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El poliédrico Cavalli Sforza entendió desde los primeros años de su carrera que la
multidisciplinaridad sería la clave para hacer avances significativos en la investigación.
Consciente de sus límites, se dio cuenta enseguida que tenía que aprender matemáticas,
y más específicamente estadística, que se fue a estudiar a Inglaterra con el más
importante en el campo de la época: Ronald Fisher. Y esa fue una de las decisiones más
acertadas de su vida, ya que el campo del cual devendría pionero, la genética de las
poblaciones, se sustancia fundamentalmente en herramientas estadísticas.
Fue de hecho cuando dejó de pensar en las moscas y se enfocó en los humanos que
empezó a emprender esa increíble odisea –le habría gustado esa expresión, pues Ulises
era uno de sus personajes clásicos preferidos– que le habría llevado a construir el
primer atlas genético de la humanidad.
Empezó estudiando qué factores
determinaban la diferente distribución de los
grupos sanguíneos entre las distintas
poblaciones humanas –entre las cuales,
estudió especialmente los vascos, que tienen
una incidencia de Rh negativo del 25%, la
más alta del mundo– para luego estudiar el
cromosoma Y, el trocito de cromosoma
común a todos los varones biológicos.
Gracias a este conocimiento, fue capaz por
primera vez de corroborar desde el punto de
vista genético la teoría paleontológica del
“Out of Africa”: el ADN confirmaba que los
primeros homínidas dejaron el continente
africano hace 100.000 años para colonizar el
resto del planeta. Para reconstruir el pasado
pues era necesario acudir a la genética. Cavalli Sforza llegó a este extraordinario
resultado mucho antes que se secuenciara el primer genoma humano.
Fue una verdadera revolución. La genética de las poblaciones era capaz de producir un
“árbol genealógico” de la humanidad que puede contar nuestra historia. El padre de
Cavalli Sforza intentó que su hijo se apasionara a la astronomía. No lo consiguió: sin
embargo, al igual que los astrónomos son capaces de mirar al pasado remoto cuando
observan estrellas y galaxias, hoy los genetistas pueden detectar huellas de
acontecimientos remotos dentro de nuestros genomas.
Hace más de 50.000 años, una mujer neandertal y un hombre denisovano practicaron
sexo y unos meses después ella dio a luz a una niña. Muchos siglos más tarde, en
una cueva siberiana junto a las montañas de Altái, se encontraron los huesos que
dejó aquella mujer híbrida, que tendría unos 13 años cuando murió. Desde hace casi
una década se sabe que neandertales, denisovanos y humanos modernos tuvieron
descendencia en algunas circunstancias, pero nunca se había encontrado a un hijo de
una pareja mixta.
Los genomas de las dos especies, secuenciados también por Pääbo y sus
colaboradores, indican que se separaron hace más de 390.000 años. Sin embargo,
siguieron procreando de forma puntual en los territorios donde ambas especies
compartían frontera. “Aunque todavía no conocemos la anatomía de los denisovanos
[solo se han encontrado fragmentos de huesos y dientes], yo creo que, aunque no
serían iguales, anatómicamente no serían muy diferentes”, explica Juan Luis
Arsuaga, codirector de Atapuerca. “Los denisovanos serían algo así como la versión
asiática de los neandertales”, añade.
Desde que los análisis genéticos permitieron reconstruir la vida sexual de los
humanos ancestrales, se ha comprobado que existieron relaciones ocasionales entre
las especies que compartieron el mundo hace decenas de miles de años. El genoma
de Denisova 11 o Denny, como se ha bautizado a la joven, muestra que la relación
de sus progenitores no era el primer cruce entre especies de su familia. El padre
también tenía neandertales entre sus antepasados.
