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CAPITULO 7

EL PUENTE ENTRE LOS DIALOGOS


DE AMOR Y EL NARCISISMO

tomado de:
KAPLAN Louise (1984/2004) Adolescencia el adiós a la
infancia, Buenos Aires, Paidós, cap 7, pp 141-160.

EL AMOR HACIA EL PROGENITOR DEL MISMO SEXO

A
La adolescencia ocasiona la extensión de las pasiones familiares a
esas otras pasiones sexuales y morales que vinculan a los individuos con
nuevos núcleos familiares, con su comunidad social y con su especie.
En la opción entre permanecer ligado a la familia de un modo infantil y
no genital o afirmar su vitalidad genital y su compromiso con la vida
presente, la mayoría de los adolescentes se decidirá por renunciar al
pasado. Tarde o temprano, el adolescente comenzará a dirigir los
componentes eróticos que había conferido al progenitor del sexo opues-
to hacia una persona exenta del tabú del incesto. Durante este proceso,
las pasiones competitivas y agresivas que correspondieran al progenitor
del mismo sexo se transforman y también se dirigen afuera de la familia,
hacia el trabajo y la rivalidad sexual con los pares, y hacia las activida-
des parentales y la participación en la comunidad.
En forma paralela, y sutilmente entrelazada con estas extensiones
más reconocibles de la pasión familiar, se encuentran las transforma-
ciones que implican las pasiones homoeróticas hacia el progenitor del
mismo sexo. La virilidad y la femineidad entrañan algo más que la
transferencia de la libido heterosexual. Y la relación con el progenitor
del mismo sexo abarca mucho más que rivalidad, celos y competencia.
Normalmente, los componentes eróticos de la relación del niño con el
progenitor del mismo sexo permanecen en segundo plano. Lo que
vemos es una identificación con la conducta y los rasgos personales de
ese progenitor, además de afecto, lealtad y considerables muestras de
un deseo narcisista de convertirse en aquello que se ama y admira en el
progenitor. Con el inicio de la pubescencia, sin embargo, todo niño

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debe enfrentar el dilema de qué hacer con las pasiones eróticas y narci-
sistas dirigidas al padre del mismo sexo.
A este respecto, los problemas sexuales y morales decisivos consis-
ten en preservar los lazos afectuosos y tiernos con el progenitor del mis-
mo sexo, eliminar el erotismo de las pasiones vinculadas a éste, trans-
ferirlas a otro destinatario, y humanizar la exaltada idealización que se
hizo de ese progenitor. Estos aspectos no pueden resolverse transfi-
riendo, simplemente, las atribuciones eróticas y narcisistas a una rela-
ción con una persona del mismo sexo que esté exenta del tabú del inces-
to. Ni siquiera las opciones amorosas homosexuales se efectúan sobre
la sola base de una transferencia de este tipo. Cualquiera que sea su
orientación sexual, todos los adolescentes deben enfrentar estos aspec-
tos. Son parte del problema que se le plantea a cada adolescente cuando
debe realizar una elección duradera respecto de su vida amorosa. El
adolescente debe manejar y resolver sus impulsos homoeróticos, incita-
dos inicialmente en el contexto de la vida familiar infantil.
Junto con sus impulsos eróticos hacia la madre y sus sentimientos
de rivalidad con el padre, el varón pequeño desea obtener del padre los
mismos placeres sexuales que, según imagina, obtiene de él su madre.
También desea brindar al padre el placer sexual que imagina le da la
madre. Y así como en el varoncito se despiertan impulsos femeninos, en
la niña pequeña se suscitan impulsos masculinos. La niña desea dar a la
madre lo que imagina le está dando el padre, y obtener de ella lo que
imagina que obtiene el padre. Estos deseos generan, inevitablemente, un
sentimiento de envidia respecto del padre del sexo opuesto: el que tiene
el anhelado poder de gratificar y el que ha recibido los codiciados
dones sexuales. Por otra parte, el narcisismo del niño pequeño se ve
protegido y aumentado por la exaltada idealización que hace del proge-
nitor del mismo sexo. El varoncito ama, de su padre, aquello que él
desea ser. Y la niña pequeña ama, de su madre, lo que quiere ser ella.
Durante la infancia, los varones y las niñas pueden tolerar la coexis-
tencia de sus impulsos masculinos y femeninos. La madurez sexual, en
cambio, exige una resolución definitiva de la identidad sexual. Ahora
está en juego, no sólo la clase de hombre o mujer en que el niño ha de
convertirse y su opción sexual, sino también la resolución definitiva del
trasfondo narcisista del amor al progenitor del mismo sexo; ese proge-
nitor comienza a ser visto como realmente es y no como un dios omni-
potente que refleja el deseo de perfección del niño.
Los aspectos dinámicos fundamentales, por lo tanto, no radican en
que el adolescente efectúe una adaptación homosexual u heterosexual,
sino en la manera en que llega a dicha adaptación y el relativo equili-
brio existente entre el amor a sí mismo y su capacidad de amar a otros.

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¿Puede la persona mantener relaciones amorosas duraderas? ¿Están
esas relaciones dominadas por el deseo narcisista de ver reflejado en el
otro lo que uno mismo querría ser? ¿Tiene la persona la capacidad
sexual y moral necesaria para ser protector y orientador de la genera-
ción siguiente? Como~hemos visto, la heterosexualidad no es ninguna
garantía de madurez sexual o moral. Las convenciones sociales hacen
posible que un adulto heterosexual oculte sus soluciones inadecuadas
detrás de un rol social. Un filósofo privado de su posición académica
podría convertirse en ermitaño o fanático religioso. Un general sin su
compleja estructura social y sin su ejército podrá parecer un maníaco
paranoide. También los homosexuales, a menos que las convenciones
sociales les impongan el rol de divergentes, disponen de una variedad de
soluciones satisfactorias o fallidas al tabú del incesto.
En lo que concierne a las pasiones homoeróticas de todo adoles-
cente, los dilemas que se plantean son los siguientes. ¿Qué hace el ado-
lescente con los impulsos eróticos hacia el progenitor del mismo sexo?
Y cuando se "des-idealiza" a este progenitor, ¿cómo se mantiene la auto-
estima que provenía de la idealización en él depositada? ¿Qué sucederá
con las idealizaciones que se habían conferido a las imágenes del proge-
nitor del mismo sexo?
Estos dilemas se complican aun más, para ambos sexos, por obra de
los anhelos y pasiones asociados con la separación-individuación, o sea
esos diálogos de amor entre madre e hijo cuyo recuerdo tiene el efecto
de empujamos hacia las primeras formas no genitales de sexualidad.
Casi todas las conductas predominantes en la adolescencia están marca-
das por el conflicto entre el sometimiento a la sexualidad infantil y la
afrrmación de la genitalidad. La masturbación, por ejemplo, hace que el
adolescente se familiarice con sus apetitos genitales y con la excitación
que conduce a la descarga genital. Pero las fantasías asociadas al
autoerotismo también pueden incrementar el deseo de ser un bebé
pasivo, eternamente cuidado y protegido. Se desea jugar a la vida, más
que vivirla. Los problemas de la opción sexual pueden postergarse. No
es necesario asumir una responsabilidad sexual y moral adulta. El prin-
cipal problema que surge de la opción amorosa homosexual es que ésta
siempre implica cierto renunciamiento a la vitalidad genital. El acto
amoroso homosexual acrecienta neéesariamente el influjo de la sexuali-
dad infantil y propicia, en consecuencia, un cierto grado de someti-
miento al pasado. Para el homosexual, la tentación de permanecer en el
terreno de la ambigüedad genital, de jugar a la vida en lugar de vivirla,
puede resultar muy difícil de vencer. Pero el sometimiento no es inelu-
dible. Y como toda lucha por hacer frente al pasado y todo intento de
rectificar las humillaciones y los traumas de la infancia, los conflictos

