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Tesis - Diaz, Benjamin y El Juego
Tesis - Diaz, Benjamin y El Juego
Facultad de Artes.
Escuela de posgrado.
Tesis para optar al grado de Doctor en Filosofía con mención en Estética y Teoría
del Arte.
Introducción ......................................................................................................................................5
a. El juego en la base de la cultura. ....................................................................................12
b. Walter Benjamin, coleccionista de juguetes. .................................................................24
Primera parte. La reproductibilidad técnica. ..............................................................................31
1. Primera aproximación a las ideas de materialismo y dialéctica en Benjamin. ..........34
2. Aura, técnica y dialéctica. .................................................................................................49
2.1 Espacio y tiempo............................................................................................................54
2.2 Libre juego de las facultades del sujeto: distancia, desinterés y contemplación. .63
2.3 Aura y mito......................................................................................................................68
2.4 Aura, rito y naturaleza. ..................................................................................................74
3. La distancia. .......................................................................................................................79
4. Aura, masa y colectividad (o el “potencial” del Ratón Mickey). ...................................84
5. Fascismo como mitología para la masa. ........................................................................88
6. Fuerza fuerte. .....................................................................................................................95
7. Valor eterno de la obra de arte. .....................................................................................106
Segunda Parte. Juego y Seriedad. ...........................................................................................111
1. El juego y el uno sintético. ..............................................................................................112
2. Crítica y comentario sobre la obra de arte. ..................................................................121
3. Síntesis y análisis: Goethe y Kant. ................................................................................128
4. Goethe y el modelo de la síntesis. ................................................................................133
5. Presente y pasado en el “uno sintético”. ......................................................................139
6. El juego estético de Schiller. ..........................................................................................144
7. Dualidad, separación y reunión de los opuestos.........................................................151
8. Juego y seriedad en Schiller. .........................................................................................161
9. Dialéctica y polaridades en Schiller. .............................................................................166
Tercera Parte. Hacia una política del juego. ............................................................................169
1. Belleza y juego.................................................................................................................169
2. Belleza, mímesis y destino. ............................................................................................181
3
3. Juego y destino. ...............................................................................................................192
4. ¿Juego y revolución? ......................................................................................................197
5. Mesianismo y juego.........................................................................................................202
6. El origen de la segunda técnica y la intensidad del juego. ........................................210
7. El “estilo juvenil” como resistencia del arte frente a la técnica. .................................215
8. Juego y vivencia. .............................................................................................................227
9. Juego y dispersión...........................................................................................................234
10.1 La industria cultural. ....................................................................................................237
10.2 Diversión en la obra de arte. ......................................................................................251
11. Juego y profanación. ...................................................................................................261
Cuarta Parte. Conclusiones. ......................................................................................................278
Agradecimientos ..........................................................................................................................300
Bibliografía....................................................................................................................................301
4
Introducción
5
psicológica o social —aunque no podremos esquivar mencionar dichos tópicos o
coquetear con tales aproximaciones en lo sucesivo—. Más bien una parte
importante de este estudio estará concentrado en el análisis del juego en su
importancia para el arte; es más, intentará sostener tácitamente, y de soslayo, a la
idea de “juego” como uno de los cimentos de la noción de representación
occidental, de lo sensible del sujeto y, por tanto, de la matriz filosófica del
pensamiento en su cariz estético.
7
a tales aparentes contradicciones iniciales y a modo de precaución inicial, sea lo
siguiente: en los capítulos consecutivos se intentará generar una oscilación
moderada entre el tono declarativo de la escritura y su faz expresiva, esta última
principalmente brindada por las propias imágenes ilustrativas de la escritura
benjaminiana; igualmente, se intentará en lo sucesivo analizar la idea de “juego”
en Benjamin desde un recorrido bibliográfico del mentado pensador alemán,
modelo de trabajo que decantará eventualmente en la individualización de los
componentes que al parecer conformaron la noción de juego en aquel autor. Ello,
se colegirá, no con la intención de “desactivar” la potencia de la matriz del “juego”
en una suerte de análisis forense, sino, por el contrario, de brindar una imagen
prístina de su actividad en el discurso estético y político en Walter Benjamin. Por
tanto, y seguramente se deduce ya, la presente investigación no busca indagar
sobre las fórmulas lúdicas de la infancia, sobre las particularidades sociales del
juego o bien las funciones culturales del jugar y, sin embargo, deberá igualmente
—aunque de soslayo, revelábamos— involucrarse con tales tópicos. Por el
contrario, indicábamos también, los capítulos sucesivos intentarán primero brindar
una imagen clara del rol que ocupa la idea de juego en la escritura de Benjamin,
para luego intentar rastrear los múltiples orígenes posibles de dicha posición.
En parte, algo similar ocurre G. Agamben, otro de los autores invitados a esta
discusión —aunque con una diferencia significativa— puesto que la propuesta
agambeniana también permite desarrollar una aproximación sumamente
comprensiva al papel del juego en el discurso de Benjamin. No obstante la mayor
diferencia con Han, proponemos aquí, no sería la evidente alusión a Benjamin por
parte de Agamben —y la ausencia de dichas insinuaciones en Han—, sino que
aquel trata el asunto del juego incorporando como premisa tácita la filosofía de
Schiller; y si bien Benjamin no parece muy próximo a las ideas schillerianas, o al
menos no tan evidentemente como ocurre con Goethe o Kant, si resulta del todo
verosímil establecer un expansivo marco comparativo en donde sea posible
observar las cercanías de Schiller con Kant y Goethe. Así, dicha triada permitiría
dar una forma definida al rol del juego en la escritura temprana de W. Benjamin;
luego, bastará con certificar las correspondencias con su escritura más tardía.
Finalmente, podremos desarrollar las distintas expansiones de dicha propuesta y
su papel en la discusión estética.
Por último, como parte de la presente introducción, tal vez sea necesario dar una
definición general y somera sobre el concepto de juego. El motivo de dicha
definición general radica en la necesidad de conformar una noción contrastable
con aquella propuesta por Benjamin. Una que si bien podría llegar a poseer
variadas conexiones con las ideas tradicionales generadas por importantes
pensadores respecto a la idea de juego, posee —como ya hemos señalado
reiteradamente— un matiz diferencial importantísimo en la escritura de Benjamin.
De esta manera, construir un marco general para la discusión permitirá,
eventualmente, facilitar la ilustración de tales particularidades en dicho autor.
Ahora bien, para dar inicio a una tentativa definición de la noción de juego en
10
términos generales, antes incluso de comenzar a desarrollar una trama de
filiaciones con Benjamin, hemos optado por recaer sobre dos autores dechados
para el motivo aquí señalado, a saber, J. Huizinga y R. Caillois. Esperamos se
deduzca inmediatamente la razón de dicha decisión: ambos autores desarrollaron
—desde la década del ‘30 del siglo XX— seguramente los más referidos y
consabidos estudios sobre la relación del juego con la cultura y, especialmente, su
vinculación con la estética. De hecho, no parece tampoco descaminado asegurar
que a la fecha ninguna investigación ha conseguido suplantar o superar la
importancia bibliográfica de ambos autores para cualquier estudio relativo al juego,
pese a los casi cien años ya transcurridos desde la realización de tales
propuestas. Igualmente, la proximidad temporal con los ensayos benjaminianos en
lo sucesivo nos podría permitir la elaboración de una imagen más acabada del
modo en cómo se estimaba la condición del concepto de juego en el pensamiento
europeo, al menos durante la primera mitad del siglo XX. Finalmente, valga
mencionar que Benjamin, sin aludir directamente a Huizinga o Caillois respecto a
la idea de juego tramada —por ejemplo, en su afamado ensayo “La obra de arte
en la época de su reproductibilidad técnica” (1936)—, sí hace uso de las tesis de
tales pensadores para otros fines, inclusive recuperándolos mediante citas
rastreables en las carpetas [J 85, a 2] e [I 5, 3] del llamado “Libro de los pasajes”,
respectivamente. No obstante, insistimos, si bien las publicaciones de aquellos
pensadores sobre la idea de juego no podrían ser directamente aludidas por
Benjamin, sí al menos se puede certificar la lectura de aquellos autores por parte
de éste. Dicho dato certificable al menos nos permite especular sobre algún grado
de influencia, aún somero, en relación al motivo del juego. No obstante, es poco
probable que Benjamin consiguiera revisar la afamada publicación de Huzinga en
los últimos años de su vida, una que además vio la luz luego de la publicación del
ensayo benjaminiano sobre la reproductibilidad técnica; igualmente, la publicación
del estudio de Caillois es muy posterior, datada ya en 1958 —relación que podría
incluso suponer una influencia invertida—. Pese a ello, insinuábamos, ambas
publicaciones pueden ser de utilidad —al menos como momento introductorio—
11
para dar cuenta de la “idea” que comenzó a fraguarse sobre la noción de juego
desde fines de la década del ’30 y que, de alguna manera, ha propalado su
influencia hasta el día de hoy. Asimismo, algunas leves sintonías, y sobre todo
contrastes con Benjamin, podrán luego ser desarrolladas en este estudio, a modo
de “diseño” complementario que permita una mejor “visualización” de la mentada
noción.
Por último, menester también mencionar que, tal como sugeríamos recientemente,
el ensayo sobre la reproductibilidad técnica tendrá en el curso de esta
investigación un protagonismo evidente y fundamental. La razón de ello es
atribuible no únicamente a la importancia que ha adquirido dicho ensayo para la
tradición de la teoría del arte y la estética, sino principalmente porque en dicho
ensayo parece anunciarse con mayor claridad la intención del uso terminológico
“juego” para Benjamin, y la posición que adquiere en la trama de sentido que
construye respecto a su propuesta política y artística, al menos en una de sus
versiones y, coincidentemente, la menos revisada.
12
a lo que denominamos cultura, o mejor dicho, se encontraría en su base. Dicha
base, a su vez, operaría bajo las fórmulas propias de la representación pero con
un matiz distintivo, a saber, los modos de representación del juego, tanto en su
autonomía normativa como también en su posibilidad de inmersión del jugador,
finalmente vincularían a lo lúdico con lo sagrado. En otras palabras, lo sagrado, lo
cultual y lo ritual estarían, por una parte, subordinados a la esencia de lo lúdico y,
a la vez, en la base de lo cultural. Para sustentar su hipótesis, Huizinga volverá a
los discursos platónicos, como una suerte de retorno genealógico hacia los
posibles orígenes de la filosofía occidental. De esta manera, indicará por ejemplo:
13
radical importancia para lo humano. Como se colegirá entonces, la tesis de
Huizinga posee una doble función: tanto la de dotar al juego de un impulso
fundacional como de arraigar tal potencia fundante en una idea sagrada. El juego,
desde aquella perspectiva, se torna una actividad, si bien ociosa e improductiva,
completamente desvinculada de lo banal. Muy por el contrario, para Huizinga el
juego sería el síntoma de una existencia capaz de trascender lo material, o mejor
dicho, lo meramente mecánico. Inclusive el juego, a propósito de su relación con la
representación y lo sagrado, tramaría un vínculo con aquello irracional originario.
O al menos así lo ilustra Huizinga:
“Los animales pueden jugar y son, por lo tanto, algo más que cosas
mecánicas. Nosotros jugamos y sabemos que jugamos; somos, por
tanto, algo más que meros seres de razón, puesto que el juego es
irracional.” (2000: p.15)
14
juego» algo que rebasa el instinto inmediato de conservación y que da
un sentido a la ocupación vital. Todo juego significa algo.” (2000: p.12)
15
de Huizinga para contrastarla con lo que luego denominaremos —acompañados
por Agamben— como “lo profano” en el juego benjaminiano.
Por ahora, y para evitar adelantarnos al orden que nos hemos impuesto,
retomemos la descripción de Huizinga sobre las características del juego; sin
embargo, esta vez, en aras de terminar de dar cuerpo a la relación entre lo lúdico
y el lenguaje. Pues bien, dicha raigambre lingüística quedará plenamente
expresada en la filiación que Huizinga establece con el mito: las narraciones
fundantes de toda cultura han sido elaboradas a modo de relatos. Narraciones
que, dicho sea de paso, se articulan mediante el uso “lúdico” de los tropos del
lenguaje, de la metáfora y las imágenes poéticas. De esta manera, según
Huizinga, “Las grandes ocupaciones primordiales de la convivencia humana están
ya impregnadas de juego (…) por ejemplo, el lenguaje (…)” (2000: p.16). Y luego
agregará:
En definitiva, para Huizinga “en el mito y en el culto es donde tienen su origen las
grandes fuerzas impulsivas de la vida cultural (…)” (Op. Cit.) y, por tanto, sería
sobre la base del juego que reposa la así llamada cultura.
16
segunda característica, el juego debe ser una actividad libre, o mejor aún, una
actividad que demanda un libre sometimiento a sus normas (Cfr. Huizinga; 2000:
p.27 y ss.), característica que lo vuelve a emparentar —en su potencia de
representación lingüística— a la estética. Desarrollaremos en las siguientes líneas
una descripción más acabada de ambas características, pero previamente es
menester anticipar dos asuntos relacionados a tales particularidades del juego,
que integraremos a cabalidad en capítulos siguientes. Dichos asuntos que
desplazaremos para un análisis posterior, puesto que ameritan un examen
acucioso, poseen directa relación con las nociones de seriedad y libertad. De esta
manera, dedicaremos un segmento importante de esta investigación a certificar la
importancia para Benjamin de la oscilación entre las ideas de juego y seriedad en
la obra de arte —y en los fenómenos estéticos en general—, así como
reservaremos otro segmento para analizar las relaciones entre libertad y juego. De
hecho, tal como se insinuaba ya en las primeras líneas de la presente
introducción, gran parte de la hipótesis de este escrito se sostiene sobre la
siguiente presunción, a saber, la influencia goethiana en el uso argumentativo por
parte de Benjamin de las ideas polares de juego y seriedad y, luego, la
importancia de la moral kantiana frente al examen benjaminiano sobre las
concepciones de experiencia y libertad en el juego. En ese sentido, se colegirá,
tampoco resulta extraño que un autor como Huizinga retome términos ya
tradicionales, tales como “juego/seriedad” y “libertad de juego”: una larga tradición
europea y principalmente alemana ha fundado las bases para describir al juego
mediante tales categorías. Al respecto, ilustrativas resultan las siguientes palabras
de Huizinga:
17
“Cualquier juego puede absorber por completo, en cualquier momento,
al jugador. La oposición «en broma» y «en serio» oscila
constantemente. El valor inferior del juego encuentra su límite en el
valor superior de lo serio. El juego se cambia en cosa seria y lo serio en
juego. Puede elevarse a alturas de belleza y santidad que quedan muy
por encima de lo serio.” (2000: p.21).
De hecho, algo semejante acontece con las relaciones que Huizinga establece
entre juego y libertad, es decir, una vinculación final con las características propias
de la estética y la sensibilidad, así como una relación con lo ritual y religioso. De
esta manera, por ejemplo, para Huizinga “Todo juego es, antes que nada, una
actividad libre.” (2000: p.20) puesto que “este carácter de libertad destaca al juego
del cauce de los procesos naturales.” (Idem). Finalmente indicará:
21
Al parecer Caillois ha observado que en ciertos objetos y prácticas, propias del
juego moderno, es posible atisbar el componente “lúdico” en plenitud
precisamente porque han degradado su filiación con lo político y lo sagrado;
asimismo, dicha degradación o decadencia permitirían observar cómo ya en la
base cultural propia de la actividad sagrada y política, el componente del juego
resultaba ineludible. Inclusive, Caillois señalará que:
22
ahora, sólo una última aclaración respecto a la propuesta de Caillois, a saber, una
en relación directa con el rol del juego como decadencia de lo sagrado:
(…)
Dichas indicaciones por parte de Caillois terminan por definir con mayor exactitud
el rol del juego y su filiación con lo serio y lo sagrado, puesto que señalan
sintéticamente algo que podría no haber quedado del todo expuesto en nuestra
primera descripción. De esta manera, debemos mantener presente que Caillois no
atribuye al juego en sí mismo —como actividad— la posibilidad del
desmoronamiento de lo que ha sido imitado en la representación lúdica.
Igualmente, no sería necesariamente para este autor la actitud del juego una
vinculada con ánimos decadentistas de lo serio, lo ritual y lo sagrado. Por último,
el juego como tal no sería el síntoma de un rito que ha perdido su consistencia
sagrada necesariamente: por el contrario, para Caillois los juegos pueden convivir
perfectamente con la seriedad de los ritos y actividades que imitan, porque
finalmente el juego tiende a presentarse como un momento independiente de la
esfera social cotidiana. Y, sin embargo, ya lo señalábamos, cuando el juego se
asemeja en su representación a una actividad sagrada que ha decaído en el
ámbito social, permite atisbar el componente lúdico que en su momento originó
23
dicha práctica ritualista. Y será precisamente aquella conformación del juego, es
decir, como “actitud reveladora” de una actividad decaída, la que podríamos
señalar como uno de los componentes de base en nuestra presente propuesta.
Mejor dicho, en la presente tesis esperamos constatar que es completamente
posible brindar a la noción de juego un rol cervical en la escritura de Walter
Benjamin, especialmente en sus escritos más evidentemente filo-marxistas y
materialistas, pero también en las primeras aproximaciones juveniles sobre la
metafísica, la moral, la pedagogía, como también el barroco y el romanticismo
alemán. En suma, proponemos aquí que la dovela del imaginario benjaminiano se
encontraría precisamente en la noción de juego, una que no ha sido considerada
mayormente por los estudios sobre el pensador alemán y que, sin embargo, su
relevancia sería fundamental. De hecho, probablemente tal omisión en la tradición
de los estudios benjaminianos se deba puntualmente a que ningún autor ha
conseguido dar cuerpo al sentido en el uso del término juego por parte de
Benjamin. Esperamos que los siguientes capítulos develen las pistas principales
para conformar una eventual delimitación de la idea de juego en Benjamin.
24
artículos salgan por tandas a la venta callejera. Y así, por primera vez,
pude ver aquí unas hachas de madera para niños, con pirograbado, de
las que un día después vería un cesto lleno. Compré un gracioso
modelo en madera de máquina de coser cuya «aguja» se pone en
movimiento girando una manivela, y una muñeca de cartón piedra que
se columpia sobre una caja de música, un ejemplar deficiente de un tipo
de juguete que había visto en los museos. Después ya no pude
aguantar el frío y, con paso vacilante, me dirigí a un café.” (2011:
p.105).
Dicha imagen es sólo una de las tantas alusiones a los juguetes que se pueden
encontrar en el denominado “Diario de Moscú”, aquella interesante bitácora que
Benjamin escribiría durante los días que visitó a su amiga —e interés
sentimental— Asja Lācis; invitación cuyo supuesto fin era la incorporación plena
de Benjamin al comunismo soviético y a los estudios marxistas, a través del
contacto directo de éste con el pueblo ruso y sus formas de vida. No obstante,
basta con revisar someramente las páginas que constituyen dicho diario para
percatarse, casi de inmediato, que las pasiones predominantes en la cotidianidad
de Benjamin distaban de los objetivos de Lācis: por una parte, sobresalen los
envites amorosos y flirteos sucesivos de Benjamin para con su anfitriona; por otro,
las constantes visitas de Benjamin al Museo del juguete y a las diversas
jugueterías que se encontró en cada uno de sus caminatas por la ciudad. Ahora
bien, nada más alejado de nuestro interés sería realizar una suerte de revisión
biográfica de la propuesta escritural de W. Benjamin, ni tampoco sería provechoso
intentar sustentar parte de nuestra hipótesis sobre la base de los intereses
personales del mentado autor alemán, a la usanza de un estudio psicológico o
periodístico. Sin embargo, al menos hemos de señalar lo siguiente: la afición que
tuvo Benjamin en su vida por el coleccionismo de diversa índole, pero
especialmente de juguetes y libros infantiles, es ampliamente conocida por la
mayor parte de los lectores regulares del cuerpo literario de aquel autor. Es más,
numerosos ensayos y artículos realizados por dicho pensador estuvieron
destinados al análisis y descripción de tales objetos. Por ende, resulta al menos
25
llamativo que en pocas ocasiones se haga mención a tan permanente filiación y,
cuando se nombra, aparece generalmente como un elemento autónomo respecto
a las “claves” habituales de lectura sobre el cuerpo de obra benjaminiano. De esta
manera, bastaría con dar un rápido vistazo por la ingente colección de ensayos y
estudios sobre la figura de este autor judío alemán —procedimiento que
evitaremos realizar aquí, puesto que excede por mucho los objetivos de nuestra
investigación— para percatarse que recurrentemente se piensa a Benjamin desde
su interés por la Historia, la alegoría, la técnica, el shock y la obra de arte, o bien
desde su cariz melancólico y mesiánico. Mucho también se ha comentado sobre
su relación con el problema del lenguaje, la labor de la traducción y su
pensamiento “constelado”. Y, decíamos recién, la infancia y la literatura infantil han
conseguido también un cierto protagonismo en los estudios sobre Walter
Benjamin, pero generalmente tales tópicos han sido pensados como una
ramificación —con ciertos tintes de independencia— de los aspectos
supuestamente centrales de las tesis benjaminianas. Ahora bien, en los siguientes
capítulos no pretendemos dar respuesta a la razón de tal ausencia en la tradición
de lectores de Benjamin, o al menos no de forma explícita, sino únicamente
ofrecer una vía de ingreso a su obra desde una premisa un tanto arriesgada pero,
esperamos, completamente legible: el juego, como ejercicio de semejanza y
representación, pero también como contraparte provisoria de lo sagrado —y de lo
“serio”— sería el punto de inicio “fundacional” para gran parte de su propuesta
estética y política. En otras palabras y reiterando lo ya expresado aquí en
numerosas ocasiones, deseamos proponer tentativamente que la base del
pensamiento benjaminiano se encontraría en aquella oscilación entre el juego y la
seriedad, movimiento pendular que determinaría la estructura de sus tesis.
“El propio cine ruso, exceptuando las grandes obras maestras, tampoco
es, en conjunto, demasiado bueno. Tiene que luchar por la temática.
Pues la censura cinematográfica es muy severa; contrariamente a lo
que ocurre con la censura teatral, probablemente por consideración
hacia el extranjero, se le recorta la esfera temática. A diferencia de lo
que sucede con el teatro, en el cine no es posible hacer una crítica seria
a los políticos soviéticos. Pero tampoco es posible describir la vida
burguesa. Igualmente escaso es aquí el espacio dedicado a la comedia
grotesca americana. Ésta se basa en un juego brutal con la técnica.
Aquí, todo lo técnico es sagrado; no hay nada que se tome más en serio
que la técnica.” (2011: pp.71-72)
27
En un fragmento como el anterior, se evidencia la participación de una triada
conceptual acostumbrada en las lecturas sobre la literatura benjaminiana, a saber,
técnica, cine y política; sin embargo, se deja entrever también que dichas nociones
aparecen vinculadas entre sí por dos ideas generalmente inadvertidas y que
pretendemos recuperar en esta investigación: por un lado el “juego brutal de la
técnica”, por otro, la técnica como lo más serio, como lo más sagrado. Y si bien no
es momento todavía de llevar a cabo un examen exhaustivo de aquellas frases,
pues volveremos sobre aquellas ideas en próximos capítulos, al menos
permítasenos remarcar por ahora que tales estructuras de sentido en Benjamin
distan mucho de ser inhabituales. Muy por el contrario, el juego y la seriedad como
figuras conceptuales surgen en diversas ocasiones en la escritura de Benjamin,
muchas veces de forma explícita, otras tantas imbuidas en distintas parejas
conceptuales propias de la escritura del autor. Así, en polaridades provisorias tales
como “forma y contenido”, en conceptos tales como “valor exhibitivo” y “valor
cultual”, o bien en ideas como “estetización” y “politización” surgidas de su
afamado ensayo “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”
(1936), por ejemplo, pero también en el sintético concepto de Trauerspiel —
duelo/juego—, habita de forma no del todo evidente un diagrama de sentido que
esperamos exhibir con claridad aquí. Dicho esquema podría ser gruesamente
definido como las fuerzas en conflicto entre el impulso jovial del juego y el poderío
de la tradición sagrada. Ambas “fuerzas” en oposición se encontrarían en una
pugna irresoluble, superándose una a la otra en cada momento de la Historia e,
inclusive, en cada actividad inmersa en un tiempo determinado. La observación de
aquellas fuerzas en conflicto permitiría una lectura plena de los fenómenos
analizados; es más, probablemente sea aquel el modelo de observación que
Benjamin definirá como “dialéctico”. Pero mucho se ha adelantado ya en las
palabras anteriores, sin ofrecer certificación alguna sobre lo expresado. Y si bien
no es tarea de esta introducción dotar de pruebas a aquello únicamente
presentado, tampoco es su deber adelantar injustificadamente conclusiones
posteriores. Por ello, probablemente baste por ahora con señalar un asunto más,
28
relativo a la relación de Benjamin con el juego y, particularmente, con lo obra de
arte, cuestión que también será retomada en apartados posteriores. Tal asunto
emerge con claridad en el ensayo que protagonizará gran parte de esta presente
investigación, prioridad dada por la prístina imagen que brinda sobre motivos
fundamentales para nuestra hipótesis, pero también porque su ubicación temporal
en la bibliografía benjaminiana, así como su centro temático, tornan a tal escrito en
un caso dechado para su análisis: nos referimos al conocido —y recientemente
mencionado aquí— ensayo titulado “La obra de arte en la época de su
reproductibilidad técnica”. Escrito que, señalábamos, resulta ilustrativo por todas
aquellas razones ya enumeradas y que corresponden al propio argumento
planteado por su autor; pero incluso un ensayo como aquel se muestra como el
mejor ejemplo para dar buena cuenta de la figura de Benjamin, y de las razones
circunstanciales que han determinado un cauce de lectura bastante definido con el
paso de los años. De esta manera, la intención de esta investigación es recuperar
dicho escrito, pero esta vez intentando eludir ciertos argumentos ya tradicionales
sobre lo supuestamente propuesto por su autor. Ello, no porque tales argumentos
no resulten sobradamente valiosos y verosímiles, sino exclusivamente porque no
han centrado su atención en un aspecto que, intentaremos demostrar, gravita en
el cuerpo de obra de Benjamin. Por ende, constatar algo como aquello en ese
dechado ensayo, podría en lo sucesivo dotar de nuevos bríos al pensamiento de
este autor. Aquel elemento central que aludíamos probablemente pueda quedar
totalmente anunciado a propósito del siguiente fragmento, perteneciente al ya
mentado texto:
Aquella frase parece no vociferar su real importancia, pero sin duda musita su
contundencia a la luz de lo que hasta el momento hemos comentado: “algo”
decisivo se anuncia en la pareja semántica “juego” y “seriedad”, pero
especialmente un asunto se propala en las vinculaciones del “juego” y el
29
“desentendimiento” en el contexto del ensayo “La obra de arte en la época de su
reproductibilidad técnica”; es más, aquel “asunto” podría adquirir plena forma, es
decir, podríamos denominarlo abiertamente, si ahondamos en la figura del juego
en el cuerpo escritural de Benjamin. Menester por tanto será iniciar la
investigación sobre la base de aquel tan afamado y referido ensayo, intentando
primeramente examinar los argumentos predominantes que exhibe, para luego
acercarnos particularmente a la pareja juego/seriedad. Aquella ruta nos permitirá
transitar directamente a los autores que al parecer suscitaron una influencia
poderosa en Benjamin, a saber, Kant y especialmente Goethe. Finalmente, ya lo
señalábamos al inicio de esta introducción, aquella vía nos conducirá a una
ramificación importante de escritos y tesis benjaminianas, estudio que espera
poder garantizar la conformación plena de una definición para la idea de juego en
Walter Benjamin, figura que no sólo resultó fundamental en su vida personal, sino
sobre todo al parecer silenciosamente prioritaria en su pensamiento.
30
Primera parte. La reproductibilidad técnica.
32
su abolición. De hecho, tal como señala Bolívar Echeverría en una de las notas al
pie de página de la introducción a la edición en español del URTEXT de OdA,
33
numerosos lectores desapercibidos que, finalmente, prácticamente nada de lo que
Benjamin le solicitó al Arte aconteció. Asunto que no desacreditaría sus
pronósticos sino, por el contrario, en parte los demostraría.
Precisamente la intención del presente segmento será, por una parte, comentar
someramente OdA, intentando sustentar algunas de las sentencias que
recientemente hemos expuesto. Luego, ello nos debiese conducir al asunto central
de nuestra investigación y que, esperamos, clarifique plenamente el rédito que
genera esta suerte de oscilación perpetua en el pensamiento benjaminiano, a
saber, la idea de juego y su relación con la técnica, la política, la estética y,
especialmente, la obra de arte. Igualmente, valga mencionar que la presente
lectura comprensiva del mentado ensayo se realizará mediante la exhibición de
algunos motivos centrales del argumento benjaminiano, intentando en la posible
generar una estructura que se asemeje, en su disposición y orden, al modo en
como el autor presentó en su momento sus ideas; ello con la finalidad de resultar
prístinos en nuestra lectura y, esperamos, concisos en su formulación.
34
como de sus eventuales relaciones con la historia. Dicha apropiación no ha de ser
entendida, sin embargo, como un uso inadecuado de los conceptos marxistas
sino, por el contrario, probablemente como un intento de traducción de sus usos
adaptados, esta vez, al marco propio de las hipótesis benjaminianas. De esta
manera, y tal como desarrollaremos más adelante, la noción de síntesis,
fundamental para la dialéctica hegeliana y para su crítica por parte de Marx y
Engels, en Benjamin adquirirá un tono distintivo a la luz de la influencia de Goethe.
Y es en aquel sentido que parecen resonar el siguiente fragmento:
35
en la época del capitalismo omnipresente, la técnica se exhibe como un insumo
residual que denota las contradicciones del propio capital; es decir, la técnica se
exhibiría no como la mejor alternativa al capitalismo, sino como la única alternativa
posible. La otra “posible” vía, en cambio, a saber, un edénico retorno a las formas
puras de la comunidad, se exhibiría de hecho como parte de la trama que sustenta
las prácticas propias del capitalismo creciente o, inclusive peor, de los
totalitarismos bullentes por aquellos días, tal como observaremos más adelante
junto al análisis de nociones tales como “aura” y “esteticismo”. Por ello no resulta
extraño que Benjamin describa sus propias hipótesis de la siguiente manera:
36
análisis histórico y cultural. Al respecto, el fragmento exhibido a continuación
podría resultar explicativo:
37
pasado quedan afectadas en un grado completamente distinto por el
presente del historiador a menudo el pasado más reciente le pasa
completamente desapercibido al presente, éste «no le hace justicia», es
irrealizable una exposición continua de la historia.” [N 7 a, 2]
(Benjamin, 2013: p.473)
1
Ahora bien, valga consignar que dicha matriz dialéctica en Benjamin —tal como observaremos más
adelante— pareciera apuntar hacia la “superación de las contradicciones” mediante la concreción propia del
momento sintético. Para dar cuerpo a dicho horizonte, Benjamin se apoyará tanto en la denominada “tríada
dialéctica” de Fichte como —y fundamentalmente— en la idea “morfológica” de Goethe. Una que le
permitirá además suscribir el principio de “origen” ya no genealógico, sino morfológico, es decir, mediante
la suspensión del carácter mítico de todo origen y la estipulación de un método basado en las relaciones por
semejanzas. De esta manera, las oscilaciones entre opuestos, el movimiento pendular de su pensamiento, se
resolvería en la constante movilidad dotada por semejantes en aparente oposición, predisposición que le
permitiría la reunión entre nociones, en principio, polares.
38
discrepancia que anuncia la propuesta materialista benjaminiana, no niega la
participación e influencia de tales autores en sus hipótesis. Y si bien todavía es
muy pronto para comenzar el examen comparativo con tales pensadores, así
como para desplegar el análisis de influencia que ejercieron sobre Benjamin, al
menos algo ha de adelantarse por ahora: el “problema” de dichos conceptos
todavía idealistas, aún “románticos”, se precipita en la consideración “estática” o
inamovible de su posición en el pensamiento. O mejor dicho, tales ideas no
atenderían al llamado del presente, sino por el contrario, su uso “indiscriminado”
se manifestaría conservadoramente como una resistencia a pensar la actualidad.
En definitiva, el problema no radicaría tanto en los conceptos sino, precisamente,
en sus usos al modo de presupuestos invariables. Y, sin embargo, desatender
tales conceptos sin vislumbrar la importancia que tuvieron para la formación del
propio momento histórico atestiguado por Benjamin sería, por decir lo menos,
infructífero. Por ello, las primeras declaraciones ofrecidas en OdA han de ser
estimadas con aquel doble cariz: por un lado, Benjamin pretende generar un
examen de su actualidad desvinculándose del uso de ciertos conceptos heredados
a manera de axiomas para su discurso, no obstante, dichos conceptos han de ser
también considerados en el análisis, ya no como axiomas, sino como residuos del
pasado reciente, como ruinas y vestigios. De entre ellos, probablemente el más
llamativo y referido sea la noción de “aura”, tan importante para el argumento de
OdA que amerita al menos un apartado independiente para su análisis; sin
embargo, menester mencionar lo siguiente: el carácter “ruinoso” de la idea de
“aura” —noción inmediatamente relacionada con las ideas de genialidad,
eternidad, creación y misterio— se testifica en su doble condición, a saber,
mermada por la técnica mas no borrada por ésta. Y es en ese sentido que, por
ejemplo, podemos notar nuevamente el movimiento pendular en el esquema
conceptual benjaminiano: la noción de aura, de importancia capital para el
argumento en OdA, no es presentada como una idea “superada”, sino más bien
integrada al análisis de su decadencia como segmento integral del estudio del
presente de la técnica. Igualmente en la noción de “aura”, las influencias idealistas
39
pre-románticas —y románticas— adquiridas por Benjamin a lo largo de su vida son
recuperadas nuevamente como un núcleo insoslayable de su discurso, pese a la
falta de protagonismo que exhiben respecto a la marcada inclinación “materialista”
del argumento en OdA.
Ahora bien, dicho matiz materialista, o mejor, aquella versión benjaminiana del
materialismo histórico y de su modelo dialéctico, queda muy bien ilustrado en la
frase inaugural del primer segmento post-introductorio del ensayo aquí referido, a
saber,
40
comentábamos recientemente, tal enunciación permitiría vislumbrar el cambio de
paradigma respecto al análisis posterior provisto por el argumento en OdA, a
saber, es tarea de su propio tiempo tener inmediatamente presente la idea de que,
tanto en sus formas como en sus definiciones históricas, lo que ha sido llamado
como “obra de arte” —en tanto objeto— siempre fue susceptible de ser
reproducido; por tanto, el debate precedente —muy propio de fines del siglo XIX e
inicios del XX— emerge inmediatamente como un símil de ciertas ideas que
abundan en los pensamientos más conservadores de la década del ‘30. Dicho de
otro modo: Benjamin pareciera querer de inmediato situar al lector de su ensayo
en la posición de testigo de una historia fragmentada, en donde el pasado reciente
se vuelve a presentar con la forma de lo aparentemente nuevo. El peligro, en este
caso, es que el discurso nazi-fascista se exhibe como inédito cuando, en rigor, no
sería más que el intento por restituir una historia ya pasada. Por ello
probablemente Benjamin complete tal declaración con la frase siguiente: “(…) la
reproducción técnica de la obra de arte es algo nuevo que se ha impuesto
intermitentemente a lo largo de la historia, con largos intervalos pero con
intensidad creciente.” (2003: p. 39) O para ser más precisos, la reproducción
técnica de la obra de arte, si bien relativamente reciente, sólo es la manifestación
en el presente —como novedad— de una posibilidad ya anclada en el núcleo de lo
que denominamos como “obra de arte”; es decir, la obra siempre estuvo dispuesta
para su reproducción, la técnica por tanto sólo vendría a darle nueva forma a lo ya
posible en su historia. Nueva posibilidad provista por la técnica entonces, pero no
destitución a partir de la técnica de las condiciones propias de la llamada “obra de
arte”. Aquello, tal como lo desarrollaremos más adelante, adquirirá una
importancia fundamental para comprender plenamente la distinción entre
“esteticismo” y “politización” de la obra de arte según Benjamin.
41
“Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes
de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se
olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa.” (Marx,
2003: p.10)
42
Valga mencionar que con tales declaraciones hemos hecho surgir un par
conceptos que —nuevamente y producto de sus respectivas importancias y
variados espesores— ameritarán un comentario más acabado, a saber, las
relaciones que establece Benjamin con los géneros dramatúrgicos de la farsa, la
comedia alegórica y el drama a propósito de su investigación sobre el Trauerspiel
alemán, además de la posición que adquiere la idea de “destino” en el argumento
benjaminiano. Por ahora y en aras de mantener cierto orden en la presentación de
cada uno de los tópicos, no nos concentraremos en las figuras de la tragedia y la
farsa, así como no nos involucraremos del todo sino hasta siguientes apartados
con la noción de destino; no obstante, si resulta del todo necesario ampararnos —
de modo breve— en tal idea para retomar la figura del retorno en la Historia como
modelo propio del análisis dialéctico. Ello, porque para conseguir ilustrar
plenamente una “estructura” de las premisas benjaminianas en OdA y,
especialmente, de su particular visión sobre la concreción de un análisis
materialista y dialéctico, parece del todo necesario comprender plenamente al
menos tres aspectos en parte ya insinuados con anterioridad: la figura del retorno
en la Historia, la fragmentariedad del relato de la Historia y la relación entre
Historia y destino. Al respecto, en su tesis sobre el Trauerspiel alemán antes
referida, Benjamin declarará que:
44
por ello invalidaría la “verdad” de su reaparecer, sino meramente exhibiría su
estructura, su condición de construcción o elaboración cual artefacto.
Aquella figura del retorno histórico, de hecho, parece tornarse una pieza central en
lo que Benjamin concibe como el “giro” dialéctico del análisis materialista. Uno
que, dicho sea de paso, puede ser corroborado incluso —o sobre todo— en lo
más nimio e inadvertido por el “gran relato” de la así llamada Historia Universal. Es
más, precisamente la fijación por el hecho menor, por el personaje anodino o el
pequeño hito sería parte fundamental de un análisis materialista al uso
benjaminiano3. En ese sentido, por ejemplo, el propio Benjamin parece conectarse
problemáticamente con referencias y alusiones a la modernidad post-romántica de
fines del siglo XIX y, de entre ellos, especialmente a la figura del “Dandy”, del
“Flaneur” y, por supuesto, de uno de sus más connotados poetas, a saber, C.
