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Acerca de Grafein

Fragmento de “El libro de Grafein”

METODOLOGÍA

por Mario Tobelem

Entrada

Más que como un conjunto de personas


con una finalidad común -escribir-, un
grupo de taller de escritura puede ser
entendido como un operador múltiple de
textos.

Operar textos implica recorrer casi todas


las preposiciones (operar bajo texto; con,
contra texto; de, desde, en texto; hacia y para texto; por texto, etc.) y algunos verbos
monstruosos (haber texto, hacer texto, ser texto).

Aceptada la inaceptable serie de metáforas, acéptese también que un grupo de taller funciona
como un texto: cada elemento, significante; cada parte, referida al todo; y el todo,
produciéndose detallada y continuamente. Texto, o taller: productividad que no se detiene.

Así, un taller bien entendido (aunque el malentendido es también una figura retórica) fluye como
las palabras, se ordena como un discurso, se soluciona (es decir, cristaliza contra la dilución)
como la escritura.

Dinámica

Nada sabemos -poco sabíamos- de dinámica de grupos; mucho sabemos -algo sabíamos- de
dinámica de textos. Nos atuvimos a lo conocido. Si el texto manda, el poder (al menos el lugar,
la personalización del poder) se pulveriza rápidamente. Si el texto manda, nos mandamos a
trabajar. Y el poder deviene poder escribir, poder leer, poder comentar.
Del resto, apenas nos ocupábamos. ¿Tuvimos suerte? Puede ser. ¿No hay ningún mérito? Eso es
casi seguro. El asunto era trabajar. Premio: el enriquecimiento -volveremos sobre esto-
producido por el trabajo mismo. Ninguna meta pretenciosa obstaculizaba la tarea. No íbamos a
publicar ningún libro, ni a realizarnos como escritores, ni a consagrar una postura ni a adquirir
una cantidad mensurable de conocimientos ni nada por el estilo.

El resultado -texto, lectura, comentario, ampliación de la perspectiva- comenzaba a obtenerse


inmediatamente después del esfuerzo. Si el centro de la cuestión era trabajar textos como si
fuéramos textos sólo para obtener… textos, no descuidábamos los flancos. Y aventábamos los
ruidos con reglas claras y estables; cuidado de la disciplina sin distingos; cordialidad y hasta
cortesía en el trato; ausencia de fisuras entre nosotros, etc.

Desde el punto de vista pedagógico, sentido común y ningún misterio. La producción global -
esto es, esa operación múltiple, diferenciada, compartida, rica, sobre los textos- comenzaba
prácticamente desde la primera reunión y se hacía un hábito excluyente a partir de la tercera o
cuarta.

Una vez que dábamos el impulso inicial, era seguro que los grupos se terminarían armando más
allá de nosotros. Y mientras participaron de Grafein, los propios grupos defendían su ámbito de
trabajo contra toda intromisión; si alguien disturbaba la tarea, lo enfrentaban e, inclusive,
llegaban a rechazarlo. De modo que tuvimos que resolver muy pocos problemas individuales.

En general, lo que faltó de agresión sobró de buen humor. Las reuniones de taller eran
esencialmente divertidas; las consignas, más bien percibidas como juegos, como desafíos, como
ocasiones para usar y admirar la gracia y el ingenio. Y reír, nos reíamos bastante.

A escribir no se aprende

De entrada, se advierte a los candidatos que el taller -nuestro taller- no enseña a escribir ni
mejora escritores. “No se hablará siquiera de técnicas”, se les dice a quienes solicitan aprender
monólogo interior o cuentos o métrica, “ni corregiremos presuntos errores”, se les avisa a los
eternos preocupados por su ortografía y/o sintaxis; “no se administrará ningún saber escribir”.
Ante tal desesperanza, algunos optan, sanamente, por buscar otro rumbo (en algún caso
llegamos, si no a derivar, sí a sugerir lugares donde se imparte o pretende impartir ese tipo de
conocimientos).

