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Cursos de Estudio de La Sociedad de Socorro 1980-81

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Antes de nacer vivimos como hijos espirituales de Dios.
Hace siglos, el Señor habló desde los cielos y se dirigió a su siervo Job con las siguientes palabras: “Ciñe
como varón tus lomos; yo te preguntaré, y tú me contestarás. ¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la
tierra? Hazme saber, si tienes inteligencia” (Job 38:3-4.)

Sin embargo, para los Santos de los Últimos Días, la luz de la revelación contemporánea ha despejado
esta inseguridad y nos da una maravillosa comprensión del significado total de la vida. Dios hablo de
nuevo desde los cielos por medio del profeta José Smith, y estableció para siempre la realidad de nuestro
origen: “El hombre fue también en el principio con Dios.” (D. y C. 93:29.) Más gloriosa aún es la verdad
revelada de que somos literalmente hijos de Dios (Hechos 17:29; véase también Romanos 8:16-17.)
Nuestro cuerpo físico es progenie de nuestros padres mortales, pero el alma consiste tanto de un cuerpo
como de un espíritu (D. y C. 88:15), y fuimos engendrados en esa vida premortal como hijos espirituales
de nuestro Padre Celestial. Tal como declaró el presidente Brigham Young: “Nuestro Padre Celestial
engendró todos los espíritus que han estado o estarán en esta tierra; y todos ellos nacieron como espíritus
en el mundo eterno” (Discourses of Brigham Young, pág. 24; véase también Hebreos 12:9.)

El presidente Joseph Fielding Smith nos dejó la siguiente explicación: “En esta vida mortal... el Señor
dispuso que viniéramos por la fe y no por el conocimiento... Por lo tanto, nos negó todo conocimiento
relacionado con nuestra existencia espiritual y nos hizo comenzar de nuevo en la condición de infantes
desvalidos para que así pudiéramos desarrollarnos y aprender paulatinamente” (Doctrinas de Salvación,
comp.. Bruce R. McConkie, tomo 1, pág. 57.)

En la preexistencia aprendimos acerca del plan de salvación.


Mientras morábamos como espíritus en la presencia de nuestro Padre Celestial, fuimos instruidos y
preparados para venir a la tierra. Participamos en el concilio de los cielos y aprendimos sobre el gran plan
establecido para nuestra salvación individual.

Es importante que comprendamos que “Dios ordenó el plan; lo estableció; es suyo. No fue adoptado por
el Padre después de una sugerencia de Cristo y otra de Lucifer. El Padre es el autor del plan de salvación,
un plan que El creó para que... sus hijos espirituales pudieran ser salvos” (Bruce R. McConkie, The
Promised Messiah, Salt Lake City: Deseret Book Company, 1978, Pág. 48.)

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El profeta José Smith explicó el motivo por el que nuestro Padre Eterno originó el plan de salvación:
“Dios, hallándose en medio de espíritus y gloria, porque era más inteligente, consideró propio instituir
leyes por medio de las cuales los demás pudieran tener el privilegio de progresar como E. Lo había
hecho” (Enseñanzas del Profeta José Smith, pág. 439.)

Aprendimos que se nos requeriría salir de la presencia de nuestro Padre Celestial, sin contar con un
recuerdo de esa vida, para vivir un período de aprendizaje o probación llamado mortalidad, para que así
pudiéramos demostrar que éramos dignos de cumplir con los requisitos necesarios para regresar a nuestro
hogar celestial y heredar el honor y la gloria que nos correspondían por ser hijos de Dios. Pero aunque el
plan del Padre nos permitiría progresar del mismo modo que El lo había hecho, también tendríamos que
someternos a un riesgo: sí fracasáramos en las pruebas de la mortalidad, no se nos permitiría regresar y
participar de su gloria. Esa era una condición implícita del don del libre albedrío que se nos había dado,
lo cual significaba que podríamos escoger ya fuera el éxito o el fracaso de nuestra empresa terrena.
(Véase 2 Nefi 2:26-27; 10:23; Helamán 14:30-31.) Sabíamos que muchos demostrarían ser dignos, pero
que otros escogerían senderos equivocados.
Muchos de nuestros hermanos espirituales se mostraron renuentes a aceptar este plan. Uno, cuyo nombre
era Lucifer o Satanás, acudió al Padre y le dijo: “Heme aquí, envíame. Seré tu hijo y rescataré a todo el
género humano, de modo que no se perderá una sola alma, y de seguro lo haré; dame, pues, tu honra”
(Moisés 4:1.) Pero el Padre ya había escogido a otro para que fuera su Hijo Amado – su Primogénito en
el espíritu, Jehová, quien pondría en efecto el plan de salvación para todos aquellos que lo aceptaran,
Jehová, a quien también conocemos como Jesucristo, no propuso ningún otro plan, sino que dijo: “Pare,
hágase tu voluntad, y sea tuya la gloria para siempre” (Moisés 4:2, cursiva añadida.)

