni­
tud (así definiría yo un verso). Esto se percibe aún mejor desde
fuera de la cultura occidental, tan determ inada por el logos, y
donde la poesía ha sido a menudo tan solo un discurso en verso.
En cambio, las tradiciones orientales desafiaron com pletam en­
te la concatenación discursiva y con ello pusieron de relieve las
estrategias que pueden neutralizarlo, eludirlo, socavarlo o in ­
hibirlo; y como en aquella tradición la poesía formaba parte de
la actividad común y se inscribía en lo cotidiano, se consideró

| 163 |
FILOSOFIA DEL VIVIR

com o un m edio de acceso privilegiado a la inmediatez, donde


sí es posible vivir. «Se consideró»: ¿acaso ya no es posible escri­
birlo en presente?
Para cortar en seco la tentación discursiva, para acceder a lo
inm ediato, pero sin demora ni aplazamiento, la forma más ele­
m ental de conseguirlo consiste en atenerse a la brevedad. Ello
m antiene la palabra en movimiento, evita que se convierta en
algo inm óvil, que se detenga. El cuarteto de la dinastía Tang
explota al m áxim o esta posibilidad:^^

Ligero barca acoger alto anfitrión


De lejos lago m ás allá llegar
Delante b alau strada cara a cara copa (de) vino
(Desde ¡os) cu atro lados de los nenúfares abrirse

Lo que advertim os aquí no es tanto la econom ía de medios,


como tanto se ha dicho, sino la disposición elíptica, oblicua, de
un acceso: la palabra consigue nombrar, aliándose con el movi­
m iento, la eclosión de un m om ento. Los dos trayectos que, par­
tiendo de los dos lados, de las dos orillas, convergen y se unen,
dan lugar a un «delante», «cara a cara» {dui): frente al lago,
frente al anfitrión (v. 3). Pero apenas ese aquí y ahora se per­
filan, entre el que acoge y quien es acogido, el poema desem­
boca inm ediatam ente, de golpe, en una aprehensión completa,
integral, a la que no es posible añadir nada, a la que ninguna
distancia ni ninguna carencia se opone o resquebraja, de tal
modo que la plenitud ya no está am enazada: «desde los cuatro
lados»-«de los nenúfares»-«abrirse». Cualquier pensamiento de
otro «aquí», de otro «ahora», que pudieran sum ir al «aquí» y al
«ahora» en lo abstracto, se disipa así, ipsofacto. Desde luego, se
ha producido una evolución y un acceso, así como la autorrea-
lización de la presencia unida a la inm anencia: y lo inmediato
emerge com o lo hacen las flores a ras del agua. De modo que
el absoluto no se obtiene después de un largo rodeo, como en
Hegel, sino m ediante un atajo. Pero no queda resto de una divi-

49. VVang Wei, «Lin hu ting», Wang Youchengjijianzhu, Zhonghua shuju, I, p. 245.

|164|
LA T R A N S P A R E N C I A DK LA M A N A N A

sióii entre el «yo» y el «mundo», de una m ediación del uno por


el otro, ni de una comparación.
Cómo «aspirar» a un momento cuya plenitud en cuanto in s­
tante ya no permita pensar en ningún otro tiempo, o cuya p le­
nitud en cuanto paisaje destierre el pensam iento de cualquier
otro lugar: un momento al que ya no perturbe ningún aquí que
no sea actual ni ningún ahora que no sea presente. Pero no aspi­
ramos a sem ejante momento porque sea excepcional, sino pre­
cisamente porque es ordinario: el aquí y el ahora se cosech an
en una impresión la afirm ación de cuyo carácter efím ero des­
tierra lo efímero; o la abertura de cuyo lugar dispensa de toda
localización. Ese aquí contiene tanto aq u í com o queram os, y
ese ahora todos los ah ora posibles, no porque los abarquen, o
los subsuman, sino, por así decir, porque los absorben:®"

Otoño m ontaña cosechar resto (de) luz


Volar pájaro perseguir delante com p añ ero
Color azul m om ento separar claro
Anoclicccr nubarrones no hay lugar (donde) qu edarse

No obstante, este momento es el de todas las transiciones:


del otoño-del anochecer-del vuelo de los pájaros-de los juegos
contrastados de la sombra y la luz-de los nubarrones avanzan­
do sin reposo. Pero las tensiones que generan tejen una red
donde es posible capturar los instantes y los paisajes. A la co se ­
cha se opone la persecución (como a la extinción la emergencia,
el vuelo, V. 1-2), del mismo modo que a la distinción responde
el velamiento (como al tiempo el lugar, v. 3-4): este m om ento-
mundo es completo en sus interacciones diversas, de modo que
no demanda ningún aplazamiento. No hay nada sim bólico en
estos versos, sino que todo es concreto, y sin em bargo no obsta­
culiza; nada nombra al yo de un sujeto, pero la escena no es en­
teramente descriptiva. Desplegando la oposición del decir y del
no decir, tanto de un decir interm inable como del aislam iento
en lo indecible, el poema nom bra apenas pero totalm ente. No

50. Wang Wei, «Mu lan chai», op. cit., p. 244.

|165|
FILOSOFIA DEL VIVIR

falta nada en él, pues ¿qué podría añadirse? ¿Qué dialéctica de


lo universal y de lo particular podría seguir interviniendo? Lo
singular se capta, en ese umbral que erige el lenguaje, y está
disponible para la aprehensión.
O curre lo m ismo en los cuatro versos que se intercambian
Wang Wei y Pei Di, el h okku de la poesía japonesa, la estrofa ini­
cial que luego se cita aisladam ente (y que después se conocerá
com únm ente com o haikú), donde se «fija» en su emergencia el
aquí y el ahora. Responde, en un toma y daca (con el amigo, con
el paisaje), y capta al vuelo, capta tal como son las cosas: esta
reactividad ya no abre fisura, gracias a su movilización repen­
tina, entre «apuntar a» y «decir» {meinen y sagen) (entre lo que
ocurre en el espíritu y lo que se expresa). Se ha neutralizado el
peligro de que la abstracción pervierta la palabra mediante el
recurso a esta idiosincrasia que se constituye en momento. «Las
flores que vuelan al viento, las hojas que caen/si no se consigue
fijar en pleno movimiento, m ediante la vista o el oído, su dis­
persión/una vez reducidas a la quietud, su vida misma habrá
desaparecido sin dejar rastro» (Bashó, Le libre rouge). Y tam ­
bién: «La luz que desprenden las cosas, es necesario fijarla en
las palabras antes de que se extinga en el espíritu». La inmedia­
tez de la vida surge entonces del contraste de lo «invariable» y
lo «fluido» [fuéki-ryúkó). Y en relación con ello, toda evocación,
por fugitiva y local que sea, forma un todo:®*

De Karasaki
más el pino que las flores
cubiertos de bruma

Eso es todo, y basta. El poema está cerrado, en la medida en


que no aguarda nada m ás, nada le falta (una vez más ¿que po­
dría añadirse?). Y en él se efectúa la obtención y el acceso (lo
intuido no pretende ser un dato inicial; pero la mediación de
la palabra se satisface en lo inmediato y repentino). En efecto,
solo es posible capturar así el aquí y el ahora, «fijarlos» en la

