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LA USURPACIÓN DE LOS PAPAS
Y OTROS ESCRITOS

3
4
Voltaire

LA USURPACIÓN DE LOS PAPAS


Y OTROS ESCRITOS

Introducción de Guillermo Vázquez

Traducción de Rodolfo Antimoine

el libertino erudito

5
Voltaire
La usurpación de los papas y otros escritos / Voltaire; con
prólogo de Guillermo Vázquez; 1ª ed.; Buenos Aires;
El cuenco de plata, 2009
224 pgs.; 21x12 cm.; (el libertino erudito)

Traducido por: Rodolfo Antimoine

ISBN 978-987-1228-81-2

1. Filosofía Moderna I. Vázquez, Guillermo, prolog. II.


Antimoine, Rodolfo, trad. III. Título

CDD 190

el cuenco de plata / el libertino erudito

Director editorial: Edgardo Russo

Diseño y producción: Pablo Hernández

Corrección: Mora Torres

© 2009, del prólogo Guillermo Vázquez


© 2009, El cuenco de plata
Av. Rivadavia 1559 3º “A” (1033) Buenos Aires, Argentina
www.elcuencodeplata.com.ar

Hecho el depósito que indica la ley 11.723.


Impreso en noviembre de 2009.

Prohibida la reproducción parcial o total de este libro sin la autorización previa del editor.

6
Colección dirigida por Diego Tatián
y Pablo Hernández

7
Fragmentes des instructions pour le prince
royal de ***** (1752),
Avertissement pour le poème sur la Loi
naturelle et sur le Désastre de Lisbonne (1756),
Poème sur le désastre de Lisbonne ou examen
de cet axiome: tout est bien (1756),
Idées republicaines (1762),
Les droits des hommes et les usurpations des
papes (1768),
Il faut prendre un parti, ou le principe d'action.
Diatribe (1772).

8
INTRODUCCIÓN

Así como Spinoza, permanente interlocutor en


tantas páginas volterianas1, sellaba sus cartas ape-
lando a la cautela2, Voltaire –que vivía ya en una
época donde un sistema comenzaba a declinar fuer-
temente– firmaba con la rúbrica “Écrasons l’infâme”.
No una advertencia (caute), sino una apuesta, un ries-
go explícito. Por eso, quizás, es justa la aseveración
de Roland Barthes, en un Prefacio de 1958 a los
Romans et Contes, cuando lo llamó “el último escritor
feliz”: Voltaire encara un combate que no pierde de
vista su propósito militante pero a la vez es lúdico,
desproporcionado, satírico, teatral, espectacular. En
el recorrido de las páginas de los ensayos que aquí
presentamos –muestreo sensato del estilo y pensa-
miento de una obra completa que en su edición críti-
ca, impulsada por la oxoniense Voltaire Foundation,
tiene prevista la monumental cantidad de 135 volú-
menes–, el riesgo se patentiza retozando también a
cierta distancia de la radicalidad que vemos en otros
de sus contemporáneos.
François-Marie Arouet –que adopta en 1718 el seu-
dónimo “Voltaire”– conoció tanto la prisión (dos ve-
ces en la emblemática Bastilla), la censura y quema de
sus libros, como la idolatría en vida. La apoteosis que

1
Cfr. Verniére, P. Spinoza et la pensée francaise avant la révolution,
París, Presses Universitaires de France, 1954, 2 v.
2
Cfr. Gebhart, C. “Das Siegel CAUTE”, en Chronicum Spinozanum,
IV, 1924-1926; y también Tatián, D. “Introducción a Baruch
Spinoza”, Epistolario, Buenos Aires, Colihue, 2007, pp. VII a
LXV.

9
vive Voltaire en el retorno de su exilio de París3, com-
puesta de una clásica imagen donde es llevado en an-
das por sus seguidores, ante la réproba mirada de un
grupo de clérigos y escritores del Régimen que, en
1778 –a meses de la muerte del philosophe–, observaban
el espectáculo (se estrenaba su obra Irène) y protesta-
ban a viva voz, demuestra que más allá de las discu-
siones sobre la exageración o justeza de la influencia
de los philosophes en los acontecimientos franceses que
concluyeron con la Revolución de 1789, la de Voltaire
fue claramente una figura pública, popular, que des-
pertó pasiones como pocos intelectuales lo hicieron.
Aunque la preferencia de Robespierre y de gran
parte de la liturgia jacobina fuera por Rousseau, lue-
go de su muerte y con la extensión de la Revolución
Voltaire fue casi un dios –la sociedad francesa de aquel
tiempo era un ejemplo de habilidad para la produc-
ción de deidades, como observó Durkheim en Las for-
mas elementales de la vida religiosa–, un verdadero pa-
triarca para los nuevos aires franceses. La misma élite
revolucionaria fomentó la anunciación de su propio
devenir relacionando deliberadamente a los philosophes
con los hechos históricos que sobrevinieron. Tal es la
tesis de Roger Chartier –contra una idea ampliamen-
te extendida en la historiografía francesa–, que con-
siste en ver a la Revolución como productora –retros-
pectivamente– de Ilustración, y no al revés. La Revo-
lución Francesa es también una gran “revolución lite-
raria” para el propio Chartier, que ejemplifica esta
posición comentando el mausoleo de nuestro autor,

3
Una descripción bien documentada sobre la denominada “apo-
teosis de Voltaire”, puede encontrarse en el libro de Darrin
McMahon, Enemies of the enlightenment: the French counter-
Enlightenment and the making of modernity, Nueva York, Oxford
University Press, 2001, pp. 83-86.

10
que no pudo ver la Revolución concretada: “Las ins-
cripciones grabadas en el sarcófago que contiene sus
restos en ocasión de su traslado al Panteón el 11 de
junio de 1791, en un momento de unanimidad nacio-
nal y de alianza entre la Revolución y la Iglesia cons-
titucional: (...) ‘Combatió a los ateos y a los fanáticos.
Inspiró la tolerancia. Reclamó los derechos humanos
contra la servidumbre del feudalismo’.”4 Voltaire,
otrora acusado del más ominoso libertinismo5, fue

4
Chartier, R. Espacio público, crítica y desacralización en el siglo
XVIII: los orígenes culturales de la Revolución Francesa, Barcelo-
na, Gedisa, 1995, p. 102. Para un comentario minucioso y
lúcido sobre la conflictiva relación entre el volterianismo y la
Revolución, ver el trabajo de José Sazbón “Historia intelec-
tual e historia política: Anacharsis Cloots y el volterianismo
revolucionario”, en Presencia de Voltaire, Buenos Aires, Facul-
tad de Filosofía y Letras, 1997, pp. 95-154.
5
Las complejidades de aseverar un “libertinismo volteriano”
–cfr. Rivière, M. “Philosophical liberty, sexual licence: the
ambiguity of Voltaire’s libertinage”, en Peter Cryle y Lisa
O’Cononnel (eds.) Libertine enlightenment: sex, liberty and licence
in the eighteenth-centurt, Palgrave Macmillan, 2003, pp. 75-
91–, muestran las muchas aristas que el término mismo –liber-
tino– connota en la época. Pierre Bayle –admirado por Voltaire
como el maestro de la duda (cfr. Mason, H. Pierre Bayle and
Voltaire, Oxford, Oxford University Press, 1963)– esboza en su
Dictionnaire historique et critique, de 1697, la distinción entre
libertin d’esprit y libertin des sens, precisamente en el artículo
sobre Spinoza. Libertin d’esprit, luego reemplazado por libre-
penseur, o la forma más común de philosophe, y manifiesta una
imposibilidad material de distinguir entre textos anticlericales
y pornográficos, materialistas, epicúreos, ironistas, satíricos,
de crítica a la sociedad y el poder del Ancien Régime, ya que, en
el siglo XVIII, como señala Darnton: “la pornografía pertene-
cía a una categoría general, conocida en la época como filosó-
fica. Los editores y libreros del siglo XVIII empleaban el tér-
mino ‘libros filosóficos’ para designar un mercado ilegal, ya
fuera sacrílego, sedicioso u obsceno. (...) Para 1750, el liberti-
naje se había convertido en un asunto del cuerpo y de la
mente, de la pornografía y de la filosofía”, Darnton, R. El
coloquio de los lectores, México, FCE, 2003, p. 67.

11
también una trinchera que logró estabilizar los áni-
mos entre una Revolución que destronaba toda dei-
dad, y unas instituciones eclesiásticas que resistían
el completo desalojo.
Pero poco hay de azaroso en las apoteosis, en vida
o post mortem, de Arouet. Indudablemente estamos
ante un escritor que se anticipa y busca incesante-
mente los avatares recordatorios que construyen su
propio mito, a través de la autopropaganda y de una
vasta presencia pública, cada vez más extendida en-
tre los escritores de su época. Voltaire propició como
ningún otro la constitución de los intelectuales como
una clase particular, reunidos alrededor de valores,
intereses y enemigos compartidos, y también en torno
de un reconocimiento que, aunque merecido, cuenta
con la resistencia de la “barbarie” religiosa: “¿No es
una cosa divertida que Lutero, Calvino, Zwinglio,
todos ellos escritores ilegibles, hayan fundado sec-
tas que se reparten Europa; que el ignorante Mahoma
haya dado una religión a Asia y África, y que los
señores Newton, Clarke, Locke, Le Clerc, etc..., los
mayores filósofos y las mejores plumas de su tiem-
po, hayan podido apenas establecer un pequeño re-
baño que incluso disminuye todos los días?”.6
En su obra resurgirán todo el tiempo las constan-
tes de clase de Voltaire, orgulloso por lo que cree
uno de los mayores méritos de Francia: una mezcla
de democracia y aristocracia, la convivencia pacífica
entre ambas –diferencia esencial, como luego vere-
mos, con Jean-Jacques Rousseau. Sin embargo, allí
ha observado Arturo Labriola (entre otros) una suer-
te de vanguardia ideológico-política que convierte a
Voltaire en un filósofo de la liberación. Labriola sospe-

6
Voltaire, Cartas filosóficas, Barcelona, Altaya, 1993, p. 40.

12
cha del típico apresuramiento que denuncia una
aristocratización volteriana, consecuente con un in-
dividualismo que lo acercaría a “los disimulos, las
cortesanías, el epicureísmo sensual, la frecuentación
de los grandes, el poco recato de la forma, la com-
placencia del lado bestial de la humanidad”7, lejanos
al proyecto del philosophe, cuya “Filosofía de la Libera-
ción, no obstante todo su afectado aristocratismo,
que es prudencia práctica, es destinada siempre a la
masa”8, y “en esto él es el verdadero espíritu del
Aufklärung, que es un intento de trasfundir la filoso-
fía a la masa apta para acogerla, transformar la cien-
cia en una religión racional”.9

El poder del fundamentalismo religioso –y sus


epítomes más característicos: la crueldad, la insen-
satez, la barbarie, la violencia, el robo– es el princi-
pal adversario del proyecto ilustrado de Voltaire.
En las “Ideas republicanas”, leemos: “El más absur-
do de los despotismos, el más humillante para la na-
turaleza humana, el más contradictorio, el más fu-
nesto, es el de los sacerdotes; y de todos los impe-
rios sacerdotales, el más criminal es sin duda el de
los sacerdotes de la religión cristiana”. Si bien el ateís-
mo radical es también resistido en muchas de sus
páginas, que cristalizan las voces “ateo” y “ateísmo”
de su Diccionario filosófico, afirma allí mismo que “el
ateísmo y el fanatismo son dos monstruos que pue-
den desgarrar y destruir a la sociedad, pero el ateo,

7
Labriola, A. Voltaire y la filosofía de la liberación, Buenos Aires,
Américalee, 1944, p. 53.
8
Ídem, p. 63.
9
Ídem, p. 61.

13
aunque persevere en su error, conserva siempre el
juicio que le corta las garras, mientras el fanático está
atacado de una continua locura que afila las suyas”.10
También se pronuncia a favor de una mayor
factibilidad de la vida pacífica –obsesión de los filó-
sofos modernos, como veremos más adelante– en-
tre una comunidad de ateos que de fanáticos reli-
giosos: “Esos ateos, siendo filósofos por añadidura,
pueden pasar la vida tranquila y feliz a la sombra de
dichas leyes, viviendo más fácilmente en sociedad
que los fanáticos supersticiosos. Puebla una ciudad
de epicúreos, de simónides, de protágoras y de
spinozas, y puebla otra de jansenistas y molinistas;
probarás de ese modo la verdad del pensamiento
que acabo de establecer”.11
El argumento en el texto sobre ateísmo en el Dic-
cionario es el siguiente: la irracionalidad de los mila-
gros –el limo del Nilo produciendo insectos o espi-
gas de trigo–, estimulada por la teología, alentó tam-
bién al ateísmo; pero la filosofía y la física vinieron a
enterrar las supersticiones y –en vez de aseverar la
inexistencia de un Ser trascendente– dieron en su
indagación con un Dios legislador, supremo arqui-
tecto del que Voltaire prefiere no entrar en detalles
sobre su extensión, sustancia, ubicación, pero que
constituye el asidero del derecho natural y cumple
la trascendental función de la Providencia.
La soberanía estatal, que iguala a los hombres
en derechos y obligaciones (fundamentalmente im-
positivas: clásica reivindicación burguesa contra el
feudalismo, presente en una importante cantidad

10
Voltaire, “Ateo”, en Diccionario filosófico, Buenos Aires, Araujo,
1938, v. 1, p. 229.
11
Ídem, pp. 228-229.

14
de páginas de las polémicas volterianas), se ve cues-
tionada por un lenguaje papal que, en su poder de
nombrar, “hace justo lo injusto”.12 Voltaire cita tér-
minos que el papado ha diseñado por fuera del po-
der estatal, pero que al mismo tiempo obligan, pro-
híben, castigan, exigen: excomunión, inmunidad, in-
camerar, dispensa. Todos con consecuencias jurídico-
políticas que se extienden mucho más allá de la ex-
pulsión de una comunidad religiosa determinada.
Es en la facción, en la corporación que mella la so-
beranía, en el intento de universalizar el carácter
particularista, que Voltaire ve en las religiones13, fun-
damentalmente en la católica, el lugar donde se ge-
neran las guerras, caen los gobiernos, se extiende
la barbarie. No, por lo tanto, en el cristianismo per
se, sobre el que Voltaire se encarga todo el tiempo
de destacar los horrores papales que contradicen y
desmerecen a todo el Evangelio. El problema polí-
tico moderno (a diferencia del ideal clásico platóni-
co-aristotélico) es el de evitar la guerra. En este sen-
tido, Voltaire es un hombre de su tiempo, un pen-
sador típicamente moderno. En sus Cartas filosóficas
marca una importante diferencia entre estos dos
momentos –clásico y moderno– que analogan un im-
perativo a la vez soberano y laico: antes no había
guerras religiosas. Ni los griegos ni los romanos

12
La cita que utiliza Voltaire es de Roberto Bellarmino, quien,
encargado de la administración inquisitorial a fines del siglo
XVI, tuvo un rol preponderante en los procesos a Galileo y
Giordano Bruno, y fue uno de los principales defensores de la
posición oficial en los debates sobre la infalibilidad papal:
“Potest de injustitia facere justitia. Papa est supra jus, con-
tra jus et extra jus”, De Romano Pontefice, t. 1, lib. IV.
13
Para el complejo tema de lo religioso en Voltaire, ver el monu-
mental libro de René Pomeau, La religión de Voltaire, París,
Librairie Nizet, 1956.

15
mataron o esclavizaron a otro pueblo por diferir en
el culto a sus dioses.
Sin embargo, Voltaire limita el poder soberano
de confrontación con las religiones –salvo en casos
puntuales, explícitamente sediciosos. La tolerancia
religiosa no sólo es necesaria, sino que es algo cru-
cial para fomentar el progreso y evitar el funda-
mentalismo. El ejemplo inglés –al que Voltaire de-
dica con admiración sus Cartas sobre Inglaterra, luego
llamadas Cartas filosóficas (1734)–, congrega a la plu-
ralidad de las religiones, paralelamente con la cien-
cia newtoniana, la filosofía de Locke14, el arte de
Shakespeare y las libertades cívico-políticas. En su
quinta carta, llama honrosamente a Inglaterra “el
país de las sectas”15: a mayor pluralidad religiosa,
menor riesgo de concentración facciosa en una sola
–y agigantada– rama del fundamentalismo religio-
so. La soberanía, entonces, no se conquista con el
poder de las hogueras ni de las guillotinas, sino con
la persistencia iluminista de que la razón vence a la
superstición y la ciencia doblega a la teología. En
sus “Ideas republicanas” escribe: “Quemar un libro
en el que se razona, equivale a decir: Nosotros no
tenemos bastantes luces para responder”. Y más
adelante: “¿Será por medio de los libros, que des-
truyen la superstición y hacen amable la virtud, que
se conseguirá que los hombres sean mejores? Sí: si
los jóvenes leen estos libros con atención, se pre-
servarán de toda especie de fanatismo, y conoce-

14
John Locke constituye un epígono en un doble plano: tanto en
la revolución teórica que produce en ontología y gnoseología,
como en el liberalismo político. En El siglo de Luis XIV, Voltaire
escribirá sobre el filósofo inglés que “desde Platón hasta él no
hay nada”.
15
Voltaire, Cartas filosóficas, op. cit., 1993, p. 31.

16
rán que la paz es el fruto de la tolerancia y el ver-
dadero objeto de toda sociedad”.
Comentábamos que los intereses de la burguesía
francesa dieciochesca encuentran elementos esencia-
les en el horizonte teórico de nuestro philosophe. Los
elogios al comercio entre naciones son una constante
en los textos volterianos –y específicamente en la déci-
ma de sus Cartas filosóficas16–; la apelación a una pros-
peridad que es fuente de civilización y fraternidad,
así como también el íncipit de una economía política
que tomará cada vez más relevancia, reflejan en
Voltaire las mismas preocupaciones que en muchos
autores de su siglo (Hume, Montesquieu, Kant, Samuel
Johnson, William Robertson17): la apuesta no ya por el
carácter progresista sino por sobre todo pacificador del
doux commerce –que las teorizaciones marxistas cues-
tionarán con vehemencia en el siglo siguiente. La reli-
gión, vehículo más de atraso y guerra que de progre-
so y pacificación, debe mantenerse alejada de asun-
tos de gobierno, y Voltaire denunciará toda intromi-
sión religiosa en la constitución de una nación: “¿No
es una barbarie ridícula el preguntar a un hombre que
viene a establecerse y a traer riquezas a nuestro país:
Caballero ¿qué religión profesa? El oro, la plata, la
industria y los talentos no tienen ninguna religión”.
A su vez –ya encuadrado el doble combate volteriano
contra la religión única y el ateísmo radical–, en el

16
“El comercio, que ha enriquecido a los ciudadanos en Inglaterra,
ha contribuido a hacerlos libres, y esta libertad ha extendido a su
vez el comercio; así se ha formado la grandeza del Estado”, en
Cartas filosóficas, op. cit., p. 51.
17
Cfr. Hirschman, A. Las pasiones y los intereses. Argumentos po-
líticos a favor del capitalismo previos a su triunfo, Barcelona, Pe-
nínsula, 1999, pp. 79-84. También cfr. el sólido trabajo de
Florian Schui, Early Debates about Industry: Voltaire and His
Contemporaries, Palgrave Macmillan, 2005.

17
Diccionario resuena otra vez, un motivo weberiano
en la voz “ateísmo”: “Además, les preguntaré: cuan-
do prestan cierta cantidad a algún miembro de la so-
ciedad a la que pertenecen, ¿desearían acaso que el
deudor, el procurador, el notario y el juez no creye-
ran en Dios?”.18

Voltaire, como todo gran escritor, es un imitador


de voces: judíos, ateos, jansenistas, paganos, turcos,
romanos, maniqueos, etc., desfilan por su prosa afi-
lada reproduciendo posibles argumentos, confron-
taciones, tonos, actitudes. Y en este punto encontra-
mos también un motivo importante de su pensamien-
to: la fascinación por el exotismo cultural, un cierto
orientalismo que, consciente de las diferencias entre
razas y pueblos, sale sin embargo a la búsqueda del
“hombre universal”. En sus ensayos –sobre todo en
su Filosofía de la Historia–, Voltaire sitúa a China en un
lugar originario y privilegiado; acaso, como explica
Karl Löwith, influenciado por la presencia jesuítica en
China, a la busca de un sincretismo entre cristianismo
y confucianismo, luego reprobado por la jerarquía
eclesiástica.19 Este orientalismo, “grado cero de la hu-
manidad” para Voltaire según Roland Barthes20, tam-
bién presente en sus relatos literarios, es parte de la
conquista, de la expansión comercial de un capitalis-
mo que venía a abrir el mercado al mismo tiempo
que a pacificar las naciones. Pero también hay aquí un
motivo de tolerancia que ahonda en razones más pro-

18
Voltaire, “Ateísmo”, en Diccionario filosófico, op. cit., p. 231.
19
Löwtih, K. El sentido de la historia, Madrid, Aguilar, 1958, p. 152.
20
Cfr. Barthes, R. “El último escritor feliz”, en Ensayos críticos,
Buenos Aires, Seix Barral, 2003, pp. 123-131.

18
fundas, como leemos en el discurso del teísta en “Hay
que decidirse”: “seguid siendo tolerantes; es el ver-
dadero modo de agradar al Ser de los seres, que es
igualmente padre de los turcos, que lo es de los ru-
sos, de los chinos, de los japoneses, de los negros y
de la naturaleza entera”, y también en palabras de un
cuáquero en la primera de sus Cartas filosóficas: “Resul-
ta que no somos ni lobos, ni tigres, ni dogos, sino
hombres, cristianos”.21 El motivo expansionista de la
burguesía francesa toma entonces en Voltaire un es-
tilo que no apela directamente a las riquezas de los
recursos naturales o conveniencias geográficas, sino a
la propia cultura de los pueblos no europeos; por eso
nunca escribe sobre países como topografías abstrac-
tas, sino de los indios, los turcos, los chinos.
Un problema constante en el sistema volteriano,
en los pliegues de su metafísica, es el de la teodicea
–la relación entre el mal y la idea de un Dios omni-
potente y bondadoso. De allí, el sostén del ateo y el
terror del teísta. El poema sobre el desastre de Lis-
boa anticipa toda una reflexión ético-teológica que
se dará en el siglo XX post Auschwitz. Voltaire les
habla a los filósofos (sus interlocutores más noto-
rios: el Leibniz que escribió que vivimos en el “me-
jor de los mundos posibles”, el Rousseau esperanza-
do en una Providencia benevolente y el Alexander
Pope que escribió su célebre “Todo está bien”22).
Detrás –y a pesar– de la necesidad, de la omnisciencia
del designio divino, nada hay para la razón que jus-

21
Voltaire, Cartas filosóficas, op. cit., p. 15.
22
El personaje de Pangloss, en Cándido, representa el arquetipo
de filósofo optimista contra el que Voltaire escribe. “Y bien,
mi querido Pangloss –dijo Cándido–, mientras te ahorcaban y te
disecaban y medían las espaldas, ¿no varió nunca tu modo de
pensar? ¿Siempre has creído que todo sucede inmejorablemente?”,

19
tifique lo que sucedió en Lisboa: el mal existe. Muje-
res y niños amontonados unos sobre otros; miem-
bros dispersos sobre los mármoles despedazados;
gritos de voces moribundas ante el espectáculo de
sus restos humeantes. Sobre las “espantosas ruinas,
escombros y fragmentos desgraciados y funestos”
no hay espacio para la arrogancia y vacilación de los
sofistas sobre la capacidad y voluntad divinas para
evitarlo; el mal existe, pero ignoramos su “principio
secreto”.
Voltaire –cuyo posicionamiento de clase se pa-
tentiza cada vez con mayor intensidad–, del mis-
mo modo en que critica al cristianismo el impedi-
mento de la salvación del rico, cuestionará la tesis
de Rousseau de que las naciones ricas no pueden
organizarse democráticamente. La radicalidad de
Rousseau –el descrédito de la riqueza y la repre-
sentación como mediación de la política, la poten-
cia instituyente, la revolución de los vasallos ru-
sos contra su imperio– causan indignación en la
prudente voz de Voltaire23, quien toma una dis-
tancia radical asimilando el supuesto daño produ-
cido por el Contrato social a la barbarie inquisitorial

a lo que Pangloss responde: “Opino como opinaba, pues soy


filósofo, y no me conviene contradecirme”. Cándido y otros cuen-
tos, Madrid, Alianza, 1999, p. 144.
23
El propio marqués de Sade comenta en algunas páginas el
tono confrontativo entre Rousseau y Voltaire, y en una carta a
su mujer de julio de 1783, escribe burlándose de sus carcele-
ros en Vincennes: “Negarme las Confessions de Jean-Jacques es
otra cosa excelente, sobre todo después de haberme enviado
Lucrecio y los diálogos de Voltaire; ello pone de manifiesto
un gran discernimiento y un profundo juicio por parte de
vuestros directores. ¡Ay! Me hacen un gran honor al creer que
un autor deísta puede ser un libro malo para mí; ya me gus-
taría que fuera aún así”. Sade, Correspondencia, Barcelona,
Anagrama, 1975, p. 203.

20
que significó su censura: “Este libro se ha quemado
en nuestro país. La operación de quemarlo es posi-
ble que haya sido tan odiosa como la de haberlo es-
crito”.

No sólo la física y la filosofía, sino también la


historiografía se transforman en un soporte sólido
para la razón que refuta a la teología. Dice Voltaire
–por boca del judío24 que habla ante Marco Aurelio–:
“pero los cristianos ignorantes no saben que entre
nosotros ‘hijo de Dios’ significa un hombre de bien,
como hijo de Belial significa un malvado. Un equívo-
co lo hizo todo, y es a una pura disputa de palabras a
la que Jesús debe su divinidad”. El nacimiento de la
ciencia historiográfica, entonces, se condice con el
desprecio a la superstición, el combate contra el
fundamentalismo religioso y su poder corporativo
–no sólo económico, sino también, y sobre todo, con
pretensiones de legitimidad soberana– señalan el lla-
mado a un nuevo orden capaz de dejar atrás la bar-
barie moldeada por las diversas formas de intole-
rancia. Y en muchos de sus textos sobre tolerancia
señalan un progreso, una racionalización paulatina:
“Ya no hay –escribe– un Luis XI (...) que erija sacrifi-
cios de toros en los mercados, y que reniegue a los
jóvenes príncipes soberanos con la sangre de su pa-
dre; no vemos los horrores de la rosa roja y de la rosa
blanca, ni las cabezas coronadas caer en nuestra isla

24
Un tema que se ha trabajado intensamente en la crítica a la
historiografía y el pensamiento volterianos, es el antisemitis-
mo del philosophe. Al respecto, cfr. Hannah Arendt, en The
origins of totalitarianism, The Worlds Publishing Company,
1958, p. 242, y también Karl Löwith, El sentido de la historia,
Madrid, Aguilar, 1958, p. 154.

21
bajo el hacha de los verdugos”; son las épocas donde
las torturas a Damiens25, el regicida –recordado al ini-
cio del libro de Foucault Vigilar y castigar– van dejan-
do su lugar a formas panópticas y ordenadas, a una
nueva administración racionalizada de la violencia
estatal.

En su “Estudio preliminar” al Ensayo sobre las cos-


tumbres y el espíritu de las naciones, Francisco Romero
distingue dos ejes en la producción volteriana de tema
histórico: “el de las obras propiamente narrativas o
historiográficas, y el de los escritos de teorización y
polémica”.26 Si bien los textos que aquí presentamos
se inscribirían en la segunda categoría, denotan un
diálogo incesante con la historia, algo permanente
en Voltaire. El ensayo como género resiste cualquier
fijación de rigor historiográfico, que sin embargo
Voltaire ensalza y desea constituir como su referen-
te teórico.

25
Voltaire siguió atentamente el proceso a Damiens por el
atentado a Luis XV; sin embargo en Cándido, sus reflexiones
son condenatorias hacia el regicida antes que a las torturas
sufridas por éste durante el suplicio. La relación entre el
castigo, la jerarquía eclesiástica y el dogma aristocrático del
orden del Antiguo Régimen, así como una descentralización
feudal de toda la legislación no unificada en un Código, son
denunciadas por Voltaire fundamentalmente en su Comentario
al texto del marqués de Beccaria, Dei delitti e delle pene (1764).
Cfr. Maestro, M. Voltaire and Beccaria as reformers of criminal law,
Nueva York, Columbia University Press, 1942; Davidson, I.
“Beccaria and the Commentaire. 1765-6” en Voltaire in exile:
The last years, 1753-1778, Grove/Atlantic, 2005, pp. 148-
159.
26
Romero, F. “Estudio preliminar” a Voltaire, Ensayo sobre las
costumbres y el espíritu de las naciones, Buenos Aires, Hachette,
1959, p. 13.

22
Voltaire escribe una Filosofía de la Historia –y es,
nada menos, quien utiliza por primera vez el
sintagma–, como intento de emancipación de una Teo-
logía de la Historia, cuyo modelo más acabado y con-
tra el que explícitamente confronta es el Discurso sobre
la Historia Universal (1681), de Bossuet. La narración
de la Historia es omnipresente, no como tópico sino
como estilo. La historia enseña, muestra, prueba, fun-
damenta, señala el camino del “espíritu” de las nacio-
nes. En “Ideas republicanas”, se queja precisamente
del texto de Montesquieu, Del espíritu de las leyes, libro
que, como afirma Althusser, “se ha propuesto com-
prender la infinita diversidad de las instituciones hu-
manas en todos los tiempos y en todos los lugares”.27
El propio Althusser –para quien Voltaire “es el fun-
dador del método histórico”–28, en otro texto tam-
bién distingue a Voltaire de Montesquieu en lo que
respecta al determinante –categoría ineludible en el aná-
lisis marxista– de la historia: “no es el espíritu de las
leyes, es decir, la política, como en Montesquieu. Pues
Voltaire reincorpora toda la historia de la cultura (cien-
cias, artes, costumbres, etcétera)”.29 Precisamente en
su libro sobre El siglo de Luis XIV, distingue cuatro
épocas según el talento cultural, no de acuerdo con
el éxito político o la permanencia de un imperio.30

27
Althusser, L. Montesquieu, la política y la historia, Barcelona,
Ariel, 1964, p. 27.
28
Althusser, L. Política e historia. De Maquiavelo a Marx, Buenos
Aires, Katz, 2007, p. 47
29
Idem, p. 48.
30
Voltaire, El siglo de Luis XIV, México, FCE, 1954. Cfr. en pp. 7-
9, donde en primer lugar pone a la Grecia “de los Pericles, los
Demóstenes, los Aristóteles, los Platón”; en segundo lugar la
Roma “de Lucrecio, Cicerón, Tito Livio, Virgilio, Horacio,
Ovidio”; el tercer momento es la Italia que tiene de referentes
a los Médicis y, por último, el siglo de Luis XIV, cuyo inicio

23
Existe toda una discusión sobre el talento histo-
riográfico y el pretendido rigor metodológico vol-
teriano.31 Los ensayos compilados en este libro dan
cuenta de la idea que tiende a separar ensayo de
narración propiamente histórica, y señalan un cami-
no irónico, contundente a la vez que esquivo y di-
gresivo –Barthes dirá que “no es un organismo, sino
un encuentro de azares”–32 hacia Les Lumières. Esta
bipolaridad volteriana, puede verse en su proyecto
descomunal de redactar un “diccionario”, cuyos con-
ceptos no buscan una deliberada exclusión de lo di-
verso y una reunión de lo idéntico –como el manual
de la escolástica indicaba para el caso de los universa-
les. En la voz “abuso de las palabras”, parte de la
premisa de que el libro –como también la conversa-
ción, que tiene para Voltaire un estatuto análogo–
no proporciona en la mayoría de los casos ideas pre-
cisas. Y, ante el consejo lockeano de precisar los térmi-
nos, Voltaire hace un largo rodeo ensayístico, que
culmina asumiendo la imposibilidad de referir de
modo completo todos los abusos de las palabras. Sería
como detener la infinitud. O la subjetividad; una
imprecisión, un hiato lingüístico que se sabe irreduc-
tible. Hay en toda esa obra un recorrido por las dis-
cusiones, un ensayo (Montaigne es, también, una re-
ferencia ineludible en el trayecto intertextual volte-
riano) en cada voz.

patentiza Voltaire con la fundación de la Academia Francesa.


Escribe allí que “todos los siglos se parecen por la maldad de
los hombres; pero sólo conozco esas cuatro edades que se
hayan distinguido por los grandes talentos”.
31
Al respecto, ver el trabajo de María Inés Mudrovcic, “La
historiografía volteriana: una invención crítica”, en José Sazbón
(comp.) Presencia de Voltaire, op. cit., pp. 27-42.
32
Barthes, R. “El último escritor feliz”, loc. cit., p. 127.

24
“Haz ridícula y odiosa toda superstición, y no
tendrás nada que temer de la religión: ha sido terri-
ble y sanguinaria, y ha derribado tronos cuando las
fábulas han tenido crédito, y cuando los errores han
sido reputados santos”, escribe en las “Instruccio-
nes” al príncipe. Los textos volterianos muestran una
subjetividad omnipresente que, por las materias con
las que trata, hace que su erudición nunca abandone
lo festivo.

Guillermo Vázquez

25
BIBLIOGRAFÍA CITADA

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26
HORRORES DE LA INTOLERANCIA

De la Paix perpétuelle, par le docteur Goodheart (1769).


En las Memorias Secretas se menciona este escrito por prime-
ra vez el 17 de septiembre de 1769. D´Alembert sin embar-
go habla en una carta a Federico el Grande, el 7 de agosto
de ese año, como de una obra ya publicada. El nombre
Goodheart en inglés significa “Buen corazón”.

27
28
I
La única paz perpetua que puede establecerse en-
tre los hombres es la tolerancia: la paz imaginada por
un francés llamado “el abate Saint-Pierre”, es una qui-
mera que subsistirá entre los príncipes tan difícilmen-
te como entre los elefantes y los rinocerontes, y como
entre los lobos y los perros. Los animales carniceros
se despedazarán siempre en la primera ocasión.1

1
El proyecto de una paz perpetua es absurdo, no en sí mismo
pero sí del modo que ha sido propuesto. No habrá más guerra
de ambición o de capricho, cuando todos los hombres sepan
que nada hay que ganar en las guerras más dichosas, que sólo
favorecen a un corto número de generales y de ministros; pues
entonces un hombre que emprendiese la guerra por ambición o
por capricho, sería mirado como el enemigo de todas las nacio-
nes; y en lugar de alterar su tranquilidad cada pueblo emplea-
ría sus fuerzas para arreglar las disensiones que se hubiesen
fomentado; cuando todos los pueblos estén convencidos de
que el interés de cada uno es el de que el comercio sea absolu-
tamente libre, no habrá más guerra de comercio; cuando todos
estén de acuerdo en que, si la sucesión de un príncipe está en
disputa, son los habitantes de sus Estados los que deben juz-
gar el pleito entre los competidores, no habrá más guerras por
causa de sucesiones o por antiguas pretensiones. Siendo en-
tonces las guerras extremadamente raras, y sus autores ordi-
nariamente castigados, se podrá decir que los hombres gozan
de una paz perpetua, como se ha dicho que gozan de seguri-
dad en los Estados civilizados, a pesar de que algunas veces se
cometan asesinatos.
El establecimiento de una dieta europea podría ser muy útil
para juzgar diferentes argumentaciones sobre la restitución de
criminales, sobre las leyes de comercio y sobre las bases sobre
las cuales deben ser decididas ciertas causas en las que se

29
II
No ha podido desterrarse del mundo al monstruo
de la guerra, pero se ha conseguido hacerlo menos
bárbaro: ya no vemos ahora que los turcos hagan de-
sollar a un Bragadini, gobernador de Jamagousta, por
haber defendido con valor la plaza que ellos ataca-
ron. Si se hace prisionero a un príncipe, no se lo carga
de cadenas, no se lo sepulta en un calabozo como lo
hizo Filipo, llamado Augusto, con Fernando, conde
de Flandes, y como Leopoldo de Austria trató aun
más infamemente a nuestro gran Ricardo Corazón de
León. Los suplicios de Conradino, legítimo rey de
Nápoles, y de su primo, ordenados por un vasallo
tirano, y autorizados por un sacerdote soberano, no
se renuevan más: ya no hay un Luis XI, llamado
cristianísimo o Phalaris, que haga construir calabozos
para encerrar a los presos durante su vida; que erija
sacrificios de toros en los mercados, y que riegue a
los jóvenes príncipes soberanos con la sangre de su
padre; no vemos los horrores de la rosa roja y de la rosa
blanca, ni las cabezas coronadas caer en nuestra isla bajo
el hacha de los verdugos; parece que la humanización
sucede, en fin, a la ferocidad de los príncipes cristia-
nos; no tienen ya la costumbre de hacer asesinar a los
embajadores de quien sospechaban que urdían tra-

invocan las leyes de diferentes naciones. Los soberanos arregla-


rían un código según el cual se decidirían sus disputas y se
obligarían a someterse a sus decisiones o a apelar a su espada:
condición necesaria para que un tribunal semejante pudiese
establecerse y ser durable y útil.
Se puede persuadir a un príncipe que dispone de 200.000 hom-
bres de que no es su verdadero interés el defender sus derechos
o sus pretensiones por la fuerza; pero es un absurdo proponer-
le que los resigne.

30
mas contra sus intereses, como Carlos V lo hizo con
los dos ministros de Francisco I, Rincón y Frégose;
nadie hace ya la guerra como el famoso bastardo del
papa Alejandro VI, que se servía más del veneno, del
puñal y de la mano de los verdugos que de su espa-
da; las ciencias han suavizado al fin las costumbres.
Hay muchos menos antropófagos en la cristiandad
que en otros tiempos; y esto es siempre un consuelo
en el horrible azote de la guerra, que no dejó jamás a
Europa veinte años de descanso.

III
Si la guerra se ha hecho menos bárbara, el gobier-
no de cada Estado parece que presenta más humani-
dad y sabiduría. Los buenos escritos publicados de
algún tiempo a esta parte han penetrado en toda Eu-
ropa, a pesar de los satélites del fanatismo, que guar-
dan todos los pasos. La razón y la piedad han llegado
hasta las puertas de la Inquisición; los autos de los
antropófagos, que se llamaban autos de fe, no cele-
bran ya tan a menudo al Dios de las misericordias a la
luz de las hogueras y entre los arroyos de sangre de-
rramada por los verdugos. En España empiezan a arre-
pentirse de haber hecho salir a los moriscos que culti-
vaban la tierra, y si se tratase en el día de revocar el
Edicto de Nantes, nadie se atrevería a proponer la
ejecución de una injusticia tan funesta.

IV
Si el mundo no estuviese compuesto sino de una
horda salvaje viviendo de la rapiña, un bribón ambi-

31
cioso sería quizá disculpable de engañarla para civi-
lizarla, y de valerse para conseguirlo del socorro de
los sacerdotes; pero, ¿qué sucedería? Los sacerdotes
subyugarían a este ambicioso, y entre su posteridad
y ellos existiría un odio eterno, tan pronto oculto,
tan pronto descubierto; esta manera de civilizar a
una nación sería al cabo de algún tiempo peor que la
vida salvaje. ¿Qué hombre, en efecto, no preferiría
vivir de la caza como los hotentotes y los cafres a
convivir con unos papas tales como Sergius, Juan X,
Juan XI, Juan XII, Sixto IV, Alejandro VI y tantos
otros monstruos de esta especie? ¿Qué nación salva-
je se ha manchado jamás con la sangre de cien mil
maniqueos, como la emperatriz Teodora? ¿Qué
iroqueses, qué algonquinos podrán echarse en cara
unas mortandades religiosas tales como la de San
Bartolomé, la guerra santa de Irlanda, los homici-
dios santos de la cruzada de Monfort, y cien abomi-
naciones semejantes que han hecho de la Europa cris-
tiana un vasto cadalso cubierto de clérigos, de ver-
dugos y de víctimas? Sólo la intolerancia cristiana ha
causado estos horribles desastres; es necesario, pues,
que la tolerancia los repare.

V
¿Por qué el monstruo de la intolerancia habitó en
el fango de las cavernas ocupadas por los primeros
cristianos? ¿Por qué de estas cloacas en donde se ali-
mentaban pasó a las escuelas de Alejandría, donde
estos medio cristianos y medio judíos enseñaban?
¿Por qué se instaló tan rápidamente en las cátedras
episcopales y se sentó en los tronos junto a los reyes
que se vieron obligados a hacerle lugar, y que mu-

32
chas veces fueron precipitados por él desde lo alto
de sus propios tronos? Antes que este monstruo na-
ciese, no habían existido guerras religiosas sobre la
tierra, ni tampoco querellas sobre el culto. Nada es
tan cierto; los más destacados impostores que escri-
ben en contra de la tolerancia no deberían atreverse
jamás a cuestionar esta verdad.