Baudelaire; ello en cuanto dicha imagen de una Europa moderna congrega, casi
cual alegoría, la figura rutilante de lo banal y pasajero, pero también la apología a
lo suntuoso y embellecido. Dicha modernidad emerge como la exaltación de lo
nuevo —amparado en la técnica— y, por tanto, como alabanza a la moda. Y es
desde aquel contexto que el propio Benjamin señalará:
3
La biógrafa Esther Leslie, por ejemplo, señala que incluso antes de la realización de su investigación sobre
el Trauerspiel, “(…) la idea fundamental de Benjamin fue la del montaje, la yuxtaposición, la unión de un
motivo con otro. En Benjamin el montaje no puede ser desconectado del acto de rescatar, los esfuerzos de
reciclar la basura, el detrito, la chatarra que parece no tener valor. Para los propósitos de la iluminación
crítica empleó lo que llamaba «trapos y basura», el procedimiento que después describiría en su Libro de los
pasajes.” (2015: p.82)
45
Historia desde una perspectiva benjaminiana, al menos uno reluce por sobre los
demás: la novedad de la moda “se forma en medio de lo pasado” señalará el
autor, constituyendo aquello el giro dialéctico de la moda, en este caso, como
“espectáculo”. Dicho de otro modo, al parecer Benjamin se encuentra elucubrando
sobre el “gesto” al cual la moda nos tiene ya hoy acostumbrados, esto es, un
permanente retorno de “lo pasado” como apariencia de lo presente. Incluso, como
pequeña promesa sobre el futuro. Pero, tal como hemos señalado, cada retorno,
cada reaparecer del pasado en el presente como “novedad” se enviste con los
ropajes propios de la farsa. Tal vez, también en ese sentido, el retorno de lo
pasado podría tornarse “espectacular”. Dicho de otra manera, en aquellas
palabras de Benjamin no solamente se establece una dualidad polar entre una
novedad como oposición al pasado, sino una implícita ambigüedad entre la
necesidad de lo pasado para la posibilidad de lo nuevo —en este caso, al menos,
expresada en el espectáculo—. Ya tendremos ocasión en lo sucesivo de ingresar
con mayor ímpetu a las ideas relativas a la banalidad y la espectacularidad
cuando, por fin, nos remitamos a la noción de “juego” en OdA y su provisoria
contraparte, la “seriedad”. Por ahora, en cambio, menester resulta enfatizar lo
siguiente: Walter Benjamin parece definir —en su escritura tardía— a la dialéctica
como un procedimiento cuya característica principal es el movimiento perpetuo, o
mejor, una oscilación permanente entre nociones en principio polares, pero que
finalmente comparten una misma zona o habitación. De esta manera, tal como ya
hemos mencionado, si bien Benjamin tiende a hacerse del “léxico” propio de las
hipótesis de Marx y en relación a él con la propuesta hegeliana, en Benjamin la
figura de la síntesis en el movimiento dialéctico debiese más bien ser fijada no en
aquellos autores, sino en cambio en Goethe, tal como esperamos poder demostrar
más adelante en esta investigación. Ahora bien, este énfasis además nos
encamina hacia un asunto que resultará fundamental para establecer las bases de
lo que posteriormente en OdA Benjamin propondrá respecto a las relaciones entre
técnica y naturaleza, asunto además sustancial para la plena comprensión de uso
de la categoría de juego, a saber, el análisis dialéctico y materialista de la Historia
46
como fractura y repetición; o mejor dicho, la emergencia del pasado en el presente
como imposibilidad de una linealidad absoluta en el relato de la Historia, como una
Historia desembarazada de la premisa progresista occidental. Permítasenos, al
respecto, citar en extenso uno de los fragmentos incluidos en el denominado
“Libro de los Pasajes”:
“Se dice que lo que se propone el método dialéctico es ser justo con la
correspondiente situación histórica concreta de su objeto. Pero esto no
basta. Pues busca igualmente ser justo con la situación histórica
concreta del interés por su objeto. Y esta última situación se encuentra
siempre comprendida en el hecho de que este interés se siente a sí
mismo preformado en aquel objeto, pero, sobre todo, en que siente ese
objeto concretizado en él mismo, siente que lo han ascendido de su ser
de antaño a la superior concreción del ser-actual (¡del estar despierto!).
¿Cómo es que este ser-actual (que no es en absoluto el ser actual del
«tiempo-actual», sino uno a sacudidas, intermitente) significa ya en sí
una concreción superior? El método dialéctico no puede sin duda
comprender esta pregunta desde dentro de la ideología del progreso,
sino solamente desde una concepción de la historia que supere a
aquélla en todos sus puntos. Habría que hablar en ella de la creciente
condensación (integración) de la realidad, en la que todo lo pasado (en
su tiempo) puede recibir un grado de actualidad superior al que tuvo en
el momento de su existencia. El modo en que, como actualidad
superior, se expresa, es lo que produce la imagen por la que y en la que
se lo entiende. La penetración dialéctica en contextos pasados y la
capacidad dialéctica para hacerlos presentes es la prueba de la verdad
de toda acción contemporánea. Lo cual significa: ella detona el material
explosivo que yace en lo que ha sido (y cuya figura propia es la moda).
Acercarse así a lo que ha sido no significa, como hasta ahora, tratarlo
de modo histórico, sino de modo político, con categorías políticas.” [K 2,
3] (Benjamin, 2013: p.397)
47
Tratar lo pasado no de forma histórica sino política, para Benjamin se manifiesta
con la figura metafórica de la “condensación”, es decir, a través de la posibilidad
de una síntesis que actualiza en la contemporaneidad aquello de actual que el
propio pasado posee. Ello, además, permite una reciprocidad entre los “intereses”
por lo pasado y por el presente que lo atestigua. No obstante, es además posible
observar en dicho fragmento nuevamente el uso de la figura de la “moda” como
emblema del giro dialéctico del historiador, o más precisamente, como emblema
del uso del “material explosivo” que yace en el pasado. Llamativo al menos que en
el contexto de una descripción de modos “dialécticos” para la Historia y de una
aproximación “materialista” a tales asuntos, el otro término recurrente sea
precisamente el de “moda”, aquello que coloquialmente suele ser asociado a
procesos reaccionarios o bien, en el mejor de los casos, meramente a prácticas
superficiales vinculadas con oleadas discursivas y publicitarias de los sistemas de
mercado. Pero en Benjamin al parecer la relación entre moda y masa resulta
clave, en tanto la moda —como comportamiento general y masivo vinculado con
una apariencia, con una “imagen” del mundo y para el mundo— parece adquirir
una estrecha semejanza con la noción de “Espíritu de la época” hegeliana —
Zeitgeist— o de “Superstructura” marxista —Überbau— y, sin embargo, denota
también una distinción ya insinuada: la moda deviene en un comportamiento
habitualmente vinculado a formas de la apariencia, a formas de la representación.
Aquella filiación “supraestructural” a través de modos de representación permite,
de mejor manera, comprender la importancia de la “disputa” —o más
precisamente, oscilación— entre técnica y aura para el argumento político en OdA.
De igual manera, será aquella potencia política anclada en la relación entre
técnica y aura la que explicaría la importancia de la figura de “juego” como
elemento determinante de la propuesta benjaminiana. En ese sentido, por tanto,
para terminar de configurar una idea más precisa y a la vez amplia sobre la
perspectiva dialéctica sobre la Historia que Benjamin proclama y, con ello, el
presupuesto argumental con el cual estarían operando las tesis de OdA, menester
48
será que nos dediquemos brevemente a la definición de “aura” y su problemática
relación con la reproducción técnica.
Con seguridad, una de las nociones más aludidas del “breviario conceptual”
benjaminiano sea la de “aura”, aquel “(…) entretejido muy especial de espacio y
tiempo: aparecimiento único de una lejanía, por más cercana que pueda
estar.”(Benjamin, 2003: p.47). Y, pese a las numerosas filiaciones que cierta
tradición reciente del pensamiento posee con aquella declaración, pese incluso a
los innumerables estudios que velozmente se podrían rastrear en cualquier
biblioteca dedicada a la teoría del arte, la estética y la filosofía, pareciera que
siempre aquella aparentemente enigmática frase pudiese ofrecer un poco más de
sí; pareciera, de hecho, que todavía hoy algo de rédito podemos obtener de ella.
Por supuesto, al menos ingenuo sería suponer que ésta noción —o cualquier
otra— se agotase por efecto de algún estudio minucioso o certero: muy por el
contrario, en general las investigaciones tienden a ampliar matrices de sentido
para futuros pensamientos. En ese sentido, si bien hasta el momento no hemos
sino enfatizado asuntos evidentes, esperamos que tales obviedades operen cual
resguardo para las siguientes líneas: difícilmente pretenderíamos aquí “agotar” o
definir completamente la noción de “aura” para el argumento trazado por
Benjamin. No obstante, algunas luces sobre su “posición” en la trama de sentido
brindada por él pueden ser —proponemos— vislumbradas desde sus propias
notas. Igualmente, dichas tentativas de definición esperamos nos ofrezcan una
mayor claridad sobre el papel de la “técnica” como parte del argumento político de
Benjamin y, por supuesto, una mejor definición de aquel concepto que hemos
estado —si se nos permite la palabra—“rumiando” desde los inicios del presente
capítulo, a saber, la “dialéctica” desde la perspectiva benjaminiana, e incluso del
modo en cómo opera la imagen de “moda” para la mirada dialéctica sobre la
historia.
49
De hecho, aquella articulación tramada desde la noción de aura se ve ya
anticipada en OdA por la idea de “autenticidad” y su virtual 4 contraparte, la
“reproducción”. De esta manera, si la reproductibilidad —en correspondencia con
la técnica—, incluso la “más perfecta”, deja fuera “(…) el aquí y ahora de la obra
de arte, su existencia única en el lugar donde se encuentra” (Op. Cit, p.42), se
debería a que el concepto de autenticidad se sostiene sobre su “cualidad
aurática”, es decir, “La historia a la que una obra de arte ha estado sometida a lo
largo de su permanencia (…)” (Ídem). Dicha depreciación o merma de la “cualidad
aurática” mediante la reproducción se daría con mayor énfasis, tal como
señalábamos, a propósito de su manifestación técnica, pues la reproducción
manual todavía podría ser considerada como una “falsificación”; en cambio, los
sistemas de reproducción mecánicos afectan de tal forma los modelos de
producción y de recepción de la imagen que, finalmente, se pone en entredicho la
premisa cualitativa de “original” del objeto (Cfr. Benjamin, 2003: pp.43 y ss.) De
hecho, prioritario resulta enfatizar la sentencia anterior, puesto que posiblemente
evitará futuros entuertos o confusiones: la “cualidad aurática” de los objetos, tal
como livianamente la hemos llamado hasta ahora, en rigor Benjamin la presente
como un valor de estimación propio tanto de la recepción, como del objeto como
tal. O mejor dicho: sugiriendo otra vez una relación “dialéctica” en su trama del
discurso, Benajmin presenta una noción que amerita una oscilación permanente
en su definición, a saber, por un lado, la autenticidad se encarna en la materialidad
de los objetos, en las huellas de su historia particular. Luego, también en la
historia de las cambiantes condiciones de propiedad, asunto que no dice exclusiva
relación con la materia del objeto como, en cambio, sí con la tradición (Cfr.
4
“Virtual” en el sentido en que, tal como ya hemos insinuado anteriormente, resulta descaminado pensar la
terminología conceptual de Walter Benjamin desde un esquema meramente polar. Por el contrario,
Benjamin parece insistir en fórmulas de “permanente tránsito” —o como las hemos llamado hasta ahora, de
“oscilación” o “de movimiento pendular”— en cada una de sus definiciones y sentencias. Ello, como
analizaremos más adelante, adquiere una importancia sustantiva para cada una de las parejas conceptuales
mencionadas por Benjamin en sus escritos, en la medida en que sólo han de ser pensadas a partir de un
“tercero” tácito, pero presente. Uno, dicho sea de paso, constituido por la conjunción inseparable de ambos
“polos” conceptuales.
50
Benjamin, 2003: p.42). Incluso más: Benjamin sitúa el asunto sobre la
reproductibilidad técnica como merma de la autenticidad, en la medida en que la
primera “Hace, sobre todo, que ella [la réplica] esté en posibilidad de acercarse al
receptor (…)” (Op. Cit, p.43) Por tanto, la reformulación en los modelos de
producción surgidos a propósito de los ingenios técnicos modifica no tanto los
objetos, o al menos no sustancialmente, pero sí el modo de su recepción. Será,
finalmente, la noción de autenticidad la que se ve mermada por efecto de la
técnica, es decir, la estimación sobre el concepto de autenticidad como
requerimiento para la recepción. De esta manera, indicará Benjamin,
“El Comité Central constata que, en los últimos años, sobre la base de
los significativos éxitos de la construcción socialista se ha producido un
gran auge, tanto cuantitativo como cualitativo, de la literatura y el arte.
5
De hecho, tendremos ocasión más delante de involucrarnos someramente con el concepto de “tendencia”
en la producción artística, ilustrada sobradamente por Benjamin en su ensayo de 1934 “El autor como
productor”, una en directo diálogo con Lukács en una de sus publicaciones de 1932 (Gómez ed., 2008: pp.
54-64). Dicho debate surgirá, de hecho, a propósito de las insistentes energías por denostar las prácticas de
vanguardia —y todo aquello que no tuviese un inmediato carácter lectivo, pedagógico y narrativo— por
parte del partido Comunista.
6
De más está decir que, otra vez, los conceptos aparentemente polares en el esquema benjaminiano suelen
entrecruzarse de formas a veces tan complejas como ocurriría con las ideas de técnica y aura.
53
Autor como productor”— se ofrece tanto como un diagnóstico como una
advertencia. Pero también tal suscripción evidenciada en las primeras líneas de
OdA sostiene gran parte del análisis sobre la relación por momentos opuesta, por
momentos entrecruzada, entre técnica y aura, entre reproductibilidad y
autenticidad. De esta manera, si tal como señala Benjamin, “El modo en que se
organiza la percepción humana —el medio en que ella tiene lugar— está
condicionado no sólo de manera natural, sino también histórica.” (2003: p.46),
podemos colegir que la técnica es aquella figura que ha venido históricamente —
como medio— a transformar la organización perceptiva “connatural”; igualmente,
contando con dicho antecedente, se torna mayormente legible la potencia
revolucionaria de la técnica pero también su inminente y evidente riesgo. De la
misma forma, probablemente se torne más prístino el contorno de la idea de aura
y su relación con, por ejemplo, antiguas formas perceptivas del ritual y la religión.
No obstante, para conseguir una plena articulación entre ideas que todavía
pueden parecer contradictorias o infundadas, nos permitiremos a continuación
destinar algunas líneas para definir, de forma pormenorizada e individual,
nociones complejas como aura y valor cultual, así como técnica y valor exhibitivo.
Ello, en pos de abonar el terreno para volver nuevamente sobre la idea de la
técnica como posibilidad de ocultamiento de la merma aurática. Por último, dicha
vía probablemente nos permita explicar de mejor manera las figuras de politización
y estetización del arte, cuestión que ya nos vehiculará inmediatamente hacia el rol
del juego y la seriedad en la propuesta política de Benjamin.
Benjamin definirá la noción de aura como “Un entretejido muy especial de espacio
y tiempo” (2003: p.47), o como señalará en la tercera versión del ensayo: “Es
conveniente ilustrar el concepto de aura propuesto más arriba para objetos
históricos con el concepto de un aura propia de objetos naturales. A ésta última la
definimos como el aparecimiento único de una lejanía, por más cercana que
54
pueda estar.” (Ídem) Para finalmente agregar, a propósito de dicha ilustración
“naturalista”:
Al respecto, si bien la definición resulta al menos algo ambigua por su, llamémosla
así, forma “poética”, también ofrece con suma claridad un antecedente
fundamental: el aura, como modelo de organización de la percepción humana, se
funda sobre la base de la distancia; dicha distancia no ha de ser pensada como
una necesariamente material o física y, sin embargo, se constituye por un
particular entretejido entre las categorías de espacio y tiempo. Aquí, huelga
mencionar que con suma probabilidad Benjamin se ha hecho cargo de una larga
tradición filosófica respecto a la definición de la percepción subjetiva e incluso de
la “apercepción” en Leibniz y de la “apercepción trascendental” propia del sistema
kantiano. Y si bien nos es materia de esta investigación analizar detalladamente el
conflicto suscitado por la noción de “experiencia” en Benjamin frente a los
postulados de Leibniz y especialmente de Kant —y por tanto su relación con la
apercepción como momento apriorístico a cualquier experiencia perceptiva— parte
de dicha discusión requiere igualmente ser convocada ahora 7: no parece
descaminado suponer que las categorías de espacio y tiempo como fundamento
de la percepción aurática, provengan tácitamente de un cimiento de índole
7
Posteriormente, cuando retomemos la relación que propone Benjamin con la Historia y su análisis
dialéctico, nuevamente deberemos volver sobre las críticas que establece Benjamin a la idea de experiencia
en Kant.
55
kantiano8; uno que, consabido por muchos, establece como categorías
fundamentales del sujeto precisamente aquellas dos señaladas por Benjamin (Cfr.
Kant, 1998: pp.67 y ss.). En ese sentido, si bien no estamos en condiciones de
demostrar documentalmente una relación intencionada con tales premisas
kantianas9, sí al menos nos permitiremos poner en entredicho que tal coincidencia
sea en efecto producto del mero azar, especialmente si —tal como lo haremos
más adelante— observamos el importante rol que tuvo la literatura kantiana en
algunos de los textos de Benjamin. Tal vez a propósito de dicha relación, este
último incluirá en la definición de aura, y tal como anticipábamos, la idea de
“distancia” como seña distintiva. Otra vez, no queda más que suponer que la
semejanza con las descripciones sobre la facultad de juzgar del sujeto y,
8
Cabe señalar que las nociones de espacio y tiempo son también recuperadas por Benjamin, a través de
Paul Valéry, en el famoso epígrafe de la tercera versión de OdA (1938): “Il y a dans tons les arts une partie
physique qui ne peut plus être regardée ni traitée comme naguère, qui ne pout pas être soustraite aux
entreprises de la connaissance et de la puissance modernes. Ni la matière, ni l’espace, ni le temps ne sont
depuis vingt ans ce qu'ils étaient depuis toujours.”(Benjamin, 2003: p.36). Al respecto, es más que probable
que Valéry haya resultado para Benjamin un comentarista importante al momento de efectuar una lectura
de la propuesta kantiana —y no sólo un poeta destacadísimo y admirado por él— en la medida en que la
propia labor filosófica de Valéry se aproximó, críticamente, a la tradición del pensamiento alemán: “S'il saisit
un crâne, c'est un crâne illustre. Celui-ci fut Lionardo. Il inventa l'homme volant, mais l'homme volant n'a
pas précisément servi les intentions de l'inventeur: nous savons que l'homme volant monté sur son grand
cygne (il grande uccello copra del dosso del suo magnio cecero) a, de nos jours, d'autres emplois que d'aller
prendre de la neige à la cime des monts pour la jeter, pendant les jours de chaleur, sur le pavé des villes... Et
cet autre crâne est celui de Leibniz qui rêva de la paix universelle. Et celui-ci fut Kant, Kant qui genuit Hegel
qui genuit Marx qui genuit...” (Valéry, 1957: p.994). Por supuesto, menester será revisar dicha relación
posteriormente, pero también señalar la influencia de G. Simmel en el imaginario benjaminiano relativo a la
tradición alemana del pensamiento filosófico.
9
En otras palabras, por ahora no nos encontramos en condiciones de exhibir algún documento que, con
precisión, exhiba una intención explícita por parte de Walter Benjamin de conformar su definición sobre el
aura desde un esquema kantiano o, al menos, propio de la filosofía alemana dieciochesca. No obstante,
bastaría con revisar la extensa literatura temprana y juvenil de Benjamin, así como sus estudios sobre el
romanticismo alemán y sus más tardías tesis sobre la filosofía de la historia, como para corroborar que las
figuras de Hegel, Platón y principalmente Kant marcaron una huella indeleble en su pensamiento.
Igualmente, biografías como la realizada por Esther Leslie —referida ya en este estudio— también dan
cuenta de la importancia de tales autores en la formación filosófica del joven Benjamin (Cfr. Leslie, 2015:
pp.19-49)
56
particularmente, el juicio estético kantiano, resuenan por doquier en aquella
formulación.
10
Los destacados son nuestros. Y si bien no corresponde a nuestra investigación detallar las diferencias
entre las nociones de “necesidad” y “a priori” en Kant, valga al menos mencionar que la necesidad permite
la constitución de la ciencia en tanto conocimiento, así como las concepciones apriorísticas posibilitan la
subjetividad como tal. En ambos casos, finalmente, resultará más determinante para nuestro argumento
verificar la forma en que Benjamin disputa la idea de experiencia a Kant, en parte, por efecto del problema
de la representación como base de las intuiciones.
57
externo, sino que esa misma experiencia externa es sólo posible gracias
a dicha representación.” (1998: p.68)
11
En este caso hemos de considerar la representación principalmente como parte de la subjetivación, en
tanto incorporación y modulación del entorno mediante lo sensible. Es decir, no nos referimos tanto a la
representación como el procedimiento de fabricación de imágenes materiales que se asemejan a otros
objetos del mundo, como a la producción de ideas formales para el pensamiento. Y sin embargo, se colige
que ambos matices sobre la noción de representación se encuentran estrechamente vinculados, al punto de
por momentos resultar indistinguibles.
58
fenómenos “están ahí” porque prexiste la posibilidad del “ahí”, del lugar.
Finalmente, podríamos agregar remitiéndonos a las propias palabras de Kant:
Se colegirá, por tanto, que el espacio 12 no sería una “cualidad” de los objetos en el
sentido formal, ni tampoco una forma en sí misma. En cambio, el espacio parece
definido por Kant como una forma para las representaciones de la sensibilidad, es
decir, tal como señalábamos anteriormente, como un presupuesto que posibilita la
relación con los objetos. Pero dicha relación no constituiría, en ningún caso, un
vínculo con el noúmeno, sino sencillamente una relación, diríamos, habitual de la
experiencia. En ese sentido, de hecho, la correspondencia entre espacio y tiempo
—en cuanto categorías fundamentales para la subjetividad— se manifiesta en
Kant de modo evidente; es más, tal articulación no podría ser desarmada, en la
medida en que la confluencia entre el espacio y su filiación con el tiempo habilitan,
efectivamente, una “cartografía” para la experiencia como tal. O mejor dicho, en
plenitud. Tal relación se evidencia ya en los primeros compases kantianos alusivos
a una definición del tiempo:
12
Aquello al menos desde la perspectiva trascendental ofrecida por Kant. En cambio, la perspectiva
metafísica, consignada también en la primera crítica kantiana, aporta algunos significativos matices de
distinción, pero que poco competen a nuestra hipótesis. Y si bien deberemos referirnos al presupuesto
metafísico benjaminiano en lo sucesivo, elaborar en cambio una exégesis de la crítica kantiana, así como un
examen comparativo entre el sistema trascendental y metafísico en Kant y el anuncio metafísico en
Benjamin, excedería por mucho las pretensiones y necesidades de esta investigación.
59
“El tiempo no es un concepto empírico extraído de alguna experiencia.
En efecto, tanto la coexistencia como la sucesión no serían siquiera
percibidas si la representación del tiempo no les sirviera de base a
priori. Sólo presuponiéndolo puede uno representarse que algo existe al
mismo tiempo (simultáneamente) o en tiempos diferentes
(sucesivamente).” (Kant, 1998: p.74)
60
en la medida en que cada seña, huella o residuo del objeto, así como todo
conocimiento previo del contemplador, confabulan un marco de sentido que
permitiría establecer tales señas y residuos como efectos consecutivos y
consecuentes de lo narrado sobre dicho objeto. Lo que se ha contado sobre tal
objeto se precipita como prueba de lo que puede ser apreciado en él; lo narrado
se “confirmaría” por los sentidos. Así, como en un “acto de magia”, de pronto el
objeto se torna “algo más” que pura materia: se transforma, por decirlo de algún
modo, en la encarnación efectiva de una tradición. Adquiere en ese “movimiento”,
finalmente, un talante distintivo de cualquier objeto corriente del mundo, pues se
torna documento. Por ello también consigna un arraigo emotivo y una posibilidad
para estimular el pensamiento, tal como la mirada fijada en el horizonte,
apreciando —respirando— el aire de una montaña, de la rama de un árbol. El
objeto, finalmente, se dispone al pensamiento por su cualidad de afección emotiva
y, sin embargo, en un giro paradójico se “distancia” de quien lo observa para poder
ser apreciado. El objeto, dicho de otro modo, afecta porque adquiere importancia,
se distingue, y en aquella distinción “aparece” a lo lejos de quien lo observa. Se
torna impropio y, por ello, “digno de admiración”. De hecho, por ello puede afectar,
porque lo hace —al menos simbólicamente— “desde fuera”: es lo otro, lo impropio
del sujeto, lo que potencialmente podría considerarse un fenómeno. El aura y la
autenticidad del objeto “infunden” —al menos como proyección subjetiva, como
atribución de sentido— una muy particular manera de articular al espacio y al
tiempo, en la medida en que el objeto, “estando ahí”, se aleja. Pero no
físicamente, sino para el pensamiento: de pronto, ya no es posible manipularlo con
total libertad, ni acercare a él con todo derecho, puesto que poseería cual
oxímoron un “valor invaluable”; igualmente, su tiempo se desplaza, tornándose un
objeto que estando “ahora” delata su pasado, o mejor dicho, un objeto que
estando en el presente atestigua su historia, distanciándose del mero ahora en
una dilación infinita. En otras palabras, un objeto podría ser considerado como
auténtico sólo en la medida en que, estando “aquí y ahora”, denota su
61
permanencia en otro tiempo y en otro lugar. Es decir, estando “aquí y ahora”, no
termina de estar por efecto de la distancia que ha adquirido para quien lo observa.
13
Con algo de sorna, Mandoki indica que “El mito del desinterés estético aparece ya en el siglo XVIII con
Shaftesbury y Hume como una reacción contra el interés del instrumentalismo burgués, pero se consolida
precisamente con Kant, en su Crítica del juicio § 2, al definir a la experiencia estética como «deleite
desinteresado» en lo bello. Para Kant, en la experiencia estética no hay ni interés práctico por el objeto o a
través de él, ni interés en la existencia del objeto, ni en apropiarnos y poseer física o materialmente a ese
objeto. Kant, como Shaftesbury y Hume, construye este concepto de «desinterés» para no manchar al juicio
de lo bello con preocupaciones mundanas y para distinguir el deleite estético en lo bello (como
desinteresado) del deleite en el bien o en lo agradable (en tanto interesados).” (Mandoki, 2006: p.30). Tal
como revisaremos más adelante, efectivamente se puede tramar una relación entre lo mítico y el desinterés
estético; no obstante, dicha relación en Benjamin adquiere un sentido muy distinto del uso casi despectivo
provisto por Mandoki, quien utiliza el término cual sinónimo de ficción, sino incluso mentira tradicional. En
cambio, el papel de lo mítico en Benjamin posee otras resonancias, pese incluso a que parte de la apuesta
política de él parece referirse al potencial revolucionario como uno desmitificador. Tendremos ya ocasión de
retomar este asunto de forma dilatada.
62
de los bajos apetitos connaturales y con ello emparentarse con la distancia
analítica del conocimiento; sin embargo, tal como señalábamos, y bajo la cifra
kantiana, ha de suspenderse el interés propio del conocimiento para conformar
una vinculación —diríamos— estética. Es decir, dicha relación contemplativa
propia de la experiencia estética parece ya conformarse hacia el pensamiento
dieciochesco como una “particular” vinculación con el entorno, compartiendo
asuntos con el goce de los apetitos —tal como ocurre con la sutil diferenciación
entre “lo agradable” y “lo bello” establecida en la tercera crítica kantiana (Véase
Op. Cit.)— así como con la distancia razonable propia del conocimiento y, no
obstante, no manteniendo mayor semejanza ni con los apetitos ni con el conocer.
Finalmente tal particularidad pareciera solamente permitirnos indicar lo siguiente:
la vinculación estética con el entorno se goza —con placer o displacer— en (por)
su distancia; por ello no es conocimiento racional, pero tampoco satisfacción de
las necesidades connaturales.
Nos hemos detenido con insistencia en la figura de Kant por un motivo que
probablemente corresponda recordar: aparentemente, Benjamin circunscribe una
de las categorías fundamentales de OdA bajo los parámetros de una tradición
fuertemente asociada a aquel filósofo alemán. Con suma probabilidad, dicho
diálogo se ha venido gestando desde las juveniles ideas de Benjamin, plasmadas
en sus escritos iniciales (Cfr. Benjamin, 1998). Y si bien tendremos ocasión de
examinar dicha relación temprana con algunas ideas de raigambre kantiana en la
producción temprana de Benjamin, por ahora hemos sólo intentado destacar lo
siguiente: el aura parece mantener una estrecha relación con aquello que cierta
tradición idealista denominará como “contemplación”. Aquella relación tendrá una
importancia significativa al momento de comparar la figura del “juego” en Benjamin
como irrupción de un modo de relación ya no del todo contemplativa o, al menos,
63
no bajo el uso tradicional del término. No obstante, para dar curso a dicha
comparación, menester resulta terminar de conformar plenamente la filiación entre
el “desinterés” estético y la contemplación, esta vez a propósito de lo que Kant
denominaría como “libre juego” de las facultades subjetivas. Finalmente, una vez
que nos embarquemos plenamente en el examen sobre la idea de juego en
Benjamin, retomaremos las nociones de libertad y juego en Kant, en la medida en
que observamos relaciones de discrepancia, pero también de profunda semejanza
entre ambos. Pero por ahora solamente detengámonos, brevemente, en uno de
los señalamientos fundamentales realizados por Kant respecto al denominado
“libre juego” de las facultades del sujeto. De esta manera, señala Kant, por
ejemplo:
Luego agregará:
64
peculiares de la facultad de juzgar. En efecto, cuando la reflexión sobre
una representación dada precede al sentimiento de placer (como
fundamento de determinación del juicio), la conformidad a fin subjetiva
es pensada, antes de que sea sentida en su efecto, y en esa medida, o
sea, con arreglos a sus principios, el juicio estético pertenece a la
facultad superior de conocimiento y precisamente a la facultad de
juzgar, bajo cuyas condiciones subjetivas y, sin embargo, universales,
es subsumida la representación del objeto.” (Kant, 1998: p.35)
14
El destacado es del autor.
67
Dicha mediación, finalmente, pareciera confirmar un supuesto ya anunciado por
nosotros, a saber: la vinculación estética con el mundo, bajo los presupuestos de
una tradición mayormente kantiana, tendieron a brindar a tal relación la “cualidad”
de “intermediador” entre el sujeto y los objetos del entorno. Dicha mediación, se
deducirá, solamente sería posible en tanto el mundo “sea otro” radicalmente
distinto al sujeto o, al menos, el sujeto opere con la presunción de dicha diferencia.
Así, entonces, si bien aquella mediación estética afectaría a la subjetividad en sus
sentimientos —de la razón— a través de su sensibilidad —sus sentidos—, dicho
efecto a los afectos sólo podría describirse como uno “mediado”, “desinteresado”,
o mejor dicho, como uno distante y apaciguado. Cualidades propias de la
contemplación.
15
Por el contrario, Benjamin adopta un “modelo” dialéctico probablemente muy cercano a algunos de sus
cercanos pertenecientes a la denominada Escuela de Frankfurt, tal como veremos más adelante.
68
Al respecto, prioritario se torna exhibir la trama inherente que Benjamin propone
entre la idea de aura y el mito, en tanto configuración para la Historia —a propósito
del así llamado “tiempo mítico”— como también en su relación con la
monumentalidad del relato y su filiación con el fascismo y conservadurismo. En
ese sentido, valga de inmediato una advertencia: en general se ha tendido a leer
en Benjamin una inherente resistencia a la debacle aurática suscitada por el
régimen tecnológico de la industria, sin embargo, tal como esperamos demostrar
en lo sucesivo, dicha resistencia es, por decir lo menos, relativa. De hecho,
seguramente una de los asuntos centrales abordados por Benjamin en OdA sea,
precisamente, el potencial revolucionario de la técnica y el potencial conservador
del mito, estableciendo con ello un giro al menos incómodo para muchos de sus
contemporáneos, entre ellos Adorno16.
Ahora bien, si volvemos sobre la filiación entre mito y aura propuesta por
Benjamin, con seguridad los siguientes fragmentos obtenidos del denominado
“Libros de los pasajes” resultarán del todo útiles para aquella tarea:
Y finalmente:
16
Más adelante dedicaremos un instante a describir un tanto mejor la compleja relación entre los
argumentos de OdA y las asperezas generadas en algunos de sus cercanos.
69
retorno aparece como ese mismo «chato racionalismo» por el que tiene
mala fama la creencia en el progreso, que pertenece al modo de
pensamiento mítico tanto como la idea del eterno retorno.” [D 10, a 5]
(Op. Cit. p.145)
70
llamémoslo provisoriamente— “lúdico” de la alegoría17. De tal suerte,
permítasenos demorar la demostración fehaciente del papel de lo alegórico en el
argumento benjaminiano para, asumiendo por ahora dicha ubicación, afirmar lo
siguiente, a saber: el mito, en cuanto contraposición de lo alegórico, comienza a
ubicarse en la zona del llamado por él “chato racionalismo” campante por aquellos
días, en la medida en que alude a una forma de lo pensado que resulta proclive a
la idea progresista de tarea permanente. Es decir, de permanente deuda, de
promesa ante un porvenir que nunca se presenta en el presente. Dicho de otro
modo, si retomamos lo señalado en los inicios de nuestro capítulo, podríamos
recordar la habitualmente citada frase de Marx sobre el retorno de la Historia, una
que acontece primero como tragedia y luego vuelve como farsa: a diferencia de tal
declaración marxiana, en donde el remedo de lo acontecido “vuelve” en la Historia
para exhibir su cuerpo narrativo, su “materia”, la idea de eterno retorno
nietzscheana y de la moral kantiana parecen suponer lo contrario, a saber, la
historia se repite en un ciclo infinito, en un destino individual y social. Dicho
destino, inalcanzable como horizonte, sólo se cumple individualmente mediante la
certificación de su imposibilidad. Es decir, y tal como ocurre con la noción de
progreso moderna, los “avances” sociales, económicos y tecnológicos apuntan a
un horizonte indefinible, informe, pues el objetivo es tautológico: la finalidad del
progreso es avanzar hacia el progreso, mejorar lo mejorado. En tanto dicho
objetivo es tautológico, es decir, en la medida en que el destino es el propio viaje,
el arribo nunca se presenta. O mejor dicho, el tiempo del mito es aquel que
aparenta su permanente repetición en la medida en que, cual ciclo infinito, todo fin
es sólo el inicio del porvenir; luego, dicho ciclo sólo podría acabarse mediante la
llegada de un término final, definitivo. De hecho, a diferencia de lo que se podría
suponer, Benjamin pareciera indicar que el ciclo permanente del mito no debiese
17
Para desarrollar plenamente la vinculación entre alegoría y juego en Benjamin, dedicaremos un breve
segmento al análisis de su tesis sobre el Traeurspiel y las consecuencias de dicho escrito en el resto de su
producción posterior.
71
describirse como una repetición, sino, por el contrario, como una búsqueda por el
cierre definitivo, por el fin último:
“El origen de la segunda técnica hay que buscarlo allí donde, por
primera vez y con una astucia inconsciente, el ser humano empezó a
tomar distancia frente a la naturaleza. En otras palabras, hay que
buscarlo en el juego.” (2003: p.56)
18
Se notará ya la forma distintiva que adoptan tales “modos” de la Historia en Benjamin: por una parte la
repetición que busca el fin del ciclo; por otro lado, la reiteración incesante de lo experimental. El primero
parece asemejarse más con la idea de “eterno retorno”, mientras el segundo con la tarea infinita del
progreso. No obstante, hemos indicado ya que tal dualidad no resultaría en una polaridad entre nociones
excluyentes, sino más bien en una complementaridad por efecto de sus semejanzas.
73
2.4 Aura, rito y naturaleza.
Con suma probabilidad, la primera duda que emerge al momento de confrontar las
recientemente citadas palabras de Benjamin, sea una relativa a la idea del “tomar
distancia” respecto a la naturaleza. La duda, por supuesto, emerge a propósito del
propio término “naturaleza”, uno equívoco o al menos con diversas amplitudes y
eventuales significados. De tal suerte, por ejemplo, sería de esperar que Benjamin
se estuviese refiriendo a un estado connatural de lo humano y, por tanto, a cómo
la técnica vendría a ocupar el lugar de la cultura que lo aleja de su instinto animal;
o bien, sencillamente y aparejado a lo anterior, cabría esperar que el
distanciamiento respecto a la naturaleza mantenga relación con, literalmente, la
posibilidad humana de elevar edificaciones y ciudades que lo distinguen del
ámbito de “lo natural” en el sentido más coloquial posible. No obstante, ambas
posibilidades se ven matizadas por un breve párrafo de OdA incluido solamente en
el primer manuscrito:
74
término “naturaleza”, adquiere más bien el matiz significante de “entorno”,
“mundo”, cual escenografía que rodea al individuo. Es decir, de alguna forma, el
uso del término naturaleza en Benjamin no parece alejarse demasiado del uso
dado por el proyecto kantiano, sin embargo, veremos también que ciertas sutiles
diferencias hacen de la declaración de Benjamin algo distintivo de la tradición
kantiana, incluso, confrontándola por momentos.
Al respecto, útil puede resultar el examen comparativo con lo señalado por Sergio
Rojas, al momento de analizar el escrito “Idea de una historia universal en sentido
cosmopolita” (1784) de I. Kant:
“¿Qué sería el siglo XIX para nosotros si la tradición nos ligara a él?
