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Universidad de Chile.

Facultad de Artes.

Escuela de posgrado.

Juego y Seriedad en Walter Benjamin

Tesis para optar al grado de Doctor en Filosofía con mención en Estética y Teoría
del Arte.

Candidato: Víctor Díaz Sarret.

Profesor guía: Federico Galende.


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Índice

Introducción ......................................................................................................................................5
a. El juego en la base de la cultura. ....................................................................................12
b. Walter Benjamin, coleccionista de juguetes. .................................................................24
Primera parte. La reproductibilidad técnica. ..............................................................................31
1. Primera aproximación a las ideas de materialismo y dialéctica en Benjamin. ..........34
2. Aura, técnica y dialéctica. .................................................................................................49
2.1 Espacio y tiempo............................................................................................................54
2.2 Libre juego de las facultades del sujeto: distancia, desinterés y contemplación. .63
2.3 Aura y mito......................................................................................................................68
2.4 Aura, rito y naturaleza. ..................................................................................................74
3. La distancia. .......................................................................................................................79
4. Aura, masa y colectividad (o el “potencial” del Ratón Mickey). ...................................84
5. Fascismo como mitología para la masa. ........................................................................88
6. Fuerza fuerte. .....................................................................................................................95
7. Valor eterno de la obra de arte. .....................................................................................106
Segunda Parte. Juego y Seriedad. ...........................................................................................111
1. El juego y el uno sintético. ..............................................................................................112
2. Crítica y comentario sobre la obra de arte. ..................................................................121
3. Síntesis y análisis: Goethe y Kant. ................................................................................128
4. Goethe y el modelo de la síntesis. ................................................................................133
5. Presente y pasado en el “uno sintético”. ......................................................................139
6. El juego estético de Schiller. ..........................................................................................144
7. Dualidad, separación y reunión de los opuestos.........................................................151
8. Juego y seriedad en Schiller. .........................................................................................161
9. Dialéctica y polaridades en Schiller. .............................................................................166
Tercera Parte. Hacia una política del juego. ............................................................................169
1. Belleza y juego.................................................................................................................169
2. Belleza, mímesis y destino. ............................................................................................181
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3. Juego y destino. ...............................................................................................................192
4. ¿Juego y revolución? ......................................................................................................197
5. Mesianismo y juego.........................................................................................................202
6. El origen de la segunda técnica y la intensidad del juego. ........................................210
7. El “estilo juvenil” como resistencia del arte frente a la técnica. .................................215
8. Juego y vivencia. .............................................................................................................227
9. Juego y dispersión...........................................................................................................234
10.1 La industria cultural. ....................................................................................................237
10.2 Diversión en la obra de arte. ......................................................................................251
11. Juego y profanación. ...................................................................................................261
Cuarta Parte. Conclusiones. ......................................................................................................278
Agradecimientos ..........................................................................................................................300
Bibliografía....................................................................................................................................301

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Introducción

Es verdad que el hombre es esencialmente el animal


que trabaja. Pero también sabe cambiar el trabajo en
juego. Esto se debe subrayar a propósito del arte (del
nacimiento del arte): el juego humano,
verdaderamente humano, fue en primer lugar un
trabajo, un trabajo que se convirtió en un juego.

G. Bataille. “Las lágrimas de Eros”.

Mencionar la idea de “juego” inmediatamente nos podría conducir por el sendero


de la memoria al hogar de la infancia; incluso más: a los momentos más felices de
la niñez, aquellos decorados con el candor alegre de la primera juventud y de la
plenitud de quien, despreocupadamente, no alcanzaba a concebir aún la pesadez
del mundo ni la amenaza de la muerte. La palabra “juego”, decíamos, parece
relacionada con el goce pleno del inocente pues, dicho sea de paso, solamente en
inocencia o ignorancia no surge la culpa, generalmente némesis connatural del
goce. Pero por el contrario, mencionar al “juego” en la vida adulta pareciera
muchas veces indicar una falta de madurez, una incauta resistencia a confrontar la
importancia del presente o el riesgo del futuro. En definitiva, una “distracción”, es
decir, una desviación de las energías respecto de su objetivo fundamental. Hablar
en la adultez de “juego” resulta, muchas veces, sinónimo de la banalización de la
vida en aras de la inactividad propia del ocio. Y, sin embargo, variados y de larga
data son los estudios que anuncian al juego como el momento fundacional de la
cultura y las sociedades, así como un garante de salud psíquica y desarrollo del
pensamiento.

No obstante, la presente investigación no tiene por fin vincularse con el análisis de


las formas del juego, sus orígenes, ni su importancia etnológica, antropológica,

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psicológica o social —aunque no podremos esquivar mencionar dichos tópicos o
coquetear con tales aproximaciones en lo sucesivo—. Más bien una parte
importante de este estudio estará concentrado en el análisis del juego en su
importancia para el arte; es más, intentará sostener tácitamente, y de soslayo, a la
idea de “juego” como uno de los cimentos de la noción de representación
occidental, de lo sensible del sujeto y, por tanto, de la matriz filosófica del
pensamiento en su cariz estético.

E inclusive se podría dar todavía una definición más precisa de la pretensión de


este escrito: aquí se propone vehicular un análisis de la propuesta del pensador
alemán Walter Benjamin desde la “clave” del juego; una que posibilitaría desnudar
—o al menos tornar relativamente legible— los comentarios del mencionado
Benjamin respecto al rol de la obra de arte en el discurso político de la primera
década del siglo XX, el papel de la representación como terreno fértil para la
instauración de un modelo social desvinculado del capitalismo, y la participación
de lo estético como agente de emancipación de las fuerzas individuales y —sobre
todo— colectivas. Es decir, en el presente estudio se intentará dar cuenta de que
—para Benjamin— el juego, incluso en su levedad y banalidad, no resulta banal ni
leve. O en otras palabras, que la distracción del juego no sería una desatención
respecto a un objetivo necesario, sino el encausamiento hacia la “inconsciente
conciencia” de que algunos objetivos resultan completamente innecesarios. Por
tanto, nada más fructífero que la improductividad del ocioso juego. Sin embargo —
ya adelantábamos— pese a que este estudio concentrará sus energías
fundamentalmente en la comprensión del papel del juego en la literatura
benjaminiana, necesario parece igualmente proyectar al menos levemente otras
posibles relaciones en torno a dicha noción. Ello, porque tales relaciones
comparativas —estimamos— permitirán en lo sucesivo generar un contorno más
legible y definido a la particular idea de “juego” que Benjamin tramó. Un término
que en su escritura se torna un concepto claramente diferenciable de otras
aproximaciones al motivo de lo “lúdico” y, a la vez, rápidamente vinculable a una
tradición del pensamiento occidental en diversos aspectos.
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Ahora bien, valga mencionar al respecto que la tesis aquí presentada operará con
una presunción transversal, a saber, el “juego” se encontraría en la base de lo que
denominamos como “cultura”; además, dicha base sería una principalmente de
índole “estética”. Por supuesto, con lo anterior poco se ha dicho, o al menos lo
mencionado puede resultar poco claro, impreciso o vago. No obstante, la tarea de
los siguientes capítulos será aclarar y desarrollar aquella declaración. Asimismo,
menester resulta señalar que hemos recurrido a dicha sentencia tentativa porque
—proponemos— se encontraría plenamente presente en el discurso
benjaminiano; al menos en la medida en que Benjamin acude a una tradición
alemana que, a la vez, reclama a la figura del juego como cimiento estético de la
construcción de la cultura. Por último, aquella sentencia hipotética parece
recuperada por autores posteriores a Benjamin, quienes también recurren al
recurso del juego como núcleo de lo estético pero, se colegirá, en direcciones
diversas y perspectivas relativas —pero distintivas— a lo señalado por Benjamin.
Y, sin embargo, aquello que animó a Benjamin a sostener —desde su escritura
más juvenil— que la posibilidad de una transformación política estaba dada desde
la sensibilidad, se perpetúa en las ideas de aquellos autores que convocaremos
más adelante a esta discusión. Huelga mencionar que el escrito aquí presentado
deberá, además, sortear dos aparentes contradicciones: primero, intentar
sistemáticamente dar forma inteligible a la propuesta de un pensador que tanteó,
como práctica habitual propia de su discurso, desatender las configuraciones
formales de los sistemas filosóficos tradicionales y de la escritura como matriz
meramente comunicativa. O en otras palabras, intentar comunicar
sistemáticamente ideas que, según Benjamin, no podrían ser del todo
comunicadas a través de la escritura, a menos que ésta adoptara una relación
reflexiva con su propia forma expositiva y se conectara con el rodeo del
pensamiento. Luego, secundando lo anterior, esta investigación se ha propuesto
como tarea abordar con cierto rigor y atención la idea de “juego”, una noción que
en su fuero interno parece desear desestabilizar la gravedad de la atención y lo
encorsetado del rigor. Tal vez lo único que se pueda mencionar, por ahora, frente

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a tales aparentes contradicciones iniciales y a modo de precaución inicial, sea lo
siguiente: en los capítulos consecutivos se intentará generar una oscilación
moderada entre el tono declarativo de la escritura y su faz expresiva, esta última
principalmente brindada por las propias imágenes ilustrativas de la escritura
benjaminiana; igualmente, se intentará en lo sucesivo analizar la idea de “juego”
en Benjamin desde un recorrido bibliográfico del mentado pensador alemán,
modelo de trabajo que decantará eventualmente en la individualización de los
componentes que al parecer conformaron la noción de juego en aquel autor. Ello,
se colegirá, no con la intención de “desactivar” la potencia de la matriz del “juego”
en una suerte de análisis forense, sino, por el contrario, de brindar una imagen
prístina de su actividad en el discurso estético y político en Walter Benjamin. Por
tanto, y seguramente se deduce ya, la presente investigación no busca indagar
sobre las fórmulas lúdicas de la infancia, sobre las particularidades sociales del
juego o bien las funciones culturales del jugar y, sin embargo, deberá igualmente
—aunque de soslayo, revelábamos— involucrarse con tales tópicos. Por el
contrario, indicábamos también, los capítulos sucesivos intentarán primero brindar
una imagen clara del rol que ocupa la idea de juego en la escritura de Benjamin,
para luego intentar rastrear los múltiples orígenes posibles de dicha posición.

Al respecto, Benjamin legó un rastro de autores en su propia escritura, algunos


mencionados de forma explícita; otros, en cambio, resuenan tácitamente en su
escritura. Finalmente, algunos autores citados por Benjamin en importantes
ensayos siguen operando en la trastienda de su pensamiento, inclusive cuando no
fueran directamente referidos en el cuerpo del texto. Tales son los casos de
Goethe y Kant: ambos trabajados por Benjamin en razón de tópicos tales como la
moral, la poética y la representación, aunque no son aludidos directamente al
momento de proponer la idea de “juego”. Y, sin embargo, esta investigación desea
demostrar que los escritos de Kant, y particularmente de Goethe, son hitos
fundamentales para comprender el “sentido” en el uso de la palabra “juego” en la
propuesta benjaminiana y, por tanto, senderos ineludibles al momento de rastrear
su rol estético y político. Pero incluso más: es muy probable que los análisis de G.
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Simmel sobre las figuras de Kant y Goethe hayan sido muy influyentes en la
perspectiva de ingreso que Benjamin adopta frente a aquellos autores. Por ello,
será necesaria una detenida revisión de algunos de los comentarios más
ejemplares de Simmel, no únicamente para exhibir la férrea sintonía con
Benjamin, sino especialmente para conformar una apreciación más explicativa
sobre algunas sentencias benjaminianas relativas a los autores recientemente
mencionados. Será entonces dicha base la que, proponemos aquí, se replicaría en
la escritura juvenil de Benjamin, para luego mantenerse con muy pocas
variaciones por el resto de su producción o, al menos, con pocas diferencias en
los aspectos principales. Y si bien indicar algo como aquello sobre la figura de W.
Benjamin parece en principio desacertado —considerando al menos la escisión
habitual entre la metafísica juvenil y el materialismo maduro con el que se suele
leer a Benjamin— parte de esta tesis intentará al menos tácitamente sostener que,
más que diferencias, lo que podemos encontrar en las distintas etapas del cuerpo
de obra de este pensador son sincronías; habrá tiempo en lo sucesivo, por
supuesto, para confirmar tal supuesto por ahora sólo enunciado.

Igualmente importante podría resultar también una revisión somera de lo señalado


por Han respecto a la noción de juego en Kant. Se colegirá ya que dicha
importancia radica en la necesidad de comprender a cabalidad el discurso
kantiano para, así, realizar las comparaciones necesarias con Benjamin y
principalmente con la posición goetheana que muchas veces parece adoptar
Benjamin frente a algunos postulados kantianos. Al respecto, tal vez valga
mencionar que en Benjamin los ejercicios de lectura binarios siempre parecen
improcedentes, en la medida en que el propio Benjamin tendía a eludir posiciones
polares; por tanto, siempre habremos de cuidarnos de considerar a Goethe y Kant
como dos autores en disputa. Por el contrario, en Benjamin persistentemente
encontraremos una oscilación, pese a que, tal como hemos señalado, todo apunta
a que en general la figura del poeta Goethe parece predominar en el discurso
benjaminiano por sobre el filósofo Kant. Ahora bien, exteriorizábamos ya que el
análisis filosófico de Han sobre Kant puede resultar de utilidad para tales fines,
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puesto que permite congeniar de modo más ajustado la idea de juego como
actividad y potencia con su domicilio moral. Igualmente, la moral kantiana será un
problema por trabajar permanente en la literatura benjaminiana, y en ese sentido
la noción de juego perfectamente parece operar como un núcleo ineludible en las
aproximaciones de Benjamin hacia la filosofía kantiana.

En parte, algo similar ocurre G. Agamben, otro de los autores invitados a esta
discusión —aunque con una diferencia significativa— puesto que la propuesta
agambeniana también permite desarrollar una aproximación sumamente
comprensiva al papel del juego en el discurso de Benjamin. No obstante la mayor
diferencia con Han, proponemos aquí, no sería la evidente alusión a Benjamin por
parte de Agamben —y la ausencia de dichas insinuaciones en Han—, sino que
aquel trata el asunto del juego incorporando como premisa tácita la filosofía de
Schiller; y si bien Benjamin no parece muy próximo a las ideas schillerianas, o al
menos no tan evidentemente como ocurre con Goethe o Kant, si resulta del todo
verosímil establecer un expansivo marco comparativo en donde sea posible
observar las cercanías de Schiller con Kant y Goethe. Así, dicha triada permitiría
dar una forma definida al rol del juego en la escritura temprana de W. Benjamin;
luego, bastará con certificar las correspondencias con su escritura más tardía.
Finalmente, podremos desarrollar las distintas expansiones de dicha propuesta y
su papel en la discusión estética.

Por último, como parte de la presente introducción, tal vez sea necesario dar una
definición general y somera sobre el concepto de juego. El motivo de dicha
definición general radica en la necesidad de conformar una noción contrastable
con aquella propuesta por Benjamin. Una que si bien podría llegar a poseer
variadas conexiones con las ideas tradicionales generadas por importantes
pensadores respecto a la idea de juego, posee —como ya hemos señalado
reiteradamente— un matiz diferencial importantísimo en la escritura de Benjamin.
De esta manera, construir un marco general para la discusión permitirá,
eventualmente, facilitar la ilustración de tales particularidades en dicho autor.
Ahora bien, para dar inicio a una tentativa definición de la noción de juego en
10
términos generales, antes incluso de comenzar a desarrollar una trama de
filiaciones con Benjamin, hemos optado por recaer sobre dos autores dechados
para el motivo aquí señalado, a saber, J. Huizinga y R. Caillois. Esperamos se
deduzca inmediatamente la razón de dicha decisión: ambos autores desarrollaron
—desde la década del ‘30 del siglo XX— seguramente los más referidos y
consabidos estudios sobre la relación del juego con la cultura y, especialmente, su
vinculación con la estética. De hecho, no parece tampoco descaminado asegurar
que a la fecha ninguna investigación ha conseguido suplantar o superar la
importancia bibliográfica de ambos autores para cualquier estudio relativo al juego,
pese a los casi cien años ya transcurridos desde la realización de tales
propuestas. Igualmente, la proximidad temporal con los ensayos benjaminianos en
lo sucesivo nos podría permitir la elaboración de una imagen más acabada del
modo en cómo se estimaba la condición del concepto de juego en el pensamiento
europeo, al menos durante la primera mitad del siglo XX. Finalmente, valga
mencionar que Benjamin, sin aludir directamente a Huizinga o Caillois respecto a
la idea de juego tramada —por ejemplo, en su afamado ensayo “La obra de arte
en la época de su reproductibilidad técnica” (1936)—, sí hace uso de las tesis de
tales pensadores para otros fines, inclusive recuperándolos mediante citas
rastreables en las carpetas [J 85, a 2] e [I 5, 3] del llamado “Libro de los pasajes”,
respectivamente. No obstante, insistimos, si bien las publicaciones de aquellos
pensadores sobre la idea de juego no podrían ser directamente aludidas por
Benjamin, sí al menos se puede certificar la lectura de aquellos autores por parte
de éste. Dicho dato certificable al menos nos permite especular sobre algún grado
de influencia, aún somero, en relación al motivo del juego. No obstante, es poco
probable que Benjamin consiguiera revisar la afamada publicación de Huzinga en
los últimos años de su vida, una que además vio la luz luego de la publicación del
ensayo benjaminiano sobre la reproductibilidad técnica; igualmente, la publicación
del estudio de Caillois es muy posterior, datada ya en 1958 —relación que podría
incluso suponer una influencia invertida—. Pese a ello, insinuábamos, ambas
publicaciones pueden ser de utilidad —al menos como momento introductorio—

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para dar cuenta de la “idea” que comenzó a fraguarse sobre la noción de juego
desde fines de la década del ’30 y que, de alguna manera, ha propalado su
influencia hasta el día de hoy. Asimismo, algunas leves sintonías, y sobre todo
contrastes con Benjamin, podrán luego ser desarrolladas en este estudio, a modo
de “diseño” complementario que permita una mejor “visualización” de la mentada
noción.

Por último, menester también mencionar que, tal como sugeríamos recientemente,
el ensayo sobre la reproductibilidad técnica tendrá en el curso de esta
investigación un protagonismo evidente y fundamental. La razón de ello es
atribuible no únicamente a la importancia que ha adquirido dicho ensayo para la
tradición de la teoría del arte y la estética, sino principalmente porque en dicho
ensayo parece anunciarse con mayor claridad la intención del uso terminológico
“juego” para Benjamin, y la posición que adquiere en la trama de sentido que
construye respecto a su propuesta política y artística, al menos en una de sus
versiones y, coincidentemente, la menos revisada.

a. El juego en la base de la cultura.

J. Huizinga, en su ineludible “Homo Ludens” (1938), brindará una definición sobre


la idea de juego que para la presente investigación resulta inestimable. No
obstante, esperamos en capítulos sucesivos desmontar —o al menos relativizar—
la tesis de Huizinga amparados por lo señalado por Benjamin. Ahora bien, la
importancia de la sentencia de Huizinga, pese a los eventuales “ajustes” que
desarrollaremos más adelante sobre ella, permite una mirada panorámica sobre el
modo en como la tradición occidental concibió —y/o concibe todavía— al rol del
juego en la sociedad: lo lúdico del actuar humano sería un momento incluso previo

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a lo que denominamos cultura, o mejor dicho, se encontraría en su base. Dicha
base, a su vez, operaría bajo las fórmulas propias de la representación pero con
un matiz distintivo, a saber, los modos de representación del juego, tanto en su
autonomía normativa como también en su posibilidad de inmersión del jugador,
finalmente vincularían a lo lúdico con lo sagrado. En otras palabras, lo sagrado, lo
cultual y lo ritual estarían, por una parte, subordinados a la esencia de lo lúdico y,
a la vez, en la base de lo cultural. Para sustentar su hipótesis, Huizinga volverá a
los discursos platónicos, como una suerte de retorno genealógico hacia los
posibles orígenes de la filosofía occidental. De esta manera, indicará por ejemplo:

“La cuestión es si, en virtud de la homogeneidad formal, podemos


también atribuir la calificación de juego a la conciencia sagrada, a la fe
que llena estas formas superiores. Si nos hemos apropiado la
concepción platónica de juego, a lo cual nos conduce lo que hemos
anticipado, entonces no encontraremos el menor reparo. Platón
pensaba en los juegos consagrados a la divinidad como lo más alto a
que el hombre puede dedicar su afán en la vida. (…) La acción sacra
queda comprendida, en lugar importante, dentro de la categoría de
juego, sin que por eso pierda, en esta subordinación, el reconocimiento
de su carácter sagrado.” (2000: p.44).

De esta manera, Huizinga atribuirá al juego la forma amplia de un sinnúmero de


acciones posibles que, tácitamente, se encontrarían en la mayoría de las
actividades humanas. De hecho, para Huizinga lo lúdico parece más una actitud
frente a la actividad que una acción en sí misma, o mejor dicho, las características
de dicha acción podrían rastrearse en todo acto de cultura, contaminando con su
particularidad aquello que en principio pareciera tener poca relación con lo
meramente lúdico. Dicha posibilidad de propalación del juego le permitirá, en
última instancia, sostener la importancia de él como una categoría de orden cultual
y cultural: el juego, al ser un acto fundamentalmente de representación, permitiría
entender las características propias de los ritos fundantes de la cultura;
igualmente, al estar por aquella vía asociado a lo sagrado, el juego demostraría su

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radical importancia para lo humano. Como se colegirá entonces, la tesis de
Huizinga posee una doble función: tanto la de dotar al juego de un impulso
fundacional como de arraigar tal potencia fundante en una idea sagrada. El juego,
desde aquella perspectiva, se torna una actividad, si bien ociosa e improductiva,
completamente desvinculada de lo banal. Muy por el contrario, para Huizinga el
juego sería el síntoma de una existencia capaz de trascender lo material, o mejor
dicho, lo meramente mecánico. Inclusive el juego, a propósito de su relación con la
representación y lo sagrado, tramaría un vínculo con aquello irracional originario.
O al menos así lo ilustra Huizinga:

“Los animales pueden jugar y son, por lo tanto, algo más que cosas
mecánicas. Nosotros jugamos y sabemos que jugamos; somos, por
tanto, algo más que meros seres de razón, puesto que el juego es
irracional.” (2000: p.15)

Se colegirá que en el caso anterior, lo señalado por Huizinga expresa una


potencia irracional de lo humano asociado, particularmente, a una especie de
conciencia recursiva sobre la propia actividad del juego. Es decir, en Huizinga
parece propalarse la idea de que el “instante” irracional del juego se superpone a
lo racional del ejercicio lúdico. Tal superposición, a diferencia de lo que
habitualmente se señala, sería un momento de elevación respecto a “la mera
razón” humana. Tal vez la explicación a ello se encuentre en el propio fragmento
antes citado: como si se tratase de un espejo, los animales juegan porque no son
meras cosas mecánicas; de modo semejante, la razón aparece como un momento
meramente mecánico de lo humano. En ese sentido, el irracionalismo que le
atribuye Huizinga a la auto-consiente actividad del juego seguramente se sustenta
en una premisa ritualista o cultual, a saber, el instante original y sagrado de la
cultura. Ahora bien, dicha propiedad radical del juego en la propuesta de Huizinga
probablemente pueda resumirse en las siguientes palabras:

“El juego, en cuanto tal, traspasa los límites de la ocupación puramente


biológica o física. Es una función llena de sentido. En el juego «entra en

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juego» algo que rebasa el instinto inmediato de conservación y que da
un sentido a la ocupación vital. Todo juego significa algo.” (2000: p.12)

En otras palabras, el juego para Huizinga se encontraría en la base de la cultura


humana —a modo de raíz ligada con lo sagrado— por la potencia significante que
arraiga en su interior; es decir, el juego, en la medida en que dota de significado al
propio impulso vital, hace de la vida un acto superior al mero mecanicismo
vitalista. Gracias al juego, parece suponer Huizinga, la vida cobra significado,
incluso cuando se arriesga la vida en el juego. Dicho sentido de lo vital, finalmente
y como hemos expresado, apunta a un plano sagrado de la existencia en la base
de toda cultura. De hecho, en palabras del recién mencionado autor:

“No es posible ignorar el juego. Casi todo lo abstracto se puede negar:


derecho, belleza, verdad, bondad, espíritu, Dios. Lo serio se puede
negar; el juego, no.

Pero, quiérase o no, al conocer al juego se conoce el espíritu. Porque el


juego, cualquiera sea su naturaleza, en modo alguno es materia.”
(2000: p.14)

Al respecto, valga mencionar que pese al uso intencionado de las frases


anteriores, Huizinga no podría ser adjetivado como un espiritualista ingenuo o un
culturalista místico sin más; por el contrario, debemos recordar que la dotación de
sentido del juego, aquella que la asociaría al rito sagrado y por tanto a la cultura,
es descrita por él como una actividad propia de la representación, es decir, como
una actividad del lenguaje. De esta manera, el sentido que lo lúdico le brinda a la
vida sería, en rigor, un significado lingüístico, o mejor, una representación
significante para la vida. Incluso más: la vida adquiriría sentido porque se
representaría un sentido para sí. Pero, ya lo decíamos, hemos intencionalmente
remarcado aquí el matiz sagrado de las declaraciones de Huizinga; la razón es
meramente expositiva: posteriormente retomaremos las asociaciones entre
ritualidad y representación, así como entre misticismo y lenguaje, en la obra de
Benjamin. Por tanto, resulta por ahora de suma utilidad hacer notar la perspectiva

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de Huizinga para contrastarla con lo que luego denominaremos —acompañados
por Agamben— como “lo profano” en el juego benjaminiano.

Por ahora, y para evitar adelantarnos al orden que nos hemos impuesto,
retomemos la descripción de Huizinga sobre las características del juego; sin
embargo, esta vez, en aras de terminar de dar cuerpo a la relación entre lo lúdico
y el lenguaje. Pues bien, dicha raigambre lingüística quedará plenamente
expresada en la filiación que Huizinga establece con el mito: las narraciones
fundantes de toda cultura han sido elaboradas a modo de relatos. Narraciones
que, dicho sea de paso, se articulan mediante el uso “lúdico” de los tropos del
lenguaje, de la metáfora y las imágenes poéticas. De esta manera, según
Huizinga, “Las grandes ocupaciones primordiales de la convivencia humana están
ya impregnadas de juego (…) por ejemplo, el lenguaje (…)” (2000: p.16). Y luego
agregará:

“Jugando fluye el espíritu creador del lenguaje constantemente de lo


material a lo pensado. Tras cada expresión de algo abstracto hay una
metáfora y tras ella un juego de palabras. Así, la humanidad se crea
constantemente su expresión de la existencia, un segundo mundo
inventado, junto al mundo de la naturaleza. En el mito encontramos
también una figuración de la existencia (…) En cada una de esas
caprichosas fantasías con que el mito reviste lo existente juega un
espíritu inventivo, al borde de la seriedad y la broma.” (2000: p.16)

En definitiva, para Huizinga “en el mito y en el culto es donde tienen su origen las
grandes fuerzas impulsivas de la vida cultural (…)” (Op. Cit.) y, por tanto, sería
sobre la base del juego que reposa la así llamada cultura.

Finalmente, para efectos de esta exposición introductoria, valga mencionar dos


características fundamentales del juego atribuidas por Huizinga: primero, el juego
se opone a la seriedad y, sin embargo, dicha oposición sería sólo aparente y
preliminar (Cfr. Huizinga; 2000: p.16 y ss.). Ello porque, en rigor, el juego en su
relación con lo sagrado resulta del todo serio en su actividad; luego, como

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segunda característica, el juego debe ser una actividad libre, o mejor aún, una
actividad que demanda un libre sometimiento a sus normas (Cfr. Huizinga; 2000:
p.27 y ss.), característica que lo vuelve a emparentar —en su potencia de
representación lingüística— a la estética. Desarrollaremos en las siguientes líneas
una descripción más acabada de ambas características, pero previamente es
menester anticipar dos asuntos relacionados a tales particularidades del juego,
que integraremos a cabalidad en capítulos siguientes. Dichos asuntos que
desplazaremos para un análisis posterior, puesto que ameritan un examen
acucioso, poseen directa relación con las nociones de seriedad y libertad. De esta
manera, dedicaremos un segmento importante de esta investigación a certificar la
importancia para Benjamin de la oscilación entre las ideas de juego y seriedad en
la obra de arte —y en los fenómenos estéticos en general—, así como
reservaremos otro segmento para analizar las relaciones entre libertad y juego. De
hecho, tal como se insinuaba ya en las primeras líneas de la presente
introducción, gran parte de la hipótesis de este escrito se sostiene sobre la
siguiente presunción, a saber, la influencia goethiana en el uso argumentativo por
parte de Benjamin de las ideas polares de juego y seriedad y, luego, la
importancia de la moral kantiana frente al examen benjaminiano sobre las
concepciones de experiencia y libertad en el juego. En ese sentido, se colegirá,
tampoco resulta extraño que un autor como Huizinga retome términos ya
tradicionales, tales como “juego/seriedad” y “libertad de juego”: una larga tradición
europea y principalmente alemana ha fundado las bases para describir al juego
mediante tales categorías. Al respecto, ilustrativas resultan las siguientes palabras
de Huizinga:

“En nuestra conciencia el juego se opone a lo serio. Esta oposición


permanece, al pronto, tan inderivable [SIC] como el mismo concepto de
juego. Pero mirada más al pormenor, esta oposición no se presenta ni
unívoca ni fija.” (2000: p.17).

Para luego agregar:

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“Cualquier juego puede absorber por completo, en cualquier momento,
al jugador. La oposición «en broma» y «en serio» oscila
constantemente. El valor inferior del juego encuentra su límite en el
valor superior de lo serio. El juego se cambia en cosa seria y lo serio en
juego. Puede elevarse a alturas de belleza y santidad que quedan muy
por encima de lo serio.” (2000: p.21).

Sin duda es posible observar ya en los fragmentos citados una suerte de


“intercambiabilidad” u oscilación entre el juego y lo serio. Pero tal oscilación no
resulta del todo semejante a la que pareciera proponer Benjamin “inspirado” por
Goethe; y, sin embargo, la descripción de Huizinga igualmente resulta de utilidad,
puesto que al menos nos ofrece ya un anticipo del problema que posteriormente
abordaremos, a saber, la indeterminación de la potencia del juego en su forma y,
por tanto, un pendular permanente entre aquello que concebimos como propio de
lo lúdico y aquello que aparentemente se le opone: la gravedad de lo serio, la
rigidez de la determinación, la operación analítica de la razón. De hecho, en
Huizinga difícilmente encontraremos una definición plena y “cerrada” de la idea de
juego; por el contrario y como en parte ya se ha señalado, el juego parece más
una “actitud” en la actividad que una práctica determinada. Es decir, más que una
actividad en sí, la categoría de juego parece ser pensada por Huizinga como una
premisa performativa, una potencia previa más que un resultado empíricamente
certificable. Y tal vez sea aquello lo que finalmente, a su juicio, también lo
emparenta con un momento sagrado y estético.

De hecho, algo semejante acontece con las relaciones que Huizinga establece
entre juego y libertad, es decir, una vinculación final con las características propias
de la estética y la sensibilidad, así como una relación con lo ritual y religioso. De
esta manera, por ejemplo, para Huizinga “Todo juego es, antes que nada, una
actividad libre.” (2000: p.20) puesto que “este carácter de libertad destaca al juego
del cauce de los procesos naturales.” (Idem). Finalmente indicará:

“Todos los investigadores subrayan el carácter desinteresado del juego.


Este «algo» que no pertenece a la vida «corriente», se halla fuera del
18
proceso de la satisfacción directa de necesidades y deseos, y hasta
interrumpe este proceso. Se intercala en él como actividad provisional o
temporera”. (2000: p.21)

En otras palabras, para Huizinga el juego se corresponde plenamente con la


temporalidad consignada al placer de la representación del sujeto, una actividad
“fuera” del ámbito material de las satisfacciones y necesidades biológicas y, por
ello, suscrita a la constitución de la inmaterial cultura. Es más, se colegirá ya que
el término “desinterés” utilizado por Huizinga no es sino una paráfrasis directa a
las características del juicio subjetivo señalado por Kant en sus “Críticas”,
particularmente la tercera. Igualmente, no parece descaminado señalar que la idea
de “libertad” ya se encuentra en la base del juicio subjetivo kantiano, o mejor
dicho, en el libre movimiento/juego —Spiel— de las facultades del sujeto en el
juicio. Por último, no está de más remarcar la importancia que tuvo la noción de
libertad en el proyecto moral, político y estético kantiano, así como en la
elaboración de sus tres “Críticas”. Indicábamos antes que todo aquello será
materia de sumo interés al momento de ingresar al análisis de la figura de Walter
Benjamin.

Finalmente, en relación con el juego para Huizinga —y su fundamento en el


“desinterés”— habría que agregar que “(…) la meta de la acción se halla, en
primer lugar, en su propio decurso, sin resolución directa con lo que venga
después.” (2000: p.71). Pues quisiéramos detenernos brevemente en este punto
en la medida en que ofrece la oportunidad de tender un puente directo a los
comentarios de Roger Caillois, autor que desarrollaría su propia investigación
sobre el concepto de juego; tesis que si bien se encuentran sumamente apoyadas
por lo que en su momento señaló Huizinga, también ofrece algunos pormenores,
matices y desacuerdos que han de ser considerados. Ahora bien, la vinculación
que mencionábamos es del todo destacable, en la medida en que tanto Caillois
como Huizinga definen al juego como una categoría “difusa”, es decir, como algo
más que una mera actividad, pues permea toda actividad humana; igualmente
ambos describen la —llamémosla por ahora— “actitud” de juego como una
19
fundamentalmente “desinteresada”, es decir, libre pero también improductiva. Al
respecto, ejemplares son las palabras introductorias de Caillois en su afamada
publicación “Los juegos y los hombres”:

“En efecto, el juego no produce nada: ni bienes ni obras. Es


esencialmente estéril. Α cada nueva partida, y aunque jugaran toda su
vida, los jugadores vuelven a encontrarse en cero y en las mismas
condiciones que en el propio principio; Los juegos de dinero, de apuesta
o de loterías no son la excepción: no crean riquezas, sino que sólo las
desplazan.

Esa gratuidad fundamental del juego es claramente la característica que


más lo desacredita. Es también la que permite entregarse a él
despreocupadamente y lo mantiene aislado de las actividades
fecundas.” (1986: p.7).

Y luego, a propósito de un breve examen filológico sobre la palabra “juego”, así


como tras una certificación de la amplitud semántica de dicho término, Caillois
sentenciará que: “La palabra juego combina entonces las ideas de límites, de
libertad y de invención.” (1986: p.10). Pues bien, indicábamos anteriormente la
necesidad para efectos de la presente investigación, de mantener presentes —
aunque en vilo, por ahora— dichos supuestos fundamentos de una categoría
escurridiza como la de juego; ello, porque aquellas ideas que orbitan la noción de
juego habrán de ser recuperadas desde múltiples perspectivas. Así, por ejemplo,
necesario será posteriormente corroborar si la figura de juego usada por Benjamin
se corresponde con la premisa del límite, de la norma auto-impuesta y de la
invención o el ingenio. Igualmente, luego deberemos cerciorarnos de las
posibilidades de observar en Benjamin una relación entre el juego y la
improductividad de su acción. Es más, nos hemos encargado como tarea verificar
si dichos asuntos se condicen con el imaginario político que Benjamin tramó en
sus escritos. No obstante, por ahora al menos, hemos conseguido asentar un par
de descripciones tradicionales sobre el juego que no han variado demasiado en el
sentido común occidental, a saber, el juego es gozoso, libre, improductivo y auto-
20
limitado. Y en esa dirección, además, el juego se emparentaría con nuestras ideas
habituales sobre la apariencia y la representación, así como con la religiosidad y lo
sagrado como bases del acervo cultural de toda sociedad. No obstante, uno de los
matices más interesantes en la propuesta de Caillois respecto a la de Huizinga
permite, desde ya, anticipar uno de los motivos centrales respecto a nuestra
investigación sobre Benjamin. Aquella diferencia, sutil pero importantísima, dice
relación con el supuesto aspecto sagrado del juego. O para ser más precisos:
Caillois parece concordar con Huizinga en el argumento de que todo acto sagrado
posee, en su núcleo, un componente de “actitud” propia del juego y, sin embargo,
sería posible observar como el juego mismo puede en ciertas circunstancias
“desactivar” el componente sagrado del rito o de sus elementos propios. Mejor
dicho, en palabras del propio Caillois:

“Como supervivencias incomprendidas de un estado caduco o


préstamos tomados de una cultura ajena, privados de sentido en
aquella en que se les introduce, los juegos siempre aparecen fuera del
funcionamiento de la sociedad en que se les encuentra. En ella ya sólo
se les tolera, mientras que en una fase anterior o en la sociedad de que
han surgido eran parte integrante de sus instituciones fundamentales,
laicas o sagradas. Entonces, ciertamente no eran juegos en absoluto,
en el sentido en que se habla de juegos de niños, pero no por ello
dejaban de participar ya de la esencia del juego, tal como la define
precisamente Huizinga. Su función social ha cambiado, pero no su
naturaleza. La transferencia y la degradación sufrida los despojaron de
su significación política o religiosa. Pero esa decadencia no ha hecho
sino revelar, aislándolo, aquello que contenían en sí y que no era otra
cosa que estructura de juego.

Es tiempo de dar ejemplos. La máscara ofrece el principal y sin duda el


más notable de ellos: un objeto sagrado, difundido universalmente y
cuyo paso al estado de juguete tal vez señale una mutación capital en la
historia de la civilización.” (1986: p.109).

21
Al parecer Caillois ha observado que en ciertos objetos y prácticas, propias del
juego moderno, es posible atisbar el componente “lúdico” en plenitud
precisamente porque han degradado su filiación con lo político y lo sagrado;
asimismo, dicha degradación o decadencia permitirían observar cómo ya en la
base cultural propia de la actividad sagrada y política, el componente del juego
resultaba ineludible. Inclusive, Caillois señalará que:

“El espíritu de juego es esencial para la cultura, pero, en el transcurso


de la historia, juegos y juguetes son residuos de ella. Como
supervivencias incomprendidas de un estado caduco o préstamos
tomados de una cultura ajena, privados de sentido en aquella en que se
les introduce, los juegos siempre aparecen fuera del funcionamiento de
la sociedad en que se les encuentra.” (1986: pp.108-109)

Ahora bien, probablemente la diferencia con Huizinga, indicábamos, sea en


exceso sutil, pero quisiéramos insistir en la importancia de aquel matiz distintivo:
Caillois propone una categoría autónoma del juego, el “espíritu de juego”, respecto
a lo sagrado y lo político, una categoría que incluso es capaz de persistir
fructíferamente por sobre las ideas rituales, religiosas, políticas y jurídicas, al
menos cuando se torna mero juego o juguete. Es decir, tanto Huizinga como
Caillois suponen un nexo entre lo sagrado, la cultura y el juego, sin embargo, el
primero optará por colegir que todo juego perpetúa de alguna forma su relación
originaria con lo sagrado; en cambio, Caillois insinúa que el juego, como residuo
de un pasado, se presenta cuando decae lo sagrado. Es más, el juego sería capaz
de exhibir el carácter “lúdico” del origen de lo sagrado en aquella decadencia.
Dicha diferencia nos permite asentar las bases de la argumentación sobre el papel
del juego en las hipótesis benjaminianas, en la medida en que todo apuntaría a
que el rol político de la figura del juego —para Benjamin— mantendría una
inexorable relación con la exhibición desnuda de los componentes rituales, o
incluso más, con la exhibición de la “decadencia” de los sistemas rituales. Pero
debemos insistir, todo aquello será materia de análisis en capítulos sucesivos. Por

22
ahora, sólo una última aclaración respecto a la propuesta de Caillois, a saber, una
en relación directa con el rol del juego como decadencia de lo sagrado:

“A fin de cuentas, difícilmente hay juego que no haya parecido a los


historiadores especializados como el último estadio de la decadencia
progresiva de una actividad solemne y decisiva que comprometía la
prosperidad o el destino de los individuos o de las comunidades. Sin
embargo me pregunto si esa doctrina, que consiste en considerar cada
juego como metamorfosis última y humillada de dicha actividad seria no
es errónea en lo fundamental y, para acabar pronto, una pura y simple
ilusión de óptica, que no resuelve de ninguna manera el problema.

(…)

Es dudoso que se haya esperado la invención del automóvil para jugar


a la diligencia. El juego del monopoli reproduce el funcionamiento del
capitalismo: pero no es su sucesor.” (1986: pp.112-113).

Dichas indicaciones por parte de Caillois terminan por definir con mayor exactitud
el rol del juego y su filiación con lo serio y lo sagrado, puesto que señalan
sintéticamente algo que podría no haber quedado del todo expuesto en nuestra
primera descripción. De esta manera, debemos mantener presente que Caillois no
atribuye al juego en sí mismo —como actividad— la posibilidad del
desmoronamiento de lo que ha sido imitado en la representación lúdica.
Igualmente, no sería necesariamente para este autor la actitud del juego una
vinculada con ánimos decadentistas de lo serio, lo ritual y lo sagrado. Por último,
el juego como tal no sería el síntoma de un rito que ha perdido su consistencia
sagrada necesariamente: por el contrario, para Caillois los juegos pueden convivir
perfectamente con la seriedad de los ritos y actividades que imitan, porque
finalmente el juego tiende a presentarse como un momento independiente de la
esfera social cotidiana. Y, sin embargo, ya lo señalábamos, cuando el juego se
asemeja en su representación a una actividad sagrada que ha decaído en el
ámbito social, permite atisbar el componente lúdico que en su momento originó

23
dicha práctica ritualista. Y será precisamente aquella conformación del juego, es
decir, como “actitud reveladora” de una actividad decaída, la que podríamos
señalar como uno de los componentes de base en nuestra presente propuesta.
Mejor dicho, en la presente tesis esperamos constatar que es completamente
posible brindar a la noción de juego un rol cervical en la escritura de Walter
Benjamin, especialmente en sus escritos más evidentemente filo-marxistas y
materialistas, pero también en las primeras aproximaciones juveniles sobre la
metafísica, la moral, la pedagogía, como también el barroco y el romanticismo
alemán. En suma, proponemos aquí que la dovela del imaginario benjaminiano se
encontraría precisamente en la noción de juego, una que no ha sido considerada
mayormente por los estudios sobre el pensador alemán y que, sin embargo, su
relevancia sería fundamental. De hecho, probablemente tal omisión en la tradición
de los estudios benjaminianos se deba puntualmente a que ningún autor ha
conseguido dar cuerpo al sentido en el uso del término juego por parte de
Benjamin. Esperamos que los siguientes capítulos develen las pistas principales
para conformar una eventual delimitación de la idea de juego en Benjamin.

b. Walter Benjamin, coleccionista de juguetes.

Un 14 de enero, en su estadía en la en ese entonces Unión de Repúblicas


socialistas soviéticas (U.R.S.S.), Benjamin escribió:

“Estuve tomando té y pensando en el regreso. Tenía frente a mí una


bonita bolsa roja con un tabaco de Crimea estupendo que había
comprado en uno de los tenderetes que hay delante de la estación.
Luego estuve comprando más juguetes. En el Ochotni Riad había un
vendedor de juguetes de madera. Me llama la atención el que ciertos

24
artículos salgan por tandas a la venta callejera. Y así, por primera vez,
pude ver aquí unas hachas de madera para niños, con pirograbado, de
las que un día después vería un cesto lleno. Compré un gracioso
modelo en madera de máquina de coser cuya «aguja» se pone en
movimiento girando una manivela, y una muñeca de cartón piedra que
se columpia sobre una caja de música, un ejemplar deficiente de un tipo
de juguete que había visto en los museos. Después ya no pude
aguantar el frío y, con paso vacilante, me dirigí a un café.” (2011:
p.105).

Dicha imagen es sólo una de las tantas alusiones a los juguetes que se pueden
encontrar en el denominado “Diario de Moscú”, aquella interesante bitácora que
Benjamin escribiría durante los días que visitó a su amiga —e interés
sentimental— Asja Lācis; invitación cuyo supuesto fin era la incorporación plena
de Benjamin al comunismo soviético y a los estudios marxistas, a través del
contacto directo de éste con el pueblo ruso y sus formas de vida. No obstante,
basta con revisar someramente las páginas que constituyen dicho diario para
percatarse, casi de inmediato, que las pasiones predominantes en la cotidianidad
de Benjamin distaban de los objetivos de Lācis: por una parte, sobresalen los
envites amorosos y flirteos sucesivos de Benjamin para con su anfitriona; por otro,
las constantes visitas de Benjamin al Museo del juguete y a las diversas
jugueterías que se encontró en cada uno de sus caminatas por la ciudad. Ahora
bien, nada más alejado de nuestro interés sería realizar una suerte de revisión
biográfica de la propuesta escritural de W. Benjamin, ni tampoco sería provechoso
intentar sustentar parte de nuestra hipótesis sobre la base de los intereses
personales del mentado autor alemán, a la usanza de un estudio psicológico o
periodístico. Sin embargo, al menos hemos de señalar lo siguiente: la afición que
tuvo Benjamin en su vida por el coleccionismo de diversa índole, pero
especialmente de juguetes y libros infantiles, es ampliamente conocida por la
mayor parte de los lectores regulares del cuerpo literario de aquel autor. Es más,
numerosos ensayos y artículos realizados por dicho pensador estuvieron
destinados al análisis y descripción de tales objetos. Por ende, resulta al menos
25
llamativo que en pocas ocasiones se haga mención a tan permanente filiación y,
cuando se nombra, aparece generalmente como un elemento autónomo respecto
a las “claves” habituales de lectura sobre el cuerpo de obra benjaminiano. De esta
manera, bastaría con dar un rápido vistazo por la ingente colección de ensayos y
estudios sobre la figura de este autor judío alemán —procedimiento que
evitaremos realizar aquí, puesto que excede por mucho los objetivos de nuestra
investigación— para percatarse que recurrentemente se piensa a Benjamin desde
su interés por la Historia, la alegoría, la técnica, el shock y la obra de arte, o bien
desde su cariz melancólico y mesiánico. Mucho también se ha comentado sobre
su relación con el problema del lenguaje, la labor de la traducción y su
pensamiento “constelado”. Y, decíamos recién, la infancia y la literatura infantil han
conseguido también un cierto protagonismo en los estudios sobre Walter
Benjamin, pero generalmente tales tópicos han sido pensados como una
ramificación —con ciertos tintes de independencia— de los aspectos
supuestamente centrales de las tesis benjaminianas. Ahora bien, en los siguientes
capítulos no pretendemos dar respuesta a la razón de tal ausencia en la tradición
de lectores de Benjamin, o al menos no de forma explícita, sino únicamente
ofrecer una vía de ingreso a su obra desde una premisa un tanto arriesgada pero,
esperamos, completamente legible: el juego, como ejercicio de semejanza y
representación, pero también como contraparte provisoria de lo sagrado —y de lo
“serio”— sería el punto de inicio “fundacional” para gran parte de su propuesta
estética y política. En otras palabras y reiterando lo ya expresado aquí en
numerosas ocasiones, deseamos proponer tentativamente que la base del
pensamiento benjaminiano se encontraría en aquella oscilación entre el juego y la
seriedad, movimiento pendular que determinaría la estructura de sus tesis.

Se colegirá por tanto que en esta investigación la noción de “juego” se encuentra


completamente subordinada a la figura de Walter Benjamin; es más, si para
Huizinga y, en menor medida también para Caillois, el juego se ubicaría en el
origen de la cultura, la única analogía posible con nuestro argumento respecto a
tales autores se traduce en la idea de que aquí suponemos al juego en la base del
26
discurso benjaminiano. No obstante, difícilmente podríamos comprometer una
certificación del valor cultural del juego en las sociedades occidentales. Incluso
más: si nos ceñimos al argumento desarrollado por Benjamin, difícilmente
podríamos validar plenamente las ideas de un “origen” cultural arraigado en la
concepción de una Historia legible linealmente, de una Historia progresiva. Aquello
se constatará con mayor precisión en capítulos sucesivos, aunque no
abordaremos directamente la relación de Benjamin con la Historia sino, otra vez,
como un momento supeditado a la noción de juego. Pero ya lo sugeríamos: pese a
la resistencia de esta investigación por orientarse mediante el anecdotario
biográfico de Benjamin, no podremos eludir al menos por ahora ciertas señas
indicadas por la vida de aquel. O mejor, por ciertas pistas brindadas por su
escritura autobiográfica, en la medida en que tales relatos nos permitirán dar mejor
cuenta de su relación con la “actitud” de juego propia de cierto carácter vinculado
a lo jovial e infantil. Y de hecho, pese a que en principio el lector desapercibido
estimara tales narraciones autobiográficas como una mera banalidad, se propalan
en tales relatos importantes declaraciones por parte de Benjamin, certeros indicios
de sus hipótesis más connotadas. Por ejemplo, con fecha 30 de diciembre,
Benjamin anotaría en el antes referido diario de vida escrito en Moscú:

“El propio cine ruso, exceptuando las grandes obras maestras, tampoco
es, en conjunto, demasiado bueno. Tiene que luchar por la temática.
Pues la censura cinematográfica es muy severa; contrariamente a lo
que ocurre con la censura teatral, probablemente por consideración
hacia el extranjero, se le recorta la esfera temática. A diferencia de lo
que sucede con el teatro, en el cine no es posible hacer una crítica seria
a los políticos soviéticos. Pero tampoco es posible describir la vida
burguesa. Igualmente escaso es aquí el espacio dedicado a la comedia
grotesca americana. Ésta se basa en un juego brutal con la técnica.
Aquí, todo lo técnico es sagrado; no hay nada que se tome más en serio
que la técnica.” (2011: pp.71-72)

27
En un fragmento como el anterior, se evidencia la participación de una triada
conceptual acostumbrada en las lecturas sobre la literatura benjaminiana, a saber,
técnica, cine y política; sin embargo, se deja entrever también que dichas nociones
aparecen vinculadas entre sí por dos ideas generalmente inadvertidas y que
pretendemos recuperar en esta investigación: por un lado el “juego brutal de la
técnica”, por otro, la técnica como lo más serio, como lo más sagrado. Y si bien no
es momento todavía de llevar a cabo un examen exhaustivo de aquellas frases,
pues volveremos sobre aquellas ideas en próximos capítulos, al menos
permítasenos remarcar por ahora que tales estructuras de sentido en Benjamin
distan mucho de ser inhabituales. Muy por el contrario, el juego y la seriedad como
figuras conceptuales surgen en diversas ocasiones en la escritura de Benjamin,
muchas veces de forma explícita, otras tantas imbuidas en distintas parejas
conceptuales propias de la escritura del autor. Así, en polaridades provisorias tales
como “forma y contenido”, en conceptos tales como “valor exhibitivo” y “valor
cultual”, o bien en ideas como “estetización” y “politización” surgidas de su
afamado ensayo “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”
(1936), por ejemplo, pero también en el sintético concepto de Trauerspiel —
duelo/juego—, habita de forma no del todo evidente un diagrama de sentido que
esperamos exhibir con claridad aquí. Dicho esquema podría ser gruesamente
definido como las fuerzas en conflicto entre el impulso jovial del juego y el poderío
de la tradición sagrada. Ambas “fuerzas” en oposición se encontrarían en una
pugna irresoluble, superándose una a la otra en cada momento de la Historia e,
inclusive, en cada actividad inmersa en un tiempo determinado. La observación de
aquellas fuerzas en conflicto permitiría una lectura plena de los fenómenos
analizados; es más, probablemente sea aquel el modelo de observación que
Benjamin definirá como “dialéctico”. Pero mucho se ha adelantado ya en las
palabras anteriores, sin ofrecer certificación alguna sobre lo expresado. Y si bien
no es tarea de esta introducción dotar de pruebas a aquello únicamente
presentado, tampoco es su deber adelantar injustificadamente conclusiones
posteriores. Por ello, probablemente baste por ahora con señalar un asunto más,

28
relativo a la relación de Benjamin con el juego y, particularmente, con lo obra de
arte, cuestión que también será retomada en apartados posteriores. Tal asunto
emerge con claridad en el ensayo que protagonizará gran parte de esta presente
investigación, prioridad dada por la prístina imagen que brinda sobre motivos
fundamentales para nuestra hipótesis, pero también porque su ubicación temporal
en la bibliografía benjaminiana, así como su centro temático, tornan a tal escrito en
un caso dechado para su análisis: nos referimos al conocido —y recientemente
mencionado aquí— ensayo titulado “La obra de arte en la época de su
reproductibilidad técnica”. Escrito que, señalábamos, resulta ilustrativo por todas
aquellas razones ya enumeradas y que corresponden al propio argumento
planteado por su autor; pero incluso un ensayo como aquel se muestra como el
mejor ejemplo para dar buena cuenta de la figura de Benjamin, y de las razones
circunstanciales que han determinado un cauce de lectura bastante definido con el
paso de los años. De esta manera, la intención de esta investigación es recuperar
dicho escrito, pero esta vez intentando eludir ciertos argumentos ya tradicionales
sobre lo supuestamente propuesto por su autor. Ello, no porque tales argumentos
no resulten sobradamente valiosos y verosímiles, sino exclusivamente porque no
han centrado su atención en un aspecto que, intentaremos demostrar, gravita en
el cuerpo de obra de Benjamin. Por ende, constatar algo como aquello en ese
dechado ensayo, podría en lo sucesivo dotar de nuevos bríos al pensamiento de
este autor. Aquel elemento central que aludíamos probablemente pueda quedar
totalmente anunciado a propósito del siguiente fragmento, perteneciente al ya
mentado texto:

“Seriedad y juego, rigor y desentendimiento aparecen entrelazados


entre sí en toda obra de arte, aunque en proporciones sumamente
cambiantes.” (2003: p. 56).

Aquella frase parece no vociferar su real importancia, pero sin duda musita su
contundencia a la luz de lo que hasta el momento hemos comentado: “algo”
decisivo se anuncia en la pareja semántica “juego” y “seriedad”, pero
especialmente un asunto se propala en las vinculaciones del “juego” y el
29
“desentendimiento” en el contexto del ensayo “La obra de arte en la época de su
reproductibilidad técnica”; es más, aquel “asunto” podría adquirir plena forma, es
decir, podríamos denominarlo abiertamente, si ahondamos en la figura del juego
en el cuerpo escritural de Benjamin. Menester por tanto será iniciar la
investigación sobre la base de aquel tan afamado y referido ensayo, intentando
primeramente examinar los argumentos predominantes que exhibe, para luego
acercarnos particularmente a la pareja juego/seriedad. Aquella ruta nos permitirá
transitar directamente a los autores que al parecer suscitaron una influencia
poderosa en Benjamin, a saber, Kant y especialmente Goethe. Finalmente, ya lo
señalábamos al inicio de esta introducción, aquella vía nos conducirá a una
ramificación importante de escritos y tesis benjaminianas, estudio que espera
poder garantizar la conformación plena de una definición para la idea de juego en
Walter Benjamin, figura que no sólo resultó fundamental en su vida personal, sino
sobre todo al parecer silenciosamente prioritaria en su pensamiento.

30
Primera parte. La reproductibilidad técnica.

“Las grandes creaciones”, dice, “no se pueden


considerar obra de un solo individuo. Son
configuraciones colectivas, tan poderosas que sólo
pueden disfrutarse a condición de reducirlas de
tamaño. En el fondo los métodos de reproducción
mecánica constituyen una técnica reductora. Ayudan
al hombre a alcanzar ese grado de dominio sobre las
obras sin el que no pueden llegar a ser disfrutadas”. Y
así cambié una foto de la vierge sage de Estrasburgo,
de la que habíamos hablado al principio de nuestro
encuentro, por una teoría de las reproducciones que
quizá me resulte todavía más valiosa.

(Walter Benjamin, “Diario Parisino (4 de febrero)”,


1930)

El afamado ensayo “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”


(1936) probablemente sea uno de los escritos más referidos y citados en el campo
de las artes visuales, o al menos uno de los más aludidos en los estudios
académicos latinoamericanos. Es más, a lo largo de los años ha adquirido el
31
“estatus” de lectura obligatoria en la mayor parte de las instituciones vinculadas a
la enseñanza y el estudio de las artes, especialmente en Chile y gran parte del
cono sur americano. Igualmente, la influencia del pensamiento benjaminiano en
importantes pensadores y filósofos actuales —especialmente en ciertas
tendencias de la reflexión francesa, pero también con notoriedad en otros
territorios— ha evitado que un escrito como aquel se haya visto abandonado al
olvido. Inclusive, la evidente “mass-mediatización” del entorno y la
espectacularidad tecnológica neoliberal parecieran posibilitar la vigencia de ciertos
“pronósticos” decretados por el mentado ensayo. Y, sin embargo, todavía no se ha
conseguido un consenso pleno sobre el sentido de ciertas declaraciones, sobre el
significado de algunos términos o respecto a la intención subyacente de su autor.
De hecho, la riqueza de aquellas palabras pareciera radicar, en parte, en la
oscuridad de tales afirmaciones; una que se muestra cual hondura, una que se
exhibe abisalmente, pese a que su lenguaje escrito pareciera —en principio—
mostrarse inteligible y simple. Pero cierto espesor anida tácitamente en cada
frase, viabilizando así las décadas de discusión en torno al “significado real” de lo
suscrito por Benjamin. No obstante, debemos recordar que las circunstancias
particulares que rodearon la escritura de “La obra de arte en la época de su
reproductibilidad técnica” —en adelante “OdA”, para evitar innecesarias
reiteraciones— probablemente también influyeran en muchas de las dificultades y
asperezas que el texto podría ofrecer: una primera edición traducida directamente
al francés, numerosos borradores en alemán, la primera traducción al inglés desde
la edición francesa, el influjo de T. Adorno y M. Horkheimer, etcétera. Aquello
seguramente confabuló en su momento a la poca aceptación de la propuesta
benjaminiana; sumado a lo anterior, por supuesto, también la intensidad de tal
proposición y la extrema particularidad de ella. Puesto que, a diferencia de la
mayoría de sus contemporáneos, Benjamin apostaría por una política no tanto de
—llamémosla por ahora— “resistencia” como de “inmersión”: pertrechar los modos
de producción (véase por ejemplo, Benjamin, 1999: pp.117-134), es decir,
aprovechar los elementos engendrados por el propio capitalismo y que anuncian

32
su abolición. De hecho, tal como señala Bolívar Echeverría en una de las notas al
pie de página de la introducción a la edición en español del URTEXT de OdA,

“Así, por ejemplo, B. Brecht, resistente a toda definición no ilustrada de


«naturaleza» o de «técnica», después de su lectura anota en su Diario
de trabajo: «Todo pura mística, bajo una actitud antimística. ¡Vaya
manera de adaptar la concepción materialista de la historia! ¡Es
bastante funesto!» (…) Th. W. Adorno, por su parte, en su carta a
Benjamin del 18 de marzo de 1936 le objeta un cierto «anarquismo» en
su idea de un arte «democrático» y «distraído» y le acusa de un
romanticismo que tabuíza [SIC.] a la inversa a la barbarie tan temida,
idolatrándola si es de origen proletario.” (Bolívar Echeverría, en
Benjamin, 2003: p.19 [Envía a: Arbeitsjournal, t. I, 1973, p. 16]).

Pero incluso esa suerte de extemporaneidad en el discurso benjaminiano, esa


especie de lectura “a contrapelo” del fenómeno estético y político de su época,
parece perpetuar hoy las resistencias que en su momento generaron tales
palabras en sus cercanos. De hecho, bastaría con revisar velozmente algunos
comentarios sobre OdA para percatarse inmediatamente de que la tendencia ha
sido “instrumentalizar” la propuesta del escrito, orientándola bien hacia derroteros
vinculados con una apología de la tecnología de masas, bien hacia la justificación
por la permanencia de sistemas artísticos “auráticos” en una supuesta edad de la
representación “post-aurática”. En otras palabras, a falta de una seña clarificadora
en las permanentes oscilaciones de la propuesta de Benjamin, cada autor, cada
comentarista, cada lector asiduo, ha tendido a tomar una posición pétrea y
determinada y, sin embargo, el propio Benjamin no exhibe en su escritura algún
atisbo de plena determinación; muy por el contrario, la dificultad y la riqueza de
OdA radica, proponemos, en el movimiento pendular de su pensamiento y en la
reflexión de la forma de exposición lingüística de aquel. Por tanto, tomar una
posición polarmente determinada sobre OdA no consigue dar buena cuenta de los
aspectos más interesantes del mencionado ensayo, de hecho, probablemente ha
sido dicho binarismo conceptual e ideológico lo que no ha permitido avistar a la

33
numerosos lectores desapercibidos que, finalmente, prácticamente nada de lo que
Benjamin le solicitó al Arte aconteció. Asunto que no desacreditaría sus
pronósticos sino, por el contrario, en parte los demostraría.

Precisamente la intención del presente segmento será, por una parte, comentar
someramente OdA, intentando sustentar algunas de las sentencias que
recientemente hemos expuesto. Luego, ello nos debiese conducir al asunto central
de nuestra investigación y que, esperamos, clarifique plenamente el rédito que
genera esta suerte de oscilación perpetua en el pensamiento benjaminiano, a
saber, la idea de juego y su relación con la técnica, la política, la estética y,
especialmente, la obra de arte. Igualmente, valga mencionar que la presente
lectura comprensiva del mentado ensayo se realizará mediante la exhibición de
algunos motivos centrales del argumento benjaminiano, intentando en la posible
generar una estructura que se asemeje, en su disposición y orden, al modo en
como el autor presentó en su momento sus ideas; ello con la finalidad de resultar
prístinos en nuestra lectura y, esperamos, concisos en su formulación.

1. Primera aproximación a las ideas de materialismo y dialéctica en Benjamin.

No podemos iniciar un examen de OdA sin considerar, primeramente, las


declaraciones iniciales suscritas por Benjamin en el primer segmento o prólogo.
Tal es la importancia de dichas sentencias que, de hecho, probablemente
determinen en gran medida el decurso del argumento posterior en OdA. Incluso
más, con probabilidad señalan de manera ilustrativa el modo en como Benjamin
se ha aproximado al pensamiento de izquierdas, su particular relación con el
comunismo y, por supuesto, su también muy personal iniciación en los estudios
marxistas. Y si bien no invertiremos en esta investigación demasiadas fuerzas en
el análisis de las relaciones entre Benjamin y la propuesta de Karl Marx —pues
aquello sería ya materia de una tesis distinta— sí al menos hemos de advertir lo
siguiente: Benjamin se “apropia” de las nociones de dialéctica y materialismo, así

34
como de sus eventuales relaciones con la historia. Dicha apropiación no ha de ser
entendida, sin embargo, como un uso inadecuado de los conceptos marxistas
sino, por el contrario, probablemente como un intento de traducción de sus usos
adaptados, esta vez, al marco propio de las hipótesis benjaminianas. De esta
manera, y tal como desarrollaremos más adelante, la noción de síntesis,
fundamental para la dialéctica hegeliana y para su crítica por parte de Marx y
Engels, en Benjamin adquirirá un tono distintivo a la luz de la influencia de Goethe.
Y es en aquel sentido que parecen resonar el siguiente fragmento:

“Cuando Marx emprendió el análisis del modo de producción capitalista


éste estaba en sus comienzos. Marx dispuso de tal manera sus
investigaciones, que éstas adquirieron un valor de prognosis. Descendió
hasta las condiciones fundamentales de la producción capitalista y las
expuso de tal manera que de ellas se podía derivar lo que habría de
esperarse más adelante del capitalismo. Se derivaba que del mismo se
podía esperar no sólo una explotación cada vez más aguda de los
proletarios sino también, finalmente, la preparación de las condiciones
que hacen posible su propia abolición.” (Benjamin, 2003: p.37)

Se colegirá ya en dicha declaración una posición bastante clara del argumento


que desarrollará Benjamin en su ensayo: el propio régimen del capital generará,
en sus contradicciones, las posibilidades para su superación. Es más, si
proseguimos con el discurso exhibido en el ensayo, pareciera que se propala la
idea de que el núcleo mismo del sistema del capital anida ya la herramienta para
su devastación, a saber, la técnica. Ahora bien, aquella idea fácilmente se presta
para confusiones diversas, algunas de las cuales probablemente marcaron las
críticas de los cercanos a Benjamin al momento de publicar su escrito. Dicho error
radicaría en la suposición de que Benjamin se habría encontrado elaborando una
suerte de discurso vindicador de la técnica como herramienta revolucionaria, o
inclusive más, que la técnica, por sí misma y en manos del proletariado, ofrecería
las condiciones necesarias para la superación del capitalismo. No obstante, al
parecer la posición que adoptó Benjamin debiese ser descrita de un modo distinto:

35
en la época del capitalismo omnipresente, la técnica se exhibe como un insumo
residual que denota las contradicciones del propio capital; es decir, la técnica se
exhibiría no como la mejor alternativa al capitalismo, sino como la única alternativa
posible. La otra “posible” vía, en cambio, a saber, un edénico retorno a las formas
puras de la comunidad, se exhibiría de hecho como parte de la trama que sustenta
las prácticas propias del capitalismo creciente o, inclusive peor, de los
totalitarismos bullentes por aquellos días, tal como observaremos más adelante
junto al análisis de nociones tales como “aura” y “esteticismo”. Por ello no resulta
extraño que Benjamin describa sus propias hipótesis de la siguiente manera:

“La dialéctica de éstas no es menos perceptible en la supraestructura


que en la economía. Sería errado, por lo tanto, menospreciar el valor
que tales tesis puedan tener en la lucha actual. Son tesis que hacen de
lado un buen número de conceptos heredados —como «creatividad» y
«genialidad», «valor imperecedero» y «misterio»— cuyo empleo acrítico
(y difícil de controlar en este momento) lleva a la elaboración del
material empírico en un sentido fascista. Los conceptos nuevos que se
introducen a continuación en la teoría del arte se diferencian de los
usuales por el hecho de que son completamente inutilizables para los
fines del fascismo. Son en cambio útiles para formular exigencias
revolucionarias en la política del arte.” (2003: pp.37-38).

En otras palabras, la propuesta benjaminiana intentaría desestimar, precisamente,


aquellos conceptos que dieron cuerpo al discurso estético propio de al menos dos
siglos anteriores; o mejor dicho, intentaría exhibir el carácter falible de tales
presupuestos a la luz de la actualidad. Dicha “desestimación” —que no es tanto
una borradura sobre conceptos pasados, como una reintegración diferente—
tendría entonces, por finalidad, dar curso a una lectura de su actualidad mediante
las perspectivas correspondientes a lo que Benjamin denominaría como un
examen de índole dialéctico. La pregunta inmediata, y necesaria por supuesto,
estriba en la definición de la relación eventual entre dialéctica, materialismo y

36
análisis histórico y cultural. Al respecto, el fragmento exhibido a continuación
podría resultar explicativo:

“Las historias previa y posterior de un hecho histórico aparecen, en


virtud de su exposición dialéctica, en él mismo. Más aún: toda
circunstancia histórica que se expone dialécticamente, se polariza
convirtiéndose en un campo de fuerzas en el que tiene lugar el conflicto
entre su historia previa y su historia posterior. Se convierte en ese
campo de fuerzas en la medida en que la actualidad actúa en ella, y así
es como el hecho histórico se polariza, siempre de nuevo y nunca de la
misma manera, en historia previa e historia posterior. Y lo hace fuera de
sí, en la actualidad misma, al igual que una línea, dividida según la
proporción apolínea, experimenta su división fuera de ella misma.” [N 7
a, 1] (Benjamin, 2013: p.472)

Es decir, la exposición dialéctica de la historia, en principio, parece poder ser


definida como aquella mirada en donde el hecho de la historia exhibe, a la vez, su
propio pasado así como su eventual futuro, a saber, el presente del observador. Y
por tanto, en cuanto que “dialéctico”, se muestra polarizado en dos momentos
pero que conviven al unísono encarnados en un instante. O en otras palabras, el
hecho histórico siempre aparece dual, fracturado, entre su pasado y el presente
que lo testimonia; igualmente, a diferencia de la tradicional definición de dialéctica,
dicha polaridad no parece resumirse en una eventual síntesis entre ambas partes
sino, por el contrario, la encarnación misma del hecho histórico se consuma en su
división. Así, el análisis dialéctico según Benjamin sería uno que estaría obligado a
transitar constantemente entre el presente de su observación y el pasado de lo
que ha sido observado. Por ello:

“El materialismo histórico no persigue una exposición homogénea o


continua de la historia. En la medida en que la superestructura ejerce un
efecto retroactivo sobre la base, resulta que una historia homogénea,
por ejemplo de la economía, existe tan poco como una de la literatura o
del derecho. Por otra parte, en la medida en que las diversas épocas del

37
pasado quedan afectadas en un grado completamente distinto por el
presente del historiador a menudo el pasado más reciente le pasa
completamente desapercibido al presente, éste «no le hace justicia», es
irrealizable una exposición continua de la historia.” [N 7 a, 2]
(Benjamin, 2013: p.473)

En aquel sentido, no parece por tanto descaminado suponer que la discontinuidad


permanente en la exposición de la historia —como efecto propio del “materialismo
histórico” al uso benjaminiano— se origine tanto en una suerte de auto-conciencia
del propio presente por parte del historiador, como a una marcada conciencia del
relato constitutivo de toda historia posible. Dicho de otro modo: pareciera que la
lucidez del historiador materialista, de acuerdo a la mirada de Benjamin, radicaría
en su capacidad de vislumbrar que el hecho histórico se manifiesta en su
narración y, por tanto, da cuenta de su verdad en la medida en que al unísono se
manifiesta como ficción. Y si bien una definición como la anterior resulta en
apariencia paradójica, otra vez debemos recordar el matiz “dialéctico” que
pareciera desear constituir Benjamin, a saber, una permanente convivencia entre
polaridades, una constante oscilación entre ideas contrapuestas 1. De hecho, tal
oscilación sería el “motor” del pensamiento materialista y la causa de la fractura en
la continuidad del relato de la historia. Ahora bien, esa convivencia polar entre
conceptos marca su diferencia con nociones tales como “misterio”, “valor
imperecedero”, “genialidad” y “creatividad” en la medida en que discrepa del
remanente romántico idealista que las soporta. Un idealismo que se manifiesta
con preeminencia en Kant y Goethe, así como en Hegel, pero que pese a la

1
Ahora bien, valga consignar que dicha matriz dialéctica en Benjamin —tal como observaremos más
adelante— pareciera apuntar hacia la “superación de las contradicciones” mediante la concreción propia del
momento sintético. Para dar cuerpo a dicho horizonte, Benjamin se apoyará tanto en la denominada “tríada
dialéctica” de Fichte como —y fundamentalmente— en la idea “morfológica” de Goethe. Una que le
permitirá además suscribir el principio de “origen” ya no genealógico, sino morfológico, es decir, mediante
la suspensión del carácter mítico de todo origen y la estipulación de un método basado en las relaciones por
semejanzas. De esta manera, las oscilaciones entre opuestos, el movimiento pendular de su pensamiento, se
resolvería en la constante movilidad dotada por semejantes en aparente oposición, predisposición que le
permitiría la reunión entre nociones, en principio, polares.

38
discrepancia que anuncia la propuesta materialista benjaminiana, no niega la
participación e influencia de tales autores en sus hipótesis. Y si bien todavía es
muy pronto para comenzar el examen comparativo con tales pensadores, así
como para desplegar el análisis de influencia que ejercieron sobre Benjamin, al
menos algo ha de adelantarse por ahora: el “problema” de dichos conceptos
todavía idealistas, aún “románticos”, se precipita en la consideración “estática” o
inamovible de su posición en el pensamiento. O mejor dicho, tales ideas no
atenderían al llamado del presente, sino por el contrario, su uso “indiscriminado”
se manifestaría conservadoramente como una resistencia a pensar la actualidad.
En definitiva, el problema no radicaría tanto en los conceptos sino, precisamente,
en sus usos al modo de presupuestos invariables. Y, sin embargo, desatender
tales conceptos sin vislumbrar la importancia que tuvieron para la formación del
propio momento histórico atestiguado por Benjamin sería, por decir lo menos,
infructífero. Por ello, las primeras declaraciones ofrecidas en OdA han de ser
estimadas con aquel doble cariz: por un lado, Benjamin pretende generar un
examen de su actualidad desvinculándose del uso de ciertos conceptos heredados
a manera de axiomas para su discurso, no obstante, dichos conceptos han de ser
también considerados en el análisis, ya no como axiomas, sino como residuos del
pasado reciente, como ruinas y vestigios. De entre ellos, probablemente el más
llamativo y referido sea la noción de “aura”, tan importante para el argumento de
OdA que amerita al menos un apartado independiente para su análisis; sin
embargo, menester mencionar lo siguiente: el carácter “ruinoso” de la idea de
“aura” —noción inmediatamente relacionada con las ideas de genialidad,
eternidad, creación y misterio— se testifica en su doble condición, a saber,
mermada por la técnica mas no borrada por ésta. Y es en ese sentido que, por
ejemplo, podemos notar nuevamente el movimiento pendular en el esquema
conceptual benjaminiano: la noción de aura, de importancia capital para el
argumento en OdA, no es presentada como una idea “superada”, sino más bien
integrada al análisis de su decadencia como segmento integral del estudio del
presente de la técnica. Igualmente en la noción de “aura”, las influencias idealistas

39
pre-románticas —y románticas— adquiridas por Benjamin a lo largo de su vida son
recuperadas nuevamente como un núcleo insoslayable de su discurso, pese a la
falta de protagonismo que exhiben respecto a la marcada inclinación “materialista”
del argumento en OdA.

Ahora bien, dicho matiz materialista, o mejor, aquella versión benjaminiana del
materialismo histórico y de su modelo dialéctico, queda muy bien ilustrado en la
frase inaugural del primer segmento post-introductorio del ensayo aquí referido, a
saber,

“En principio, la obra de arte ha sido siempre reproducible. Lo que había


sido hecho por seres humanos podía siempre ser re-hecho o imitado
por otros seres humanos.” (Benjamin, 2003: p. 39).

Tal declaración, a diferencia de lo que algunos podrían suponer, probablemente


no arraigue un diagnóstico anticipatorio de nuestra contemporaneidad; de hecho,
ni siquiera se corresponde con una diagnosis aventajada respecto a la propia
década de los ‘30 del siglo XX. Por el contrario, ya en los años en donde las
denominadas “vanguardias artísticas” han adquirido plena prestancia en el campo
de las artes visuales, y en donde el debate respecto a las supuestas cualidades
artísticas de la fotografía o del cine parece haber cesado del todo 2, una frase
como aquella podría incluso parecer majadera o, al menos, a destiempo. Sin
embargo, dicha sentencia pareciera adquirir plena resonancia si consideramos al
menos dos factores: el auge de los discursos conservadores propios del nazi-
fascismo de la década del ’30 y, confrontados a ellos, el matiz “materialista y
dialéctico” que para Benjamin supone su propia declaración. Así, tal como
2
No olvidemos que ya hacia fines del siglo XIX el llamado “pictoralismo” fotográfico habría de apropiarse de
formas que lo harían aparecer ante la mirada pública como una fotografía “artística” y no como un —
llamémoslo así— “mero medio de documentación” (Cfr. Beaumont Newhall. “Historia de la fotografía”.
Gustavo Gili Ed. Barcelona, 2002; y, H. P. Robinson. “Pictorial Effect in Photography”. Edward L. Wilson Ed.
Philadelphia, 1881 [disponible en: https://archive.org/details/pictorialeffect00robigoog]); igualmente, hacia
la década del ’30 el cine ya ha sido incorporado por autores vinculados al expresionismo, al dadaísmo y al
surrealismo, entre otros, dando cuenta de las posibilidades del medio para el discurso artístico de
vanguardia.

40
comentábamos recientemente, tal enunciación permitiría vislumbrar el cambio de
paradigma respecto al análisis posterior provisto por el argumento en OdA, a
saber, es tarea de su propio tiempo tener inmediatamente presente la idea de que,
tanto en sus formas como en sus definiciones históricas, lo que ha sido llamado
como “obra de arte” —en tanto objeto— siempre fue susceptible de ser
reproducido; por tanto, el debate precedente —muy propio de fines del siglo XIX e
inicios del XX— emerge inmediatamente como un símil de ciertas ideas que
abundan en los pensamientos más conservadores de la década del ‘30. Dicho de
otro modo: Benjamin pareciera querer de inmediato situar al lector de su ensayo
en la posición de testigo de una historia fragmentada, en donde el pasado reciente
se vuelve a presentar con la forma de lo aparentemente nuevo. El peligro, en este
caso, es que el discurso nazi-fascista se exhibe como inédito cuando, en rigor, no
sería más que el intento por restituir una historia ya pasada. Por ello
probablemente Benjamin complete tal declaración con la frase siguiente: “(…) la
reproducción técnica de la obra de arte es algo nuevo que se ha impuesto
intermitentemente a lo largo de la historia, con largos intervalos pero con
intensidad creciente.” (2003: p. 39) O para ser más precisos, la reproducción
técnica de la obra de arte, si bien relativamente reciente, sólo es la manifestación
en el presente —como novedad— de una posibilidad ya anclada en el núcleo de lo
que denominamos como “obra de arte”; es decir, la obra siempre estuvo dispuesta
para su reproducción, la técnica por tanto sólo vendría a darle nueva forma a lo ya
posible en su historia. Nueva posibilidad provista por la técnica entonces, pero no
destitución a partir de la técnica de las condiciones propias de la llamada “obra de
arte”. Aquello, tal como lo desarrollaremos más adelante, adquirirá una
importancia fundamental para comprender plenamente la distinción entre
“esteticismo” y “politización” de la obra de arte según Benjamin.