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d~l homosexual pueden manifestarse en un constante herir a otros y
resultar a su vez herido, o bien pueden obrar como incentivos para la
innovación cultural y las aspiraciones morales.
Cualquiera sea la alternativa amorosa que hayan de elegir, todos los
adolescentes deben luchar contra sus impulsos homoeróticos. Y para
cada varón y cada niña, la atracción que ejercen los diálogos madre-
hijo constituirá una complicación más en esa lucha. En la pasión homo-
sexual y narcisista de la relación de la niña con su madre, y en la del
varón con su padre, siempre se inftltra el anhelo de someterse, en
cuerpo y alma, a un protector pródigo, omnipresente y extraordina-
rio, que representa todo lo que uno querría ser. Los adolescentes com-
baten este deseo persistente y mortificante de someterse al pasado con
toda la energía y la vitalidad de que disponen.
Para poder convertirse en protectores y orientadores, los varones y
las niñas deben encontrar un modo de preservar la relación tierna y
afectuosa con el progenitor del mismo sexo. El aspecto erótico debe
ser despojado de connotaciones sexuales y las idealizaciones deben tras-
ladarse al plano humano, de manera que se las pueda depositar en los
propios hijos, en una vocación o profesión y en ideales sociales y éti-
cos. Aun en mayor grado que la extensión de las pasiones familiares
heterosexuales, las transformaciones de la pasión homosexual infantil
llevan al individuo a tender a integrar núcleos sociales que trasciendan
el terreno familiar. Y tal como sucede siempre que una pasión se ex-
tiende de un ámbito hacia otros, este proceso comienza con alguna
manifestación de violencia.
B
El prólogo de la pubescencia masculina es un violento rechazo a las
mujeres. La excesiva turbulencia y la notoria hostilidad del varón de
entre once y trece añ.os de edad van acompañadas de una alarmante
gama de conductas agresivas: persistencia en dibujar escenas y
elementos bélicos, inquietud, agitación, uso abundante de malas pala-
bras, vandalismo, robo, peleas entre pandillas, ataques a los afemina-
dos u otros individuos sexualmente peligrosos. Los varones de esta edad
parecen estar decididos a abolir el erotismo. A las niñas las ven como
brujas maliciosas, tramposas y deshonestas. Se divierten mortificando
a sus maestras, y también a los maestros afeminados.
Los varones de entre once y trece años rehúyen cualquier tipo de
pasividad. Cuando ocasionalmente asumen una conducta pasiva, lo más
probable es que se trate de una manifestación de agresividad destinada
a fastidiar a uno de sus padres o maestros. Por ejemplo, cuando la
madre tiene prisa porque debe llevar a los chicos a la escuela y luego irse
a trabajar, el muchacho se torna repentinamente incapaz de atarse los

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cordones de los zapatos. O mientras la maestra le está explicando una
lección, el chico bosteza, se le nublan los ojos de sueño y se dedica a
mirar por la ventana. La constatación de su dependencia o la tentación
de sucumbir a caricias, muestras de afecto, palabras cariñosas y senti-
mientos de ternura, le inspiran una especie de pánico. La mala conduc-
ta, en el mejor de los casos, y la violencia, en el peor, son los medios
que tiene el varón de proclamar su masculinidad. Todo sería perfecto
para él si el hecho de ser hombre no incluyera la necesidad de tratar con
las chicas y las mujeres, esos seres absorbentes y traicioneros cuya
misma existencia constituye una permanente amenaza a su masculini-
dad.
A esta edad, a diferencia de lo que sucede en los últimos años de
la pubertad, los varones adolescentes suelen tener una relación afable y
placentera con el padre. Este es su aliado, su compañero de armas en la
lucha contra la madre, la cual no es más que una bruja castradora. Y
como su hijo la martiriza y la hostiga con singular insistencia, la madre
puede terminar por asumir ese papel de demonio irracional que él le
atribuye. Hay veces en que la alianza entre padre e hijo resulta exaspe-
rante para la madre. Ella sabe que su "niñito" está a punto de conver-
tirse en hombre, y le angustian los riesgos que corre y los desmanes que
comete. Pero el padre, los maestros varones y hasta los policías que
quizá tengan que llevarlo alguna vez a su casa, intercambian sonrisas
tolerantes, plenas de complicidad masculina: "Así es como son los
muchachos".
Lo que subyace en este prólogo de la pubertad .masculina es la
intención desesperada del varón de alejarse de la madre de su infancia,
esa madre poderosa y adorada que fuera la primera en acariciarlo, ali-
mentarlo y acunado, en indicarle qué, cómo y dónde comer, en ense-
ñarle dónde y cuándo orinar y defecar, y que parecía ser la dueña abso-
luta del cuerpo, la mente y el alma de su hijo. Irónicamente, los cam-
bios físicos propios del comienzo de la pubescencia no le resultan para
nada tranquilizadores al varón. En comparación con las niñas de la
misma edad, los varones de once y trece años son más bajos, menos
desarrollados físicamente y menos aplicados en la escuela. Los mucha-
chos se ven acosados por la fantasía inconsciente de que quizá sería
lindo tener senos y engendrar hijos. Esta fantasía tiende a acentuar su
sensación de inferioridad respecto del "sexo débil", auténtico poseedor
de esas envidiables características. Para colmo de males, durante la
pubescencia la zona genital masculina suele simbolizar los senos [eme-
niños, ya que los testículos son la parte del cuerpo que más rápida y ?
visiblemente crece.
Los testículos aumentan de cuatro gramos a los nueve años, a 17

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gramos a los catorce y a 20 gramos a los diecisiete. Mientras se desarro-
llan los testículos, el niño ya tiene el pene levemente más grande, oca-
sionales e incontrolables erecciones y eyaculaciones misteriosas, además
de incipiente vello púbico y una pequeña pero perturbadora elevación
de los pechos, el varón siente que debe hacer acopio de todos sus recur-
sos masculinos para evitar la sumisión emocional. Toda sumisión equi-
vale a convertirse en ese bebé pasivo y receptivo que a veces, en secreto,
desearía ser. La ostentosa insistencia en ser un hombre entre los
hombres constituye una movilización abierta y total del varón por
defender su incipiente y aún frágil masculinidad. Su actitud rebelde,
descarada y francamente desafiante es una afirmación de su hombría:
"Yo puedo hacer todo lo que quiero. No me puede suceder nada malo.
Mi cuerpo es a prueba de daños".
Durante esta fase, la idealización que hace el niño de su padre
alcanza su punto más alto. El varón se las arregla para negar todo lo que
pudiera contradecir la imagen paterna fuerte y poderosa. Todos los
demás podrán ver al padre de otra manera, quizá como un ser pusilá-
nime, sometido a la mujer; pero para el hijo, su papá es el mejor del
mundo. Más adelante, entre los quince y los diecisiete años, la imagen
paterna se deteriora y gran parte de la agresividad antes dirigida a la
madre y al medio que lo protegía -incluyendo edificios, subterráneos,
monumentos públicos y parques- pasa a tener al padre como blanco.
Padre e hijo se convierten en rivales; la competencia y la envidia entre
ambos cobra vigor. Es entonces cuando el trasfondo erótico de la rela-
ción padre-hijo se vuelve potencialmente peligroso. El varón acentúa
su desprecio por el padre pre·cisamente en el momento en que podría
seutirse seducido por sentimientos de ternura hacia él.
En cuanto a la madre, su imagen de bruja prepotente y destructiva
comienza a desaparecer. Pero el mandato del tabú del incesto hará que
el varón se mantenga a una prudente distancia de ella. Hasta que se
complete la remoción, el adolescente conservará cierto grado de descon-
fianza y temor respecto de su madre. Sólo cuando haya tenido una
novia o dos, su relación con la madre se tornará más cordial y amistosa.
Y en algunas ocasiones, al verse envuelto en ásperas discusiones y fero-
ces peleas con el padre, es posible que el varón se vuelque a su madre
en busca de consuelo y comprensión.
A medida que sus caracteres masculinos se vuelven más pronun-
ciados y definidos, el varón puede empezar a admitir que los caracte-
res del sexo opuesto tienen cierto encanto. Aunque por un tiempo con-
tinuará esquivándolas, las niñas le parecen ahora criaturas fascinantes
y tentadoras. Para iniciar su acercamiento a las chicas, los varones se
unen, formando grupos, y proceden con altanera impertinencia. Pero su

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tenaz erotismo es ahora más amistoso y propicio. Al varón lo invaden
sentimientos de tierno deseo hacia la chica de sus sueños. Su modo
brusco y grosero de abordar a las niñas se va dulcificando hasta conver-
tirse en una torpe aproximación al galanteo civilizado. El romanticis-
mo y el afecto se mezclan con lo puramente erótico. El muchacho está
totalmente subyugado. Los amigos se burlan y lo tratan con desdén,
pero él se siente deliciosamente embelesado. Lenta pero seguramente,
el erotismo ha triunfado, cobrando una nueva víctima complaciente.
La derrota hace posible el don del amor.

