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gore, el porno y la inquietud de ser animal

El cine gore,
Ediciones el porno y la inquietud de ser animal
impresas

Antonio Gómez
antoniojgomezg@gmail.com (http://gmail.com/)

Lo que más nos inquieta del cine gore, no es su visceralidad o las situaciones desagradables que nos muestra, sino su mensaje de que somos irremediablemente animales.

Una de las primeras escenas porno que vi en mi vida fue a los doce años junto a mi madre y mis hermanas. Antes de que el lector se horrorice diré que por supuesto fue un
momento totalmente inesperado e incómodo. El hecho es que un día llegó a mi casa un DVD pirata de Holocausto Caníbal, y en una de esas sesiones cinéfilas familiares de
domingo por la tarde, y cuando la película estaba llegando ya a sus momentos más sangrientos la imagen se empezó a traslapar con una película porno. Como es de esperar,
mi madre quitó la película y desde entonces no me he atrevido a ver ese clásico del cine gore de los ochenta aunque al porno si le he dado segundas oportunidades. Después
de tantos años, el impertinente suceso ha calado hondo, y me ha hecho pensar que el cine gore y el porno tienen bastante en común.

El gore y el porno son los géneros del cine que se dedican a los fluidos: sangre, mierda, orines, líquido amniótico, sangre menstrual, materia gris, lágrimas, sudor, saliva,
semen, flujo vaginal y todas las combinaciones posibles de lo anterior. Occidente históricamente ha hablado de otro fluido, esta vez no corpóreo, llamado alma o espíritu,
pero es un flujo aséptico, límpido, inodoro, incoloro e invisible. Es, para que ustedes me entiendan, la nobleza de los fluidos, ese que por defecto no tienen los animales y que
nos hace a nosotros, supuestamente, humanos.

En una película clásica del gore llamada Martyrs (la versión francesa), dirigida por Pascal Laugier, está presente la pregunta no sólo por la existencia de Dios sino también
del alma en el sentido católico del término. En ella una secta religiosa martiriza mujeres con el único fin de llevarlas a un umbral de sufrimiento en el que el alma pueda
presenciar el Más Allá pero sin morir corpóreamente y así poder dar el testimonio a la líder de la secta. Como se entenderá, hay en el centro de todo esto una preocupación
central: ¿somos iguales a los animales?, es decir, ¿Tenemos o no tenemos alma? Como paréntesis sobre ésta película y en relación a esa inquietante vecindad entre porno y
gore, en la escena de Martyrs en la que la protagonista después de ser brutalmente desollada y parece ver por fin “la luz al final del túnel”, la expresión de ella se torna
profundamente extasiada, casi orgásmica (recuerda de alguna manera El éxtasis de Santa Teresa de Bernini), expresión que por lo demás será mucho más exagerada en el
remake estadounidense.

En la ya clásica El ciempiés humano, se da la respuesta a las preguntas atrás planteadas. Recomiendo también ver la ninguneada Tusk, del mismo estilo y que llega a
conclusiones similares. En la primera película, un científico loco realiza un experimento en el que inter conecta a tres personas a lo largo de sus aparatos digestivos, uniendo
sus anos con sus bocas. Cuando el experimento se sale de las manos, la única víctima que puede hablar (la “cabeza” del ciempiés humano) dice: “¿Eres Dios? [le pregunta al
científico loco] Soy un insecto insignificante. Eché a mis padres, abandoné a mi hijo, rechacé su amor y llevé una vida egoísta, tal como un insecto”. Y sin embargo al final,
antes de suicidarse, reconoce su condición humana. Termina equiparando el ser insecto con el ser humano.

Es quizá esto último lo que más nos inquieta del cine gore, no es su visceralidad o las situaciones desagradables que nos muestra, sino su mensaje de que somos
irremediablemente animales. Ante la tortura, ante el dolor, ante el sufrimiento, lo que padece es el cuerpo del Otro, no el Espíritu o el Alma ya que esto, si seguimos la línea de
pensamiento católica, es capaz de sobrevivir a la muerte. Por tanto sólo nos compadecemos del cuerpo animal del Otro que sufre y que interpela nuestro Yo animal, esa
misma animalidad que con tantos artificios culturales hemos querido ocultar.

Con todo esto surge una pregunta: ¿Por qué mi madre paró la película con las escenas porno y no con las sangrientas? O, ¿por qué socialmente hablando, el cuerpo que sufre
(cine gore) es en cierta medida más aceptable o menos pudoroso que el cuerpo extasiado por el placer (porno)?
Leamos al poeta francés del siglo XIX Charles Baudelaire en Mi corazón al desnudo: 

“La mujer es lo contrario del dandy. Debe, pues, causar horror. La mujer tiene hambre y quiere comer; sed y quiere beber; está en celo y quiere que la follen. ¡Bonito mérito! La
mujer es natural, es decir, abominable…La mujer no puede separar el alma del cuerpo. Es simple como los animales. Un satírico diría que es así porque no tiene más que el
cuerpo”. 

Pues bien, si entendemos lo que quiso decir el “poeta maldito” (básicamente y en palabras más sencillas que las mujeres son unas “perras en celo”), no hay nada más
baudelariano que el porno y sobre todo, no hay nada más baudelariano que los consumidores de pornografía.

Lo interesante de Mi corazón al desnudo es que avant la lettre (en este caso, antes de que el cine porno y el gore existieran), pone a dialogar los elementos de los que hablé
en el artículo pasado, pero en clave femenina. La mujer, en tanto que es sólo un cuerpo tal y como son los animales, causa horror, el mismo sentimiento que pretenden
provocar las películas gore. Y las mujeres, según las estadísticas de 2017 del portal PornHub no ven porno con la misma frecuencia que los hombres a pesar de que son las
protagonistas de gran parte de las categorías en las que se divide este género actualmente.

El porno es machista porque, paradójicamente, a la mujer se le visibiliza demasiado, porque la mujer es el único cuerpo en el que se concentra la cámara y el espectador. Es
un problema de enfoque y nosotros, buenos baudelarianos o como diría Nietszche, “despreciadores del cuerpo”, creemos que la condición corpórea es inherentemente mala.
Su machismo radica en que el hombre aparece como un “espíritu”, cómo el intelecto por excelencia al que se le da placer y no como otro cuerpo más, “simple como los
animales” como diría Baudelaire.

Si una de las frases más cliché de los magazines dedicados a chismes y política al referirse a un hombre poderoso es “Detrás de todo gran hombre siempre hay una gran
mujer”, se podría decir que el porno en su formato invierte los términos: “Detrás de toda gran mujer siempre hay un gran hombre”. Cuando se trata de poder la mujer es un
espectro, pero cuando se trata de porno es el hombre el espectral, el alma, el que no se puede reducir al puro cuerpo.

El porno y el gore hablan de dos sensaciones diametralmente opuestas pero por este mismo motivo cercanas: el placer y el dolor respectivamente. Pero el placer causa en el
espectador una respuesta diferente a la que causa el dolor: si en este caso se trata de compasión por el cuerpo del otro, en el primero se trata de vergüenza. Es a lo que se
refería Sheakespeare, quien comprendía como pocos los valores puritanos de su época, cuando decía: “La lujuria en acción es el abandono del alma en un desierto de
vergüenza”. Es la razón por la que la paciencia de mi madre en el altercado del DVD pirata de Holocausto caníbal tuvo su límite con la escena porno y no con las escenas
gore.

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