VI
Los egipcios parecen haber sido los primeros que
introdujeron la idea de la intolerancia: todo extran-
jero era impuro en su país, a menos que se hiciese
iniciar en sus misterios; quedaba manchado cualquie-
ra que comía en un plato que le hubiese servido; que-
daba manchado si se lo tocaba, y aun algunas veces
si se le hablaba. Este miserable pueblo, famoso sola-
mente por haber empleado sus brazos en elevar las
pirámides, los palacios y los templos de sus tiranos,
siempre subyugado por todos aquellos que vinieron
a atacarlo, ha pagado caro su intolerancia: es el más
despreciado de todos los pueblos, después de los
judíos.

VII
Los hebreos, vecinos de los egipcios, y que toma-
ron gran parte de sus ritos, imitaron su intolerancia y
la sobrepasaron; sin embargo, las historias no nos di-
cen que en ningún tiempo el pequeño territorio de la
Samaria haya hecho la guerra al de Jerusalén única-
mente por causa de religión. Los hebreos judíos no
dijeron de modo alguno a los samaritanos: “Vengan a

33
sacrificar sobre la montaña de Moriah, o les doy la
muerte”; los judíos samaritanos no dijeron tampoco:
“Vengan a sacrificar a Garisim, o los extermino”. Es-
tos dos pueblos se detestaban como vecinos, como
herejes, como gobernados por pequeños reyezuelos
cuyos intereses eran opuestos, pero a pesar de este
odio atroz, no hay noticia de que un habitante de
Jerusalén haya querido obligar a un ciudadano de
Samaria a cambiar de secta: yo consiento en que un
imbécil me aborrezca, pero no quiero que me subyu-
gue y me quite la vida. El ministro Lowvois decía a
los hombres más sabios que tuvo Francia: “Crean en
la transustanciación, de la que me burlé entre los bra-
zos de madame du Frenoy, o los haré enrodar”. Los
judíos, a pesar de lo bárbaros que eran, no se han
acercado jamás a esta abominación despótica.

VIII
Los tirios dieron un gran ejemplo a los judíos,
cuya horda nuevamente establecida cerca de aque-
llos no sacó de ello ningún provecho: llevaron la to-
lerancia junto con el comercio y las artes a todas las
naciones. Los holandeses de nuestros días podrían
comparárseles, si no tuviesen que reprocharse su con-
cilio de Dordrecht contra las buenas obras, y la san-
gre del respetable Barnevelt, condenado a la edad
de setenta y un años por haber contristado todo lo po-
sible a la iglesia de Dios. ¡Oh hombres, oh monstruos!
¡Los mercaderes calvinistas establecidos en los pan-
tanos insultan al resto del universo! Es cierto que
ellos expiaron este crimen renegando de la religión
cristiana en el Japón.

34
IX
Los antiguos griegos y romanos, tan superiores a
los demás hombres como inferiores sus sucesores,
se inclinaron por la tolerancia tanto como por las
armas, las bellas artes y las leyes. Los atenienses eri-
gieron un templo a Sócrates y condenaron a muerte
a los jueces inicuos que habían envenenado a este
viejo respetable, al Barnevelt de Atenas. No se en-
cuentra el ejemplo de un romano perseguido por sus
opiniones hasta el tiempo en que el cristianismo vino
a combatir a los dioses del imperio. Los estoicos y los
epicúreos vivían pacíficamente reunidos. Pesen esta
gran verdad, miserables magistrados de nuestros
países bárbaros, de quienes los romanos fueron los
conquistadores y los legisladores; avergüéncense,
secuaneses, septimanianos, cántabros y alobrogues.

X
Es sabido que los romanos toleraron hasta las in-
fames supersticiones de los egipcios y de los judíos; y
que a la vez que Tito conquistó Jerusalén, en el mis-
mo tiempo que Adriano la destruía, los judíos tenían
en Roma una sinagoga, y se les permitía vender
trapajos y celebrar su pascua, su pentecostés y sus
tabernáculos: se los despreciaba, pero se los tolera-
ba. ¿Por qué los romanos olvidaron su indulgencia
ordinaria hasta hacer morir algunas veces a los cris-
tianos, por quienes tenían tanto desprecio como por
los judíos? Es verdad que hubo muy pocos enviados
al suplicio; Orígenes lo confiesa en su tercer libro con-
tra Celso, en estos términos: Ha habido muy pocos már-

35
tires, y aun de tarde en tarde; sin embargo, los cristianos no
descuidan ningún medio para hacer abrazar su religión por
todo el mundo; recorren las ciudades, las villas y los lugares.
Pero, en fin, es cierto que hubo algunos cristianos que
sufrieron la pena de muerte; veamos si fueron casti-
gados como cristianos o como facciosos.
Hacer perecer a un hombre en el tormento sólo
porque no piensa como nosotros, es una abominación
de la cual aun los antropófagos no son capaces. ¿Cómo,
pues, los romanos, estos grandes legisladores, habrían
hecho una ley de este crimen? Se responderá que los
cristianos han cometido tantas veces este horror, que
los antiguos romanos pueden también haberse man-
chado con él. Pero la diferencia es sensible. Los cris-
tianos, que han hecho perecer a una multitud innu-
merable de sus hermanos, estaban poseídos de una
violenta rabia de religión; decían: Dios ha muerto por
nosotros, y los herejes lo crucifican una segunda vez; ven-
guemos con su sangre la sangre de Jesucristo. Los romanos
jamás tuvieron semejante extravagancia; y si es evi-
dente que hubo algunas persecuciones, fue para re-
primir un partido y no para abolir una religión.

XI
Atengámonos al mismo Tertuliano: nadie ha escri-
to con más violencia. Las Filípicas de Cicerón contra
Antonio son cumplimientos en comparación con las
injurias que prodiga este africano a la religión del
imperio, y de las reprensiones que da a las costum-
bres de sus señores. Acusaba a los cristianos de beber
sangre, porque en efecto representaban la sangre de
Jesucristo en el vino que bebían en su cena; recrimina-
ba a las damas romanas por tragarse un licor más pre-

36
cioso que la sangre de sus amantes, una cosa que yo
no puedo nombrar y que forma a los hombres. Quia
futurum sanguinem lambunt (Capítulo, IX).
Tertuliano no se limita, en su Apologético, a decir
que es necesario tolerar la religión cristiana; hace
comprender en cien pasajes que debe reinar sola y
que es incompatible con las otras.
Aquel que quiera ser admitido en mi casa será reci-
bido en ella, si es prudente y útil; pero el que no entra
sino con el fin de arrojarme fuera, es un enemigo del
cual debo deshacerme. Es evidente que los cristianos
querían sacar a los hijos de sus casas; era, pues, muy
justo reprimirlos; no se castigaba al cristianismo, sino
a una facción intolerante; y aun la castigaban tan ra-
ras veces, que Orígenes y Tertuliano, sus más violen-
tos defensores, murieron en su cama. No vemos que
ninguno de aquellos que se llamaban papas de Roma
hayan sido ajusticiados bajo los primeros césares. Ellos
sí que eran intolerantes y tolerados en la capital del
mundo, y el miserable equívoco de la palabra mártir
no debe hacer creer que el papa Telésforo haya sufri-
do un suplicio. Mártir significa testigo, confesor.

XII
Para conocer exactamente la intolerancia de los
primeros cristianos no nos remitiremos sino a ellos
mismos. Abramos el famoso Apologético de Tertulia-
no, y hallaremos el origen del odio de los dos parti-
dos. Unos y otros creían firmemente en la magia;
éste era el error general de la Antigüedad, desde el
Éufrates y el Nilo hasta el Tíber. Se imputaban a los
seres desconocidos las enfermedades también des-
conocidas que afligían a los hombres; cuanto más se

37
ignoraba la naturaleza, tanto más se apreciaba lo so-
brenatural: cada pueblo admitía demonios y genios
malhechores; por todas partes había charlatanes que
se arrogaban expulsar a los demonios por medio de
algunas palabras; y los caldeos, los sirios, los judíos,
los sacerdotes griegos y romanos, todos tenían su
forma particular. Se hacían prodigios en Egipto y en
Fenicia pronunciando la palabra Yao Jéhova del modo
como se pronuncia en el cielo; se hacían varias conju-
raciones por medio de la palabra Abraxas; se expul-
saban con palabras todos los demonios que atormen-
taban a los hombres. Tertuliano no disputa el poder
de los demonios; Apolón, dice en su capítulo XXII,
adivinó que Creso hacía cocer en su palacio, en Lidia, una
tortuga con un cordero en una marmita de cobre. ¿Por qué
estuvo tan bien informado de esto? Porque fue a Lidia en
un abrir y cerrar de ojos, y volvió en el mismo tiempo.
Tertuliano no sabía lo suficiente como para negar
este ridículo oráculo, y era tan ignorante que lo dice
y lo explica. Los demonios existen en los aires, en las nu-
bes y en los astros. Anuncian la lluvia cuando ven que está
dispuesta a caer, y dan remedios para las enfermedades que
ellos mismos han enviado a los hombres.
Ni él ni ningún padre de la Iglesia contradicen el
poder de la magia, pero todos pretenden dominar a
los demonios por un poder superior. Tertuliano se ex-
plica de este modo: Que me presenten un endemoniado
delante del tribunal; si algún cristiano le manda hablar, este
demonio confesará que no es sino un diablo, y que en otra parte
es un dios. Que la Virgen celeste que promete las lluvias, que
Esculapio que cura a los hombres, comparezcan delante de un
cristiano; si en el momento no los obliga a confesar que ellos
son diablos, derramad la sangre del cristiano temerario.
¿Qué hombre instruido no quedará convencido, le-
yendo estas palabras, de que Tertuliano era un insensa-

38
to que quería ser superior a otros insensatos, y que pre-
tendía tener el privilegio exclusivo del fanatismo?

XIII
Los magistrados romanos quedan disculpados, sin
duda alguna, de haber mirado al cristianismo como
una facción peligrosa para el imperio. Veían a unos
hombres oscuros reunirse secretamente, contra to-
dos los usos respetados en Roma, y habían forjado
una cantidad increíble de falsas leyendas. ¿Qué po-
día pensar un magistrado, cuando veía tantos escri-
tos supuestos, tantas imposturas, llamadas por los
mismos cristianos fraudes, y coloreadas con el nom-
bre de fraudes piadosos? Cartas de Pilatos a Tiberio,
sobre la persona de Jesús; actas de Pilatos; cartas de
Tiberio al senado, y del senado a Tiberio, sobre Je-
sús; cartas de Pablo a Séneca, y de Séneca a Pablo;
combate de Pedro y de Simón delante de Nerón;
pretendidos versos de las Sibilas; más de cincuenta
Evangelios, todos diferentes los unos de los otros, y
cada uno forjado por el territorio en donde era reci-
bido; una media docena de Apocalipsis que no conte-
nían sino predicciones contra Roma, etc., etc.
¿Qué senador, qué jurisconsulto no hubiera reco-
nocido por todo esto a una facción perniciosa?
La religión cristiana se dice celestial, pero ningún
senador romano hubiera podido adivinarlo.

XIV
Un tal Marcelo, en Africa, arroja su cinturón por
tierra, rompe su bastón de mando delante de su tro-

39
pa y declara que no quiere servir sino al Dios de los
cristianos; y se hace un santo de este sedicioso.
Un diácono llamado Lorenzo, en lugar de contri-
buir a las necesidades del imperio, en lugar de pa-
gar al prefecto de Roma el dinero que ha ofrecido, le
presenta a algunos tuertos y cojos; y se hace un san-
to de este temerario.
Un tal Teodoro, imitador de Eróstrato, quema el
templo de Cibeles, en la Amasia, en 305; ¡y se hace
un santo de este incendiario! Los emperadores y el
senado, que no estaban iluminados por la fe, no po-
dían menos que juzgar al cristianismo como una sec-
ta intolerante, y como una facción temeraria que tar-
de o temprano causaría funestas consecuencias al
género humano.

XV
Un día un judío de buen sentido y un cristiano com-
parecieron delante de un senador instruido, en pre-
sencia del sabio Marco Aurelio, que quería enterarse
de sus dogmas: el senador les pregunta a uno y a otro.
EL SENADOR AL CRISTIANO: ¿Por qué turban la
paz del imperio? ¿Por qué no se contentan, como los
sirios, los egipcios y los judíos, practicando tranqui-
lamente sus ritos? ¿Por qué quieren que su secta ani-
quile a todas las demás?
EL CRISTIANO: Porque es la única verdadera.
Nosotros adoramos a un dios judío, nacido en un
lugar de Judea, bajo el emperador Augusto, el año
de Roma, 752 o 756; su padre y su madre fueron
inscritos, según el divino San Lucas, en este lugar,
cuando el emperador hizo hacer el censo de todo el
universo, siendo Cirenio gobernador de Siria.

40
EL SENADOR: Lucas los ha engañado; Cirenio no
fue gobernador de Siria sino diez años después de
la época que citas; era Quintilio Varo el que se halla-
ba entonces de procónsul en Siria; nuestros anales lo
justifican. Jamás tuvo Augusto el extravagante de-
signio de hacer un censo del universo, ni siquiera se
hizo, durante su reinado, de los ciudadanos roma-
nos; y aun cuando se hubiera hecho, no hubiera teni-
do lugar en Judea, que estaba gobernada por
Herodes, tributario del imperio, y no por los oficia-
les de César. El padre y la madre de tu dios eran,
según dices, habitantes de un pueblo judío, no eran
pues ciudadanos romanos; no podían estar compren-
didos en el censo.
EL CRISTIANO: Nuestro Dios no tenía padre ju-
dío: su madre era virgen. Fue Dios mismo quien la
hizo concebir, por medio de un espíritu que también
era Dios, sin que la madre dejase de ser doncella.
Esto es tan cierto que tres reyes o tres filósofos vi-
nieron del Oriente para adorarlo en el establo en
que nació, conducidos por una estrella nueva que
viajó con ellos.
EL SENADOR: Ves bien, mi pobre hombre, que se
burlan de ustedes. Si hubiese aparecido entonces una
estrella nueva, nosotros la hubiéramos visto; toda la
tierra hubiera hablado de ella, y los astrónomos hu-
bieran calculado este fenómeno.
EL CRISTIANO: No obstante esto, nuestros libros
lo refieren.
EL SENADOR: Enséñame esos libros.
EL CRISTIANO: Nosotros no los enseñamos de
modo alguno a los profanos; tú eres un profano y un
impío, ya que no perteneces a nuestra secta. Noso-
tros tenemos muy pocos libros, y están depositados
en las manos de nuestros maestros; es necesario es-

41
tar iniciado para leerlos. Yo los he leído, y si Su Ma-
jestad Imperial lo permite los explicaré en tu presen-
cia; Su Majestad verá que nuestra secta es la razón
misma.
EL SENADOR: Habla, el emperador lo ordena; y
quiero olvidar que, digno cristiano como eres, me
has llamado impío.
EL CRISTIANO: ¡Oh señor!, impío no es una pala-
bra injuriosa; puede significar un hombre de bien
que tiene la desgracia de no pensar como nosotros;
pero, para obedecer al emperador, quiero decir todo
lo que sé.
Primeramente nuestro Dios nació de una mujer
doncella que descendía de cuatro prostitutas: Betsabé
que se entregó a David, Tamar que hizo lo mismo con
Judd el patriarca, Ruth con el viejo Booz, y la cortesa-
na Raab con todo el mundo; todo esto sirve para ha-
cer ver que los incomprensibles designios de Dios no
son los de los hombres.
En segundo lugar, ustedes deben saber que nues-
tro Dios murió en el más infame suplicio, ya que lo
hicieron ustedes crucificar como a un esclavo y a un
ladrón, porque los judíos no tenían entonces el de-
recho de la cuchilla: era Poncio Pilatos el que gober-
naba en Jerusalén, en nombre del emperador Tibe-
rio; no pueden ignorar que este Dios, habiendo sido
crucificado públicamente, resucitó en secreto; pero
lo que es posible que no sepan es que su nacimiento,
su vida y su muerte, habían sido anunciados por to-
dos los profetas judíos: por ejemplo, nosotros ve-
mos tan claro como el día que cuando Isaías dijo,
setecientos o mil cuatrocientos años antes del naci-
miento de nuestro Dios: Una mujer dará a luz un niño
que comerá manteca y miel, y se llamará Manuel, esto
quiere decir que Jesús será Dios.

42
Consta en nuestras historias que Judá sería como
un joven león que se echaría sobre su presa y que la
virgen no saldría de las manos de Judá hasta que Silo
apareciese. Todo el universo confesará que cada una
de estas palabras prueba que Jesús es Dios. Estas otras
palabras: Él ata su pollino a la vid, demuestran con su-
perabundancia de derecho, que Jesús es Dios.
Es cierto que él no fue Dios de una vez, y sí sola-
mente hijo de Dios. Su dignidad fue bien pronto au-
mentada, cuando trabamos conocimiento con algu-
nos discípulos de Platón, en Alejandría. Ellos nos en-
señaron lo que era el verbo, de quien nosotros jamás
habíamos oído hablar, y que Dios lo hacía todo por
su verbo, por su logos: entonces Jesús se ha hecho el
logos de Dios; y como el hombre y la palabra son
una misma cosa, es claro que Jesús, siendo verbo, es
de manera manifiesta Dios.
Si me preguntan por qué Dios vino a hacerse ajus-
ticiar en Judea, es cierto que fue para borrar el peca-
do de la tierra; porque después de su muerte, nadie
ha cometido la más pequeña falta entre sus escogi-
dos. Luego estos escogidos, entre cuyo número me
encuentro, componen todo el mundo: el resto es una
reunión de réprobos que debe ser considerada como
una nada. El mundo no ha sido creado sino para los
escogidos; y nuestra religión es tan antigua como el
mundo porque está fundada sobre la religión judía
que ella destruyó, y la religión judía está fundada
en la de un caldeo llamado Abraham. La religión de
Abraham sobrepuja a la de Noé, que ustedes no co-
nocen; y la de Noé es una reforma de la de Adán y
Eva, que los romanos conocen aun menos. Así, Dios
ha cambiado cinco veces su religión universal sin que
nadie lo supiese, exceptuando los judíos en otro tiem-
po, y exceptuándonos a nosotros que actualmente

43
sustituimos a los judíos. Esta filiación es tan antigua
como la tierra; el pecado del primer hombre, redi-
mido por la sangre del Dios hebreo; su encarnación
predicha por todos los profetas; su muerte repre-
sentada por todos los acontecimientos de la historia
judía; sus milagros, hechos a la vista del mundo en-
tero, en un rincón de Galilea; su vida escrita fuera
de Jerusalén, cincuenta años después de que fuera
crucificado en Jerusalén; el logos de Platón, que no-
sotros hemos identificado con Jesús; y, en fin, el in-
fierno con que amenazamos a todos los que no creen
en él y en nosotros; todo este gran cuadro de verda-
des luminosas manifiesta que el Imperio Romano nos
será sometido, y que el trono de los césares será el
trono de la religión cristiana.
EL SENADOR: Esto podrá suceder. El populacho
gusta de ser seducido, y por un ciudadano prudente
hay por lo menos cien desharrapados imbéciles y fa-
náticos. Ustedes hablan de los milagros de su Dios:
es bien cierto que si uno se deja influenciar por los
profetas y los milagros, conjuntamente con el logos
de Platón; si se alucinan así los ojos y los oídos de los
simples; si con la ayuda de una metafísica insensata,
reputada divina, se aviva la imaginación de los hom-
bres, siempre amantes de lo maravilloso, ciertamen-
te puede llegar un día en que se trastorne el impe-
rio. Pero dime: ¿cuáles son los milagros de tu dios
judío?
EL CRISTIANO: El primero es que el diablo lo lle-
vó arriba de una montaña; el segundo, que hallándo-
se en una boda de paisanos donde todos estaban
borrachos y se había acabado el vino, transformó
en vino el agua que hizo poner en cántaros; pero el
mejor de todos sus milagros fue el de enviar dos
diablos a los cuerpos de dos mil cerdos que fueron a

44
ahogarse en un lago, aunque no hubiese cerdos en
aquel país.

XVI
Marco Aurelio, cansado de estas cosas divinas que
parecían bestialidades a su entendimiento ciego, im-
puso silencio al cristiano, que hubiera seguido hablan-
do largo tiempo. Ordenó al judío que se explicase y
que dijese si efectivamente la secta cristiana era una
rama de la judaica, y lo que pensaba de una y de otra.
El judío se inclinó profundamente, levantó después
los ojos al cielo, y se explicó en estos términos:
EL JUDÍO: Sagrada Majestad, diré primero que los
judíos están bien lejos de querer dominar, como los
cristianos; nosotros no tenemos la audacia de que-
rer someter la tierra a nuestras opiniones; muy con-
tentos de ser tolerados, respetamos todas las cos-
tumbres sin adoptarlas; no se nos ve llevar la sedi-
ción a sus ciudades y campos; nosotros no hemos
cortado el prepucio a ningún romano, mientras que
los cristianos los bautizan; nosotros creemos en Moi-
sés, pero no exhortamos a ningún romano a que crea
en él; nosotros somos (por lo menos actualmente)
tan sumisos y pacíficos como los cristianos son fac-
ciosos y revoltosos.
Vuestra Majestad ve los portentosos milagros que
imputan nuestros crueles enemigos a su pretendido
Dios. Si se tratase aquí de milagros, nosotros haría-
mos ver, primero, una serpiente que habla a nuestra
buena madre común; una burra que habla a un pro-
feta idólatra; y este profeta, venido para maldecir-
nos, bendecirnos a pesar suyo; nosotros haríamos
ver un Moisés sobrepasando en prodigios a todos

45
los hechiceros de un rey de Egipto, que llena todo
un país de ranas y de piojos, que conduce a dos o
tres millones de judíos para atravesar a pie enjuto el
mar Rojo, a ejemplo del antiguo Baco; mostraríamos
un Josué que hace caer una lluvia de piedras sobre
los habitantes de un lugar enemigo a las once de la
mañana, y detiene el sol y la luna al mediodía para
tener tiempo de exterminar mejor a sus enemigos
que ya están muertos. Me confiesas, sagrada Majes-
tad, que los dos mil cerdos a cuyos cuerpos envió
Jesús el diablo, son bien poca cosa delante del sol y
de la luna de Josué, y delante del mar Rojo de Moi-
sés; pero yo no quiero hablar más sobre nuestros
prodigios; quiero imitar la sabiduría de nuestro his-
toriador Flavio Josefo, que refiriendo estos milagros
del mismo modo que están escritos por nuestros sa-
cerdotes, deja al lector la libertad de burlarse de ellos.
Voy a hablar de la diferencia que hay entre noso-
tros y los sectarios cristianos.
Vuestra sagrada Majestad sabrá que hubo entu-
siastas en todo tiempo en Egipto y en Siria que sin
estar legalmente autorizados se han creído capaces
de hablar en nombre de la Divinidad; entre nosotros
hemos tenido muchos, sobre todo en tiempo de cala-
midades, pero ninguno de ellos ha predicho ni ha
podido anunciar a un hombre tal como Jesús. Si por
casualidad hubieran profetizado alguna cosa relativa
a este hombre, habrían al menos dicho su nombre,
que no se encuentra en ninguno de sus escritos; hu-
bieran dicho que Jesús debía nacer de una mujer lla-
mada Mirja, que los cristianos pronuncian ridícula-
mente María; hubieran dicho que los romanos lo con-
denarían a muerte, a solicitud de su tribunal. Los cris-
tianos responden a esta objeción poderosa diciendo
que entonces las profecías hubieran sido demasiado

46
claras, y que era necesario que Dios estuviese ocul-
to. ¡Qué respuesta de charlatanes y de fanáticos! ¡Que
si Dios habla por la voz de un profeta que él inspira,
no hablará claramente! ¡Que el Dios de la verdad no
se explicará sino por equívocos que pertenecen a la
mentira! Este energúmeno imbécil que ha hablado
antes que yo, ha manifestado toda la torpeza de su
sistema, refiriendo las pretendidas profecías que la
secta cristiana trata de transformar en favor de Je-
sús a través de interpretaciones absurdas. Los cris-
tianos buscan profecías por todas partes; llevan su
demencia hasta encontrar a Jesús en una égloga de
Virgilio; han querido hallarlo en los versos de las
sibilas, y al no conseguirlo han tenido el absurdo
atrevimiento de forjar una profecía en versos grie-
gos acrósticos que pecan también por la abundancia:
yo los pongo bajo la vista suya, sacra Majestad.
(Al decir esto, el judío, buscando en su faltrique-
ra sucia y grasienta, sacó la predicción de san Justino,
que otros habían atribuido a las sibilas):
“Con cinco panes y dos pescados mantendrá a
cinco mil hombres en el desierto, y recogiendo los
pedazos que sobren se llenarán doce canastas”.

XVII
Marco Aurelio se encogió de hombros compade-
ciéndose, y el judío continuó:
EL JUDÍO: Yo no disimularé de ningún modo que,
en nuestros tiempos calamitosos, hemos esperado un
salvador. Éste es el consuelo de todas las naciones
desgraciadas y, sobre todo, de los pueblos esclavos;
nosotros hemos llamado siempre mesías a cualquiera
que nos ha hecho bien, como los mendigos llaman

47
domine, señor, a aquellos que les dan limosna. No
debemos parecer aquí orgullosos, non tanta superbia
victis; podemos compararnos a los miserables sin
avergonzarnos.
Vemos en la historia de nuestros reyezuelos, que
el Dios del Cielo y de la tierra envió un profeta para
elegir a Jéhu, hereje, reyezuelo de Sichem, y también
a Hazael, rey de Siria, dos mesías del Todopodero-
so. Nuestro gran profeta Isaías, en su capítulo XVI,
llama mesías a Ciro; nuestro gran profeta Ezequiel,
en su capítulo XXVIII, llama mesías y querubín al
rey de Tiro. Herodes, conocido de Vuestra Majes-
tad, ha sido llamado mesías.
Mesías significa ungido: los reyes de Egipto esta-
ban ungidos; Jesús jamás ha sido ungido, y nosotros
no vemos por qué sus discípulos le dan el nombre
de ungido o de mesías. Uno solo de sus historiado-
res le da el título de mesías, ungido, que es Juan, o
aquel que ha escrito uno de los cincuenta Evangelios
bajo el nombre de Juan; además, este Evangelio ha
sido escrito más de ochenta años después de la muer-
te de Jesús. Juzga qué fe podrá darse a una obra
semejante.
Jesús era un hombre de la plebe, que quiso hacer-
se el profeta como otros muchos; pero jamás preten-
dió establecer una nueva ley. Los que se han cuida-
do de escribir su vida, bajo el nombre de Mateo,
Marcos, Lucas y Juan, dicen en cien pasajes que si-
guió la ley de Moisés. Fue circuncidado según esta
ley. Yo he venido, dice, para cumplir la ley dictada por
Moisés; vosotros tenéis la ley y los profetas. La ley de Moi-
sés no debe de ningún modo ser destruida.
Jesús no era en verdad sino uno de nuestros ju-
díos predicando la ley judía. En esta ley, que debe ser
eterna, se dice: No añadas ni quites una sola palabra.

48
Aún hay más; encontramos en esta ley: Si se apa-
rece entre ustedes un profeta o alguno que diga haber visto
en sueños, señales y prodigios, y si estas señales y prodigios
llegan y él les dice: Sigamos a los dioses nuevos, que este
profeta sea castigado con la muerte... porque ha querido
separaros del camino que el señor Dios ha prescrito... Si tu
hermano, o el hijo de tu madre, o tu hijo, o tu hija; o tu
mujer, o tu amigo que amas como a tu alma, te dicen: Va-
mos, sirvamos a otros dioses, etc.; mátalos de inmediato, y
que todo el pueblo los golpee después de ti.
Según todos estos preceptos, de cuya dulzura no
respondo, Jesús debía perecer en el más infame su-
plicio si había querido cambiar alguna cosa de la ley
de Moisés. Pero si hemos de creer el testimonio de
aquellos que han escrito en su favor, veremos que
no fue acusado delante de los romanos sino porque
había insultado continuamente a la magistratura y
turbado el orden público: dicen que llamaba siem-
pre a los magistrados hipócritas, embusteros, calum-
niadores, injustos, raza de víboras y sepulcros blan-
queados.
Pregunto pues, ¿a qué romano no se castigaría si
fuese todos los días a la entrada del Capitolio a lla-
mar a los senadores sepulcros blanqueados y raza
de víboras? Se lo acusó de haber blasfemado, de ha-
ber golpeado a unos mercaderes en la plaza del tem-
plo, de haber dicho que destruiría el templo y que lo
restauraría al término de tres días: necedades que
sólo merecían el látigo.
Se dice que fue también acusado de haberse lla-
mado hijo de Dios; pero los cristianos ignorantes que
han escrito su historia no saben que entre nosotros
hijo de Dios significa un hombre de bien, como hijo
de Belial quiere decir un malvado. Un equívoco lo
ha producido todo, y es a una pura disputa de pala-

49
bras a la que Jesús debe su divinidad. De este modo,
entre los cristianos, aquel que se atreve a llamarse
obispo de Roma se pretende superior a todos los
demás obispos, porque Jesús le dijo un día, según se
pretende: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi
Iglesia.
Ciertamente Jesús, a pesar del equívoco, no pen-
só jamás en hacerse conocer como hijo de Dios, al
pie de la letra, del mismo modo que Alejandro, Baco,
Perseo y Rómulo. El Evangelio atribuido a Juan dice
también positivamente que fue reconocido por Filipo
y por Natanael como hijo de Joseph, carpintero de
Nazaret.
Otros cristianos le han compuesto genealogías ri-
dículas y contradictorias, bajo el nombre de Mateo y
de Lucas; dicen que Mirja o María lo dio a luz por la
intervención de un espíritu, y al mismo tiempo dan
la genealogía de Joseph, su padre putativo; estas dos
genealogías son absolutamente diferentes en los nom-
bres y en el número de sus pretendidos antepasados.
Es bien seguro, sacra Majestad, que una impostura
tan enorme y ridícula habría quedado sepultada para
siempre en el fango en que ha nacido el cristianismo
si los cristianos no hubieran hallado en Alejandría a
los discípulos de Platón, de quienes tomaron algunas
ideas, y si no hubieran cimentado sus misterios en
esta filosofía dominante; esto es lo que les dio éxito
ante aquellos que se vanaglorian de las grandes pa-
labras y las quimeras filosóficas.
Con no sé qué trinidad de Platón, con no sé qué
misterios enfáticos concernientes al verbo, se engañó
a la multitud ignorante, hambrienta de novedades.
La moral de estos recién llegados no es ciertamente
mejor que la tuya y la nuestra: es perniciosa. Se hace
decir a Jesús: Que ha venido a traer la guerra y no la paz;

50
que no se debe convidar a comer a sus amigos cuando son
ricos; que es necesario encerrar en un calabozo al que no
tenga un buen vestido en el festín; que es preciso obligar a
los viajeros a venir al festín, y otras cien bestialidades
atroces de la misma especie.
Dado que los libros cristianos se contradicen a cada
página, le hacen decir también que hay que amar al
prójimo, aunque en varias partes expresa que es nece-
sario aborrecer a su padre y a su madre para ser digno
de él; pero por un error incomprensible, se encuen-
tran, en el Evangelio atribuido a Juan, estas palabras:
Yo establezco un mandamiento nuevo. ¿Cómo puede dar
el epíteto de nuevo a este mandamiento, si este pre-
cepto es de todas las religiones, y se halla expresamen-
te anunciado en la nuestra en términos infinitamente
más fuertes: Amarás a tu prójimo como a ti mismo?
Ves, magnánimo Emperador, cómo en las cosas
más razonables los cristianos introducen la impostura
y la sinrazón. Cubren todas sus innovaciones con el
velo de los misterios y de la apariencia de santidad;
se los ve correr de ciudad en ciudad, de lugar en lu-
gar, alucinar a la mujeres y predicarles el fin del mun-
do. Según ellos el mundo va a acabarse; su Jesús ha
predicho que en la generación en que él vivía la tierra
sería destruida, y que vendría sobre las nubes con
gran poder y majestad. El apóstata Saúl lo ha predi-
cho también: ha escrito a los fanáticos de Tesalónica
que irían con él, por los aires, a recibir a Jesús.
Sin embargo, el mundo todavía existe; pero los
cristianos consideran siempre muy próximo su fin;
ven ya formarse nuevos cielos y una nueva tierra.
Dos insensatos llamados Justino y Tertuliano han
visto ya con sus ojos, durante cuarenta noches, la
nueva Jerusalén, cuyas murallas, dicen, tienen qui-
nientas leguas de circuito; y en ella habitarán los cris-

51
tianos durante mil años, y beberán excelente vino
de una viña cuyas cepas producirá cada una mil raci-
mos y cada racimo mil uvas.
No te admires de que detesten a Roma y al impe-
rio, dado que no cuentan sino con su nueva Jerusa-
lén. Consideran un deber el no hacer jamás un rego-
cijo público por tus victorias; no coronan de flores
sus pórticos; dicen que esto es idolatría. Nosotros,
al contrario, jamás faltamos a esto; tú mismo te has
dignado recibir nuestros presentes; somos vencidos
y fieles, y ellos son vasallos facciosos. Juzga entre
ellos y nosotros.
(El emperador entonces se volvió hacia el sena-
dor y le dijo: Juzgo que son igualmente insensatos; pero el
imperio nada tiene que temer de parte de los judíos, y debe
temerlo todo de los cristianos. Marco Aurelio no se en-
gañó en su conjetura.)

XVIII
Se sabe cómo los cristianos, habiéndose enriqueci-
do por medio del comercio durante cerca de trescien-
tos años, prestaron dinero a Constancio Cloro y a
Constantino, hijo de este Constancio y de Elena, su
concubina. No fue, ciertamente, por piedad por lo que
un monstruo como Constantino, manchado con la san-
gre de su suegro, de su cuñado, de su sobrino, de su
hijo y de su mujer, abrazó el cristianismo. El imperio
desde entonces se inclinó hacia la ruina.
Constantino empezó primeramente por estable-
cer la libertad de todas las religiones, y al punto los
cristianos abusaron de ella excesivamente. Cualquie-
ra que haya leído un poco, sabe que asesinaron a la
joven Candiana, hija del emperador Galerio, y la es-

52
peranza de los romanos que dieron muerte al hijo
del emperador Maximino, casi en su cuna, y a la hija
de siete años; que ahogaron a su madre en el Oronta;
que persiguieron desde Antioquía a Tesalónica a la
emperatriz Valeria, viuda de Galeria, y que hicieron
pedazos su cuerpo y lo arrojaron al mar.
De este modo, los humildes cristianos se prepara-
ron para el Concilio de Nicea; y por medio de estas
santas hazañas conminaron al Espíritu Santo a deci-
dir, en medio de las facciones, que Jesús era omousios
o Dios, y no omoiousios, cosa muy importante para el
Imperio Romano. En la última parte de las actas de
este concilio de discordia, se lee el milagro que hizo el
Espíritu Santo para distinguir a los libros llamados
canónicos de los llamados apócrifos. Se los puso a todos
sobre una mesa, y los apócrifos cayeron a tierra.
¡Ojalá no hubieran quedado sobre la mesa sino
aquellos que recomiendan la paz, la caridad univer-
sal, la tolerancia y la aversión a todas las disputas
absurdas y crueles que han asolado el Oriente y el
Occidente; pero de esta especie de libros no había
ninguno!

XIX
El espíritu de disputa, de irresolución, de divi-
sión y de riña presidió la cuna de la Iglesia. Pablo,
ese perseguidor de los primeros cristianos, cuyo des-
pecho contra Gamaliel, su señor, lo había hecho cris-
tiano, este fogoso Pablo, asesino de Esteban, había
hecho pública la insolencia de su carácter contra
Simón Barjona. Inmediatamente después de esta riña,
los discípulos de Jesús, que aún no se llamaban cris-
tianos, se dividieron en dos partidos, uno llamado

53
de los pobres, y el otro de los nazarenos; los pobres,
es decir, los ebionitas, eran medio judíos como sus
adversarios y querían continuar en la ley de Moisés;
los nazarenos, nombrados así porque Jesús era ori-
ginario de Nazaret, no querían en absoluto el Anti-
guo Testamento, y no lo miraban sino como una fi-
gura del nuevo; esto es, como una profecía continua
relativa a Jesús; como un misterio que anunciaba un
nuevo misterio. Esta doctrina, al ser mucho más ma-
ravillosa que la otra, ganó al fin, y los ebionitas se
confundieron con los nazarenos.
De estos cristianos, cada una de las ciudades de
Siria, de Egipto, de Grecia y del Imperio Romano
tuvo su secta que se diferenciaba de las otras. Esta
división duró hasta Constantino, y al tiempo del gran
Concilio de Nicea todos estos pequeños partidos fue-
ron aniquilados por las dos grandes sectas de
omoiousianos y de omousianos; los primeros del
partido de Arrio y Eusebio, y los segundos del de
Alejandro y Atanasio: éste era el pleito de la sombra
del asno; nadie los entendía. Constantino mismo ha-
bía conocido lo ridículo de la disputa, y había escrito
a los dos partidos que se avergonzaba de que se disputase
sobre un asunto tan frívolo. Cuanto más absurda era la
disputa, tanto más sangrienta se hizo; un diptongo
de más o de menos asoló al Imperio Romano duran-
te trescientos años.

XX
Desde el siglo IV, la iglesia del Oriente empezó a
separarse de la de Occidente: todos los obispos orien-
tales reunidos en Filipopolis, en 342, excomulgaron al
obispo de Roma, Julio; y el odio que ha sido después

54
irreconciliable entre los sacerdotes cristianos que ha-
blan griego y los sacerdotes cristianos que hablan la-
tín, empezó a manifestarse. Se opusieron concilio a
concilio, y el Espíritu Santo que los inspiraba no pudo
impedir que algunas veces los padres anduviesen a
los palos. La sangre corría por todas partes bajo los
hijos de Constantino, monstruos de crueldad como
su padre. El emperador Juliano, el filósofo, no pudo
detener el furor de los cristianos. Se debería tener
continuamente a la vista la carta cincuenta y dos de
este emperador:
“Bajo mi predecesor, varios cristianos han sido
desterrados, encarcelados y perseguidos; se ha de-
gollado una multitud de aquellos que se llaman he-
rejes en Samosata, Paflagonia, Bitinia, Galatia; y en
otras varias provincias se han saqueado y destruido
ciudades. Bajo mi reino, por el contrario, los deste-
rrados han sido llamados y los bienes confiscados
fueron devueltos. No obstante todo esto, se quejan
de que no se les permite ser crueles, y de no poderse
tiranizar los unos a los otros”.

XXI
Se sabe que el cruel Teodosio, soldado español
que tuvo la fortuna de ascender al imperio, inhuma-
no como Sila y simulador como Tiberio, fingió al prin-
cipio perdonar al pueblo de Tesalónica, ciudad en la
que había sido bautizado. Este pueblo se hallaba incul-
pado de una sedición acaecida en 390, en el circo de
los juegos. Al cabo de seis meses, después de haber
prometido olvidarlo todo, convidó al pueblo a nue-
vos juegos, y luego de que se hubo llenado el circo
hizo entrar a los soldados con la orden de asesinar a

55
todos los espectadores, sin perdonar a ninguno. Es
improbable que haya habido jamás sobre la tierra
una acción tan abominable. Este hombre parece no
pertenecer a la naturaleza humana; pero lo que pa-
rece aún más opuesto a la naturaleza es la obedien-
cia de los soldados, y que por una paga módica, es-
tos monstruos degollasen a quince mil personas in-
defensas, viejos, mujeres y niños.
Algunos autores, para disculpar a Teodosio, di-
cen que no hubo más de siete mil personas asesina-
das; pero tanto da decir veinte mil, como reducir el
número a siete. Ciertamente, habría sido mejor que
estos soldados hubiesen matado al emperador
Teodosio, como lo han hecho con otros emperado-
res, que haber quitado la vida a quince mil compa-
triotas: el pueblo romano no había elegido a este
español para que lo asesinase a placer. Todo el impe-
rio se indignó contra él y su ministro Rufino, princi-
pal instrumento de esta carnicería. Temió que nue-
vos pretendientes se valiesen de esta ocasión para
arrojarlo de su silla, y partió de inmediato a Italia,
donde el horror de su crimen sublevó a todos los
espíritus contra él; y para aplacarlos, se privó du-
rante algún tiempo de entrar en la iglesia de Milán.
¡Graciosa reparación! ¿Se expía la sangre de sus
vasallos no yendo a misa? Todas las historias ecle-
siásticas, todas las declamaciones sobre la autoridad
de la Iglesia, celebran la penitencia de Teodosio; y
todos los preceptos de los príncipes católicos propo-
nen actualmente a sus discípulos, como modelos, a
los emperadores Teodosio y Constantino; es decir,
a los dos tiranos más sanguinarios que hayan man-
chado el trono de los Tito, de los Trajano, de los
Marco Aurelio, de los Alejandro Severo y del filóso-
fo Juliano, que sólo supo combatir y perdonar.

