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Aprendizaje social
Aprendizaje de procedimientos
infeliz que intenta repetir aquella merluza al horno que tanto éxito tuvo
o simplemente cualquiera que escriba, a mano o en ordenador,
conduzca un coche o monte en bici, utilice la lavadora, se peine o se
ate los zapatos, todas estas personas están utilizando técnicas mejor o
peor aprendidas. No son hábitos de conducta simples, aprendidos de
modo implícito, por exposición a un modelo o a un programa de
refuerzo, sino que son secuencias complejas de acciones que
requieren un cierto entrenamiento explícito, basado eso sí, en un
aprendizaje asociativo, por repetición, que debe concluir en una auto
matización de la cadena de acciones, con el fin de que la ejecución sea
más rápida y certera, al tiempo que menos costosa en recursos
cognitivos. Las técnicas son muy eficaces cuando nos enfrentamos a
ejercicios, tareas rutinarias, siempre iguales a sí mismas; pero cuando
la situación varía en algún elemento importante (el equipo contrario
prepara una defensa específica para dificultar a ese jugador lanzar el
gancho, nos falta un ingrediente básico para hacer la merluza o se
estropea la lavadora), no basta con dominar la técnica, hay que saber
también modificarla sobre la marcha para adecuarla a las nuevas
condiciones. Cuando el ejercicio se convierte en un problema, las
técnicas deben acompañarse de un aprendizaje de estrategias.
Aprendizaje de estrategias que permiten planificar, tomar decisiones y
controlar la aplicación de las técnicas para adaptadas a las
necesidades específicas de cada tarea. No basta con que cada
jugador de! equipo tenga una buena técnica, hay que usar
estratégicamente los recursos disponibles. Por más técnicas
concretas que domine un jugador de ajedrez (aperturas, finales, etc.)
de poco le servirán si no sabe usadas en función de lo que hace el
rival, si no sabe aplicadas dentro de una estrategia de juego. Debe
dominar técnicas pero además saber cuándo, cómo y de qué forma
aplicadas para que sean más eficaces. Las estrategias se hacen
necesarias ante situaciones nuevas o muy complejas, que
constituyen un verdadero problema, una encrucijada de opciones o
caminos, cuando no un laberinto, en algunos de cuyos pasillos, como
en los cuentos de nuestra infancia, está agazapado el monstruo del
error, o del miedo al error. Nos obligan a reflexionar sobre los errores
y a corregidos en lugar de afianzar nuestros aciertos, como sucede
con el aprendizaje de técnicas. Las estrategias no se adquieren por
procesos asociativos, sino por procesos de reestructuración de la
propia práctica, producto de una explicitación y toma de conciencia
sobre lo que hacemos y cómo lo hacemos. Aprendemos estrategias
a medida que intentamos comprender o conocer nuestras propias
técnicas y sus limitaciones, y ello requiere que hayamos aprendido a
tomar conciencia y a reflexionar sobre nuestra propia actividad y
cómo hacerla más efectiva.
Aprendizaje de estrategias de aprendizaje o control sobre nuestros
propios procesos de aprendizaje, con el fin de utilizados de manera
más discriminativa, adecuando la actividad mental a las demandas
específicas de cada uno de los resultados que hemos descrito con
anterioridad. Se trata de un tipo específico de estrategias, de
especial importancia para la nueva cultura del aprendizaje y más aún
para un libro como este. Si además de disponer de procesos
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competencias profesionales para la docencia
(Skinner, 1978).
