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MI MADRE/YO MISMA

LAS RELACIONES MADRE-HIJA

Friday Nancy
Editorial Argos Vergara, S.A.
Barcelona, 1989
RECONOCIMIENTOS
En 1973 cayó en mis manos un libro en cuyas páginas se relacionaba el potencial orgásmico
de las mujeres con el grado de seguridad o confianza experimentada por éstas en otro tiempo ante sus
padres. Puedo recordar aquel día, el sitio en que me encontraba sentada; recuerdo hasta el peso del
libro que tenía en las manos, y, desde luego, mi reacción instantánea, que se tradujo en una pregunta:
en cuanto a la madre ¿qué había que decir?

Acababa de escribir un libro sobre las fantasías sexuales de las mujeres. No había quedado en
mi mente el menor resquicio de duda en cuanto al punto de comienzo de la represión o aceptación
sexual. ¿Cuál es la persona que antes que nadie aparta la mano de nuestros genitales, quién implanta el
placer o la inhibición en cuanto a nuestros cuerpos, quién establece Las Reglas y con su propia vida nos
facilita un modelo indeleble? Aquella semana redacté un esbozo, un plan para escribir un libro que se
titularía: Madres e Hijas: La Primera Mentira.

Me juzgaba a mí misma una buena candidata para este tema porque, aunque he de confesar
que amaba a mi madre, también percibía la existencia de un espacio psicológico suficientemente
amplio entre nosotras, una separación que me permitiría ser justa y objetiva. Como si esto se hallara al
alcance de cualquier mujer. Fueron necesarios dos años de investigaciones para ir más allá de la
irritación que contenía ese primer título. Incluso para reconocer cuán molesta me sentía personalmente.

Mi intención era llevar a cabo una serie de entrevistas con madres e hijas dentro de una
familia, y también con las abuelas, cuando fuese esto posible. En los últimos cuatro años me he
entrevistado con más de doscientas mujeres de todos los puntos de Estados Unidos. En su mayor parte,
eran madres. Y todas ellas, ciertamente, hijas. En el plano más significativo, eran expertas. Pero
advertí rápidamente que un libro de entrevistas no resultaría suficiente.

Había esperado evitar lo subjetivo mediante el hallazgo de unas pautas que se acomodaran a la
mayoría de las mujeres. Trazando tales pautas a través de las generaciones, podríamos ver las
conscientes e inconscientes repeticiones, corregidas con la mejor intención en nuestra maternal
herencia, desembarazándonos del resto. Puesto que las vidas de las mujeres van a cambiar, debíamos
tener acceso al esfuerzo formativo de esa relación. Teníamos que superar el enojo suscitado por unas
mentiras dichas “por nuestro bien”, averiguar cuál es el auténtico amor existente entre madre e hija, o
bien liberarnos de la ilusión de un amor que nunca existiera, en absoluto. Yo andaba buscando una
clarificación. Descubrí a Rashomon. Madre: “Preparé cuidadosamente a mi hija ante su primera
menstruación”. Hija: “Mi madre no me dijo nada” Dos versiones de idéntica historia, diferentes y, sin
embargo, iguales. Ninguna de las dos mujeres cree estar mintiendo.

Para llegar a comprender contradicciones como ésa, hablé con psiquiatras, educadores
médicos, abogados y sociólogos. Yo no quería contestaciones propias de un libro de texto: de las
veintiuna profesionales citadas en este libro, dieciséis de ellas tienen hijas. Ninguna mujer me
concedió más generosamente que la doctora Leah Schaefer su buen juicio, su sabiduría, sus
conocimientos profesionales y hasta su vida privada. Contraje con ella una deuda que nunca podrá
quedar saldada. Y hay algo que me resulta particularmente patético: la frecuencia con que estas
personas, altamente adiestradas, confiesan tropezar con dificultades al aplicar a sus propias existencias
lo que intelectualmente conocían.

Una de las primeras ideas que deseché fue la referente a mi convencimiento de que podía
aprender todo lo que necesitaba saber de las mujeres. Podemos ir dando saltos en vez de andar, pero
¿por qué no utilizar las dos piernas? Cuando el doctor Sirgay me telefoneó para hablarme de la
solicitud que yo le había formulado, respecto de una entrevista con cierta eminente especialista en
psiquiatría infantil, me informó que ésta debía ausentarse de la ciudad y le había pedido que él mismo
me atendiera. Más bien descortés, yo le respondí que puesto que abrigaba la creencia de que las
mujeres eran quienes mejor comprendían a las mujeres, esperaría a que su colega femenino regresara.
Estoy muy satisfecha de que aquel día mi interlocutor no me colgara el teléfono. Algunas de las
posibilidades de conducta y atisbos sobre el comportamiento que a mí se me antojaron más raros y
regocijantes, de cuantos figuran en estas páginas, provienen de él y de otros hombres. Estos también
tienen hijas.

Hablé por vez primera con el doctor Richard Robertiello en el curso de una tarde como tantas
otras. Constituyó tal episodio uno de los acontecimientos modeladores de mi carrera, y fue así como,
al correr de los años, se produjeron una serie de conversaciones sin las cuales el presente libro habría
sido inconmensurablemente más pobre en cuanto a contenido. Del mismo modo que el lector sigue el
desarrollo de un argumento, espero que se aprecie con claridad que, antes de poder explicar la relación
madre-hija, debía yo comprender la mía propia. Sin los pasmosos conocimientos del doctor
Robertiello, sin su capacidad para el análisis, sin su preclara mente y su personal implicación (es padre
de tres hijas), yo habría abandonado mi empeño hace mucho tiempo.

Las personas cuyos nombres aparecen a continuación aportaron a esta obra, además de sus
conocimientos, su tiempo y su interés. No siendo del caso mencionar sus títulos profesionales dentro
del texto, lo hago aquí, al propio tiempo que les doy las gracias:

Pauline B. Bart: profesora adjunta de sociología en psiquiatría, Facultad de Medicina,


Universidad de Illinois; autora del The Student Sociologist’s Handbook.
Jessie Bernard: sociólogo/becaria residente, en la comisión de Derechos Civiles de EE.UU.;
autora de Women, Wives, Mothers: Values and Options, the Future of Motherhood, y The Future of
Marriage.
Mary S. Calderone, doctora en Medicina: directora del Consejo de Educación e Información
Sexual de los EE.UU.; autora de Release From Sexual Tensions.
Sydney Q. Cohlan, doctor en Medicina: profesor de pediatría; director adjunto del servicio de
pediatría, Hospital de la Universidad, Centro Médico de la Universidad de Nueva York.
Helen Deutsch, doctora en Medicina: psicoanalista; autora de The Psychology of Women.
Lilly Engler, doctora en Medicina: psiquiatria con consulta privada en la ciudad de Nueva
York; asesora de diversas instituciones en EE.UU. y otros países.
Cynthia Fuchs Epstein: profesora de sociología, Queens College, Universidad de la ciudad de
Nueva York; directora de proyectos, Oficina de Investigaciones Aplicadas, Universidad de Columbia;
autora de Woman’s Place: Options and Limits in Professional Careers, y coautora de The Other Half:
Roads to Womens’s Equality.
Aaron H. Esman, doctor en Medicina: psiquiatria jefe del Jewish Borrad of Guardians;
miembro de la facultad en el Instituto Psicoanalítico de Nueva York; autor de New Frontiers in Chile
Guidance, y The Psychology of Adolescente: Essential Readings.
Mio Fredland, doctora en Medicina: profesora de psiquiatría, ayudante de clínica, Facultad de
Medicina de la Universidad de Cornell.
Sonya Friedman: psicóloga; asesora en cuestiones de matrimonio y divorcio; costura de I’ve
Had It, You’ve Had It! Advine on Divorce Fromm a Lawyer and a Psychologist.
Emily Jane Goodman: abogado; coautora de Woman, Money and Power.
Amy R. Hanan: directora de personal, AT&T General Departments. Elizabeth Hoppin Hauser:
psicoterapia, perteneciente al Centro de Consulta de Long Island, en Forest Hills.
Helen Kaplan, doctora en Medicina: psicoanalista y sexoterapeuta; profesora de psiquiatría,
adjunta, Facultad de Medicina de la Universidad de Cornell; psiquiatra adjunta de la clínica Payne
Whitney del Hospital de Nueva York; autora de The New Sex Therapy.
Sherwin A. Kaufman, doctor en Medicina: ginecólogo y tocólogo, del Lenox Hill Hospital,
ciudad de Nueva York, autor de Intimate Questions Women Ask, New Hope for the Childless Couple, y
The Ageless Woman.
Jeanne McFarland: profesora, Smith College, Departamento de Economía.
Gladys McKenney: profesora de las clases sobre matrimonio y familia en una escuela de
enseñanza media de Michigan.
George L. Peabody, doctor en Filosofía: ciencia de la conducta aplicada.
Vera Plaskon: coordinadora de planificación familiar, Hospital de Roosevelt, Nueva York;
especialista clínica en crianza del bebé, relación madre/hijo.
Virginia E. Pomeranz, doctora en Medicina: profesora adjunta de pediatría en la Facultad de
Medicina de la Cornell University, y asistenta de dicha especialidad en el New York Hospital; autora
de The First Five Years: A Relaxed Approach to Chile Care, y coautora de The Mother’s and Father’s
Medical Enciclopedia.
Wardell B. Pomeroy, doctor en Filosofía: investigador sobre cuestiones sexuales, informes
Kinsey, Sexual Behavior in the Human Male y Girls and Sex.
Jessie Potter: miembro del programa sobre sexualidad humana, Facultad de Medicina,
Universidad de Northwestern; directora del Instituto Nacional de Relaciones Humanas.
Helen Prentiss: profesora de psicología infantil en una universidad del Oeste medio. Tal
nombre es un pseudónimo, pues ha preferido permanecer en el anonimato.
Ira L. Reiss: profesora de sociología, Universidad de Minnesota. Richard C. Robertiello,
doctor en Medicina: consultor jefe de instrucción en el Instituto de Salud Mental de Long Island;
miembro del cuadro ejecutivo de la sociedad para el Estudio Científico del Sexo; psiquiatra supervisor
del Servicio de guía de la comunidad; autor de Hola Them Very Close, Then Let Them Go, y coautor de
Big You, Little You.
Sirgay Sanger, doctor en Medicina: director del programa padre-hijo, Hospital de St. Luke;
instructor, Columbia College of Physicians and Surgeons; autor de Emocional Care, Hospitalizad
Children.
Leah Cahan Schaefer: psicoterapeuta; miembro del Servicio de Guía de la Comunidad, ciudad
de Nueva York; perteneciente al cuadro ejecutivo de la Sociedad para el Estudio Científico del Sexo;
autora de Women and Sex.
Joan Saphiro: profesora de trabajo social, Smith College.
Marcia Storch, doctora en Medicina: Jefe de la clínica de ginecología para adolescentes y
planificación familiar, sección infantil y juvenil, Roosevelt Hospital; profesora ayudante de clínica, de
obstetricia y ginecología, College of Physicians and Surgeons, Roosevelt Hospital, ciudad de Nueva
York.
Bety L. Thompson: psicoanalista, de actividades privadas.
Lionel Tigre: profesor de antropología en la Rutgers University; autor de Men in Groups, The
Imperial Animal, y Women in the Kibbutz.

Dejo constancia de mi especial gratitud hacia aquellas mujeres cuyos nombres no aparecen
aquí, madres e hijas que me dieron todo lo que pudieron darme, aún anónimamente. Ellas reconocerán
sus palabras. Espero que perciban algo de la vida adicionada de que ahora dispongo, sabiendo lo que
este libro, sus vidas y la mía propia me han enseñado.

Durante años han vagado por mi mente, confusas, ideas sobre la identidad de las mujeres.
Pero yo fui una escritora viajera hasta que me casé. Hay ciertas preguntas que no nos atrevemos a
formular sin el apoyo de otra persona. En este libro, como en mi vida, esa persona ha sido Bill
Manville.

N. F.
Nueva York (ciudad)
Abril, 1977
CAPÍTULO 1
AMOR MATERNAL

A mi madre siempre le he mentido. Y ella a mí. ¿Qué edad tenía yo cuando aprendí su
lenguaje, cuando aprendí a llamar a las cosas por otros nombres? ¿Cinco, cuatro años? ¿Era tal vez más
pequeña? Su negativa, al enfrentarse con algo que no podía decirme, que su madre a su vez no había
podido decirle a ella, y sobre lo cual la sociedad nos había ordenado a ambas que guardáramos silencio,
entorpece todavía hoy nuestra relación.

A veces intento imaginarme una pequeña escena que nos hubiera servido de ayuda a las dos.
Mi madre, adoptando un aire amable, cálido, reservado y al mismo tiempo desaprobador de su propia
conducta, me hace entrar en el dormitorio, en el que duerme sola. No tiene más de veintiséis años. Yo
tal vez seis. Colocando sus manos (unas manos que su padre le recomendó que procurara mantener
ocultas porque eran “grandes y carecían de atractivo”) sobre mis hombros, fija su mirada directamente
en mis ojos, a través de los cristales de mis gafas de montura de acero, y me dice: “Tú sabes, Nancy,
que el papel de madre no se me da bien. Tú eres una chiquilla encantadora y no tiene culpa de nada.
Pero es que me cuesta trabajo adoptar una actitud maternal. De modo que cuando veas que no me
parezco a las otras madres, esfuérzate por comprender que ello no se debe a que yo no te quiera. Al
contrario, te quiero de verdad. Pero me siento confusa. Sé algunas cosas, e intentaré enseñártelas. En
cuanto a lo otro, a lo del sexo y todo lo demás, lo cierto es que no puedo tratarlo contigo porque no sé a
cierta de qué forma tales cuestiones han quedado ensambladas en mi vida. Intentaremos dar con otras
personas, con otras mujeres que puedan hablarte y llenar esos huecos. No puedes esperar que yo sea en
toda su extensión la madre que tú necesitas. En algunos aspectos, me siento más cerca de ti que me
sentí en otro tiempo de mi madre. No experimento esa serena, divina y básica certidumbre que tú
supones que ella sintió en un momento semejante. Abrigo todo género de inseguridades en cuanto a la
forma de criarte. Pero tú eres un ser inteligente, igual que yo. Tu tía te quiere, tus maestros sienten ya
crecer una necesidad en ti. Con su ayuda y con la que yo pueda aportar, procuraremos que te hagas con
toda la carga maternal, con todo el amor del mundo. Sucede, solamente, que no puedes esperar
obtenerlo todo de mí.”

Una escena que nunca hubiera podido ocurrir.


Hasta donde alcanza mi memoria, recuerdo que yo no quería la clase de vida que mi madre
creía que podía mostrarme. Pienso, en ocasiones, que ella tampoco lo deseaba. A medida que voy
haciéndome mayor, más va alejándose de mi niñez, de su acorazado papel de madre, convirtiéndose
progresivamente en una mujer más y más interesante. Quizá no debió haber llegado nunca a ser madre;
desde luego, lo fue demasiado pronto. La miro hoy, y con todo el amor y la irritación del mundo
lamento que no tuviera la oportunidad de vivir otra vida, la mía, tal vez. Pero la suya no fue una época
en la que las mujeres sintieran que se les deparaba la posibilidad de escoger.

No tengo idea acerca del momento en que comencé a darme cuenta, con el monstruoso
egoísmo que la dependencia presta a los ojos de una criatura, de que mi madre no era perfecta: yo no
representaba toda su vida. ¿Ocurrió esto en la misma edad en que empecé a formalizar el terrible juicio:
el que me llevó a pensar que ella no era la mujer que yo quería ser? Creo que siempre tuve presentes
ambos instantes. Ello explica mi sentimiento de culpabilidad al dejarla, y mi enfado ante el hecho de
que no me opusiera a ello. Pero estoy segura de que supo siempre, hasta un punto que sus adoctrinadas
actitudes hacia la maternidad no le permitirían jamás admitir, que mi hermana y yo no lo éramos todo.
Nosotras no le habíamos aportado la certificación de feminidad que su madre prometiera. Que, por
una vez en su vida, el sexo y un hombre habían sido más importantes que la maternidad.

Hija más consciente de sus deberes que yo, mi madre quería aceptar la visión de realidad que
mi abuela le había inculcado. Mintió en lo demás. Se subvirtió a sí misma, sus genuinos sentimientos,
las incipientes intimaciones de esperanza de vida y aventura que ella encontrara en mi padre, y que la
indujeron a marcharse con él, en contra de los deseos de su familia… Todo perdido por querer
convertirse en una buena madre. Las reglas de la suya tenían la autoridad de toda la cultura que las
respaldaba. No había “malas madres”, ni nada semejante; solamente había malas mujeres: eran las
explícitamente sexuales, que vivían con la idea de que lo que se daba entre ellas y sus maridos tenía
tanto derecho a existir, por lo menos, como sus hijos. Estas mujeres poseían escaso “instinto
maternal”.

Se nos ha educado en la creencia de que el amor de la madre es diferente a otras clases de


amor. No se halla expuesto al error, a la duda, ni a la ambivalencia de los afectos ordinarios. Esto no
es más que una ilusión.

Las madres pueden amar a sus hijos, pero en ocasiones no gustan de ellos. La misma mujer
que quizá se tiraría debajo de las ruedas de un camión desfrenado con tal de que éste no aplastara a su
hijo, lamenta a menudo el sacrificio, día a día, que la criatura, sin saberlo, le impone, afectando a su
tiempo, a su sexualidad, a su propia realización personal.

Con nuestra percepción de la falta de autenticidad de nuestra madre –con su propia ansiedad,
su carencia de fe en las super-idealizadas nociones de feminidad/maternidad que intenta enseñarnos –
nacen las inquietudes sobre nuestra sexualidad personal. Es el comienzo de la duda en cuanto a nuestra
realización como personas con identidad propia, separada de ella, establecida en nosotras como
mujeres antes de ser madres. Nos esforzamos por la autonomía, nos esforzamos por la sexualidad, pero
los inconscientes y más profundos sentimientos que hemos obtenido de ella no descansarán: solamente
nos sentiremos en paz, seguras de nosotras mismas, cuando hayamos cumplido con el glorificado
“instinto”, para el cual hemos sido educadas, a través de la imagen de su vida, repitiendo: “Tú no serás
una mujer completa hasta que seas madre”.

Es demasiado tarde ahora para pedir a mi madre que vuelva sobre sus pasos y examine las
evasiones que hiciera tan silenciosamente como cualquier otra madre, y ante las cuales me mostré
sumisa durante tanto tiempo, aunque sólo fuera porque ella deseaba lo contrario. Yo figuro entre las
que desean cambiar ciertos esquemas, callejones sin salida, de sus vidas. Se trata de esquemas que,
conforme pasa el tiempo, me parecen más familiares: “Yo he estado aquí antes.”

El amor entre mi madre y yo no es tan sacrosanto hasta el punto que no pueda ser cuestionado:
si vivo con una ilusión respecto de lo que existe entre nosotras, no dispondré de ningún punto de apoyo
sobre el cual alzarme yo misma.
En el curso de mis años de entrevistadora, son muchas las mujeres que me han dicho
insistentemente: “No. No acierto a pensar en nada significativo que haya heredado de mi madre. Somos
dos mujeres completamente distintas…” Estas palabras son dichas, habitualmente, con aire de triunfo,
como si la comunicante de turno reconociese el enorme esfuerzo realizado para modelarse a sí misma
de acuerdo con su madre, pero creyendo en su resistencia. Ahora bien, en mi entrevista con la hija, ésta
sonríe con cierta aflicción: “A cada paso”, me dice, “le estáis reprochando a mamá que me trata de la
misma forma que la trataba a ella su madre… ¡de una forma que no era de su agrado!” Sin embargo, en
otra entrevista, el esposo manifiesta: “A medida que pasan los años va haciéndose más y más igual a su
madre.”

Para ser justa añadiré que cuando las entrevistas se hacían prolongadas, cuando se presentaba
la ocasión de hablar durante largo rato, mis comunicantes comenzaban a descubrir similitudes entre sus
propias vidas y las de sus madres. En primer término había las diferencias superficiales, externas. La
madre vivía en una casa; la mujer con quien estaba yo hablando ocupaba un apartamento. La madre no
había trabajado un solo día en su vida; la hija se había procurado un empleo. Nos aferramos a tales
“hechos”, utilizándolos como prueba de que hemos creado nuestra propia vida, distinta de la suya.
Pasamos por alto una verdad más básica: la de habernos hecho cargo de sus ansiedades, temores y
enconos; nuestra forma de tejer la tela de araña de las emociones entre nosotras y los demás se inspira
en lo que de común hemos tenido con ella.

Queramos para nosotras la vida de nuestra madre o no, nunca desaparece de nuestra mente la
imagen de lo que ella fue. En ningún terreno es esto más válido que en el sexual. Sin nuestra identidad
sexual, una identidad sobre la cual podamos apoyarnos con todo nuestro peso, con la certidumbre de
cuando en otro tiempo disfrutábamos siendo “hijas de mamá”, nos sentimos inseguras. Tenemos brotes
de sexual confianza, de actividad, de exploración, pero con el primer rechazo, con la primera
insinuación de pérdida, de censura sexual o de humillación, volvemos a lo seguro y familiar: es sexo es
malo. Esto constituyó siempre un problema entre nuestra madre y nosotras mismas. Cuando los
hombres parecen inteligentes y atractivos, nos aliamos momentáneamente con ellos, en contra de las
reglas antisexuales de la madre. Pero no hay que confiar en los hombres. Decimos que la culpa es
nuestra: vamos de la madre a los hombres, sin nada propio entre ella y ellos. El matrimonio, en lugar
de suponer el fin de nuestra infantil alianza con ella, se convierte, irónicamente, en el motivo de unión
más sólido de nuestras vidas. En otro tiempo quisimos ser unas “buenas chicas”. Ahora deseamos
transformarnos en unas “buenas señoras casadas”… Justamente, como la madre. Las riñas con ella,
motivadas por los hombres, han terminado, por fin. Ante nuestra madre, lo más difícil de afrontar es su
sexualidad. A ella le ocurre lo mismo con respecto a nosotras.

Son dos mujeres que se ocultan mutuamente aquello que las define como tales.
Si no separamos el amor de la madre de su temor sobre el sexo, siempre veremos el amor y el
sexo como dos cosas opuestas. La dicotomía pasará a nuestras hijas. “Mamá tenía razón”, decimos. Y
el fervor con que nosotras negamos a nuestra hija el acceso a su propio cuerpo queda intensificado por
la irritación, la conclusión y la abnegación que experimentamos al renunciar a nuestra propia
sexualidad.

“Has de estar segura de que yo te quiero, independientemente de lo que te diga o te haga”, es


el mensaje que llega de la madona. “Nadie te querrá nunca como yo. La madre es la persona que más
te quiere del mundo y siempre me tendrás junto a ti.” Muchas madres ofrecen esta clase de amor
imposible porque están solas y desean ligar sus hijas a ellas para siempre. Todas las madres arguyen
eso porque también ellas se encuentran en una trampa: sugerir menos es ser una “mala madre”. El
amor real que ella puede sentir por nosotras no posee la potente atadura del amor idealizado y perfecto
en que ambas necesitamos creer. Es un trato que ninguna de las dos podemos rechazar.

“Cuando la madre mantiene una genuina relación sexual con su esposo”, declara la
psicoterapeuta Leah Schaefer, “pero finge ante su hija, afirmando que de un modo u otro toda la vida
erótica debe quedar ligada a la maternidad, la hija lo percibe, y experimenta la impresión de que no
puede confiar en su madre. Durante mis prácticas como psicoanalista, me he encontrado una y otra vez
con que ésta es la mentira básica. Los padres dicen a sus hijos: “No, no, no debes hacerlo…” Pero la
niña advierte que la madre está haciendo lo prohibido. De este modo, cierto aspecto de la vida y la
personalidad de la madre se convierte en un gran secreto para la hija… Y, no obstante, la madre quiere
estar siempre al tanto de cuanto afecta a la pequeña. Espía en su psique, le está diciendo siempre que
son amigas, que se deben contar mutuamente todas sus cosas… Pero, de nuevo, la hija descubre que su
madre le oculta un gran secreto, que una parte de su ser queda más allá de su alcance. Se trata de una
relación unilateral, supuestamente basada en la verdad, pero que la joven juzga manipulada. Esto le
provoca un resentimiento.

“La situación se torna más difícil para la joven cuando la madre no es consciente de la mentira.
Aquélla razona así: “¿Cómo puedes decirle eso a una niña? Puedes decidirte por retener cierta
información, pero esto no te da derecho a decirle a tu hija una mentira”. Algunas mujeres llegan,
dando muchos tumbos mentales, a la conclusión de que el único fin de la relación sexual es la
maternidad. En consecuencia, no creen estar mintiendo, en absoluto. Piensan que salvaguardan “la
moral” de la chica. Lo que hacen es echar los cimientos de una desconfianza por parte de la joven que
durará a lo largo de toda su vida, y también de una sensación de aislamiento y desamparo. Todo lo
relativo al sexo es confuso para la hija, pero en el caso de experimentar la impresión de que su madre le
miente, ¿en quién podrá confiar ya?

