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De la crueldad en la escuela a lo escolar como crueldad

Gustavo Ruggiero (UNGS)

“Hijo mío, hay muchas cosas feas en el mundo,


me gustaría que no las vieras, pero no es
posible”.
Del film Matar a un ruiseñor.

En la novela Nada, de la escritora danesa Janne Teller (2011), ocurre algo cruel. Podría decirse
muy cruel, pero el desenlace de la historia vuelve indistinto el carácter aumentativo del término
muy. A esta novela se la intentó prohibir. Asociaciones familiares y otros organismos afines,
se sintieron demasiado preocupados por su contenido. Tal vez el temor al mal ejemplo. No
sabemos bien. Quizás la intención de censura haya tenido que ver, más probablemente, con lo
inadmisible que puede volverse la crueldad, cuando queda asociada específicamente al ámbito
de la escuela y a la infancia.

Esta breve y potente novela tiene un comienzo inquietante. Un niño de catorce años de edad
llamado Pierre Anthon, decide no ir más a la escuela apoyándose en estas palabras: “Nada
importa. Hace mucho que lo sé. Así que no merece la pena hacer nada. Eso acabo de
descubrirlo”. A partir de allí, se suceden una serie de eventos desafortunados. Para todos. Para
Pierre Anthon, para sus compañerxs de grado, para el propio universo adulto de la ficción y el
de la no ficción. Y para resguardar el placer de leer esta novela a quien no lo haya hecho, no
daré muchos detalles, pero diré que el conflicto que la recepción de la novela causó, en cierto
universo adulto, vale que le prestemos una especial atención.

Teller acepta que su novela es oscura. Pero no arroja más oscuridad que la que cualquier acción
cruel desparrama sobre nuestras esperanzas en la condición humana. No agrega dolor. En todo
caso nos trae su recuerdo. ¿Qué ocurre en Nada? Ocurre algo que cualquiera de nosotros
nombraría como cruel. Es violento lo que ocurre, sin dudas. Pero, ¿por qué cruel? Porque la
respuesta a la afirmación de Pierre Anthon termina como presuponemos de entrada: mal. Pero
no es solo un mal final. Es un final inadmisible
Esta novela es una nueva excusa para preguntarnos en qué radica la crueldad de una acción.
Notemos, como de paso, que no pocas veces asociamos la crueldad a sucesos no humanos.
Incluso hacemos abstracciones al respecto. “La vida es cruel”, decimos. O “el paso de la
tormenta azotó con crueldad a la población de pescadores”, dice la crónica. Esa idea de que
hay algo inhumano en la crueldad, es la que fija su significado en la propia Real Academia
Española: inhumanidad, fiereza de ánimo, impiedad. En cualquier caso, la crueldad está del
lado de lo mortífero.

Lo que parece incitar a la crueldad a unxs niñxs en la trama de Nada, está indicado en las
primeras líneas a las que ya aludimos: la ausencia de sentido. Y ese es el punto desde el que
propongo partir en esta reflexión: la ausencia de sentido es constitutiva en la condición humana;
ello implica una violencia (material y simbólica) que es elaborada gracias a la institución de la
sociedad. Siguiendo este razonamiento, habría una situación paradójica: la construcción de
sentido siempre es violenta, pero su ausencia también lo es. Para echar un poco de luz sobre un
asunto tan inquietante como este, nos será de mucha ayuda recurrir a la forma en que el filósofo
Castoriadis piensa la relación entre psique y sociedad.

La crueldad como problema de sentido

El título de esta presentación nos incita a describir las muchas formas de violencia que
experimentamos en las escuelas. Nos ahorraremos sin embargo las anécdotas -aunque a veces
nos ilustren mejor la complejidad humana- para pensar el problema con una cierta pretensión
de universalidad. Castoriadis dice, entre otras cosas, que a la psique humana la caracteriza “un
egoísmo ontológico necesariamente inherente a todo ser para sí mismo” (2006, 184). Por
supuesto que esta expresión no tiene nada que ver con lo moral. Siguiendo a Freud, Castoriadis
toma como punto de partida para la construcción de una teoría del sujeto -y también de una
teoría política-, que “el Yo es uno de los primeros extranjeros que se le presenta a la psique”
(184). De modo muy esquemático y tal vez demasiado resumido, podemos decir que frente a
la explicación del odio, el filósofo afirma que este proviene de dos raíces: la psique y la
sociedad. Ambas se implican y se refuerzan mutuamente. En primer lugar la psique, tiene la
tendencia de rechazar (y Castoriadis dice también de odiar) todo lo que no es ella misma. Por
otra parte, la institución social y las significaciones imaginarias que ella acarrea, tiene una
necesidad de clausura. Psique y sociedad se constituyen en una cierta clausura. A esta clausura
aceptamos llamar sentido. Y diremos que hay una prioridad del sentido por sobre la necesidad
biológica. Como dice Mallarmé, no habría que preguntar qué es, sino qué significa.

