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DESCONTRÓLATE

 Xavier Guix 
Cuentan que un discípulo le preguntó a su maestro: “Maestro, ¿cuál es
el secreto de tu serenidad?”. Y el maestro respondió: “Entregarme
incondicionalmente a lo inevitable”.
La sabiduría de la felicidad: distinguir lo inevitable de lo evitable, lo que
está bajo mi control y lo que escapa a él. A veces hay que entregarse
al universo o a los hechos “incondicionalmente”, otras hay que pelear,
luchar por aquellas cosas que consideramos no negociables. ¿Cuándo?:
cuando es vital, cuando los principios y la vida están en juego.
Epíteto, el esclavo, afirmaba: “Si quieres ser libre, no desees o no
huyas de nada de lo que dependa de los otros, si no serás
necesariamente esclavo”.
Entre el extremo de la “necesidad de control”, que se manifiesta en la
más
más cruda
cruda ansied
ansiedad,
ad, y el “desco
“descontr
ntrol
ol descab
descabella
ellado”
do”,, que define
define la
incapacidad de poner y ponerse límites, hay un punto medio racional,
saludable y constructivo en el que el “yo” se inventa a sí mismo y se
descubre en la sabiduría del buen discernimiento.
Es sano aprender las habilidades básicas para aproximarnos a la vida
buena, aceptar la incertidumbre y aprender a perder.
En una cultura occidental en la que la ilusión de control se convierte en
una apología, es apenas natural que nos mantengamos estresados y
frustrados, ya que la mayoría de las cosas no dependen de uno mismo.
Muchas enfermedades psicológicas nacen del culto al control: “Tú, todo
lo puedes” o “Todo bajo control”. De esa capacidad o virtud de saber
“descontrolarse” a tiempo, de manera justa y en el lugar adecuado,
descubrimos que “al fin y al cabo, la felicidad” es lo que importa.
Ese control extremo es la aspiración de quienes ansían más y viven
cada día menos.

En el inten
intento
to de lle
llega
garr a toda
todass part
partes
es vamo
vamoss deján
dejándo
dono
noss la piel,
piel,
sufrimos. Son tantas las cosas que debemos controlar y, añado, “hacer
bien”, cuando no “a la perfección”, que no tardan en aparecer los
miedos a no poder, a no llegar, a morir en el intento. Si el miedo es el
que ruge en la mente. Entre tanto barullo se hace imposible oír la queja
del alma que implora un poco de paz y de tranquilidad. Muchas veces
hacemos oídos sordos al alma. El día a día se convierte para nuestras
emociones en una montaña rusa, cuando no en el túnel del terror. El
cuerpo se va cansando de tanto mareo, de tanto hacerse el valiente,
de tanto correr para récord. Vivir es como una maratón que cuando al
final has conseguido llegar, te dicen que vuelvas a empezar. Y eso no
hay ningún cuerpo que lo aguante.
Cuando el cuerpo dice ¡basta!, significa eso: ¡Basta! Harto de tanto
escuchar nuestras autojustificaciones, harto de que le mintamos
haciéndole creer que mañana pararemos; harto de tragarse complejos
vitamínicos, bífidos activos, omegas 3, mezclados con cafés, alcohol,
tabaco o psicotrópicos; harto por encima de todo de lo poco que lo
queremos, decide parar de forma unilateral, silenciosa y radical:
ANSIEDAD o DEPRESIÓN.
  Todo eso ocurre porque nos pasamos tres pueblos a la hora de
controlar nuestra vida. Porque en el fondo de eso se trata: querer
controlar lo que nos sucede; querer controlar el futuro, tener
“claridad”; pasar por la vida “evitando” que nos pasen cosas
“inesperadas”.
Hemos entrado en la era de la obsesión por controlar la vida y la
muerte. Algo similar ocurre con el querer controlar el peso: es tanta la
neura por estar bien y por estar estupendos, que destinamos buena
parte del tiempo libre centrados en la transformación del cuerpo. En
lugar de construir un interior rico, sereno y confiable, nos dedicamos a
maquillar nuestras carencias y a hacer rehabilitaciones en nuestras
fachadas corporales.
  También pretendemos controlar el tiempo. El tiempo colectivo ha
pasado al individual para que cada uno lo controle a su gusto. Lo
curioso es que cuando lo tenemos no sabemos qué hacer con él. No
sabemos controlarlo.
El problema que queremos tratar es qué ocurre cuando sentimos la
necesidad de que todo lo que rodea nuestra vida esté bajo control.
Cuando sufrimos ante la posibilidad de que las cosas no sucedan como
teníamos pensado, cuando queremos tener la máxima seguridad en
todo. Hay una conexión entre el exceso de control y los miedos que se
van enraizando en nuestro cuerpo primero y en nuestra vida después.
El estilo de vida al que nos estamos acostumbrando, conlleva la
aparición de una especie de personalidad “controladora” que se pasa
el día con la alarma puesta. La ansiedad por controlarlo todo acaba
descontrolándonos. ¡Cuánta energía gastamos cada día sufriendo por
llegar a todo! ¡Por no fallar!