56
XXII
Fue bajo el imperio de Teodosio cuando otro
emperador llamado Máximo, para enlistar en su par-
tido a los obispos españoles, les otorgó en 383 la san-
gre de Prisciliano y sus secuaces, a quienes estos obis-
pos perseguían como herejes. ¿Cuál era la herejía de
aquellos pobres seres? Sólo se sabe lo que sus ene-
migos les echaban en cara. No eran del dictamen
de otros obispos; y en consecuencia, dos prelados
delegados por los demás viajaron a Tréveris, don-
de se hallaba Máximo, y administraron tormentos
en su presencia a Prisciliano y a siete sacerdotes,
quienes perecieron bajo la mano de los verdugos.
Posteriormente se estableció en la Iglesia cris-
tiana la ley de que el horrible crimen de no seguir
el dictamen de los obispos más poderosos, sería cas-
tigado con la pena de muerte. Y como la herejía fue
considerada el mayor de los crímenes, la Iglesia, que
aborrece la sangre, entregó a los culpables a las lla-
mas. El motivo es claro. Es cierto que un hombre
que no obedece los dictámenes del obispo de Roma
arde eternamente en el otro mundo. Dios es justo, y
la Iglesia debe ser justa como él: debe, pues, quemar
en este mundo los cuerpos que Dios quema en el
otro. Ésta es una demostración de teología.

XXIII
Fue también bajo el reinado de Teodosio, en 415,
cuando quinientos frailes, ardiendo de un celo divi-
no, fueron llamados por San Cirilo para venir a
Alejandría a degollar a todos aquellos que no creían

57
en nuestro señor Jesús. Sublevaron al pueblo y ape-
drearon al gobernador que tuvo la insolencia de que-
rer contener su santo fervor. Había entonces en
Alejandría una joven llamada Hipatia, que estaba con-
siderada un prodigio de la naturaleza; el filósofo
Theon, su padre, le había enseñado las ciencias, y las
dominaba a la edad de veintiocho años. Los historia-
dores, aun los cristianos, dicen que tan extraordina-
rios talentos estaban adornados de una particular
hermosura, junto a la más grande modestia; pero pro-
fesaba la antigua religión egipcia. Orestes, goberna-
dor de Alejandría, la protegía, lo que fue suficiente
para que San Cirilo enviase a uno de sus subdiáconos
llamado Pedro a la cabeza de los frailes y de otros
facciosos a la casa de Hipatia. Éstos rompen las puer-
tas, la buscan por todos los rincones donde podría
estar escondida, y al no hallarla incendian su casa: se
escapa, la encuentran, la arrastran a la iglesia llamada
Cesárea y la desnudan. Los encantos de su cuerpo
enternecen a algunas de estas fieras; pero los otros,
considerando que no cree en Jesucristo, la apedrean,
la destrozan, y arrastran su cuerpo por la ciudad.
¡Qué contraste ofrece esto a los lectores atentos!
Esta Hipatia había enseñado geometría y filosofía
platónica a un hombre rico llamado Sinesio, que aún
no estaba bautizado; los obispos egipcios quisieron
absolutamente tener como colega a Sinesio, el rico, y
le hicieron conferir el obispado de Ptolemaida. Él
declaró que, para aceptar ser nombrado obispo, no
se separaría de su mujer, aun en el caso de que esta
separación fuese ordenada después de algún tiempo
a los prelados; no renunciaría al placer de la caza,
que también estaba prohibida; ni enseñaría jamás los
misterios que chocan contra el buen sentido, y no
aceptaría que el alma fue creada después del cuerpo

58
y que la resurrección y varias otras doctrinas le pa-
recían quimeras a las que no trataría de contrariarlas
públicamente, pero que jamás profesaría; que si bajo
estas condiciones lo querían designar obispo, no sa-
bía todavía si se dignaría admitirlo.
Los obispos persistieron; se lo bautizó, se lo hizo
diácono, sacerdote y obispo; concilió su filosofía con
su ministerio. Éste es uno de los hechos más justifi-
cados de la historia eclesiástica, ya que se trata de
un discípulo de Platón, de un teísta, de un enemigo
de los dogmas cristianos, nombrado obispo con la
aprobación de todos sus colegas; y Sinesio fue el me-
jor de los obispos, mientras que Hipatia fue piado-
samente asesinada en la iglesia por orden, o al me-
nos con la connivencia, de un obispo de Alejandría
decorado con el nombre de santo. Lector, reflexiona
y juzga; y que los obispos traten de imitar a Sinesio.

XXIV
Por poco que se repase la historia, no se encon-
trará en ella un solo día en el cual los dogmas cristia-
nos no hayan hecho derramar sangre; sea en África,
o en el Asia menor, en Siria, en Grecia o en las otras
provincias del imperio; y los cristianos no han cesa-
do de degollarse en África y en Asia sino cuando los
musulmanes, sus vencedores, los han desarmado y
han detenido su furor.
Pero en Constantinopla y en el resto de los esta-
dos cristianos, la antigua rabia cobró nuevas fuer-
zas. Nadie ignora lo que le ha costado al Imperio
Romano la disputa sobre el culto de las imágenes.

59
¿Qué espíritu no se indigna, qué corazón no se su-
bleva, cuando se ven dos siglos de mortandades para
establecer un culto de dulía a las imágenes de Santa
Potamiena y Santa Úrsula? ¿Quién ignora que los
cristianos de los tres primeros siglos habían hecho
un deber de no tener nunca imágenes? Si algún cris-
tiano se hubiera atrevido entonces a poner en la igle-
sia un cuadro o una estatua, habría sido arrojado de
la congregación como idólatra. Aquellos que quisie-
ron recordar estos primeros tiempos, fueron vistos
como infames herejes; se los llamaba iconoclastas, y
esta sangrienta disputa hizo perder el Occidente a
los emperadores de Constantinopla.

XXV
No repitamos aquí por qué sangrientos motivos
se han elevado los obispos de Roma, cómo han lle-
gado hasta a humillar con insolencia a los reyes a
sus pies, y a tener la ridiculez de pretender ser infa-
libles. No volvamos a decir cómo repartieron todos
los tronos de Occidente y se apoderaron del dinero
de todos los pueblos; no hablemos tampoco de los
veintisiete cismas sangrientos de papas contra papas
que se disputaban nuestros despojos: estos tiempos
de horrores y de oprobios son demasiado conoci-
dos. Se dice con razón que la historia de la Iglesia es
una historia de crímenes.

XXVI
Omnia jam vulgata. Sería necesario que todos tu-
viesen en la cabecera de su cama un cuadro en el

60
que estuviera escrito con letra gruesa: Cruzadas san-
grientas entre los habitantes de Prusia y contra Languedoc;
mortandad de Merindal; matanzas en Alemania y en
Francia, con motivo de la Reforma; asesinatos de San
Bartolomé; destrozos de Irlanda; muertes en los valles de
Saboya; víctimas judiciales; horrores de la Inquisición;
prisiones; destierros innumerables por disputas sobre la
sombra del asno.
Todas las mañanas se echaría una mirada sobre
este catálogo de crímenes religiosos, y se diría en
oración: Dios mío, líbrame del fanatismo.

XXVII
Para obtener esta gracia de la misericordia divi-
na es necesario destruir en todos los hombres que
tienen probidad y algunas luces los dogmas absur-
dos y funestos que produjeron tantas crueldades.
Sí, entre estos dogmas hay quizá algunos que ofen-
den a la Divinidad tanto como pervierten a la huma-
nidad.
Para juzgar sanamente sobre esto, cualquiera que
no haya perdido el sentido común debe ponerse en
el lugar de los teólogos que combatían estos dog-
mas antes de que fuesen recibidos; pues no hay una
sola opinión teológica que no haya tenido adversa-
rios durante largo tiempo y que no los tenga toda-
vía: pesemos las razones de estos adversarios, vea-
mos cómo lo que antes se creía una blasfemia se ha
hecho un artículo de fe. ¡Que el Espíritu Santo no
procedía ayer, y que hoy procede! ¡Que antes de ayer
Jesús no tenía sino una naturaleza y una voluntad, y
hoy tiene dos! ¡Que la cena era una conmemoración,
y hoy...! No, acabemos, temerosos de espantar con

61
nuestras palabras a varias provincias de Europa. Ah,
amigos míos, ¿qué importa que todos estos miste-
rios sean verdaderos o falsos? ¿Qué relación pueden
tener con el género humano y con la virtud? ¿Es uno
más hombre de bien en Roma que en Copenhague?
¿Se hace mayor bien a los hombres creyendo tragar-
se a Dios con carne y huesos, que creyendo tragarlo
por la fe?

XXVIII
Suplicamos al lector atento, prudente y persona
de bien, que considere la diferencia infinita que hay
entre los dogmas y la virtud. Está demostrado que si
un dogma no es necesario en todo tiempo y lugar, no
es necesario en ningún lugar ni en ninguna época.
Luego, ciertamente, los dogmas que enseñan que el
Espíritu procede del Padre y del Hijo no han sido
admitidos en la Iglesia latina hasta el siglo VIII, y ja-
más en la griega. Jesús no ha sido declarado consus-
tancial a Dios hasta el año 325; el descenso de Jesús a
los infiernos es del siglo V; y no fue decidido hasta el
siglo VI que Jesús tenía dos naturalezas, dos volunta-
des y una sola persona; la transustanciación no fue
admitida hasta el siglo XII.
Cada Iglesia tiene aún hoy opiniones diferentes
sobre todos estos principales dogmas metafísicos: no
son pues absolutamente necesarios al hombre. ¿Quién
es el monstruo que se atreve a decir a sangre fría
que uno arderá eternamente por haber pensado, en
Moscú, de una manera opuesta a la que se piensa en
Roma? ¿Qué imbécil se atreverá a afirmar que aque-
llos que no han conocido nuestros dogmas, hace mil
seiscientos años, serán castigados por haber nacido

62
antes que nosotros? No sucede lo mismo en cuanto a
la adoración de un Dios, y sobre el cumplimiento de
nuestros deberes. Esto es necesario en todo lugar y
en todo tiempo; de modo que hay una distancia in-
finita entre el dogma y la virtud.
La adoración de Dios con el corazón y con la boca
y el cumplimiento de todas las obligaciones hacen
un templo del universo, y hacen hermanos a todos
los hombres. Los dogmas hacen del mundo una gru-
ta de mentiras y un teatro de carnicería. Los dog-
mas fueron inventados por los fanáticos y embuste-
ros; la moral viene de Dios.

XXIX
Los bienes inmensos que la Iglesia ha usurpado a
la sociedad son el fruto de las sutilezas de los dog-
mas: cada artículo de fe ha costado tesoros, y para
conservarlos se ha hecho correr sangre. El purgato-
rio de los muertos ha causado él solo cien mil muer-
tes. Que se me enseñe, en la historia del mundo en-
tero, una sola disputa sobre esta profesión de fe: Adoro
a Dios, y debo ser benéfico.

XXX
Todo el mundo conoce la fuerza de estas verda-
des; es necesario, pues, anunciarlas a viva voz; es
necesario conducir a los hombres, en lo posible, a la
religión primitiva, a la religión que los mismos cris-
tianos confesaban haber sido la del género humano,
del tiempo de su caldeo o de su indio Abraham, del
tiempo de su pretendido Noé, de quien ninguna na-

63
ción, excepto la judía, ha oído hablar jamás; del tiempo
de su pretendido Enoch, aún más desconocido. Si en
estas épocas alguna religión era la verdadera, ella lo
es actualmente. Dios no puede cambiar: la idea con-
traria es una blasfemia.

XXXI
Es evidente que la religión es una red en la cual
los bribones han envuelto a los tontos durante die-
cisiete siglos, y un puñal con el que los fanáticos han
asesinado a sus hermanos durante más de catorce.

XXXII
El único medio de procurar la paz a los hombres es
destruir los dogmas que los dividen y restablecer la
verdad que los une: en esto consiste la paz perpetua.
Esta paz no es una quimera, existe en la gente honrada
desde la China hasta Quebec: veinte príncipes de Eu-
ropa la han abrazado públicamente, y sólo los imbéci-
les imaginarán creer en los dogmas. Es cierto que
estos imbéciles son muchos; pero el corto número
que piensa conduce con el tiempo al gran número; el
ídolo cae, y la tolerancia universal se eleva cada día
sobre sus escombros; los perseguidores son aborre-
cidos por todo el género humano.
Que todo hombre justo trabaje, cada uno según
sus fuerzas, en destruir el fanatismo y en establecer
la paz que este monstruo ha desterrado del reino de
la familia y del corazón de los desgraciados morta-
les. Que todo padre de familia exhorte a sus hijos a
obedecer las leyes y a adorar a Dios.

64
LA USURPACIÓN DE LOS PAPAS

Les droits des hommes et les usurpations des papes (1768).


El ministro francés, para justificar la ocupación de Aviñón,
había publicado una Investigación histórica sobre los dere-
chos del Papa sobre la ciudad y el estado de Aviñón, con docu-
mentación de apoyo, C.-F. Pfeffel, 1768, 8vo. Esto fue
quizás lo que dio a Voltaire la idea de escribir sobre el
tema como queda registrado en su libro Memorias secretas,
el 9 de octubre de 1768. Se lo llamaba entonces Los dere-
chos del hombre y las usurpaciones de otros, traducido del
italiano por M. Chambon, 8vo., 48 páginas. En su carta a
Madame du Deffant del 6 de enero de 1769, Voltaire lo
titula El derecho de unos y el robo de otros. Esto no expresaba
todo lo que pensaba, y ya no lo oculta en su carta a
Federico del 18 de octubre de 1771. Según esta carta du-
daba o no pudo publicarlo con el título que debía llevar.

65
66
¿Un sacerdote de Cristo debe ser soberano?
Para conocer los derechos del género humano no
es menester citar autoridades. Ya no estamos en los
tiempos en que Grocio y Puffendorf buscaban el tuyo
y el mío en Aristóteles y en San Jerónimo, y prodi-
gaban las contradicciones y el fastidio para conocer
lo justo y lo injusto. Es necesario ir a los hechos.
¿Un territorio depende de otro territorio? ¿Existe
alguna ley física que haga correr el Éufrates al gusto
de la China y de las Indias? No, sin duda alguna. ¿Hay
alguna noción metafísica que someta una isla Moluca
a una laguna formada en el Rhin y en el Mosa? No
hay evidencia de esto. ¿Una ley moral? Tampoco.
¿Por qué motivo Gibraltar, en el Mediterráneo,
perteneció en otros tiempos a los moros, y actualmente
es de los ingleses que habitan en las islas del Océano,
de las cuales las últimas se hallan a los sesenta gra-
dos? Es porque ellos conquistaron Gibraltar. ¿Por qué
lo conservan? Porque hasta ahora no han podido qui-
társelo, y entonces queda convenido que lo retengan:
la fuerza y la convención otorgan el dominio.
¿Con qué derecho Carlomagno, nacido en el país
bárbaro de los austriacos, despojó a su suegro, el
lombardo Didier, rey de Italia, después de haber des-
pojado a sus sobrinos de su herencia? Con el mismo
derecho que los lombardos habían ejercido, vinien-
do de las orillas del mar Báltico a saquear el Imperio
Romano, y con el mismo que tuvieron los romanos
para asolar a todos los países, unos después de otros.

67
En el robo a mano armada, gana siempre el más fuer-
te; en las adquisiciones convenidas, el más hábil.
Para gobernar con derecho a sus hermanos, los
hombres (¡y qué hermanos, qué falsos hermanos!)
¿qué se necesita? El consentimiento libre de los pue-
blos.
Carlomagno fue a Roma en el año 800, después
de haberlo preparado todo y de haberlo concertado
con el obispo, y haciendo marchar su ejército y su
cofre en el cual estaban los regalos destinados a este
sacerdote; el pueblo romano nombra a Carlomagno
su señor, como reconocimiento por haberlo librado
de la opresión lombarda.
Enhorabuena que el senado y el pueblo hayan di-
cho a Carlomagno: “Nosotros te damos gracias del
bien que acabas de hacernos; no queremos obedecer
más tiempo a emperadores imbéciles y malos, que no
nos defienden, que no entienden nuestra lengua, que
nos envían sus órdenes en griego con los eunucos de
Constantinopla, y toman nuestro dinero: gobiérnanos
mejor, conservando nuestras prerrogativas, y te obe-
deceremos”.
Éste es un excelente derecho, y sin duda el más
legítimo.
Pero este pobre pueblo no podía disponer segura-
mente del imperio, él no lo tenía; y sólo podía dispo-
ner de sus personas. ¿Qué provincia del imperio hu-
biera podido dar? ¿España? Era de los árabes. ¿La Galia
y Alemania? Pipino, padre de Carlomagno, las había
usurpado a su señor. ¿La Italia misma? Carlos la había
robado a su cuñado. Los emperadores griegos poseían
todo el resto; el pueblo no confería sino un nombre, y
este nombre se había hecho sagrado. Las naciones des-
de el Éufrates hasta el Océano se habían acostumbrado
a mirar el latrocinio como un derecho natural, y la

68
corte de Constantinopla consideraba el desmembra-
miento de este sumo imperio como una violación ma-
nifiesta del derecho de gentes, hasta que finalmente
los turcos vinieron a enseñarles otro código.
Pero decir, con los abogados mercenarios de la
corte pontificial romana (que se ríen ellos mismos
de lo que dicen), que el obispo León III dio el impe-
rio de Occidente a Carlomagno, es tan absurdo como
si se dijese que el patriarca de Constantinopla dio el
imperio de Oriente a Mahomet II.
Por otra parte, repetir después de tantos otros que
Pipino el usurpador y Carlomagno el devastador die-
ron a los obispos de Roma el exarcado de Rávena, es
sentar una falsedad evidente. Carlomagno no era tan
honrado; guardó el exarcado para sí, y también a
Roma. Nombra a Roma y a Rávena en su testamento
como sus ciudades principales; es cierto que confió el
gobierno de Roma y de Rávena y de la Pentápola a
otro León arzobispo de Rávena, de quien tenemos la
carta que dice en términos expresos: Hœ civitates a
Carolo ipso una cum universa Pentapoli mihi fuerunt
concessce.
Sea lo que fuere, aquí no se trata sino de demos-
trar que es una cosa monstruosa en los principios de
nuestra religión, como en los de la política y en los
de la razón, que un sacerdote dé el imperio, y que
tenga soberanía en él.
O es preciso renunciar al cristianismo, o es necesa-
rio observarlo: ni un jesuita, con sus distingos, ni aun el
diablo, podrían encontrar en esto un término medio.
Se forma en Galilea una religión totalmente fun-
dada en la pobreza, en la igualdad y el odio a las
riquezas y los ricos; una religión en la que se dice
que es tan imposible que un rico entre en el reino de
los cielos como que un camello pase por el ojo de una

69
aguja; en la que se dice que el rico avariento está
condenado únicamente por haber sido rico; por la
que Ananías y Saphira son condenados a muerte por
haber guardado con qué vivir; en la que se ordena a
sus discípulos que no hagan jamás provisiones para
el día siguiente; en la que Jesucristo hijo de Dios, y
Dios mismo, pronuncia contra la ambición y la ava-
ricia estas terribles palabras:
Yo no he venido para ser servido y sí para servir. No
habrá jamás entre vosotros ni primero ni último. Que aquel
que entre vosotros quiera engrandecerse sea abatido. Que el
que quiera ser el primero sea el último.
La vida de los primeros discípulos fue acorde a
esos preceptos; San Pablo trabaja con sus manos, San
Pedro se gana la vida. ¿Qué referencia tiene esta ins-
titución con el dominio de Roma, de la Sabina, de la
Ombría, de la Emilia, de Ferrara, de Rávena, de la
Pentápola, del Bolonés, de Camachio, de Benevento
y de Aviñón? No se ve que el Evangelio haya dado
estas tierras al papa a menos que el Evangelio se pa-
rezca a la regla de los teatinos, en la que se dijo que
estarían vestidos de blanco y se puso al margen: es
decir de negro.
Esta grandeza de los papas y sus pretensiones mil
veces más amplias, son tan contrarias a la política
como a la razón y a la palabra de Dios; ya que ellos
han trastornado Europa y hecho correr ríos de san-
gre durante setecientos años.
La política y la razón exigen, en todo el universo,
que cada uno goce de su bien, y que todo Estado sea
independiente. Veamos cómo han sido observadas
estas dos leyes naturales contra las cuales no puede
haber prescripción.

70
De Nápoles
Los nobles normandos, que fueron los primeros
instrumentos de la conquista de Nápoles y de Sicilia,
hicieron la más grande hazaña caballeresca de que
ha habido noticia. Cuarenta o cincuenta hombres
solamente liberaron Salerno cuando estaba a punto
de ser tomada por un ejército sarraceno: siete no-
bles normandos, todos hermanos, bastaron para
arrojar a estos mismos sarracenos de todo el territo-
rio, y para derrocar al emperador griego que había
sido ingrato con ellos. Es natural que los pueblos a
quienes estos héroes habían reanimado con su va-
lor, se acostumbrasen a obedecerles por admiración
y reconocimiento.
He aquí los primeros derechos a la corona de las
dos Sicilias. Los obispos de Roma no podían dar es-
tos Estados en feudo con más derecho que los rei-
nos de Bután y de Cachemira. No podían ni aun con-
ceder la investidura en el caso de que se la hubieran
pedido; porque en el tiempo de la anarquía de los
feudos, cuando un señor quería tener su bien alodial
en feudo para ser protegido, no podía dirigirse sino
al que tenía el señorío. El papa no tenía ciertamente
el señorío de Nápoles, de Pulla ni de Calabria.
Se ha escrito mucho sobre este pretendido vasa-
llaje, pero jamás se ha hallado el origen: me atrevo
a decir que éste es el defecto de casi todos los juris-
consultos, al igual que de todos los teólogos. Cada
uno saca bien o mal, de un principio recibido, las
consecuencias más favorables a su partido; ¿pero
este principio es cierto; este primer hecho sobre el
cual se apoyan es incontestable? Esto es lo que se
guardan bien de examinar. Se parecen todos a nues-

71
tros antiguos romancistas que suponían que Francus
había traído a Francia el casco de Héctor: este cas-
co era impenetrable, sin duda ¿pero Héctor en efec-
to lo había llevado? La leche de la Virgen es tam-
bién muy respetable; pero las sacristías que se
vanaglorian de poseer una pequeña porción, ¿la tie-
nen en efecto?
Ganone es el único que da alguna idea sobre el
origen de la dominación suprema que han ejercido
los papas sobre el reino de Nápoles. Hizo un servi-
cio eterno a los reyes de este país; y como recom-
pensa fue abandonado por el emperador Carlos VI,
entonces rey de Nápoles, a la persecución de los je-
suitas; vendido después por la más infame de las per-
secuciones; sacrificado en la corte de Roma, finalizó
su vida en cautiverio. Su ejemplo no nos desalentará;
escribimos en un país libre, somos libres, y no teme-
mos ni la ingratitud de los soberanos, ni las intrigas
de los jesuitas, ni la venganza de los papas. La ver-
dad está a la vista, y toda otra consideración nos es
desconocida.
Era costumbre en los siglos de rapiñas, guerras
civiles, crímenes, ignorancia y superstición, que un
señor débil, para estar al amparo de la rapacidad de
sus vecinos, pusiese sus tierras bajo la protección de
la Iglesia, comprando esta protección por medio de
algún dinero, arbitrio sin el cual jamás se ha conse-
guido nada. Estas tierras se reputaban entonces como
sagradas, y cualquiera que hubiera querido apode-
rarse de ellas quedaba excomulgado.
Los hombres de esa época, tan malos como im-
béciles, no se espantaban de los más grandes críme-
nes, y temían una excomunión que los volvía execra-
bles ante pueblos aún más malos que ellos y mucho
más necios.

72
Robert Guiscart y Richard, vencedores de Pulla y
de la Calabria, fueron primeramente excomulgados
por el papa León IX. Se habían declarado vasallos del
imperio; pero el emperador Enrique III, descontento
de estos feudatarios conquistadores, había empeña-
do al papa León IX, a la cabeza de un ejército alemán,
a lanzarles una excomunión. Los normandos, que no
temían estos rayos como los príncipes de Italia, batie-
ron a los alemanes e hicieron al papa prisionero; pero
para impedir que en adelante los emperadores y los
papas viniesen a turbarlos en sus posesiones, ofrecie-
ron sus conquistas a la Iglesia bajo el nombre de oblata.
De esta manera habría pagado Inglaterra el dinero
de San Pedro; y cuando los reyes de España y de Por-
tugal recobraron sus Estados de los sarracenos, pro-
metieron a la Iglesia de Roma dos libras de oro al
año: ni Inglaterra, ni España, ni Portugal considera-
ron jamás al papa como a su señor feudal.
El duque Roberto, oblata de la Iglesia, no fue tampo-
co feudatario del papa: no podía serlo, porque los pa-
pas no eran soberanos de Roma. Esta ciudad estaba
entonces gobernada por el senado; el obispo sólo tenía
crédito, y el papa era precisamente en Roma lo que el
elector es en Colonia. Hay una gran diferencia entre
ser oblata de un santo y ser feudatario de un obispo.
Baronio, en sus actas, refiere el pretendido ho-
menaje hecho por Roberto, duque de Pulla y de
Calabria, a Nicolás II; pero esta pieza es falsa, jamás
fue vista, y no ha estado nunca en ningún archivo.
Roberto se titula duque por la gracia de Dios y de San
Pedro; pero, ciertamente, San Pedro no le había dado
nada; no era de ningún modo rey de Roma. Si se
quiere ir más lejos, se constatará incontestablemente
no sólo que San Pedro jamás fue obispo de Roma en
un tiempo en el que está probado que ningún sacer-

73
dote tenía silla particular y en el que la disciplina de
la Iglesia naciente no estaba aún formada, sino tam-
bién que San Pedro estuvo en Roma como estuvo en
Pekín. San Pablo declara expresamente que su mi-
sión era para los que tenían sus prepucios enteros, y que la
de San Pedro era para los que los tenían cortados1; es de-
cir, que San Pedro, nacido en Galilea, sólo debía pre-
dicar a los judíos, y él, Pablo, nacido en Tarsis, en la
Caramania, debía predicar a los extranjeros.
La fábula que dice que Pedro vino a Roma bajo el
reinado de Nerón y que ocupó la silla durante vein-
ticinco años, es una de las más absurdas que se ha-
yan inventado, porque Nerón no reinó sino trece
años. La suposición que se ha tenido el atrevimiento
de hacer, de que una carta de San Pedro fechada en
Babilonia había sido escrita en Roma y que Roma
significa allí Babilonia, es tan impertinente que no
puede hablarse de ella sin reír. Di, lector sensato,
¿qué derecho es ese que está fundado sobre unas
imposturas tan justificadas?
En fin, que Roberto se entregase a San Pedro o a los
doce apóstoles, o a los doce patriarcas, o a los nueve
coros de ángeles, esto no otorga ningún derecho al
papa sobre un reino; y no es sino un abuso intolera-
ble, contrario a todas las antiguas leyes feudales, con-
trario a la religión cristiana, a la independencia de los
soberanos, al buen sentido y a la ley natural.
Este abuso tiene setecientos años de antigüedad,
convengo en ello; pero aunque tuviese setecientos mil,
sería necesario abolirlo. Ha habido, lo confieso, trein-
ta investiduras del reino de Nápoles otorgadas por
los papas; pero hubo muchas más bulas que someten
a los príncipes a la jurisdicción eclesiástica y que de-
claran que ningún soberano puede, en ningún caso,
1
Epíst. a los Gálatas, cap. II.

74
juzgar a los clérigos y a los frailes, ni exigir de ellos
una contribución para atender las necesidades del
Estado. Hubo también muchas bulas que dicen, de
parte de Dios, que no puede designarse un empera-
dor sin el consentimiento del papa. Si todas estas bu-
las se han ganado el desprecio que merecen: ¿por qué
se respetará todavía el pretendido señorío del reino
de Nápoles? Si la antigüedad consagrara los errores y
los pusiera fuera de todo alcance, estaríamos obliga-
dos a ir a Roma para pleitear nuestras causas; cuando
se tratase de un casamiento, de un testamento o de
un diezmo, deberíamos pagar las tasas impuestas por
los delegados; deberíamos armarnos cuando el papa
convocase a una cruzada; comprar en Roma las indul-
gencias para librar de penas a las almas de los muer-
tos a precio de dinero; creer en hechiceros, en la ma-
gia, en el poder de las reliquias sobre los diablos; cada
sacerdote podría enviarlos a los cuerpos de los here-
jes, y todo príncipe que tuviese una diferencia con el
papa perdería su soberanía. Todo esto es más anti-
guo que el pretendido vasallaje de un reino que por
su naturaleza debe ser independiente.
Ciertamente, si los papas han otorgado este rei-
no, pueden quitarlo: han despojado efectivamente
algunas veces a sus legítimos poseedores. Esto es un
motivo continuo de guerras civiles, de modo que
este derecho del papa es, en efecto, contrario a la
religión cristiana, a la sana política y a la razón, que
es lo que había que demostrar.

De la monarquía de Sicilia
Lo que se denomina el privilegio o la prerrogati-
va de la monarquía de Sicilia es un derecho esencial-

75
mente ligado a todas las potencias cristianas, a la
república de Génova, a la de Luca y a la de Ragusa
así como a Francia y a España. Consiste en tres pun-
tos principales, acordados por el papa Urbano II con
Roger, rey de Sicilia.
El primero: no recibir ningún legado a latere que
haga a las funciones de papa sin el consentimiento
del soberano.
El segundo: hacer en sus Estados lo que este em-
bajador extranjero se arrogaba.
El tercero: enviar a los concilios de Roma los obis-
pos y los abades que él quisiera.
Es lo menos que pudo hacerse por un hombre
que había liberado a Sicilia del yugo de los árabes, y
que la había hecho cristiana. Este pretendido privi-
legio no era otra cosa que el derecho natural, así
como las libertades de la Iglesia galicana no son sino
el antiguo hábito de todas las Iglesias.
Estos privilegios acordados por Urbano II fue-
ron confirmados y aumentados por otros papas que
lo siguieron, para tratar de hacer de Sicilia un feudo
apostólico, como lo habían hecho con Nápoles; pero
los reyes no se dejaron atrapar por este lazo: basta-
ba olvidar su dignidad para ser vasallos en tierra
firme; no lo fueron jamás en la isla.
Si queremos saber una de las razones por la cual
estos reyes sostuvieron el derecho de no recibir le-
gados, mientras que todos los otros soberanos de
Europa tenían la debilidad de admitirlos, la encon-
traremos en Juan, obispo de Salisbury: Saquean el país
como si fueran Satanás azotando a la Iglesia, lejos de la
presencia del Señor. Se llevan los despojos de las provincias
como si quisieran amontonar los tesoros de Creso.
Los papas se arrepintieron muy pronto de haber
cedido a los reyes de Sicilia un derecho natural, y

76
quisieron retomarlo. Boronio sostiene, en fin, que
este privilegio era subrepticio, que había sido ven-
dido a los reyes de Sicilia por un antipapa, y no tiene
ninguna dificultad en tratar de tiranos a los reyes
sucesores de Roger.
Después de siglos de reclamos y de una posesión
constante de los reyes, la corte de Roma creyó encon-
trar al fin una ocasión de someter a la Sicilia cuando el
duque de Saboya, Víctor Amadeo, fue rey de esta isla
en virtud de los tratados de Utrech.
Es curioso saber de qué pretexto se valió la cor-
te romana moderna para derribar a este reino tan
querido por los antiguos romanos. El obispo de
Lípari hizo vender un día de 1711 doce kilos de
guisantes verdes a un mercader de granos y semi-
llas. El mercader vendió estos guisantes en el mer-
cado, y pagó tres óbolos por el derecho impuesto
por el gobierno sobre los guisantes. El obispo pre-
tendió que esto era un sacrilegio, que los guisantes
le pertenecían por derecho divino, y que no debían
pagar nada a un tribunal profano. Por cierto que se
engañaba. Estos guisantes podían ser sagrados
cuando le pertenecían, pero no lo eran después de
haberlos vendido. El obispo sostuvo que los gui-
santes tenían un carácter indeleble; hizo tanto rui-
do y fue tan bien auxiliado por sus canónigos, que
se devolvieron al mercader los tres óbolos.
El gobierno creyó el asunto concluido, pero el
obispo de Lípari había salido ya para Roma, luego
de haber excomulgado al gobernador de la isla y a
los jurados. El tribunal de la monarquía les dio la
absolución cum reincidentia; es decir, que suspendían
la censura de acuerdo al derecho que tenían.
La congregación llamada en Roma de la inmuni-
dad, envió al punto una carta circular a todos los obis-

77
pos de la isla de Sicilia, declarando que el atentado
del tribunal de la monarquía era aún más sacrílego
que el de haber hecho pagar tres óbolos por los gui-
santes originarios de una huerta del obispo. Un obis-
po de Catania publicó esta declaración. El virrey, con
el tribunal de la monarquía, la anuló como un aten-
tado a la autoridad real. El obispo de Catania exco-
mulgó al barón Figuerazzi y a otros dos oficiales del
tribunal.
El virrey, indignado, envió, por medio de dos no-
bles, una orden al obispo de Catania para que saliese
del reino. El obispo excomulgó a los dos emisarios,
puso su diócesis en entredicho y partió hacia Roma;
entonces se le incautaron parte de sus bienes. El obis-
po de Agriganto hizo lo que pudo para que recayera
sobre él una orden semejante, y cuando lo consiguió
excomulgó al virrey, al tribunal y a toda la monar-
quía.
Estas miserias que hoy no pueden leerse sin en-
cogerse de hombros, tomaron un carácter muy se-
rio: este obispo de Agriganto tenía tres vicarios aún
más excomulgadores que él; fueron encarcelados, y
los devotos tomaron partido por él: Sicilia estaba
por estallar.
Cuando Víctor Amadeo, a quién Felipe V acaba-
ba de ceder la isla, tomó posesión de ella el 10 de
octubre de 1715, apenas había llegado el nuevo rey
cuando el papa Clemente XI expidió tres breves al ar-
zobispo de Palermo, ordenando que excomulgase a
todo el reino, bajo pena de ser excomulgado. La Pro-
videncia divina no prestó su protección a estos tres
breves; la barca que los conducía naufragó, y estos
breves, que un parlamento de Francia hubiera hecho
quemar, se ahogaron con el portador; pero como la
Providencia no se manifiesta siempre por grandes

78
acciones, permitió que llegasen otros breves, entre
ellos uno en el que el tribunal de la monarquía era
denominado como cierto pretendido tribunal. Desde el
mes de noviembre la congregación de la inmunidad
reunió a todos los procuradores de los conventos
de Sicilia que estaban en Roma y les ordenó que man-
dasen a todos los frailes que observasen el entredi-
cho padecido anteriormente por el obispo de Catania
y que no celebraran misa hasta nueva orden.
El buen Clemente XI excomulgó él mismo, nomi-
nativamente, al juez de la monarquía, el 5 de enero
de 1714. El cardenal Polucci mandó a todos los obis-
pos (siempre con amenaza de excomunión) no pagar
cosa alguna al Estado de lo que ellos mismos habían
convenido pagar según las antiguas leyes del reino.
El cardenal Trimouille, embajador de Francia en
Roma, interpuso la mediación de su amo entre el
Espíritu Santo y Víctor Amadeo, pero la negociación
no tuvo efecto favorable.
Finalmente, el 10 de febrero de 1715, el papa cre-
yó abolir por medio de una bula el tribunal de la
monarquía siciliana. Nada envilece más a una auto-
ridad precaria como los excesos que no pueden sos-
tenerse. El tribunal no se dio por abolido; el santo
padre ordenó que se cerrasen todas las iglesias de la
isla, y que nadie rogase a Dios, pero a su pesar se
rogaba a Dios en varias ciudades. El conde Maffei,
enviado del rey a la corte de Roma, tuvo una au-
diencia con Clemente XI; éste de a ratos lloraba, y se
desdecía fácilmente de las promesas que había he-
cho. Se decía de él: Se parece a San Pedro, llora y ríe.
Maffei, que lo halló bañado en lágrimas porque la
mayor parte de las iglesias de Sicilia estaban aún
abiertas, le dijo: Santo padre, llora cuando las cierren y
no cuando las abren.

79
De Ferrara
Si los derechos de Sicilia son incuestionables, si
el señorío de Nápoles no es sino una antigua qui-
mera, la invasión de Ferrara es una nueva usurpa-
ción. Ferrara fue siempre un feudo del imperio,
como Palermo y Plasencia. El papa Clemente VIII
despojó de Ferrara a César de Est, a mano armada,
en 1597. El pretexto de esta tiranía era bien singu-
lar para un hombre que se titulaba humilde vicario
de Jesucristo. El duque Alfonso de Est, primero de
este nombre y soberano de Ferrara, Módena, Est,
Carpi y Rovigo, se había casado con una simple ciu-
dadana de Ferrara, llamada Laura Eustoquia, de
quien había tenido tres hijos antes de su casamien-
to, reconocidos por él solemnemente y también por
la Iglesia. No faltó a este reconocimiento ninguna
de las formalidades prescritas por las leyes: su su-
cesor Alfonso de Est fue reconocido duque de
Ferrara, y se casó con Julia de Urbino, hija de Francis-
co, duque de Urbino, de quien tuvo a ese desafor-
tunado César de Est, heredero incuestionable de
todos los bienes de la casa, y declarado heredero
por el último duque, muerto el 27 de octubre de
1597. El papa Clemente VIII, cuyo apellido era
Aldobrandino, originario de una familia de nego-
ciantes de Florencia, se atrevió a pretextar que la
abuela de César de Est no era lo bastante noble, y
que los hijos que ella había dado a luz debían ser
considerados como bastardos. Esta razón es ridí-
cula y escandalosa en un obispo, y no puede soste-
nerse en ninguno de los tribunales de Europa; ade-
más, si el duque no hubiera sido legítimo, habría
perdido el derecho a Módena y a sus otros esta-

80
dos; y si no tenía vicio en su nacimiento, debía con-
servar a Ferrara lo mismo que a Módena.
La adquisición de Ferrara era muy bella para que
el papa no hiciese valer todas las decretales y todas
las decisiones de los valientes teólogos que aseguran
que el papa puede hacer justo lo que es injusto. En conse-
cuencia, excomulgó primero a César de Est; y como la
excomunión priva necesariamente a un hombre de
todos sus bienes, el padre común de los fieles levantó
tropas contra el excomulgado para robarle su heren-
cia en nombre de la Iglesia. Estas tropas fueron bati-
das, pero el duque de Ferrara vio bien pronto su ha-
cienda agotada y a sus amigos muy tibios.
Lo más deplorable fue que el rey de Francia, En-
rique IV, se creyó obligado a tomar el partido del
papa, para balancear el crédito que tenía Felipe II en
la corte de Roma. Así fue que el buen rey Luis XII,
menos excusable, se deshonró uniéndose con el mons-
truo Alejandro VI y su execrable bastardo, el duque
de Borgia. Fue necesario ceder; y entonces el papa
hizo invadir Ferrara por el cardenal Aldobrandino,
que entró en aquella floreciente ciudad con mil ca-
ballos y cinco mil infantes.
Después Ferrara quedó desierta, y su territorio no
cultivado se cubrió de pantanos pestíferos. Este país
había sido, bajo la casa de Est, uno de los más hermo-
sos de Italia: sus habitantes lamentaron siempre ha-
ber perdido a sus antiguos señores. Es cierto que el
duque fue indemnizado; se le concedió el nombra-
miento de un obispo y de un cura, y aun se le dieron
algunas fanegas de sal de los almacenes de Cervia;
pero no es menos cierto que la casa de Módena tiene
derechos incontrastables e imprescriptibles sobre el
ducado de Ferrara, del cual fue despojado indigna-
mente.

