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La honestidad

"Todos ustedes son hijos de la luz e hijos del día:


no somos de la noche ni de las tinieblas."
1ª Tes 5, 5

Ser honesto es ser verás, realista, auténtico, genuino. Ser deshonesto es ser falso, ficticio,
impostado, hipócrita. La honestidad expresa reverencia ante Dios, quien es Verdad (cf. Jn
14, 6), y respeto por uno mismo y por los demás. La deshonestidad no alaba a Dios, ni
respeta a la persona en sí misma ni a los demás. La honestidad tiñe la vida de apertura,
confianza y sinceridad, y expresa la disposición de vivir en la luz (cf. Jn 1, 4ss). La
deshonestidad busca la sombra, el encubrimiento, la oscuridad. Es una disposición a vivir
en la tiniebla (cf. 1ª Tes 5, 4-5).

La deshonestidad no tendría ningún lugar en una sociedad en que imperara la verdad y


estuviera formado por seres humanos plenamente conscientes de que la verdad hace
libre (cf. Jn 8, 32). Desgraciadamente, la realidad es que convivimos con la deshonestidad
y, a veces, caemos en ella. Los humanos, por el pecado, abrigamos una variedad de
tendencias e impulsos que no armonizan espontáneamente con la razón y con la verdad
que le es propia. Los seres humanos necesitan practicar la virtud y buscarla por el estudio
para convertirse en personas benévolas y veraces en las que habita la vida divina de la
que venimos. En ese intento hacemos muchas cosas que la astucia nos aconseja ocultar,
pero que no son honestas. Por ejemplo: mentir es un camino “fácil” de ocultamiento, de
evasión de la verdad y, cuando se emplea a menudo, pronto degenera en un vicio que
arrastra hacia lo contrario.

La honestidad es una virtud de suma importancia para la salud personal y comunitaria.


Toda actividad social, toda empresa humana que requiera una acción concertada, se
atasca cuando la gente no es franca. Vienen la desconfianza, la falsedad, la hipocresía y
tornan la convivencia en una experiencia tensa, desagradable, insufrible, injusta.

¿Cómo se cultiva la honestidad? Como la mayoría de las virtudes, conviene desarrollarla


y ejercitarla en armonía con las demás virtudes. Cuanto más se ejercita, más se convierte
en una disposición afincada. Pero hay una respuesta rápida que se puede dar en tres
palabras: tomarla en serio. Se debe reconocer que la honestidad es una condición
fundamental para las relaciones humanas, para la amistad, para la auténtica vida
comunitaria. Pero se debe tomar en serio por sí misma, no “como la política más
conveniente”.

Hay una gran diferencia entre educar para tomar en serio la verdad, y educar para “no
dejarse ver la cara”. Los padres a menudo decimos “que no te vean la cara de tonto”, y es
comprensible, pero una vida buena y honesta es más que eso. El desarrollo moral no es
un juego de “ver cómo parecemos gente buena”, sino de serlo realmente. Es la lucha por
ser fieles a la Verdad que es Cristo (cf Jn 14,6), y a la verdad de la razón. Conviene
concentrarse en lo que importa de verdad, la clase de persona que uno es, y la clase de
persona que uno responsablemente quiere ser. Con la honestidad, no hay medias tintas.

Reflexión

Si el mundo entero fuera como tú (ni una pizca mejor),


si fuera igualmente puro y franco,
tan puro y franco como tú lo eres ahora,
igualmente, libre de malas intenciones,
de extorsiones y engaños,
de planes para burlar al prójimo,
de planes para engañar al otro y aprovecharse de él,
de planes para aplaudir al tranza...
¿sería mejor el mundo?
Si el mundo entero te siguiera (al pie de la letra)
¿sería un mundo más noble,
despojado de engaños y falsías,
de malicia, de egoísmo y de infidelidad?
Dime: si a ti te imitáramos todos,
¿el mundo sería más honesto?

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