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La belleza en Charles S.

Peirce:
Origen y alcance
de sus ideas estéticas
Serie: Filosofía
SARA BARRENA

LA BELLEZA
EN CHARLES S. PEIRCE:
ORIGEN Y ALCANCE
DE SUS IDEAS ESTÉTICAS

EDICIONES UNIVERSIDAD DE NAVARRA, S.A.


PAMPLONA
Primera edición: Mayo 2015

© 2015. Sara Barrena


Ediciones Universidad de Navarra, S.A. (EUNSA)
Plaza de los Sauces, 1 y 2. 31010 Barañáin (Navarra) - España
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ISBN: 978-84-313-2996-9
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Índice

INTRODUCCIÓN ............................................................................. 9

CAPÍTULO I
EL ORIGEN DE LAS IDEAS ESTÉTICAS DE PEIRCE

1.1. ENTORNO FAMILIAR Y CONTACTOS CON EL MUNDO DEL ARTE .. 15


1.2. EL ARTE EN LA AMÉRICA DEL SIGLO XIX ............................... 25
1.3. LOS VIAJES POR EUROPA ........................................................ 46
1.3.1. Descripción de los viajes .......................................... 48
1.3.2. Las impresiones de Peirce en Europa ........................ 56
1.3.3. Arte y estética en la correspondencia europea de
Peirce....................................................................... 58
1.4. OTRAS OPINIONES Y EXPERIENCIAS ARTÍSTICAS ......................... 67
1.4.1. Arte y pensamiento ................................................. 68
1.4.2. Los grandes hombres .............................................. 73
1.4.3. El Peirce escritor: Topographical Sketches in Thessaly . 75
1.5. PRIMERAS LECTURAS: LAS CARTAS ESTÉTICAS DE FRIEDRICH
SCHILLER ............................................................................. 85
1.6. LA TRANSFORMACIÓN «SENTIMENTAL» Y «MÍSTICA» DEL CAMBIO
DE SIGLO ............................................................................ 102

CAPÍTULO II
LA ESTÉTICA COMO CIENCIA NORMATIVA
2.1. LA CLASIFICACIÓN DE LAS CIENCIAS ....................................... 117
8 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

2.2. EL CONCEPTO DE CIENCIA NORMATIVA .................................. 122


2.3. ¿CUÁLES SON LAS CIENCIAS NORMATIVAS? .............................. 129
2.4. RELACIÓN ENTRE LAS TRES CIENCIAS NORMATIVAS .................. 137
2.5. LA ESTÉTICA COMO CIENCIA DEL FIN ÚLTIMO .......................... 142
2.5.1. Más que una teoría del arte...................................... 144
2.5.2. Cuál es el fin último ................................................ 148

CAPÍTULO III
LA CONCEPCIÓN PEIRCEANA DE ARTE

3.1. CARACTERÍSTICAS DE LO CREATIVO ........................................ 163


3.1.1. El signo artístico ..................................................... 167
3.2. LA EXPERIENCIA ARTÍSTICA: OBSERVACIÓN Y CAPACIDAD DE PER-
CEPCIÓN .............................................................................. 177
3.3. LA EXPRESIÓN: PLASMAR LOS SENTIMIENTOS ........................... 187
3.3.1. El arte como expresión de la cualidad ..................... 194
3.3.2. La abducción artística ............................................. 201
3.4. LA INTERPRETACIÓN ............................................................ 211
3.4.1. El caso de la literatura ............................................. 213
3.5 ¿QUÉ ES PARA PEIRCE LA BELLEZA? ......................................... 224

CAPÍTULO IV
ALCANCE DE LA ESTÉTICA PEIRCEANA

4.1. LOS HÁBITOS: APRENDER A SENTIR CORRECTAMENTE ............... 239


4.2. LA CLAVE DEL PRAGMATISMO ................................................ 246
4.3. LA UNIDAD DEL SER HUMANO: LA SUPERACIÓN DE LOS DUA-
LISMOS ................................................................................ 253
4.4. LA PRESENCIA DEL IDEAL: APERTURA A LO TRASCENDENTAL ....... 258

CONCLUSIÓN ............................................................................. 267

BIBLIOGRAFÍA ............................................................................. 279


Introducción

De formación principalmente científica, Charles S. Peirce


(1839-1914) conjugaba sus actividades de investigación con un
profundo interés por la lógica y la filosofía. Ese interés no solo
se prolongó en el tiempo, sino que fue creciendo a lo largo de los
años hasta encontrarnos en su madurez a un Peirce Filósofo –con
mayúsculas– que trata de dar forma a un sistema de pensamiento
complejo y vasto que había ido gestándose durante mucho tiempo,
una obra magna, una arquitectónica de la razón humana en la que
fuera posible analizar los distintos sistemas teóricos en una depen-
dencia jerárquica. En los últimos años de su vida Peirce retoma
muchas cuestiones y trata de dar una forma definitiva al sistema
de su pensamiento. El Peirce Filósofo, ya retirado de su actividad
científica en la United Coast and Geodetic Survey, alcanza su ma-
durez intelectual, desarrolla completamente su teoría de los signos,
trata de dar una formulación definitiva del pragmatismo y produ-
ce muchas de sus teorías metafísicas. En 1897 escribía:

[Pretendo] hacer una filosofía como la de Aristóteles, es de-


cir, bosquejar una teoría tan comprehensiva que, durante un largo
tiempo venidero, la entera tarea de la razón humana, en la filosofía
10 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

de cada escuela y de cada clase, en matemáticas, en psicología, en la


ciencia física, en historia, en sociología y en cualquier otra división
que pueda haber, aparecerá como un ir completando sus detalles
(CP 1.1, 1887).

Puede parecer que los intereses de Peirce, en cualquier periodo


de su vida, estaban muy alejados de la estética y el arte. Pretendo,
sin embargo, mostrar que no es así. Aunque Peirce afirmaba no
estar familiarizado con la estética (CP 1.191, 1903), siempre estuvo
interesado en ella. A través de distintos elementos biográficos se
hará ver que Peirce sintió una constante fascinación por el arte, a
pesar de que el tratamiento teórico de este en su obra esté apenas
esbozado. El objetivo de este libro es precisamente explorar las
conexiones biográficas y teóricas de Peirce con la estética y el arte,
y analizar aquello que tiene que decir sobre el fenómeno artísti-
co. Peirce estuvo siempre interesado en explicar los mecanismos
que llevaban al ser humano a producir nuevo conocimiento en
cualquier ámbito. En 1892 escribe que una de las preguntas más
interesantes es cómo crecen las cosas, no solo en cada división de
la ciencia sino también en el desarrollo del arte (CP 7.267). En el
intento de responder a esa pregunta, Peirce dejó importantes pistas
sobre la creación humana, sobre el arte y sobre el papel que juega
la belleza en nuestra vida.
No resulta claro por qué Peirce no trabajó más en esta área: tal
vez por el ambiente cientificista de la época en la que transcurrió
su vida, o por su gran interés personal por las cuestiones de la cien-
cia y de la lógica. Como afirmó Hocutt, Peirce estaba casado con
la lógica, y solo algunas veces se distraía con otras cosas (Hocutt,
1962, 156). Joas ha señalado que, a pesar de todo, la filosofía de
Peirce se empeña en hallar un lugar para la creatividad artística
en una época caracterizada por la dominación de la ciencia (Joas,
1998, 5). No debería sorprendernos que, en una forma de pen-
Introducción 11

samiento en la que todo es continuo, las teorías de Peirce tengan


consecuencias estéticas: es lo más lógico teniendo en cuenta su
sinejismo, esto es, su defensa de la continuidad a muy distintos
niveles.
Aunque sin duda nos hubiera gustado encontrar un mayor de-
sarrollo de estas cuestiones, los elementos con los que contamos
son más que suficientes para tratar de pergeñar una estética peir-
ceana o, podríamos decir, «pragmaticista». La estética ocupa un
lugar importante dentro del pensamiento de Peirce, y más aún a
partir del cambio de siglo, cuando desarrolla su idea de la estética
como fundamento de las demás ciencias normativas. Nos encon-
traremos entonces con que la estética cobra un alcance inesperado,
al convertirse en una ciencia de los fines sobre la que girará la
fundamentación final del pragmaticismo.
Contamos para la tarea de estudiar la estética peirceana con un
material limitado: los escritos de Peirce sobre estas cuestiones son
relativamente escasos. Tampoco ha habido hasta ahora muchos
trabajos en la bibliografía secundaria que trataran directamente
este tema1, y los que hay se han realizado, según una metáfora de
Smith, como «una tarea que se asemeja al trabajo del paleontólogo,

1. Entre los trabajos sobre estética peirceana que han sido más significati-
vos pueden destacarse los siguientes: M. O. HOCUTT, «The Logical Foundations
of Peirce’s Aesthetics», The Journal of Aesthetics and Art Criticism, 21, 2 (1962),
157-166; C. M. SMITH, «The Aesthetics of Charles S. Peirce», The Journal of
Aesthetics and Art Criticism, 31, 1 (1972), 21-29; B. KENT, «Peirce’s Esthetics: A
New Look», Transactions of the Charles S. Peirce Society, 12, 3 (1976), 263-283;
E. F. KAELIN, «Reflections on Peirce’s Esthetics», The Relevance of Charles Peirce,
E. FREEMAN (ed.), The Hegeler Institute, La Salle, Illinois, 1983, 224-237; D.
ANDERSON, Creativity and the Philosophy of C. S. Peirce, Nijhoff, Dordrecht,
1987; J. BARNOUW, «Aesthetic for Schiller and Peirce: A Neglected Origin of
Pragmatism», Journal of the History of Ideas, 49, 4 (1988), 607-632; K. PARKER,
«Charles S. Peirce on Esthetics and Ethics. A Bibliography», 1999, http://agora.
phi.gvsu.edu/kap/CSP_Bibliography/CSP_norm_bib.pdf
12 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

quien, a partir de huesos recogidos aquí y allá, reconstruye el es-


queleto de un animal nunca visto por ojos humanos» (Smith, 1972,
21). A pesar de ello me parece que las pistas son tan sugerentes que
bien vale la pena el intento de «abducir» lo que Peirce pensaba
sobre la cuestión. Al final de todas las labores de paleontología el
esqueleto de la estética peirceana nos deslumbra. Se yergue, pleno
de belleza y riqueza, sobre un complejo sistema de pensamiento, y
nos proporciona todo el estímulo para seguir completando el cua-
dro. Es cierto que será solo un esqueleto; habrá muchas cuestiones
que permanezcan abiertas, que no reciban una respuesta adecuada
y satisfactoria, pero el mero hecho de plantear cuestiones certeras
otorga un valor excepcional a la estética de Peirce.
El primer capítulo de este libro analizará los orígenes de las
ideas estéticas de Peirce, esto es, se centrará en todo aquello que de
un modo o de otro pudo influir en el panorama que atisbamos al
final de su vida. Se señalarán diversos elementos biográficos: sus
primeras lecturas, las influencias familiares, el ambiente cultural y
artístico de la América de la época, sus viajes por Europa, etc. De
hecho, la carrera filosófica de Peirce comenzó leyendo a Schiller
(Aesthetische Briefe), y como trataré de mostrar en este libro esa
temprana influencia irá más allá de sus años de juventud. Como
Schiller, Peirce buscará el camino filosófico de lo bello, y como
sus contemporáneos americanos Peirce buscará una manera de
resaltar la continuidad de ser humano y naturaleza, de cosmos,
humanidad y arte. Los cinco viajes que Peirce realizó por Europa
se mostrarán también como una fuente nada desdeñable a la hora
de explicar la génesis de sus principales ideas estéticas. Prestaré así
mismo atención al cambio que Peirce experimenta en su madurez,
en concreto a la transformación que sufre personalmente alrede-
dor del cambio de siglo, una transformación que se refleja en su
manera de pensar y que tiene mucho que ver con el interés que
toma en sus últimos años por las cuestiones éticas y estéticas.
Introducción 13

En el segundo capítulo, la atención se centrará en el desarrollo


de una estética pragmaticista. Será necesario analizar el concepto
de ciencias normativas, el lugar que estas ocupan dentro de la cla-
sificación de las ciencias de Peirce, y la peculiar concepción de la
estética como ciencia de los fines. El tercer capítulo desarrollará
una teoría de la creación artística desde Peirce, tratando de desen-
trañar lo que está implícito en su obra a este respecto. Se exami-
narán en primer lugar las características del objeto creativo, que
habrá de ser considerado como signo con todas las consecuencias
que ello conlleva. La observación y capacidad de percepción, la ex-
presión o capacidad de plasmar los sentimientos y la interpretación
aparecerán como los tres elementos claves del fenómeno artístico
en Peirce. Al final del capítulo nos enfrentaremos a la pregunta
decisiva de qué es para Peirce la belleza.
El cuarto y último capítulo tratará de hacernos ver el alcance y
la relevancia de las nociones anteriormente explicadas. Se mostrará
que las cuestiones estéticas no son secundarias en el sistema peir-
ceano, sino que constituyen la posibilidad de pensar y actuar co-
rrectamente, y terminan incidiendo en su explicación y justifica-
ción del pragmaticismo hasta el punto de constituir su quid al dar
razón de lo más esencial del ser humano, esto es, de su capacidad
de autocontrol, de la capacidad de dirigirse a fines. La concepción
de arte de Peirce supondrá también la capacidad de trascender lo
material y de superar las constricciones de la experiencia.
La estética peirceana es, al menos desde el punto de vista teó-
rico, libre y moderna. Aunque los juicios estéticos de Peirce re-
sultaban, como se verá, más bien clásicos y de dudoso gusto, su
teoría estética posee elementos de modernidad: señala por ejemplo
la importancia de la expresión y de la interpretación corriendo el
riesgo de caer en un subjetivismo, aunque sin embargo no es una
estética al uso ni puede reducirse a una mera teoría del arte o del
juicio estético. En cierto sentido la estética de Peirce revoluciona
14 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

las modernas teorías del arte y apunta a algo más. Parte de la expe-
riencia, pero adquiere un papel trascendental al poner al hombre
en contacto con lo más espiritual, con lo que nos hace ser más
humanos, más libres. Adquiere tintes clásicos al señalarnos aquello
que merece la pena ser buscado por sí mismo, al ir más allá de la
mera apariencia y suponer más bien la «aparición» de un ideal, al
no identificar la belleza con lo atractivo o lo placentero, al abrirnos
a una plenitud que transfigura la materia, al ponernos en camino
hacia la belleza, hacia la verdad y el bien. Como decía Schiller, la
estética mejora todas nuestras capacidades por no mejorar ningu-
na en concreto. Simplemente nos eleva a algo que está más allá y
nos permite alcanzar la unidad de todas nuestras capacidades. La
estética peirceana, como la de Schiller, está lejos de ser moralizan-
te. Una pretensión o fin particular destruiría por definición su
esencia. Y sin embargo, apuntando al único fin por excelencia, a
lo admirable por sí mismo, al ponernos en la búsqueda de lo ideal,
nos hace mejores. Nunca el ser humano es tan humano como
cuando produce y contempla la belleza; en definitiva, cuando la
experimenta. La estética peirceana, en tanto que se revela como
ciencia de los ideales, contribuirá a una mayor comprensión de las
búsquedas prácticas e intelectuales de la humanidad (Guardiano,
2014, 3-4).
Antes de terminar esta introducción debo expresar mi gratitud
a todos los que me han ayudado en la redacción de este libro, en
particular a Jaime Nubiola y Fernando Zalamea, mis dos maes-
tros, por la minuciosa y acertada corrección de los borradores, y
sobre todo por pensar conmigo desde hace ya tantos años, por
compartir sus inquietudes y preguntas, y por enseñarme a buscar
el necesario equilibrio entre razón, imaginación y sensibilidad. Su
ejemplo y su cariño siempre han hecho mi vida más bella.
Capítulo I.
El origen de las ideas estéticas de Peirce

1.1. ENTORNO FAMILIAR Y CONTACTOS CON EL MUNDO DEL ARTE

Charles Sanders Peirce nació en Cambridge (Massachusetts)


el 10 de septiembre de 1839. Cambridge, con 8.000 habitantes, y
Boston, con 85.000, constituían un entorno cultural y económico
privilegiado. La banca y el comercio estaban experimentando en
la época un fuerte auge y el ambiente cultural e intelectual estaba
viviendo lo que Wyck Brooks llamó «el florecimiento de Nueva
Inglaterra»1. Esa región se había convertido en el primer centro
de la revolución industrial, y las fábricas, principalmente textiles,
crecían rápidamente desde principios del siglo XIX, lo que llevó a
una transformación de la economía y de la cultura.
Ralph Waldo Emerson con su trascendentalismo, o Henry
Wadsworth Longfellow, James Russell Lowell y Oliver Wendell
Holmes, que promovían la fascinación por la escritura y la lec-

1. Como fuentes para este apartado, además de las citadas, he utilizado el


primer capítulo de J. BRENT, Charles Sanders Peirce. A Life, Indiana University
Press, Bloomington, 1993 y la introducción al primer volumen de Writings
of Charles S. Peirce: A Chronological Edition, M. H. FISCH et al. (eds), Indiana
University Press, Bloomington, 1857-1866.
16 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

tura de poesía, son algunas de las personalidades que podían en-


contrarse en la reducida y familiar sociedad de Cambridge, en la
que se editaba y estudiaba a Dante, Homero y Salustio. Había un
mundo intelectual en el que florecía el trascendentalismo, el abo-
licionismo, y más adelante la ciencia moderna experimental, y la
manifestación artística más común era la de leer y escribir poesía.

(Casa natal de Peirce, Cambridge, Massachusetts).

El matrimonio formado por el famoso matemático Benjamin


Peirce y por Sarah Mills Peirce, hija del Senador Elijah Hunt Mills,
constituía una de las famlias más importantes de este entorno.
El abuelo paterno de Peirce había sido bibliotecario en Harvard
durante los cinco últimos años de su vida, dejando el primer ca-
tálogo de los fondos de la Harvard Library y un manuscrito sobre
la historia de la Universidad que fue publicado póstumamente. El
padre de Charles, Benjamin, era profesor de matemáticas y astro-
nomía en Harvard. Ha sido considerado como el matemático más
El origen de las ideas estéticas de Peirce 17

sobresaliente de la América anterior a la Guerra Civil y estaba en


el centro del movimiento para mejorar la educación americana. El
hermano de Benjamin, Charles Henry Peirce, era médico y pro-
fesor de química en la Lawrence Scientific School, y su hermana,
Charlotte Elizabeth, a quien Peirce llamaba tía Lizzie y con quien
mantuvo siempre una estrecha relación, era una gran lectora de
literatura, en particular de novelas francesas y alemanas, y consi-
deraba a Goethe como «el modelo de los genios y de los hombres»
(W 6, 86-90).
Era frecuente, por otra parte, que diversos escritores e intelec-
tuales de la época visitaran la casa de los Peirce. Entre ellos pue-
de citarse al matemático James Joseph Sylvester, al poeta Henry
Wadsworth Longfellow, al poeta y ensayista James Russell Lowell,
al historiador Francis Parkman, al teólogo Theodore Parker, al
médico y escritor Oliver Wendell Holmes, a la feminista Margaret
Fuller, al jurista Rufus Choate, al naturalista Louis Agassiz, al
superintendente de la Coast Survey Alexander Dallas Bache y al
secretario de la Smithsonian Institution Joseph Henry. Muchos de
los amigos cercanos a la familia, y muchos de los amigos propios
que Peirce tendría después, eran pintores, científicos, poetas o mú-
sicos. Sin duda, Peirce recibió la influencia de tan notables visitas.
En 1892 afimaba por ejemplo, refiriéndose a los años 40, cuánto
le habían impresionado las visitas de Emerson: «no era necesario
comprender a Emerson o tener con él más de un ligero contacto
para quedarse enormemente impresionado» (MS 296).
En ese ambiente y con esos antecedentes familiares transcurre
la infancia de Charles Sanders Peirce, segundo de los cinco hijos
del matrimonio. No resulta sorprendente por tanto que fuera edu-
cado con unos fuertes intereses culturales. Como afirma Joseph
Brent, las familias más importantes de Cambridge enviaban a sus
hijos a la universidad como algo normal. Parecía que todo niño en
Cambridge era precoz y, como ha escrito Brooks, solo un zoquete
18 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

podía no estar listo para la universidad a los catorce o quince años


(Brooks, 1936, 32). Para las familias de Cambridge, sin embargo,
el aprendizaje no era tan importante como la formacion del carác-
ter, que se describía de la siguiente manera:

Una mentalidad clara y distinta, un fuerte desagrado por el


sinsentido, una firme compostura, una conducta calmada y ama-
ble, estabilidad, buenos principios, inteligencia, un hábito de quitar
importancia, una forma de razonar lenta y cuidadosa, el desprecio
por la extravagancia, la vanidad y la afectación, la bondad de cora-
zón, la pureza, el decoro, los afectos profundos, filiales y paternales
(Brooks, 1936, 34).

La universidad de Harvard, la más antigua del país, consti-


tuía el centro de la vida intelectual de Cambridge, aunque era
concebida como una instituación más bien disciplinaria, de corte
más provincial que nacional, y dedicada a convertir a los chicos
en hombres de provecho (Bailyn et al., 1986, 56). Las familias
influyentes controlaban de cerca su nivel a través de la Harvard
Corporation, y su plan de estudios estaba orientado a perpetuar
los prósperos comerciantes, los abogados y los hombres de Dios
que eran considerados como líderes. El centro de ese currículo lo
constituía la lógica, y se pedía a los alumnos que memorizaran tex-
tos de Hadgey o de Whately. El plan de estudios incluía también
filosofía, matemáticas, composición inglesa y aproximaciones a la
literatura antigua y moderna.
Las rutinas académicas eran en general poco creativas. La en-
señanza no era una cuestión de imaginación: no se iba a Harvard
a estimular una sospechosa fantasía sino a merecer un busto de
mármol entre aquellos de los grandes hombres (Brooks, 1936, 37).
La universidad no estaba hecha para genios ni para criaturas extra-
vagantes, sino para enseñar a pensar. Las formas más comunes de
instrucción eran las conferencias, los ejercicios orales, la declama-
El origen de las ideas estéticas de Peirce 19

ción y los debates, aunque a finales de la década de los treinta se


habían introducido los exámenes escritos, que permitían controlar
mejor los niveles educativos. Entre las lecturas que realizaban los
estudiantes se incluían textos de Platón y de sus seguidores román-
ticos, así como los de la escuela escocesa del realismo del sentido
común. Unos años antes de la llegada de Peirce a Harvard, en
1846, las conferencias de Agassiz sobre historia natural tuvieron
tanto éxito que probablemente su popularidad influyó de forma
importante en el tipo de lecturas recomendadas. A partir de 1850
se comenzó a dar más importancia a la ciencia y se creó en Har-
vard la Lawrence Scientific School –en cuya sección de química
se graduaría Peirce en 1863– que buscaba promover el desarrollo
científico y dejaba fuera la ciencia aplicada. Parece que a excepción
de la poesía y la literatura el currículo de Harvard apenas incluía
en esa época disciplinas artísticas, lo que explicaría una formación
artística algo pobre que, unida a la peculiar concepción artística
de la América del XIX, a la que dedicaré el siguiente apartado,
estaría detrás del dudoso gusto estético que, como se verá, Peirce
manifestaba en algunas ocasiones.
En el Boston del siglo XIX había en general poca afición al
arte. Apenas había pintura o escultura, salvo retratos, y la ciudad
vivía aletargada respecto a las cuestiones estéticas (Brooks, 1936,
3). Cambridge, por ejemplo, no era un buen lugar para los pinto-
res. Como señalaba James Russell Lowell, no había una tradición
artística, necesaria como guía e inspiración (Lowell, 1915, 41).
Washington Allston, uno de los pocos pintores que destacaron
en Cambridge durante las décadas de 1820 y 1830, era alabado
más por el carácter metafísico de su trabajo y por su fervor reli-
gioso que por sus cualidades artísticas (Brooks, 1936, 160), y se
afirmaba que resultaba casi milagroso que fuera un pintor grande
y original (Lowell, 1915, 41). Cambridge era, como afirmaba el
también pintor William Morris Hunt, todo literatura. La poesía
20 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

se veía como un arte más adecuado a lo elevado y al pensamiento


que impregnaba el ambiente. Oratoria e historia eran otros de los
intereses centrales de la mente de Boston. Pocos lectores pensaban
en los novelistas como artistas, y la pintura en general no estaba
bien vista en un ambiente intelectual y puritano, como puede de-
mostrar por ejemplo el caso de William y Henry James. Ambos
tomaron clases en la escuela de William Morris Hunt, y parece
que William James hubiera podido llegar a ser un gran artista. Sin
embargo, su padre no veía bien que siguiera ese camino y alentó
en él una vocación científica.
La disciplina y la educación que se imponía en el hogar de
los Peirce, donde de alguna manera reinaba el individualismo, era
también reflejo de la sociedad de su entorno, y por lo tanto era
sobre todo aquella de corte intelectual. Con ocho años su padre
introdujo a Charles en la química, con once años él mismo escri-
bió una historia de esa disciplina y, siendo apenas un adolescente,
leía los manuales de lógica y dominaba los argumentos de filósofos
como Kant, Spinoza, Hegel o Hume. Peirce afirma que la activi-
dad reflexiva era algo innato para él, que su familia, el ambiente y
la educación la estimulaban (MS 296, c.1907).
Sin embargo, esa educación incluía también otros aspectos
más relacionados con la sensibilidad, y los entretenimientos de
la familia implicaban una imaginación considerable. Aunque las
influencias intelectuales fueron muchas, quedaba algo de espacio
–ciertamente no demasiado– para lo creativo y lo artístico. No era
por ejemplo infrecuente que los hermanos inventaran historias. Se
conservan dos de ellas escritas por Peirce cuando tenía unos diez
años:

CHARLES Y BEN
Charles y Ben eran dos hermanos. Ben era cuatro años mayor
que Charles y cuando era pequeño pensó que trataría de escalar la
El origen de las ideas estéticas de Peirce 21

colina del conocimiento. Pero esa colina es muy alta y está llena de
piedras y de zarzas, y de lugares difíciles, pero en la cumbre hay un
bonito palacio donde hay reunida mucha gente buena y prudente.
Ben tuvo mucho éxito y en pocos años había llegado al palacio y
había comenzado a ser toda una figura entre sus sabios habitantes;
Charles emprendió entonces el mismo viaje. Ahora va hacia allí y
aunque no ha seguido exactamente el mismo camino avanza sin
embargo de forma tan lenta y segura que no puede dudarse de que
tendrá éxito, al igual espero que su hermano.

LA BIBLIOTECA
Charles estaba un día sentado en su habitación cuando de pron-
to escuchó un crujido y mirando hacia arriba vio que todos los libros
se estaban moviendo de sus sitios y venían hacia él. La gramática
latina iba primero y abriéndose dijo: «no parezcas asustado, mi que-
rido Charles, pues estás tan familiarizado conmigo que no puedo
decir nada que te moleste». De esta manera se dirigieron a él Viva
Romae, la gramática griega y otros libros. Es cierto que la Aritmética
de Colburn balbuceaba un poco, pero Charles no le hizo caso por-
que no podía entenderle. Al final llegó Virgilio y dijo: Charles, mis
amigos la gramática latina y César me han dicho cuánto les gustas,
y tengo un gran deseo de conocerte: no peleemos nunca y podrás
estar entonces seguro de que hablaré de ti tan favorablemente al Sr.
Horacio y al Sr. Quintiliano que estarás encantado con sus maneras
cariñosas y sociables, y temo que si no somos amigos no serás capaz
de familiarizarte con esos hombres ilustres (Benjamin Peirce, s. f.,
Charles Sanders Peirce Papers, Universidad de Harvard, Houghton
Library).

En casa de los Peirce se valoraban las artes y existía una gran


afición por el teatro y por la ópera. Los Peirce asistían a funciones
en Boston, y no solo eso sino que en ocasiones recibían a actores
en su casa y organizaban representaciones. Peirce conservó siem-
pre esa afición por el teatro, tal y como se pone de manifiesto, por
22 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

ejemplo, en su correspondencia de los viajes por Europa, donde


cuenta cómo durante su estancia en Londres en 1875 asistió cua-
tro veces al teatro y a un concierto filarmónico, o cómo en París,
el mismo año, asistió a un gran número de óperas y teatros. Le
pareció muy buena la obra Tom Cobb, pero «horrible» Round the
World in 80 Days. Le gustaron Jolie Parfumeuse y La Créole de
Offenbach, y afirma que las comedias y los dramas del Théatre
Français, donde vio entre otras cosas Le Gendre de Monsieur Poi-
rier, le parecen con mucho lo más divertido del mundo.
También el interés por la literatura y por la oratoria estuvo
siempre presente en la vida de Peirce. Su padre, Benjamin, era
miembro del Saturday Club, en el que participaban doce de las
inteligencias más sobresalientes de la época, desde el botánico Asa
Gray y el naturalista Agassiz, al historiador Motley, junto con
Emerson, Hawthorne, Wendell Holmes y otras figuras literarias.
Charles tenía desde niño reputación por su talento como orador,
pertenecía a la sociedad de debate del Cambridge High School y
leía piezas dramáticas como The Raven de Poe (Brent, 1993, 57).
Las sociedades literarias eran muy populares en las universidades
americanas de la época, y complementaban los cursos oficiales.
Peirce perteneció en uno de sus años universitarios a W. T. K.
(Wen Tchang Koun), un lugar de ejercicios literarios en chino que
presentaba debates, discursos, parodias y lecturas de varios esti-
los literarios. Otro año fue miembro fundador de la O. K. Socie-
ty, un grupo dedicado a la representación de obras literarias. La
educación en Harvard, por otra parte, requería en aquellos años
que cada alumno escribiera 36 composiciones: 9 durante el primer
año, 14 durante el segundo y 13 durante el tercero.
Una vez casado con su primera esposa, Melusina Fay (Zina),
Peirce mantiene ese interés por lo literario. La propia Zina era
amiga de escritores como Emerson o George Eliot, y sabemos
que Peirce amaba la literatura francesa, que era lector de Balzac,
El origen de las ideas estéticas de Peirce 23

de quien admiraba su conocimiento de la naturaleza humana, y


de otros novelistas franceses. Era también lector asiduo de Edgar
Allan Poe, que le resultaba «fascinante» (Brent, 1993, 22), y afirma
que leía a George Eliot (RLT, 183). La segunda esposa de Peirce,
Juliette, con quien contrajo matrimonio en 1883, era también una
gran lectora de novelas francesas, y en particular de Zola.
Respecto a las aficiones literarias de Peirce cabe destacar tam-
bién su amistad con los hermanos William y Henry James. Los
Peirce y los James vivían en Cambridge a cinco minutos de distan-
cia. Peirce era principalmente amigo de William: fueron condiscí-
pulos en los estudios de química en la Lawrence Scientific School
y desde entonces les unió una larga y fructífera relación. Tal como
afirma Perry en The Thought and Character of William James, Wi-
lliam fue el amigo intelectual vitalicio de Peirce (Perry, 1996, 69,
nota). A través de él tuvo también contacto con su hermano, el
escritor Henry James, con quien coincidió en París durante el in-
vierno de 1875 y la primavera del 76, tal y como el mismo Peirce le
escribe a su padre el 2 de junio del 76, afirmando que es una gran
cosa tener allí a Henry. Peirce estuvo durante casi diez meses en
París como parte de uno de sus viajes por Europa al servicio de la
United States Coast and Geodetic Survey, y Henry James estaba
entonces en esa ciudad, donde la literatura florecía, tratando de
abrirse camino como escritor. James había comenzado a escribir El
americano y buscaba sostenerse económicamente por sí mismo, sin
depender de su familia. El encuentro entre Henry James y Peirce
se produce en momentos muy especiales para los dos, y particu-
larmente difíciles para Peirce; su mujer, Zina, acababa de dejarle,
regresando sola a Estados Unidos sin aceptar las peticiones de su
esposo de que se quedara junto a él. A la marcha de su esposa se
unía el temor que en esos momentos asaltaba a Peirce de que sus
teorías resultasen vagas y quedasen en nada. Peirce escribe a Wi-
lliam James acerca de su hermano el 16 de diciembre del 75. Esa
24 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

carta pone de manifiesto que la amistad entre Peirce y Henry no


fue algo intrascendente, sino que también estuvo llena de conver-
saciones profundas.
Más allá del encuentro en París, sabemos que Peirce era segui-
dor de las novelas de Henry James. Se declara admirador extremo
de su obra Roderick Hudson (carta de Henry James de 4 de julio de
1876), una de las primeras novelas de James, y en una carta del 29
de abril de 1909 afirma que ha leído La copa dorada y que excede
con mucho sus expectativas, que según dice habían sido sin duda
algo disminuidas por la palabrería sin sentido de los periódicos
respecto al estilo críptico de Henry James.
Peirce no fue nunca indiferente a las cuestiones artísticas, sino
que su entorno y las influencias que recibió a lo largo de su vida
le hicieron ser cercano a distintas manifestaciones artísticas. Se
muestra como alguien especialmente sensible al arte, que en oca-
siones llega a afirmar que tiene una sensibilidad extrema (MS 847,
905), y esa sensibilidad sin duda fue en parte incrementada por la
educación que recibió, que aunque muy centrada en lo intelectual
y en lo científico no dejaba de lado el aspecto sensible. El padre de
Peirce, por ejemplo, le animaba a desarrollar sus poderes de discri-
minación sensible, algo que después tendrá cierta importancia en
el pensamiento de Peirce. La capacidad de observación resultará
fundamental en su método científico y también en las ideas que
nos transmitirá sobre el arte. Como se verá en el tercer capítulo,
el artista es para Peirce, primero de todo, un buen observador de
la realidad, alguien con una capacidad de percibir y discriminar
sensaciones que resulta modélica para el científico.
Puede decirse que las circunstancias y las diferentes influen-
cias de su infancia y juventud conformaron en Charles Peirce una
sed intelectual y una sensibilidad que, aunque fueron desarrolla-
das principalmente a través de la lógica, la filosofía y la ciencia,
no fueron en ningún momento ajenas a las cuestiones artísticas.
El origen de las ideas estéticas de Peirce 25

Aunque el propio Peirce se reconoce en 1903 como un ignorante


en arte, afirma tener sin embargo una buena capacidad de disfrute
estético (CP 5.113) que sin duda el entorno en el que transcurrie-
ron su infancia y juventud contribuyó a desarrollar. Para Peirce
lo normal era interesarse por la cultura y el arte, visitar museos,
asistir a teatros, etc. El 7 de agosto de 1875 señala en una carta a su
madre como algo fuera de lo normal el hecho de que llevaba una
semana, desde que Zina se había marchado y se había quedado
solo en Munich, sin visitar nada. Si lo señala explícitamente como
muestra de su abatimiento es precisamente porque, tal y como
pondrán de manifiesto las cartas correspondientes a los viajes por
Europa, el contacto con el arte formaba parte habitual de la vida
de Peirce. Antes de estudiar esas estancias europeas de Peirce, tra-
taré de profundizar un poco más en otro factor importante: la
noción de arte y los movimientos artísticos que predominaban en
la América del siglo XIX, que son precisamente el background en el
que transcurre la formación y una importante etapa de la vida de
Peirce y que como se verá constituyen un caldo de cultivo del que
nacerán algunas características de la estética peirceana.

1.2. EL ARTE EN LA AMÉRICA DEL SIGLO XIX

Estados Unidos era en el siglo XIX un país joven, inmerso en


el proceso de definir su identidad. Lo que a veces se ha visto como
nacionalismo, no es en el fondo sino un intento de definirse y de
buscar unas raíces que permitieran al país tener una posición pro-
pia frente a una Europa marcada fuertemente por una historia de
siglos. Como escribió Brooks:

Todo arte tenía todavía que crearse, toda literatura debía to-
davía ser escrita. Toda naturaleza era nueva y estaba todavía por
26 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

describir. América había escuchado durante demasiado tiempo a las


musas de Europa (…) ¿Por qué no habrían de disfrutar los america-
nos de una relación original con el universo? (Brooks, 1936, 208).

Como expresaba James Russell Lowell, los americanos se sen-


tían en inferioridad respecto a Europa:

En todo lo que concierne a la estética los europeos nos llevan


una inmensa ventaja. Ellos comienzan en un punto al que noso-
tros llegamos después de agotadores años, pues la literatura no está
encerrada en libros, ni el arte en las galerías: ambos se adquieren
mediante una absorción inconsciente a través de los poros más finos
de la mente y el carácter en la atmósfera de la sociedad (Lowell,
1915, 136).

La búsqueda de unas raíces propias que permitieran al país


posicionarse frente a Europa marcó la vida cultural y artística es-
tadounidense en el siglo XIX. Barbara Novak2 ha señalado cómo
en esos esfuerzos por encontrar una identidad propia se acabaron
sustituyendo las raíces históricas por la importancia que se conce-
día a la naturaleza, a los vastos paisajes que constituían uno de los
mayores patrimonios de Estados Unidos y que podían marcar la
diferencia frente a Europa. La naturaleza tenía en efecto una gran
importancia en las manifestaciones artísticas. Se aprecia en litera-
tura y filosofía y está presente de manera decisiva en las obras de
Emerson, Thoreau o Whitman, y lo mismo sucede en la pintura,
donde el paisajismo –la representación del paisaje en todas sus for-

2. Para esta exposición seguiré las ideas contenidas en la trilogía de Barba-


ra NOVAK: American Painting of the Nineteenth Century: Realism, Idealism and
the American Experience, Oxford University Press, Nueva York, 2007; Nature
and Culture: American Landscape and Painting, 1825-1875, Oxford University
Press, Nueva York, 2007; Voyages of the Self. Pairs, Parallels, and Patterns in Ame-
rican Art and Literature, Oxford University Press, Nueva York, 2007.
El origen de las ideas estéticas de Peirce 27

mas– constituye uno de los hechos artísticos más importantes. El


paisaje americano se convierte así en el sustituto de una tradición
nacional que faltaba. Las pinturas exploran la luz y las maravillas
de la naturaleza, se llenan de contemplación y descubrimiento de
lo natural y del espíritu americano de lucha y conquista. Destaca
por ejemplo la denominada Hudson River School, con represen-
tantes como Thomas Cole (1801-1848), Frederic Edwin Church
(1836-1900) y Albert Bierstadt (1830-1902), o el «luminismo»
de John Frederick Kensset (1816-1872), Martin Johnson Heade
(1819-1904) o Fitz Henry Lane (1804-1865).
Me detendré un poco en estas corrientes artísticas, que fueron
especialmente importantes en Nueva Inglaterra y en el este de Es-
tados Unidos, y que imperaban durante la infancia y la juventud
de Peirce, por lo que pudieron influir en su formación y en sus
nociones sobre el arte.
La Hudson River School, que puede situarse aproximadamen-
te entre 1825 y 1875, se guía por el deseo de representar un terri-
torio que estaba siendo todavía explorado y colonizado. Se trata
de una pintura con gran precisión en los detalles y que juega con
los impulsos sensitivos de la luz y del aire. Los paisajes aparecen
muchas veces bajo intensas luces del amanecer o del crepúsculo,
que muestran la grandiosidad y la belleza de parajes apenas explo-
rados.
El luminismo, muy cercano a la escuela de Hudson, suele uti-
lizarse para denominar a la pintura paisajística americana un poco
más evolucionada (entre 1850 y 1870 aproximadamente). No era
una escuela en sentido estricto, sino un conjunto de pintores con
características parecidas. El luminismo podría considerarse como
un predecesor del «impresionismo americano» (aunque este es,
como se verá, muy distinto al Europeo). Los luministas querían
presentar la riqueza y diversidad del paisaje americano, y solían
pintar al aire libre.
28 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

(Martin Johnson Heade, The Marshes at Rhode Island, 1866).

El luminismo se caracteriza por otra manera de pintar la luz,


y por una nueva manera de ver y percibir el mundo. Ha sido defi-
nido como un realismo que va más allá del mero realismo, ya que
hay una luz que eleva el objeto y lo hace aun más intenso y visible
en su realidad. Siguiendo nociones trascendentalistas, la luz pura
haría que reapareciese el alma original de las cosas, y las volvería
más alegres. «La luz se convierte, más que ningún otro componen-
te, en el medio alquimista por el que el artista convierte la materia
en espíritu» (Novak, 2007b, 36). La luz les llevará hacia la trascen-
dencia y se convertirá, como afirmaba el pintor Asher Durand, en
un atributo divino (Novak, 2007b, 36).
Los pintores luministas se interesan por la luz, el clima y la
atmósfera, por el espacio y el tiempo; también por los momen-
tos específicos del día, como muchos de sus títulos sugieren: hay
puestas de sol, tormentas, atardeceres, días nublados, etc. A veces
el cielo era visto como clave, y se consideraba que gobernaba todo
por constituir la fuente de luz en la naturaleza. En otras ocasiones
El origen de las ideas estéticas de Peirce 29

los pintores desarrollaban una obsesiva preocupación por el clima,


o por las nubes y su estudio.
Existe una fuerte influencia del trascendentalismo americano
en estas manifestaciones artísticas3. Emerson habla de un alma,
que no constituye una facultad o función particular, sino una luz
que desde dentro ilumina las cosas y nos hace ser conscientes de
que no somos nada, sino que la luz lo es todo (Emerson, 1992,
143). Como en el famoso texto de Emerson, que se convierte en
un ojo que lo ve todo hasta desaparecer y ser solo ese ojo por el que
circula el universo4, los pintores paisajistas y luministas buscan la
presencia del objeto sin estorbarla, haciéndola presente del modo
más trasparente posible, sin que el artista quede plasmado ni tenga
más papel que el de intermediario entre el espectador y el objeto
transportado de la forma más pura. Hay una poderosa presencia
del objeto y una llamativa ausencia del pintor. Esa misma idea
de fondo subyace a la afirmación que hace Peirce en 1885 de que
al contemplar una pintura hay un momento en el que perdemos
la consciencia de que no es la cosa, desapareciendo la distinción
entre lo real y la copia (CP 3.362, 1885). Solo podría aplicarse este
ejemplo a un arte como el luminista, que pretendía que el autor se
hiciera invisible, donde hay un anonimato del artista para repre-
sentar el objeto de la manera más real posible. El ejemplo de Peirce
no es en absoluto casual. Responde por el contrario a una de las

3. Puede encontrarse un maravilloso estudio de las relaciones entre tras-


cendentalismo, Peirce y la pintura paisajística americana en Nicholas GUAR-
DIANO, Trascendentalist Aesthetics in Emerson, Peirce, and Nineteenth-Century
American Landscape Painting, Southern Illinois University Carbondale, 2014.
4. «De pie sobre la tierra desnuda, mi cabeza bañada por un aire despreo-
cupado y levantada hacia el espacio infinito, todo egoísmo mezquino desapare-
ce. Me convierto en un ojo transparente; no soy nada; lo veo todo; las corrientes
del Ser Universal circulan a través de mí; soy una parte o parcela de Dios».
Nature, 1836, capítulo 1.
30 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

principales características de la pintura de la época: se buscaba en


el arte lo que precisamente dice Peirce en su ejemplo. El arte era
exitoso cuando actuaba sobre los sentidos del que lo contemplaba
y le llevaba a creer que estaba mirando no un lienzo, sino la escena
de la naturaleza real. Esa pretensión contrasta con otros estilos
pictóricos donde el uso evidente de las pinceladas u otras técnicas
nos llevan al yo del artista y de los materiales, y no al objeto como
lo percibimos. Esas técnicas para expresar sensaciones harían, des-
de un punto de vista luminista, que se perdieran muchos detalles
cualitativos y necesarios.
Tanto la Hudson River School como el luminismo se caracte-
rizan por la importancia de experimentar y plasmar la naturaleza,
y por la actitud religiosa del artista, que trata de identificarse con
la dimensión sublime de esa naturaleza, con la magnificencia del
paisaje, que se convierte en un espejo de Dios, algo de fuerte in-
fluencia trascendentalista. Podemos citar por ejemplo a Thoreau:

Nunca nos cansamos del drama de la puesta de sol. Salgo cada


tarde y miro hacia el este un cuarto de hora antes del atardecer, con
curiosidad renovada, para ver qué nuevo cuadro se pintará allí, qué
nuevo panorama será exhibido, que nueva visión que se esfuma.
¿Puede Broadway o Washington Street mostrar algo tan bueno?
Todos los días se pinta y se enmarca un nuevo cuadro con aquellas
luces que elige el Gran Artista, y después se retira, y cae la cortina5.

Las obras reflejan la dimensiones imponentes de la naturaleza.


Por ejemplo, «La señal de peligro» de Winslow Homer muestra
lo trágico del rescate en un océano embravecido, un retrato que

5. H. D. THOREAU, The Journal of Henry D. Thoreau, B. TORREY y F. H.


ALLEN (eds.), Dover, Nueva York, 1962, I, 319, 7 de enero de 1852. Citado en
B. Novak, 2007b, 71.
El origen de las ideas estéticas de Peirce 31

recuerda en algunos aspectos a «La narración de Arthur Gordon


Pym» de Poe (1838) o a la épica lucha de Melville.

(Winslow Homer, The Signal of Distress, 1890).

Hay una fusión de naturaleza y espíritu que se ve muy bien,


por ejemplo, en las pinturas de Fitz Lane o de Martin Heade.

(Martin Heade, Thunder Storm on Nagarransett Bay, 1868).


32 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

En la línea kantiana, los pintores americanos del siglo XIX


otorgan la primacía a la belleza natural, conectándola con las di-
mensiones espirituales de la persona: «tomar un interés inmediato
en la belleza de la naturaleza (no solo tener gusto para juzgarla) es
siempre un signo distintivo de un alma buena» (Kant, 2007, 224),
de un alma profunda y refinada que cultiva su sentimiento moral.
Los encantos de la naturaleza, afirma Kant, nos transmiten sensa-
ciones profundas: el color blanco del lis dispone nuestro espíritu a
la idea de inocencia, y el canto de los pájaros nos anuncia la alegría
(Kant, 2007, 227-8).
Así, los paisajistas americanos reconocen en esa naturaleza im-
ponente una conexión con la creación, y directa o indirectamente
con Dios. El espiritualismo estaba ampliamente extendido en la
América de mediados del siglo XIX, y corrientes como la del Swe-
denborgianismo, que algunos de los artistas seguían, destacaban
los aspectos espirituales de las cosas. Esa influencia se refleja tam-
bién en el arte. Los paisajistas llevan a cabo una tarea religiosa,
un diálogo con el infinito que está presente en la naturaleza y que
ellos tratan a su vez de hacer presente en sus cuadros. «El plano se
afirma mediante la misma palpabilidad de la luz, que se convierte
en una pared, un término finito que con frecuencia en una para-
doja luminista sugiere el infinito» (Novak, 2007a, 83). Les interesa
la realidad de la naturaleza como una manifestación de Dios, con
un profundo sentido espiritual.
Peirce es en este punto hijo de su tiempo. Podemos citar un
texto en el que Peirce experimenta, como los pintores, la inmensi-
dad de la naturaleza, y percibe a través de ella lo que hay de divino:

He tenido a veces ocasión de caminar por la noche, aproxima-


damente una milla, por un camino poco frecuentado, la mayor
parte en campo abierto, sin ninguna casa a la vista. Las circuns-
tancias no son favorables para un estudio riguroso, sino para una
El origen de las ideas estéticas de Peirce 33

sosegada meditación. Si el cielo está claro miro a las estrellas en el


silencio, pensando cómo cada aumento sucesivo de la apertura de
un telescopio hace visibles a muchas más de ellas que todo lo que
era visible antes. El hecho de que los cielos no muestren una gota
de luz, muestra que hay muchos más cuerpos oscuros, digamos
planetas, que soles. (…) Deja que un hombre beba en esos pen-
samientos que le vienen al contemplar el universo psico-físico sin
ningún propósito especial; especialmente el universo de la mente
que coincide con el universo de la materia. La idea de que hay un
Dios por encima de todo eso por supuesto surgirá a menudo (CP
6.501, c.1906).

Para Peirce la realidad es un «poema de Dios», una manifes-


tación de su poder creador a la cual debemos atenernos. Peirce
afirma incluso que el universo como obra de arte podría com-
pararse con una pintura. Las cualidades, afirma, solo adquieren
sentido en conjunto, igual que cada partícula elemental coloreada
de la pintura solo transmite algo en conjunto con las demás (CP
5.119, 1903). En Peirce está presente esa importancia primordial
de lo natural, obra de Dios, que se extiende por el arte y la fi-
losofía americanas del XIX. «La naturaleza es grande y bella, y
sagrada, y eterna, y real», escribe Peirce en 1898 (RLT, 177). Y el
descubrimiento de esa naturaleza es precisamente un familiarizar-
se con Dios (MS 1334, 1905). La realidad de Dios es la que dota
de sentido a toda la empresa científica (Barrena y Nubiola, 2013,
258). La ciencia se convierte en una tarea casi religiosa, del mismo
modo que lo es también el arte, y se necesitarán en esa atención
a la naturaleza, como se verá, excelentes observadores que la co-
nozcan como es y que sepan representar su grandeza. Los pintores
no hacían en el siglo XIX sino seleccionar partes de ese universo
natural y divino que se extendía frente a ellos. Peirce deja claro que
comparte esa visión cuando afirma que «una pintura representa
siempre un fragmento de un todo más amplio» (CP 1.176, c.1893).
34 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

(Albert Bierstadt, Sundown at Yosemite, 1863).

Las corrientes artísticas de la América del XIX manifiestan


de una manera evidente lo que había en el entorno. Suponen la
solución más obvia y popular al dilema ideal-real que, proveniente
de Europa, estaba presente en la cultura americana. Existía una
realidad que debía ser respetada a toda costa, porque a través de
ella se podía alcanzar de alguna manera el infinito, lo ideal. En las
manifestaciones artísticas aparece una fusión de lo concreto y lo
impalpable, una continuidad entre el dominio natural, el humano
y el espiritual, superándose así una escisión heredada.
Lo concreto, lo material, supone para los artistas americanos
de la época el medio por el que se hará presente lo impalpable, lo
sublime, lo divino, lo razonable. Por este motivo la materia ha de
ser escrupulosamente respetada; las medidas, las gradaciones de
tono incluso hasta niveles infinitesimales y las proporciones son
muy importantes, pues son necesarias para manifestar la presencia
El origen de las ideas estéticas de Peirce 35

de algo espiritual. Lo material es sutilmente controlado para que


aparezca algo trascendente. Lo inanimado llega a estar animado
por una presencia del espíritu. Puede señalarse como ejemplo la
obra «Brace’s Rock, Eastern Point» de Fitz Lane: las actualidades
naturales de la escena son manipuladas en un plano más abstracto
de donde la pintura deriva gran parte de su fuerza, una fuerza que
se intensifica por la atención a los detalles, por ejemplo al agua que
forma pequeñas ondas.

(Fitz Lane, Brace’s Rock, Eastern Point, c.1864).

La pintura, como en el trascendentalismo de Emerson, sostie-


ne la importancia de la materia por su continuidad con lo espiri-
tual. Escribe Emerson:

Cada propiedad de la materia es una escuela para el entendi-


miento, su solidez o resistencia, su inercia, su extensión, su figura,
su divisibilidad. El entendimiento añade, divide, combina, mide,
encuentra alimento y espacio para su actividad en esta valiosa es-
cena. Mientras tanto la razón transfiere todas esas lecciones a su
propio mundo del pensamiento, percibiendo la analogía que enlaza
Mente y Materia (Kazin y Aaron, 1958, 114).
36 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

Lo material suscita entonces un interés extraordinario, un in-


terés incluso científico que se combina con lo específico de las
sensaciones y estados de ánimo del artista. Muchos de los pintores
estaban en contacto con ideas científicas avanzadas. Existía por
ejemplo un auge de la geología, que podía explicar mejor esa natu-
raleza que tanto respetaban por ser trascendental. El cientismo te-
nía todavía un contexto espiritual, y se buscaba una reconciliación
de ciencia y arte, así como de ciencia y religión, algo que también
estaba presente en Peirce. Más allá de la técnica hay algo ideal, y lo
material es por tanto necesario como instrumento para lo infinito.
El arte expresa a Dios en la naturaleza y es necesario hacerlo con
corrección científica en todos los detalles.
Se puede así encontrar una solución, a través del arte, al di-
lema filosófico presente en la reflexión cultural de la época, a la
necesidad de unir lo ideal y lo real. No se renuncia a ninguno de
los dos polos, sino que se trata de oscilar entre ellos. Como afirma-
ba Emerson: «queremos lo Exacto y lo Vasto; queremos nuestros
Sueños y nuestras Matemáticas» (Kazin y Aaron, 1958, 23). Esa
oscilación entre dos polos que el arte puede llevar a cabo mejor que
nadie, aunque pueda ser dudoso hasta qué punto se conseguía en
las pinturas luministas, estará presente en la concepción estética
de Peirce, y será precisamente lo que defina su noción de arte.
Hay que señalar, por otra parte, que la corriente impresionista
también llegó a America, aunque se desarrolla un impresionismo
que no es similar al europeo. Entre los artistas que podrían con-
siderarse impresionistas americanos podemos señalar a Winslow
Homer (1836-1910), William Merritt Chase (1849-1916), Tho-
mas Eakins (1844-1916), Childe Hassam (1859-1935) o Albert
Pinkham Ryder (1847-1917). No se sabe a ciencia cierta hasta qué
punto influyó el impresionismo europeo en estos artistas. Es cierto
que hay un recurso a escenas naturales, igual que en el impresionis-
mo, y otros aspectos paralelos. Los artistas empiezan a experimen-
El origen de las ideas estéticas de Peirce 37

tar cosas nuevas, y la balanza empieza a orientarse hacia el mundo


interior. Los artistas americanos, sin embargo, no pueden abando-
nar una realidad que para ellos es imprescindible, pues es reflejo de
Dios: necesitan mantener la integridad del objeto, que portaba un
significado metafísico. Como se ha dicho, la materia había de ser
escrupulosamente respetada por ser el medio de hacer presente lo
infinito. El único camino que se le abría entonces al artista ame-
ricano era aquel que conjugara el respeto por lo real con el ideal.

(William Merritt Chase, Morning at Breakwater, Shinnecock, c.1897).

Frente a la distorsión y la fragmentación de la realidad que su-


ponía para los artistas americanos el análisis colorista del impre-
sionismo, y que conllevaba una falta de respeto a la naturaleza,
solo quedaba el respeto a la luz, a la sensación, a lo divino de la
atmósfera. Los americanos no admiten un análisis de la luz y de
la sensación, sino solo una síntesis que les permita unificarla con
aquello que sugiere. Barbara Novak explica así los motivos por los
que el impresionismo europeo no podía triunfar en la América del
siglo XIX:
38 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

La necesidad americana del ideal, de la sensación (…) militaba


contra una disección objetiva, analítica del mundo de Dios. La luz
del sol como atributo divino apenas podía romperse en los rayos
luminosos del espectro. Las piedras de Dios no podían disolver-
se (la integridad conceptual de la forma tenía que mantenerse), ni
tampoco podían perder realmente su color local. La carretera hacia
el impresionismo como análisis y disección colorística estaba (…)
bloqueada para los pintores americanos (Novak, 2007a, 69).

El impresionismo suponía frente al luminismo una alteración


del objeto, que ya no se colocaba ante el espectador con toda su
pureza y realidad, sino más bien distorsionado, pues lo que se
transmitía entonces eran las sensaciones que nos había provocado
a nosotros como artistas y no el objeto mismo. Aunque hay pin-
tores americanos de mayor influencia europea, como puede ser
el caso de John Singer Sargent (1856-1925) o de Mary Cassatt
(1844-1926), que pasaron gran parte de sus vidas en Europa, tam-
bién ellos se adhieren a la integridad del color y de la forma.

(Mary Cassatt, Summertime, 1894).


El origen de las ideas estéticas de Peirce 39

En el caso de Cassatt, que tuvo como mentor a Degas, la in-


fluencia del impresionismo europeo es mayor, aunque también lo
convierte en algo más sólido y pesado, permitiendo muy pocas
veces que la luz y el color desintegren la forma. El énfasis se sigue
poniendo siempre en el espíritu, y no se concibe una disgregación
que pierda de vista esa unidad. Como afirmaba el pintor George
Inness (1825-1894): «tendemos finalmente a ideas de armonías en
las que las partes están relacionadas por la mente con una idea de
unidad del pensamiento»6.

(George Inness, Morning, c.1878).

Peirce parece no conocer la corriente impresionista, ni siquiera


la menciona, y aunque hay constancia de que vio algunas pinturas
de Monet no hace comentarios sobre ello. Puede resultar llama-
tiva la ausencia de referencias de Peirce al movimiento artístico

6. G. INNESS, The Life, Art and Letters of George Inness, Century, Nueva
York, 1917, 131; citado en Novak, 2017a, 205.
40 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

impresionista. Sin embargo, aunque se organizaron exposiciones


en Nueva York de impresionistas franceses en la década de 1880,
el impresionismo, como se ha explicado, tuvo poco éxito en Esta-
dos Unidos, o al menos el impresionismo al estilo europeo. No se
sabe hasta qué punto tuvo Peirce contacto con el impresionismo
en sus estancias europeas. Alrededor de 1905 Peirce menciona a
Monet, y afirma, hablando de otra cosa, que sus pinturas parecen
razonables si se ven desde una cierta distancia (CP 5.508), lo que
indica que en efecto vio pinturas de Monet, aunque no tenemos
más datos sobre ello. En un par de textos Peirce hace referencia a
una marina impresionista (CP 5.119, 1903; RLT, 182). Escribe en
una de esas ocasiones:

«digamos que pongo mis ojos sobre una marina impresionista,


una de esas cosas en las que los pasteles húmedos están pegados en
borrones casi tan grandes como la punta de tu dedo pequeño. Tiene
una apariencia muy desagradable y parece que no tiene significado.
Pero a medida que lo miro, me descubro olfateando el aire salado y
sintiendo sobre mis mejillas la brisa del mar» (RLT, 182). Era quizá
una corriente demasiado diferente a la concepción de arte que había
bebido.

Peirce se formó en una concepción del arte más bien realis-


ta: «Debemos apuntar un gusto persistente por el realismo, que es
evidente a lo largo de la historia del arte americano, y considerar
la atracción de los artistas americanos por lo literal y lo inmediato
como algo opuesto a lo alusivo o metafórico» (Rose, 1967, 8). Es
un arte que se vuelve hacia lo real, hacia lo concreto, que parte
de la experiencia. Novak ha señalado que los artistas americanos
practicaban el pragmatismo mucho antes de que fuera codificado,
y ha señalado la cercanía que podría tener la obra de pintores como
Winslow Homer con los sistemas pragmatistas de William James o
del propio Peirce (Novak, 2007c, 78). Puede citarse aquí un famoso
El origen de las ideas estéticas de Peirce 41

comentario de Henry James sobre Homer, escrito en 1875, cuando


abandona las clases de pintura y comienza a escribir críticas de arte.
En ese comentario James destaca «lo americano» frente a un arte
diferente que ya había comenzado a descubrir en Europa. Alaba de
Homer que no veía líneas, sino amplias masas, unidades con su en-
voltorio de luz y de aire, realidades, experiencias. Afirma también:

Busca el perfecto realismo, y no se preocupa ni pizca por una


minucia tan fantástica como la distinción entre belleza y fealdad. Es
un pintor genuino, esto es, su única preocupación es ver y reprodu-
cir lo que ve; pensar, imaginar, seleccionar, refinar, componer, caer
en cualquiera de los trucos intelectuales con los que otra gente trata
de que subsista la opaca visión pictórica, todo eso lo evita Homer de
una manera triunfal. No solo no tiene ninguna imaginación sino
que se las arregla para elevar ese negativo bastante marchito en un
floreciente y honorable positivo. Es casi bárbaramente simple, y a
nuestros ojos es horriblemente feo, pero hay sin embargo algo que a
uno le gusta de él. ¿Qué es? Para nosotros no son sus temas7.

Peirce conoció por lo tanto un arte poco llamativo, mas bien


clásico, un arte directo, sólido, sin sutilezas, que pretendía reflejar
el paisaje nacional y la propia tierra, un arte que ensalzaba lo local.
Lo que parecería una crítica, la falta de imaginación del artista,
se convierte en algo positivo, en tanto que así es capaz de atenerse
a lo real y transmitirlo como es. Es un arte preciso, que tiende a
eliminar los obstáculos y que busca la exactitud en las técnicas y
en las medidas. Se trata de un arte en cierto modo «pragmático»,
que busca construir sus obras a través de bloques de experiencia
que observaban cuidadosamente, a través de experiencias que re-
cogen en el lienzo y que de esa manera sujetan y fijan, convirtien-

7. Citado en Ll. GOODRICH, Winslow Homer, Macmillan, Nueva York,


1944, 53-54.
42 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

do los momentos en cosas, transformando lo fluido en lo concreto,


haciendo palpable lo impalpable (Novak, 2007c, 98). Esta idea,
como se verá más adelante, constituye una de las líneas que ver-
tebran las concepciones estéticas de Peirce. Podemos citar como
ejemplo los mares que pintaba Winslow Homer, con su carácter
concreto, como de piedra, que apuntan a algo sagrado, más allá
del tiempo, invulnerable.
Ese arte, que pretendía reflejar lo infinito, podía sin embargo
resultar muy plano al verse obligado a tener que respetar tan es-
crupulosamente lo material. En ocasiones, ese arte ha sido despre-
ciado por considerar que no era más que una imitación de la na-
turaleza: ese era el gran peligro del arte americano del siglo XIX.
Como escribía un crítico ante una obra de William Harnett de
1885, After the Hunt:

El artista muestra la mayor habilidad en la representación de


las texturas. La madera es madera, el hierro es hierro, el metal es
metal, la piel es piel. El pelo del conejo y las plumas de los pájaros
tientan a la mano a sentir su delicada suavidad. El extremo cuidado
con el que la razón convence al espectador debe haber sido ejercido
constantemente al acabar todos los exquisitos detalles de una pintu-
ra así, está del todo escondido. No vemos al artista ni su método de
trabajo. Solo se ven las cosas mismas (Novak, 2007a, 190).

Se trata de un arte «silencioso». En su delicado cuidado hacia


la cosa el pintor puede, y debía para ellos, desaparecer. Solo que-
daba el objeto, que podía ser visto entonces como una mera imita-
ción. Se acusaba a los pintores de que bastaba el tiempo suficiente
y el aprendizaje de las técnicas para realizar sus obras.
Frente a eso se hacía preciso resaltar el papel del artista como
creador, como algunos de ellos hacían. Escribía por ejemplo Wi-
lliam Harnett:
El origen de las ideas estéticas de Peirce 43

(William Michael Harnett,


After the Hunt, 1885).

El arte que meramente nos presenta una copia de la naturaleza,


siempre que sea realmente una copia, tiene un alto valor, porque
provoca en nosotros las emociones de la escena real; pero el arte que,
a través de las formas de la naturaleza transmitidas fielmente, nos
cuenta una historia, ya sea real o imaginaria y nos pone en conexión
con las emociones y visiones del genio, tiene un significado y valor
mucho más noble. Esto se logra mediante selección e idealización,
que consiste finalmente no en la mejora de la naturaleza (pues el
hombre no puede mejorar las obras de Dios) sino en captar la reali-
dad en su más alta y espiritual expresión8.

Si así se defendían es porque el arte americano del XIX puede


resultar en efecto «falto de alma», una inquietud que Peirce refleja-
ría repetidamente al enfrentarse a obras de arte de distintos tipos.
Hasta finales del siglo XIX el arte americano no se alejaría un
poco de las cosas sólidas y se acercaría más al sueño, no se alejaría

8. W. HARNETT, North American Review, LXXXI (1855), 230; citado por


B. Novak, 1997a, 191.
44 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

de lo técnico y lo matemático para deslizarse hacia un mundo más


interior.
Se trata entonces de un arte falto de «alma» o de imaginación.
Escribe Dore Ashton: «Los americanos habían valorado siempre
al artista por su papel funcional –ya fuera como historiador de la
moral y las costumbres, como adulador de la condición social o
como glorificador de las aspiraciones nacionales– y raramente por
su espiritualidad imaginativa» (Ashton, 1988, 16). Aunque resulte
paradójico, esa falta de imaginación puede deberse en gran parte
a la ausencia de unas raíces históricas, de unas fuentes donde be-
ber. Como afirmaba Gombrich, el arte solo puede venir del arte.
Puede parecer que, sin historia, todo está por decir, pero tal vez
no haya nada que decir. Así lo afirma Nathaniel Hawthorne en su
prefacio a The Marble Faun:

Ningún autor que no lo haya intentado puede concebir la difi-


cultad de escribir una aventura acerca de un país en el que no hay
sombra, no hay antigüedad, no hay misterio, no hay nada pintores-
co y melancólicamente equivocado, nada más que una prosperidad
común a la amplia y simple luz del día, como es felizmente el caso
con mi querida tierra nativa.

Estados Unidos sería, por así decir, un país bueno para vivir,
pero malo para contar. El realismo falto de misterio ocurre no solo
en la pintura sino también en la literatura «trascendentalista», ca-
racterizada por su realismo y por la penetración psicológica, ade-
más de, como ya se ha señalado, por la admiración de la naturaleza.
De algo similar se quejaba Henry James, de la falta de una
tradición artística, en su novela Roderick Hudson:

Estamos desheredados del arte. ¡Estamos condenados a ser su-


perficiales! ¡Estamos excluidos del círculo mágico! ¡El suelo de la
percepción americana es un pobre y pequeño depósito, yermo y
El origen de las ideas estéticas de Peirce 45

artificial! Un americano, para sobresalir, tiene que aprender diez ve-


ces más que un Europeo. (…) ¡Carecemos de un sentido profundo!
¡No tenemos ni gusto, ni tacto, ni fuerza! ¿Cómo podríamos tener-
los? Nuestro clima crudo y estridente, nuestro pasado silencioso,
nuestro presente ensordecedor, la constante presión sobre nosotros
de condiciones poco agradables, carecen tan por completo de todo
lo que alimenta y estimula e inspira al artista como carece mi pobre
corazón de amargura al decirlo. Nosotros, pobres aspirantes, debe-
mos vivir en un exilio perpetuo9.

