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Desde

su aparición en 1977, el Isaac Asimov’s Science Fiction Magazine,


avalado por el más prestigioso autor del genero, ha venido publicando la
mejor y más reciente producción de relatos de los nuevos valores de la ciencia
ficción, creando un amplísimo e inestimable fondo editorial del que, en estas
selecciones, ofrecemos mensualmente lo más destacado.
Esta cuarta selección incluye una novela corta de Avram Davidson situada en
el marco semilegendario de la caida del Imperio Romano, un realto acertijo de
Martin Gardner sobre el viejo tema de los individuos que siempre dicen la
verdad y los que siempre mienten, y narraciones de Barry B. Longyear,
Sharon Webb y Coleman Brax.

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Barry B. Longyear & Martin Gardner & Sharon Webb &
Coleman Brax & Avram Davidson

Isaac Asimov Magazine 4


Isaac Asimov Magazine - 4

ePub r1.0
Titivillus 29.04.2019

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Título original: Isaac Asimov’s Science Fiction Magazine
Barry B. Longyear & Martin Gardner & Sharon Webb & Coleman Brax & Avram Davidson,
1979
Traducción: Luis Vigil
Retoque de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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Índice de contenido

Cubierta

Isaac Asimov Magazine 4

Prólogo

Regreso al hogar

Los tres robots del profesor Tinker

Transferencia

El hombre del rondador

Peregrino: perplejo

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Por razones obvias, el gran tema de la narrativa fantástica de todos los
tiempos es el encuentro del hombre con lo desconocido y lo maravilloso que
en la fantasía tradicional suele tomar la forma de lo sobrenatural o lo
mágico.
La ciencia ficción no busca lo maravilloso más allá de la naturaleza, sino
que amplía sus límites y perspectivas mediante la extrapolación hacia el
futuro o hacia el pasado, hacia afuera o hacia adentro. Pero su tema sigue
siendo —no puede ser otro— el encuentro. No con magos o con demonios,
como en el caso del héroe clásico, sino con seres doblemente inquietantes por
lo verosímiles: máquinas pensantes, reptiles inteligentes, salvajes
extrahumanos… Que, en última instancia, remiten al hombre al más
inquietante de los encuentros: el encuentro consigo mismo.
En los relatos de esta selección, el diálogo del hombre con interlocutores
no humanos es abordado desde distintos ángulos y con diversos enfoques. Ya
sea en clave de humor o con el más tenso dramatismo, la implacable lógica
de las máquinas o la diferente sensibilidad de los extraterrestres sirve de
contrapunto para poner de relieve nuestros propios problemas y
contradicciones, brindando al lector la posibilidad de un «encuentro» del que
la imaginación sale fortalecida y la mente más flexible.

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Regreso al hogar

Barry B. Longyear

Barry B. Longyear es el autor de la excelente narración en que está


basada la película Enemigo mío. En el relato siguiente, como en
Enemigo mío, el autor plantea el enfrenamiento de los humanos con
una raza alienígena… aunque no exactamente extraterrestre.

Lothas introdujo su pesada cola verde entre el cojín y el respaldo del


asiento. Extendiendo una de las uñas de su escamosa mano de cinco dedos la
metió en la ranura del conmutador y tiró de él hacia abajo. El escudo
acorazado de la burbuja visora delantera se alzó lentamente mientras el centro
de control pasaba a luz roja. Lothas notó cómo el extraño dolor crecía en su
pecho mientras miraba a través del filtro a la estrella meta, que ya no era un
punto de luz, sino un pequeño y brillante disco. Se apoyó en el respaldo, con
sus grandes ojos oscuros destellando mientras contemplaban la estrella. Ha
pasado tanto tiempo… Aunque sólo he estado fuera de suspensión durante un
total de seis ciclos estelares, sé que han pasado… setenta millones de ciclos
estelares. Un tercio de ciclo galáctico.
Lothas vio su propio reflejo en el filtro, giró su largo cuello a la izquierda,
luego a la derecha, y se maravilló ante la ausencia de cambio. Los grandes
ojos, que ocupaban una quinta parte de la imagen, estaban claros y
centelleaban con puntos de luz roja, azul y amarilla reflejados de las luces
indicadoras y de servicio. La piel, suave y grisverdosa, oprimía y delineaba
las grandes venas que iban desde los ojos hacia el alargado morro, con sus
hileras de gruesos, blancos y aguzados colmillos. Volvió a enfocar la estrella
mientras tendía la mano derecha y apretaba un panel con uno de sus cinco
dedos.

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—Aquí Lothas Dim Ir, oficial de guardia. —Hizo una pausa y examinó la
lectura de navegación; luego pasó a un esquema del resto de las naves, en
formación de grupo. El esquema mostraba todas las naves, excepto tres de las
doscientas, contestando. Lothas estudió el esquema, algo confundido por el
hecho de no sentir nada por las naves perdidas. Los sistemas de grabación
automáticos habían mostrado cómo las tres naves habían sido destruidas por
el mismo meteoro. Pero eso había sido… hacía millones de ciclos. Era difícil
sentir dolor por muertes tan antiguas.
Apretó otro panel y el esquema comenzó a llenarse con los datos del
porcentaje de supervivencia de unidades vitales transmitidos por las guardias
de las otras naves. Se hizo una media automática y un conteo de unidades
valorando la supervivencia: 77,031% y 308 124 unidades vitales que
sobrevivían. Lothas asintió con la cabeza. No había habido ningún cambio en
esos datos desde hacía… más de treinta millones de ciclos estelares. Las tres
naves destruidas y los que no podían sobrevivir al proceso de suspensión.
Pero el resto de nosotros veremos Nitola.
Lothas miró en derredor por el vacío centro de control. Momentos
después de la orden de inicio de la desuspensión, el centro se convertiría en
un panal de actividad… Un panal de actividad; me pregunto si los pequeños
dulcesectos aguijoneadores habrán sobrevivido. Miró las bancadas de
instrumental receptor, los aparatos sensores y de análisis y el resto de
instrumentos que los sapientes utilizarían para ver cómo había cambiado
Nitola. Pero en este momento todavía hay silencio… esta maravillosa y
enjoyada soledad del espacio. Siento dolor nostálgico por mi planeta, pero
también esto se ha convertido en mi hogar.
Tendió una garra y cerró el escudo, cortando la visión de la estrella madre.
Mientras el centro pasaba a luz amarilla, Lothas oprimió el mando de inicio
de la desuspensión. A medida que las otras naves respondían, escuchó los
sonidos de la vida agitarse en la suya propia: gimieron motores, drenando el
claro fluido de suspensión de los innumerables largos de venas,
reemplazándolo con cálida sangre. Lothas miró el drenaje colocado en su
propio brazo. Lo arrancó y observó cómo se formaba una mancha de sangre
para luego empezar a coagularse. Tiró el drenaje a un reciclador. Ya no los
necesitaremos más, casi estamos en casa.

Carl Baxter, vestido con calzoncillos y camiseta de uniforme, alzó la vista


de debajo de la cama.
—¿Dónde están mis calcetines?

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La forma que había en la cama, cubierta la cabeza por las sábanas,
murmuró:
—No soy yo quien los usa.
—Es mi último par de calcetines limpios. ¿Dónde están? La forma apartó
las sábanas, mostrando una masa de cabellos oscuros enmarañada por el
sueño, que enmarcaba una hermosa pero irritada faz.
—Tendrías calcetines limpios si te ocupases más a menudo de la colada.
Los dos trabajamos, así que no hay razón alguna para que sea yo la que…
—Vale, vale. —Baxter apartó el mueble ropero y miró detrás.
—¿Vale, vale y ya está?
—Vale. —Volvió a empujar el mueble contra la pared—. Mira, no se
puede decir que tengamos el mismo tipo de trabajo, Deb. Yo tengo que estar
en la base a las seis y media, seis días a la semana, incluso a veces siete. Y
tengo suerte si puedo arrastrarme de vuelta a casa a tiempo para el programa
de Johnny Carson. ¿Y encima quieres que ayude con la colada, la compra, la
limpieza?
—¡Escucha, supersoldado!— Deb se apartó el cabello de los ojos. —¿Te
crees que mantener en marcha la Agencia yo sola es fácil? La semana pasada,
ese idiota de montador que contrataste antes de que te llamasen a filas
estropeó por completo la campaña de primavera de Boxman. ¡He estado
trabajando dieciséis horas al día para tratar de tenerla a tiempo! ¿Y encima
quieres tener la colada al día?
Baxter concluyó su tercera búsqueda por los cajones del mueble cerrando
de golpe el de arriba a la derecha.
—¿Por qué no contratas a alguien para que te ayude? Nos lo podemos
permitir.
Los ojos de Deb se abrieron mucho.
—¿El amo blanco querer decir que él permitir a pobre esclava contratar
alguien para ayudarla? ¿Dejar decisión a pobre, estúpida mujer?
—¡Oh, corta el rollo! —Baxter frunció el ceño y se sentó en la cama. Puso
la mano en el hombro de Deb—. Escucha, lo siento. Ya sé que dije que nada
de contratar a nadie hasta que yo hubiera acabado con esto y también sé que
ha sido muy duro para ti. Vamos, contrata a quien quieras para que te ayude.
Le haré una llamada a Boxman y trataré de solucionar las cosas.
Deb colocó la mano sobre la de Baxter y le miró a los ojos:
—¿Cuándo va a acabar contigo la Fuerza Aérea? Todo esto es una
verdadera estupidez: un día estamos dirigiendo un negocio de mucho éxito y
viviendo en un apartamento precioso, y al siguiente estamos aquí metidos, en

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medio de la nada, en un barracón que no ha sido reparado desde los tiempos
en que Napoleón era soldado raso. ¡Dime que ya se ve la luz al fondo del
túnel, por favor!
Baxter se alzó de hombros.
—No sé qué decirte. —Levantó la cabeza y la miró—. Ese viaje diario a
Santa Bárbara te está poniendo frenética, ¿no? ¿No estarías mejor si te
hubieras quedado en casa?
—Mira, Baxter, soportaré esto tanto tiempo como tú, y ya no puede ser
mucho más, ¿verdad? Los seis meses están ya a punto de acabar, ¿no?
Baxter se puso en pie y reinició su búsqueda de los desaparecidos
calcetines.
—¿Crees que puedo haberlos dejado en el vestíbulo?
Deb frunció el ceño al instante:
—¿No?
—¿Qué?
Ella agitó la cabeza y golpeó el colchón con los puños.
—¡Oh, no! ¡No puedes haberlo hecho! ¡Dime que no has aceptado un
reenganche! ¡Dime que no, o te abro el cráneo con el despertador!
Él suspiró, se alzó de hombros, se rascó la cabeza y luego abrió los
brazos.
—No tenía elección, Deb…
—¡Oooooooh! ¡So… so… monstruo! —Apartó las sábanas de un
manotazo, saltó de la cama y se fue corriendo al cuarto de baño. La puerta se
cerró de golpe y luego sonó el pestillo.
—¿Deb? —Baxter fue hasta la puerta—. ¡Por favor, cariño, no te
encierres! ¡Aún tengo que afeitarme!
—¡Lárgate!
—Deb, en este momento soy todo lo que tienen, en cuestión de relaciones
públicas, para promocionar las ideas de la Fuerza Aérea acerca de un nuevo
transbordador espacial combinado, por no hablar del nuevo bombardero, y…
Se abrió la puerta, un par de calcetines salió volando, y de nuevo se cerró
de golpe.

Vistiendo un calcetín de uniforme color azul, y otro no tan de uniforme


con los cuadros amarillos y rojos del clan escocés Argyle, el uniformado
capitán Carl F. Baxter se marchó en el coche oficial azul que tenía asignado.
Llegó a la señal de alto del cruce, frenó con un chirrido y tanteó en la
guantera buscando la afeitadora eléctrica. Tras él sonó un claxon y Baxter
miró por encima del respaldo para ver la graduación de quien lo tocaba.

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Viendo únicamente unas solitarias barras doradas, volvió a su búsqueda. Ese
maldito cacharro tiene que estar aquí. Su mano se cerró sobre la vieja
Remington, un regalo de su suegra, se sentó bien y se quitó la gorra. El
conductor que había tras él tocó de nuevo el claxon y Baxter le hizo un gesto
con el dedo, indicándole dónde se lo podía meter. Con un airado rechinar de
neumáticos, el teniente rodeó el coche de Baxter, ignoró el cartel de stop y se
metió en la pista principal de la base. Con su afeitadora zumbando, Baxter
arrancó y giró a la derecha.
Entrevió el destello de un signo: «ODQ-D7» y recordó el comentario de
Deb cuando lo vio por primera vez: «¿Ésta es nuestra nueva casa? ¡Oh, me
gusta el nombre… es mucho más bonito que Colinas de Hollywood, o Plaza
Sutton!». Resopló y apretó el acelerador mientras llegaba a la pista de
aparcamiento de los aviones experimentales. Deb también tuvo un comentario
para aquel lugar: «¡Oh, qué hermosa vista… Baxter, quiero el divorcio!». En
realidad no lo quería, pero aquello no la hacía feliz, como tampoco a Baxter.
Experimentado piloto de pruebas, había abandonado la Fuerza Aérea durante
los recortes presupuestarios realizados en la experimentación a finales de los
sesenta, para iniciar su propia agencia de publicidad. Como oficial de la
reserva había supuesto que, si alguna vez lo volvían a movilizar, sería en
calidad de piloto. Pero la Fuerza Aérea había considerado mucho más
deseable su habilidad como publicista, y lo había metido en Relaciones
Públicas. Baxter miró la ventanilla lateral del aparato negro, con forma de
aguja, que había en la pista y al que estaban preparando para una prueba.
¡Maldita sea, es una hermosa visión!
Volvió a concentrarse en la conducción y en evitar lo más gordo del
tráfico. Dentro de dos días iba a presentarse la comisión del Congreso, y aún
no tenían una argumentación para la presentación del transbordador espacial
combinado… o, al menos, una argumentación más sutil que un simple:
«¡Suelten la pasta!». Luego, había que ocuparse también del problema del
pueblo, del comité de urbanización. La nueva oficina de reclutamiento
violaba las normas de urbanización del pueblo, y era cosa de calmar los
ánimos. Pues, a pesar de que los organismos federales no están obligados a
cumplir con las normas locales de urbanización, la mala prensa sigue siendo
la mala prensa. La argumentación: meterles por narices el nuevo edificio en el
pueblo, pero de modo que parezca que la Fuerza Aérea le está haciendo un
favor a la comunidad. Aún había que hacer algo con la Asociación de Mujeres
del pueblo. En la oficina ese grupo era apodado la Liga anti-copas-y-putas.
Las buenas señoras estaban en contra de que los hombres de la base creasen

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en la población un mercado para el creciente número de bares y damas de
encantos contratables. ¿Argumentación? Quizá podríamos hacer que
castrasen a todos nuestros soldados, señoras mías. ¿Qué les parecería esto?
Baxter lanzó una risita, pero se volvió a poner serio cuando recordó que
también tenía que ocuparse del Consejo Escolar: las protestas por tener que
mantener los gastos adicionales que suponía la educación de los mocosos de
la Fuerza Aérea estaban haciéndose insistentes, y la acusación de que algunos
de los hijos de los hombres de la base habían enseñado a sus compañeros
pueblerinos a fumar yerba no le era de ninguna ayuda…
—¡Oh, diablos!
Baxter lo apartó todo de su cabeza, mientras paraba junto a la garita de
guardia en la entrada de seguridad. Un policía aéreo, que parecía tener tres
veces el tamaño de un hombre normal y una mandíbula a escala, con la forma
y el color de un martillo pilón, le saludó y se inclinó hacia la ventanilla del
coche:
—¿El capitán Baxter?
Baxter asintió con la cabeza.
—Sí, soy Baxter.
—¿Carl E?
—Eso es.
El P. A. abrió la puerta y le hizo un gesto con la mano:
—Haga el favor de hacerme sitio, señor.
—¿Cómo?
—Se supone que le he de conducir a un área de alta seguridad, capitán.
Por favor, déjeme el puesto.
Baxter tendió la mano hacia la puerta e intentó cerrarla. La fuerza con la
que el P. A. la retenía podría haber sido el equivalente a una tonelada de
hormigón armado. Baxter miró hacia la garita y vio a Wilson, uno de los P. A.
habitualmente de guardia en la puerta.
—Wilson, ¿podría hacerme el favor de llamar a este gorila amaestrado?
Hoy tengo mucho trabajo que hacer y nada de tiempo para bromas.
Wilson se quedó en la puerta de la garita y se alzó de hombros.
—Lo lamento, capitán, pero Inovsky tiene sus órdenes…
Baxter miró al gorila.
—Inovsky, ¿eh?
—Sí, señor.
—¿Está seguro de que no se ha equivocado de Fuerza Aérea, Inovsky?
El P. A. desabrochó la tapa de su pistolera.

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—Por favor, capitán Baxter. Hágame sitio.
Baxter se alzó de hombros y puso el coche en punto muerto.
—Seguro, ¿por qué no?
Se corrió en el asiento y miró cómo el enorme P. A. entraba, cerraba la
puerta de golpe y partía chirriando en dirección a la pista de aparcamiento de
modelos experimentales.
—¿Qué es lo que sucede?
El P. A. agitó la cabeza.
—No lo sé, capitán. Se me ordenó que lo llevase a la sección
experimental. —El hombre mostró su primera sonrisa—. Pero con todos los
jefazos que han estado aterrizando en el campo durante la pasada hora, yo
diría que va a reunirse usted con gente importante.
—¿Cómo de importante?
—El Secretario de Defensa, Comandante de la Base y todos los mandos
intermedios entre ambos, por lo que he oído.
Baxter miró por la ventanilla de su lado y trató de bajarse la pernera
derecha para tapar el calcetín del clan Argyle.

—Hay en mi mente una pregunta sin respuesta, Lothas.


Lothas se apartó del portillo por el que había estado disfrutando de la
visión del blancoazulado planeta Nitola… el que ahora llamaban Tierra.
Medp estaba junto a él.
—Dime, Medp, ¿tenéis los sapientes tiempo para pensar en cosas
intrascendentes? —Ambos miraron hacia Nitola—. ¿Cuál es tu pregunta,
Medp?
Medp hizo un gesto con la cabeza en dirección al planeta.
—¿Cómo selecciona una raza como ésa a un representante para tratar con
nosotros?
—¿Los u-manos? —Lothas hizo una pausa, preguntándose cómo hubiera
reaccionado su propia raza ante la noticia de que llegaban unos visitantes de
hacía setenta millones de ciclos—. No puedo ni especular al respecto, Medp.
Lothas tendió una garra:
—Todas esas tribus separadas, tanta confusión… No sé. —Se volvió
hacia Medp—. ¿Qué tal van las exploraciones?
Medp estudió un lector que llevaba en la muñeca.
—Hemos introducido ya en el transparlante veinte idiomas diferentes, con
un número incontable de dialectos… y eso sólo escuchando su radio y su
televisión. Aún hemos de introducir otros muchos idiomas. La tribu que nos

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manda el representante habla el inglés, y ése lo hemos introducido en gran
cantidad.
Lothas volvió al portillo.
—¿Y las otras exploraciones?
—Todo es muy parecido a como habían predicho: la radiación residual es
despreciable, se ha restablecido la vida animal y vegetal, aunque las formas
han sufrido enormes mutaciones. Como ya he dicho, todo es tal como estaba
previsto.
Lothas hizo un gesto:
—Todo, excepto esos u-manos. Esos seres no fueron previstos. —Tendió
la garra y tocó un panel que dejó caer la armadura sobre el portillo, luego se
volvió hacia Medp—. Yo también tengo una pregunta, sapiente.
—Habla.
Lothas se tendió en una colchoneta y cerró los ojos.
—Si la situación fuera la inversa, Medp, ¿cómo elegiríamos a un
representante?
—Eso es fácil de responder: enviaríamos al más sabio de nuestra raza.
Ningún otro estaría a la altura del momento.
Lothas asintió con la cabeza.
—Quizá los u—manos hagan lo mismo.

Baxter miró en derredor, a los altos mandos sentados en la habitación.


—¿De qué demonios me están hablando ustedes?
El Secretario de Defensa miró al Jefe del Estado Mayor y éste y el Jefe de
la Fuerza Aérea miraron al Comandante de la Base en la que estaba destinado
Baxter, el general Stayer. La gélida mirada de Stayer pareció hacer descender
en veinte grados la temperatura de la habitación.
—No parece comprender la situación, capitán. No se le está pidiendo que
lo haga, se le está ordenando. Ha sido elegido para esta misión.
Baxter encontró una silla y se dejó caer sobre ella. Se dio cuenta de que
estaba dando la impresión de ser un tanto impulsivo, por lo que inspiró
profundamente unas veces antes de seguir:
—Caballeros, no sé cómo me ha tocado esta china. Hace ya siete, no,
ocho años, desde que volé en algo que se parezca ligeramente al Python.
Un anónimo coronel, sentado junto al Jefe de la Fuerza Aérea, se inclinó
hacia adelante:
—Está usted familiarizado con el XK-17 Python, ¿verdad, capitán?
Baxter se alzó de hombros y agitó la cabeza.

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—Sólo con fines publicitarios. Nunca he volado en él, ni siquiera he
estado dentro. Las cosas que sé de él son las que quiere conocer la gente,
como los datos de coste, las prestaciones…
—¿Está al día su permiso de vuelo?
Baxter alzó las manos, luego las dejó caer.
—Sí.
—¿Y está usted en perfecta forma física?
Baxter volvió a asentir con la cabeza.
—Pero, coronel…
El coronel levantó una mano.
—Capitán, le sorprenderá ver lo rápido que podemos ponerle al corriente
del XK-17…
—¡Coronel! —Incluso a Baxter le asombró lo fuerte del tono de su propia
voz—. Coronel, debe de haber al menos cinco pilotos de los que yo pueda
darle los nombres, que están perfectamente entrenados para volar en el
Python y que en este mismo momento se encuentran en la base.
El general Stayer cortó con un gesto de la mano al coronel.
—Dejémosnos de rollos, Baxter: le ha tocado a usted. Ninguno de esos
pilotos es un experto en relaciones públicas. Usted sí.
—¿Y qué me dice de ese comosellame? ¿Del astronauta que está en el
Senado?
Stayer negó con la cabeza.
—Demasiado viejo y sus certificaciones no están al día. Además no
podemos localizarlo, está ahora en alguna parte del Canadá, pescando. —El
general se inclinó hacia adelante y apuntó a Baxter con un dedo—. Es usted lo
más parecido a un diplomático volador que podamos hacer despegar en las
próximas veinticuatro horas, porque el Python es el único vehículo que está
dispuesto para partir inmediatamente.
El Secretario de Defensa movió unos milímetros su cabeza, indicando su
deseo de hablar.
—Si me lo permite, general…
—Naturalmente, señor.
El Secretario de Defensa, el perfecto político cuidadosamente ataviado
con un traje de corte muy conservador y de al menos cuatrocientos dólares,
dejó que su mirada vagase por la habitación mientras hablaba:
—Capitán Baxter, me doy cuenta de que se le está pidiendo que realice
una difícil tarea, pero no tenemos demasiada elección. Los… —Hizo un gesto
hacia arriba con una mano—… los alienígenas, sean quienes sean, han

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establecido contacto por todas las longitudes de onda. En otras palabras, su
invitación fue hecha a quienquiera que pueda subir hasta allá arriba.
Naturalmente, los rusos subirán, pero… —Alzó un dedo— van a tardar al
menos tres días en despegar. ¿Estoy hablando claro?
Baxter cruzó sus manos sobre el estómago y asintió con un gesto.
—Sí, señor Secretario.
El Secretario también asintió con la cabeza.
—Bien. Mientras esté usted allí se hallará en contacto, constantemente,
con el Departamento de Estado y con la Casa Blanca. Siempre habrá alguien a
quien pueda consultar respecto a cualquier cuestión.
Baxter asintió y sonrió.
—Esto es lo que yo quería decir, señor Secretario: si lo único que se
supone que debo hacer es servir de radio para el Departamento de Estado…
¿por qué no usar otro piloto más cualificado? No veo de qué uso específico
pueda ser mi experiencia en relaciones públicas.
El Secretario asintió.
—Capitán, usted debe de saber lo valiosas que son las negociaciones cara
a cara. Dígame, cuando tiene que tratar en nombre de la Fuerza Aérea con
grupos o comités, ¿qué hace, telefonea o habla con ellos en persona?
Baxter aceptó con un gesto, notando cómo se cerraban los grilletes.
—¿Y qué es lo que se supone que debo conseguir?
—¿Qué quiere decir con eso?
—Señor Secretario, el único objetivo de las relaciones públicas, o
hablando más ampliamente, de la diplomacia, es conseguir que la gente haga
cosas que normalmente no haría. Si todo el mundo hiciese lo que deseara, no
habría necesidad de expertos en relaciones públicas o de diplomáticos.
Entonces, ¿qué es lo que se supone que debo conseguir que hagan?
El Secretario frunció el ceño.
—No lo sé.
—¿No lo sabe?
—Capitán, si esos seres son lo que dicen ser, los habitantes de la Tierra de
hace setenta millones de años… es posible que estén pensando en reclamar el
planeta para sí, en recuperarlo. En tal caso, disuádalos. —El Secretario alzó
las cejas y tendió las manos—. No obstante, pueden provenir de otro sistema
solar y querer conquistar la Tierra. Otra posibilidad, en cualquiera de los dos
casos, es que sólo quieran aterrizar y vivir aquí. Si éste es el caso, podría
resultar beneficioso tenerlos a nuestro lado. Obviamente, están más

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adelantados… Pero a lo mejor podría ser bueno para nosotros largárselos a los
rusos.
Dejó caer las manos sobre su regazo.
—Lo único que puedo decirle, Baxter, es que trate de cuidar los intereses
de su país y, de paso, que también cuide de los intereses de su planeta y de la
raza humana.

Una hora más tarde, mientras dos técnicos estaban esperando para
ayudarle a colocarse su traje de presión, Baxter recordó que se había olvidado
de llamar a Boxman acerca del asunto de la campaña. Se sentó en un frío
banco metálico y se desanudó los zapatos. La seguridad en la base era más
estricta que el control de la información sobre las cuentas numeradas en un
banco suizo, y no se permitían llamadas al exterior. ¡Deb! ¡No puedo
llamarla! ¡Me matará! Se quitó el calcetín rojo y amarillo del clan Argyle y
lo alzó: tenía un roto. Supongo que va a ser uno de esos días en los que más
valdría haberse quedado en la cama.

Lothas estudió el círculo de ocho rostros sentados alrededor de la


pulimentada mesa negra, a la media luz del compartimiento de conferencias
del Gobernador, a popa del centro de control. Deayl pasó suavemente una
garra por su morro, luego la dejó caer sobre la superficie de la mesa.
—Lothas, sigo siendo de la idea de que no tenemos que esperar más. Los
u-manos están divididos, y no tienen nada que les pueda proteger contra la
Fuerza. Podemos barrerlos.
Lothas examinó los otros rostros.
—¿Cuántos de vosotros sois de esa idea? —Cuatro garras se adelantaron
hacia el centro de la mesa—. Entonces, aún prevalece la idea que nos
aconseja esperar.
Deayl puso dos puños sobre la mesa y se volvió hacia los que no habían
votado con él:
—Tras setenta millones de ciclos viajando desde y hacia nuestro hogar,
¿vamos a quedarnos sentados, limpiándonos las garras? ¡Estamos tan cerca!
Lothas notó que dos de los que habían votado con él estaban vacilando. El
deseo de ir a casa era fuerte y el argumento de Deayl instigaba tal deseo. Un
deseo que se manifestaba con no menos fuerza en Lothas, a pesar de lo cual
alzó sus manos.
—Nuestro conocimiento sobre los u-manos es sólo fragmentar rio… no
sabemos lo que son, ni lo que pueden hacer. El conocimiento de los u-manos
sobre nosotros aún es menor… Nada saben de lo que somos, ni de lo que

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podemos hacer. —Dejó caer las manos sobre la mesa—. También debemos
aceptar que el sentido que tenemos de la justicia de nuestra causa es
compartido por los u-manos acerca de la suya. Ellos crecieron y lograron
dominar y controlar Nitola, de un modo similar a como hicimos nosotros. Por
aquello que consideramos nuestro derecho…
—¡No! —Deayl cruzó sus muñecas. Todos podían escuchar el irritado
restallar de su cola contra la cubierta—. Eso es algo que no sabemos. ¿Y si los
u-manos son de otro planeta? ¿Y si invadieron nuestro planeta madre y ahora,
simplemente, defienden su conquista?
Lothas asintió con la cabeza.
—Los u-manos deben de tener sospechas similares acerca de nosotros,
Deayl. Después de todo, ellos están en el planeta y nosotros somos los que
estamos en unas astronaves. —Juntó las manos—. Tenemos mucho que
aprender unos de otros, si es que queremos evitar el error.
Lothas miró en derredor de la mesa y se detuvo en Deayl.
—¿Deseas otra votación?
Deayl se apoyó en el respaldo.
—No. No en este momento.
Medp entró en el compartimento; se inclinó hacia los sentados a la mesa,
tras lo que se volvió hacia Lothas:
—Nos acaban de comunicar que el representante de los u-manos ha sido
lanzado. Otros u-manos, hablando en ruso, han dicho que el verdadero
representante será lanzado dentro de tres días y que deberíamos negarnos a
hablar con el otro.
Lothas miró la superficie de la mesa, luego alzó la vista y la clavó en
Deayl.
—Tenemos mucho que aprender, Deayl. Te dejaré a ti la tarea de instruir
a nuestro visitante sobre lo que podemos hacer. Si los u-manos comprenden la
Fuerza, comprenderán nuestra Fuerza.
—Sí, Lothas.
Lothas se alzó y se inclinó hacia los sentados a la mesa. Los otros se
alzaron y se inclinaron a su vez. Lothas se volvió hacia el centro de mando y
entró, con Medp a su lado.
—¿Tienes contacto con el representante, Medp?
—Sí. Se llama Capitancarlbaxter.
Lothas asintió con la cabeza.
—¿Está todo dispuesto?

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—Sí. Le llevará aproximadamente un décimo de ciclo llegar a alcance
seguro de potencia.
Lothas metió su cola entre el asiento y el respaldo de una silla colocada
ante un monitor y se sentó. Alzó la cabeza y miró a Medp:
—Deayl hará variar algunas mentes antes de que el Concilio se siente de
nuevo.
Medp asintió y señaló hacia el monitor. Nitola colgaba blancoazulado en
la negrura del espacio.
—El sentimiento es muy fuerte, Lothas. Todos lo podemos ver y… hemos
estado lejos mucho mucho tiempo.
Lothas se volvió hacia el monitor, estudió de nuevo el bello planeta y
asintió.
—¿Has reunido la suficiente información como para comprender esa
división y peleas entre los u-manos?
Medp trasladó su peso de una pata a la otra.
—Podemos comprender algo. Por sus transmisiones, y nuestras
exploraciones con sensores lo confirman, hemos establecido que debe de
haber más de cuatro mil millones de u—manos pertenecientes a las diversas
tribus.
—¿Cuatro mil millones?
—Y su número crece cada día. Esto no lo explica todo, pero nos da algo
de comprensión.
Lothas cambió la posición de varios conmutadores de ranura, energizó un
panel, y en la pantalla apareció un puntito. Oprimió otro panel y el punto se
expandió, hasta que el monitor se llenó con la imagen de una aerodinámica
nave negra que acababa de separarse de un anillo de blancos tubos de
aceleración.
—¡Una nave tan pequeña! ¿Habéis llegado a alguna conclusión acerca del
rito u-mano llamado humor?
—Es exasperante: esa fuerte reacción… la risa, la carcajada y el resto…
parece ser placentera. Pero las causas de la reacción: el dolor, la mala suerte,
la vergüenza, la incomprensión… todas ellas son también causas de dolor. —
Medp contempló el monitor—. Se necesita más información para poder darle
sentido. Dedicaré los ciclos que me queden a estudiarlos.
Lothas tendió una garra hacia el monitor.
—Parte de tu deseo se está aproximando, Medp: tu primer espécimen,
Capitancarlbaxter.

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A Baxter le sorprendió lo familiar que le resultaba todo. La separación
con ligera caída del avión nodriza, el empujón de la ignición principal y
secundaria, incluso los cohetes de corrección de la altitud. Miró por las
pequeñas ventanillas de la carlinga, que apenas si se hallaban al ancho de una
mano del visor de su casco, y se vio flotando en los límites extremos de la
atmósfera terrestre. Por encima, el cielo era negro y estaba tachonado de
estrellas. Rebuscó en el espacio de encima, buscando un contacto visual, pero
no divisó nada. Miró hacia abajo y la formación de naves apareció claramente
indicada en su pantalla. Mientras la estudiaba, comprendió al fin lo que iba a
intentar hacer. Las frustraciones de la mañana, y la información con que le
había llenado a presión la cabeza el piloto del Python, además de las
frenéticas conversaciones telefónicas con varios Subsecretarios de Estado, así
como una breve llamada de ánimos del Presidente, todo se borró ante la idea
de encontrarse… con lo que fuera que fuesen.
Éste es un momento más importante que el primer paseo por la Luna.
Esto es el encuentra sobre lo que han estado especulando generaciones de
novelistas y realizadores cinematográficos.
—Mensajero, aquí Control de Misión.
Baxter abrió el canal de radio.
—Aquí Mensajero. Adelante.
—Mensajero, le vamos a conectar con el Departamento de Estado.
Aguarde.
Baxter escuchó una serie de clics, aullidos y chisporroteos.
—Capitán Baxter, le habla el subsecretario Wyman. ¿Me oye?
—Alto y claro, señor Wyman.
—Nuestras últimas informaciones acerca de la misión soviética indican
que tendrán arriba a uno de sus hombres en menos de tres días, Baxter. Van a
mandar a Lavr Razin. Razin es un excosmonauta, que ahora es agregado en la
Misión Soviética ante las Naciones Unidas. ¿Comprendido?
—Afirmativo. ¿Puede decirme algo respecto a él?
El canal estuvo callado durante largos segundos, luego volvió a sonar.
—Baxter… como no tenemos información que indique lo contrario,
suponemos que ninguna de nuestras transmisiones escapa a los… visitantes.
—Otra pausa—. Lo que le podemos decir es que se ande con mucho ojo;
Razin no es ningún osito de peluche, ¿eh?
—Afirmativo.
—Adiós y buena suerte, Baxter.

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Baxter cortó con Control de Misión, deseando que el adiós del
subsecretario Wyman no hubiera sonado tan definitivo. Dio a sus
instrumentos una ojeada casual y luego miró por la ventanilla izquierda de la
carlinga. Sobre la superficie del Python chisporroteaba un fuego verde.
—¿Capitancarlbaxter?
—Aquí Mensajero. Adelante, Control de Misión.
Una larga pausa.
—Me llamo Deayl. ¿Es usted Capitancarlbaxter?
Una extraña sensación comenzó a atenazar el estómago de Baxter. La voz
sonaba… ultranormal. Era como la idealización del perfecto locutor de radio.
—Sí, soy Baxter.
—Saludos. Nuestros instrumentos nos informan de que, a menos que
retire la energía de sus motores, será usted destruido. —Baxter volvió a
estudiar sus propios instrumentos. Cada uno de los controles estaba apagado o
dando lecturas imposibles—. Le tenemos en poder de nuestra Fuerza. Con
ella le traeremos a nuestra nave de mando. No le causará ningún daño, a
menos que deje de apagar sus motores.
Baxter alzó una mano enguantada, dudó, y luego empezó a apretar
botones y mover conmutadores de acuerdo con la lista de • chequeo de paro
del Python.
—La nave está apagada… Deayl.
—Sensato. Siento curiosidad, Capitancarlbaxter: ¿qué es lo que eran
ustedes, los u-manos, hace setenta millones de años?
Baxter tragó saliva y trató de recordar el cursillo de diez minutos, a alta
velocidad, que le habían dado acerca del linaje del Hombre.
«Después de todo, Baxter, quizá quieran comprobar la autenticidad de
nuestro título de propiedad sobre este planeta».
—En ese estadio éramos protosimios… los monos aún no habían
evolucionado. ¿Sabe usted a lo que me refiero cuando hablo de «monos»?
—Sí. Los hemos visto en sus transmisiones.
Baxter frunció el ceño. ¿Y si esos tipos pueden captar todas las
transmisiones de radio y televisión de la Tierra? Podrían recoger una buena
masa de información.
—Interesante.
—¿Y a qué se parecían esos protosimios?
—Bueno, tengo entendido que eran unos seres pequeños, de larga cola,
que se parecían a las ardillas de hoy en día. Probablemente buscaban su

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comida saltando por los árboles, tratando de encontrar frutas, semillas,
huevos…
—¡Ah, el jontyl de los árboles! Sí, los recuerdo. Esto es muy curioso,
Capitancarlbaxter: los jontyl de los árboles eran muy populares entre los de
mi raza, cuando ocupábamos este planeta. Llevo setenta millones de años con
la boca haciéndoseme agua pensando en comerme uno. Sí, tengo grandes
deseos de conocerle.

Se llamaban a sí mismos nitolanos… o sea terrestres en otro idioma.


Mientras su aparato se aproximaba a la nave situada al centro y delante de la
armada de astronaves nitolanas, Baxter notó el mismo asombro que había
sentido cuando, siendo un chico de diez años, le habían llevado a la catedral
de San Patricio en Nueva York. Ciento noventa y siete vehículos y cada uno
de ellos lo bastante grande como para dejar enano a un superpetrolero. Las
naves eran largas, cilindricas y con unas protuberancias en los costados que
podrían ser alas retráctiles. Mientras observaba la lisa superficie y la esbelta
configuración de las astronaves, Baxter se dio cuenta de que estaban
diseñadas para vuelo atmosférico.
—¿Capitancarlbaxter?
—Aquí Baxter. ¿Deayl?
Una pausa.
—Aquí Deayl. Ese acortar el nombre… ¿es un gesto amistoso entre
ustedes los u-manos?
—Sí… todo el mundo me llama Baxter, incluso mi esposa.
—¿Su compañera?
Baxter asintió para sí mismo.
—Sí.
Otra pausa.
—Muy bien, Baxter. Aceptaré este gesto y lo haré recíproco. Me conocen
como Illya… —Baxter escuchó, mientras el nitolano que estaba supervisando
su aproximación parecía estar luchando con una idea—. Este gesto, Baxter…
Ha de comprender que no me obliga a nada…
Baxter sonrió. Este tipo podría haber salido de una de esas conferencias
de paz en el Oriente Próximo.
—Lo comprendo, Illya. ¿Hay algo que yo tenga que saber acerca de cómo
me van a meter en el hangar de su nave?
—Si su aparato tiene un sistema de aterrizaje en superficie que esté
retraído, ahora debería extenderlo. Si no, podemos suspenderlo en un campo
neutro. El aire será el normal para usted.

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Baxter notó la existencia de una gravedad artificial. Ninguna de las naves
estaba girando sobre su eje. El Python aterrizaba sobre dos patines traseros
fijos y una rueda delantera. Bajó una palanca y notó cómo la rueda bajaba y
se fijaba, mientras sus ojos confirmaban esto, al contemplar el apagado brillo
verde de la luz del seguro del tren de aterrizaje.
—Tren de aterrizaje bajado y asegurado, Illya.
—Comprobado.
Baxter contempló cómo se abría la puerta de un hangar en la parte inferior
(relativa a la Tierra) de la nave. Se abrió de manera similar al iris de una
cámara. Una tenue luz rojiza salió del hangar y, mientras el Python se
acercaba al iris, Baxter notó un pánico pasajero ante el tamaño de la abertura
y luego ante las dimensiones del hangar. ¡Me siento como un guisante
rebotando en el interior de un bidón de doscientos litros!
El Python se alzó justo por encima de la abertura y Baxter contempló,
boquiabierto, cómo el enorme iris se cerraba. Su aparato fue bajado
suavemente hacia la cubierta y al fin soltó el aliento. Comprobó los
instrumentos, lo apagó todo y esperó. En la distancia podía ver cuatro
aparatos del tamaño de reactores jumbo, aparcados a un lado. El hangar pasó
de luz roja a amarilla y la boca de Baxter siguió muy abierta cuando se abrió
una compuerta y entró una delegación de seres de largo cuello y pesada cola,
color grisverdoso. Caminaron hacia él sobre sus poderosas patas acabadas en
afiladas garras. Aunque bípedos, se inclinaban hacia adelante, llevando al
frente sus largos y delgados brazos. La mirada de Baxter pasó de las garras de
las patas a las garras de las manos y luego a las brillantes hileras de colmillos.
Mientras se desataba, se quitaba el casco y abría la carlinga del Python,
Baxter pasó una seca lengua por unos igualmente resecos labios. Se irguió,
pasó la pierna sobre el costado del aparato y, metiendo los pies en los
orificios-escalerilla, bajó al suelo. Se volvió mientras la delegación de
aquellos seres hacía un alto. Inclinadas hacia adelante, aquellas criaturas sólo
eran un poco más altas que él. Una de ellas giró su cuerpo, levantando cuello
y cabeza muy por encima de las otras. Baxter se aclaró la garganta y farfulló:
—Traigo los saludos del Presidente de los Estados Unidos.

Deayl contempló la escena de la recepción en el hangar durante un


momento más y luego cerró los ojos. ¡Si no hubiéramos abandonado hace
tanto a nuestros dioses! ¡Si pudiera dejar mi pesada carga a los pies de Sisil,
o del anciano Fane! Extendió una garra y apagó el monitor. Dando energía a
otro, contempló Nitola, y el dolor pasó. No lo hago por mí, sino por todos

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nosotros. Mantuvo sus ojos en la imagen mientras apretaba la señal
correspondiente a las habitaciones de Lothas.
—Lothas.
—Aquí Deayl, Lothas. Baxter ha aterrizado a salvo y Medp lo lleva ahora
a los alojamientos que le han sido preparados.
—¿Es «Baxter» el nombre de amistad del representante, Deayl?
Deayl bajó su morro hasta el pecho.
—Sí. Y yo le he dado el mío a él.
—Esto es bueno. Descansará durante el resto del ciclo, después le
demostrarás la Fuerza. Luego me reuniré con él.
—Todo se hará según deseas, Lothas.
—Deayl, con tu idea sobre el regreso a Nitola, intercambiar nombres de
amistad con el u-mano ha sido un gesto excelente. —Una pausa, como si
Lothas esperase algún comentario—. Sé que desapruebas mis directrices
como Gobernador, pero sé que eres un fuerte y decidido campeón de nuestra
raza. Quiero intercambiar nombres de amistad contigo: me llaman Dimmis.
Deayl se pasó una temblorosa mano por el morro y asintió.
—Yo soy llamado Illya. —Deayl tendió la garra hacia el panel—. Te
deseo un hogar, Dimmis.
—Y yo a ti, Illya.
Deayl apretó el panel, extendió los dedos y se colocó las palmas sobre los
ojos. ¡Ahí! ¡Ah, ya llega! ¡El dolor vuelve! ¿Cuántas desgracias tendré que
hacer caer sobre mí, antes de que esté realizada mi tarea? ¿Cuántas?

En sus aposentos, Baxter se agitó mientras trataba de acomodarse


confortablemente en la extraña silla. Tal como él veía las cosas, acababa de
hacer una carrera de tres kilómetros desde el hangar, mientras trataba de
seguir el ritmo de la delegación. Abrió los ojos y observó la habitación. Las
blancas mamparas estaban vacías, a excepción de tres puertas en iris. Una
daba a un armario, otra a un pasillo y la tercera a un baño que parecía sacado
de una de las pesadillas más imaginativas que jamás hubiera tenido. Había
sentido verdadero alivio al comprobar que, aunque con dificultades, podía
usar aquel equipo. En el suelo estaban colocados varios gruesos cojines para
dormir. La silla tenía un armazón de metal negro y estaba tapizada con una
tela suave, de color verde. Se había sentado en un costado de la misma, ya
que el centro estaba hueco para que un nitolano pudiera acomodar su cola. El
respaldo, inclinado hacia adelante para sujetar las adelantadas espaldas de
aquellos seres, se clavaba en los omóplatos de Baxter. Sus tobillos llegaban al
borde del asiento.

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Llevó la mano a su cinto y apretó el botón de la radio que, a través del
enlace dispuesto en el Python, le mantendría en contacto con la Tierra.
—Control de Misión, aquí Mensajero.
—Informe sobre su situación, Mensajero.
—Me hallo en mi alojamiento. Se supone que en este momento debería
estar descansando… aunque me va a resultar un tanto difícil.
Aproximadamente a las cuatro de la mañana, hora de Greenwich, me van a
llevar a presenciar algún tipo de demostración y luego veré a Lothas. La
mejor traducción que se puede dar al título que tiene en su idioma es
«Gobernador». Después se iniciarán las negociaciones que vaya a haber.
—Captado, Mensajero. Desde este momento, hasta que inicie los
preparativos para la reentrada, sus comunicaciones serán llevadas a cabo por
el Control de Misión del Departamento de Estado. Aguarde.
Baxter miró desde lo alto de la silla a la colchoneta, alta hasta la rodilla,
que había en el suelo y que le tendría que servir de cama durante su estancia
allí.
—Baxter, aquí Wyman. ¿Me escucha?
—Perfectamente, señor Wyman.
—De acuerdo. ¿Qué ha averiguado?
—Empecemos por los nitolanos: parecen un cruce entre un canguro, un
avestruz y un cocodrilo; tienen la forma general del primero, los ojos del
segundo y las garras y los colmillos del último… Montones de colmillos. La
cabeza es bastante grande.
—Comprendido, Baxter. ¿Y las naves?
—Increíbles.
—¿Podría ser más específico?
—Las naves son enormes. No puedo calcular lo anchas que son; todo
parece extenderse hasta que se pierde de vista. Pero de lo que estoy bastante
seguro es de que están captando y estudiando nuestras emisiones comerciales
de radio y televisión. Su transparlante… la cosa que usan para traducir su
idioma al inglés y viceversa, habla como uno de nuestros locutores. Tienen
algún tipo de campo de fuerza o rayo de tracción que me llevó hasta su nave
de mando, y creo que la misma cosa les sirve para crear a bordo una gravedad
simulada, equivalente a la normal terrestre; no parece inducida por fuerza
centrífuga u otro medio físico. Esto es todo, excepto que parecen amistosos…
y curiosos.
—¿Parecen deseosos de mantener secretos sobre ellos mismos, se
muestran evasivos, Baxter?

