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Colectivo Pliegue.
La noción de “individuo biológico” es crucial para los estudios de genética, inmunología, evolución,
desarrollo, anatomía y fisiología. Cada una de estas subdisciplinas biológicas tiene una concepción
específica sobre la individualidad, que han provisto históricamente de contextos conceptuales para
integrar datos recientemente adquiridos. Durante la década pasada, el análisis de ácido nucleico,
especialmente secuencias genómicas y técnicas de ARN de alto rendimiento, ha desafiado cada una de
las definiciones disciplinarias, encontrando significantes interacciones de animales y plantas con
microorganismos simbióticos que rompen las barreras que han caracterizado al individuo biológico. Los
animales no pueden ser considerados individuos por criterios anatómicos y fisiológicos, debido a la
diversidad de simbiontes que están presentes en la ejecución de vías metabólicas como para lograr
funciones fisiológicas. Del mismo modo, estos nuevos estudios han demostrado que el desarrollo animal
es incompleto sin simbiontes. Los simbiontes también constituyen un segundo modo de herencia
genética, proporcionando una variación genética seleccionable para la selección natural. El sistema
inmune también desarrolla, en parte, un diálogo con simbiontes y a partir de ahí funciona como un
mecanismo para integrar microbios en la comunidad de células animales. Reconociendo al “holobionte”,
- el eucariota multicelular más sus colonias simbiontes persistentes – como una unidad críticamente
importante de anatomía, desarrollo, fisiología, inmunología y evolución, que se abre a nuevas vías de
investigación y desafía conceptualmente las formas en que las subdisciplinas biológicas han caracterizado
hasta ahora a las entidades vivientes.
El desarrollo de esas complejas formulaciones de los individuos y sistemas depende de una miríada de
factores, en los que la tecnología constituye un componente mayor en la caracterización del proceso.
Percibimos solo esa parte de la naturaleza que nuestras tecnologías nos permiten, de manera que
también, nuestras teorías acerca de la naturaleza están altamente constreñidas por lo que nuestras
tecnologías nos permiten observar. Pero tanto teoría como tecnología actúan entre ellas recíprocamente:
construimos esas tecnologías que creemos que son importantes para examinar una perspectiva particular
de la naturaleza. El desarrollo del microscopio, por ejemplo, reveló el mundo microbiano hasta entonces
invisible de bacterias, protistas y hongos; y los descendientes de ese instrumento permitieron el
descubrimiento de orgánulos subcelulares, virus y macromoléculas. Nuevas tecnologías como la reacción
en cadena de la polimerasa, el análisis de ARN de alto rendimiento y la secuenciación de próxima
generación, continúan transformando la percepción de nuestra biosfera. No solo revelan el mundo
microbiano con mucha más profundidad y diversidad que lo que pudiésemos haber imaginado, sino que
también un mundo de relaciones complejas y entremezcladas – no solo entre microbios, sino también
entre la vida microscópica y la macroscópica (Gordon, 2012). Estos descubrimientos han desafiado
profundamente la aceptada noción de “individuo”. La simbiosis se ha transformado en un principio
fundamental de la biología contemporánea, y está reemplazando una concepción esencialista de
“individualidad” por una concepción más congruente con los sistemas más amplios, empujando a las
ciencias de la vida en diversas direcciones. Estos descubrimientos nos llevan en direcciones que
trascienden las dicotomías ser/no ser, sujeto/objeto que han caracterizado al mundo occidental (Tauber,
2008 a, b).
Esta reorientación no es nueva para las ciencias microbiales o botánicas. En el mundo de los protistas, la
simbiosis hereditaria, la herencia de simbiontes adquiridos es legión. En el mundo microbiano, el “tú
eres lo que comes” puede ser tomado literalmente. En la botánica, el concepto de individuo autónomo
también ha sido desafiado por los descubrimientos de la rizobia, micorrizas, y hongos endófitos. Sin
embargo, los zoólogos se han suscrito por largo tiempo a una visión más individualista del organismo, en
la medida que el rol de los simbiontes microbianos ha sido más difícil de documentar en la evolución
animal (Sapp 1994, 2002, 2009). Nosotros reportamos que las ciencias zoológicas han descubierto que los
animales están compuestos de muchas especies viviendo, desarrollándose y evolucionando juntos. El
descubrimiento de la simbiosis en el reino animal es fundamental para transformar el la concepción clásica
de la individualidad insular en una en que las relaciones interactivas entre las especies desdibuje los
límites del organismos y oscurezca la noción de identidad esencial.
Nuestros objetivos en esta revisión son: resaltar los datos demostrativos de que los animales son
complejos simbióticos de muchas especies viviendo juntas; demostrar cómo una perspectiva
rigurosamente simbiótica abre importantes áreas de investigación y ofrece nuevas concepciones del
organismo; y explorar qué significa esta nueva evidencia para la biología, para la medicina y para la
conservación de la biodiversidad.
¿Cómo sería la ciencia biológica si es que la simbiosis fuese la regla y no la excepción? ¿Qué preguntas
científicas se volverían primordiales y cómo podría esto cambiar nuestra visión de la vida si la
cooperación íntima entre especies fuera una característica fundamental de la evolución? ¿Qué podría
significar “selección individual” si los organismos fueran quiméricos, y no hubiera realmente individuos
monogenéticos?
