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El rey Okuboro y su esposa Añakí tuvieron un hijo al que llamaron Eleguá. Fue un
niño inquieto y juguetón que gustaba de hacer travesuras.
Cuando ya era adolescente, salió un día de paseo con su séquito y al pasar por un
terreno donde la yerba estaba muy alta, el príncipe ordenó detenerse, se
encaminó a la enmarañada manigua y anduvo hasta un lugar donde le parecía
haber visto una misteriosa luz.
Allí encontró un coco seco al que le brillaban dos pequeños ojos y con gran
respeto lo recogió, ante el asombro de sus acompañantes, que no entendían
cómo un objeto, al parecer insignificante, había logrado apaciguar al inquieto
muchacho.
Cuentan que nadie hizo caso al hallazgo del príncipe, por lo cual este lo dejó
detrás de la puerta y se encerró en sus habitaciones.
Tres días después Eleguá falleció y el coco comenzó a brillar con tal intensidad
que todos quedaron sobrecogidos.
Allí recordaron siempre la memoria del príncipe Eleguá y sobrevino entonces una
época de paz y prosperidad.
OSHÚN Y ORULA
El rey mandó buscar a Orula, el babalawo más famoso de su comarca, pero el
olúo se negó a ir. Así sucedió varias veces, hasta que un día Oshún se ofreció
para ir a buscar al adivino.
El rey, que desde hacía mucho estaba preocupado por las actividades de sus
enemigos políticos, quería preguntar si habría guerra o no en su país, y en caso
de haberla, quién sería el vencedor y cómo podría identificar a los que le eran
leales.
El adivino tiró el ékuele y le dijo al rey que debía ofrendar dos eyelé y oú. Luego
de limpiarlo con las palomas, fue a la torre más alta del palacio y regó el algodón
en pequeños pedazos; finalmente le dijo que no tendría problemas, porque
saldría victorioso de la guerra civil que se avecinaba, pero que debía fijarse en
todos sus súbditos, pues aquellos que tenían algodón en la cabeza le eran fieles.
De esta manera Obegueño, que así se llamaba el rey, gobernó en aquel país hasta
el día de su muerte.
Ikú estuvo averiguando por los alrededores y se dio cuenta de que Orula lo había
engañado, por lo que regresó con cualquier pretexto, para observarlo de cerca,
hasta tener la certeza de que se trataba del sujeto que estaba buscando para
llevarse.
Tanto comió y bebió Ikú, que cuando hubo concluido se quedó dormida. Fue la
oportunidad que aprovechó Orula para robarle la mandarria con que Ikú mataba a
la gente.
Al despertar, Ikú notó que le faltaba la mandarria. Al pensar que sin este
instrumento ella no era nadie, le imploró a Qrula que se la devolviera.
Ya cerca del árbol que había escogido para suicidarse, el sabio tiró al piso las
hojas que envolvían el dulce que se había comido. Colgó una soga de las ramas
del árbol y entonces oyó que un pájaro le decía:
–Orula, mira qué sucedió con las hojas que envolvían el ekó. El hombre volvió el
rostro y pudo ver que otro babalawo se estaba comiendo los restos del dulce que
permanecían adheridos a la envoltura que él botara al piso.
El último que mandó a llamar fue a Orula, el que enseguida se puso en marcha,
sin saber qué estaba sucediendo.
En el camino Orula se encontró con una muchacha que estaba cortando leña y le
preguntó cómo se llamaba, a lo que ella le contestó que Iború. La muchacha le
dijo a Orula que lo importante era ver parir la cepa de plátano. Orula le regaló
una adié y owó.
Más adelante Orula dio con otra muchacha que estaba lavando en el río la que
dijo llamarse Iboyá, y le contó que Olofin tenía presa a mucha gente. Orula la
obsequió con los mismos regalos que a la anterior.
Cuando llegó al palacio, Olofin le dijo que lo había llamado para que él le
adivinara unas cosas.
–Que quieres casar a tu hija y por no adivinarte tienes prisioneros a mis hijos.
Cuando el sabio se iba, Olofin le dijo: “mogdupué”. Y Orula repuso que desde
aquel día él prefería que le dijera: “Iború, Iboyá, Ibochiché.”
ORUN Y LAYÉ
Cuando el mundo solo estaba habitado por los orishas y los hombres creados por Obatalá,
estos viajaban del Cielo a la Tierra sin ningún obstáculo.
Un día una pareja subió al palacio de Olofin a pedirle el ashé de la procreación, después de
mucho pensar el hacedor asintió pero con la condición de que el niño no traspasara los
límites de Layé, la Tierra. El matrimonio estuvo de acuerdo.
Meses después nació el niño, el que fue creciendo bajo la vigilancia de los padres que
toleraban todas sus malacrianzas.
Un día a escondidas caminó a campo traviesa y llegó al espacio de Orun, el Cielo. Allí se
burló de los orishas, hizo todo tipo de travesuras, y le faltó el respeto a quienes lo
regañaban.
Olofin que observaba lo que sucedía, tomó su bastón y lo lanzó con tanta fuerza que Orun
quedó separado de Layé por la atmósfera que se extendió entre los dos.
Desde ese día, los hombres perdieron la posibilidad de subir al palacio del Creador.
EL PERRO DE SHANGÓ
A Ogún le gustaba tomar otí en un establecimiento que era propiedad de Yemayá, la esposa de
Shangó. Pero a Ogún le empezaron a ir mal los negocios y lejos de renunciar a la bebida, se
entregó a ella con más fuerza. Su dinero se acabó y su cuenta creció en aquel establecimiento.
Fue en vano que, una y otra vez, la mujer quisiera cobrarle al marchante lo que adeudaba. Todo se
convertía en evasivas de su parte.
Enterado Shangó de que Ogún no había querido pagarle a Yemayá el monto de la cuenta de sus
tantas borracheras, fue a casa de este con la intención de cobrarle por las buenas o por las malas.
Cuando Ogún vio a su antiguo rival y actual acreedor acercarse a su vivienda, le ordenó a uno de
sus perros que lo atacara. El bravo animal se lanzó sobre Shangó, el que sin inmutarse le puso una
mano en la cabeza y comenzó a pronunciar un conjuro que lo hizo empequeñecerse de inmediato.
Ogún se reconoció perdido y le juró a Shangó que pagaría al día siguiente. El dueño del fuego
aceptó el plazo y le exigió que, además, le entregara el perro.
Desde entonces Shangó tuvo también su perro que como es pequeño se llama Lube.
Patakie de orulla
Cuando Obbatalá concluyó la creación del primer hombre, Olofin convocó a todos los Orishas para
que estuvieran presentes en la ceremonia de darle el soplo vital. Todos se arrodillaron e inclinaron
la cabeza en aquel sagrado momento, solo Orunla, al cual Olofin tomó como ayudante por su
reputada seriedad y sabiduría, pudo ver cómo Olofin ponía el Eledá en Orí.