Y la confianza en una misma y en la otra persona es la base de la vida, del matrimonio, y del
orgasmo sexual.”
La dificultad de la madre no radica necesariamente en su condición de persona mentirosa o
hipócrita. Ella dice una cosa, hace otra, y sin embargo denota en un profundo nivel que realmente
siente algo totalmente distinto. La mayor parte de nosotras nos hemos acostumbrado a vivir con esta
cuarteadura tripartita en la gente que conocemos, y nos aceptamos mutuamente como un todo. Como
hijas, sin embargo estamos tan enfocadas sobre nuestras madres que las aceptamos literalmente,
intentando integrar los tres guerreantes aspectos que presentan a nuestros ojos. Puesto que tal
confusión penetra en la relación madre-hija, y será vista repetidas veces a lo largo del libro, voy a
permitirme separar claramente las tres ideas:

1. Actitud. Esta consiste en lo que decimos, en la impresión exterior que de nosotras tiene la
gente. Es el aspecto nuestro que cambia con mayor rapidez. A menudo es un reflejo de la opinión
pública, de los libros que hemos leído, de lo que opinan nuestras amigas, etc. Por ejemplo: la madre
que decide que su hija no crecerá ineducada sexualmente, como creció ella; entonces adquiere para que
se informe un ejemplar del último libro publicado sobre el tema de la educación sexual, como Show
Me.
Su forma de actuar cuando la chica lleva a la práctica los preceptos especificados en el libro es
la diferencia existente entre la actitud y la
2. Conducta. La madre descubre a la hija tocándose y explorándose la vagina, en la forma
indicada en las ilustraciones del libro. Con una mueca de desagrado, le aparta la mano.
La conducta ha cambiado mucho en los últimos años, pero es un error creer que nuestra
manera de actuar se corresponde siempre con nuestras actitudes estrictas. El doctor Wardell Pomeroy,
el principal investigador en el equipo de Kinsey, me manifestó que, normalmente el cambio de
conducta lleva un retraso de por lo menos una generación con respecto al cambio de actitud. Tal
conservadurismo se encuentra fuertemente influenciado, si no es determinado por nuestros

3. Más profundos (a menudo inconscientes) sentimientos. Estas soterradas fuerzas básicas o


motivaciones habitualmente nos son enseñadas por nuestros padres. Son los más rígidos aspectos de
nosotros mismos, transportadores del pasado, que a menudo anulan las otras dos ideas. Pueden ser
negadas u “olvidadas”, pero, no obstante, muy a menudo, se expresarán por sí mismas en el
comportamiento irracional o distorsionado. Una madre dice (actitud) a su hija que todo lo referente al
sexo es hermoso. En cuanto a su conducta, “ignora” cuidadosamente que la chica se ha ausentado para
pasar el fin de semana con un hombre. Pero sus más profundos sentimientos son traicionados cuando
la hija entra en casa el lunes para enfrentarse con una madre resentida, preocupada e irritada por una
razón que no puede especificar en voz alta.

Al decir una cosa acerca del sexo y la maternidad, al mismo tempo que experimenta
emociones contrarias antes estos dos temas, la madre presenta un cuadro enigmático a su hija. La
primera mentira –la ideas de que la sexualidad de una mujer puede estar en conflicto con su papel de
madre – atenta hasta tal punto contra las tradicionales ideas sobre la feminidad, que no puede hablarse
de ella. La chica acaba percibiendo un vacío entre lo que su madre dice, lo que su madre hace… y lo
que la joven detecta en el fondo de todo. Nada de lo que la madre siente se nos escapa. En realidad,
nuestro problema radica en que intentamos vivir todas las partes del cuarteado mensaje de que nos hizo
objeto. Por esto, demasiado a menudo, nuestra conducta, así como nuestras vidas, representan un
compromiso discordante. No sabemos qué hacer. Nos desabrochamos el botón superior de nuestro
vestido y volvemos a abrocharlo. Esto es una broma. Pero cuando nos hallamos en la cama y
presentimos el orgasmo, nuestros inconscientes y divididos sentimientos afirman su primacía,
privándonos de satisfacción. Y esto ya no es ninguna broma.

Nuestros esfuerzos por ver a la madre claramente son frustrados por una especie de negativa.
Se trata de uno de nuestros más primitivos mecanismos de defensa. Pronto, las chicas empiezan a
rechazar la noción de que la madre es algo menos que la “buena madre” que ella pretende ser. Muy
frecuentemente, esto se hace dividiendo la idea de madre en buena y mala. La mala madre es la otra,
no la real. Es la madre que resulta cruel, que tiene dolores de cabeza, que no nos agrada. Es temporal.
Sólo la buena es real. Aguardaremos su regreso durante años, siempre convencidas de que la mujer
que tenemos delante, la que nos hace sentirnos culpables, inadecuadas, e irritadas, no es una madre.
Hay muchas entre nosotras que, viviendo lejos del hogar, vuelven periódicamente junto a su madre, en
la Navidad, o con motivo de algún cumpleaños, esperando que en tal ocasión… ¿será todo distinto?
Mujeres hechas y derechas como nosotras, todavía seguimos buscando lo mismo, todavía continuamos
atadas a la ilusión de la buena y amante madre.

Los niños creen que sus padres son perfectos y que ellos y no sus padres son los culpables
cuando algo no marcha bien. Tenemos que pensar, se dicen, que nuestros padres son perfectos porque,
dada nuestra condición de niños, dependemos por completo de ellos. No podemos permitirnos detestar
a la madre; de manera que lo que hacemos es descargar nuestras iras en nosotros mismos. En vez de
decir que ella es odiosa, pensamos: “Yo soy odioso”. La madre ha de ser buena, juiciosa, toda ternura.

El ejemplo más extremado sobre nuestra necesidad de creer en la por todos conceptos amante
madre radica en el caso de los niños maltratados. Tomad a una de estas criaturas, que sólo sabe de
palabras gruesas y de golpes, y dejadlo al cuidado de una cariñosa madre adoptiva. Se verá una y otra
vez que la criatura prefiere regresar junto a la verdadera madre, aún con toda su crueldad. El niño
aspira a perpetuar su ilusión de que ella es una buena madre, y esto es más fuerte en él que su deseo de
que cesen los golpes que le da y las malas palabras que le prodiga, es más fuerte que la vida misma.

La verdad es que mientras la niña quiere creer que su madre la quiere sin lugar a dudas, puede
vivir desazonada al averiguar que no es así. Lo necesario, principalmente, es que la niña sienta que su
madre se inclina por lo real, por lo auténtico. Es mejor aprender, lo más precozmente posible, que
aunque nuestra madre nos quiere, esto no se produce con la exclusión de todas las demás personas, de
todas las cosas. Si la niña es estimulada para que entre en colusión con su madre, pretendiendo que el
instinto maternal lo conquista todo, ambas se verán más tarde entorpecidas por mecanismos de
negociaciones y defensa que las aislarán de la realidad de sus mutuos sentimientos; entonces, se habrá
esfumado cualquier esperanza de establecer una verdadera relación entre ellas. La hija repetirá esta
relación con los hombres, con otras mujeres. La idea de una madre y una hija mintiéndose mutuamente
para mantener una ficción con suavidades de cuadro al pastel puede parecer tierna, conmovedora. Lo
cierto es que el precio pagado por el mantenimiento de esa mentira resultará enormemente alto. El
costo, para la niña maltratada, es verse golpeada hasta tener todo el cuerpo lleno de cardenales. ¿Es esto
conmovedor?

Las niñas que juegan con sus muñecas nos brindan un ejemplo casi de laboratorio acerca de la
forma en que la ilusión del amor maternal perfecto es mantenida. El psicoanalista infantil D. W.
Winnicott declara en su libro Playing and Reality que el juego de los niños es la forma de realización
de un deseo. La pequeña que juega con sus muñecas actúa como lo hará su madre con ella, según sus
esperanzas. El mismo acto del juego da a la ilusión una especie de sustancia.

¿Y de dónde la hija –incluso la hija de una mujer nada maternal – ha sacado esta idea del
perfecto amor materno? De lo que su madre dice, si no es de lo que su madre hace. La madre se
presenta siempre a sí misma como persona totalmente amante. Sus fórmulas verbales dicen a la chica
que no hay que poner en duda lo ideal de su manera de sentir. La causa de que su madre, ahora mismo,
se muestre tan enfadada, tan alterada, o tan fría, obedece a que el padre se ha portado de una manera
terrible, a que todavía no se ha recibido el encargo hecho a la tienda, a que escasea el dinero en el
hogar, e incluso a que ella ha sido mala. En último extremo, la chica llega a tener la convicción de que,
se trate de lo que se trate, todo proviene de que ella ha sido traviesa. Suya es la culpa de que en la
tienda se retrasen en las entregas, de que papá no se haya portado bien, de que no haya dinero en la
casa, etc. etc.

Los primitivos habitantes de las cavernas pintaron antílopes en muros antes de que recurrieran
a la caza para procurarse de alimento. Del mismo mágico modo, las pequeñas juegan a ser madres
perfectas son sus muñecas, esperando que, por arte de encantamiento, surja la madre ideal oculta en la
mujer situada por debajo de la perfección que promete tanto y da tan poco.
Jugando con sus muñecas, la pequeña perpetúa la ilusión. “¿Ves lo cariñosa que soy con mi
muñeca? ¡Resulta tan fácil, tan íntimo, tan cordial! ¿Por qué no eres tú así conmigo?” Han pasado
muchos años desde el tiempo en que yo jugaba con mis muñecas, pero la parte más dura en mi labor de
escribir este libro es renunciar a la idea de que si yo misma hubiese dicho, hecho o esbozado aquella
cosa mágica, habría podido convertirse en realidad la ilusión de un amor perfecto entre mi madre y yo.

Entre madres e hijas existe un vínculo de amor real. Existe un amor real entre mi madre y yo.
Pero no se trata de esa clase de amor que ella me hizo creer siempre que sentía, que la sociedad me dijo
que sentía, con motivo del cual yo en todo momento me sentí enojada y culpable. Enojada porque
nunca lo percibí realmente; culpable porque pensaba que yo era la causante de ello. De ser yo una hija
mejor, habría podido asimilar aquel amor nutricio que ella aseguró siempre que albergaba.
Recientemente, descubrí que podía enfadarme con mi madre sin que ello la anonadara, como tampoco a
mí. La irritación que me separaba de ella al propio tiempo me hacía entrar en contacto con el amor real
que me inspiraba. El berrinche rompió la barrera de cristal que existía entre las dos.

He oído decir a algunas hijas que ellas no aman a sus madres. Nunca oí decir a una madre, en
cambio, que ella no amaba a su hija. Ciertos psicoanalistas me han asegurado que algunas pacientes
prefieren que se las tome por “locas” antes que admitir que les disgustaban sus hijas. La mujer puede
ser sincera en lo tocante a cualquier otra cosa, pero el mito de que las madres siempre aman a sus hijas
es tan dominante que incluso quienes reconocen que su madre les desagrada, más adelante, en su
momento, sólo hablarán de emociones positivas al referirse a sus vástagos.

Las dificultades comienzan con la misma palabra amor. Si tal vocablo no hubiese sido jamás
utilizado, la literatura y el cotidiano intercambio humano habrían resultado mejor parados. La palabra
en cuestión es excesivamente ambigua. Advertimos esto en nuestras relaciones más intensas, cuando
nos imponemos del misterio que siempre rodea su significado. Pero la estimamos por su misma
ambigüedad: permite no decir nada de lo que queremos. No es de extrañar que sean muchas las
personas que afirman ignorar su significado.

“Yo te quiero. Esto es por tu bien”, alega la madre cuando nos prohíbe que juguemos con
determinada amiga. “Si yo no te quisiera tanto, no me preocuparía poco ni mucho de que usaras
chanclos”. “Desde luego, te quiero. Por esto deseo que vayas al campo. Claro está que prefiero que
estés siempre conmigo, pero es mejor para ti que respires durante el verano el aire puro.” Todas estas
explicaciones parecen razonables, consideradas superficialmente. Deseamos creer que el amor es la
causa de cuanto hace la madre. A menudo, no se trata de amor, sino según los casos, afán de posesión,
ansiedad, y abierto rechazo, cosas que se están expresando en frases como las reseñadas. No podemos
soportar la creencia en esto a un nivel cognoscitivo. Lo sentimos en lo más profundo de nuestro ser.

Tomar las palabras de la madre acerca del amor en su valor nominal es distorsionar el resto de
nuestras vidas en un esfuerzo por encontrar de nuevo la relación ideal. “El amor no es una emoción
indivisible”, dice el psicoanalista Richard Robertiello. “Nuestra tarea de adultos consiste en separar los
elementos que integran la gran “carga” cedida por la madre, denominada por ella amor, asimilando lo
que nos dio, buscando en el mundo real aquellos otros aspectos que no obtuvimos de ella”.

Aprendemos nuestras más profundas formas de intimidad con la madre; automáticamente,


luego repetimos el mismo esquema con todas aquellas personas a las cuales llegamos a sentirnos
próximas. Una de dos: o desempeñamos el papel de la hija que fuimos con la madre, convirtiendo a la
otra persona en una figura maternal, o lo invertimos todo, es decir, hacemos de esta última una
“criatura”, asignándonos nosotras el papel de madre. “Con demasiada frecuencia –asegura Leah
Schaefer – lo que nosotros hacemos con tales personas tiene poco que ver con ellas o con lo que somos
hoy.” He aquí por qué las discusiones o fricciones entre la gente no pueden ser resueltas nunca: las
personas no reaccionan ante lo que sucede entre ellas, sino ante viejas heridas no curadas, ante rechazos
sufridos en el pasado.

La intimidad es solamente un viejo disco que volvemos a tocar. “Primeramente –declara


Richard Robertiello- nos inculcamos – asimilamos interiormente – la enmarañada idea que del amor
tiene la madre. Luego, la proyectamos sobre nuestros amantes, nuestros esposos, y nuestra propia
hija.”

Quizá la madre fue una mujer muy posesiva, que intentaba establecer a través de nosotras, al
propio tiempo que nos expresaba su cariño, un satisfactorio contacto físico y afecto. Es demasiado
fácil para nosotras apechugar después con toda la “carga”: la estrecha dependencia y el calor físico se
hallan atados con un nudo imposible de deshacer, rotulado con la palabra amor. Nuestro esposo puede
ser físicamente afectivo, pero de no ser posesivo también él, decidimos que “realmente” no nos ama.
Del perfecto amor que suponemos ha de sentir por nosotras echamos en falta algo.

Otro ejemplo lo tenemos en la madre que le dice a su hija que la quiere, pero que la manda con
repetida frecuencia a pasar temporadas con la abuela, la deja al cuidado de institutrices, o la interna en
un colegio. ¿Nos puede sorprender que una chica como ésta crezca con frecuencia abrigando la
convicción de que las últimas personas que la quieren son las que precisamente no desean verla a su
alrededor? El rechazo y el afecto se mezclan aquí de una manera inextricable.

A veces nos sentimos tan dolidas ante las ambivalencias de la madre que rechazamos toda su
“carga”: los aspectos positivos que ella nos presentó, junto con los dolorosos. No basta decir
simplemente: “Mamá nunca me quiso: ¡no hizo esto o aquello por mí!” Ello supone negarnos, en
nuestro infantil enojo, a reconocer lo que era tal amor.

Dice el doctor Robertiello: “Lo que debemos hacer es separar los componentes específicos del
amor maternal, o sea analizar con exactitud las formas en que ella no nos quiso, pero también aquéllas
en que sí lo hizo. ¿Te proporcionó tu madre una especie de seguridad básica, una estructura de
estabilidad, de refugio, de educación? ¿Te reveló que sentía por ti admiración, un sentimiento sincero
de que merecías por completo su afecto? ¿Te dio muestras de afecto, te prodigó sus mimos, te abrazó y
te besó? ¿Estuvo pendiente de lo que te sucedía, disculpándote siempre, tanto si tenías razón como si
no? Estos son algunos de los componentes del amor real.”

Ninguna madre puede pretender alcanzarlos todos. Quizá tu madre fue excelente a la hora de
admirarte y apreciarte, proporcionándote un sentimiento de estimación propia, pero es posible que lo
que ella denominaba amor se redujera a su necesidad de que alguien la forzara a sentirse maternal. En
tal caso, puede ser que te enfrentes con ciertos problemas de amor propio, y que a menudo adviertas la
dificultad de acercarte a los demás, de penetrar en su intimidad. La gente se desentenderá siempre de
ti.

Aquí tenemos precisamente a una mujer de esta clase, de veintisiete años de edad, quien se
dispone a emprender una carrera…
“Mi madre me decía siempre: “¡Apunta alto! ¡Esfuérzate por ser diferente de las demás!”
Pertenecía a ese raro grupo de madres maravillosas con las que las hijas pueden hablar de su vida
sexual. Desde los seis o siete años de edad adopté una actitud protectora con respecto a ella. Yo me
sentía más fuerte que ella. Solía tenerme al corriente sobre sus problemas con mi dominante padre.
Incluso siendo todavía una chiquilla era yo quien se enfrentaba con él, como si mi madre hubiese sido
una criatura. Claro está que su apoyo emocional me ayudó mucho. Me hizo fuerte. No confío en los
hombres. No pueden comprender qué es lo que una mujer necesita. No te apoyan emocionalmente, y
en cambio buscan tal clase de apoyo para ellos mismos. Yo necesito un hombre que confié en sí
mismo, tanto como yo confío en mí, un hombre en el que pueda descansar. He aquí por qué no
comparto mi lecho con ninguno de los hombres que en la actualidad conozco. No es mucho lo que un
hombre puede hacer por mí, aparte de facilitarme un sólido respaldo emocional o financiero; ahora
bien, no he encontrado el acompañante fuerte que pueda o quiera hacer eso. Todo lo demás puedo
hacerlo por mí misma. No obstante, sé que una relación directa con un hombre constituye la cosa más
importante de mi vida”. Ella intenta procurarme la maternal protección y solicitud que no obtuvo de su
madre extrayéndolas de los hombres. Su política emocional es ésta: los hombres deben cuidar de ella
como si fuese una criatura, en tanto que ella retiene la sexualidad que los hombres esperan obtener de
una mujer.

He oído quejas de mujeres hechas y derechas lamentándose aún de que de pequeñas, cuando
por la tarde regresaban del colegio, no encontraban a su madre en casa. Olvidan que la madre puede
haber sido un aterrador modelo como profesional, como mujer que desempeña una actividad. Y se
trata del modelo adoptado luego por la hija al enfrentarse con su trabajo. En tanto no acepta el hecho
de que la madre no tiene por qué ser necesariamente perfecta, su infantil irritación le impedirá extraer
el máximo rendimiento de los admirables rasgos de que aquélla se hallaba investida. Con frecuencia,
muchas mujeres que han triunfado en su labor profesional asociarán a sus éxitos ideas relacionadas con
la madre “mala” en que no desean llegar a convertirse. De pronto se casan, y renuncian a su carrera
con un suspiro de alivio. Pero el matrimonio no resulta tampoco; la esposa se esfuerza por convertir al
marido en la madre cariñosa y protectora que ella nunca tuvo.

Es posible que la madre haya pensado que ha de presentar una imagen de amor perfecto.
Como adultas, hemos de admitir que no podemos vivir sin ella. Hemos de renunciar a nuestro
resentimiento, al pensamiento de que no era ideal, para poder así quedarnos con aquello en que la
madre era buena. Esto realzará nuestras vidas.

El amor espontáneo y honesto admite errores, vacilaciones y fallos humanos, puede ser
experimentado y perfeccionado. El amor idealizado nos ata porque de antemano intuimos que es irreal.
De ahí el temor a enfrentarnos con tal verdad.

“A mi madre sólo le digo aquello que desea oír”, manifiestan algunas mujeres. Se infiere de
ello que la mentira es un brote del amor; la hija, simplemente, transforma en acción su deseo de
proteger a la madre. El hecho es que nos convertimos en protectoras de nuestras madres, no porque
seamos muy buenas hijas, sino porque deseamos protegernos a nosotros mismas. En alguna parte de
nuestra psique, somos todavía niñas que temen enfrentarse con el riesgo de perder el inquebrantable
amor de su madre, incluso por el breve período de tiempo que puede suponer una discusión. Decir la
verdad, es una prueba; con tal acto queda al descubierto lo que hay, efectivamente, entre dos personas.
“Me llevo maravillosamente bien con mi hija –dice una mujer de treinta y ocho años-. Pero
¿por qué he de terminar poniéndome nerviosa o irritable si estoy con ella unas cuantas horas? Y lo
terrible es que observo que mi hija va adoptando conmigo idéntica actitud.” Las fantasías sobre la
comprensión perfecta resultan difíciles de mantener cuando uno se enfrenta con la realidad. Resulta
más fácil cuando las personas interesadas están separadas.

Nuestra mutua negativa a mostrarnos tal como somos, buenas y malas, no permite a ninguna
de las dos mujeres explorar su vida por separado, su propia identidad. El temor no expresado es de que
si una de las dos rompe los lazos que las unen, si una u otra cuestionan la perfección del amor madre-
hija, alegando que es “diferente”, ambas pueden ser destruidas. ¿Cuántas mujeres, ya mayores, sienten
temor ante la idea de vivir solas, de estar solas? No hay más que una cosa en este mundo que pueda
compararse con el dolor de apartarnos de nuestras madres y que nos saca más de quicio, y es la
renuncia a la ilusión de que la nuestra nos quiere sin ambivalencias: la separación de nuestras hijas, su
marcha…

“Yo necesitaba tanto a mi madre, y la quería con tanta intensidad a veces –declara una joven,
madre de una niña de cinco años-, que recuerdo haberle dicho al cumplir los ocho años: “Nunca llegaré
a querer a mi hija tanto como tú me quieres.” Ahora sé que en realidad quise decir agobiar y no amar.
Esta última palabra esconde muy nocivas ideas. ¡Se me antojaba mi madre tan generosa, tan dispuesta
siempre a dar! Recuerdo haberme sentido muy atemorizada ante la sola idea de que podía morir. Pero
yo no quería que viviese para mí. Esto aumentaba mi intenso sentimiento de culpabilidad. Y, sin
embargo, no me atrevía a pedirle un lugar para mí en sus afectos. Esto habría hecho que me
considerara más culpable aún. Contando tan sólo diecisiete años que me considerara más culpable aún.
Contando tan sólo diecisiete años no podía pensar en irme de casa. De mi matrimonio, tuve una hija y
me volví tan posesiva con respecto a ella como lo fuera mi madre en relación conmigo. Yo era una
madre que trabajaba, y me imaginé que esto significaba que estaba dando a mi hija el lugar de que
nunca dispuse. Pero me valía del teléfono para llamar a casa desde mi trabajo a cada momento. Y al
regresar al hogar lo hacía presa de un sentimiento de culpabilidad, por haber atosigado a mi hija.
Exactamente igual que mi madre, adoptaba una actitud posesiva, exageradamente protectora con cuanto
“quería.”

El instinto maternal nos dice que todas hemos nacido madres, que una vez seamos madres
querremos a nuestros hijos de una manera automática y natural, y que siempre haremos lo que más les
convenga. Si tú crees en el instinto maternal y fallas en el amor materno, has fracasado como mujer.
Es una idea dominante, que nos sujeta como con garra de hierro.

Propongo utilizar el “instinto maternal” tal como es experimentado emocionalmente por la


mayoría de las mujeres. Para nosotras no posee el mismo significado que para los biólogos, etólogos o
sociólogos. El concepto posee tantos significados como número de científicos hay, y muchos te dirán
que el instinto maternal no existe, en absoluto. El antropólogo Lionel Tiger me aconsejó que evitara
utilizar la frase, que no la mencionara ni siquiera en una cita. Tenía la impresión de que,
independientemente de mi forma de calificar el término, alguien se lanzaría contra mí. Queda fuera del
propósito del presente libro probar o negar la realidad del instinto maternal. Pero yo no creo que
ninguna mujer interesada por las fuerzas o posibilidades de elección que moldean su vida pueda
evitarse una reflexión sobre lo que esas palabras significan, no genéticamente, sino imaginativamente.
Dése a ello el nombre de “instinto” o no, lo cierto es que la mayor parte de las mujeres abrigan
la ilusión de tener hijos y hacen lo posible por tenerlos. Para tal mayoría, el problema empieza, no con
el hecho de ser madres, sino con las propuestas emocionales contenidas en la noción del instinto
maternal, con la idea de que ser una buena madre es algo tan natural y común entre los humanos como
entre las lobas con respecto a sus cachorros.

Aquellos que gustan de formular este argumento arrancado de la naturaleza se olvidan de que
aunque la loba cuida de sus cachorros instintivamente, protegiéndolos incluso a costa de su vida,
enseñándoles seguidamente a cazar, el mismo instinto lleva al animal a abandonarlos sin volver una
sola vez la cabeza al separarse de ellos, tan pronto los pequeños pueden valerse por sí mismos. Otros
instintos pueden llevar a la loba, en la época del celo, a aparearse con uno de sus hijos.
En los humanos, el amor maternal no se presenta espontáneamente, en el momento de nacer el
niño. “Suelo decir a las madres el primer día –explica el doctor Sydney Q. Cohlan, pediatra-, que la
relación con la criatura no queda establecida con la presencia de ésta, sino con el trato cotidiano y los
cuidados dispensados al recién nacido. Nadie puede amar a su bebé venticuatro horas por día, siete días
por semana. Cuidar de un bebé puede significar un duro esfuerzo en el curso de los primeros meses,
representando a veces un monumental fastidio. La recompensa comienza tras haber vivido la madre y
el hijo un período de ajuste y conformidad a las necesidades mutuas: Pero ella ha leído todas las
poesías que se publican en las revistas y espera sentirse “instantáneamente maternal”, y cree que le
ocurre algo anormal si no corresponde a la primera visión de su pequeño, al estilo de las mujeres que
ilustran los libros. ¿Quizá es que no merece ser madre? ¿Cómo puede explicarse ella una emoción
negativa, fugaz incluso? La sociedad en cuyo seno vive no le permitirá exteriorizar esto. En
consecuencia, hay una buena dosis de mentiras que surgen subconscientemente cuando uno pregunta a
una nueva madre acerca de sus sentimientos de realización personal. A menudo, han optado por
decirme todo aquello que ellas desearían creer.”

Dice la psiquiatra Mio Fredland, madre de una niña de tres años: “He conocido muchas
madres que se sentían ilusionadamente arrebatadas ante el nacimiento de su primer hijo; pero también
he conocido otras que se encontraban profundamente deprimidas por el mismo motivo. Esto implica
que se hallaban enamoradas de una fantasía. Efectivamente, a menudo, las madres experimentan una
sensación de culpabilidad, y una depresión grande, por el hecho de no amar a sus bebés al principio. El
niño parece ser un extraño. Sí, hemos alimentado una fantasía, al estilo de las de Gerber; he aquí el
gran mito: todas las madres aman a sus pequeños. He oído decir a algunas mujeres que pueden pasar
muy bien dos o tres semanas antes de que realmente empiecen a sentirse preocupadas a causa de su
bebé. Al ver la madre por vez primera a su hijo, se produce ciertamente un shock. Pero ninguna mujer
ama a su hijo automáticamente, ni mucho menos.”

Esta es la tiranía de la noción del instinto maternal. Con ella se idealiza la maternidad más allá
de la capacidad humana. Se abre un peligroso vacío. La madre siente una mezcla de amor y
resentimiento, de afecto e irritación ante el hijo, pero no puede permitirse saberlo.