Las relaciones no solo sucedieron entre estas dos especies tan cercanas. Los
humanos modernos copularon con neandertales en repetidas ocasiones desde hace al
menos 100.000 años y hoy, todos los habitantes del planeta, salvo los subsaharianos,
tenemos en nuestro genoma ADN de aquella especie extinguida. Lo mismo sucede
con los denisovanos. Aunque hace tiempo que se extinguieron, dejaron parte de sus
genes entre asiáticos y oceánicos, y tienen también en su genoma rastros de
fornicación con una especie arcaica de humanos que se separó de la línea evolutiva
humana hace más de un millón de años. Arsuaga trata de imaginar las
circunstancias en las que se podían producir aquellas relaciones entre especies y
recuerda lo que hacen otros mamíferos. “Que lobos y chacales o dos especies de
osos intercambien genes es relativamente frecuente en las fronteras de los territorios
que ocupan”, apunta. Pero estos animales no suelen fusionar sus grupos. “Yo no
creo que un grupo de neandertales y uno de denisovanos se uniese para formar un
solo grupo y ahí se diesen estos cruces”, explica el paleoantropólogo. Más bien se
trataría de individuos aislados, excluidos del grupo y que no tienen acceso a hembras
de su especie. “Un lobo marginal en California o uno joven pueden reproducirse con
una hembra de coyote que encuentren disponible”, afirma.
La semana pasada, investigadores del instituto Max Planck de Leipzig anunciaron que
habían descubierto un híbrido humano de primera generación, es decir, una joven de 13
años de madre neandertal y padre denisovano. Hasta ahora sabíamos que se habían
producido cruces porque tenemos material genético de otras especies, pero no se había
identificado a ningún humano híbrido de primera generación. De todas las especies
humanas desaparecidas, los denisovanos son de los que tenemos menos datos: solo se
han descubierto fragmentos muy pequeños de cinco individuos, todos en la misma cueva
de Siberia. No tenemos la más leve idea de su aspecto.
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El científico Svante Pääbo, del Max Planck, recibió este año el Premio
Princesa de Asturias precisamente por haber sido el responsable del primer
equipo que pudo extraer ADN de una especie humana extinta. En su libro El
hombre de Neandertal. En busca de genomas perdidos (Alianza) cuenta que
el descubrimiento era tan extraordinario que al principio pensó que podía
haber un error en los resultados. Sabía que las posibilidades que este avance
abría acabarían necesariamente planteando una pregunta: ¿Qué nos
convierte en humanos? Pääbo escribe en su muy entretenido ensayo: “De
una u otra manera, casi todos los investigadores del Max Planck estudian qué
significa ser humano, pero todos ellos se acercan a esta pregunta difusa
desde una perspectiva basada en los hechos, experimental”.
La posible relación entre aquel denisovano marginado y una neandertal que venía
del oeste quedó reflejada en la niña de Denisova, algo que, pese a que se supiese que
ambas especies habían tenido crías, resulta sorprendente. “Nunca pensé que
tendríamos tanta suerte como para encontrar a un descendiente directo de los dos
grupos”, asegura Slon. Pääbo también considera improbable el hallazgo y piensa
que, aunque “quizá no tuvieron muchas oportunidades para encontrarse, cuando lo
hicieron, debieron haber copulado frecuentemente, mucho más de lo que se
pensaba”.
Carles Lalueza, investigador del Instituto de Biología Evolutiva de Barcelona,
también ve “realmente sorprendente” que se haya encontrado un híbrido de primera
generación. “Esto podría sugerir que los cruzamientos eran frecuentes, pero no lo
sabemos, en parte porque todos los denisovanos proceden de la misma cueva”,
plantea. Aunque puntualiza que “lo que sería realmente revolucionario es encontrar
otro denisovano en otro sitio, porque quizá estemos estudiando una población
marginal”.
Las incógnitas en torno a aquella etapa de la humanidad, cuando los humanos aún
no habían impuesto su ley y al menos tres especies tremendamente inteligentes
compartían planeta y flujos, son abundantes. No obstante, trabajos como el que se
publica hoy son una muestra de que la ciencia puede abrir ventanas inesperadas al
pasado. En 2006, el investigador de la Universidad de Chicago Bruce Lahn propuso
que neandertales y humanos habían intercambiado genes hace unos 40.000 años.
Según contó entonces a EL PAÍS, las revistas Science y Nature rechazaron publicar
el trabajo porque consideraban que ese cruce era imposible. En solo una década,
aquella visión sobre el sexo en el Pleistoceno y sus consecuencias ha quedado patas
arriba.