En el estado inicial del psiquismo humano, que Castoriadis denomina mónada psíquica, la
pérdida que supone el proceso de socialización de la misma, implica necesariamente una
sustitución de esa pérdida de la omnipotencia que la caracteriza. La institución compensa,
aunque siempre de modo incompleto, esa pérdida. Así, dice el filósofo:

Ser socializado significa, en primer lugar y sobre todo, investir la institución


existente de la sociedad y las significaciones imaginarias insertas en esta
institución. Estas significaciones imaginarias son los dioses, los espíritus, los mitos,
los tótems, los tabúes, la familia, la soberanía, la ley, el ciudadano, la justicia, el
Estado, la mercancía, el capital, el interés, la realidad, etc. La realidad es,
evidentemente, una significación imaginaria, y su contenido particular está
fuertemente co-determinado, para cada sociedad, por la institución imaginaria de
la sociedad (2006: 186).
De modo entonces que, el asunto del odio y una de sus formas particulares, la crueldad, pasan
de ser problemas morales a ser problemas ontológico-políticos. En la psique y en la sociedad
encontramos la doble raíz de este odio. Mientras que la primera está obligada a aceptar la
sociedad, la segunda trabaja por la necesidad fundamental de aquella: la necesidad de sentido.
Tenemos entonces, no una explicación definitiva, pero sí un desplazamiento que nos ayuda a
enfocar ciertas pretensiones políticas en el control de la desmesura de las acciones humanas.

Regresemos al punto de partida: el odio tiene dos raíces. Uno, “la tendencia fundamental de la
psique de rechazar y odiar todo lo que no es ella misma” (Castoriadis, 2006: 182); dos, “la
cuasi necesidad de la clausura de la institución social y de las significaciones imaginarias que
acarrea” (Ibid.). Dice Castoriadis: “un mundo de significaciones está clausurado si toda
pregunta susceptible de ser formulada en el mismo, o bien encuentra una respuesta en términos
de significaciones dadas, o bien está planteada como desprovista de sentido” (187). Un
individuo es una parte total de la sociedad. No hay individuo por un lado y sociedad como
sumatoria de ellos por el otro. Las instituciones, entre ellas la escuela, son construcciones de
sentido necesarias para la psique. Y allí el problema de la crueldad, como manifestación de ese
odio constitutivo del que venimos hablando, debe pensarse en relación al sentido. Cuando
emerge la crueldad, ¿es porque no alcanzó esa oferta de sentido?, ¿o se debe a que se clausuró
en exceso esa omnipotencia de la psique? Si la clausura es necesaria para instituir un mundo,
la posibilidad de la ruptura de esa clausura queda asociada a la interrogación por el sentido
instituido. De lo que sostiene Castoriadis, lo que queremos ver aquí es si hay algo en el orden
de la crueldad que quede ligado al intento de romper la clausura de la sociedad instituida, o si
finalmente, dejamos el asunto del lado de la patología y la justicia. Dice el olvidado Erich
Fromm que la crueldad “está motivada por algo más profundo: el deseo de conocer el secreto
de las cosas y de la vida” (2014: 22). Ese deseo de conocer sin dudas trae consigo la necesidad
de romper las cosas. De hecho la ciencia debe hacerlo muchas veces en su propio lugar sagrado:
el laboratorio. Y sobran ejemplos, desgraciadamente, de investigaciones sobre el
comportamiento humano que, con laboratorio o sin él, han corrido en igual dirección. La
crueldad algo quiere saber. Y definitivamente no puede. O la vía que elige, es un camino
imposible. Porque la destitución total del sentido, es la destitución total de la sociedad y de la
psique. ¿Quién habrá sido más cruel, Pierre Anthon o sus compañeros de escuela? ¿Los que
intentaron construir significado ante la afrenta lanzada por un niño singular, o ese propio niño
que se atrevió a poner su cuerpo a la ausencia de sentido? Una cosa sería el intento de una
ruptura incesante con la identificación, y otro la clausura de toda identificación. Creo que
podemos decir que la crueldad emerge en esta segunda posibilidad. De modo que, nos guste o
no, Pierre Anthon no acabó, literalmente, con la vida física de nadie, pero sus compañeros sí.