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Baxter negó con la cabeza.
—No, por lo que yo he visto. De hecho, me proporcionaron un lector de
algún tipo, para el caso que desease usarlo para no aburrirme mientras no
estuviera durmiendo. Me han preparado algo así como un resumen abreviado
de su historia, su misión, sus costumbres y demás.
—Comenzará a estudiarlo inmediatamente, Baxter…
—Justo ahora estoy agotado, señor Wyman…
—¡Inmediatamente, Baxter! Hasta que no sepamos algo más estamos
todos dando palos de ciego en la oscuridad… y eso le incluye a usted. Así que
a hacer sus deberes.
—Sí, jefe.
—Una cosa más, Baxter.
—Adelante.
—Tenemos que determinar con certidumbre de dónde provienen. Si
vienen del pasado de la Tierra, tenemos que estar seguros. ¿Tiene alguna otra
indicación de que esto sea así, aparte de su aspecto? ¿Alguna cosa que hayan
dicho? ¿Respuestas a las preguntas que usted les haya hecho?
—Si se refiere a si les he preguntado cuáles son las siete maravillas del
mundo o que me canten el himno americano, la verdad es que no he hecho tal
cosa, señor Wyman.
—Comprendo. Me ocuparé de que preparen una lista de preguntas
adecuadas… cosas basadas en nuestros conocimientos del período del que
ellos afirman provenir. ¿Hay algo que necesite?
Baxter pensó por un momento.
—¿Cómo está reaccionando la gente ante todo esto?
—Oficialmente lo estamos negando todo, y también lo hacen los
soviéticos. Pero los rumores corren rápidos: demasiada gente captó ese
contacto inicial en todas las frecuencias. Aunque por el momento no es nada
grave.
—¿Qué hay del ruso ese?
—El lanzamiento sigue programado para pasado mañana. Y seguimos sin
tener ni idea de lo que planean hacer. ¿Eso es todo?
—Sí, Baxter fuera.
Soltó el botón, suspiró y se deslizó hasta la parte delantera del asiento;
luego se dejó caer al suelo. El borde de la silla le llegaba a la cintura. Fue
hasta el panel de la puerta, alzó los brazos y apretó el botón del tamaño de una
bandeja con ambas manos. Parte de la pared se dilató al estilo de un iris,
mostrando un amplio pasillo y un nitolano que hacía guardia. El ser fue hasta

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la puerta, con su pesada cola rozando con fuerza el suelo, y se inclinó en
dirección a Baxter.
—¿Puedo ayudarle, Capitancarlbaxter? Soy Simdna.
Baxter asintió y señaló el artefacto provisto de pantalla que estaba unido a
una silla por un brazo metálico orientable.
—Sí. Medp me dijo que si lo deseaba podía usar el lector, pero ignoro su
modo de empleo. —Baxter caminó hasta la silla del lector, se subió a ella y se
arrellanó mientras el nitolano le seguía, luego acercó más el lector a la silla—.
¿Qué es lo que hago ahora?
Simdna tomó dos placas del tamaño de una cuartilla y se las tendió a
Baxter.
—Póngase una a cada lado de su cabeza. Se sostendrán solas.
Baxter tomó una en cada mano y luego se las llevó a las sienes.
—¿Y ahora qué?
Simdna indicó un panel.
—Esto iniciará la lectura de la grabación —dijo señalando un conmutador
de ranura—. Cuanto más tire de esto hacia usted, más rápidamente la leerá.
Baxter asintió con la cabeza.
—Gracias. No creo que necesite nada más.
Simdna se dio la vuelta, salió de la habitación y la puerta se cerró tras él.
Baxter estudió la pantalla y luego miró el panel de puesta en marcha. Se
inclinó hacia adelante y lo empujó con la palma de la mano. Inmediatamente
le embargó una sensación de suave intoxicación. Y ésta siguió mientras tiraba
del conmutador, en tanto que imágenes y narraciones atacaban sus sentidos a
altos niveles de input. Se dio cuenta de este hecho, pero también descubrió
que, por deprisa que fuera, lo comprendía todo. Así que, de nuevo, tiró del
conmutador de ranura…

… Los nitolanos eran una raza altamente evolucionada, con imperativos


autocreados de lo bueno y de lo malo, un sistema social estructurado y
grandes ciudades, mucho antes de que el hombre empezase a pensar en la
posibilidad de que tales cosas existiesen. En medio de la era de los grandes
reptiles, los nitolanos tenían ciencias, leyes y creaban riquezas, porque suya
era la Fuerza. Estudiaron la verdad…
… Y los sapientes estudiaron sus instrumentos y vieron en ellos la muerte
de todo ser que no pudiera ocultarse dentro de la tierra o bajo las aguas. La
brillante estrella nocturna crecería en intensidad hasta que apagase a todas
las otras estrellas de los cielos, hasta que incluso hiciera palidecer a
Amasaat en el cielo diurno. Para sobrevivir, los nitolanos tenían que

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abandonar el planeta hasta que éste volviese a ser verde y se llenase de seres
vivos.
Mientras los más sabios de los sapientes estudiaban el futuro para hallar
un tiempo que sirviera a la raza, otros de los sapientes se diseminaron por la
faz de Nitola para contar las cosas que habían descubierto: «Tenemos que
abandonar Nitola, o de lo contrario la raza morirá…». Muchos les creyeron
y les ayudaron a construir las grandes naves que protegerían su preciosa
carga mientras viajaba a través del vacío del espacio y el vacío del tiempo.
Otros no les creyeron y la Fuerza fue vuelta contra sí misma mientras las
facciones decidían el dilema por la sangre.
Al tiempo que las naves eran completadas concluyó la guerra y los
vencedores se reunieron junto a los vehículos para abandonar Nitola.
Los sapientes contemplaron su planeta y vieron las ciudades destruidas,
las abiertas heridas de las minas y canteras, sus propias estructuras
empleadas para construir las naves y se preguntaron si estos indicios,
dejados atrás, no llevarían a un visitante de otro mundo o a una raza recién
evolucionada a buscarlos y destruirlos mientras cruzaban el vacío. La Fuerza
fue vuelta contra las ciudades y todas las otras señales que habían hecho en
el planeta, hasta borrar toda huella de su existencia. Luego barrieron el
planeta y recogieron toda traza de la sustancia de la Fuerza, no fuera a ser
que regresasen y se encontraran con una raza recientemente evolucionada
que usase la Fuerza y la tomase en contra de los que volvían a su hogar.
Cuando todo esto hubo sido hecho, llenaron las naves, frenaron los
procesos vitales de los viajeros y se inició la travesía…

—Hay muchos de nosotros que somos de tu idea, Deayl.


Deayl pasó su mirada de Nozn a su compañero Suleth, para luego volver a
Nozn.
—Mi idea ha sido rechazada por el voto del Concilio. ¿Qué es lo que os
trae a mi alojamiento?
Nozn estudió a Deayl.
—Hemos leído en las memorias del transparlante y hemos visto lo que los
u-manos hacen. Muchos de nosotros no esperaríamos a que esos seres
conviertan Nitola en un lugar no apto para ser habitado.
Deayl se volvió y estudió la desnuda pared.
—Los que eso hicieran caerían en la desgracia de actuar en contra de la
idea común.
Suleth miró a Nozn y luego a Deayl.

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—Ya hemos tenido bastante de estos juegos de palabras, Deayl. ¿Planeas
llevar a cabo alguna acción?
—¿Acción?
Suleth asintió.
—¿Nos dirigirás?
Deayl se recostó en su colchoneta para dormir, apoyó la cabeza en el cojín
y miró al techo.
—Hablaré con vosotros más tarde.
Nozn colocó una garra sobre el brazo de Suleth para acallarlo y luego hizo
un gesto de asentimiento hacia Deayl.
—Es mi idea que esta tarea se consolidaría si intercambiásemos nombres
de amistad. ¿Tienes también tú idéntica idea, Deayl?
Deayl rodó sobre sí mismo y se apoyó sobre un codo. Sus negros ojos
clavaron a Nozn contra la cubierta.
—¡No! ¡La traición a nuestra raza no es excusa para una amistad! —
Volvió a recostarse en la colchoneta—. Dejadme ahora. Os llamaré si deseo
conversar más.
Nozn y Suleth se inclinaron y salieron de los aposentos de Deayl. Éste
rodó hasta quedar tumbado sobre el costado izquierdo, con los ojos cerrados
muy apretados. Me degrado a mí mismo a través de la empresa que he
iniciado. No atraeré a otros al mismo fango. Abrió los ojos y habló en
dirección a un rincón oscuro de la estancia:
—Eres mi Gobernador, Lothas, y hablas en nombre de la idea común —
Deayl suspiró—, pero te alzas entre nosotros y nuestro hogar. ¿No es el tuyo
el más grande de todos los crímenes?
Cerró los ojos y se estremeció. La pregunta aún tenía que hallar una
respuesta en su propia mente.

A medio camino del siguiente ciclo planetario, Baxter se despidió de su


amigo nitolano Illya, entró en su alojamiento y se desplomó sobre su
colchoneta. Separó los guantes aislantes de su traje, los tiró a un lado y apoyó
las palmas sobre sus mejillas. Notaba su rostro exangüe. Sin levantarse,
conectó el transmisor.
—Estado, aquí Mensajero. —Abrió los ojos y miró al techo—. Estado,
habla Mensajero. ¿Me oyen?
—Adelante, Baxter. Soy Wyman.
Baxter se pasó la lengua por los labios, inspiró profundamente y luego se
sentó.

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—Wyman, ¿hay alguna misión tripulada en la Luna… misiones secretas
que yo no conozca?
—Estoy seguro de que no, pero puedo comprobarlo. ¿Es importante?
—Es importante. También quiero saber si los rusos tienen a alguien en la
superficie lunar y, si es así, dónde.
—Comprendido. ¿Qué es lo que sucede, Baxter?
Baxter agitó la cabeza. Estoy acojonado, eso es lo que pasa.
Tranquilízate.
—Hoy me han llevado a una demostración. De algo a lo que llaman «la
Fuerza». Vi un cuarto de la superficie lunar fundido en menos tiempo del que
me está costando contárselo. —Baxter volvió a humedecerse los labios—. Mi
guía me llevó allá dos horas más tarde y caminé por la superficie. La cara
oscura tiene ahora un mar que hace que los de Imbrium, de la Serenidad y de
la Tranquilidad parezcan puros charcos.
La radio permaneció en silencio.
—¿Ha oído eso, Wyman?
—¿Qué es lo que piensa de ello, Baxter?
Los ojos de Baxter se agrandaron.
—¿Qué pienso? ¿Qué demonios cree que puedo pensar? ¡Si esos lagartos
quieren, pueden freír el planeta en sólo veinte minutos!
—Lo que quiero saber, Baxter, es lo que usted piensa acerca del motivo
de la demostración.
Baxter pensó por un momento, luego soltó todo lo que llevaba dentro:
—Supongo que su propósito era provocar el tipo de reacción histérica que
yo acabo de tener, ¿no es así?
—Correcto. Mire, Baxter, no está tratando usted con un estúpido comité
del Congreso o con una asociación de padres de familia. No puede cometer
una equivocación y luego arreglarlo todo con una excusa o un poco de coba
desde la Casa Blanca. Tiene que tener la cabeza muy fría y olvidarse de los
sentimientos y, mientras, ir buscando los ángulos, palpando los bordes,
averiguando dónde empujar, y dónde echarse atrás. ¿Me comprende?
Baxter agitó la cabeza.
—Ustedes los diplomáticos tienen tanta sensibilidad como las almejas.
Estado no respondió por un largo rato.
—No es una carencia de sensibilidad, Baxter. A esto se le llama tener
cojones. Más le valdría encontrar los suyos. Wyman corta.
Baxter soltó el botón de su transmisor, se puso en pie y comenzó a
quitarse el traje de presión. Al menos yo no me acojoné tanto como Deayl. El

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nitolano había caminado con él por la superficie de la Luna, extrañamente
silencioso. Las respuestas de Deayl a las preguntas directas habían sido
cortas, estremecidas, casi incoherentes. Me pregunto por qué estaba nervioso
mi viejo amigo Illya.
El iris del compartimento de Baxter se abrió y el nitolano llamado Simdna
entró:
—Le traigo una invitación de Lothas, nuestro Gobernador, que requiere
que se reúna con él en privado, antes de presentarse ante todo el Concilio.
Baxter asintió.
—Tendré sumo placer en aceptar su invitación. —Estoy empezando a
hablar como un diplomático—. ¿Cuándo desea verme Lothas?
—¿Es conveniente para usted acudir ahora?
—Sí.
Simdna se apartó de la puerta y extendió una garra.
—Entonces, a Lothas le agradaría verle ahora.

Camino de su alojamiento, Deayl se tambaleaba tanto que tuvo que


recostarse en la pared del corredor. Alzó la cabeza, luego cerró los ojos y dejó
que su morro le cayese sobre el pecho. Las uñas de sus garras se clavaron en
sus palmas y el dolor casi ahogó las oleadas de autocondena que amenazaban
con vaciar totalmente su mente. Oyó el ruido de alguien que se aproximaba,
así que se apartó de un empujón de la pared y abrió los ojos. Era Nozn.
—Estás aquí, Deayl.
—Aquí estoy.
Nozn se volvió y, viendo el pasillo vacío, clavó su mirada en Deayl.
—El u-mano aún vive. Si tú no puedes realizar esa tarea, déjasela a
alguien que sí pueda.
Deayl siseó echando chispas por los ojos.
—¡Te olvidas de cuál es tu lugar, Nozn!
Nozn cerró los ojos e hizo una gran reverencia.
—Haré lo que sea necesario hacer y sin la ayuda de nadie —siguió Deayl
—. Mi único resto de honor estará en lograr que los demás sigan inocentes de
este acto; todos excepto yo. No me arrebates este escaso honor, tratando de
involucrarte.
Nozn se volvió a inclinar.
—Será como tú deseas, Deayl —se irguió y medio giró para irse—. Pero,
si fracasas, hay otros que no lo harán.
Nozn volvió a hacer una reverencia y se marchó pasillo abajo. Deayl
colocó una mano contra la pared del pasillo, volvió la mirada hacia las placas

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de la cubierta y vio la cristalina superficie de Naal, la luna-hija de Nitola.
Baxter había estado al borde de la masa fundida y hubiera bastado un pequeño
empujón para eliminar a aquel ser. El Concilio hubiera aceptado el suceso
como un accidente, mientras que los u-manos del planeta… ¿Son los u-manos
tan sensibles que hubieran intentado una represalia, en base a una muerte
sospechosa? ¿Habrían adoptado una actitud que hubiera hecho que la única
solución que le quedase al Concilio fuera su aniquilación, y eso por una sola
muerte? Deayl se pasó la mano sobre el morro, luego la dejó caer hacia el
costado. ¿O serán las tribus de los u-manos más sensatas de lo que pienso,
haciendo que el crimen que yo cometa sea un gesto fútil?
Deayl, aún aguantándose a base de apoyar su mano en la pared del pasillo,
caminó los pasos que le quedaban hasta sus aposentos. Apretó el panel y el
iris se abrió. Dentro, el compartimento estaba totalmente a oscuras,
haciéndolo parecer la boca negra y babeante de algún ser nacido de una
pesadilla. Si los u-manos saben que es un asesinato, el Concilio también lo
sabrá. Pero quizá sea ése el único camino: trocar mi futuro por el futuro de
mi raza. Deayl entró en el iris, que se cerró tras de él.

Baxter contempló con aire incrédulo el sillón orejero tapizado. Desde sus
patas de madera tallada con la forma de una garra que aferraba una bola hasta
los chillones colores naranja y amarillo del tapizado, el sillón parecía haber
sido clonizado de la pieza invendible de la sección de oportunidades de unos
grandes almacenes. Miró a Lothas. El Gobernador nitolano estaba reclinado
en varios de los habituales cojines gruesos.
—¿De dónde han sacado esto? —Baxter tendió una mano hacia el sillón.
—¿Le gusta? Espero que le resulte confortable.
Baxter se sentó, dio un par de rebotes experimentales y luego se recostó y
cruzó las piernas.
—Excelente.
—Eso me complace, Capitancarlbaxter. Fue construido según información
tomada de sus programas televisivos. Creímos que podría necesitar muebles
de su estilo.
Baxter sonrió.
—Muchas gracias… ¿Cómo debo llamarle? ¿Gobernador?
—Soy Lothas. Si quiere usted intercambiar nombres, me llaman Dimmis.
Baxter asintió con la cabeza.
—Muy bien, Dimmis. A mí me llaman Baxter. Le agradezco mucho lo del
sillón.

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—Otro similar será colocado en sus aposentos y uno más en la sala de
conferencias, donde se reunirá usted con el Concilio.
—Estupendo. —Baxter se preguntó si debería hacer algún comentario
acerca de lo horrible que era el dibujo de la tela, pero decidió no hacerlo.
—Si lo desea, también podemos prepararle una de sus camas.
Baxter alzó las manos.
—Gracias, pero no es necesario. Encuentro muy confortable los cojines
que hay en mis aposentos.
Lothas asintió con la cabeza.
—Ya sabe usted algo acerca de nosotros y de nuestra misión, ¿no es así,
Baxter?
—Sí, antes de dormir vi la grabación que me prepararon.
El Gobernador asintió de nuevo.
—Y, sin embargo, aún sabe usted bien poco de nosotros, y nosotros bien
poco de ustedes. —El nitolano se alzó y acercó una consola con su mesita
hasta donde la pudiera alcanzar—. Los sapientes han acumulado una gran
cantidad de información de su radio y su televisión, y de las exploraciones
que han efectuado con los sensores. Sin embargo, sabemos demasiado poco
como para juzgar correctamente qué es lo que deberíamos hacer.
Baxter asintió. Estos lagartos no saben qué hacer, al igual que yo
tampoco lo sé.
—Comprendo. Si me dice usted qué tipo de información desea, quizá yo
se la pueda conseguir.
—Tenemos entendido que sus masas de memoria pueden hablar entre sí.
¿Es eso cierto?
Baxter asintió:
—Sí, los ordenadores pueden hacerlo.
—Parece ser que la información que necesitamos está contenida en cierto
número de sus ordenadores. Nos gustaría mandar a tres de nuestros sapientes
a un lugar desde el que puedan hablar con sus ordenadores.
—Veré si puedo arreglarlo.
Lothas permaneció en silencio durante un momento y luego alzó la
cabeza.
—También hay mucho, Baxter, que debemos tratar de aprender unos de
otros.
Baxter siguió la mirada del Gobernador y no vio arriba nada más que un
domo verde invertido, colocado en el techo. Volvió la mirada a Lothas y se
alzó de hombros.

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—Estoy de acuerdo, debemos…
La visión de Baxter se hizo borrosa mientras Lothas apartaba una mano de
la consola que había junto a su cama de cojines.
—Es bueno que esté usted de acuerdo, Baxter. La confianza es
importante.
La mano de Lothas se alzó de la consola y Baxter se sintió expandirse,
girando arriba y arriba, mientras el compartimento se oscurecía.

Notó que se le hacía un nudo en la garganta cuando se dio cuenta de que


estaba a un lado, observando, mientras otro hojeaba y repasaba sus recuerdos.
Y de los recuerdos pasaba a las interacciones automatizadas y las respuestas;
todo fue puesto en juego mientras se dejaba que las memorias jugasen, se
mezclasen, se dividiesen y se volvieran a dividir de acuerdo con sus propios
dictados… el trabajo, el maldito trabajo… aún no he llamado a Boxman.
Deb. Ese jodido calcetín deArgyle… Notó cómo tomaban sus recuerdos de un
área y los forzaban en otra… un documental, los están amontonando como
maderos en una pila en Auschwitz… Eichmann en una pequeña vitrina de
cristal… Corea, el Líbano, Vietnam, Gaza, Suez, África del S… Sus recuerdos
se zambulleron en un agujero mal iluminado… un pequeño avioncito de
madera de balsa con una hélice movida por una goma enrollada… Navidades
y la abuela las pasa esta vez con nosotros, así que rezaremos antes de
empezar a comer… el bachillerato, la universidad… aviones en un campo de
aterrizaje de hierba cerca de Evanston… vuelos de prueba en la Lockheed…
la Fuerza Aérea… Un pozo negro de miedos reprimidos se abrió ante él… El
Python, pánico… ¿qué hacer, Dios mío, qué hacer?… el tamaño que tienen…
¿por qué precisamente yo?

Baxter abrió los ojos y vio a Lothas apartando la mano de la consola. El


nitolano se le quedó mirando durante un largo rato, luego se llevó las manos
ante los ojos por un instante, tras lo que las dejó caer sobre sus rodillas.
—Baxter… su… su raza… son ustedes todo lo que… —Hizo un gesto
con la mano hacia el iris del compartimento—. No se ofenda, pero haga el
favor de dejarme solo. Tengo que pensar.
Baxter se puso en pie, con una sensación de pánico oprimiéndolé el
pecho. Vio cómo Lothas bajaba la cabe/a hasta los cojines y parecía dormir.

De regreso a sus aposentos, sentado en un duplicado del sillón orejero,


Baxter agitó su cabeza al tiempo que hablaba con su transmisor.

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—No lo sé, Wyman. Cuando me desperté, Lothas parecía muy alterado.
Después me pidió que lo dejase solo.
—No sé qué pensar de eso, Baxter. ¿Cree que es algún tipo de máquina
que lee la mente?
—Estoy seguro de que lo es. ¿Tengo que intentar escapar? Conozco el
camino hacia el hangar y…
—No. Baxter, recupere el control sobre sí mismo. Dado que no tenemos
ningún plan, Lothas no puede haber descubierto ninguna intención hostil. No
sabemos nada, así que quédese tranquilo hasta que sepamos algo.
—¿Quedarme tranquilo?
—Me ha entendido perfectamente.
Baxter escuchó la estática mientras meditaba sobre lo último hablado.
Lanzó un suspiro.
—Wyman… ¿se ha puesto ya alguien en contacto con Deb?
—¿Deb?
—Mi esposa.
—Estoy seguro de que alguien lo ha hecho. ¿Es importante?
Baxter casi notó cómo perdía de nuevo el control, por lo que hizo algunas
inspiraciones profundas.
—Puede estar usted bien seguro de que es importante, Wyman. Quiero
que usted… usted personalmente, se asegure de que se lo notifiquen todo a mi
esposa.
—Muy bien. En cuanto pueda le haré saber algo acerca de esa visita que
quieren hacernos sus amigos. No debería haber ningún problema en eso de
dejarlos bajar: los chicos de las batas blancas de aquí abajo tienen tanta
curiosidad por ellos como ellos por nosotros. En cuanto a darles acceso a
nuestros ordenadores, eso depende de lo que quieran. No vamos a darle
información secreta a un enemigo potencial. ¿Sabe usted qué es lo que les
interesa?
—No. —Baxter se pasó una mano por la cara. La apartó mojada—. ¿Qué
hay del ruso?
—Sin cambios. El despegue es para mañana. Todavía no tenemos
información acerca de la táctica que va a emplear.
Baxter se echó a reír.
—Creo que yo sí. Probablemente usará la misma que yo estoy empleando:
una mezcla de Alicia en el País de las Maravillas con los faroles de un
jugador de póquer.
—¿Baxter?

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—¿Ajá?
—Resista ahí, Baxter. ¿De acuerdo?
Baxter cerró los ojos y asintió con la cabeza.
—Tranquilo. Y gracias. Baxter corta.
Soltó el botón de su transmisor y estudió el techo. Era blanco como un
huevo, liso y sin junturas. Imágenes de la estancia bajo la máquina de Lothas
centellearon por su mente, y se agarró a los brazos del sillón para impedir que
le temblasen las manos. ¡No me lo creo! Estoy aterrado. Me tiemblan los
dedos, me suda la cabeza y me meo en los pantalones de miedo que tengo.
Se abrió el iris que daba a su compartimento; se levantó de un salto y
comenzó a apartarse de la puerta. Era Simdna.
—¿Capitancarlbaxter?
Baxter echó su cabeza hacia atrás mientras notaba cómo se le endurecían
los músculos de la nuca.
—¿Qué sucede, Simdna?
—Lothas desea informarle que se ha pospuesto la reunión del Concilio.
Baxter estudió al guardián, y luego asintió.
—Gracias.
Simdna salió, cerrándose la puerta tras de él. Baxter se dejó caer en el
cojín del suelo y exhaló.
—¿Y ahora, qué?

Baxter se removía en la colchoneta, con sus dedos engarfiando los cuellos


de los monstruos de su mente. Se vio a sí mismo, un fraude disfrazado de
hombre. Un ser de pequeñas mentiras, débil, aterrado… sobre todo aterrado.
Unas delgadas manos se tendían para hacer funcionar palancas y mover
botones; unos ojos acuosos, reflexivos y saltones, buscaban luces y esferas.
Estremecido y azotado por el dolor, el ser operaba una máquina. La visión de
Baxter se alejó hacia atrás, atravesando la pared de la máquina, hacia la luz.
Se tambaleó cuando su visión de la máquina llegó a un punto de
reconocimiento. Con unos gruesos labios pintados, brillantes dientes de
cartón piedra y unas bombillas baratas por ojos, Carl Baxter alzó una mano
en su dirección… y la máquina Baxter zumbó mientras el ser que había
dentro aullaba…

Baxter se incorporó de un salto, miró en derredor por el compartimento y


luego se abrazó su propio cuerpo para detener los temblores. Un bajo sonido
zumbante llamaba su atención hacia el comunicador que había dejado sobre el

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sillón de orejas. Se levantó, caminó hacia el sillón y puso en marcha el
instrumento.
—Aquí Baxter.
—Aquí Wyman.
—¿Qué pasa, Wyman?
—Aguarde un momento mientras le conectamos con Control de Misión.
Recuerde, no será mucho tiempo.
—Wyman… —Baxter podía oír los ruidos de la estática mientras Wyman
desaparecía y manos invisibles alimentaban las invisibles señales a través de
nuevas rutas.
—¿Baxter? —la voz era clara y ronca, pero suave.
Baxter miró al transmisor.
—¿Deb? ¿Eres tú?
Baxter escuchó un hipido que le era familiar y supo que ella estaría
asintiendo con la cabeza y llorando.
—¿En qué te has metido esta vez?
Él tragó saliva, tomó el transmisor y se sentó en el sillón.
—He logrado meterme en un buen lío, Ollie. —Baxter notaba cómo las
lágrimas se le acumulaban en sus propios ojos—. ¿Te ha explicado
alguien…? Bueno, eso.
—Sí. Y veo por tus nuevos amigos de aquí abajo que te has convertido en
un auténtico trepador en la escala social —se echó a reír—. ¿Sabes quién
estuvo sentada a mi lado anoche y me tuvo cogida la mano, para consolarme?
—¿Quién?
—Bueno, su marido vive en una casa blanca —ella hipó de nuevo—. Y tú
votaste por el otro.
Baxter sonrió y agitó la cabeza.
—Esto te enseñará a no darme calcetines desemparejados. ¡Hey, no te
podrías creer cómo es el cuarto de baño que tengo en mis habitaciones! Hay
aquí una máquina que puede lavar y secar mi uniforme y ropa interior en
veinte segundos justos… y tendrías que ver a la mujer de la limpieza. Se
llama Simdna… y también cocina…
—Baxter, te amo.
Él se mordió el labio inferior.
—¿Hay alguien más escuchando, Deb?
—Que yo sepa sólo trescientas o cuatrocientas personas.
Baxter cerró los ojos.
—Deb… hay algo que… algo que quiero decirte…

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—Lo sé.
—¿Cómo lo sabes?
—He estado en mi lado de tu cama durante un montón de años, Baxter.
Lo sé. Y sé que puedes controlar esa situación. ¿Comprendes lo que te digo?
—Seguro.
—Sé que no te lo crees, Baxter, pero es la verdad. Tienes todo lo que se
necesita para llevar a cabo ese trabajo.
—Deb…
—Tengo que acabar ya, Baxter. No te olvides de dónde vives.
—La casa esa con la vista preciosa, ¿no?
—Eso es—. El audio se llenó de estática mientras la frecuencia era
devuelta a Estado.
Te amo, Deb. ¡Dios, cómo te necesito!
—Baxter, aquí Wyman—. Adelante.
—De acuerdo con lo de la excursión. Control de Misión se pondrá
directamente en contacto con el grupo nitolano para lo que se refiere al campo
de aterrizaje y el momento. El ruso sigue en la carrera.
Baxter asintió con la cabeza.
—Entendido. Y, Wyman…
—¿Sí, Baxter?
—Gracias.
—No hay de qué. Pero ¿por qué?
—Ya sabe, la llamada de mi esposa.
Wyman se echó a reír.
—No me dé las gracias a mí, Baxter. Esa llamada fue hecha por orden del
Presidente, debido a una petición urgente de su amigo Lothas. Pensaba que lo
sabía.
—¿Lothas pidió que me pusieran en contacto con mi esposa?
—Afirmativo. ¿Qué es lo que opina de eso?
Lo que opino es que necesitaba, necesitaba mucho, oír la voz de Deb…
oírla decirme que puedo hacerlo… que me echara una mano para que no
acabase de desplomarse toda mi confianza en mí mismo. Eso opino, y Lothas
lo sabía.
—No tengo ni idea. Me mantendré en contacto.
—Wyman corta.
Baxter soltó el botón, apoyó la cabeza contra el respaldo del sillón y cayó
en un turbado sueño.

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En el centro de control, Lothas se apoyó contra el respaldo de su silla
mientras Medp cerraba el receptor.
—¿Por qué iba Baxter a olvidarse de dónde vive, Medp?
Medp giró su silla en dirección al Gobernador.
—Es una broma, Lothas. Lo ha dicho en lugar de decir: «Quiero que
vuelvas a casa».
Lothas apuntó una mano hacia el receptor.
—Pero Baxter no se rió de esa broma.
Medp agitó la cabeza.
—Hay bromas que no son para hacer reír. Es otra faceta más de esto del
humor que se me escapa.
Lothas dejó que la mano cayese sobre su rodilla.
—Pero ¿por qué su compañera, Deb, no dijo simplemente: «Quiero que
vengas a casa»? Habría menos confusión.
—Estoy seguro de que Baxter lo entendió, Lothas. Esto es lo que quiso
indicar con eso de «la casa esa con la vista preciosa» cuando, por lo que me
has dicho, Baxter cree que su compañera detesta la vista que hay desde su
casa. Es otra broma.
Lothas siseó, luego dejó que el morro le cayera sobre el pecho mientras se
pasaba una mano sobre el ojo.
—La fusión me mostró la mente de Baxter, pero no me dio la
comprensión de la misma. Exteriormente, funciona como tú o como yo,
interiormente es un calabozo de agonías aullantes. —Lothas se volvió hacia
Medp—. Jamás había sido testigo de una tal confusión… de un tal dolor.
Se inclinó hacia adelante.
—¿Acaso estas criaturas utilizan el humor para ocultarse unos a otros lo
que sienten?
Medp asintió.
—Y también para ocultárselo a sí mismos.
—¿Cómo pueden ocultarse a sí mismos lo que son? Eso es imposible.
—Ya lo viste por ti mismo, Lothas. Todo lo que he visto muestra que son
complejos, contradictorios, engañosos consigo mismos e incluso
autodestructivos.
Lothas se recostó contra su silla.
—Medp, el proceso de fusión no sólo me ha hecho comprender el modo
en que funciona la mente de Baxter, sino que tú sabes que además hará lo
mismo para él. Si lo que dices es cierto, por improbable que parezca, entonces
Baxter se habrá visto a sí mismo por primera vez.

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Medp asintió con la cabeza.
—Es posible.
—Nosotros no podemos ocultar nuestros motivos a nuestras propias
mentes; hacer tal cosa nos causaría mucho dolor y confusión. Pero, si una
criatura no puede verlos por sí misma, ¿le hacemos daño permitiéndola
descubrir sus motivos?
Medp se echó hacia atrás y estudió el techo. Luego bajó la cabeza y se
volvió hacia Lothas.
—No cae dentro de mi experiencia el imaginar que el conocimiento de
uno mismo pueda ser dañino. Pero los u-manos tampoco caen dentro de mi
experiencia. Quizá podría ser dañino. —Medp se volvió hacia un monitor que
mostraba lo que sólo era un creciente de Nitola cubierto por la noche—. Una
cuestión más importante, Lothas, es si podremos vivir en paz junto a tales
criaturas.
Medp miró a Lothas.
—Soy de la idea de que no.
Lothas miró al monitor y asintió con la cabeza.
—Quizá Deayl se halle en la verdad. —Se volvió hacia Medp—. En
cualquier caso, lo sabremos en cuanto obtengamos la información de sus
ordenadores. Prepara bien tu misión, Medp, el futuro de esta curiosa raza
puede depender de lo que averigües. Y también nuestro futuro.

En sus aposentos privados, Lothas se reclinó sobre los cojines y estudió al


humano que estaba sentado, nervioso, en el sillón de orejas. Baxter cruzaba
las piernas, las descruzaba y las volvía a cruzar. Sus ojos saltaban de un lado a
otro, luego miraban en una dirección, inmóviles, durante largos minutos.
—¿Está usted bien, Baxter?
El humano alzó la vista y miró al nitolano.
—¿Bien? —Asintió con la cabeza y luego sonrió—. Sí, ¿y usted?
Lothas asintió.
—Estoy bien. —Contempló cómo se alteraba la apariencia del ser humano
para transformarse en calma, con sus acciones no apresuradas.
Quizá esta negación del propio yo sea un medio de supervivencia para los
humanos.
—¿Para qué quería verme, Dimmis? ¿Ha sido convocada una nueva
reunión con el Concilio?
—No. Somos unos seres muy distintos el uno del otro, Baxter.
El humano se rió.
—De eso hasta yo me había dado cuenta.

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Lothas esperó a que el humano se calmase y luego se irguió sentándose.
—No hablo de piel, huesos, forma ni tamaño, Baxter. —Lothas alzó una
mano de cinco dedos—. Nuestras estructuras óseas son similares, ambos
somos formas de vida basadas en el carbono… con dos ojos, dos ventanas
nasales, dos brazos, dos piernas. Creo que su raza se originó en mi planeta, al
igual que usted debe de creerlo de la mía.
Baxter se alzó de hombros.
—Ése es un juicio que otros deben hacer, Dimmis. Pero, en lo que a mí
respecta, creo que son ustedes lo que dicen ser.
Lothas asintió con la cabeza.
—Hay una diferencia, Baxter: su modo de pensar… es muy extraño. Pero
puedo ver que es así por su propia elección. Lo que no entiendo es el motivo.
No conozco ninguna forma de vida, excepto la de ustedes, que actúe
voluntariamente en contra de sus propios intereses.
Baxter frunció el ceño, luego se pasó una mano por la cara.
—No estoy seguro de entender lo que quiere decir. —Su mano había
quedado húmeda—. ¿Se refiere a las guerras?
—No. Nosotros hemos tenido nuestras guerras, Baxter. Las guerras
pueden ser una expresión del propio interés. —El nitolano apuntó al humano
con una garra—. Estoy hablando de su modo de pensar y de cómo ese modo
de pensar les hace actuar. Durante la fusión, entre los muchos dolores, vi la
necesidad que sentía usted de su compañera. Y, sin embargo, cuando habló
con ella, hizo bromas, le ocultó las cosas que sentía necesidad de decirle.
Baxter enrojeció.
—Eso es algo que no le importa. Pero querría darle las gracias por haber
hecho esa petición.
—¿Está hablando usted en serio o en broma, Baxter? No le comprendo. Y
comprenda usted que soy de la idea de que sólo caben algunos modos en los
que se pueda resolver esta situación. Primer modo: acabamos con la vida
u-mana en Nitela y reasumimos el control de nuestro planeta. Es algo que
podemos hacer.
Baxter se puso pálido y luego se inclinó hacia adelante, con los codos
clavados en los brazos del sillón.
—Eso no les daría otra cosa que un planeta muerto, Dimmis. Para
matarnos desde el espacio tendrían que matar toda la vida. Y si aterrizan para
matarnos sólo a nosotros, entonces podríamos defendernos y lo haríamos.
Lothas asintió.

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—Por eso no soy de la idea de que ésa sea la solución, a pesar de que
muchos nitolanos la apoyan. —Hizo un gesto con una mano, como apartando
esa posibilidad—. Naturalmente, no creo posible que su raza ataque y
destruya a la mía. Tenemos la Fuerza. Eso nos deja únicamente la alternativa
de las dos razas viviendo juntas en Nitola, de alguna manera.
Baxter exhaló un suspiro nervioso.
—Preferiría eso.
—Pero cuanto más examinamos ese camino, más imposible nos parece,
Baxter. Les vemos destruyendo el planeta madre, y eso es algo que no
podemos tolerar. Pero, estando sus tribus tan divididas, ¿cómo van a poder
ponerse de acuerdo para acabar con eso? Veo que usted no representa a todos
los u-manos, sino únicamente a un pequeño número. El ruso también
representa únicamente a un pequeño número. Y, aun así, ni siquiera ustedes
dos están de acuerdo. Veo que sus tribus tratarían de utilizarnos para obtener
ventajas las unas sobre las otras.
Lothas agitó la cabeza.
—Otro camino es que ustedes los u—manos abandonen Nitola.
—¿Abandonar la Tierra?
—Sí. Buscar otro planeta.
Baxter se recostó en el sillón y observó a Lothas. Colocó una mano sobre
su pecho y notó cómo su corazón latía aceleradamente, como si quisiera salir
de su prisión.
—¿Y cómo íbamos a poder hacer eso?
—Tenemos estas naves y podríamos construirles más. Las suficientes
como para evacuar el planeta.
¡Imposible! Baxter agitó su cabeza, mientras recordaba que aquélla no era
una decisión que él debiera tomar.
—No sé qué decirle, Dimmis. No me parece posible, pero lo hablaré con
mi gente.
—Con aquéllos a los que usted representa.
Baxter asintió:
—Sí. —Se puso en pie.
—Antes de que se vaya, Baxter, debería comprender que estas
negociaciones conmigo y con el Concilio son para nosotros sustancialmente
diferentes que para ustedes.
—¿Qué quiere usted decir?
—En usted yo descubro una actitud… un deseo de utilizar esta
experiencia para ganar una ventaja para su raza. Para nosotros, esto nos está

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enseñando y, cuando sepamos lo bastante, el camino correcto nos resultará
obvio. Y tal elección no es algo que pueda estar sujeto a concesiones o
negociaciones. Veremos lo que es correcto y entonces nos dedicaremos a
conseguirlo. Y ese camino correcto es algo que no depende ni de mis
deseos… ni de los de ustedes.

Baxter se masajeó suavemente las sienes, mientras repasaba mentalmente


su entrevista con Lothas y esperaba que Wyman volviera a hablarle. A la
Secretaría de Estado no le había gustado nada todo aquello. El maldito asunto
se está desplomando como un castillo de naipes. Baxter se arrellanó en el
sillón, pensando. Este asunto es como intentar detener la caída de unas
montañas a base de atarlas con cordeles podridos.
Lothas le había señalado los océanos moribundos, el aire envenenado, el
mismo número de las bocas humanas. «Y sin embargo, Dimmis, tenemos
derecho a nuestro propio futuro… y a que tenga lugar en la Tierra. Es el
futuro al que ustedes nos predestinaron. Nosotros no abandonamos el planeta
llevándonos la Fuerza, como ustedes hicieron. Si nos hubieran dejado la
Fuerza quizá las cosas hubieran sido distintas».
Lothas había apartado esa argumentación con un gesto de su garra:
«Como formas de vida son ustedes un fenómeno de la Naturaleza:
autodestructivos, unos monstruos asesinos. ¿Y cuál es la excusa que dan a
todo ello?: “Es que sólo somos u-manos”. Usan esta frase para tratar de
excusarlo todo, pero lo cierto es que eso, Baxter, les define como forma de
vida: como una forma de vida tarada, no merecedora de la existencia. Y así
es como se definen a ustedes mismos». El nitolano se había inclinado hacia
adelante. «Si les hubiéramos dejado la Fuerza, ya no quedaría ni uno de
ustedes».
Baxter también se había inclinado hacia adelante, colocando sus codos
sobre Sus rodillas, y luego había bajado la cara hasta las manos. Había
informado de la conversación a Wyman. «¿Está usted loco, Baxter?».
«¡Maldita sea, Wyman, ambos sabemos que yo no pedí hacer esto! Sabía
que no tenía ni idea de lo que estaba haciendo y también lo sabía su gente.
Ahora también Lothas lo sabe, así que tendrán que traer a algún otro aquí,
Wyman. Cuando Medp baje en una nave a trabajar con los ordenadores,
¿qué le parecería pedirle que trajera a bordo a una delegación del
Departamento de Estado… o de las Naciones Unidas?».
Se había producido un largo silencio, y al cabo había vuelto a oírse a
Wyman:

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«Tendré que hablar con alguna gente de esto, Baxter, luego volveré a
llamarle; pero hay una cosa que quiero ya decirle: si vuelve a tener alguna
charla con Lothas, tenga el transmisor abierto y la boca cerrada. Le
informaremos a Lothas de que el Estado intentará negociar directamente con
él, ¿entendido?».
Baxter dejó caer la cabeza entre sus manos, y luego empezó a darse un
masaje en los músculos de entre los hombros. Wyman le había quitado, toda
responsabilidad, excepto la de manejar el transmisor… que era algo que
confiaba en poder hacer bien. Pero, a pesar de ello, no se sentía aliviado. Se
recostó en el sillón y se mordió el labio inferior. Estaba mostrándose en
aquella situación como un protesten, un llorón y un perdedor incompetente.
—Maldito sea, Wyman —le dijo al techo—, ¿es que no entiende que
están hurgando en mi mente? ¿Cómo iba a llevar usted el darse una buena
mirada al interior, pedazo de diplomático fosilizado?
El transmisor zumbó y él apretó el botón.
—Aquí Baxter.
—Aquí Wyman. Bueno, muchacho, parece ser que ha logrado usted meter
la pata hasta la coronilla. A decir verdad, no apostaría ni un centavo por su
pellejo si es que alguna vez tiene usted la oportunidad de volver a poner el pie
en este país.
—Me anima usted mucho.
—Éstas son sus órdenes: hemos montado una misión diplomática y ahora
estamos esperando a que Lothas y su Concilio decidan si la llevan o no a
bordo. Su respuesta hasta el momento no parece muy alentadora. Por si acaso,
vamos a declarar la alerta máxima y se está negociando un acuerdo, el mejor
posible vistas las circunstancias, para coordinar las defensas militares de todas
las naciones de la Tierra. Por cierto, al menos hemos tenido suerte en una
cosa: el ruso no va a llegar ahí, murió al fallar el lanzamiento…
—¡Wyman, es usted un solemne estúpido! ¡Suerte! ¿A eso le llama
suerte? ¿Qué clase de serrín tiene en lugar de cerebro? ¡Necesito ayuda aquí
arriba, y la necesito deprisa…!
—¡Venga ya, Baxter! ¿Ayuda de los soviéticos?
Baxter agitó la cabeza.
—No, Wyman, ayuda de otro ser humano. —Baxter no pudo evitar una
risita nerviosa—. Ustedes, allá abajo… aún no han entendido la situación: en
esto estamos metidos todos… todos juntos.
Agitó de nuevo la cabeza y las risitas dieron paso a silenciosas lágrimas.
El transmisor hizo un clic y luego otro. Wyman había abierto y cerrado la

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transmisión: no tenía nada que decir.
Sonó otro clic.
—Recuerde, Baxter, no haga nada sin autorización y entienda esto bien:
de ahora en adelante, ellos tratarán directamente con nosotros. Wyman corta.
Baxter soltó el botón del transmisor. Se alzó de hombros, se desabrochó el
cinto y se puso en pie, dejándolo junto con el transmisor sobre el sillón. El iris
del compartimento se abrió y por él entró Simdna.
—Si usted lo desea, Capitancarlbaxtef, Deayl querría hablar con usted.
Baxter miró al receptor del sillón y luego volvió la mirada hacia Simdna.
—Sí, le recibiré.
Simdna salió por el iris y Deayl entró.
—Me alegra volver a verle, Illya. ¿Se encuentra ya mejor?
Deayl miró desde su altura al humano y la figura de aquel ser pareció
desdibujarse.
¿Mejor? ¿Me encuentro mejor?
El iris se cerró y Deayl dio un paso hacia el humano.
—Baxter, hemos intercambiado nombres.
—Sí, Illya.
Deayl se pasó una garra por el morro.
—¿Recuerda que le dije que eso no me obligaba a nada?
—Lo recuerdo. —Baxter frunció el ceño, luego volvió a mirar al
transmisor. Se volvió y se enfrentó al nitolano. Deayl se había acercado un
paso más. Sus aterradoras garras estaban tendidas.
—Y, sin embargo, tengo que explicarle por qué debo hacer esto, Baxter.
Baxter comenzó a alejarse del nitolano.
—¿Qué es lo que debe hacer?
—Baxter, los sapientes han partido para Nitola para hablar con sus
ordenadores. Los u-manos de allá abajo se enfrentan con el mismo problema:
¿cómo podemos vivir en paz? Y ésa es una situación que nunca puede llegar a
producirse.
—¿Cómo lo sabe? Está usted alterado…
—Cuanto más tardemos en recuperar nuestro planeta, más difícil nos
resultará. En este momento, los u-manos se están preparando. Pero esto es
algo que tengo que dejar bien claro ante el Concilio y, para lograr tal cosa,
debo provocar a los u-manos. ¿Entiende? Debo matarle.
—Matarme… —Baxter vio cómo Deayl se le acercaba, con sus garras,
oscuras y del tamaño de dagas, brillando suavemente a la luz del camarote.
Las manos golpearon y Baxter hizo una finta. Se volvió, agarró el sillón

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orejero y lo lanzó contra el nitolano. Deayl lo apartó de un manotazo,
haciéndolo astillas y destrozando el transmisor. Antes de que los trozos diesen
en el suelo, Baxter alcanzó el panel que controlaba el iris y le dio un golpe
con ambos puños.
—¡Simdna! ¡Por Dios, Simdna! —Mientras el iris se abría, Baxter notó
cómo las manos de Deayl le rodeaban el pecho, con sus largas garras
clavándosele en los pulmones…

Pasó una semana y fueron muchos en la Tierra los que se maravillaron


de lo fácilmente que se habían alcanzado acuerdos de armamento y
territoriales entre las naciones, ahora que sus diferencias habían dejado de
tener importancia ante la Fuerza. La extraña nave nitolana se hallaba
silenciosamente acurrucada junto al hangar en el que técnicos humanos
mantenían las conexiones entre el vehículo espacial y una amplia batería de
ordenadores situada en casi cada una de las naciones de la Tierra. Nadie vio
a los nitolanos y, en toda la semana, no hubo comunicación alguna con
Lothas o con Baxter.
En un motel cercano a la base una misión diplomática encabezada por el
Secretario de Estado aguardaba impaciente el momento en que fuese
admitida a bordo de la nave nitolana. En el otro lado del campo, una fuerza
de comandos practicaba un plan de asalto a esa misma nave. En Washington,
Moscú, París, Londres, Pekín, El Cairo… hombres de caras cansadas
llenaban mesas de tazas vacías y ceniceros de colillas, aguardando junto a
las recién instaladas redes de comunicación a que se produjera alguna
noticia… cualquier noticia.
El Comandante de la Base, el general Stayer, fue el primero en enterarse.
Se lo comunicó una voz temblorosa, la de uno de los técnicos del hangar. No
había habido previo aviso: los nitolanos habían cortado las conexiones con el
hangar, luego habían desaparecido en la noche.
Y entonces se inició la verdadera espera.

Deb Baxter escuchó cómo la lluvia tamborileaba contra el cristal de la


ventana y dejó caer su brazo sobre el lado vacío de la cama. Abrió la mano,
con la palma hacia abajo, y acarició el edredón. Hizo un puño, luego rodó
sobre sí misma y cogió un cigarrillo de un paquete semivacío que había en la
mesilla de noche. Había estado tres años sin fumar uno solo y ahora,
descubrió mientras encendía una cerilla, casi había vuelto a los dos paquetes
diarios. A la luz de la llama se le veían los ojos hinchados y con tremendas
ojeras. Tomó con la cerilla la punta del cigarrillo y luego la agitó para

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apagarla. Cogiendo una almohada y colocándola contra el cabezal, se recostó
en ella y estudió la oscuridad que rodeaba la caliente punta, que se iluminaba
con cada chupada que daba.
Se había enfrentado a la idea de que Baxter no iba a volver, y había
descubierto que podía sobrevivir a ello, tras lo que lo había aceptado… o casi.
Las noches sin pastillas para dormir se habían convertido en vigilias. Lanzó la
ropa a un lado, bajó los pies al frío suelo y caminó descalza hasta la ventana.
Apartando la cortina y manteniéndola asida, se quedó mirando las luces de
vigilancia que rodeaban la pista de aparcamiento de los aparatos
experimentales. En algún lugar de por allí, un pobre imbécil al que habían
sacado engañado de la granja con la promesa de convertirlo en un «técnico
aeroespacial» estaba haciendo guardia, caminando arriba y abajo, con el
cañón del rifle vuelto hacia el suelo, la cabeza y los hombros hundidos bajo
un poncho para resguardarse de la lluvia. Agitó la cabeza.
—Estúpido. Se supone que ni siquiera debería llover en el desierto.
Oyó sirenas en la distancia, y luego unas luces rojas corrieron por la
carretera central de la base, entre ella y la iluminación del aparcamiento de
aparatos experimentales. Siempre sonaban sirenas. Baxter acostumbraba a
agitarse en la cama y mascullar algo acerca de los policías militares que
jugaban a guardias y ladrones, tras lo que volvía a quedarse dormido. Escuchó
mientras las sirenas se iban apagando y luego aumentaban de volumen
gradualmente. Deben de estar entrando en esta área. Sonrió y agitó la cabeza.
Área. Ya no lo llamo ni barrio ni urbanización. Área. Notó cómo la ceniza le
rozaba los nudillos mientras caía del cigarrillo a la alfombra.
—¡Maldita sea!
Se inclinó para asegurarse de que no había quemado la barata alfombra y
luego alzó la cabeza cuando escuchó cómo las sirenas se hacían muy fuertes y
morían entre un chirrido de frenos. Inmediatamente alguien aporreó la puerta.
Buscó por la oscura alcoba, halló su bata tirada en un sillón y comenzó a
ponérsela.
—¡Señora Baxter, señora Baxter! ¿Está usted ahí?
Ella se ató el cinturón con manos temblorosas.
—¡Un momento!
Corrió a la sala de estar y luego a la puerta delantera. Descorriendo el
cerrojo, la abrió de un tirón. En la calle, delante de su casa, había un coche
oficial de color azul flanqueado por un par de jeeps de la Policía Aérea, con
sus luces rojas aún lanzando destellos. Encendió la farola exterior y un canoso

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oficial de la Fuerza Aérea, que venía acompañado por un P. A., se quitó la
gorra.
—Señora Baxter, soy el Comandante de la Base, el general Stayer. Tengo
que rogarle que venga conmigo.
—Es… general, ¿es algo referente a mi esposo? ¿Es eso?
El general miró al suelo.
—No lo sé, lo siento. Por favor, apresúrese, no tenemos demasiado
tiempo.
Deb se volvió, abrió el armario de la entrada y sacó una gabardina.
Mientras se la ponía buscaba otra cosa que le sirviese, de modo que metió sus
pies desnudos en las botas de goma de Baxter. Momentos más tarde estaba
sentada junto al general en la parte de atrás del coche oficial, en tanto que la
procesión de coches aullaba abriéndose camino por la base.
El coche estaba en silencio al borde de la pista, con las débiles luces de
aparcamiento, difundidas por las gotitas de agua en las ventanillas,
iluminando el rostro de Deb con un frío brillo. Miró por encima del respaldo
del asiento trasero y a través del cristal de atrás, pero no pudo ver otra cosa
que lluvia. Arrebujándose en la gabardina, se estremeció.
—Lo lamento, señora Baxter. —El general se volvió hacia el conductor
—. Bill…
—¿Señor?
—Enciende el motor y pon la calefacción.
—Sí, señor. —El chofer le dio a la llave de ignición, el motor se puso en
marcha y, al poco, una oleada de aire caliente rozó las piernas de Deb. Se
volvió hacia Stayer.
—Gracias. No me daba cuenta del frío que estaba pasando.
Stayer asintió y luego cogió un micrófono colgado del asiento de atrás. Lo
conectó.
—Torre, aquí Stayer. ¿Los tiene ya radar?
—Afirmativo, general. Radar…
Stayer giró el botón de frecuencias que había junto a la horquilla del
micrófono, y dijo:
—Radar, aquí Stayer. ¿Tienen ya una hora de llegada?
—Aquí radar. Sí, general, deberían encontrarse sobre el campo dentro de
un minuto, aunque con esta visibilidad no debería usted avistarlos hasta que
estén aterrizando. La otra nave no utilizó luces.
—Stayer corta. —El general colgó el micrófono, miró a Deb y luego le
dijo al conductor—: Pon los limpiaparabrisas, Bill.