En definitiva, pareciera que esta estructura argumental en el ensayo de Benjamin


replicara, de algún modo, una de las frases más célebres y referidas de Karl Marx,
a saber, las líneas iniciales de “El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte”:

41
“Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes
de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se
olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa.” (Marx,
2003: p.10)

Por supuesto dicha frase, pese a tratarse de un eco de la teoría hegeliana de la


Historia, parece resonar por sí sola en el imaginario benjaminiano, en la medida en
que únicamente la idea de repetición histórica no basta; por el contrario, una
primera manifestación como “tragedia” y una segunda como “farsa” parecen
acomodarse mejor a la forma del argumento en OdA. De hecho, si volvemos
rápidamente la mirada hacia la amenaza que supone para Benjamin el “uso
indiscriminado” de tradicionales conceptos por parte de los discursos
conservadores de la época, lo que se vislumbra ahí es el retorno “inadecuado” de
asuntos que en su momento adquirieron la gravedad propia de la trágica
predestinación. O mejor dicho, si la farsa y la tragedia como géneros
dramatúrgicos tienden a diferenciarse, es porque el segundo genera una
coherencia completa entre las vicisitudes de su protagonista y el destino que le
aguarda, y el primero en cambio exhibe cada calamidad y cada defecto como un
remedo desconcertante respecto a la cohesión de su argumento: la farsa, casi
cínicamente —o incluso, kínicamente—, señala lo deleznable, lo inconsistente y lo
defectuoso. Así, en Marx, la Historia se repite no únicamente como réplica exacta,
sino como retorno que hace emerger la fragilidad del propio acontecimiento y, por
tanto, que se manifiesta problemáticamente con la Historia. Igualmente, si en
cambio fijamos otra vez nuestra mirada en el propio proceso que Benjamin
describe sobre la factibilidad histórica de reproducción de la obra de arte, con
probabilidad podamos colegir un “efecto” de farsa similar: la reproductibilidad de la
obra de arte retorna como facultad cada vez en la Historia y, en cada
resurgimiento de aquella condición —esta vez acelerada por la técnica— el propio
concepto de reproducción, así como el de “obra” e incluso el de “arte” se ven
afectados por una —como lo hemos llamado por ahora— “inadecuación”.

42
Valga mencionar que con tales declaraciones hemos hecho surgir un par
conceptos que —nuevamente y producto de sus respectivas importancias y
variados espesores— ameritarán un comentario más acabado, a saber, las
relaciones que establece Benjamin con los géneros dramatúrgicos de la farsa, la
comedia alegórica y el drama a propósito de su investigación sobre el Trauerspiel
alemán, además de la posición que adquiere la idea de “destino” en el argumento
benjaminiano. Por ahora y en aras de mantener cierto orden en la presentación de
cada uno de los tópicos, no nos concentraremos en las figuras de la tragedia y la
farsa, así como no nos involucraremos del todo sino hasta siguientes apartados
con la noción de destino; no obstante, si resulta del todo necesario ampararnos —
de modo breve— en tal idea para retomar la figura del retorno en la Historia como
modelo propio del análisis dialéctico. Ello, porque para conseguir ilustrar
plenamente una “estructura” de las premisas benjaminianas en OdA y,
especialmente, de su particular visión sobre la concreción de un análisis
materialista y dialéctico, parece del todo necesario comprender plenamente al
menos tres aspectos en parte ya insinuados con anterioridad: la figura del retorno
en la Historia, la fragmentariedad del relato de la Historia y la relación entre
Historia y destino. Al respecto, en su tesis sobre el Trauerspiel alemán antes
referida, Benjamin declarará que:

“(…) dado que el destino, verdadero ordenamiento del eterno retorno,


sólo impropiamente, es decir, parasitariamente, puede definirse como
temporal, sus manifestaciones buscan siempre el tiempo-espacio.”
(2006: p.347)

Y si bien el fragmento en primera instancia parece, por decir lo menos, críptico en


su formulación, en parte tiende a manifestar de forma más clara su intención a la
luz de la contraposición con el Trauerspiel descrita por Benjamin líneas más
adelante en su investigación; al menos en la medida en que define a éste como un
particular género literario y dramatúrgico que, a diferencia de la mera tragedia o el
drama, no agota su circunscripción narrativa ni sus potencias alegóricas a la
ubicación espacio temporal o la figura de la destinación —ya sea del héroe en su
43
fallecimiento o del antagonista en su castigo— y, por tanto, pareciera finalmente
vincularse de forma compleja con la figura de un “eterno retorno” (Cfr. Benjamin,
2006: 347 y ss.). Es más, de acuerdo a lo señalada en el escrito recién citado,
Benjamin establecerá una marcada diferencia entre el Drama Barroco y el
Trauerspiel mediante la siguiente “fórmula”:

“La antigua maldición, heredada a lo largo de generaciones, se


convierte en un bien interior en la poesía trágica, un bien
autoencontrado del personaje heroico. De ese modo se extingue. Pero
su efecto, en cambio, se hace sentir en el drama del destino, y de este
modo, en una clara diferenciación de la tragedia respecto al Trauerspiel,
se aclara la observación de que «lo trágico» no suele circular «de acá
para allá como un espíritu inconstante entre los personajes de las
'tragedias' sangrientas» [Envía a: Ehrenberg. Loc Cit., vol. 2; Tragodie
und Krewz, p.53]. «El sujeto del destino es indeterminable». De ahí que
el Trauerspiel no conozca héroe alguno, sino sólo sus constelaciones.”
(2006: p.344)

Probablemente a la luz de tales antecedentes, ya estemos en condiciones de


anticipar —al menos larvariamente— la intención de Benjamin por hacer resurgir
aquellos modelos narrativos que disputan la forma tradicional de la predestinación
como manera de cohesión verosímil —al modo aristotélico— para el relato.
Igualmente, si ya hemos señalado la forma en como Benjamin parece vislumbrar
la figura de la Historia con la estructura propia del relato, tal vez también junto a
ello podamos deducir que, tal como ocurrió con el Trauerspiel, la fragmentación
propiciada por una mirada materialista se asemeje a la figura de un destino
indeterminable y de una imagen en constelación de sus protagonistas. No
obstante, aquello podría parecer un contrasentido con la figura de la “repetición”
histórica planteada por Marx: aquí nuevamente resulta de suma utilidad destacar
que dicho “retorno” emerge como “farsa”; en otras palabras, el retorno “como tal”
no acontece. O mejor dicho incluso, el retorno en la historia emergería entonces
siempre dando cuenta de su articulación caricaturesca, ficticia. Sin embargo, no

44
por ello invalidaría la “verdad” de su reaparecer, sino meramente exhibiría su
estructura, su condición de construcción o elaboración cual artefacto.

Aquella figura del retorno histórico, de hecho, parece tornarse una pieza central en
lo que Benjamin concibe como el “giro” dialéctico del análisis materialista. Uno
que, dicho sea de paso, puede ser corroborado incluso —o sobre todo— en lo
más nimio e inadvertido por el “gran relato” de la así llamada Historia Universal. Es
más, precisamente la fijación por el hecho menor, por el personaje anodino o el
pequeño hito sería parte fundamental de un análisis materialista al uso
benjaminiano3. En ese sentido, por ejemplo, el propio Benjamin parece conectarse
problemáticamente con referencias y alusiones a la modernidad post-romántica de
fines del siglo XIX y, de entre ellos, especialmente a la figura del “Dandy”, del
“Flaneur” y, por supuesto, de uno de sus más connotados poetas, a saber, C.
Baudelaire; ello en cuanto dicha imagen de una Europa moderna congrega, casi
cual alegoría, la figura rutilante de lo banal y pasajero, pero también la apología a
lo suntuoso y embellecido. Dicha modernidad emerge como la exaltación de lo
nuevo —amparado en la técnica— y, por tanto, como alabanza a la moda. Y es
desde aquel contexto que el propio Benjamin señalará:

“Ciertamente, lo que da siempre la tónica es lo novísimo, pero sólo


cuando surge en medio de lo más antiguo pasado y acostumbrado. El
espectáculo de cómo, en cada caso, la última novedad se forma en
medio de lo pasado, constituye el espectáculo propiamente dialéctico de
la moda.” [B1 a 2] (2013: p.93).

Sin duda numerosos asuntos llamativos emergen en un fragmento como aquel.


Pero para los intereses propios de una eventual definición de la dialéctica de la

3
La biógrafa Esther Leslie, por ejemplo, señala que incluso antes de la realización de su investigación sobre
el Trauerspiel, “(…) la idea fundamental de Benjamin fue la del montaje, la yuxtaposición, la unión de un
motivo con otro. En Benjamin el montaje no puede ser desconectado del acto de rescatar, los esfuerzos de
reciclar la basura, el detrito, la chatarra que parece no tener valor. Para los propósitos de la iluminación
crítica empleó lo que llamaba «trapos y basura», el procedimiento que después describiría en su Libro de los
pasajes.” (2015: p.82)

45
Historia desde una perspectiva benjaminiana, al menos uno reluce por sobre los
demás: la novedad de la moda “se forma en medio de lo pasado” señalará el
autor, constituyendo aquello el giro dialéctico de la moda, en este caso, como
“espectáculo”. Dicho de otro modo, al parecer Benjamin se encuentra elucubrando
sobre el “gesto” al cual la moda nos tiene ya hoy acostumbrados, esto es, un
permanente retorno de “lo pasado” como apariencia de lo presente. Incluso, como
pequeña promesa sobre el futuro. Pero, tal como hemos señalado, cada retorno,
cada reaparecer del pasado en el presente como “novedad” se enviste con los
ropajes propios de la farsa. Tal vez, también en ese sentido, el retorno de lo
pasado podría tornarse “espectacular”. Dicho de otra manera, en aquellas
palabras de Benjamin no solamente se establece una dualidad polar entre una
novedad como oposición al pasado, sino una implícita ambigüedad entre la
necesidad de lo pasado para la posibilidad de lo nuevo —en este caso, al menos,
expresada en el espectáculo—. Ya tendremos ocasión en lo sucesivo de ingresar
con mayor ímpetu a las ideas relativas a la banalidad y la espectacularidad
cuando, por fin, nos remitamos a la noción de “juego” en OdA y su provisoria
contraparte, la “seriedad”. Por ahora, en cambio, menester resulta enfatizar lo
siguiente: Walter Benjamin parece definir —en su escritura tardía— a la dialéctica
como un procedimiento cuya característica principal es el movimiento perpetuo, o
mejor, una oscilación permanente entre nociones en principio polares, pero que
finalmente comparten una misma zona o habitación. De esta manera, tal como ya
hemos mencionado, si bien Benjamin tiende a hacerse del “léxico” propio de las
hipótesis de Marx y en relación a él con la propuesta hegeliana, en Benjamin la
figura de la síntesis en el movimiento dialéctico debiese más bien ser fijada no en
aquellos autores, sino en cambio en Goethe, tal como esperamos poder demostrar
más adelante en esta investigación. Ahora bien, este énfasis además nos
encamina hacia un asunto que resultará fundamental para establecer las bases de
lo que posteriormente en OdA Benjamin propondrá respecto a las relaciones entre
técnica y naturaleza, asunto además sustancial para la plena comprensión de uso
de la categoría de juego, a saber, el análisis dialéctico y materialista de la Historia

46
como fractura y repetición; o mejor dicho, la emergencia del pasado en el presente
como imposibilidad de una linealidad absoluta en el relato de la Historia, como una
Historia desembarazada de la premisa progresista occidental. Permítasenos, al
respecto, citar en extenso uno de los fragmentos incluidos en el denominado
“Libro de los Pasajes”:

“Se dice que lo que se propone el método dialéctico es ser justo con la
correspondiente situación histórica concreta de su objeto. Pero esto no
basta. Pues busca igualmente ser justo con la situación histórica
concreta del interés por su objeto. Y esta última situación se encuentra
siempre comprendida en el hecho de que este interés se siente a sí
mismo preformado en aquel objeto, pero, sobre todo, en que siente ese
objeto concretizado en él mismo, siente que lo han ascendido de su ser
de antaño a la superior concreción del ser-actual (¡del estar despierto!).
¿Cómo es que este ser-actual (que no es en absoluto el ser actual del
«tiempo-actual», sino uno a sacudidas, intermitente) significa ya en sí
una concreción superior? El método dialéctico no puede sin duda
comprender esta pregunta desde dentro de la ideología del progreso,
sino solamente desde una concepción de la historia que supere a
aquélla en todos sus puntos. Habría que hablar en ella de la creciente
condensación (integración) de la realidad, en la que todo lo pasado (en
su tiempo) puede recibir un grado de actualidad superior al que tuvo en
el momento de su existencia. El modo en que, como actualidad
superior, se expresa, es lo que produce la imagen por la que y en la que
se lo entiende. La penetración dialéctica en contextos pasados y la
capacidad dialéctica para hacerlos presentes es la prueba de la verdad
de toda acción contemporánea. Lo cual significa: ella detona el material
explosivo que yace en lo que ha sido (y cuya figura propia es la moda).
Acercarse así a lo que ha sido no significa, como hasta ahora, tratarlo
de modo histórico, sino de modo político, con categorías políticas.” [K 2,
3] (Benjamin, 2013: p.397)

47
Tratar lo pasado no de forma histórica sino política, para Benjamin se manifiesta
con la figura metafórica de la “condensación”, es decir, a través de la posibilidad
de una síntesis que actualiza en la contemporaneidad aquello de actual que el
propio pasado posee. Ello, además, permite una reciprocidad entre los “intereses”
por lo pasado y por el presente que lo atestigua. No obstante, es además posible
observar en dicho fragmento nuevamente el uso de la figura de la “moda” como
emblema del giro dialéctico del historiador, o más precisamente, como emblema
del uso del “material explosivo” que yace en el pasado. Llamativo al menos que en
el contexto de una descripción de modos “dialécticos” para la Historia y de una
aproximación “materialista” a tales asuntos, el otro término recurrente sea
precisamente el de “moda”, aquello que coloquialmente suele ser asociado a
procesos reaccionarios o bien, en el mejor de los casos, meramente a prácticas
superficiales vinculadas con oleadas discursivas y publicitarias de los sistemas de
mercado. Pero en Benjamin al parecer la relación entre moda y masa resulta
clave, en tanto la moda —como comportamiento general y masivo vinculado con
una apariencia, con una “imagen” del mundo y para el mundo— parece adquirir
una estrecha semejanza con la noción de “Espíritu de la época” hegeliana —
Zeitgeist— o de “Superstructura” marxista —Überbau— y, sin embargo, denota
también una distinción ya insinuada: la moda deviene en un comportamiento
habitualmente vinculado a formas de la apariencia, a formas de la representación.
Aquella filiación “supraestructural” a través de modos de representación permite,
de mejor manera, comprender la importancia de la “disputa” —o más
precisamente, oscilación— entre técnica y aura para el argumento político en OdA.
De igual manera, será aquella potencia política anclada en la relación entre
técnica y aura la que explicaría la importancia de la figura de “juego” como
elemento determinante de la propuesta benjaminiana. En ese sentido, por tanto,
para terminar de configurar una idea más precisa y a la vez amplia sobre la
perspectiva dialéctica sobre la Historia que Benjamin proclama y, con ello, el
presupuesto argumental con el cual estarían operando las tesis de OdA, menester

48
será que nos dediquemos brevemente a la definición de “aura” y su problemática
relación con la reproducción técnica.

2. Aura, técnica y dialéctica.

Con seguridad, una de las nociones más aludidas del “breviario conceptual”
benjaminiano sea la de “aura”, aquel “(…) entretejido muy especial de espacio y
tiempo: aparecimiento único de una lejanía, por más cercana que pueda
estar.”(Benjamin, 2003: p.47). Y, pese a las numerosas filiaciones que cierta
tradición reciente del pensamiento posee con aquella declaración, pese incluso a
los innumerables estudios que velozmente se podrían rastrear en cualquier
biblioteca dedicada a la teoría del arte, la estética y la filosofía, pareciera que
siempre aquella aparentemente enigmática frase pudiese ofrecer un poco más de
sí; pareciera, de hecho, que todavía hoy algo de rédito podemos obtener de ella.
Por supuesto, al menos ingenuo sería suponer que ésta noción —o cualquier
otra— se agotase por efecto de algún estudio minucioso o certero: muy por el
contrario, en general las investigaciones tienden a ampliar matrices de sentido
para futuros pensamientos. En ese sentido, si bien hasta el momento no hemos
sino enfatizado asuntos evidentes, esperamos que tales obviedades operen cual
resguardo para las siguientes líneas: difícilmente pretenderíamos aquí “agotar” o
definir completamente la noción de “aura” para el argumento trazado por
Benjamin. No obstante, algunas luces sobre su “posición” en la trama de sentido
brindada por él pueden ser —proponemos— vislumbradas desde sus propias
notas. Igualmente, dichas tentativas de definición esperamos nos ofrezcan una
mayor claridad sobre el papel de la “técnica” como parte del argumento político de
Benjamin y, por supuesto, una mejor definición de aquel concepto que hemos
estado —si se nos permite la palabra—“rumiando” desde los inicios del presente
capítulo, a saber, la “dialéctica” desde la perspectiva benjaminiana, e incluso del
modo en cómo opera la imagen de “moda” para la mirada dialéctica sobre la
historia.
49
De hecho, aquella articulación tramada desde la noción de aura se ve ya
anticipada en OdA por la idea de “autenticidad” y su virtual 4 contraparte, la
“reproducción”. De esta manera, si la reproductibilidad —en correspondencia con
la técnica—, incluso la “más perfecta”, deja fuera “(…) el aquí y ahora de la obra
de arte, su existencia única en el lugar donde se encuentra” (Op. Cit, p.42), se
debería a que el concepto de autenticidad se sostiene sobre su “cualidad
aurática”, es decir, “La historia a la que una obra de arte ha estado sometida a lo
largo de su permanencia (…)” (Ídem). Dicha depreciación o merma de la “cualidad
aurática” mediante la reproducción se daría con mayor énfasis, tal como
señalábamos, a propósito de su manifestación técnica, pues la reproducción
manual todavía podría ser considerada como una “falsificación”; en cambio, los
sistemas de reproducción mecánicos afectan de tal forma los modelos de
producción y de recepción de la imagen que, finalmente, se pone en entredicho la
premisa cualitativa de “original” del objeto (Cfr. Benjamin, 2003: pp.43 y ss.) De
hecho, prioritario resulta enfatizar la sentencia anterior, puesto que posiblemente
evitará futuros entuertos o confusiones: la “cualidad aurática” de los objetos, tal
como livianamente la hemos llamado hasta ahora, en rigor Benjamin la presente
como un valor de estimación propio tanto de la recepción, como del objeto como
tal. O mejor dicho: sugiriendo otra vez una relación “dialéctica” en su trama del
discurso, Benajmin presenta una noción que amerita una oscilación permanente
en su definición, a saber, por un lado, la autenticidad se encarna en la materialidad
de los objetos, en las huellas de su historia particular. Luego, también en la
historia de las cambiantes condiciones de propiedad, asunto que no dice exclusiva
relación con la materia del objeto como, en cambio, sí con la tradición (Cfr.

4
“Virtual” en el sentido en que, tal como ya hemos insinuado anteriormente, resulta descaminado pensar la
terminología conceptual de Walter Benjamin desde un esquema meramente polar. Por el contrario,
Benjamin parece insistir en fórmulas de “permanente tránsito” —o como las hemos llamado hasta ahora, de
“oscilación” o “de movimiento pendular”— en cada una de sus definiciones y sentencias. Ello, como
analizaremos más adelante, adquiere una importancia sustantiva para cada una de las parejas conceptuales
mencionadas por Benjamin en sus escritos, en la medida en que sólo han de ser pensadas a partir de un
“tercero” tácito, pero presente. Uno, dicho sea de paso, constituido por la conjunción inseparable de ambos
“polos” conceptuales.

50
Benjamin, 2003: p.42). Incluso más: Benjamin sitúa el asunto sobre la
reproductibilidad técnica como merma de la autenticidad, en la medida en que la
primera “Hace, sobre todo, que ella [la réplica] esté en posibilidad de acercarse al
receptor (…)” (Op. Cit, p.43) Por tanto, la reformulación en los modelos de
producción surgidos a propósito de los ingenios técnicos modifica no tanto los
objetos, o al menos no sustancialmente, pero sí el modo de su recepción. Será,
finalmente, la noción de autenticidad la que se ve mermada por efecto de la
técnica, es decir, la estimación sobre el concepto de autenticidad como
requerimiento para la recepción. De esta manera, indicará Benjamin,

“El concepto de la autenticidad del original está constituido por su aquí y


ahora; sobre éstos descansa a su vez la idea de una tradición que
habría conducido a ese objeto como idéntico a sí mismo hasta el día de
hoy.”(2003: p.42).

En ese sentido, hasta el momento hemos hecho un énfasis dilatado en la relación


entre autenticidad, aura y recepción, por un asunto que nos atañe directamente, a
saber: el modo en cómo los modelos de recepción conservadores preservarían, o
intentarían salvaguardar, un modelo de “relación receptiva” desde la premisa de lo
auténtico y, por tanto, de lo aurático. De hecho, aquella matriz de preservación
señalaría su talante puramente conservador: en el mejor de los casos, una
resistencia a incorporarse a los nuevos procedimientos técnicos de la cultura; en el
peor, una apariencia de conservación que, en rigor, utiliza los procedimientos
técnicos como herramientas para su propia conservación. El primer caso pareciera
ilustrar la resistencia del discurso del pensamiento de izquierdas, particularmente
del partido comunista y del socialismo (Cfr. Benjamin, 1990), mientras el segundo,
en cambio, el uso desproporcionado y opresivo de la técnica por parte del
fascismo europeo. Y si bien el comunismo soviético, por ejemplo, construyó parte
de su discurso sobre la base del progreso tecnológico como una pieza
fundamental —así como también el nazi-fascismo de la época—, haciendo de la
maquinaria industrial y su desarrollo uno de los horizontes prioritarios para su
modelo de Estado, muy distinta resultaba su reacción —oficial al menos—
51
respecto a modelos de producción estéticos o formas artísticas y, en general,
aquellas habitualmente llamadas “culturales”. De hecho, ya el 23 de abril de 1932
—mientras Benjamin se dedicaba ya al desarrollo de OdA—, el Comité Central del
partido habría promulgado un decreto que, al poco tiempo, delataría el ímpetu
soterrado de restarle apoyo al arte de vanguardia ruso, rumor sigiloso que
posteriormente se tornaría prohibición abierta por el régimen estalinista en 1935.
Dicho decreto sería llamado “Disposición del Comité Central del partido Comunista
de los Bolcheviques de la Unión Soviética sobre la reconstrucción de las
organizaciones literarias y artísticas”. Reproducimos a continuación algunos
fragmentos de dicho documento, pues ilustran de modo capital el tono particular
del debate que tal decisión suscitaría:

“El Comité Central constata que, en los últimos años, sobre la base de
los significativos éxitos de la construcción socialista se ha producido un
gran auge, tanto cuantitativo como cualitativo, de la literatura y el arte.

Hace algunos años, cuando era evidente que la literatura todavía se


encontraba bajo la influencia significativa de elementos extraños (…) y
los cuadros de la literatura proletaria eran aún débiles, el Partido ayudó
con todos sus medios a la creación y fortalecimiento de las
organizaciones proletarias autónomas en el campo de la literatura y el
arte, con el objetivo de reforzar la posición de los escritores proletarios y
los trabajadores del arte.

En la actualidad (…) los marcos de las organizaciones literarias y


artísticas de carácter proletario existentes (…) se han quedado
estrechos y frenan el auténtico alcance de la creación artística. Esta
circunstancia conlleva el riesgo de que dichas organizaciones (…)
pasen a convertirse en un medio para el cultivo del aislamiento en
círculos apartados de los deberes políticos contemporáneos (…).” (En:
Gómez ed., 2008: p.40)

Y si bien no nos involucraremos totalmente en las implicancias de tal perspectiva


adoptada por los socialismos y comunismos de la época para la propuesta
52
benjaminiana5, sí al menos algo central ha de señalarse por ahora: el gobierno
soviético comienza apresuradamente a emparentarse con las lógicas propias del
fascismo, el nazismo y sus respectivos “realismos heroicos”. Dichas semejanzas
acontecen a la luz del mismo síntoma, uno cuya cifra principal fue denominada por
Benjamin como “aura”. En otras palabras, el ímpetu “realista” que adoptarán
prontamente tanto el partido Nacional Socialista como el Socialismo Soviético
refiere, finalmente, a una resistencia a la merma aurática, a una búsqueda por la
autenticidad y una filiación permanente con el origen y, consecuentemente, con lo
original. Dicha resistencia, poco a poco, se tornará un ejercicio programado de
“simulación”, ejecución llevada a cabo desde el aparato técnico pero que no dará
cuenta de su artificialidad. Aquello, finalmente, parece constantemente apremiar al
argumento benjaminiano, en la medida en que las ya consabidas prácticas del
nazismo comienzan a asemejarse, peligrosamente, a aquellas que supuestamente
se encontrarían orientadas a la revolución emancipadora de los pueblos. En ese
sentido, todo apuntaría a que Benjamin observó por aquellos años una suerte de
procedimiento técnico tendiente a lo aurático —por contradictorio que en principio
pueda parecer—, en la medida en que serían los propios instrumentos industriales
los usados para ocultar la merma aurática que, paradójicamente, la propia técnica
suscita6. En otras palabras, si Benjamin ha intentado en primer lugar sostener que
el argumento planteado en OdA suscribe a uno materialista y dialéctico,
evidentemente ello se debería en primer lugar a un señalamiento explícito sobre el
tipo de lector al cual dicho texto apunta, a saber, al pensamiento de izquierdas, al
socialismo y al comunismo; es decir, OdA —al igual que su escrito consorte, “El

5
De hecho, tendremos ocasión más delante de involucrarnos someramente con el concepto de “tendencia”
en la producción artística, ilustrada sobradamente por Benjamin en su ensayo de 1934 “El autor como
productor”, una en directo diálogo con Lukács en una de sus publicaciones de 1932 (Gómez ed., 2008: pp.
54-64). Dicho debate surgirá, de hecho, a propósito de las insistentes energías por denostar las prácticas de
vanguardia —y todo aquello que no tuviese un inmediato carácter lectivo, pedagógico y narrativo— por
parte del partido Comunista.
6
De más está decir que, otra vez, los conceptos aparentemente polares en el esquema benjaminiano suelen
entrecruzarse de formas a veces tan complejas como ocurriría con las ideas de técnica y aura.

53
Autor como productor”— se ofrece tanto como un diagnóstico como una
advertencia. Pero también tal suscripción evidenciada en las primeras líneas de
OdA sostiene gran parte del análisis sobre la relación por momentos opuesta, por
momentos entrecruzada, entre técnica y aura, entre reproductibilidad y
autenticidad. De esta manera, si tal como señala Benjamin, “El modo en que se
organiza la percepción humana —el medio en que ella tiene lugar— está
condicionado no sólo de manera natural, sino también histórica.” (2003: p.46),
podemos colegir que la técnica es aquella figura que ha venido históricamente —
como medio— a transformar la organización perceptiva “connatural”; igualmente,
contando con dicho antecedente, se torna mayormente legible la potencia
revolucionaria de la técnica pero también su inminente y evidente riesgo. De la
misma forma, probablemente se torne más prístino el contorno de la idea de aura
y su relación con, por ejemplo, antiguas formas perceptivas del ritual y la religión.
No obstante, para conseguir una plena articulación entre ideas que todavía
pueden parecer contradictorias o infundadas, nos permitiremos a continuación
destinar algunas líneas para definir, de forma pormenorizada e individual,
nociones complejas como aura y valor cultual, así como técnica y valor exhibitivo.
Ello, en pos de abonar el terreno para volver nuevamente sobre la idea de la
técnica como posibilidad de ocultamiento de la merma aurática. Por último, dicha
vía probablemente nos permita explicar de mejor manera las figuras de politización
y estetización del arte, cuestión que ya nos vehiculará inmediatamente hacia el rol
del juego y la seriedad en la propuesta política de Benjamin.

2.1 Espacio y tiempo

Benjamin definirá la noción de aura como “Un entretejido muy especial de espacio
y tiempo” (2003: p.47), o como señalará en la tercera versión del ensayo: “Es
conveniente ilustrar el concepto de aura propuesto más arriba para objetos
históricos con el concepto de un aura propia de objetos naturales. A ésta última la
definimos como el aparecimiento único de una lejanía, por más cercana que
54
pueda estar.” (Ídem) Para finalmente agregar, a propósito de dicha ilustración
“naturalista”:

“Reposando en una tarde de verano, seguir la línea montañosa en el


horizonte o la extensión de la rama que echa su sombra sobre aquel
que reposa, eso quiere decir respirar el aura de estas montañas, de
esta rama. Con ayuda de esta descripción resulta fácil entender el
condicionamiento social de la actual decadencia del aura. Se basa en
dos condiciones que están conectadas, lo mismo la una que la otra, con
el surgimiento de las masas y la intensidad creciente de sus
movimientos. Esto es: «Acercarse las cosas» (…)” (Op. Cit.).

Al respecto, si bien la definición resulta al menos algo ambigua por su, llamémosla
así, forma “poética”, también ofrece con suma claridad un antecedente
fundamental: el aura, como modelo de organización de la percepción humana, se
funda sobre la base de la distancia; dicha distancia no ha de ser pensada como
una necesariamente material o física y, sin embargo, se constituye por un
particular entretejido entre las categorías de espacio y tiempo. Aquí, huelga
mencionar que con suma probabilidad Benjamin se ha hecho cargo de una larga
tradición filosófica respecto a la definición de la percepción subjetiva e incluso de
la “apercepción” en Leibniz y de la “apercepción trascendental” propia del sistema
kantiano. Y si bien nos es materia de esta investigación analizar detalladamente el
conflicto suscitado por la noción de “experiencia” en Benjamin frente a los
postulados de Leibniz y especialmente de Kant —y por tanto su relación con la
apercepción como momento apriorístico a cualquier experiencia perceptiva— parte
de dicha discusión requiere igualmente ser convocada ahora 7: no parece
descaminado suponer que las categorías de espacio y tiempo como fundamento
de la percepción aurática, provengan tácitamente de un cimiento de índole

7
Posteriormente, cuando retomemos la relación que propone Benjamin con la Historia y su análisis
dialéctico, nuevamente deberemos volver sobre las críticas que establece Benjamin a la idea de experiencia
en Kant.

55
kantiano8; uno que, consabido por muchos, establece como categorías
fundamentales del sujeto precisamente aquellas dos señaladas por Benjamin (Cfr.
Kant, 1998: pp.67 y ss.). En ese sentido, si bien no estamos en condiciones de
demostrar documentalmente una relación intencionada con tales premisas
kantianas9, sí al menos nos permitiremos poner en entredicho que tal coincidencia
sea en efecto producto del mero azar, especialmente si —tal como lo haremos
más adelante— observamos el importante rol que tuvo la literatura kantiana en
algunos de los textos de Benjamin. Tal vez a propósito de dicha relación, este
último incluirá en la definición de aura, y tal como anticipábamos, la idea de
“distancia” como seña distintiva. Otra vez, no queda más que suponer que la
semejanza con las descripciones sobre la facultad de juzgar del sujeto y,

8
Cabe señalar que las nociones de espacio y tiempo son también recuperadas por Benjamin, a través de
Paul Valéry, en el famoso epígrafe de la tercera versión de OdA (1938): “Il y a dans tons les arts une partie
physique qui ne peut plus être regardée ni traitée comme naguère, qui ne pout pas être soustraite aux
entreprises de la connaissance et de la puissance modernes. Ni la matière, ni l’espace, ni le temps ne sont
depuis vingt ans ce qu'ils étaient depuis toujours.”(Benjamin, 2003: p.36). Al respecto, es más que probable
que Valéry haya resultado para Benjamin un comentarista importante al momento de efectuar una lectura
de la propuesta kantiana —y no sólo un poeta destacadísimo y admirado por él— en la medida en que la
propia labor filosófica de Valéry se aproximó, críticamente, a la tradición del pensamiento alemán: “S'il saisit
un crâne, c'est un crâne illustre. Celui-ci fut Lionardo. Il inventa l'homme volant, mais l'homme volant n'a
pas précisément servi les intentions de l'inventeur: nous savons que l'homme volant monté sur son grand
cygne (il grande uccello copra del dosso del suo magnio cecero) a, de nos jours, d'autres emplois que d'aller
prendre de la neige à la cime des monts pour la jeter, pendant les jours de chaleur, sur le pavé des villes... Et
cet autre crâne est celui de Leibniz qui rêva de la paix universelle. Et celui-ci fut Kant, Kant qui genuit Hegel
qui genuit Marx qui genuit...” (Valéry, 1957: p.994). Por supuesto, menester será revisar dicha relación
posteriormente, pero también señalar la influencia de G. Simmel en el imaginario benjaminiano relativo a la
tradición alemana del pensamiento filosófico.
9
En otras palabras, por ahora no nos encontramos en condiciones de exhibir algún documento que, con
precisión, exhiba una intención explícita por parte de Walter Benjamin de conformar su definición sobre el
aura desde un esquema kantiano o, al menos, propio de la filosofía alemana dieciochesca. No obstante,
bastaría con revisar la extensa literatura temprana y juvenil de Benjamin, así como sus estudios sobre el
romanticismo alemán y sus más tardías tesis sobre la filosofía de la historia, como para corroborar que las
figuras de Hegel, Platón y principalmente Kant marcaron una huella indeleble en su pensamiento.
Igualmente, biografías como la realizada por Esther Leslie —referida ya en este estudio— también dan
cuenta de la importancia de tales autores en la formación filosófica del joven Benjamin (Cfr. Leslie, 2015:
pp.19-49)

56
particularmente, el juicio estético kantiano, resuenan por doquier en aquella
formulación.

De tal suerte, el espacio, aquella —según Kant— “necesaria representación a


priori que sirve de base a todas las intuiciones externas.” (1998: p.68) y el tiempo,
una “representación necesaria que sirve de base a todas las intuiciones.” (Op. Cit.
p.74)10, de acuerdo a la hipótesis benjaminiana, se entretejerían de forma
sumamente particular al momento de manifestarse el aura; o mejor dicho: una
particular —aunque no del todo inusual— relación subjetiva dada por la
articulación —también particular— de dos concepciones indispensables para la
propia posibilidad de constitución de la subjetividad y su relación con el entorno.
Una reunión singular entre las concepciones de espacio y tiempo que Benjamin
sencillamente resumirá como el “aquí y ahora” (2003: p.42), es decir, como la
condición necesaria para el aparecer de lo auténtico.

Ahora bien, permitámonos por un momento dirigirnos directamente hacia algunos


fragmentos ilustrativos de la propuesta kantiana para, así, intentar explicar de
mejor modo lo que al parecer tácitamente Benjamin habría supuesto sobre su un
tanto esquiva idea de aura. Al respecto, resulta fundamental recordar que para
Kant, el espacio

“(…) es, pues, considerado como condición de posibilidad de los


fenómenos, no como una determinación dependiente de ellos, y es una
representación a priori en la que se basan necesariamente los
fenómenos externos. En consecuencia, tal representación no puede
tomarse, mediante la experiencia, de las relaciones del fenómeno

10
Los destacados son nuestros. Y si bien no corresponde a nuestra investigación detallar las diferencias
entre las nociones de “necesidad” y “a priori” en Kant, valga al menos mencionar que la necesidad permite
la constitución de la ciencia en tanto conocimiento, así como las concepciones apriorísticas posibilitan la
subjetividad como tal. En ambos casos, finalmente, resultará más determinante para nuestro argumento
verificar la forma en que Benjamin disputa la idea de experiencia a Kant, en parte, por efecto del problema
de la representación como base de las intuiciones.

57
externo, sino que esa misma experiencia externa es sólo posible gracias
a dicha representación.” (1998: p.68)

Dicho de otro modo, el espacio —y en parte, como veremos, su consorte el


tiempo— antecede en tanto condición de posibilidad a los fenómenos, en la
medida en que es una representación que permite la, si se nos permite el término,
“cartografía” del entorno. Es decir, la existencia del espacio como representación
organizadora del sujeto finalmente le permite una vinculación con el entorno, a
propósito de dicha predisposición espacial. Por ello, agregará Kant:

“a) El espacio no representa ninguna propiedad de las cosas, ni en sí


mismas ni en sus relaciones mutuas, es decir, ninguna propiedad
inherente a los objetos mismos y capaz de subsistir una vez hecha
abstracción de todas las condiciones subjetivas de la intuición. Pues
ninguna determinación, sea absoluta o relativa, puede ser intuida con
anterioridad a la existencia de las cosas a las que corresponda ni, por
tanto, ser intuida a priori.

b) El espacio no es más que la forma de todos los fenómenos de los


sentidos externos, es decir, la condición subjetiva de la sensibilidad.”
(1998: p.71)

Finalmente entonces, en cierta medida pareciera que Kant propone al espacio


como una suerte de representación que a su vez permite toda representación 11
posible. Al menos en cuanto se establece como condición subjetiva de la
sensibilidad. De este modo, contando ya con el espacio como presupuesto para la
relación con el entorno, dicho ambiente adquiere forma legible mediante una
posibilidad de ubicación “cartográfica” de los fenómenos. O mejor dicho, los

11
En este caso hemos de considerar la representación principalmente como parte de la subjetivación, en
tanto incorporación y modulación del entorno mediante lo sensible. Es decir, no nos referimos tanto a la
representación como el procedimiento de fabricación de imágenes materiales que se asemejan a otros
objetos del mundo, como a la producción de ideas formales para el pensamiento. Y sin embargo, se colige
que ambos matices sobre la noción de representación se encuentran estrechamente vinculados, al punto de
por momentos resultar indistinguibles.

58
fenómenos “están ahí” porque prexiste la posibilidad del “ahí”, del lugar.
Finalmente, podríamos agregar remitiéndonos a las propias palabras de Kant:

“El concepto trascendental de fenómeno en el espacio, por el contrario,


recuerda de modo crítico que nada de cuanto intuimos en el espacio
constituye una cosa en sí y que tampoco él mismo es una forma de las
cosas, una forma que les pertenezca como propia, sino que los objetos
en sí nos son desconocidos y que lo que nosotros llamamos objetos
exteriores no son otra cosa que simples representaciones de nuestra
sensibilidad, cuya forma es el espacio y cuyo verdadero correlato —la
cosa en sí— no nos es, ni puede sernas, conocido por medio de tales
representaciones. Pero tampoco pregunta nadie, en la experiencia, por
ese correlato.” (1998: pp.73-74)

Se colegirá, por tanto, que el espacio 12 no sería una “cualidad” de los objetos en el
sentido formal, ni tampoco una forma en sí misma. En cambio, el espacio parece
definido por Kant como una forma para las representaciones de la sensibilidad, es
decir, tal como señalábamos anteriormente, como un presupuesto que posibilita la
relación con los objetos. Pero dicha relación no constituiría, en ningún caso, un
vínculo con el noúmeno, sino sencillamente una relación, diríamos, habitual de la
experiencia. En ese sentido, de hecho, la correspondencia entre espacio y tiempo
—en cuanto categorías fundamentales para la subjetividad— se manifiesta en
Kant de modo evidente; es más, tal articulación no podría ser desarmada, en la
medida en que la confluencia entre el espacio y su filiación con el tiempo habilitan,
efectivamente, una “cartografía” para la experiencia como tal. O mejor dicho, en
plenitud. Tal relación se evidencia ya en los primeros compases kantianos alusivos
a una definición del tiempo:

12
Aquello al menos desde la perspectiva trascendental ofrecida por Kant. En cambio, la perspectiva
metafísica, consignada también en la primera crítica kantiana, aporta algunos significativos matices de
distinción, pero que poco competen a nuestra hipótesis. Y si bien deberemos referirnos al presupuesto
metafísico benjaminiano en lo sucesivo, elaborar en cambio una exégesis de la crítica kantiana, así como un
examen comparativo entre el sistema trascendental y metafísico en Kant y el anuncio metafísico en
Benjamin, excedería por mucho las pretensiones y necesidades de esta investigación.
59
“El tiempo no es un concepto empírico extraído de alguna experiencia.
En efecto, tanto la coexistencia como la sucesión no serían siquiera
percibidas si la representación del tiempo no les sirviera de base a
priori. Sólo presuponiéndolo puede uno representarse que algo existe al
mismo tiempo (simultáneamente) o en tiempos diferentes
(sucesivamente).” (Kant, 1998: p.74)

Y luego el propio Kant agregará:

“(…) añadiré que el concepto de cambio, y con él el de movimiento


(como cambio de lugar), sólo es posible en la representación del tiempo
y a través de ella; igualmente, que si esta representación no fuese
intuición (interna) a priori, no habría concepto alguno, fuese el que
fuese, que hiciera comprensible la posibilidad de un cambio, es decir, de
una conexión de predicados contradictoriamente opuestos en una
misma cosa (por ejemplo, el que una misma cosa esté y no esté en el
mismo lugar). Sólo en el tiempo, es decir, sucesivamente, pueden
hallarse en una cosa las dos determinaciones contradictoriamente
opuestas.” (Op. Cit. p.76)

Probablemente ya se distinga con mayor claridad una vinculación, al menos


somera, entre tales definiciones kantianas y las escuetas —o sintéticas incluso—
palabras de Benjamin sobre el aura. Pues si volvemos sobre la “poética” definición
benjaminiana sobre el aura, es decir, sobre la idea de un particular entretejido
entre el espacio y el tiempo, pero principalmente sobre la noción de autenticidad
como el aparecimiento del “aquí y ahora” —como el aparecer de la tradición en un
objeto individual—, al menos un asunto ha de ser señalado: la posibilidad del
aparecer de la tradición en un objeto, o mejor dicho, de la “sensación” de
autenticidad como una historia personal del objeto presenciado, solamente sería
posible gracias a la confabulación particular de las nociones de espacio y tiempo
en el pensamiento del contemplador. O incluso podríamos agregar: será gracias al
presupuesto de un tiempo lineal y progresivo, así como de un espacio delimitado y
estático, que la historia individual de un objeto “aparecería” al contemplador; ello

60
en la medida en que cada seña, huella o residuo del objeto, así como todo
conocimiento previo del contemplador, confabulan un marco de sentido que
permitiría establecer tales señas y residuos como efectos consecutivos y
consecuentes de lo narrado sobre dicho objeto. Lo que se ha contado sobre tal
objeto se precipita como prueba de lo que puede ser apreciado en él; lo narrado
se “confirmaría” por los sentidos. Así, como en un “acto de magia”, de pronto el
objeto se torna “algo más” que pura materia: se transforma, por decirlo de algún
modo, en la encarnación efectiva de una tradición. Adquiere en ese “movimiento”,
finalmente, un talante distintivo de cualquier objeto corriente del mundo, pues se
torna documento. Por ello también consigna un arraigo emotivo y una posibilidad
para estimular el pensamiento, tal como la mirada fijada en el horizonte,
apreciando —respirando— el aire de una montaña, de la rama de un árbol. El
objeto, finalmente, se dispone al pensamiento por su cualidad de afección emotiva
y, sin embargo, en un giro paradójico se “distancia” de quien lo observa para poder
ser apreciado. El objeto, dicho de otro modo, afecta porque adquiere importancia,
se distingue, y en aquella distinción “aparece” a lo lejos de quien lo observa. Se
torna impropio y, por ello, “digno de admiración”. De hecho, por ello puede afectar,
porque lo hace —al menos simbólicamente— “desde fuera”: es lo otro, lo impropio
del sujeto, lo que potencialmente podría considerarse un fenómeno. El aura y la
autenticidad del objeto “infunden” —al menos como proyección subjetiva, como
atribución de sentido— una muy particular manera de articular al espacio y al
tiempo, en la medida en que el objeto, “estando ahí”, se aleja. Pero no
físicamente, sino para el pensamiento: de pronto, ya no es posible manipularlo con
total libertad, ni acercare a él con todo derecho, puesto que poseería cual
oxímoron un “valor invaluable”; igualmente, su tiempo se desplaza, tornándose un
objeto que estando “ahora” delata su pasado, o mejor dicho, un objeto que
estando en el presente atestigua su historia, distanciándose del mero ahora en
una dilación infinita. En otras palabras, un objeto podría ser considerado como
auténtico sólo en la medida en que, estando “aquí y ahora”, denota su

61
permanencia en otro tiempo y en otro lugar. Es decir, estando “aquí y ahora”, no
termina de estar por efecto de la distancia que ha adquirido para quien lo observa.

Aquello, finalmente, pareciera precipitarse en lo que podríamos denominar como


“desinterés” estético, una idea también aparentemente de raigambre kantiana
aunque, en rigor, se circunscribe ya como una noción habitual en la tradición del
pensamiento occidental13: la relación “estética” con los objetos del mundo, es
decir, la vinculación mediante los sentidos cuya intención no es de un
conocimiento propiamente tal, conforma lo que Kant en su tercera crítica
denominaría como “desinterés”. Dicho “desinterés”, debemos enfatizar, sería sólo
uno respecto a la cifra de conocimiento sobre lo presenciado mas no una falta de
interés por el objeto dispuesto a los sentidos o, menos aún, una falta de interés
respecto a los pensamientos y sentimientos que tal estímulo suscitaría. En otras
palabras, dicho “desinterés” sería una (pre)disposición frente a lo ofertado por el
entorno. O mejor dicho, una particular disposición respecto a los presupuestos
espaciales y temporales. Esto en la medida en que se requeriría, por parte del
sujeto, de una filiación con motivos o asuntos no designados por los apetitos ni por
el ímpetu del conocer, sino meramente por el goce atribuido a la contemplación
(Véase: Kant, 2006). En otras palabras, tal “desinterés” —sino de forma literal al
menos si en tanto disposición— pareciera entramarse como una toma de distancia

13
Con algo de sorna, Mandoki indica que “El mito del desinterés estético aparece ya en el siglo XVIII con
Shaftesbury y Hume como una reacción contra el interés del instrumentalismo burgués, pero se consolida
precisamente con Kant, en su Crítica del juicio § 2, al definir a la experiencia estética como «deleite
desinteresado» en lo bello. Para Kant, en la experiencia estética no hay ni interés práctico por el objeto o a
través de él, ni interés en la existencia del objeto, ni en apropiarnos y poseer física o materialmente a ese
objeto. Kant, como Shaftesbury y Hume, construye este concepto de «desinterés» para no manchar al juicio
de lo bello con preocupaciones mundanas y para distinguir el deleite estético en lo bello (como
desinteresado) del deleite en el bien o en lo agradable (en tanto interesados).” (Mandoki, 2006: p.30). Tal
como revisaremos más adelante, efectivamente se puede tramar una relación entre lo mítico y el desinterés
estético; no obstante, dicha relación en Benjamin adquiere un sentido muy distinto del uso casi despectivo
provisto por Mandoki, quien utiliza el término cual sinónimo de ficción, sino incluso mentira tradicional. En
cambio, el papel de lo mítico en Benjamin posee otras resonancias, pese incluso a que parte de la apuesta
política de él parece referirse al potencial revolucionario como uno desmitificador. Tendremos ya ocasión de
retomar este asunto de forma dilatada.

62
de los bajos apetitos connaturales y con ello emparentarse con la distancia
analítica del conocimiento; sin embargo, tal como señalábamos, y bajo la cifra
kantiana, ha de suspenderse el interés propio del conocimiento para conformar
una vinculación —diríamos— estética. Es decir, dicha relación contemplativa
propia de la experiencia estética parece ya conformarse hacia el pensamiento
dieciochesco como una “particular” vinculación con el entorno, compartiendo
asuntos con el goce de los apetitos —tal como ocurre con la sutil diferenciación
entre “lo agradable” y “lo bello” establecida en la tercera crítica kantiana (Véase
Op. Cit.)— así como con la distancia razonable propia del conocimiento y, no
obstante, no manteniendo mayor semejanza ni con los apetitos ni con el conocer.
Finalmente tal particularidad pareciera solamente permitirnos indicar lo siguiente:
la vinculación estética con el entorno se goza —con placer o displacer— en (por)
su distancia; por ello no es conocimiento racional, pero tampoco satisfacción de
las necesidades connaturales.

2.2 Libre juego de las facultades del sujeto: distancia, desinterés y


contemplación.

Nos hemos detenido con insistencia en la figura de Kant por un motivo que
probablemente corresponda recordar: aparentemente, Benjamin circunscribe una
de las categorías fundamentales de OdA bajo los parámetros de una tradición
fuertemente asociada a aquel filósofo alemán. Con suma probabilidad, dicho
diálogo se ha venido gestando desde las juveniles ideas de Benjamin, plasmadas
en sus escritos iniciales (Cfr. Benjamin, 1998). Y si bien tendremos ocasión de
examinar dicha relación temprana con algunas ideas de raigambre kantiana en la
producción temprana de Benjamin, por ahora hemos sólo intentado destacar lo
siguiente: el aura parece mantener una estrecha relación con aquello que cierta
tradición idealista denominará como “contemplación”. Aquella relación tendrá una
importancia significativa al momento de comparar la figura del “juego” en Benjamin
como irrupción de un modo de relación ya no del todo contemplativa o, al menos,

63
no bajo el uso tradicional del término. No obstante, para dar curso a dicha
comparación, menester resulta terminar de conformar plenamente la filiación entre
el “desinterés” estético y la contemplación, esta vez a propósito de lo que Kant
denominaría como “libre juego” de las facultades subjetivas. Finalmente, una vez
que nos embarquemos plenamente en el examen sobre la idea de juego en
Benjamin, retomaremos las nociones de libertad y juego en Kant, en la medida en
que observamos relaciones de discrepancia, pero también de profunda semejanza
entre ambos. Pero por ahora solamente detengámonos, brevemente, en uno de
los señalamientos fundamentales realizados por Kant respecto al denominado
“libre juego” de las facultades del sujeto. De esta manera, señala Kant, por
ejemplo:

“Es un juicio estético, pues, aquel cuyo fundamento de determinación


reside en una sensación que está inmediatamente ligada al sentimiento
de placer y displacer. En el juicio estético de los sentidos, es aquella
sensación que es producida inmediatamente por la intuición empírica
del objeto; en el juicio estético de reflexión, en cambio, es la que efectúa
el juego armónico de ambas facultades de conocimiento de la facultad
de juzgar, la imaginación y el entendimiento, en el sujeto, al ser
propicias recíprocamente, en la representación dada, la facultad de
aprehensión de la primera y la facultad de presentación del segundo,
relación que en este caso efectúa, por medio de la simple forma, una
sensación, que es el fundamento de determinación de un juicio, el cual
por ello se llama estético y está ligado como conformidad a fin subjetiva
(sin concepto) con el sentimiento de placer.” (1998: p.34)

Luego agregará:

“El juicio estético de los sentidos encierra conformidad a fin material; el


juicio estético de reflexión, en cambio, conformidad a fin formal. Mas
como el primero no se refiere para nada a la facultad de conocimiento,
sino, de modo inmediato, por medio del sentido, al sentimiento de
placer, sólo el último ha de considerarse fundado en principios

64
peculiares de la facultad de juzgar. En efecto, cuando la reflexión sobre
una representación dada precede al sentimiento de placer (como
fundamento de determinación del juicio), la conformidad a fin subjetiva
es pensada, antes de que sea sentida en su efecto, y en esa medida, o
sea, con arreglos a sus principios, el juicio estético pertenece a la
facultad superior de conocimiento y precisamente a la facultad de
juzgar, bajo cuyas condiciones subjetivas y, sin embargo, universales,
es subsumida la representación del objeto.” (Kant, 1998: p.35)

Por supuesto, no es de mayor interés para esta investigación llevar a cabo un


análisis exhaustivo del juicio estético propuesto por Kant, ni de sus diversos e
importantes ribetes. Por ello tal vez sea pertinente sólo sintetizar gruesamente una
idea ya latente en los fragmentos anteriormente citados, idea desarrollada de
modo pormenorizado en las páginas siguientes de la “Crítica a la facultad de
juzgar” —o “Crítica al juicio”—, a saber, el juicio estético reflexivo, en su vínculo
con el pensamiento y en su peculiaridad, puede ser definido como un juego
armónico entre la imaginación y el entendimiento. Es más, puede ser definido
como un “libre juego” de tales facultades. Al respecto, valga señalar:

“(…) precisamente porque la libertad de la imaginación consiste en que


ella esquematice sin concepto, el juicio de gusto tiene que reposar en
una mera sensación de la vivificación recíproca de la imaginación, en su
libertad, y del entendimiento, con su conformidad a ley (…)”. (Kant,
1998: p.226)

Tampoco, se comprenderá, es nuestra intención ahondar —al menos por ahora—


en la noción de libertad y de conformidad a ley en la crítica kantiana; no obstante,
valga señalar que hemos de considerar la libertad en Kant, y sólo al menos en su
relación con el juicio estético, como aquellas actividades precisamente
“desinteresadas”, es decir, no suscritas al interés apetente ni al conocimiento del
noúmeno. De ahí que, tal como desarrollaremos más adelante, seguramente el
término más adecuado para dicha armonización entre el entendimiento y la
imaginación sea el de “juego”. Ahora bien, dicho juego en Kant, en tanto
65
vinculación armónica no interesada, parece implicar necesariamente una toma de
distancia, al menos desde una perspectiva “de significación” o recepción en su
sentido, respecto al estímulo. De tal suerte, un objeto en parte podría ser
considerado como bello o bien una idea como sublime en la medida en que,
amparada por el resguardo propio de “lo estético”, dicho estímulo afecta al sujeto
sólo en tanto ya ha sido “desafectado” previamente. En otras palabras, la
afectación subjetiva, aquel momento en donde la subjetividad se deja afectar
estéticamente, para conseguir el goce propio —incluso aquel negativo del
displacer sublime— debe primeramente mantenerse a resguardo de cualquier otra
afectación, ya sea apetente o de conocimiento. De esta manera, el sujeto,
abriéndose a los estímulos del entorno, a la vez se cierra a la posibilidad de una
inmediata afectación. Aquella necesaria mediación, de hecho, puede ser
posiblemente descrita como una “toma de distancia” respecto a la inoportuna e
intempestiva inmediatez de lo mundano. Al respecto y en relación directa con las
ideas de libertad y juego, Kant señalará:

“La espontaneidad en el juego de las facultades de conocimiento, cuya


concordancia contiene el fundamento de este placer, hace idóneo al
concepto en cuestión para la mediación del vínculo de los dominios del
concepto de la naturaleza con el concepto de la libertad en sus
consecuencias, en la medida en que esa [concordancia] fomenta a la
vez la receptividad del ánimo para el sentimiento moral.” (Kant, 1998:
p.113)

Si observamos, en razón de lo señalado por Kant en el párrafo anterior, la


vinculación entre los “dominios del concepto de la naturaleza” y la libertad,
notaremos que aquella filiación se establece mediante la “espontaneidad” propia
del juego de las facultades del conocimiento. Dicha espontaneidad, tal como
revisaremos más adelante, se contrapone a las tareas del deber y por supuesto a
la coacción externa; sin embargo, en la propuesta kantiana dicha libertad no es
sinónimo de ausencia de normas: muy por el contrario, la libertad podría definirse
como la capacidad subjetiva de ceñirse a las leyes de la razón, de su propia razón,
66
normas por lo general muy distintas a la de los apetitos naturales. Ello explicaría,
por ejemplo, el motivo por el cual aquel “juego”, como mediación armónica entre el
dominio sobre los conceptos de la naturaleza y la libertad, fomentaría la
receptividad el ánimo para el sentimiento moral: si la libertad se ofrece como
condición de posibilidad de la moral y, a su vez, la moral nos da noticia de la
experiencia de la libertad —es decir, permitiría al sujeto vincularse con un símil de
la experiencia empírica de la libertad—, el juego en cuanto libre “uso” de las
facultades subjetivas anuncia ya dicha potencialidad (Cfr. Kant, 2005). Ahora bien,
tal como lo hemos señalado, aquella “potencialidad” sólo podría establecerse en la
medida en que el sujeto “utiliza” la recepción sensible como herramienta —o
excusa— para vincularse con asuntos propios de la razón; de esta manera, la
facultad de juzgar en Kant adquiere un estatuto mediador, no sólo entre la razón y
el deseo, o entre el entendimiento del mundo y la razón, sino también —
consecuentemente— entre la subjetividad como tal y el supuesto mundo que lo
rodea:

“Los conceptos de la naturaleza, que contienen el fundamento para todo


conocimiento teórico a priori, reposaban sobre la legislación del
entendimiento. El concepto de la libertad, que contenía el fundamento
para todos los preceptos prácticos a priori incondicionados
sensiblemente, reposaba sobre la legislación de la razón. Ambas
facultades, pues, además de poder ser aplicadas según la formación
lógica a principios, cualquiera sea su origen, tienen cada una su propia
legislación con arreglo al contenido, por sobre la cual no hay otra (a
priori), y que justifica por ello la división de la filosofía en teórica y
práctica.

Sólo que en la familia de las facultades superiores del conocimiento hay


todavía un miembro intermedio entre el entendimiento y la razón. Es
ésta la facultad de juzgar (…)”14 (Kant, 1998: p.88)

14
El destacado es del autor.

67
Dicha mediación, finalmente, pareciera confirmar un supuesto ya anunciado por
nosotros, a saber: la vinculación estética con el mundo, bajo los presupuestos de
una tradición mayormente kantiana, tendieron a brindar a tal relación la “cualidad”
de “intermediador” entre el sujeto y los objetos del entorno. Dicha mediación, se
deducirá, solamente sería posible en tanto el mundo “sea otro” radicalmente
distinto al sujeto o, al menos, el sujeto opere con la presunción de dicha diferencia.
Así, entonces, si bien aquella mediación estética afectaría a la subjetividad en sus
sentimientos —de la razón— a través de su sensibilidad —sus sentidos—, dicho
efecto a los afectos sólo podría describirse como uno “mediado”, “desinteresado”,
o mejor dicho, como uno distante y apaciguado. Cualidades propias de la
contemplación.

2.3 Aura y mito.

Por el momento hemos dilatado largamente ingresar a la noción de juego en


Benjamin, con el fin de definir de la forma más clara aquello que operaría como su
contraparte, a saber, el distanciamiento aurático tradicional. Proponemos,
momentáneamente, proseguir con dicha definición, en aras de intentar dejar pocos
vacíos en su descripción; procedimiento que esperamos consiga facilitar luego el
ingreso a la noción de juego benjaminiana. Y si bien también hemos hecho
hincapié en reiteradas ocasiones que difícilmente podríamos establecer en
Benjamin un modelo de pensamiento que remarque meras polaridades
conceptuales15, para dar curso a los fines explicativos de este segmento, hemos
optado por brindar una “imagen binaria” de la propuesta benjaminiana en OdA, a
saber, por un lado el juego, por el otro, la distancia aurática. O mejor todavía, por
una parte la dispersión y el acercamiento del juego y, por el otro, la distancia
mítica del aura.

15
Por el contrario, Benjamin adopta un “modelo” dialéctico probablemente muy cercano a algunos de sus
cercanos pertenecientes a la denominada Escuela de Frankfurt, tal como veremos más adelante.

68
Al respecto, prioritario se torna exhibir la trama inherente que Benjamin propone
entre la idea de aura y el mito, en tanto configuración para la Historia —a propósito
del así llamado “tiempo mítico”— como también en su relación con la
monumentalidad del relato y su filiación con el fascismo y conservadurismo. En
ese sentido, valga de inmediato una advertencia: en general se ha tendido a leer
en Benjamin una inherente resistencia a la debacle aurática suscitada por el
régimen tecnológico de la industria, sin embargo, tal como esperamos demostrar
en lo sucesivo, dicha resistencia es, por decir lo menos, relativa. De hecho,
seguramente una de los asuntos centrales abordados por Benjamin en OdA sea,
precisamente, el potencial revolucionario de la técnica y el potencial conservador
del mito, estableciendo con ello un giro al menos incómodo para muchos de sus
contemporáneos, entre ellos Adorno16.

Ahora bien, si volvemos sobre la filiación entre mito y aura propuesta por
Benjamin, con seguridad los siguientes fragmentos obtenidos del denominado
“Libros de los pasajes” resultarán del todo útiles para aquella tarea:

“El eterno retorno es la forma fundamental de la conciencia prehistórica,


mítica. (Precisamente por eso es mítica, porque no reflexiona.)” [D 10,
3] (Benjamin, 2013: p.144)

Para luego agregar en un siguiente aforismo:

“La vida en el círculo encantado del eterno retomo confiere una


existencia que no sale de lo aurático” [D 10, a 1] (Op. Cit.)

Y finalmente:

“La creencia en el progreso, en una infinita perfectibilidad —tarea infinita


en la moral— y la idea del eterno retomo, son complementarias. Son las
antinomias irresolubles frente a las cuales hay que desplegar el
concepto dialéctico del tiempo histórico. Ante él, la idea del eterno

16
Más adelante dedicaremos un instante a describir un tanto mejor la compleja relación entre los
argumentos de OdA y las asperezas generadas en algunos de sus cercanos.

69
retorno aparece como ese mismo «chato racionalismo» por el que tiene
mala fama la creencia en el progreso, que pertenece al modo de
pensamiento mítico tanto como la idea del eterno retorno.” [D 10, a 5]
(Op. Cit. p.145)

De esta manera, se puede desde ya ilustrar en qué sentido un potencial


conservador se propalaría de las lógicas mítico/auráticas. Y no sólo aquello:
además es posible verificar también cómo la perspectiva progresista de la moral
confluye en aquella posición conservadora, encarnada la primera por la figura
nietzscheana del “eterno retorno” y, la segunda, por el idealismo kantiano ya
someramente revisado aquí.

No obstante, queda por revisar el sentido que Benjamin le brinda al mito y su


vinculación con la Historia, incluso como oposición al tiempo histórico dialéctico.
Nuevamente, una breve frase de Benjamin podría generar algunas luce sobre
aquello:

“Hay que desarrollar con claridad la antítesis entre alegoría y mito.


Baudelaire tiene que agradecer al genio de la alegoría no haber caído
en el abismo del mito, que le acompañó siempre en su camino.” [J 22,
5] (2013: p.281)

Rápidamente podemos notar en la sentencia anterior, un señalamiento taxativo


poco habitual en la escritura de Benjamin. Ello con seguridad ya es un indicio
clarificador: el mito es el reverso de la alegoría. Y si bien todavía no corresponde
analizar la figura de lo alegórico en Benjamin, si podemos adelantar que —como
generalmente es sabido por los lectores de Benjamin— la alegoría para este autor
será un tópico central en sus estudios juveniles, tema que se proyectará con
intensidad hacia su escritura madura. Dicha intensidad en la figura de lo alegórico
pareciera asentarse en, precisamente, un potencial contra-mítico de la alegoría, es
más, tal como veremos más adelante, pareciera fundamentarse en un potencial —

70
llamémoslo provisoriamente— “lúdico” de la alegoría17. De tal suerte,
permítasenos demorar la demostración fehaciente del papel de lo alegórico en el
argumento benjaminiano para, asumiendo por ahora dicha ubicación, afirmar lo
siguiente, a saber: el mito, en cuanto contraposición de lo alegórico, comienza a
ubicarse en la zona del llamado por él “chato racionalismo” campante por aquellos
días, en la medida en que alude a una forma de lo pensado que resulta proclive a
la idea progresista de tarea permanente. Es decir, de permanente deuda, de
promesa ante un porvenir que nunca se presenta en el presente. Dicho de otro
modo, si retomamos lo señalado en los inicios de nuestro capítulo, podríamos
recordar la habitualmente citada frase de Marx sobre el retorno de la Historia, una
que acontece primero como tragedia y luego vuelve como farsa: a diferencia de tal
declaración marxiana, en donde el remedo de lo acontecido “vuelve” en la Historia
para exhibir su cuerpo narrativo, su “materia”, la idea de eterno retorno
nietzscheana y de la moral kantiana parecen suponer lo contrario, a saber, la
historia se repite en un ciclo infinito, en un destino individual y social. Dicho
destino, inalcanzable como horizonte, sólo se cumple individualmente mediante la
certificación de su imposibilidad. Es decir, y tal como ocurre con la noción de
progreso moderna, los “avances” sociales, económicos y tecnológicos apuntan a
un horizonte indefinible, informe, pues el objetivo es tautológico: la finalidad del
progreso es avanzar hacia el progreso, mejorar lo mejorado. En tanto dicho
objetivo es tautológico, es decir, en la medida en que el destino es el propio viaje,
el arribo nunca se presenta. O mejor dicho, el tiempo del mito es aquel que
aparenta su permanente repetición en la medida en que, cual ciclo infinito, todo fin
es sólo el inicio del porvenir; luego, dicho ciclo sólo podría acabarse mediante la
llegada de un término final, definitivo. De hecho, a diferencia de lo que se podría
suponer, Benjamin pareciera indicar que el ciclo permanente del mito no debiese

17
Para desarrollar plenamente la vinculación entre alegoría y juego en Benjamin, dedicaremos un breve
segmento al análisis de su tesis sobre el Traeurspiel y las consecuencias de dicho escrito en el resto de su
producción posterior.

71
describirse como una repetición, sino, por el contrario, como una búsqueda por el
cierre definitivo, por el fin último:

“Al servicio de la magia, el arte de los tiempos prehistóricos conserva


ciertas propiedades que tienen utilidad práctica. Que la tienen,
probablemente, en la ejecución de operaciones mágicas (…) Los
objetos con este tipo de propiedades ofrecían imágenes del ser humano
y su entorno, y lo hacían en obediencia a los requerimientos de una
sociedad cuya técnica sólo existe si está confundida con el ritual. Se
trata por supuesto de una técnica atrasada si se la compara con la de
las máquinas. Pero esto no es lo importante para una consideración
dialéctica; a ésta le interesa la diferencia tendencial entre aquella
técnica y la nuestra, diferencia que consiste en que mientras la primera
involucra lo más posible al ser humano, la segunda lo hace lo menos
posible. En cierto modo, el acto culminante de la primera técnica es el
sacrificio humano; el de la segunda está en la línea de los aviones
teledirigidos, que no requieren de tripulación alguna. Lo que guía a la
primera técnica es el «de una vez por todas» (y en ella se juega o bien
un error irremediable o bien un sacrificio sustitutivo eternamente válido).
Lo que guía a la segunda es, en cambio, el «una vez no es ninguna» (y
tiene que ver con el experimento y su incansable capacidad de variar
los datos de sus intentos).” (Benjamin, 2003: pp. 55-56)

Hemos citado en extenso el pasaje anterior con una finalidad probablemente


evidente: en dicho fragmento es posible notar con suma claridad dos “conjuntos”
de sentido, confrontados entre sí —aunque dichas confrontaciones, insistimos, en
Benjamin siempre han de ser concebidas como provisorias—. Aquellos dos
conjuntos son, por una parte, la llamada por él “primera técnica”, vinculada a la
ritualidad mítica y sagrada, “prehistórica” incluso señalaría Benjamin en líneas
anteriores; y, por otro lado, la idea de “segunda técnica”, una “forma” o “momento”
de la técnica que resulta difícil de sintetizar sin antes consultar momentos
posteriores del argumento de OdA, pero que por ahora y de modo inexacto
sencillamente podríamos denominar como “cultura industrial”, “ciencia” y por
72
supuesto “modernidad”. No obstante, si bien seguidamente deberemos abordar la
relación entre la Historia y la Naturaleza propuesta por Benjamin a propósito de
estos dos “momentos técnicos”, por ahora resulta prioritario consignar algo ya
señalado por nosotros, pero exhibido con plena claridad en el fragmento recién
citado, a saber, la “primera técnica”, mística, busca la clausura definitiva en su
temporalidad cíclica, en cambio, la “segunda técnica”, experimental, reitera
incesantemente18. Agregará Benjamin al respecto:

“El origen de la segunda técnica hay que buscarlo allí donde, por
primera vez y con una astucia inconsciente, el ser humano empezó a
tomar distancia frente a la naturaleza. En otras palabras, hay que
buscarlo en el juego.” (2003: p.56)

La mención al juego efectuada por Benjamin en este segmento de su afamado


ensayo resulta, por decir lo menos, sorpresiva. Y si bien, tal como lo
desarrollaremos en los siguientes capítulos, dicho término parece estar
directamente asociado a Kant y especialmente a Goethe, sigue resultando
llamativo el uso de dicho recurso para ilustrar un asunto central de la
argumentación. Deberemos, sin embargo, seguir aplazando un poco más el
ingreso exhaustivo al análisis de tal asunto, puesto que en presencia del decurso
argumentativo provisto por Benjamin, primeramente resulta menester comprender
claramente la relación entre la “segunda técnica” como repetición. Es decir,
debemos todavía ahondar en la relación entre materialismo histórico, dialéctica,
mito y naturaleza, asunto que finalmente nos permitirá también entender la
particular oscilación entre “distancia” y “proximidad” propuesta por el argumento de
OdA y su ineludible relación con el juego.

18
Se notará ya la forma distintiva que adoptan tales “modos” de la Historia en Benjamin: por una parte la
repetición que busca el fin del ciclo; por otro lado, la reiteración incesante de lo experimental. El primero
parece asemejarse más con la idea de “eterno retorno”, mientras el segundo con la tarea infinita del
progreso. No obstante, hemos indicado ya que tal dualidad no resultaría en una polaridad entre nociones
excluyentes, sino más bien en una complementaridad por efecto de sus semejanzas.

73
2.4 Aura, rito y naturaleza.

Con suma probabilidad, la primera duda que emerge al momento de confrontar las
recientemente citadas palabras de Benjamin, sea una relativa a la idea del “tomar
distancia” respecto a la naturaleza. La duda, por supuesto, emerge a propósito del
propio término “naturaleza”, uno equívoco o al menos con diversas amplitudes y
eventuales significados. De tal suerte, por ejemplo, sería de esperar que Benjamin
se estuviese refiriendo a un estado connatural de lo humano y, por tanto, a cómo
la técnica vendría a ocupar el lugar de la cultura que lo aleja de su instinto animal;
o bien, sencillamente y aparejado a lo anterior, cabría esperar que el
distanciamiento respecto a la naturaleza mantenga relación con, literalmente, la
posibilidad humana de elevar edificaciones y ciudades que lo distinguen del
ámbito de “lo natural” en el sentido más coloquial posible. No obstante, ambas
posibilidades se ven matizadas por un breve párrafo de OdA incluido solamente en
el primer manuscrito:

“Esta sociedad representaba el polo opuesto de la actual, cuya técnica


es la más liberada. Esta técnica liberada se enfrenta, sin embargo,
como una segunda naturaleza a la sociedad actual, y como una
naturaleza no menos elemental que aquella que tenía ante sí la
sociedad originaria. Ante esta segunda naturaleza, el hombre —que la
inventó y a la que ha dejado de dominar hace mucho, o a la que aún no
domina todavía— necesita realizar un proceso de aprendizaje como el
que realizó ante la primera. Y es nuevamente el arte el que se pone a
su servicio, especialmente el cine”. (Benjamin, 2003: p.55)

De tal suerte y tal como señalábamos, si bien el fragmento anterior no parece


negar el sentido del término “naturaleza” en su cariz habitual, si al menos sugiere
que la naturaleza, en cuanto concepto, puede luego incluso ser usada como
sinónimo de civilización; o mejor dicho, que ese primer estadio esencial
prehistórico, aquel estadio “natural”, resulta comparable con la naturalidad que ha
adquirido la cultura, en cuanto momento basal de lo humano. De esta manera, el

74
término “naturaleza”, adquiere más bien el matiz significante de “entorno”,
“mundo”, cual escenografía que rodea al individuo. Es decir, de alguna forma, el
uso del término naturaleza en Benjamin no parece alejarse demasiado del uso
dado por el proyecto kantiano, sin embargo, veremos también que ciertas sutiles
diferencias hacen de la declaración de Benjamin algo distintivo de la tradición
kantiana, incluso, confrontándola por momentos.

Al respecto, útil puede resultar el examen comparativo con lo señalado por Sergio
Rojas, al momento de analizar el escrito “Idea de una historia universal en sentido
cosmopolita” (1784) de I. Kant:

“(…) la Idea es asumida como una tarea filosófica desde lo cosmopolita


como punto de vista humano. Esto no significa un modo empírico de
mirar al hombre, es decir, de mirar al hombre empírico; se trata más
bien de ver lo racional como una diferencia constitutiva de lo humano.
La razón como diferencia en lo humano es la diferencia entre el hombre
considerado en la sola facticidad azarosa de su existencia y la Idea de
Humanidad.

(…) el hombre considerado en su facticidad (como existente) no se


corresponde con la mera concepción del hombre como animal (el
hombre en «estado de naturaleza»). Pues si las acciones humanas se
ofrecen a una mirada empírica en el ámbito de lo fenoménico, ello exige
no obstante señalar el lugar de su acontecer: el espacio social (el
domus tutelar como «segunda naturaleza»). Es recién la sociedad
política la que dispone la posibilidad de «comparar» al hombre con el
animal, o incluso de confundirlo con el animal”. (Rojas, 2008: p.100)

Se comprenderá, al respecto, que la reiteración del término “segunda naturaleza”,


tanto en Benjamin como en Rojas —a propósito de Kant— no apunta a una mera
sintonía circunstancial: en ambos usos lo que se pone a prueba es el concepto
mismo de naturaleza. Así, para Kant —desde la perspectiva ofrecida por Rojas—
la naturaleza como definición escapa del sentido coloquial, al menos en su
utilización crítica, tornándose más bien la forma de definición de aquello
75
connatural a lo humano en cuanto civilizado o socializado. El hombre, para Kant,
es ya de por sí “naturalmente” sociable, en otras palabras, no ha sido la distancia
respecto a su naturaleza aquello que lo distingue del animal, sino ya lo humano
como definición implicaría una distancia infinita respecto al mundo natural/animal.
Una distancia suscitada por la razón.

En ese sentido, podemos notar en Benjamin una similitud relativa al


distanciamiento de lo humano frente a la naturaleza, sin embargo, la “primera”
naturaleza y su consecuente primera técnica resultan prehistóricas, es decir,
ambas —naturaleza y técnica en su estado inicial— han sido “abalanzadas” por
Benjamin hacia una zona en donde el propio concepto de lo histórico se torna una
tarea imposible. En otras palabras, aquel primer estadio técnico, si bien se ofrece
como origen o inicio de su actualidad, de su presente, en rigor pertenecería a un
“mundo” distinto, de ahí probablemente su carácter mítico e incluso indescriptible.
Y, no obstante, otra sutil diferencia se propala en la declaración de Benjamin, a
saber, dicha prehistoria constituía ya una sociedad; o mejor dicho, Benjamin
considera aquel momento ritualista de lo humano como propio de una sociedad ya
racional. Asunto que no se presenta como un descrédito pare le paradigma
kantiano, sino más bien como un arriesgado complemento, en la medida en que
dicho “tiempo antes del tiempo”, a saber, la prehistoria, pareciera poder
presentarse también como forma de su pasado reciente o, incluso, de su propia
contemporaneidad. Al respecto, el siguiente pasaje de las anotaciones
preliminares de la obra sobre los pasajes de Benjamin podría resultar explicativo:

“¿Qué sería el siglo XIX para nosotros si la tradición nos ligara a él?
¿Qué aspecto tendría como religión o mitología? Carecemos de una
relación táctica con él. Esto quiere decir que se nos ha educado en
historia con una perspectiva romántica. Es importante rendir cuentas de
la herencia directamente recibida. Pero aún es demasiado pronto, p. ej.,
para reunirla. Lo que hace falta es una reflexión concreta, materialista,
sobre lo más cercano. La mitología, como dice Aragón, vuelve a alejar

76
las cosas. Sólo es importante exponer lo que nos es afín, lo que nos
condiciona.” <C°, 5> (Benjamin, 2013: p.829)

En definitiva, si sumamos a lo ya revisado la información provista por la


declaración de Benjamin recientemente citada, al menos una conclusión
provisional podemos obtener, a saber: rito, mito, religión y aura comparten la seña
del distanciamiento, uno que se tornó tan fundamental para el modelo crítico
kantiano y para el romanticismo posterior y que, sin embargo, parece no
condecirse con lo que Benjamin denomina como una perspectiva de índole
materialista: pues, una Historia materialista debiese desembarazarse de sus
presuuestos románticos, incluso —o espcialmente— si por ejemplo dedica su
estudio al siglo XIX.

De esta manera, sin renegar o intentar superar el modelo mítico, pareciera en


cambio desplazarlo hacia un pasado anterior a cualquier posibilidad de la historia,
e incluso a un futuro posible. No obstante, dicho pasado parece también
inabarcable así como aquel eventual futuro no parece ser ofertado por Benjamin
como un horizonte u objetivo al cual apuntar: pues ello se asemejaría demasiado
al progreso en su acepción habitual. Deberemos, por supuesto, dedicar unas
líneas más al problema de la Historia en Benjamin y su relación con el modelo
kantiano más adelante; por lo pronto, valga señalar que la relación entre
distanciamiento y ritualidad, o mejor, entre aura y distancia, vuelve a adquirir
presencia histórica —y ya no prehistórica— a propósito del modelo romántico
heredado por su contemporaneidad. De ahí que no sea de extrañar que hacia el
final del primer segmento de OdA y tal como citábamos atrás, Benjamin declare a
propósito de sus propias tesis, que:

“Sería errado, por lo tanto, menospreciar el valor que tales tesis puedan
tener en la lucha actual. Son tesis que hacen de lado un buen número
de conceptos heredados —como «creatividad» y «genialidad», «valor
imperecedero» y «misterio»— cuyo empleo acrítico (y difícil de controlar
en este momento) lleva a la elaboración del material empírico en un
sentido fascista.” (2003: p.38)
77
En definitiva y tal como señalábamos al inicio de este capítulo, dicha declaración
se torna un momento basal del argumento de OdA, en la medida en que señala
una distinción respecto a la forma tradicional del análisis estético, pero también
podríamos agregar ahora: resulta un momento basal del argumento en la medida
en que, sin desatender la herencia romántica, propone volcarse hacia una lectura
del fenómeno del arte que no presuma en la distancia aurática un valor por sí
mismo y que debiese preservarse. Es más, dicho señalamiento apunta también a
generar una distinción respecto a aquello que estaría en la base de lo que se ha
denominado —al momento de suscribir Benjamin tales palabras— como
tradicionalmente artístico. En síntesis, el análisis materialista debiese abocarse, en
aquella propuesta, hacia aquello arraigado en su propia contemporaneidad, a
saber, aquella de la segunda técnica, aquella del juego. Uno que, ya
señalábamos, se distingue en sus modos al misterio, la religión, la creación e,
incluso, tal como veremos más adelante, a la bella apariencia de las cosas 19.