51, KyoraTshó, Les N oles d e k'yorai, I, § 2.

|166|
LA T R A N S P A R E N C I A DE LA MANANA

improvisación y atraparlos en la emoción, m ediante el proceso


de maduración que conduce a este efecto, el único que perm ite
esta aproximación/reíCrt al mundo («fresca» en el m ism o sen­
tido en que he hablado de «inocente»): finalm ente observam os
las cosas, ante nosotros, como si fuera la primera vez que lo
hacemos. Pues, por una parte, ejercitarse, para el poeta (y cada
cual es potencialmente un poeta) es la ocupación de toda una
vida, es necesario trabajar sin descanso para elevar la capaci­
dad receptiva-perceptiva del propio espíritu; y por otra parte,
lina impresión debe ser «el m ovimiento mismo» traducido en el
verso: «No dejéis el espacio de un cabello entre la tablilla donde
escribir y vosotros». Y después, «cuando llegue la hora de guar­
dar la tablilla, consideradla como un simple garabato sin valor»
(no os aferréis a eso que ya no es im a palabra viva y m anteneos
siempre abiertos al lenguaje).^ De modo que si sabem os m an­
tenernos siempre «al acecho de las cosas», listos para captarlas,
añade Bashó, las impresiones que ellas provocan «se convier­
ten por sí solas en estrofas»; m ientras que, a falta de esta prepa­
ración para captar la emergencia, nos lim itarem os a «hacer un
poema» (es decir, que el esfuerzo será vano, el de las personas
«astutas» que perm anecen prisioneras de sus propias ideas y no
saben dar cabida a lo inesperado). Así, es necesario un entrena­
miento y una atención para evitar petrificar (abrumar) el aquí y
el ahora: no permitamos que se abotague nuestra sensibilidad,
aunque solo sea a fuerza de perm anecer demasiado tiempo en
el mismo sitio, cerca de las m ism as personas, en relaciones que
se inmovilizan. En los últimos años de su vida, Bashó cam bia­
ba incesantemente de vivienda.

Lejos de perm itirnos el acceso al aquí y al ahora, la con caten a­


ción, la continuidad, la discursividad (la causalidad) lo obsta­
culizan. En cuanto desvinculam os el zen {chan en chino) del

52. Bashó, Le livre rouge, § 3-7.

|167|
FILOSOFÍA DEL VIVIR

irracion alism o y de los fantasm as con que ha querido recu­


brirlo O ccidente, descubrim os que se lim ita a señalar riguro­
sam en te (lógicam ente) que es la concatenación continua de
nuestros pensam ientos la que, al tejer abstracciones, obsta­
cu liza la inm ediatez donde vivir. Pues, como dice el maestro
a sus discípulos, si em piezo a hablar hablaré sin interrum pir­
me, durante una sucesión de kalp a tan innum erables como
los granos de arena del Ganges, y entonces estaré intentando
«reteneros» y volver a atraparos gracias a la sucesión de pala­
bras, y ese aplazam iento no term inará nunca: ¿cómo salir de
la «transm igración» (sarnsara), que no es más que otro nom­
bre del sem piterno Aplazam iento? Debem os desconfiar del
discu rso y evitar tanto em barcarnos en una m editación inter­
m inable, com o encerrarnos confortablem ente en un silencio
que im pide todo acceso y que solo la palabra puede activar
(«bajo la palabra»: yarixia). Todo discurso está abocado a re­
brotar siem pre un poco más adelante, condenado a fijarse en
precepto y a cod ificarse como verdad, razón por la cual ha­
brá que fom entar un uso antidiscursivo de la palabra y evitar
aqu ietarla.
Será necesario nombrar, pero «nombrar rápidamente». «Haz
una frase», pero que sea decisiva: que no reúna los pensam ien­
tos de antes y después, que quiebre finalm ente el hilo de las
ideas en vez de seguirlo, que haga surgir de pronto sin dudar
(en cuanto dudamos, el Maestro nos golpea), que no permita
distinguir entre el hablante y el oyente («el que acoge»/«el que
es acogido»: ¿quién es quién?), que no lleve ni siquiera a pre­
guntarse si se ha comprendido o no. Una frase que no sea ya
un «pensam iento», sino una reacción, que no diga nada sino
que entreabra, que ya no conozca grados ni «trampolines», que
tenga el m ism o efecto que una sacudida en el transcurso del in­
tercam bio, entre los interlocutores en tensión, que un kh át (un
eructo), un cha, una bofetada, o un bastonazo; que no desarro­
lle nada conceptual, sino que de pronto deje pasar. En el acto
y no después: que «despierte», o permita acceder, haciéndonos
atravesar de pronto, por efracción, todos los obstáculos acumu­
lados por las m ediaciones.

11681
LA T R A N S P A R E N C I A DE LA MAÑANA

Para detener la concatenación infinita, donde el sufrim ien­


to se renueva constantem ente, tanto el del discurso com o el
las existencias, habrá que atreverse a hacer que las palabras
se contradigan. Habrá que decidir cercenar sistem áticam ente
todos los posibles: tanto la afirm ación como la negación, y la
afirmación y la negación al m ism o tiempo; deshacer las alter­
nativas y las ataduras; y no tom ar partido por algo en vez de por
lo contrario. Conviene dejar que aparezca el vacío inherente
al mundo, aunque no hay que atenerse a esta «Vacuidad» (ni
erigirla inevitablemente en entidad); y aunque conviene de­
nunciar a Mára, tam poco hay que entregarse a Buda: «Hay que
combatir tanto a Mára como a Buda» (Linji). Hasta el extrem o
de que al no atenernos ni a uno ni a otro, realizam.os de pronto
la equivalencia originaria de los opuestos (lo que se denom ina
«salir de la dualidad»). El «Despertar» es sim plem ente la reali­
zación (inmediata) de esta equivalencia.
Pero además es necesario entender el «realizar» com o
opuesto al conocimiento (razón por la cual la aprehensión re ­
pentina del zen no es lo m ismo que la evidencia de la filosofía
clásica); y para ello es preciso entender el realizar en los dos
sentidos del término; realizar es hacer que ocurra de forma
efectiva algo (realizar al Buda en uno mismo: conseguir su ad­
venimiento); pero también es darse cuenta y tom ar conciencia
(de que algo es real, tal como es, en el sentido inglés de to rea-
lize, algo que ya denota el chino clásico en relación con la co n ­
ciencia moral; si en Menció). Así, aunque sepamos que un ser
próximo ha muerto, no siempre conseguim os «darnos cu en­
ta», ni por lo tanto «realizar» su muerte. Del mismo modo, esta
«naturaleza de Buda» está desde siempre en mí; solo es preciso
que «capte», aquí y ahora, que es «así» {tatha, zhenru). Pero este
asi, precisamente porque es inm ediato, es aquello a lo que más
complicado es acceder (y exige rasgar el velo que las m ediacio­
nes tejen constantemente); y por eso son necesarias estrategias
aparentemente tan oblicuas.
Si quiero contribuir al advenimiento del «aquí» y el «ahora»,
concedía Hegel, evitar caer en la tram pa de la división que se
abre inevitablemente entre «apuntar a» y «nombrar», ¿no bas-