81
De Castro y de Ronciglione
La usurpación de Castro y de Ronciglione no es
menos injusta; pero el modo fue más bajo y más infa-
me. Hay en Roma muchos judíos que se vengan de
los cristianos del modo que les es posible: les prestan
dinero a interés crecido sobre las alhajas que empe-
ñan. Los papas han hecho este comercio, establecien-
do bancos llamados montes de piedad, en los que tam-
bién se presta, dejando alguna cosa en prenda, pero
con mucho menos interés. Los particulares depositan
allí su dinero, que se facilita a los que quieren tomarlo
prestado pudiendo responder de él.
Ranucio, duque de Parma, hijo del célebre Ale-
jandro Farnesio, que hizo levantar el sitio de Roan y
la silla de París a Enrique IV, hallándose obligado a
tomar en préstamo grandes sumas, prefirió el monte
de piedad a los judíos. No tenía sin embargo motivo
para estar satisfecho de la corte de Roma: la primera
vez que estuvo allí, Sixto V quiso cortarle la cabeza,
en recompensa por los servicios que su padre había
hecho a la Iglesia.
Su hijo Odoardo debía los intereses y el capital, y
no podía pagar sino muy difícilmente. Barbarino o
Barberino, que era entonces papa bajo el nombre de
Urbano VIII, quiso arreglar este asunto casando a su
sobrina Barbarini o Barbarina con el joven duque de
Parma. Tenía dos sobrinos que lo gobernaban, Tadeo
Barberino, prefecto de Roma, y el cardenal Antonio,
además de un hermano, también cardenal, que no
gobernaba a nadie. El duque fue a Roma a ver a este
prefecto y a estos cardenales, de quienes debía ser
cuñado mediante una disminución de los intereses
que debía al monte de piedad. Ni el precio, ni la sobri-

82
na del papa, ni el proceder de los sobrinos le agra-
daron; se indispuso con ellos por el importante asun-
to de los romanos modernos: el puntillo, la ciencia
del número de pasos que deben dar un cardenal o
un prefecto acompañando, al tiempo de despedir-
se, a un duque de Parma; todos los caudatarios se
reunieron en Roma para arreglar este punto, y el
duque de Parma terminó casándose con una Médicis.
Los Barberinos o Barbarinos pensaron en la ven-
ganza. El duque vendía todos los años su trigo del
ducado de Castro a la cámara de los apóstoles para
pagar una parte de su deuda, y la cámara de los após-
toles lo revendía muy caro al pueblo. La cámara lo
compró en otra parte, e impidió la entrada en Roma
del trigo de Castro. El duque no pudo vender su
trigo a los romanos, y lo vendió lo mejor que pudo,
en otra parte.
El papa, que era además un mal poeta, excomul-
gó a Odoardo, según el uso, e incamaró el ducado
de Castro. Incamerar es una palabra del idioma parti-
cular de la cámara de los apóstoles: cada cámara tie-
ne el suyo, y significa tomar, agarrar, apropiarse,
adueñarse de lo que no nos pertenece de ningún
modo. El duque, con el socorro de los Medicis, se
armó para desincamerar sus bienes; los Barbarinos se
armaron también. Se pretende que el cardenal An-
tonio haciendo distribuir mosquetes benditos a los
soldados, los exhortaba a conservarlos bien limpios
y a devolverlos en el mismo estado en que se les
entregaban: se asegura también que llegaron a las
manos, y que murieron tres o cuatro personas en
esta guerra, ya fuese por la intemperie o por otra
causa. No dejó de gastarse mucho más de lo que valía
el trigo de Castro, cuya ciudad fortificó el duque; y
a pesar de hallarse excomulgados los Barberinos no

83
pudieron tomarla con sus mosquetes. Esto se parece
poco a las guerras de los romanos de los tiempos pa-
sados, y aun menos a la moral de Jesucristo. Esto ni
aun era el forzadles a entrar, era el forzadles a salir. Este
ruido duró, con intervalos, los años 1642 y 1643. En
1644 la corte de Francia procuró una paz encubierta, y
el duque de Parma comulgó y conservó Castro.
Pánfilo, Inocencio X, que no hacía versos y abo-
rrecía a los dos cardenales Barberino, los vejó tan
duramente que huyeron a Francia, donde el carde-
nal Antonio se convirtió en arzobispo de Reims, gran
limosnero y encargado de las abadías.
Haremos notar de paso que había también un ter-
cer cardenal Barberino, bautizado igualmente bajo el
nombre de Antonio: era hermano del papa Urbano
VIII. Éste no se mezclaba ni en versos ni en gobier-
nos; había sido bastante alocado en su juventud como
para creer que el único medio de ganarse el paraíso
era ser lego capuchino. Alcanzó la dignidad de car-
denal, que es seguramente la última de todas; pero
habiéndose después vuelto prudente, se contentó con
ser cardenal y muy rico; vivió como filósofo, y ordenó
que sobre su tumba se grabase este curioso epitafio:

Hic jacet pulvis et cinis, postea nihil.


Aquí yace polvo y ceniza, y después nada.

Este nada tiene algo de singular tratándose de un


cardenal.
Pero volvamos a los asuntos de Parma. Pánfilo, en
1646, quiso dar a Castro a un obispo muy desacredita-
do por sus costumbres, y que hizo temblar a todos los
ciudadanos de Castro que tenían mujeres e hijos her-
mosos; el obispo fue muerto por un celoso. El papa, en
lugar de hacer buscar a los culpables y entenderse con

84
el duque para castigarlos, envió tropas e hizo arrasar
la ciudad; esta crueldad se atribuyó a Doña Olimpia,
cuñada y amante del papa, con quien el duque había
tenido la negligencia de no haberle hecho algunos
regalos, en conocimiento de que los recibía de todo
el mundo. Demoler una ciudad era mucho peor que
apropiársela: el papa hizo erigir sobre las ruinas una
pirámide con esta inscripción: Aquí estaba Castro.
Esto sucedió bajo Ramiro II, hijo de Odoardo
Farnesio, y se empezó una guerra que no fue menos
sangrienta que la de los Barberino. El ducado de Cas-
tro y de Ronciglione quedó confiscado, desde el año
1646 hasta el 1662, en provecho de la cámara de los
apóstoles, bajo el pontificado de Chigi, Alejandro VII.
Habiendo ofendido este Alejandro VII en varias
ocasiones a Luis XIV, cuya juventud despreciaba y
cuyo orgullo ignoraba, crecieron las diferencias en-
tre las dos cortes, y la animosidad fue tan violenta
entre el duque de Crequi, embajador de Francia en
Roma, y Mario Chigi, hermano del papa, que los
guardias corsos de Su Santidad hicieron fuego so-
bre el coche de la embajadora, y mataron a uno de
sus pajes que se hallaba en la puertecilla. Es verdad
que no estaban autorizados a hacerlo por ninguna
bula, pero parece que su celo no desagradó dema-
siado al santo padre. Luis XIV hizo temer su ven-
ganza: arrestó en París al nuncio del papa, envió
tropas a Italia y se apoderó del condado de Aviñón.
El papa, que había dicho al principio que vendrían
legiones de ángeles en su socorro, al no ver llegar estos
ángeles se humilló y pidió perdón. El rey de Fran-
cia lo perdonó, a condición de que Castro y
Ronciglione volviesen al duque de Parma y
Camachio al de Módena, ambos unidos a los inte-
reses del rey y ambos oprimidos.

85
Inocencio X había hecho erigir una pirámide en
memoria de la demolición de Castro; el rey de Fran-
cia exigió que se pusiese una de doble altura en Roma,
en la Plaza Farnesio, donde los guardias habían co-
metido el crimen; en cuanto al paje que fue muer-
to, no se habló más de él: el vicario de Jesucristo
debía haber concedido al menos una pensión a la
familia de este joven cristiano. La corte de Roma hizo
hábilmente insertar en el tratado que no entregaría
Castro y Ronciglione al duque, de no mediar una
suma de dinero equivalente, o casi, a la que debía la
casa de Farnesio al monte de piedad. Por este modo
diestro, Castro y Ronciglione han quedado siempre
incamerados a pesar de Luis XIV, que manifestaba en
algunas ocasiones mucha firmeza contra la corte de
Roma y después cedía.
Es cierto que el goce de este ducado le ha valido a
la cámara de los apóstoles cuatro veces más de lo que
el monte de piedad podría haber pedido de capital e
intereses. No importa, los apóstoles lo poseen, y no
ha habido jamás una usurpación más manifiesta: que
se consulte a todos los tribunales de judicatura, des-
de los de China hasta los de Corfú, y no habría uno
solo en el que el duque de Parma no ganase su causa.
No hay que hacer sino una cuenta. ¿Cuánto les debo,
cuánto han cobrado? Páguenme el excedente, y res-
titúyanme mi prenda. Es de creer que cuando el du-
que de Parma quiera intentar este pleito, lo ganará en
todas partes, excepto en la cámara de los apóstoles.

Adquisiciones de Julio II
No hablaré aquí de Camachio; es un asunto que
pertenece al imperio, y yo me refiero a la cámara de

86
Vetzlar y al consejo áulico; pero es necesario ver por
cuáles buenas obras los servidores de los servidores
de Dios han obtenido del Cielo todos los dominios
que poseen actualmente. Sabemos por el cardenal
Bembo, por Guichardin y por muchos otros, del
modo que La Rovère, Julio II, compró la tiara, y cómo
fue elegido aún antes de que los cardenales entrasen
en cónclave. Era necesario pagar lo que había pro-
metido, sin lo cual le hubieran presentado sus obli-
gaciones y se arriesgaba a ser depuesto: para pagar
a los unos era necesario tomar de los otros. Empezó
por levantar tropas, y se puso a su cabeza; sitió a
Perusa, que pertenecía al señor Baglioni, hombre dé-
bil y tímido que no tuvo el valor de defenderse: rin-
dió su ciudad en 1506, y sólo se le permitió llevar sus
muebles con los Agnus Dei. Desde Perusa marchó
Julio a Bolonia, y arrojó de allí a Bentivoglio.
Se sabe cómo armó a todos los soberanos contra
Venecia, y cómo enseguida se unió con los venecia-
nos contra Luis XII. Enemigo cruel, amigo pérfido,
sacerdote y soldado, reunía los sentimientos de
estas dos profesiones, la falacia y la inhumanidad.
Este hombre honrado también excomulgaba; lanzó
su ridículo rayo contra el rey de Francia, Luis XII,
el padre del pueblo. Creía, dice un autor célebre,
poner a los reyes bajo el anatema, como vicario de
Dios, y poner precio a las cabezas de todos los fran-
ceses en Italia, como vicario del diablo. Éste es el
hombre cuyos pies besaban los príncipes y los pue-
blos adoraban como a un dios. Ignoro si enfermó
del mal venéreo, como se ha escrito; todo lo que sé
es que la señora Orsini, su hija, no tuvo este mal, y
que fue una señora muy estimada. Es necesario
siempre hacer justicia al bello sexo cuando la oca-
sión se presenta.

87
De las adquisiciones de Alejandro VI
Ha sido bien pública la simonía que valió la tiara a
este Borgia, así como los excesos de furor y de desor-
den con que se mancharon sus bastardos, y su incesto
con Lucrecia, su hija. ¡Qué Lucrecia! Se sabe que se
acostaba con su hermano y con su padre, y tenía obis-
pos que eran sus ayudas de cámara. También se co-
noce el famoso festín durante el cual cincuenta corte-
sanas desnudas recogían castañas, variando sus posi-
ciones para divertir a Su Santidad, que distribuía pre-
mios a los más vigorosos vencedores de estas damas.
En Italia aún se habla del veneno que supuestamente
preparó para algunos cardenales, y según se cree fue
la causa de su propia muerte. Sólo persiste la memo-
ria de estos espantosos horrores; pero aún quedan
herederos de aquellos que su hija y él asesinaron, aho-
garon y envenenaron para robarles bienes; se conoce
el veneno de que se servían, que se llamaba la cantarella;
y todos los crímenes de esta abominable familia son
tan conocidos como el Evangelio a cuya sombra estos
monstruos los cometían impunemente. Aquí se trata
del derecho de varias casas ilustres que todavía exis-
ten: ¿sufrirán siempre los Orsino y los Colona el he-
cho de que la cámara apostólica retenga las herencias
de sus antiguas familias?
En Venecia tenemos a los Tiépolo que descien-
den de la hija de Juan Sforcia, señor de Pezzaro, que
César Borgia expulsó de la ciudad en nombre del
papa, su padre. Existen los Manfredi, que tienen
derecho para reclamar Faenza: Astor Manfredi, a la
edad de dieciocho años, vendió Faenza al papa y se
puso en las manos de su hijo a condición de que se le
dejase gozar del resto de su fortuna; era extremada-

88
mente hermoso, y César Borgia quedó locamente
enamorado de este joven; pero como este Borgia era
bizco, según lo manifiestan sus retratos, y como sus
crímenes redoblaban el horror de Manfredi, éste se
enfadó imprudentemente contra su raptor, y Borgia
no pudo satisfacer su apetito sino por medio de la
violencia. Enseguida lo hizo arrojar al Tíber con la
mujer de un Caraccioli, que fue secuestrada de la
casa de su esposo.
Cuesta mucho trabajo creer tales atrocidades; pero
si hay alguna cosa probada en la historia, son sin
duda los crímenes de Alejandro VI y su familia.
La casa de Montefeltro aún no está extinguida; el
ducado de Urbino que Alejandro VI y su hijo inva-
dieron con la perfidia más negra y más celebrada en
los libros de Maquiavelo, pertenece a aquellos que
son descendientes de la casa de Montefeltro, a me-
nos que los crímenes no causen una prescripción con-
tra la equidad.
Julio Verano, señor de Comerino, fue atrapado
por César Borgia al tiempo que firmaba una capitu-
lación, y fue muerto en el acto con sus dos hijos. Aún
existen Verano en la Romania, y es a ellos sin duda a
quienes pertenece Comerino.
Todos los que leen a Maquiavelo han visto con
admiración como este César Borgia hizo asesinar a
Vitellozo Viteli, Oliverotto da Fermo, el señor Pagolo
y Francisco Orsini, duque de Gravina; pero lo que
Maquiavelo no ha dicho, y los historiadores contem-
poráneos nos lo hacen saber, es que mientras Borgia
les quitaba la vida al duque de Gravina y a sus ami-
gos, en el castillo de Sinigaglia, el papa, su padre, ha-
cía arrestar al cardenal Orsini, pariente del duque de
Gravina, y confiscar todos los bienes de esta ilustre
casa. El papa se apoderó de todo el mobiliario, y se

89
quejó amargamente de no hallar entre los efectos una
gruesa perla, estimada en dos mil ducados, y un co-
frecito lleno de oro que sabía estaba en casa del car-
denal. La madre, de ochenta años de edad, de este
desgraciado prelado, temiendo que Alejandro VI, se-
gún su costumbre, envenenase a su hijo, vino llena de
temor a traerle la perla y el cofrecito; pero su hijo
estaba ya emponzoñado y daba los últimos suspiros.
Es cierto que si la perla existe aún en el tesoro de los
papas, deberían, a conciencia, devolverla a la casa de
los Orsini, con lo que había en el cofrecito.

Conclusión
Después de haber referido con la más exacta ver-
dad todos estos hechos, de los que pueden sacarse
algunas conclusiones y hacer buen uso, haré notar a
todos los interesados que lean estas páginas que los
papas no tienen una pulgada de tierra en su soberanía
que no haya sido obtenida por turbulencias o por frau-
des. En lo que respecta a las turbulencias, léase la his-
toria del imperio y los jurisconsultos de Alemania; en
cuanto a los fraudes, no hay sino que posar los ojos en
la donación de Constantino y en las decretales.
La donación de la condesa Matilde al dulce y mo-
desto Gregorio VII es el título más favorable a los obis-
pos de Roma; pero, hablando de buena fe, si una mujer
desheredase a todos sus parientes en París, en Viena,
en Madrid o en Lisboa, y dejase todos sus feudos mas-
culinos, por testamento, a su confesor, junto con sus
sortijas y joyas, ¿este testamento no sería declarado
nulo, según las leyes expresas de todos estos Estados?
Se nos dirá que el papa es superior a todas las
leyes; que puede hacer justo lo que es injusto; potest

90
de injustitia facere justitza. Papa est supra jus, contra jus
et extra jus; éste es el dictamen de Belarmino, y ésta
es la opinión de los teólogos romanos: a esto no te-
nemos nada que responder. Veneramos la silla de
Roma, le debemos las indulgencias, la facultad de
sacar a las almas del purgatorio, el permiso de casar-
nos con nuestras cuñadas y con nuestras sobrinas, la
una después de la otra; la canonización de San Igna-
cio y la seguridad de ir al paraíso llevando el esca-
pulario; pero todos estos beneficios no son quizá una
razón para retener el bien de otro.
Algunos dicen que si cada iglesia se gobernase
por sí misma, bajo las leyes del Estado; si se pusiese
fin a la simonía de pagar las anatas por un beneficio;
si un obispo, que comunmente no es rico antes de su
nombramiento, no estuviese obligado a arruinarse,
él o sus acreedores, tomando dinero prestado para
pagar sus bulas, el Estado no se empobrecería a la
larga por la salida de este dinero que no vuelve más;
pero nosotros dejamos esta materia para que la dis-
cutan los banqueros en la corte de Roma.
Concluyamos suplicando al lector cristiano y be-
névolo que lea el Evangelio, y vea si se halla una sola
palabra que ordene la menor cosa de lo que fielmente
acabamos de referir. Nosotros leemos allí, ciertamen-
te, que es necesario hacerse amigos con el dinero de
la iniquidad. ¡Ah, beatísimo padre, si esto es así, de-
vuélvanme mi plata!

Padua, 24 de junio de 1765

91
92
CONTRA EL CLERICALISMO

Le cri des nations (1769).


La edición original de este escrito ocupa unas veinte pági-
nas en 8vo. En las Memorias secretas es mencionado el 12
de julio de 1769, pero el folleto es de mayo, aproximada-
mente.

93
94
España, que fue la cuna de los jesuitas; los parla-
mentos de Francia, que después de la institución de
esta milicia armaron siempre las leyes contra ella; Por-
tugal, que había experimentado el peligro de sus máxi-
mas; Nápoles, Sicilia, Parma y Malta, que los habían
conocido, los arrojaron al fin de sus Estados, no por-
que no hubiese entre ellos hombres virtuosos y útiles,
sino porque en general el espíritu de esta orden era
contrario a los intereses de las naciones y porque eran,
en efecto, los satélites de un príncipe extranjero.
Bajo esta idea, la ilustrada sabiduría de casi to-
das las potencias católicas impone actualmente el fre-
no de las leyes a la licencia de los frailes, que se creían
independientes de las leyes mismas. Esta dichosa
revolución que parecía imposible en el siglo pasado,
aunque fue muy fácil, ha sido recibida con la aclama-
ción de los pueblos. Habiéndose ilustrado, los hom-
bres se han vuelto más sabios y menos desgracia-
dos. Esta mudanza hubiera producido excomunio-
nes, censuras y guerras civiles en tiempos de barba-
rie; pero en el siglo de la razón no se han oído sino
gritos de alegría.
Estos mismos pueblos que bendicen a sus sobera-
nos y a sus magistrados por haber empezado esta
gran obra, esperan que no quede imperfecta. Se ha
expulsado a los jesuitas porque eran los principales
órganos de las pretensiones de la corte de Roma.
¿Cómo se podrá, pues, dejar subsistir estas preten-
siones? ¿Se castigará a aquellos que las sostienen, y
se permitirá la opresión de los que las ejercen?

95
De las anatas
¿Por qué causa Francia, España e Italia pagan aún
las anatas al obispo de Roma? Los reyes confieren el
beneficio del obispado, la Iglesia confiere el Espíritu
Santo. Estos dos dones no tienen ciertamente cosa
alguna en común: los reyes han fundado el beneficio
que consiste en la renta, o bien ellos tienen el dere-
cho de los fundadores; luego, el nombramiento es el
privilegio de la corona. Sólo por la gracia del rey, y no
por la de un obispo extranjero, es por lo que un obis-
po está reconocido como tal. No es el papa quien le
otorga el Espíritu Santo, él lo recibe de algunos otros
obispos, sus conciudadanos. Si paga al papa alguna
suma por la colación de su beneficio, es en su origen
un delito contra el Estado; si paga este dinero para
recibir al Espíritu Santo, es una simonía: en esto no
hay término medio. Se ha querido paliar este tráfico
que ofende a la religión y a la patria: jamás se ha
podido justificarlo.
Se dice que está autorizado por un concordato en-
tre el rey Francisco I y el papa León X. Sin embargo,
por el hecho de que ellos tuviesen necesidad el uno del
otro, o porque los unieron intereses pasajeros, ¿es preci-
so que el Estado lo sufra eternamente? ¿Es necesario
pagar siempre lo que no se debe? ¿Será uno esclavo
en el siglo XVIII porque fue imprudente en el XVI?

De las dispensas
Se paga muy caro en Roma la dispensa para casarse
con una prima o con una sobrina. Si estos casamientos
ofendiesen a Dios, ¿qué poder sobre la tierra tendría

96
el derecho de permitirlos? Si Dios nos los reprueba,
¿para qué sirve una dispensa? Si esta dispensa es preci-
sa, ¿por qué un habitante de Francia debe pedirla y
pagarla a un cura italiano? ¿No tienen todos sus tri-
bunales que pueden juzgar el contrato civil, y curas
párrocos que administren, en virtud del contrato ci-
vil, lo que es el resorte del sacramento?
¿No es una esclavitud vergonzosa, contraria al
derecho de gentes, a la dignidad de las coronas, a la
religión, a la naturaleza, el hecho de pagar a un ex-
tranjero para casarse en su patria?
Esta absurda tiranía se ha llevado hasta pretender
que sólo el papa tiene el derecho de conceder, por
dinero, el permiso para que un ahijado pueda casarse
con una madrina. ¿Qué es una madrina? Es una mujer
inútilmente añadida a un padrino necesario, la cual
ha respondido y repetido superfluamente por ti, que
serás cristiano. Luego, porque ella ha dicho que tú
observarás los ritos del cristianismo, será un crimen
contratar con ella un sacramento del cristianismo; ¡y
sólo el papa podrá cambiar este crimen en una acción
meritoria y sagrada, si le pagas una tasa!
Este pretendido crimen no es menos grave entre
el padrino y la madrina.1 ¡Conque los padrinos y ma-
drinas no podrán nunca casarse con el padre o con la
madre si un sacerdote de Roma no les hace pagar muy
caro una dispensa! Entonces un hombre que hubiese
sido padrino de su hijo no puede volverse a acostar
con su mujer sin el permiso del papa o de un clérigo
delegado por él. ¡Y es así como se ha tratado a los
hombres! Lo merecen, puesto que lo han permitido.

1
Un párroco, bautizando a un niño, el día 11 de junio de 1769,
dijo a la señorita Notet, su madrina: “Acuérdate que no puedes
casarte con este niño, ni con su padre, ni con su madre”.

97
De la bula IN CŒNA DOMINI
La bula In Cœna Domini es quizá el testimonio más
extraño del absurdo despotismo tan largo tiempo afec-
tado en otras ocasiones por la corte de Roma. Las
bulas de Gregorio VII, de Inocencio IV, de Gregorio
IX y de Bonifacio VIII han sido sin duda más funes-
tas; pero la bula In Cœna Domini es tanto más notable
cuanto que fue expedida en un tiempo en que los hom-
bres empezaban a salir de la torpe barbarie que había
embrutecido a Europa por tan largo tiempo. Inglate-
rra y la mitad del continente, sublevadas en el siglo
XVI contra las usurpaciones romanas, parecían adver-
tir a esta corte que fuese moderada. Sin embargo, des-
preciando toda consideración así como los derechos
divinos y humanos, el obispo de Roma, Pío V, no dudó
en promulgar esta bula que se celebra en Roma todos
los jueves de la Semana Santa, con las ceremonias más
lúgubres y más pomposas. En este día se excomulga a
todos los magistrados, a todos los obispos, en fin, a
todos los hombres que reclamen un futuro concilio; a
todos los capitanes de los navíos que recorren los
mares sobre las costas del Estado eclesiástico; a todos
aquellos que detengan a los proveedores de carnes
destinadas al papa; a los reyes, sus cancilleres, sus
parlamentos o cuerpos superiores que hagan que el
clero pague algún tipo de tributo al Estado, bajo cual-
quier dominación; y a todos los magistrados y parti-
cularmente los parlamentos que se opongan a la re-
cepción de la disciplina del Concilio de Trento. Sólo
el papa puede absolver a los que sean culpables de
estos enormes crímenes: es necesario que vayan a Roma
a pedir perdón a los grandes penitenciarios, que de-
ben sacudirlos con sus varas. Según esto, todos los

98
parlamentos de Francia deben hacer su peregrinación
a Roma para recibir golpes de vara en la iglesia de
San Pedro. ¿Y por qué no? El gran Enrique IV los re-
cibió sobre sus espaldas por parte de los cardenales
Ossat y Perron.

De los jueces delegados de Roma


Un cura de nuestras provincias es juzgado sobre
materias puramente eclesiásticas por los subalternos
de su obispo. Acude al metropolitano, del metropoli-
tano al primado; ¿no es esto suficiente? ¿Se necesita
una cuarta jurisdicción para conseguir su ruina? ¿Es
preciso que Roma delegue nuevos jueces? Esto se lla-
ma apelar a los apóstoles: pero nosotros no hemos
visto que los apóstoles hayan hecho decretos en Jeru-
salén, por apelación de la jurisdicción de los galos.

Cuál puede ser la causa


de todas estas pretensiones
Las usurpaciones de la corte de Roma son gran-
des y ruinosas, y sus pretensiones innumerables. ¿So-
bre qué están fundadas? ¿Es porque el obispo de
Roma sería el déspota de la Iglesia, el soberano de
las leyes y de los reyes? ¿Es acaso porque se llama
papa? Pero este título es también el de todos los sa-
cerdotes de la Iglesia griega, madre de la Iglesia
romana, y que jamás ha suscripto las usurpaciones
de su hija. ¿Es porque Jesucristo ha dicho expresa-
mente: No habrá entre ustedes ni primero ni último? ¿Es
porque ha dicho que aquel que quisiere elevarse sobre sus
hermanos, estará obligado a servirlos?

99
¿Es porque los papas se han denominado suceso-
res de San Pedro? Pero está demostrado que San
Pedro jamás tuvo ninguna jurisdicción sobre los após-
toles, sus hermanos; y no está menos demostrado
que San Pedro jamás estuvo en Roma: si hubiera he-
cho este viaje, las actas de los apóstoles no dejarían
de decirlo; la primera iglesia que se hubiera edifica-
do en Roma, habría sido construida en honor de
Pedro y no en honor de Juan. La iglesia de San Juan
de Letrán no sería considerada actualmente por los
romanos como la primera iglesia del Occidente.
Los autores que no son un Thou, un Abdías, un
Marcel, un Hegisipo, escriben que Simón Barjona, lla-
mado Pedro, vino a Roma en tiempos del emperador
Nerón; que halló allí a Simón el Mago, que se comuni-
có con él por medio de sus perros; que Pedro y Simón
disputaron, y que resucitaron a un pariente de Nerón
que acababa de morir; que Simón el Mago no operó
la resurrección sino a medias, y que el otro Simón la
completó; que enseguida se desafiaron sobre quién
volaría elevándose más por los aires en presencia
del emperador; que Simón Pedro, haciendo la señal
de la cruz, hizo caer a su rival desde la región me-
dia, lo que fue causa de que se rompiese las dos pier-
nas; y que San Pedro, habiendo vivido veinticinco
años en Roma en época de Nerón, que sólo reinó
dieciséis años, fue crucificado cabeza abajo.
¿Es posible que sobre semejantes cuentos la im-
becilidad humana haya establecido, en tiempos de
barbarie, el más enorme y el más sagrado poder que
haya oprimido a la tierra jamás?
Aquellos que han querido dar una sombra de ve-
rosimilitud a estas incomprensibles usurpaciones, han
dicho que Roma, habiendo sido la capital del mundo
político, debía ser la capital del mundo cristiano. Pero

100
por esta razón, si el emperador Carlomagno hubiera
establecido la silla de su imperio en Vaugirard; si su
raza hubiera conservado su poder en lugar de des-
membrarlo; si hubiera habido un obispo en Vaugirard,
este prelado habría sido el señor de los emperado-
res, de los reyes, y de la Iglesia universal.
Aun cuando San Pedro hubiese hecho el viaje a
Roma, ¿en qué debía haber tenido el obispo de esta
ciudad la preeminencia sobre los otros? Roma no ha
sido la cuna del cristianismo; fue Jerusalén. La prima-
cía pertenecía naturalmente al obispo de esta ciudad,
como los tesoros pertenecen de derecho a aquellos
que son dueños del terreno en que han sido hallados.

Falsedades que han servido de apoyo


para autorizar una dominación injusta
Es inevitable estremecerse cuando se observa este
inmenso conjunto de imposturas, cuyo tejido ha for-
mado, en fin, la tiara que ha oprimido tantas coronas.
No hablo de las falsas constituciones apostólicas, de
las falsas citas, de los malos versos atribuidos a las pre-
tendidas sibilas, de las falsas cartas de San Pablo a
Séneca, de los falsos reconocimientos del papa Clemen-
te, y del número infinito de falsedades que en otras
ocasiones se llamaban engaños piadosos: hablo de la
pretendida donación de Constantino que es del siglo
IX, y que debe creerse bajo pena de excomunión; hablo
de las absurdas decretales que han sido durante tan
largo tiempo el fundamento del derecho canónico y
que han corrompido la jurisprudencia de Europa; ha-
blo de la pretendida concesión hecha por Carlomagno
al obispo de Roma, de la Cerdeña y de la Sicilia, que
este monarca jamás poseyó, y que cada año añadía un

101
eslabón a la cadena de hierro con que la ambición liga-
ba los pueblos ignorantes bajo la máscara de la reli-
gión. No se puede dar un paso en la historia sin encon-
trar en ella las señales del desprecio con que la corte
de Roma trató al género humano, no dignándose ni
siquiera emplear la verosimilitud para engañarlo.

De la independencia de los soberanos


Soberanía y dependencia son contradictorios.
Toda monarquía, toda república, sólo tiene a Dios
por señor: éste es el derecho natural, éste es el dere-
cho de propiedad. Dos cosas pueden privarnos de
él; la fuerza de un infame usurpador, o nuestra im-
becilidad. Los godos se apoderaron de España por
la fuerza; los tártaros se apoderaron de la India; Juan
sin Tierra da Inglaterra al papa. Se reintegra el dere-
cho natural contra la usurpación, cuando hay valor;
y se recobra el reino de las manos del papa cuando
no se ha perdido el sentido común.

De los reinos dados por los papas


Cualquiera que lo haya leído sabe que los papas
han dado o creído dar todos los reinos de Europa,
sin excepción, desde las montañas heladas de No-
ruega hasta el estrecho de Gibraltar. Aquellos que
no lo hayan leído no lo creerán porque por una par-
te el colmo de la osadía, y por la otra el exceso de
menosprecio, parecen incomprensibles.
Hildebrando o Childebrando, fraile en Cluni, y
papa bajo el nombre de Gregorio VII, es el primero
que, al cabo de mil años, pervirtió hasta este punto

102
al cristianismo. Se atrevió a citar a su presencia al
emperador Enrique IV, en 1076; pronunció contra
este emperador un decreto de deposición en el mis-
mo año: Yo le prohíbo, dice, gobernar el reino teutónico, y
dejo libres a todos sus vasallos del juramento de fidelidad.
Al año siguiente, habiendo sublevado contra él a
Alemania, lo fuerza a que vaya a pedirle perdón con
los pies descalzos y con un cilicio.
En 1088, el mismo Childebrando da de su autori-
dad privada el imperio a Rodulfo, duque de Suabia.
Urbano II, fraile de Cluni, al igual que Gregorio
VII, sigue la misma conducta.
Pascual II va aún más lejos; arma al hijo de Enri-
que IV contra su padre y hace de él un parricida.
En fin, este gran emperador muere, en 1106, des-
pojado de su imperio y reducido a la indigencia. Se
le da sepultura en Lieja; pero como estaba excomul-
gado, su propio hijo, Enrique V, lo hace exhumar, y
un trabajador lo entierra en Spira, en una cueva.
Después de este horrible ejemplo, es inútil referir
los innumerables atentados que cometieron los pa-
pas contra distintos emperadores, y las calamidades
de la casa de Suabia.
Los papas no permitían que se leyese la Escritura
Santa; bastaba que se supiese que ellos eran los vica-
rios de Dios, y que en calidad de tales debían dispo-
ner de todos los reinos de la tierra. Esto era precisa-
mente lo que el diablo propuso a Jesucristo sobre la
montaña adonde se ha dicho que lo condujo.

Nuevas pruebas del derecho de disponer


de todos los reinos pretendido por los papas
Hay cien bulas de los obispos de Roma que asegu-
ran expresamente que los reinos no son otra cosa sino

103
concesiones de la silla pontificia. Hablemos de la de
Adriano IV al rey de Inglaterra Enrique II: “No se
duda, y tu estás persuadido, de que todo reino cris-
tiano es del patrimonio de San Pedro, y de que Irlan-
da y todas las islas que han recibido la fe pertenecen a
la Iglesia romana. Hemos sabido que quieres subyu-
gar esta isla para hacer pagar a San Pedro un dinero
por cada casa, lo que te concedemos con gusto”.
Apenas hay un Estado en Europa en el que bulas
semejantes a ésta no hayan hecho derramar torrentes
de sangre. No hablamos aquí sino de los papas que se
atrevieron a excomulgar a los reyes de Francia Ro-
berto, Felipe I, Felipe Augusto y Luis VIII, padre de
San Luis, excomulgado por un simple legado; acep-
tando, por penitencia, pagar al papa el décimo de su
renta de dos años y presentarse descalzo y en cami-
sa a las puertas de la catedral de París con un puña-
do de varillas para ser azotado por los canónigos;
penitencia que, según se dice, cumplieron sus cria-
dos por su señor. Felipe el Hermoso, entregado al
diablo por Bonifacio VIII; su reino en entredicho1 y
1
La mayoría de los lectores ignoran la manera como se ponía un
reino en entredicho. Se creía que aquel que se llamaba el padre
común de los cristianos, se limitaría a privar a una nación de
todas las funciones del cristianismo, a fin de que mereciese su
gracia por haberse rebelado contra su soberano; pero se observa-
ban en esta sentencia unas ceremonias que no deben ser desco-
nocidas por la posteridad. Primeramente se privaba a todo lego
de oír misa, y no se celebraba en el altar mayor. Se declaraba
impuro el aire, se sacaban todos los cuerpos santos de sus
urnas y se los extendía por tierra en las iglesias cubiertos con un
velo; se descolgaban las campanas y se las enterraba en las
cuevas; el que moría durante este tiempo era arrojado al mula-
dar. Estaba prohibido comer carne, afeitarse y saludar. En fin, el
reino pertenecía de derecho al primero que lo ocupase, pero el
papa tenía cuidado de anunciar siempre este derecho por medio
de una bula particular, en la cual señalaba al príncipe a quien
hacía la gracia de darle la corona vacante.

104
transferido a Alberto de Austria; en fin, el buen rey
Luis XII, excomulgado por Julio II, y Francia puesta
también en entredicho por este viejo y fogoso solda-
do, obispo de Roma.
Las llagas que han abierto a Francia los papas encu-
bridores de la Liga, han permanecido sin cerrarse duran-
te treinta años, desde que el franciscano Sixto V tuvo
la audacia de llamar a Enrique IV generación bastarda y
detestable de la casa de Borbón, y de declararlo incapaz
de poseer ninguna de sus herencias. Es necesario de-
cir a nuestros contemporáneos, y conjurarlos a que se
lo digan a nuestros descendientes, que sólo estas máxi-
mas fueron las que llevaron el cuchillo al corazón del
más grande de nuestros héroes y del mejor de nues-
tros reyes. Es necesario decir, derramando lágrimas
por la desgracia de este gran hombre, que con mucho
trabajo se consiguió de Clemente VII que le diese una
absolución de la cual no había necesidad, pero no que
insertase en esta absolución que reintegraba a Enrique
IV su autoridad en el reino de Francia.
Algunas personas que tienen más confianza que ilus-
tración, quieren consolarnos diciendo que estas abo-
minaciones no volverán jamás. ¡Ah!, ¿quién lo ha di-
cho? ¿El fanatismo está enteramente extirpado? ¿No se
sabe de cuánto es capaz? La mayor parte de la gente
honrada es instruida, lo confieso; las máximas de los
parlamentos están en nuestras bocas y en nuestros co-
razones; ¿pero el populacho no es el mismo que en tiem-
pos de Enrique III y de Enrique IV? ¿No está gober-
nado siempre por frailes? ¿No es al menos trescientas
veces más numeroso que aquellos que han recibido
una educación refinada? ¿No es, en fin, un reguero de
pólvora que puede prenderse fuego algún día?
¿Hasta cuándo nos contentaremos con paliativos
en la más horrible e inveterada de las enfermeda-

105
des? ¿Hasta cuándo seguiremos creyendo que go-
zamos de perfecta salud porque nuestros males tie-
nen algún descanso? Los magistrados, los que se
dividen el peso del gobierno, son los que deben
buscar el dique que contenga estas aguas que nos
inundaron hace tantos siglos. Se exhorta a cada pa-
dre de familia a que pese estas grandes verdades,
que las grabe en el corazón de sus hijos y que prepa-
re una posteridad que no conozca sino las leyes y la
patria.
Todavía está en uso entre nosotros la expresión
peligrosa de los dos poderes; pero Jesucristo no la em-
pleó jamás; no se encuentra en ningún Padre de la
Iglesia; ha sido desconocida en la iglesia griega, y, en
fin, un obispo griego fue depuesto por un sínodo de
obispos por haber usado esta expresión sediciosa.
No hay sino un poder, que es el del soberano; la
Iglesia aconseja, exhorta y dirige; el gobierno no
manda; no hay ciertamente sino un poder. La corte
de Roma ha creído que era el suyo, pero, ¿qué go-
bierno no sacude actualmente el yugo de esta absur-
da tiranía? ¿Por qué subsiste, pues, el nombre, cuan-
do la cosa misma está destruida? ¿Para qué dejar bajo
la ceniza un fuego que puede encenderse de nuevo?
¿No hay bastantes desgracias sobre la tierra sin que
esté en discordia la doctrina del sacerdocio con la
autoridad soberana?
No entramos aquí en la gran cuestión de si los
poderes temporales convienen a los eclesiásticos de
la Iglesia de Jesús, que les ha ordenado expresamen-
te renunciar a ellos. No examinamos tampoco si en
los tiempos de anarquía los obispos de Roma y de
Alemania, los simples abades, han debido apoderar-
se de los derechos de regalía: éste es un objeto de
política que no nos incumbe, porque respetamos a

106
todos los que están revestidos del poder supremo.
¡Dios nos libre de querer turbar la paz de los Esta-
dos y de remover los límites impuestos después de
tan largo tiempo! Sólo queremos sostener los dere-
chos incuestionables de los reyes, de los magistrados
y de todos nuestros conciudadanos; y nos congratu-
lamos de que estos derechos, sobre los cuales descan-
sa la felicidad pública, sean en adelante inalterables.

107
108
IDEAS REPUBLICANAS

Idées républicaines par un membre d’un corps (1762).


Esta traducción respeta la edición que Kehl había denomi-
nado Ideas republicanas por un ciudadano de Ginebra, fechada
en 1765. Para el editor Beuchot la edición original en 8vo, sin
fecha y titulada Idées républicaines par un membre d’un corps, es
de 1762, año de publicación del Contrato Social, ya que es
una crítica directa a esta obra.

109
110
I
El puro despotismo es el castigo de la mala con-
ducta de los hombres. Si una comunidad está gober-
nada por uno solo o por unos pocos, es porque no
tiene ni el valor ni la habilidad de gobernarse por sí
misma.

II
Una sociedad gobernada arbitrariamente, se pa-
rece a un grupo de bueyes puestos al yugo para es-
tar al servicio de su dueño. No los mantiene sino
con el fin de que estén en condiciones de servirle;
no les cura sus enfermedades, sino con el objeto de
que sean útiles en la medida en que estén sanos; los
engorda para mantenerse con su sustancia y se sirve
de la piel de unos para uncir los otros al arado.

III
De este modo, un pueblo está sometido, ya sea
por un compatriota hábil que se aprovecha de su im-
becilidad y de sus divisiones, o bien por un ladrón
llamado conquistador, que ha llegado con otros la-
drones a apoderarse de sus tierras, dando muerte a
los que resistieron, y haciendo esclavos a los cobar-
des que dejó con vida.

111
IV
Este ladrón, que merecía el suplicio, se ha hecho
algunas veces erigir altares. El pueblo envilecido ha
visto en sus hijos una raza de dioses: ha juzgado el
cuestionamiento de su autoridad como una blasfe-
mia, y el menor esfuerzo hacia la libertad como un
sacrilegio.