C Las niñas, por su parte, si bien manifiestan inclinaciones románti-


cas desde el comienzo de la pubescencia, enfrentan problemas igualmen-
te serios para asumir su femineidad. El peligro de la bisexualidad es
menor para ellas que para los varones, pero el efecto regresivo de los
diálogos de amor madre-hija también les significa una complicación.
En este aspecto, la niña debe luchar aun más que el varón, pues su bata-
lla por convertirse en un ser separado de la madre fue más dramática,
violenta y conflictiva que la de aquél. Durante la adolescencia, la
discordia emocional entre madres e hijas puede adquirir proporciones
alarmantes. La lucha, resultante de conflictos internos personales y sin-
gulares, siempre se ve exacerbada por el sutil mensaje social de que es
mejor que las chicas sean un poco aniñadas.
Debido a la persistente tentación de aferrarse a la madre y ser
mimada y protegida -tentación que se considera "femenina" y es, por
lo tanto, aceptada socialmente-, la chica de catorce años puede sentir
el impulso repentino de escaparse de su madre. Una forma de escapar
es entregarse a la promiscuidad heterosexual. La delincuencia juvenil
femenina es en la mayoría de los casos una consecuencia de la promis-
cuidad. Lo que busca la chica en el hombre o el muchacho con quien se
escapa es cariño y protección. En su fantasía, se siente como un bebé
bien cuidado. Para ella el acto sexual tiene menos relación con el aspec-
to genital que con la restitución del cuidado que recibiera en su infan-
cia. Las actividades delictivas típicas de las adolescentes son robar
artículos en las tiendas, mentir, difundir rumores y otros delitos "secre-
tos" similares, que simbolizan su compromiso entre la obtención del
amor maternal que anhelan y su resentimiento por no obtenerlo.
Muchas niñas no necesitan escaparse de la madre. No se entregan a
la sexualidad precoz. Sus delitos secretos se mantienen del lado de la
ley y el orden. No se perjudican a sí mismas ni tampoco al mundo en
general. Pero es muy posible, sin embargo, que en forma sutil estén
tratando, con demasiada intensidad y prisa, de convertirse en un sím-
bolo sexual femenino. El maquillaje exagerado, los peinados exóticos y

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las vestimentas llamativas que adoptan son versiones caricaturescas de la
femineidad adulta. Estos artilugios femeninos les dan un aire un tanto
grotesco, que termina por espantar a los muchachos, quienes no preci-
san mucho para espantarse, en realidad.
Hay, por supuesto, niñas "buenas", que comparten todos sus secre-
tos con la madre, que rara vez caen en la tentación de masturbarse, que
jamás se meten en líos, ni roban, ni se visten con exageración. Ellas son,
y suelen seguir siéndolo, copias fieles de una versión idealizada de la
madre, de quien imitan la manera de peinarse, vestirse, comer, hablar
y caminar. "Nunca fuimos tan compañeras como ahora", se jacta la
orgullosa mamá. Para este tipo de pareja madre-hija, los mares de la ado-
lescencia son límpidos y calmos. No hay tormentas. No hay tensión.
Todo vuelve, flotando suavemente, al comienzo, igual que antes de que
la niña comenzara a convertirse en mujer. Aun después de casarse, la
mamá es su mejor amiga. Es su confidente y su aliada contra el marido.
Ningún hombre puede interponerse en esta intimidad de la madre y la
hija. En muchas sociedades tradicionales, y en los grupos étnicos en que
el papel de la mujer la circunscribe a pasar de un ámbito doméstico a
otro, las formas posibles de alcanzar la femineidad adulta están prescrip-
tas y son limitadas, y este tipo de intimidad entre madre e hija es
considerado normal, tanto por ellas dos como por los demás. En las
sociedades que permiten una mayor variedad en cuanto a las maneras
de asumir la femineidad, habrá más tensión interior y se exteriorizarán
más conflictos entre madre e hija, incluso en el caso de la intimidad
mencionada, la que será más rígida y defensiva que la cómoda intimi-
dad de las comunidades tradicionales.
Mientras que el varón, en el período previo a la pubertad, se morti-
fica al observar signos de femineidad en su cuerpo, algunas niñas de
once, doce y trece años estarán dispuestas a hacer todo lo posible por
acentuar su masculinidad. Se comportan de manera descaradamente
varonil, como si se empeí'íaran en evitar su acceso a la femineidad adul-
ta. Las niñas pubescentes, algunas más conscientemente que otras, se
aferran a la mágica convicción de que todavía están a tiempo de decidir
si habrán de ser mujeres o varones. Por momentos toman conciencia del
perturbador interrogante: "¿Soy varón o niña" La transformación de
la niña exuberante, brusca y varonil en una quinceañera lánguida, sen-
timental y eternamente atildada, que parece producirse de la noche a la
mañana, ha sido generada por el deterioro gradual e imperceptible de la
ilusión que tenía la niña sobre su total autosuficiencia narcisista: "Yo
no necesito a los varones. Puedo hacerlo todo sola".
La constatación de que no es inmune al atractivo erótico de los
hombres provoca una fugaz reacción de autodesprecio en la pequeña

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marimacho. Para combatir sus deseos genitales, atraviesa una fase de
extrema grosería, utilizando tantas malas palabras como los muchachos
y emulando el modo de andar, peinarse y vestirse de éstos. Esta transi­
toria protesta masculina muy pronto se rinde ante la insistencia del
erotismo femenino. Pero a pesar de su vuelco casi definitivo hacia el
sexo opuesto, la chica continúa luchando, aun después de la pubertad,
con su deseo de mantener el contacto emocional y físico con la madre.
Cuando la niña no ha sido introducida en el molde de la femineidad
adulta a través de un· rito de transición o de claras convenciones socia­
les, las opciones de ser una mujer adulta o bien una niña-mujer genital­
mente ambigua quedan abiertas hasta que se completa el pasaje adoles­
cente. Pero éste puede no completarse hasta mucho después de haber
entrado en la edad adulta, y en algunos casos es interminable.
En el transcurso de la pubertad, la sensibilidad de la niña a su gra­
dual adquisición de los caracteres femeninos -pechos más grandes,
caderas y muslos redondeados, pezones eréctiles y los ciclos menstrua­
les que la ponen al tanto de los "secretos internos" de su útero y ova­
rios- le despertará deseos homosexuales, tanto como heterosexuales.
A la niña le lleva algunos años lograr la remoción definitiva de la libido
fijada en su madre. La tentación de correr a refugiarse en la falda mater­
na está siempre al acecho en lo más profundo de sus pensamientos y
fantasías. Los sentimientos de agresividad y rivalidad que experimenta
una mujer hacia su madre contienen siempre un ingrediente de deseo
erótico y libidinal, a veces de ser un bebé pasivo y protegido y otras
veces de ser el amante activo capaz de satisfacer todos los deseos de la
madre.
En la relación de la niña con su madre se alternan los anhelos con
el menosprecio. La fascinación de la chica con sus pechos, brazos y
muslos revive su deseo por la madre, cuyos pechos, brazos, muslos, rega­
zo, caricias y admiración fueran en un tiempo los componentes del
romance más poderoso que haya conocido la niña. En esa etapa infantil,
ahora revivida, el padre era la voz de la ley y el orden, el que cumplía
el papel de intruso y el que proclamaba su autoridad sobre la madre:
"Mamá es mía y no tuya. Basta ya de mimarla, acariciarla y hacerte ver
delante de ella. Además, no tienes lo necesario para satisfacerla. Yo sí
tengo algo que mamá desea y que tú no tienes". El padre, que en la
mente de la niña sigue siendo el símbolo del poder y la autoridad, no
suele ser objeto del desprecio de la adolescente. Más adelante, en el
momento de su vida en que la sola idea de la masculinidad la llene de
amarga envidia y de resentimiento, quizás haga pagar a algunos hombres
por las humillaciones de su infancia. Pero durante la pubertad, es mamá
quien paga.