11691
FILOSOFIA DEL VIVIR

taría conform arse con señalar con el dedo y mostrar [auf-zei-


gen)l Con el gesto señalaría el aq u í (pero el aquí mostrado se
descom pone inm ediatam ente, de nuevo, en una multitud de
lugares: delante y detrás, arriba y abajo, a la derecha y a la iz­
quierda, etc.; y, del m ism o modo, el ahora que m arca mi reloj
se descom pone en una infinidad de ahoras (hora, minuto, se­
gundo...). Así que jam ás puedo ni siquiera indicar ningún aquí
o ahora. Sin em bargo, señalar con el dedo se ha convertido en
el gesto m ás fam iliar del zen, puesto que es el más pedagógico.
Cada vez que le hacían una pregunta, el Maestro Jü Zhi («Dedo
que señala») respondía únicam ente levantando en silencio un
dedo (pero le cortaba el dedo a quien le imitaba: hay que evitar
que todo se petrifique en una norma): se contentaba con seña­
lar la inm ediatez del así, de cualquier así.
Y para responder a la pregunta habitual sobre el absoluto
(en los térm inos convencionales: «¿Qué es el Buda?» o «¿Por qué
Bodhidharm a vino del sur de la India a China?», etc.), el Maes­
tro zen señala lo prim ero con lo que topan sus ojos: el «ciprés en
el jardín» (Zhao Zhu); o «tres libras de lino» (Dong Shan: esta­
ba pesando el lino). Tan pronto como comprendemos, o mejor
«nos dam os cuenta», de que solo existe lo inmediato (el Buda
presente en uno m ism o), del que las interm inables m ediacio­
nes del lenguaje nos desvían, todo los que cae en nuestras m a­
nos, es decir, cualquier cosa inmediata, puede remitir a la in­
mediatez y nom bra el absoluto. Y tan pronto como captamos la
equivalencia originaria de las cosas, todo, de forma equivalen­
te, puede señalar esa equivalencia.
Sin duda alguna, el zen no capta el absoluto de lo inmediato
en nombre del realism o. Más aún que Hegel, el Maestro zen es
consciente de que este «árbol» que «yo» percibo en el presente
es distinto que el «m ismo» árbol que «yo» percibía hace apenas
un instante; y lo m ism o ocurre con el ojo que lo percibe (y con
este «yo» que lo observa): tanto uno como el otro son solo pro­
ductos de la función discrim inatoria del espíritu que las extrae
y las estabiliza com o entidades (en hipóstasis) haciendo inter­
venir la función de articulación del lenguaje. Asimismo, la úni­
ca form a de oponer resistencia al lenguaje, de hacer surgir el

11701
LA T R A N S P A R E N C I A DE LA M A N A N A

«así» al que se reduce toda enseñanza, es decir, de dar lugar al


acceso, consiste en abrir una brecha en el seno de esa ilusión in ­
terrumpiendo abruptamente su mediación. Por eso, el M aestro
zen recurre a la reactividad, a la que contribuye todo, incluido
el insulto, el k h á t o el bastonazo. Porque en cuanto se recobra la
espontaneidad que subyace a la concatenación causalista, ya ni
siquiera es necesario «apuntar a»: es posible investirlo todo de
su plenitud, incluidos los gestos m ás cotidianos, com portarse
del modo más ordinario —no tener «nada que hacer» (Linji)—
y situarse en la «vía», tao, en cualquier ocasión. Cuando nada
obstruye la activid ad del así, cualquier enunciado circu n stan ­
cial que se nos ocurre puede ser tam bién la respuesta esencial:
como en el haikú, la totalidad del vivirse produce de golpe.

Un día que le preguntaron al M aestro zen cómo resolver el di­


lema de la palabra y el silencio, del silencio que inhibe la m a­
nifestación y de la palabra que la altera, el m aestro se lim itó a
contestar: «Nunca olvidaré el paisaje primaveral que vi un día
en Jiangnan. Las perdices gorjeaban entre las flores que esta­
ban en pleno esplendor». Para abrir una brecha que perm ita
finalmente la aparición, y dé súbitam ente respuesta a todas las
preguntas posibles o im aginables, el Maestro adopta aquí una
estrategia inversa a las precedentes: no hace surgir lo in m e­
diato para socavar las interm inables m ediaciones del lenguaje
(mediante la frase decisiva o el bastonazo); sino que evoca una
impresión del pasado que sirve de m ediación a la capacidad
de «darse cuenta», aquí y ahora, es decir, a lo que denom ina­
mos «despertar». Nuestro acceso a las impresiones actuales nos
resulta muy complicado dada su inmediatez, que nos impide
el contacto con ellas. Por eso resultan difusas, inconsistentes,
engañosas, evanescentes; y así, las tacham os de irreales, aun­
que solo ellas albergan el «así» de las cosas. Pues bien, a través
del resurgimiento inopinado, anecdótico, de una impresión
pasada, la percepción de un aquí y de un ahora efectivos, por

11711
FILOSOFIA DEL VIVIR

un efecto de perspectiva o de rebote, se ilumina de pronto, se


obtiene y se totaliza. Por alejada que esté en el espacio y en el
tiempo, la im presión del pasado extrae de pronto de su carác­
ter soterrado una plenitud donde vivir: gorjeo de las perdices y
perfum e de las flores. El retroceso permite el surgimiento; gra­
cias a la división, debido a la ausencia, todo es traído de pron­
to a la presencia. Aquí no surge la impresión presente, que se
encuentra dispersa en un flujo continuo e imposible de captar.
Lo que se produce es el resurgimiento, la reminiscencia, que
gracias a su irrupción perm ite el acceso, y sin embargo no se
trata de la m em oria. Todo el qu id de Proust es este.
Eso es lo que term ina descubriendo el Narrador al final de En
busca d el tiem po perdido, cuando, en la biblioteca de los Guer-
m antes, la ú ltim a m añana, espera que termine el fragmento
m usical que están interpretando (pues también en Proust se
trata del acceso, en un sentido decisivo y completo): «hemos
llam ado a todas las puertas tras las cuales no había nada», du­
rante tantos años, «y con la ú nica que nos daría acceso y que
habríam os buscado en vano durante cien años, topamos un
día, sin saberlo, y se abre».“ Ese acceso en el que term ina des­
em bocando el Narrador es un acceso al vivir, e incluso al «único
m edio donde es posible vivir», donde aparece de pronto ante él
la im presión pasada surgida de la sensación del aquí y el ahora:
«... tenía tantas ganas de vivir, ahora que renacía en mí, en tres
ocasiones, un auténtico m om ento del pasado».
Porque, tanto si se trata de un momento o de otro, ya que
el Narrador los vive entonces en cascada, del ruido de los ado­
quines desiguales de la plaza San Marcos, en Venecia, que re­
surgen en los adoquines del patio de un hotel parisino; o de la
ventana abierta al mar, en Balbec, que reaparece en la rigidez
de la servilleta con la que el Narrador se limpia la boca antes
de entrar en el salón (o del sonido de un martillo que golpea la
rueda de un tren en una estación perdida en medio del bosque.