Hay muchas formas en las cuales el término individuo es usado en biología. Los individuos pueden ser
definidos anatómicamente, embriológicamente, fisiológicamente, inmunológicamente, genéticamente o
evolutivamente (ver Geddes y Mitchell 1911, Clarke 2010, Nyhart y Lidgard 2011). Estas concepciones, sin
embargo, no son tan independientes la una de la otra. Y a menudo estas definiciones no han sido
articuladas explícitamente como tales. De hecho, incluso en la biología hay una escasez de definiciones
sobre qué constituye un organismo individual. Aún así, las definiciones son implícitas y cada una se deriva
del principio común de una individualidad genómica: un genoma, un organismo. Y como tal, todas las
concepciones clásicas de individualidad son puestas en cuestión por la evidencia de una omnipresente
simbiosis.
INDIVIDUALIDAD ANATÓMICA
Anatómicamente, el animal individual es considerado como un todo estructurado. Sin embargo, los datos
de PCR muestran que las células y cuerpos de los animales son compartidos por numerosas “especies”
de bacterias y otros microbios. En algunas esponjas, cerca del 40% del volumen del organismo está
compuesto de bacterias, que contribuyen significativamente al metabolismo del huésped (Taylor et al.
2007). El simbionte de algas, Symbiodinium, proporciona el 60% de los nutrientes que necesita su coral
huésped (aquí el términos “huésped” se utiliza en el sentido clásico para referirse al organismo
multicelular eucariota más amplio en el que el “simbionte” reside). Cuando esta simbiosis se quiebra
por un aumento prolongado de la temperatura de la superficie del mar, los corales se “blanquean”.
Pierden sus simbiontes de algas y mueren. De manera similar, la entidad que llamamos vaca es un
organismo complejo de un ecosistema de simbiontes intestinales – una comunidad diversa de bacterias
que digieren celulosa, protistas ciliados y hongos anaeróbicos – informa su anatomía especializada, define
su fisiología de digestión de las plantas, regula su comportamiento y, en última instancia, determina su
evolución (Kamra, 2005).
Además de los vestigios mitocondriales de antiguas simbiosis, miles de “especies” bacteriales (ellas
mismas compuestos genéticos) viven en íntima relación con nuestras células eucariotas. Se estima que el
90% de las células que componen nuestro cuerpo, son bacterias (Bäckhed et al. 2005, Ley et al. 2006)
contradicen cualquier comprensión anatómica simple de la identidad individual. La secuenciación
metagenómica (Qin et al. 2010) ha demostrado que cada intestino humano ha entrado en una asociación
persistente con más de 150 especies de bacterias, y la especie humana mantiene sobre 1000 grupos de
bacterias principales en nuestro microbioma intestinal. El conjunto de genes que contiene este
metagenoma simbiótico es alrededor de 150 veces mayor que el del genoma eucariota humano. Y esto
no incluye los simbiontes de las vías respiratorias, piel, boca u orificios reperoductores del humano.
Mastotermes darwiniensis, una termita del norte de Australia, puede reclamar el título de “organismo
poster” para el individuo quimérico. Las termitas trabajadoras comen árboles y casas enteras, digiriendo
la celulosa en sus entrañas y construyendo elaborados nidos subterráneos. Pero como Lewis Thomas
(1974) y Lynn Margulis y Dorion Sagan (2001) han preguntado: ¿Qué constituye el organismo individual?
¿Cómo puede una termita obrera ser considerada un individuo cuando es la colmena la que es la unidad
reproductora de la especie, y el trabajador ni siquiera puede digerir celulosa sin su simbionte intestinal,
Mixotricha Paradoxa, que es en sí mismo un compuesto genético de al menos otras cinco especies? Ni los
humanos, ni ningún otro organismo, pueden ser considerados individuos según un criterio anatómico.
Para capturar esta complejidad, el término “holobionte” ha sido introducido como el término
anatómico que describe el organismo integrado compuesto tanto por elementos huésped y poblaciones
de simbiontes persistentes (Rosenberg et al. 2007).
En algunos casos, la simbiosis puede ser parasitaria, beneficiándose un organismo a expensas de otro. Por
ejemplo, el desarrollo de la mariposa azul europea Mariculinea arion, requiere que la hembra ponga sus
huevos en plantas de tomillo. Las larvas, sin embargo, no comen tomillo pero caen al suelo, donde
producen una mezcla de sustancias volátiles que imitan el olor de las larvas de la especie de hormiga
Myrmica sabuleti. Mayrmicae patrulleras confunden la larva de mariposa con una de las suyas, y la llevan
al hormiguero. Una vez en el nido con las larvas de hormiga, la oruga es alimentada por las hormigas
trabajadoras, comiéndose eventualmente a las hormigas jóvenes hasta que está lista para pupar. Sufre
una metamorfosis en la colonia de hormigas y emerge como adulta (Thomas 1995; Nash y col. 2008). Este
tipo de simbiosis del ciclo de vida ocurre en todos los invertebrados marinos, donde las larvas requieren
señales, a menudo de sus fuentes de alimentos, con respecto a dónde y cuándo asentarse y sufrir una
metamorfosis.