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Los deseos homoeróticos, a medida que surgen, también llevan a la
niña a renovar viejos resentimientos contra su madre, a tomar con-
ciencia de los defectos de ésta y a concederle malas calificaciones en
materia de belleza, cultura, fortaleza, valor, equidad, templanza y pru-
dencia. Esta severa evaluación contrarresta el atractivo erótico. Pero
al desvalorizar a la mujer que una vez idealizó y con quien más tarde se
identificó, la adolescente se está calificando a sí misma como poco
valiosa e impotente.
El hecho de tener una amiga íntima con quien compartir secretos y
fantasías ayuda a la chica a desviar la pasión antes dirigida hacia su
madre. La identificación con la mejor amiga contribuye en gran medida
a incrementar su autoestima. Las dos niñas se compenetran y se apoyan
mutuamente, tanto en el plano emocional como en el intelectual. Se
visten y hablan en forma parecida, prefieren las mismas comidas, leen
los mismos poemas, sueñan con los mismos muchachos, admiran a los
mismos ídolos y odian a los mismos enemigos. Esta identificación ejer-
cerá una poderosa influencia sobre la futura personalidad de la chica.
La amistad se ve fortalecida por la curiosidad común acerca de la vida
sexual de los adultos. Casi toda la relación gira en torno de intrigas y
romances: las chicas conjeturan sobre amoríos ajenos y traman trián-
gt.:os amorosos, con sus encuentros secretos, pasiones exóticas, celos y
traición. Las fantasías que comparten son una combinación de los este-
reotipos de las telenovelas, los libros de cuentos y las revistas femeni-
nas, salpicados con episodios de Ana Karenina, de la vida trágica de al-
guna cantante juvenil y de cierta nostalgia por los días felices de la
infancia. Las chicas pueden llevar sus conversaciones al plano de la
realidad, y tomar parte en un triángulo amoroso, compitiendo por los
favores y atenciones de otra chica o de un muchacho. Por lo general, la
amistad logra sobrevivir estos trastornos de tipo edípico. Pero las pasio-
nes pueden quedar fuera de control. La ruptura de una amistad íntima
puede ser tan penosa como la de cualquier otro romance. En el inter-
valo entre la pérdida de una amiga íntima y la adquisición de otra, la
niña se siente desolada. Y como siempre, la madre es quien paga las
consecuencias.
Una de las desviaciones más significativas de la intrincada relación
entre madre e hija es el apasionado "enamoramiento" que experimenta
la chica adolescente por otra mujer, que puede ser una maestra, la con-
sejera estudiantil de un campamento de verano o la vecina de aliado.
Este tipo de enamoramiento constituye una típica resolución femenina
ante el conflicto que plantea el hecho de crecer. Los varones tienen sus
dilemas homosexuales y pueden llegar a idealizar profundamente a
otros hombres o muchachos mayores. Pero por razones que veremos,

ISO
esta s soluciones masculinas no suelen tener la misma intensidad emocio­
nal que el enamoramiento femenino.
Los enamoramientos son unilaterales. Su destinataria, es decir la
mujer amada, puede o no enterarse de lo que ocurre. Por lo general
tiene entre vein.ticinco _y treinta años, o sea una edad intermedia entre
la de su admiradora y la de la madre de ésta. Voluntaria o involunta­
riamente, la mujer elegida se convierte en la mentora de la niña. La guía
a través de los mares embravecidos de la adolescencia. Esta mujer
representa una alternativa positiva ante los desdeñados valores y acti­
tudes de la madre. Ella ayudará a la niña a transferir su pasión homose­
xual a otra fuente de interés, pasajera o permanente: la poesía de
Tennyson, el idioma francés, el fútbol o el básquetbol, la ideología
de Camus, la música de Vivaldi o el arte de la gastronomía. De esta
manera, la pasión homoerótica se sublima, por así decirlo. La niña des­
cubre que existen otras convenciones aceptables, relativas al noviazgo
y el casamiento, muy diferentes de las de su familia. Su sentido de
quién es ella y quién podría llegar a ser se enriquece y se amplía. Para
ella, esta mujer mayor es un "espíritu libre", pleno de encanto, en mar­
cado contraste con la domesticidad trivial e inculta de su madre. Pero la
mujer, en su rol de mentora, recuerda las angustias de su propia adoles­
cencia y sensiblemente observa la línea que separa a la libertad de la
restricción.
Lamentablemente, las destinatarias de un enamoramiento adoles­
cente no siempre son personas sensibles y protectoras. De hecho,
pueden haber sido elegidas precisamente por la seducción que ejercen
su individualismo y su grandiosidad narcisistas. Estas mujeres estarán
encantadas de ser objeto de una idealización. En la admiración de la
adolescente encontrarán un reflejo de sus necesidades narcisistas. Y no
vacilarán en aprovecharse del transitorio esfuerzo que realiza la niña
vulnerable por escapar de las garras de su madre. La niña se ha volcado
hacia una mujer de este tipo en busca de rectificar su decepcionante
relación con la madre y quizá también algunas desilusiones respecto del
padre. El desprecio que siente por su propia familia ha sido causado por
su intento de transferir el amor-deseo a otro destinatario. Al apegarse
a esta mujer glorificada, la niña resuelve parte del problema de la trans­
ferencia y al mismo tiempo recobra la autoestima que perdiera al deni­
grar a su madre. Pero la venerada narcisista exige que la admiren y le
rindan tributo con una intensidad tan extraordinaria, que se exacerba lo
que en otras circunstancias no habría pasado de ser una tensión emocio­
nal normal y previsible entre una madre y su hija adolescente. Esta
mujer no es una guía para la juventud. Sólo le preocupa recuperar la
omnipotencia y la grandeza perdidas de su propia infancia.

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La confusión que sigue a estos infortunados enamoramientos puede
tener efectos profundos sobre las futuras opciones amorosas de la ado-
lescente, sobre su sentido del bien y del mal y sobre sus ideales sociales.
Las identificaciones femeninas que derivan de las amistades íntimas, de
los enamoramientos y de otras relaciones amorosas idealizadas pueden
ser una fuente de nuevas posibilidades o bien pueden reactivar los diálo-
gos arcaicos de la infancia.
Al tratar de asumir el rol de mujer adulta, la niña que en su adoles-
cencia se ha identificado con una persona narcisista y ególatra puede
atravesar una etapa de continuas oscilaciones. Se entregará a amoríos
apasionantes e idealizados con hombres (o mujeres) egocéntricos e
indiferentes y luego, tras la previsible decepción, se volcará hacia otros
hombres tiernos y cariñosos, que le recuerden a sus padres. Pero estos
hombres son sólo humanos y no divinidades omnipotentes, por lo que
es probable que los deje de lado ante otra pasión purificada y narcisis-
ta. En lo que se refiere a sus opciones respecto de la actividad genital,
la niña puede o no ser "normalmente" heterosexual. Pero en su fantasía
sigue siendo un bebé de pecho. La mujer eternamente aniñada queda
detenida, no en algún punto intermedio entre la primera infancia y la
niñez, sino en el período transicional de la adolescencia. El enamoramien-
to adolescente tiene el efecto de volver a movilizar las divisiones todo-
bondad/todo-maldad propias de la infancia y transformarlas en tenden-
cias morbosas. Esta situación adolescente es un ejemplo de la manera
en que, en la vida psicológica, el presente puede determinar la signifi-
cación emocional del pasado. Los aspectos de la infancia pueden adqui-
rir mayor intensidad, y a menudo también nuevos significados, en el
presente.
La perpetua mujer-niña buscará en los "espíritus libres" el permiso
para cometer todo tipo de aberración sexual y transgresión moral. A
veces sus transgresiones son meramente vicarias. Se conforma con com-
partir el halo mágico de las hazañas sexuales y los delitos morales de su
ídolo de tumo. Cuando el encanto se desgaste -cosa que es inevitable-
buscará a alguna persona cariñosa, común y corriente, para que cure sus
heridas. Junto a esta persona espera recuperar la seguridad, las restric-
ciones, las prohibiciones y la protección de las que con tanto afán inten-
tara escapar durante su adolescencia. La perpetua mujer-niña no ha
crecido ni sexual ni moralmente. Sus ideales sociales y sus valores mora-
les son tan fluctuantes y mudables como sus inclinaciones sexuales. La
imposibilidad de resolver durante la adolescencia los aspectos confusos
de los diálogos de amor infantiles le ha hecho perder esa cuota de esta-
bilidad que es decisiva para cualquier forma de vida que se elija.
Con excepción de algunas sociedades en las que existe un rito de