La escuela: entre la regulación de la crueldad y la posibilidad de la ternura

La escuela contemporánea es antidemocrática, por lo tanto, cruel. Si aceptamos que hay


crueldad allí donde fracasó la producción de lo común, en tanto lo común ofrece sentido a la
psique individual y a la vez hace institución, entonces la escuela, como espacio no democrático,
no favorece la producción de lo común. Pero ser antidemocrática, no es el único destino para
la escuela. Crueldad y ternura son modalidades de una relación.

De todas las formas de la crueldad que la humanidad ha vivido, tal vez la que toma a la infancia
como su objeto, se cuente entre las que menos podemos elaborar. De allí que el objeto de esta
reflexión quiera situarse en un ámbito que ha hecho de las violencias contra lxs niñsx un asunto
más o menos tolerable. Ese lugar es el de la escuela. Y tal vez pensando desde allí el asunto de
la crueldad, se nos vuelva un poco más claro lo que pensamos de la política.

Cuando una maestra pregunta a sus alumnos cuánto es dos más dos, no está solicitando una
información; está dando una orden. De modo que no tenemos por qué representarnos la
violencia, exclusivamente, bajo su forma corporal. Vamos a intentar reducir el impacto emotivo
de la palabra crueldad. Asociemos su significación a la violencia sin más. Y hagamos un
segundo ejercicio, vinculando la violencia material con la simbólica. Podríamos hablar de la
violencia escolar como síntoma social. Pero eso es otra cosa. No distinta, sino para otro tipo de
abordaje. Lo que vengo sosteniendo aquí, siguiendo a Castoriadis, es que la violencia es
constitutiva de la institución de la sociedad. De modo más o menos obvio, la idea de institución
sobre la que estamos pensando no es sobre la forma organizacional, aunque este no sea un
asunto menor. Porque la forma organizativa nos dice algo también, acerca de los supuestos
sobre los que se ha construido esa forma.

Podríamos decir desde el vamos que, si se nos permite pensar en la escuela de un modo
universal, hay una crueldad controlada y una crueldad descontrolada. La primera toma una
forma ya invisible, mientras que la segunda motiva el escándalo. En cualquier caso, si nos
ayudamos de la perspectiva que ofrece el psicoanálisis, podríamos decir que ninguna de las dos
llega a síntoma fácilmente. La crueldad controlada, en una de sus formas posibles, podría
perfectamente asimilarse al desprecio del que habla Rancière (2007), cuando describe los
efectos que conlleva aceptar la división de las inteligencias. Y ahora es el momento, en este
trabajo, de hablar de la escuela como espacio de crueldad controlada.

Anticipamos que no se trata de reiterar lo que la pedagogía ya intentó. Desde el Emilio de


Rousseau estamos avisados de la necesidad de unas prácticas educativas antiautoritarias. No se
trata de ver cómo hacemos para mejorar nuestras prácticas educativas. Se trata de pensar el
problema de la crueldad como constitutivo de la institución de la sociedad, y toda institución,
por definición, es heterónoma. A no ser que pueda advertir que aquello que la hace ser lo que
es, puede cuestionarse. A ese principio de cuestionamiento de la institución, llamaremos con
Castoriadis, proyecto de autonomía. Ese proyecto, de raíces históricas, pone en relación a la
filosofía y la democracia.

Pero, veamos mejor: ¿qué es una escuela? Entre otras cosas es un ordenamiento del tiempo y
de los espacios. Como espacio, produce el encuentro de individuos, favoreciendo el despliegue
de deseos, representaciones y afectos. Pero también la jerarquización de roles. Una escuela es,
una de las formas en que la sociedad instituye una cierta percepción del tiempo y una división
de saberes. Y si esto es la escuela, entonces, bien puede pensarse que ella es, además de un
edificio, una significación imaginaria. Y es una significación imaginaria que, además, ha
triunfado. Y a la pregunta sobre por qué triunfó la escuela como dispositivo de transmisión y
como tecnología de gobierno, diremos que gran parte de ese éxito radica en la fenomenal
producción de sentido que ofrece a la psique humana, en tanto la escuela es, propiamente, una
significación imaginaria instituida.

Tenemos entonces que, a la crueldad, vinculada a la escuela, para pensarla en sus efectos
concretos (violencia entre alumnos, de alumnos a maestros, de maestros a alumnos, de padres
a maestros, de policías a maestros y alumnos, etc.), primero hay que distanciarla de
valoraciones morales y segundo asociarla a las características de las instituciones. Vale decir,
a la inevitable clausura de sentido que caracteriza a toda institución. Si definimos a la
institución como la clausura de sentido, el éxito de esta forma (la forma de lo escolar) está dado
por el triunfo de una significación imaginaria por sobre otras significaciones imaginarias
posibles. Si toda institución se sostiene en la clausura (siempre inestable) de sentido, entonces
la violencia le es constitutiva, también, a la escuela. Mal que nos pese.