La importancia de los organismos simbióticos para la finalización de los ciclos de vida del huésped también
es evidente en gusanos parásitos, donde las bacterias son cruciales para la embriogénesis y la muda
(Hoeraud et al. 2003; Coulibaly et al. 2009) y en el desarrollo de las salamandras, donde las algas
simbióticas en la gelatina del huevo producen el oxígeno necesario para la supervivencia del embrión de
salamanda manchada (Olivier y Moon, 2010; Kerney y col. 2011).
Los simbiontes microbianos parecen ser una parte normal y necesaria del ciclo de vida de todos los
mamíferos, que adquieren los microbios tan pronto como se rompa el amnios o cuando los bebés maman
o se abrazan. Los microbios colonizan el intestino e inducen la expresión génica adecuada en el intestino
del recién nacido (Hooper et al. 2001). En el desarrollo de las tripas de ratones y peces cebra, cientos de
genes son activados por simbiontes bacterianos (Hooper et al. 2001; Rawls et al. 2004). La coevolución de
mamíferos y sus bacterias intestinales han tenido como resultado la “tercerización” de señales de
desarrollo desde células animales hasta simbiontes microbianos. Así, los simbiontes se integran en las
redes normales del desarrollo animal, interactuando con las células eucariotas de su huésped (Gilbert,
2011, 2003; McFallNegai, 2002). El desarrollo se convierte, entonces, en una cuestión de comunicación
entre especies. No somos individuos desde el punto de vista de la biología evolutiva (biología del
desarrollo).
INDIVIDUALIDAD FISIOLÓGICA
Desde las escritos clásicos de Henri Milne-Edwards (1827) y Rudolf Leuckart (1851), la visión fisiológica de
la individualidad animal considera que el organismo está compuesto de partes que cooperan por el bien
del conjunto. La complejidad de la organización animal va aparejada a la creciente división del trabajo
entre los órganos, un concepto derivado de Adam Smith, quien considera que el progreso socioeconómico
de sociedades complejas resulta de la división del trabajo (Limoges, 1994). En la era post darwiniana, esta
visión individualista del organismo se ha extendido a la organización de la célula, así como proyectada en
el organismo formado por relaciones intercelulares. Acorde con ello, toda organización compleja
resultaba de la lucha por la existencia, proporcionando una integración siempre en incremento a través
de la división del trabajo (Sapp 1994, 2003). Una suposición común subyace a esta consideración clásica,
a saber, que cada organismo se deriva de un germoplasma, el cigoto.
Sin embargo, lejos de esta clásica concepción, un pequeño pero creciente grupo de evidencia se ha
acumulado, que revela que esta división fisiológica del trabajo también podría ser lograda por diferentes
especies que viven juntas, como ejemplifican los descubrimientos, en los últimos años del siglo XIX, de la
dualidad de los líquenes, de hongos que viven en las raíces de orquídeas y arboles forestales, de bacterias
fijadoras de nitrógeno en nódulos radiculares de legumbres, y de las algas que viven dentro de las células
de cnidarios translúcidos. Más tarde, a comienzos del siglo XX, hallazgos de que la herencia de microbios
a través de los huevos de insectos causaban cambios morfológicos sin efectos patógenos aparentes en
sus huéspedes sugirieron que organismos viviendo en proximidad cercana compartían sus respectivas
fisiologías (Buchner 1965; Sapp, 1994).
Aún así, la evidencia de interacciones microbianas tan íntimas, especialmente con animales, era
relativamente escasa, y la evidencia de las propiedades vivificantes de las infecciones microbianas podría
no competir con el gran éxito e importancia de la teoría de gérmenes sobre la enfermedad. De hecho, la
visión de las infecciones microbianas vistas como “gérmenes” causantes de enfermedades define la visión
antagónica de que los microbios son el “enemigo del hombre”.
La investigación biológica molecular actual ha subrayado cómo los simbiontes pueden convertirse en
parte de una comunidad obligatoriamente integrada ( MacDonald et al. 2011; Vogel y Moral 2011). Por
ejemplo, el “genoma” de la chinche harinosa Planococcus es el producto de una simbiosis anidada: las
células animales albergan la betaproteobacteria Tremblaya princeps, que a su vez alberga a una
gmmaproteobacteria, provisionalmente llamada Moranella endobia. La síntesis de aminoácidos parece
ser coordinada entre estos dos microbios y el huésped. Tres de las enzimas necesarias para la biosíntesis
de fenilalanina están codificadas por la bacteria Moranella, otras cinco enzimas son codificadas por la
bacteria Tremblya, y una enzima final en esta ruta es codificada por el insecto (McCurcheon y von Dihlen,
2011). Hay que tener en consideración que los genomas de los tres organismos han sido alterados a
través de esta simbiosis. Tal secuenciación metagenómica ha demostrado la importancia de los
microbios en los sistemas fisiológicos de los insectos (Vásquez et al. 2021; Weiss et al. 2012).
INDIVIDUALIDAD GENÉTICA
La clásica concepción genética de la individualidad tiene sus raíces en el sexo y se basa en la herencia del
complemento cromosómico adquirido en la fertilización. Esa concepción del individuo genético, en la base
de la biología weismanniana de los siglos XIX y XX (Weismann, 1893) fue fortalecida por la genética
mendeliana clásica y más tarde llegó a incluir el cromosoma mitocondrial también (Chapman et al., 1982,
Avise, 1991). En genética de poblaciones, esta identidad genética reemplaza a todas las demás, ya que se
postula que contiene las variaciones alélicas que son la base de la variación fenotípica.