El más absurdo de los despotismos, el más humi-


llante para la naturaleza humana, el más contradic-
torio, el más funesto, es el de los sacerdotes; y de
todos los imperios sacerdotales, el más criminal es
sin duda alguna el de los sacerdotes de la religión
cristiana. Es un ultraje hecho a nuestro Evangelio,
supuesto que Jesús dijo en muchas ocasiones: No ha-
brá entre ustedes ni primero ni último. Mi reino no es de
este mundo. El Hijo del Hombre no ha venido para que le
sirvan, sino para servir, etc.

VI
Cuando nuestro obispo, destinado a servir y no
a que le sirvan, destinado a aliviar a los pobres y no
a devorar su sustancia, destinado a catequizar y no
a dominar, se atrevió, en tiempos de anarquía, a
intitularse príncipe de la ciudad de la cual no era
sino pastor, fue manifiestamente culpable de rebe-
lión y de tiranía.

112
VII
Por este medio, los obispos de Roma, que fueron
los primeros en dar este ejemplo fatal, hicieron a la
vez odiosa a la mitad de Europa su dominación y su
secta. Es así que varios obispos de Alemania se trans-
formaron algunas veces en opresores de los pueblos
de los cuales debían ser los padres.

VIII
¿Por qué razón es más natural en el hombre el
tener más desprecio por los que nos han sometido
por medio del engaño, que por aquellos que nos han
oprimido por la fuerza de las armas? Se debe a que,
por lo menos, ha habido valor en los tiranos que nos
han esclavizado y no ha habido sino cobardía en los
que nos han engañado. Se aborrece el valor de los
conquistadores, pero se reconoce y admira. El enga-
ño, en cambio, se aborrece y se desprecia. El odio
unido al desprecio hace sacudir todos los yugos
imaginables.

IX
Cuando hemos destruido en nuestra ciudad una
parte de las supersticiones papistas, como la adora-
ción de los cadáveres, la tasa de los pecados, el ul-
traje a Dios de pagar con dinero la redención de las
penas con que Dios amenaza los crímenes, y otras
muchas invenciones que embrutecen a la naturaleza
humana; cuando, rompiendo el yugo de estos erro-

113
res monstruosos, nos hemos separado del obispo
papista que se atrevía a llamarse nuestro soberano,
no hemos hecho otra cosa sino entrar en los goces
de la razón y de la libertad de que se nos había des-
pojado.

X
Hemos vuelto a tomar el gobierno municipal tal
como estaba en tiempo de los romanos, con muy poca
diferencia, y ha sido ilustrado y asegurado por la
libertad comprada a costa de nuestra sangre. Noso-
tros no hemos conocido aquella distinción odiosa y
humillante entre nobles y plebeyos, que en su ori-
gen sólo significa señores y esclavos. Nacidos todos
iguales, hemos continuado en este mismo estado, y
hemos dado las dignidades, es decir, los cargos pú-
blicos, a aquellos que nos han parecido los más idó-
neos para desempeñarlos y cumplirlos.

XI
Nosotros hemos instituido sacerdotes a fin de que
sean sólo lo que deben ser: los preceptores de moral
de nuestros hijos. Estos preceptores deben ser con-
siderados, pero no deben pretender ni jurisdicción,
ni inspección, ni honores: no deben en ningún caso
igualarse con los magistrados. Una asamblea ecle-
siástica que intentase hacer poner de rodillas delan-
te de ella a un ciudadano, se parecería a un pedante
corrigiendo a los niños o a un tirano que castiga a
sus esclavos.

114
XII
Es insultar a la razón y a las leyes el pronunciar
estas palabras: gobierno civil y eclesiástico. Es necesa-
rio decir gobierno civil y reglamentos eclesiásticos;
y ninguno de estos reglamentos debe ser hecho sino
por la autoridad civil.

XIII
El gobierno civil es la voluntad de todos, ejecuta-
da por uno solo o por varios, en virtud de las leyes
que todos han aceptado.

XIV
Las leyes que constituyen los gobiernos están
establecidas contra la ambición: por todas partes se
ha pensado en levantar un dique contra este torrente
que inundaría la tierra. Así es que en todas las re-
públicas, las primeras leyes prescriben los derechos
de cada cuerpo; por esto los reyes en su coronación
juran conservar los privilegios de sus vasallos. Sólo
el rey de Dinamarca, en Europa, es quien por la ley
misma es superior a las leyes. Los Estados reuni-
dos en 1660 lo declararon árbitro absoluto. Parece
que previeron que Dinamarca tendría reyes sabios
y justos durante más de un siglo. Puede ser que en
los siglos sucesivos resulte necesario cambiar esta
ley.

115
XV
Los teólogos han pretendido que los papas ten-
gan de derecho divino el mismo poder sobre toda la
tierra que el que tienen los monarcas daneses en el
rincón que constituye su soberanía. Pero son los teó-
logos los que piensan así. El universo los ha abu-
cheado estruendosamente, y el capitolio ha murmu-
rado en voz baja, al ver al fraile Hildebrando hablar
magistralmente en el santuario de las leyes, en don-
de los Catón, los Esipión y los Cicerón hablaban a
los ciudadanos.

XVI
Las leyes concernientes a la justicia distributiva,
esto es, la jurisprudencia, han sido siempre insufi-
cientes, equívocas e inciertas, debido a que los hom-
bres que han estado a la cabeza de los Estados se
han ocupado mucho más de sus intereses particula-
res que del interés público. En los doce tribunales
de Francia hay doce jurisprudencias diferentes. Lo
que es cierto en Aragón se considera falso en Castilla;
lo que es justo en las orillas del Danubio es injusto en
las riberas del Elba. Las leyes que se utilizan actual-
mente en todos los tribunales han sido a veces con-
tradictorias.

XVII
Cuando una ley es oscura, es necesario que todos
la interpreten, porque todos la han promulgado, a

116
menos que ellos no hayan encargado expresamente
a varios el interpretar las leyes.

XVIII
Cuando los tiempos cambian sensiblemente, hay
leyes que es necesario modificar. Así, cuando
Triptolemo introdujo el uso del arado en Atenas, fue
preciso abolir “la hacienda de la bellota”. En el tiem-
po en que las academias no estaban compuestas sino
de clérigos, y que sólo ellos poseían el oscuro len-
guaje de la ciencia, era conveniente que sólo ellos
nombrasen a todos los profesores; ésta era “la ha-
cienda de la bellota”; hoy día que los legos están
ilustrados, el poder civil debe volver a tomar el de-
recho de nombrar todas las cátedras.

XIX
La ley que permitía poner en prisión a un ciuda-
dano sin antecedentes, y sin formalidad jurídica, será
tolerable en un tiempo de turbaciones públicas y de
guerra; pero será perjudicial y tiránica en tiempo de
paz.

XX
Las leyes que ponen orden en el lujo, que contro-
lan el gasto de los festines, del vestido, de las habi-
taciones, y que son buenas en una república pobre y
destituida de artes, serían absurdas cuando esta re-
pública se hiciese productiva y opulenta. Sería pri-

117
var a los artistas de la ganancia legítima que harían
con los ricos; sería privar a los que han adquirido
medios del derecho natural de gozar de ellos; sería
ahogar completamente la industria; y sería, en fin,
vejar a la vez a los ricos y a los pobres.

XXI

No deben prescribirse normas sobre los vestidos


de los ricos ni sobre los andrajos de los pobres. Unos
y otros, igualmente ciudadanos, deben ser igualmente
libres: cada uno se viste, se sustenta y se aloja como
puede. Si se priva al rico de que coma pollas ceba-
das, se roba al pobre que sostendría su familia con
el precio de la caza que vendería al rico. Si no se
quiere que éste adorne su casa, se arruinará a los
artesanos. El ciudadano que por su fausto humilla al
pobre, lo enriquece mucho más que lo humilla. La
indigencia debe trabajar para la opulencia, con el fin
de igualarse un día con ella.

XXII

Una ley romana que hubiese dicho a Lucullus: No


gastes nada, le hubiera dicho efectivamente: Hazte más
rico a fin de que tu nieto pueda comprar la república.

XXIII

Las leyes de esta clase no pueden agradar sino al


indigente ocioso, orgulloso y envidioso que no quiere

118
trabajar, ni sufrir que gocen aquellos que han traba-
jado.

XXIV
Si se ha formado una república durante una gue-
rra de religión, y durante las turbulencias ha margi-
nado de su territorio a las sectas enemigas, ha pro-
cedido sabiamente; porque mirándose antes como
un país rodeado de apestados, temía que le transmi-
tiese el contagio. Pero cuando este tiempo de turba-
ción ha pasado, cuando la tolerancia se ha hecho el
dogma dominante de todas las personas honradas
de Europa, es una barbarie ridícula preguntar a un
hombre que viene a establecerse y a traer sus rique-
zas a nuestro país: Caballero ¿qué religión profesas? El
oro, la plata, la industria y los talentos no pertene-
cen a ninguna religión.

XXV
En una república digna de este nombre, la liber-
tad de publicar sus pensamientos es el derecho na-
tural del ciudadano: él puede servirse de su pluma
como de su voz; no se le debe privar más de escribir
que de hablar, y los delitos cometidos con la pluma
deben castigarse del mismo modo que los que se
cometan por medio de la palabra. Tal es la ley de
Inglaterra, país monárquico pero donde los hombres
son más libres que en otra parte porque están más
ilustrados.

119
XXVI
De todas las repúblicas, la más pequeña parece
que debe ser la más dichosa, cuando su libertad está
asegurada por su situación y por el interés de sus
habitantes en conservarla. El movimiento parece que
debe ser más fácil y uniforme en una pequeña má-
quina que en una grande en la cual los resortes son
más complicados, y en el que las frotaciones violen-
tas interrumpen el juego más fácilmente. Pero como
el orgullo se introduce en todas las cabezas; como el
furor de mandar a sus iguales es la pasión dominan-
te del espíritu humano; como al estar más próximos
puede ser mayor el odio, sucede algunas veces que
un Estado pequeño experimenta más agitaciones que
uno grande.

XXVII
¿Cuál es el remedio para este mal? La razón que
se hace oír al fin, cuando las pasiones están cansadas
de gritar. Entonces los dos partidos aflojan un poco
en sus pretensiones por temor a empeorar; pero es
necesario tiempo.

XXVIII
En una pequeña república parece que el pueblo debe
ser más escuchado que en una grande, porque es más
fácil hacerse entender por mil personas reunidas que
por cuarenta mil. Por esto hubiera habido mucho más
peligro en querer gobernar Venecia, que tan largo

120
tiempo ha sostenido la guerra contra el imperio
otomano, que San Marino, que sólo ha podido con-
quistar un molino que tuvo que devolver.

XXIX
Parece muy extraño que el autor del Contrato so-
cial se proponga decir que todo el pueblo inglés de-
bería tener asiento en el parlamento, y que cesa de ser
libre cuando su derecho consiste en hacerse representar en el
parlamento por medio de diputados. ¿Querría acaso que
tres millones de ciudadanos viniesen a Westminster
para dar su voto? ¿Los paisanos en Suecia compare-
cen de otra forma que por medio de diputados?

XXX
En el mismo Contrato social se dice que la monarquía
no conviene sino a las naciones opulentas, la aristocracia a
los Estados medianos en riqueza y extensión, y la democracia
a los Estados pequeños y pobres.
Pero en el siglo XIV, en el XV y a comienzos del
XVI los venecianos eran el único pueblo rico, y aún
ahora son muy opulentos; sin embargo Venecia ja-
más ha sido ni será una monarquía. La república ro-
mana fue muy rica desde los Escipión hasta César.
Luca es pequeña y no muy rica, y es aristocrática: la
opulenta e ingeniosa Atenas era un estado democrá-
tico. Nosotros tenemos ciudadanos muy ricos y com-
ponemos un gobierno mezclado de democracia y de
aristocracia; así, pues, es necesario desconfiar de to-
das las reglas generales que sólo existen en la pluma
de los autores.

121
XXXI
El mismo escritor, hablando de los diferentes sis-
temas de gobierno, se explica en esta forma:
Uno encuentra excelente el ser temido por sus vecinos,
otro el ser ignorado. Uno quiere que el dinero circule, otro
que el pueblo tenga pan.
Todo este artículo parece pueril y contradictorio.
¿Cómo puede uno ser ignorado por sus vecinos?
¿Cómo puede vivir seguro, si nuestros vecinos ig-
noran que hay peligro en atacarnos? ¿Cómo un Esta-
do capaz de hacerse temer puede ser ignorado? ¿Y
cómo el pueblo puede tener pan sin que circule el
dinero? La contradicción es manifiesta.

XXXII
Desde el momento en que el pueblo está legítimamente re-
unido en cuerpo soberano, cesa toda la jurisdicción del gobier-
no, el poder ejecutivo queda suspendido, etc. Esta proposi-
ción del Contrato social sería perniciosa si no fuese de
una falsedad y de un absurdo evidentes. En Inglaterra,
cuando el parlamento está reunido ninguna jurisdic-
ción está suspendida; y en el más pequeño Estado, si
durante la asamblea del pueblo se comete un asesinato
o un robo, el criminal es y debe ser entregado a los
ministros de la justicia. De otra forma la reunión del
pueblo sería una tácita libertad para cometer excesos.

XXXIII
En un Estado verdaderamente libre, los ciudadanos lo
hacen todo con sus brazos y nada con el dinero. Esta tesis

122
del Contrato social es una extravagancia. Hay un puen-
te que construir, una calle que empedrar, ¿será nece-
sario que los magistrados, los negociantes y los cléri-
gos empiedren la calle y construyan el puente? El au-
tor no querría pasar seguramente sobre un puente
construido por sus manos: esta idea es digna de un
preceptor que teniendo el encargo de educar a un jo-
ven hidalgo le hiciese aprender el oficio de carpinte-
ro; pero no todos los hombres deben ser obreros.

XXXIV
Los depositarios del poder ejecutivo no son los señores
del pueblo, y sí sus oficiales: él puede establecerlos y
destituirlos cuando guste, y no es por cuenta de ellos el
contratar y sí el obedecer.
Es cierto que los magistrados no son los señores
del pueblo; son las leyes las que mandan, pero todo
lo demás es falso: en todos los Estados y en nuestro
país, tenemos el derecho, cuando somos convoca-
dos, de rechazar o de aprobar a los magistrados y a
las leyes que se nos proponen. No tenemos el dere-
cho de destituir a los oficiales del Estado cuando
gustemos; este derecho sería el código de la anar-
quía. El mismo rey de Francia, cuando ha designado
a un magistrado, no puede destituirlo sin hacerle un
proceso. El rey de Inglaterra no puede quitar una
dignidad de par que haya concedido. El emperador
no puede destituir cuando guste a un príncipe que
ha creado. No se destituyen los magistrados movi-
bles, sino después de haber cumplido el tiempo de
su ejercicio. Tan lícito es quitar su cargo a un magis-
trado por capricho, como encarcelar a un ciudadano
por pura arbitrariedad.

123
XXXV
Es un error considerar al gobierno de Venecia como una
venerable aristocracia; la nobleza es también pueblo: una
multitud de pobres barnabotes jamás consigue una magis-
tratura.
Todo esto es de una falsedad irritante. Ésta es la
primera vez que se ha dicho que el gobierno de
Venecia no es enteramente aristocrático. Esta extra-
vagancia, a decir verdad, sería severamente castiga-
da en el Estado veneciano. Es falso que los senado-
res, a quienes el autor se atreve a darles el despre-
ciable nombre de barnabotes, no hayan sido jamás
magistrados; podría citarle más de cincuenta que han
tenido los más importantes empleos.
Lo que él dice enseguida, que nuestros aldeanos re-
presentan a los habitantes de la tierra firme de Venecia, no es
tampoco cierto. Entre estos habitantes de tierra fir-
me, se encuentran en Brescia, en Verona, en Vicenza
y en otras muchas ciudades, señores con títulos de la
más antigua nobleza, de los cuales algunos han con-
ducido los ejércitos.
Tanta ignorancia unida a tanta presunción es in-
digna de un hombre instruido. Cuando esta igno-
rancia presuntuosa trata con semejantes ultrajes a los
nobles venecianos, uno se pregunta, ¿quién es el gran
señor que se ha enajenado de este modo? Cuando se
sabe, en fin, quién es el autor de estas necedades,
uno se contenta con reírse.

XXXVI
Aquellos que consiguen puestos importantes en las mo-
narquías no son de ordinario sino personas traviesas,

124
intrigantes y malvadas a quienes sus pequeños talentos, que
son los que en las cortes les hacen conseguir los empleos, les
sirven para manifestar su ineptitud luego de que los han
conseguido.
Este conjunto indecente de pequeñas antítesis cí-
nicas no conviene de ningún modo a un libro sobre
el gobierno, que debe estar escrito con toda la dig-
nidad de la sabiduría. Cuando un hombre, sea quien
fuere, presume lo suficiente como para dar lecciones
sobre la administración pública, debe parecer pru-
dente e imparcial como las leyes mismas que cita.
Confesamos con dolor que en las repúblicas, así
como en las monarquías, la intriga hace que se consi-
gan los cargos. En Roma estuvieron los Verres, Milon,
Claudio, Lépido; pero estamos obligados a convenir
que ninguna república moderna puede jactarse de
haber producido ministros como los Oxenstiern,
Sully, Colbert, y los grandes hombres que han sido
escogidos por Isabel de Inglaterra. No insultemos ni
a las monarquías ni a las repúblicas.

XXXVII
El zar Pedro no era un gran genio: hizo algunas cosas
buenas, pero la mayor parte fuera de tiempo. Los tártaros,
vasallos de Rusia, se harán bien pronto sus dueños: estas
revoluciones me parecen infalibles.
A él le parece infalible que las miserables bandas
de tártaros, que se hallan en el último abatimiento,
sometan inmediatamente a un imperio defendido
por doscientos mil soldados que están entre las me-
jores tropas de Europa. ¿El almanaque del Diablo
rengo ha hecho alguna vez semejantes predicciones?
La corte de San Petersburgo nos mirará como a gran-

125
des astrólogos, si sabe que uno de nuestros mance-
bos de relojería ha arreglado la hora en la cual el
imperio ruso debe ser destruido.

XXXVIII

Si uno se toma el trabajo de leer con atención el


Contrato social, no encontrará una página en donde
no haya errores y contradicciones. Por ejemplo, en
el capítulo de la religión civil: Dos pueblos extranjeros
el uno del otro, y casi siempre enemigos, no pueden recono-
cer un mismo Dios; dos ejércitos dándose batalla no sabrían
obedecer a un mismo jefe. Por esto de las divisiones nacio-
nales resulta el politeísmo, y de él se sigue la intolerancia
teológica y civil, que naturalmente es la misma.
Tantas palabras, tantos errores; los griegos, los
romanos, los pueblos de la gran Grecia reconocían
los mismos dioses, haciéndose la guerra; adoraban
igualmente a los dioses majorum gentium, Júpiter,
Juno, Marte, Minerva, Mercurio, etc. Los cristianos,
haciéndose la guerra, adoran al mismo Dios: el poli-
teísmo de los griegos y de los romanos no resulta de
modo alguno de sus guerras; eran todos politeístas
antes de que tuviesen cosa alguna que arreglar entre
sí; en fin, no hubo jamás en sus países ni tolerancia
civil ni intolerancia teológica.

XXXIX
Una sociedad de verdaderos cristianos no sería nunca
una sociedad de hombres, etc. Una aserción como ésta
es muy extravagante. ¿El autor quiere decir que se-
ría una sociedad de bestias, o una sociedad de án-

126
geles? Bayle ha tratado muy detenidamente la cues-
tión sobre si los cristianos de la primitiva Iglesia
podían ser filósofos, políticos y guerreros. Esta
cuestión es bastante ociosa; pero se quiere superar
a Bayle, y se repite lo que él ha dicho; y temiendo
parecer un plagiario, se buscan palabras vagas que
nada significan en sustancia; porque cualesquiera
sean los dogmas de las naciones, ellas harán siem-
pre la guerra.
Este libro se ha quemado en nuestro país. La ope-
ración de quemarlo es posible que haya sido tan
odiosa como la de haberlo escrito; hay algunas co-
sas que deben ser ignoradas por una administra-
ción sabia; si este libro era peligroso, debía haberse
refutado. Quemar un libro en que se razona, es como
decir: Nosotros no tenemos suficientes luces para respon-
der. Los libros injuriosos son los que deben que-
marse, y sus autores deben ser castigados seve-
ramente, porque una injuria es un delito. Razo-
nar mal no es un delito, salvo cuando se es evi-
dentemente sedicioso.

XL
Un tribunal debe tener leyes fijas así en la parte
criminal como en la civil; nada debe ser arbitrario; y
cuando se trata del honor y de la vida, aún mucho
menos que cuando se pleitea por el dinero.

XLI
Un código criminal es absolutamente necesario
para los ciudadanos y para los magistrados. Los ciu-

127
dadanos no podrán quejarse de las sentencias, y los
magistrados no tendrán que temer ser odiados, por-
que es la ley y no su voluntad la que condena. Es
necesaria una autoridad para juzgar sólo por la ley,
y otra para conceder.

XLII

En cuanto al ramo de hacienda es bien sabido que


son los ciudadanos los que deben arreglar la suma
necesaria para el pago de los gastos del Estado; se
sabe muy bien que las contribuciones deben ser ma-
nejadas con austeridad por aquellos que las admi-
nistran, y acordadas con nobleza en las ocasiones
importantes. Sobre este artículo no hay ningún car-
go que hacer a nuestra república.

XLIII

Jamás ha existido un gobierno perfecto, porque


los hombres tienen pasiones, y si ellos no tuviesen
pasiones no habría necesidad de gobierno. El más
tolerable de todos es sin duda el republicano, por-
que es el que más aproxima a los hombres a la igual-
dad natural. Todo padre de familia debe ser el se-
ñor en su casa y no en la de su vecino. En una socie-
dad, que está compuesta de varias casas y de varios
terrenos que le corresponden, es contradictorio que
un solo hombre sea el señor de estas casas y estos
terrenos, y es natural que cada dueño tenga su voz
para el bien de la sociedad.

128
XLIV

¿Los que no tienen ni casa ni tierras en esta socie-


dad deben tener su voto? No tienen más derecho a él
que el que puede tener un dependiente pagado por
un mercader para mezclarse en reglar un comercio;
pero pueden ser asociados, sea por haber prestado
servicios, sea por haber pagado su asociación.

XLV

Este país gobernado en común debe ser más rico


y poblado que si estuviese gobernado por un se-
ñor; cada uno, en una verdadera república, al estar
seguro de la propiedad de sus bienes y la de su
persona, trabaja para sí mismo con confianza; y me-
jorando su condición, mejora la del público. Bajo la
autoridad de un señor sucede lo contrario; y a un
hombre le causa la mayor sorpresa oír decir algu-
nas veces que su persona y sus bienes no le perte-
necen.

XLVI

Una república protestante debería ser doce veces


más rica, más industriosa y más poblada que una
papista, suponiendo que tenga igual terreno y que
sea igualmente bueno, por la razón de que en un
país papista hay treinta fiestas que resultan en trein-
ta días de ocio y desorden, y treinta días son la duo-
décima parte del año. Si en este país papista hay una
duodécima parte más de clérigos, de aprendices de

129
clérigos, de frailes y de monjas que en Colonia, es
claro que un país protestante de igual extensión debe
estar poblado aún más de una duodécima parte.

XLVII
Los registros de la cámara de cuentas de los Paí-
ses Bajos, que se hallan actualmente en Lila, mani-
fiestan que Felipe II no sacaba sino ochenta mil escu-
dos de las siete Provincias Unidas; y por un extracto
de las rentas de la sola provincia de Holanda, hecho
en 1700, sus rentas ascendían a veintidós millones,
doscientos cuarenta y un mil trescientos treinta y
nueve florines, que hacen, en moneda francesa, cua-
renta y seis millones setecientos seis mil ochocientas
once libras y dieciocho sueldos. Esto es lo que po-
seía el rey de España a principios de siglo.

XLVIII
Que se compare lo que éramos en tiempo de nues-
tro obispo con lo que somos hoy día. Dormíamos en
los desvanes, comíamos en nuestras cocinas en pla-
tos de madera, sólo nuestro obispo tenía vajilla de
plata, e iba a su diócesis, que él llamaba sus Estados,
con cuatro caballos. Ahora encontramos algunos ciu-
dadanos que tienen el triple de renta, y poseemos
en la ciudad y en el campo casas mucho más hermo-
sas que aquella que él llamaba su palacio, del que
hemos hecho la cárcel.

130
XLIX
La mitad del terreno de Suiza está llena de peñas-
cos y precipicios, y la otra es poco fértil; pero cuando
las manos libres, conducidas al fin por espíritus ilus-
trados, han cultivado esta tierra, se ha vuelto flore-
ciente. En el país del papa, por el contrario, desde
Orvieto hasta Terrasino, en el espacio de más de cien-
to veinte millas de camino todo está sin cultivar y
despoblado, y se ha vuelto malsano a causa de la es-
casez; se puede viajar una jornada entera sin encon-
trar hombres ni animales; hay más clérigos que cam-
pesinos, y apenas se come otra clase de pan que no
sea el ácimo. Éste es el país que en tiempo de los anti-
guos romanos estaba regado de ciudades opulentas,
de casas suntuosas, de caseríos, de jardines y de anfi-
teatros. Añádase además a este contraste, que seis
regimientos suizos conquistarían en quince días los
Estados del papa. Si alguien hubiera podido hacer esta
predicción a César, cuando superándolos vino a batir
a los suizos en número de cerca de cuatrocientos mil,
lo hubiera sorprendido extraordinariamente.

L
Puede ser útil que haya dos partidos en una re-
pública, para que uno vigile al otro, y porque los
hombres tienen necesidad de ser controlados. No
es tan vergonzoso como se cree que una república
tenga necesidad de mediadores; esto prueba, en ver-
dad, que hay terquedad de ambas partes; pero tam-
bién prueba que una y otra tienen mucho valor, mu-
chas luces y una gran sagacidad para interpretar las

131
leyes en sentidos diferentes; y entonces necesaria-
mente convienen los mediadores para que aclaren
las leyes controvertidas, para que las cambien si es
preciso, y para que detengan cuanto sea posible las
innovaciones. Se ha dicho mil veces que la autoridad
quiere siempre extender sus límites, y el pueblo que-
jarse de continuo; que no es necesario ceder a todas
las representaciones, ni tampoco negarlas; que es pre-
ciso que la autoridad y la libertad tengan un freno;
que se debe balancear con equidad; pero ¿en dónde
está el punto de apoyo? ¿Quién lo fijará? Esto sería
el triunfo de la razón y de la imparcialidad.

LI
Esperaba ver en el Espíritu de las leyes cómo las
decretales cambiaron toda la jurisprudencia del an-
tiguo código romano, por qué leyes Carlomagno go-
bernó su imperio, y por medio de qué anarquía el
gobierno feudal lo trastornó; por qué arte y por qué
audacia Gregorio VII y sus sucesores destruyeron
las leyes de los reinos y de los grandes feudos bajo
el anillo del pescador; y por qué revueltas se ha con-
seguido destruir a la legislación papal. Yo esperaba
ver el origen de los bailiajes que administraron la
justicia casi por todas partes después de los otones,
y la de los tribunales llamados parlamentos o au-
diencias, o bancos del rey o echiquiers; deseaba cono-
cer la historia de las leyes bajo las cuales nuestros
padres y sus hijos han vivido; los motivos que las
establecieron, y por los que fueron descuidadas,
destruidas y renovadas; buscaba el hilo en este labe-
rinto: el hilo está roto casi en cada artículo. Me he
engañado, he encontrado el talento del autor, que lo

132
tiene en grado sumo, y apenas he visto el espíritu de
las leyes. Salta más que anda, divierte más que ilus-
tra, satiriza algunas veces mejor que lo que juzga, y
hace desear que un genio tan hermoso hubiese tra-
tado más de instruir que de hacerse admirar.
Este libro defectuoso, esta obra, debe ser siem-
pre estimada por los hombres, porque el autor ha
dicho sinceramente lo que piensa, cuando la mayor
parte de los escritores de su país, empezando por
Bossuet, ha expresado por lo general lo que no pien-
sa. Por todas partes recuerda a los hombres que ellos
son libres; presenta a la naturaleza humana los títu-
los que ha perdido en la mayor parte de la tierra,
combate la superstición e inspira la moral.
¿Será por medio de los libros que destruyen la
superstición y que hacen amable la virtud como se
conseguirá que los hombres sean mejores? Sí: si los
jóvenes leen estos libros con atención, se preserva-
rán de toda especie de fanatismo, y conocerán que
la paz es el fruto de la tolerancia y el verdadero ob-
jeto de toda sociedad.
La tolerancia es tan necesaria en la política como
en la religión, sólo el orgullo es intolerante. Él revo-
luciona los espíritus, queriéndolos forzar a pensar
como nosotros, y es el secreto origen de todas las
divisiones.
Los buenos modales, la circunspección, la indul-
gencia, aseguran la unión entre los amigos y en las
familias, y harán el mismo efecto en un pequeño Es-
tado que en una gran familia.

133
134
HAY QUE TOMAR PARTIDO

DIATRIBA SATÍRICA

Il faut prendre un parti, ou le principe d’action. Diatribe (1772).


En la última corrección el autor cambió el título Il faut prendre
un parti, ou le principe d’action por II faut prendre un parti, ou du
principe d'action et de l'éternité des choses, par l'abbé de Tilladet.

135
136
No se trata aquí de tomar partido entre Rusia y
Turquía, porque estos dos Estados harán la paz tar-
de o temprano sin que yo me mezcle en este parti-
cular.
No se trata tampoco de declararse a favor de una
facción inglesa contraria a otra, porque bien pronto
desaparecerán para dar lugar a nuevos partidos.
Tampoco se trata de hacer una elección entre los
cristianos griegos, armenios, eucaristas, jacobitas, pa-
pistas, luteranos, calvinistas, anglicanos, los primeros
conocidos bajo el nombre de cuáqueros, los anabap-
tistas, los jansenistas, los molinistas, los pietistas y tan-
tas otras sectas. Yo quiero vivir en paz con todos es-
tos señores y cuando los encuentre jamás disputaré
con ellos, porque sé que no encontraré ni siquiera uno
que teniendo que dividir un escudo no sepa hacer su
cuenta perfectamente, sin consentir en perder ni un
céntimo por la salvación de mi alma ni por la de la
suya.
No seré partidario de los antiguos parlamentos
de Francia ni de los modernos, porque de aquí a unos
años no se hablará ni de unos ni de otros.
Ni entre naciones antiguas y modernas, porque
éste es un pleito interminable.
Ni entre jansenistas y molinistas, porque no exis-
ten ya, y puede verse que han quedado inútiles cin-
co o seis mil volúmenes, al igual que las obras de
Saint Ephrem.
Ni entre óperas bufas francesas o italianas, por-
que esto es una cosa de puro capricho.

137
Aquí no se trata sino de una pequeña bagatela,
de saber si hay o no hay Dios; esto es lo que me
propongo examinar seriamente y de muy buena fe,
porque esto me interesa, y a todos por igual.

I
Del principio del movimiento
Todo está en movimiento, todo está en acción y
reacción en la naturaleza.
Nuestro sol gira sobre sí mismo, y los otros soles
tienen un movimiento semejante; mientras que a su
alrededor una multitud innumerable de planetas re-
corre velozmente sus órbitas, y mientras la sangre
circula más de veinte veces por hora en los cuerpos
de los más viles animales.
Una paja conducida por la fuerza del viento gra-
vita naturalmente hacia el centro de la tierra, como
la tierra tiene igual tendencia hacia el sol, y el sol
hacia la tierra. Por estas mismas leyes está estableci-
do el eterno flujo y reflujo del mar. Por ellas los va-
pores que se forman en nuestra atmósfera se esca-
pan continuamente de la tierra y caen después como
rocío, lluvia, granizo, nieve o en rayos. Todo está en
movimiento; la muerte misma está en una perpetua
acción. Los cadáveres se descomponen, se transfor-
man en vegetales, sustentan a los vivos quienes a su
vez sirven para mantener a otros seres vivos. ¿Cuál
es, pues, el principio de este movimiento universal?
Es necesario que el principio sea único: la unifor-
midad constante en las leyes que rigen la marcha de
los cuerpos celestes, la que se nota en los movimien-
tos de nuestro globo, en cada especie, en cada géne-
ro de animal, de vegetal y de mineral, indican un

138
solo motor. Si hubiera dos, estos movimientos se-
rían diversos, o contrarios, o semejantes; si fueran
diversos, nada estaría en correspondencia; si fueran
contrarios todo se destruiría; y si fueran semejantes
el resultado sería como si hubiera un solo motor:
esto sería un empleo doble.
Yo me he afirmado en la idea de que no puede
existir sino un solo motor, en la medida en que he
dirigido la atención a las leyes constantes y unifor-
mes de la naturaleza.
La gravitación se encuentra en todos los globos y
los hace dirigirse los unos hacia los otros, en razón
directa no de sus superficies, lo que podría ser el
efecto de la impulsión de un fluido, sino en razón de
sus masas.
El cuadrado de revolución de todo planeta es
como el cubo de su distancia del sol, y esto prueba,
de paso, lo que adivinó Platón, yo no sé cómo, de
que el mundo era la obra de un geómetra eterno.
Los rayos de luz tienen sus reflexiones y sus
refracciones en toda la extensión del universo. Las
verdades matemáticas son las mismas en la estrella
Sirio que en nuestro pequeño gabinete. Si dirijo mi
vista sobre el reino animal, todos los cuadrúpedos y
los animales de dos patas que no tienen alas perpe-
túan su especie de la misma manera; todas sus hem-
bras son vivíparas.
Todos los pájaros ponen huevos.
En todas las especies, cada una se multiplica y se
sustenta de manera uniforme.
Cada género de vegetal tiene el mismo trasfon-
do de propiedades.
Seguramente la encina y el avellano no han con-
venido para nacer y crecer de un modo semejante;
así como Marte y Saturno no se han puesto de acuer-

139
do para observar las mismas leyes. Luego, existe una
inteligencia única, universal y poderosa, que obra
siempre de acuerdo a leyes invariables.
Nadie duda de que una esfera armilar, los paisa-
jes, los animales dibujados, las anatomías en cera
colorada, no sean obra de hábiles artífices. ¿Podrá
ser, pues, que las copias estén formadas por un ser
inteligente, y que los originales no deriven de otro
ser inteligente? Esta sola idea me parece la más fuer-
te demostración, y no concibo cómo puede comba-
tirse.

II
Del principio del movimiento necesario y eterno
Este único motor es muy poderoso, puesto que
dirige una máquina tan vasta y tan complicada.
Es muy inteligente, ya que el menor resorte de
esta máquina no puede ser reemplazado por noso-
tros, que somos inteligentes.
Es necesario, porque sin él la máquina no existi-
ría.
Es eterno, porque no puede ser producto de la
nada; de ésta no es posible que resulte ninguna
producción. Desde el momento en que se pruebe
la existencia de alguna cosa, está demostrado que
esa cosa es de toda eternidad. Tal ha sido en nues-
tros días el progreso del espíritu humano, a pesar
de los esfuerzos que han hecho para embrutecer-
nos nuestros maestros de ignorancia, durante
muchos siglos.

140
III
¿Cuál es este principio?
No puedo demostrar la existencia de un principio
de movimiento, del primer motor, del Ser Supremo,
por síntesis, como lo hace el doctor Clarke. Si este
método perteneciese al hombre, Clarke sería digno
quizá de emplearlo, pero el análisis me parece hecho
a la medida de nuestra débil comprensión. Sólo es-
forzándome en remontar lentamente el río de la eter-
nidad puedo intentar alcanzar su origen.
Habiendo pues conocido por el movimiento que
existe un motor; estando probado por la acción que
hay un principio de acción, busco ahora lo que es
este principio universal. La primera cosa que veo con
dolor secreto, pero con eterna resignación, es que
siendo yo una parte imperceptible del gran todo; sien-
do, como dice Timeo, un punto entre dos eternida-
des, me será imposible comprender este gran todo y
su señor, que me absorben por completo.
Sin embargo, me alienta un poco ver que me ha
sido permitido medir la distancia de los astros, su
curso y las leyes que los retienen en sus órbitas.
Entonces me digo a mí mismo: Puede ser que sir-
viéndome con buena fe de mi razón, encuentre al-
gún resquicio de verosimilitud que me clarifique
en la profunda noche de la naturaleza. Si este pe-
queño crepúsculo no se me aparece, me consolaré
sabiendo que mi ignorancia es invencible, que los
conocimientos que no están a mi alcance me son
enteramente inútiles, y que el Ser Supremo no me
castigará por haber querido conocerlo y no haberlo
conseguido.

141
IV
¿Dónde está el primer principio? ¿Es infinito?
No veo en absoluto el primer principio motor e
inteligente en un animal llamado hombre, cuando
éste me demuestra una proposición de geometría, o
cuando levanta un peso. Sin embargo, estoy obliga-
do a juzgar, a pesar de la inferioridad que me pre-
senta, que hay en él un principio. No puedo descu-
brir si este principio está en su corazón, o en su cabe-
za, o en su sangre, o en su cuerpo. De la misma ma-
nera que adivino un principio en la naturaleza, he
advertido que debe ser eterno; ¿pero dónde está?
Si él anima todo lo que existe, está en todo lo que
existe: esto me parece indudable. Él está en todos
los seres, como está el movimiento en todos los cuer-
pos de los animales, si es posible servirse de esta
miserable comparación.
Pero si el principio que busco está en todo lo que
existe, ¿puede estar en lo que no existe? ¿El universo
es infinito? Lo concibo eterno porque este gran prin-
cipio no puede haberse formado de la nada; que no
viene nada de la nada es tan verdadero como dos y dos
son cuatro; dado que se encuentra, como hemos vis-
to, una contradicción absurda en decir: El ser que está
continuamente en acción ha pasado una eternidad sin crear
ninguna cosa. El ser necesario ha sido durante una
eternidad un ser inútil.
No veo ninguna razón por la cual este ser necesa-
rio sea infinito; su naturaleza me parece que se halla
por todas partes en donde se encuentra la existen-
cia, ¿pero cómo y por qué una existencia infinita?
Newton ha demostrado el vacío, que sólo se había
considerado una suposición hasta él. Si en la natura-

142
leza hay vacío, el vacío puede estar separado de la
naturaleza. ¿Qué necesidad hay de que los seres se
extiendan al infinito? ¿Qué vendrá a ser el infinito
en extensión?
Dios está presente en todas partes, dice Clarke;
sin duda, pero también hay muchas zonas en las
cuales no hay nada. Estar presente en la nada me
parece una contradicción del sentido y un absurdo.
Yo estoy obligado a admitir una eternidad, pero no
lo estoy a aceptar un infinito.
En fin, ¿qué importa que el espacio sea un ser real
o una simple aprehensión de mi entendimiento? ¿Qué
importa que el ser necesario, inteligente, poderoso,
eterno, creador de todos los seres, exista en este es-
pacio imaginario o no exista en él? ¿Dejo por esto de
ser una obra suya? ¿Dependo menos de su poder?
Veo a este Señor del mundo con los ojos de mi inteli-
gencia, pero no lo veo más allá del universo.
Aún se disputa sobre si el espacio infinito es o no
real. No quiero sentar mi dictamen sobre una cosa
tan equívoca, sobre una opinión digna de los esco-
lásticos; no quiero establecer el trono de Dios en los
espacios imaginarios.
Si se pueden comparar las pequeñas cosas que
nos parecen grandes a lo que es efectivamente gran-
de, imaginemos que un alguacil de Madrid quiere
persuadir a un castellano, vecino suyo, de que el
rey de España es el señor del mar que está al norte
de las Californias, y de que cualquiera que lo dude
es reo de lesa majestad. El castellano le responde:
Yo ignoro absolutamente si hay un mar más allá de las
Californias; poco me importa que este mar exista con tal
de tener con qué vivir en Madrid, y no tengo necesidad de
que se descubra este mar para ser fiel a mi rey en las orillas
del Manzanares. Que él tenga o no navíos más allá de

143
la bahía de Hudson, no por eso tiene menos poder
para mandarme aquí; y reconozco mi dependencia
en Madrid, porque sé que él es el señor de Madrid.
Así es que nuestra dependencia del gran ser no
viene de ningún modo de que esté presente fuera
del mundo, y sí de que lo esté en el mundo. Perdone
el Señor de la naturaleza por haber puesto como
ejemplo a un hombre miserable para explicarme más
claramente.