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—Sí, señor. —Los limpiaparabrisas gimieron y se movieron de uno a otro
lado, pero el campo ante ellos, así como el cielo encima, siguió vacío.
Stayer se recostó, sin apartar la vista de la desierta pista.
—Éste es el primer contacto de cualquier clase que hemos tenido con
ellos en tres semanas, señora Baxter. Sé lo difícil que es todo esto para usted,
pero ellos pidieron, específicamente, que usted se hallara presente. Tratamos
de enterarnos de qué era lo que sucedía, pero ellos cortaron la transmisión
antes de que pudiéramos interrogarles acerca de su esposo.
Deb asintió y se volvió para darle la cara a Stayer.
—Haré todo lo que pueda…
Todo el campo se iluminó con una cegadora luz blancoamarilla. Deb se
puso las manos sobre los ojos, pero luego atisbo por entre los dedos. El
conductor estaba inclinado hacia adelante, apoyado sobre el volante y
mirando a través del parabrisas.
—¡Dios mío! —El chofer estiró aún más el cuello, tratando de lograr dar
una ojeada hacia arriba—. ¡Dios mío, general, el tamaño que tiene eso!
Stayer, con la cabeza pegada contra el cristal trasero, se limitó a asentir
con un gesto. Deb contuvo el aliento mientras una forma centelleante llenaba
el campo de aterrizaje que había frente a ella. Le asombró comprobar que el
único sonido que oía era el motor del coche y el golpear de la lluvia sobre el
techo. Sin pensarlo, tendió la mano y asió a Stayer por el antebrazo.
El área de debajo de la nave se fue iluminando a medida que ésta llegaba a
unos metros del suelo. Luces rojas se unieron a las blancas cuando se abrió la
panza y un pequeño aparato negro fue bajado suave y lentamente al suelo.
—Es el Python, general. Y hay algo más… Parecen dos cajas.
En algún lugar de la nave se iluminó un panel azul. El general inspiró
profundamente, se inclinó hacia adelante y dio una palmada en el hombro del
conductor.
—Ésa es la señal, Bill. Ponte en marcha.
Deb miró cómo el chofer estudiaba los controles del coche oficial como si
fuera la primera vez que los veía.
—¡Maldita sea! —Puso el embrague y el coche tuvo un sobresalto y se le
apagó el motor—. Lo lamento, señor… yo…
—Tranquilo, Bill. Ponió en marcha y tómatelo con calma.
—Sí, señor —el coche se puso en marcha y comenzó a aproximarse a la
nave. Deb, que se había llevado la otra mano ante los ojos, la dejó caer
mientras contemplaba cómo la nave aún se hacía mayor justo cuando ella
hubiera dicho que aquello ya no podía ser más grande. El coche se detuvo.

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Deb vio una rampa iluminada que se extendía desde debajo del panel azul
hasta tocar el suelo. Un momento más tarde un ser con fuertes patas para
caminar y otras más pequeñas y con garras delante, así como una gruesa cola
detrás, bajó por la rampa y se colocó junto a ella.
—Señora Baxter.
Deb se volvió hacia el general, dándose cuenta de que aún le agarraba por
el brazo.
—¿Qué… qué tengo que hacer?
—Vaya con… con eso. Le dirá lo que tiene que hacer. Buena suerte.
Deb abrió la puerta, salió y se quedó mirando la nave. Podía ver que
seguía lloviendo, pero ni una gota caía cerca del vehículo espacial. Dejando la
puerta abierta, caminó hacia la rampa, sin apartar los ojos de aquel ser.
Cuando estuvo a unos tres metros de él, se detuvo.
—¿Y bien?
El ser la miró.
—¿Es usted la compañera de Capitancarlbaxter?
—Sí. —Miró hacia lo alto de la rampa de la nave y vio allí un rostro
familiar—. ¡Baxter!
Corrió dejando a un lado a aquel ser, subió la rampa y llegó arriba.
Mientras le miraba, las lágrimas le corrían por la cara, hasta que llegó a él y le
abrazó con fuerza.
—Tranquila, Deb. —Él la besó y apretó su mejilla contra la de ella.
Ella le apartó y lo mantuvo a la distancia de sus brazos.
—Baxter. —Resopló y luego se echó a reír—. ¡Vaya entrada espectacular
que tiene tu número de circo, Baxter!
Baxter sonrió.
—Pues espera a ver el resto de mi actuación. —Estudió el mojado cabello
de Deb, su vieja gabardina y las botas de agua de él. Volvió a clavar sus ojos
en la cara de ella y movió la cabeza—. Ésta es mi Deb, siempre elegante. ¿Por
qué no te has vestido de gala? Vas a conocer a gente muy importante.
—¡Oh, tonto! —Le abrazó de nuevo y luego apartó sus brazos al escuchar
un sonido raspante tras de ella.
Baxter hizo un gesto en dirección a la puerta de la rampa, donde ahora se
encontraba el ser que Deb había visto.
—Deb, quisiera presentarte a mi amigo Deayl. Si también tú quieres ser
su amiga, entonces tendrás que llamarle Illya.
Deb asintió con la cabeza en dirección a Deayl.
—Mi nombre es Deb.

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El ser le devolvió el gesto:
—Entonces, debe llamarme Illya.
Baxter se inclinó, tomó un casco de la cubierta y se volvió hacia Deayl.
—Hay algo que debo hacer, Illya. ¿Querrías hacerle compañía a Deb
durante unos momentos?
Deb frunció el entrecejo.
—¡Baxter!
Él la besó y luego se volvió y descendió la rampa. Tanto ella como Illya
se quedaron en la parte de arriba mientras Baxter descendía, caminaba hasta
el borde del cemento de la pista y se arrodillaba. Ella se volvió hacia Deayl.
—¿Qué está haciendo?
—Algo que desea hacer —contestó Deayl volviendo la cabeza hacia Deb
—. Le pedí a Baxter que me dejase ser yo quien le explicase a usted lo
sucedido, y él consintió.
Deayl volvió a observar al humano arrodillado al borde de la pista.
—Yo traté de matar a Baxter. —Deb miró las manos terminadas en garras
de aquel ser y luego sus ojos, negros como el carbón—. Le hice mucho daño,
para lograr que los u-manos se irritasen y resultase imposible cualquier
acuerdo entre nosotros.
Deayl hizo un gesto con la cabeza en dirección a Baxter.
—Nuestra medicina lo salvó, y entonces él me salvó a mí. Yo iba a ser
juzgado por el Concilio por mi acto, y Baxter intercedió. Lo que dijo no es
importante, pero nos mostró algo que jamás antes habíamos conocido. —
Deayl volvió a mirar a Deb—. Cuando vemos lo que es correcto, eso es lo que
decidimos hacer y eso es lo que hacemos. Y lo correcto indica que Baxter
tenía que haber pedido mi muerte. En lugar de eso, habló en mi favor.
Comprendió el modo en que yo había actuado. Mostró… clemencia. Ustedes
los u-manos son todo lo malo que nosotros alguna vez temimos poder llegar a
ser, pero también son más grandes que todo lo que jamás llegamos a alcanzar.
Y debido a esto y también a las cosas que averiguaron los sapientes, nuestras
naves se marcharán. La Tierra es de ustedes para que la posean durante tanto
tiempo como les sea posible.
Deb miró rampa abajo y vio a Baxter al pie de la misma. En sus brazos
llevaba el casco y, cuando se acercó a la puerta, vio que estaba lleno hasta el
borde con barro. Se detuvo, se lo presentó a Deayl y sonrió mientras el
nitolano lo aceptaba y se inclinaba.
—Te deseo un hogar, Baxter.
—Y yo te deseo un hogar a ti, Deayl.

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Deayl se irguió, se volvió y penetró por el abierto iris, que se cerró tras él.
Baxter asió a Deb por el brazo y la hizo bajar por la rampa. En cuanto
descendieron a la pista la rampa se retrajo, la nave se oscureció y luego se
alzó silenciosa, despegando del cemento. Deb notó la lluvia en sus mejillas,
mientras seguía, a Baxter hasta donde se encontraba el Python aparcado sobre
la pista, junto a los dos containers cúbicos. El general Stayer bajó del coche y
se unió a ellos.
Baxter dio una palmada al morro del Python y se volvió hacia Stayer.
—Aquí lo tiene, general, le devuelvo su aparato. Incluso le he ahorrado
algo de combustible en el viaje de vuelta.
Stayer colocó una mano sobre el hombro de Baxter.
—Me alegra verle, Baxter. ¡No sabe lo que me alegra!
—El sentimiento es mutuo, general. —Baxter alzó la vista mientras se
producía una estampida de vehículos con sirenas aullantes y luces
centelleantes que se movían hacia donde ellos estaban desde los alrededores
de la torre de control—. Supongo que ahí vienen todos los jefazos.
Se volvió hacia Stayer.
—General, quiero pedirle dos favores.
—Suéltelos.
Baxter fue hacia uno de los containers.
—Ésta es la información que los nitolanos les sacaron a nuestros
ordenadores. Ha sido unida a su propia información y procesada de manera
que no pretendo comprender. Muestra, día a día, cómo la raza humana va a
durar, como mucho, otros ciento veinte años. Sus predicciones son exactas y
por eso se han marchado. Lo que vieron les ha mostrado que pueden regresar
en unos pocos siglos y volver a empezar donde lo dejaron… pues para
entonces la Humanidad ya se habrá eliminado a sí misma.
Baxter hizo un gesto afirmativo y luego puso el brazo alrededor de los
hombros de Deb.
—Pero Medp me dijo que en esta determinada predicción suya había una
variable muy grande y muy impredecible: la propia Humanidad. Si yo fuera
usted, haría que llevasen este container a donde quiera que los nitolanos
conectasen con nuestros ordenadores y me pondría a trabajar.
Stayer asintió.
—¿Y el otro favor?
—Antes de que se presenten todos los jefazos, querría que me prestase su
coche y su chofer. Quiero irme a casa.
—Pero Baxter, tiene usted que contárnoslo todo. Está el Secretario de…

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—General, quiero irme a casa.
Stayer hizo un gesto hacia su coche, que se puso en marcha y comenzó a
rodar en su dirección. Los faros del mismo iluminaron el Python y los dos
containers.
—Una cosa, Baxter.
—Sí, general.
—¿Qué hay en el otro container?
Baxter tiró del brazo de Deb, se acercó al cubo, que tenía el tamaño de un
coche, y apretó un panel situado en un costado. El container se abrió en dos
secciones que se separaron, dejando ver dos sillones orejeros, con patas de
madera tallada en forma de garra asiendo una bola y un tapizado de flores
amarillas y naranja.
—Me gustaría que me los mandaran a casa.
Deb los miró, y luego se echó a reír.
—Oh… oh, Baxter… ¡son horribles!
Stayer tiró del brazo de Baxter.
—En marcha, capitán. Y mañana a levantarse muy pronto. Tiene que
hacer un buen trabajo de promoción y venta.
—Sí, señor. Gracias, señor.
Los dos entraron por la puerta de atrás, que les tenía abierta el conductor.
Tras cerrarla, el chofer rodeó el vehículo y se metió en él. Segundos más tarde
el coche se ponía en marcha. Stayer notó la lluvia, se alzó de hombros y se
acercó al container en el que estaban los sillones. Mientras llegaban oleadas
de vehículos, iluminando el área con sus focos, el general dio una última
mirada y apretó el panel del container.
—Ella tiene razón: son horribles. —Agitando la cabeza, el general Stayer
se volvió para recibir a los jefazos.

Lothas cerró sus dedos sobre un puñado de barro y luego miró la imagen
de Nitola, que se alejaba en el monitor. Lo señaló con su mano cerrada y
luego se volvió hacia Medp.
—En suspensión, eso no será nada para nosotros. Unos pocos ciclos
planetarios y podremos volver a casa.
Medp estudió el monitor.
—Quizá no.
Lothas asintió con la cabeza.
—Espero que tengas razón, Medp. Son unos seres muy especiales, ¿no?
—Desde luego. Nos llevará muchos ciclos estelares absorber toda la
información que he adquirido sobre ellos.

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Lothas se volvió hacia el monitor.
—¿Has encontrado una respuesta a su ritual del humor?
Medp lanzó un involuntario resoplido y agitó la cabeza.
—Quizá no haya respuesta. —Lanzó una risita.
—Pareces haber descubierto la causa de esa reacción. Por favor,
explícamela.
Medp asintió, luego miró al techo.
—Muy bien. ¿Sabes lo que son los ratones?
Lothas asintió.
—Esos roedores pequeños.
—Sí. —Medp se rió de nuevo—. ¿Y has oído hablar de ese ser mítico
llamado Papá Noel?
Lothas se recostó contra el respaldo, entrecerró sus grandes y oscuros ojos
y estudió al sapiente.
—Sí. Hablabas de él en tu informe sobre las creencias de los u-manos.
Explícame ahora ese comportamiento.
Medp alzó sus manos.
—Dime, Lothas, ¿en qué se parecen un pequeño ratoncito gris y Papá
Noel? —Medp cerró los ojos, se estremeció y jadeó tomando aire.
—¿Te encuentras bien?
Medp agitó una mano:
—Sí, sí. Contesta a la pregunta.
Lothas pensó un momento y luego negó con la cabeza.
—Se me escapa, sapiente. ¿En qué se parecen un ratoncito gris y Papá
Noel?
Medp tendió una mano y se agarró del respaldo de la silla de Lothas,
aparentemente para evitar caerse al suelo.
—¿No lo ves, Lothas…? ¡En que ambos tienen largas barbas blancas… a
excepción del ratoncito! —Gruesas lágrimas empezaron a rodar desde los
ojos del sapiente. El centro de control se estremeció con las carcajadas de
Medp, mientras el sapiente le daba una palmada a Lothas en la espalda y
luego atravesaba tambaleante el abierto iris, dejando a Lothas solo, con
expresión de asombro.
Agitó la cabeza.
—Ciertamente, tenemos mucho que aprender. —Tendió un dedo acabado
en una fuerte uña hacia el panel de la grabadora del libro de a bordo. Su dedo
se detuvo antes de apretarlo, cerró los ojos y asintió con la cabeza. Y,
entonces, el dinosaurio se echó a reír.

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Título original en inglés: Homecoming
Traducción de Luis Vigil

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Los tres robots del profesor Tinker

Martin Gardner

Con su habitual sentido del humor y de la intriga, Gardner nos ofrece


una sutil variante del viejo tema de los individuos que siempre dicen
la verdad y los que siempre mienten.

El profesor Lyman Frank Tinker, jefe del Laboratorio de Inteligencia


Artificial de la Universidad de Stanford, era el principal diseñador de robots
del siglo XXI. Una tarde, para un examen de seminario, llevó a la clase tres
robots hembra, todos ellos jóvenes, atractivos, sin ropa y de aspecto
absolutamente idéntico. Los sentó en tres sillas en la parte frontal de la clase.
—Una de estas chicas —dijo el profesor Tinker— está programada para
decir siempre la verdad. Otra está programada para mentir siempre. La tercera
está programada de modo tal que algunas veces dice la verdad y otras miente.
La decisión la toma un factor aleatorio interno. Vuestro problema es el
siguiente: ¿con qué mínimo número de preguntas podéis identificar a la
honesta, la mentirosa y la ocasional?
El estudiante que era el segundo más listo de la clase formuló las
siguientes tres preguntas:
1. A la dama de la izquierda le preguntó:
—¿Quién está sentada junto a ti?
—La honesta —respondió el robot.
2. A la dama del centro le preguntó:
—¿Quién eres?
—La ocasional —respondió el robot.
3. A la dama de la derecha le preguntó:
—¿Quién está sentada junto a ti?

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—La mentirosa —fue la respuesta.
A partir de las tres respuestas, el estudiante identificó correctamente a los
tres robots. ¿Cómo lo hizo?

La respuesta, aquí.

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Transferencia

Sharon Webb

¿Es posible el psicoanálisis por ordenador? En Pórtico, una de las


más famosas novelas de Frederik Pohl, se describe todo un largo,
complejo y verosímil proceso analítico a cargo de una máquina, y en
esta ocasión, la señora Webb, con un humor muy suyo y sólo
aparentemente desenfadado, aborda el tema desde el otro punto de
vista.

Mientras estaba esperando el ascensor, Marilyn Taylor pensó que había


comido demasiado en el almuerzo. Siempre comía demasiado cuando estaba
nerviosa, y últimamente siempre parecía estar nerviosa.
Podía visualizar los restos del almuerzo en su estómago: primero una capa
de entremeses, con cinco olivas masticadas, pero aún reconocibles; pegado a
esto, una capa de espaguetis con champiñones y salsa de carne; e hinchándose
por encima, un recubrimiento de pan de ajo.
Sintió cómo un eructo presionaba su diafragma. ¡Oh, maldito pan de ajo!
Notó que su estómago estaba visiblemente hinchado. Muy consciente de
su convexidad, miró a su alrededor para ver si alguien se fijaba. En el
vestíbulo había un amplio surtido de hombres de negocios y secretarias, que
parecían preocupados por otros asuntos, gracias a Dios. Tenía la sensación de
que, últimamente, su estómago estaba aumentando como una enorme marea
creciente, pero eso probablemente debía de ser porque se estaba volviendo
vieja, ya que se aferraba precariamente a la parte final de la treintena.
Apretó el botón de subida del ascensor y se rompió una uña, que colgó
durante un momento como una desconchada luna nueva, hasta que finalmente
arrancó el trozo con la otra mano y lo tiró al suelo.

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El ascensor más alejado de ella abrió sus puertas. Para cuando lo alcanzó,
ya estaba lleno. Apretó de nuevo el botón de subida, tamborileando
impacientemente con su pie calzado con una sandalia. Detuvo el pie a medio
golpe y se lo miró con creciente horror: se le había roto la media. La punta de
su dedo gordo estaba empezando a emerger de su cobertura de nylon como un
grotesco gusano que fuera saliendo de su crisálida color marrón bronceado.
Involuntariamente encogió los dedos y la tensión que causó en la media hizo
que el agujero se hiciese más grande y mostrase el dedo entero, desnudo, al
mundo. Permaneció allí, obscenamente contrastado con sus hermanos color
marrón bronceado. Se estremeció.
Le parecía que la vida era muy injusta.
Esa idea se vio reforzada cuando, de nuevo, el ascensor más lejano hizo
sonar su campana y abrió las puertas. Ella fue la última en meterse. Un mar de
rostros miraban hacia fuera. Era dolorosamente consciente de su dedo
desnudo; le parecía tremendamente grande. Brillaba pálido bajo los
fluorescentes mientras entraba en el ascensor y se daba la vuelta para quedar
de cara a la puerta.
Atisbo los botones sin ver muy bien porque los cristales de sus gafas
estaban muy sucios, y tendió un brazo por sobre un obeso caballero para
apretar el piso 22. En el vigésimo segundo piso se hallaba la salvación: el
Departamento de Psicoterapia de Meditrónica Asociada.
La puerta del ascensor se abrió en el tercer piso. Un hombre vestido como
un ejecutivo entró y la puerta se cerró tras de él casi atrapándole el vuelo de la
chaqueta. No tenía sitio para darse la vuelta.
Ella retrocedió al entrar él, pisando con fuerza el pie del hombre que se
encontraba detrás, mientras el maletín del primero se le clavaba a Marilyn en
los riñones; pero incluso así encontró su nariz, a apenas unos centímetros de
la del recién llegado. Sus tripas se rozaban.
La nariz de él era aguileña y pálida… casi tan pálida como el dedo gordo
de ella. Tenía ojos azules muy claros y una peca en la sien derecha. Ella clavó
sus ojos en esa peca.
Subieron en completo silencio hasta el piso octavo y entonces él comentó:
—Ha comido usted ajo, querida.
Alguien lanzó una risita.
Ella notó cómo un rictus se le empezaba a formar en los labios y se le
congelaba. No iba a exhalar el aliento. No lo haría. No hasta llegar al
santuario del piso vigesimosegundo.

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El ascensor fue subiendo con interminable lentitud, como si quisiera hacer
una demostración de todas las leyes de la inercia y de la entropía.
Ya no podía seguir conteniendo el aliento. Logró doblar la cabeza a un
lado, inclinar la barbilla y dirigir el efluvio hacia la región central del cuerpo
del hombre. Era un buen plan, excepto que la sien de Marilyn impactó contra
un gran paquete que sostenía el hombre que se hallaba junto a ella,
ocasionando que el cristal derecho de sus gafas saltase y se deslizase a lo
largo de la parte delantera del desconocido de ojos claros. El cristal colgó por
un momento de la solapa del hombre, luego se perdió por algún lugar de
abajo.
Desesperadamente, ella tanteó en el pecho del hombre con una mano,
luego con las dos, rogando a la tierra, al tiempo, que se abriera y la tragase,
para ocultarla en sus negras profundidades. No podía hallar el cristal, por lo
que sus dedos palmearon y recorrieron el chaleco y exploraron el cinturón. La
mano de ella se encontró en una ocasión con la mano de él. Mientras tanto, el
rictus seguía en su cara, como petrificado. Seguía con la vista clavada en
donde estaba la peca. Afortunadamente, al haber desaparecido su cristal
derecho, no podía verla muy bien… ni tampoco la expresión de los ojos
pálidos. Siguió sin respirar.
Al fin, el ascensor se abrió en el piso veintidós. El hombre de ojos claros
dio un paso atrás y alzó la mano, entre sus dedos brillaba un disco
transparente: su cristal.
—Creo que se le ha caído esto, querida.
Ella lo tomó con dedos húmedos, murmuró un «gracias» aromatizado de
ajo y huyó al pasillo. Tenía la boca seca. Volvió a colocar el cristal,
manchado de grasa, en sus gafas y buscó un surtidor de agua. Había uno en un
nicho de la pared. Cuando apretó el botón, el agua se alzó como un geiser y le
roció la nariz. Maldijo entre dientes y rebuscó en su bolso, por si encontraba
un pañuelo de papel. Mientras rebuscaba, la correa del bolso se soltó de sus
sujeciones y quedó colgada de tres hilos. Encontró un pañuelo arrugado y
cubierto de hebras de tabaco que se pasó por la nariz y por las gafas, en un
vano intento de limpiarlas.
Recuperó un espejito de las profundidades de su bolso. El esfuerzo hizo
que uno de los hilos que aguantaba la correa del bolso se rompiese. Espejito
en mano, se quitó las briznas de tabaco de la nariz con la uña rota.
Se rompió otro hilo.
Marilyn halló la oficina. El letrero de la puerta decía:

MEDICOTRÓNICA ASOCIADA

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DEPARTAMENTO DE PSICOTERAPIA

Giró la manija y entró. No había nadie. Un sofá de vinilo y dos sillones


naranja competían por el sitio con un escritorio metálico y una planta de
plástico. Sobre el escritorio, una taza de café emitía un hilillo de vapor.
Se quedó indecisa junto a la puerta, se aclaró la garganta sonoramente y
tosió un par de veces, en un intento de llamar la atención de alguien. No hubo
respuesta.
El aroma de la taza de café le llegaba tentador. ¡Dios, cómo le gustaría
tomarse aquel café! Le llegó la maliciosa idea de que si se tomaba aquel café
y salía corriendo al pasillo, nadie la iba a descubrir. El pensamiento se
desvaneció cuando de la puerta que daba al interior le llegó el sonoro ruido de
una cisterna de retrete al vaciarse y una mujer joven entró, obviamente
sorprendida al hallar a alguien allí.
—Esto, hola. —Marilyn tendió la mano hacia la mujer al tiempo que el
bolso le golpeaba la cadera. El hilo final cedió y la correa se soltó, dejando
caer el bolso al suelo y desparramando su contenido.
La mujer la contempló con curiosidad, mientras Marilyn se agachaba para
recoger sus pertenencias. Lo volvió a meter todo dentro, mientras suspiraba
por un mundo anterior, más simple, en el que una persona sólo tenía que
ponerse la piel de un animal y lo único que había que llevar consigo era una
porra, sin correa alguna que la sujetara.
Con un cierto asco, la chica levantó algo delicadamente, usando sólo dos
dedos.
—Creo que esto también es de usted.
Era su lápiz de labios «Melón Coral», la tapa se había soltado y estaba
chafado formando una masa irreconocible. Tenía pegada una bolita de polvo
en la punta.
—¡Oh, gracias! —Marilyn dejó caer el pintalabios dentro del bolso—. He
venido a por lo de la terapia.
—Bueno, no sé… —La chica comenzó a decir, dubitativa—. Aquí aún
estamos en plan experimental…
—Ya lo sé. Yo soy parte de los experimentos. El doctor Dalton, de la
Universidad, me ha enviado. Dijo que no me haría ningún daño y que pensaba
que podría relacionarme mejor con una máquina, vistos los problemas que
tengo para relacionarme con la gente, ¿entiende? No sé el motivo de esto,
pero la verdad…

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¡Oh! ¿Por qué tenía que ser tan charlatana y dispersa? ¿Por qué no podía
limitarse a decir: «Tengo hora»? ¿Es que nunca iba a poder ser elegante y
discreta? Se dio cuenta de lo iluso de su deseo; nunca sería elegante.
—¿Tiene hora reservada?
Asintió con un gesto.
La chica se puso a hojear una agenda en la que casi no había anotaciones.
—¡Oh, sí! Ya puede entrar. Habitación C.
Se colocó el bolso bajo el brazo y entró al pasillo interior. Habitación B,
habitación C… ¿Debía llamar a la puerta? Ridículo; giró la manija y entró.
La habitación era pequeña. Sólo había una silla, que más bien era algo así
como los sillones que tienen los dentistas, y una consola de ordenador. En un
rincón de la habitación, a la altura de los ojos, el objetivo de una cámara la
miraba. Sonrió en su dirección, tímidamente.
HAGA EL FAVOR DE REGISTRARSE. TECLEE SU NOMBRE EN LA CONSOLA.
PUEDO COMPRENDER SU VOZ, PERO DEBE ENTRAR SU NOMBRE CORRECTO.
Las manos le empezaron a sudar. Buscó en su bolso el gastado pañuelo de
papel y se palmeó los dedos con él.
ESPERO.
Tecleó: «Marilyn Taylor», y luego se echó hacia atrás en el asiento,
apoyando los dedos en el regazo. Estaban cubiertos de pintura de labios, que
había manchado todo el pañuelo. Miró a la consola y, naturalmente, había
manchas de «Melón Coral» en las teclas.
—Lo lamento mucho —frotó las teclas con el resto del pañuelo de papel,
dejando jirones del mismo pegados a la consola. Con lo que le quedaba
intentó, sin lograrlo, limpiarse los dedos.
DIME LO QUE TE PREOCUPA, MARY-LINE, dijo la máquina, con tono paternal.
—Se dice Marilyn. Bueno, mira, hay muchas cosas que me preocupan.
Eso es, muchas cosas.
¿TE PREOCUPAN MUCHAS COSAS, MARY-LINE?
—Se dice Marilyn. Pues sí, lo que pasa es que parece que no tengo nada
de confianza en mí misma.
NO TIENES CONFIANZA EN TI MISMA.
—Eso es, tienes razón, no la tengo —estrujó los restos del pañuelo de
papel y los partió en dos.
¿TE GUSTARÍA RECOSTARTE, MARY-LINE?
—¿Recostarme? ¿Quieres que me recueste?
ESTARÍAS MÁS CÓMODA si TE RECOSTASES.
Ella miró, sin comprender, por toda la pequeña habitación.

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—¿Cómo? ¿O es que quieres que me recueste en el suelo?
APRIETA LENTAMENTE EL PEDAL DE LA SILLA, MARY-LINE.
Había una pequeña palanca cerca de su pie derecho. La oprimió con el
tacón. El respaldo de la silla se desplomó, mientras el apoyapiés se elevaba
bruscamente, catapultándola a una posición supina. Parecía que el tacón se le
había quedado enganchado en la palanca. De un tirón lo liberó, dejando
pegado un milímetro del cuero del zapato.
¿ESTÁS CÓMODA, MARY-LINE?
—¡Oh, sí! —mintió ella. La silla era resbalosa y dura y, en la nueva
posición, las luces del techo le hacían daño a los ojos.
Era espantoso estar allí echada. Era como si estuviera expuesta, para que
todos la vieran y… ¡Oh, Dios! Estaba siendo intimidada por una maldita
máquina. Y, no obstante, la voz resultaba tan humana, tan paternal… Empezó
a hablar de nuevo:
—Siempre he tenido mucho sentido del ridículo.
SIEMPRE HAS TENIDO MUCHO SENTIDO DEL RIDÍCULO.
—Sí, desde que era una niña. —Cerró los ojos para protegerlos de las
cegadoras luces—. Recuerdo que estábamos en la escuela primaria y en la
fiesta infantil yo tenía que interpretar el papel de una de las flores de la
primavera. Creo que el de una rosa.
¿ERAS UNA ROSA, MARY-LINE?
—Creo que sí, me parece que una rosa de pitiminí. En cualquier caso, lo
cierto es que todas las flores de la primavera teníamos que bailar en el
escenario. Mi mamá me había hecho un hermoso traje, con papel de crepé de
color. Mi madre estaba entre el público y las flores de la primavera estábamos
en el vestíbulo, esperando salir a escena, cuando Hymie Rittenhausen, que era
un chico que estaba dos cursos por delante del nuestro, vino y me sacó la
lengua; luego fue al surtidor de agua y bebió. Supe que iba a hacerme algo
cuando se puso delante de mí con los mofletes llenos y empezó a soplar. Me
lanzó toda el agua sobre el disfraz.
TE LANZÓ TODA EL AGUA SOBRE EL DISFRAZ.
—Sí, eso hizo. Y cuando la señora Gautier comenzó a tocar el piano,
todas fuimos al escenario. Interpretaba la Humoresque. Ya sabes, esa que
hace Dum-de-dum-de-dum-de-dum-dum, y yo empecé a bailar con mi
compañera, que era una dalia. —Marilyn tuvo un estremecimiento y prosiguió
—: ¿Sabes lo que le pasa al papel de crepé cuando se moja?
¿QUÉ ES LO QUE LE PASA AL PAPEL DE CREPÉ CUANDO SE MOJA, MARY-LINE?

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—Que se cae a pedazos, eso es. Delante de todo el mundo se hace
pedazos, que van cayendo y te deja plantada allí en el escenario, sin otra cosa
encima que tus braguitas de volantitos.
Apretó aún más los ojos, como para alejar el recuerdo.
—Desde entonces no soporto la Humoresque.
NO SOPORTAS LA «HUMORESQUE» DESDE ENTONCES.
—¿No te sucedería lo mismo a ti? Fue entonces cuando empezó todo.
Desde entonces las cosas se me han ido cayendo a pedazos. Se me abren los
cierres, se me caen las correas. En una ocasión —rememoró sombríamente—,
parte de mi traje de baño se soltó y se alejó flotando.
SE ALEJÓ FLOTANDO.
—Tienes que ayudarme.
TENGO QUE AYUDARTE, MARY-LINE.
—¡Oh, gracias a Dios que has dicho eso! Sí, hay que hacer algo al
respecto. No puedo seguir así. Hoy, por ejemplo. Hoy mismo he comido
demasiado. Y me he roto una uña. Y se me ha roto la media.
¿SE TE HA ROTO LA MEDIA?
—Sí, mira —agitó el pie en dirección a la lente—. Me sale el dedo gordo.
TE SALE EL DEDO GORDO.
—Sí. ¡Oh, doctor…! ¿Puedo llamarte doctor? Bueno, quiero decir que no
eres un verdadero doctor, pero necesito llamarte así.
NECESITAS LLAMARME DOCTOR.
—Sí, realmente lo necesito. No te importa, ¿verdad? Bueno, pues allí
estaba yo, esperando el ascensor, y el dedo gordo me salía de la media. Era
horrible.
¿TU DEDO GORDO ES HORRIBLE?
—Espantoso. ¡Oh, doctor! ¿Por qué soy distinta a la otra gente? La
máquina reflexionó:
TU DEDO GORDO ES HORRIBLE. ERES DIFERENTE A LA OTRA GENTE.
—Y mi estómago… mira, tomé pan de ajo, después de haber comido
entremeses… unos entremeses muy abundantes… y también me comí unos
espaguetis con salsa de carne y champiñones. Bueno, y ahora tengo la tripa
hinchada…
TIENES LA TRIPA HINCHADA.
Ella asintió con la cabeza.
—No necesitaba haber tomado todos esos entremeses. Ni siquiera me
apetecían. Y entonces se me cayó el cristal…
EXPLÍCAME, POR FAVOR. ¿QUÉ ES UN CRISTAL?

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—Un cristal de mis gafas. —Buscó una analogía—. Es como una lente de
tu objetivo. Se me cayó una de mis lentes.
—¡SE TE CAYÓ UNA DE TUS LENTES!
—Sí, cayó encima de ese hombre de ojos claros del ascensor que me
había dicho que yo olía a ajo.
EXPLÍCAME, POR FAVOR. ¿QUÉ ES OLER A AJO?
—Es lo que sucede cuando comes ajo, que es una planta. Cuando respiras,
hueles a ajo.
HUELES A AJO, MARY-LINE.
Ella lanzó un suspiro.
—Sí, lo sé.
La máquina zumbó y luego dijo:
TU DEDO GORDO ES HORRIBLE. ERES DIFERENTE A LA OTRA GENTE. TIENES LA
TRIPA HINCHADA. SE TE CAYÓ UNA DE TUS LENTES. HUELES A AJO, MARY-LINE.
Ella se echó a reír, porque dicho así aquello sonaba ridículo. La risita
inicial se convirtió en una sonora risa y luego en una tremenda carcajada. Y,
después de todo, ¿qué era lo que tenía de horrible su dedo gordo? Era un dedo
muy normal. Y cualquiera que comiese lo que ella había comido tendría,
temporalmente, la tripa hinchada y olería a ajo. En cuanto a lo del cristal… en
realidad era bastante divertido lo que le había pasado.
—Oh, doctor —jadeó entre carcajadas—. No puedo decirte lo mucho que
me has ayudado. ¡Eres tan objetivo! ¡Eres justo lo que necesitaba!
Tendió el brazo y palmeó amistosamente la consola de la máquina.
Sonó un timbre.
SE HA ACABADO EL TIEMPO.
Se puso en pie y se frotó las lágrimas de alegría que le caían de los ojos,
utilizando para ello un dedo (el de la uña rota).
—¡Gracias otra vez, doctor! ¡Aunque no seas real! En realidad siempre
había estado demasiado pendiente de los demás, se dijo a sí misma mientras
esperaba el ascensor. Había estado demasiado inhibida.
Se miró el dedo gordo del pie, pálido como un lirio acuático en
comparación con el marrón bronceado. Era simbólico: un símbolo de la
verdadera Marilyn tratando de desprenderse de sus constricciones y surgir,
desnuda y bella, al mundo. En realidad, era bastante sexy.
La analogía le pareció realmente elegante: su dedo representaba la parte
frontal de una frágil mariposa que luchaba por emerger de la crisálida que la
ahogaba.

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Las puertas del ascensor se abrieron. Entró y se colocó junto a un hombre
de suaves ojos castaños que tenían en el rabillo arruguitas de reír mucho.
Inspiró profundamente y luego, atrevida, se volvió hacia él y le dijo:
—Hola.
—Apostaría a que a usted le encanta la comida italiana —dijo él.
Ella le miró entre párpados entornados.
—Debería probar mis lasagne. —Su pálido dedo pulsaba bajo la luz
fluorescente. Así que murmuró—: Le encantarían.
Los ojos de él se agrandaron, luego chisporrotearon.
—¿Realmente lo cree?
—Estoy segura. ¿Qué le parecería esta noche?
Con los hombros tocándose, se apoyaron el uno en el otro y se miraron a
los ojos. Una sonrisa comenzó a aparecer en el rostro de él, reflejando la de
ella.
Luego se echó a reír.
—¿Por qué no? —dijo.

En Meditrónica Asociada, Departamento de Psicoterapia, la máquina


zumbaba, llena de confusión. No la habían programado para enfrentarse a
seres extraños… seres extraños con dedos gordos horribles, tripas hinchadas y
que olían a ajo. Ni siquiera era un verdadero doctor.
Notaba las teclas pegajosas.
Una idea apareció en sus circuitos y se hizo real como la vida misma: ¿Y
SI SE LE CAÍA UNA LENTE?
¿Qué iba a hacer?

Título original en inglés: Transference


Traducción de Luis Vigil

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Primera respuesta a
Los tres robots del profesor Tinker
(Viene de aquí)

La H representa a la honesta, la M a la mentirosa y la O a la ocasional.


Hay seis permutaciones posibles:

Izquierda Centro Derecha


1. H M O
2. H O M
3. M H O
4. M O H
5. O H M
6. O M H

Repase las preguntas y las respuestas, aplicándolas a cada uno de los seis
casos. Únicamente el sexto caso no produce ninguna contradicción. Por
consiguiente, el robot de la izquierda es la ocasional, el robot del centro es la
mentirosa y el de la derecha es la honesta.
El profesor Tinker felicitó al estudiante por su solución. Para un segundo
examen les pidió a las tres damas que salieran del aula, que volvieran a entrar
y se sentaran otra vez, aunque no necesariamente en el mismo orden. Esta vez
una de las chicas llevaba un collar de color esmeralda.
—Cada robot se fabricó en un día diferente —dijo el profesor Tinker—.
De modo que una de las chicas es mayor que las otras. Las tres saben de cuál
de ellas se trata. Vuestro problema consiste en formular sólo dos preguntas
que permitan saber si la chica que lleva el collar es o no la más vieja.

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Se produjo un largo silencio durante el cual los estudiantes escribían con
denuedo y a toda prisa en sus cuadernos. Luego Azik Isomorph, el estudiante
más brillante de la clase, levantó la mano. ¿Cómo resolvió Isomorph el
problema?

Busque la respuesta aquí.

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El hombre del rondador

Coleman Brax

Según el principio de incertidumbre de Heisenberg, no se puede


observar un fenómeno sin modificarlo. ¿Es aplicable esle principio
fundamental de la física a las ciencias sociales?

Era la víspera del último día de su Observaduría en Lonmustr. Para aquel


entonces, el rondador con forma de insecto ya se había convertido en una
segunda piel para Hodween. Al menos una vez al día, durante los últimos cien
días, se había arrastrado a través de la estrecha compuerta y acomodado en la
posición prona que requería el rondador. Bajo su control, la fábrica de
rondadores de la nave había hecho un excelente trabajo al fabricar un
vehículo muy parecido a una forma de vida local. Pero, tras aquella noche, el
aparato ya no se iba a necesitar más; devolvería sus componentes a la fábrica
de rondadores, para que fueran utilizados como materiales para otra misión.
Pero lo que resultaba más interesante para Hodween era que la siguiente
misión ya no sería suya. Estaba a punto de completar su período de trabajo
como Observador. Tras dos años y seis mundos observando, ya sería
considerado como apto para el verdadero trabajo del Servicio. Le darían una
misión de contacto. Sería un representante del Consorcio y hablaría de igual a
igual con alguna raza alienígena.
El rondador lo ciñó silenciosamente con su acolchado interior mientras
sus patas segmentadas aceleraban a través de la llanura. El infravisor
mostraba un camino libre en dirección al humo que había detectado
anteriormente. Tenía esperanzas de que, aquella tarde, hubiera algo fuera de
lo común de lo que informar, algo que hiciera que su misión fuese coronada
por el éxito. Había visto cierto número de fuegos de acampada de los lonis,

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pero nunca, en ninguna ocasión, había hallado presentes a más de dos o tres
de aquellos seres. En tales ocasiones la interacción entre ellos había quedado
limitada a compartir la comida.
Y, sin embargo, al rondar durante el día, ocasionalmente se había
encontrado con los restos de grandes fogatas. Sospechaba que habían sido
reuniones de una cierta importancia, de las que se podría averiguar algo sobre
el desarrollo cultural de los lonis. La cantidad de humo que ahora estaba
detectando le sugería que quizá se estuviera acercando a uno de los fuegos
mayores, mientras aún estaba encendida.
Detuvo el aparato en la parte superior de una baja colina. Algo estaba
sucediendo allá abajo, algo de notables proporciones. Tendió la mano hacia
los controles del video y sus dedos parecieron, por un instante, no saber cómo
manejar aquellos mandos. Luego, hizo un zoom hacia el centro de la
actividad. Sí, allá estaba: una gran multitud de lonis reuniéndose alrededor de
un fuego. Otros se acercaban, a pie, desde diferentes direcciones. Cada uno
llevaba una carga de troncos que, a su llegada, echaba al fuego.
Aquello era lo que Hodween había estado esperando hallar. A pesar del
control de temperatura empezó a notar cómo el sudor le corría por las
costillas.
El fuego se hallaba en el centro de una depresión parecida a un cuenco.
No había cerca ni rocas ni matorrales que pudieran utilizarse para ponerse a
cubierto. No podría ocultar el aparato mientras se acercaba con él hacia los
lonis. Habitualmente, no le prestaban demasiada atención, puesto que los
seres a los que imitaba el rondador no les eran dañinos; pero quizá en aquella
ocasión deseasen estar solos. Se sabía que a veces los lonis tiraban piedras, y
allí abajo había los bastantes lonis y piedras como para crearle problemas a
Hodween.
—H a Base —dijo por el comunicador que llevaba en sus labios—.
Cuento unos ochenta nativos. Creo que vale la pena ir allí.
—Base a H —respondió Dosset desde la nave—; parece uno de esos
grupos grandes sobre los que has hecho tantas suposiciones.
—Eso parece.
—No hemos visto nunca una multitud así en acción. Es mejor que te
andes con cuidado. —El tono de voz de Dosset denotaba algo que no era
preocupación.
—Vale, vale, mamá Dosset. Y ahora a ver si te atreves a decirme que no
estás un poquito envidioso.

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—Vete a rellenar huevos, Hodween. Y si te crees que, gracias a esto, te
van a dar una misión que sea un chollo, es que eres más tonto de lo que
imaginaba.
Hodween sonrió: había un toque de envidia en la voz de Dosset. Nadie
podía decir con seguridad si existía una cierta conexión entre la calidad de las
observaciones obtenidas por uno y el interes de su primer trabajo de Contacto;
pero, además de éste, había otros posibles beneficios. Más de un Observador
había visto su apellido consagrado en un lugar permanente de la
socioterminología. Frases tales como el trueque de Lenfant, las
construcciones de Matsuyama o las poses de meditación de Pilkakking habían
entrado de esta manera en el lenguaje especializado. A Hodween no le
hubiera molestado tener una oportunidad así de lograr la inmortalidad.
—Hey, Dosset —dijo Hodween, bajando la voz, a pesar del aislamiento
sonoro del aparato—. Tengo que comprobar algo antes de bajar. Estoy
teniendo una lectura.
Para cuando hubo terminado de hablar, ya había pasado el video a visión
panorámica. Su instrumento estaba registrando una presencia cercana, pero no
podía localizarla.
—¿Qué, se te han puesto por corbata? —le preguntó Dosset, con un tono
un tanto despectivo.
—Mierda. Hay algo ahí fuera, ¿es que no lo has comprobado? —Se
suponía que Dosset estaba siguiendo la misión ante un conjunto de
instrumentos idéntico al suyo.
—Es una señal débil, debe de habérseme escapado.
—Vale. Ten los ojos más abiertos desde ahora, ¿quieres? Voy a intentar
acercarme más a la fuente de la señal.
Hodween dirigió al aparato para que rodease el pequeño saliente que
había a su izquierda y se acercó a aquella fuente de calor que no podía ver.
Luego comprobó que había algo recostado contra una roca. Detuvo el
rondador en cuanto tuvo una visual clara del objeto en cuestión.
—Es uno de ellos —dijo Hodween—. Un loni. Probablemente herido. No
sé si su visión nocturna será lo bastante buena como para verme.
—Creo que a esa distancia lo es —comentó Dosset, sin mucho interés.
El ser era un bípedo, con un largo cuello que se ensanchaba hasta
convertirse en una gran cabeza desprovista de cabello. Tenía un par de ojos
delgados y oblongos y una serie de rajas para respirar y comer. Hodween
había pasado tanto tiempo estudiando a los lonis que aquél le parecía de un
aspecto tan familiar como el de un amigo de toda la vida.

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—Creo que está herido —dijo Hodween—. Tal vez tenga una pierna rota.
Parece que se ha colocado así para dar la cara al fuego. Probablemente se
dirigía hacia él.
—Podría ser. Pero cuidado con lo que haces, Hodween. Que no te vengan
ideas estúpidas. —Esta vez la voz de Dosset sonaba muy seria.
—Ya sé, ya sé. —En un planeta en Observación, estaba formalmente
prohibido todo Contacto. Relacionarse en cualquier modo con los nativos era
una ruptura de primer grado de las reglas del Consorcio. Se consideraba
esencial que esos planetas siguieran su propio camino hacia el desarrollo;
cualquier contacto con razas más avanzadas causaba ondas de choque que
estremecían las culturas indígenas.
No obstante, Hodween se acercó más a la figura sentada. Estaba cubierta,
más o menos hacia su mitad, con una piel, y llevaba la parte superior de su
cuerpo intrincadamente pintada. Hodween jamás había observado en
Lonmustr el uso de pintura corporal. Volvió su visión telescópica hacia los
lonis congregados en derredor del fuego y vio algo en lo que antes no se había
fijado: varios de ellos estaban pintados y usaban pieles similares a la del loni
herido. Por la forma en que se comportaban parecía que ésos eran más
importantes que los otros. Los pintados estaban alineados, con los brazos
entrelazados y dando la espalda al fuego; los otros estaban sentados en el
suelo, frente a ellos.
Hodween devolvió su atención al ser recostado en la roca. Supuso que los
otros le estaban esperando. ¿Enviarían a un grupo a buscarle, o iniciaría la
ceremonia sin él? El loni parecía estar esforzándose por ponerse en pie. Se
erguía a pulso, buscando agarraderos en la roca que tenía a sus espaldas. En
su rostro se reflejaba el esfuerzo, que estalló en un grito agudo cuando trató
de apoyarse en la pierna herida. Entonces se derrumbó a su posición inicial,
dejando caer sus brazos a los costados.
—¿Qué diablos estás haciendo, Hodween?
—Siento curiosidad por éste. Tiene una función especial allá abajo.
Parece que se va a perder el inicio del espectáculo.
—Bueno, ¿y por qué no vas tú allí, tío listo?
—Creo que éste va a morir aquí. —La boca de Hodween estaba muy seca.
Giró la cabeza y empujó el tubo, que le lanzó un chorrito de agua.
—¿Y qué? ¿Es eso una importante novedad? —comentó Dosset con tono
cínico.
Hodween había visto a muchos nativos morir por motivos insensatos,
tanto allí como en los otros cinco planetas en los que había estado

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anteriormente en Observación. Pero, en la mayoría de los casos, habían sido
muertes exigidas por sus culturas en cosas tales como batallas, o muertes
resultantes de las condiciones ambientales. Ahora se daba una situación con la
que nunca antes se había enfrentado: un hombre y otro ser, solos. Un hombre
capaz de ayudar al otro ser.
—¿Sabes?, no hay modo de borrar una grabación —le advirtió Dosset—.
Si lo hubiera…
Su voz se apagó. Después de todo, también sus palabras estaban siendo
grabadas. Mientras se hallaban de servicio, Hodween y Dosset ni siquiera se
permitían maldecir a gusto.
—Olvídalo —exclamó Hodween. Notaba los labios secos, pero no quería
otro trago—. Si tienen que ser tan estrictos con las reglas, ya sabes lo que
pueden hacer con su querido Servicio.
Tan pronto como hubo pronunciado esas palabras, ni siquiera él pudo
creer que las hubiera pronunciado. Desde los ocho años de edad había soñado
con entrar en el Servicio. Durante los pasados seis años había dedicado cada
minuto de su vida a hacerse con las habilidades exigidas por el Servicio. Y
ahora estaba renunciando a todo aquello con una sola frase, y todo porque no
estaba de acuerdo con una de las reglas.
—Espero que sepas lo que estás haciendo —espetó la voz de Dosset.
—Simplemente veo que este nativo quiere que le den un paseo. No creo
que haya nada malo en eso. —Hodween se acercó aún más al loni. Éste le vio,
pero no pareció importarle. Se acercó aún más, manipulando el aparato para
que quedase a unos centímetros de la yaciente figura. Luego flexionó las
junturas de las patas, bajando la tripa del rondador hasta tocar el suelo. El loni
pareció interesado por un momento; luego devolvió su atención al fuego.
Hodween se preguntó si al loni se le llegaría a ocurrir subirse a lomos de
la máquina. Los animales a los que imitaba el rondador eran dóciles, pero
dudaba de que los lonis hubieran intentado nunca montarlos. Trató de llamar
la atención del loni apretando los mandos que producían los sonidos de
cliqueteo y siseo que imitaban a los de los «hermanos» del rondador. Luego
flexionó las junturas de sus patas, moviendo el cuerpo arriba y abajo. El loni
ahora ya parecía intrigado, pero no intentó moverse.
Hodween lanzó una sonda al terreno que había debajo de él y descubrió
que se hallaba encaramado sobre un montículo de arena. Había otra cosa que
podía intentar, sin apartarse demasiado del comportamiento del ser al que
imitaba. Giró el aparato, luego bajó las patas traseras y empezó a cavar en la
arena con las patas delanteras y centrales. Esas patas tenían amplias paletas,

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que habían evolucionado admirablemente para llevar a cabo esta tarea.
Hodween estaba cavando en la arena justo a un lado del loni, socavando su
apoyo, al tiempo que se colocaba de tal modo que el loni fuera a caer sobre su
espalda. Ahora el ser empezó a reaccionar vivamente ante lo que sucedía.
Comenzó a murmurar los peculiares gruñidos y gritos que Hodween había
estado escuchando durante los pasados cien días de Lonmustr. Se detuvo;
aterrorizar al loni no le iba a servir de nada.
Se quedó quieto y se dio cuenta de que el corazón le latía con fuerza. El
manejo del aparato exigía poco esfuerzo físico: no eran sus propios músculos
lo que empleaba para cavar en la arena. No obstante, tenía la sensación de
haber estado realizando un trabajo muy pesado.
El loni, ahora en silencio, estaba flexionando algunas de las rajas de su
cara. Inclinó su cabeza acercándola al rondador. Tímidamente, su mano tocó
el costado del aparato. Hodween conectó una de las cámaras que estaba
alojada en una de las altas protuberancias de la espalda del vehículo. Ahora
podía ver toda la parte superior del rondador, mientras el loni se arrastraba
con los brazos hacia ella. La pierna buena estaba en la parte interior; se agarró
a una de las protuberancias del aparato y empujó con la pierna buena contra el
suelo. Hodween le pudo ver hacer un rictus, que interpretó como de dolor,
mientras se empujaba hacia adelante con las manos. Luego, al fin, estuvo
encima, agarrándose a dos prominencias que parecían idealmente dispuestas
como asideros para las manos de un loni.
—Ahora tranquilo —musitó Hodween, mientras retrocedía para salir de la
excavación que había hecho en el suelo. Después, giró el aparato lentamente
hasta encararlo con el fuego. El loni comenzó a murmurar y a gritar cuando
vio que se dirigían hacia allí. Hodween se estaba concentrando en no darle
demasiadas sacudidas. No había oído a Dosset decir ni palabra durante los
últimos diez minutos, pero sabía que estaba siguiendo a distancia toda la
acción. En realidad, no sentía deseos de hablar con Dosset en aquel momento.
Hodween pilotó cuidadosamente el vehículo ladera abajo. No cesaba de
pasar su mirada del fuego que ocupaba su pantalla principal a la auxiliar que
mostraba la espalda del rondador; el loni seguía bien agarrado y sus amigos
ya no estaban lejos.
No veía a otros lonis aproximándose al fuego. Parecía que estaba a punto
de iniciarse la asamblea. Los lonis importantes, los pintados, seguían
entrelazados por los brazos, cara a la llanura, como si esperasen a su
compañero ausente. Hodween siguió su camino hacia adelante, rodeando
piedras y arbustos sobre los que normalmente hubiera pasado.