La importancia evolutiva de los microbios simbiontes va mucho más allá de aumentar la aptitud física de
los huéspedes o de proporcionar variaciones hereditarias que puedan estabilizar una comunidad. Estudios
recientes en Drosophila, por ejemplo, demuestran que los simbiontes (no alelos de genes nucleares)
proveen importantes señales de feromonas necesarias para la preferencia de apareamiento (Sharon et al.
2010). Por lo tanto, los simbiontes pueden proporcionar una variación alélica seleccionable, de modo que
todo el grupo – el holobionte – sea la entidad seleccionable en vez de ya sea el huésped o el simbionte
por sí solo (ver Zilber Rosenberg y Rosenberg, 2008; Gilbert et al. 2010). Por lo tanto, los microbios
proporcionan un segundo sistema hereditario, que permite la supervivencia y selección de los
holobiontes. De hecho, como demuestra el ejemplo de la cochinilla antes mencionado, los genomas
evolucionan de tal manera que necesitan de sus compañeros para lograr una compleja integración
genética. Ninguna de las tres especies de esas simbiosis tiene un genoma “completo”. Es el holobionte el
que lo hace. No somos individuos por criterios genéticos.
INDIVIDUALIDAD INMUNE
El modelo de individualidad del “yo inmune” propuesto por primera vez por Sir McFarlane Burnet (Burnet
y Fenner, 1949), describe el sistema inmunológico como una red defensiva contra un mundo exterior
hostil. El individuo inmune rechaza todo lo que no sea “yo”. De hecho, la disciplina de la inmunología ha
sido llamada “la ciencia que discrimina self/no self” (Klein, 1982). Desde este punto de vista, el sistema
inmunológico es un “armamento” defensivo, evolucionado para proteger el cuerpo contra amenazas de
agentes patógenos: gusanos, protistas, hongos, bacterias y virus. En consecuencia, si no fuese por el
sistema inmunológico, prevalecerían las infecciones oportunistas (como ocurre en casos de
inmunodeficiencias) y el organismo perecería.
En una fascinante inversión de esta visión de la vida, recientes estudios han demostrado que el sistema
inmune del individuo es creado en parte por el microbioma residente. En vertebrados, el tejido linfoide
asociado al intestino es organizado por simbiontes bacterianos (Rhee et al. 2004; Lanning y col. 2005).
El sistema inmunológico no funciona correctamente y su repertorio se reduce significativamente cuando
los microbios simbióticos están ausentes en el intestino (ver Lee y Mazmanian, 2010; Round y col. 2010).
De forma similar, Hill et al. (2012) han mostrado que los simbiontes microbianos proporcionan señales de
desarrollo que limitan la proliferación de células progenitoras de basófilos, y por lo tanto, previenen
respuestas alérgicas. Lee y Mazmanian concluyen, “múltiples poblaciones de células inmunes intestinales
requieren la microbiota para su desarrollo y su función” (2010:1768).
Esta capacidad de los simbiontes para condicionar y promover las capacidades inmunológicas del
holobionte no es exclusivo de los vertebrados. En varias especies de insectos, bacterias del género
Wolbachia parecen jugar un papel importante en la protección antiviral (Teixeira et al. 2008; Moreira et
al. Alabama, 2009; Hanson y col. 2011). En las plantas, los endófitos, los diversos y extendidos hongos que
viven la mayor parte de su ciclo de vida en el tejido de las plantas, proporcionan inmunidad mejorada
patógena a sus huéspedes, y pueden también protegerse de los herbívoros, entre otros beneficios (Herre
et al. 2007). Por lo tanto, se crean sistemas inmunes, en parte, por simbiontes microbianos. Volveremos
a estos nuevos conceptos de inmunidad a continuación, en una discusión sobre cómo la comunidad
holobionte puede ser un “individuo” evolutivamente viable.
La individualidad biológica también se ha definido evolutivamente, como aquello que puede ser
seleccionado (ver Maynard Smith y Szathmary, 1995; Michod y Roze 1997; Okasha, 2006). Por lo general,
estos individuos son genes u organismos monogenómicos. Pero desde la discusión anterior, es evidente
que los organismos son anatómica, fisiológica, evolutiva, genética e inmunológicamente complejos
multigenómicos y multiespecies. ¿Podría ser que los organismos sean seleccionados como asociaciones
multigenómicas? ¿Es el más apto en la lucha de la vida el grupo multiespecies, y no un individuo de una
sola especie en ese grupo?