Aunque la imaginación tenía sus defensores, como el pintor


Thomas Cole, quien afirmaba que si la imaginación se aprisiona
y solo se describe aquello que se ve no se produciría nada verda-
deramente grande en pintura o en poesía, la imaginación siem-
pre había sido una palabra peligrosa en América. Incluso Cole,
reconociendo el papel de la imaginación, afirmaba después que
muchos pintores fallaban por pintar «por sí mismos», en lugar de
acudir a la naturaleza (Novak, 2007a, 46).
Estas son por tanto las características del arte que dominaba
en el entorno de Peirce. Es la fuente de la que bebió (aunque en
Europa pudo conocer otras cosas): un arte que surge en un con-
texto espiritual y nacionalista, falto muchas veces de imaginación.
Ciencia y arte eran vistos como caminos hacia Dios, pues surgían
de una naturaleza indisolublemente ligada a Dios. El arte, en con-
creto, tenía ante sí una tarea importantísima, pues se esperaba que
las capacidades interpretativas del artista reconciliaran las contra-
dicciones que la ciencia estaba empezando a forzar en la mente del
siglo XIX (Novak, 2007b, 7). El artista tenía por delante la tarea,
tanto o más que el científico, de descubrir e interpretar las verdades
de la naturaleza. Y podemos reconocer en ese background algunos

9. Citado en B. NOVAK, 207b, 176.


46 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

de los que serían después puntos importantes de la teoría estética de


Peirce, que serán desarrollados en los capítulos posteriores: la osci-
lación entre lo material y lo ideal, la extensión de la estética hacia lo
trascendente, la necesidad de que el arte diga algo más que la mera
reproducción de lo material, que tenga «alma», son aspectos que
aparecerán en la concepción peirceana de arte. La estética de Peirce
será su particular manera de responder a algo que estaba plenamen-
te presente en su época, al empeño por armonizar verdad y belleza,
razón y sensación, naturaleza y trascendencia. Esas influencias, que
marcaban la mentalidad de la época, podrían explicar también al-
gunas de las extrañas opiniones que, como se verá a continuación,
Peirce sostiene sobre algunos artistas y obras de arte.

1.3. LOS VIAJES POR EUROPA

Los viajes de Peirce por Europa están siendo estudiados en


varios proyectos de investigación desarrollados por el Grupo de
Estudios Peirceanos de la Universidad de Navarra desde el año
200710. Esos proyectos tienen como objetivo prestar atención a
aquellas cartas, entre la extensa correspondencia que se conserva
de Peirce, que podemos llamar europeas, esto es, a aquellas cartas
que escribió durante sus cinco viajes por Europa y las que inter-
cambió con los diversos científicos e intelectuales europeos con los
que se relacionó a lo largo de su vida. Como ha quedado de mani-

10. «Correspondencia europea de Charles S. Peirce: creatividad y coope-


ración científica», financiado por el Plan de Investigación de la Universidad de
Navarra (PIUNA) entre el 2007-2009; «Charles S. Peirce en Europa (1875-
76): comunidad científica y correspondencia», financiado por el Ministerio de
Ciencia y Educación y por el Plan de Investigación de la Universidad de Nava-
rra (PIUNA) 2012-14.
El origen de las ideas estéticas de Peirce 47

fiesto en los resultados de dicha investigación, los viajes de Peirce


por Europa supusieron para él una importantísima experiencia,
pues le permitieron conocer numerosos lugares y obras de arte.
Lo que Peirce vio y aprendió en Europa influyó en su manera de
pensar, particularmente respecto a la creatividad artística. Puede
afirmarse, como se verá a continuación, que el desarrollo posterior
de las ideas estéticas en el pensamiento peirceano es en parte deu-
dor de sus contactos con el arte en Europa.
Las cartas de los viajes europeos de Peirce proporcionan una
imagen muy rica de su personalidad, de sus valoraciones estéticas
y de sus inquietudes que complementa muy bien los acercamien-
tos de carácter más filosófico a la obra peirceana. En particular,
las cartas a sus familiares del primer (1870-1871) y segundo viaje
(1875-1876) constituyen una interesante crónica de las andanzas
de un joven norteamericano de treinta años por diversos países
europeos. Esas cartas, que contienen numerosas valoraciones de
tipo estético, fueron escritas a mano e incluyen algunos dibujos11.
El estilo de la caligrafía de Peirce proporciona un sentimiento pe-
culiar de su personalidad.

11. Las cartas no fueron pensadas para ser mecanografiadas o impresas,


sino para ser leídas en el manuscrito. Por eso el proyecto del Grupo de Estudios
Peirceanos presenta en la página web (http://www.unav.es/gep/Corresponden-
ciaEuropeaCSP.html) las imágenes disponibles de esos textos a partir de los
rollos de microfilms adquiridos en el Photographic Service de la Universidad
de Harvard (que tiene los derechos sobre los contenidos) o de las fotocopias
disponibles en el Peirce Edition Project y en otras bibliotecas. En concreto, se
han desarrollado las siguientes tareas:
a) Una transcripción simple del texto original de las cartas en inglés.
b) Una traducción fiel al castellano de cada texto con abundantes anota-
ciones que explican el sentido de aquellos pasajes cuya comprensión no resulta
obvia.
48 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

(Imagen de una carta de Peirce,


con una ilustración las colinas de Sicilia, 22.09.70).

1.3.1. Descripción de los viajes


Charles S. Peirce viajó a Europa en cinco ocasiones a lo largo
de su vida, entre 1870 y 1883, al servicio de la United States Coast
Survey, que era en esa época la agencia científica más importante
de los Estados Unidos. Como escribe Max Fisch: «Peirce era en
primer lugar un científico, y su carrera transcurrió al servicio de
esa agencia. Los años de las cinco giras europeas de Peirce fue-
ron: (1) 1870-71; (2) 1875-76; (3) 1877; (4) 1880; y (5) 1883. Esos
El origen de las ideas estéticas de Peirce 49

cinco viajes juntos equivalían a casi tres años de esos dieciocho»


(Fisch, 1981b, 13). Los viajes hicieron posible que Peirce entrara
en contacto con investigadores europeos y que adquiriera un no-
table prestigio internacional como científico. Entre otros logros,
Peirce fue elegido miembro de la National Academy of Sciences
en 1877, y actuó como representante de los Estados Unidos en la
reunión del Comité Especial sobre el Péndulo de la Internatio-
nal Geodetic Association en París en 1875. Fue invitado también
al congreso general de esa Asociación celebrado en Stuttgart en
1877. «Peirce asistió al congreso como representante acreditado
de la United States Coast and Geodetic Survey. Eso constituyó la
primera representación formal de una agencia científica americana
en las sesiones de una asociación científica internacional» (Fisch,
1981b, 15).
El primer viaje a Europa tuvo lugar entre el 18 de junio de
1870 y el 7 de marzo de 1871. Peirce tenía en el momento de
partir 30 años y salió hacia Europa con grandes esperanzas, tal y
como le escribe a su madre en su carta de despedida desde Sandy
Hook, Nueva York, el 18 de junio. Aunque era una persona joven
llevaba ya tiempo ejerciendo su actividad como científico, y había
alcanzado algunos logros importantes en su carrera. Era en esos
momentos ayudante de la U. S. Coast Survey y asistente del Ob-
servatorio de Harvard, había impartido dos series de conferencias
sobre la lógica de la ciencia (Harvard lectures de 1865 y Lowell Lec-
tures de 1866) y otra sobre los lógicos británicos (Harvard, 1869),
y había sido elegido miembro de la American Academy of Arts
and Sciences (1867).
El objetivo principal del primer viaje de Peirce a Europa era
localizar posibles lugares de observación para el estudio del eclipse
total de sol que tendría lugar el 22 de diciembre de 1870. Peirce
partió hacia Londres acompañado por su hermano James el 18
de junio en el vapor S. S. Deutschland, aunque se separaría de él
50 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

en esa ciudad. Posteriormente, en el otoño, se reunirían con él su


padre, Benjamin, su esposa Zina Fay y el equipo de investigadores
encargado de estudiar el eclipse.
El 7 de agosto de 1869 un equipo de la United States Coast
Survey del que Peirce formaba parte había observado un eclipse en
Kentucky. La observación de la corona solar y sus protuberancias
a través de telescopios y la detección de helio mediante el espec-
troscopio llevaron a los astrónomos americanos a formular nue-
vas teorías acerca de la composición del sol que fueron recibidas
con cierto escepticismo por los astrónomos europeos. El eclipse
de 1870 era la oportunidad perfecta para probar esas teorías. Los
eclipses causaron una honda impresión en Peirce, quien años más
tarde, en 1894, escribió:

De todos los fenómenos de la naturaleza, un eclipse total es


incomparablemente el más sublime. La mayor tormenta del océano
es como nada respecto a él; y en cuanto a un eclipse anular, por muy
cerca de la totalidad que pueda estar, no se aproxima a un eclipse
completo ni la mitad que un organillo al órgano de una catedral
(CN 2.59).

El itinerario del primer viaje por Europa incluyó Londres, Ber-


lín, Dresde, Praga, Viena, Pest, el río Danubio, Varna (Bulgaria),
el mar Negro y finalmente Constantinopla, desde donde recorrió
luego de Este a Oeste la zona de totalidad del eclipse en busca de
emplazamientos adecuados como observatorios. Esa parte del via-
je incluyó Turquía, Grecia, Italia y España, buscando los mejores
asentamientos para intentar garantizar el éxito de la expedición
científica dirigida por su padre. En Berlín, Peirce visitó a Amy Fay,
la hermana de su esposa, que le acompañó a Dresde; en Viena reci-
bió la hospitalidad del director del observatorio y en Constantino-
pla disfrutó de la guía de Edward H. Palmer y de su amigo Char-
les Drake, y se sabe que comenzó a estudiar árabe. Peirce viajó por
El origen de las ideas estéticas de Peirce 51

una Europa sometida desde julio a la Guerra Franco-Prusiana, y


se unió finalmente al equipo que observó el eclipse desde la villa
del Marqués de San Giuliano en Catania, Sicilia.
El segundo viaje tuvo lugar entre abril de 1875 y agosto de
1876, y constituye la estancia más prolongada de Peirce en Euro-
pa entre las cinco que realizó al servicio de la United Coast and
Geodetic Survey. Quizá fue también el viaje más significativo a
nivel personal, pues supuso el final de su matrimonio con Me-
lusina Fay. Este segundo viaje forma parte de la etapa más acti-
va de Peirce como científico, que no tenía todavía en esos años
ninguna posición académica. La intensa actividad científica de
Peirce estuvo impulsada por la iniciativa de los responsables de la
Coast Survey, entre otros de Benjamin Peirce, de dar a la agencia
un alcance intercontinental. La actividad científica de esos años
supone también una mayor especialización de Peirce, que había
dejado de estar dedicado a la astronomía para centrarse en la geo-
desia.
En la primavera de 1874 Benjamin Peirce había renunciado a
su puesto de Superintendente de la Coast Survey y había pasado
a ser ‘consultor geómetra’, manteniendo de ese modo su influen-
cia en la institución pero liberándose de la carga administrativa.
Benjamin y Carlile P. Patterson, el nuevo Superintendente, habían
decidido a finales de 1874 que Charles Peirce debería pasar al me-
nos un año en Europa para mejorar la geodesia estadounidense y
llegar a poner esa ciencia al nivel europeo.
De acuerdo con esa decisión Charles y su esposa Zina, jun-
to con el ayudante de Peirce, Henry Farquhar, partieron hacia
Europa en abril de 1875, donde Peirce debía estudiar técnicas de
investigación gravimétrica. Para esa fecha Peirce había completado
la mayor parte de sus Photometric Researches, pero quería todavía
realizar un estudio más completo de catálogos de estrellas ante-
riores. Durante el segundo viaje a Europa pudo examinar ma-
52 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

nuscritos medievales y renacentistas del catálogo de estrellas de


Ptolomeo en diversas bibliotecas, e investigó los métodos usados
en la preparación de un catálogo más reciente, el Durchmusterung
de Argelander y Schonfeld, en el Observatorio de Bonn. La ver-
sión final de Photometric Researches, publicada en 1878, incluía su
propia versión del catálogo de Ptolomeo, así como una larga carta
de Schonfeld respecto a los métodos usados en el Durchmusterung.
En abril de 1875, durante la travesía a Europa a bordo del
Adriatic, Peirce se encontró con William H. Appleton, editor del
Popular Science Monthly, quien le ofreció un buen precio por al-
gunos artículos para la revista. Charles y Zina llegaron a Liverpool
a mediados de abril y pasaron una semana visitando diversos lu-
gares de Inglaterra. Peirce habló de geodesia con varios fabrican-
tes de instrumentos y científicos británicos, entre otros con James
Clerk Maxwell en el Cavendish Laboratory de Cambridge, quien
estuvo de acuerdo con sus opiniones acerca de las características
de la resistencia que afecta a los péndulos. Se reunió también con
el matemático William K. Clifford, con quien habló acerca de la
lógica de relativos y del libro que se proponía escribir sobre esa
materia. Visitó además el Observatorio de Kew, donde compa-
ró sus medidas sobre los péndulos con las medidas europeas. De
Inglaterra, Zina, Farquhar y Peirce se fueron a Hamburgo a reco-
ger un péndulo Bessel reversible, adecuado para determinaciones
absolutas de la gravedad, que habían encargado dos años antes a
A. & G. Repsold e hijos. Parece ser que este encargo constituía
uno de los objetivos principales del viaje. Otro de los objetivos era
visitar las llamadas «estaciones iniciales» europeas para el estudio
de la gravedad, a saber, las de Berlín, Ginebra, París y Kew, por lo
que de Hamburgo continuaron viaje a Berlín. Allí, Zina visitó a su
hermana Amy, que continuaba estudiando música, y Charles tuvo
varias entrevistas con el general Johann Jakob Baeyer, fundador y
presidente del Royal Prussian Geodetic Institute.
El origen de las ideas estéticas de Peirce 53

En octubre Peirce se marchó solo a Ginebra, donde había que-


dado con el Profesor Émile Plantamour, director del Observato-
rio, para probar su nuevo péndulo. Desde septiembre Peirce había
establecido una base de operaciones bastante permanente en París.
Zina se marchó de vuelta a Cambridge con su hermana nada más
llegar a París, en parte por estar enferma y en parte por sus re-
servas acerca de su matrimonio. Peirce se encontró solo en París,
una ciudad que atravesaba uno de sus periodos más extravagantes,
grandes y creativos respecto a la literatura, la ópera, la pintura y el
espectáculo. La literatura florecía, se acababa de inaugurar la Ópe-
ra Garnier con el estreno de Carmen de Bizet y los impresionistas
realizaban sus nuevos y revolucionarios experimentos. Aunque es
difícil saber hasta qué punto afectó a Peirce ese ambiente, sí puede
afirmarse que así como el primer viaje a Europa estuvo marcado
por numerosos lugares que le influyeron, en este segundo viaje fue
París la ciudad que influyó más profundamente en él. Sabemos
por sus cartas que durante esa estancia Peirce estudió francés, y de
esos meses en París parece proceder, por ejemplo, su gusto por la
literatura francesa. Parte de su estancia estuvo marcada por la de-
presión y la enfermedad. En esos momentos de desánimo afirma
que París es un lugar detestable y que no entiende cómo a alguien
le puede gustar, a menos que le baste con ver el esplendor, el arte
y los teatros sin hacer ninguna reflexión sobre los franceses (carta
del 17 de noviembre, 1875). Sin embargo, aunque afirma trabajar
mucho y no haberse dejado «seducir por los impulsos de un turis-
ta» (carta de 1 de octubre, 1875), sabemos también que Peirce no
era indiferente a la vida de la ciudad. Seguía con interés la situa-
ción política, de la que hace un extenso resumen en una carta a
su hermano (10 de diciembre, 1875), y no era indiferente a la vida
cultural. Afirma que la nueva Ópera le sorprende y confunde, y
que le parece la obra arquitectónica más bella del siglo (carta del
10 de diciembre, 1875). Relata en esa misma carta que ha visto
54 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

una gran cantidad de obras de teatro, que describe y critica con


detalle. Cuenta que asiste a bailes y concluye que después de haber
odiado París está llegando a sentir su encanto. En otra ocasión se
muestra sorprendido por la cualidad intelectual de los franceses
(carta del 2 de enero, 1876). Menos de dos años después de esa
estancia comenzaría su relación con Juliette, la francesa que se
convertiría en su segunda esposa.
Durante la prolongada estancia en París del segundo viaje,
Peirce perfiló las ideas finales de la serie de artículos de «Illustra-
tions of the Logic of Science», que aparecerían dos años más tarde.
La depresión que Peirce experimenta durante parte de ese periodo
parisino parece deberse a la marcha de su esposa, a las dificultades
económicas, a la rotura de algunos instrumentos durante los viajes
y a la negativa de la Academia francesa de permitirle usar los ins-
trumentos de laboratorio necesarios para continuar con sus inves-
tigaciones pendulares. En octubre estaba considerando la idea de
volver anticipadamente a Estados Unidos con el trabajo sin acabar.
Sin embargo, Peirce continuó en París y contó, como ya se ha
explicado en el apartado anterior, con el apoyo del escritor Henry
James, hermano de William.
En mayo de 1876, quizá por la presión de tener que estar a la
altura de su brillante reputación científica, Peirce sufrió un serio
colapso nervioso, cuyo principal síntoma fue una parálisis tempo-
ral pero completa. A mediados de julio Peirce estaba lo suficiente-
mente recuperado para continuar el trabajo y preparar su regreso a
Estados Unidos. Ante la insistencia de su padre regresó finalmente
a Boston el 26 de agosto de 1876 para poder descansar y recuperar
su salud, dejando algún trabajo inacabado pero en general satisfe-
cho por los resultados de la expedición.
El tercer y cuarto viaje por Europa no resultan quizá tan signi-
ficativos respecto a las impresiones artísticas de Peirce, pues esta-
ban más centrados en su actividad profesional, y en cierto sentido
El origen de las ideas estéticas de Peirce 55

se había perdido la novedad. El tercer viaje dura poco más de dos


meses (septiembre-noviembre de 1877) y se produce con moti-
vo de un encuentro de la International Geodetic Association en
Stuttgart, donde Peirce quería leer un texto sobre su controvertida
afirmación de que la flexión del péndulo hacía que la exactitud de
las medidas pendulares decreciera significativamente. Durante la
travesía Peirce completó el segundo artículo de la serie que se pu-
blicaría en el Popular Science Monthly («How to Make Our Ideas
Clear») y la traducción al francés del primero («The Fixation of
Belief»). Peirce enuncia por primera vez su máxima pragmática, y
así lo relataba él mismo, afirmando que había estado ocupado en
escribir un artículo en el que enunciaba una máxima lógica (MS
328). La participación de Peirce en el encuentro de la la Interna-
tional Geodetic Association supuso un importante triunfo para su
carrera profesional.
El cuarto viaje se inicia en abril de 1880 para asistir nueva-
mente a reuniones sobre cuestiones geodésicas. Constituye sin em-
bargo un tiempo difícil para Peirce, que en mayo, apenas un mes
después de llegar, enferma de bronquitis en Inglaterra, y en julio
debe regresar a casa apresuradamente por la grave enfermedad de
su padre, que finalmente muere en septiembre de ese año.
El quinto y último viaje fue motivado en gran parte por cues-
tiones personales, pues en la primavera de 1883 Juliette, la que
sería su segunda esposa y que era de origen francés, había dicho
a Peirce que no se casaría con él a no ser que viajaran a Europa y
repitieran allí la ceremonia. Peirce propone entonces al Superin-
tendente de la Coast Survey razones profesionales para realizar
un nuevo viaje a Europa, en concreto, la necesidad de oscilar los
péndulos diseñados por él mismo en Berlín, Kew y Ginebra, la
posibilidad de estudiar los progresos de los estudios gravimétricos
franceses y de realizar el encargo de un nuevo péndulo a Gau-
tier, el renombrado fabricante de instrumentos. Peirce está además
56 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

molesto porque siente que en la Coast Survey le han estado ex-


cluyendo de algunas decisiones y estudios relativos a su campo de
investigación. Finalmente, Peirce se casa con Juliette el 26 de abril
y una semana más tarde parten rumbo a la Haya. Durante los
cuatro meses que pasan en Europa Peirce combina sus actividades
profesionales, que incluyeron efectivamente el encargo de nuevos
péndulos, con una luna de miel de tres meses en París, Londres, el
Rin, Ginebra, la Riviera y Roma, donde Peirce asistió al encuentro
de la Geodesic Association. Regresaron después a París, pero por
razones desconocidas Peirce no permanece en París el tiempo ne-
cesario para poder regresar a Estados Unidos con los nuevos pén-
dulos, renunciando de ese modo a unos instrumentos necesarios
para su investigación.

1.3.2. Las impresiones de Peirce en Europa


Las cartas de los viajes europeos están llenas de las impresiones
que le causaban a Peirce los distintos lugares. Puede decirse, por
ejemplo, que le gustó Londres, donde queda impresionado por la
inmensidad de la ciudad, por la multitud de vehículos, la vida y
el ajetreo, pero no Berlín, de cuyos malos olores se queja en varias
cartas. Pest le parece «un lugar bastante agradable para estar» (car-
ta del 25 de agosto, 1870) y Constantinopla «el lugar más bello
y fascinante, desde todo punto posible, en el que he estado hasta
ahora» (carta del 2 de septiembre, 1870). Grecia le fascina por di-
ferente, pero no parece gustarle demasiado: «en conjunto no me
parece que Tesalia sea muy agradable» (carta del 15 de septiembre,
1870). Desde Chambery, en Saboya, Peirce escribe a su madre
relatándole impresionado que había escuchado hablar 18 lenguas
diferentes. Se asombra en otra ocasión de la cantidad de idiomas
que aparecen en los periódicos de Constantinopla (carta del 2 de
septiembre, 1870) o de las muchas lenguas que hablaba una señora
El origen de las ideas estéticas de Peirce 57

que encontró en un tren (carta del 28 de agosto, 1870), a la vez que


se lamenta en ocasiones de su propia incapacidad para hablar otras
lenguas y de no poder hablar ni siquiera el francés con fluidez
(carta del 28 de agosto, 1870).
Peirce relata también otras impresiones, como la que le produ-
jo el servicio religioso al que asistió en la catedral de Chester, que
según afirma le resultó «bellamente entonado y espiritualmente
reconfortante» (carta del 14 de abril, 1875). Afirma que todo lo
inglés le parece bien terminado, completo y cuidado, con un as-
pecto elegante y acicalado, exceptuando el humo que, proveniente
de fábricas, fraguas y minas de carbón, oscurece, según afirma, la
luz inglesa, aunque también encuentra impresionante el aspecto
infernal que eso confiere a la llamada «comarca negra» en Gales
(carta del 18 de abril, 1875).
En las cartas aparece el Peirce viajero y cosmopolita, que llena
las páginas con comentarios acerca del clima, de los precios, de
la suciedad de algunos lugares, de los vinos, del regateo, de las
vestimentas, de los medios de transporte y, en definitiva, de las
costumbres y curiosidades de los diversos lugares que visita. Las
cartas nos muestran también al Peirce más humano, preocupado
por la posibilidad de robos o enfermedades, sujeto a estados de
ánimo y sentimientos. Percibimos en sus cartas los días mejores
o aquellos otros en los que sentía una profunda añoranza de su
hogar. «Comienzo ahora a sentir lo sumamente corto que es mi
tiempo, a la vez que a menudo tengo bastante añoranza y extraño
estar en casa», escribe el 15 de septiembre de 1870 desde Mesina.
En otra ocasión, el 2 de septiembre de ese mismo año, había escri-
to: «considerando cuánto placer he tenido, debería estar dispues-
to a aguantar una quincena penosa». El 16 de noviembre escribe
de nuevo a su madre: «Esto de viajar solo es bueno para enseñar
al hombre el don del silencio. No me encontrarás tan charlatán
cuando vuelva».
58 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

En resumen, Peirce se enfrenta a una nueva experiencia en un


mundo completamente diferente al que estaba acostumbrado, tal
como le escribe a su esposa Zina desde Constantinopla el 28 de
agosto de 1870: «Te sorprenderías si pudieras ver qué mundo tan
diferente es este».

1.3.3. Arte y estética en la correspondencia europea de Peirce


¿En qué consiste concretamente la belleza?, o ¿qué obras de
arte pueden considerarse bellas para Peirce? Las cartas europeas
proporcionan una excelente fuente para comenzar a aproximarnos
a la concepción de belleza en Peirce, que se estudiará con deteni-
miento más adelante. Las peculiares experiencias que Peirce relata,
sus comentarios sobre las obras de arte que ve en Europa y su
manera de contemplarlas constituyen excelentes ejemplos, y quizá
puede encontrarse en ellos la génesis de la concepción de arte que
llegaría a desarrollar tiempo después. En ocasiones puede llamar la
atención su «dudoso» gusto estético. Algunos de sus comentarios
nos sorprenden, y cabe preguntarse si son debidos a la influencia
de unos gustos estéticos propios de la época y muy distintos a los
nuestros o más bien a una escasa formación artística.
En todo caso, Peirce pone de manifiesto en muchas de sus
cartas la admiración por lo bello, y quiere transmitir los senti-
mientos que le provoca su contemplación. Esa admiración, sea por
la grandeza de la naturaleza o por aquello logrado por la mano del
hombre, estará para Peirce en el centro del fenómeno artístico, tal
y como aparecerá en su noción de arte años después. Algunas pin-
turas, esculturas y edificios llamaron poderosamente su atención
a lo largo de su recorrido europeo. Admira por ejemplo el Tier-
garten de Berlín, que describe como «encantador», Potsdam, Sans
Souci, la mezquita de Suleiman, un busto de Faustina que según
sus propias palabras no se cansaba de admirar en Catania (carta
El origen de las ideas estéticas de Peirce 59

del 22 de septiembre, 1870), o la iglesia de Santa María Mayor en


Roma, que menciona en una carta a su madre del 14 de octubre
de 1870, en la que dice: «me ha impresionado mucho esta iglesia».

(Croquis del recorrido realizado por Peirce en Roma, 14 de octubre de 1870).

A Peirce le llaman también la atención las casas peculiares de


Chester, con arcadas a su alrededor y dos hileras superpuestas de
tiendas, una en la calle y otra en la arcada superior. En conjunto,
Chester le parece una ciudad extraña (carta de 14 de abril, 1875).
Le impresionan el esplendor de Eaton Hall, el palacio del Duque
de Westminster y la torre de la iglesia de Wresham, una elaborada
torre perteneciente al gótico perpendicular con arbotantes en la
esquina y torrecillas en lo alto. Se fija en detalles como los trabajos
de marquetería o las incrustaciones de las chimeneas.
Se maravilla asimismo ante las montañas de Bohemia, las co-
linas húngaras, los Cárpartos, el Danubio –del que dice mientras
60 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

navegaba hacia el Mar Negro «creo que ningún río en el mundo es


tan bonito como esta parte del Danubio» (carta del 28 de agosto,
1870)–, el Bósforo. Se admira de la vista de Constantinopla a me-
dida que el barco se acerca a ella, del Ossa y del Pelión en Grecia.
A la hora de explicar por qué algo le ha gustado o no, Peirce
recurre en la mayoría de los casos a la capacidad de transmitir
algo. Así, por ejemplo, refiriéndose a la catedral de San Pedro, en
Roma, afirma que hay una ausencia de creencia verdadera en ella,
que todo es apariencia y que son solo sus proporciones perfectas
y su enorme tamaño lo que impresionan (carta del 14 de octubre,
1870). Lo mismo sucede con respecto a la literatura. En un par de
cartas Peirce afirma estar leyendo a Balzac. El 4 de septiembre de
1870 escribe que había disfrutado de la lectura de Honorine y se
admira del conocimiento de la naturaleza humana de Balzac. En
una carta del 14 de octubre pone de nuevo de manifiesto su ad-
miración por el escritor y alaba su capacidad descriptiva, aunque
sorprendentemente afirma que falla precisamente al no transmitir,
al no ser capaz de interesar mucho al lector en ninguno de sus
personajes, un juicio que cualquier aficionado a Balzac puede al
menos cuestionar. Esa incapacidad de expresar que le sirve como
criterio para distinguir las obras de arte buenas de las menos bue-
nas puede verse también detrás del chocante comentario que hace
sobre el arte sarraceno como un estilo arquitectónico bastante po-
bre en ideas (carta del 4 de septiembre de 1870).
En una carta a su madre desde Chambery el 16 de noviembre
de 1870 Peirce hace también algunos significativos comentarios
sobre la ausencia de un motivo o creencia en el arte, es decir, lo
que podríamos entender como la ausencia de algo que expresar o
el formalismo de algunos artistas:

Las estatuas de Canova y algunas otras pocas piezas de arte mo-


derno le hacen a uno sentir que todo lo que esta época necesita para
El origen de las ideas estéticas de Peirce 61

eclipsar completamente a todas las otras en arte es El Motivo, pero


lo que ves es que [este] está del todo ausente. El arte es un mero jue-
go o un lujo en la actualidad. ¿Qué son nuestros artistas? ¿Son ellos
los hombres representativos de nuestra época o ni siquiera ellos la
comprenden? La dificultad es que nuestra época no cree: ni siquiera
medio cree en sí misma. En la medida que esto sea así lo que está
pidiendo es críticos y científicos, no artistas.

Quizá en esta crítica Peirce está fuertemente influido por el


arte americano de su tiempo, que tal y como se señalaba en el
apartado anterior podía, en su pretensión de instrumento para
hacer patente lo divino, resultar plano y aburrido. Quizá ese arte
glorificador de las aspiraciones nacionales, carente de imaginación
y con un respeto absoluto por la materia, había dejado en él la idea
de que el arte debía contener algo más, debía tener alma. Puede
verse también en este punto una influencia de Kant, quien escribe
en su Crítica del juicio:

De ciertos productos de los cuales se espera que deban, en parte


al menos, mostrarse como arte bello, dícese que no tienen espíritu,
aunque en ellos, en lo que al gusto se refiere no haya nada que vitu-
perar. Una poesía puede estar muy bien y ser muy elegante, pero sin
espíritu. Una historia es exacta, está ordenada, pero sin espíritu. Un
discurso solemne es profundo y a la vez delicado, pero sin espíritu.
Algunas conversaciones son entretenidas, pero sin espíritu (Kant,
2007, 240).

Preguntándose Kant después qué se entiende por espíritu, afir-


ma que «en significación estética, se dice del principio vivificante
en el alma», algo que se logrará para Kant –y para Peirce, como se
verá más adelante– a través del juego libre de diversas facultades,
principalmente de la imaginación, que permitirá transformar la
experiencia y ser libre frente a las leyes de asociación, transforman-
do la materia en algo superior.
62 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

(Interior de la catedral gótica de Chester, Inglaterra).

Peirce manifiesta también en sus cartas su admiración por el


gótico, un gusto que seguirá manteniendo muchos años más tar-
de, y que proporciona un nuevo ejemplo sobre el «alma» del arte.
Peirce hace hincapié en que la esencia del gótico es tal que no
puede ser imitada, pues precisamente las imitaciones de arquitec-
tos modernos, aunque sean hombres de genio y preparación, no
El origen de las ideas estéticas de Peirce 63

pueden captar su fuerza expresiva, resultan planas y sin gracia (CP


6.315, 1891). En la descripción detallada que hace de la catedral
de Chester afirma en ese sentido que las restauraciones no le con-
vencen porque resulta imposible que sean fieles al espíritu de los
tiempos. Nuevamente quedaría fuera el alma, la fuerza expresiva.
Escribe Peirce:

Este asunto de la restauración no acaba de gustarme del todo.


Está bien hacer unas pocas restauraciones, pero después de todo
resulta imposible ser fiel al espíritu de aquellos tiempos. El suelo,
por ejemplo, con modernos azulejos encáusticos nos recordó a Bir-
mingham y a la ciencia moderna, y deja a Roger Bacon y a John de
Salisbury del todo fuera de nuestras cabezas, o lamentablemente
solo con esos pensamientos. En efecto, la exactitud histórica es tan
peculiarmente moderna y está tan totalmente en desacuerdo con el
espíritu de la Edad Media que cómo podría un hombre entender
suficientemente dos ideas y habitar en dos mundos de pensamiento
tan remotos como el medievalismo y la exactitud histórica críti-
ca. Confieso brevemente que me parece que la reproducción real
del gótico es una cosa auto-contradictoria (carta del 14 de abril,
1875).12

12. En este sentido, las observaciones de Peirce pueden contrastarse con


las del arquitecto francés Eugène Viollet-le-Duc (1814-1879) o las del escritor
e historiador Prosper Mérimée (1803-1870), quienes defendían la restauración
de edificios y tuvieron un importante papel en la recuperación de edificios his-
tóricos franceses como Notre Dame de París, la ciudad medieval de Carcasona
o la iglesia de Vezelay (Borgoña). Viollet-le-Duc escribía en su Diccionario ra-
zonado de la arquitectura francesa del siglo XI al XVI: «Restaurar un edificio no
es mantenerlo, repararlo o rehacerlo. Es restablecerlo a un estado completo que
pudo no haber haber existido nunca antes en un momento dado» (voz «restau-
ración»). Viollet-le-Duc buscaba no solo recuperar sino mejorar los edificios
comprendiendo el espíritu de cada obra y analizando los estilos del pasado,
particularmente el gótico, como algo racional, con unos principios básicos que
podían ser interpretados.
64 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

Como se verá más adelante, Peirce afirmará años después de


su viaje, en la línea que ya señalaban sus comentarios, que el arte
consiste precisamente en expresar algo y producir un efecto en
quien contempla la obra de arte, en ser capaz de representar una
cualidad de sentimiento haciéndola razonable. El artista será aquel
capaz de apresar lo inaprensible y de hacerlo comprensible, de cap-
tar y expresar lo que de otro modo quedaría oculto, sin realizar,
como una mera potencialidad. El artista toma como datos y como
experiencias la materia del mundo, los sentimientos, las impre-
siones que causan en él vivencias, ocasiones sociales o contextos
históricos y es capaz de expresar eso haciendo que de esa manera
se calme su inquietud inicial.
Esa capacidad de apresar algo primero y expresarlo es preci-
samente lo que, como ponen de manifiesto sus cartas, Peirce se
había sentido incapaz de hacer al contemplar determinadas obras
de arte en sus viajes europeos. Peirce se vio sorprendido por una
multitud de sentimientos, de sensaciones, de impresiones que esas
obras provocaban y que no quería perder. Como un viajero inte-
resado en lo que ve, llevado por un afán de escribirlo todo, afirma
el 28 de agosto de 1870: «he pensado que hoy descansaría y escri-
biría cartas. He visto tanto que a menos que vuelva sobre ello en
mi mente se me escapará. Siento que ya he olvidado muchas cosas
que me interesaban enormemente». Las cartas de Peirce parecen
a veces más un diario que cartas propiamente dichas, y en una de
ellas, escrita mientras navegaba hacia Grecia y dirigida a su espo-
sa Zina, afirma literalmente: «Durante los próximos días podré
escribir un diario de forma regular» (carta del 4 de septiembre,
1870). Anteriormente, en una carta escrita el 2 de septiembre des-
de Constantinopla, se había lamentado de no tener tiempo para
describir todo lo que pasaba ante sus ojos: «Por todas partes hay
ante mis ojos una marea tal de completa novedad que no tengo
El origen de las ideas estéticas de Peirce 65

tiempo para acostumbrarme a ella, ni siquiera el suficiente como


para describirla. ¿Por dónde empezaré?».
Peirce siente ese afán de poner por escrito las fuertes impresio-
nes que su viaje le está causando. Sin embargo, es a la vez conscien-
te de lo que cuesta dar forma a esas impresiones, a esas «primeri-
dades» que tan difícil le resulta en ocasiones poner en palabras o a
veces incluso en dibujos. «Es difícil dar una noción de las caracte-
rísticas de un país tan diferente a lo que tú has visto», le escribe a
su esposa desde Siracusa el 22 de septiembre de 1870. En la misma
carta trata de describir el amanecer visto desde el anfiteatro griego
de Taormina, para concluir que ningún arte podría expresarlo:

Pero, ¿cómo puedo darte alguna clase de noción de la encanta-


dora, encantadora vista? Yo estaba en un promontorio muy elevado
mirando el mar a la luz pura y clara de la mañana. Justo debajo de
mí, a 50 pies o así, estaba el antiguo teatro. En ruinas, pero queda
lo suficiente para mostrar adecuadamente cómo era, con sus bellas
columnas, círculos y arcos, lo bastante para ser todavía muy bello.
Lo suficiente para hacerte pensar que la gente que eligió este encan-
tador lugar para esto no habría tenido que ir muy lejos. No estaba
en la cumbre del promontorio, aunque bastante arriba. Por encima
de mí había una terrible cima rocosa, la antigua acrópolis, coronada
por una fortaleza de apariencia formidable. A lo largo de muchas
millas se extendían en las orillas colinas como las que había visto el
día anterior, con valles soleados por debajo de ellas y el mar entrando
en la playa. Podía ver muchos pueblos tanto en los valles como en las
colinas –más cerca por supuesto la pequeña y curiosa ciudad de Taor-
mina y mucho verdor. A través del mar, las orillas de Calabria en un
lado eran muy prominentes y en dirección opuesta, tierra adentro, se
alzaba el Etna, majestuoso y terrible. Merece la pena viajar al extran-
jero por ver cosas como esa, cosas que ningún arte puede reproducir.

Peirce se siente incapaz de expresar esos sentimientos y esa ad-


miración, y se asombra en sus cartas de su propia incapacidad de
66 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

explicar o reproducir lo que ve. Por ejemplo, en una carta del 28 de


agosto de 1870 dice que está viendo cosas que la imaginación es in-
capaz de dibujar o la memoria de retener, y refiriéndose al busto de
Faustina que tanto le había gustado en Catania dice: «He ahí otra
cosa que no puede ser reproducida. La memoria misma no puede
hacer justicia a ese bello trabajo» (22 de septiembre, 1870). En la
misma carta afirma que sus dibujos de una Venus que le había gus-
tado y que dice que en cierto sentido superaba a las de Tiziano no
podían expresar la esencia de la obra de arte, y que por tanto eran
como difamaciones positivas. En una carta del 18 de abril de 1875
afirma que hay cosas que tienen que verse, pues una descripción
suya equivale a poco más que a una fila de signos de exclamación, y
desde Londres afirma que «dar las impresiones de uno en Londres
es un empeño particularmente vano, pues las ideas se suceden con
tanta rapidez que apenas hay tiempo para atraparlas, y registrarlas
estaría fuera de cuestión (carta del 24 de abril, 1875).
Esa experiencia europea pudo por tanto estar en la base de su
idea posterior de que el artista es aquel capaz de lograr lo que otros
no pueden hacer, de racionalizar lo inexpresable, de calmar esa in-
quietud, de llegar a expresar la admiración que algo nos provoca.
Él mismo intentaría hacerlo años después escribiendo un relato del
que se hablará en el siguiente apartado. En ese texto, sin ningún
valor, Peirce intentaba recoger las impresiones y sentimientos que
había experimentado en su paso por Grecia, aunque leyendo el
texto podemos sin embargo convencernos del fracaso de su expe-
rimento literario.
Hablando de forma general puede decirse que la importancia
de las cartas escritas por Peirce durante sus visitas a Europa excede
con mucho su contenido anecdótico. De hecho, ponen de mani-
fiesto que los viajes europeos tuvieron una gran relevancia para la
formación de Peirce como persona, como científico y como filó-
sofo. Como ha escrito Barbara Novak sobre los viajes de muchos
El origen de las ideas estéticas de Peirce 67

norteamericanos a Europa en el siglo XIX, «el americano iba de


una situación en la que el arte era la excepción a una en la que era
lo común» (Novak, 2007b, 176). Los viajes supusieron para Peirce
un intenso contacto con el arte y con un mundo cultural que dejó
en un hombre de su sensibilidad e inteligencia un poso que fue
desarrollándose a lo largo de los años. Muchas de las opiniones
formadas en Europa perduraron durante mucho tiempo, y supu-
sieron quizá el germen de algunas de las teorías que desarrollaría
más adelante. El Peirce viajero se muestra como alguien humano,
vivo y sujeto a la fuerza de las experiencias y las impresiones que
los viajes provocan, y más aun en su época. Las sensaciones reci-
bidas en Europa perdurarían, y con el tiempo llegarían a fructifi-
car en nuevas maneras de enfocar no solo la ciencia sino también
sus concepciones sobre el arte. Como ha señalado Nathan Houser
(Houser, 2012) las cartas europeas muestran que mucho de lo que
Peirce vio le desbordaba, y que sin duda tuvo un impacto duradero
en su sentido y apreciación de la belleza. Antes de los viajes, sus
opiniones sobre la estética estaban basadas más en consideraciones
intelectuales que en experiencias estéticas. Europa cambió eso y
dio a las opiniones de Peirce el valor de la experiencia vivida. El
pensamiento de Peirce se entrelaza de esta manera con la vida.

1.4. OTRAS OPINIONES Y EXPERIENCIAS ARTÍSTICAS

A pesar de la importancia de los viajes europeos de Peirce,


estos no supusieron sus únicos contactos con el arte. Su segunda
mujer, Juliette, había sido actriz aficionada y frecuentaba durante
sus estancias en Nueva York la compañía de artistas. El mismo
Peirce era amigo de Edmund Clarence Stedman, una figura des-
tacada en el mundo literario de Nueva York. Los Peirce conocían
también a un buen número de figuras relevantes en el mundo del
68 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

teatro, con los que compartían distintas veladas. Aunque escasos,


conservamos otros testimonios de Peirce sobre opiniones y activi-
dades artísticas en los que me centraré a continuación.
Peirce habla muchas veces de arte en sentido amplio. Para él,
el arte puede aplicarse a la investigación, a la observación, al ra-
zonamiento, al análisis lógico, al álgebra, a la aritmética, a la dia-
léctica; pueden definirse las matemáticas como el arte de hacer
grupos para facilitar la numeración; puede hablarse del arte de
tomar muestras, del arte de hacer inferencias, de crear ideas, del
arte de romper problemas en fragmentos manejables, del arte de
la duda genuina y no ficticia. En este sentido, el arte tiene una
connotación práctica que sin embargo tratará de dejar atrás en su
noción de estética como ciencia normativa13.

1.4.1. Arte y pensamiento

Muchas de las referencias de Peirce al arte se producen en con-


textos en los que está tratando sobre la evolución del pensamiento.
Como expresión de aquello que es lo más propio de la razón huma-
na, de aquello que constituye la función propia de la inteligencia
humana, esto es, del encarnar ideas generales (CP 6.476, 1908), el

13. Esa idea de arte en sentido amplio que a veces usa Peirce podría aseme-
jarse a la noción clásica de arte del pensamiento antiguo y medieval. En la anti-
güedad se consideraba al ars o techné como una aplicación práctica que obedecía
a un principio racional (Aristóteles) o como un orden de principios aplicable a
un fin (Cicerón). Esa noción se transmite después a la filosofía medieval. El Arte
de Ramón Llull, por ejemplo, constituye un sistema lógico de pensamiento que
contiene, entre otras fases, un arte de encontrar la verdad, un arte demostrativa,
un arte inventiva y un arte amativa. El Arte luliano supone un gran compendio
de sabiduría y de pensamiento filosófico, teológico y científico, todo ello orien-
tado a la finalidad de la transmisión de la verdad (véase J. Higuera, «Las artes del
arte: las artes liberales en la evolución del arte luliano», 2013)
El origen de las ideas estéticas de Peirce 69

arte corre paralelo a la evolución de la razón y muestra los cambios


del pensamiento de modo más claro que otras manifestaciones de
este. La capacidad expresiva del arte puede manifestar de modo
mejor y más rápido las nuevas tendencias o influencias. Así, el si-
glo XIX, por ejemplo, fue para Peirce una era de «maquinaria», no
meramente de maquinaria de acero, sino de maquinaria en la po-
lítica y en los negocios, de maquinaria en los métodos de investi-
gación física, filológica, histórica, filosófica, matemática e incluso,
afirma Peirce, de maquinaria en arte y en poesía (CP 7.263, 1901).
Esta última afirmación, que podría resultar chocante al pensar en
el romanticismo, adquiere sentido cuando se piensa en la concep-
ción artística que dominaba en el ambiente de Peirce. Nos damos
cuenta entonces de que Peirce está realizando un certero análisis
del arte del siglo XIX en su país que, como se ha señalado en el
segundo apartado de este capítulo, se caracterizó precisamente por
el respeto a lo material, que llevaba a poner el énfasis en lo técnico,
en lo matemático, en la industria, en todo aquello que contribuye-
ra a convertir el objeto en algo más íntegro y exacto para el obser-
vador. A principios del siglo XX Peirce veía con clarividencia que
hacía falta que surgiera un poder imaginativo que igualara la fuer-
za que había tenido la maquinaria en el siglo XIX. América había
sido la tierra natal de la máquina. No solo el instinto de hacer y
construir había dominado América, sino que los inventores eran
los héroes intelectuales (Novak, 2007a, 227). Sin duda Peirce ha-
bría estado de acuerdo con Barbara Novak cuando afirmaba que
los artistas americanos habían sido siempre «hacedores» (Novak,
2007, 238). En ese sentido, como afirmaba Peirce, el pensamiento
del siglo XIX se reflejaba también en el arte14.

14. También Oscar Wilde ensalzaba la importancia y la belleza de la ma-


quinaria americana: «No hay país en el mundo (…) donde la maquinaria sea
tan bella como en América. Siempre he deseado creer que la línea de la fuerza
70 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

En el mismo texto sobre la evolución del pensamiento afirma


Peirce que el renacimiento en Italia tuvo un crecimiento lento,
aunque ese crecimiento fue mucho más rápido después de la caí-
da de Constantinopla en 1454. Ese movimiento, dice Peirce, fue
primero más fuerte en el arte y es una marca del rápido creci-
miento de la mente, una mente que recibe nutrición demasiado
rápidamente para ser empaquetada en las formas de la ciencia. El
desarrollo científico, afirma Peirce, viene después del artístico, y
como dato significativo afirma que Galileo nace el mismo día de
la muerte de Miguel Ángel (CP 7.271, 1892).
En ese paralelismo que Peirce traza en ocasiones entre pensa-
miento y arte, encontramos también la afirmación de un sincro-
nismo entre los diferentes periodos de la arquitectura medieval y
los diferentes periodos de la lógica. La gran disputa entre nomi-
nalistas y realistas, afirma Peirce, tuvo lugar mientras los hombres
estaban construyendo iglesias con arcos de medio punto, y esa
elaboración se correspondía finalmente con el carácter intrinca-
do de las opiniones de los que participaban en esa disputa. De
ahí, dice Peirce, se pasa al estilo arquitectónico del arco apuntado
con tracería temprana, y su simplicidad es perfectamente paralela
a la simplicidad de los primeros lógicos del siglo XIII, esto es,
a la simplicidad por ejemplo de los comentarios de Averroes y
de Alberto Magno, y de los escritos del que califica como «gran
psicólogo» Tomás de Aquino. Durante el periodo del gótico de-
corativo tenemos los escritos de Duns Escoto, uno de los más

y la línea de la belleza son la misma. Ese deseo se realizó cuando contemplé


la maquinaria americana. Hasta que no contemplé las plantas depuradoras de
Chicago no me di cuenta de las maravillas de la maquinaria; el auge y la caída
de las barras de acero, el movimiento simétrico de las grandes ruedas es la cosa
rítmica más bella que he visto nunca». Citado en J. A. KOWENHOVEN, Made in
America, Doubleday, Anchor Books, Nueva York, 1962, 173.
El origen de las ideas estéticas de Peirce 71

grandes metafísicos de todos los tiempos, de ideas notables por


su sutileza y de una profunda consideración de todos los aspectos
de las cuestiones filosóficas. Durante el periodo flamígero de la
arquitectura en Francia y el perpendicular en Inglaterra, Ockam
retomó la opinión nominalista, que ganó más y más terreno, y la
lógica tuvo un desarrollo muy elaborado, imaginativo y en gran
medida sin sentido, hasta que al final se hizo tan grande y tan
inútil que los hombres debieron dejarla y se produjo un nuevo
despertar del pensamiento que consistía en la convicción de que
los autores clásicos no habían sido suficientemente estudiados (CP
4.27-30, 1893).
Por otra parte, Peirce estuvo siempre especialmente interesado
en la arquitectura. Le llama la atención la arquitectura románica,
como señala en 1908 (CP 6.321), pero en particular, como ya
se ha señalado, se siente atraído por el gótico, del que se declara
admirador entusiasta (carta del 14 de abril, 1875). Durante sus
viajes por Europa Peirce demuestra ya un buen conocimiento de
los distintos estilos dentro del gótico. Escribe de la catedral de
Chester:

Aunque la iglesia ha existido por más de mil años y era inmen-


samente rica hace unos novecientos años, sin embargo su arqui-
tectura tiene las características de un gótico degenerado y tardío,
en parte perpendicular y en parte de un tipo exuberante con solo
un poco de trabajo más antiguo aquí y allá que ha sido preservado
al ser blanqueado por una gruesa capa o recubierto de tierra o de
piedra. La nave, como la de Winchester, que es también perpendi-
cular, no tiene triforio, pero es muy inferior a la de Winchester en
grandeza (carta del 14 de abril, 1875).

Esa admiración por el gótico aparecía ya en 1871 (CP 8.11).


Peirce afirma entonces que le impresionan las catedrales góticas, y
señala esa misma idea de que el arte es un reflejo del pensamien-
72 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

to, en ese caso del espíritu y el tono del pensamiento escolástico.


Afirma que la primera cualidad de ambos es una devoción religio-
sa verdaderamente heroica que aparece claramente en el arte y la
arquitectura de aquellos años de la fe. El artista y el pensador en la
edad media comparten para Peirce los mismos rasgos de completa
ausencia de arrogancia, sin que se añada a su trabajo el golpe de
la individualidad. Sus obras, afirma Peirce, no estaban diseñadas
para encarnar sus ideas propias, sino la verdad universal: el indivi-
duo siente que no vale nada en comparación con su tarea. Como
se ha dicho después, el gótico no representa el genio de un artista
sino el alma de un pueblo (Juan Pablo II, 1999, 8).
Aparece en esa admiración de Peirce por el pensamiento y el
arte medieval uno de los rasgos más importantes de la ciencia y
el pensamiento peirceano: su carácter comunitario, el hecho de
que la verdad y la belleza se persiguen entre todos, en el seno de
una comunidad de hombres que buscan el mismo objetivo, más
allá del individuo. Este rasgo se le hacía patente a Peirce en el arte
gótico, en las grandes catedrales que tanto le impresionaban y que,
más allá de la obra individual de un único autor, eran fruto del tra-
bajo de muchos hombres que perseguían un mismo objetivo, el de
expresar su amor y su fe en Dios, lo que les llevaba al cuidado de
cada detalle por pequeño y escondido que sea. En esa expresión,
afirma Peirce, «el individuo siente que no vale nada en compara-
ción con su tarea» (CP 8.11). En esas obras magnas hay un sentido
gradualmente creciente de inmensidad que impresiona a la mente
del estudioso cuando empieza a apreciar las dimensiones reales
y el costo. Después de Ockam, continúa Peirce, que muere en el
1347, la filosofía empieza a separarse del elemento religioso que la
dignifica y se hunde en la extravagancia y el formalismo extremo,
y después en el merecido desprecio de todos los hombres. La ar-
quitectura tiene el mismo destino, y el arte sigue una vez más, o
incluso antecede, el mismo camino del pensamiento.
El origen de las ideas estéticas de Peirce 73

1.4.2. Los grandes hombres


Por otra parte, Peirce siente un prolongado interés por estu-
diar la naturaleza de los grandes hombres, no sólo científicos sino
también artistas, quizá con la idea de obtener pistas que le ayuden
en el camino de esclarecer cómo el hombre llega a encarnar ideas
en grandes obras, en definitiva, a establecer cómo el hombre crea
y cómo avanza por el camino del conocimiento. En 1883 Peirce
dicta un curso en Johns Hopkins University en el que pretende
estudiar la psicología de los grandes hombres, y en 1901 llega a pu-
blicar un artículo sobre un tema que ya le interesaba desde sus pri-
meros escritos. Se conservan bastantes materiales sobre esa cues-
tión (W 5, 26-106), desde listas de grandes hombres cuya biografía
pretendía examinar hasta cuestionarios que habría que aplicar a la
biografía de los grandes personajes y que incluían preguntas sobre
la familia, sobre la niñez y juventud, sobre su constitución física,
sobre el entorno, el carácter, sobre su trabajo y su genio. En una de
esas listas los grandes hombres vienen clasificados en hombres de
sentimientos, de acción y de pensamiento, una clasificación que
Peirce seguirá empleando años después15. Entre los hombres de
sentimientos Peirce clasifica a músicos, novelistas, poetas, artistas,
escritores, dramaturgos, actores y otros.
Conservamos por ejemplo un texto escrito en 1857 en el que
compara a Miguel Ángel con Rafael (W 1, 13-16). Afirma Peirce
que los dos personajes eran hombres muy distintos: Miguel Ángel
tenía una mente masculina a la que a veces le parecía faltar auto-
confianza; incluso en la vejez teme emprender la tarea de la Capi-
lla Sixtina. Rafael, por el contrario, tiene una mente femenina y es
viejo en su juventud. El calor de su temperamento, afirma Peirce,

15. Véase por ejemplo MS 604, 1905-6. Traducción castellana en http://


www.unav.es/gep/FormasVida.html
74 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

no retardó la madurez de su mente. Esa diferencia de intelecto se


extiende también a sus gustos, a su producción y a su moral. En
Miguel Ángel predominaba la razón, era más intelectual, mientras
que Rafael tenía más amor y era una persona más sensible. Miguel
Ángel tenía ideas de belleza, justicia y verdad, mientras que Rafael
tenía sentido de la belleza, justicia y verdad. Miguel Ángel tenía
más grandeza, Rafael más variedad; uno representaba lo sublime,
el otro lo bello. Rafael era un hombre religioso, Miguel Ángel un
hombre moral. La mente de Miguel Ángel era más fuerte, pero
menos flexible y dócil, caracterizada por la gravedad. Afirma Peir-
ce que debido a esas diferencias Rafael pudo absorber el estilo de
otros artistas y entrar en su espíritu, mientras que Miguel Ángel
era notable por su capacidad de imitación, pero no pudo asimilar
lo de otros. Estas tempranas opiniones de Peirce, que desde luego
resultan muy extrañas, cuadran con lo que afirmará después en
Europa cuando tiene oportunidad de contemplar las obras de arte
de Miguel Ángel y llega a afirmar que le parecen horribles cosas
deformes y desproporcionadas, de algún modo carentes de verda-
dera expresión (carta del 16 de octubre, 1870). Resulta realmente
chocante e indicativo de dudoso gusto el desprecio de Peirce por
la obra de Miguel Ángel.
Miguel Ángel es en todo caso una figura que llamaba mucho
la atención de Peirce. Entre 1883-1884 escribe otro manuscrito
sobre él con unos peculiares datos biográficos, que incluyen carac-
terísticas físicas y de carácter, y anota su manera de trabajar con
furia, lo poco que dormía, su temperamento nervioso, su comple-
xión fuerte, su cabeza redondeada, sus ojos pequeños, etc. Se con-
serva también el cuestionario sobre los grandes hombres relleno
con los datos de Miguel Ángel, junto al de otros personajes como
Montaigne, Maquiavelo, Hobbes, etc.
El origen de las ideas estéticas de Peirce 75

1.4.3. El Peirce escritor: Topographical Sketches in Thessaly


Otro punto que merece la pena señalar con un poco más de
detenimiento a la hora de tratar los intereses artísticos de Peirce es
su relación con la literatura. Ha escrito Winner: «una lectura cui-
dadosa de sus escritos publicados y no publicados muestra mucho
material relevante no solo de Peirce como crítico y teórico literario
sino también como productor de obras literarias, aunque sean bas-
tante de aficionado» (Winner, 1994, 278).
Como ya se ha afirmado en el primer apartado, Peirce tuvo
diversos contactos en su juventud con las cuestiones literarias. En
bastantes ocasiones a lo largo de su vida habla también de novelas
que está leyendo: de Balzac, de Henry James etc. En una carta de
1888 a su hermano James, Peirce le dice que, si está leyendo nove-
las, debería conseguir Le Capitaine Fracasse de Gautier, y escribe:

Por mi parte he leído poca literatura, y encuentro insípidas las


novelas serias. De nuevo estoy pasando el rato con Pepys16 y he
estado leyendo Arcadia de Sidney17, el prefacio a Euclides del Dr.
Dee18, History of Arithmetic de Thirion, Browning, Shelley, Keats,
Wordsworth, Montaigne (del que tengo una vieja copia francesa),
Mémoires de Casanova, Our Mutual Friend, algunas aritméticas vie-
jas y otros libros viejos» (W6, liii).

No llegamos a saber realmente la opinión de Peirce sobre escri-


tores como Shelley o Keats, ni si detecta su grandiosidad. En otra

16. Samuel Pepys (1633-1703), administrador naval y miembro del parla-


mento inglés, famoso por el diario que escribió durante una década.
17. Philip Sidney (1554-1586), poeta inglés. Escribió entre otras obras
The Countess of Pembrokes’s Arcadia.
18. John Dee (1527-1608), matemático y astrónomo inglés. Escribió un
«Prefacio matemático» a la traducción inglesa de los Elementos de Euclides rea-
lizada por Henry Billingsley en 1570.
76 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

ocasión afirma sin embargo que los críticos han condenado como
«artificiales» las cosas que más admira en literatura, tales como la
Carta de Eloísa de Pope19, el Himno a la adversidad de Gray20, Bo-
adicea de Cowper21, Will de Tennyson22. Reconoce que los críticos
probablemente tienen razón, aunque su sensación sigue siendo la
misma. Dice –en una opinión que no podemos sino considerar
lamentable– que abomina los versos de Victor Hugo y que detesta
su prosa, pero que sin embargo casi adora a George Sand, y con-
cluye afirmando que confiesa crudamente todo esto desde el deseo
de ser honesto (MS 683, c. 1913).
Peirce era un gran lector, principalmente de lógica y de histo-
ria de la filosofía y de la ciencia, aunque tal vez no pueda decirse
lo mismo de su actividad como escritor. Durante toda su vida
escribió afanosamente y a su muerte dejó miles de páginas manus-
critas, pero sus escritos se caracterizan en muchas ocasiones por
una oscuridad y falta de orden que hacen difícil su comprensión.
Un primer vistazo a esas páginas basta para comprobar la forma
en la que Peirce escribía, tachando, corrigiéndose una y otra vez y
tratando de avanzar hacia la claridad. Sus escritos están llenos de
aclaraciones, de digresiones y caminos secundarios, y solo de una
forma un tanto penosa llegan a alcanzar en ocasiones una claridad
luminosa, mostrando de una manera efectiva los giros brillantes y
tantas veces sorprendentes de su pensamiento. Peirce afirma que
hay muy poco de artista en él y que detesta su propio estilo casi
tanto como es probable que el lector lo haga, pues cuando escribe
está tan ocupado intentando expresar de forma exacta lo que pien-
sa que no puede atender a nada más (MS 683, c. 1913). Reconoce

19. Alexander Pope (1688-1744), Eloísa a Abelardo.


20. Thomas Gray (1716-1761), Himno a la adversidad.
21. William Cowper (1731-1800), Boadicea: An Ode.
22. Alfred Tennyson (1809-1892), Will.
El origen de las ideas estéticas de Peirce 77

en varias ocasiones las limitaciones que experimentaba con el len-


guaje y a la hora de expresarse por escrito: «una de las más lamen-
tables y extremas de mis incapacidades es mi incapacidad para la
expresión lingüística» (MS 632). En otro texto afirma:

Soy zurdo; y a menudo pienso que eso significa que no uso mi


cerebro de la forma en que la mayoría de hombres lo hacen, y esa
peculiaridad se revela también en mis formas de pensar. Por esto,
siempre he trabajado bajo el infortunio de ser considerado «origi-
nal». Sobre una determinada cuestión, es probable que escriba peor
que cualquier otro hombre con la misma práctica (…). No soy de
manera natural un escritor, sino que estoy tan lejos de serlo como
cualquier hombre. Si alguna vez he escrito algo bien, ha sido por-
que las ideas estaban ejerciendo una tensión tremenda, casi hasta
el punto de reventar. Más aún, escribo mucho mejor cuando ten-
go una proposición definida que probar. No debería ser tampoco
intrincada, pues de otro modo mi condición mental de zurdo me
hace expresarme de una manera que a una mente normal le parece
inconcebiblemente extraña (Carta a Cassius J. Keyser, 10 de abril,
1908, Columbia University).

A pesar de esas dificultades para expresarse, Peirce hizo tam-


bién sus experimentos en el mundo de la escritura. Se sabe que
compuso una serie de versos en su juventud, así como una novela
corta escrita a raíz de un viaje a Grecia. También se conservan
algunos escritos suyos de su época en Harvard sobre investigación
literaria, en los que se ocupa de algunas características formales
del lenguaje poético o de la cuestión de la forma y el significado.
Entre esos escritos de juventud sobre cuestiones lingüísticas se en-
cuentran recensiones de diccionarios, discusiones sobre cuestiones
etimológicas y ortográficas, problemas de gramática relativos al
griego clásico y al español, cuestiones sobre los sufijos y los prefi-
jos, etc. Entre lo relativo a la forma poética, se encuentran estudios
78 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

sobre la pronunciación del inglés de Shakespeare, escritos sobre la


estructura de versos de la literatura inglesa y lecturas atentas de
la prosa y la poesía de Poe (Winner, 1994, 278-283). En uno de
los manuscritos (MS 1512, s. f.), Peirce analiza meticulosamente
la estructura verbal de un poema, «Kelah», que en ocasiones ha
sido atribuido a Poe y que Peirce veía como una versión anterior
a «The Raven». Peirce afirma que el poema es capaz de poner en
la cabeza del lector «que el vocablo Kelah significa algo grande y
muy misterioso, y de esa manera pone la mente en un estado de
maravilla y asombro que la adapta para apreciar los sentimientos
de la pieza». En otro manuscrito (MS 1539, s. f.) aparece lo que
Peirce denomina «quirografía» (del griego queirographos, escribir a
mano). Reproduce el comienzo de «The Raven» en varias versiones
con una escritura llena de extrañas curvas, alargando lo horizontal
y vertical de las letras. Se trata aparentemente de un intento de
representar la conexión fónico-semántica, esto es, entre los sonidos
y los significados, mediante una representación pictorica. Peirce
nunca volvió a repetir el experimento.

(MS 1539, c.1894-1902).


El origen de las ideas estéticas de Peirce 79

Merece la pena detenerse en la novela corta escrita por Peir-


ce. Topographical Sketches in Thessaly, with Fictional Embroideries,
constituye el único relato de ficción escrito por Peirce, y puede
verse como un experimento práctico de la noción peirceana de
arte que sostendré después. La brillantez y el esfuerzo de Peirce en
el terreno del pensamiento contrasta quizá con la pobreza y con
una cierta vulgaridad presentes en el único texto de ficción escrito
por él. Sin embargo, aun siendo pobre, es el único texto peirceano
de pretensiones literarias que conservamos.
Se dice que Peirce escribió «Topographical Sketches in Thessaly,
with Fictional Embroideries» en un solo día en los primeros años de
la década de 1890. Se trata de un manuscrito (MS 1561) de unas
70 páginas, aunque –según Kloesel23 – hay también una versión
anterior con un final distinto. El relato está basado en uno de los
viajes que Peirce hizo por Europa. En concreto, en julio de 1870
Peirce visitó diversos lugares de Grecia. Se sabe que en Tesalia se
reunió con el cónsul inglés. Veinte años más tarde Peirce recogió
en su historia las impresiones de ese viaje, y aparecen en el relato
datos que se sabe que son reales. Así por ejemplo Peirce visitó en
septiembre de 1870 el Monasterio de San Dionisio en el monte
Olimpo que cita en su narración, aunque tal y como ha señalado
Taylor hemos de ser cuidadosos de no leer el escrito como una
biografía (Taylor, 2). Peirce mismo llama la atención en el título
sobre los «adornos de ficción» que va a introducir, pues pretende
recoger en forma de ficción las impresiones que tuvo durante su
visita a esas tierras. Peirce describe su relato como «la historia de
las aventuras de un joven viajero en Tesalia (…), cuando la re-
gión era bastante salvaje. Tiene una atmósfera poética y transmi-

23. Véase J. W. KLOESEL, «Charles Peirce and Thessalian Topography. A


Traveler’s Tale», Peirce Edition Project, Indiana University-Purdue University,
Indianapolis.
80 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

te la impresión de ser verdadero, pero las aventuras son bastante


sorprendentes»24.
En el relato, Karolo Kalerges desembarca en Tesalia, en la ciu-
dad de Volos, con una carta de presentación para visitar a un gran
señor. A partir de entonces las aventuras de Karolo –que sería el
mismo Peirce– se suceden. Visita Larisa y de allí parte a una ex-
pedición por las montañas, donde es apresado por unos bandidos.
En un rapto de locura o «sentimentalismo» se une a ellos y parti-
cipa en un ataque. Toma como prisionera a una mujer viuda, Ro-
sana, de la que se enamora y a la que le propone matrimonio, pero
finalmente descubre que el marido de Rosana –a quien ella misma
creía muerto en una emboscada– está vivo, por lo que Karolo de-
cide partir. La versión final del relato acaba en el barco que le lleva
lejos, enfermo de amor y de nostalgia por lo vivido en esas tierras.
En la versión primera Karolo, todavía errante, se encuentra dos
años más tarde en Viena con Rosana, con gran sorpresa y alegría.
Después de tratar la cuestión del matrimonio, Karolo compra una
casa en Praga y se casa con ella en el tren que les lleva hacia allí,
donde se establecen con alegría y dicha.
De alguna manera Peirce se sentía orgulloso de ese relato,
de su «sencillez»; quizás por ser su primer intento de escribir algo
fuera de la discusión científica y filosófica25, Peirce demuestra una
cierta emoción como de niño que por primera vez hace algo. Lo
consideraba como algo bonito, fresco, interesante y bien adapta-
do a ilustraciones xilográficas, contrario a todas las modas que
prevalecían entonces en las historias puesto que no se ocupaba de
emociones intrincadas o mezcladas26.