53. M arcel Proust, A la recherche du tem ps perdu, op. cit., III, Le Tenips retrouvé, p.
866. [Trad. cast.: En bu sca d el tiem po perdido. El tiem po recobrado. Madrid: Alianza, 2010.]
54. /b„ pp. 871-872.

11721
LA T R A N S P A R E N C I A DE LA M A Ñ A N A

al am anecer, y que resucita en él el ruido de una cuchara con­


tra un plato m ientras se prepara la comida), ese resurgim iento
repentino, inopinado, interrum pe en seco las deliberaciones
sin fín de la inteligencia, la concatenación estéril y la facticidad.
Da lugar a un «despertar» que, tam bién en esta oportunidad,
una vez que se produce es definitivo y permite surgir el así. Fi­
nalmente la plenitud resulta accesible, y tam bién en este caso
da paso a una alegría inaudita que lo abarca y lo libera todo de
golpe. Pero este descubrim iento no proviene de un argum en­
to nuevo o de alguna razón más convincente, sino que, bajo
el efecto de sem ejante revelación, todas las dificultades que
obstruían el acceso desaparecen, «se retiran com o por arte de
magia».
Proust aclara por qué el resurgim iento repentino de una
impresión pasada en la sensación presente nos proporciona
la clave m ágica para el acceso deseado, y para ello analiza la
impresión. Existe una concom itancia de presencia y ausencia,
una m ediación de la rem iniscencia que perm ite el surgim ien­
to de la inm ediatez de la sensación. A través de lo que vivimos
a lo largo del día, la sensación presente fluye hem orrágicam en-
te y jam ás es posible «atraparla», como quisiera el adagio, ni
detener su movimiento. Pues «languidece» inevitablem ente:
tanto en la observación del presente, donde los sentidos, sa­
turados de inm ediatez, no nos perm iten discernir nada esen­
cial; como en la consideración del pasado que la inteligencia
«diseca» recordando de forma forzada. Pero en el caso del re­
surgimiento involuntario de una im presión pasada en el seno
de la sensación presente, se conjuga sim ultáneam ente la ú ni­
ca distancia que perm ite poner de relieve (y entonces puede
intervenir la im aginación, la ú nica que perm ite «disfrutar de
la belleza», dice Proust, que en este sentido com parte la tradi­
cional teoría de las facultades) y la actu a lid a d de la percepción
sensible, la única que confiere efectividad a la existencia: en
términos proustianos, se produce sim ultáneam ente el «estre­
mecimiento» de los sentidos m ovilizados por el presente, y la
«idealización» de la impresión por decantación e im pulso gra­
cias al pasado. Solam ente la superposición del recuerdo y la

|173|
FILOSOFÍA DEL VIVIR

sensación, puede, bajo su doble impulso, producir la emergen­


cia excepcional de un m om ento que se salva del flujo continuo
y fastidioso del «tiempo», y perm ite que estalle de pronto su
desbordante plenitud. Para acced er di\ momento, efectivam en­
te, es n ecesario que se dé al m ismo tiem po algo que atravesar
(la profundidad tem poral que da lugar al acontecim iento) y la
posibilidad del reencuentro o del abordaje que se opera en el
acto por un efecto de contraste (que desencadena inopinada­
m ente la sensación presente).
Una vez desvelado lo que ofrece esa insólita fuente que nos
saluda, ese fenóm eno de la m em oria involuntaria (la «peque­
ña m adalena»), todo el problema de Proust consiste en cómo
convertirla en estrategia: es decir, cóm o transform ar lo que ini­
cialm ente es solo una «oportunidad maravillosa de la natura­
leza», que refleja la sensación a un tiempo en el pasado y en el
presente, en un modo viable y duradero de experiencia. Se trata
de salir del tram pantojo que hace coincidir fugitivamente las
dos sensaciones y que, a fin de cuentas, es solo, según Proust,
un «subterfugio». A diferencia de la mem oria voluntaria, lo que
hace válido el resurgim iento repentino en términos de verdad
es precisam ente su carácter inopinado: escapa a mi voluntad,
es decir, no se produce por intervención de mi espíritu. Pero
entonces ¿cómo es posible hacer de estos resurgimientos algo
más que ocasiones o milagros?
Después de haber recurrido una vez más al viejo precep­
to moral, estoico, de captar el fugitivo presente realizando un
laborioso trabajo de atención ¿cómo es posible reivindicar el
dominio y la elección de los medios? Pues ya sabemos que se­
ría decepcionante volver a los lugares recordados, a Balbec o a
Venecia, de donde surge de pronto la profusión de impresiones.
Esos lugares no nos revelaron su plenitud cuando estuvimos
allí: cuando carecíam os de la única distancia que puede ha­
cerlos emerger: cuando faltaba la separación, la condición de la
m ediación necesaria para que em erjan. Y si recordamos esos lu­
gares hoy, desde el escritorio, para describirlos, con los ojos ce­
rrados, estam os reconstruyendo una concatenación que es for­
zosamente abstracta e incapaz de retener en su red nada vivo.

|174|
LA T R A N S P A R E N C I A DE LA M A Ñ A N A

Aunque la intención no sea estetizar, el resultado es inevita­


blemente estético y ético al m ism o tiempo, pues m ezcla indi-
sociablemente el arte y el vivir (y otorga de nuevo sentido a la
vieja fórmula, finalmente recuperable, del «arte de vivir»). Pero
que la literatura sea la única solución, que se erija en vocación,
no se debe tanto a que ella perm ite pasar, com o señala Proust,
de la «impresión» a la «expresión»; y menos aún al hecho de que
sea capaz de fíjary hacer perenne la sensación. No, lo propio de
la literatura, y lo que constituye su tarea decisiva (alcanzar la
revelación), no se encuentra ahí. Su verdadero destino es gene­
ralizar (sistematizar), y sobre todo legitimar, esa vía de acceso
a lo inmediato (a lo absoluto) a través de la m ediación. En ese
sentido la literatura es estratégica, y proporciona efectivam en­
te los medios o las claves. Los siete volúmenes de En bu sca del
tiem po perdido giran en torno a esta única verdad, revelada in
fine: el resurgimiento de la impresión pasada en la sensación
presente no era más que un indicio que anim ciaba esa verdad.
Solo «conocemos» «la belleza de una cosa» a través «de otra»
cosa.®® Lo cual implica adm itir que la sensación es por sí m ism a
obtusa: siempre se está disipando; no nos deja casi nada, o solo
algo superficial, porque no hay nada en ella que perm ita reco ­
nocerla y registrarla, porque carecem os de la distancia n ecesa­
ria para abordarla. No es posible captarla ni delim itarla; no es
posible «aislarla», como dice Proust, y su inm ediatez resulta es­
téril. Pero en cambio, cuando la sensación se transporta a otra
(«metáfora», en sentido propio) aparece finalm ente su cualidad
merced a la intervención de la mediación.
Pero, aunque el acceso al vivir que nos descubre la literatura
se encuentra en la mediación de una cosa por (a través de) otra
(es posible erigirla en principio e incluso en principio único,
dado que una solo se revela en la otra; y la im presión solo se
produce efectivamente por medio de una equivalencia, pues­
to que reducida al mero presente inm ediato resulta inasible),
ya no exige una duplicación platónica, entre la apariencia y el
Ser, que instaure la verdad de lo mismo y funde la identidad de

