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Educar en el esfuerzo y la cooperación

Es incoherente que no le dejemos pelar patatas por si se corta y sí ver series en las que
se cuartea a personas. O que un tercio del salario de su madre lo destine a su consola y
que se desconsuele cuando le emplazan a poner la lavadora. ¿Será que su destreza se
limita a la presión de botoncitos y está discapacitada para pulsar cualquier botón de
cooperación con el mundo real? Los padres del “me aburro” estamos criando a hijos que
se atienen al mantra del “me da pereza”. ¡Con lo sano y necesario que sería permitirles
gozar del aburrimiento! Si a golpe de click obtiene el like y a la voz de quiero, el
juego... ¿qué razón hay para esforzarse? Los padres del “me aburro” quizá escuchamos
demasiados noes; tantos, como síes dirigimos a los hijos del “me da pereza”. Las
pantallas pueden hacerlos ver y escuchar. Y sí, también sentir. Pero nunca vivir. Porque
el mundo y su aprendizaje no caben dentro de un dispositivo digital. Y sí, muchas veces
la respuesta es sí, pero tantas otras es no... Podemos formarlos también en la buena
educación del no.

¿Dónde está la cultura del esfuerzo?

Un amigo mío me contó la siguiente anécdota: Iba en el coche con sus hijos, salió a
echar gasolina y al regreso, el niño mayor de seis años comenzó a gritar enfadado
porque no le había comprado unas patatas fritas. El padre arrancó el coche y el niño
gritó aún más. Cuando se le pasó el berrinche, después de casi 30 minutos, le dijo al
padre: “Tú siempre me has dicho que puedo conseguir todo aquello que me proponga.
Yo quería unas patatas y tú no me las has dado”. Y aquí está el principal problema de la
educación a las futuras generaciones: se confunde el esfuerzo con el capricho. La
psicología positiva nos enseña que podemos soñar, que debemos luchar por los que
anhelamos, pero todo ese camino no está exento de trabajo y de esfuerzo. El mero deseo
no es suficiente. Las cosas debemos ganárnoslas. Y desgraciadamente, no parece que se
esté enseñando a los niños a conseguir las cosas por el esfuerzo y no “porque yo lo
valgo”.
Necesitamos recuperar la cultura del esfuerzo. Es el único camino para desarrollar el
talento, para ser competitivo como persona y como sociedad. No hay nadie brillante que
no tenga detrás de sí muchas horas de entrenamiento. Como concluyó Howard Gardner,
después de estudiar a personas extraordinarias por su desempeño: todos ellos habían
trabajado duramente durante al menos diez años. Malcolm Gladwell lo bautiza como la
regla de las 10.000 horas de trabajo y Larry Bird, uno de los grandes jugadores de la
NBA, lo resumió del siguiente modo: “Es curioso, cuanto más entrenamos, más suerte
tenemos”.
Es posible que los niños estén “pagando el pato” de la educación espartana que hemos
vivido en otras generaciones o de separaciones dolorosas, donde se intercambia cariño
por caprichos. Muchos padres con una buenísima intención no siempre están preparando
a los futuros profesionales y ciudadanos para un mundo donde el talento va a ser
diferencial. La cultura del esfuerzo conlleva soñar un objetivo, proyectar una estrategia,
identificar posibles recursos, crear nuevos hábitos y, por supuesto, asumir la posible
frustración. El capricho no entiende de “no”; mientras que el esfuerzo conoce los
obstáculos, pero no se rinde ante ellos. De ahí que sea tan importante, y
desgraciadamente, la educación no parece que esté orientada a la cultura del esfuerzo; ni
los sistemas educativos más volcados en cuestiones políticas, que en herramientas
prácticas para la vida. Necesitamos enseñar inteligencia emocional y la necesidad de
ganarnos las cosas por el trabajo que realizamos.

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