24. Carta de C. S. Peirce a Francis C. Russell, 4 de mayo de 1892, L


387. Los fragmentos de la correspondencia sobre Thessaly los debo a Christian
Kloesel, Peirce Edition Project, Indiana University, Indianapolis.
25. Carta de C. S. Peirce a R. W. Gilder, 20 de abril de 1892.
26. Carta de R. W. Gilder, 26 de marzo de 1892.
El origen de las ideas estéticas de Peirce 81

Peirce afirmaba que el relato estaba escrito para ser leído en voz
alta: «Es interesante y bonito, ampliamente descriptivo y pensado
para ser leído en voz alta»27. Afirma haberlo leído en el Century
Club de Nueva York28, donde señala que le llevó hora y media leerlo
y que no fue aburrido, sino que los asistentes se quedaron sorpren-
didos y encantados. Lo leyó también en una o dos casas de amigos,
en concreto, según parece, en casa de su hermano James29. Peirce
estuvo además durante un tiempo intentando organizar una sesión
para poder leerlo en Chicago. Sin embargo, cuando le escriben pi-
diendo detalles decide no seguir adelante. Quizá su aparente vulga-
ridad y simplismo se deba precisamente a que el texto estaba hecho
para ser leído en voz alta, representado, como relato de aventuras
ante una audiencia en las peculiares veladas de la época. Peirce de-
bía de leerlo con convicción y fuerza, pues John Fiske, quien asistió
a una de esas veladas, escribe sobre el relato de Peirce: «era tan real
como las uvas de Zexis que los pájaros intentaban picotear»30.
Puede sorprender el hecho de que, a pesar del aprecio que Peir-
ce manifestaba hacia su relato, nunca escribiera nada más. Inicial-
mente le dice a Gilder, editor de The Century, que si le gustaba
podía escribir media docena de esas historias pintorescas con una
vena inocente y poética. Sin embargo, posteriormente abandona la
idea. Las razones pueden encontrarse en una carta en la que Peirce
afirmaba que el relatar historias emotivas era «apenas compatible
con la auto-abnegación y con la devoción exclusiva a la causa del
estudio profundo y la educación a la que un hombre que se propo-
ne llegar a ser profesor debe entregarse»31. Sin embargo, el hecho

27. Carta de C. S. Peirce a Paul Carus, 8 de mayo de 1892, L 77.


28. Carta de C. S. Peirce a Francis C. Russell, 4 de mayo de 1892, L 387.
29. Carta de John Fiske a William James, 22 de enero de 1893.
30. Carta de John Fiske a C. S. Peirce, 14 de junio de 1893, L 146.
31. Carta de C. S. Peirce a Francis C. Russell, 17 de mayo de 1892, L 387.
82 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

de que Peirce no vuelva a escribir ficción puede leerse también


como una señal de que en el fondo no quedó tan satisfecho con su
relato como aparentaba, ni estaba satisfecho con sus capacidades
literarias.
En todo caso se sabe poco de la motivación de Peirce para
escribir ese primer y único relato más de veinte años después de su
viaje. Como ha señalado Nathan Houser (W 8, lxxiii), no parece
que la motivación de iniciarse en un género nuevo fuera econó-
mica, a pesar de que durante esos años Peirce tuvo que intentar
muchas cosas distintas para poder ganar dinero. Se ha señalado un
cierto componente sentimental, pues Peirce estaba pasando malos
momentos y quizá trataba de recordarse a sí mismo como un joven
aventurero. Pero la hipótesis más probable es la que el mismo Peir-
ce señala en una carta a Lady Welby, en la que afirma que lo había
escrito como experimento para probar una teoría psicológica; eso
iría en la línea de tomar el relato como una prueba de la idea que
Peirce sostiene sobre el arte, esto es, de su capacidad de atrapar
impresiones y darles forma. Peirce emprende ese experimento en
los años en los que, como se verá más adelante, está dándo vueltas
a la noción de ciencia normativa, al estatuto de la estética y por lo
tanto a la idea de arte y de belleza
Peirce señala en el prefacio que pretende dar una idea del espí-
ritu del lugar tal y como lo vio, el más bello y fascinante en el que
nunca había estado32, un lugar que despertó como ningún otro su
imaginación; quería mostrar esa tierra bajo el dominio de los tur-
cos y sin ni siquiera ferrocarril33, una tierra que consideraba apenas
segura34, donde se las tenía que arreglar sin hablar ninguna lengua

32. Carta de C. S. Peirce a Sarah Mills Peirce, 2 de septiembre de 1870,


L 341.
33. Carta de C. S. Peirce a Victoria Lady Welby, L 463.
34. Carta de C. S. Peirce a James Mills Peirce, 25 de agosto de 1870, L 339.
El origen de las ideas estéticas de Peirce 83

conocida, sin saber cabalgar (el único medio de transporte), y don-


de compró un revolver ante el riesgo de ser atacado por bandidos35.
Peirce pretendía reflejar la atmósfera tanto meteorológica como
social, según palabras suyas, que allí percibió36.
Para Peirce el arte permite como ninguna otra cosa captar
sentimientos a partir de la experiencia y tornarlos razonables. El
punto de partida del relato es precisamente una experiencia que
Peirce quiere expresar, algo que vivió, una peculiar manera suya de
captar la realidad exterior; quiere reproducir el efecto incluso físico
que provocaron en él esos lugares y lo hace a través de un texto de
ficción, de una historia en la que introduce unos personajes, unos
hechos inventados, porque lo que quiere reflejar no son datos sino
precisamente cualidades y sentimientos. Así lo explica el mismo
Peirce en su prefacio:

Para transmitir el sentimiento que en la mente de un americano


se conectaba de una forma natural con este poético país –poético
en su escenario, en su historia y en la singular mezcla de audacia y
amabilidad del carácter de su población actual– he recurrido a una
pequeña ficción, que he reducido a las proporciones más pequeñas
posibles para que bastasen a mis propósitos (MS 1561, 1892).

Peirce consigue de una manera que puede juzgarse mejor o


peor expresar ese caos y mezcla de cosas que sólo él pudo sen-
tir (otros ante la misma realidad exterior tal vez hubieran sentido
otras cosas, o las hubieran expresado de otro modo). En la historia
de Peirce aparece reflejada una tierra que para él tenía sabor mí-
tico: aparecen elementos como el Olimpo con su magnificencia,

35. Carta de C. S. Peirce a Sarah Mills Peirce, 4 de septiembre de 1870,


L 341.
36. Carta de C. S. Peirce a Victoria Lady Welby, 9 de marzo de 1906, L
463.
84 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

una montaña imponente símbolo del poder de los dioses sobre


los hombres; aparecen sentimientos como el amor o la lealtad que
Peirce pudo experimentar entre unas gentes, los griegos, que le
parecían audaces y exuberantes, gentiles y melancólicos, extraños
pero simpáticos por naturaleza37; aparece el carácter honorable y
respetable de los turcos, que eran gente agradable, honesta, limpia
y solemne, pero con vicios muy diferentes de los nuestros, brutales
y poco fiables38; aparecen los klepths, los bandidos rapaces y asesi-
nos, aunque también hospitalarios y dulces; se plantean cuestiones
como la ética de las acciones o la interculturalidad. En la historia
de Peirce hay alfombras que fascinan, mujeres que cautivan, hay
ritos, juramentos de sangre, aromas a laurel, adelfas, romero o vio-
letas, hay sabor a higos o uvas, montes que aparecen como morada
de gigantes y centauros, festines de abundancia homérica. Con
todo ello pretendía contribuir a su propósito de hacer comunicable
lo que vio y sintió.
Peirce no podía haber encontrado otro elemento mejor para su
propósito que el del relato de ficción, puesto que su objetivo era
expresar del mejor modo unas cualidades de sentimiento. El cuen-
to de Peirce parte de la experiencia, de la apertura a nuevas cosas,
a nuevas formas de vida, de lo que él siente, de su deslumbramien-
to. Más que describir trata de hacernos ver y hacernos sentir con
él. La capacidad de representar del arte, de hacer comunicable,
permite que de algún modo sintamos con Peirce el temor ante los
bandidos, el arrepentimiento al verse entre sus filas llevado por
la locura, la emoción de determinados momentos, la sorpresa, la
maravilla al contemplar determinados paisajes.

37. Carta de C. S. Peirce a Victoria Lady Welby, L 463.


38. Carta de C. S. Peirce a Sarah Mills Peirce, 2 de septiembre de 1870,
L 341.
El origen de las ideas estéticas de Peirce 85

En resumen, la historia de Peirce, que no pasa de ser un relato


de aficionado de poca calidad, es con todo un ejemplo gráfico –tal
y como él pretendía–de cómo el arte es capaz de representar los
sentimientos que capta el artista, y como se verá vendrá a corrobo-
rar lo que desde un punto de vista teórico puede desprenderse de
su pensamiento en relación al arte, aunque evidentemente las esca-
sas cualidades literarias de Peirce no le permiten igualar la fuerza
deslumbrante de su creatividad en el ámbito científico.

1.5. PRIMERAS LECTURAS: LAS CARTAS ESTÉTICAS


DE FRIEDRICH SCHILLER

Entre los distintos elementos de la biografía de Peirce relacio-


nados con el arte conviene por supuesto tener en cuenta que se
inició en la filosofía a traves de la estética. En un diario de clase ti-
tulado por él mismo «My Life Written for the Class-Book» afirma
que en 1855, su primer año de College, leyó las Aesthetische Briefe
de Schiller y comenzó el estudio de Kant (W1, 1-3). En 1903 él
mismo recordaba que el primer año de sus estudios filosóficos lo
dedicó exclusivamente al estudio de la estética, aunque confiesa
inmediatamente después: «La he descuidado tanto desde entonces
que no me siento autorizado para sostener alguna opinión fiable
sobre ella» (CP 5.129, 1903). Peirce afirma en 1903 que su buen
ángel debió de impulsarle a tomar primero esa rama de la filosofía
que debería seguir inmediatamente al estudio de las categorías, y
a estudiarla «en un libro alemán que, aunque era demasiado viejo
para ser sensatamente influido por Hegel, era a pesar de todo uno
de los libros en los que las tres categorías, en un disfraz casi irreco-
nocible, jugaban una parte importante» (MS 310, 1903). Afirma
que el libro de Schiller era muy bueno para un filósofo que se
86 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

estaba iniciando, y que después pasó a la lógica y a la crítica de la


razón pura y «lamentablemente» se olvidó de la estética.
Sabemos por tanto que una de sus primeras lecturas filosóficas
fue el libro de Friedrich Schiller, Aesthetische Briefe, y muchos de
los escritos juveniles de Peirce estaban dedicados a cuestiones es-
téticas. Peirce cuenta alrededor de 1902 que cuarenta y siete años
atrás se había propuesto exponer el Aesthetische Briefe de Schiller,
que le había prestado la Sra. Lowell (esposa de Charles Russell
Lowell) a su compañero de escuela y amigo Horatio Paine39.

(Portada de la edición de Aesthetics Letters


que Peirce leyó en 1855).

El libro interesó más a Peirce y a su amigo que las lecturas de


clase, y afirma Peirce que pasaron cada tarde de largos meses so-
bre ese libro desmenuzándolo, tanto como unos chicos de su edad
eran capaces de hacer. Cuenta también que en esa época leyó

39. Parece que el ejemplar prestado fue una copia de la traducción inglesa
realizada por John WEISS: The Aesthetics Letters, Essays, and the Philosophical
Letters of Schiller, Little and Brown, Boston, 1845.
El origen de las ideas estéticas de Peirce 87

varias obras de estética, aunque afirma que en general, como la


mayoría de los lógicos, había considerado poco la materia de esos
libros que le parecían muy flojos, aunque él mismo dice después
que esa no es excusa (CP 2.197, c.1902). No sabemos en concreto
a qué libros se estaba refiriendo. En 1905 afirma que algunas
lecturas le habían ayudado a comprender la naturaleza del fin úl-
timo, entre las que señala World and Individual de Josiah Royce,
Riddles of the Sphinx de F. C. S. Schiller, Substance and Shadow
de Henry James Sr. y, por supuesto, las cartas sobre la educación
estética de Schiller (CP 5.402, nota 3). Estas son algunas de las
pocas lecturas que sabemos que Peirce realizó sobre temas rela-
cionados con la ética y la estética. Evidentemente no compartía
siempre las opiniones de esos libros, pero le ayudaron a pensar en
esas cuestiones.
Como se verá en el siguiente apartado, ese aparente prejuicio
contra la estética no impide que en los años finales de su vida
Peirce desarrolle algunas ideas para la comprensión de esa cien-
cia como algo fundamental. En mi opinión, Peirce se dejó influir
por el libro de Friedrich Schiller, al que se refiere varias veces a lo
largo de su vida, más de lo que reconoce abiertamente. Schiller es
una referencia indiscutible para Peirce al tratar sobre cuestiones
estéticas. Entre las anotaciones que Peirce realiza a un ejemplar de
The Vocabulary of Philosophy, Mental, Moral and Metaphysical de
William Fleming (1857) se conserva una a la voz «estética» en la
que señala que «la estética tiene dos significados: para uno véase
la Crítica de Kant; para el otro las Cartas Estéticas de Schiller»40.
David Dilworth ha señalado que Peirce dialogó con las ideas
de los principales autores clásicos, con la tradición escocesa y con

40. Ejemplar conservado en la Universidad de Harvard. Véase: http://


books.google.com/books?vid=HARVARD:HWAFV9&printsec=titlepage#v=o
nepage&q&f=false.
88 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

el romanticismo e idealismo alemán del XIX, entre ellos, princi-


palmente, con Schiller, Schelling y Hegel. La influencia de Schiller
fue la primera, así reconocida explícitamente por el propio Peirce
al principio de su carrera. Esa influencia Schilleriana pudo llegar
a Peirce no solo a través de la lectura directa de su obra sobre esté-
tica sino también a través de algunos intermediarios como Ralph
Waldo Emerson (1803-1882), en el que se mezclaban las formas
del romanticismo e idealismo inglés y alemán disponibles en la
América de su tiempo. Schiller era admirado por intelectuales y
artistas de Nueva Inglaterra, como en el caso del pintor Wash-
ington Allston, que llegó incluso a retratar una escena basada en
Los bandidos de Schiller41. El trascendentalismo americano recibió
una gran influencia de la filosofía y la literatura alemanas, parti-
cularmente de Schiller, Goethe y Novalis. La prosa y la poesía de
Emerson absorbían y transformaban mucho de Schiller, y Peirce
reconoció en diversas ocasiones su afinidad con Emerson. Escribe
en una ocasión:
Puedo mencionar, en beneficio de aquellos a los que les gusta
investigar las biografías mentales, que nací y fui criado en las cer-
canías de Concord –quiero decir en Cambridge– cuando Emerson,
Hedge y sus amigos estaban diseminando las ideas que habían to-
mado de Schelling, y Schelling de Plotino, de Boehm, o de Dios
sabe qué mentes afectadas por el misterioso misticismo del Este.
Pero la atmósfera de Cambridge contenía más de un antiséptico
contra el trascendentalismo de Concord; y no soy consciente de
haber contraído algo de ese virus. Sin embargo, es posible que algu-
nos bacilos sofisticados, alguna forma benigna de la enfermedad, se
implantaran en mi alma, sin darme cuenta, y que ahora, después de
una larga incubación, salgan a la superficie modificados por con-

41. Donna Mencia in the Robber’s Cavern, 1815, Museum of Fine Arts,
Boston.
El origen de las ideas estéticas de Peirce 89

cepciones matemáticas y por el entrenamiento en las investigacio-


nes físicas (CP 6.102, 1891)42.

Como ha señalado Dilworth, «una de las muchas contribucio-


nes de Peirce a la filosofía consistió en convertir el método elíptico
y analógico de filosofar de Emerson en su propio estilo lógico y
analítico, estando por otra parte de acuerdo en todas las cuestio-
nes mayores del pensamiento de Emerson» (Dilworth, 2010, 38).
Existía un parecido en determinados aspectos de los pensamien-
tos de Emerson y Peirce, principalmente en el terreno metafísico,
entre los que destaca una afinidad de la mente con la naturaleza
–como ya se ha visto en el segundo apartado hay una continuidad
de materia y espíritu– que nos permite descubrir la verdad, o la
corriente de realidad que se presenta ante la mente y en la que
flotan objetos de todas las formas, colores y naturalezas. Peirce
aplicó también el énfasis de Emerson en lo poético a la imagina-
ción científica. Emerson es por lo tanto otra de las vías a través de
las cuales pudo llegar a Peirce el pensamiento de Schiller: «A través
de Frederic Henry Hedge, entre otros, Emerson quedó impactado

42. Para la influencia de Emerson y el trascendentalismo en Peirce pue-


de verse: Frederic I. CARPENTER, «Charles Sanders Peirce: Pragmatic Trans-
cendentalist», New England Quarterly 14, 1 (1941), 34-48; Joseph L. ESPO-
SITO, Schelling’s Idealism and Philosophy of Nature, Bucknell University Press,
Lewisburg, 1977, capítulo 7; Douglas R. ANDERSON, «Emerson’s Schellingean
Natures: Origins of and Possibilities for American Environmental Thought»,
Cognitio, 8, 1 (2007), 13-21; Fernando ZALAMEA, «Faneroscopia, Filosofía
Natural y Literatura. ‘La Esfinge’ en Peirce, Emerson, Poe y Melville», Cua-
dernos de Sistemática Peirceana 1 (2009), 33-52; David A. DILWORTH, «Elec-
tive Affinities: Emerson’s ‘Poetry and Imagination’ as Anticipation of Peirce’s
Buddhisto-Christian Metaphysics», Cognitio, 10, 1 (2009), 43-59, y «Elective
Metaphysical Affinities: Emerson’s ‘Natural History of Intellect’ and Peirce’s
Synechism», Cognitio 11, 1 (2010), 22-47; Felicia E. KRUSE, «Peirce, God, and
the ‘Transcendentalist Virus’», Transactions of the Charles S. Peirce Society 46,
3 (2010), 386-400.
90 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

por Goethe, Schiller, Schelling, Coleridge y Carlyle, y le transmi-


tió esas influencias a Peirce» (Dilworth, 2010, 57).
Friedrich Schiller (1759-1805), poeta, dramaturgo, filósofo e
historiador, se vio influido por una corriente de la filosofía ale-
mana que quería llevarla hacia la vida e impulsar el pensar por sí
mismo (Safranski, 2011, 65), rasgos que también podemos reco-
nocer en Peirce. Frente al racionalismo, es necesario comprobar
los pensamientos mediante la experiencia y comprender al hombre
desde abajo. Influido también por el empirismo inglés de la época,
Schiller apela tanto a la razón como al corazón (Safranski, 2011,
75). De formación médica, Schiller trata de defender la libertad
por encima de los procesos fisiológicos. En diálogo con los filóso-
fos trata de pasar del cuerpo al espíritu y al revés, quiere averiguar
cómo se produce la acción recíproca entre ellos y resaltar la unidad
del ser humano y la continuidad de mente y materia, de espíritu
y naturaleza. Para Schiller el signo nos une adecuadamente a la
realidad, y nuestro cerebro, que lee la naturaleza, llega a afirmar
en una de sus cartas filosóficas, es él mismo naturaleza (Safranski,
2011, 95).

(MS 1120, s. f.).


El origen de las ideas estéticas de Peirce 91

Peirce sentía admiración por Schiller, que aparece con frecuen-


cia en las listas de grandes hombres que elaboró en la década de
1880. En una de ellas aparece en el puesto 216 de los «provisional-
mente admitidos» (W 5, 30), en otra aparece entre los poetas que
están listados entre los «hombres de sentimientos» (W 5, 35) y en
1892 lo lista entre «los grandes hombres de la historia» como poeta
y literato (W 8, 265).
Schiller aparece también en la reseña que Peirce realiza de The
man of Genius, un libro escrito por Cesar Lombroso, profesor de
medicina legal en la Universidad de Turín (Charles Scribner’s Son,
1891). En esa reseña Peirce se dedica a refutar la tesis de Lombroso
según la cual el genio es una enfermedad mental. Peirce afirma
entonces que toda la civilización no puede deberse a la locura, y
utiliza sus propias listas de grandes hombres para rebatir las gene-
ralizaciones de Lombroso, como la de que los genios son más bajos
que los hombres ordinarios. Schiller aparece mencionado como
ejemplo de grandes hombres altos (W 8, 265).
Los paralelismos entre Schiller y Peirce son numerosos. Algu-
nos estudiosos han señalado la influencia que tuvo en Peirce la idea
de la educación estética de Schiller como cultivo de la capacidad de
sentir –Ausbildung des Empfindungsvermögens– (Barnouw, 1988,
616), y se ha visto en la estética de este pensador una anticipación
de la teoría de las categorías peirceanas, tal como el mismo Peirce
señalaba, pues reconocía en las cartas estéticas de Schiller un papel
importante de tres categorías a pesar de su disfraz (MS 310, 1903)43.

43. Sobre el origen schilleriano de las categorías de Peirce puede verse An-
dré DE TIENNE, «Peirce’s Early Method of Finding the Categories», Transactions
of the Charles S. Peirce Society, 25, 385-407, y David DILWORTH, «Gravity and
Elective attractions: The provenance of Peirce’s Categories in Friedrich von
Schiller», 15th International Meeting on Pragmatism, PUC, Sao Paulo, 4-7
noviembre 2013. Dilworth ha señalado en concreto las cartas 1-11 y 24-27
de Schiller como fuente de influencia para las primeras categorías de Peirce,
92 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

André de Tienne ha estudiado la génesis de las categorías peircea-


nas (de Tienne, 1989) y señala que la primera sugerencia triádica
viene a Peirce a través de la lectura de Schiller, donde Peirce se
encuentra con el impulso formal, el impulso sensible y el impulso
de juego. Más aun, Schiller enseña a Peirce que el tercer impulso
(el de juego) era el resultado del perfecto equilibrio entre los otros
dos (W 1, 11). La categoría de primeridad podría corresponderse
con el sentido de «pura apariencia» en el Spieltrieb schilleriano, esto
es, en el impulso de juego (Dilworth, 2013, 2). Aunque Schiller no
sea quizá el responsable directo de las tres categorías peirceanas,
puede considerarse al menos que juega un papel importante en el
hecho de que Peirce se diera cuenta de la importancia de la triadi-
cidad formal (de Tienne, 1989, 387). Como ha señalado Esposito,
Peirce no basó sus categorías en una taxonomía del lenguaje o en
una tabla de juicios lógicos sino en la idea de una generación siste-
mática de categorías que parece haber sido una contribución de los
tempranos trabajos de Peirce (Esposito, 1980, 79).
Puede señalarse también que para Schiller el universo es una
idea de Dios y la naturaleza es una obra de arte, algo que Peirce
también afirmará. Schiller desarrolla asimismo una filosofía del
amor, en la que este constituye un poder cósmico, un poder real
en el mundo (Safranski, 2011, 19), algo que aparecerá también
en el agapismo peirceano. Podría verse también una influencia
en la ley de la mente, esto es, en las ideas que tienden a expandir-
se, perdiendo intensidad pero ganando en generalidad. Schiller,
al igual que después hará Peirce, defiende también el espíritu de

que denominó I, IT y THOU: «Siguiendo a Schiller, el joven Peirce formuló


la polaridad de los impulsos racional y sensible en términos del mundo I y del
mundo IT, completando el paradigma del Spieltrieb con la función sintetiza-
dora del mundo THOU, precursor agapástico de la terceridad peirceana, del
amor evolutivo».
El origen de las ideas estéticas de Peirce 93

investigación y el amor a la verdad frente a las almas mercenarias,


y distingue a aquellos que quieren vivir de la ciencia de aquellos
que quieren vivir para la ciencia (Safranski, 2011, 307).
Respecto al ámbito de la estética, trataré de mostrar más ade-
lante que la influencia de Schiller en Peirce es mucho más profun-
da y duradera de lo que parece a primera vista. Baste señalar por el
momento que parece haber una fuerte influencia schilleriana en la
manera en que lo tercero armoniza lo primero y lo segundo, algo
que resultará decisivo en la concepción estética de Peirce.
Peirce no solo lee y «desmenuza» en su juventud las cartas es-
téticas de Schiller, sino que cuando se encontraba en el segundo
curso de sus estudios en el Harvard College realiza también un tra-
bajo para clase sobre ese texto (W1, 10-12). Uno de los temas asig-
nados para las composiciones de ese curso era la siguiente frase del
crítico de arte John Ruskin en su obra Modern Painters: «Schiller,
en sus Cartas Estéticas, observa que el sentido de la belleza nunca
promovió la realización de un solo acto de deber». Peirce, con solo
diecisiete años y conocedor de las cartas de Schiller, las defiende de
la mala interpretación de Ruskin y expone unas ideas que pueden
tomarse como un claro antecedente de lo que desarrollará años
más tarde acerca de las ciencias normativas y la relación entre ellas.
La defensa que Peirce hace de Schiller en ese ejercicio frente a
la interpretación errónea o sacada de contexto de Ruskin es clara.
Peirce se refiere en ese texto a la definición de belleza de Schiller,
que claramente está en la línea, como se verá más adelante, de la
noción de belleza que sostendrá el mismo Peirce. Cita la siguiente
definición:

Todas las cosas que pueden presentarse en la experiencia, cabe


pensarlas en cuatro relaciones diferentes. Una cosa puede referirse
inmediatamente a nuestro estado sensible (nuestra existencia y bien-
estar); esta es su cualidad física. También puede referirse al intelecto
94 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

y proporcionarnos un conocimiento; esta es su cualidad lógica. Asi-


mismo puede referirse a nuestra voluntad y ser considerada como
objeto de elección para un ser racional; esta es su cualidad moral.
Por último, puede referirse al conjunto total de nuestras diferentes
potencias sin ser objeto determinado para ninguna; esta es su cuali-
dad estética. Un hombre puede sernos agradable porque es servicial;
puede su conversación sernos motivo de pensamiento; puede su ca-
rácter inspirarnos respeto, pero también puede, independientemen-
te de todo esto y sin que al juzgarlo tengamos en cuenta ni ley ni fin
alguno, placernos en la mera contemplación, solo por su modo de
ser (Schiller, 1968, carta XX, 93-94).

Lo bello, por tanto, aparecerá como aquello que se relaciona


con las diferentes capacidades del hombre sin ser objeto definido
de ninguna de ellas. La belleza no puede hacer que cometamos
actos buenos, esto es, su naturaleza no es práctica. La estética no
es una ciencia práctica que nos ayude a ser mejores en lo concreto,
sino que, solo en tanto que favorece a todas las funciones, el estado
estético es fructífero en el más alto grado respecto al conocimiento
y la moralidad. Como afirma Schiller en el texto al que Ruskin
hacía referencia:

Por eso hay que dar la razón a los que dicen que lo bello y el
estado en que lo bello pone al espíritu son enteramente indiferentes
con respecto al conocimiento y a la convicción moral. Tienen razón,
en efecto; la belleza no produce en absoluto un resultado particular,
ni para el entendimiento ni para la voluntad; no realiza ningún fin,
ni intelectual ni moral, no nos descubre ninguna verdad, no nos
ayuda a cumplir un deber; y, en una palabra, es igualmente inca-
paz de afirmar el carácter y de iluminar el intelecto (Schiller, 1968,
carta XXI, 95).

El arte no realiza fines concretos pero, lejos de ser un lujo o


un ornato, tiene una función fundamental en tanto que favorece
El origen de las ideas estéticas de Peirce 95

a todas las capacidades y puede reconciliar los distintos elementos


en el corazón humano, puede hacer que lleguen a un equilibrio. El
ser humano, afirma Schiller, puede ser como un salvaje si sus sen-
timientos arrollan a sus principios, o como un bárbaro si sus prin-
cipios destruyen sus sentimientos; uno desprecia el arte y se deja
dominar por la naturaleza; el otro deshonra a la naturaleza y a me-
nudo acaba siendo esclavo de ella. Lo estético, en cambio, supone
algo que no es natural ni moral, sino que precisamente unifica lo
natural y lo moral, lo uno y lo múltiple, la razón y el sentimiento,
la experiencia y la auto-determinación. La estética, afirma Schiller,
supone un ejercicio unificado de todas las facultades frente a un
ejercicio unilateral, en particular de la razón que, aunque pueda
conducir a la especie a la verdad, sin duda conduce a los individuos
en cuanto tales al error inevitable. Frente a la oposición kantiana
de libertad moral y naturaleza como sistema de necesidad causal,
Schiller proclama la cooperación armoniosa de todos los aspectos
de la naturaleza humana, sostiene que las facultades trabajan jun-
tas y no en oposición, y reivindica el papel de la experiencia para la
moral y la racionalidad lógica (Barnouw, 1988, 621).
Peirce también habla en su temprano escrito sobre Schiller de
otro elemento importante: el impulso de juego, que es el que crea
la belleza. Peirce concluye el escrito afirmando: «No añadiré nada
más. Schiller parece haber dicho todo lo que se puede decir, y es
difícil repetir sus reflexiones sin el lenguaje espléndido con que las
ha vestido apelando a y ocupando la mente» (W 1, 12)44. Acudiré

44. Al corregir el ejercicio el instructor subrayó las palabras «lenguaje es-


pléndido» y escribió en el margen «preferiría oír el tuyo», a lo que Peirce res-
pondió dando una breve explicación con sus palabras de la belleza en Schiller:
«Diría que estaba el impulso y facultad I, el impulso y facultad IT, y también el
impulso y facultad THOU que (me parece) es el que Schiller considera como
el de la belleza» (W 1, 534). Según los editores de W 1, el propio Peirce realizó
las traducciones de las citas de Schiller para el ejercicio.
96 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

entonces, como Peirce sugiere, a las ideas y las palabras de Schiller


que él comparte.
Schiller considera que en el hombre hay presentes tres grandes
instintos: el sensible, que le lleva a apoderarse de la materia, el ideal,
que le lleva a conocer la forma pura, y el estético, que le lleva al
juego, esto es, a desligar de la materia su apariencia y a contemplarla
pura y simplemente. El impulso sensible excluye la libertad, el for-
mal excluye la dependencia, la pasividad. Los dos impulsos actúan
unidos en el impulso del juego, que junta el devenir con el ser abso-
luto y la variación con la identidad. El juego es el único estado que
realiza íntegramente lo humano (Schiller, 1968, cartas XIV-XV,
67-71). El hombre solo es plenamente hombre cuando juega, esto
es, cuando imagina, cuando busca el equilibrio de sus facultades.
Ese juego produce la belleza y nos lleva así a un estado superior, de
libertad, que nos capacita para realizar los ideales. La libertad se
halla en la acción conjunta de todas las fuerzas del hombre.
El juego supone por tanto el inicio del estado estético, que
hace que se rompa con la materia exterior, que haya formas que
no lleven la señal de la utilidad y se inicie la libertad interior; el
hombre se eleva mediante la libertad de lo bello por encima de las
cadenas que toda finalidad física impone. La ley del juego estético,
afirma Schiller, es dar libertad por medio de la libertad. Por ello
es necesaria para el hombre la educación estética que haga de la
naturaleza una amiga, que enaltezca la libertad y ponga freno a sus
caprichos (Schiller, 1968, carta IV, 22-23), una educación estética
que, como resalta Peirce en su escrito de juventud sobre Schiller,
ponga a la mente en un estado de «infinita determinabilidad», de
perfecta libertad y que en ese sentido sea máximamente fructífera
para el conocimiento y la moralidad.
Peirce, tal y como afirma en otro escrito de juventud, reconoce
los dos impulsos de Schiller: el impulso que produce la forma y el
impulso sensible que transforma las ideas puras en una variedad
El origen de las ideas estéticas de Peirce 97

de realidades. El primer impulso, afirma Peirce, da leyes y el se-


gundo crea casos. A primera vista, continúa, esos dos impulsos
parecen contradictorios, pero no es así. Aunque no es posible un
tercer impulso fundamental que los reconcilie, esos dos impulsos
no entran en conflicto en los mismos objetos y pueden fácilmente
coexistir en perfecta armonía. Surge así ese tercer impulso que no
es sino el resultado del perfecto equilibrio de los otros dos, que es
la condición de una humanidad completa y que se relaciona con
la totalidad de nuestras capacidades. Peirce afirma que ese es el
impulso que crea la belleza, convirtiéndola en un estado activo, y
reconoce así el papel del juego (MS 1633, c.1857).
Peirce afirma alrededor de 1911 que en su juventud había leí-
do a Schiller y que su teoría era que la belleza es expresión del
Spiel-trieb (MS 675). Afirma entonces de nuevo que está dipuesto
a admitir que la belleza es una cuestión de juego, sea un juego
sin propósito (iddle play) o con una finalidad (busy play). Añade
que le hubiera gustado que Schiller, con su afición a la alegoría,
hubiera usado ese medio o cualquier otro para considerar qué es
lo adecuado para provocar la admiración, la devoción y la inves-
tigación apasionada de un alma inmortal. En ese manuscrito de
1911 desea que Schiller hubiera imaginado que un hada madrina
le concede a alguien un año para pensar acerca de esta cuestión.
El hada madrina volverá dentro de un año y si esa persona no está
preparada todavía para decir qué le agrada y satisface por encima
de todo lo demás le concederá otro año, y así sucesivamente. Ese
hombre, dice Peirce, pensaría en qué le bastaría para llenar su vida
de alegría, y afirma que no sería el spieltrieb. En 1911 Peirce rela-
cionará la belleza de la clase que llena el alma con el autogobierno.
Un hombre normal, afirma Peirce, juiciosamente educado, habrá
sido llevado a meditar sobre la belleza de ciertas clases de acciones,
y verá que necesita autogobierno, que es libre y que no está cons-
treñido por unas normas externas (MS 675). Quizás las respues-
98 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

tas de Schiller y Peirce no coincidan siempre del todo, pero en el


fondo de la reflexión peirceana, igual que en la de Schiller, late la
pregunta constante por la belleza, por aquello que provoca nuestra
admiración y es capaz de transformar nuestra vida.
Schiller y Peirce tenían influencias comunes: Schiller reconoce
principios kantianos y llega a estudiar la obra de Kant en profun-
didad. Afirma que la elevación del rango de la imaginación por
obra de Kant es el más hermoso regalo que la filosofía podía hacer
a la poesía (Safranski, 2011, 347); también Peirce se introduce en
la filosofía leyendo a Kant: «Cuando era un bebé en filosofía –
escribió Peirce–mi biberón se llenaba de las ubres de Kant» (CP
2.113, c.1902). Escribe Peirce en otra ocasión que era un kantiano
puro hasta que fue llevado forzosamente al pragmatismo median-
te pasos sucesivos (CP 5.452, 1905). Parece que Peirce se centró
más en la Crítica de la razón pura y en la Crítica de la razón prác-
tica que en la Crítica del juicio: como ha escrito Anderson, «prestó
poca atención a la tercera crítica de Kant y podría haber pasado
por alto el desarrollo kantiano de la ‘imaginación’, del ‘genio’ y
de la creación estética sobre la base de que tenían poco que ver
con los asuntos formales de las dos primeras críticas» (Anderson,
1995, 21). No sabemos con certeza si Peirce llegó a estudiar con
detenimiento la tercera crítica kantiana. Sin embargo, como ha
afirmado Kaag, esa influencia llega a Peirce de alguna manera a
través de Schiller: las nociones kantianas de juego de las facultades
y de imaginación, y otros elementos como la noción de «espíritu»
o alma en el arte, de la que se hablaba en el tercer apartado de este
capítulo, están presentes en Peirce, si no directamente sí al menos
a través de Schiller. Quizá sin darse cuenta Peirce extiende el mo-
vimiento de la estética kantiana (vía Schiller) en una investigación
pragmática (Kaag, 2005, 530).
Por lo tanto hay elementos de Schiller, de origen kantiano,
que tendrán gran influencia en Peirce. El más evidente es quizá el
El origen de las ideas estéticas de Peirce 99

juego de las facultades, cuya influencia es muy clara en la idea de


musement y de abducción peirceana. Muchos años después de ha-
ber leído el libro de Schiller, escribe Peirce: «En cuanto a la palabra
juego, el primer libro que leí (…) fue Asthetische Briefe de Schiller,
donde tiene mucho que decir acerca del Spiel-Trieb; y me causó
tal impresión que ha empapado mi noción de ‘juego’ hasta hoy»
(Wiener, 1958, 401).
Para Schiller, el juego funciona como un equilibrio ideal entre
la acción recíproca de los impulsos formal y sensible, nos lleva
a una región intermedia entre la pasividad sensible y la libertad
intelectual o moral. El juego de Peirce, como en el juicio estético
kantiano, no está constreñido por ninguna regla a priori, no está
constreñido ni interna ni externamente, sino que descubre y de-
sarrolla las limitaciones de una situación que evoluciona (Kaag,
2005, 531). Lo que Peirce denominará musement en 1908 es un
peculiar estado de la mente que va libre, suelta, de una cosa a
otra, sin seguir regla alguna. Peirce lo caracteriza como un puro
juego desinteresado de la mente que «no envuelve otro propósito
que el de dejar a un lado todo propósito serio». Tampoco posee
ninguna regla, «excepto la misma ley de la libertad» (CP 6.458,
1908). El musement no se reduce al estudio científico o al análisis
lógico y es precisamente en esa no reducción a la ciencia o a la
lógica donde Peirce cifra las posibilidades mucho más amplias que
ofrece. En el musement se conjugan, como en el juego kantiano de
facultades, la imaginación y el entendimiento, pero mientras que
en el conocimiento racional la primera está sujeta al segundo, en
el musement la imaginación es libre para proporcionar materia al
entendimiento, que como afirma Kant queda «vivificado» por ella
(Kant, 2007, 245). Se trata de un estado mental de especulación
libre, sin límites de ninguna clase, en el cual la mente juega con las
ideas y puede dialogar con lo que percibe: un diálogo en el que la
imaginación juega un papel esencial.
100 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

Sube al bote del musement, empújalo en el lago del pensamiento


y deja que la brisa del cielo empuje tu navegación. Con tus ojos abier-
tos, despierta a lo que está a tu alrededor o dentro de ti, y entabla
conversación contigo mismo, para eso es toda meditación. Sin em-
bargo, no es una conversación sólo con palabras, sino ilustrada con
diagramas y experimentos como una conferencia (CP 6.461, 1908).

No es una conversación hecha solo con palabras, esto es, como


afirmaba Kant, va más allá de aquello que se puede reunir en un
concepto (Kant, 2007, 243). El musement peirceano puede tomar
distintas formas: «puede tomar la forma de la contemplación esté-
tica, o bien la de construir distantes castillos (...) o la de conside-
rar alguna maravilla en uno de los Universos» (CP 6.458, 1908).
Constituye una experiencia peculiar, que para Peirce sólo puede
ser entendida desde el rechazo de la idea nominalista de experien-
cia en el sentido de «primeras impresiones de los sentidos».
Peirce afirma que es preciso investigar «en la soledad cientí-
fica del corazón», y llega incluso a dar consejos para practicar el
musement: «Si uno que hubiera decidido poner a prueba el muse-
ment como recreación favorita me pidiera consejo le respondería
lo siguiente: el amanecer y el crepúsculo invitan más al musement,
pero no he encontrado ninguna hora de las veinticuatro que no
tenga sus propias ventajas para este propósito» (CP 6.459, 1908).
En esa peculiar ocupación todo está permitido: «No hay ninguna
clase de razonamiento que quisiera desaconsejar para el musement
(...). El jugador solo debe tener en mente que las armas superiores
del arsenal de su mente no son juguetes sino herramientas afila-
das» (CP 6.461, 1908). Por lo tanto, aunque el juego es incapaz de
describirse lógicamente, da lugar a pesar de todo a un tipo bastan-
te específico de investigación (Kaag, 2005, 531).
Más allá de la idea de juego pueden encontrarse otras influen-
cias de Schiller en Peirce que han sido menos consideradas y que
trataré de explicitar a lo largo del libro. Como ha escrito John
El origen de las ideas estéticas de Peirce 101

Kaag, la admiración de Peirce por Friedrich Schiller es profunda y


sentida y puede verse su influencia en el desarrollo de las ciencias
normativas y del juego abductivo (Kaag, 2005, 529). Schiller cree
que a través del Spiel artístico e interactivo uno llega a reconocer el
orden de las cosas como el orden de la mente, algo que evidente-
mente estará presente en Peirce (Kaag, 2005, 530). Como ha seña-
lado también Barnouw, la influencia de Schiller en algunas cues-
tiones puede ser mayor de la que parece (Barnouw, 1988, 607). Es
razonable pensar que la influencia de Schiller sigue activa al final
del desarrollo filosófico de Peirce, más de cincuenta años después
de su primer contacto con él. Así lo manifiestan algunos textos en
los que todavía menciona a Schiller. Alrededor de 1913, apenas un
año antes de su muerte, Peirce afirma por ejemplo que las princi-
pales ciencias mentales, vivas o in ovo, le parecen ser la estética, la
lógica y la psicología, y recuerda, una vez más, que el primer libro
que leyó sobre esas materias, exceptuando la Lógica de Whately,
fueron las Aesthetische Briefe de Schiller. Dice de nuevo que ese
libro le causó una gran impresión. Parece por su comentario pos-
terior que había leído también las obras literarias de Schiller, pues
afirma que pocas de sus producciones le habían abrumado con un
sentido de su belleza. Sin embargo, afirma que esa diferente apre-
ciación de clases particulares de obras no se debe a una diferencia
esencial en las dos mentes respecto a la idea de belleza en general,
sino a los efectos de la habituación, a una excesiva teoría y a otras
causas accidentales en grandes partes de Alemania, que hacen que
los sentimientos hayan llegado a estar generalmente desprovistos
de ciertos elementos, mientras que los suyos han estado desprovis-
tos de otros (MS 683, c.1914).
Es claro que el pensador y dramaturgo alemán no le propor-
ciona a Peirce todas las respuestas, pero alimenta sus reflexiones y
comparte con él puntos esenciales. Afirma Peirce en otra ocasión
que no intenta un análisis de las cartas estéticas, sino dar argumen-
102 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

tos sobre esa cuestión acordes con los requerimientos de la materia


(MS 1633, c.1857). Quizá las primeras lecturas, como el primer
amor, no se olvidan, y hay muchos elementos de Schiller que esta-
rán presentes en el pensamiento del Peirce maduro, no solo el ins-
tinto de juego y el libre juego de las facultades, sino también otros
que pueden ya adelantarse, tales como la naturaleza normativa y
no práctica de la estética, su papel unificador y fundamental, el
equilibrio que supone la belleza o la superación de los dualismos.

1.6. LA TRANSFORMACIÓN «SENTIMENTAL»


Y «MÍSTICA» DEL CAMBIO DE SIGLO

Para terminar esta primera parte biográfica en la que he trata-


do de considerar distintos factores que pueden estar en el origen
de las ideas estéticas de Peirce, es necesario referirse a la transfor-
mación que experimenta su pensamiento en la etapa final de su
vida, en la que sus ideas sobre la estética y el arte aparecen más
claramente delineadas.
Peirce fue principalmente un científico. Como señaló Max
Fisch, «Peirce no era meramente un filósofo o un lógico que hu-
biera leído bibliografía científica. Era un científico profesional he-
cho y derecho, que llevó a todo su trabajo las preocupaciones del
filósofo y del lógico» (Fisch, W3, xxviii-xxix). Era por lo tanto
un científico con una perspectiva muy amplia de su labor. Peirce
consideraba que el fin último de su labor era participar de la acti-
vidad creadora, haciendo el mundo cada vez más razonable, esto
es, colaborando en el crecimiento de la razón (CP 1.615, 1903).
Para él todo individuo había de mirar más allá de su propio interés
personal, y esa concepción de Peirce, que le lleva a tomar concien-
cia de que forma parte de un todo más amplio, se hace más aguda
y llamativa, como se verá, a partir del cambio de siglo.
El origen de las ideas estéticas de Peirce 103

En el estudio del pensamiento de Peirce suelen distinguirse va-


rias etapas. Max Fisch habló de un «periodo de Cambridge», que
iría desde su lectura de la Lógica de Whately en 1851 hasta su me-
moria sobre la lógica de relativos en 1870; un «periodo cosmopo-
lita» (1870-1887), en el que viajó extensamente y realizó la mayor
parte de su trabajo científico, y un tercer periodo que denomina
«Arisbe» (1887-1914) en referencia al nombre de la casa de Mil-
ford donde vivieron Peirce y su esposa durante esos años (Fisch,
1986, 227). Gerard Deledalle distinguió también tres etapas que
denominaba «Leaving the Cave» (1851-1870), «The Eclipse of the
Sun» (1870-1887) y «The Sun Set Free» (1887-1914). La primera
sería la etapa más nominalista de Peirce, con posturas empiricistas
y materialistas; la segunda constituye la etapa más matemática y
metodológica, mientras que la tercera es la fase de la metafísica
científica (Deledalle, 1990).
El tercer periodo de la vida de Peirce constituye el más largo y
productivo filosóficamente, aunque fueron años marcados por la
pobreza y por las enfermedades. Durante esos años finales Peirce
trabajó intensamente en su retiro de Milford, pero también viajó
en numerosas ocasiones a Boston y a Nueva York, impartió algu-
nas series de conferencias y se vio obligado por la necesidad de
dinero a aceptar toda clase de trabajos pagados que le distraían en
ocasiones de los objetivos que se había propuesto. En este periodo
se incluyen las Lowell Lectures de 1892-3, las Cambridge Lectures
de 1898 sobre «Reasoning and the Logic of Things», las Harvard
Lectures on Pragmatism de 1903 y sus contribuciones al Dictionary
of Philosophy and Psychology de Baldwin (1901-2)45. En 1902 Peirce
comenzó a escribir una Minute Logic que nunca completó.

45. Para una biografía detallada de ese periodo véase J. BRENT, Charles
Sanders Peirce. A Life, Indiana University Press, Bloomington, 1998, capítulos
4 y 5.
104 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

El desarrollo de las nociones estéticas y artísticas de Peirce,


particularmente de la estética como ciencia normativa, correspon-
de prácticamente a ese tercer periodo de la vida de Peirce, un pe-
riodo en el que retoma muchas cuestiones dentro de su evolución
intelectual y en el que trata de dar una forma definitiva al sistema
de su pensamiento. En esa tarea se enfrenta a disciplinas que quizá
nunca había tratado anteriormente y que encontrará que cumplen
un papel en su sistema.
Ese periodo de la vida de Peirce puede considerarse por tanto
como el más fértil y como el más definitivo a la hora de dar a
conocer su pensamiento. Se trata de unos años de una riqueza ex-
cepcional. En esa etapa final Peirce alcanza su madurez intelectual,
desarrolla completamente su teoría de los signos, trata de dar una
formulación definitiva del pragmatismo y produce muchas de sus
teorías metafísicas. El año 1903, por ejemplo, resultó para Peirce
especialmente fecundo, y probablemente puede considerarse como
el año más significativo para el desarrollo de sus ideas filosóficas.
En 1903 Peirce dicta sus Harvard Lectures on Pragmatism y sus
Lowell lectures. Se encuentra en esos momentos inmerso en la tarea
de redefinir su pragmatismo, esto es, de aclarar el significado de su
concepción original frente a la corriente de escritos pragmatistas
que estaban surgiendo y con los que no estaba de acuerdo. Esa co-
rriente exigía reformular algunos temas básicos de su pensamiento,
y es en ese contexto en el que surgen precisamente las afirmaciones
más significativas de Peirce sobre las ciencias normativas, lo que
nos indica que su concepción de ética y estética no está en absoluto
desligada de su pragmatismo, tal y como se señalará más adelante,
sino que más bien llegan a constituir la clave final de su explicación.
En esos años finales de intensa actividad filosófica Peirce sufre
además una transformación. Se ha escrito en ocasiones acerca del
profundo cambio que experimenta Peirce en esos años decisivos de
su pensamiento. Brent afirma que las cartas y escritos filosóficos
El origen de las ideas estéticas de Peirce 105

correspondientes a esa etapa muestran una fuerte tendencia hacia


un conocimiento de tipo místico que no estaría presente en las
etapas anteriores de su pensamiento (Brent, 1993, 18-19), y señala
que una peculiar experiencia religiosa de Peirce pudo estar en el
origen de esa transformación «mística», del giro hacia lo religioso
de buena parte de los escritos del Peirce maduro (Brent, 1993,
208-9). Esa experiencia aparece narrada por el propio Peirce en
una carta que escribe al párroco de la iglesia de St. Thomas en
Nueva York, el reverendo John W. Brown, el 24 de abril de 1892:

Esta mañana después del desayuno sentí que, de todas formas,


tenía que ir a la iglesia. Vagué sin rumbo sin encontrar una iglesia
episcopal ordinaria, en la que fui confirmado; pero finalmente lle-
gué a St. Thomas. Varias veces había estado allí en días laborables
para mirar el presbiterio, así que no vi nada que fuera nuevo para
mí. Pero esta vez –tampoco estaba pensando en Santo Tomás y
sus dudas– me pareció recibir, tan pronto como entré en la iglesia,
el permiso directo del Maestro para que fuera a comulgar. Aun y
todo, me dije a mí mismo, ¡no debo ir a comulgar sin una ma-
yor reflexión! Debo ir a casa y prepararme debidamente antes de
aventurarme. Pero, cuando llegó el momento, me vi a mí mismo
transportado hasta la barandilla del altar, casi sin intervención de
mi voluntad. Estoy completamente seguro de que fue correcto. De
cualquier modo, no pude evitarlo.
Puedo mencionar la razón por la que no ofrezco expresar mi
gratitud por la gracia que se me ha concedido mediante alguna for-
ma de trabajo eclesiástico, y es que lo que me pareció que hoy me
llamaba pareció prometerme que yo llevaría por amor al Maestro
una cruz como la muerte, y él me daría fuerza para soportarla. Es-
toy seguro de que sucederá. Mi parte es esperar.
Nunca antes he sido místico; pero ahora lo soy.

En la explicación de ese cambio pueden encontrarse también


otros factores personales como las dificultades que atravesaba Peir-
106 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

ce por la falta de dinero y las enfermedades suyas y de su mujer,


que hacen que su naturaleza «extremadamente emocional» se vea
afectada, como afirma en diversas cartas (Brent, 1993, 294). Esas
dificultades le impulsan de alguna manera hacia lo espiritual.
Como escribe en 1897 en una carta a William James:

He aprendido un montón sobre filosofía en estos pocos últimos


años, pues han sido años muy desgraciados y de poco éxito, terribles
más allá de lo que un hombre de experiencia ordinaria puede posi-
blemente entender o concebir (…). He aprendido mucho de la vida
y del mundo, arrojando fuertes luces sobre la filosofía en estos años.
Sin duda tienden a hacer que uno valore más lo espiritual, pero no
una espiritualidad abstracta (…). Me han llevado a valorar más que
nunca la acción individual como el único significado real que hay
en el Concepto y, sin embargo, a ver al mismo tiempo más clara-
mente que nunca que no es la mera fuerza arbitraria de la acción lo
que es valioso, sino la vida que le da a la idea46.

Aunque «místico» sea quizá un término demasiado fuerte para


describir el cambio que experimenta Peirce en su última etapa, sí
es cierto que sufrió de algún modo un giro hacia temas que en
años anteriores habían estado bastante alejados de sus reflexiones.
Por decirlo así Peirce se «des-racionaliza». Concede más importan-
cia a otras capacidades del ser humano y a otros temas que había
de algún modo olvidado o a los que no había dado consideración
suficiente. Peirce empieza por ejemplo a reconocer que la dimen-
sión moral de su metafísica era fundamental (Brent, 1993, 261) y
vuelve a retomar las ideas del místico Swedenborg.
Por primera vez después de largos años Peirce comienza a verse
como un agente moral que puede actuar y evolucionar hacia la

46. Carta de C. S. Peirce a William James, 13 de marzo, 1897, Harvard


University. Citada en Brent, 1993, 341.
El origen de las ideas estéticas de Peirce 107

razonabilidad concreta sobre un fundamento de recursos internos


y en una comunidad externa de investigadores (Brent, 1993, 341).
Trata temas que tienen que ver con la moral, por ejemplo la cues-
tión del falibilismo frente a la infalibilidad, la manera en que la fe
debería influir en la política del estado o la relación entre religión
y ciencia. Todo eso se expresa por un mayor interés (también vital)
hacia los asuntos religiosos. Peirce se propuso incluso escribir un
pequeño libro acerca de la religión, para el que se conservan algu-
nas anotaciones de 1906 (MS 864), aunque finalmente no llegó a
redactarlo. El libro que Peirce había previsto, de unas 30.000 pa-
labras, comenzaría con un esbozo de crítica lógica, ocupándose del
método de la ciencia, del amor a la verdad y del deseo de aprender,
y examinaría los orígenes de la oposición entre religión y ciencia,
que atribuye en ese manuscrito al conservadurismo, a la teología y
al dogmatismo, y a los sentimientos primitivos y naturales de las
personas, que a veces se oponen a lo científico. Peirce considera en
esos años que la religión, al igual que la ciencia, es una cuestión de
experiencia y que los teólogos, lejos de convertir la religión en un
conjunto de proposiciones metafísicas, deberían estar abiertos a la
verdad y proclamar el evangelio del amor47.
Como ha afirmado Brent, aunque Peirce alcanzara notoriedad
como científico fue considerado a veces como un charlatán en
sus pretensiones filosóficas y religiosas (Brent, 1993, 11). A pesar
de todo la reflexión filosófica del Peirce maduro adquiere clara-
mente matices religiosos: el ser humano puede averiguar la verdad
porque la naturaleza es inteligible, y si esto es así es porque la na-
turaleza es una manifestación de la mente divina. Hay una cierta
conmensurabilidad entre la mente del investigador y las verdades
del universo. Los descubrimientos y la capacidad que nos otorgan

47. Véase Charles S. PEIRCE, El amor evolutivo y otros ensayos sobre ciencia y
religión, S. Barrena (ed.), Marbot, 2010, Barcelona.
108 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

de predecir el curso de la naturaleza son una prueba conclusiva


de que, por decirlo así, somos capaces de captar un fragmento del
Pensamiento de Dios (CP 6.502, c.1906). Como ha escrito Jaime
Nubiola: «para Peirce la actividad científica es una empresa genui-
namente religiosa, quizá incluso la actividad religiosa por excelen-
cia, y separar religión y ciencia es contrario tanto al espíritu cien-
tífico como al Peirce real» (Barrena y Nubiola, 2013, 258). Peirce
presenta el objetivo de la vida de los hombres de ciencia, «que son
comparativamente pocos y que no pueden concebir en absoluto
una vida para el disfrute y desprecian una vida de acción», como
«el de adorar a Dios en el desarrollo de las ideas y de la verdad»
(MS 1334, 1905)48.
El universo es para el Peirce maduro una manifestación del
poder creador de Dios, «una gran obra de arte, un poema, un gran
símbolo del propósito de Dios» (CP 5.119, 1903). Toda la realidad
es de la naturaleza de la mente de Dios, la «ley de la mente» preside
el universo y de aquí se deriva que el objetivo de la ciencia no será
otro que el conocimiento de la verdad de Dios. Si la inteligibili-
dad de la naturaleza es la mente divina, el objetivo de la ciencia
para Peirce es puramente el conocimiento de la verdad de Dios.
Para Peirce los heuréticos o heurospudistas [del griego ευρισκω
«descubrir» y σπουδαιως, «diligente»] son los científicos que se
esfuerzan por descubrir, y que «miran el descubrimiento como un
familiarizarse con Dios y como la intención última por la que la
raza humana fue creada» (MS 1334, 1905).
Para el Peirce maduro «toda la realidad es de la naturaleza de
la mente viva» (Raposa, 1989, 126) y la ley de la mente preside el
universo como una tendencia a formar hábitos, que se combina

48. Traducción española en «La naturaleza de la ciencia», Anuario Filo-


sófico 29 (1996), 1435-1440 y en http://www.unav.es/gep/NaturalezaCiencia.
html.
El origen de las ideas estéticas de Peirce 109

con una evolución por azar (tijismo) y una evolución por necesidad
o determinación (sinejismo). Escribe en esa época artículos que
ciertamente tienen, como se ha dicho, resonancias místicas. En
«La esencia cristalina del hombre»49 (1892) realiza una aplicación a
la biología de sus doctrinas previas, y aplica su filosofía sinejista al
problema mente-cuerpo o «la relación entre los aspectos psíquicos
y físicos de una sustancia». Para realizar su propósito de desarrollar
una filosofía que represente adecuadamente el estado del conoci-
miento en el siglo XIX, discute largamente y con elaborado deta-
lle técnico la constitución de la materia y la teoría molecular del
protoplasma. Asocia las características físicas más importantes del
protoplasma a los tres tipos principales de acción mental, y sugiere
que como «la materia es mente degenerada», como «los eventos fí-
sicos no son sino formas degradadas o subdesarrolladas de eventos
psíquicos» y como «las leyes mecánicas no son nada sino hábitos
adquiridos, como todas las regularidades de la mente», «el idealista
no tiene ninguna necesidad de temer una teoría mecánica de la
vida». Desarrolla casi una doctrina virtualmente mística: que lo
suprasensible es misteriosa y paradójicamente representado en lo
sensible (Brent, 1993, 212).
«Amor evolutivo» (1893)50 es otro de los artículos más suge-
rentes y misteriosos del Peirce maduro. En él se enfrenta direc-
tamente a las cuestiones cosmológicas, explicando los principios
de la evolución del universo y del pensamiento humano en tanto
que forma parte de él, y haciendo de lo que denomina agapismo o

49. «Man’s Glassy Essence», CP 6.238-271; EP 1, 352-71. Hay traduc-


ción castellana en Charles S. PEIRCE, Obra filosófica reunida, Tomo I, Fondo
de cultura Económica, México, 2012, 379-395 y en http://www.unav.es/gep/
MansGlassyEssence.html.
50. «Evolutionary Love», CP 6.287-317; EP 1, 352-71; hay traducción
castellana en Obra filosófica reunida, Tomo I, 396-416 y en http://www.unav.
es/gep/AmorEvolutivo.html.
110 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

amor evolutivo el factor fundamental del desarrollo del universo.


Según explica en ese artículo, el universo y las ideas crecen persi-
guiendo un fin, un ideal que aparece como deseable por sí mismo
y que por eso se ama.
Merece la pena mencionar también su «Argumento olvidado
en favor de la realidad de Dios», de 190851. El argumento olvidado
supone la justificación empírica de la religión, esto es, la experien-
cia de Dios, y en él pueden encontrarse resonancias de la doctri-
na mística de que lo suprasensible real existe misteriosamente en
lo sensible como una comunidad de mente y naturaleza (Brent,
1993, 301). Aunque se publicó en 1908, Peirce había comenzado a
redactarlo en 1903. Era el primero de una serie de artículos sobre
religión que Peirce pensaba escribir, aunque finalmente sólo este
llegó a ser publicado. Para Peirce, el conocimiento de Dios, como
cualquier otro, depende de la experiencia: «No podemos conocer
nada excepto lo que directamente experimentamos» (CP 6.492,
1908). Dicha experiencia constituirá el momento instintivo que
se tome como punto de partida para el estudio científico de la
realidad de Dios. Bajo el nombre genérico de «Argumento Olvi-
dado» se recogen en el texto de Peirce tres argumentos distintos:
el primero, denominado Humble Argument (argumento humilde),
afirma que en cualquier hombre honesto puede surgir de forma
espontánea la hipótesis de que Dios es real, y que esa hipótesis
produce la determinación de modelar toda la conducta en con-
formidad con ella. Este argumento es la raíz y la base de los otros
dos. El segundo argumento sería propiamente el Neglected Argu-
ment (argumento olvidado) y sitúa al argumento humilde en una
perspectiva racional. Trata de mostrar que el argumento humilde

51. «A Neglected Argument for the Reality of God», CP 6.452-485; EP


2, 434-450; hay traducción castellana en Obra filosófica reunida, Tomo II, 520-
538 y en http://www.unav.es/gep/Argument.html.
El origen de las ideas estéticas de Peirce 111

es el fruto natural de la libre meditación. Esto es lo que ha sido


«olvidado» por los escritores de teología natural y si se tuviera en
cuenta se pondría de manifiesto que hay en el alma una tendencia
latente hacia la creencia en Dios que, «lejos de ser un ingrediente
vicioso o supersticioso, es simplemente el precipitado natural de
la meditación acerca del origen de los Tres Universos» (CP 6.487,
1908), es decir, que es instintiva. El tercer argumento es lo que
Peirce denomina «un estudio de metodéutica lógica, iluminado
por la luz de una familiaridad de primera mano con el genuino
pensamiento científico» (CP 6.488, 1910). Peirce no llega a desa-
rrollar ese estudio, pero afirma que consiste en la comparación del
proceso de pensamiento del que reflexiona sobre los tres universos
con el proceso metodológico que da lugar a los descubrimientos
científicos efectivos.
El Peirce maduro, por lo tanto, presta más atención a la reli-
gión, y también a la ética y a la estética, que se convierten en focos
importantes de su interés. Peirce vuelve su atención en la tercera
etapa de su vida a las ciencias normativas, que examinan los fe-
nómenos en su relación con los fines y propósitos, y por tanto en
lo que él denomina segundidad. Se sabe que Peirce había leído la
Ética a Nicómaco y la Política de Aristóteles en 1883, cuando le en-
cargaron los artículos relacionados con la moralidad para el Cen-
tury Dictionary. En esa época, según cuenta él mismo, comienza
a estar impresionado por la importancia de la teoría de la moral,
aunque solo la toma más seriamente cuando en 1896 considera
la fenomenología, y por tanto también las ciencias que en ella re-
posan, como clave para su sistema. La coherencia de ese sistema
le lleva a reconocer en 1902 a la estética como ciencia normativa,
pues es necesaria para él una ciencia más fundamental que la ética
que nos diga cuál es el fin último, aunque en 1903 afirma que sus
opiniones éticas y estéticas están todavía mucho menos maduras
que las lógicas (CP 5.129).
112 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

Alrededor de 1902 escribe que, como la mayoría de los lógi-


cos, ha considerado poco esas cuestiones, pero afirma haberse per-
suadido recientemente de que la lógica necesita de la estética (CP
2.197). Aunque siempre se considera poco preparado para hablar
de esos temas, se percibe que algo está cambiando en la última
etapa de su vida. Después del cambio de siglo Peirce llega a con-
vencerse, como se verá en el siguiente capítulo, de que la ética y la
estética están en la base de la lógica, y por tanto de su pragmatis-
mo, y es en esa época cuando nos va a dejar sus afirmaciones más
importantes para escribir una teoría estética desde Peirce. En 1906
escribe por ejemplo dos textos fundamentales llamados «La base
del pragmaticismo en la faneroscopia» y «La base del pragmaticis-
mo en las ciencias normativas»52, donde examina entre otras cosas
la interacción crucial que existe entre el mundo de la imaginación,
la rudeza de la experiencia y nuestro «ropaje de contento y costum-
bre», y cómo las ciencias normativas constituyen la clave para la
prueba de su pragmatismo.
Se produce entonces un giro decisivo, no solo en los temas e
intereses de Peirce, sino también en la manera de enfocarlos, en
estar abierto no solo a la verdad sino también al bien y a la belle-
za. Como ejemplo de los caminos que puede tomar el musement
Peirce plantea la siguiente pregunta en el Argumento Olvidado:
«¿por qué está toda la naturaleza –las formas de los árboles, las
composiciones de las puestas de sol– repleta de tales bellezas por
todas partes, y no sólo la naturaleza, sino también los otros dos

52. «The Basis of Pragmaticism in Phaneroscopy», EP 2, 360-370. Hay


traducción castellana en Obra filosófica reunida, Tomo II, 442-452 y en http://
www.unav.es/gep/PragmaticismoFaneroscopia.html; «The Basis of Pragma-
ticism in the Normative Sciences», EP 2, 371-397. Traducción castellana en
Obra filosófica reunida, Tomo II, 453-480 y en http://www.unav.es/gep/Base-
PragmaticismoCienciasNormativas.html.
El origen de las ideas estéticas de Peirce 113

Universos?» (CP 6.462, 1908). En una carta a William James de


1905 escribe:
Perdóname por insistir en la cuestión del teísmo. Desde luego
sería muy ridículo por mi parte pensar que yo podría decir algo
que te hiciera mejor, pero viviendo en esta bella comarca no puedo
sino ser sobrepasado por lo encantador del universo, como todo el
mundo es. Todo mortal que se pare a considerarlo es penetrado por
el amor. Es irresistible53.