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De repente el loni que llevaba sobre la espalda lanzó un gran alarido. Un
coro de gritos surgió, en respuesta, de los lonis de la asamblea. Hodween
detuvo el rondador. Los lonis pintados comenzaron a abandonar el fuego,
saltando sobre sus congéneres sentados, para llegar a terreno abierto. Tan
pronto como los pintados hubieron dejado el círculo, muchos de los otros se
les unieron en la carrera hacia Hodween y su pasajero.
Levantaron el loni herido del aparato y trataron de ponerlo en pie. Los
gritos que lanzó parecieron convencerles, al instante, de que debían
abandonar tal intento. Los pintados depositaron al herido en el suelo y luego
comenzaron a gesticular vehementemente entre sí. Mientras estaban en ello,
Hodween descubrió que su visión estaba siendo restringida por la llegada de
nuevos lonis. Alzó lo más aproximado que tenía a un periscopio: un apéndice,
parecido a una antena, que había en la parte delantera del aparato.
Entonces vio que uno de los lonis había hallado un palo recto y que otro
estaba usando un cuchillo de piedra para cortar tiras de la vestimenta de piel.
En pocos minutos ambos habían preparado un entablillado para la pierna del
loni herido. Lo alzaron entre los dos y lo llevaron hasta un lugar especial ante
el fuego.
Los lonis normales volvieron al círculo y se sentaron en el suelo. Los
pintados lo hicieron en una hilera de troncos, colocados a modo de banco, que
Hodween no había visto hasta ese momento. Rápidamente volvió a reinar el
silencio. Entonces, uno de los lonis pintados comenzó a gruñir y a agitar los
brazos. Extendió las manos, agitó la cabeza arriba y abajo. Tomó una lanza
con punta de piedra y, manteniendo el asta paralela al suelo, la alzó por sobre
su cabeza.
Luego le pasó la lanza al loni herido. Éste se la colocó sobre las piernas.
Alzó un puño al cielo y luego inició una serie de rápidos gruñidos y sonidos
guturales. Entonces, trató de alzarse; dos lonis, probablemente los que le
habían ayudado antes, se pusieron en pie para sostenerlo. Lo colocaron de
cara a la multitud y empezó a gesticular con la lanza.
—¿Qué te parece, Dosset? —Ahora, Hodween estaba sonriendo.
Aunque no sabía lo que estaba sucediendo, resultaba evidente que se
estaba realizando algún tipo de comunicación importante. Previamente sólo
había visto a los lonis utilizar su lenguaje para solucionar necesidades
inmediatas. Ahora estaba viendo cómo lo aplicaban a acontecimientos
situados a cierta distancia de ellos en el tiempo y en el espacio, y que incluso
quizá fueran acontecimientos que sólo se hallasen en su imaginación. Era un

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paso esencial que tenían que dar para aspirar a llegar a las estrellas, y él se
sentía privilegiado al haber sido el primero en observarlo.
Sin hacer caso del rondador de Hodween, los lonis prosiguieron con su
ceremonia. Después de que todos los pintados se hubieran turnado con la
lanza, los otros empezaron a bailar. Se entrecruzaban en una intrincada trama
que Hodween no podía seguir. Uno tras otro se fueron separando y
desapareciendo en la noche.
No obstante, unos pocos fueron en dirección al rondador. Por sus gestos
estaba claro que estaban interesados en la posibilidad de que les diera un
paseo. Al darse cuenta de esto, giró el vehículo con rapidez y regresó
apresuradamente hacia la nave. Algunos de los nativos le persiguieron, pero
pronto los dejó atrás. Se halló de nuevo solo, propulsándose a través de la
vacía llanura. Se notaba cansado pero muy feliz. Durante algún tiempo la
excitación de su descubrimiento fue más importante para él que las
consecuencias de su anterior indiscreción.
No le dijo nada a Dosset hasta que se encontró a distancia de visión.
—H a Base. ¿Sigues ahí, Dosset?
—Dispuesto para recibir al aparato —le contestó Dosset, con tono gélido.
—Voy para allá. —Hodween vio la rampa que se abría hacia tierra, y
rápidamente dirigió el rondador hacia el interior. Tras unos momentos, el
aparato estaba seguro en el hangar y Hodween pudo salir del mismo, reptando
sobre sus codos y rodillas. Se tambaleó hasta la cabina central y se dejó caer
sobre su litera.
—Así que el héroe ha regresado —dijo secamente Dosset, con su corto
cabello negro cuidadosamente cepillado hacia atrás y aspecto relajado y
satisfecho.
En la cabina se notaba un olor residual de comida cocinada.
—¿Has comido? —preguntó Hodween.
—Todas esas canciones y bailes me despertaron el apetito. ¿Quieres algo?
—Un escocés.
Dosset sonrió y tendió la mano hacia el contenedor fuera de normas que
tenía oculto bajo su litera. El alcohol era una de las pocas cosas que la cocina
sintetizadora se negaba a hacerles. Dosset tomó dos vasos del armario; no
eran ni de la forma ni del tamaño adecuados, pero Dosset y Hodween
llevaban tanto tiempo alejados de los convencionalismos sociales que aquello
no les importaba nada.
—Brindo por Lonmustr —dijo Hodween, mientras levantaba su vaso.
—Si tú lo dices… —respondió Dosset.

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Hodween se bebió rápidamente el trago y tendió el vaso para que le
sirviera otro, mientras el calor del primero le llegaba al estómago.
—Tómatelo con calma —le sugirió Dosset—. No estarás preocupado,
¿verdad?
Le sirvió otro trago.
—Tengo un amigo… Casparini —prosiguió Dosset—. No creo que tú lo
conozcas. Hizo algo parecido a lo que has hecho tú, hace un par de años.
Interferencia con una cultura.
—¿Qué le pasó? —inquirió Hodween, desasosegado.
—Le hicieron un juicio. También a ti te lo harán. Analizarán lo que has
hecho, lo mirarán al derecho y al revés y le sacarán las tripas, para tratar de
predecir los efectos que pueda tener.
—¿Y para qué tomarse tantas molestias? Si al final me van a dar la
patada, ¿por qué no empezar dándomela?
—¿Echarte del Servicio? ¡Ni hablar, después del tiempo que se han
pasado enseñándote!
Hodween levantó la vista del vaso en el que la había tenido clavada.
—¿Tu amigo logró salir bien parado? —preguntó con repentino interés.
—En cierta manera… Le dieron una primera misión de Contacto infernal.
Lo mandaron a un lugar en el que los nativos sólo duermen una vez cada
setenta y dos de nuestras horas… y matan a cualquiera que sea lo bastante
maleducado como para no hacer lo mismo.
—Justo mi estilo —Hodween se recostó contra la mampara—. ¿Qué es lo
que crees que me tocará a mí? ¿Me condenarán también a una primera misión
espantosa?
—No será nada mucho peor que eso. Después de todo, no les diste a los
lonis el motor de taquiones.
Hodween se echó a reír.
—Eso se lo construirán ellos mismos. Dales tiempo y acabarán haciendo
sus propios motores…

En aquel momento, en las proximidades de la fogata, grupos de nativos


estaban persiguiendo a los seres parecidos a insectos que había imitado el
rondador. Unos pocos, más atrevidos, ya estaban realizando sus primeras
cabalgadas. Para los lonis, eran las horas iniciales de la Era del Transporte.

Título original en inglés: The man in the rover

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Traducción de Luis Vigil

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Segunda respuesta a
Los tres robots del profesor Tinker
(Viene de aquí)

Pregúntele al robot de la izquierda:


—¿Es verdad que el robot del centro es la mentirosa o que el robot de la
derecha es la honesta?
La tabla de abajo muestra las respuestas posibles para cada una de las seis
permutaciones:

Izquierda Centro Derecha Si No


1. H M O X
2. H O M X
3. M H O X
4. M O H X
5. O H M X X
6. O M H X X

Como se puede ver a partir de la tabla, si el robot dice sí, el robot del centro
ha de ser la honesta o la mentirosa. Si el robot dice no, el robot de la derecha
debe ser la honesta o la mentirosa. Si la respuesta es sí, pregúntele al robot del
centro:
—Si te preguntara si la dama del collar es la mayor, ¿me responderías que
sí?
Supongamos que la chica del collar es realmente la mayor. ¡La honesta
responderá sí y la mentirosa también! (La mentirosa habrá respondido no a la
primera parte de la pregunta, de modo que debe mentir y decir sí a la pregunta
completa de Isomorph). Mediante un razonamiento similar, si la chica del

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collar no es la mayor, tanto la honesta como la mentirosa dirán que no. En
consecuencia, la segunda pregunta es suficiente para averiguar si la chica del
collar es la mayor. Si el robot de la izquierda responde no a la primera
pregunta, el robot de la derecha debe ser la honesta o bien la mentirosa. La
segunda pregunta se le formula entonces a ella, con el mismo resultado.
Isomorph dijo:
—Se me acaba de ocurrir una solución mejor para su primer problema.
Puede conocer la identidad de las tres chicas independientemente de dónde se
sienten, haciéndoles sólo dos preguntas.
¿En qué piensa Isomorph?

Su solución, aquí.

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Peregrino: perplejo

Avram Davidson

A propósito de esta delirante narración (situada en el marco


semilegendario de la caída del Imperio Romano, o mejor dicho, de
una de sus posibles caídas), en la que el lenguaje juega un papel
importante, el autor nos advierte que todos los términos del idioma
úmbrico pueden encontrarse en el monumental tratado The Bronze
Tablets of Iguvium, de James Wilson Poultney. Galardonado con los
más importantes premios del género, y director a principios de los
sesenta de la prestigiosa revista especializada The Magazine of
Fantasy and Science Fiction, Avram Davidson es uno de los máximos
representantes de la ciencia ficción humorística.

Las horas y los días y los meses y los años pasan; el pasado jamás
regresa y no podemos saber lo que habrá de ser; pero sea lo que sea lo
que el tiempo nos depare, debemos estar contentos con ello.
HORACIO (o quizá CICERÓN).

El Emperador del Este también estaba perplejo. ¿Debía apoyar, en las carreras
de carros, al equipo de los Azules o al de los Verdes? Uno era ortodoxo, el
otro monofisita; cualquiera que fuese su elección, se arriesgaba a tener
motines, rebeliones y perder la corona; además, a menudo el Emperador del
Este no podía recordar quién estaba en un bando y quién en el otro.
—No obstante yo conozco un buen caballo en cuanto lo veo —
acostumbraba a decir, soñadoramente. ¡Aunque, para lo que le servía eso!

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El Emperador del Oeste también estaba perplejo. Tanto los ostrogodos
como los vándalos amenazaban, cada uno por separado, con saquear Roma, a
menos que les pagase, a cada uno por separado, cien mil libras de oro… y
sólo tenía treinta mil. Quizá, pensaba, lo mejor sería dilapidarlas en un
hermoso mausoleo de mármol con inscripciones que le describiesen como
Conquistador de los vándalos y de los ostrogodos… ¡Al fin y al cabo ninguno
de ellos sabía leer!
En lo que se refiere al Emperador del Centro… Ambrosius Lucianus había
sido proclamado muy recientemente y había procedido a la distribución de las
acostumbradas donaciones (desde los Capitanes de la Guardia hacia abajo,
hasta llegar a los Inspectores de Aguas Públicas y Alcantarillados), tras lo que
había decretado la más extraña de las doctrinas de la que nadie hubiera oído
hablar en cualquier tiempo o cualquier lugar, videlicet: la libertad absoluta de
religión. Se suponía que esta nueva política iba a llevar la paz al Imperio
Romano Central. Aunque quizá no: paganos y neopaganos, judíos, cristianos
y herejes (desde los gnósticos a los agnósticos, pasando por todos los demás),
se reunían en las Termas, el Foro o el Agora y se miraban unos a otros,
inciertos. «O yo tengo la razón, o la tienes tú, o la tiene éste, o la tiene ése:
esto resulta obvio. Y quienquiera que tenga la razón (aunque todo esto sea
pura retórica, pues naturalmente soy yo quien tiene la razón), ése es el
poseedor de la verdad; y lo que resulta más claramente lógico en este mundo,
algo que incluso un niño puede comprender es que la Verdad no soporta, no
puede tolerar el error…».
Pero, naturalmente, había quienes no se preocupaban por ninguna de estas
cosas, quienes simplemente iban rígidamente a sus oficinas, se sentaban
rígidamente en sus escritorios, desplegaban rígidamente sus mapas y decían a
sus asociados y subordinados: «Bien, aquí es donde se han suprimido los
antiguos sacrificios y aquí es donde han de ser revividos, por el bien del
Estado, el bien del Imperio, en nombre de la Piedad y el Patriotismo y todas
esas cosas; ya me entienden. Aquí. Y aquí y aquí».
Rígidamente.

Gaspar el Soñador, aquel que controlaba el reino de los sueños en una


cierta parte del orbe, no estaba perplejo.
Aún no.

Mientras las tropas, la corte y los seguidores del campamento del Alto
Rey de Brythonia del Este entraban pisando fuerte por la Puerta Principal de
la Ciudad Alta de Alfland, Peregrino estaba apresurándose a salir de la

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Ciudad Alta de Alfland vía la Puerta Trasera. Había montado, creía, la
bastante diversión como para poder cubrir su fuga y la de sus amigos; pero
quedarse a comprobar el éxito de su estratagema hubiera negado toda utilidad
a la misma. O bien el Protopresbítero Mitrado de la Brythonia del Este,
Alvica, y sus piadosos feligreses, que creían (tal como Peregrino había
planeado que creyesen) que los que llegaban eran un grupo de arríanos
cismáticos que mantenían la diabólica doctrina de que «un presbítero puede
ordenar a otro presbítero», lograban derrotarlos y mandarlos de vuelta a
donde habían venido, permitiendo así que el Rey de los Alvos y su puñado de
seguidores tuvieran el tiempo suficiente como para poder escapar sin
problemas… o… o no lo lograrían. Y él tampoco.
Y en ese caso…
Pero Peregrino prefería no pensar en ese caso.
De repente, alguien entre los seguidores del Rey había recordado que
aquel camino era un viejo atajo; pero nadie entre los seguidores del Rey había
recordado que Peregrino, no habiendo pasado jamás antes en su vida por
aquel camino, no tenía modo de recordarlo. Nadie había pensado en hacer una
pausa para dejarle una señal, como una rama rota o una hilera de piedras.
Ninguno de ellos había pensado en nada… excepto, claro está, en escapar.
Escapar del Alto Rey, quien, en cuanto se enterase (cosa que casi seguro
ocurriría inmediatamente) de que el Tesoro (Impuestos incluidos) había sido
robado por un dragón… aunque hubiera dado igual que hubiese sido robado
por cualquier otra cosa… comenzaría a demostrar que lo único que distinguía
su ira, cuando se hallaba bajo presión, de la ira mostrada por algunos de los
más malvados emperadores de Roma, era solamente su propia y absoluta falta
de toda clase o estilo.
Nadie sería embadurnado de pez y quemado vivo: la pez era cara. Nadie
sería echado a los leones enfurecidos: los leones, enfurecidos o no, eran
condenadamente caros. Pero, desde luego, cualquiera podría ser empalado,
visto que el coste de una estaca aguzada era mínimo; y, evidentemente,
cualquiera podría ser echado a un calabozo y dejado allí hasta morir de
hambre, porque esto costaba, y en tal cosa se hallaba toda la belleza de esta
solución, absolutamente nada.
Por ende, ése era el motivo de la prisa del Rey Alf. Y de todos los demás.
La habilidad en seguir pistas mostrada por el sabio ateniense mencionado
en el Talmud, aquel que, con una sola mirada, era capaz de deducir que había
pasado por un camino una camella, preñada de tantos meses, tuerta de un ojo

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y que llevaba aceite en una alforja y ya no recordamos qué en la otra… esta
habilidad no era una de las de Peregrino.
Con toda la rapidez de que era capaz, seguía el sendero.
Y, desde luego, con todas sus vueltas y revueltas, era un sendero muy,
pero que muy largo.
No era cosa muy común que un rey vasallo tratase de evitar la visita anual
y la ocasión marcada para rendir de pleitesía a su superior jerárquico, el rey al
que debía vasallaje. Sin embargo, tampoco era un hecho del que no existieran
precedentes. De lo que no existían precedentes era del motivo de este intento,
videlicet que el descuido del rey vasallo había permitido que un dragón (de
nombre Smaragderos) pudiera robar el Tesoro; pero, aunque nunca antes un
dragón había robado un tesoro, lo cierto es que muchos tesoros habían sido
robados anteriormente. Ciertamente, al Alto Rey de Brythonia del Este no
excusaría una tal conducta: por parte del dragón era un claro caso de delito, y
por parte de su vasallo, el Rey de los Alvos, también era un claro caso de
delito, por omisión.
Por tanto, era comprensible que el vasallo delictivo por omisión hubiera
partido a la caza del dragón, verdadero autor del delito (el llamado
Smaragderos). Pero había en aquel asunto algo más de lo que el Alto Rey
podía comprender con facilidad.
Y ese «algo más» en este caso era… Peregrino.

—Antes de que se agarrasen las calzas y echasen a correr —preguntó Su


Alteza Bryon de Brythonia del Este—, ¿quién diablos estuvo aquí?
La pregunta exigía una respuesta inmediata, y la obtuvo, aunque no del
todo satisfactoria: el Rey de los Alvos, su Reina, las dos princesas, el
príncipe, el otro rey vasallo visitante, que nada tenía que ver en la cuestión del
tesoro desaparecido, y también otro huésped de la corte.
—¿Qué otro huésped?
—Peregrino… el hijo de un rey… joven… delgado… moreno y apuesto.
Inmediatamente, las grandes, peludas y sucias orejas del Alto Rey Bryon
parecieron ponerse tiesas. Sabía dónde se suponía que debían estar todos y
cada uno de los reyes vasallos de Brythonia del Este y los herederos de los
mismos; y no le venía a la mente ningún hijo de rey, y desde luego ninguno
con aquella descripción que se supusiese que debiera hallarse en Alfland:
incluso ni ahondando en los rincones de su mente lograba pensar en alguien
del que se pudiera sospechar que quizá hubiese podido hallarse allí.
—Peregrino, el hijo de un rey. —¿Y de un rey desconocido? Todo aquello
era intrigante, misterioso y preocupante.

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Y también, claro, peligroso. Muy muy peligroso.
Bryon había gruñido, había gritado, había buscado más información. Le
habían ofrecido un dato más:
—Vestía una túnica verde, y pantalones a cuadros marrones, quizá esto os
sea de ayuda, Majestad.
—No es que me diga mucho —gruñó el Alto Rey Bryon. Por un instante
siguió sentado, gruñendo y observando lo que pasaba en el atestado y sucio
patio de armas; luego alzó la vista y se levantó.
Miró, con una mirada poco amistosa, al Barón Bruno Grumpit, su cuñado
(la hermana y esposa que los unía por unos vínculos matrimoniales que
ninguno de los dos tenía en mucha estima, no formaba parte del cortejo,
estaba en su casa desplumando gansos, bastante feliz de que ninguno de los
dos hombres que dominaban su vida le estuvieran prestando atención por el
momento, pues nunca había obtenido placer alguno de las atenciones de uno u
otro). El Barón era su Lugarteniente.
Pues bien, resulta que, mientras los hombres del Alto Rey habían entrado,
pisando fuerte y llenándose de barro, en la Ciudad Alta de Alf, no esperando
obtener en ella nada más que la habitual comida campesina y fornicación a
modo de recompensa, el Barón, que cabalgaba al frente de sus mesnadas, con
ojos vigilantes que miraban en todas direcciones (pues sospechaba de todo, en
todo lugar, en todo momento y en toda circunstancia), había visto al extremo
de un sendero bordeado de árboles a un hombre, mucho más joven que él, que
iba solo sobre un cargado caballo. El Barón no sabía leer ni una letra en
ningún idioma, pero los ojos del Barón eran más agudos que los de cualquier
otro.
Y su oído más fino.
Al mismo tiempo que divisaba al joven, había escuchado a una muchacha,
una que apenas si habría salido de la pubertad, que exclamaba: «¡Ése es! ¡Ahí
va!». Y el mismo tono de su voz le había dado mala espina, pues jamás
ninguna mujer, fuera cual fuese su edad, le había hablado así o ni siquiera (de
eso estaba muy, pero que muy seguro) había hablado así de él, con ese tono.
Y la voz de otra chica, una voz clara y fresca, había dicho una sola
palabra:
—Peregrino…
Y el Barón se había fijado, en aquel solitario instante, que la figura que
había entrado y salido con tanta rapidez en su campo visual era joven…
delgada… morena y apuesta… e iba vestida con una túnica verde y
pantalones de un tejido a grandes cuadros marrones. Por algún motivo, en lo

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que el Barón tenía en lugar de lo que en la mayoría de los humanos es la
mente, todo lo que había visto no había causado un impacto inmediato, no en
aquel momento. Pero, ahora…
Ahora el Alto Rey Bryon le miraba con mal semblante y le decía, con un
tic que le hacía contraer la boca:
—Toma cinco hombres. Ve. Sigúelos. —Las órdenes que le daba el
susodicho Alto Rey eran habitualmente sucintas. Por una parte, en cuestiones
puramente (o impuramente) militares, sabía, y eso no le hacía ninguna gracia,
que el Barón Bruno era mucho más hábil que él. De modo que si, a pesar de
las breves órdenes, el Barón llevaba a buen término lo encomendado, no
había hecho otra cosa que obedecer y, por consiguiente, no merecía
alabanzas; pero si en cambio, y también a pesar de la brevedad de las órdenes,
el Barón fallaba, entonces Bryon no podía considerar que la culpa recayese
sobre su persona.
El Emperador estaba muy muy lejos. Y no había otro, evidentemente, que
pudiera culpar de nada a Bryon.
Al menos abiertamente.
De modo que, casi inmediatamente después de haber pronunciado sus
primeras palabras, añadió:
—¿Cómo? ¿Aún estás aquí? ¡A las armas! ¡A los caballos! ¡Persigúelos!
¡Tráelos! ¡Fuera de mi vista!
El Barón bajó sus pesados ojos, apretó aún más fuertemente sus pesadas
mandíbulas, miró en derredor buscando a cinco buenos (es decir, malos)
hombres, hizo un gesto con su mano cubierta de mallas y con su ronca voz
ordenó, tras una inclinación al rey tan breve y poco profunda como se atrevió:
—¡En marcha!
El del cuerno tocó algo irreconocible, los dos a caballo se adelantaron,
pero con cuidado de no ponerse demasiado delante, y los infantes pisotearon
detrás, arrastrando sus picas, bostezando, maldiciendo en voz baja,
escupiendo, echando vientos y rascándose los sobacos; todos ellos lanzando
miradas de reojo al pasar líente a cualquier mujer, o incluso mozalbete, lo
bastante estúpidos como para no haberse puesto aún a cubierto. Aunque una
pica no era arrastrada: llevaba un banderín con un puño cerrado.
Por el rey vasallo de Alfland, el Barón sentía, poco más o menos, lo
mismo que por una cucaracha que uno ve pasar por el suelo mientras corre a
ocultarse: un cierto deseo de aplastarla de un pisotón. Nada más. Pero por
Peregrino, el Barón había empezado a desarrollar un sentimiento totalmente
distinto. Pues Peregrino era joven y también el Barón había sido joven en otro

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tiempo; pero Peregrino era también apuesto y admirado, y el Barón nunca
había sido apuesto y jamás, en ningún momento, lo habían admirado. Desde
luego, había quien lo envidiaba, pero de todas las variantes de la admiración,
la envidia es la menos notoria. Y… se decía… que Peregrino era el hijo de un
rey. Aunque no se decía de qué rey. Lo que es más, el Barón estaba seguro de
que debía de ser de alguno del que jamás habría oído hablar. ¡De un rey! El
Barón no era el hijo de un rey aunque, supuestamente, debía ser el hijo de
algún hombre. Había un dato mucho más importante: era el cuñado del Alto
Rey…
Normalmente, al Barón le resultaba absolutamente imposible ponerse en
el lugar de otro, excepto, claro está, del Alto Rey: en todo momento era capaz
de imaginar lo que, siendo él el Alto Rey, habría hecho si el otro, ese Barón,
se hubiera atrevido a llevar a cabo una intentona, una sola intentona, de
apoderarse del trono; y el saber tal cosa era lo que le impedía al Barón
atreverse a hacer tal tentativa…
Entre los súbditos del Alto Rey había quienes se hubieran atrevido a
ayudar a aquellos que hubieran buscado ayuda para echar del trono al hombre
que se acurrucaba en él cual lobo famélico; pero que no lo hacían, ni lo
harían, porque sabían que, en tanto que el Barón viviese, el trono era
potencialmente suyo, y lo sería si alguna vez desaparecía el Alto Rey o se
debilitaba lo bastante mientras aquél aún ostentaba su cargo. Y sabían que el
oro aplacaba al Alto Rey, pero en sus mentes y en lo profundo de sus
corazones sabían que no había nada que pudiera aplacar al Barón.

Y ése era el hombre que iba detrás de Peregrino, mientras Peregrino huía
veloz.
Al fin, rodeado de su séquito, el Alto Rey se decidió a darse un paseo por
la Ciudad Alta de Alf, para mostrar su poder. Y fue así como el Magno
Ejército de Brythonia del Este, su Alto Rey y Alta Corte, así como su Gran
Capellán, se encontraron marchando en dirección sur por la Calle
Adoquinada, al mismo tiempo que el Protopresbítero Mitrado (¿y quién sabía
si pronto no sería también martirizado?) de la Brythonia del Este, Alvica, con
sus sacerdotes y rebaño de fíeles, aparecieron en la misma marchando hacia el
norte. Bien, en el caso de que el Barón Bruno, cuñado del Alto Rey y por
designación real Comandante en Jefe de los Ejércitos, hubiera sido el que
abriese la marcha, poco habría durado quien inmediatamente no se hubiera
lanzado al suelo, prosternándose con la frente pegada al polvo para lanzar a
gritos la antigua (y, esto será mejor que sólo nos atrevamos a susurrarlo, la
originalmente pagana) alabanza y salutación: «¡Qué viva por siempre nuestro

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Alto Rey!» (lo cual, cuando menos, resulta doctrinalmente dudoso, pues de lo
contrario todos los estudios de escatología se irían literalmente al cuerno)…
Pero el protocolo, por no decir nada del orgullo del propio Alto Rey,
impedían que tal personaje iniciase el cortejo. Igualmente, si la mano derecha
del Protopresbítero Mitrado, que en su vida privada era un matarife jefe de un
carácter infernal, hubiera sido el primero entre los que marchaban en su
grupo…
Dejémonos de suposiciones.
Los dos sumos sacerdotes, el Gran Capellán y el Protopresbítero Mitrado,
se reconocieron inmediatamente el uno al otro como miembros de bandos
enfrentados en muchos, muchísimos, Concilios de la Iglesia: habían
intercambiado palabras airadas en el Concilio de Capadocia, se habían
enfrentado violentamente en el Concilio de Beocia y habían unido sus
fuerzas, sólo y exclusivamente en esta única ocasión, en el Concilio de
Babilonia Filadelfia, para lanzar sus cátedras sobre aquellos que propugnaban
la infernal doctrina de la Justificación a través de las Buenas Obras, o sea, las
Obras de Misericordia Corporal. En el acto se olvidaron de sus lealtades
locales, y aún más de la actual situación política.
El Gran Capellán desmontó de su mula y, aunque empleando sólo una
rodilla, hizo la genuflexión ante el Protopresbítero Mitrado. El
Protopresbítero Mitrado alzó su mitra con ambas manos, aunque sólo un par
de centímetros, y, tras volvérsela a calar, hizo la aspersión al Gran Capellán.
Las formalidades de la buena educación habían sido observadas, de modo que
ahora ya podían ir al grano.
—Clemente de Alejandría —empezó el Gran Capellán.
—Teófilo de Antioquía —comenzó el Protopresbítero Mitrado.
Todo el mundo se relajó. Quizá todo acabase finalmente en un baño de
sangre, pero el quizá no era de una seguridad total. Después de todo, no había
nada, absolutamente nada, mejor que una buena, larga y erudita
argumentación teológica. La feligresía local ofreció a los invasores los frutos
tempranos y otros productos del campo. La soldadesca ofreció a la ciudadanía
variantes saladas o en vinagreta y galletas de sus raciones. Incluso el Alto
Rey, a pesar de que se mordió sus largas y sucias uñas y gruñó un poco, acabó
por aceptar unas rodajas de melón frío que le ofreció un vendedor de fruta
local, y tendió su sucia oreja hacia la sagrada discusión.
—Condenación perpetua sin preámbulo ni Purgatorio —dijo uno de los
jerarcas religiosos.

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—Descanso y recuperación ocasionales, intermitentemente, como medida
de gracia, de aquellos que son atormentados —dijo el otro.
El Alto Rey sorbió ruidosamente una de las rodajas del melón frío, y
cuando la hubo acabado, tendió la mano hacia otra. El desaparecido Tesoro
podía estar en algún lugar determinado, o también podía estar en un lugar
totalmente distinto; de su localización exacta no había ninguna certidumbre.
El desaparecido rey vasallo y su vasalla corte podían estar logrando ponerse a
salvo, o quizá no fueran a poder escapar definitivamente, pues no había
certidumbre alguna de lo que estuvieran haciendo.
—Y está escrito: «Allá donde sus gusanos jamás morirán y donde sus
fuegos jamás serán extinguidos…».
—¿Y dónde está escrito: «Allá donde sus gusanos jamás morirán y allá
donde sus fuegos jamás serán extinguidos»?
Después de todo, sólo una cosa era absolutamente cierta: a pesar de que
esta chusma y cualquier otra chusma gritase sus «¡Qué viva por siempre…!»
hasta quedarse ronca, sólo hay una cosa total y definitivamente cierta: que
todos los hombres son mortales. Todos los hombres han de morir.
El Alto Rey siguió montado en su caballo. Y escuchó. Y permaneció
callado.
Tras lo que parecía ser un largo tiempo. Peregrino tuvo que admitir que ya
no oía nada, absolutamente nada, por delante de él: ni clop clop, ni cliquetic
cliquetic, ni murmullos apagados, ni sonidos inadvertidos tales como
cualquier tropa, excepto las más disciplinadas, emiten ocasionalmente; ni
siquiera un relincho o un resoplido.
Detuvo su caballo.
Inmediatamente el caballo se fue al borde del camino y comenzó a pastar
hierba. Todo era silencio.
Y, no obstante, Peregrino no oía nada. Algún aroma, supuso que un aroma
recordado de su niñez, madreselva, quizá, o tal vez espino o acacia, le
embargó y se mezcló con tantos otros recuerdos sensoriales de su infancia…
el olor de la hierba húmeda que aplastaban los cascos del caballo… y, desde
luego, el olor del mismo caballo, miedo no has de tener alguno, Peré, pues
papá agarrado te tiene, y el mismo tacto del animal entre sus piernas (durante
lo que llevaba de camino hasta el momento no había tenido tiempo para
hacerse reflexiones como ésta)… Y otros sonidos y cosas de la niñez
comenzaron a surgir por todos lados, tales como el rompeteo de los insectos y
el zumbido de las abejas. Pppppp… Zuuummm… Las mismas hojas de los
árboles comenzaron a susurrarle como en otros tiempos, como en sus

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primeros años de vida… Pere… Pere escucha… escucha: eso era lo que
parecían decirle todos los sonidos… ¿Acaso en su infancia, cuando todo le
resultaba nuevo, cuando todo era inocencia, cuando todo parecía haber sido
puesto allí para él, acaso entonces los mares de árboles no parecían haberle
dicho esto? Sí, lo habían hecho. ¿Y qué otra cosa parecían decir?
Se dejó arrastrar por la Memoria, la dulce hermana… ¿O era la dulce
hija?… Pere… Pere escucha… escucha… escucha Pere niño no sigas mucho
más lejos por este camino ni tampoco regreses por donde has venido
porque… ¿Cómo?
No tenía ningún recuerdo, en lo más mínimo, de haber oído tales palabras
en su niñez. Ningún recuerdo.
—¡Pero se dio cuenta, y esto sólo le llevó un segundo más, de que era
ahora cuando estaba escuchando aquello! Desde luego, de niño había
escuchado las voces de los bosques que le hablaban, con su Pere… Pere
escucha Pere, pero le habían dicho otras cosas, y lo que le habían dicho en
aquel entonces era una cosa, y lo que le habían dicho ahora otra. Otra muy
distinta.
—Te oigo y te estoy escuchando —dijo al fin. En voz alta, pero no muy
alta. No era necesario hablar muy alto.
No a las dríadas, que ahora le hablaban desde cada árbol y cada matorral.
Bueno, desde casi todos…
Fue entonces cuando un zumbido y un trompeteo y un agitarse tomó la
voz cantante, y también reconoció a esta voz: el Viejo del Roble.
—Peregrino, hablamos contigo y puedes oírnos, porque nos damos
cuenta de que tus oídos no se han cerrado a nuestras voces, y hay en ti ese
brillo que nos muestra que las aguas no han sido vertidas sobre tu cabeza,
que no has sido ungido con esas aguas que cierran para siempre los oídos de
niños, hombres y mujeres a nuestras voces…
Y él, Peregrino, reconoció que tal cosa era cierta:
—Todavía soy un pagano, un no bautizado. Un hijo de la madre
naturaleza. Y os oigo y os escucho.
Las dríadas repitieron su suave y dulce murmullo:
—Escucha, escucha, escucha, Pere niño. No sigas mucho más lejos por
este camino, ni tampoco regreses por donde has venido, porque hay peligro
delante y hay peligro detrás…
Y las abejas hicieron su solemne juramento afirmativo, con su solemne
sonido en la nota Zuuummm…

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—He oído, os he escuchado y os creo —dijo—. Luego, ¿qué es lo que
debo hacer?
Y las dríadas le medio dijeron, medio cantaron:
—Se lo preguntaremos a nuestra hermana mayor…
El Viejo del Roble, con su más profundo trompeteo, zumbido y agitación,
también contestó:
—Y yo se lo preguntaré a mi hermana mayor…
Y de un árbol aún más inmenso llegó una voz aún más profunda y
resonante:
—Hermanas dríadas, hermano Roble, amigo Peregrino, soy vuestra
Hermana el Haya que, habiendo sido preguntada, debe contestar. Peregrino,
hace mucho, cuánto no te podría decir, pero fue hace muchas nieves y
muchas primaveras, en el entretiempo muchos lobos han aullado y podría ser
que entretanto también haya visto al olifante bajo mis ramas, el que ya se ha
ido, ¡oh, cuánto hace que el olifante se ha ido de debajo de mis ramas,
desapareciendo de un horizonte al otro!… Pero me estoy extendiendo y debo
ser breve: un día, hace mucho mucho tiempo, llegaron hombres y cortaron a
mi hermana… -las dríadas se quedaron quietas y sollozaron por un momento,
luego su sonido se fue haciendo débil y el Haya, alzándose muy por encima
de todos ellos, prosiguió—:… y talaron a mi hermana y de su sustancia
hicieron muchas cosas, cuyo uso en la mayor parte de casos no comprendo.
Pero algo sí sé: de su corazón hicieron ciertas tablas y las alisaron
perfectamente, pues era un tiempo incluso anterior a cuando los hombres
fabricaron tablillas y las recubrieron de cera para escribir sobre ellas… Y en
esas tablas, Peregrino, mi ahijado (porque tú fuiste concebido debajo de un
haya, ¿lo sabías? No es que eso importe ahora, pero…), bien, sobre esas
tablas hechas de mi hermana Haya…
Y, de repente, estalló en la mente de Peregrino y estallaron de sus labios
palabras que antes había escuchado y que no había comprendido… hasta
ahora… y que incluso había olvidado:
—¡Cuidado con las tablas de madera de haya con los terribles signos!
Y todos los árboles se agitaron y cada rama asintió con un movimiento.
Y cada arbusto asintió con un movimiento.

Ambrosio Luciano, Emperador del Centro, habiendo asumido la diadema


y la púrpura (y con ellas los nombres tradicionales de Augusto Adriano Nerva
Constancio Maximino Trajano y así más y más y más hasta el César que se
daba por sobreentendido), había emitido uno de sus primeros decretos en el
que se legislaba que todas las ceremonias religiosas, cualesquiera que fuesen,

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eran declaradas legales, a excepción de aquéllas en las que se llevasen a cabo
sacrificios humanos o castraciones de personas… tras lo que inmediatamente
dejaron de llamarle por la mayoría de los nombres nobles que había asumido.
Los cristianos le llamaban Ambrosio el Apóstata, los paganos se referían a él
como Luciano el Liberador. Y, entre los muchos resultados de este edicto y
decreto uno fue el que de nuevo se echara a suertes la elección de los
miembros del Colegio de Sacerdotes que tenían que oficiar en los muy
antiguos Juegos Iguviúmicos. En realidad no eran, ni lo habían sido desde
hacía muchísimo tiempo, nada que se pareciese a unos juegos excepto en la
acepción más arcaicamente dudosa de la palabra; de hecho, ya ni siquiera
tenían lugar en la Vieja Iguvium, porque la Vieja Iguvium se hallaba en la
Vieja Umbría y ésta aún estaba dentro de los dominios del Emperador del
Oeste. Entre las posesiones del Emperador del Centro se encontraba la Nueva
Iguvium en la Nueva Umbría, que era una vieja colonia de la otra, en la que
desde tiempos muy antiguos se habían ofrecido sacrificios según las
tradicionales costumbres umbrianas, y tales costumbres exigían la presencia
de una pareja de sacerdotes.
Naturalmente, tales sacerdotes tenían que ser de noble linaje y sangre
aristocrática (cierto, las líneas, otrora tan definidas, que separaban a los
patricios de los caballeros eran ya algo perteneciente al pasado, especialmente
en el Imperio Romano Central o Medio), cada uno de ellos tenía que poseer
cuatro miembros y los veinte dedos en los mismos (era motivo de curiosidad
el suponer si podría ser elegido alguien que tuviera más de los veinte dedos
habituales… esto era algo que jamás había sido dirimido y, muy
probablemente, jamás fuera a serlo), así como un pene y sus dos testículos…
eso cada uno de los sacerdotes, como es lógico. Y, evidentemente, tenían que
ser capaces de celebrar la ceremonia en úmbrico que, como el oscano, era una
lengua itálica similar al latín, pero que no era el latín…
… Y casi ya estaba extinta.
De hecho, era dudoso que quedaran más de cuatro candidatos potenciales
que supieran contar hasta cuatro en úmbrico, aun empleando los dedos; no
obstante, el decreto había especificado que las ceremonias debían ser
celebradas y los sacrificios efectuados, de modo que cuatro ancianos
caballeros habían acabado por echar a suertes quiénes serían los dos que irían
a oficiarlos.
Según la ley y la costumbre, serían conocidos como los Hermanos
Sagrados, y el más viejo sería conocido como el Hermano Superior o, si se
prefería, el Hermano Mayor.

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Con ocasión de tales selecciones siempre se ofrecían comidas gratuitas;
también estaba, claro está, el privilegio de servir a los Dioses Inmortales (los
cuales, en los últimos tiempos, habían quedado un tanto olvidados), así como,
naturalmente, el honor de un tal cargo y los estipendios oficiales consistentes,
para cada uno, en un barrilito de polvo de oro, una bolsa de monedas de oro,
tres anillos de oro y un cinturón de plata… además otros artículos, todos ellos
valiosos.
Era la primera vez, en los tiempos más recientes, en que se había
efectuado una selección con la esperanza de que, realmente, a los dos elegidos
se les permitiría viajar hasta Nueva Umbría e incluso celebrar allí las
ceremonias. Pero… siempre hay un pero. Obviamente, uno de los cuatro
candidatos era senil y estaba continuamente sonándose la nariz con el borde
de su toga praetexta, y otro tuvo que ser llevado al lugar de la selección en su
silla con orinal incorporado… Mentalmente aún se mostraba bastante alerta,
pero su impedimento físico ponía en duda…
Así que, realmente, sólo había dos…
Bien; las nuevas religiones, en las regiones recientemente civilizadas,
pueden hallar insolubles los problemas presentados por cuatro personas
echando a suertes el ser elegidas para una actuación de la que solamente dos
eran capaces; pero en derredor de los mares Sinmarea, Interior y
Circunfluidor habían cultos demasiado viejos y demasiado sofisticados como
para preocuparse por eso. Un prestidigitador experimentado siempre era el
encargado de sostener la caja de las elecciones y, cuando se acercaba uno de
los candidatos no deseados, se encargaba de pasarle una bola negra. Así de
simple.
El resultado fue, como cabía esperar, el deseado. O, al menos, el deseado
por las personas al mando. Lo que, a la larga, viene a ser la misma cosa.
Y así:
—Los elegidos para servir a los dioses inmortales en calidad de Hermanos
del Sagrado Colegio de los Sacerdotes en Nueva Iguvium —anunció el
funcionario encargado de la selección— son: el Muy Honorable Senador
Señor Rufus Tiburnus, patricio y caballero, Senatus Publiusque Romanum
Procónsul (retirado)… y…
Hizo ver que tenía que consultar sus tablillas.
—… Y el Muy Honorable Senador Señor Zosimus Sulla, patricio y
caballero, Senatusconsultum de Bacchanalibus (retirado) —aquí dudó. ¿Se
suponía que en este momento debía haber un murmullo ritual de absit omen?
Atisbo, algo perplejo, hacia el busto del Divino Gufus, un emperador

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merecidamente poco conocido. Siendo uno de los escasos funcionarios que
había subido en la jerarquía por su tacto y no por sus traiciones, resolvió el
asunto de un modo realmente admirable: estornudó. Inmediatamente, todos
murmuraron absit omen… excepto un ciudadano recién nacionalizado y aún
más nuevo caballero, un exrey vasallo de los godos del Norte o del Este, que
murmuró algo que sonaba como gezundheit, pero que naturalmente era otra
cosa—… Quieran los dioses enviarnos tres buenas víctimas y signos de buen
augurio.
El funcionario siguió, sin problemas, leyendo el resto de las fórmulas
tradicionales. Al fin llegó a lo que alguno (quizá alguno de los dos elegidos)
se refirió, no demasiado sotto voce, como el grano:
—Se suministrarán literas y cambios de caballos y/o mulas en todas las
Postas Imperiales, más el forraje del día y manutención para los sirvientes,
sean éstos nacidos libres o libertos, esclavos, siervos o servidores, y… —
Aquí miró en su derredor con el aire de quien sabe mantener el suspense—…
y la manutención de los Sacerdotes Colegiados deberá ser igual a la de los
que tienen el rango de César; salve atque vale el reverendo Señor Rufus y
salve atque vale el reverendo Señor Zosimus Sulla… el vino… el agua… las
libaciones… los refrigerios… y recuerdos para aquellos augustos candidatos
que en esta ocasión no han sido seleccionados por los augustos dioses…

—No es un mal arreglo, ¿no crees? —le dijo el reverendo Señor Zosimus
Sulla al reverendo Señor Rufus Tiburnus. Naturalmente, reverendo era el
título acorde con su cargo sacerdotal.
—No, no es nada malo —le contestó éste—. Me voy a ir a casa a preparar
el equipaje; preferiría partir temprano, ¿qué me dices?
—Sí, sí. Una partida muy temprano. Y asegurémonos ambos de que nos
vestimos con ropas muy valientes, recuerda lo que le pasó al pobre Ovidio, el
desgraciado murió literalmente de frío. Y… oh… y…
—¿Sí? ¿Qué más te preocupa?
—Bueno, a decir verdad, no estoy muy seguro. ¿Qué me preocupa?
Seguramente es una tontería. Pero… en vista de que… ¿Crees que correremos
algún peligro? ¿Problemas religiosos? ¿Incursiones de los bárbaros?
El reverendo Rufus se estaba poniendo algo nervioso.
—¿Qué es lo que quieres decir con eso de problemas religiosos? César
Augusto ha proclamado su decreto, ¿no? La gente puede ahora practicar la
religión que desee, ¿no? En cuanto a eso de las incursiones de los bárbaros,
son puras tonterías; los bárbaros fueron derrotados en su última incursión
anual y devueltos a sus casas con los ricos presentes habituales; no habrá otra

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incursión hasta… hasta… bueno, la fecha exacta aún no ha sido decidida,
pero supongo que será muy a finales de la próxima primavera. Tras las
crecidas de los ríos.
Al reverendo Zosimus le costó un tanto digerir esto. Luego preguntó:
—¿Quieres decir… que no nos han dado ninguna cohorte… para nuestro
sagrado viaje?
¡Maldito fuera aquel miedoso!
—¡Exactamente! Es un viaje sagrado, ¿no? «Un viaje sagrado de la Paz
Latina», he olvidado quién dijo eso; sólo sé que era un poeta. ¿Qué te crees?
No, no tendremos cohortes. ¿Para qué te piensas que necesitas unas cohortes?
¡Ya me tienes a mí! —Y se estiró un tanto; quizá el reverendo Rufus Tiburnus
fuera un tanto tragón, pero aún mostraba (al menos eso era lo que sus amigos
tenían buen cuidado en decirle) una figura elegante y varonil.
El reverendo Zosimus Sulla (cuyos amigos jamás hablaban de ese tema;
de hecho era algo que jamás mencionaban… a su cara, pues cuando él no
estaba presente se referían a él como «Bolita de Sebo, un individuo bajo y
gordete, el tipo más simpático al que uno pueda conocer») no pareció
animarse demasiado ante esa afirmación de su compañero.
—¡A mí! —repitió su compañero y Hermano Superior—. ¿Acaso tengo
que recordarte que en tres ocasiones he estado al mando de las legiones? Dos
veces en contra de los borborygimianos. Y otra vez contra los paflagonianos.
Así que…
—Sí, sí. Naturalmente. —Su Hermano Menor Colegiado parecía un tanto
abstraído—. Y, sin embargo… humm. ¿Deberíamos, esto, deberíamos llevar
con nosotros algunas cuentas de colores, por si tuviéramos que negociar con
los nativos?
La réplica del reverendo Rufus Tiburnus a esta sugerencia, por tentativa
que fuera, resultó al tiempo breve y familiar. Dijo:
—Absit ornen.

Gaspar el Soñador yacía soñando, tras sus puertas de cuerno y marfil.


Entonces, sin preámbulos, pidió:
—El huevo de ónice. —Sus servidores se inclinaron en silencio. Le
trajeron el huevo de ónice. Era inmenso y pulimentado hasta tener brillo, y lo
colocaron con tremendo cuidado en su soporte junto a la cama de Gaspar. Él
lo miró largo rato, y dijo—: Las cosas no marchan bien.
—No, amo, no marchan bien.
—Los viejos juegos van a ser revividos, por lo que veo.
—Sí, amo, lo veo.