Un ejemplo instructivo proviene de estudios del pulgón del guisante, Acyrthosiphon pisum y las variadas
especies de bacterias que viven en sus células: variantes de Buchnera proporcionan al pulgón con
termotolerancia (a expensas de la fecundidad a temperaturas normales; Dunbar y col. 2007); Rickettsiella
proporciona cambio de color, convirtiendo a los pulgones genéticamente rojos en vedes a través de la
síntesis de quinonas (Tsuchida et al. 2010); y algunas variantes de Hamiltonella proporcionan inmunidad
contra la infección por avispas parasitoides (Oliver et al. 2009). Pero en el último caso, las variantes
protectoras Hamiltonella resultan de la incorporación de un bacteriófago lisogénico específico dentro del
genoma bacteriano. El pulgón debe estar infectado con Hamiltonella, y la Hamiltonella debe ser infectada
por el fago APSE-3. Como escriben Oliver et al. (2009), “En nuestro sistema, la evolución de los intereses
de los fagos, los simbiontes bacterianos y los pulgones, están todos alineados contra el parasitoide avispa,
que los amenaza a todos. El fago está implicado en conferir protección al pulgón y así contribuye a la
propagación y mantenimiento de H. defensa en poblaciones naturales de A. pisum” (Oliver et al. 2009:
994). Pero hay un costo para el huésped de tener esta protección beneficiosa, ya que en ausencia de una
infección parasitoide, los pulgones portadores de la bacterias con los fagos lisogénicos no son tan
fecundos como los que carecen de ellos. De manera similar, se produce una compensación en los pulgones
que portan las variantes genéticas termotolerantes de Buchnera, es decir, aunque son más resistentes al
calor, tienen menos fecundidad a temperaturas más templadas que sus hermanas cuyas bacterias carecen
del alelo funcional de la proteína de choque térmico. Sin embargo, la población en su conjunto puede
sobrevivir un clima cálido, que de otro modo prevendría su reproducción.
Esta relación simbiótica parece cumplir con los criterios para la selección de grupos: los alelos pueden
diseminarse por una población por los beneficios que otorgan a grupos, independientemente del efecto
de los alelos en el rendimiento de los individuos dentro de ese grupo. Excepto que, en este caso, los alelos
beneficiosos son variaciones genéticas en simbiontes bacterianos, que proporcionan a sus huéspedes una
segunda fuente de variación seleccionable heredada. No somos individuos genéticos o anatómicos; y si
no hay “organismo individual”, ¿qué queda de las nociones clásicas de “selección individual”?
Esto traslada la discusión biológica de las asociaciones simbióticas a la venerable concepción de “selección
de grupo”, tan aborrecible para sensibilidades neodarwinianas, y tan denigrada por las concepciones de
los sociobiólogos basadas en la teoría de juegos. La mayoría de las discusiones sobre selección de grupos
(véase Williams 1966; Lewontin 1970; Hull 1980; Keller, 1999) no son pertinentes aquí, porque suponen
que el grupo en cuestión, está compuesto por una sola especie. Sin embargo, una preocupación
importante es relevante: los tramposos. El principal problema de todas las teorías de selección de grupo
(y de los grupos en sí mismos) es que son potencialmente “tramposos”, aquellas partes de nivel inferior
del grupo que proclamarían su propia autonomía y se multiplicarían a costa de los demás. Como ha
señalado Stearns, “conflictos dentro de los niveles inferiores y entre los niveles más bajos y altos deben
ser suprimidos o resueltos de otra manera” (2007: 2275).
Este problema de los tramposos, se ha argumentado, ha hecho que muchos modelos de selección de
grupo sean matemáticamente insostenibles (ver Keller 1999; Leigh 2010, Eldakar y Wilson, 2011). El
problema de los “tramposos” tiene que ser resuelto de tal manera que los asociados en una relación
simbiótica estén bajo el control social del todo, del holobionte. Esta sólida fuerza socializadora y
unificadora se encuentra en el sistema inmunológico, y allí encontramos una solución al problema de los
tramposos en un complejo simbiótico.
El sistema inmune puede formularse como el tener dos “extremidades”: una extremidad que mira hacia
afuera y que define al organismo como aquello que debe ser protegido de patógenos extraños, y un brazo
que mira hacia adentro, que busca peligros potenciales que surgen dentro del mismo organismo (ver
Burnet y Finner, 1949; Tauber 2000, 2009; Ulvestad 2007; Eberl 2010; Pradeu, 2010). Esta visión dualista
era la concepción original de Metchnikoff al final del siglo XIX. Consideraba a la inmunidad como una
fisiología general de la inflamación, que incluía la reparación, la vigilancia de células en decadencia,
moribundas y cancerígenas, así como la responsabilidad de la defensa contra patógenos invasores
(Tauber, 1994). Esta comprensión sistémica más amplia plantea a las propiedades defensivas como solo
una parte de una negociación continua de numerosas interacciones entre el organismo y su entorno
biótico – tanto“interno” como “externo” (Ulvestad 2007; Tauber 2008a,b).
Si el sistema inmunológico sirve como la gendarmería crucial que mantiene a al animal y las célculas
microbiales juntos, entonces obedecer al sistema inmunológico es volverse un ciudadano del holobionte.
Escapar del control inmunológico conlleva convertirse en un patógeno o en un cáncer. En el cáncer, dichas
células de proliferación autónoma (nivel inferior) deben escapar de los sistemas inmunitarios innatos,
adquiridos y mediados por anoikosis del huésped para poder sobrevivir (Hanahan y Weinberg 2011;
Buchheit et al. 2012). Las infecciones son aquellos microbios que han evadido de manera similar los modos
sociales de conformidad inmuno-reforzados (Hoshi y Medzhitov, 2012). La mayoría de las especies de
Neisseria, por ejemplo, pueden convertirse en simbiontes. Las dos especies patógenas de Neisseria que
no serán parte de la comunidad simbiótica (N. gonorrhoeae y N. meningitidis) han escapado del control
social del holobionte, eludiendo el sistema inmune (Mulks y Plaut, 1978; Welsch y Ram, 2008).