Esta carta refleja de alguna manera la prioridad que Peirce


concede a la belleza y a la estética en la última etapa de su vida,
una prioridad que se manifiesta también en las numerosas referen-
cias a esas cuestiones en sus escritos de esa época, aunque parezcan
a veces casuales.
Como parte de eso que podríamos llamar des-racionalización
o supra-racionalización, Peirce comienza también a conceder más
importancia a los instintos, a los sentimientos y al amor. Peirce
llega a depender del instinto para el éxito de las hipótesis científi-
cas y para adivinar el significado de los signos, sean del tipo que
sean, se trate de un científico, de un artista, de un filósofo o de
cualquiera que desee saber. Como se ha visto, convierte también
al amor en el principal agente evolutivo del universo, y habla en
numerosas ocasiones de los sentimientos. Hablando por ejemplo
sobre la ética al final de su vida, Peirce afirma que eso no es más
que una expresión desenfrenada de sus sentimientos, de sus con-
vicciones. La inevitable relación de la lógica con los sentimientos
es lo que tiene dentro en esos momentos: «me he permitido esta
desenfrenada expresión de mis sentimientos (…) porque el espacio
para una discusión era más de lo que podía dar, mientras que los

53. Borrador de carta a William James, 26 de julio, 1905 (L 224); versión


final del 30 de julio, 1905.
114 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

sentimientos mismos están demasiado íntimamente relacionados


con mis opiniones lógicas para permitir algo como su ocultamien-
to» (EP 2, 460).
Peirce no deja de reconocer el valor de la razón, ni deja tam-
poco de interesarle la lógica, pero reconoce abiertamente el papel
fundamental de otros elementos para sus explicaciones lógico-ra-
cionales. Puede decirse de alguna manera que Peirce se reconcilia
con su parte sentimental, que durante años había visto como un
fallo de su carácter. En 1907 escribe: «durante muchos años sufrí
indeciblemente por ser una persona excesivamente emotiva, por
ignorancia sobre cómo trabajar para adquirir soberanía sobre mí
mismo» (MS 905). Parece que, tras muchos años de búsqueda,
Peirce se siente al fin capaz de aceptar su parte sentimental ejer-
ciendo un adecuado auto-control sobre ella, y por tanto recono-
ciendo la importancia y la necesidad de la ética y la estética. En
1893, en su artículo «Amor evolutivo», Peirce había realizado una
vehemente defensa de los sentimientos y se había reconocido abier-
tamente «sentimental»:

Confieso de buena gana que tengo en mí algún tinte de senti-


mentalismo, ¡gracias a Dios! Desde que la revolución francesa lle-
vó esa inclinación del pensamiento a una mala reputación (…) se
ha convertido en una tradición dibujar a los sentimentalistas como
personas incapaces de pensamiento lógico y poco dispuestas a mirar
de frente a los hechos. (…) El sentimentalismo, cuando la diversión
de moda consistía en pasar las tardes en un mar de lágrimas por una
lamentable representación en un escenario a la luz de las velas, se
hacía a veces un poco ridículo. Pero, después de todo, ¿qué es el sen-
timentalismo? Es un ismo, una doctrina, a saber, la doctrina de que
debería tenerse un gran respeto por los juicios naturales del corazón
sensible. Eso es precisamente en lo que consiste el sentimentalismo,
y ruego al lector que considere si condenarlo no es la más degradan-
te de todas las blasfemias (CP 6.292).
El origen de las ideas estéticas de Peirce 115

En sus últimos años Peirce acepta los sentimientos como parte


de aquello que puede estar sometido al autocontrol. Desarrollará
una actitud racional entendida en sentido amplio en la que hay
una intervención de hechos instintivos y afectivos, que tendrá en
cuenta las sensaciones y los sentimientos. Escribía Peirce en 1900:
El análisis lógico muestra que la razonabilidad consiste en aso-
ciación, asimilación, generalización, en juntar en un todo orgánico,
que son tantas formas de considerar lo que es esencialmente la mis-
ma cosa. En la esfera emocional esa tendencia hacia la unión apa-
rece como Amor; de modo que la ley del Amor y la ley de la Razón
son una y la misma54.
En 1898 afirma que los sentimientos y los instintos son la
sustancia del alma (CP 1.628), y en 1903 que es más importante
sentir bien que razonar profundamente (CP 7.606). La razón re-
quiere de todo el colorido del sentimiento (CP 1.615, 1903), y los
sentimientos pueden crecer e imbuirse de razonabilidad conser-
vando la vivacidad y la frescura de la primeridad. Los sentimientos
coordinados de una cierta manera, hasta un cierto grado, esto es,
imbuidos de razonabilidad, constituyen precisamente una persona
(CP 6.585, c. 1905)55.
La atención de Peirce a temas que antes habían estado alejados
de su reflexión, las perspectivas de una razonabilidad más amplia
y el renovado interés de Peirce por la belleza nos dejarán en la últi-
ma etapa de su vida una teoría estética que buscará, más allá de la
mera razón, el equilibrio y el control de todo lo que uno es, esto es,
una teoría estética acorde con la propia experiencia de vida.

54. C. S. PEIRCE, «Review of Clark University, 1889-1899. Decennial Cele-


bration», Science, XI, 20 abril 1900, 621.
55. Para una explicación más extensa del papel de los sentimientos en Peir-
ce véase S. BARRENA, La razón creativa. Crecimiento y finalidad del ser humano
según C. S. Peirce, Rialp, Madrid, 2007, capítulo IV.
Capítulo II.
La estética como ciencia normativa

2.1. LA CLASIFICACIÓN DE LAS CIENCIAS

Se estudiará a continuación la primera ciencia normativa,


aquella que de algún modo determina el objeto de las demás, es
decir, lo admirable en sí mismo. Es preciso en primer lugar ver qué
lugar ocupa la estética en la clasificación de las ciencias de Peirce,
pues eso ya nos dirá mucho acerca de qué es. Para Peirce, el lugar
que ocupa una ciencia dentro de la clasificación manifiesta no solo
qué tipo de ciencia es, sino también a qué otras ciencias debe acu-
dir para obtener sus principios, sus problemas, sus datos, etc. El
lugar que ocupa una ciencia dentro de la clasificación nos indica
la verdad que podemos esperar y los distintos criterios de certeza.
Peirce estuvo interesado a lo largo de toda su vida en la cla-
sificación de las ciencias. Era su creencia que unas dependían de
otras, y esa dependencia se muestra en la división que propone en
diferentes textos y que aparece en estrecha relación con su tríada
de categorías (primeridad, segundidad y terceridad). Peirce se ocu-
pa especialmente de la clasificación de las ciencias entre 1889 y
1903. Desarrolló numerosos esquemas y borradores hasta llegar a
una versión más definitiva –teniendo en cuenta que Peirce estaba
siempre abierto a la autocorrección– que es la que aquí utilizaré.
118 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

Voy a tomar como fuentes principales para mi exposición un texto


de 1902 y otro de 19031. Peirce aclara que estas clasificaciones son
de las ciencias como viven hoy, no de todas las ciencias posibles2;
busca una clasificación «natural» de las ciencias, esto es, de las
ciencias como se presentan al estudio científico, observacional, y
afirma que solo da de ella los detalles principales. No se podría
hacer una clasificación natural de meras posibilidades (MS 1334,
1905). Por otra parte, la clasificación de las ciencias de Peirce había
de ser, de acuerdo con su filosofía, una que sea flexible y que per-
mita que las ciencias sean comprendidas con el grado de claridad
que propugna su pragmaticismo (Kent, 1987, 50). La clasificación
de las ciencias, además, ha de tener en cuenta que la ciencia es algo
vivo, una característica que como Peirce explica no habían consi-
derado muchas de las clasificaciones de las ciencias hechas hasta
entonces, ya que eran clasificaciones de las ciencias en sentido an-
tiguo, esto es, como conocimiento perfecto y sistematizado, y no
como la actividad de aquellos que dedican su vida a la búsqueda
de la verdad (MS 1334, 1905).
Una primera distinción separa las ciencias teoréticas de las
prácticas, y entre las teoréticas se distinguen aquellas del descubri-
miento y las de evaluación. En 1903 Peirce escribe: «Toda ciencia

1. «Application for a Grant from the Carnegie Institution», L 75, 1902,


versión electrónica preparada por J. Ransdell en: http://www.door.net/arisbe/
menu/library/bycsp/L75/L75.htm, versión castellana en http://www.unav.es/
gep/Peirce-esp.html y en La lógica considerada como semiótica. El índice del pen-
samiento peirceano, S. BARRENA (ed.), Biblioteca Nueva, Madrid, 2007; «An
Outline Classification of the Sciences», CP 1.180-1.202, 1903. Una clasifica-
ción similar puede encontrarse en «A Sketch of Logical Critic», MS 675, 1911,
EP 2, 451-462, traducción castellana en http://www.unav.es/gep/SketchLogi-
calCritics.html y en Obra filosófica reunida, Tomo II, 539-551.
2. Carta de C. S. Peirce a S. P. Langley, 6 de mayo 1902; recogida en P.
WIENER, Charles S. Peirce: Selected Writings. Values in a Universe of Change, Do-
ver, Nueva York, 1958, 287.
La estética como ciencia normativa 119

es o bien A) Ciencia del descubrimiento, B) Ciencia de evalua-


ción [review], que sería la ocupación de aquellos que organizan los
resultados del descubrimiento o C) Ciencia práctica» (CP 1.181,
1903). En 1902 había distinguido también las ciencias teoréticas
por un lado y por otro las ciencias prácticas o artes, y dentro de las
ciencias teoréticas la ciencia de investigación [research] y la ciencia
de evaluación [review].
Las ciencias del descubrimiento o heuréticas, o lo que en el
texto de 1902 denomina ciencias de investigación, serían aquellas
encaminadas al descubrimiento de la verdad, mientras que las cien-
cias de evaluación buscarían hacer más comprensibles los frutos del
descubrimiento, ordenándolos, sometiéndolos a crítica y comple-
mentándolos (Kent, 1987, 131). Dentro de las ciencias del descubri-
miento estarían las matemáticas, la filosofía y la idioscopia.
Las matemáticas no hacen aserciones positivas de hecho, sino
que inventan estados hipotéticos de cosas. Sirven de sustrato a
todo y funcionan como un puente entre lo racional y lo fenoméni-
co. Como ha escrito Zalamea tienden a disolver barreras y sirven
de apoyo para las disciplinas que viven en la frontera entre razón
y sensibilidad (Zalamea, 2000, 6). Después vendría la filosofía o
cenoscopia, que sería la ciencia basada en la experiencia universal y
que se ocuparía de las propiedades comunes a todos los individuos.
La filosofía «trata de entender lo que aparece ante cada persona
cada día de su vida» (MS 1334, 1905). La última ciencia del des-
cubrimiento sería la idioscopia, que era el nombre que Peirce daba
a la ciencia especial que según él se ocupaba principalmente de la
acumulación de nuevos hechos, y para la que harían falta prepara-
ción y medios especiales3. La idioscopia se encarga de sacar a la luz

3. Peirce tomó de Bentham los nombres de «cenoscopia» [del griego «ke-


nos», común] e «idioscopia» [del griego «idios», peculiar], tal y como escribió en
«Application for a Grant from the Carnegie Institution», L 75, 1902.
120 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

y estudiar fenómenos desconocidos (MS 675, c.1911) y se divide a


su vez en ciencias físicas y ciencias psíquicas o humanas.
La filosofía, por su parte, segunda entre las ciencias del descu-
brimiento, se divide en fenomenología –a la que en ocasiones se
refiere simplemente con el nombre de categorías–, en ciencias nor-
mativas y en metafísica. Peirce explica esta división de la filosofía
del siguiente modo:

La filosofía tiene tres grandes divisiones. La primera es la Feno-


menología, que simplemente contempla los fenómenos universales
y discierne sus elementos ubicuos, Primeridad, Segundidad y Ter-
ceridad, quizá junto con otra serie de categorías. La segunda gran
división es la Ciencia Normativa, que investiga las leyes universales
y necesarias de la relación de los Fenómenos a los Fines, esto es, qui-
zás, la Verdad, la Bondad y la Belleza. La tercera gran división es la
Metafísica, que intenta comprender la Realidad de los Fenómenos
(CP 5.121, c.1903).

La fenomenología estudia por tanto los elementos universal-


mente presentes en los fenómenos, y Peirce entiende por fenómeno
todo aquello que está presente de algún modo a la mente en algún
momento. Las ciencias normativas distinguen a su vez lo que de-
bería ser de lo que no debería ser. La metafísica, por último, busca
dar una explicación del universo, de la mente y de la materia (CP
1.186, 1903).
Esta distinción de la filosofía en tres grandes ramas está traza-
da también de acuerdo con la tríada de categorías peirceanas que
recorre la clasificación. Así lo explica Peirce alrededor de 1903:

La Fenomenología trata de las Cualidades universales de los Fe-


nómenos en su carácter fenoménico inmediato, en sí mismos como
fenómenos. Trata, por tanto, de los Fenómenos en su Primeridad.
La Ciencia Normativa trata de las leyes de la relación de los fe-
nómenos a fines, esto es, trata de los Fenómenos en su Segundidad.
La estética como ciencia normativa 121

La Metafísica, como he señalado, trata de los Fenómenos en su


Terceridad (CP 5.122-124, c. 1903).

Según lo explicado hasta ahora, podría darse de forma resumi-


da el siguiente esquema de la clasificación peirceana de las ciencias:
A. Ciencias teoréticas
I. Ciencias de la investigación o del descubrimiento
1. Matemáticas
2. Filosofía o cenoscopia
2.1. Fenomenología o categorías
2.2. Ciencias normativas
2.3. Metafísica
3. Idioscopia o ciencia especial
3.1. Ciencias físicas
3.2. Ciencias psíquicas o humanas
II. Ciencia de la evaluación o filosofía sintética
B. Ciencias prácticas o artes

(Esquema manuscrito de la clasificación de las ciencias de Peirce,


MS 602, c. 1908).
122 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

Las ciencias normativas, como segunda división de la filosofía,


rama que depende de la fenomenología, estudiarán los fenómenos
en su segundidad. La estética aparecerá dentro de la clasificación
como la primera de las ciencias normativas, por lo que lógica y
ética, como se verá a continuación, no podrán olvidar su filiación
estética.

2.2. EL CONCEPTO DE CIENCIA NORMATIVA

Las ciencias normativas aparecen por tanto como la segunda


división de la filosofía o cenoscopia, de esa ciencia que parte de
la observación de los fenómenos comunes. Las ciencias normati-
vas constituirán la parte media y más característica de la filoso-
fía. Tratan, según Peirce, con cuestiones que no solo residen en el
mismo fondo del barco de la civilización y que conciernen a todo
hombre y mujer personalmente, sino que se dirigen al corazón
mismo de cada uno de nosotros (MS 675, c.1911).
Peirce reconoció muy tarde, alrededor de 1903, la naturale-
za de las ciencias normativas, seguramente porque al estar más
dedicado a la lógica y a su actividad científica no constituyeron
hasta entonces el centro de su reflexión. Las ciencias normativas
son aquellas que pretenden clarificar cuáles son las leyes generales,
universales y necesarias que rigen la relación de los fenómenos a
unos fines que no son inmanentes a esos fenómenos, en concreto a
la verdad, el bien y la belleza (CP 5.121, 1903); esto es, las ciencias
normativas tratan de los fenómenos en su segundidad, puesto que
la segundidad es la categoría de la relación. Escribe Peirce:
Si la Ciencia Normativa no parece lo suficientemente descrita al
decir que trata los fenómenos en su segundidad, eso es una indica-
ción de que nuestra concepción de Ciencia Normativa es demasiado
estrecha; y he llegado a la conclusión de que esto es verdad incluso
La estética como ciencia normativa 123

de los mejores modos de concebir la Ciencia Normativa que han al-


canzado algún renombre, muchos años antes de que yo reconociera
la división adecuada de la filosofía (CP 5.125, c.1903).

Las ciencias normativas examinan los fenómenos en tanto que


nosotros actuamos sobre ellos y ellos actúan sobre nosotros. Se
caracterizan por tanto por aquello que caracteriza a la segundidad,
esto es, por la lucha, el esfuerzo y la resistencia. Debido a ese ca-
rácter de segundidad, dice Peirce en 1903, las ciencias normativas
son capaces de distinguir las condiciones por las que algo es malo
o bueno, independientemente de qué objeto posea o no esas con-
diciones, y de hacer otras muchas divisiones y ordenaciones (CP
1.186, 1903). Pueden considerarse como las ciencias de la verdad
y la falsedad, de la conducta sabia y necia, de las ideas atractivas y
repulsivas. Las ciencias normativas son las ciencias de lo aprobable
y no aprobable o, mejor dicho, de lo censurable o no censurable
(MS 1334, 1905). Son, dice en otra ocasión, teorías de la distin-
ción dual entre un «may» y un «ought not» (MS 602, c.1908). Dis-
tinguen el bien del mal y hay un dualismo marcado en ellas (CP
5.551, 1905), pero ese dualismo, señala Peirce, se debe a la acción
y no se trata simplemente de separar lo bueno de lo malo; decir
que ese es su problema principal es una mala interpretación de las
ciencias normativas ampliamente extendida, al igual que decir que
el problema principal de estas ciencias es señalar el grado de bon-
dad que tiene la descripción de un fenómeno, pues en ese caso las
ciencias normativas serían más bien matemáticas, ya que tratarían
con una cuestión de cantidad (CP 5.127, 1903).
Se ha exagerado, dice Peirce, el lugar que ocupan las ideas de
bueno y malo en las ciencias normativas4. Ocupan en realidad un

4. Peirce afirma que «ciencias normativas» es el nombre heredado, aunque


no es un nombre que describa la cuestión con precisión, pues indica que esas
124 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

lugar bastante subordinado (EP 2, 272). Lo bueno y lo malo se


constituyen en las ciencias normativas en relación a la idea de un
general posible, de un fin con el que se establece una comparación
y que envuelve por tanto terceridad. Ese algo más con el que se
relacionan los fenómenos es un fin que constituye un elemento
esencial de las ciencias normativas (CP 1.575, c.1902). Por tanto,
el carácter de segundidad de estas ciencias proviene, más que de
un simple dualismo o de una cuestión de cantidad, de la relación
de los fenómenos con los fines, del esfuerzo y la resistencia que su-
pone dirigirse a ellos (Kent, 1987, 148-9). Las ciencias normativas,
más allá del estricto dualismo bueno-malo, tratan de clasificar las
formas posibles que pueden adquirir los fenómenos que conside-
ran, y de estudiar los principios que gobiernan la producción de
tales formas (EP 2, 272). Aparece así ya esbozado algo que se tra-
tará después más extensamente: el potencial que posee la estética
peirceana para la superación de muchos de los dualismos que han
marcado la modernidad, y su capacidad de poner de manifiesto la
unidad del ser humano y la continuidad.
Por otra parte, así como las categorías descansan unas en
otras y se requieren entre sí, así también las ciencias normativas
con su carácter de segundidad descansan ampliamente en la fe-
nomenología. Esta dependencia radica en que, para que la ciencia
normativa sea capaz de distinguir lo bueno de lo malo, es preciso
antes conocer cómo son las cosas; de ahí la necesidad de la feno-
menología:

ciencias tienen como único fin principal la distinción de bueno y malo, mien-
tras que el principal propósito de esas ciencias es la clasificación de las formas
posibles (EP 2, 272). No sabemos hasta qué punto conocía Peirce la bibliografía
anterior sobre la normatividad ética y estética. Se trata de un tema que aborda
en una época tardía de su vida y sobre el que él mismo se reconoce ignorante.
Solo sabemos que leyó algunos manuales de ética, y apenas nada sobre estética
quitando la obra de Schiller.
La estética como ciencia normativa 125

Pero antes de que podamos acometer cualquier ciencia norma-


tiva, cualquier ciencia que proponga separar las ovejas de las cabras,
está claro que debe haber una investigación preliminar que justifi-
que el intento de establecer tal dualismo. Esta debe ser una ciencia
que no trace ninguna distinción entre lo bueno y lo malo en ningún
sentido, sino que simplemente contemple los fenómenos como son,
que simplemente abra sus ojos y describa lo que ve; (…) simplemen-
te describiendo el objeto, como un fenómeno, y explicando lo que
encuentra en todos los fenómenos parecidos. (…) Seguiré a Hegel
en el llamar a esta ciencia Fenomenología, aunque yo no la res-
tringiré a la observación y al análisis de la experiencia, sino que la
ensancharé hasta describir todas las características que son comunes
a todo lo que es experimentado o podría posiblemente ser experi-
mentado o llegar a ser un objeto de estudio de algún modo directo
o indirecto (CP 5.37, 1903).

La dependencia de las ciencias normativas respecto a la feno-


menología, por su situación en la clasificación de las ciencias, su-
pone precisamente que han de conformarse a los hechos, y por lo
tanto no son exclusivamente deductivas ni tampoco puramente
subjetivas. Un error frecuente al considerar las ciencias normati-
vas, señala Peirce, es que se han concebido haciéndolas relativas
a la mente humana, como ha sucedido en la filosofía moderna.
Lo bello, por ejemplo, se concibe como algo relativo al gusto. Las
ciencias normativas, dice Peirce, son en efecto relativas a la mente,
pero no a la mente en sentido moderno, y han de tener en cuenta
cómo son las cosas.
Una vez aclarado el carácter de segundidad de las ciencias nor-
mativas y su dependencia de la fenomenología, trataré de explicar
cuál es para Peirce la peculiar naturaleza de estas ciencias. En pri-
mer lugar, señala, no son ciencias prácticas, como las artes, aunque
a veces hayan sido confundidas con ellas (L 75, 1902). Las ciencias
normativas no son de ninguna manera artes. Es cierto que en ge-
126 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

neral puede decirse que unas ciencias proceden de otras: las cien-
cias normativas se han desarrollado a partir de las artes útiles (CP
1.226, c.1902) y a su vez deberían inspirar y dar forma a otras artes,
pero las ciencias normativas, dice Peirce, no son una habilidad ni
una investigación encaminada a la producción de una habilidad;
no son tampoco en sí mismas una evaluación de los fenómenos
sino una teoría de esa evaluación (Potter, 1967, 20). La ciencia nor-
mativa no es una crítica, y no hay que confundir por ejemplo la
estética con una crítica del arte; la ciencia normativa se ocupa del
análisis, de la definición, no de la aplicación de las reglas (CP 1.575,
c.1902). En este sentido no hay que esperar que el escritor de esté-
tica sea un artista poderoso, ni el escritor de ética un héroe moral.
El estudio de la estética puede por supuesto ser beneficioso para el
artista, afirma Peirce (CP 2.201, c.1902), sin embargo lo uno no
es necesario para lo otro. Como señala Peirce en otra ocasión, el
maestro en elocución, como teórico, no tiene por qué ser un gran
orador y, de hecho, dice entonces, «la devoción excesiva a la teoría
de un arte es de alguna manera desfavorable a su práctica» (W 8,
356, 1892). Las teorías, y en concreto las ciencias normativas, dice
Peirce, poco tienen que ver con los asuntos de cada día; un carpin-
tero no trabaja aplicando las teorías de un ingeniero, ni se juega a
billar aplicando la mecánica analítica (CP 2.3, c.1902).
El carácter normativo no pertenece a las ramas del conoci-
miento que lo poseen por ser una mera aplicación concreta a una
necesidad práctica, sino que por el contrario ese carácter tiene su
origen en la circunstancia de que la ciencia que lo presenta es tan
abstracta y tan lejana a lo experiencial que solo los ideales pueden
constituir su objeto propio, y no ningún hecho positivo de la ex-
periencia (CP 2.16, c.1902). Ese carácter teórico no resta nada de
su valor a las ciencias normativas, sino que simplemente se trata
de una investigación diferente. Así lo afirma taxativamente en un
texto de 1903:
La estética como ciencia normativa 127

Por supuesto hay ciencias prácticas de la investigación y el ra-


zonamiento, de la forma de conducir la vida y de la producción
de obras de arte. Estas corresponden a las ciencias normativas y
probablemente pueden esperar recibir ayuda de ellas. Pero no son
partes integrantes de esas ciencias. Y la razón de que no lo sean no es
afortunadamente un mero formalismo, sino que serán dos hombres
bastante diferentes –dos grupos de hombres que no pueden asociar-
se unos con otros– los que realizarán las dos clases de investigación
(CP 5.125, 1903)5.

La ciencia normativa, continúa Peirce, tampoco es una ciencia


especial, esto es, una de esas ciencias que descubren nuevos fenó-
menos. No es ayudada por tales ciencias en un grado apreciable,
y Peirce concreta que no es más ayudada por la psicología que por
ninguna otra ciencia especial (CP 5.125, 1903).
En este sentido no hay que esperar de las ciencias normati-
vas consejos prácticos, indicaciones concretas ni descubrimientos
de nuevas técnicas o formas de acción, puesto que estas ciencias
no tienen que ver con las ocurrencias actuales y concretas, con
los fenómenos particulares, ni tampoco se limitan a un dualismo
bueno/malo que sería propio de lo práctico. Los razonamientos
teóricos de las ciencias normativas nos hablan en cambio de las
condiciones generales en que los fenómenos deben relacionarse con
los fines. De acuerdo con el pragmaticismo peirceano es preci-
so afirmar que las ciencias normativas tratan de la acción con-
cebida, que es distinta de la acción en la práctica: «Cada verdad
que proporcione los medios para predecir lo que se percibiría bajo
cualquier condición concebible es científicamente interesante» (CP
7.186, 1901).

5. Para una mayor discusión acerca de la distinción peirceana entre los


hombres movidos por intereses prácticos y teóricos véase J. FONTRODONA, Cien-
cia y práctica en la acción directiva, Rialp, 1999, 146-152.
128 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

Sin embargo, ese carácter teórico no quita para que sus razo-
namientos puedan servir más allá de la pura teoría y tengan que
ver con lo práctico de alguna manera indirecta. Aunque pertenez-
can a la ciencia teórica, las ciencias normativas tienen un cierto ca-
rácter práctico en cuanto que, como se verá, se refieren a la acción
y constituyen algo más que meros razonamientos separados de la
vida humana. Las ciencias normativas están relacionadas con tres
artes o ciencias prácticas correspondientes, con el arte de conducir
la vida, con el arte del razonamiento y con las bellas artes. Peirce
pone de manifiesto esa conexión en otros textos:

Aunque no entran bajo la rama de la ciencia llamada práctica,


esto es, de las artes, son sin embargo tan prácticas que el instinto
en su operación natural está perfectamente adaptado a sus razona-
mientos, después de que los análisis sutiles de los que estas mismas
ciencias toman conocimiento hayan preparado las premisas (L 75,
1902).

A pesar de esa conexión con la práctica, lo que las convierte en


normativas es que estudian lo que debería ser, esto es, los ideales.
Las ciencias normativas son teóricas y «positivas», son las ciencias
más puramente teóricas entre las puramente teóricas (CP 1.281,
c.1902), y sólo afirmando la verdad positiva y categórica pueden
mostrar que lo que llaman bueno, o la razón correcta o el ser co-
rrecto realmente lo es; sólo pueden derivar ese carácter del hecho
positivo categórico (CP 5.39, 1903).
Como ha señalado José Miguel Esteban (Esteban, 2001) Peir-
ce ofreció una redefinición de las ciencias normativas como cien-
cias generales del control de la conducta, de los sentimientos y del
pensamiento deliberado. Peirce señala, conforme al criterio tra-
dicional de lo normativo, la necesidad de contar con normas de
corrección para los procedimientos descriptivos, pero sin embargo
va más allá de la dicotomía entre hechos y valores que había carac-
La estética como ciencia normativa 129

terizado a estas ciencias. Lo normativo acaba dependiendo en Peir-


ce de un ideal, de un estado final de cosas digno de admiración.

2.3 ¿CUÁLES SON LAS CIENCIAS NORMATIVAS?

Alrededor de 1902 Peirce habla de cinco ciencias teóricas, que


serían las matemáticas, la fenomenología, la estética –aunque se
declara lamentablemente ignorante de ella–, la ética y la lógica. Sin
embargo, para Peirce no es algo del todo claro cuáles son las cien-
cias normativas, al menos hasta 1903. Escribe Peirce en ese año:

Se dice comúnmente que las Ciencias Normativas son lógica,


ética y estética. Anteriormente, solo la lógica y la ética eran reco-
nocidas como tales. Unos pocos lógicos rechazan reconocer cual-
quier otra ciencia normativa que no sea la suya propia. Mis propias
opiniones sobre ética y estética están mucho menos maduras que
mis opiniones lógicas. Solo desde 1883 he contado a la ética entre
mis estudios especiales, y hasta hace unos cuatro años no estaba
preparado para afirmar que la ética era una ciencia normativa. En
cuanto a la estética, (…) me inclino a pensar que existe tal Ciencia
Normativa, pero de ninguna manera me siento seguro ni siquiera
de eso (CP 5.129).

En un manuscrito de 1905, Peirce duda sobre la independen-


cia de ética y estética. «Se dice que las ciencias normativas son
tres, pero algunos ponen juntas –quizá correctamente– ética y
estética» (MS 1334). Afirma que entonces la estética sería una
rama de la ética, pues no ve cómo puede haber aprobación o desa-
probación de una mera idea en sí misma hasta que no se haga algo
con esa idea. La ética tendría dos partes: la primera tendría que
ver con el fin último, que no se refiere solo a la belleza sensible
sino a lo admirable y no admirable, mientras que la segunda parte
130 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

–la ética crítica– se referiría a las condiciones de conformidad al


ideal. Aunque Peirce no acaba de tener clara la clasificación de la
estética, sí tiene claro su concepto. Parece, por lo que dice a con-
tinuación, que lo que no le acaba de convencer es la palabra «es-
tética», pero que en todo caso es claro que debe haber una ciencia
de «aquello que merece ser adorado», una ciencia que consista en
el análisis de lo que es admirable sin ninguna razón ulterior (MS
1334, 1905).
Peirce explica en otra ocasión que la palabra «normativa» fue
inventada por la escuela de Schleiermacher y que la mayoría de los
escritores que la usan señalan tres ciencias normativas: lógica, esté-
tica y ética, «las doctrinas de lo verdadero, lo bello y lo bueno, una
tríada de ideales que han sido reconocidos desde la antigüedad»,
aunque, afirma después, con frecuencia se restringe normativo a la
ética y a la lógica, pues una cosa es bella o fea independientemente
de cualquier propósito de serlo (CP 1.575, c.1902).
A pesar de estas dudas iniciales sobre qué ciencias estarían bajo
la denominación de ciencias normativas, y de si ética y estética
serían ciencias distintas, parece coincidir finalmente con esa opi-
nión, considerando que tanto la ética como la estética son ciencias
normativas (CP 1.191, 1897; CP 1.573, 1905)6. El carácter norma-
tivo de lógica, ética y estética parece finalmente claro para Peirce,
tal y como señala alrededor de 1911, independientemente de que
hayan nacido como tales ciencias en el mundo de las actualidades,
esto es, aunque algunas de esas ciencias no se hayan desarrollado
de hecho como tales. Señala en esa ocasión que si se toma ciencia
en el sentido profesional, demasiado restringido para el uso ordi-

6. Afirma Peirce que no pretende considerar erróneas otras distribuciones


de las ciencias normativas, pero, de acuerdo a la forma en la que deben separarse
las materias para su estudio que él considera más adecuada, acepta la división
común de tres ciencias normativas (CP 1.573, 1905).
La estética como ciencia normativa 131

nario, de grupo social cuyos miembros se dedican a averiguar la


verdad sin otro propósito más allá de hacerla conocida, entonces
la ética es la única entre las ciencias normativas o críticas que ha
nacido como ciencia en el mundo de las actualidades, porque no
puede decirse que haya un grupo social dedicado a la lógica y a la
estética, y los que se dedican a ellas difieren respecto a su verdad
y método. Ni siquiera la ética, afirma, está lo suficientemente ma-
dura para comprender sus propios propósitos, y todavía se adhiere
a la obsoleta pretensión de enseñar a los hombres qué están obli-
gados a hacer, cuando en realidad Dios ha creado al hombre libre
y no sujeto a ninguna clase de conducta que él no elija (MS 675,
c. 1911).
Pero, independientemente de su desarrollo actual, afirma Peir-
ce, estética, práctica –o ética– y lógica forman un todo marcada-
mente diferenciado, una división separada de la ciencia heurética,
y la cuestión de dónde residen las líneas de separación entre ellas
es bastante secundaria, aunque es claro que la estética se relaciona
con el sentimiento, la práctica con la acción y la lógica con el pen-
samiento (CP 1.574, 1905). Los que sostienen que hay tres ciencias
normativas, continúa Peirce, lo hacen porque corresponderían con
tres categorías fundamentales de objetos de deseo (CP 1.575). Esa
clasificación tripartita de las ciencias normativas resulta la más
coherente dentro del sistema peirceano, pues está de acuerdo con
su propia teoría de las categorías:

Se percibe fácilmente, desde mi punto de vista, que esa división


está gobernada por las tres categorías. Pues siendo la Ciencia Nor-
mativa en general la ciencia de las leyes de conformidad de las co-
sas a fines, la estética considera esas cosas cuyos fines son encarnar
cualidades de sensación, la ética aquellas cosas cuyos fines residen
en la acción y la lógica aquellas cosas cuyo fin es representar algo
(CP 5.129, 1903).
132 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

Lógica, ética y estética corresponden por lo tanto a las tres


categorías peirceanas (CP 8.256, 1897) y son capaces de distinguir
lo bueno y lo malo: la lógica, que tiene carácter de terceridad, lo
distingue en relación a las representaciones de la verdad, la ética,
que tiene carácter de segundidad, en relación a los esfuerzos de la
voluntad, y la estética, con carácter de primeridad, en relación a
los objetos considerados simplemente en su presentación (CP 5.36,
1903). Escribe Peirce en otra ocasión:
La ciencia normativa tiene tres divisiones ampliamente marca-
das: i. Estética; ii. Ética; iii. Lógica.
La estética es la ciencia de los ideales, o de aquello que es ob-
jetivamente admirable sin ninguna razón ulterior (…). La ética, o
la ciencia de lo bueno y lo malo (…), es la teoría de la conducta
autocontrolada o deliberada. La lógica es la teoría del pensamiento
autocontrolado o deliberado (CP 1.191, 1903).

En este texto Peirce pone de manifiesto que las ciencias nor-


mativas tratan de lo autocontrolable o deliberado, bien sea en el
ámbito del sentimiento, del comportamiento o del pensamiento,
pues, señala Peirce, es claro que la estética se refiere al sentimiento,
la ética a la acción y la lógica al pensamiento (CP 1.174, c.1897;
1.574, 1905). Las ciencias normativas constituyen por tanto un
análisis de la posibilidad de ejercer control sobre la propia conduc-
ta; estudian el modo general en que la mente ha de responder a la
experiencia si actúa bajo autocontrol (MS 339, 1905).
Presentaré a continuación cada una de las ciencias por separa-
do, comenzando en este caso desde la terceridad hacia la primeri-
dad, para avanzar así poco a poco hacia el verdadero fundamento
de las ciencias normativas:

a) Lógica
La lógica es para Peirce la ciencia normativa del razonamiento:
La estética como ciencia normativa 133

Es la teoría del pensamiento deliberado. Decir que cualquier


pensamiento es deliberado es implicar que es controlado con vistas
a hacerlo conforme a algún propósito o ideal. Se reconoce univer-
salmente que el pensamiento es una operación activa (CP 1.573,
1906).

La lógica es la ciencia de las cosas cuyo fin es representar algo y


se ocupa de cómo el pensamiento debería ser controlado en interés
de la verdad (MS 635, 1910), que es el propósito o fin del pensa-
miento. El razonamiento correcto será aquel que nos conduzca a
nuestro último fin (CP 1.611, 1903). Quedan fuera de la lógica
aquellas operaciones mentales que están fuera por completo de
nuestro control, al igual que lo está el crecimiento de nuestro pelo,
y que no podemos aprobar ni desaprobar (CP 5. 130, 1903).
La lógica se ocupa por tanto del fin del pensamiento, de la ver-
dad. Busca esos tipos de razonamientos que, si se persiste en ellos,
conducirán a la verdad con respecto a esos problemas a los que se
aplican, si no a la verdad absoluta al menos a una aproximación
(CP 2.200, c.1902); así el que razona separa lo que es lógicamen-
te bueno o malo: una distinción que tiene siempre en la mente
cuando infiere. La lógica aparece para Peirce como una crítica de
los argumentos, que nos permite decir si son buenos o malos (CP
5.108, 1903).
La lógica como ciencia normativa es una ciencia teórica, que
está estrechamente relacionada con un arte pero se diferencia de él
en que su interés es entender las condiciones para la verdad y solo
secundariamente ayudar a que se cumplan. Su tarea (al igual que
las de la ética y la estética) es el análisis o la definición. La lógica
como ciencia normativa no debe confundirse con la lógica formal,
que sería una parte de ella. Para Peirce, la lógica como ciencia
normativa se divide en tres partes que se definen como siempre en
relación a las categorías. Para comprender esta división es preciso
134 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

tener en la mente que para Peirce todo es signo, que no hay pen-
samiento sin signos y que la lógica en sentido general no es sino
una semiótica:

En tanto que todo pensamiento es realizado a través de signos,


la lógica puede ser considerada como la ciencia de las leyes generales
de los signos. Tiene tres ramas: 1. Gramática Especulativa, o la teo-
ría general de la naturaleza y los significados de los signos, ya sean
iconos, índices o símbolos; 2. Crítica, que clasifica los argumentos
y determina la validez y grado de fuerza de cada clase; 3. Metodéu-
tica, que estudia los métodos que deberían seguirse en la investiga-
ción, en la exposición y en la aplicación de la verdad. Cada división
depende de aquella que le precede (CP 1.191, c.1903).

De este modo la gramática especulativa es una teoría de los


signos, que analiza los razonamientos en sus últimos componen-
tes. La crítica, que a veces denomina lógica formal o simplemente
lógica, se refiere a los términos, proposiciones y argumentos, en
el aspecto de si los signos están relacionados con sus objetos (L
75, 1902), es decir, en el aspecto de segundidad. La metodéutica
o retórica especulativa, como otras veces la denomina, tiene que
ver directamente con la investigación de la verdad, con los mo-
dos de realizar distintas formas de investigación y por tanto con
la metodología de la ciencia. Peirce la caracteriza como la rama
superior y más viva de la lógica (CP 2.333, c.1895). Trata, dice
Peirce en otra ocasión, del poder de los símbolos para apelar a
la mente, de su referencia en general a interpretantes (CP 1.159,
c.1897), y por lo tanto tiene que ver con la terceridad. Para Peirce
esta parte de la lógica conduce a la cosmología y a la metafísica
científica, porque las leyes del pensamiento son las leyes del uni-
verso. La metodéutica no es sino heurística (L 75, 1902), una guía
del descubrimiento.
La estética como ciencia normativa 135

b) Ética
Peirce considera la ética como la segunda del trío de ciencias
normativas, y la que tiene un carácter de ciencia normativa más
fuertemente marcado (CP 1.573, 1905). La ética es el estudio de
aquellas cosas cuyo fin reside en la acción (CP 5.129, 1903), se
ocupa de qué es lo bueno a la hora de actuar y del control que po-
demos ejercer sobre nuestras acciones, de la formación de hábitos
de acción que sean consistentes con el objetivo que adoptamos
deliberadamente (Kent, 1987, 133). Los actos susceptibles de va-
loración ética, afirma Peirce, son por tanto los actos voluntarios,
deliberados (CP 5.130, 1903).

La ética es el estudio de qué fines de la acción estamos delibe-


radamente preparados para adoptar. Esto es, qué acción correcta
que es conforme a fines estamos deliberadamente preparados para
adoptar. Eso es todo lo que puede haber en la noción de rectitud,
me parece (CP 5.130, 1930).

Ese control sobre las acciones busca, como en las demás cien-
cias normativas, que se conformen a un fin, a lo bueno, a un ideal
que Peirce pone cuidado en distinguir de los motivos de la acción.
La conducta deliberada se caracteriza por ser la única que puede
sujetarse a unos ideales:

Ha sido un gran, pero frecuente, error de los escritores de ética


confundir un ideal de conducta con un motivo de acción. La ver-
dad es que esos dos objetos pertenecen a categorías diferentes. Cada
acción tiene un motivo; pero un ideal sólo pertenece a una línea de
conducta que es deliberada. Decir que la conducta es deliberada
implica que cada acción, o cada acción importante, es evaluada por
el actor y que acepta su juicio acerca de si desea que su conducta
futura sea de ese modo o no. Su ideal es la clase de conducta que le
atrae en la revisión (CP 1.574, 1906).
136 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

Toda conducta deliberada (susceptible por tanto de valoración


ética) envuelve primero algún ideal, luego acción y por último la
subsiguiente comparación del acto con el ideal y un juicio acerca
de la conducta futura (Sheriff, 1994, 65-72). Lo que influye en
el hombre no es una obligación impuesta externamente, sino el
disgusto por una clase de vida y la admiración por otra (MS 675,
c. 1911). Este esquema presente en Peirce hace que la acción moral
sea acción consistente con un fin último, acción controlada que
necesita ser comparada con el ideal. Esta idea tendrá un impor-
tancia decisiva en educación, pues educar consistirá entonces en
dejar ver unos ideales amplios que puedan atraer, funcionar como
modelos, más que en proporcionar unas normas concretas de ac-
ción con los motivos por los que deberían seguirse. Cada persona
ha de sentirse atraída por unos ideales y deliberar por sí misma.

c) Estética
Al igual que con la ética, Peirce tampoco parece estar seguro al
principio de si la estética debía considerarse una ciencia normati-
va. Incluso en 1903 sigue manifestando sus dudas: «Tengo alguna
duda persistente de si hay alguna ciencia normativa verdadera de
lo bello» (CP 5.130, 1903), escribe Peirce. Sin embargo, en otros
muchos textos la incluye como la ciencia normativa que estudia
aquellas cosas cuyo fin es encarnar cualidades de sentimiento de
un modo bello, persiguiendo lo admirable en sí mismo. La estética,
como se verá, no es para Peirce solo una teoría de la belleza, sino
que es algo más amplio. Tiene como objeto aquellas cosas cuyo
fin es encarnar cualidades de sensación (CP 5.129, 1903). Podría
pensarse que por tratar de sentimientos el objeto de la estética está
menos sujeto al autocontrol o a la deliberación. Sin embargo, no es
así. La estética se ocupa de aquello que es deseable en sí mismo, de
lo bello, y es capaz de ejercer un control sobre el sentimiento: «El
La estética como ciencia normativa 137

desarrollo deliberado de hábitos de sentimiento es el dominio de


la estética. Por eso, la estética no es mero gusto, sino la formación
del gusto», escribe Sheriff (1994, 67).
La estética persigue lo bello, lo que denomina el summum bo-
num. Pero, ¿qué es para Peirce el summum bonum, lo admirable en
sí mismo? Daré respuesta a esta pregunta un poco más adelante.

2.4. RELACIÓN ENTRE LAS TRES CIENCIAS NORMATIVAS

Las tres ciencias normativas son interdependientes y están fun-


damentadas unas en otras, como sucede con las categorías. Peirce
estudió esa dependencia sobre todo en el periodo comprendido en-
tre 1902 y 1906. En 1903 describe así la relación de las tres ciencias
normativas:

En breve, la ética debe descansar sobre una doctrina que, sin


considerar en modo alguno cuál debe ser nuestra conducta, divida
idealmente los posibles estados de cosas en dos clases, aquellos que
serían admirables y aquellos que no lo serían, y que se encargue de
definir precisamente qué es lo que constituye la admirabilidad de
un ideal. (…) Llamo a esa investigación estética. (…). Es evidente-
mente la ciencia normativa básica, como el fundamento sobre el que
la doctrina de la ética debe erigirse, que es coronado a su vez por la
doctrina de la lógica (CP 5.36, 1903).

La estética aparece por tanto como fundamento de las otras


dos ciencias normativas. Sería la ciencia normativa básica que so-
porta a las otras dos. En primer lugar, la ética depende esencial-
mente de la estética (CP 8.255, 1897) porque no podemos saber
cómo estamos preparados para comportarnos deliberadamente
hasta que no sepamos lo que admiramos (L 75, 1902). La ética
descansa en una doctrina que señala lo que es admirable y lo que
138 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

no (CP 5.36, 1903). Los ideales que iluminan el comportamiento


y que se proponen como fin de la acción han de ser razonables y
admirables en sí mismos, y lo bueno y admirable es lo que tiene
bondad estética (CP 5.594, 1903). La ciencia de lo correcto y lo
equivocado debe acudir a la estética para que le ayude a determi-
nar el fin último, el summum bonum (CP 1.191, 1903).

Un fin de la acción deliberadamente adoptado –esto es, razo-


nablemente adoptado– debe ser un estado de cosas que razonable-
mente se recomienda a sí mismo por sí mismo aparte de cualquier
consideración ulterior. Debe ser un ideal admirable, que tenga la
única clase de bondad que un ideal así puede tener; esto es, bondad
estética. Desde este punto de vista lo moralmente bueno aparece
como una especie particular de lo estéticamente bueno (CP 5.130,
1903).

Peirce considera que esta dependencia de la ética sobre la esté-


tica, esto es, que la moralidad en último término descanse sobre
un juicio estético, no es hedonismo, sino que es más bien lo con-
trario al hedonismo (CP, 5.111, 1903). Peirce afirma que durante
años le engañó esa objeción y que llegó a pensar incluso que no
había una ciencia de la estética, pero llegó a ver que esa objeción
descansa en un error y que se supera cuando se considera que la
estética no se reduce solo a la primeridad de los sentimientos, sino
que como se explicará más adelante tiene que ver con la terceridad
encarnada en experiencia. Como se verá, la bondad estética no
depende del gusto o de la sensación. En este sentido los ideales de
que habla Peirce, lo bello, lo bueno, lo lógico serían más parecidos
a las propiedades trascendentales que sostenía la filosofía clásica y
que no eran sino aspectos de lo mismo, del summum bonum. La
ética debe descansar por tanto sobre una doctrina que le ayude a
determinar cuál es el summum bonum (CP 1.191, 1903). Lo que
guía nuestra conducta debe ser un ideal admirable, y qué sea lo
La estética como ciencia normativa 139

admirable nos lo dice la estética. El ideal, afirma Peirce, debe ser


un «hábito de sentimiento» sometido a criticismo, y la teoría de la
formación deliberada de tales hábitos de sentimiento es lo que de-
bería entenderse como estética (CP 1.574, 1905), el llegar a sentir
correctamente, a admirar lo admirable.
Así, no podemos tener ninguna pista de la ética hasta que no
sepamos qué es lo que estamos preparados para admirar, inde-
pendientemente de cuál sea la doctrina ética que sostengamos.
Cualquier ética presupone un estado ideal de cosas, independien-
temente de cuáles afirme ser los medios para alcanzarlo (CP 5.36,
1903).
Por otra parte, para Peirce la lógica depende de la ética. Él mis-
mo cuenta que, aunque durante muchos años consideró la ética
como completamente extraña a la lógica, se vio obligado después
a reconocer la dependencia de la lógica sobre la ética (CP 2.198,
c.1902; 8.158, 1901; 5.111, 1903). Peirce afirma que hasta después
de sus Cambridge Lectures (1898) no obtuvo la prueba de que la
lógica debe estar fundada en la ética, y que incluso entonces fue
tan estúpido durante algún tiempo como para no ver que la ética
descansa de la misma manera sobre la estética (CP 8.255).
Peirce afirma que tan complicado es someter el pensamiento a
autocontrol como el efectivo autocontrol ético (CP 5.533, c.1905),
porque en definitiva la bondad o maldad lógica, que para Peirce
es simplemente la Verdad o Falsedad en general, equivale en su
último análisis a una particular aplicación de la distinción más ge-
neral entre bondad y maldad moral, o de lo correcto y lo perverso
(CP 5.108, 1903). Peirce parece indicar algo así como que razonar
bien es simplemente un caso concreto de comportarse bien. En
este sentido la lógica como ciencia normativa, que aparecía como
la teoría del pensamiento deliberado, depende de la ética, es una
aplicación suya (CP 5.35, 1903) y debe acudir a ella en busca de sus
principios (CP 1.191, 1903).
140 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

El control del pensamiento con vistas a su conformidad a un


modelo o ideal es un caso especial de control de la acción para con-
formarla a un modelo; y la teoría de lo primero debe ser una deter-
minación especial de la teoría de lo último. Ahora bien las teorías
especiales deberían hacerse descansar siempre sobre las teorías gene-
rales de las que son amplificaciones (CP 1.573, 1906).

Esta dependencia no es para Peirce sino una consecuencia


de su pragmaticismo, tal como expresa en 1903, pues si lo que
pensamos ha de ser interpretado en términos de lo que estamos
preparados para hacer, entonces la lógica, que es la doctrina de
lo que deberíamos pensar, debe ser una aplicación de la doctrina
acerca de qué elegimos deliberadamente hacer, esto es, de la éti-
ca (CP 5.35, 1903). De aquí, escribe Peirce, puede desprenderse
fácilmente la consecuencia de que el desarrollo de la concepción
moral de un hombre debería interferir con su progreso en filosofía
o en cualquier ciencia. Frente a la neutralidad del razonamiento
científico, Peirce viene a afirmar que la probidad ética es requisi-
to para la coherencia lógica (Esteban, 2001). Escribía Peirce: «El
buen razonamiento y las buenas costumbres son estrechos aliados;
con un mayor desarrollo de la ética esta relación aparecería como
incluso más íntima de lo que por el momento podemos probar que
es» (CP 1.576, c.1902).
«Es imposible ser completa y racionalmente lógico excepto so-
bre una base ética» (CP 2.198, c.1902). Eso, afirma Peirce, debería
haberle llevado a dejarse influir más por el espíritu moral, pues la
influencia de la ética no es sino un beneficio para la lógica:

Antes de que mi lógica fuera puesta bajo la guía de la ética, ya


era un cristal a través del cual podía verse mucha verdad importan-
te, pero empañada por el polvo, con los detalles distorsionados por
estrías. Bajo la guía de la ética lo tomé y lo fundí, reduciéndolo a
una condición fluida. Lo filtré hasta que quedó claro. Lo vacié en el
La estética como ciencia normativa 141

molde adecuado; y cuando había llegado a solidificarse no escatimé


trabajo duro en sacarle brillo. Es ahora una lente comparativamente
brillante, que muestra mucho de lo que antes no era discernible (CP
2.198, c.1902).

Peirce afirma en otra ocasión que el estudio de la ética es una


ayuda casi indispensable para la comprensión de la lógica:

Declaro, y probaré más allá de toda disputa que, para razonar


bien, (…) es absolutamente necesario poseer no meramente virtudes
tales como honestidad intelectual y sinceridad y un amor real por la
verdad, sino las más altas concepciones morales (CP 2.82, c.1902).

Por último, es preciso afirmar que si la ética depende de la


estética y la lógica de la ética, también la lógica dependerá indirec-
tamente de la estética. Aunque tarde en su carrera, Peirce empieza a
ver una íntima conexión entre lógica y estética. Alrededor de 1902
afirma que aunque la lógica y la estética pertenecen a primera vista
a universos diferentes, recientemente había llegado a persuadirse de
que ese parecer era ilusorio y de que, por el contrario, la lógica ne-
cesita la ayuda de la estética, aunque afirma no tener del todo clara
la cuestión y dice que un capítulo de un libro dedicado a ella estaría
lleno de dudas y preguntas (CP 2.197, c.1902). Después concluye:

La estética, por lo tanto, aunque la he descuidado terriblemen-


te, parece ser posiblemente la primera propedéutica indispensable
hacia la lógica, y la lógica de la estética parece ser una parte diferen-
ciada de la ciencia de la lógica que no debería ser omitida. Este es un
punto respecto al cual no es deseable tener prisas para llegar a una
opinión decidida (CP 2.199, c.1902).

Afirma alrededor de 1902 que la lógica debe pagar sus deudas


a la ética y a la estética. La conducta lógica es deliberada, lo que
implica que es ética, y el fin que realiza es estético (CP 2.200): no
142 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

podemos dedicarnos a la lógica sin saber qué estamos preparados


para admirar. La ética y la lógica dependen de la pregunta por el
fin último. Así las tres ciencias normativas se unen en la estéti-
ca, que señala lo admirable por sí mismo, el fin último, que nos
enseña a sentir admiración por lo admirable y que constituye el
fundamento de las otras dos ciencias. Aunque en ella el carácter
dualista debería ser más marcado, afirma Peirce, está más bien
suavizado, ya que, aunque por supuesto en la estética hay bueno y
malo, cuenta quizá más la cualidad de lo bello, que se situará en el
horizonte de ética y lógica.
En conclusión, las tres ciencias están ligadas de algún modo al
summum bonum (CP 1.575, c.1902). El bien lógico parece ser una
especie particular del bien moral, y el moral una especie particular
del bien estético. Esa dependencia no significa que haya que mez-
clarlo todo (CP 8.255) sino que las tres ciencias normativas han
de guiarse por el ideal último, y decirnos cómo deben ser nuestros
pensamientos, nuestros sentimientos y nuestras acciones para que
se aproximen y se conformen a ese ideal.

2.5 LA ESTÉTICA COMO CIENCIA DEL FIN ÚLTIMO

En un manuscrito de 1894, Peirce trata de hacer una lista de


sus lecturas de filosofía. Allí afirma que ha estudiado casi todos los
sistemas importantes de lógica, pero que ha prestado poca atención
a la filosofía de lo bello y a otras ramas especiales (MS 1604). Pare-
ce que hasta la década de 1890 Peirce igualó la estética con el arte y
no la consideró como objeto de estudio teórico y, como se ha visto,
expresó en ocasiones sus dudas respecto a si la estética podía consi-
derarse una ciencia normativa. Sin embargo, la estética es conside-
rada por Peirce a partir del cambio de siglo como la primera y más
necesaria de las ciencias normativas, y constituye el fundamento de
La estética como ciencia normativa 143

las otras dos. En algunos textos tardíos Peirce se expresa claramente


a favor de su carácter no sólo normativo sino también fundacional:
Es evidente que es en la estética donde deberíamos buscar las
características más profundas de la ciencia normativa, ya que la es-
tética, al tratar con el ideal mismo cuya mera materialización absor-
be la atención de la práctica y de la lógica, debe contener el corazón,
el alma y el espíritu de la ciencia normativa (CP 5.551, 1906).

Es por tanto la que condiciona a largo plazo la bondad y la ver-


dad. «El valor estético –ha escrito Carl Hausman– es en el fondo
un terreno de inteligibilidad» (Hausman, 1979, 211), y del mismo
modo los principios morales se controlan por referencia a un ideal
estético (CP 5.533, c.1905). La belleza, el bien estético, tiene que ver
con el bien ético y la verdad, y va a señalar su fundamento. Peirce lo
reconoce así haciendo que se produzca un giro en su filosofía, pues
aunque la lógica siga siendo el fundamento de todo razonamiento,
esta, a su vez, pasa a depender de la estética (CP 2.198, c.1902),
de la ciencia normativa que se ocupa de los ideales. En ese giro
de Peirce se ha visto una tardía influencia de Schiller, pues para
el pensador alemán el concepto de belleza funcionaba como ideal
normativo de la humanidad, y la normatividad estética adquiría
una prioridad que Peirce haría suya. Lo bello aparecía para Schi-
ller como el primer ideal normativo, que subyacía por tanto a las
trayectorías moral y lógica de la experiencia (Dilworth, 2013, 12)7.
Como las demás ciencias normativas la estética es teórica y no
práctica. Como se ha visto las ciencias normativas no tienen que
ver con las ocurrencias actuales en el mundo, no evalúan directa-
mente los fenómenos, sino que son teorías de esa evaluación, no
están constituidas por creencias o por normas de acción. En el caso

7. David Dilworth ha señalado y analizado los números 12-23 de las car-


tas estéticas de Schiller como fuente de esa prioridad estética.
144 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

de la estética, no le corresponde a ella determinar si una obra con-


creta es bella o no (CP 5.111, 1903). Esa tarea de la descripción de
fenómenos particulares, de obras de arte concretas, correspondería
más bien a la crítica artística [art criticism] que sería, según la clasi-
ficación de las ciencias de Peirce, una ciencia idioscópica y en con-
creto, dentro de ellas, una ciencia psíquica descriptiva (CP 1.201,
1903), que ocupa, por tanto, un lugar muy diferente a la estética.
Una vez más, Peirce no da una dicotomía de lo bello y no bello
ni una definición simple de estética. Considera que en esa ciencia
hay unas diferencias cualitativas tan prominentes que sin atender
a ellas sería imposible decir que hay algo que no sea estéticamente
bueno (CP 5.127, 1903). Para Peirce hay en la estética pura, dado su
carácter teórico, un dualismo pronunciado, pues si algo es bueno
por sí mismo lo contrario no lo será, si hay algo hacia lo que me
siento atraído lo contrario me repelerá ipso facto, y detrás de todo
razonamiento hay un «esto es mejor que eso» (MS 310, 1903). Sin
embargo, así como la ética se ocupa de las acciones y no se limita
a separar lo malo de lo bueno, tampoco la estética como ciencia
normativa se limita a separar lo que es bello o no es bello, sino a
decir lo que merece la pena ser buscado, lo que es admirable por sí
mismo: tiene que ver con el descubrimiento de un ideal que se pre-
senta como fin, con un estado de disfrute estético puro en el que el
dualismo no aparece (MS 310). La estética es considerada en sen-
tido amplio como la ciencia de la belleza última (MS 633, 1909).

2.5.1. Más que una teoría del arte


Lo primero que hay que señalar entonces es que la concepción
peirceana de estética no es lo que comúnmente se ha entendido
por ella. Para Peirce hay un estudio de la estética que no es el
terreno del placer exclusivo de aquellos que pasan sus vidas en las
delicias del arte (MS 602, c. 1908).
La estética como ciencia normativa 145

Por una parte, la estética de Peirce no está exclusivamente refe-


rida al gusto o a la belleza. Peirce está en contra de la concepción
estrecha de la estética moderna como exclusivamente referida al
gusto: «Una estrechez sutil y casi inextirpable en la concepción de la
Ciencia Normativa recorre casi toda la filosofía moderna al hacerla
referirse exclusivamente a la mente humana. La belleza es concebi-
da como relativa al gusto humano». Si se reflexiona sobre ello sin
ideas preconcebidas, afirma Peirce, esto es, sin el error que viene
desde Descartes, se verá que es una concepción muy estrecha de la
mente; lo estéticamente bueno no puede girar en torno a nosotros
mismos, no es algo que esté dentro de nosotros (CP 5.128, 1903).
Los alemanes, señala Peirce en otra ocasión, que inventaron la
palabra «estética» y son los que la han desarrollado8, la limitan al
gusto, esto es, a la acción del spieltrieb, del que parecería haberse
excluido la emoción profunda y sincera, pero para Peirce la estética
como ciencia heurética o teórica no tiene que ver con el formarse
un gusto o una opinión sobre algo. Afirma que la estética ha estado
lastrada por su definición de teoría de la belleza, cuando la con-
cepción de belleza es solo el producto de la ciencia estética, no su
objeto (CP 2.199, c.1902). El objeto de la estética no es para Peirce
la belleza, sino averiguar qué es lo bello, lo adorable, lo noble, deter-
minando así el fin último, el bien supremo, y, en tanto que es una
ciencia normativa, diferenciándolo del mal. El «debería» de Peirce,

8. Normalmente se atribuye el origen del término «estética» a Alexander


Baumgarten (1714-1762), que se refiere a la estética como ciencia del conoci-
miento sensorial que lleva a la aprehensión de lo bello. Baumgarten dio carácter
científico a una materia ya conocida. En su Estética las reglas clásicas del arte y
el gusto se reúnen por primera vez en una exposición lógica. La obra de Baum-
garten influyó fuertemente en Kant, que utilizaba sus libros como manuales
para sus cursos, y en otros pensadores alemanes. No sabemos hasta qué punto
conocía Peirce la obra de Baumgarten, aunque lo cita en alguna ocasión, prin-
cipalmente en contextos lógicos (CP 2.395; W 2, 106; W 6, 446).
146 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

es decir, el carácter normativo, ya sea en la ética, en la lógica o en la


estética, va siempre unido a la noción de fin: «La palabra ‘debería’
no tiene ningún significado excepto en relación con un fin. Eso
que debería hacerse para conducir a un cierto fin» (CP 5.594, 1903).
La investigación estética por lo tanto debe comenzar con la
búsqueda del fin adecuado. En este sentido peirceano ha escrito
García Rivera: «la estética no es solo una ciencia del conocimien-
to sensible, sino que puede ser reconsiderada como la ciencia que
pregunta una cuestión más profunda: ¿qué mueve al corazón hu-
mano?» (García Rivera, 1999, 9).
Por otra parte, la estética, por ser la primera de las ciencias
normativas, posee un especial carácter de primeridad, y por lo
tanto para establecer la cuestión de la estética en su pureza de-
beríamos eliminar de ella no meramente toda consideración de
esfuerzo, sino toda consideración de acción y reacción, incluyendo
toda nuestra consideración de recibir placer, todo lo que tenga que
ver con la oposición del ego y del no ego (CP 2.199, c.1902). El
campo de la estética es el de los objetos considerados simplemente
en su presentación, el de las sensaciones, el de «aquellas cosas cuyo
fin es encarnar cualidades de sensación» (CP 5.129, 1903). Puede
parecer en principio chocante que una ciencia que Peirce considera
fundacional se ocupe de algo como los sentimientos y las sensa-
ciones, que tantas veces son vistos como efímeros y sin valor. Sin
embargo, la estética, ciencia de los sentimientos, se ocupa precisa-
mente de señalar cuál es el summum bonum que ha de servir como
fin a las otras dos ciencias, qué es lo que hemos de sentir como ad-
mirable. Comienza a verse aquí la importancia que llegan a tener
para Peirce los elementos no estrictamente racionales.
Aunque en ocasiones Peirce señala que sería la etica la que de-
fine el fin último (CP 2.198, c.1902), finalmente llega a estar con-
vencido de que esa tarea corresponde a la estética. El lógico, dice
Peirce en 1903, debe acudir al ético para saber sobre el fin último
La estética como ciencia normativa 147

(porque el razonamiento correcto consiste en que conduzca al fin


último), pero el moralista meramente nos dice que tenemos poder
de autocontrol y que ningún objetivo individual puede resultar
satisfactorio (CP 1.611). Por lo tanto, para el único objetivo amplio
y general hemos de dirigirnos a la estética, cuya tarea es decirnos
qué estado de cosas es más admirable sin ninguna razón ulterior,
esto es, qué es lo admirable per se, aquello que es admirable sin
ninguna razón para serlo más allá de su propio carácter inheren-
te (CP 1.612, 1903), aquello que se recomienda a sí mismo en sí
mismo sin referencia a nada más, que es admirable independien-
temente de los efectos que pueda producir o de sus consecuencias
para la conducta humana (CP 5.36, 1903). Eso es para Peirce lo
estéticamente bueno:
Un fin último de la acción deliberadamente adoptado –es decir,
razonablemente adoptado– sólo puede ser un estado de cosas que se
recomiende a sí mismo por sí mismo aparte de cualquier considera-
ción ulterior. Debe ser un ideal admirable, que tenga la única clase
de bondad que un ideal así puede tener; a saber, bondad estética
(CP 5.130, 1903).

La estética se dedica a determinar mediante análisis, teórica-


mente, qué es lo que debería admirarse per se, independientemente
de aquello a lo que pueda conducir e independientemente de sus
efectos sobre la conducta, y qué es lo que constituye esa admirabi-
lidad (CP 5.36, 1903). El ideal que busca la estética, precisamente
por su especial carácter de primeridad, será capaz de satisfacer en
sí mismo y sin referencia a nada más.
Lo estéticamente bueno es lo único que admiramos por sí mis-
mo y no en función de alguna otra cosa. Por lo tanto hay que tra-
tar de determinar en qué consiste ese fin admirable en sí mismo,
lo estéticamente bueno, objeto de la estética, y que tiene como
consecuencia y producto la belleza.
148 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

2.5.2. Cuál es el fin último


Es necesario por tanto averiguar qué es aquello admirable en sí
mismo, el fin último que la estética nos señala. Afirma Peirce que
el último propósito del pensamiento, que debe ser el último pro-
pósito de todo, está más allá de la humana comprensión. Dice sin
embargo que puede intentar comprenderlo con la ayuda de otros
(CP 5.402, nota, 1905). Trataré de seguir las reflexiones de Peirce
sobre esta cuestión fundamental, que para él difiere de cualquier
cuestión práctica ordinaria, pues lo que se acepte como bueno en
sí mismo debe aceptarse sin compromiso (EP 2, 253). Comenzaré
primero diciendo qué no es el fin último, para ir acercándome
poco a poco a su correcta determinación.
Para Peirce el bien estético que aparece como fin último no
puede ser un mero sentimiento o sensación, pues la lógica no po-
dría estar fundamentada en un mero sentimiento. Para Peirce un
sentimiento no tiene poder real en sí mismo para producir algún
efecto, ni siquiera indirectamente, y por lo tanto no puede ser el
fin (CP 1.601, 1903):

Si [el esteta] responde que consiste en una cierta cualidad de


sentimiento, en una cierta bienaventuranza, me niego del todo a
aceptar esa respuesta como suficiente (…). No puedo admitir sin
una prueba enérgica que una cualidad de sentimiento particular sea
admirable sin una razón para serlo (CP 1.612, 1903).