¿Qué aspecto tendría como religión o mitología? Carecemos de una
relación táctica con él. Esto quiere decir que se nos ha educado en
historia con una perspectiva romántica. Es importante rendir cuentas de
la herencia directamente recibida. Pero aún es demasiado pronto, p. ej.,
para reunirla. Lo que hace falta es una reflexión concreta, materialista,
sobre lo más cercano. La mitología, como dice Aragón, vuelve a alejar
76
las cosas. Sólo es importante exponer lo que nos es afín, lo que nos
condiciona.” <C°, 5> (Benjamin, 2013: p.829)
“Sería errado, por lo tanto, menospreciar el valor que tales tesis puedan
tener en la lucha actual. Son tesis que hacen de lado un buen número
de conceptos heredados —como «creatividad» y «genialidad», «valor
imperecedero» y «misterio»— cuyo empleo acrítico (y difícil de controlar
en este momento) lleva a la elaboración del material empírico en un
sentido fascista.” (2003: p.38)
77
En definitiva y tal como señalábamos al inicio de este capítulo, dicha declaración
se torna un momento basal del argumento de OdA, en la medida en que señala
una distinción respecto a la forma tradicional del análisis estético, pero también
podríamos agregar ahora: resulta un momento basal del argumento en la medida
en que, sin desatender la herencia romántica, propone volcarse hacia una lectura
del fenómeno del arte que no presuma en la distancia aurática un valor por sí
mismo y que debiese preservarse. Es más, dicho señalamiento apunta también a
generar una distinción respecto a aquello que estaría en la base de lo que se ha
denominado —al momento de suscribir Benjamin tales palabras— como
tradicionalmente artístico. En síntesis, el análisis materialista debiese abocarse, en
aquella propuesta, hacia aquello arraigado en su propia contemporaneidad, a
saber, aquella de la segunda técnica, aquella del juego. Uno que, ya
señalábamos, se distingue en sus modos al misterio, la religión, la creación e,
incluso, tal como veremos más adelante, a la bella apariencia de las cosas 19.
19
Tal vez de forma meramente anecdótica se pueda reiterar ilustrativamente la relación —todavía
presente— entre arte, belleza, misterio, rito, creación y, por tanto, distancia aurática, en las palabras
suscritas por Juan Pablo II en su “Carta a los artistas” del 4 de abril de 1999, en la cual se incluyen frases
como: “Nadie mejor que vosotros, artistas, geniales constructores de belleza, puede intuir algo del pathos
con el que Dios, en el alba de la creación, contempló la obra de sus manos. Un eco de aquel sentimiento se
ha reflejado infinitas veces en la mirada con que vosotros, al igual que los artistas de todos los tiempos,
atraídos por el asombro del ancestral poder de los sonidos y de las palabras, de los colores y de las formas,
habéis admirado la obra de vuestra inspiración, descubriendo en ella como la resonancia de aquel misterio
de la creación a la que Dios, único creador de todas las cosas, ha querido en cierto modo asociaros.” O bien:
“El tema de la belleza es propio de una reflexión sobre el arte. Ya se ha visto cuando he recordado la mirada
complacida de Dios ante la creación. Al notar que lo que había creado era bueno, Dios vio también que era
bello.” O, por último: “La auténtica intuición artística va más allá de lo que perciben los sentidos y,
penetrando la realidad, intenta interpretar su misterio escondido. Dicha intuición brota de lo más íntimo del
alma humana, allí donde la aspiración a dar sentido a la propia vida se ve acompañada por la percepción
fugaz de la belleza y de la unidad misteriosa de las cosas. Todos los artistas tienen en común la experiencia
de la distancia insondable que existe entre la obra de sus manos, por lograda que sea, y la perfección
fulgurante de la belleza percibida en el fervor del momento creativo: lo que logran expresar en lo que
pintan, esculpen o crean es sólo un tenue reflejo del esplendor que durante unos instantes ha brillado ante
los ojos de su espíritu.” (http://w2.vatican.va/content/john-paul-ii/es/letters/1999/documents/hf_jp-
ii_let_23041999_artists.html) [Consultado 30/05/2015]. Por supuesto, insistimos, tales “imágenes” provistas
por el fallecido Papa no constituyen en caso alguno prueba suficiente de lo hasta ahora señalado y, sin
embargo, parecen igualmente ilustrar de buena manera cómo un problema ya diagnosticado por Benjamin,
en la primera mitad del siglo XX, resuena en nuestra actualidad: una trama inseparable entre la fe, el
78
3. La distancia.
misterio y el arte parece perpetuarse bajo la sombra de una lectura conservadoramente metafísica o, al
menos, teológica. En ese sentido, la relación que Benjamin mantendrá con la teología —judaica— es lo
suficientemente compleja como para que requiera un examen ulterior.
79
de “objetividad”20 en la elaboración de un análisis; para Benjamin en cambio, la
distancia no sería tanto símil de “objetividad”, sino se condiciría más con la idea de
concebir la distancia como un alejamiento en tanto elemento propio de la
constitución de un valor. Dicha atribución de valor, entonces, evitaría precisamente
la posibilidad de un análisis reflexivo, puesto que aquello que se ha alejado
infinitamente pierde, con ello, contacto “real” con lo observado; se torna, en otras
palabras, divino en su alejamiento. Aquello ya marca una diferencia sustantiva
entre Benjamin y su buen amigo Brecht, acercándolo más bien hacia un autor
fundamental para el Instituto de Frankfurt y que, proponemos aquí, marcará la
tónica general de las lecturas de Benjamin sobre autores tan importantes para su
propuesta argumental, tales como Kant y Goethe. Nos referimos a uno de los así
llamados “padres” de la sociología moderna, G. Simmel.
20
En este caso, utilizamos el término objetividad en su acepción más gruesa, sino incluso coloquial, a saber,
como opuesto a lo personal o íntimo. Por ello el uso de comillas.
80
“léxico” kantiano. En especial Simmel, quien podría ser descrito como muy
próximo a una suerte de neokantismo tardío. Es más, gran parte de su propuesta
sociológica se ciñó al postulado hipotético de que el valor del distanciamiento
arraigaría la posibilidad de un análisis objetivo de los fenómenos, a diferencia del
interés de la proximidad, vinculado en cambio con miradas subjetivas. De hecho,
parte de la transformación de cierta terminología filosófica, como por ejemplo
conceptos como objetividad y subjetividad, amparadas por la sociología moderna y
utilizada habitualmente en el lenguaje coloquial, ya se encuentra disponible en la
propuesta de Simmel:
“(…) cierta distancia entre los elementos que han de asociarse, de una
parte, y el punto e interés que les asocia de otra parte, es una situación
particularmente favorable para la coalición, especialmente si se trata de
círculos extensos. Esto se aplica a las relaciones religiosas. Comparado
con las divinidades de tribu y de nación, el Dios universal del
cristianismo está a infinita distancia de los fieles; fáltanle [SIC] por
completo aquellos rasgos que le emparentan con la manera de ser
peculiar de un pueblo o nación; en cambio, puede reunir a los pueblos y
personalidades más heterogéneos, en una comunidad religiosa
incomparable.” (Simmel, 1927: p.84)
82
explícita de la polaridad proximidad/distancia, un movimiento pendular ya presente
en la dualidad kantiana sujeto/objeto, pero que en Benjamin adquiere una
persistencia mayor. Si en Kant la sutileza y sofisticación de tal movimiento
oscilante entre dualidades aparentes marcaba la tónica de su discurso, mientras
que en Simmel la excepcionalidad de la indeterminación entre conceptos polares
resaltaba por sobre la habitualidad binaria de las ideas, en Benjamin el modelo
parece ser el siguiente: la distancia de aquello que incluso podría estar próximo
implica, por supuesto, no solamente una distancia “simbólica” respecto a objetos
físicamente cercanos, sino también la constitución de un “otro” en aquello que
podría ser considerado en principio como corriente y banal. El ejemplo más
ilustrativo, sin duda, lo brindaría la fotografía:
“Es aquí donde interviene la cámara con todos sus accesorios, sus
soportes y andamios; con su interrumpir y aislar el decurso, con su
extenderlo y atraparlo, con su magnificarlo y minimizarlo. Sólo gracias a
ella tenemos la experiencia de lo visual inconsciente, del mismo modo
en que, gracias al psicoanálisis, la tenemos de lo pulsional inconsciente.
21
La ya mencionada biógrafa de Benjamin, Esther Leslie, daría cuenta también de la importancia de Platón
en su primera formación filosófica. Una relación con el filósofo griego que si bien paulatinamente parece
abandonada por Benjamin, de algún modo seguirá acompañándolo en ciertas formulaciones de sus ideas.
(Cfr. Leslie, 2015)
86
películas de Disney producen una voladura terapéutica del inconsciente.
Su antecesor fue el "excéntrico". Él fue el primero en sentirse en casa
en los nuevos escenarios que surgieron gracias al cine, en estrenarlos.
En este contexto, Chaplin tiene su lugar como figura histórica.”
(Benjamin, 2003: pp.87-88)
22
Aquella postura parece confrontarse agudamente a gran parte del pensamiento de sus contemporáneos,
en especial a Adorno, tal como revisaremos en capítulos sucesivos.
23
Retomaremos el debate sobre la síntesis de la pareja polar “forma” y “contenido” en Benjamin al
momento de desarrollar plenamente la idea de lo “uno sintético” benjaminiano.
87
psíquicas de las tragedias cotidianas del individuo. Uno que ya se encuentra
extrañado respecto a un entorno impropio, uno que se siente alienado en medio
de la ciudad, uno que se ha vuelto extraño, extranjero, en su propia comunidad.
Ahora bien, que no se nos malinterprete: Benjamin no parece proponer este gesto
purgante como una manera de, sencillamente, “atemperar” los ánimos. Por el
contrario, más bien señala la potencia educativa de dicho gesto, en la medida que
permite al individuo aprender los modos del régimen técnico, las formas del
capitalismo y, con ello, adecuarse como acto de sobrevivencia al entorno, a esta
nueva naturaleza. El espectador, en su purga, aprende a tolerar lo intolerable, a
afrontar la amenaza de la vida. No obstante, sentencias como las anteriores
requieren por supuesto una demostración, todavía pendiente. Llegaremos poco a
poco a exhibir los argumentos que, esperamos, den cuenta de dicha
demostración; una que mantiene relación con el potencial político de la merma
aurática y la proximidad como forma de relación eventualmente revolucionaria con
el entorno. En otras palabras, una que señala la compleja trama de sentido en las
relaciones del juego y la seriedad como fundamento del argumento benjaminiano.
Sin embargo, queda por revisar un último aspecto —por ahora— en relación al
distanciamiento aurático y el comportamiento masivo, a saber, el peligro de lo
mítico apropiado por el fascismo.
89
masividad —a propósito de las posibilidades de reproducción propias de la
técnica—, pero también un acrecentamiento de la masa como fenómeno
constitutivo de su tiempo. Así, la Europa de las primeras décadas del siglo XX, se
aprecia en el esbozo elaborado por Benjamin como una eminentemente sostenida
por la masa urbana. A ello además el mencionado autor alemán agrega, como
contracara, la creciente proletarización de los individuos; es decir, nuevamente, la
proletarización y la masificación no se traman en el argumento benjaminiano como
ideas polares, sino como dualidades que, en su contraposición, se reúnen
mediante un movimiento permanente. De esta manera, la masa aparece en
Benjamin con la imagen ilustrativa de una zona en disputa; dicha disputa se trama
entre la mera expresión como modo de conservación de las atávicas relaciones
con la propiedad, y la proletarización, como forma de modificación revolucionaria
de dichas relaciones. Al respecto, sintomáticas resultan las siguientes palabras
epistolares suscritas por Benjamin:
90
En segundo lugar, ordena, tanto al productor de tal arte como a su
receptor, que se muestren a sí mismos como «monumentales», o sea,
incapaces de acciones reflexivas e independientes.” (Benjamin; en
Winckler, 1979: pp.20-21)
92
[SIC] escapa a todo aquietamiento que pudiese aportar la virtud de lo
analógico, el testimonio declara la ausencia del testigo en el momento
fugaz de la prueba. La experiencia no sólo nos confronta con lo inédito:
nos cambia; no sólo entrega el material para nuestro conocimiento: es la
condición en la cual éste mismo se cumple. Tendrá, pues, la virtud de
atinar a su índole aquel concepto que la piense, digámoslo así,
intensivamente, en su vértigo alterador. Contenida en la alusión
benjaminiana a la experiencia religiosa estaría esa noción intensiva.”
(Oyarzún; en Benjamin, 2009: p.18)
En ese sentido, tal como señalábamos anteriormente, resulta posible notar una
distinción importante entre la denominada experiencia religiosa, comentada por
Benjamin especialmente en sus escritos juveniles, y la perspectiva mítica como
problema frente a lo histórico: mientras que para Benjamin, tal como lo indicaba
Simmel, la experiencia religiosa —incluso en su distancia— permite una ligazón
con lo común —con la comunidad— la matriz mítica “mecaniza” dicha filiación en
aras de un fin, es decir, en aras tanto de un objetivo como de una cesura. De esta
manera, Benjamin no solamente establecería una diferencia sustantiva con la
figura de experiencia kantiana —mediante aquella experiencia semejante a la
religiosa— sino además nos permite desde ya vislumbrar en qué sentido dicha
experiencia podría tornarse “utilitaria” para fines conservadores. Nuevamente en
palabras de Pablo Oyarzún:
93
profunda diferencia que Benjamin parece marcar entre ésta y su uso por parte del
fascismo: la primera parece revelar en el presente —y para el presente— un
instante del pasado; la segunda, en cambio, anula lo pasado, trayéndolo a fuerza
al presente. Es más, el modo monumental del fascismo hace aparecer el pasado
como si no perteneciera a lo ya sido: en un doble movimiento, el historicismo
propio del monumentalismo fascista reafirma lo pasado como inamovible, para
luego negar que lo pasado ha fenecido haciendo de dicha mirada inamovible un
dato del presente. O mejor, el problema con la monumentalidad al uso fascista es
que, ocultando la cualidad de relato propio de la memoria, calcifica aquel relato
como información del presente. En ese sentido, tal vez resulte evidente —pero
necesario— aludir al origen etimológico de la propia palabra “monumento”, a
saber, aquel término latino monumentum y su filiación con monere: el monumento,
como hito, ha sido dispuesto para recordar y advertir; asimismo, dicho recuerdo se
hace presente, en el presente, mediante la permanencia del hito, mediante la
perennidad de su materialidad. Una que, además, requiere ser monumental en sus
dimensiones, marcando con ello su dignidad y su distinción respecto a lo común
del entorno. El monumento, en ese sentido, no es solamente un recordatorio, sino
que se torna un recuerdo permanente, inamovible e inmodificable; en definitiva, el
monumento se deja advertir en la memoria como una marca de poder en el
espacio, pero peor aún, como una advertencia en el presente, uno que no
abandona ni modifica el relato de un supuesto pasado. Para la lógica monumental,
lo pasado es un dato certificable, pero más todavía, un axioma, un presupuesto
que permite dotar de sentido al presente y constituirlo en plenitud.
6. Fuerza fuerte.
Todo aquello parece poder sintetizarse en las ideas de “fuerza fuerte” y de “débil
fuerza” propuestas por Benjamin en su escrito “Sobre el concepto de Historia”
95
(véase Benjamin, 2009: pp.45-68), texto cuya complejidad y profundidad demanda
un examen mucho más acabado del que aquí se podría realizar. No obstante,
pese a que abordar plenamente un escrito como aquel excede por mucho las
pretensiones de la presente investigación y nos derivaría hacia zonas que no
competen al marco de legibilidad que aquí deseamos exponer, igualmente resulta
del todo necesario indagar en las posibles filiaciones entre las denominadas
“fuerza fuerte” y “débil fuerza” respecto a la Historia y la dupla conceptual que
protagoniza la hipótesis que desplegaremos, a saber, seriedad y juego en la obra
de arte. Y si bien hemos intencionadamente demorado el asedio a dicha pareja
conceptual, todos los antecedentes hasta el momento consignados en los
segmentos de esta primera parte, esperamos, permitirán un ingreso más afable al
punto central de nuestra argumentación. En ese sentido, reiteramos, las ideas de
“fuerza fuerte” y “débil fuerza” requieren, al menos, una delimitada y general
revisión. Para dar curso a tal análisis, nos será de suma utilidad el ensayo
realizada por el ya aquí citado filósofo Pablo Oyarzún, denominado “Cuatro señas
sobre experiencia, historia y facticidad. A manera de introducción”; escrito que, tal
como señala su título, funciona como introducción a la traducción realizada por el
propio Oyarzún para algunos textos benjaminianos fundamentales en relación a la
concepción de la Historia. De dicho ensayo, importantísimas resultan las
siguientes palabras:
“Pero ¿cómo pensar una fuerza que, sin dejar de ser fuerza, es débil?
Precisamente en la indiscernibilidad de debilidad y fuerza, que viene a
darle sentido a esta última, parece estribar el sentido del concepto
benjaminiano.”
97
a cada generación que nos precedió, una débil fuerza mesiánica, sobre
la cual el pasado reclama derecho. No es fácil atender a esta
reclamación. El materialista histórico lo sabe.” (2009: p.48)
Al respecto, habría que enfatizar una idea clave para el ingreso paulatino hacia la
noción de juego que hemos intentado gestar con el presente capítulo, a saber, la
propuesta política benjaminiana si bien inscrita plenamente en las lógicas del
materialismo en su escritura madura, debe sin duda ser pensada primeramente
desde su particular uso de la figura del mesías como registro para lo histórico.
Ahora bien, el análisis de dicho cariz mesiánico nuevamente nos haría correr el
riesgo de alejarnos demasiado del propósito de nuestra propuesta; no obstante,
otra vez, parece del todo indispensable contar con un marco general sobre el
discurso político benjaminiano previo a cualquier ingreso pormenorizado a las
relaciones entre juego, obra de arte y política. Y no deja lugar a dudas que la
matriz mesiánica adquiere un sumo protagonismo en el pensamiento de Benjamin,
no sólo en su madurez, sino tácitamente en gran parte de su trabajo. De esta
manera, decíamos, parece ineludible remitirse al problema del mesianismo, pese a
la deriva que ello pueda significar; no obstante, inmediatamente y con fines
orientadores, algo ya se deja anunciar respecto a su indefectible relación con el
juego y que, evidentemente, deberemos desarrollar con mayor cuidado en
segmentos posteriores de este escrito: aquella débil fuerza mesiánica, como un
modo de relación con lo pasado a contrapelo del progresismo ciego y
conservador, pero también liberado del componente mítico del eterno retorno, deja
entrever ya una “potencia” fuera de toda tradicional productividad. O dicho de otro
modo: en Benjamin el pasado relampaguea en la medida en que se ofrece
redimido al presente con una autonomía “monádica” que, finalmente, encarna
como imagen, o mejor, como “imagen dialéctica”. Dicha mónada se presenta como
representación del presente gracias al relato de lo pasado, es decir, no como un
retorno vívido de éste, sino como un vestigio ruinoso. En rigor, para Benjamin el
pasado no regresa encarnado en el presente de forma fantasmagórica, es decir,
no es una presencia, sino que sencillamente se presencia. Se colegirá que en
98
aquel “juego de palabras” se ha deseado enfatizar el uso del verbo como acción:
para Benjamin observar el pasado es una actividad que construye una imagen
representativa de lo acontecido y del acontecer. De este modo, para Benjamin el
retorno de lo pasado parece falaz, pues solamente seríamos testigos de una
imagen del presente; igualmente, el historicismo como acumulación de “hechos
certificables” dejaría ver el mismo expugnable matiz en su discurso. Por el
contrario, la imagen histórica del materialista dialéctico resuena como una
representación, breve, precisa y humilde, sobre un momento que, en su
peculiaridad, se torna imagen de la generalidad de la Historia. Será ese cariz
monadológico el que luego podremos constatar en la figura del juego. Uno que no
solamente debiese ser considerado como representación de una actividad, o como
alegoría de un proceder en la vida cotidiana, sino especialmente como una
potencia autonómica capaz de desmantelar —desmitificar— el pétreo discurso de
la tradición. Sin embargo, señalábamos recientemente, estas afirmaciones por
ahora sólo tienen el propósito de generar una suerte de cartografía preliminar
sobre asuntos que requieren un tratamiento acabado posteriormente. En cambio,
nos queda inmediatamente por delante la tarea de abordar la relación entre una
“fuerza fuerte” y el así denominado por Benjamin “valor eterno” de la obra de arte
en OdA. Dicha relación esperamos pueda develarse parcialmente si, además,
hacemos ingresar el así denominado “mesianismo benjaminiano” como
componente central de los segmentos sucesivos. Para ello, entonces,
volquémonos nuevamente al examen de ciertas sentencias elaboradas por
Benjamin relativas al problema de la Historia, ilustrativas para estos fines. Y,
particularmente, concentrémonos en la versión dactilografiada del segmento XVIII
de las así llamadas “Tesis sobre el concepto de Historia” —o sencillamente “Sobre
el concepto de Historia”— descubiertas en la Biblioteca de París por Giorgio
Agamben24 e incluidas por Pablo Oyarzún en su excepcional traducción al español
de dicho texto, traducción ya referida por nosotros arriba:
24
La lectura de la obra benjaminiana realizada por el filósofo italiano G. Agamben tendrá una importancia
capital en nuestra propuesta sobre la noción de juego. Dicho protagonismo será completamente desplegado
99
“En la representación de la sociedad sin clases, Marx ha secularizado la
representación del tiempo mesiánico. Y es bueno que haya sido así. La
desgracia empieza cuando la socialdemocracia elevó esta
representación a «ideal». El ideal fue definido en la doctrina
neokantiana como una «tarea infinita». Y esta doctrina fue la filosofía de
la escuela del partido socialdemócrata (…). Una vez definida la
sociedad sin clases como tarea infinita, se transformó el tiempo vacío y
homogéneo, por así decir, en un vestíbulo, en el cual se podía esperar
con más o menos serenidad el arribo de la situación revolucionaria. En
realidad, no hay un instante que no traiga consigo su chance
revolucionaria (…). Para el pensador revolucionario, la chance
revolucionaria peculiar de cada instante histórico resulta de una
situación política dada. Pero no resulta menos para él en virtud del
poder que este instante tiene como clave para abrir un recinto del
pretérito completamente determinado y clausurado hasta entonces. El
ingreso en este recinto coincide estrictamente con la acción política; y
es a través de él que ésta, por aniquiladora que sea, se da a conocer
como mesiánica.” (Benjamin, 2009: p.66 [Nota 39])
en los siguientes capítulos, pues momentáneamente resultaría imposible y apresurado reseñar de forma
clara la importancia de sus argumentos en un aspecto central de nuestra propuesta. Mas pese a lo señalado,
valga adelantar desde ya que recientemente hemos descrito a la operación potencial del juego como una
que “desmantela” o “desmitifica” aspectos pétreos de la tradición. Dicha descripción, todavía por justificar,
se arraiga en la idea de juego como profanación provista por Agamben, tesis que discutiremos con detalle
posteriormente.
100
benjaminia: la presunción de que la figura del mesías, como aquel que “está por
llegar”, supondría para Benjamin una espera permanente, una inacción, en aras
de un porvenir. Muy por el contrario, y tal como lo señala con suma claridad el
fragmento recién citado, el mesías, su figura, como aquel que se presentará en un
futuro —uno que, además, nunca se presenta— es relacionado por Benjamin a la
lectura neokantiana sobre el “ideal”, aquello por cumplir en el progreso de la
humanidad. En ese sentido, resultan ejemplares las palabras de Kant al cierre de
su famoso tratado “Sobre la Paz Perpetua” (1795):
25
Para un panorama más detallado sobre la propuesta histórica y política En Kant, en especial relativas a las
ideas de progreso, decadencia y movimiento temporal en aras de un ideal fin final para la Historia, ejemplar
resulta la compilación de algunos textos kantianos titulada “Ideas para una historia universal en clave
cosmopolita y otros escritos sobre Filosofía de la Historia” (Editorial Tecnos, Madrid. 1994). Por supuesto,
en aras de preservar la integridad de nuestra propuesta y no dilatar todavía más el ingreso al punto central
de esta investigación, omitiremos referirnos de forma más exhaustiva al argumento kantiano sobre el
concepto de Historia y sus eventuales relaciones comparativas con el argumento de Benjamin, a excepción
de aquellos motivos que luego serán de utilidad para revisar la idea de juego en ambos. Igualmente, muy útil
y próximo a nuestros intereses resulta el breve escrito presentado por Florencia Abadi en el marco del “III
Seminario internacional de políticas de la memoria. Recordando a Walter Benjamin. Justicia, Historia y
Verdad. Escrituras de la memoria.” (UBA, Buenos Aires, Argentina. 2010). Dicho escrito, titulado “La
recepción benjaminiana de Kant: una lectura sobre la noción de tarea infinita”, da buena e informada cuenta
de la relación que Benjamin mantuvo en su juventud con la lectura de Kant, pero particularmente de la
crítica que rápidamente elaborará a la idea de “tarea infinita” y su filiación con el progreso de la historia.
(Cfr. < http://conti.derhuman.jus.gov.ar/2010/10/mesa-38/abadi_mesa_38.pdf>)
101
“paz perpetua” de las sociedades —y entre las sociedades— queda definida como
un espacio a una distancia infinita. Su proximidad, arraigada en la presunción de
un acercamiento progresivo cada vez más acelerado, en rigor, no sería la base
que sostendría la necesidad de dicho horizonte; muy por el contrario, sería la
propia búsqueda de la paz perpetua la que dotaría de sustancialidad a dicha idea,
no su arribo. De este modo, se colegirá, será para parte del pensamiento de
inspiración kantiana el intento por acercarse —en cuanto premisa “performática”—
, y no la efectiva cercanía, la que operará como motor de la actividad social y
política. Ello parece traducirse en una espera permanente, sostenida por el axioma
de un progreso que, en consideración de lo antes señalado, además se exhibe
como prácticamente cosmético.
102
anteriores y que retoma cierta prestancia en la idea de mónada, a saber, la
alegoría como representación fragmentaria de un todo general.
103
Por último y como una antesala a dicha discusión, valga determinar un último
asunto respecto a la mirada del historiador materialista y su diferencia basal con el
ideal progresista, neokantiano y/o socialdemócrata. Al respecto, señala Benjamin:
En función del fragmento antes citado, entonces, algo más se puede señalar:
aparentemente una de las diferencias fundamentales entre esa forma de la
Historia en su acepción puramente aditiva, y la así llamada por Benjamin Historia
materialista, se encontraría en una operación particular que permitiría la redención
de lo pasado en el presente, así como la emergencia del futuro como oportunidad
del presente y no como promesa del —permanentemente por llegar— porvenir.
Dicha operación se encontraría anclada a la interrupción del continuum del
pensamiento; aquella interrupción, parafraseando a Benjamin, se traduciría en el
shock al pensamiento enfrentado a las constelaciones saturadas de tensiones, es
decir, en la proliferación de relaciones posibles y sus oscilaciones. Finalmente,
aquel shock al pensamiento lo cristaliza —señala Benjamin— como mónada; es
más, para Benjamin sería aquella interrupción monádica26 el símil de la
26
Cabe mencionar, al menos como una pista por seguir para investigaciones futuras, que parte del
argumento leibniziano se concentra, precisamente, en las características perceptuales de lo monádico,
104
interrupción mesiánica como oportunidad del presente. Ello, se colegirá, indica en
la propuesta benjaminiana un asunto de importancia capital: la redención de lo
pasado y la oportunidad del presente aparecen, finalmente, como una
reelaboración permanente del futuro. Dicha reelaboración presume, por tanto, la
figura mesiánica como potencia de la actualidad, no como horizonte por alcanzar.
Por último, la potencia mesiánica en el presente se muestra con las características
traumáticas del shock, del golpe eléctrico, con la interrupción provista por el
trauma. Si lo consideramos de este modo, no parece extraño entonces que
Benjamin le atribuya al carácter dominante de la “fuerza fuerte” histórica el talante
de continuidad aditiva propia de un poder que pretende dominar. Por el contrario,
señalábamos, la “débil fuerza mesiánica” no suma acontecimientos, sino que los
identifica en aquella representación autárquica y universal del fragmento, de la
mónada como suma de tensiones de una idea constelada. En ese sentido, hemos
además de recordar que Benjamin, en su ensayo sobre la reproductibilidad técnica
de la obra de arte, apareja a la idea de “aura” artística a la de “valor eterno” de la
obra de arte y, por supuesto, a la de “tradición”. Cabe preguntarse entonces ¿será
acaso la intención de Benjamin denunciar en el concepto mismo de “Arte” la
manifestación aditiva de una fuerza fuerte, de una pretensión de dominación del
pasado y de una promesa permanentemente insatisfecha sobre el futuro?
Menester será intentar responder someramente a esa pregunta a continuación,
como segmento final previo al ingreso de lo que aquí nos convoca, es decir, el
modo en como la noción de juego ocuparía un lugar central en la trama de estas
relaciones.
además de sus relaciones con la memoria y la razón (Cfr. Leibniz, 1981: pp.89 y ss.). En ese sentido, al menos
podríamos asegurar —y reiterar— por ahora, que la propuesta de Benjamin constantemente dialoga con
segmentos importantes de la tradición filosófica occidental, incluso sin mencionar de forma explícita tales
relaciones. De tal suerte, la “interrupción monádica”, si al menos seguimos el uso terminológico de
Benjamin, no solamente sería la cristalización de lo mesiánico en su autonomía, sino además se
emparentaría con un tipo de “nudo” cristalizado de la percepción, la memoria y su desplazamiento hacia la
razón.
105
7. Valor eterno de la obra de arte.
106
esencial en ella: su capacidad de ser mejorada.” (Benjamin, 2003:
pp.60-61)
De tal suerte, si bien tendremos que ahondar en la idea de la obra de arte como
permanentemente inacabada27 en el régimen de la reproductibilidad técnica,
cuestión que retomaremos con mayor intensidad gracias a la figura del juego,
ahora corresponde señalar algo tal vez ya evidente pero no por ello menos
importante de mencionar: el así llamado “valor eterno” de la obra de arte,
necesario en sus orígenes, aparece como incompatible o innecesario en la época
de la acelerada reproducción tecnológica. O incluso más, el presupuesto de
eternidad de la obra de arte aparece, en el contexto de la reproducción técnica,
como “conservador”. Aquí el entrecomillado del término, por supuesto,
corresponde a los matices que cuidadosamente deben ser considerados al
momento de pensar en la propuesta benjaminiana, pues no solamente hemos de
pensar dicho carácter conservador como uno retrógrada —tal como es usado en el
habla coloquial, especialmente por el lenguaje cotidiano de izquierdas— moderado
o, en su extremo, reaccionario; más bien, aun cuando algunos aspectos de tales
acepciones parecen adquirir alguna correspondencia con las querellas que
Benjamin mantiene con la socialdemocracia y el nazi-fascismo, hemos deseado
usar el término “conservador” bajo una forma que, manteniendo relación con tales
“imágenes” posibles en su acepción, indique fundamentalmente el propósito
permanente de, literalmente, conservar. En otras palabras: de mantener
27
De algún modo, en Benjamin se deja observar una condición larvariamente instalada en la práctica
artística de las vanguardias de inicios del siglo XX: la obra de arte como un proceso de elaboración y no
necesariamente como un objeto del todo elaborado. Poco a poco, en el discurso del arte se iría enquistando
la premisa de procesos experimentales que, cual motor, animarían la realización de tales imágenes. En ese
sentido, una obra de arte “inacabada” sería, en rigor, el fragmento de un cuerpo de obra que en su totalidad
refiere a un problema o asunto común. Dicho de otro modo, la obra de arte pasaría a ser —para tal
disposición del discurso— una aproximación posible en un cúmulo infinito de potenciales obras por
realizarse. Pero dicha cuestión, de por sí ya problemática en el caso de las “Bellas Artes”, adquiere también
otras dimensiones en el ámbito de la producción masiva de imágenes, donde cada una de ellas parece
quedar disponible a su permanente modificación e intervención, debilitando en parte el estatuto
“aquietado” que todavía puede proyectar una obra de arte en el sentido tradicional.
107
perpetuamente en el presente aquello cuyo origen se remonta a un pasado, en
aras de preservarlo para el futuro.
“El cine es, así, la obra de arte con mayor capacidad de ser mejorada. Y
esta capacidad suya de ser mejorada está en conexión con su renuncia
radical a perseguir un valor eterno. Lo mismo puede verse desde la
contraprueba: para los griegos, cuyo arte estaba dirigido a la producción
de valores eternos, el arte que estaba en lo más alto era el que es
menos susceptible de mejoras, es decir, la plástica, cuyas creaciones
son literalmente de una pieza. En la época de la obra de arte producida
28
por montaje, la decadencia de la plástica es inevitable.” (Benjamin,
2003:p.62)
28
El destacado pertenece al autor.
108
notar que su mirada respecto al Arte pasa fundamentalmente por una técnica de
representación. En ese sentido, el arte, como representación, puesta en escena o
producción estética en su acepción amplia, adquiere en Benjamin una división
sustancial no jerárquica, sino horizontal, a saber, el arte pretendidamente eterno y
el arte de la reproductibilidad. O mejor dicho: el arte petrificado tradicional y el arte
de la perfectibilidad técnica. Dicha división, a su vez, es la consigna que modulará
gran parte del discurso político sobre las potencias del arte, así como de sus
eventuales y muy presentes peligros. Ello, insistimos, en la medida en que
Benjamin alude a lo artístico como un símil de la representación en general, como
un hacer del lenguaje y no como la disciplina profesionalizada de nuestro
presente. Esa advertencia, se comprenderá, nos permitirá tener mejores
rendimientos posteriores al momento de abordar el problema político propuesto
por Benjamin en la representación. Pero también de inmediato genera un punto
sensible que ha de ser remarcado: el arte sustentado por un valor eterno, en la
medida en que se presenta como conservador de un supuesto origen, no podría
sino ser observado por Benjamin como eminentemente regresivo. De ahí la
supuesta e inevitable decadencia atribuida por él a la plástica; menester en ese
sentido remarcar lo siguiente, a saber, la merma, la decadencia, no parece ser
homologada por Benjamin como desaparición total, sino como decaimiento de una
fuerza latente. Por ello, la decadencia del aura, la merma de la plástica, no sería
tanto un vaticinio apuntado hacia el futuro como un diagnóstico del presente: la
tradicional obra de arte ha perdido fuerza, o incluso, ante esa pérdida ha optado
por fortalecerse, por dominar. Pues la perspectiva conservadora, de algún modo,
tiende a “construir” míticamente su poderío, y en esa mitificación lo realiza. ¿Cómo
lo realiza? Desplazando el cumplimiento cabal del mito a un futuro siempre por
llegar; en otras palabras, cumpliría su oferta en el incumplimiento permanente de
la promesa provista, instancia donde radicaría en efecto su fortaleza. En ese
sentido, el único pronóstico posible que se le podría atribuir a Benjamin en su
ensayo sobre la reproductibilidad técnica, es aquel que dice relación con el riesgo
implícito en el uso “conservador” del discurso del arte y su consecuencia
109
inminente, a saber, la denominada “estetización de la política”. Dicha estetización
de la política —idea ya citada aquí con anterioridad, pero que volveremos a
retomar posteriormente— pareciera señalar un vínculo estrecho con la dominación
de la Historia y por la Historia, es decir, pareciera arraigar una relación
fundamental con el mítico retornar del pasado en el presente y la promesa —
siempre incumplida, en tanto tarea infinita por cumplir— de un futuro mejor. El
caso ejemplar y evidente es la figura del tercer Reich, encarnado en el mesiánico
personaje del Führer29. En otras palabras: el retorno de un pasado ideal en el
presente para, a su vez, asegurar un futuro posible. Dicha promesa de cambio
sería cumplida por quien habría venido desde “otro tiempo” a salvar el presente.
Benjamin, decíamos, suspicazmente propone que toda redención sólo le
pertenece al pasado. Ahora bien, hay “algo” en la obra de arte tradicional que se
corresponde plenamente con dicho estatuto conservador de la política, o dicho con
mayor claridad, para Benjamin el comportamiento político del arte aparece como
reflejo inverso —como todo reflejo, pero semejante al fin y al cabo— del
comportamiento artístico de la política. Ello, en la medida en que ambos se
estructurarían fundamentalmente como entidades lingüísticas. De tal suerte, en
aquella relación reflejante, se denota en la tradicional obra de arte operaciones
utilizadas por la política conservadora, cuyo extremo es el fascismo, mas cuyo
polo moderado es la socialdemocracia. Igualmente, Benjamin pareció augurar en
el imaginario del comunismo un peligroso tránsito desde el moderado
conservadurismo hacia el totalitarismo. Aquel diagnóstico, como veremos, es
posible de observar en las permanentes advertencias al partido en escritos claves
29
Valga señalar que la figura del Führer, como término asignado a importantes líderes y caudillos, era de uso
común en Alemania hasta la aparición de A. Hitler. De hecho, en numerosos escritos juveniles, Benjamin
utiliza el término sin reparos para referirse a hombres ejemplares y guías morales o intelectuales,
evidentemente en un momento en donde la palabra todavía no se encontraba mancillada por el nazismo
hitleriano. No obstante, aquel dato aparentemente menor podría, a la larga, resultar llamativo si tenemos
presente que en el imaginario germano en general —y no solamente en el judaico— la importancia del líder,
cual mesías, era fundamental para la discusión política y cultural. Dicha importancia marcaría en gran
medida la formación intelectual de Benjamin y de muchos de sus contemporáneos, cuestión que en cierta
medida permite especular respecto a la ciega fe en Hitler por parte de un número importante de alemanes.
(Para la revisión de algunos de esos textos juveniles véase: Benjamin, 1998).
110
como “El autor como productor” y, por supuesto, en nuestro reiteradamente
aludido ensayo sobre la reproductibilidad técnica.
En aquella dirección, al parecer la noción de juego sería aquella que, por sus
condiciones específicas y contextuales, se comportaría como potencial oposición a
la mistificación aurática y dominante. Es decir, se comportaría opuestamente a la
“seriedad” de la obra de arte y, con ello, se tornaría susceptible de representar
monádicamente la apertura respecto a las petrificadas tradiciones. En otras
palabras, se tornaría una posibilidad para la irrupción de lo pasado y una chance
para el presente. Por ello, en el siguiente capítulo ingresaremos por fin en la
revisión pormenorizada del dúo “juego” y “seriedad” en la obra de arte. Tal ingreso,
sin embargo, requerirá que retomemos varios de los puntos hasta ahora
señalados y que no han sido del todo ahondados. De entre ellos, por ejemplo, la
propia noción de estetización antes aludida, pero también los vínculos tramados
por Benjamin entre Historia, moda, dialéctica, materialismo y un largo etcétera.
Daremos paso al examen de tales ideas de forma metódica, al amparo de los
antecedentes exhibidos hasta el momento.