En algunos casos, se puede observar la vigilancia inmunitaria interna de los simbiontes. En insectos, los
simbiontes son secuestrados en células hospedadoras portadoras de bacterias, llamadas bacteriocitos,
que en algunas especies, se agrupan para formar un bacterioma (Buchner, 1965). En gorgojos, el péptido
antimicrobiano coleoptericina-A se dirige selectivamente a los endosimbiontes dentro de los bacteriocitos
e inhibe su división celular (Login et al. 2011). Si la síntesis de este péptido es bloqueada, las bacterias
escapan de los bacteriocitos y se diseminan en los tejidos del insecto. Aquí parece que la coevolución del
huésped y el simbionte ha permitido al sistema inmune facilitar la relación endosimbiótica. En calamares
(McFall-Ngai et al. 2010) y mamíferos (Hooper et al. 2012), elementos del sistema inmune del huésped
han sido co-optados para apoyar la colonización, limitación y persistencia de bacterias simbióticas dentro
del huésped.
Medzhitov y col. (2012) han discutido la “tolerancia a enfermedades” como una estrategia mediante la
cual los factores defensivos se minimizan para prevenir daños al organismo infectado. Sin embargo, lo
que sugerimos no es simplemente una tolerancia a los microbios, sino que el reclutamiento activo de
bacterias simbióticas por parte del sistema inmunológico. Peterson y col. muestran que la IgA, en adición
a su conocido rol en el ataque al virus del polio y otros patógenos, juega un “papel crítico en el
establecimiento de una relación huésped-microbio sostenible” (2007: 328). De manera similar, estos
anticuerpos de la placa de Peyer, que son esenciales en la lucha contra los oportunistas patógenos,
parecen estar involucrados en “la creación de un ambiente simbiótico óptimo en el interior de las PP”
(Obata et al. 2010: 7419). Incluso los receptores tipo Toll que median la inmunidad innata son utilizados
por bacteroides para establecer una relación huésped-comensal. La capacidad de las bacterias simbióticas
para utilizar la vías de inmunidad innatas y adquiridas para iniciar simbiosis ha llevado a Round et al. (2011)
a concluir que el “sistema inmunológico puede discriminar entre patógenos y la microbiota a través del
reconocimiento de moléculas bacterianas simbióticas en un proceso que engendra la colonización del
comensal” (Round et al. 2011: 974). Para usar una analogía antropomórfica, el sistema inmune no es
simplemente “las fuerzas armadas” del cuerpo. También es un “control de pasaporte” que ha
evolucionado para reconocer y dar la bienvenida a aquellos organismos que ayudan al cuerpo.
Por lo tanto, el sistema inmune mira hacia adentro, en vigilancia, para controlar el potencial tramposo
microbiano. El papel defensivo de la inmunidad, tan prominente en el contexto agrícola y médico, debe
ser balanceado con un punto de vista ecológico y evolucionista. La inmunidad no solo protege al cuerpo
contra organismos hostiles en el medio ambiente, también media la participación del organismo en una
comunidad de “otros” que contribuyen a su bienestar (Tauber 2000; Agrawal 2001; Hooper y col. 2001;
Valle y Moran, 2006). El sistema inmunológico tiene aprendido a través de su evolución qué organismos
excluir y matar y a qué organismos alentar, permitir la entrada y apoyar. Si es aceptado, el simbionte
puede participar en el desarrollo y en procesos fisiológicos. Además, puede ayudar a mediar la respuesta
del holobionte a otros organismos, convirtiéndose efectivamente en “sí mismo”. Desde esta posición
ventajosa, no hay una entidad autónoma circunscrita que se denomine a priori “el yo”. Qué cuenta
como yo es dinámico y dependiente del contexto.
Primero, y de mayor importancia, como se mencionó anteriormente, las células eucariotas son ellas
mismas el resultado de varias simbiosis. Sugerencias de que sus núcleos, mitocondrias y cloroplastos se
originaron a partir de simbiosis antiguas había sido repetidamente postulado a lo largo del siglo XX,
pero fueron descartadas y ridiculizadas en la medida que entraron en conflicto con los principales
defensores de la biología clásica (Sapp, 1994). El punto de inflexión ocurre en los 60s cuando se demostró
que tanto las mitocondrias como los cloroplastos poseen sus propios genes y su propia maquinaria de
traducción. Y con ese descubrimiento, la simbiosis en el origen de la célula eucariota se puso al frente de
la biología celular (Sagan 1967; Margulis 1970, 1981).
Aún así, demostrar definitivamente el origen simbiótico de los organelos eucariotas requería el desarrollo
de nuevos métodos moleculares para mostrar las relaciones evolutivas en el mundo microbiano. Métodos
basados en la comparación del ARN ribosómico fueron desarrollados por Carl Woese y sus colegas, para
explorar las relaciones evolutivas hasta entonces desconocidas de los microbios (ver Sapp, 2009). Esos
métodos, cuando se aplican a las mitocondrias y a los orígenes del cloroplasto, revelan que son reliquias,
respectivamente, de alfaproteobacterias y de cianobacterias de vida libre. Hoy en día, los filogenetistas
moleculares en general están de acuerdo en que el genoma de la célula madre, el huésped envolvente,
se formó a partir de la fusión simbiótica entre una Arquea y uno, o quizás dos otros linajes. La naturaleza
de aquellos simbiontes no-Arqueos sigue siendo sujeta a discusión por los filogenetistas microbianos
(Hartam y Federov 2002; Hall 2011; ver también Sapp, 2005, 2009).