No siempre fue así, sin embargo. Hace unos 50.000 años coexistieron en Eurasia tres
especies humanas distintas: los neandertales en Europa, los denisovanos en Asia y
unos recién llegados desde tierras africanas: los humanos modernos. Y sabemos que
hubo sexo entre ellos, entre otras cosas por que nuestro genoma actual lleva
fragmentos de ADN neandertal o denisovano, según la procedencia geográfica de
cada individuo. Lo que nadie esperaba encontrar, ni en sus mejores sueños, era la
evidencia más directa concebible de aquellos encuentros: una adolescente híbrida,
hija directa de una madre neandertal y un padre denisovano. Y eso es lo que hemos
conocido esta semana, como puedes leer en Materia.
Los denisovanos son a la vez un misterio y una prueba del poder de la genómica. El
misterio es que nadie sabe cómo eran, porque solo se han conservado un puñado de
muelas y pequeños fragmentos óseos; además, todos esos restos provienen del
mismo sitio, la cueva rusa de Denisova. El genoma de esos restos, sin embargo, no
solo prueba que eran una especie humana, sino que era una especie distinta de los
humanos modernos y de los neandertales. Y también que hubo cruces entre
denisovanos y humanos modernos, puesto que las poblaciones asiáticas y oceánicas
actuales llevan fragmentos de ADN denisovano en sus genomas, al igual que los
europeos llevan trozos de ADN neandertal. Las comparaciones indican que
neandertales y denisovanos se separaron evolutivamente hace unos 400.000 años.
Ambos desaparecieron hace unos 40.000 años, tras la llegada de nuestros ancestros
sapiens a Eurasia. Salvo por su legado de ADN, por supuesto.
Al definir una especie, los genetistas lo tienen claro: si dos individuos pueden
generar descendencia fértil, pertenecen a la misma especie. La progenie entre perro
y lobo o entre burro y caballo es viable pero estéril, y la mezcla de sus genes termina
ahí; son especies diferentes. Conforme a esta definición, si no hay un aislamiento
reproductivo prolongado, persiste el flujo genético que mantiene las poblaciones de
la misma especie conectadas, impidiéndose la especiación [la formación de nuevas
especies].
La llegada de los invasores a lo que hoy es España y Portugal tuvo “un rápido y
generalizado impacto genético”, según afirmó el genetista español Íñigo Olalde hace dos
semanas en un congreso científico en Jena (Alemania). Las posteriores poblaciones de la
Edad del Bronce presentaban "un 40% de la información genética y el 100% de sus
cromosomas Y procedentes de estos migrantes”, según la charla de Olalde. Dado que el
cromosoma Y se hereda de los padres, “esto significa que los hombres que llegaron tenían
un acceso preferente a las mujeres locales, una y otra vez”, describió Reich en el acto de
New Scientist.
Los nuevos resultados del grupo de David Reich también concuerdan con otro estudio
previo. El año pasado, el equipo de los genetistas Dan Bradley, del Trinity College de
Dublín, y Rui Martiniano, de la Universidad de Cambridge, anunció “una discontinuidad”
del cromosoma Y durante la Edad del Bronce en la península Ibérica, tras analizar el ADN
de los restos de 14 personas hallados en yacimientos de Portugal. “En cuanto a por qué
sucedió este reemplazo del cromosoma Y, se podría especular que estas poblaciones de las
estepas tenían una tecnología superior, con mejores armas y también caballos
domesticados, lo que pudo haberles aportado alguna ventaja en la guerra”, hipotetiza ahora
Martiniano.
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Los yamnayas aniquilaron a los
varones de la península Ibérica.
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Sus descendientes ocuparon la península Ibérica 500 años después y eliminaron a
los varones locales, tal y como publicó El País. Esta teoría se difundió en el evento
New Scientist, donde el científico genetista, David Reich, fue más allá.
Allí explicó que los estudios actuales confirmaron que el cien por cien de los
cromosomas ‘Y’ en España y Portugal proceden de los yamnayas. Estos
cromosomas son transferidos por los padres. Eso indica que aquellos
invasores fueron tan innovadores y violentos que desplazaron a los machos
locales.
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Yacimiento humano en Murcia. Foto: ASOME/UAB Más
Los yamnayas fueron una cultura nómada que predominó en Rusia, concretamente
en la región de los Urales. Una de las características de esta población es cómo
enterraban a su fallecidos, ya que los colocaban en tumbas en posición fetal y los
cuerpos eran enterrados en ocre.
“La colisión de estas dos poblaciones no fue amistosa, sino que los hombres
llegados del exterior desplazaron a los hombres locales casi por completo”, sentenció
el genetista Reich.