V
Todas las obras del Ser Eterno son eternas
El principio de la naturaleza es necesariamente
eterno, siendo su esencia el obrar de continuo, por-
que, lo repito, si este principio no hubiera sido siem-
pre el Dios creador, hubiera sido siempre el dios in-
dolente, el dios de Epicuro, el dios que no es bue-
no para nada. Ésta es una verdad que me parece
demostrada con todo rigor.
El mundo, que es su obra, bajo cualquier forma
que parezca es, pues, eterno como él, del mismo
modo que la luz es tan antigua como el sol, el movi-
miento tan antiguo como la materia, los alimentos
tan antiguos como los animales; sin lo cual el sol, la
materia y los animales hubieran sido no solamente
seres inútiles, sino seres contradictorios y quiméri-
cos.
En efecto, ¿qué puede imaginarse más contradic-
torio que un ser esencialmente activo que nada hu-
biera hecho durante una eternidad; un ser creador,
que no hubiera formado cosa alguna, y no hubiera
hecho sino algunos astros de pocos años a esta par-
te, sin que exista ninguna razón para haberlos for-

144
mado más bien en un tiempo que en otro? El princi-
pio inteligente no puede hacer nada sin razón; nin-
guna cosa puede existir sin causa antecedente y ne-
cesaria. Esta causa antecedente y necesaria ha existi-
do eternamente; luego, el universo es eterno.
Aquí no hablamos sino filosóficamente, y no se
merecen que los miremos a la cara aquellos que ha-
blan por revelación.

VI
El Ser Eterno, primer principio,
lo ha arreglado todo según su voluntad
Es muy claro que esta suprema inteligencia, nece-
saria y activa, tiene una voluntad, y que todo lo ha
arreglado porque así lo ha querido. ¿Cómo sería po-
sible obrar y formar todo sin quererlo hacer? Esto
sería ser puramente una máquina, y esta máquina su-
pondría otro primer principio, otro motor. Siempre
será necesario ir a parar a un primer ser inteligente,
sea el que fuere. Nosotros queremos, obramos o for-
mamos varias máquinas cuando lo determinamos; el
gran Demiurgo poderoso lo ha hecho todo, porque
todo lo ha querido hacer.
Aun Spinoza reconocía en la naturaleza un poder
inteligente y necesario. Pero una inteligencia desti-
tuida de voluntad sería una cosa absurda, porque
no serviría de nada. El gran Ser necesario ha queri-
do todo lo que ha hecho.
Acabo de decir que lo ha hecho todo necesaria-
mente, porque si sus obras no fuesen necesarias se-
rían inútiles; ¿pero esta necesidad le quitará la vo-
luntad? No, sin duda. Quiero necesariamente ser
dichoso, no dejo de querer esta dicha, al contrario,

145
la quiero con tanta más fuerza, que la quiero inven-
ciblemente.
¿Esta necesidad destruye al primer principio su
libertad? De ningún modo; la libertad no puede ser
otra cosa sino el poder de obrar el Ser Supremo, el
que siendo todopoderoso, es el más libre de los se-
res.
Véase, pues, al gran artífice de todas las cosas,
reconocido necesario, inteligente, poderoso y libre.

VII
Todos los seres, sin ninguna excepción, están
sometidos a las leyes eternas
¿Cuáles son los efectos de este poder eterno, que
reside esencialmente en la naturaleza? Yo no los veo
sino de dos especies: insensibles y sensibles.
La tierra, los mares, los planetas, los soles, pare-
cen seres insensibles y destituidos de toda sensibili-
dad. Un caracol, que quiere, que tiene algunas per-
cepciones y que siente el amor, parece que gozara en
todo esto de una ventaja superior a toda la brillantez
del sol que ilumina el espacio. Mas todos estos astros
están sometidos a las leyes eternas e invariables.
Ni el sol, ni el caracol, ni la ostra, ni el perro, ni el
mono, ni el hombre, han podido brindarse a sí mis-
mos cosa alguna de lo que poseen, y es evidente que
todo lo han recibido.
El hombre y el perro han nacido sin saber cómo,
de una madre que los ha puesto en el mundo a pesar
suyo; los dos se sustentan de la leche de sus madres
sin saber lo que hacen; y esto sucede por un meca-
nismo harto delicado y complicado, del cual muy
pocos hombres adquieren el conocimiento.

146
Los dos, al cabo de algún tiempo, tienen ideas,
memoria y voluntad; el perro muy temprano, el hom-
bre más tarde.
Si los animales no fuesen sino simples máquinas,
esto sería una razón más para aquellos que creen que
el hombre es también una máquina; pero no hay na-
die que no confiese hoy que los animales tienen ideas,
memoria, inteligencia, y que perfeccionan sus cono-
cimientos; que un perro de caza aprende su oficio, y
que una zorra vieja es mucho más hábil que una jo-
ven, etc.
¿De dónde les vienen todas estas facultades, sino
de la causa primordial, eterna; del principio del mo-
vimiento, del gran Ser que anima a la naturaleza?
¿Puede el hombre tenerlas de otra causa? Sus fa-
cultades se desenvuelven mucho más tarde que las
de los animales, y las tiene en un grado mucho más
eminente.
Él no tiene nada sino lo que le da el gran Ser.
Sería una extraña contradicción, un singular absur-
do decir que todos los astros, todos los elementos,
todos los vegetales, todos los animales, obedecie-
ran sin cesar e irresistiblemente a las leyes del gran
Ser, y que sólo el hombre pudiera conducirse por sí
mismo.

VIII
El hombre está esencialmente sometido a las
leyes eternas del primer principio
Veamos, pues, a este animal hombre con los ojos
de la razón que el gran Ser nos ha dado.
¿Cuál es la primera percepción que recibe? Es la
del dolor; enseguida el placer del sustento; esto es

147
toda nuestra vida: dolor y placer. ¿De dónde nos
vienen estos dos resortes que nos hacen movernos
hasta el último momento, sino de este primer princi-
pio de movimiento, de este gran Demiurgo? Cierta-
mente, no siendo nosotros los que nos procuramos
el dolor, ¿cómo podríamos tampoco ser la causa del
pequeño número de nuestros placeres? Hemos di-
cho antes que nos era imposible inventar un nuevo
placer, es decir un nuevo sentido; digamos ahora que
nos es igualmente imposible inventar un nuevo do-
lor. Los más abominables tiranos no han podido con-
seguirlo; los judíos, de quien el venerable Calmet ha
hecho grabar los suplicios en su diccionario, no han
podido hacer más que destrozar, mutilar, tirar, que-
mar, degollar, ahogar, precipitar y aplastar: todos
sus tormentos están reducidos a éstos. Nosotros no
podemos nada por nosotros mismos, ni en bien ni
en mal; no somos sino los instrumentos ciegos de la
naturaleza.
Pero yo quiero pensar y pienso, dice vagamente la
mayor parte de los hombres. Detengámonos; ¿cuál
ha sido nuestra primera idea después de los senti-
mientos de dolor? La del pecho que hemos mama-
do; después el rostro de nuestra ama, después algu-
nos débiles objetos e incluso algunas necesidades nos
han causado impresiones. Hasta este estado, ¿no po-
drá decirse que el hombre es un autómata sensible,
un animal desgraciado, sin conocimiento y sin po-
der, un rebusco de la naturaleza? ¿Qué es el hijo de
un rey al salir de la matriz? Disgustaría a su mismo
padre si éste no lo mirase como hijo suyo; una flor
del campo que pisan nuestros pies es un objeto infi-
nitamente superior.

148
IX
Del principio de acción de los seres sensibles
Viene, en fin, un tiempo en que un número más o
menos grande de percepciones recibidas en nuestra
máquina, al parecer se presentan ante nuestra vo-
luntad. Nosotros creemos entonces que formamos
ideas. Esto es lo mismo que si se dijera, abriendo la
llave de una fuente, que nosotros creemos haber
hecho el agua que surge. ¡Nosotros crear ideas! ¡Qué
miserables somos! Siendo evidente que no hemos
tenido ninguna participación en las primeras, ¿ima-
ginaremos ser los creadores de las segundas? Pese-
mos bien esta vanidad de formar ideas y veremos
que es insolente y vana.
Acordémonos de que nada existe en los objetos
exteriores que tenga la menor analogía con una sen-
sación, con una idea ni con un pensamiento. Haga-
mos fabricar un ojo, una oreja; este ojo no verá, la
oreja no oirá; y lo mismo sucede con nuestro cuerpo
viviente. El principio universal de acción lo hace todo
en nosotros: él no nos ha diferenciado del resto de
la naturaleza.
Dos experiencias continuamente reiteradas duran-
te el curso de nuestra vida, y de las cuales he habla-
do en otra parte, convencerán a todo hombre de que
reflexione que nuestras ideas, nuestra voluntad y
nuestras acciones no nos pertenecen.
La primera es que nadie sabe ni puede saber la
idea que se le presentará antes de un minuto, qué
voluntad tendrá, qué palabra dirá ni qué movimien-
to hará su cuerpo.
La segunda, que durante el sueño es muy claro
que todo se hace sin que tengamos la menor parte;

149
confesemos que mientras dormimos somos puros au-
tómatas sobre los cuales un poder invisible obra
con una fuerza real tan poderosa como incomprensi-
ble. Este poder llena nuestra cabeza de ideas, nos
inspira deseos, pasiones, voluntades y reflexiones,
pone en movimiento a todos los miembros de nues-
tro cuerpo, y aun ha sucedido algunas veces que una
madre ha ahogado efectivamente en sueños a su hijo
recién nacido que dormía a su lado; y que un amigo
ha matado a otro. Algunos disfrutan realmente de
una mujer que no conocen; ¡cuántos músicos han com-
puesto fragmentos de música, cuántos predicadores
han arreglado sus sermones!
Si nuestra vida estuviese exactamente comparti-
da entre la vigilia y el sueño, aunque por lo común
no empleamos en dormir sino una tercera parte de
nuestra miserable existencia, y si durante este tiem-
po soñásemos de continuo, creo que entonces que-
daría demostrado que la mitad de nuestra vida no
depende de nosotros. Pero considerando que de las
veinticuatro horas del día nos pasamos ocho dur-
miendo, es evidente que el tercio de nuestros días
no nos pertenece en modo alguno. Añadamos a esto
el tiempo de la infancia, y todo el que se emplea en las
funciones puramente animales, y veremos lo que res-
ta: nos admiraremos de tener que confesar que la mi-
tad de la vida, a lo menos, no nos pertenece en abso-
luto. Concibamos, pues, ahora, qué inconsecuencia se-
ría que la mitad de la vida dependiese de nosotros y
que la otra mitad no tenga la misma dependencia.
Concluyamos, pues, en que el principio universal
del movimiento es el que lo hace todo en nosotros.
Un jansenista me detiene, y me dice: Eres un pla-
giario, has sacado vuestra doctrina del famoso libro de La
Acción de Dios sobre las criaturas, o sea la premoción

150
física, por nuestro gran patriarca Boursier, de quien hemos
dicho que había empapado su pluma en el tintero de la Di-
vinidad. No, amigo mío, jamás he tomado cosa algu-
na de los jansenistas, ni de los molinistas, sino una
fuerte aversión a sus cábalas y un poco de indiferen-
cia por sus opiniones. Boursier, tomando a Dios por
su corneta, sabe precisamente de qué naturaleza era
el sueño de Adán cuando Dios le arrancó una costi-
lla para formar de ella a la mujer; de qué especie era
su concupiscencia, su gracia habitual, su gracia ac-
tual; sabe, con San Agustín, que en el paraíso terre-
nal se hubieran hecho hijos sin voluptuosidad, sin
gusto del placer carnal, del mismo modo que uno
siembra su campo; está convencido de que Adán no
ha pecado en el paraíso sino por distracción. Yo no
sé nada de todas estas cosas, y me contento con ad-
mirar a aquellos que poseen una tan bella y profun-
da ciencia.

X
Del principio de acción llamado alma
Se ha imaginado, después de muchos siglos, que
teníamos un alma que obraba por sí misma; y esta
idea se ha hecho tan familiar que se ha considerado
esta alma como una cosa real.
Por todas partes se ha gritado ¡el alma, el alma!, sin
tener la más ligera noción de lo que se pronunciaba.
Tan pronto se ha querido decir la vida; tan pron-
to era un pequeño simulacro que se nos asemejaba y
que iba después de nuestra muerte a beber las aguas
del Aqueronte; era una armonía, una perfección. En
fin, se la ha mirado como un pequeño ser que no
tiene cuerpo, un soplo que no es aire; y de esta pala-

151
bra soplo, que quiere decir espíritu en más de una
lengua, se ha hecho un no sé qué, que no es absolu-
tamente cosa alguna.
¿Pero quién no ve que se pronunciaba esta pala-
bra alma vagamente, y sin entender, como se pro-
nuncia hoy día; y quién no ve cómo se prefieren las
palabras movimiento, imaginación, memoria, deseo,
voluntad? No hay ser real que se llame voluntad,
deseo, imaginación, entendimiento; pero el ser real
llamado hombre comprende, imagina, se acuerda,
desea, quiere y se mueve. Éstas son voces abstrac-
tas inventadas para facilitar el discurso. Yo corro,
duermo, me despierto, pero no hay ningún ser físi-
co que sea carrera, sueño o vigilia; tampoco son
seres la vista, el oído, el tacto, el olfato ni el gusto;
pero yo veo, oigo, toco, huelo y degusto. ¿Y cómo
hago todo esto? Porque el gran Ser ha dispuesto
todas las cosas; porque el principio de acción, la
causa universal, en una palabra, Dios, nos da todas
estas facultades.
Prestemos atención: en el caracol se encontrarán
otras razones para suponer que tiene un ser secreto,
llamado alma libre, como se encuentra en el hombre.
El caracol tiene una voluntad, deseos, gustos, sensa-
ciones, ideas y memoria; quiere ir hacia el objeto que
lo sustenta, hacia el que causa su amor; se acuerda,
tiene la idea, va hacia ese objeto tan aprisa como le
es posible, conoce el placer y el dolor. Sin embargo,
nosotros no recibimos con admiración que se nos
diga que este animal no tiene alma espiritual, ni que
se nos diga que Dios le ha hecho estos dones sólo
por un corto tiempo, y que aquel que hace mover los
astros hace mover los insectos. Pero cuando se trata
de un hombre cambiamos de dictamen: este pobre
animal nos parece tan digno de nuestros respetos;

152
quiero decir, somos tan orgullosos que nos atreve-
mos a poner en su miserable cuerpo alguna cosa que
se parezca a la naturaleza de Dios; y, sin embargo,
por la perversidad de nuestros pensamientos, nos pa-
rece algunas veces sumamente diabólico el atribuirle
alguna cosa de sabio y de loco, de bueno y execrable,
de celeste y de infernal, de invisible y de visible, de
inmortal y de mortal, de incomprensible y de com-
prensible; y nos hemos acostumbrado a admitir esta
idea del mismo modo que tenemos la costumbre de
decir movimiento, aunque no exista ningún ser que sea
movimiento, y de preferir el uso de las palabras abs-
tractas, aunque no existan seres abstractos.

XI
Examen del principio de acción llamado alma
No obstante todo esto, hay en el hombre un prin-
cipio de acción, y lo hay por todas partes ¿pero este
principio puede ser otra cosa que un resorte, un pri-
mer móvil secreto que se desarrolla por la voluntad
siempre en acción del primer principio tan poderoso
como secreto, tan evidente como invisible, el que no-
sotros hemos reconocido como la causa esencial de
toda la naturaleza?
Si creamos el movimiento, si creamos las ideas,
porque así lo queremos, nosotros somos Dios en
aquel momento, porque tenemos los atributos de
Dios: voluntad, poder, creación; veamos, pues, el
absurdo en que caemos haciéndonos Dios.
Es necesario escoger entre estos dos partidos: o
ser Dios cuando gustemos, o depender continuamente
de Dios; el primero es extravagante, sólo el segundo
es razonable.

153
Si hubiese en nuestro cuerpo un pequeño dios lla-
mado alma libre, que a menudo es un pequeño diablo,
sería necesario o que este pequeño dios hubiese sido
creado desde toda la eternidad, o que lo fuese en el
momento de la concepción, o mientras somos un em-
brión, o al momento de nacer, o cuando comenzamos
a sentir; todos estos partidos son igualmente ridículos.
Un pequeño dios subalterno, inútilmente existente
durante una eternidad pasada para descender den-
tro de un cuerpo que muere muchas veces al tiempo
de nacer, es el colmo de la contradicción y de la im-
pertinencia.
Si este pequeño dios alma está creado en el mo-
mento en que nuestro padre arroja el dardo en la
matriz de nuestra madre, veremos al Señor de la
naturaleza, al Ser de los seres, ocupado continua-
mente en espiar todas las citas, siempre atento al
momento en que el hombre se complace con una
mujer, y aprovechándolo para enviar rápidamente
un alma sensible y pensante a un calabozo entre el
intestino recto y la vejiga. ¡Veremos un pequeño dios
graciosamente alojado! Cuando una mujer ha dado
a luz a una criatura muerta, ¿qué se hace este dios alma,
que estaba encerrado entre los excrementos infectos
y la orina; adónde vuelve?
Las mismas dificultades, las mismas inconsecuen-
cias, los mismos absurdos ridículos subsisten en to-
dos los demás casos. La idea de un alma, según el
vulgo la concibe comunmente sin reflexión, es segu-
ramente lo que se ha imaginado más necio y más
insensato.
Cuánto más razonable, más discreto, más respe-
tuoso para el Ser Supremo, más conveniente a nues-
tra naturaleza, y por consiguiente cuánto más ver-
dadero sería decirle:

154
“Nosotros somos máquinas producidas en todo
momento, unas después de las otras, por el eterno
geómetra; máquinas hechas del mismo modo que
todos los otros animales, teniendo los mismos órga-
nos, las mismas necesidades, los mismos placeres,
los mismos dolores; muy superiores a todos ellos en
muchas cosas e inferiores en otras; habiendo recibi-
do del gran Ser un principio de acción que no pode-
mos conocer, recibiéndolo todo, no dándosenos cosa
alguna, ¡y mil millones de veces más sumisos a él
que la arcilla al alfarero que la trabaja!”.

XII
Si el principio de acción en los animales es libre
El hombre y todo animal tienen un principio de
acción, como sucede con todas las máquinas; y este
primer móvil, este primer resorte, es esencialmente
necesario y está eternamente dispuesto por el Señor;
sin esto todo sería un caos y no existiría el mundo.
Todo animal, al igual que toda máquina, obedece
irrevocablemente a la impulsión que lo dirige; esto
es evidente y bastante conocido. Todo animal está
dotado de una voluntad, y es necesario ser loco para
creer que un perro que sigue a su amo no tiene la
voluntad de seguirlo: marcha a su lado voluntaria-
mente. ¿Marcha libremente? Sí, si no se lo impide
alguna cosa; es decir, puede seguir a su amo, quiere
seguirlo, y lo sigue; no está en su voluntad la liber-
tad de seguir, pero sí en la facultad de andar que se
le ha dado. Un ruiseñor quiere hacer su nido, y lo
construye cuando ha encontrado el musgo: ha teni-
do la libertad de arreglar esta cuna del mismo modo
que ha tenido la de cantar cuando tuviera gana y no

155
estuviese resfriado. ¿Pero ha tenido la libertad de
tener esta gana, ha querido querer hacer su nido?
¿Ha tenido aquella absoluta libertad de indiferencia
que según los teólogos consiste en decir: Yo quiero y
no quiero hacer mi nido, esto me es absolutamente indife-
rente: pero quiero querer hacer mi nido únicamente, por
quererlo y sin estar determinado por cosa alguna, y sólo
para probar que soy libre?
Vamos a ver si el hombre puede ser libre en otro
sentido.

XIII
De la libertad del hombre y del destino

Una bola que empuja a otra, un perro de caza que


corre necesaria y voluntariamente detrás de un cier-
vo, que salta un gran foso con igual necesidad que
voluntad; la cierva que produce otra cierva, la cual
dará otra al mundo, todo esto no está más visible-
mente determinado que nosotros lo estamos a todo
lo que hacemos: pensemos, pues, siempre, cuán in-
consecuente, ridículo y absurdo sería que una parte
de las cosas estuviese arreglada y la otra no.
Todo acontecimiento presente resulta del pasado
y es origen del futuro, sin lo cual este universo sería
absolutamente otro universo, como lo dice Leibnitz,
que sobre esto ha adivinado con más exactitud que
en su armonía preestablecida. La cadena eterna no
puede romperse ni enredarse. El gran Ser que la su-
jeta necesariamente, no puede dejarla abandonada a
la incertidumbre ni cambiarla, porque entonces no
sería ya el Ser necesario, el Ser inmutable, el Ser de
los seres: sería entonces débil, inconstante, capricho-
so, y desmentiría su naturaleza.

156
Un destino inevitable es, pues, la ley de toda la
naturaleza, y esto es lo que ha sabido toda la Anti-
güedad. El temor de quitar al hombre no sé qué fal-
sa libertad, de despojar a la virtud de su mérito y al
crimen de su horror, ha espantado a las almas tier-
nas; pero luego de que han sido ilustradas han acep-
tado esta gran verdad: que todo está encadenado y
que todo es necesario.
El hombre es libre, lo repito, cuando puede lo
que quiere; pero no es libre de querer, y es imposi-
ble que quiera sin causa. La nube que dijese al vien-
to: No quiero que me empujes, no sería más absurda.
Esta verdad jamás puede dañar la moral: el vicio es
siempre vicio, como la enfermedad es siempre en-
fermedad. Siempre será necesario reprimir a los
malvados, porque ellos están determinados para el
mal, y se les responderá que están predestinados al
castigo.
Vamos a aclarar todas estas verdades.

XIV
Ridículo de la pretendida libertad,
llamada libertad de indiferencia
¡Qué admirable espectáculo el de los destinos eter-
nos de todos los seres encadenados al trono del crea-
dor de todos los mundos! Supongo por un momento
que esto no es así, y que esta libertad quimérica vuel-
ve inciertos a todos los acontecimientos; supongo que
una de estas sustancias intermedias entre nosotros y
el gran Ser (porque puede haberlas por millares) vie-
ne a consultar a este Ser eterno acerca del destino de
alguna de las esferas enormes colocadas a tan prodi-
giosa distancia de nosotros. El soberano de la natu-

157
raleza está entonces reducido a responderle: “Yo
no soy soberano, no soy el gran Ser necesario; cada
pequeño embrión es dueño de trazar su destino;
todo el mundo es libre de querer, sin otra causa
que su voluntad. El porvenir es incierto, todo de-
pende del capricho; yo no puedo prever cosa algu-
na; este gran todo que ustedes han creído tan regu-
lar, no es sino una vasta anarquía, donde todo se
hace sin causa ni razón; yo me guardaré bien, de
decirles: Tal cosa le sucederá, porque entonces la
gente maligna, de la que están llenos los planetas,
haría lo contrario de lo que yo predijera, aunque
no fuese más que por hacerme quedar mal. Siempre
hay atrevimiento para estar celoso de su señor cuan-
do éste no tiene un poder absoluto que les quite
hasta la acción de poder tener celos: da un placer
enorme hacerlo caer en el lazo. No soy sino un dé-
bil ignorante; diríjanse, pues, a alguien más pode-
roso y más hábil que yo”.
Este apólogo quizá sea más fuerte que ningún otro
argumento para hacer entrar en razón a los partida-
rios de esta libertad de indiferencia, si es que aún los
hay, y a aquellos que se ocupan en las aulas de conci-
liar la presciencia con la libertad; al igual que a los que
hablan todavía en la universidad de Salamanca o en
la de Bedlam de la gracia medicinal y de la gracia
concomitante.

XV
Del mal y, en primer lugar,
de la destrucción de las bestias

Nosotros nunca hemos podido tener idea del bien


y del mal sino en relación a nosotros mismos. Los

158
sufrimientos de un animal nos parecen males, por-
que, siendo animados como ellos, juzgamos que no-
sotros seríamos muy dignos de lástima si padeciése-
mos otro tanto. También tendríamos compasión de
un árbol si nos dijera que ha experimentado tormen-
tos al tiempo de ser talado; y lo mismo de una pie-
dra, si creyéramos que padeció cuando se la partió;
pero sentiríamos los males del árbol y de la piedra
de manera muy inferior a los de un animal, porque
se nos parecen menos. Nosotros dejamos muy pron-
to de conmovernos por el espantoso destino de las
bestias que se sirven en nuestra mesa. Los niños que
lloran la muerte del primer pollo que ven matar, ríen
cuando presencian la del segundo.
En fin, es muy cierto que la terrible carnicería es-
tablecida sin cesar en nuestros mataderos y en las
cocinas nos parece un beneficio. Miramos este ho-
rror, muy a menudo pestilente, como una bendición
del Señor; y hasta existen oraciones en las que se le
dan gracias por estas mortandades. A pesar de esto
¿no parece abominable sustentarse continuamente de
cadáveres?
No solamente pasamos nuestra vida matando y
devorando lo que hemos matado, sino que todos los
animales se comen unos a otros, y están inclinados a
hacerlo por una predisposición invencible. Desde los
más pequeños insectos hasta el rinoceronte y el ele-
fante, la tierra no presenta sino un vasto campo de
batalla, de asechanzas, de carnicería y de destruc-
ción: no hay animal que no tenga su presa y que para
conseguirla no emplee el equivalente de la astucia y
la rabia, con lo cual la execrable araña devora a la
inocente mosca. Un rebaño de carneros se traga en
el término de una hora, mientras pace, más insectos
que hombres existen en la tierra.

159
Lo que es aún más cruel, es que en esta horrible
escena de muertes continuamente renovadas se hace
evidente un designio de perpetuar a todas las espe-
cies por medio de los cadáveres sangrantes de sus
mutuos enemigos. Estas víctimas no expiran hasta
que la naturaleza se ha cuidado de que no falten otras
nuevas: todo renace por medio de la muerte.
Sin embargo, no veo entre nosotros a ningún mo-
ralista, a ningún locuaz predicador ni a ningún hipó-
crita que hayan hecho la menor reflexión sobre esta
costumbre espantosa, que ya no es natural. Es nece-
sario remontarse hasta el piadoso Porphiro y los com-
pasivos pitagóricos para encontrar alguno que se
avergüence de nuestra sangrienta glotonería, o bien
es necesario viajar al país de los brahmanes; pues
por lo que respecta a aquellos de nuestros frailes a
quienes el capricho de los fundadores hizo renun-
ciar a las carnes, no son menos devoradores de len-
guados y de rodaballos que lo serían de codornices
y perdices; y ni entre los frailes, ni en el Concilio de
Trento, ni en nuestros cabildos eclesiásticos ni en
nuestros colegios se ha planteado denominar como
un mal a esta carnicería universal. Los concilios y los
bodegones han tenido sobre esto total indiferencia.
El gran Ser está, pues, justificado por esta carni-
cería, o bien nos tiene de cómplices.

XVI
Del mal en el animal llamado hombre
Está dicho lo que corresponde a las bestias; va-
mos ahora a lo que pertenece al hombre. Si no es un
mal que el único ser sobre la tierra que conoce a Dios
a través de sus pensamientos sea por esos mismos

160
pensamientos desgraciado: si no es un mal que el
adorador de la Divinidad sea casi siempre injusto,
que conozca la virtud y practique el vicio; que conti-
nuamente sea engañado y engañador, víctima y ver-
dugo de sus semejantes, etc., etc.; si todo esto no es
un mal espantoso, yo no sé dónde se hallará el mal.
Los hombres y las bestias sufren, casi sin cesar.
Los hombres aún más, ya que no solamente el don
de pensar es a menudo un tormento, sino que esta
facultad los hace siempre temer a la muerte, cosa
que las bestias no prevén. El hombre es un ser mise-
rable; durante su corta vida tiene algunas horas de
tranquilidad, algunos minutos de satisfacción, y una
larga serie de días de dolor. Todo el mundo lo con-
fiesa, todo el mundo lo dice, y es una verdad.
Aquellos que han manifestado que todo está bien
son charlatanes. Shaftesbury, que arregló su cuento a
la moda, era un hombre muy desgraciado. Yo he vis-
to a Bolingbroke roído de penas y de rabia; y Pope,
que se empeñó en poner en verso esta mala broma,
era uno de los hombres más dignos de lástima que se
hayan conocido: contrahecho, de humor cambiante,
siempre cuidadoso de su persona y perseguido por
cientos de enemigos hasta su última hora. Que me
muestren al menos a algunos dichosos que me digan:
Todo está bien.
Si se entiende por todo está bien que la cabeza del
hombre está bien colocada sobre sus hombros, que
sus ojos están mucho mejor a los lados de la nariz
que detrás de las orejas, que su intestino recto está
mejor puesto en el paraje que tiene destinado que
cerca de la boca, enhorabuena. Todo está bien en
este sentido: las leyes físicas y matemáticas están muy
bien observadas en su estructura. El que hubiese visto
en su juventud a la hermosa Ana Bolena, y a María

161
Estuardo, aún más hermosa, hubiera dicho: Ven una
cosa buena; ¿pero hubiera dicho lo mismo viéndolas
morir bajo la mano del verdugo? ¿Lo hubiera dicho
viendo perecer de igual suplicio, en medio de la capi-
tal, al nieto de la hermosa María Estuardo? ¿Lo hu-
biera dicho viendo al biznieto, más desgraciado aún
porque vivió más tiempo, etc., etc.?
Échese una mirada sobre el género humano, tan
solo desde las proscripciones de Sila hasta las cruel-
dades de Irlanda.
Véanse esos campos de batalla donde los imbéci-
les han tendido sobre la tierra a otros como ellos,
por medio de una experiencia física que en otros tiem-
pos hizo un monje. Repárese en los brazos, las pier-
nas, los sesos y todos los miembros esparcidos y
ensangrentados: pues esto es el resultado de una
querella entre dos ministros ignorantes, quienes no
hubieran podido mencionar una sola palabra de
Newton, de Locke y de Halley; o bien es la conse-
cuencia de otra querella ridícula entre dos mujeres
muy soberbias. Entren ustedes en el hospital veci-
no, donde han amontonado a aquellos que aún no
están muertos: allí se les arranca la vida por medio
de nuevos tormentos, y los empresarios hacen una
gran fortuna, llevando un registro de estos desgra-
ciados que se disecan mientras subsisten vivos, a tan-
to por día, con el pretexto de curarlos.
Véase otra especie de gente disfrazada como
comediantes ganar algún dinero cantando en un
idioma extranjero una canción muy tosca y ordina-
ria, dando gracias al padre de la naturaleza por este
excelente ultraje que se le ha hecho, decir después
tranquilamente: Todo está bien. Profieran ustedes esta
palabra, si les gusta, posando la vista en Alejandro
VI y en Julio II; pronúncienla sobre las ruinas de

162
cien ciudades sepultadas por los terremotos y en
medio de doce millones de americanos asesinados
de doce millones de maneras, para castigarlos por
no haber entendido una bula del papa escrita en
latín, y que los frailes les habían leído. Exclámenla
a la vista de la terrible mortandad del 24 de Au-
gusto o 24 de Agosto de 1772, día que hace temblar
la pluma que tengo en la mano, día del aniversario
de la Matanza de San Bartolomé. Pasen desde es-
tos innumerables teatros de carnicería, de estos in-
numerables receptáculos de dolor que cubren la tie-
rra, al sinfín de enfermedades que devoran lenta-
mente a tantos desgraciados durante toda su vida;
contemplen, en fin, la equivocación espantosa de la
naturaleza que emponzoña al género humano en su
origen, y que une el más abominable de los azotes
al placer más necesario. Vean a este rey tan despre-
ciado, Enrique III, y a este jefe de partido tan me-
diocre, Mayenne, atacados los dos por mal venéreo
mientras hacían la guerra civil, y al insolente des-
cendiente de un mercader de Florencia, Gondi; este
Retz, este sacerdote, este arzobispo de París, pre-
dicando con un puñal en una mano y un crucifijo en
la otra, y hallándose atacado también del mal ve-
néreo. Para acabar este cuadro tan cierto y tan fu-
nesto, colóquense ustedes en medio de las inunda-
ciones y los volcanes que tantas veces han transfor-
mado a diferentes partes del globo; colóquense en
medio de la lepra y la peste que lo han devastado.
Ustedes que leen esto, acuérdense de todas sus
penas; confiesen que el mal existe y no añadan a
tantas miserias y horrores el absurdo furor de ne-
garlos.

163
XVII
De las fábulas inventadas
para adivinar el origen del mal
De cien pueblos que han buscado el origen del mal
físico y del mal moral, los indios han sido los prime-
ros de quienes hemos conocido una imaginación fa-
bulosa. Es sublime, si la palabra sublime quiere decir
elevada, porque el mal, según los antiguos brahmanes,
tiene su origen en una querella acontecida en otros
tiempos en lo más alto de los cielos entre los ángeles
buenos y los ángeles envidiosos. Los rebeldes fueron
precipitados desde el cielo a la Ondera por miles de
siglos; pero el gran Ser, al cabo de algunos miles de
años, los hizo hombres y trajeron a la tierra el mal
que ellos habían hecho nacer en el empíreo. Nosotros
hemos puesto esta fábula en otra parte: ella es el ori-
gen de todas las demás.
Fue imitada con talento por las naciones ingenio-
sas y con grosería por las bárbaras. Nada es más fino
y más agradable, en efecto, que el cuento de Pandora
y su caja. Si Hesíodo ha tenido el mérito de inventar
esta alegoría, yo lo tengo por muy superior a Homero,
como lo es éste comparado con Lycoprhon.
Esta caja de Pandora, conteniendo todos los ma-
les que han salido de ella, parece que encierra tam-
bién todos los encantos de las ilusiones más admira-
bles y delicadas. Nada es más encantador que este
origen de nuestros trabajos; pero hay alguna cosa
más estimable aún en la historia de esta Pandora:
hay un mérito extremadamente singular del cual me
parece que nunca se ha hablado, y es que jamás se ha
ordenado creerla.

164
XVIII
De estas mismas fábulas,
imitadas por algunas naciones bárbaras
En Caldea y Siria, los bárbaros tuvieron también
sus fábulas sobre el origen del mal. En una de las
naciones vecinas del Éufrates, una culebra que en-
contró a un asno cargado y sediento, le preguntó
qué llevaba. “Es la receta de la inmortalidad”, res-
pondió el asno. “Dios se la ha dado al hombre que la
ha cargado sobre mi lomo, él viene detrás de mí, y
aún está lejos porque no tiene sino dos piernas; yo
muero de sed, enséñame, te lo suplico, un arroyuelo”.
La culebra condujo al asno a beber, y mientras éste
apagaba su sed, le robó la receta; de aquí vino que la
culebra fuera inmortal, y que el hombre quedara su-
jeto a la muerte y a todos los dolores que la prece-
den.
La culebra es tenida por inmortal en todos los
pueblos, porque muda su piel. ¿Por qué esta creen-
cia? Porque si cambia de piel, es sin duda para reju-
venecer. Ya he hablado en otra parte de esta teolo-
gía de culebras; pero es bueno ponerla a la vista del
lector, para hacerle ver lo que era aquella venerable
Antigüedad en la que las culebras y los asnos goza-
ban de tan alto rango.
En Siria se tomaba con más fuerza; se contaba que
el hombre y la mujer, habiendo sido criados en el
cielo, tuvieron un día ganas de comer una galleta;
que después de este desayuno se vieron obligados a
desembarazar el vientre, y que suplicaron a un án-
gel que les indicase hacia dónde podían dirigirse: el
ángel les enseñó la tierra; fueron a ella, y Dios, para
castigarlos por su glotonería, los dejó allí. Dejémos-

165
los estar como a su desayuno, su asno y su culebra.
Este conjunto de inconcebibles fatuidades venidas
de Siria no merecen detenernos un momento. Las
detestables fábulas de un pueblo oscuro deben ser
desterradas de un objeto serio.
Pasemos desde estas vergonzosas inepcias a la gran
palabra de Epicuro, que desde hace tan largo tiempo
alarma a la tierra entera, y a la cual no se puede res-
ponder sino gimiendo. O Dios ha querido impedir el
mal, y no ha podido; o ha podido, y no ha querido, etc.
Mil bachilleres, mil licenciados han arrojado las
flechas de la escuela contra esta roca permanente, y
bajo su abrigo se han refugiado todos los ateos; allí
es donde se ven bachilleres y licenciados; pero al fin
es necesario que los ateos convengan que hay en la
naturaleza un principio que está siempre en acción,
inteligente, necesario, eterno, y que de este princi-
pio resulta lo que nosotros llamamos el bien y el mal.
Examinemos la causa con los ateos.

XIX
Discurso de un ateo sobre todo esto
Un ateo me dice: “Confieso que está demostrado
que existe un principio eterno y necesario; pero con-
siderando que es necesario, concluyo que todo lo que
deriva de este principio es también necesario; debes
convenir en esto; y puesto que todo es necesario, el
mal y el bien son inevitables. La gran rueda de la
máquina que gira sin cesar destruye todo lo que en-
cuentra: yo no tengo necesidad de un ser inteligente
que no puede nada por sí mismo, y que es el esclavo
de su destino como yo del mío; si él existiese, yo ten-
dría muchas reconvenciones que hacerle, y estaría

166
obligado a llamarlo débil o malo. Quiero más bien
negar su existencia que injuriarlo; acabemos como
mejor podamos esta vida miserable, sin recurrir a un
ser fantástico que nadie ha visto y a quien le importa-
ría muy poco, si existe, ser o no creído por nosotros.
Lo que digo no puede incomodarle: entre él y yo no
hay ninguna relación, ningún interés. O este ser no
existe, o me es absolutamente desconocido. Hagamos,
pues, como hacen, de cada mil mortales, novecientos
noventa y nueve: siembran, plantan, trabajan, engen-
dran, comen, beben, duermen, sufren y mueren, sin
hablar de metafísica y sin saber si la hay”.

XX
Discurso de un maniqueo

Un maniqueo, habiendo oído a este ateo le dijo:


“Te engañas. No solamente existe un Dios, sino que
necesariamente debe de haber dos. Se nos ha de-
mostrado que todo está arreglado con inteligencia,
en la naturaleza existe un poder inteligente, pero es
imposible que este poder inteligente que ha hecho el
bien, haga también el mal: es necesario que el mal
tenga su dios. El primer Zoroastro anunció esta gran
verdad hace cerca de doce mil años, y otros dos
zoroastros han venido después a confirmarla. Los
persas han seguido siempre esta admirable doctrina
y aún la conservan. Yo no sé qué miserable pueblo,
llamado judío, siendo en otro tiempo esclavo en nues-
tro país, aprendió un poco de esta ciencia, con el
nombre de Satanás y de Knatbul. En fin, reconoció a
Dios y al diablo; y el diablo mismo fue tan podero-
so, en el sentir de este pobre y pequeño pueblo, que
un día, habiendo Dios bajado a su país, el diablo lo

167
condujo sobre una montaña. Reconoce, pues, dos
dioses: el mundo es bastante grande para contener-
los y para suministrarles en qué ocuparse”.

XXI
Discurso de un pagano
Entonces se levantó un pagano y dijo: “Si es necesa-
rio reconocer dos dioses, no veo inconveniente en ado-
rar hasta mil. Los griegos y los romanos, que valían
más que nosotros, eran politeístas. Será necesario que
se vuelva algún día a esta doctrina admirable que pue-
bla el universo de genios y divinidades; es indudable-
mente el único sistema que da cuenta de todo y en el
que no hay contradicciones. Si tu mujer te es infiel, es
Venus quien lo ha causado; si te roban, lo atribuyes a
Mercurio; si pierdes un brazo o una pierna en una ba-
talla, es Marte quien así lo ha ordenado; esto es lo que
corresponde al mal. En lo que respecta al bien, no sola-
mente Apolo, Ceres, Pomona, Baco y Flora te colman
de presentes, sino que en las ocasiones necesarias aquel
mismo Marte puede aniquilar a tus enemigos; la mis-
ma Venus puede procurarles las hermosuras, y el mis-
mo Mercurio puede vaciar en tu cofre todo el oro de
tus vecinos con tal de que tus manos ayuden a su
caduceo.
Será más fácil a todos estos dioses entenderse en-
tre sí para gobernar el universo, que el que se conci-
lien Ormudz el bienhechor y Arimán el malhechor,
ambos enemigos mortales, para que la luz y las tinie-
blas puedan subsistir conjuntamente. Muchos ojos ven
más que uno; así, todos los antiguos poetas reúnen
sin cesar el consejo de los dioses. ¿Cómo quieres que
un solo dios se ocupe de todos los detalles de lo que

168
ocurre en Saturno, y de todos los pormenores de la
estrella de la Cabra? ¿Es que en nuestro pequeño pla-
neta todo estará arreglado por consejos, excepto en
Prusia y en los estados que manda el papa Ganganelli,
y no habrá consejo en el cielo? Yo comparo a un deísta
con un pagano, a un soldado prusiano que va al terri-
torio de Venecia y se admira de la bondad del gobier-
no: Es necesario, dice, que el rey de este país trabaje de
la mañana a la noche; le tengo lástima. No hay rey, le
responden, es un consejo el que gobierna.
Voy ahora a manifestar los verdaderos principios
de nuestra religión:
El gran Ser, llamado Jehová o Hiao entre los feni-
cios, el Fo de otras naciones asiáticas, el Júpiter de
los romanos, el Zeus de los griegos, es el soberano
de los dioses y de los hombres;

Divum pater atque hominum rex

El señor de la naturaleza, y a quien nada se ase-


meja en la dimensión de todos los seres;

Nec viget quicquam simile, aut secundum

El espíritu vivificante que anima el universo;

Jovis omnia plena

Todas las nociones que se puedan tener de Dios


están encerradas en el siguiente verso de Orfeo, cita-
do en toda la Antigüedad, y repetido en todos los
misterios:

Eij e;stV auvtogenh.j( e`no.j e;cgona pa,nta te,tuctai


Él nació de sí mismo, y todo ha nacido de él.

