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El hoyo

1
Cuando la sobrecargo medica nos preguntó cuándo habíamos visto por última vez a Rurik
dudamos antes de responder. No porque tuviéramos algo que esconder, sino porque no
sabíamos hasta qué punto él habría, para una mente como la suya, dejado de ser Rurik.
“Te refieres a verlo vivo”, dijimos finalmente.
La interrogadora asintió. “Vivo”, dijo. “Moviéndose”.
Esto nos confundió aún más. Vivo y moviéndose no eran lo mismo, al menos no en
lo concerniente a Rurik.
“Nosotros…no estoy seguro”, ofrecimos lentamente.
Ella echó un vistazo al guardia de seguridad. Él miró su equipo y asintió
ligeramente, con intención de ser imperceptible para todos menos ella. Sin embargo, no fue
imperceptible para mi.
“Aproximadamente”, dijo ella.
“¿Por qué después de mi suplicio estoy siendo detenido?” preguntamos, aunque
sabíamos el porqué. “¿Por qué me han atado? Responderé de buena gana. No hay necesidad
de detenerme”.
“Por tu propia protección”, mintió.
“¿Protegido de qué?
Ella prefirió no responder.
“¿Dónde ha ido el resto de la tripulación?” preguntamos, aunque sabíamos la
respuesta.
“Están fuera buscando a Rurik”, dijo. “Y para ti. Sólo unas cuántas preguntas más”,
mencionó, “y entonces serás libre de tus ataduras”. Esto, como sospechamos, era una
mentira.
“Bien”, dijimos. “Haz tus preguntas”.
“¿Hace cuánto?”, volvió a preguntar.
“Dos días atrás. Tal vez tres”.
“¿Hace algunos días?” respondió, sorprendida. “Debes estar equivocado. Su sistema
de recirculación no hubiera durado tanto. Él no hubiera estado vivo entonces”.
“¿No?” dijimos, dándonos cuenta de nuestro error. “Tal vez estás en lo correcto.
Allá afuera es muy difícil mantener la noción del tiempo”.
Ella miró al oficial de seguridad de nuevo y el hombre sacudió su cabeza de forma
casi imperceptible. “¿Dónde lo viste?” preguntó. Su voz era más dura esta vez.
Dudamos de nuevo, hasta que parecía no haber más opción que proceder.
“Estaba en un hoyo”, respondimos.
“Un hoyo”. Asentimos. “¿Qué tipo de hoyo?” preguntó.
“Uno profundo”.
“¿Estaba vivo?”
“¿Qué más podría haber estado?”
De nuevo ella miró al oficial de seguridad, quien esta vez ni asintió ni sacudió la
cabeza.
“Cuando lo viste, en este hoyo, estás seguro de que estaba vivo, ¿sí o no?” preguntó.
Una vez más, dudamos. ¿Cómo responder? Supusimos que dependía de qué se
refería con vivo y él. O qué, para el caso, a qué se refería con tú.
Encogimos los hombros. “Se movía”, respondimos.
2

El hoyo era, como después describiríamos a la sobrecargo médica, profundo, aunque era
más que eso. Era el tipo de hoyo que no se ve hasta que estás sobre él, a punto de caer.
Encontré el hoyo de esa manera, o tal vez él a mi, cuando buscaba a Rurik, y antes de que
me diera cuenta, estaba en su fondo.
Apenas habíamos llegado, los motores todavía en movimiento, cuando Rurik se
perdió. Nadia sabía cuándo había salido—un momento estaba allí y al siguiente no.
Grabaciones de seguridad lo muestran metiéndose en su equipo, fijándose su casco, y
saliendo por la escotilla, y eso es todo. El dispositivo de rastreo que era parte del equipo o
estaba descompuesto o había sido desactivado de forma deliberada. Él estaba simplemente
perdido.
Los diez restantes de nosotros debatimos qué hacer. ¿Había estado actuando de
forma extraña? ¿Había señales de qué algo estaba mal? Algunos pensaron que sí, otros no.
En cualquier caso, ninguno pensó en abandonarlo. Era el capitán después de todo. Así que,
mientras la sobrecargo médica y el oficial de seguridad permanecieron en la nave, mientras
el resto de nosotros nos desplegamos, buscando a Rurik.