19
Tal vez de forma meramente anecdótica se pueda reiterar ilustrativamente la relación —todavía
presente— entre arte, belleza, misterio, rito, creación y, por tanto, distancia aurática, en las palabras
suscritas por Juan Pablo II en su “Carta a los artistas” del 4 de abril de 1999, en la cual se incluyen frases
como: “Nadie mejor que vosotros, artistas, geniales constructores de belleza, puede intuir algo del pathos
con el que Dios, en el alba de la creación, contempló la obra de sus manos. Un eco de aquel sentimiento se
ha reflejado infinitas veces en la mirada con que vosotros, al igual que los artistas de todos los tiempos,
atraídos por el asombro del ancestral poder de los sonidos y de las palabras, de los colores y de las formas,
habéis admirado la obra de vuestra inspiración, descubriendo en ella como la resonancia de aquel misterio
de la creación a la que Dios, único creador de todas las cosas, ha querido en cierto modo asociaros.” O bien:
“El tema de la belleza es propio de una reflexión sobre el arte. Ya se ha visto cuando he recordado la mirada
complacida de Dios ante la creación. Al notar que lo que había creado era bueno, Dios vio también que era
bello.” O, por último: “La auténtica intuición artística va más allá de lo que perciben los sentidos y,
penetrando la realidad, intenta interpretar su misterio escondido. Dicha intuición brota de lo más íntimo del
alma humana, allí donde la aspiración a dar sentido a la propia vida se ve acompañada por la percepción
fugaz de la belleza y de la unidad misteriosa de las cosas. Todos los artistas tienen en común la experiencia
de la distancia insondable que existe entre la obra de sus manos, por lograda que sea, y la perfección
fulgurante de la belleza percibida en el fervor del momento creativo: lo que logran expresar en lo que
pintan, esculpen o crean es sólo un tenue reflejo del esplendor que durante unos instantes ha brillado ante
los ojos de su espíritu.” (http://w2.vatican.va/content/john-paul-ii/es/letters/1999/documents/hf_jp-
ii_let_23041999_artists.html) [Consultado 30/05/2015]. Por supuesto, insistimos, tales “imágenes” provistas
por el fallecido Papa no constituyen en caso alguno prueba suficiente de lo hasta ahora señalado y, sin
embargo, parecen igualmente ilustrar de buena manera cómo un problema ya diagnosticado por Benjamin,
en la primera mitad del siglo XX, resuena en nuestra actualidad: una trama inseparable entre la fe, el
78
3. La distancia.

Hasta el momento hemos intentado demostrar la asociación directa entre el aura,


el rito, lo mítico y la distancia que se suscitaría. Pero también hemos intentado
insinuar que dicha distancia, provechosa para la prehistoria de lo humano,
pareciera ser vista por Benjamin como un peligro latente para su actualidad. Cabe,
por supuesto, preguntarse en qué medida dicha distancia teológica podría
acarrear un peligro político y cultural. Al respecto y anticipándonos a la exhibición
de toda prueba, se podría declarar lo siguiente: el argumento suscrito en el ensayo
sobre la reproductibilidad técnica de la obra de arte, parece marcar un hito de
distinción respecto a la mayoría de las propuestas de izquierdas erigidas por
aquellos días, en la medida en que no opta por la promulgación pedagógica de
ideales revolucionarios para la masa mediante la representación artística, así
como tampoco por una extrema concientización del pueblo a través del shock y la
ruptura con el “engaño” de las representaciones. Y si bien se acerca por
momentos al establecimiento de una fórmula “educativa” arraigada, como
revisaremos luego, en la técnica, e incluso dicha técnica con fines cuasi
educativos se aproxima al desmantelamiento del régimen de lo representacional a
la usanza de Bertolt Brecht, nuevamente en Benjamin podremos notar una
permanente oscilación que no permitiría estabilizar sencillamente en uno de esos
dos polos su propuesta. De hecho, probablemente por ello el argumento de OdA
ganó más detractores que seguidores dentro del círculo de pensadores de
izquierda cercanos a Benjamin. En ese sentido, por tanto, dicha distinción además
se ve redoblada por el papel que ocuparía la noción de distanciamiento para
Benjamin, en la medida en que parece desembarazarse de la presunción del valor
crítico y reflexivo tradicionalmente provisto a dicho distanciamiento: la posibilidad

misterio y el arte parece perpetuarse bajo la sombra de una lectura conservadoramente metafísica o, al
menos, teológica. En ese sentido, la relación que Benjamin mantendrá con la teología —judaica— es lo
suficientemente compleja como para que requiera un examen ulterior.

79
de “objetividad”20 en la elaboración de un análisis; para Benjamin en cambio, la
distancia no sería tanto símil de “objetividad”, sino se condiciría más con la idea de
concebir la distancia como un alejamiento en tanto elemento propio de la
constitución de un valor. Dicha atribución de valor, entonces, evitaría precisamente
la posibilidad de un análisis reflexivo, puesto que aquello que se ha alejado
infinitamente pierde, con ello, contacto “real” con lo observado; se torna, en otras
palabras, divino en su alejamiento. Aquello ya marca una diferencia sustantiva
entre Benjamin y su buen amigo Brecht, acercándolo más bien hacia un autor
fundamental para el Instituto de Frankfurt y que, proponemos aquí, marcará la
tónica general de las lecturas de Benjamin sobre autores tan importantes para su
propuesta argumental, tales como Kant y Goethe. Nos referimos a uno de los así
llamados “padres” de la sociología moderna, G. Simmel.

Tendremos ocasión, al respecto, de exhibir con precisión y, esperamos, claridad,


las relaciones entre Simmel y Benjamin relativas al examen sobre las hipótesis
kantianas y goethianas. No obstante, ya en un escrito de Simmel denominado “El
extranjero” (1908) es posible apreciar una conexión implícita con la propuesta
benjaminiana, especialmente en relación a la noción de distanciamiento como
parte constitutiva de la atribución de valor de lo aurático. De tal suerte, por
ejemplo, Simmel señalará en dicho ensayo que:

“La unión de lo próximo y lo lejano, propia de toda relación humana,


adquiere en el fenómeno del extranjero una configuración que puede
resumirse de este modo: si la distancia dentro de la relación significa la
lejanía de lo cercano, el extranjero significa la cercanía de lo lejano.”
(Simmel, 2012: p.21)

Dicha modulación por parte de Simmel en las acepciones de distancia y


proximidad, por supuesto, no son meramente coincidentes con la hipótesis de
Benjamin, pues ambos en rigor se encuentran recuperando un —por así decirlo—

20
En este caso, utilizamos el término objetividad en su acepción más gruesa, sino incluso coloquial, a saber,
como opuesto a lo personal o íntimo. Por ello el uso de comillas.

80
“léxico” kantiano. En especial Simmel, quien podría ser descrito como muy
próximo a una suerte de neokantismo tardío. Es más, gran parte de su propuesta
sociológica se ciñó al postulado hipotético de que el valor del distanciamiento
arraigaría la posibilidad de un análisis objetivo de los fenómenos, a diferencia del
interés de la proximidad, vinculado en cambio con miradas subjetivas. De hecho,
parte de la transformación de cierta terminología filosófica, como por ejemplo
conceptos como objetividad y subjetividad, amparadas por la sociología moderna y
utilizada habitualmente en el lenguaje coloquial, ya se encuentra disponible en la
propuesta de Simmel:

“Otra expresión de esta constelación la tenemos en la objetividad del


extranjero. Como no está radicalmente ligado a las características y
tendencias propias del grupo, el extranjero se aproxima a éstas con
«objetividad», lo cual no significa desinterés o pasividad, sino una
mezcla sui generis de lejanía y proximidad, de indiferencia e interés.”
(Op. Cit. p.23)

En otras palabras, Simmel, tal como aparece ilustrado en un fragmento como el


anterior, sustentó gran parte de su propuesta sociológica sobre ciertas polaridades
que, por momentos, se tornaban incluso intercambiables, impregnadas entre sí;
dichas oposiciones binarias tendieron en general a formularse bajo el esquema de
la objetividad de la distancia en oposición a la “proximidad subjetiva”, así como del
desinterés por la inmediatez en un sentido kantiano como condición de posibilidad
para el pensamiento objetivo. Y, sin embargo, particularmente en la figura del
“extranjero” aparece con mayor protagonismo la movilidad oscilante entre ciertos
conceptos en apariencia binarios y contrapuestos. Sin duda, en sus lecturas sobre
Kant —lecturas que abordaremos más adelante— Simmel tuvo el suficiente
cuidado de comprender la complejidad de la propuesta kantiana; una que señala,
particularmente en lo relativo al juicio estético, una doble condición de la
subjetividad: el así denominado “desinterés” kantiano no es una falta de interés, no
es indiferencia frente a lo percibido, sino un distanciamiento que posibilita la
contemplación. El “giro” de Simmel, por supuesto, es que dicho momento
81
contemplativo posibilitaría un conocimiento efectivo del fenómeno, en la medida en
que la distancia, literalmente, ofrecería un panorama completo respecto a lo
observado. Pero también el alejamiento conferiría a lo distante un estatus, un
valor, colindante con lo divino:

“(…) cierta distancia entre los elementos que han de asociarse, de una
parte, y el punto e interés que les asocia de otra parte, es una situación
particularmente favorable para la coalición, especialmente si se trata de
círculos extensos. Esto se aplica a las relaciones religiosas. Comparado
con las divinidades de tribu y de nación, el Dios universal del
cristianismo está a infinita distancia de los fieles; fáltanle [SIC] por
completo aquellos rasgos que le emparentan con la manera de ser
peculiar de un pueblo o nación; en cambio, puede reunir a los pueblos y
personalidades más heterogéneos, en una comunidad religiosa
incomparable.” (Simmel, 1927: p.84)

Si bien el fragmento anterior se dedica exclusivamente a señalar el papel del


distanciamiento en el fuero de las relaciones sociales, particularmente aquellas
que mantienen una vinculación con la figura de lo divino, también tales palabras
propalan parte de la hipótesis central de los postulados de Simmel, a saber, la
distancia como diferencia. De hecho esta última —la diferencia— permitiría la
trama de relaciones complejas y de fuerzas en oposición que constituirían a una
sociedad propiamente tal. E igualmente, en aquellas palabras notamos el modo en
como aquella diferencia generada por la distancia, o mejor dicho, la constitución
de “lo otro”, también se torna universal si dicha distancia es infinita y no una mera
actitud de repelencia frente a lo próximo. De esta manera, lo infinitamente distante
—y distinto— se torna universalmente abarcador, totalmente común. Ahora bien,
retomando lo ya señalado respecto a la idea de Naturaleza en Kant y su relación
con la propuesta sobre el aura en Benjamin, probablemente ya podamos apreciar
en este último un modo de relacionarse con la noción de distancia cuya oscilación
tal vez se deba al modo en cómo Simmel tendió lazos con aquella matriz
conceptual. O mejor dicho, en Simmel ya podemos notar una relativización

82
explícita de la polaridad proximidad/distancia, un movimiento pendular ya presente
en la dualidad kantiana sujeto/objeto, pero que en Benjamin adquiere una
persistencia mayor. Si en Kant la sutileza y sofisticación de tal movimiento
oscilante entre dualidades aparentes marcaba la tónica de su discurso, mientras
que en Simmel la excepcionalidad de la indeterminación entre conceptos polares
resaltaba por sobre la habitualidad binaria de las ideas, en Benjamin el modelo
parece ser el siguiente: la distancia de aquello que incluso podría estar próximo
implica, por supuesto, no solamente una distancia “simbólica” respecto a objetos
físicamente cercanos, sino también la constitución de un “otro” en aquello que
podría ser considerado en principio como corriente y banal. El ejemplo más
ilustrativo, sin duda, lo brindaría la fotografía:

“El valor de culto de la imagen tiene su último refugio en el culto al


recuerdo de los seres amados, lejanos o fallecidos. En las primeras
fotografías, el aura nos hace una última seña desde la expresión fugaz
de un rostro humano.” (Benjamin, 2003: p.58)

De esta manera, para Benjamin, el llamado “valor de culto” parece conformarse


como una atribución de valor que, vinculándose con lo más íntimo del individuo, a
la vez se desvincula de éste. O en otras palabras, aquella valoración cuyo refugio
parece encontrarse en los afectos más personales, sólo parece posible en la
medida en que dicho valor se constituya en función de un desarraigo: aquello que
el individuo valora profundamente, de modo cercano —sino similar— al valor
concebido por la figura de lo divino y de la fe religiosa, sólo podría tramarse
mediante una desafección provista por el distanciamiento generado sobre el objeto
de afecto. O incluso mejor, dicha valoración se suscita sobre un “radical” objeto,
otro completamente diferenciado: la imagen fotográfica del familiar desaparecido
adquiere tintes “sagrados”, pues se torna un “otro” presente en su infinita
distancia. De esta manera, en una suerte de giro psicoanalítico, el aura parece
metaforizar el deseo sobre aquello que no se puede poseer, el cariño por aquello
que no puede ser apropiado pues, en cuanto se aproxima, el aura se ve mermada.
Desde dicha perspectiva, tal vez ya no parezca tan descaminado el parangón
83
entre la idea de distancia en Simmel y el distanciamiento aurático en Benjamin, en
la medida en que ambos apuntan en una misma dirección, a saber, la distancia
conforma “lo otro”, lo impropio; dicha otredad permitiría, finalmente, la atribución
de un valor para lo ajeno, un valor sustentado en el deseo irrealizable de su
consumación. Dicho deseo, dicho “amor” por las imágenes de familiares, lejanos y
fallecidos, o bien por la idea del Dios informe y sin rostro, permite una comunión
entre individuos distintos; una comunidad basada en un culto común. No obstante,
las bases fundantes de aquella comunidad son, por decir lo menos, inestables,
pues no resisten suspicacia alguna. Por el contrario, sus bases se fundan en un
régimen mítico que, para bien o para mal, la llegada de la técnica podría
desmantelar.

4. Aura, masa y colectividad (o el “potencial” del Ratón Mickey).

Tomando distancia de lo observado, la observación se torna contemplación en su


sentido más tradicional. Dicha actitud contemplativa, supuestamente, permitiría un
análisis “objetivo” de los fenómenos. No obstante, tal como hemos señalado,
pareciera que parte de la querella de Benjamin con tal definición tradicional,
apunta a dos asuntos latentes y en parte considerados por Kant, pero no
enfatizados por cierta lectura romántica y, por supuesto, por algunas premisas
conservadoras: el distanciamiento no permite “ver” con mayor claridad al
fenómeno analizado, sino que lo constituye; es en rigor la distancia la que torna en
objeto a lo observado. Así, en dicho distanciamiento, se establece el desarraigo de
lo impropio, el desinterés por lo inmediato. Articulado en aquella idea de
impropiedad, lo distante adquiere valor, uno por momentos divino. Dicho valor
cultual, finalmente, posibilita la articulación de lo diverso en un conjunto común: en
sus diferencias, todos los individuos de una comunidad comparten un horizonte
similar, a saber, la apropiación de lo impropio, la aproximación de lo infinitamente
lejano, la satisfacción del deseo irrealizable. La añoranza por el familiar fallecido,
la fe en un Dios que jamás se presenta.
84
No obstante, una descripción como aquella no ha de ser inmediatamente
asimilada a la idea de masa pues, nuevamente, en Benjamin dicho concepto
posee variadas modulaciones y matices que requieren de un análisis más
exhaustivo. Sin duda, un cariz de la masa exhibe en su comportamiento relaciones
míticas y cultuales con el mundo, pero también denota potencias surgidas a la luz
del aparato técnico. Al respecto, probablemente uno de los ejemplos más
interesantes propuestos por Benjamin sea el relativo al cine de su época.
Tendremos ocasión de revisar con mayor detalle dicha relación, especialmente
con la orientación cultual del “Star system” hollywoodense, pero por ahora
detengámonos en el siguiente fragmento de OdA:

“Es aquí donde interviene la cámara con todos sus accesorios, sus
soportes y andamios; con su interrumpir y aislar el decurso, con su
extenderlo y atraparlo, con su magnificarlo y minimizarlo. Sólo gracias a
ella tenemos la experiencia de lo visual inconsciente, del mismo modo
en que, gracias al psicoanálisis, la tenemos de lo pulsional inconsciente.

(…)Y así, aquellos modos de obrar de la cámara son otros tantos


procedimientos gracias a los cuales la percepción colectiva es capaz de
apropiarse de los modos de percepción individuales del psicótico o del
soñador. El cine ha abierto una brecha en la antigua verdad
heracliteana: los que están despiertos tienen un mundo en común, los
que sueñan tienen uno cada uno. Y lo ha hecho, por cierto, mucho
menos a través de representaciones del mundo onírico que a través de
creaciones de figuras del sueño colectivo, como el ratón Mickey que hoy
da la vuelta al mundo.

Cuando uno se da cuenta de las peligrosas tensiones que la


tecnificación y sus secuelas han generado en las grandes masas —
tensiones que en estadios críticos adoptan un carácter psicótico—, se
llega al reconocimiento de que esta misma tecnificación ha creado la
posibilidad de una vacuna psíquica contra tales psicosis masivas
mediante determinadas películas en las que un desarrollo forzado de
fantasías sádicas o alucinaciones masoquistas es capaz de impedir su
85
natural maduración peligrosa entre las masas.” (Benjamin, 2003:
pp.86-87)

Se advertirá en el párrafo recién citado una importante influencia de las afamadas


declaraciones farmacológicas suscritas por Platón en el libro X de “República”21:
se puede administrar un veneno aminorado como vacuna contra la enfermedad;
en ese sentido, cierto tipo de representaciones, como mentiras aminoradas y
administradas con mesura, podrían resultar beneficiosas para una república ideal
(Cfr. Platón, 1988). Incluso parece propalarse cierta matriz catártica al modo
aristotélico. No obstante, si nos hemos visto en la necesidad de citar en extenso
dicho párrafo, es para exhibir el matiz de diferencia con tales argumentos clásicos
de la estética, a saber, el cine en general —y no cierto tipo de cine en particular—
resulta proclive de hacer de lo individual algo común, tal como ocurriría con el
culto; sin embargo, exhibiendo una vez más las contradicciones internas de la
tecnificación capitalista, el mismo cine tecnificado, por su carga pulsional,
pareciera capaz de engendrar en la masa anticuerpos contra la comunión
ritualista. Es decir, dichas pulsiones —comunes como pulsión— serían
efectivamente concretadas en el seno de la pura individualidad. Tal como los
sueños para un psicoanalista, si bien el diagnóstico puede ser uno general para la
suma de sus pacientes, cada paciente soñará de forma completamente
diferenciada. Finalmente, dicha carga pulsional parece contraponerse
completamente al distanciamiento mítico:

“La carcajada colectiva representa un estallido anticipado y bienhechor


de psicosis colectivas de ese tipo. Las colosales cantidades de sucesos
grotescos que se consumen en el cine son un agudo indicio de los
peligros que amenazan a la humanidad a partir de las represiones que
la civilización trae consigo. Las grotescas películas americanas y las

21
La ya mencionada biógrafa de Benjamin, Esther Leslie, daría cuenta también de la importancia de Platón
en su primera formación filosófica. Una relación con el filósofo griego que si bien paulatinamente parece
abandonada por Benjamin, de algún modo seguirá acompañándolo en ciertas formulaciones de sus ideas.
(Cfr. Leslie, 2015)

86
películas de Disney producen una voladura terapéutica del inconsciente.
Su antecesor fue el "excéntrico". Él fue el primero en sentirse en casa
en los nuevos escenarios que surgieron gracias al cine, en estrenarlos.
En este contexto, Chaplin tiene su lugar como figura histórica.”
(Benjamin, 2003: pp.87-88)

En definitiva, pareciera que Benjamin apunta a que la masa puede comportarse


cultualmente, en tanto masa, pero también suscitar comportamientos de otra
índole, en la medida en que ciertas conductas de la colectividad —ciertas
“psicosis”— parecieran purgar aquellos males que la vida tardo-moderna acarrea.
Se colegirá ya, al respecto, que Benjamin no presupone en la imagen
cinematográfica la “construcción” o constitución de ciertas conductas —masivas o
individuales—, sino más bien la activación de energías pulsionales, psiquícas, ya
presentes en los individuos22. Igualmente dicha posición benjaminiana parece
permitirle sostener que la masa, adquiriendo la forma universal de lo común,
puede también modular una relación potencial con formas de lo común que se
distingan de la ritualidad cultual y el misticismo religioso. En ese sentido, la figura
del excéntrico parece adquirir cierta potestad como caso ilustrativo de formas
oscilantes de relación con el entorno, incluso de manera muy semejante a como
Simmel describe el papel del extranjero dentro de las comunidades: finalmente, la
metáfora del excéntrico, el extranjero, en definitiva, el extraño —aquel que
“pertenece sin pertenecer”— queda del todo encarnada en la forma de Charlotte,
el afamado personaje de Chaplin. No será por tanto inconsecuente que Benjamin
le atribuya a Chaplin el lugar de una figura histórica, pues encarna de buena
manera la compleja trama de relaciones posibles en el núcleo de las primeras
décadas del siglo XX: sus filmes, más allá de cualquier “contenido”23 social o
político, generan fuertes risotadas en los espectadores, descargas físicas y purgas

22
Aquella postura parece confrontarse agudamente a gran parte del pensamiento de sus contemporáneos,
en especial a Adorno, tal como revisaremos en capítulos sucesivos.
23
Retomaremos el debate sobre la síntesis de la pareja polar “forma” y “contenido” en Benjamin al
momento de desarrollar plenamente la idea de lo “uno sintético” benjaminiano.

87
psíquicas de las tragedias cotidianas del individuo. Uno que ya se encuentra
extrañado respecto a un entorno impropio, uno que se siente alienado en medio
de la ciudad, uno que se ha vuelto extraño, extranjero, en su propia comunidad.
Ahora bien, que no se nos malinterprete: Benjamin no parece proponer este gesto
purgante como una manera de, sencillamente, “atemperar” los ánimos. Por el
contrario, más bien señala la potencia educativa de dicho gesto, en la medida que
permite al individuo aprender los modos del régimen técnico, las formas del
capitalismo y, con ello, adecuarse como acto de sobrevivencia al entorno, a esta
nueva naturaleza. El espectador, en su purga, aprende a tolerar lo intolerable, a
afrontar la amenaza de la vida. No obstante, sentencias como las anteriores
requieren por supuesto una demostración, todavía pendiente. Llegaremos poco a
poco a exhibir los argumentos que, esperamos, den cuenta de dicha
demostración; una que mantiene relación con el potencial político de la merma
aurática y la proximidad como forma de relación eventualmente revolucionaria con
el entorno. En otras palabras, una que señala la compleja trama de sentido en las
relaciones del juego y la seriedad como fundamento del argumento benjaminiano.
Sin embargo, queda por revisar un último aspecto —por ahora— en relación al
distanciamiento aurático y el comportamiento masivo, a saber, el peligro de lo
mítico apropiado por el fascismo.

5. Fascismo como mitología para la masa.

Sin lugar a dudas, otra de las nociones permanentemente aludidas al momento de


dialogar con el ensayo benjaminiano sobre la reproductibilidad técnica sea,
además de la idea de aura, la pareja constituida por los conceptos de “estetización
de la política” y “politización del arte”, incorporados en el segmento final de dicho
ensayo. Y pese al tono aparentemente críptico de algunas frases desplegadas en
aquella sección, en general el mensaje propuesto por Benjamin parece claro: el
fascismo se estaría apropiando de fórmulas del arte con una finalidad política; el
comunismo ha de responder con la utilización de formas de la política para el arte.
88
No obstante, una síntesis como esta no alcanza a desplegar los diversos e
importantes matices que la pareja conceptual descrita por Benjamin conlleva. Es
más, una descripción tosca como la anterior, en sus equívocos, podría
eventualmente hacernos pensar, nuevamente, que Benjamin apostó por el uso
político-pedagógico del arte en aras de una proletarización revolucionaria
mediante una concientización de la clase obrera. Pero, tal como ya lo hemos
señalado, en rigor Benjamin tiende a desconocer el uso habitual de dicha
terminología: para Benjamin, lo que ha de enseñarse no son los “contenidos”
adecuados para el proletariado, generando con ello una conciencia de clase, sino
los modos necesarios para subsistir en un mundo tecnificado. De esta manera,
para Benjamin la masa se tornará un objeto de estudio fundamental —en parte ahí
parece radicar su interés en, por ejemplo, Baudelaire— y especialmente un “lugar”
desde donde pensar lo político. Inclusive, no parece del todo errado avistar el
ensayo sobre la reproductibilidad técnica como un estudio general sobre la
recepción estética masiva. Ahora bien, cabe preguntarse en qué sentido Benjamin
le adjudicó un protagonismo tan notorio al concepto de lo masivo en el ámbito de
lo político; el siguiente fragmento de OdA tal vez lo ilustre con cierta claridad:

“La proletarización creciente del hombre actual y la creciente formación


de masas son dos lados de un mismo acontecimiento. El fascismo
intenta organizar a las masas proletarias que se han generado
recientemente, pero sin tocar las relaciones de propiedad hacia cuya
eliminación ellas tienden. Tiene puesta su meta en lograr que las masas
alcancen su expresión (pero de ningún modo, por supuesto, su
derecho). Las masas tienen un derecho a la transformación de las
relaciones de propiedad; el fascismo intenta darles una expresión que
consista en la conservación de esas relaciones. Es por ello que el
fascismo se dirige hacia una estetización de la vida política.”
(Benjamin, 2003: p.96)

Se comprenderá que, finalmente, Benjamin parece advertir en los acelerados


procesos de tecnificación de la vida un consecuente aceleramiento de la

89
masividad —a propósito de las posibilidades de reproducción propias de la
técnica—, pero también un acrecentamiento de la masa como fenómeno
constitutivo de su tiempo. Así, la Europa de las primeras décadas del siglo XX, se
aprecia en el esbozo elaborado por Benjamin como una eminentemente sostenida
por la masa urbana. A ello además el mencionado autor alemán agrega, como
contracara, la creciente proletarización de los individuos; es decir, nuevamente, la
proletarización y la masificación no se traman en el argumento benjaminiano como
ideas polares, sino como dualidades que, en su contraposición, se reúnen
mediante un movimiento permanente. De esta manera, la masa aparece en
Benjamin con la imagen ilustrativa de una zona en disputa; dicha disputa se trama
entre la mera expresión como modo de conservación de las atávicas relaciones
con la propiedad, y la proletarización, como forma de modificación revolucionaria
de dichas relaciones. Al respecto, sintomáticas resultan las siguientes palabras
epistolares suscritas por Benjamin:

“El arte fascista es un arte de propaganda. Por tanto, su ejecución se


llevará a efecto de cara a las masas. La propaganda fascista, además,
habrá de abarcar el conjunto de la vida social. El arte fascista, en
consecuencia, no sólo se ejecutará para las masas, sino desde las
masas. De aquí a la suposición de que las masas tienen que ver
consigo mismas en ese arte, de que se comunican consigo mismas, de
que son como señor de su propia casa, señor en su teatro y estudio,
señor en sus películas y en su producción cultural, media muy poco
trecho. Todos sabemos que no es ése el caso. En esos lugares domina,
antes bien, la élite. (…) Al fascismo le interesa, pues, limitar el carácter
funcional del arte de manera que no haya de abrigar temores (…) sobre
algún posible efecto modificador de la posición de clase del proletariado.
A este interés artístico y político sirve el «estilo monumental». Y cumple
su función de forma doble: en primer lugar, adula al régimen existente,
garante del orden económico, con la lisonja de retratarlo de acuerdo con
sus «rasgos eternos», o sea, de retratarlo como invencible. El Tercer
Reich maneja categorías de milenios.

90
En segundo lugar, ordena, tanto al productor de tal arte como a su
receptor, que se muestren a sí mismos como «monumentales», o sea,
incapaces de acciones reflexivas e independientes.” (Benjamin; en
Winckler, 1979: pp.20-21)

Se deducirá, a propósito de las recién citadas palabras, que Benjamin propone


una filiación entre fascismo y la idea de eternidad, mediante aquello que denomina
como monumentalidad. Cabe preguntarse, al respecto, en qué sentido dicha
relación alcanza también el componente mítico alojado en cierta disposición
“distanciada” con el mundo. Para responder a aquella pregunta, necesario se torna
considerar dos aspectos: primero, la diferencia entre la profundidad de la
experiencia religiosa y la “mecanización” pragmática de lo mítico; segundo —y
directamente relacionado con lo anterior—, el problema de la memoria para la
Historia y el uso de dicha memoria en el monumento. Por último, todo ello parece
reunirse en la problemática noción de “eternidad”, o mejor, de “valor eterno”
expresada en OdA y, por tanto, en la porosa figura que Benjamin trama en
relación a la Historia. Una porosidad que ya hemos reseñado someramente pero
que requiere todavía mayores exámenes.

Para dar curso a dicho examen, volvamos sobre un aforismo benjaminiano


perteneciente a la carpeta D de la obra de los pasajes: “La esencia del acontecer
mítico es retorno” (Benjamin, 2013: p.144). Teniendo en consideración lo ya
señalado hasta el momento, bastará con mencionar ahora que, en rigor, lo que
pareciera gestarse como asunto problemático para Benjamin al momento de
configurar una disposición para los estudios históricos, se ve encarnado en
presunciones tradicionales respecto al modo de operar del pensamiento frente al
decurso de la historia, a la relación de dicho pensamiento con lo pasado, con el
presente y el porvenir, pero fundamentalmente un problema alojado en la
definición ontológica de lo histórico. En definitiva, un resquemor frente las
tradicionales consideraciones sobre la experiencia de la Historia y en la Historia.
En ese sentido aquel retorno, como esencia del acontecer mítico, se precipita en
Benjamin como una seña indicativa de una ineficacia de aquellos modelos
91
tradicionales: el “error” de la filosofía de la historia tradicional es que ha hecho
morar a la idea de experiencia en lo pasado, olvidando con ello que todo pasado
no es sino la reconstitución elaborada desde el presente, o mejor, la realización de
lo presente. De esta manera y gracias a aquel “olvido”, la mirada hacia el pasado
tiende a adoptar la apariencia permanente de reiteración, pues se visibiliza como
un símil del presente. Casi encarnando la figura del Déjà Vu, el presente aparenta
existir como mera reiteración del pasado, en cuanto retorno de lo sido. No
obstante, paradójicamente en aquella aparente reiteración, se consolida la
ubicuidad del progreso como motor de la historia; ello, porque aquel tiempo ya
pasado se instala en el derrotero del devenir, no como parte del presente, sino
como su repetición. En otras palabras, la imagen mítica del tiempo circular, para
Benjamin al menos, parece resultar consecuente con la imagen iluminista del
tiempo lineal que, arrojado como una saeta, apunta hacia el futuro. La razón de tal
asimilación pareciera radicar en la permanencia, precisamente, de la idea de
retorno de lo sido: en dicho retorno, no se repite “lo mismo siempre igual”, sino que
retorna lo ya acontecido como diferencia; en aquella diferencia se sustentaría,
finalmente, el propósito de la Historia como idea, a saber, no repetir los errores del
pasado. En otras palabras, “progresar” hacia el fin final de lo histórico. En definitiva
y bajo aquella perspectiva, el retorno como componente de lo mítico sería, en
rigor, no repetición o reiteración como tal, sino una aparente acumulación de lo
parecido, de lo analógico —pero diverso— del acontecer, en pos de un fin último y
definitivo. Un mítico “fin de los tiempos”. En parte, aquel parece ser el punto
central del debate benjaminiano con Kant por la noción de experiencia, descrito en
textos como “Sobre el concepto de Historia” (1939-1940) o bien en “Experiencia y
pobreza” (1933): la experiencia no sería tanto una acumulación de lo pasado como
una intensidad del presente. Una intensidad cuyo símil se exhibe en la experiencia
religiosa. En palabras de Pablo Oyarzún:

“Se sigue de esto un cambio fundamental en los índices de la


experiencia que creíamos oportuno colegir del análisis tradicional: la
singularidad se vuelve, por así decir, macroscópica, lo inanticipable

92
[SIC] escapa a todo aquietamiento que pudiese aportar la virtud de lo
analógico, el testimonio declara la ausencia del testigo en el momento
fugaz de la prueba. La experiencia no sólo nos confronta con lo inédito:
nos cambia; no sólo entrega el material para nuestro conocimiento: es la
condición en la cual éste mismo se cumple. Tendrá, pues, la virtud de
atinar a su índole aquel concepto que la piense, digámoslo así,
intensivamente, en su vértigo alterador. Contenida en la alusión
benjaminiana a la experiencia religiosa estaría esa noción intensiva.”
(Oyarzún; en Benjamin, 2009: p.18)

En ese sentido, tal como señalábamos anteriormente, resulta posible notar una
distinción importante entre la denominada experiencia religiosa, comentada por
Benjamin especialmente en sus escritos juveniles, y la perspectiva mítica como
problema frente a lo histórico: mientras que para Benjamin, tal como lo indicaba
Simmel, la experiencia religiosa —incluso en su distancia— permite una ligazón
con lo común —con la comunidad— la matriz mítica “mecaniza” dicha filiación en
aras de un fin, es decir, en aras tanto de un objetivo como de una cesura. De esta
manera, Benjamin no solamente establecería una diferencia sustantiva con la
figura de experiencia kantiana —mediante aquella experiencia semejante a la
religiosa— sino además nos permite desde ya vislumbrar en qué sentido dicha
experiencia podría tornarse “utilitaria” para fines conservadores. Nuevamente en
palabras de Pablo Oyarzún:

“(…) el principio de la experiencia religiosa, aquél que precisamente


está en el origen mismo de la posibilidad de la «religación», pero que
también, y por sobre todo, es el ritmo esencial de la experiencia misma,
podría ser designado con ayuda de un término empleado
ocasionalmente por el Benjamin maduro: Einfall, el ser asaltado por la
alteridad radical como aquello que me ha determinado infaltablemente,
sustrayéndose, sin embargo, al capital de mi saber presente.” (Ídem)

De tal suerte, antes incluso de terminar de definir plenamente la idea de


experiencia religiosa, de Einfall y su vinculación con la Historia, valga recordar la

93
profunda diferencia que Benjamin parece marcar entre ésta y su uso por parte del
fascismo: la primera parece revelar en el presente —y para el presente— un
instante del pasado; la segunda, en cambio, anula lo pasado, trayéndolo a fuerza
al presente. Es más, el modo monumental del fascismo hace aparecer el pasado
como si no perteneciera a lo ya sido: en un doble movimiento, el historicismo
propio del monumentalismo fascista reafirma lo pasado como inamovible, para
luego negar que lo pasado ha fenecido haciendo de dicha mirada inamovible un
dato del presente. O mejor, el problema con la monumentalidad al uso fascista es
que, ocultando la cualidad de relato propio de la memoria, calcifica aquel relato
como información del presente. En ese sentido, tal vez resulte evidente —pero
necesario— aludir al origen etimológico de la propia palabra “monumento”, a
saber, aquel término latino monumentum y su filiación con monere: el monumento,
como hito, ha sido dispuesto para recordar y advertir; asimismo, dicho recuerdo se
hace presente, en el presente, mediante la permanencia del hito, mediante la
perennidad de su materialidad. Una que, además, requiere ser monumental en sus
dimensiones, marcando con ello su dignidad y su distinción respecto a lo común
del entorno. El monumento, en ese sentido, no es solamente un recordatorio, sino
que se torna un recuerdo permanente, inamovible e inmodificable; en definitiva, el
monumento se deja advertir en la memoria como una marca de poder en el
espacio, pero peor aún, como una advertencia en el presente, uno que no
abandona ni modifica el relato de un supuesto pasado. Para la lógica monumental,
lo pasado es un dato certificable, pero más todavía, un axioma, un presupuesto
que permite dotar de sentido al presente y constituirlo en plenitud.

De esta manera, en el monumento parece encarnar ilustrativamente la idea de


“eterno retorno” o de un tiempo mítico circular, en la medida en que el propio hito
monumental se encuentra siempre presente, trayendo desde el pasado un
recuerdo anulado como tal. O dicho de otro modo, haciendo del recuerdo un
presupuesto para el acontecer del presente. Se colegirá con ello una inversión
sustancial respecto a lo que Benjamin pareciera proponer como modelo dialéctico
y materialista para la Historia, en tanto la monumentalidad de la Historia omite en
94
su relato precisamente el componente narrativo que lo constituye, operando más
bien sobre la cifra del dato certificable y de la información. Con ello, omite —u
oculta— el papel que ocupa el propio presente al momento de observar lo pasado.
De esta manera, tal como ocurre con la memoria privada, con la biografía
individual, la Historia parece conformarse no sólo de acontecimientos sucesivos,
sino fundamentalmente de juicios sobre tales acontecimientos, de organización
jerárquica de tales juicios y, por supuesto, de innumerables “recuerdos reprimidos”
al uso del psicoanálisis: lo pasado no debiese, en ese sentido, ser considerado un
presupuesto —menos aún uno axiomático— sino un acto de elaboración del
presente. Un presente que accede a lo pasado desde y por el relato que lo
conforma. De esta manera, finalmente, la monumentalidad del fascismo parece
tender a la construcción de un pasado mítico bajo una acepción muy específica y
determinada, o mejor, alejada del uso general de aquel término, pues en este caso
el componente mítico parece aludir exclusivamente a la imagen especular que
pretende conformar con el presente que lo narra. Así, el pasado mítico, inviolable y
sagrado, reaparece siempre como reflejo de un presente que olvida que es la
propia actualidad la encargada de su elaboración. Si se nos permite la metáfora,
tal como en el lugar ceremonial se vuelven a narrar, una y otra vez, los
inmodificables y tradicionales mitos sagrados para con ellos darle sentido al
presente, la Historia monumental se ofrece como reflejo de aquello que siempre
ha sido y siempre será en el presente. O mejor dicho: el componente mítico del
fascismo monumental carga de sacralidad a la Historia, haciendo del permanente
retorno de lo pasado pétreo la posibilidad de concebir el presente; y en dicho
presente, se anunciaría la promesa de un fin para el eterno retorno del pasado, un
fin y una finalidad para la Historia.

6. Fuerza fuerte.

Todo aquello parece poder sintetizarse en las ideas de “fuerza fuerte” y de “débil
fuerza” propuestas por Benjamin en su escrito “Sobre el concepto de Historia”
95
(véase Benjamin, 2009: pp.45-68), texto cuya complejidad y profundidad demanda
un examen mucho más acabado del que aquí se podría realizar. No obstante,
pese a que abordar plenamente un escrito como aquel excede por mucho las
pretensiones de la presente investigación y nos derivaría hacia zonas que no
competen al marco de legibilidad que aquí deseamos exponer, igualmente resulta
del todo necesario indagar en las posibles filiaciones entre las denominadas
“fuerza fuerte” y “débil fuerza” respecto a la Historia y la dupla conceptual que
protagoniza la hipótesis que desplegaremos, a saber, seriedad y juego en la obra
de arte. Y si bien hemos intencionadamente demorado el asedio a dicha pareja
conceptual, todos los antecedentes hasta el momento consignados en los
segmentos de esta primera parte, esperamos, permitirán un ingreso más afable al
punto central de nuestra argumentación. En ese sentido, reiteramos, las ideas de
“fuerza fuerte” y “débil fuerza” requieren, al menos, una delimitada y general
revisión. Para dar curso a tal análisis, nos será de suma utilidad el ensayo
realizada por el ya aquí citado filósofo Pablo Oyarzún, denominado “Cuatro señas
sobre experiencia, historia y facticidad. A manera de introducción”; escrito que, tal
como señala su título, funciona como introducción a la traducción realizada por el
propio Oyarzún para algunos textos benjaminianos fundamentales en relación a la
concepción de la Historia. De dicho ensayo, importantísimas resultan las
siguientes palabras:

“Pero ¿cómo pensar una fuerza que, sin dejar de ser fuerza, es débil?
Precisamente en la indiscernibilidad de debilidad y fuerza, que viene a
darle sentido a esta última, parece estribar el sentido del concepto
benjaminiano.”

Para luego agregar:

“Desde luego, la condición para entender este concepto (…) consiste en


atender a que la fuerza en cuestión concierne al pasado. Pero esto no
basta. Una fuerza en cuestión puede relacionarse con el pasado de
muchos modos. Es el modo de esta relación lo que importa. (…)
¿Cómo opera una “fuerza fuerte” con respecto al pasado? Lo trae al
96
presente. Este traer puede revestir formas muy diversas, de las cuales
la tradición es la más general. (…) Una “fuerza fuerte” es, pues, una
fuerza que ejerce dominio en el presente y sobre el presente en el cual
se ejerce.

(…) En cambio, la “fuerza débil” es aquella que acepta el pasado en


cuanto pasado. Su simultánea debilidad y fuerza estriba en esta
aceptación: acoge lo pasado del pasado, lo recibe (y conforme a esta
receptividad es “débil”), y a la vez resiste su inversión (su capitalización)
en presente (y en esa medida es “fuerza”).” (Benjamin, 2009: pp.30-
31)

De esta manera y tal como ya lo hemos insinuado anteriormente, en Benjamin el


problema con la Historia parece estribar en una diferencia de raíz dada por dos
modos, muy distintos, de afrontar una relación con lo pasado. De tal suerte, por
una parte el discurso monumental tiende a petrificar el pasado, trayéndolo al
presente para, con ello, dominar la actualidad. Luego, la propuesta benjaminiana
parece aludir a una relación con el pasado en donde lo sido es recibido por el
presente como pasado, no obstante en tanto que pasado deja de presentarse del
todo. De esta manera, entonces, para la “fuerza fuerte” el pasado siempre se
presenta como presente en el dominio de la actualidad, haciendo del componente
mítico del retorno permanente su seña fundamental. Para la “débil fuerza”, en
cambio, lo pasado “relampaguea” en el presente, pues en tal fugacidad se
presencia la imposibilidad de dominio efectivo respecto al pasado. Para la “débil
fuerza” el pasado debe ser redimido, no conquistado. Así, en palabras del propio
Benjamin:

“El pasado lleva consigo un secreto índice, por el cual es remitido a la


redención. ¿Acaso no nos roza un hálito del aire que envolvió a los
precedentes? ¿Acaso no hay en las voces a las que prestamos oídos
un eco de otras, enmudecidas ahora? (…) Si es así, entonces existe un
secreto acuerdo entre las generaciones pasadas y la nuestra. Entonces
hemos sido esperados en la tierra. Entonces nos ha sido dada, tal como

97
a cada generación que nos precedió, una débil fuerza mesiánica, sobre
la cual el pasado reclama derecho. No es fácil atender a esta
reclamación. El materialista histórico lo sabe.” (2009: p.48)

Al respecto, habría que enfatizar una idea clave para el ingreso paulatino hacia la
noción de juego que hemos intentado gestar con el presente capítulo, a saber, la
propuesta política benjaminiana si bien inscrita plenamente en las lógicas del
materialismo en su escritura madura, debe sin duda ser pensada primeramente
desde su particular uso de la figura del mesías como registro para lo histórico.
Ahora bien, el análisis de dicho cariz mesiánico nuevamente nos haría correr el
riesgo de alejarnos demasiado del propósito de nuestra propuesta; no obstante,
otra vez, parece del todo indispensable contar con un marco general sobre el
discurso político benjaminiano previo a cualquier ingreso pormenorizado a las
relaciones entre juego, obra de arte y política. Y no deja lugar a dudas que la
matriz mesiánica adquiere un sumo protagonismo en el pensamiento de Benjamin,
no sólo en su madurez, sino tácitamente en gran parte de su trabajo. De esta
manera, decíamos, parece ineludible remitirse al problema del mesianismo, pese a
la deriva que ello pueda significar; no obstante, inmediatamente y con fines
orientadores, algo ya se deja anunciar respecto a su indefectible relación con el
juego y que, evidentemente, deberemos desarrollar con mayor cuidado en
segmentos posteriores de este escrito: aquella débil fuerza mesiánica, como un
modo de relación con lo pasado a contrapelo del progresismo ciego y
conservador, pero también liberado del componente mítico del eterno retorno, deja
entrever ya una “potencia” fuera de toda tradicional productividad. O dicho de otro
modo: en Benjamin el pasado relampaguea en la medida en que se ofrece
redimido al presente con una autonomía “monádica” que, finalmente, encarna
como imagen, o mejor, como “imagen dialéctica”. Dicha mónada se presenta como
representación del presente gracias al relato de lo pasado, es decir, no como un
retorno vívido de éste, sino como un vestigio ruinoso. En rigor, para Benjamin el
pasado no regresa encarnado en el presente de forma fantasmagórica, es decir,
no es una presencia, sino que sencillamente se presencia. Se colegirá que en

98
aquel “juego de palabras” se ha deseado enfatizar el uso del verbo como acción:
para Benjamin observar el pasado es una actividad que construye una imagen
representativa de lo acontecido y del acontecer. De este modo, para Benjamin el
retorno de lo pasado parece falaz, pues solamente seríamos testigos de una
imagen del presente; igualmente, el historicismo como acumulación de “hechos
certificables” dejaría ver el mismo expugnable matiz en su discurso. Por el
contrario, la imagen histórica del materialista dialéctico resuena como una
representación, breve, precisa y humilde, sobre un momento que, en su
peculiaridad, se torna imagen de la generalidad de la Historia. Será ese cariz
monadológico el que luego podremos constatar en la figura del juego. Uno que no
solamente debiese ser considerado como representación de una actividad, o como
alegoría de un proceder en la vida cotidiana, sino especialmente como una
potencia autonómica capaz de desmantelar —desmitificar— el pétreo discurso de
la tradición. Sin embargo, señalábamos recientemente, estas afirmaciones por
ahora sólo tienen el propósito de generar una suerte de cartografía preliminar
sobre asuntos que requieren un tratamiento acabado posteriormente. En cambio,
nos queda inmediatamente por delante la tarea de abordar la relación entre una
“fuerza fuerte” y el así denominado por Benjamin “valor eterno” de la obra de arte
en OdA. Dicha relación esperamos pueda develarse parcialmente si, además,
hacemos ingresar el así denominado “mesianismo benjaminiano” como
componente central de los segmentos sucesivos. Para ello, entonces,
volquémonos nuevamente al examen de ciertas sentencias elaboradas por
Benjamin relativas al problema de la Historia, ilustrativas para estos fines. Y,
particularmente, concentrémonos en la versión dactilografiada del segmento XVIII
de las así llamadas “Tesis sobre el concepto de Historia” —o sencillamente “Sobre
el concepto de Historia”— descubiertas en la Biblioteca de París por Giorgio
Agamben24 e incluidas por Pablo Oyarzún en su excepcional traducción al español
de dicho texto, traducción ya referida por nosotros arriba:

24
La lectura de la obra benjaminiana realizada por el filósofo italiano G. Agamben tendrá una importancia
capital en nuestra propuesta sobre la noción de juego. Dicho protagonismo será completamente desplegado
99
“En la representación de la sociedad sin clases, Marx ha secularizado la
representación del tiempo mesiánico. Y es bueno que haya sido así. La
desgracia empieza cuando la socialdemocracia elevó esta
representación a «ideal». El ideal fue definido en la doctrina
neokantiana como una «tarea infinita». Y esta doctrina fue la filosofía de
la escuela del partido socialdemócrata (…). Una vez definida la
sociedad sin clases como tarea infinita, se transformó el tiempo vacío y
homogéneo, por así decir, en un vestíbulo, en el cual se podía esperar
con más o menos serenidad el arribo de la situación revolucionaria. En
realidad, no hay un instante que no traiga consigo su chance
revolucionaria (…). Para el pensador revolucionario, la chance
revolucionaria peculiar de cada instante histórico resulta de una
situación política dada. Pero no resulta menos para él en virtud del
poder que este instante tiene como clave para abrir un recinto del
pretérito completamente determinado y clausurado hasta entonces. El
ingreso en este recinto coincide estrictamente con la acción política; y
es a través de él que ésta, por aniquiladora que sea, se da a conocer
como mesiánica.” (Benjamin, 2009: p.66 [Nota 39])

Nos hemos permitido citar en extenso el segmento XVIII dactilografiado —y


además, por un tiempo, perdido— pues, se comprenderá, su importancia resulta
sustantiva y su claridad auspiciosa para futuros análisis. Es más: pareciera que
rápidamente podemos dividir dicho fragmento en dos momentos sustanciales, a
saber, el mesianismo y su diferencia con la neokantiana —y socialdemócrata—
idea como “tarea infinita”.

Aquella división propuesta aquí, de hecho, esperamos posibilite de inmediato


despejar una confusión posible al momento de abordar la lectura de la obra

en los siguientes capítulos, pues momentáneamente resultaría imposible y apresurado reseñar de forma
clara la importancia de sus argumentos en un aspecto central de nuestra propuesta. Mas pese a lo señalado,
valga adelantar desde ya que recientemente hemos descrito a la operación potencial del juego como una
que “desmantela” o “desmitifica” aspectos pétreos de la tradición. Dicha descripción, todavía por justificar,
se arraiga en la idea de juego como profanación provista por Agamben, tesis que discutiremos con detalle
posteriormente.

100
benjaminia: la presunción de que la figura del mesías, como aquel que “está por
llegar”, supondría para Benjamin una espera permanente, una inacción, en aras
de un porvenir. Muy por el contrario, y tal como lo señala con suma claridad el
fragmento recién citado, el mesías, su figura, como aquel que se presentará en un
futuro —uno que, además, nunca se presenta— es relacionado por Benjamin a la
lectura neokantiana sobre el “ideal”, aquello por cumplir en el progreso de la
humanidad. En ese sentido, resultan ejemplares las palabras de Kant al cierre de
su famoso tratado “Sobre la Paz Perpetua” (1795):

“Si existe un deber y al mismo tiempo una esperanza fundada de que


hagamos realidad el estado de un derecho público, aunque sólo sea en
una aproximación que pueda progresar hasta el infinito, la paz perpetua,
que se deriva de los hasta ahora mal llamados tratados de paz (en
realidad, armisticios), no es una idea vacía sino una tarea que,
resolviéndose poco a poco, se acerca permanentemente a su fin
(porque es de esperar que los tiempos en que se producen iguales
progresos sean cada vez más cortos).” (Kant, 1998: p.69)

Tal como señala Kant 25 —y fundamentalmente, tal como sería leído


posteriormente— el horizonte de la comunidad de sujetos, a saber, la denominada

25
Para un panorama más detallado sobre la propuesta histórica y política En Kant, en especial relativas a las
ideas de progreso, decadencia y movimiento temporal en aras de un ideal fin final para la Historia, ejemplar
resulta la compilación de algunos textos kantianos titulada “Ideas para una historia universal en clave
cosmopolita y otros escritos sobre Filosofía de la Historia” (Editorial Tecnos, Madrid. 1994). Por supuesto,
en aras de preservar la integridad de nuestra propuesta y no dilatar todavía más el ingreso al punto central
de esta investigación, omitiremos referirnos de forma más exhaustiva al argumento kantiano sobre el
concepto de Historia y sus eventuales relaciones comparativas con el argumento de Benjamin, a excepción
de aquellos motivos que luego serán de utilidad para revisar la idea de juego en ambos. Igualmente, muy útil
y próximo a nuestros intereses resulta el breve escrito presentado por Florencia Abadi en el marco del “III
Seminario internacional de políticas de la memoria. Recordando a Walter Benjamin. Justicia, Historia y
Verdad. Escrituras de la memoria.” (UBA, Buenos Aires, Argentina. 2010). Dicho escrito, titulado “La
recepción benjaminiana de Kant: una lectura sobre la noción de tarea infinita”, da buena e informada cuenta
de la relación que Benjamin mantuvo en su juventud con la lectura de Kant, pero particularmente de la
crítica que rápidamente elaborará a la idea de “tarea infinita” y su filiación con el progreso de la historia.
(Cfr. < http://conti.derhuman.jus.gov.ar/2010/10/mesa-38/abadi_mesa_38.pdf>)

101
“paz perpetua” de las sociedades —y entre las sociedades— queda definida como
un espacio a una distancia infinita. Su proximidad, arraigada en la presunción de
un acercamiento progresivo cada vez más acelerado, en rigor, no sería la base
que sostendría la necesidad de dicho horizonte; muy por el contrario, sería la
propia búsqueda de la paz perpetua la que dotaría de sustancialidad a dicha idea,
no su arribo. De este modo, se colegirá, será para parte del pensamiento de
inspiración kantiana el intento por acercarse —en cuanto premisa “performática”—
, y no la efectiva cercanía, la que operará como motor de la actividad social y
política. Ello parece traducirse en una espera permanente, sostenida por el axioma
de un progreso que, en consideración de lo antes señalado, además se exhibe
como prácticamente cosmético.

Para Benjamin, en cambio, la figura mesiánica si bien también se sostiene en una


idea relativa a la espera, esa espera contrariamente no queda desplazada como
promesa hacia un futuro que no llegará o que, al menos, se oferta como un real
porvenir. Por el contrario, insinuábamos, la figura mesiánica —de emancipación o
revolución— es presentada por Benjamin como una chance del presente, una
oportunidad que además abre las puertas para el arribo de un pasado reprimido,
no de un futuro por llegar. De este modo el porvenir, si bien no desestimado por
Benjamin, es puesto entre paréntesis —o en suspenso, parafraseando al
anteriormente citado Oyarzún— dentro de su esquema discursivo y argumental: el
presente ya no sería entonces temporalmente la antesala del futuro, sino la zona
de arribo de un pasado proyectado hacia el porvenir. O dicho de otro modo, el
presente sería el intersticio del movimiento permanente del pasado hacia un
futuro. Un futuro, además, que es a la vez ahora. De ahí la importancia capital que
Benjamin atribuye a la mónada como forma sustantiva del aparecer del
acontecimiento para la mirada materialista. Ello, porque dicho carácter monádico
permitiría al historiador materialista observar en un instante la totalidad de lo
acontecido; es decir, en dicha premisa monádica es posible notar en Benjamin una
nueva forma de aproximarse a una noción que ya había trabajado en escritos

102
anteriores y que retoma cierta prestancia en la idea de mónada, a saber, la
alegoría como representación fragmentaria de un todo general.

Nos detendremos más adelante en la idea de alegoría y sus eventuales relaciones


con el juego, pero ahora parece prioritario terminar de definir aquello que Benjamin
denominó como “mónada”, si bien algo ya se ha insinuado: la mónada parece ser
ofrecida por Benjamin como una imagen representativa y autónoma, que siendo
una “parte” sintetiza un “todo”. En ese sentido, probablemente pertinente al menos
sería mencionar, sin demorarnos demasiado en aquello, a la afamada
“Monadología” (1714-1720) de Leibniz y su atomismo metafísico y, por supuesto la
importancia de dicho estudio para los estudios críticos de Kant. No obstante, no
nos detendremos mayormente en tales relaciones, privilegiando en cambio, por
ahora, solamente la amplia y dilatada tradición respecto a la idea de mónada que
ya desde el clásico pensamiento griego —y recuperado evidentemente por el
idealismo leibniziano— concibió dicha noción como una unidad sintética. Una
unidad tan particular y “atomista” como general y universal en su indivisibilidad;
una unidad pequeña como un grano y amplia como la imagen de Dios. En
definitiva, una unidad autónoma, pero susceptible a transformaciones suscitadas
por su propia autonomía. (Cfr. Leibniz, 1981)

Ahora bien, esta decisión de eludir dilatadas revisiones bibliográficas sobre el


matiz de lo monádico en Benjamin se debe, decíamos, en parte a que
abordaremos dicho motivo de soslayo en el segmento dedicado al análisis de la
figura de lo alegórico y su relación con el juego; pero también y,
fundamentalmente, se debe a que proponemos aquí que la base fundamental del
argumento benjaminiano se aproxima más a la tesis goethiana respecto a la
“unidad sintética” y menos al idealismo de Leibniz, pese al uso terminológico
propuesto por Benjamin. De tal suerte, nuevamente deberemos volver tácitamente
sobre Leibniz y su vinculación con Benjamin al momento de abordar el problema
de lo sintético en Goethe.

103
Por último y como una antesala a dicha discusión, valga determinar un último
asunto respecto a la mirada del historiador materialista y su diferencia basal con el
ideal progresista, neokantiano y/o socialdemócrata. Al respecto, señala Benjamin:

“El historicismo culmina, con razón, en la historia universal. De ella se


diferencia la historiografía materialista metodológicamente quizá con
más nitidez que de cualquier otra. Aquélla carece de armazón teórica.
Su proceder es aditivo (…). Por su parte, en el fundamento de la
historiografía materialista hay un principio constructivo. Al pensar no
sólo le pertenece el movimiento de los pensamientos, sino también su
interrupción. Cuando el pensar se detiene súbitamente en una
constelación saturada de tensiones, entonces le propina a esta misma
un shock, por el cual se cristaliza él como mónada. (…) En esta
estructura [el materialista histórico] reconoce el signo de una
interrupción mesiánica del acontecer o, dicho de otra suerte, de una
chance revolucionaria en la lucha por el pasado oprimido.” (Benjamin,
2009: pp.63-64)

En función del fragmento antes citado, entonces, algo más se puede señalar:
aparentemente una de las diferencias fundamentales entre esa forma de la
Historia en su acepción puramente aditiva, y la así llamada por Benjamin Historia
materialista, se encontraría en una operación particular que permitiría la redención
de lo pasado en el presente, así como la emergencia del futuro como oportunidad
del presente y no como promesa del —permanentemente por llegar— porvenir.
Dicha operación se encontraría anclada a la interrupción del continuum del
pensamiento; aquella interrupción, parafraseando a Benjamin, se traduciría en el
shock al pensamiento enfrentado a las constelaciones saturadas de tensiones, es
decir, en la proliferación de relaciones posibles y sus oscilaciones. Finalmente,
aquel shock al pensamiento lo cristaliza —señala Benjamin— como mónada; es
más, para Benjamin sería aquella interrupción monádica26 el símil de la

26
Cabe mencionar, al menos como una pista por seguir para investigaciones futuras, que parte del
argumento leibniziano se concentra, precisamente, en las características perceptuales de lo monádico,
104
interrupción mesiánica como oportunidad del presente. Ello, se colegirá, indica en
la propuesta benjaminiana un asunto de importancia capital: la redención de lo
pasado y la oportunidad del presente aparecen, finalmente, como una
reelaboración permanente del futuro. Dicha reelaboración presume, por tanto, la
figura mesiánica como potencia de la actualidad, no como horizonte por alcanzar.
Por último, la potencia mesiánica en el presente se muestra con las características
traumáticas del shock, del golpe eléctrico, con la interrupción provista por el
trauma. Si lo consideramos de este modo, no parece extraño entonces que
Benjamin le atribuya al carácter dominante de la “fuerza fuerte” histórica el talante
de continuidad aditiva propia de un poder que pretende dominar. Por el contrario,
señalábamos, la “débil fuerza mesiánica” no suma acontecimientos, sino que los
identifica en aquella representación autárquica y universal del fragmento, de la
mónada como suma de tensiones de una idea constelada. En ese sentido, hemos
además de recordar que Benjamin, en su ensayo sobre la reproductibilidad técnica
de la obra de arte, apareja a la idea de “aura” artística a la de “valor eterno” de la
obra de arte y, por supuesto, a la de “tradición”. Cabe preguntarse entonces ¿será
acaso la intención de Benjamin denunciar en el concepto mismo de “Arte” la
manifestación aditiva de una fuerza fuerte, de una pretensión de dominación del
pasado y de una promesa permanentemente insatisfecha sobre el futuro?
Menester será intentar responder someramente a esa pregunta a continuación,
como segmento final previo al ingreso de lo que aquí nos convoca, es decir, el
modo en como la noción de juego ocuparía un lugar central en la trama de estas
relaciones.

además de sus relaciones con la memoria y la razón (Cfr. Leibniz, 1981: pp.89 y ss.). En ese sentido, al menos
podríamos asegurar —y reiterar— por ahora, que la propuesta de Benjamin constantemente dialoga con
segmentos importantes de la tradición filosófica occidental, incluso sin mencionar de forma explícita tales
relaciones. De tal suerte, la “interrupción monádica”, si al menos seguimos el uso terminológico de
Benjamin, no solamente sería la cristalización de lo mesiánico en su autonomía, sino además se
emparentaría con un tipo de “nudo” cristalizado de la percepción, la memoria y su desplazamiento hacia la
razón.

105
7. Valor eterno de la obra de arte.

El segmento VIII del ensayo “La obra de arte en la época de su reproductibilidad


técnica” difiere bastante en su versión de 1937-38, respecto a la primera versión
definitiva de 1935-36, tal como se señala en la traducción de Andrés E. Weikert
utilizada acá. No obstante y pese a tales diferencias, la tesis central parece similar,
a saber, la antigua obra de arte se gestó sobre un concepto de eternidad
únicamente porque las condiciones técnicas de su época así lo exigían. O dicho
de otra manera, porque las posibilidades técnicas de realización y reproducción de
la así llamada obra de arte no permitían concebir otros modos en su realización.
Por el contrario, con el surgimiento de las posibilidades técnicas de su actualidad,
reflejadas en el cine y la fotografía, Benjamin consideró que se hacía necesario —
sino imperioso— volver a pensar el carácter eterno atribuido axiomáticamente al
concepto de lo artístico. De este modo, por ejemplo, en la versión de 1935-36,
Benjamin indicó:

“Los griegos sólo conocieron dos procedimientos de reproducción


técnica de obras de arte: el vaciado y el acuñamiento. Bronces,
terracotas y monedas eran las únicas obras de arte que ellos podían
producir en masa. Todas las demás eran únicas e imposibles de
reproducir técnicamente. Por esta razón debían ser hechas para la
eternidad. Fue el estado de su técnica lo que llevó a los griegos a
producir valores eternos en el arte. Esta es la razón del lugar
excepcional que ocupan en la historia del arte; lugar respecto del cual
quienes vinieron después pudieron ubicar el suyo. Nuestro lugar —de
ello no cabe duda— se encuentra en el polo opuesto al de los griegos.
Nunca antes las obras de arte pudieron ser reproducidas técnicamente
en una medida tan grande y con un alcance tan amplio como pueden
serlo hoy. Por primera vez, con el cine, tenemos una forma cuyo
carácter artístico se encuentra determinado completamente por su
reproductibilidad. (…) Con el cine se ha vuelto decisiva una cualidad de
la obra de arte que para los griegos hubiera sido la última o la menos

106
esencial en ella: su capacidad de ser mejorada.” (Benjamin, 2003:
pp.60-61)

De tal suerte, si bien tendremos que ahondar en la idea de la obra de arte como
permanentemente inacabada27 en el régimen de la reproductibilidad técnica,
cuestión que retomaremos con mayor intensidad gracias a la figura del juego,
ahora corresponde señalar algo tal vez ya evidente pero no por ello menos
importante de mencionar: el así llamado “valor eterno” de la obra de arte,
necesario en sus orígenes, aparece como incompatible o innecesario en la época
de la acelerada reproducción tecnológica. O incluso más, el presupuesto de
eternidad de la obra de arte aparece, en el contexto de la reproducción técnica,
como “conservador”. Aquí el entrecomillado del término, por supuesto,
corresponde a los matices que cuidadosamente deben ser considerados al
momento de pensar en la propuesta benjaminiana, pues no solamente hemos de
pensar dicho carácter conservador como uno retrógrada —tal como es usado en el
habla coloquial, especialmente por el lenguaje cotidiano de izquierdas— moderado
o, en su extremo, reaccionario; más bien, aun cuando algunos aspectos de tales
acepciones parecen adquirir alguna correspondencia con las querellas que
Benjamin mantiene con la socialdemocracia y el nazi-fascismo, hemos deseado
usar el término “conservador” bajo una forma que, manteniendo relación con tales
“imágenes” posibles en su acepción, indique fundamentalmente el propósito
permanente de, literalmente, conservar. En otras palabras: de mantener

27
De algún modo, en Benjamin se deja observar una condición larvariamente instalada en la práctica
artística de las vanguardias de inicios del siglo XX: la obra de arte como un proceso de elaboración y no
necesariamente como un objeto del todo elaborado. Poco a poco, en el discurso del arte se iría enquistando
la premisa de procesos experimentales que, cual motor, animarían la realización de tales imágenes. En ese
sentido, una obra de arte “inacabada” sería, en rigor, el fragmento de un cuerpo de obra que en su totalidad
refiere a un problema o asunto común. Dicho de otro modo, la obra de arte pasaría a ser —para tal
disposición del discurso— una aproximación posible en un cúmulo infinito de potenciales obras por
realizarse. Pero dicha cuestión, de por sí ya problemática en el caso de las “Bellas Artes”, adquiere también
otras dimensiones en el ámbito de la producción masiva de imágenes, donde cada una de ellas parece
quedar disponible a su permanente modificación e intervención, debilitando en parte el estatuto
“aquietado” que todavía puede proyectar una obra de arte en el sentido tradicional.

107
perpetuamente en el presente aquello cuyo origen se remonta a un pasado, en
aras de preservarlo para el futuro.

Se comprenderá entonces la selección de dicho término, en la medida que,


esperamos, reúna en su disposición inmediatamente una idea ya señalada, a
saber, la presunción de la eternidad del arte como un axioma de dominio sobre el
tiempo. O mejor todavía, la idea de conservación como gestora de tradición e
Historia en su sentido Universal. Una premisa que, como ya hemos sugerido, se
sostiene sobre la base mítica de la permanencia como retorno y de la figura
mística del futuro como promesa. Probablemente en aquella dirección las
siguientes palabras de Benjamin resulten ejemplares:

“El cine es, así, la obra de arte con mayor capacidad de ser mejorada. Y
esta capacidad suya de ser mejorada está en conexión con su renuncia
radical a perseguir un valor eterno. Lo mismo puede verse desde la
contraprueba: para los griegos, cuyo arte estaba dirigido a la producción
de valores eternos, el arte que estaba en lo más alto era el que es
menos susceptible de mejoras, es decir, la plástica, cuyas creaciones
son literalmente de una pieza. En la época de la obra de arte producida
28
por montaje, la decadencia de la plástica es inevitable.” (Benjamin,
2003:p.62)

Convengamos, a propósito de los fragmentos recientemente citados, que


Benjamin utiliza un concepto amplio de Arte. O mejor dicho, que en su descripción
incorpora sin miramientos objetos artesanales —como las monedas—, objetos
pertenecientes a la moderna tradición de las Bellas Artes —o plásticas— y, por
supuesto, el cine, cuyo “estatus” artístico había sido “alcanzado” en parte recién
en la primera década del siglo XX. Con probabilidad ello se debe a que Benjamin
no efectúa una división entre “artes menores” y “Bellas Artes”, al uso moderno de
la tradición estética, sino más bien una clasificación más general: sin pretender
atribuirle a Benjamin un análisis ontológico de lo artístico, gruesamente se podrá

28
El destacado pertenece al autor.

108
notar que su mirada respecto al Arte pasa fundamentalmente por una técnica de
representación. En ese sentido, el arte, como representación, puesta en escena o
producción estética en su acepción amplia, adquiere en Benjamin una división
sustancial no jerárquica, sino horizontal, a saber, el arte pretendidamente eterno y
el arte de la reproductibilidad. O mejor dicho: el arte petrificado tradicional y el arte
de la perfectibilidad técnica. Dicha división, a su vez, es la consigna que modulará
gran parte del discurso político sobre las potencias del arte, así como de sus
eventuales y muy presentes peligros. Ello, insistimos, en la medida en que
Benjamin alude a lo artístico como un símil de la representación en general, como
un hacer del lenguaje y no como la disciplina profesionalizada de nuestro
presente. Esa advertencia, se comprenderá, nos permitirá tener mejores
rendimientos posteriores al momento de abordar el problema político propuesto
por Benjamin en la representación. Pero también de inmediato genera un punto
sensible que ha de ser remarcado: el arte sustentado por un valor eterno, en la
medida en que se presenta como conservador de un supuesto origen, no podría
sino ser observado por Benjamin como eminentemente regresivo. De ahí la
supuesta e inevitable decadencia atribuida por él a la plástica; menester en ese
sentido remarcar lo siguiente, a saber, la merma, la decadencia, no parece ser
homologada por Benjamin como desaparición total, sino como decaimiento de una
fuerza latente. Por ello, la decadencia del aura, la merma de la plástica, no sería
tanto un vaticinio apuntado hacia el futuro como un diagnóstico del presente: la
tradicional obra de arte ha perdido fuerza, o incluso, ante esa pérdida ha optado
por fortalecerse, por dominar. Pues la perspectiva conservadora, de algún modo,
tiende a “construir” míticamente su poderío, y en esa mitificación lo realiza. ¿Cómo
lo realiza? Desplazando el cumplimiento cabal del mito a un futuro siempre por
llegar; en otras palabras, cumpliría su oferta en el incumplimiento permanente de
la promesa provista, instancia donde radicaría en efecto su fortaleza. En ese
sentido, el único pronóstico posible que se le podría atribuir a Benjamin en su
ensayo sobre la reproductibilidad técnica, es aquel que dice relación con el riesgo
implícito en el uso “conservador” del discurso del arte y su consecuencia

109
inminente, a saber, la denominada “estetización de la política”. Dicha estetización
de la política —idea ya citada aquí con anterioridad, pero que volveremos a
retomar posteriormente— pareciera señalar un vínculo estrecho con la dominación
de la Historia y por la Historia, es decir, pareciera arraigar una relación
fundamental con el mítico retornar del pasado en el presente y la promesa —
siempre incumplida, en tanto tarea infinita por cumplir— de un futuro mejor. El
caso ejemplar y evidente es la figura del tercer Reich, encarnado en el mesiánico
personaje del Führer29. En otras palabras: el retorno de un pasado ideal en el
presente para, a su vez, asegurar un futuro posible. Dicha promesa de cambio
sería cumplida por quien habría venido desde “otro tiempo” a salvar el presente.
Benjamin, decíamos, suspicazmente propone que toda redención sólo le
pertenece al pasado. Ahora bien, hay “algo” en la obra de arte tradicional que se
corresponde plenamente con dicho estatuto conservador de la política, o dicho con
mayor claridad, para Benjamin el comportamiento político del arte aparece como
reflejo inverso —como todo reflejo, pero semejante al fin y al cabo— del
comportamiento artístico de la política. Ello, en la medida en que ambos se
estructurarían fundamentalmente como entidades lingüísticas. De tal suerte, en
aquella relación reflejante, se denota en la tradicional obra de arte operaciones
utilizadas por la política conservadora, cuyo extremo es el fascismo, mas cuyo
polo moderado es la socialdemocracia. Igualmente, Benjamin pareció augurar en
el imaginario del comunismo un peligroso tránsito desde el moderado
conservadurismo hacia el totalitarismo. Aquel diagnóstico, como veremos, es
posible de observar en las permanentes advertencias al partido en escritos claves
29
Valga señalar que la figura del Führer, como término asignado a importantes líderes y caudillos, era de uso
común en Alemania hasta la aparición de A. Hitler. De hecho, en numerosos escritos juveniles, Benjamin
utiliza el término sin reparos para referirse a hombres ejemplares y guías morales o intelectuales,
evidentemente en un momento en donde la palabra todavía no se encontraba mancillada por el nazismo
hitleriano. No obstante, aquel dato aparentemente menor podría, a la larga, resultar llamativo si tenemos
presente que en el imaginario germano en general —y no solamente en el judaico— la importancia del líder,
cual mesías, era fundamental para la discusión política y cultural. Dicha importancia marcaría en gran
medida la formación intelectual de Benjamin y de muchos de sus contemporáneos, cuestión que en cierta
medida permite especular respecto a la ciega fe en Hitler por parte de un número importante de alemanes.
(Para la revisión de algunos de esos textos juveniles véase: Benjamin, 1998).

110
como “El autor como productor” y, por supuesto, en nuestro reiteradamente
aludido ensayo sobre la reproductibilidad técnica.

En aquella dirección, al parecer la noción de juego sería aquella que, por sus
condiciones específicas y contextuales, se comportaría como potencial oposición a
la mistificación aurática y dominante. Es decir, se comportaría opuestamente a la
“seriedad” de la obra de arte y, con ello, se tornaría susceptible de representar
monádicamente la apertura respecto a las petrificadas tradiciones. En otras
palabras, se tornaría una posibilidad para la irrupción de lo pasado y una chance
para el presente. Por ello, en el siguiente capítulo ingresaremos por fin en la
revisión pormenorizada del dúo “juego” y “seriedad” en la obra de arte. Tal ingreso,
sin embargo, requerirá que retomemos varios de los puntos hasta ahora
señalados y que no han sido del todo ahondados. De entre ellos, por ejemplo, la
propia noción de estetización antes aludida, pero también los vínculos tramados
por Benjamin entre Historia, moda, dialéctica, materialismo y un largo etcétera.
Daremos paso al examen de tales ideas de forma metódica, al amparo de los
antecedentes exhibidos hasta el momento.

Segunda Parte. Juego y Seriedad.

El despliegue del trabajo en el juego presupone


fuerzas productivas máximamente desarrolladas,
como las que hoy tiene por primera vez la humanidad

111
a su disposición, y que están organizadas a
contracorriente de sus posibilidades, a saber, para un
caso serio, de emergencia.

Walter Benjamin. Libro de los pasajes. [J 75 a]

1. El juego y el uno sintético.

En el breve relato titulado “El coleccionista y sus allegados” (1779), Goethe


desarrolla hábilmente una concisa teoría axiológica sobre la creación artística,
dispuesta no obstante en la escritura a la manera de un ficticio diálogo epistolar
entre dos amigos que han dejado pendiente una discusión sobre las piezas
artísticas que uno de ellos posee en su colección. Además —gracias a las
habilidades narrativas de Goethe— aquel diálogo poco a poco va presentando
nuevos personajes y situaciones que, complementariamente, terminan por diseñar
un amplio panorama sobre las diversas perspectivas que podrían adoptarse
respecto a la discusión por la calidad de lo artístico; e incluso, respecto a la
definición de la esencia del “gran Arte”. Ello, a través del uso de cada personaje
como un representante ejemplar de una posición —o disposición— específica de
los argumentos aludidos por Goethe, de un modo claramente similar a la provista
por los diálogos platónicos, en donde de hecho —y también asemejándose al
filósofo griego— no se escatima en el uso de caricaturas, en figuras humorísticas y
anécdotas graciosas.

No obstante, si bien la ingeniosa y hábil forma escritural de aquel relato, así como
los distintos argumentos que se exponen en él resultan de por sí sumamente
interesantes, para efectos de la investigación aquí propuesta bastará con
recuperar solamente la tesis final manifestada en su último segmento, una idea
que resumidamente pude ser descrita del siguiente modo: luego de analizar 6
categorías descriptivas, 6 “tendencias” habituales en el modo de hacer de los
artistas, Goethe indicará que

112
“(…) sólo mediante la reunión de las seis cualidades surge el auténtico
artista e igualmente el auténtico aficionado tiene que reunir en sí las
seis tendencias.

La mitad de nuestra media docena de categorías lo afrontan todo de


manera excesivamente seria, estricta y tímida, la otra mitad de manera
excesivamente lúdica, ligera y relajada. Sólo a partir de una unión
interna de la seriedad y el juego puede surgir el arte auténtico.” (1999:
p. 157)

Se colegirá ya con esta cita la alusión directa que Benjamin trama con la idea de
“juego” que Goethe ha propuesto, en especial si volvemos al fragmento de “La
obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” citado con anterioridad, a
saber, “Seriedad y juego, rigor y desentendimiento aparecen entrelazados entre sí
en toda obra de arte, aunque en proporciones sumamente cambiantes”. Hasta
aquí, entonces, habría que mencionar también la importante inflexión de
conceptos como “juego” y “seriedad”, pero también la destacada variación
efectuada por el ensayo de Benjamin sobre el rol que cumpliría la idea de arte en
la época de la depreciación aurática; o mejor dicho, en la era de la “segunda
técnica”, aquella cuyo origen debiese buscarse precisamente en “el juego”; al
respecto, permítasenos reiterar la cita en extenso, sólo para enfatizar algo por lo
pronto ya señalado:

“Al servicio de la magia, el arte de los tiempos prehistóricos conserva


ciertas propiedades que tienen utilidad práctica. Que la tienen,
probablemente, en la ejecución de operaciones mágicas (tallar la figura
de un ancestro es en sí mismo un procedimiento mágico), en la
prefiguración de las mismas (la figura del ancestro modela una posición
ritual) o como objeto de una contemplación mágica (mirar la figura del
ancestro fortalece la capacidad sobrenatural del que la mira). Los
objetos con este tipo de propiedades ofrecían imágenes del ser humano
y su entorno, y lo hacían en obediencia a los requerimientos de una
sociedad cuya técnica sólo existe si está confundida con el ritual. Se
trata por supuesto de una técnica atrasada si se la compara con la de
113
las máquinas. Pero esto no es lo importante para una consideración
dialéctica; a ésta le interesa la diferencia tendencial entre aquella
técnica y la nuestra, diferencia que consiste en que mientras la primera
involucra lo más posible al ser humano, la segunda lo hace lo menos
posible. En cierto modo, el acto culminante de la primera técnica es el
sacrificio humano; el de la segunda está en la línea de los aviones
teledirigidos, que no requieren de tripulación alguna. Lo que guía a la
primera técnica es el «de una vez por todas» (y en ella se juega o bien
un error irremediable o bien un sacrificio sustitutivo eternamente válido).
Lo que guía a la segunda es, en cambio, el «una vez no es ninguna» (y
tiene que ver con el experimento y su incansable capacidad de variar
los datos de sus intentos). El origen de la segunda técnica hay que
buscarlo allí donde, por primera vez y con una astucia inconsciente, el
ser humano empezó a tomar distancia frente a la naturaleza. En otras
palabras, hay que buscarlo en el juego.” (Benjamin, 2003: pp. 55-
56)30

En otras palabras, Benjamin parece desestimar la posibilidad de consignar al arte


un valor per se provisto por la categoría de autenticidad, en la medida en que ello
contradeciría su eventual potencial valor político y revolucionario. O mejor dicho: el
valor social del arte en la época de la reproductibilidad técnica parece ya no
suscrito a la “cultualidad” que originariamente sostuvo al arte. No obstante, más
allá de dicha declaración, por el momento resulta prioritario para nuestro
argumento configurar una zona de legibilidad para la relación posible entre aquel
“nuevo” momento ofertado por la técnica y el particular término “juego”. Al
respecto, las sintonías con Goethe no parecen detenerse en la definición sobre los
procedimientos del arte, sino incluso en la particular manera que Benjamin
conformaría un modelo de trabajo orientado a una “dialéctica en reposo”. Dicha
sintonía, insinuábamos, se desplegará tanto en los modelos escriturales de
Benjamin —muchas veces descritos como fragmentarios y crípticos— y

30
El destacado es nuestro.

114
particularmente en la noción de “imagen dialéctica”, como dovela de su
pensamiento. Tendremos a lo largo de este capítulo oportunidad de aproximarnos
a tales relaciones, mas por ahora debemos volver sobre la propia idea de “juego” y
su contraparte, la “seriedad”. Al respecto y so riesgo de aludir algo evidente,
probablemente lo primero que ha de señalarse es el modelo que ha construido
Goethe para su axiología del arte: la “seriedad” como acto de gravedad propia de
una formalidad “razonable”, una además que intentaría mediante una ejecución
disciplinada convocar los más elevados goces de la contemplación, a saber, una
vía con la belleza; por el contrario, en el “juego” propio de las representaciones
recreativas, Goethe observa un acto de satisfacción más vinculado a la
sensualidad y el jolgorio, a las satisfacciones inmediatas de la imaginación y a
ciertos aspectos meramente decorativos (Cfr. Goethe, 1999). De esta manera, la
Belleza de la “seriedad” aparece preliminarmente contrapuesta a la Sensualidad
del “juego”; aunque, como el propio Goethe evidencia en la cita recuperada con
anterioridad, la obra de arte —plena, completa— sería aquella que logra congeniar
ambos polos en su realización.