152
transición, o alguna convención, para institucionalizar la identificación
de la niña con otra mujer, sea ésta una diosa mítica o simplemente la
mamá, en la mayoría de las sociedades modernas las niñas deben resol­
ver por su cuenta qué hacer con sus anhelos por la madre. Las nuevas
identificaciones de la adolescencia suelen ser personalizadas, partiendo
de una o dos amistades y del enamoramiento. Estas soluciones femeni­
nas, aunque permitidas por las convenciones sociales, se centran en
identificaciones personales y no en alianzas grupales o sociales. En este
aspecto, son similares a los ritos de transición femenina tradicionales.
Por otro lado, en casi todas las sociedades humanas el mensaje
sobre el tabú del incesto dirigido al varón está más orientado a llevarlo
a que se identifique con el orden social. Se insiste en que corte defini­
tivamente los lazos que lo unen a su madre y establezca lealtades fuera
del ámbito doméstico. Al varón se le impone la necesidad de
renunciar a sus modos infantiles. Hasta en los hombres menos
machistas y más liberados, el temor a la dulce trampa materna
continúa influyendo, en forma encubierta, en sus relaciones con las
mujeres. Este temor fortale­ce sus vínculos con otros hombres.
El vínculo masculino parecería ser un rasgo incorporado a la rela­
ción normal entre padre e hijo. Es cierto que ambos rivalizan por el
afecto y los mimos de la madre, pero a partir de la primera infancia el
padre es también un aliado del niño. Pese a ser un intruso, el padre es
el héroe salvador que rescata al varón de su relación amorosa exclusi­
vista con la madre. Por supuesto, no siempre se da esta situación ópti­
ma. Algunos padres e hijos tienen dificultades para lograr una alianza
armónica; sus temperamentos pueden no ser compatibles, o quizás el
padre tenga preferencia por uno de sus hijos en detrimento de otro,
o bien puede suceder que el padre sea excesivamente tiránico, seductor
o débil. Un padre puede estar emocionalmente ausente del hogar. En
ciertos casos, para compensar sus frustraciones conyugales, el padre
puede volcar sus anhelos eróticos en el hijo. Esto no crea una alianza
masculina positiva: es una explotación narcisista que alienta en el niño
la envidia y el temor a las mujeres e incrementa sus deseos de pasividad
y sumisión respecto de su padre. Pero por lo general, para la época en
que el varón llega a la adolescencia, la alianza entre padre e hijo es sufi­
cientemente fuerte como para resistir las des-idealizaciones y las tenaces
batallas ideológicas y rivalidades de la pubertad. Además, las variadas
oportunidades que brinda el vínculo masculino ayudan al varón a resol­
ver el dilema de qué hacer con sus ansias eróticas por el padre.
D Por supuesto, incluso en el vínculo masculino pueden darse ena­
moramientos. Y el objeto de su enamoramiento quedará fijado en la
imaginación y las fantasías del adulto como la encarnación de la hom-

153
bría perfecta; será una imagen glorificada que contrastará, eterna-
mente, con la imagen domesticada y menos estimulante del padre.
Durante su ·vida adulta, y en especial al atravesar una crisis emocional,
el hombre sentirá nostalgia por la persona fascinante, seductora, aven-
turera e intrépida que habría podido llegar a ser si no se hubiera amol-
dado a la rutina doméstica de ser marido y padre. Pero debido a que el
varón dispone de muchas otras formas posibles de canalizar sus impul-
sos homoeróticos, los resabios emocionales de su enamoramiento ado-
lescente son más tenues que los de la versión femenina. Sólo en el caso
de los varones homosexuales el enamoramiento adolescente tiene la
misma intensidad que en las mujeres. El homosexual puede pasarse la
vida buscando a ese hombre ideal aue veneró durante ,u adolescencia.
Las amistades comunes y corrientes entre varones adolescentes
tienen matices abiertamente eróticos. Masturbarse mutuamente,
compartir aventuras sexuales con prostitutas o chicas "fáciles", exhi-
birse e inspeccionar cada uno el cuerpo del otro, son prácticas acepta-
das en el proceso de convertirse en hombre. Estas prácticas pueden
acercarse peligrosamente a la homosexualidad. Si los componentes
homosexuales de estas actividades comienzan a cobrar impulso, la amis-
tad suele concluir bruscamente. Incluso después de haber sucumbido,
finalmente, a los atractivos eróticos de alguna chica y de iniciar una
relación más o menos estable con ella, el muchacho seguirá prefiriendo
la compañía de otros varones. Mientras que una mujer, incluso si es de
las que proclaman haberse liberado de los hombres, siempre dará más
importancia a sus relaciones con el sexo opuesto que a sus amistades
femeninas, muy pocos hombres preferirán dedicarse exclusivamente a
las mujeres. Los DonJuanes y los Casanovas no constituyen una excep-
ción, pues su obsesión por las mujeres está motivada por un ideal de
hipermasculinidad, o "narcisismo fálico", por usar un término técnico.
Durante la adolescencia, los grupos sociales masculinos, como por
ejemplo los equipos deportivos, el club de barrio o la pandilla callejera,
protegen a sus miembros del padre castrador y de la madre posesiva.
Al afirmar el predominio del falo, estos grupos refuerzan las identifica-
ciones masculinas. También neutralizan las inclinaciones homosexuales.
Los varones que tienden a escapar de las angustias de la castración y la
separación volviéndose parecidos a la madre (o a un bebé), toman del
grupo el coraje necesario para afirmar su masculinidad y su indepen-
dencia. Además, el espíritu osado e intrépido del grupo adolescente es
una estrategia masculina para enfrentar los temores provocados por las
misteriosas, y aún inexploradas, interioridades femeninas. La marcada
diferenciación entre lo masculino y lo femenino que se pone de relieve