111
a su disposición, y que están organizadas a
contracorriente de sus posibilidades, a saber, para un
caso serio, de emergencia.
No obstante, si bien la ingeniosa y hábil forma escritural de aquel relato, así como
los distintos argumentos que se exponen en él resultan de por sí sumamente
interesantes, para efectos de la investigación aquí propuesta bastará con
recuperar solamente la tesis final manifestada en su último segmento, una idea
que resumidamente pude ser descrita del siguiente modo: luego de analizar 6
categorías descriptivas, 6 “tendencias” habituales en el modo de hacer de los
artistas, Goethe indicará que
112
“(…) sólo mediante la reunión de las seis cualidades surge el auténtico
artista e igualmente el auténtico aficionado tiene que reunir en sí las
seis tendencias.
Se colegirá ya con esta cita la alusión directa que Benjamin trama con la idea de
“juego” que Goethe ha propuesto, en especial si volvemos al fragmento de “La
obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” citado con anterioridad, a
saber, “Seriedad y juego, rigor y desentendimiento aparecen entrelazados entre sí
en toda obra de arte, aunque en proporciones sumamente cambiantes”. Hasta
aquí, entonces, habría que mencionar también la importante inflexión de
conceptos como “juego” y “seriedad”, pero también la destacada variación
efectuada por el ensayo de Benjamin sobre el rol que cumpliría la idea de arte en
la época de la depreciación aurática; o mejor dicho, en la era de la “segunda
técnica”, aquella cuyo origen debiese buscarse precisamente en “el juego”; al
respecto, permítasenos reiterar la cita en extenso, sólo para enfatizar algo por lo
pronto ya señalado:
30
El destacado es nuestro.
114
particularmente en la noción de “imagen dialéctica”, como dovela de su
pensamiento. Tendremos a lo largo de este capítulo oportunidad de aproximarnos
a tales relaciones, mas por ahora debemos volver sobre la propia idea de “juego” y
su contraparte, la “seriedad”. Al respecto y so riesgo de aludir algo evidente,
probablemente lo primero que ha de señalarse es el modelo que ha construido
Goethe para su axiología del arte: la “seriedad” como acto de gravedad propia de
una formalidad “razonable”, una además que intentaría mediante una ejecución
disciplinada convocar los más elevados goces de la contemplación, a saber, una
vía con la belleza; por el contrario, en el “juego” propio de las representaciones
recreativas, Goethe observa un acto de satisfacción más vinculado a la
sensualidad y el jolgorio, a las satisfacciones inmediatas de la imaginación y a
ciertos aspectos meramente decorativos (Cfr. Goethe, 1999). De esta manera, la
Belleza de la “seriedad” aparece preliminarmente contrapuesta a la Sensualidad
del “juego”; aunque, como el propio Goethe evidencia en la cita recuperada con
anterioridad, la obra de arte —plena, completa— sería aquella que logra congeniar
ambos polos en su realización.
Benjamin parece apropiarse —si se nos permite el uso de aquel término un tanto
enfático— de dicha matriz axiológica al momento de pensar los distintos modelos
de representación. Pero no sólo eso, parece amoldar dicha polaridad a una suerte
de modelo fundante de un posible análisis histórico. En otras palabras, si para
Goethe la “gran” obra de arte era aquella capaz de integrar equilibradamente la
polaridad de “juego” y “seriedad”, para Benjamin, mediante una suerte de análisis
tendencial, es la Historia misma la que exhibiría un movimiento pendular entre el
juego y lo serio de la representación, o mejor, entre el juego y lo serio como forma
de relación con el mundo. Por ello probablemente el “juego” permitiría caracterizar
a la así denominada “segunda técnica”, en tanto esta última deba ser considerada
como un momento de la historia, como su presente. Por ello, indicará Benjamin:
“Sería posible exponer la historia del arte como una disputa entre dos
polaridades dentro de la propia obra de arte, y distinguir la historia de su
desenvolvimiento como una sucesión de desplazamientos del
115
predominio de un polo a otro de la obra de arte. Estos dos polos son su
valor ritual y su valor de exhibición.” (2003: p.52)
Por supuesto, queda por responder en qué sentido el juego permitiría definir a la
“segunda técnica”, o mejor dicho, “el origen de la segunda técnica”. Y luego, si
efectivamente resulta verosímil aparejar la noción de “valor ritual” con la seriedad
de la obra de arte y, consecuentemente, al “valor exhibitivo” con la noción de
juego. Al respecto, probablemente lo primero que ha de señalarse es lo siguiente,
a saber, la “primera técnica” anclada indefectiblemente a una relación ritualista con
la Naturaleza, consagrará por tanto sus imágenes al culto; en dicha relación,
ritualista y cultual, conectaría lo humano a la naturaleza de modo “definitivo”, es
decir, “de una vez por todas”; finalmente, resultaría tan definitiva dicha
aproximación que su encarnación ilustrativa estaría en el sacrificio humano como
acto “representacional” que, no obstante, excede los parámetros de aquello que
modernamente podría considerarse como “mera” representación. Siguiendo dicha
senda, parece consecuente suponer —casi de inmediato— lo siguiente: si el
origen de la segunda técnica radica en el juego, el origen de la primera, por
contraste, residiría en la seriedad. Ahora bien, tal afirmación preliminar parece
además sostenerse en las descripciones que Benjamin ofrece al momento de
desplegar —tal como lo hacíamos recientemente— una ilustración del origen
ritualista y cultual de la primera técnica, a saber, definitiva, para luego
complementar con la imagen de una segunda técnica fundamentada en la
reiteración. Ello en la medida en que dicha ilustración de alguna manera parece
aludir a una extensa tradición alemana que, con sus diferencias, tendió a describir
la “cualidad” de lo artístico asentado en dos pilares fundamentales. Dichas
polaridades, diversas y heterogéneas en cada pensador, parecen al menos
compartir dos características comunes: el arte tendría un aspecto manual,
artesanal o formal y uno que, mediante —en— la forma, expresaría las mayores
intensidades del espíritu humano, de su pensamiento, o bien se tornaría la
expresión más profunda de la naturaleza. Por supuesto, mencionar una sentencia
como la anterior requiere de un examen pormenorizado y, probablemente,
116
demasiado extenso para los fines de esta propuesta. No obstante, al menos
hemos de detallar con mayor cuidado el modo en como dos pensadores muy
presentes en las lecturas benjaminianas se asociaron con dicha latente polaridad
del arte: Kant y el ya citado Goethe. De hecho, a propósito del modo en que
estimábamos al recién mencionado escritor mediante el fragmento arriba citado,
posiblemente no resulte descaminado considerar a aquello autores como
antecedentes inmediatos de la propuesta benjaminiana, si bien, como ya hemos
señalado, probablemente mediados aquellos por la lectura de Simmel.
Por último, importante también puede resultar seguir la pista brindada por Schiller,
un autor que si bien no aparece ensayado por la escritura de Benjamin con el
mismo rigor que otros filósofos como Fichte, Novalis —como, por ejemplo, en sus
estudios sobre la crítica de arte romántica de Alemania— o el antes mencionado
Kant, si ofrece un grado de sintonía con el “tono” de la discusión sobre la
“cualidad” del arte que amerita al menos su mención. En ese sentido y tal como
esperamos ilustrarlo poco a poco en las líneas siguientes, si Benjamin alude al
carácter histórico del tránsito pendular de las nociones de valor exhibitivo y valor
cultual, insistimos, probablemente se deba a que dicho diagnóstico acontece no
solamente sobre la base de una observación histórica del quehacer material del
arte, sino también de una observación sobre los discursos que respecto al propio
arte se tramaron.
Por supuesto, los comentarios de Scholem más que una prueba taxativa sobre los
argumentos de un pensador que fue modulando sus tesis durante el tiempo, se
nos exhiben en cambio sólo como un indicio prístino por seguir. Ello, en cuanto la
propia revisión de algunos asuntos en Benjamin —esperamos— permitan
confirmar sino una intencionada escisión con algunos de los elementos centrales
de Schiller, sí al menos diferencias en sus matices; diferencias que lo aproximan
finalmente más hacia la zona de inspiración goetheana que animó sus lecturas y
comentarios juveniles. De hecho, si intentáramos preliminarmente establecer una
suerte de genealogía de las ideas de W. Benjamin relativas al “juego en el arte” —
y tal vez no sólo en dicho aspecto particular— otra vez Kant se ofrece como un
118
“origen” en la discusión, esta vez encarnada en las figuras de Goethe y Schiller, o
al menos en sus respectivas diferencias y similitudes con el mentado Kant.
Ahora bien, para dar curso al examen de tales influencias y cuya finalidad sería la
de establecer someramente un marco de legibilidad referencial a la noción de
“juego” en Benjamin, útil resultaría primero dar cuenta de las vinculaciones
generales del pensamiento de Benjamin con el del poeta Goethe, más allá de lo
primeramente señalado en este segmento. Luego, abordaremos desde dicha
matriz las posibles diferencias con Kant y Schiller, pero también las similitudes
tácitas. De esta manera, por tanto, lo primero que debiésemos indicar a modo de
hipótesis inmediatamente subordinada a nuestra tesis central, es que la ya
revisada “modulación” pendular y oscilante de lo que Benjamin llamaría como
“dialéctica en reposo” en, por ejemplo, los fragmentos del denominado “Libro de
los pasajaes” —o dialéctica en “suspenso”, señalaría en cambio Oyarzún en su
escrito aquí ya citado— parece encontrarse férreamente inspirada en la idea de
unidad sintética provista por Goethe; una además también en parte formulada por
Schiller, pero que no obstante en Goethe aparece con un importante matiz
diferenciado. De tal suerte, la anteriormente comentada idea de “dialéctica” en
Benjamin —una que emparentándose con la fórmula dialéctica hegeliana,
marxiana y la dialéctica negativa adorniana, difiere también profundamente de
ellas— y particularmente la noción de “imagen dialéctica” parece provenir, sino
directamente de Goethe, al menos sí resuena con un eco goethiano. De esta
manera, la dialéctica benjaminiana se encontraría estrechamente emparentada
con la síntesis goethiana, y en ese sentido, el “juego” como polaridad opuesta a la
“seriedad” debiese ser comprendido desde dicha cifra sintética.
De esta manera, por ejemplo, en “Parque central” de Walter Benjamin, una breve
frase con tintes de aforismo indica que: “La imagen dialéctica es esa forma del
objeto histórico que satisface las goethianas exigencias de uno sintético.” (2008: p.
285). Por supuesto, largo y tendido se ha escrito sobre las extensiones de la
noción denominada “imagen dialéctica” en la escritura benjaminiana, incluso algo
se ha dicho ya aquí sobre la filiación de este autor con Goethe; no obstante, la
119
idea de imagen dialéctica sigue ofreciéndose como una figura críptica, difícil de
asir, en la medida en que sus innumerables porosidades entrañan múltiples
posibles accesos a su —llamémoslo por ahora— “significado total”. Pero tal vez, la
seña fundamental para generar una forma relativamente legible para la idea de
“imagen dialéctica” se encuentre en lo expresado por el propio autor: dar con esa
forma del objeto histórico que satisfaga la exigencia de “uno sintético”. Aquello —
evidentemente— en principio no aclara demasiado, sin embargo, el propósito de
las siguientes líneas es intentar definir la idea de “uno sintético” goethiana, o al
menos la lectura que Benjamin elabora sobre dicha noción, para luego dar cuerpo
desde aquella perspectiva a una eventual definición de “imagen dialéctica”. Al
respecto, finalmente, conveniente parece retornar a los conceptos de “seriedad” y
“juego” en Goethe y el modo en como son replicados en la propuesta
benjaminiana, en la medida en que probablemente tales conceptos resulten de
utilidad para ilustrar el talante particular de la llamada imagen dialéctica para la
teoría crítico-estética de Walter Benjamin y, viceversa, permitan darle mayor
legibilidad a la noción de “juego” usada por Benjamin en OdA.
120
entre una y otra son lo suficientemente cercanas como para que podamos dudar
de una mera coincidencia. Finalmente e intentando resolver la contradicción antes
descrita, ni Goethe ni Simmel logran brindarnos un acceso pleno al espesor
abierto y complejo de la idea de imagen dialéctica en Benjamin. Por tanto, dicho
rastreo bibliográfico tiene por único fin ofrecer luces sobre una cara de aquella
noción y no una determinación absoluta y, decíamos, seguramente también
innecesaria para los propósitos de este estudio.
Por tanto, en adelante las palabras aquí expresadas tomarán el siguiente rumbo:
primero, una breve revisión sobre algunas declaraciones de Benjamin relativas a
Goethe; luego, una mirada panorámica a los argumentos ofrecidos por Simmel
sobre Goethe. En ambos casos, además, no podremos eludir ciertas
comparaciones con I. Kant, en la medida en que tanto Simmel como el propio
Benjamin utilizan tales comparaciones en sus lecturas sobre la escritura
goethiana. Tal recorrido, entonces, debiese ofrecernos algo de claridad sobre la
idea de “uno sintético” en Goethe. En último lugar, debiésemos hacer comparecer
la idea de “uno sintético” con la noción de “imagen dialéctica”, pero mediante la
pareja consorte de “juego” y “seriedad”, esta vez recuperando tanto al propio
Goethe como a Benjamin.
122
romanticismo alemán”, para Benjamin la crítica sería ese momento del médium del
arte en donde sujeto y objeto se funden en el acto de la reflexión (Cfr. Benjamin,
1995: p. 117); y segundo, para Benjamin la noción de “contenido” no debiese
considerarse como un polo en oposición a la idea de “forma”, tal como lo indicaría
en el ya señalado escrito “El autor como productor” (1934), a saber,
Pero incluso planteado de modo más evidente en “Armarios” (1932) —una breve
crónica sobre un recuerdo de la niñez incluido en el compendio “Infancia en Berlín
hacia 1900”— Benjamin recordará que, jugando a estirar sus brazos dentro un
mueble para alcanzar sus calcetines de lana, aquellos guardados de tal modo
tradicional en que la pareja de calcetas se vuelcan una dentro de la otra formando
una “bola de tela”, disfrutaba él infinitamente del acto de desenrollar tales bolsas
cada vez que las cogía con sus manos. De tal suerte, el máximo goce de su juego
consistiría en disponerse a
124
sus diferencias con ésta, como suele ocurrir en su escritura, igualmente ilustrativo
resulta el vínculo propuesto por aquel en su “Teoría estética” (1961 – 1969):
127
premisa imprescindible de la obra kantiana, por una parte, y de la
creación goetheana, por la otra. Porque precisamente por la época en
que la obra kantiana estuvo terminada y trazado el itinerario por el
desolado bosque de lo real, comenzó la búsqueda goethiana de las
32
simientes del crecimiento eterno.” (Benjamin, 2000: p.15)
32
El destacado es nuestro.
128
distinciones propuestas por la lectura de Benjamin respecto a tales autores. En
ese sentido, hemos mencionado también la probable importancia de G. Simmel en
dicha aproximación benjaminiana sobre el pensamiento alemán. Ahora bien,
puesto que el fin del presente segmento es realizar un recorrido ilustrativo sobre el
posible sentido de la idea de “síntesis” como elemento primordial de la llamada
“imagen dialéctica”, el análisis comparativo efectuado por Simmel sobre las figuras
de Kant y Goethe podría ayudarnos a conformar de modo menos sinuoso tal
sendero.
De esta manera, por ejemplo, es posible notar en los comentarios de Simmel una
diferencia sustancial entre Kant y Goethe: el primero, adscrito a un modelo
sistemático, configura las posibilidades metódicas de análisis del conocimiento
subjetivo; el segundo, en cambio, resistiéndose a las formas propias de la filosofía
y de la ciencia habituales, elude la sistematización y al método en aras de hacer
aparecer la intensidad particular de la experiencia del sujeto en el lenguaje. En
resumen, para Simmel el primero es un científico cuyo motivo es la filosofía del
sujeto; el segundo, un artista cuyo motivo es la filosofía de la experiencia del arte.
O incluso más: Kant sería aquel filósofo que incorporaría la metafísica solamente
como culminación del trazado trascendental, es decir, la metafísica como un
momento que excede las posibilidades finitas del pensamiento subjetivo, pese a
que en parte las sostiene; en cambio “(…) Goethe no tiene metafísica, antes bien
es metafísico (…)” (Simmel, 2007: p.25).
130
Y luego agregará Simmel: “Goethe enfoca la antinomia de sujeto y objeto, y funda
la relación cognitiva entre ellos, en una identidad de esencia entre ambos (…)”,
puesto que en el mencionado poeta alemán se…
33
El destacado es nuestro.
131
la constitución de un programa estético, o mejor dicho, artístico. Es decir, si para
Kant el modelo analítico —el de la disección, de la separación—
consecuentemente genera una apreciación de la actividad del sujeto
supuestamente escindida del noúmeno, ello se debería a la consecución lógica del
sistema kantiano, uno que apela a —valgan las redundancias— conocer las
formas del conocimiento y de pensar al pensamiento. En cambio, decíamos,
Goethe apelaría a la unidad de formas esenciales, o mejor, a la correspondencia
formal de la(s) esencia(s): tal semejanza es una que se presupone no en aras de
un modelo de conocimiento sobre el propio pensar, sino en una actividad del
pensar que se instaura o “demuestra” en el propio quehacer artístico. Así, bastaría
con ser testigo de la actividad del arte para observar la prueba de aquello, a saber,
que las formas no serían la mera expresión de la verdad contenida en ellas, sino
su manifestación como tal; igualmente, el hombre mismo —en su actividad
artística— daría cuenta en su creación de su correspondencia con el mundo, con
la Naturaleza.
132
4. Goethe y el modelo de la síntesis.
34
Nuevamente, el destacado es nuestro. Igualmente, a propósito de dicha frase, valga mencionar la
importancia que adquirirá el presente como modelo de la Historia para Benjamin. Más adelante volveremos
a revisar tales asuntos a propósito de su significación instalada en la idea de juego.
134
“entrenamiento” sensorial como contraparte del énfasis reflexivo y autoconsciente
pretendido por los sistemas tradicionales de la filosofía. De esta manera y
nuevamente de la carpeta de anotaciones “O” de su proyecto de los pasajes,
emerge una declaración ejemplar respecto a la posición adoptada por Benjamin:
“La concreción extingue el pensamiento, la abstracción lo inflama. Todo proceder
antitético es abstracto, toda síntesis es concreta. (La síntesis extingue el
pensamiento).” <O, 72> (2013: p. 856). Ahora bien, dicha sentencia nuevamente
recae sobre la premisa de la síntesis, en esta ocasión adoptando la “fórmula
fichtiana” de la así llamada “triada dialéctica”, a saber, tesis, antítesis y síntesis.
Una “fórmula” para trazar el movimiento del conocimiento que generalmente —y
de forma errónea— se le suele atribuir a Hegel. En ese sentido, tal recuperación
del pensamiento de Fichte no debiese considerarse como abrupta o sorpresiva:
valga recordar que el propio Benjamin dedicó gran parte de su estudio sobre la
crítica de arte romántica alemana a la figura del mentado filósofo, por tanto, no
sería extraño que su “particular” uso del término “dialéctica” se encuentre
fuertemente arraigado en aquella específica triada conceptual. Al respecto, valga
la descripción realizada por Fichte en “Fundamento de toda doctrina de la ciencia”
(1794):
“La acción por la cual se busca en las cosas comparadas la nota en que
son opuestas, se llama procedimiento antitético; ordinariamente se le
llama analítico. Pero esta última expresión es menos cómoda; porque,
por una parte, deja suponer que sería posible en cierto modo desarrollar
algo a partir de un concepto, sin haberlo introducido en principio por una
síntesis; por otra parte, la primera expresión indica más claramente que
este método es el contrario del método sintético. A saber, el método
sintético consiste en buscar en los opuestos la nota en la que son
idénticos. Respecto de la pura forma lógica, que hace abstracción
completa tanto de todo contenido del conocimiento como de la manera
en que este contenido puede obtenerse, los juicios producidos según el
primer método son antitéticos o negativos, y los producidos según el
segundo son sintéticos o afirmativos.” (2005: pp.61 – 62).
135
De esta manera, se deducirá ya, para Fichte el modelo del conocimiento se
establecería a través del permanente movimiento entre antítesis y síntesis, las
cuales vuelven —como en una suerte de movimiento circular— sobre la tesis a
modo de momento inicial del despliegue de dicho movimiento. Así, la tesis original
se vería modificada gracias a, primero, la oposición, y luego la reunión de
elementos, lo que permitiría la constitución de un nuevo saber. Evidentemente,
esta es una manera gruesa e inexacta de caracterizar —sino incluso
caricaturizar— a la propuesta fichtiana, sin embargo, esperamos al menos permita
concebir una imagen panorámica del “modelo” dialéctico elaborado en los escritos
del mentado filósofo.
Al respecto, hemos señalado que el cariz orientador de la síntesis, provisto por los
estudios morfológicos goethianos, pareciera encarnar en la figura de una “imagen
137
rápida y pequeña”, una imagen del “ahora”. Dicha imagen del “ahora”, distinta a
una proyección del futuro, se establecería por tanto en la imagen dialéctica como
detención del pensar, pero también cual “gesto surrealista” al examen de los
sueños. Pues bien, dicho uso terminológico benjaminiano parece apuntar hacia un
tipo de examen histórico que de alguna manera intenta replicar la búsqueda por un
origen de carácter morfológico, es decir, de un origen en el presente. De esta
manera, el examen del pasado ya no sería una búsqueda por restituirlo —o
reconstruirlo— sino una manera de leer los síntomas del presente. Tampoco
habría por tanto actualización o elaboración de una idea semejante al “eterno
retorno”, sino concreción material de los asuntos examinados. O mejor dicho, tal
como señala el propio Benjamin:
138
lo que ha sido, ni la perpetuidad de lo acontecido, sino “reaparición” de lo pasado
como arruinado. Ahora bien, algo ya se ha señalado sobre las particulares —y
complejas— características del proyecto histórico de Benjamin; señales que, por
supuesto, sólo han sido exhibidas como una aproximación preliminar y somera.
Pero pese a la levedad de dicho examen, esperamos haber conseguido consignar
un elemento importante para la trama de sentido que pareciera sostener la idea de
juego y seriedad en Benjamin, a saber, la importancia del presente en la mirada
materialista de la historia. Dicho presente, como condensación y síntesis del
aparecer del pasado, parece también replicar en la figura del “materialismo
histórico” la posibilidad de reunión de polaridades aparentemente distintas, pero
formalmente próximas. En definitiva, probablemente pueda sugerirse que si la
consolidación del movimiento dialéctico se encuentra, finalmente, en la síntesis
ulterior, dicha reunión de semejanzas entre aparentes oposiciones permitiría,
efectivamente, la observación de lo ya sido en aquello que hoy “es”. La
complejidad de dicha sentencia, se colegirá ya, se redobla al momento de retomar
una idea ya señalada anteriormente, a saber, Benjamin propone en OdA que su
actualidad está caracterizada por “el juego”. ¿Será posible, por tanto según
Benjamin, observar en el juego de la actualidad las condiciones de un pasado
fenecido? Y ¿acaso el juego como actualidad da cuenta de su similitud con su
consorte y contraparte, la seriedad de un pasado, tal vez, mítico?
139
imagen que se presenta fugaz, en principio, parece oponerse a la petrificación del
pasado como verdad axiomática. Tal vez por eso, según Benjamin,
Nos hemos topado, como se colegirá, con otra figura aparentemente binaria en el
pensamiento benjaminiano, a saber, continuidad y discontinuidad de la historia. O
incluso, continuidad e interrupción. Ahora bien, tal como hemos señalado en más
de alguna oportunidad, todo parece apuntar a que esta pareja polar y de forma
similar a anteriores revisadas, perpetúa sus diferencias y sus contrastes sólo en la
medida en que también —y al unísono— anuncia sus similitudes. Por ello ya
hemos usado el término “consortes” como un modo figurado de dar cuenta de
aquella relación emparentada pero no totalmente homóloga; dicho término
metafórico, por supuesto, podría replicarse perfectamente en esta ocasión. En ese
sentido, esa aparente polaridad quedaría enmarcada al instante que Benjamin
parece atribuirle a la figura de la discontinuidad, de la interrupción, del shock y la
destrucción, un potencial altamente revolucionario. No obstante, y pese a la aporía
que parece constituir, Benjamin alude a que en la discontinuidad radica el germen
de la “verdadera” tradición. En otras palabras, que en la interrupción se alojaría el
germen de la real continuidad, una que “emergería” no como reelaboración de lo
continuo, sino como continuidad de las interrupciones:
140
la afirmación de que la conciencia de discontinuidad histórica es lo
propio de las clases revolucionarias en el instante de su acción.
(…)Mientras la representación del continuum lo iguala todo al suelo
terrestre, la representación del discontinuum [SIC] es basamento de
genuina tradición. Hay que evidenciar la conexión del sentimiento del
nuevo comienzo con la tradición.” (2009: p. 91).
Ahora bien, todo tiende a indicar que Benjamin ha visto en la propuesta de Goethe
un marcado componente “unificador”, sino gracias a Simmel al menos de forma
bastante similar a él. Dicho componente “unificador”, como lo hemos llamado
ahora, operaría entonces como un modelo del pensamiento que tendería a
rastrear el origen común de las manifestaciones aparentemente disímiles, pero
anudando la figura de tal origen con hebras compartidas entre el pasado “original”
y el presente. En otras palabras, lo señalado hasta aquí parece apuntar que
aquello por Benjamin en parte rescatado del trabajo morfológico goethiano es que
el origen de los entes, remontándose al pasado, sólo se manifiesta en y para el
presente. Dicha continuidad, señalábamos, marcaría también la aparentemente
paradójica “fórmula” del materialismo histórico benjaminiano, a saber, una
continuidad basada en las sucesivas interrupciones. Pues entonces, en parte la
llamada “imagen dialéctica”, rápida y relampagueante, pareciera satisfacer la idea
sintética de Goethe en la medida en que se ofrece como una suerte de fulminante
semejanza entre asuntos del pasado que destellan en el presente —y viceversa—.
En otras palabras, que mediante la reunión de elementos aparentemente disímiles
consigue interrumpir el decurso historicista tramado por la “falsa” tradición y, en
cambio, dotar con aquella interrupción la posibilidad de una “verdadera”
continuidad, a saber, el aparecer de una verdadera tradición, siempre cambiante,
siempre discontinua.
143
6. El juego estético de Schiller.
35
Por supuesto, el entrecomillado desea enfatizar que denominar tales estudios como mera continuidad es
cuestionable, en la medida en que Schiller tomaría una senda distinta a la de Kant.
144
deber averiguar en qué sentido —y tal como insinúa en la declaración a su amigo
Scholem en una misiva arriba referida— Benjamin parece optar por Goethe en
desmedro de las ideas de Schiller. Aquello adquiere mayor resonancia, por
supuesto, al momento de considerar la importancia que Schiller le atribuyó a la
idea de “juego” [Spiel] en su proyecto estético-político y cómo dicha idea de juego,
finalmente, se relaciona con la que Benjamin ha utilizado en su propio examen
sobre la política y la estética.
En ese sentido, valga otra vez las menciones a Goethe y Benjamin: dicho de esa
manera, aparentemente el proyecto de Schiller no parece tan distante del de
Benjamin. No obstante, desarrollaremos pormenorizadamente a continuación
algunas ideas que, esperamos, demuestren las importantes diferencias entre uno
y otro; diferencia que, insinuábamos, se encontraría marcada por la profunda
creencia de Schiller en el aspecto progresivo de la libertad humana. Pero además
36
A propósito del uso del término Spiel y su semejanza con ciertos aspectos del uso de la palabra juego en
español.
146
dicha diferencia tal vez pueda ser aunada en la siguiente aclaración: Schiller reúne
asuntos dicotómicos en un momento teorético como el “juego”, sin embargo, dicho
momento sólo permitiría confirmar la diferencia concreta de tales polaridades.
Llegaremos a ello poco a poco, pero menester es iniciar la revisión con la idea de
juego schilleriana tan mencionada mas poco definida por nosotros hasta el
momento. En ese sentido, ilustrativas pueden resultar las siguientes palabras del
recién mencionado filósofo:
“Que [el artista] se libere, tanto del fútil ajetreo mundano, que de buen
grado imprimiría su huella en el fugaz instante, como de la impaciencia
del exaltado, que pretende aplicar la medida del absoluto a la pobre
creación temporal; que deje para el entendimiento, que aquí se halla en
su medio, la esfera de lo real; y que aspire a engendrar el ideal uniendo
lo posible con lo necesario. Que lo imprima en la ilusión y en la verdad,
en los juegos de su imaginación y en la seriedad de sus hechos, que lo
acuñe en todas las formas sensibles y espirituales, y que lo arroje en
silencio al tiempo infinito.” (Schiller, 1990: pp. 175-177)
Ahora bien, a dicho consejo schilleriano hacia el artista que debe protegerse “(…)
de las corrupciones de su tiempo, que le rodean por todas partes.” (Op. Cit., p.
177), seguirá una respuesta dedicada “Al joven amante de la verdad y de la
belleza que me preguntara cómo satisfacer el noble impulso de su corazón, aun
teniendo en contra todas las tendencias de su siglo (…)” (Ídem):
“Vive con tu siglo, pero no seas obra suya; da a tus coetáneos aquello
que necesitan, pero no lo que aplauden. (…) La seriedad de tus
principios hará que te rehúyan, y sin embargo podrán soportarlos bajo la
apariencia del juego; su gusto es más puro que su corazón, y es aquí
donde has de atrapar al temeroso fugitivo.” (Schiller, 1990: p. 179).
Tales palabras, se comprenderá ya, si bien no definen con exactitud el uso que
Schiller le atribuirá a ideas como “juego” y “seriedad”, si al menos comienzan a
esbozar el particular carácter de tales términos; un carácter vinculado a dos
aspectos “connaturales” al sujeto y que, tal como señalábamos con anterioridad,
147
se muestran con carices opuestos. De esta manera, es posible observar en tales
declaraciones un organigrama preliminar que sitúa al juego en la vereda de la
imaginación, la apariencia y la sensibilidad; mientras que la seriedad aparece en
principio aparejada a lo fáctico y luego, como veremos más adelante, a lo eterno y
racional. Ahora bien, señalábamos con anterioridad que tal división dada a las
ideas de juego y seriedad no pareciera discrepar sustantivamente de lo señalado
por Goethe y, en ese sentido, podría resultar extraña la distancia que Benjamin
pretende sostener con Schiller. Pero si bien Goethe y Schiller suscribieron a la
idea del juego como un asunto propio de la imaginación liberada y del goce,
probablemente la mayor diferencia radicaría precisamente en la idea de “libertad”
sostenida por Schiller; una, dicho sea de paso, no presente en Goethe, o al menos
no con aquella forma conceptual: en Schiller, la idea de libertad ha sido tomada
prestada directamente de la propuesta kantiana, una que —señalábamos— puede
ser resumida como la libertad subjetiva de someterse a la norma. Dicha forma de
definir la libertad, muy propia y consecuente con el proyecto moral —y político—
de Kant, además resulta del todo consecuente con la “idea general” que
tradicionalmente se ha tenido sobre el acto de jugar, a saber, el sometimiento
voluntario a una serie de reglas a cambio del placer que suscita dicha actividad;
una que, además, existe sólo gracias a tales reglas y su cumplimiento relativo. De
esta manera, por ejemplo, bastará con recordar lo señalado por autores tales
como Huizinga o Caillois para dar cuenta del carácter de la idea habitual de juego.
Es más, indicábamos ya como el propio Kant, en un escrito como “Pedagogía”,
aludiría a dicha dualidad: el juego es libre porque el jugador se somete a la norma
por voluntad propia y goce, cuestión que lo diferenciaría en su raíz del trabajo.
Schiller, de una forma similar, lo expresa del siguiente modo refiriéndose no
obstante a los animales y las plantas:
148
ejemplos de esa abundancia de fuerzas y de un relajamiento de la
determinación natural que, en el sentido material aludido, bien podría
denominarse juego.” (1990: p. 363)
Pero finalmente será dicha relación del juego con la idea kantiana de libertad, o el
uso particular que Schiller comienza a brindarle a la figura del “juego libre de las
facultades” del sujeto lo que, insistimos, parece determinar una diferencia
irrenunciable entre Schiller y Goethe y, por tanto, entre Schiller y Benjamin. Ahora
bien, antes de continuar con tales comparaciones, menester resulta acabar al
menos con algunas primeras indicaciones sobre la figura del juego schilleriana;
unas que nos permitan generar posteriormente contrastes más rigurosos entre
estos autores. Para ello, útiles pueden resultar las siguientes palabras del ya
mencionado Schiller, citadas aquí en extenso:
149
los otros dos actúan conjuntamente en él, se opondría a cada uno de
ellos, tomados por separado, y podría ser considerado con razón un
nuevo impulso. El impulso sensible exige que haya variación, que el
tiempo tenga un contenido; el impulso formal pretende la supresión del
tiempo, que no exista ninguna variación. Así pues, aquel impulso en el
que ambos obran conjuntamente (permítaseme llamarlo de momento
impulso de juego, hasta que haya justificado esta denominación), el
impulso de juego se encaminaría a suprimir el tiempo en el tiempo, a
conciliar el devenir con el ser absoluto, la variación con la identidad.”
(Schiller, 1990: pp. 223-225).
Ahora bien, nos hemos permitido citar de forma tan extendida el anterior
fragmento por una razón que con seguridad ya se advierte, a saber, en dichas
palabras no sólo se anuncia de forma más precisa la idea de “juego” —o en este
caso, de “impulso de juego”— por parte de Schiller, sino que además el tono de
sus declaraciones permite también entrever el propósito particular de su
propuesta. De esta manera, aquel fragmento ilustra de buen modo tanto el
“organigrama” que Schiller ha formulado para la actividad subjetiva, el lugar
específico que el juego ocupa en dicho esquema y, finalmente, la importancia que
el juego —en aquella posición— tendría para conseguir el progreso de lo humano,
horizonte final de su llamado. De tal suerte, y en resumen, tales palabras ya
ilustran dos momentos distintos —si bien, no del todo escindidos— de lo humano:
la razón y la sensibilidad. O en otras palabras, la capacidad de sentir al mundo —
tanto con los sentidos como con los sentimientos— y la capacidad de organizar
dicho mundo haciendo comparecer al caos de los estímulos en categorías e ideas.
De esta manera, y puesto que si bien ambos momentos de lo humano son
completamente diferenciables —si es que no opuestos—, pero a la vez
absolutamente complementarios, surge de la propuesta de Schiller un tercer
momento articulador: el juego. Así, el juego —el impulso de juego— permitiría la
reunión de lo puramente sensible y de lo meramente razonable en una conjunción
que, a la vez, separaría y anularía tales diferencias. Por supuesto, aquello en
principio resulta paradójico, pero Schiller dedicará un buen tramo de sus cartas a
150
intentar explicar cómo sería posible atribuirle al impulso de juego la capacidad de
diferenciar y a la vez anular las diferencias entre lo razonable y lo sensible.
Deberemos luego dedicarnos también a revisar someramente dicha explicación,
pero por ahora al menos estamos en condiciones de adelantar lo siguiente: el
impulso de juego, siendo un “momento” de la actividad de lo humano, permite en
tanto momento teorético primero la conjunción, “por un instante”, de la sensibilidad
y la razón, sólo luego para remarcar en efecto sus diferencias. Daremos paso a
continuación al examen de dicho asunto a propósito de las dualidades
schillerianas, expresadas no solamente en las figuras de la razón y la sensibilidad
sino que, además, y derivadas de aquellas, también nociones tales como forma y
contenido, así como juego y seriedad.
Ahora bien, si bien tanto Goethe como Schiller parecen compartir un esquema
tentativo de reunión de los opuestos, aquello que probablemente determinaría una
menor inclinación a las formulaciones schillerianas por parte de Benjamin
radicaría, tal como ya hemos insinuado, en la matriz eminentemente “progresiva”
del proyecto moral schilleriano y en el presupuesto explícitamente polarizado de
su esquema de pensamiento. Uno que determinaría, por ejemplo, una diferencia
sustantiva y radical entre la forma y el contenido. Para ilustrar aquellas diferencias
nos veremos en la necesidad de citar nuevamente en extenso algunos fragmentos
de los escritos schillerianos. El primero de ellos, en efecto, ya anuncia de buena
manera la diferencia de raíz que, al menos esquemáticamente, se ha de
establecer entre forma y contenido:
153
Ello finalmente le permitiría a Schiller argumentar la figura de la “supresión en la
asimilación” [aufheben], es decir, de una relación entre el entendimiento y la moral
que se manifestaría en el estético impulso de juego, uno que conseguiría reunir
momentáneamente —asimilando y por tanto suprimiendo— las distinciones entre
la mencionada moral y el también mentado entendimiento. Por tanto, tal como ya
se insinúa en el fragmento antes citado, dicha reunión/supresión/asimilación
momentánea de opuestos complementarios, se vería también expresada en la
supresión momentánea de la forma —como “forma de la forma”— en tanto distinta
al contenido. Ahora bien, dicha distinción entre forma y contenido, así como su
eventual reunión ha de ser observada en Schiller desde distintas perspectivas,
pues ambas nociones si bien poseen un sentido delimitado por el filósofo, operan
conceptualmente de modo específico dependiendo del contexto del caso
analizado por él. Dicho de otra manera: forma y contenido, para Schiller, poseen
una definición exacta pero un comportamiento diverso. Por ello resultará de
utilidad volver sobre otros fragmentos del mentado autor para dotar de mayor valía
a las someras descripciones que de tales ideas hasta el momento hemos
realizado.
Uno de aquellos fragmentos, ilustrativo sin duda para estos fines, además
mantiene relación con nociones tales como “idea” y “realidad”, cuestiones que de
alguna manera también permitirán luego una exégesis más acabada del parecer
benjaminiano frente al problema de la imagen y su potencial político: “Tenemos
entonces que en una obra de arte la materia (la naturaleza de lo que imita) debe
perderse en la forma (de lo imitado), el cuerpo en la idea, la realidad en la
apariencia.” (Schiller, 1990: p. 95). Y luego agregará:
155
Al respecto, tal vez la fórmula antes expuesta resulte un tanto intrincada por el uso
—intencionado, por cierto— de los términos; sin embargo, en rigor el esquema de
Schiller resulta bastante legible si concebimos dicha polaridad entre forma y
contenido como una replicada en cada entidad y que, a la vez, se manifiesta con
dicha dualidad en cada experiencia sobre tales entidades. Así, más que tramar
una suerte de filosofía esencialista —puesto que la naturaleza quedaría, de algún
modo, subordinada a la idea, a su aparecer—, Schiller continúa la senda de un
idealismo kantiano, ahora en cambio, tendiente a la objetivación de la experiencia.