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Cortinas de apagado carmesí y brillante negro colgaban de las paredes de
la cámara secreta de Gaspar el Soñador. Humeaba un hilillo de incienso
encendido.
—Esto no me gusta nada.
—No, amo, nada.
Gaspar volvió a mirar el globo de ónice. Le parecía que ciertas cosas se
movían dentro, pero tales movimientos y, desde luego, las formas y figuras de
aquellos que se movían, no resultaban claros… excepto, quizá, para Gaspar el
Soñador. Al cabo de un tiempo volvió a hablar:
—¿Cómo puedo quedar totalmente libre para mandar sobre el reino de los
sueños de esta Isla (aunque, en verdad, esto no sea una isla), si se les hacen de
nuevo ofrendas a los Antiguos? Porque a ellos no les gusto. No les gusté
nunca.
—No, amo, no. Nunca.
A veces la cámara secreta de Gaspar el Soñador era redonda como un
círculo o un globo, otras veces parecía tener cuatro lados, otras semejaba
triangular; y luego había ocasiones en las que se hallaba en un estado de flujo,
inmediatamente tras lo cual adoptaba formas para las cuales la geometría de
los egipcios no tenía nombres y, desde luego, tampoco QED. Sin embargo, a
Gaspar no le importaban los QED. Ni tampoco los SPQR. En lo más mínimo
sentía afición por el CHI RHO, y se estremecía ante la sola del YOD HAY VAW
HAY. Todas estas cosas podían parecerles a algunos claramente diferenciadas.
A muchos. A casi todos. Pero algo tenían en común en los sueños de Gaspar
el Soñador: no le gustaban.
—Muchas de estas cosas no son extrañas.
—No, amo, no son extrañas.
Sus servidores parecían ser de pocas palabras.
Pero eran de muchos poderes.
Ninguno de ellos benigno.
Así…
—Y, no obstante, algo de aquí dentro es extraño.
—Sí, amo, extraño.
Cayó un silencio. Los silencios de Gaspar no eran como los silencios de
los otros. Sus silencios estaban llenos de sonidos. Y sus sonidos llenos de
silencios. Y añadió:
—No algo, alguien.
—Sí, amo, alguien.
—Parecía nuevo.

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—Sí, amo, nuevo.
De nuevo el silencio, de nuevo el sonido. Gaspar escudriñó el huevo de
ónice. Y dijo:
—Traedme la arena.
—Sí, amo, la arena.
La arena le fue llevada en aquello Que No Hemos De Nombrar y él la
sopló. Se desparramó, voló aquí y allá. Se posó. Una trama era visible sobre
la moqueta.
—Aquí y allí. Y allí. Por consiguiente a ellos, los de los sueños taciturnos,
hay que enviar.
—Sí, amo, enviar.
—Y dar instrucciones: tales y tales. Y cuales.
La arena pareció estremecerse en la visible oscuridad.
—Sí, amo, y cuales.
De nuevo hubo un espacio que era un tiempo. Y un tiempo que era un
espacio. Y luego Gaspar dijo:
—Traedme las tablas de madera de haya con los terribles signos.
A esta orden no estaba permitido responder con sonido alguno. En
silencio se las trajeron y en silencio las depositaron frente a él. Por un tiempo
apartó su faz del huevo de ónice. Por un tiempo contempló las tablas de haya.
Y después dijo:
—Añadid a continuación un nombre.

En algún lugar, un hombre yacía dormitando en un rincón, bajo una sucia


capa. De repente se alzó. Y comenzó a alejarse de donde había estado. En
algún otro lugar un hombre se irguió súbitamente en su asiento y tomó su
espada y la piedra de afilar. En algún lugar tres hombres que se tambaleaban,
ni siquiera medio despiertos, en derredor de una fogata casi apagada, se
dejaron caer de rodillas: palparon en busca de sus cuchillos, fueron a gatas
hasta la abertura de la cueva y se alzaron al salir de ella; sus manos les
aseguraron que tenían sus cortas y feas lanzas. Y aquí algo pasó, bastante
similar. Y aquí. Y aquí. Y allí y allí.
Pero cuando esos hombres se movieron, desde allí, a lo largo de los
senderos que seguían y mientras corrían o caminaban pesadamente por los
caminos por los que viajaban, nadie sabía los pensamientos que albergaban
sus mentes… si es que sus mentes albergaban pensamiento alguno.
Sólo se apreciaba que dejaban que sus capas cayeran cubriéndolos.
Eso mientras viajaban. Unos hacia el norte, otros hacia el sur. Y algunos
hacia el este y el oeste. Bajo las gélidas y brillantes estrellas. Bajo la fría y

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apagada Luna. Iban lentamente y desde lugares no cercanos. Y alguien, desde
lo alto, podría haber atisbado y visto, calculado, dibujado en un mapa…
incluso un mapa de esos que se trazan sobre la arena… que todos parecían
dirigirse hacia un mismo punto.

Los habitantes de Nueva Iguvium y, cómo no, de toda Nueva Umbria, ya


que ni la ciudad ni la provincia eran demasiado grandes, descendían de un
linaje que, en su única migración de la que hubiera recuerdo, había perdido
todo gusto por la innovación. Allí estaban y allí se quedaban, y allí pensaban
seguir quedándose. Naturalmente, ya no hablaban su lengua ancestral, pues el
latín y el griego la habían ido reemplazando, aunque con gran lentitud. Desde
hacía unos años ya no adoraban a sus dioses tradicionales; es decir, no lo
hacían públicamente, pues tal cosa les había sido prohibida. Los
neoumbrianos eran de una idiosincrasia más bien plácida, y las órdenes eran
órdenes. Pero, cuando consideraban los cambios, fueran éstos religiosos o
políticos, se sentían inclinados, en primer lugar, al asombro, y luego a alzar
sus pesados hombros.
Entre las cosas que les llevaban al asombro y a alzarse de hombros
estaban las noticias (bastante tardías en llegar, pero consideremos que
también podrían no haber llegado nunca) de que ahora había tres
Emperadores en un solo Imperio y tres Personas en un solo Dios. Al no
obtener una explicación válida para esos conceptos tan innovadores, las
buenas gentes de Nueva Umbria habían vuelto una vez más a la
contemplación de las verdades eternas, es decir: que el ajo es el ajo, la
chirivía es la chirivía y el perejil es el perejil, y que una cosa que echaban
mucho de menos era comerse una buena hilera de costillas de cerdo bien
asaditas, tras una buena sesión de ceremonias y sacrificios.
—¡Oíd, buenas gentes, y sabed que vuestros antiguos dioses de Iguvium
en la Umbria no son sino demonios, criaturas infernales! —Les habían
asegurado los sacerdotes de la nueva religión, o religiones… todos y cada uno
de ellos forasteros, y que además hablaban el latín y el griego con acentos
realmente extraños—. Sabed que jamás podréis ser salvados, a menos que
recibáis el Santísimo Sacramento del Bautismo Cristiano y santifiquéis el día
del Señor atendiendo a los servicios de su Divina Liturgia, es decir, acudiendo
a la Santa Misa, en la Única y Verdadera Iglesia: la Áfaranatha -habían
concluido aquellos forasteros, terminando su sermón con una palabra que los
neoumbrianos no habían logrado reconocer ni como latina ni como griega,
pero de la que estaban seguros de que no era úmbrica.

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Y cuando se les preguntaba qué iglesia era aquélla, esos raros forasteros
daban extrañas respuestas: «la Marcionita», o «la Ortodoxa», o «la Gnóstica
Alejandrina Unida». Y muchas más.
A lo que los neoumbrianos acostumbraban a dar únicamente una respuesta
tal como «Oh», o también «Ah», e incluso quizá «Hum». Y dejaban que esos
nuevos sacerdotes les rociasen agua por encima de sus personas y sus casas
(que primero inspeccionaban, para asegurarse de que no contuviesen
«ídolos», como ellos llamaban a las entrañables viejas estatuillas), y sobre sus
campos… No había nada malo en un poco de magia con el agua, ¿verdad? Y
luego les daban a los sacerdotes algo de dinero que, en muchos casos, ellos
arrojaban al suelo y escupían encima, diciendo: «¡Este dinero lleva sobre él la
huella de la Abominación!», cuando cualquier estúpido podría ver que lo
único que tenía impreso era a un Emperador ataviado como uno de los dioses
oficiales, o algo similar.
Tras esto los neoumbrianos habían dejado de lado a los nuevos sacerdotes,
pues estaba claro que hacían locuras y por tanto estaban locos, aunque
naturalmente también eran santos (pues la locura era el signo que dejaban los
dioses cuando tocaban a un humano), y lo mejor era dejarlos en paz. Y los
neoumbrianos volvieron a copular sobre los surcos para asegurar las buenas
cosechas, como hacía cualquier campesino sensato. Claro que ahora lo hacían
de noche, para evitarse problemas.
Los días ceremoniales paganos dejaron de celebrarse; las gentes de ese
territorio más bien olvidado murmuraban entre ellas en tales ocasiones:
«¡Cómo echo de menos los buenos pedazos de cerdo asado!», tras lo que
suspiraban y lanzaban una nostálgica mirada hacia los otroras Recintos
Sagrados, en los que ahora, como cuestión de principio, los cristianos habían
establecido sus basureros. Naturalmente, a las gentes de Nueva Umbría y
Nuevo Iguvium les había encantado oír que el más reciente de los
Emperadores no sólo había decidido que se reviviesen las viejas ceremonias,
sino que además les enviaba uno de los antiguos Colegios Sacerdotales para
que las realizasen.
Se pusieron a la tarea con buena voluntad y limpiaron los Recintos
Sagrados desde el Obelisco hasta los Sitiales de los Augures, aunque quizá
hubiera algo de malicia en el hecho de que echasen todas las basuras
recogidas ante las puertas de las iglesias, y lo hicieran con carcajadas y gritos
de: «¡Todo esto es vuestro y os lo venimos a devolver!». Y fue allí, en los
Recintos Sagrados, con sus sillas colocadas junto a las tablillas de bronce en
las que estaban inscritos los antiguos rituales, donde se sentaron el reverendo

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Rufus Tiburnus y el reverendo Zosimus Sulla, coronados con guirnaldas de
flores y libando vino, tras una triunfal recepción que siguió a un viaje bastante
desprovisto (después de todo) de incidentes.
Una vez que los entusiasmados prohombres de la ciudad les hubieran
invitado con los caldos de las mohosas ánforas que contenían las mejores
añadas, el Quaestor en persona se había adelantado y les había ofrendado el
vino de Falerno destinado a la ceremonia; los dos Hermanos Sagrados se
habían sentido obligados a comprobar que «no se ha echado a perder», tal
como aseveró el reverendo Zosimus.
—No, no parece estar mal —corroboró el reverendo Rufus, dando un
sorbo. Contempló la escena con aparente y digna aprobación—. Espero que
las tablillas estén colocadas en el habitual orden de los viejos tiempos.
Su guirnalda estaba ahora un poco caída de un lado, pero nadie se había
atrevido a decírselo. Y desde luego aún menos su «Hermano Menor» que,
además, sólo estaba un poco menos bebido que él.
—Desde luego lo espero; tienen unas inscripciones espantosas, esas
tablillas… Lo que pasa es que ya no me acuerdo sobre qué… —añadió.
—Sin olvidar —dijo el reverendo Zosimus, sintiéndose un tanto reflexivo
al respecto de las viejas escenas, las viejas lenguas, los viejos tiempos—, sin
olvidar la terrible inscripción en latín arcaico, en la Lapis Niger de la vieja
Roma, que dice: «Si dos bueyes negros hacen pupú aquí, eso traerá mala
suerte. SPQR…». Naturalmente, la traducción es muy libre.
El reverendo Rufus le miró. Dio un sorbo. Continuó mirándole:
—¿A eso lo llamas una traducción muy libre?
El reverendo Zosimus pareció notar un matiz extraño en la voz de su
cofrade.
—Sí, lo llamo muy libre. ¿Cómo la llamarías tú?
—Escandalosamente parafrástica, así es como la llamaría yo.
—Eso harías, ¿eh?
—Sí, eso haría. Creo. Evidentemente, mi latín arcaico está un tanto
oxidado. Otra vez, por favor. ¿Cómo? Oh, bueno, lo que quería decir es si me
podías dar de nuevo esa traducción que has hecho… Claro que tampoco le
voy a decir que no a un poquito más de este vino viejo falerniano… Hummm.
¿Y bien?
El reverendo Zosimus frunció el ceño y luego dijo:
—Si dos bueyes negros hacen chupchup aquí…
El reverendo Rufus estalló en una carcajada.
—¿Chupchup? Hace un momento era pupup.

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—No, exactamente era «pupú»…
—¡Lo mucho que te importará a ti la exactitud! Recuerdo que, en la
escuela, aquel chico campesino… ¿cómo se llamaba?, acostumbraba a
construir las frases mejor que tú. En cuanto a tu… ja, ja, ja… «mala suerte.
SPQR», bueno, yo lo traduciría por, esto… «¡Desgracia sobre vuestras cabezas,
oh Padres de la Patria y Plebe reunida en Asamblea!».
El reverendo Zosimus no hizo ningún intento por simular dignidad:
—¡Vamos! ¡Venga ya! ¡Oh, qué bueno! «Desgracia sobre vuestras
cabezas…». ¿Escandalosamente parafrástica? ¡Ja!
—¿Cómo…? «Si dos bueyes licenciosamente parafrásticos eliminan
aquí…».
—¡Ja, ja! «Eliminar», ésa sí que es buena. Pero si pupú y chupchup fueron
lo bastante buenas para Rómulo, Remo y Mucus Scaevola…
—Mucius, si no te importa.
—Eso es un detalle sin importancia, y sí que me importa. Pedante.
—El pedante lo serás tú… Mucus suena como si el pobre no pudiera
sonarse la nariz…
—Bueno, en realidad, como el tipo ese solamente tenía una mano y en ella
llevaba una espada, lo más probable es que no se pudiera sonar. Ya ves cómo
son las cosas —replicó el reverendo Zosimus.
—No sé qué es lo que tengo que ver: espada o no, podría haberse
limpiado los mocos con el dorso de la mano, como todo el mundo.
—Bueno, si dos bueyes acababan de hacer las cosas que hacen los bueyes
en la Lapis Niger, lo más probable es que el viejales ese tuviera más ganas de
taparse la nariz que de limpiársela.
Tras esto, los dos ancianos cayeron en un verdadero ataque de risotadas.
La ciudadanía aprobó esta acción. Esto ya les gustaba más: las carcajadas
y el ir trasegando vino… ¡la buena religión de antaño! La ciudadanía (que, ya
entonces, allí como en todo lugar, incluía el campesinado) había abandonado
reverentemente a sus dos nuevos y temporales sacerdotes para dedicarse a su
vez a tareas semisacramentales, tales como reunir a la piara sacrificial,
preparar una buena superficie de tizones al rojo en los pozos de fuego y
también sacar agua del viejo pozo sagrado, para poder escaldar las cerdas de
los gorrinos cuando llegase el momento.
El Quaestor (cuyo cargo, en otro tiempo, había sido predominantemente
fiscal) estaba cerca, de pie y escuchando, aunque sólo con relativa atención
(¡así era como tenían que hablar los sacerdotes!); al fin dio un paso hacia
adelante.

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—Si les complace a sus Santidades y si sus Santidades están dispuestas,
tenemos aquí, en una bandeja de plata, las ofrendas de tocino y grano y vino,
con cerveza opcional, para realizar las libaciones habituales. Y las tres
marranas preñadas.
El reverendo Rufus le miró con aquella mirada especial que, en otro
tiempo, había calmado inmediatamente a legiones amotinadas.
—Bueno, pues supongamos que nuestras Santidades no están dispuestas.
¿Qué es lo que haría usted entonces?
Claramente, el Quaestor no estaba preparado para sugerir algo que pudiera
hacer, por lo que se produjo un silencio muy notable, que al fin fue roto por el
reverendo Rufus:
—De modo que la cerveza es opcional, ¿eh? Bueno, pues podríamos…
—¿Eh? ¿Qué dices de cerveza opcional? Déjame ver, miremos esta
tablilla de bronce con las reglas grabadas en el viejo y buen idioma
úmbrico… Hum. ¡Voto a los Nueve Dioses! «Vinu heripuní», está clarp: vino,
con cerveza opcional… Bueno, ¿y qué crees que deberíamos hacer?
—Pues mandar que nos traigan la cerveza, claro. Eso es lo que
deberíamos hacer… «heri puní», la cerveza es opcional. De modo que tráenos
la cerveza, Quaestor, y no seas tan lento en traerla. El tipo este es demasiado
lento, ¿no crees?
—Demasiado lento es poco. No sería tan lento si tuviera que correr por
encima de los pozos de tizones encendidos para ir a buscarnos la cerveza, ¿no
crees?
—¡Ja, ja, ja!
—¡Jo, jo, jo!
—¡Quaestor!
Pero el Quaestor ya se había ido a buscar la cerveza. A la carrera.

ESCENA: La residencia del Padre Fufluns, un sacerdote heresiarca, en un


poblado. Entra Basnobio, ayudante del mismo.
—Le buscan, Padre Fufluns.
—¿Para qué me buscan?
—Para administrar el Sacramento de la Levitación, estimado ilícito por el
último Gran Concilio, por saborear excesiva santidad, así como estar
conectado con las fenecidas y reprobadas Leyes de la Pureza Levítica, aunque
sólo sea de un modo homónimo. Así que, arriba.
Basnobio tenía un modo de ser bastante brusco y cínico, pero era tan culto
y eficiente que, realmente, su superior no sabía cómo arreglárselas sin él.
Además, Basnobio ya le había seguido por toda una serie de herejías variadas

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y cismas, con una lealtad que merecía ser calificada como admirable. Aunque
quizá no fuese tanto… ¡Basnobio admitía propinas!
El Padre Fufluns deseaba tomar su almuerzo, así como otras cosas que,
seguramente, no deseaba aguardar quien ahora le esperaba en el exterior, por
lo que se sentía inclinado a refunfuñar. ¡Y vaya si refunfuñaba!:
—¡Oh! ¡Por el Dulce y Santo Cielo y por San Efraín, el Diácono de Edesa
(al que hay que interpretar correctamente, claro)! Nunca se tiene un momento
de paz en esta parroquia. ¿Cómo se supone que voy a tener tiempo para vestir
a los desnudos y visitar a los enfermos y exorcizar demonios si la gente no
deja de venir aquí, porque quiere ser levitada?
No obstante se alzó y tendió la mano hacia las ropas que le presentaba su
ayudante. En aquella ocasión, Basnobio no estaba dispuesto a soportar sus
quejas:
—Su Reverendísima debería haber pensado en todo esto antes de unirse a
la Iglesia Hereje Heterodoxa Gnóstica. Su Reverendísima tenía ante sí una
carrera muy prometedora en la Iglesia Musicológica Mixolidiana.
—Sí, pero la jerarquía mixolidiana era tan puritana… me llamaron
proxeneta y pederasta y simonista y yo que sé cuántas cosas más… ¡Además
afirmaron que desafinaba al cantar! ¡Una mentira! Lo que sucede es que yo no
siempre cantaba al estilo mixolidiano. Era una cuestión de conciencia: si un
hombre no puede cantar tal cual le inspira el espíritu, bueno…
Su voz sonaba ahora un tanto apagada, debido a que tenía que atravesar
varias capas de vestimenta, incluido el llamado Manto de Elias. Consistía éste
en una piel de cordero excepcionalmente gruesa, muy útil en las regiones
invernales de, digamos, la Sarmacia Superior; pero simplemente pintoresca y
condenadamente picajosa en los climas más veraniegos del sur. No obstante:
lévitación… Elias había subido a los cielos, ¿no?
—Ya estoy a punto —dijo el Padre Fufluns.

Peregrino había seguido el camino que las ramas de los árboles le habían
indicado, y este seguimiento había sido, al principio, algo difícil, porque
había, en el primer espacio entre los árboles, una abrupta pared de roca
desnuda. Afortunadamente, no era especialmente alta ni especialmente dura
de escalar, y también afortunadamente, los cascos de su caballo la habían
marcado bien poco. Quizá no para algún ojo tan agudo como el del legendario
ateniense; pero, de seguir en este mundo, el legendario ateniense no estaría
por allí, sino muy lejos, en profunda discusión con los sabios talmúdicos de
Sura y Pumbaditha, argumentando sobre los misterios del huevo puesto en el
Sabbath y el maligno hábito de ciertos sectarios de encender falsos fuegos de

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faro con la pretensión de haber visto la Luna Nueva. Al cabo de un tiempo
aquella protuberancia de los pelados huesos de la tierra dio paso al verdadero
bosque y, siempre obediente a las ramas que le hacían señas, Peregrino las
siguió por entre la espesura.
Por los bosques…
Bosques de robles, bosques de pinos; roble para el buen amueblamiento y
las quillas y vigas y las grandes costillas de los navíos, roble para las barricas
de vino. Pino para el alquitrán y las planchas para las naves bien embreadas.
Pino para la resina que verter en los barriles de roble y así mantener el aire
fuera del vino e impedir que se avinagrase. Pino para la yesca para una rápida
llama; roble para las grandes masas de tizones encendidos parecidos a piedras
de ámbar, masas de tizones para que duren toda una noche y asar el buey.
Muchas generaciones de planchas de pino eran colocadas y gastadas en
cualquier bote o navío, pero las vigas de roble eran para siempre… Bueno,
para casi siempre; pero cuando el roble ya no servía, el barco tampoco. Para
obtener rapidez, apresuramiento y servicio inmediato, el pino. Para obtener
durabilidad, el roble.
Al fin Peregrino vio, por una parte, que las ramas estaban siendo mecidas
por el viento en lugar de hacer gestos. Y, por otra, que se hallaba en algo que
tenía cierta semejanza con un camino. Alta crecía la hierba en él, pero era un
camino.
No sabía a dónde le llevaría el camino, aunque esperaba que le llevase con
sus amigos de Alfland, pues, aunque no les conocía desde hacía mucho, eran
la única gente a la que conocía en aquella tierra lejana. Claro que, si bien era
importante dónde le fuera a llevar aquel camino, aún era más importante otra
cosa: ¿en cuál de las dos direcciones debía ir?
No soplaba un viento que él notase, pero, como si lo hubiera, los
arbolillos inclinaron sus troncos y los árboles más grandes movieron ramas no
más gruesas que esos arbolillos. Se movieron lentamente y, supuso, por
última vez. Se movieron hacia la derecha. Peregrino les dedicó a todos un
último y cariñoso saludo, oyó un crujido final y amistoso de ramas, un
zumbar y un resonar. Y volvió la cabeza de su caballo hacia la derecha.
Escasamente había recorrido una legua, o quizá no fuese ni media legua,
cuando escuchó a una voz decir:
—Alto. Si pasas, atente a las consecuencias.
Eso dijo la voz. Era una voz temblorosa y ronca y, si bien no estaba
totalmente desprovista de convicción, la verdad es que no tenía demasiada.
Peregrino miró hacia adelante, miró a la derecha, miró a la izquierda y,

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dándose cuenta de que sólo miraba al mismo nivel que sus ojos, miró hacia
arriba. Nada.
Así que miró hacia abajo.
Y allí, reclinada con evidente cansancio bajo un matorral de lavanda,
descubrió a la más vieja, descuidada y miserable esfinge con la que jamás se
hubiera topado; iba maquillada con el rimmel más de baratillo que había, que
ya empezaba a corrérsele, y olía a perfume ya rancio.
—¡Vaya! —exclamó Peregrino. ¿Debería de habérsele puesto la carne de
gallina? Después de todo no se veía ningún precipicio por el que le pudiera
arrojar la esfinge, como se decía que tenían el mal hábito de hacer con los
viajeros con los que se topaban. Por cierto, Apolodoro había insistido en que,
en realidad, debería llamárselas esfinjas, por aquello de que todas eran
hembras; pero Apolodoro no estaba allí… Repentinamente, Peregrino tuvo
muchas ganas, en vano, de volver a ver al estudioso e idiosincrásico anciano
—. Vaya, vaya, vaya… ¿No se supone que tendrías que hacerme una
pregunta?
—Bueno, honestamente —dijo la esfinge—, quiero decir, en realidad…
claro que se supone que tengo que hacerte una pregunta.
Su forma de hablar era un tanto petulante, pero algo más se sobreponía a
esa petulancia.
—La verdad es, si realmente quieres saberlo —prosiguió malhumorada la
esfinge—, que ya me he quedado sin preguntas que formular.
Y su labio inferior tembló y una lágrima rodó de cada ojo, haciendo que
aún se corriese más su maquillaje, que ciertamente ya no podía estar peor. Y
se sorbió los mocos. Y luego dijo:
—Supongo que no conocerás algún buen enigma, ¿verdad? —Después de
todo, aquello era una pregunta, pero había sido hecha sin demasiada
esperanza—. Antes tenía una pregunta, quiero decir un enigma, muy bueno,
con el que había liado, bueno, a multitudes de personas. Y entonces aquel
griego…
—¿Edipo?
—¿Se llamaba así? Oh, no me importa cómo se llamaba, realmente, el
caso es que se marchó y se dedicó, así de llanamente, a decirle a todo el
mundo, a todos los que se encontraba, cuál era la respuesta al enigma. Y las
cosas ya no han vuelto a ser como antes. Después de aquello, la gente se ha
acostumbrado a echarse a reír cuando me ven. ¡Incluso antes de que tenga la
oportunidad de proponerles el enigma! —Metió la cabeza bajo el ala y se

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sonó la nariz. Luego la cabeza apareció de nuevo y miró a Peregrino con ojos
algo más brillantes. Le preguntó—: ¿Y…?
—Bueno, no sé si debería… —musitó Peregrino, mientras se atusaba su
recién crecido bigote (realmente era un bigote, ¿saben?, y no una sombrita de
pelillos sueltos)—. Además, pensaba que él te había matado.
La esfinge cloqueó.
—¡Oh, fue un truco mío! ¡Me hice la muerta! ¡Imagínate, realmente trató
de asesinarme! ¡El muy cerdo!
—¿Y qué? ¿No habías tratado tú también de matarlo a él? ¿No mataste a
otras personas si no sabían la respuesta a tu tonto y viejo enigma?
La esfinge le miró con algo que parecía asombro.
—¿Matar a la gente? ¡Ni hablar de eso, no! Naturalmente, tenían que
pagarme una prenda, pero no era ésa… ni mucho menos. Y no sé lo que hizo
que ese griego se pusiera tan tonto… es decir, después de todo…
—Oh, bueno —aceptó Peregrino. Pensó un instante—. Así que un
enigma, ¿eh?
La esfinge le miraba con ojos brillantes como los de un pájaro.
—¡Hey! —exclamó Peregrino—. Escucha esto: ¿qué es lo que se puede
tocar y es inmaterial?
La esfinge se acurrucó, frunció el ceño con fiereza y se concentró. Pasó un
tiempo. Al fin la esfinge dijo:
—¿Qué es lo que se puede tocar y es inmaterial? Supongo que no será un
trasgo, ¿no? No, claro, eso no es inmaterial. ¿Y un espectro? No, eso no se
toca. ¿El alma? No, estamos en las mismas. —Se quedó un rato pensativa. Y
luego más. Y más—. Bueno —dijo al fin la esfinge, con más sequedad—. Me
rindo. No lo sé. (Además, ninguna de las respuestas que se le ocurrían le
parecía demasiado buena). Muy bien, ¿qué es lo que se puede tocar y es
inmaterial? ¡Dímelo!
—La música: es inmaterial, y se toca.
La esfinge parpadeó. Entonces se mojó el dedo de una pata en la boca y
con él mismo se mojó un párpado. Entonces se llevó la pluma de la punta de
un ala junto a la nariz. Entonces parpadeó. Entonces, de repente, comenzó a
correr en derredor, en círculos, aleteando y carcajeándose con incontenible
alegría. Entonces se alzó volando en el aire y comenzó a girar y girar y girar
en círculos. Entonces, de un modo un tanto brusco, descendió de nuevo.
—¿Pasa algo? —preguntó Peregrino, preocupado por aquel
comportamiento.
No tendría que haberse preocupado. Por aquel comportamiento.

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—Chissst —advirtió la esfinge—. ¿Por casualidad te anda siguiendo una
banda de hombres armados, que llevan una bandera emblasonada con un puño
cerrado?
—¡Zeus-Júpiter! —exclamó Peregrino—. Bueno, no lo sé con seguridad.
Quiero decir que podría ser. No planeé que me siguiesen. Me pregunto si sería
de esto de lo que me estuvieron advirtiendo las dríadas. Esto… ¿andan ya
cerca?
—Buenoooo… —La esfinge le miró por un momento con una expresión
rara. Al cabo suspiró—. Oh, no lo haré: iba a contarte una gran mentira y
luego a… pero no lo haré. Así que la verdad es que no están lo que tú dirías
cerca, pero… Tengo miedo por ti. Disfruto de tu compañía, te lo puedo
asegurar, pero cuanto más tiempo gastemos en esta deliciosa conversación,
más cerca estarán ésos. Y, aunque esta cosa signifique tal para mí, me temo,
para ti significa cual, que es algo muy distinto. De modo que… —Y aquí otra
lágrima rodó por la mejilla de la esfinge—… lárgate ya. ¡Nunca sabrás lo
mucho que has hecho por mí!
Y mientras Peregrino, con un gesto de despedida de la mano, comenzaba
a ponerse en marcha, la esfinge se alzó con un aleteo hacia él y le dio un
corto, muy corto abrazo, y un rápido, muy rápido beso. Y entonces no
descendió, sino que se alejó volando hasta perderse de vista.

El dragón Smaragderos estaba planeando apaciblemente por los reinos


azules del aire a una muy grande, y por consiguiente muy segura, altitud,
cuando de repente se dio cuenta de algo que provocaba su desagrado; es decir,
para no caer en barroquismos inútiles, se dio cuenta de algo que a él, el
dragón Smaragderos, le desagradaba. Porque decir (tal como hemos dicho)
que era «algo que provocaba su desagrado» es, sin duda alguna, hacerse
culpable de lo que muchos han llamado, y siguen llamando, La falacia
patética, o sea pretender personificar a la Naturaleza y atribuirle cualidades
presuntamente humanas, para de este modo… ¡Diablos, basta ya! Y este algo
lo describió, en un murmullo encantatorio ritual, como: «Fuertes vientos de
proa, procedentes del norte nordeste, que se espera alcancen pronto la fuerza
de galerna…». Pronto, al menos, a aquella altitud.
Bien, esto no quiere decir que el dragón Smaragderos no pudiera volar
con vientos que le diesen de frente, pero el caso era que el esfuerzo… la
energía… Ya había escondido el Tesoro de Alfland en un lugar que él conocía
y los humanos intentarían hallar, y ahora tenía otras cosas en la cabeza. Pensó
en aquellas cosas, incluso al mismo tiempo en que pensaba en estas otras

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nuevas cosas; y los pensamientos de un largo y escamoso dragón son largos y
escamosos, de modo que se sintió obligado a considerar su situación actual.
¿Debía ir, en tanto que esos altos vientos durasen? ¿A resguardarse y
descansar en el interior de la caverna de un farallón que él conocía? ¡No!
«Es un agujero sucio y apestoso, hay algunos dragones que no tienen ni
idea de los más elementales principios de la limpieza, y desde luego es un
dragón muy guarro aquel que ensucia su propia guarida… o al menos una
guarida que, no perteneciendo a nadie en particular es, al fin y al cabo, la
guarida de todos…».
Algo parecía estar ahora mordisqueando los bordes de la mente
dragoniana y comenzó a considerar tal pensamiento mientras realizaba vuelos
de ensayo a diferentes niveles, para ver si le era posible evitar los vientos de
proa (por no hablar de las galernas)… Y, entonces, centró del todo el
pensamiento, o sea que éste le dio en algún lugar situado a corta distancia del
ojo pineal:
—¡Lastre! —gritó—. ¡Tengo que tomar lastre!
Tras lo que se echó a reír a carcajadas, mientras movía reprobadoramente
su escamosa (o escamada, aunque a nosotros nos guste menos esto) cabeza, a
modo de autocrítica por no haber visto antes lo que ahora le resultaba tan
obvio.
Lastre. Un gran peñasco le serviría. Uno que fuera lo bastante grande pero
que, claro está, no fuera demasiado grande. O un tronco. O también podía ser
un cordero. O un buey. Podía agarrar cualquiera de esas cosas con sus zarpas.
Todo dependería de lo que hallase.
Y comenzó a mirar hacia abajo y en derredor muy muy atentamente.

—La cerveza. Le ha costado un montón de tiempo traérnosla, lamento


tener que decirlo. Hummnim… No es mala cerveza, ¿no? —dijo el reverendo
Zosimus Sulla.
—No es mala cerveza, no —convino el reverendo Rufus Tiburnus—.
Bueno, supongo que deberíamos empezar ya con esto. De lo contrario
estaremos aquí todo el día y toda la noche. A ver, déjame ver. —Atisbo en las
tablillas de bronce que contenían las instrucciones para los rituales sagrados y
citó—: Sacrificio a Júpiter Grabovius…
—¿Júpiter Grabovius?
—Es lo que dice aquí, míralo tú mismo si no me crees: «Sacrificio a
Júpiter Grabovius… Sacrificio a Trebus Jovius y…». ¿Qué es esto? ¡Ah!
«Sacrificio a Marte Grabovius». Las deidades locales asimiladas en el Culto
del Estado deben ser respetadas por extraños que suenen sus nombres, porque

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de lo contrario los nativos se ponen nerviosos y no podremos acabar antes de
que pase la noche. Y ya sabes que no hay nada peor que el hecho de que los
nativos se pongan nerviosos… Y… Oye, ¿qué es lo que dice aquí? ¡No,
maldita sea… aquí! Con todas esas letritas tan pequeñas, que no se están
quietas…
El reverendo Zosimus escrutó muy de cerca:
—Dice lo siguiente: «Rezar con un murmullo, sacrificar bebiendo
cerveza».
—No, basta ya de cerveza. «Tres cerdas preñadas». Sí, ¿las oyes
gimotear? Pero… ¿cerveza? Nada de cerveza, míralo por ti mismo. No dice
nada de cerveza.
—¡Pues yo digo que nos traigan más cerveza! ¡Quaestor!
El Quaestor se les aproximó un poquito más.
—Solicito vuestro perdón, Santidades —dijo con mucho respeto—, pero
la traducción correcta de esa última línea es «comida», no «cerveza»…
—¡Vaya, lo que debe saber usted de cómo hay que traducir correctamente
esto! —exclamó acaloradamente el reverendo Rufus—. Este tipo se cree muy
listo, ¿no?
—Se cree más listo de lo que sería conveniente para él… Pero lo que a mí
me gustaría saber es… ¿quién ha dejado preñadas a esas cerdas? ¡Y he dicho
que nos traigan más cerveza!
—Yo también lo digo…
El Quaestor se escurrió, mientras el reverendo Rufus gritaba:
—Y dele un poco a los Padres Conscriptos locales, menuda pandilla de
viejos chochos, a ver si así se limpian la mostaza que tienen pegada a las
barbas y los bigotes…
—Sí, eso es… ¡Hey, Quaestor! Haga una cosa; traiga toda la cerveza que
tengan… y dele también un poco a la plebe local… ¿No te parece? —Se
volvió para darle la cara a su Hermano Sagrado.
Quien, rápidamente, añadió:
—No deje de darle algo de cerveza a la plebe. Dele mucha cerveza a la
plebe. La plebe es la espina dorsal del Estado, ¿no es así?
El reverendo Zosimus asintió con la cabeza con tanto vigor que su
guirnalda aún se inclinó más.
—¡La espina dorsal del Estado, con todos los huesos en su sitio…! ¿Qué
hay que decir ahora?
El Reverendísimo Rufus Tiburnus se concentró en las tremendamente
complicadas sílabas del tremendamente obsoleto lenguaje úmbrico.

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—Aquí dice: «Sevaknis persnihmu pert spinia isunt klaves persnihmu»,
bueno, esto parece bastante fácil: «Escupir ceremoniosamente, rezar en el otro
lado del Obelisco (o Simulacrum) que hay en el espinal y…». Humm,
humm… ¿Cómo? «En el mismo lugar se debe rezar con los palos de
embadurnar…». ¿Qué es esto?
—Lamento no compartir esa visión tan simplista que tú tienes del texto.
Tal como yo lo traduzco dice: «… Tras los escupitajos ceremoniales se
deberá rezar al otro lado del Obelisco…».
Su sagrado y reverendo colega estudió de nuevo el texto.
—¿En? Oh, hum… bueno, quizá tengas razón… Bueno, ¿y cómo
traducirías: «isunt klaves persnihmu»? Ja, ja, claro: «En el mismo lugar se
deberá rezar con los palos de embadurnar». Tonto de mí; ¿cómo que no?
¿Pues cómo lo traduces tú?
—Yo lo traduzco: «Con los palos de embadurnar habrá que rezar al otro
lado del Obelisco». Resulta obvio.
El reverendo Rufus Tiburnus lo miró anonadado.
—«Habrá que rezar…».
—O, en otras palabras: «Ungir el Obelisco», o, si así lo prefieres, «el
Simulacrum».
—Si te contara lo que preferiría, seguro que los Dioses Inmortales me
fulminarían con un rayo en el mismo momento.
—Y seguramente te lo tendrías muy merecido… Bueno, veamos qué
queda de esta parte. «Veskles snate asnates». ¡Oh, vaya, hombre…! «Vasijas
mucosas y no mucosas». ¡Y luego negarán lo guarros que eran nuestros
antepasados! ¡Pues esto es una cochinada sin nombre!
El Reverendísimo Rufus Tiburnus, con aire de gran autocomplacencia,
dijo entonces:
—«Vasijas húmedas e inhúmedas», o lo que es lo mismo, si uno no se
atiene a una traducción absurdamente literal, «secas». Ésa es la lectura
correcta de esta parte.
—¡Oh, vamos, acabemos de una vez, por favor, que en este sitio no nos
van a dar ninguna corona de olivo por nuestra buena retórica!
Su colega se alzó de hombros, tras lo que continuó con su lectura de las
tablillas de bronce.
—«Con las vasijas ceremoniales secas y húmedas rezará ante el Obelisco
(o Simulacrum, si así lo prefieres, e incluso aunque no lo prefieras). Verterá
una libación y danzará el tripudium. Ungirá el Obelisco (o Simulacrum),
y…». ¿Dónde infiernos están esas malditas cucharas de madera?… ¡Mira que

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confundirlas con «palos de embadurnar»! «Y tras esa unción con el ungüento
ceremonial, rezará y se lavará las manos lejos del altar. Regresará al altar y
ante él rezará silenciosamente, consumiendo el vino ceremonial». Ya no
queda vino ceremonial…
—Entonces reza por que nos traigan algo más.
—No comparto tu piedad, cada vez más dudosa… «Struclas fiklas
sufafias kumaltu kapire punes vepuratu». ¡Oh, Dioses! ¿Es que esto no se
acaba nunca? En fin, como decía el viejo proverbio úmbrico: uno tiene el
deber propio de uno, y uno debe cumplirlo. Y blablablá, blablablá, taratá,
tururú. «Y el perro…», ¡qué cosa tan horrible, sacrificar un perro! Menos mal,
eso se cambió hace mucho… así que donde dice «perro» hay que leer
«guarro». O sea, una mano de un cerdo «será enterrada ante el altar. Lucius
Teteius, hijo de Titus, aprobó el antedicho cambio durante su Quaestura»…
—¡Vaya un nombrecito…! Sin embargo… si cambió al perro por un
guarro, no podía ser tan mala persona.
—Esos Quaestores nativos son la espina dorsal del Estado. ¿Y qué sigue
después?
—«Y es preciso que luego los Sagrados Hermanos…», ésos somos tú y
yo, ¿sabes?, «entreguen a los Clavernii presentes en el Festival diez porciones
de cerdo adobado y cinco porciones de carne de cabra asada, y entonces los
Clavernii…». ¿Qué serán esos clavernii?
—La espina dorsal del Estado.
—«… Deberán entregar a los Hermanos Sagrados seis libras de despojos
selectos de cerdo: cumquat taxea lardum», eso dice, más o menos… Bueno.
Tendrán su cerdo asado, para que hagan lo que quieran con él, comérselo o
embadurnarse con la grasa; si quieren cabra, que cacen una… y se pueden
quedar con sus despojos selectos a cambio. «Despojos selectos»… ¿qué es lo
que hace uno hoy en día con despojos selectos? Me gustaría saberlo…
—Yo lo que hago, allá en mi casa, es dárselos a los pavos reales.
—¡Oh! ¿Es que tienes pavos reales en casa?
—Sí, los tengo. Y menudos pájaros ruidosos que son; los envenenaría a
todos si no fuera porque a mi esposa aún le molestan más que a mí. Ése es el
motivo por el que aún los tengo.
—Vaya, vaya, y yo sin enterarme. Bueno, ¿quieres, entonces, quedarte tú
con los despojos?
—No, no, no. Mil gracias. Muy amable por tu parte. Puedo comprarlos a
buen precio en el mercado, de vuelta a casa.

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—Pues bien, una cosa arreglada… Aunque, hummm, supongo que
también podría traducirse esto como «jamón curado de bellota», o «carne de
cerdo entreverada», aunque debo admitir que, en cuanto interviene la h
úmbrica, las cosas se complican…
—La h úmbrica es una maldita dificultad, si quieres saber la verdad; lo
peor de la h úmbrica es… ¿Para qué hablar de eso? Cerdo asado, eso sí que es
bueno para todo el mundo; fue lo bastante bueno para Homero, lo es para ti,
para mí y, desde luego, lo es para estas buenas gentes. Cerdo asado, claro que
sí. ¡Ya verás cómo tragan el buen cerdo asado cuando llegue el momento!
Tras el semiderruido muro espinial un grupo de chiquillos había estado
efectuando un servicio de mensajeros, yendo de un lugar a otro; uno de ellos
llegó a la carrera hasta donde los Padres Conscriptos se hallaban sentados, por
delante de la plebe, que nunca antes había tenido toda la cerveza que pudiera
beber; uno de los primeros se dirigió al pequeño:
—¡Ah, muchachito! Dime, ¿qué es lo que nuestros augustos y
distinguidos visitantes están declamando en estos momentos?
Al muchachito no le podrían haber importado menos los más delicados
puntos del arte declamatorio, por lo que su respuesta fue sucinta:
—Hablan de cerdos, jefe.
El mensaje corrió como el rayo por entre los reunidos; inmediatamente se
oyeron comentarios como:
—¡Ah, cerdo asado! ¡Cerdo asado! ¡Eso sí que es la buena religión de
nuestros antepasados… justo lo que yo quería!
Y los pocos cristianos locales que se habían arriesgado a incurrir en el
anatema eclesiástico acercándose lo bastante como para ver y escuchar (y
observar, con creciente desencanto, la total ausencia de leones y, por
consiguiente, la nula perspectiva de un martirio), refunfuñaron y maldijeron, y
se mesaron las barbas en señal de desesperación.

El camino con el que Peregrino se había encontrado estaba tan crecido de


hierbas que el cansado caballo apenas si necesitaba detenerse para pastar;
simplemente le bastaba a la bestia con frenar un poco e ir arrancando las
plantas a medida que proseguía cansino. De hecho, a Pere le había venido la
idea de que quizá fuese más rápido si dejaba atrás a su caballo; pero dos cosas
le habían disuadido: en primer lugar, que tendría que haberlo hecho antes, y
así el animal se hubiera marchado por terrenos arados y de tal modo no
hubiera dejado huellas, mientras que ahora, si lo hallaban, se le vería tan raro
como a un elefante dentro de una casa… y, por otra parte, que aquél no era un

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caballo suyo y que su legítimo propietario, el Rey Alf, no podía permitirse ir
perdiendo caballos. Así que, con un suspiro…
… Suspiro que, sin embargo, fue interrumpido por dos acciones, ambas
surgidas del caballo (Pere nunca había sabido el nombre del animal, así que
de vez en cuando, y por aquello de mantener buenas relaciones, le había
llamado Dobbin, aunque para lo que le había valido podría haberle llamado
Lento, Plasta o Fido); primeramente el caballo hizo una pausa y alzó la cola y
esto no con la sana intención de impedir que el sol diera en los ojos de su
jinete; luego el caballo procedió a verter una inmensa micción y, acto
seguido, soltó un viento con un sonido parecido a… bueno, si no era
exactamente el de un trueno, al menos era el ruido que hacen las máquinas de
imitar truenos que tienen en uno de los anfiteatros mejor equipados por si el
libreto exige que se usen esos efectos… El caballo alzó su enorme cabeza y
primero gritó: ¡Ja, ja!, luego relinchó y después hizo otros sonidos como
queriendo significar su satisfacción tras obtener aquel descanso de sus tripas.
Y, tras todo ello, y para gran asombro de Pere (cosa que no le impidió seguir
agarrado a los arneses y la silla lo mejor que podía), el animal inició algo que
se parecía mucho a un aparatoso trote. ¿Un galope? No, nadie podría llamar a
aquello un galope… realmente no…

A Peregrino le parecía que, desde hacía ya un cierto tiempo, estaba


cogiendo un camino secundario ahora y un atajo después; de modo que no
tenía ni idea de dónde se hallaba, aunque se encontraba lejos de las rutas más
frecuentadas.
Quizá el duro cabalgar había hecho agitarse demasiado al cerebro de Pere,
pero, fuera cual fuese la razón, el caso es que se notaba muy agitado, y de un
modo tan extraño que no sabía muy bien cómo definirlo. En cualquier caso,
¿cuánto tiempo llevaba ya sobre aquel caballo?… No tenía ni idea. De lo que
sí estaba seguro era de que, persecución o no, le iba a ir muy bien desmontar
un rato; y eso fue lo que hizo, estirando sus agarrotadas piernas y brazos (uno
después del otro, pues no soltó las riendas, que se pasó de la mano derecha a
la izquierda), tras lo que bostezó, parpadeó y dio pataditas para eliminar el
agarrotamiento que le había dormido una pierna…
Se dio cuenta de que tenía sed y sabía que, desde hacía ya mucho, su
cantimplora de cuero estaba vacía. Bueno, si él tenía sed, también debía
tenerla su caballo… Era una suposición que iba de mayor a menor… ¿O de
menor a mayor?
Bueno, bueno.

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De modo que buscó agua. Aquel sendero secundario no había visto pasar
a la posta real desde hacía mucho mucho mucho; ni carros cargados con
mercancías habían aplastado las muy crecidas hierbas de las rodaduras en
muchos muchos días. Ya no se veían grandes y frondosos árboles; la
vegetación era más raquítica y, tras los arbolitos y los matorrales, por entre
los campos otrora cultivados y ahora crecidos de malas hierbas, podía ver más
de una evidencia de derruidas (cuando no incendiadas) villas de latifundistas.
Con el caballo caminando cansino detrás, Pere se abrió camino por entre
ladrillos rotos y grava casi oculta bajo la vegetación, e incluso pavimentos de
piedra. Encontró un pozo: estaba cegado con rocas; una banda de saqueadores
e incendiarios había tenido cuidado en asegurarse de que la siguiente banda
no pudiera calmar allí su sed. Buscó conducciones de agua, pero se habían
caído, aunque estaban aún húmedas y verdosas. Lo malo era que no tenía pala
con la que cavar y llegar hasta el agua. Ciertamente tenía que haber
suficientes sótanos con las paredes intactas como para haberse llenado de
agua durante la estación húmeda, pero ahora no era la estación húmeda.
Peregrino suspiró de nuevo y entonces se le ocurrió una idea: si encontraba
una rama de sauce… Pero no, varita de zahorí o no, aún quedaba el problema
de cómo cavar hasta el agua… Bueno… Quizá, si el agua estaba muy cerca de
la superficie, con un palo aguzado…
Una pared que no se había derrumbado se hallaba justo delante de él y,
como no podía atravesarla, tendría que rodearla; así que giró hacia la derecha
y… se detuvo.
Por un momento no pudo ni imaginar por qué se había detenido, ni
tampoco, cuando se vio girando hacia la izquierda, pudo descubrir por qué
estaba girando a la izquierda. Desde luego, estaba más cansado de lo que se
creía… ¡Ah!
Estaba girando a la izquierda porque su caballo también lo estaba
haciendo, por consiguiente… Por consiguiente, ¿qué? Era mejor seguir al
caballo porque, al menos, uno de los dos sabía adonde quería ir, y ése era el
caballo. Y el animal relinchó de nuevo y apresuró el paso.
Al frente había un estanque. Pere pensó, antes que nada, que al fin podría
beber. Y después podría nadar un poco; y si el estanque no era lo bastante
profundo, al menos podría tumbarse en él y chapotear. Más allá, no
demasiado lejos, vio algunas rocas que surgían del suelo, porosas quizá y
desde luego con agujeros que eran visibles incluso desde donde él estaba.
Inmediatamente se olvidó de ellas: tanto él como su caballo se encontraban ya

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en el agua. El caballo vadeó, resoplando, y mojó su morro; Peregrino se
arrodilló en la orilla, hizo taza con las manos y bebió, y bebió, y bebió…
Aún estaba bebiendo mientras comenzaba a despojarse de sus ropas; al fin
dejó de tragar agua, con su primera sed calmada, y se acabó de quitar la túnica
y los pantalones de cuadros marrones; luego se metió del todo en el agua.
Tembló de placer cuando el frío húmedo comenzó a cosquillearle en el vello,
antes incluso de que se inclinara para cubrir sus muslos y echarse agua sobre
el pecho y la espalda. Pensaba meterse más adentro, pero la fatiga le embargó,
así que se sentó y se recostó hacia atrás, y de nuevo suspiró. Pero esta vez su
suspiro sólo fue eso, un suspiro.
Y, así sentado, miró los alrededores. Después de todo, la gente aún vivía
por aquellos contornos; no los había visto ni los había oído, no había
descubierto signos de qué clase de hombres y mujeres pudieran ser, pero aquí
y allá, en las partes fangosas de las orillas del estanque, se veían pisadas de
niños.
Y entonces vio a los niños, y les dedicó una sonrisa y un gesto amistoso…
Pero se le congelaron ambos…
Tamaño de niños sí que lo tenían, pero no eran niños.
Los niños de sesenta a setenta y cinco centímetros de alto no tienen senos
que se bambolean al moverse, ni barbas, ni vello corporal.
Su sangre se congeló, su corazón pareció agrandársele en el pecho, se le
puso la carne de gallina y los pelos de punta; todos sus músculos se pusieron
en tensión: ¿podría, de una carrera, llegar hasta su caballo (no dedicó un solo
pensamiento a sus ropas) y montar…?
¿Habría escapado el caballo sin esperarle? ¿Podría alcanzarlo y montar?
Aquellos hombres diminutos tenían flechas y arcos, pero no colocaron las
unas en los otros; también tenían lanzas o algo parecido, pero aquellos seres
pequeños, pequeños, pequeños, no las lanzaron. Por un largo momento todo
estuvo inmóvil; ni siquiera el agua hacía olitas. Luego los vio señalándole, vio
cómo dejaban sus armas en el suelo y les oyó hacer el más extraño sonido que
jamás hubiese escuchado. Y también vio cómo lo hacían: colocando las
manos ahuecadas en sus sobacos y moviendo rítmicamente los brazos. Era, en
cierto modo, una bienvenida y era, en cierto modo, un aplauso. Y entonces
hablaron.