La separación existente entre lo que la madre dice, su manera de conducirse con el bebé, y lo
que ella inconscientemente siente en lo más profundo de su ser, la deja en una posición de inseguridad.
El doctor Robertiello afirma: “Las mujeres se mueven albergando la impresión de que tienen algo que
ocultar, de que se muestran secretamente “antinaturales” o “malas madres”. El acto de dar a luz no
representa una capacidad por tu parte de ser madre; por supuesto que no sentirás dentro de ti nacer ese
maravilloso “instinto maternal”, que te dice lo que has de hacer con tu bebé a cada momento. Las
mujeres deben desentenderse de este mito, han de quitarse esta carga de sus espaldas. Las pone a
merced de una sociedad dominada por el varón, de una sociedad chauvinista. Los hombres están
“convencidos” de que las mujeres han sido hechas para tener hijos. Pero las mujeres, en cambio, en lo
más hondo de su corazón, al tenerlos no se sienten tan “seguras” como aquéllos. Se notan paralizadas,
y miran a los demás, esperando que se les diga lo que han de hacer. La supremacía del varón utiliza el
mito del instinto maternal para reforzar su posición, ya de por sí potente.”

Si vamos a dar a las mujeres emocionalmente –en el nivel más profundo- todas las alternativas
y las opciones de la vida contemporánea, hemos de ser capaces ambos sexos de creer que algunas
personas, entre nosotros, varones y hembras, abrigan el deseo de cuidar solícitamente de criaturas
pequeñas, como los bebés, señalando que esto no tiene nada que ver con la identidad sexual de cada
ser. No se necesita para nada lo instintivo. Nosotros podemos haber nacido o no con la inclinación de
cuidar y consolar a una criatura que llora; en todo caso, se trata de algo que podemos aprender. “Es
mucha la gente –declara Leah Schaefer –a la que le gusta cuidar de los pequeños, aunque éstos
dependen por completo de otras personas. A lo largo de mis años de clínica he llegado a pensar que lo
que ordinariamente es denominado “instinto maternal” es tan sólo, sencillamente, “el gusto de cuidar”
de pequeños seres. Hay personas que no lo sienten en absoluto. No nos hallamos ante ningún
imperativo biológico, que en caso de frustración no puede haber sido un instinto en los humanos –
continúa diciendo la doctora Schaefer-, pero la civilización nos ha librado de él. Dudo que otras. No
me sorprendería que los hombres nacieran con la misma capacidad que las mujeres con respecto al
cuidado y alimentación de los niños, dejando a un lado las evidentes diferencias biológicas.”

Las necesidades de un bebé son mayores que las de una cría de lobo. Las habilidades que
nosotros hemos de asimilar son demasiado complejas para ser dejadas únicamente al instinto animal.
El infante humano va mucho más lejos que cualquier otra criatura en tal aspecto. Y así, mientras
podemos decir, si se nos ocurre, que el instinto maternal desempeña un papel en la crianza de un niño,
se aprecia claramente, en cambio, que toda la tarea no podría quedar nunca a cargo del instinto. Ha de
ser complementado con conocimientos, destrezas, emociones y deseos humanos aprendidos de otros
humanos. Los profesionales que trabajan en las guarderías y otros establecimientos análogos han
observado que las madres que no fueron criadas adecuadamente de pequeñas no saben cómo han de
conducirse con sus hijos, mostrando por otro lado escaso interés en aprender lo necesario. “El caso del
niño golpeado se presenta habitualmente en las familias –afirma el doctor Lionel Tiger-. Existe una
estrecha relación entre el hecho del pequeño maltratado y la madre que cuenta en su infancia con una
experiencia análoga.”

“Mi madre no supo jamás ser cariñosa conmigo –dice una jurista de cuarenta años-, de manera
que cuando tuve a mi hija yo tampoco sabía cómo había de conducirme con ella en el terreno afectivo.
¿A quién debía acudir para que me enseñara a dar amor a otro ser? De niña no había conocido tal cosa.
Es algo que no puede aprenderse en los libros. No es posible criarse en un hogar dotado de un
ambiente hostil sin que tal circunstancia se refleje más tarde. Quizá no hubiera debido ser madre… No.
Retiro esto. Tenía que ser madre, porque estoy en condiciones de facilitar a una criatura todo lo que
necesita y, además, ansío dárselo. Pero mi hija se desentiende de los esfuerzos que hago en tal sentido.
Tal vez estoy actuando erróneamente. Hubiera debido ser instruida en su momento. Tendría que haber
alguna forma de enseñanza de esta clase, algo que nos hiciera ver qué hay que hacer para establecer
una correspondencia amorosa con los suyos. Yo no supe de pequeña cómo obtener un poco de amor,
de modo que ahora no sé darlo. Comienzo por no saber dármelo a mí misma.”
El doctor Aaron Esman, especialista en psicología infantil, dice: “Para ejercer una buena
maternidad es preciso haber disfrutado de ella en la niñez.”

Constituye un lugar común la noción de que los llamados teen-agers* no existieron antes del
tiempo presente. De modo similar, la idealización de la maternidad, de la infancia y la adolescencia, es
también un invento de los tiempos modernos. Algunas obras recientes sugieren que solamente cuando
haya sido superada la desesperada lucha por la existencia, a un nivel suficiente, podrá la sociedad
destinar el tiempo que haga falta, los sentimientos y el dinero suficiente para cuidar de los pequeños.
“El infanticidio materno fue el más común de los crímenes en Europa Occidental desde la Edad Media
hasta finales del siglo XVIII” –escribe Adrienne Rich. Y añade Edward Shorter-: “…Las madres
tradicionales no eran monstruos… Si carecían de un sentido articulado del amor maternal era porque se
veían forzadas por las circunstancias materiales y las actitudes de la comunidad a subordinar la salud y
el bienestar del niño a otros objetivos, como el de mantener la casa en marcha o el propósito de ayudar
a sus esposos en el telar… Esto de la buena madre por instinto es un invento de los tiempos
modernos.”

“¿Por qué son tantas las mujeres que se precipitan en la maternidad? –pregunta el doctor
Esman -. Seguramente, esto no es debido al “instinto maternal”. No, desde luego, en el caso de que
esperen conseguir mucho de la experiencia de la identificación con sus hijos, algo que no obtuvieran
por sí mismas. Puede ser que hayan querido tener el hijo para retener al marido, y salvar su
matrimonio: una razón terrible, en suma. No es raro que se diga, cuando un matrimonio marcha mal:
“Bien. Quizá debiéramos tener un hijo.” En tal caso, ésta constituye la peor de las conclusiones. Una y
otra vez tropiezo con mujeres que se vieron privadas de afecto en la niñez y que especulan con la
fantasía de que van a hacer por su bebé lo que sus madres no hicieron por ellas. Se disponen a revivir
su niñez a través de su bebé, imaginándose que éste va a darles cuanto ansiaron y no llegaron a
conocer… O bien, otras cosas. ¿Instinto maternal? Carecemos de pruebas de su existencia. Las
mujeres desean ser madres por muchísimas razones; es una parte de su condición biológica contando
con lo necesario para ello; es una de las cosas propias de su sexo. Pero no llamaría a esto “instinto”; al
menos en los términos que yo defino la palabra. Se dan también expectaciones sociales. De la mujer
todos esperan que una vez se haya desarrollado contraiga matrimonio y tenga hijos. Ha venido
inculcándose esto durante toda la vida, de manera que es lógico que se oriente hacia las expectaciones
abrigadas por los demás. Pero esto no puede calificarse de “instinto maternal”. Muy razonablemente,
las mujeres normales desean tener hijos porque se sienten impulsadas por el afán, diría yo, de atender a
alguien, de complacerse en la tarea de alimentar y cuidar a un niño, de hacer por alguien lo que la
propia madre hiciera años atrás por ellas, de compartir con el esposo una particular experiencia. Es
ésta una experiencia de persona formada, desarrollada por completo.”

Hablando con sinceridad, lo primero que siente una madre al enfrentarse con su hijo es una
especie de amor propio satisfecho. La criatura, esencialmente, es una narcisista prolongación de su
persona. El niño era ya una parte de ella, dentro de su cuerpo. Ahora es externa, pero todavía se halla
estrechamente conectada con aquél. Lo que ella lleve dentro de sí tiene su continuación en la criatura.
Si ésta llega a ser todo lo que la madre esperaba que fuera, se acomodará más fácilmente al precepto de
la sociedad, cuyos miembros afirmarán que quiere al niño “más que a sí misma”. Y si la criatura
presenta algo indeseado –si es chico en lugar de chica, si es demasiado gorda, o demasiado delgada, o
excesivamente quieta- que hace que la madre se sienta menos presa de exaltación de lo que esperaba,
ella lo negará. Cualquier herida infligida a su narcisismo, del que fluyen todas las emociones
maternales, debe quedar sin identificar, debe ser reprimida, pasada por algo. Sospecho que la
depresión del posparto se inicia con el silencio que debe mantener en el caso de que el hijo no se
acomode por completo a sus fantasías de perfecta bienaventuranza maternal.

* Los jóvenes comprendidos entre los trece y los dieciocho años. (N. del T.)

La glorificación de la maternidad exige que cuando su hijo nazca finalice la autonomía de sus
emociones personales. Al igual que esas madonas antinaturales de las primeras manifestaciones
artísticas cristianas, se supone que toda ella ha de estar concentrada en el niño. Unas pequeñas y
engalanadas letras siguen al rayo dorado que va de sus ojos al niño, componiendo la palabra amor.
Estas cuatro letras cancelan su pasado emocional, le ordenan olvidar pensamientos y sentimientos sobre
la gente, asimilados a lo largo de toda una vida. Ella debe prescindir de su subjetividad, de su real
complacencia ante la belleza física en el caso de que el hijo no sea bello, del fastidio que le produce el
espectáculo de la estupidez si su criatura es de tardos reflejos. Por encima de todo, no debe permitir que
el sexo de aquélla altere las cosas a sus ojos. Ha de cerrar éstos frente a la primera anotación
informativa que percibimos al entrar en contacto con una persona nueva, frente a los colores motivados
por cualquier transacción aislada posterior. Cuando adquirimos el cochecito del bebé, lo solemos
adornar en rosa o azul, para que todo el mundo sepa si aquél es niño o niña. Sólo la madre es la única
persona que se supone le debe ser indiferente que su bebé se halle en posesión de un pene o una vagina.

Y no obstante, lo cierto es que cuando una mujer da a luz un nuevo ser, cuando trae al mundo
a alguien que es como ella, madre e hijo quedan ligados de por vida, de una manera muy especial. La
madre es el primer “objeto” amado, el primer afecto para los niños, tanto si se trata de varones como de
hembras. Pero es el sexo y la semejanza aquello que caracteriza la relación de la madre con la hija. No
existen otras dos personas que gocen como ellas de tal oportunidad de apoyo e identificación, y, sin
embargo, no hay ninguna relación humana que posea tantas limitaciones como la suya. Si una madre
sugiere a la hija que la maternidad no fue la gloriosa culminación que le había sido prometida, que la
vida a partir de entonces no solamente no se había ampliado, sino que en cierto modo se había
estrechado, está diciéndole a la chica, simplemente: “Yo no debería haberte traído al mundo.”

Una mujer que no tenga una hija puede intentar explorar las infinitas posibilidades de la vida.
Su propia madre le brindó esta eventualidad. Pero cuando nace una hija, aquellos temores que ella
creyó haber dominado mucho tiempo atrás vuelven a cobrar vida. Ahora hay en su existencia otra
persona; no es que, simplemente, dependa de ella, sino que es como ella, hallándose por consiguiente
sujeta a todos los peligros con que se enfrentó durante toda su vida. El avance de la madre hacia una
sexualidad más intensa queda interrumpido. El terreno ganado, que ella podía haber mantenido sola, es
abandonado. Emprende entonces la retirada y se atrinchera en la restringida postura femenina de la
seguridad y la defensa. Es la actitud cariñosamente acogida de madre protectora. Es una actitud de
temor. Es posible que esté viva a medias tan sólo, pero se encuentra segura, igual que su hija. Ella se
define ahora no como una mujer, sino como una madre, primariamente. Todo lo del sexo queda a un
lado, es ocultado a la niña, quien no debe juzgar nunca a su madre en peligro: “en sexo”. Será preciso
el mayor de los esfuerzos para que la chica sea capaz de pensar de tal modo acerca de sí misma.

“Yo creo que lo que más me atemoriza es la vulnerabilidad de mi hija –dice la madre de una
niña de seis años-. Es el temor que sentí de verme explotada sexualmente. Me consta que la he
protegido con exceso. Ahora bien, ¡tenía tanto miedo de que recibiera alguna herida, de que se
aprovecharan de ella…! ¡Es una criatura por naturaleza tan indefensa!” ¿Cómo va la madre a proteger a
este ser, lamentablemente vulnerable, hasta que llegue a alcanzar el seguro refugio del matrimonio? Lo
ignora. Lo que sabe es que para una niña –opuestamente a lo que ocurre con el niño-, el sexo es un
peligro. Este ha de ser negado, suprimido. Su hija no será educada como una descarada, al corriente
de todo lo sexual, sino como “una dama”. La chica no debe ser consciente de ningún estímulo erótico;
nada de sucios chistes, de ropas atrevidas; hay que evitar hasta la menor indicación de que el cuerpo de
la madre responde sexualmente. Si la madre no lo menciona, si no piensa en eso, si ella misma no
responde a nada, aquello se esfumará. A fin de impedir que la atención de la chica se vuelva hacia el
tópico del sexo, causante de ansiedades, la madre da un último paso adelante y se anula desde el punto
de vista sexual, se “desexualiza”.

“Un par de meses después de haber nacido mi hija –explica una mujer de veintiocho años –
cené con un hombre a quien conocía desde hacía años. De pronto me preguntó: “¿Qué tal te sienta
haber dejado de ser una mujer sexy?”. La sociedad da a la madre toda la ayuda, no solicitada, que
necesita para lograr su desexualización. En la víspera del Día de la Madre, recientemente, cierta
famosa firma diseñadora de ropa femenina para el hogar, encabezaba un anuncio a toda página con
estas palabras: “Antes de ser madre, ella era una mujer…”

A partir de los más tempranos años de la muchacha, su sexualidad emergente constituirá un


motivo de ansiedad. Todo parece tender a lograr no que sea como su madre, sino a diferenciarla de ella.
Si esta última niega su propia sexualidad, y reacciona ante la mía con tal actitud de vergüenza o temor,
¿qué ventaja o beneficio supone? ¡Qué difícil es ser mujer! Mejor es seguir siendo una niña, una niña
buena y pequeña.

Al intentar proteger a su hija frente a los azares sexuales que, imaginados o no, le ofrece el
lejano futuro, la madre empieza, desde el nacimiento de la chica, a suprimir el modelo de sí misma
como mujer que se siente orgullosa y complacida con su sexualidad. La hija se ve privada de la
identificación que más necesita. Todo esfuerzo por parte de ella para sentirse a gusto consigo misma
como mujer representará una penosa marcha cuesta arriba –si no una traición-, contra esta imagen
asexuada de su madre. El acertijo, que durará toda la vida, entre madre e hija, ha comenzado. ¿Es de
extrañar, pues, que madres e hijas se vean mutuamente como no aclarados enigmas policíacos,
incapaces de desentenderse una de otra?

En mis años escolares, cuando estudiaba arte, solía bostezar de aburrimiento ante los esfuerzos
de los grandes maestros para explicar el mayor de los milagros: el relativo al alumbramiento de la
Virgen. Reprochaba mi fastidio a un estético encono informado por la dilectas dulzuras y simetrías
propias del Renacimiento. Ahora sé que lo que nosotros denominamos aburrimiento es con frecuencia
una defensa contra la ansiedad, y que lo que me llevaba a sentirme presa de ansiedad era el Misterio
que encarnaba la Inmaculada Concepción: ¿cómo tener una relación sexual y permanecer virgen al
mismo tiempo? Andando el tiempo, yo perdí la virginidad, pero nunca supe cómo a María no le ocurrió
lo mismo. Cualquier chica que alguna vez haya abierto las piernas y rezado puede estar interesada por
la explicación que recientemente me dieron. María y José tuvieron intercambio sexual. Lo que
mantuvo casta a María fue el hecho de no estar pensando en ello. Era pura de mente y se hallaba con
Dios. Por consiguiente, aquello no contaba.

Me pregunto en ocasiones qué clase de modelo compone María para nuestras hijas, pero no
creo que pueda alejarse mucho de cómo percibimos la imagen sexual de nuestras madres: ciertamente
que tuvo relación con nuestro padre, pero guiándonos por lo que sabemos de su persona no podemos
imaginar ni por un momento que experimentara placer.
“Cierra los ojos y piensa en Inglaterra”, decían las madres victorianas a sus hijas ante la noche
de bodas. Hoy, esto nos causa risa. Pero una de las industrias más desarrolladas de nuestra cultura es
la de las clínicas sexuales. Su misión, con respecto a las mujeres, es ponerlas en contacto con su sexo,
hacer que piensen en lo impensable, y ayudarlas a superar la imagen asexuada de sus madres.

Cuando las vidas de las mujeres podían predecirse mejor, era más fácil soportar este
enigmático cuadro de la feminidad. Al no presentársenos más alternativa que la de repetir la vida de
nuestra madre, nuestros errores y desilusiones se hallaban estrechamente confinados en su espacio, en
su margen de error y de infelicidad. Yo creo que nuestras abuelas, e incluso nuestras madres, eran más
felices. Al no saber todo lo que nosotras sabemos, y no enfrentarse con nuestras opciones, existían
muchos menos motivos para que pudieran sentirse desdichadas. Una mujer podía renunciar a su
sexualidad, y desagradarle el papel de ama de casa, y también el cuidado de los niños; pero si cada una
de las otras mujeres hacía eso, ¿cómo podía articular su frustración? Podía sentirla, ciertamente, pero
no es posible desear lo que no se conoce.

La televisión, por ejemplo, no les daba ningún sentido de desbaratadas esperanzas.


Actualmente, las vidas de las mujeres están cambiando a un ritmo y por una necesidad que nosotras no
podemos controlar, aunque quisiéramos; necesitamos disponer de toda la energía que la represión
consume. Si hemos de hacer algo más que desempeñar el papel de la mujer tradicional, no nos es
posible soportar el agotamiento que acompaña a la negativa emocional constante. Sobre las mujeres se
ejercen presiones distintas de la que supone el “instinto maternal”. Ahí están las nuevas demandas
económicas y sociales. Nosotras podríamos optar aún por llevar las vidas de nuestras madres, pero es
casi seguro que nuestras hijas no obrarían de un modo similar. Nosotras, a través de la negativa y la
represión, podemos mantener viva la idealización de la maternidad por otra generación. Ahora bien, ¿a
dónde las llevaría esto?

Si las mujeres van a ser abogados al mismo tiempo que madres, deben establecerse diferencias
entre ambas situaciones, y luego recurrir a nuevas diferenciaciones en cuando a su sexualidad. Esta es
la tercera –y no mutuamente excluyente- opción. A medida que el mundo cambia, y el lugar de las
mujeres en él, las madres, conscientemente, deben presentar esta elección a sus hijas. Una mujer puede
incorporar las tres opciones dentro de sí –e incluso más-, pero ha de ser capaz en cualquier instante de
decirse, y de decir a su hija: “Decidí tenerte porque deseaba ser madre. Prefiero trabajar –ejercer una
carrera, actuar en política, tocar el piano – porque esto me da a mis ojos una sensación de valor, un
valor no más grande ni más pequeño que el de la maternidad. Simplemente: es distinto. Puedes
decidirte por trabajar o no, por ser madre o serlo; ello nada tiene que ver con tu sexualidad. La
sexualidad es la tercera opción, tan significativa como cualquiera de las otras dos:”

“Si la madre disfruta de una vida propia –dice el doctor Robertiello-, la hija la querrá más;
ansiará estar más tiempo en su compañía. Ella no debe definirse a sí misma como “una madre”; ha de
verse a sí misma como una persona, una persona que desarrolla una labor, una persona con sexualidad
propia, una mujer. No es necesario tener una profesión. No es preciso tener un elevado IQ, ni ser
presidente de la PTA* para poseer esta existencia por añadidura. En tanto, claro está, que no se limite a
permanecer sentada en un sillón, cuidando a los chicos o haciendo calceta, dando a sus hijos la
impresión de que su vida es la suya propia y abrigando ella la misma tal sensación. Desde luego, lo
mejor que la madre puede hacer es intentar establecer su principal vía de comunicación con el esposo y
no con la hija.”
* IQ, Intelligent Quotient; PTA, Parent-Teacher Association. (N. del T.)

La verdad es que la mujer y la madre se hallan a menudo en guerra entre sí, dentro del mismo
cuerpo. La doctora Helene Deutsch, en The Psychology of Women, acepta el clásico punto de vista que
hoy no comparten muchos analistas, yo entre ellos), pero me figuro que la doctora en cuestión nos
facilita una importante clave al decir: “El origen de esta anhelante inclinación por unos instintos
primitivos, no sublimados, se manifiesta de varias formas. Los ardientes afanes de ser deseada, las
fuertes aspiraciones a la egoísta y exclusiva posesión, una actitud completamente pasiva normalmente,
con respecto al primer ataque… son atributos característicos de la sexualidad femenina. Son tan
fundamentalmente diferentes de las manifestaciones emocionales de la maternidad que nos vemos
obligadas a aceptar la oposición de la sexualidad y el erotismo por un lado y el instinto de reproducción
y la maternidad por el otro.”

Al igual que tantas otras mujeres desde que el mundo existe, mi madre no pudo creer en esta
oposición de los dos deseos. La tradición, la sociedad, sus padres, la misma religión, le decían que no
se producía ningún conflicto; que la maternidad era la consecuencia lógica y natural de la actividad
sexual. En lugar de dar crédito a lo que el cuerpo de toda mujer dice a su mente, que, como la doctora
Deutsch afirma, la sexualidad y el erotismo son unas tendencias “fundamentalmente distintas” y
“opuestas” a la maternidad, mi madre aceptaba la mentira. Consideraba como su acto de fe la
propuesta de que en el caso de ser una mujer real tendría que ser una buena madre, y esperaba que yo
pensara igual. Si yo seguía sus pasos, amoldándome al esquema de la maternidad, quedaría puesto de
relieve que no le reprochaba su elección. Esto justificaría lo que había hecho, facilitando el definitivo
sello de contraste, la marca denotadota de valor. Quedaría indicado que su actitud, su comportamiento
y sus más profundos sentimientos no habían sido desbaratados, que se hallaban, efectivamente en
perfecta armonía. Se trataba de una mujer que actuaba de completo acuerdo con los mandatos de la
naturaleza.

Algunas mujeres eligen esta salida de buena gana. Puede que sean la mayoría, pero mi madre
no fue una de éstas. Yo tampoco… También en esto soy su hija. Incluso en un buen matrimonio,
muchas son las mujeres que lamentan el papel de asexual ama de casa que sus hijos las obligan a
presentar. Mi madre ni siquiera disfrutó de un buen matrimonio… Joven todavía, enviudó.

Encontrándose atemorizada, tan necesitada de mi padre como mi hermana y yo necesitábamos


de ella, mi madre no tuvo más salida que la de pretender que mi hermana y yo constituíamos la parte
más importante de su vida; que el miedo, la juventud, la inexperiencia, la desorientación, la soledad, y
hasta sus personales exigencias, no podrían hacer vacilar el amor invencible, imposible de calificar, que
ella sentía por nosotras. Mi madre no disponía de nadie quien recurrir, no podía entablar un franco
diálogo “de mujer a mujer”, no podía valerse de una experiencia ajena en su lucha contra la creencia
popular de que el hecho de ser mujer bastaba para poseer el discernimiento para convertirse en
madre… Esto era algo “natural”. De lo contrario, la persona debía considerarse fracasada como mujer.
Es una vergüenza que a lo largo de los años que vivimos juntas no hablásemos nunca de
nuestros sentimientos. Ninguna de las dos sabíamos que yo hubiera podido ser sincera,
independientemente de lo atemorizada que pudiese sentirme. Con respecto a sus enfados, desilusiones,
temor al fracaso y enojos –emociones que raras veces contemplé-, he de decir que habría podido
acomodarme a ellos si hubiese sido capaz de hablarme. Habría crecido acostumbrándome a la idea de
que, aunque mi madre me quería, otras emociones, a veces menoscababan aquel amor; habría
albergado la confianza de que aquel amor por mí volvería siempre a hacerse presente. En lugar de eso,
me quedé sola, esforzándome por creer, sin conseguirlo, en aquel perfecto amor (a su juicio) que
aseguraba sentir por mí. No comprendía por qué razón no puede sentirlo, independientemente de las
palabras que pronunciara. Llegué a pensar que el amor, el sentido por ella o por cualquier otra persona,
era un fuego fatuo, que aparecía o desaparecía en virtud de causas que a mí no me era posible controlar.
No habiendo podido saber nunca cuándo ni por qué era amada, se desarrolló en mí el temor de
depender de ello.

A medida que fui haciéndome mayor, fue descubriendo más y más peculiaridades de mi madre
en mí misma. Cuanto más se distanciaban de ella mi vida y mis pensamientos, más cosas advertía yo
de mi madre en mi voz, más cosas sorprendía en mi expresión facial, más las detectaba en las
reacciones emocionales que reconociera como propias. Esto es casi como si al extenderme yo misma,
el círculo se cerrara, completándose. Ella fue mi primer modelo y el más duradero. Decir que su
imagen no es ya una piedra de toque en mi vida –y la mía en la suya- representaría otra mentira. Estoy
cansada de tantos embustes. Durante toda la vida he encontrado muchos de ellos en mi camino, cuando
trataba de comprenderme. Siempre he sabido que lo que a mi marido le agrada más de mí es el hecho
de que posea mi propia vida. Siempre he tenido la impresión de que le he engañado parcialmente en
esto; soy muy hábil a la hora de fingir. Mi trabajo, mi matrimonio, y mis nuevas relaciones con otras
mujeres están comenzando a hacer ciertas sus suposiciones acerca de que soy independiente, de que
soy una persona aparte. Ellas me han permitido respetarme a mí misma, y admirar a mi propio sexo.
Lo que todavía queda entre mí y la persona que me gustaría ser es esta ilusión de un amor perfecto
entre mi madre y yo. Es una mentira que ya no me es posible soportar.
CAPÍTULO 2
LA HORA DE LA PROXIMIDAD
Me crié entre mujeres. Se trata de un modo distinto de comenzar la vida, pero no me permití
sentir la pérdida del padre, experiencia por la que otros han pasado. Más tarde formularía ciertas
teorías, pensando que quizá mi peculiar infancia tenía sus ventajas: no habiendo visto a un hombre y
una mujer. Desde luego, lo eché de menos.