PRIMERA PARTE: El miedo


El miedo es tu propia invención.

Miedo y control: Uña y carne


Es sencillo adivinar que a más miedo más control. Excepto las personas
que sufren lesiones en el núcleo central o bilateral de la amígdala, en
el sistema límbico cerebral, y por tanto no pueden ni condicionarse, ni
reconocer el “miedo”, la mayoría de los humanos sentimos temores
diversos relacionados con nuestra vida, con lo que hacemos, lo que nos
hacen, lo que nos pasa o lo que nos pasará. El miedo es algo normal.
Estamos programados para tener miedo y lo tenemos. Otra cosa es lo
que hacemos con él. También estamos programados para ser felices y
muchos deciden inscribirse en el arte de amargarse la vida. El
problema entonces no es tener miedo, sino entenderlo y gestionarlo.
Las cosas se pueden controlar más o menos, pero ¿se puede hacer lo
mismo con las personas, el tiempo, el futuro, el amor? NO!! Y la gente
que lo intenta controlar en realidad vive bajo el miedo. Un gran miedo
que les arruina la vida y, de paso, la de los demás.
Cuanto más incapaces nos sentimos de anticipar el mañana y más
incierto nos parece nuestro porvenir o el de nuestros seres queridos,
más espacio dejamos abierto para que la angustia nos invada y
conmocione el cimiento vital de la confianza en nosotros mismos y en
el mundo que nos rodea.
La necesidad de controlar nace como respuesta a los temores, reales o
imaginados, que percibimos a nuestro alrededor. Ya nada ni nadie se
salva de la incertidumbre. Por eso hay que cimentar con doble
hormigón la confianza en nosotros mismos. Cuando eso no ocurre nos
sentimos tentados a transformar la angustia en máxima seguridad, es
decir, en demasiado control. Es muy difícil comprender la vida mientras
la queremos controlar.

Levantarse por la mañana no es una acción de gracias, sino un


temor expectante: ¡a ver qué va a pasar hoy!