Ello en la medida en que pretendería, por fin, dar cuenta que sería posible
establecer las condiciones de posibilidad y suficiencia para determinar, con
relativa exactitud, que en esa sumatoria de comportamientos diversificados de la
dualidad ideal y natural, lo que determinaría el modo de recepción sería
efectivamente la apariencia —la idea— conformada de la materia connatural; con
ello, la propia forma objetiva delimitaría la recepción subjetiva de lo
experimentado. Ahora bien, no debemos tampoco olvidar que el argumento
fundamental para esta suerte de idealismo objetivo post-kantiano por parte de
Schiller abogará por cierto, en una línea similar al ya mencionado Kant, hacia el
establecimiento de una propuesta de carácter moral —aunque en una senda un
tanto distinta—. Dicha moral, evidentemente, se aproxima hacia la ya mencionada
idea de un progreso de lo humano y su libertad. Será de hecho en ese sentido que
para Schiller la obra de arte —como “forma de la forma de libertad”— debe,
además, expresar su plena autonomía respecto a utilitarismos morales o
determinaciones externas a su propio hacer. Pero también:
“Los griegos no nos avergüenzan tan sólo por una sencillez que es
ajena a nuestro tiempo; son a la vez nuestros rivales, incluso nuestro
modelo, en aquellas mismas cualidades que sirven de consuelo ante
la desnaturalización de nuestras costumbres. Vemos a los griegos
plenos tanto de forma como de contenido, a la vez filósofos y artistas,
delicados y enérgicos, reuniendo en una magnífica humanidad la
juventud de la fantasía con la madurez de la razón.
157
En aquel entonces, en la maravillosa aurora de las fuerzas
espirituales, la sensibilidad y el espíritu no poseían aún campos de
acción estrictamente diferenciados, porque ninguna discrepancia los
había incitado a separarse hostilmente y a delimitar sus respectivos
territorios. (…) Por muy alta que se elevara la razón, siempre llevaba
consigo amorosamente a la materia, y por muy sutiles y penetrantes
que fueran sus análisis, nunca llegaba a mutilarla.” (1990: pp. 143 -
145).
Pues, tal como se exhiben en el fragmento recién citado, Schiller apelaría a una
suerte de momento originario de la unidad, encarnado en el pasado griego 37.
Luego, señalábamos, los instrumentos de la razón habrían subordinado a los
elementos naturales de la materia, con ello sacrificando un aspecto importantísimo
para lo humano, pero a la vez permitiéndole un progreso sólo conseguible
mediante dicha razón analítica. Ahora bien, con probabilidad ya en tal formulación
se anuncie un paralelo posible con algunas ideas benjaminianas por nosotros
mencionadas, a saber, la dualidad aura/técnica, o bien seriedad/juego que, como
“herramientas” en épocas distintas han marcado el sino de lo humano. De esta
manera, por ejemplo en Benjamin rápidamente podríamos observar un modo de
referirse a un pasado ritualista y mágico, configurado sobre la base del
distanciamiento y de la eternidad, mientras que su contemporaneidad técnica
estaría marcada por la firma de la repetición, la ciencia y la proximidad. No
37
Por supuesto, Goethe también compartía —tal como su amigo Schiller y el resto de sus
contemporáneos— la idea de que Grecia era una suerte de imagen utópica, un horizonte hacia el cual
Alemania debía apuntar. Tal vez la diferencia sutil entre ambos pensadores radique exclusivamente en la
sintética idea de reconciliación con la naturaleza que Goethe manifestará en sus escritos —además de su
cada vez más marcado sensualismo—, luego de algún modo retomados por el discurso benjaminiano.
Schiller, en cambio, parece enfatizar mayormente la intención de “retorno” al pasado originario como
promesa de un porvenir. No obstante, insistimos, la diferencia es delicadamente somera y requeriría de
mayores exámenes. Igualmente, para mayores detalles al respecto, de utilidad pueden resultar los
siguientes escritos: Diego Sánchez Meca. “Los conceptos griegos de physis y theoria en la interpretación de
Goethe”. En “Δαίμων. Revista de Filosofía. N° 16. 1998” (pp. 57-51) Dpto. Filosofía - Universidad de Murcia.
Y: Carlos Rojas Osorio. “Filosofía de la educación. De los griegos a la tardomodernidad”. Editorial
Universidad de Antioquia. Colombia, 2010.
158
obstante, si bien tales paralelismos dan cuenta de una posible relación, debemos
recordar que para Benjamin el pasado ha de ser pensado desde su carácter mítico
y, especialmente —aunque directamente relacionado con lo anterior—, que no
parece haber para Benjamin un instante u época en efecto originaria; por último,
aura y técnica, juego y seriedad, oscilan y se mueven pendularmente de tiempo en
tiempo, evitando así también algún tipo de asidero conceptual frente a la
tradicional idea de origen.
Por supuesto, al menos en ese último sentido es posible avizorar una relación un
tanto más estrecha, a saber: Schiller también pareciera haber considerado la
analítica racional como una característica de un tiempo determinado. Pero
deberemos volver a enfatizar algo por nosotros ya señalado: Benjamin no
comparte el carácter “progresivo” que Schiller le atribuye a la Historia de la
humanidad y, sin embargo, en Schiller es posible notar —como en Goethe— un
“ánimo” que lo abalanza sobre la búsqueda de aquel momento en donde se
reúnan en una síntesis dialéctica elementos opuestos. Dicha “ánimo sintetizador”
compartido por Goethe, probablemente nos ofrezca claves de lectura sobre ideas
que Benjamin —con o sin intención— usará para su propia configuración de la
idea de juego. Pero hay un matiz en Schiller que, lejos de resultar puramente
anecdótico —insistimos— pareciera permitirnos especular sobre la “resistencia”
que Benjamin mantendría con la moral schilleriana. Dicho matiz pareciera estar
sostenido en la persistencia por dotar de identidad plena a las diferencias, a las
polaridades, para con ello “luego” reunirlas dialécticamente en la supresión
asimiladora de la síntesis momentánea. Así, por ejemplo, al momento en que
Schiller diagnostica las divergencias entre individuo y Estado como fenómeno
propio de la condición moderna, señalará lo siguiente:
159
junto con su esfera. (…) Al uno debió cegarle una vana sutileza, al otro
una pedante estrechez de miras, porque el primero se había elevado
demasiado en la abstracción como para percibir lo singular, y el
segundo permaneció demasiado a ras de tierra como para poder
abarcar la totalidad. (…) No tenía más remedio que poner de manifiesto
el curso desfavorable del carácter de la época y las causas de este
estado de cosas, sin mostrar las ventajas con que la naturaleza nos
recompensa. He de reconocer que aunque esta fragmentación de su
esencia redunda bien poco en provecho de cada individuo en particular,
sin embargo la especie no habría podido progresar de ningún otro
modo.” (1990: pp. 153-155)
160
8. Juego y seriedad en Schiller.
Ahora bien, hasta el momento hemos intentado ilustrar —esperamos, del modo
más fehaciente posible— que en Schiller se propala un tipo de organización del
discurso que, manteniendo algunas de las bases del pensamiento kantiano,
tendería además a la configuración esquemática de preceptos polares; dichos
preceptos, además, permitirían ubicar su pensamiento dentro de los márgenes de
una dialéctica por momentos cercana al modelo fichtiano. No obstante, dos
asuntos característicos en la propuesta estético-política de Schiller parecieran ser
desestimadas en parte por Benjamin, o al menos lo suficiente como para provocar
un marco diferenciador identificable: el progreso como presupuesto político de
Schiller y la reunión de polaridades como un momentáneo retorno al origen. Y si
bien en Goethe podemos todavía avistar una suerte de “tendencia originaria” —
pues no debemos olvidar que, más allá de su filiación con el imaginario griego
clásico, la trama morfológica de relaciones entre semejantes es, también, una
sumatoria de relaciones en torno a un origen común posible—, en este poeta
alemán la ausencia de un “deber moral” para la obra de arte y, por tanto, la
ausencia de un horizonte futuro —e infinito— radicado en el progreso de lo
humano permitirían al parecer a Benjamin resultar más cercano a sus ideas. Pero
con ello no pretendemos señalar que la manera que Benjamin adopta para
desmarcarse de algunos presupuestos schillerianos implique, necesariamente,
una diferencia de raíz. Es más, tal como ocurriría con Kant, algunos indicios
señalarían una relación compleja y no de mera negación respecto a las ideas
schillerianas. Evidentemente, dichas relaciones se tornan más opacas o difusas en
la medida en que nos acercamos al discurso de, por ejemplo, OdA, pero ciertos
vectores todavía parecen presentes en aquel denominado como Benjamin
“maduro”, o al menos ciertos diálogos de interés para nuestro examen. Así por
ejemplo, deseable aquí sería recordar una sentencia de Benjamin ya citada por
nosotros y que por tanto ahora sólo parafrasearemos: el juego sería aquello que
permitiría domesticar a la amenaza de lo real. Dicha frase, todavía críptica en
algunos de sus pormenores —y a la cual tendremos que volver más adelante—
161
encuentra su filiación en el marco de esta discusión con, por ejemplo, las
siguientes declaraciones de Schiller:
“Porque, para decirlo de una vez por todas, el hombre sólo juega
cuando es hombre en el pleno sentido de la palabra, y sólo es
enteramente hombre cuando juega. Esta afirmación, que en este
momento puede parecer paradójica, alcanzará una amplia y profunda
significación una vez que la hayamos aplicado a la doble seriedad del
deber y el destino. Sobre esta afirmación, os lo aseguro, se
163
fundamentará todo el edificio del arte estético y del aún más difícil arte
de vivir.” (Op. Cit.).
166
hemos visitado hasta el momento articulan argumentos para dar cuenta que dicha
brecha no sería del todo “absoluta”. El caso de Schiller no sería la excepción: el
juego de hecho, opuesto a la seriedad, conseguiría igualmente asimilar a ésta en
la belleza. De alguna forma notaremos en Benjamin también una resistencia a la
demarcación de oposiciones absolutas en el caso de las ideas de juego y
seriedad, como ha sido la tónica de algunos de las nociones en principio
aparentemente polares que hemos revisado. No obstante, también señalábamos
recientemente que la relación que parece establecerse entre Schiller y Benjamin
es, por decir lo menos, porosa, expresada en una cercanía no del todo
homologable, o mejor dicho, en la ausencia de una prístina herencia schilleriana
en Benjamin. No obstante, aunque la herencia no sea del todo prístina, esperamos
haber conseguido exhibir una relación ineludible entre ambos autores; una que
también, sin duda, se encuentra marcada por las diferencias.
De tal suerte, para Schiller la aparente paradoja que supone una declaración como
la anterior, se solucionaría considerando que la belleza, más que un mero
“intermedio” —o intermediario— entre sensación y pensamiento, entre forma y
contenido, sería un “momento” de supresión/asimilación y trascendencia de unas
polaridades “infinitamente” opuestas. En la belleza, por tanto, se enlazarían dos
polos en tensión, sin por ello permitirles conformarse en una unidad. En palabras
de Schiller:
“Tenemos así, que la belleza enlaza dos estados que están opuestos
entre sí, y que nunca podrán llegar a constituir una unidad. (…) En
segundo lugar, tenemos que la belleza une esos dos estados
contrapuestos, superando así la oposición. Pero como ambos estados
permanecen eternamente contrapuestos, no hay otra manera de unirlos
que suprimiéndolos.” (Op. Cit.).
1. Belleza y juego.
Comentábamos más arriba que para Schiller —y en una medida distinta también
para Goethe— la idea de belleza arraigaría no sólo la impronta de la condición
connatural de la creación artística, sino también permitiría la participación del
juego en dicha creación, confrontado éste a la seriedad de la vida inmediata. O
para decirlo en términos precisos: la tradición del pensamiento occidental sobre
las artes se caracterizó, sabemos, por “diagnosticar” que la labor del arte consistía
en la conformación de bellas imágenes, relatos y melodías; el juego sería parte de
169
la posibilidad de la manifestación de dicha belleza en cuanto “artística” y no
“natural”. Para autores como Schiller y Goethe, ejemplares representantes de su
época, la creación artística no solamente debía generar bellas representaciones,
sino hacer de la representación la encarnación de la “lo bello”. Para Goethe, sin
embargo, el arte validaría su pertinencia en su pura relación con la belleza, es
decir, en su autonomía creadora; para Schiller, el arte tendría una labor específica
pero mayor, a saber, la “liberación” de lo humano. En otras palabras: para Schiller,
la belleza sería no solamente la representación sino la presencia misma de la
libertad. De esta manera para Schiller, el juego, si bien contraparte de la seriedad,
también se muestra como “motor” de asimilación de polaridades constitutivas.
Para Goethe, de forma un tanto similar, el juego se exhibe como contraparte de la
seriedad, sin embargo, ambos se reunirían en la “gran” obra de arte, en la bella
obra artística. Por último, hemos señalado que en Benjamin parece darse una
suerte de continuidad de tal discusión al momento de abordar el problema de la
reproductibilidad mecánica frente a la obra de arte. Pero, indicábamos, dicha
impronta se vería modificada por el “modelo” dialéctico utilizado por Benjamin y
por la primacía que otorgará al uso de semejanzas cuasi “morfológicas” —en un
sentido goethiano— de relación entre nociones. De esta manera, por ejemplo, una
de los primeros conceptos desestimados “de un plumazo” por Benjamin en OdA,
dice relación precisamente con el papel de la belleza en la representación post-
reproductibilidad mecánica:
170
Aunque parezca pueril o evidente, es igualmente importante enfatizar que
Benjamin no alude al cine y su relación con la desaparición de la “bella apariencia”
porque el filme no consiga producir “imágenes agradables” e incluso,
coloquialmente hablando, “bellas”: el asunto, para Benjamin, es que en el cine
constitutivamente se darían las condiciones para que la “unicidad” de la
representación se vea mermada. En otras palabras, en el cine ya no sería del todo
posible —ni deseable— elaborar un tipo de “creación” unitaria, una proclive a ser
considerada como una “bella obra de arte” o una “gran obra” artística al uso
tradicional. Por tanto, las características materiales del cine harían de su
producción una materia eminentemente reproducible: el filme no sólo habría de
hacerse con el propósito de su eventual reproducción, sino que la materia misma
del filme —su soporte— sería ya potencialmente reproducción. Igualmente,
aquellas imágenes que transcurren proyectadas por la pantalla cinematográfica
serían, en principio, la exposición de una imagen re-producida, es decir, cuyo
montaje se ha tornado susceptible de ser potencial e infinitamente modificado. De
esta manera, en Benjamin podemos encontrarnos con un postulado fundamental
para entender la depreciación de la bella apariencia en la imagen cinematográfica,
a saber, la imagen cinematográfica ya no “soportaría” un examen desde
consideraciones tradicionales de lo artístico, porque el propio concepto de obra
parece tambalear en el cine, o al menos un concepto de obra arraigado en la idea
de perennidad de la materia, de unidad de sentido y de autoría individual. El cine,
por tanto, como ejercicio de producción colectivo, como relato transitorio de una
sucesión potencialmente modificable de ciertas imágenes y, finalmente, como
aparato mecánico al servicio de su masificación, ya no podría ser considerado
“bello”. Cuestión que ya, preliminarmente, la fotografía anunciaría con su arribo,
pero que el cine extremaría respecto a su disposición frente a la masa.
Pues ¿en qué medida nos podría orientar tal presunción benjaminiana al momento
de dilucidar la noción de juego ofrecida por él en OdA? La respuesta, proponemos,
radicaría en la tentativa paridad discursiva que exhibe la noción de belleza con la
de seriedad en el argumento de Benjamin. De tal suerte, trasladando la discusión
171
tradicional germana sobre las características de la obra de arte, Benjamin aludirá a
la importancia del rol de la belleza como presupuesto tradicional para comprender
lo artístico, así como al “peso” de la seriedad que dicha belleza pareciera sostener.
De esta manera, por ejemplo, lo señalará en el fragmento número 24 de las
anotaciones en el manuscrito de OdA que, debido a su sustancial importancia para
nuestro argumento, hemos decidido citar íntegramente:
38
El destacado es nuestro.
172
interior escondido es un "mostrarle cómo". El arte es, con otras
palabras, una mimesis perfeccionada. En la mimesis dormitan, plegados
estrechamente el uno dentro del otro, como las hojas que germinan, los
dos lados del arte: la apariencia y el juego.” (2003: pp. 124-125).
173
particular que le permitiría finalmente generar un también particular diagnóstico
sobre el rol del arte en un sentido político y, por supuesto, el papel de los medios
industriales de producción de imágenes.
174
Tal vez por tales motivos Benjamin aludirá, en el afamado epílogo al ensayo sobre
la reproductibilidad técnica, a una relación eminente entre fascismo y belleza: la
guerra es bella diría, por ejemplo, Marinetti y el futurismo (Cfr. 2003: p. 97),
declaración que en parte parece aludir al carácter conservador que la propia idea
de belleza podría llegar a adquirir en el contexto de la naturaleza mecanizada de
las nuevas sociedades occidentales. Tal carácter conservador, como hemos
mencionado con anterioridad, aludiría por tanto a un tipo de relación de “falseada”
restitución de lo originario perdido, de la reconstitución del mito en el presente
como oferta de un futuro progreso posible. En otras palabras, se trataría para
Benjamin de un tipo de comportamiento “antinatural” 39. Valgan en ese sentido las
palabras del propio Benjamin al momento de comentar el manifiesto futurista:
39
Considerando, por supuesto, para estos casos a la naturaleza como una entidad cultural. No, por tanto,
como una naturaleza en efecto original, sino tramada por las condiciones de su tiempo.
40
Destacado en el original.
175
menos, nociones confrontadas a la idea de juego. Finalmente, conjugando tales
polaridades —bella apariencia y juego—, se encontraría el “aura”, como
experiencia fundamental y originaria de relación con la naturaleza. No obstante,
hemos señalado, la técnica mecánica propia del régimen del juego vendría no sólo
a reemplazar en su protagonismo a la bella apariencia como fundamento
dominante del quehacer “representacional”, sino también junto con ello a mermar
el aura, experiencia a su vez fundamental y originaria. De ahí, se colegirá, la
potencial condición conservadora tanto de la idea de “bello aparecer” como
fundamento del arte, así como la noción de posible restitución “antinatural” del
aura ya fracturada por la técnica, es decir, por la propia naturaleza desde la
modernidad. Por tanto, la guerra utilizaría de forma antinatural la belleza en la
medida en que la belleza misma ya no se corresponde con la experiencia brindada
por la naturaleza. De tal suerte, diría Benjamin sobre la guerra imperialista:
En ese sentido, resultan muy decidoras algunas de las tesis desarrolladas por
Benjamin en su afamada conferencia titulada “El autor como productor”, leída —
por invitación del partido comunista— el año 1934 en el llamado Instituto de
Estudios del fascismo de París. Decidoras —y decisivas— en cuanto develan de
forma bastante prístina las relaciones conceptuales que Benjamin ha tramado
entre las ideas de belleza y técnica en las líneas de OdA 41. Una de tales
relaciones se encontraría en el papel mismo del “embellecimiento” como fórmula
conservadora o retrógrada, es decir, como un movimiento retroactivo y
reconstructivo hacia un pasado fenecido; uno que además se relacionaría
rutinariamente con, por ejemplo, la moda, es decir, sin ánimos de modificar la
“naturaleza” que la propia tecnificación del mundo ha engendrado como cultura.
De hecho, si seguimos la dirección de las palabras del propio autor, una de las
primeras relaciones que evidencian tal movimiento retroactivo vinculado al
embellecimiento de la imagen se vería expresada en la siguiente frase: “No es
41
Recordemos que ya hacia 1934 Benjamin se encontraba finalizando una primera versión manuscrita del
ensayo sobre la reproductibilidad técnica.
177
deseable una renovación espiritual, tal y como la proclaman los fascistas, sino una
que habrá que proponer innovaciones técnicas” (Benjamin, 1999: p. 125). Dicha
frase, insinuábamos, ya anuncia un asunto de suma importancia para el
argumento benjaminiano respecto al concepto mismo de belleza, a saber, su
utilización como agente de una “mítica” renovación espiritual. Una renovación que
finalmente se ofrecería como restitución de un pasado ya no olvidado, sino en
cambio perdido. De tal suerte, Benjamin hará notar en “El autor como productor”
una fórmula que al parecer sostendrá completamente los argumentos de OdA: la
diferencia sustantiva entre “(…) el mero abastecimiento del aparato de producción
y su modificación.” (Op. Cit.). Pues tal diferencia es una que se ve encarnada,
precisamente, en la distinción dada por aquellas representaciones cuya principal
pretensión es formular bellas apariencias, asunto por lo pronto inconsistente
respecto a las características propias de un entorno tecnificado; en la vereda
opuesta, se encontrarían aquellos procedimientos que, ya no del todo vinculados
con la noción tradicional —clásica o incluso “mítica”— del arte, harían del propio
procedimiento de representación un motivo de modificación y “mejoramiento”
técnico, y por tanto de mejoramiento de la naturaleza. Un lugar en donde el acto
de representar merme la brecha entre autor y espectador, es decir, una
producción como institución y “escuela” (Cfr. Benjamin, 1999: pp. 126-128). Por
ello, al momento en que Benjamin alude en su conferencia a la denominada
fotografía “neo-objetiva”, señalará que:
42
En rigor el apellido del fotógrafo aludido es Renger-Patzsch.
179
con la propia técnica, por una modificación que considerando las maneras
predispuestas de la moda —unas fundamentalmente económicas—, permitiera a
su vez su transformación en aras de las exigencias de la masa. De cierta manera
y señalado de forma coloquial, pareciera que Benjamin insinúa en el concepto
mismo de moda una fórmula contra-revolucionaria y, no obstante, también
pareciera proponer la posibilidad de una “revolución a la moda”43. Pues la seña
fundamental de la moda como momento conservador estaría dado en su ligazón,
además de con el mercado, con la belleza: una que tradicionalmente se ha visto
relacionada con lo agradable y con el goce, aunque se distinga en dicha relación
de tales categorías. De esta manera, la belleza en general parece ser a la vez un
efecto y un propósito para las maneras de la moda; sin embargo, también sería
posible “atravesar” la moda con modos desembarazados de la tradicional
constitución de belleza. Probablemente aquella sea la idea que Benjamin se
habría encontrado asociando a la noción de enajenación y modificación de los
aparatos de producción, a saber, un modelo de producción técnico que si bien
todavía tecnificado —y por tanto de moda— modifique el propio carácter de lo
hecho. Por tanto, un modelo de producción para productores y no para agentes de
consumo. Y más allá del eventual carácter utopista que podría adolecer una
fórmula como aquella, su importancia parece radicar en el particular énfasis de
dicho modelo: la apariencia bella ya sólo podría asomar como falsa apariencia44
en la época de la tecnificación. Por el contrario, la época de la segunda técnica —
de la “naturaleza mecanizada” del hombre— requiere de un tipo de aparecer que,
43
El asunto, por cierto, es más complejo y delicado que lo aquí señalado. Pero esperamos que con este
juego de palabras se subsane, al menos como analogía, la ausencia de un argumento más detallado —uno
que, decíamos, por ahora se desmarca de los intereses de esta sección—. Ahora bien, en tal frase esperamos
también se exhiba el doble sentido de su formulación: por una parte, Benjamin parece proponer una
posibilidad de revolucionar lo rutinario, es decir, aquello que es mera moda en un sentido económico; por
otra parte, Benjamin pareciera sugerir que la propia revolución de la técnica se entramaría con las lógicas de
la moda, en tanto “signo” de una época.
44
Con lo cual se delata también un punto de sumo interés para los análisis sobre Benjamin: para dicho
autor, no sería el concepto mismo de apariencia uno homólogo a la idea de falsedad. Por el contrario, la
falsedad radicaría en su restitución forzada y puramente cosmética en un tiempo que ya no le corresponde.
180
paradójicamente, es su desaparición, a saber, la merma de la imagen
contemplativa en aras de la proximidad táctil de lo producido. Una que se asemeja
a la reiteración experimental del juego y su desatención.
Dicha desatención, de hecho, marcará una diferencia relativa a ideas que —tal
como señalábamos— tradicionalmente se encontraban afiliadas a la noción de lo
bello, a saber, lo agradable y el goce o lo placentero. De cierta forma, el término
“juego” utilizado por Benjamin, si bien no adscrito inmediatamente a lo así llamado
“lúdico”, parece de alguna manera también colindar con un aspecto sustancial de,
por ejemplo, la distracción propiciada por la velocidad del cine: la fruición. Un
disfrute que, al menos en este último caso, conviviría con una actitud crítica, tal
como afirmaría el propio Benjamin (Cfr. Benjamin, 2003). Llegaremos
paulatinamente a dicha zona de encuentro, si bien por ahora será necesario
revisar un último asunto referido al problema de la bella apariencia como
contraparte del juego, uno además articulado a la excesiva especialización de las
labores del individuo en las sociedades capitalistas y, por tanto, también a su
alienación. Tal asunto en Benjamin adopta la forma del “destino”.
Al respecto, valga desde ya recordar que para Benjamin, la facultad mimética del
hombre resuena como una suerte de estado “connatural” de aquella humanidad,
182
uno expresado tanto en los juegos infantiles como en la danza, en el teatro y,
particularmente, en el lenguaje —escrito y hablado—. Y en este caso, es decir en
el lenguaje, a modo de último bastión del antiguo proceder mimético del hombre,
uno encarnado con plenitud en el nombre de las cosas; uno que además, indicará
Benjamin, es el que permitiría las relaciones de “semejanzas inmateriales” entre
elementos en principio aparentemente dispares. Relaciones que, a su vez,
tendrían —según palabras del propio Benjamin— una orientación filogenética (Cfr.
Benjamin, 1967: pp. 105-107). Con probabilidad se vislumbrará a estas alturas la
complejidad de nociones que paulatinamente Benjamin adiciona a cada una de
sus sentencias. Dicho embrollo, sin embargo, tal vez pueda ser en parte
desmenuzado si articulamos inmediatamente una descripción esquemática de
algunos asuntos por nosotros ya mencionados, en aras, por supuesto, de terminar
de elaborar un sendero menos sinuoso hacia la propia idea de juego. De tal
suerte, para iniciar dicha descripción esquemática, debemos recordar la
vinculación entre la síntesis morfológica goethiana y las semejanzas inmateriales y
filogenéticas propuestas por Benjamin, o en otras palabras, hacer notar cómo en
éste la facultad mimética —es decir, en la posibilidad de imitar no sólo como mera
apariencia, sino como “plena encarnación” (Cfr. Ibídem) — emerge como un doble
conceptual de la percepción aurática y original. Dicho de otra manera: la
importancia que Benjamin finalmente parece haber atribuido a Goethe se
encontraría en el modo en que dicho poeta consiguió —a diferencia de sus
contemporáneos— dar con la descripción “original” de los modelos de percepción
de la naturaleza. Goethe, como los antiguos, habría comprendido entonces que
“originalmente” las relaciones por semejanza conectaban de forma indirecta a los
elementos del entorno, tal como el astrólogo conectaría puntos en el cielo
estrellado, a saber, dándoles un sentido posible. Pero también hemos señalado
que dicho “origen” perceptual ha de ser considerado como uno “mítico”, es decir,
plausible pero imposible en su certificación. O en otras palabras, un origen
suspendido como presunción y no restituible como modelo.
183
Pues a aquella premisa, y siguiendo con la descripción esquematizada de algunos
tópicos ya mencionados en segmentos anteriores, debiésemos agregar lo
siguiente: la belleza, por tanto, en tanto que apariencia bella, buena y verdadera,
mostraría en cuanto fundamento ya la decadencia de un modelo aurático original
pasado, en la medida en que intentaría vanamente su restitución. O dicho de
mejor modo, el presupuesto de la apariencia bella emergería, precisamente, al
momento de conformación epocal de la así llamada segunda técnica. Ello, porque
la bella apariencia sería solamente uno de dos polos en tensión —el otro, por
supuesto, sería el juego—, cuya reunión original se encontraría en el modelo
aurático. Lo interesante de este modelo benjaminano, valga recalcar, es que el
aura no queda disponible como una síntesis ulterior de polaridades en conflicto,
como suele ocurrir con gran parte de los modelos dialécticos de la tradición del
pensamiento; por el contrario, el aura como reunión original ya no estaría presente
y, seguramente, nunca lo ha estado del todo ni jamás lo estará plenamente. En
ese sentido, la oscilación perpetua entre polaridades —que en rigor sólo en
principio se expresan como oposiciones— de la estructura de pensamiento
propuesta por Benjamin, da cuenta de una tensión en el examen del presente que
evitaría cualquier determinismo excesivo. En ese sentido también, el origen
aurático como reunión sintética de polos en tensión quedaría, nuevamente,
relegado a un presupuesto no considerable, sino sólo como mera potencia
suspendida. En efecto, si continuamos con la revisión de aquella enjundiosa nota
al pie de página elaborada por Benjamin, notaremos una reiteración tanto de la
condición polarizada de la pareja de nociones conformada por la apariencia y el
juego, como la repetición de un componente mágico, mítico o ritual en los orígenes
de las artes:
45
Tal vez por ello Benjamin declararía en su tesis sobre el Trauerspiel que la verdad es la muerte de la
intención (Cfr. Benjamin, 2006). El aparecer no intencional de la verdad, el carácter de iluminación profana
de dicho aparecer, probablemente mantenga una silenciosa pero fuerte relación con la no-intencionalidad
de la experiencia aurática, es decir, con su “naturalidad”, una suerte de predisposición inmanejable y no
programable.
185
manifestando una mitificación de las cosas que, “antinaturalmente”, ocultarían lo
de por sí ya separado por la naturaleza, a saber, el juego y la apariencia —la
seriedad—. O en otras palabras, el uso rutinario de la técnica no solamente se
comportaría conservadoramente por no notar un proceso de transformación que
ha dejado de considerar a la apariencia como su fundamento, sino incluso
exhibiría larvariamente la intención de restituir “artificialmente” un origen —valga la
redundancia— originalmente fracturado; ese artificial intento de restitución sería
justamente aquel que da cuerpo y fuerza al fascismo, a saber, una restitución de
una magia mediante la técnica, una vida volcada al fetiche.
Se colegirá ya, gracias al fragmento antes citado, que hemos por fin arribado a un
asunto crucial: para Benjamin, el cine se muestra como el mejor ejemplo de una
transformación histórica en los modos de percepción del hombre. Y sería esa
transformación histórica la que, a su vez, se vería encarnada plenamente en la
186
figura del juego46. Y si bien algo ya hemos señalado sobre las particulares
potencias que Benjamin atribuiría a la figura de lo cinematográfica, deberemos
luego volver a atender aquella relación. Por ahora, en cambio, debemos aún
destinar unas líneas más a la contraparte del juego: la apariencia. Ello en cuanto
es del todo necesario caracterizar plenamente la supuesta “potencia regresiva” y
conservadora que arraigaría el valor de culto —y por tanto su símil conceptual, la
bella apariencia— para comprender, luego, la apertura del “campo de acción” que
el juego estaría brindando al arte en la época de la segunda técnica. Aquel asunto,
tal como adelantábamos más arriba, podría en parte determinarse mediante la
filiación entre el culto ritualista y el discurso de la predestinación de la humanidad.
46
Aquí tal vez también valga consignar lo siguiente: a diferencia de lo que en principio se podría suponer,
Benjamin no parece atribuir del todo al cine un suerte de poder de transformación del aparato perceptivo;
más bien, siendo cautelosos en el examen de sus palabras, el cine para Benjamin se manifestaría como una
potencia para los nuevos deberes del arte. Ahora bien, dichos “deberes” nuevamente no tenderían a una
transformación de la percepción del hombre, sino a una especie de “entrenamiento” para una percepción ya
históricamente transformada. En ese sentido, el cine encarnaría, como caso ejemplar, una modificación ya
dada por las condiciones mismas de la Historia. El cine, finalmente, sería en efecto revolucionario, pero en la
medida en que se condice con las potencias revolucionarias de su época; cuestión que explicaría también
porqué incluso en el cine se podrían generar relaciones conservadoras o regresivas si es que su uso técnico
es “rutinario”. Por supuesto, volveremos con mayor detalle sobre estas ideas en apartados posteriores.
47
El escrito en cuestión se titula “Walter Benjamin y la destrucción” (2009). Valga señalar que hemos optado
por relacionarnos con aquellos ensayos sobre el destino realizados por Benjamin mediante los comentarios
de Galende y no directamente apelando a las fuentes primarias. Ello, pese a que parece en principio una
decisión que modifica sustantivamente la metodología de trabajo que hemos adoptado hasta el momento,
esperamos se justifique por la lateralidad que la propia figura del destino posee en nuestro argumento. Pero
también por la dilatación innecesaria que un examen exhaustivo de aquella noción conllevaría para nuestros
propósitos. En ese sentido, consideramos que la labor ya ha sido realizada, con éxito y precisión, por
Galende, por tanto sólo nos restaría sumarnos a sus declaraciones e incluso adoptarlas como propias.
187
Benjamin, la figura misma del destino, tradicionalmente sopesada desde la
religión, en rigor debiese ser pensada desde la figura del derecho, pues será éste
quien finalmente atribuye una culpa a la vida (Cfr. Op. Cit. pp. 18-19). Por tanto y
siguiendo un comportamiento habitual de su pensamiento, nuevamente Benjamin
pareciera trasladar ciertos motivos propios del misticismo y la religión hacia
“zonas” cada vez más próximas a una suerte de laico filo-materialismo. A lo
anterior debiésemos agregar además lo siguiente, nuevamente en palabras de
Galende:
48
Los destacados perteneces al propio autor.
188
material natural.” (Op. Cit. p. 98)49. De tal suerte, el diagnóstico benjaminiano
pareciera apuntar en la siguiente dirección: cierto origen mítico, compartido tanto
por el derecho como por el proceder del arte —finalmente, en el lenguaje del
hombre, a modo de estado fundamental de tal humanidad—, habría quedado
mermado por transformaciones de orden histórico en la propia naturaleza de lo
humano. Dichas transformaciones, por tanto, demandarían modificaciones
también en la vida —política, social, cultural, económica, etcétera—. No obstante,
ciertas fuerzas regresivas se obstinarían en la restauración de tal origen mítico,
pero a través de procedimientos que distan ya de la posibilidad de relacionarse
con lo “original”. Tales fuerzas operarían por tanto también técnicamente, o mejor
dicho, en las condiciones dadas por la segunda técnica. En definitiva, se trataría
de procedimientos antinaturales respecto a la propia naturaleza actual de lo
humano.
49
Nuevamente, destacado en el original.
189
posibilitarían discursivamente el uso regresivo y predestinado de la propia
técnica50.
Por último, será tal “modelo” 51 Histórico benjaminiano lo que pareciera sostener
argumentalmente su diagnóstico sobre las fuerzas regresivas que estarían
50
Dicho de otro modo: si las masas poseen un derecho a la transformación de las relaciones de propiedad,
dicho “destino” de la masa se manifiesta en el fascismo como mera expresión; o más precisamente, como
mera cosmética. En ese sentido, el carácter “aparente” de tales modificaciones no se condice con la
“naturaleza” de dicho derecho y, no obstante, se instaura como “El” derecho en ejercicio. Un derecho cuya
destinación reiterativa se muestra cual origen restituido y que, sin embargo, no dejaría de ser una mera
apariencia dada por el aparato mecánico. Incluso para ser más claros y enfáticos: el fascismo, por tanto,
sería para Benjamin la reconstrucción técnica y puramente cosmética de un mítico destino.
51
Tal vez no sea inadecuado recalcar que Benjamin, en rigor, nunca estableció plenamente un “modelo”
para la Historia. Más bien insinuó y deslizó en variado escritos atisbos de lo que, probablemente, para él
sugería una metodología de trabajo para cada uno de sus estudios. De ahí que podamos sólo en parte
190
operando instaladas en los discursos ritualistas en la época de la segunda técnica.
Pero por sobre todo, tal “modelo” Histórico es el que justificaría la demanda por la
“politización del arte” y el cuidado frente a la “estetización de la política”. Ello en la
medida en que a la luz de las transformaciones ineludibles del mundo y de la
imposibilidad de un retorno a las matrices anteriores a dichas modificaciones, el
arte mismo ha de transformarse y, junto a ello, lo político en su conjunto. O como
señala Susan Buck-Morss:
mencionar un modelo histórico, aunque más bien se trataría de un “ánimo” frente a la Historia como
contraparte al historicismo tradicional.
191
3. Juego y destino.
52
O incluso más: no hay en Benjamin una única definición del juego. La única posible, en rigor, es aquella
que alude a una tendencia u ánimo propio de la época de la segunda técnica. En ese sentido, equivocado
sería pensar que el juego es “en sí mismo” revolucionario o, por el contrario, conservador.
192
con manifestaciones específicas y siempre provisionales, generalmente
delimitadas por un campo de acción histórico.
Por ello, para Benjamin el juego de azar parece adoptar más bien la forma
sintomática de una actividad que, artificialmente, pretende recuperar relaciones
con el carácter mítico del pasado, o mejor dicho, con aquella suerte de origen
mítico arraigado en el ritual y, finalmente, expresado en la idea de
predestinación53. Una relación que, además, se vería plasmada en el dinero como
síntoma de la modernidad y del régimen del capital. En ese sentido, por ejemplo,
Benjamin redactaría en las anotaciones preliminares para su proyecto de los
pasajes parisinos: “Sobre el juego. Hay una estructura determinada del destino
que sólo se puede conocer por el dinero, y una particular estructura del dinero que
sólo se puede conocer por el destino.” <O° 74> (Benjamin, 2013: p. 856). No
obstante, el juego de azar, con su mítica relación con el destino, igualmente —
indicaría Benjamin en sus apuntes sobre los pasajes de París— arraigaría un
potencial revolucionario por su inexorable filiación con la técnica. Dicho potencial,
de hecho, emparentaría al juego de azar —al menos el practicado hacia fines del
siglo XIX— con la prostitución: el riesgo, cierto cinismo imperante en su práctica,
así como el intercambio monetario que ella implica, darían cuenta para Benjamin
de que en la prostitución como en el juego de azar se estarían presentando tanto
relaciones soterradas con la idea del destino, como igualmente “tecnificaciones”
de la vida que anunciarían una potencia revolucionaria.