Para nosotros, los textos se presentan, por definición, como inmejorables. Todos lo son, porque
son lo que son. Un texto no tiene otra posibilidad que ser él mismo; y como tal debe ser
analizado. Toda modificación lo convierte, brutalmente, en otro texto tan inmejorable o
impeorable como aquél. La compresión -o mejor dicho, la aceptación- de una verdad tan simple
nos facilita enormemente la tarea. En lugar de bregar por ese texto que antes de comenzar el
taller se prometieron escribir, en lugar de “comprar” hoy el taller esperando un beneficio futuro,
los talleristas se relajan rápidamente y comienzan a disfrutar de cada texto propio actual, no por
si muestra un avance hacia, sino por lo que provoca: un trabajo en.

Se escribe en taller

El taller se plantea como un laboratorio donde lo exterior no cuenta. No es un lugar para la


mostración, sino para la acción; los participantes no detentan un “pasado” literario ni precisan
tenerlo; y los textos no sometidos a las condiciones del laboratorio, simplemente no se
consideran. Si nos interesa la producción de un texto, el trabajo de/en la significación, el análisis
de las condiciones de producción de la escritura, no parece demasiado práctico revisar textos
donde esas condiciones son totalmente desconocidas para nosotros.

Aparte de facilitarnos el trabajo, de encuadrar una función, esto significa, en la práctica, que
quienes, por ejemplo (y tuvimos varios ejemplos), ya han publicado, no se sienten en la
obligación de ostentarlo o avergonzarse. Simplemente, se les induce a olvidar el asunto por el
momento. Y algo mejor: quienes nunca escribieron (y tuvimos, llamativamente, muchos
talleristas así) no resultan inhibidos frente a los presuntos “experimentados”. No se requiere
experiencia previa, hemos podido publicitar.

Al decir que se escribe en taller, no entendemos una ley física. El ejercicio se plantea en una
reunión, siempre. Puede escribirse en el transcurso de esa reunión, o en casa, para la próxima.
En cualquiera de los dos casos (solíamos alternar uno y otro), las condiciones son iguales para
todo el mundo: la consigna se da a conocer al mismo tiempo, vale para todos, se otorga la
misma duración, espacio y leyes; y los resultados se analizan inexorablemente en el “lugar”
generado por todas esas marcas de laboratorio.

La consigna es el pretexto

Una consigna es para nosotros una fórmula breve que incita a la producción de un texto. El
lector podrá encontrar, más adelante, muchas de las que utilizamos. Verá entonces que, en sus
variantes más estrictas, una consigna puede limitar el número de palabras, imponer rimas o
métricas precisas, usar un número equis de tales y cuales signos de puntuación; en sus formas
más libres, proponer sencillamente escribir un diálogo, un texto “dorado en sus puntas”
(entiéndase como se entienda) y hasta decir: “Consigna: imponerse una consigna y escribir en
base a ella”.
A veces, la consigna parece lindar con el juego; en otras ocasiones, con un problema
matemático. Pero cualquiera sea la ecuación, siempre la consigna tiene algo de valla y algo de
trampolín, algo de punto de partida y algo de llegada. Es esas cosas, sin duda, y otras.

Pero sobre todo es un pretexto, un texto capaz, como todos, de producir otros. O de producir el
espacio donde se producen otros. En el mismo sentido en que las letras conforman -a su
manera- un universo lingüístico, la consigna limita el ámbito -por otra parte, amplísimo- de las
propuestas dentro de ese limitado universo (textos disímiles para una misma consigna bien
escrita), se conjuga con la recurrencia (en esos textos tan distintos) a determinadas operaciones
de algún modo presupuestas ocultamente por la consigna.

Este doble y simultáneo movimiento -variedad en las respuestas a los mismo, más recurrencia
en textos tan variados- conmovía a los participantes y se transformaba en algo así como la
incógnita de cada ejercicio. ¿Cómo lo resolveré? ¿Qué harán los demás? ¿Qué sobredeterminará
esta consigna en mi texto? ¿Qué tendrá de común con los demás? ¿En qué se diferenciará?
¿Podré?, eran las preguntas pensadas o sentidas por los talleristas frente a cualquier consigna.

Incluso “no cumplir” la consigna (mediante artilugios a menudo perversos o insólitos) se


convertía en un presupuesto de la consigna misma. Una consigna malentendida, olvidada,
trampeada -forma limítrofe del juego- era igualmente productiva, igualmente analizable,
igualmente consigna.