La propia evolución del conductismo, su esfuerzo por abarcar áreas
cada vez más remotas y complejas de la conducta humana, junto con el
fuerte impacto producido en los años cincuenta y sesenta por las nuevas
ciencias y tecnologías de la comunicación, dedicadas a la representación y
la manipulación del conocimiento, abrieron paso a una crisis del
conductismo como teoría total del aprendizaje, que, se dice, fue
reemplazado por el nuevo paradigma cognitivo1. El conductismo perdió
poco a poco su coraza reduccionista, su rechazo al estudio de los
procesos, pero conservó su raíz asociacionista, hasta acabar diluyéndose
en diversas formas de «asociacionismo cognitivo» (Pozo, 1989), como el
aprendizaje cognitivo animal (ahora resulta que también las ratas y las
palomas tienen memoria y no sólo conductas observables) o el
procesamiento humano de la información. Como vimos en el capítulo 1,
en la psicología se produjo una «explosión» cognitiva, paralela a las otras
dos revoluciones informativas de mediados del pasado siglo (genética y
cibernética), aunque sin duda menos fructífera, alentadas todas ellas por
la propia explosión informativa que se ha producido en nuestra sociedad
como consecuencia del uso generalizado de las tecnologías «cognitivas»
de la información. Pero la revolución cognitiva, lejos de traer consigo una
teoría unitaria, un único mapa, ha supuesto una multiplicación de las
alternativas teóricas sobre el funcionamiento de la mente humana. La
psicología cognitiva, en vez de ser una teoría compacta, es más bien un
enfoque, una forma de acercarse a la conducta y al conocimiento
humano, a través de las representaciones que genera la mente humana y
los procesos mediante los que las transforma o manipula. De hecho, a
partir de esta idea común existen muchas teorías diferentes dentro de la
psicología cognitiva (por ejemplo, Riviere, 1987) y más concretamente
muchas teorías cognitivas del aprendizaje diferentes (Pozo, 1989). No voy
a someter al lector a la tarea un tanto pesada de analizar con detalle unas
u otras. Me propongo más bien proporcionar a ese aprendiz o viajero
despistado una visión integradora de los procesos de aprendizaje y no
analizar la compatibilidad entre los diversos ingredientes que componen la
ensalada teórica de la psicología del aprendizaje.
Se trata sin duda de uno de los trucos de magia más sorprendentes que
muestra que nuestra mente surge de esas moléculas pero no está en
ellas. Como nos recuerdan Rosetti y Revonsuo (2000), individual proviene
de individis, y de hecho cualquier estado consciente es indivisible, un
estado unitario que no puede descomponerse, lo que explicaría de hecho
nuestra incapacidad, tantas veces demostrada en psicología cognitiva, de
dividir la conciencia entre varias tareas (Edelman y Tononi, 2000).
Este carácter unitario o indivisible de los estados conscientes, si bien
no responde al funcionamiento primario del sistema cognitivo, al menos de
nuestra mente implícita -un funcionamiento fragmentado, distribuido y
contextualizado, según los desarrollos más recientes de la psicología
cognitiva (Pozo, 2001)-, tiene, sin embargo, efectos causales, o «físicos»,
según dice Cairns-Smirh (1991), sobre el funcionamiento de la mente.
Actuarnos en función de cómo nos representamos a nosotros mismos
como agentes, por más que el yo no sea sino «un estado biológico
reconstruido repetidamente» (Damasio, 1994, p. 211 de la trad. cast.), una
continuidad construida a partir de discontinuidades múltiples (Rosetti y
Revonsuo, 2000) gracias en parte a la mediación o re descripción
proporcionada por los sistemas culturales de conocimiento en que
representamos y narrarnos ese yo (el lenguaje, el tiempo, la escritura, los
álbumes de fotos, etc.). Así, recuperar los fenómenos explícitos para la
psicología cognitiva no implica regresar a un enfoque fenomenológico o
introspectivo (Pérez Echeverría et al., 2006), ya que la explicitación no
supone un acceso privilegiado al propio funcionamiento cognitivo, sino una
reconstrucción culturalmente mediada del mismo. Se trata de aceptar que
ese funcionamiento implícito se ve en parte modificado cuando algunos de
sus componentes representacionales se explicitan, pero esa explicitación y
la reconstrucción o re descripción representacional a que pueda dar lugar
requieren no sólo un notable esfuerzo cognitivo, sino también una fuerte
mediación social, la intervención de otros agentes culturales, en nuestro
caso los maestros que ayuden a que las representaciones explícitas (o
estados mentales) de los aprendices no se disocien de sus
representaciones implícitas, las que de forma no consciente guían su
acción, de modo que de la relación entre unas y otras surja un nuevo
conocimiento.