Sin duda, aquella doble modalidad del juego de azar —y la prostitución— y, por
tanto, el permanente movimiento pendular que muchas de sus declaraciones
poseen, han hecho de Benjamin un autor por momentos oscuro y mal
comprendido, como si hubiese fundado sus argumentos sobre la base de una
53
En ese sentido, el juego de azar sería, por efecto de la suerte depositada en él y el dinero como objetivo
de su práctica, una especie de “malformada” o “prostituida” variante de las originales prácticas rituales. No
obstante, como habitualmente ocurre con el pensamiento benjaminiano, aquellos términos no
necesariamente tendrán una connotación reprochable respecto a posibles “usos” revolucionarios (Cfr.
Benjamin, 2013: pp.491 y ss.).
193
contradicción primaria. Pero si nos remitimos directamente al examen de algunas
de aquellas anotaciones compendiadas en su proyecto sobre los pasajes
parisinos, probablemente notaremos que tal “doble condición” del juego de azar se
entrama, de modo suficientemente articulado, con la misma aparente dualidad del
juego como contraparte de la seriedad en su ensayo sobre la reproductibilidad
técnica. Una dualidad que, como señalábamos con anterioridad, en rigor no se
manifestaría sino sólo en principio polarmente. En ese sentido, seguramente de
utilidad sea primero hacer visible aquella relación entre juego de azar y
prostitución que Benjamin trama en los documentos pertenecientes a la
denominada carpeta “O”. De tales documentos, de hecho, se tornan primero
relevantes las siguientes líneas:
54
Los destacados son nuestros.
194
Se deducirá ya que nos hemos permitido citar en extenso el anterior fragmento
debido a la explícita y clarificadora relación que, en tales palabras, Benjamin
elabora sobre el juego de azar y la prostitución. Una relación que no solamente
estaría dada por tratarse de prácticas emparentadas en su ejercicio —como la de
aquel jugador ilustrado por Benjamin que, luego de su triunfo, decide gastar sus
ganancias con una trabajadora sexual—, sino especialmente cercanas porque
compartirían un “registro” común, a saber, “poner el destino en el placer”. Pero
cabe preguntarse evidentemente qué señalaría una frase como aquella, es decir,
cuál es el sentido que Benjamin pareció atribuirle. Para intentar dilucidar en parte
una sentencia problemática como aquella debemos considerar al menos dos
aspectos fundamentales: primero, el talante problemático de frases como la
anterior se detona en la medida en que tienden a configurar una suerte de
“poética” poco esclarecedora pero altamente estimulante; segundo, ello se debería
a que dichas frases probablemente fueron moduladas por Benjamin al amparo de
un modelo escritural que expresara lo que él denominaría como “dialéctica en
reposo”, una que definiría como “(…) la quintaesencia del método.” <P°, 4> (2013,
p. 858). Volveremos más adelante una vez más sobre el modelo dialéctico
benjaminiano, pero por ahora al menos debemos considerar que dicho reposo
como modulación de un movimiento perpetuo y, por tanto, de un movimiento
puesto en suspenso por la inexorable relación de semejanza entre opuestos
aparentes, hará del “giro poético” de las declaraciones benjaminianas un recurso
regular en su escritura. En este caso, dicho “giro poético” —en tanto reunión de
opuestos no por su síntesis, sino por su raíz común— haría posible establecer,
primero, una relación de semejanza entre el juego de apuestas y la prostitución y,
luego, entre el destino y el placer.
195
una ausencia y, por lo tanto, a la imposibilidad de un retorno. No obstante también
hemos mencionado en innumerables ocasiones que toda noción en Benjamin no
debe ser comprendida como petrificada o estática en sus comportamientos,
precisamente por las semejanzas que cada noción polar presentaría con un
eventual y aparente opuesto. De esta manera, la figura del destino puesto en el
placer, parece no sólo aludir literalmente al componente de azar del juego y su
incorporación a la experiencia cotidiana, mediante la idea de que dicho azar se
trataría —para el apostador— de una suerte de “ley secreta” operando
silenciosamente. Es decir, no se trataría únicamente de aquel “sentir” del
apostador que atribuye su buena racha a una predestinación tramada por el
universo: poner el destino en el placer, además —y de ahí al parecer su relación
con la prostitución— se trataría de la cuota monetaria dispuesta como permanente
retornar de un tiempo ya pasado y la promesa de futuro determinado, y en este
caso además, del componente de culpa anclado a la idea del destino. En otras
palabras, se trataría literalmente de un “placer culpable”, es decir, de un placer
anclado en la propia culpabilidad dada por la destinación de la vida. En aquella
dirección señalará Benjamin: “De ahí la superstición en el jugador y en la
prostituta, superstición que establece las figuras del destino, que colma toda
diversión galante con la indiscreción y lascivia del destino, humillando ante su
trono incluso al placer.” [O 1, 1] (2013: p. 492). Por ello seguramente también
aludiría a “(…) la función dialéctica del dinero en la prostitución. Compra el placer
y se convierte a la vez en expresión de vergüenza. [Pues] (…) la sinvergonzonería
arroja la primera moneda a la mesa, la vergüenza cien más para taparla.” [O 1 a,
4] (Op. Cit. p. 493).
196
Benjamin declararía en uno de los fragmentos de su proyecto de los pasajes
parisinos que “En la prostitución se expresa el lado revolucionario de la técnica
(…) En efecto: la revuelta sexual contra el amor no surge solamente de una
voluntad fanática y obsesiva de placer, sino que también intenta conseguir que la
naturaleza sea dócil y se adapte a esta voluntad.” [O 2, 3] (2013: pp. 494 – 495).
Dicho de otra manera: si, de acuerdo a Benjamin, una cierta estructura del dinero
sólo se puede conocer por medio de la estructura del destino —y viceversa—, al
parecer tal estructuración radicaría como punto común en la culpa como
instrumento predominante de la predestinación y, por supuesto, de cierto uso de la
moneda como pago. Ahora bien, el uso del dinero como signo de culpa y,
fundamentalmente, el “uso” placentero del destino y su culpabilidad emparentarían
a prácticas como el juego de apuestas y la prostitución. En ese sentido, por tanto,
no parece descaminado suponer que el componente revolucionario que Benjamin
le atribuye a la prostitución sea, en parte, también un atributo del juego de azar en
particular y de la figura del juego en general, tal como se describe en el ensayo
sobre la reproductibilidad técnica, a saber, una relación de adaptación dócil de la
naturaleza a una voluntad, en este caso, de placer. Una voluntad que primaría
como relación para con el mundo en la época de la segunda técnica. Una
voluntad, finalmente, de aproximación a las cosas.
4. ¿Juego y revolución?
El día 6 de mayo del año 1933, Walter Benjamin señalaba en una carta dirigida a
Gretel Karplus, esposa de Th. Adorno:
“Los últimos esfuerzos que he hecho por endulzar las primeras horas de
la tarde con la ayuda de un compañero ajedrecista hasta ahora han
fracasado lamentablemente. Hasta me daría por satisfecho con jugar al
«sesenta y seis» o al dominó, pero la gente es demasiado seria para
197
hacerlo, puesto que no hace nada racional la mayor parte del tiempo.”
(Benjamin, 2008: p. 180)
Con seguridad un comentario como éste deja de ser trivial a la luz de lo hasta
ahora revisado por nosotros; o mejor dicho, líneas como aquellas, escritas con el
aparente candor propio de una anécdota menor, en rigor parecen denotar algo de
mayor importancia para el discurso benjaminiano. De esta manera, es posible
observar en tales palabras la modulación en principio polar de dos ideas
recurrentes en nuestro análisis, a saber, juego y seriedad. Igualmente, del lado de
la seriedad, emerge aparejada la “razón”: de acuerdo a Benjamin, sus vecinos son
demasiado serios para jugar porque, contradictoriamente, la mayor parte del
tiempo no lo son. En ese sentido, resulta además del todo interesante constatar
cómo inclusive en segmentos anecdóticos y aparentemente anodinos de su
escritura, Benjamin reitera aquella “fórmula” de una dialéctica en reposo, mediante
una oscilación perpetúa expresada sin embargo como detención: la gente no
juega porque sea excesivamente racional, sino porque al no comportarse
racionalmente en general jugar sería, de por sí, excesivo. Negándose al juego, en
cambio, moderarían una falta de seriedad en la vida mundana. Dicha deducción
respecto al sentido de las palabras de Benjamin se encuentra, por supuesto, sobre
todo alojada en el esquema provisto por Goethe, uno de sobrada importancia para
Benjamin. En dicho esquema, recordemos, del lado de la seriedad nos
encontraríamos con una mesura y una contención propias de un raciocinio
acabado, a diferencia de la “libertad” gustosa y no constreñida de las formas
artísticas animadas por el juego. Pero todavía podríamos inferir un asunto más
desde aquellas líneas, motivo por lo demás sumamente problemático: si tal como
hemos señalado recientemente, Benjamin atribuiría al juego —de azar, por
ejemplo, pero también al juego en general— una expresión revolucionaria de la
técnica, dicha expresión potencial se encontraría, por tanto, al menos en principio
en “la vereda opuesta” a la seria racionalidad. Y si bien hemos remarcado en
innumerables ocasiones lo improcedente que resulta suscribir al pensamiento
benjaminiano en un esquema de polaridades en permanente oposición, sí al
198
menos cabría preguntarse si efectivamente Benjamin habría “apostado” por una
suerte de irracionalismo como expresión revolucionaria de la técnica. No obstante,
tal como señalábamos anteriormente, Benjamin aludirá en “El autor como
productor”, a la idea de que revolucionar la técnica implicaría modificarla —valga
la redundancia— técnicamente. ¿Y no es acaso la técnica un fruto de la razón?
¿No es acaso la segunda técnica, la del juego, una disposición vinculada con la
repetición propia de la ciencia? Tal vez la respuesta a tales preguntas se
encuentre, nuevamente, en la particular modulación de las confrontaciones
benjaminanas; una que, en este caso, probablemente anuncie que la cara reversa
a la razón sea “otro tipo” de racionalidad, una ya no arraigada en aquella cuyo
soporte, finalmente, era de carácter mítico o religioso 55. Al respecto, tal vez una
pista de utilidad pueda ser provista por un breve fragmento escrito por el filósofo y
profesor francés Émile-Auguste Chartier (1868 - 1951), conocido por el apodo de
Alain; dicho fragmento es recuperado por el propio Benjamin en su proyecto sobre
los pasajes parisinos en donde señala lo siguiente:
55
Pues, bastará con recordar que Kant atribuyó a la posibilidad de la existencia de una entidad superior y
universal el carácter de “lógico”, en cuanto necesario para la subjetividad. En una dirección similar Hegel
articuló su pensamiento —especialmente en su juventud— sobre la base del axioma cristiano.
56
Las omisiones en la cita se encuentran de esa forma en el original.
199
Aparentemente, y si seguimos “al dedillo” las palabras de Alain, el juego para
Benjamin se diferencia del trabajo no tanto por la libertad que el primero implica
respecto al segundo, tal como lo señalaría por ejemplo Kant o más tarde Huizinga
(cfr. Supra), sino porque el juego no sería una actividad “acumulativa” o, mejor
dicho, “progresiva”, entendiendo el progreso como una apuesta hacia al futuro
engendrada por experiencias acumuladas en el pasado. Muy por el contrario, el
juego encarnaría en la figura de la permanente repetición porque su relación con
el pasado se encuentra debilitada y no ofrecería tampoco —al menos en
principio— mayores contemplaciones para con el futuro. El juego, en ese sentido,
sería una actividad cuya potencia radicaría en el mero presente. Una, diríamos,
potencia del —para el— presente. En ese sentido, el juego vendría a rechazar la
carga del pasado que no sólo produce trabajo, sino también seriedad, derecho y
poder. La potencia del juego entonces, en tanto que atención fundamental al
presente, parece dejar entrever una disposición particular con lo pasado. Una
disposición “dialéctica” y “materialista” con éste indicaría con probabilidad
Benjamin. De tal suerte, frente a una mirada rutinaria al pasado, que observa en
aquel una promesa del futuro por llegar, el juego sólo atendería al presente: en
definitiva, el juego no testifica en el pasado una experiencia posible, ni tampoco
atiende a la idea habitual de experiencia como acumulación de saberes
comunicables. El juego, en cambio, emparentado —al menos en ese sentido y tal
como señalábamos— con la ciencia, se replica en su actividad como siempre
nuevo y nunca definitivo. No obstante, ya lo comentábamos, es del todo llamativo
e incluso problemático que Benjamin utilice la analogía de la ciencia como
referencia para la figura de la repetición, siendo que en general la disciplina
científica se ha caracterizado modernamente por su estructura progresiva y su
acumulación de saberes. Tal vez la diferencia sustantiva radique específicamente
en la relación de la ciencia con la tradición: si bien el paradigma científico en su
práctica opera en general sobre la base de tesis consolidadas y apunta por tanto a
un mejoramiento del futuro en su actividad presente, es decir, si bien la ciencia es
también un modo de vinculación con su propia historia disciplinar, será el mismo
200
discurso científico el que en rigor se ofrece como “traición” a su pasado tradicional.
O dicho de mejor modo, lo denominado científico, en la medida en que requiere
permanentes certificaciones de sus postulados, tenderá a considerar su pasado
disciplinar como modulable, susceptible de ser falseado y, por tanto, ya no pétreo.
La ciencia “avanza” —diríamos coloquialmente— únicamente en la medida en que
es capaz de mejorar o incluso devastar las premisas de su pasado; el rito, en
cambio, no trasmuta ni modifica el pasado, lo hace revivir en el presente como si
nunca hubiese una modificación. El rito, sabemos, no trastorna lo pasado, sino
que lo recupera. ¿Qué tipo de racionalidad, por tanto, pareciera presentarse en la
propuesta benjaminiana? Una, por cierto, ya no vinculada a la idea de pasado
como soporte del porvenir e, igualmente, una con una debilitada relación con la
tradición. No obstante, también un tipo de racionalidad “dispersa”, “desatenta”, es
decir, que ya no congeniaría con las antiguas formas propias de la contemplación.
Un tipo de racionalidad “científica” mas sólo en tanto experimental, materialista y
reiterativa, es decir, solamente en tanto potencia para el presente y no tanto a
propósito de su faz progresiva de avance en el tiempo.
57
Dicha aparente paradoja, insistimos, en parte se “resuelve” en el pensamiento benjaminio bajo la figura
de la puesta en reposos o suspenso del pendular entre polos en oposición. En dicho reposo, cada opuesto
termina por relacionarse con su contrario mediante semejanzas, y con ello los efectos estudiados darían
cuenta también de su carácter “originario”.
201
propia definición sobre el concepto de aura (cfr. Supra). En otras palabras, una
modificación en la percepción que es también una transformación del
pensamiento58, o al menos de la categoría relativa a la actividad del pensar en un
sentido tradicional. No obstante, hemos adelantado ya suficiente con tales
sentencias sin tomar mayores precauciones; por tanto, menester será darle
fundamento argumental a dichas declaraciones, en aras de dirigirnos hacia los
segmentos finales de la presente investigación y conseguir, esperamos, una
definición acabada de la idea de juego provista por Benjamin. Para ello,
deberemos volver primero a la problemática relación que Benjamin pareció
proponer respecto al potencial revolucionario en la merma de la tradición y, por
tanto, al potencial revolucionario del juego como manifestación de una depreciada
relación con la bella apariencia. En ese sentido, el así llamado “mesianismo” de la
propuesta Histórica benjaminiana puede resultar ineludible: nociones como
revelación, espera y sus vinculaciones con el derecho, el destino y la tradición al
parecer estarían dando cuenta de esa “revolución en el presente” que hemos
intentado consignar. Finalmente, en dicha terminología se propala también la idea
misma de “verdad” desarrollada por Benjamin, asunto de importancia si bien
lateral para la tarea que aquí nos hemos impuesto, de todos modos necesaria en
su revisión al menos somera. Y bajo esa línea sugerida, con seguridad quien nos
podría proveer de aclaradoras señas sobre el carácter mismo de lo mesiánico es
G. Scholem.
5. Mesianismo y juego.
Hacia la década del cincuenta del siglo pasado, Scholem reuniría gran parte de
sus anteriores estudios sobre la tradición judaica en un breve documento titulado
58
Considerando, por supuesto, el espacio y el tiempo como categorías fundamentales del sujeto en un
sentido kantiano y, por tanto, como elementos indispensables para el pensamiento en dicha línea
argumentativa (cfr. Kant, 2006). Pues, no olvidemos, Benjamin pareciera encontrarse en un permanente
diálogo con algunas de las premisas kantianas que más influenciaron el debate germano, tal como
esperamos en parte haber demostrado ya.
202
“Para comprender la idea mesiánica en el judaísmo”. En él, tal como lo delata su
título, la noción de mesianismo tendrá un protagonismo central, presentado
además bajo una hipótesis del todo llamativa: lo mesiánico en la historia del
judaísmo no poseería un carácter unitario; por el contrario, se debiesen establecer
al menos tres variantes de su interpretación en los estudios de los textos
sagrados. Aquella triada, además, delataría tres modalidades del propio judaísmo,
de su práctica y su discurso. Y será precisamente aquella primera definición de
Scholem la que nos puede brindar, sin duda, más de alguna pista sobre el modo
en que su antiguo amigo, Walter Benjamin, pareció de alguna forma suscribir a un
modo específico de la idea de una temporalidad mesiánica:
203
judaísmo histórico bajo la influencia de estas tres fuerzas.” (Scholem,
2008: p. 101).
Tales “fuerzas” por tanto, tal como las denominó Scholem, se encontrarían en
permanente tensión en la base misma del judaísmo rabínico. No obstante, en
primera instancia —y pese a lo anteriormente insinuado— parece inapropiado
asignar a la propuesta benjaminiana el talante de alguna de aquellas tres
descripciones, pues aquellas se ofrecen todavía en exceso taxativas. Por ello
también resulta del todo necesario incorporar la siguiente aclaración del propio
Scholem, citada aquí nuevamente en extenso:
205
tensión expresada en el presente. Así, el presente no sería la síntesis del pasado
y el futuro, sería en cambio un movimiento pendular entre ambos 59. De esta
manera, el presente se ofrecería como una potencia del porvenir, pero también de
lo pasado. Y al parecer es aquella misma relación de tensiones entre polaridades,
como una energía en potencia, la que se estaría presentando en Benjamin como
parte del modelo dialéctico propuesto por él. Al respecto, de hecho, nuevamente
algunas sentencias de Scholem tal vez consigan ilustrar en qué medida, para
Benjamin, el materialismo histórico-dialéctico y el mesianismo rabínico serían
también tanto fuerzas en oposición como polaridades relacionadas íntimamente
gracias a la tensión entre ellos:
“(…) todo ser que surge tras el tsimtsum60 encierra una honda
dialéctica: por todas partes la nada originada por el tsimtsum se inscribe
dentro del ser. Nada hay que sea puro ser y nada hay que sea puro no-
ser.” (Op. Cit. p. 73).
206
Historia, o incluso, por las condiciones del tiempo. En definitiva, aquellos “todavía”
y “también” serían condicionales a la luz del presente. Y será entonces en esa
potencialidad del presente como situación de una intensidad posible que se
manifestaría una relación restauradora con el pasado, y utópica respecto al futuro.
Ahora bien, volvamos sobre una sentencia de Benjamin aludida aquí con
anterioridad, a saber, “(…) dado que el destino, verdadero ordenamiento del
eterno retorno, sólo impropiamente, es decir, parasitariamente, puede definirse
como temporal, sus manifestaciones buscan siempre el tiempo-espacio.”
(Benjamin, 2006: p. 347). Dicha frase, mencionábamos, da cuenta de la particular
relación que Benjamin mantiene con el talante “narrativo” de la temporalidad
histórica, pero también de la implícita relación atribuida al destino —como
formulación espacio-temporal— con la percepción aurática, entendida esta última
como modulación específica del tiempo y el espacio. Pues, en ese sentido, el
juego, en tanto polaridad en tensión al interior del concepto de obra de arte,
parece adoptar también la forma ilustrativa de una disposición diferente frente a la
temporalidad: por una parte, el juego de azar “prostituye” al destino, profanándolo;
por otro, el juego al interior de la obra de arte se ofrece como una relación gozosa,
repetitiva y experimental, que apunta desde su filiación con la segunda técnica a la
207
reconciliación con la naturaleza. Pero también el juego en la obra de arte, como
repetición y experimentalismo, se manifestaría como una disposición distinta
respecto a la temporalidad, eludiendo el tradicional carácter progresivo atribuido a
la Historia, o mejor dicho, mermando a la tradición misma como forma de relación
con el tiempo. En ese sentido, por ejemplo, y volviendo sobre algunas de las
sentencias benjaminianas aquí revisadas, parecen adquirir mayor resonancia las
siguientes líneas:
61
De alguna manera, lo que Benjamin parece desear expresar es que, en efecto, el progreso como tarea
infinita y la noción de eterno retorno no son más que “dos caras de la misma moneda”. O en otras palabras,
que aparentando una irreconciliable oposición, finalmente pertenecen al mismo tipo de disposición frente al
mundo.
208
en cambio, los modelos de relación con el tiempo y el espacio propios de la época
de la segunda técnica anunciarían un estado de efectiva repetición, no ya como
reiteración de lo pasado como presente, sino del presente mismo como energía de
tensión entre polaridades contrapuestas: el pasado y el futuro. Por tanto, la así
llamada “redención” del pasado (Cfr. Oyarzún, p. 48. En Benjamin, 2009) sería,
proponemos, una salvación de lo pasado respecto a sus determinaciones
tradicionales. Así, indicará Benjamin:
No volveremos ahora sobre la idea de “débil fuerza mesiánica”, pues nos desviaría
del sendero que en este momento deseamos recorrer. Pero sí al menos hemos de
señalar como dicha débil fuerza mesiánica, o mejor, como aquel mesianismo que
convive internamente con una tensión entre recuperación y utopía, decanta en una
disposición específica respecto al tiempo. De tal suerte, tal como lo señalaría
Benjamin en las líneas anteriores, el porvenir —la felicidad—, en tanto posibilidad,
se encontraría “teñido” de lo ya ocurrido en el curso de una vida; y por otro lado, el
pasado, como representación de la historia, o mejor dicho, como representación
en el presente de la historia, se denotaría también un “posible”. Dicha posibilidad
encarnaría la “redención”, como modulación del pasado y no como observación de
éste. En otras palabras, redimir lo pasado no sería tanto “descubrir” lo ocultado por
la tradición, sería, incluso más, concebir al pasado como posibilidad, como
209
potencia del presente. Así, nos encontraríamos ante un modelo de la historia que,
en su vertiente mesiánica, concibe al presente como una zona de tensión entre
dos potencias en disputa —el porvenir y lo pasado—, siendo tales potencias
concretadas como fuerza en ejercicio solamente en la zona de tensión, a saber, lo
presente. Ello, insinuábamos, daría cuenta también de una potencial
transformación en los modelos de relación con el tiempo, pero también con el
espacio. Aquella transformación, al menos en cuanto al tiempo, se encontraría
anunciada en la intensidad del juego frente a la seriedad como merma con la
experiencia, como merma con la tradición. En ese sentido, por tanto, el modelo
“progresivo tradicional” de la historia, o mejor, del sujeto respecto a la historia y su
naturaleza ya exhibiría el origen de la transformación suscitada por la segunda
técnica; y en ese sentido, también, el modelo histórico-materialista de Benjamin se
fundaría en parte sobre dicha modificación. Después de todo, citábamos ya:
211
encuentran distantes. De ahí probablemente que Benjamin haya descrito a la
primera técnica como un estado de dominación de la naturaleza, y a la segunda
como una necesidad de reconciliación, pues, habiendo domesticado y reformulado
el mundo62, la humanidad —encarnada ahora en la masa— pareciera querer
volver a reintegrarse con aquel escenario que se le ha vuelto ajeno.
62
Tal vez sea motivo de extrañamiento el uso no diferenciado que hemos dado aquí a las nociones de
mundo y naturaleza. Ello porque, no sólo en la tradición filosófica, sino incluso en el habla cotidiana, aluden
a cuestiones por lo pronto muy distintas. Pese a ello, tácitamente aquel uso casi analógico por el cual hemos
optado quisiera comunicar —al menos tácitamente— una importante filiación entre aquellas categorías. De
esta manera, si bien naturaleza y mundo no deben ser estimados como sinónimos, sí en ambos casos
hablaríamos al menos de un entorno para lo humano.
212
disponga ya meramente como estímulo: si el entorno violenta y si dicha violencia
fortalece, es porque aquel entorno ya no es “sólo una representación”, aunque en
rigor se trate efectivamente de una representación que estimula. En otras
palabras, la segunda técnica sería también el “momento” en donde ya no es
posible del todo ponerse “a salvo”63 de las intensidades emanadas por lo que nos
rodea y, sin embargo, sería del todo posible integrar dichas intensidades a una
vida que también se ha vuelto técnica. Es decir, el mundo técnico, violentando
perceptivamente a la humanidad, ha tecnificado lo humano; la humanidad,
tecnificada por su propio hacer frente al mundo, deberá —según Benjamin—
reconciliarse con aquel mundo vuelto un “otro”. Es decir, reconciliarse con la
propia técnica que ha originado. Ahora bien, literalmente Benjamin señala en su
ensayo sobre la reproductibilidad técnica:
63
Encontrarse “a salvo” en este caso, por supuesto, refiere principalmente a las posibilidades surgidas de la
tradicional experiencia estética, una que se define por su manifestarse puramente en cuanto
representación, puesta en escena o ficción. Por tanto a una “sensación” de seguridad. Ahora bien, lo
problemático de este punto es que, por una parte, Benjamin asegura que el juego permitiría confrontar a la
amenaza de lo real, haciéndola controlable. Y por otro, pareciera indicar que el juego no permitiría ponerse
del todo a salvo mediante la conformación de una distancia “estetizada”. La contradicción, intuimos, de
alguna forma se resolvería en la posibilidad de “entrenamiento” mediante el “trauma” abordado por
Benjamin. Es más, también por una “conciencia representacional” que, bordeando el cinismo, se encontraría
en el ánimo de juego. Por supuesto, abordaremos con mayor detalle todos esos asuntos en lo sucesivo.
213
sentido, si nos remitimos particularmente a aquel estado de concertación entre
aquello en principio radicalmente diferente a lo humano, a saber, la naturaleza,
hemos de considerar también que aquella coordinación reconciliadora se estaría
gestando de la mano de un sistema de aparatos que “violenta” la vida misma de la
humanidad. Es más, el propio Benjamin agregaría en una nota marginal y
divergente luego del párrafo anterior:
Dicha cuestión, entonces, parece crucial frente a lo que hemos señalado. Ello en
la medida en que resuenan en tales palabras una suerte de mesiánica
restauración para el presente de un pasado posible, de un pasado futuro. Pues,
atendiendo a dicho señalamiento, la maquinaria tecnificada y su sistema de
aparatos, mediante el ejercicio repetitivo y continuo de tales aparatos, es decir,
mediante su agresión traumatizante, estaría supuesta y potencialmente gestando
una restitución de la primera naturaleza mítica para la colectividad. No obstante,
nuevamente recaemos en una de las particulares modulaciones argumentales de
Benjamin, a saber, un estado de la situación encarnada en este caso en el juego
que, en su intensidad, estaría convocando fuerzas del pasado para el presente.
De este modo, no se trataría, insistimos, de una restitución del régimen aurático y
su carácter mítico mediante el acostumbramiento al shock de la técnica, ni
tampoco de un régimen puramente tecnificado de la vida como utopía posible, sino
de una “connaturalización” de esta nueva naturaleza cultural, de este entorno
tecnificado. Así, la intensidad de la relación aurática con el mundo no podría
retornar como tal, en parte porque la naturaleza —o incluso el mundo— ya se
ofrece como tecnificada. En parte, porque la naturaleza ya se ha constituido sobre
la base del juego.
214
7. El “estilo juvenil” como resistencia del arte frente a la técnica.
Tal vez por ello Benjamin haya observado en ciertas prácticas del arte y la
arquitectura la aplicación de una política conservadora, o incluso lisa y llanamente
errada. No solamente aludiendo a los casos más evidentes de filiación entre arte,
fascismo y guerra, por ejemplo, sino también en movimientos en apariencia
“ingenuos” o, incluso, en la obra de personajes que causaron en él un importante
impacto, como Baudelaire. Y aunque, nuevamente, hemos de considerar que
aquellos diagnósticos benjaminianos habitualmente evitaban emanar de entre sus
letras algún tipo de sentencia demasiado taxativa, so riesgo de traicionar un
modelo dialéctico en permanente oscilación, al menos un asunto aparece como
215
notorio: ciertas prácticas del arte errarían su cometido —su función histórica y
social— al intentar “forzar” un retorno del mito y el rito, o bien al técnicamente
“maquillar la fractura” de la percepción aurática. Ello porque dicho retornar forzado
pareciera propalarse como un nuevo intento de dominación de la naturaleza —
incluso en su acepción literal— y no la coordinación con ella. De tal suerte, por
ejemplo, con Benjamin tomando las palabras de R. Caillois para una de las
anotaciones de su proyecto sobre los pasajes de París, pareciera apuntar esta
declaración en dicha dirección:
216
histórica. Dicha resistencia, finalmente, decantaría en modelos de representación,
en discursos y relatos, que tenderían a replicar la antigua filiación ritualista con la
imagen y a diagnosticar de su tiempo un momento de patente misticismo. En otras
palabras y como una suerte de oxímoron, a proponer una “belleza moderna”, una
“atmósfera” mítica. Por ello, señalaría Benjamin en OdA, no es del todo extraño
que algunos de los primeros críticos del cine hayan sugerido como alabanza a las
potencialidades del filme, la posibilidad “artística” de recomponer en toda su
magnificencia las grandes y tradicionales narraciones, los grandes mitos heroicos
y trágicos. Una nueva teología del arte, señalaría Benjamin, expresada en el “arte
por el arte”, es decir, en una suerte de autonomía garantizadora del germen
expresivo y sentimental del “origen del arte” y, además, de su valor sustentado en
la idea misma de belleza.
64
Jugendstil. Movimiento artístico alemán sumamente emparentado con el Art Nouveau, el Modern Style y
el Liberty o Floreale. Y si bien en cada región dicho movimiento tiene sus propias particularidades —de ahí
sus diferentes denominaciones, dependiendo del habla de cada país—, en términos generales se suele aludir
a dicho movimiento sencillamente como “modernismo”.
217
hacia una percepción dispersa. Y, por supuesto, Baudelaire emergería como un
caso dechado de dicho tránsito: “En una prefiguración del Jugendstil, Baudelaire
proyecta «Una habitación que parece la de un sueño, una habitación
verdaderamente espiritual…»” [Envía a: Charles Baudelaire. Le spleen de Paris.
París, ed. R. Simon, p. 5, «La habitación doble»] [S 5 a, 3] (Benjamin, 2013: p.
567). Doble condición la de Baudelaire, poeta ejemplar de la modernidad urbana,
pero también de un espiritualismo con tintes tardo-románticos. En otras palabras,
un poeta que todavía buscó la belleza por doquier, incluso en los aparatos y las
vitrinas que lo rodearon. No obstante, pareciera que en rigor sería en el Jugendstil
en donde se apreciarían con mayor claridad las características propias de un
quehacer artístico volcado hacia una resistencia frente a la tecnificación del
entorno y, fundamentalmente, frente al cambio de percepción suscitado por dichas
modificaciones técnicas. Al punto que Benjamin incluso se preguntaría si: “Quizá
habría que intentar llevar esta reflexión hasta el umbral de la guerra, siguiendo el
estilo juvenil [Jugendstil] hasta llegar a su repercusión en el movimiento juvenil
[Jugendbewegung]”65. [S 5, 3] (Benjamin, 2013: p. 566). Dicha relación que
Benjamin se encontraría modulando al momento de analizar al así llamado “Estilo
juvenil” se encontraría, precisamente, en el carácter eminentemente conservador
—e incluso retrógrada— de aquellos grupos juveniles de fines del siglo XIX y
principios del siglo XX y que, con el pasar de los años, serían el caldo de cultivo
para el surgimiento de las juventudes hitlerianas. Grupos, dicho sea de paso, a los
que Benjamin conocía de primera mano, pues en sus años escolares había
participado —incluso con fervor, como era común por aquellos días— de tales
reuniones. Así por ejemplo lo describirá Jaime Cuenca, en su ensayo “Un truncado
ideal de juventud: La vivencia del tiempo en Peter and Wendy”:
65
Destacados en el original.
218
Y agregará
66
Para mayores referencias sobre la relación entre el “estilo juvenil” y su ánimo regresivo, véase también:
Cuenca, 2013: p. 63 y ss.
219
de la sociedad burguesa acarrearon finalmente el triunfo de su exacto
opuesto: tiranía y uniformidad totalitaria.” (Op. Cit. p160).
En ese sentido, resulta del todo llamativo que Benjamin de hecho se haya formado
en su juventud en el seno de tales movimientos (Cfr. Jarque, 1992: p. 23 y ss.). Y
tal vez la explicación de la posterior crítica que elabora, en su madurez, a la
transformación de aquellos movimientos juveniles se deba principalmente al “giro
materialista” de su pensamiento adulto. No obstante, hemos insistido en la
dualidad que marcaría el modelo de argumentación benjaminiano, y estimamos
que una posible explicación a dicha crítica se arraigaría nuevamente sobre aquella
matriz de perpetua oscilación: como si se tratara nuevamente de una tensión
gestada por intensidades dispares entre polos opuestos, aquello que en principio
parece potencialmente redituable para la “liberación” y el mejoramiento de lo
humano, a saber, un retorno a la naturaleza, una nueva relación con el mundo,
una emancipación del encorsetamiento de la razón meramente instrumental,
puede eventualmente tornarse puro ejercicio de opresión. El problema, por tanto,
no se encontraría en la premisa, sino en su “aplicación”. Dicha aplicación, hemos
considerado aquí, en parte se encontraría atestiguada por el “impulso” de ir contra
el tiempo presente y domesticar la naturaleza. En otras palabras, de gestar
modelos implantados de un posible futuro en el presente y de dominación de
formas del pasado. En ese sentido, “ir contra la corriente” o generar diagnósticos
“a contra pelo” —como coloquialmente se podría expresar— mostraría su cara
“revolucionaria” en tanto no intentaría hipotecar a fuerza el estatuto del presente
en aras de un porvenir y de un retorno. Por tanto, hablaríamos de un asunto de
“fuerzas”: en el caso del materialismo histórico benjaminiano, de una débil fuerza
mesiánica.
222
enarbolados por el fascismo. Pero también en el estilo juvenil se apreciarían las
características propias de su tiempo, no como resistencia, sino como “síntoma”:
formas ornamentales para una imaginación “banal”, repetición de dichas formas en
patrones destinados únicamente al goce desatendido e irracional. En otras
palabras, tal como lo señalaría Benjamin en las primeras líneas de OdA, en el
estilo juvenil se apreciarían también contradicciones internas propias del capital.
En tales contradicciones, se anunciaría finalmente un “potencial”. Benjamin lo
señala del siguiente modo en su proyecto sobre los pasajes:
Es decir, en el estilo juvenil —en tanto que uno de los representantes del umbral
hacia la intensidad de la segunda técnica— se apreciaría tanto momentos
regresivos como potenciales integraciones hacia su propia época. De ahí que el
origen de la segunda técnica habría de buscarse en el juego: en él se aprecia un
cambio de intensidades cuyo potencial revolucionario radicaría en las posibles
contradicciones propaladas por su tiempo. Volveremos, por supuesto, a una
declaración como esa en lo sucesivo. Pero antes, tal vez sea útil recurrir
nuevamente a palabras de Benjamin para ilustrar dicha problemática oscilación del
estilo juvenil:
223
años antes que la despertara, retumbando, la historia.” [S 4 a, 1] (Op.
Cit. p. 565).
224
resistencia a la técnica de su tiempo, pues su regresión sigue siendo, al final de
cuentas, un proceso técnico también. Benjamin lo indicaría así:
“Estilizar” será el término empleado por Benjamin para describir una suerte de
vano embellecimiento; una especie de disfuncional sofisticación de la mera forma.
Dicho término también lo empleará para describir, por ejemplo, a la noción de
“eterno retorno” nietzscheana y su “Zaratustra” en la misma carpeta dedicada al
estilo juvenil. En ese sentido, pareciera que Benjamin le ha atribuido a gran parte
del discurso y del imaginario de fines del siglo XIX un estado de “ensoñación”, de
un “dormitar soñando que se despierta”. Aquella estilización propia del “todavía
sueño” burgués de fines del siglo XIX, señalábamos, indicaría como síntoma tanto
su eventual paroxismo fascista como el potencial revolucionario de una técnica
todavía no integrada. De esta manera, la estilización parece comprender tanto la
225
eventual estetización de la política como una posible politización del arte:
dependiendo del “uso” de la técnica respecto a su relación con la naturaleza,
alguna de aquellas intensidades en aparente polaridad podrían propender a
acercar al mundo a alguno de sus “campos gravitacionales”, si se nos permite la
inexacta metáfora. Benjamin, de hecho, en parte lo expresaría de este modo:
Por tanto, sería en aquella doble condición del estilo juvenil donde parece radicar
efectivamente la “cualidad” de “momento de tránsito” —al menos para el relato
inscrito en cualquier historia posible— con el que Benjamin se acercaría Francia
de fines del siglo XIX. Dicho de otra manera, el estilo juvenil pareciera ilustrar a la
perfección un estado de tránsito entre modelos de relación con el mundo, uno que
comienza a ver depreciada su experiencia y, por el contrario, comienza ya a
intensificar sus vivencias e, incluso, a buscar por doquier una “vivencia total”.
67
Al respecto, valga destacar nuevamente que para Benjamin el estilo juvenil acercaría a la burguesía a
procedimientos propios de la primera técnica, al menos en apariencia. No obstante, reprimiría —en un
sentido psicoanalítico— su cotidianidad, enmarcada por el predominio de la segunda técnica. De esta
manera, la burguesía mediante el estilo juvenil fabricaría una belleza “forzada”. Dicha belleza sería el
síntoma claro de una resistencia a la transformación histórica que se precipitaría hacia el siglo XIX.