Lo admirable no es para Peirce un sentimiento sino que requie-


re razón, reflexión: es aquello que resulta atractivo o agradable para
alguien cuyos ideales son el producto de un proceso de reflexión
crítica y crecimiento (Mills, 2000, 39-40). La estética no es el lugar
de diversión de los que pasan sus vidas en los placeres del arte, sino
un estudio para deducir qué es lo bueno, lo adorable, lo noble (MS
602, s.f.). Lo que es admirable en su presentación sensible es un
La estética como ciencia normativa 149

caso especial de lo idealmente bueno en general (MS 283, 1905),


y por eso, por encima de la «tonta» ciencia de la estética que trata
de proporcionarnos el disfrute de la belleza sensible (MS 675, 1911)
hay que centrarse en «la meditación, las reflexiones, el soñar des-
pierto (bajo el debido control) respecto a los ideales» (EP 2, 460).
Peirce señala que el fin último no puede ser tampoco la mera sa-
tisfacción momentánea de un instinto o de un impulso (CP 1.582,
c. 1902), ni tampoco de todos los instintos (CP 1.583, c. 1902), por-
que aunque eso a veces pueda ser bueno no lo es per se y simpliciter.

Simplemente señalaré que todos los motivos que están dirigi-


dos hacia el placer o la auto-satisfacción, por muy elevada que sea
la clase a la que pertenezcan, serán declarados por toda persona
experimentada como destinados a fallar en la satisfacción a la que
aspiran. Esto es verdadero incluso en el más elevado de esos motivos
(CP 8.149, 1901).

La bondad estética no se reduce por tanto a un sentimiento


placentero de ningún tipo, y Peirce quiere así liberarse del hedonis-
mo que podría desprenderse de colocar la belleza como fin último
admirable. Aunque el placer está cercano a la bondad estética, pues
es cierto que es lo único que se autosatisface, aclara Peirce que se
trata solo de lo que sería placentero para el hombre perfecto, para el
«superhombre completamente desarrollado» (CP 5.552, 1905), que
después de meditar y reflexionar es capaz de distinguir aquello que
es admirable en sí mismo. Es decir, algo no se aprueba deliberada-
mente porque sea placentero, sino que algo es placentero porque
se aprueba. Placer y dolor son solo sentimientos secundarios, dice
Peirce, sentimientos que acompañan a otra cosa, por ejemplo, la
sensación de un dolor de muelas es una sensación simple, positi-
va y distinta de la sensación no placentera que lo acompaña (CP
5.552, 1905). Por su carácter secundario y particular (CP 5.113,
1903) placer y dolor no pueden constituir el fin en sí mismo; son
150 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

sentimientos que indican, al menos al agente maduro, donde está


la bondad estética, y en ese sentido hacen de guías cuando hay una
correcta reflexión, pero no son admirables por sí mismos; solo son
agradables o placenteros por la clase de acción –atracción o repul-
sión– que estimulan: lo bueno en general es atractivo y lo malo,
para el agente maduro, es repulsivo (CP 5.552, 1905).
Por otra parte, aunque el placer pudiera satisfacer en sí mismo,
admitirlo como fin último sería lo mismo que admitir algo tan
absurdo como que los modos superiores de consciencia están al
servicio de los inferiores:

Sería la doctrina de que todos los modos superiores de conscien-


cia con los que estamos familiarizados en nosotros mismos, tales
como el amor y la razón, son buenos sólo en tanto que favorecen a
los más bajos de todos los modos de consciencia. Sería la doctrina
de que este vasto universo de la Naturaleza que contemplamos con
tanto respeto es bueno solo para producir una cierta cualidad de
sentimiento (CP 1.614, 1903).

El fin no puede ser por tanto ningún sentimiento, tampoco los


de placer y dolor: «el sentimiento interno no puede ser un lugar de
descanso, porque es solo capricho individual y no tiene autoridad
para otro hombre» (CP 8.47, c. 1885).
Para Peirce el fin último tampoco puede ser la acción. «Com-
paro la acción –escribió Peirce– al final de la sinfonía del pensa-
miento (…). Nadie concibe que los pocos compases al final de
un movimiento musical sean el propósito del movimiento» (CP
5.402, nota 3, 1906). El fin admirable per se no puede ser la acción
ni un motivo para la acción (CP 1.574, 1905). Como ya se ha men-
cionado anteriormente, Peirce aclara que el ideal y el motivo para
la acción pertenecen a dos categorías diferentes: toda acción tiene
un motivo, pero el ideal que se admira pertenece solo a la conduc-
ta deliberada y actúa atrayendo (CP 1.574, 1905). La importancia
La estética como ciencia normativa 151

de ese ideal para Peirce sólo puede comprenderse desde la óptica


de su pragmaticismo:

Si el significado de un símbolo consiste en cómo podría causar


que actuemos, es claro que este ‘cómo’ no puede referirse a la des-
cripción de los movimientos mecánicos que podría causar, sino que
debe pretender referirse a la descripción de una acción como tenien-
do este o aquel fin. Por lo tanto, para comprender el pragmatismo lo
suficientemente bien como para someterlo a una crítica inteligente,
nos incumbe investigar cuál puede ser un último fin, capaz de ser
perseguido en un curso de acción indefinidamente prolongado (CP
5.135, 1903).

La acción es algo particular mientras que el fin, dice Peirce,


debería tener una descripción general (CP 5.3, 1901): lo que es ad-
mirable per se debe sin duda ser general (CP 1.613, 1903). ¿Qué en-
tiende Peirce por general? Para explicarlo utiliza el ejemplo de una
cocinera que se propone hacer un pastel de manzana. El pastel que
desea e imagina no es una cosa individual sino algo que producirá
un cierto placer de una cierta clase. Para Peirce las experiencias son
simples, pero las cualidades son generales, por eso el pastel de man-
zana que se desea –dice Peirce– no es ningún pastel de manzana
particular, pues ha de hacerse para la ocasión, y su única particula-
ridad es que ha de hacerse y comerse hoy; para hacerlo a la cocinera
le servirá cualquier manzana tomada al azar, es decir, algo que ten-
ga unas cualidades generales, las que tienen las manzanas, aunque
luego tenga que escoger esta manzana particular o esa otra. A través
de todos los procedimientos, dice Peirce, la cocinera persigue una
idea o sueño sin este o aquel carácter particular, pero desea realizar
ese sueño en conexión con un objeto de experiencia que, como tal,
posee un carácter particular determinado; y puesto que tiene que
actuar, y la acción sólo se relaciona con esto y aquello, tiene que
estar perpetuamente haciendo elecciones (CP 1.341, c. 1895).
152 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

Así pues, lo general es aquello que no tiene este o aquel carác-


ter particular determinado, como la idea del pastel de manzana
que se quiere hacer, aunque se relaciona con aquello que lo tiene y
por tanto puede influir en la conducta humana y en las acciones
concretas. En este sentido Peirce escribe:

Aquello que cualquier proposición verdadera afirma es real, en


el sentido de ser como es independientemente de lo que tú o yo
podamos pensar sobre ello. Dejemos que esta proposición sea una
proposición general condicional respecto al futuro, y será un gene-
ral real tal que esté calculado realmente para influir en la conducta
humana, y tal como el pragmatista sostiene que es el propósito ra-
cional de cada concepto (CP 5.432, 1905).

El fin debe ser por tanto algo general real si ha de influir en


la conducta humana. Debe ser además un ideal simple que tenga
unidad, porque la unidad es esencial a cada idea y a cada ideal. Lo
admirable en sí mismo debe tener para Peirce una naturaleza pre-
cisa: aunque sea un estado complejo de cosas, debe ser capaz de ser
abarcado en una idea unitaria. «Un ideal debe poder ser abrazado
en una idea unitaria, o no sería un ideal en absoluto. Cuanto más
completamente posea cualquier carácter que le sea esencial, más
admirable debe ser» (CP 1.613, 1903). Debe ser además inmutable
en todas las circunstancias y no ser perturbado por las reacciones
del mundo exterior sobre el agente, y debe resultar alcanzable (CP
5.136, 1903).
Se ha visto ya que para Peirce el bien estético admirable por
sí mismo no puede ser un sentimiento, ni la satisfacción de un
instinto, ni una acción; en definitiva no puede ser algo particular,
sino que, de acuerdo con la máxima pragmática, debe poseer ca-
rácter general (CP 5.3, 1901). Ahora puede añadirse siguiendo las
reflexiones de Peirce que el fin admirable no será algo estático. Es
preciso añadirle una nueva característica: debe ser de naturaleza
La estética como ciencia normativa 153

evolutiva. En 1901 Peirce señala que el bien último reside de algu-


na manera en el proceso evolutivo (CP 5.4, 1901). Aunque debe ser
inmutable bajo todas las circunstancias y no ser perturbado por las
reacciones sobre el agente del mundo externo que es supuesto en la
misma idea de acción (CP 5.136, 1903), debe sin embargo estar de
acuerdo con un desarrollo libre de la propia cualidad estética del
agente. Lo admirable no puede ser algo estacionario.
Fernando Zalamea ha señalado las características del ideal
peirceano: «Peirce mostró que el ‘ideal general’, de acuerdo con las
directrices del pragmatismo, no podía ser fijo: debía ser evolutivo;
no podía estar determinado: debía ser abierto; no podía ser parti-
cular: debía ser general» (Zalamea, 2006, 33). A ese ideal, por ser
general, han de adecuarse las cualidades de sentimiento, así como
indirectamente los objetos de las demás ciencias normativas, y en
realidad todo aquello que tenga un significado intelectual:
Aunque no pienso que una evaluación estética esté esencialmen-
te implicada actualiter (por así decir) en cada significado intelectual,
pienso que es un factor virtual de cada significado debidamente ra-
cionalizado. Es decir, realmente pertenece al significado, ya que la
conducta puede depender de que se recurra a él. Sin embargo en los
casos ordinarios no será necesario que esto se haga. Me parece que
esto es así, se exprese como se exprese (CP 5.535, c. 1905).

Peirce afirma que debe ser un ideal al que nada se someta por
obediencia, costumbre o ley, sino solo porque es universalmente de-
seable, porque es considerado en sí mismo como kalos k’agathos9; el

9. Kalos Kagathos es una expresión griega que significa literalmente «lo


bello y lo bueno», «lo bello y lo noble». Esta expresión es usada por los griegos
para referirse a aquello superior, a lo mejor que el hombre puede llegar a ser,
esto es, al ideal de nuestra conducta y de nuestra vida, aunque no pueda ser
completamente encarnado. Para los griegos el kalos kagathos significaba lograr la
armonía de mente y cuerpo, ser inteligente y sensible, valiente en las batallas y
154 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

fin debe implicar esencialmente el reconocimiento de un ideal defi-


nido como universal y absolutamente deseable (CP 2.199, c. 1902),
y que provoca una cierta simpatía intelectual (CP 5.113, 1903).
Después de estas caracterizaciones estamos ya en condiciones
de decir cuál es el fin. Alrededor del cambio de siglo Peirce afir-
ma que ha habido tres grandes clases de moralistas, que se han
diferenciado unos de otros por la cuestión del modo de ser del fin.
Unos han hecho del fin algo puramente subjetivo, un sentimiento
de placer; otros han hecho del fin algo objetivo y material, tal
como la multiplicación de la raza; por último están los que han
atribuido al fin la misma clase de ser que tiene una ley de la natu-
raleza, haciéndolo consistir en la racionalización del universo (CP
1.590, 1900).
La postura del propio Peirce estaría claramente cercana a la
tercera: para él el fin va a ser el crecimiento de lo razonable en el
universo. Sin embargo, algo le separa de esos moralistas: el fin no
tiene que ver con la legalidad, en tanto que no va a actuar impo-
niéndose sino atrayendo y encarnándose. Explicaré más despacio
estos aspectos.
El único bien último al que deben dirigirse todos los hechos
prácticos, dice Peirce, es la evolución de la «razonabilidad con-
creta» (CP 5.3, 1901; 2.34 nota 2, c. 1902), pues la razón siempre
busca algo más allá y espera mejorar sus resultados. Eso es algo
que Peirce considera de experiencia:

buen ciudadano. El kalos kagathos implicaba actuar honorablemente y apreciar


la belleza, y apuntaba a aquello que se busca por sí mismo. Aristóteles afirma en
su Ética a Eudemo: «un hombre es noble porque posee aquellos bienes que son
buenos por sí mismos y porque realiza acciones buenas por sí mismas (…) La
nobleza [kalos kagathos] es el bien perfecto» (libro VIII, sección 1248b). Peirce
retoma el término kalos kagathos para referirse a un ideal que ha de encarnarse.
Esta expresión supondrá para él, como para los griegos, la necesidad de alcanzar
un equilibrio entre lo material y lo espiritual.
La estética como ciencia normativa 155

Cada motivo implica la dependencia de algún otro que nos lle-


va a preguntarnos por una razón ulterior. El único objeto deseable
que es bastante satisfactorio en sí mismo sin ninguna razón ulterior
para desearlo es lo razonable en sí mismo. No pretendo presentar
esto como una demostración; porque, como todas las demostracio-
nes acerca de tales temas, sería una mera objeción de poca monta,
un manojo de falacias. Yo mantengo simplemente que es una ver-
dad experiencial (CP 8.140, 1901).

Lo razonable es el ideal general que a través de nuestras accio-


nes y del autocontrol se va encarnando en aspectos concretos, que
se hace crecer. La acción individual es un medio para ese fin, que
no es sino el desarrollo de las ideas encarnadas (CP 5.402, nota 2,
1877), de lo razonable, que para Peirce constituye el fin para el
que cielos y tierra han sido creados (CP 2.122, c. 1902). «Estamos
todos poniendo nuestros hombros en la rueda para un fin que
ninguno de nosotros puede más que vislumbrar –ese en el que las
generaciones están trabajando. Pero podemos ver que el desarrollo
de las ideas encarnadas es en lo que consistirá» (CP 5.402, nota 2,
1878).
Precisamente Peirce entiende por «razón» algo que de alguna
manera no está completo, que va evolucionando, algo que se dife-
rencia de la facultad humana que se ha denominado razón desde
una perspectiva racionalista. La «razón» de Peirce podría quizá
denominarse mejor «razonabilidad»10:

10. La idea de «razonabilidad» tal como la voy a emplear no es del todo


nueva. El pedagogo y filósofo uruguayo Vaz Ferreira hablaba en 1908 de «ra-
zonabilidad» [Lógica viva – Moral para intelectuales, (1908-1910), Caracas, Bi-
blioteca Ayacucho, 1979] como una actitud racional ampliamente entendida
en la que hay una intervención de hechos afectivos, instintivos y en general
no racionales. La razonabilidad de Vaz Ferreira «pega los términos de ‘razón’
y ‘sensibilidad’ en un solo concepto, donde caben al tiempo el raciocinio y el
sentimiento, el argumento lógico y la imaginación poética. La razonabilidad
156 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

Considerad por un momento qué es realmente la Razón, tal


y como podemos hoy concebirla. No me refiero a la facultad del
hombre que es así llamada por encarnar en alguna medida la Razón
o {Nous}, como algo que se manifiesta a sí mismo en la mente, en
la historia del desarrollo de la mente y en la naturaleza. ¿Qué es esta
Razón? En primer lugar es algo que nunca puede ser completamen-
te encarnado. La más insignificante de las ideas generales envuelve
siempre predicciones condicionales, o requiere para su realización
que los eventos lleguen a suceder, y todo lo que alguna vez puede
llegar a pasar debe quedarse corto para satisfacer completamente
sus requerimientos. (…) Al mismo tiempo, el mismo ser de lo Ge-
neral, de la Razón, es de tal modo que este ser consiste en que la
Razón gobierna realmente eventos. (…) Por lo tanto, la esencia de
la Razón es tal que su propio ser nunca puede ser completamente
perfeccionado. Debe estar siempre en un estado de incipiencia, de
crecimiento. (…) Este desarrollo de la Razón consiste, observarán,
en encarnarse, esto es, en manifestación. (…) No veo cómo alguien
puede tener un ideal de lo admirable más satisfactorio que el desa-
rrollo de la Razón así entendida. La única cosa cuya admirabilidad
no es debida a una razón ulterior es la Razón en sí misma compren-
dida en toda su plenitud, en tanto que nosotros podemos abarcarla
(CP 1.615, 1903).

Por tanto el ideal es la Razón entendida en este sentido, como


algo que evoluciona. Por su misma naturaleza la razón conlleva
crecimiento y ese ha de ser precisamente el ideal: el crecimiento
inagotable de la razonabilidad en el universo. El summum bonum
no es un fin particular sino el crecimiento en sí mismo. Así lo
afirma Peirce: «el proceso de crecimiento es el summum bonum»

abre así el espacio del entendimiento a una razón extendida, que debe ser capaz
de explorar las medias tintas entre oposiciones polares. Las fronteras, el tránsito
y las mediaciones pasan entonces a ser imprescindibles en cualquier análisis de
una situación dada» (Zalamea, 2008, 19).
La estética como ciencia normativa 157

(MS 478, 1903), un ideal cuya riquísima indeterminación no llega


nunca a agotarse (Zalamea, 2009, 70). Se trata de un propósito no
completamente realizado. Su significado interno, dice Peirce, es
ese propósito hasta donde es definido. Ese propósito se hace más y
más definido hasta llegar a ser determinado en todos los aspectos
(CP 8.122, c. 1902). El hombre, afirma Peirce, es un epifenóme-
no en la evolución del universo, por eso el fin ha de residir en el
proceso evolutivo, no en reacciones individuales separadas. El fin
último es la razón que trasciende sus expresiones individuales en
algo general o continuo.
Ese es el fin que señala la estética, el ideal que debemos buscar
y que nos va a satisfacer en sí mismo: el crecimiento de lo razona-
ble, de las ideas generales que se van encarnando en lo concreto,
«la encarnación continua de la idea potencial» (MS 283, 1905).
Consiste por lo tanto en «un proceso de evolución por el cual lo
existente llega a encarnar más y más una cierta clase de generales,
que en el curso del desarrollo se muestran a sí mismos como razo-
nables» (MS 329, c. 1904). El summum bonum no es sino conducta
razonable y razonada (Potter, 1967, 34) que supone «la impresión
de una razonabilidad que crea» (MS 310, 1903), que es creativa,
que origina continuamente lo nuevo al ir encarnándose.
Es en ese peculiar sentido que Peirce entiende la razonabili-
dad como ideal, no como una legalidad que haya de imponerse en
el universo. Peirce se apartaría así de una postura más determinis-
ta y su ideal de la razonabilidad estaría acorde con su concepción
evolutiva agapística: «El universo no está gobernado por leyes
sino por la razonabilidad obrando por sí misma en lo concreto»
(Potter, 1967, 190). El fin en este sentido consiste en buscar ese
ideal de la razonabilidad, lo que supone en el fondo ser atraído
por él, dejarse «poseer» por el ideal que ejerce su poder como
causa final, atrayendo (CP 1.211, c.1902), un ideal que se ama y
que a través del amor se va encarnando, pues las ideas tienden a
158 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

expandirse (CP 6.104, 1891). ¿Cómo actúan esos ideales? Peirce


señala en 1903 que hay tres maneras en que los ideales se reco-
miendan a los hombres: primero hay ciertas clases de conducta
que tienen cuando las contemplamos una cualidad estética, y se
piensa entonces que es una conducta adecuada, de nuestro gusto;
en segundo lugar, se trata de que esos ideales tengan consistencia,
y en tercer lugar se imaginan las consecuencias de desarrollar esos
ideales y nos preguntamos por la cualidad estética de esas conse-
cuencias (CP 1.591, 1903).
De ese modo se van encarnando los ideales. Pero, si todo
lo anterior es así y el fin es el crecimiento de la razón, podría
plantearse entonces la duda de por qué es precisamente la estética
la que señala el fin. ¿No sería más propio de la lógica? Es así
porque el fin no es para Peirce otra cosa que la peculiar armonía
que se obtiene al encarnar la razón a través de los sentimientos
concretos, en las cualidades de sensación, en la primeridad. Es
claro que para Peirce el desarrollo de la razón incluye y requiere
los sentimientos, las cualidades individuales, que constituyen pre-
cisamente el ámbito de la estética, que se convierte así en el lugar
más propio del fin:

El desarrollo de la Razón requiere como una parte de él la ocu-


rrencia de más eventos individuales de los que alguna vez pueden
ocurrir. Requiere también de todo el colorido, de todas las cualida-
des de sentimiento, incluyendo el placer en su lugar propio entre las
demás (CP 1.615, 1903).

El fin no consiste en los eventos o en las cualidades, sino en


esas cualidades gobernadas por la razón. Esa es por tanto la rela-
ción entre el fin –la razonabilidad– y las cualidades de sentimiento
a la que me refería al principio. Sólo la estética señala la correcta
armonía, el modo de encarnarse la razonabilidad en las cualida-
des, el modo en que los sentimientos y la razón están íntimamente
La estética como ciencia normativa 159

relacionados: el bien estético muestra cómo todo debe armonizar-


se en lo concreto, y por eso a la estética y no a la lógica o a alguna
otra ciencia le corresponde desde la perspectiva peirceana señalar
el fin último. Ese es el papel fundamental de la peculiar estética
peirceana: nos señala cuál es el fin, el ideal, y nos indica la manera
de buscarlo, dejando que el ideal nos posea e imbuya de razonabi-
lidad lo particular, creando así la belleza.
El summum bonum es por tanto un proceso de evolución con-
tinuo, la razón que progresivamente se va manifestando, el desa-
rrollo de las ideas en el mundo, un ir y venir, un continuo ascenso
a lo ideal para descender después a lo concreto y práctico11.
Peirce considera que con esa búsqueda de la razonabilidad, con
ese crecimiento, estamos colaborando en la evolución del universo.
Ese crecimiento se convierte en ideal de conducta para el hombre.
La creatividad del hombre es parte de la evolución, de la semiosis
universal, una tarea que Peirce explica dentro de una visión cos-
mológica que adquiere tintes religiosos: «Nuestro ideal sería estar
completando nuestros oficios apropiados en la obra de la creación.
O bajando a lo práctico, cada hombre ve una tarea diseñada para
él. Dejémosle hacer, y sentir que está haciendo aquello para lo que
Dios le hizo»12. De algún modo Dios permite al hombre tener
parte en la creación. El ser humano hace crecer un ideal estético,
no sólo por él mismo, sino como la parte que Dios le permite te-
ner en la obra de la creación (CP 5.402, nota 3, 1906; CP 7.572,

11. Este ir y venir entre lo ideal y lo concreto encuentra también un para-


lelismo en el método de investigación científica de Peirce, tal y como lo desa-
rrolla en sus últimos años. Tras el hecho real y concreto que nos sorprende, la
abducción supone la búsqueda de una explicación razonable que nos hace de
algún modo ascender a lo ideal, a lo posible, mientras que la deducción y la in-
ducción nos hacen descender de nuevo a lo concreto para analizar y comprobar
las consecuencias prácticas de nuestra hipótesis.
12. C. S. Peirce, carta de C. S. Peirce a F. C. Russell, L 387.
160 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

c.1.892; 5.402 nota 2, 1877). El ser humano puede crear belleza y


participar de lo sublime.
Las ideas de Dios se encarnan en las acciones de los hombres
(MS 283, 1905) y les confieren la capacidad de transformar la faz
de la tierra (CP 1.217, c.1902), haciéndola más razonable y más
bella. Así, el ser humano se convierte a través de la conducta de-
liberada en uno de los agentes naturales de la evolución (Potter,
1967, 65).

La creación del universo, que no tuvo lugar durante una cierta


semana atareada, en el año 4004 A. C., sino que está sucedien-
do hoy y nunca se acabará, es este mismo desarrollo de la Razón.
(…) Bajo esta concepción, el ideal de conducta será ejecutar nues-
tra pequeña función en la operación de la creación echando una
mano para volver el mundo más razonable en cualquier momento;
como se dice vulgarmente, ‘depende de nosotros’ hacerlo (CP 1.615,
1903).

Concluiré este capítulo recordando que la estética es para


Peirce el fundamento de las demás ciencias normativas, de modo
que ese fin que señala se convierte de algún modo en fin de todo
el comportamiento humano. Es preciso buscar lo razonable tam-
bién en el pensar y en el actuar. Así, Peirce señala por ejemplo:
«En lógica se observará que el conocimiento es razonabilidad»
(CP 1.615, 1903). En este sentido puede decirse que para Peirce
la belleza es fructífera en el más alto grado para la moralidad y
el conocimiento, aunque también puede afirmarse siguiendo a
Schiller que no perfecciona en concreto ninguna facultad, que
no da a la mente una única dirección ni ayuda a la realización
de un deber. La estética marca el camino de las demás ciencias
normativas presentando el crecimiento de la razonabilidad como
el ideal que unifica todas las capacidades del ser humano, convir-
tiéndolo en un todo unitario. Esa conexión no quiere decir a mi
La estética como ciencia normativa 161

entender que Peirce sostenga una visión moral del arte, sino que
la estética aparece, como se explicará más detenidamente en el
último capítulo, como algo capaz de enlazar con lo más profundo
del ser humano13.

13. María Antonia Labrada ha escrito: «En la experiencia estética se tiene


noticia del ser racional, libre del hombre y de su coexistencia en el ámbito
personal», Estética, EUNSA, Pamplona, 1998, 68. Me parece que la reflexión
peirceana es en cierto modo cercana a esta perspectiva.
Capítulo III.
La concepción peirceana de arte

3.1. CARACTERÍSTICAS DE LO CREATIVO

La estética y el arte tienen que ver con los sentimientos, que


constituyen su ámbito propio, pero también con la razón, que los
unifica orientándolos hacia el fin último. El artista buscará lo que
es admirable en sí mismo, hará que ese ideal se encarne y crezca a
través de su arte, igual que el científico busca a través de razona-
mientos la verdad de las cosas, que no es sino otra perspectiva del
crecimiento de la razonabilidad en el universo. Explicaré a conti-
nuación cuál es la peculiar concepción del arte que puede enten-
derse desde Peirce. Teniendo siempre en cuenta que la estética es
en Peirce mucho más que una mera teoría del arte, intentaré dar
una interpretación peirceana del fenómeno artístico, para retomar
en el último capítulo el alcance de su estética. En esta particular
interpretación, el fenómeno artístico tendrá que ver con los senti-
mientos ordenados a un fin, aparecerá como el modo de buscar lo
único admirable en sí mismo en el ámbito de lo sensible, produ-
ciéndose en esa búsqueda la belleza, que como se ha visto consti-
tuye el efecto de la estética y no su objeto propio.
Una primera pregunta fundamental en esta interpretación del
fenómeno artístico será de qué estamos hablando cuando habla-
164 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

mos de arte, en qué consiste para Peirce el objeto artístico o creati-


vo. No hay que olvidar que, además de ser un tema directamente
tratado en el ámbito de la metodología, la capacidad creativa es el
nervio que recorre y da vida a todo el sistema filosófico de Peirce,
pues todo, el universo y el ser humano, está sometido a constante
evolución y crecimiento, a una constante actualización de posibi-
lidades. La creatividad, que no es sino la capacidad de crecer que
lo empapa todo, de generar nueva inteligibilidad, es una cuestión
central en el pensamiento de Peirce.
Para Peirce lo creativo, del que el objeto artístico sería un caso,
es aquello nuevo, inteligible, original y que, como todo, es un sig-
no, aunque un signo con unas peculiares características.
Lo creativo es novedoso no solo en tanto diferente del pasado,
sino respecto a lo que tiene de inteligible (Hausman, 1987, 381-
382). Si fuera la diferencia lo único que caracteriza a lo nuevo,
todo en el mundo sería nuevo, pues cada cosa tiene su lugar y
tiempo específicos distintos de los anteriores y en ese sentido es
diferente. Hace falta por tanto algo más radical que lo haga nuevo:
hace falta una diferencia en su inteligibilidad. Sería el caso, por
ejemplo, de una pintura que puede percibirse como de una clase
diferente a las anteriores, o de una idea científica que es distinta a
todo lo conocido hasta entonces.
Lo nuevo, por otra parte, debe existir por referencia a lo an-
tiguo, pues sin tradición no puede haber novedad: algo que fue-
ra completamente nuevo no podría ni siquiera expresarse. En ese
sentido se ha hablado de un «entusiasmo por la experiencia» de la
persona creativa, pero, por otra parte, hay que reconocer también
que el creador no puede limitarse a la experiencia: el pensamiento
creativo debe ir más allá de los límites del conocimiento pasado.
Esta continuidad entre tradición y novedad no sólo se da en
las explicaciones peirceanas en referencia a las hipótesis científicas,
sino que aparece también en el ámbito artístico. La tradición se
La concepción peirceana de arte 165

convierte en el arte en un argumento de autoridad, y el artista


se enfrenta a ella con libertad, con el reto de actualizar los argu-
mentos tradicionales, destacando lo que tienen de posibilidades
inéditas de actualización. Es decir, nuevamente aparece un pasado
que pudiera parecer constrictivo, pero que al fin se muestra como
aquello que, de algún modo, hace posible la creatividad en tan-
to que puede proseguirse. Como decía Kant: «El producto de un
genio (en aquello que en él es de atribuir al genio y no al posible
aprendizaje o escuela) es un ejemplo no para la imitación (pues en
este caso se perdería lo que en él es genio y constituye el espíritu de
la obra) sino para que otro genio lo siga» (Kant, 2007, 246).
El carácter de novedoso que posee lo artístico conduce por
tanto a un nuevo requisito: la obra debe ser inteligible dentro de
ese diálogo entre lo antiguo y lo nuevo. No se trata de lo nuevo por
lo nuevo, sino que debe tener un carácter, un valor, una cualidad
que haga posible que sea reconocido, identificable. «La cosa nueva
debe tener un carácter, un principio identificable o cualidad, y este
carácter es identificable porque parece ser algo que puede conec-
tarse en el futuro con otras cosas» (Hausman, 1987, 381). De este
modo, una pintura tiene algo que la hace identificable y puede
relacionarse con un determinado estilo, o con otros estilos del pa-
sado, o puede estar potencialmente enmarcada dentro de corrien-
tes futuras, o una obra literaria puede adscribirse a un género, etc.
Además de la novedad y de la inteligibilidad, una tercera carac-
terística de lo creativo, citada frecuentemente, es la originalidad.
Algunos la han definido como la capacidad de hacer conexiones
de algo que antes no estaba conectado de ese modo (Boden, 1999,
369), y en ocasiones no es claro dónde reside la diferencia entre
novedad y originalidad. A mi entender, al hablar de originalidad
se pretende poner el énfasis no en la diferencia, en ser distinto, sino
más bien en ser uno mismo, en el factor propio, personal, que se
añade a lo que se crea. La originalidad aparecería en este sentido
166 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

como la capacidad de expresarse uno mismo, de expresar el propio


ser personal. Lo creativo sería todo aquello en lo que uno puede
reconocerse a sí mismo: la originalidad de una obra de arte tiene
que ver con esa capacidad de expresión. Lo que hace que algo sea
original no es exactamente lo mismo que hace que sea nuevo –la
diferencia en su inteligibilidad– sino lo que en la obra queda del
creador.
Lo artístico, por otra parte, es algo valioso o apropiado. La
obra creativa tiene que tener un valor externo, no es un fenómeno
subjetivo y eso hace que se diferencie algo creativo de un invento
puramente estrafalario. Hace falta dejar una huella externa: ser
creativo no es lo mismo que ser brillante u ocurrente. El artista
crea algo nuevo que tiene un valor real, de lo contrario sería sim-
plemente un extravagante. Es difícil definir qué es valor, pero tal
y como ha señalado Hausman puede hablarse de determinadas
condiciones que demandan nuestra atención y nos hacen juzgar
que la cosa nueva debería existir (Hausman, 1987, 382). Conviene
aclarar que no sólo se trata aquí de un valor instrumental, es decir,
de que lo que se crea sea bueno para algo, por ejemplo para la his-
toria de la literatura o del arte, sino que hace falta que la obra crea-
tiva tenga un valor en sí misma, que sea intrínsecamente buena,
en el sentido de que debería existir por ser lo que es. Por ejemplo,
decimos que una novela es buena simplemente porque nos deleita
leerla, apreciamos un valor en ella, independientemente del lugar
que pueda ocupar en la historia de la literatura.
En el caso de la ciencia el valor de las hipótesis radicaría en ser
explicaciones acertadas para el mundo. De este modo una hipó-
tesis original y novedosa, pero que no resulte acertada, no podría
considerarse creativa: las hipótesis científicas deben explicar los
hechos. En el caso del arte el valor de las ideas creativas no consis-
tirá en su capacidad explicativa de la realidad sino en la capacidad
de expresión de unos sentimientos que adquieren forma y que re-
La concepción peirceana de arte 167

suelven una inquietud inicial, pues el artista no busca comprender


lo que es verdadero ni tiene como objetivo el descubrimiento, sino
que busca expresar algo de una forma admirable.
Se obtienen así las primeras claves para comprender la crea-
tividad y en concreto el objeto artístico: la experiencia ha de ser
tomada como punto de partida, y al análisis de los diferentes ele-
mentos que nos proporciona se le añade después la elaboración
de la mente, que resulta en algo creativo, inteligible y nuevo. La
experiencia es por tanto aquello en lo que tiene su origen todo el
conocimiento, tambien la expresión artística, y tiene un carácter
no reflexivo, inmediato. Mostrar cómo la experiencia es posible y
cómo pueden romperse y combinarse sus diferentes componentes,
es decir, mostrar en definitiva cómo es posible el crecimiento y la
creatividad, es a lo que se orienta toda la tarea de la filosofía para
Peirce (van Heerden, 1998, 62).
En resumen, el objeto artístico será para Peirce algo inteligible,
novedoso y original. Hay que añadir además que será un signo.
Antes de pasar al examen más detenido de los distintos elementos
del fenómeno artístico –la experiencia, la expresión y la interpre-
tación, que permitirán que se conjuguen novedad, originalidad
e inteligibilidad– me detendré a continuación en el examen del
objeto artístico como signo.

3.1.1. El signo artístico


En cuanto representación de unas sensaciones o sentimientos,
el arte tiene carácter de terceridad y –desde la perspectiva peircea-
na– de signo. La obra de arte es para Peirce un signo, pero, ¿qué
tipo de signo? Aclarar esta cuestión contribuirá a arrojar luz sobre
la peculiar concepción del arte de Peirce, y a introducirnos en la
cuestion de qué papel tiene el sentimiento y cuál la razón en el
fenómeno artístico.
168 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

Entre las numerosas distinciones de los signos de Peirce voy a


tomar tres de las más significativas1. En primer lugar, los signos
pueden dividirse en relación a sí mismos, es decir, en cuanto pri-
meridad, en: 1) cualisigno, si es algo posible o una mera cualidad,
es decir, si se caracteriza por la posibilidad de actuar como signo
independientemente de que así ocurra; 2) sinsigno, si es algo real,
y por tanto tiene distintas cualidades que podrían utilizarse como
signo; 3) legisigno, si es una ley, y por tanto es necesariamente con-
vencional y general. Escribe Peirce:
En primer lugar un signo puede ser, en su propia primeridad,
o bien una mera idea o cualidad de sentimiento (un ‘cualisigno’),
o puede ser un ‘sinsigno’, esto es, un individual existente, o puede
ser (como una palabra) de un tipo general (‘legisigno´) al que los
existentes pueden conformarse (MS 914, c.1904).
Una segunda clasificación divide a los signos en función del
objeto y el modo en que lo representan. Según esta clasificación,
que para Peirce es quizá la más útil y frecuente (EP 2, 460), el
signo puede ser:
1) Icono, que representa al objeto en tanto que se parece a él,
esto es, expresa a su objeto como similar a él por virtud de al-
gún carácter suyo propio, independientemente de que el objeto al
que representa exista realmente o no (CP 2.247, 1903). El icono
mantiene con el objeto una relación de semejanza o similitud. No
tiene conexión dinámica con el objeto que representa, sino que
simplemente sus cualidades se parecen a las del objeto y provocan
sensaciones análogas en la mente para la que es un parecido (CP
2.299, 1893). Es el caso de un retrato.

1. C. S. PEIRCE, «Nomenclature and Divisions of Triadic Relations, as Far


as They Are Determined», CP 2.243, 1903. Voy a seguir, en gran parte, las ex-
plicaciones de W. CASTAÑARES, De la Interpretación a la Lectura, Iberediciones,
Madrid, 1994, 139-143.
La concepción peirceana de arte 169

2) Índice; es el signo que está afectado por su objeto, es decir,


se refiere a él por una compulsión ciega, por ejemplo: un agujero
de bala en la pared, una veleta o unas huellas en la arena que in-
dican la presencia de alguien caminando. Todo lo que centra la
atención es un índice (CP 2.285, 1893). Este tipo de signo tiene
como carácter significativo el hecho de que está en una relación
real, física, con su objeto. Viene a ser, dice Peirce, como un pro-
nombre relativo o demostrativo que fuerza la atención sobre el ob-
jeto deseado sin describirlo (CP 1.369, c.1885). Servirá pues como
signo para cualquiera que lo represente como reaccionando con
ese objeto (L 75, 1902).
3) Símbolo, es el signo que representa a su objeto en virtud de
una ley o convención, de una asociación de ideas o una conexión
habitual del nombre con el carácter significado (CP 1.369, c.1885).
Es un signo que tiene como su característica significativa la de ser
representado como siendo un signo. El símbolo está conectado
con su objeto en virtud de la idea de la mente que usa signos, sin
la que no existiría la conexión (CP 2.299, 1893). Todos los signos
meramente convencionales son símbolos, así como todos los sig-
nos que llegan a serlo porque son tomados naturalmente como
tales (L 75, 1902). El símbolo es un signo general cuyo objeto es
también general, no denota a un objeto sino a una clase, por ejem-
plo la palabra «mesa», que designa en virtud de una convención a
todas las mesas y no a ninguna en particular. Todos las palabras,
frases, libros son símbolos (CP 2.292, 1903).
Respecto a esta clasificación de los signos en cuanto a la mane-
ra de representar a su objeto escribe Peirce:

Había observado que la división útil más frecuente de los signos


es a través de una tricotomía en, primero, Semejanzas o, como pre-
fiero decir, Iconos, que sirven para representar a sus objetos sólo en
tanto que se parecen a ellos en sí mismos; en segundo lugar, Índices,
170 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

que representan a sus objetos independientemente de cualquier pa-


recido con ellos, sólo por virtud de conexiones reales con ellos, y en
tercer lugar Símbolos, que representan a sus objetos independiente-
mente tanto de algún parecido como de alguna conexión real, por-
que las disposiciones o hábitos facticios de sus intérpretes aseguran
que van a ser comprendidos de ese modo (EP 2, 460-1).

La tercera clasificación significativa a la que me voy a referir es


aquella según la relación del signo con el interpretante, esto es, con
el efecto producido por el signo en la mente, con la representación
que media entre un signo y su objeto. El interpretante represen-
ta al signo como representando al objeto, y se convierte a su vez
en un nuevo signo (CP 1.553, 1867). Según esta clasificación en
función de la relación con el interpretante un signo puede ser: 1)
rema, sería un signo que, por su interpretante, esto es, por el tipo
de signo al que da lugar en la mente del intérprete, es un signo
de posibilidad cualitativa, esto es, el intérprete lo entiende como
refiriéndose al objeto de forma posible. Afirma Peirce que un sig-
no de este tipo quizás proporcione alguna información, pero que
no es interpretado como proporcionándola (CP 2.250, 1903); 2)
proposición o signo dicente, es un signo que, por el interpretante al
que da lugar, es un signo de existencia actual (CP 2.251, 1903), es
decir, es interpretado como un sinsigno; 3) argumento, es un signo
que para su interpretante es un signo de ley, es decir, un legisigno.
Según estas clasificaciones el signo artístico habría de ser ca-
racterizado como un cualisigno remático icónico. Es decir, sería un
signo de posibilidad que permite representar a una cualidad en
virtud de una similaridad entre el signo y esa cualidad.
El signo artístico es una cualidad de sensación –cualisigno–
que es representada por el interpretante como un signo de posibili-
dad. Por su carácter remático, el signo artístico no es verdadero ni
falso, no da información (CP 2.250, 1903), sino que representa a
La concepción peirceana de arte 171

su objeto como signo de una mera posibilidad, y crea un interpre-


tante que tiene el modo de ser de primeridad. El signo propiamen-
te estético es en primer lugar un signo remático, es una sugerencia
abierta con un valor de verdad muy pequeño: «un rema es un
signo que no es verdadero ni falso» (SS, 34, 1904). Los rema son
signos de cualidad y por eso se tiene de ellos consciencia inmedia-
ta. Generan constantemente nuevas interpretaciones, por eso las
obras de arte son dinámicas.
Por otra parte el signo artístico es un icono. Peirce afirma que
los iconos son los signos de cualidades y de las sensaciones en ge-
neral (EP 2, 461). El signo icónico, por su capacidad para expresar
cualidades, para comunicar algo directamente (CP 2.278, c.1895),
está especialmente vinculado con lo artístico. Es el único signo
adecuado para expresar sentimientos. Encarnando las cualidades
apropiadas es capaz de transmitir las sensaciones del artista. Peir-
ce afirma por ejemplo que, al contemplar una pintura, hay un
momento en el que perdemos la consciencia de que no es la cosa:
la distinción de lo real y de la copia desaparece y es entonces un
puro sueño, no una existencia particular ni tampoco general. En
ese momento, dice Peirce, estamos contemplando un icono (CP
3.362, 1885). El icono muestra la semejanza haciéndonos olvidar
la distinción. Peirce afirma que el objeto del icono ni siquiera ne-
cesita ser algo real. La existencia del objeto no es relevante, sino
sólo las cualidades que se le pueden atribuir:
El icono no está inequívocamente por esta o aquella cosa exis-
tente, como el índice. Su objeto puede ser una pura ficción, en
cuanto a su existencia. Mucho menos es su objeto necesariamente
una cosa de un tipo con el que habitualmente nos encontremos.
Pero hay una garantía que el icono proporciona en el más alto gra-
do. A saber, que lo que despliega ante la mirada de la mente –la
forma del icono, que es también su objeto– debe ser lógicamente
posible (CP 4.531, 1905).
172 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

El icono es, por tanto, lo suficientemente amplio como para


servir a la novedad y a la pluralidad del arte, sin perder la necesidad
de una forma que podamos reconocer. El signo artístico trata de
representar a su objeto, más que a través de una convención o de
una relación directa como una compulsión ciega, a través de una
semejanza de algún tipo. En concreto, dentro de la clasificación
de los iconos, el signo artístico sería un hipoicono, es decir, un
icono sustancialmente encarnado, a diferencia del icono puro que
sería una esencia o idea platónica (Hocutt, 1962, 158). Un pintura
por ejemplo, dice Peirce, sería un hipoicono: «Cualquier imagen
material, como una pintura, es ampliamente convencional en su
modo de representación; pero en sí misma, sin leyenda o etiqueta
puede ser llamada un hipoicono». El hipoicono a su vez puede ser
una imagen, si participa de cualidades simples, un diagrama, si
representa relaciones principalmente diádicas, esto es, si representa
las relaciones de las partes de una cosa mediante relaciones análo-
gas en sus propias partes, o una metáfora, si representa el carácter
representativo de un representamen representando un paralelismo
en alguna otra cosa (CP 2.276-7, 1903).
De este modo el signo artístico aparece como una cualidad
de sensación que es representada como un signo de posibilidad.
Como ha señalado Hoccut, que el signo artístico sea un icono,
esto es, que represente a su objeto a través de una semejanza, no
implica que el realismo sea la única técnica artística legítima, pues
la obra de arte no se aprecia por comparación con la realidad (Ho-
cutt, 1962, 159). La obra de arte no se mide con un criterio de
adecuación externo sino por su propia coherencia interna, por las
cualidades que posee en sí misma. Imita la disposición de senti-
mientos que el artista se propone expresar, las sensaciones que la
realidad le ha causado, unas cualidades seleccionadas y organiza-
das que resultan bellas, pero no exactamente la realidad. Afirma
Peirce que no hay en el icono una nitida discriminación entre el
La concepción peirceana de arte 173

signo y la cosa significada: la mente flota en un mundo ideal y no


se pregunta o se preocupa de si es real o no, distinguiéndose así de
otros tipos de signos menos artísticos como el índice (EP 1, 282).
El valor del arte no consiste en su relación con una realidad exter-
na concreta, aunque tenga su origen en ella, sino en la adecuación
a aquello que se quiere expresar.
Por otra parte, el icono adquiere valor estético, resulta admi-
rable en sí mismo y su interpretante sería el interpretante emo-
cional (Hocutt, 1962, 158), es decir, el objeto sería un caso de
kalos, del ideal admirable encarnado, y su interpretante no sería
de carácter lógico sino ese primer interpretante de un signo que
es siempre un sentimiento o emoción. La respuesta a un objeto de
valor estético es una emoción: la crítica, para Peirce, solo puede
ser secundaria. De hecho, el mejor crítico de arte, afirma Peirce,
será aquel capaz de volver al estado estético, a un estado de pura
ingenuidad (CP 5.111, 1903). El sentimiento que nos produce la
obra de arte es la prueba de que se comprende el efecto propio
del signo, aunque equivale a mucho más que a una sensación
de reconocimiento. Peirce pone como ejemplo de interpretante
emocional el efecto que produce la interpretación de una pieza
en un concierto de música: esa pieza pretende transmitir y trans-
mite las ideas musicales del compositor, pero esas ideas consis-
ten usualmente en una serie de sensaciones que nos transmite.
Cualquier otro efecto apropiado que produzca el signo artístico
lo hará a través de la mediación del interpretante emocional (CP
5.475, c.1907). Así, ha señalado Castañares, el signo se abre a ese
mundo afectivo tan importante para el análisis semiótico de la
obra de arte y que no está ausente tampoco de la vida cotidiana
(Castañares, 1994, 156). Desde esta perspectiva, por ejemplo, el
Guernica de Picasso aparecería como un icono cuyo objeto sería
el sentimiento de horror que el artista imaginó, y el interpretan-
te sería nuestro sentimiento de horror al contemplarlo (Kaelin,
174 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

1983, 152). Cualquier crítica o nueva interpretación vendría des-


pués, y siempre a través de ese sentimiento.
Antes de terminar este análisis del signo artístico es pre-
ciso señalar que las fronteras entre los tipos de signo sólo son
bien definidas teóricamente, no en el signo efectivo. Todo signo
efectivo es de alguna manera los tres tipos y tiene distintos aspec-
tos, aunque unos dominen sobre otros. De hecho, Peirce afirma
que «los más perfectos de los signos son aquellos en los que las
características icónicas, indicativas y simbólicas están mezcladas
tan igualmente como sea posible» (CP 4.448, c.1903). Siguiendo
un ejemplo de Peirce, puede decirse que las huellas que Robinson
Crusoe encontró en la arena eran un índice de que había alguien
más en la isla, mientras que esas mismas huellas, en cuanto sím-
bolo, eran capaces de evocar la idea de hombre (CP 4.531, 1905).
Otro ejemplo de Peirce sería el siguiente, en el que una sencilla
afirmación puede funcionar como icono, índice o símbolo:

Tomad, por ejemplo, ‘está lloviendo’. Aquí el icono es la foto-


grafía compuesta mentalmente de todos los días lluviosos que el que
lo piensa ha experimentado. El índice es todo por lo que distingue
ese día, en tanto que se da en su experiencia. El símbolo es el acto
mental por el que etiqueta ese día como lluvioso (CP 2.438, c.1893).

Para Peirce un signo que funciona a veces de un modo puede


funcionar de otro en ocasiones. Las tipologías definidas no fun-
cionan de modo exacto en el mundo real. Así por ejemplo, Peirce
afirma que el signo remático no es el único que puede resultar
artístico y ser bello: «La bondad estética, o expresividad, puede po-
seerse, y en alguna medida puede ser poseída por cualquier clase de
representamen: rema, proposición o argumento» (CP 5.140, 1903).
Aunque el signo artístico tiene una dimensión esencial de ico-
no, funciona a la vez como símbolo, en tanto que expresión de
la imaginación simbólica del artista. Podría decirse que es a la
La concepción peirceana de arte 175

vez icono y símbolo. Tomaré un ejemplo del cine. La película de


Hitchcock Los pájaros nos cuenta una historia que ocurre en una
tranquila localidad costera llamada Bahía Bodega. Allí residen los
Brenner: Lydia (viuda hace apenas cuatro años) y sus dos hijos,
Mitch (de unos treinta años) y Cathy (de diez). Una joven acomo-
dada de San Francisco, Melanie Daniels, conoce de manera acci-
dental a Mitch Brenner y, encaprichada de él, llega sin avisar a la
pequeña población con el propósito aparente de entregar un regalo
de cumpleaños –un par de pájaros– a la pequeña Cathy. La llegada
de la forastera no es vista con buenos ojos por la madre, que se
siente amenazada y abocada a la soledad; también provoca cierto
recelo en Anne Hayworth, profesora de la escuela del lugar y anti-
gua compañera sentimental de Mitch Brenner. Coincidiendo con
la llegada de Melanie, las aves del lugar (gaviotas, gorriones, cuer-
vos) comienzan a mostrar un comportamiento ofensivo, sin que se
sepa la razón de sus ataques. Estos, sin embargo, se van incremen-
tando a lo largo de un funesto fin de semana, que transforma el
idílico lugar en un escenario de horror sin precedente. Los pájaros
muestra de un modo extraordinario que las películas no son solo
historias, sino que como signos artísticos tienen un aspecto de ico-
no en cuanto que son capaces de representar, a través de alguna
similitud en las cualidades, una peculiar cualidad de sentimiento
que llevó al director a hacer la película. En ese sentido en el que
«cada icono participa de algún carácter más o menos abierto de su
objeto», la película de Hitchcock es capaz de plasmar sensaciones,
de transmitir por ejemplo la sorpresa y el temor ante una situación
desconocida y del todo anómala como la de verse rodeado por
pájaros que atacan al hombre, o la sensación de incomprensión
ante la furia asesina de unas aves que pensaríamos inofensivas. A
la sorpresa inicial le sigue una nueva sensación, la necesidad de
dar una explicación al fenómeno anómalo, la necesidad de saber.
Las hipótesis se suceden: un temporal en alta mar que ha traído
176 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

las aves, algún tipo de epidemia, un apocalíptico fin del mundo,


etc. La incapacidad de dar con una respuesta adecuada, tanto por
parte de los personajes como del espectador, contribuye tanto a
la angustia como el incremento de la ferocidad de las aves. Pero
además del aspecto icónico que permite reflejar esas sensaciones,
también hay en «Los pájaros» una dimensión claramente simbóli-
ca, como ha señalado Deleuze:

Los millares de pájaros de todas las especies, captados en sus


preparativos, en sus ataques, en sus treguas, son un símbolo: no
son abstracciones o metáforas, sino auténticos pájaros, literalmente,
pero que presentan la imagen invertida y la imagen naturalizada
de las relaciones entre los propios hombres (Deleuze, 1991, 284-5).

La película de Hitchcock, como símbolo, nos hace plantear-


nos cuestiones fundamentales como la procedencia y explicación
del mal en el mundo, la incomunicación y el aislamiento del ser
humano, las discordias en las relaciones personales o una posible
venganza de la naturaleza.
Otro ejemplo de cómo conviven los distintos tipos de signos
en el arte sería el signo literario, que Gorlée ha caracterizado como
un legisigno simbólico remático: legisigno porque, al ser lingüísti-
co, es en sí mismo algo general y reproducible; simbólico porque es
un signo de ficción que sólo puede simbolizar a su objeto de forma
abstracta y convencionalizada; remático porque transmite impre-
siones sensoriales y propone un significado posible e hipotético
que no puede dar lugar a un significado final (Gorlée, 1992, 44).
En resumen, el signo artístico de Peirce cumpliría las condi-
ciones que según un estudio contemporáneo (Agirre, 2005, 311)
debería cumplir el objeto artístico: resultar de algún modo inquie-
tante, esto es, no dejar indiferente al que lo percibe, cosa que lo-
gra el interpretante emocional; reflejar las voces de la comunidad,
estar abierto a múltiples interpretaciones, mirar hacia el futuro y
La concepción peirceana de arte 177

hacer pensar al espectador, pues en tanto signo la obra de arte fun-


ciona dentro de una comunidad de intérpretes; referirse a la vida
de la gente, expresar valores compartidos y no resultar solo expre-
sión del narcisismo del artista o de una obsesion de la novedad por
la novedad, pues como se verá a continuación el signo artístico
peirceano nace de la experiencia y por lo tanto está firmemente
anclado en un mundo que compartimos y tratamos de compren-
der en comunidad.
Después de determinar los tipos de signos que pueden caracte-
rizar al objeto artístico, es preciso retomar la peculiar relación de
primeridad y terceridad presente en el arte, y que de algún modo
se ha hecho ya patente al combinar los distintos aspectos del signo
artístico, esa peculiar relación de sentimiento y racionalidad, de
posibilidad, actualidad y ley.

3.2. LA EXPERIENCIA ARTÍSTICA: OBSERVACIÓN


Y CAPACIDAD DE PERCEPCIÓN

El arte, como cualquier tipo de conocimiento, ha de partir


para Peirce de la experiencia, y la estética, como cualquier ciencia,
ha de partir de la observación. De la experiencia le viene al arte
su carácter de novedad, primera característica del objeto creativo.
La capacidad del artista de escuchar a lo que le rodea y tener
nuevas sensaciones, de ser impresionado por el mundo en el que
vive, de hacerse con unas impresiones que después tratará de expre-
sar es algo esencial para el fenómeno artístico. No es artista aquel
que no es capaz de percibir las cualidades de las cosas, pues enton-
ces no tendría nada que expresar. No es artista aquel que no es im-
presionable y observador por encima de la media de los hombres.
Peirce dedicó tiempo a entrenar sus facultades sensibles de per-
cepción, algo que su padre le había inculcado. Alrededor de 1907
178 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

escribe que su padre, matemático, ensanchó sus intereses cuando


se hizo mayor y que era un hombre notable por su discriminación
estética (MS 296). A lo largo de toda su vida Peirce otorga una gran
importancia a la capacidad de ser impresionado, a las sensaciones
que las cosas nos producen, algo que conjugará después con la ela-
boración imaginativa y racional de esas sensaciones. En su metodo-
logía científica adquiere gran relevancia ese aspecto «impresionista»
de la observación, pues la abducción, la peculiar operación lógica
que constituye la piedra angular del avance del conocimiento, se
basará en distintas impresiones derivadas de la experiencia que de
alguna manera adquieren una forma hasta constituir una hipótesis
racional sobre el fenómeno que nos sorprende y reclama una expli-
cación. La observación, muchas veces inconsciente, es también el
elemento más importante del razonamiento práctico (RLT, 182).
Afirma Peirce en una ocasión que podemos observar cuali-
dades sensibles, como colores, sonidos o formas, y cualidades
emocionales o secundarias, como las cualidades estéticas. El po-
der de discriminar unas afecta al poder de discriminar las otras,
y viceversa. Esas capacidades de observación son decisivas para
el razonamiento, y pueden mejorarse. Al igual que una persona
desentrenada puede ponerse en forma con ejercicio sistemático,
afirma Peirce, también una persona cuyos poderes de observación
han sido olvidados puede mediante ejercicios análogos obtener re-
sultados sorprendentes (RLT, 183).
En esa línea, Peirce desarrolla una teoría de la observación y
de los errores. En un apéndice al Coast Survey Report de 1870, pu-
blicado en 1873, se habla por ejemplo de la necesidad de entrenar
las facultades perceptivas para reducir los errores, y se describen
experimentos realizados en la observación de un tránsito: en la
emergencia de una estrella desde detrás de la luna.
Peirce dedicó tiempo a estudiar científicamente el tema de las
sensaciones, de su capacidad de ser percibidas, esto es, de afectar
La concepción peirceana de arte 179

al ser humano, y de su discriminación. A Peirce le interesa desde


un punto de vista experimental la cuestión de la medida de las
sensaciones, pues nuestras impresiones de algunas cualidades pue-
den ser incluso marcadas en una escala, por ejemplo las de color.
En 1901 Peirce, refiriéndose a sus años como profesor en la Johns
Hopkins University, afirmaba que las sensaciones pueden servir a
un propósito científico:

Uno de mis propósitos principales era entrenar a los hombres en


la observación sutil de sus propias sensaciones, para mostrarles que
los sentimientos son capaces de evaluación directa con la suficiente
precisión como para servir a un propósito científico, para admitir
tratamiento matemático, y para demostrar que, en su mayor parte,
no difieren profusamente entre las personas diferentes en un mismo
ambiente (CP 7.265, 1901).

Durante sus años en Johns Hopkins University, Peirce influyó


en uno de sus estudiantes, Joseph Jastrow, y le sugirió que empren-
diera un experimento para probar cómo las sensaciones humanas
están sujetas a una diferencia perceptible mínima más allá de la
cual no se pueden percibir diferencias de intensidad. Ese fue uno de
los primeros estudios de psicología experimental en Norteamerica.
Aunque Peirce afirma después que tuvieron que dejar el experimen-
to, lo que hicieron llegó a presentarse en la National Academy of
Sciences el 17 de octubre de 1884, en un texto titulado «On Small
Differences of Sensation», y posteriormente fue publicado en las
Memorias de la Academia en 1885. En ese artículo Peirce afirma
que sabemos lo que está pasando en las mentes de otros en gran me-
dida a partir de sensaciones tan tenues que apenas somos conscien-
tes de que las tenemos, y dice que no podemos dar una explicación
de cómo alcanzamos nuestras conclusiones sobre esas cuestiones.
Eso, afirma Peirce, está en la base de la intuición (insight) de las
mujeres y de los fenómenos telepáticos. En cierta medida podría-
180 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

mos generalizar que eso es lo que está en la base de toda insight, es


decir, de toda abducción, y también de la abducción artística, don-
de pequeñas diferencias en las sensaciones de los artistas, debidas a
su peculiar sensibilidad, explicarían su capacidad de hacerse con lo
que otros no pueden aprehender. Esas tenues sensaciones, concluye
Peirce, deberían ser seriamente estudiadas por los psicólogos y cul-
tivadas asiduamente por todos los hombres (W 5, 135).
Hay numerosos ejemplos de la importancia que adquiere para
Peirce la capacidad de percepción y de ser impresionado por dife-
rentes sensaciones. La fenomenología, por ejemplo, necesita para
Peirce de tres facultades, de las que la primera y principal es la de ver
lo que está ante nosotros, la de verlo justo como se presenta sin que
sea reemplazado por ninguna interpretación, sin permitir ninguna
circunstancia que lo modifique. La tarea de la fenomenología es:
Abrir nuestros ojos mentales y mirar bien al fenómeno, y decir
cuáles son las características que nunca faltan en él, ya sea ese fenó-
meno algo que la experiencia exterior impone sobre nuestra aten-
ción o ya sea el más salvaje de los sueños, o sea la más abstracta y
general de las conclusiones de la ciencia (CP 5.41, 1903).

Esa facultad extraordinaria de percepción, dice Peirce, es pre-


cisamente la del artista, que ve los colores de la naturaleza como
aparecen, a diferencia de los hombres ordinarios, que no describen
lo que ven sino lo que debería ser visto:

Si, cuando el terreno está cubierto de nieve sobre la que brilla el


sol excepto donde da la sombra, preguntas a cualquier hombre ordi-
nario de qué color parece ser, te dirá que blanco, blanco puro, más
blanco a la luz del sol, un poco grisáceo en la sombra. Pero no está
describiendo lo que está delante de sus ojos, sino su teoría de lo que
debería verse. El artista te dirá que las sombras no son grises sino
de un leve tono azulado y que la nieve al sol es de un rico amarillo
(CP 5.42, 1903).
La concepción peirceana de arte 181

Aunque Peirce no los menciona, pues como ya se ha explicado


en el primer capítulo apenas hace referencia al impresionismo, los
estudios de Monet sobre paisajes nevados (La urraca, Argenteuil
nevado, La carreta, Casas en la nieve, Sandviken, Lavacourt, Cami-
no de Giverny en invierno, Almiar, efecto nevado, etc.) constituyen
una excelente ilustración del ejemplo de Peirce sobre las cualidades
perceptivas del artista, que ve en el paisaje nevado lo que está ante
sus ojos, y no lo que debería verse. El impresionismo, aunque no
tuvo éxito entre los artistas americanos del XIX, podría ser en este
punto un estilo acorde a la concepción peirceana del fenómeno
artístico, ya que busca representar el mundo de una forma espon-
tánea y directa, y quiere precisamente reproducir la percepción
visual del artista en un momento determinado, centrándose en lo
que percibe, y no en la representación exacta de sus formas, esto
es, no en lo que «deberíamos ver».

(La urraca, C. Monet, 1869, Museo de Orsay).


182 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

La capacidad de observación del artista es precisamente lo que


se echa de menos en el estudio de la fenomenología, la primera e
imprescindible facultad, que debería ser complementada por la fa-
cultad de discriminar el rasgo particular que estamos estudiando
y por el poder generalizador.
La afectabilidad de unas ideas por otras puede considerarse
otra vertiente de ese «impresionismo» que sostiene Peirce2. Para él
unas ideas son afectadas por otras construyendo un tren de pensa-
miento. El análisis lógico aplicado a los fenómenos mentales, dice
Peirce, muestra que no hay sino una ley de la mente, que las ideas
tienden a expandirse continuamente y a afectar a otras (CP 6.104,
1891). Esa afectabilidad es una relación transitiva no asociativa,
y hay tres elementos en la consideración de esa afectabilidad: las
cualidades intrínsecas de las ideas como sensaciones, su energía y
la tendencia de una idea a llevar otra consigo. Si las ideas se expan-
den, dice Peirce, su cualidad intrínseca permanece casi sin cam-
bios, pero su energía se disipa rápidamente mientras que aumenta
su tendencia a afectar a otras ideas. Se acaba así en una idea gene-
ral que tiene asociada la sensación de «una posibilidad vaga de más
de lo que está presente» (CP 6.138, 1891). Algo similar sucede en el
arte, en el que unas impresiones dan lugar a otras, permaneciendo
la cualidad intrínseca a la que se van adjuntando posibilidades que
van más allá de lo que está presente.
Puede encontrarse otro ejemplo sobre la importancia del ser
impresionado en el curso que Peirce dictó en 1883 en la Johns
Hopkins University sobre un tema que ya se ha mencionado en
el primer capítulo y que le interesaba mucho: la cuestión de cómo
juzgar qué hombres son grandes. En el curso de 1883, con la ayuda

2. Véase «The Law of Mind», CP 6.102-163, 1891; EP 1, 312-333; tra-


ducción castellana en Obra filosófica reunida, Tomo I, 357-378 y en http://
www.unav.es/gep/LawMind.html.
La concepción peirceana de arte 183

de los estudiantes, Peirce leyó las biografías de grandes personajes


de su tiempo extrayendo datos, haciendo listas y análisis estadís-
ticos. Aunque no terminó el estudio, publicó en 1901 un artículo
sobre esa cuestión, y resulta significativo que la resuelva basándose
precisamente en la capacidad de ser impresionado:

La manera de juzgar si un hombre fue grande o no consiste en


apartar todo análisis, en contemplar con atención su vida y obra
y después mirar en el propio corazón y estimar la impresión que
uno se ha hecho. Es la misma forma en que uno decidiría si una
montaña es sublime o no. El gran hombre es la personalidad impre-
sionante, y la cuestión de si es grande es una cuestión de impresión
(Eisele, 1985, 1, 490).
De hecho, una de las listas de grandes hombres que se con-
serva, redactada en los años 1883-84 lleva el título de «materiales
para una lista impresionista de trescientos grandes hombres» (W 5,
26-31, la cursiva es mía).
Es fundamental por tanto que el artista desarrolle sus capaci-
dades de observación, de ser impresionado y de distinguir las cua-
lidades de lo que le rodea. Esas capacidades son deseadas y necesa-
rias en el arte y resultan envidiables para otros hombres y en otras
ramas del conocimiento, pues son las ramificaciones instantáneas
de la percepción las que abren nuevas perspectivas creativas (Zala-
mea, 2013, 43). En distintas ocasiones Peirce muestra su admira-
ción por esas capacidades. Los artistas, afirma, son observadores
mucho mejores y mucho más exactos que los científicos, excepto
por las minucias especiales que busca el hombre de ciencia (EP 2,
193). Los científicos de la mayor parte de las ramas, afirma Peirce
en otra ocasión, son muy inferiores a los artistas en la capacidad de
observación (CP 7.607, 1903). Los artistas son observadores más
agudos que los científicos y en ese sentido, dice, la mala poesía
es falsa, pero nada es más verdadero que la verdadera poesía (CP
184 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

1.315, 1903). El artista mira las cosas en su estar presentes, en


tanto que aparecen: «El estado poético se aproxima al estado en
el que lo presente aparece como está presente» (CP 5.44, 1903),
como aquello que es lo que es independientemente de lo ausente,
del pasado y del futuro.

(MS 1120, s.f.).