154
en los grupos masculinos resulta enormemente tranquilizadora para los
varones adolescentes.
Durante toda la vida, diversos tipos de grupos masculinos conti-
nuarán suministrando una vía de escape para los impulsos sexuales y
agresivos de los hombres, y también les brindarán formas sustitutivas de
canalizar las idealizaciones antes conferidas al padre. Al depositarlas
en un grupo, el hombre diluye sus ansias y glorificaciones homoeró-
ticas entre una cantidad mayor de individuos, con lo cual los des-
personaliza. Esta es una de las razones por las que los ideales sociales de
los hombres suelen ser más abstractos que los de las mujeres. Las con-
venciones sociales alientan a las mujeres a depositar sus ideales en rela-
ciones personales y domésticas, mientras que los varones reciben la
aprobación de la sociedad cuando dirigen sus energías hacia grupos
externos a la familia.
Las lealtades y los ideales grupales llenan, efectivamente, el vacío
que dejara la des-idealización del padre. El respeto por el dirigente y el
sometimiento a sus ideales y valores, que constituyen los estándares
y las características distintivas de todo el grupo, permiten al hombre
transferir al grupo el amor por su padre. El vínculo masculino desvía
las tendencias homoeróticas. Pero este vínculo, en sí, puede hacer muy
poco en lo que se refiere a formar conciencias. Un hombre puede ser
tan sumiso, temeroso, devoto e infantil en relación con un grupo o con
un dirigente como en un tiempo lo fue respecto de su padre. Las leal-
tades grupales, aunque configuran un vínculo social, suelen asumir for-
mas religiosas, militares, políticas o económicas, que cobran vigor en
virtud del amour-propre. El feudalismo, la hidalguía, la cristiandad, las
corporaciones y las afiliaciones profesionales, todos ellos emplean
convenciones que refuerzan el interés propio masculino: la vanidad y el
orgullo pueril. El hombre, en su grupo, se compara con los demás. A
partir de la superioridad que le brinda su buena posición dentro del
grupo, un hombre puede sentir que es mejor que los que no pertenecen
a éste, lo que a su vez lo incitará a adherirse a los ideales grupales. El
miembro de un grupo podrá sentir envidia y celos hacia los que lo
superen en la jerarquía grupal, pero compensará esta posible humilla-
ción despreciando a los que estén por debajo de él o a los que no per-
tenezcan al grupo.
Cuando el amour-propre es la pasión dominante de sus lealtades
grupales, el hombre probablemente tendrá ideales tan exageradamente
infantiles como cuando veía a sus padres como la única fuente de amor
y protección. Es cierto que un hombre se vincula con sus compañeros a
partir de su común identificación con los valores e intereses del grupo.
Pero el compañero que caiga en desgracia por haber tomado una medida

!55
equivocada o por haber demostrado alguna debilidad humana correrá
la misma suerte que el padre desidealizado.
En ese sentido, si bien la mujer no suele contar con la ventaja de
esas alianzas grupales que la ayudarían a despersonalizar y sublimar sus
impulsos homoeróticos, puede encontrarse en una situación más favo-
rable en el aspecto moral. Sus vínculos personales y domésticos, más
desapasionados, pueden dar vigor a esa sensibilidad compasiva que es
la señal distintiva de los ideales éticos. Pero esto sólo será así si los idea-
les por los cuales la mujer se evalúa a sí misma y a los demás han sido
ajustados de manera de corresponder a proporciones humanas.
E El desvío de los anhelos homoeróticos por el progenitor del mismo
sexo hacia otras personas y hacia la versión desexualizada y sublimada
de los grupos sociales más amplios constituye sólo una de las facetas de
la humanización de la conciencia. Hay otra, relativa al destino de las
idealizaciones que se confirieran a ese progenitor: los elementos narci-
sistas de la relación amorosa entre madre e hija y entre padre e hijo.
Si continuáramos evaluándonos y evaluando a los demás según esos
exigentes estándares de perfección, que son remanentes de nuestra con-
ciencia arcaica, nos veríamos llevados a una frenética búsqueda de auto-
glorificación y autoengrandecimiento. Cuando el principal motor de
nuestras lealtades grupales, domésticas o colectivas es el amour-propre,
nos convertimos en las almas divididas de que hablaba Rousseau. Y al
dividirnos entre nuestras pasiones personales y nuestros deberes mora-
les, no somos fieles a nosotros mismos ni somos tampoco ciudadanos
leales. "Impulsados hacia caminos opuestos por la naturaleza y por los
hombres, y forzados a dividirnos entre estos impulsos diferentes, segui-
mos una mezcla de impulsos que no nos lleva ni a una meta ni a la otra.
Así, conflictuados y oscilantes durante todo el transcurso de la vida,
terminamos sin haber servido a nadie: ni a nosotros mismos ni a los
demás." Cuando no logramos dominar nuestros ideales, ellos nos domi-
nan a nosotros. Obedeceremos servilmente a cualquier cosa o persona
que prometa ponernos por encima de nuestro prójimo.
Cuando domesticamos nuestros ideales, no abolimos toda ilusión o
esperanza de alcanzar la perfección humana. Adquirimos una visión más
amplia de lo que significa ser humano. Descubrimos que no necesitamos
ser santos ni héroes para mantenernos fieles a nuestros ideales. Apren-
demos que ninguno de nosotros está libre de sufrir lo que otros sufren.
En nuestra condición moral vemos la condición de toda la humanidad.
Nuevamente recordamos a Rousseau: "En realidad, ¿qué son la genero-
sidad, la clemencia y la humanidad si no piedad hacia el débil, hacia el
culpable, o hacia la especie humana en general?"
También Darwin, desde la perspectiva de su inayor conocimiento

156
de la evolución de la especie humana, evaluó el progreso de la humani-
dad en términos de la comprensión y consideración de un ser humano
hacia otro. En 1871, Darwin predijo que a medida qne los sentimien-
tos se fueran haciendo más afectuosos y tiernos, se extenderían a todos
los seres humanos, incluidos los miembros inútiles de la sociedad, y por
último a los animales. En 1920, haciendo eco al pensamiento de Dar-
win, el psicoanalista J. C. Flugel sostuvo:

La creciente moralización de la personalidad humana (en la


cual seguramente ha cumplido un papel protagónico la relación
entre padres e hijos) ha llevado a que en todas las sociedades civi-
lizadas se preste al menos cierto grado de atención a las necesi-
dades, materiales y mentales, de quienes ya no pueden mantener-
se a sí mismos o son incapaces de vivir sin ayuda ... Estos cuida-
dos que brindan los hijos a sus padres ancianos, enfermos o soli-
tarios pueden considerarse con justicia, una de las más hermosas y
conmovedoras expresiones de la moralidad específicamente huma-
na, y un aspecto en el que el hombre se ha elevado, sin ninguna
duda, por encima de las condiciones de la lucha brutal por la su-
pervivencia.

Para poder sentir compasión hacia el débil, el culpable y toda la


especie humana, el adolescente debe asumir el hecho de que sus padres
no son seres omnipotentes, como una vez imaginó. Durante la infancia
se renuncia a la omnipotencia personal (el amor a uno mismo) a cambio
de la conveniencia de compartir la gloria y el poder que se atribuye a
los padres. Sufrimos nuestra reducción a proporciones semidivinas a
cambio de la protección y el amor de nuestros padres, que sí son ente-
ramente divinos. En la adolescencia, para adquirir un poder real y la
generosidad de espíritu que nutra nuestros ideales éticos, debemos re-
conciliarnos con las imperfecciones de nuestros padres, sobre todo con
las de aquel de los dos con quien más nos identificamos.
Las nuevas identificaciones con amigos, adultos admirados, ídolos
culturales y grupos sociales ayudan a la joven a tolerar el golpe que
sufre su narcisismo al reconocer que la mujer que ha tomado como
modelo está lejos de ser una criatura divina, fabricada en el paraíso.
Pero en última instancia, será la identificación más humanizada de la
joven con su madre (y del joven con su padre) la que asegurará la viabi-
lidad y la vitalidad de sus valores sociales y su sentido ético. Y mien-
tras la joven no se haya convertido en un miembro integral de su propia
generación adulta y no haya ajustado sus ideales a las prosaicas dificul-
tades de la crianza de sus hijos, a la tarea concreta de ganarse la vida
y mantenerse sola o contribuir a los gastos familiares, a las idiosincra-

