Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia,
benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley. En contraste a las obras de la carne está el fruto del Espíritu. Las obras de la carne son hechas con los esfuerzos propios de una persona, bien sea salva o no salva. El fruto del Espíritu, por otro lado, es producido por el propio Espíritu de Dios y solo en las vidas de aquellos que le pertenecen mediante la fe en Jesucristo. La conducta espiritual de andar en el Espíritu (v.16) tiene el efecto negativo de hacer que el creyente elimine de su vida las obras habituales y continuas de la carne, y el efecto positivo de llevar el fruto bueno que es producido por el Espíritu. El primer contraste entre las obras de la carne y el fruto del Espíritu es que los productos de la carne son plurales, mientras que el producto del Espíritu es singular. Aunque Pablo no menciona aquí esta verdad, también existe un contraste evidente entre los grados en que se producen las obras y el fruto.
Es posible que una persona practique solo uno o dos, o quizás la
mitad de los pecados que Pablo menciona aquí, pero sería imposible que esa persona los practique todos por igual de forma habitual y activa. El fruto del Espíritu, por otra parte, siempre es producido de manera completa en cada creyente, sin importar cuán tenue sea la evidencia de sus diversas manifestaciones en el individuo. La Biblia tiene mucho que decir acerca del fruto, ya que se menciona unas ciento seis veces en el Antiguo Testamento y setenta veces en el Nuevo. Aun bajo el pacto de la ley, un creyente producía buen fruto solo por el poder de Dios y no el suyo propio. “De mí será hallado tu fruto”, dijo el Señor al antiguo pueblo de Israel (Os. 14:8). En el Nuevo Testamento se habla acerca de cosas como alabar al Señor (He. 13:15), ganar almas para Cristo (1 Co.16:15) y hacer obras piadosas en general (Col. 1:10), en términos de un fruto espiritual producido por Dios a través de los creyentes. El fruto de la acción siempre debe proceder del fruto de la actitud, y esa es la clase de fruto que constituye el enfoque de Pablo en Gálatas 5:22–23. Si tales actitudes caracterizan la vida de un creyente, será inevitable la manifestación del fruto activo de buenas obras. El Espíritu nunca deja de producir algún fruto en la vida de un creyente, pero el Señor desea que sus discípulos lleven “mucho fruto” (Jn. 15:8). Así como una persona no redimida que solo posee su propia naturaleza caída y pecaminosa manifiesta de forma inevitable esa naturaleza a través de “las obras de la carne” (v. 19), un creyente en Jesucristo, el cual posee una naturaleza nueva y redimida, manifestará esa naturaleza de forma inevitable en el fruto del Espíritu. No obstante, siempre es posible que el creyente lleve y manifieste más fruto si es receptivo al Espíritu. La provisión de fruto por parte del Espíritu puede compararse a un horticultor que sube por una escalera para recolectar los frutos del árbol y los tira desde arriba en una canasta que el ayudante sostiene abajo. Sin importar cuánto fruto sea recolectado y tirado desde arriba, el ayudante no lo recibirá si no se coloca debajo de la escalera con la canasta lista para recibir. El fruto del Espíritu es el indicador externo de la salvación. La condición de un creyente como hijo de Dios y ciudadano de su reino (cp. v. 21) se manifiesta por el fruto que el Espíritu produce en su vida. “Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos, o higos de los abrojos? Así, todo buen árbol da buenos frutos, pero el árbol malo da frutos malos. No puede el buen árbol dar malos frutos, ni el árbol malo dar frutos buenos” (Mt. 7:16–18). En los versículos 22 y 23 Pablo hace una lista de nueve características representativas del fruto piadoso que el Espíritu Santo produce en la vida de un creyente. Aunque se han hecho numerosos intentos de categorización de estas nueve virtudes en diferentes grupos, la mayoría de esos esquemas parecen artificiales e irrelevantes. Así no puedan clasificarse de forma satisfactoria, lo más importante que debe recordarse acerca del tema es que no se trata de múltiples características espirituales sino de un solo fruto cuyas propiedades son inseparables entre sí.
Esas características no se pueden producir ni manifestar de manera
aislada. Aunque parezca paradójico, todas las nueve manifestaciones del fruto del Espíritu también son mandadas a los creyentes en el Nuevo Testamento. También en cada caso, Jesús puede verse como el ejemplo supremo y el Espíritu Santo como la fuente.
Efesios 5:18 “antes bien sed llenos del Espíritu,
Lucas 11:13 ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan? PASCIENCIA Paciencia. Makrothumia (paciencia) tiene que ver con tolerancia y longanimidad frente a las ofensas y las heridas infligidas por otros, la disposición serena para aceptar las situaciones que son irritantes o dolorosas. Dios mismo es “lento para la ira” (Sal. 86:15) y espera que sus hijos también lo sean. Así como los creyentes nunca deben menospreciar “las riquezas de su benignidad, paciencia y longanimidad” (Ro. 2:4), también deberían manifestar en sus vidas esos atributos de su Padre celestial. En los últimos días, incrédulos arrogantes afrontarán a los cristianos con esta pregunta: “¿Dónde está la promesa de su advenimiento? Porque desde el día en que los padres durmieron, todas las cosas permanecen así como desde el principio de la creación” (2 P. 3:4). En sus mentes entenebrecidas por el pecado, los incrédulos no pueden ver que será como en los días de Noé, cuando Dios retrasó con paciencia el diluvio para dar a los hombres más tiempo de arrepentirse (1 P. 3:20). Es también por causa de su paciencia y misericordia que Él demora la segunda venida de Cristo y el juicio de los incrédulos que la acompaña, “no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2 P. 3:9). Pablo confesó que a pesar de haber sido el primero entre los pecadores, halló misericordia ante Dios “para que Jesucristo mostrase en mí el primero toda su clemencia, para ejemplo de los que habrían de creer en él para vida eterna” (1 Ti. 1:15–16). Los creyentes tienen el mandato de imitar la paciencia de su Señor: “vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia”, en especial con los hermanos en la fe, “soportándoos con paciencia los unos a los otros en amor” (Ef. 4:2). Como Timoteo, todos los maestros y líderes cristianos deben ministrar “con toda paciencia y doctrina” (2 Ti. 4:2). Benignidad.
Chrēstotēs (benignidad) tiene que ver con la consideración
tierna de los demás. No se relaciona con debilidad o falta de convicción, sino que es el deseo genuino de tratar a los demás con benevolencia , tal como el Señor trata al creyente. Pablo recordó a los tesalonicenses que, a pesar de tener la autoridad que tenía como uno de los apóstoles, “fuimos tiernos entre vosotros, como la nodriza que cuida con ternura a sus propios hijos” (1 Ts. 2:6–7). La benignidad de Jesús es el ejemplo del creyente. En cierta ocasión “le fueron presentados unos niños, para que pusiese las manos sobre ellos, y orase; y los discípulos les reprendieron. Pero Jesús dijo: Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de los cielos” (Mt. 19:13–14). En otra ocasión Él dijo: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mt. 11:28–29). Así como su Señor es benigno, a todo siervo suyo se le manda que “no debe ser contencioso, sino amable para con todos … sufrido” (2 Ti. 2:24). Además, tal como lo hace con todas las demás manifestaciones de su fruto divino, el Espíritu Santo da a los hijos de Dios longanimidad y bondad que reproducen su propia benignidad divina (2 Co. 6:6).