Benjamin parece apropiarse —si se nos permite el uso de aquel término un tanto
enfático— de dicha matriz axiológica al momento de pensar los distintos modelos
de representación. Pero no sólo eso, parece amoldar dicha polaridad a una suerte
de modelo fundante de un posible análisis histórico. En otras palabras, si para
Goethe la “gran” obra de arte era aquella capaz de integrar equilibradamente la
polaridad de “juego” y “seriedad”, para Benjamin, mediante una suerte de análisis
tendencial, es la Historia misma la que exhibiría un movimiento pendular entre el
juego y lo serio de la representación, o mejor, entre el juego y lo serio como forma
de relación con el mundo. Por ello probablemente el “juego” permitiría caracterizar
a la así denominada “segunda técnica”, en tanto esta última deba ser considerada
como un momento de la historia, como su presente. Por ello, indicará Benjamin:

“Sería posible exponer la historia del arte como una disputa entre dos
polaridades dentro de la propia obra de arte, y distinguir la historia de su
desenvolvimiento como una sucesión de desplazamientos del

115
predominio de un polo a otro de la obra de arte. Estos dos polos son su
valor ritual y su valor de exhibición.” (2003: p.52)

Por supuesto, queda por responder en qué sentido el juego permitiría definir a la
“segunda técnica”, o mejor dicho, “el origen de la segunda técnica”. Y luego, si
efectivamente resulta verosímil aparejar la noción de “valor ritual” con la seriedad
de la obra de arte y, consecuentemente, al “valor exhibitivo” con la noción de
juego. Al respecto, probablemente lo primero que ha de señalarse es lo siguiente,
a saber, la “primera técnica” anclada indefectiblemente a una relación ritualista con
la Naturaleza, consagrará por tanto sus imágenes al culto; en dicha relación,
ritualista y cultual, conectaría lo humano a la naturaleza de modo “definitivo”, es
decir, “de una vez por todas”; finalmente, resultaría tan definitiva dicha
aproximación que su encarnación ilustrativa estaría en el sacrificio humano como
acto “representacional” que, no obstante, excede los parámetros de aquello que
modernamente podría considerarse como “mera” representación. Siguiendo dicha
senda, parece consecuente suponer —casi de inmediato— lo siguiente: si el
origen de la segunda técnica radica en el juego, el origen de la primera, por
contraste, residiría en la seriedad. Ahora bien, tal afirmación preliminar parece
además sostenerse en las descripciones que Benjamin ofrece al momento de
desplegar —tal como lo hacíamos recientemente— una ilustración del origen
ritualista y cultual de la primera técnica, a saber, definitiva, para luego
complementar con la imagen de una segunda técnica fundamentada en la
reiteración. Ello en la medida en que dicha ilustración de alguna manera parece
aludir a una extensa tradición alemana que, con sus diferencias, tendió a describir
la “cualidad” de lo artístico asentado en dos pilares fundamentales. Dichas
polaridades, diversas y heterogéneas en cada pensador, parecen al menos
compartir dos características comunes: el arte tendría un aspecto manual,
artesanal o formal y uno que, mediante —en— la forma, expresaría las mayores
intensidades del espíritu humano, de su pensamiento, o bien se tornaría la
expresión más profunda de la naturaleza. Por supuesto, mencionar una sentencia
como la anterior requiere de un examen pormenorizado y, probablemente,

116
demasiado extenso para los fines de esta propuesta. No obstante, al menos
hemos de detallar con mayor cuidado el modo en como dos pensadores muy
presentes en las lecturas benjaminianas se asociaron con dicha latente polaridad
del arte: Kant y el ya citado Goethe. De hecho, a propósito del modo en que
estimábamos al recién mencionado escritor mediante el fragmento arriba citado,
posiblemente no resulte descaminado considerar a aquello autores como
antecedentes inmediatos de la propuesta benjaminiana, si bien, como ya hemos
señalado, probablemente mediados aquellos por la lectura de Simmel.

Por último, importante también puede resultar seguir la pista brindada por Schiller,
un autor que si bien no aparece ensayado por la escritura de Benjamin con el
mismo rigor que otros filósofos como Fichte, Novalis —como, por ejemplo, en sus
estudios sobre la crítica de arte romántica de Alemania— o el antes mencionado
Kant, si ofrece un grado de sintonía con el “tono” de la discusión sobre la
“cualidad” del arte que amerita al menos su mención. En ese sentido y tal como
esperamos ilustrarlo poco a poco en las líneas siguientes, si Benjamin alude al
carácter histórico del tránsito pendular de las nociones de valor exhibitivo y valor
cultual, insistimos, probablemente se deba a que dicho diagnóstico acontece no
solamente sobre la base de una observación histórica del quehacer material del
arte, sino también de una observación sobre los discursos que respecto al propio
arte se tramaron.

Ahora bien, si proseguimos con las especulaciones preliminares, parece también


probable que la referencia inmediata para Benjamin relativa a la noción de “juego”
—como un momento o una zona de la definición general de arte— se origine
directamente en quien de alguna manera consagró el uso específico del término
en la tradición germana, a saber, el recientemente mencionado filósofo F. Schiller.
No obstante, ya en un examen general, es posible notar un modo complejamente
articulado de relación entre ambos pensadores, especialmente respecto a la
propia noción de “juego en el arte”. Incluso más, pareciera que W. Benjamin
refiere tácitamente a Schiller sólo para confirmar su posición mayormente
goetheana; o mejor dicho, el discurso de Benjamin —implícita o explícitamente—
117
tiende a desmarcarse de Goethe, por supuesto, tramando relaciones que
expanden ampliamente la todavía postura a “medio camino” de un clasicismo
envejecido y un proto-romanticismo en ciernes del poeta alemán, pero también
tiende a desmarcarse con mayor ostentación de la posición schilleriana, tramando
con ello un campo de confrontación entre dos pensadores que, en general,
mantuvieron una cordial y afectuosa amistad en sus diferencias . En ese sentido,
el primer indicio del cuidado con el que habría que establecer un parangón entre
las ideas de Schiller y Benjamin las brinde una sucinta pero enfática declaración
de un buen amigo de este último, a saber, G. Scholem, quien rememorando
conversaciones de juventud indicaría que:

“A partir de entonces mantuvimos no pocas discusiones acerca de


Goethe, que más bien eran monólogos de Benjamin, interrumpidos en el
mejor de los casos por preguntas mías, puesto que por entonces yo
había leído poca cosa de Goethe. (…) Yo me sentía por entonces
mucho más atraído por Jean Paul, de quien decía Benjamin que había
sido el único gran escritor que había podido resistir en Alemania, cosa
que no constituía un reproche contra él (…) Sin embrago, si valdría el
reproche en el caso de Schiller, y no habría «mayor patraña que la
inocencia histórica de Schiller». El rechazo de Schiller respecto a
Hölderlin lo enlazaba Benjamin con este contexto, con la «eticidad
demoníaca» de Schiller.” (Scholem, 2007: pp. 112-113).

Por supuesto, los comentarios de Scholem más que una prueba taxativa sobre los
argumentos de un pensador que fue modulando sus tesis durante el tiempo, se
nos exhiben en cambio sólo como un indicio prístino por seguir. Ello, en cuanto la
propia revisión de algunos asuntos en Benjamin —esperamos— permitan
confirmar sino una intencionada escisión con algunos de los elementos centrales
de Schiller, sí al menos diferencias en sus matices; diferencias que lo aproximan
finalmente más hacia la zona de inspiración goetheana que animó sus lecturas y
comentarios juveniles. De hecho, si intentáramos preliminarmente establecer una
suerte de genealogía de las ideas de W. Benjamin relativas al “juego en el arte” —
y tal vez no sólo en dicho aspecto particular— otra vez Kant se ofrece como un
118
“origen” en la discusión, esta vez encarnada en las figuras de Goethe y Schiller, o
al menos en sus respectivas diferencias y similitudes con el mentado Kant.

Ahora bien, para dar curso al examen de tales influencias y cuya finalidad sería la
de establecer someramente un marco de legibilidad referencial a la noción de
“juego” en Benjamin, útil resultaría primero dar cuenta de las vinculaciones
generales del pensamiento de Benjamin con el del poeta Goethe, más allá de lo
primeramente señalado en este segmento. Luego, abordaremos desde dicha
matriz las posibles diferencias con Kant y Schiller, pero también las similitudes
tácitas. De esta manera, por tanto, lo primero que debiésemos indicar a modo de
hipótesis inmediatamente subordinada a nuestra tesis central, es que la ya
revisada “modulación” pendular y oscilante de lo que Benjamin llamaría como
“dialéctica en reposo” en, por ejemplo, los fragmentos del denominado “Libro de
los pasajaes” —o dialéctica en “suspenso”, señalaría en cambio Oyarzún en su
escrito aquí ya citado— parece encontrarse férreamente inspirada en la idea de
unidad sintética provista por Goethe; una además también en parte formulada por
Schiller, pero que no obstante en Goethe aparece con un importante matiz
diferenciado. De tal suerte, la anteriormente comentada idea de “dialéctica” en
Benjamin —una que emparentándose con la fórmula dialéctica hegeliana,
marxiana y la dialéctica negativa adorniana, difiere también profundamente de
ellas— y particularmente la noción de “imagen dialéctica” parece provenir, sino
directamente de Goethe, al menos sí resuena con un eco goethiano. De esta
manera, la dialéctica benjaminiana se encontraría estrechamente emparentada
con la síntesis goethiana, y en ese sentido, el “juego” como polaridad opuesta a la
“seriedad” debiese ser comprendido desde dicha cifra sintética.

De esta manera, por ejemplo, en “Parque central” de Walter Benjamin, una breve
frase con tintes de aforismo indica que: “La imagen dialéctica es esa forma del
objeto histórico que satisface las goethianas exigencias de uno sintético.” (2008: p.
285). Por supuesto, largo y tendido se ha escrito sobre las extensiones de la
noción denominada “imagen dialéctica” en la escritura benjaminiana, incluso algo
se ha dicho ya aquí sobre la filiación de este autor con Goethe; no obstante, la
119
idea de imagen dialéctica sigue ofreciéndose como una figura críptica, difícil de
asir, en la medida en que sus innumerables porosidades entrañan múltiples
posibles accesos a su —llamémoslo por ahora— “significado total”. Pero tal vez, la
seña fundamental para generar una forma relativamente legible para la idea de
“imagen dialéctica” se encuentre en lo expresado por el propio autor: dar con esa
forma del objeto histórico que satisfaga la exigencia de “uno sintético”. Aquello —
evidentemente— en principio no aclara demasiado, sin embargo, el propósito de
las siguientes líneas es intentar definir la idea de “uno sintético” goethiana, o al
menos la lectura que Benjamin elabora sobre dicha noción, para luego dar cuerpo
desde aquella perspectiva a una eventual definición de “imagen dialéctica”. Al
respecto, finalmente, conveniente parece retornar a los conceptos de “seriedad” y
“juego” en Goethe y el modo en como son replicados en la propuesta
benjaminiana, en la medida en que probablemente tales conceptos resulten de
utilidad para ilustrar el talante particular de la llamada imagen dialéctica para la
teoría crítico-estética de Walter Benjamin y, viceversa, permitan darle mayor
legibilidad a la noción de “juego” usada por Benjamin en OdA.

Ahora bien, con seguridad debemos asumir que es prácticamente imposible —y


con probabilidad también es innecesario— dar cuenta de un significado completo
de la noción de imagen dialéctica benjaminiana, como si se tratara de un concepto
cerrado y sancionado. Y como esta presunción podría contradecir lo antes
expuesto por nosotros, cabría entonces de inmediato elaborar una aclaración a la
paradoja: Goethe, leído por Benjamin, permite comprender de mejor manera el
“uso” argumental dado a la idea de imagen dialéctica, pero no sancionar una
definición absoluta. Es más, si seguimos el supuesto del “uso” dado por Benjamin
a la noción de imagen dialéctica, la lectura de G. Simmel a la figura de Goethe y
Kant elaborada hacia 1906, pareciera corresponderse plenamente al modo en
como Benjamin se aproxima al cuerpo de obra goethiano y, por tanto, a la posición
que adopta respecto a la síntesis goethiana y al análisis kantiano. En ese sentido,
como una intuición preliminar, podríamos desde ya declarar que la propuesta de
Simmel fue influyente en el argumento benjaminiano o, al menos, las semejanzas

120
entre una y otra son lo suficientemente cercanas como para que podamos dudar
de una mera coincidencia. Finalmente e intentando resolver la contradicción antes
descrita, ni Goethe ni Simmel logran brindarnos un acceso pleno al espesor
abierto y complejo de la idea de imagen dialéctica en Benjamin. Por tanto, dicho
rastreo bibliográfico tiene por único fin ofrecer luces sobre una cara de aquella
noción y no una determinación absoluta y, decíamos, seguramente también
innecesaria para los propósitos de este estudio.

Por tanto, en adelante las palabras aquí expresadas tomarán el siguiente rumbo:
primero, una breve revisión sobre algunas declaraciones de Benjamin relativas a
Goethe; luego, una mirada panorámica a los argumentos ofrecidos por Simmel
sobre Goethe. En ambos casos, además, no podremos eludir ciertas
comparaciones con I. Kant, en la medida en que tanto Simmel como el propio
Benjamin utilizan tales comparaciones en sus lecturas sobre la escritura
goethiana. Tal recorrido, entonces, debiese ofrecernos algo de claridad sobre la
idea de “uno sintético” en Goethe. En último lugar, debiésemos hacer comparecer
la idea de “uno sintético” con la noción de “imagen dialéctica”, pero mediante la
pareja consorte de “juego” y “seriedad”, esta vez recuperando tanto al propio
Goethe como a Benjamin.

2. Crítica y comentario sobre la obra de arte.

Tal como señalábamos anteriormente, y con la finalidad de brindar de cierto orden


a este recorrido, probablemente no sea errado iniciar con los comentarios del
propio Benjamin relativos a Goethe. En ese sentido, ineludible resultan las
palabras inscritas en el ensayo titulado “Las afinidades electivas de Goethe”,
escrito que —tal como indica su título— alude a la afamada novela de Goethe
publicada en 1809. No obstante, como suele ocurrir en la literatura benjaminiana,
muchas veces las palabras inaugurales del autor ofrecen, inmediatamente, una
descripción más acabada —aunque no desplegada— de lo que luego se
desarrollará en términos argumentales; valga mencionar, por ejemplo, el conocido
121
“Prólogo epistemocrítico” incluido en “El nacimiento del Trauerspiel alemán” o las
palabras introductorias de “El autor como productor”. En ese sentido, parte del —
llamémoslo así— “estilo” benjaminiano radicaba en una tendencia a realizar un
prefacio metodológico sobre su propuesta, uno que en rigor más bien apuntaba a
una delimitación conceptual y, por supuesto, a una instalación de presupuestos
propios. En ese sentido, este ensayo parece proceder bajo dicha matriz, puesto
que ya en las primeras líneas de “Las afinidades…” leemos:

“(…) la siguiente exposición sobre Las afinidades electivas, que también


entra en detalles, podría confundir fácilmente respecto de la intención
con la que se la presenta. Podría parecer un comentario; sin embargo,
está pensada como crítica. La crítica busca el contenido de verdad de
una obra de arte; el comentario, su contenido objetivo. La relación entre
ambos la determina aquella ley fundamental de la escritura según la
cual el contenido de verdad de una obra, cuanto más significativa sea,
estará tanto más discreta e íntimamente ligado a su contenido objetivo.”
(Benjamin, 2000: p.13)

Se colegirá ya que, con tales palabras, se está preparando en el ensayo


benjaminiano una posibilidad de vincularse con la obra de Goethe desde una
“doble condición”, a saber, dando con el llamado “contenido de verdad” de aquel,
pero en la medida en que tal contenido de verdad se encontraría “íntimamente
ligado” al llamado contenido objetivo de la obra. En otras palabras, Benjamin
propone una crítica de la obra de Goethe en tanto ello implica, por consecuencia,
también un comentario. O al menos, el contenido de verdad de la obra goethiana
sería lo suficientemente significativo como para que, junto con él, surja también el
contenido objetivo propio de la aproximación comentada. No obstante, por
supuesto, todavía no se ha declarado explícitamente qué correspondería a los
llamados “contenido de verdad” y “contenido objetivo” en el arte literario y cuál
sería el procedimiento de la crítica para ingresar al contenido de la obra. Al
respecto, sin duda al menos dos menciones pueden ser sumamente aclaradoras:
primero, que de acuerdo a lo manifestado en “El concepto de crítica de arte en el

122
romanticismo alemán”, para Benjamin la crítica sería ese momento del médium del
arte en donde sujeto y objeto se funden en el acto de la reflexión (Cfr. Benjamin,
1995: p. 117); y segundo, para Benjamin la noción de “contenido” no debiese
considerarse como un polo en oposición a la idea de “forma”, tal como lo indicaría
en el ya señalado escrito “El autor como productor” (1934), a saber,

“Parto del estéril debate acerca de la relación en que estén entre sí


tendencia y calidad de la obra literaria. Hubiese podido también partir de
otro debate más antiguo, pero no menos estéril: en qué relación están
forma y contenido, y especialmente en la literatura política. Este
planteamiento del asunto está desacreditado; y con razón. Pasa por ser
un caso típico del intento de acercarse a los complejos literarios
adialécticamente [SIC], con rutina.” (1999: p.118)

Pero incluso planteado de modo más evidente en “Armarios” (1932) —una breve
crónica sobre un recuerdo de la niñez incluido en el compendio “Infancia en Berlín
hacia 1900”— Benjamin recordará que, jugando a estirar sus brazos dentro un
mueble para alcanzar sus calcetines de lana, aquellos guardados de tal modo
tradicional en que la pareja de calcetas se vuelcan una dentro de la otra formando
una “bola de tela”, disfrutaba él infinitamente del acto de desenrollar tales bolsas
cada vez que las cogía con sus manos. De tal suerte, el máximo goce de su juego
consistiría en disponerse a

“(…) desenvolver «la tradición» de su bolsa de lana. La aproximaba


cada vez más hacia mí, hasta que se obraba lo más sorprendente, que
«la tradición» saliese por completo de su bolsa, en tanto que ésta
dejaba de existir. No me cansaba nunca de hacer la prueba de esta
verdad enigmática: que forma y contenido, el velo y lo velado, «la
tradición» y la bolsa, no eran sino una sola cosa. Y había algo más, un
tercer fenómeno, aquel calcetín en el cual se convertían los dos.”
(Benjamin, 1982: p.103)

Al respecto, tales alusiones al papel de la crítica y a la reunión de forma y


contenido parecieran permitirnos ya un apronte sobre la presunción benjaminiana
123
propalada por las ideas de contenido de verdad y contenido objetivo, a saber, la
posibilidad de reunión —mediante la crítica— de dos “momentos” analíticamente
escindibles en la obra literaria, pero que sólo se presentan en tanto que obra en su
reunión. O mejor dicho, si el comentarista opera como un químico frente a una
hoguera, mientras que el crítico como un alquimista, puesto que “(…) para aquél
sólo quedan como objeto de su análisis maderas y cenizas, para éste sólo la llama
misma conserva un enigma: el de lo vivo” (Benjamin, 2000: p.14)31, ello se debería
a que únicamente en la reunión de los aspectos formales de la obra con los
contenidos históricos reagrupados en el presente se daría, efectivamente, la
potencia del examen sobre la obra; o incluso más, la obra como tal. Ahora bien,
hemos reunido en la sentencia anterior de modo tácito a la noción de “contenido
objetivo” con los aspectos formales o técnicos de una obra, así como hemos
afiliado al llamado “contenido de verdad” con cuestiones ligadas al momento
histórico de su elaboración pero, principalmente, al vínculo de dicho momento con
el presente del ejercicio crítico. Ello se debe casi exclusivamente al modo en como
T. Adorno abordaría la definición de contenido de verdad de la obra de arte y su
momento objetivo; aunque, tal como comentábamos inversamente frente a la
relación entre Benjamin y Simmel —que luego abordaremos con mayor detalle—
todo pareciera indicar que Adorno, implícitamente, se ha apropiado de una parte
importante de la propuesta benjaminiana para dicha argumentación. Asunto
llamativo, valga mencionar, dadas las significativas diferencias en sus posturas
discursivas, pero no tan extraño dado el cercano vínculo personal de ambos
pensadores. Y si bien Adorno dialoga con la propuesta benjaminiana enfatizando
31
Tal vez sea apropiado desde enfatizar la particular polaridad expresada por Benjamin en la forma de
aquella metáfora, a saber, alquimista y químico. Una que se asemeja sin duda a la imagen propuesta por
Benjamin en OdA para diferenciar al pintor del camarógrafo, ilustrándolos mediante las figuras del mago y el
cirujano. De alguna manera, dicha polaridad en tránsito nos permitiría desde ya especular una relación entre
la posibilidad de dar con el contenido de verdad de la obra de arte y un modo de aproximación mayormente
vinculado a la “primera técnica” humana, al ritual y a la seriedad. En cambio, el juego podría por tanto
manifestarse como parte de un régimen proclive a una relación con el contenido objetivo del arte. De
hecho, tal vez en parte allí radicaría su potencial político en el marco del régimen “ligero” y experimental de
la “segunda técnica”. No obstante, deberemos todavía desarrollar algunos asuntos en nuestro argumento
para certificar dicha presunción.

124
sus diferencias con ésta, como suele ocurrir en su escritura, igualmente ilustrativo
resulta el vínculo propuesto por aquel en su “Teoría estética” (1961 – 1969):

“El contenido de verdad de las obras de arte no se puede identificar


inmediatamente. Igual que sólo se conoce mediado, está mediado en sí
mismo. Lo que trasciende a lo fáctico en la obra de arte, su contenido
espiritual, no se puede atribuir a un fenómeno sensorial concreto, sino
que se constituye a través de éste. En esto consiste el carácter mediado
del contenido de verdad. El contenido espiritual no flota más allá de la
factura, sino que las obras de arte trascienden su facticidad mediante su
factura, mediante la coherencia de su elaboración. El hálito sobre ellas,
lo más cercano a su contenido de verdad, fáctico y no fáctico a la vez,
es completamente diferente del estado de ánimo que se supone que las
obras de arte expresan; el proceso formador consume ese estado de
ánimo en nombre de ese hálito. La objetividad y la verdad están
mezcladas en las obras de arte.” (2004: p.222)

Ahora bien, sin duda la disparidad fundamental entre la postura de Adorno y la de


Benjamin sea aquella vinculada al rol de la crítica respecto a la técnica y las
tecnologías, es decir, al modo de definir un análisis materialista respecto a las
formas de la técnica. No obstante, incluso pese a esa diferencia sustancial,
probablemente Adorno ha incorporado como propio un anuncio gestado por
Benjamin décadas antes, a saber, forma y contenido, verdad y objetividad, se
manifiestan al unísono como parte de un mismo momento de la obra, en la medida
en que la crítica es capaz de ingresar a ese aparecer particular de la entidad
artística. Y al menos para Benjamin, la obra de Goethe posibilita ejemplarmente el
acceso a sus contenidos de verdad mediante sus contenidos objetivos, en la
medida en que aquella literatura ha sido tramada manteniendo en el horizonte tal
consideración. En otras palabras, el propio Goethe, consecuente a su perspectiva
autoral, habría propiciado técnicamente las posibilidades de reunión de la
objetividad de su obra con su verdad. Al respecto, menester resulta aclarar la
propia noción de verdad, en la medida en que tal precisión nos permitirá
eventualmente configurar de mejor modo una aproximación a la noción de “lo
125
sintético” goethiano. En aquella dirección, entonces, clave resulta lo indicado por
Benjamin en “El origen del Trauerspiel alemán”:

“La verdad, representada en la danza de las ideas expuestas, escapa a


cualquier clase de proyección en el ámbito del conocimiento. Pero el
conocimiento es un haber. Su mismo objeto se determina por el hecho
de que se ha de tomar posesión de él en la consciencia, sea ésta o no
trascendental. Así conserva el carácter de la posesión. La exposición es
secundaria para ella. Esta ya no existe en tanto algo que se autoexpone
[SIC]. Pero precisamente esto se puede decir de la verdad. El método,
que para el conocimiento es un camino apto para obtener —aunque sea
engendrándolo en la consciencia— el objeto de la posesión, es para la
verdad exposición de sí misma, dado por tanto con ella en cuanto
forma.” (2006: p.225)

La verdad, al menos para el “joven Benjamin”, por tanto no es aquello que se


manifiesta como conocimiento, o al menos no aquel propio del método filosófico. O
mejor dicho, no a la manera del método filosófico instalado por las formas más
“cientificistas” del pensamiento moderno. Y es precisamente en tal formulación por
parte de Benjamin, a saber, en la apología al conocimiento esotérico —superior—
y a las formas lingüísticas del tratado como vehículo hacia la verdad, donde
finalmente se presenta también la matizada invectiva al sistema kantiano. Así, por
ejemplo, si revisamos en extenso parte del denominado “Prólogo epistemocrítico”
incorporado posteriormente por Benjamin a su estudio sobre el Trauerspiel, éste
indicaría que:

“Lo que en los proyectos filosóficos es el método no se resuelve en su


organización didáctica. Y esto no quiere decir otra cosa sino que les es
propio un esoterismo del que no se pueden deshacer, del que les está
prohibido renegar, vanagloriarse del cual los condenaría. La alternativa
a la forma filosófica que plantean los conceptos de doctrina de ensayo
esotérico es lo que ignora el concepto decimonónico de sistema. En la
medida en que es determinada por éste, la filosofía corre el peligro de
acomodarse a un sincretismo que intente atrapar la verdad en una tela
126
de araña tendida entre distintos conocimientos, como si aquélla viniera
volando de fuera. Pero su aprendido universalismo queda lejos de
alcanzar la autoridad didáctica de la doctrina. Si la filosofía, no en
cuanto introducción mediatizadora [SIC], sino en cuanto exposición de
la verdad, quiere conservar la ley de su forma, tiene que conceder la
correspondiente importancia al ejercicio mismo de esta forma, pero no a
su anticipación en el sistema. Este ejercicio se ha impuesto a todas las
épocas que han reconocido la imparafraseable [SIC] esencialidad de la
verdad, en una propedéutica que puede designarse con el término
escolástico de tratado, ya que éste contiene, aunque latente, aquella
alusión a los objetos de la teología sin los que no se puede pensar la
verdad.” (2006: p.224)

En definitiva, la “verdad”, aquella que se manifiesta en su propia exposición,


pareciera ser propuesta por Benjamin como un “momento” de legibilidad
intempestivo, mas no fugaz. Igualmente, dicha “verdad” tendería a vincularse con
una experiencia en la forma, o mejor dicho, en la forma del contenido objetivo de
la lengua; “experiencia en” y no a través de ella, porque la propia forma se reúne
sintéticamente con el contenido de verdad en la experiencia. En ese sentido, la
comparación en favor de Goethe frente a Kant se encontraría atribuida por
Benjamin a la diferencia anclada, justamente, en la reunión sintética en tanto
experiencia en contraste al sistema analítico kantiano, es decir, a un sistema
basado en la disección, en la separación. Así pues:

“(…) seguramente jamás ha habido una época —sólo la de Goethe— a


la que fuera más ajena la idea de que los contenidos esenciales de la
existencia puedan plasmarse en el mundo de las cosas, o que no
puedan consumarse sin tal plasmación. La obra crítica de Kant y la obra
elemental de Basedow, una dedicada al sentido, la otra a la
contemplación de la experiencia de aquel momento, dan cuenta de
modos muy distintos pero igualmente concluyentes de la pobreza de
sus contenidos objetivos. En este rasgo determinante del Iluminismo
alemán (si no del europeo en su conjunto) se puede descubrir una

127
premisa imprescindible de la obra kantiana, por una parte, y de la
creación goetheana, por la otra. Porque precisamente por la época en
que la obra kantiana estuvo terminada y trazado el itinerario por el
desolado bosque de lo real, comenzó la búsqueda goethiana de las
32
simientes del crecimiento eterno.” (Benjamin, 2000: p.15)

En resumen entonces: al parecer, la síntesis goethiana consistiría en aquel


momento de reunión unificadora entre dos “momentos” del pensar: objetividad y
verdad; momentos que se manifestarían al unísono e imprevistamente gracias a la
doble condición de la predisposición particular del pensamiento y a la oferta
específica de la forma lingüística del ente observado. En aquella doble relación, de
modo “relampagueante”, brotaría por sí misma la verdad en tanto que,
efectivamente, reunión de las posibles distinciones sobre aquello observado. En
ese sentido, la literatura de Goethe pareciera ofertar ejemplarmente las
condiciones para tal manifestación. No obstante, el cifrado modo en como
Benjamin exhibe su argumento —probablemente intentando eludir,
consecuentemente, una forma escritural sistemática a la usanza kantiana— se
torna prístino, o al menos algo más soluble, en la propuesta de G. Simmel sobre
Kant y Goethe. De esta manera, su examen comparativo, tal como se indicaba al
inicio de estas palabras, parece tener las cualidades suficientes como para
suponerse como una matriz en la propuesta benjaminiana. Menester pues será
ingresar brevemente a la propuesta de Simmel, en aras de ofrecer un
complemento necesario sobre la noción de “síntesis” en Goethe y su eventual
relación con la idea de “imagen dialéctica”.

3. Síntesis y análisis: Goethe y Kant.

Algún trecho ya hemos avanzado en la descripción sobre las supuestas


diferencias en las propuestas kantianas y goethianas; o, al menos, en las

32
El destacado es nuestro.

128
distinciones propuestas por la lectura de Benjamin respecto a tales autores. En
ese sentido, hemos mencionado también la probable importancia de G. Simmel en
dicha aproximación benjaminiana sobre el pensamiento alemán. Ahora bien,
puesto que el fin del presente segmento es realizar un recorrido ilustrativo sobre el
posible sentido de la idea de “síntesis” como elemento primordial de la llamada
“imagen dialéctica”, el análisis comparativo efectuado por Simmel sobre las figuras
de Kant y Goethe podría ayudarnos a conformar de modo menos sinuoso tal
sendero.

De esta manera, por ejemplo, es posible notar en los comentarios de Simmel una
diferencia sustancial entre Kant y Goethe: el primero, adscrito a un modelo
sistemático, configura las posibilidades metódicas de análisis del conocimiento
subjetivo; el segundo, en cambio, resistiéndose a las formas propias de la filosofía
y de la ciencia habituales, elude la sistematización y al método en aras de hacer
aparecer la intensidad particular de la experiencia del sujeto en el lenguaje. En
resumen, para Simmel el primero es un científico cuyo motivo es la filosofía del
sujeto; el segundo, un artista cuyo motivo es la filosofía de la experiencia del arte.
O incluso más: Kant sería aquel filósofo que incorporaría la metafísica solamente
como culminación del trazado trascendental, es decir, la metafísica como un
momento que excede las posibilidades finitas del pensamiento subjetivo, pese a
que en parte las sostiene; en cambio “(…) Goethe no tiene metafísica, antes bien
es metafísico (…)” (Simmel, 2007: p.25).

En cierto sentido algo similar podría avistarse en el pensamiento benjaminiano,


especialmente si pudiésemos revisar extendidamente su literatura por completo.
Evidentemente no lo haremos, tanto para evitar una dilatación innecesaria como
para esquivar cualquier riesgo de perder el rumbo del motivo que aquí nos
convoca. Pero sí al menos podríamos señalar lo siguiente, a saber, parte del
denominado “mesianismo” en Benjamin, así como la evidente configuración de su
idea sobre la “verdad” coinciden con un —llamémoslo así— presupuesto
metafísico. Uno, dicho sea de paso, titubeante en la medida en que se aproximaba
cada vez más en su madurez a preceptos filo-marxistas y materialistas. No
129
obstante, tal vez la frase de Simmel sobre Goethe describa igualmente bien el
carácter del pensamiento en Benjamin: no incorpora de forma explícita la
metafísica, sin embargo, Benjamin no puede eludir aquel componente metafísico
como parte de su propuesta materialista. Y aquello que podría parecer un
despropósito por la contraposición en ambas perspectivas, más bien y legado por
Goethe, se torna un modelo de operación que busca, precisamente, las
potencialidades de aquella reunión no en el contraste generado por las
contradicciones, sino en las sintonías suscitadas por sus semejanzas.

Ahora bien, indicábamos ya que no es la intención de esta investigación abordar


extensivamente un supuesto —o probable— componente metafísico en el
pensamiento benjaminiano, sino únicamente dar cuenta del modo en que
Benjamin recupera de la propuesta goethiana la idea de síntesis de conceptos
aparentemente opuestos. Una idea que, dicho sea de paso, se contrapone con lo
que —acompañados por Simmel— podríamos denominar como la intención
primordialmente analítica del sistema kantiano. Pues bien, en aquella dirección,
Simmel comentará que para Kant

“Cuerpo y espíritu son fenómenos, experiencias dentro de un general


encadenamiento de conciencia, unidos entre sí por el hecho de que uno
y otro son representado y están sometidos a las mismas condiciones del
conocer.” (2007: p.18)

Mientras que para Goethe

“El rasgo fundamental de su concepción del mundo, que lo separa


radicalmente de Kant, es que busca la unidad del principio subjetivo y
del objetivo de la naturaleza y del espíritu, dentro de una misma
manifestación. Ya la naturaleza, tal como se presenta a la
contemplación de nuestros ojos, es para él producto y testimonio directo
de potencias espirituales, de ideas que dan forma.” (2007: p.20)

130
Y luego agregará Simmel: “Goethe enfoca la antinomia de sujeto y objeto, y funda
la relación cognitiva entre ellos, en una identidad de esencia entre ambos (…)”,
puesto que en el mencionado poeta alemán se…

“(…) alternan los papeles de lo interior ingénito y de lo exterior aportado


(…). En esta concepción, no es, pues, la forma, sino toda la existencia,
la unidad de forma y contenido, lo que de algún modo misterioso es
33
aportado por el interior del hombre.” (2007: p.26)

O como señalaba Benjamin sobre su juego infantil: la “tradición” y la “bolsa de


lana” serían una y la misma entidad, al menos en el momento productivo que
implica el ejercicio de su relación activada por el pensamiento. De esta manera, si
para Kant la finitud del sujeto suponía la imposibilidad de éste de hacerse de las
leyes propias de la naturaleza —de haberlas efectivamente, por supuesto—, pese
a que cotidianamente el sujeto debiese actuar sobre la base de que dispondría al
menos como “una representación” de tales leyes, para Goethe en cambio sujeto y
naturaleza se corresponderían inmediatamente. O mejor dicho: para Goethe, lo
que ha constituido al sujeto no diferiría, en su estructura esencial, a lo que ha
determinado a la naturaleza; por ello, aquella correspondencia, en tanto que
semejanza, conectaría sin mediación al sujeto con el mundo o, al menos,
consintiendo como mediación singular la propia potencia de semejanza anclada en
las características de una y otra entidad. El arte, en ese sentido, sería para Goethe
aquel momento en donde la potencia de la semejanza se presentaría con mayor
intensidad, haciendo proclive aquella en apariencia paradójica “inmediata
mediación”.

En definitiva “(…) la fórmula de la esencia kantiana sería: trazar los límites; la de


Goethe: la unidad.” (Simmel, 2007: p.29) O incluso, más enfáticamente Simmel
indicará que: “Para Goethe la unidad es lo claro, la separación lo oscuro; para
Kant a la inversa.” (2007: p.30) Mas valga mencionar que aquella distinción entre
Kant y Goethe es una que, al menos en el caso del último, se estipula en aras de

33
El destacado es nuestro.

131
la constitución de un programa estético, o mejor dicho, artístico. Es decir, si para
Kant el modelo analítico —el de la disección, de la separación—
consecuentemente genera una apreciación de la actividad del sujeto
supuestamente escindida del noúmeno, ello se debería a la consecución lógica del
sistema kantiano, uno que apela a —valgan las redundancias— conocer las
formas del conocimiento y de pensar al pensamiento. En cambio, decíamos,
Goethe apelaría a la unidad de formas esenciales, o mejor, a la correspondencia
formal de la(s) esencia(s): tal semejanza es una que se presupone no en aras de
un modelo de conocimiento sobre el propio pensar, sino en una actividad del
pensar que se instaura o “demuestra” en el propio quehacer artístico. Así, bastaría
con ser testigo de la actividad del arte para observar la prueba de aquello, a saber,
que las formas no serían la mera expresión de la verdad contenida en ellas, sino
su manifestación como tal; igualmente, el hombre mismo —en su actividad
artística— daría cuenta en su creación de su correspondencia con el mundo, con
la Naturaleza.

En ese sentido, se evidenciará ya en la lectura de Simmel sobre Goethe un


patente componente romántico de este último, o al menos uno que comienza a
aparecer con intensidad por sobre la base clasicista que caracterizó a Goethe. O
en otras palabras, aquel clasicismo constituido en parte por un racionalismo y en
parte por un idealismo proclive al platonismo, poco a poco comenzará a priorizar a
este último elemento en aras de una determinación onto-metafísica del mundo,
pero por sobre todo de una definición de la experiencia sensorial y sentimental del
arte. Es en aquella condición que probablemente sea de utilidad referirse a la
relación con Goethe tramada por Benjamin sobre ciertas definiciones estéticas, en
particular aquellas relacionadas con las nociones de “juego” y “seriedad” como
fórmulas que, en su síntesis, podrían ilustrar ejemplarmente los modos en que se
presenta la imagen en el mundo. Ello, se entenderá, seguramente complementará
de mejor manera un “ingreso” posible a la idea de imagen dialéctica.

132
4. Goethe y el modelo de la síntesis.

Si tuviésemos que resumir a la luz de lo ya expresado la relación que Benjamin


pareció tramar con el poeta Goethe, probablemente el término que mejor la defina
sea de “modelo”. No obstante, señalábamos, dicho “modelo” no fue adoptado por
Benjamin literalmente, pues el propio Goethe pareció eludir la elaboración de un
sistema manifiesto y cerrado para su propuesta, forma del pensar que compartiría
Benjamin luego en su modo escritural. Pero también señalábamos que una de las
nociones que pareciera presentarse de forma insistente en el pensamiento
benjaminiano, y que tiende a conectarlo con Goethe a propósito de dicha
resistencia frente al sistemático modelo analítico del pensamiento, sería la idea de
“síntesis”. Una noción posiblemente tramada con el tránsito entre juego y seriedad
y con la ya mencionada figura de la “imagen dialéctica”. Pues, efectivamente, todo
aquel recorrido terminológico y de difícil organización podría comenzar a
manifestarse de modo más articulado bajo la sombra de la propuesta sobre la
Historia y su estudio por parte de Benjamin. Asunto por sí mismo meritorio de
sendas investigaciones, pero que para efectos de ésta puede resumirse
ejemplarmente en la siguiente frase escrita por Benjamin en las anotaciones
preliminares de la carpeta “O” de su proyecto de los pasajes parisinos:
“Procedimiento: construir con hechos. Construir bajo la completa eliminación de la
teoría. Algo que sólo ha intentado Goethe, en sus escritos morfológicos” <O, 72>
(2013: p. 856). La frase, como suele ocurrir con las anotaciones de Walter
Benjamin, en muchos sentidos parece oscura, si bien diríamos ilustra de buena
manera el proceder de su pensamiento frente a la Historia: dar cuenta del detalle,
del “hecho mínimo”, o como diría más adelante en la misma carpeta de
anotaciones respecto al conocimiento histórico de la verdad:

“(…) como superación de la apariencia: sin embargo, esta superación


no debe significar la volatilización y actualización del objeto, sino que
debe aceptar por su parte la configuración de una imagen rápida. La
imagen rápida y pequeña en contraposición al bienestar científico. Esta
configuración de una imagen rápida coincide con el reconocimiento del
133
«ahora» en las cosas, pero no del futuro. Gesto surrealista de las cosas
en el ahora, gesto pequeñoburgués en el futuro. La apariencia que aquí
se supera es la de que lo [a]nterior sea en el ahora. En verdad, el
[a]hora es la imagen más íntima de lo que ha sido.” <O, 81> (2013: p.
857)34

Ahora bien, casi con seguridad Benjamin se ha referido a “Versuch die


Metamorphose der Pflanzen zu erklären” (1790) de Goethe y/o su posterior poema
del mismo nombre —en donde versa sobre algunas de las conclusiones del
mentado ensayo— cuando menciona los escritos morfológicos de Goethe. Textos
que, dicho sea de paso, formulan la posibilidad de acceder al origen de las
transformaciones en plantas y animales mediante la observación de las formas y
sus variaciones. De esta manera, según Goethe, mediante un modelo
“fundacional” de la forma biológica —una forma, llamémosla así, “básica” y
“original”— sería posible tramar relaciones de procedencia a través de un sistema
de semejanzas; asunto que, se comprenderá, permitiría encaminar exámenes que
no podremos eludir más adelante sobre el pensamiento benjaminiano. Ahora bien,
dicho “modelo” goethiano anclado en la forma en tanto “hecho” constatable, sería
para Benjamin uno además que pretendería superar la apariencia de lo
constatado, estableciendo —precisamente— relaciones por semejanza. Tales
relaciones, finalmente, parecieran para Benjamin adoptar el tono de un posible
examen “materialista” —es decir, literalmente asido a la materia— y por tanto ya
no, diría él, “teórico”.

“Teórico” probablemente se relacione más para Benjamin con el modo analítico


kantiano que dominaría el hacer filosófico de gran parte de la tradición alemana,
sino incluso occidental. De hecho, dicha contraposición entre “hecho” y “teoría” de
alguna manera también permite vislumbrar anticipadamente una de las posibles
intenciones políticas de OdA, a saber, una suerte de “restitución” o

34
Nuevamente, el destacado es nuestro. Igualmente, a propósito de dicha frase, valga mencionar la
importancia que adquirirá el presente como modelo de la Historia para Benjamin. Más adelante volveremos
a revisar tales asuntos a propósito de su significación instalada en la idea de juego.

134
“entrenamiento” sensorial como contraparte del énfasis reflexivo y autoconsciente
pretendido por los sistemas tradicionales de la filosofía. De esta manera y
nuevamente de la carpeta de anotaciones “O” de su proyecto de los pasajes,
emerge una declaración ejemplar respecto a la posición adoptada por Benjamin:
“La concreción extingue el pensamiento, la abstracción lo inflama. Todo proceder
antitético es abstracto, toda síntesis es concreta. (La síntesis extingue el
pensamiento).” <O, 72> (2013: p. 856). Ahora bien, dicha sentencia nuevamente
recae sobre la premisa de la síntesis, en esta ocasión adoptando la “fórmula
fichtiana” de la así llamada “triada dialéctica”, a saber, tesis, antítesis y síntesis.
Una “fórmula” para trazar el movimiento del conocimiento que generalmente —y
de forma errónea— se le suele atribuir a Hegel. En ese sentido, tal recuperación
del pensamiento de Fichte no debiese considerarse como abrupta o sorpresiva:
valga recordar que el propio Benjamin dedicó gran parte de su estudio sobre la
crítica de arte romántica alemana a la figura del mentado filósofo, por tanto, no
sería extraño que su “particular” uso del término “dialéctica” se encuentre
fuertemente arraigado en aquella específica triada conceptual. Al respecto, valga
la descripción realizada por Fichte en “Fundamento de toda doctrina de la ciencia”
(1794):

“La acción por la cual se busca en las cosas comparadas la nota en que
son opuestas, se llama procedimiento antitético; ordinariamente se le
llama analítico. Pero esta última expresión es menos cómoda; porque,
por una parte, deja suponer que sería posible en cierto modo desarrollar
algo a partir de un concepto, sin haberlo introducido en principio por una
síntesis; por otra parte, la primera expresión indica más claramente que
este método es el contrario del método sintético. A saber, el método
sintético consiste en buscar en los opuestos la nota en la que son
idénticos. Respecto de la pura forma lógica, que hace abstracción
completa tanto de todo contenido del conocimiento como de la manera
en que este contenido puede obtenerse, los juicios producidos según el
primer método son antitéticos o negativos, y los producidos según el
segundo son sintéticos o afirmativos.” (2005: pp.61 – 62).

135
De esta manera, se deducirá ya, para Fichte el modelo del conocimiento se
establecería a través del permanente movimiento entre antítesis y síntesis, las
cuales vuelven —como en una suerte de movimiento circular— sobre la tesis a
modo de momento inicial del despliegue de dicho movimiento. Así, la tesis original
se vería modificada gracias a, primero, la oposición, y luego la reunión de
elementos, lo que permitiría la constitución de un nuevo saber. Evidentemente,
esta es una manera gruesa e inexacta de caracterizar —sino incluso
caricaturizar— a la propuesta fichtiana, sin embargo, esperamos al menos permita
concebir una imagen panorámica del “modelo” dialéctico elaborado en los escritos
del mentado filósofo.

Ahora bien, señalábamos, no parece de extrañar que Benjamin aluda al modelo


dialéctico fichtiano, pero tampoco resulta contradictorio que en general retome
apologéticamente a Goethe para describir sus propias pretensiones. Inclusive,
recordemos que al momento de señalar una de las nociones más llamativas y
complejas de su propuesta, a saber, la ya mencionada “imagen dialéctica”,
Benjamin señalará de ella que satisface: “(…) las goethianas exigencias de uno
sintético.” (2006: p. 285). Una síntesis que, podríamos colegir, se entrama en la
tríada dialéctica como aquel momento de concreción que, “extrañamente”,
extingue el pensamiento. De esta manera, entonces, si la “dialéctica” benjaminiana
pareciera suscribir parcialmente al materialismo histórico marxiano —al menos en
algunos aspectos puntuales, tal como indicábamos en los primeros compases de
esta investigación—, permitiendo con ello una oscilación entre polaridades
aparentemente contrapuestas, finalmente todo pareciera indicar que la
consumación de dicho pendular radicaría en la concreción sintética generada por
las similitudes —o semejanzas formales— las cuales permitirían dar cuenta del
“origen” de lo estudiado.

En resumen: hemos señalado hasta el momento que en el horizonte de la


propuesta benjaminiana, la idea de síntesis —como momento de concreción— se
establecería tanto como “extinción” del pensamiento, así como “superación” de la
aparente polaridad inicial frente a los “fenómenos”. Dicha superación, entonces, se
136
encontraría encarnada en la figura de la “imagen dialéctica”, una que de acuerdo
al propio Benjamim satisface plenamente la noción de síntesis propuesta por
Goethe. De tal suerte, en contraste al modelo analítico kantiano, o antitético de
acuerdo a la definición de Fichte, la síntesis como momento culminante del
pendular dialéctico conseguiría —en su reunión— la manifestación de un examen
efectivamente materialista; pues, decíamos recientemente, toda abstracción
quedaría concretada en la forma de lo observado. O, mejor todavía, en el examen
de la forma se avistaría el contenido que la con-forma. Por ello, para Benjamin,

“A lo que es el pensar le pertenece tanto el movimiento como la


detención del pensamiento. Donde el pensar alcanza a detención, en el
seno de una constelación del todo saturada de tensiones, es donde
aparece la imagen dialéctica. Y eso es la cesura en el movimiento del
pensar.” [N 10 a, 3] (2013: p. 478)

Una cesura en el movimiento del pensar, finalmente, que permitiría el “reposo” de


un pensamiento en permanente oscilación. Figura que, señalábamos, sólo puede
ser del todo comprendida considerando no solamente el pendular entre
oposiciones aparentes, sino especialmente mediante la idea de superación de la
mera apariencia en el contenido de la forma. Ahora bien, sin duda tendremos que
retomar posteriormente algunas de las consideraciones hasta el momento
expuestas pues, como seguramente ya se aprecia, la enorme cantidad y
complejidad de ciertas ideas benjaminianas tienden a orientar la revisión de su
propuesta hacia zonas, por momentos, distintas a los propósitos de nuestra
hipótesis. No obstante, dichas ramificaciones necesarias y ciertamente
inconclusas, reiteramos, serán retomadas hacia los últimos segmentos del
presente escrito. Por ahora y en consideración a que el propósito de este apartado
es sostener la influyente relación entre algunos postulados de Goethe y las ideas
que luego desarrollaría Benjamin, útil parece volver una vez más a la definición de
“imagen dialéctica”.

Al respecto, hemos señalado que el cariz orientador de la síntesis, provisto por los
estudios morfológicos goethianos, pareciera encarnar en la figura de una “imagen
137
rápida y pequeña”, una imagen del “ahora”. Dicha imagen del “ahora”, distinta a
una proyección del futuro, se establecería por tanto en la imagen dialéctica como
detención del pensar, pero también cual “gesto surrealista” al examen de los
sueños. Pues bien, dicho uso terminológico benjaminiano parece apuntar hacia un
tipo de examen histórico que de alguna manera intenta replicar la búsqueda por un
origen de carácter morfológico, es decir, de un origen en el presente. De esta
manera, el examen del pasado ya no sería una búsqueda por restituirlo —o
reconstruirlo— sino una manera de leer los síntomas del presente. Tampoco
habría por tanto actualización o elaboración de una idea semejante al “eterno
retorno”, sino concreción material de los asuntos examinados. O mejor dicho, tal
como señala el propio Benjamin:

“En la imagen dialéctica, lo que ha sido de una determinad[a] época es,


sin embargo a la vez «lo que ha sido desde siempre». Como tal,
empero, sólo aparece en cada caso a los ojos de una época
completamente determinada: a saber, aquella en la que l[a] humanidad,
frotándose los ojos, reconoce precisamente esta imagen en cuanto tal.
Es en este instante que el historiador emprende con ella la tarea de la
interpretación de los sueños.” [N 4, 1] (2013: p. 466)

De esta manera, la interpretación de los sueños —tal como la indica Benjamin—


probablemente se vehicule en su uso terminológico a la idea del pasado como
ensoñación y, por tanto, al problemático y vaporoso relato que constituye la
memoria, tanto personal como social. Tal vez por ello no es de extrañar que
algunas de las anotaciones consignadas en el proyecto sobre los pasajes
parisinos terminen con la siguiente declaración: “despertar”. Igualmente, bajo tales
señalamientos se torna más prístina la idea de “condensación” utilizada por
Benjamin al momento de aludir a la actualidad del pasado bajo el examen
dialéctico de la Historia (Cfr. [K 2, 3] 2013: p. 397). Dicho de otro modo, la imagen
dialéctica, como “imagen rápida” y, por tanto, “sintética”, pareciera permitir —de
acuerdo a lo señalado por Benjamin— un rastreo en el presente de la persistencia
del pasado, si bien no su mero retorno. Es decir, no una permanente reiteración de

138
lo que ha sido, ni la perpetuidad de lo acontecido, sino “reaparición” de lo pasado
como arruinado. Ahora bien, algo ya se ha señalado sobre las particulares —y
complejas— características del proyecto histórico de Benjamin; señales que, por
supuesto, sólo han sido exhibidas como una aproximación preliminar y somera.
Pero pese a la levedad de dicho examen, esperamos haber conseguido consignar
un elemento importante para la trama de sentido que pareciera sostener la idea de
juego y seriedad en Benjamin, a saber, la importancia del presente en la mirada
materialista de la historia. Dicho presente, como condensación y síntesis del
aparecer del pasado, parece también replicar en la figura del “materialismo
histórico” la posibilidad de reunión de polaridades aparentemente distintas, pero
formalmente próximas. En definitiva, probablemente pueda sugerirse que si la
consolidación del movimiento dialéctico se encuentra, finalmente, en la síntesis
ulterior, dicha reunión de semejanzas entre aparentes oposiciones permitiría,
efectivamente, la observación de lo ya sido en aquello que hoy “es”. La
complejidad de dicha sentencia, se colegirá ya, se redobla al momento de retomar
una idea ya señalada anteriormente, a saber, Benjamin propone en OdA que su
actualidad está caracterizada por “el juego”. ¿Será posible, por tanto según
Benjamin, observar en el juego de la actualidad las condiciones de un pasado
fenecido? Y ¿acaso el juego como actualidad da cuenta de su similitud con su
consorte y contraparte, la seriedad de un pasado, tal vez, mítico?

5. Presente y pasado en el “uno sintético”.

Si la labor del examen histórico, desde un punto de vista materialista, pasa


entonces por la observación del pasado en el presente, para Benjamin —
señalábamos— aquello se manifestaría en la fugacidad de una imagen rápida, en
la instantaneidad del vistazo. Pero también dicha rapidez no sólo parece indicar un
mero asunto de “velocidad” sino más bien de “transitoriedad”: la rapidez de una

139
imagen que se presenta fugaz, en principio, parece oponerse a la petrificación del
pasado como verdad axiomática. Tal vez por eso, según Benjamin,

“El materialista histórico no puede renunciar al concepto de un presente


que no es en tránsito, sino en el cual el tiempo está fijo y ha llegado a su
detenimiento [Stillstand]. Pues este concepto define precisamente ese
presente en el cual escribe historia por cuenta propia. El historicismo
postula la imagen «eterna» del pasado, el materialista histórico, una
experiencia con éste que es única. Deja que los demás se desgasten
con la puta «Érase una vez» en el burdel del historicismo. Permanece
dueño de sus fuerzas: hombre demás para hacer saltar el continuum de
la historia.” (2009: pp. 62-63).

Nos hemos topado, como se colegirá, con otra figura aparentemente binaria en el
pensamiento benjaminiano, a saber, continuidad y discontinuidad de la historia. O
incluso, continuidad e interrupción. Ahora bien, tal como hemos señalado en más
de alguna oportunidad, todo parece apuntar a que esta pareja polar y de forma
similar a anteriores revisadas, perpetúa sus diferencias y sus contrastes sólo en la
medida en que también —y al unísono— anuncia sus similitudes. Por ello ya
hemos usado el término “consortes” como un modo figurado de dar cuenta de
aquella relación emparentada pero no totalmente homóloga; dicho término
metafórico, por supuesto, podría replicarse perfectamente en esta ocasión. En ese
sentido, esa aparente polaridad quedaría enmarcada al instante que Benjamin
parece atribuirle a la figura de la discontinuidad, de la interrupción, del shock y la
destrucción, un potencial altamente revolucionario. No obstante, y pese a la aporía
que parece constituir, Benjamin alude a que en la discontinuidad radica el germen
de la “verdadera” tradición. En otras palabras, que en la interrupción se alojaría el
germen de la real continuidad, una que “emergería” no como reelaboración de lo
continuo, sino como continuidad de las interrupciones:

“Existe la conexión más estrecha entre la acción histórica de una clase


con el concepto que esta clase tiene no sólo de la historia venidera, sino
también de la acaecida. Esto sólo en apariencia es una contradicción a

140
la afirmación de que la conciencia de discontinuidad histórica es lo
propio de las clases revolucionarias en el instante de su acción.
(…)Mientras la representación del continuum lo iguala todo al suelo
terrestre, la representación del discontinuum [SIC] es basamento de
genuina tradición. Hay que evidenciar la conexión del sentimiento del
nuevo comienzo con la tradición.” (2009: p. 91).

Probablemente ya se consiga vislumbrar al respecto una suerte de parecido


“metodológico” —si se nos permite el uso de dicho término— entre las relaciones
de semejanza morfológica, su relación con un posible origen en el presente y, en
función de la cita recién referida, de una suerte de continuidad en la interrupción.
Ahora bien, dicho parecido entre una verdadera tradición anclada en la
interrupción y las relaciones morfológicas goethianas, diríamos, si bien no resultan
del todo homólogas, al menos parecen apuntar a un horizonte semejante: dotar de
articulación aquello que se muestra en una primera mirada como distinto o ajeno.
Pero debemos insistir que la base referencial que Benjamin parece usar al
momento de contemplar la idea de continuidad en la interrupción es mucho más
amplia y compleja que la sola alusión morfológica, pasando probablemente desde
el imaginario de la “lectura de estrellas”, las ideas consteladas y la figura de
Blanchi, hasta posiblemente algunos aspectos de la tradición hebrea . No
obstante, se comprenderá, puesto que tales tópicos escapan por ahora de las
intenciones del argumento aquí propuesto, tal vez baste con augurar una
coincidencia somera —pero decidora— entre el aparecer fugaz de la imagen del
pasado en el presente, como una interrupción cargada de continuidad, y la
aparición de las formas naturales que dan cuenta, en su diferencia, de su
relampagueante e ineludible relación. De esta manera, morfológicamente
hablando, en las plantas y animales se exhibiría una raíz común gracias a las
diferencias que los separan entre sí; por tanto y resumiendo, el imaginario
benjaminiano se muestra como uno que ha visto en la heterogeneidad de objetos
y fenómenos del mundo, la articulación continua de elementos cuyo origen es
común. Si el origen, finalmente, se muestra como común, las manifestaciones
contingentes y el aparecer del presente debiese ser considerado solamente como
141
una cara posible —una forma particular— de un estado originalmente común de
las cosas. En otras palabras y tal como lo mencionábamos en reiteradas
ocasiones, el movimiento pendular entre aparentes oposiciones binarias estaría
precisamente posibilitado porque tales oposiciones, en rigor, son etapas o fases
de una misma entidad conceptual.

Ahora bien, todo tiende a indicar que Benjamin ha visto en la propuesta de Goethe
un marcado componente “unificador”, sino gracias a Simmel al menos de forma
bastante similar a él. Dicho componente “unificador”, como lo hemos llamado
ahora, operaría entonces como un modelo del pensamiento que tendería a
rastrear el origen común de las manifestaciones aparentemente disímiles, pero
anudando la figura de tal origen con hebras compartidas entre el pasado “original”
y el presente. En otras palabras, lo señalado hasta aquí parece apuntar que
aquello por Benjamin en parte rescatado del trabajo morfológico goethiano es que
el origen de los entes, remontándose al pasado, sólo se manifiesta en y para el
presente. Dicha continuidad, señalábamos, marcaría también la aparentemente
paradójica “fórmula” del materialismo histórico benjaminiano, a saber, una
continuidad basada en las sucesivas interrupciones. Pues entonces, en parte la
llamada “imagen dialéctica”, rápida y relampagueante, pareciera satisfacer la idea
sintética de Goethe en la medida en que se ofrece como una suerte de fulminante
semejanza entre asuntos del pasado que destellan en el presente —y viceversa—.
En otras palabras, que mediante la reunión de elementos aparentemente disímiles
consigue interrumpir el decurso historicista tramado por la “falsa” tradición y, en
cambio, dotar con aquella interrupción la posibilidad de una “verdadera”
continuidad, a saber, el aparecer de una verdadera tradición, siempre cambiante,
siempre discontinua.

Por tanto, podríamos desde ya adelantar que para Benjamin el trabajo de la


historia haría de la revisión del pasado un examen de las condiciones del
presente. En otras palabras, no sólo parece considerar que necesariamente la
lectura del pasado queda configurada por las orientaciones propias del presente
del observador y su sesgo particular, o bien —como generalmente la Historia se
142
suele pensar a sí— que en el pasado se encontrarían los elementos para entender
la forma del presente, sino incluso más: anudando en parte ambas
consideraciones, Benjamin pareciera hasta cierto punto anunciar en sus palabras
la idea de que el pasado se “muestra” en el presente y viceversa. Por supuesto,
dicho modo de exhibirse no sería de un modo en que el pasado se perpetuaría
como presente, sino más bien exhibiendo su inexorable condición mortuoria,
fenecida. Aquella diferencia del modo en como Benjamin propone el “dejarse ver”
del pasado marcará fuertemente sus diferencias no sólo con el historicismo “mal
entendido”, sino fundamentalmente con el modo en como el nazi-fascismo se
relaciona con la idea mítica de lo pasado. Pero, fundamentalmente, lo que con
probabilidad se ve expresado en la oscilación entre polaridades tales como
“seriedad” y “juego” en el ensayo sobre la reproductibilidad técnica, sea una
delimitación del examen del presente de la técnica como segunda naturaleza; en
otras palabras, una confirmación preliminar de que, para Benjamin, el tiempo de la
repetición de su actualidad encarna, a su vez, el pasado ritualista, pero
apareciendo fenecido o arruinado. Entonces, la así llamada “merma” del aura sería
la forma de exponer un estado de la actualidad que vive todavía momentos para el
culto en el presente pero, al unísono, tendería a relacionarse con las “ruinas” de
dicha ritualidad. Esa modulación en la relación, finalmente, probablemente
apuntaría a que tal como hay un componente de seriedad en el juego y viceversa,
habría por tanto un componente de rito en la reproducción mecánica, así como un
componente de exhibición en el culto. De esta manera, y aunque haya sido
mencionado en reiteradas ocasiones, resulta sobremanera importante considerar
dicho tránsito entre aparentes opuestos y, por sobre todo, la reunión sintética de
tales polaridades, para comprender de mejor manera, por ejemplo, aquello que
Benjamin ha tomado prestado de autores como Goethe; pero principalmente
aquellos elementos que ha contrastado con autores fundamentales para la
tradición filosófica germana, a saber, el ya visitado Kant y el a continuación
comentado Schiller.

143
6. El juego estético de Schiller.

La relación que la propuesta de Benjamin parece mantener con el filósofo


Friedrich Schiller resulta, por decir lo menos, igual de intrincada que aquella que
posee con Kant. Ello por supuesto no es del todo extraño si consideramos que
Schiller puede ser estimado como una suerte de “continuador” 35 de la crítica
kantiana, o al menos de ciertos aspectos centrales de su pensamiento. En
Benjamin, por tanto, no es difícil encontrarse con una terminología recuperada de
tal marco de discusión, haciendo uso de ideas y conceptos todavía arraigados en
la tradición kantiana y, por tanto, schilleriana; pero a la vez, no serán pocas las
diferencias que se pueden encontrar al momento de contrastar con cierta
profundidad ambos imaginarios filosóficos. Tal vez una de las mayores diferencias,
de hecho, radique en aquel presupuesto político-moral encarnado en la figura de
Kant y continuado —con sus matices—por Schiller: un presupuesto arraigado en
la idea de libertad como tarea infinita, como progreso sin fin; un presupuesto del
que, como ya hemos comentado someramente, Benjamin discrepa de forma
abierta. Pero a ello seguramente debiésemos sumar dos ideas que se muestran
con sumo protagonismo en Schiller, a saber, el “destino” de lo humano y la
conformación de un “estado estético”; dos ideas levemente cimentadas todavía en
el trascendentalismo de inspiración kantiana, pero que han de ser advertidas como
propias del mentado Schiller. Igualmente, dichas ideas son las que parecen
incomodar con mayor fuerza a la propuesta histórica-materialista de Benjamin, dos
ideas que también se alejan un tanto de algunos supuestos goethianos. No
obstante, insistimos, las relaciones entre Schiller y Benjamin no han de ser
caricaturizadas bajo la figura de una mera confrontación o contraste; muy por el
contrario, debemos recordar que cierto componente kantiano todavía se perpetúa
incluso en el así llamado “Benjamin maduro” y, por tanto, tales coincidencias
permiten avistar relaciones de proximidad con Schiller. Pero también es nuestro

35
Por supuesto, el entrecomillado desea enfatizar que denominar tales estudios como mera continuidad es
cuestionable, en la medida en que Schiller tomaría una senda distinta a la de Kant.

144
deber averiguar en qué sentido —y tal como insinúa en la declaración a su amigo
Scholem en una misiva arriba referida— Benjamin parece optar por Goethe en
desmedro de las ideas de Schiller. Aquello adquiere mayor resonancia, por
supuesto, al momento de considerar la importancia que Schiller le atribuyó a la
idea de “juego” [Spiel] en su proyecto estético-político y cómo dicha idea de juego,
finalmente, se relaciona con la que Benjamin ha utilizado en su propio examen
sobre la política y la estética.

No obstante, si bien iniciaremos el presente segmento con un examen de la figura


de “juego” en Schiller, también posteriormente será de suma importancia comentar
numerosas nociones schillerianas que parecen repercutir de algún modo en las
palabras de Benjamin, como por ejemplo: técnica, médium, forma y contenido,
verdad, tiempo, destino y, por supuesto, seriedad. Llamativamente, dicha
“terminología” muy propia de diversos ensayos benjaminianos —incluyendo
OdA— se encontraba ya presente en algunas de las cartas enviadas por Schiller a
Gottfried Körner y en aquellas publicadas en Die Horen (1795). Ello podría en
parte ya demostrar la importancia que para Benjamin tuvo la tradición temprano-
romántica en la constitución de su cuerpo literario; pero principalmente una
revisión más acuciosa también permitiría —indicábamos— notar que, sobre todo
en su madurez, Benjamin parece expresar una profunda intención de “enmendar”
algunos supuestos acostumbrados del pensamiento tradicional germano, en
especial esos que decían relación con la búsqueda y restauración de un “espíritu”
[Geist] alemán originario. Un motivo de alguna manera muy presente en las
discusiones del romanticismo temprano y que, se colegirá, reaparece con una
perversa y descaminada intensidad en el pensamiento más conservador durante
los años del autodenominado tercer Reich.

Al respecto, probablemente lo primero que se ha de mencionar en relación a la


noción de “juego” schilleriana sea una aparente similitud con las ideas
mencionadas por Goethe, a saber, las primeras definiciones de Schiller parecieran
apuntar hacia la figura del juego como sinónimo de “lúdico”; por tanto, como un
aspecto de la subjetividad tendiente al goce mediante representaciones y la
145
“libertad” de dicho impulso. Uno vinculado a las capacidades de una imaginación
“liberada” de las constricciones propias de una razón estructurada. No obstante,
aquella primera definición —general y poco concisa— ha usado intencionalmente
ciertos términos de “inspiración” kantiana por un motivo necesario de destacar: si
bien Schiller encamina parte de su definición sobre el juego —en un sentido
estético— con ciertos parecidos a la propuesta de Goethe, será fundamentalmente
la base kantiana la que determinará en sus rasgos más importantes el uso
argumental del juego [Spiel] en la cartografía conceptual propuesta por aquel. De
tal suerte, lo segundo que ha de ser mencionado es que, en general, todo parece
apuntar a que Schiller se encontraría vertiendo en la palabra “juego” tanto una
práctica “libre” —y en ese sentido “lúdica”— de la disposición subjetiva, como una
tendencia a considerar la “movilidad”36 de las relaciones tramada por aquella
libertad, es decir, una disposición que “pone en juego” —incluye y arriesga— y
“juega” —dispone y articula— dos aspectos aparentemente contradictorios de lo
humano: razón y sensibilidad.

Ahora bien, aquel “dualismo” inicial, sostenido en parte por la en principio


dicotómica relación entre razón y sensibilidad, permitirá a Schiller además
conjugar una serie de preceptos igualmente binarios que, en conjunto, se tornarían
la cartografía general del sujeto; sin embargo, dicho dualismo en parte anularía su
carácter polar precisamente gracias al “juego”, como un momento de anulación de
lo dispar y de reunión de lo contrario.

En ese sentido, valga otra vez las menciones a Goethe y Benjamin: dicho de esa
manera, aparentemente el proyecto de Schiller no parece tan distante del de
Benjamin. No obstante, desarrollaremos pormenorizadamente a continuación
algunas ideas que, esperamos, demuestren las importantes diferencias entre uno
y otro; diferencia que, insinuábamos, se encontraría marcada por la profunda
creencia de Schiller en el aspecto progresivo de la libertad humana. Pero además

36
A propósito del uso del término Spiel y su semejanza con ciertos aspectos del uso de la palabra juego en
español.

146
dicha diferencia tal vez pueda ser aunada en la siguiente aclaración: Schiller reúne
asuntos dicotómicos en un momento teorético como el “juego”, sin embargo, dicho
momento sólo permitiría confirmar la diferencia concreta de tales polaridades.
Llegaremos a ello poco a poco, pero menester es iniciar la revisión con la idea de
juego schilleriana tan mencionada mas poco definida por nosotros hasta el
momento. En ese sentido, ilustrativas pueden resultar las siguientes palabras del
recién mencionado filósofo:

“Que [el artista] se libere, tanto del fútil ajetreo mundano, que de buen
grado imprimiría su huella en el fugaz instante, como de la impaciencia
del exaltado, que pretende aplicar la medida del absoluto a la pobre
creación temporal; que deje para el entendimiento, que aquí se halla en
su medio, la esfera de lo real; y que aspire a engendrar el ideal uniendo
lo posible con lo necesario. Que lo imprima en la ilusión y en la verdad,
en los juegos de su imaginación y en la seriedad de sus hechos, que lo
acuñe en todas las formas sensibles y espirituales, y que lo arroje en
silencio al tiempo infinito.” (Schiller, 1990: pp. 175-177)

Ahora bien, a dicho consejo schilleriano hacia el artista que debe protegerse “(…)
de las corrupciones de su tiempo, que le rodean por todas partes.” (Op. Cit., p.
177), seguirá una respuesta dedicada “Al joven amante de la verdad y de la
belleza que me preguntara cómo satisfacer el noble impulso de su corazón, aun
teniendo en contra todas las tendencias de su siglo (…)” (Ídem):

“Vive con tu siglo, pero no seas obra suya; da a tus coetáneos aquello
que necesitan, pero no lo que aplauden. (…) La seriedad de tus
principios hará que te rehúyan, y sin embargo podrán soportarlos bajo la
apariencia del juego; su gusto es más puro que su corazón, y es aquí
donde has de atrapar al temeroso fugitivo.” (Schiller, 1990: p. 179).

Tales palabras, se comprenderá ya, si bien no definen con exactitud el uso que
Schiller le atribuirá a ideas como “juego” y “seriedad”, si al menos comienzan a
esbozar el particular carácter de tales términos; un carácter vinculado a dos
aspectos “connaturales” al sujeto y que, tal como señalábamos con anterioridad,
147
se muestran con carices opuestos. De esta manera, es posible observar en tales
declaraciones un organigrama preliminar que sitúa al juego en la vereda de la
imaginación, la apariencia y la sensibilidad; mientras que la seriedad aparece en
principio aparejada a lo fáctico y luego, como veremos más adelante, a lo eterno y
racional. Ahora bien, señalábamos con anterioridad que tal división dada a las
ideas de juego y seriedad no pareciera discrepar sustantivamente de lo señalado
por Goethe y, en ese sentido, podría resultar extraña la distancia que Benjamin
pretende sostener con Schiller. Pero si bien Goethe y Schiller suscribieron a la
idea del juego como un asunto propio de la imaginación liberada y del goce,
probablemente la mayor diferencia radicaría precisamente en la idea de “libertad”
sostenida por Schiller; una, dicho sea de paso, no presente en Goethe, o al menos
no con aquella forma conceptual: en Schiller, la idea de libertad ha sido tomada
prestada directamente de la propuesta kantiana, una que —señalábamos— puede
ser resumida como la libertad subjetiva de someterse a la norma. Dicha forma de
definir la libertad, muy propia y consecuente con el proyecto moral —y político—
de Kant, además resulta del todo consecuente con la “idea general” que
tradicionalmente se ha tenido sobre el acto de jugar, a saber, el sometimiento
voluntario a una serie de reglas a cambio del placer que suscita dicha actividad;
una que, además, existe sólo gracias a tales reglas y su cumplimiento relativo. De
esta manera, por ejemplo, bastará con recordar lo señalado por autores tales
como Huizinga o Caillois para dar cuenta del carácter de la idea habitual de juego.
Es más, indicábamos ya como el propio Kant, en un escrito como “Pedagogía”,
aludiría a dicha dualidad: el juego es libre porque el jugador se somete a la norma
por voluntad propia y goce, cuestión que lo diferenciaría en su raíz del trabajo.
Schiller, de una forma similar, lo expresa del siguiente modo refiriéndose no
obstante a los animales y las plantas:

“El animal trabaja, cuando la carencia es la que impulsa su actividad, y


juega, cuando aquello que lo mueve a actuar es una abundancia de
fuerza, cuando la vida exuberante se estimula por sí misma a la
actividad. Incluso en la naturaleza inanimada podemos encontrar

148
ejemplos de esa abundancia de fuerzas y de un relajamiento de la
determinación natural que, en el sentido material aludido, bien podría
denominarse juego.” (1990: p. 363)

Pero finalmente será dicha relación del juego con la idea kantiana de libertad, o el
uso particular que Schiller comienza a brindarle a la figura del “juego libre de las
facultades” del sujeto lo que, insistimos, parece determinar una diferencia
irrenunciable entre Schiller y Goethe y, por tanto, entre Schiller y Benjamin. Ahora
bien, antes de continuar con tales comparaciones, menester resulta acabar al
menos con algunas primeras indicaciones sobre la figura del juego schilleriana;
unas que nos permitan generar posteriormente contrastes más rigurosos entre
estos autores. Para ello, útiles pueden resultar las siguientes palabras del ya
mencionado Schiller, citadas aquí en extenso:

“Es, en el sentido más propio del término, la idea de su humanidad, y


por consiguiente un infinito al que puede ir acercándose cada vez más
en el curso del tiempo, pero que nunca llegará a alcanzar. «No debe
aspirar a la forma a expensas de su realidad, ni a la realidad a expensas
de la forma; antes bien ha de buscar el ser absoluto a través de un ser
determinado, y al ser determinado a través de un ser infinito. Debe
situarse frente a un mundo, porque es persona, ya ha de ser persona
porque tiene un mundo ante sí. Debe sentir, porque es consciente de sí
mismo, y ha de tener consciencia de sí, porque siente». (…) si hubiera
casos en los que el hombre hiciera al mismo tiempo esa doble
experiencia, en los que fuera consciente de su libertad y, a la vez,
sintiera su existencia, en los que, al mismo tiempo, se sintiera materia y
se conociera como espíritu, entonces tendría en estos casos, y
únicamente en estos, una intuición completa de la humanidad, y el
objeto que le hubiera proporcionado esa intuición sería para él el
símbolo del cumplimiento de su determinación, y por lo tanto (…)
serviría como una representación del infinito.

Suponiendo que casos de este tipo pudieran presentarse en la


experiencia, despertarían en el hombre un nuevo impulso que, dado que

149
los otros dos actúan conjuntamente en él, se opondría a cada uno de
ellos, tomados por separado, y podría ser considerado con razón un
nuevo impulso. El impulso sensible exige que haya variación, que el
tiempo tenga un contenido; el impulso formal pretende la supresión del
tiempo, que no exista ninguna variación. Así pues, aquel impulso en el
que ambos obran conjuntamente (permítaseme llamarlo de momento
impulso de juego, hasta que haya justificado esta denominación), el
impulso de juego se encaminaría a suprimir el tiempo en el tiempo, a
conciliar el devenir con el ser absoluto, la variación con la identidad.”
(Schiller, 1990: pp. 223-225).

Ahora bien, nos hemos permitido citar de forma tan extendida el anterior
fragmento por una razón que con seguridad ya se advierte, a saber, en dichas
palabras no sólo se anuncia de forma más precisa la idea de “juego” —o en este
caso, de “impulso de juego”— por parte de Schiller, sino que además el tono de
sus declaraciones permite también entrever el propósito particular de su
propuesta. De esta manera, aquel fragmento ilustra de buen modo tanto el
“organigrama” que Schiller ha formulado para la actividad subjetiva, el lugar
específico que el juego ocupa en dicho esquema y, finalmente, la importancia que
el juego —en aquella posición— tendría para conseguir el progreso de lo humano,
horizonte final de su llamado. De tal suerte, y en resumen, tales palabras ya
ilustran dos momentos distintos —si bien, no del todo escindidos— de lo humano:
la razón y la sensibilidad. O en otras palabras, la capacidad de sentir al mundo —
tanto con los sentidos como con los sentimientos— y la capacidad de organizar
dicho mundo haciendo comparecer al caos de los estímulos en categorías e ideas.
De esta manera, y puesto que si bien ambos momentos de lo humano son
completamente diferenciables —si es que no opuestos—, pero a la vez
absolutamente complementarios, surge de la propuesta de Schiller un tercer
momento articulador: el juego. Así, el juego —el impulso de juego— permitiría la
reunión de lo puramente sensible y de lo meramente razonable en una conjunción
que, a la vez, separaría y anularía tales diferencias. Por supuesto, aquello en
principio resulta paradójico, pero Schiller dedicará un buen tramo de sus cartas a
150
intentar explicar cómo sería posible atribuirle al impulso de juego la capacidad de
diferenciar y a la vez anular las diferencias entre lo razonable y lo sensible.
Deberemos luego dedicarnos también a revisar someramente dicha explicación,
pero por ahora al menos estamos en condiciones de adelantar lo siguiente: el
impulso de juego, siendo un “momento” de la actividad de lo humano, permite en
tanto momento teorético primero la conjunción, “por un instante”, de la sensibilidad
y la razón, sólo luego para remarcar en efecto sus diferencias. Daremos paso a
continuación al examen de dicho asunto a propósito de las dualidades
schillerianas, expresadas no solamente en las figuras de la razón y la sensibilidad
sino que, además, y derivadas de aquellas, también nociones tales como forma y
contenido, así como juego y seriedad.

7. Dualidad, separación y reunión de los opuestos.

Con anterioridad deslizábamos ya el modo en que ciertas similitudes entre las


formulaciones de Schiller y Goethe resultan relativamente análogas en algunos
aspectos generales, aunque son, en rigor, distintas e incluso por momentos
contrapuestas. Dichas diferencias, de hecho, parecieran en general orientarse a la
“tarea” del arte sugerida por los autores mencionados, lo que acarrea como
consecuencia también discrepancias en lo referido al diagnóstico de su época y el
propósito de lo humano para el futuro . Ahora bien, más allá de los innumerables
detalles que podrían abordarse al respecto —cuestiones sin duda meritorias de
una investigación distinta a ésta—, proponemos aquí seguir solamente una senda,
pues es la que parece afectar de forma más ubicua a la idea de juego en Benjamin
y, por su puesto, a su consorte, la seriedad. Dicho camino esperamos ya se
encuentre relativamente pavimentado gracias a los segmentos con anterioridad
aquí desarrollados, a saber: Goethe pareciera apuntar hacia la reunión como
síntesis y Schiller, en cambio —y en razón de cierta filiación kantiana— pareciera
reunir momentáneamente polaridades sólo como modo de perpetuar las
151
diferencias en dicha articulación. En Goethe tal tendencia a la reunión de opuestos
aparentes con probabilidad se vería expresada, por ejemplo, en sus formulaciones
morfológicas, un modelo que ya parece también encontrarse en su idea sobre la
“gran” obra de arte. En cambio, en Schiller, lo que hasta el momento hemos
presentado parece sugerir que el juego [Spiel] no sería sólo un momento integrado
de la operación del “gran arte” —como en el caso de Goethe—, sino el instante
articulador por antonomasia; en otras palabras, para Schiller el juego —el impulso
de juego— no sería un momento de la sensibilidad y la imaginación, sino aquel
que reuniría —momentáneamente, reiteramos— a la sensibilidad con aquello
propio de la razón.