55. Ib., p. 889.

|175|
FILOSOFÍA DEL VIVIR

lo efímero: la m etáfora como transferencia de una cosa en otra


basta para hacer surgir la «belleza». La m etáfora organiza la re­
lación exacta de presencia y ausencia, de otro lugar que permi­
te surgir la presencia y colm a nuestras aspiraciones. Entonces
ya no es necesario proyectar otro mundo, otro plan, otra vida,
la «vida verdadera»: el mundo se ilum ina plenamente, a través
de las m ediaciones internas. La metáfora, dicho de otro modo,
reem plaza a la m etafísica; basta definir la literatura como el
trabajo que perm ite establecer relaciones entre los opuestos,
expresándolos uno a través del otro, un trabajo cuyo principio
regulador establece Proust, a pesar de que tal relación, según
él m ism o reconoce, pueda ser en sí misma «poco interesante»,
y sus objetos «mediocres». Sin duda, lo que ha hecho que la li­
teratura se haya convertido en el discurso postm etafísico de la
modernidad, ha sido más su capacidad de transposición, que
su capacidad para poner de relieve lo singular.
Sin embargo, puesto que Proust no es capaz de llevar has­
ta sus últim as consecuencias este principio, incurre ocasio­
nalm ente, a pesar suyo, en una concepción metafísica: y ello
ocurre m ás por inercia de la representación —pues el lenguaje
está com pletam ente hecho a la representación— que por la in­
fluencia espiritualista de su época, a la que tantas veces apela el
autor. Desde mi punto de vista, las fórmulas idealistas ya no son
m ás que residuos: el Narrador quiere disfrutar de la «esencia
de las cosas» en su «perm anencia», y «escapar» así al presente;
persigue el «alim ento celeste» de un ser «extra temporal», etc.
La función m ism a de la m etáfora se encuentra tergiversada:
«al vincular una cualidad com ún a dos sensaciones», el escri­
tor «libera su esencia com ún al reunirías para sustraerlas de las
contingencias del tiem po, en una metáfora».’®De modo que la
m etáfora procedería de la acción concertada de una «reunión».
Pero ¿no se servía m ás bien de su carácter repentino (y eso
era lo que la hacía seguir siendo inm ediata en su mediación)?
Y así, el Narrador olvida el vivir y desem boca lógicamente en
la oposición entre la «vida verdadera» y la vida: «aquello que

56. Ib.

U 26L
LA T R A N S P A R E N C I A DE LA M A Ñ A N A

debería ser para nosotros lo m ás precioso, y que habitu alm en­


te no llegamos a conocer nunca, nuestra vida verdadera». De
ahí se sigue la discreta alternancia donde la literatura se con­
vierte fatalmente en un sustituto: «la verdadera vida, [...] es la
literatura».
Pero, ¿por qué lo «común», que aparece entre la impresión
pasada y la sensación presente, debería «aislarse», como pre­
tende Proust? Esa pretensión conduce inevitablem ente a la vo­
luntad de abstraer una «esencia», es decir, a la vía habitual de
la m etafísica. La «duda» repentina del Narrador, que en últim a
instancia ya no sabe dónde se encuentra, aunque sea solo du­
rante un breve instante —si en Venecia o en París, si en la plaza
San Marcos o en el patio de un hotel—, y que, indeciso, se «tam ­
balea» entre «los lugares del pasado y los del presente», ¿acaso
no se debe, una vez más, a un fenóm eno de am big ü ed ad ? El
vivir se encuentra sumido en una imposibilidad de equivalen­
cia y demarcación, que inhibe la posibilidad de hacer valer las
diferencias, mientras se desarrolla a partir de ese fondo del que
mana. De modo que no hay necesidad de suponer alguna sus­
tancia o sustrato «que se sustrae del orden del tiempo» ni, en
consecuencia, de reinscribir la fenom enología en la ontología.
Pues el problema del acceso — al aquí y al ahora— coincide con
el de nuestra capacidad per-ceptiva, no obstante lo cual no es
necesario traspasar el velo de las ilusiones sensibles y denun­
ciar las apariencias. Se trata de una estrategia que no im plica la
conversión a otro orden de la realidad. Como el aquí y el ahora
no pueden aprehenderse directam ente hay que abordarlos in ­
directamente.
Pero la metáfora difiere sim ultáneam ente tanto de la com ­
paración que es una m ediación mediada, que fija el «cómo» y
que se ha desplegado desde Homero y elaborado pacientem en­
te, como de lo contrario, de aquello que Proust denomina «la
sucesión cinematográfica de las cosas», que se atiene a los sim ­
ples datos y suprime la posibilidad de relación y de mediación,
y que se considera por ello inm ediatam ente realista, aunque

57. Ib., p . 895.

|177|
FILOSOFIA DEL VIVI R

es estéril. Pues la metáfora, dado su funcionamiento, es una


m ediación inm ediata, y ello la hace ejemplar: permite surgir
abruptam ente aquello que está transportando hacia otro sitio;
perm ite acceder en acto al mismo tiempo que transporta. De
ahí que opere la írans-parencia.

En efecto, el problem a que se plantea, o el concepto que a


partir de ahora se requiere, es más el de la transparencia que el
de la «apariencia». Se trata menos de denunciar la apariencia o
de lam entarla, de acuerdo con el antiguo debate que ha tenido
lugar de un extrem o a otro de la filosofía (Platón contra los so­
fistas o, en el otro extrem o, Nietzsche sublevándose contra el
idealism o clásico), que de comprender que el aparecer efecti­
vo solo es posible com o transparencia. Dicho de otro modo, no
existe aparecer inicial, inm ediatam ente dado, o no es posible
discernirlo: no existe aparecer inicial como no existe origen (no
existe una prim era vez en que el velo del mundo se alzara des­
cubriéndolo). Solo aparece lo que, atravesando lo otro, consi­
gue revelarse. Como Proust percibió la lógica metafórica según
la cual una im presión solo se nos ofrece de pronto en su pleni­
tud cuando se transporta a otra, era lógico que el escritor lle­
gara a afirm ar que la «transparencia» era la materia nueva con
la que com poner su obra.®® Y tam bién M allarm é se preguntaba
si es posible captar «el virgen, el vivido y hermoso hoy» de otro
modo que en el «transparente glaciar de los vuelos que no han
huido» (aunque, una vez m ás, se advierte la tentación de volver
al platonismo; «por no haber cantado a la región donde vivir»).
El Z huangZ i precisam ente alude a esta transparencia en re­
lación con el vivir, que constituye el térm ino de una estrategia
de higiene que es una liberación gradual de todos los lazos que
generan la opacidad y obstruyen (cap VI, «Da zong shi»). Se la
llam a «transparencia de la m añana». A una anciana le pregun-

58. / ÍJ.,p .87i.