157
sias de sus colegas, mentores y jefes, no es de esperar que pueda evaluar
el pleno alcance de sus propios defectos y virtudes, ni que pueda apre-
ciar las sorprendentes maneras en que se parece a su madre.
Si bien este reconocimiento definitivo no se produce hasta haber
tomado las riendas de la responsabilidad adulta, es posible que desde
mucho antes la joven ya sea una persona autoobservadora y autoana-
lista. Cuantas más oportunidades le proporcione su orden social para
adquirir amistad, amor, trabajos y estudios estimulantes, responsabili-
dades políticas y sociales, poder real y éxito, tanto menos se apoyará
en el engreimiento y la autoglorificación que la hagan sentirse mucho
más sabia y muy superior a su madre. Hacia el final de la adolescencia,
la joven se mira en un espejo menos halagador. Como ya ha adquirido
cierto grado de autocompasión, podrá ahora ser más compasiva respec-
to de las flaquezas ajenas. A medida que avanza el proceso de la remo-
ción, resulta menos indispensable exagerar los rasgos negativos de la
madre. Cuando su propia identidad, su sentido de quién es y quién no
es ella misma, se consolida y se va volviendo menos estridentemente
independiente, la joven comienza a ser capaz de revalorar a su madre
de acuerdo con lo que ésta realmente es y con lo que no es.
La revaloración de la madre (y del padre) se ve facilitada por el res-
peto que sienten los jóvenes hacia las dimensiones del tiempo histó-
rico. A principios de la adolescencia, la eclosión del crecimiento pubes-
cente y la ola de vitalidad que expandía cada uno de sus apetitos e inte-
reses generaba en la niña una sensación de libertad atemorizante, peto
al mismo tiempo exquisita. La adolescente creía estar en el reino de la
posibilidad infmita: podría llegar a ser hombre o mujer, poetisa, actriz,
programadora de computadoras, astrónoma, astronauta, enfermera,
secretaria, doctora, princesa, científica o novelista. Estaba a punto de
convertirse en una persona enteramente nueva. El tiempo podía ser
eterno.
A medida que la adolescencia se acerca a su fin, las posibilidades se
estrechan. La joven mira a su alrededor y comprueba que el mundo
social que ha heredado es imperfecto. La sociedad no es una madre
maravillosa y protectora, ni una salvadora dispuesta a cumplir todos
sus sueños y deseos. Por primera vez la joven experimenta la angustia
existencial de vivir una vida singular pero común y corriente, con una
duración finita que va del nacimiento a la muerte. El pasado, el presen-
te y el futuro comienzan a enhebrarse en la visión que tiene la joven de
su historia personal. Los relatos históricos sobre héroes y heroínas, seres
míticos, amantes célebres, artistas y científicos que imperaran en su
infancia y a comienzos de su adolescencia, ya no pueden competir con la
inspiración autobiográfica que ahora llena su imaginación. Ahora que el

158
pasado ha perdido su dominio sobre el presente, la joven puede mirar
hacia atrás y volver a evaluar lo que una vez fue. Su interpretación
retrospectiva de esa combinación bebé-madre-padre que fue en un
tiempo se efectúa a la luz de su visión más práctica y realista del futuro.
El respeto que ahora siente por la condición finita del tiempo, la
continuidad histórica del sí-mismo en que se .ha convertido y su
conciencia de que por más dueña de su suerte que sea no le es posible
controlar la inevitabilidad y los caprichos del destino, todo esto le ha
de abrir los ojos a la realidad histórica y las dimensiones trágicas de su
madre. Ahora habla la musa Melpómene, quien sabe que un niño no es
capaz de comprender lo trágico.
La madre poderosa se ve afeada, deshecha por los mismos rasgos
que en otro tiempo se consideraron sagrados y heroicos. Pero eso había
sido cuando el niño no tenía facultades críticas respecto de los logros
de sus padres, ni forma alguna de evaluar el modo de vida de éstos.
Ahora, en la adolescencia, las verdaderas fuentes de la fortaleza de los
padres se reconocen por lo que son: orgullo, competencia, aprensión,
escrupulosidad, impulsividad. Y además, la madre no está menos sujeta
al destino o a la inevitabilidad que cualquier otro.
La joven mujer contempla a su madre con mayor claridad, con cri-
terio propio y también con indulgencia. Lo que ve ahora es una persona
con la cuota de virtudes y flaquezas inherentes a cualquier ser humano
corriente. Sin embargo, le llevará algún tiempo darse cuenta de que en
muchos aspectos importantes, ella es como su madre. Los estudios supe-
riores que realice y los importantes empleos en que se desempeñe
apenas alcanzarán a disimular la influencia de su medio natal. Y cuando
arrulle a su hijito, su voz tendrá las mismas inflexiones que tenía la de
su madre, muchos años atrás. De manera inconsciente, los diálogos de
amor de la infancia han conseguido sobrevivir, al tiempo que la joven,
selectiva y conscientemente, imitará aquellas cualidades de su madre
que ha llegado a admirar. Su sentido de la realidad histórica le permite
escoger algo de cada una de las madres que ha sido para ella su madre:
la chispa de esperanza de la madre de su primera infancia; el valor para
emprender una nueva carrera de la madre de su período de latencia; las
firmes convicciones maternas sobre el bien y el mal, que nunca cedie-
ron a sus detracciones adolescentes, y la lealtad y devoción a la familia
que siempre estuvieron presentes.
Encontrar objetos de amor y perderlos, representar viejos diálo-
gos, llorar las pérdidas, inmortalizar el pasado; éstos son algunos de los
temas de la historia de la adolescencia. Otro tema fundamental es la
leyenda del narcisismo. Una de las paradojas de la existencia humana es
que el progreso de la conciencia, de nuestra creencia en la perfectibili-

159
dad de la raza humana, cobre vigor a partir del narcisismo. Al incursio-
nar en los modos egocéntricos propios de la infancia, el adolescente
remodela el narcisismo infantil y lo adapta al futuro. Las estructuras del
pasado se liberan de manera que cada una de las tres corrientes del
narcisismo -el amor corporal, la autoestima y la omnipotencia- pue-
dan, de allí en adelante, aportar su energía al futuro.

160
1968 por Paul Simon, reproducida con permiso; "American Tune",
copyright © 1973 por Paul Simon, reproducida con permiso;
"Slip Slidin' Away", copyright © 1977 por Paul Simon, reproduci-
da con permiso; "The Sound of Silence", copyright © 1964 por
Paul Simon, reproducida con permiso.

Representación: Las descripciones de las representaciones de la


adolescencia son de Peter Blos, "The Split Parental Imago", en
The Adolescent Passage (Nueva York, Intemational Universities
Press, 1979). El medio personal que Blos describe como "un am-
biente autoplástico" (en contraste con un ambiente aloplástico,
en el que el individuo efectúa cambios en un medio externo real)
aparece en las págs. 83-86; las diferencias entre la división y las
dicotomías bueno-malo comunes en la adolescencia, pág. 76; la
falta de memoria de estas semirrelaciones, pág. 85. El admirable
capítulo de Blos constituye una de las mejores descripciones de
cómo puede infiltrarse el pasado infantil en el presente adolescente
(y más adelante incluso en el presente adulto), no como una
recapitulación sino como la reinstauración de un modo primitivo
de funcionamiento. La división, en un bebé, es la consecuencia de
aspectos del desarrollo normales y previsibles, con cierta evocación
de funciones primitivas.
Algunas de las descripciones de la escisión infantil se encuentran
en Louise J. Kaplan, Oneness and Separateness (Nueva York, Simun
and Schuster, 1978).
El pasado inmortal: los diálogos de amor infantiles nunca ~e
pierden del todo: Roy Schafer, Aspects of Internalization (Nueva
York, International Universities Press, 1968), págs. 221-222:
"el objeto pierde o gana importancia, asume una nueva significa-
ción hostil o amorosa o se torna neutral. .. de todos modos, parece
retener una identidad fundamental, que refleja el vínculo esencial,
anhelante e inmutable, del sujeto con el objeto". (Schafer se refiere
aquí sólo al proceso primario. Otras dos formas de inmortalizar al
objeto son la identificación y los cambios en la representación del
sí-mismo.)

7. EL PUENTE ENTRE LOS DIALOGOS DE AMOR Y EL NARCISISMO:


EL AMOR HACIA EL PROGENITOR DEL MISMO SEXO

La formación del ideal del yo adulto en la adolescencia: En su


trabajo de 1914 "On Narcissism: An Introduction", Freud escribió:
"Grandes dosis de una especie homosexual de libido intervienen en
la formación del ideal del yo y encuentran desahogo y satisfacción
manteniéndolo", SE, 14:96.