226
8. Juego y vivencia.
Ya hemos mencionado del modo más sucinto posible la importancia que Benjamin
pareció atribuirle —en el marco de su horizonte hacia un nuevo modo de la
práctica histórica— a una pareja conceptual tradicional en la fenomenología
alemana68, a saber, Erfahrung y Erlebnis. No será tampoco ahora nuestro interés
ahondar demasiado en aquel par de conceptos, cuyo análisis acabado debiese
seguramente integrar también un momento comparativo con la dirección que
adoptaron en la filosofía hegeliana, tópico muy alejado de nuestras intenciones.
Pero en aras de continuar desarrollando una posible senda que dote de cierta
forma a la noción de juego usada por Benjamin, al menos sí debemos reparar en
un asunto: este autor congenió el acto de jugar —en especial del jugador como
apostador— con la así llamada “vivencia” [Erlebnis] propia de un tiempo que
denota una crisis de la “experiencia” [Erfahrung].
Ahora bien, tal vez sea recomendable desde ya recordar que ambos términos
alemanes “padecen” de una semejanza en su traducción al español, pues ambos
pueden ser indistintamente utilizados como experiencia y vivencia, situación
problemática no sólo para traductores cuidadosos, sino también para generar
traslaciones exactas del sentido de tales ideas a nuestra lengua en
aproximaciones como las de nuestro estudio. No obstante, el término Erfahrung
posee un matiz de diferencia en su definición, pues se encuentra asociado a una
pericia y, por tanto, a un conocimiento disponible. En cambio, Erlebnis no parece
directamente relacionado a un saber, sino a un tipo de experiencia inmediata y no
necesariamente en relación aditiva a otras experiencias de similares
características. De ahí que en general los traductores optasen por utilizar
“experiencia” para Erfahrung y “vivencia” para Erlebnis. Esta información, sin
embargo, probablemente evidente para la mayor parte de aquellos vinculados a
68
Para una referencia más acabada sobre el uso tradicional de tales conceptos en la tradición
fenomenológica germana, véase: László Tengelyi. De la vivencia a la experiencia. En “Devenires VIII, 16”
(2007): pp. 55-74.
227
los estudios filosóficos y para germano-parlantes, para nosotros, decíamos,
adquiere también el tinte de un recordatorio: para Benjamin la vivencia moderna
es también un tipo de experiencia, depreciada en cierto sentido, pero experiencia
al fin y al cabo. Dicha merma de la antigua experiencia frente a aquellas que
comienzan a intensificarse protagónicamente en la modernidad, se vería ilustrada
precisamente en un detrimento frente a la importancia de la tradición, del
conocimiento transmisible y de la importancia de la memoria como adición de
saberes. Por tanto, en parte también se manifestaría en una relación particular con
la propia historia, una vinculación que en sí misma se ha vuelto por momentos
fragmentaria respecto al presupuesto de continuidad de la historia, o bien por
momentos una vinculación repetitiva con el propio tiempo, como si el presente
fuese un déjà vu69. O manifestado de otro modo: para Benjamin la experiencia
sería aquella forma de relación con el entorno que permitiría la incorporación de
saberes, que luego —como las costumbres— se tornan tradición, al ser
comunicadas de generación en generación. Una relación, por tanto, con y desde el
lenguaje, en donde la memoria operaría con una doble faz, pues sería ella misma
tanto tributaria de dicho régimen de comunicabilidad como posibilitadora de tal
comunicación. La vivencia, en cambio, se —valga la redundancia— vive no como
una filiación con el pasado transmitido, sino como un shock del momento. Su
violencia, por ende, no permitiría su integración plena en el decurso narrativo de la
memoria. La vivencia, en ese sentido, como una relación con la inmediatez, iría
mermando aquel anterior modelo de legibilidad sobre el mundo dotado por la
tradición.
69
Para mayores detalles sobre las nociones de vivencia y experiencia en Benjamin, véase: Omar Rosas.
Walter Benjamin: historia de la experiencia y experiencia de la historia. En “Argumentos 35/36”, 1999: pp.
169-185, y Mario Alejandro Molano. Walter Benjamin: historia, experiencia y modernidad. En “Ideas y
valores, vol. XIII”, n° 154, abril 2014: pp. 165 – 190. En ambos escritos se desarrollan con claridad
definiciones precisas sobre el papel que adoptaron tales conceptos en la propuesta histórica benjaminiana.
En cierta medida, tales descripciones se encuentran tácitamente en nuestro argumento, si bien el presente
estudio apunta en una dirección diferente.
228
Pues considerando lo anterior, nuevamente debemos atender a la “llamada” de
Benjamin para comprender plenamente el sentido de tales definiciones; es decir,
debemos aproximarnos a ellas “dialécticamente”: si bien la experiencia —
depreciada en la época de la segunda técnica— permitía un tipo de relación con el
pasado que podría constituirse como conocimiento, y si bien, incluso, gran parte
del proyecto histórico benjaminiano apuntará en una dirección recuperativa —
aunque en ningún caso de “retorno” o “restauración”— de tales posibilidades para
el presente, también debemos considerar que la vivencia, con su falta de
conocimiento, su incomunicabilidad y su violencia, igualmente —y en
consecuencia— ha desestabilizado ciertas filiaciones tradicionales;
desestabilizaciones que abrirían la puerta a potenciales transformaciones de
índole “revolucionarias”. Pero, nuevamente, siempre y cuando tales potenciales
sean integrados por fuerzas no regresivas pues, en caso contrario, la intensidad
de tales potencias se tornarían poder efectivo para la opresión de lo humano.
Sería por tanto en aquella dirección que Benjamin, remitiendo a aquel umbral de la
modernidad que se encontraría en París de fines del siglo XIX, indicaría que “El
proceso de la atrofia de la experiencia empieza ya con la manufactura. Dicho de
otra manera, coincide en sus inicios con los de la producción de mercancía.” [m 3
a, 3] (2013: p. 803). Y que “La fantasmagoría es el cor[r]elato intencional de la
vivencia” [m 3 a, 4] (ídem). Al respecto, se podría analizar de forma prolongada los
diversos matices de ambas declaraciones, pero por ahora seguramente bastará
con señalar algo por lo pronto ya indicado: el proceso de tecnificación industrial
comenzaría a atrofiar ciertas relaciones con no sólo un conocimiento tradicional,
sino fundamentalmente con la tradición misma del conocimiento. Ello arrastraría
como consecuencia la intensificación de “otro” tipo de experiencia —la así llamada
vivencia— que tiende a relacionarse empáticamente con el mundo, es decir,
comienza a acercarse a él sin conocerlo. Su efecto —o correlato— sería la
constitución de vaporosas fantasmagorías: imágenes ingrávidas y proyecciones de
sentido en directa relación con el fetiche en su estado mercantil. En otras
palabras, la continuidad de la merma de la intensidad aurática de la experiencia,
229
pasando por un estado de desmitificación, sería finalmente también la
conformación de un mito, en este caso industrial y mercantil. O inclusive: la
inmediata proximidad de la vivencia, inhábil al momento de generar distancias
contemplativas fundamentales para la constitución de un conocimiento frente al
mundo, implicaría en su paroxismo la mitificación de dicho mundo al amparo de la
fetichización mercantil y los estímulos de shock propiciados por el entorno.
70
Para mayores referencias sobre las relaciones entre vivencia, fantasmagorías y alucinaciones en la
propuesta histórica-materialista de Benjamin, véase Zamora, 1999: pp. 129 – 151.
230
De tal suerte, nos encontramos nuevamente en Benjamin con una especie de
“ambivalencia”, a saber, por una parte la idea de destino se ofrece como un
componente del “tiempo mítico” y, a la vez, como el correlato de una época que
propendería a la “de-mitificación” del mundo. Dicha trama aparentemente
contradictoria en su ambivalencia, nuevamente parece resolverse en el “giro
dialéctico” benjaminiano: ciertas prácticas propias de la época de la segunda
técnica apuntarían finalmente hacia un momento regresivo, hacia un retorno
eminente a prácticas surgidas, en cambio, de la primera técnica. Ello al menos en
su disposición rutinaria o “adormilada”. El “despertar” por tanto, propuesto por
Benjamin, no pareciera vincularse tanto al develamiento de una verdad ocultada
por las manifestaciones de la segunda técnica en el mundo, como más bien a un
“desperezarse” de tales prácticas rutinarias para notar ciertas potencias
silenciosas que murmurarían su existencia en el seno mismo de dichas prácticas.
La aparente paradoja, ergo, se despeja si atendemos sucintamente a la idea de
que Benjamin ha visto en la noción de “vivencia total” una puesta al límite de la
condición connatural de lo humano en el contexto de la segunda técnica; un
paroxismo gestado como horizonte o ideal por seguir, cuya finalidad sería,
finalmente, el retorno a un origen supuesto. Es decir, un nuevo inicio “apuntalado”
en el futuro. Tal vez por ello Benjamin se preguntaría luego “¿Será antes que nada
la empatía con el valor de cambio lo que capacita al hombre para la «vivencia
total»?” [m 1 a, 6] (2013: p. 800). La vivencia total, en ese sentido, parece
manifestarse para Benjamin como una especie de suma identificación con la
mercancía, como una aproximación total. Dicha carencia de distancia, o mejor
dicho, aquel ímpetu de la masa por acercarse a las cosas e integrarlas
haciéndolas “suyas” —procedimiento directamente vinculado a una vivencia del
mundo— adquiriría entonces en la “vivencia total” el cariz patológico de una
disposición de total inmersión y, en cierto sentido, de regresión artificial e
imposible.
231
resulta —si se nos permite el término— “ambivalente”: por una parte, el juego se
exhibe como manifestación de una intensidad potencialmente revolucionaria dada
por la segunda técnica, por otro lado, como su cara patológica y regresiva;
igualmente, el “juego” aparece en las descripciones benjaminianas como un
“origen” posible para la emergencia de la segunda técnica, pero también como su
resultado. Tales oscilaciones, hemos insistido aquí, no se deberían tanto a una
utilización contradictoria o indiscriminada del término, como a una modulación
oscilatoria del propio argumento, una que además se integra plenamente al
movimiento pendular de la propia idea de “vivencia”. De este modo y de forma
semejante, la vivencia, como experiencia depreciada, se muestra tanto como
fenómeno patológico de identificación fetichista y fragmentaria pasividad, así como
potencialmente un “estado” de relación perceptual susceptible de generar
profundas transformaciones para la humanidad. Dicha “duplicidad dialéctica” se
ve, por ejemplo, también encarnada en la figura de la “huella”, una que para
Benjamin se tornaría un concepto relevante al momento de elaborar su propuesta
sobre la historia y el lenguaje71:
71
Véase, por ejemplo, el ineludible análisis obre las apreciaciones de Benjamin respecto al lenguaje en E.
Collingwood-Selby, 1997.
72
El destacado es nuestro.
232
fundamentalmente inacabable, de lo que es digno de saberse, cuyo
aprovechamiento depende del azar, tiene su prototipo en el estudio.” [m
2, 1] (Benjamin, 2013: pp. 800 – 801).
73
Indicaría por ejemplo Benjamin: “La espontaneidad común al estudiante, al jugador y al flâneur es quizá la
del cazador, es decir, la del tipo de trabajo más antiguo, el que más estrechamente podría estar relacionado
con la ociosidad.” [m 5, 2] (2013: p. 805) Valga recordar, sin embargo, que en casos como los recién
mencionados Benjamin alude a la figura del jugador como sinónimo de “apostador”, es decir, de quién
concede su felicidad a la figura del destino. Por tanto, se trataría de aquellos personajes habituales a los
juegos de azar en principio, aunque sin excluir del todo a la práctica del juego en un sentido general.
233
por cerca que pueda estar lo que la provoca. En la huella nos hacemos
con la cosa; en el aura es ella la que se apodera de nosotros.” [M 16 a,
4] (Benjamin, 2013: p. 450).
Quizá la anterior sea una de las sentencias realizadas por Benjamin más
clarificadoras respecto a su propuesta argumental en un ensayo como OdA, pues
consigue sucintamente describir de modo comparativo la intensidad polar que se
encontraría protagonizando la era de la segunda técnica, a saber, la huella como
registro de proximidad —pese a toda distancia—. Pero, recordemos, la huella en
tanto que indicio de prácticas primitivas como la caza, adquiere para Benjamin el
cariz —en la modernidad— de un modo de vinculación con el entorno mediante la
vivencia, por tanto, un tipo de relación desprendida de la experiencia y el trabajo.
Su expresión moderna, por tanto, mantendrá relación con la diversión, el
entretenimiento y, como señalaría en OdA, con la dispersión; es decir, un tipo de
percepción fragmentaria —o al menos no continua o aditiva— cuyas energías
resultarían, por tanto, divergentes o “estalladas”, si se nos permite el uso
meramente ilustrativo del término. En ese sentido, el juego, como fenómeno
sintomático de la relación “vivencial” con el mundo, evidentemente mantendría un
directo correlato con el ánimo de dispersión de la masa moderna y los
divertimentos industriales propios del capital. Será por tanto menester revisar de
inmediato dichas relaciones.
9. Juego y dispersión.
Tal como insinuábamos con anterioridad, la vivencia, como forma de relación con
el mundo en la era de la segunda técnica, se comenzaría a presentar
patentemente —o sintomáticamente— hacia fines del siglo XIX en particulares
modalidades de juego, de estudio y en el paseo infructífero del flâneur: casos
ejemplares para Benjamin, que irradiarían —en tanto que ilustraciones— una
disposición general sobre los cambios perceptuales que ya se han establecido por
234
efecto de las transformaciones del entorno. Dicha disposición, señalábamos, ya no
mantiene mayor relación con la continuidad aditiva de la experiencia; por el
contrario, se acercaría más a un tipo de relación fragmentaria, ligera y
“experimental”74. En otras palabras, adoptaría el cariz ligero de la diversión
infructífera, de la diferenciación con el trabajo incluso como “signo” de un nuevo
estatus social propio de la burguesía. De tal suerte, según Benjamin, “El burgués
ha empezado a avergonzarse del trabajo. A él, para quien el ocio ya no es un
sobreentendido, le gusta exhibir su ociosidad.” [m 2, 2] (2013: p. 801). Un tipo de
relación, por tanto, que se predispone a la falta de continuidad propia de la
vivencia, proyectándose hacia el divertimento como una suerte de identidad de
clase. Una cuya empatía con la mercancía, por tratarse de uno de sus elementos
constitutivos en tanto que clase social, marcaría el tono fundamental de su
comportamiento. Por ello su distanciamiento con el trabajo, o como señalaría
Benjamin:
74
Nuevamente nos encontramos con una dificultad en el lenguaje a la que debemos atender, pues fácil sería
confundir la noción de “experiencia” con la idea de “experimentación”. Al menos en este caso, sólo hemos
deseado señalar la relación entre cierta disposición de la segunda técnica que tendería a las ciencias y su
metodología experimental. Y si bien la ciencia tiende a la elaboración de un conocimiento mediante la
verificación o rectificación de hipótesis a través de su proceso experimental y, por tanto, debiese ser
considerada como un tipo de relación acumulativa con el mundo, es decir, un tipo de experiencia, al parecer
Benjamin ha deseado enfatizar el componente repetitivo de tal modelo experimental científico. En ese
sentido, agregaríamos, si bien la ciencia es una forma de conocimiento, no se asemejaría a las tradicionales,
originales o míticas formas de conocimiento descritas por Benjamin, pues se concentraría más que en la
continuidad de un saber, en el desmantelamiento de ideas transmitidas como axiomas. Ello, seguramente, le
permitió vincular tal conocimiento con una forma de la experiencia “depreciada”, fragmentaria.
75
Destacado en el original.
235
En ese sentido, al parecer la importancia que Benjamin le atribuyó a la relación
entre vivencia y burguesía sería, lateralmente, la importancia consignada a una
clase social no solamente emergente, sino incluso dominante; es decir, a una
clase social que con sus comportamientos se encontraría hasta cierto punto
modulando las condiciones materiales de su mundo. Por tanto, en los
comportamientos propios de esta nueva clase social dominante —la burguesía—,
se delatarían gran parte de los modos propios de la sociedad moderna, cuyas
características a su vez anunciarían las condiciones de aquello que Benjamin
consideró como la época de la segunda técnica. Y no hablamos aquí solamente
de industrialización y mercantilización, sino también de un elemento fundamental
para las nuevas formas de la apariencia y la representación: la distracción y los
divertimentos como fenómenos propios de la nueva relación con el trabajo;
particularmente de lo que Benjamin denominó como la ociosidad burguesa, es
decir, aquella forma extremada, urbana y mercantil, de hacer gala del tiempo de
ocio. Una forma de distensión que probablemente se haya arraigado en los
comportamientos burgueses como una suerte de remedo del ocio aristocrático —o
bien del ocio “tradicional” como gesto reflexivo—, o en otras palabras, como un
signo de distinción no sólo frente a las clases trabajadoras, sino como seña de una
clase que se encontraría “en la cima” de la pirámide social. En ese sentido, el
tiempo de descanso y especialmente la posibilidad de la desocupación
permanente, serían también la manifestación de un modo de vida dominante.
De tal suerte, dicha ociosidad, como signo de distinción y poder, para Benjamin
parecieran expresarse mediante la burguesía dominante en dos factores decisivos
para entender el decurso de la segunda técnica: por un lado, el divertimento, la
distracción y la dispersión; por otro, y directamente relacionado con lo anterior, el
surgimiento del arte —moderno, por supuesto—. Así lo señalaría el propio
Benjamin:
“(…) hay que dejar claro lo profundamente que han quedado inscritos
en la ociosidad los rasgos del sistema económico capitalista, donde ésta
surgió. — Por otro lado, en la sociedad burguesa, que no conoce el
236
ocio, la ociosidad es una condición de la producción artística. Y
precisamente es la ociosidad la que de muchas maneras imprime a la
producción artística la marca que hace evidente su afinidad con el
proceso económico de producción.” [m 4 a, 4] (2013: p. 805).
De tal suerte, para Benjamin será aquella exhibición del ocio en tanto signo de
distinción, pero también en tanto comportamiento de una clase dominante, la que
habría definido —sino incluso determinado— las prácticas de distracción propias
del capital. Particular resulta, en ese sentido, que sea mediante tales formas del
ocio que se erija el arte en sintonía con los procesos de producción económicos
propios del capital. Particular decíamos, en la medida en que la condición “nueva”
del arte en el régimen del capital, a saber, el arte producido en la época de la
merma aurática, se ve definido por Benjamin como un tipo de hacer íntimamente
relacionado con las fórmulas del capitalismo. Ello pareciera marcar una sutil pero
fundamental diferencia respecto a la mayor parte de las posiciones declaradas
tanto por autores contemporáneos a Benjamin, como incluso por la posterior
tradición del pensamiento filo-marxista, quienes en general han inscrito a la
experiencia artística en una zona diferenciada y de confrontación respecto a las
prácticas del capital. Evidentemente, sería en extremo extensivo dedicarse a
realizar tales comparaciones, tópico que nos llevaría por zonas un tanto distantes
de nuestro propósito; no obstante, tal vez sea necesario al menos generar una
comparación que por lo pronto aparece como ineludible, a saber, las
declaraciones de Th. W. Adorno sobre el comportamiento de la diversión y el arte
en la época del capitalismo industrial. De esta manera esperamos que con tales
comparaciones se logre atisbar el particular carácter que adquiere la diversión, el
ocio y el arte en Benjamin, respecto a la negatividad del arte adorniana y su
contraparte, el entretenimiento.
237
En el magno escrito titulado “Dialéctica de la ilustración” (1944), Th. W. Adorno y
M. Horkheimer desarrollaron algunas de las tesis más influyentes para el
pensamiento vinculado a la denominada “teoría crítica”, marcando un sendero
argumentativo para el pensamiento de izquierdas, en particular en disciplinas
como la sociología, la filosofía y la estética. En los ensayos pertenecientes a aquel
volumen, sus autores desplegaron un examen minucioso a las promesas de la
razón ilustrada y sus “traiciones”, manifestadas ampliamente por el fascismo, el
mecanicismo y la economía del capital. Pero también argumentarían en favor de
una recomposición de la razón, ya no en un sentido ilustrado, pero enraizada
todavía en sus promesas emancipadoras. De tal suerte, la ilustración, en un giro
dialéctico, se ofrecería para tales pensadores como el origen de la sumisión del
hombre al aparato de la razón, pero también como la latente emancipación de la
humanidad mediante dicha razón; o mejor dicho, mediante la negatividad76 propia
de una razón efectivamente reflexiva. Pero más allá de las posibles y numerosas
conexiones y comparaciones que podrían tramarse con los argumentos
benjaminianos aquí descritos, resaltan por su cualidad dialogante aquellas
emanadas de un ensayo en particular incluido en el volumen de Adorno y
Horkheimer, a saber, el afamado texto “La industria cultural. Ilustración como
engaño de masas”. Ello porque en muchos sentidos se presenta como una suerte
de respuesta directa a ciertas hipótesis elaboradas por Benjamin en su ensayo
sobre la reproductibilidad técnica, una respuesta que tardaría prácticamente diez
años en publicarse desde que Horkheimer editara el ensayo sobre la
76
Variadas son las obras de comentaristas que han hecho hincapié en la negatividad adorniana como uno de
los puntos fundamentales de su propuesta. Dicha perspectiva, desarrollada probablemente de forma más
explícita y dilatada en su escrito “Dialéctica negativa”, pero que también se verá expresada en breves
segmentos de “Dialéctica de la Ilustración”, puede observarse nuevamente de modo explícito en “Teoría
Estética”. Puesto que no es nuestra intención entrar en detalles sobre las particularidades de la denominada
“dialéctica negativa” —y sus similitudes y diferencias con la “dialéctica en reposo” benjaminiana— bastará
tal vez con señalar que la negatividad adorniana aludirá siempre a un “otro” no incorporado —o del todo
incorporable—. De esta manera, su modelo dialéctico también —como en el caso de Benjamin— se
ofrecería como uno distinto al modelo tradicional de la síntesis. Para mayores referencias véase por
ejemplo: Susan Buck-Morss, 1981.
238
reproductibilidad, y un tiempo similar desde que Benjamin le exhibiera algunos de
sus avances a Th. Adorno.
239
ha visto siempre negado, la obra mediocre ha preferido siempre
asemejarse a las otras, se ha contentado con el sustituto de la
identidad. La industria cultural, en suma, absolutiza la imitación.”
(Adorno, Th. W. / Horkheimer, M., 1998: p. 175).
240
Como probablemente ya se habrá deducido, hemos intencionalmente destacado
ciertos términos que aluden, no siempre de forma directa, a algunas de las tesis
centrales del escrito sobre la reproductibilidad técnica de Benjamin. Es más, no
parece mera coincidencia que en ambos ensayos el cine ocupe un papel central,
pero a la vez sea descrito de forma tan diferente por ambos escritos. Y si bien
nuestra intención no es dilatar en exceso el examen de la propuesta de Adorno y
Horkheimer —pues aquel análisis tiene el espesor suficiente para dar paso a otro
tipo de investigación—, siguiendo la intención de exhibir el particular carácter que
posee la diversión, el jolgorio y el divertimento para Benjamin en comparación a
sus contemporáneos, estimamos al menos necesario dar una breve mirada a
dicha terminología y con ello, esperamos, definir de forma más precisa el particular
carácter de la sentencia benjaminiana.
De ahí que para estos pensadores, la futilidad del jolgorio y la diversión sean la
expresión fidedigna de una malversación de las promesas ilustradas, retomadas y
pervertidas por el régimen del capital, puesto que sus fines ya no serían
emancipadores sino, por el contrario, domesticadores. Una domesticación tramada
desde los propios centros de poder, y que coincidirían, en la época del capitalismo
tardío, con los detentores de la economía. De esta manera, si para Benjamin en
los dibujos animados de Mickey Mouse77 se podía advertir una potencia latente
que daría cumplimiento a los objetivos del surrealismo, para Horkheimer y Adorno
77
Véase Benjamin, 2003: p. 84 - 88
242
“El Pato Donald en los dibujos animados, como los desdichados en la realidad,
recibe sus golpes para que los espectadores aprendan a habituarse a los suyos.”
(1998: p. 183). En otras palabras, en las tesis de “La industria cultural” se consignó
a la diversión como instrumento de igualación estandarizada, reiteración lingüística
sobre la base del clisé, domesticación de los tiempos de ocio como nueva forma
de producción mercantil y, finalmente, como malversación de la sublimación del
sufrimiento. Tal como lo indicaría Benjamin en OdA, el shock de las tecnologías
productivas “habituaría” a la masa a la violencia de aquel “golpeteo”. Pero si para
Benjamin aquello podría ser signo de entrenamiento y fortalecimiento de sus
capacidades para contraponerse a las prácticas perversas de la industrialización
capitalista, para Adorno y Horkheimer dicho acostumbramiento sería el fin último
de la propia industrialización, como posibilidad de perpetuar la violencia
domesticadora sobre los cuerpos e imaginarios de la masa. Por ello, indicarían
tales autores, “(…) la cantidad de la diversión organizada se convierte en la
calidad de la crueldad organizada.” (Ídem).
“La mueca aparece como un juego, como una comedia, porque en lugar
de trabajar seriamente prefiere exponer la insatisfacción. Parece
sustraerse a la seriedad de la existencia, justamente porque la admite
sin reservas: por eso es inauténtica. Pero la expresión es el eco
doloroso de un poder superior, de una violencia que se hace oír en el
lamento.” (Adorno, Th. W. / Horkheimer, M., 1998: p. 227).
O bien en el caso de Chaplin, quien con sus pantomimas generaría para Benjamin
una risotada que, en su estertor, se articularía con aquel potencial político de la
segunda técnica; pues para Horkheimer y Adorno, en cambio:
“El triunfo sobre lo bello es realizado por el humor, por el placer que se
experimenta en el mal ajeno, en cada privación que se cumple. Se ríe
del hecho de que no hay nada de qué reírse. La risa, reconciliada o
terrible, acompaña siempre al momento en que se desvanece un miedo.
Ella anuncia la liberación, ya sea del peligro físico, ya de las redes de la
lógica. La risa reconciliada resuena como el eco de haber logrado
escapar del poder; la terrible vence el miedo alineándose precisamente
con las fuerzas que hay que temer. Es el eco del poder como fuerza
ineluctable. La broma es un baño reconfortante. La industria de la
diversión lo recomienda continuamente. En ella, la risa se convierte en
instrumento de estafa a la felicidad.” (Adorno, Th. W. / Horkheimer,
M., 1998: p. 185).
Y agregarán:
246
seriedad de lo real, que es su propio opuesto: cuanto más se empeña
en desarrollarse puramente a partir de su propia ley formal, tanto mayor
es el esfuerzo de comprensión que exige, cuando su fin era justamente
negar el peso del esfuerzo y el trabajo.” (1998: pp. 186-187).
Si consideramos por tanto tales comentarios, resultará muy fácil notar la evidente
contraposición suscrita en el “tono” que Benjamin pareció atribuir a las
características de la técnica reproductiva y su papel frente a la masa en la época
de la segunda técnica. Fácil, en la medida en que Adorno y Horkheimer apuntaron
hacia una dirección que indicaría que, de haber existido una latente potencialidad
emancipadora en los medios técnicos surgidos desde el capitalismo económico y
la industrialización mecanizada, dicho potencial se habría extinguido en el ejercicio
mismo de las conductas propiciadas por aquella cultura industrializada. Una que
se encontraría habituando a la masa a la violencia de su tiempo, no para permitirle
un “levantamiento” revolucionario, sino para aplacarla en el cansancio de su rutina.
Por ello, para Adorno y Horkheimer, “Divertirse significa estar de acuerdo. (…)
Divertirse significa siempre que no hay que pensar, que hay que olvidar el dolor,
incluso allí donde se muestra.” (1998: p. 189).
78
Probablemente en dicha cita las ideas de crítica y respeto hagan alusión al carácter tradicional de tales
términos en la filosofía germana, especialmente desde Kant.
248
autonomía y, fundamentalmente, en su desplazamiento problemático respecto al
estilo —sino incluso a la estilización—. Un arte, por tanto, que poca relación
tendría con la diversión; muy por el contrario, su fuerza radicaría en el lugar que le
dejaría al sufrimiento y a la seriedad de lo real. Aquel sería el placer proporcionado
por el arte, a diferencia de la frustración permanente del supuesto goce ofrecido
por la industria cultural.
249
influenciada por W. Benjamin79. Pero también otra vez el sentido dado a dicha
terminología apunta más bien a contrariar aquella “posibilidad revolucionaria” —en
este caso “contra-mítica”— atisbada por Benjamin en su ensayo sobre la
reproductibilidad técnica.
79
Un acabado estudio sobre el grado de influencia generado por las hipótesis benjaminianas en Horkheimer
y, especialmente, Th. W. Adorno, puede encontrarse en: Susan Buck-Morss, 1981.
250
10.2 Diversión en la obra de arte.
“(…) las masas de participantes, ahora mucho más amplias, han dado
lugar a una transformación del modo mismo de participar. El observador
no debe equivocarse por el hecho de que este modo de participación
adopte de entrada una figura desprestigiada. Oirá lamentos porque las
masas buscan diversión en la obra de arte, mientras que el amante del
arte se acerca a ésta con recogimiento. Para las masas, la obra de arte
sería una ocasión de entretenimiento; para el amante del arte, ella es un
objeto de su devoción.” (Benjamin, 2003: p. 92).
252
una colectividad politizada, gracias a oportunidades ofrecidas por las “brechas” de
la tecnificación.
De tal suerte, se propala de las anteriores palabras de Benjamin una idea cuyo
particular doblez debiese ser cautamente leído; pues, por una parte, efectivamente
Benjamin ha diagnosticado de su propia época una transformación en los modos
de percepción del hombre, modificación gestada desde una de carácter histórica
de los aparatos tecnológicos. En ese sentido, por tanto, en principio no parece
desmarcarse demasiado de variadas tesis —la mayoría de ellas provenientes de
una raigambre cercana a la teoría crítica adorniana—, las que verían con
preocupación tal determinación perceptual provocada por los medios tecno-
industriales de inicios del siglo XX. Ello, por supuesto, en la medida en que tales
transformaciones perceptuales arrastrarían como consecuencia una modificación
en los comportamientos de las sociedades, o incluso en la vida misma. La suma
diferencia entre estos diagnósticos y aquel tramado por Benjamin radicaría,
finalmente, en que este último atisbó en tales modificaciones del aparato
perceptivo humano un cambio de función de la percepción misma. En este caso,
un cambio cuya funcionalidad pasaría necesariamente por la colectivización.
253
En ese sentido, dicho cambio de función de la percepción expresado en el ánimo
masivo por la búsqueda de diversión, no sería tanto para Benjamin la confirmación
de una banalización del mundo como la posibilidad de que, por efecto de tal
“prostitución” desacralizada sobre los modos de vida, aquella vida tienda hacia la
colectividad como manera de atender a sus conflictos. De algún modo, Benjamin
parecería indicar que una de las contradicciones del régimen del capital se
traduzca en una masificación que, mediante un discurso individualista, terminaría
por “fomentar” actividades —y actitudes— colectivas. Evidentemente, señalarlo de
aquella manera hace resonar con mayor fuerza una suerte de ingenuidad utopista,
tan atacada por algunos de los cercanos a este pensador alemán, pero también no
deja de resultar del todo interesante que aquella postura en gran medida se vea
cristalizada por efecto de su lectura sobre el paso del tiempo y sobre el tiempo
mismo.
Al respecto, por tanto, habría que señalar que el efecto de función colectiva de la
percepción en la época de la segunda técnica, es decir, el efecto funcional
expresado en la diversión, se vincularía estrechamente con el modo en como
Benjamin habría analizado tanto las características de su presente como la forma
en que se tendía a narrar un supuesto pasado y un posible futuro.
Esquemáticamente, aquel relato indicaría a la primera técnica como un estado de
relación también colectiva, manifestada por ejemplo en la organización propia de
la religión, relaciones que incluso en su “falsedad” y en sus contradicciones,
tramarían igualmente un espacio para lo común; luego, con el surgimiento de las
nuevas técnicas industriales, es decir, con el surgimiento de aquello originado en
el juego, se fracturarían tales relaciones colectivas, propendiendo en cambio hacia
un nuevo estadio de la colectividad, ya no religiosa sino política. Dichas nuevas
relaciones políticas, insistimos, surgirían en la medida en que la propia
funcionalidad de la diversión ofrece condiciones paradojales que proyectarían
eventualmente tal disposición.
255
naturaleza a la que correspondía la primera técnica.” (Benjamin, 2003:
p. 118).
80
En ese sentido, la “falta de compromiso” no puede ser del todo homologada con la noción de “desinterés”
estético fundada por Kant. Pues mientras la relación estética perteneciente a dicha tradición ha sido
definida fundamentalmente como un distanciamiento —al menos en un sentido teórico, es decir, no
necesariamente material—, la falta de compromiso benjaminiana se termina relacionando con un tipo de
disposición táctil —como la huella—, o en otras palabras, no del todo contemplativa. Y si bien ya hemos
aludido a dicho punto con anterioridad, valga la aclaración a modo de mero recordatorio.
256
“lo hace suyo”. El historiador, finalmente, se extravía en la búsqueda de un
programa de lectura universal, mientras que aquel automovilista se relacionaría
con su entorno “automáticamente” desde una presunción personal.
257
a una norma81. En ese sentido, la ilustración usada por Benjamin, a saber, la
ciencia —una que se emparenta estrechamente con la metáfora del cirujano frente
al chamán usada por el autor en su ensayo sobre la reproductibilidad técnica—
indicaría precisamente una suerte de relación sin compromisos que, pese a su
proximidad material con el objeto de su investigación, no arraigaría una obligación
mayor con tal objeto. Una especie de cercanía —material— distanciada —en su
compromiso— aunque cercana también en su disponibilidad sensitiva y sensorial,
a diferencia de la distancia contemplativa, cuya finalidad sería un adentrarse
completamente —emotivamente— en el objeto apreciado, sin nunca acercarse a
él. La diversión, en ese sentido, sería la manifestación de una cercanía a un objeto
que lo hace suyo, para sí, en la medida en que “poco importa”, es decir, en la
medida en que su desvalorización permitiría su apropiación. En otras palabras,
solamente lo que ha dejado de ser sagrado —serio— puede tornarse objeto de
diversión, pues escaso es el compromiso con aquel.
81
Descripción que termina por emparentar, en sus diferencias, la propuesta de Benjamin no sólo con
Goethe, sino también con Schiller y Kant, tal como lo indicábamos en segmentos anteriores de esta
investigación.
258
se enunciaría, como síntoma, la posibilidad latente de una politización de/en la
masa.
Pero aunque resulte algo reiterativo, es necesario destacar nuevamente que aquel
“ánimo de juego” que se encontraría en la base de la segunda técnica, no fue
considerado por Benjamin como uno “en sí” revolucionario. O mejor dicho,
efectivamente es un “ánimo” o disposición histórica que se habría tornado causa
de profundas modificaciones en la percepción, las cuales a su vez se
manifestarían en importantes diferencias de relación con el entorno; no obstante,
decíamos, tales modificaciones se exhibirían para Benjamin siempre con el
dualismo de una mirada dialéctica oscilatoria. Por ello, en el juego mismo se
encontrarían factores que atenderían a una transformación potencialmente
comunitaria —o mejor, “comunista”—, pero también tanto a una regresividad
conservadora, como a un adelantamiento hacia el futuro —paradojalmente—
retrógrado. De esta manera, en sus apuntes Benjamin consideraría que sería
posible encontrar “Elementos lúdicos del nuevo arte: futurismo, música atonal,
poésie pure, novela detectivesca, cine.” (2003: p. 118). Como se observará en la
frase anterior, los elementos “lúdicos” que Benjamin habría detectado en la
práctica artística de su tiempo transitan desde el fascismo tecnificado del
futurismo, hacia la masividad técnica del cine. Pero, pese a sus indudables
diferencias, en cada uno de los fenómenos enumerados por Benjamin se pueden
encontrar elementos correspondientes no sólo a la integración —correcta o no—
de la técnica de su tiempo, a una “ligereza” libertaria e imaginativa de las formas
—musicales, de la palabra, de las imágenes— a la usanza de la descripción
goethiana, o bien, incluso a la proximidad dada por la huella y la pista por seguir
—como en el caso de la novela de detectives—, sino también de una
“diversificación” de las energías dispuestas al espectador. De hecho, como en una
suerte de enumeración jerarquizada, pareciera que dicha diversificación en la
atención, manifestada mediante la multiplicidad de estímulos ofrecidos por cada
una de estas categorías —a saber, el futurismo, la música atonal, la poesía pura,
la novela de detectives y el cine— se organizara también bajo el signo de la
259
diversión: el futurismo en un extremo, todavía “bello y contemplativo”; el cine hacia
el final, fundamentalmente montaje, dispersión y divertimento de masas. Ahora
bien, más allá de esta relación singularmente coincidente con la organización de la
frase benjaminiana, aquella oración en rigor ilustra plenamente que tanto el
futurismo como el cine serían parte de una lógica del juego y, por tanto,
arraigarían parte de su conformación en la desatención y el divertimento —si bien,
insistimos, probablemente podamos con fundamento debatir la idea de que el
futurismo haya sido, en efecto, un “arte de la diversión”, así como la poesía pura y
la música atonal82—. Y en la medida en que ambas categorías —cine y
futurismo— compartirían una raíz similar, podemos notar también que en el caso
del cine el potencial revolucionario encontraría para Benjamin plena prestancia,
mientras que el futurismo sería el caso ejemplar de un uso contrarrevolucionario
de la técnica. En otras palabras, indicábamos, la dualidad de “ánimo de juego”
implicaría entonces una particularidad en el “uso” de tales potencialidades, dadas
tanto por la organización misma de las fuerzas productivas de la época, como por
los detentores de la operación técnica de realización de tales manifestaciones
estéticas.
82
En ese sentido, no sería del todo adecuado asimilar la idea de divertimento y diversión con
“entretención”. Aquí, al parecer, el asunto apunta más bien hacia la “divergencia” de ciertas energías
consignadas a la concentración contemplativa y la reflexión en su sentido tradicional.