Ahora bien, si bien tanto Goethe como Schiller parecen compartir un esquema
tentativo de reunión de los opuestos, aquello que probablemente determinaría una
menor inclinación a las formulaciones schillerianas por parte de Benjamin
radicaría, tal como ya hemos insinuado, en la matriz eminentemente “progresiva”
del proyecto moral schilleriano y en el presupuesto explícitamente polarizado de
su esquema de pensamiento. Uno que determinaría, por ejemplo, una diferencia
sustantiva y radical entre la forma y el contenido. Para ilustrar aquellas diferencias
nos veremos en la necesidad de citar nuevamente en extenso algunos fragmentos
de los escritos schillerianos. El primero de ellos, en efecto, ya anuncia de buena
manera la diferencia de raíz que, al menos esquemáticamente, se ha de
establecer entre forma y contenido:

“Si establecemos entonces que con un objeto dado perseguimos una


intención moral, la forma de ese objeto estará determinada por una idea
de la razón práctica, es decir, no por sí mismo, y el objeto se verá
aquejado de heteronomía. De ahí resulta que la finalidad moral de una
obra de arte, o de una acción, contribuye en tan poco grado a su
belleza, que ha de ser, antes bien, disimulada en extremo, y ha de
aparentar que surge de la naturaleza del objeto de manera
completamente libre y espontánea para que ésta, la belleza, no se eche
a perder por su causa. Un poeta excusaría en vano la falta de belleza
de sus versos, si adujera la intención moral de la obra. Lo bello está
152
siempre referido a la razón práctica, porque la libertad no puede ser
nunca un concepto de la razón teórica —pero únicamente con respecto
a la forma, y no con respecto a la materia. Sin embargo, una finalidad
moral corresponde a la materia o al contenido, y no a la simple forma.
(…) La razón práctica requiere autodeterminación. Autodeterminación
de lo racional es determinación pura de la razón, esto es, moralidad;
autodeterminación de lo sensible es determinación pura de la
naturaleza, esto es, belleza. Si la forma de lo no racional está
determinada por la razón (teórica o práctica, aquí no importa cuál), su
determinación natural pura se ve coaccionada, y entonces no puede
haber belleza. Es en este caso un producto, no un analogon, es un
efecto, y no una imitación de la razón, dado que la imitación de un
objeto requiere que el objeto y su imitación tengan sólo en común la
forma, y no el contenido, o la materia.” (1990: pp. 29–31)

Largo y tendido se podría comentar —a propósito de las palabras de Schiller—


sobre las diferencias entre la razón práctica y su vinculación a la moral, así como a
la razón teórica y su filiación con el entendimiento; extensamente también se
podría desarrollar el vínculo de ambas nociones con las críticas kantianas. No
obstante aquí nos debe interesar un aspecto tangencial en dicho fragmento, pero
no por ello de poca importancia para nuestros intereses: evidentemente, Schiller
—siguiendo el camino trazado por Kant— ha analizado y esquematizado a la
actividad del sujeto diseñando, en tal esquema, dos momentos independientes
aunque relacionados entre sí, a saber, la forma y el contenido o materia. Dicha
distinción de hecho le permitirá a Schiller argumentar la posibilidad “objetiva” de la
idea de belleza, aludiendo a la belleza como una “libertad en la apariencia” (cfr.
Schiller, 1990 [XXXV]); es más, para ser más precisos proponemos aquí el uso de
la siguiente frase, a saber, “libertad en (la) apariencia”. Este uso del paréntesis
desea gráficamente expresar lo siguiente: para Schiller, la belleza sería “análoga”
a la libertad, en la medida en que la forma de aquella —la belleza— se
asemejaría, a su vez, a la forma misma de la mentada libertad. Por tanto, la
belleza aparecería libre, porque se ha relacionado libremente con la apariencia.

153
Ello finalmente le permitiría a Schiller argumentar la figura de la “supresión en la
asimilación” [aufheben], es decir, de una relación entre el entendimiento y la moral
que se manifestaría en el estético impulso de juego, uno que conseguiría reunir
momentáneamente —asimilando y por tanto suprimiendo— las distinciones entre
la mencionada moral y el también mentado entendimiento. Por tanto, tal como ya
se insinúa en el fragmento antes citado, dicha reunión/supresión/asimilación
momentánea de opuestos complementarios, se vería también expresada en la
supresión momentánea de la forma —como “forma de la forma”— en tanto distinta
al contenido. Ahora bien, dicha distinción entre forma y contenido, así como su
eventual reunión ha de ser observada en Schiller desde distintas perspectivas,
pues ambas nociones si bien poseen un sentido delimitado por el filósofo, operan
conceptualmente de modo específico dependiendo del contexto del caso
analizado por él. Dicho de otra manera: forma y contenido, para Schiller, poseen
una definición exacta pero un comportamiento diverso. Por ello resultará de
utilidad volver sobre otros fragmentos del mentado autor para dotar de mayor valía
a las someras descripciones que de tales ideas hasta el momento hemos
realizado.

Uno de aquellos fragmentos, ilustrativo sin duda para estos fines, además
mantiene relación con nociones tales como “idea” y “realidad”, cuestiones que de
alguna manera también permitirán luego una exégesis más acabada del parecer
benjaminiano frente al problema de la imagen y su potencial político: “Tenemos
entonces que en una obra de arte la materia (la naturaleza de lo que imita) debe
perderse en la forma (de lo imitado), el cuerpo en la idea, la realidad en la
apariencia.” (Schiller, 1990: p. 95). Y luego agregará:

“El cuerpo en la idea: Pues la naturaleza de lo imitado, en la materia


que lo imita, carece por completo de corporeidad; existe en esta materia
tan sólo como idea, y todo lo corpóreo de esa materia le pertenece
únicamente a ella misma, y no a lo imitado.

La realidad en la apariencia: Realidad significa aquí lo efectivamente


real, que, en una obra de arte, sólo lo es la materia, la cual debe ser
154
contrapuesta a lo formal o la idea que el artista desarrolla a partir de
ella. La forma es, en una obra de arte, pura apariencia, esto es el
mármol parece un ser humano, pero sigue siendo, en realidad, mármol.”
(Op. Cit.)

Como ya se observará, cuando momentos antes señalábamos las diferencias de


“comportamiento” de las nociones de forma y contenido en la propuesta
schilleriana, nos referíamos específicamente a cómo cada “entidad” —si se nos
permite el uso ligero del término— se encontraría ya configurada por una escisión
entre su ser y su aparecer. De esta manera, cada cosa y cada individuo estarían
dispuestos por una materia pura propia y una idea con la cual se muestran. En
otras palabras, un contenido como materia propia de su naturaleza y una forma
que, como idea, da el contorno de legibilidad suficiente para que dicha materia se
muestre relativamente a la experiencia de otro. Ahora bien, aquel “mostrarse
relativamente” implicaría, proponemos, la condición de posibilidad para la
diferencia entre forma y contenido en un sentido schilleriano, al menos en el caso
de la obra de arte —si bien toda “entidad” “padecería” de la misma condición—:
puesto que la forma como puro aparecer no daría cuenta plena de la materia o el
contenido, dicha forma se antepondría subordinando la materia a su apariencia.
En otras palabras, la materia quedaría, en su subordinación delimitada por la
forma de su aparecer. No obstante, dicho comportamiento inicial de cada entidad,
dividida en su origen por su naturaleza y su aparecer formal, además poseería sus
propias modulaciones internas de acuerdo a las condiciones de tal aparecer y, por
supuesto, a las características de la materia que lo soporta. Por tanto, en el caso
de la obra de arte imitativa, por ejemplo, para Schiller dicha obra siendo una
entidad autónoma respecto a lo imitado, y puesto que su materia es distinta a la
materia objeto de imitación, su forma ya no sería el aparecer del asunto por
emular, sino la forma ideada por la naturaleza —materia— del artista. Así, lo que
emergería sería la apariencia de lo que ha sido imitado, pero también —sino
especialmente incluso— la idea del contenido del artista expresado en ese
aparecer.

155
Al respecto, tal vez la fórmula antes expuesta resulte un tanto intrincada por el uso
—intencionado, por cierto— de los términos; sin embargo, en rigor el esquema de
Schiller resulta bastante legible si concebimos dicha polaridad entre forma y
contenido como una replicada en cada entidad y que, a la vez, se manifiesta con
dicha dualidad en cada experiencia sobre tales entidades. Así, más que tramar
una suerte de filosofía esencialista —puesto que la naturaleza quedaría, de algún
modo, subordinada a la idea, a su aparecer—, Schiller continúa la senda de un
idealismo kantiano, ahora en cambio, tendiente a la objetivación de la experiencia.
Ello en la medida en que pretendería, por fin, dar cuenta que sería posible
establecer las condiciones de posibilidad y suficiencia para determinar, con
relativa exactitud, que en esa sumatoria de comportamientos diversificados de la
dualidad ideal y natural, lo que determinaría el modo de recepción sería
efectivamente la apariencia —la idea— conformada de la materia connatural; con
ello, la propia forma objetiva delimitaría la recepción subjetiva de lo
experimentado. Ahora bien, no debemos tampoco olvidar que el argumento
fundamental para esta suerte de idealismo objetivo post-kantiano por parte de
Schiller abogará por cierto, en una línea similar al ya mencionado Kant, hacia el
establecimiento de una propuesta de carácter moral —aunque en una senda un
tanto distinta—. Dicha moral, evidentemente, se aproxima hacia la ya mencionada
idea de un progreso de lo humano y su libertad. Será de hecho en ese sentido que
para Schiller la obra de arte —como “forma de la forma de libertad”— debe,
además, expresar su plena autonomía respecto a utilitarismos morales o
determinaciones externas a su propio hacer. Pero también:

“Libre será entonces aquella representación en que la naturaleza del


medio aparezca completamente aniquilada por la naturaleza de lo
imitado, en la que lo imitado afirme su personalidad pura incluso en su
representante, en la que el medio de la representación, rechazando por
completo, o mejor aún, negando su propia naturaleza, parezca haberse
intercambiado perfectamente con el objeto representado. Resumiendo,
en la que nada exista por la materia sino por la forma.” (Schiller, 1990:
p. 95)
156
Y además indicará Schiller: “Un producto natural es bello si aparece libre en su
conformidad con el arte.” (1990: p. 89). Luego, “Un producto artístico es bello si
representa con libertad un producto natural.” (Ídem). Por último, “Libertad de la
representación es por tanto el concepto que nos ocupa aquí.” (Ídem). De esta
manera, la idea de libertad de la representación se muestra en la propuesta de
Schiller como el pilar fundamental que sostiene, a su vez, a la idea de la belleza —
en la obra de arte— como expresión unificadora de la naturaleza y la idea, pero
sobre todo como forma de la libertad manifestada libremente —en la forma—. O
dicho de otro modo, en la belleza del arte se manifestaría aquel “impulso de
juego”, capaz de relacionar —asimilando y suprimiendo— la forma con el
contenido; pero, insistimos, en tanto asimilación de la forma en el contenido y
viceversa. Ahora bien, dicha reunión momentánea se manifestaría en una época
bastante particular, a saber, una actualidad que para Schiller se ha caracterizado
por el uso del instrumento de la razón y, por tanto, de la separación y la
especialización. O en otras palabras, por el instrumento de cultura que,
permitiendo alcanzar progresos para lo humano, ha sacrificado un estado
“connatural” —material— de su propia constitución humana. De esta manera, para
Schiller, el impulso de juego permitiría dicho retorno esporádico a un instante
original. Deberemos todavía, sin duda, desarrollar con mayor cuidado tales
nociones schillerianas, especialmente porque permitirán un contacto
probablemente ya insinuado con categorías benjaminianas relativas a la Historia,
la técnica y, evidentemente, el juego. En ese sentido, para dar el primer paso
hacia esa zona de contacto, útil puede resultar el siguiente fragmento de Schiller:

“Los griegos no nos avergüenzan tan sólo por una sencillez que es
ajena a nuestro tiempo; son a la vez nuestros rivales, incluso nuestro
modelo, en aquellas mismas cualidades que sirven de consuelo ante
la desnaturalización de nuestras costumbres. Vemos a los griegos
plenos tanto de forma como de contenido, a la vez filósofos y artistas,
delicados y enérgicos, reuniendo en una magnífica humanidad la
juventud de la fantasía con la madurez de la razón.

157
En aquel entonces, en la maravillosa aurora de las fuerzas
espirituales, la sensibilidad y el espíritu no poseían aún campos de
acción estrictamente diferenciados, porque ninguna discrepancia los
había incitado a separarse hostilmente y a delimitar sus respectivos
territorios. (…) Por muy alta que se elevara la razón, siempre llevaba
consigo amorosamente a la materia, y por muy sutiles y penetrantes
que fueran sus análisis, nunca llegaba a mutilarla.” (1990: pp. 143 -
145).

Pues, tal como se exhiben en el fragmento recién citado, Schiller apelaría a una
suerte de momento originario de la unidad, encarnado en el pasado griego 37.
Luego, señalábamos, los instrumentos de la razón habrían subordinado a los
elementos naturales de la materia, con ello sacrificando un aspecto importantísimo
para lo humano, pero a la vez permitiéndole un progreso sólo conseguible
mediante dicha razón analítica. Ahora bien, con probabilidad ya en tal formulación
se anuncie un paralelo posible con algunas ideas benjaminianas por nosotros
mencionadas, a saber, la dualidad aura/técnica, o bien seriedad/juego que, como
“herramientas” en épocas distintas han marcado el sino de lo humano. De esta
manera, por ejemplo en Benjamin rápidamente podríamos observar un modo de
referirse a un pasado ritualista y mágico, configurado sobre la base del
distanciamiento y de la eternidad, mientras que su contemporaneidad técnica
estaría marcada por la firma de la repetición, la ciencia y la proximidad. No

37
Por supuesto, Goethe también compartía —tal como su amigo Schiller y el resto de sus
contemporáneos— la idea de que Grecia era una suerte de imagen utópica, un horizonte hacia el cual
Alemania debía apuntar. Tal vez la diferencia sutil entre ambos pensadores radique exclusivamente en la
sintética idea de reconciliación con la naturaleza que Goethe manifestará en sus escritos —además de su
cada vez más marcado sensualismo—, luego de algún modo retomados por el discurso benjaminiano.
Schiller, en cambio, parece enfatizar mayormente la intención de “retorno” al pasado originario como
promesa de un porvenir. No obstante, insistimos, la diferencia es delicadamente somera y requeriría de
mayores exámenes. Igualmente, para mayores detalles al respecto, de utilidad pueden resultar los
siguientes escritos: Diego Sánchez Meca. “Los conceptos griegos de physis y theoria en la interpretación de
Goethe”. En “Δαίμων. Revista de Filosofía. N° 16. 1998” (pp. 57-51) Dpto. Filosofía - Universidad de Murcia.
Y: Carlos Rojas Osorio. “Filosofía de la educación. De los griegos a la tardomodernidad”. Editorial
Universidad de Antioquia. Colombia, 2010.

158
obstante, si bien tales paralelismos dan cuenta de una posible relación, debemos
recordar que para Benjamin el pasado ha de ser pensado desde su carácter mítico
y, especialmente —aunque directamente relacionado con lo anterior—, que no
parece haber para Benjamin un instante u época en efecto originaria; por último,
aura y técnica, juego y seriedad, oscilan y se mueven pendularmente de tiempo en
tiempo, evitando así también algún tipo de asidero conceptual frente a la
tradicional idea de origen.

Por supuesto, al menos en ese último sentido es posible avizorar una relación un
tanto más estrecha, a saber: Schiller también pareciera haber considerado la
analítica racional como una característica de un tiempo determinado. Pero
deberemos volver a enfatizar algo por nosotros ya señalado: Benjamin no
comparte el carácter “progresivo” que Schiller le atribuye a la Historia de la
humanidad y, sin embargo, en Schiller es posible notar —como en Goethe— un
“ánimo” que lo abalanza sobre la búsqueda de aquel momento en donde se
reúnan en una síntesis dialéctica elementos opuestos. Dicha “ánimo sintetizador”
compartido por Goethe, probablemente nos ofrezca claves de lectura sobre ideas
que Benjamin —con o sin intención— usará para su propia configuración de la
idea de juego. Pero hay un matiz en Schiller que, lejos de resultar puramente
anecdótico —insistimos— pareciera permitirnos especular sobre la “resistencia”
que Benjamin mantendría con la moral schilleriana. Dicho matiz pareciera estar
sostenido en la persistencia por dotar de identidad plena a las diferencias, a las
polaridades, para con ello “luego” reunirlas dialécticamente en la supresión
asimiladora de la síntesis momentánea. Así, por ejemplo, al momento en que
Schiller diagnostica las divergencias entre individuo y Estado como fenómeno
propio de la condición moderna, señalará lo siguiente:

“El espíritu especulativo, aspirando a posesiones eternas en el reino de


las ideas, tuvo que convertirse en un extraño para el mundo sensible, y
perder la materia para ganar la forma. El espíritu práctico, encerrado en
un círculo uniforme de objetos, cuyas rígidas fórmulas lo constriñen aún
más, tuvo que perder de vista la totalidad libre, y empobrecer a la vez

159
junto con su esfera. (…) Al uno debió cegarle una vana sutileza, al otro
una pedante estrechez de miras, porque el primero se había elevado
demasiado en la abstracción como para percibir lo singular, y el
segundo permaneció demasiado a ras de tierra como para poder
abarcar la totalidad. (…) No tenía más remedio que poner de manifiesto
el curso desfavorable del carácter de la época y las causas de este
estado de cosas, sin mostrar las ventajas con que la naturaleza nos
recompensa. He de reconocer que aunque esta fragmentación de su
esencia redunda bien poco en provecho de cada individuo en particular,
sin embargo la especie no habría podido progresar de ningún otro
modo.” (1990: pp. 153-155)

Como se notará ya, la humanidad moderna aparece en Schiller dividida respecto a


su unicidad original; no obstante, dicha separación habría permitido —a modo de
instrumento necesario— el mejoramiento de las condiciones de vida de la especie.
El impulso de juego, finalmente, permitiría la reunión momentánea de tales
aspectos originalmente unificados, sin embargo, mediante el artificio de la
representación. En otras palabras, aparecerían reunidos y con ello se tornarían la
expresión pura de un origen perdido. Como se colegirá seguramente y tal como no
nos hemos cansado de enfatizar, tal formulación schilleriana no se encuentra del
mismo modo pensada por Benjamin e, incluso, algunos asuntos sugieren que
Benjamin ha visto en tales formulaciones propias del temprano romanticismo un
germen de utilidad para el discurso conservador y fascista. Retomaremos aquello
una vez más, pero por ahora priorizaremos la revisión de las ideas de juego y
seriedad en Schiller, tratando de rastrear también las eventuales coincidencias con
el discurso benjaminiano.

160
8. Juego y seriedad en Schiller.

Ahora bien, hasta el momento hemos intentado ilustrar —esperamos, del modo
más fehaciente posible— que en Schiller se propala un tipo de organización del
discurso que, manteniendo algunas de las bases del pensamiento kantiano,
tendería además a la configuración esquemática de preceptos polares; dichos
preceptos, además, permitirían ubicar su pensamiento dentro de los márgenes de
una dialéctica por momentos cercana al modelo fichtiano. No obstante, dos
asuntos característicos en la propuesta estético-política de Schiller parecieran ser
desestimadas en parte por Benjamin, o al menos lo suficiente como para provocar
un marco diferenciador identificable: el progreso como presupuesto político de
Schiller y la reunión de polaridades como un momentáneo retorno al origen. Y si
bien en Goethe podemos todavía avistar una suerte de “tendencia originaria” —
pues no debemos olvidar que, más allá de su filiación con el imaginario griego
clásico, la trama morfológica de relaciones entre semejantes es, también, una
sumatoria de relaciones en torno a un origen común posible—, en este poeta
alemán la ausencia de un “deber moral” para la obra de arte y, por tanto, la
ausencia de un horizonte futuro —e infinito— radicado en el progreso de lo
humano permitirían al parecer a Benjamin resultar más cercano a sus ideas. Pero
con ello no pretendemos señalar que la manera que Benjamin adopta para
desmarcarse de algunos presupuestos schillerianos implique, necesariamente,
una diferencia de raíz. Es más, tal como ocurriría con Kant, algunos indicios
señalarían una relación compleja y no de mera negación respecto a las ideas
schillerianas. Evidentemente, dichas relaciones se tornan más opacas o difusas en
la medida en que nos acercamos al discurso de, por ejemplo, OdA, pero ciertos
vectores todavía parecen presentes en aquel denominado como Benjamin
“maduro”, o al menos ciertos diálogos de interés para nuestro examen. Así por
ejemplo, deseable aquí sería recordar una sentencia de Benjamin ya citada por
nosotros y que por tanto ahora sólo parafrasearemos: el juego sería aquello que
permitiría domesticar a la amenaza de lo real. Dicha frase, todavía críptica en
algunos de sus pormenores —y a la cual tendremos que volver más adelante—
161
encuentra su filiación en el marco de esta discusión con, por ejemplo, las
siguientes declaraciones de Schiller:

“(…) el ánimo percibe más libre y serenamente la realidad de las cosas,


la verdad material, tan pronto como ésta sale al encuentro de la verdad
formal, de la ley de la necesidad; y en cuanto se ve acompañada por la
intuición inmediata, ya no se siente tan tensa por la abstracción. En una
palabra: asociado a las ideas, todo lo real pierde su seriedad porque se
vuelve insignificante, y, al encontrarse con la sensibilidad, lo necesario
se desprende de su seriedad, porque se vuelve ligero. (…) el hombre se
comporta con lo agradable, con lo bueno, con lo perfecto, sólo con
seriedad. En cambio, juega con la belleza.” (1990: p. 237).

En principio, la declaración benjaminiana pareciera apuntar en la misma dirección


que Schiller, a saber el juego —o en este caso el impulso de juego en su relación
con la belleza— permitiría “tomar distancia” de la gravedad propia de la realidad y,
con ello, “desafectarse”. En otras palabras y siguiendo la senda del “desinterés”
kantiano, el juego permitiría hacer de la relación para con el entorno una de
carácter eminentemente estético. Dicha “distancia”, finalmente, permitiría a su vez
un grado de compromiso moderado con lo real y, en cambio, una afectación mayor
por el aparecer de dicha mundanidad. No obstante, aquella fórmula esquemática
que hemos descrito no termina de condecirse del todo con algunos aspectos
centrales de la propuesta benjaminina, una que pareciera considerar el “acto de
tomar distancia” como un modelo no del todo adecuado para los fines políticos
insinuados por él. Pero, más allá de las posibles y eventuales diferencias, parece
del todo claro que Benjamin se ha hecho partícipe de la discusión sobre las
“propiedades” del juego como figura estética. Es más, algo parece replicarse en
Benjamin desde no sólo la influencia de Goethe, sino también de Schiller: el juego
“afectaría” las relaciones con el entorno, es decir, la seriedad de dichas relaciones.

Y pese a tales eventuales diferencias, debiésemos remarcar la notable similitud


que, en al menos un aspecto puntual —y fundamental—, parece tramarse entre
las ideas de Schiller y el posterior tratamiento que Benjamin le dará en su
162
escritura; ya lo señalábamos de algún modo anteriormente: Benjamin replica el
principio de contraposición suscrito a las nociones de juego y seriedad. La
diferencia, indicábamos también, pareciera radicar más bien en el modo en cómo
Benjamin “resuelve” la diferenciación de ideas en principio polares mediante una
dialéctica sintética o en suspenso. Una que torna a la oscilación entre polaridades
y en la reunión inmediata de opuestos su idioma habitual. En cambio,
indicábamos, en el caso de Schiller la situación es distinta: la cartografía
conceptual propuesta por este filósofo destinaba al llamado “impulso de juego” la
propiedad de reunión momentánea y mediada entre logos y sensorium, entre
forma y contenido. Ello en la medida en que la seriedad, como contraposición al
aspecto “lúdico” del impulso de juego —y por tanto de la experiencia estética, o
mejor, de la experiencia de belleza— se encontraría potencialmente adherida
tanto a la materia del entorno como a la razón de lo humano que la organiza y
categoriza. En ese sentido, para Schiller el impulso de juego permitiría
momentáneamente conseguir un “punto medio” entre polaridades que
determinarían la propia constitución de lo humano. En dicha tensión permanente y
cuya estructura marcaría el cariz particular de la humanidad, el juego permitiría
una conciliación gracias a la supresión/asimilación [aufheben] de los polos que
“tironean” —si se nos permite la expresión coloquial— a una humanidad de suyo
dividida por ambas fuerzas en oposición. En dicha reunión, finalmente, se liberaría
la “presión” ejercida por los polos, permitiendo la consagración de un estadio de
plenitud para el hombre. Dicha reunión en el juego se denominaría, finalmente, la
belleza. Al respecto, las siguientes palabras de Schiller pueden ser del todo
evocativas: “(…) el hombre sólo debe jugar con la belleza, y debe jugar sólo con la
belleza.” (1990: p. 241). Luego agregará:

“Porque, para decirlo de una vez por todas, el hombre sólo juega
cuando es hombre en el pleno sentido de la palabra, y sólo es
enteramente hombre cuando juega. Esta afirmación, que en este
momento puede parecer paradójica, alcanzará una amplia y profunda
significación una vez que la hayamos aplicado a la doble seriedad del
deber y el destino. Sobre esta afirmación, os lo aseguro, se
163
fundamentará todo el edificio del arte estético y del aún más difícil arte
de vivir.” (Op. Cit.).

Luego de tales declaraciones, Schiller se dedicará unas cuantas líneas más a


ilustrar cómo en el mundo griego se estableció un modelo olímpico —mítico— que
permitía imprimir en sus relatos y representaciones a las divinidades en un estadio
de plenitud, es decir, de asimilación de las oposiciones que en su tensión definen
la existencia. Así, indicaría Schiller, los griegos

“Guiados por la verdad de este principio, hicieron desaparecer de la


frente de los bienaventurados dioses tanto la seriedad y el trabajo, que
arrugan la frente de los mortales, como el vano placer, que alisa el
inexpresivo semblante.” (Op. Cit.).

De tal suerte, señalábamos, es posible observar en la propuesta de Schiller a la


belleza como aquel instante de conciliación entre fuerzas en oposición. Dicha
conciliación se encontraría a su vez “activada” gracias al impulso de juego.
Finalmente, tal activación respondería a la posibilidad del hombre de
“desprenderse”, “trascender” o “elevarse” de la seriedad constitutiva —en palabras
del propio Schiller— “del deber y el destino” (Cfr. ídem) sin por ello banalizarlos.
De hecho, que el impulso de juego no se trate sólo de la supresión de la seriedad,
sino también de su asimilación, debiese ser considerado un elemento clave en su
propuesta. Pues si bien el juego en términos generales puede ser pensado como
una radical oposición a la seriedad, para la propuesta schilleriana el juego —
estético, por supuesto, no el mero juego infantil— permite la coexistencia del
espesor propio de la seriedad con la ligereza del puro placer. De ahí que, tal como
indicábamos, dicho impulso permita a su vez la manifestación de la belleza como
momento de unificación. Al respecto, probablemente ya podamos declarar un
nuevo matiz de relación, muy sutil pero decidor, entre la propuesta de Benjamin y
la de Schiller: para este último, el juego —de la estética— no es del todo un
opuesto absoluto de la seriedad. Con ello, evidentemente, sólo hemos señalado
una similitud casi circunstancial con la propuesta benjaminiana, sin embargo,
dicha similitud somera al menos parece indicarnos algo: en la trama compartida de
164
relaciones entre Schiller y Goethe, asuntos comunes también se han propalado al
imaginario benjaminiano, a su “habla” particular. Es más, tal como declarábamos
líneas atrás, cierta terminología ya presente en la escritura de Schiller se replica
en la de Benjamin. Finalmente este último da cuenta con dicho uso terminológico
de una discusión permanente con la tradición germana y, por supuesto, de su
compleja relación con Kant.

Uno de aquellos términos gravitantes para el discurso benjaminiano ya presente


en los fragmentos antes citados de Schiller es, por ejemplo, la relación que este
último trama entre las nociones de seriedad y destino. Dicha relación se replicará
en Benjamin como argumento central —aunque no del todo explícito en OdA—
para dar cuenta del papel de la técnica mecánica y su filiación problemática con el
juego. De hecho, la idea de destino se tornará en Benjamin una dovela clave para
su propuesta histórico-materialista; por tanto, nuestra tarea será indagar en tales
asuntos con prontitud. No obstante, resulta del todo necesario primero hacer
visible otra “habitación adyacente” del pensamiento benjaminiano respecto a
Schiller. Dicha idea esperamos permita instalar un complemento clarificador para
entender no solamente el pensamiento de Schiller sobre la supresión/asimilación
de opuestos en tensión, sino también demarcar la relación interna que
eventualmente podría tener con la “dialéctica sintética o en suspenso” de
Benjamin. Una relación, insistimos, marcada por la diferencia. Así, en palabras de
Schiller:

“De la acción recíproca de dos impulsos contrapuestos, y de la


conjunción de dos principios contrapuestos, hemos visto surgir lo bello,
cuyo máximo ideal habremos de buscar, pues, en la alianza y en el
equilibrio más perfectos posibles de la realidad y de la forma. Pero este
equilibrio seguirá siendo siempre sólo una idea que la realidad nunca
llegará a alcanzar. En la realidad predominará siempre un elemento
sobre el otro, y lo máximo que la experiencia puede alcanzar es una
oscilación entre ambos principios, dándose así un predominio de la
realidad, o un predominio de la forma. Así pues, la belleza ideal será
siempre indivisible y única, porque sólo puede haber un único equilibrio.
165
Por el contrario, la belleza en la experiencia tendrá siempre un doble
carácter, porque al producirse una oscilación, el equilibrio puede
deshacerse de dos maneras distintas, hacia uno u otro lado.” (1990: p.
245).

Como seguramente ya se infiere, el propio Schiller precipitó su propuesta estética


sobre las bases de un pensamiento cercano a la dialéctica fichteana, tal como lo
haría tiempo después en parte Benjamin. Dicha dialéctica se consolidaría sobre la
idea no sólo de una tensión constitutiva de lo humano entre opuestos, sino de una
experiencia de la propia humanidad constituida por tal oscilación. Un movimiento
pendular entre sensualidad y razón, entre placer y deber, entre decisión y destino;
una oscilación, en definitiva, que en ciertas circunstancias tendería hacia una u
otra zona. La diferencia, sin embrago, parece provenir nuevamente de un detalle
pequeño pero fundamental, a saber, la ausencia del componente ideal en el
discurso benjaminiano. O al menos un ideal que, como la metafísica, en Benjamin
ha quedado “ocultada bajo la mesa” de un materialismo campante. Pues si para
Schiller la oscilación corresponde a un asunto de la experiencia —denotando su
inspiración kantiana—, para Benjamin la experiencia de oscilación pareciera ser
semejante a la propia idea que la conforma. O dicho de otro modo, para Benjamin
la propia idea de experiencia “tradicional” germana no resulta suficiente. Y pese a
todo, indicábamos, el contraste no únicamente demuestra la diferencia, sino
también una relación cercana entre Schiller y Benjamin, una complicada vecindad.

9. Dialéctica y polaridades en Schiller.

Recientemente señalábamos, al menos de forma lateral, que si bien en términos


expositivos generalmente la pareja conformada por el juego y la seriedad tienden
a ser exhibidas en el discurso como eminentemente opuestas, tal oposición
debiese ser tratada con el suficiente cuidado pues, finalmente, los autores que

166
hemos visitado hasta el momento articulan argumentos para dar cuenta que dicha
brecha no sería del todo “absoluta”. El caso de Schiller no sería la excepción: el
juego de hecho, opuesto a la seriedad, conseguiría igualmente asimilar a ésta en
la belleza. De alguna forma notaremos en Benjamin también una resistencia a la
demarcación de oposiciones absolutas en el caso de las ideas de juego y
seriedad, como ha sido la tónica de algunos de las nociones en principio
aparentemente polares que hemos revisado. No obstante, también señalábamos
recientemente que la relación que parece establecerse entre Schiller y Benjamin
es, por decir lo menos, porosa, expresada en una cercanía no del todo
homologable, o mejor dicho, en la ausencia de una prístina herencia schilleriana
en Benjamin. No obstante, aunque la herencia no sea del todo prístina, esperamos
haber conseguido exhibir una relación ineludible entre ambos autores; una que
también, sin duda, se encuentra marcada por las diferencias.

Una de aquellas diferencias notorias pareciera radicar en la ausencia del


componente idealista en la propuesta benjaminiana, o al menos la ausencia
notoria —o explícita— de dicho componente. La otra marcada diferencia y que
eventualmente podría delimitar de mejor modo el análisis del discurso
benjaminiano —estimamos— radicaría en el “modelo” dialéctico propio del
pensamiento de Benjamin, uno muy distinto —al menos en una pieza clave— del
tramado por Schiller. Para ilustrar dicha diferencia, tal vez debamos recordar una
idea ya reiterada por nosotros, a saber, para Benjamin las polaridades en general
parecen ser desestimadas como diferencias absolutas; particularmente, el caso
ejemplar parece ser la aparente oposición entre forma y contenido, una que, de
acuerdo a sus propias palabras, no sería tal. Si contrastamos dicha “disposición”
del pensamiento benjaminiano con las ideas de Schiller, probablemente aquello
nos otorgue un par de señas más para entender de forma más acabada el “uso”
de la idea de juego en el programa político-estético de Benjamin; en razón de
aquello, sin duda las siguientes palabras de Schiller serán esclarecedoras:

“(…) la distancia que existe entre materia y forma, entre pasividad y


actividad, entre sensación y pensamiento, es infinita, y no hay nada que
167
pueda salvarla. (…) La belleza entrelaza los dos estadios contrapuestos
del sentir y del pensar, y sin embargo no hay ningún término medio
entre ambos.” (1990: p. 261).

De tal suerte, para Schiller la aparente paradoja que supone una declaración como
la anterior, se solucionaría considerando que la belleza, más que un mero
“intermedio” —o intermediario— entre sensación y pensamiento, entre forma y
contenido, sería un “momento” de supresión/asimilación y trascendencia de unas
polaridades “infinitamente” opuestas. En la belleza, por tanto, se enlazarían dos
polos en tensión, sin por ello permitirles conformarse en una unidad. En palabras
de Schiller:

“Tenemos así, que la belleza enlaza dos estados que están opuestos
entre sí, y que nunca podrán llegar a constituir una unidad. (…) En
segundo lugar, tenemos que la belleza une esos dos estados
contrapuestos, superando así la oposición. Pero como ambos estados
permanecen eternamente contrapuestos, no hay otra manera de unirlos
que suprimiéndolos.” (Op. Cit.).

Finalmente, para Schiller la belleza sería la manifestación de la supresión de


opuestos infinitamente distantes, por tanto, una unión de ideas que jamás podrían
conformar una unidad. Allí radicaría la potencia de la belleza, su poder. Ahí,
entonces, radicaría también su capacidad de tornarse el motor que encaminaría a
la humanidad hacia un progreso moral, es decir, hacia su liberación. De esta
manera, en parte ya parece evidenciarse en Schiller que será el componente
idealista de su propuesta dialéctica la que le permitiría sostener su proyecto
progresista. Por el contrario, la ausencia de un elemento marcadamente idealista
en la propuesta benjaminiana más tardía tal vez permitiría eventualmente explicar
—en parte— la desestimación por parte de él del factor progresivo de la Historia.

En resumen: el modelo dialéctico schilleriano alude a la constitución de


identidades polares que, reunidas a partir de un proceso de asimilación,
conseguirían momentáneamente presentarse integradas si bien, valga destacar,
nunca del todo unificadas. Por tanto, la experiencia no daría cuenta de dicha
168
integración “inmediatamente”, sino más bien se encontraría siempre al amparo de
una presencia “tendiente a”, es decir, más próxima a alguna de las polaridades
constitutivas de la vida. En cambio, en la idea de belleza, es decir, en la belleza
cual ideal, gracias al impulso de juego las polaridades siempre distantes se verían
—señalábamos ya— suprimidas. Esperamos que gracias a este escueto resumen
se denote ya el marcado contraste que se podría establecer con el pensamiento
benjaminiano en general, pero también las sutiles semejanzas. No obstante, ya
parece el momento indicado para desplegar, con mayor consistencia y rigor,
algunos asuntos en Benjamin mencionados anteriormente. O mejor dicho, parece
ya el momento adecuado para ingresar completamente a la noción de juego en
Benjamin, para certificar las correspondencias y diferencias con algunos de los
autores hasta el momento revisados. Destinaremos el siguiente apartado al
análisis de tales asuntos, de entre ellos algunos pendientes, como las relaciones
entre belleza, destino y seriedad en Benjamin, así como la vinculación entre
técnica mecánica, naturaleza y juego.

Tercera Parte. Hacia una política del juego.

1. Belleza y juego.

Comentábamos más arriba que para Schiller —y en una medida distinta también
para Goethe— la idea de belleza arraigaría no sólo la impronta de la condición
connatural de la creación artística, sino también permitiría la participación del
juego en dicha creación, confrontado éste a la seriedad de la vida inmediata. O
para decirlo en términos precisos: la tradición del pensamiento occidental sobre
las artes se caracterizó, sabemos, por “diagnosticar” que la labor del arte consistía
en la conformación de bellas imágenes, relatos y melodías; el juego sería parte de
169
la posibilidad de la manifestación de dicha belleza en cuanto “artística” y no
“natural”. Para autores como Schiller y Goethe, ejemplares representantes de su
época, la creación artística no solamente debía generar bellas representaciones,
sino hacer de la representación la encarnación de la “lo bello”. Para Goethe, sin
embargo, el arte validaría su pertinencia en su pura relación con la belleza, es
decir, en su autonomía creadora; para Schiller, el arte tendría una labor específica
pero mayor, a saber, la “liberación” de lo humano. En otras palabras: para Schiller,
la belleza sería no solamente la representación sino la presencia misma de la
libertad. De esta manera para Schiller, el juego, si bien contraparte de la seriedad,
también se muestra como “motor” de asimilación de polaridades constitutivas.
Para Goethe, de forma un tanto similar, el juego se exhibe como contraparte de la
seriedad, sin embargo, ambos se reunirían en la “gran” obra de arte, en la bella
obra artística. Por último, hemos señalado que en Benjamin parece darse una
suerte de continuidad de tal discusión al momento de abordar el problema de la
reproductibilidad mecánica frente a la obra de arte. Pero, indicábamos, dicha
impronta se vería modificada por el “modelo” dialéctico utilizado por Benjamin y
por la primacía que otorgará al uso de semejanzas cuasi “morfológicas” —en un
sentido goethiano— de relación entre nociones. De esta manera, por ejemplo, una
de los primeros conceptos desestimados “de un plumazo” por Benjamin en OdA,
dice relación precisamente con el papel de la belleza en la representación post-
reproductibilidad mecánica:

“Se le puede pedir al intérprete que se asuste después de escuchar


unos golpes a la puerta. Y puede ser que esta acción no resulte como
se deseaba. El director puede entonces, en otra ocasión, cuando el
actor se encuentre nuevamente en el estudio, ordenar que suene un
disparo a sus espaldas. El susto del actor en ese instante puede ser
filmado y montado posteriormente en la película. Nada muestra de
manera más contundente que el arte se ha escapado del reino de la
«apariencia bella» [schöne Schein] que era tenido hasta ahora como el
único en donde podía prosperar.” (2003: p. 71).

170
Aunque parezca pueril o evidente, es igualmente importante enfatizar que
Benjamin no alude al cine y su relación con la desaparición de la “bella apariencia”
porque el filme no consiga producir “imágenes agradables” e incluso,
coloquialmente hablando, “bellas”: el asunto, para Benjamin, es que en el cine
constitutivamente se darían las condiciones para que la “unicidad” de la
representación se vea mermada. En otras palabras, en el cine ya no sería del todo
posible —ni deseable— elaborar un tipo de “creación” unitaria, una proclive a ser
considerada como una “bella obra de arte” o una “gran obra” artística al uso
tradicional. Por tanto, las características materiales del cine harían de su
producción una materia eminentemente reproducible: el filme no sólo habría de
hacerse con el propósito de su eventual reproducción, sino que la materia misma
del filme —su soporte— sería ya potencialmente reproducción. Igualmente,
aquellas imágenes que transcurren proyectadas por la pantalla cinematográfica
serían, en principio, la exposición de una imagen re-producida, es decir, cuyo
montaje se ha tornado susceptible de ser potencial e infinitamente modificado. De
esta manera, en Benjamin podemos encontrarnos con un postulado fundamental
para entender la depreciación de la bella apariencia en la imagen cinematográfica,
a saber, la imagen cinematográfica ya no “soportaría” un examen desde
consideraciones tradicionales de lo artístico, porque el propio concepto de obra
parece tambalear en el cine, o al menos un concepto de obra arraigado en la idea
de perennidad de la materia, de unidad de sentido y de autoría individual. El cine,
por tanto, como ejercicio de producción colectivo, como relato transitorio de una
sucesión potencialmente modificable de ciertas imágenes y, finalmente, como
aparato mecánico al servicio de su masificación, ya no podría ser considerado
“bello”. Cuestión que ya, preliminarmente, la fotografía anunciaría con su arribo,
pero que el cine extremaría respecto a su disposición frente a la masa.

Pues ¿en qué medida nos podría orientar tal presunción benjaminiana al momento
de dilucidar la noción de juego ofrecida por él en OdA? La respuesta, proponemos,
radicaría en la tentativa paridad discursiva que exhibe la noción de belleza con la
de seriedad en el argumento de Benjamin. De tal suerte, trasladando la discusión

171
tradicional germana sobre las características de la obra de arte, Benjamin aludirá a
la importancia del rol de la belleza como presupuesto tradicional para comprender
lo artístico, así como al “peso” de la seriedad que dicha belleza pareciera sostener.
De esta manera, por ejemplo, lo señalará en el fragmento número 24 de las
anotaciones en el manuscrito de OdA que, debido a su sustancial importancia para
nuestro argumento, hemos decidido citar íntegramente:

“La importancia de la apariencia bella para la estética tradicional tiene


su base en una época de la percepción que hoy se encamina a su
término. La doctrina correspondiente alcanzó su última versión en el
idealismo alemán. Pero ya en él muestra rasgos epigonales. Su famosa
fórmula según la cual la belleza sería una apariencia [Schein] —
manifestación [Erscheinung] sensorial de una idea o manifestación
sensorial de lo verdadero— no sólo volvió tosca a la fórmula antigua
sino que abandonó el fundamento de su experiencia. Este se encuentra
en el aura. Ni la envoltura ni el objeto envuelto es lo bello; lo bello es el
objeto en su envoltura —esta es la quintaesencia de la estética
antigua—. Lo bello aparece [scheint] a través de su envoltura, que no es
otra cosa que el aura. Allí donde deja de aparecer, allí deja de ser bello.
Esta es la forma auténtica de aquella antigua doctrina cuyos [...]
[interrupción en el original] Lo que no debe detener al observador de
dirigir su mirada hacia atrás, hacia su origen, aunque no fuera más que
para toparse allí con aquel concepto que se le contrapone polarmente,
que ha sido opacado por el concepto de apariencia y que sin embargo
ahora está llamado a presentarse a plena luz. Se trata del concepto de
juego. Apariencia y juego conforman una polaridad estética38. Como es
sabido, Schiller en su Estética reservaba al juego un lugar definitivo,
mientras la estética de Goethe está determinada por un interés
apasionado en la apariencia. Esta polaridad debe encontrar su lugar en
la definición del arte. El arte —así debería formularse— es una
propuesta de mejoramiento dirigida a la naturaleza: un imitarla cuyo

38
El destacado es nuestro.

172
interior escondido es un "mostrarle cómo". El arte es, con otras
palabras, una mimesis perfeccionada. En la mimesis dormitan, plegados
estrechamente el uno dentro del otro, como las hojas que germinan, los
dos lados del arte: la apariencia y el juego.” (2003: pp. 124-125).

Se colegirá ya la importancia de tales anotaciones de Benjamin: en ellas se delata


explícitamente tanto el tránsito del régimen de la bella apariencia [schöne Schein]
hacia el juego [Spiel], como la polaridad primaria que ambas nociones
constituirían. Pero especialmente en tales palabras se revela el lugar del arte en la
discusión entre Goethe y Schiller, así como el eventual lugar del arte en un sentido
general. De tal suerte, es posible observar cómo Benjamin aludirá a la importancia
que Schiller atribuiría en su discurso a la noción de juego, mientras que Goethe,
en cambio, daría más bien un énfasis a la propia idea de apariencia; sin embargo,
esperamos haber demostrado en segmentos anteriores que dicha polaridad en las
posiciones de los autores ha de ser tratada de modo matizado, pues ambos
finalmente concedían a las ideas de juego y belleza —o seriedad, apariencia—
condiciones específicas en cada uno de sus argumentos, intentando incluso
establecer cierto tipo de equidistancia y articulación entre ambas ideas
confrontadas. Aun así, señalábamos también que Benjamin pareciera declarar su
cercanía a la posición goetheana seguramente por el concepto mismo de arte que
ha fundamentado, a saber, uno tramado “morfológicamente” con las relaciones por
semejanza y, por tanto, con la mimesis perfeccionada de un contenido/forma que
se muestra en el aparecer de las cosas. O dicho de forma más clara: Benjamin
parece suscribir a la teoría goethiana sobre el arte, a saber, éste sería un equilibrio
—plegados uno sobre el otro— de la apariencia —la seriedad, en Goethe— y el
juego. De esta manera, cual “bolsa de calcetín” replegada sobre sí, el arte, en su
acepción fundamental —y fundacional—, sería un co-habitar de polaridades
aparentes pero reunidas en su simultaneidad. Así entonces, más que una
supresión/asimilación de las polaridades al uso schilleriano, en Benjamin pareciera
precipitarse una disolución de las identidades conceptuales mediante un
movimiento perpetuo y oscilante entre tales polos. Un movimiento dialéctico

173
particular que le permitiría finalmente generar un también particular diagnóstico
sobre el rol del arte en un sentido político y, por supuesto, el papel de los medios
industriales de producción de imágenes.

De esta manera, señalábamos recientemente que una de las premisas que


Benjamin propone ha de ser suspendida para el análisis de los fenómenos
artísticos y visuales de su actualidad sería, precisamente, la noción de belleza
como sostén de tales realizaciones. Ello en principio podría marcar una paradoja,
en la medida en que, por una parte, Benjamin parece suscribir a la idea de que el
arte en su fundamento ha de ser considerado como la reunión entre apariencia y
juego, pero en cambio luego desestimando el rol de la bella apariencia como
instancia decisiva respecto al análisis de su tiempo. Dicha aparente paradoja,
nuevamente, se resolvería en el giro dialéctico de su argumentación: el tiempo de
la “segunda técnica”, el tiempo del juego, ofrecería nuevas condiciones de análisis
que determinarían por tanto observaciones distintas a las de la tradición. Dichas
nuevas observaciones no vendrían a suplantar el fundamento de lo artístico, sino a
demandarle nuevos comportamientos. Tales comportamientos tendrían que ver,
sin embargo, todavía con el rol fundamental del arte, a saber, “una propuesta de
mejoramiento dirigida a la naturaleza”, pero tramadas desde las potencialidades
de su época respectiva. Así, ya no tendría mayor rédito pensar el arte desde la
fundamentación de “los antiguos” —una que Goethe compartiría—, pese a que
dicha fundamentación, si bien depreciada, no desaparezca aún. En síntesis y si
volvemos por ejemplo al caso del cine: las imágenes re-producidas de lo
cinematográfico se ofrecerían por tanto como “ya no bellas”, ya no como
apariencia, depreciando el fundamento original de lo artístico y, sin embargo, el
cine sería capaz gracias a dicho procedimiento de potenciar la “propuesta de
mejoramiento dirigida a la naturaleza” porque se comporta “naturalmente” en su
época: es decir, se comporta “técnicamente” en la época de la segunda
“naturaleza” técnica. De tal suerte, el cine sería capaz de ofrecer nuevos modos
de mejoramiento en la medida en que dialogaría directamente con la naturaleza de
su tiempo.

174
Tal vez por tales motivos Benjamin aludirá, en el afamado epílogo al ensayo sobre
la reproductibilidad técnica, a una relación eminente entre fascismo y belleza: la
guerra es bella diría, por ejemplo, Marinetti y el futurismo (Cfr. 2003: p. 97),
declaración que en parte parece aludir al carácter conservador que la propia idea
de belleza podría llegar a adquirir en el contexto de la naturaleza mecanizada de
las nuevas sociedades occidentales. Tal carácter conservador, como hemos
mencionado con anterioridad, aludiría por tanto a un tipo de relación de “falseada”
restitución de lo originario perdido, de la reconstitución del mito en el presente
como oferta de un futuro progreso posible. En otras palabras, se trataría para
Benjamin de un tipo de comportamiento “antinatural” 39. Valgan en ese sentido las
palabras del propio Benjamin al momento de comentar el manifiesto futurista:

“(…) la estética de la guerra actual se presenta de la manera siguiente:


cuando la utilización natural de las fuerzas productivas es retenida por
el ordenamiento de la propiedad, entonces el incremento de los
recursos técnicos, de los ritmos, de las fuentes de energía tiende hacia
una utilización antinatural. Esta se encuentra en la guerra, cuyas
destrucciones aportan la prueba de que la sociedad no estaba madura
todavía para convertir a la técnica en un órgano suyo, de que la técnica
no estaba todavía suficientemente desarrollada como para dominar las
fuerzas sociales elementales. (…) La guerra imperialista es una rebelión
de la técnica que vuelca sobre el material humano aquellas exigencias a
las que la sociedad ha privado de su material natural.40 ” (2003: p. 98).

Probablemente con tales palabras ya se termine de insinuar un asunto que, si bien


mencionado provisoriamente, ameritaba todavía una revisión más por parte de
nuestro argumento, a saber, la articulada relación que Benjamin sugiere entre
belleza y su potencialidad conservadora en el contexto de la mecanización. Junto
a ello, la estrecha vinculación entre la bella apariencia y la seriedad como, al

39
Considerando, por supuesto, para estos casos a la naturaleza como una entidad cultural. No, por tanto,
como una naturaleza en efecto original, sino tramada por las condiciones de su tiempo.
40
Destacado en el original.

175
menos, nociones confrontadas a la idea de juego. Finalmente, conjugando tales
polaridades —bella apariencia y juego—, se encontraría el “aura”, como
experiencia fundamental y originaria de relación con la naturaleza. No obstante,
hemos señalado, la técnica mecánica propia del régimen del juego vendría no sólo
a reemplazar en su protagonismo a la bella apariencia como fundamento
dominante del quehacer “representacional”, sino también junto con ello a mermar
el aura, experiencia a su vez fundamental y originaria. De ahí, se colegirá, la
potencial condición conservadora tanto de la idea de “bello aparecer” como
fundamento del arte, así como la noción de posible restitución “antinatural” del
aura ya fracturada por la técnica, es decir, por la propia naturaleza desde la
modernidad. Por tanto, la guerra utilizaría de forma antinatural la belleza en la
medida en que la belleza misma ya no se corresponde con la experiencia brindada
por la naturaleza. De tal suerte, diría Benjamin sobre la guerra imperialista:

“En lugar de generadores de energía, despliega sobre el campo la


energía humana corporizada en los ejércitos; en lugar del tráfico aéreo,
pone el tráfico de proyectiles, y en la guerra química encuentra un
medio para eliminar el aura de una manera diferente.” (2003: p. 98).

Por tanto, tal es la dirección que parece adoptar el argumento benjaminiano en el


ensayo sobre la reproductibilidad técnica: la segunda técnica, como nueva
naturaleza, ya no es capaz de dar soporte a la presunción del arte como mero
aparecer de lo verdadero, como su manifestación sensorial; pero también ha
fracturado la posibilidad de relación con el momento originario-aurático que,
antiguamente, habría generado las condiciones de posibilidad de la así llamada
experiencia de lo bello. No obstante, el momento de falsedad de parte del discurso
social-demócrata, del comunismo en su variante más retrógrada y, por supuesto,
especialmente del nazi-fascismo, radicaría no en el uso de la técnica como
instrumento de merma aurática, sino del uso de aquella técnica como herramienta
para la elaboración de belleza, o bien para una antinatural destitución de lo
aurático. Tal producción técnica de una belleza que nos es tal, arrastraría como
consecuencia inexorable una fractura del aura, pero en un sentido muy distinto, a
176
saber, en una inversión del estatuto mismo de la representación. O como diría
Benjamin, en una estetización de la política (Cfr. Benjamin, 2003: p. 99). Dicha
inversión de lo representacional, finalmente, se expresaría en una suerte de
distancia contemplativa respecto a la propia vida material del hombre, una suerte
de “desinterés” al uso kantiano, esta vez en ocasión de asuntos del entorno que
debiesen interesar urgentemente a la humanidad. En otras palabras, la
estetización de la política pareciera ser para Benjamin aquel instante en que la
vida misma se ha visto embellecida, incluso cuando dicha vida arraiga la más
profunda de las miserias o el más hondo horror. Aquel instante, sin embargo, se
trataría de un momento de falsedad no únicamente porque la belleza “recubra” u
“oculte” la miseria y el horror, no sólo porque permitan incluso hacerlas
disfrutables, sino especialmente porque con dicho procedimiento se intentaría
restituir un mundo ya acabado; uno además finiquitado por el propio instrumento
que pretende regenerarlo: la técnica.

En ese sentido, resultan muy decidoras algunas de las tesis desarrolladas por
Benjamin en su afamada conferencia titulada “El autor como productor”, leída —
por invitación del partido comunista— el año 1934 en el llamado Instituto de
Estudios del fascismo de París. Decidoras —y decisivas— en cuanto develan de
forma bastante prístina las relaciones conceptuales que Benjamin ha tramado
entre las ideas de belleza y técnica en las líneas de OdA 41. Una de tales
relaciones se encontraría en el papel mismo del “embellecimiento” como fórmula
conservadora o retrógrada, es decir, como un movimiento retroactivo y
reconstructivo hacia un pasado fenecido; uno que además se relacionaría
rutinariamente con, por ejemplo, la moda, es decir, sin ánimos de modificar la
“naturaleza” que la propia tecnificación del mundo ha engendrado como cultura.
De hecho, si seguimos la dirección de las palabras del propio autor, una de las
primeras relaciones que evidencian tal movimiento retroactivo vinculado al
embellecimiento de la imagen se vería expresada en la siguiente frase: “No es
41
Recordemos que ya hacia 1934 Benjamin se encontraba finalizando una primera versión manuscrita del
ensayo sobre la reproductibilidad técnica.

177
deseable una renovación espiritual, tal y como la proclaman los fascistas, sino una
que habrá que proponer innovaciones técnicas” (Benjamin, 1999: p. 125). Dicha
frase, insinuábamos, ya anuncia un asunto de suma importancia para el
argumento benjaminiano respecto al concepto mismo de belleza, a saber, su
utilización como agente de una “mítica” renovación espiritual. Una renovación que
finalmente se ofrecería como restitución de un pasado ya no olvidado, sino en
cambio perdido. De tal suerte, Benjamin hará notar en “El autor como productor”
una fórmula que al parecer sostendrá completamente los argumentos de OdA: la
diferencia sustantiva entre “(…) el mero abastecimiento del aparato de producción
y su modificación.” (Op. Cit.). Pues tal diferencia es una que se ve encarnada,
precisamente, en la distinción dada por aquellas representaciones cuya principal
pretensión es formular bellas apariencias, asunto por lo pronto inconsistente
respecto a las características propias de un entorno tecnificado; en la vereda
opuesta, se encontrarían aquellos procedimientos que, ya no del todo vinculados
con la noción tradicional —clásica o incluso “mítica”— del arte, harían del propio
procedimiento de representación un motivo de modificación y “mejoramiento”
técnico, y por tanto de mejoramiento de la naturaleza. Un lugar en donde el acto
de representar merme la brecha entre autor y espectador, es decir, una
producción como institución y “escuela” (Cfr. Benjamin, 1999: pp. 126-128). Por
ello, al momento en que Benjamin alude en su conferencia a la denominada
fotografía “neo-objetiva”, señalará que:

“(…) pertrechar un aparato de producción, sin transformarlo en la


medida de lo posible, representa un comportamiento sumamente
impugnable, si los materiales con los que se abastece dicho aparato
parecen ser de naturaleza revolucionaria. Porque estamos frente al
hecho (…) de que el aparato burgués de producción y publicación
asimila cantidades sorprendentes de temas revolucionarios, de que
incluso los propaga, sin poner por ello seriamente en cuestión su propia
consistencia y la consistencia de la clase que lo posee. En cualquier
caso se trata de algo correcto mientras esté pertrechado por gentes de
rutina, sean éstas o no revolucionarias. Y yo defino al rutinario como
178
hombre que sistemáticamente renuncia a enajenar, por medio de
mejoras y en favor del socialismo, el aparato de producción respecto de
la clase dominante.” (Op. Cit. p.125).

En ese sentido, pertrechar y modificar un aparato de producción emerge, en tanto


premisa, en oposición a la constitución de una bella apariencia representacional;
surge por consecuencia —estimamos— en directa relación con su oposición polar,
a saber, con la lógica arraigada en la idea de juego. De hecho, el propio Benjamin
hará notar en la misma conferencia la relación eminente entre procedimiento
rutinario y embellecimiento:

“[La fotografía] Se va haciendo más matizada, siempre más moderna, y


el resultado es que no puede ya fotografiar ninguna casa de vecindad,
ningún montón de basuras sin transfigurarlos. No hablemos de que
estuviese en situación de decir sobre un dique o una fábrica de cables
otra cosa que ésta: el mundo es bello. El mundo es bello es el título del
célebre libro de fotos de Renger-Patsch [SIC]42, en el cual vemos en su
cima a la fotografía neo-objetiva. Esto es lo que ha logrado que incluso
la miseria, captada de una manera perfeccionada y a la moda, sea
objeto de goce. Porque si una función económica de la fotografía es
llevar a las masas, por medio de elaboraciones de moda, elementos que
se hurtaban antes a su consumo (la primavera, los personajes célebres,
los países extranjeros), una de sus funciones políticas consiste en
renovar desde dentro el mundo tal y como es. Con otras palabras, en
renovarlo según la moda.” (Op. Cit. p.126).

Ya anteriormente algo habíamos señalado en relación a la importancia que


Benjamin le atribuye a la moda al momento de abordar un análisis histórico. Y si
bien no es el momento para analizar cabalmente dicha relación, al menos resulta
de importancia para nuestros propósitos indicar parte de esa filiación: bajo la
propuesta dialéctica benjaminiana, la noción de moda no parece ser algo que
habría que resistir sino, por el contrario, “utilizar”. Dicho uso pasaría, al igual que

42
En rigor el apellido del fotógrafo aludido es Renger-Patzsch.

179
con la propia técnica, por una modificación que considerando las maneras
predispuestas de la moda —unas fundamentalmente económicas—, permitiera a
su vez su transformación en aras de las exigencias de la masa. De cierta manera
y señalado de forma coloquial, pareciera que Benjamin insinúa en el concepto
mismo de moda una fórmula contra-revolucionaria y, no obstante, también
pareciera proponer la posibilidad de una “revolución a la moda”43. Pues la seña
fundamental de la moda como momento conservador estaría dado en su ligazón,
además de con el mercado, con la belleza: una que tradicionalmente se ha visto
relacionada con lo agradable y con el goce, aunque se distinga en dicha relación
de tales categorías. De esta manera, la belleza en general parece ser a la vez un
efecto y un propósito para las maneras de la moda; sin embargo, también sería
posible “atravesar” la moda con modos desembarazados de la tradicional
constitución de belleza. Probablemente aquella sea la idea que Benjamin se
habría encontrado asociando a la noción de enajenación y modificación de los
aparatos de producción, a saber, un modelo de producción técnico que si bien
todavía tecnificado —y por tanto de moda— modifique el propio carácter de lo
hecho. Por tanto, un modelo de producción para productores y no para agentes de
consumo. Y más allá del eventual carácter utopista que podría adolecer una
fórmula como aquella, su importancia parece radicar en el particular énfasis de
dicho modelo: la apariencia bella ya sólo podría asomar como falsa apariencia44
en la época de la tecnificación. Por el contrario, la época de la segunda técnica —
de la “naturaleza mecanizada” del hombre— requiere de un tipo de aparecer que,

43
El asunto, por cierto, es más complejo y delicado que lo aquí señalado. Pero esperamos que con este
juego de palabras se subsane, al menos como analogía, la ausencia de un argumento más detallado —uno
que, decíamos, por ahora se desmarca de los intereses de esta sección—. Ahora bien, en tal frase esperamos
también se exhiba el doble sentido de su formulación: por una parte, Benjamin parece proponer una
posibilidad de revolucionar lo rutinario, es decir, aquello que es mera moda en un sentido económico; por
otra parte, Benjamin pareciera sugerir que la propia revolución de la técnica se entramaría con las lógicas de
la moda, en tanto “signo” de una época.
44
Con lo cual se delata también un punto de sumo interés para los análisis sobre Benjamin: para dicho
autor, no sería el concepto mismo de apariencia uno homólogo a la idea de falsedad. Por el contrario, la
falsedad radicaría en su restitución forzada y puramente cosmética en un tiempo que ya no le corresponde.

180
paradójicamente, es su desaparición, a saber, la merma de la imagen
contemplativa en aras de la proximidad táctil de lo producido. Una que se asemeja
a la reiteración experimental del juego y su desatención.

Dicha desatención, de hecho, marcará una diferencia relativa a ideas que —tal
como señalábamos— tradicionalmente se encontraban afiliadas a la noción de lo
bello, a saber, lo agradable y el goce o lo placentero. De cierta forma, el término
“juego” utilizado por Benjamin, si bien no adscrito inmediatamente a lo así llamado
“lúdico”, parece de alguna manera también colindar con un aspecto sustancial de,
por ejemplo, la distracción propiciada por la velocidad del cine: la fruición. Un
disfrute que, al menos en este último caso, conviviría con una actitud crítica, tal
como afirmaría el propio Benjamin (Cfr. Benjamin, 2003). Llegaremos
paulatinamente a dicha zona de encuentro, si bien por ahora será necesario
revisar un último asunto referido al problema de la bella apariencia como
contraparte del juego, uno además articulado a la excesiva especialización de las
labores del individuo en las sociedades capitalistas y, por tanto, también a su
alienación. Tal asunto en Benjamin adopta la forma del “destino”.

2. Belleza, mímesis y destino.

En la nota al pie de página número 10 del ensayo sobre la reproductibilidad


técnica, en su versión urtext, Walter Benjamin señalará algo muy similar a lo
expresado en algunas de sus anotaciones personales, a saber, “El significado de
la apariencia bella tiene su fundamento en la época de la percepción aurática que
se aproxima a su fin.” (2003: p. 104). Dicho de otra manera y tal como hemos
intentado describirlo en líneas anteriores, Benjamin sostendrá en aquel ensayo
que la propia disposición técnica de su época no sólo mermaría la posibilidad de
una percepción aurática del entorno, sino junto con ello debilitaría el soporte que
tradicionalmente sostenía a la apariencia bella como, a su vez, fundamento de
tales percepciones. Pero no sólo eso: Benjamin asegurará incluso que la merma
del fundamento aurático y la consecuente desestabilización de la apariencia bella
181
como soporte del discurso tradicional, daría cuenta de la emergencia de otra
fórmula del pensamiento por lo pronto incluso hoy habitual, a saber, la presunción
de que el arte conseguiría —en tanto apariencia— develar la falsedad del mundo.
Incluso más, de que se podría polarizar dicho mundo mediante un binarismo
extremo: el arte como aparecer de la eternidad y lo verdadero, frente a las
engañosas apariencias del mundo, falsas y pasajeras. Una eternidad de la
apariencia del arte que, como seguramente ya se comienza a colegir, se tramaría
sutilmente con la idea de predestinación del hombre y su progreso como tarea
infinita, pese a su disposición en principio confrontada. No obstante, para dar con
aquella clave argumental, debemos primero retomar las declaraciones del propio
Benjamin, para así exhibir con mayor exactitud el tono declarativo de tales líneas.
De tal suerte, y debido nuevamente a la importancia de tales palabras, iniciaremos
el presente segmento con algunas extensas citas que, esperamos, de inmediato
ofrezcan una imagen clarificadora sobre algunos de los puntos más relevantes que
abordaremos a continuación. Tal revisión literal, estimamos, debiese iniciar con los
comentarios que Benjamin realiza a la teoría estética hegeliana, provenientes de
la misma nota al pie de página:

“La fórmula hegeliana según la cual el arte le quitaría «lo aparente y


engañoso de este mundo malo, pasajero» al «contenido verdadero de
los fenómenos» [Envía a: Hegel, Werke, X, 1, Berlín, 1837, p. 13] se ha
separado ya del fundamento empírico de esta doctrina, que había sido
heredado. Este fundamento es el aura. En cambio, la creación
goethiana está todavía llena por completo de la apariencia bella como
una realidad aurática. (…) «Lo bello no es ni la envoltura ni el objeto
envuelto en ella; es el objeto en su envoltura». Esta es la quintaesencia
de la visión del arte que tienen lo mismo Goethe que los antiguos. Su
decadencia sugiere doblemente que se eche una mirada sobre su
origen. Este se encuentra en la mimesis como hecho originario de toda
ocupación artística.” (2003: pp. 104-105).

Al respecto, valga desde ya recordar que para Benjamin, la facultad mimética del
hombre resuena como una suerte de estado “connatural” de aquella humanidad,
182
uno expresado tanto en los juegos infantiles como en la danza, en el teatro y,
particularmente, en el lenguaje —escrito y hablado—. Y en este caso, es decir en
el lenguaje, a modo de último bastión del antiguo proceder mimético del hombre,
uno encarnado con plenitud en el nombre de las cosas; uno que además, indicará
Benjamin, es el que permitiría las relaciones de “semejanzas inmateriales” entre
elementos en principio aparentemente dispares. Relaciones que, a su vez,
tendrían —según palabras del propio Benjamin— una orientación filogenética (Cfr.
Benjamin, 1967: pp. 105-107). Con probabilidad se vislumbrará a estas alturas la
complejidad de nociones que paulatinamente Benjamin adiciona a cada una de
sus sentencias. Dicho embrollo, sin embargo, tal vez pueda ser en parte
desmenuzado si articulamos inmediatamente una descripción esquemática de
algunos asuntos por nosotros ya mencionados, en aras, por supuesto, de terminar
de elaborar un sendero menos sinuoso hacia la propia idea de juego. De tal
suerte, para iniciar dicha descripción esquemática, debemos recordar la
vinculación entre la síntesis morfológica goethiana y las semejanzas inmateriales y
filogenéticas propuestas por Benjamin, o en otras palabras, hacer notar cómo en
éste la facultad mimética —es decir, en la posibilidad de imitar no sólo como mera
apariencia, sino como “plena encarnación” (Cfr. Ibídem) — emerge como un doble
conceptual de la percepción aurática y original. Dicho de otra manera: la
importancia que Benjamin finalmente parece haber atribuido a Goethe se
encontraría en el modo en que dicho poeta consiguió —a diferencia de sus
contemporáneos— dar con la descripción “original” de los modelos de percepción
de la naturaleza. Goethe, como los antiguos, habría comprendido entonces que
“originalmente” las relaciones por semejanza conectaban de forma indirecta a los
elementos del entorno, tal como el astrólogo conectaría puntos en el cielo
estrellado, a saber, dándoles un sentido posible. Pero también hemos señalado
que dicho “origen” perceptual ha de ser considerado como uno “mítico”, es decir,
plausible pero imposible en su certificación. O en otras palabras, un origen
suspendido como presunción y no restituible como modelo.

183
Pues a aquella premisa, y siguiendo con la descripción esquematizada de algunos
tópicos ya mencionados en segmentos anteriores, debiésemos agregar lo
siguiente: la belleza, por tanto, en tanto que apariencia bella, buena y verdadera,
mostraría en cuanto fundamento ya la decadencia de un modelo aurático original
pasado, en la medida en que intentaría vanamente su restitución. O dicho de
mejor modo, el presupuesto de la apariencia bella emergería, precisamente, al
momento de conformación epocal de la así llamada segunda técnica. Ello, porque
la bella apariencia sería solamente uno de dos polos en tensión —el otro, por
supuesto, sería el juego—, cuya reunión original se encontraría en el modelo
aurático. Lo interesante de este modelo benjaminano, valga recalcar, es que el
aura no queda disponible como una síntesis ulterior de polaridades en conflicto,
como suele ocurrir con gran parte de los modelos dialécticos de la tradición del
pensamiento; por el contrario, el aura como reunión original ya no estaría presente
y, seguramente, nunca lo ha estado del todo ni jamás lo estará plenamente. En
ese sentido, la oscilación perpetua entre polaridades —que en rigor sólo en
principio se expresan como oposiciones— de la estructura de pensamiento
propuesta por Benjamin, da cuenta de una tensión en el examen del presente que
evitaría cualquier determinismo excesivo. En ese sentido también, el origen
aurático como reunión sintética de polos en tensión quedaría, nuevamente,
relegado a un presupuesto no considerable, sino sólo como mera potencia
suspendida. En efecto, si continuamos con la revisión de aquella enjundiosa nota
al pie de página elaborada por Benjamin, notaremos una reiteración tanto de la
condición polarizada de la pareja de nociones conformada por la apariencia y el
juego, como la repetición de un componente mágico, mítico o ritual en los orígenes
de las artes:

“En la mimesis duermen, dobladas estrechamente la una en la otra,


como las hojas de un cogollo, ambos lados del arte: apariencia y juego.
Por cierto el dialéctico sólo puede encontrar interés en esta polaridad
cuando ella cumple un papel histórico. Y este es el caso, en efecto,
pues este papel está determinado por la confrontación histórico-
universal entre la primera técnica y la segunda. La apariencia es, en
184
efecto, el esquema más escondido y con ello también el más constante
de todos los procedimientos mágicos de la primera técnica; el juego, el
depósito inagotable de todos los modos experimentales de proceder
propios de la segunda técnica.” (2003: p.105)

Pues en un fragmento como el anterior, parece declararse ya con total


desenvoltura una idea que hemos intentado fraguar desde los primeros compases
del presente estudio, a saber, el establecimiento de un “modelo” para la Historia
desarrollado por Benjamin que apuntaría a la oscilación —por épocas— de las
formas de experiencia de lo humano en el mundo. Dicho modelo, encarnado en
este caso en las artes, daría cuenta de procedimientos duales y escindidos,
aunque “originalmente” reunidos. Tal reunión original, finalmente, operaría como
una suerte de “motor” para las energías en tensión; unas que provocarían tanto la
transformación de cada época, como las movilidades de los polos que dentro de
cada época todavía se manifiestan. De esta manera, el juego y la apariencia de
las artes, por ejemplo, como las dos caras de un mismo origen —a saber, la
mimesis— son a la vez representantes de momentos distintos de la Historia, como
también co-habitantes en tensión de una misma época. Una época de la
reproductibilidad técnica —de la segunda técnica— cuya tensión se manifiesta con
una cierta predilección por las formas experimentales y reiterativas del juego, pero
que no han hecho desaparecer completamente aquel estadio embellecido de la
apariencia. Ello finalmente sería la razón de que, incluso en plena época de la
reproducción técnico-mecánica de la imagen, se ofrezcan instantes de relación
aurática para con las cosas; pero también ello daría cuenta de las razones por las
cuales no sería posible restituir un régimen aurático de experiencia frente al
mundo produciendo apariencias bellas de forma técnica: en la propia intención 45
del uso rutinario de la técnica como forma de producción de belleza, se estaría

45
Tal vez por ello Benjamin declararía en su tesis sobre el Trauerspiel que la verdad es la muerte de la
intención (Cfr. Benjamin, 2006). El aparecer no intencional de la verdad, el carácter de iluminación profana
de dicho aparecer, probablemente mantenga una silenciosa pero fuerte relación con la no-intencionalidad
de la experiencia aurática, es decir, con su “naturalidad”, una suerte de predisposición inmanejable y no
programable.

185
manifestando una mitificación de las cosas que, “antinaturalmente”, ocultarían lo
de por sí ya separado por la naturaleza, a saber, el juego y la apariencia —la
seriedad—. O en otras palabras, el uso rutinario de la técnica no solamente se
comportaría conservadoramente por no notar un proceso de transformación que
ha dejado de considerar a la apariencia como su fundamento, sino incluso
exhibiría larvariamente la intención de restituir “artificialmente” un origen —valga la
redundancia— originalmente fracturado; ese artificial intento de restitución sería
justamente aquel que da cuerpo y fuerza al fascismo, a saber, una restitución de
una magia mediante la técnica, una vida volcada al fetiche.

Probablemente por tales motivos Benjamin continuará aquella nota al pie de


página con una sentencia cuya finalidad parece bastante clara, a saber, entramar
aquel tradicional debate con los lineamientos de su situación contemporánea:

“Ni el concepto de apariencia ni el de juego son ajenos a la estética


heredada y, en la medida en que el par de conceptos valor de culto y
valor de exhibición se encuentra encerrado en el par de conceptos
anterior, no dice nada nuevo. Esto cambia de golpe, sin embargo, en
cuanto estos conceptos abandonan su indiferencia ante la historia y
conducen así a un entendimiento práctico. Éste dice: lo que resulta del
marchitarse de la apariencia, de la decadencia del aura, es un inmenso
acrecentamiento del campo de acción. El campo de acción más amplio
se ha abierto en el cine. En él, el factor apariencia ha cedido
completamente el campo al factor juego. Con ello, las posiciones que
había ganado la fotografía frente al valor de culto se han afirmado de
manera formidable. En el cine, el factor apariencia ha cedido su lugar al
factor juego, que está en alianza con la segunda técnica.” (Benjamin,
2003: pp. 105-106)

Se colegirá ya, gracias al fragmento antes citado, que hemos por fin arribado a un
asunto crucial: para Benjamin, el cine se muestra como el mejor ejemplo de una
transformación histórica en los modos de percepción del hombre. Y sería esa
transformación histórica la que, a su vez, se vería encarnada plenamente en la

186
figura del juego46. Y si bien algo ya hemos señalado sobre las particulares
potencias que Benjamin atribuiría a la figura de lo cinematográfica, deberemos
luego volver a atender aquella relación. Por ahora, en cambio, debemos aún
destinar unas líneas más a la contraparte del juego: la apariencia. Ello en cuanto
es del todo necesario caracterizar plenamente la supuesta “potencia regresiva” y
conservadora que arraigaría el valor de culto —y por tanto su símil conceptual, la
bella apariencia— para comprender, luego, la apertura del “campo de acción” que
el juego estaría brindando al arte en la época de la segunda técnica. Aquel asunto,
tal como adelantábamos más arriba, podría en parte determinarse mediante la
filiación entre el culto ritualista y el discurso de la predestinación de la humanidad.

Al respecto, de suma utilidad serán los comentarios y análisis que Federico


Galende47 realizó sobre dos breves ensayos elaborados por Benjamin, distantes
en el tiempo y, sin embargo, muy cercanos en su motivo: “Destino y carácter”
(1921) y “El carácter destructivo” (1931). Siguiendo por tanto el sendero
argumental trazado por Galende, lo primero que debiésemos señalar es que, para
Benjamin “(…) el derecho destina.” (2009: p.19). O en otras palabras: para

46
Aquí tal vez también valga consignar lo siguiente: a diferencia de lo que en principio se podría suponer,
Benjamin no parece atribuir del todo al cine un suerte de poder de transformación del aparato perceptivo;
más bien, siendo cautelosos en el examen de sus palabras, el cine para Benjamin se manifestaría como una
potencia para los nuevos deberes del arte. Ahora bien, dichos “deberes” nuevamente no tenderían a una
transformación de la percepción del hombre, sino a una especie de “entrenamiento” para una percepción ya
históricamente transformada. En ese sentido, el cine encarnaría, como caso ejemplar, una modificación ya
dada por las condiciones mismas de la Historia. El cine, finalmente, sería en efecto revolucionario, pero en la
medida en que se condice con las potencias revolucionarias de su época; cuestión que explicaría también
porqué incluso en el cine se podrían generar relaciones conservadoras o regresivas si es que su uso técnico
es “rutinario”. Por supuesto, volveremos con mayor detalle sobre estas ideas en apartados posteriores.
47
El escrito en cuestión se titula “Walter Benjamin y la destrucción” (2009). Valga señalar que hemos optado
por relacionarnos con aquellos ensayos sobre el destino realizados por Benjamin mediante los comentarios
de Galende y no directamente apelando a las fuentes primarias. Ello, pese a que parece en principio una
decisión que modifica sustantivamente la metodología de trabajo que hemos adoptado hasta el momento,
esperamos se justifique por la lateralidad que la propia figura del destino posee en nuestro argumento. Pero
también por la dilatación innecesaria que un examen exhaustivo de aquella noción conllevaría para nuestros
propósitos. En ese sentido, consideramos que la labor ya ha sido realizada, con éxito y precisión, por
Galende, por tanto sólo nos restaría sumarnos a sus declaraciones e incluso adoptarlas como propias.

187
Benjamin, la figura misma del destino, tradicionalmente sopesada desde la
religión, en rigor debiese ser pensada desde la figura del derecho, pues será éste
quien finalmente atribuye una culpa a la vida (Cfr. Op. Cit. pp. 18-19). Por tanto y
siguiendo un comportamiento habitual de su pensamiento, nuevamente Benjamin
pareciera trasladar ciertos motivos propios del misticismo y la religión hacia
“zonas” cada vez más próximas a una suerte de laico filo-materialismo. A lo
anterior debiésemos agregar además lo siguiente, nuevamente en palabras de
Galende:

“[para Benjamin] El derecho es la extensión sobre sí mismo de un


tiempo mítico, y es este mito el que busca anudar la heterogeneidad
temporal de lo viviente al ciclo repetitivo del destino. O sea que es a
partir de la preservación mítica de la idea de destino que ha logrado el
derecho extenderse más allá de aquellos tiempos. (…) Es por esto que
el destino se muestra ahí donde la vida misma es ya el efecto de una
condena.” (2009: p. 29).