El miedo es la cara opuesta a la confianza y al amor. Lo contrario del


miedo no es la valentía sino el amor. El que ama verdaderamente
confía, el que teme desconfía. El que ama recibe amor; el que teme
recibe miedo. El que se quiere, se acepta, confía en sí mismo. Más
amor, más confianza. Más temor, más control. Demasiado control,
obsesión. Parece como si nos debatiéramos entre la confianza y la
desconfianza. Entre la seguridad y la inseguridad.
El deseo de seguridad y la sensación de inseguridad son una y la
misma cosa. Retener el aliento es perderlo.
 Tal vez nos estamos poniendo morados de controlar demasiado, de
tensar nuestra vida intentando conseguir una ilusoria seguridad. Al ver
que no la alcanzamos, caemos en el miedo. Es obvio que en algunos
niveles de la experiencia puede que sea altamente útil, tanto el tener
miedo, como el ejercer un control absoluto. Pero, ¿tiene sentido vivir
como si nos jugáramos la vida? Si no sabemos lo que va a suceder
mañana, ¿tiene sentido preocuparse tanto por todo lo que pueda
pasar? ¿Esa preocupación va a mejorar o va a empeorar la situación?
¿Anticipando lo que puede ocurrir, no estamos preparando el camino
para que ocurra?
La conciencia de vulnerabilidad está alimentada por el miedo a lo
imprevisto y desconocido. Se trata de un miedo indefinido, latente e
incómodo, que nos roba la tranquilidad, nos hunde el ánimo y nos
transforma en caracteres aprensivos, suspicaces, irritables,
asustadizos, tímidos y distantes.
No podemos huir, pues, de hablar sobre el miedo. Tal vez vaya siendo
hora que reconozcamos, de que nos reconozcamos en nuestros
miedos, como primer paso para afrontarlos.
 Y ese primer paso consiste en “darse cuenta”, en aceptar que detrás
de esos excesos controladores, que detrás de nuestras pequeñas o
grandes obsesiones se esconden nuestros mayores temores. A menudo
nos resistimos a aceptarlo porque ya desde pequeños nos han dicho
que no hay que tener miedo, que el mundo es de los valientes. Lo que
no nos dijeron es que tratar de ser valientes es estar asustados.

La persona supercontroladora está convencida de la necesidad 


de sus actos y los justifica por el bien de los demás y de sí 
misma. Vive engañándose porque es más fuerte la necesidad 
que la razón.

El miedo es destructivo siempre que no se limite a su función de


supervivencia.
Es fundamental darse cuenta de que el mayor de nuestros temores es
precisamente la sensación de perder el control.
- El miedo aparece cuando hay conflicto entre lo que deseamos y
lo que hacemos.
- El miedo aparece cuando no tenemos tiempo. El miedo aparece
cuando hay que elegir, con la duda eterna de si escogimos la
opción correcta.
- El miedo aparece cuando los demás no responden como
queremos.
- El miedo aparece cuando desconfiamos de nosotros y cuando
creemos que los demás no merecen confianza.
- El miedo aparece cuando las cuentas no salen.
- El miedo aparece cuando tememos no ser queridos.
- El miedo aparece cuando las noticias no son buenas.
- El miedo aparece cuando la salud no es buena.
- El miedo aparece cuando nos sentimos ignorantes e ignorados.
- El miedo aparece cuando no sabemos si seremos capaces.
- El miedo aparece cuando las expectativas son demasiado altas.
- El miedo aparece cuando estamos solos ante el peligro porque
nada ni nadie nos garantiza lo que va a suceder.
- El miedo aparece cuando vivimos en la incertidumbre.
- Y a día de hoy, ¿quién no vive así?