_________________________ |178|
LA T R A N S P A R E N C I A DE LA M A Ñ A N A

tan por la vía [tao) que le perm itió seguir tan fresca, a pesar de
su avanzada edad, con una tez de chiquilla. Y ella relata el pro­
greso en etapas, y lo presenta com o una lim pieza que perm i­
te finalm ente aparecer. Explica que gracias a su capacidad de
acoger y m antener su vitalidad, al cabo de tres días adquirió
la capacidad de tratar el mundo como «exterior», es decir, de
despreocuparse; luego, al cabo de siete días, consiguió tratar
todas las cosas, todos los seres, com o exteriores; luego, al cabo
de nueve días, la vida m ism a com o exterior: y ya nada obsta­
culizó su capacidad de vivir, ni siquiera la preocupación por la
vida. Entonces accedió a la «transparencia de la m añana», tras
lo cual fue finalm ente capaz de «ver» (Jian du). Y el comentador
precisa: «Cuando dejamos de preocuparnos por la vida, cesa­
mos de temer la muerte; y al no temer la muerte, accedem os
en paz a cualquier cosa: de una forma repentinam ente clara,
la obstrucción se ha disipado {huoran wii zhi); encontram os un
recurso espontáneo que nos perm ite alzarnos y actuar. A eso lo
llamamos la "transparencia de la m añana”» {zh ao che: «atrave­
sar la mañana»).*®
En relación con el vivir, la transparencia es ese resultado
donde la capacidad de vivir de pronto se agudiza porque ya
nada puede estancarla (ni el mundo, ni las cosas, ni la vida).
Pero ¿por qué se dice que esa transparencia es «de la mañana»?
Los que am an la luz lo saben: cuando am anece todavía no se
ha extendido el velo de brum a que acum ula el calor del día, ni
se ha levantado aún el polvo que levanta la actividad. La m a­
ñana es el momento de la transparencia en que la luz es fresca
y atraviesa de un lado a otro: ilum ina y hace surgir las formas
oblicuamente, sin abrum arlas. Pero sobre todo, el mundo que
aparece por la m añana acaba de atravesar la noche. La m añana
no nos enseñaría nada si no surgiera del velo de las tinieblas: la
veríamos pero no la percibiríam os. Pues la m añana ya no es el
origen primero del mundo, no existe el origen del mundo, sino
que se experimenta como un origen por m ediación de la noche.
Si no fuera necesario acceder a la inm ediatez de la luz, no la

59. Cf. la expresión próxima en el capítu lo «Tiandi», del jia n x iao y an , Guo, p. 411.

|179|
FILOSOFIA DEL VI VI R

percibiríam os en absoluto. Y si no tuviéramos párpados y m an­


tuviéramos los ojos siempre abiertas, no percibiríam os nada.
Pero, al surgir de la noche, la m añana libera una capacidad
de com ienzo que un puro com ienzo nunca ha tenido, y reabre
efectivam ente las posibilidades. Lo mismo ocurre en nosotros,
com o señala M encio (VI, A, 8): nuestra naturaleza, al amanecer,
al despertar, reacciona intensam ente, siguiendo su inclinación
positiva, sin que intervengan aún los intereses particulares que
suscitan los asuntos de la jornada, y que progresivamente oscu­
recen la m añana y nos la ocultan.
Anoche, no podía acabar una página y le daba vueltas (en
vano) a m is pensam ientos. Ninguna pista me parecía más fír­
me que otra y era incapaz de avanzar. ¿No estaba a punto de ex­
traviarm e? Daba palos de ciego y no veía cómo salir del atolla­
dero. Pero a la m añana siguiente, cuando me levanto, la mente
está de pronto despejada, y todo se ha ordenado y se impone
con claridad: transparencia y claridad de las ideas. Entonces
querría escribir en el acto, apropiarme de esos pensamientos
inm ediatam ente, sin hablar con los otros, sin alterarme, pues
sé que esa nitidez se disipará enseguida. A Rousseau le gustaba
dictarle a su «gobernanta», desde la cam a, cuando ella acudía
al am anecer a encender la chim enea. No es solo que, al haber
descansado, el asunto se haya resuelto por sí solo, o que el es­
píritu haya continuado trabajando silenciosam ente durante
el sueño, sin que lo advirtiéramos, beneñciándose del aplaza­
miento, ni de que el sueño haya permitido que se reconstituyan
los recursos de la inteligencia. Se trata simplemente de que la
m añana coincide con la emergencia, da una nueva oportuni­
dad al advenim iento, al «despertar», antes de que el día empie­
ce a culminar.
El mundo aparece de lo que iras-parece de la noche. ¿De qué
noche? De todas. En una película de Bergm an“ que ahonda,
com o siempre, en el desgarro de la culpabilidad, y profundi­
za apasionadam ente en el sufrim iento y el absurdo, la última
escena es el com ienzo de un nuevo día; los com ediantes am-

60. El séptim o sello. (N. d e la t.)

|180|
LA T R A N S P A R E N C I A DE LA M A Ñ A N A

bulantes, despreocupados, se acercan a la orilla del río con su


caravana, al alba, y los niños juegan alegrem ente en la orilla; la
penumbra se ha disipado. Esta frescura y esta in ocen cia solo se
entienden en la medida en que ha sido necesario atravesar un
tormento para llegar al aquí y ahora de un nuevo día que em ­
pieza, alzándose como el prim er día, simple com o los «buenos
días», banal y milagroso como todos los días. Fabuloso (vertigi­
noso) a pesar de su carácter ordinario (o precisam ente debido
a él) que ya no vemos, o, más bien, que jam ás hem os visto. No
lo hemos visto jam ás porque lo vemos todos los días. Según un
antiguo aforismo zen, pero que tam bién podría haber sido per­
fectamente una consigna del surrealism o, el m ilagro del hom ­
bre no es volar o navegar, sino andar. Pero ¿cómo «realizar» ese
milagro (de lo ordinario), es decir, darse cuenta, sin proyectar
inevitablemente el causalism o (intervencionism o), y de una
forma efectivamente (estrictamente) realista? ¿Cómo co n se­
guirlo sin caer en la religión ni incurrir en el lirism o? Como lo
inmediato, igual que lo simple, no se perciben, solo es posible
acceder a ellos del mismo modo que se accede a la inm ediatez
del día atravesando la noche. Y, del m ism o modo, fue n ecesa­
rio atravesar Sodoma y Gomorra para acceder finalm ente a la
capacidad de captar, una m añana, el infinito de una im presión
que constituye una revelación, al topar de improviso con los
adoquines.
Efectivamente, dos son los errores que solem os com eter:
creer ingenuamente que el mundo donde vivir puede sernos
dado de antemano, en su inm ediatez (el paraíso está perdido
para siempre); o intentar alcanzarlo a través de una m ediación
que nunca term ina, el discurso-razón, el logos, al que se hace
intervenir y que aplaza siempre la posibilidad de acceder a la
inmediatez. El mundo donde vivir no «es» algo dado de an te­
mano (en eso la metafísica tiene razón), es necesario erigirlo,
pero sin que aquello que debe servir para hacerlo aparecer lo
sepulte; sin que aquello que debe abrir el cam ino hacia la in ­
mediatez inhiba la posibilidad de recobrarla, dada su estru c­
tura de cam ino infinito. De modo que primero será necesario
hacer surgir el mundo, ese «medio» donde vivir, aquí y ahora.