La rebelión de Lucifer causó una guerra en los cielos. Una tercera parte de todos los espíritus premortales
lo siguieron y apoyaron su designio, y el resto apoyó a Cristo y al plan divino dispuesto por Dios. “Pues,
por motivo de que Satanás se rebeló contra mí, e intentó destruir el albedrío del hombre que yo, Dios el
Señor, le había dado, y también quería que le diera mi propio poder, hice que fuese echado fuera por el
poder de mi Unigénito” (Moisés 4:3; véase también Isaías 14:12-15; D. y C. 76:25-27.) Los seguidores
de Satanás también fueron arrojados a la tierra junto con él (véase Apocalipsis 12:4; 7-9; D. y C. 29:36-
38; Abraham 3:27-28.) Así se proveyó una forma en que pudiéramos ser probados en la mortalidad, de
acuerdo con el plan del Padre.

El presidente Marion G. Romney explicó que “vinimos a esta tierra con dos propósitos; Primero el de
obtener un cuerpo físico de carne y huesos a semejanza del de nuestro Padre Celestial; y segundo, para ser
probados, para ver si haremos todas las cosas que el Señor nuestro Dios no mandare” (Liahona, agosto de
1976, pág. 77; véase también Doctrinas de Salvación, 1:63-64.)

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El recibir nuestro cuerpo significa que ya hemos avanzado y llegado a ser algo más semejantes a nuestro
Padre Celestial. Si obedecemos en su totalidad el evangelio de Jesucristo podemos progresar aún más y
cumplir con su plan.

Al guardar nuestro segundo estado podemos lograr la vida eterna.


Después de declarar que “a los que guardaren su primer estado les será añadido”, el Señor declaró que
“quienes guardaren su segundo estado, recibirán aumento de gloria sobre sus cabezas para siempre jamás”
(Abraham 3:26.) Del mismo modo que la vida premortal es conocida como el primer estado, así también
la mortalidad es conocida como el segundo estado. O sea que Dios prometió que si somos fieles en esta
vida, en la siguiente nos espera la gloria eterna.

La inmortalidad es la condición en la que no existe la muerte física. Jesucristo hizo posible esta condición
mediante su resurrección, y es un don innato para todos los vivientes. Todo ser mortal resucitará algún
día, y nunca volverá a morir (véase 1 Corintios 15:20-22.) Pero la vida eterna es algo más que la
inmortalidad; es la clase de vida que vive nuestro Padre Celestial, y se hace posible mediante el sacrificio
expiatorio del Salvador solamente para aquellos que lo acepten por medio del arrepentimiento y le
obedezcan (véase Hebreos 5:9.)

¿Cuáles son exactamente los requisitos establecidos desde el principio por el Padre para alcanzar la vida
eterna? La respuesta a esta pregunta importante se encuentra en el siguiente resumen de escrituras
preparado por el presidente Joseph Fielding Smith:
“Edificando sobre los cimiento de la expiación, el plan de salvación consiste en lo siguiente:
Primero, debemos tener fe en el Señor Jesucristo; debemos aceptarlo como el Hijo de Dios; debemos
depositar en El toda nuestra confianza, depender de su palabra, y sentir el deseo de lograr las bendiciones
que se reciben mediante la obediencia a sus leyes.
Segundo, debemos arrepentirnos de nuestros pecados, rechazar todo lo mundano; y debemos tomar una
decisión definitiva de que viviremos vidas puras, fieles y rectas.

Tercero, debemos ser bautizados por alguien que tenga la autoridad y el poder para atar tanto en la tierra
como en el cielo; por medio de esta ordenanza sagrada debemos hacer el convenio de servir al Señor y
guardar sus mandamientos.

Cuarto, debemos recibir el don del Espíritu Santo; debemos nacer de nuevo; debemos quemar el pecado y
la iniquidad de nuestra alma como si fuera con fuego. Por el poder del Espíritu Santo debemos ser
creados prácticamente de nuevo.

Quinto, debemos perseverar hasta el fin; debemos guardar los mandamientos después del bautismo;
debemos labrar nuestra salvación con temor y temblor ante el Señor; debemos vivir de tal manera que
podamos lograr los atributos de la divinidad y llegar a ser la clase de personas que puedan disfrutar de la
gloria y maravillas del reino celestial” (Conference Report, de la Conferencia de Area en Manchester,
Inglaterra, 1971, pág. 54; o Ensign, noviembre de 1971, pág.5.)

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