La sensación de perder el control trae consigo la necesidad de


recuperarlo. Y ahí es donde perdemos la cabeza. Nace la
ansiedad y por intentar aplacarla caemos en la obsesión.
Enfrentados al temor de perder el control, la mente y el ego se tornan
muy ingeniosos en sus esfuerzos por mantenerlo. Las personas en una
situación de esta naturaleza pueden crear un complejo sistema de
negación, diciéndose a sí mismas que ya están bien como están y que
no tienen por qué cambiar, o que los cambios que están sufriendo son
ilusorios.
Quien acaba padeciendo nuestros miedos es sin duda el cuerpo.
Cualquier pequeño desajuste en nuestra vida provoca a su vez un
desajuste, para empezar, en la musculatura. Es ahí donde vamos
cargando las angustias del día a día, junto con la espalda. A veces nos
irritamos, sentimos que nos sube la sangre a la cabeza y, si
pudiéramos, responderíamos con más o menos agresividad (lo que no
significa, ni justifica violencia alguna). Pero la inhibimos. Nos la
tragamos, además de acorazarnos. Esa doble acción redobla el tono y
la rigidez muscular. Al relajarnos nos llevamos una gran sorpresa: en
lugar de sentirnos aliviados, sentimos desasosiego. Cuando nos quitan
la presión, entonces aparece la angustia. Se suelta el músculo y con él,
la tristeza contenida. Por fin podemos llorar lo que antes reprimimos. El
miedo y su control tienen su propia traducción en el cuerpo en forma
de contracturas. Es su primer síntoma.
Hay muchas personas que viven sufriendo, sobretodo las que se
escudan detrás de obligaciones y responsabilidades: “Si no lo hago yo,
quién lo va hacer”. En el fondo, el problema no consiste en quién acabe
haciendo las cosas, sino el temor, la desconfianza a que no se hagan
como uno quiere, o sea, que se hagan mal. Con esa excusa, consiguen
controlar la situación.
Nada mata más la iniciativa y la motivación que la desconfianza.
Podemos inspirar a través de la confianza, pero “sufrir” porque los
demás no harán las cosas sólo denota inseguridad i necesidad de
control. Muchos directivos no saben delegar, y acaban ejerciendo un
control tan abusivo que los demás no soportan tanta presión. También
esto ocurre en las relaciones y en la familia. Muchas veces con la mejor
de las intenciones intentamos que nuestra pareja, hijos, amigos sigan
las sendas que creemos más óptimas para su desarrollo. Y en cambio
hacen todo lo contrario. Sin darnos cuenta les transmitimos todos
nuestros miedos, que no aceptamos como son y que desconfiamos de
ellos. Lo que ocurre en realidad es que cuando los otros nos hacen
sufrir, no soportamos esa ansiedad y pretendemos quitárnosla de
encima.
En lugar de asumir la responsabilidad sobre lo que sentimos,
vamos echando la culpa a los demás sobre nuestros
sentimientos. Pagamos nuestro miedo con la moneda de la
desconfianza.

No sabemos si tenemos miedo porque perdemos el control, o


controlamos porque tenemos miedo. El caso es que miedo y 
control son como uña y carne.
Los miedos del inconsciente

Nuestro inconsciente es ese gran desconocido que nos conoce mejor


que nadie.

La causa de una emoción puede ser muy diferente de las


explicaciones que nos damos a nosotros mismos o que damos a
otros tras el hecho.

El miedo lo llevamos padeciendo desde nuestra más tierna infancia. En


el vientre materno ya empiezan a ocurrir cosas. El feto siente el miedo
en sus madres, en su constelación familiar. El miedo se transmite, y
además, lo mamamos.

 Tres modelos de respuesta:


- APEGO SEGURO: El niño siente algo de temor cuando la madre se
aleja, pero se alegra cuando regresa.
- APEGO INSEGURO: El niño no parece alterarse cuando la madre
se ausenta, aunque tampoco muestra alegría a su vuelta. Suele
ser un niño evasivo, de padres que se muestran distantes.
- APEGO AMBIVALENTE O ANSIOSO: De padres inconstantes en la
expresión afectiva, el niño actúa con mucho temor a quedarse
solo, aferrándose y llorando con desconsuelo. A la vuelta de sus
progenitores se muestra indiferente u hostil.

La responsabilidad que podemos llegar a tener en la construcción de


nuestros peores miedos. Podemos crear y creer en lo creado.
Podemos convertir los sueños en realidad, pero también
nuestras pesadillas.
El pensar en lo que ocurrió ayer, y el temer que pueda repetirse
mañana, es lo que engendra tanto el tiempo como el miedo.