11811
FILOSOFIA DEL VIVIR

tendiendo una tram pa, realizando un cortocircuito de inm e­


diatez en el seno de la m ediación, y provocando repentinam en­
te el acceso (puede ser el haikú, la metáfora o un bastonazo); o
a través de ese subterfugio de la memoria involuntaria. En la
brecha que se abre entonces, se esboza una estrategia que nos
perm ite huir del azar y concebir una ética exenta de las normas
de la m oral. Ya no existe la necesidad de duplicar el mundo, de
postular otra realidad. Se ha alzado el velo, la ilusión de la con­
catenación se ha desvanecido, sin descubrir nada distinto: lo
inm ediato es fiable, incluso se revela inmenso, o más bien ab­
soluto, ya no requiere nada distinto, simplemente por el hecho
de que hem os sabido abordarlo.
Recordemos las etapas de este nuevo saber que convierte el
vivir en estrategia. Em pecem os renunciando al aplazam iento,
para perm itir que em erja un momento, permitiendo que llegue
(madure) el m om ento gracias a la dem ora (I). Procuremos ir de
la culm inación a la em ergencia, o de la banalidad confortable
de la d eterm inación a lo efectivo que se ha perdido: impidamos
que el vivir se identifique, coincida, con cualquier propiedad
(II). Optemos por renunciar a los privilegios de la Finalidad
para dar cabida al «entre» del diálogo: el vivir se produce y se
sostiene en este entre, no en los extremos (III). Pensemos el vivir
sin privarnos del concepto, pero situándolo en la brecha que
abre la contradicción conceptual que divide el vivir en su inte­
rior, lo libera, y hace posible que se extienda (IV). En fin, evite­
m os la ilusión de u na inm ediatez primigenia, e interrumpamos
inm ediatam ente la m ediación, para evitar el aplazamiento in­
definido (V). Estas son las condiciones del «despertar», que sin
embargo no exigen conversión. Pero se pasa de una cosa a la
otra y la luz interna basta para hacer surgir el absoluto bajo los
rayos oblicuos. R echacem os cualquier luz que proceda de un
Afuera, de arriba, abrum adora, cualquier luz que aplaste e in­
movilice el mundo.
Heráclito denom inaba a quienes consiguen despertar, los
«lúcidos», oi egerthentes, y se oponían a los «muchos» que no
«piensan» las cosas «com o las encuentran», sino que se obsti­
nan en la concaten ación de sus pensam ientos interiores, y así.

11821
LA T R A N S P A R E N C I A DE LA M A Ñ A N A

a pesar de «estar presentes, están ausentes»: no han «desperta­


do» al aquí y al ahora. Estos individuos que a pesar de estar pre­
sentes están ausentes, viven en una m ezcla de una cosa y otra;
no están del todo presentes pero tam poco han asum ido entera­
mente la ausencia. De modo que son incapaces de sacar parti­
do de la ausencia que es necesario atravesar para que em erja la
presencia, o del vacío del que surge la plenitud: son incapaces
de hacer emerger la evidencia a través de la retirada. En cam ­
bio, los «lúcidos» son los que despliegan los contrastes, hacen
intervenir la división, al m ism o tiempo que perm iten dialogar a
los opuestos desde el interior de esta fractura, hasta en su fo n d o
de am bigüedad. Devuelven el mundo a su actividad y le per­
miten «despertar». También los han llam ado (René Char) los
«Matinales». Pues cuando se precipita estratégicam ente el vivir
y se lo despoja de su torpeza y de su him dim iento, es posible de
nuevo atravesar, trasponer, la distancia entre los opuestos, que
se iluminan recíprocam ente; y surge entonces una transparen­
cia que ya no tiene nada que sospechar de la apariencia y que
simplemente nos permite acced er al vivir.
A partir de entonces, ya no soñam os en la «vida verdade­
ra», en el más allá, que duplica la vida, ni tem em os habérnosla
perdido.

11831
Sobre el autor

Fran^ois Jullien (Embrun, Franciíí, 1951), filósofo y sinólogo,


cursó estudios en la École Nórm ale Supérieure y se doctoró
en Estudios de Extremo Oriente (1978) y en Letras (1983), tras
estudiar en las universidades de Shanghai y Pequín. Fue tam ­
bién presidente de la Asociación Francesa de Estudios Chinos
y del Collége International de Philosophie y director del Centro
M arcel-Granety del Instituto de Pensam iento Contemporáneo.
En la actualidad es profesor de la Universidad París-VII Denis
Diderot y titular de la cátedra sobre alteralidad del Collége
des Etudes mondiales de la fundación M aison des sciences de
l’homme. Ha sido galardonado por sus trabajos con diversos
premios, entre los cuales, el Prem io de filosofía política Han-
nah Arendt en el 2010 y el Gran prem io de filosofía de la Acade­
mia francesa por el conjunto de su obra en el 2011.
Una larga estancia en China, en la que se dedicó básicam en­
te a estudiar la lengua, le perm itió elaborar diferentes ideas de
esta m ilenaria tradición cultural, y China se convirtió en una
excusa para adquirir una nueva perspectiva sobre la filosofía
occidental. Como él mismo dice: «China no es diferente, es
indiferente. Para estudiar la filosofía occidental tuve que ir a
China».
La obra de Jullien encuentra su punto de partida en el dis-
tanciamiento que interpone entre el pensam iento chino y el
europeo, a los que considera prisioneros de sus respectivos
lenguajes, y en las nuevas posibilidades intelectuales que este

11851
U LO SO FlA DEL VIVIR

distanciam iento le ofrece para abordar en profundidad los con­


ceptos utilizados en am bas culturas.
Figura singular en el panoram a intelectual francés, su lec­
tura de la cultura oriental ha conmovido a la comunidad de
sinólogos en su país y ha dado lugar a polémicas como el céle­
bre debate con el sinólogo francés Jean-Frangois Billeter. Au­
tor prolífíco de casi una treintena de obras, publicadas en más
de veinte países y m uchas de ellas traducidas ya al castellano,
Fran^ois Jullien prosigue su cam ino en solitario. Para él, la vida
es filosofía — de ahí el título de este libro. Filosofía del viinr—, y
piensa que apenas acaba de empezar a filosofar a pesar de que
lleve en ello m ás de 30 años.