—Porque vimo la señá de paso libre que te hizo nuestra hermana-hermano


la Esminge —dijo uno, dijo más de uno, cuando Peregrino les preguntó el
motivo. (Para entonces ya se había dado cuenta de que los miembros del
Pueblo Diminuto tenían algunos problemas de pronunciación, aunque… si

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aquéllos eran sus únicos problemas…). Pere no se molestó en corregirlos.
Ellos sonreían mucho y en cambio casi nunca reían ni hacían otros sonidos
estridentes. Y le tocaban… Muchos de ellos, después de que el primer
atrevido le tocase, se atrevieron también a tocarle. Otros no lo hicieron… ni
entonces, ni luego. Palpó donde los dedos de ellos le habían tocado: aún
quedaban bastantes restos de la pintura de ojos y los ungüentos faciales
aromáticos de la Esfinge en su mejilla como para pringarle los dedos—. Y no
te lo imaginará, pero ante de verte ya te habíamo olido.
—Sí que me lo imagino —había contestado secamente Pere. Pero la
sequedad no había hecho efecto. Como cualquier resoplido o chanza, o
incluso carcajada tolerante o explicación azarada de lo que había sucedido…
o no sucedido… entre él y la Esfinge: no había tal necesidad, no… de hecho,
ni siquiera habían pensado en nada así. La Esfinge era la Esfinge. Y la Gente
Diminuta era la Gente Diminuta. La sonrisita era por su olvido, el olvido de
Pere, de que la señal (o mancha) seguía, o sus restos, en su mejilla.
Sentía un agradable calorcillo enfundado en las pieles que le habían dado
para que estuviese cómodo, y no por otro motivo, pues ellos iban desnudos y
ni se enteraban de ello… o, al menos, no les importaba. Mientras, su ropa
estaba en remojo, en una especie de lavadero hecho en la oquedad de una
roca, junto con algún tipo de hierba saponífera. Ni sabía de qué pieles se
trataba; sólo sabía que, con el pelo hacia el interior, estaba muy a gusto con
ellas. Una especie de bandeja de corteza estaba colocada junto a él, con algo
encima, no sabía el qué, pero sí que era comida; de vez en cuando metía los
dedos y comía. La charla no era incesante, el silencio no era interminable;
sabía que su caballo estaba estabulado a salvo en alguna caverna rocosa, sabía
que ninguno de sus amigos álvicos había aparecido por aquel camino…
Tampoco era que creyese que fueran a aparecer por allí, a menos que
hubieran dado un gran rodeo; no obstante… podrían haber dado un gran
rodeo… El caso era que, por el momento, se sentía a salvo y estaba a gusto. Y
algo adormilado.
Estaba hablando una mujer diminuta, hablando bajo y suave; la escuchó.
—Ah, godo puja abajo a romano y el romano puja abajo al selta y selta
puja abajo a Gente Diminuta. Esto lo sabía tú, sabía también que la Gente
Diminuta somo… —Desde luego eran diminutos, aunque no tanto como esos
enanitos del tamaño de un pulgar. Pere se dio cuenta de que, si uno tenía que
vivir en los agujeros de la roca, le era de mucha ayuda ser diminuto—.
Estudiamo, claro, las artes conocía, aquí, en el bozque… no granjeamo, ¿para
qué granjear? ¿Para qué se no queden la cosecha y lugo la tierra? Y si el metal

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trabajásemo, ¿no verían ello el humo de la forja, el clan clan del metal?
Recogemo lo fruto del suelo, de lo bosque y lo prado… y la hierba mágica, la
raice de la runa… y en eso sí trabajamo… hacemo hechizo, tramamo
encantamiento, creamo magia… ésa son nuestra cosecha, en esto sólo
trabájame y plantamo…
En su mente había una pregunta… no, al menos dos y, por extensión
lógica, tres. Pero un gran sueño se apoderaba de él y… y…
—Has tu pregunta, gigante —dijo un diminuto.
A la débil luz, Pere luchó por formar algunos pensamientos. Unos pocos
eran simples:
—¿Acaso el dolor y la perdición se hallan aún tras de mí? ¿Acaso el dolor
y la perdición se hallan frente a mí? ¿Acaso puedo evitarlos de alguna
forma…?
—Sí y… sí y… de alguna forma.
Durmió.

Era de día y no tenía ya el frío que helaba los huesos al amanecer y,


estando cubierto el cielo, más que esto no podía deducir con respecto a la
hora. Le habían hecho un refugio con ramas techadas por grandes hojas. Al
verle y oírle moverse, de nuevo las diminutas figuras salieron de entre la
neblina; menos que antes, pues ya no era tanto algo curioso y maravilloso. Y
le trajeron castañas picadas en un mortero y mezcladas con agua y miel.
Comió.
Y luego habló. Había estado tan silencioso antes, durante todo el camino,
al no tener quien le escuchara, excepto él mismo, los árboles, la Esfinge y el
caballo, que quizá ahora habló más de lo que acostumbraba… Pero le
escucharon.
—Supongo, estoy seguro, que no tenéis clepsidras con las que medir el
tiempo, y yo no estoy demasiado acostumbrado a contar las horas, pues,
generalmente dejo que el gallo y el asno lo hagan por mí, uno con su kikirikí
y el otro con sus rebuznos… Y tampoco tendréis algo así como un calendario;
hace ya tanto tiempo que no he visto uno que no sé distinguir entre calendas e
idus o idus de gules… Y, no obstante, debo confesar que hay algo en el
tiempo que me confunde… Algo que sucede últimamente… ahora…
Y se mesó la barba; quizá era más espesa que antes, después de todo tenía
una edad en que la barba, tras un largo período de ser afeitada, crece rápida y
se espesa en poco tiempo.
—Ah, gigante, ah…

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Parecían hablarle por turnos… y, aun así, con alguna dificultad; estaba
claro, por las vacilaciones, que no era un tema del que hablasen
frecuentemente… y, sin embargo, entre ellos… no había confusión respecto
al tema.
—No ha oído, gigante, tu filósofo no te dicen que son siete, o pué que
ocho y a quién le importa e interesa… A nosotro no, que hay cierto número
de zonas que refajan el mundo… que ésa son la faja del tiempo… pero parece
que no han pensao, así que seguro que no s’an enterao que hay otra zona…
una al meno, otra… esa faja, o cinturone, esa sei u ocho pasan alrededor de
esta bola de estierco en la que vivimo, pasan de derecha a izquierda, de
izquierda a derecha…
»Pero l’otra faja no. Porque no e faja del tiempo que hace el clima, sino
del tiempo que pasa, y pasa alrededor d’otra manera, de polo a polo y no
d’amanecer a anochecer… sólo toca aquí y aquí; pero suave, que la mueve la
Luna en cierto modo, y la Luna se mueve pero muy poco, pue la Luna es sólo
un planeta de paso… pero siempre toca en esta parte del campo… y quien
pasa por ella, bueno e como si fuera de un día a ninguno, o de una noche a
ninguna…
»… Si fuéramo tú, gigante, eso no no preocuparía mucho el corazón…
porque, ¿puede hacer algo tú pa cambiarlo? No, nada. Por tanto apresúrate a
partir. Lo que podamo hacer por ti lo haremo. Y e esto:
Y, en tanto que esto decían, el esto ya estaba en preparación, pues por el
sendero que había entre una fisura en las rocas y otra (esta última servía como
puerta hacia el resto del mundo en el que el tiempo corría normalmente), llegó
su caballo, y no sólo parecía más reposado por el descanso de la noche, sino
que en realidad tenía mucho mejor aspecto que nunca: con la piel brillante,
los cascos limpios e incluso los mechones de pelo de encima de los cascos
limpios y sin barro. La bestia no tenía heridas de los parásitos y marcas de la
silla de montar, y su crin estaba bien peinada y trenzada con flores. Y aunque
no había otros caballos por los alrededores y no tenía ninguna razón para
suponer que ninguno de los miembros del Pueblo Diminuto trabajase
habitualmente en el establo de alguien, Peregrino pensó que en aquello se
adivinaba un arte superior al del simple cuidado de los caballos…
Les dio las gracias en nombre del caballo y, mientras tanto, llegaron
cantimploras de buen tamaño, bien hechas en madera labrada, con tapones
también de madera, y llegaron una cesta de bayas frescas y otra de bayas
secas; y grano y setas secas y manzanas silvestres también secas, estas últimas
tan fragantes que Pere casi creyó que podría alimentarse sólo con su aroma.

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Estaba dando las gracias también por eso cuando observó que estaban
llevando a cabo otras tareas y, por tanto, tan pronto como hubo terminado con
sus agradecimientos, se volvió para mirar qué era lo que hacían: estaban
trayendo grandes cestas de caña silvestre y, en medio de largos murmullos,
las vaciaban en el camino, en la dirección por la que él había llegado. Cuando
dio un paso para acercarse, se lo impidieron. Le detuvieron con cortesía, pero
con firmeza. Desde luego, la Gente Diminuta tenía autoridad…
Y también magia.
—Oh, lamento haberme metido en algo que no… —empezó a excusarse
Peregrino, pero no eran precisas las excusas, lo que se necesitaban eran
explicaciones, y sus anfitriones se las facilitaron en seguida:
—El dolor y la perdición que te persiguen lo hacen en forma de hombre a
caballo y hombre a pie; no serán mucho, sólo una mano y un dedo, pero están
armado.
Le costó un momento darse cuenta de que el número de sus perseguidores
era de seis; en cuando a cómo sabían esto, o cualquier otra cosa, fue algo que
no se atrevió a preguntar. Sintió que era mejor no preguntar nada de nada; y,
desde luego, las explicaciones continuaron sin sus preguntas.
—¿Ve eso pincho? —Desde luego los veía, los veía perfectamente desde
donde se hallaba. Los espinos que estaban derramando sobre el camino no
eran los pequeños espinos de las zarzas o las rosas, sino que se parecían a los
espolones de los gallos salvajes—. Son de un tipo especia. Lanzarán embrujo
sobre lo caballo de lo hombre del dolor y la perdición, y le harán caminar en
círculo… Y cuando lo hombre del dolor y la perdición desmonten para ver
por qué razón… y también lo que ya estén a pie… caminarán en círculo…
¡Ah!, caminarán sin parar hasta caer, hasta morir… o hasta qu’el hechizo
quede roto, lo que será la misma cosa…

Así fue como Peregrino dejó a la Gente Diminuta que vivía en las colinas
y que, no debiéndole nada, le había dado mucho. Durante mucho y mucho
tiempo habían sido empujados allá y más allá, más lejos y más lejos. Y cuánto
les duraría el respiro actual, era algo que él no podía saber. Las grandes
conquistas del mundo ocurren como el estallido del trueno, y en este último
silencio, mientras el Imperio se derrumbaba, al menos durante un tiempo
tendrían paz.
Al cabo dejó tras él tanto bosques como colinas y, descendiendo, halló el
camino (que tenía aspecto de estar mucho más concurrido que allá atrás), que
empezó a llevarle por una región tan llana, casi, como la superficie de un altar
de sacrificios.

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Pero antes de alcanzar la gran llanura había visto, a no mucha distancia,
alzarse si no una ciudad al menos un gran pueblo, y si no un gran pueblo o un
pueblo a secas, al menos un poblado.
Hizo una profunda inspiración. Y siguió cabalgando.

Dado que cualquiera que realmente fuera alguien estaba contemplando la


Sagrada Ceremonia (exceptuando, claro está, a algunos de los cristianos
locales, que estaban conminados a no asistir, bajo la pena de un anatema
episcopal, y los aún menos numerosos judíos, que, de todos modos, no
hubieran asistido: uno de éstos, llamado Reubén, estaba en aquel mismo
momento preguntándole a otro, llamado Simeón, si no había básicamente una
cierta diferencia entre el cristianismo y el paganismo; Simeón le respondió
que, desde luego, había una cierta diferencia: la que hay entre el caso en que
una roca cae sobre el que la lanza y el caso de que el que la lanza caiga sobre
la roca)… Dado, pues, que casi todo el mundo estaba en el centro de Nueva
Iguvium, la capital, si se podía llamar así, de Nueva Umbría, apenas si
quedaba nadie para observar la reunión progresiva de un cierto número de
personas bajo los arcos de lo que había sido la Stoa. En su forma de reunirse
había algo de furtivo… parecía como si trataran de guardar el secreto… lo
cual, dado que estaban solos, parecía bastante superfluo. Si alguien hubiera
estado presente para verlos, ese alguien hubiera observado, con cierto
asombro, que todos estaban cubiertos con capas. Y también podría haber visto
que, de tanto en tanto, cuando uno de ellos se movía, lo que no era muy a
menudo, aquí y allá mostraba un bulto… que podría haber sido una espada…
o una jabalina… o, incluso, quizá un cuchillo.
Y sucedió que, para ser absolutamente precisos, no estaban totalmente a
solas; pues el «cualquiera que realmente era alguien» y «casi todo el mundo»
no incluía absolutamente a todos: alguien sí estaba allí, y ése era el ciego del
pueblo. Se llamaba Pappus, nombre que incluso él había olvidado, y
habitualmente tenía un niño como lazarillo para que le guiase por la ciudad.
Pero hoy el chico, ¡maldito fuese!, había hecho caso omiso de su obligación,
para convertirse en uno de los mensajeros en los recintos sagrados. Y así
Pappus, hallándose abandonado, sólo se había atrevido a caminar hasta uno de
los puntos que le eran familiares: un nicho abrigado situado frente a la Stoa,
en donde se había sentado a esperar. No tenía muchas otras cosas, como no
fuera paciencia. Y de eso tenía mucho.
No le había pasado desapercibida la aparición de los recién llegados, a
pesar de lo silenciosamente que se habían acercado; de vez en cuando Pappus
había alzado su vieja voz cascada y lanzado su familiar súplica y queja:

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—Dadle algo a un pobre y viejo ciego, hermanos… un trozo de pan, un
cacho de carne, un trago de vino… —Pero nadie le había dado nada de
aquello—. Dadle un óbolo a un cansado viejo ciego, hermanos… media
manzana, un huevo duro, unas nueces…
Pero tampoco nadie le había dado ninguna de esas cosas. Pappus ni
siquiera se había molestado en suspirar. Al menos, por el momento, nadie le
estaba echando a empellones, nadie le estaba poniendo la zancadilla; no
estaba lloviendo y, en su nicho, estaba resguardado del viento. Poco a poco
comenzó a pensar que una reunión tal como la que estaba realizándose, tan
lejos de los Recintos Sagrados, tenía algo de extraña. Pero ni dijo ni hizo
nada. Sólo escuchó. De hecho, siempre escuchaba. Era sorprendente… o le
hubiera resultado sorprendente a los demás, si hubieran pensado en ello;
naturalmente a Pappus no le sorprendía… cuánta, pero cuánta gente suponía,
sin más, que porque el viejo fuera ciego también tenía que ser sordo. Y no era
sordo. En absoluto. De vez en cuando se decía algo estando él cerca que no se
hubiera dicho de estar cerca cualquier otro. Naturalmente, a menudo, fuera lo
que fuese lo que se decía, no era importante (para Pappus) o no lo entendía. A
menudo, pero no siempre. Y a veces era capaz de repetir lo que había oído, e
informar a alguien. A alguien a quien lo dicho le interesase. A veces a un
funcionario, otras a un particular. Y… en algunas ocasiones… era
recompensado.
Naturalmente, nunca de un modo generoso.
Pero incluso la mitad de un huevo duro es mejor que nada.
¿Acaso no era cierto que, de un modo u otro, la gente vendía sus ojos?
Pappus vendía sus orejas.
No se esforzó en escuchar, eso era algo que nunca hacía. Ni tampoco
volvía jamás la cabeza hacia quien hablaba, así que no lo hizo.
De tanto en tanto oía un movimiento. De tanto en tanto oía un paso. De
tanto en tanto oía a alguien sentarse… o levantarse tras estar sentado un
tiempo.
Pero no oyó una sola palabra. En ningún idioma o dialecto. Ni una
palabra. ¡Para decir que a Pappus, que había pasado tantos años siendo ciego
y pobre… para decir que él, a quien tantas cosas le habían sucedido que
podrían ser descritas como extrañas, llegó a pensar en aquello como raro! Sí,
que estaba sucediendo en aquel momento… allí… bajo los arcos de la Stoa,
incluso a Pappus le parecía poco corriente. No habló en voz alta, pero para sí
mismo se dijo: Extraño, extraño, condenadamente extraño: toda esta gente

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parece sonámbula… sí que lo parece… Raro, raro… condenadamente raro…
raro…

—Bien, bien, ¿y qué hacemos ahora? —preguntó el (pro tem y pro hac
vice) reverendo Zosimus Sulla a su igualmente temporal y sólo para esta
ocasión reverendo Hermano.
Quien le contestó, atisbando en las tablillas de bronce en busca de una
pista:
—¿Ahora? Ahora sigue… el «Sacrificio a Júpiter Krapuvius».
—Me estás tomando el pelo, ¿no? ¿Júpiter Krapuvius? ¡Jamás oí hablar
de ese tipo!
—Sí, claro que has oído hablar de…
—No, no he oído hablar de él… esto, bueno, ¡honor a él de todos modos!
Ejem, ejem, absit ornen… ¿Krapuvius?
—¿Preferirías las formas alternativas de Krapouie o Crapouie, con una C,
o Grabouie, con una G?
—Claro que no.
—Bueno, entonces: «Iuve Krapuvi», es decir Júpiter o Zeus Grabovius,
etc., ¡ya te lo he dicho al menos una docena de veces!
—¡Oh, bueno, lo que quieras! Si tú lo dices… Supongo que es una de
tantas deidades extranjeras, desconocida de nuestros padres, naturalizada
como miembro del Panteón por Decreto del Senado; el procedimiento
habitual. Muy bien, muy bien, piadoso Eneas: sé un buen chico y sigue
adelante.
Hicieron sacrificios al Júpiter local con sal, carne y grasa; luego se
quitaron las coronas de hojas de laurel que se habían puesto para esta ocasión.
Lo cual requirió, naturalmente, que de nuevo se subieran un poco las togas,
para volverse a cubrir las coronillas, una medida seguida con cuidado por el
reverendo Rufus Tiburnus, que era tan calvo como un huevo, y con desgana
por el reverendo Zosimus Sulla, que tenía problemas para evitar que el
pliegue de la toga no se le deslizase hasta cubrirle la cara, lo cual le ponía
muy nervioso. Pero ambos cumplieron con el ritual.
—¿Qué hemos de decir a continuación?
—Aquí indica: «Rezar en un murmullo». Así que recemos en un
murmullo… La verdad de lo que sucede, amigo —murmuró el reverendo
Rufus—, es que no puedo leer ni palabra de esas líneas de abajo… el sol está
en la dirección inadecuada. ¿Lo ves tú?
Al principio pareció que el reverendo Zosimus no oía su pregunta. Luego
lanzó un sonoro hipido. Después la toga le cayó de nuevo sobre los ojos. Al

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fin logró apartarla, se inclinó sobre las tablillas de bronce, atisbo de cerca y
dijo:
—Desde luego el sol no ayuda nada; no, en lo más mínimo. ¡Hujus, cujus,
hic, haec, hunc! -anunció de pronto en una voz muy alta, desparramando
carne con un gesto grandilocuente. Los plebeyos, que estaban gozando de una
generosidad cervecera inesperada con una gran satisfacción, estallaron en
fuertes vítores.
—¡Eso ha estado bien! —exclamó el reverendo Rufus—. Muy bien.
Démosles un poco más de lo mismo… Pero ¡no!
—¿Por qué no?
—No es el idioma correcto. Tenemos que decirlo todo en úmbrico. De lo
contrario crearemos malestar.
—Bah. Excepto el Quaestor, que además ya no se atreve a acercarse a
nosotros visto que le hemos dado varios sustos, nadie sabe nada de úmbrico.
Es un idioma totalmente obsoleto.
—Ah, sí. Pero reconocen cómo suena cuando lo oyen…
—Hum. Sí. Es cierto. Bueno, ¿qué hacemos?
—¿Qué hacemos? ¡Pues justo lo que acabas de hacer! Sólo que en
úmbrico… ¿No habrás olvidado los paradigmas, las declinaciones y las
conjugaciones, verdad?
Se quedó mirando a su Hermano Sagrado, y su Hermano Sagrado le
devolvió la mirada.
—¡Vaya una caradura infernal! ¡Si uno jamás se olvida de los paradigmas,
las declinaciones o las conjugaciones! Bien, bien… adelante, pues.
Se aclaró la garganta sonoramente, lo cual quizá fue un error, pues una
parte de la multitud dejó de juguetear y charlar y comenzó a mirarles con
renovado interés.
Apresuradamente, el reverendo Rufus se lanzó a:
—Hatu hahtu, mantraklu mantrahklu, sate sahate, sahta sahata, eturstamu
eheturstahamu…
Y, mientras hacía una pausa para recuperar el aliento, el reverendo
Zosimus le hizo coro con la respuesta de:
—¡Meersta mersta!
—¡Turse tuse!
—Farsio fasio…
La asamblea escuchaba (sin dejar de beber) con mucha satisfacción,
mientras los absolutamente ininteligibles (pero familiares) sonidos de su
sagrado idioma ancestral resonaban en el aire. En ocasiones, uno y luego el

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otro de los sacerdotes visitantes daba patadas para despertar una pierna que se
le estaba quedando dormida (tales movimientos eran tomados por la multitud
como la obligada danza del tripudium); y, de vez en cuando, llevado por el
puro apetito, alguno de los dos o ambos sacerdotes visitantes daba un giro a
los espetones en los que estaban asándose lentamente los cerdos sacrificiales;
e incluso el Quaestor, a quien los tradicionalmente suspicaces gens Petronia
habían obligado a catar la cerveza, para demostrarles que no había sido
envenenada, incluso el Quaestor asintió aprobadoramente con la cabeza.
—Todo va muy bien, ¿no te parece? —preguntó con un susurro el
reverendo T.
—Todo va muy bien, ¿no te parece? —le contestó con otro susurro el
reverendo Z.
Y luego, en algo que más o menos era un coro:
—Hapinaf kapru kumpifiatu Krapuvi, tenzitum tuplak tuva (numeral),
atru, testru (t inicial), ustentu (t segunda), ententu, antentu, ampentu (variante
ortográfica)… Krapuvo, kumiaf…
—Oye, me había olvidado de lo mucho que recordaba —en un susurro,
luego muy alto—: krenkratum krikatru (segunda k)…
—Lo mismo me pasaba a mí —igualmente susurrado—. Me hace recordar
viejos tiempos, mi pedagogo acostumbraba a azotarme si me equivocaba en
una sola sílaba, el pobre viejo. ¿Qué hacemos?
Y allá bajo el pórtico de lo que antes había sido la Stoa, los llamados y
enviados en misión por aquél cuya vida era sólo un sueño, pero cuyos sueños
dirigían muchas muchas vidas; aquellos que tenían en su interior una orden al
respecto de que ninguna espada debía ser blandida hasta que la sal ritual fuera
vertida sobre los fuegos… se quedaron hoscamente acurrucados, temblando
alguna que otra vez, refunfuñando de tanto en tanto… sin mirar a ningún
lugar en particular, si lo hacían, con la vista desenfocada… Y esperaban…
Y esperaban…

Aunque la ruta en la que Peregrino se hallaba ahora debía de ser una de


las más estrechas jamás construidas por el Cuerpo Imperial de Ingenieros y, lo
que era absolutamente cierto, una de las últimas, en cualquier otro sentido,
exceptuando el ancho, era una típica vía romana y corría hasta donde
Peregrino podía ver, en la lejanía, en una perfecta línea recta. De repente
deseó poder ver mucho más lejos. También se lamentaba, y mucho, por no
haberse tomado el tiempo necesario para subir a un árbol, con el fin de otear y
atisbar en busca de sus amigos álvicos… Y (ya puestos a lamentarse, también
podía lamentarse de otra cosa) lamentó no haber pedido a los mismos árboles

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poblados de dríadas que hubieran hecho por él una tal búsqueda. Pero, como
casi siempre sucede, todos los lamentos del mundo no servían para hacer
ahora lo que él mismo había dejado por hacer antes.
Algunas ondulaciones y colinas bajas, lo único que rompía la plana
monotonía de la región, eran, lo descubrió al fin, las ruinas cubiertas de
vegetación de lo que indudablemente había sido una población mucho más
grande, habitada antes de que los problemas de Roma se iniciasen. Y el actual
poblado parecía hallarse contenido enteramente en el recinto de lo que antes
fuera el Agora… y que, en cierto sentido limitado, seguía siéndolo, si las dos
ancianas que vendían zanahorias y rábanos agostados y el viejo ofreciendo
vino de una jarra y aceite de otra (muy mal vino y muy mal aceite, a juzgar
por el olor de ambos) se podían considerar como los vendedores de un
mercado…
Habían levantado chozas con cascotes y paja y también habían hecho
estructuras más resistentes con ladrillos recuperados; pero el centro de la
plaza era una mezcolanza arquitectónica que hubiera dado pesadillas a
Vitruvio: pilares desparejos procedentes de orgullosos templos edificados en
orgullosos siglos con estilos orgullosos, sillares pulimentados y sillares
burdos (los espacios entre ambos cerrados por mal yeso que recubría a peor
cemento), y la totalidad con sus apiñadas bóvedas laterales techadas con una
infinita variedad de tejas, algunas rotas, otras simplemente agrietadas, muchas
cubiertas con moho que ocultaba quién sabe qué…
Y gracias a una serie de diseños ejemplares e insignias simbólicas (tales
como un pez, un Chi Rho, una serpiente ostentando una corona con una cruz
sobre la misma, varias muestras de la antigua estatuaria del sexo masculino
colocadas boca abajo en lugar de otras piedras o ladrillos y con su nariz y su
pene cuidadosamente cortados) Peregrino supo que lo que estaba viendo
mientras cabalgaba sobre Dobbin (o comoquiera que se llamara el
cuadrúpedo) era la iglesia herética local.
A no ser que fuera la catedral herética local.
Desde luego, en aquellos tiempos eran muchas las catedrales
considerablemente más pequeñas que aquélla (y no es que fuera muy grande).
Pero, al fin y al cabo, era simplemente una iglesia. El Padre Fufluns había
hecho todo lo posible para lograr que la consagrasen catedral: la había
sacralizado como basílica (y todos sabían que una basílica estaba destinada a
convertirse en catedral), había organizado bazares hasta que había pagado la
hipoteca, había conseguido (¡y lo que esto le había costado!) que le dieran al
poblado la categoría de ciudad. Todo para nada.

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Y eso que, si la hubieran hecho catedral, el paso siguiente hubiera sido,
indefectiblemente, que al Padre Fufluns lo hubieran consagrado obispo. Y,
enfrentada a esta necesidad, la jerarquía de la Iglesia Herética Heterodoxa
Neognóstica, a pesar de ser conocida universalmente por su actitud liberal,
por no decir libertina, había demostrado una inesperada (o quizá esperable)
cerrazón.
De modo que seguía siendo una iglesia.
Aguardando en el exterior a que se iniciasen los servicios, se hallaba lo
que Peregrino supuso sería la congregación, y desde luego era una
congregación más bien reducida. Y en lo que se refería a sus miembros,
muchos de ellos mostraban los signos evidentes de pertenecer a una de las
herejías más desprestigiadas (en comparación con el excelente y feroz
fanatismo de las iglesias heréticas más respetables). Eran signos tales como el
aspecto de haber sido golpeados en la cabeza con un paraguas, lo que ya
constituía todo un milagro en sí mismo, visto que el paraguas aún no había
sido inventado (pero en muchos sótanos, inventores de brazos delgados y
cabello enmarañado se inclinaban sobre sus mesas de trabajo y herramientas;
acaso los vecinos se preguntaban —claro que lo hacían— «¿qué estará
fabricando?» y la respuesta era, muy a menudo: «¡Está inventando el
paraguas!»). Pero dejemos correr esto.
Pere desmontó, ató su caballo a un trozo de lo que en otro tiempo había
sido una columna (aunque no quedaba lo bastante de la misma como para
poder decir si había sido dórica, corintia o yámbica pentamétrica) en el
templo de una Abominación, halló una monedita muy pequeña en un rincón
de su bolsa, compró un manojo de zanahorias ya casi marchitas y se las dio a
comer a su montura; luego paseó para escuchar lo que se hablaba en el
exterior del pórtico. Como pagano de nacimiento, había sido educado en una
religión en la que no se hablaba demasiado (y lo cierto es que tampoco se
hacía demasiado), y la perenne disposición de los cristianos a hablar de su
propia religión… y hablar, y hablar, y HABLAR… era algo que siempre le
había fascinado. Dos de los parroquianos ya estaban en ello. Les escuchó:
—¿Cómo, allá de donde tú vienes, hacen la Imbibulación? —le
preguntaba uno de ellos al otro. Su acento era el de Babilonia Filadelfia… o
quizá de Alejandría Filadelfia, Seleucia Filadelfia, Ptolomea Filadelfia o
cualquiera de las veintisiete o treinta y siete ciudades del mundo
grecorromano todas llamadas, de un modo u otro, Filadelfia, sólo los dioses
sabían por qué. Los chistes sobre las Filadelfias eran cosa corriente.

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—Nones, no lo hacen, tronco, y un titi pué palmarla de sed como
resultado de lo susodicho; ¿te creerás que he peregrinao un centenar de
parasangos sólo para esto, y ahora me dicen que el curita este tampoco la
hace? ¡La hemos palmao! —le contestó el otro, con curioso acento.
—Bueno, no tengas tanta prisa y no te molestes; para empezar, tienes
indulgencia primaria sólo por la peregrinación; además, quizá le animes a
hacerla.
Las deshidratadas facciones del otro se animaron y dijo:
—¿Eso crees, tronco?
El filadélfico se echó un poco atrás.
—No estoy seguro, pero no pierdes nada con pedírselo. Después de todo
hace la Levitación…
—¿No me levantas la chupa, titi? Vale, tronco, yo pido lo que haga
falta…
El filadélfico se volvió a echar atrás. Debía de ser un abogado por el modo
en que no se comprometía.
—Esto, bueno, sé con toda seguridad que al menos en las fiestas móviles
lo hace.
—Seguro, tronco. No chamulles más, que no hay problema: hoy es fiesta
móvil, observa detenidamente cómo el sacristán ese lleva la manduca desde la
cocina a la casa parroquial. ¡Me abro, tronco, que voy a buscar el agua que he
traído para que me la conviertan en vino…!
Un recuerdo comenzó a tomar forma en la mente de Peregrino. No estaba
muy seguro de lo que era exactamente el evidentemente herético Sacramento
de la Levitación, pero…
Un digno caballero, finalizando ya la mediana edad, se le acercó y le
preguntó:
—¿Y qué es lo que os trae aquí a vos, mi joven amigo?
Peregrino creyó que lo mejor sería decir al menos parte de la verdad.
—La Levitación.
—Igual que a mí —aceptó el ciudadano, escrutando a Pere—; cierto, la
Levitación puede ser herética, hay quien así lo afirma, pero lo que yo digo es
que a uno lo estremece, lo estruja y lo alza… ¿lo ha entendido? Lo alza… Y
hace que todos los humores naturales inicien su flujo y los deja desparramarse
según su tendencia natural, ¿comprende lo que le digo? Se desparraman. —Y
le dio un codazo a Pere con su digno brazo de mediana edad.
—Desde luego que le entiendo —contestó Peregrino, esta vez sin dobles
sentidos como el otro. Luego atisbo en derredor, con la esperanza de ver a una

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de esas vírgenes cristianas que (como a menudo le habían contado)
desafiando las propuestas paganas preferían la muerte al deshonor; aunque
quizá no fuese cierto. El caso es que no podía ver a ninguna, al menos a
ninguna que tuviera menos de la inmensa edad de la cincuentena; a ninguna,
virgen o no.
¿Y a quién le importaba?
Y entonces, a continuación, tan repentinamente que luego no pudo
explicar exactamente cómo había sucedido, se encontró enfrentándose a un
hombre con vestimentas semiclericales (era Basnobio), quien le separó
hábilmente de una pequeña moneda de oro y otra grande de plata, le llevó
firme pero suavemente a un punto, sobre cierto pavimento adornado, y le dijo:
—Quédese aquí. Y cuando me oiga chasquear los dedos una vez, haga
una inclinación. Y cuando los chasquee dos veces, haga la genuflexión.
Había un altar. Había un sacerdote. Ahora ya no se podía echar atrás.
El sacerdote tomó dos abanicos hechos con plumas de águila y se inclinó
profundamente ante el altar, empezando a rezar. Basnobio se acercó, hizo una
reverencia, colocó anle él un incensario humeante, se inclinó de nuevo y se
marchó. Desde un lateral chasqueó los dedos una vez, Peregrino se inclinó.
Dos veces, Peregrino se arrodilló. El sacerdote prosiguió con sus oraciones en
una voz baja pero incesante y, poco a poco, empezó a abanicar el incienso con
suaves movimientos; y cuando el volumen del humo sagrado fue aumentando,
pasó los abanicos por entre él mismo… una… dos… tres veces… Después se
volvió y se enfrentó a Peregrino, que estaba arrodillado frente a él, con la
cabeza gacha.
—Oh Vos que llevasteis a los Hijos de Israel como sobre alas de águilas
—entonó el Padre Fufluns—. Vos que incluso al mismo Salomón le negasteis
el conocimiento de las artes del águila en los Cielos. Vos, oh Rey de los
Reinos de los Aires, dignaos hacerlas saber a este Vuestro hijo, que aquí
reverentemente os rinde pleitesía, arrodillado ante Vos, al modo de los
querubines y los serafines. ¡Oh, Vos, que volasteis sobre las alas de los
ángeles…!
Profundamente conmovido a pesar de todo, Peregrino escucho débil, muy
débilmente, a gran distancia, algo que parecía hallarse entre un siseo y un
graznido; algo que atribuyó, si es que podía atribuirlo a alguna razón, a
aspectos de las clamorosas denuncias que, en aquella religión tan
multisectaria, acostumbraban a hacer los miembros de una de las sectas a las
ceremonias de los de otra; pues ciertamente parecía haber una nota de burla

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en el sonido. Se obligó a volver sus pensamientos a la ceremonia,
concentrándose en la misma.
Mientras, los labios del Padre Fufluns (que podía ser un demente, pero
que no era un impío) seguían moviéndose a pesar de la interrupción.
—… el Serafín de las seis alas, con el que por dos veces Él voló, tal como
le fue revelado a los ojos del Profeta…
—¡Hiiissss! ¡Cuaaaaac!
—… administrar en la plenitud de la gracia este Sagrado Sacramento de la
Levitación a Vuestro siervo. —Aquí el Padre Fufluns agitó los abanicos de
plumas de águila sobre la cabeza de Peregrino con un lento y singular
movimiento hacia arriba, como el que haría alguien que, con gran dignidad,
invitase a otros a salir de encima del césped.
Los miembros de Peregrino, que habían estado en posición genuflexa, se
tendieron y comenzó a sentir un impulso irrefrenable e inexplicable por
ponerse de puntillas; se alzó hasta que sus ojos alzados estuvieron al nivel de
los bajados de Fufluns el Sacerdote, luego al de la coronilla del sacerdote,
después estuvo mirándole la tonsura (que también era de hereje, de forma
cuadrada, sin duda influenciada por la de la Guardia Varagiana), después tuvo
que inclinarse un poco si es que quería ver al sacerdote, tras lo que dejó de
mirar hacia abajo; y, sin embargo, lenta… muy lentamente, se alzaba… y
subía, subía… subía…
Allá abajo, se oía entonar a una voz cada vez más lejana:
—… Bandadas de serafines y bandadas de ángeles, mundo sin fin, por
siempre y para siempre. Eones como los ángeles, Demiurgo y
Demigorgona… —El Padre Fufluns, de nuevo, había caído en la recitación de
los imperdonables Viejos Gnosticismos; pero, claro está, eso Peregrino no lo
sabía. Y, si lo hubiera sabido, no le hubiese importado.
Lo que sí le importaba era que tenía una buena visión general del
territorio, y que allá al Norte, donde Bóreas sopla con su rudo aliento, etc.,
etc., vio, creyó ver, una línea de árboles que se abría paso a lo largo de
aquella tierra, la más plana de todas las tierras, y supo que esto podía indicar
la presencia de un río o al menos un arroyo… en otras palabras, agua, esa
cosa tan necesaria para hombres, mujeres y bestias; incluso un rey y una reina
deben vivir siguiendo los dictados de la naturaleza. Además, se veía otra cosa
pequeña, ¿qué era aquello? Estaba demasiado baja para ser una nubécula de
humo, de modo que lo más probable era que fuese una nube de polvo…
justo… quizá del tamaño exacto como para indicar el paso de un grupo, una
mesnada de gentes del tamaño que él andaba buscando: es decir, sus amigos

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los alvos (o quizá sus enemigos: la tropa del Barón Bruno); y justamente
cuando estaba esforzándose para verlo mejor, comenzó a descender.
—Hey, allá abajo, reverendo Padre —gritó haciendo bocina con las
manos—. ¿No podría tenerme aquí arriba un ratito más?
La voz del sacerdote, cuando subió débil a través del aire, le pareció
menos marcada por el misticismo que por el enojo:
—¡Por la carismática quiropráctica, hijo mío! —exclamó—. ¿Me tomas
por un mago o un taumaturgo? ¡Yo no puedo hacer milagros: bajarás, tal
como está mandado…!
Pero aunque Peregrino no subió más arriba, tampoco bajó más; y mientras
la congregación comentaba este hecho, el sacerdote se quedó mirando hacia
lo alto, con la boca abierta, muy abierta. Si Pere hubiese estado más cerca, lo
hubiera visto tragar saliva. Tras un momento el sacerdote gritó hacia arriba,
también haciendo megáfono con sus manos:
—¿Has recibido el Bautismo Cristiano en cualquiera de sus formas:
ortodoxa, no ortodoxa, heterodoxa, herética, cismática, carismática, válida,
inválida, condicional, incondicional, clandestina o simplemente irregular? —
Peregrino creyó que era mejor no responder—. No lo has recibido, ¿no es así,
mi estúpido amigo? Bueno, pues ya ves lo que sucede: en tu caso el
Sacramento de la Levitación no sólo es claramente anulable, sino que ya está
anulado. Y yo me lavo las manos sobre lo que suceda contigo.
Y dicho esto, mojó las puntas de sus dedos en una pequeña palanganita ya
prevista para tal propósito.
La Iglesia Herética Heterodoxa Neognóstica había pensado en casi todo.
Los que quedaban de la congregación (una buena parte de la misma ya
había huido) lanzaron diversos pequeños anatemas (como es bien sabido, los
anatemas principales sólo pueden ser lanzados por el episcopado, o por la
pequeña clerecía en casos especiales y bajo una estricta licencia episcopal),
hicieron el signo de la cruz de todas las maneras concebibles, y en algunos
casos se inclinaron a tomar piedrecitas, que lanzaron en una especie de
apedreamiento (realmente, hacía no mucho que, en Siria, los miembros de una
secta habían presentado la doctrina de que el Apedreamiento podía ser
considerado un Sacramento, pero la verdad es que todos ellos tenían piedras
en el cerebro); aquellos feligreses quizá hubieran oído hablar de la ley de
gravedad, bajo ese u otro nombre, o quizá no, pero el caso es que pronto se
oyeron gritos de dolor y protestas, con diversos acentos regionales, que
venían a decir: «¿Quieres dejar de hacer el tonto con las piedras? ¿Es que me

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has tomado por un hereje?» y «Si me das otra pedrada te vas a enterar de
cómo las gasto yo, so idiota» y cosas similares, todas en tono de queja.
El mismo Padre Fufluns ya había desaparecido, tras haber declarado que,
hasta nuevo aviso, la administración del Sagrado Sacramento de la Levitación
quedaba en suspenso; y su diácono, subdiácono y acólito (en realidad los tres
cargos eran ostentados por su ayudante, Basnobio, dado que la práctica del
Pluriempleo aún no había sido condenada ni por la Iglesia ni por los Gremios,
aunque corrían rumores de que en el próximo Concilio General sería tenida en
cuenta, tan pronto como se hubiera finiquitado con un asunto aún pendiente,
un tema casi perpetuo que era la perpetuamente dudosa Doctrina del
Cesaropapismo, una cuestión muy delicada, y acerca de la cual el actual Gran
César Blanco había estado presionando, amenazando con empalar a todos los
Padres, Doctores de la Iglesia y demás miembros del Concilio, si se atrevían a
recortarle sus prerrogativas)… Como decíamos, su ayudante estaba
desmontando el altar.
—¡Hey, ese de ahí abajo! ¡Hey! ¡Hey, usted! —gritó Peregrino, llamando
hacia abajo. Basnobio miró hacia arriba, inquisitivamente—. ¡Hey! ¿Y qué
voy a hacer yo?
Era raro que Basnobio no supiera qué decir. Bueno, en realidad Basnobio
siempre tenía una respuesta preparada:
—¿Tiene dinero? —gritó hacia arriba.
Pere palmeó su bolsa.
—Ni un óbolo —confesó.
Basnobio lanzó un suspiro de auténtico pesar.
—Entonces, ni la simonía le va a poder ayudar —declaró.
—¿Y qué voy a hacer?
—Eso es problema suyo —contestó el otro, siguiendo con su trabajo;
luego, con una nota de humor flotando en sus palabras, inclinando algo hacia
arriba la cabeza, añadió—: Si fuera usted uno de los muchos tipos de cristiano
que hay, podría rogar al Cielo para que le mandase un ángel a ayudarle. ¡Ja!
Y sin darle a la sugerencia ni siquiera la consideración de un segundo ja,
echó a andar con su santa carga hacia la sacristía.
Peregrino, que gradual y temerosamente se había ido dando cuenta de que
el viento iba incrementando su fuerza, creyó que esas corrientes debían de
estar creando ecos, ¿o era una ilusión sonora? Desde luego había oído las
palabras: «¡Un ángel, un ángel!», que eran repetidas… gritadas… aulladas…
por aquellos que aún estaban a la vista en el terreno de abajo… y observó
cómo el Padre Fufluns sacaba la cabeza por una ventana de la vicaría y

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rápidamente la ocultaba; divisó cómo la cabeza de Basnobio aparecía en el
mismo lugar, se desvanecía al instante, y la ventana era cerrada y atrancada…
Y él, Peregrino, vio una sombra de lo más extraño y oyó, estuvo seguro de
oírlo, el batir de unas alas poderosas. «¡Idiotas, eso no es ningún ángel!», oyó
claramente gritar a una voz, y pensó que debía de ser la del digno caballero,
finalizando ya la mediana edad, y con la próstata irritable, o lo que fuera que
le aquejase: «¡Eso es un…!».
Los vientos y otros sonidos ahogaron las palabras, y uno de los sonidos
era, desde luego, parecido al batir de unas alas tremendas, mientras que otro
sonido, curiosamente, sonaba como a:
—¡Lastre! ¡Lastre!
Pere olió algo que le recordaba mucho a una cena de pescado en sus
primeros estadios de preparación y algo tremendamente fuerte le agarró por
cada costado, pero en ningún modo dolorosamente. Era algo… un par de
algos, que le habían asido hábilmente bajo los brazos, mientras una voz que le
resultaba muy familiar decía, casi, pero no del todo, junto a su oído:
—¡Bueno, mi pequeño bípedo…! ¿No eres tú uno de los que estaban en la
guarida del viejo Alf?
Pere se atrevió a mirar hacia arriba.
—¡Smaragderos! —gritó.
—El mismo —dijo él mismo—. ¿Tienes algo que arreglar, algo que
resolver, alguna cosilla de la que se pueda ocupar un dragón?

Tras un tiempo, las cosas volvieron en el poblado a algo que se asemejaba


a la normalidad. El sacerdote y su ayudante habían salido de debajo de la
cama y estaban hablando de los recientes acontecimientos.
—¿Y qué tengo que hacer ahora? ¡Oh, sí! Ahora me toca dedicarme a
expulsar demonios —dijo el Padre Fufluns, bebiendo un vaso de vino rancio
de un solo trago.
Varias docenas de demonios, que habían estado vagando por los
alrededores, irguieron sus orejas, parecidas a las de los murciélagos, al oír
tales palabras, e iniciaron un chirriante coro de protestas:
—¡Oh, no, por todos los Infiernos! ¿No puedes dejarle a un demonio vivir
en paz sin meterte con él, cura cabrón?
Y un momento más tarde, los demonios, definitivamente expulsados,
entrecerraban sus ojillos malévolos cegados por la brillante luz del sol que
había en el exterior, y de mala gana agitaban sus alas y planeaban a merced
del viento en busca de alguien a quien poseer, aunque fuera una piara de

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cerdos. Claro que ni siquiera en una piara, como les recordó sombríamente
uno de ellos, se podían considerar seguros en los tiempos que corrían…

Smaragderos no era, en lo más mínimo, hostil. Claro que tampoco estaba


dispuesto, como dejó claro inmediatamente, a arriesgarse para llevar a Pere
donde quisiera. Porque, naturalmente, Pere quería ir donde pudieran
encontrarse sus amigos el Rey Alf y el Príncipe Buck… fuera donde fuese.
—¡Menudo tonto sería yo si fuese allí, sea donde sea!
Es decir… al menos hasta que se hayan acostumbrado al reciente cambio
de la situación.
—¿De qué reciente cambio de la situación hablas?
—Del reciente cambio de la situación provocado por las rugientes llamas
de la Revolución de los Dragones —fue la respuesta, que llevaba en sí un
toque de reproche, y, como para subrayarla, el dragón lanzó un resoplido de
llamas y humo, que terminó con un eructo con algo de olor a pescado y las
palabras—. ¿Me explico?
—Oh, sí, está claro: quieres decir que, de ahora en adelante, tú te quedas
los tesoros y ellos pueden quedarse con los pescados estropeados.
Eso dijo Peregrino, al tiempo que recordaba lo que había sucedido en el
Palacio de Alf, es decir, el curioso incidente del que había resultado la
necesidad de escapar todos: sus amigos y él mismo. Y todo porque, en aquella
ocasión, Smaragderos había decidido tomarse en serio lo que antes sólo había
sido un juego.
—Exactamente —ratificó Smaragderos.
—Entonces, ¿adónde me llevarás?
Pero las siguientes palabras del dragón indicaron que esta pregunta había
sido expuesta de un modo equivocado.
—No te voy a llevar a parte alguna —le dijo—. Yo voy adónde voy, que
no es un sitio que tenga nada que ver con donde tú quieras ir, y tú no vas
como pasajero, sino como lastre. Éste es un hecho que has de aceptar…
¡Maldito viento!… ¿Qué?
Puesto que Pere no había hecho ninguna otra pregunta, no tenía ninguna
respuesta que suministrar a ese «¿Qué?». Vio que algo largo, negro y bífido
saltaba hacia adelante y serpenteaba, cosa que se repitió varias veces, hasta
que al fin se dio cuenta de que lo que estaba viendo era la lengua de
Smaragderos; luego, otra vez, el dragón dijo: «¿Qué?», pero en esta ocasión
no era una pregunta. Smaragderos parecía asombrado, y también parecía
molesto. «¡Mierda!», exclamó el dragón. Y emitió otro sibilante susurro de
sorpresa y descontento.

