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Xavier Guix
Cuentan que un discípulo le preguntó a su maestro: “Maestro, ¿cuál es
el secreto de tu serenidad?”. Y el maestro respondió: “Entregarme
incondicionalmente a lo inevitable”.
La sabiduría de la felicidad: distinguir lo inevitable de lo evitable, lo que
está bajo mi control y lo que escapa a él. A veces hay que entregarse
al universo o a los hechos “incondicionalmente”, otras hay que pelear,
luchar por aquellas cosas que consideramos no negociables. ¿Cuándo?:
cuando es vital, cuando los principios y la vida están en juego.
Epíteto, el esclavo, afirmaba: “Si quieres ser libre, no desees o no
huyas de nada de lo que dependa de los otros, si no serás
necesariamente esclavo”.
Entre el extremo de la “necesidad de control”, que se manifiesta en la
más
más cruda
cruda ansied
ansiedad,
ad, y el “desco
“descontr
ntrol
ol descab
descabella
ellado”
do”,, que define
define la
incapacidad de poner y ponerse límites, hay un punto medio racional,
saludable y constructivo en el que el “yo” se inventa a sí mismo y se
descubre en la sabiduría del buen discernimiento.
Es sano aprender las habilidades básicas para aproximarnos a la vida
buena, aceptar la incertidumbre y aprender a perder.
En una cultura occidental en la que la ilusión de control se convierte en
una apología, es apenas natural que nos mantengamos estresados y
frustrados, ya que la mayoría de las cosas no dependen de uno mismo.
Muchas enfermedades psicológicas nacen del culto al control: “Tú, todo
lo puedes” o “Todo bajo control”. De esa capacidad o virtud de saber
“descontrolarse” a tiempo, de manera justa y en el lugar adecuado,
descubrimos que “al fin y al cabo, la felicidad” es lo que importa.
Ese control extremo es la aspiración de quienes ansían más y viven
cada día menos.
En el inten
intento
to de lle
llega
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partes
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vamoss deján
dejándo
dono
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piel,
sufrimos. Son tantas las cosas que debemos controlar y, añado, “hacer
bien”, cuando no “a la perfección”, que no tardan en aparecer los
miedos a no poder, a no llegar, a morir en el intento. Si el miedo es el
que ruge en la mente. Entre tanto barullo se hace imposible oír la queja
del alma que implora un poco de paz y de tranquilidad. Muchas veces
hacemos oídos sordos al alma. El día a día se convierte para nuestras
emociones en una montaña rusa, cuando no en el túnel del terror. El
cuerpo se va cansando de tanto mareo, de tanto hacerse el valiente,
de tanto correr para récord. Vivir es como una maratón que cuando al
final has conseguido llegar, te dicen que vuelvas a empezar. Y eso no
hay ningún cuerpo que lo aguante.
Cuando el cuerpo dice ¡basta!, significa eso: ¡Basta! Harto de tanto
escuchar nuestras autojustificaciones, harto de que le mintamos
haciéndole creer que mañana pararemos; harto de tragarse complejos
vitamínicos, bífidos activos, omegas 3, mezclados con cafés, alcohol,
tabaco o psicotrópicos; harto por encima de todo de lo poco que lo
queremos, decide parar de forma unilateral, silenciosa y radical:
ANSIEDAD o DEPRESIÓN.
Todo eso ocurre porque nos pasamos tres pueblos a la hora de
controlar nuestra vida. Porque en el fondo de eso se trata: querer
controlar lo que nos sucede; querer controlar el futuro, tener
“claridad”; pasar por la vida “evitando” que nos pasen cosas
“inesperadas”.
Hemos entrado en la era de la obsesión por controlar la vida y la
muerte. Algo similar ocurre con el querer controlar el peso: es tanta la
neura por estar bien y por estar estupendos, que destinamos buena
parte del tiempo libre centrados en la transformación del cuerpo. En
lugar de construir un interior rico, sereno y confiable, nos dedicamos a
maquillar nuestras carencias y a hacer rehabilitaciones en nuestras
fachadas corporales.
También pretendemos controlar el tiempo. El tiempo colectivo ha
pasado al individual para que cada uno lo controle a su gusto. Lo
curioso es que cuando lo tenemos no sabemos qué hacer con él. No
sabemos controlarlo.
El problema que queremos tratar es qué ocurre cuando sentimos la
necesidad de que todo lo que rodea nuestra vida esté bajo control.
Cuando sufrimos ante la posibilidad de que las cosas no sucedan como
teníamos pensado, cuando queremos tener la máxima seguridad en
todo. Hay una conexión entre el exceso de control y los miedos que se
van enraizando en nuestro cuerpo primero y en nuestra vida después.
El estilo de vida al que nos estamos acostumbrando, conlleva la
aparición de una especie de personalidad “controladora” que se pasa
el día con la alarma puesta. La ansiedad por controlarlo todo acaba
descontrolándonos. ¡Cuánta energía gastamos cada día sufriendo por
llegar a todo! ¡Por no fallar!
La mente controladora
Los controladores mentales van muy bien para trabajos que requieren
precisamente control. El problema viene cuando tienen que manejar
personas, cuando deben dirigir equipos. Al tenerlo todo controlado, es
decir, anticipado, esperan que los demás actúen como ellas tienen
previsto. No reconocen los méritos de los otros porque siempre creen
que se puede hacer mejor.
Los muy mentales suelen ser perfeccionistas porque la cabeza
no para de encontrar motivos de insatisfacción. Se exigen y
para ello no pueden perder el tiempo atendiendo a sus
emociones o las de los demás. Su agilidad mental deslumbra,
pero su pobreza emocional apena.
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