169
Pero confía a todos los dioses subalternos el cui-
dado de los astros, de los elementos, de los mares y
de las entrañas de la tierra; su mujer, que representa
la existencia del espacio que él llena, es Juno; su hija,
que es la sabiduría eterna, su palabra, su verbo, es
Minerva; su segunda hija, Venus, es la protectora de
la generación Philometai. Ella es la madre del amor,
la que inflama a todos los seres sensibles, la que los
une, repara las pérdidas, y la que reproduce por me-
dio del deleite todo lo que la necesidad tributa a la
muerte. Todos los dioses han hecho presentes a los
hombres: Ceres les ha dado los trigos, Baco la viña,
Pomona los frutos, Apolo y Mercurio les han ense-
ñado las artes.
El gran Zeus, el gran Demiurgo, había formado
los planetas y la tierra, había hecho nacer sobre nues-
tro planeta a los hombres y animales. El primer hom-
bre, según refiere Beroso, fue Aloro, padre de Sarés,
abuelo de Metaloro, que fue padre de Daon, padre
de Everodack, padre de Amphiz, padre de Osiarte,
padre del célebre Sixutrus o Xixutrus, rey de Cal-
dea, en cuyo tiempo aconteció aquella inundación1
tan conocida que los griegos han llamado el diluvio

1
Algunos sabios creen que este diluvio de Sixuter, Sixutrus o
Xixutro fue probablemente el que formó el Mediterráneo. Otros
piensan que fue el que llevó una parte del Ponto-Euxino en el
mar Egeo. Beroso cuenta que Saturno se apareció a Sixutrus y
le advirtió que la tierra iba a ser inundada, y que para salvarse
con los suyos debía construir lo más pronto posible un navío
de seis mil doscientos pies de largo y de mil doscientos de
ancho.
Sixutrus construyó el navío. Cuando las aguas se retira-
ron, dejó ir a los pájaros que, al no regresar, le hicieron
saber que la tierra era habitable. Dejó su navío sobre una
montaña de Armenia; de aquí proviene, según los entendi-
dos, la tradición de que nuestra arca se detuvo sobre el monte
Ararat.

170
de Ogiges; inundación de la cual no se conoce la época
exacta, del mismo modo que de la gran inundación
que se tragó la Isla Atlántida y una parte de Grecia,
seis mil años antes.
Tenemos otra teología según Sanchonianthon,
pero no se habla en ella de diluvio. Las de los indios,
chinos y egipcios son muy diferentes.
Todos los acontecimientos de la Antigüedad es-
tán envueltos en una noche oscura; pero la existen-
cia de los beneficios de Júpiter están más claros que
la luz del sol: los héroes que, según su ejemplo, fue-
ron bienhechores del género humano, son conocidos
por el nombre de Dionysios, hijos de Dios. Así es que
recibieron este nombre sagrado Baco, Hércules, Perseo
y Rómulo; hasta se llegó a decir que la virtud divina
se había transmitido a sus madres. Los griegos y los
romanos, si bien un poco desordenados, como lo son
hoy todos los cristianos; si bien un poco ebrios como
los canónigos de Alemania; si bien un poco sodomitas
como el rey de Francia Enrique III y su Nogaret, eran
muy religiosos. Ofrecían sacrificios, quemaban incien-
so, hacían procesiones y ayunaban.
Todo está corrompido, la religión se altera; este
hermoso nombre de hijo de Dios, es decir, de justo y
de bienhechor, fue dado después a los hombres más
injustos, porque eran poderosos. La antigua piedad,
que era humana, fue cambiada por la superstición, que
es siempre cruel: la virtud había habitado la tierra,
mientras que los padres de familia eran los únicos sa-
cerdotes y los que ofrecían a Júpiter y a los dioses
inmortales las primicias de los frutos y de las flores;
pero todo se pervirtió cuando los sacerdotes derra-
maron sangre y quisieron erigirse en dioses. Toma-
ban para sí las ofrendas, y dejaban el humo para los
dioses. Es conocido el modo en que nuestros enemi-

171
gos consiguieron oprimirnos adoptando nuestras pri-
meras costumbres, aboliendo los sacrificios sangrien-
tos, llamando a los hombres a la igualdad, a la since-
ridad, y haciéndose un partido entre los pobres hasta
que hubiesen subyugado a los ricos. Se han puesto en
nuestro lugar; triunfan y nosotros estamos aniquila-
dos; pero, corrompidos también como nosotros, tie-
nen necesidad de una gran reforma, que les deseo de
todo corazón”.

XXII
Discurso de un judío
“Dejemos a este idólatra que hace de Dios un
statuder, y que nos presenta a los dioses subalternos
como diputados de los Estados Unidos.
”Mi religión, siendo superior a la naturaleza, no
puede tener cosa alguna que se parezca a las otras.
”La primera diferencia entre las demás religiones y
la nuestra consiste en que nuestro origen estuvo oculto
muy largo tiempo al resto de los hombres. Los dog-
mas de nuestros padres estuvieron sepultados, como
nosotros, en un país de cincuenta leguas de largo y
veinte de ancho. Fue en este pozo en el que habitó la
verdad desconocida para todo el globo, hasta que los
rebeldes nacidos de entre nosotros le quitaron el nom-
bre de verdad, bajo los reinados de Tiberio, Calígula,
Claudio y Nerón; y poco a poco se vanagloriaron de
establecer una verdad enteramente nueva.
”Los caldeos tenían por padre a Aloro, como se
sabe; los fenicios descendían de otro hombre que se
llamaba Orígenes, según Sanchonianthon; los griegos
tenían a su Prometeo; los Atlántidos tuvieron su Urán,
llamado en griego Ouranos. No hablo aquí ni de los

172
chinos, ni de los indios, ni de los escitas. En cuanto a
nosotros, tuvimos nuestro Adán, de quien nadie ha
oído decir una palabra excepto nuestra sola nación,
y aun muy tarde. No fue pues el Ephaistos de los
griegos, llamado Vulcano por los latinos, el que in-
ventó el arte de emplear los metales; éste fue
Tubalkain. Todo el Occidente se admiró de saber, bajo
Constantino, que no fue a Baco al que las naciones
debieron el uso del vino y sí a Noé, de quien no se
había oído pronunciar el nombre en el Imperio Ro-
mano, ni menos aún en el de sus antepasados, desco-
nocidos por toda la tierra. No se supo esta anécdota
sino por nuestra Biblia traducida al griego, que em-
pezó en esa época a difundirse un poco. Desde enton-
ces, no fue el sol el origen de la luz, sino que la luz fue
creada antes que el sol, y separada de las tinieblas,
como las aguas fueron separadas de las aguas. La mujer
fue formada de una costilla que Dios arrancó a un
hombre dormido, sin despertarlo y sin que sus des-
cendientes hubiesen tenido jamás una costilla menos.
”El Tigris, el Arajes, el Éufrates y el Nilo han te-
nido su nacimiento en un mismo jardín. Nosotros
jamás hemos sabido dónde se hallaba ese jardín, pero
está probado que existía porque su puerta ha estado
guardada por un querubín.
”Las bestias hablan; la elocuencia de una serpien-
te pierde a todo el género humano; un profeta cal-
deo conversa con su asno.
”Dios, el creador de todos los hombres, no es ya
el padre de todos los hombres, sino únicamente de
nuestra familia. Esta familia, siempre errante, aban-
donó la fértil región de Caldea para vagar algún
tiempo por Sodoma; y como resultado de este viaje
adquirió derechos indiscutibles sobre la ciudad de
Jerusalén, la cual aún no existía.

173
”Nuestra familia crece y se multiplica de tal mane-
ra que setenta hombres, al cabo de doscientos quince
años, producen seiscientos treinta mil en situación de
empuñar las armas; lo que resulta, contando las muje-
res, los viejos y los niños, en un total de tres millones.
Estos tres millones habitan un cantón de Egipto que
no puede mantener a veinte mil personas. Dios
degüella, en su favor, a todos los primogénitos egip-
cios; y después de esta matanza, en lugar de dar Egipto
a su pueblo, huye con él a pie enjuto, por en medio
del mar, para hacer morir a toda la generación judía
en un desierto.
”Somos siete veces esclavos, a pesar de los terri-
bles milagros que Dios obra todos los días por noso-
tros, hasta el de hacer que se detenga la luna en me-
dio del día, y aun el sol. De nuestras doce tribus,
diez perecen para siempre; las otras dos están dis-
persas y disminuyen cada día. Sin embargo, tene-
mos siempre profetas. Dios desciende a nuestro pue-
blo y no se preocupa sino por nosotros; se le aparece
continuamente a estos profetas, que son sus únicos
confidentes, sus únicos favoritos.
”Va a visitar a Addo o Iddo o Jeddo, y le ordena
viajar sin comer; el profeta confunde que Dios le ha
ordenado comer para viajar mejor; come y de inme-
diato es devorado por un león. (Libro III de los Re-
yes, capítulo XIII).
”Dios ordena a Isaías ir desnudo, y le encarga
expresamente que enseñe sus nalgas; discoopertis
natibus. (Isaías, capítulo XX).
”Dios manda a Jeremías ponerse un yugo sobre
el cuello y una albarda sobre sus espaldas. (Capítulo
XXVII, según el Hebreo).
”Ordena a Ezequiel hacerse atar y comerse una
libra de pergamino, acostarse durante doscientos ochen-

174
ta días de un mismo lado y cuarenta del lado izquier-
do, y después comer excremento con el pan.1
”Manda a Osseas que le haga tres hijos a una mu-
jer pública; después le manda pagar a una mujer adúl-
tera, darle sucesión, etc., etc.
”Reúnan todos estos prodigios en una serie no inte-
rrumpida de genocidios, y se verá que en nosotros
todo es divino, pues que en ninguna cosa se coincide
con las leyes llamadas benéficas para los otros pueblos.
”Desgraciadamente, no fuimos conocidos por las
demás naciones sino cuando estábamos aniquilados.
Fueron nuestros enemigos, los cristianos, quienes nos
dieron a conocer, apoderándose de nuestros despo-
jos. Ellos construyeron su edificio con los materiales
de nuestra Biblia, muy mal traducida al griego; nos
insultan y nos oprimen aún en la actualidad; pero
paciencia: nosotros tomaremos revancha, y se sabe
cuál será nuestro triunfo al llegar el fin del mundo,
cuando no quede ya ningún viviente sobre la tierra.”

XXIII
Discurso de un turco
Cuando el judío hubo acabado de hablar, un tur-
co, que había fumado durante ese tiempo, se lavó la

1
Del mismo modo el convulso Carré Montgeron, consejero del
parlamento de París, en su compendio de milagros presenta-
do al rey, registra que una joven, llena de la gracia eficaz, bebió
sus orines durante veintiún días, y que durante este mismo
tiempo no comió sino excremento humano, lo que le dio tanta
leche que la vomitaba. Es preciso suponer que era su amante
quien la mantenía. De esto se deduce que la misma farsa ha
tenido lugar entre los judíos y entre los belgas; pero añada-
mos todas las demás naciones: se asemejan en sus desayu-
nos al del profeta Ezequiel y al de la joven convulsa.

175
boca, recitó la fórmula allah, illah, y dirigiéndose a mí,
dijo:
“He escuchado todos estos desatinos, y he juzga-
do que eres perro cristiano, pero me gustas, porque
pareces indulgente y partidario de la predestinación
libre. Te tengo por hombre de buen sentido, aten-
diendo a que pareces ser de mi dictamen.
”La mayor parte de los perros cristianos no han
dicho sino necedades de nuestro Mahoma. Un barón
de Tott, hombre instruido y muy amable, que nos ha
hecho grandes servicios durante la última guerra, me
hizo leer, no hace mucho tiempo, un libro de uno de
tus más grandes sabios, llamado Grotius, intitulado
De la verdad de la Religión Cristiana. Este Grotius acusa a
nuestro Mahoma de haber hecho creer que un pichón
le hablaba al oído, que un camello tenía con él conver-
saciones durante la noche, y que él se había puesto la
mitad de la luna dentro de una manga. Si los más
sabios de los cristianos han dicho semejantes neceda-
des, ¿qué debo pensar de los demás?
”No, Mahoma no hizo jamás aquellos milagros
que se creen en una villa, y de cuyo pretendido acon-
tecimiento no se habla sino cien años después: no
hizo los milagros que M. de Tott me ha leído en su
libro dorado, escrito en Génova; tampoco los hizo a
la manera de San Medardo, de los cuales se ha bur-
lado tanto toda Europa, y se ha reído con nosotros
un embajador de Francia. Los milagros de Mahoma
han sido las victorias, y Dios, sometiéndole la mitad
de nuestro hemisferio, ha dado a conocer que lo pro-
tegía. No ha sido ignorado durante dos siglos com-
pletos: desde luego que se le ha perseguido, pero se
ha presentado triunfante.
”Su religión es sabia, severa, casta y humana: sa-
bia, porque no incurre en la demencia de dar a Dios

176
asociados, ni tiene misterios; severa, porque no per-
mite los juegos de azar, el vino y los licores, y orde-
na la oración cinco veces por día; casta, porque re-
duce a cuatro mujeres el número prodigioso de es-
posas que se dividen la cama de todos los príncipes
de Oriente; humana, porque nos ordena la limosna
más rigurosamente que el viaje a la Meca.
”Añade a todos estos caracteres de veracidad, la
tolerancia; piensa que nosotros tenemos sólo en la
ciudad de Estambul más de cien mil cristianos de to-
das las sectas, que ejercen en paz las ceremonias de
sus diferentes cultos, y que viven tan dichosos bajo la
protección de nuestras leyes, que no piensan en vol-
ver jamás a este país, mientras que ustedes acuden
en gran número a nuestra puerta imperial”.

XXIV
Discurso de un teísta
Un teísta pidió el permiso de hablar, y se explicó
del siguiente modo:
“Cada uno tiene su opinión buena o mala: yo ex-
perimento disgusto afligiendo a un hombre de bien.
En primer lugar pido perdón al ateo, pero me pare-
ce que está obligado a reconocer un designio admi-
rable en el orden de este universo, y debe admitir
una inteligencia que ha concebido y ejecutado este
designio. Me parece que cuando el ateo enciende una
vela, convendrá en que es para alumbrarse; me pa-
rece que también debe convenir en que el sol está
creado para dar luz al universo. No es posible dis-
putar sobre cosas tan verosímiles.
”El ateo convendrá en todo esto a disgusto, y con
mayor razón cuando como hombre honrado no tie-

177
ne nada que temer de un Ser Supremo que a su vez
no tiene el menor interés en hacerle mal; puede re-
conocer a un Dios con la mayor seguridad, no por
esto pagará un centavo más de impuesto, o comerá
peor.
”En cuanto a ti, pagano, te confieso que vienes
un poco tarde para establecer el politeísmo; habría
sido necesario que Majencio hubiera conseguido la
victoria sobre Constantino, o que Juliano hubiese vi-
vido treinta años más.
”Reconozco imposibilidad en la existencia de va-
rios seres prodigiosamente superiores a nosotros, de
los cuales cada uno tuviese el gobierno de un globo
celeste. Tendría seguramente el placer de preferir
las Nereidas, las Dríadas, los Silvanos, las Gracias,
los Amores, a San Fiacro, San Pancracio, San Crispín
y Crispiniano, San Vito, Santa Cunegunda y Santa
Marjolena. Los seres no deben multiplicarse sin ne-
cesidad; y dado que una sola inteligencia basta para
el arreglo de este mundo, me atendré a esto, mien-
tras que otras potestades no me hagan conocer que
se dividen el imperio.
”En cuanto a ti, maniqueo, me pareces un hombre
que desea batirse: soy pacífico, y no gusto de encon-
trarme entre dos personas que están continuamente
en contrariedad. Me basta con tu Ormudz, guarda
tu Arimán.
”Quedaré siempre un poco confundido respecto
del origen del mal, pero supondré que el buen
Ormudz, que todo lo ha hecho, no ha podido hacer-
lo mejor. Es imposible que lo ofenda cuando le diga:
Has hecho todo lo que puede hacer un señor pode-
roso, sabio y bueno; no es culpa tuya si tus obras no
pueden ser tan buenas y tan perfectas como eres tú
mismo. Una diferencia esencial entre tú y tus criatu-

178
ras es la imperfección. No has podido hacer dioses:
ha sido necesario que, teniendo los hombres la ra-
zón, tuviesen también la locura, del mismo modo
que ha sido necesario el razonamiento en todas las
máquinas. Cada hombre tiene esencialmente una
dosis de imperfección y de locura; por esta razón
eres perfecto y sabio. El hombre no debe ser siem-
pre dichoso, por el hecho de que sólo tú lo eres; un
conjunto de músculos, nervios y venas no puede
durar sino ochenta o cien años a lo sumo, y tú dura-
rás eternamente. Me parece imposible que un ani-
mal compuesto precisamente de deseos y volunta-
des, no tenga a menudo la determinación de procu-
rarse el bien haciendo mal a su prójimo; sólo tú no
haces jamás el mal. En fin, entre tú y tus criaturas
hay necesariamente una tan inmensa diferencia, que
el bien está en ti y el mal debe estar en ellas.
”En cuanto a mí, tan imperfecto como soy, te doy
gracias de haberme dado el ser por poco tiempo, y
sobre todo por no haberme hecho profesor de teo-
logía.
”Éste no es, de ningún modo, un razonamiento
carente de respeto. Dios no se enojaría contra mí
cuando yo no quiero desagradarle. Creo que no ha-
ciendo nunca daño a mis hermanos, y respetando a
mi señor, no deberé temer cosa alguna de Arimán,
ni de Satanás, ni de Knatbul, ni del Cerbero, ni de
las Furias, ni de San Fiacro, ni de San Crispín, ni aun
del señor Cogé, regente de segunda, que ha tomado
magis por minus; y que acabaré mis días en paz en
esto que se llama actualmente filosofía.
”Vuelvo a ustedes, señores Acosta, Abrhamel y
Benjamín; me parecen los más locos de la banda. Los
cifres, los hotentotes, los negros de Guinea, son se-
res mucho más razonables y más honrados que los

179
judíos, sus antepasados. Ustedes han excedido a to-
das las naciones en flaquezas impertinentes, en mala
conducta y en barbarie; lo pagan, y éste es su desti-
no. El Imperio Romano ha caído; los persas, sus an-
tiguos señores, están dispersos; los banianos tam-
bién lo están; los armenios van a vender sus hara-
pos, y son curtidores en toda Asia, y no quedan res-
tos de los antiguos egipcios; ¿por qué ustedes ha-
brían de ser pues, un pueblo?
”En cuanto a ti, turco, te aconsejo que hagas la
paz lo más pronto posible con el emperador de Ru-
sia, si quieres conservar lo que has usurpado en Eu-
ropa. Quiero creer que las victorias de Mahoma, hijo
de Abdalá, son milagros; pero también hace mila-
gros Catalina II; cuidado que algún día no haga el
de enviarte al desierto de donde has salido. Sobre
todo sigue siendo tolerante; es el verdadero modo
de agradar al Ser de los seres, que es tan padre de
los turcos como de los rusos, de los chinos, de los
japoneses, de los negros y de la naturaleza entera”.

XXV
Discurso de un ciudadano
Cuando el teísta hubo acabado de hablar, se le-
vantó un hombre que dijo:
”Soy ciudadano, y por consiguiente el amigo de
todos estos señores; no disputaré con ninguno de
ellos. Sólo deseo que todos estén unidos en el desig-
nio de ayudarse mutuamente, de amarse y hacerse
felices los unos a los otros, en la medida en que pue-
den practicarlo los hombres de opiniones diversas, y
cuanto les sea posible contribuir a su dicha común, lo
cual es tan difícil como necesario.

180
”A este efecto les aconsejo, en primer lugar, arro-
jar al fuego todos los libros de controversia que pue-
dan encontrar, y sobre todo los de los jesuitas
Garasse, Guinard, Malabriga, Putouillet, Nonotte y
Paulian, el más impertinente de todos; y asimismo la
gaceta eclesiástica y todos los libelos, que no son otra
cosa sino el alimento de la guerra civil entre los ton-
tos.
”Enseguida, cada uno de nuestros hermanos, sea
teísta, turco, pagano, cristiano griego, cristiano lati-
no, anglicano, escandinavo, judío o ateo, leerá aten-
tamente algunas páginas de Cicerón o de Montaigne,
y algunas fábulas de La Fontaine. Esta lectura dispo-
ne sutilmente a los hombres a la concordia que to-
dos los teólogos miran con horror. Preparados así
los espíritus, siempre que un cristiano y un musul-
mán encuentren a un ateo le dirán: ¡Querido herma-
no, el Cielo te ilumine! Y el ateo responderá: Luego
que yo esté convertido, te buscaré para darte las gracias.
”El teísta dará dos besos a la mujer maniquea, en
honor de los dos principios. El griego y el romano
darán tres a cada uno de los otros sectarios, sean cuá-
queros o jansenistas. Las mujeres no abrazarán sino
una sola vez a los socinianos, porque éstos no creen
sino en una sola persona de Dios; pero este abrazo
valdrá por tres cuando fuere dado de buena fe.
”Sabemos que un ateo puede vivir cordialmente
con un judío, sobre todo si éste le presta su dinero
con un interés sólo del ocho por ciento; pero perde-
mos toda esperanza de ver jamás una amistad estre-
cha entre un calvinista y un luterano. Todo lo que
exigimos del calvinista es que salude al luterano con
buena cara, y que no imite a los cuáqueros que no
saludan a nadie, pero cuyo candor no tienen los
calvinistas.

181
”Exhortamos a los primitivos conocidos bajo el
nombre de cuáqueros, a casar a sus hijos con las hijas
de los teístas denominados socinianos, porque estas
señoritas, al ser casi todas hijas de sacerdotes, son
muy pobres. No sólo será una buena acción delante
de Dios y de los hombres, sino que estos casamien-
tos producirán una nueva raza que, evocando los
primeros tiempos de la Iglesia cristiana, será muy
útil al género humano.
”Acordadas estas preliminares, si se verifica algu-
na disputa entre dos sectarios, jamás tomarán por tes-
tigo a un teólogo, ya que éste se comería infaliblemente
la ostra y les dejaría las conchas.
”Para mantener la paz establecida, no se pondrá
en venta cosa alguna ya sea de griego a turco, o de
turco a judío, o de romano a romano, sino tan sólo
lo que sirva para comer, vestirse, alojarse, o para los
placeres del hombre. No se venderá la circuncisión,
el bautismo, la sepultura ni el permiso de correr en
la Caaba alrededor de la piedra negra, ni el gusto
de pelarse las rodillas delante de Nuestra Señora de
Loreto, que es aún más ridículo.
”En todas las disputas que ocurran, queda expre-
samente excluido el tratarse de perros, por más có-
lera que se tenga, a no ser que se trate de perros a
los hombres en ocasiones en que nos quiten nuestra
subsistencia y que nos muerdan, etc., etc”.

182
EL DESASTRE DE LISBOA

o examen del axioma:


TODO ESTÁ BIEN

Poème sur le désastre de Lisbonne ou examen de cet axiome:


tout est bien (1756)

183
184
¡Oh desgraciados mortales! ¡Oh tierra deplorable!
¡Oh terrible conjunto de calamidades! ¡Sufrimiento eter-
no de inútiles dolores! Filósofos engañados que gritan
todo está bien, vengan, contemplen estas espantosas rui-
nas, estos escombros, y estos fragmentos desgracia-
dos y funestos; vean a las mujeres y los niños amonto-
nados unos sobre otros; los miembros dispersos sobre
los mármoles despedazados: vean, en fin, a cien mil
desgraciados que la tierra devora, y que sangrientos,
destrozados y latiendo todavía, enterrados bajo sus
techos, terminan sin socorro, en horrorosos tormentos
sus lamentables días. Al oír los tristes gritos de sus
moribundas voces, al ver el espectáculo de sus restos
humeantes, díganme si éste es el efecto de las eternas
leyes que ha debido elegir un Dios justo, bueno y li-
bre. Ustedes dirán a la vista de esta reunión de vícti-
mas: Dios se ha vengado, su muerte es el castigo de sus
crímenes. ¿Qué crimen, qué falta han cometido estos
niños inocentes, ensangrentados y aplastados contra
los pechos maternales? ¿Lisboa, que ya no existe, tuvo
más vicios que Londres y París que nadan en las deli-
cias? Lisboa se ha hundido, y en París se baila y el
júbilo rebosa en todas partes. Espectadores tranqui-
los, espíritus intrépidos, contemplen la desgracia de
sus hermanos moribundos: ustedes buscan en vano
las causas de las tempestades; pero cuando sienten
los golpes de la suerte contraria, se humanizan y llo-
ran como nosotros.
Créanme: cuando la tierra abre sus abismos, mi
queja es inocente y mis lamentos justos. Rodeados

185
por todas partes de las crueldades del destino, de
los furores de los malvados, de los lazos de la muer-
te, y experimentando los efectos del choque de los
elementos, permítanme, compañeros de males, que
los sienta. Es el orgullo, dicen, el orgullo sedicioso el
que pretende que estando mal podamos estar me-
jor. Vayan, pues, a las orillas del Tajo, estudien en
los restos de esa sangrienta desolación, pregunten a
los moribundos de aquella morada de espanto, si es
el orgullo el que grita, el que exclama: ¡Oh Cielo, so-
córreme! ¡Oh Cielo, ten piedad de la miseria humana!
Todo está bien, responderán, y todo es necesario.
¿Pero es que el universo entero, sin ese abismo in-
fernal, sin tragarse a Lisboa, hubiera estado peor?
¿Están seguros de que la causa eterna que lo hace
todo, que lo sabe todo, y que todo lo ha creado para
ella, no hubiera podido ponernos entre estos tristes
climas sin que existiesen volcanes encendidos deba-
jo de nuestros pies? ¿Limitarán de este modo el su-
premo poder? ¿Lo privarán de ejercitar su clemen-
cia? ¿El Artífice eterno no tiene en sus manos infini-
tos medios, todos prontos y todos eficaces, para que
se cumplan sus designios? Deseo humildemente que
este abismo inflamado de azufre y de salitre hubiese
encendido su fuego en el fondo de un desierto; res-
peto a Dios pero amo al universo, y cuando el hom-
bre gime a causa de una calamidad tan funesta, no
es orgulloso, ¡ah!; él es sensible.
Los tristes habitantes de las orillas desoladas, en
el horror de sus tormentos, podrían consolarse si
alguno les dijera: Caigan, mueran tranquilos, es por el
bien del mundo que sus asilos han sido destruidos; otras
manos reedificarán los palacios arruinados, otros pueblos
nacerán en los muros demolidos, el Norte se enriquecerá
con tantas pérdidas; todos sus males son un bien para las

186
leyes generales, y Dios los ve con los mismos ojos que mira
a los más viles gusanos que deben devorarlos. ¡Qué horri-
ble lenguaje para los desgraciados! ¡Crueles –dirán
ellos– no añadan el ultraje a nuestro profundo do-
lor!
Mi corazón agitado no quiere tener presentes esas
perpetuas leyes de la necesidad, ni las cadenas de
cuerpos, de espíritus y mundos. ¡Oh sueños de los
sabios, oh profundas quimeras! Dios tiene en sus
manos estas cadenas maravillosas y no está encade-
nado; y por su voluntad benéfica todo obedece a sus
decretos. Él es libre, es justo y no es implacable. ¿Por
qué, pues, padecemos bajo la mano de un señor equi-
tativo? He aquí el nudo fatal que es necesario desha-
cer: nuestros males nunca se curarán por el hecho de
negarlos, y aunque todos los pueblos tiemblen bajo
un poder divino, del mal que ustedes niegan, créan-
me, siempre han trabajado en buscar su origen. Si
las leyes que mueven los elementos hacen caer las
rocas al impulso de los vientos, si destruyen las fron-
dosas encinas abrasándolas por medio del rayo, es-
tos cuerpos no se resienten a los golpes que los com-
baten; pero vivo, siento, y mi corazón oprimido pide
socorro al Dios que lo ha formado.
Aunque nacidos en la miseria, levantamos nues-
tras manos hacia el Ser común; se sabe que el cántaro
no dice al que lo hizo: ¿Por qué soy tan vil, tan débil y
grosero? Él no habla, no piensa. Cuando el alfarero lo
formó no pudo darle un corazón que desease el bien
y sintiese el mal; esta desgracia, dicen ustedes, es la
dicha de otros seres; así es que de mi ensangrentado
cuerpo van a nacer miles de gusanos luego que la
muerte dé fin al cúmulo de males que he sufrido.
¡Oh qué hermoso alivio el verse comido por gusa-
nos! Tristes calculadores, no me consuelen, ustedes

187
no hacen sino acrecentar mis penas, y yo no les reco-
nozco sino el esfuerzo temerario e impotente de un
desgraciado que finge estar contento.
No soy de este gran todo sino una mínima y dé-
bil parte, es cierto, pero también los animales con-
denados a la vida y todos los seres sensibles naci-
dos bajo la misma ley, viven en el dolor y mueren
como yo.
El buitre encarnizado sobre su tímida presa se
sacia con afán de sus sangrientos miembros, y todo
parece agradable para él; pero bien pronto un águi-
la con penetrante pico lo devora, el hombre con un
plomo mortal hiere y mata al ave altiva, y este hom-
bre que se revuelca en el polvo de los campos de
Marte, ensangrentado y cubierto de heridas entre
los montones de moribundos, sirve de pasto a los
animales carnívoros. Así es que en este mundo to-
dos los vivientes gimen: nacidos todos para sufrir
tormentos, perecen los unos por los otros; y uste-
des ¿compondrán en este caos desgraciado, de los
males de cada uno una felicidad general? ¡Qué di-
cha, débil y miserable mortal! Y ustedes, filósofos
engañados, que gritan todo está bien con una voz la-
mentable, el universo los desmiente, y cien veces
su corazón desaprobó los errores de su espíritu.
Elementos, animales, hombres, todo está en per-
petua lucha; es necesario confesarlo, el mal existe
sobre la tierra; su principio secreto lo ignoramos,
¿pero ha provenido el mal del autor del bien? ¿Es
acaso la ley tiránica del negro Tifón y del bárbaro
Arimán la que nos condena a sufrir? Mi entendimien-
to no admite estos monstruos odiosos a quienes el
mundo tributó adoración en otras ocasiones.
Pues, ¿cómo concebir a Dios, la bondad misma,
que prodiga sus bienes a sus amados hijos y que

188
derrama sobre ellos los males a manos llenas? Del
Ser perfectísimo no puede nacer el mal, él no puede
venir de otro, porque Dios es el solo señor de todo;
no obstante esto, el mal existe. ¡Oh tristes verda-
des! ¡Dios vino a consolar a nuestra raza afligida,
visitó la tierra y no la cambió! Un sofista arrogante
nos dice que él no puede hacerlo; él podía, dice otro,
pero no lo quiso y lo querrá sin duda, y mientras se
disputa, los rayos subterráneos se tragan a Lisboa,
y treinta ciudades muestran sus ruinas desde las
sangrientas orillas del Tajo hasta la mar de Cádiz.
Sea que el hombre haya nacido culpable o que
Dios castigue a su raza, o bien que este señor abso-
luto de los seres y de los espacios, sin cólera, sin
piedad, tranquilo e indiferente, siga el torrente eter-
no de sus primeros decretos, o sea que la materia
rebelde a su señor tenga en sí defectos necesarios como
lo es ella, o sea, en fin, que Dios quiera probarnos, y
que esta morada perecedera no sea sino un paso es-
trecho hacia un mundo eterno; nosotros experimen-
tamos dolores pasajeros, la muerte es un bien que
finaliza nuestras miserias. Pero cuando salgamos de
este horrible paso, ¿quién de nosotros pretenderá
ser dichoso?
Cualquier partido que se tome debe ser espanto-
so; no hay cosa alguna que se conozca; el temor nos
sobrecoge y se interroga en vano a la muda natura-
leza. Hay necesidad de un Dios que hable al género
humano, y a él corresponde explicar sus obras, con-
solar al débil, ilustrar al sabio; sin su ayuda el hom-
bre marcha abandonado a las dudas y a los errores
y busca en vano en qué apoyarse. Leibnitz no me
enseña por qué nudos invisibles, en el mejor orde-
nado de los universos posibles, un desorden eterno,
un caos de desgracia, mezcla a vanos placeres dolo-

189
res positivos; ni por qué el inocente y el culpable
sufren por igual este mal imposible de evitar. No
conozco tampoco de qué manera todo estará bien;
yo soy como un doctor. ¡Ah!, yo no sé nada.
Platón dice que el hombre tuvo alas en otro tiem-
po, y que su cuerpo era inmortal; el dolor y la muer-
te no se acercaban a él. ¡Cuánto difiere hoy de este
brillante estado! Se arrastra, sufre, muere, todo lo
que nace expira; la naturaleza tiene el imperio de la
destrucción, y un frágil compuesto de nervios y de
huesos no puede ser insensible al choque de los ele-
mentos. Esta mezcla de sangre, de líquidos y de pol-
vo de que se compone el cuerpo, fue hecha sin duda
para ser disuelta; la pronta sensibilidad de nuestros
nervios delicados fue sometida a los dolores, minis-
tros de la muerte. Esto es lo que me enseña la voz de
la naturaleza; yo abandono a Platón y no admito a
Epicuro; Bayle sabe más que ellos; voy, pues, a con-
sultarlo. Con la balanza en la mano, Bayle enseña a
dudar: lo suficientemente grande, lo suficientemente
sabio para no tener ningún sistema, tuvo que des-
truirlos a todos y combatirse a sí mismo. Semejante
a aquel ciego perseguido por los filisteos, que se se-
pultó bajo los muros que abatieron sus manos.
¿Qué es lo que puede el entendimiento más vas-
to? Nada: el libro del destino está cerrado a nues-
tros ojos. El hombre ignorante de sí mismo es igno-
rado por el hombre. ¿Qué soy, dónde estoy, adón-
de voy, de dónde me sacan? Átomos atormentados
sobre este promontorio de barro que la muerte de-
vora y de quien la suerte se burla, pero átomos pen-
santes, átomos cuyos ojos guiados por el entendi-
miento han medido los cielos, y que buscan nuestro
ser en el seno de lo infinito, a pesar de que ni por un
sólo instante podemos vernos ni conocernos.

190
Este mundo, este teatro de orgullo y de error,
está lleno de desgraciados que hablan de dicha: to-
dos gimen, todos se quejan buscando lo que desean,
nadie quiere morir, nadie quiere renacer; algunas ve-
ces, en un día consagrado al dolor, enjugamos nues-
tras lágrimas por medio del placer, pero el placer
vuela y pasa como una sombra; nuestros disgustos,
nuestras penas y nuestras pérdidas son innumera-
bles; el pasado no es para nosotros sino un triste
recuerdo; el presente es espantoso si nada hay veni-
dero y si la noche del sepulcro destruye al ser que
piensa.
Un día estarás bien, he aquí nuestra esperanza; aho-
ra todo está bien, he aquí la ilusión. Los sabios me en-
gañaban y sólo Dios tiene razón; humilde en mis sus-
piros, sumiso en mis sufrimientos, yo no me quejo
de la Providencia. En un tono menos lúgubre se me
ha visto otras veces cantar de los dulces placeres las
seductoras leyes; otros tiempos, otras costumbres;
instruido por la vejez y partícipe de la flaqueza, que
es el triste patrimonio de los humanos descarriados,
tratando de alumbrarme en una espesa noche, no sé
sino sufrir y murmurar.
Un califa, en su hora postrera, dijo por toda sú-
plica al Dios que adoraba: Yo te presento, oh grande y
único rey, único ser ilimitado, todo lo que no tienes en tu
inmensidad; las faltas, los pesares, los males y la ignoran-
cia; pero pudo aún añadir: y la esperanza…

191
192
LA LEY NATURAL

Poème sur la loi naturelle (1752)

193
194
PARTE PRIMERA

Sea que un ser desconocido, existente por su pro-


pia esencia, haya sido el que ha sacado al universo
de la nada, o que haya coordinado la materia eter-
na; sea que ésta nade en la inmensidad del seno del
Creador, o bien que él reine más lejos; sea, en fin,
que el alma, esta antorcha frecuentemente tenebro-
sa, se crea uno de nuestros sentidos o que subsista
sin ellos; no hay dudas de que estamos bajo la mano
de este señor invisible.
Pero desde lo alto de su oscuro e inaccesible tro-
no, ¿qué homenaje, qué culto exige de nosotros? De
su suprema grandeza ruinmente celoso, ¿son las ala-
banzas, son los votos los que lisonjean su poder? ¿Es
el sabio pueblo conquistador de Bizancio, es el apa-
cible chino, el feroz tártaro, quien conoce su grande-
za y obedece su voluntad? Distintos en sus costum-
bres del mismo modo que en sus cultos, todos lo
hacen hablar de un modo diferente. Todos se han
engañado; pero apartemos la vista de este conjunto
impuro de odiosas imposturas, y sin querer sondear
temerariamente los infalibles misterios de la ley cris-
tiana, sin explicar en vano las revelaciones, busque-
mos por medio de la razón cuál ha sido el lenguaje
del Todopoderoso.
La naturaleza ha dado al hombre con mano ‘pró-
diga y saludable todo lo que necesita para mantener
su existencia, los resortes de su alma y el instinto de
sus sentidos. El Cielo somete los elementos a sus

195
necesidades y en su cerebro habita la memoria que
le traza una imagen viva de la naturaleza. Los senti-
dos sirven a su voluntad; el aire conduce a sus oídos
el sonido; sin esfuerzos y sin trabajo sus ojos ven la
luz. ¿Será posible que sólo sobre su Dios, sobre su
fin y sobre su origen, el hombre exista sin socorro
adherido a los errores? ¡El mundo es visible y Dios
quedará oculto! ¿La mayor necesidad que tengo en
mi miseria, es la única que no puedo satisfacer? No,
el Dios que me ha dado el ser no me ha creado en
vano; su sello divino se halla sobre la frente de los
mortales. No puedo ignorar lo que este señor orde-
na, ni tampoco que su ley me ha sido dada desde el
momento en que empecé a existir. Sin duda alguna
Dios ha hablado, pero ha sido al universo: él no ha-
bitó los desiertos de Egipto; Delfos, Delos y Ammon
no son sus asilos, ni tampoco se halla oculto en las
grutas de las sibilas. Durante una infinidad de si-
glos, la moral siempre uniforme en todos los tiem-
pos y en todos los lugares ha hablado en nombre de
Dios: ella es la ley de Trajano, de Sócrates y la nues-
tra; y de este culto eterno la naturaleza es el apóstol:
la sana reflexión lo admite, y los crueles remordi-
mientos que nacen en nuestra conciencia son sus de-
fensores; las voces espantosas de los crímenes se oyen
por todas partes.
¿Piensas acaso, que aquel joven Alejandro tan va-
liente como tú, pero mucho menos moderado, teñi-
do con la sangre de un amigo desconsiderado, con-
sultó a los adivinos con el fin de arrepentirse? Ellos
le hubieran lavado sus manos impuras, y por medio
del oro hubieran dado la absolución a su rey. Ale-
jandro oyó la ley de la naturaleza: avergonzado,
desesperado, en un momento de furia se juzgó a sí
mismo indigno de la vida. Solón y Zoroastro, inspi-

196
rados en esta ley soberana, ilustraron a sus herma-
nos en el Japón y en la China: de un extremo al otro
del mundo habla, grita: Adora a un Dios, sé justo y ama
a tu patria. Por la fuerza de esta ley, el frío lapón cree
en un Dios eterno y tiene una idea natural de la jus-
ticia. El negro vendido en las costas lejanas ama en
los negros al Dios que le ha dado el ser. Jamás un
parricida y un calumniador se han permitido decir
tranquilamente en el fondo de su corazón: “¡Qué
dulce, qué hermoso es oprimir al inocente, despeda-
zar el pecho del que me ha dado la vida! ¡Dios justo;
Dios perfecto! ¡Qué atractivos tiene el crimen!”. Vean
lo que diría, mortales, no lo duden, si no existiera
una ley terrible, universal, que el crimen respeta re-
belándose contra ella. ¿Acaso somos nosotros los que
hemos formado estos sentimientos? ¿Hemos hecho
nosotros nuestra alma? ¿Hemos arreglado nuestros
sentidos? El oro que nace en el Perú y el que nace en
la China tienen la misma naturaleza y el mismo ori-
gen, el artífice los trabaja y no puede formarlos: del
mismo modo el Ser Eterno que se dignó animarnos,
puso en nuestros corazones una misma semilla. El
Cielo hizo la virtud, el hombre hizo la sombra; él
puede, sin duda alguna, revestirla de imposturas y
de errores, pero nunca podrá variarla: su corazón
será su juez.