La concepción peirceana de arte 185

La capacidad de observación del artista supone la capacidad


de ser impresionado por las cualidades primeras de las cosas, de
hacerse con sensaciones que constituirán su material de trabajo.
Supone también la capacidad de darse cuenta de las precisas sen-
saciones de uno sin que sean afectadas por ninguna interpretación
(CP 7.607, 1903), de reconocer los propios sentimientos y sensa-
ciones. La capacidad que tiene que tener el artista es la de atender
al fenómeno en tanto que presente, y la de atender también a su
respuesta emocional al fenómeno.
La observación no es para Peirce un simple ejercitar los senti-
dos, sino que requiere una función mental, aunque ese elemento
no suponga una interpretación previa de lo que se está viendo, ni
un control racional. Peirce señala en este sentido que en el proceso
de cognición la posibilidad de controlar nuestras percepciones no
comienza hasta que estas están ya formadas, e incluso después de
que están formadas, afirma, hay una operación incontrolable: el
juicio perceptual sobre lo que se está percibiendo (EP 2, 191). El
artista tiene la capacidad de percibir las cosas sin que se mezclen
ideas preconcebidas o prejuicios, sin los instrumentos que a veces
distorsionan la realidad. Podría aplicarse al arte de alguna manera
lo que Peirce aplicaba en otro nivel a la filosofía: «microscopios
y telescopios, viajes y exhumaciones, clarividentes y testigos de
excepcional experiencia son sustancialmente superfluos para los
propósitos de la filosofía» (EP 2, 146). El «ojo poético» permite
descubrir esas características primeras y más propias de lo real que
después plasmará en sus obras.
El artista es capaz de ver sin que aparezca lo que debería ver,
y de desarrollar una capacidad de observar que es diferente a la
capacidad de razonar y que no requiere de ella (RLT, 183-4), aun-
que la capacidad de razonar sí que requiere de la capacidad de
observar, pues hay una continuidad entre la percepción y el razo-
namiento controlado.
186 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

Esa capacidad de observación, afirma Peirce, no es una tarea fá-


cil para nadie, y requiere un entrenamiento. Nuestras percepciones
se acomodan muchas veces a lo que esperamos percibir, las inter-
pretamos erróneamente conforme a lo que nos resulta familiar, y se
requiere de un ojo entrenado para ver aquello que los demás pasan
por alto. Es el caso, según un ejemplo del propio Peirce, de un co-
rrector de pruebas, que recibe un salario porque sus ojos perciben
aquellos errores que la gente corriente a veces no detecta (EP 2, 229).
El mismo Peirce afirma haber intentado entrenar esa capacidad:

He pasado por un proceso sistemático de entrenamiento para


reconocer mis sensaciones. He trabajado con intensidad durante
muchas horas al día todos los días por largos años para entrenarme
a mí mismo en esto; y es un entrenamiento que les recomendaría a
todos ustedes. El artista tiene tal entrenamiento (CP 5.112, 1903).

Observar el mundo de una manera estética, la capacidad de


discernir el mundo sin juzgarlo no es algo que se haga sin más,
sino que requiere disciplina y entrenamiento. El artista por tanto
es aquel que tiene esa preparación, que es capaz de reconocer las
sensaciones con exactitud, rigor y profundidad, que es capaz de
realizar apreciaciones estéticas aunque, afirma Peirce, la mayor
parte de los artistas solo tienen el poder de reconocer las cuali-
dades de sus perceptos en ciertas direcciones relacionadas con sus
propias diciplinas (CP 5.112, 1903).
El fenómeno artístico requiere en primer lugar la capacidad de
dejar hablar a la experiencia, de acoger la novedad a través de las
sensaciones que el mundo nos causa y de los sentimientos que crea
en nosotros. Como ha escrito Fernando Zalamea, el artista no pue-
de esconderse en actos de lenguaje y evitar el acto de ensuciarse con
la realidad (Zalamea, 2013, 46). Ese es el primer requisito indispen-
sable del arte. El esfuerzo del artista se dirigirá después a reproducir
de una forma u otra lo que ve, lo que oye, lo que percibe, lo que
La concepción peirceana de arte 187

siente; una tarea que en cada arte, dice Peirce, es un asunto compli-
cado (CP 5.112, 1903). El escritor, por ejemplo, tendrá que traducir
sus observaciones en palabras (RLT, 184). El artista realizará un
escrito, el diseño de una estatua, una composición pictórica, un edi-
ficio arquitectónico y a través de su contemplación, mediante el uso
de la semejanza, podrá averiguar si lo que se propone resulta bello y
satisfactorio, si responde a la pregunta planteada, que tiene que ver
con cómo el artista ha sido afectado. Como se verá a continuación,
el segundo elemento del fenómeno artístico es la plasmación, la ex-
presión satisfactoria de lo que el artista ha percibido.

3.3. LA EXPRESIÓN: PLASMAR LOS SENTIMIENTOS

La expresión es por tanto el segundo elemento clave de la no-


ción peirceana de arte, y en ese elemento radicará la originalidad,
que se mencionaba como segunda característica del objeto artísti-
co. La expresión supone la capacidad del artista de ordenar todo
aquello que ha percibido, y de darle una forma original.
Afirma Peirce en 1903 que hay una variedad especial de bon-
dad estética que puede pertenecer a un signo o representamen y
que es la expresividad, que puede ser poseída y en cierto grado
debe ser poseída por cualquier tipo de representamen (CP 5.140).
La expresión es una clase de representación o significación (EP 1,
281), y evidentemente es fundamental en el signo artístico. Peirce
afirmaba que de algún modo esa bondad estética es la más uni-
versal, pues la bondad moral o veracidad y la bondad lógica solo
pueden ser poseídas por argumentos o proposiciones (CP 5.140-
43, 1903). Sin referirse directamente al arte, Peirce señala que lo
abstracto y la variedad de las sensaciones pueden combinarse y
existir como una forma de materia mediante la expresión. «La pri-
mera condición de la creación es entonces la expresión», afirma
188 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

en 1861 (W 1, 85). La expresión le parece un significado que se


combina con lenguaje. Así, dice, una curva es una expresión en la
que el significado regula el lenguaje, que es una forma geométrica,
o las mentes y corazones de dos personas son también un lenguaje
capaz de expresar un significado.
La expresión original se convertirá para Peirce en una de las
características esenciales del signo artístico. La interpretación, des-
pués, tendrá que ver con la inteligibilidad, pues el artista ha hecho
algo no solo original sino también inteligible, y por eso la obra
de arte podrá –y deberá– ser interpretada por otros. Como signo
exigirá su continuidad.
El arte tiene entonces que ver con la expresión de sensaciones
que el artista ha percibido. Es preciso explicar qué se quiere decir
con eso, y hay que comenzar esa caracterización con la idea de pri-
meridad. Las tres categorías peirceanas –primeridad, segundidad
y terceridad– «son categorías vagas, generales e indeterminadas,
presentes simultáneamente en todo fenómeno, pero que se van
precisando y es-cindiendo de las demás según una progresiva y
recursiva separación de planos interpretativos, en contextos cada
vez más determinados» (Zalamea, 2006, 17). Hay un constante
entrelazamiento de esas categorías que estará presente también en
la estética.
Lo que Peirce denomina «cualidades de sensaciones» serían
primeridades, es decir, algo que es o existe con independencia de
alguna otra cosa, sin ningún elemento de ser relativo a algo o de
mediación (CP 6.32, 1891). La primeridad es lo que no está co-
nectado, lo que es simple en sí mismo, lo que no se refiere a nada
y no yace detrás de nada (CP 1.356, c.1890). En tanto que lo que
no tiene relación con algo más no puede ser comparado a nada, la
primeridad no puede ser conceptualizada, ni puede ser definida.
Podría ser un olor, o un dolor sordo e indefinido, o un silbido
penetrante y eterno (CP 5.4, 1901). Podría ser también la cualidad
La concepción peirceana de arte 189

de la emoción que se siente al contemplar una buena demostración


matemática o la cualidad de sentimiento del amor, no en tanto
que se experimentan actualmente, sino como el mero poder ser de
las cualidades en sí mismas (CP 1.304, c.1904). No hay en la pri-
meridad «comparación, ni relación, ni multiplicidad reconocida
(ya que las partes serían otras que el todo), ni cambio, ni imagi-
nación o modificación alguna de lo que hay ahí positivamente, ni
reflexión –nada sino un simple carácter positivo» (CP 5.44, 1903).
Por eso la primeridad es inexplicable: nadie puede explicar a una
persona ciega qué es el color «amarillo». Del mismo modo la pri-
meridad, al contrario que los pensamientos, no tiene una razón.
«Preguntar por qué una cualidad es como es, por qué el rojo es
rojo y no verde, sería una locura» (CP 1.420, 1896).
Peirce caracteriza la primeridad del siguiente modo, aunque,
por su misma naturaleza, la primeridad escapa propiamente a toda
caracterización:

La idea de lo absolutamente primero debe estar completamente


separada de toda concepción de o de toda referencia a algo más;
pues lo que envuelve un segundo es en sí mismo un segundo para
ese segundo. Lo primero debe por tanto ser presente e inmediato,
de modo que no sea un segundo para una representación. Debe ser
fresco y nuevo, pues si fuera viejo sería un segundo para su estado
anterior. Debe ser inicial, original, espontáneo y libre; de otro modo
sería un segundo para una causa que lo determina. Es también algo
intenso y consciente; de forma que evita ser el objeto de alguna
sensación. Precede a toda síntesis y a toda diferenciación; no tie-
ne unidad ni partes. No puede pensarse articuladamente: afírmalo
y habrá perdido ya su inocencia característica; pues la afirmación
siempre implica una negación de algo más. Deja de pensar en él y
¡habrá volado! Lo que el mundo era para Adán el día que abrió sus
ojos a él, antes de que hubiera hecho ninguna distinción o hubiera
llegado a ser consciente de su propia existencia, eso es primero, pre-
190 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

sente, inmediato, fresco, nuevo, inicial, original, espontáneo, libre,


intenso, consciente y evanescente. Únicamente, recuerda que cada
descripción suya debe ser falsa (CP 1.357, 1887).

Para Peirce la sensación es primeridad (CP 6.32, 1891); es


un caso de esa clase de consciencia, afirma, que no envuelve
análisis, comparación o proceso alguno, que no consiste en todo
o en parte en algún acto por el que un trozo de consciencia se
distinga de otro, sino que es en sí mismo y positivamente todo
lo que es, es su estar presente, independientemente de su pasado
o su futuro, independientemente de cómo haya sido producido,
de modo que si ese sentimiento está presente durante un tiempo,
está igual y completamente presente en cada momento de ese
tiempo: «Diré que por sentimiento me refiero a un caso de esa
clase de elemento de consciencia que es todo lo que es positiva-
mente, en sí mismo, independientemente de ninguna otra cosa»
(CP 1.306, 1905).
Desde esta concepción peirceana el sentimiento aparece como
algo instantáneo, inmediatamente presente, como una primeridad
(CP 1.310, 1905). Es algo absolutamente simple y sin partes, lo que
está en la mente del hombre en el instante presente. Por ejemplo,
dice Peirce, cuando alguien ve algo de color rojo percibe ese color
como algo positivo, de la naturaleza de la sensación. Con todo no
hay consciencia de estar viendo algo de color rojo, porque es algo
instantáneo, es lo que es y no puede ser comparado por ejemplo
a nuestra idea de rojo, es decir, con la idea de una sensación en
general. Esa comparación no puede suceder sino en un momento
posterior que no pertenece al momento en que se da la sensación.
Durante el instante en que se da, no es posible pensar nada que
sea expresable en una proposición o tener una idea de tal cosa:
simplemente se siente ese color, o el dolor, o la pena, o la alegría o
lo que sea que se sienta (CP 1.310, 1905).
La concepción peirceana de arte 191

La sensación no es para Peirce sino una cualidad, y una cua-


lidad no es consciente, sino que es mera posibilidad (CP 1.310,
1905). La palabra «posibilidad» se ajusta a ella, dice Peirce en otra
ocasión, excepto en que la posibilidad implica una relación con lo
que existe, mientras que la primeridad –la cualidad– es el modo
de ser de sí mismo. Por lo demás, la palabra «posibilidad» se ajusta
en todo a ella (CP 1.531, 1903). La primeridad solo puede ser una
posibilidad (CP 1.25, 1903). «Un elemento separado de todo lo
demás y en ningún mundo excepto en él mismo, puede decir-
se, cuando reflexionamos sobre su aislamiento, que es meramente
potencial» (CP 1.424, c. 1896): un elemento separado de todo lo
demás no puede darse propiamente de forma actual.
La cualidad aparece por tanto como algo que es lo que es en sí
mismo y por sí mismo solamente, quitando todo elemento de ac-
ción y de representación. Para entenderlo mejor sigamos el consejo
del propio Peirce:
Para tener una idea de lo que entiendo por una ‘cualidad’, ima-
gine un ser cuya consciencia no sería nada sino el perfume de una
rosa de Damasco, sin ningún sentido de cambio, de duración, del
yo o de ninguna otra cosa. Póngase en los zapatos de ese ser y lo que
permanece del fenómeno universal es lo que yo llamo una ‘cuali-
dad’. Es lo que puede definirse como aquello cuyo modo de ser con-
siste simplemente en su ser lo que es. Es auto-esencia (L 75, 1902).

La cualidad es según Peirce la idea de un fenómeno considera-


do como una mónada, en su propia talidad, sin ninguna referencia
a sus componentes o a alguna otra cosa; sin considerar si existe o es
sólo imaginario. Peirce pone los siguientes ejemplos:
Rojo, agrio, dolor de muelas son cada uno sui generis e indes-
criptibles. En sí mismos, eso es todo lo que hay que decir de ellos.
Imagina a la vez un dolor de muelas, un dedo que te has pillado, un
callo en el pie, una quemadura, un cólico, no necesariamente como
192 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

existentes a la vez –deja eso vago– y no atiendas a las partes de la


imaginación sino a la impresión resultante. Eso dará una idea de la
cualidad general del dolor (CP 1.424, c.1896).

La sensación por tanto es primeridad, y se ejemplifica en cada


cualidad, que es cada cosa que se percibe aisladamente. Por eso
Peirce habla de «cualidades de sensación». En 1903 escribe: «Una
Primeridad se ejemplifica en cada cualidad de una sensación total.
Es perfectamente simple y sin partes; y todo tiene su cualidad. De
este modo la tragedia del Rey Lear tiene su primeridad, su sabor
sui generis» (CP 1.531, 1903).
Este ejemplo del Rey Lear que Peirce utiliza no es casual. Peir-
ce habla de unas cualidades estéticas, de unas cualidades simples
que no son capaces de ser encarnadas por completo en las partes
y que son de una variedad innumerable (CP 5.132, 1903). El arte
posee precisamente la capacidad de captar o fijar esas cualidades y
de exhibirlas para su contemplación. El artista es capaz de captar
las cualidades y hacerlas de algún modo razonables, comprensi-
bles. El arte permite de una manera sorprendente y casi mágica
convertir la cualidad, tan inaprensible y aislada por su propia na-
turaleza, en algo razonable:
Y me parece que mientras que en el disfrute estético atende-
mos a la totalidad del sentimiento –y especialmente a la totalidad
de la cualidad de sentimiento resultante que se presenta en la obra
de arte que contemplamos– es, sin embargo, una especie de sim-
patía intelectual, un sentido de que hay ahí un sentimiento que
uno puede comprender, un sentimiento razonable. No consigo decir
exactamente qué es, pero es una consciencia que pertenece a la cate-
goría de representación, aunque representando algo en la categoría
de cualidad de sentimiento (CP 5.113, 1903).

El arte consiste por tanto en ser capaz de representar unas sen-


saciones haciéndolas razonables, en actualizar esas posibilidades
La concepción peirceana de arte 193

en que consisten las cualidades en tanto primeridades. En el arte la


primeridad entra en contacto con la terceridad y de esa manera las
posibilidades se van actualizando. El artista, el creador, es capaz
de apresar así lo inaprensible y hacerlo comprensible, de captar y
expresar lo que de otro modo quedaría oculto, sin realizar, como
una mera potencialidad. El arte viene a ser entonces la captación
de lo posible, es capaz de resolver las tensiones entre lo visible y
lo invisible, de superar las acotaciones discursivas del lenguaje, de
ensanchar el panorama potencial y combinatorio de la razón y de
impulsar la emergencia de nuevos conceptos (Zalamea, 2013, 42).
La obra de arte es capaz de «transmitir» los sentimientos del
artista encarnando las cualidades apropiadas (Everaert-Desmedt,
2001). La estética trata de la representación (terceridad) de una
cualidad de sentimiento (primeridad), puesto que las primeridades
no pueden darse puras en la realidad. El artista tiene la facultad de
estar de alguna manera y en determinados momentos en contacto
con la primeridad, que se expresa a través de un red simbólica que
capta lo posible (Everaert-Desmedt, 2001), a través de la terceri-
dad, que es la categoría de lo simbólico. Precisamente conecta lo
que está separado de todo lo demás imbuyéndolo de razonabilidad
y creando algo nuevo y original.
Cabe señalar que, aunque lo definitorio del arte es ese peculiar
equilibrio entre terceridad y primeridad, en la obra del artista hay
también, como en cualquier fenómeno, segundidad. La segundi-
dad estaría presente en tanto que se reacciona frente a una cuali-
dad. El arte no es solo primeridad, esto es, no es solo sentimiento.
En ese sentido me parece acertada la caracterización que ha hecho
Lorda del arte como una metáfora que transmite un significado,
y que no depende sólo del estado de ánimo del autor o del público
(Lorda, 1991, 423). Tampoco es pura expresión o pura representa-
ción, sino que los tres aspectos, correspondientes a las tres catego-
rías peirceanas, se dan entremezclados. Habría tres elementos que
194 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

se combinan para dar lugar al fenómeno artístico: por un lado la


primeridad, la cualidad de sentimiento que el artista percibe sin
ser ni siquiera consciente de ella; por otro lado la reacción fren-
te a esa primeridad, que se expresa a través de la escritura, de la
pintura o de algún otro medio dando lugar a algo que existe en
el mundo actual, a una obra de arte en el mundo de los hechos,
con carácter de segundidad; y por último la terceridad, que es
la representación, la capacidad de apresar la primeridad, lo que
es de algún modo inefable, y convertirla en algo comunicable a
través de unas frases, de unos trazos, de unas notas musicales. Las
tres categorías se combinan para dar lugar al fenómeno artístico,
aunque lo definitorio del arte proviene de la relación entre prime-
ridad y terceridad. Peirce expresó del siguiente modo la mezcla de
distintos aspectos:

Me parece que la cualidad estética es la impresión total ina-


nalizable de una razonabilidad que se ha expresado a sí misma en
una creación. Es un puro sentimiento, pero un sentimiento que es
la impresión de una razonabilidad que crea. Es la primeridad que
pertenece verdaderamente a una terceridad en su realización de se-
gundidad (MS 310, 1903).

3.3.1. El arte como expresión de la cualidad

Decía más arriba que el artista se ocupa de cualidades de sen-


timiento, de primeridades que percibe sin explicación consciente o
racional, sin relación a nada más excepto a sí mismas. Sin embar-
go, en cuanto signo, el arte posee también terceridad. La terceri-
dad es capaz de representar de algún modo a la primeridad, al sí
mismo, a eso que de otro modo se nos escaparía: por ejemplo, el
lenguaje, en el caso de la literatura, representa simbólicamente a la
primeridad: «El lenguaje puede mostrar, simbolizar, la cualidad de
La concepción peirceana de arte 195

consciencia inmediata que nunca puede ser inmediata a nuestras


consciencias» (Sheriff, 1989, 89).
No podemos expresar la primeridad excepto a través de la ter-
ceridad: en el arte la primeridad se infiltra en la terceridad (Eve-
raert-Desmedt, 2001). Lejos de las corrientes que representan lo
estético como algo completamente opuesto a lo racional, es preciso
afirmar desde Peirce que en el arte hay terceridad, una cierta ra-
zonabilidad. Por supuesto las distintas dimensiones van unidas en
la práctica, no son momentos separados, sino que se trata al igual
que las categorías de una disección puramente teórica. Ese juego
de las distintas categorías o dimensiones del arte fue bellamente
expresado por Thomas Mann en su novela La muerte en Vene-
cia: «La dicha del escritor es su posibilidad de transformar la idea
enteramente en sentimiento, el sentimiento totalmente en idea»
(Mann, 1972, 55).
El artista se ocupa de sentimientos que son posibilidades, per-
cibe el mundo en su estar presente, en su primeridad, y juega con
la imaginación dando lugar a una terceridad que permite expre-
sar de algún modo esa primeridad. El arte es creación, descubri-
miento de una forma de encarnar la razonabilidad, es encontrar
una forma de expresar lo propio, lo inexpresable –primeridad–,
de comunicar un sentimiento que es interno, de darle una forma
razonable y hacerlo externo. Como se mencionaba en el primer
capítulo, ya en sus viajes por Europa Peirce destacaba en distintas
ocasiones, al contemplar obras de arte, esa dimensión expresiva del
fenómeno artístico, y llama la atención cómo el hecho de que una
obra fuera o no expresiva se convierte para él en criterio de calidad
artística. Así, por ejemplo, contemplando un busto de mármol de
Shakespeare en Stratford dice que está hecho según el estilo mo-
numental y por lo tanto «algo falto de expresión, produciendo un
efecto demasiado robusto y flemático»:
196 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

(Busto de Shakespeare, Holy Trinity


Church, Stratford Upon Avon).

El busto parece apagado, mientras que Shakespeare era un per-


sona muy viva y debía de ser desbordante, de conversación despier-
ta. Sin embargo a una persona sin brillo pudo parecerle sin brillo,
pues la capacidad expresiva depende de las cualidades del artista
(carta de 18 de abril, 1875).

Afirma también en una carta escrita desde Berlín el 30 de julio


de 1870 que la escultura y la arquitectura berlinesas no producen
un efecto real en quien las contempla:
La arquitectura y la escultura tienen una apariencia muy ador-
nada y artificial, generalmente imitaciones del estilo clásico y no
tienen ningún efecto real, incluso aunque debas reconocer que es
bonito. Lo más bonito es la Victoria sobre la Puerta de Brandenbur-
go, que hace el efecto de un pequeño bronce. El artista no ha sacado
ninguna ventaja del gran tamaño para producir un efecto particular
de grandeza o sublimidad.

En otra muestra de los extraños gustos artísticos de Peirce,


aparece absolutamente deslumbrado por la fuerza expresiva de la
La concepción peirceana de arte 197

escultura de Antonio Canova, tal y como escribe el 16 de octubre


de 1870 desde Roma:

Hay dos monumentos de Canova allí. Uno de ellos muy impac-


tante. Admiro mucho a Canova. Generalmente sostengo de forma
muy tímida mis opiniones sobre pintura y escultura, pero no esta.
Pienso que Canova es grande, muy, muy grande. Primero me im-
presionó –de hecho me abrumó– su Teseo matando al minotauro
en Viena. Después me gustó mucho su Paulina Borghese y ahora
pienso que este monumento de Clemente XIV tiene mucha fuerza.

(Antonio Canova, Monumento


funerario al Papa Clemente XIV,
1783-87, Iglesia de los Santos
Apóstoles, Roma).

Peirce nos brinda otro ejemplo posterior cuando en 1895 in-


tenta vender un cuadro, precisamente de Bierstadt, y conseguir di-
nero. Escribe en una carta que ese cuadro está hecho para sugerir
ideas, pero que eso es muy distinto a transmitir impresiones: «Es
198 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

un bonito cuadro, con mucha técnica y muy natural. Pero no hay


pasión o sentimentalismo en él. Está calculado para volver calma-
da y razonable a la gente que lo mire, especialmente a las mujeres,
y para sugerir ideas de grandeza y veracidad» (L 387, 1895). Peirce
detecta nuevamente el exceso de realismo y la falta de expresión
–de imaginación– en el arte de su época, tal y como se señalaba
en el primer capítulo.
La idea peirceana del arte como expresión hace que la varie-
dad de la experiencia y de las sensaciones humanas, aunque sea
variopinta e inaprensible, sea también racionalizable, porque logra
expresar los sentimientos dándoles forma y encarnándolos en una
terceridad. El énfasis en la capacidad expresiva del arte es algo que
también estaba presente en Schiller. Como poeta y dramaturgo
Schiller buscaba siempre el efecto de sus obras: «el efecto lo es
todo para mí; al efecto han de subordinarse la forma de expresión,
la hechura y el contenido de las ideas» (Safranski, 2011, 121). El
drama, por ejemplo, es para Schiller el arte de provocar efectos, de
provocar grandes sentimientos, de provocar pensamientos y for-
mulaciones. Afirma Schiller que es «alta traición a la humanidad»
descuidar en el teatro el «feliz instante» en el que «los corazones
de tantos cientos de personas» quedan sobrecogidos, de manera
que el autor teatral «puede arrojarlos al cielo o al infierno como si
fueran una bola» (Safranski, 2011, 122).
En esa unidad de materia y forma con vistas a transmitir un
efecto hay por lo tanto, como se verá con más detenimiento, ecos
schillerianos. Para Schiller, el arte unifica los dos impulsos funda-
mentales del hombre: el sensible, aquel que parte de la existencia
física, de una realidad que ocupa un tiempo, y el formal, que parte
de la naturaleza racional y busca introducir armonía.
En el arte concebido desde Peirce se lucha por expresar lo sen-
tido y lo contemplado. Los sentimientos pueden ser colonizados
por la razonabilidad que crea, haciéndose comunicables a través de
La concepción peirceana de arte 199

la obra de arte. Se logra así pasar de la posibilidad cualitativa a la


mentalidad mediante la existencia (Everaert-Desmedt, 2008). Se
trata de generalizar un sentimiento, de universalizarlo y lograr que
ya no esté relacionado solo con el artista. Refiriéndose a la poesía
escribe Peirce: «La generalización de un sentimiento puede tener
lugar en diferentes partes. La poesía es una clase de generalización
del sentimiento, y en tanto tal es la metamorfosis regenerativa del
sentimiento» (CP 1.676, 1898)3.
El arte se daría cuando se consigue la adecuación entre la ex-
presión de la primeridad y la razón, es decir, la terceridad, cuando
se consigue esa «encarnación razonable», un quale distintivo, una
combinación de sensaciones que se sintetizan (CP 6.223, 1898).
Una obra de arte se da cuando lo sensible y lo racional aparecen
unidos mediante un uso libre de la técnica, dando vida de ese
modo a algo existente que podemos contemplar. Se unen aparien-
cias con ideales, se conecta lo que aparece con el ideal último de
la razonabilidad.
El artista trabaja con signos, con representaciones semióticas
de cualidades de sentimiento (MS 439, 1898) que es capaz de re-
conocer y representar. En el disfrute estético, afirma Peirce, aten-
demos a la totalidad de la sensación, y especialmente a la cualidad
de sensación total resultante presentada en la obra de arte que
estamos contemplando. Se trata de una especie de simpatía inte-
lectual, una sensación de que hay un sentimiento que uno puede
captar, un sentimiento razonable. Aunque Peirce dice que no sabe
decir exactamente qué es, afirma que es una consciencia que per-
tenece a la categoría de representación, aunque represente algo de
la categoría de cualidad de sentimiento (CP 5.113, 1903)

3. Peirce escribe después que la poesía es en algún sentido poco general y


que otra forma de regeneración del sentimiento más completa y general es la
religión.
200 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

En algún sentido el arte es razonamiento: las obras de arte


deben presentarse como sentimientos razonables. En ese sentido
la obra de arte sería un argumento, un razonamiento peculiar que
enfatiza el sentimiento (CP 5.113, 1893) y acaba con sentimien-
tos razonables (no con ideas razonables). Así como el científico se
interesa en los hechos como fuentes de información cognitiva, el
artista se interesaría en ellos como fuentes de cualidades de sen-
timientos (MS 774, s.f.). En el fenómeno artístico esas cualidades
llegan a hacerse razonables mediante un proceso creativo que en
cierto sentido es similar al que tiene lugar en la ciencia: no basta
con la mera originalidad del artista, sino que se requiere una razo-
nabilidad, un hacer comunicable.
Las cualidades de sentimientos se expresan mediante signos.
Como iconos, los signos artísticos adquieren carácter metafórico
y representan a su objeto, las cualidades de sentimientos, a través
de unas similaridades que de algún modo se crean, que no son
antecedentes, que se descubren creativamente. La similaridad en-
tre dos cosas relacionadas por una metáfora poética es algo que se
crea, y lo mismo sucede con otras formas de expresión artística.
Se representa mediante un signo algo con lo que se percibe una
semejanza, y esa percepción metafórica es altamente imaginati-
va (Haley, 1988, 47)4. Aquí radica quizás una de las diferencias
más importantes entre ciencia y arte. Aunque en las dos hay una
relación de las tres categorías, el proceso es distinto: el arte crea
similaridades, puede crear su propio referente, no depende en ese
sentido de la realidad, no busca solo captar lo real sino lo posible

4. Haley considera sin embargo que ese «descubrir creativamente» no es


lo mismo que crear. Para él la semejanza existiría realmente con independencia
de nuestra metáfora. En este sentido pretende alejarse de la interpretación de
Douglas ANDERSON en Creativity and the Philosophy of C. S. Peirce, por la que
yo me inclino.
La concepción peirceana de arte 201

(Everaert-Desmedt, 2008) y puede decirse así que permite una for-


ma más radical de novedad, pues para lograr su objetivo necesita
romper el simbolismo establecido y crear otro nuevo. La obra de
arte no tiene significado simbólico, sino que es un símbolo que
implica la unión de lo sensible y lo inteligible. La metáfora de la
ciencia, sin embargo, es sólo analógica.
En este sentido el arte tiene la plasticidad y la libertad de la me-
táfora creativa5. Tal como ha escrito Lorda aplicándolo al lenguaje:

La metáfora es la figura más atractiva del lenguaje. Tiene una


importancia primordial, pues sin ella el lenguaje sería un instrumento
muy pobre. La metáfora da al lenguaje flexibilidad, y por ello el len-
guaje puede liberarse de los límites de un vocabulario estrecho; que-
dan huecos en el mapa que extiende el lenguaje (Lorda, 1991, 232).

En resumen, hay en el arte un juego de las tres categorías, ya


que a través de lo simbólico (terceridad) accedemos a lo real (se-
gundidad) y a lo posible (primeridad). Se accede a lo real a traves
de unos códigos, y lo posible se infiltra modificando esos códigos.
«La obra de arte es un espacio-tiempo real en el cual se elabora
un nuevo simbolismo integrando algo de posible» (Everaert-Des-
medt, 2008). Esa integración se logra para Peirce, como cualquier
otra novedad, a través de la abducción.

3.3.2. La abducción artística

La metáfora presente en el arte es creativa y la creatividad va


a venir de la mano de la abducción. A través de la abducción, de

5. Para una bella y acertada exposición de la plasticidad en el sistema


peirceano puede verse F. ZALAMEA, Prometeo liberado. La emergencia creativa
en maestros de los siglos XIX y XX, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá,
2014, capítulo 5.
202 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

la peculiar operación que combina forma lógica y espontaneidad


de la razón, y que para Peirce está en la base de toda hipótesis y
de cada avance de nuestro conocimiento, el artista podrá estable-
cer relaciones que nunca antes se habían establecido, podrá usar
las reglas de distintas maneras, aun cuando si el artista quiere ser
comprendido deberá utilizar suficientes elementos indicativos que
permitan encontrar el camino de la interpretación (Castañares,
1994, 163-5). Las cualidades de sentimiento adquieren forma ra-
zonable a través de la abducción, a través de la que Peirce considera
la clase más alta de síntesis, aquella que introduce una idea nueva y
se hace por tanto con vistas a la inteligibilidad (CP 1.383, c.1890).
En el arte se busca algo que es desconocido, que tiene carác-
ter de hallazgo (Labrada, 1998, 127-8), y como todo proceso de
descubrimiento creativo se produce para Peirce a través de la ab-
ducción, que concede al sujeto un máximum de libertad para ex-
plicar verosimilmente lo inexplicable, sin más límite que el de la
imaginación (Castañares, 1994, 153-4). En ese sentido la obra del
poeta o la del novelista no es tan diferente de la del científico: el
artista introduce una ficción creativa, pero explicativa, que no es
arbitraria, sino que exhibe afinidades que la mente aprueba afir-
mando que son bellas, y hay en ellas una síntesis que puede de
alguna manera juzgarse:

La obra del poeta o del novelista no es tan completamente dis-


tinta de la del hombre de ciencia. El artista introduce una ficción;
pero no es una ficción arbitraria; muestra afinidades con aquello a
lo que la mente otorga una cierta aprobación al llamarlo bello, que
si no es exactamente lo mismo que decir que la síntesis es verdadera,
es algo de la misma clase general (CP 1.383, 1887).

La producción de una obra de arte como proceso cognitivo de-


pende de la abducción. Jaime Nubiola ha señalado cómo el hablar
o el escribir –y aquí podría añadirse cada forma artística, el pintar
La concepción peirceana de arte 203

unos trazos, el componer un acorde– son ejemplos de abducción,


aunque muchas veces, en los casos más sencillos y habituales como
sucede al hablar, ni siquiera advertimos que abducimos, pues la
inferencia abductiva nos resulta transparente, simple y connatural
(Nubiola, 1998, 92). En un sugerente texto de 1901 Peirce escribía:

Al mirar por la ventana esta hermosa mañana de primavera veo


una azalea en plena floración. ¡No, no! No es eso lo que veo; aunque
sea la única manera en que puedo describir lo que veo. Eso es una
proposición, una frase, un hecho; pero lo que yo percibo no es una
proposición, ni una frase, ni un hecho, sino sólo una imagen, que
hago inteligible en parte mediante un enunciado de hecho. Este
enunciado es abstracto, mientras que lo que veo es concreto. Rea-
lizo una abducción cada vez que expreso en una frase lo que veo.
La verdad es que toda la fábrica de nuestro conocimiento es una
tela entretejida de puras hipótesis confirmadas y refinadas por la
inducción. No puede realizarse el menor avance en el conocimiento
más allá de la mirada vacía si no media una abducción en cada paso
(MS 692, 1901).

Ese convertir lo percibido aisladamente en razonable que tiene


lugar en el arte se da por tanto a través de la abducción, de forma
similar, aunque más compleja, a lo que sucede constantemente en
nuestra vida cotidiana. No debería sorprender que sea así si se tie-
ne en cuenta que las hipótesis aparecen más directamente ligadas
a los sentimientos y a las emociones que cualquier otra forma de
razonamiento, y por tanto estrechamente vinculadas en ese senti-
do a la creación e interpretación del fenómeno artístico:
Ahora bien, cuando nuestro sistema nervioso es excitado en una
forma complicada, cuando hay una relación entre los elementos de
la excitación, el resultado es una única perturbación armoniosa que
llamo una emoción. De este modo los sonidos diversos que hacen
los instrumentos de una orquesta alcanzan el oído, y el resultado es
204 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

una peculiar emoción musical, bastante diferente de los sonidos en


sí mismos. Esta emoción es esencialmente la misma cosa que una
inferencia hipotética, y cada inferencia hipotética envuelve la forma-
ción de una emoción tal. Podemos decir, por tanto, que la hipótesis
produce el elemento sensible del pensamiento (CP 1.643, 1898).

La abducción artística comienza, al igual que en la ciencia,


con un hecho sorprendente, que en el caso del arte es tal vez un
estado de inquietud, un sentimiento de que en algún sentido el
mundo no se siente como se debería sentir. El arte, dice Peirce,
reside al igual que la ciencia dentro del templo de Jano: no se pue-
den producir ideas con la mera voluntad antes de que estén listas.
Hacen falta sorpresas que rompan los hábitos (CP 6.301, 1891).
El artista trata entonces de llenar ese vacío de la experiencia,
eso que percibe como inquietud, no mediante ideas sino mediante
sentimientos. Se produce ese libre juego en el que el artista no está
constreñido por ideas previas, ni su imaginación, a diferencia de la
del científico, está limitada por la realidad, hasta que aparece una
nueva forma de encarnar la cualidad de sentimiento que percibe.
El artista busca formas nuevas, en cierto sentido rompe siempre
las normas existentes. Para que crezca la potencialidad presente
en el arte se requiere siempre una parte y la contraria, se ha de
corregir lo unilateral de las visiones usuales. Han de descubrirse
oposiciones en apariencia irreductibles y resaltarse las ambigüe-
dades. En esa lógica libre –dinámica–del juego creativo fallan la
ley de contradicción y la del tercio excluso: no es correcto que una
cosa y su contraria no puedan convivir, pues la superposición de
los opuestos es de hecho un requerimiento fundamental de la in-
vención (Zalamea, 2013, 96-7).
La nueva forma que crece entre aparentes contradicciones es
capaz de acoplar armónicamente elementos aparentemente dispa-
res y va a funcionar como una hipótesis que da al espíritu su quie-
La concepción peirceana de arte 205

tud, en lo que Peirce considera la función más propia del hombre:


«y, ¿cuál es la función más propia del hombre sino la de encarnar
ideas generales en creaciones artísticas, en utilidades, y por encima
de todo en el conocimiento teórico?» (CP 6.476, 1908).
La hipótesis que surge es sólo una de las formas posibles en que
la cualidad podía ser encarnada. Aunque se sigan criterios y reglas
artísticas siempre hay por supuesto un elemento de libertad del ar-
tista y está presente el azar, que permite combatir el necesitarismo
en la concepción del arte. Como ha escrito Vargas Llosa:

Siempre habrá en una ficción o un poema logrados un elemento


o dimensión que el análisis crítico racional no logra apresar. Por-
que la crítica es un ejercicio de la razón y de la inteligencia, y en la
creación literaria, además de estos factores, intervienen, y a veces de
manera determinante, la intuición, la sensibilidad, la adivinación,
incluso el azar, que escapan siempre a las redes de la más fina malla
de la investigación crítica. Por eso nadie puede enseñar a otro a
crear; a lo más, a escribir y leer. El resto se lo enseña uno a sí mis-
mo tropezando, cayéndose y levantándose sin cesar (Vargas Llosa,
1997, 152).

Por otra parte esa hipótesis que surge de la abducción es solo


una primera idea sobre la que hay que ir trabajando hasta que la
obra adquiere su realidad definitiva, al igual que en la ciencia es ne-
cesario trabajar sobre una primera «luz» que puede ir modificándo-
se, «corrigiéndose», a medida que se trabaja sobre ella. Hay diversas
maneras de trabajar sobre esa primera hipótesis, diversos modos de
ir corrigiéndola y concretándola, en definitiva diversos modos de
crear, aunque todos tengan en común que surgen de una primera
abducción. A partir de ella la obra no resulta necesariamente ni sur-
ge siempre del mismo modo. El escritor Muñoz Molina ha señalado
que algunos novelistas dedicaban días a la consecución de una sola
página y años a la conclusión de una novela mientras Stendhal, por
206 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

ejemplo, terminó su novela La cartuja de Parma en tan solo cin-


cuenta y tres días. Señala también cómo en algunas novelas como
las de Vargas Llosa todo parece haber sido calculado de antemano,
mientras que en otras como las de Onetti «uno tiene la sensación de
que las cosas van sucediendo a medida que las lee, que la invención
y la escritura son simultáneas» (Muñoz Molina, 2001, 10).
El proceso de creación artística no es por tanto mecánico ni
en su inicio –la abducción no es el resultado de un proceso auto-
mático, sino que supone dar con una de las muchas formas posi-
bles en las que la cualidad puede encarnarse– ni en su desarrollo.
Por ejemplo, cuando uno escribe puede tener una idea, pero no
sabe exactamente cómo va a decirla hasta que la dice. Hay un
margen de espontaneidad, igual que en el proceso científico. «Vi-
vir es como escribir: –ha escrito José Antonio Marina– una sabia
o torpe mezcla de determinismo e invención. (…) Cada vez que
producimos una frase expresiva, precisa, brillante, no mecánica
ni causal ni ecolálica, estamos ejecutando un acto de libertad»
(Marina, 1995, 14).
Douglas Anderson desarrolló en su libro Creativity and the
Philosophy of C. S. Peirce una analogía entre la creatividad científi-
ca y la artística6. Anderson considera que la abducción en el arte,
al igual que en la ciencia, va proseguida por una fase de deducción
y otra de inducción. Es preciso explicar y «probar» las hipótesis ar-
tísticas, que de otro modo se verían reducidas a meras emociones.
La abducción no es sino el punto de partida de un proceso en el
que el artista ama su idea y la deja desarrollarse, permitiendo que
esta sugiera su propia perfección.

6. Ver D. R. ANDERSON, Creativity and the Philosophy of C. S. Peirce, capí-


tulo 3. Voy a seguir particularmente a Anderson en la exposición de la induc-
ción y la deducción artísticas.
La concepción peirceana de arte 207

En primer lugar, a partir de la hipótesis el artista proyecta a


través de la deducción cómo será la obra de arte, teniendo en cuen-
ta las limitaciones que experiencia, tiempo, talento para imaginar,
etc. le puedan imponer. A través de la deducción la idea creativa
llega a ser una obra de arte existente, se convierte en una seme-
janza, en un modelo que puede ser probado al contemplarlo. La
idea original se va precisando cuando el artista se pregunta a sí
mismo cómo va a resultar lo que proyecta y trabaja para saberlo,
por ejemplo haciendo un primer diseño, tal y como explica Peirce:
«Otro ejemplo del uso de una semejanza es el diseño que hace un
artista de una estatua, de una composición pictórica, de un alzado
arquitectónico, de una pieza de decoración, por cuya contempla-
ción puede averiguar si lo que se propone será bello y satisfactorio»
(CP 2.281, 1893).
Al igual que en la ciencia la abducción artística no es infalible.
Muchas veces el artista habrá de rechazar su primera idea al empe-
zar a tomar forma y comprobar que no satisface sus expectativas. La
fase deductiva del arte no consiste en predecir consecuencias como
en la ciencia, sino en eliminar posibilidades que no satisfagan al fin
del artista, probando a veces una y otra vez. Como ha escrito Lorda:

El artista ha de tener el espíritu de demostración, debe pro-


bar una y otra vez experimentando todos los medios a su alcance;
procurarse todos los adelantos y estar al tanto de los progresos que
hacen los colegas de su entorno. Naturalmente a la experimentación
debe seguir una comprobación de los resultados (Lorda, 1991, 165).

En este sentido el proceso creativo del artista –aunque muy dis-


tinto en otros aspectos– es muy similar al del científico, requiere de
la experimentación y de un trabajo que sólo puede llevarse a cabo
en comunidad. La belleza conlleva también una dimensión social.
En la fase deductiva del arte hay por tanto creatividad, al igual
que también la habrá en la inducción artística. Como sucede en la
208 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

ciencia, la creatividad no es algo que pertenezca exclusivamente a


la primera abducción. Las fases posteriores conllevan correcciones
autocríticas y la eliminación de errores que forman parte del mismo
proceso creativo. Muchas veces en la misma ejecución de la obra,
en la materialización de la idea, se modifica el plan del artista. Hay
un feedback, un toma y daca entre el plan ideal y la obra concreta
emergente. La imagen ideal que se tenía en un principio cambia
constantemente por la obra realmente hecha (Popper, 1994, 291).
En la fase inductiva se comprueba la verdad de la hipótesis que
la deducción ha concretado. A través de la inducción el artista ha
de juzgar su trabajo. A diferencia de la ciencia, el arte sólo puede
ser verdadero respecto a sí mismo, en cuanto que cumple su fina-
lidad de crear lo admirable en sí, tal y como señala la estética. No
se trata de ver si hay correspondencia con los hechos sino de ver si
la obra es admirable, si satisface su fin, es decir, si ha logrado ex-
presar bellamente un sentimiento haciéndolo razonable. El artista
ha de juzgar por sí mismo y además someter su obra, como en la
ciencia, al juicio de una comunidad en un tiempo indefinido. Al
final las generaciones aprueban o no las obras de arte. Peirce no
sostiene un subjetivismo estético, un todo vale, sino que la obra de
arte ha de cumplir su finalidad.
Anderson señala que una obra de arte puede estar acabada,
pero no completa. La obra puede siempre crecer por la interpreta-
ción de una comunidad. Como escriben Bergmann y Colton: «El
cumplimiento del acto creativo no es completo sin compartirlo»
(Bergmann y Colton, 1999, 115). La obra de arte en tanto expre-
sión original de unos sentimientos, esto es, como signo, necesita
ser interpretada, y puede crecer siempre para adaptarse a nuevas
interpretaciones. Las tres etapas del método peirceano se dan así
entremezcladas hasta dar lugar a una obra de arte que siempre va
a estar incompleta en algún sentido. Sucede lo mismo que en la
ciencia, siempre abierta a posteriores refutaciones.
La concepción peirceana de arte 209

Se completa de este modo una analogía entre abducción artís-


tica y científica que aporta interesantes cuestiones para compren-
der el proceso de expresión artística. Sin embargo, antes de pasar al
siguiente punto se hace necesario recalcar también las distinciones
–y no solo los parecidos– entre el proceso artístico y el científico.
En primer lugar, puede señalarse que el control del artista sobre
su actividad no es tan racional como en la ciencia, sino que se da
sobre todo a través del amor por su obra. Escribe Peirce en 1893:
«Suponed por ejemplo que tengo una idea que me interesa. Es mi
creación. Es mi criatura; (...) es una pequeña persona. La amo; y
moriría por perfeccionarla. No es aplicando la fría justicia al círculo
de mis ideas como las haré crecer, sino queriéndolas y cuidándolas
como haría con las flores de mi jardín» (CP 6.289, 1893). El amor
es para Peirce un principio fundamental de la evolución del uni-
verso, y un punto esencial para la creatividad del ser humano. La
creación se sostiene principalmente por el amor, por el ágape, que
es visto como un perfecto continuo que sujeta y guía la continuidad
discontinua de las actualizaciones de las cualidades de sensaciones
(Anderson, 1987, 106). El mundo es como se ha visto un gran sím-
bolo del propósito de Dios, que va desarrollando sus conclusiones
en realidades vivas (CP 5.119, 1903), y la evolución del mundo tiene
lugar en virtud de una simpatía positiva con lo creado que mana de
la continuidad de la mente (CP 6.304, 1893). Lo mismo sucede con
la creación humana: es a través del amor como el artista actualiza
las posibilidades escondidas en su obra. Sin el principio del amor,
ha escrito Hausman, no habría nada operativo en el origen y desa-
rrollo del universo que le pudiera dar especificidad y orden dirigido
(Hausman, 1974, 20) y eso se extiende a la creación humana7.

7. Para un mayor desarrollo del papel del amor en la evolución del univer-
so y en la creación humana véase S. BARRENA, La razón creativa: Crecimiento y
finalidad del ser humano según C. S. Peirce, capítulo II, sección 3.
210 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

Por otra parte, la abducción artística busca plasmar sensacio-


nes, inquietudes y sentimientos, mientras que la científica busca
explicaciones racionales. Hay más libertad en la abducción artísti-
ca. Las hipótesis científicas, aunque también son creaciones, solo
pueden permitirse ser originales si explican los hechos en cuestión
(Anderson, 1987, 44). La imaginación en la ciencia no es del todo
libre, ya que las hipótesis no pueden soltarse de la mano de la
realidad. Hablando del trabajo de Kepler, Peirce distinguía así la
imaginación científica de la poética:

¿Qué clase de imaginación se requiere para formar un diagrama


mental de un estado de hechos complicado? No esa imaginación
del poeta que «encarna las formas de cosas desconocidas», sino una
imaginación dócil, rápida para entender las pistas de la Señora Na-
turaleza. La imaginación del poeta se desborda en adornos y com-
plementos; una como la de Kepler hace que los ropajes y la carne
se separen, y que la aparición del desnudo esqueleto de la verdad se
revele ante él (MS 1284, 12-13).

La ciencia está interesada en descubrir la verdad, en que la


razón se conforme a los hechos de la experiencia. El artista, en
cambio, busca crear lo que es admirable en sí mismo. Las obras
de arte pueden considerarse argumentos en tanto que llenan un
vacío y conducen a un estado de creencia o satisfacción de la duda.
En ese sentido escribe Peirce que «todo poema verdadero es un
argumento» (MS 309, 50). Sin embargo, mientras que el razo-
namiento científico termina con ideas razonables el arte termina
con sentimientos razonables (Anderson, 1897, 60), mientras que
el científico trata de descubrir el artista trata de continuar la crea-
ción, en un trabajo que no está constreñido ni por pensamientos
anteriores ni por una realidad con la que deba corresponderse. No
hay principios determinados de antemano para crear una pintura
o una poesía. No hay reglas. Quizá la unica que se puede tener
La concepción peirceana de arte 211

en cuenta es aquella que menciona Kant en su Crítica del juicio:


tomar las obras de arte como modelos y proseguirlas.
Los artistas, afirma Peirce, a diferencia de los científicos se
preocupan principalmente de aquellas cosas que son sui generis, de
diversidades y espontaneidades (MS 304, 7). Mientras que la cien-
cia trata de poner orden en el crecimiento de las ideas, el arte trata
de fragmentar el mundo (Anderson, 1987, 154), de incrementar la
diversidad, la pluralidad y la riqueza.

3.4. LA INTERPRETACIÓN

El tercer eje del fenómeno artístico en Peirce es la interpretación.


Si la capacidad perceptiva aportaba al arte la novedad y la expresión
aportaba la originalidad, la interpretacion tendrá que ver con la
inteligibilidad que el artista ha puesto en la obra, con su carácter de
signo, que en tanto tal puede –y debe– ser interpretado por otros.
En cuanto que la obra de arte racionaliza y generaliza algo sensible
puede ser sujeta a interpretación. El objeto artístico aparece como
algo abierto, como una experiencia que alcanza forma general y que
por tanto puede generar distintas interpretaciones.
La interpretación de la obra de arte debe ser también creativa.
No se trata tanto de captar las cualidades del objeto artístico sino
de comprender las experiencias vividas (Agirre, 2005, 33), no se
trata de una mera percepción pasiva, sino de una apreciación artís-
tica, de una interpretación en el sentido pleno de la palabra. Cada
persona que interpreta una obra de arte lo hace quizá de forma
distinta al artista que la creó, pero eso no quiere decir que no haya
verdad en el arte, sino que esa verdad está sujeta a condiciones his-
tóricas, que se va alcanzando a través de sucesivas interpretaciones,
igual que sucede en la ciencia, porque no es posible una compren-
sión final y completa de algo. Esto es así porque el significado del
212 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

signo no es inherente al signo mismo, tampoco el significado del


signo artístico, sino que se da en la interpretación del signo, y esa
interpretación constituye un proceso continuo: «cada pensamien-
to anterior sugiere algo al pensamiento que le sigue, esto es, es el
signo de algo para ese posterior» (CP 5.284, 1868).
El signo se dirige a alguien que debe interpretarlo y esa activi-
dad del intérprete tiene consecuencias para el signo mismo (Win-
ner, 1994, 296), por ello la interpretación forma parte de él. Para
Peirce no es suficiente que el signo «esté por» un objeto, sino que
debe ser interpretado como representando al objeto: «nada es un
signo a menos que sea interpretado como signo» (CP 2.308, 1901).
Gorlée ha señalado que la interpretación es un componente del sig-
no tan esencial como la representación misma (Gorlée, 1992, 36).
Si es así, la interpretación no constituye algo separado de la
obra de arte, sino que es un elemento fundamental sin el cual la
obra no puede considerarse completa. No puede decirse que la obra
de arte se haya completado sin ese diálogo del autor con quien la
contempla, que vierte su propia interpretación sobre ella: «El intér-
prete recrea la obra en tanto que la ‘traduce’ a su propia percepción
en el contexto de su propia experiencia, ethos y su conocimiento de
las tradiciones artísticas» (Winner, 1994, 296). Esa interpretación
puede dar lugar a su vez a otras nuevas y se desarrolla así en el arte
el proceso de semiosis, esto es, unos signos van dando lugar a otros:
«hay una intertextualidad hacia delante, un progreso infinito, crea-
tivo, multidimensional y laberíntico hacia la interpretación final»
(Gorlée, 1994, 221).
En conclusión, el fenómeno artístico muestra cómo se va en-
carnando el ideal de la razonabilidad de diversas maneras. El ideal
admirable que nos atrae parece adquirir vida propia, va creciendo.
No sólo el mundo que el hombre experimenta sino también el que
crea está continuamente expandiéndose (Gorlée, 1994, 231). Se va
encarnando así el ideal que señala la estética como fin último. A
La concepción peirceana de arte 213

través de la obra de arte, por ejemplo a través de los textos litera-


rios, en los que me voy a detener a continuación porque me pare-
cen un ejemplo muy significativo, entramos en contacto con una
comunidad de interpretantes que trasciende fronteras espaciales y
temporales y avanzamos hacia el fin último: el crecimiento de la
razonabilidad.

3.4.1. El caso de la literatura


Me voy a servir del ejemplo de la literatura para analizar un
poco más en concreto la concepción peirceana del fenómeno ar-
tístico que he tratado de dibujar hasta ahora. La escritura es quizá
una de las manifestaciones artísticas en donde más claramente se
ve esa capacidad del arte de tomar algo en cierto sentido inex-
presable y darle una forma comunicable. Peirce afirmaba que «es
mucho más verdadero que los pensamientos de un escritor vivo
están en una copia impresa de su libro que decir que están en su
cerebro» (CP 7.364, c.1902).
Pese al interés que como se vio en el primer capítulo Peirce de-
mostró en distintas ocasiones por asuntos literarios, hay pocas re-
ferencias a obras de literatura en los escritos de Peirce. En algunas
ocasiones se refiere a la actividad de los poetas8, pero otras veces
aparecen comentarios en los escritos de Peirce que podrían pare-
cer incluso despectivos hacia la literatura; así habla por ejemplo
de «caer en las garras literarias» (CP 5.414, 1905), o en otra oca-
sión afirma que «una sangre poderosa, charla y literatura, inundó
la cuestión» (CP 6.557, c.1905). Dice en otra ocasión que con su
espíritu lento es incapaz de entender a la gente literaria (MS 675,

8. Véase C. S. PEIRCE, «A Guess at the Riddle», CP 1.383, 1887; «A


Neglected Argument for the Reality of God», 6.455, 1908; «Minute Logic»,
4.238, c.1902; NE 4.267-8, 1896.
214 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

c.1911). Sin embargo, se trata más bien de afirmaciones dirigidas


contra aquello que ataca el espíritu de la investigación genuina,
contra una pseudo-investigación que se reduzca a una mera «con-
versación», a un falso razonamiento, y no de alguna hostilidad
hacia la actividad literaria (Haack, 1998, 157-187).
A pesar de la ausencia de más referencias directas a la literatura
en la obra de Peirce, y a pesar incluso de esos aparentes prejuicios,
es posible sin embargo considerarle como un pensador que de al-
guna manera está cercano a las cuestiones de la literatura. Aparte
de la experiencia de Peirce como escritor, ya mencionada, puede
resultar interesante un acercamiento a algunas ideas sobre la lite-
ratura que pueden desprenderse de su pensamiento, superando el
aparente vacío sobre esta cuestión. Tal y como ha señalado Sha-
piro ese acercamiento podría suponer una auténtica revolución:
«La lingüística y la poética son disciplinas que todavía tienen que
experimentar lo que a la larga debe llegar a ser una entera revolu-
ción peirceana en las humanidades y las ciencias sociales» (Shapi-
ro, 1980, 97).
Sheriff, quien ha atribuido a factores bibliográficos, biográfi-
cos e históricos la poca influencia que ha tenido Peirce en literatu-
ra, a pesar de su enorme influencia en tantos otros ámbitos (She-
riff, 1989, xvii), afirma que la semiótica de Peirce permite superar
un reduccionismo que se ha producido en la literatura, tanto por el
estructuralismo, para el que el significado no puede ser algo obje-
tivo pero que no logra proporcionar un sustituto adecuado, como
por un deconstructivismo para el que no hay nada real detrás de
los signos (Sheriff, 1989, 17-27). El significado concebido desde el
signo triádico de Peirce permite superar ese hueco, unir el mundo
del significado y el real, porque entre el objeto y el signo hay un
tercer elemento: el interpretante, es decir, un signo en la mente.
Con esto se está poniendo de manifiesto una característica
fundamental de la obra de arte. La dimensión triádica del signo
La concepción peirceana de arte 215

permite afirmar que para Peirce el signo artístico no trata de re-


presentar objetos aislados, sino desde el contexto de la experiencia
humana, del ser humano que usa los signos. No hay un dualismo
insalvable entre el mundo de los objetos y el del conocimiento, y
eso se pone de manifiesto también en el arte. Las formas artísticas
y en concreto la literatura no están separadas de la experiencia
humana, y de esta idea pueden obtenerse algunas acertadas carac-
terizaciones de la actividad literaria.
«El lenguaje, la acción humana y el mundo están inseparable-
mente unidos» (Sheriff, 1989, 91), ha escrito Sheriff. ¿Cuál es la
peculiar experiencia del arte y en concreto de la literatura? La ex-
periencia literaria no se refiere a la realidad actual, a los hechos que
confrontamos, sino a cualidades y sentimientos de lo inmediato
«que fluyen en una corriente continua a través de nuestras vidas»
(CP 5.289, 1868), a esa primeridad que como se decía anteriormente
el artista es capaz de captar en medio de los hechos que le suceden.
El escritor tiene esa especial capacidad de percibir las cualidades de
sentimiento, puede de algún modo ver lo que no ven las personas
corrientes. Puede enfrentarse a la primeridad, a las cualidades tal
y como aparecen, sin tener en cuenta los prejuicios, ideas hechas o
siquiera las leyes más elementales de la percepción. Se trata de al-
guna manera de una mirada previa a todo. «Sal bajo la bóveda azul
del cielo y mira a lo que está presente tal y como aparece ante el ojo
del artista. La disposición poética se aproxima al estado en el que lo
presente se aparece en tanto que presente» (CP 5.44, 1903).
El escritor participa de la misma inteligencia científica de
la realidad que consiste en aprender por experiencia (CP 2.227,
c.1897). Las novelas, afirma Peirce en un escrito de juventud, sir-
ven para que la gente se forme opiniones aunque sea de una forma
más imperfecta que con el método científico, y cifra toda la fuerza
de las novelas en que se dirigen «a la imaginación y no al frío jui-
cio» (MS 1633, c.1857). En este sentido el escritor haría lo mismo
216 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

que el científico, partiendo de la experiencia según las fases de las


que se hablaba en el apartado anterior: los dos buscan una primera
respuesta hasta realizar un primer boceto que sirva para explicar
lo que les sorprende o les inquieta.

Para responder a esa cuestión, busca en su corazón, y al hacerlo


realiza lo que llamo una observación abstractiva. Hace en su imagi-
nación una especie de diagrama esqueleto, un boceto general, de sí
mismo, considera qué modificaciones del estado de cosas hipotético
requeriría que se hicieran en ese cuadro, y entonces lo examina, esto
es, observa lo que ha imaginado (CP 2.227, c. 1897).

La literatura se basa en la experiencia tanto como la ciencia, y


el escritor la convierte de alguna manera en algo universal, capaz
de afectar a muchas personas, de suscitar diversas interpretacio-
nes. Es capaz de dotar de inteligibilidad a sentimientos confusos.
Por eso quien lee una novela o un poema es capaz de percibir esa
experiencia y referirla a la suya propia, y por eso la literatura tiene
una influencia en la vida de las personas, tiene capacidad de con-
movernos y de mostrarnos cosas que de otro modo no veríamos.
Tantas veces el lector se siente reflejado de alguna manera en lo
que lee, es capaz de reconocerse en esas palabras como si estuvie-
ran escritas para él: «entendemos y conectamos con el texto lite-
rario al referirlo a nuestra propia experiencia y visión del mundo»
(Johansen, 1998, 82).
El escritor juega con esa experiencia igual que el científico,
pero fijándose en otros aspectos o desde otros contextos, tratando
de encontrar la forma de expresar bellamente la experiencia, de
plasmarla con belleza en las frases adecuadas. En tanto que están
basadas en la experiencia, ciencia y arte son capaces de hacer pre-
sente la realidad, por eso es preciso afirmar que el artista –al igual
que el científico– representa no sólo su propio mundo interior sino
también el mundo exterior (Francoeur y Francoeur, 1994, 305).
La concepción peirceana de arte 217

Los escritores no están aislados de la realidad sino que, nos


dice Peirce, poseen la capacidad de estar en los detalles de la rea-
lidad y de relacionarlos con sus sentimientos: «El poeta en nues-
tros días –y el verdadero poeta es el verdadero profeta– personifica
todo, no retóricamente sino en su mismo sentimiento. Nos dice
que siente una afinidad con la naturaleza, y que ama la piedra o la
gota de agua»9. Fernando Zalamea ha señalado por ejemplo cómo
en la literatura norteamericana se produce una peculiar tensión
entre el yo y el mundo, que se manifiesta plagado de abismos, de
profundidades, de pliegues y repliegues de la realidad:

Ya sea en la ficción ‘alegórica’, estilo Hawthorne, donde una


lóbrega profundidad acecha detrás de una aparente alegría, ya sea
en la ficción ‘visionaria’, estilo Poe, donde la belleza y el horror
místicos se confunden, ya sea en la ficción ‘metafísica’, estilo Mel-
ville, donde los altos ideales y la cruda realidad chocan entre sí,
en cualquiera de las aproximaciones de los grandes maestros de
la literatura norteamericana yace la visión del abismo (Zalamea,
2009, 40-41).

El artista nos presenta la realidad bajo nuevos aspectos. Es


capaz de romper normas establecidas y presentar lo nuevo, aun-
que en el arte haya periodos de mayor o menor adherencia a las
normas, por ejemplo el neoclasicismo frente al romanticismo. Sin
embargo, incluso en la mayor adherencia el arte nunca es estático
(Winner, 1994, 294), pues por definición es capaz de comunicar
la primeridad, que es algo fresco y nuevo (CP 1.357, c.1890). Es
capaz de tomar lo posible y representarlo y lo actual sólo le interesa
en tanto que la imaginación artística puede investirlo con nuevas
posibilidades.

9. C. S. PEIRCE, Charles S. Peirce: Selected Writings. Values in a Universe of


Change, 13.
218 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

De este modo puede decirse que la literatura, y el arte en ge-


neral, parte de la experiencia ordinaria y constituye una realidad
distinta que después va a ser capaz de enriquecer ese mismo mundo
cotidiano del que ha surgido. La literatura crea un mundo que es un
producto de la imaginación del autor a partir de la realidad, y que
después toma vida propia, con sus características, y llega a ser parte
de nuestro mundo real como algo que no se puede ya cambiar:
Es verdad que cuando el romancero árabe nos dice que había
una mujer llamada Sherezade no pretende que se entienda como ha-
blando del mundo de realidades exteriores, y hay una gran cantidad
de ficción en lo que está diciendo. Pues lo ficticio es aquello cuyas
características dependen de qué características alguien le atribuya;
y la historia es, por supuesto, la mera creación del pensamiento del
poeta. Sin embargo, una vez que ha imaginado a Sherezade y la ha
hecho joven, bella, y la ha dotado con un don de hilar historias,
llega a ser un hecho real que la ha imaginado así, hecho que no pue-
de destruir pretendiendo o pensando que imaginó que era de otro
modo. Lo que desea que nosotros entendamos es lo que podía haber
expresado en sencilla prosa diciendo: ‘He imaginado a una mujer,
de nombre Sherezade, joven, bella y contadora incansable de cuen-
tos, y voy a seguir imaginando qué historias cuenta’. Esto hubiera
sido una expresión sencilla de un hecho manifiesto relacionado con
la suma total de realidades (CP 5.152, 1903).

Me parece que de alguna manera misteriosa todo autor ha ex-


perimentado cómo lo que escribe llega a independizarse de él, se
convierte en algo que está ya ahí. De alguna manera, la palabra
artística no se limita a reproducir la realidad sino que la produce.
Surge un mundo que, una vez creado, ya es real e independien-
te de su autor, con unas características, con unos personajes que
son como son, con una coherencia interna, etc. La literatura es
ese dejarse poseer por una idea que surge de la experiencia y que
de algún modo se independiza. Al escribir, hay que dejar que la
La concepción peirceana de arte 219

idea se vaya encarnando, hasta que muchas veces el autor no tiene


ni siquiera el control sobre sus personajes. «Una de las cosas más
difíciles que me ha costado hacer, precisamente, es la eliminación
del autor, eliminarme a mí mismo. Yo dejo que los personajes fun-
cionen por sí y no con mi inclusión»10. El control del autor al crear
tiene un límite, hay una cierta indeterminación, un cierto abrazar
el accidente (Hilde, 2000, 559).
La primera idea, fruto de la abducción que permite atrapar las
cualidades, se va encarnando a través de elementos materiales en
acciones y situaciones independientes. Zalamea ha explicado por
ejemplo cómo la búsqueda de lo infinito y la fusión del yo con el
mundo se hacen presentes en Moby Dick a través de una trabajada
y difícil estructura gramatical, en una densa sedimentación lite-
raria: «En la escritura de Melville (…) la abundancia de materia
–rugosa y gruesa pátina del mundo– es la que abre las puertas
de lo inmaterial» (Zalamea, 2009, 64). Los elementos materiales,
gramaticales en este caso, se convierten en instrumentos para ex-
presar las ideas generales de una forma bella y efectiva, de modo
que los sentimientos puedan hacerse comunicables y concretos,
inteligibles, razonables, en la obra literaria.
Por otra parte, la interpretación de una obra, de aquello que
pretende comunicar, tendrá que ver más con lo que el texto pro-
voca en nosotros, con los sentimientos que despierta, con cómo
se prosigue la semiosis, que con descubrir la intención del autor.
Como escribió Thomas Mann:

Los hombres no saben por qué les satisfacen las obras de arte.
No son verdaderamente entendidos, y creen descubrir innumera-

10. J. RULFO, Toda la obra, Claude Fell (ed.), ALLCA XX, Colección Ar-
chivos 17, 1992, 384, citado por F. Zalamea en «Signos triádicos. Lógica, lite-
ratura, artes. Nueve cruces latinoamericanos», 68.
220 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

bles excelencias en una obra para justificar su admiración por ella,


cuando el fundamento último de su aplauso es un sentimiento im-
ponderable que se llama simpatía (Mann, 1972, 17).