A cada uno de nosotros se nos asignó una dirección y se nos asignó una unidad de
recirculación adicional de repuesto. Yo debía caminar al noreste de la nave, llamando
repetidamente el nombre de Rurik. Se me dio la instrucción de caminar por dos días, y
entonces dar la vuelta y caminar de vuelta. Debía mantener los ojos alerta y de ver algo que
se interpusiera en el paisaje gris, examinarlo y determinar si tenía algo que ver con la
desaparición de Rurik.
Partí. Al principio, escuché a los otros miembros de la tripulación llamar su nombre,
el sonido se volvió más débil mientras más nos alejábamos de la nave y uno del otro.
Probablemente, creí entonces, que Rurik estaba muerto, y que jamás lo encontraríamos. Él
tenía un sistema de recirculación que no duraría más de cinco días. Llevaba dos días
perdido, y no habíamos escuchado nada de él. Algo debió ocurrirle.
El paisaje era gris, sin variación, el piso estaba cubierto de un sustrato grueso que
absorbía el sonido de mis botas. Mis gritos también parecían reprimidos a pesar de ser
amplificados artificialmente. Había, tal como cuando aterrizamos, una niebla—no
demasiado espesa, pero no lo suficiente como para que tras cinco minutos la nave fuera
sólo una forma vaga tras de mi. Cinco minutos más y había desaparecido por completo.
Caminé tal vez por seis horas. Tras la primera, estaba ronco de gritar el nombre de
Rurik, y a partir de entonces sólo lo hice de forma intermitente. No vi nada interesante. A
veces me desviaba del camino lo suficiente para investigar alguna irregularidad extraña—
alguna ligera deformación de la tierra, algún equipo de metal oxidado de Dios sabrá qué
tipo de máquina, un fémur medio enterrado del tamaño de mi cuerpo entero.
Cuando oscureció, me detuve. Extendí una sábana térmica, la enrollé sobre mi e
intenté dormir.
¿Dormí? Sí, creo, y tuve sueños también, aunque todavía me pregunto si esos
sueños fueron en efecto míos. En uno, la criatura dueña del fémur gigante que había
encontrado se alzaba sobre mí, me olió, y entonces, en un estruendo se dio la vuelta. En
otro, era Rurik de vuelta en la nave, escuchando voces, por todas partes, sin importar a
donde fuera. Susurrando, con suavidad, demasiada como para escucharlas, pero lo
suficiente como para dar forma a un entendimiento. El sueño final (o al menos el último
que recuerdo) fue el peor de todos—yo, como era entonces, sólo entonces, Klim, solo,
caminando en línea recta a través de un páramo sin fin.
En la mañana, desperté con un sobresalto. Estaba tieso, mi cabeza brumosa, y por
un momento no supe ni dónde ni quién era. Entonces me levante, doblé la sábana, comí
succionando a través del tubo en mi casco y revisé de nuevo que el sistema primario de
recirculación estuviera fijado y funcionando. Poco después, continué mi camino.
Viajé quizá por quinientos metros cuando me di cuenta de que el piso directamente
bajo mi no era piso en lo absoluto, sino un hoyo que de alguna manera tenía casi el mismo
color que el propio piso. Antes de poder detenerme, ya me había sumergido.
Por un momento—no sé qué tan largo—estuve inconsciente. Cuando recuperé la
conciencia, yacía en mi espalda sobre una superficie irregular y grumosa, sobre mi se
levantaba un pozo liso, con muros tan regulares que resultaba difícil de creer que hubieran
sido formados naturalmente. Examiné mis lecturas. El recirculador estaba aún ahí, intacto,
funcionando. El de repuesto también estaba todavía en mi mochila, al parecer sin daño.
Al principio pensé, ¿cómo es posible, que en toda la planitud y mismidad de este
lugar haya caído en un hoyo? En todo el tiempo que había caminado, era el único hoyo que
había notado, y sólo lo había notado al caer en él.
Pero tales reflexiones se interrumpieron cuando sentí algo bajo mi moverse.
Corrí tan lejos como pude, lo cual no fue lejos. Busqué a tientas mi arma, sin encontrarla—
ya no la tenía. Di la vuelta con mi linterna, y allí, en el brillo, estaba Rurik.