Considerando por tanto aquellos dos factores, esperamos ya se comience a


colegir una soterrada pero importante relación entre el modelo tradicional del bello
aparecer, su condición regresiva en la época de la segunda técnica y, finalmente,
la figura mítica de la predestinación como soporte oculto del derecho. No obstante,
para ilustrar dicha relación, explicarla y desplegarla, tal vez sea necesario volver
nuevamente al ensayo sobre la reproductibilidad técnica; y particularmente al
afamado epílogo, en donde Benjamin a su vez utilizará parte del manifiesto
futurista como caso ejemplar: “Las masas tienen un derecho a la transformación
de las relaciones de propiedad; el fascismo intenta darles una expresión que
consista en la conservación de esas relaciones. Es por ello que el fascismo se
dirige hacia una estetización de la vida política.” (Benjamin, 2003: p. 96)48. Y luego
agrega: “La guerra imperialista es una rebelión de la técnica que vuelca sobre el
material humano aquellas exigencias a las que la sociedad ha privado de su

48
Los destacados perteneces al propio autor.

188
material natural.” (Op. Cit. p. 98)49. De tal suerte, el diagnóstico benjaminiano
pareciera apuntar en la siguiente dirección: cierto origen mítico, compartido tanto
por el derecho como por el proceder del arte —finalmente, en el lenguaje del
hombre, a modo de estado fundamental de tal humanidad—, habría quedado
mermado por transformaciones de orden histórico en la propia naturaleza de lo
humano. Dichas transformaciones, por tanto, demandarían modificaciones
también en la vida —política, social, cultural, económica, etcétera—. No obstante,
ciertas fuerzas regresivas se obstinarían en la restauración de tal origen mítico,
pero a través de procedimientos que distan ya de la posibilidad de relacionarse
con lo “original”. Tales fuerzas operarían por tanto también técnicamente, o mejor
dicho, en las condiciones dadas por la segunda técnica. En definitiva, se trataría
de procedimientos antinaturales respecto a la propia naturaleza actual de lo
humano.

Sería en esa dirección que el bello aparecer, como manifestación discursiva de


una fuerza regresiva, se sostendría también en la silenciosa base de una
predestinación mítica de la vida —aquella que también permitiría la subsistencia
del derecho “legal” en oposición a una suerte de derecho “connatural” u
“original”—. Ello en tanto el “uso” —intencional o no— de la bella apariencia
denotaría la persistencia de un ideal de progreso que, como tal, en la práctica
siempre se ofrece como promesa incumplida y, peor aún, como mantención de lo
“siempre igual”. En otras palabras, y tal como ocurriría en el futurismo de corte
fascista, la técnica sería la forma de promulgar una belleza “antinatural”, una que
transformaría al mundo sólo “en apariencia”; sin embargo, dicha aparente
transformación sería meramente el signo de una continuidad, una cuya base se
encontraría arraigada en el supuesto de que el horizonte de lo humano, su
finalidad, ya se encontraría destinada. De ahí entonces que el rito y el culto, como
dos caras de la permanencia y de “lo siempre igual” sean, finalmente, aquellos que

49
Nuevamente, destacado en el original.

189
posibilitarían discursivamente el uso regresivo y predestinado de la propia
técnica50.

No resultará tan extraño, atendiendo a tales premisas, que Benjamin le atribuyera


por tanto a la fotografía neo-objetiva un carácter peligrosamente conservador.
Igualmente, como ya hemos comentado aquí, dicho riesgo conservador aparecería
para Benjamin ya implementado como política de producción en la estética del
fascismo y también, para su pesar, larvariamente usada por el comunismo más
ortodoxo. En definitiva, lo que pareciera gestarse en tales procedimientos sería
una suerte de “estética del ritual”, una que retrotrayendo el pasado al presente
como oferta de un futuro posible, pretendiera además generar la “esperanza” en
una continuidad histórica previamente tramada; por tanto, la esperanza en una
historia que se volcaría en el presente como causa de las consecuencias ya
destinadas del futuro. Para Benjamin en cambio, tal como hemos indicado, una
Historia materialista y dialéctica —es decir, ya no conservadora— se ofrece de por
sí fracturada: fragmentaria porque cada hito liberado de su estado de
ocultamiento, cada momento redimido por el presente, no sería ya una
restauración de lo pasado ni una visión del futuro, sino una constatación del propio
presente y su mirada. En otras palabras, la Historia propuesta por Benjamin sería
una que no actualiza el pasado, sino que observaría en el pasado lo que hay de
actualidad para el presente.

Por último, será tal “modelo” 51 Histórico benjaminiano lo que pareciera sostener
argumentalmente su diagnóstico sobre las fuerzas regresivas que estarían

50
Dicho de otro modo: si las masas poseen un derecho a la transformación de las relaciones de propiedad,
dicho “destino” de la masa se manifiesta en el fascismo como mera expresión; o más precisamente, como
mera cosmética. En ese sentido, el carácter “aparente” de tales modificaciones no se condice con la
“naturaleza” de dicho derecho y, no obstante, se instaura como “El” derecho en ejercicio. Un derecho cuya
destinación reiterativa se muestra cual origen restituido y que, sin embargo, no dejaría de ser una mera
apariencia dada por el aparato mecánico. Incluso para ser más claros y enfáticos: el fascismo, por tanto,
sería para Benjamin la reconstrucción técnica y puramente cosmética de un mítico destino.
51
Tal vez no sea inadecuado recalcar que Benjamin, en rigor, nunca estableció plenamente un “modelo”
para la Historia. Más bien insinuó y deslizó en variado escritos atisbos de lo que, probablemente, para él
sugería una metodología de trabajo para cada uno de sus estudios. De ahí que podamos sólo en parte
190
operando instaladas en los discursos ritualistas en la época de la segunda técnica.
Pero por sobre todo, tal “modelo” Histórico es el que justificaría la demanda por la
“politización del arte” y el cuidado frente a la “estetización de la política”. Ello en la
medida en que a la luz de las transformaciones ineludibles del mundo y de la
imposibilidad de un retorno a las matrices anteriores a dichas modificaciones, el
arte mismo ha de transformarse y, junto a ello, lo político en su conjunto. O como
señala Susan Buck-Morss:

“(…) Benjamin modifica la constelación en la cual se despliegan sus


términos conceptuales (política, arte, estética) y, por consiguiente, su
significado. Si de verdad hubiéramos de «politizar el arte» del modo
radical que está sugiriendo, el arte cesaría de ser arte tal como lo
conocemos. Por otro lado, el término clave «estética» sufriría un giro de
180 grados en su significado. La «estética» se transformaría: en verdad,
sería redimida, de manera que, irónicamente (o dialécticamente), ella
pasaría a describir el campo en el cual el antídoto contra el fascismo se
despliega como respuesta política.” (2005: p. 172)

En ese sentido, debemos sumarnos a las palabras de Buck-Morss, a saber,


Benjamin pareció orientar todo su discurso hacia una exigencia para el arte que,
en rigor, lo modificaría a tal extremo que se tornaría irreconocible y, de hecho,
probablemente se trataría de un tipo de modificación cuyo resultado dista mucho
de lo que actualmente concebimos por arte. Tendremos luego el momento de
desplegar con mayor cautela tales declaraciones, no obstante primero debemos
abordar la causa de tales exigencias: una transformación del entorno cuyo soporte
es una —llamémosla así— “lógica” del juego, distinto al impulso de juego
schilleriano, diferente también al cariz de juego en el gran arte goethiano y, sin
embargo, del algún modo emparentado con tales argumentos.

mencionar un modelo histórico, aunque más bien se trataría de un “ánimo” frente a la Historia como
contraparte al historicismo tradicional.

191
3. Juego y destino.

Hasta el momento hemos señalado que la noción de juego en el ensayo sobre la


reproductibilidad técnica emerge, con suma probabilidad, enraizada en la
discusión suscitada por las propuestas de Goethe, Schiller y, relacionado con este
último, Kant. De esta manera, el juego [Spiel] se constituiría como una contraparte
provisoria de la seriedad en Goethe, o como un impulso o pulsión “estética” en
Schiller. No obstante, en Benjamin la figura misma del juego resuena más bien
como la contraparte provisoria de un pasado fenecido; o mejor dicho, como la
ilustración precisa de un presente técnico. Sin embrago, resulta del todo necesario
mencionar que Benjamin también aludirá a otras modalidades del juego, o dicho
de otro modo, abordará “literalmente” el acto mismo de jugar, ya sea vinculándose
con la literatura infantil, con el coleccionismo de juguetes o bien en su escritura
más tardía relacionada con su inconcluso proyecto sobre los pasajes parisinos. De
hecho, será en aquellos aforismos, en tales frases y citas recuperadas sobre París
del siglo XIX, que Benjamin dejará ver de forma más explícita su interés por una
modalidad del juego que en principio parece distar mucho de las formas lúdicas
del acto infantil, a saber, el juego de azar —el juego de apuestas— característico
de la urbanidad moderna. En ese sentido, parece necesario ya consignar una
suerte de advertencia: bajo las formas propias de la particular oscilación del
pensamiento benjaminiano, el juego tiende a ilustrar tanto los modos propios de la
así llamada segunda técnica, como a señalar un tipo de actividad que
eventualmente podría también dar cuenta sintomática de un uso rutinario de dicha
técnica. En otras palabras, pareciera no ser posible encontrar una definición
“esencialista”52 de la propia idea de juego, sino más bien un talante determinado

52
O incluso más: no hay en Benjamin una única definición del juego. La única posible, en rigor, es aquella
que alude a una tendencia u ánimo propio de la época de la segunda técnica. En ese sentido, equivocado
sería pensar que el juego es “en sí mismo” revolucionario o, por el contrario, conservador.

192
con manifestaciones específicas y siempre provisionales, generalmente
delimitadas por un campo de acción histórico.

Por ello, para Benjamin el juego de azar parece adoptar más bien la forma
sintomática de una actividad que, artificialmente, pretende recuperar relaciones
con el carácter mítico del pasado, o mejor dicho, con aquella suerte de origen
mítico arraigado en el ritual y, finalmente, expresado en la idea de
predestinación53. Una relación que, además, se vería plasmada en el dinero como
síntoma de la modernidad y del régimen del capital. En ese sentido, por ejemplo,
Benjamin redactaría en las anotaciones preliminares para su proyecto de los
pasajes parisinos: “Sobre el juego. Hay una estructura determinada del destino
que sólo se puede conocer por el dinero, y una particular estructura del dinero que
sólo se puede conocer por el destino.” <O° 74> (Benjamin, 2013: p. 856). No
obstante, el juego de azar, con su mítica relación con el destino, igualmente —
indicaría Benjamin en sus apuntes sobre los pasajes de París— arraigaría un
potencial revolucionario por su inexorable filiación con la técnica. Dicho potencial,
de hecho, emparentaría al juego de azar —al menos el practicado hacia fines del
siglo XIX— con la prostitución: el riesgo, cierto cinismo imperante en su práctica,
así como el intercambio monetario que ella implica, darían cuenta para Benjamin
de que en la prostitución como en el juego de azar se estarían presentando tanto
relaciones soterradas con la idea del destino, como igualmente “tecnificaciones”
de la vida que anunciarían una potencia revolucionaria.

Sin duda, aquella doble modalidad del juego de azar —y la prostitución— y, por
tanto, el permanente movimiento pendular que muchas de sus declaraciones
poseen, han hecho de Benjamin un autor por momentos oscuro y mal
comprendido, como si hubiese fundado sus argumentos sobre la base de una

53
En ese sentido, el juego de azar sería, por efecto de la suerte depositada en él y el dinero como objetivo
de su práctica, una especie de “malformada” o “prostituida” variante de las originales prácticas rituales. No
obstante, como habitualmente ocurre con el pensamiento benjaminiano, aquellos términos no
necesariamente tendrán una connotación reprochable respecto a posibles “usos” revolucionarios (Cfr.
Benjamin, 2013: pp.491 y ss.).

193
contradicción primaria. Pero si nos remitimos directamente al examen de algunas
de aquellas anotaciones compendiadas en su proyecto sobre los pasajes
parisinos, probablemente notaremos que tal “doble condición” del juego de azar se
entrama, de modo suficientemente articulado, con la misma aparente dualidad del
juego como contraparte de la seriedad en su ensayo sobre la reproductibilidad
técnica. Una dualidad que, como señalábamos con anterioridad, en rigor no se
manifestaría sino sólo en principio polarmente. En ese sentido, seguramente de
utilidad sea primero hacer visible aquella relación entre juego de azar y
prostitución que Benjamin trama en los documentos pertenecientes a la
denominada carpeta “O”. De tales documentos, de hecho, se tornan primero
relevantes las siguientes líneas:

“¿No está acostumbrado por sus constantes vagabundeos o a dar por


doquier otro sentido a la imagen de la ciudad? ¿No transforma el pasaje
en un casino, en una sala de juegos, donde apuesta las fichas rojas
azules y amarillas de los sentimientos a las mujeres, a un rostro que
aparece (¿responderá a su mirada?), a una boca muda (¿hablará?)? Lo
que sobre el tapete verde, desde cada número, mira al jugador —la
suerte—, le guiña aquí el ojo desde todos los cuerpos femeninos como
la quimera de la sexualidad: como su tipo. Que no es otro que el
número, la cifra, como nombre por el que justo en este instante quiere
ser llamada la suerte, para saltar inmediatamente después a otra cifra.
El tipo: es la casilla en la apuesta multiplicada por treinta y seis, en la
que se clava sin su intervención la vista del voluptuoso, como la bola de
marfil en el compartimiento rojo o negro. Sale del Palais Royale con los
bolsillos exultantes, llama a una prostituta y celebra otra vez en sus
brazos ese acto con el número en el que el dinero y la prosperidad,
liberados de todo peso terrestre, le llegaron del destino como la réplica
de un abrazo plenamente logrado. Pues en el burdel y en la sala de
juego se trata del mismo gozo pecaminoso: poner el destino en el
placer.”54 [O 1, 1] (Benjamin, 2013: p. 491).

54
Los destacados son nuestros.
194
Se deducirá ya que nos hemos permitido citar en extenso el anterior fragmento
debido a la explícita y clarificadora relación que, en tales palabras, Benjamin
elabora sobre el juego de azar y la prostitución. Una relación que no solamente
estaría dada por tratarse de prácticas emparentadas en su ejercicio —como la de
aquel jugador ilustrado por Benjamin que, luego de su triunfo, decide gastar sus
ganancias con una trabajadora sexual—, sino especialmente cercanas porque
compartirían un “registro” común, a saber, “poner el destino en el placer”. Pero
cabe preguntarse evidentemente qué señalaría una frase como aquella, es decir,
cuál es el sentido que Benjamin pareció atribuirle. Para intentar dilucidar en parte
una sentencia problemática como aquella debemos considerar al menos dos
aspectos fundamentales: primero, el talante problemático de frases como la
anterior se detona en la medida en que tienden a configurar una suerte de
“poética” poco esclarecedora pero altamente estimulante; segundo, ello se debería
a que dichas frases probablemente fueron moduladas por Benjamin al amparo de
un modelo escritural que expresara lo que él denominaría como “dialéctica en
reposo”, una que definiría como “(…) la quintaesencia del método.” <P°, 4> (2013,
p. 858). Volveremos más adelante una vez más sobre el modelo dialéctico
benjaminiano, pero por ahora al menos debemos considerar que dicho reposo
como modulación de un movimiento perpetuo y, por tanto, de un movimiento
puesto en suspenso por la inexorable relación de semejanza entre opuestos
aparentes, hará del “giro poético” de las declaraciones benjaminianas un recurso
regular en su escritura. En este caso, dicho “giro poético” —en tanto reunión de
opuestos no por su síntesis, sino por su raíz común— haría posible establecer,
primero, una relación de semejanza entre el juego de apuestas y la prostitución y,
luego, entre el destino y el placer.

Ahora bien, ya hemos mencionado el componente conservador en la


recomposición artificial del destino, uno que además se expresaría como figura de
un permanente retornar. Por el contrario, el ánimo materialista de la Historia
propuesto por Benjamin parece aludir más bien a lo fenecido, a lo arruinado y a lo
cadavérico, en otras palabras, a lo perecido del pasado como el presentarse de

195
una ausencia y, por lo tanto, a la imposibilidad de un retorno. No obstante también
hemos mencionado en innumerables ocasiones que toda noción en Benjamin no
debe ser comprendida como petrificada o estática en sus comportamientos,
precisamente por las semejanzas que cada noción polar presentaría con un
eventual y aparente opuesto. De esta manera, la figura del destino puesto en el
placer, parece no sólo aludir literalmente al componente de azar del juego y su
incorporación a la experiencia cotidiana, mediante la idea de que dicho azar se
trataría —para el apostador— de una suerte de “ley secreta” operando
silenciosamente. Es decir, no se trataría únicamente de aquel “sentir” del
apostador que atribuye su buena racha a una predestinación tramada por el
universo: poner el destino en el placer, además —y de ahí al parecer su relación
con la prostitución— se trataría de la cuota monetaria dispuesta como permanente
retornar de un tiempo ya pasado y la promesa de futuro determinado, y en este
caso además, del componente de culpa anclado a la idea del destino. En otras
palabras, se trataría literalmente de un “placer culpable”, es decir, de un placer
anclado en la propia culpabilidad dada por la destinación de la vida. En aquella
dirección señalará Benjamin: “De ahí la superstición en el jugador y en la
prostituta, superstición que establece las figuras del destino, que colma toda
diversión galante con la indiscreción y lascivia del destino, humillando ante su
trono incluso al placer.” [O 1, 1] (2013: p. 492). Por ello seguramente también
aludiría a “(…) la función dialéctica del dinero en la prostitución. Compra el placer
y se convierte a la vez en expresión de vergüenza. [Pues] (…) la sinvergonzonería
arroja la primera moneda a la mesa, la vergüenza cien más para taparla.” [O 1 a,
4] (Op. Cit. p. 493).

Por tanto, la culpa parece sintomáticamente denotar para Benjamin un modo de


determinación de la vida sometida a la figura del destino y, sin embargo, en el
juego de azar y en la prostitución dicha predestinación anclada en la figura de la
culpa adquiere, también, un giro dialéctico. Giro mediante el cual sería posible
observar una potencia revolucionaria en aquello que, justamente, en principio
operaría como forma de sometimiento para la vida misma. Por ello, finalmente,

196
Benjamin declararía en uno de los fragmentos de su proyecto de los pasajes
parisinos que “En la prostitución se expresa el lado revolucionario de la técnica
(…) En efecto: la revuelta sexual contra el amor no surge solamente de una
voluntad fanática y obsesiva de placer, sino que también intenta conseguir que la
naturaleza sea dócil y se adapte a esta voluntad.” [O 2, 3] (2013: pp. 494 – 495).
Dicho de otra manera: si, de acuerdo a Benjamin, una cierta estructura del dinero
sólo se puede conocer por medio de la estructura del destino —y viceversa—, al
parecer tal estructuración radicaría como punto común en la culpa como
instrumento predominante de la predestinación y, por supuesto, de cierto uso de la
moneda como pago. Ahora bien, el uso del dinero como signo de culpa y,
fundamentalmente, el “uso” placentero del destino y su culpabilidad emparentarían
a prácticas como el juego de apuestas y la prostitución. En ese sentido, por tanto,
no parece descaminado suponer que el componente revolucionario que Benjamin
le atribuye a la prostitución sea, en parte, también un atributo del juego de azar en
particular y de la figura del juego en general, tal como se describe en el ensayo
sobre la reproductibilidad técnica, a saber, una relación de adaptación dócil de la
naturaleza a una voluntad, en este caso, de placer. Una voluntad que primaría
como relación para con el mundo en la época de la segunda técnica. Una
voluntad, finalmente, de aproximación a las cosas.

4. ¿Juego y revolución?

El día 6 de mayo del año 1933, Walter Benjamin señalaba en una carta dirigida a
Gretel Karplus, esposa de Th. Adorno:

“Los últimos esfuerzos que he hecho por endulzar las primeras horas de
la tarde con la ayuda de un compañero ajedrecista hasta ahora han
fracasado lamentablemente. Hasta me daría por satisfecho con jugar al
«sesenta y seis» o al dominó, pero la gente es demasiado seria para

197
hacerlo, puesto que no hace nada racional la mayor parte del tiempo.”
(Benjamin, 2008: p. 180)

Con seguridad un comentario como éste deja de ser trivial a la luz de lo hasta
ahora revisado por nosotros; o mejor dicho, líneas como aquellas, escritas con el
aparente candor propio de una anécdota menor, en rigor parecen denotar algo de
mayor importancia para el discurso benjaminiano. De esta manera, es posible
observar en tales palabras la modulación en principio polar de dos ideas
recurrentes en nuestro análisis, a saber, juego y seriedad. Igualmente, del lado de
la seriedad, emerge aparejada la “razón”: de acuerdo a Benjamin, sus vecinos son
demasiado serios para jugar porque, contradictoriamente, la mayor parte del
tiempo no lo son. En ese sentido, resulta además del todo interesante constatar
cómo inclusive en segmentos anecdóticos y aparentemente anodinos de su
escritura, Benjamin reitera aquella “fórmula” de una dialéctica en reposo, mediante
una oscilación perpetúa expresada sin embargo como detención: la gente no
juega porque sea excesivamente racional, sino porque al no comportarse
racionalmente en general jugar sería, de por sí, excesivo. Negándose al juego, en
cambio, moderarían una falta de seriedad en la vida mundana. Dicha deducción
respecto al sentido de las palabras de Benjamin se encuentra, por supuesto, sobre
todo alojada en el esquema provisto por Goethe, uno de sobrada importancia para
Benjamin. En dicho esquema, recordemos, del lado de la seriedad nos
encontraríamos con una mesura y una contención propias de un raciocinio
acabado, a diferencia de la “libertad” gustosa y no constreñida de las formas
artísticas animadas por el juego. Pero todavía podríamos inferir un asunto más
desde aquellas líneas, motivo por lo demás sumamente problemático: si tal como
hemos señalado recientemente, Benjamin atribuiría al juego —de azar, por
ejemplo, pero también al juego en general— una expresión revolucionaria de la
técnica, dicha expresión potencial se encontraría, por tanto, al menos en principio
en “la vereda opuesta” a la seria racionalidad. Y si bien hemos remarcado en
innumerables ocasiones lo improcedente que resulta suscribir al pensamiento
benjaminiano en un esquema de polaridades en permanente oposición, sí al

198
menos cabría preguntarse si efectivamente Benjamin habría “apostado” por una
suerte de irracionalismo como expresión revolucionaria de la técnica. No obstante,
tal como señalábamos anteriormente, Benjamin aludirá en “El autor como
productor”, a la idea de que revolucionar la técnica implicaría modificarla —valga
la redundancia— técnicamente. ¿Y no es acaso la técnica un fruto de la razón?
¿No es acaso la segunda técnica, la del juego, una disposición vinculada con la
repetición propia de la ciencia? Tal vez la respuesta a tales preguntas se
encuentre, nuevamente, en la particular modulación de las confrontaciones
benjaminanas; una que, en este caso, probablemente anuncie que la cara reversa
a la razón sea “otro tipo” de racionalidad, una ya no arraigada en aquella cuyo
soporte, finalmente, era de carácter mítico o religioso 55. Al respecto, tal vez una
pista de utilidad pueda ser provista por un breve fragmento escrito por el filósofo y
profesor francés Émile-Auguste Chartier (1868 - 1951), conocido por el apodo de
Alain; dicho fragmento es recuperado por el propio Benjamin en su proyecto sobre
los pasajes parisinos en donde señala lo siguiente:

“La noción… del juego… consiste en… que la partida siguiente no


dependa de la precedente… El juego niega enérgicamente cualquier
situación adquirida, cualquier antecedente… que recuerde servicios
pasados, y en eso es en lo que se distingue del trabajo. El juego
rechaza… ese cargante pasado que es el apoyo del trabajo, que
produce la seriedad, el cuidado, la atención a lo que vendrá, el derecho,
el poder… Esta idea de volver a comenzar… y de hacerlo mejor… suele
venir con el trabajo desafortunado, pero es… vana… y hay que tropezar
contra los trabajos mal hechos”56 [Envía a Alain, “Las ideas y las
edades”, pp. 183-184. París, 1927]. [O 12, 3] (Benjamin, 2013: p.
511).

55
Pues, bastará con recordar que Kant atribuyó a la posibilidad de la existencia de una entidad superior y
universal el carácter de “lógico”, en cuanto necesario para la subjetividad. En una dirección similar Hegel
articuló su pensamiento —especialmente en su juventud— sobre la base del axioma cristiano.
56
Las omisiones en la cita se encuentran de esa forma en el original.

199
Aparentemente, y si seguimos “al dedillo” las palabras de Alain, el juego para
Benjamin se diferencia del trabajo no tanto por la libertad que el primero implica
respecto al segundo, tal como lo señalaría por ejemplo Kant o más tarde Huizinga
(cfr. Supra), sino porque el juego no sería una actividad “acumulativa” o, mejor
dicho, “progresiva”, entendiendo el progreso como una apuesta hacia al futuro
engendrada por experiencias acumuladas en el pasado. Muy por el contrario, el
juego encarnaría en la figura de la permanente repetición porque su relación con
el pasado se encuentra debilitada y no ofrecería tampoco —al menos en
principio— mayores contemplaciones para con el futuro. El juego, en ese sentido,
sería una actividad cuya potencia radicaría en el mero presente. Una, diríamos,
potencia del —para el— presente. En ese sentido, el juego vendría a rechazar la
carga del pasado que no sólo produce trabajo, sino también seriedad, derecho y
poder. La potencia del juego entonces, en tanto que atención fundamental al
presente, parece dejar entrever una disposición particular con lo pasado. Una
disposición “dialéctica” y “materialista” con éste indicaría con probabilidad
Benjamin. De tal suerte, frente a una mirada rutinaria al pasado, que observa en
aquel una promesa del futuro por llegar, el juego sólo atendería al presente: en
definitiva, el juego no testifica en el pasado una experiencia posible, ni tampoco
atiende a la idea habitual de experiencia como acumulación de saberes
comunicables. El juego, en cambio, emparentado —al menos en ese sentido y tal
como señalábamos— con la ciencia, se replica en su actividad como siempre
nuevo y nunca definitivo. No obstante, ya lo comentábamos, es del todo llamativo
e incluso problemático que Benjamin utilice la analogía de la ciencia como
referencia para la figura de la repetición, siendo que en general la disciplina
científica se ha caracterizado modernamente por su estructura progresiva y su
acumulación de saberes. Tal vez la diferencia sustantiva radique específicamente
en la relación de la ciencia con la tradición: si bien el paradigma científico en su
práctica opera en general sobre la base de tesis consolidadas y apunta por tanto a
un mejoramiento del futuro en su actividad presente, es decir, si bien la ciencia es
también un modo de vinculación con su propia historia disciplinar, será el mismo

200
discurso científico el que en rigor se ofrece como “traición” a su pasado tradicional.
O dicho de mejor modo, lo denominado científico, en la medida en que requiere
permanentes certificaciones de sus postulados, tenderá a considerar su pasado
disciplinar como modulable, susceptible de ser falseado y, por tanto, ya no pétreo.
La ciencia “avanza” —diríamos coloquialmente— únicamente en la medida en que
es capaz de mejorar o incluso devastar las premisas de su pasado; el rito, en
cambio, no trasmuta ni modifica el pasado, lo hace revivir en el presente como si
nunca hubiese una modificación. El rito, sabemos, no trastorna lo pasado, sino
que lo recupera. ¿Qué tipo de racionalidad, por tanto, pareciera presentarse en la
propuesta benjaminiana? Una, por cierto, ya no vinculada a la idea de pasado
como soporte del porvenir e, igualmente, una con una debilitada relación con la
tradición. No obstante, también un tipo de racionalidad “dispersa”, “desatenta”, es
decir, que ya no congeniaría con las antiguas formas propias de la contemplación.
Un tipo de racionalidad “científica” mas sólo en tanto experimental, materialista y
reiterativa, es decir, solamente en tanto potencia para el presente y no tanto a
propósito de su faz progresiva de avance en el tiempo.

De tal suerte, lo que comienza a manifestarse en la noción misma de juego


señalada por Benjamin es, en rigor, una modulación específica de una deriva
mayor, a saber, una forma de relación con la Historia y principalmente una
disposición particular respecto el presente. En ese sentido, dicha disposición sería
también un efecto de transformaciones históricas, pero que apuntaría a un modo
distintivo de relacionarse con lo pasado. Por tanto, la Historia en Benjamin, en una
suerte de giro dialéctico como oscilación y reposo, es tanto causa como efecto 57
de las modificaciones perceptuales ilustradas por el juego. Percepciones que,
dicho sea de paso, no sólo alteran la “sensibilidad” del hombre, sino incluso las
relaciones espacio-temporales del sujeto, tal como lo señalaría Benjamin en su

57
Dicha aparente paradoja, insistimos, en parte se “resuelve” en el pensamiento benjaminio bajo la figura
de la puesta en reposos o suspenso del pendular entre polos en oposición. En dicho reposo, cada opuesto
termina por relacionarse con su contrario mediante semejanzas, y con ello los efectos estudiados darían
cuenta también de su carácter “originario”.

201
propia definición sobre el concepto de aura (cfr. Supra). En otras palabras, una
modificación en la percepción que es también una transformación del
pensamiento58, o al menos de la categoría relativa a la actividad del pensar en un
sentido tradicional. No obstante, hemos adelantado ya suficiente con tales
sentencias sin tomar mayores precauciones; por tanto, menester será darle
fundamento argumental a dichas declaraciones, en aras de dirigirnos hacia los
segmentos finales de la presente investigación y conseguir, esperamos, una
definición acabada de la idea de juego provista por Benjamin. Para ello,
deberemos volver primero a la problemática relación que Benjamin pareció
proponer respecto al potencial revolucionario en la merma de la tradición y, por
tanto, al potencial revolucionario del juego como manifestación de una depreciada
relación con la bella apariencia. En ese sentido, el así llamado “mesianismo” de la
propuesta Histórica benjaminiana puede resultar ineludible: nociones como
revelación, espera y sus vinculaciones con el derecho, el destino y la tradición al
parecer estarían dando cuenta de esa “revolución en el presente” que hemos
intentado consignar. Finalmente, en dicha terminología se propala también la idea
misma de “verdad” desarrollada por Benjamin, asunto de importancia si bien
lateral para la tarea que aquí nos hemos impuesto, de todos modos necesaria en
su revisión al menos somera. Y bajo esa línea sugerida, con seguridad quien nos
podría proveer de aclaradoras señas sobre el carácter mismo de lo mesiánico es
G. Scholem.

5. Mesianismo y juego.

Hacia la década del cincuenta del siglo pasado, Scholem reuniría gran parte de
sus anteriores estudios sobre la tradición judaica en un breve documento titulado

58
Considerando, por supuesto, el espacio y el tiempo como categorías fundamentales del sujeto en un
sentido kantiano y, por tanto, como elementos indispensables para el pensamiento en dicha línea
argumentativa (cfr. Kant, 2006). Pues, no olvidemos, Benjamin pareciera encontrarse en un permanente
diálogo con algunas de las premisas kantianas que más influenciaron el debate germano, tal como
esperamos en parte haber demostrado ya.

202
“Para comprender la idea mesiánica en el judaísmo”. En él, tal como lo delata su
título, la noción de mesianismo tendrá un protagonismo central, presentado
además bajo una hipótesis del todo llamativa: lo mesiánico en la historia del
judaísmo no poseería un carácter unitario; por el contrario, se debiesen establecer
al menos tres variantes de su interpretación en los estudios de los textos
sagrados. Aquella triada, además, delataría tres modalidades del propio judaísmo,
de su práctica y su discurso. Y será precisamente aquella primera definición de
Scholem la que nos puede brindar, sin duda, más de alguna pista sobre el modo
en que su antiguo amigo, Walter Benjamin, pareció de alguna forma suscribir a un
modo específico de la idea de una temporalidad mesiánica:

“Visto como un fenómeno socio-religioso, allí donde el judaísmo rabínico


se nos presenta más vivo actúan tres tipos de fuerzas: conservadoras,
restauradoras y utópicas. Las fuerzas conservadoras parten del
mantenimiento de lo que se posee y que en el contexto histórico vital del
judaísmo siempre ha estado amenazado. Entre las que actúan en el
judaísmo son éstas las fuerzas más visibles, las que primero se
aprecian a simple vista. Han dejado su mayor impronta en el mundo de
la Halajá, de la formación, permanente custodia y desarrollo de las leyes
religiosas. La Ley dictaba la actitud vital de los judíos en el Exilio, el
único marco en que parecía posible una vida a la luz de la revelación
del Sinaí. No es de extrañar que congregara en torno suyo a las fuerzas
conservadoras. Las fuerzas restauradoras son aquellas que se orientan
a la recuperación y reconstrucción de un estadio pasado que se
considera ideal o, dicho más precisamente, de un estadio que en la
fantasía histórica y en la memoria nacional es el imaginario del estadio
de un pasado ideal. Aquí la esperanza se dirige hacia atrás, a la
reconstrucción del estado original de las cosas y a una «vida con los
padres». Pero existen también otras terceras fuerzas, renovadoras y
orientadas al futuro, que se alimentan de una visión del futuro y de una
inspiración utópica. Trabajan en pro de un estado de cosas que todavía
nunca ha existido. El problema del mesianismo se plantea en el

203
judaísmo histórico bajo la influencia de estas tres fuerzas.” (Scholem,
2008: p. 101).

Tales “fuerzas” por tanto, tal como las denominó Scholem, se encontrarían en
permanente tensión en la base misma del judaísmo rabínico. No obstante, en
primera instancia —y pese a lo anteriormente insinuado— parece inapropiado
asignar a la propuesta benjaminiana el talante de alguna de aquellas tres
descripciones, pues aquellas se ofrecen todavía en exceso taxativas. Por ello
también resulta del todo necesario incorporar la siguiente aclaración del propio
Scholem, citada aquí nuevamente en extenso:

“Naturalmente, por muy decisiva que haya sido su aportación e


importancia en la conservación de la sociedad religiosa judía, las
tendencias conservadoras no han tenido parte alguna en la formación
del mesianismo dentro de esa sociedad. Pero sí la han tenido las otras
dos tendencias que he caracterizado de alguna manera como
restauración y utopía. Ambas están íntimamente entrelazadas, aunque
sean de naturaleza contrapuesta, y la idea mesiánica ha cristalizado a
partir de ambas. Nunca ha faltado por completo ninguna de las dos en
las apariciones históricas e ideológicas del mesianismo. Lo que sí ha
variado mucho es la proporción entre ellas. Los diferentes grupos de la
sociedad judía han puesto el acento en posiciones muy diversas
respecto a estas tendencias y fuerzas. Nunca se ha dado en el
judaísmo un equilibrio armónico y pacífico entre el momento restaurador
y el utópico. A veces aparece extremadamente acentuada una
tendencia mientras la otra se reduce al mínimo, pero nunca
encontramos un «caso puro» en el que exclusivamente actúe y cristalice
una de las dos tendencias. El motivo es claro: también lo restaurador
tiene momentos utópicos y en lo utópico se contienen a su vez
momentos restauradores.” (Op. Cit. pp. 101 – 102).

Nos hemos dado la licencia de citar extensivamente ambos segmentos por su


valor altamente ilustrativo: gracias a ellos por fin es posible comenzar a elaborar el
contorno de una posible interpretación sobre el apronte mesiánico de la propuesta
204
histórica de Benjamin y, todavía más, de la importancia de la noción de juego en
dicha trama de sentido. Tal descripción, por supuesto, se encuentra dada por la
relación compartida entre utopía y restauración en el mesianismo rabínico. Una
relación, además, que patenta una particular modulación sobre el tiempo. Una en
donde “Lo totalmente nuevo tiene elementos de lo totalmente viejo; y, a su vez, lo
viejo no es el pasado realmente sucedido, sino un pasado iluminado y
transformado por el imaginario, un pasado sobre el que se ha posado ya el
resplandor de la utopía.” (Op.Cit. p. 102). Un tiempo, por tanto, que atendiendo a
las premisas del pasado, sólo podría ver en dicho pasado la consagración de un
porvenir. Un tiempo, entonces, que no pretende conservar lo pasado —como si
permaneciera vivo en el instante de su observación—, sino que se acercaría a
dicho pasado en cuanto posibilidad de un futuro posible, uno distinto, uno mejor.
Pero a la vez, aquel “futuro mejor”, aquel porvenir, no sería el mero
desmantelamiento de lo ya realizado: sería una “puesta en obra” de lo pasado, al
menos de aquel surgido desde las perspectivas de un futuro posible.

En otras palabras, si seguimos la definición ofrecida por Scholem, con


probabilidad podamos catalogar a Benjamin como un “utopista-restaurador”, en
relación a su propia propuesta histórico-materialista, en la medida en que se
condice plenamente con el particular modelo dialéctico adoptado por su forma
argumental: futuro y pasado, como polaridades conceptuales en aparente
oposición, se reúnen mediante un movimiento pendular operando a diferentes
“frecuencias” o “intensidades”. Así, tal como la mayor parte de las polaridades
surgidas en el ensayo sobre la reproductibilidad técnica, si bien sería posible
esquemáticamente separar —para su identificación— ciertas fuerzas en aparente
oposición, tales como valor exhibitivo y valor cultual, primera y segunda técnica, o
lo que nos ha traído aquí, a saber, el juego y la seriedad, al final de cuentas tal
polaridad sería solamente la expresión manifiesta de intensidades en permanente
tensión. Dicha tensión, entonces, también sería un vínculo inseparable entre
aquellas nociones que erróneamente podrían considerarse como irreconciliables.
En este caso en particular, pasado y futuro quedan finalmente vinculados por una

205
tensión expresada en el presente. Así, el presente no sería la síntesis del pasado
y el futuro, sería en cambio un movimiento pendular entre ambos 59. De esta
manera, el presente se ofrecería como una potencia del porvenir, pero también de
lo pasado. Y al parecer es aquella misma relación de tensiones entre polaridades,
como una energía en potencia, la que se estaría presentando en Benjamin como
parte del modelo dialéctico propuesto por él. Al respecto, de hecho, nuevamente
algunas sentencias de Scholem tal vez consigan ilustrar en qué medida, para
Benjamin, el materialismo histórico-dialéctico y el mesianismo rabínico serían
también tanto fuerzas en oposición como polaridades relacionadas íntimamente
gracias a la tensión entre ellos:

“(…) todo ser que surge tras el tsimtsum60 encierra una honda
dialéctica: por todas partes la nada originada por el tsimtsum se inscribe
dentro del ser. Nada hay que sea puro ser y nada hay que sea puro no-
ser.” (Op. Cit. p. 73).

Evidentemente, las palabras anteriores, no contando con un estudio más acabado


sobre la tradición judaica, han de ser tomados por ahora meramente como una útil
ilustración o, a lo sumo, una explicativa metáfora. Pero al menos un dejo de
semejanza se hace notar en tales líneas: ya en la tradición cabalística —que
Benjamin estudió con convicción— se precipita una oscilación entre polaridades
en el cimiento del relato por el origen, cuya forma parece bastante similar a la
relación oscilatoria de las polaridades en tensión de su pensamiento dialéctico.
Dicho de otro modo: en Benjamin, como hemos remarcado en más de alguna
oportunidad, los opuestos son también semejantes, aunque todavía diferentes. Por
tanto, sus semejanzas quedarían condicionadas a una intensidad dotada por la
59
Por tanto, el problema que estaría visualizando Benjamin respecto al pensamiento de sus
contemporáneos, en especial del fascismo, la social democracia y el comunismo ortodoxo, es que llevan al
límite su “pulsión” conservadora, restauradora o utópica, sin atisbar que la pureza de tales fuerzas es
inexistente. Y que poner en práctica actos que tiendan a “depurar” tales fuerzas es, por supuesto,
desastroso.
60
Tsimtsum: en la tradición cabalística, el término alude al principio de contradicción emanado de la idea de
una creación divina surgida desde la nada.

206
Historia, o incluso, por las condiciones del tiempo. En definitiva, aquellos “todavía”
y “también” serían condicionales a la luz del presente. Y será entonces en esa
potencialidad del presente como situación de una intensidad posible que se
manifestaría una relación restauradora con el pasado, y utópica respecto al futuro.

En aquella dirección el juego, como permanente repetición experimental y como


merma respecto a una intensidad de la tradición, parece ofrecerse por tanto como
una fuerza “contra-conservadora”, pues su ejercicio apelaría a la transformación
de lo dado. O incluso más: al desmoronamiento de la premisa de una base
anterior como sustento del presente. El juego, como repetición —señalábamos—,
en su sentido más literal, a saber, en el acto mismo de jugar, implica tácitamente
comenzar “limpiamente”: cada nueva partida se inicia sin considerar la anterior.
Pero ese nuevo inicio también se ofrece como presente “puro” y, por tanto, como
la manifestación de una tensión entre lo pasado y el porvenir. De tal suerte, si
consideramos que el juego nunca es “sólo juego” —pues ha de compartir
relaciones tentativas con la seriedad y el trabajo—, éste ha de manifestarse en
tanto que intensidad del presente también como pasado y futuro.

Ahora bien, volvamos sobre una sentencia de Benjamin aludida aquí con
anterioridad, a saber, “(…) dado que el destino, verdadero ordenamiento del
eterno retorno, sólo impropiamente, es decir, parasitariamente, puede definirse
como temporal, sus manifestaciones buscan siempre el tiempo-espacio.”
(Benjamin, 2006: p. 347). Dicha frase, mencionábamos, da cuenta de la particular
relación que Benjamin mantiene con el talante “narrativo” de la temporalidad
histórica, pero también de la implícita relación atribuida al destino —como
formulación espacio-temporal— con la percepción aurática, entendida esta última
como modulación específica del tiempo y el espacio. Pues, en ese sentido, el
juego, en tanto polaridad en tensión al interior del concepto de obra de arte,
parece adoptar también la forma ilustrativa de una disposición diferente frente a la
temporalidad: por una parte, el juego de azar “prostituye” al destino, profanándolo;
por otro, el juego al interior de la obra de arte se ofrece como una relación gozosa,
repetitiva y experimental, que apunta desde su filiación con la segunda técnica a la
207
reconciliación con la naturaleza. Pero también el juego en la obra de arte, como
repetición y experimentalismo, se manifestaría como una disposición distinta
respecto a la temporalidad, eludiendo el tradicional carácter progresivo atribuido a
la Historia, o mejor dicho, mermando a la tradición misma como forma de relación
con el tiempo. En ese sentido, por ejemplo, y volviendo sobre algunas de las
sentencias benjaminianas aquí revisadas, parecen adquirir mayor resonancia las
siguientes líneas:

“La creencia en el progreso, en una infinita perfectibilidad —tarea infinita


en la moral— y la idea del eterno retomo, son complementarias. Son las
antinomias irresolubles frente a las cuales hay que desplegar el
concepto dialéctico del tiempo histórico. Ante él, la idea del eterno
retorno aparece como ese mismo «chato racionalismo» por el que tiene
mala fama la creencia en el progreso, que pertenece al modo de
pensamiento mítico tanto como la idea del eterno retorno.” [D 10 a. 51]
(Benjamin, 2013: p. 144).

De tal suerte, y para no reiterar ideas ya someramente desplegadas en el presente


estudio, podemos agregar al amparo de la ya señalado lo siguiente: la
predestinación como modelo de un porvenir se encontraría justificado en un patrón
de percepción del tiempo y el espacio, cuya cifra estaría anclada en el mito, la
magia y el rito. Dicho porvenir, además, encontraría su justificación en el retornar
permanente del pasado como acumulación y progreso, es decir, como tradición
legada gracias a las posibilidades de la experiencia. Finalmente, la actividad
ritualista, en tanto puesta en obra de un pasado como presente, tendría como
horizonte el fin del tiempo mismo, es decir, su culminación 61. De esta manera,
aunque pareciera en principio contradictorio, la “repetición” del rito sería en rigor la
puesta en marcha de un tiempo infinito que desea “avanzar” hacia su culminación;

61
De alguna manera, lo que Benjamin parece desear expresar es que, en efecto, el progreso como tarea
infinita y la noción de eterno retorno no son más que “dos caras de la misma moneda”. O en otras palabras,
que aparentando una irreconciliable oposición, finalmente pertenecen al mismo tipo de disposición frente al
mundo.

208
en cambio, los modelos de relación con el tiempo y el espacio propios de la época
de la segunda técnica anunciarían un estado de efectiva repetición, no ya como
reiteración de lo pasado como presente, sino del presente mismo como energía de
tensión entre polaridades contrapuestas: el pasado y el futuro. Por tanto, la así
llamada “redención” del pasado (Cfr. Oyarzún, p. 48. En Benjamin, 2009) sería,
proponemos, una salvación de lo pasado respecto a sus determinaciones
tradicionales. Así, indicará Benjamin:

“(…) la imagen de felicidad que cultivamos está teñida de parte a parte


por el tiempo al que nos ha remitido de una vez y para siempre el curso
de nuestra vida. Una felicidad que pudiera despertar envidia en nosotros
la hay sólo en el aire que hemos respirado, en compañía de hombres
con quienes hubiésemos podido conversar, de las mujeres que podrían
habérsenos entregado. En otras palabras, en la representación de la
felicidad oscila inalienablemente la de la redención [Erlösung]. Con la
representación del pasado que la historia hace asunto suyo ocurre de
igual modo. El pasado lleva consigo un secreto índice, por el cual es
remitido a la redención. (…) Entonces nos ha sido dada, tal como a
cada generación que nos precedió, una débil fuerza mesiánica, sobre la
cual el pasado reclama su derecho.” (Ídem).

No volveremos ahora sobre la idea de “débil fuerza mesiánica”, pues nos desviaría
del sendero que en este momento deseamos recorrer. Pero sí al menos hemos de
señalar como dicha débil fuerza mesiánica, o mejor, como aquel mesianismo que
convive internamente con una tensión entre recuperación y utopía, decanta en una
disposición específica respecto al tiempo. De tal suerte, tal como lo señalaría
Benjamin en las líneas anteriores, el porvenir —la felicidad—, en tanto posibilidad,
se encontraría “teñido” de lo ya ocurrido en el curso de una vida; y por otro lado, el
pasado, como representación de la historia, o mejor dicho, como representación
en el presente de la historia, se denotaría también un “posible”. Dicha posibilidad
encarnaría la “redención”, como modulación del pasado y no como observación de
éste. En otras palabras, redimir lo pasado no sería tanto “descubrir” lo ocultado por
la tradición, sería, incluso más, concebir al pasado como posibilidad, como
209
potencia del presente. Así, nos encontraríamos ante un modelo de la historia que,
en su vertiente mesiánica, concibe al presente como una zona de tensión entre
dos potencias en disputa —el porvenir y lo pasado—, siendo tales potencias
concretadas como fuerza en ejercicio solamente en la zona de tensión, a saber, lo
presente. Ello, insinuábamos, daría cuenta también de una potencial
transformación en los modelos de relación con el tiempo, pero también con el
espacio. Aquella transformación, al menos en cuanto al tiempo, se encontraría
anunciada en la intensidad del juego frente a la seriedad como merma con la
experiencia, como merma con la tradición. En ese sentido, por tanto, el modelo
“progresivo tradicional” de la historia, o mejor, del sujeto respecto a la historia y su
naturaleza ya exhibiría el origen de la transformación suscitada por la segunda
técnica; y en ese sentido, también, el modelo histórico-materialista de Benjamin se
fundaría en parte sobre dicha modificación. Después de todo, citábamos ya:

“En la representación de la sociedad sin clases, Marx ha secularizado la


representación del tiempo mesiánico. Y es bueno que haya sido así. La
desgracia empieza cuando la socialdemocracia elevó esta
representación a «ideal». El ideal fue definido en la doctrina
neokantiana como una «tarea infinita». Y esta doctrina fue la filosofía de
la escuela del partido socialdemócrata (…).” (Benjamin, 2009: p. 66
[nota 39]).

Queda, no obstante, analizar con mayor detalle el “origen” de dicha transformación


en la relación con el tiempo, la secularización del tiempo mesiánico como futuro
posible, la idea de Benjamin respecto al presente como posibilidad o potencia del
porvenir y, por supuesto, el lugar que ocuparía el juego en dicha trama de sentido.
Dedicaremos por tanto el siguiente segmento a desplegar de forma más acabada
tales relaciones.

6. El origen de la segunda técnica y la intensidad del juego.

Comentábamos ya en ocasiones anteriores que, de acuerdo a Benjamin,


210
“El origen de la segunda técnica hay que buscarlo allí donde, por
primera vez y con una astucia inconsciente, el ser humano empezó a
tomar distancia frente a la naturaleza. En otras palabras, hay que
buscarlo en el juego.” (2003: p.56).

De acuerdo a lo señalado por nosotros, dicho origen de la segunda técnica —en


tanto que distancia respecto a la naturaleza— debiese ser estimado de formas
diversas. Primero, porque ha de atenderse a la relación eminentemente
“distanciada” del régimen aurático benjaminiano, uno que además parece de
alguna forma vincularse con la distancia contemplativa propuesta como fórmula
por cierta tradición post-kantiana. Segundo, porque dicho distanciamiento parece
también aludir a la diferenciación con la “naturaleza” en su sentido más coloquial,
a saber, como instante previo al surgimiento de la cultura, las sociedades y las
tecnologías. No obstante, a la luz de lo recientemente expuesto, el sentido de una
frase como aquella podría adquirir una dirección más: el origen de la segunda
técnica y, por tanto, el surgimiento del juego, pareciera emerger como una
emanación desde los “tiempos” de la primera técnica. Ello en la medida en que la
distancia frente a la naturaleza fuese efectivamente también un modo de
“comportamiento” propio del régimen aurático ritualista descrito por Benjamin, una
“distancia por cercana que pueda estar”. O en otras palabras, una posible
contemplación del entorno: el mundo como paisaje. Sin embargo, el juego, en
cuanto encarnación ilustrativa del modus operandi de la segunda técnica, tendería
a modelos de recepción táctil —señalaría Benjamin—, a un permanente interés de
la masa por acercarse a las cosas o aproximar las cosas para sí. ¿De qué manera
entonces el juego se encontraría en ese “instante” en donde, contradictoriamente,
el ser humano se distanciaría de la naturaleza? Con suma probabilidad, la
respuesta a aquella aparente contradicción esté dada nuevamente por el
movimiento provisto por la tensión generada entre polos en aparenta oposición: el
juego, como reiteración y experimento, sólo sería una disposición que surge una
vez que la naturaleza se torna un “otro”. En otras palabras, la necesidad de
acercarse a las cosas solamente sería posible en la medida en que esas cosas se

211
encuentran distantes. De ahí probablemente que Benjamin haya descrito a la
primera técnica como un estado de dominación de la naturaleza, y a la segunda
como una necesidad de reconciliación, pues, habiendo domesticado y reformulado
el mundo62, la humanidad —encarnada ahora en la masa— pareciera querer
volver a reintegrarse con aquel escenario que se le ha vuelto ajeno.

Por ello probablemente el shock sea, de acuerdo a Benjamin, el modo principal de


relación perceptiva en el mundo de la técnica mecanizada, en la medida en que el
estímulo del entorno —en tanto que un “otro”, ajeno y distante— se ofrece a la
percepción a la manera de una agresión traumática; luego, el shock “fortalecería”
las capacidades de subsistencia en el entorno, potenciando el ánimo de
acercamiento respecto al mundo. En ese sentido, sólo un “otro” podría afectar
traumáticamente; pero también la permanencia del trauma posibilitaría el
fortalecimiento de las capacidades de resistencia frente a él. De tal suerte,
nuevamente la doble disposición de las categorías benjaminianas, que con su
oscilación ofrecen siempre un “tercero” potencial como fuerza de atracción y
repelencia, indicaría que aquel mundo “otro” es primero distancia, luego también
proximidad posible. Pero cabe todavía preguntarse por qué en el juego
precisamente, y no por ejemplo, en la seriedad, se ilustraría con mayor rigor el
origen de la segunda técnica. Probablemente ello se deba a que el juego, como
reiteración permanente y como modulación perceptual específica respecto al
tiempo, daría cuenta del “acostumbramiento” moderno ante la violencia traumática
de los estímulos del entorno y, por ende, de un eventual intento por hacer de aquel
otro parte de sí. Ya no hablaríamos entonces de un “desinterés” estético que se
distancia para desplegar un pensamiento en ocasión del mundo, sino que se
estaría señalando una forma de operar que esperaría que aquel mundo no se

62
Tal vez sea motivo de extrañamiento el uso no diferenciado que hemos dado aquí a las nociones de
mundo y naturaleza. Ello porque, no sólo en la tradición filosófica, sino incluso en el habla cotidiana, aluden
a cuestiones por lo pronto muy distintas. Pese a ello, tácitamente aquel uso casi analógico por el cual hemos
optado quisiera comunicar —al menos tácitamente— una importante filiación entre aquellas categorías. De
esta manera, si bien naturaleza y mundo no deben ser estimados como sinónimos, sí en ambos casos
hablaríamos al menos de un entorno para lo humano.

212
disponga ya meramente como estímulo: si el entorno violenta y si dicha violencia
fortalece, es porque aquel entorno ya no es “sólo una representación”, aunque en
rigor se trate efectivamente de una representación que estimula. En otras
palabras, la segunda técnica sería también el “momento” en donde ya no es
posible del todo ponerse “a salvo”63 de las intensidades emanadas por lo que nos
rodea y, sin embargo, sería del todo posible integrar dichas intensidades a una
vida que también se ha vuelto técnica. Es decir, el mundo técnico, violentando
perceptivamente a la humanidad, ha tecnificado lo humano; la humanidad,
tecnificada por su propio hacer frente al mundo, deberá —según Benjamin—
reconciliarse con aquel mundo vuelto un “otro”. Es decir, reconciliarse con la
propia técnica que ha originado. Ahora bien, literalmente Benjamin señala en su
ensayo sobre la reproductibilidad técnica:

“(…) es muy discutible caracterizar la finalidad de la segunda técnica


como el «dominio sobre la naturaleza»; sólo la caracteriza si se la
considera desde el punto de vista de la primera técnica. La intención de
la primera sí era realmente el dominio de la naturaleza; la intención de
la segunda es más bien la interacción concertada entre la naturaleza y
la humanidad.” (Benjamin, 2003: p. 56).

Es preciso en ese sentido volver sobre dicha frase a la luz de lo recientemente


expuesto, en la medida en que ya estaríamos en condiciones de consignar un par
de asuntos más. Uno de ellos, por ejemplo, mantiene relación con la noción de
reconciliación entre la naturaleza y la humanidad o, como señala literalmente
Bejnamin, de interacción concertada, es decir, de actividad coordinada. En ese

63
Encontrarse “a salvo” en este caso, por supuesto, refiere principalmente a las posibilidades surgidas de la
tradicional experiencia estética, una que se define por su manifestarse puramente en cuanto
representación, puesta en escena o ficción. Por tanto a una “sensación” de seguridad. Ahora bien, lo
problemático de este punto es que, por una parte, Benjamin asegura que el juego permitiría confrontar a la
amenaza de lo real, haciéndola controlable. Y por otro, pareciera indicar que el juego no permitiría ponerse
del todo a salvo mediante la conformación de una distancia “estetizada”. La contradicción, intuimos, de
alguna forma se resolvería en la posibilidad de “entrenamiento” mediante el “trauma” abordado por
Benjamin. Es más, también por una “conciencia representacional” que, bordeando el cinismo, se encontraría
en el ánimo de juego. Por supuesto, abordaremos con mayor detalle todos esos asuntos en lo sucesivo.

213
sentido, si nos remitimos particularmente a aquel estado de concertación entre
aquello en principio radicalmente diferente a lo humano, a saber, la naturaleza,
hemos de considerar también que aquella coordinación reconciliadora se estaría
gestando de la mano de un sistema de aparatos que “violenta” la vida misma de la
humanidad. Es más, el propio Benjamin agregaría en una nota marginal y
divergente luego del párrafo anterior:

“Contribuir a que el inmenso sistema técnico de aparatos de nuestro


tiempo, que para el individuo es una segunda naturaleza, se convierta
en una primera naturaleza para el colectivo: esa es la tarea histórica del
cine”. (2003: p. 56).

Dicha cuestión, entonces, parece crucial frente a lo que hemos señalado. Ello en
la medida en que resuenan en tales palabras una suerte de mesiánica
restauración para el presente de un pasado posible, de un pasado futuro. Pues,
atendiendo a dicho señalamiento, la maquinaria tecnificada y su sistema de
aparatos, mediante el ejercicio repetitivo y continuo de tales aparatos, es decir,
mediante su agresión traumatizante, estaría supuesta y potencialmente gestando
una restitución de la primera naturaleza mítica para la colectividad. No obstante,
nuevamente recaemos en una de las particulares modulaciones argumentales de
Benjamin, a saber, un estado de la situación encarnada en este caso en el juego
que, en su intensidad, estaría convocando fuerzas del pasado para el presente.
De este modo, no se trataría, insistimos, de una restitución del régimen aurático y
su carácter mítico mediante el acostumbramiento al shock de la técnica, ni
tampoco de un régimen puramente tecnificado de la vida como utopía posible, sino
de una “connaturalización” de esta nueva naturaleza cultural, de este entorno
tecnificado. Así, la intensidad de la relación aurática con el mundo no podría
retornar como tal, en parte porque la naturaleza —o incluso el mundo— ya se
ofrece como tecnificada. En parte, porque la naturaleza ya se ha constituido sobre
la base del juego.

214
7. El “estilo juvenil” como resistencia del arte frente a la técnica.

Si seguimos por tanto las ideas recientemente referidas, se comprenderá —


esperamos— que finalmente las dos fuerzas en aparente oposición, a saber, rito y
exhibición, son polos que también se ven atraídos por la tensión que en ellos se
generaría. De esta manera, dependiendo de las particularidades de cada época,
de cada momento de la historia, uno u otro polo emergería con mayor
protagonismo, opacando a su opuesto/consorte. Dicho aparecer mermado de un
polo sería también el registro de un tiempo distinto al presente, del fallecimiento de
una época. Pero no sería, necesariamente, la oferta de un porvenir ante la idea de
que “todo pasado retornará”; ello porque finalmente el residuo de pasado que se
manifestaría en el aparecer mermado de uno de estos polos —en este caso del
ritual— se nos mostraría en el presente sólo como —valga la redundancia—
presente, es decir, el carácter “puro” de dicho pasado se ocultaría al aparecer del
presente, no pudiendo anticipar del todo cómo será el mundo por venir al
momento en que dicho polo adquiera nuevamente una intensidad que lo dote de
protagonismo. Por ello, en un giro mesiánico “utópico-restaurativo” por parte de
Benjamin, si bien en el pasado se ofrecerían signos del futuro, tales signos ya
estarían modelados por el proyectado porvenir del presente.

Tal vez por ello Benjamin haya observado en ciertas prácticas del arte y la
arquitectura la aplicación de una política conservadora, o incluso lisa y llanamente
errada. No solamente aludiendo a los casos más evidentes de filiación entre arte,
fascismo y guerra, por ejemplo, sino también en movimientos en apariencia
“ingenuos” o, incluso, en la obra de personajes que causaron en él un importante
impacto, como Baudelaire. Y aunque, nuevamente, hemos de considerar que
aquellos diagnósticos benjaminianos habitualmente evitaban emanar de entre sus
letras algún tipo de sentencia demasiado taxativa, so riesgo de traicionar un
modelo dialéctico en permanente oscilación, al menos un asunto aparece como
215
notorio: ciertas prácticas del arte errarían su cometido —su función histórica y
social— al intentar “forzar” un retorno del mito y el rito, o bien al técnicamente
“maquillar la fractura” de la percepción aurática. Ello porque dicho retornar forzado
pareciera propalarse como un nuevo intento de dominación de la naturaleza —
incluso en su acepción literal— y no la coordinación con ella. De tal suerte, por
ejemplo, con Benjamin tomando las palabras de R. Caillois para una de las
anotaciones de su proyecto sobre los pasajes de París, pareciera apuntar esta
declaración en dicha dirección:

“La elección de la vida urbana en calidad de mito significa


inmediatamente para los más lúcidos una aguda toma de partido de
modernidad. Sabemos el sitio que tiene en Baudelaire este último
concepto… Se trata aquí, dice, de la cuestión «principal y esencial», la
de saber si su tiempo posee «una belleza particular, inherente a nuevas
pasiones». Conocemos su respuesta: (…) «lo maravilloso nos envuelve
y nos sacia como la atmósfera: pero no lo vemos…» [Baudelaire, Salón
de 1846, cap. XVIII] (Benjamin, 2013 : p. 569. Envía a Roger
Caillois, “Paris, mythe moderne”, Nouvelle Revue Françoise XXV,
284, 1 de mayo 1937, pp. 690-691).

Ya en segmentos anteriores hemos mencionado, al menos someramente, el


carácter que Benjamin le atribuye a la obra de Baudelaire, a saber, una doble
condición o una suerte de ánimo en tránsito entre mistificación ritualista y
tecnificación maquinal; además expresadas ambas en parte en su disposición
particular frente al fetiche y la mercancía, así como ante los estados alterados de
la mente gracias a los efectos del alcohol y las sustancias alucinógenas. No
entraremos en detalle sobre eso aquí, pues no nos compete del todo, sin
embargo, sí podemos elaborar una observación con futuros réditos para nuestra
hipótesis: en el París del siglo XIX, en sus pasajes, en sus dandis y sus flaneurs,
en Baudelaire finalmente, se manifiesta un momento transicional de intensidad de
las fuerzas en oposición, expresada en una resistencia de ciertas prácticas del
arte a abandonar su supuesto “origen” y hacerse parte de su nueva función

216
histórica. Dicha resistencia, finalmente, decantaría en modelos de representación,
en discursos y relatos, que tenderían a replicar la antigua filiación ritualista con la
imagen y a diagnosticar de su tiempo un momento de patente misticismo. En otras
palabras y como una suerte de oxímoron, a proponer una “belleza moderna”, una
“atmósfera” mítica. Por ello, señalaría Benjamin en OdA, no es del todo extraño
que algunos de los primeros críticos del cine hayan sugerido como alabanza a las
potencialidades del filme, la posibilidad “artística” de recomponer en toda su
magnificencia las grandes y tradicionales narraciones, los grandes mitos heroicos
y trágicos. Una nueva teología del arte, señalaría Benjamin, expresada en el “arte
por el arte”, es decir, en una suerte de autonomía garantizadora del germen
expresivo y sentimental del “origen del arte” y, además, de su valor sustentado en
la idea misma de belleza.

Pero también aquel momento de “tránsito”, como lo hemos calificado aquí, se


expresaría en fórmulas para el arte dedicadas a la “recomposición” de aquello
fracturado por la técnica, como por ejemplo la naturaleza como motivo de
contemplación. Dicho procedimiento, de hecho, se manifestaría como una forzada
restauración de la naturaleza en medio del despliegue total de la técnica, a saber,
en medio de la urbe y su arquitectura. En ese sentido, el “Estilo juvenil” 64 —como
puede ser traducido literalmente—, pareciera encarnar de buena manera aquel
modo del arte de confrontar la tecnificación y recuperar “lo perdido” en el tiempo.
Dicha recuperación sin embargo —ya indicábamos— se torna artificial pues,
finalmente, también es mera técnica desplegada como si fuese naturaleza. Al
respecto, podemos encontrar variadas señales entre los apuntes sobre los pasajes
de París. Muchas de ellas apuntando en la dirección “transicional” de la capital
francesa de fines del siglo XIX, como si en aquella ciudad, en aquellos días, se
pudiese ilustrar plenamente el paso u oscilación desde una percepción ritualista

64
Jugendstil. Movimiento artístico alemán sumamente emparentado con el Art Nouveau, el Modern Style y
el Liberty o Floreale. Y si bien en cada región dicho movimiento tiene sus propias particularidades —de ahí
sus diferentes denominaciones, dependiendo del habla de cada país—, en términos generales se suele aludir
a dicho movimiento sencillamente como “modernismo”.

217
hacia una percepción dispersa. Y, por supuesto, Baudelaire emergería como un
caso dechado de dicho tránsito: “En una prefiguración del Jugendstil, Baudelaire
proyecta «Una habitación que parece la de un sueño, una habitación
verdaderamente espiritual…»” [Envía a: Charles Baudelaire. Le spleen de Paris.
París, ed. R. Simon, p. 5, «La habitación doble»] [S 5 a, 3] (Benjamin, 2013: p.
567). Doble condición la de Baudelaire, poeta ejemplar de la modernidad urbana,
pero también de un espiritualismo con tintes tardo-románticos. En otras palabras,
un poeta que todavía buscó la belleza por doquier, incluso en los aparatos y las
vitrinas que lo rodearon. No obstante, pareciera que en rigor sería en el Jugendstil
en donde se apreciarían con mayor claridad las características propias de un
quehacer artístico volcado hacia una resistencia frente a la tecnificación del
entorno y, fundamentalmente, frente al cambio de percepción suscitado por dichas
modificaciones técnicas. Al punto que Benjamin incluso se preguntaría si: “Quizá
habría que intentar llevar esta reflexión hasta el umbral de la guerra, siguiendo el
estilo juvenil [Jugendstil] hasta llegar a su repercusión en el movimiento juvenil
[Jugendbewegung]”65. [S 5, 3] (Benjamin, 2013: p. 566). Dicha relación que
Benjamin se encontraría modulando al momento de analizar al así llamado “Estilo
juvenil” se encontraría, precisamente, en el carácter eminentemente conservador
—e incluso retrógrada— de aquellos grupos juveniles de fines del siglo XIX y
principios del siglo XX y que, con el pasar de los años, serían el caldo de cultivo
para el surgimiento de las juventudes hitlerianas. Grupos, dicho sea de paso, a los
que Benjamin conocía de primera mano, pues en sus años escolares había
participado —incluso con fervor, como era común por aquellos días— de tales
reuniones. Así por ejemplo lo describirá Jaime Cuenca, en su ensayo “Un truncado
ideal de juventud: La vivencia del tiempo en Peter and Wendy”:

“Los orígenes del moderno ideal de juventud deben buscarse en las


últimas décadas del siglo XIX, cuando numerosos signos de posiciones
anti-modernas e irracionalistas comenzaron a aparecer y extenderse en
Alemania.”

65
Destacados en el original.

218
Y agregará

“Este clima intelectual encontró su cauce práctico en el movimiento


juvenil (Jugendbewegung), activo por toda Alemania a través de un gran
número de asociaciones desde el comienzo del siglo XX hasta los años
30. Surgido principalmente en las grandes ciudades alemanas entre los
hijos de la burguesía más modesta, el movimiento juvenil canalizó
durante un tiempo el descontento de toda una generación que se vio
inmersa, de un modo abrupto, en formas de organización plenamente
modernas. (…) El movimiento juvenil ansiaba un particular modo de vida
que la sociedad adulta de aquel tiempo no podía ofrecer: contacto con
la naturaleza frente a la vida urbana, sentido de la comunidad
(Gemeinschaft) en vez de sociedad (Gesellschaft), principio de
caudillaje (Führerprinzip) frente a la burocracia, desinterés frente a la
razón instrumental y aventura frente a la calculabilidad.” (Muñoz y Di
Biase editores, 2012: p. 159).

Dichas matrices en las raíces del movimiento juvenil, indicábamos ya,


paulatinamente llevarían al paroxismo sus postulados, transformándose en
verdaderos grupos paramilitares con ánimos antisemitas y xenófobos, cuyos
vínculos con el discurso caudillista los transformaría luego en las juventudes
hitlerianas (Cfr. Op. Cit. p. 160). Incluso el propio Cuenca se encargará de agregar
un dato más, absolutamente relevante para nuestros propósitos 66:

“Una evolución similar pero completamente independiente puede


observarse en el movimiento futurista italiano. Sin el toque nostálgico
del movimiento juvenil alemán y centrándose en el mundo del arte, los
futuristas exaltaron la juventud del mismo modo, quizá incluso con una
retórica más violenta. (…) En ambos casos, las demandas de libertad y
espontaneidad de una juventud que no encajaba en la rígida estructura

66
Para mayores referencias sobre la relación entre el “estilo juvenil” y su ánimo regresivo, véase también:
Cuenca, 2013: p. 63 y ss.

219
de la sociedad burguesa acarrearon finalmente el triunfo de su exacto
opuesto: tiranía y uniformidad totalitaria.” (Op. Cit. p160).

En ese sentido, resulta del todo llamativo que Benjamin de hecho se haya formado
en su juventud en el seno de tales movimientos (Cfr. Jarque, 1992: p. 23 y ss.). Y
tal vez la explicación de la posterior crítica que elabora, en su madurez, a la
transformación de aquellos movimientos juveniles se deba principalmente al “giro
materialista” de su pensamiento adulto. No obstante, hemos insistido en la
dualidad que marcaría el modelo de argumentación benjaminiano, y estimamos
que una posible explicación a dicha crítica se arraigaría nuevamente sobre aquella
matriz de perpetua oscilación: como si se tratara nuevamente de una tensión
gestada por intensidades dispares entre polos opuestos, aquello que en principio
parece potencialmente redituable para la “liberación” y el mejoramiento de lo
humano, a saber, un retorno a la naturaleza, una nueva relación con el mundo,
una emancipación del encorsetamiento de la razón meramente instrumental,
puede eventualmente tornarse puro ejercicio de opresión. El problema, por tanto,
no se encontraría en la premisa, sino en su “aplicación”. Dicha aplicación, hemos
considerado aquí, en parte se encontraría atestiguada por el “impulso” de ir contra
el tiempo presente y domesticar la naturaleza. En otras palabras, de gestar
modelos implantados de un posible futuro en el presente y de dominación de
formas del pasado. En ese sentido, “ir contra la corriente” o generar diagnósticos
“a contra pelo” —como coloquialmente se podría expresar— mostraría su cara
“revolucionaria” en tanto no intentaría hipotecar a fuerza el estatuto del presente
en aras de un porvenir y de un retorno. Por tanto, hablaríamos de un asunto de
“fuerzas”: en el caso del materialismo histórico benjaminiano, de una débil fuerza
mesiánica.

Pero también parece ser sintomático que la propia biografía de Benjamin


manifieste ese carácter oscilante, entre misticismo judaico, idealismo germano,
materialismo histórico y una extravagante mezcla de marxismo y filo-anarquismo.
Sintomático en la medida que el estilo juvenil, siendo una clara ilustración de una
práctica artística que ansía retornar a un momento pre-técnico, toma también la
220
forma grácil y voluptuosa de una visualidad que seguramente Goethe llamaría
como propia del juego, así como se convierte en claro hito de la desatención y el
divertimento.

Pero el estilo juvenil ya exhibiría para Benjamin, en su dualidad, también un


carácter crepuscular o de pasaje. Es decir, una zona de transición en donde se
delataría el fallecimiento de ciertas lógicas vinculadas con la primera técnica del
hombre. Una que todavía se encontraría presente por ejemplo en premisas
neokantianas, y cuyo desplazamiento filosófico marcaría también un cambio de
relación con el tiempo y el entorno. Por ello probablemente, y aludiendo a Hans
Vaihinger, afamado estudiante de Kant, Benjamin señalaría que “La filosofía del
como-si de Vaihinger es la última campanada del Jugendenstil.” [S 9 a, 6] (2013:
p. 573). En otras palabras, pareciera que el estilo juvenil —el modernismo— para
Benjamin sería la ilustración adecuada de una oscilación eminentemente, valga la
redundancia, moderna. De hecho, Benjamin describiría aquel momento
transicional del siguiente modo:

“En el Jugendstil la burguesía comienza a enfrentarse a las condiciones,


no ciertamente aún de su dominio social, pero sí de su dominio sobre la
naturaleza. La intuición de estas condiciones comienza a ejercer presión
sobre el umbral de su conciencia. De ahí la mística (Maeterlinck), que
busca detener esta presión; pero de ahí también la recepción de las
formas técnicas en el Jugendstil (…)”. [S 9, 4] (Benjamin, 2013: p.
573).

La técnica, ya instalada como forma propia de la modernidad, aparece en el estilo


juvenil con el rostro de una resistencia mística; una resistencia frente a la
evidencia que delataría el carácter dominador de la naturaleza. Por ello
seguramente Benjamin aludiría a que la primera técnica se encontraría
emparentada con el régimen ritualista y mágico, en tanto su proceder
“inconsciente” —si se nos permite el término— apuntaría a dicha domesticación de
lo natural. La mística, por tanto, aparece como el bálsamo necesario para integrar
una dominación del entorno, distinta a su plena comprensión y por supuesto a una
221
eventual reconciliación con aquel. Por ello, agregará Benjamin nuevamente
refiriéndose al escritor M. Maeterlinck: “El desarrollo que llevó a Maeterlinck, en el
curso de una larga vida, a una posición extremadamente reaccionaria, es lógico.”
[S 8 a, 6] (2013: p. 572). No obstante, si consideramos la descripción goethiana
sobre la particular tipología de la obra artística, notaremos que en ella “el juego”
forma parte de algunas formas plásticas muy propias del estilo juvenil: volutas y
diseños florales, líneas ondulantes que se asemejan a tallos y ramas, así como
motivos fantásticos para la imaginación en colores por momentos destellantes.
Dicho de otra manera, en el estilo juvenil y tal como lo indica su nombre en
alemán, algo de jovial se propala de sus formas e intereses, con lo que
perfectamente podría catalogarse como uno “lúdico” o, al menos, poco “serio” en
el sentido —insistimos— puramente goethiano. De hecho, el propio estilo juvenil
pareciera emparentarse también con los movimientos juveniles germanos, en la
medida en que ambos arraigan un componente de resistencia al racionalismo
exacerbado de la sociedad industrial moderna. Nuevamente lo que parece
desprenderse de esta “época en tránsito” —tal como la hemos denominado
nosotros— es el carácter propio de una zona en translación que, desprendiéndose
de antiguos patrones de conducta, comienza a adaptarse al nuevo mundo, no sin
resistencia frente a él. Una resistencia que, tal como hemos señalado, se
expresaría en estos casos como un pretendido retorno a un origen natural, pre-
industrial y comunitario, es decir, ya no masivo y urbano. Lo particular por tanto de
la “taxonomía” benjaminiana —si podemos dotarla de ese nombre— es que él ha
vislumbrado en aquellas formas gráciles de líneas ondulantes un nacimiento, es
decir, en una de las modalidades adoptadas por el juego, a saber, el origen de la
segunda naturaleza técnica.

Dicho de otro modo: en el estilo juvenil se pueden apreciar varias de las


características de un conservadurismo regresivo, resistente como contraparte a
las formas propias de la técnica industrial, es decir, no integrado o coordinado
plenamente con aquellas formas de la segunda técnica. Tales características
regresivas serían eventualmente la tierra desde donde germinarían los discursos

222
enarbolados por el fascismo. Pero también en el estilo juvenil se apreciarían las
características propias de su tiempo, no como resistencia, sino como “síntoma”:
formas ornamentales para una imaginación “banal”, repetición de dichas formas en
patrones destinados únicamente al goce desatendido e irracional. En otras
palabras, tal como lo señalaría Benjamin en las primeras líneas de OdA, en el
estilo juvenil se apreciarían también contradicciones internas propias del capital.
En tales contradicciones, se anunciaría finalmente un “potencial”. Benjamin lo
señala del siguiente modo en su proyecto sobre los pasajes:

“La siguiente visión del Jugendstil es muy problemática, pues ningún


fenómeno histórico se puede captar con la sola categoría de la huida;
siempre se imprime concretamente sobre esta huida aquello de lo que
se huye. «Lo que… queda fuera,… es el retumbar de las ciudades, la
agitación salvaje no de los elementos, sino de las industrias, el poder
omniabarcante [SIC] de la moderna economía, el mundo de las
empresas, del trabajo tecnificado y de las masas, que a los miembros
del Jugendstil les pareció un ruido general, asfixiante y caótico.»” [Envía
a Dolf Stemberger. “Jugendstil”, Die neue Rundschau. XLV. 9 de
septiembre de 1934. P.260] [S 4, 1] (Benjamin, 2013: p. 564).

Es decir, en el estilo juvenil —en tanto que uno de los representantes del umbral
hacia la intensidad de la segunda técnica— se apreciaría tanto momentos
regresivos como potenciales integraciones hacia su propia época. De ahí que el
origen de la segunda técnica habría de buscarse en el juego: en él se aprecia un
cambio de intensidades cuyo potencial revolucionario radicaría en las posibles
contradicciones propaladas por su tiempo. Volveremos, por supuesto, a una
declaración como esa en lo sucesivo. Pero antes, tal vez sea útil recurrir
nuevamente a palabras de Benjamin para ilustrar dicha problemática oscilación del
estilo juvenil:

“Cuando debemos levantarnos temprano para salir de viaje, puede


ocurrir que, no queriendo espabilarnos, soñemos que nos levantamos y
nos vestimos. Un sueño así soñó la burguesía en el Jugendstil, quince

223
años antes que la despertara, retumbando, la historia.” [S 4 a, 1] (Op.
Cit. p. 565).

Seguramente aquella imagen propuesta en las palabras de Benjamin sea no


solamente ilustrativa, sino incluso clarificadora: en el estilo juvenil se observarían
resistencias regresivas respecto a un proceso de transformación histórico que, no
obstante, se expresarían en “el sueño” de su integración con dicha transformación.
Por ello, en el estilo juvenil parecieran manifestarse ciertas características
formales propias del juego y, sin embargo, sostenidas por serios ideales de
retorno a un origen mítico. Es decir, en el estilo juvenil se manifestarían tanto
energías regresivas como inscripciones propias de su época, entremezclando en
su práctica ambas intensidades pero en direcciones contradictorias. Por ello el
estilo juvenil no conseguiría del todo, de acuerdo a Benjamin, una plena
coordinación con la fuerza de su presente. Pues, en lugar de integrar como parte
de su columna vertebral las formas propias emergidas de la segunda técnica,
utiliza dicho “ánimo” técnico todavía en una dirección tradicional: el retorno a la
naturaleza referido en sus formas “lúdicas” no sería un aprovechamiento de la
técnica en un sentido potencialmente revolucionario, sino un “signo” anticipado de
un potencial plenamente presente en, por ejemplo, cierto cine. Y sería,
seguramente, dicho uso contradictorio y “artificial” de la energía de la técnica la
que se presentaría finalmente como el hito decisivo para el surgimiento de “lo
fascista” como regresión proactiva en el mundo material. Asimismo, sería esa
“cualidad” de “pasaje” y “umbral” del París del siglo XIX la que finalmente se
constituiría para Benjamin como una época del “sueño”, la “ensoñación” y la
“fantasmagoría”: la burguesía no habría terminado de despertar frente a la llamada
de su propio tiempo. En aquella dirección parece apuntar Benjamin cuando señala
que “El Jugendstil fuerza lo aurático.” [S 8, 8] (2013: p. 571), en la medida en que
“artificialmente” intenta restaurar un tiempo aurático mediante un ejercicio técnico,
elaborando finalmente una suerte de paroxismo caricaturesco de aquello que en
algún momento pudo considerarse como relación aurática con el entorno. En ese
sentido, señalábamos, el estilo juvenil se muestra como una problemática

224
resistencia a la técnica de su tiempo, pues su regresión sigue siendo, al final de
cuentas, un proceso técnico también. Benjamin lo indicaría así:

“El Jugendstil es el segundo intento del arte de enfrentarse a la técnica.