En segundo lugar, la multicelularidad también puede haber sido iniciada por interacciones entre bacterias
y protistas. Ciertas especies de coanoflagelados, el clado unicelular que se piensa es el grupo hermano de
los animales multicelulares, se pueden transformar en organismos multicelulares mediante interacciones
con bacterias específicas (Dayel et al. 2011). En presencia de ciertas bacterias, las células permanecen
juntas después de la división celular, y forman rosetas epiteliales que comparten una matriz extracelular
y puentes intercelulares. Basado en este hallazgo, una forma de la multicelularidad puede haber surgido
como consecuencia de una asociación de bacterias de múltiples especies y protistas alterando el
desarrollo celular.
En tercer lugar, el origen de los mamíferos con placenta puede basarse en la integración a nivel genómico
de ADN exógeno. Cada genoma es un producto histórico y, al igual que la célula, es el resultado de antiguas
simbiosis y transferencias de genes horizontales. Somos quimeras genómicas: casi el 50% del genoma
humano se compone de secuencias de ADN transponibles adquiridas exógenamente (Lander et al. 2001;
Cordaux y Batzer 2009), posiblemente por la transferencia horizontal de genes desde simbiontes
microbianos a células animales (ver Dunning Hotopp et al. 2007; Altincicek y col. 2012). Aunque gran
parte de este ADN añadido se piensa "parasitario", algunos elementos transferidos pueden haber sido
críticos en la creación de nuevos patrones de transcripción (Sasaki et al.2008; Oliver y Greene 2009;
Kunarso y col. 2010). El surgimiento del útero, el carácter definitorio de mamíferos euterios, parece haber
sido facilitado de forma independiente en varias familias de mamíferos por transposones que se integran
en las regiones que controlan la expresión del gen de la prolactina. Estos transposones contienen un factor
de transcripción y sitios de unión que permiten que el gen de la prolactina se exprese en las células
uterinas (Lynch et al. 2011; Emera y col. 2012). Además, esta evolución convergente de la expresión génica
a través de la inserción de elementos transponibles también sugiere que tales transposones pueden
mediar en la evolución adaptativa. El silenciamiento selectivo de transposones por metilación del ADN o
o por interferencia de pequeños ARN parece ser otro mecanismo de vigilancia que ha facilitado la
evolución (Chung et al.2008; Kaneko-Ishino e Ishino, 2010; Castañeda y col. 2011).
Por lo tanto, los animales ya no pueden considerarse individuos en ningún sentido de la biología clásica:
anatómico, del desarrollo, fisiológico, inmunológico, genético o evolutivo. Nuestros cuerpos deben
entenderse como holobiontes cuyas características anatómicas, fisiológicas, inmunológicas y del
desarrollo evolucionaron en relaciones compartidas de diferentes especies. Así, el holobionte, con su
comunidad integrada de especies, se convierte en una unidad de selección natural cuyos mecanismos
evolutivos sugieren una complejidad hasta ahora en gran parte inexplorada. Como Lewis Thomas (1974:
142) comentó a propósito del sí mismo y la simbiosis: "Esto es, si lo piensas, realmente asombroso. Toda
la querida noción del Sí-mismo – maravilloso, dotado de libre albedrío, libre emprendimiento, autónomo,
independiente, isla aislada del viejo Sí-mismo – es un mito”.
La comprensión de que los simbiontes son fundamentales para el desarrollo, la salud y la homeostasis de
los animales trae consigo "nuevos" problemas y abre nuevas vías de investigación. En lo que respecta a la
biología evolutiva, se necesita mucha más investigación para comprender la gran diversidad de microbios,
tratar de desentrañar sus complejas relaciones, tanto entre ellos como con su huésped animal. La
evolución de los simbiontes bacterianos y sus huéspedes animales es todavía un dominio de investigación
sin explotar, de importancia central para la biología evolutiva, la medicina y la agricultura.
El campo de investigación sobre los endosimbiontes Wolbachia que ha surgido durante la última década
ejemplifica la importancia de comprender asociaciones simbióticas en cada uno de estos campos. Los
Wolbachia se transmiten sexualmente a través del citoplasma de los huevos de muchas especies de
insectos y de nematodos. Sus efectos van desde mutualismo a parasitismo. Causan incompatibilidad
citoplasmática y partenogénesis, y pueden transformar la descendencia masculina en femenina para
mejorar su propia transmisión y reproducción (Werren 2005). El análisis filogenético molecular también
ha demostrado que la transferencia horizontal de genes de Wolbachia a los genomas del huésped está
muy extendida (Dunning Hotopp et al. 2007). Wolbachia se considera importante en comprender la
especiación rápida y la rica diversidad de especies de insectos y nematodos de simbiosis, y también en el
control de insectos, plagas y enfermedades (ver, por ejemplo, Brelsfoard y Dobson 2009).
En lo que respecta a la medicina, ante todo, sobresale el desafío de dilucidar la compleja relación entre
salud, enfermedad y los cambios en el microbioma humano. Las interacciones del genoma del huésped,
simbiontes y la dieta se vuelve crítica. Se ha demostrado que los genomas de ciertos ratones, por ejemplo,
permiten la colonización de bacterias intestinales específicas, que resultan en un fenotipo obeso o
delgado, dependiendo de la capacidad de la bacteria para utilizar los nutrientes (Turnbaugh et al. 2006).
