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El gran plan
Por el presidente Dallin H. Oaks
Primer Consejero de la Primera Presidencia
Los que conocemos el plan de Dios y hemos hecho convenio de participar, tenemos
la clara responsabilidad de enseñar estas verdades.
El plan
Todo esto forma parte de un divino plan cuyo propósito es hacer posible que los
hijos de Dios sean exaltados y lleguen a ser como Él. Ese plan, que en las Escrituras
se le denomina el “gran plan de felicidad”, “el plan de redención” y “el […] plan de
salvación” (Alma 42:8, 11, 5) —y que fue revelado en la Restauración— comenzó
con un concilio en los cielos. Como espíritus, deseábamos alcanzar la vida eterna
de la que disfrutan nuestros Padres Celestiales. En ese momento habíamos
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progresado hasta donde podíamos sin una experiencia terrenal en un cuerpo físico.
A fin de brindar esa experiencia, Dios el Padre planeó crear esta tierra. En la vida
terrenal que se ideó, seríamos manchados por el pecado al hacer frente a la
oposición necesaria para nuestro crecimiento espiritual. También estaríamos sujetos
a la muerte física. Para rescatarnos de la muerte y del pecado, el plan de nuestro
Padre Celestial proporcionaría un Salvador. Su resurrección redimiría a todos de la
muerte y Su sacrificio expiatorio pagaría el precio necesario para que todos fueran
limpios del pecado según las condiciones prescritas para fomentar nuestro
crecimiento. Esta expiación de Jesucristo es la parte central del plan del Padre.
En el concilio en los cielos, se presentó el plan del Padre a todos los hijos de Dios
creados en espíritu, incluso sus consecuencias y pruebas terrenales, sus ayudas
divinas y su destino glorioso. Vimos el fin desde el principio. Todas las miríadas de
seres mortales que han nacido en esta tierra escogieron el plan del Padre y lucharon
por él en la batalla celestial que siguió. Muchos también hicieron convenios con el
Padre con respecto a lo que harían en la vida terrenal. De formas que no se han
revelado, nuestras acciones en el mundo de los espíritus han influido en nuestras
circunstancias en la vida terrenal.
El plan divino para que lleguemos a ser lo que estamos destinados a ser requiere
que tomemos decisiones a fin de rechazar la maligna oposición que tienta a los
seres mortales a actuar de manera contraria a los mandamientos de Dios y a Su
plan. También requiere que estemos sujetos a otra oposición terrenal, como la que
proviene de los pecados de otras personas o de algunos defectos de nacimiento. A
veces el crecimiento que necesitamos se logra mejor mediante el sufrimiento y la
adversidad, que mediante la comodidad y la tranquilidad. Y nada de esta oposición
terrenal podría alcanzar su propósito eterno si la intervención divina nos aliviara
de todas las consecuencias adversas de la vida terrenal.
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El plan de Dios nos brinda cuatro grandes certezas que nos ayudan en nuestro
trayecto por la vida terrenal. Todas ellas se nos dan por medio de la expiación de
Jesucristo, la pieza central del plan. La primera nos afirma que, mediante Su
sufrimiento por los pecados de los cuales nos arrepentimos, podemos ser limpios
de esos pecados y entonces el misericordioso juez final “no los rec[ordará] más”
(Doctrina y Convenios 58:42).
La cuarta y última, es que la revelación moderna nos enseña que nuestro progreso
no necesita terminar con el fin de la vida terrenal. Se ha revelado poco en cuanto a
esta importante certeza. Se nos dice que esta vida es cuando debemos prepararnos
para comparecer ante Dios y que no debemos demorar nuestro arrepentimiento
(véase Alma 34:32–33). Aun así, se nos enseña que en el mundo de los espíritus el
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Evangelio se predica hasta a los “los inicuos [y] los desobedientes que habían
rechazado la verdad” (Doctrina y Convenios 138:29) y que a quienes ahí se enseña
pueden arrepentirse antes del Juicio Final (véanse los versículos 31–34, 57–59).
Los siguientes son otros principios básicos del plan de nuestro Padre Celestial.
El evangelio restaurado de Jesucristo nos brinda una perspectiva única de los temas
de la castidad, del matrimonio y del tener hijos. Enseña que el matrimonio según el
plan de Dios es necesario para cumplir el propósito del plan de Dios, a fin de
proporcionar el entorno divinamente señalado para el nacimiento terrenal y de
preparar a las familias para la vida eterna. “[E]l matrimonio lo decretó Dios para el
hombre”, dijo el Señor, “… para que la tierra cumpla el objeto de su creación”
(Doctrina y Convenios 49:15–16). En esto, por supuesto, Su plan va en contra de
algunas intensas fuerzas mundanas en forma de leyes y costumbres.
El poder de crear vida terrenal es el poder más exaltado que Dios ha dado a Sus
hijos. Su uso fue ordenado en el primer mandamiento a Adán y Eva, pero hubo
otro mandamiento importante que se dio para prohibir su mal uso. Fuera de los
lazos del matrimonio, todas las formas de emplear el poder procreador son, en uno
u otro grado, una degradación pecaminosa y una perversión del atributo más
divino de los hombres y las mujeres. El énfasis que el Evangelio restaurado pone en
esta ley de castidad se debe al propósito de nuestros poderes de procreación en el
cumplimiento del plan de Dios.
¿Y luego qué?
Durante este bicentenario de la Primera Visión, la cual dio inicio a la Restauración,
tenemos conocimiento del plan del Señor y nos alientan los dos siglos de
bendiciones recibidas mediante Su Iglesia restaurada. En este año 2020, tenemos lo
que popularmente se llama una visión perfecta de los acontecimientos del pasado.
Al ver hacia el futuro, sin embargo, nuestra visión es mucho menos clara. Sabemos
que dos siglos después de la Restauración, el mundo de los espíritus ahora incluye
a muchos obreros con experiencia terrenal que realizan la predicación que ahí se
lleva a cabo. También sabemos que ahora tenemos muchos más templos para
efectuar las ordenanzas de la eternidad por aquellos que se arrepienten y aceptan el
evangelio del Señor en ambos lados del velo de la muerte. Todo esto hace avanzar
el plan de nuestro Padre Celestial. El amor de Dios es tan grande que, con
excepción de los pocos que deliberadamente se convierten en hijos de perdición, Él
ha provisto un destino de gloria para todos Sus hijos (véase Doctrina y Convenios
76:43).
Sabemos que el Salvador volverá y que habrá un milenio de un reinado de paz para
concluir la parte terrenal del plan de Dios. También sabemos que habrá distintas
resurrecciones, de los justos y de los injustos, y que el juicio final de cada persona
siempre vendrá después de su resurrección.
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Seremos juzgados de acuerdo con nuestras obras, los deseos de nuestro corazón y
la clase de personas que hayamos llegado a ser. Ese juicio ocasionará que todos los
hijos de Dios pasen a un reino de gloria para el cual su obediencia los haya hecho
merecedores y donde se sentirán cómodos. El juez de todo esto es nuestro Salvador
Jesucristo (véanse Juan 5:22; 2 Nefi 9:41). Su omnisciencia le da un conocimiento
perfecto de todos nuestros hechos y deseos, tanto de los que no nos hemos
arrepentido o que no hemos cambiado, como de los que nos hemos arrepentido o
que son rectos. Por tanto, después de Su juicio, todos confesaremos “que sus juicios
son justos” (Mosíah 16:1).
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