DIMENSIONES DEL MIEDO PSICOLÓGICO:


- El miedo es un conjunto complejo de respuestas químicas y
neuronales.
- El miedo es una emoción primaria e innata.
- Aunque las respuestas puedan ser innatas, se requiere la ayuda
mínima de una exposición apropiada al ambiente.
- Cuando la información que recibimos del exterior, o la que
imaginamos internamente, tiene una carga emocional
considerable reforzamos los procesos de consolidación de
memorias emocionales.
- Memoria y aprendizaje condicionado acaban formando un
constructo psicológico del miedo, basado en creencias,
conductas y emociones.
- El miedo existe con relación a algo o a alguien.
- Ese algo o alguien han de representarse en uno o más de los
sistemas de procesamiento sensorial del cerebro, como las
regiones visual o auditiva.
- Al tratarse de una representación, no es una existencia real sino
una idea que construimos en la mente.
- Cabe distinguir entre la emoción del miedo y el objeto o idea que
la causa.
- Algunas ideas sobre nuestra existencia, como la vida, la muerte,
el amor o la libertad son generadoras de miedo y angustia.
- Los pensamientos engendran tanto el tiempo como el miedo.
- Los pensamientos asociados a objetos que producen ansiedad se
pueden convertir en fobias.

LOS MIEDOS PSICOLÓGICOS NOS LOS CREAMOS NOSOTROS MISMOS.


MALA NOTÍCIA: NO PUEDES SINO CREER EN LO QUE TÚ MISMO HAS
CREADO.
BUENA NOTÍCIA: PORQUE SE TRATA DE UNA CONSTRUCCIÓN
PERSONAL, PUDES DESCONSTRUIRLA. SUPERAR EL MIEDO ES UNA
DECISIÓN DE TU VOLUNTAD.

SEGUNDA PARTE: EL CONTROL


Un hombre que sufre antes de lo necesario, sufre más de lo necesario.
Séneca.

Detrás de las conductas existen, por supuesto, creencias y valores que


las orientan. Por eso, además de darte cuenta de “cómo” controlas,
también puede ser interesante acercarse a las creencias que has ido
consolidando a lo largo de tu vida, y que se relacionan con la necesidad
de controlar.

Cuando los humanos buscamos la manera de defendernos, de


controlar, podemos llegar a ser altamente creativos… así como
perversamente rebuscados.

Voy a referirme a los mecanismos de control como las conductas y


estrategias que realizamos para mitigar la ansiedad que puede
producir una sensación de temor, de miedo construido. Ejercemos
control cuando tememos precisamente perderlo. Anticipamos nuestras
acciones con tal de evitar un posible sufrimiento posterior. Eso que
puede ser muy válido ante una situación de riesgo, puede acabar
siendo nefasto cuando se pretende hacer con nuestras relaciones y las
emociones que se generan entre ellas.
 Todos ejercemos un cierto control sobre nuestras vidas y la confianza
en nosotros mismos se asienta también en la capacidad de controlar lo
que nos va ocurriendo. ¿Dónde está la línea divisoria entre un control
“normal” y “demasiado” control? Siempre que nuestra conducta nos
reporte bienestar personal, no nos perjudique, ni tampoco perjudique a
terceros, entonces nos manejamos dentro de una normalidad
psicológica. Si ocurre todo lo contrario, entonces tenemos un problema.

La función de los mecanismos defensivos es resolver una situación que


para la persona significa una amenaza para su psiquismo. Es pasar lo
consciente a lo inconsciente. La represión, por citar un ejemplo
ampliamente reconocible, pretende encerrar a cadena perpetua ideas
o sentimientos que nos parecen insufribles.
Los mecanismos de control, en cambio, son más bien conductas
identificables que también pretenden defendernos, aunque de
supuestos conscientes que nosotros mismos construimos. Eso sí, no
hay duda de que los dos mecanismos se relacionan y que, en el fondo,
todo acaba siendo una cuestión tan vital como protegernos de la
angustia y del sufrimiento.