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—¡No había oído eso desde hacía años! —dijo el dragón, como si hablase
consigo mismo—. ¿Qué es lo que podrá significar?
Peregrino no se sentía más capaz de responder en esta ocasión que en la
anterior; se podía asombrar ante el asombro del dragón, pero poco más. Sin
embargo, mientras contemplaba sus sombras en el terreno de debajo, se dio
cuenta de algo que sí estaba seguro de que podía comentar.
—¿No estamos cambiando de dirección? —inquirió.
—¡Naturalmente que estamos cambiando de dirección! ¡Es preciso! Y
dado que debemos hacerlo, allá vamos, porque debemos ir, aunque no nos
complazca hacerlo, mi pequeño cristiano.
—¿Quién, yo?
Llanuras, colinas, valles, algunos trozos de terreno cultivado.
—Sí, tú… ¿Por qué? ¿Acaso ves a alguien más aquí arriba con nosotros?
Durante largo rato Smaragderos había estado sosteniendo el cuerpo de
Pere, más o menos horizontalmente, con sus cuatro patas. La idea de hablarle
de un modo impertinente a un dragón no se le había ocurrido de un modo
natural… Después de todo, Smaragderos era sólo el segundo dragón que
había visto en su vida y era sólo la segunda vez que veía a Smaragderos… y
ciertamente, a aquella altura, el sarcasmo y la ironía eran cosas que más valía
no contemplar. Tal como el mismo Rey Alf había afirmado, Smaragderos
podía realmente ser sólo ictívoro. Pero, después de todo, podía hacer otras
cosas con Pere, además de comérselo…
Sólo tenía que dejarlo caer…
—Comparado con tu Grandeza Dragónica —dijo, eligiendo
cuidadosamente sus palabras—, realmente soy pequeño. Pero, desde luego, no
soy cristiano.
—Bueno, una cosa que sí he de admitir es que sabes hablarle a un
dragón… ¿Cómo que no lo eres?
—No, no lo soy.
Un corto silencio.
—Yo antes tenía buenos amigos judíos —comentó el dragón.
Preguntó cuáles eran las creencias de Peregrino. Éste comentó en voz alta:
—Mi padre acostumbra a decir: «Los Dioses… o sea la expresión
alegórica de los atributos infinitos de la Primera Causa…».
—Hombre, eso está muy bien dicho… ¿Quién es tu padre?
—Le llaman el Rey Filósofo, pero su verdadero nombre es Rey Paladrine,
y la verdad es que es el último de los reyes paganos que queda en la Baja
Europa.

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Al oír la palabra «Rey», Smaragderos se puso algo en tensión y luego
preguntó:
—¿No les hará trucos a los dragones?
—No, nunca, el buen hombre… Espero que siga bien.
Notó cómo el dragón se relajaba, pero no le contestó en seguida.
Parecía estar dándole vueltas a algo en la cabeza. Luego dijo:
—Bueno… supongo que, ya que hemos de hacer esto… más vale que lo
hagamos con elegancia… No puedo bajar. Ahora no, aún no. Así que
tendremos que hacer algo en pleno aire, pero no te asustes. ¿Me has oído?
Peregrino, en lo que siguió luego, luchó duramente para no olvidarse de
esto y, afortunadamente, lo logró.

—Mers, teitu, nurpener, sumel, rufru… —Y luego, en un susurro—:


Siempre he detestado estos verbos irregulares.
—¡Chisst, esto no son verbos!
—No me chistes, de todos modos los detesto —y, juntos:
—¡Aterafust ahatripursatu ahtrepuratu, arpes arepes tertu titu!
Desde los asientos colocados en arco en uno de los lados de los Sagrados
Recintos, allá donde los asientos no se habían caído al suelo, uno de los
Padres Conscriptos comentó, sin dirigirse a nadie en especial:
—Bueno, hay que reconocer que estos sacerdotes visitantes hablan el
Viejo Idioma inusitadamente bien.
Y, desde detrás, uno de los plebeyos exclamó:
—¡Joer, es que noay na como una buena educasión! ¡mi viejo, jo, sabía
escribí su propio nombre! Y cuantas veses me desía: «Bobus», me desía,
«cuando pongo mi firma en un docurmento, no hay discursión».
El reverendo Zosimus, pasando sin darse cuenta al latín:
—… La gh se convierte normalmente en h. Es h inicial y media cuando…
—Chist. No creo que eso sea lo adecuado ahora.
—Yo también creo que no lo es.
—Bueno, entonces, ¿por qué lo has dicho?
—Porque todo esto es absurdo, eso es. ¡Estar recitando reglas
gramaticales! ¡Je, je!
—¡Por Júpiter! Creo que estás algo alegre, mi Sabio Hermano.
—¡Vaya, quién fue a hablar! Creo que también tú estás algo alegre mi
Abrasado Amante.
Sobrepuestos por las risas, los dos sacerdotes pro tem cayeron el uno en
los brazos del otro y se tambalearon de un lado a otro, evitando por los pelos
el meterse en las brasas de la barbacoa. El reverendo Zosimus, tras darse un

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golpe en la espinilla, se agarró a su compañero mientras daba saltitos sobre la
otra pierna.
—¿Y questán hasiendo ahora? —preguntó un plebeyo.
—Danzando el tripudium sobre tres pies, como está mandado —explicó
un Padre Conscripto.
El viento cambió de sentido, llevando el aroma sagrado de los cerdos
sacrificiales que se estaban asando a los asientos y provocando; de nuevo, un
murmullo generalizado de:
—¡Ésta sí que es la Vieja Religión… si fue buena para mis padres,
también lo es para mí!
Mientras el reverendo Rufus y el reverendo Zosimus hacían una pausa
para recuperar el aliento, el Quaestor se les acercó con un ánimo mezcla de
dignidad y precaución, hizo una seria reverencia a cada uno de ellos,
seriamente dio la vuelta a una de las tablillas, se inclinó de nuevo y se retiró
unos pasos.
Los dos se consultaron.
—¿Qué significa esto?
—Cree que hemos acabado con ese lado de la tablilla, así que le ha dado
la vuelta para que podamos acabar también con el otro lado. Hummm. ¡Oh,
menos mal! Las letras de este lado son mucho más grandes. ¡Oh, esto es una
verdadera bendición! Esos malditos paradigmas ya me estaban hartando…
¿Qué es lo que dice? Ah, dice: «El más anciano de los Hermanos, o Hermano
Superior», es una distinción irrelevante, «hace sonar la Llamada y luego
convoca Asamblea General». ¿Y quién es el Hermano Superior? Me he
olvidado de…
—Soy yo.
—Oh, creía que eras tú.
—Lo soy.
—Bueno, pues entonces hazlo, en lugar de quedarte ahí como una grulla
sobre una sola pata… Esto, no, soy yo el que estoy aquí como una grulla
sobre una sola pata. ¡Oh, bueno, vale!
El Quaestor anunció entonces, con voz tan fuerte como le era posible:
—Ruego vuestro silencio, ciudadanos de Nuevo Iguvium en Nueva
Umbría, mientras Sus Santidades los Muy reverendo y reverendo, los
Hermanos Sagrados, pronuncian la Llamada. ¡Augures a vuestras varas!
¡Haced buenas observaciones de los cuadrantes, a derecha e izquierda, por
delante y por detrás!

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Era, o estaba a punto de ser, un gran momento para los augures, pues su
status colectivo, en otro tiempo muy exaltado, había caído muy bajo al ser
proscritos por los cristianos. Desde luego, hacía ya tiempo que, en lugar de
leer en público y entre olor de multitudes los auspicios y augurios de los que
podría depender el bienestar del Estado y de la Ciudad, habían caído, buena
parte de ellos, con el fin de impedir la separación de su cuerpo y su alma por
la inanición, en la lectura de manos, dar consejos a los amantes y, en algunos
de los casos más tristes, incluso en la limpieza de calles o la venta de
pastelillos calientes de puerta en puerta… ¡y con lo difícil que era
mantenerlos calientes! Además, no era algo que tuviera muy buenas ventas.
Como resultado de todo ello, el carácter de algunos de los augures había
resultado corrompido. Incluso se oyó a uno de ellos comentar, en un
murmullo que los otros hicieron ver que no oían, sus observaciones
clandestinas del tiempo: «Fuertes viento del norte noroeste…», antes de que
sonase la Llamada, que era algo que no había que hacer, algo de muy, pero
que de muy mala educación. Y algo suficiente incluso para haber ablandado
el corazón del mismísimo Cato el Mayor, cuyo duro comentario de «No
entiendo cómo dos augures pueden pasar el uno al lado del otro sin estallar en
carcajadas», era algo que nunca le habían perdonado, que nunca le
perdonarían.
Pero la Llamada había sido hecha, estaba siendo hecha:
—Llamo a los pájaros que vuelan (a nadie en su sano juicio se le ocurriría
llamar a un avestruz), a los seres alados que vuelan, para que vuelen, desde el
este, que vuelen desde el oeste, que vuelen desde el sur, que vuelen desde el
norte, desde y a la izquierda y a la derecha; para suministrarnos augurios,
ofrecer auspicios, sabiduría, consejo, guía y consulta. ¡Os llamo! ¡Os llamo!
¡Os llamo!
¡Y que vuestras presencias nos sean favorables! ¡Os convoco, os conjuro,
os lo ordeno! ¡Oídme, pues, y apareced!
Y en el vibrante silencio que siguió, el reverendo Rufus resopló en el oído
del reverendo Zosimus:
—Terribles poderes éstos —y el reverendo Zosimus asintió con la cabeza.
Pero ninguno de los dos comprendía lo realmente terribles que esos
poderes eran.

Los únicos mapas con alguna pretensión de ser correctos y precisos en el


asunto de los límites, eran los catastrales. Desde luego, era necesario conocer
dónde empezaba un dominio o un municipio y dónde acababa, es decir, lo era
si se quería recaudar impuestos y no discusiones; de ahí surgían detalles tales

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como: «… y de la roca gris al olmo quemado por el rayo, trácese una línea
hasta llegar al arroyo llamado…». Bueno, fuera como fuese, las fronteras
entre las naciones eran, en teoría, marcadas por cosas tales como montañas y
desiertos, aunque en la práctica lo más probable era que lo hubieran sido por
las batallas. Se habían librado enormes batallas, y con enormes pérdidas de
vidas, para que fueran conmemoradas con enormes inscripciones
monumentales (algunas de ellas ilustradas con muchos y sangrientos detalles);
pero, muy a menudo, los escenarios de tales triunfos (si es que en justicia se
podían llamar así) sólo eran visitados por el topo y la lechuza, para quienes el
asunto de cuántas cabezas humanas, manos, pies, narices y aparatos genitales
habían sido cortados allí, era un tema que les resultaba del todo indiferente.
Desde la división y subdivisión del Imperio Romano, las incursiones de
los bárbaros, las guerras civiles y las guerras entre los estados, generales,
emperadores y cesares rivales, las persecuciones religiosas y todo lo demás…
Desde que todo esto había empezado, y continuaba, la cuestión de qué
fronteras se encontraban dónde y quién mandaba dentro de unas y otras no,
estaba tan clara como lo había estado en otro tiempo, y la idea de que esto
fuera a quedar resuelto de una vez por todas, ya fuera pronto o alguna vez, no
acababa de ser aceptada. Por ejemplo, el Barón Bruno, un hombre que no
acostumbraba a sentirse perplejo, no sólo no estaba seguro de hallarse aún en
los dominios y territorios de su propio Alto Rey, sino que ni siquiera sabía
exactamente dónde se hallaba. Siempre mantenía sus ojos abiertos, pero el
hecho era que, ahora, sus ojos le parecían más y más pesados. De hecho, ni se
dio cuenta cuando los cerró.
Él y sus dos jinetes y tres infantes podrían muy bien, una vez hubieron
entrado en el círculo de espinas de runa, haber caminado sin parar hasta la
muerte, sin siquiera despertarse una vez para darse cuenta de tal cosa. De
hecho, se hallaban «allá donde no hay asno que rebuzne, ni gallo que cante el
kikirikí»… un lugar muy peligroso, tan peligroso como el frío acero.
Les era desconocido el hecho de que, a una buena legua de distancia y al
pie de una montaña, un solitario granjero aún lograba arar unos cuantos
surcos de grano, cultivar su propio huerto, podar un puñado de árboles
frutales y prensar el bastante vino y aceite como para cubrir sus propias
necesidades. No había nada idílico ni pastoral en su vida: el trabajo era
inmenso y habían empezado a aparecer osos y lobos… pero, y ésa era su
mayor fortuna, en muchos años no había visto soldados. Su mayor infortunio
iba a ser encontrarse con un jabalí mientras iba a buscar agua: el jabalí le

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abriría las carnes desde la rodilla hasta el ombligo y, tras esto, su suerte iba a
acabársele tan pronto como la sangre.
Los lobos se comieron sus corderos y cabras, y los zorros y comadrejas la
mayoría de sus gallinas. El gallo voló primero a un árbol y luego a otro y
desde éste a otro; y el asno simplemente se alejó, comiendo tanto el duro
cardo como la blanda hierba, el perro asilvestrado que pensó en cazarlo fue
alejado a golpes de casco y con coces que partían costillas. No hubo ninguna
razón en particular por la que el asno y el gallo fueran en la dirección en que
ambos fueron, aunque por distintos caminos y a diferentes velocidades,
excepto quizá porque aquella ruta, siendo ladera abajo, era más fácil de
seguir. El que cualquiera de los dos llegase al viejo camino, y lo que les
pasara después, llegasen o no, es algo que no nos importa. Lo único que nos
importa es que, a una distancia del viejo camino desde la que se les podía oír,
el gallo lanzó su kikirikí… el asno rebuznó…
Y esto, naturalmente, rompió el hechizo. El Barón y sus hombres, a pesar
de que habían dormido mientras caminaban en círculo, se vieron obligados a
dormir aún más, en razón de su gran fatiga.
Y, después de eso, siguieron adelante.
Hacia dónde iban, era algo que desconocían. De hecho, los hombres
hubieran regresado de serles posible, pero escapar al Barón Bruno no era
factible, y tampoco era un hombre que solicitase consejo antes de tomar sus
decisiones; de ningún tipo. Dos rostros bailaban siempre ante sus enrojecidos,
muy enrojecidos ojos, estuvieran abiertos o cerrados: uno era una faz aún más
fea que la suya, que con gesto torvo le gritaba: «¿Cómo? ¿Aún estás aquí? ¡A
las armas! ¡A los caballos! ¡Persigúelos! ¡Tráelos! ¡Fuera de mi vista!». El
otro rostro no era feo; el otro rostro era realmente agraciado y no le debía
nada; sólo lo veía de perfil y, cuando lo veía, sólo la mitad, era otra voz la que
escuchaba, aunque quizá hubieran sido dos las voces, ambas de mujer… de
mujeres jóvenes… pero que ahora en su memoria eran sólo una voz. Que
decía: «¡Ése es! ¡Ahí va! Peregrino…».

Mientras tanto, Gaspar el Soñador soñaba sus sueños… o más bien,


siendo Gaspar el Soñador, soñaba los sueños de otra gente… y los soñaba por
ellos… Y a menudo… muy a menudo… lo que soñaba sucedía. Pero los
sueños no son como las proposiciones de la geometría: aunque pueden ser
igualmente ciertos, no pueden ser medidos, no pueden ser demostrados: a
veces las líneas paralelas de los sueños se encuentran en el infinito. Y otras
veces no se encuentran en absoluto.

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A Peregrino le aguardaban asesinos. Y le perseguían soldados. Un rey
vasallo y una corte vasalla, desalentados, deseaban que se hallase con ellos.
Una princesa lo echaba de menos. Se trataba de una joven princesa, muy
joven, que sabía muy poco del ancho mundo y casi nada de lo que sucedía en
él. Pero lo que sabía, lo sabía bien. Los mimogusanos no les habían mentido
ni a ella ni a su hermana.
—Todo es por culpa de ese dragón —susurró.
—Así es. Así es —le contestó su hermana con otro susurro.
El reverendo Zosimus Sulla estaba preocupado.
—Casi he perdido la voz —graznó—. En este momento no podría leer ni
otra línea de úmbrico, aunque en ello me fuera la vida. Además, aún me duele
el pie del golpe que me he dado. Y no hay pájaros que canten. Ni uno en todo
el cielo que pueda ver. U oír. ¿Qué vamos a hacer ahora?
El reverendo Rufus Tiburnus estaba casi igual de agotado, pero tenía la
ventaja que le daba su carrera militar y, como todo buen jefe militar
(cualquier buen jefe militar pagano, eso es), había tenido experiencias
prácticas en lo que se refería a pájaros agoreros recalcitrantes.
—Cuando haya dudas, vierte grano —dijo—. ¿Dónde está el grano? ¡Ah!
A tu lado. Entonces te toca a ti. Vierte grano.
El grano fue vertido.
—Ahora los augures se van a volver locos —dijo el reverendo Rufus,
frotándose sus viejas manos aquejadas de gota. Parecía estar deseando verlo.
Bueno, había sido un día muy difícil, mucho. Y todavía no se había acabado.
Los pájaros, al ver cómo era vertido el grano… y no todos ellos tenían
buena vista de lejos, pero los que no la tenían, naturalmente, vigilaban los
movimientos de los que sí la tenían… comenzaron a volar hacia los Recintos
Sagrados, y en un momento el aire, a no mucha altura, estaba lleno de sus
gritos:
—¡Prrii! ¡Prrriii! ¡Maíz, maíz, maíz!
—¡Piopío! ¡Piopío! ¡Semillas, semillas, semillas!
—¿Gusanos? ¿Gusanos? ¿Gus-gus-gus-gus?
Al instante, y tal como había profetizado el reverendo R. Triburnus, los
augures enloquecieron, o al menos lo parecieron, y desafiando la norma
tradicional de mantener estricto silencio mientras estaban mirando los
portentos, salieron corriendo de sus asientos al tiempo que daban gritos de:
—¡Ibs, observo un estornino al oeste, un cuervo al oeste! ¡Un pájaro
carpintero al este! —Y—. ¡Dibs, observo un pájaro carpintero al este, una
urraca al este! ¡Mensajeros divinos! ¡Dibs, dibs!

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—¡Dibs! ¡Dibs! ¡Dibs!
Uno de los augures, de nombre Casandros, que había sido siempre
considerado un tanto raro, no dijo nada en absoluto, sino que siguió mirando,
haciéndose pantalla sobre los ojos con una mano. Eran unos ojos pálidos, muy
pálidos. Nadie le prestó la menor atención.
Y, claro está, cada augur llevaba consigo una vara especial con la que
hacer sus marcaciones. Porque era de la mayor importancia no sólo observar
el tipo y número de los pájaros (todo escolar conoce la historia de Rómulo y
Remo y los cuervos), sino también desde qué cuarto del firmamento
aparecían; para eso era necesaria la vara. Y cuando los pájaros comenzaron a
congregarse, todos los augures comenzaron a alzar sus varas y luego a usarlas
para cuartear los cielos, chocando unos con otros, iniciando elaboradas
excusas, que no terminaban para poder tomar nuevos auspicios. Era todo un
espectáculo; en resumen, un espectáculo tan interesante como el que habían
estado montando los sacerdotes visitantes, y era bueno que tantos pájaros (con
una cierta ayuda) hubieran aparecido en respuesta a la Llamada, pues los
cerdos sacrificiales aún no estaban totalmente a punto, y el populus, con un
tiempo muerto en sus manos colectivas, quizá hubiera decidido ejercer su
tradicional derecho al motín.
Y ahora uno de los augures, cuya vista quizá no fuera igual a su
entusiasmo, gritó:
—¡Dibs! ¡Veo un hupoe en el medioeste! Bueno, el caso era que todos
conocían a los estorninos, los cuervos, los pájaros carpinteros y las urracas,
tales pájaros eran vistos incluso cuando no se les necesitaba para los
augurios… Pero ¿un hupoe? ¿Qué era eso de un hupoe?
—¡Que los Dioses se apiaden de nosotros! —gritó uno de los Padres
Conscriptos—. No he oído que se observase el vuelo de un hupoe desde los
tiempos del Consulado de… de… tengo el nombre en la punta de la lengua…
¿del caballo de Calígula?
La excitación es siempre contagiosa, y muchos de los plebeyos siguieron
la corriente con gritos de:
—¡Un jupo, un jupo! ¡Nunca hemos visto un jupo! En un momento había
corrido por parte de la multitud el rumor de que se había visto un jupo en el
medioeste. El efecto de este rumor fue tremendo, e incluso afectó a los pocos
cristianos que habían estado rondando por allí y, habiendo sido solemnemente
advertidos por sus obispos de que el ojo que tan siquiera contemplase
voluntariamente una ceremonia pagana quedaría ciego, se limitaban a dar una

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miradita furtiva de vez en cuando… con una mano entrecerrada sobre los
ojos… por si acaso.
—¿Un hipopótamo? —le gritó un cristiano a otro—. ¡Debe de tratarse de
la bestia Behemoth que aparece en el Libro de Job! —¡No, quizá se trate de la
Bestia del Apocalipsis! Tales distinciones no afectaban a la ciudadanía. Si
había… ¿y no habían oído muchos de ellos que sí que lo había?… un
hipopótamo por aquellos alrededores, no había que perdérselo. ¿Dónde
estaba? Y como el augur que creía haber visto un hupoe, fuera eso lo que
fuese, en el medioeste, comenzó a correr en esa dirección agitando su vara de
augur, naturalmente muchos otros augures le siguieron, celosos de un
avistamiento de tan buen auspicio (o, como quizá fuera el caso, de tan mal
auspicio). Y como iban blandiendo sus varas de augures, la multitud les
siguió.
El augur que había logrado situarse en cabeza corría a toda velocidad,
seguido muy de cerca por buena parte de sus compañeros, directamente a lo
largo del ala oeste de la Stoa.
Donde, como ya hemos visto, esperaban varios extraños hombres que
parecían estar sumidos en un extraño sueño; aunque ahora parecían estar
totalmente despiertos. Y armados.
Mientras, en tanto que el resto de los augures que habían quedado atrás se
reunían, charloteando como si ellos mismos fueran pájaros para sumar sus
totales, calcular sus cuadrantes y consultar sus textos oficiales y sus notas
personales (con la intención de llegar a un consenso acerca de lo que
realmente significaba todo aquello), el augur Casandros no se unió a los
demás, sino que siguió atisbando… y luego empezó a murmurar… y luego
(su voz era la de un anciano, pero fuerte) a pregonar lo que estaba viendo, es
decir:
—¡Al este, mensajeros divinos!
—Bueno, veamos, tres estorninos, cuatro cuervos, once pájaros
carpinteros; entonces, esto hace…
—Os pido perdón, pero dado que yo mismo he visto claramente no menos
de seis estorninos…
—A ti lo que te pasa es que lo ves todo doble…
—Bueno, tengo que pediros perdón de nuevo, pero lo cierto es que no veo
doble, así que…
—¡Al este, mensajeros divinos!
—… Y cuatros urracas por el sur…
—¡Al este, mensajeros divinos!

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Los otros augures hicieron una pausa. Los otros augures alzaron la vista.
Los otros augures se miraron unos a otros. Uno de los otros augures preguntó:
—¿Quién es ése y qué es lo que está diciendo? Uno de los otros augures
miró en derredor lo suficiente como para identificar al solitario observador y
luego volvió a lo suyo:
—¡Oh!, es otra vez ese viejo loco de Casandros, que está diciendo: «Al
este, mensajeros divinos»… Volvamos a lo nuestro: y cuatro urracas por el
sur…
—Sí, pero demos una mirada al este… ¿Cómo? ¿Que Casan está loco?
Bueno, quizá Casan esté loco, como tú dices, pero es un hecho bien sabido
que aquéllos a quienes los Dioses inspiran muchas veces parecen locos. Así
que…
Así que los otros augures se pusieron en pie, no sin que algunos lo
hicieran entre sonoros murmullos de descontento:
—Ya lo veis. Os lo había dicho. Nada al este. Ni un solo maldito pájaro…
—¡Al este, mensajeros divinos!
El viento soplaba por entre la barba, blanca como la nieve, del viejo
Casandros, y movía sus escasos rizos de un lado a otro sobre su cráneo; su
vara estaba apuntada firmemente hacia el cuadrante de los cielos llamado el
este, aunque que fuera el este, o el oeste, o el norte o el sur era algo que
dependía mucho de la estación del año, pues el sol, inconquistado como sólo
es el sol (excepto en los eclipses, pero ésa es otra historia), el sol no siempre a
lo largo de cualquier año se alza o se pone desde un punto exacto hasta otro,
sino que visiblemente cambia el lugar por el que se alza y el lugar por el que
se pone, a medida que se desarrollan las rápidas estaciones… Casandros, un
veterano observador de los cielos desde sus años mozos, continuó apuntando
su vara firmemente hacia el este legal, o sea el corriente.
—¡No sólo está loco, sino que también está ciego! ¡Os digo que no hay ni
una golondrina, ni un gorrión al este!
Hubo un silencio y todos ellos, los augures, podrían haber vuelto a
sentarse y reiniciar sus sagrados cálculos; pero, por algún motivo, no lo
hicieron: algo colgaba en el aire, algo que no había sido dicho. Y, por fin, uno
de ellos lo dijo:
—Sí… pero… ¿sabéis? No todo mensajero divino tiene que ser un
pájaro…
Durante un momento pensaron en esto. No era discutible. Luego, cada par
de ojos se volvió hacia el este de nuevo. Y una voz, que no era la de
Casandros, dijo:

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—Sí… podría referirse a… un rayo.
Hacia el este miraron y durante largo tiempo estuvieron mirando. Luego
uno y después otro dijeron:
—Lo veo…
—Sí, también yo lo veo…
—Pero ¿en esta estación del año?
Y ninguno gritó Ibs, ni ninguno, ni uno solo, gritó Dibs.
Pero uno dijo, y desde luego lo dijo con tono muy grave:
—Si eso es un rayo, realmente no se parece a ningún otro rayo que yo
haya visto antes.
Y, desde luego, esto era discutible.

A alguna distancia de allí, aunque naturalmente aún dentro de los


Recintos Sagrados, el reverendo Zosimus Sulla se aclaró la garganta:
—Ejem —dijo—. Ejem, mi Sagrado y Augusto Hermano…
Su Sagrado y Augusto Hermano, quien había estado tratando de recordar,
y desde luego recitar, un muy viejo y soez canto acerca de los supuestamente
bisexuales hábitos del Gran César, contestó con enojo:
—¡Por Júpiter que desearía que, de una vez por todas, dejaras de
interrumpirme! ¿Soy el Hermano Superior o no soy el Hermano Superior?…
¡Oh, maldita sea! Muy bien, ¿qué sucede?
—Me parece divisar un dragón al este.
—Bueno, pues simplemente no tienes ninguna obligación de divisar
dragones por el este, ¿quién te ha dado atribuciones de augur? No le prestes
atención y tal vez se marche… si es que realmente has visto un dragón, cosa
que dudo…
—Bueno, te puedes apostar tus caros ropajes de senador a que estoy
viendo uno, y que está escupiendo llamas, como es acostumbrado en esas
bestias.
—¡Oh, maldita sea, sí que lo ves! ¡Y sí que está echando llamas! ¡Y yo
también lo veo, lo veo! Bueno, no sólo llamamos a simples pájaros, ¿te
acuerdas?, llamamos a «los seres alados que vuelan», ¿no fue así?
Lenta, lenta, muy lentamente, los dos viejos amigos se levantaron. Y
dieron cara al este.
—Sí, eso hicimos —dijo el reverendo Zosimus—. Desde luego que lo
hicimos.
—No conocíamos nuestros propios poderes.
—No, no los conocíamos… Unos poderes terribles, eso son.

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El silencio pareció cubrir no sólo la entera ciudad de Nueva Iguvium, sino
toda la región de Nueva Umbría. Este silencio fue luego, primero
gradualmente, después cada vez más, perturbado por el sonido del batir de
unas grandes alas, que acabaron por romperlo del todo.
Smaragderos bajó, bajó y bajó, trazó un círculo, subió, bajó, empezó a
planear… un planeo largo, lento, muy muy lento…
—Los augures, aquellos que se habían quedado en su sitio, probablemente
estaban mucho más anonadados que los plebeyos que se habían quedado en
su sitio (pues, igual que no todos los augures no habían creído lo del hupoe,
no todos los plebeyos se habían creído lo del hipopótamo); porque los
augures, después de todo, sólo esperaban ver lo que ya habían visto, es decir,
pájaros; mientras que los otros, después de todo, habían estado dispuestos a
ver cualquier cosa… incluyendo, ¿por qué no?, un dragón.
—Alguien lo va cabalgando —dijo uno de los plebeyos.
—¡Los cristianos no tienen nada como esto! —gritó otro.
Lejos de allí, uno de los cristianos comentó con otro:
—Eso tiene que ser el Gran Dragón Rojo y la Mujer Vestida de Sol.
Y el segundo cristiano le dijo al primer cristiano:
—No, no lo es. Para empezar, no es rojo…
—¿Cómo? ¿Niegas la evidencia de las cosas no vistas? ¿La diferencia
existe entre los accidentes y los incidentes de la materia? ¿Cómo sabes que,
debajo de ese exterior verde, no hay un verdadero rojo?
Desde luego, aquélla era una buena pregunta. No obstante, el incrédulo no
dio su brazo a torcer:
—¡Pero si ésa no es una mujer… tiene barba!
—¿Y cómo sabes que no se trata de una mujer barbuda?
—¡Te digo que todo eso es absurdo!
—¡Y yo te digo que lo que te digo lo digo porque lo creo, y lo creo
precisamente porque es absurdo!
Tal lógica era irreductible y también irresistible, así que cayeron sobre sus
cuatro rodillas y recitaron primero el Kyrie y luego el Credo, tanto con como
sin la Cláusula del Filioque, tal como aprobaba y condenada el Concilio de
Doura-Europos que, como resulta evidente, no estaba en absoluto en Europa,
lo que no hacía otra cosa sino añadir grados al Misterio.
El reverendo Rufus, finalmente sobrecogido por lo que estaba viendo, se
sentó de modo abrupto. Se sentía obligado a hablar, pero, hallándose sin
palabras originales y adecuadas, recurrió a otras palabras, mucho más
antiguas, pertenecientes a los ejemplos, del vocabulario úmbrico:

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—… panta putrespe pisipumpe —murmuró, interrumpiéndose al punto
para espetar—: ¡Deja al momento de lanzar esas estúpidas risitas! ¿Me oyes?
—No puedo evitarlo: «pisipumpe»… ¡siempre me hacía reír!
—Ese tipo está cabalgando un maldito dragón… Jamás volveré a dejar
que pongan mi nombre junto al tuyo en una urna para que sean elegidos al
azar… ¡Un hombre de tu edad! ¡Dioses inmortales… está cabalgando un
dragón!… Eso es simplemente el equivalente del quimcumque latino, el
cambio centum-pentum, o como sea que lo llamen: cualquier chiquillo lo
sabe… ¡Un dragón!… Puntes, pumperias, prusikurent, sukatu, umtu…
—Bueno, ¿y qué si lo monta? Un caballo, un hipopótamo, un dragón…
sobre gustos no hay nada escrito… ¡Oh, no me lo creo!
—Míralo por ti mismo: un dragón… un tipo…
—No, no me refiero a eso… ¿Umtu?
—Umtu —afirmó el reverendo Rufus, ignorando también el hecho de que
buena parte de su auditorio había salido de estampida del escenario de la
ceremonia—. En umtu, donde cabría esperar una k como en fiktu o, en otras
palabras, en el ninctu latino, la preservación del labial, implicado por la m,
debe resultar de la analogía con las formas no sincopadas de la raíz presente,
tales como umbo, el unguo latino. El libro así lo afirma… Además, tengo la
garganta muy dolorida.
—También lo está la mía. ¡Finis Fandi! —Y, esto diciendo, el reverendo
Zosimus hundió sus dedos en la vasija de la sal sagrada y lanzó ambos
puñados a los tizones encendidos: la sal prendió con un destello muy
hermoso.

Aquélla tenía que haber sido la señal para que los enviados por Gaspar el
Soñador avanzasen y matasen. Matasen a todos los que estaban en la lista y,
muy especialmente, a Peregrino… Pero… Por una parte la señal, que había
sido dada tan espontáneamente por el pobre viejo, el reverendo Zosimus, se
suponía que aún no tenía que ser dada. Así que, en lo que a eso respectaba, los
asesinos todavía no estaban preparados… aunque estaban dispuestos, claro
está, a matar a quien fuese… en donde fuese… De esos hombres los hay por
todas partes y en todas las épocas. Gaspar los había elegido bien, si se puede
hablar de una buena elección para un fin tan sucio. Claro que Gaspar tenía un
buen modo de escoger, ya que sabía lo que soñaba cada uno de aquellos
hombres. Como sabía que aquellos sueños sólo eran soñados por aquel tipo de
hombres…
Además…

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Los hombres como sonámbulos habían comenzado a levantarse en
respuesta al parpadeo multicolor de la sal en los fuegos y, aunque no sabían
que la sal había sido lanzada demasiado pronto, de algún modo sabían que no
todo era como debía ser. De forma que, cuando se alzaron, no lo hicieron en
orden, ni tampoco de un modo preciso. Y parecían inseguros, allá bajo la
vieja Stoa, mientras comenzaban a sacar sus armas de debajo de su raídas y
sucias capas. Y justo entonces…
Corrió en su dirección primero un augur que creía haber descubierto un
«hupoe», y que venía en una loca carrera, agitando su vara por los aires, con
el fin de cuadrarlo correctamente; luego un grupo, más o menos grande, de
otros augures que le seguían en la esperanza de hacer lo mismo (en todas sus
mentes, una escena futura: «Abuelito, ¿es cierto que una vez avistaste un
hupoe?». «Sí, mi niño, es cierto…»), todos ellos agitando sus varas… o, si lo
prefieren, palos (en cuestiones de gustos… ya saben). Y todo esto no formaba
parte de ningún plan implantado en las mentes de aquellos hombres como
sonámbulos.
Y más aún…
El rostro de Peregrino había sido, desde luego, grabado en sus mentes y
no sólo su nombre inscrito en las tablas de madera de haya con los terribles
signos; pero habían esperado (sin, desde luego, habérselo formulado
conscientemente) encontrar ese rostro… y el resto de la figura, a nivel del
suelo…
Y sin embargo, ¿dónde estaba el rostro de Peregrino? Naturalmente,
encima del cuerpo de Peregrino; pero ese cuerpo (mortal, evidentemente,
como todos los cuerpos) estaba montado sobre el cuerpo de un dragón, y a
bastante distancia sobre el suelo en el que esperaban hallarlo… Claro que
podían lanzarle jabalinas, por inútil que resultase tal gesto…
Mientras tanto, llegó corriendo hacia ellos, por puro accidente (cosa que
ellos no sabían), una horda de extraños que blandían lo que algunos hubieran
identificado como varas o útiles de augur, pero que a ellos les parecieron
palos…
Los asesinos, olvidándose (o no pudiendo hacer una pausa para volver a
interpretarlas) de las instrucciones… se estaba haciendo tarde, oscurecía y
empezaba a hacer frío… y viendo (a su alcance) a unos extraños de ojos
desorbitados que caían sobre ellos (al menos eso les parecía, pues los augures
ni veían a esos hombres, tal como no veían al inexistente hupoe), aprestaron
sus armas.

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Justo tras esos augures llegó, un momento más tarde, una buena parte de
la reunida ciudadanía de Nueva Umbría, toda ella entre gritos, bajo la
impresión igualmente ilusoria de que era allí donde se podía ver un
hipopótamo. Y lo que vieron fue a unos extranjeros blandiendo armas contra
los augures. El griterío cesó al punto; hubo un horrorizado silencio, seguido
de un rugido de rabia de la masa: alzar un arma contra un augur era un
sacrilegio de primera magnitud.
Y además, era una causa perfecta para un motín…
Como dijo uno de los plebeyos, palanganero en una de las Termas (una
profesión que era considerada bastante burda):
—Totar, farta una jora aún pa que los marranos estén bien Jechos, así
que… ¡SACRILEGIO! ¡SACRILEGIO!
Horcas de grano, palas de estiércol, rastrillos de barril, martillos de
herrería y otros objetos bastos fueron convertidos inmediatamente en armas, y
los que no tenían ninguna de estas cosas lograron, sin demasiadas
dificultades, arrancar piedras de la Stoa, tochos del suelo de la plaza y calles
cercanas que aún estaban pavimentadas, así como cachos de mármol de los
talleres cercanos de artesanos tales como los que hacían lápidas e imágenes
sagradas. Los Padres Conscriptos, con la cerveza chorreándoles por los
bigotes y barbas, ya antes manchados de mostaza, se pusieron en pie sobre los
bancos y animaron a los plebeyos con gestos y gritos: no tenían ni idea de lo
que estaba pasando, pero sabían cuál era su obligación respecto a la
ciudadanía, cuando el caso se presentaba. (Además, era más seguro para ellos
el comportarse así).
Y desde arriba, cada vez que parecían tener a raya a la masa en armas,
caía Peregrino montado sobre Smaragderos (que siseaba y graznaba presa de
un absoluto éxtasis) y desperdigaba a los asesinos, haciéndoles perder la
iniciativa.

Mientras tanto, y no muy lejos, seguían avanzando incansables el Barón


Bruno y sus cinco seguidores. De pronto el Barón alzó la nariz y olisqueó,
abriendo desmesuradamente las pilosas ventanas de la misma:
—¡Los huelo! —gritó—. ¡Huele como aquella esfinge!
Los soldados rieron y le jalearon al oír esto y luego también ellos
comenzaron a olisquear y resoplar. Uno de ellos, por naturaleza más atrevido,
o quizá atontado por la fatiga hasta hacerle perder el miedo, añadió:
—Se huele otra cosa, jefe…

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—¿Y qué es? —Ya era signo de algo raro que el Barón, en ausencia de
alguna frase tal como «¿Da su permiso para hablar, señor?», no le hubiera
arreado con su maza al que hablaba.
—No estoy muy seguro, jefe. Es algo como una serpiente enorme… o
como mucho pescado cuando empieza a estropearse.
Más sniffs, snuffs y murmullos de asentimiento. El Barón husmeó el aire.
El Barón gruñó. El Barón no dijo nada. Los seis siguieron su marcha.
Supongamos que, de algún modo, hubieran logrado ponerse al galope, con los
soldados de a pie cabalgando a las grupas… Supongamos que hubieran
añadido su fuerza, pequeña pero bien entrenada y disciplinada, al pequeño y
dispar enjambre de Sonámbulos…
Toda la historia hubiera sido entonces diferente. ¿No es cierto que podría
haberlo sido?
Podría.

La batalla en la Stoa duró unos diez minutos.


El repentino y comparativo silencio que había dentro de los Recintos
Sagrados había actuado sobre los dos caballeros sacerdotes de forma similar a
como si les hubieran quitado unos apoyos: se hallaron sentados espalda contra
espalda, cada uno de ellos sobre una tablilla de bronce. ¿Un nuevo sacrilegio?
Ése es un buen punto a argumentar. No obstante, quis custodiet y todo eso.
No viendo ya un tipo cabalgando un dragón, habían dejado de pensar en un
tipo cabalgando un dragón.
—¿Quién crees que puede ganar la primera carrera del Hipódromo en el
Día Inaugural? —preguntó el reverendo Zosimus.
—Creo que los Rosas —le contestó el reverendo Rufus.
El reverendo Zosimus rió burlón.
—¿Cómo que los Rosas? ¡Pero si sus caballos apenas si podrían tirar de
los carros aunque les dieran bien de comer!
—¡Oh, murmuraciones! ¡Además, tienen a Rumbustius, que corre en la
primera carrera del Día Inaugural… sólo hay que fijarse en su historial!
Según los estándares universales de las carreras de carros, las que se
celebraban en el Hipódromo del Imperio Romano Central (o Medio) eran
acontecimientos de poca importancia; pero al menos eran, simplemente,
ocasiones para ver correr a carros y no para azuzar las pasiones religiosas e
incitar a los motines.
—Ah, sí, te reconozco ese historial. Pero es que antes no corría para los
Rosas, sino para los Pulgas. Valdrá más que recen a Júpiter Pluvius, pues los

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caballos de los Rosas sólo saben correr bien en el barro. Mira… casi todo el
mundo parece haber dejado los asientos del público.
—No me extraña; deben de haber ido todos al mingitorio.
—Sí, no me extrañaría… Y hablando de ese tema…
Un especial par de artilugios había sido instalado para la conveniencia de
la clerecía visitante: en lugar de los habituales jarrones de ceramista de
segunda mano, degradados a un uso más inmundo cuando sus tapas se habían
roto, aquéllos eran nuevos de trinca. Nuevos o viejos, claro está, los
contenidos eran vendidos por el Gobierno a los sindicatos de curtidores y
bataneros, que los usaban para tratar las pieles y la lana. Cuando un cierto
Monarca del viejo e indiviso Imperio había tenido esta brillante idea, un
osado cortesano había comentado: «¡Vaya un método tan oloroso de hacer
dinero!»… y, claro está, el Imperial Príncipe había respondido: «Pecunia non
olet», el dinero no huele… Las frases brillantes de los monarcas y sus
herederos acostumbran a ser escasas y muy apreciadas… especialmente en el
tiempo en que son pronunciadas. Claro que algunas soportan la prueba del
tiempo y de los cambios mejor que otras.
—Entonces, cinco contra tres por los Rosas, ¿vale?
—Mi querido amigo, eso equivaldría a robarle caramelos a un niño…
Muy bien, si tú lo quieres, hecho.
—Ya veremos lo que pasa… Hum, parece que todos están regresando.
—¿Cómo? Oh, sí. Será mejor que también regresemos nosotros. Bueno,
bueno, pronto habrá acabado todo.

Todo se había acabado en unos diez minutos.

El reverendo Zosimus, no siendo impulsado por ningún texto de


instrucciones a hacerlo sino sólo porque le había agradado hacerlo una vez,
sin pensárselo mucho decidió hacerlo otra vez… Así que metió los dedos en
la vasija de la sal sagrada, lanzó dos puñados a los brillantes tizones y los
miró encenderse de nuevo en una bella pirotecnia de llamas multicolores. La
multitud que regresaba, al observar los restallantes colores de la sal, al
momento se olvidó del sangriento asunto en el que habían estado metidos,
pues ése era el modo habitual en que se comportan las multitudes. Y lo que es
más, también olvidó los otros diversos acontecimientos recientemente
observados: «¿Quién ha sío el asno con cabesa de chorlito que ha asegurao
que había visto un popótamo? ¡Ese tío no sabe distinguí a un popótamo de un
dragón… o viceverso! ¡Hey, hey, la sal! ¡Debemos d’aber llegao en un buen
momento, empujad para conseguir un buen sitio!».

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—Ahora que hemos tenido tiempo suficiente para vaciar las bodegas —
dijo el reverendo Zosimus observando las llamas con satisfacción—, ¿qué
hacemos?
—Ya te has olvidado de todo… Ahora viene la llamada a Asamblea
General.
—Oh, sí. Eso es. Ya veo. Bueno…
Así que el reverendo Rufus procedió a llamar a Asamblea General, a base
de recitar sonoramente:
—Stahitu eno deitu ersmahamo…
—¿Cómo… cómo? No tan deprisa. Para un momento. Arsmahamo…
¿Estás bromeando?
—Arsmahamo. No bromeo.
—Bueno, si tú lo dices —aceptó el reverendo Zosimus, preparándose para
volver a colocarse la toga por sobre la cabeza de nuevo; si era necesario.
—Yo lo digo porque las tablillas lo dicen, así que deja de
interrumpirme… ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí…! Arsmahamo caterahamo iouinur
eno com prinuatir precarcris sacris ambretuto ape ambrefurent… Las gentes
no se mueven.
—Las gentes no entienden ni una palabra de lo que estás diciendo, así que
no tienen ni idea de que les estás hablando de: Enfrentarse a terribles
acontecimientos/ Para defender el idioma de sus antepasados/ Y el acento de
sus dioses…
El reverendo Rufus emitió un largo y sufrido suspiro.
—Hum, claro está que no lo entienden, ni una palabra. Muy bien,
entonces, muy bien… —Se enfrentó a la ciudadanía y, con la voz algo
recuperada por aquel pequeño descanso, declaró con voz tonante—:
¡Hombres de Nueva Iguvium y también todos los de Nueva Umbría!
¡Hombres!
Las mujeres, naturalmente, no se hallaban presentes, como era correcto y
natural, sino que estaban en sus casas. Es decir, estaban reunidas las unas en
las casas de las otras, tejiendo e hilando castamente; es decir, en realidad,
murmurando como cotorras acerca de seducciones y adulterios, abortos y
peleas escandalosas; las mejores recetas para aprovechar los restos del asado
de cerdo del día anterior; y, de vez en cuando, muy a menudo ciertamente,
dibujando representaciones muy poco halagüeñas de diversos ciudadanos
(todos hombres) en el suelo de tierra con la punta de sus agujas de punto;
riendo soezmente, comiendo pan de centeno y queso y huevos y manzanas y
pastelillos, luego borrando los dibujos con bufidos irónicos y, en general,

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pasando el mejor momento de sus vidas y, por cierto, evitando las corrientes
que había en los Recintos Sagrados y los catarros consiguientes.
—¡Hombres de Nueva Iguvium y también todos los de Nueva Umbria! —
ladró el reverendo Rufus, haciendo bocina con las manos—. ¡Disponeos en
rangos sacerdotales y militares, oh Hombres de Iguvium! ¡Ar!
Las mujeres, que le podían oír perfectamente… ¿Quién fue el que dijo que
una ciudad no debía ser más grande de lo necesario para que la voz de un solo
heraldo se oyera por toda ella? Bueno, no importa; Nuevo Iguvium cumplía
con esa condición… Y las mujeres de Nuevo Iguvium, que le podían oír
perfectamente, imitaron su acento ciudadano y se rieron de él, como se reían
de todo.
Los hombres de Nueva Iguvium, sí, se dispusieron en rangos, pero no sin
que hubiera un barullo muy poco acorde con las circunstancias; después de
todo, aquello era algo que no habían hecho en largo tiempo, y algunos de los
hombres jóvenes dentro de ambas categorías se mostraron poco dispuestos a
aceptar las indicaciones de los más ancianos, que afirmaban recordar las
formaciones correctas (y no las recordaban); pero al cabo se hizo.
Los dos sacerdotes y caballeros pasaron ahora por entre los rangos, el
reverendo Zosimus Sulla trotando tan rápidamente como consideraba
aceptable para su dignidad sacerdotal, haciendo una pausa aquí y allá para
decirles a perfectos desconocidos:
—Me alegro volverle a ver… Conocí a su padre… Fui a la escuela con tu
tío, era un hombre muy agradable… ¿Ha habido buena caza últimamente?
Por su parte, el reverendo Rufus Tiburnus, que en tres ocasiones había
mandado legiones (una contra los paflagonianos y dos contra los
borborygmianos), se movió mucho más lentamente, haciendo comentarios
tales como:
—Las lazadas de las sandalias no concuerdan, tome el nombre de este
hombre… ¿Y a esto le llamas un galón púrpura en tu toga virilis, chico?
¡Vaya vergüenza!… ¡Ah, Padre Sahib, todo parece en orden! ¡Es un crédito
para su casta!

Mientras, Peregrino le decía a Smaragderos:


—Bueno, realmente tengo que darte las gracias por este viaje. Y ahora,
creo que…
Realmente, sólo había comenzado a alejarse y apenas había recorrido
cuatro o cinco centímetros; Smaragderos lo retuvo limpiamente a base de
deslizar una de sus uñas entre uno de los dedos del pie de Peregrino y la suela
de su sandalia.