O, mejor dicho, estaba lo que quedaba de él. Sus dos piernas estaban rotas, pedazos
astillados del hueso eran visibles, el piso del hoyo estaba pegajoso por la sangre. Sus
piernas habían comenzado a volverse negras y estaban podrida. De no ser por el casco, sin
duda hubiera encontrado el hedor insoportable. Su caso había sido removido, yacía
destruido a un lado. Su cuerpo hacía tiempo estaba perdido, amoratado donde no estaba
negro y supurando. No se había movido, me dije a mi mismo—él estaba más allá de la
posibilidad de movimiento. El cuerpo debió simplemente haberse desplazado o asentado
bajo mi peso.
Todavía me decía esto cuando uno de sus ojos, el izquierdo, dio vuelta hacia mi,
mientras el otro ojo se movía en la dirección opuesta.
“Ah”, dijo a través de las piezas de dientes rotos. “Klim. Qué amable de tu parte
haber caído”.
Grité, lloré por ayuda. Por supuesto nadie vino. Mantuve mi distancia de Rurik, así como
mis ojos sobre él. Lentamente, empujo su cuerpo y lo arrastró hasta que estaba sentado
sobre su espalda contra el muro del pozo.
Cuando se volvió claro que no pretendía hacerme daño, le di la espalda lo suficiente
como para probar el muro, buscar agarres, una salida. El muro estaba liso. No había nada.
“Adelante, Klim”, dijo una vez que le di la espalda. “Pruébalo tú mismo. Te darás
cuenta de que no hay forma de salir por uno mismo. Pero será mejor para ti el sentir que lo
has probado todo antes de que lleguemos a un acuerdo”.
“No estás vivo”. Gesticulé hacia su casco roto. “No puedes estarlo”.
“Y aún así hablamos. Pero claro, estás en lo correcto. Técnicamente no estoy vivo”.
Me resulta difícil explicar qué sucedió las horas siguientes. No es el tipo de cosa que pueda
ser entendida sin haberla experimentado uno mismo. Al principio fui incrédulo: me había
golpeado la cabeza al caer, todavía estaba inconsciente, imaginado cosas. O, todavía estaba
quinientas yardas atrás, dormido en mi sábana térmica, soñando.
“No”, dijo, aunque no mencioné nada en voz alta. “No estás soñando”.
Estaba herido entonces, con las piernas rotas, en el fondo de un hoyo, delirante.
“Tus piernas están bien”, dijo. “Tuviste la fortuna de usar a Rurik para amortiguar tu
caída”.
En el hoyo habló de esa manera, a veces refiriéndose a sí mismo en tercera persona,
a veces en plural, con más rareza sólo como yo, como si estuviera descubriendo quién era
exactamente, así cómo dónde comenzaba y dónde terminaba. O como si estuviera hablando
un lenguaje poco familiar y tratando de dar sentido a la excentricidad de la nueva lógica de
los pronombres.
“Estoy loco, entonces”, mencioné. “Me volví loco”.
“No Klim”, dijo. “Estás tan cuerdo como siempre lo has estado”.
Hablamos por más tiempo, ¿qué más restaba sino hablar? Habló, a menudo
exactamente como Rurik lo haría, como tratando de probarme que era Ruriko a sí mismo
tal vez. Tras un rato, sin saber cómo permanecer incrédulo ante lo que me sucedía, entré en
el espíritu de la situación, y comencé a interrogarlo sobre cosas que sólo Rurik sabría.
“Allí está, ¿lo ves?” dijo, finalmente, una vez que había pasado mis pruebas.
“¿Tienes alguna duda de que este es Rurik?”
“Pero ¿cómo puedes estar vivo?”
Sonrió, sus labios se abrieron. “Como ya lo dije, no estamos vivos”.
“¿Nosotros?” dije. “¿También estoy muerto y este es alguna clase de infierno que
habitamos?”
Sacudió su cabeza. “No entiendes a Rurik”, dijo. Y entonces con algo de esfuerzo,
“no me entiendes. No estoy vivo”.
“¿Qué es este lugar?”
Encogió los hombros. “Un hoyo”, dijo. “Sólo un hoyo”.
Me levanté y examiné el muro de nuevo. “Tengo que encontrar una salida de aquí”,
mencioné.
Sacudió su cabeza. “No puedes escapar”, dijo. “O al menos no puedes hacerlo sin
mi”.

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