De consignar, escribir.

Por escrito

Grave problema del taller: la divulgación interna de los textos. Al principio, cada uno leía en voz
alta lo escrito. En el mundo hay buenos y malos lectores en voz alta (beneficio secundario del
taller: con el tiempo, algunos mejoraron; otros continuaron siendo un desastre). Y cada cual se
apura o se detiene, subraya o saltea, maneja el volumen de su voz según cree que le conviene.
Y cada voz es, de por sí, particularmente tonal, rítmica, significativa. Resultado: los autores
teñían sus lecturas de subjetividad (extratextual).

Probamos cambiar los lectores, evitando que fuera el propio autor quien presentara su texto.
Fue peor: a los problemas que teníamos, se sumaron dificultades de entonación, de
desentrañamiento de tachaduras y correcciones, etc.

Finalmente, optamos por exigir textos a máquina con copias para todos. La lectura se hacía en
silencio. Había, incluso, tiempo como para más de una lectura, algún apunte, etc. Mientras se
tratara de ejercicios “de reunión a reunión”, ninguna dificultad (y texto que no venía con copias,
no era leído). De lo escrito en reunión, leíamos lo de la vez anterior; lo escrito en ésta se pasaba
a máquina para la próxima.

Este sistema de trabajo debió admitir muchas excepciones y siempre fue costoso imponerlo.
Pero, aun sin un ciento por ciento de éxito, sirvió para crear plena conciencia del carácter escrito
de nuestro trabajo.

Todo importa en un texto

Ninguna cosa sin importancia hay en un texto. El papel, la tipografía, los blancos, las erratas,
todo debe significar y significa. Al analizar un texto tratábamos -ante el asombro de algunos- de
no dejar pasar ninguna oportunidad de hacer intervenir esos niveles de análisis. Una “h” ausente
en la ortografía nos permitía ingresar al sistema de un texto; una “n” sistemáticamente “volada”
potenciaba un comentario; la firma, la fecha, las tachaduras, eran analizadas con la misma
seriedad que el resto.

Aun excesiva, esta actitud nos propinó al menos una absoluta consideración material del objeto
de nuestro trabajo. Por encima de la poco productiva distinción entre “causal” y “motivado”,
entre todos descubrimos, afirmamos e hicimos rendir esa obvia verdad que reza: lo escrito,
escrito está. Así, cada vez que alguien corregía: “No, ahí quise poner…”, “Esa palabra repetida
no va”, etc., lo confrontábamos, sin explicación alguna, con la seguridad de su texto. Y un texto
es siempre indiscutible.

El autor no interesa

De todos los prejuicios que debimos enfrentar, el autor como figura mitológica nos resultó el
más arduo de combatir. Nadie es tan neutral frente a lo que escribe como para no estar algo,
bastante o muy comprometido afectivamente con el resultado. En un mundo antropocéntrico,
devoto de la propiedad y el causalismo, ¿quién no se siente con “derechos de autor”?

En el taller, los eliminamos de cuajo. Y algo aprendimos. Hacíamos así: el autor debía leer o
presentar su texto sin comentarios, agregados o explicaciones de ninguna especie. Tras la
lectura, era llamado a silencio mientras se hilvanaban los primeros intentos de discurso sobre el
discurso. Era notable ver -cuando, y casi siempre ocurría, se cumplían de buena voluntad estas
normas- cómo el autor se iba incorporando paulatinamente a los comentarios, siguiendo el hilo
iniciado por algún otro, desasido de ese en el fondo molesto rol de “creador” e incorporado
rápidamente al de un participante más.

La exclusión del autor como autor fue -además de coherente con nuestra concepción del texto y
de la escritura, del trabajo literario y la significación- algo muy positivo en la práctica. Positivo
para el trabajo en sí, en tanto eliminaba otro posible obstáculo para hablar de los textos.
Positivo para el autor, que podía así participar real, y no ilusoriamente, en la reflexión sobre su
texto. Positivo para el grupo, que terminaba por sentirse una especie de propietario común de
todos los textos.