¿Existe entonces una personalidad controladora? Existen personas que


han convertido la necesidad de controlar en su manera de actuar ante
la vida. Su obsesión ha llegado a convertirlos en esclavos de su propio
control: el control los controla, o según se mire, los descontrola. Pero lo
que más se reluce de esa personalidad es su incapacidad para dejar de
controlar. Ahí es donde empieza el trastorno.

CONDUCTAS DE CONTROL, RETRATOS DE CONTROLADORES

La mente controladora

 Todos conocemos a personas que se han instalado en el ático de su


organismo. Viven “mentalmente”, lo controlan todo de “cabeza”. Al
seguir secuencias lógicas todo tiene que estar ordenado; todo debe
tener una explicación, una “razón”; no existe nada que no tenga un
porqué. Su vida se basa en dar vueltas a las cosas porque necesitan
verlo claro. Huyen de las sorpresas porque anticipan constantemente
su vida. La única emoción que se permiten es la sensación de que todo
está bajo control.
A los controladores les cuesta ser espontáneos y soltarse, pero lo peor
es que impiden a sus parejas que lo hagan, no fuera que tuvieran que
lidiar con una situación imprevista.

Los controladores mentales van muy bien para trabajos que requieren
precisamente control. El problema viene cuando tienen que manejar
personas, cuando deben dirigir equipos. Al tenerlo todo controlado, es
decir, anticipado, esperan que los demás actúen como ellas tienen
previsto. No reconocen los méritos de los otros porque siempre creen
que se puede hacer mejor.
Los muy mentales suelen ser perfeccionistas porque la cabeza
no para de encontrar motivos de insatisfacción. Se exigen y
para ello no pueden perder el tiempo atendiendo a sus
emociones o las de los demás. Su agilidad mental deslumbra,
pero su pobreza emocional apena.

Crean rechazo a su alrededor, y al sentirse así incrementa aún más el


control y el menosprecio hacia los demás.
El mecanismo de control mental que ejercen estas personas está
dirigido a evitar sentirse arrastrados por las emociones. No las
entienden, las sufren. Se vive más para evitar que para actuar. Y
cuando lo hacen es porque se sienten sobre seguro.
El problema de estas personas es la incapacidad de distinguir entre
estar satisfechas y sentirse felices. Cuando la satisfacción llega por los
méritos logrados, por su “hacer”, les encierra en la trampa de validarse
como personas según lo que hacen. En cambio, sentirse feliz es una
dimensión centrada en el ser. No entienden qué significa eso de
abandonarse y si les dicen que “sean” ellos mismos te dirán ¿qué hay
que hacer? Y cuando estallan, cuando ya no pueden contener tanta
presión en su cabeza, caen en la depresión o en el dramatismo.
Entonces es cuando vemos su miedo más oculto: a no ser nadie si se
equivocan.

Sufrir antes de hora

Conocidos como sufridores, muchas personas tienden a anticipar todos


los peligros habidos y por haber ante cualquier situación. A menudo su
sufrimiento acaba siendo una profecía autocumplidora. De tanto insistir
en el riesgo, las cosas acaban ocurriendo porque acabaron con los
nervios de todo el mundo.
Reiteran las noticias catastróficas que aparecen en los medios de
comunicación, o cuentan los avatares de amigos y vecinos. Y falta que
ocurra alguna cosa como para vociferar su: “Ya lo sabía” o su “Si me
hubierais hecho caso”. La cuestión es incidir, recordar y sobretodo
“darse la razón” de que en esta vida hay que ir con mucho cuidado.

 Tienen muy poca confianza en sí mismas y aún menos en los demás a


pesar de necesitarlos, ya que por alguien deben sufrir. A través de la
supuesta bondad que exhiben al prevenirnos, se oculta la íntima
incapacidad de afrontar sus propios miedos. Por eso quieren que los
demás lo sufran de la misma manera.

Esta es la pena de los sufridores: no paran de gritar porque


nadie les escucha.