260
Ahora bien, Benjamin no parece aludir directamente a que tales transformaciones
pasen necesariamente por hacer del arte un lugar de mero divertimento. Más bien
pareciera direccionar sus intenciones hacia un tipo de arte que no arraigue ya la
idea de sacralidad en su hacer y, por tanto, que consiga efectos también
profanadores en una percepción ya no vinculada con intensidad a un previo —y
supuesto— régimen de lo sagrado. Sería en ese sentido que la diversión propia
del juego —es decir, de una percepción dispersa y descomprometida— se
presentaría con la cualidad de tornar profano aquello sagrado, o mejor dicho, de
restarle energía a una eventual relación sagrada, seria incluso, con ciertas
manifestaciones del entorno. Deberemos inmediatamente detenernos en esta
fórmula propuesta para explicar con mayor claridad el papel “revolucionario” que
Benjamin le estaría atribuyendo a la falta de compromiso y seriedad por parte de
la percepción dispersa de la época de la segunda técnica.
Para comenzar aquella revisión, y generar las condiciones necesarias que nos
permitan luego tramar una comparación posible entre las propuestas de Benjamin
262
y Agamben, tal vez sea de utilidad primero remitirse al siguiente fragmento
perteneciente a “Infancia e historia. Ensayo sobre la destrucción de la
experiencia.”, escrito elaborado por este último y que, tal como se evidenciará,
pareciera entramarse inmediatamente en asuntos vinculados al argumento
benjaminiano. De tal suerte, Agamben al momento de analizar el célebre cuento
infantil “Pinocchio”, particularmente el momento en que su personaje principal —
aquel títere que deseaba ser un niño— arriba a la “isla de los juegos”, señala que:
263
puramente polares. En ese sentido, el juego como aquella inversión de lo sagrado
propuesto por Agamben, perfectamente podría entramarse como un modo
plausible de entender el papel de la idea de juego —en un sentido político— en el
ensayo sobre la reproductibilidad técnica. Pero siempre y cuando, indicábamos
recién, nos marginemos de suponer que lo “sagrado invertido” no es del todo una
oposición a lo sagrado como tal. En ese sentido, la noción de juego aparecería —
siguiendo la propuesta benjaminana guiada, en este caso, por la pluma de
Agamben— no como lo opuesto a lo sagrado, sino como su reverso. En otras
palabras, como un “momento” de lo sacro que se ha desacralizado en su
manifestación. De tal suerte, en una suerte de movimiento oscilante que impregna
a cada extremo, nos encontraríamos con una sacralidad en donde el juego ya
habita larvariamente y, por el contrario, con un juego que contiene en su interior la
idea misma de lo sagrado. Pues, tal como lo insinúa el propio Agamben en el
fragmento recién visitado, incluso en análisis como los de Huizinga o Callois
notaremos dicha disposición al momento de enfrentar una posible definición socio-
culturalista o antropológica del juego.
264
manifestaría el protagonismo del juego en la época de la segunda técnica.
Pareciera por tanto que en aquella dirección Agamben manifiesta que “Al jugar, el
hombre se desprende del tiempo sagrado y lo «olvida» en el tiempo humano.” (Op
Cit.: p. 101).
Ahora bien, particular puede resultar la figura benjaminiana de aquel “que espera”
como síntesis del jugador y del flâneur; ello porque hemos insistido en más de una
ocasión que en Benjamin no parece del todo preciso definir su “modelo” dialéctico
como uno que apunte hacia las “terceridades” propias de la síntesis. Por el
contrario, pareciera que habría sido más bien un modelo basado en el tránsito y la
oscilación entre polos duales lo que habría caracterizado su propuesta. Y, sin
266
embargo, en este caso declaró —al menos para sí en sus anotaciones— un
organigrama que esquemáticamente se ve articulado por un tercero sintético, a
saber, aquel “que espera”. Con suma probabilidad estaríamos en presencia de
una formulación en Benjamin que, sin contradecir su análisis histórico basado en
la observación de tránsitos de “intensidades” o “energías” entre polos, ha visto en
la propia figura del historiador dialéctico una reunión posible entre tales energías;
dicha conformación propia del historiador materialista y dialéctico, por tanto, le
permitiría “conectarse” con las “energías” de su tiempo, sin perder de vista que
tales intensidades son efectivamente temporales, o mejor dicho, energías sólo del
presente. Así, el historiador dialéctico podría reunirse también con el pasado e
incluso ofrecer una eventual transformación del presente como apuesta para el
futuro. La síntesis, en este caso, pareciera nuevamente adoptar la forma del “uno
sintético” goethiano, es decir, una suerte de “terceridad” ofrecida no como
resultado de la reunión de dos opuestos, sino como la “relación de semejanza”
entre aparentes opuestos.
267
relativista de una oscilación posible. Y no obstante, hemos indicado, Agamben
todavía puede resultar de suma utilidad para ilustrar “una cara” de lo que Benjmain
pareció considerar como lo propio del juego en la época de la segunda técnica.
Así, por ejemplo, Agamben indica que:
“Un vistazo al mundo de los juguetes muestra que los niños, esos
ropavejeros de la humanidad, juegan con cualquier antigualla que les
caiga en las manos y que el juego conserva así objetos y
comportamientos profanos que ya no existen. Todo lo que es viejo,
independientemente de su origen sacro, es susceptible de convertirse
en juguete. Además, la misma apropiación y transformación en juego (la
misma ilusión, podría decirse, restituyéndole al término su significado
etimológico de in-ludere) se puede efectuar —por ejemplo, mediante la
miniaturización— también con respecto a objetos que todavía
pertenecen a la esfera del uso: un auto, una pistola, una cocina eléctrica
se transforman de golpe, gracias a la miniaturización, en juguetes.”
(2007: p. 101).
“Pero una cosa no debe olvidarse: la rectificación más eficaz del juguete
nunca está a cargo de los adultos —sean ellos pedagogos, fabricantes
o literatos— sino de los niños mismos, mientras juegan. Una vez
descartada, despanzurrada, reparada y readoptada, hasta la muñeca
más principesca se convierte en una camarada proletaria muy estimada
en la comuna lúdica infantil.” (1989: p. 83).
Y luego, en “Historia cultural del juguete”, también de 1928, Benjamin señaló que:
268
El niño quiere arrastrar algo y se convierte en caballo, quiere jugar con
arena y se hace panadero, quiere esconderse y es ladrón o gendarme.
(…) La imitación —así podríamos formularlo— es propia del juego, no
del juguete.” (Op. Cit.: p. 88).
El juguete, por tanto, pareció adoptar para Benjamin el carácter propio de un signo
de su tiempo. Un vestigio o huella del pasado en el caso de los juguetes antiguos
que gustaba coleccionar, una seña del presente en el caso de los juguetes de su
época. En ese sentido, Benjamin no pareció tener reparos en proponer un análisis
materialista —y por tanto técnico— de los juguetes, en la medida en que dichos
objetos testimoniarían el “carácter” de su tiempo. Es más, Benjamin indicaría que
“Cabe señalar que ese punto de vista, el más superficial de todos —la cuestión de
técnicas y materiales—, es el que más ayuda a penetrar al espectador en el
mundo del juguete.” (Op. Cit.: p. 87). Ahora bien, dicha manifestación del carácter
de su tiempo y su susceptibilidad de análisis “superficial”, es decir, técnico y
material, estaría dado precisamente por el alejamiento del juguete de su condición
sacra y ritual. En ese sentido, el juguete —y el juego, en tanto imitación, que lo
acompaña—, solamente se haría posible por su diferencia con la distancia
aurática perceptual. O dicho de otra manera, solamente se podría jugar con —
valga la redundancia— el juguete en la medida en que aquel objeto es “próximo”,
con un mermado valor ritual, o mejor dicho, disponible para su uso banal y
distractor. De hecho, Agamben ofrece una variante de aquel argumento que
perfectamente podría complementar lo ya señalado:
269
“El juguete es una materialización de la historicidad contenida en los
objetos, que aquel logra extraer a través de una particular manipulación.
Mientras que el valor y el significado del objeto antiguo y del documento
están en función de su antigüedad, del modo en que presentifican [SIC]
y vuelven tangible un pasado más o menos remoto, el juguete,
fragmentando y tergiversando el pasado o bien miniaturizando el
presente —jugando pues tanto con la diacronía como con la sincronía—
, presentifica [SIC] y vuelve tangible la temporalidad humana en sí
misma: la pura distancia diferencial entre el «una vez» y el «ya no
más».” (2007: p.103).
271
Y si bien no nos involucraremos mayormente con la figura del coleccionista en
Benjamin, pues correríamos el innecesario riesgo de desviar todavía más nuestra
atención respecto a la idea de juego en OdA, valga al menos señalar lo siguiente:
a diferencia de lo que indica Agamben, no nos encontramos en condiciones de
asegurar una contigüidad en Benjamin entre las ideas de jugador y coleccionista.
Tal vez su proximidad radicaría en que, junto a la figura del flâneur, éstas se
manifestarían en los estudios realizados por Benjamin sobre la ciudad de París a
fines del siglo XIX como “síntomas” de aquel tiempo; como arquetipos incluso.
Pero aquella cercanía también sería el anuncio de una suma diferencia, a saber,
aquellas tres “figuras” —el jugador, el coleccionista, el flâneur— darían cuenta a
su vez de tres aspectos, si bien relacionados, también completamente distintos
frente a la modificación “técnica” de su tiempo. De hecho, mediante el gesto
dialéctico del argumento benjaminiano, aquellas tres figuras —tal como
esperamos haber ya descrito detalladamente, al menos en el caso del flâneur y el
jugador— ofrecerían tanto “reacciones” regresivas frente a la transformación
tecno-industrial, como poderosos sumergimientos en dichas modificaciones. En
ese sentido, por ejemplo, cuando Benjamin aludió a la figura del coleccionismo, lo
hizo en términos como los siguientes:
272
“indisponibilidad” de los objetos, propia de una predisposición en parte aurática.
No obstante, inmediatamente después del fragmento recién citado, Benjamin
señalaría una estrecha relación entre la interioridad y la huella (cfr. Ídem). Es
decir, nuevamente por efecto de una oscilación, aquella matriz aurática del
coleccionismo se manifestaría con la proximidad de la huella, cercanía propia del
régimen de la segunda técnica. En ese sentido, decíamos, el juego para Benjamin
no podría ser asimilado al coleccionismo, precisamente por la diferencia respecto
al uso de las cosas.
“Rito y juego aparecen más bien como dos tendencias que funcionan en
toda sociedad, pero que nunca alcanzan a eliminarse mutuamente y
aun cuando alguna de ellas prevalezca en cierta medida, siempre dejan
que subsista una: distancia diferencial entre diacronía y sincronía.”
(2007: p. 108).
274
En el fragmento anterior se ilustrará el modo en que Agamben hace hincapié en
que el juego —como profanación— no sería meramente la abolición de lo sagrado,
sino la exhibición de su forma en tanto —valga la redundancia— forma. De ahí el
efecto sobre lo sagrado que, persistiendo como nicho interno de la forma, exhibe
su forma en tanto tal. De esta manera, exhibiendo sus propias condiciones
estructurales, lo sagrado ya no resguardaría “el misterio” interno que lo constituye
como tal, haciéndose por ende disponible a su uso a escala humana. Dicho de
otra manera, lo sagrado, serio, ya no sería aquello “intocable”, pues se ha
percibido con una forma posible. Una idea como aquella lleva a Agamben a
señalar finalmente que en tales casos de profanación de lo sagrado ilustrados, por
ejemplo, en el juego infantil, lo que tienen en común…
Por último, aquella proyección de Agamben tal vez más utópica incluso que la
propuesta benjaminiana, se encuentra sustentada por una definición sobre la idea
de profanación —y su relación con el juego— que de todos modos puede resultar
provechosa para nuestros fines, a saber,
275
la secularización política de conceptos teológicos (la trascendencia de
Dios como paradigma del poder soberano) no hace otra cosa que
trasladar la monarquía celeste en monarquía terrenal, pero deja intacto
el poder. La profanación implica, en cambio, una neutralización de
aquello que profana. Una vez profanado, lo que era indisponible y
separado pierde su aura y es restituido al uso. Ambas son operaciones
políticas: pero la primera tiene que ver con el ejercicio del poder,
garantizándolo mediante la referencia a un modelo sagrado; la segunda,
desactiva los dispositivos del poder y restituye al uso común los
espacios que el poder había confiscado.”84 (Op. Cit.: 102).
En ese sentido, la restitución del uso provocada por una “pérdida del aura”
señalada por Agamben, pareciera definir de buena manera una condición
particular de la idea de juego insinuada por Benjamin; una que puntualmente
podría ser definida del siguiente modo: mientras el régimen aurático de la seriedad
fundamentaría un tipo de percepción en donde el entorno se vuelve ajeno y, por
tanto, susceptible a la mirada examinadora y cuya intensidad permitiría un régimen
particular del pensamiento, en el caso del juego como fundamento de la
percepción distraída sería la proximidad —y su posibilidad de uso de aquello
84
El destacado es nuestro.
276
“acercado”— lo que anunciaría para Benjamin un potencial revolucionario en sus
modos de proceder. No sin el riesgo que dicha ausencia de una intensidad del
pensamiento, expresada por el contrario en una energía más bien física y material,
pudiese eventualmente tornarse un material disponible —o de uso— para fuerzas
conservadoras o retroactivas. En otras palabras, el riesgo que pareció desear
advertir Benjamin a sus contemporáneos fue la inminente posibilidad de que,
mediante la proximidad del cuerpo, el “uso” de lo profanado se transformara en un
instrumento de sacralización. O, tal vez, como señalaría Agamben, que la
profanación no fuese sino mera secularización, permitiendo a las masas expresar
su derecho, pero sin modificar sus relaciones con el régimen de producción del
capital.
277
Cuarta Parte. Conclusiones.
278
abocaremos a retomar tales argumentos, incluso so riesgo de reiterar algunos
tópicos ya desarrollados, pero esperamos ahora con una continuidad que en su
recorrido permitan una lectura más pausada y lineal de aquello que puede haber
sido presentado de forma segmentada.
Una de dichas ideas y, en rigor, una abordada recientemente, dice relación con la
posibilidad de ingresar a la noción de juego en Benjamin desde la premisa de la
profanación propuesta por Agamben. En ese sentido, el potencial político que
Benjamin habría vislumbrado en la percepción distraída, en la merma aurática y en
el shock a los sentidos, mantendría relación —de acuerdo a aquella mirada
agambeniana— con un retorno de la disponibilidad propia del juego. De esta
manera para Benjamin el juego se manifestaría como oposición provisoria de la
seriedad aurática, o dicho de otro modo, como reverso de la sacralidad del aura y,
en aquella dirección, como potencialidad para nuevos “usos” de, por ejemplo, el
arte. Es más, pese a las precauciones que hemos evidenciado frente a la tesis de
Agamben respecto a la relación entre juego, profanación y política, podemos notar
sin duda que en Benjamin la disposición “táctil” de la percepción —es decir, de
aquella originada en el juego— se arraiga someramente en su condición de
utilidad. De esta manera por ejemplo, al referirse a la arquitectura, Benjamin indicó
en su ensayo sobre la reproductibilidad técnica que: “La recepción de los edificios
acontece de una doble manera: por el uso y por la percepción de los mismos. O
mejor dicho: de manera táctil y de manera visual.” (2003: p. 93). Por tanto,
guardando las reservas del caso, no parece tan descaminado suponer que bajo el
manto del término “politización del arte”, se esconde el “enano corcovado” de una
teología utopista tendiente a la composición efectivamente comunitaria. Una
composición efectuada gracias a la disponibilidad del entorno. Es decir, la
posibilidad de dar un nuevo uso a las cosas del mundo, un uso que atienda al
llamado de las fuerzas colectivas.
279
Pero dicha disponibilidad, bajo la mirada de Agamben, se precipitaría —
señalábamos— gracias al componente “des-auratizante”85 de procedimientos
propios del juego. Es decir, como si se tratara de un efecto de “mundanización” de
lo sagrado, el juego como estructura ritual sin —valga la redundancia— rito que la
determine, daría cuenta de las imposturas axiomáticas y distantes de lo sagrado y
lo serio. En ese sentido, y si se nos permite navegar al menos un tramo a la
deriva, podría resultar auspicioso o al menos ilustrativo de la propuesta
agambeniana recordar el llamativo caso de William Stetson Kennedy (1916 –
2011), afamado activista por los derechos humanos de origen estadounidense. En
particular, aquella breve historia ocurrida hacia 1946 y que resulta del todo
sugestiva por su singularidad: Stetson Kennedy, luego de diversas estratagemas y
auspiciosas circunstancias, habría conseguido infiltrarse en una de las células
activas del llamado Ku-Klux-Klan (K.K.K). Siendo ya participante activo de sus
reuniones, comenzaría a tomar nota de cada código, cada palabra secreta y cada
gesto ceremonial, así como por supuesto de cada rostro y característica de los
participantes de tales citas. Todo ello con el fin de realizar una denuncia pública de
tales actividades clandestinas, ya fuese a través de los medios de prensa como
directamente a la policía. Pero, para su infortunio, Stetson Kennedy
paulatinamente notaría que algunos de los miembros de aquellas reuniones
pertenecían, en efecto, al cuerpo de policía, a la prensa e incluso al poder judicial
y ejecutivo. Algunos de ellos inclusive poseían los más altos cargos en la jerarquía
de la triple K. Con las manos atadas, y en permanente vigilia por miedo a
persecuciones si se llegase a conocer su real identidad, Stetson Kennedy tomaría
una decisión del todo ingeniosa e improbable en otras circunstancias.
280
coincidentemente creada por dos autores de origen judío, Joe Shuster y Jerry
Siegel, y que hasta el día de hoy encarna en los colores de su vestimenta, en sus
diálogos y sus propósitos, tanto la máxima del sub-género narrativo súper heroico
como los valores culturales de una sociedad profundamente vinculada al
capitalismo liberal. Una sociedad que además, ya por esos años, se encontraba
marcadamente influenciada por los medios de comunicación, o por aquello que
Adorno y Horkheimer denominarían como “Industria Cultural” en su escrito
homónimo: aquel que hemos revisado con cierta detención y que, efectivamente,
fue realizado en presencia de los fenómenos provistos principalmente por la
economía cultural del capitalismo estadounidense.
Pues, tanta era la presencia de aquel programa radial en cada hogar, que los
niños se amontonaban unos contra otros para escuchar la más reciente aventura
del extraterrestre con apariencia de hombre y con capacidades casi divinas. Uno
que ya se había hecho famoso en las viñetas de las tiras cómicas por derrotar en
incontables ocasiones a los soldados de Adolf Hitler, mientras las tropas alemanas
reales todavía cruzaban fuego con los ejércitos aliados. Igualmente, prácticamente
cada niño en la escuela, en las calles o en el interior de su casa, jugaba a
representar tales hazañas, turnándose cada vez para encarnar a Superman o bien
a sus antagonistas de turno. Y sería en el marco de dicha masividad del programa
radial que Stetson Kennedy habría fraguado una salida a su dilema: consiguió
ponerse en contacto con los productores del show de radio para ofrecerles un
nuevo guion para las aventuras de Superman. Uno en donde combatiría a un
nuevo grupo de villanos, conocidos ampliamente como el Ku-Klux-Klan. Los
productores, deseosos de encontrar nuevos derroteros para un programa radial
que comenzaba a padecer el desgaste creativo, aceptaron la propuesta de
Stetson Kennedy. Ello daría paso a una serie de episodios titulados “Clan of the
Fiery Cross” [Clan de la cruz ardiente]. De esta manera, Stetson Kennedy habría
desplegado cada una de sus anotaciones, con extremo detalle, en el guion de
tales capítulos. Como resultado, periódicamente los secretos del K.K.K
comenzaron a ser escuchados por millones de oídos atentos, en especial de oídos
281
infantiles. Según se suele narrar cada vez que se retoma esta anécdota, gracias al
programa radial la fuerza del Ku-Klux-Klan se habría mermado considerablemente,
al punto de casi desaparecer como una organización articulada. El propio Stetson
Kennedy, de hecho, habría certificado la disminución paulatina de asistentes al
grupo en el cual él se había infiltrado, situación que le habría permitido desligarse
de tales reuniones en absoluta tranquilidad.
Se podrá inferir que el efecto demoledor para la triple K. asestado por aquel show
radial no habría radicado solamente en la masificación de sus códigos y
tradiciones, ni tampoco meramente en el hecho de que hubiesen sido retratados
como villanos caricaturescos, si bien ambos han sido considerados factores
determinantes. Pero al parecer el llamado “golpe de gracia” se asentaría en el
papel de los propios niños, ya que mediante sus juegos infantiles habrían
conseguido banalizar la sacralidad del rito secreto y las prácticas de cofradía. En
ese sentido, no parece difícil imaginar una situación más llamativa: un padre de
familia, clandestina y orgullosamente miembro del K. K. K, observando un
domingo por la tarde a su hijo interpretando en un juego los saludos, las palabras
secretas y la ceremonia del Klan. Aquellas mismas señas y palabras que él se
habría encargado de resguardar. Y no sólo eso, en dicho juego además su hijo, a
sabiendas, se encontraría adoptando el rol del malvado, el que será detenido
finalmente por otro infante con un trozo de tela amarrado a su cuello a modo de
capa.
Una historia menor como aquella por supuesto podría dar paso a un concienzudo
análisis sobre el rol de los medios de comunicación masivos desde el siglo XX.
Especialmente si atendemos al hecho de que el propio Ku-Klux Klan de los años
’40 se habría formado inspirado no solamente por el original Klan decimonónico,
sino también profundamente apoyado por ideas que comenzaron a circular
cinematográficamente, gracias a la cinta “The Birth of a Nation” (1915) [El
nacimiento de una nación] de D.W. Griffith. Filme considerado un pilar de la
cinematografía actual y, evidentemente, una desvergonzada apología al racismo y
a los actos del Klan durante el siglo XIX. Así mismo, se suele comentar que el
282
juicio y linchamiento al pequeño empresario de origen judío, Leo Frank, acusado
de violación y asesinato el mismo año del estreno de aquel film, también habría
generado un fervor racista y anti semitista; exaltación al parecer en gran medida
propiciada por la sesgada y amarillista visión de los medios periodísticos
estadounidenses de la época, lo que habría repercutido en la “necesidad” de tales
grupos ultra-conservadores para refundar al Klan. Igualmente, el “clima” mundial,
durante las primeras décadas del siglo XX, evidentemente daría cuenta de una
animosidad cada vez más intensa a ciertos grupos raciales. El paroxismo de dicha
animosidad habría forjado primero los guetos, luego los campos de exterminio. Por
tanto, no es posible atribuir al rol de los medios de la “industria cultural” una suerte
de culpabilidad exclusiva, sino tal vez sólo como expresión convocadora de
fuerzas que ya se encontraban activas. Pero más allá del papel particular de los
medios en la “influencia” o “determinación” de ciertas actividades y discursos
sociales —discusión que quisiéramos evitar aquí por ahora—, para nuestros
propósitos parece más urgente retomar, gracias a aquel relato menor, la hipótesis
de G. Agamben: todo indicaría que la merma del Ku-Klux-Klan, o al menos su
forma organizada durante la década de los ’40, se habría generado gracias a la
exhibición de aquello que estando oculto se ofrecía como sagrado. Y luego, que
mediante la banalización de aquello sagrado a través de las formas del juego
infantil, los ritos que dotaban de importancia y sentido al grupo habrían tendido a
tornarse superfluos, ridículos incluso. No habría sido por tanto el paulatino
conocimiento de los horrores suscitados por el nazi-fascismo en Europa, o
sencillamente el fin de la segunda guerra lo que habría marcado el hito del
desmantelamiento de aquel grupo racista, xenófobo, nacionalista y profundamente
religioso; habría sido, en cambio, un juego. Uno además originado en el país que,
probablemente, por aquellos años relacionara con mayor énfasis la producción
estética de los medios masivos de comunicación con un capitalismo flagrante,
desmedido y problemático.
Pareciera, por tanto, que se nos presenta una paradoja respecto al rol de los
medios técnicos de producción masiva y su potencial revolucionario. Una
283
contradicción al menos en el sentido de que dicha “excepcionalidad” del
desmantelamiento del Klan no parece prueba suficiente de una posibilidad
“revolucionaria”, anidada silenciosamente en tales medios masivos. Igualmente, la
literalidad del “juego”, como práctica infantil, puede parecer infundada si nos
remitimos al amplio uso dado por W. Benjamin a dicha noción.
Ahora bien, será en aquella dirección que esperamos todavía resulte de utilidad un
relato como el antes aquí detallado. En la medida en que, más allá del acto del
juego infantil como tal, lo que parece decantarse soterradamente de un hecho
como aquel es un cambio de percepción frente al “sentido de los hechos” en el
mundo. Cambio además suscitado en parte por las posibilidades de un aparato
técnico como la radio y su relación particular con la masa. En ese sentido, lo que
esperamos de alguna manera ilustrar con aquella anécdota no es tanto el rol
284
“revolucionario” de la radio en aquellos años, o incluso del juego: más bien hemos
intentado ilustrar el papel que adoptaría la “actitud de juego” cuando se torna un
instrumento de merma de aquello que, por sagrado, ha evitado precisamente
importantes modificaciones sociales que apuntarían a la construcción de una
colectividad efectiva. Dicha “actitud de juego” sería, por tanto, una que suscribe en
gran medida a la banalidad y la ligereza. Sería también por tanto una suerte de
“arma de doble filo”, pues posibilitaría tanto las constantes acometidas de un
capitalismo exacerbado o de un fascismo carcelario, como el potencial
desmoronamiento de tales acometidas y tales formas opresoras. En otras
palabras, en aquella actitud ligera o no enseriada se establecerían las condiciones
tanto para el surgimiento del capitalismo como modelo económico predominante,
así como de los fascismos en cuanto modelos políticos de alta congregación; pero
también se posibilitarían las condiciones de sus desmantelamientos, en la medida
en que se infiltrarían en una sacralidad que ni el capitalismo ni el fascismo
pudieron desarraigar de sus respectivos discursos. Aquella hipótesis, a saber, la
de una “posibilidad” o potencialidad, ya se encontraría dada en las primeras líneas
del ensayo benjaminiano sobre la reproductibilidad técnica. La advertencia sobre
un uso “inadecuado” de la potencialidad del juego se encontraría, en cambio, en
las frases finales.
285
sentido, el juego puntualmente podría definirse de la siguiente manera: por un
lado, describiría un cierto “ánimo” en la basa de la denominada “segunda técnica”.
Por otro, mantendría directa relación —en tanto núcleo de influencia— con las
“actitudes” surgidas a propósito del régimen de aquella segunda técnica. Por tanto,
el juego habría “posibilitado” una modificación de índole técnico pero, a la vez, se
expresaría como una transformación perceptual.
287
mediante la técnica, indicaría aquella predisposición “ligera” del juego y el golpeteo
constante del shock generado por los estímulos del mundo; uno que se
presentaría de forma más inmediata, o cercana, no permitiendo por tanto la
mediación reflexiva al uso tradicional.
86
No la seriedad como tal, pues se trataría solamente de su menoscabo.
288
politización del arte. Para ello, optaremos no sólo por volver a revisar algunos de
los fragmentos finales del ensayo sobre la reproductibilidad técnica de Benjamin,
sino también aprovecharemos la instancia para discutir con algunas de las
premisas ofrecidas por Byung-Chul Han, filósofo surcoreano sumamente vinculado
al pensamiento alemán y, particularmente, a algunas de las ideas provistas por
pensadores aquí mencionados, de entre ellos Kant, Adorno y Benjamin. Dicha
discusión, valga de inmediato señalarlo, podría resultar del todo fructífera para
nuestros fines, en la medida en que Han propone un “retorno” a la premisa de “lo
bello” como forma política de discrepancia con el régimen del capitalismo tardío
actual; en ese sentido, se evidenciará ya la confrontación tácita que trama con lo
que Benjamin, en su momento, habría querido enfatizar en su escritura.
Comencemos por tanto con Han: para él, el juego y la belleza no serían polos en
oposición sino, por el contrario, nociones en eminente relación. Pues, para Han, el
juego se encontraría en la base de lo que tradicionalmente podríamos denominar
como “relación estética” con el mundo (Cfr. Han, 2015). Por supuesto, dicha
premisa se encontraría plenamente sustentada en las ideas de “libre juego de las
facultades” kantianas y en el “impulso de juego” schilleriano. Dicho de otro modo,
para Han, el juego en tanto oposición al trabajo —y a lo útil— daría cuenta de una
disposición frente al mundo cuyo primer interés sería, precisamente, un
“desinterés” estético. Sobre dicha plataforma, entonces, Han opondría a una
suerte de voluntad de belleza —bajo los lineamientos propios de una ausencia de
interés por lo útil— la cosmética propia del régimen del capital que, intentando
agradar y complacer la mirada, en cambio, ha generado formas visibles que darían
cuenta del permanente ánimo de consumo del mercado —de una proximidad
táctil, señalaría el propio Han—. La belleza, en ese sentido, oponiéndose a lo
meramente agradable —bajo el presupuesto desarrollado por Kant— posibilitaría
una suerte de “negatividad”, o mejor dicho, una “intensidad negativa” frente a la
homogeneización estandarizada del mercado, en evidente cercanía a lo
mencionado por Adorno. En ese sentido, el juego —según Han— daría cuenta de
su oposición a las constricciones del trabajo, es decir, del consumo y de la
289
banalidad de las estéticas de la transparencia, del brillo y lo satinado que ofrece el
mercado.
87
Los destacados provienen del texto original.
290
la idea de una recuperación de lo bello en su posible “negatividad”. Ello en la
medida en que
“Ni lo bello ni lo sublime representan lo distinto del sujeto. Más bien son
absorbidos por su intimidad. Una belleza distinta, es más, una belleza
de lo distinto, solo se habrá recobrado cuando se le vuelva a conceder
un espacio más allá de la subjetividad autoerótica. Pero no sirve de
nada el intento de poner lo bello bajo sospecha general declarándolo el
germen de la cultura del consumo, ni de hacer que se enfrente a lo
sublime a la manera posmoderna [Envía a nota al pie: Por ejemplo, W.
Welsch, Ästhetisches Denken, Stuttgart, 2003.]. Lo bello y lo sublime
tienen el mismo origen. En lugar de contraponer lo sublime a lo bello, se
trata de devolver a lo bello una sublimidad que no quepa interiorizarla,
una sublimidad desubjetivizante: se trata de revocar la separación entre
lo bello y lo sublime.”89 (Han, 2015: pp. 37-38).
291
dotándolo de esa manera de una suerte de negatividad en su presencia, se estaría
todavía en parte haciendo justicia a algunos elementos de la propuesta kantiana
—si bien evidentemente modificada, sino incluso enmendada—. Pero, sobre todo,
se estaría posibilitando al aparecimiento de la belleza una cualidad de índole
política. Una cualidad administrada por un tipo de belleza no sólo cautivante o
meramente agradable, sino demoledora, casi a la usanza de, por ejemplo,
Pseudo-Longino. Una belleza, por tanto, que originara una modificación en las
condiciones socio-políticas. Una belleza que “equilibrara la balanza” en un sentido
ético:
Con suma probabilidad, Han ha relacionado el juego con la belleza a propósito del
uso habitual que el término adquirió en la discusión tradicional post-kantiana, a
saber, la idea de juego como una disposición “libre” de las constricciones no sólo
del trabajo, sino en general de toda determinación o delimitación externa. Sin
condicionantes que constriñeran el pensamiento y la sensibilidad del sujeto, por
tanto, el juego habría representado —por su auto-regulación y el placer inscrito en
su práctica— una imagen fidedigna de la recepción y creación artística, así como
de toda disposición “estética” en un sentido general. Por ello, suponemos, en las
ideas de “simetría” y, por tanto, “belleza”, Han suscribiría una modificación ética
tendiente o incluso enraizada en la variante del juego: en aquella libre auto-
regulación, se estarían dando entonces las condiciones para una ética interna
tendiente al equilibrio, a la justicia. Pues, dicho sea de paso, en general el juego —
como práctica al menos— ha sido relacionado con la idea de no solamente reglas
292
auto-impuestas, sino además normas que tenderían a una nivelación de
oportunidades entre los participantes, únicamente desequilibrada de acuerdo a
sus propias capacidades y no a factores “externos” al dominio del propio juego.
Supuestamente, las reglas de la práctica del juego darían cuenta de una
estabilidad entre sus participantes para que el juego, como ejercicio, opere de
forma eficiente. O dicho de modo coloquial: un juego cuyas reglas tenderían a la
ventaja de ciertos participantes respecto a otros, sería considerado generalmente
un “mal juego”. Probablemente en ese sentido Han señala también que:
90
Destacados en el original.
293
de aproximación a las cosas que evitaría precisamente la distancia contemplativa;
allí radicaría, en efecto, su banalidad:
91
Destacados en el original.
92
Y sería en dicha “resistencia” en donde se conformaría finalmente la experiencia como tal. Es decir,
gracias a la labor del intelecto al momento de integrar dicha experiencia “demoledora”.
294
habilitaría las condiciones reflexivas del sujeto en el “juego” de la experiencia
estética. Una experiencia, valga mencionar, que a diferencia de la operación del
mero consumo, permitiría que el sujeto se “adentre en el mundo”, se deje “inundar
por él” —si se nos permite el uso de tales figuras metafóricas—. Por eso y en
directa alusión a la estética hegeliana, Han afirma que “En presencia de lo bello
también desaparece la separación entre sujeto y objeto, entre yo y objeto. El
sujeto se sume contemplativamente en el objeto y se unifica y reconcilia con él
(…)” (Han, 2015: p.80).
295
distrae, hace que la obra de arte se hunda en ella, la baña con su
oleaje, la envuelve en su marea.”93 (2003: pp. 92-93).
Y luego agrega:
Por último:
296
algunos de los más importantes referentes para la filosofía alemana, a saber,
Hegel, Kant, Schiller e incluso hasta cierto punto Goethe— no optó por intentar
fortalecer las prácticas propias de aquello que tales pensadores atribuyeron a esa
disposición “que se llamó estética entre los griegos”. Incluso más, sería posible —
esperamos— comprender la razón por la cual el juego en Benjamin no se
encontraría de inmediato vinculado con la ritualidad de la distancia contemplativa,
sino más bien con el régimen de una percepción distraída y del shock.
¿Cómo entonces estimar que en dicha recepción táctil Benjamin augurara una
latente condición revolucionaria para el arte? ¿Cómo sería, en definitiva, un arte
de lo táctil? Al parecer no hay una respuesta lo suficientemente convincente para
tales preguntas, pues más allá de las insinuaciones de Benjamin sobre una
eventual “politización del arte”, no se exhiben casos ni argumentos que
complementen o ilustren una sentencia como aquella. Pero al menos podemos
fabular una tentativa aquí, anclada nuevamente en la noción de juego señalada
por Benjamin: si en el juego se precipita —en tanto germen y síntoma— una
modificación de los modos de percepción, dicha modificación estaría proyectada
hacia el fortalecimiento de la propia corporalidad sensible del hombre; aquel
“fortalecimiento” generado mediante el acostumbramiento a los embates de la
técnica, ofrecería como potencial proyección un tipo de disposición no solamente
de manejo o uso de la técnica —siendo por supuesto una de sus “ganancias”
posibles—, sino especialmente una disposición distinta respecto a los estímulos
del mundo. Un desencanto, o incluso un descrédito a lo que la propia tradición
ofrece. Una actitud ligera, por momentos incluso irreflexiva, pero tendiente a
escuchar el llamado del cuerpo. Una actitud “de juego”, a saber, una suerte de
ligereza anclada en el goce inmediato y en la disponibilidad del entorno. Así, a
diferencia de la tradicional condición contemplativa, el juego daría cuenta también
de una relación con representaciones y puestas en escena, pero
fundamentalmente “manipulables”. Su disponibilidad por tanto, haría susceptible
de modificaciones a los elementos del entorno. Para Benjamin, particularmente a
propósito de la técnica, dichas modificaciones tendrían un carácter colectivo.
298
De esta manera, pareciera que en Benjamin la idea de juego se establece como el
indicio de una forma distinta de concebir la “experiencia estética”. De hecho, ni la
palabra “experiencia” ni la noción tradicional de “estética” resultan del todo
adecuadas en este caso. Y tal vez la imposibilidad de una denominación
apropiada encuentre su causa en que —tal como señalábamos— la proyección de
Benjamin sobre el arte no se consolidó plenamente en una forma de producción
que diera cuenta de dicha “otra” experiencia estética. O mejor dicho: Benjamin
pareció aludir a un síntoma de su presente que, no obstante, se resiste hasta el
día de hoy a manifestarse con plenitud. En ese sentido, parece en principio
consecuente que su hipótesis no encontrara mayor respaldo en sus compañeros
intelectuales, artistas y eruditos en religión; pues ante el hecho de que no seamos
del todo capaces de verbalizar prístinamente modelos concretos de realización del
pensamiento y el arte, bajo los señalamientos de Benjamin se pareciera indicar
que tales proyecciones no estaban dedicadas ni al pensamiento en un sentido
habitual, ni a la religión en un sentido tradicional, ni al arte en su matriz moderna.
Finalmente al parecer —para Benjamin— el juego, no siendo eminentemente
revolucionario, sería el síntoma de potenciales revoluciones. Por último, tales
revoluciones hubiesen apuntado a transformar al arte al punto de hacerlo
irreconocible. Debiésemos por tanto preguntarnos en el presente si, en efecto,
hemos atendido al rumor del juego descrito por Benjamin o, en cambio, hemos
hecho del arte un asunto demasiado serio para su tiempo.
299
Agradecimientos
Luego también a mis amorosos padres, pero también a mi hermano, abuelos, tíos
y primas. Pues afortunadamente cuento con una familia numerosa y presente. Sin
su apoyo, quién sabe cuál habría sido mi fortuna. Aunque también quisiera
recordar a los ausentes: mis abuelos paternos René de Picker y Víctor Díaz, mi
abuela paterna Alicia Lewis, mi tío materno Mario Sarret y mis bisabuelas.
A Charles Dickens. Y aquí toda palabra humana que pudiese agregar sobra.
Y por supuesto a mi profesor guía, Federico Galende, pues en este caso el título
describe plenamente a su persona: Fede ha sido mi profesor, pero también un
guía más allá de la universidad. Un amigo de aquellos que veo escasamente, pero
que siempre está presente. Un modelo en muchos sentidos, que espero algún día
poder al menos emular.
A mis compañeros de juego, sin los cuales tal vez no podría aligerar la por
momentos excesiva seriedad de la vida adulta: F. González Castro, G. Fuenzalida,
300
D. Parada. Un agradecimiento enfático a aquel grupo de “carrera de caballos Las
Vegas”, en donde el azar de una tirada de dados nos devuelve el cuerpo (por un
momento) mediante la risotada.
Bibliografía
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