Pero así como dijimos que una acción cruel es casi imposible de elaborar cuando está asociada
a la infancia, así también debemos contemplar que el ámbito de lo escolar se nos representa,
generalmente, como un lugar donde podría justamente tramitarse la formación de individuos
buenos. Esta representación nos permite volver a la idea de crueldad para preguntarnos si la
crueldad no es, al fin y al cabo, una patología o por lo menos, un plus de violencia. ¿No será
en todo caso la crueldad una disminución de la compasión? ¿Y no será justamente la escuela
el lugar donde trabajar por la formación de hombres y mujeres piadosos? Cuando Adorno
(1998) se pregunta, cómo es posible educar después de Auschwitz, no deja de tener un cierto
recelo de una pedagogía ilustrada. Sospecha de la razón, y sin embargo no encuentra otro modo.
Adorno compartiría seguramente con el psicoanálisis que la crueldad, como otras afecciones
de la voluntad, es acotada por el superyó. Una “desmezcla” pulsional nos permitiría pensar que
cuando aparece la crueldad la pulsión de muerte anda desatada. Y si la crueldad es un plus de
violencia, la pregunta es cómo elaborar ese plus. La violencia no es eliminable, pero tal vez ese
plus sí. Irremediablemente nos preguntamos, entonces, sobre la forma que podría tener una
escuela que procese y devuelva en otra cosa la crueldad. Podemos pensar una vez más en la
deliberación y reflexión como dispositivos. Claro que, rápidamente, estos dispositivos entrarían
en colisión con la lógica vertical de la escuela, por sus contradicciones más evidentes.

Para redondear el planteo de la cuestión. Si es cierto que la crueldad queda asociada a la


construcción del sentido y también a su clausura, quisiera poner un poco de énfasis en la
dimensión política del asunto. Vamos a insistir, finalmente, con la idea de que la crueldad
emerge donde lo común no se configuró, porque hay común cuando se logró una cierta clausura
de sentido. Pero que también lo hace, cuando se intenta romper esa clausura.

El mercado, sabemos, no hace lazos. Hace consumidores y entre los consumidores no


necesariamente hay lazo. También es cierto que las formas predominantes del Estado, vale
decir, su lógica separada de la vida, jerarquizada y burocratizada, tampoco hace necesariamente
lazo. Castoriadis nombró como el avance de la insignificancia a un conjunto de
manifestaciones sociales de nuestro tiempo: conformismo generalizado, apatía política,
consumo ilimitado. Crisis identificatoria. Crisis de sentido. ¿Por qué la escuela habría de
constituirse en una buena superficie de apuntalamiento subjetivo, en un contexto como este?
Antes bien, la escuela que resiste a ese arrasamiento, es una anomalía. Hay una escena, en la
película La lengua de las mariposas, que puede demostrar algo de esa dificultosa tarea de la
escuela. Se trata de una de las escenas finales del film, en donde maestro (don Gregorio) está
siendo expulsado de su escuela y de su pueblo, y debe pasar caminando enfrente de quienes
hasta hacía poco eran sus vecinos. Junto con otros republicanos, es repudiado e insultado en
público. La escena nos anticipa que en algún momento, el maestro, pasará delante de su querido
alumno (Moncho), a quien por cierto ha ayudado mucho a descubrir amablemente el mundo
natural y el mundo adulto. Y cuando eso ocurre, cuando el maestro llega frente a su niño, este
le larga el insulto al igual que el resto del pueblo. La escena perturba. Es esperable que eso
ocurra, pero hasta el último momento abrigamos la esperanza de que la pedagogía haya
triunfado. Y lo que perturba en la escena, justamente, es la contrariedad que provoca la
posibilidad del fracaso de una educación emancipadora.

Bibliografía:

ADORNO, Theodor (1998). Educación para la emancipación. Madrid: Morata.

CASTORIADIS, Cornelius (2006). “Las raíces psíquicas y sociales del odio”. En, Figuras de
lo pensable. México: FCE.

CHAIRO, Luciana (2012). “La crueldad va a la escuela. Violencia como síntoma social”. En,
El Psicoanalítico, Núm. 10.

FROMM, Erich (2014). El arte de amar. Madrid: Paidós.

RANCIÈRE, Jacques (2007). El maestro ignorante. Buenos Aires: Del Zorzal.


ROUSSEAU, Jean-Jacques. (2011). Emilio o la educación. Madrid: Gredos.

TELLER, Janne (2011). Nada. Barcelona: Seix Barral.

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