En nuestra casa había en todo momento cuatro mujeres: mi madre, mi hermana Susie, mayor
que yo, y yo misma… Al principio, la cuarta mujer fue Anna, mi niñera. Quería tanto a Anna que la
dejé deslizarse fuera de mi vida tan sin dolor como cuando quedé privada de padre. El día en que se
marchó me dije que no sentía nada. Acerca del amor y la separación, lo había aprendido todo en los
primeros años de mi vida.

Anna no albergaba temores, y me quería de una forma que todavía percibo. Era dura y se
podía confiar en ella, en el mismo grado que mi madre resultaba tímida e inclinada a verse siempre con
el agua hasta el cuello. “Mi pobre madre”… ¿Por qué pienso todavía en ella en estos términos, con mi
padrastro y todo un mundo de amigos a su alrededor? Supongo que esto se corresponde con el hecho de
que ella todavía se empeña en verme como una criatura. Estoy contemplándola todavía a sus veinte
años, convertida en una joven viuda, madre de dos pequeñas. Pero, ¿qué era lo que yo sentía entonces?
Con la terrible injusticia de los niños que saben que ser ecuánimes puede costarles la vidas, siempre
deseé su completo y nada vacilante amor, su ininterrumpida atención; todo lo que ella podía ofrecer era
su vulnerabilidad y su tristeza.

Vivía yo en el espacio formado por lo que pedía y lo que ella podía darme. A partir de aquí,
una niña sólo tiene que dar un paso para llegar a decidir que eran mis demandas los elementos
determinantes de su carencia de felicidad. Es por lo que odiaba que me hiciera las trenzas: la oía
suspirar a mi espalda. Su tristeza venía a ser mi culpabilidad. Siempre que habla de su madre, a la que
yo no conocí, aparece la misma mirada en sus ojos. Es peor cuando habla de mi padre. Únicamente lo
hace cuando formulo una pregunta. Y yo contaba veintidós años cuando me atreví a tal cosa. ¿Puedes
soportar la tristeza de tu madre? Nosotras creemos que de haber sido mejores hijas, o si ahora mismo
dijéramos o hiciésemos lo debido, seríamos capaces de disiparla. Me es imposible seguir en la misma
habitación cuando del rostro de mi madre desaparece la expresión que yo amo para ser sustituida por la
otra, por la que revela esa atormentadora infelicidad. Pienso que la sensación de culpabilidad que
experimento siempre que le digo adiós no tiene nada que ver con lo que yo hice o dejé de hacer. Otras
personas dirían que mi madre es una mujer razonablemente buena. Pero solamente me liberaré de mi
sensación de culpabilidad cuando la comprenda.

“¡Oh, Nancy!”, empezará diciendo. “¡Cuánto me habría gustado que hubieses conocido a mi
madre! Era una mujer maravillosa….” Y su voz irá esfumándose lentamente, en busca de alguna
imagen distante que estará viendo más allá de mí, y hablaremos luego de algunas cosas más. Me
agradaría contemplar esa imagen, compartir cualquier cosa que pudiera revelarme más detalles acerca
de mi abuela… acerca también de mi madre… y de mí misma. Pero los hechos que mi madre refiere
acerca de la suya, aunque interesantes; pese a que me gusta oírselos referir una y otra vez, resultan tan
borrosos a causa de los sentimientos como las desvanecidas fotos Bachrach, de imágenes como
envueltas en neblina, contenidas en los volúmenes con tapas de cuero de la casa de mi abuelo, que he
hojeado verano tras verano, a lo largo de mi vida… ¿Con qué fin? Mi madre es la hija mayor, pero en
todas las fotografías, incluso la hermana que cuenta once años menos le gana en aplomo, revelando en
grado superior una gran confianza en sí misma. Debió de ser muy turbador para ella haber sido
escogida a los diecisiete años por mi atractivo padre, ella, que a los ojos de mi abuelo era la espina
entre las rosas. Huyó con él, contrariando así los deseos paternales, si bien me digo a veces que es muy
posible que su fuga expresara su silenciosa obediencia de hija fiel: de no localizar en los ojos del padre
una mirada que delatara su favor, estaba dispuesta a desaparecer. ¡Qué poco preparada debía de haber
estado para la maternidad un año más tarde! Y para la vida, otros dos años después, cuando sobrevino
la muerte de mi padre. Eran muchos quebrantos para una persona que nunca se había sentido segura de
sí misma.

A medida que ambas ganamos en años, puede apreciar sus muchas condiciones para ser
esposa. Veo con qué gracia se mueve ahora, cuando dispone de una segunda oportunidad al estar mi
hermana y yo ya crecidas, lo que da lugar a su papel como madre sea casi desdeñable al lado de su vida
como mujer. Estoy convencida de que su talento como esposa proviene de su madre, al igual que el
mío. Repetidamente se refiere a la fuerte influencia ejercida por su madre sobre todos sus hijos… Es
una mujer que ha tomado en mi imaginación magnitudes casi míticas. Pero mi abuela murió de
repente, misteriosamente, por efecto de una dolencia incurable llamada enfermedad del sueño, cuando
mi madre contaba dieciséis años. Enfermedad del sueño. A lo largo de mi vida se me antojó éste el fin
apropiado y romántico para una mujer de cuento de hadas como ella. “Recuerdo que había llegado del
colegio. Me veo en el momento de entrar corriendo en la casa, llamándola: ¡Mamá! ¡Mamá!” –explica
mi madre-. Y después, de pronto, comprendí que ya no volvería a verla.”

Tanto más he deseado que mi madre superara las atractivas imágenes de su madre (“tan bella,
tan dulce”) y de mi padre (“tan guapo, tan atractivo”), tanto más he llegado a comprender que necesita
disponer de una protección propia contra las pérdidas y los dolores. Mi madre verá en aquellos
primeros años sólo aquello con lo cual le resulte soportable la existencia.

En la actualidad, mi madre y yo hablamos más de lo que antes solíamos hacer. Esto empezó
con mi matrimonio, una alianza que, al parecer, le ha dado nuevas fuerzas, como a mí. Ha habido
como un desenredo gradual de los silencios que protagonizamos, y ella tiene tanto interés como yo en
que se produzca ese intercambio. La represión ha consumido algunas de sus energías. Yo no soy la
única culpable. Hace unos años, Bill, mi esposo, y yo fuimos a visitarla. Íbamos a ver también,
naturalmente, a mi padrastro, Scotty. No habíamos hecho más que entrar en la biblioteca, donde nos
iba a ser servido el martini de bienvenida, cuando ella puso en mis manos una carta cuya escritura
aparecía algo borrosa. Parecía como si hubiese estado esperando una ocasión para entregármela, y que
no cejaría, por supuesto, hasta que yo no la hubiese leído.

Tratábase de una carta que su madre le había dirigido cuando ella contaba catorce años. Mi
abuela acababa de dejar a mi abuelo, para trasladarse a Florida con el más joven de sus cinco hijos. En
aquella época, semejante decisión causaba sorpresa. Yo solía quedarme con la mirada fija en su
autorretrato, que ahora cuelga de una de las paredes de mi cuarto de estar, preguntándome cómo, por
muy enojada que se hubiera sentido con mi abuelo, podía haber abandonado a sus hijos, todos los
cuales, actualmente, siempre que se refieren a ella lo hacen con muestras de adoración y afecto. Pero
lo cierto es que, dado el carácter de mi abuelo, tal vez yo también habría terminado por abandonarlo de
encontrarme en su caso. En los retratos que le hizo mi abuela tiene cierto parecido con el F. Scott
Fitzgerald, de los años mozos, pero parece que era dos veces más difícil de tratar. Se conocieron
durante los ensayos de una obra de aficionados, y ella, llanamente, se negó a desempeñar un papel de
oponente a aquel joven de cabellos rojizos. Mi abuela era pelirroja también. La obra se representó por
fin. Y lo cierto es que si bien mi abuelo no amó nunca a ninguna mujer como amara a mi abuela, los
dos se pasaron la vida discutiendo.

Mi abuelo hizo su fortuna en la industria metalúrgica, en Pittsburg, fortuna que se esfumó en la


época de la Depresión y que rehizo posteriormente. Le gustaba el poder, los caballos, los trofeos, y las
bellas mujeres. Nunca perdonó a mi madre que no fuera una de ellas. Cuando fue ganando en
atractivo era ya demasiado tarde. De pequeña, me agradaba permanecer en la habitación donde se
guardaban las copas de plata, las cintas rojas y azules, un pez-espada disecado, y fotos de yates y
escenas de cacerías de zorros. Me imaginaba que era una mujer de grandes dotes físicas y que era yo
quien había ganado todos aquellos trofeos. Algunas noches, mi abuelo salía para cenar con los Mellon
y los Carnegie; mientras tanto, según me dijeron, mi abuela preparaba platos de spaghetti para la
camarilla de sus amigos artistas, en su estudio, en la parte superior de la vivienda.

Mi madre, sus tres hermanas y su hermano quisieron y temieron a la vez a mi abuelo, hasta el
día en que falleció, hace unos años. Sus sentimientos para con su madre se hallaban alejados por
completo de toda ambivalencia. Recuerdo que en más de una ocasión nos dijeron, dirigiéndose a
cualquiera de nosotras, las nietas: “Por un instante parecías el vivo retrato de mamá…”, lo que
constituía sin duda el mayor de los cumplidos. Poseía algo más que belleza; tenía ese recóndito
atractivo que hace que la gente te quiera para siempre, como ellos lo habían hecho con ella. De sus
relatos he extraído la imagen de una mujer que podía ser considerada el sueño de cualquier niño, de
bellos y grandes ojos y sedosos cabellos, que escribía obras teatrales para sus hijos, que sabía ponerse a
la altura de ellos, adentrarse en su mundo, y cuidarlos. Era tan romántica y sensible como mi abuelo
ambicioso e incapaz de demostrar el amor que sentía por sus hijos. Si aprecio tanto los cuadros que
cuelgan de las paredes de mi casa es porque fueron pintados por ella.

Cuando mi abuela escribió esta carta, dudo que se abrigara la idea de regresar junto a su
marido. No creo que su decisión de marcharse fuera una falsa actitud; se trataba en realidad, de una
desesperada y última alternativa. Ella solamente vio en primer término la separación y, desde luego,
deseaba dar a su hija mayor algo que la ayudara a llenar el vacío que sentía. De todas las cosas que
valían la pena conservar del archivo de mi abuelo, dicha carta era la única que mi madre quería que
viera. Era un mensaje dirigido a ella, por supuesto, pero pienso que deseaba valerse a él para
comunicarse algo en forma silenciosa.

Mi querida Jane:
Cuando te dispongas a leer esta carta deseo que lo hagas adoptando una actitud
francamente generosa. Olvida las cosas que hayan sido dichas, los pensamientos que pueden
haber cruzado por tu mente, y esfuérzate por recordar solamente lo mejor de la fase más bella
de tu vida. Cuando yo no me encuentre ya a tu lado, sobre ti recaerá la tarea de intentar ayudar
a los pequeños a comprender las cosas. Haz cuanto puedas por guiarles por el camino recto.
Esta es tu tarea y tu deber.
Para mí, la maternidad ha sido el hito más hermoso de mi vida. Es una maravilla que
no cesa de dejarme pasmada… Ahí es nada: ver cómo vais transformándoos, cómo vais
dejando de ser poco a poco unas desvalidas criaturas para convertiros con los años en robustos
chicos y chicas, cómo vuestras mentes van evolucionando a medida que transcurren los años,
para acabar siendo algún días hombres o mujeres adultos. Es algo que produce asombro.

De niña, ansiaba que llegara el momento en que estaría en condiciones de tener hijos
propios.. Y pese a mis supuestas aptitudes e inclinaciones hacia otras cosas, dentro de mí se
daba esa chispas misteriosa que algún día se convertiría en llama. Y cuando te tuve, Jane –mi
primera hija-, en mis brazos, experimenté la mayor emoción de mi vida. Me sentí como si
fuera una santa, como si hubiera acabado de entrar realmente en el cielo, y sé ahora que cada
vez que una madre recibe a un hijo se adentra realmente en aquél. No hay en la vida nada
semejante. Y todas las personas que son objeto de tal bendición han de mostrarse eternamente
agradecidas.

Te digo todo esto, Jane, porque así comprenderás mi amor hacia ti, los elevados
sentimientos que me inspiras. Recuerda siempre lo que te estoy diciendo; piensa en mí alguna
vez y trata de comprender lo que intento comunicarte.
Mi corazón está rebosante de cariño, y no me sería posible escribir durante el resto de
mi vida lo que siento en estos momentos. Amaos los unos a los otros y sé buena con papá,
quien cuidará de ti. Este momento, el de mi marcha, el de mi separación de vosotros, es el
más amargo de mi vida, pero no tengo otra salida. Las lágrimas me ciegan, me impiden ver a
mi alrededor. Que Dios os bendiga a todos,

Mamá

No dudo de que mi abuela se sintiera cerca del cielo la primera vez que tuvo a su hija en
sus brazos, pero estimo que lo que hace más valiosa esta carta a los ojos de mi madre es el hecho de
que la suya fuera capaz de experimentar además otras emociones. Mi madre no recuerda haber leído
ese escrito, en aquella época. Puede ser que su padre lo retuviera. Pero cualquiera que fuese la
explicación que diera con respecto a la marcha de la esposa, no hay duda de que su marcha le produjo
un gran pesar, un insoportable dolor. Es posible que esta carta fuese para mi madre una confirmación
de lo que siempre había querido sentir: no se trataba de una prueba de profundo cariño hacia ella;
aquella mujer, al separarse de su marido, cuando pensó que su arrogancia resultaba demasiado
denigrante, había dado una prueba de que pese a ser madre se consideraba mujer antes que otra cosa.
No se hallaba dispuesta a hacer gala exclusivamente a lo largo de su vida de una gran abnegación y de
sus maternales emociones. Quería a sus hijos, sí, pero también se sentía inclinada hacia otras personas,
hacia otras cosas. Era su madre, pero no quería ser su mártir (una de las razones por la cual la querían
tanto). No recuerdo haber oído comentar a mi madre, a mis tías o a mi tío nada referente a cualquier
sentimiento de culpabilidad que hubiera podido producirles. Esto no se había dado nunca entre ellos.
Si la habían idealizado para disimular el dolor y el enojo que les produjo su pérdida, esta carta
confirmaba, seguramente, al menos para mi madre, lo que necesitaba saber, no como hija, sino como
tal madre de varios hijos. Al mostrársela, estaba diciéndome: “Ya lo ves. Si yo no he sido tan solícita
y maternal como otras madres para con sus hijos, no fue porque no te amara. Mi madre me quiso
mucho, y cierto día se apartó de mí.”
La vida de mi madre no se parece a la de mi abuela, pero las emociones, en el fondo, resultan
obsesionadamente familiares. Mi madre también escogió un hombre que no podía proporcionarle la
seguridad emocional que desesperadamente necesitaba. Ella también descubrió que su vida como
mujer creaba demandas opuestas a su papel como madre. Abandonó este papel, se separó de sus hijos
emocionalmente porque sin mi padre, en medio de la amarga privación de sí misma, ella disponía ya de
muy poco que pudiera dar a mi hermana y a mí. En su carta, mi abuela intentaba hacer frente al
inevitable enojo y contrariedad de sus hijos hablándoles del amor perfecto que le inspiraban, por el
hecho de ser su madre. Incapaz de hablarme abiertamente, de un modo directo, pero captando en lo
más profundo de su ser mi sensación de haberme visto también abandonada, hacia la misma época de la
vida que ella, mi madre se valió de las palabras de su adorada progenitora para indicarme que reconocía
mi enfado para decirme que, aunque imperfectamente, siempre me había amado, y para pedirme que la
perdonara, exactamente igual que ella había perdonado a su madre.

* * *

Somos el sexo amoroso; todo el mundo cuenta con nosotras para procurarme bienestar, calor
nutricio. Impedimos que el mundo se desbarate, lo mantenemos unido, con la constante disponibilidad
de nuestro amor cuando los hombre, impulsados por sus ansias de poder, se empeñan en desintegrarlo.
Solas, nos sentimos incompletas; sin el hombre nos consideramos inadaptadas; somos devaluadas fuera
del matrimonio; nos mantenemos a la defensiva sin hijos. Hemos sido criadas para el amor, pero
cuando éste llega a nosotras, pese a su dulzura, no resulta en definitiva tan satisfactorio como nos lo
habíamos imaginado. Somos amadas por estimársenos parte de una relación, por nuestra función…, y
no por nosotras mismas.

El nos pide que cenemos juntos, e incluso recién colgado el teléfono, hondamente
complacidas, nos preguntamos si antes no se lo habrá propuesto a otra mujer. Mientras él nos retiene
entre sus brazos, estamos casi temiendo que nos olvide mañana. Y el día de la boda, le preguntamos
por enésima vez: “¿De verdad que me amas?”

Los hombres no nos dicen: “Sube a la más alta de las montañas, cógeme una estrella,
demuéstrame que me amas, para que yo pueda creerte.” Si somos tan adorables, ¿por qué no hemos de
serlo por nosotras mismas? Cuando nacen nuestros hijos, creemos al fin en el amor, en el que sentimos
y en el suyo. Estos seres, nuestros hijos, no dejarán de amarnos nunca. El amor. Es todo lo que
sabemos, pero no confiamos en él.

La semilla de nuestra incredulidad se remonta a nuestro primer amor, a una época que no
podemos recordar. Las lecciones aprendidas de nuestra madre en cuanto a la forma de amarnos y de
amarse a sí misma nos acompañan durante toda la vida.

A lo largo de mi existencia he lamentado siempre la tiranía de la infancia, la noción de que mi


comportamiento de persona adulta fue determinado por una etapa de la vida que no me es posible
recordar, que pertenece al pasado, que, por consiguiente, no es susceptible de cambio, que es inútil
lamentar, que no puede ser controlada. Ciertas frases repletas de retóricas psiquiátricas, como las de
“frenesí oral”, “omnipotencia infantil”, “envidia del pene”, me irritaban hasta casi la exasperación.
¿Qué tenía que ver toda aquella jerga ininteligible con mi vida? Yo creía que se podía aprender por
medio de la experiencia; pensaba que podíamos formarnos fuese cual fuera el material que se nos había
brindado; me imaginaba que podíamos llegar a modificar nuestras vidas si poseíamos la fortaleza
precisa para ello. ¿No estaba yo al tanto de mis temores y ansiedades? ¿No había aprendido a
controlarlos? Me sentía orgullosa de mi autodisciplina, y ofendida ante la sola idea de que un doctor
pudiera andar rebuscando en mis limpias interioridades emocionales.

Fortaleza…Esta palabra siempre me había parecido fascinante, pero también confusa.


Seguramente, de significar algo equivale a la capacidad de ser efectiva, de hacer algo por sí misma y
para sí, utilizando los recursos interiores propios, sin apoyarse en nadie. ¿Es así realmente? Luego, he
tenido siempre ante mí el enigma: ¿por qué hay personas que poseen esa fortaleza y otras carecen de
ella? Decir que alguien es “fuerte” es tan sólo dar a la persona en cuestión un nombre o un adjetivo; se
trata, sencillamente, de ponerle un rótulo. Así no se facilita ninguna pista en cuanto a la procedencia de
su fortaleza.

Puesto que soy “fuerte”, ¿por qué existe tanta ansiedad en mi vida? ¿Por qué he de verme
acosada por el temor de que mi trabajo no es suficientemente bueno? Los triunfos de ayer tienen poco
significado; la “realidad” de mañana se impondrá de nuevo y yo fracasaré o me veré cuestionada.
Sobre todo, ¿por qué no puedo gozar de lo que mi esposo y los amigos me dicen, es decir, que me
quieren? ¿Por qué despierta o soñando me pongo a pensar en los problemas de los demás? Hasta donde
puedo recordar, he sido, exteriormente al menos, una triunfadora… Fui durante mis estudios una buena
alumna, una buena deportista. Simpatizaba con la gente; no puede decirse que hiciera mal papel ¿Por
qué, entonces, he de sentirme insegura?

¡Cuán a menudo he oído mis propias racionalizaciones y defensas en las palabras de las
mujeres a las que he entrevistado! ¡Con cuánta terquedad la mayor parte de nosotras nos resistimos a
admitir lo que ahora se me antoja como simple sentido común! En el transcurso de los años, la jerga de
los psiquiatras, cuyos nombres llenan las páginas de este libro, tuvo un poder que ya no puedo negar:
en nuestros comienzos radica nuestra esencia.

Nosotros extraemos nuestro coraje, nuestro sentido de afirmación, la capacidad de creer en


nuestro valor, incluso hallándonos solas, para cumplir nuestra misión, para amar a los demás y
sentirnos amadas, de la “fuerza” del amor que de niñas inspiramos a nuestra madre, exactamente igual
que la última dina de energía existente en la tierra vino originalmente del sol.

La mayor parte de nosotras no seremos psicoanalizadas. Yo misma no he vivido tal


experiencia. Al igual que yo, puedes tener incorporada a tu ser la resistencia a volver allí donde se
inició la falta de fe en ti misma. Las primeras impresiones de la vida son las que dejan un rastro más
hondo. Forman las ranuras del carácter, por las que la experiencia llega a nosotros; y cuando esta o
aquella estría se distorsiona, esta o aquella emoción se bloquea o tuerce. Podemos comprenderlo
intelectualmente. No nos es posible “asimilarlo”. Ciertos esquemas que nos llegan del pasado
pesadamente cargados de ambivalencias, rechazos y humillaciones, nos atenazan. El proceso de
maduración exige que comprendamos nuestra historia antes de que la energía retenida por la represión
pueda ser liberada. El autoengaño comienza con el hastío o la clarividencia. “¡Oh! Estoy al tanto de
todo lo referente a mi madre y a mí”, puede ser que digáis. “Todo lo relacionado con mi madre terminó
hace años.” Ni lo primero ni lo último es cierto.

Son muchos los datos recogidos que permiten asegurar que una relación no resuelta con la
madre ocasiona en la mente de la mujer determinadas tendencias no autónomas, inculcándose un temor
a pasar por ciertas experiencias e impidiéndole frecuentemente lanzarse en pos de aquello que desea
conseguir de la vida. También ocurre que, cuando da con lo que deseaba, no logra extraer de su
objetivo todo el placer que quería.

Si de pequeñas no hemos podido conseguir la satisfactoria proximidad y el amor que todo niño
necesita porque es lo que le proporciona la fuerza indispensable para desarrollarse, no evolucionaremos
emocionalmente. No haremos mayores, pero una parte de nosotras permanecerá en la infancia,
ansiando esa nutricia proximidad, sin creer nunca que llegaremos a poseerla, y pensando que nos será
arrebatada si llegamos a tenerla.

Freud, Horney, Bowlby, Eriksoin, Sullivan, Winnicott, Mahler –los grandes intérpretes del
comportamiento humano- pueden estar en profundo desacuerdo en algunos puntos, pero piensan lo
mismo, como si fueran un solo hombre, con respecto a los comienzos: ninguna de nosotras puede dejar
el hogar, desarrollarse del todo, aisladamente y confiando en nosotras mismas, a menos que haya
alguien que nos ame lo suficiente para darle el ser, en primer lugar, y que después nos deje partir. Se
inicia esto con el contacto con nuestra madre, con sonrisa, con su mirada: he aquí alguien a quien ella
desea tocar, alguien a quien desea mirar. Esa soy yo. ¡Y eso es bueno para mí!

Se ha dicho repetidamente que cuando se ama demasiado a una criatura sólo se consigue
malcriarla. Sabemos ahora que nadie puede ser amado demasiado, especialmente en el curso del
primer año de la vida. En lo más hondo de ese primer y estrecho contacto con nuestras madres se
levanta el lecho rocoso del amor propio, en el que cimentaremos nuestros buenos sentimientos para el
resto de nuestras vidas. El niño necesita estar cerca, casi de una manera sofocante, del cuerpo cuyo
vientre poco tiempo antes, y a disgusto, dejó. La palabra técnica que alude a tal proximidad es
simbiosis.

Resulta especialmente importante para las mujeres entender el significado de tal vocablo, ya
que para muchas de nosotras señala nuestra forma de relacionarnos a lo largo de nuestro ciclo vital.
Muy pronto, el joven es adiestrado para hacerlo por su cuenta. Para ser independiente. A nosotras, a
las chicas, se nos enseña a ver nuestro valor en las asociaciones que formamos. En la simbiosis.

En el comienzo de la vida, la simbiosis tiene primordial importancia para los dos sexos.
Comienza como un proceso de crecimiento, liberando al niño del temor de su vulnerabilidad, de su
soledad, dándole el valor preciso para desarrollarse. Si al principio logramos suficiente simbiosis, más
adelante recordaremos sus placeres y podremos buscarla en otros; la aceptaremos y nos sumergiremos
en ella cuando la localicemos, y nos alejaremos de nuevo de ella cuando nos sintamos saciados,
sabiendo que siempre seremos capaces de restablecer la situación. Confiaremos en el amor y
gozaremos de él, aceptándolo como parte del festín de la vida… No pensaremos que debemos devorar
hasta la última migaja, por el hecho de que pueda escapársenos para siempre. Si no experimentamos
esta primera simbiosis, la buscaremos el resto de nuestras vidas, y en el caso de encontrarla nos
sentiremos desconfiados, aferrándonos a ella tan desesperadamente que angustiaremos a la otra
persona, atormentándola con nuestros gritos de “¡Tú no me amas!”, hasta que, efectivamente, hagamos
de esto una verdad.