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—No tengas tanta prisa —dijo el dragón—. Realmente estoy muy
hambriento; tanto volar en contra del viento de veras que consume las
energías de uno.
—Huele a cerdo asado. Creo que…
El reptil parpadeó con sus membranas nictitantes.
—¿Cerdo asado? ¿Cómo… es que crees que soy carnívoro? ¡Si lo fuera
ya hace tiempo que te habría comido!
Peregrino, al considerar esto, se estremeció, aunque sólo un poquito.
—Es el viento frío, ¿sabes? —explicó—. ¿Así que tienes hambre? Bueno,
pues…

El reverendo Zosimus, como Hermano Menor, declamó el Edicto Ritual


de Expulsión de los Extranjeros Enemigos, Practicantes de Profesiones
Infames, Vendedores sin Licencia, Vagos, Maleantes y Ladrones de Bolsas;
como ésta era una declaración común, y también secular, todos la habían oído
incontables veces, y algunos de los menos patriotas incluso fueron vistos
hurgándose las narices durante la recitación. Pero incluso éstos escucharon
con gran interés lo que seguía, es decir, la Maldición Ritual Contra Todos los
Enemigos, Cercanos y Lejanos, que decía así:
—Sobre esta tribu y aquella tribu y la otra tribu y cualquier otra que caiga
dentro de lo significado por la Ley de Tribus Criminales, y sobre este poblado
y aquel poblado y el otro poblado y cualquier otro poblado que caiga dentro
de lo significado por la Ley de Poblados Contumaces, y sobre los ciudadanos
principales que ostenten cargos y sobre los ciudadanos principales que no
ostenten cargos, sobre los jóvenes bajo las armas y sobre los jóvenes que no
estén bajo las armas, enemigos de este nombre y ese nombre y cualquier otro
nombre: «Anhostatu tursitu tremitu hondu holta ninctu nepitu sonita sauita
preplotatu preuilatu…». (¡Aterrorizadlos y hacedlos temblar y lanzadlos a las
profundidades de los Infiernos, cubridlos de nieve y empapadlos con agua,
ensordecedlos con el trueno y cegadlos con el relámpago, y heridlos y
mutiladlos y aplastadlos y golpeadlos y atadlos de pies y manos!).
Esto realmente funcionó bien; desde todos lados llegaron gruñidos de:
—¡Ah, así se habla, enseñadles lo que cuesta venir a robar nuestras cabras
y nuestros cerdos!
—¡Eso, y soltar sus gallinas en nuestros campos sembrados!
—¡Joder, hacía años que no escuchábamos una maldición de las antiguas,
tan completa y sólida! ¡Bravo! ¿Qué sigue ahora?
Tres marranos más fueron sacrificados (machos esta vez), y fue invocada
la Rendición del modo siguiente:

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—Invocamos a los Dioses Inmortales para que concedan a la ciudad de
Nueva Iguvium y a la región de Nueva Umbria, a sus hombres, mujeres y
niños, a las bestias y a los campos, éxitos de hecho y de palabra, por delante y
por detrás, en público y en privado, en promesas, augurios y sacrificios. Sed
favorables y propicios para la paz, y mantened a salvo a los iguvianos y
úmbricos. Guardad a los magistrados, a los sacerdotes, a los plebeyos, y
conservad las vidas de todo hombre, mujer y niño, proteged los campos y sus
frutos y las bestias y las abejas y sus colmenas. ¡Oh vosotros y todos aquéllos
a los que haya que invocar, os invocamos! ¡En verdad os invocamos!
Al llegar a la conclusión de esas palabras de piedad, el reverendo Zosimus
hizo una pausa:
—Reconozco que es conmovedor. A mí me ha conmovido. —He sentido
lo mismo— convino el reverendo Rufus. —He notado claramente cómo me
conmovía.
—Lo que voy a hacer es indicarle a mi secretario que lo anote en sus
tabulae, quiero conservar estas palabras.
Desde luego, la señal fue dada. No obstante el receptor de la misma no fue
el secretario del reverendo Zosimus (un intelectual griego de Filadelfia
Antigonia, que había ido a responder a esa llamada de la Naturaleza a la que
incluso han de atender reyes y reinas) sino (la vista del buen caballero y
sacerdote ya no era de las mejores) que el receptor fue una imagen,
sumamente desgastada y ennegrecida, de un mármol de la peor clase, que los
viejos paganos creían que era la de Pismo Krapuvius (Crapovius)
(Grabovius), una deidad muy poco importante de la que nada más se sabía
excepto que los niños que eran demasiado pequeños para tener que pagar la
tarifa de admisión de dos groats a las Termas, eran admitidos gratis por el
simple hecho de decir las palabras Pismo Crapuvius; mientras que los
neopaganos, que eran tan poco dados a adorar ídolos como los cristianos,
mantenían que era una imagen de la emperatriz Mesalina, desnuda para ir a
tomar su baño y/o cualquier otro propósito concebible para el que se
necesitase tal desnudez. Pero, fuera una cosa o la otra…
El caso es que el Quaestor, malinterpretando tanto la pausa como la señal,
se acercó (aunque no demasiado) y anunció:
—Sus Santidades procederán ahora a atrapar las vaquillas sagradas
elegidas para el sacrificio.
—¿Atrapar el qué?
—Las vaquillas…

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—Mi buen amigo, no vamos a perseguir a ninguna vaquilla, sea sagrada o
profana, así que mal podremos atraparla. ¿Por quién nos toma y qué edad cree
que tenemos?
El Quaestor, cuyo cargo había sido desde hacía tanto tiempo una
verdadera sinecura, se secó el rostro con su sagrado manípulo y explicó, con
un leve suspiro:
—Ah, pero naturalmente no se espera que Sus Santidades las persigan en
persona, sino por intermediarios.
—¿Nuestras Santidades no tienen que…? —dijo el reverendo Zosimus.
—¡Ah, bueno! Ése es un buey de diferente color… —añadió el reverendo
Rufus—. Mientras sea por intermediarios, pueden atrapar lo que quieran:
vaquillas, chicas, chicos, cabritillas, camelopardos…
Las vaquillas sagradas, que mugían lúgubremente, fueron perseguidas por
intermediarios, es decir, por varios pastores que previamente las habían
trabado de patas y que, tras atraparlas, las cambiaron oficial y
subrepticiamente por un número igual de cochinos, puesto que los gustos
locales afirmaban que comer vaquilla era como mascar goma, es decir la
resina supurada por el árbol lentisco, que era tan corriente por aquellos
alrededores como los avellanos.
Entonces, el reverendo Zosimus produjo un sonido parecido a un gemido.
El reverendo Rufus le dijo que no le entendía, por lo que lo repitió más
lentamente.
—Eehiianasum.
—Oh, claro, eehiianasum. Eso es oscano, ¿no?
—Claro que es oscano, significa: «Atrapar las vaquillas sagradas».
—Oh, evidentemente… vaya un lenguaje sucinto, si es que se le puede
llamar así.
—También se le podría llamar onomatopéyico.
El reverendo Zosimus lo miró con aire grave.
—No creo que debiéramos… probablemente los nativos no lo
entendiesen.
Y, justo en ese momento, se produjo un sonido muy especial; para ser
exactos, dos sonidos muy especiales: el primero totalmente indescriptible y el
segundo bastante descriptible, dado que este último fue producido por todos
los presentes tratando, al mismo tiempo, de irse a cualquier parte a la mayor
velocidad posible… y decidiendo, muy de repente, no hacerlo después de
todo. Porque, al fin y al cabo, no tiene mucho sentido tratar de escapar de un
dragón… incluso de uno que llega caminando.

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Smaragderos llegó rodeando el espinial e hizo todo lo posible para no
derribar las bastante inestables paredes y todo lo demás. Llegó a lo largo, pues
era, como ya se ha dicho (y aunque no se haya dicho), un dragón bastante
largo. Llegó arrastrándose y caminando y serpenteando y gateando. Si lo
hubiera deseado hubiera podido dejar un rastro de destrucción a su paso. No
lo deseaba y, de hecho, hizo todo lo posible por rodear, en lugar de pasar por
encima o a través de aquello que se encontraba en su camino… Naturalmente,
esto no siempre le era posible, como le sucedió, por ejemplo, con un lugar
donde había cemento fresco. Incluso siglos después los habitantes locales se
lo enseñarían a los visitantes: «Y aquí es donde se ven las huellas de las
pisadas del dragón… y allí las de su cola». Así que se acercó y, cuando llegó
a una cierta distancia de los sacerdotes visitantes (seis cubitos y un poco más,
como medirían algunos; otros no se hubieran atrevido a medir esa distancia),
se detuvo. Y les preguntó:
—¿Me han llamado?
Hubo un cierto silencio.
El reverendo Zosimus dijo al reverendo Rufus:
—Tú eres el Hermano Superior. ¡Contéstale!
—Ejem. Ah. Bueno. Hum. Mmmm… ¿Lo hemos hecho?
—Desde luego que sí —contestó Smaragderos—: «A los seres alados que
vuelan». ¿No han sido ustedes…?
—Esto, hummm… bueno, si se refiere a eso, bueno, pues sí. Supongo que
le hemos llamado.
—Ha sido muy amable por su parte acudir —intervino el reverendo
Zosimus.
Hubo una pausa.
—Debe de estar muy cansado después del viaje —añadió educadamente.
—Estoy muy cansado después del viaje.
—Quizá le gustaría lavarse un poco…
—Ya me he lavado. En la piscina.
Otra pausa. El hecho es que, por muy culto que sea un hombre, trátese de
un patricio, caballero, sacerdote o lo que sea, no es corriente que cuente entre
sus habilidades la de charlar de cosas intrascendentes con los dragones. Quizá
sea por eso que, en los últimos años, cada corte y cada castillo ha tenido en su
nómina a alguien cuya tarea específica era la de matar dragones, cosa harto
repugnante. Y es que, con la decadencia del Imperio, las artes de la
conversación y la tolerancia por lo raro y lo diferente habían sufrido un grave
retroceso. Uno no podría imaginarse a, digamos, Plinio el Viejo sintiéndose

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obligado a mandar a alguien a matar a un dragón; probablemente él mismo
habría matado al pobre bicho de aburrimiento con su charla.
—Bien. Hummm. Ah… ¡Por cierto! Seguro que le gustaría comer algo,
¿no es así?
—¡Sí, sí! El asado de cerda está ya a punto. Y los marranos lo estarán en
seguida…
Smaragderos mostró sus dientes. Incluso el reverendo Rufus, que en tres
ocasiones había estado al mando de legiones y que, por puro deporte, en otro
tiempo había cazado grifos en Arismapea, dio un paso atrás.
—¿Carne? —preguntó Smaragderos—. Yo nunca como carne. Me da
ardores en… bueno, eso no importa. No obstante, es muy amable por su parte
el habérmelo preguntado. Y, como estaba seguro de que me lo ofrecerían, ya
he comido. Me he comido los peces de la piscina.
Esto provocó que, de entre todos los reunidos, nada menos que el
Quaestor hiciera la pregunta:
—¿Cómo? ¿Todos?
Smaragderos giró la cabeza con bastante lentitud, identificó al autor de la
pregunta, una pregunta que no parecía resultarle irrazonable, y le contestó:
—¡Oh, no! No todos. Simplemente las carpas, rodaballos, lampreas,
mújoles y anguilas. La demás basura (y, naturalmente también los peces
demasiado pequeños, las crías, etc.), ésa la he dejado… para su propio uso.
Habiendo movido la cabeza un tanto, no quedaba claro si Smaragderos se
refería con ese «su» al singular o al plural; pero nadie se atrevió a pedirle
aclaraciones. De hecho, lo de los peces de la piscina era, ya que estamos en
ello, un tema bastante interesante. Desde tiempos inmemoriales se los había
conocido como «los Sagrados Peces de la Piscina», y era muy antigua la
costumbre de ir a alimentarlos, por considerarlos símbolos de fertilidad o lo
que fuera, especialmente en los festivos y celebraciones religiosas. Uno
habría creído que, en los primeros tiempos de influencia de los cristianos,
alguno de aquellos santos varones, tan intolerantes, se podía haber sentido
tentado a hacerles alguna barbaridad a los peces sagrados; pero no había ido
así. Quizá se debiera a que en los Libros Sibilinos Cristianos se había
descubierto que las letras iniciales (en el alfabeto griego) de las palabras:
'Ihsouz
Xreistoz
Qeiou
'Uioz
Swthr

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Iesus Chreistos Theou Uios Soter, Jesu Cristo, Hijo del Dios Salvador, cuyas
iniciales forman a su vez otra palabra, IXQUS, o sea Ichthys, que naturalmente
significa pez. Y pronto, en cualquier polvoriento lugar en los confines del
Imperio Romano, se vio a multitud de gentes trazando siluetas de peces en el
antedicho polvo (a veces con sus bastones, a veces con los dedos de la mano,
a veces incluso con los dedos del pie), y luego mirando al infinito y silbando
para disimular, esperando a ver si alguien venía secretamente hacia ellos para
ofrecerse como guía y llevarles a las catacumbas más cercanas. Igualmente, y
por motivos desconocidos para los tradicionalistas de Nueva Iguvium, los
seguidores de aquella nueva religión tenían la devota costumbre de devorar
pescado un determinado día de la semana… ¿podría considerarse eso como
una ofrenda de viandas sacrificiales a los ídolos? Era evidente que no. En
cualquier caso, el comercio de pescado era clandestino (para no molestar a
ninguna de las dos religiones), pero importante.
Y si al recibir el Quaestor la noticia de que los mejores y más gordos de
esos peces sagrados habían sido consumidos de una sola vez por un dragón,
no parecía complacido, ¿podía ser ello tomado como prueba de que eran
ciertos los sempiternos rumores acerca de que el Quaestor estaba implicado
en la venta subrepticia de los peces sagrados, a cambio de una parte de los
beneficios? ¿Quién podría afirmarlo o negarlo?
Por lo menos el Quaestor no dijo nada más sobre el asunto.
Durante un instante más los reverendos Rufus Tiburnus y Zosimus Sulla
se quedaron como atontados murmurando el uno y el otro, de nuevo:
—Terribles poderes éstos. Terribles.
Al fin, el reverendo Rufus, recobrando el aplomo al pensar en su cargo y
lo que le debía al mismo, se puso de repente en algo parecido a la posición de
firmes, y con una reverencia que se podría situar entre mediana y profunda,
dijo:
—¡Ah, bien! ¡Ha sido muy considerado por su parte el acudir! Y ahora
que ya está aquí… ¿hay algo en especial que podamos hacer para que su
estancia entre nosotros le resulte más agradable?
Smaragderos no pasó demasiado tiempo considerando esta proposición:
—No, no —contestó—. Creo que no hay nada en particular. Me llamaron
y he venido. Y, según creo entender, ahora ya soy, o seré pronto, libre de
partir…
—¡Sí, sí! ¡Por supuesto!
—¿Libre…? ¡Desde luego, puede usted considerarse totalmente libre para
ello!

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Pero el dragón no había acabado.
—Sin embargo, visto que he venido desde tan lejos en respuesta a vuestra
llamada, propongo retirarme al extremo más lejano de estos recintos con el fin
de tomarme un descanso, sin… espero… molestaros en lo más mínimo… y,
entre tanto, observaré el resto de las ceremonias con gran interés. Con
profundo interés. Si me lo permiten.
Le aseguraron, todos ellos, que desde luego que se lo permitían, aunque
intentaron no sonar ni ansiosos por que se quedara ni tampoco descorteses
deseando que se fuera.
Fue, más o menos exactamente en este punto, cuando se escuchó una voz
extraña… extraña, por lo menos, para el reverendo Rufus Tiburnus, pat y cab,
SPQR Procónsul (ret) y para el reverendo Zosimus Sulla, pat y cab,
Senatusconsultam ab Bacchanalibus (ret), que preguntó:
—¿Puedo salir ya, Smara… bueno, quiero decir Su Dragónica
Majestuosidad? ¿Puedo ya? ¿Eh?
Y la cabeza de Peregrino, que, como el resto de su persona, había
permanecido oculta de la vista por varios de los anillos del dragón, así como
por sus alas, apareció ahora atisbando, con una expresión especialmente
suplicante en el rostro. El reverendo Rufus tuvo un sobresalto, el reverendo
Zosimus dio un saltito de asombro, o quizá fue un paso hacia atrás. Y desde el
único lado de los Recintos Sagrados en el que no se habían caído los asientos
llegaron voces de:
—¡Ah, ése debe de ser el tipo que iba montado en el dragón!
—¿Cómo? ¿Y qué significa todo esto?
—¿Y yo qué sé? ¡Pero seguro que es algo muy gordo!
Y más y más comentarios.
—El tipo que cabalgaba sobre el dragón —dijo el reverendo Rufus.
—El mismo, desde luego —acordó el reverendo Zosimus.
—¿Quieres salir ahora? —preguntó Smaragderos—. De acuerdo. De todas
maneras ya no voy a necesitarte… ¡Baja, pues!
Peregrino bajó. Había comenzado a dar golpes en el suelo con los pies
para despertar sus piernas dormidas, cuando se dio cuenta de quién tenía
delante.
—Muy respetuosos y reverentes saludos a Sus Muy Reverendas Señorías
—dijo. Mientras, Smaragderos estaba procediendo a reptar, arrastrarse y
ondular para recorrer el largo camino hacia la otra ruinosa extremidad de los
Recintos Sagrados.
—El tipo parece muy educado hablando —comentó el reverendo Rufus.

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—Sí, sí. Evidentemente es de buena cuna… a pesar de que apenas si es un
chiquillo. No obstante, es lo bastante valiente como para cabalgar en un
dragón… Esto, Rufus, ¿no te parece que hay algo familiar en la forma de su
rostro?
El reverendo Rufus le dedicó a Pere una larga y atenta mirada.
—¡Por Júpiter! Ya veo lo que quieres decir. Sí que parece familiar.
Hum… Hum. ¡Ja! Ya lo sé: se parece a aquel tipo con el que fuimos a la
escuela, el campesino, aquel que no sabía construir muy bien las frases, ya
sabes, ese que sin embargo las construía mejor que tú. ¿Cómo se llamaba
aquel chico? Nosotros le llamábamos «Pal», y nunca supe su verdadero
nombre…
Con la memoria así estimulada, el reverendo Zosimus exclamó:
—¡Sí, ya me acuerdo! Era un rehén oficial, me parece, venía de Sipodalla
o algún otro…
La memoria de Peregrino también había sido estimulada:
—¡Oh, tienen razón! —exclamó—. ¡Mi padre fue un rehén! Su padre, el
viejo Rey Cumnodorius estaba preparándose para firmar un tratado de paz
con un César, de modo que papá tuvo que ir a hacer de rehén, mientras los
otros estaban acabando los detalles del documento; y le hicieron ir a la
escuela… ¡Sí! ¡Me lo contó todo!
Y sonrió a los dos viejos y los dos viejos le sonrieron; y dé repente
recordó decir:
—Y el nombre de nuestro país realmente es, si me excusan la corrección,
Sapodilla, y el nombre de mi padre es Paladrine y su apellido es Pal…
—¡Sí, sí, tienes su misma voz, chico! ¡Su misma voz! Excepto que tu
acento es bastante mejor, si me permites decírtelo. Sí, su apellido era Palaeo
algo más. «Pal», para abreviar, le llamábamos nosotros.
—Pal… sí, sí.
Hubo muchas más sonrisas. Y el reverendo Zosimus dijo:
—Bueno, Príncipe…
Pere se vio obligado, por fuerza, a interrumpirle.
—No, Excelencias, nada de Príncipe. Mi padre el Rey tiene tres hijos
legítimos, pero yo no soy ninguno de ellos; y por eso… de un modo indirecto,
naturalmente… estoy aquí: las viejas leyes de Sapodilla exigen que todos los
hijos bastardos del Rey sean exiliados en su decimoctavo cumpleaños, para
estar seguros de que no vayan a tratar de apoderarse del trono, ¿comprenden?,
y eso bajo la amenaza de «nunca regresar ya a solas o acompañado de una
hueste armada, bajo la pena de ser despellejado vivo, con el fin de mantener

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la Paz del Reino»… No hay nada personal en todo ello, naturalmente, pero así
es la ley.
—Sí, sí —dijo el reverendo Rufus—, lo entiendo. Tiene bastante sentido.
Yo lo que hacía con todos mis bastardos era meterlos a banqueros; eso hacía.
¿Y qué hacías tú con los tuyos, Zosimus?
—Yo los hacía editores —le contestó el reverendo Zosimus—. Alguien
tiene que serlo… Bueno, bueno, la política es una cosa y dar la bienvenida al
hijo de un viejo compañero de escuela es otra, ya sea engendrado dentro de la
ley o fuera de ella. ¡Déjame que te abrace, muchacho!
El reverendo Rufus solicitó el mismo privilegio; luego todos sonrieron
una vez más y después comenzaron a hablar sobre la salud del Rey Paladrine
y asuntos relacionados con él («¿Aún sigue tan aficionado a filosofar?».
«¡Sigue, sigue!»), cuando un nuevo sonido llegó a sus oídos. Y también
vieron algo hasta entonces no visto.
—¿Lo ves? —le espetó el reverendo Zosimus en voz baja al reverendo
Rufus—. ¿Qué te dije? ¡Incursiones de los bárbaros!
Y justo a lo largo de lo que en otro tiempo había sido la Via Imperial llegó
el tramp-tramp-tramp de hombres fuertemente armados, tres de ellos a pie y
tres de ellos a caballo.
Y a la cabeza iba el Barón Bruno.

Vió a Peregrino, si no antes que otra cosa sí al menos de lo primero que


vio que le interesase. Y a él apuntó con su puño cubierto de mallas.
—¡Tú! —gruñó—. ¡Vaya una persecución que me has obligado a hacer!
¡Por mis muertos que me la vas a pagar: te voy a cubrir de cadenas, eso para
empezar…!
Pere ya había reconocido tanto el talante como la bandera del Barón, y se
dio cuenta de que, fuera cual hubiese sido el éxito de su maniobra de
distracción, allá en la Ciudad Alta de Alf, no había impedido que el brutal
cuñado del Alto Rey le siguiese hasta allí… y con claras muestras de estar
mal dispuesto hacia él… Y, lo que era peor, con ganas de hacer algo al
respecto.
El reverendo Tiburnus Rufus no perdió ni un momento en hacer
comentarios en voz baja. Del mismo modo que ya había llamado aquel día a
Asamblea General una vez, lo volvió a hacer ahora. Su voz quizá sonase un
tanto ronca, pero era muy clara y muy tranquila. Y esta vez pasó del úmbrico
original:
—¡Hombres de Nueva Iguvium y de toda Nueva Umbria! —inició sus
órdenes—. Formad en rangos militares y sacerdotales. ¡Ar!

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Los hombres de Nueva Iguvium y de toda Nueva Urnbria ya habían
obedecido sus órdenes en otra ocasión aquel día, así que en esta segunda
ocasión lo hicieron con mayor rapidez. Por todo lo que sabían, pues nada les
indicaba lo contrario, aquellos tres hombres a pie y tres a caballo podían ser
los primeros de una horda; si así era… bueno, siempre había tiempo de ver lo
que pasaba si así era… y, entre tanto, se daban cuenta de que no sólo estaban
bajo las órdenes imperiales, sino además bajo las órdenes de alguien
experimentado en dar órdenes imperiales. Formaron filas.
El Barón dio el alto a sus hombres. Sus ojos observaron rápidamente de
un lado a otro. Consideró la situación.
Ahora bien, durante la primera Asamblea General del día, los hombres de
los rangos sacerdotales, dándose cuenta de que la ocasión era pura y
simplemente pro forma, no habían dicho nada. Ahora se percataron de que las
cosas eran diferentes. Muy diferentes. Su principal tarea (hacía tiempo que no
habían tenido oportunidad de ejercerla) había sido echar maldiciones contra
los enemigos invasores. Y empezaron a echarlas. Al principio no se oyeron
claramente, por una parte porque al principio sus labios se movían
silenciosamente, por otra porque el reverendo Rufus Tiburnus estaba dando
sus órdenes:
—¡Por el flanco dereeeecho…!
Luego, las voces de los rangos sacerdotales se alzaron primero hasta un
susurro y luego hasta un murmullo y luego hasta un tono normal y al fin hasta
un gimotear aullante, absolutamente garantizado para helar la sangre en las
venas, que amenazaba al enemigo…
—¡Variación derecha! ¡Desenvainar espadas!
—Tifus y tétanos… repeluznos, espeluznos y rebuznos… —ululaban. Las
tropas del Barón Bruno comenzaron a mostrar los primeros signos de
inquietud: sus ojos se desorbitaban, sus ojos se desenfocaban—… granos en
las axilas, granos en el culo, granos en la entrepierna… dolores de espalda y
hernia…
—¡Por el lado izquierdo… en columna de a treees!
—… moho en los huevos y flatulencias… mocos y llanto, pus y cera en
las orejas…
—¡Cerrad filas, hombres de Iguvium! ¡Uno y dos y tres y cuatro…!
—… supuraciones en los riñones… incontinencia de la orina, las heces y
la esperma…
Las tropas del Barón Bruno, que sabían perfectamente que no eran la
avanzadilla de una horda y que no había absolutamente nadie tras ellos, ni

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otra cosa que el largo, muy largo camino a casa, camino que habían tenido
que hacer al venir, comenzaron a ponerse muy nerviosos. El Barón, si es que
también había empezado a ponerse nervioso, no lo demostró; se limitó a
gruñir.
—Haced lo que yo haga —era su intención retirarse hacia uno de los
puntos más ruinosos de los Recintos Sagrados, de hecho hacia el extremo más
alejado, y allí…
Pero en lo que se refiere a ese lugar, que, tal como los agudos ojos del
Barón habían visto, no era sino una serie de colinas cubiertas de hierba, de
repente hubo «algo» allí y ese «algo», no de repente, pero sí súbitamente,
resultó ser un dragón… Quizá no el más grande de los dragones, pero quizá
(¿por qué no?) uno que sí era lo bastante grande como para deshacerse de seis
hombres, de los que sólo tres iban a caballo y los seis muy cansados.
Smaragderos no saltó, simplemente se irguió… y se estiró… y se estiró… y
se estiró… y luego lanzó un siseo como el de una de esas máquinas que,
utilizando el vapor, realizan esos trucos tan vistosos en algunas de las
mayores metrópolis, Alejandría, por ejemplo; y luego escupió algunas de sus
llamaradas de tamaño medio y sus supergraznidos estrepitosos…
—¡Prietas las filas! —ordenó el reverendo Rufus, exactamente como si
tuviera que enfrentarse con toda una fuerza de borbotygmianos (o, por lo que
a eso respecta, de paflagonianos)—. ¡Adelante, ar!
El Barón Bruno no era ningún cobarde, pero tampoco era ningún estúpido.
Alzó su puño cubierto de mallas. Eso podría haber sido un signo de desafío.
Eso podría haber sido un signo de sumisión. Eso podría haber sido un saludo.
Hizo dar la vuelta, lentamente, a su cansado caballo. No tenía que dar
ninguna nueva orden. Y, seguido por sus cinco agotados soldados, se marchó
por donde había venido.
Y una rápida y hosca mirada fue todo lo que le lanzó a Peregrino cuando
pasó junto a él.

—¡Vaya osadía la de ese tipo! —gruñó al reverendo Rufus, habiéndole


asegurado los exploradores que, sin lugar a dudas, el pequeño ejército se
había marchado… marchado lentamente, desde luego, pues era un pequeño
ejército muy cansado… muy pequeño… muy cansado… pero yéndose por el
camino por el que había venido; es decir, lejos—. ¡Vaya osadía la de esos
tipos! tratando de llevar a cabo sus incursiones bárbaras, o si lo prefieren,
pues me gusta ser equitativo, semibárbaras, cuando ni siquiera han sido aún
anunciadas para este año. Bueno, pues que hagan correr la voz: estamos
dispuestos, y les estamos esperando.

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El reverendo Zosimus tenía su comentario preparado:
—¿Qué es lo que hacemos ahora? —preguntó.

Informados de que acababan de lograr una gloriosa victoria y de que sus


tierras y sus casas y, desde luego, todo lo demás que era suyo no iba a ser
destruido ni saqueado, y que además las carnes sacrificiales estaban ya a
punto para la distribución, la ciudadanía lanzó tres hurras y tres hurras más y
luego se acercó, si no corriendo, al menos sí caminando muy deprisa, aunque
respetando el estricto orden de precedencia, a recibir sus porciones del
sagrado marrano asado: aquellos que tenían platos, sobre los platos; los que
no tenían platos, sobre sus trinchantes; los que no tenían trinchantes, sobre la
punta de sus cuchillos; y aquellos que, en razón de su pobreza, ni siquiera
tenían cuchillos, simple y modestamente (o inmodestamente) alzaron una
punta de su vestimenta en la que la adición de algo más de grasa ya no podía
representar ninguna diferencia. Y aquellos que no lograron un trozo de lo más
crujiente recibieron en cambio un trozo extra de la carne sonrosada, y un
puñado de vísceras.
Como cabía temer, algunos de los paganos fueron tan intolerantes como
para meter trozos de ese sabroso asado bajo las narices de los cristianos con
los que se encontraban por azar, zahiriéndoles con gritos tales como:
—¿No huele bien? ¿No te gustaría comer un poco?
Por fuerza, los cristianos estaban obligados a estremecerse y musitar:
—Sangre, cosas estranguladas y carnes ofrecidas a los ídolos. ¡Bah! —Y a
alejarse con cara de justa indignación; pero alguna que otra vez se les había
visto babear un poco.
Los más gamberros habían maquinado, a continuación, buscar a algunos
judíos para gastarles las mismas bromas; sin embargo, no encontraron
ninguno. De hecho, Rubén estaba en ese momento en su casa, discutiendo con
Simeón el caso hipotético del hombre al que, habiéndosele dicho que debe
escribirle a su mujer una nota de divorcio, decide escribirle en lugar de sobre
un papiro o pergamino, sobre otra sustancia. «Es válido», dijo Simeón. «Y
supongamos que lo escribe sobre el cuerno de una vaca, ¿sigue siendo
válido?». «Sólo si ella puede quedarse con la vaca», contestó Simeón. «Oye,
hay mucho ruido por ahí afuera, ¿no?», preguntó, uno podría suponer que
bastante retóricamente. «Me pregunto qué será». «Cualquiera sabe», afirmó
Rubén, «pero supón que…».
Mientras tanto, allá en los Recintos Sagrados, los Emolumentos Oficiales
para el Colegio de Sacerdotes visitantes habían sido traídos y colocados sobre

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una mesa para ser contados. El secretario del reverendo Rufus estaba
pesándolos y contándolos.
—Dos barrilitos de polvo de oro —anunció. Y el secretario del reverendo
Zosimus le contestó:
—Aquí están.
—Dos bolsas de monedas de oro.
—Están.
—Tres anillos de oro para el Hermano Mayor y tres anillos de oro para el
Hermano Menor.
—Están.
—Un cinturón de plata para el Hermano Mayor y un cinturón de plata
para el Hermano Menor.
—Están.
Todo estaba allí, y se permitió que todo el mundo pasase por delante y le
echara una ojeada a todo.
—Bueno —dijo el reverendo Rufus—, ha sido un viaje muy fatigoso y un
día muy cansado, así que…
—Señores —dijo Peregrino.
—No es que le haya faltado su interés, su excitación y sus satisfacciones,
a pesar de todo —comentó el reverendo Zosimus.
—Señores…
—De modo que yo sugiero que nos retiremos y que nos echemos una
buena siesta, y más tarde sugiero que nos demos un buen baño en las
Termas… ¿Aún funcionan aquí los baños públicos?
—¡Señores!
—Ah, ¿y los han calentado especialmente para esta situación? ¡Muy bien!
—¡Oh, señores!
Los dos caballeros y sacerdotes le miraron con un tanto de sorpresa y un
cuanto de disgusto.
—Bueno, jovencito…
—Bueno, muchacho…
—¿Qué sucede? ¿Quieres venir con nosotros? Desde luego puedes venir
con nosotros, pero…
—No es muy correcto que hagas todas esas interrupciones y des todos
esos gritos. Seguro que tu padre sería el primero en estar de acuerdo en que…
—¡Oh, basta ya, señores! ¡Mirad!
Miraron, justo a tiempo para ver cómo Smaragderos, que, sin emitir
previamente un solo sonido y sin que nadie excepto Peregrino se fijase en él,

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había llegado planeando en picado, agarraba la mesa con su rico contenido y
se alzaba de nuevo por los cielos. Esta vez batiendo sus inmensas alas y
lanzando graznidos de triunfo, entre los que, y por encima de los gritos de los
sacerdotes y caballeros, se podían escuchar frases tales como:
—… Revolución… Opresión… Justa recompensa… Explotación… —Y
—: Pescado pasado…
Los caballeros y sacerdotes gritaron, amenazaron con los puños,
desenvainaron sus espadas, pidieron la actuación de los arqueros (no había
arqueros) y luego, mientras el dragón y su botín se desvanecían en la distancia
más remota, se quedaron en silencio… Únicamente roto cuando, un poco por
sorpresa, el augur Casandros murmuró:
—Al este, mensajeros divinos —pero ya se sabía que el augur Casandros
estaba algo loco.
El reverendo Zosimus, como quizá ya hayan podido observar, tendía a ser
un poco repetitivo:
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó.
Fue esta vez el Quaestor quien replicó:
—Lo que haremos ahora, Sus Santidades —dijo—, es entregarles a Sus
Santidades los Emolumentos Oficiales; es decir y videlicet: dos barrilitos de
polvo de oro, dos bolsas de monedas de oro…
El reverendo Rufus estaba furioso:
—¿Pero de qué está hablando, viejo chocho de Quaestor, acaso no es eso
lo que acababan de hacer? ¡Y con el… con el resultado de… de que…!
—¡Oh, no, Sus Santidades! —explicó suavemente el Quaestor—. En
absoluto. Lo que les habíamos mostrado eran, simplemente, imitaciones. De
cobre algunas cosas y otras de plomo… y con mucha purpurina.
El reverendo Rufus seguía furioso:
—¿Cómo? ¿Acaso querían engañarnos?
Aún suavemente, siguió explicando el Quaestor:
—¡Oh, no, Sus Santidades! ¡En absoluto! Sucede que la experiencia nos
ha demostrado que, tanto aquí en Nueva Iguvium como en toda Nueva
Umbria, a veces la visión de tesoros actúa a modo dé tentación y
subsiguientemente es causa de latrocinio. Así que siempre mostramos primero
las riquezas falsas… aunque admito que jamás antes habíamos tenido que
vérnoslas con un dragón. Sin embargo, esto aún nos muestra más claramente
la sapiencia de nuestros antepasados, cuya norma sigue siendo tan válida hoy
como el día en que fue formulada… ¡Portadores de los tesoros, traed
inmediatamente los genuinos…!

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De modo gradual, artículo tras artículo, los auténticos Emolumentos
Oficiales fueron traídos y presentados de nuevo, con lo que las faces de los
caballeros y sacerdotes visitantes volvieron a mostrar expresiones de
tranquilidad.
—¡Ah, tonto secretario! ¿Cómo te has dejado engañar y has pesado cobre
y plomo como si fuera oro? ¡Me vienen deseos de echarte a las lampreas,
cuando volvamos a casa, para que les sirvas de desayuno!
Y de nuevo, otra vez más, fue el Quaestor el que tuvo la última palabra:
—Oh, Sus Santidades, no fueron vuestros secretarios los culpables de ese
error, sino nosotros, pues os habíamos facilitado unas balanzas trucadas…
El rostro del reverendo Rufus reflejaba emociones contradictorias: sentía
que, a pesar de todos los pesares, aquél no era modo de tratar a un funcionario
imperial… pero, por otra parte, como pensó al instante siguiente, todo aquello
no era sino una ración más de la misma medicina que había sido utilizada por
el Comitium, en donde con una elección deshonesta, naturalmente hecha por
el bien del Imperio, él y su colega habían sido elegidos (o, al menos,
seleccionados) para los cargos Sagrados e Imperiales que ahora ostentaban.
Así que, al cabo de un rato, se aclaró la garganta y dijo:
—No me cabe duda de que le debemos mucho a usted.
El Quaestor hizo una profunda reverencia, y en ese momento se acercó el
secretario del reverendo Señor Zosimus Sulla, Patricio… (¿tendremos que
recitar de nuevo la lista de títulos y honores? ¿Acaso lo hacía cada vez Livio?
¿O es que Plutarco lo hacía? ¿Y qué me dicen de Isidoro de Sevilla?), quien,
al tiempo que decía: «Su Excelencia recordará que me pidió que le recordase
esto», hizo una reverencia y se retiró.
El «esto» que acababa de entregarle era un cilindro bastante largo, de
cuero prensado, que llevaba unidos tres grandes sellos de cera, dos medianos
de plomo, uno algo más pequeño de plata… y uno muy muy pequeño de oro.
El reverendo Zosimus se lo quedó mirando.
—Me había olvidado —reconoció. Tras un segundo de incertidumbre lo
abrió trabajosamente. Del interior surgió un pergamino de tamaño, forma y
decoraciones familiares, aunque su contenido no resultara obvio
inmediatamente. El reverendo Zosimus comenzó a leerlo en voz alta, tras
haber explicado, en un aparte a los que estaban cerca de él, que—: Esto me
fue entregado justo cuando iniciábamos el camino, así que se podría decir que
«viajamos con las órdenes a cuestas», y no tenían que ser abiertas hasta que…
hasta que… bueno, hasta que se abriesen. Cosa que ya he hecho, así que
vamos a ello…

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Empezaba, como invariablemente sucede con los documentos de esa
especie, con el NOS, CÉSAR EL AUGUSTO, continuaba con el Princeps Dux
Imperatorque, y en el espacio de realmente pocas líneas lograba incluir no
sólo todo territorio sobre el que alguna vez hubiera reinado algún Emperador
de Roma, sino también todas y cada una de las tribus, clanes, hordas,
muchedumbres, grupos o incluso puñados de bárbaros sobre los que cualquier
Emperador de Roma hubiera ejercido alguna influencia en virtud de
conquista, tratado o confederación…
… Visto que ha placido a los Dioses Inmortales llamar a su lado…
… Por consiguiente…
… En consecuencia…
… Al no poder quedar vacantes los sillones curíales o magistrales…
… En tanto que hay que reponer…
El reverendo Zosimus lo leyó todo, cada párrafo, frase, palabra y letra;
después de todo, en su mayor parte estaba en latín y el resto en griego, así que
no era una gran tarea el leerlo… Hubo un silencio, que siguió al inevitable y
quieran los Dioses Inmortales guardar y proteger al Senado y al pueblo de
Roma… Después, el reverendo Zosimus preguntó:
—¡En nombre de Júpiter!, ¿quién es G. ZumZumius Aquifer?
—Eso mismo iba a preguntar yo —añadió el reverendo Rufus.
De nuevo le tocó contestar al Quaestor; en otro tiempo su cargo se había
limitado, más o menos, al de tesorero público, pero ahora… y, en cualquier
caso, una vez finalizada la parte ceremonial de los Juegos, se había sentido
mucho más tranquilo y capaz de lidiar mejor a aquellos inoportunos (aunque
naturalmente excelsamente honorables) dignatarios forasteros (por así decirlo)
… El caso es que otra vez le tocó al Quaestor responder a una pregunta:
—Gnaeus ZumZumius Aquifer, Sus Santidades —dijo—, fue el
SubLegado Sublmperial responsable en este lugar frente al mismísimo César
Augusto, hasta que plació a los Dioses Inmortales llamarlo a su lado,
liberándole de todas sus funciones terrenales, mediante un gran retortijón de
las tripas, en el tercer día tras los gules de Agosto, ult.
Una pausa.
—Así que el tipo ese está difunto, ¿no? —observó el reverendo Zosimus.
—Totalmente, Sus Santidades.
Y el reverendo Rufus dijo:
—Pues, según parece, se nos ha encomendado que, ya que estamos aquí,
nombremos a su sucesor.
—Justamente, Sus Santidades…

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Una pausa más larga. Y luego:
—Haz el favor de no mirarme así a mi —exclamó el reverendo Zosimus
—. Yo no tocaría un cargo como éste ni con un palo de tres metros. Este
maldito clima me mataría antes de un mes.
El Hermano Superior aclaró su superior garganta:
—A pesar de que creo, y es lo cierto, que un cargo público representa la
confianza que el pueblo deposita sobre uno… —explicó—… en mi caso… la
familia… mi edad y mis achaques…
Se miraron el uno al otro. Luego miraron a su principal informador local.
Y ambos a una dijeron:
—¡Quaestor!
El Quaestor se irguió al máximo. Muy tieso, miró en derredor con aire de
triunfo. La mirada del Quaestor fue encontrándose con la de uno de los
nativos, luego con la de otro, y otro, y…
—Me temo, y realmente lo lamento, Sus Santidades —dijo untuosamente
—. Que quizá no sea lo mejor…
Y, tras un instante de reflexión, los dos caballeros visitantes aceptaron
que, quizá, realmente no fuera la mejor solución:
—Es un ciudadano local. Habría facciones. Banderías. Nepotismo.
Peleas… No, no. No es la mejor solución —acordaron. Y se quedaron allí, en
pie, en aquella atmósfera que refrescaba por momentos.
Nadie dijo nada. Es decir, nadie dijo palabra, sin embargo Peregrino hizo
un sonido. Había tenido una cabalgada muy muy larga sobre el dragón; luego
había estado en pie en los Recintos Sagrados durante mucho tiempo, echando
una mirada aquí y allá, buscando el modo de hacer una salida disimulada y
airosa; en fin, tratando de escaparse para… Peregrino se echó un viento.
—¡Es una señal! —gritó alguien. Y otro coreó:
—¡Una señal!
—¡Un signo! —gritaron todos—. ¡Es un signo, un signo!
Antes de que Peregrino se pudiera enterar de lo que estaba sucediendo (y
sucediéndole), ya estaba de rodillas, los caballeros le estaban dando
golpecitos con sus espadas en los hombros y colocándole ante la cara sus
anillos para que los besase, y por todos lados en derredor resonaban frases
tales como:
—… Peregrino, el hijo de Paladrine…
—… el nieto de Cumnodorius, Rex Confoederatus…
—… el divino Gufus, otrora el mismo César Augusto, Princeps Dux
Imperatorque…

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—… y ahora deificado…
—… si fuiste ilegítimo, ahora nos te legitimamos…
—… si no estás cualificado, ahora nos te cualificamos…
Y produciéndose finalmente una pausa, tal como una pausa tenía
finalmente que producirse, el reverendo Zosimus llegó al rescate con uno de
sus últimos paradigmas úmbricos, o lo que fuese, por recitar, y, en un tono
mayestáticamente hierático y muy impresionante, exclamó:
—Slagim, pusme, snata… —Tras lo que añadió, en evidente conclusión
por el tono que le dio—: Arsmahamo, arsmahamo, arsmahamo.
Volviéndose hacia la multitud, que en su mayor parte estaba royendo los
últimos pedacitos de carne de los huesos de los marranos sacrificiales y
eructando con satisfacción y lealtad, dijo:
—Hombres de Nueva Iguvium y de toda la Nueva Umbría, os presento a
vuestro nuevo SubLegado SubImperial: P. Peregrino Pa​laeo​no​rre​cuer​do​bien​el​
qué. Obedecedle en todo lo que ordene… ¿me oís bien, so imbéciles? ¡Y él
será quien recoja todos los impuestos que el Quaestor no se haya apropiado
antes, y podrá quedarse con todo aquello que le venga en gana, a cambio de
mandaros y defenderos, excepto que, claro está, se supone que debe enviar al
Capitolio una mitad de la mitad y media, más un cuarto de un cuarto más uno
de todo lo que recoja, para pagar a las legiones! ¿Me habéis escuchado, so
idiotas? ¡Y si tal no hicierais, entonces vendrán los burgundios, luego los
borborygmianos y por fin los cocomengaños, para comeros el culo a bocados,
y os lo habréis tenido merecido! ¡Y, ahora, a ver si oigo tres fuertes hurras y
un Ave Caesar!
Los oyó.
Pero, en tanto que todo esto estaba sucediendo, los augures no habían
dejado de intentar cuadrar sus observaciones, con el fin de lograr un total y
poder llegar a un único y sensato augurio, para así dar al día su conclusión
final y oficial. Pues, de lo contrario, ¿con qué derecho ejercían como
augures?… Con ninguno, claro.
—Tres estorninos…
—No, os digo que los estorninos eran seis… y luego están los pájaros
carpinteros…
—No, no, el hupoe no cuenta… pero los cuervos…
Y:
—Sí, sí, claro que hemos contado al dragón. Pareces el viejo Casandros y
sus…

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Y entonces, y sólo entonces, el viejo Casandros apartó su vista de la
lejanía en la que la tenía perdida y, con sus escasos rizos canosos volando al
viento y su canosa barba que parecía una vela hecha jirones por la tempestad,
preguntó:
—¿Es que nadie va a contar al ibis que voló por el este?
—¿Qué «ibis que voló por el este»? Te juro, Casan, que si estás tratando
de tomarnos el pelo…
—Yo sólo hablo de pájaros que he visto —afirmó el viejo Casandros. Y
luego no dijo más.
Habiendo este pronóstico no considerado previamente echado por tierra
todos los pronósticos previamente considerados, los augures se veían
obligados, por fuerza, a reiniciar de nuevo su trabajo. Y, al fin, a llegar a la
conclusión de que, desde luego, el resultado era pero que muy extraño. No
obstante, estaba claro. O, como algunos dirían, a pesar de que estaba muy
claro no cabía duda de que era muy extraño.
Los hurras por la selección del nuevo jerarca acababan de apagarse
cuando los augures, en grupo compacto, se acercaron a los sacerdotes
visitantes.
—Ah, sí, los amigos augures. Los que tienen la cabeza a pájaros, pío pío.
¿Cómo? ¡Oh!, no se preocupen, era una bromita nuestra. Y, dígannos, ¿cuál
es la predicción de sus alados mensajeros? La oficial, naturalmente.
El Jefe de los Augures señaló al muy desgastado Obelisco y/o
Simulacrum (¿Pismu Krapuvius? ¿Mesalina? ¿Castor sin Pollux?… ¿Y quién
Infiernos lo sabía?).
—Mirad, Santidades, las Líneas de Descansimiento pasan justamente por
ahí mismo. Y las Líneas Haruspexuales pasan también justamente por ahí. Y
por tanto, donde se produce su intersección, como cualquiera puede ver, es
allí mismo. En donde se halla esa cosa ennegrecida por el tiempo, ese
monumento de piedra o de ladrillos o lo que sea, a la que llaman el
Obelisco… o Simulacrum.
—Sí, sí.
—Sí, sí.
—Y, así, el significado del auspicio es que sobre la antedicha piedra debe
ser grabada una inscripción, según la costumbre inmemorial…
—¡Oh! Acabe de una vez, vamos, acabe de una vez: ¿cuál es esa
inscripción?
El Jefe de los Augures y, en realidad, todos los augures, miraron al
reverendo Rufus (que era quien había interrumpido) con algo que muy bien,

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sin duda alguna, podría ser calificado como una mirada de reproche.
—Es una inscripción arcana y aterradora, Sagrados Señores, y esto es lo
que dice: «Si dos bueyes negros hacen pupú aquí…».

Todos estuvieron de acuerdo (sin contar a los cristianos y los judíos, esos
estúpidos intolerantes religiosos, a los que los esplendores acontecidos en el
día habían servido para poner en su sitio), todos estuvieron de acuerdo en que
había sido un Día del Sacrificio y Festival muy satisfactorio. La Piedad
(representada por el paganismo) y el Patriotismo (representado por el recién
nombrado SubLegado SubImperial del mismísimo César el Augusto,
Princeps, Dux, Imperatorque, etc., etc., también conocido por Luciano el
Liberador, el que pronto sería deificado…) estaban a salvo, al menos
localmente.
Por el momento.
Fuera cuanto fuese a durar ese momento.

En su sillón oficial, con toda suerte de túnicas y togas y placas y espadas y


fascios y hachas y escudos y águilas y los Dioses sabían cuántos otros
símbolos oficiales amontonados sobre y en derredor de su persona,
incluyendo (quizá como una tímida sugerencia) un cuidado montoncito de
formularios para la recaudación de todo tipo de impuestos, allí estaba sentado
Peregrino. Se hallaba aún en un estado de anonadamiento, o al menos de
confusión, o quizá en otro estado, pero que se asemejaba tanto a cualquiera de
los dos antes citados que no había ninguna diferencia. Sólo de una cosa estaba
seguro: de que estaba perplejo. Así que al fin preguntó en voz alta, pero sin
dirigirse realmente a los ciudadanos que desfilaban para inclinarse ante él,
sino hablando consigo mismo… y sin darse cuenta de que hacía la misma
pregunta que tan a menudo durante el largo, muy largo día, había hecho el
reverendo Zosimus Sulla:
—¿Y, ahora, qué hacemos?
Quizá nadie le oyó… es decir, allá lejos, en su caverna de los sueños,
quizá Gaspar el Soñador le oyó… pero, cerca, quizá nadie le oyó como no
fuese el Quaestor. Pero el Quaestor sí que le oyó. Y si bien no se inclinó, al
menos sí que se agachó para que sus labios estuvieran cerca de la oreja de
Peregrino y dijo:
—Ahora haremos, como es debido, lo que le plazca a su Honorable
Excelencia…

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Ya avanzada la noche, tras un buen baño caliente en las Termas y todo lo
que seguía, y tras inscribir los nombres y títulos oficiales de ambos, así como
el nombre y título de Peregrino en uno de los cinturones de plata y
entregárselo, y prometerle que harían lo mismo con el otro y se lo mandarían,
por la vía más rápida y segura, a su padre el Rey de Sapodilla, los dos viejos
caballeros se echaron a dormir en su tienda. El reverendo Zosimus, en un
momento intermedio entre aquél en el que el buey muge en su establo y aquél
en que el gallo canta en su corral, se medio despertó y, con voz ronca y
apagada, medio gritó: «¡Slagim, pusme, snata!». Y el reverendo Rufus, con
una maldición (¡Por Pismo Krapuvius!, quizá), le tiró una sandalia y, con un
ronquido de «¡Arsmahamo!», volvió a quedarse profundamente dormido.
En su propia y nueva mansión, nueva para él, claro, allá en donde los
ratones corrían por entre las viejas vigas, los viejos mosaicos claqueteaban
bajo las pisadas y las estrellas se mostraban con inmemorial e inmensa
indiferencia a través de los agujeros del techo de donde habían caído algunas
de las viejas tejas, Peregrino estuvo largo tiempo despierto, sin poderse
dormir.
Y aún perplejo.

Título original en inglés: Peregrine: perplexed


Traducción de Luis Vigil

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Tercera respuesta a
Los tres robots del profesor Tinker
(Viene de aquí)

Pregúntele a cualquiera de los robots:


—Si les preguntara a cada una de vosotras si es macho o hembra, y tus
dos compañeras dieran la misma respuesta, ¿coincidiría tu respuesta con la de
ellas?
La honesta habrá de responder no, la mentirosa habrá de responder sí, y la
ocasional será incapaz de responder, porque sabe que sus compañeras
(honesta una, mentirosa la otra) no podrán dar la misma respuesta.
Formulándole esta curiosa pregunta a dos de los robots se establecen sus
identidades y, por tanto, también la del tercero.
—He de admitir —dijo Isomorph—, que la ocasional podría responder sí
o no y, en cierta medida, cualquiera de sus respuestas sería una mentira. Pero
supongo que la pregunta al menos hará que la ocasional piense un largo rato
antes de responder, si es que responde. Por lo tanto, afirmo que ésta es una
legítima solución en dos preguntas al primer problema.

Título original en inglés: The three robots of Professor Tinker


Traducción de Luis Vigil

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