De esta forma, la reconstrucción explícita de las representaciones
implícitas estaría necesariamente mediada por la interiorización de
sistemas culturales de representación. Tendría no sólo una naturaleza
cognitiva sino también cultural, con lo que llegamos al último nivel el
sociocultural. Si según hemos visto, para algunos, el estudio de las
representaciones es demasiado global, para aquellos que se sitúan en el
nivel sociocultural las representaciones son demasiado poco. Lo que hay
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competencias profesionales para la docencia
aprendizajes.
De esta forma, nuestro equipo cognitivo de serie se constituiría en algo
así como un sistema cognitivo inmunológico, que nos previene o vacuna
contra ciertos contagios representacionales inconvenientes o innecesarios
(Pozo y Gómez Crespo, 2002b; 2007). En el capítulo 11 veremos que este
es un serio problema que aqueja a la adquisición de conocimientos en
ciertos dominios específicos en los que se pretende una alfabetización
generalizada de la población en sistemas de conocimiento claramente
incompatibles con la mentalidad de quienes deben aprenderlos, lo que
exige nuevos procesos de aprendizaje o cambio conceptual (Pozo y
Flores, 2007; Pozo y Gómez Crespo, 1998; Schnotz, Vosniadou y
Carretero, 1999) y nuevas formas de intervención instruccional, ya que los
sistemas de distribución social habituales (por ejemplo, el sistema
educativo o la divulgación científica) no aseguran un «contagio» suficiente
de esos conocimientos. En último extremo, como dice Boyer (2000), la
cultura no se baja, como se baja un programa para descomprimir archivos
o la última película de Harry Potter, sino que debe ser reconstruida
individualmente en cada una de las mentes que hacen suyas esas
herramientas culturales, ya que, recordemos, las mentes son el dispositivo
esencial mediante el que la cultura se conserva y perpetúa, con la ayuda
de todas las memorias externas generadas y gestionadas por esa mente,
pero también la herramienta esencial para su cambio.
Vemos, por tanto, que, según refleja la figura 5.3, los cuatro niveles de
análisis que hemos descrito son necesarios, pero insuficientes por sí
mismos, para explicar cómo aprendemos las personas y cómo podemos
ayudarlas a hacerlo. Una vez más podemos entonar aquello de que ni
contigo ni sin ti tienen mis penas remedio. Pero si todos esos niveles y los
mapas locales que dentro de ellos, y entre ellos, pueden dibujarse en
forma de teorías específicas representan algún aspecto relevante del
territorio del aprendizaje, en un libro como este no podemos usados todos
a la vez, a riesgo de convertido en una enciclopedia. Hay que elegir aquel
o aquellos que se adecuen más a nuestros propósitos y utilizar los demás
como recursos auxiliares, detenernos en ellos cuando queramos, como
complemento a nuestro plan de viaje principal, para reposar un momento
en algún rincón con especial encanto, para perdernos un rato en los
pasillos subterráneos del metro o para disfrutar de una percepción
distinta, asomados a lo alto de un acantilado, como hicimos ya, si
recuerda el lector, en el capítulo 1.
Así que voy a adoptar como guía de nuestro viaje los procesos de
adquisición y cambio de las representaciones (segundo nivel
correspondiente a la mente humana como un sistema representacional),
junto con la función de la conciencia reflexiva como proceso de
aprendizaje explícito o de conocimiento propiamente dicho (tercer nivel).
Seguramente hay otras guías posibles que harían posibles otros viajes
por el aprendizaje y el funcionamiento cognitivo no menos interesantes
que este. Pero nuestro viaje va a intentar recuperar lo que han sido las
aportaciones esenciales de la psicología cognitiva sobre el aprendizaje
humano en los últimos cincuenta años, apoyándose, por un lado, en las
propuestas y modelos clásicos del procesamiento de información, con
todas las críticas que se les pudiera hacer, pero situando estas
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