El primer significado de la simbiosis lo encontramos en la botánica, aludiéndose con tal


palabra a dos organismos, uno receptor y el segundo parásito, ninguno de los cuales puede vivir sin el
otro. En el mundo animal, a menudo representa una relación ligeramente distinta, de mutua ayuda. El
pájaro que se gana la comida limpiándole al hipopótamo servicialmente, los colmillos, es un socio en
simbiosis. En términos humanos, el significado vuelve de nuevo a cambiar en cierto sentido. La
simbiosis más clásica es la del feto en el vientre. Disponemos aquí de un ejemplo de dos diferentes
tipos de simbiosis.

El feto se halla en simbiosis física con la madre; literalmente, no puede vivir sin ella. La
madre (durante la mayor parte del tiempo) se encuentra en simbiosis psicológica con el niño no nacido.
Ella puede vivir sin él, pero el embarazo le proporciona la sensación de una vida más rica, más plena.
En tal aspecto, el feto lo nutre. En nuestra primera simbiosis con la madre, ganan las dos partes
implicadas.

Al nacer no sabemos que haya algo fuera de nosotros mismos. Nuestros desenfocados ojos no
pueden distinguir las formas; ignoramos dónde termina nuestra madre y dónde empezamos nosotros.
Al extender la mano, comprobamos que está allí, que podemos tocarla. Cuando lloramos, somos
alimentados, o nos toman en brazos. ¡Somos los regidores del mundo! No es de extrañar que no
estemos dispuestos a renunciar fácilmente a la madre; en ella se apoya esta maravillosa sensación de
poder total, de “infantil omnipotencia”. En cierto modo, continuamos conectados físicamente con ella,
exactamente igual que la madre, de una manera psicológica, nos siente todavía como casi una parte de
su cuerpo; somos su narcisista prolongación. La simbiosis es mutua, completa, y satisfactoria.

Gradualmente, nuestros ojos empiezan a ser capaces de ver las cosas debidamente enfocadas.
Estas, y la gente, se encuentran cerca de nosotros, o lejos. Nos damos cuenta de que hay otra persona –
la madre-, pero está tan cerca que todavía la vemos como fundida con nosotros, no por separado. Ella
es diferente de todos, de cualquier otra cosa. Ella es aún nosotros, y nosotros ella.

En esta temprana etapa de la simbiosis, la buena madre considera sus propias necesidades
como enteramente secundarias respecto de las del hijo. Con ello se consigue una mutua ventaja: el
niño se habitúa gradualmente, de una manera cómoda, a la idea de su impotencia. Y esto no se
presenta, de todos modos, de manera espeluznante; la madre se halla siempre a mano para arreglar las
cosas. Ella, al saber lo que la criatura ansía, al sentir bajo sus dedos su piel, percibiendo sensaciones a
través de ella, a través de los ojos, los oídos o el estómago de su hijo, experimenta una casi mística
impresión de unión y de ser necesitada. Se trata de una experiencia trascendente.

En la etapa siguiente, podemos distinguir nuestro cuerpo del de la madre, pero no nos es
posible separar nuestros pensamientos de los suyos. Cuando orinamos, nos cambia de ropa. ¿Que
sentimos hambre? Ella se da cuenta tan rápidamente como esto se produce, y el alimento llega en
seguida. Pero ahora empieza a surgir la ansiedad, cuando la madre no está a nuestro alrededor, la
manta no nos cubre del todo y nadie nos ofrece su pecho, o el biberón. Nuestro poder ha comenzado a
deteriorarse. Ansiosamente, no la perdemos de vista. Si está cerca, todo marcha bien. De lo contrario,
podríamos morir, incluso. Cuando el amor de la madre es firme e ininterrumpido, poco a poco nos
habituamos a desenvolvernos sin que sea precisa su presencia, cada vez por periodos de tiempo
progresivamente más dilatados. Acaba de nacer en nosotros la confianza.

En vez de aferrarse a la madre, impulsada por el temor de verse abandonada, la criatura acepta
su alejamiento, convencida de que volverá siempre que la necesite. Entretanto, allí están esos
polícromos juguetes con los que entretenerse… Pero si el temor dicta el pensamiento de que la madre
puede no volver jamás, de que puede desentenderse de nuestras necesidades, de cuanto a nosotras
atañe, la evolución se detiene. Se esfuma nuestro interés por las deslumbrantes luces o los juguetes que
están a nuestro alcance. El ser ha sido absorbido por el temor. El pequeño sólo acierta a pensar en que
la madre no debe volver a alejarse de él. Debe evitársenos a toda costa la soledad. Acaban de ser
puestos los cimientos de toda una existencia llena de incertidumbres.

La palabra que corresponde a la siguiente etapa del desarrollo es esta: separación. La criatura,
más o menos segura del simbiótico amor de su madre, comienza a sentir que puede pasar con un poco
menos de ese amor. Desea aventurarse en un mundo más amplio. Importante fue para la madre la
simbiosis con el hijo, cuando esto era todo lo que el bebé podía comprender; la misma importancia
tiene ahora para ella empezar a soltar a su hijo, permitir que se adentre en su propia vida, de acuerdo
con su horario psíquico interior. La larga marcha hacia la individualidad y la confianza en sí mismo se
ha iniciado.

La simbiosis y los primeros comienzos de la separación no se dan en forma de un plano largo,


liso, de sentido ascendente. Tiene sus altibajos, desde luego. La ausencia de la madre cuando la
deseamos a nuestro lado no representará ya el trauma de antes. La madre no tiene que ser perfecta.
Simplemente, ha de ser una madre “suficientemente buena”, para expresarlo con palabras del
psicoanalista D. W. Winnicott, al objeto de proporcionar a la criatura en desarrollo un sentimiento de
“básica confianza”: la gente, las cosas, y el mismo individuo, son más dignos de confianza que de
recelo. Todos sabemos cuán rápidamente el niño se recupera de este o aquel trastorno emocional, si el
hecho no se prolonga demasiado y no ocurre con excesiva frecuencia.

En una evolución normal de los acontecimientos, empieza a emerger una conciencia de sí


mismo al cabo de unos tres meses. La criatura demuestra que está reaccionando ante hechos o
semblantes concretos: sonríe. A los ocho meses, puede expresar la diferencia existente entre la madre y
una persona desconocida. A la edad de un año y medio (más o menos), el proceso aparte de la madre
adquiere cierto ímpetu. Empezamos a separarnos de ella más y más; queremos separarnos. Nos
enfrentamos con un mundo bello, excitante. A partir de la madre, existen otras cosas que se pueden
tocar, morder, saborear, ver. El ser se vuelve más y más consciente.

El fascinante proceso del crecimiento lejos de la madre, al tiempo que se adquiere la propia
personalidad, resulta un hecho crucial entre los dieciocho meses y los tres años, período de la vida al
cual la doctora Margaret Mahler ha dado el nombre de “separación-individuación”. Al cumplir los tres
años, o los tres años y medio, si somos afortunadas y la madre ha sido cariñosa, emergemos con cierto
sentido de nosotras mismas como seres aparte, todavía amados por ella, pero dotados de una vida que
nos pertenece, que no es la suya. Todas las horas y más horas de tensión que nos ha dedicado, el
sacrificio de un sueño, de sus horas de vigilia, son ya una parte de nosotras. La memoria se ha
desarrollado, y podemos sentir cómo nos sigue su tierno interés, igual que un brazo oportuno en el que
se apoyaran nuestros hombros.

“La primera demostración de la social confianza en el bebé –dice Eric Erickson, en Childhood
and Society – es la expresión de sus sensaciones, lo profundo del sueño, la relajación de sus intestinos.”
La criatura ha comenzado a confiar en su madre, a relajarse; no tiene por qué mantenerse despierta, ni
dormir con un ojo abierto, por decirlo así, ante el temor de que su madre se ausente. “Así pues, la
primera realización social del niño –continúa diciendo el doctor Erickson- es su buena disposición a la
hora de permitir que la madre se salga de su campo visual, sin mostrar una indebida ansiedad o
irritación, a causa de que ella se ha transformado en una interior certidumbre…”
Esta necesidad de sentir una confianza básica en la vida es esencial para los dos sexos. Pero a
causa de la inevitable relación modeladora entre madre e hija, nosotras no nos encajamos para siempre
en la sensación de básica confianza que ellas nos dio. Tenemos que ver también con su imagen como
mujer, con su sentido de básica confianza, el que le dio su madre. Un chico crecerá, y siguiendo el
ejemplo de su padre dejará un día el hogar, se abrirá paso y fundará una familia. Puede ser que alcance
el triunfo o no lo alcance. Gran parte de su éxito dependerá del básico sentido de confianza que su
madre le dio; pero él no se identificará con su madre. El no basará todas sus relaciones en lo que vivió
con ella (a menos que el muchacho sea cierto tipo de homosexual).

Pero una chica que no logró adquirir dicho sentido, aunque deje un día la casa de su madre,
consiga un empleo, se case y tenga hijos, nunca se considerará a gusto por sí sola, controlando su
propia existencia. Parte de ella se encuentra ansiosamente ligada a la madre. No confía en sí misma, ni
en los demás. No puede creer que exista otra manera de ser, porque así es como fue su madre. Así son
la mayoría de las otras mujeres. Si nuestras madres no son ellas mismas personas separadas, es
inevitable que compartamos su ansiedad y su temor, su necesidad de estar en simbiosis con alguien. Si
no las vemos involucradas en su tarea personal, o gozando de algo por sí mismas, también nosotras
acabaremos por no creer en cualquier realización o placer nacidos fuera de los límites de una
asociación. Denigramos cualquier cosa que experimentemos solas. Así decimos: “Resulta más
divertido cuando alguien esté presente.” La verdad es que nos da miedo ir a cualquier sitio solas. ¿No
es cierto que son muchas las mujeres adultas a quienes habéis oído decir en tono de broma: “Todavía
no he decidido qué voy a ser cuando sea mayor…”? ¿Verdad que son muchas las mujeres que llaman a
sus esposos “papá”, y que al referirse a su descendencia hablan de “mi hija”, en lugar de Betsy o Jane?

No separadas emocionalmente de la madre, presas del temor en igual medida que ella,
repetimos el proceso con nuestra hija. He aquí una desdichada historia, una forma de educar a la mujer
que nuestra sociedad no ha recusado. Esto de aparecer lindas y desvalidas, flexibles y adherentes,
posesoras de por vida, se convierte en nuestro método de supervivencia y constituye también… la
derrota definitiva.

Es importante comprender que no es el simple número de horas dedicadas a una hija lo que
asegura a ésta las iniciales y satisfactorias sensaciones simbióticas de calor y seguridad que la pequeña
necesita. Dice el doctor Robertiello: “Es mejor que la niña obtenga una atención parcial de la madre a
que ésta resulte una caricatura como tal, prefiriendo pasarse todo su tiempo en la oficina o comiendo
fuera de casa con los amigos. Una conducta inadecuada, especialmente cuando se utiliza el disfraz del
amor, crea los peores problemas.” Algo que dura toda la vida se instaura en la persona que siente que
el amor es fingido, desvirtuado o, en el mejor de los casos, concedido a disgusto.

Lo que cuenta es la calidad de la atención que conseguimos de nuestra madre. Si de niñas


tenemos frío, o hambre, y ella no lo nota; si cuando nos mira está pensando en otra cosa y, por lo tanto,
no vemos iluminarse su rostro con una sonrisa de amor, nos sentimos defraudadas. Es como una
sombra bajo el sol. “Siendo mi hijo pequeño todavía, era frecuente que pensara muchas veces en una
multitud de cosas. Mi cabeza albergaba numerosas ideas y “ambiciones”, me explicaba un día la
doctora Helene Deutsch. “En tales momentos, si mi hijo estaba conmigo acababa sujetándome la cara
por la barbilla con sus manos, para que enfocara mi atención sobre él. Sabía que yo estaba pensando en
otras cosas.”
La simbiosis incompleta, insatisfactoria o interrumpida, marca a una mujer para siempre.
Echamos algo de menos en nuestras madres; estamos desesperadas; nos mantenemos a la defensiva…
Y, en consecuencia, aprendemos a montar muy pronto nuestra apretada línea de defensa, diciéndonos
que no debemos esperar mucho del mundo. Ni siquiera en brazos de los que nos aman podemos creer
que no van a abandonarnos. Nuestro esposo se queja de que le apremiamos: “¿Qué más quieres de
mí?” exclama. No acertamos a darle un nombre, pero nos consta que hay una distancia… Como
madres, nos volvemos hacia nuestra hija, nos aferramos a ella: “Telefonea cuando llegues, sea cual sea
la hora.”

La vida, para la mujer que de niña no gozó de una proximidad simbiótica suficiente, se
transforma en problema de engañosa seguridad versus satisfacción. Nos casamos con el primer hombre
que nos habla de matrimonio, temerosas de que nadie vuelva a hacernos la misma petición; aceptamos
una colocación segura, en lugar de desafiar los riesgos de una profesión independiente. “Si la niña no
ha vivido con su madre un período simbiótico pleno –manifiesta el doctor Robertiello-, pensará
constantemente en el calor que echó de menos. Observamos esto en los pequeños, guiándonos por el
hecho de que crecen de la energía complementaria (más allá del ansia citada) para explorar el sonido y
el significado de las palabras que pronuncia la madre, o la amplitud del nuevo espacio que ella da al
pequeño para arrastrarse. En las personas mayores, la simbiosis incompleta es expresada a menudo en
términos de baja energía. Se encuentran demasiado cansadas para esto, no se interesan por aquello,
nunca creen en sí mismas lo suficiente para intentar cualquiera de las fascinantes e inéditas salidas que
les ofrecen determinados rasgos de su carácter. Pero si son capaces de alcanzar la separación a través
de la terapia, descubrimos una dramática diferencia. Se da un repentino brote de energía, de
creatividad. Vemos esto en sus vidas, en su trabajo, en su sexualidad.”

Todos, por otro lado, conocemos personas que, evidentemente, se vieron defraudadas desde el
punto de vista emocional durante los primeros años de su existencia y que, sin embargo, han saboreado
las mieles del triunfo de adultas. No se pierde todo al carecer de la temprana simbiosis. Ahora bien, es
improbable –la mayoría de los psiquiatras dirían que imposible- que esas personas gocen plenamente
de su triunfo o se sientan emocionalmente seguras dentro de lo que el éxito aporta. Estoy hablando de
esa gente que suele decir: “He logrado tener esto o he conseguido realizar aquello, pero en realidad
¿qué viene a significar todo ello?” Empobrecidos emocionalmente de niños, se ven todavía de la
misma manera en medio de su triunfo mundano.

La sociedad nos juega una mala pasada al llamarnos el sexo amoroso. Este halago se formula
para que nos sintamos orgullosas de nuestra debilidad, de nuestra incapacidad de ser independientes, de
nuestra imperativa necesidad de pertenecer a alguien. Se nos ha limitado a la necesidad y a la crianza,
dejando el amor erótico para los hombres. Un hombre “enfermo de amor” hace que la gente se sienta
incómoda, porque tal condición le debilita, compromete su virilidad, rebaja su productividad. Pero una
mujer que no puede pensar con claridad, que sueña sobre sus libros de leyes, pierde peso y tropieza con
muros de ladrillos, provoca los sentimientos más cálidos en todos. Hombres y mujeres conocen por
igual lo bien que sabe sentirse trastornado por el amor, pero alguien ha de cuidar de la casa. Puesto que
las mujeres no han conseguido llegar a ninguna parte, y una mujer pobre obliga al hombre a trabajar
con más dureza, a fin de poder cubrir las necesidades de los dos, el idilio mismo se convierte en
combustible del molino económico.

El nos hará el amor a la luz de la luna, en medio de una música de violines, pero al llegar la
mañana se duchará, se afeitará, se vestirá y se irá a su despacho, para dedicarse a sus “reales” intereses.
En casi todas la novelas o películas, el amor es un desastre para la protagonista, que acaba por verse
privada de su iniciativa, de su valor, o de su sentido del orden, descendiendo hasta el masoquismo y la
pérdida de su personalidad.

Las empresas modernas, al utilizar los servicios de un psicólogo para establecer su política de
empleo, sacan partido de los temores de la mujer. Esta es ya una norma común. Muy a menudo,
ciertas organizaciones erróneamente calificadas de “paternales” (quizá porque están regidas por
hombres), son psicológicamente más bien como unas madres gigantes, un refugio de simbiosis que nos
aguarda: secretarias, dependientas, jefas de oficina, ayudantes, mujeres que trabajarán lealmente
(forman parte de la “gran familia de la corporación”) durante veinticinco años, desempeñando trabajos
rutinarios, seguros, aburridos, en su condición de víctimas bien dispuestas, son manejadas por un
personal astuto, el cual sabe que antes nos inclinaremos por los fáciles gozos que nos pueda
proporcionar la Asociación de empleados y el pic-nic anual que monta la empresa, que por el riesgo
que entraña lanzarnos solas a la lucha (abandonar a la madre) para ver de lograr un salario más elevado.
Son millares, millones, las mujeres que no dejan jamás a su jefe, quien las “necesita”. Tales mujeres
trabajan más de las horas reglamentarias por él, porque sienten simbióticamente que su carrera es la de
ellas, que forman parte de él. Sin embargo, cuando los ingresos de éste suben, el dinero no es dividido
en dos partes. Dentro del mundo de sexo, como en el de los negocios, el costo de la simbiosis es muy
alto.

Para una buena madre supone un fuerte sobresalto ver caer de bruces a su hijo, cuando
empieza éste a dar los primeros pasos, pero sabe que así es como se aprende a andar. El pequeño se
arrastrará como pueda, intentará incluso subir el peldaño inicial de una escalera, llegando hasta a
rechazar a su madre si ésta se decide a intervenir, a causa de que el impulso hacia el desarrollo es muy
intenso. Ella teme por su hijo, pero sabe que debe enseñarle a comportarse con valor. Antes de haber
salido de casa en dirección al jardín de infancia, los chicos han aprendido a rechazar a las niñas que
solicitan un beso. La madre ha empezado a enseñar a su hijo que no debe mantenerse aferrado
constantemente a ella (y eso que ambos ansían la continua unión). “No lo malcríes”, recomienda el
esposo. “Dejad que se marche” aconseja la cultura. El chico emerge de la simbiosis para internarse en
los placeres de la separación. El mundo se abre ante él. Gracias a la experiencia, a la práctica, a la
repetición, el joven aprende que se dan los accidentes, pero que éstos no siempre son fatales, y
descubre que se sobrevive a los rechazos. El desarrollo de su personalidad continúa.

En las niñas, por otro lado, prevalece un adiestramiento de signo opuesto. El gran y mutilador
imperativo es: “Nada Debe Causar el Menor Daño a Mi Niña.” Sólo se le permiten aquellas
experiencias que se presenten como envueltas en papel celofán. Cuando una niña, correteando por el
patio de la casa, cae y se lastima, su madre no le anima a repetir su acción, como haría con su hermano.
Abraza a su hija con fuerza y tiembla por las dos, por haberse aventurado por un sitio peligroso; se
muestra ansiosa, temiendo incluso por su vida. “Sabía que esto había de ocurrirte”, le dice, dándole
cuenta de algo que ella misma ha estado diciéndose toda la vida, implantando en la niña la idea de que
las mujeres son tiernas, frágiles y están fácil e irremediablemente expuestas a ser perjudicadas por los
azares de la vida.

Otros elementos de la relación madre-hija constriñen en la niña cualquier inclinación hacia la


aventura; ella quiere besos, pero espera el rechazo. La madre, con sus habitualmente inconscientes
esfuerzos para controlar sentimientos competitivos con su hija, instruye a ésta en el sentido de que no
debe esperar demasiado de su padre. “Vete, Papá tiene que estudiar unos papeles.” Mamá nos está
diciendo que los hombres no participan de “nuestra” necesidad de amar.

El mensaje, para la niña, está claro: sólo hay una persona que nunca la dejará, que siempre
dispone de tiempo para ella. Ni siquiera cuando echa de menos sus besos ha de pensar que es debido a
una falta de amor. Si ella fuese más obediente, si su madre dispusiese de más tiempo, si, si, si…

Olvidamos aquel tropiezo. La promesa de que el amor estará a nuestro alcance la próxima vez
nos ha seducido. Hermanos, hermanas, amigos… No se puede confiar en nadie. Sólo la madre se
mostrará siempre constante.

“Usted podrá apreciar por qué una niña se aferra a su madre por efecto del temor que le inspira
el amenazante mundo exterior –dice el doctor Robertiello-, pero lo que hay que comprender es que la
madre no es un ogro, que mantiene a la chica encerrada por causa de cualquier rencor. La madre abriga
también temores reales, y tiene necesidades, que parecen quedar conjurados mediante la simbiosis con
su hija. Con demasiada frecuencia, la madre no se separa nunca de la suya, y cuando la abuela gana en
años, y mamá comienza a prever la pérdida de esa atadura, pasa el lazo a su hija. Sobre todas las cosas,
teme terminar sus días sola, sin tener a su lado nadie que le diga lo que debe hacer. Desea ser “una
prisionera del amor”.

“A consecuencia de este primario e inconsciente lazo de unión con la madre, la esposa-madre


nunca dispuso de libertad para ofrecer una lealtad de primera clase a ninguna persona nueva,
incluyendo al marido. ¡Oh, sí! Es posible que, de repente, registre un impulso hacia la separación al
contraer matrimonio, que se dé en ella un acceso de sexualidad, durante algún tiempo. Pero demasiado
a menudo, nacida ya su hija, vuelve a asentarse en el sentimiento menos excitante (por otro lado, bien
conocido y seguro) vivido con su madre, con la diferencia de que ahora se vale de la hija. Suprime su
independencia, atenúa su sexualidad, su intelecto; ya no es una joven mujer, sino una “matrona”; es una
madre. Ahora se siente a salvo de peligros para siempre. Ha conseguido hacerse con una garantía
frente al riesgo de quedarse sola durante el resto de su existencia, ya que su hija va a sobrevivirla.”

No es de extrañar que las separaciones de madres e hijas en los aeropuertos y estaciones de


ferrocarril se adivinen tan cargadas de silenciadas culpas.

Para explicar la separación, la forma de hacernos con una identidad, hemos de volver una vez
más a la simbiosis, exactamente igual que el niño que está aprendiendo a mantenerse en pie se vuelve
con frecuencia hacia su madre para no caerse. Ese impulso que gobierna al bebé, presa del pánico al
sentirse solo, arrastrándose de repente hacia atrás, para ver si su madre sigue “allí”, si “todo marcha
bien”, es tan inevitable como la Segunda Ley de la Termodinámica.

Técnicamente, ésta es denominada “la etapa del acercamiento”, pero yo prefiero utilizar un
término más familiar, empleado por los psicólogos infantiles: “reaprovisionamiento”. Habiendo
instaurado una base con mamá, reabastecido, pues, el niño se muestra confiado y listo para aventurarse
de nuevo en el exterior. La buena madre comprende aquel atemorizado retorno, pero no lo emplea
como advertencia de que no debe volver a partir. Efectivamente, una vez ha visto que el niño está
reabastecido, lo anima para que se ponga nuevamente en marcha. La madre pegajosa amplía los
temores del niño. “¡Ah, pobre hijo! ¡Da tanto miedo lo que hay por ahí! No se te ocurra volver a salir
si no es en mi compañía.”
La madre de este tipo se mantiene tan apegada a su hija que no es capaz de saber si la
sensación de ansiedad es experimentada por ella o por la hija. En definitiva, esto da igual: la chica
asimilará el temor de la madre, haciéndolo suyo. El mundo exterior parece presentarse amenazador,
repulsivo. Ya de mayor hallándose lejos de la casa, se muestra preocupada a cada paso: la llave del gas
ha podido ser dejada abierta; alguien puede haberse puesto enfermo, o quizá esté agonizando. Por
encima de todo, a ella no le agrada hacer nada a solas. Necesita sentirse conectada en todo momento, a
cualquier coste.

Al final de una velada, en cierta ocasión, escuché una frase, que se me quedó grabada en la
memoria, de labios de una mujer que solía utilizarla a menudo. Había sido una de las danzarinas de
Martha Graham, logrando éxitos personales. En la época en que la conocí estaba casada y era madre de
dos criaturas. “Esta ha sido una noche grande –manifestó alguien-. ¿Por qué no buscamos un sitio
donde nos sirvan unos huevos fritos con jamón? Después, podríamos saborear un buen café irlandés.”
Mi amiga se mostraba vacilante. “Hemos estado recorriendo los dominios de Robin Hood –dijo por fin
ella, dirigiéndose a su esposo-. Ahora es momento de que volvamos a la base del hogar.” Los dos
querían irse. Frases infantiles, emociones infantiles. Estimo que esto constituye una especie de
metáfora con respecto a toda su vida, que se inició con una decisión años atrás, en cuanto a lo
profesional, finalizado al renunciar a la danza porque los viajes por carretera la ponían “demasiado
nerviosa”. Su necesidad de “hacer una base” del propio hogar –a fin de no estar separada de alguna
idealizada noción de seguridad-, hacíala volver siempre corriendo a aquél, cuando la mayor parte de la
gente prefería continuar con lo que estuviera haciendo.

Al explicar cómo el sentido de la aventura de una chica puede ser cortado de raíz, el doctor
Robertiello habla de la ansiedad de la madre. “Ella es la primera que se siente atemorizada al advertir
que está sola, sin su hija. A continuación, decide que ésta la necesita, o que se halla en peligro. Echa a
correr, en busca de la pequeña. Puede ser que la niña se encuentre tranquilamente sentada en el patio,
jugando con unas margaritas. ¡Ah! Pero allí está su madre, alarmada, preocupada, llamándola para que
entre de nuevo en la casa. La madre se enfrenta otra vez con la hija antes de que ésta experimente la
necesidad de regresar, de “reabastecerse”. Por ello, la chica empieza a albergar una idea especial:
incluso cuando una se halla tan bien, pasándolo a gusto, algo puede ser que esté marchando mal en
casa.”

Sin embargo, hay que señalar que toda acción da lugar a una reacción igual y opuesta. Entre
los catorce y los dieciocho meses, y hasta el tercer año, más o menos, el chico comienza a experimentar
una resistencia entre las demandas de la madre. Tal intento de afirmación propia se halla marcado por
el casi constante uso de la palabra NO.