322
Estoy en deuda con Peter Blos por su creativo análisis de la tesis
de Freud de 1914 y por sus conceptualizaciones del papel que
cumple la adolescencia en la formación del ideal del yo adulto, o
sea la estructura de la mente que representa los aspectos más huma-
nos y progresistas del superyó. Los trabajos de Blos en On Adoles-
cence (Nueva York, The Free Press, 1962) y The Adolescent Pa-
ssage (Nueva York, International Universities Press, 1979) son las
principales fuentes de este capítulo. De hecho, fue Blos quien,
hace muchos años, me indujo a investigar el singular aporte de la
fase adolescente de la vida a las dimensiones morales de la existen-
cia humana. A este respecto, cabe destacar que los dos psicoanalis-
tas que más han contribuido al desarrollo de la teoría psicoanalí-
tica de la adolescencia, Blos y Erik Erikson, destacaron la impor-
tancia del desarrollo moral: Blos menc~nó.tl ideal ético y Erikson
la vcrtud. Otros escritores, como Robert Coles, Lawrence Kohlberg,
Kenneth Keniston, Rousseau y G. Stanley Hall también pusieron
de relieve las dimensiones morales de la adolescencia. Pero fue Blos
el primero en llamar la atención sobre el papel que cumple la rela-
ción con el progenitor del mismo sexo en la humanización de la
conciencia.
Los capítulos de The Adolescen t Passage que más influyeron mi
pensamiento fueron "The Initial Stage of Male Adolescence", "The
Child Analyst Looks at the Young Adolescent", "Preoedipal Factors
in the Etiology of Female Delinquency", "When and How does
Adolescence End?", y en particular "The Genealogy of the Ego
Ideal". De On Ado!escence, los capítulos más inspiradores fueron
"Phases of Adolescence" y "The Ego in Adolescence ". De aquí en
adelante, las referencias a Blos en esta sección harán constar capí-
tulo, título y libro ( OA o T AP), y el número de página/s, de ser
necesario.
Otros escritos que ejercieron una significativa influencia en este
capítulo, pero a los que no me refiero en forma directa, son:
Jeanne Lampl-de Groot, "Ego Ideal and Superego", en The
Development of the Mind (Nueva York, International Universities
Press, 1965); John M. Murray, "Narcissism and the Ego Ideal",
en Journal of the American Psychoanalytic Association (1964),
12, NO 3:477-511; y Edith Jacobson, The Selfand the Object
World (Nueva York, International Universities Press, 1964).
La adolescencia temprana en los varones: "The Initial Stage of
Male Adolescence", TAP; la relación del varón con la madre protec-
tora, sus sentimientos hacia las mujeres: "Phases of Adolescence",
OA, págs. 63-65; la relación de la niña con la madre protectora:
ibídem, pág. 66-68, y "Preoedipal Factors in the Etiology of Fema-
le Delinquency", TAP, pág. 104-108. La reacción del varón al cre-
cimiento de los testículos se atribuye a Anita Bell en "Scientific

323
Proceedings: Prepuberty and Child Analysis", según lo menciona
Eleanor Galenson (págs. 601-602) en Journal of the American
Psychoanalitic Association (1954 ), 12, NO 3, págs. 600-609. Com-
paración entre niñas y varones en las fases iniciales de la adoles-
cencia: "The Child Analyst Looks at the Young Adolescent",
T AP, págs. 196-202.
Diferencias entre niñas y varones en cuanto a la evolución del
ideal del yo adulto: "The Genealogy of the Ego Ideal", TAP, pág.
329-335. Blos destaca, mucho más de lo que yo lo hago, las difi-
cultades que tiene la niña, relacionadas con su sexo, para formar
una conciencia abstracta y despersonalizada, si bien no es mi
intención minimizar el papel que cumple la envidia del pene en el
desarrollo femenino, no creo que esta envidia interfiera con la sen-
sibilidad ética del modo directo y específicamente sexual que
plantea Blos. En mi experiencia con pacientes, tanto varones como
mujeres, el punto central es el amour-propre, la vanidad y la
tendencia al autoengrandecimiento, que son comunes a ambos
sexos. Sin duda es cierto que las mujeres suelen vincular sus ideales
con individuos más que con grupos, pero he encontrado que esta
tendencia se relaciona más con aspectos conflictivos que surgen
en todas las fases del desarrollo que con la envidia del pene en sí
misma.
El enamoramiento femenino: la mayor parte del material provie-
ne de mi trabajo clínico con adolescentes y adultos. Me llamó la
atención sobre la influencia e importancia del enamoramiento a.do-
lescente en el desarrollo femenino el trabajo de Blos "Phases of
Adolescence", OA, págs. 80-87. Blos utiliza el cuento Tonio
Kroger, de Mann, como ejemplo de enamoramiento masculino
(págs. 80-82). Un ejemplo clásico de la traición a los ideales adoles-
centes es el enamoramiento que experimentó Dora por Frau K.
(véase "Fragment of an Analisys of a Case of Hysteria", SE, 7:7-
122). La dinámica crucial del caso se refiere a la relación tem-
prana de Dora con su madre y a la posterior con Frau K.
Papel que juegan las sociedades masculinas: págs. 137-138 del
artículo de Judith Kestenberg, "Phases of Adolescence, 111",
Journal of the American Academy of Child Psychiatry (1968)
7, págs. 108-151.
Conceptos de Rousseau sobre el desarrollo moral: "Impulsa-
dos": Emile, or On Education, trad. y con introd. y notas por
Allan Bloom (Nueva York, Basic Books, 1979), pág. 41: "En reali-
dad, qué es la generosidad": Second Discourse, en The First
and Second Discourses, comp. por Rober D. Masters, trad. Roger
D. y Judith R. Masters (Nueva York, St. Martin's Press, 1964),
pág. 131.
Cita de J.C. Flugel: The Psychoanalytic Study of the Family

324
(Londres, Hogarth Press, 1921 ), pág. 140. F1uge1 se refiere a las
predicciones de Darwin en la pág. 239.
El amor generacional del adulto joven: relación tierna con el
progenitor del mismo sexo: "Phases of Adolescence", OA, págs.
129-148; la exageración de los rasgos negativos de la madre, que
cesa a fines de la adolescencia: K es ten berg, pág. 136; la relación
del adulto joven con los padres y la sociedad: "Phases of Adoles-
cence", OA, págs. 148-158; sensibilidad autobiográfica del adoles-
cente mayor: Kestenberg, pág. 136; constatación, por parte del
adulto joven, de la finitud del tiempo y su sentido de las dimensio-
nes trágicas de sus padres: "The Genealogy of the Ego Ideal",
TAP, págs. 365-369 y "The Ego in Adolescence", OA, págs. 184-
197. En "When and How Does Adolescence End?" (TAP, pág. 415)
dice Blos: "Este es el momento en que se forma su propio punto
de vista sobre su pasado, presente y futuro. El pasado es sometido
retrospectivamente a una especie de prueba de realidad histórica.
Aquí vemos el ascenso del hombre consciente de sí mismo, quien,
como nunca antes, ha tomado conciencia de su vida singular,
aunque común, que se desarrolla entre el nacimiento y la muerte.
La así llamada angustia existencial no puede experimentarse antes
de la adolescencia; lo mismo sucede con el sentido de lo trágico".

8. NARCISISMO 1: LA EXCURSION AUTOEROTICA

La regreszon narcisista: Peter Blos, "The Second Individua-


tion", en The Adolescent Passage (Nueva York, International Uni-
versities Press, 1979), y Edith Jacobson, The Self and the Object
World (Nueva York, International Universities Press, 1964 ), págs.
177-193.
Fantasías de omnipotencia: Eugene Pumpian-Mindlin, "Vici-
ssitudes of Infantile Omnipotence", Psychoanalytic Study of the
Child (Nueva York, International Universities Press, 1969), 24,
págs. 213-226.
Elección de ídolos a quienes adorar: Jacobson, págs. 178-80.
Retiro de los afiches: Blos, "The Second Individuation": "No
debe sorprendernos que las paredes del dormitorio, empapeladas
con afiches de ídolos colectivos, queden desnudas tan pronto como
la libido objetal pasa a dirigirse a relaciones genuinas" (pág. 156).
Las tres corrientes del narcisismo: Vann Spruiell, "Three
Strands of Narcissism", Psychoanalytic Quarterly (1975) XLIV:
577-595. Spruiell identifica a las tres corrientes como amor a sí
mismo, autoestima y omnipotencia.

Advenimiento de la pubertad: J. M. Tanner, Growth at Adoles-

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