El primero fue el Realismo. En éste el problema se hallaba en mayor o
menor grado en la conciencia de los artistas. Les había inquietado los
nuevos procedimientos de reproducción técnica. (…) En el Jugendstil, el
problema en cuanto tal ya está reprimido. El Jugendstil no se considera
ya amenazado por la competencia de la técnica. Su enfrentamiento con
la técnica, que yace oculto en él, resultó por ello tanto más agresivo. Su
recurso a motivos técnicos se debe al intento de estilizarlos como
ornamentación. (Esto fue, dicho sea de paso, lo que confirió una
excepcional importancia política a la lucha de Adolf Loos contra el
ornamento).” [S 8 a, 1] (2013: p. 571).

Así, siguiendo la línea “evolutiva” de aquel larvario conservadurismo regresivo del


estilo juvenil y su eventual inserción en los movimientos juveniles y en el futurismo,
Benjamin agregaría:

“El intento reaccionario por desligar de su contexto funcional formas


técnicamente condicionadas para convertirlas en constantes naturales
—esto es, en estilizarlas— aparece algo más tarde, de modo semejante
al Jugend[stil], en el futurismo.” [S 8 a, 7] (2013: p. 572).

“Estilizar” será el término empleado por Benjamin para describir una suerte de
vano embellecimiento; una especie de disfuncional sofisticación de la mera forma.
Dicho término también lo empleará para describir, por ejemplo, a la noción de
“eterno retorno” nietzscheana y su “Zaratustra” en la misma carpeta dedicada al
estilo juvenil. En ese sentido, pareciera que Benjamin le ha atribuido a gran parte
del discurso y del imaginario de fines del siglo XIX un estado de “ensoñación”, de
un “dormitar soñando que se despierta”. Aquella estilización propia del “todavía
sueño” burgués de fines del siglo XIX, señalábamos, indicaría como síntoma tanto
su eventual paroxismo fascista como el potencial revolucionario de una técnica
todavía no integrada. De esta manera, la estilización parece comprender tanto la
225
eventual estetización de la política como una posible politización del arte:
dependiendo del “uso” de la técnica respecto a su relación con la naturaleza,
alguna de aquellas intensidades en aparente polaridad podrían propender a
acercar al mundo a alguno de sus “campos gravitacionales”, si se nos permite la
inexacta metáfora. Benjamin, de hecho, en parte lo expresaría de este modo:

“El Jugendstil es un progreso en cuanto que la burguesía se acerca a


las bases técnicas de su dominio de la naturaleza; un retroceso en
cuanto que deja de tener la fuerza necesaria para no perder de vista la
cotidianidad. (Lo que sólo se puede hacer protegido por una mentira
sobre la vida). — La burguesía siente que ya no vivirá mucho tiempo;
tanto más se quiere por ello joven. Se engaña así imaginándose una
vida más larga, o al menos una muerte en la belleza.” [S 9 a, 4] (2013:
p. 573)67.

Por tanto, sería en aquella doble condición del estilo juvenil donde parece radicar
efectivamente la “cualidad” de “momento de tránsito” —al menos para el relato
inscrito en cualquier historia posible— con el que Benjamin se acercaría Francia
de fines del siglo XIX. Dicho de otra manera, el estilo juvenil pareciera ilustrar a la
perfección un estado de tránsito entre modelos de relación con el mundo, uno que
comienza a ver depreciada su experiencia y, por el contrario, comienza ya a
intensificar sus vivencias e, incluso, a buscar por doquier una “vivencia total”.

67
Al respecto, valga destacar nuevamente que para Benjamin el estilo juvenil acercaría a la burguesía a
procedimientos propios de la primera técnica, al menos en apariencia. No obstante, reprimiría —en un
sentido psicoanalítico— su cotidianidad, enmarcada por el predominio de la segunda técnica. De esta
manera, la burguesía mediante el estilo juvenil fabricaría una belleza “forzada”. Dicha belleza sería el
síntoma claro de una resistencia a la transformación histórica que se precipitaría hacia el siglo XIX.

226
8. Juego y vivencia.

Ya hemos mencionado del modo más sucinto posible la importancia que Benjamin
pareció atribuirle —en el marco de su horizonte hacia un nuevo modo de la
práctica histórica— a una pareja conceptual tradicional en la fenomenología
alemana68, a saber, Erfahrung y Erlebnis. No será tampoco ahora nuestro interés
ahondar demasiado en aquel par de conceptos, cuyo análisis acabado debiese
seguramente integrar también un momento comparativo con la dirección que
adoptaron en la filosofía hegeliana, tópico muy alejado de nuestras intenciones.
Pero en aras de continuar desarrollando una posible senda que dote de cierta
forma a la noción de juego usada por Benjamin, al menos sí debemos reparar en
un asunto: este autor congenió el acto de jugar —en especial del jugador como
apostador— con la así llamada “vivencia” [Erlebnis] propia de un tiempo que
denota una crisis de la “experiencia” [Erfahrung].

Ahora bien, tal vez sea recomendable desde ya recordar que ambos términos
alemanes “padecen” de una semejanza en su traducción al español, pues ambos
pueden ser indistintamente utilizados como experiencia y vivencia, situación
problemática no sólo para traductores cuidadosos, sino también para generar
traslaciones exactas del sentido de tales ideas a nuestra lengua en
aproximaciones como las de nuestro estudio. No obstante, el término Erfahrung
posee un matiz de diferencia en su definición, pues se encuentra asociado a una
pericia y, por tanto, a un conocimiento disponible. En cambio, Erlebnis no parece
directamente relacionado a un saber, sino a un tipo de experiencia inmediata y no
necesariamente en relación aditiva a otras experiencias de similares
características. De ahí que en general los traductores optasen por utilizar
“experiencia” para Erfahrung y “vivencia” para Erlebnis. Esta información, sin
embargo, probablemente evidente para la mayor parte de aquellos vinculados a

68
Para una referencia más acabada sobre el uso tradicional de tales conceptos en la tradición
fenomenológica germana, véase: László Tengelyi. De la vivencia a la experiencia. En “Devenires VIII, 16”
(2007): pp. 55-74.

227
los estudios filosóficos y para germano-parlantes, para nosotros, decíamos,
adquiere también el tinte de un recordatorio: para Benjamin la vivencia moderna
es también un tipo de experiencia, depreciada en cierto sentido, pero experiencia
al fin y al cabo. Dicha merma de la antigua experiencia frente a aquellas que
comienzan a intensificarse protagónicamente en la modernidad, se vería ilustrada
precisamente en un detrimento frente a la importancia de la tradición, del
conocimiento transmisible y de la importancia de la memoria como adición de
saberes. Por tanto, en parte también se manifestaría en una relación particular con
la propia historia, una vinculación que en sí misma se ha vuelto por momentos
fragmentaria respecto al presupuesto de continuidad de la historia, o bien por
momentos una vinculación repetitiva con el propio tiempo, como si el presente
fuese un déjà vu69. O manifestado de otro modo: para Benjamin la experiencia
sería aquella forma de relación con el entorno que permitiría la incorporación de
saberes, que luego —como las costumbres— se tornan tradición, al ser
comunicadas de generación en generación. Una relación, por tanto, con y desde el
lenguaje, en donde la memoria operaría con una doble faz, pues sería ella misma
tanto tributaria de dicho régimen de comunicabilidad como posibilitadora de tal
comunicación. La vivencia, en cambio, se —valga la redundancia— vive no como
una filiación con el pasado transmitido, sino como un shock del momento. Su
violencia, por ende, no permitiría su integración plena en el decurso narrativo de la
memoria. La vivencia, en ese sentido, como una relación con la inmediatez, iría
mermando aquel anterior modelo de legibilidad sobre el mundo dotado por la
tradición.

69
Para mayores detalles sobre las nociones de vivencia y experiencia en Benjamin, véase: Omar Rosas.
Walter Benjamin: historia de la experiencia y experiencia de la historia. En “Argumentos 35/36”, 1999: pp.
169-185, y Mario Alejandro Molano. Walter Benjamin: historia, experiencia y modernidad. En “Ideas y
valores, vol. XIII”, n° 154, abril 2014: pp. 165 – 190. En ambos escritos se desarrollan con claridad
definiciones precisas sobre el papel que adoptaron tales conceptos en la propuesta histórica benjaminiana.
En cierta medida, tales descripciones se encuentran tácitamente en nuestro argumento, si bien el presente
estudio apunta en una dirección diferente.

228
Pues considerando lo anterior, nuevamente debemos atender a la “llamada” de
Benjamin para comprender plenamente el sentido de tales definiciones; es decir,
debemos aproximarnos a ellas “dialécticamente”: si bien la experiencia —
depreciada en la época de la segunda técnica— permitía un tipo de relación con el
pasado que podría constituirse como conocimiento, y si bien, incluso, gran parte
del proyecto histórico benjaminiano apuntará en una dirección recuperativa —
aunque en ningún caso de “retorno” o “restauración”— de tales posibilidades para
el presente, también debemos considerar que la vivencia, con su falta de
conocimiento, su incomunicabilidad y su violencia, igualmente —y en
consecuencia— ha desestabilizado ciertas filiaciones tradicionales;
desestabilizaciones que abrirían la puerta a potenciales transformaciones de
índole “revolucionarias”. Pero, nuevamente, siempre y cuando tales potenciales
sean integrados por fuerzas no regresivas pues, en caso contrario, la intensidad
de tales potencias se tornarían poder efectivo para la opresión de lo humano.

Sería por tanto en aquella dirección que Benjamin, remitiendo a aquel umbral de la
modernidad que se encontraría en París de fines del siglo XIX, indicaría que “El
proceso de la atrofia de la experiencia empieza ya con la manufactura. Dicho de
otra manera, coincide en sus inicios con los de la producción de mercancía.” [m 3
a, 3] (2013: p. 803). Y que “La fantasmagoría es el cor[r]elato intencional de la
vivencia” [m 3 a, 4] (ídem). Al respecto, se podría analizar de forma prolongada los
diversos matices de ambas declaraciones, pero por ahora seguramente bastará
con señalar algo por lo pronto ya indicado: el proceso de tecnificación industrial
comenzaría a atrofiar ciertas relaciones con no sólo un conocimiento tradicional,
sino fundamentalmente con la tradición misma del conocimiento. Ello arrastraría
como consecuencia la intensificación de “otro” tipo de experiencia —la así llamada
vivencia— que tiende a relacionarse empáticamente con el mundo, es decir,
comienza a acercarse a él sin conocerlo. Su efecto —o correlato— sería la
constitución de vaporosas fantasmagorías: imágenes ingrávidas y proyecciones de
sentido en directa relación con el fetiche en su estado mercantil. En otras
palabras, la continuidad de la merma de la intensidad aurática de la experiencia,

229
pasando por un estado de desmitificación, sería finalmente también la
conformación de un mito, en este caso industrial y mercantil. O inclusive: la
inmediata proximidad de la vivencia, inhábil al momento de generar distancias
contemplativas fundamentales para la constitución de un conocimiento frente al
mundo, implicaría en su paroxismo la mitificación de dicho mundo al amparo de la
fetichización mercantil y los estímulos de shock propiciados por el entorno.

Así, en aquella dirección y citando a Benjamin nuevamente, “La experiencia es el


fruto del trabajo, la vivencia es la fantasmagoría del ocioso.” [m 1 a, 1] (2013: p.
800). Ello en la medida en que el proceso aditivo y tradicional de la experiencia,
manifestado como labor, se diferenciaría de la inmediatez del estímulo vivencial y
su proximidad con el entorno; pero también en la medida en que la vivencia, tal
como se presentaba sintomáticamente a fines del siglo XIX parisino, estaría
directamente vinculada a ese “sueño” de la burguesía, a saber, el sueño de
despertar. En otras palabras, la vivencia de fines del siglo XIX pareció ser para
Benjamin un caso dechado de un estado perceptual obnubilado por la mercancía,
“alucinado” por los estímulos del entorno y en exceso identificado con tales
alucinaciones70. La vivencia, por tanto, en su forma extremada por las condiciones
regresivas de un ánimo resistente, llevaría dicho estado onírico a una inminente
relación fantasmagórica con un “imaginario” mítico ya entrado el siglo XX, a saber,
con la incorporación de la idea de destino como horizonte:

“El correlato intencional de la «vivencia» no ha seguido siendo el


mismo. En el siglo XIX era la «aventura». En nuestros días aparece
como «destino». En el destino se oculta el concepto de la «vivencia
total», que es mor[t]ífera por naturaleza. La guerra lo prefigura de modo
insuperable. («Muero por haber nacido alemán»: el trauma del
nacimiento contiene ya el shock que resulta mor[t]al. Esta coincidencia
define el «destino»)”. [m 1 a, 5] (Benjamin, 2013: p. 800).

70
Para mayores referencias sobre las relaciones entre vivencia, fantasmagorías y alucinaciones en la
propuesta histórica-materialista de Benjamin, véase Zamora, 1999: pp. 129 – 151.

230
De tal suerte, nos encontramos nuevamente en Benjamin con una especie de
“ambivalencia”, a saber, por una parte la idea de destino se ofrece como un
componente del “tiempo mítico” y, a la vez, como el correlato de una época que
propendería a la “de-mitificación” del mundo. Dicha trama aparentemente
contradictoria en su ambivalencia, nuevamente parece resolverse en el “giro
dialéctico” benjaminiano: ciertas prácticas propias de la época de la segunda
técnica apuntarían finalmente hacia un momento regresivo, hacia un retorno
eminente a prácticas surgidas, en cambio, de la primera técnica. Ello al menos en
su disposición rutinaria o “adormilada”. El “despertar” por tanto, propuesto por
Benjamin, no pareciera vincularse tanto al develamiento de una verdad ocultada
por las manifestaciones de la segunda técnica en el mundo, como más bien a un
“desperezarse” de tales prácticas rutinarias para notar ciertas potencias
silenciosas que murmurarían su existencia en el seno mismo de dichas prácticas.
La aparente paradoja, ergo, se despeja si atendemos sucintamente a la idea de
que Benjamin ha visto en la noción de “vivencia total” una puesta al límite de la
condición connatural de lo humano en el contexto de la segunda técnica; un
paroxismo gestado como horizonte o ideal por seguir, cuya finalidad sería,
finalmente, el retorno a un origen supuesto. Es decir, un nuevo inicio “apuntalado”
en el futuro. Tal vez por ello Benjamin se preguntaría luego “¿Será antes que nada
la empatía con el valor de cambio lo que capacita al hombre para la «vivencia
total»?” [m 1 a, 6] (2013: p. 800). La vivencia total, en ese sentido, parece
manifestarse para Benjamin como una especie de suma identificación con la
mercancía, como una aproximación total. Dicha carencia de distancia, o mejor
dicho, aquel ímpetu de la masa por acercarse a las cosas e integrarlas
haciéndolas “suyas” —procedimiento directamente vinculado a una vivencia del
mundo— adquiriría entonces en la “vivencia total” el cariz patológico de una
disposición de total inmersión y, en cierto sentido, de regresión artificial e
imposible.

Ahora bien, en el caso de la noción de “juego” en Benjamin, hemos ya señalado


que su “uso” dentro del marco de la argumentación del mentado autor también

231
resulta —si se nos permite el término— “ambivalente”: por una parte, el juego se
exhibe como manifestación de una intensidad potencialmente revolucionaria dada
por la segunda técnica, por otro lado, como su cara patológica y regresiva;
igualmente, el “juego” aparece en las descripciones benjaminianas como un
“origen” posible para la emergencia de la segunda técnica, pero también como su
resultado. Tales oscilaciones, hemos insistido aquí, no se deberían tanto a una
utilización contradictoria o indiscriminada del término, como a una modulación
oscilatoria del propio argumento, una que además se integra plenamente al
movimiento pendular de la propia idea de “vivencia”. De este modo y de forma
semejante, la vivencia, como experiencia depreciada, se muestra tanto como
fenómeno patológico de identificación fetichista y fragmentaria pasividad, así como
potencialmente un “estado” de relación perceptual susceptible de generar
profundas transformaciones para la humanidad. Dicha “duplicidad dialéctica” se
ve, por ejemplo, también encarnada en la figura de la “huella”, una que para
Benjamin se tornaría un concepto relevante al momento de elaborar su propuesta
sobre la historia y el lenguaje71:

“Con la huella, surge para la «vivencia» una nueva dimensión. Ya no


está remitida a esperar la «aventura»; el sujeto de la vivencia puede
seguir las huellas que conducen hasta ella. Quien sigue huellas, no sólo
tiene que observar, sino ante todo tiene que haber observado mucho.
(…) Con ello cobra validez la peculiar modalidad de juego72 bajo cuya
figura la experiencia aparece traducida en el lenguaje de la vivencia.
(…) Las experiencias de quien sigue unas huellas son sólo un resultado
muy lejano de la actividad laboral, o no tienen ya nada que ver con ella.
(…) No tienen ninguna sucesión, y carecen de sistema. Son producto
del azar, e incorporan el esencial inacabamiento por el que se
distinguen las metas preferidas del ocioso. La colección,

71
Véase, por ejemplo, el ineludible análisis obre las apreciaciones de Benjamin respecto al lenguaje en E.
Collingwood-Selby, 1997.
72
El destacado es nuestro.

232
fundamentalmente inacabable, de lo que es digno de saberse, cuyo
aprovechamiento depende del azar, tiene su prototipo en el estudio.” [m
2, 1] (Benjamin, 2013: pp. 800 – 801).

Valga comentar al respecto que para Benjamin se presentaría una correlación


“sintomática” en las actividades del flâneur, del estudiante y el jugador. Dicha
confluencia se encontraría además reunida ilustrativamente en la idea de huella,
en particular aquella remitida a la caza como labor primitiva; una práctica que, en
rigor, tendría muy poca relación con el trabajo pese a tratarse de una “labor vital”.
Por tanto, para Benjamin, se trataría de una modalidad específica de la ociosidad,
es decir, una forma cuasi patológica de actividades infructíferas propias de la
modernidad, que se distinguirían del antiguo —y mítico— ocio contemplativo
tendiente a la generación de pensamientos73. Ahora bien, más allá de aquella
breve aclaración, resulta fundamental para nosotros consignar la directa filiación
que Benjamin estableció en sus apuntes sobre los pasajes parisinos entre las
nociones de vivencia, huella y ociosidad, en tanto categorías comprensivas de
expresiones sintomáticamente modernas, tales como el uso particular del juego y
la diversión en el régimen del capital. Una “peculiar modalidad de juego” indicaría
Benjamin, que expresaría una suerte de enfermiza empatía fetichista en su
variante regresiva, pero también una revolución latente por sus características
desmitificadoras. En ese sentido, probablemente el mejor modo de dar cuenta de
la polaridad dialéctica que implicaría la “huella” respecto a los modos perceptuales
ritualistas “previos” a la modernidad, sea mediante la siguiente sentencia
benjaminiana:

“Huella y aura. La huella es la aparición de una cercanía, por lejos que


pueda estar lo que la dejó atrás. El aura es una aparición de una lejanía,

73
Indicaría por ejemplo Benjamin: “La espontaneidad común al estudiante, al jugador y al flâneur es quizá la
del cazador, es decir, la del tipo de trabajo más antiguo, el que más estrechamente podría estar relacionado
con la ociosidad.” [m 5, 2] (2013: p. 805) Valga recordar, sin embargo, que en casos como los recién
mencionados Benjamin alude a la figura del jugador como sinónimo de “apostador”, es decir, de quién
concede su felicidad a la figura del destino. Por tanto, se trataría de aquellos personajes habituales a los
juegos de azar en principio, aunque sin excluir del todo a la práctica del juego en un sentido general.

233
por cerca que pueda estar lo que la provoca. En la huella nos hacemos
con la cosa; en el aura es ella la que se apodera de nosotros.” [M 16 a,
4] (Benjamin, 2013: p. 450).

Quizá la anterior sea una de las sentencias realizadas por Benjamin más
clarificadoras respecto a su propuesta argumental en un ensayo como OdA, pues
consigue sucintamente describir de modo comparativo la intensidad polar que se
encontraría protagonizando la era de la segunda técnica, a saber, la huella como
registro de proximidad —pese a toda distancia—. Pero, recordemos, la huella en
tanto que indicio de prácticas primitivas como la caza, adquiere para Benjamin el
cariz —en la modernidad— de un modo de vinculación con el entorno mediante la
vivencia, por tanto, un tipo de relación desprendida de la experiencia y el trabajo.
Su expresión moderna, por tanto, mantendrá relación con la diversión, el
entretenimiento y, como señalaría en OdA, con la dispersión; es decir, un tipo de
percepción fragmentaria —o al menos no continua o aditiva— cuyas energías
resultarían, por tanto, divergentes o “estalladas”, si se nos permite el uso
meramente ilustrativo del término. En ese sentido, el juego, como fenómeno
sintomático de la relación “vivencial” con el mundo, evidentemente mantendría un
directo correlato con el ánimo de dispersión de la masa moderna y los
divertimentos industriales propios del capital. Será por tanto menester revisar de
inmediato dichas relaciones.

9. Juego y dispersión.

Tal como insinuábamos con anterioridad, la vivencia, como forma de relación con
el mundo en la era de la segunda técnica, se comenzaría a presentar
patentemente —o sintomáticamente— hacia fines del siglo XIX en particulares
modalidades de juego, de estudio y en el paseo infructífero del flâneur: casos
ejemplares para Benjamin, que irradiarían —en tanto que ilustraciones— una
disposición general sobre los cambios perceptuales que ya se han establecido por
234
efecto de las transformaciones del entorno. Dicha disposición, señalábamos, ya no
mantiene mayor relación con la continuidad aditiva de la experiencia; por el
contrario, se acercaría más a un tipo de relación fragmentaria, ligera y
“experimental”74. En otras palabras, adoptaría el cariz ligero de la diversión
infructífera, de la diferenciación con el trabajo incluso como “signo” de un nuevo
estatus social propio de la burguesía. De tal suerte, según Benjamin, “El burgués
ha empezado a avergonzarse del trabajo. A él, para quien el ocio ya no es un
sobreentendido, le gusta exhibir su ociosidad.” [m 2, 2] (2013: p. 801). Un tipo de
relación, por tanto, que se predispone a la falta de continuidad propia de la
vivencia, proyectándose hacia el divertimento como una suerte de identidad de
clase. Una cuya empatía con la mercancía, por tratarse de uno de sus elementos
constitutivos en tanto que clase social, marcaría el tono fundamental de su
comportamiento. Por ello su distanciamiento con el trabajo, o como señalaría
Benjamin:

“Lo que distingue a la experiencia de la vivencia es que no se puede


separar de la noción de una continuidad, de una sucesión. La vivencia
poseerá un acento tanto más fuerte cuanto menos tenga que ver con el
trabajo de quien tiene esa vivencia, trabajo caracterizado precisamente
por saber por experiencia lo que para un outsider constituye a lo sumo
una vivencia.”75 [m 2 a, 4] (2013: p. 801).

74
Nuevamente nos encontramos con una dificultad en el lenguaje a la que debemos atender, pues fácil sería
confundir la noción de “experiencia” con la idea de “experimentación”. Al menos en este caso, sólo hemos
deseado señalar la relación entre cierta disposición de la segunda técnica que tendería a las ciencias y su
metodología experimental. Y si bien la ciencia tiende a la elaboración de un conocimiento mediante la
verificación o rectificación de hipótesis a través de su proceso experimental y, por tanto, debiese ser
considerada como un tipo de relación acumulativa con el mundo, es decir, un tipo de experiencia, al parecer
Benjamin ha deseado enfatizar el componente repetitivo de tal modelo experimental científico. En ese
sentido, agregaríamos, si bien la ciencia es una forma de conocimiento, no se asemejaría a las tradicionales,
originales o míticas formas de conocimiento descritas por Benjamin, pues se concentraría más que en la
continuidad de un saber, en el desmantelamiento de ideas transmitidas como axiomas. Ello, seguramente, le
permitió vincular tal conocimiento con una forma de la experiencia “depreciada”, fragmentaria.
75
Destacado en el original.

235
En ese sentido, al parecer la importancia que Benjamin le atribuyó a la relación
entre vivencia y burguesía sería, lateralmente, la importancia consignada a una
clase social no solamente emergente, sino incluso dominante; es decir, a una
clase social que con sus comportamientos se encontraría hasta cierto punto
modulando las condiciones materiales de su mundo. Por tanto, en los
comportamientos propios de esta nueva clase social dominante —la burguesía—,
se delatarían gran parte de los modos propios de la sociedad moderna, cuyas
características a su vez anunciarían las condiciones de aquello que Benjamin
consideró como la época de la segunda técnica. Y no hablamos aquí solamente
de industrialización y mercantilización, sino también de un elemento fundamental
para las nuevas formas de la apariencia y la representación: la distracción y los
divertimentos como fenómenos propios de la nueva relación con el trabajo;
particularmente de lo que Benjamin denominó como la ociosidad burguesa, es
decir, aquella forma extremada, urbana y mercantil, de hacer gala del tiempo de
ocio. Una forma de distensión que probablemente se haya arraigado en los
comportamientos burgueses como una suerte de remedo del ocio aristocrático —o
bien del ocio “tradicional” como gesto reflexivo—, o en otras palabras, como un
signo de distinción no sólo frente a las clases trabajadoras, sino como seña de una
clase que se encontraría “en la cima” de la pirámide social. En ese sentido, el
tiempo de descanso y especialmente la posibilidad de la desocupación
permanente, serían también la manifestación de un modo de vida dominante.

De tal suerte, dicha ociosidad, como signo de distinción y poder, para Benjamin
parecieran expresarse mediante la burguesía dominante en dos factores decisivos
para entender el decurso de la segunda técnica: por un lado, el divertimento, la
distracción y la dispersión; por otro, y directamente relacionado con lo anterior, el
surgimiento del arte —moderno, por supuesto—. Así lo señalaría el propio
Benjamin:

“(…) hay que dejar claro lo profundamente que han quedado inscritos
en la ociosidad los rasgos del sistema económico capitalista, donde ésta
surgió. — Por otro lado, en la sociedad burguesa, que no conoce el

236
ocio, la ociosidad es una condición de la producción artística. Y
precisamente es la ociosidad la que de muchas maneras imprime a la
producción artística la marca que hace evidente su afinidad con el
proceso económico de producción.” [m 4 a, 4] (2013: p. 805).

De tal suerte, para Benjamin será aquella exhibición del ocio en tanto signo de
distinción, pero también en tanto comportamiento de una clase dominante, la que
habría definido —sino incluso determinado— las prácticas de distracción propias
del capital. Particular resulta, en ese sentido, que sea mediante tales formas del
ocio que se erija el arte en sintonía con los procesos de producción económicos
propios del capital. Particular decíamos, en la medida en que la condición “nueva”
del arte en el régimen del capital, a saber, el arte producido en la época de la
merma aurática, se ve definido por Benjamin como un tipo de hacer íntimamente
relacionado con las fórmulas del capitalismo. Ello pareciera marcar una sutil pero
fundamental diferencia respecto a la mayor parte de las posiciones declaradas
tanto por autores contemporáneos a Benjamin, como incluso por la posterior
tradición del pensamiento filo-marxista, quienes en general han inscrito a la
experiencia artística en una zona diferenciada y de confrontación respecto a las
prácticas del capital. Evidentemente, sería en extremo extensivo dedicarse a
realizar tales comparaciones, tópico que nos llevaría por zonas un tanto distantes
de nuestro propósito; no obstante, tal vez sea necesario al menos generar una
comparación que por lo pronto aparece como ineludible, a saber, las
declaraciones de Th. W. Adorno sobre el comportamiento de la diversión y el arte
en la época del capitalismo industrial. De esta manera esperamos que con tales
comparaciones se logre atisbar el particular carácter que adquiere la diversión, el
ocio y el arte en Benjamin, respecto a la negatividad del arte adorniana y su
contraparte, el entretenimiento.

10. 1 La industria cultural.

237
En el magno escrito titulado “Dialéctica de la ilustración” (1944), Th. W. Adorno y
M. Horkheimer desarrollaron algunas de las tesis más influyentes para el
pensamiento vinculado a la denominada “teoría crítica”, marcando un sendero
argumentativo para el pensamiento de izquierdas, en particular en disciplinas
como la sociología, la filosofía y la estética. En los ensayos pertenecientes a aquel
volumen, sus autores desplegaron un examen minucioso a las promesas de la
razón ilustrada y sus “traiciones”, manifestadas ampliamente por el fascismo, el
mecanicismo y la economía del capital. Pero también argumentarían en favor de
una recomposición de la razón, ya no en un sentido ilustrado, pero enraizada
todavía en sus promesas emancipadoras. De tal suerte, la ilustración, en un giro
dialéctico, se ofrecería para tales pensadores como el origen de la sumisión del
hombre al aparato de la razón, pero también como la latente emancipación de la
humanidad mediante dicha razón; o mejor dicho, mediante la negatividad76 propia
de una razón efectivamente reflexiva. Pero más allá de las posibles y numerosas
conexiones y comparaciones que podrían tramarse con los argumentos
benjaminianos aquí descritos, resaltan por su cualidad dialogante aquellas
emanadas de un ensayo en particular incluido en el volumen de Adorno y
Horkheimer, a saber, el afamado texto “La industria cultural. Ilustración como
engaño de masas”. Ello porque en muchos sentidos se presenta como una suerte
de respuesta directa a ciertas hipótesis elaboradas por Benjamin en su ensayo
sobre la reproductibilidad técnica, una respuesta que tardaría prácticamente diez
años en publicarse desde que Horkheimer editara el ensayo sobre la

76
Variadas son las obras de comentaristas que han hecho hincapié en la negatividad adorniana como uno de
los puntos fundamentales de su propuesta. Dicha perspectiva, desarrollada probablemente de forma más
explícita y dilatada en su escrito “Dialéctica negativa”, pero que también se verá expresada en breves
segmentos de “Dialéctica de la Ilustración”, puede observarse nuevamente de modo explícito en “Teoría
Estética”. Puesto que no es nuestra intención entrar en detalles sobre las particularidades de la denominada
“dialéctica negativa” —y sus similitudes y diferencias con la “dialéctica en reposo” benjaminiana— bastará
tal vez con señalar que la negatividad adorniana aludirá siempre a un “otro” no incorporado —o del todo
incorporable—. De esta manera, su modelo dialéctico también —como en el caso de Benjamin— se
ofrecería como uno distinto al modelo tradicional de la síntesis. Para mayores referencias véase por
ejemplo: Susan Buck-Morss, 1981.

238
reproductibilidad, y un tiempo similar desde que Benjamin le exhibiera algunos de
sus avances a Th. Adorno.

Probablemente por efecto de aquella diferencia temporal, el escrito elaborado por


Horkheimer y Adorno hace gala de un tono apesadumbrado respecto a las
condiciones de su tiempo: el nazi-fascismo se tornó, luego de la muerte de
Benjamin, una fuerza arrasadora, y la guerra mundial ya había recrudecido,
alcanzando pronto su cima. Pero también será gracias a dicha diferencia temporal
que los comentarios elaborados en “La industria cultural” resuenan en principio no
sólo más desencantados, sino incluso por momentos más maduros tal vez que
algunas tesis benjaminianas, o al menos más cautos en ciertos aspectos. Y, sin
embargo, en aquella “madura cautela” se deja ver también una situación
relativamente insalvable para la práctica estética y artística en el contexto de la
industrialización. En ese sentido, seguramente una de las aseveraciones más
determinantes elaboradas por Adorno y Horkheimer al respecto será:

“En toda obra de arte el estilo es una promesa. En la medida en que lo


que se expresa entra, a través del estilo, en las formas dominantes de la
universalidad, en el lenguaje musical, pictórico o verbal, debería
reconciliarse con la idea de la verdadera universalidad. Esta promesa
de la obra de arte —la de fundar la verdad a través de la inserción de la
imagen en las formas socialmente transmitidas— es tan necesaria como
hipócrita. Ella pone como absolutas las formas reales de lo existente, al
pretender anticipar la plenitud en sus derivados estéticos. En esa
medida, la pretensión del arte es también siempre ideología. Sin
embargo, sólo en la confrontación con la tradición, que cristaliza en el
estilo, halla el arte expresión para el sufrimiento. El elemento de la obra
de arte mediante el cual ésta transciende la realidad es, en efecto,
inseparable del estilo; pero no radica en la armonía realizada, en la
problemática unidad de forma y contenido, interior y exterior, individuo y
sociedad, sino en los rasgos en los que aparece la discrepancia, en el
necesario fracaso del apasionado esfuerzo por la identidad. En lugar de
exponerse a este fracaso, en el que el estilo de la gran obra de arte se

239
ha visto siempre negado, la obra mediocre ha preferido siempre
asemejarse a las otras, se ha contentado con el sustituto de la
identidad. La industria cultural, en suma, absolutiza la imitación.”
(Adorno, Th. W. / Horkheimer, M., 1998: p. 175).

Nos hemos permitido citar de forma tan extensiva la propuesta de Adorno y


Horkheimer porque, estimamos, dicho párrafo en su integridad resume de forma
bastante precisa el tópico tratado por el ensayo sobre la industria cultural. De tal
suerte, y retomando lo ya señalado en tales palabras, tal vez bastaría con indicar
que aquellos autores considerarían al arte burgués y/o ligero una manifestación de
las fórmulas repetitivas propias del clisé, cuya instalación como parte del lenguaje
representacional en la época del capitalismo haría eco de las formas propias de
los sistemas de industrialización, a saber, la producción seriada y masiva. De esta
manera, la “obra masiva” —que en rigor sería sólo producto de diversión—
encarnada por ejemplo en el cine y la música popular, se elaboraría mediante la
técnica instalada por la producción mercantil. En otras palabras, la elaboración
estética se tornaría producción, o mejor dicho, producto. De esta manera, el arte
de vanguardia, contraparte del arte ligero, si bien sumido en su autonomía a la
paradójica condición de vérselas con la mercantilización fetichista y “reificante” de
la obra, todavía guardaría en su seno el germen de una negatividad, expresada
por ejemplo en su permanente discrepancia con el estilo que supuestamente
contendría tales obras. En otras palabras, en el arte —serio, de vanguardia— su
“otredad” perpetua haría de su promesa ideológica la manifestación de un indicio
reflexivo, del sufrimiento, que se resistiría a la igualación narcótica de la
estandarización mercantil, eludiendo así los formatos del clisé. La industria
cultural, en cambio, lo igualaría todo, y con ello pervertiría algunas de las
promesas ilustradas fundamentales. La industria cultural, por tanto, sería mediante
su alienante ímpetu de aproximación a las cosas, la conquista de una razón
instrumental y mecánica cuyo mayor estandarte se encontraría precisamente en la
diversión.

240
Como probablemente ya se habrá deducido, hemos intencionalmente destacado
ciertos términos que aluden, no siempre de forma directa, a algunas de las tesis
centrales del escrito sobre la reproductibilidad técnica de Benjamin. Es más, no
parece mera coincidencia que en ambos ensayos el cine ocupe un papel central,
pero a la vez sea descrito de forma tan diferente por ambos escritos. Y si bien
nuestra intención no es dilatar en exceso el examen de la propuesta de Adorno y
Horkheimer —pues aquel análisis tiene el espesor suficiente para dar paso a otro
tipo de investigación—, siguiendo la intención de exhibir el particular carácter que
posee la diversión, el jolgorio y el divertimento para Benjamin en comparación a
sus contemporáneos, estimamos al menos necesario dar una breve mirada a
dicha terminología y con ello, esperamos, definir de forma más precisa el particular
carácter de la sentencia benjaminiana.

Así, por ejemplo, si para Benjamin la técnica reproductiva anunciaría no sólo la


merma de un régimen tradicional de la percepción, sino también una potencia
revolucionaria por su condición política, para Adorno y Horkheimer “La
racionalidad técnica es hoy la racionalidad del dominio mismo.” (1998: p. 166) O
incluso señalarían tales autores, casi interpelando de forma directa —pero
tácitamente— a Benjamin:

“Los interesados en la industria cultural gustan explicarla en términos


tecnológicos. La participación en ella de millones de personas impondría
el uso de técnicas de reproducción que, a su vez, harían inevitable que,
en innumerables lugares, las mismas necesidades sean satisfechas con
bienes estándares. El contraste técnico entre pocos centros de
producción y una dispersa recepción condicionaría la organización y
planificación por parte de los detentores. Los estándares habrían
surgido en un comienzo de las necesidades de los consumidores: de
ahí que fueran aceptados sin oposición. Y, en realidad, es en el círculo
de manipulación y de necesidad que la refuerza donde la unidad del
sistema se afianza más cada vez. Pero en todo ello se silencia que el
terreno sobre el que la técnica adquiere poder sobre la sociedad es el
poder de los económicamente más fuertes sobre la sociedad.” (Ídem).
241
Por tanto, ya en las tesis iniciales de “La industria cultural”, lo que se observa es
una marca distintiva respecto a la “potencialidad” indicada por Benjamin: para
Horkheimer y Adorno, los medios de producción y reproducción técnicos, al estar
organizados por los detentores del poder, sólo podrían manifestarse como
instrumento de domesticación social. Una que, señalábamos, apuntaría a la
conformación de consumidores estandarizados, capaces no solamente de
tornarse fuerza de trabajo, sino también clientes de lo ahí dispuesto por la
industria. Aquello además se propalaría a las “producciones estéticas”, haciendo
del tiempo de ocio también un lugar “productivo”, de trabajo:

“La diversión es la prolongación del trabajo bajo el capitalismo tardío. Es


buscada por quien quiere sustraerse al proceso de trabajo mecanizado
para poder estar de nuevo a su altura, en condiciones de afrontarlo.
Pero, al mismo tiempo, la mecanización ha adquirido tal poder sobre el
hombre que disfruta del tiempo libre y sobre su felicidad, determina tan
íntegramente la fabricación de los productos para la diversión, que ese
sujeto ya no puede experimentar otra cosa que las copias o
reproducciones del mismo proceso de trabajo. El supuesto contenido no
es más que una pálida fachada; lo que deja huella realmente es la
sucesión automática de operaciones reguladas. Del proceso de trabajo
en la fábrica y en la oficina sólo es posible escapar adaptándose a él en
el ocio.” (Adorno, Th. W. / Horkheimer, M., 1998: p. 181).

De ahí que para estos pensadores, la futilidad del jolgorio y la diversión sean la
expresión fidedigna de una malversación de las promesas ilustradas, retomadas y
pervertidas por el régimen del capital, puesto que sus fines ya no serían
emancipadores sino, por el contrario, domesticadores. Una domesticación tramada
desde los propios centros de poder, y que coincidirían, en la época del capitalismo
tardío, con los detentores de la economía. De esta manera, si para Benjamin en
los dibujos animados de Mickey Mouse77 se podía advertir una potencia latente
que daría cumplimiento a los objetivos del surrealismo, para Horkheimer y Adorno

77
Véase Benjamin, 2003: p. 84 - 88

242
“El Pato Donald en los dibujos animados, como los desdichados en la realidad,
recibe sus golpes para que los espectadores aprendan a habituarse a los suyos.”
(1998: p. 183). En otras palabras, en las tesis de “La industria cultural” se consignó
a la diversión como instrumento de igualación estandarizada, reiteración lingüística
sobre la base del clisé, domesticación de los tiempos de ocio como nueva forma
de producción mercantil y, finalmente, como malversación de la sublimación del
sufrimiento. Tal como lo indicaría Benjamin en OdA, el shock de las tecnologías
productivas “habituaría” a la masa a la violencia de aquel “golpeteo”. Pero si para
Benjamin aquello podría ser signo de entrenamiento y fortalecimiento de sus
capacidades para contraponerse a las prácticas perversas de la industrialización
capitalista, para Adorno y Horkheimer dicho acostumbramiento sería el fin último
de la propia industrialización, como posibilidad de perpetuar la violencia
domesticadora sobre los cuerpos e imaginarios de la masa. Por ello, indicarían
tales autores, “(…) la cantidad de la diversión organizada se convierte en la
calidad de la crueldad organizada.” (Ídem).

Finalmente, para Adorno y Horkheimer la manifestación del sufrimiento dada por la


“otredad” manifestada en el “verdadero” arte —o incluso mejor dicho, en “la verdad
del arte”— sería también indicio de una seriedad que se contrapondría a la
banalidad del arte ligero:

“El arte serio se ha negado a aquellos para quienes la miseria y la


opresión de la existencia convierten la seriedad en burla y se sienten
contentos cuando pueden emplear el tiempo durante el que no están
atados a la cadena en dejarse llevar. El arte ligero ha acompañado
como una sombra al arte autónomo. Es la mala conciencia social del
arte serio.” (Op. Cit. p. 180).

De esta manera, para Horkheimer y Adorno, la liviandad de la industria cultural


sería la apariencia de una violenta crueldad ocultada por la ligereza; su
contraparte, por tanto, radicaría en la seriedad provista por la propia realidad,
expresada en aquellas formas del arte que todavía manifiestan el sufrimiento
como “inadecuación” de sus formas al estilo. Clave en ese sentido nos podría
243
resultar la siguiente hipótesis de aquellos autores, esta vez de su ensayo
“Elementos del antisemitismo”, en la medida en que nuevamente responden a
Benjamin de forma tácita pero directa: “A la apariencia impotente responde la
realidad mortal; al juego, la seriedad.” Y agregarán inmediatamente a
continuación,

“La mueca aparece como un juego, como una comedia, porque en lugar
de trabajar seriamente prefiere exponer la insatisfacción. Parece
sustraerse a la seriedad de la existencia, justamente porque la admite
sin reservas: por eso es inauténtica. Pero la expresión es el eco
doloroso de un poder superior, de una violencia que se hace oír en el
lamento.” (Adorno, Th. W. / Horkheimer, M., 1998: p. 227).

En síntesis, las respuestas abalanzadas a Benjamin por parte de quienes fuesen


sus colegas, amigos, correctores y editores, parecen más bien indicar —
decíamos— un cambio “anímico” por efecto de un contexto socio-político
extremadamente desesperanzador. Tal vez por ello el diagnóstico de tales autores
contenga la idea de una posibilidad o potencialidad ya mermada por las propias
condiciones de producción del capital industrial.

Así, por ejemplo, a propósito de aquello que podríamos denominar como la


disputa entre “Mickey Mouse y Donald Duck”, es decir, entre Benjamin y
Adorno/Horkheimer respecto a los dibujos animados: si mientras el primero —
señalábamos— todavía avizoraba un potencial revolucionario en las formas
“juguetonas” y deformadas de los cartoons, para la pareja de autores de “La
industria cultural”, en cambio,

“Los dibujos animados fueron una vez exponentes de la fantasía contra


el racionalismo. Ellos hicieron justicia a los animales y a las cosas,
electrizados por su técnica, en la medida en que prestaban a los seres
mutilados una segunda vida. Hoy no hacen sino confirmar el triunfo de
la razón tecnológica sobre la verdad. Hace algunos años tenían
acciones coherentes, que sólo en los últimos minutos se disolvían en el
torbellino de la persecución. Su modo de proceder se asemejaba en
244
esto al viejo esquema de la comedia bufonesca. Pero ahora las
relaciones temporales se han desplazado. Ya en las primeras
secuencias del dibujo animado se anuncia un motivo de la acción para
que, en el curso de ésta, se pueda ejercitar sobre él la destrucción: en
medio del vocerío del público el protagonista es zarandeado como un
harapo.” (1998: pp. 182-183).

O bien en el caso de Chaplin, quien con sus pantomimas generaría para Benjamin
una risotada que, en su estertor, se articularía con aquel potencial político de la
segunda técnica; pues para Horkheimer y Adorno, en cambio:

“La tendencia del producto a recurrir malignamente al puro absurdo, en


el que tuvo parte legítima el arte popular, la farsa y la payasada hasta
Chaplin y los hermanos Marx, aparece de modo más evidente en los
géneros menos cultivados. (…) La idea misma es, como los objetos de
lo cómico y de lo horrible, masacrada y despedazada.” (1998: p. 182).

Finalmente, si seguimos la senda de las tesis de Horkheimer y Adorno, nos


encontramos con un diagnóstico clarificador respecto a la importancia del
supuesto goce ofrecido por la industria cultural, el cual sería solamente una
satisfacción ligera e incompleta, una que a la larga se tornaría rutinaria
insatisfacción, aburrimiento inclusive. Dicha reiteración estandarizada anclada en
la cifra del clisé del lenguaje del mercado cultural, con sus repeticiones
permanentes, sería por tanto adoctrinamiento a través de la costumbre gestada en
el acto cotidiano. Incluso se podría deducir de sus declaraciones que la función
social del arte de vanguardia, al menos comparativamente hablando respecto a su
contraparte, a saber, la industria cultural, sería la de eludir la “ideología” del placer
campante; en otras palabras, darle su lugar al sufrimiento y a la dificultad de lo
inasible e incomprensible. Ello en la medida en que, así programado por la
industria cultural,

“El placer se petrifica en aburrimiento, pues para seguir siendo tal no


debe costar esfuerzos y debe por tanto moverse estrictamente en los
raíles de las asociaciones habituales. El espectador no debe necesitar
245
de ningún pensamiento propio: el producto prescribe toda reacción, no
en virtud de su contexto objetivo (que se desmorona en cuanto implica
al pensamiento), sino a través de señales. Toda conexión lógica que
requiera esfuerzo intelectual es cuidadosamente evitada.” (Adorno, Th.
W. / Horkheimer, M., 1998: pp. 181-182).

Tales sentencias ofrecidas por la dupla de Adorno y Horkheimer, insistimos, dan al


carácter del placer y la diversión provisto por la cultura industrializada un tono no
sólo amenazante, sino principalmente controlador y domesticador. La seriedad del
arte, por tanto, se tornaría en un escrito como éste una suerte de “barrera”, una
posibilidad de resistencia frente al embate constante de la banalidad del clisé. Una
“barrera” decíamos, tramada por la cifra de sufrimiento puesto en bella forma en el
arte. En cambio,

“El triunfo sobre lo bello es realizado por el humor, por el placer que se
experimenta en el mal ajeno, en cada privación que se cumple. Se ríe
del hecho de que no hay nada de qué reírse. La risa, reconciliada o
terrible, acompaña siempre al momento en que se desvanece un miedo.
Ella anuncia la liberación, ya sea del peligro físico, ya de las redes de la
lógica. La risa reconciliada resuena como el eco de haber logrado
escapar del poder; la terrible vence el miedo alineándose precisamente
con las fuerzas que hay que temer. Es el eco del poder como fuerza
ineluctable. La broma es un baño reconfortante. La industria de la
diversión lo recomienda continuamente. En ella, la risa se convierte en
instrumento de estafa a la felicidad.” (Adorno, Th. W. / Horkheimer,
M., 1998: p. 185).

Y agregarán:

“La diversión, liberada enteramente, sería no sólo la antítesis del arte,


sino también el extremo que lo toca. El absurdo a la manera de Mark
Twain, con el que a veces coquetea la industria cultural americana,
podría significar un correctivo del arte. Cuanto más en serio se toma
éste su oposición a la realidad existente, tanto más se asemeja a la

246
seriedad de lo real, que es su propio opuesto: cuanto más se empeña
en desarrollarse puramente a partir de su propia ley formal, tanto mayor
es el esfuerzo de comprensión que exige, cuando su fin era justamente
negar el peso del esfuerzo y el trabajo.” (1998: pp. 186-187).

Por último, Adorno y Horkheimer harían notar un origen posible a las


manifestaciones de esta nueva cultura industrializada y mecanizada, a saber, los
sistemas técnicos de reproducción:

“La actual fusión de cultura y entretenimiento no se realiza sólo como


depravación de la cultura, sino también como espiritualización forzada
de la diversión. Lo cual se hace evidente ya en el hecho de que se
asiste a ella sólo indirectamente, en la reproducción: a través de la
fotografía del cine y de la grabación radiofónica.” (1998: p. 188).

Si consideramos por tanto tales comentarios, resultará muy fácil notar la evidente
contraposición suscrita en el “tono” que Benjamin pareció atribuir a las
características de la técnica reproductiva y su papel frente a la masa en la época
de la segunda técnica. Fácil, en la medida en que Adorno y Horkheimer apuntaron
hacia una dirección que indicaría que, de haber existido una latente potencialidad
emancipadora en los medios técnicos surgidos desde el capitalismo económico y
la industrialización mecanizada, dicho potencial se habría extinguido en el ejercicio
mismo de las conductas propiciadas por aquella cultura industrializada. Una que
se encontraría habituando a la masa a la violencia de su tiempo, no para permitirle
un “levantamiento” revolucionario, sino para aplacarla en el cansancio de su rutina.
Por ello, para Adorno y Horkheimer, “Divertirse significa estar de acuerdo. (…)
Divertirse significa siempre que no hay que pensar, que hay que olvidar el dolor,
incluso allí donde se muestra.” (1998: p. 189).

No obstante, pese al marcado desacuerdo en algunas premisas fundamentales,


de alguna manera el diagnóstico benjaminiano no parece totalmente distante de
las tesis señaladas por Adorno y Horkheimer. Es más, ciertos tópicos resultan por
lo pronto cercanos, como por ejemplo la relación ineludible entre la autonomía del
arte y la ociosidad burguesa (cfr. Adorno, Th. W. / Horkheimer, M., 1998: p. 203),
247
el carácter religioso adoptado por el fascismo mediante un uso perverso de los
medios técnicos (cfr. Op. Cit.: p. 204) e incluso a la patente masificación del arte
mediante los sistemas reproductivos. Pero, insistimos, en Horkheimer y Adorno, el
efecto de tales disposiciones se traducen en la confirmación total de un
barbarismo irreflexivo y en el apaciguamiento de toda posibilidad emancipadora en
el campo social. Así:

“El arte ha mantenido al burgués dentro de ciertos límites mientras era


caro. Pero eso se ha terminado. Su cercanía absoluta, no mediada ya
más por el dinero, a aquellos que están expuestos a su acción, lleva a
término la alienación y asimila a ambos bajo el signo de una triunfal
reificación. En la industria cultural desaparece tanto la crítica como el
respeto: a la crítica le sucede el juicio pericial mecánico, y al respeto, el
culto efímero de la celebridad.”78 (Op. Cit.: p. 205).

En otras palabras, para Adorno y Horkeimer se suscitaría una suerte de


tecnificación del lenguaje y, por supuesto, una malformación de aquellas
modulaciones ilustradas que en su momento habían prometido en la alteridad del
arte —mediante por ejemplo el respeto— la potencia propia de una reflexividad
subjetiva modeladora de la sociedad. Es decir y de forma notoriamente opuesta a
las formulaciones benjaminianas, para la mentada pareja de autores “(…) la
técnica se convierte, bajo el imperativo de la eficacia, en psicotécnica, en técnica
de la manipulación de los hombres.” (cfr. Op. Cit.: p. 209) pero en ningún caso
habitaría —aún— en ella un potencial revolucionario susceptible de ser
pertrechado por la masa. Por ello, la “tecnificación” del arte o su transformación en
aras de una adaptación a las nuevas condiciones técnicas del mundo resultaría,
por decir lo menos, un despropósito. En cambio, señalábamos, lo que se atestigua
en tales hipótesis, al menos de forma tácita, es el intento permanente por
mantener al arte —“verdadero”— en los márgenes excluyentes de su propia
“otredad”: en el extrañamiento propio de su lenguaje, en la marginación de su

78
Probablemente en dicha cita las ideas de crítica y respeto hagan alusión al carácter tradicional de tales
términos en la filosofía germana, especialmente desde Kant.

248
autonomía y, fundamentalmente, en su desplazamiento problemático respecto al
estilo —sino incluso a la estilización—. Un arte, por tanto, que poca relación
tendría con la diversión; muy por el contrario, su fuerza radicaría en el lugar que le
dejaría al sufrimiento y a la seriedad de lo real. Aquel sería el placer proporcionado
por el arte, a diferencia de la frustración permanente del supuesto goce ofrecido
por la industria cultural.

Finalmente, dicho proceso de domesticación de la masa a los comportamientos


propios de una cultura industrial, mediante un aparataje estético destinado a la
conformación de una sensibilidad específica modeladora de comportamientos,
consecuentemente arraigaría una transformación de las relaciones de la masa con
el lenguaje. Dicha transformación, otra vez, ya no sería la indicación de una
posibilidad de emancipación en el presente —como en el caso de Benjamin—,
sino una “retracción” de tales potencias. En palabras de Adorno y Horkheimer:

“La desmitologización del lenguaje, en cuanto elemento del proceso


global de la Ilustración, se invierte en magia. Recíprocamente diferentes
e indisolubles, la palabra y el contenido estaban unidos entre sí.
Conceptos como melancolía, historia, e incluso «la vida», eran
reconocidos en los términos que los perfilaba y custodiaba. Su forma los
constituía y los reflejaba al mismo tiempo. La neta distinción que declara
casual el tenor de la palabra y arbitraria su ordenación al objeto, termina
con la confusión supersticiosa entre palabra y cosa. Lo que en una
sucesión establecida de letras trasciende la correlación con el
acontecimiento es proscrito como oscuro y como metafísica verbal. Pero
con ello la palabra, que ya sólo puede designar pero no significar, queda
hasta tal punto fijada a la cosa que degenera en pura fórmula. Lo cual
afecta por igual al lenguaje y al objeto.” (1998: p. 209).

Nuevamente en tales palabras es posible notar un marcado “tono benjaminiano”,


especialmente por el uso de cierta terminología particular acentuadamente

249
influenciada por W. Benjamin79. Pero también otra vez el sentido dado a dicha
terminología apunta más bien a contrariar aquella “posibilidad revolucionaria” —en
este caso “contra-mítica”— atisbada por Benjamin en su ensayo sobre la
reproductibilidad técnica.

Al respecto, para intentar compendiar lo ya revisado en el presente segmento, tal


vez sea de utilidad enfatizar algunos asuntos ya tratados: primero, para Adorno y
Horkheimer, la industria cultural sería la instalación de un tipo de sensibilidad
modelada por el aparato técnico, cuyo efecto se patentaría en los propios
comportamientos sociales; segundo, dicha particular sensibilidad operaría —entre
otras maneras— mediante la búsqueda permanente de una satisfacción ofrecida
por el mercado, pero a la vez negada por él; por último, aquel ímpetu de diversión
daría cuenta de una masa adoctrinada para el consumo de bienes, es decir, para
hacer de sus tiempos de ocio zonas de productividad y trabajo. En ese sentido,
entonces, el propio lenguaje se vería transformado por los procesos de
tecnificación, clausurando con ello toda posibilidad de modificación del aparataje
tradicional impuesto por la cultura de la industria. Por ello divertirse —o al menos
buscar la anhelada diversión— sería un acto de complicidad, no solamente con un
mundo que desea banalizarse, sino especialmente con un mundo carente de
significación. O en otras palabras, un mundo que ha hecho de la vida un trabajo
permanente, y de la masa un mero engranaje en la máquina de re-producción.

Pero para Benjamin, insinuábamos, incluso la banalidad de las representaciones


industriales darían cuenta, si bien de un mundo que en su tecnificación tendería al
control, también de contradicciones internas en tales dispositivos de
domesticación que, eventualmente, estarían ofreciendo una potencia para la
transformación de las condiciones sociales de opresión. Analizaremos dichas
supuestas cualidades expresadas por Benjamin a continuación.

79
Un acabado estudio sobre el grado de influencia generado por las hipótesis benjaminianas en Horkheimer
y, especialmente, Th. W. Adorno, puede encontrarse en: Susan Buck-Morss, 1981.

250
10.2 Diversión en la obra de arte.

Si algo de aquel despreocupado jolgorio que Goethe le atribuía a la variante


“lúdica” del arte se propalaría, finalmente, a parte del uso consignado por
Benjamin a la idea de juego —en el ensayo sobre la reproductibilidad técnica—,
seguramente dicha vinculación podría ser apreciada en el carácter de divertimento
que este autor le atribuye al arte en la época de la segunda técnica. O mejor
dicho, a la percepción distraída que la masa tendría al momento de observar al
arte. En ese sentido, valga remarcar nuevamente que la diversión para Benjamin
parece ser un “ánimo” de la relación de la masa para con el arte, y no
necesariamente una característica del arte mismo. Igualmente, evitando una
definición ontológica del arte, Benjamin se remitiría a usar el término para designar
a toda producción estética, evitando diferenciar —como más tarde lo harían
Adorno y Horkheimer— un tipo de arte mercantil de un arte “verdadero” —valga
recordar que incluso aquello que hoy denominaríamos mera artesanía es
incorporada por Benjamin dentro de la categoría “arte”—. Ahora bien, dicha
indistinción probablemente se precipita a raíz de que el argumento benjamininano
—señalábamos— se concentraría en describir principalmente modos de recepción
de las imágenes, así como sus modos de producción particulares; en otras
palabras, una modulación del análisis situado precisamente en la indistinción entre
forma y contenido de la imagen.

Teniendo presente dichas consideraciones, sería posible constatar en el


argumento de Benjamin —proponemos aquí— que no sería la seriedad
reverencial frente a la obra la que propiciaría las condiciones suficientes para
observar una posible transformación en el ámbito político, sino contrariamente la
“desmitificación” del carácter mismo del arte. Ello en tanto aquella cuota de
sufrimiento ofrecida por, por ejemplo, la obra de arte de vanguardia según los
argumentos de Adorno y Horkheimer, o en particular aquel estado contemplativo
supuestamente requerido para la aproximación “verdadera” a las cualidades de la
251
obra de arte —según cierta tradición ilustrada—, serían remanentes de un pasado
mitológicamente anclado al presente. Por el contrario, decíamos, en la época
originada por el juego tales cuotas de resistencia parecieran presentarse no tanto
como una tendencia a la marginalidad respecto a las prácticas dominantes, sino
más bien como una pretensión de reconstitución de lo “ya sido”. Un “humor”,
finalmente, regresivo frente a las ofertas del presente. En ese sentido, indicaría
Benjamin:

“(…) las masas de participantes, ahora mucho más amplias, han dado
lugar a una transformación del modo mismo de participar. El observador
no debe equivocarse por el hecho de que este modo de participación
adopte de entrada una figura desprestigiada. Oirá lamentos porque las
masas buscan diversión en la obra de arte, mientras que el amante del
arte se acerca a ésta con recogimiento. Para las masas, la obra de arte
sería una ocasión de entretenimiento; para el amante del arte, ella es un
objeto de su devoción.” (Benjamin, 2003: p. 92).

Por ello, agregaría Benjamin, la diversión y el recogimiento estarían en


contraposición (cfr. Op. Cit. 93); serían polaridades que, en su oscilación de
intensidades, tramarían precisamente las condiciones de recepción de lo artístico.
Pero en aquel cambio de intensidades, el comportamiento de la masa, tendiente a
la búsqueda de diversión, se aproximaría de tal manera a las representaciones
que finalmente las haría suyas. Aquel estado de “propiedad” personal de la
imagen —sin duda uno de los estandartes enarbolados por el régimen del
capital— estaría ofreciendo también en el marco de sus contradicciones internas
una posibilidad para el presente. Dicha posibilidad sería —y aquí el elemento
decisivo del argumento benjaminiano— que la individualidad prometida por el
capitalismo mecanizado, contradictoriamente anudada por la formación de masas,
reelabora a su vez un modelo de relación colectiva en el campo social y político.
En otras palabras, que luego de haber perdido la posible colectividad dada por la
religión —como filiación entre semejantes, aunque míticamente tramada, tal como
lo indicaría Simmel— se elabore un tipo de colectividad completamente distinta,

252
una colectividad politizada, gracias a oportunidades ofrecidas por las “brechas” de
la tecnificación.

Para dar cuenta de la dimensión de aquella propuesta, probablemente convenga


remitirse a las tesis y anotaciones provisorias de Benjamin, aquellas que habrían
dado cuerpo al ensayo sobre la reproductibilidad técnica. De entre ellas, la
siguiente seguramente será del todo ilustrativa:

“Recepción táctil y distracción no se excluyen. El automovilista que está


«en otra parte» con sus pensamientos —por ejemplo, en su motor
averiado— se acostumbrará mejor a la forma moderna de los garages
que el historiador del arte, que se afana sólo en desentrañar su estilo.
La recepción en la diversión, que se vuelve cada vez más notable en
prácticamente todos los campos artísticos, es el síntoma de una
refuncionalízación [SIC] decisiva del aparato perceptivo humano, que se
ve ante tareas que sólo pueden resolverse de manera colectiva.” (2003:
p. 119).

De tal suerte, se propala de las anteriores palabras de Benjamin una idea cuyo
particular doblez debiese ser cautamente leído; pues, por una parte, efectivamente
Benjamin ha diagnosticado de su propia época una transformación en los modos
de percepción del hombre, modificación gestada desde una de carácter histórica
de los aparatos tecnológicos. En ese sentido, por tanto, en principio no parece
desmarcarse demasiado de variadas tesis —la mayoría de ellas provenientes de
una raigambre cercana a la teoría crítica adorniana—, las que verían con
preocupación tal determinación perceptual provocada por los medios tecno-
industriales de inicios del siglo XX. Ello, por supuesto, en la medida en que tales
transformaciones perceptuales arrastrarían como consecuencia una modificación
en los comportamientos de las sociedades, o incluso en la vida misma. La suma
diferencia entre estos diagnósticos y aquel tramado por Benjamin radicaría,
finalmente, en que este último atisbó en tales modificaciones del aparato
perceptivo humano un cambio de función de la percepción misma. En este caso,
un cambio cuya funcionalidad pasaría necesariamente por la colectivización.
253
En ese sentido, dicho cambio de función de la percepción expresado en el ánimo
masivo por la búsqueda de diversión, no sería tanto para Benjamin la confirmación
de una banalización del mundo como la posibilidad de que, por efecto de tal
“prostitución” desacralizada sobre los modos de vida, aquella vida tienda hacia la
colectividad como manera de atender a sus conflictos. De algún modo, Benjamin
parecería indicar que una de las contradicciones del régimen del capital se
traduzca en una masificación que, mediante un discurso individualista, terminaría
por “fomentar” actividades —y actitudes— colectivas. Evidentemente, señalarlo de
aquella manera hace resonar con mayor fuerza una suerte de ingenuidad utopista,
tan atacada por algunos de los cercanos a este pensador alemán, pero también no
deja de resultar del todo interesante que aquella postura en gran medida se vea
cristalizada por efecto de su lectura sobre el paso del tiempo y sobre el tiempo
mismo.

Al respecto, por tanto, habría que señalar que el efecto de función colectiva de la
percepción en la época de la segunda técnica, es decir, el efecto funcional
expresado en la diversión, se vincularía estrechamente con el modo en como
Benjamin habría analizado tanto las características de su presente como la forma
en que se tendía a narrar un supuesto pasado y un posible futuro.
Esquemáticamente, aquel relato indicaría a la primera técnica como un estado de
relación también colectiva, manifestada por ejemplo en la organización propia de
la religión, relaciones que incluso en su “falsedad” y en sus contradicciones,
tramarían igualmente un espacio para lo común; luego, con el surgimiento de las
nuevas técnicas industriales, es decir, con el surgimiento de aquello originado en
el juego, se fracturarían tales relaciones colectivas, propendiendo en cambio hacia
un nuevo estadio de la colectividad, ya no religiosa sino política. Dichas nuevas
relaciones políticas, insistimos, surgirían en la medida en que la propia
funcionalidad de la diversión ofrece condiciones paradojales que proyectarían
eventualmente tal disposición.

En ese sentido, valga nuevamente mencionar que Benjamin no parece atribuirle a


la diversión un papel pura y eminentemente “emancipador”, “revolucionario” o
254
“politizante”. Más bien pareciera querer indicar un potencial político inscrito en el
vacío provisto por una contradicción interna: ahí donde el capitalismo
industrializado desearía “anestesiar” al pensamiento de la masa, requeriría para
“inyectar” dicha anestesia un agresivo procedimiento sobre el cuerpo, si se nos
permite la figura metafórica. Sería en esa agresión en donde el cuerpo de la masa
comenzaría a fraguarse como tal. En otras palabras, sería el régimen del capital el
que constituiría a la masa como un cuerpo, y en aquella inédita corporalidad se
estarían dando posibilidades incontrolables para el capital.

Ahora bien, el otro hito contradictorio de la masividad se encontraría en que ella ha


sido permanentemente conformada —por el régimen del capital— sobre la base
de la idea de individuación e individualidad. En otras palabras, lo que el
capitalismo liberal siempre pareció prometer fue la posibilidad de potenciación de
la decisión del individuo, de su bienestar. No obstante, el pilar de tales sistemas
socio-económicos de fines del siglo XIX y principios del siglo XX se encontraba en
prácticas industriales que tendían a la conformación de grupos obreros
uniformizados, y en regímenes económicos tendientes a la comercialización de
objetos masificados igualmente estandarizados. Por tanto, aquella promesa de
individualidad como garantía de bienestar, en rigor, permanentemente ha sido
traicionada por el propio modelo del capital, en la medida en que sólo “algunas”
individualidades parecieran ejercer —para sí y para otros— decisiones personales.
Y, sin embargo, indicaría Benjamin, la percepción de la masa se manifestaría
desde una cifra individualizada:

“La primera técnica excluía la experiencia independiente del individuo.


Toda experiencia mágica de la naturaleza era colectiva. El primer
esbozo de una experiencia individual tiene lugar en el juego. De ella se
desarrolla entonces la experiencia científica. Las primeras experiencias
científicas acontecen bajo la protección del juego que no compromete.
Esta experiencia es entonces la que, en un proceso milenario, lleva a la
desaparición de la idea, y tal vez también de la realidad, de aquella

255
naturaleza a la que correspondía la primera técnica.” (Benjamin, 2003:
p. 118).

De alguna forma, Benjamin pareció articular una relación entre la experiencia


científica y el juego en la medida en que ambas correspondían a una “falta de
compromiso” que correspondería, particularmente, a dicha idea de juego; es decir,
aquel tipo de “disposición” que, a diferencia del trabajo, la seriedad y el
sufrimiento, sería capaz de hacerse parte de un sistema de reglas auto-impuestas
con el único fin de participar de aquel marco regulador. O incluso mejor, con el
único fin de obtener una gratificación en la participación de aquella normatividad.
Pero además aquel disfrute del juego se manifestaría como un tipo de experiencia
individual. Probablemente por ello el “ánimo” de juego mantenga como marca de
origen una relación con la proximidad, la cercanía y lo táctil 80. Ello en la medida en
que el goce anclado en la figura del juego es uno, hasta cierto punto, íntimo, o al
menos se presenta como puramente personal. La prueba manifiesta de aquello
para Benjamin pareciera radicar en la distracción y la diversión como operaciones
suscritas a un tipo de percepción desembarazada, hasta cierto punto, de la
continuidad propia de la tradición. Pues, de algún modo, la gran diferencia entre el
automovilista distraído y el historiador del arte es que el primero, “enfocado” en
múltiples tareas casi automáticas —y por tanto no enfocado particularmente en
ninguna—, con sus pensamientos dispersados en diversos lugares y operaciones,
no se encuentra manteniendo ningún tipo de relación con la linealidad del relato
del tiempo sobre el acontecer; en cambio el historiador del arte, intentando
verificar continuidades estilísticas en el relato tradicional, se toparía con
permanentes fragmentos, con fracturas e hiatos en aquella narración. El
historiador tradicional se desconcierta en un garaje, mientras que el automovilista

80
En ese sentido, la “falta de compromiso” no puede ser del todo homologada con la noción de “desinterés”
estético fundada por Kant. Pues mientras la relación estética perteneciente a dicha tradición ha sido
definida fundamentalmente como un distanciamiento —al menos en un sentido teórico, es decir, no
necesariamente material—, la falta de compromiso benjaminiana se termina relacionando con un tipo de
disposición táctil —como la huella—, o en otras palabras, no del todo contemplativa. Y si bien ya hemos
aludido a dicho punto con anterioridad, valga la aclaración a modo de mero recordatorio.

256
“lo hace suyo”. El historiador, finalmente, se extravía en la búsqueda de un
programa de lectura universal, mientras que aquel automovilista se relacionaría
con su entorno “automáticamente” desde una presunción personal.

En otras palabras: la diversión, la recepción táctil y la distracción, parecen


elementos propios de un tipo de percepción individual, es decir, de una vivencia.
La experiencia en cambio, señalábamos anteriormente, sería un tipo de
percepción articulada por una tradición y, particularmente, por una narración como
forma de dicha tradición; es decir, un legado o herencia. La vivencia, en cambio,
una experiencia del todo mermada —un “todavía no” de la experiencia—, no
conseguiría aquel grado de “comunidad comunicativa” de la tradición, es decir, se
“vivenciaría” como pura individualidad. En ese sentido, la diversión se le
presentaría al hombre como el lugar en donde su propio ánimo y su propio cuerpo
se verían estimulados por una descarga de placer. Algo de agresión habría en ese
placer, un shock estimulante después de todo. Pero en la medida en que la
gratificación se ha hecho presente, aquella agresión del estímulo comenzaría a
gestarse como un lugar posible para el “fortalecimiento” de la propia percepción, y
con ello anuncio de su nueva función.

Por tanto, el componente de diversión para Benjamin no se encontraría arraigado


en la mera asimilación del juego como diversión. Por supuesto, el juego
habitualmente —tradicionalmente— ha sido descrito como una actividad cuya
“función” primaria sería el divertimento, la relajación y el esparcimiento, sin
embargo, el punto de inflexión para Benjamin pareciera radicar en la relación entre
la “actitud” de juego y una falta de compromiso en la actividad. Su efecto,
evidentemente, sería la diversión, pero también como diversificación de estímulos
y desatención constante. En otras palabras, si el juego generaría diversión sería
porque “nada serio ha sido puesto en juego”, es decir, el compromiso con aquel se
encontraría exclusivamente en la disponibilidad del goce y la inscripción voluntaria

257
a una norma81. En ese sentido, la ilustración usada por Benjamin, a saber, la
ciencia —una que se emparenta estrechamente con la metáfora del cirujano frente
al chamán usada por el autor en su ensayo sobre la reproductibilidad técnica—
indicaría precisamente una suerte de relación sin compromisos que, pese a su
proximidad material con el objeto de su investigación, no arraigaría una obligación
mayor con tal objeto. Una especie de cercanía —material— distanciada —en su
compromiso— aunque cercana también en su disponibilidad sensitiva y sensorial,
a diferencia de la distancia contemplativa, cuya finalidad sería un adentrarse
completamente —emotivamente— en el objeto apreciado, sin nunca acercarse a
él. La diversión, en ese sentido, sería la manifestación de una cercanía a un objeto
que lo hace suyo, para sí, en la medida en que “poco importa”, es decir, en la
medida en que su desvalorización permitiría su apropiación. En otras palabras,
solamente lo que ha dejado de ser sagrado —serio— puede tornarse objeto de
diversión, pues escaso es el compromiso con aquel.

De esta manera, si tuviésemos que arriesgar una suerte de esquema sobre la


importancia del juego como núcleo de la vivencia individualizada, diríamos que —
para Benjamin— luego de la merma de la relación colectiva por efecto del
surgimiento de la segunda técnica, sería precisamente en la época de dicha
segunda técnica en donde se anunciarían posibilidades de una nueva colectividad.
Aquello en tanto la vivencia individual del divertimento generaría las condiciones
suficientes de adaptabilidad de la percepción —y sus cuerpos— que, finalmente,
permitiría una disponibilidad de tal percepción para funciones que corresponderían
eminentemente a la masa. En otras palabras, una disponibilidad funcional que
tendría que atender a las necesidades de la nueva colectividad llamada “masa”
cuya orientación, si bien originada desde el individuo, sólo podría concretarse en
tanto comunidad. O dicho de otro modo: en la diversión como expresión del juego

81
Descripción que termina por emparentar, en sus diferencias, la propuesta de Benjamin no sólo con
Goethe, sino también con Schiller y Kant, tal como lo indicábamos en segmentos anteriores de esta
investigación.

258
se enunciaría, como síntoma, la posibilidad latente de una politización de/en la
masa.

Pero aunque resulte algo reiterativo, es necesario destacar nuevamente que aquel
“ánimo de juego” que se encontraría en la base de la segunda técnica, no fue
considerado por Benjamin como uno “en sí” revolucionario. O mejor dicho,
efectivamente es un “ánimo” o disposición histórica que se habría tornado causa
de profundas modificaciones en la percepción, las cuales a su vez se
manifestarían en importantes diferencias de relación con el entorno; no obstante,
decíamos, tales modificaciones se exhibirían para Benjamin siempre con el
dualismo de una mirada dialéctica oscilatoria. Por ello, en el juego mismo se
encontrarían factores que atenderían a una transformación potencialmente
comunitaria —o mejor, “comunista”—, pero también tanto a una regresividad
conservadora, como a un adelantamiento hacia el futuro —paradojalmente—
retrógrado. De esta manera, en sus apuntes Benjamin consideraría que sería
posible encontrar “Elementos lúdicos del nuevo arte: futurismo, música atonal,
poésie pure, novela detectivesca, cine.” (2003: p. 118). Como se observará en la
frase anterior, los elementos “lúdicos” que Benjamin habría detectado en la
práctica artística de su tiempo transitan desde el fascismo tecnificado del
futurismo, hacia la masividad técnica del cine. Pero, pese a sus indudables
diferencias, en cada uno de los fenómenos enumerados por Benjamin se pueden
encontrar elementos correspondientes no sólo a la integración —correcta o no—
de la técnica de su tiempo, a una “ligereza” libertaria e imaginativa de las formas
—musicales, de la palabra, de las imágenes— a la usanza de la descripción
goethiana, o bien, incluso a la proximidad dada por la huella y la pista por seguir
—como en el caso de la novela de detectives—, sino también de una
“diversificación” de las energías dispuestas al espectador. De hecho, como en una
suerte de enumeración jerarquizada, pareciera que dicha diversificación en la
atención, manifestada mediante la multiplicidad de estímulos ofrecidos por cada
una de estas categorías —a saber, el futurismo, la música atonal, la poesía pura,
la novela de detectives y el cine— se organizara también bajo el signo de la

259
diversión: el futurismo en un extremo, todavía “bello y contemplativo”; el cine hacia
el final, fundamentalmente montaje, dispersión y divertimento de masas. Ahora
bien, más allá de esta relación singularmente coincidente con la organización de la
frase benjaminiana, aquella oración en rigor ilustra plenamente que tanto el
futurismo como el cine serían parte de una lógica del juego y, por tanto,
arraigarían parte de su conformación en la desatención y el divertimento —si bien,
insistimos, probablemente podamos con fundamento debatir la idea de que el
futurismo haya sido, en efecto, un “arte de la diversión”, así como la poesía pura y
la música atonal82—. Y en la medida en que ambas categorías —cine y
futurismo— compartirían una raíz similar, podemos notar también que en el caso
del cine el potencial revolucionario encontraría para Benjamin plena prestancia,
mientras que el futurismo sería el caso ejemplar de un uso contrarrevolucionario
de la técnica. En otras palabras, indicábamos, la dualidad de “ánimo de juego”
implicaría entonces una particularidad en el “uso” de tales potencialidades, dadas
tanto por la organización misma de las fuerzas productivas de la época, como por
los detentores de la operación técnica de realización de tales manifestaciones
estéticas.

Dicho de otro modo: la diversión en sí sería para Benjamin sólo la manifestación


sintomática de una transformación de los modos de percepción. El lugar hacia
donde apunte dicha diversión, en cambio, dependería tanto de la organización de
las fuerzas de producción como de los realizadores y artistas de su tiempo. El
llamado de Benjamin, por tanto, sería uno dirigido como advertencia no a la masa,
sino a quienes podrían llegar a encauzar tales energías masivas. Dicho cauce,
finalmente, no estaría delimitado por los “contenidos” de la producción artística,
sino por su reformulación formal y sus pretensiones discursivas. Es decir, estaría
orientado a una modificación total de las premisas que en su momento habrían
sustentado la idea misma del arte en la modernidad.

82
En ese sentido, no sería del todo adecuado asimilar la idea de divertimento y diversión con
“entretención”. Aquí, al parecer, el asunto apunta más bien hacia la “divergencia” de ciertas energías
consignadas a la concentración contemplativa y la reflexión en su sentido tradicional.

260
Ahora bien, Benjamin no parece aludir directamente a que tales transformaciones
pasen necesariamente por hacer del arte un lugar de mero divertimento. Más bien
pareciera direccionar sus intenciones hacia un tipo de arte que no arraigue ya la
idea de sacralidad en su hacer y, por tanto, que consiga efectos también
profanadores en una percepción ya no vinculada con intensidad a un previo —y
supuesto— régimen de lo sagrado. Sería en ese sentido que la diversión propia
del juego —es decir, de una percepción dispersa y descomprometida— se
presentaría con la cualidad de tornar profano aquello sagrado, o mejor dicho, de
restarle energía a una eventual relación sagrada, seria incluso, con ciertas
manifestaciones del entorno. Deberemos inmediatamente detenernos en esta
fórmula propuesta para explicar con mayor claridad el papel “revolucionario” que
Benjamin le estaría atribuyendo a la falta de compromiso y seriedad por parte de
la percepción dispersa de la época de la segunda técnica.

11. Juego y profanación.

En más de alguna oportunidad se ha descrito a Benjamin como aquel intelectual


que se acercaba profanamente a lo más sagrado, mientras que, a la vez, se
aproximaba con sagrada reverencia a todo aquello profano (véase por ejemplo
Buck-Morss, 2005). Una manera de describir, por supuesto, sus permanentes
coqueteos con formas “artísticas” menores y con aquel particular modelo histórico
de su cuño, uno que tal vez hoy asociaríamos con una propuesta cercana a la
“micrología”, es decir, en donde la pequeña anécdota se torna signo de una
época. Y si el arte y el acontecimiento “menor” resonaban para Benjamin con tanta
prestancia, comparativamente los grandes hitos de la historia, así como las
mayores obras del arte, parecían perder su pedestal previamente garantizado en
el decurso de sus palabras. Pero también los relatos sacros y los términos
religiosos comparecerían en la escritura benjaminiana al examen de un
pensamiento que les daría una utilidad “terrenal”, especialmente con su
261
aproximación al pensamiento filo-marxista de su madurez. Todo ello resulta
sumamente consecuente con la dirección que adoptarían sus argumentos, sobre
todo si consideramos de modo particular el “uso” que le habría consignado a la
idea de juego en su ensayo sobre la reproductibilidad técnica. De tal suerte, tal
como lo hemos mencionado con anterioridad, para Benjamin el juego —en tanto
núcleo de la época de la segunda técnica— se ofrecería al “esquema” histórico
construido por él como una contraposición —provisoria, pero determinante— de la
seriedad de una percepción todavía mítica, aún aurática. En otras palabras, el
juego sería el indicio radical —es decir, la matriz— de un modelo perceptivo
desacralizado, o incluso más, profanador. O al menos así en parte puede ser
colegido desde la lectura elaborada por G. Agamben quien, sin involucrarse de
lleno en un examen sobre OdA, ha visto en la figura del juego un componente
profanador de la sacralidad del rito. Ahora bien, dicha propuesta agambeniana
proviene más bien de un concienzudo análisis de la obra de Levi-Strauss y
también en parte de Huizinga, aunque en menor medida. Pero además aquella
hipótesis, apoyada firmemente en tales autores, se ve permanentemente apuntada
hacia “senderos” benjaminanos pues, no hemos de olvidar, G. Agamben ha
dedicado gran parte de su labor al estudio de la obra de W. Benjamin. De esta
manera, si bien el filósofo italiano no parece explicitar en qué medida su
aproximación a la idea de juego se ve enmarcada directamente por el uso
particular que Benjamin dotaría a dicho término en su ensayo sobre la
reproductibilidad técnica, sí establece incontables relaciones manifiestas con
aquel; por tanto, pese a no definir de forma “directa” la idea de juego en OdA, sí se
torna evidente que ha pensado en Benjamin —el coleccionista de literatura infantil
y de juguetes— como una encarnación decisiva de aquella hipótesis. El presente
segmento tiene por finalidad, de hecho, dar cuenta de tales relaciones, unas que
esperamos además consigan aclarar aquellas opacidades que todavía resten en
nuestra argumentación.