He aquí una importante experiencia para el niño, que diferencia lo que él quiere hacer –aún en
el caso de que no haya tomado una resolución – de lo que la madre desea que haga. “Nosotros
queremos ir ahora al parque, ¿verdad?”, inquiere la madre, utilizando el pronombre simbiótico tan
imperiosamente como una reina. “No –contesta la criatura, afirmándose con un primer paso hacia la
individualidad y la separación -. Yo no.” Todos los que le oyen aplauden, hasta la madre, “¡Es ya un
hombre en pequeño! Sabe lo que desea; igual que su padre.” A las chicas se les da el tratamiento
opuesto.
Dice el psiquiatra infantil Sirgay Sanger: “Los chicos lo pasan mejor en este periodo de la vida
porque la madre piensa: “Bueno, la verdad es que yo sé bien poco acerca de las cosas de los chicos. Es
preferible que le deje desenvolverse solo.” Existe también una predisposición cultural contra las madres
que mantienen a los hijos sujetos a ellas. Pero, ¿y si se trata de una chica? Bueno, de chicas sí que
entiende la madre; lo sabe todo. Es una experta, en tal sentido. Por ello, concede a su hija menos
libertad, le resta algunas de las oportunidades que se le deparan para desarrollarse. Se lanza como una
apisonadora sobre la individualidad de su hija. Y dirá a la pequeña, por ejemplo: “Vámonos. A ti te ha
gustado siempre ir de compras conmigo. Es lo que ahora vamos a hacer las dos.” Inmediatamente, la
chica se vuelve menos asertiva, perdiendo buena parte de su iniciativa. Esto comienza entre el primero
y segundo año de la vida.”

La separación, al aumentar más que la necesidad de unos grados de simbiosis inapropiados


para el presente estado de desarrollo, no es un caso de blanco o negro… Teóricamente, la separación de
la madre debe quedar terminada a los tres o tres años y medio. “Pero yo creo que el proceso se
prolonga durante toda nuestra vida – asegura el doctor Robertiello-. No he conocido a nadie en quien
aquél haya tenido un fin, hombre o mujer. Todos nos hallamos conectados en grado sumo con nuestras
madres, o lo que las sustituya. Estimo que el proceso es especialmente agudo con las mujeres porque
en la chica persiste constantemente una imagen de su madre, de la cual nunca escapa.” Malsana: he
aquí la palabra con que hemos de calificar la simbiosis entre madre e hija, después de los tres años. Sí,
por vital que resulte en los primeros años de la vida, estamos ante una salida difícil, porque nuestra
cultura confunde la simbiosis con el amor; pero, habiendo crecido, la simbiosis y el amor real se
excluyen mutuamente. El amor implica una separación. “Te quiero” sólo puede tener significado en el
caso de que haya un “yo” para amarte “a ti”.

En una relación simbiótica, no existe un interés real por la otra persona. Se da únicamente una
necesidad, un anhelo de conexión, por destructiva que ésta puede ser. Se considera el matrimonio
muchas veces como la liberación de la hija con respecto al lazo simbólico de unión con su madre. De
hecho puede tratarse de un mero traspaso de ese lazo al esposo. Ahora él debe apoyarla, darle vida,
hacer que se sienta a gusto consigo misma. A menos que nos hayamos separado de la madre mucho
tiempo antes del matrimonio, resulta casi imposible establecer una sana relación con un hombre.

Opino que la mejor definición que se ha dado del amor es la debida al psicoanalista Harry
Stack Sullivan: amar a una persona significa que uno se preocupa por su seguridad y su satisfacción en
igual medida que de las propias. Considero ésta una definición realista: nadie puede amar a otro ser
más que a sí mismo. La madre verdaderamente amante es aquella que cifra sus intereses personales y
su felicidad en ver a su hija como persona, no como una posesión. Es un proceso de generosidad y
amor, hasta tal punto que ella renuncia a su complacencia y seguridad para contribuir mejor al
desarrollo de su hija. Si obra así sinceramente, termina consiguiendo la Póliza del Seguro del Amor.
La madre dispondrá en el futuro, para siempre, de alguien que se preocupe de ella… Entonces no se
dará el caso del amor resentido y culpable. Entonces sólo habrá una hija que da su amor
espontáneamente.

“¿Un auténtico amor madre-hija? –inquirió la psiquiatra Mio Fredland cuando me entrevisté
con ella por vez primera, en abril de 1974 -. Pienso que esto implica un reconocimiento por parte de
cada una de la separación de la otra, y un mutuo respeto. En el caso de la hija, ha de amar a su madre
en primer lugar, para poder amarse a sí misma como mujer; este amor se presentará de nuevo cuando
sea más madura. Pero ella debe primero “admitir” a la buena madre mientras sea una niña; más grande
emergerá de la infancia como una persona aparte.

“¿Qué es lo que yo pienso acerca de mi hija? Para mí, es un don del cielo. Siempre la estuve
esperando. Efectivamente, cuando me hallaba embarazada soñaba con ella, y es exactamente la
criatura que vi en mis sueños. Deseaba tener una hija por muchas razones. Una de ellas era mi deseo
de establecer con mi hija una relación completa, que me compensara de todo lo que eché de menos en
la relación con mi madre. En realidad mi madre no participó en ello. Me amaba, ciertamente, e hizo
cuanto estaba a su alcance para ser una buena madre. Ahora bien, eran muchas las cosas que le
inspiraban temor. Mi hija responde exactamente a la criatura que siempre deseé tener.”

Es interesante observar cómo los sentimientos de la doctora Fredland acerca de su hija habían
cambiado por la época en que volví a entrevistarme con ella, un año más tarde, en abril de 1975:
“¿Cómo evito ver a mi hija como una prolongación narcisista? Mi formación me ayuda a verla
objetivamente, desde luego, pero también creo que mi actitud ha cambiado desde la última vez que
hablamos, el año pasado. Al crecer, al adquirir más personalidad, me siento más despegada de ella, lo
cual no significa que la ame menos… Es que la amo de otra manera distinta. La veo completamente
separada de mí. Aprecio qué dones posee, qué es aquello que más le interesa, cuáles son sus defectos.
Cuando se permite a la hija que se despegue de una, ella acabará por ampliar los límites, revelará hasta
qué punto insiste buscando su espacio vital.”

Me agradan estas manifestaciones de Mio Fredland. Sus palabras muestran la existencia de


una evolución positiva en la relación amorosa madre-hija. Los primeros comentarios de la doctora
Fredland fueron formulados en la época en que todavía tenía a su hija como una especie de
prolongación narcisista de su persona. Un año después, la atención de la madre se aparta de lo externo
para concentrarse en su hija, en el proceso de su separación y crecimiento.

Casi siempre resulta demasiado difícil estudiar qué es lo que realmente vemos en nuestra
madre, a causa de que la distancia que nos separa de ella es muy corta. ¿Es una “mala madre”? ¿Somos
nosotras “malas hijas”? Estas dos proposiciones aparecen tan cargadas emocionalmente, son tan
crudas, que nos es imposible responder razonando. También sugeriré otra causa de que sean tan
difíciles de contestar: la de que sean expuestas como propuestas moralistas. Estamos formulando
erróneamente las preguntas. Aquí, la pregunta real que debe plantearse es la siguiente: “¿Nos hemos
amado las dos en los primeros años, y separado posteriormente, de manera que nos hayamos
proporcionado mutuamente espacio suficiente, aire suficiente, libertad suficiente para continuar
amándonos?”

¿A qué se deben en verdad esas llamadas telefónicas a la madre? ¿Están inspiradas por un
amor real, o por la necesidad de mantener la simbiosis? Si al llamarla nos sentimos felices,
espontáneamente, porque el intercambio nos produce cierta elevación de nuestra moral, podemos
pensar en un impulso realmente amoroso. Si nos dirigimos hacia el teléfono –aunque sea a diario- con
una penosa sensación de coacción y deber, movidas por una ansiosa necesidad que tales llamadas no
satisfacen, si nos separamos del aparato llorosas, puestas a la defensiva, o sintiéndonos culpables, no
hay por qué pensar, aunque nuestra sociedad crea lo contrario, que tal relación madre-hija se encuentra
informada por el amor (como no sea que se guíe uno tan sólo por la elevada suma a que asciende el
recibo de la compañía telefónica).
Al buscar argumentos para comprobar si nos hallamos todavía excesivamente ligadas a la
madre, hemos de fijar la atención en nuestras relaciones con los hombres, con las otras mujeres, y en
nuestra forma de abordar el trabajo. La necesidad de ligarnos a alguien, el temor a sufrir cualquier
tropiezo, la incapacidad con vistas al avance y/o la competición, no son esquemas de comportamiento
adquiridos después de haber estado en dicho plano y dejado atrás el hogar. Son normas de acción y
reacción asimiladas en casa, durante nuestros años de formación con la madre.

Sé de mujeres que fueron amadas por sus madres por sí mismas y que luego les permitieron
que se alejaran de ellas. Su característica es la consistencia de su conducta; esas personas no se
comportan como los camaleones, no cambian constantemente de opinión baja la influencia de una
nueva personalidad o situación que les sale al paso. Cuando hablan con sus madres lo hacen en plan de
mujeres ya hechas, y no con cierto tono infantil, ni recurren a expresiones quejumbrosas, ni a
respuestas evasivas. Si se les pregunta lo que piensan, facilitan una respuesta sin rodeos, directa. No
temen que la otra persona se enoje ante su candor. Enfrentadas con una difícil situación emocional, es
posible que no sean capaces de resolverla inmediatamente, pero su primer impulso nunca será intentar
averiguar qué respuesta esperan los otros recibir. Lo que hacen es preguntarse: “¿Qué es lo que yo
quiero?”, o bien, “¿Qué siento acerca de esto?” Actúan con plena certidumbre en todo lo que les atañe.

Por otro lado, quienes no están seguras de sí mismas acaban convirtiendo en realidad sus
temores. Una mujer me dice: “Desde el comienzo supe que aquello no podía durar. ¿Sabe lo que él me
dijo no hace mucho, al separarse de mí? “Estoy aburrido, cansado de que estés preguntándome
constantemente si te quiero, para mostrarte incrédula cuando te doy una respuesta afirmativa.”
Frecuentemente, la inseguridad se enmascara con un sentimiento opuesto. No nos sorprende que, por
ejemplo, el macho semental se sienta a veces asaltado por las dudas acerca de su virilidad. De la
misma forma, las mujeres son acusadas de ser vanidosas, de ser sorprendidas en actitudes que denotan
su autoadmiración. La verdad es que no poseemos la menor certeza sobre nuestra apariencia exterior.

Tengo una amiga, de bella figura, que se queja constantemente de poseer unas caderas
“enormes”. Asegura que soy una mujer de suerte, por no tener que preocuparme de tales cosas. Ella
tiene mi talla. Finalmente, le pregunto cuánto mide de caderas. Le indico que las mías tienen cinco
centímetros más que las suyas. “¡No puede ser!” –exclama -. Tienes un cuerpo muy esbelto. ¡No es
posible que tengas unas caderas más grandes que las mías!” Rechazamos hoy los hechos porque la
imagen fue implantada en una época que ya no recordamos, por alguien que lo sabía todo. No nos
pasamos tantas horas delante del espejo porque nos impulse a ello la vanidad, porque estemos
enamoradas de nosotras mismas. Nos lleva a ello la ansiedad. Algo marcha mal en nuestro narcisismo
primario.

El narcisismo secundario es de tipo patológico porque intenta llenar el vacío en la saludable


imagen propia con una intensa preocupación por el yo. Este puede ser expresado con un enfoque
excesivo en apariencia, o mediante síntomas físicos y emocionales (hipocondría). Una persona así trata
de compensar la falta de atención de que fue objeto en la infancia, muy especialmente durante el primer
año de su vida. Recurre para ello a la misma clase de exagerada atención que necesitó en otro tiempo
de su madre, pero de la que no disfrutó en aquella etapa de su evolución. El narcisismo secundario se
halla marcado por la repetición ansiosa; puesto que es un sustitutivo imperfecto, no podemos dejar que
cese. Lo paradójico del caso es que se encuentran afectadas por él las mujeres llamadas corrientemente
vanidosas, debido a que suelen estar alabándose a sí mismas continuamente, sin cesar en su intento de
probar a atraer la atención de los demás o de ganarse cumplidos.
Constituyen un espléndido ejemplo –sólo que a la inversa- de que no es la admiración
excesiva, sino la escasa, lo que “echa a perder” a los niños. Todos los elogios del mundo no pueden ya
serles de utilidad, no les nutren, pues ha quedado atrás la época apropiada. Los cumplidos pasan
raudos, vuelan. Como si hubieran sido forjados para alguien que fuera en pos de ellos.

Normalmente, es fácil para la madre dar satisfacción a nuestras necesidades narcisistas en la


primera etapa, a raíz de nuestro nacimiento. En los iniciales periodos de la simbiosis, estamos tan
unidas a ella, nos sentimos tan poco diferenciadas de ella, que amarnos a nosotras es como si se amara
a sí misma. Pero a medida que nos apartamos de la madre, se requiere por su parte un tipo de amor
informado, maduro, generoso, para que acepte la idea de que las necesidades de su bebé no son siempre
las suyas. La madre ha de evolucionar también, facilitando a la hija espacio para corresponder a sus
deseos, aún en el caso de que éstos se encuentren en conflicto con los suyos, por efecto del enojo o la
decepción. En los primeros pasos de las instrucciones referentes al aseo, la pequeña puede sentirse
orgullosa de sus logros, ofreciendo éstos a su madre, como símbolo de amor. Si esto no se aviene con
la imagen que se había forjado de nosotras, empeñándose en vernos siempre cubiertas de rosadas
cintas, pueden surgir serias complicaciones. Ella debe mantenernos a suficiente distancia, para que
podamos evolucionar a nuestro paso, no al suyo. Ha de amarnos por lo que hacemos y necesitamos, no
sólo cuando coincidimos con su fantasiosa imagen de la criatura perfecta.

“La primera vez que vi a mi hija recién nacida –dice la doctora Leah Schefer- me pareció una
criatura inmensa, edémica, ahogada en carnes. “Santo Dios –pensé-, no permitas que mi hija sea una de
esas niñas gordas que se ven por ahí”. De repente me asaltó una fantasía, viéndome como una madre
muy compuesta, muy chic, del Ladies’ Home Journal, arrastrando a una niña de ocho años de edad al
interior de Best & Company, esperando contra toda esperanza que sería capaz de dar con algo para
cubrir dignamente todas aquellas grasas. Al tercer día, mientras me peinaba delante de un espejo, se
me ocurrió esta idea: es posible que a ella no le agrade tener una madre de más edad que las madres de
sus amigas. Quizá desee tener una madre de ésas de parque en vez de un que sea una profesional. ¡Tal
vez no sea como yo! Decirme esto vino a ser un acto de liberación para ella, el más eficaz en que
hubiera podido pensar. No había tenido más que caer en la cuenta de que existía la posibilidad de que la
niña no fuera la hija de mis sueños. No tenía, pues, que esperar mi aprobación tampoco. Fue ésta una
extraordinaria experiencia, fundamental en todos los aspectos para nuestras relaciones.”

¿Qué madre no ha soñado con ver a su hija como una criatura ideal? El amor que la madre
siente por sí misma es la primera causa del otro, simbiótico, que la inspiramos. Los dos andan juntos,
entrelazados. Ella comienza a amarnos porque nosotras somos su propio cuerpo y espíritu hecho carne:
una narcisista prolongación de sí misma. Nosotras representamos todo lo que ella pretendía obtener de
la vida.

“Pero el sueño no dura más que unos pocos meses –dice el doctor Sanger-. La pequeña no
puede dar a la madre lo que ésta quiere, esto es, que convierta sus sueños en realidad, la cual se impone
rápidamente. La niña hace saber a la madre que no va a cumplimentar todas sus fantasías. Tiene
cólicos, llora, vomita… La criatura informa a la madre que posee una vida propia.” Se trata de la
primera sugerencia de la idea de separación; algunas madres se sienten disgustadas al observar unos
indicios del esfuerzo que realiza el yo de la hija para nacer. Se sienten dolidas o decepcionadas. Se
esfuma la actitud de adoración. Cuando la chica mira al rostro de su madre, ya no se ve como antes,
igual que si reflejara su cara en un espejo dulce y cariñoso; la pequeña ha dejado de ser, además, “la
chiquilla más linda del mundo”. “El gesto de adoración de la madre se interrumpe- prosigue diciendo
el doctor Sanger- porque nota que la pequeña no le responde como ella desearía. Y toma esto como
una acusación. Cree saber perfectamente, porque ciertas ideas se hallan muy arraigadas en ella, y las
acepta reverentemente, cómo ha de ser su hija con ella, y no se encuentra satisfecha. Muy
simplemente, una vez más la madre se aparta. La incapacidad de ésta para permitir que su niña
disponga de una vida auténtica y separada ha cortado la comunicación entre las dos desde el principio.”

El sano narcisismo primario tiene sus raíces en la infancia. La voz de la madre es la primera
voz “objetiva” que percibimos; su cara es nuestro primer espejo. De recién nacidas, todas las cosas
maravillosas que se dicen de nosotras le parecen pocas. Absorbe literalmente los elogios de parientes y
amigos, quienes aluden incansablemente a nuestra belleza, nuestro volumen, nuestra sorprendente
agilidad, en interminables cuchicheos. Ella se apresura a transferirnos estos homenajes. En esta etapa
está tan ligada a nosotros que no sabe dónde terminan los elogios para nosotros y comienza la
admiración de los demás por haber dado a luz un bebé tan maravilloso. Nosotros alimentamos su
narcisismo, y ella alimenta el nuestro. Estamos en la cumbre de la simbiosis; el narcisismo primario
funciona como ha de ser. Está naciendo nuestro yo.

Todo esto es harina para el molino de la identidad. De tal experiencia saldrá una persona que
va a poseer una buena imagen de sí misma. Saldrá alguien que será capaz de entrar en cualquier sala o
habitación sin dar muestras de timidez, que creerá que gusta a los demás, que aceptará los elogios
suscitados por su trabajo como algo que le es debido, que se sonreirá con complacencia al verse
reflejada agradablemente en los ojos del prójimo, igual que se devuelve una sonrisa frente al espejo.
Cuando un hombre le diga “Te amo”, ella se sentirá complacida y no atenazada por la incredulidad y el
temor.

¿Corresponde esta descripción a tu persona, lectora, o a las mujeres que tú conoces? ¿Qué ha
pasado? ¿Qué es lo que se ha desviado, incluso cuando la vida comienza con la sólida satisfacción del
narcisismo primario? ¿Por qué no continuamos buscándolo más tarde en la vida, o, si es que hemos
insistido, no nos es posible saborearlo, ni sacar ningún elemento nutritivo de él, que sirva para
alimentar nuestro amor propio?

“Hace cinco años –dice el doctor Robertiello- desconocíamos todo lo relativo al narcisismo.
Ahora sabemos que el sano narcisismo constituye un factor normal y necesario dentro del proceso del
desarrollo. Actualmente nos esforzamos en poner a la gente en contacto con sus necesidades. Por
ejemplo, en la terapia de grupo, se hace que alguien, de pie, a la vista que si acabara de morir y tuviera
que hacer un discurso necrológico. Incluso con el permiso explícito –hasta una orden- de decir algo
agradable de uno mismo, hacer esto supone una de las cosas más difíciles de hacer para cualquier
persona. Antes preferirían verse en paños menores.

“La causa de que algunos se sientan alterados ante la perspectiva de buscar alabanza ajena, de
procurarse un juicio agradable formulado por los demás, radica en que de niños no lograron disfrutar de
suficiente adulación por parte de sus madres. Esta clase de madres son habitualmente las que censuran
con energía el orgullo o el engreimiento. En consecuencia, cuando la criatura, de una manera sana,
normal, lleva a cabo algún intento para justificar su orgullo ante ella, la madre no solamente se lo
niega, sino que además la humilla por haber hecho gala de él. Con el tiempo, estos niños se convierten
en seres que, o no pueden buscar el elogio, o son incapaces de creer en él cuando lo tienen.
Actualmente estamos intentando que las personas superen el trauma de sentirse avergonzadas de sus
necesidades. Por el contrario, las animamos a que salgan de su círculo, a que den con gente que les
procure el aplauso que necesitan, todo de una forma muy abierta y directa.”

He aquí algo que en el seno de la familia ocurre muchas veces: una madre a la que nunca le
han parecido suficientes los elogios prodigados a su pequeña, empieza a decir, de pronto, a los amigos
y admiradores de su hija, al cumplir ésta los tres o los cuatro años: “Bueno, ya está bien. Ya la alaba
bastante su padre. No queremos que nuestra hija acabe siendo una engreída”. La satisfacción
narcisista primaria se interrumpe.

Lo que ha sucedido aquí, al rechazar la madre los elogios y empezar a hacer que la chica sea
consciente de que debe ganárselos –e incapaz de aceptarlos cuando los merezca-, es que la madre ha
comenzado a proyectar sobre la pequeña su propio temor de parecer irracionalmente engreída. Ahora
que ya no somos criaturas –mudos, pasivos, adorables y pequeños receptáculos para la admiración-, y
nos hemos convertido en personas activas, la madre se identifica con nosotras. Ella sabe lo que sentiría
de escuchar esa extravagante alabanza. La madre se proyecta en nuestras mentes porque no se ha
separado, aportando con ella su dañado narcisismo, su incapacidad de creer en los cumplidos, su
temor de ser poseída por la soberbia. Cuando éramos niñas, ella participaba de las palabras de
admiración que se nos prodigaban. Ahora, de mayores –cuando somos su imagen- proyecta su
vergüenza sobre nosotras. He aquí la forma en que su propia madre comenzó a minarle su propio y
sano narcisismo, haciéndola sentirse turbada por ello. Ahora lo está haciendo con nosotras.

Esa es la esencia de la cadena de amor propio y abnegación que ata a las mujeres a través de
las generaciones: a menos que la madre pueda conceder a la hija su propia identidad, a menos que se
separe, aquélla no será capaz de contener su ansiedad ante los cumplidos vertidos sobre la pequeña.
Seguramente habréis estado en alguna reunión donde en determinado momento una amiga carente de
aptitudes se haya puesto a cantar. ¿No os sentisteis turbadas por ella? Descubríais su ansia de atención
y aprobación; sentíais en vosotras, por anticipado, la humillación que la amiga sufriría si no lograba los
elogios buscados. En esta experiencia os identificabais con ella. Una madre siente esto con mucha
mayor intensidad ante su hija, cuando la pequeña, con la ingenua confianza e inocencia de los niños,
echa a correr hacia un desconocido, buscando una sonrisa de recompensa. Entonces, la madre se
ruboriza, turbada, y hace que la niña se aparte de su objetivo.

La semilla ha sido plantada: si no aprendemos a rechazar esos cumplidos por nosotras mismas,
ya no seremos unas niñas buenas. Seremos unas malas hijas, distintas de nuestra madre. Esta debe
advertir en nosotras imperfecciones cuya existencia no sospechamos, y que los desconocidos pueden
detectar en cualquier momento. Nos ruborizamos ante nuestra estupidez, al juzgarnos tan dignas de ser
adoradas.

La vergüenza que siente nuestra madre por nosotras es la expresión de su esfuerzo para
protegernos. Captando su ansiedad, rechazamos la sonrisa de la persona desconocida –la aprobación
del mundo exterior-, y nos volvemos hacia ella. Se refuerza la mutua falta de separación. Aquello
precisamente –la admiración y los elogios de los demás- que nos daría el valor para evolucionar en lo
que hemos de ser, para fijar una clara línea entre las actividades que pueden turbar a nuestra madre,
pero que ejercen un efecto totalmente distinto y positivo sobre nosotras, ha quedado eliminado.

Resulta vano dedicar a una criatura elogios, amor o adoración, justamente cuando se empieza
a producir el proceso de separación. Si mi madre no me deja ir, si no me deja ser yo misma, si ella yo
continuamos unidas en simbiosis, de nada van a servir todas las alabanzas del mundo, porque en
ninguna de ellas estoy yo. No hay ninguna imagen propia. Solo estaremos ahí “nosotras”, y cualquier
cosa buena que se diga de mí por el simple hecho de ser yo una prolongación de su voluntad hará que
me sienta incómoda. Ello indica que soy digna de ser ensalzada únicamente como parte de ella; por mí
misma, apenas existo.

¿A cuantas madres habéis oído decir, dirigiéndose a sus hijas (de cualquier edad): “¡Tienes un
aspecto maravilloso!... sin embargo, deberías ponerte un poco más de sombra en los
párpados.”¿Cuándo fue la última vez que nuestra madre os dijo: “¡Eso lo has hecho perfectamente,
querida!”, con la absoluta certeza de una persona que manifiesta su admiración por otra?

Dice el doctor Sanger: “Casi desde el nacimiento, vemos que las madres reprochan a sus hijas
que no son todo lo buenas que sería de desear. La madre no se inquieta tanto con su hijo. En cambio,
está constantemente ajustando, fijando e intentando perfeccionar a su hija, la pequeña mujer, imagen de
sí misma, de la misma forma que se afana con su nunca perfecta apariencia. No puede mantener sus
inoportunas manos apartadas de la niña. Es como si la viéramos inclinarse sobre la cuna, diciendo:
“Pongamos ahora este pequeño mechón de pelos en su sitio.” Con el tiempo, la hija advierte que esta
clase de atenciones son un golpe. Ella pensaba que su aspecto era correcto, pero nada más poner la
madre los ojos en ella, se da cuenta de que no es así.”

Con el tiempo, también, la hija puede aprender a ocultar su persona ante los ojos atentos de la
madre, o sus molestas manos. Es posible que se separe de ella tanto, que no pueda alcanzarla. Y puede
ser, asimismo, que quede atada a ella con una relación oscura, semidependiente, semialejada, buscando
y esperando el amor sin condiciones prometido por la madre, pero nunca sentido. De una manera u
otra, la madre que nunca nos dio su total aprobación nos ata a ella para siempre. Continuamos
intentando ganarnos su aprecio porque jamás renunciamos a la infantil creencia de que, por una vez, si
obramos bien, ella nos admirará de ese modo total, absoluto, que siempre ansiamos.

Pero la madre no puede obrar así. Puesto que no se siente separada de nosotros, todos nuestros
fallos, incluso los más leves, son suyos. Cuando algo ha marchado mal, dice: “¿Cómo has podido
hacerme eso? ¿Qué dirán nuestros vecinos?” Nuestros deseos, sentimientos y acciones –ni siquiera
nuestros fallos- no nos pertenecen.