PARTE SEGUNDA

Ya oigo con Cardán murmurar a Spinoza: “Estos


remordimientos –dice–, estos gritos de la naturale-
za, no son otra cosa más que el hábito de las ilusio-
nes inspirado por una necesidad natural”. Hablador
desgraciado, enemigo de ti mismo, ¿de dónde nos

197
viene esta necesidad? ¿Por qué el Ser Supremo ha
puesto en nuestro corazón, siempre anhelante del
bien, un instinto que nos une a la sociedad? Las le-
yes que dictamos, todas frágiles, todas inconstan-
tes, son por todas partes diferentes: Jacob, en el pue-
blo hebreo, pudo casarse con dos hermanas; David,
sin ofender la decencia y las costumbres, lisonjeó a
cien hermosuras con tiernas caricias; el papa en el
Vaticano no puede poseer una. Allí el padre escoge
a su gusto el sucesor, aquí el dichoso primogénito es
heredero de todo; un polaco con bigotes y con paso
altivo puede detener con una sola palabra una repú-
blica; el emperador no puede hacer nada sin sus que-
ridos electores; el inglés tiene crédito, el papa tiene
honores. Usos, intereses, culto, leyes, todo difiere;
el que sea justo es lo que importa, lo demás es arbi-
trario.
Mientras se observa lo justo y lo bello, Londres
inmola a su rey por mano de un verdugo; el san-
guinario bastardo del papa Borgia asesina a su her-
mano en los brazos de su hermana; allí el frío ho-
landés se hace impetuoso y destroza a dos herma-
nos virtuosos; más lejos la Brinvillers, devota tier-
na, asesina a su padre y acude presurosa al confe-
sionario; bajo el hierro del malvado gime el justo.
¿Se inferirá por esto que no existe la virtud? Cuan-
do los vientos del mediodía han esparcido sus háli-
tos funestos, inundando nuestros llanos de semi-
llas mortíferas, ¿podrá decirse acaso que jamás ha
permitido el Cielo, en su cólera, que la salud se dis-
frute en nuestro clima? Los diversos azotes que nos
oprimen, y que son el efecto inevitable del choque
de los elementos, corrompen la dulzura de los bie-
nes que gozamos; pero la desgracia y el crimen son
pasajeros. La fatal tempestad que nos causan nues-

198
tros violentos deseos no arranca de nuestros cora-
zones la rectitud y la moral: ellas son un manantial
puro; y es en vano que intenten los vientos conta-
giosos enturbiar las aguas. El hombre injusto, el
menos civilizado, lleva consigo un limo que lo alte-
ra; pero se contempla y se conoce luego de que ha
pasado la tempestad. Todos han recibido del Cielo
el freno de la justicia y de la conciencia; la razón
naciente la presenta como un primer fruto, y desde
que puede ser oída, instruye: es como un contrape-
so siempre pronto a establecer el equilibrio en el
corazón lleno de deseos, esclavizado pero libre
desde su nacimiento; es un arma que la naturaleza
ha puesto en nuestras manos para combatir el inte-
rés individual por amor al prójimo. La conciencia
era el genio tutelar de Sócrates y el dios secreto
que dirigía su vida: este dios presidió su suerte cuan-
do bebió sin inmutarse la copa venenosa. ¿Que este
espíritu divino no existía sino para Sócrates? Todos
los mortales tienen el suyo, y nunca los lisonjea.
Nerón estuvo cinco años seguidos sometido a sus
leyes, y durante ese mismo tiempo despreció los
consejos de los corruptores que lo rodeaban; Mar-
co Aurelio, apoyado en su filosofía, llevó este yo
dichoso durante toda su vida; Juliano, que extra-
viándose en su creencia, infiel a la fe y fiel a la ra-
zón, fue el escándalo de la Iglesia, no se separó ja-
más del cumplimiento de la ley natural.
Se me dirá: “El niño en su cuna no está ilustrado
por esta divina antorcha; es la educación la que arre-
gla sus pensamientos, y sus costumbres se guían por
el ejemplo de otros; él no tiene ideas en su espíritu,
no tiene sentimientos en su corazón y no es sino un
imitador de todo lo que lo rodea; repite las palabras
de deber y justicia, obra como una máquina, y el ama

199
que lo cría es quien lo hace judío o pagano, fiel o
secuaz de Mahoma, y por quien viste una casaca o
un dulimán”.
Sí, yo sé muy bien cuán imperioso es el ejemplo y
los sentimientos que inspiran el hábito, el lenguaje, la
moda y las opiniones; todas las exteriorizaciones del
alma y sus prevenciones están grabadas por nuestros
padres en nuestros débiles espíritus con el sello de
los mortales cuyas impresiones son ligeras: pero los
primeros resortes están hechos por otra mano. Su
poder es constante, su principio es divino: es necesa-
rio que el niño crezca para que pueda ejercitarlos, y le
son desconocidos mientras se halla entre las manos
que lo mecen. El gorrión, desnudo en su nido, ¿pue-
de sentir el deseo de reproducirse desde el instante
en que ha visto la luz? ¿La zorra recién nacida va a
buscar la presa? Los insectos que nos hilan la seda, los
bulliciosos enjambres de esas hijas del cielo que petri-
fican la cera y componen la miel, ¿pueden aplicarse a
estos trabajos desde el momento en que aparecen?
Todo madura con el tiempo y todo crece; cada ser
tiene su objeto, y en el instante que le está señalado
camina hacia el fin que el Cielo le ha prescrito: de este
modo es muy cierto que se separan nuestros capri-
chos y que el justo comete muchas veces injusticias;
pero todos procuran conseguir el bien que desean y
odian el mal que hacen. ¿Quién es, pues, el que está
satisfecho de sí mismo en todas las ocasiones?
El hombre, se nos repite de continuo, es un enig-
ma oscuro; pero ¿en qué parte de la naturaleza no
se tropieza con las tinieblas? Ustedes, filósofos mo-
dernos, ¿han penetrado alguna vez este instinto se-
guro y pronto que sirve a los animales? En su ger-
men impalpable, ¿han conocido la hierba que pisan,
esta hierba que muere para renacer? El vasto uni-

200
verso está cubierto de un gran velo, y en lo profun-
do de la oscuridad, si la razón nos alumbra, ¿po-
dremos quejarnos? No tenemos sino una antorcha;
guardémonos de apagarla.
Cuando Dios, desde los espacios inmensos, po-
bló los desiertos, encendió los soles, levantó los mares
y les dijo, “quédense en sus límites”, todos los mun-
dos nacientes conocieron los suyos. El Creador dio
leyes a Saturno y a Venus, a los orbes diversos con-
tenidos en los cielos, a los elementos unidos en su
útil guerra, al curso de los vientos, a los rayos, al
animal que piensa y nace para adorarlo y al gusano
que nos espera para devorarnos. ¿Tendremos, pues,
la osadía en nuestros cerebros de añadir nuestros
decretos a estas leyes inmortales? ¡Ah! ¿Seremos
nosotros, fantasmas momentáneos de quienes la exis-
tencia imperceptible está tocando la nada, los que
osemos ponernos al lado del Señor que distribuye
los rayos, para intentar dar leyes a la tierra como si
fuéramos dioses?

PARTE TERCERA

El universo es un templo en donde tiene su trono


el Eterno: cada hombre quiere elevarle un altar a su
gusto, y cada uno ensalza su fe, sus santos, sus mila-
gros, la sangre de sus mártires y las voces de los
oráculos. Piensan unos que lavándose cinco o seis
veces al día, el Cielo recibe sus baños con amorosa
acogida, y que sin circuncidarse no sería posible agra-
darle; otros, del dios Brahma, han desarmado la có-
lera, y por haberse abstenido de comer conejo ven el
Cielo entreabierto y placeres eternos. Todos tratan
a sus vecinos de impuros y de infieles. Las disputas

201
de los cristianos divididos en diferentes opiniones
han causado, en nombre del Señor, una infinidad de
males, y han derramado más sangre y abierto más
sepulturas que el vano pretexto de la balanza políti-
ca lo ha hecho en Alemania y Francia.
Un dulce inquisidor con el crucifijo en la mano
hace arrojar al fuego, por caridad, a su prójimo; y
compadeciéndose con el penitente de un fin tan trá-
gico, se apropia de sus bienes para consolarse, mien-
tras el pueblo, alabando a Dios, baila alrededor de
la hoguera. Varias veces se ha visto que un fervoro-
so católico, al salir de la misa, ha corrido sobre su
vecino para honrar la fe y le ha dicho: Muere impío o
piensa como yo. Calvino y sus secuaces, exculpados
por la justicia, fueron ejecutados en efigie en París;
Calvino inmoló a Servet, y de haber sido éste sobe-
rano en Ginebra, por una consecuencia contra sus
enemigos hubiera hecho ahogar en un solo lazo a los
trinitarios; así es que los nuevos enemigos de Arminio
eran mártires en Flandes y verdugos en Holanda.
¿Por qué causa la piadosa rabia fue durante dos-
cientos años el patrimonio de nuestros groseros
abuelos? Fue porque se ahogó la voz de la naturale-
za, porque a su ley sagrada se añadieron leyes, y
porque contentos los hombres en su esclavitud, for-
maron a través de sus preocupaciones un dios a su
semejanza; así es que lo hicieron injusto, colérico,
vano, celoso, seductor, inconstante y bárbaro como
nosotros.
En fin, hay que dar gracias a la filosofía, que en
nuestros días ha ilustrado a una parte de Europa,
cuyo beneficio ha sido enmohecer los cuchillos y
apagar las hogueras; pero si el fanatismo levantase
de nuevo la cabeza, ¡cuán pronto volverían a encen-
derse estos fuegos! No hay duda de que se ha hecho

202
el generoso esfuerzo de disminuir el número de nues-
tros hermanos condenados al suplicio; es cierto que
se queman menos judíos en los muros de Lisboa, y
que el muphti, que rara vez razona, no dice ya a los
cristianos esclavos del sultán: Renuncien al vino, bár-
baros, y crean en Mahoma, pero nos honra con el epíte-
to de perros y nos envía a los profundos infiernos.
Nosotros nos desquitamos condenando a la vez al
pueblo circuncidado vencedor de tantos reyes, y a
Londres, a Berlín, a Estocolmo, a Ginebra; y tú mis-
mo, ¡oh gran rey! estás comprendido en el anatema:
en vano señalas con beneficios los hermosos días de
tu reinado; en vano das socorro a la humanidad, pa-
lacios a las bellas artes, pueblas los desiertos y los
fertilizas; muy sabios talentos juran por su salvación
que eres sobre la tierra un hijo de Belcebú.
Las virtudes de los paganos, dicen, son vicios;
¡impiedad rigurosa, odiosa máxima! ¡Gacetero clan-
destino, cuya necia actitud condena al género huma-
no de plena autoridad, tú ves arrebatar a los morta-
les, tus semejantes formados por mano de Dios, para
que sirvan de placer a los diablos! ¿No estás satisfe-
cho con condenar a las llamas a nuestros mejores
ciudadanos, Montaigne y Montesquieu? ¿Piensas que
Sócrates y el justo Arístides, Solón que fue el ejem-
plo y la guía de los griegos; Trajano, Marco Aurelio,
Tito, nombres queridos, nombres sagrados que ja-
más has leído, fueron entregados al fuego eterno y
al furor de los demonios por el Dios bienhechor de
quien ellos eran la imagen? ¿Y que tú te verás en el
Cielo, coronado de rayos de gloria, y rodeado de
un coro de querubines por haber cargado algún tiem-
po con algunas alforjas, dormido en la ignorancia y
vivido en la suciedad? Sálvate, yo lo consiento; pero
el inmortal Newton, los ilustres Adisson y Locke, en

203
fin, de quienes la mano valerosa ha encontrado los
límites del espíritu humano; esos genios maravillo-
sos que parecería que Dios mismo los hubiera ilus-
trado, ¿estarán condenados al fuego eterno? Adop-
ta un decreto más dulce, un tono más modesto; co-
noce, amigo, los altos juicios del Cielo, perdona sus
virtudes, y supuesto que no te hayan condenado,
¿por qué los condenas? Discretamente fiel a la reli-
gión, sé dulce, compasivo, prudente y tolerante con
ellos; y sin ahogar a nadie, trata de llegar a puerto:
la clemencia es justa y la cólera injusta. En nuestros
días llenos de penas y miserias, hijos de un mismo
Dios, vivamos al menos como hermanos; ayudémo-
nos mutuamente a llevar el peso de los males que
agobian nuestros cuerpos; y aunque las contrarieda-
des aflijan nuestra vida, siempre maldecida por no-
sotros mismos y siempre querida, observemos nues-
tro corazón descarriado, solo y sin apoyo, abrasado
de deseos y helado de fastidio. Ninguno de noso-
tros ha vivido sin conocer las lágrimas, y aunque los
encantos consoladores de la sociedad alivian nues-
tros dolores algunos breves .momentos, son un re-
medio muy débil para males tan constantes. ¡Ah!, no
emponzoñemos más la dulzura que nos queda; de lo
contrario podrá comparársenos con los presos que
encierra un horrendo calabozo, que pudiéndose so-
correr entre sí, se ocupan en destrozarse combatien-
do con los hierros que los sujetan.

PARTE CUARTA

Sí, yo he oído varias veces de tu boca augusta


que el primer deber del hombre es ser justo, y que el
primero de nuestros bienes es la paz de nuestros

204
corazones. ¿Cómo has podido, entre tantos docto-
res y en medio de las diferencias que nacen de las
disputas, mantener una constante paz en tus Esta-
dos? ¿En qué consiste que los discípulos de Calvino
y de Lutero, tenidos por hijos bastardos de Lucifer
por los habitantes del otro lado de los montes, el
griego, el romano, el afectado quietista, el cuáquero
con gran sombrero, el sencillo anabaptista, que ja-
más en sus leyes han podido ponerse de acuerdo, lo
están en bendecirte? Es porque eres sabio y porque
eres soberano: si el último Valois hubiera sabido serlo,
jamás un dominico, guiado por su prior, se hubiera
atrevido a imitar con celo fervoroso a la esforzada
Judit, y seguramente no hubiera intentado en San
Cloud su funesta empresa; pero Valois aguzó el pu-
ñal de la Iglesia, ese puñal que no tardó en asesinar
en París, a la vista de sus vasallos, al más grande de
los Enrique. Mira el espantoso fruto de las disputas
piadosas: generan facciones que siempre obran cruel-
mente, y por poco que se trate de sostenerlas se atre-
ven a cometer las más grandes osadías; es preciso
despreciarlas para destruirlas. Quien sabe conducir
a los soldados puede gobernar a los clérigos; un rey
cuya grandeza eclipsó la de sus antepasados, creyó
sin embargo, apoyado en la fe de un confesor nor-
mando, que Quesnel era importante y Jansenio te-
rrible. Con el sello de su grandeza dio fuerza a estas
sandeces, y nacieron entonces distintos partidos; cien
charlatanes revestidos de pieles, abogados, bachi-
lleres, tenderos, capuchinos, jesuitas, franciscanos,
todos turbaron al Estado con sus doctos escrúpulos;
pero el regente, más sensato, los puso en ridículo y
se los vio caer en el desprecio.
Basta el ojo del amo, él puede hacerlo todo; así es
que el dichoso cultivador de los presentes de Pomona,

205
de las hijas de la primavera y de los tesoros del oto-
ño, señor de su terreno, administra a los árboles los
socorros del sol, de la tierra y de las aguas; por me-
dio de ligeros apoyos sostiene las ramas débiles,
arranca impunemente las hierbas inútiles, poda los
árboles frondosos, y su dócil terreno corresponde a
la cultura. Ministro laborioso de las leyes de la natu-
raleza, no se ve contrariado en sus dichosos desig-
nios: el árbol que plantó arduamente con sus pro-
pias manos no aspira a tener el derecho a ser estéril;
y de un suelo apropiado, extrayendo una sustancia
útil, no niega a su dueño una parte de los frutos de
los que está cargado. Es en vano que un jardinero
vecino maldiga los frutos que cuelgan y desee la ma-
ligna influencia de los cielos para que se sequen con
una sola palabra las higueras y la viña.
¡Desgraciadas aquellas naciones cuyas leyes con-
tradictorias desajustan las riendas del Estado! El
senado de Roma, ese consejo de vencedores, presi-
día el altar y las costumbres, disminuía sabiamente
el número de las vestales y disponía las fiestas de
un pueblo extravagante; Marco Aurelio y Trajano
confundían en el campo de Marte la gorra pontificia
y la banda de los césares; y el universo, apoyado
en sus felices ideas, ignoraba la desgraciada manía
de las guerras escolásticas. Estos esclarecidos le-
gisladores, llenos de gran celo, jamás combatieron
por los pollos sagrados; Roma, aún hoy, conservan-
do sus máximas, une el trono al altar con nudos
legítimos. Sus ciudadanos viven en paz sabiamente
gobernados; no son ya conquistadores pero son más
afortunados.
No pregunto por qué un rey que lleva en la mano
un báculo episcopal, al salir del consejo para ir a la
misión, bendice de inmediato a un pueblo contrito.

206
Cada iglesia tiene sus leyes, cada pueblo tiene sus cos-
tumbres; pero tratándose de un rey empeñado en el
cumplimiento de sus deberes, en mantener la paz, el
orden y la seguridad, es necesario que tenga sobre
todos sus vasallos la misma autoridad: todos son sus
hijos. Esta familia inmensa ha depositado su confian-
za en los cuidados paternales de aquel que la gobier-
na: el soldado, el sacerdote, el mercader, el obrero,
todos son igualmente miembros del Estado, y el apa-
rato necesario de la religión confunde delante del Eter-
no al grande y al pequeño. Las leyes civiles compren-
den igualmente al sacerdote y al ciudadano; la ley
debe ser universal en todos los Estados, y los morta-
les, sean quienes fueren, son iguales ante ella. No me
propongo hablar más sobre este delicado asunto: el
Cielo no me ha destinado a regir los Estados para
aconsejar a los reyes ni para enseñar a los sabios; pero
desde el tranquilo puerto en que me hallo contem-
plando las tempestades y disfrutando de esta dicho-
sa paz en que pienso terminar mis días, ilustrado por
ti mismo y convencido de tus discursos y de tus máxi-
mas, soy de tus lecciones un fiel intérprete: mi espíri-
tu sigue al tuyo y mi voz te emula.
¿Qué se inferirá de mi largo discurso? Que las
preocupaciones son la razón de los necios; por su
causa no debemos declarar la guerra ni turbar al
género humano. La verdad desciende del Cielo y el
error nace de la tierra; y así, el sabio debe seguir los
senderos secretos a través de los espinos que no le
es posible arrancar. La paz, en fin, la dulce paz que
se turba y se ama, es tan digna de aprecio como la
virtud bienhechora.

207
208
INSTRUCCIONES AL PRÍNCIPE REAL DE***

Fragmentes des instructions pour le prince royal de*** (1752)

209
210
I
Debes asegurarte en primer lugar, mi querido pri-
mo, en la convicción de que existe un Dios todopode-
roso que castiga el crimen y recompensa la virtud. Sa-
bes bastante física para conocer que los antiguos erro-
res, como que es necesario que el grano se pudra y
muera en la tierra para nacer, etc., destruirían más bien
la idea de un Dios creador del mundo de lo que servi-
rían para establecerla. Sabes bastante astronomía para
estar seguro de que no hay ni primero ni tercer cielo,
ni región de fuego cerca de la luna, ni firmamento al
cual estén pegadas las estrellas, etc., pero sí un número
inmenso de planetas colocados en el espacio por la mano
del eterno Geómetra. Se te ha enseñado bastante ana-
tomía para que puedas haber admirado los incom-
prensibles resortes que sostienen nuestra vida. Las ob-
jeciones de algunos ateos no te hacen mella: piensa
que Dios ha hecho el universo tanto como crees, si me
atrevo a servirme de esta débil comparación, que el
palacio que habitas ha sido edificado por el rey, tu abue-
lo. Deja a los topos enterrados bajo los pastos negar, si
se atreven a hacerlo, la existencia del sol.
Toda la naturaleza te ha demostrado la existen-
cia del Dios supremo, y tu corazón es el que debe
conocer la existencia del Dios justo. ¿Cómo podrías
ser justo si Dios no lo fuese? ¿Y cómo podría serlo, si
no supiese castigar y recompensar?
No te diré cuál será el premio y cuál el castigo;
tampoco te diré: habrá llantos y rechinar de dientes, por-

211
que no está demostrado que después de la muerte
tengamos ojos ni dientes. Los griegos y los romanos
se reían de sus furias; los cristianos se burlan abier-
tamente de sus diablos, y Belcebú no tiene más cré-
dito que Tifón. Es una gran tontería unir la religión
a unas quimeras que la ridiculizan. Se arriesga des-
truir la religión de los espíritus débiles y perversos
cuando se deshonra con absurdos la que se les anun-
cia. Y se comete una torpeza aún más horrible: la de
atribuir al Ser supremo las injusticias y las cruelda-
des que nosotros castigaríamos en los hombres con
el último suplicio.
Sirve a Dios por ti mismo, y no en base a la fe de
los demás; jamás blasfemes ni como libertino ni como
fanático; adora al Ser supremo como príncipe y no
como fraile; sé resignado como Epícteto y bienhe-
chor como Marco Aurelio.

II
Entre la multitud de sectas en que el mundo se
halla dividido actualmente, hay una que domina en
cinco o seis provincias de Europa, y que se atreve a
llamarse universal porque ha enviado misioneros a
América y a Asia. Esto es como si el rey de Dina-
marca se intitulase señor del mundo entero porque po-
see un establecimiento sobre la costa de Coromandel
y dos pequeñas islas en América.
Si esta Iglesia no tuviese otra vanidad que la de
llamarse universal en el rincón del mundo que ella ocu-
pa, esto no sería sino una ridiculez. Pero lleva su te-
meridad, mejor dicho su insolencia, hasta a enviar a
las llamas eternas a cualquiera que no esté en su seno.
No ruega por ninguno de los príncipes de la tie-
rra que sea de una secta diferente; y es la que, for-

212
zando a las otras sociedades a imitarla, ha roto to-
dos los lazos que deben unir a los hombres.
Se atreve a llamarse cristiana católica, y seguramen-
te no es ni una cosa ni otra. En efecto, ¿qué hay me-
nos cristiano que ser en todo opuesto a Cristo? Cris-
to y sus discípulos fueron pobres y huyeron de los
honores: amaban la humildad y el trabajo. ¿Se reco-
nocerá por estas señas a los frailes y los obispos que
rebosan de tesoros y que han usurpado en varios
países los derechos de regalía, y a un pontífice que
reina en la ciudad de los escipiones y de los césares,
y que no se digna hablar a un príncipe si éste no le
besa antes los pies? Este contraste extravagante no
choca lo suficiente a los hombres.
Se sufre alegremente en la comunión romana, por-
que está establecido desde hace largo tiempo; si fuese
nuevo, excitaría la indignación y el horror. Los hom-
bres, aunque son ilustrados, son esclavos de dieciséis
siglos de ignorancia que los han precedido.
¿Puede considerarse una cosa más baja para los
soberanos de la comunión llamada católica que la de
reconocer a un señor extranjero? Ya que por más que
disfracen este yugo, lo cargan: estos soberanos en-
vían a este templo de la idolatría una embajada de
obediencia: tienen en Roma a un cardenal protector
de su corona, pagan tributos en anatas y primicias, y
mil causas eclesiásticas de sus Estados son juzgadas
por un sacerdote delegado extranjero.
En fin, más de un rey sufre en sus Estados el infa-
me tribunal de la Inquisición, creado por los papas y
servido por los frailes; está suavizado, pero subsiste
con vergüenza para el trono y la naturaleza humana.
No podrás sin reírte, oír hablar de este rebaño
de holgazanes esquilados, vestidos de blanco, de gris,
de negro, calzados, descalzos, con calzones y sin cal-

213
zones, llenos de grasa y de argumentos, dirigiendo
a devotas imbéciles, poniendo a contribución a la ple-
be, diciendo misas para hacer encontrar las cosas per-
didas, y haciendo bajar a Dios a sus manos por algu-
nos dineros: todos inútiles, todos a cargo de su pa-
tria y todos vasallos de Roma.
Hay reinos que mantienen a cien mil de estos ani-
males perezosos y voraces, de quienes se hubiera
hecho muy buenos marineros y valientes soldados.
Gracias al Cielo y a la razón que los Estados sobre
los cuales debes reinar un día están preservados de
este azote y de este oprobio. Repara en que no han
florecido sino después de que tus establos de Ogias
fueron limpiados de estas inmundicias.
Observa sobre todo a Inglaterra, envilecida en
otros tiempos hasta ser una provincia de Roma; pro-
vincia despoblada, pobre, ignorante y turbulenta, y
ahora se divide América con España, y posee real-
mente la mejor parte; porque si España tiene los me-
tales, Inglaterra tiene las cosechas que se compran con
estos metales. Tiene en aquel continente las tierras
que producen hombres robustos y valientes; y mien-
tras que los miserables teólogos de la comunión ro-
mana disputan para saber si los americanos son hijos
de Adán, los ingleses se ocupan de fertilizar, poblar y
enriquecer dos mil leguas de terreno, y de comerciar
treinta millones de escudos al año. Reinan sobre la
costa de Coromandel, al extremo del Asia; sus escua-
dras dominan todos los mares y no temerían a las
escuadras de toda Europa reunidas.
Ya ves claramente que, en igualdad de condicio-
nes, un reino protestante aventaja a un reino católico,
pues posee en marineros, soldados, labradores y ma-
nufacturas lo que el otro tiene en clérigos, frailes y re-
liquias; debe tener más dinero efectivo, porque su pla-

214
ta, en circulación, no está enterrada en los tesoros de
Nuestra Señora de Loreto; porque en lugar de cubrir
los huesos de los muertos, llamados cuerpos santos, debe
tener cosas magníficas; porque tiene menos días de
ocio consagrados a vanas ceremonias, a la taberna y
al desorden. En fin, los soldados de los países protes-
tantes deben ser los mejores porque el Norte es país
más fecundo en hombres vigorosos, capaces de gran-
des fatigas y pacientes en trabajo, que los pueblos del
mediodía, ocupados en procesiones, enervados por
el lujo y debilitados por un mal vergonzoso que ha
hecho degenerar a la especie de manera tan sensible,
que en mis viajes he visto dos cortes brillantes que no
tenían ni diez sujetos capaces de soportar los trabajos
militares. Así se ha visto que un solo príncipe del
Norte, cuyos Estados no estaban contados como una
potencia en el siglo pasado, ha resistido a todos los
esfuerzos de las casas de Austria y de Francia.

III
No persigas a nadie por sus opiniones sobre la
religión: esto sería horrible ante Dios y ante los hom-
bres; Jesucristo, lejos de ser opresor, fue un oprimi-
do. Si hubiese en el mundo un ser poderoso y malé-
fico, enemigo de Dios como lo han pretendido los
maniqueos, su ocupación sería perseguir a los hom-
bres. Hay tres religiones establecidas de derecho
humano en el imperio; yo quisiera que hubiese cin-
cuenta en tus Estados, cuantas más religiones hubie-
ra, más poder tendrías sobre ellas. Considera ridí-
cula y odiosa toda superstición, y no tendrás nada
que temer de la religión: ha sido terrible y sanguina-
ria, y ha derribado los tronos cuando las fábulas han

215
tenido crédito y cuando los errores han sido re-
putados santos. Es el insolente absurdo de las dos
cuchillas; la pretendida donación de Constantino;
la ridícula opinión de que un paisano judío de
Galilea había gozado en Roma durante veinticinco
años de los honores de soberano pontífice, la compi-
lación de las pretendidas decretales, hecha por un
falsario; una serie no interrumpida durante muchos
siglos de leyendas falsas, de milagros impertinen-
tes, de libros apócrifos, de profecías atribuidas a las
sibilas; y es, en fin, un conjunto odioso de imposturas
lo que ha hecho furiosos a los pueblos, y lo -que hace
temblar a los reyes. Contempla las armas de que se
sirvieron para deponer al gran emperador Enrique
IV, para hacerlo arrodillar a los pies de Gregorio
VII, para hacerlo morir en la pobreza y privarlo de
sepultura: de este manantial salieron todos los
infortunios de los dos Federico, y esto es lo que ha
hecho correr la sangre de Europa durante algunos
siglos. ¡Qué religión la que siempre se ha sostenido
después de Constantino por las agitaciones civiles y
por los verdugos! Estos tiempos han pasado, pero
cuidémonos de que no vuelvan; este árbol de muer-
te cuyas ramas están cortadas, conserva aún raíces,
y mientras la secta romana tenga fortunas que dis-
tribuir, mitras, principados y tiaras que dar, debe
temerse por la libertad y por el reposo del género
humano. La política ha establecido una balanza en-
tre las potencias de Europa, y no es menos necesario
que establezca otra entre los errores, a fin de que,
equilibrados los unos por los otros, dejen el mundo
en paz.
Se ha dicho continuamente que la moral que viene
de Dios reúne a todos los espíritus, y que el dogma
que viene de los hombres los divide. Estos dogmas

216
insensatos, estos monstruos hijos de la escuela se com-
baten todos en la escuela: pero ellos deben ser igual-
mente despreciados por los hombres de Estado, y
todos deben tornarse débiles e ineficaces por efecto
de la sabiduría del gobierno: son venenos que el uno
sirve de remedio al otro, y el antídoto universal con-
tra estos venenos del alma es el desprecio.

IV
Mantén la justicia, sin la cual todo es anarquía y
desorden. Sométete a ella en primer lugar; pero que
los jueces sean jueces y no señores, que sean los pri-
meros esclavos de la ley y no sus árbitros. Jamás
consientas que un ciudadano sufra la pena de muer-
te, aunque sea el último mendigo de tus Estados, sin
que haya tenido proceso, que harás examinar por tu
consejo: este miserable es un hombre, y eres respon-
sable de su sangre.
Que en tu reino las leyes sean simples, uniformes
y de fácil comprensión para todos; que lo que es cier-
to y justo en una ciudad no sea falso e injusto en otra;
esta contradicción anárquica es intolerable.
Si alguna vez tienes necesidad de dinero a causa
de las desgracias de los tiempos, vende tus bosques,
tu vajilla de plata y tus diamantes, pero jamás los
oficios de la judicatura; comprar el derecho de deci-
dir sobre la vida y las haciendas de los hombres es
el mercado más infame que pueda haber. Se habla
de simonía; ¿hay una simonía más vil que la venta de
la magistratura? ¿Hay acaso alguna cosa más santa
que las leyes?
Que tus leyes no sean ni demasiado benignas ni
demasiado severas: nada de confiscación de bienes

217
a tu provecho; ésta es una tentación muy peligrosa.
Las confiscaciones no son finalmente otra cosa que
un robo a los hijos del culpable: ¿si no quitas la vida
a estos hijos, por qué arrancarles su patrimonio? ¿No
eres bastante rico sin engordar con la sangre de tus
vasallos? Dos buenos emperadores, de quienes he-
redamos nuestra legislación, jamás admitieron estas
leyes bárbaras.
Los suplicios son desgraciadamente necesarios; es
forzoso espantar el crimen, pero haz útiles los supli-
cios; que aquellos que han dañado a los hombres sir-
van a los hombres. Dos soberanos del más vasto impe-
rio del mundo han dado sucesivamente este ejemplo.
Los países incultos trabajados por manos criminales,
no han sido menos fértiles. Los caminos reales, conser-
vados por sus trabajos siempre constantes, han pro-
porcionado la seguridad y la belleza del imperio.
Que la costumbre espantosa del tormento no vuel-
va jamás a tus provincias, excepto en el caso de que
se implicase de manera evidente la salvación del Es-
tado.
El tormento fue en sus inicios una invención de los
malvados, que viniendo a robar las casas hacían pa-
decer sufrimientos a los amos y a los criados hasta
que descubrían el dinero escondido; enseguida los ro-
manos adoptaron este horrible uso contra los esclavos a
los que no veían como hombres; pero jamás los ciudada-
nos romanos estuvieron expuestos al tormento.
Sabes además que, en los países donde está abo-
lida esta horrible costumbre, no se advierten más
crímenes que en los otros. Se ha dicho tanto acerca
de que el tormento es un secreto seguro para salvar
a un culpable robusto y condenar a un inocente de
constitución débil, que por fin las naciones han que-
dado persuadidas de este razonamiento.

218
V
El ramo de hacienda está administrado en tu rei-
no con una economía que no debe desajustarse nun-
ca: conserva con mucho cuidado esta sabia adminis-
tración. La recaudación es tan sencilla como debe ser;
los soldados no sirven para nada en tiempo de paz,
están organizados para recibir las contribuciones bajo
la dirección del recaudador, que por lo común es un
hombre de edad, solo y sin comitiva armada. No es-
tás obligado a mantener un ejército de empleados con-
tra tus vasallos, y el dinero del Estado no pasa por
treinta manos diferentes que retienen todas alguna
parte. No debe haber fortunas inmensas consegui-
das por la rapiña, a tu costa y a la de la nobleza y del
pueblo. Cada recaudador lleva todos los meses el im-
porte de lo que ha cobrado a tu tesorería; el pueblo
no está esquilmado, ni el príncipe robado. No tienes
en el reino una multitud de pequeños cargos civiles y
empleados subalternos sin funciones, como se ven salir
de abajo de la tierra en ciertos Estados donde están
puestos en venta por una administración cargada de
deudas. Todos estos pequeños títulos se compran ca-
ros por la vanidad, y producen a sus compradores
rentas perpetuas así como el desmembramiento per-
petuo del Estado.
No se ve en nuestro reino una multitud de ciuda-
danos inútiles, con el titulo de consejeros del príncipe,
que viven en la ociosidad y no tienen otra cosa que
hacer más que gastar en sus placeres las rentas de
esos frívolos cargos que sus padres adquirieron.
Cada ciudadano vive en este reino o bien de las
rentas de sus tierras, o del fruto de su industria, o de
los sueldos que recibe del príncipe. El gobierno no
está entrampado. Jamás he oído gritar por las calles,

219
como en un país por donde he viajado en mi juven-
tud: Nuevo edicto de una constitución de rentas, nuevo
empréstito, plazas de consejeros del rey, aduana de leña, me-
didor de carbón. No caigas en este envilecimiento tan
ruinoso como ridículo; se suspendería a un conde del
imperio que se condujese así en sus tierras, y se le
quitaría justamente la administración de sus bienes.
Si los Estados de los que hablo están destinados a ser
algún día nuestros enemigos, ¡cómo podrían condu-
cirse con unos hábitos tan extravagantes!

VI
Haz trabajar a tus soldados en el arreglo de los
caminos por donde deben marchar, en allanar las
montañas que deben subir, en los puertos en que
deben embarcarse y en las fortificaciones de las pla-
zas que deben defender. Estos trabajos útiles los ten-
drán ocupados durante la paz, y sus cuerpos se ha-
rán más robustos y capaces de soportar las fatigas
de la guerra; un ligero aumento de paga bastará para
que corran al trabajo con alegría. Éste era el método
de los romanos: las legiones hicieron ellas mismas
los caminos que atravesaron para ir a conquistar Asia
menor y Siria. El soldado se carga de espaldas re-
moviendo la tierra, pero se endereza marchando
hacia el enemigo; un mes de ejercicio restablece esta
pequeña ventaja exterior que seis meses de trabajo
han podido desfigurar. La fuerza, la destreza y el
valor valen tanto como el buen aire sobre las armas;
los ingleses y los rusos son menos perfectos en el
desfile que los prusianos, y los igualan en el día de
la batalla.
¿Se pregunta si conviene que los soldados sean
casados? Yo pienso que es bueno que lo sean, por-

220
que la deserción disminuye y la población aumenta:
sé que un soldado casado sirve con menos gusto le-
jos de las fronteras, pero vale más cuando combate
en el seno de su patria. No pretendas llevar la gue-
rra lejos de tus Estados; tu situación no te lo permi-
te, y tu interés es el de que tus soldados pueblen las
provincias en lugar de ir a arruinar las de otros rei-
nos.
Que el militar, después de haber servido largo tiem-
po, goce en su país de un socorro seguro; que disfrute
al menos de su media paga, como en Inglaterra. Una
casa para los inválidos, como aquella con la que dio el
ejemplo Luis XII en su capital, puede convenir a un rico
y vasto reino. Creo más ventajoso para tus Estados
que todo soldado, a la edad de cincuenta años, como
máximo, vuelva al seno de la familia; puede seguir tra-
bajando en un oficio útil y puede dar hijos a la patria.
Un hombre robusto puede, a la edad de cincuenta años,
ser útil todavía durante veinte años: su media paga es
un dinero que, aunque módico, entra en circulación en
provecho de la cultura. Con tal de que este soldado
reformado utilice un cuarto de acre de tierra, es más
útil al Estado que lo que ha sido en el desfile.

VII
Que tu reino no sufra la mendicidad; es una infa-
mia que aún no ha podido destruirse en Inglaterra,
en Francia y en parte de Alemania. Creo que hay en
Europa más de cuatrocientos mil desgraciados in-
dignos del nombre de, hombres, que tienen por ofi-
cio la ociosidad y la mendicidad. Cuando se han acos-
tumbrado a este género de vida, no son buenos para
ninguna cosa y no merecen la tierra en que deberían
ser sepultados. No he visto que se tolere este opro-

221
bio de la naturaleza humana en Holanda, en Suecia
ni en Dinamarca, y tampoco en Polonia. Rusia no tie-
ne bandas de pordioseros establecidos en los cami-
nos reales para incomodar a los viajeros; es necesa-
rio castigar sin piedad a los mendigos que se atre-
ven a hacerse temer, y socorrer a los pobres con la
atención más escrupulosa. Los hospicios de Lyon y
de Amsterdam pueden servir de modelo; los de Pa-
rís están indignamente administrados. El gobierno
municipal de cada ciudad debe ser el único encarga-
do del cuidado de sus pobres y de sus enfermos. Así
es como se practica en Lyon y en Amsterdam: todos
aquellos a quienes aflige la naturaleza son allí soco-
rridos; todos aquellos a quienes sus miembros se lo
permiten, son obligados a hacer un trabajo útil. Es
necesario empezar en Lyon por la administración del
hospicio para llegar a los honores municipales de la
casa de la ciudad. En esto está el gran secreto. La
casa de la ciudad de París no tiene instituciones tan
sabias; le falta mucho, y el cuerpo de la ciudad está
arruinado, sin poder y sin crédito.
Los hospicios de Roma son ricos, pero no pare-
cen destinados sino a recibir a peregrinos extranje-
ros; es una charlatanería que convoca a los mendi-
gos de España, Baviera y Austria, y no sirve para
otra cosa sino para alentar la mendicidad de un nú-
mero prodigioso de pordioseros de Italia. Todo res-
pira en Roma ostentación y pobreza, superstición y
truhanería.
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.......................................................................................

(Falta el resto del original, que se supone desapa-


recido intencionalmente.)

222
ÍNDICE

IPNTRODUCCIÓN ................................................................. 99
RÓLOGO ........................................................................

BIBLIOGRAFÍA ................................................................ 33
BIBLIOGRAFÍA ................................................................ 33

SOBRE EL SUICIDIO .............................................. 39

SOBRE LA INMORTALIDAD DEL ALMA ......... 61


HORRORES DE LA INTOLERANCIA .................... 27
SOBRE LA DIGNIDAD O MISERIA
DE LA NATURALEZA HUMANA ......................... 79
LAS USURPACIÓN DE LOS PAPAS ...................... 65
SOBRE LA SUPERSTICIÓN
Y EL ENTUSIASMO ................................................. 93
CONTRA EL CLERICALISMO ................................ 93
EL EPICÚREO ......................................................... 111

EL ESTOICO ........................................................... 125


IDEAS REPUBLICANAS ........................................ 109

HAY QUE TOMAR PARTIDO ............................... 135

EL DESASTRE DE LISBOA ..................................... 183

LA LEY NATURAL ................................................. 193

INSTRUCCIÓN AL PRÍNCIPE REAL DE *** ...... 209

223
224

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