No hay por qué enfrentarse a un texto tratando de adivinar


cuál ha sido la intención del autor al imaginar y escribir tal o cual
cosa. La obra literaria es algo independiente, un signo que no deja
de crecer, y como tal es algo vivo que cambia lentamente (CP
2.222, 1903). Ese signo genera nuevos interpretantes, por eso no
hay una única lectura correcta de una obra literaria. Cada novela
o cada poema, cada escrito, no es solo texto sino que es un signo,
y en cuanto tal está siempre abierto.
No se trata de comprender la intención del autor mejor que
el mismo autor, como algunas corrientes hermenéuticas han sos-
tenido. Interpretar no significa que haya en el texto algo oculto,
como una intención secreta11, sino simplemente que está abierto.
No se trata de un desvelamiento sino de una comprensión, y de un
comprender no como la búsqueda una verdad racional sino como
una participación en lo que es valioso en las cosas (Agirre, 2005,
329-31). A este respecto ha escrito Sheriff:

La noción de que podemos seguir el tren de pensamiento de un


autor, secuencia de signos, sin estorbar nunca con un pensamiento
propio, la noción de que podemos tener una experiencia pura del
texto sin añadir un pensamiento subsiguiente propio, es una noción
de la que deberíamos abjurar desde el fondo de nuestros corazones
por las mismas razones por las que Peirce abjuró de la cosa en sí de
Kant (Sheriff, 1989, 84).

11. Esta idea es contraria a la opinión de R. Rorty, quien ha sostenido


que hablar de interpretación sería presuponer un algo oculto, esencialista, en el
texto. Véase R. RORTY, «El progreso del pragmatista» en U. ECO, Interpretación
y sobreinterpretación, Cambridge University Press, Cambridge, 1995, 96-118.
La concepción peirceana de arte 221

No hay nada que podamos conocer como independiente de


nuestra experiencia. Desde la perspectiva peirceana, al interpretar
el signo tenemos que ver más bien nuestra experiencia como usua-
rios de ese signo. La teoría de los signos de Peirce tiene en cuenta
al que los usa, tiene en cuenta la experiencia humana; depende del
contexto, del ground, del marco de referencia propio. El signo es
para algún pensamiento que lo interpreta: es un signo de algún
objeto al que es equivalente en ese pensamiento (CP 5.283, 1868).
Eso no quiere decir que el significado sea subjetivo. Se trata más
bien, al igual que en la ciencia, de perseguirlo en comunidad, a
través de sucesivas interpretaciones. Lejos de caer en un subjetivis-
mo la diferencia de contextos en que están situados escritor y lec-
tor, y la necesidad de interpretación, aportan pluralidad y riqueza.
Winner ha señalado que, lejos de las rígidas dicotomías de
Saussure que dominaron la literatura desde un punto de vista se-
miótico (excepto quizás en la Escuela de Praga), el signo de Peir-
ce muestra al texto literario como un constante acto de semiosis
(Winner, 1994, 286-7), de esa acción o influencia que envuelve la
cooperación de tres elementos: del signo, del objeto y del interpre-
tante (CP 5.484, c. 1907), que en este caso se va a dar en el lector.
El texto literario se llena así de plasticidad, de una creatividad que
alcanza más allá de su primera creación, pues está siempre abierto
a futuras interpretaciones.
Peirce, en un texto referido a sus propios textos filosóficos pero
que podría perfectamente hacerse extensivo a cualquier texto de
toda clase, señala la necesidad de la interpretación propia, de que el
lector complete de alguna manera el trabajo del autor: «El escritor
de un libro no puede hacer nada sino consignar los puntos de su
pensamiento. Para el pensamiento vivo, en sí mismo, en su totali-
dad, el lector tiene que cavar en su propia alma» (CP 1.221, c. 190).
Esa interpretación propia que se hace del texto es en sí mis-
ma creativa. Toda interpretación es siempre creativa y se realiza
222 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

también a través de una abducción, pues no se trata de un mero


descodificar, no basta con el conocimiento de un código, no es
algo automático, sino que la interpretación es un arte adivinatorio.
A la interpretación «se le exigen acciones tan creativas como las de
presuponer, implicar, llenar espacios vacíos, recurrir a otros textos,
etc.» (Castañares, 1994, 162-3). Por eso no podría ser el resultado
de algo puramente mecánico como la deducción, sino que es fruto
de una abducción.
Es por tanto necesaria la interpretación abductiva del lector.
Dentro de la semiosis ilimitada del texto literario una interpreta-
ción da lugar a otra; el significado completo no se alcanza en un
solo acto de interpretación, y esta se vuelve así indefinida. Um-
berto Eco explica gráficamente del siguiente modo ese carácter
indefinido de la interpretación:

Una planta no se define por sus características morfológicas o


funcionales, sino por su parecido, bien que parcial, con otro ele-
mento del cosmos. Si se parece vagamente a una parte del cuerpo
humano, entonces tiene significado porque remite al cuerpo. Pero
esa parte del cuerpo tiene significado porque remite a una estrella,
y esta última tiene significado porque remite a una escala musical,
y esta a su vez porque remite a una jerarquía de ángeles y así ad
infinitum (Eco, 1995, 43).

Sin embargo, afirmar que un texto no tiene potencialmente


fin –ha escrito Eco– no significa que todo acto de interpretación
pueda tener un final feliz (Eco, 1995, 26). Aparece aquí el elemen-
to para combatir definitivamente el subjetivismo: hay interpreta-
ciones mejores que otras, y algunas pueden considerarse fracasadas
porque no producen otras nuevas, porque no pueden confrontarse
con las tradiciones de otras interpretaciones previas, etc. Hay un
texto, aunque sea polisémico, y el lector no puede hacer indiscri-
minadamente cualquier cosa de él. Respecto al papel del texto en
La concepción peirceana de arte 223

la interpretación ha escrito Eco: «Entre la misteriosa historia de


una producción textual y la incontrolable deriva de sus lecturas
futuras, el texto qua texto sigue representando una confortable
presencia, el lugar al que podemos aferrarnos» (Eco, 1995, 95).
Y además del texto mismo, hay unos criterios que desde el punto
de vista de Peirce limitan la interpretación del texto literario, del
mismo modo que sirven de criterios de verdad a la ciencia: por un
lado, el acuerdo final de la comunidad (que también se da respecto
a los objetos de ficción) indica qué cosas son relevantes o peligro-
sas. Y por otro lado la realidad misma, que permanece indiferen-
te a lo que nosotros podamos pensar de ella. La investigación de
cualquier tipo, dice Peirce –y podría incluirse aquí lo que sucede
en el arte– si se desarrolla por completo, tiene un poder vital de
autocorreción y de crecimiento, y conducirá a la larga a la verdad
(CP 5.582, 1898).
En conclusión, la necesidad de interpretación supone que el
lector entra también en contacto de alguna manera con las cua-
lidades de sentimiento, con la primeridad que el autor pretende
transmitir. En cierto sentido el lector, o el crítico de un texto li-
terario, puede saborear ese estado estético de la mente, más puro
cuanto más libre de opiniones críticas, puede retroceder a ese esta-
do de sencillez en el que de alguna manera se puede percibir lo que
el artista percibió (CP 5.111, 1903). El texto tiene en ese sentido
carácter de primeridad, de posibilidad, y debe ser actualizado a
través de un proceso abductivo. Escribe Umberto Eco:
Cuando escribo una novela, aunque parta (probablemente) del
mismo amasijo de experiencias, me doy cuenta de que no estoy in-
tentando imponer una conclusión (…), hay muchas conclusiones
posibles (…). La tarea de un texto creativo es presentar la contra-
dictoria posibilidad de sus conclusiones, dejando a los lectores la
libertad de elegir, o de decidir que no hay elección posible (Eco,
1995, 152).
224 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

El signo artístico implica abducción, tanto para su creación


como para su interpretación: «el icono no es una copia; antes al
contrario, exige ese tipo de actuación inferencial que implica siem-
pre –aunque no en todos los casos en igual medida– la creatividad
abductiva» (Castañares, 1994, 153).

3.5. ¿QUÉ ES PARA PEIRCE LA BELLEZA?

Después de la exposición de la estética como ciencia normativa


y del fenómeno artístico desde un punto de vista peirceano, esta-
mos en disposición de enfrentarnos a una última pregunta, quizá
la pregunta más decisiva de toda investigación estética, la de qué
es la belleza. ¿Cómo ha de estar hecho un objeto para provocar
un efecto que nos haga mejores, para ser considerado bello y ad-
mirable por sí mismo? La respuesta a esa pregunta nos llevará di-
rectamente al alcance que tiene la estética dentro del pensamiento
peirceano, asunto que será tratado en el último capítulo.
Como ya se ha dicho antes, la belleza es para Peirce el produc-
to de la estética, no su objeto. El objeto de la estética es lo admira-
ble, lo que ha de buscarse por sí mismo y por encima de todo, que
como se ha visto consiste en tratar de desarrollar la razonabilidad.
La búsqueda de ese fin último, esto es, el tratar de dar forma a los
sentimientos y de hacerlos razonables, producirá belleza. Lo bello
por tanto supone la plenitud de lo sensible (Zalamea, 2006, 5),
pero hay que aclarar en qué sentido, pues no se trata desde luego
de un mero disfrute sensible.
Peirce no llega a decir directamente qué es la belleza, a defi-
nirla de un modo exacto. De hecho, afirma que no tenemos en
nuestro lenguaje una palabra con la generalidad requerida para
referirnos a ella: Kalos en griego y beau en francés se acercan, dice,
pero no aciertan del todo; fine sería un pobre sustituto; beautiful
La concepción peirceana de arte 225

es mala y beauty le parece demasiado superficial. Se queda final-


mente con kalos y se pregunta cuál es la cualidad que es kalos en
su presencia inmediata (CP 2.199, c. 1902). En otra ocasión dice
que belleza [beauty] es una palabra inapropiada, pero en todo caso
la mejor para expresar algo que resulta satisfactorio en la mera
contemplación (CP 4.368, 1885).
Peirce afirma que la belleza no admite descripción:
Uno no puede hacer que un hombre vea que una cosa es roja,
o bella o conmovedora describiendo la rojez, la belleza o lo con-
movedor, sino que puede solo señalar algo que sea rojo, bello o
patético y decir ‘mira, aquí también hay algo como eso’ (CP 1.217,
c. 1902).

En distintas ocasiones, sin embargo, Peirce ofrece indicaciones


sobre la belleza, y en 1905 afirma: «debe haber una teoría de lo
beau, lo Bello, lo idealmente admirable» (MS 283, 35, 1905).
Peirce se sitúa desde luego en contra de esa visión que limita
la belleza al gusto, a una satisfacción irrestricta del deseo, pues
ello supondría, dice, que los más altos modos de consciencia que
tenemos en nosotros mismos, es decir, la razón y el amor, solo
serían buenos en cuanto que sirven al más bajo modo de cons-
ciencia: a un placer que constituye una plena auto-satisfacción.
(CP 1.614, 1903). En otra ocasión señala que considerar la belleza
como relativa al gusto humano sería de una estrechez sutil y casi
inerradicable (CP 5.128, 1903). Para Peirce existe la belleza y no es
algo personal y subjetivo, no es cuestión de gustos. El gusto tiene
inclinaciones introducidas culturalmente. Sin embargo, bello no
es lo que nos parece tal a nosotros:
Por supuesto algunos dirán que no hay tal cualidad como la
belleza –que es un nombre dado a cualquier cosa que nos guste con-
templar independientemente de alguna razón para que nos guste,
que lo que un hombre encuentra a su gusto no es al gusto de otro,
226 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

y que de gustibus non est disputandum. Probablemente la mayoría de


la gente considera que esa máxima no tiene ningún otro significado
posible excepto el de que no hay un criterio válido de gusto, y nada
bello per se. Sin embargo tampoco se discute si el sol es brillante y
cálido, incluso aunque el físico conceda la realidad de la energía
radiante. No es una cuestión sobre la que discutir; la razón es que
es autoevidente, y quizá la misma cosa puede ser verdadera de la
belleza (MS 310, 1903).

Los juicios estéticos no dependen de lo que a nosotros nos


parezca, pues incluso la vulgaridad y el mal gusto, dice Peirce,
no dejan de tener su encanto si puedo pasar por alto el estremeci-
miento que viene de imaginarme imitándolo. Afirma Peirce que,
respecto a los juicios estéticos, uno está inclinado a pensar como
el nativo de Kentucky acerca del whisky: posiblemente algunos son
mejores que otros, aunque todos son estéticamente buenos (MS
310, cursiva en el original).
Tampoco el hecho de que los hombres tengan una tendencia
a considerar algo como bello nos garantiza que eso sea estética-
mente bueno, por más imperiosa que sea esa tendencia, del mismo
modo que el hecho de que la mayor parte de los hombres muestren
una disposición natural a aprobar casi los mismos argumentos que
la lógica o los mismos actos que la ética no puede considerarse
como algo que apruebe sus conclusiones. Ese hecho de que los
hombres tiendan a algo, dice, es perfectamente insignificante (CP
5.127, 1903).
El bien estético, por otra parte, no trata con una cuestión de
cantidad, no es cuantitativo: no hay un grado puramente estético
de excelencia, un bien estético absoluto, pero sí que hay innumera-
bles variedades de cualidad estética. Como afirma Zalamea, Peir-
ce enfatiza la riqueza de la diversidad (Zalamea, 2000, 22). Hay,
afirma Peirce, distintas clases de verdad, de bien y de aquello que
es estéticamente bueno.
La concepción peirceana de arte 227

Lo bello tampoco puede ser negativo, es decir, no puede con-


sistir solo en estar libre de faltas (CP 5.127, 1903). El bien y el mal
son algo subordinado a lo bello, como ya se explicó al tratar de las
ciencias normativas, y por eso dice en otra ocasión que no hay pro-
piamente un mal estético, sino una intuición [insight] defectuosa
y una estrechez de simpatía (EP 2, 272). Si no hay una palabra
buena para belleza, tampoco la hay para la maldad estética, pero
Peirce afirma que eso no lo lamenta tanto porque no está seguro
de que exista esa cualidad. Afirma Peirce que la Gloria de la be-
lleza brilla en todo como el sol y que cualquier cosa estéticamente
odiosa es meramente nuestra Incapacidad de sentir a partir de las
observaciones debido a nuestras aberraciones morales e intelectua-
les (MS 310, 1903).
Hay que buscar entonces la cualidad positiva de la belleza.
Lo bello será lo que posea esa cualidad y, como se decía anterior-
mente, lo que hay que buscar es qué cualidad es en su presencia
inmediata kalos.
Lo primero que hay que señalar es que la belleza no es una mera
forma, aunque tenga que ver con ella. En ocasiones Peirce se refiere a
lo bello, a lo que tiene valor estético, como algo formal, o se admira
ante la belleza matemática. Peirce escribe sobre la vida y la belleza
de la ciencia verdadera (CP 7.51, s.f.), pues es evidente que en ella no
solo hay verdad sino también una belleza que quizá fascinó a Peirce
y le movió a reflexión, ya que era para él un ámbito más cercano
que el de las manifestaciones artísticas. Peirce habla por ejemplo
de la belleza del álgebra lógica de Boole: una belleza tan singular
que afirma que quizá pueda extenderse a toda la lógica formal (CP
3.45, 1870), y le parece también estética la regularidad en los mo-
vimientos de los átomos (CP 6.101, 1901); habla de la belleza del
principio de continuidad o de un sistema lógico (CP 1.171, c.1897),
de la belleza de las adaptaciones de la naturaleza (CP 6.50, 1891), de
la belleza de un sistema de grafos ante el que se queda admirado (CP
228 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

4.368, c.1903), o de la belleza de la idea de Dios (CP 6.487, c.1910).


Y, ¿en qué consiste esa belleza científica o lógica? Belleza en esos
casos, afirma, es una palabra completamente inadecuada, pero la
mejor que hay para expresar lo satisfactorio que algo nos resulta al
contemplarlo (CP 4.368, c.1903). La lógica y la ciencia han de hacer
un esfuerzo para presentar un exterior lo menos odioso posible que
se corresponda con su interior belleza divina y que corresponda con
la profunda felicidad que conlleva su estudio (CP 2.15, c.1902).
Es evidente entonces que para Peirce la belleza tiene que ver
con la forma o disposición. En 1901 hace una clasificación de las
formas y menciona una «forma artificial», que es aquella que el arte
«induce por añadidura» (CP 6.360). La bondad estética, afirma,
es de las cosas consideradas en su presentación (CP 5.137, 1903),
igual que la bondad lógica lo es de la representación. Sin embargo,
la belleza no es una mera forma: aunque esta sea un ingrediente
esencial de la belleza hay en ella algo más. La belleza no es equi-
valente a la forma, sino que también tiene que ver con aquello a lo
que se da forma. Hay para Peirce una cualidad resultante del todo
que es lo que buscamos, algo que añade el creador y que puede
ejemplificarse con un texto de Peirce referido a la geometría:

El geómetra dibuja un diagrama, que si no es exactamente una


ficción es al menos una creación, y a través de la observación de ese
diagrama es capaz de sintetizar y mostrar relaciones entre elementos
que antes parecían no tener una conexión necesaria. Las realidades
nos empujan a poner algunas cosas en una relación muy estrecha y
otras menos, de una manera altamente complicada y en un sentido
ininteligible en sí misma; pero es el genio de la mente el que toma
las pistas del sentido, les añade algo inmenso, las hace precisas y las
muestra en una forma ininteligible (CP 1.383, c.1890).

La belleza tampoco es una mera sensación. La belleza no es ne-


cesariamente una intuición o una primera impresión del sentido
La concepción peirceana de arte 229

(CP 5.291, 1868), no es una cualidad de sensación particular (CP


1.612, 1903). El bien y el mal estéticos, aclara en otra ocasión, son
sensaciones secundarias o generalizaciones de sensaciones, sensa-
ciones que acompañan a otras. Son sensaciones determinadas por
cogniciones previas, que surgen sobre una variedad de otras im-
presiones, de otras sensaciones simples (CP 5.291, 1868). El bien
y el mal estéticos son muy cercanos al placer y al dolor, pero la
belleza no debe confundirse con el placer. El bien y el mal estéti-
cos son lo que serían el placer y el dolor para el super hombre com-
pletamente desarrollado. El bien sería lo atractivo, lo placentero,
para el agente suficientemente maduro (CP 5.552, 1905), aunque
el ideal que señala la estética, el summum bonum, impide como se
ha visto que ese desarrollo se complete alguna vez, ya que consiste
precisamente en la posibilidad ilimitada de crecimiento del ideal.
La belleza no es tampoco la completa expresión de una idea, pues
el pensamiento crece y sin ese desarrollo no es nada, por lo que
no tiene sentido hablar de la completa expresión de una idea (CP
5.594, 1903). Para Peirce nada tiene valor en sí mismo, ya sea valor
moral, científico o estético, sino en la producción total a la que
pertenece (CP 6.479, 1908). Una obra de arte, afirma Peirce, se
ejecuta según un único patrón y por un único artista, pero repre-
senta un fragmento de un todo mayor, al igual que una hipótesis
científica o una verdad alcanzada forma parte, por encima de su
individualidad, de la empresa científica como un todo que camina
hacia la Verdad con mayúsculas. Ese elemento de individualidad
de pensamiento y sensación es para Peirce diferente según la dis-
ciplina artística de que se trate. Una pintura o una escultura, dice,
están rotos en sus bordes. Se encerrarán en una habitación y serán
admirados por pocos. Sin embargo, un gran edificio, que contiene
las profundidades del alma del arquitecto, está destinado a toda la
gente, y se erige por los esfuerzos de un ejercito representativo de
toda la gente:
230 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

(Imagen de una carta de C. S. Peirce, con la ilustración de una peculiar dis-


tribución arquitectónica que le llamó la atención, 15.09.70).

Lleva el mensaje de una era y lo entrega a la posteridad. En


consecuencia, el pensamiento característico de un individuo –lo
sustancioso, lo bueno, lo inteligente– es demasiado pequeño para
desempeñar más que el papel más subordinado en arquitectura (CP
1.176, c.1893).

Esa distinción entre el arte destinado a ser admirado por pocos


y el destinado a toda la gente pierde quizá sentido en una época
La concepción peirceana de arte 231

como la actual en la que la cultura se ha popularizado y convertido


en ocasiones en un fenómeno de masas, donde la gente hace largas
filas para visitar un museo.
Si no es una forma, una sensación, ni una idea, ¿qué es en-
tonces la belleza para Peirce? Puede decirse, según lo visto hasta
ahora, que es una cualidad resultante de un todo, que no se limita
a su forma y que trasciende la mera individualidad de una idea.
En 1903, Peirce habla de una peculiar armonía. La belleza consiste
para él en un equilibrio, en una proporción, en una peculiar rela-
ción de las categorías. Esas categorías, que han sido denominadas
«categorías cenopitagóricas» por tratarse básicamente de números
(Zalamea, 2010, 4), juegan como se ha visto en el tercer capítulo
un papel decisivo en el fenómeno artístico. En la línea pitagórica12,
esa armonía de la que habla Peirce supone una peculiar relación de
lo primero y lo tercero, un equilibrio que hace aparecer lo bello.
Peirce retoma así la idea antigua de belleza como proporción
y armonía. La belleza como kalos de Peirce, como aquello bueno
y armonioso, tiene tintes clásicos. En Platón la belleza despierta el
amor por lo inteligible. En Tomás de Aquino la belleza está en la
debida proporción: los sentidos se deleitan en las cosas proporcio-
nadas como en algo semejante a ellos.
Encontramos también en Peirce la influencia schilleriana, la
idea de unos principios y su equilibrio. Schiller afirmaba que la be-
lleza era el resultado de un peculiar equilibrio: «De la acción recí-
proca de dos impulsos contrarios y de la reunión de dos principios
opuestos hemos visto surgir lo bello, cuyo ideal supremo había que

12. La armonía estaba en el corazón de la escuela pitagórica. El número


se aplicaba a toda la naturaleza, la limitaba y le proporcionaba inteligibilidad
y orden. Los elementos se combinaban proporcionadamente en todas las cosas
del universo, y la belleza, por ejemplo en la música, suponía una particular
relación numérica.
232 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

buscar, pues, en el enlace y equilibrio más perfecto posible entre lo


real y lo formal» (Schiller, 1968, carta XVI, 74). La belleza es lo
que intensifica las dos naturalezas, lo que comprende la doble ley
de la formalidad absoluta y la realización concreta.
Para Peirce la belleza es un peculiar equilibrio en sentido schi-
lleriano. Quizá en él se puede hablar de un equilibrio entre los
sentimientos y las ideas, entre lo primero y lo tercero, entre lo racio-
nal y lo posible, entre lo general y lo particular, que se consigue a
través del arte. Peirce considera que, para ser estéticamente bue-
no, un objeto debe tener «una multitud de partes relacionadas la
una con la otra de tal modo que comunique una cualidad simple,
inmediata y positiva a su totalidad» (CP 5.132, 1903). Lo que po-
sea esa peculiar relación será para Peirce estéticamente bueno, sin
importar cuál sea la cualidad particular del total, independiente-
mente de que la gente esté capacitada o no para contemplarlo en
calma, independientemente de que pueda producir en nosotros
una impresión desagradable porque nos asuste o nos moleste de
algún modo; así por ejemplo, dice el propio Peirce, es buena la
inmensidad de los Alpes, aunque provocara a las gentes de tiempos
antiguos aprensión y terror (CP 5.132, 1903). El objeto es estetica-
mente bueno aunque en nuestra condición no seamos capaces de
una contemplación estética calmada de él.
La belleza será para Peirce armonía, una determinada manera de
relacionarse unas partes, de poner en conexión distintas cualidades
dando lugar a algo nuevo y armonioso. Tendrá que ver con la pre-
sencia de lo racional en lo sensible, y ello con su debida proporción,
y no con el parecido o la copia; por ello el arte se mide con criterios
de adecuación interna, no de adecuación a la realidad. Hay cualida-
des simples de totalidades, afirma Peirce, que no pueden encarnarse
en las partes (CP 5.132, 1903), como es el caso de la belleza. Lo que
cuenta en la obra de arte es la cualidad resultante, lo mismo que en
un razonamiento, más allá de las premisas (CP 5.119, 1903). La be-
La concepción peirceana de arte 233

lleza reside en la cualidad del todo. Para Peirce, como para Schiller,
el encanto de la belleza estriba en su misterio; si desmenuzamos sus
elementos se evapora su esencia. Citaré a continuación un sugerente
y extenso texto de Peirce de 1903 que muestra bien esa concepción
de cualidad estética como un todo inanalizable:

Supongamos que un hada te dijera: ‘tengo contigo una obliga-


ción tal que moveré ahora mi varita y obtendrás cualquier sueño
que desees. Ese sueño ocupará realmente la trigésima parte de un
segundo de tu vida, pero a ti te parecerá una historia tan larga y
variada como desees, aunque estará del todo desconectada de tu
experiencia pasada y futura, y no producirá ningún efecto mágico
o medicinal. Nunca recordarás un solo detalle de él. Solo sabrás
que lo has tenido y traerá consigo una impresión perfectamente
inanalizable de su totalidad. Entonces, ¿qué soñarás? ¿Te gustaría
tener un sueño del perfume de la esencia de rosas, o simplemente
una sensación de dicha pura y sin analizar?’ Si fuera yo, diría: ‘¡En
absoluto! Debe ser por el contrario un sueño de extremada varie-
dad y debe parecer abarcar una historia llena de eventos que se
extienda a lo largo de millones de años. Será un drama en el que in-
numerables vuelcos se atropellarán y se desarrollarán en armonías
y antagonismos mayores y más fuertes, y ejecutarán finalmente
una razonabilidad inteligente de existencia cada vez más intelec-
tualmente formidable, y producirán nuevos designios todavía más
admirables y prolíficos’. Y si el hada me preguntara cuál debería
ser el desenlace, respondería: ‘deje que mi inteligencia desarrolle
en el sueño poderes infinitamente más allá de lo que ahora puedo
concebir, y que finalmente encuentre a esa razón ilimitada com-
pletamente incapaz de comprender las glorias de los pensamientos
que van a ser materializados en el futuro, y ese será un desenlace
suficiente para mí. Puedo volver entonces a su impresión total ina-
nalizable. Ya la he descrito. Ahora permítame experimentarla’. Mi
gusto debe ser indudablemente tosco, porque no tengo educación
estética, pero hasta donde sé hoy la Cualidad estética me parece
234 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

ser la impresión total inanalizable de una razonabilidad que se ha


expresado a sí misma en una creación. Es una pura sensación, pero
una sensación que es la impresión de una razonabilidad que crea.
Es la Primeridad que pertenece verdaderamente a una Terceridad
en su logro de segundidad (MS 310, 1903).

Para Peirce la belleza no es una mera forma, no es tampoco el


gusto ni el placer, no es algo fijo, no es la mera suma de distintos
elementos, sino esa peculiar disposición o equilibrio, esa impre-
sión total inanalizable que resultará para Peirce de perseguir los
ideales admirables, el summum bonum, tal como nos marca la
estética:

Mientras tanto, en lugar de una tonta ciencia de la Estética, que


trata de traernos el disfrute de la belleza sensual –por la que entien-
do toda belleza que apele a nuestros cinco sentidos– la que debería
ser fomentada es la meditación, las reflexiones, el soñar despierto
(bajo el debido control) respecto a los ideales –¡oh no, no, no! ¡Idea-
les es una palabra demasiado fría! Me refiero a aspiraciones bastante
apasionadas de admirar un estado interior que todo el mundo pue-
de esperar alcanzar o aproximarse, pero del que cualquier aspecto
más específico puede encantar al soñador (EP 2, 460).

La belleza resultará de perseguir el fin último, que no es otro


que el ideal de la razonabilidad. El equilibrio llegará al tratar de
encarnar un ideal trascendente, algo que está más allá de la ma-
teria, a través de lo sensible. Será un peculiar equilibrio entre lo
particular y lo trascendente, entre lo sensible y lo racional, aque-
llo que como se ha visto logra apresar y transmitir algo de forma
novedosa, original e inteligible. Lo bello será resultado de poner
en juego distintas facultades del ser humano, de intensificar sus
distintas capacidades. Para Peirce, como para Schiller, la belleza
solo se desplegará por medio del juego libre de distintas faculta-
La concepción peirceana de arte 235

des, mediante el temple armónico de todas las potencias (Schiller,


1968, carta VI, 34); la belleza procederá del consenso estético de
todos los elementos que entran en juego.
Peirce hace suya la definición de belleza de Schiller que ya
citaba en el ejercicio que escribió sobre él en 1857: «Un hecho (…)
puede relacionarse con la totalidad de nuestras diferentes capaci-
dades, sin ser un objeto definido para cualquiera de ellas; (…) es
su cualidad estética» (W 1, 10).
En 1868, en «Cuestiones acerca de ciertas facultades atribui-
das al hombre», Peirce afirma que el sentido de belleza es una emo-
ción, y como tal es una predicación concerniente a algún objeto
que se distingue de un juicio intelectual objetivo (esto es, relativo a
la naturaleza humana o a la mente en general). Las emociones son
signos de determinadas propiedades en lo que se está observando.
Una emoción es relativa a las circunstancias particulares y a la dis-
posición de un hombre en particular en un momento particular
(CP 5.247, 1868). No nos conmovemos ante la belleza en general
sino ante la belleza encarnada, ante un peculiar equilibrio en un
objeto artístico o en una particular situación.
Bello es algo particular que despierta esa peculiar emoción,
una especie de simpatía intelectual cuyo objeto es lo kalos, en la
que se atiende a la totalidad resultante, un sentir que hay un senti-
miento que uno puede comprender, porque ha sido expresado, un
sentimiento razonable, algo perteneciente a la categoría de repre-
sentación, aunque se represente algo de la categoría de la cualidad
de sensación (EP 2,190). Hay algo particular que nos pone en con-
tacto con algo que está más allá. Si despierta esa especie de simpa-
tía intelectual es precisamente porque nos pone en contacto con
un ideal que está más allá de lo concreto y que se va encarnando.
En 1905, Peirce afirma que «la belleza, o lo que es admirable
en su representación sensible, se degrada de su correcta dignidad
si no se reconoce como un caso especial de lo idealmente bello en
236 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

general» (MS 283, 35, 1905). Luego lo bello es algo particular que
despierta nuestra emoción de belleza, pero eso particular es bello
precisamente porque nos lleva de inmediato a algo ideal y gene-
ral. El arte permite esa peculiar conjunción, ese equilibrio entre lo
concreto y lo trascendente, entre lo racional y lo sensible, entre lo
experimentado y lo imaginado que es precisamente la belleza.
Podemos mencionar como ejemplo de esa peculiar conjunción
que se produce en el arte las pinturas de Marc Chagall. Aparece
en ellas ese juego de imaginación y realidad, de fantasía y razón,
de lo sensible y lo trascendente del que Peirce hablaba. La lógica
y la irracionalidad se dan la mano; hay un peculiar equilibrio de
vivencias e imágenes, de tradición y vanguardia, de ingenuidad
infantil y complejidad del mundo. Chagall parte de la experiencia
pero transgrede las leyes de la física: en sus cuadros las figuras
vuelan, los instrumentos tocan solos. Chagall experimenta con la
materia, se enfrenta a ella sin constricciones y la eleva a un plano
espiritual. Con sus figuras infantiles y alegres, que encarnan un
juego continuo, nos hace patente la libertad del artista. Su estilo
expresivo y colorista, es capaz de apresar lo inexpresable. Como
escribió Maritain en Fronteras de la poesía:

Cada composición de Chagall – verdadera descarga de poe-


sía, misterio en la más sana claridad – tiene a la vez un realismo y un
espiritualismo intenso. Le ocurre con sus juguetes, que los abre para
ver qué tienen dentro. Y eso porque los ama. Sabe que en el cerebro
de la vaca está sentada la granjerita, sabe que el mundo naufraga alre-
dedor de los amantes, bucólico y desastroso. Se ha ganado la amistad
de la creación, y pasea sus parejas por el cielo con el asentimiento de
las aldeas. Uno se pregunta qué ciencia, segurísima y casi dolorosa de
perspicacia, le permite ser tan fiel a la vida en tan completa libertad.
No cabe engaño sobre el amor de las cosas, de los animales, de la
realidad total, – amor demasiado nostálgico para ser panteísta -, que
anima y alimenta semejante ciencia (Maritain, 1945, 126).
La concepción peirceana de arte 237

La belleza se daría entonces cuando se consigue la armonía, el


equilibrio, una «encarnación razonable». Así, una obra bella, por
esa conjunción de sensación y razón debería tanto conmovernos
o provocar en nosotros algún tipo de emoción, de sentimiento,

(Juego expresivo de razón, sensibilidad e imaginación


en La Virgen de la aldea, M. Chagall, 1938-1942).

como movernos a una cierta reflexión, hacernos de alguna manera


más razonables a nosotros y a nuestras experiencias, movernos a
buscar más razonabilidad, pues la belleza nos hace de alguna ma-
nera presente el ideal último de la razonabilidad.
238 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

Para Peirce ese es el fin y la verdadera libertad del ser humano,


la posibilidad de comprenderse a sí mismo y a lo que le rodea.
La libertad de la voluntad es libertad para llegar a ser bella, kalos
k’agathos, de admirar ese summum bonum e ir encarnándolo en lo
concreto. Si no se buscara lo admirable la vida se convertiría en una
esclavitud: «El hombre puede, o si prefieren está obligado, a hacer
su vida más razonable. ¿Qué otra idea distinta a esa, me gustaría
saber, puede ser atribuida a la palabra libertad?» (CP 1.602, 1903).
El arte viene a mostrarnos eso, y nos enseña, sin pretenderlo, a
sentir de forma correcta, a sentir admiración por aquello que nos
hace patente, la encarnación de algo verdaderamente admirable.
Me centraré a continuación en esa capacidad del arte, de lo
estéticamente bueno, de ponernos en contacto con algo que está
más allá de lo sensible, y determinaré hasta dónde llega la estética
en esta visión peirceana de la belleza como aquello que nos pone
en conctacto con el ideal al ser encarnado en lo sensible.
Capítulo IV.
Alcance de la estética peirceana

Examinaré en este último capítulo el alcance que adquiere la


estética de Peirce, ya que llega mucho más allá de lo que en un
principio puede parecer. Quiero resaltar en primer lugar que la
estética tiene que ver con los sentimientos y con la capacidad de
hacerlos razonables, esto es, de orientarlos hacia la razón, de orde-
narlos hacia fines a través de los hábitos. En esa capacidad reside
precisamente la posibilidad de la estética de mejorar la vida de las
personas. Desde ese punto de vista la estética se constituirá en la
clave del pragmaticismo peirceano, que tiene que ver en último
término con fines y con hábitos. Señalaré después cómo la visión
peirceana de la estética y del arte nos habla de la unidad del ser hu-
mano frente a los dualismos de la modernidad. Por último, todo
lo anterior convierte a la estética en algo que nos pone en contacto
con lo trascendental.

4.1. LOS HÁBITOS: APRENDER A SENTIR CORRECTAMENTE

El lugar que ocupa la estética en la estructura de las ciencias


normativas de Peirce y su idea del arte nos han hecho ver que ha de
240 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

darse entre la razón y los sentimientos una peculiar armonía. La


estética como base de las ciencias normativas nos señala algo fun-
damental: no se pueden dejar de lado los sentimientos, sino que,
por el contrario, están en la base de todo y lo que hay que hacer es
dotarlos de sentido, imbuirlos de razonabilidad.
La estética y el arte tienen que ver con los sentimientos. Mien-
tras que para el científico lo principal es el pensamiento y nada le
parece más grande que la razón, el artista ha de ocuparse de los
sentimientos (CP 1.43, c.1896). Los hombres que crean arte, dice
Peirce, son aquellos para los que lo principal son las cualidades de
sentimiento, a diferencia de los hombres prácticos que se ocupan
de los negocios o de los científicos. Para los artistas la naturaleza
es un cuadro, mientras que para los hombres de acción es una
oportunidad y para los científicos un cosmos (CP 1.43, c.1896).
Eso no quiere decir, sin embargo, que la estética se reduzca a una
teoría de la expresión emocional, pues la razonabilidad juega como
se ha visto un papel central. La estética es la ciencia del sentimien-
to, pero del sentimiento deliberado (CP 5.129, 1903), en conexión
con la razón, y que puede dar lugar a hábitos.
Los hábitos juegan un papel importante dentro del sistema peir-
ceano, y en concreto dentro de su estética. Peirce dedica a los hábi-
tos uno de sus escritos de juventud y relata cómo los habitantes de
Creta, cuando querían maldecir a alguien, rezaban a los dioses para
que esa persona se viera involucrada en un mal hábito. Esa maldi-
ción de los malos hábitos, dice Peirce, se extiende desde el fumador,
que se vuelve cetrino, hasta aquel que desaparece de la sociedad por
el hábito de callar, pasando por el que pierde oportunidades por su
falta de puntualidad, por el que es ganado por la extravagancia, por
el que se enamora incesantemente, o por el que termina con los ojos
y el cerebro débiles por leer tantas novelas. Los malos hábitos, afir-
ma Peirce entonces, «atacan la conducta y pervierten el intelecto, la
imaginación y la voluntad» (MS 1633, c.1857).
Alcance de la estética peirceana 241

¿Qué papel juegan los hábitos dentro de la estética? La estética


es para Peirce la teoría de la formación deliberada de hábitos de
sentimiento. Escribe Peirce en 1906:

Si la conducta ha de ser completamente deliberada, el ideal debe


de ser un hábito de sentimiento que haya crecido bajo la influencia
de una dirección de auto-criticismos y de hetero-criticismos; y la
teoría de la formación deliberada de tales hábitos de sentimiento es
lo que debería entenderse por estética (CP 1.574).

Eso implica que la estética tiene que ver con las sensaciones,
pero no solo en su inmediatez sino también como medio que sos-
tiene la continuidad del pensamiento y de la acción a través de
los hábitos, y que por eso constituye el fundamento de lógica y
ética. La estética gobierna la formación de hábitos de sensación
que conformarán nuestras respuestas, que nos darán facilidad para
actuar de maneras particulares, y que permitirán la continuidad
a través de una evaluación de esas acciones o maneras de pensar
y de una respuesta, con sensaciones que serán excitadas por otras
sensaciones y que estimularán acciones de atraccción o de repul-
sión. La tendencia de las sensaciones a extenderse y a unirse no es
para Peirce un puro proceso cognitivo, sino que está sujeta a una
capacidad de respuesta y a la larga a unos hábitos, a una idea ge-
neral que resulta de la asociación de sensaciones y que anticipa las
respuestas futuras, que gana el poder de provocar reacciones en un
continuo. Escribe Peirce en 1892:

Estas ideas generales no son meras palabras ni consisten en esto,


en que ciertos hechos concretos sucederán cada vez bajo ciertas des-
cripciones de condiciones; sino que son realidades tan vivas como
los sentimientos a partir de los cuales se concretan, o más bien mu-
cho más. Y decir que los fenómenos mentales están gobernados por
ley no significa meramente que sean descriptibles por una fórmula
242 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

general, sino que hay una idea viva, un continuo consciente de sen-
timiento que los permea y al que son dóciles (CP 6.152).

Para Peirce el desarrollo de lo razonable, que constituye según


la estética nuestro fin último, se consigue precisamente a través de
los hábitos. El hacer el mundo más razonable requiere alimentar
hábitos individuales (Stuhr, 1994, 14), hábitos que son según Peir-
ce «hábitos de sensación», que están basados en los sentimientos.
La razonabilidad, «la generalidad admirable que regula los hábi-
tos, llega a hacerse verdaderamente concreta en el sentimiento»
(Krois, 1994, 32).
El ideal se hace real a través del cultivo de hábitos de sensación.
La formación de esos hábitos es precisamente la tarea de la tercera
división de la estética. La estética estaría dividida en un apartado
nomológico, otro clasificatorio y otro metodológico (Kent, 1976,
279-80). La primera división, nomológica, debe estudiar la espe-
cial determinación del ideal general, que debe contener los tres
elementos del fenómeno y debe estar continuamente evolucionan-
do. La segunda división, clasificatoria, investiga las condiciones de
conformidad al ideal, y es donde el dualismo es más pronunciado.
La división metodológica estudia los principios que gobiernan la
producción del objeto estético, esto es, se ocupa de las sensaciones
y de los hábitos, de las creaciones de la imaginación y de las formas
posibles.
A través de los sentimientos, por ejemplo a través del senti-
miento de insatisfacción cuando vemos que nuestra conducta no
ha sido acorde con una determinación nuestra, o a través de las
sensaciones que provoca en nosotros una obra bella, se forman há-
bitos de sentir que nos ayudan después a comportarnos mejor, que
nos permiten tener el control, encarnar el ideal, alcanzar esa pecu-
liar armonía. Los sentimientos acompañan a nuestras cuestiones
interiores del mismo modo que el color de la tinta con el que algo
Alcance de la estética peirceana 243

está escrito: «primero somos conscientes del color de la tinta y lue-


go nos preguntamos si es agradable o no» (CP 1.596, 1903). Así
somos primero conscientes de cierta cualidad de sentimiento que
contribuye después a la formación de hábitos.
Esos hábitos ayudan a alcanzar los ideales que, dice Peirce,
quizá sean aprendidos en primer lugar de los padres, pero que
después se van interiorizando, adaptando a la propia situación. Se
reflexiona sobre ellos y se empieza a adaptar a ellos la propia con-
ducta. En esas reflexiones se consideran acciones futuras en las
que se tenderá a actuar según las disposiciones que se han forma-
do, y de vez en cuando esos ideales se revisan (CP 1.599, 1903). De
este modo el ideal se transforma en ley de conducta (Potter, 1967,
122), desarrollándose una serie de hábitos cuya influencia ha de
empezar ya desde el colegio, pues los niños, que poseen la rapidez
propia del genio para adquirir nuevas ideas, son mucho más sus-
ceptibles a adquirirlos (MS 1633, c.1857).
El ideal del crecimiento no puede aparecer sino a través de un
proceso evolutivo, en el que se va realizando a través de nuestras
acciones: «El ideal estético no se presenta como algo que se obtiene
al final del proceso, sino que se va haciendo presente a lo largo
de toda la acción y toda la vida humana, dando de esta forma
continuidad a la conducta y a la historia personal del individuo»
(Fontrodona, 1999, 274).
La estética por tanto tiene un papel fundamental en la vida y
el crecimiento de las personas. Si se considera la ciencia normativa
básica es precisamente porque acción y pensamiento dependen de
patrones adquiridos de sensación. Actuar y pensar bien, el desa-
rrollo del ideal en esos ámbitos, depende de que sepamos sentir
bien y de que admiremos lo correcto. Se establecen conexiones
de sensaciones guiadas por hábitos (CP 6.20, 1891), conexiones
que no son fijas, en las que hay una variabilidad o juego y que por
tanto son susceptibles de error, pues el hábito no es algo meramen-
244 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

te mecánico (CP 6.86, 1898). Hay un juego entre las relaciones


de sensaciones, y se llegan a establecer hábitos que conllevan un
cierto grado de indeterminación, pues frente al mecanicismo lo
individual está gobernado por leyes que son hábitos y que pueden
ser modificadas por el autocontrol (CP 1.348, 1903), por leyes que
pueden ordenarse y reordenarse hacia un fin último.
A partir de las sensaciones se establecen unas resoluciones ge-
nerales condicionales que son similares a las que Schiller había
presentado como fundamento de su educación estética (Barnouw,
1988, 627). Los sentimientos intervienen así en la conducta y con-
tribuyen al logro de lo ideales. Se trata de apreciar los sentimientos
y las cualidades sensibles e imbuirlas de racionalidad, de transfor-
marlas en hábitos y someterlas al autocontrol, de dejar que el ideal
nos transforme.
La belleza es una determinada armonía, un crecimiento ad-
mirable en sí mismo, un particular encarnarse la razonabilidad
en los sentimientos que se da en cada obra de arte. Lo bello no es
para Peirce algo irracional, particular e incomunicable, ni el arte
es tampoco una mera expresión de emociones, sino más bien al
contrario: para Peirce supone el contacto con lo más plenamen-
te humano, con la razonabilidad cuyo crecimiento constituye el
ideal de toda persona y unifica una multitud de cualidades, una
multitud de impresiones diversas. En la medida en que la estética
nos lleva a imbuir de racionalidad los sentimientos, haciéndolos
deliberados, razonables, y enseñándonos a sentir correctamente,
puede ayudarnos a mejorar nuestra vida, a pensar mejor y a actuar
mejor.
Para Schiller la educación artística era el indispensable fun-
damento de la acción moral. Aunque la belleza no se orienta para
él a ningún fin, no descubre una verdad ni ayuda a cumplir un
deber, sí que pone al hombre en situación de hacer por sí mismo lo
que quiera (Schiller, 1968, carta XXI, 95). No hay un arte moral
Alcance de la estética peirceana 245

porque no hay nada más opuesto al concepto de belleza que dar


al espíritu una tendencia determinada (Schiller, 1968, carta XXII,
101), y tampoco para Peirce es el aspecto moral la finalidad de la
belleza, pues lo bello es aquello admirable en sí mismo y no con
vistas a otra cosa. El autor se entrega a su obra como si fuera un
fin en sí mismo: todo lo demás, el efecto y la verdad, se encontrará
más tarde (Safranski, 2011, 193). En el arte hay una búsqueda
desinteresada de todo aquello que merece ser querido por sí mis-
mo: no puede por tanto ser educativo o moral, pero esos fines se
consiguen indirectamente. Como decía Gilson «busca primero la
verdad y la belleza y la educación se te dará por añadidura» (Gil-
son, 1961, 181).
Un «modo de vida estético», esto es, un modo de vida en el
que busquemos el fin último y tratemos de encarnarlo, mejora,
sin buscarlo, nuestra vida. No se trata de que todos tengamos que
ser artistas, sino de aprender a apreciar y a encarnar de muchas
formas diferentes aquello que es admirable por sí mismo. Hay algo
schilleriano en la convicción peirceana de que la belleza desarrolla
y ordena nuestros sentimientos, crea patrones de sensaciones, ge-
nera hábitos y mejora nuestra vida. Nos hace más sensibles, más
compasivos, más razonables. El arte es, quizá sin pretenderlo, un
poderoso instrumento en esa tarea, pues la belleza afecta pode-
rosamente al orden vital, no nos deja indiferentes. El desarrollo
del sentimiento de belleza, afirmaba Schiller, afina las costumbres
(Schiller, 1968, carta X, 46). Más allá de practicar o contemplar
arte, un modo de vida «estético» nos ayuda a vivir mejor porque
nos ayuda a controlar los sentimientos, a desarrollar hábitos que
nos dirijan al fin, y nos ayuda por tanto a dar sentido a nuestra
vida, a poner rumbo, a poder perseguir lo mejor.
Las obras de arte hacen que crezca nuestra sensibilidad: «una
obra será más ‘bella’ que otra si logra hacer crecer mejor la sensibi-
lidad y si contiene un potencial artístico más amplio» (Zalamea,
246 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

2000, 21). La estética se ocupa de los «sentimientos deliberados»,


de los sentimientos que pueden imbuirse de razón y hacerse mejo-
res. La estética tiene que ver con nuestra capacidad para tomar y
mejorar hábitos, y en cuanto tiene que ver con los sentimientos y
con los hábitos, esto es, en cuanto que tiene que ver con la conduc-
ta deliberada, con la conducta revisada por el agente a la luz de la
finalidad humana, la estética se convertirá también en la clave del
pragmaticismo peirceano.

4.2. LA CLAVE DEL PRAGMATICISMO

El origen del pragmatismo puede situarse en las reuniones


del Cambridge Metaphysical Club, que Peirce había creado junto
a otros intelectuales entre 1871 y 18721. A pesar de este origen
temprano, los primeros textos escritos relativos al pragmatismo
no se publicaron hasta 1877 y 1878, cuando aparecieron, bajo el
título genérico de «Illustrations of the Logic of Science»2, una serie
de artículos que pueden considerarse como los primeros textos es-
critos sobre el pragmatismo, aunque en ellos no se menciona ni
una sola vez el término «pragmatismo» ni fue usado por Peirce
hasta mucho después. En uno de esos textos, «How to Make our
Ideas Clear», Peirce enuncia la máxima pragmática por primera

1. Para estudiar el origen del pragmatismo véase M. H. FISCH, «Was There


a Metaphysical Club in Cambridge?», Studies in the Philosophy of Charles Sanders
Peirce, Second Series, E. MOORE y R. ROBIN (eds.), University of Massachusetts
Press, Amherst, 1964, 3-32 y «Was there a Metaphysical Club in Cambridge?
–A Postscript», Transactions of the Charles S. Peirce Society, 17 (1981), 128-130;
L. MENAND, El club de los metafísicos. Historia de las ideas en América, Destino,
Barcelona, 2002; C. SINI, El pragmatismo, Akal, Madrid, 1999; J. BRENT, Char-
les Sanders Peirce. A Life, capítulo 2.
2. C. S. PEIRCE, «Illustrations of the Logic of Science», Popular Science
Monthly, nov-ag (1878), 470-482; CP 2.619-44.
Alcance de la estética peirceana 247

vez: «Considérese qué efectos, que pudieran tener concebiblemen-


te repercusiones prácticas, concebimos que tiene el objeto de nues-
tra concepción. Entonces nuestra concepción de esos efectos es la
totalidad de nuestra concepción del objeto» (CP 5.402, 1878).
El pragmatismo, intrínsecamente unido al método de la ciencia
que nos permite investigar esas repercusiones prácticas, supone una
guía para el pensamiento y nos ayuda a clarificarlo. Esa es la pri-
mera lección que nos debe enseñar la lógica. En unas pocas líneas
Peirce nos da la clave que debe guiar nuestros pensamientos: la idea
de algo es la idea de sus efectos. El significado de una concepción
intelectual viene determinado por las consecuencias prácticas de
esa concepción. El reconocer un concepto bajo sus distintos disfra-
ces o el mero análisis lógico no es suficiente para su comprensión,
sino que es necesario alcanzar un tercer grado de claridad que sólo
puede obtenerse a través de los efectos prácticos del concepto.
De esa manera quedaba establecida ya en 1878 la idea central
del pragmatismo peirceano. Sin embargo, a lo largo de la vida de
Peirce el pragmatismo fue sufriendo una serie de transformaciones
y necesitaba, según él, una definición más exacta para enfrentarse
a ciertas objeciones y evitar algunas aplicaciones erróneas. En esos
esfuerzos por clarificar su pragmatismo, muy ligados a su semióti-
ca, Peirce llega a colocar el hábito en su mismo centro. Para Peir-
ce, todo concepto y todo pensamiento más allá de la percepción
inmediata es un signo, que caracteriza de forma amplia como un
medio de comunicación, como un tercero que relaciona otras dos
cosas. El significado de ese signo sería un interpretante lógico, un
interpretante de naturaleza general y en concreto un hábito:

El hábito deliberadamente formado, auto-analizante –auto-


analizante porque es formado mediante la ayuda del análisis de los
ejercicios que lo sustentan– es la definición viva, el interpretante ló-
gico verdadero y final. En consecuencia, la explicación más perfecta
248 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

de un concepto que las palabras pueden transmitir consistirá en una


descripción del hábito que se calcula que ese concepto producirá
(EP 2, 418).

El hábito, colocado de esta manera en el centro del pragmatis-


mo, no es sólo un hecho mental (entendiendo mental como algo
relativo a la consciencia) sino que es para Peirce algo que influye
realmente en la acción externa: «Afirmo que los hábitos pertene-
cen al mundo externo porque no son meras fantasías sino agen-
tes reales» (EP 2, 419). Esos hábitos se convierten en agentes que
determinan nuestras acciones, incluso cuando se trata de hábitos
formados exclusivamente en nuestra imaginación, examinando
imaginariamente las posibles consecuencias. Para entender el sig-
nificado de un concepto hay que ver por tanto las consecuencias
posibles a las que daría lugar, los hábitos que generaría. Ya no se
trata de los efectos prácticos que tiene nuestra concepción, como
en la máxima original de 1878, sino de los efectos que tendría si se
dieran determinadas circunstancias.
El pragmatismo se convierte para Peirce en una máxima según
la cual el único significado posible de algo se encuentra en el hábi-
to al que da lugar, esto es, en aquellas disposiciones que produce,
en aquello que estamos deliberadamente preparados para hacer.
Como el mismo Peirce afirma en un manuscrito de alrededor de
1907, el pragmatismo está construido sobre el principio de que
aquello en lo que el hombre cree es la proposición sobre la que le
satisfacerá actuar (MS 296). La máxima pragmática deviene así en
una máxima de la conducta (Boero, 2012, 341). El significado de
una proposición es estar preparado para adoptar deliberadamente
esa proposición como guía para la acción.
En esos esfuerzos por redefinir y aclarar el pragmatismo es pre-
cisamente cuando Peirce perfecciona su doctrina estética, cuando
realiza sus afirmaciones más importantes sobre esa ciencia norma-
Alcance de la estética peirceana 249

tiva, que jugará un papel fundamental para desarrollar ciertas ca-


racterísticas de su pragmatismo. La estética se sitúa por tanto en el
centro de la filosofía de Peirce, en su pragmatismo, y, a la inversa, el
pragmatismo nos proporciona pistas para comprender la estética.
En 1903, hablando de las ciencias normativas, Peirce considera que
está llegando al secreto del pragmatismo (CP 5.130), porque para
defender la máxima pragmática debemos averiguar en qué con-
siste lo lógicamente bueno, y para averiguar qué es lo lógicamente
bueno debemos en último término saber qué es lo estéticamente
bueno, esto es, tener una comprensión clara de la naturaleza del
fin último, aquello según lo cual debemos pensar y actuar. Lo que
pensamos se interpreta en términos de lo que estamos preparados
para hacer, y lo que estamos preparados para hacer en términos de
lo que estamos preparados para admirar.
Ese secreto del pragmatismo del que habla Peirce no es otro
que el autocontrol, pues el meollo de la lógica está para Peirce en
la clasificación y crítica de argumentos: la lógica es coetánea con el
razonamiento, entraña un aprobación del razonamiento y eso su-
pone autocontrol. Somos capaces de autocrítica, de reflexión y por
tanto de control sobre nuestros pensamientos y nuestras acciones,
y así indirectamente sobre nuestros hábitos. Ese autocontrol impli-
ca la aprobación de actos voluntarios, lo que supone que se actúa
persiguiendo un fin al que la conducta se conforma, esto es, que se
actúa según los fines que se está deliberadamente preparado para
adoptar, según un fin último deliberadamente –razonablemente–
adoptado. El autocontrol supone que se actúa según un estado de
cosas que se recomienda razonablemente a sí mismo por sí mismo,
según un ideal admirable que tenga la única clase de bondad que
tal ideal puede tener, esto es, bondad estética (CP 5.130, 1903), un
estado de cosas ideal que independientemente de cómo haya de ser
producido e independientemente de cualquier razón ulterior sea
considerado bueno (EP 2, 142). Escribe Peirce:
250 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

Por volver al autocontrol, hay inhibiciones y coordinaciones


que escapan del todo a la consciencia. Hay, a continuación, modos
de autocontrol que parecen bastante instintivos. Después, hay una
clase de autocontrol que resulta del entrenamiento. Después, un
hombre puede ser su propio entrenador y de esa manera controlar su
autocontrol. Cuando se alcanza ese punto mucho o todo el entrena-
miento debe ser realizado en la imaginación. Cuando un hombre se
entrena a sí mismo, controlando así el control, debe tener a la vista
alguna regla moral, por más especial e irracional que pueda ser. Pero
a continuación puede tratar de mejorar esa regla, esto es, de ejercer
control sobre su control del control. Para hacer esto debe tener a la
vista algo más alto que una regla irracional. Debe tener alguna clase
de principio moral. Este, a su vez, puede ser controlado en referen-
cia a un ideal estético de lo que está bien (CP 5.533, c.1905).

Por lo tanto, cuando llegamos al autocontrol racional, a aquel


que el ser humano puede controlar y mejorar, nos encontramos
con que está estrechamente vinculado a la idea de un fin, de un
ideal, que se convierte de ese modo en la clave del pragmaticismo.
El fin que nos muestra la estética es fundamental para el pragma-
tismo porque, dice Peirce, cuando se afirma que el significado de
algo es cómo nos haría actuar, ese cómo no se refiere a los movi-
mientos mecánicos sino a la descripción de la acción como auto-
controlada, como sujeta a un hábito, como teniendo un fin; no se
refiere a las reacciones individuales sino a cómo esas reacciones
contribuyen al desarrollo y a la búsqueda del fin. Y por ello, para
entender correctamente el pragmatismo, debemos preguntarnos
cuál es el fin último, esto es, aquel capaz de ser perseguido en
un curso de acción indefinidamente prolongado (CP 5.135). La
respuesta a esa pregunta solo puede proporcionárnosla la estética.
La conducta condicional del pragmatismo, los efectos posibles
a los que algo puede dar lugar, debe regularse por un principio
ético, que a su vez debe estar de acuerdo con un ideal estético,
Alcance de la estética peirceana 251

pues «ningún ideal puede ser demasiado alto para una estética de-
bidamente transfigurada» (CP 5.535, c.1905). Peirce afirma que,
aunque una evaluación estética no está esencialmente envuelta de
hecho en todo propósito intelectual, sí que es un factor virtual
de todo propósito debidamente racionalizado, porque es funda-
mental para el hábito, ya que no podría considerarse una acción
razonable, controlada, sin saber a qué fin se orienta.
En definitiva, ser racional y actuar conforme al pragmatismo,
esto es, tener en cuenta las consecuencias para aclarar el significa-
do de las cosas, significa tener en cuenta la conducta deliberada,
estar sometido a autocontrol, significa actuar conforme a un pro-
pósito que se ilumina por un fin último. La acción inteligente, de-
liberada, autocontrolada, es la que está dirigida a fines (W 4, 45).
De este modo, dice Peirce que para aclarar la naturaleza del
pragmatismo se le presenta la tarea esencial de averiguar qué es lo
lógicamente bueno, esto es, qué es lo estéticamente bueno, aun-
que se crea incompetente para esa tarea de determinar cuál es el
fin último (CP 5.132, 1903). Esa meta, afirma Peirce, tiene que
estar de acuerdo con el libre desarrollo de la cualidad estética del
propio agente, y no puede ser perturbada por las reacciones sobre
el agente del mundo exterior. Esas dos condiciones solo pueden
cumplirse a la vez, prosigue, si la cualidad estética hacia la que
tiende el desarrollo libre del agente y la de la acción última de la
experiencia sobre él son partes de una misma totalidad estética
(CP 5.136, 1903), de una totalidad que envuelve experiencia y ac-
ción. La mente no está constreñida por hechos externos, limitada a
lo particular, sino inmersa en una concepción abierta de los ideales
humanos, de lo general. Ese summum bonum del pragmatista, su
fin, no será como ya se ha visto la acción en sí misma –lejos de esas
interpretaciones que hacen del pragmatismo una mera exaltación
de la acción– sino todo lo que conlleva el significado racional de
esa acción, el proceso de evolución y de crecimiento por el que lo
252 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

existente llega cada vez más a encarnar los generales para los que el
hombre está destinado, el ideal, lo razonable.
El fin del pragmatista será la razón que nunca puede ser com-
pletamente encarnada. La más insignificante de las ideas generales
implica siempre predicciones condicionales (la idea de algo duro,
por ejemplo, implica que si tratas de rayarlo no podrás). El valor
racional de algo no está en lo actualmente pensado, sino en cómo
lo pensado puede conectarse con pensamientos posteriores (CP
5.289, 1893). La Razón (con mayúsculas) gobierna eventos, y el
mismo ser de lo general consiste en gobernar eventos particulares.
Ese es el ideal admirable en sí mismo: la razón comprendida en
toda su plenitud que se va encarnando, la razón pragmatista que
gobierna eventos, que necesita de los condicionales (EP 2, 254).
El pragmatismo de Peirce establece así el sentido de la acción y,
con ayuda de la estética que nos señala el fin último, supone todo
un programa de crecimiento en el que las ideas van encarnándose
en algo más que en símbolos, a saber, en acciones y en habitos de
acción. Afirma Peirce hablando del pragmatista:

Él concede que el continuo incremento de la encarnación de la


idea-potencialidad es el summum bonum, pero se compromete a pro-
bar mediante un examen minucioso de la lógica que los signos, que
serían meramente partes de un viaducto interminable para la trans-
misión de la idea-potencialidad, sin ninguna transmisión de ella ex-
cepto en símbolos, a saber, en acción o en hábito de acción, no serían
signos en absoluto, ya que no completarían, poco o mucho, la fun-
ción de los signos. Y, más aún, los principios de la lógica muestran
que sin la encarnación en algo más que en símbolos nunca podría
haber el menor crecimiento en la idea-potencialidad (EP 2, 388).

El propósito último del pensamiento es hacer crecer el ideal


estético a través de la acción autocontrolada. El pragmatismo im-
plica así la unidad de pensamiento y acción, reflejo de la unidad
Alcance de la estética peirceana 253

que nos marca la estética, y supone una razón ampliada. La bús-


queda del summum bonum como ideal último del pensamiento,
que se va acercando a él creativamente, supone una liberalización
de la lógica y una extensión dialéctica de la razón, que es capaz de
entrar en diálogo con la sensibilidad y la imaginación.
La plasticidad del conocimiento y la razón ampliada que Peirce
defiende permiten superar las rupturas de la modernidad y las sos-
pechas de la posmodernidad. Como ha escrito Fernando Zalamea,
necesitamos otros ojos, entre ellos los de Peirce, que nos ayuden a
percatarnos del enorme espacio intermedio entre un supuesto rigor
absoluto y una supuesta libertad absoluta, que nos muestren «un
logos tercero, plástico y exacto a la vez, antinómicamente conjuntivo
pero no trivial, susceptible de ser tratado con un dilatado arsenal de
instrumentos alternativos»; necesitamos otros ojos que nos ayuden
en la lucha contra las rupturas, contra los cómodos extremismos,
contra los juicios taxativos, «que nos ayuden a recorrer las sombras
antinómicas del saber, para regresar a mirar mejor, provistos de una
visión y una razonabilidad ampliadas» (Zalamea, 2013, 188).

4.3. LA UNIDAD DEL SER HUMANO: LA SUPERACIÓN DE LOS DUALISMOS

La concepción peirceana de estética nos lleva a la unidad de


la persona, porque nos indica que el fin es precisamente el desa-
rrollo de la razonabilidad, que solo puede ser encarnada teniendo
en cuenta todas sus manifestaciones, incluyendo los sentimientos.
Escribe Peirce:

El desarrollo de la Razón requiere como parte de su ocurrencia


de más eventos individuales de los que pueden ocurrir alguna vez.
Requiere también de todo el colorido de las cualidades de sensa-
ción, incluyendo el placer en su lugar apropiado entre el resto. Este
254 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

desarrollo de la Razón consiste, observarán, en encarnación, esto es,


en manifestación (CP 1.615, 1903).

El ideal de Peirce, el desarrollo de la razonabilidad, implica


los tres elementos presentes en todo fenómeno. Se encarna la idea
potencial a través de la acción, y lo existente llega a encarnar más
y más lo general. Hay potencialidad, que es primeridad, encarna-
ción, que es segundidad, e ideal, que es terceridad (Kent, 1976,
279-80). Hay en el fin último que Peirce señala un equilibrio de
las distintas categorías que se van desarrollando. La belleza, lo ad-
mirable por sí mismo, supone un equilibrio entre las distintas ca-
tegorías y también entre las distintas capacidades del ser humano,
que a través de las manisfestaciones artísticas unifican la primeri-
dad del sentimiento con la terceridad de lo razonable dando lugar
a existentes –segundos– concretos.
La estética peirceana busca alcanzar un equilibrio que se ma-
nifiesta en la belleza, que va más alla del mero disfrute sensible y
que está más allá también de una concepción racionalista. Peirce
considera que hay algo más que la razón, o mejor dicho que la
sola razón. Las opiniones lógicas, afirma en una ocasión, están
íntimamente relacionadas con los sentimientos (EP 2, 460). Peirce
busca un estado de armonía interior que no deriva tampoco del
mero disfrute sensual.
Peirce está luchando contra un racionalismo que escinde al
ser humano, que afirma que la mente del hombre es solo algo
que está dentro de esta o aquella persona, algo que le pertenece,
y que en consecuencia ha convertido la estética en algo relativo
al gusto humano. Es preciso entonces entender correctamente la
estética peirceana como algo que se opone al racionalismo de los
tiempos, que ya Schiller denunciaba, un racionalismo que hacía
que las potencias se manifestaran separadas y divididas. La razón
absoluta todo lo separa, se comporta como un amo despótico que
Alcance de la estética peirceana 255

oprime a las demás potencias del espíritu (Schiller, 1968, carta IV,
21). Escribe Schiller sobre las consecuencias de ese racionalismo:

El hombre se educa como mera partícula; llena sus oídos del


monótono rumor de la rueda que empuja, nunca desenvuelve la
armonía de su esencia y lejos de imprimir a su trabajo el sello de
lo humano tórnase él mismo un reflejo de su labor o de su ciencia
(…), la letra muerta toma el puesto de la inteligencia viva, y una
memoria ejercitada es guía más valioso que el genio y la sensibilidad
(carta VI, 30).