Para comenzar aquella revisión, y generar las condiciones necesarias que nos
permitan luego tramar una comparación posible entre las propuestas de Benjamin

262
y Agamben, tal vez sea de utilidad primero remitirse al siguiente fragmento
perteneciente a “Infancia e historia. Ensayo sobre la destrucción de la
experiencia.”, escrito elaborado por este último y que, tal como se evidenciará,
pareciera entramarse inmediatamente en asuntos vinculados al argumento
benjaminiano. De tal suerte, Agamben al momento de analizar el célebre cuento
infantil “Pinocchio”, particularmente el momento en que su personaje principal —
aquel títere que deseaba ser un niño— arriba a la “isla de los juegos”, señala que:

“Si esto es así —siempre y cuando las reflexiones de Fosforito [uno de


los personajes que habita la “isla de los juegos”] deban tomarse en
serio—, podemos conjeturar una relación al mismo tiempo de
correspondencia y de oposición entre juego y rito, en el sentido de que
ambos mantienen una relación con el calendario y con el tiempo, pero
que dicha relación es inversa en cada caso: el rito fija y estructura el
calendario, el juego en cambio, aun cuando todavía no sepamos cómo
ni por qué, lo altera y lo destruye.

La hipótesis de una relación inversa entre juego y rito es en realidad


menos arbitraria de lo que podría parecer a primera vista.
Efectivamente, desde hace tiempo los estudiosos saben que las esferas
del juego y de lo sagrado están estrechamente ligadas. Numerosas y
bien documentadas investigaciones muestran que el origen de la
mayoría de los juegos que conocemos se halla en antiguas ceremonias
sagradas, en danzas, luchas rituales y prácticas adivinatorias.”
(Agamben, 2007: pp. 98-99).

Finalmente agrega: “Pues si bien el juego proviene de la esfera de lo sagrado,


también la modifica radicalmente e incluso la trastorna a tal punto que puede ser
definido sin forzamientos como lo «sagrado invertido».” (Op. Cit.: p. 99).

Considerar al juego como una inversión de lo sagrado, al menos en relación a lo


que el propio Benjamin de alguna forma testimonió en sus escritos y documentos,
podría tener un alto rendimiento; siempre y cuando, por supuesto, atendiéramos
también al llamado de Benjamin, a saber, intentar eludir caracterologías

263
puramente polares. En ese sentido, el juego como aquella inversión de lo sagrado
propuesto por Agamben, perfectamente podría entramarse como un modo
plausible de entender el papel de la idea de juego —en un sentido político— en el
ensayo sobre la reproductibilidad técnica. Pero siempre y cuando, indicábamos
recién, nos marginemos de suponer que lo “sagrado invertido” no es del todo una
oposición a lo sagrado como tal. En ese sentido, la noción de juego aparecería —
siguiendo la propuesta benjaminana guiada, en este caso, por la pluma de
Agamben— no como lo opuesto a lo sagrado, sino como su reverso. En otras
palabras, como un “momento” de lo sacro que se ha desacralizado en su
manifestación. De tal suerte, en una suerte de movimiento oscilante que impregna
a cada extremo, nos encontraríamos con una sacralidad en donde el juego ya
habita larvariamente y, por el contrario, con un juego que contiene en su interior la
idea misma de lo sagrado. Pues, tal como lo insinúa el propio Agamben en el
fragmento recién visitado, incluso en análisis como los de Huizinga o Callois
notaremos dicha disposición al momento de enfrentar una posible definición socio-
culturalista o antropológica del juego.

No obstante, también valga destacar el particular lugar que Agamben dedica a la


figura del tiempo en su relación con las ideas de lo sagrado y el juego. En ese
sentido, también pareciera anunciarse en su propuesta un pensamiento muy
próximo al modo en que Benjamin consideró el papel del concepto de
temporalidad moderna occidental al momento de gestar su propuesta sobre la
Historia. De esta manera, si en Benjamin podemos notar una especie de
“reiteración” perpetua en las actividades propias del juego, en el medida en que
dichas actividades se gestarían en aras de un mero presente, en el caso de las
relaciones vinculadas con la sacralidad de lo mítico sería, en cambio, la tradición
como proceso aditivo y progresivo el que se manifestaría con total protagonismo.
De esta manera, la experiencia —tradicional— como forma perceptiva de contacto
con el mundo se articularía en relación directa con un decurso lineal —uno aditivo,
acumulativo y progresivo— del tiempo. En cambio el shock del presente, capaz de
fragmentar la continuidad misma de la percepción del tiempo, sintomáticamente

264
manifestaría el protagonismo del juego en la época de la segunda técnica.
Pareciera por tanto que en aquella dirección Agamben manifiesta que “Al jugar, el
hombre se desprende del tiempo sagrado y lo «olvida» en el tiempo humano.” (Op
Cit.: p. 101).

Al respecto, en más de alguna ocasión hemos aludido en nuestras palabras a la


importancia de la temporalidad y, fundamentalmente, de la Historia —como relato
del tiempo— en la idea de juego que Benjamin pareció amasar. En ese sentido,
hemos también descrito aquellas descripciones temporales desde una polaridad
en tránsito u oscilación, considerando la linealidad del tiempo de la primera técnica
y la persistencia del presente en la segunda. Ahora bien, un fragmento de las
anotaciones para el estudio sobre los pasajes de París de Benjamin podría,
eventualmente, terminar de configurar una imagen posible para comprender el
importante papel del tiempo en la idea de juego:

“Uno no debe dejar pasar el tiempo, sino cargarlo en su interior. Dejar


pasar el tiempo (expulsarlo, rechazarlo): drenarse. Figura: el jugador; el
tiempo le sale por todos Ios poros. —Cargar el tiempo como se carga
una batería: la figura del flâneur. Finalmente, la figura sintética: carga y
transmite la energía <<tiempo>> en una forma alterada: el que
aguarda.” <O°, 78> (2013: p. 857).

Al respecto, ya hemos comentado que no parece del todo fructífero presuponer


que, para Benjamin, la figura del juego de apuestas y la del jugador sean
manifestaciones “exactas” de la idea de juego contenida en el ensayo sobre la
reproductibilidad técnica. Y es que por efecto de la brevedad de sus comentarios
en aquel ensayo y su paráfrasis a la “fórmula” goethiana, sería arriesgado
asegurar que Benjamin se encontraba fraguando las mismas “imágenes” de aquel
ensayo al momento de vincularse con los juegos de apuestas de París del siglo
XIX. No obstante y pese a tales precauciones, al menos debemos asumir que
cierta similitud o raigambre ha de haber encontrado; al menos una similitud lo
suficientemente patente como para que Benjamin tampoco se interesara en
generar explícitamente explicaciones o argumentos que los diferenciaran. Pero,
265
insistimos, en la figura del juego de azar Benjamin señaló su relación con una idea
mítica de destino, lo que de alguna manera estaría indicando aquel “doblez”
interno en las manifestaciones decimonónicas del juego, a saber, una relación que
“todavía” se presentaba en su raíz sagrada, aunque “pervertida” y deformada.
Ahora bien, más allá de intentar volver sobre tales discusiones, tal vez sea
importante ahora agregar un factor más: de acuerdo a lo expresado en el
fragmento anterior, para Benjamin el jugador y el flâneur, como si se tratara
nuevamente de dos polaridades en relación de oscilación, manifestarían las dos
caras de una temporalidad sintéticamente anudadas en un tercero, a saber, “el
que espera”. Una espera que inmediatamente nos inmiscuye en aquel mesianismo
utópico de un porvenir que se encontraría ya no en el futuro, sino más bien en el
presente mismo. Una espera de quien “carga” las energías del tiempo y las deja
escapar “transformadas”. En ese sentido, vuelven a resonar las palabras de
Agamben, pero tal vez en una dirección un tanto distinta: “olvidar” el tiempo
sagrado en el tiempo del hombre podría adquirir, a la luz de lo señalado, la forma
de un tiempo aparentemente consecutivo que se vería modulado mediante una
“carga energética” —como la del flâneur— y, luego, por una expulsión, un
“drenaje”, como la del jugador. Metafóricamente, la figura de aquel “que espera” se
asemeja a la idea de un presente que, cargando con el tiempo y luego
expulsándolo, lo “revoluciona”. En ese sentido, el presente ya no sería aquel
instante de mera articulación entre lo pasado y el porvenir, pues se tornaría agente
de elaboración del pasado y de las consecuencias del futuro; en definitiva, un
pasado y un futuro posible como “imágenes” del presente y no como “hechos”
consagrados.

Ahora bien, particular puede resultar la figura benjaminiana de aquel “que espera”
como síntesis del jugador y del flâneur; ello porque hemos insistido en más de una
ocasión que en Benjamin no parece del todo preciso definir su “modelo” dialéctico
como uno que apunte hacia las “terceridades” propias de la síntesis. Por el
contrario, pareciera que habría sido más bien un modelo basado en el tránsito y la
oscilación entre polos duales lo que habría caracterizado su propuesta. Y, sin

266
embargo, en este caso declaró —al menos para sí en sus anotaciones— un
organigrama que esquemáticamente se ve articulado por un tercero sintético, a
saber, aquel “que espera”. Con suma probabilidad estaríamos en presencia de
una formulación en Benjamin que, sin contradecir su análisis histórico basado en
la observación de tránsitos de “intensidades” o “energías” entre polos, ha visto en
la propia figura del historiador dialéctico una reunión posible entre tales energías;
dicha conformación propia del historiador materialista y dialéctico, por tanto, le
permitiría “conectarse” con las “energías” de su tiempo, sin perder de vista que
tales intensidades son efectivamente temporales, o mejor dicho, energías sólo del
presente. Así, el historiador dialéctico podría reunirse también con el pasado e
incluso ofrecer una eventual transformación del presente como apuesta para el
futuro. La síntesis, en este caso, pareciera nuevamente adoptar la forma del “uno
sintético” goethiano, es decir, una suerte de “terceridad” ofrecida no como
resultado de la reunión de dos opuestos, sino como la “relación de semejanza”
entre aparentes opuestos.

Aquella aclaración podría resultar significativa para nuestros propósitos no


solamente porque, esperamos, termine por configurar una perspectiva sobre el
gesto dialéctico benjaminiano, sino también porque podría permitirnos tomar
ciertas precauciones sobre el papel del juego en el esquema propuesto por
Benjamin. Especialmente si seguimos con atención la lectura de Agamben, quien
poco a poco pareciera dirigir de forma más explícita su particular idea de juego
hacia contornos benjaminianos. En ese sentido, la precaución que hemos de
mantener y que de alguna manera ya hemos señalado en variadas oportunidades,
se arraiga en la premisa de que Benjamin no pareció “tomar posición” exclusiva en
torno al juego como posibilidad revolucionaria. Más bien pareció identificar en el
juego una intensidad de su presente que, pese a todo, todavía ofrecía potenciales
transformadores del orden social. Señalamos esto porque, tal como veremos a
continuación, Agamben parece más “comprometido” a la idea de juego de lo que
el propio Benjamin llegó a señalar. O dicho de otra manera: en Agamben lo que
aparece como una determinación, en Benjamin siempre se manifestó con el tono

267
relativista de una oscilación posible. Y no obstante, hemos indicado, Agamben
todavía puede resultar de suma utilidad para ilustrar “una cara” de lo que Benjmain
pareció considerar como lo propio del juego en la época de la segunda técnica.
Así, por ejemplo, Agamben indica que:

“Un vistazo al mundo de los juguetes muestra que los niños, esos
ropavejeros de la humanidad, juegan con cualquier antigualla que les
caiga en las manos y que el juego conserva así objetos y
comportamientos profanos que ya no existen. Todo lo que es viejo,
independientemente de su origen sacro, es susceptible de convertirse
en juguete. Además, la misma apropiación y transformación en juego (la
misma ilusión, podría decirse, restituyéndole al término su significado
etimológico de in-ludere) se puede efectuar —por ejemplo, mediante la
miniaturización— también con respecto a objetos que todavía
pertenecen a la esfera del uso: un auto, una pistola, una cocina eléctrica
se transforman de golpe, gracias a la miniaturización, en juguetes.”
(2007: p. 101).

En cierta medida, tales palabras parecen ser el eco de ciertas declaraciones de


Benjamin frente al particular papel del juguete como forma de modificación —sino
incluso profanación— de aspectos “enseriados”, y por tanto distantes, de la vida.
Nótese, por ejemplo, el siguiente fragmento escrito por Benjamin el año 1928:

“Pero una cosa no debe olvidarse: la rectificación más eficaz del juguete
nunca está a cargo de los adultos —sean ellos pedagogos, fabricantes
o literatos— sino de los niños mismos, mientras juegan. Una vez
descartada, despanzurrada, reparada y readoptada, hasta la muñeca
más principesca se convierte en una camarada proletaria muy estimada
en la comuna lúdica infantil.” (1989: p. 83).

Y luego, en “Historia cultural del juguete”, también de 1928, Benjamin señaló que:

“Puede ser que hoy ya estemos en condiciones de superar el error


fundamental de considerar la carga imaginativa de los juguetes como
determinante del juego del niño; en realidad, sucede más bien al revés.

268
El niño quiere arrastrar algo y se convierte en caballo, quiere jugar con
arena y se hace panadero, quiere esconderse y es ladrón o gendarme.
(…) La imitación —así podríamos formularlo— es propia del juego, no
del juguete.” (Op. Cit.: p. 88).

Por último, agregó Benjamin en el mentado ensayo:

“Pero también es cierto que no describiríamos ni la realidad ni el


concepto del juguete si tratáramos de explicarlo únicamente en función
del espíritu infantil. Pues el niño no es un Robinson; los niños no
constituyen una comunidad aislada, sino que son parte del pueblo y de
la clase de la cual proceden. Así es que sus juguetes no dan testimonio
de una vida autónoma, sino que son un mudo diálogo de señas entre
ellos y el pueblo.” (Ídem).

El juguete, por tanto, pareció adoptar para Benjamin el carácter propio de un signo
de su tiempo. Un vestigio o huella del pasado en el caso de los juguetes antiguos
que gustaba coleccionar, una seña del presente en el caso de los juguetes de su
época. En ese sentido, Benjamin no pareció tener reparos en proponer un análisis
materialista —y por tanto técnico— de los juguetes, en la medida en que dichos
objetos testimoniarían el “carácter” de su tiempo. Es más, Benjamin indicaría que
“Cabe señalar que ese punto de vista, el más superficial de todos —la cuestión de
técnicas y materiales—, es el que más ayuda a penetrar al espectador en el
mundo del juguete.” (Op. Cit.: p. 87). Ahora bien, dicha manifestación del carácter
de su tiempo y su susceptibilidad de análisis “superficial”, es decir, técnico y
material, estaría dado precisamente por el alejamiento del juguete de su condición
sacra y ritual. En ese sentido, el juguete —y el juego, en tanto imitación, que lo
acompaña—, solamente se haría posible por su diferencia con la distancia
aurática perceptual. O dicho de otra manera, solamente se podría jugar con —
valga la redundancia— el juguete en la medida en que aquel objeto es “próximo”,
con un mermado valor ritual, o mejor dicho, disponible para su uso banal y
distractor. De hecho, Agamben ofrece una variante de aquel argumento que
perfectamente podría complementar lo ya señalado:

269
“El juguete es una materialización de la historicidad contenida en los
objetos, que aquel logra extraer a través de una particular manipulación.
Mientras que el valor y el significado del objeto antiguo y del documento
están en función de su antigüedad, del modo en que presentifican [SIC]
y vuelven tangible un pasado más o menos remoto, el juguete,
fragmentando y tergiversando el pasado o bien miniaturizando el
presente —jugando pues tanto con la diacronía como con la sincronía—
, presentifica [SIC] y vuelve tangible la temporalidad humana en sí
misma: la pura distancia diferencial entre el «una vez» y el «ya no
más».” (2007: p.103).

Por supuesto, el argumento de Agamben se desplaza hacia una dirección distinta


a lo aquí propuesto, si bien tal como indicábamos al menos complementaria. Ello
en la medida en que la insistencia de Agamben dice relación con la
“presentificación” de la Historia en el juguete como una suerte de exhibición de
estructuras rituales sin su “cualidad” sacra, es decir, disponibles ahora para su
uso. Nosotros, en cambio, quisiéramos ser un tanto más cautos y no atribuir
inmediatamente dicha “capacidad” a la idea desarrollada por Benjamin en torno al
juguete. Pues no olvidemos que Benjamin dedicó gran parte de su vida al
coleccionismo de juguetes antiguos y viejas publicaciones de libros infantiles; un
coleccionismo que en rigor resguarda y conserva los objetos de la colección y no
que los dispone al uso y manipulación. En otras palabras, un coleccionismo que
finalmente sacraliza lo coleccionado. Ahora bien, esa característica de la
personalidad de Benjamin no debiese ser considerada como una mera anécdota
biográfica, o una suerte de “contradicción” entre el autor y su escritura; muy por el
contrario, perfectamente podría ser atisbada como la confirmación de un dualismo
en oscilación de su modelo dialéctico en reposo. De esta manera, de hecho, si
consideramos que el “juego” como indicio o raíz de la época de la segunda técnica
implica una transformación en la “intensidad” de ciertas “energías” del tiempo y,
por tanto, un cambio o transformación en la recepción —percepción— de las
cosas, y no en las cosas mismas, mantener una relación sagrada con aquello
profano —coleccionar juguetes— no se contradiría con la posibilidad de mantener
270
una relación profana con aquello sagrado, como por ejemplo, efectuar un análisis
técnico y materialista de la obra de arte. No habría contradicción, indicábamos,
puesto que el tránsito de los modos de percepción y las diferencias de recepción
frente a las cosas radicaría precisamente en la relación, no en la cosa. En ese
sentido, la reproductibilidad técnica —diría Benjamin— modifica el régimen de
producción de las cosas y con ello nuestras posibles relaciones con tales objetos,
aunque el objeto mismo no se vea —del todo— modificado. Lo que cambia es la
predisposición perceptiva y, por ello, la percepción como tal. Por ello, retomando lo
señalado por Agamben, si bien el juguete pareciera adoptar la forma “presentiva”
de lo acontecido y “presencial” de su propio tiempo, en rigor estimamos que
Benjamin consideró al juguete como un signo disponible para el análisis técnico
materialista únicamente porque su disposición frente a la recepción de quien lo
observa así lo haría posible. O mejor dicho, el juguete sería ya en su construcción
un llamado de atención a una predisposición no sacralizada. Como se habrá visto
ya, la diferencia entre nuestra propuesta y la de Agamben es ligera, pero podría
resultar decisiva al momento de intentar describir las nociones de “revolución” y
“politización” en el ensayo sobre la reproductibilidad técnica de Benjamin. Ello en
la medida en que Agamben parece atribuir un papel similar a la idea de
“profanación” propia del juego y el juguete y que, sin embargo, estimamos en
Benjamin posee un carácter menos determinado; es decir, en Benjamin no se
observaría una “politización revolucionaria” como tal en el juguete, sino
exclusivamente el signo de su disposición para una recepción politizada.

De hecho, Agamben, refiriéndose a Benjamin, indica que:

“(…) será el coleccionista quien se presente naturalmente como figura


contigua al jugador. Pues así como se coleccionan objetos antiguos, se
coleccionan miniaturas de objetos. Pero en ambos casos el
coleccionista extrae el objeto de su distancia diacrónica o de su
cercanía sincrónica y lo capta en la remota proximidad de la historia, en
aquello que podría definirse, parafraseando a Benjamin, como «une
citation I'ordre du jour» en el último día de la historia. (2007: p.104).

271
Y si bien no nos involucraremos mayormente con la figura del coleccionista en
Benjamin, pues correríamos el innecesario riesgo de desviar todavía más nuestra
atención respecto a la idea de juego en OdA, valga al menos señalar lo siguiente:
a diferencia de lo que indica Agamben, no nos encontramos en condiciones de
asegurar una contigüidad en Benjamin entre las ideas de jugador y coleccionista.
Tal vez su proximidad radicaría en que, junto a la figura del flâneur, éstas se
manifestarían en los estudios realizados por Benjamin sobre la ciudad de París a
fines del siglo XIX como “síntomas” de aquel tiempo; como arquetipos incluso.
Pero aquella cercanía también sería el anuncio de una suma diferencia, a saber,
aquellas tres “figuras” —el jugador, el coleccionista, el flâneur— darían cuenta a
su vez de tres aspectos, si bien relacionados, también completamente distintos
frente a la modificación “técnica” de su tiempo. De hecho, mediante el gesto
dialéctico del argumento benjaminiano, aquellas tres figuras —tal como
esperamos haber ya descrito detalladamente, al menos en el caso del flâneur y el
jugador— ofrecerían tanto “reacciones” regresivas frente a la transformación
tecno-industrial, como poderosos sumergimientos en dichas modificaciones. En
ese sentido, por ejemplo, cuando Benjamin aludió a la figura del coleccionismo, lo
hizo en términos como los siguientes:

“El interior es el refugio del arte. El coleccionista es el verdadero


habitante del interior. Hace del ensalzamiento de las cosas algo suyo.
Sobre él recae la tarea de Sísifo de poseer las cosas para quitarles su
carácter mercantil. Pero les otorga sólo el valor de quien las aprecia, no
el valor de uso. El coleccionista no se sueña solamente en un mundo
lejano o pasado, sino también en uno mejor, en el que ciertamente los
hombres tampoco disponen de lo que necesitan, como en el mundo
cotidiano, pero en el que las cosas quedan libres de la servidumbre de
tener que ser útiles.” (2013: p. 44).

Se colegirá luego de palabras como aquellas que si para Benjamin efectivamente


el uso y la disponibilidad parecieran tener un propósito fundamental en el juego, en
el coleccionismo en cambio lo que pareciera predominar sería una

272
“indisponibilidad” de los objetos, propia de una predisposición en parte aurática.
No obstante, inmediatamente después del fragmento recién citado, Benjamin
señalaría una estrecha relación entre la interioridad y la huella (cfr. Ídem). Es
decir, nuevamente por efecto de una oscilación, aquella matriz aurática del
coleccionismo se manifestaría con la proximidad de la huella, cercanía propia del
régimen de la segunda técnica. En ese sentido, decíamos, el juego para Benjamin
no podría ser asimilado al coleccionismo, precisamente por la diferencia respecto
al uso de las cosas.

Pese a aquella ligera pero importante divergencia, si podríamos estimar las


siguientes palabras de Agamben como una ilustración acabada y explicativa de lo
que Benjamin en su momento pareció intentar consignar:

“Rito y juego aparecen más bien como dos tendencias que funcionan en
toda sociedad, pero que nunca alcanzan a eliminarse mutuamente y
aun cuando alguna de ellas prevalezca en cierta medida, siempre dejan
que subsista una: distancia diferencial entre diacronía y sincronía.”
(2007: p. 108).

Bajo dicho señalamiento, la idea de juego como profanación de aquello sagrado


podría obtener altos réditos al momento de describir algunos aspectos específicos
de la propuesta benjaminiana. Ello en tanto el juego como intensidad nuclear de la
segunda técnica, o mejor dicho, como el ánimo característico de la modernidad
tecnológica e industrial, daría cuenta de un tipo de relación con el entorno que
tendería a “desacralizarse”. O señalado en otros términos, un tipo de percepción
cuyo ánimo ya no sería —como fundamento de dicha relación— la estimación
sagrada sobre el mundo. De esta manera, la figura de la profanación elaborada
por Agamben de algún modo se aproxima a parte de los lineamientos
configurados por Benjamin, especialmente en relación al carácter político de aquel
cambio perceptual. No obstante, insistimos, Agamben dedicará una especial
atención a la posibilidad de “uso” y la “disponibilidad” de lo profano, cuestión que
en Benjamin no se encuentra del todo presente. Así, por ejemplo, Agamben en su
“Elogio de la profanación”, señala que: “Y si consagrar (sacrare) era el término que
273
designaba la salida de las cosas de la esfera del derecho humano, profanar
significaba por el contrario restituirlos al libre uso de los hombres.” (2005: p.97). Y
luego agrega:

“Pura, profana, libre de los nombres sagrados es la cosa restituida al


uso común de los hombres. Pero el uso no aparece aquí como algo
natural: a él se accede solamente a través de una profanación. Entre
«usar» y «profanar» parece haber una relación particular, que es
preciso poner en claro.” (Op. Cit.: pp. 97-98).

Decíamos por tanto, el “uso” y la “disponibilidad” no son materias que en Benjamin


puedan ser rastreadas explícitamente. De ahí nuestra cautela. Pero ciertamente
algo de la disponibilidad agambeniana se propala de los dichos de Benjamin, en la
medida en que una percepción “ya no sacra”, ya no del todo “aurática”, es una que
indiscutiblemente resulta capaz de “hacerse” de las cosas, de aproximarse a ellas
o al menos pretender una inmediata cercanía. Pero la potencialidad de dicha
percepción táctil y aproximativa, revisada bajo la forma dialéctica que Benjamin
propuso, implicaría siempre un momento de distancia. ¿Cómo resolver, entonces,
la relación propuesta por Agamben respecto al uso y la profanación? Y ¿en qué
sentido entonces aquella relación podría ilustrar un aspecto del juego en
Benjamin? La respuesta ofrecida por el propio Agamben se dirige por el siguiente
sendero: “El pasaje de lo sagrado a lo profano puede, de hecho, darse también a
través de un uso (o, más bien, un reuso) [SIC] completamente incongruente de lo
sagrado. Se trata del juego.” (Op Cit.: p.99). Y agrega:

“(…) el juego libera y aparta a la humanidad de la esfera de lo sagrado,


pero sin abolirla simplemente. El uso al cual es restituido lo sagrado es
un uso especial, que no coincide con el consumo utilitario. La
«profanación» del juego no atañe, en efecto, sólo a la esfera religiosa.
Los niños, que juegan con cualquier trasto viejo que encuentran,
transforman en juguete aun aquello que pertenece a la esfera de la
economía, de la guerra, del derecho y de las otras actividades que
estamos acostumbrados a considerar como serias.” (Op. Cit.: p.100).

274
En el fragmento anterior se ilustrará el modo en que Agamben hace hincapié en
que el juego —como profanación— no sería meramente la abolición de lo sagrado,
sino la exhibición de su forma en tanto —valga la redundancia— forma. De ahí el
efecto sobre lo sagrado que, persistiendo como nicho interno de la forma, exhibe
su forma en tanto tal. De esta manera, exhibiendo sus propias condiciones
estructurales, lo sagrado ya no resguardaría “el misterio” interno que lo constituye
como tal, haciéndose por ende disponible a su uso a escala humana. Dicho de
otra manera, lo sagrado, serio, ya no sería aquello “intocable”, pues se ha
percibido con una forma posible. Una idea como aquella lleva a Agamben a
señalar finalmente que en tales casos de profanación de lo sagrado ilustrados, por
ejemplo, en el juego infantil, lo que tienen en común…

“(…) es el pasaje de una religio, que es sentida ya como falsa y


opresiva, a la negligencia como verdadera religio. Y esto no significa
descuido (no hay atención que se compare con la del niño mientras
juega), sino una nueva dimensión del uso, que niños y filósofos
entregan a la humanidad. Se trata de un tipo de uso como el que debía
tener en mente Walrer Benjamin, cuando escribió, en El nuevo
abogado, que el derecho nunca aplicado, sino solamente estudiado es
la puerta de la justicia. Así como la religió no ya observada, sino jugada
abre la puerta del uso, las potencias de la economía, del derecho y de la
política desactivadas en el juego se convierten en la puerta de una
nueva felicidad.”83 (Op. Cit.: p. 101).

Por último, aquella proyección de Agamben tal vez más utópica incluso que la
propuesta benjaminiana, se encuentra sustentada por una definición sobre la idea
de profanación —y su relación con el juego— que de todos modos puede resultar
provechosa para nuestros fines, a saber,

“Es preciso distinguir, en este sentido, entre secularización y


profanación. La secularización es una forma de remoción que deja
intactas las fuerzas, limitándose a desplazarlas de un lugar a otro. Así,
83
Destacado en el original.

275
la secularización política de conceptos teológicos (la trascendencia de
Dios como paradigma del poder soberano) no hace otra cosa que
trasladar la monarquía celeste en monarquía terrenal, pero deja intacto
el poder. La profanación implica, en cambio, una neutralización de
aquello que profana. Una vez profanado, lo que era indisponible y
separado pierde su aura y es restituido al uso. Ambas son operaciones
políticas: pero la primera tiene que ver con el ejercicio del poder,
garantizándolo mediante la referencia a un modelo sagrado; la segunda,
desactiva los dispositivos del poder y restituye al uso común los
espacios que el poder había confiscado.”84 (Op. Cit.: 102).

Si nos concentramos en este aspecto señalado por Agamben y, especialmente, en


la frase que hemos enfatizado, probablemente ya se colegirá en parte la senda
que nos ofrece para una lectura del juego como profanación en Benjamin: si lo
profano —tal como señala Agamben— es el reverso de lo sagrado, dicho reverso
operaría por tanto con formas inversas a lo sacralizado. Dicha inversión, en el
caso de la profanación, tendería a un proceso de aproximación y disponibilidad
que ya no mantendría mayor filiación con la distancia contemplativa de lo sagrado.
En otras palabras, si lo sagrado ha sido dispuesto para su apreciación —
contemplativa— en la medida en que amerita una distancia en su recepción, lo
profano comparece a la percepción de modo completamente próximo y
“disponible”.

En ese sentido, la restitución del uso provocada por una “pérdida del aura”
señalada por Agamben, pareciera definir de buena manera una condición
particular de la idea de juego insinuada por Benjamin; una que puntualmente
podría ser definida del siguiente modo: mientras el régimen aurático de la seriedad
fundamentaría un tipo de percepción en donde el entorno se vuelve ajeno y, por
tanto, susceptible a la mirada examinadora y cuya intensidad permitiría un régimen
particular del pensamiento, en el caso del juego como fundamento de la
percepción distraída sería la proximidad —y su posibilidad de uso de aquello
84
El destacado es nuestro.

276
“acercado”— lo que anunciaría para Benjamin un potencial revolucionario en sus
modos de proceder. No sin el riesgo que dicha ausencia de una intensidad del
pensamiento, expresada por el contrario en una energía más bien física y material,
pudiese eventualmente tornarse un material disponible —o de uso— para fuerzas
conservadoras o retroactivas. En otras palabras, el riesgo que pareció desear
advertir Benjamin a sus contemporáneos fue la inminente posibilidad de que,
mediante la proximidad del cuerpo, el “uso” de lo profanado se transformara en un
instrumento de sacralización. O, tal vez, como señalaría Agamben, que la
profanación no fuese sino mera secularización, permitiendo a las masas expresar
su derecho, pero sin modificar sus relaciones con el régimen de producción del
capital.

277
Cuarta Parte. Conclusiones.

Seguí con la naturaleza del juego, no recuerdo


exactamente cuántas estupideces dije, entre ellas que
la necesidad de jugar no es otra cosa que una suerte de
canto y que los jugadores son cantantes interpretando
una gama infinita de composiciones, composiciones-
sueños, composiciones-pozos, composiciones-deseos,
sobre una geografía en permanente cambio: como
comida que se descompone, así eran los mapas y las
unidades que vivían dentro de ellos, las reglas, las
tiradas de dados, la victoria o derrota final. Platos
podridos.

Roberto Bolaño. El Tercer Reich

Las siguientes líneas pretenden reunir las piezas dispersas de un rompecabezas


complejo de tramar; pues, de alguna forma, abordar los escritos de Walter
Benjamin pareciera siempre decantar en la elaboración de un puzzle por
recomponer. En este caso, nuestro desafío ha sido abordar desde varias
perspectivas la noción de juego en el ensayo sobre la reproductibilidad técnica, o
al menos aquella que aparece en una versión de dicho escrito anterior a la
oficialmente publicada en 1936. Y seguramente tal multiplicidad en la
aproximación a tal noción ha dejado algunos cabos por atar o, al menos, algunas
ideas que recuperar y ciertas premisas por enfatizar. Por tanto, en lo sucesivo nos

278
abocaremos a retomar tales argumentos, incluso so riesgo de reiterar algunos
tópicos ya desarrollados, pero esperamos ahora con una continuidad que en su
recorrido permitan una lectura más pausada y lineal de aquello que puede haber
sido presentado de forma segmentada.

Una de dichas ideas y, en rigor, una abordada recientemente, dice relación con la
posibilidad de ingresar a la noción de juego en Benjamin desde la premisa de la
profanación propuesta por Agamben. En ese sentido, el potencial político que
Benjamin habría vislumbrado en la percepción distraída, en la merma aurática y en
el shock a los sentidos, mantendría relación —de acuerdo a aquella mirada
agambeniana— con un retorno de la disponibilidad propia del juego. De esta
manera para Benjamin el juego se manifestaría como oposición provisoria de la
seriedad aurática, o dicho de otro modo, como reverso de la sacralidad del aura y,
en aquella dirección, como potencialidad para nuevos “usos” de, por ejemplo, el
arte. Es más, pese a las precauciones que hemos evidenciado frente a la tesis de
Agamben respecto a la relación entre juego, profanación y política, podemos notar
sin duda que en Benjamin la disposición “táctil” de la percepción —es decir, de
aquella originada en el juego— se arraiga someramente en su condición de
utilidad. De esta manera por ejemplo, al referirse a la arquitectura, Benjamin indicó
en su ensayo sobre la reproductibilidad técnica que: “La recepción de los edificios
acontece de una doble manera: por el uso y por la percepción de los mismos. O
mejor dicho: de manera táctil y de manera visual.” (2003: p. 93). Por tanto,
guardando las reservas del caso, no parece tan descaminado suponer que bajo el
manto del término “politización del arte”, se esconde el “enano corcovado” de una
teología utopista tendiente a la composición efectivamente comunitaria. Una
composición efectuada gracias a la disponibilidad del entorno. Es decir, la
posibilidad de dar un nuevo uso a las cosas del mundo, un uso que atienda al
llamado de las fuerzas colectivas.

279
Pero dicha disponibilidad, bajo la mirada de Agamben, se precipitaría —
señalábamos— gracias al componente “des-auratizante”85 de procedimientos
propios del juego. Es decir, como si se tratara de un efecto de “mundanización” de
lo sagrado, el juego como estructura ritual sin —valga la redundancia— rito que la
determine, daría cuenta de las imposturas axiomáticas y distantes de lo sagrado y
lo serio. En ese sentido, y si se nos permite navegar al menos un tramo a la
deriva, podría resultar auspicioso o al menos ilustrativo de la propuesta
agambeniana recordar el llamativo caso de William Stetson Kennedy (1916 –
2011), afamado activista por los derechos humanos de origen estadounidense. En
particular, aquella breve historia ocurrida hacia 1946 y que resulta del todo
sugestiva por su singularidad: Stetson Kennedy, luego de diversas estratagemas y
auspiciosas circunstancias, habría conseguido infiltrarse en una de las células
activas del llamado Ku-Klux-Klan (K.K.K). Siendo ya participante activo de sus
reuniones, comenzaría a tomar nota de cada código, cada palabra secreta y cada
gesto ceremonial, así como por supuesto de cada rostro y característica de los
participantes de tales citas. Todo ello con el fin de realizar una denuncia pública de
tales actividades clandestinas, ya fuese a través de los medios de prensa como
directamente a la policía. Pero, para su infortunio, Stetson Kennedy
paulatinamente notaría que algunos de los miembros de aquellas reuniones
pertenecían, en efecto, al cuerpo de policía, a la prensa e incluso al poder judicial
y ejecutivo. Algunos de ellos inclusive poseían los más altos cargos en la jerarquía
de la triple K. Con las manos atadas, y en permanente vigilia por miedo a
persecuciones si se llegase a conocer su real identidad, Stetson Kennedy tomaría
una decisión del todo ingeniosa e improbable en otras circunstancias.

Para entender el carácter de dicha decisión e incluso antes de describirla, primero


debiésemos mencionar que por aquellos años el programa radial de mayor
sintonía en Estados Unidos era aquel que narraba las aventuras de un popular
personaje surgido desde las historietas, a saber, “Superman”. Caricatura ficticia
85
El término es del todo inexacto, pues la merma aurática no implica su desaparición. No obstante, se
comprenderá que su uso aquí es meramente descriptivo y no ajustado con la complejidad del caso.

280
coincidentemente creada por dos autores de origen judío, Joe Shuster y Jerry
Siegel, y que hasta el día de hoy encarna en los colores de su vestimenta, en sus
diálogos y sus propósitos, tanto la máxima del sub-género narrativo súper heroico
como los valores culturales de una sociedad profundamente vinculada al
capitalismo liberal. Una sociedad que además, ya por esos años, se encontraba
marcadamente influenciada por los medios de comunicación, o por aquello que
Adorno y Horkheimer denominarían como “Industria Cultural” en su escrito
homónimo: aquel que hemos revisado con cierta detención y que, efectivamente,
fue realizado en presencia de los fenómenos provistos principalmente por la
economía cultural del capitalismo estadounidense.

Pues, tanta era la presencia de aquel programa radial en cada hogar, que los
niños se amontonaban unos contra otros para escuchar la más reciente aventura
del extraterrestre con apariencia de hombre y con capacidades casi divinas. Uno
que ya se había hecho famoso en las viñetas de las tiras cómicas por derrotar en
incontables ocasiones a los soldados de Adolf Hitler, mientras las tropas alemanas
reales todavía cruzaban fuego con los ejércitos aliados. Igualmente, prácticamente
cada niño en la escuela, en las calles o en el interior de su casa, jugaba a
representar tales hazañas, turnándose cada vez para encarnar a Superman o bien
a sus antagonistas de turno. Y sería en el marco de dicha masividad del programa
radial que Stetson Kennedy habría fraguado una salida a su dilema: consiguió
ponerse en contacto con los productores del show de radio para ofrecerles un
nuevo guion para las aventuras de Superman. Uno en donde combatiría a un
nuevo grupo de villanos, conocidos ampliamente como el Ku-Klux-Klan. Los
productores, deseosos de encontrar nuevos derroteros para un programa radial
que comenzaba a padecer el desgaste creativo, aceptaron la propuesta de
Stetson Kennedy. Ello daría paso a una serie de episodios titulados “Clan of the
Fiery Cross” [Clan de la cruz ardiente]. De esta manera, Stetson Kennedy habría
desplegado cada una de sus anotaciones, con extremo detalle, en el guion de
tales capítulos. Como resultado, periódicamente los secretos del K.K.K
comenzaron a ser escuchados por millones de oídos atentos, en especial de oídos

281
infantiles. Según se suele narrar cada vez que se retoma esta anécdota, gracias al
programa radial la fuerza del Ku-Klux-Klan se habría mermado considerablemente,
al punto de casi desaparecer como una organización articulada. El propio Stetson
Kennedy, de hecho, habría certificado la disminución paulatina de asistentes al
grupo en el cual él se había infiltrado, situación que le habría permitido desligarse
de tales reuniones en absoluta tranquilidad.

Se podrá inferir que el efecto demoledor para la triple K. asestado por aquel show
radial no habría radicado solamente en la masificación de sus códigos y
tradiciones, ni tampoco meramente en el hecho de que hubiesen sido retratados
como villanos caricaturescos, si bien ambos han sido considerados factores
determinantes. Pero al parecer el llamado “golpe de gracia” se asentaría en el
papel de los propios niños, ya que mediante sus juegos infantiles habrían
conseguido banalizar la sacralidad del rito secreto y las prácticas de cofradía. En
ese sentido, no parece difícil imaginar una situación más llamativa: un padre de
familia, clandestina y orgullosamente miembro del K. K. K, observando un
domingo por la tarde a su hijo interpretando en un juego los saludos, las palabras
secretas y la ceremonia del Klan. Aquellas mismas señas y palabras que él se
habría encargado de resguardar. Y no sólo eso, en dicho juego además su hijo, a
sabiendas, se encontraría adoptando el rol del malvado, el que será detenido
finalmente por otro infante con un trozo de tela amarrado a su cuello a modo de
capa.

Una historia menor como aquella por supuesto podría dar paso a un concienzudo
análisis sobre el rol de los medios de comunicación masivos desde el siglo XX.
Especialmente si atendemos al hecho de que el propio Ku-Klux Klan de los años
’40 se habría formado inspirado no solamente por el original Klan decimonónico,
sino también profundamente apoyado por ideas que comenzaron a circular
cinematográficamente, gracias a la cinta “The Birth of a Nation” (1915) [El
nacimiento de una nación] de D.W. Griffith. Filme considerado un pilar de la
cinematografía actual y, evidentemente, una desvergonzada apología al racismo y
a los actos del Klan durante el siglo XIX. Así mismo, se suele comentar que el
282
juicio y linchamiento al pequeño empresario de origen judío, Leo Frank, acusado
de violación y asesinato el mismo año del estreno de aquel film, también habría
generado un fervor racista y anti semitista; exaltación al parecer en gran medida
propiciada por la sesgada y amarillista visión de los medios periodísticos
estadounidenses de la época, lo que habría repercutido en la “necesidad” de tales
grupos ultra-conservadores para refundar al Klan. Igualmente, el “clima” mundial,
durante las primeras décadas del siglo XX, evidentemente daría cuenta de una
animosidad cada vez más intensa a ciertos grupos raciales. El paroxismo de dicha
animosidad habría forjado primero los guetos, luego los campos de exterminio. Por
tanto, no es posible atribuir al rol de los medios de la “industria cultural” una suerte
de culpabilidad exclusiva, sino tal vez sólo como expresión convocadora de
fuerzas que ya se encontraban activas. Pero más allá del papel particular de los
medios en la “influencia” o “determinación” de ciertas actividades y discursos
sociales —discusión que quisiéramos evitar aquí por ahora—, para nuestros
propósitos parece más urgente retomar, gracias a aquel relato menor, la hipótesis
de G. Agamben: todo indicaría que la merma del Ku-Klux-Klan, o al menos su
forma organizada durante la década de los ’40, se habría generado gracias a la
exhibición de aquello que estando oculto se ofrecía como sagrado. Y luego, que
mediante la banalización de aquello sagrado a través de las formas del juego
infantil, los ritos que dotaban de importancia y sentido al grupo habrían tendido a
tornarse superfluos, ridículos incluso. No habría sido por tanto el paulatino
conocimiento de los horrores suscitados por el nazi-fascismo en Europa, o
sencillamente el fin de la segunda guerra lo que habría marcado el hito del
desmantelamiento de aquel grupo racista, xenófobo, nacionalista y profundamente
religioso; habría sido, en cambio, un juego. Uno además originado en el país que,
probablemente, por aquellos años relacionara con mayor énfasis la producción
estética de los medios masivos de comunicación con un capitalismo flagrante,
desmedido y problemático.

Pareciera, por tanto, que se nos presenta una paradoja respecto al rol de los
medios técnicos de producción masiva y su potencial revolucionario. Una

283
contradicción al menos en el sentido de que dicha “excepcionalidad” del
desmantelamiento del Klan no parece prueba suficiente de una posibilidad
“revolucionaria”, anidada silenciosamente en tales medios masivos. Igualmente, la
literalidad del “juego”, como práctica infantil, puede parecer infundada si nos
remitimos al amplio uso dado por W. Benjamin a dicha noción.

Ahora bien, efectivamente Benjamin pareció darle una dirección distinta, o al


menos más amplia, a la noción de juego en el ensayo sobre la reproductibilidad
técnica. O dicho de otra manera: no parece estar presente la variante del juego
como mera actividad infantil. No obstante, hemos intentado hacer notar que
también ha de considerarse dicho cariz del juego —en tanto actividad de la
niñez— en base a las propias características con las cuales Benjamin parece
caracterizar a la infancia misma y por diversas referencias —tanto biográficas
como escriturales— que señalarían una cierta disposición de Benjamin a
acercarse a los juguetes, los libros infantiles y las actividades lúdicas en general.
Pero también hemos intentado enfatizar un posible vínculo con algunas premisas
goethianas que, más que dar cuenta de la idea de juego como actividad de la
infancia, situarían en cambio dicha noción en la zona de la “fantasía” desbordada
de artistas y espectadores de arte. Una “actitud” o “disposición” respecto a la
forma de las imágenes que daría cuenta de una predisposición al goce por la
materia misma; un placer despreocupado y ligero, grácil incluso, pero que no se
preocuparía mayormente de ciertas “gravedades del espíritu”. Una cierta
banalidad que sin duda, insinuábamos, en parte se condice con la actitud infantil o
incluso con cierto infantilismo.

Ahora bien, será en aquella dirección que esperamos todavía resulte de utilidad un
relato como el antes aquí detallado. En la medida en que, más allá del acto del
juego infantil como tal, lo que parece decantarse soterradamente de un hecho
como aquel es un cambio de percepción frente al “sentido de los hechos” en el
mundo. Cambio además suscitado en parte por las posibilidades de un aparato
técnico como la radio y su relación particular con la masa. En ese sentido, lo que
esperamos de alguna manera ilustrar con aquella anécdota no es tanto el rol
284
“revolucionario” de la radio en aquellos años, o incluso del juego: más bien hemos
intentado ilustrar el papel que adoptaría la “actitud de juego” cuando se torna un
instrumento de merma de aquello que, por sagrado, ha evitado precisamente
importantes modificaciones sociales que apuntarían a la construcción de una
colectividad efectiva. Dicha “actitud de juego” sería, por tanto, una que suscribe en
gran medida a la banalidad y la ligereza. Sería también por tanto una suerte de
“arma de doble filo”, pues posibilitaría tanto las constantes acometidas de un
capitalismo exacerbado o de un fascismo carcelario, como el potencial
desmoronamiento de tales acometidas y tales formas opresoras. En otras
palabras, en aquella actitud ligera o no enseriada se establecerían las condiciones
tanto para el surgimiento del capitalismo como modelo económico predominante,
así como de los fascismos en cuanto modelos políticos de alta congregación; pero
también se posibilitarían las condiciones de sus desmantelamientos, en la medida
en que se infiltrarían en una sacralidad que ni el capitalismo ni el fascismo
pudieron desarraigar de sus respectivos discursos. Aquella hipótesis, a saber, la
de una “posibilidad” o potencialidad, ya se encontraría dada en las primeras líneas
del ensayo benjaminiano sobre la reproductibilidad técnica. La advertencia sobre
un uso “inadecuado” de la potencialidad del juego se encontraría, en cambio, en
las frases finales.

Dicho de otra manera y de acuerdo a nuestras consideraciones, la noción de juego


en Benjamin y particularmente aquella mencionada en el ensayo sobre la obra de
arte y la reproductibilidad técnica, daría cuenta de una predisposición perceptual,
ocasionada en gran medida por las transformaciones materiales del entorno. Por
tanto, el juego no sería tanto una “actividad” en particular como una disposición
frente a cualquier actividad posible. En ese sentido, el juego se encontraría en
relación causal respecto a las modificaciones técnicas, pero también estaría en
relación de efecto de tales transformaciones. Aquella aparente paradoja, en el
sentido de considerar al juego causa y efecto de un mismo fenómeno, se
solucionaría en parte comprendiendo el estado de modulación “dialéctica” que, en
sus contrapuntos, Benjamin estaría proponiendo frente a tales fenómenos. En ese

285
sentido, el juego puntualmente podría definirse de la siguiente manera: por un
lado, describiría un cierto “ánimo” en la basa de la denominada “segunda técnica”.
Por otro, mantendría directa relación —en tanto núcleo de influencia— con las
“actitudes” surgidas a propósito del régimen de aquella segunda técnica. Por tanto,
el juego habría “posibilitado” una modificación de índole técnico pero, a la vez, se
expresaría como una transformación perceptual.

Dichas modificaciones arraigarían un potencial “revolucionario”, en la medida en


que tramarían una relación depreciada con aquellos aspectos de la tradición y con
ciertas fórmulas de la historia que, con un ánimo de falso progreso, se gestarían
con ímpetus regresivos y conservadores frente a las transformaciones ya
instaladas. De tal suerte, mientras tales operaciones regresivas utilizarían el
instrumental técnico para volver a “enseriar” la vida de forma puramente
cosmética, Benjamin pareciera apuntar a una suerte de idea de “punto de no
retorno”: aquello que se ha vuelto “ligero”, “lúdico” si se quiere, por efecto de los
cambios materiales y perceptuales de la vida, no podría retornar hacia aquel
“momento” anterior. En cambio, la misma ligereza permitiría desprenderse de
aquello que en el “pasado” todavía anclaba a la vida a la imposibilidad de constituir
una comunidad efectiva. Ello en gran medida porque —tal como lo hemos querido
enfatizar con el uso reciente de comillas— la temporalidad y el pasado sería ya de
por sí la administración de un relato gestado por el presente. Un presente, por
supuesto, modificado por la segunda técnica. Frente a eso, todo intento de
retorno, se colegirá, aparecería como infructífero sino incluso contradictorio, pues
no se puede retornar a aquello que nunca se ha abandonado.

Por ello, la particular propuesta histórica de Benjamin de alguna forma permitiría


también concebir de mejor manera la idea de juego, si bien siempre atendiendo a
que dicha propuesta, por su intensidad y complejidad, no puede ser únicamente
vinculada a la mentada noción de juego. La relación, en ese sentido, quedaría
supeditada, pues el juego parece ser una parte integral de una “constelación”
mayor de ideas. Una que en Benjamin podría denominarse como “Historia
materialista” y “dialéctica”. No obstante, hemos asegurado que el juego poseería
286
un papel preponderante en aquella constelación, especialmente en la zona
conformada por el ensayo sobre la reproductibilidad técnica. Allí la intensidad del
juego, como hemos asegurado, radicaría en su propalación vaporosa a cada una
de las “actitudes” de la masa, de las prácticas estético-artísticas, de la ciencia y la
técnica, vinculadas a la merma del aura. En otras palabras, como una suerte de
disposición general, el juego se encontraría en el núcleo de, por ejemplo, la
recepción táctil confrontada a la contemplación, o la risotada como estertor del
cuerpo en el cine frente a la presencia de las imágenes religiosas. En cada uno de
estos pequeños casos descritos por Benjamin, lo que se deja entrever es una
especie de “aligeramiento” al borde de la pura despreocupación; por tanto, una
desatención en la percepción, y el divertimento como motor general.

En ese sentido, el juego aparecería en Benjamin en la “vereda opuesta” a la


seriedad, evidentemente, pero junto a ello también confrontado a la idea de “bella
apariencia” o “bello aparecer”. Un “bello brillo” [schöne Schein] que no parece tan
distante de la idea tradicional de “lo bello” en el pensamiento alemán. De tal suerte
se propalaría del juego, como raíz de la segunda técnica, no solamente un
basamento en algunas de las hipótesis axiológicas goethianas, sino en parte
también un diálogo permanente con el pensamiento de origen kantiano. Diálogo
que efectivamente también es trasladado por Benjamin a su propuesta sobre la
Historia, como una disputa respecto a, por ejemplo, la idea de experiencia. Pero
más allá de tales antecedentes, resulta del todo llamativo en Benjamin aquella
perspectiva sobre el depreciado rol de la bella apariencia en la época de la
reproductibilidad técnica, con sus inmediatas consecuencias: merma del aura y,
por tanto, menoscabo de la percepción contemplativa —al menos como
presupuesto en la relación perceptual con el mundo—. Es decir, detrimento de la
“experiencia”, en el sentido de continuidad con la tradición y con lo legado, de
proyección lineal hacia un horizonte futuro y de reflexión —en un sentido
ilustrado— respecto a los fenómenos del mundo. En ese sentido, finalmente, la
merma del bello aparecer sería el síntoma de la dificultad de generar experiencias
y de conseguir su comunicabilidad. Aunque también la merma de la belleza,

287
mediante la técnica, indicaría aquella predisposición “ligera” del juego y el golpeteo
constante del shock generado por los estímulos del mundo; uno que se
presentaría de forma más inmediata, o cercana, no permitiendo por tanto la
mediación reflexiva al uso tradicional.

Por el contrario, la época de la belleza mermada —la del juego y la segunda


técnica— sería el tiempo de la “vivencia”, es decir, el tiempo de un presente
consagrado y de una Historia fragmentada. Pero en aquella eclosión de lo
fragmentario se estaría manifestando no solamente una pérdida, sino también una
“esperanza”, a saber, la de generar relaciones con la técnica que dispongan a la
masa hacia soluciones colectivas de sus necesidades inmediatas. En otras
palabras, en la ligereza del juego se habría perdido la particular intensidad de lo
serio86 y con ello incluso algunas de las presunciones que permitirían la
constitución de lo tradicionalmente concebido como “Arte” —por ejemplo, la
relación ritual con el entorno, o bien la moderación reflexiva frente a los
estímulos—. Pero también se estarían gestando las condiciones para suscitar
transformaciones efectivas para la masa como colectividad cohesionada y no
meramente coordinada en aras de un poder dominante; siempre y cuando, por
supuesto, dichas energías de la técnica fuesen aprovechadas correctamente, a
saber, pertrechadas en un sentido revolucionario.

Dicho de otro modo, para Benjamin “revolucionar la técnica” implicaría no


solamente modificarla o, peor aún, hacerla “progresar” —en el sentido lato de la
palabra—, sino transformarla para que su uso “novedoso” se oriente hacia
soluciones colectivas. De ahí que, tal como indicábamos al inicio del presente
segmento, la idea de “profanación” como descripción del procedimiento del juego
propuesta por Agamben se torne ilustrativa respecto a ciertos tópicos aludidos por
el propio Benjamin. Pero tal vez sea necesario ahondar con mayor profundidad en
la importancia del juego como desestabilizador de la categoría tradicional de “Arte”
y, por tanto, su relación con la afamada sentencia benjaminiana sobre la

86
No la seriedad como tal, pues se trataría solamente de su menoscabo.

288
politización del arte. Para ello, optaremos no sólo por volver a revisar algunos de
los fragmentos finales del ensayo sobre la reproductibilidad técnica de Benjamin,
sino también aprovecharemos la instancia para discutir con algunas de las
premisas ofrecidas por Byung-Chul Han, filósofo surcoreano sumamente vinculado
al pensamiento alemán y, particularmente, a algunas de las ideas provistas por
pensadores aquí mencionados, de entre ellos Kant, Adorno y Benjamin. Dicha
discusión, valga de inmediato señalarlo, podría resultar del todo fructífera para
nuestros fines, en la medida en que Han propone un “retorno” a la premisa de “lo
bello” como forma política de discrepancia con el régimen del capitalismo tardío
actual; en ese sentido, se evidenciará ya la confrontación tácita que trama con lo
que Benjamin, en su momento, habría querido enfatizar en su escritura.

Comencemos por tanto con Han: para él, el juego y la belleza no serían polos en
oposición sino, por el contrario, nociones en eminente relación. Pues, para Han, el
juego se encontraría en la base de lo que tradicionalmente podríamos denominar
como “relación estética” con el mundo (Cfr. Han, 2015). Por supuesto, dicha
premisa se encontraría plenamente sustentada en las ideas de “libre juego de las
facultades” kantianas y en el “impulso de juego” schilleriano. Dicho de otro modo,
para Han, el juego en tanto oposición al trabajo —y a lo útil— daría cuenta de una
disposición frente al mundo cuyo primer interés sería, precisamente, un
“desinterés” estético. Sobre dicha plataforma, entonces, Han opondría a una
suerte de voluntad de belleza —bajo los lineamientos propios de una ausencia de
interés por lo útil— la cosmética propia del régimen del capital que, intentando
agradar y complacer la mirada, en cambio, ha generado formas visibles que darían
cuenta del permanente ánimo de consumo del mercado —de una proximidad
táctil, señalaría el propio Han—. La belleza, en ese sentido, oponiéndose a lo
meramente agradable —bajo el presupuesto desarrollado por Kant— posibilitaría
una suerte de “negatividad”, o mejor dicho, una “intensidad negativa” frente a la
homogeneización estandarizada del mercado, en evidente cercanía a lo
mencionado por Adorno. En ese sentido, el juego —según Han— daría cuenta de
su oposición a las constricciones del trabajo, es decir, del consumo y de la

289
banalidad de las estéticas de la transparencia, del brillo y lo satinado que ofrece el
mercado.

De tal suerte, Han señalará literalmente que:

“Igual que hace Burke, Kant aísla lo bello en su positividad. Lo bello


suscita una complacencia positiva. Pero va más allá del deleite
hedonista, pues Kant lo inscribe en el proceso cognoscitivo. En la
producción de conocimiento intervienen tanto la imaginación como el
entendimiento. La imaginación es la facultad para compilar en una
imagen unitaria los múltiples datos sensoriales que vienen dados con la
intuición. El entendimiento opera en un nivel superior de abstracción,
compilando las imágenes en un concepto. En presencia de lo bello, las
facultades cognoscitivas, concretamente la imaginación y el
entendimiento, se encuentran en un juego libre, en un concierto
armónico. Al contemplar lo bello, las facultades cognoscitivas juegan.
Todavía no trabajan en la producción de conocimiento. Es decir, ante lo
bello, las facultades cognoscitivas se encuentran en una actitud lúdica.
Sin embargo, este juego libre no es del todo libre, no carece de objetivo,
pues es un preludio al conocimiento en cuanto que trabajo. Pero todavía
siguen jugando. La belleza presupone el juego. Tiene lugar antes del
trabajo.”87 (Han, 2015: p. 34).

No es de extrañar que Han vincule el análisis de la categoría estética de lo bello a


la idea de juego pues, tal como hemos revisado, aquella idea de juego no sólo
parece originarse modernamente en la propuesta kantiana, sino además posee un
lugar —secundario, pero igualmente notorio— en la tradición de la discusión
estética europea, especialmente la alemana. Ahora bien, lo interesante para
nuestros propósitos —indicábamos— es el énfasis que Han otorga a la polaridad
juego-trabajo, una que ya se encontraba presente en Kant. Dicho énfasis le
permitirá en lo sucesivo de su argumentación proponer una vía política anclada en

87
Los destacados provienen del texto original.

290
la idea de una recuperación de lo bello en su posible “negatividad”. Ello en la
medida en que

“En Kant, en última instancia, el juego se subordina al trabajo, es más,


al «negocio». Aunque lo bello no produce por sí mismo conocimiento,
sin embargo, entretiene y mantiene a punto el mecanismo cognoscitivo.
En presencia de lo bello, el sujeto se agrada a sí mismo. Lo bello es un
sentimiento autoerótico. No es un sentimiento de objeto, sino de sujeto.
Lo bello no es algo distinto por lo cual el sujeto se dejara arrebatar. La
complacencia por lo bello es la complacencia del sujeto por sí mismo.” 88
(Han, 2015: pp. 34-35).

Es decir, en la medida en que la propuesta estética kantiana formularía un


autoerotismo subjetivo, Han, apoyado en Adorno, proyectaría la recuperación de lo
bello —como premisa para la visualidad— como una forma de confrontación a las
prácticas estéticas del mercado. Pues,

“Ni lo bello ni lo sublime representan lo distinto del sujeto. Más bien son
absorbidos por su intimidad. Una belleza distinta, es más, una belleza
de lo distinto, solo se habrá recobrado cuando se le vuelva a conceder
un espacio más allá de la subjetividad autoerótica. Pero no sirve de
nada el intento de poner lo bello bajo sospecha general declarándolo el
germen de la cultura del consumo, ni de hacer que se enfrente a lo
sublime a la manera posmoderna [Envía a nota al pie: Por ejemplo, W.
Welsch, Ästhetisches Denken, Stuttgart, 2003.]. Lo bello y lo sublime
tienen el mismo origen. En lugar de contraponer lo sublime a lo bello, se
trata de devolver a lo bello una sublimidad que no quepa interiorizarla,
una sublimidad desubjetivizante: se trata de revocar la separación entre
lo bello y lo sublime.”89 (Han, 2015: pp. 37-38).

Como se evidencia en las palabras anteriores, para Han en la posibilidad de


“encarar” la belleza desde su origen común con la idea de lo sublime y, por tanto,
88
Nuevamente, los destacados pertenecen al escrito original.
89
Ídem.

291
dotándolo de esa manera de una suerte de negatividad en su presencia, se estaría
todavía en parte haciendo justicia a algunos elementos de la propuesta kantiana
—si bien evidentemente modificada, sino incluso enmendada—. Pero, sobre todo,
se estaría posibilitando al aparecimiento de la belleza una cualidad de índole
política. Una cualidad administrada por un tipo de belleza no sólo cautivante o
meramente agradable, sino demoledora, casi a la usanza de, por ejemplo,
Pseudo-Longino. Una belleza, por tanto, que originara una modificación en las
condiciones socio-políticas. Una belleza que “equilibrara la balanza” en un sentido
ético:

“Según Scarry, la percepción de o la presencia de lo bello implica «una


invitación al juego limpio ético» [Envía a: E. Scarry, On Beauty and
Being Just, Princeton, 1999, p. 93]. (…)Es bella la simetría, en la cual se
basa también la idea de justicia. La relación justa implica de manera
necesaria una proporción simétrica. Una asimetría total provoca una
sensación de fealdad. La injusticia misma se expresa como una
proporción sumamente asimétrica. En efecto, Platón piensa lo bueno
desde la belleza de lo simétrico.” (Han, 2015: p. 86).

Con suma probabilidad, Han ha relacionado el juego con la belleza a propósito del
uso habitual que el término adquirió en la discusión tradicional post-kantiana, a
saber, la idea de juego como una disposición “libre” de las constricciones no sólo
del trabajo, sino en general de toda determinación o delimitación externa. Sin
condicionantes que constriñeran el pensamiento y la sensibilidad del sujeto, por
tanto, el juego habría representado —por su auto-regulación y el placer inscrito en
su práctica— una imagen fidedigna de la recepción y creación artística, así como
de toda disposición “estética” en un sentido general. Por ello, suponemos, en las
ideas de “simetría” y, por tanto, “belleza”, Han suscribiría una modificación ética
tendiente o incluso enraizada en la variante del juego: en aquella libre auto-
regulación, se estarían dando entonces las condiciones para una ética interna
tendiente al equilibrio, a la justicia. Pues, dicho sea de paso, en general el juego —
como práctica al menos— ha sido relacionado con la idea de no solamente reglas

292
auto-impuestas, sino además normas que tenderían a una nivelación de
oportunidades entre los participantes, únicamente desequilibrada de acuerdo a
sus propias capacidades y no a factores “externos” al dominio del propio juego.
Supuestamente, las reglas de la práctica del juego darían cuenta de una
estabilidad entre sus participantes para que el juego, como ejercicio, opere de
forma eficiente. O dicho de modo coloquial: un juego cuyas reglas tenderían a la
ventaja de ciertos participantes respecto a otros, sería considerado generalmente
un “mal juego”. Probablemente en ese sentido Han señala también que:

“La actual sociedad íntima elimina cada vez más modalidades y


márgenes objetivos en los que uno pueda escabullirse de sí mismo, de
su psicología. La intimidad se contrapone a la distancia lúdica, a lo
teatral. Lo decisivo para el juego son las formas objetivas y no los
estados psicológicos y subjetivos. El juego riguroso o el ritual exoneran
el alma, no concediendo ningún margen a la pornografía anímica (…)”90
(2015: p. 91).

De esta manera, lo que puede apreciarse en el comentario de Han no sólo se


instalaría en el equilibrio dispuesto por una “disposición de juego”, sino además
por la “puesta en escena” —la distancia— que dicha disposición implicaría. O en
otras palabras, con claridad Han ha determinado el uso y sentido del término juego
básicamente como un símil de la experiencia estética en su uso más habitual y
tradicional: una distancia contemplativa que permitiría —gracias al particular
compromiso que la enlaza al mundo— una actividad eminentemente reflexiva. En
ese sentido, no será tampoco de extrañar que Han relacione el rito con el juego,
como si se tratara de dos aspectos semejantes de un asunto mayor, a saber, la
distancia o “lo teatral”. Incluso más, consecutivamente con aquel examen, Han
menciona que las prácticas estéticas propias del mercado, o mejor dicho, de la
banalidad de lo mercantil, tenderían —consecuentemente— a proponer un estado

90
Destacados en el original.

293
de aproximación a las cosas que evitaría precisamente la distancia contemplativa;
allí radicaría, en efecto, su banalidad:

“[refiriéndose a Jeff Koons] En presencia de sus esculturas pulidas


surge un «imperativo táctil» de palparlas, e incluso el placer de
lamerlas. A su arte le falta aquella negatividad que impondría una
distancia. La positividad de lo terso y pulido es lo único que activa el
imperativo táctil. Invita al observador a la anulación de la distancia, a lo
táctil o al touch. Pero un juicio estético presupone una distancia
contemplativa. El arte de lo terso y pulido la elimina.

El imperativo táctil o el placer de lamer solo es posible en un arte de lo


pulido vaciado de todo sentido. Por eso Hegel, que mantiene con
énfasis que el arte tiene un sentido, restringe lo sensible del arte a los
«sentidos teóricos, el de la vista y el del oído». [Envía a: G. W. F. Hegel,
Lecciones de estética, vol. 1, Barcelona, Edicions 62, 1989]”. 91 (Han,
2015: p. 13).

El encomio a la distancia contemplativa en Han, finalmente, lo lleva no sólo a


asimilar rito y juego como aspectos semejantes de la representación, sino también
—tal como se ilustra en las palabras anteriores— a denostar enfáticamente
aquella “cultura” tendiente a la proximidad. Aquel ánimo masivo de tocar —y
lamer— las cosas. Aquel ánimo, en definitiva, habitualmente vinculado al
consumo. Uno que, finalmente, se establecería de acuerdo a la argumentación de
Han como el reverso absoluto de “la belleza” o de lo “realmente” bello, es decir, de
dicha belleza —de origen compartido con una categoría como “lo sublime”— que
estaría dando cuenta de una suerte de “resistencia” a la incorporación inmediata a
la experiencia del sujeto92. O mejor dicho, una “resistencia” que, en tanto tal,
requeriría del despliegue del pensamiento para suscitar un goce, en este caso por
supuesto del intelecto. Así, lo “realmente” bello parece ser para Han aquello que

91
Destacados en el original.
92
Y sería en dicha “resistencia” en donde se conformaría finalmente la experiencia como tal. Es decir,
gracias a la labor del intelecto al momento de integrar dicha experiencia “demoledora”.

294
habilitaría las condiciones reflexivas del sujeto en el “juego” de la experiencia
estética. Una experiencia, valga mencionar, que a diferencia de la operación del
mero consumo, permitiría que el sujeto se “adentre en el mundo”, se deje “inundar
por él” —si se nos permite el uso de tales figuras metafóricas—. Por eso y en
directa alusión a la estética hegeliana, Han afirma que “En presencia de lo bello
también desaparece la separación entre sujeto y objeto, entre yo y objeto. El
sujeto se sume contemplativamente en el objeto y se unifica y reconcilia con él
(…)” (Han, 2015: p.80).

Pues bien, si nos hemos concentrado ya durante un buen trecho en el examen de


algunas de las declaraciones de Han, ello se debe —se colegirá— a la importante
diferencia que se manifiesta frente a la problemática propuesta de Benjamin. Una
delineada hacia la primera mitad del siglo XX y que, sin embargo, a todas luces
parece más arriesgada —o menos conservadora— que aquella realizada por Han
en pleno siglo XXI. Por supuesto, así como más arriesgada, también incluso más
problemática —indicábamos recién— pero no por ello contradictoria o sin asidero.
De hecho, sería posible de inmediato confrontar la propuesta de Han con un par
de fragmentos del ensayo sobre la reproductibilidad técnica que, esperamos,
ilustrarán de buena manera aquel carácter del argumento de Benjamin.
Permítanos, por tanto, citar en extenso tales fragmentos con el fin de darle la
palabra a Benjamin en estos comentarios finales:

“El observador no debe equivocarse por el hecho de que este modo de


participación adopte de entrada una figura desprestigiada. Oirá
lamentos porque las masas buscan diversión en la obra de arte,
mientras que el amante del arte se acerca a ésta con recogimiento.
Para las masas, la obra de arte sería una ocasión de entretenimiento;
para el amante del arte, ella es un objeto de su devoción. (…)Diversión
y recogimiento están en una contraposición que puede formularse de la
siguiente manera: quien se recoge ante una obra de arte se hunde en
ella, entra en la obra como cuenta la leyenda del pintor chino que
contemplaba su obra terminada. La masa, en cambio, cuando se

295
distrae, hace que la obra de arte se hunda en ella, la baña con su
oleaje, la envuelve en su marea.”93 (2003: pp. 92-93).

Y luego agrega:

“En el lado de lo táctil no existe un equivalente de lo que es la


contemplación en el lado de lo visual. La recepción táctil no acontece
tanto por la vía de la atención como por la del acostumbramiento. (…)
Ello se debe a que las tareas que se le plantean al aparato de la
percepción humana en épocas de inflexión histórica no pueden
cumplirse por la vía de la simple visión, es decir, de la contemplación.
Se realizan paulatinamente, por acostumbramiento, según las
indicaciones de la aprehensión táctil.”94 (Op. Cit.: p. 94).

Por último:

“La recepción en la distracción, que se hace notar con énfasis creciente


en todos los ámbitos del arte y que es el síntoma de transformaciones
profundas de la percepción tiene en el cine su medio de ensayo
apropiado. A esta forma de recepción el cine responde con su acción de
shock. Y se convierte así, en esta perspectiva, en el referente actual
más importante de aquella doctrina de la percepción que se llamó
estética entre los griegos.”95 (Op. Cit.: pp. 93-94).

Si nos remitimos a los fragmentos recién citados, con suma probabilidad ya se


evidenciará la profunda diferencia en la “apuesta” política de Benjamin y el
diagnóstico de Han. Es más, podríamos incluso situar al argumento de Han en la
vereda de aquellos “lamentos” que Benjamin con suspicacia y algo de sorna
diagnosticaba en su ensayo. Pero si además nos detenemos al menos por un
instante en la exégesis de tales fragmentos, también estimamos sería posible dar
buena cuenta de la razón fundamental por la cual Benjamin —a diferencia de
93
Los destacados son nuestros.
94
El destacado pertenece al autor.
95
Ídem.

296
algunos de los más importantes referentes para la filosofía alemana, a saber,
Hegel, Kant, Schiller e incluso hasta cierto punto Goethe— no optó por intentar
fortalecer las prácticas propias de aquello que tales pensadores atribuyeron a esa
disposición “que se llamó estética entre los griegos”. Incluso más, sería posible —
esperamos— comprender la razón por la cual el juego en Benjamin no se
encontraría de inmediato vinculado con la ritualidad de la distancia contemplativa,
sino más bien con el régimen de una percepción distraída y del shock.

De tal suerte, el juego como germen de la segunda técnica, estaría arraigando un


tipo de disposición hasta cierto punto “dual”. El doblez particular de aquella idea se
visibilizaría en que, por una parte, cierta tradición filosófica la vinculó
estrechamente con el origen de la creación artística o bien con un elemento
fundamental de la experiencia estética. Así, y tal como lo mencionábamos en
capítulos anteriores, para Schiller el llamado “impulso de juego” sería una pieza
clave de todo contacto estético, en parte siguiendo la senda de Kant —aunque,
como sabemos, tomando una dirección distinta—; y en cambio, para poetas como
Goethe, el juego sería una de las caras de la creación del arte y su recepción; una
que, emparejada con la seriedad, contribuiría a la conformación del “gran arte”.
Pero en Benjamin, el juego no solamente estaría en la base de la experiencia
estética, como la contraparte —complementaria— de la seria disposición aurática,
sino que además el juego sería una suerte de “detonante” de modificaciones en la
propia percepción. Dichas modificaciones, generadas precisamente por una
merma en el protagonismo de la percepción ritual, se vincularían ya no con los
“sentidos rectores” de la experiencia estética, aquellos definidos por el discurso
artístico y filosófico de la modernidad occidental, a saber, el ojo y el oído. Tales
transformaciones, señalábamos, estarían en cambio destinadas a otra
“sensibilidad”, una “más corpórea” que la visión y la escucha.

Esperamos por supuesto que se nos comprenda cabalmente cuando


mencionamos, cual metáfora, una mayor corporalidad de lo táctil: la proximidad del
tacto permite, valga la redundancia, un contacto solamente mediado por la piel. Un
contacto, ergo, por momentos excesivo, en la medida en que se dispone con su
297
cercanía “peligrosamente”: puede acariciar como herir, satisfacer como molestar,
etcétera. En otras palabras, el contacto —del tacto— golpea y arremete, no dando
lugar a su instalación en el registro de la experiencia. Su cualidad primordial por
tanto sería la inmediatez, una que no permitiría su ingreso sopesado al marco de
la memoria, ni su consagración en el registro del relato de la tradición. En otras
palabras, lo táctil no se piensa, se “recibe”.

¿Cómo entonces estimar que en dicha recepción táctil Benjamin augurara una
latente condición revolucionaria para el arte? ¿Cómo sería, en definitiva, un arte
de lo táctil? Al parecer no hay una respuesta lo suficientemente convincente para
tales preguntas, pues más allá de las insinuaciones de Benjamin sobre una
eventual “politización del arte”, no se exhiben casos ni argumentos que
complementen o ilustren una sentencia como aquella. Pero al menos podemos
fabular una tentativa aquí, anclada nuevamente en la noción de juego señalada
por Benjamin: si en el juego se precipita —en tanto germen y síntoma— una
modificación de los modos de percepción, dicha modificación estaría proyectada
hacia el fortalecimiento de la propia corporalidad sensible del hombre; aquel
“fortalecimiento” generado mediante el acostumbramiento a los embates de la
técnica, ofrecería como potencial proyección un tipo de disposición no solamente
de manejo o uso de la técnica —siendo por supuesto una de sus “ganancias”
posibles—, sino especialmente una disposición distinta respecto a los estímulos
del mundo. Un desencanto, o incluso un descrédito a lo que la propia tradición
ofrece. Una actitud ligera, por momentos incluso irreflexiva, pero tendiente a
escuchar el llamado del cuerpo. Una actitud “de juego”, a saber, una suerte de
ligereza anclada en el goce inmediato y en la disponibilidad del entorno. Así, a
diferencia de la tradicional condición contemplativa, el juego daría cuenta también
de una relación con representaciones y puestas en escena, pero
fundamentalmente “manipulables”. Su disponibilidad por tanto, haría susceptible
de modificaciones a los elementos del entorno. Para Benjamin, particularmente a
propósito de la técnica, dichas modificaciones tendrían un carácter colectivo.

298
De esta manera, pareciera que en Benjamin la idea de juego se establece como el
indicio de una forma distinta de concebir la “experiencia estética”. De hecho, ni la
palabra “experiencia” ni la noción tradicional de “estética” resultan del todo
adecuadas en este caso. Y tal vez la imposibilidad de una denominación
apropiada encuentre su causa en que —tal como señalábamos— la proyección de
Benjamin sobre el arte no se consolidó plenamente en una forma de producción
que diera cuenta de dicha “otra” experiencia estética. O mejor dicho: Benjamin
pareció aludir a un síntoma de su presente que, no obstante, se resiste hasta el
día de hoy a manifestarse con plenitud. En ese sentido, parece en principio
consecuente que su hipótesis no encontrara mayor respaldo en sus compañeros
intelectuales, artistas y eruditos en religión; pues ante el hecho de que no seamos
del todo capaces de verbalizar prístinamente modelos concretos de realización del
pensamiento y el arte, bajo los señalamientos de Benjamin se pareciera indicar
que tales proyecciones no estaban dedicadas ni al pensamiento en un sentido
habitual, ni a la religión en un sentido tradicional, ni al arte en su matriz moderna.
Finalmente al parecer —para Benjamin— el juego, no siendo eminentemente
revolucionario, sería el síntoma de potenciales revoluciones. Por último, tales
revoluciones hubiesen apuntado a transformar al arte al punto de hacerlo
irreconocible. Debiésemos por tanto preguntarnos en el presente si, en efecto,
hemos atendido al rumor del juego descrito por Benjamin o, en cambio, hemos
hecho del arte un asunto demasiado serio para su tiempo.

299
Agradecimientos

Primero a Paloma Grieshammer, pues esta investigación está basada en aquellas


juveniles obras que, invisibles a los ojos de la Historia, son carne viva en muchos
de quienes hoy la escriben. Esta tesis es la expresión de un deseo, a saber, que
otros más se percaten de aquella deuda.

Luego también a mis amorosos padres, pero también a mi hermano, abuelos, tíos
y primas. Pues afortunadamente cuento con una familia numerosa y presente. Sin
su apoyo, quién sabe cuál habría sido mi fortuna. Aunque también quisiera
recordar a los ausentes: mis abuelos paternos René de Picker y Víctor Díaz, mi
abuela paterna Alicia Lewis, mi tío materno Mario Sarret y mis bisabuelas.

A Charles Dickens. Y aquí toda palabra humana que pudiese agregar sobra.

Y por supuesto a mi profesor guía, Federico Galende, pues en este caso el título
describe plenamente a su persona: Fede ha sido mi profesor, pero también un
guía más allá de la universidad. Un amigo de aquellos que veo escasamente, pero
que siempre está presente. Un modelo en muchos sentidos, que espero algún día
poder al menos emular.

A mis compañeros de juego, sin los cuales tal vez no podría aligerar la por
momentos excesiva seriedad de la vida adulta: F. González Castro, G. Fuenzalida,

300
D. Parada. Un agradecimiento enfático a aquel grupo de “carrera de caballos Las
Vegas”, en donde el azar de una tirada de dados nos devuelve el cuerpo (por un
momento) mediante la risotada.

Y a todos aquellos que no he mencionado, amigos y colegas, igualmente les


agradezco bajo la seña del anonimato. Saben que su ayuda ha sido enorme, día a
día, y espero retribuirles con creces.

Bibliografía

Adorno, Th. W. / Horkheimer, M. Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos


filosóficos. Editorial Trotta, España. 1998.

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