Sin juicios de valor

Era sabido que el “me gusta/no me gusta”, la defensa de (o el ataque a) determinadas


tendencias literarias, la Voz Correctiva del Maestro, o, en todo caso, la aprobación
tranquilizadora (o peor: la desaprobación pretendidamente estimulante) del grupo, solían
presidir la mayor parte de los así llamados talleres.

Pero eliminar los juicios de valor (con todos sus fundamentos y secuelas) (de cualquier clase) (y
ya veremos cómo) no fue una consecuente, razonada, meritoria elección, sino una consecuencia
-lógica- de nuestra concepción del texto.

Un escrito nos importa por su trabajo textual, por su posibilidad de operar y ser operado, por su
particular configuración significante, por el juego mismo que lo hace posible. Desde ese punto de
vista, puede haber textos más “construibles” que otros; puede haber textos especialísimos por el
desarrollo pos-textual que permiten; puede haber textos “ricos” en inagotabilidades; pero no
puede haber textos ininteresantes.

De hecho, no los hay. El trabajo mismo nos convenció. Pasada la primera impresión (que nos
cuidábamos muy bien de exhibir) y apenas nuestro discurso comenzaba a articularse a partir de
un texto, ese texto se revelaba materia de trabajo tan útil como el anterior y el siguiente y el
otro. Todos eran significativamente trabajables; y aunque se nos hubiera impuesto hacerlo, no
hubiésemos podido determinar un “mejor” o un “peor”.

Seguramente esto no era difícil de comprender, porque los participantes de los diversos talleres
lo pescaron de inmediato. Y, salvo excepciones menores, no se escuchaban comentarios
valorativos. Los beneficios prácticos de este punto metodológico son previsibles: al no esperarse
un juicio de valor, los vedettismos y vanidades se desalientan rápidamente. Lo mismo ocurre,
del otro lado, con los temores o titubeos (”¿estará bien?”). La tarea de coordinación se libra de
cargas jurídicas y también se aliviana de culpas. El funcionamiento del grupo -apenas queda
clara esta ley- gana en fluidez y diversión. Y lo más importante: los textos adquieren valor por
su propia existencia, no por la comparación, siempre errónea, con un determinado “modelo”
previo.
Dicho de otro modo, un escrito en taller cuenta no como un buen o mal producto de una
industria dada, sino como el -inevitable- punto de partida de otra procucción: la del taller
mismo.

Ley del enriquecimiento

Aunque no es necesario otro saber que el saber escribir, tampoco es cuestión de olvidar lo
aprendido en aras de una estrechez de miras presuntamente funcional. Por el contrario,
aclarados los términos, estrictamente delimitado el campo de nuestro trabajo, podíamos aceptar
los aportes de distintos enfoques teóricos e, incluso, de otras disciplinas. Las “ponencias” desde
el psicoanálisis o la teoría de la comunicación (ambas, las más usuales) eran bien recibidas, pero
de inmediato encuadradas en nuestro laboratorio.

Es decir que, aceptadas como interesantes factores de enriquecimiento e incluso como lecturas
calificadas, se destacaba su carácter de lecturas posibles, jamás únicas o preponderadas. Para
ello, hacíamos espejear esas lecturas en relación con los elementos, niveles y configuración que
escapaban a ellas. Y escapábamos, en consecuencia, al reduccionismo.

Por supuesto que, ante aquellas posturas que contradecían los principios básicos de la noción de
taller de escritura, aceptábamos y hasta provocábamos la discusión; pero la ley del
eriquecimiento nos daba, antes, un amplio margen de maniobra. Además, convenía por igual a
quienes deseaban incluir otros enfoques como a quienes deseaban excluirlos, en tanto esos
enfoques se ubicaban en una zona neutral, compartida, digna de interés y sólo evaluable fuera
de los límites del taller.

La ley del enriquecimiento valía también para otra clase de aportes prácticos. Entre nosotros
(coordinadores y coordinados) había especialistas en diseño gráfico, en cine, en análisis de
mercado, en juegos, en lenguas extranjeras, en composición musical. Cada uno en lo suyo,
conocían y manejaban mecanismos de significación análogos, homólogos o simplemente
distintos a los que operan en un texto. Y ésos -más que los teóricos- resultaron los aportes más
interesantes y enriquecedores.

Fuente: www.mariotobelem.com.ar

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