Cuando una madre se considera falta de atractivos o fracasada en la vida, fácilmente puede
llegar a proyectar tales sentimientos negativos en su hija, llegando a hacer pensar a ésta que también es
una desdicha como persona. Es posible que adopte una actitud competitiva con la hija, o que la empuje
a ser la maravillosa mujer que a ella le hubiera gustado ser. Las combinaciones y permutaciones
pueden ser infinitas: son dos personas con dos juegos de historias físicas, intelectuales, emocionales y
temperamentales, constantemente entremezclándose. Una madre puede decir acerca de un joven: “Mi
hijo, el doctor.” Quizá a él esto le enoje, pero no constituye una extensión de la madre. Los psiquiatras
llaman a esto “uso del chico”. La madre utiliza al joven como si se tratara de un adorno.

Una mujer de veintiocho años me dice: “Inmediatamente después de dar a luz, el médico
levantó ante mí a la criatura, y yo empecé a dar gritos. Pensé haber visto un pene. Luego, gracias a
Dios, me di cuenta de que era una niña.” ¿Os puede hacer concebir grandes esperanzas sobre el futuro
de la niña una madre que ha deseado con tanta intensidad dar a luz una hembra? A mí, una cosa así me
inspira preocupación. La madre que ansía con tanto ardor tener una hija espera tanto de ella que lo más
probable es que la chica nunca pueda estar a la altura anhelada. Jamás se apartará de la madre, para
quien constituye un factor que le proporciona placer y bienestar. Mientras siga siendo la pequeña de su
madre, no cesarán los elogios que se le dedican. Si intenta evolucionar y alejarse, la actitud de
aprobación, ambiente vital, desaparecerá. La satisfacción narcisista sin separación es una trampa. La
alabanza por una misma, sin más, es grata. La que sirve para generar la complacencia en otra persona
no cuenta para nosotras, ya que no somos apreciadas por nosotras mismas.

Las hijas con madres como ésas conocen luego algo paradójico: “Mi madre me ama; me lo ha
dado todo. Se interesa por mí; se interesa por todo lo que a mí me afecta, por cuanto hago. Nos
escribimos con frecuencia, charlamos y nos visitamos a menudo, y cuando tengo necesidad de hablar
con alguien sé que puedo contar con ella… Sin embargo, ¿por qué echo de menos algo especial en mi
vida?” Las hijas que han intentado hacer realidad los sueños maternos acaban con la personalidad
disminuida. El triunfo, la belleza, el matrimonio, y la riqueza, por ejemplo, no son cosas vividas
intensamente, a causa de que la hija ha sido siempre una prolongación de su madre y no una persona
con identidad propia.

En una medida u otra, la anterior descripción puede aplicarse a casi todas nosotras.
Avanzamos por la vida formulándonos preguntas después de producidos los hechos: “¿Por qué no me
decidí a amar a aquel chico formidable?” “¿Por qué no aproveché aquella oportunidad?” “¿Por qué no
emprendí aquella emocionante aventura?” Nos negamos todas esas cosas porque nuestra madre las
habría rechazado. Anulamos las realizaciones personales, las decisiones denotadoras de nuestra
individualidad, a tenor de lo que ella habría hecho. Haber llevado a cabo aquellas cosas, a su pesar, es
algo que hubiera reforzado nuestra separación.

“La causa de la mayor parte de las reprobaciones clasificadas como “femeninas” arranca
habitualmente del nacimiento”, dice el doctor Sanger, al citar unos estudios sobre madre/hijo que se
realizan actualmente en el St. Luke’s Hospital, de Nueva York. “La sutil privación de demostraciones
físicas de afecto que las niñas pequeñas reciben de sus madres hace que las mujeres sean más
vulnerables al temor de perder y finalmente a la pérdida de una unión; desde un principio no han estado
seguras de ello. Es lo que hace que ciertas mujeres se aferren incluso a hombres que las tratan mal; se
muestran posesivas y luchan por las migajas de amor que pueden conseguir.

“Esta privación que sufren las niñas pequeñas se inicia muy pronto, y no es preciso que exista
un prejuicio consciente por parte de la madre. Cuando un niño hace algo que denota su listeza o aptitud
para salir airoso, será recompensado por la madre con una cariñosa palmadita, con un contacto, con una
expresión física de aprobación que él apreciará perfectamente. Sin embargo, si una niña lleva a cabo la
misma acción, observamos que lo más corriente es que se vea recompensada tan solo con una sonrisa o
esbozo de sonrisa por parte de la madre, o con unas palabras en forma de cumplido. Ninguno de los
dos, ni el chico ni la chica, son capaces, desde luego, de establecer una comparación: ambos
reconocerán que el gesto de su madre ha sido de aprobación, de aceptación. Pero gracias a la clara
sensación de aprobación física que ha percibido en la madre, el chico, inconscientemente –incluso antes
de que sepa hablar-, comienza a crear su cuenta bancaria de auto-aceptación para toda la vida. De la
chica hay que decir que la ausencia de algo que supone relación física –la más directa comunicación de
seguridad y aprobación que una madre puede ofrecer al hijo- significa que no quedará muy cerca del
hermano en cuanto a autonomía y amor propio.”
El doctor Sanger termina diciendo: “Con el tiempo, la niña puede llegar a creer que la madre
no la mima o acaricia todo lo que ella quiere porque no es suficientemente buena porque no ha sabido
hacerse estimar. Con frecuencia, lo que hace que las cosas marchen peor es el hecho de que los
contactos que tiene con la madre –el acicalamiento corriente, el arreglo o ajuste de vestidos, todo ello
origina mucho manoseo- son de tipo negativo. Así es como la niña ahonda en la idea de que algo hay
en ella que no marcha bien, de que no actúa de la manera conveniente, de que algo falla.”

Aunque los estudios del doctor Sanger se hallan documentados con pruebas filmadas, con
objetiva evidencia, la mayor parte de las madres con quienes he hablado de estos hallazgos niegan que
sus intercambios físicos con sus hijas sean distintos de los tenidos con los hijos. La idea es
profundamente discutible. Una mujer sonreirá con ternura cuando se le diga algo que se ha dicho
siempre: que se inclina por los chicos, en tanto que el padre prefiere a las hijas. Ahora bien, si a tal
afirmación –una verdad, en general- se le da un carácter muy particular, asegurando a la misma mujer
que en un momento dado, por ejemplo, besó más veces y abrazó con más fuerza al hijo que a la hija, la
madre se sentirá ofendida. Con todo, aquí no se plantea ningún gran misterio psicológico. El sentido
común y la experiencia nos dicen que para las mujeres abrazar, besar y tocar a los hombres es algo más
“natural” que abrazar, besar y tocar a otras mujeres.

De un hecho tan cotidiano se derivan grandes consecuencias para la vida psicológica de las
mujeres. “Es el caso del árbol joven - manifiesta el doctor Robertiello-. Si se hace una pequeña
incisión en su corteza, cuando aquél se desarrolle, convirtiéndose en un gran árbol, aparecerá un corte
grande en el tronco. Cuanto antes ocurra la cosa, mayor será el impacto. Estos hechos no son
irreversibles, pero si dependen, y mucho, del tiempo. Si no tuviste una madre que te adoró con todas
sus fuerzas, cuya faz y cuyo cuerpo, y maneras, se te mostraron durante el primer año de la vida, una
madre que te amaba por ti misma lo suficiente para permitir la separación de las dos al término del
tercer año, será muy difícil, suceda lo que suceda a partir de entonces, que halles más tarde algo que
pueda servirte de compensación”

Efectivamente, después de haber cumplido la criatura los dieciocho meses (más o menos),
resulta destructivo, habitualmente, intentar dar con algo que compense la falta de proximidad que debía
haber existido desde el nacimiento. He aquí lo que nos dice una mujer de treinta y siete años de edad al
recordar lo sucedido cuando su madre quiso darle todavía de pequeña todo el cariño que realmente ella
necesitaba en la cuna:

“Tengo una foto en la que aparezco con la ropas del bautizo, sostenida por dos enormes
doncellas. Años después pregunté a mi madre por qué no había salido en la fotografía. “¡Oh! –me
respondió-. Tuve que ausentarme, para ver unas antigüedades.” Antes de cumplir los tres años fui
enviada a un jardín de infancia. Recuerdo que no me gustaba, pero mi madre me explicó que acabé
saliendo de casa con una botella bajo el brazo y varios pañales de reserva bajo el otro, y que luego,
alzando la botella, saludé y me marché. Ella pensaba que aquello era una actitud maravillosa.
Posteriormente murió mi hermana –yo contaba cinco años; ella era menor-, y esto lo cambió todo. Mi
madre se volvió terriblemente posesiva. Desde luego, correspondí a aquel amor que me ofrecía –yo
contaba cinco años; ella era menor-, y este hecho lo cambió todo. –yo era una criatura de cinco años,
necesitada de afecto-, pero esto había de perjudicarme durante años. Puede ser que me sintiera
insegura, pero yo estaba prevenida para hacer frente a tal situación. Al abordarme mi madre con su
sofocante amor, se disipó toda la seguridad que había sabido conquistar por mí misma. Recuerdo que
mis temores e inseguridades comenzaron realmente alrededor de esa edad. Yo hubiera podido avanzar
mejor por la vida de haber ella continuado desentendiéndose de mí.”

La regla primaria, siempre, es ésta: una madre no se equivocará jamás, cuando, habiendo
cumplido su hija un año y medio, se dedica a estimular su individualidad y la separación. De no haber
sido todo lo buena madre que le gustaría confesar, ha de desentenderse de sus culpables deseos de
ofrecer una compensación excesiva, poniéndose de parte del yo de la criatura, en proceso de desarrollo.
El tren de la simbiosis partió ya…
En nombre de la imparcialidad, y también de la realidad, permitidme que añada una
importante postdata, que es cierta, no sólo por lo que a este capítulo respecta, sino con relación a todo
el libro: mirando atrás para ver qué es lo que la madre pudo hacer o dejar de hacer, adoptamos una
actitud que nos encierra en el pasado. “Bueno, ella procedió así. Yo no puedo hacer nada ya en tal
sentido.” Echando las culpas a la madre nos volvemos pasivas, nos quedamos atadas a ella. Así es
como rechazamos una responsabilidad que nos incumbe.

Todo lo que cualquier madre puede hacer es lo mejor. No tiene que ser, necesariamente,
perfecta… Basta con que sea una madre “suficientemente buena” como tal. Por desgracia, los niños,
en sus cosas son de una mentalidad más simple que los adultos. “Los hijos dependen hasta tal punto de
sus padres –explica el doctor Sanger-, que de cualquier fallo o imperfección el chico (o la chica) deriva
una amenaza para su existencia. “Si mamá es olvidadiza o descuidada con respecto a esta pequeñez, es
posible que en la próxima ocasión no se ocupe de mí para nada.” Esto se halla directamente ligado con
la nutrición, con el sostén de la vida.”

Quizá sea demasiado pedir a los niños que aprecien las complejidades. Ahora bien, ¿es lo
mismo ya de mayores? Los chicos ven a la madre como una diosa, hasta el punto de olvidarse de que
también ella se haya sujeta a las vicisitudes de la vida. Quizá su familia era pobre. Tal vez el padre
fuera un alcohólico, o se dedicara a ir detrás de las mujeres. Es posible que la chica misma llevara
consigo ciertos rasgos temperamentales que la hicieron desarrollarse de una manera que ninguna madre
podía modificar.

“En el trabajo analítico –dice el psiquiatra infantil Aaron Esman –una de las mayores
resistencias se concreta en esta idea: “Mi madre tuvo la culpa de ello.” Los pacientes no quieren
aceptar su responsabilidad personal, de manera que echan la culpa de todo a la madre. En nuestro
mundo post-freudiano, tal proceder está muy de moda, pero culpar a la madre significa que uno no ha
de examinar su yo, ni enfrentarse con los propios problemas. La labor de acoso dirigida contra el
padre, contra la madre, consume una energía que podría tener mejor aplicación si se dedicara al examen
de las decisiones erróneas en que uno ha incurrido.” Meditando sobre pasadas injusticias, perdemos
impulsos que podrían ayudarnos a mejorar nuestro futuro.

Aquellas de entre nosotras que rechazaron a sus madres se ven con frecuencia arrastradas
hacia hombres con el mismo frío temperamento. Intentamos que sean cálidos con nosotras. Esto es,
sencillamente, una repetición del pasado. Sería mejor que renunciáramos al amargo consuelo de las
recriminaciones, para dar con alguien a quien no tuviéramos que vernos forzadas a halagar
continuamente, y que se mostrara cordial, afectuoso, alegre. Nuestro trabajo como adultas es
comprender el pasado, aprender sus lecciones, y olvidarlo. Eso de echar la culpa a la madre es una
forma negativa de adherirse a ella todavía.
CAPÍTULO 3
LA HORA DE LA SEPARACIÓN
Con el correr de los años he recolectado, rebuscando en los desvanes de la familia, una
historia, en tono sepia, de la juventud de mi madre. Mi abuelo era un hombre que lo fotografiaba todo.
Las fotos, en sus complicados marcos originales, cuelgan de las paredes de un pasillo de mi casa,
donde, invariablemente, mis visitantes se detienen. “¿Quién en ésta?”, inquieren, señalando a una
joven inclinada sobre el cuello de un caballo, con el cuerpo medio flotando en el aire. “Es mi madre,
cuando participó en una carrera de obstáculos en Pittsburgh”, respondo. “¿Y los demás?” Explico que
la mujer sentada ante el piano de cola es mi madre, de nuevo, quien se halla acompañada de sus
hermanas y de su hermano. La mayoría de mis amigos no conoce a los familiares de mi madre, por
supuesto; pero me miran como si no fuese así. Las viejas fotos familiares, incluso aquéllas que se
refieren a otras personas, dejan fascinados a quienes las contemplan… Todos andamos en busca de
pistas.

En el rostro de mi madre, la expresión es siempre la misma: de preocupación. Tanto si está


salvando un obstáculo de casi dos metros de altura como si se halla sentada plácidamente al piano, con
las manos descansando en el regazo, su semblante, saturado de ansiedad, parece estar aguardando el
momento en que su padre le diga… ¿Qué? ¿Qué esconda sus manos, carentes de atractivo? Pero,
¿cómo es posible tocar el piano hurtando las manos a la vista de los demás? ¿Y cómo mi madre, que
actualmente no llegará nunca a conducir un coche a más de sesenta kilómetros por hora, montaba
aquellos caballos? Recuerdo que, de pequeña, cuando le preguntaba: “¿Por qué no me dejas que te vea
montando un caballo como en las fotografías?”, me respondía, con una nerviosa risita: “¡Oh, Nancy!
Todo eso ocurrió hace ya años.” Habían transcurrido seis o siete, todo lo más, pero ya me daba cuenta
entonces de que por todo el oro del mundo no habría vuelto mi madre a montar a caballo, tras haber
dejado la casa de su padre. Y, efectivamente, nunca la vi a lomos de ninguno.

Varios años después, en mis continuas incursiones por los desvanes di con unos baúles de
camarote que contenían todos los trajes, botas y accesorios registrados por las fotografías que tanto
amaba. Me puso las botas de mi madre, pero mi pies eran ya más grandes que los suyos. Aquellos
pesados elementos eran demasiado incómodos, incluso para una niña de ocho años que andaba en pos
de una forma de ser. Por suerte, yo dispuse de otro modelo de valor a partir del día de mi nacimiento.
En casa me dijeron que fui puesta en brazos de Anna, mi niñera, el día en que del hospital me
trasladaron a nuestro domicilio.

Anna vivía a base de cigarrillos Camel y de historias criminales. Al igual que yo, prefería las
películas de miedo y del Oeste, antes que las románticas que mi hermana Susie se empeñaba en ver.
Anna sentía más inclinación por mí que por ella. No sé por qué, Anna me favorecía en todo. Puede ser
que se diera cuenta del lazo existente entre mi madre y mi hermana; quizá hubiera influido mi similar
temperamento. El caso es que yo era su preferida. Me aficioné a las tostadas que mojaba en su café
con leche. Mi hogar era su cocina, mi seguridad su regazo; mis días se iniciaban con el contacto de sus
rudas manos, haciéndome las trenzas. Hacía la mejor carne de picadillo del mundo, que me permitía
probar cruda, sazonada con cebollas y pimientos verdes, directamente desde el recipiente culinario
utilizado. En la época de la Feria del Estado hacía bocadillos de jamón y de escabeche, cuyo aroma
recuerdo todavía. También veo a Anna hablando de lo divertidas que eran las montañas rusas cuando
nos dirigíamos en el coche a la Feria. Yo no tenía más de cuatro años y si me gustaba aquella atracción
era porque me permitía estar al lado de ella.

Cierto día, Susie, al oír un rumor de pasos en el corredor, intentó ocultar la vela que nos tenían
prohibida detrás de la cortina de la ventana, con el resultado de que al instante empezara a arder la
habitación. Fue Anna quien, echando a un lado a las demás mujeres, que se limitaban a dar gritos,
logró apagar el fuego. Antes de que ingresara en el jardín de infancia, Anna y yo hicimos un pacto:
cuando yo fuera mayor nos iríamos las dos al Oeste, dejando a Dale Evans fuera del asunto de los
caballos. Entretanto, dispusimos lo necesario para proteger el frente familiar. Con esto aludíamos a mi
madre. Ello, principalmente, equivalía a una anulación.

Desde los primeros años de mi vida, Anna se enseñó a no decir a mi madre nada que pudiera
causarle ansiedad. Son pocas las cosas que recuerdo de ella en estos años. De pequeñas, Susie y yo
nunca nos llevamos bien. Al parecer, siempre estaba enfadada con Susie, siempre estaba dispuesta a
llegar a las manos con mi hermana, quien por lo general era dulce, de buen carácter. Yo la tachaba de
“blanda”. Perdía en todos nuestros juegos. “Déjame en paz”, le decía cuando intentaba mostrarse
cariñosa conmigo. “No me gusta que me soben.” No era lo mismo, en cambio, con Anna. A su lado
sabía que estaba aliada con una triunfadora. Y la primera vez que dejé el suelo, a bordo de un avión,
junto con la sensación de seguridad que me daban la velocidad y los potentes motores de la aeronave
noté otra que databa de la edad de cuatro años, de cuando Anna me subiera por primera vez a las
montañas rusas.

Y, con todo, todavía sigo siendo la hija de mi madre. En su vida veo una especie de
precursora de la mía, misteriosa y, sin embargo, consoladora. Saltaba a lomos de los caballos de su
padre a los catorce años, mostrándose con arrojo suficiente para ganar copas de plata… No obstante,
tuvo que celebrarse la ceremonia de mi matrimonio en Roma para que se decidiera a subir a un avión.
Aquel valor temerario que poseí de niña –no había para mí ningún árbol excesivamente alto, ni
peligroso, a la hora de trepar a él- ha disminuido de adulta. No tendré ningún inconveniente en subir en
telesilla a la más alta montaña, pero al descender esquiando lo haré cuidadosamente, controlándome en
todo momento. Actualmente, prefiero los trenes y los barcos a los aviones. El temor que sentí en la casa
en que crecí, me abandonó en cuanto me aleje de ella, pero no desapareció por completo. Al parecer,
ha estado aguardando su momento y, a veces, lo siento agitarse dentro de mí ahora, cuando ya dispongo
de una casa propia. Me pregunto en qué medida sentiría la ansiedad de mi madre si tuviera una hija.
De cerrar los ojos, al imaginarme con una pequeña en brazos, doy con la respuesta en seguida: con una
intensidad excesiva.

Anna tenía un amigo llamado Shorty. Solía aparcar su maltrecho Chevrolet detrás de la casa
donde Anna me enseñara a plantar nuestras rosas de China: mi primer esfuerzo por dejar el hogar.
Shorty se colocaba junto a la puerta de nuestra cocina, como si no estuviera seguro de la actitud de
Anna al verle, como si no hubiera sabido si ella iba a permitirle permanecer allí o si optaría por
arrojarle fuera. Después de la comida, los dos encendían un número incalculable de cigarrillos Camel,
que les manchaban los dedos, los cuales presentaban el mismo color que el paquete de tabaco.
Mi madre fumaba Chesterfield. Extraía los cigarrillos de una pitillera en blanco y oro, y no
tenía los dedos manchados, en absoluto. Yo sabía que el hombre que le llevaba sus bombones de
chocolate la amaba más que ella a él. Los domingos por la noche, él nos conducía a un restaurante
cuya radio trasmitía las piezas musicales de Jack Benny, y donde servían un postre apropiado para los
niños, acompañado de galletas con figuras de animales. El helado hacía que nos estremeciéramos de
frío al salir del local, y entonces él nos acomodaba en el asiento posterior de su gran coche,
cubriéndonos las piernas con unas pequeñas mantas muy suaves al tacto. Yo no sabía lo que era el
amor, ni lo que significaba, pero aquel hombre me inspiraba compasión; nadie le superó nunca en los
regalos, siempre bellamente envueltos.

En cierta ocasión, Shorty nos llevó al campo, para hacer una visita a alguien. Participamos en
la excursión Anna, mi hermana y yo. No sé si se trataba de amigos de Anna o de Shorty, pero la
verdad es que me pareció gente distinta de nosotros. Tenían toda la casa cubierta de linóleo. Los niños
eran aseados en una gran bañera de metal instalada en el centro de la cocina. Yo no había visto nunca
tanta gente desnuda. No recuerdo que aquello me diera vergüenza. Todavía me parece estar viendo la
gran nube de vapor; aún siento la emoción de haber formado parte de aquella exhibición de carnes,
presidida por el buen humor. La nuestra podía haberse considerado una casa de mujeres; esto, sin
embargo, no quería decir que una dejara abierta la puerta del cuarto de baño. Me desvisto sin la menor
vacilación cuando me encuentro entre amigas, pero aún hoy ando con reparos si mi madre se encuentra
presente. Me siento turbada cuando en una casa ajena veo que la cerradura del cuarto de baño no
funciona bien, incluso en el caso de que tenga que entrar en él sólo para pasarme un peine por los
cabellos. Me imagino la turbación de cualquier otra persona al tropezar inesperadamente conmigo. Me
acuerdo claramente, en cambio, de Anna, mientras se aseaba, o sentada en la taza del inodoro, fumando
cigarrillos y leyendo El retorno de los profanadores de tumbas.

En casa de los amigos de Anna no había tenido que andar preocupada con las puertas. No las
había. Tampoco había cuartos de baño. En la parte más alta de la escalera, en un rellano, había un
balde, un orinal que todos usaban durante la noche. No recuerdo dónde estuvimos en el curso del día,
pero en mi memoria se ha quedado bien fija la idea de que aquellas horas eran las de la noche, y veo el
balde lleno hasta el borde, con un charco a su alrededor, sobre el linóleo. Era un desagradable lugar
aquél para andar de puntillas en la oscuridad. Se trata de un recuerdo persistente, saturado de acordes
de temor y excitación. Lo que me hacía la casa aceptable era el hecho de que hubiera sido Anna quien
me llevara allí.

Hace poco, referí esta historia a un psiquiatra a quien estaba entrevistando. “Probablemente
fue usted una persona afortunada al contar con alguien como Anna”, manifestó mi interlocutor. “El
hecho de que fuera una mujer de “clase baja”, de reacciones físicas, contribuyó a que usted aceptara su
sexualidad.” Parece ésta una explicación simplista, pero a los pocos instantes de oírla me di cuenta de
que aquel hombre tenía razón. Y sabía desde hacía tiempo que me hallaba en deuda con Anna. No me
gustan las palabras “clase baja” aplicadas a un ser a quien amaba, pero sé que el sexo es una cosa y el
amor otra, que son distintos entre sí, y que si soy capaz de disfrutar hoy de ambas se lo debo a Anna, si,
quien me quiso y permitió nuestra separación. De algo estoy segura: nunca le hablamos a mi madre de
las tareas de aseo de los Breughel en la bañera de la cocina, ni del balde de los orines. Yo soy su hija, y
de Anna también. Siempre que termino de arreglarme paso por el lavabo un trozo de papel, a fin de
dejarlo limpio, pero aún hoy, como cuando tenía cinco años, sería perfectamente capaz de orinar de pie
sin mojarme los zapatos.
Este primer desplazamiento fuera del hogar despertó en mí el deseo de conocer otras casas.
Llegué a familiarizarme con las viviendas de nuestros vecinos hasta el extremo de conocerlas tan bien
como la mía, y las aceras de Pittsburgh se alargaban ante mí, como una expresiva invitación. No había
ingresado todavía en el colegio cuando trabé relación con mi primera pareja de ancianos. Los dos
habían sacado a dar un paseo a su perro, y cuando les seguí hasta su casa me obsequiaron con
bocadillos de crema de tomate y mantequilla de cacahuate. Aprendí lo que todos los viajeros: que las
cosas tienen un sabor mejor en los hogares ajenos. También supe que siempre había un sitio en la mesa
para el niño o la niña que sabían hacerse simpáticos. Finalmente, Anna dejó de llamar a la policía,
porque yo siempre acababa regresando a casa. Tenía que ser así. No sabía hacerme las trenzas.

Cuatro años más tarde continuaba igual. Mi madre me preguntó por qué no quería que Anna
me enseñara a hacérmelas, y me sentí muy turbada, debido a que no sabía qué contestarle. Una niña
como yo, que se atrevía con todo… Anna, sin embargo, sabía de qué iba la cosa: todas las mañanas iba
en su busca con mi peine, y por las noches me soltaba los anillos de goma sin tirarme de los cabellos,
mientras permanecíamos sentadas en su cama, escuchando “El Ranger Solitario”. Definitivamente,
creo que nunca llegué a saber hacerme las trenzas.

Contando yo cinco años, nos trasladamos desde Pittsburgh a Charleston, en Carolina del Sur.
Anna nos acompañó, si bien el Sur no le agradaba. Es posible que echara de menos a Shorty. Cuando
cumplí los nueve años, se separó de nosotros para regresar al Norte. No recuerdo cómo me despedí de
ella; ni siquiera he retenido en la memoria mi última imagen de ella, pero sí de aquella noche, y de la
ansiedad que mostraban todos, rodeándome como formando un círculo protector. Me acostaron en la
habitación de mi madre, algo que no habían hecho nunca conmigo. No lloré, a pesar de todo.
Tampoco recuerdo si eché de menos a Anna en los días que siguieron. Acerca de su partida descubro
tal ausencia de sensaciones que yo debí hacer lo que todos los niños hacen automáticamente cuando el
dolor es insoportable: borrarlo todo de mi memoria, Anna y su amor por mí, junto con su marcha.