Si la comunidad elige solo conocimientos y otras veces aprueba


y acepta la inteligencia más oscura y roma, cómo admirarse de que
las otras facultades del alma permanezcan sin cultivo, sin ejercicio,
continúa Schiller. Dramaturgo y poeta, Schiller está interesado
en la razón en tanto que puede tratarse y sentirse poéticamente.
Sus cartas filosóficas comienzan precisamente con las siguientes
palabras: «la razón tiene sus épocas y destinos, lo mismo que el
corazón, pero la historia de este se trata en mucho menor grado»
(Safranski, 2011, 217).
Frente al racionalismo, es preciso apostar por los sentimientos
que reclama la estética, pues el mundo especulativo se había hecho
extraño al mundo de los sentidos. Se trata de una reivindicación
que sin duda Peirce compartiría, pues para él la lógica y la razón
científica requieren de la esfera emocional, están de alguna mane-
ra relacionadas con los sentimientos y necesitan de unas «disposi-
ciones del corazón» (CP 2.655, 1878; W 3, 285). Esas disposiciones
son distintas sin duda al corazón frío que Schiller afirma que tie-
nen los pensadores abstractos por la costumbre de analizar las im-
presiones, y distintas también al corazón estrecho que atribuye a
los profesionales porque su imaginación está recluida en el círculo
uniforme de su especialidad y no puede extenderse a otras formas
representativas (Schiller, 1968, carta VI, 32).
256 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

Esas otras dimensiones son tan importantes que llevan a Peirce


a afirmar que «son los instintos, los sentimientos, los que hacen la
sustancia del alma. El conocimiento es sólo su superficie, su lugar
de contacto con lo que es externo a ella» (CP 1.628, 1898). En otra
ocasión afirma: «mucho más importante es, en conjunto, sentir
bien que razonar profundamente» (CP 7.606, 1903). Para vivir sin
desgarramientos la propia vida hay que atender al sentimiento y,
en cierto modo peculiar, poner la razón al servicio de él. «El sen-
tido común, que es el resultante de la experiencia tradicional de la
humanidad, da testimonio inequívocamente de que el corazón es
más que la cabeza, y es de hecho todo en nuestras más altas preo-
cupaciones» (CP 1.654, 1898), escribe Peirce.
El camino que conduce al intelecto ha de abrirlo el corazón,
había sostenido Schiller en sus cartas, y había afirmado que edu-
car la facultad sensible es la más urgente necesidad de nuestro
tiempo (Schiller, 1968, carta VIII, 40), pues «cuando los rayos de
la verdad aun no han penetrado en lo profundo de los corazones,
ya la poesía los ha percibido» (carta IX, 43).
Schiller afirmaba que el estado estético es aquel en el que el
hombre armoniza lo material y lo ideal, que la continuada ten-
sión de algunas potencias espirituales produciría sin duda hombres
extraordinarios, pero que solo el temple armónico de todas ellas
produciría hombres felices y perfectos (Schiller, 1968, carta VI,
34-35). Schiller afirmaba también que un dominio de la sensación
desvirtúa lo que es el hombre porque no tiene contenido, pero que
bajo el dominio formal el hombre no es un sujeto, pues acaba por
no tener forma alguna y desaparece la persona. El hombre ha de
sentirse como materia y conocerse como espíritu.
La belleza, afirma Schiller, nos hace ver que para mostrarse
como espíritu el hombre no necesita huir de la materia (Schiller,
1968, carta XXV, 119-120). También para Peirce la búsqueda del
bien estético conlleva la armonía de todas sus capacidades, pues
Alcance de la estética peirceana 257

el hombre debe desarrollar su capacidad de sentir, de percibir, y


también su capacidad de dar forma, de expresar, de racionalizar.
Perseguir la belleza supone para Peirce buscar la armonía de to-
das las facultades en el sentido schilleriano, hacer desaparecer la
división interior del hombre. El funcionamiento armonioso es lo
que caracteriza a la estética. Peirce sigue del todo a Schiller en este
punto: la búsqueda del ideal, del fin último, nos unifica. Lo múl-
tiple y dividido debe someterse a la unidad del ideal, de la Razón
que gobierna realmente eventos particulares, que debe estar siem-
pre en un estado de incipiencia, de crecimiento y que consiste en
encarnarse en lo sensible.
En esa línea escribe Schiller: «el hombre pone uno frente a otro
lo permanente y el cambio, la unidad eterna de su yo y la multipli-
cidad del mundo (…), afirma la permanencia en el cambio y some-
te la multiplicidad del mundo a la unidad de su yo» (Schiller, 1968,
carta XI, 55). Solo en la representación bella, dice Schiller, coinci-
den ambas naturalezas, coinciden todas las facultades del hombre.
En este poder unificador de lo bello es quizá más patente que
nunca la influencia de Schiller en la estética de Peirce: solo en lo be-
llo se unifican las distintas capacidades del hombre, solo en lo bello
se alcanza un equilibrio, solo en lo bello se expresa lo sensible, dice
Peirce, dándole una forma razonable, solo en lo bello toma forma
en lo concreto el ideal. La estética peirceana supone la integración
del sentimiento en el desarrollo de la acción y del conocimiento
humanos (Barnouw, 1988, 607), una integración del sentimiento
con la actividad mental que ya estaba presente en Schiller.
Es preciso cultivar la capacidad de sentir uniéndola con lo ra-
cional. Solo en la disposición estética las cosas se relacionan para
Peirce con todas nuestras capacidades, con el poder receptivo de la
sensación, con el poder creativo de la imaginación y con el poder
determinante de la razón. Esa capacidad que tiene el bien estético
de conjugar distintos aspectos hace que nos lleve a lo que está más
258 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

allá de la materia, a lo espiritual, a lo trascendente. Siguiendo a


Schiller, la belleza es para Peirce una fuerza activa caracterizada
por la tensión de distintos elementos, por la indeterminación y la
paradoja (Kevelson, 1994, 216) y en esa tensión reside precisamen-
te el poder mediador de lo artístico que nos lleva más allá, que une
las impresiones y apariencias con los símbolos o ideales.

4.4. LA PRESENCIA DEL IDEAL: APERTURA A LO TRASCENDENTAL

Hay algo más que lo inmediatamente presente. Para Peirce,


igual que para Schiller, la estética se encamina a superar la fuerza
coercitiva de la experiencia, que no es vista como un condiciona-
miento sino que por el contrario aumenta nuestro repertorio de
respuestas posibles (Barnouw, 1988, 613). La condición estética no
determina nada por sí misma, pero es una precondición para cual-
quier determinación del entendimiento o la voluntad: las determi-
naciones de la racionalidad y la experiencia se apoyan mutuamente.
El bien estético supone precisamente que no estamos constre-
ñidos por nuestra experiencia, sino que reaccionamos libremente
ante ella, creando una manera de expresarla. La estética juega con
las sensaciones y las ordena, las hace razonables; esa presencia de
la razón es lo que hace que podamos ir mas allá, trascender lo
existente, los fenómenos. La belleza, decía Schiller, nos coloca en
un estado intermedio entre lo espiritual y lo sensible, enlaza dos
estados opuestos porque en ella ambos estados desaparecen por
completo y se alcanza un estado estético de libertad en el que falta
toda determinación particular. Desaparecen todas las limitaciones
y se suman todas las fuerzas, poniéndonos en la máxima libertad
de espíritu (Schiller, 1968, carta XXI, 95). Todos los seres olvi-
dan sus limitaciones cuando se hallan bajo el encanto de lo bello.
Escribe Schiller: «los demás ejercicios procuran al espíritu cierta
Alcance de la estética peirceana 259

destreza especial y en pago impónenle una limitación, pero solo el


ejercicio estético conduce a lo ilimitado» (carta XXII, 97).
Así es también para Peirce, pues en lo bello hay algo más que
lo sensible que permite superar las limitaciones de la materia e ir
más allá, que nos libera y nos hace olvidar las limitaciones especí-
ficas. La forma se impone de algún modo a la materia superando
sus limitaciones en la armonía que constituyen. Se consigue así
el «alma», aquello que más allá de la técnica debe caracterizar al
verdadero arte.
Peirce recensiona en 1892 un libro de Samuel Silas Curry so-
bre la elocuencia titulado «The Province of Expression». Ese libro
llama la atención de Peirce de un modo especial, ya que siempre
estuvo interesado en la expresión dramática y en la oratoria. Afir-
ma del libro de Silas Curry que es «meditado y refinado», pero
se muestra decepcionado porque degrada el arte de la elocuencia
a «un despliegue ofensivo de técnica sin alma o arte real» (W 8,
355, 1892). Puede encontrarse un nuevo ejemplo en un texto de
1898 en el que afirma: «Si fuera sólo la belleza a lo que se aspira,
entonces las hipótesis matemáticas deberían clasificarse como algo
similar pero inferior a las decoraciones de la Alhambra, como her-
mosas pero sin alma» (EP 2, 51; la cursiva es mía).
La presencia del «alma», de algo que va más allá de la técni-
ca, de lo material, es una vez más para Peirce lo definitorio del
buen arte. Es quizá lo mismo que expresa Chagall en su biografía,
cuando narra cómo clamaba a Dios por lograr poner su alma en
los lienzos:

Una vez contadas todas las vallas de la ciudad, pinto La muerte.


Una vez comprobado el pulso de todos mis parientes, pinto La
boda.
Pero tenía la impresión de que si me quedaba más tiempo en
Vitebsk, quedaría recubierto de polvo y moho.
260 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

Vagaba por las calles, buscaba y rezaba:


«Dios, Tú que te escondes en las nubes, o detrás de la casa del
zapatero, haz que aparezca mi alma, alma dolorosa de niño tarta-
mudo, revélame el camino. No quiero ser como los demás; quiero
ver un mundo nuevo».
En respuesta la ciudad parece quebrarse, como las cuerdas de
un violín, y todos los habitantes empiezan a caminar sobre la tierra,
alejándose de sus moradas. Los parientes se suben a los tejados y
descansan (Chagall, 2004, 116).

Descubre Chagall lo más característico de sus cuadros, la leve-


dad, los colores, los instrumentos musicales, gente que se eleva y se
sienta en los tejados, el «alma» de su pintura.
Se trata de un proceso pendular, en el que el espíritu se encarna
en lo material, en el que lo inefable se expresa en una representa-
ción y se hace a su vez universalmente comunicable, otorgándonos
la posibilidad de ir más allá. Ese vaivén, el «alma», es lo que Peirce
echaba de menos en algunas representaciones artísticas.
Ese ir y venir más allá de la técnica, el superar las constriccio-
nes de lo material, surge tanto para Schiller como para Peirce de
un impulso de juego. Para resolver los problemas, afirma Schiller,
es preciso tomar el camino de lo bello, pues a la libertad se llega
por la belleza que surge del impulso de juego, que suprime toda
constricción y pone al hombre en libertad (Schiller, 1968, carta
XIV, 67). También para Peirce, en una clarísima influencia schi-
lleriana, la contemplación estética, el enfrentarnos a la realidad
desde el prisma de la belleza, adquiere forma de musement, una
clase de pensamiento libre que nos permite ponernos en contacto
con nuevas formas de percibir.
Como ya se vio en el primer capítulo, Peirce habla del mu-
sement como de cierta ocupación agradable de la mente que no
envuelve otro propósito que dejar a un lado todo propósito serio y
sin embargo opuesta a la vaciedad y a los sueños (CP 6.458, 1908).
Alcance de la estética peirceana 261

Martin Gardner ha descrito el musement del siguiente modo: «es-


tado mental de especulación libre e irreprimida, aunque no tan
completamente nebulosa como la ensoñación fantástica, estado en
el cual la mente se traba en puro juego con las ideas. Tal estado
mental es la primera etapa de la invención de una buena hipótesis
científica» (Gardner, 1978, 102). Pero ese estado mental se dife-
rencia para Peirce del estudio puramente científico; no constituye
un método de análisis lógico y es precisamente en esa no reduc-
ción a la ciencia o a la lógica donde Peirce cifra las posibilidades
mucho más amplias que ofrece el musement. Afirma en un texto:
«Lamentaría encontrar a alguien que lo limitara a un método de
fecundidad tan limitada como el análisis lógico» (CP 6.461, 1908).
El musement, afirma Peirce, es puro juego (CP 6.458, 1908), sin
objetivos. Recordemos las palabras de Peirce:

Ya que no envuelve otro propósito que el de dejar a un lado


todo propósito serio, a veces me he visto medio inclinado a llamarlo
ensueño con alguna matización; pero para un estado de la mente
tan opuesto a la vaciedad y a los sueños tal designación sería un des-
ajuste demasiado atroz. En verdad, es Puro Juego. Ahora bien, todos
sabemos que el Juego es un vivo ejercicio de los propios poderes.
El Puro Juego no tiene reglas, excepto la misma ley de la libertad.
Sopla donde quiere. No tiene ningún objetivo, excepto la recreación
(CP 6.458, 1908).

Se trata de un estado mental de especulación libre, sin límites


de ninguna clase, en el cual la mente juega con las ideas y puede
dialogar con lo que percibe: un diálogo hecho no sólo con palabras
sino también con imágenes, en el que la imaginación juega un
papel esencial. El musement peirceano pone de manifiesto precisa-
mente la libertad del que crea.
De ese juego libre surge la belleza, pues surgen nuevas hipóte-
sis que encarnan la realidad de forma bella. El musement de Peirce
262 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

es un juego intrínsecamente vinculado a la imaginación, sin el


cual no podríamos dar sentido a nuestra experiencia ni avanzar,
mediante símbolos, mediante nuestro lenguaje, hacia el conoci-
miento y expresión de la realidad. Y a través de ese juego, como
señala Peirce en «Un argumento olvidado en favor de la realidad
de Dios», somos capaces no solo de conocer y expresar la realidad
sino también de trascenderla:

Sea de ello lo que fuere, en el Puro Juego del Musement es segu-


ro que se encontrará antes o después la idea de la Realidad de Dios
como una imagen atractiva, que el Muser desarrollará de diversas
maneras. Cuanto más la pondera, más respuesta encontrará en cada
parte de su mente, por su belleza, porque proporciona un ideal de
vida y por su explicación completamente satisfactoria de todo su
entorno (CP 6.465, 1908).

Dios aparece para Peirce no como moralidad, pues está por


encima de toda ley o restricción, sino como una perfección espi-
ritual estética (CP 6.510, c.1906), y la belleza de la hipótesis de su
realidad es considerada por Peirce como algo en su favor. Afirma
en el argumento olvidado: aquel que considere la hipótesis de la
realidad de Dios, y siga esa línea de reflexión en la soledad científi-
ca de su corazón, llegará a estar conmovido hasta lo más profundo
de su naturaleza por la belleza de la idea y por su practicidad (CP
6.467, 1908) y todo corazón será embelesado por la belleza y la
adorabilidad de la idea.
La estética de Peirce adquiere así tintes teológicos. De alguna
manera, como aparece en su «Argumento olvidado en favor de la
realidad de Dios», lo bello nos lleva a Dios. En una ocasión, ha-
blando sobre el antropomorfismo de F. C. S. Schiller, Peirce se de-
clara también antropomorfista, pero en un sentido peculiar. Afir-
ma que el Ideal que la estética nos señala es un poder vivo, esto es,
el ideal estético que todos amamos y adoramos, lo completamente
Alcance de la estética peirceana 263

admirable, tiene que tener necesariamente un modo de ser que


llamamos vivo (CP 8.262, 1897-1909). El ideal no es un existente
finito. Peirce afirma en distintas ocasiones que el ideal es algo
vivo: «El verdadero ideal es un poder vivo» (CP 8.262). Habría
que plantearse si puede interpretarse que ese ideal que encarna la
máxima perfección, el equilibrio que buscamos, viene a ser Dios,
y si por tanto su estética adquiere un papel claramente religioso.
Peirce llega a decir que «la mente y el corazón humanos tienen
una filiación a Dios», y que a través del ideal nos encontramos con
Dios. Afirma también que no hay nada más sano para nosotros
que encontrar problemas que trasciendan nuestras capacidades, lo
que nos imparte una deliciosa sensación de estar siendo mecidos
en las aguas de lo profundo (CP 8.263).
Si perseguir el summum bonum es participar en la creación
divina, cabe preguntarse si Peirce identificó sin más a Dios con el
summum bonum. En el argumento olvidado Dios aparece como
un cierto «ideal estético» al que se ama y se adora, y que conforma
la conducta de aquel en quien ha surgido, lo que lleva a la acep-
tación de la idea de la realidad de Dios. Fontrodona ha señalado
que en los últimos años de su vida Peirce se interesó por cuestiones
teológicas y que esto le llevó a relacionar el ideal estético con Dios,
pero yo no seguiré aquí esa línea de investigación3.
Aunque no esté claro si Peirce identifica el ideal último que nos
señala la estética con Dios, sí es claro sin embargo que la estética
tiene el poder de llevarnos a lo trascendente, supone una llamada
al misterio que nos hace ir más allá de nuestras propias limitaciones
y buscar una perfección del espíritu, un equilibrio que atisbamos
en el arte de forma mucho más clara que en otras manifestaciones

3. J. FONTRODONA, Ciencia y práctica en la acción directiva, 266. Véase CP


5.402 nota 2, 1877; 2.24, c. 1902; 5.119, 1903; 8.211-12, c. 1905; 6.510, c.
1906; 6.479, 1908.
264 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

de la razonabilidad. En esa armonía que el arte produce la técnica


pasa inadvertida, y se muestra el sello del espíritu; se expresa algo
trascendente y a la vez encarnado, hay una manifestación de lo
ideal. En el arte lo tercero se encarna en lo primero, y ayuda así a
la apreciación de lo que está más allá del entendimiento (Smith,
1972, 29). Hay en el objeto bello una presencia de algo trascenden-
te, una capacidad expresiva de algo que está más allá de la materia
y que Peirce reivindica en numerosas ocasiones.
Ese es el alcance de la estética peirceana. Como decía Schiller
la belleza no ayuda a ninguna facultad en concreto, pero las ayuda
a todas en tanto que les presta fuerza, en tanto que las pone en
armonía y, dando forma a la vida externa, abre el cauce de la vida
interior (Schiller, 1968, carta XXIII, 108). Lo mismo sucede en
Peirce, donde se conjuga lo primero y lo último, donde a través de
algo que da forma a una primeridad el ser humano se inscribe en
el simbolismo, vive en la terceridad, en lo propiamente humano.
El arte hace que cambie nuestra visión de las cosas, nuestra mira-
da, nos enriquece, nos enfrenta a otros modos posibles de percibir
y expresar la realidad. El arte no nos hace conocer nuevas cosas
sino ver con nueva luz lo que ya conocemos. El arte busca la sin-
gularidad expresiva, la plenitud de lo sensible; tiende a disolver
barreras, a ampliar fronteras (Zalamea, 2000, 8). A través del arte
jugamos con posibilidades en busca de la armonía, tratamos de
concretar los ideales, que no son simplemente una utopía o meras
ideas platónicas, sino que se van encarnando en lo concreto, en
algo existente. La belleza no es algo subjetivo o relativo al gusto
de cada uno sino que encarna el ideal y por ello tiene la capacidad
de llevarnos al bien. Tan poderoso es el ideal, afirma Peirce, que
el meditar sobre él transfigura suave pero irresistiblemente nuestra
percepción de las cosas (L 224).
Para Peirce el arte va mucho más allá de consideraciones mera-
mente formales, por eso afirma que un hombre joven necesita una
Alcance de la estética peirceana 265

educación estética (CP 7.68, 1882). De hecho, escribe al final de


su vida que si tuviera un hijo trataría de inculcarle la necesidad de
buscar el autocontrol, pues el dominio de uno mismo es lo único
que eleva a un individuo sobre otro. Y continúa después:
Le enseñaría que la voluntad es libre solo en el sentido de que
(…) puede hacer que él mismo se comporte de la manera que desea
comportarse. Y en cuanto a lo que uno debería desear, yo le mostra-
ría qué deseará si lo considera suficientemente, y eso será el hacer su
vida bella, admirable4.

Es preciso ampliar las fronteras del arte, que como ya afir-


maba Schiller en una apreciación que sigue siendo actual, se van
estrechando por lo material, por el crecimiento de las ciencias, por
el interés económico (Schiller, 1968, carta II, 14). Aquello que
procede de emociones y sentimientos y que a su vez los provoca
tiene a veces más fuerza que un razonamiento. Es precisa una edu-
cación estética que vaya más allá de la mera instrucción artística,
que vaya más allá de la educación de una facultad en concreto,
que ayude a la experiencia estética en sentido amplio, en el sen-
tido peirceano; es precisa una educación estética que nos ayude
a desarrollar nuestras capacidades de observación y percepción,
necesarias no solo para el arte sino también para otros tipos de co-
nocimiento; es precisa una educación estética que tenga en cuenta
el carácter expresivo del arte, que fomente la originalidad y el dar
forma a los sentimientos, y que anime también a la interpretación,
no simplemente a percibir las cualidades de la obra sino también
a proseguirla, a permitir que nos hable y nos lleve más allá de sí
misma. En suma, es precisa una educación estética que contribuya
a la búsqueda personal de la armonía en las facultades a través de
la imaginación creadora, a la búsqueda de los ideales en la propia

4. Carta de C. S. Peirce a Victoria Lady Welby, 14 de abril, 1909.


266 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

vida, a la superación de las constricciones formales y al contacto


con lo trascendente. Es preciso buscar el arte por el arte y este, sin
buscarlo, nos ayudará a tomar conciencia y a sensibilizarnos, nos
señalará el fin.
La belleza no es mera apariencia, sino la encarnación de algo
más profundo, una vía de acceso a la realidad más profunda del
hombre y del mundo, y por ello es importante enseñar a apre-
ciarla. En contacto con las obras de arte la humanidad espera ser
iluminada sobre el propio rumbo y el propio destino (Juan Pablo
II, 1999, 14). El arte es una vida superior que interviene en la vida
real transformándola. Quizá, como se planteaba Dostoievski, la
belleza pueda salvar al mundo.
Conclusión

Peirce no dejó una extensa teoría estética, pero sí, como él mis-
mo afirma, «una gran reserva de donde pueden extraerse ideas de
cierta clase por muchas generaciones» (L 387, 1904). Esa reserva
puede considerarse válida y valiosa a pesar de su muchas veces
dudoso gusto estético en la práctica. Sus opiniones sobre pintura,
arquitectura e incluso literatura se han revelado peculiares. Resul-
ta llamativo, por ejemplo, que quede fascinado por un busto de
Faustina en Catania, que a nuestros ojos no pasaría de ser una pie-
za clásica sin demasiado atractivo, o por una Venus desconocida
que consideraba superior a las de Tiziano, y sin embargo denoste
las obras de Miguel Ángel. Resulta también llamativa su aparente
falta de sensibilidad musical, apenas mencionada en su obra y co-
rrespondencia.
Sus peculiares opiniones artísticas pueden estar justificadas en
parte por el entorno «realista» –en el peor sentido– y muchas veces
falto de imaginación en el que se movía el arte norteamericano del
siglo XIX. Es evidente que Peirce debía tener una sensibilidad y
cultura artística distinta de la nuestra, y más propia de su época.
Barbara Novak ha escrito por ejemplo que el retrato de Beatrice
Cenci, pintado por Guido Reni, que Peirce admiró en el Palazzo
268 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

Barberini de Roma (carta de 14 de octubre, 1870), era una pintura


especialmente popular entre los americanos que visitaban Italia en
aquella época.

(Guido Reni, Beatrice Cenci, c.1662).

El retrato les cautivaba con su blanco turbante y sus ojos rojos.


En una época marcada por un «sentimentalismo» mal entendido,
como el mismo Peirce afirmaba, los americanos no podían esca-
par a la asociación del retrato con la vulnerabilidad y la inocencia
y a la asociación con alusiones morales y nostálgicas propias de la
América de la época. En 1858 también Hawthorne se había refe-
rido al retrato de Beatrice Cenci, afirmando: «Su hechizo es inde-
finible, y el pintor lo ha provocado de una manera más parecida
a la magia que a cualquier otra cosa (…) es la pintura producida
más profundamente en el mundo; ningún artista la hizo, ninguno
podría hacerla otra vez; Guido pudo haber sujetado el pincel, pero
pintó mejor de lo que sabía»1.
Novak da una explicación de la atracción que ejercía el retrato
en los norteamericanos que puede aportar luces sobre algunas de
las opiniones de Peirce:

1. N. HAWTHORNE, Passages from the French and Italian Note-books (1858-


59), vol. 10, The Works of Nathaniel Howthorne, Houghton Mifflin, Boston,
1888. Citado en A. Novak, 2007b, 178.
Conclusión 269

El gusto por las ruinas antiguas y las colecciones de estatuas, la


clara identificación por parte de los americanos con la ambición im-
perial que todavía marca a Roma son fácilmente entendibles. Uno
no tiene que preguntarse mucho tiempo por qué los americanos es-
taban intrigados por artistas tales como Guido o Guercino. Guido
especialmente ofrecía una mezcla adecuada de lo sublime y la sen-
sación, que era muy acorde con algunos de los ejemplos americanos
más estridentes del siglo XIX (Novak, 2007b, 177).

Peirce no escapa a lo que estaba de moda entre los americanos


de su época. También su afición a Antonio Canova puede expli-
carse por esos mismos motivos. Escribe Brooks acerca de temas
artísticos que eran corrientes en la época: «Hablaban acerca de
la ‘Aurora’ de Guido y de Canova, que parecía haber traído de
vuelta la quietud de los griegos, y del misterio de Beatrice Cenci»
(Brooks, 1936, 474).
Brooks puso de manifiesto en The Flowering of New England
que el gusto de Cambridge en la época correspondiente a la juven-
tud de Peirce era en ocasiones dudoso. Algunas de las mentes más
importantes de la época se dejaban arrastrar por un provincialismo
que les llevaba en ocasiones a criticar obras de arte reconocidas de
un modo que a nuestros ojos puede parecer absurdo. Por ejemplo,
la crítica a Miguel Ángel y su obra no es exclusiva de Peirce, sino
que puede encontrarse en otros intelectuales de la época, como en
el caso del poeta, crítico y editor James Russell Lowell. Lowell afir-
maba que tenía dudas sobre las cúpulas de Roma, que le parecían
«el bocio de la arquitectura», y sobre Miguel Ángel escribe lo si-
guiente, en la misma línea de lo que escribiría Peirce poco después:

¿Lo confieso? Me parece que Miguel Ángel, en su airada


reacción contra la belleza sentimental confundió el bulto y la fuerza
con la antítesis de debilidad. Es el apostol de lo exagerado, el Victor
Hugo de la pintura y la escultura. Tengo la sensación de que para
270 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

él la rivalidad era un motivo más poderoso que el amor al arte, que


tenía la intención consciente de ser original, lo que apenas conduce
a nada mejor que a lo exagerado (Lowell, 1915, 242-3).

Afirma Brooks que las palabras de Lowell, que tenían una parte
de verdad y diez partes de confusión, y de las que se retractó des-
pués, se debían a su falta de intuición, a la naturaleza vacilante de
su mente y, sobre todo, a su miedo a lo grande y a lo vital (Brooks,
1936, 519-20). Llama la atención que Peirce haga críticas precisa-
mente a los mismos artistas, Miguel Ángel y Victor Hugo, lo que
parece indicar que se trataría de una influencia directa de Lowell,
conocido de Peirce, y que escribe sus afirmaciones en 1864, poco
antes de los chocantes comentarios de Peirce en Europa. Lowell y
Peirce conciden también en sus comentarios poco favorables sobre
San Pedro, puesto que Lowell afirma que mucha gente se siente de-
cepcionada en su primera visita a San Pedro y que para que te guste
es preciso dejar a un lado los zapatos protestantes (Lowell, 1915,
226-228). Lowell, aliándose con el gótico al igual que hará Peirce
después, afirma que hay mentes de órdenes tan diversos como cate-
drales, y refiriéndose a San Pedro afirma que «la imaginación gótica
se irrita y se incomoda en el vano intento de aplanar sus pináculos y
de encajar en los arcos romanos que la rodean» (Lowell, 1915, 227).
Por otra parte, señala también Brooks en este sentido que había
una cierta levedad de juicio en el Cambridge de la época respecto
a las artes plásticas, y que se usaba en ocasiones un tono presun-
tuoso e intrascendente para hacer afirmaciones que sorprenden. A
Lowell, escribe Brooks, se le ha considerado padre de una escuela
de ensayistas americanos que florecieron después de él, caracteri-
zados por un estilo que se confundía y titubeaba conscientemente
en un maremágnum de calificativos. Boston iba a producir con
el paso del tiempo muchas mentes de ese tipo, y parece que entre
ellas debemos contar la de Charles Peirce, víctima en este aspec-
Conclusión 271

to del provincianismo y la superioridad, del tono presuntuoso de


la época. «Lo que esas mentes no podían ver», continúa Brooks,
es que «su humildad deliberada, su tratar a los grandes hombres
como niños rebeldes no descalificaba a nadie más sino a ellos mis-
mos» (Brooks, 1936, 521-22).
Hay por tanto en algunas de las mentes de Cambridge más
florecientes de la época un provincianismo y una pretensión de
originalidad y superioridad que les lleva a hace afirmaciones que
suenan presuntuosas. El propio Lowell quería diferenciarse del co-
mún de los turistas de la época cuando afirmaba que la mayoría de
las veces los turistas nos aburren con las sensaciones que piensan
que deberían haber experimentado, en lugar de permitirnos saber
lo que verdaderamente vieron y sintieron (Lowell, 1915, 146). Los
turistas no deben decir lo que se espera de ellos, sino precisamente
lo contrario: una actitud que Peirce pareció tomar al pie de la letra
en muchas de sus cartas europeas, contando lo que él sintió y des-
preciando lo «apropiado».
Quizá el hecho de que Peirce se oponga a maestros como Vic-
tor Hugo o Miguel Ángel, y defienda por ejemplo unos gustos
literarios que él mismo afirma que han sido condenados como
«artificiales», no haya de ser atribuido únicamente al entorno o a la
influencia de otras mentes importantes en Cambridge. Quizá sea
preciso atribuírselo también, al menos en parte, al mal gusto o a la
ignorancia. Es evidente que Peirce no llega a advertir la fuerza ar-
tística real de su época. Resulta por ejemplo llamativa la ausencia
de comentarios sobre el impresionismo, que estaba gestándose con
fuerza en la Europa que él visitó, aunque quizá es difícil apreciar
algo cuando se está inmerso en ello: solo la distancia permite con-
templar algunas cosas en su correcta perspectiva.
En todo caso, más allá de los comentarios puntuales y sus
posibles causas, la estética peirceana –mucho más que una mera
teoría del arte– aparece después de este estudio como un pode-
272 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

roso instrumento teórico que nos permite comprender mejor la


naturaleza y las aspiraciones del ser humano. De alguna manera,
Peirce detecta bien la encrucijada en la que se situaba el arte de su
época y hace suyos algunos rasgos predominantes: el carácter es-
piritual que poseía el arte americano, la importancia de lo natural
o la necesidad de experimentar y observar. Trata sin embargo de
solucionar aquello que le parece una insuficiencia, y convierte el
arte en algo más imaginativo, en algo que va más allá de un mero
reflejo de la realidad. Peirce reivindica la necesidad del «alma», del
tener algo que contar, del motivo, en definitiva, de la imaginación.
Tal vez la influencia de los viajes europeos, o de la tercera crítica
kantiana a través de Schiller le llevaron a esa queja por la falta de
alma que trató de solucionar después en sus afirmaciones teóricas
sobre el fenómeno artístico, aunque en sus gustos y apreciaciones
artísticas elija la misma opción que muchos de sus compatriotas y
tome el camino «objetivo», más pegado a la realidad y quizá más
plano. La teoría estética de Peirce permite, a pesar de todo, resol-
ver algunas de las tensiones que subyacen en lo más hondo del ser
humano. Así como en su sistema filosófico Peirce está siempre os-
cilando entre lo real y aquello que pone el hombre, entre la mente
y la materia, también en la estética trata de unificar y superar esa
escisión, de tender un puente entre dos polos.
En la estética peirceana está presente, como en su filosofía, la
influencia del trascendentalismo que dominaba la cultura ameri-
cana del XIX. Pero en la solución que proporciona a la dualidad
ideal-real Peirce reivindica el poder imaginativo y le confiere final-
mente a la estética un importantísimo papel, junto con la presen-
cia de algo espiritual. Como Kant, Peirce podría afirmar que para
el arte bello serían exigibles la imaginación, el entendimiento, el
espíritu y el gusto (Kant, 2007, 248).
Sabemos, en primer lugar, que la estética peirceana es una
ciencia normativa, aquella que sostiene a las otras dos y que con-
Conclusión 273

tiene el corazón, el alma y el espíritu de las ciencias normativas.


Como toda ciencia la estética parte de la experiencia y es falible.
No nos proporciona un criterio fijo de belleza –la variedad del
mundo puede dar lugar a una pluralidad de estilos y obras de arte,
siempre y cuando encarnen el ideal–, pero las indicaciones de las
que nos provee están quizá cercanas a nuestra experiencia de lo
que llamamos bello. Puede afirmarse, en la más pura línea del
pensamiento peirceano, que a largo plazo nos iremos acercando a
lo Bello, con mayúsculas, a una mejor expresión y comprensión de
aquello que es kalos.
La idea peirceana de estética es más bien clásica. María Anto-
nia Labrada ha señalado que la modernidad se caracteriza por no
tener ya como objeto la belleza sino la posibilidad de su captación,
las condiciones de posibilidad del conocimiento sensible (Labrada,
1990, 19). No es así en Peirce, quien busca lo admirable en sí mis-
mo, la belleza, y no la posibilidad de captarla. Peirce se acercaría
más a la noción clásica de los trascendentales, relaciona el sum-
mum bonum con el ser, y la estética nos señala para él el camino de
ética y lógica, convirtiendo a la Verdad y el Bien en ideales admi-
rables en sí mismos, en distintas dimensiones del summum bonum.
Peirce afirma creer en la vida eterna de las ideas Verdad y Bien
(CP 1.219, c.1902), y en otra ocasión escribe: «Es absolutamente
imposible que la palabra ‘Ser’ tuviera algún significado excepto
con referencia al summum bonum» (CP 2.166, c. 1902).
La estética peirceana está así alejada de un subjetivismo y de
todo materialismo que considere que las cualidades de la expe-
riencia sensitiva son solo subjetivas o fenoménicas. El mundo está
lleno de cualidades, de primeridades, que el artista, con sus espe-
ciales dotes de observación y percepción puede captar y transmitir.
El mundo está abierto a ilimitadas posibilidades, tanto científicas
como artísticas. Tras muchas dudas, Peirce reconoce la estética
como ciencia normativa y rechaza un subjetivismo estético que
274 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

para él sería lo mismo que un hedonismo ético (CP 5.85, 1903).


Que la ciencia de los sentimientos, de las sensaciones, sea la que
nos señale el fin no significa para Peirce subjetivismo, porque el
fin al que apunta no es la satisfacción o el placer, sino que es pre-
cisamente la encarnación de lo racional, y por tanto general, en lo
sensible, en aquello que corresponde a una realidad plural, llena de
cualidades concretas que podemos captar.
Peirce se alejaría también de una estética de tipo empirista. El
ámbito de la estética y del arte va a ser para él el de las cualida-
des de sentimiento (L 75, 1902; CP 1.574, 1905) en cuanto que
pueden imbuirse de racionalidad, y las cualidades de sentimiento
son cualidades reales. El término sentimiento hace referencia a
su peculiar carácter de primeridad dentro de las categorías, a los
objetos considerados en su ser presentes (CP 5.36, 1903), pero no a
algo que sea provocado solo dentro de nosotros en un sentido em-
pirista. La obra de arte, lejos de subjetivismos, es un signo capaz de
apresar algo primero y que, como tal, provoca interpretantes que
son a su vez nuevos signos con significado. Hay por tanto algo real
que está más allá de la obra de arte como particular y subjetiva.
La obra de arte y la respuesta que provoca no son algo completo
ni final.
La expresión que busca Peirce en el objeto artístico no significa
que todo valga, pues hace falta que la obra de arte posea una cohe-
rencia interna. Ese carácter expresivo no es tampoco la mera posi-
ción del yo, sino la aparición de algo superior que buscamos como
fin, de una peculiar armonía que puede ir transmitiéndose en las
sucesivas interpretaciones, aunque evidentemente unas puedan ser
mejores que otras. La obra de arte forma así parte de un proceso de
crecimiento que es precisamente aquello en que consiste el ideal.
Lo artístico es un proceso en el que las obras de arte evolucionan
estando sujetas a constante interpretación, y en el que cada obra
puede considerarse –al igual que en la ciencia– como parte de un
Conclusión 275

proceso continuo, aunque se utilicen propósitos, medios y habi-


lidades particulares. Dentro de ese proceso, es comprensible que
una obra de arte realizada hace varios siglos pueda contribuir, mu-
cho tiempo después, a formar nuestros sentimientos, a clarificar
nuestros ideales y a nuestro desarrollo como personas.
La belleza de Peirce requiere un peculiar equilibrio de faculta-
des, requiere la conjunción imaginativa de lo sensible y lo razona-
ble; requiere capacidad de percepción, el contacto con el mundo a
través de la experiencia; requiere la expresión, mediante un signo
artístico, de algo que trasciende lo sensible; requiere, en tanto sig-
no, de una interpretación que no es exacta y que implica creci-
miento. Requiere, por último, amor, pues el artista solo alcanzará
lo bello cuando sea guiado por el ágape y a través de la abducción
vaya actualizando y armonizando posibilidades, cuando ame lo
que hace y se exprese libremente.
Hay una plenitud en lo estético que no proviene solo de la
satisfacción sensorial, sino del particular equilibrio hallado al
intentar captar y expresar la realidad que nos rodea mostrando
algo más. En lo sensible se tiene noticia de algo que lo trasciende,
y por lo tanto atemporal, y que de alguna manera ha llegado a
estar encarnado en ello. La mente no está constreñida por unas
sensaciones subjetivas sino abierta a unos ideales, al summum bo-
num, que aparece encarnado en las obras de arte, por ejemplo en
las catedrales góticas que Peirce tanto admira. Hay en la obra de
arte, destinada para Peirce a encarnar no ideas propias sino la ver-
dad universal, algo superior a nosotros que tratamos de apresar,
aunque a la postre siempre nos supera. En este sentido una teo-
ría del arte de inspiración peirceana se mostraría de interés para
enfrentarse a los movimientos artísticos no solo del pasado sino
también actuales, proporcionando criterios para comprender me-
jor tendencias y vanguardias, para orientarnos entre lo novedoso
haciéndonos ver que, al igual que en la ciencia hay hipótesis y
276 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

teorías mejores y peores, también en el arte hay respuestas mejores


y peores, y que no todo vale. Las obras de arte deben encarnar
un sentido gradualmente creciente de inmensidad. También en
el ámbito estético y del arte Peirce puede ser un filósofo para el
siglo XXI, indicándonos qué debemos esperar de las diferentes
obras y movimientos. La teoría estética de Peirce no examina y
juzga obras estéticas particulares, pero nos ayuda a comprender las
relaciones siempre crecientes que subyacen a los procesos creativos
y artísticos, el juego entre apariencia y realidad, entre cognición e
idea, entre icono y símbolo (Kevelson, 1994, 218).
En este punto, es preciso afirmar que hay más influencia schi-
lleriana en Peirce de lo que se ha reconocido hasta ahora. Quizá
sus primeras lecturas dejaron más huella en su pensamiento de la
que parece a primera vista. La influencia de Schiller en Peirce no
se limita a ser la primera que recibió en su juventud, sino que como
ha escrito David Dilworth, una fuerza intelectual le llevó de vuel-
ta a Schiller al final de su carrera, aunque no pueda decirse con
exactitud cuánto se debía al recuerdo de lo que había leído y cuán-
to a una gestación inconsciente (Dilworth, 2013, 13). Aunque él
no lo reconozca explícitamente, las ideas de Schiller parecen estar
presentes muchos años más tarde en algunas de las características
del pensamiento «estético» de Peirce, en el priorizar a la estética
entre las tres ciencias normativas, en su superación de los dualis-
mos, en la unidad de la persona que comparece en la experiencia
estética, en el juego, que correspondería al spieltrieb schilleriano,
en el carácter liberador del arte como algo que nos permite superar
las constricciones de la experiencia y de lo material. La influencia
de la tercera crítica kantiana se hace sentir a través de Schiller: la
belleza no tiene que ver con el gusto particular, sino que se pre-
senta como una propiedad universal. No es lo satisfactorio para
uno, sino aquello que tiene que ver con la finalidad, con el ideal, y
que necesita de la imaginación. El arte se presenta como un hacer,
Conclusión 277

producto del libre juego de nuestras facultades, como un modo


de representación conforme a un fin para el que no pueden darse
reglas determinadas, que avanza mediante abducciones creativas
para las que no hay principios ni pasos exactos predeterminados
La influencia schilleriana parece estar claramente detrás de la
noción peirceana de arte como mediación, como oscilación entre
lo concreto y lo general, entre lo determinado y lo indeterminado,
entre lo material y lo espiritual. Bajo este prisma, el poder unifica-
dor y mediador del arte lo convierte en una poderosa herramien-
ta para la comprensión de las personas y el entendimiento de los
pueblos, para la superación de los conflictos, tanto interiores como
interiores. Sin buscarlo, pues la belleza señala precisamente a aque-
llo que solo puede buscarse por sí mismo, lo artístico se convierte
en una poderosa medicina para los males de la humanidad, en un
bálsamo para el alma. Quizá por eso las notas de la orquesta de la
paz de David Baremboin, con músicos judíos y palestinos tocando
mano a mano, en un intento de entender cada uno el relato del
otro, como afirma su director, suenan más altas que las palabras
de cualquier discurso, y son, en su belleza, mucho más poderosas.
El intento de mediación que presenta la estética peirceana y
su visión global y unificadora tienen mucho mérito, teniendo en
cuenta la sociedad cientista y muchas veces falta de imaginación
de la que Peirce formaba parte. Su libertad creativa frente a filo-
sofías deterministas puede enseñarnos mucho en nuestra sociedad
actual, donde nos enfrentamos también muchas veces a visiones
empobrecidas y divididas del ser humano, donde es preciso apren-
der de nuevo la importancia de los ascensos y los descensos, del
juego entre lo material y lo espiritual.
El arte saca lo mejor de nosotros. Así lo manifestaba Peirce al
afirmar que el arte no tiene solo que ver con el mero disfrute sen-
sual, sino principalmente con la meditación sobre los ideales, con
el aprovechar todas las posibilidades de nuestra razón, con soñar
278 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

con el ideal y dirigirse a él. Tiene que ver con los hábitos, que son
los que hacen que las acciones se dirijan a los fines, con el desa-
rrollo de nuestras capacidades de percepción y con la formación
consciente y deliberada de hábitos de sensación, con aprender a
sentir y a relacionar nuestras sensaciones de las maneras adecua-
das, para poder después pensar y actuar correctamente. Tiene que
ver con aquello que está en la base del autocontrol, con el poder
perseguir unos fines, hasta convertirse así en la clave del pragma-
tismo peirceano.
Los hábitos, que permiten modificar nuestras acciones y nues-
tro pensamiento, decisivos en nuestra vida racional, están basados
en sensaciones, y la estética se convierte en la ciencia normativa
fundamental. Juega un papel decisivo no solo en cuanto contem-
plación y producción de obras de arte, sino como aquella ciencia
que nos indica el ideal de la razonabilidad y nos ayuda a encar-
narlo a través de los hábitos. Eso es quizá lo que les «faltaba» a los
alemanes que inventaron la palabra estética, tal y como afirmaba
Peirce alrededor de 1902, y ese es el verdadero aporte de la estética
peirceana: alcanza el equilibrio de tus facultades en la búsqueda
del ideal. El resultado será la belleza.
Bibliografía

En esta sección final dedicada a la bibliografía se reúnen todos


los artículos y libros consultados y expresamente citados en este li-
bro, tanto en el cuerpo del texto como en las notas a pie de página.
En primer lugar, se relacionan las obras de C. S. Peirce según
las versiones impresas o electrónicas que he manejado y citado, y
señalando entre paréntesis las abreviaturas que se han utilizado.
En segundo lugar, se listan por orden alfabético de autores las
demás referencias bibliográficas.
Esta bibliografía no tiene un carácter exhaustivo. Puede en-
contrarse una bibliografía muy completa sobre Peirce en la página
web que he desarrollado y vengo manteniendo desde 1995, Biblio-
grafía peirceana (http://www.unav.es/gep/bibliopeirceana.html).

1. TEXTOS DE C. S. PEIRCE

Libros y antologías

1931-58 C. S. PEIRCE, Collected Papers, vols. 1-8, C. HARTSHOR-


NE, P. WEISS y A. W. BURKS (eds.), Harvard Univer-
280 La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas

sity Press, Cambridge, MA. Versión electrónica de J.


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Astrolabio

FILOSOFÍA Y CIENCIAS SOCIALES


Manual sobre el aborto (2.ª edición) / Dr. J. C. Willke y esposa
Libertad en la sociedad democrática / Jean-Claude Lamberti
La última edad (2.ª edición) / Diego Díaz Domínguez
De Aristóteles a Darwin (y vuelta) (3.ª edición) / Etienne Gilson
Los herejes de Marx / Manfred Spieker
Analítica de la sexualidad / Autores varios
El enigma del hombre (2.ª edición) / Manuel Guerra
Introducción a la antropología filosófica (6.ª edición) / José Miguel Ibáñez Langlois
Agonía de la sociedad opulenta / Augusto del Noce
Crítica de las utopías políticas / Robert Spaemann
La supresión del pudor, signo de nuestro tiempo y otros ensayos (2.ª edición) / Jacinto Choza
Sobre el estructuralismo / José Miguel Ibáñez Langlois
Las raíces de la violencia / Sergio Cotta
Ética: cuestiones fundamentales (9.ª edición) / Robert Spaemann
Dimensiones de la realidad / Juan José R. Rosado
La barbarie de la reflexión. Idea de la historia en Vico / Juan Cruz Cruz
Al otro lado de la muerte. Las elegías de Rilke / Jacinto Choza
Alimentación y cultura. Antropología de la conducta alimentaria / Juan Cruz Cruz
Sentido del curso histórico / Juan Cruz Cruz
Elementos de Filosofía y Cristianismo / Jesús García López
Sobre la razón poética / María Antonia Labrada
El mundialismo económico frente a la Europa cultural / Jacqueline Ysquierdo Hombrecher
Libertad como pasión / Daniel Innerarity
La intimidad (2.ª edición) / Miguel-Angel Martí García
Razones del corazón. Jacobi entre el romanticismo y el clasicismo / Juan Cruz Cruz
Las virtudes / Peter T. Geach
El poder de la sinrazón / José Luis del Barco
La ilusión (2.ª edición) / Miguel-Angel Martí García
Libertad en el tiempo. Ideas para una teoría de la historia / Juan Cruz Cruz
Ciencia, ateísmo y fe en Dios (2.ª edición) / José Antonio Sayés
Tomás de Aquino. Vida, obras y doctrina / James A. Weisheipl
Los otros humanismos / Jacinto Choza
La renovación pragmatista de la filosofía analítica. Una introducción a la filosofía contemporánea
del lenguaje (2.ª edición) / Jaime Nubiola
La convivencia / Miguel-Angel Martí García
La irrealidad literaria / Daniel Innerarity
Sexo y naturaleza / Autores varios
La tolerancia / Miguel-Angel Martí García
Dignidad: ¿una palabra vacía? / Tomás Melendo y Lourdes Millán-Puelles
Tras las ideas. Compendio de Historia de la Filosofía (2.ª edición) / Carlos Goñi Zubieta
De dominio público. Ensayos de teoría social y del hombre / Higinio Marín
El pensamiento de Edith Stein / Michel Esparza
El taller de la filosofía. Una introducción a la escritura filosófica (5.ª edición) / Jaime Nubiola
Expertos en sobrevivir. Ensayos ético-políticos / Ana Marta González
Orden natural y persona humana. La singularidad y jerarquía del universo según Mariano Arti-
gas / Miroslaw Karol
El viviente humano. Estudios Biofilosóficos y Antropológicos / Alejandro Serani Merlo
El trabajo. Comunión y excomunicación / Nicolas Grimaldi
En busca de la naturaleza perdida. Estudios de bioética fundamental / Ana Marta González
El diablo es conservador / Alejandro Llano
Sueño y vigilia de la razón / Alejandro Llano
La verdadera imagen de Romano Guardini. Ética y desarrollo personal / Alfonso López Quintás
De Foucault a Derrida. Pasando fugazmente por Deleuze y Guattari, Lyotard, Baudrillard / Ama-
lia Quevedo
El misterio de los orígenes (2.ª edición) / Joaquín Ferrer Arellano
Breve teoría de la España moderna / Fernando Inciarte
La justicia política en Tomás de Aquino. Una interpretación del bien común político / Gabriel
Chalmeta
¿Sentido o sinsentido del hombre? / Edmond Barbotin
Nuevas cuestiones de bioética / José Miguel Serrano Ruiz-Calderón
Por un feminismo de la complementariedad. Nuevas perspectivas para la familia y el trabajo /
Ángel Aparisi y Jesús Ballesteros (eds.)
Filosofía y vida de Eugenio d’Ors. Etapa catalana: 1881-1921 / Marta Torregrosa
Una visión global de la globalización / Antxón Sarasqueta
La implantación de los derechos del paciente. Comentarios a la Ley 41/2002 /Pilar León Sanz (ed.).
El caos del conocimiento. Del árbol de las ciencias a la maraña del saber / Juan Arana
Deseo, violencia, sacrificio / Alejandro Llano
Siniestra. En torno a la izquierda política en España / Héctor Ghiretti
La filosofía analítica y la espiritualidad del hombre. Lecciones en la Universidad de Navarra /
G.E.M. Anscombe (Edición de J.M. Torralba y J. Nubiola)
Una filosofía de la esperanza: Josef Pieper / Bernard N. Schumacher
Derecho a la verdad. Valores para una sociedad pluralista / Andrés Ollero
La experiencia social del tiempo / Rafael Alvira, Héctor Ghiretti, Montserrat Herrero (Eds.)
Claves para una antropología del trabajo / Maria Pia Chirinos
Humanidades para el siglo XXI / Rafael Alvira y Kurt Spang (Eds.)
Peirce y el mundo hispánico. Lo que C. S. Peirce dijo sobre España y lo que el mundo hispánico ha
dicho sobre Peirce / Jaime Nubiola y Fernando Zalamea
Cultura y pasión / Alejandro Llano
La disolución en Yugoslavia / Romualdo Bermejo García y Cesáreo Gutiérrez Espada
Pensar en libertad / Jaime Nubiola
Más allá de la división del trabajo / Agustín González Enciso (Ed.)
Origen del hombre. Ciencia, Filosofía y Religión (3.ª edición) / Mariano Artigas y Daniel Turbón
Una tentación totalitaria. Educación para la Ciudadanía / Jesús Trillo-Figueroa y Martínez-Conde
La realidad social: transformaciones recientes en España / Antonio Lucas Marín (Ed.)
Del sexo al género. La nueva revolución social / M.ª Isabel Llanes Bermejo
¿Qué es el dinero? / Javier M.ª Ramos Arévalo
Melancolía y tedio / Amalia Quevedo
Una tierra, dos Estados: Análisis jurído-político del conflicto árabe-israelí / Romualdo Bermejo
García y Pilar Pozo Serrano
Caminos de la filosofía (2.ª edición) / Alejandro Llano
Historia del feminismo (siglos XIX y XX) (2.ª edición) / Gloria Solé Romeo
Somos información. La nueva ciencia de lo intangible / Antxón Sarasqueta
La guerra de Af-Pakistán y el uso de la fuerza en las relaciones internacionales / Pilar Pozo Serra-
no
Antropología diaria / Javier Ortigosa Lezáun
Lecciones de ética / Leonardo Polo
Charles S. Peirce (1839-1914): un pensador para el siglo XXI / Sara Barrena y Jaime Nubiola
Credibilidad e identidad. En torno a la Teología de la Fe en Santo Tomás de Aquino / Piotr Ros-
zak
Hábitos emocionales en torno a la salud y la belleza / Luis E. Echarte
Fantasmas. De Plinio el Joven a Derrida / Amalia Quevedo
Movimientos sociales y acción colectiva. Pasado y presente / María Jesús Fernández Torres
La belleza en Charles S. Peirce: Origen y alcance de sus ideas estéticas / Sara Barrena

ANTROPOLOGÍA Y ÉTICA
El viaje hacia la propia identidad / Eduardo Terrasa
La persona humana y su formación en Max Scheler / Sergio Sánchez-Migallón
Ética filosófica. Un curso introductorio (2.ª edición) / Sergio Sánchez-Migallón
Cristianismo y Ciencias en la Universidad / John Heny Newman
Diagnóstico de la Universidad en Alasdair MacIntyre. Génesis y desarrollo de un proyecto antro-
pológico / José Manuel Giménez Amaya y Sergio Sánchez-Migallón
Ética: el drama de la vida moral / Piotr Jaroszynski y Mathew Anderson
Tres escritos sobre la universidad / Romano Guardini
El ideal universitario y otros ensayos / Manuel García Morente
La unidad de la persona. Aproximación interdisciplinar desde la filosofía y la neurociencia / José
Ángel Lombo y José Manuel Giménez Amaya
Grandeza y miseria humana. Una lectura del Diálogo de la dignidad del hombre (Fernán Pérez de
Oliva) / José Ángel García Cuadrado
Los Pilares de Europa. Historia y Filosofía de Occidente / José Ramón Ayllón
La idea de la universidad / Karl Jaspers
La transmisión de la fe en la sociedad postmoderna y otros escritos / Jutta Burggraf
Visión cristiana del mundo. Escritos sobre cristianismo y cultura contemporánea / Miguel Lluch

CIENCIAS
Hablando de la relatividad / J. L. Synge
Plantas y animales de España y Europa (3.ª edición) / Harry Garms
Creación y misterio / Pascual Jordán
Introducción a la estadística (2 tomos) / M. J. Moroney
Plantas medicinales / Margarita Fernández y Ana Nieto
Tras la evolución. Panorama Histórico de las Teorías Evolucionistas / Carlos Javier Alonso
La agonía del cientificismo. Una aproximación a la filosofía de la ciencia / Carlos Javier Alonso
Historia básica de la ciencia / Carlos Javier Alonso
Homo Cybersapiens. La inteligencia artificial y la humana / Tirso de Andrés
La tierra prometida. Una respuesta a la cuestión ecológica / Pablo Martínez de Anguita
El evolucionismo y otros mitos. La crisis del paradigma darwinista / Carlos Javier Alonso
Medicamentos genéricos. Una aproximación interdisciplinar / José López Guzmán (Coord.)
Hay un embrión en mi nevera / Enrique Bonet y José María Pardo Sáenz
Cuestiones acerca de la evolución humana / Natalia López Moratalla
El cerebro. Lo neurológico y lo trascendental / Amadeo Muntané, María Luisa Moro y Enrique R.
Moros
La comunicación materno-filial en el embarazo. El vínculo de apego (3.ª edición) / Enrique Sueiro
Villafranca y Natalia López Moratalla
De la Neurociencia a la Neuroética. Narrativa científica y reflexión filosófica / José Manuel Gimé-
nez Amaya y Sergio Sánchez-Migallón
Para pensar. Evolucionismo, mente y cerebro, género, estrés... / Luis María Gonzalo // José Luis Ve-
layos (Coord.)
El no nacido como paciente / José María Pardo Sáenz
Evolución y creación. Ciencias de los orígenes, hipótesis evolucionistas y metafísica de la creación
/ Joaquín Ferrer Arellano
La mirada de la ciencia y la mirada de Dios. Sofía / Diego Martínez Caro
Retos matemáticos con soluciones / Juan Flaquer y David Puente
Comprender la evolución / José Ramón Ayllón

EDUCACIÓN
La educación como rebeldía (4.ª edición) / Oliveros F. Otero
Los adolescentes y sus problemas (7.ª edición) / Gerardo Castillo
Las posibilidades del amor conyugal (3.ª edición) / Rodrigo Sancho
La educación de las virtudes humanas (15.ª edición) / David Isaacs
El tiempo libre de los hijos (5.ª edición) / José Luis Varea y Javier de Alba
Autonomía y autoridad en la familia (5.ª edición) / Oliveros F. Otero
Preparación para el amor (3.ª edición) / Rodrigo Sancho
Educación y manipulación (4.ª edición) / Oliveros F. Otero
Los niños leen / José Luis Varea y Rosa María Sáez
La libertad en la familia (3.ª edición) / Oliveros F. Otero
El derecho de los padres a la educación de sus hijos / María Elton
Los padres y los estudios de sus hijos (3.ª edición) / Gerardo Castillo
La mujer frente a sí misma (5.ª edición) / Carmen Balmaseda
Qué es la orientación familiar (4.ª edición) / Oliveros F. Otero
Los padres y la orientación profesional de sus hijos (3.ª edición) / Gerardo Castillo
La educación para el trabajo (2.ª edición) / Oliveros F. Otero
Feliz Tercera Edad (2.ª edición) / David Isaacs, Luis María Gonzalo y cols.
Diálogos sobre el amor y el matrimonio (4.ª edición) / Javier Hervada
La educación de la amistad en la familia (3.ª edición) / Gerardo Castillo
Cuestión(es) de método. Cómo estudiar en la Universidad (2.ª edición) / R. de Ketele y cols.
Cartas a un joven estudiante / Alvaro d’Ors
Posibilidades y problemas de la edad juvenil. Un dilema: ¿intimidad o frivolidad? / Gerardo Casti-
llo
Coeducación. Ventajas, problemas e inconvenientes de los colegios mixtos / Ingber von Martial y
María Victoria Gordillo
Desarrollo moral y educación / María Victoria Gordillo
Josemaría Escrivá de Balaguer y la Universidad / Autores varios
La rebeldía de estudiar. Una protesta inteligente (2.ª edición) / Gerardo Castillo
Política y educación / Antonio-Carlos Pereira Menaut
Guía de lecturas infantiles y juveniles / Yolanda Castañeda, María del Carmen Lomas y Elena Martí-
nez
Educación de la sexualidad / José Antonio López Ortega
Un veneno que cura. Diálogo sobre el dolor y la felicidad (2.ª edición) / José Benigno Freire
Cómo mejorar la educación de tus hijos / José Manuel Mañú Noáin
La hora de la familia (4.ª edición) / Tomás Melendo
Cómo entender a los adolescentes / Enrique Miralbell
Aprendiendo a ser humanos. Una Antropología de la Educación (3.ª edición/1.ª reimpr.) / María
García Amilburu
La fiebre de la prisa por vivir. Jóvenes que no saben esperar / Gerardo Castillo
Humor y serenidad. En la vida corriente (6.ª edición) / José Benigno Freire
La creatividad en la orientación familiar / Oliveros F. Otero
Discursos sobre el fin y la naturaleza de la educación universitaria (2.ª edición) / John H. Newman
Ser profesor hoy (5.ª edición) / José Manuel Mañú Noáin
La pasión por la verdad. Hacia una educación liberadora / Tomás Melendo y Lourdes Millán-Pue-
lles
Educar con biografías / Oliveros F. Otero
¡Vivir a tope! De cómo Frankl superó a Freud (4.ª edición) / José Benigno Freire
Profesores del siglo XXI / José Manuel Mañú Noáin
Escuela del siglo XXI / José Manuel Mañú Noáin
Trilogía de la «Residencia de Estudiantes» / Eugenio d’Ors
Vivir y convivir en una sociedad multicultural / Jutta Burggraf
Flos Sophorum. Ejemplario de la vida de los grandes sabios / Versión de Pedro Llenera
La educación familiar en los humanistas españoles / Francisco Galvache Valero
El arte de invitar. El diálogo como estilo educativo / Patricia Bonagura
Anatomía de una historia de amor. Amor soñado y amor vivido / Gerardo Castillo
La vida escolar de tus hijos / José Manuel Mañú Noáin
Crecer, sentir, amar. Afectividad y corporalidad (2.ª edición) / Juan Ramón García-Morato
Retos educativos de la globalización. Hacia una sociedad solidaria (2.ª edición) / Francisco Alta-
rejos, Alfredo Rodríguez Sedano, Joan Fontrodona
¿Quieres enseñar en Secundaria? ¡Atrévete! / José Luis Mota Garay, Antonio Crespillo Enguix
Ocho cuestiones esenciales en la dirección de centros educativos (2.ª edición) / David Isaacs
Educación diferenciada, una opción razonable / José María Barrio Maestre (ed.)
Padre no hay más que uno / Diego Ibáñez-Langlois
Ayudar a crecer. Cuestiones de filosofía de la educación (1.ª reimpr.) / Leonardo Polo
Aprendizaje Permanente / José Luis García Garrido e Inmaculada Egido Gálvez (Coords.)
Ciudadanía y democracia en la educación / Miguel Rumayor
Teoría de la Educación. Un análisis epistemológico / Concepción Naval
Amor a fuego lento. 16 testimonios de éxito / Gerardo Castillo
El trabajo de los profesores. Virtudes en los educadores (2.ª edición) / David Isaacs
La afectividad. Eslabón perdido de la educación / Álvaro Sierra
Virtudes para la convivencia familiar. Vivir unidos y dejar vivir (2.ª edición) / David Isaacs
Enseñar y aprender. Una propuesta didáctica / Concepción Naval
Educación de la sociabilidad / Concepción Naval
La educación en peligro / Inger Enkvist
Aprender a divertirse / Marisa Rosa Espot y Jaime Nubiola
La felicidad inadvertida / José Benigno Freire
Emociones positivas, creatividad y problemas de salud en el aula / Álvaro Carpena Méndez y Oli-
via López Martínez

HISTORIA
Grandes interpretaciones de la historia (5.ª edición) / Luis Suárez
Historia de las religiones / Manuel Guerra
I. Constantes religiosas (2.ª edición)
II. Los grandes interrogantes (2.ª edición)
III. Antología de textos religiosos (2.ª edición)
Civilizaciones del Este asiático / Wm. Theodore de Bary
Sacerdotes en el Opus Dei. Secularidad, vocación y ministerio / Lucas F. Mateo Seco y Rafael Ro-
dríguez-Ocaña
Rusia entre dos revoluciones (1917-1992) / Autores varios
La Gamazada. Ocho estudios para un centenario / Autores varios
Corrientes del pensamiento histórico / Luis Suárez Fernández
Cuba y España, 1868-1898. El final de un sueño / Juan B. Amores Carredano
Pablo Sarasate (1844-1908) / Custodia Plantón
Mi encuentro con el Fundador del Opus Dei. Madrid, 1939-1944) (3.ª edición) / Francisco Ponz
El matrimonio civil en España. Desde la República hasta Franco / Francisco Martí Gilabert
La vida de Sir Tomás Moro (2.ª edición) / William Roper (Introducción, traducción y notas de Alva-
ro de Silva)
¿Por qué asesinaron a Prim? La verdad encontrada en los archivos / José Andrés Rueda Vicente
Carlos IV en el exilio / Luis Smerdou Altolaguirre
Carlos V. Emperador de Imperios / Emilia Salvador Esteban
Filipinas. La gran desconocida (1565-1898) / Lourdes Díaz-Trechuelo
El conflicto árabe-israelí en la encrucijada ¿es posible la paz? / Romualdo Bermejo García
Josemaría Escrivá de Balaguer y los inicios de la Universidad de Navarra (1952-1960) / Onésimo
Díaz Hernández y Federico M. Requena (Eds.)
La Iglesia y la esclavitud de los negros / José Andrés-Gallego y Jesús María García Añoveros
La moda en la pintura: Velázquez. Usos y costumbres del siglo XVII / Maribel Bandrés Oto
Felipe V: La renovación de España. Sociedad y economía en el reinado del primer Borbón / Agus-
tín González Enciso
Cristianismo y europeidad. Una reflexión histórica ante el tercer milenio (1.ª edición; 1.ª reimpre-
sión) / Luis Suárez Fernández
Profetas del miedo. Aproximación al terrorismo islamista / Javier Jordán
El legado social de Juan Pablo II / José Ramón Garitagoitia Eguía
Joseph Ratzinger. Una biografía / Pablo Blanco Sarto
Los creadores de Europa. Benito, Gregorio, Isidoro y Bonifacio (1.ª reimpr.) / Luis Suárez Fernán-
dez
El nuevo rostro de la guerra / Javier Jordán y José Luis Calvo Albero
Los musulmanes en Europa / José Morales
España y sus tratados internacionales: 1516-1700 / Jesús M.ª Usunáriz
Intuición y asombro en la obra literaria de Karol Wojtyla / M.ª Pilar Ferrer Rodríguez
La revista Vida Nueva (1967-1976). Un proyecto de renovación en tiempos de crisis / Yolanda Ca-
gigas Ocejo
La correspondencia de Tomás Moro / Anna Sardaro
Terrorismo y magnicidio en la historia / Mercedes Vázquez de Prada (Ed.)
Terror.com. Irak, Europa y los nuevos frentes de la yihad / Alfonso Merlos
Historia de Europa en el siglo XX. A través de grandes biografías, novelas y películas (1914-1989)
/ Onésimo Díaz Hernández
Historia de Israel y del pueblo judío: guerra y paz en la Tierra Prometida / María del Mar Larraza
(Ed.)
Continuidades medievales en la conquista de América / Eduardo Daniel Crespo Cuesta
América y la Hispanidad. Historia de un fenómeno cultural / Antonio Cañellas Mas (coord.)
El régimen de Franco. Unas perspectivas de análisis / Álvaro Ferrary y Antonio Cañellas Mas (co-
ords.)
León XIII, un papado entre modernidad y tradición / Santiago Casas
Pablo VI (1962-1978) / José Morales

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