11861
SOBRE EL A U T O R

Obras publicadas

(1979). Lii Xun, écriture et reuolution. París: Presses de l'École


Nórmale Supérieure.
(1985). La valeur allusive. Des categories originales d e Vinterpré-
tation p oétiqu e dans la tradition chinoise. París: École fran-
gaise d'Extrém e-Orient.
(1991). Éloge de la fadeiir. Arles: Philippe Picquier. [Trad. cast.:
Elogio d e lo insípido: a partir d e la estética y d el pen sam ien to
chino. Madrid: Sím ela, 1998.]
(1992). La propen sión d es choses. Poiir une h istoire d e l'effi-
cacité en Chine. París: Seuil. [Trad. cast.: L a propensión d e
las cosas. Para una historia d e la eficacia en China. Rubí:
Anthropos, 2000.]
(1993). Figures d e l ’im m anence. Pour une lecture p h ilosop h iqu e
du Yiking, le «Classique du changement». París: Grasset.
(1995). Le detour et l ’a ccés. Stratégies du sens en Chine, en Crece.
París: Grasset.
(1995). Fonder la m orale. D ialogue d e Mencius avec un ph ílo-
sophe Des Lam ieres. París: Grasset. [Trad. cast.: Fu ndar la
moral. Madrid: Taurus, 1997.]
(1996). Procés ou création. Une introduction á la p en sée des let-
trés chináis. París: Seuil.
(1997). Traité d e l'efficacité. París: Grasset. [Trad. cast.: Tratado
d é la eficacia. Madrid: Siruela, 1999.]
(1998). Un sage estsan s idée. Ou l'autre d e la philosophie. París:
Seuil. [Trad. cast.: Un sabio no tiene ideas o El otro d e la filo ­
sofía. Madrid: Siruela, 2001.]
(2000). De Vessence ou du nu, fotografías de Ralph Gibson. Pa­
rís: Seuil. [Trad. cast.: De la esencia o del desnudo. Barcelona:
Alpha Decay, 2004.]
(2001). Du «temps». Éléments d'une philosophie du vivre. París:
Grasset. [Trad. cast.: D el «tiempo». Elem entos d e una filosofía
de vivir Madrid: Arena Libros, 2005.]
(2003). La gran de im age n ’a p as d e form e. Ou du non-objet p a r
la peinture. París: Seuil. [Trad. cast.: La gran im agen no tiene

|187|
FILOSOFÍA DEL VIVIR

fo rm a o Del n o-objeto p or la pintura. Barcelona: Alpha D e­


cay, 2008.]
(2004). L a ch ain e et la trame. Du canonique, d e l'imaginaire et
de l'ordre du texte en Chine. París: PUF. [Trad. cast.: La ur­
dim bre y la tram a. Madrid: Katz Barpal, 2008.]
(2004). L'ombre au tableau. Du m al ou du négatif, París: Seuil.
[Trad. cast.: L a som bra en el cuadro. Del m al o d e lo negativo.
Madrid: Arena Libros, 2009.]
(2005). Nourrir sa uie. Á l ’é cart du honheur. París: Seuil. [Trad.
cast.: Nutrir la vida. M ás allá de la felicidad. Madrid: Katz
Barpal, 2007.]
(2005). L a China d a qu e pensar. Rubí: Anthropos.
(2005). Conférence sur l'efjjcacité. París: PUF. [Trad. cast.: Confe­
rencia sobre la eficacia. Madrid: Katz Barpal, 2007.]
(2006). Si parler va sans dire. Du logos et d'autres ressources. Pa­
rís: Seuil.
(2007). Chemin faisan t. Connaitre la Chine, relancer la philoso-
phie. R éplique á ***. París: Seuil.
(2008). De l'universel, d e l’uniforme, du commun et du dialogue
entre les cultures. París: Fayard. [Trad. cast.: De lo universal,
de lo uniform e, d e lo com ún y d el diálogo entre las culturas.
Madrid: Siruela, 2010.]
(2008). D ialogue entre les cultures. París: Fayard, Seuil.
(2009). Les transform ations silencieuses. París: Grasset. [Trad.
cast.: L as tran sform acion es silenciosas. Barcelona: Bellate-
rra, 2010.]
(2009). L'invention d e l'idéal et le destin de l'Europe. París: Seuil.
(2010). Le pon t des singes. De la diversité á venir. París: Galilée.
(2010). Cette étrange id ée du beau. París: Grasset.

11881
con>vivencias

Filosofía del vivir


El verbo vivir nom bra al m ismo tiem po lo más elemental de
tiuestra cond ición — estar vivos— y la m ás absoluta de nuestras
aspiraciones: ¡Vivir al fin! ¿Pues qué otra cosa podríamos desear
que vivir?
Vivir es eso con lo que estam os siem pre comprometidos de
an tem an o y al m ism o tiem po eso que jam ás conseguim os alca n ­
zar plenam ente.
Pero la tentación de la filosofía, desde los griegos, ha sido du­
plicar la vida: oponer al vivir repetitivo, biológico, eso otro que
ella d enom inará, proyectándolo en el Ser, la «vida verdadera».
Al rech azar esta relación y transitar entre el pensam iento
del Extrem o O riente y la ñlosofía, lo que busco en este libro son
aquellos concep tos que nos perm itan adentrarnos en una filoso­
fía del vivir; el instan te, la em ergencia frente al resultado, el in ­
tersticio y la am bigüedad; o eso que llam aré, tomando prestada
una e.xpresión en lengua china, la «transparencia de la mañana».
De m odo qu e me p regu n taré cóm o, para poder captar el vi­
vir, cad a co n ce p to d ebe abrirse a su co n trario . ¿Pues cóm o es
p o sib le a lc a n z a r el aqu í y el ahora sin qu e la inm ediatez nos
a b so rb a , pero sin d eja r que se nos escape?
Ello im p licará d esarrollar una estrategia del vivir que su sti­
tuya a la m oral.
D e lo co n trario , correm os el riesgo de abandonar el vivir a
las b a n a lid ad e s de la razón; tanto al gran m ercado del d esarro­
llo p erso n al com o al bazar del exotism o. Pues entre el uno y el
otro, en tre la salud y la espiritualidad, ¿acaso no ha dejado la
filo sofía — por d esg racia— una tierra baldía?
Fran^ois Jullien

Fran^ois Ju llien es filósofo y sinólogo. A ctualm ente es profe­


sor de la U niversidad de París-VII D enis Diderot y d irector del
C entro M arcel-G ran et y del Instituto del Pensam iento C ontem ­
p o ráneo . En el año 2010 obtuvo el Prem io de filosofía política
H an n ah A rendt. Es autor de casi una treintena de obras, publi­
cad as en m ás de veinte países y m uchas de ellas traducidas ya al
castellano .

Octaedro

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