Lo divertido del asunto es cuando se ha pasado por una situación


temida sin que haya ocurrido nada. En lugar de aceptar que todo ha
ido bien y que no había para tanto, suelen achacar esa suerte a la
casualidad o incluso a sus advertimientos. Y aunque lo admitan, dura
Flexibilidad: Soltando amarras

Soltar amarras consiste en no resistirte a aceptar lo que es. En no


acumular pesos emocionales, en no tragarlos continuamente porque
tarde o temprano nos van a romper. Soltar amarras no es naufragar.
Ese es sólo el miedo. Si no soltamos amarras no sabremos nunca de lo
que somos capaces, ni de los puertos que hay más allá de nuestras
narices. Y junto a ello descubrir lo que te gusta, lo que te apetece, lo
que te ilusiona y lo que te impide lograrlo. Aterriza en tus creencias y
date un garbeo por esos pensamientos limitadores que no te permiten
avanzar. No sirve de nada darle vueltas a las cosas, es como afianzar
aún más las amarras. Confía plenamente en tu parte intuitiva.
Soltar amarras tiene que ver con el hecho de soltar las viejas creencias
que han sido útiles durante algún momento de tu vida. La ruta la
marcan tus creencias y valores. Por eso es bueno revisar el mapa de
vez en cuando y actualizarlo. Eso es, darte cuenta de cuáles son las
creencias que te dan vida y plenitud o, por el contrario, te limitan y te
meten en miedos.
Es importante a la hora de soltar amarras de marcarse unos objetivos
definidos. Unos objetivos que orienten tu vida. Según la fórmula
sencilla de Dilts i que aplica la PNL , se trata de hacer una suma:

Estado presente+recursos=Estado deseado

Hay que querer cambiar, saber cómo cambiar y darse la oprtunidad de


cambiar.

No pierdas tu centro

Cuando sueltes tus amarras puede que te invada esa sensación de


salto al vacío. Ese es uno de los temores. El otro consiste en el miedo a
polarizarte, a instalarte en los extremos. Lo importante es encontrar
ese “centro” que te permita integrar la experiencia.
El equilibrio consiste también en un estado de ser. Tal vez no existan
palabras que puedan definir ese estado, como los japoneses usan el
Hara. Sólo se me ocurre hablarte de armonía; de un estado de
centramiento al que llamo “confluencia”. Suelo lograrlo cuando me
abandono a la relajación primero y a la meditación después. Llega un
momento de serenidad interior en el que te parece conectar con una
fuerza apaciguada. Nada de preocupa. Nadie te preocupa. Apenas
tienes conciencia de ti porque permaneces en ese estado. Eres ese
estado y nada más. Es altamente recomendable hacerte espacios de
centramiento.
Ese centro, esa armonía, no es algo que hay que lograr, porque ya
existe en ti. Sólo se trata de hacerle espacio.
Para unos es experiencia corporal, para otros emocional y también
para muchos lo es espiritual. ¿Y por qué no las tres cosas?
Respira hondo

Andamos con el cansancio encima y asustados porque podemos fallar.


 Y eso es impensable en una sociedad altamente competitiva.
Vamos soplando en lugar de respirando. Andamos cansados porque
discapacitamos nuestra respiración. No tenemos la suficiente
conciencia de la importancia en nuestras vidas de un uso adecuado de
la respiración.
La respiración profunda y libre tiene el poder de liberar sentimientos
suprimidos. Del mismo modo que al respirar cargamos el cuerpo de
energía, a la vez descargamos ese material emocional reprimido. Por
eso llorar es toda una liberación. La respiración es un ejercicio que
implica el cuerpo y permite sentirnos.

Vive en presente continuo

Vivir el presente no es forzarnos a disfrutar el presente a tope. Se trata


de aceptar la vida tal y como se nos presenta. Sin forzarla. Sin exigirle
que esté al tope. Sin intermediarios adictivos.

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