En el pez cebra, se selecciona una cohorte particular de bacterias intestinales cuando se les administran
microbios intestinales de ratón (Rawls et al. 2004, 2006). Aunque el adagio "ningún hombre es una isla"
funciona para las interacciones humanas, cada persona es precisamente una isla para una célula
bacteriana. Las perspectivas biogeográficas de la isla sobre la colonización, sucesión, asignación de
recursos y división de módulos funcionales pueden ser críticas en las relaciones simbióticas (ver Morowitz
et al. 2011;Muegge y col. 2011; Costello y col. 2012).
Esta nueva perspectiva simbiótica hace sentido de ciertos datos y proporciona una nueva perspectiva
sobre anatomía y fisiología humana. Los oligosacáridos de leche producidos por madres humanas no
pueden ser utilizados por los recién nacidos; sin embargo, sirven como un excelente alimento para cepas
de Bifidobacillus que mejoran la nutrición infantil (Zivkovic et al. 2011). El apéndice vermiforme,
considerado durante mucho tiempo como un órgano vestigial, en realidad puede servir como un
depósito para bacterias intestinales normales de manera que los simbiontes puedan ser reemplazados
rápidamente después de episodios de diarrea (Smith et al. 2009). La diarrea sigue siendo la principal
causa de muerte en niños de países menos desarrollados (CDC 2010), y la colitis inducida por antibióticos,
causada por la propagación de Clostridium después de que los simbiontes normales han sido eliminados,
puede ser curada mediante el procedimiento de baja tecnología de trasplantes fecales (generalmente del
cónyuge; Bakken 2011).
Lo que creemos que vale la pena estudiar puede verse afectado por nuestros paradigmas. Una de las áreas
más importantes de la biología del desarrollo ha sido el estudio de la formación del cerebro de los
mamíferos. Aunque se conocían los estímulos ambientales que afectan el comportamiento y el
aprendizaje, la posibilidad de que los microbios podrían regular el desarrollo neuronal no se había
considerado hasta hace poco. Ahora, sin embargo, un eje microbiota-intestino-cerebro ha sido propuesto
recientemente (Cryan y O'Mahony 2011; McLean y col. 2012). Los ratones libres de gérmenes, por
ejemplo, tienen niveles más bajos de NGF-1A y BDNF (un factor de transcripción y un factor paracrino
asociado con plasticidad neuronal) en porciones relevantes de sus cerebros, a diferencia de los ratones
criados convencionalmente. Heijtz et al. (2011: 3051) han concluido que “durante la evolución, la
colonización de la microbiota intestinal se ha integrado en la programación del desarrollo del cerebro,
afectando el control motor y comportamiento similar a la ansiedad ". En otra investigación, una cepa
particular de Lactobacillus ha sido informada para ayudar a regular el comportamiento emocional a través
de una regulación dependiente del nervio vago de los receptores GABA (Bravo et al. 2011). Las
investigaciones sobre la regulación del desarrollo cerebral por productos bacterianos eran impensables
antes de este desafío al paradigma imperante.
La zoología de conservación también se ve muy afectada al reconocer los diversos efectos de las relaciones
simbiontes. Por ejemplo, el conocimiento de la simbiosis es crucial para prevenir la extinción de la
salamandra manchada en los estados centrales de América; y el conocimiento de la simbiosis del parásito
de Maculinea y las hormigas Myrmica ha sido crítico en el regreso de Maculinea a Gran Bretaña (Thomas
1995). En agricultura, "curar" insectos de sus simbiontes vitales puede ser una forma de control
respetuosa con el medio ambiente de plagas como pulgones. Esta destrucción del host matando al
simbionte se ha demostrado que funciona en el caso de Mansonella, un gusano que parasita a los
humanos (Coulibaly et al. 2009).
Por último, esta nueva apreciación de la simbiosis, donde incluso la microevolución podría involucrar
interacciones entre especies, abre una gama de nuevas preguntas para la biología evolutiva. El cambio
de un colectivo localizado de interacción multiespecies a lo largo del tiempo ha sido modelado por
sucesión ecológica, y en uno de los primeras formulaciones de sucesión ecológica, Clements (1916)
comparó la sucesión con el desarrollo, considerando a la comunidad clímax como el fenotipo adulto.
Quizás cada organismo tendrá que modelarse en una red de dinámicas de ecosistemas, donde las células
provienen de diversos genotipos.
“Tome la historia estándar para animales comunes, [donde] tienes una distribución de animales
y tienes un promontorio o una isla, o algo así, y terminas con dos distribuciones [geográficas]. Y
luego, en cualquiera de los lados obtiene diferentes presiones de selección, por lo que un grupo
comienza a evolucionar de una manera y otro grupo de otra manera, ¿qué hay de malo en eso?
Es muy plausible, económico y parsimonioso. ¿Por qué querrías meter a la simbiogénesis cuando
es tan poco parsimonioso y antieconómico?
A lo que Lynn Margulis respondió: porque está allí (Dawkins y Margulis, 2009).
Y es significativo. Para los animales, así como para las plantas, nunca ha habido individuos. El nuevo
paradigma de la biología plantea nuevas preguntas y busca nuevas relaciones entre las diferentes
entidades vivientes de la Tierra. Todos somos líquenes.
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