En posteriores cumpleaños, llegaron para mí algunos libros de los Gemelos Bobbsey. Pese a
lo rigurosa que era mi madre cuando se trataba de agradecer cualquier atención, me parece que no
llegué a escribir una sola línea para Anna. Muchos años más tarde, una tía mía me dijo que había
creído ver a Anna fregando suelos en la estación de ferrocarril de Pittsburgh. Cambié de tema de
conversación. Yo la había abandonado, hasta el extremo de permitir que se ganara la vida de aquel
modo… Aceptaba tal sentimiento de culpabilidad en la misma medida que había sido capaz de aceptar
el rechazo de su apartamiento de mí. Hasta el día en que me casé sólo pude pensar en el amor triunfal,
en los premios, en copas de plata –siempre venciendo, venciendo, venciendo -, ganando en todo
momento algo que el mundo no cedía fácilmente.

Solamente por las noches, cuando cerraba los ojos, me atormentaba la antigua separación, me
obsesionaban mis culpabilidades. Y todavía hoy me ocurre lo mismo.

* * *

Durante una entrevista que celebro con una joven madre de Detroit, que dura ya cinco horas,
ella sonríe, expresándose con soltura al explicarme lo que está haciendo para que su hija sea el día de
mañana una auténtica “individualidad”. Nunca pronuncia la palabra separación. No estoy segura de si
ella comprende lo que quiero decir al pronunciar tal vocablo. Claro que puede ser también que me
lleve algunos años de ventaja en cuanto a la aceptación de la idea. “¿No cree usted que las madres se
enfrenten con problemas con motivo de la separación de las hijas?”, le pregunto al ir a despedirnos.
Ella se echa a reír nerviosamente: “Cuando pronunció usted esa palabra, me estremecí.” Separación…
Esta palabra suena tanto a cosa final, y aparece tan cargada de turbaciones, abandonos y culpabilidades,
que las madres no quieren ni oír hablar de ella.

Tampoco nosotras, las hijas, podemos contemplar sin alterarnos un acto tan desesperado, vis-
à-vis con nuestras madres. Soslayamos el tema, tomando la palabra no en su sentido emocional sino de
una forma más fría y pragmática: la separación constituye algo tan simple que no surge ningún
problema, en absoluto. “¡Oh! Me separé de mi madre en cuanto salí de casa, al trasladarme a Chicago,
donde resido desde hace cinco años”, me cuenta una mujer. No hay por qué enfrentarse con la
emocional turbulencia del hecho. El problema se soluciona con un billete de avión.

No somos nosotras. El sujeto del problema es la madre. “Amo a mi madre –dice una joven-,
pero, al parecer, no se hace cargo de que yo soy ya una persona adulta. Me trata como si todavía
tuviera doce años.” Se deniega la más leve sugerencia de que esta clase de atención no es del todo mal
acogida, de que todavía lleva consigo el argumento de que nosotras hemos dejado atrás la época en que
teníamos necesidad de la madre, muchas sonreímos, afirmando que hemos invertido los papeles: la
madre hace las veces de “hija” en la relación. Esta ignora que el lazo, el eslabón a través de la
dependencia, se encuentra todavía ahí. Justamente por el hecho de ser ahora las protectoras de
nuestras madres, no se da la separación. Hasta que las investigaciones para este libro me obligaron a ir
más allá de los superficiales significados de esa noción, yo habría dicho que estaba separada, realmente
separada de mi madre. Aprendí después que los lazos de unión con mi madre calan en todos los
aspectos de mi vida como mujer, por medios tan numerosos y misteriosos como los del amor.

“El despegue”. He aquí una expresión menos rígida para aludir al fenómeno. Implica
generosidad, cualidad que cualquier buena madre necesita poseer en abundancia. La separación no es
sinónimo de pérdida; esta palabra no significa el aislamiento nuestro con respecto a una persona amada.
La separación sirve para dar libertad a la otra persona y que sea ella misma, antes de que se vea
resentida, entorpecida, ahogada por una atadura demasiado estrecha. La separación no es el fin del
amor. Por el contrario, lo crea.

La decisión es difícil para una mujer. Nosotras somos coleccionistas natas. Nos apoyamos
para vivir muchas veces en trozos, en retazos evocadores del pretérito. Las madres coleccionan cuantas
cosas les permiten evocar el pasado de sus hijos; las botitas, por ejemplo, de la época en que poseían a
sus bebés totalmente. Las mujeres adultas guardamos los estuches de cerillas y los menús de las
noches en que estuvimos con un hombre, de unos momentos en que nos sentimos más poseídas que
nunca, de un día en que juzgábamos las horas de espera muertas, hasta el instante de oír su llamada,
para volvernos nuevamente a la vida. Un hombre y una mujer intercambian tarjetas del día de San
Valentín; él abre la suya, sonríe, besa a la joven, y luego la tira. “¿No vas a conservarla?”, grita ella.
Ha estado coleccionándolas desde los trece años. Ahora bien, los hombres no necesitan esta clase de
colecciones; su futuro puede ser incierto, pero se hallan convencidos de que les es posible intervenir en
su creación. No depende del pasado. Cuando nos cortamos los cabellos, nuestra madre exclama: “¡Tú
has cambiado!” No es un cumplido sobre nuestro crecimiento, sino el temor a la deslealtad y a la
separación: “¡Tú quieres dejarme!”

Cuando la madre impide que su hija se desarrolle, retrasa también su propio desarrollo; con la
simbiosis excesivamente prolongada, las dos personas interesadas en el proceso sufren. Hablando de
los diversos artificios que la simbiosis puede utilizar, la doctora Fredland alude a lo que ha sido
llamado tradicionalmente “fobia al colegio”. “La niña no se resiste a ir al colegio porque éste le inspire
una fobia”, manifiesta. “Lo que sí le produce verdadera repugnancia es la idea de separarse de su
madre.” Ha sido condicionada para creer que dejar a la madre es prescindir de su amor. “Hoy no quiero
ir al colegio”, dice la niña. Y alega: “Estoy resfriada”, o bien “los juegos de las chicas son demasiado
bruscos”. La madre, si es una persona retraída, teme la separación tanto como su hija, dando por buenas
las excusas. Ignorando la realidad y secundando las ficciones de la chica, la convierte en una carcelera.
Es una “buena madre”: he aquí la excusa que esgrime para no hacer nada con su propia vida.

La maternidad constituye también una buena excusa para renunciar a la vida sexual. La madre
tiene cosas “más importantes” en qué pensar, alejadas de la ambivalente emoción que la ha tentado e
inquietado a lo largo de toda su vida; entonces, deja de pensar en sí misma como una mujer dotada de
vida sexual. “Esto, habitualmente, se produce de un modo inconsciente”, dice la educadora Jessie
Potter, de treinta y cuatro años de edad, casada, madre de dos hijas. “Es posible que ella haya sido una
esposa completa en la intimidad, hasta el instante de producirse el nacimiento de su hijo. Pero ahora se
siente, demasiado fatigada, demasiado ocupada; afirma que los chicos requieren excesiva atención por
su parte. Todo es culturalmente inducido, con el resultado de que la mujer se mueve ocultamente desde
el punto de vista sexual, hasta que los chicos son mayores. En lo que a la hija atañe, ésta ve que su
madre carece por completo de vida sexual.”

No es de extrañar que el amor físico llegue a parecer atemorizador a las jóvenes. “Si la madre
he renunciado a la vida sexual – dice la doctora Fredland -, transmitirá a la hija pésimas vibraciones
sobre el tema. Cuando la niña haga preguntas como las que suelen formular las de cuatro y cinco años,
la madre se dedicará a denigrar el asunto en cuestión o se manifestará turbada. La hija no tardará en
pensar que sus sensaciones y fantasías sexuales constituyen algo malo.”

Nadie conoce a la madre mejor que su hija. Aquélla dice que todo lo referente al sexo es
bello… Cuando sus palabras vayan en una dirección y la música en otra, la hija prestará atención a la
música. “Es extraordinariamente importante –dice Wardell Pomeroy- que la chica, al cumplir los cinco
años, sea capaz de reconocer que su madre se halla unida a su padre por un vínculo cálido y especial.
Los estudios realizados muestran que las jóvenes comprendidas entre los trece y los diecinueve años se
quejan, en una abrumadora mayoría, no de que sus padres no les hayan dado a conocer los hechos
técnicos, sino de que no hayan ofrecido nunca a sus hijos una imagen de afecto físico entre ellos.” La
imagen que la chica se forja sobre la actividad sexual no corresponde a algo que debe desarrollarse y
que inspira confianza sino a una cosa que hay que temer.

Cuando el silencio y la actitud de amenazadora desaprobación de la madre añaden oscuros


colores a la incipiente sexualidad de la hija, este temor se erotiza con formas tan extrañas como el
masoquismo, la inclinación amorosa por el bruto, las fantasías sobre violaciones, la emoción de cuanto
resulta más radicalmente prohibido. Pero no es al violador, no es el hombre que nos dejó embarazadas,
para huir luego, a quien nosotras tememos, aunque en nuestros esfuerzos por dar vida a nuestras
fantasías podamos afirmar lo contrario. En realidad, nosotras podemos aprender a protegernos frente a
hombres como esos, pero incluso después de años de psicoanálisis los médicos descubren que las
mujeres no pueden o no se atreven a mencionar la raíz real de su ansiedad sexual. Nombrarla sería
concentrar nuestra irritación sobre ella y perderla… La madre es el ser que implantó antes que nadie el
temor en nosotras.
La primera manifestación de nuestra sexualidad es algo que suscita en la madre todo el orgullo
que ella sintió tiempo atrás por su cuerpo y su sexo… Y también vergüenza, temor, sensación de
culpabilidad, disgusto, y rechazo. Ya de mujeres, nos preguntamos por qué razón, cuando él nos toca,
en un reflejo casi instantáneo nos ponemos rígidas, en lugar de poner su mano en nuestra vagina o de
acercar sus labios a ella. Queremos gozar de la vida sexual; nuestra mente nos dice que se nos ofrece
libremente ese camino. Examinamos y reexaminamos nuestras ansiedades, preguntándonos si la
inhibición está en nosotras, o en él… ¿Se trata acaso de un fallo de nuestro sistema social, que enfrenta
a los sexos, poniéndolos en guerra? Lo cierto es que una no puede comportarse bien, desde el punto de
vista sexual, con otra persona si antes no se ha aceptado a sí misma. Esta otra persona nunca nos hará
sexuales. A menudo, con la mejor intención del mundo –para protegernos-, la madre niega nuestra
sexualidad, cargando todo lo sexual con una serie de temores que nos hace ansiar una unión más sólida
con ella. Sólo en las asociaciones, en las fusiones como las que ella nos ofrece, sólo en matrimonios
como el suyo –reza el silencioso mensaje- podremos sentirnos seguras. ¿Masoquismo? ¿Violación? Al
igual que el sexo mismo, los comienzos y la fascinación de tales nociones se sitúan más en los oídos
que entre las piernas.

“Cuando pongo los ojos en mi hija, siento todos los temores y ansiedades que me han
perseguido durante toda mi vida”, dice la madre de dos gemelos de cinco años, un niño y una niña.
“Trato a mi hijo como ha de ser tratado un hombre; trato a mi hija como ha de ser tratada una mujer.
No… Como hubiera debido ser tratada yo. Sé lo que estoy haciendo me comporto así desde el día en
que ella nació. Por ejemplo: la dejo ir a la tienda de la esquina, pero no me fío de ella un momento.
Podría extraviarse, u olvidársele lo que la llevó allí. Trato a los gemelos de esta forma, en todas las
cosas, aún cuando comprendo que estoy trasmitiendo a la niña todos mis temores.”

Criar una hija de manera que llegue a ser una persona autónoma en posesión de una identidad
sexual, constituye una labor para la cual pocas son las mujeres que se hallan preparadas, a causa de que
nunca ocurrió nada semejante en sus vidas. He aquí por qué la cuestión que llevan entre manos madre
e hija no tiene nunca fin. “He ahí una mujer auténtica”, dice un hombre. Y todas las mujeres que oyen
estas palabras vuelven la cabeza para averiguar qué es realmente una mujer “auténtica”.

La sexualidad es una de las primeras fuerzas que forjan nuestra identidad. A los cuatro años, a
los cinco, a los seis, los niños pasan por un intenso brote de desarrollo sexual y de separación. “¡Pero si
son prácticamente niños de pecho!”, es la exclamación más común. Existe una lógica inconsciente en
la negación adulta del componente sexual de esos años edípicos: intuitivamente sabemos que sin
separación no existe una verdadera sexualidad.

“Una especie de horario innato –explica el doctor Aaron Esman- lleva a los niños a una
polarización sexual alrededor de los cinco o seis años. Los pequeños hablan de casarse con su madre.
Las niñas pueden llegar a mostrarse extremadamente femeninas y seductoras con los padres.” Pero
mientras que la madre está dispuesta a reconocer cariñosamente, e incluso a disfrutar del “idilio” que
vive su hijo con ella, negará el abierto flirteo de la niña con su padre. La negativa puede tomar la
forma de: “¡Deja de importunar a tu padre de una vez!” Otras madres optan por ignorarlo, no prestando
atención a lo que la niña hace, ni siquiera cuando desfila desnuda ante el padre, o baila para él, o adopta
las posturas que ha descubierto en las parejas de la televisión, o en las mismas de su madre.

Este temprano interés por el padre es un ensayo infantil, aunque significativo. Se lleva a cabo
delante de un hombre que nos ama lo suficiente para acoger con un aplauso nuestra transformación. Es
todo lo que deseamos en esta etapa; aparecemos como si pretendiéramos robárselo a mamá, pero nos
sentimos felices con su sonrisa, su beso, impregnado de ternura, su sincero reconocimiento de que
somos la niña más bonita del mundo, de que no ha visto jamás ninguna tan linda. Pero si él ignora
nuestra alegre “danza de los siete velos”, o peor todavía sin os rechaza, turbado, el ensayo finaliza
prematuramente. El espectáculo ya no vuelve a ofrecerse. Acaba de nacer una personalidad temerosa,
frígida. “Este tipo de mujer contrae matrimonio pronto, en general –dice el doctor Sanger-. Habiendo
sido rechazada, de un modo edípico, por su padre, siente temor ante los riesgos. Y se casa con el
primer hombre que se lo pide.”

Es importante que, a la llegada a la etapa edípica, la hija disponga de espacio en el que poder
aislarse de su madre. La pequeña necesita un lugar psíquico, suyo, para acostumbrarse a los
turbulentos deseos, a las fantasías, los temores y las desusadas señales corporales que emergen desde el
interior de su ser. Pero aunque quiere estar en condiciones de poder cerrar la puerta de su habitación
ante la madre, experimenta al mismo tiempo un deseo aparentemente contradictorio: el de lograr la
aprobación de aquélla, al otro lado de la cerrada puerta. No quiere un diálogo saturado de minuciosas
informaciones con la madre ahora mismo; todavía no ha acertado a clasificar sus emociones.
Traducirlas en palabras las hace demasiado reales, demasiado concretas y atemorizadoras. Este es el
motivo de que las chicas “olviden” con tanta frecuencia las respuestas a las preguntas de carácter
sexual por ellas formuladas.

La chica quiere sentir que la madre reconoce y aprueba todos los signos sexuales que ella
pueda mostrar. Si le es posible reaccionar ante su experiencia, su vida y su cuerpo sin una sensación de
culpabilidad, puede aprender a gozar y a estar orgullosa de su identidad sexual. Pero la chica ligada
simbióticamente capta el temor o el disgusto que puede inspirarle a su madre todo lo referente al sexo.
Teme gozar de estas nuevas sensaciones; la señalarían como diferente de su madre, separándola de la
única fuente de amor en la que puede confiar, de acuerdo con lo que le han enseñado.
Temiendo perder a la madre, por el hecho de dar preferencia a la expresión de los incipientes
sentimientos que le inspira el padre, la niña opta por ignorar a éste. Aún en el caso de que no haya
ningún hombre en la casa –puede ser que se trate de una madre divorciada, o viuda-, hay un centenar de
procedimientos al alcance de una hija para que ésta intente lograr la aceptación y el reconocimiento de
su sexualidad. Si la madre no hace caso de ello, o alude a la cuestión valiéndose de otros nombres, la
niña se retrae. Un pacto queda establecido: “¡Tú y yo, mamá querida, lucharemos contra el mundo!”

Supone un triunfo del espíritu humano el hecho de que a pesar de todos nuestros temores no
renunciemos al sexo. Es como si la naturaleza, sabiendo lo seductor y poderoso que es el “tirón” de la
simbiosis, creara con el sexo una fuerza de signo contrario más potente todavía.

A los cuatro meses de edad sabíamos que ya experimentábamos una maravillosa sensación
cuando nos frotábamos entre las piernas. En el momento de cambiar la madre el pañal de su bebé, y
tocar inadvertidamente sus genitales, aquél, tanto si es niño como si es niña, siente placer. La diminuta
mano, naturalmente, busca la fuente de ese placer; la madre, automáticamente, aparta su mano de allí.
Procede así siempre, con el varón y con la hembra… Pero, respaldado su gesto por unos inconscientes
sentimientos, reaccionará de una manera sutilmente distinta, dependiendo ésta del sexo de la criatura.

Cuatro años más tarde, la consciencia sexual de su hijo puede llegar a atemorizarla o ser para
ella una preocupación. Ahora bien, ¿qué sabe la madre acerca de la sexualidad masculina? Se muestra
reacia a intervenir en aquella cuestión varonil, quizá a implantar inhibiciones en el chico. En su
vacilación, le deja espacio en el cual desenvolverse. Incluso llega a tener la sensación no reconocida de
percibir, tal vez, al hombre que emerge, un ser tan distinto de ella, pero que es producto de su cuerpo.
Inconscientemente notado por el pequeño, esto se suma a la primera base de su orgullo de ser varón.

No se dan unas vacilaciones semejantes con respecto a su hija. Sin que la madre nos haya
dicho una palabra, a los cuatro años ya sabemos que ella se enfada cuando nos tocamos. “Las mujeres
me dicen: “Pero yo nunca me masturbé –manifiesta la doctora Fredland-. Nuestra experiencia clínica
nos enseña que el impulso natural de una criatura es masturbarse. “¿Puede usted recordar por qué no lo
hizo?”, inquiero. “¿Le dijeron que no debía hacerlo; la castigaron por tal causa?” La respuesta es
siempre la misma: “¡Oh! A mí nadie me dijo nunca nada sobre el particular.”

“Desde luego que le hablaron de ello –insiste la doctora Fredland-, pero de una manera
reprimida. Fueron unas palabras tan suaves como estas: “Las chicas no hacen eso”. Es suficiente,
cuado las muchachas abrigan el temor de perder el cariño de su madre… bastante para que se sientan
humilladas, asustadas.”

En una escuela para padres oí referir lo siguiente: Una madre lleva a su pequeñín al pediatra.
La criatura tiene tan sólo seis o siete meses y la madre lo sostiene en brazos. Al empezar el niño a
jugar con su pene, ella aparta su mano de allí, reteniéndosela durante todo el tiempo que dura la
consulta. Al final, el médico inquiere: “¿Y qué hace usted cuando el niño juega consigo mismo?” La
madre, mirando al doctor a los ojos, responde: “Mi hijo no juega nunca consigo mismo, doctor.” Todas
las madres que se encuentran en la estancia sonríen nerviosamente. Tienen hijos de edades
comprendidas entre los cinco y los ocho años. Poco a poco, empiezan a hablar de los problemas de
masturbación que les plantean sus chicos. Las hijas no son mencionadas en ningún momento.

“Las madres esperan de los hijos –me explica el profesor que dirige el grupo- cosas muy
distintas de las que a su entender les ofrecerán las hijas. Se espera de las niñas que sean más limpias,
más tranquilas, que se comporten mejor, que sean alumnas aplicadas. Son buenas, y las chicas buenas
no se masturban. Tales esperanzas cubren casi todos los deseos.”

Las niñas pueden mostrarse furtivas en cuanto a la masturbación; pronto aprendemos a serlo
en todo lo concerniente a lo sexual. Una chica puede estar sentada frente al televisor, en su mecedora,
echándose hacia delante y hacia atrás, masturbándose ante las narices de los presentes. El logro de su
propósito, supone un pequeño triunfo. Su sexualidad carece por lo visto de importancia; por eso no
reparan en ella. El problema, como nuestra anatomía, queda soterrado. Lo que la naturaleza ha
iniciado –escondiendo nuestro clítoris tan bien que muchas de nosotras no llegamos a encontrarlo
nunca- lo finaliza la represión.

“En mi estudio sobre las mujeres y su vida sexual –declara la doctora Schaefer-, todo el
mundo aparece sumamente interesado sobre el tema de la masturbación. Algunas de las entrevistadas
por mí se masturbaban, pero ignoraban que lo estuviesen haciendo. Y dejaron tal práctica cuando
oyeron pronunciar el nombre que le correspondía”.

¿De dónde proviene el sentimiento de culpabilidad? Nosotras no nacemos con él. Tal
culpabilidad es el resultado de una “introyección”, la asimilación del ente crítico que no nos podemos
permitir dejar “ahí fuera”, odiar, con el que no podemos enojarnos, que no podemos exponernos a
perder. Nos introyectamos la madre crítica, llevándola de un lado para otro en la forma de sus
restrictivas reglas, durante lo que nos quede de vida. Nuestra irritación contra ella la orientamos hacia
nosotras. Ya no es la madre que nos niega esto, que dice no a aquello. Procedemos según nuestros
deseos, y si quebrantamos alguna de sus reglas, aún no sabiéndolo ella, nuestra rigurosa conciencia,
implacable, nos castiga en su nombre con sentimientos de culpabilidad.

La madre de una niña de seis años me explica lo decidida que está a criar a su hija sin esos
abrumadores sentimientos de culpabilidad tan fácilmente identificables en las mujeres. “Yo misma me
asusto al comprobar la influencia que ejerzo en mi hija.” Varias horas más tarde, en el curso de la
entrevista, me cuenta que el verano anterior su niña se había empeñado en que durmiera con ella una
amiga. Alrededor de la medianoche, la madre entró en el dormitorio para ver si todo estaba en orden.
“Descubrí que por debajo de las ropas de cama se habían despojado de los pantalones de sus pijamas”,
me dice “Me encontraba demasiado cansada e irritada para actuar en la forma que recomiendan los
libros, limitándome a decir: “Bueno, poneros ahora mismo los pantalones. Vais a acostaros cada una
en una cama.” Las obligué a dormir en habitaciones separadas, aunque sin indicarles que habían hecho
algo sucio. Y ahora, cuando llamo a mi hija, siempre sale corriendo de su dormitorio, con un gesto de
temor, con aire de culpable, como si esperara que yo empezase a reñirla. Me dan ganas de llorar al
pensar que ella me ve, sin más motivos, de esta manera.”

En su opinión, esta madre no ha dicho nunca nada a su hija que induzca a ésta a experimentar
un sentimiento de culpabilidad con respecto al sexo. Nadie le ha dicho que es una sucia. Pero la chica,
de todas maneras, ha captado el mensaje emocional de su madre… Es un mensaje que le llena de
terror, que la hace salir corriendo de su habitación, como si hubiese acabado de hacer algo censurable,
como si su madre hubiese estado al tanto de lo que hacía allí. Desde luego, esto no es posible. “Pero la
chica se ha introyectado a su madre callada”, señala el doctor Robertiello. “La madre antisexual se
encuentra en la habitación, en la conciencia de la chica; por tanto, aquélla sabe lo que está haciendo la
muchacha, o lo que se propone hacer. Esta madre debió de haberse enfrentado en su día con la suya,
por ser sexualmente represiva. En vez de dar rienda suelta a su ira, abiertamente, asimiló a su madre,
como parte de su conciencia. Ahora está viviendo idéntico proceso con su hija.” De las reacciones de
culpabilidad de la hija, cuando no había ningún medio realista para saber lo que la chica hacía o
pensaba, se deduce que ésta, obedientemente, había asimilado la culpa materna. ¿Quién puede poner
en duda que acabará transmitiéndola en su día a su hija?

“El tabú derivado de la prohibición de mirarse y tocarse –manifiesta la doctora Schaefer- se


halla directamente asociado con el de la masturbación, el del auto-placer. A las jóvenes se les enseña
que el placer por el placer es censurable, malo. Cuando te masturbas, no puedes enlazar lo que haces
con la idea de que amas locamente a alguien, y tampoco puedes decirte, por ejemplo, que haces eso
porque quieres ser una buena madre, o una excelente esposa. Tienes que enfrentarte con la realidad:
haces eso por ti misma, sin otro fin que el de tu propio placer. La mayor parte de la gente no es capaz
de tal enfrentamiento. ¿Querrá usted creer que yo me enteré de que las mujeres podían masturbarse
cuando contaba veintisiete años?”

Por el hecho de que las cuestiones sexuales están hoy al alcance de todos, por hablarse a cada
paso de ellas, tendemos a suponer que “todo es distinto”. Confundimos nuestras nuevas y liberales
actitudes con nuestros más profundos, a menudo inconscientes, sentimientos. Las encuestas revelan
que, actualmente, la gente es mucho más liberal que antes en sus actitudes sexuales. Liberal con
respecto a las otras personas. “La más interesante de las cosas que he aprendido”, dice la doctora
Schaefer, “es que las actitudes de la gente acerca de lo sexual fuera de la familia son excepciones de
cuanto sienten en el mismo terreno dentro de ella”.

Una madre puede leer un libro y aceptar intelectualmente la masturbación, pero cuando su hija
cierra con llave la puerta de su dormitorio experimenta una gran angustia, pensando en lo que estará
sucediendo en el interior. Vemos con ojos indulgentes, afectuosamente incluso, el nacimiento de un
idilio entre una mujer y un hombre ya entrados en años, en una película, pero si es nuestra madre, de
setenta y cinco años de edad, la que entra en relación con un hombre, exclamamos, con desmayo:
“¡Imagínense! ¡Una cosa así a su edad!” La gente no siempre se da cuenta de que adoptan con
facilidad estas dobles actitudes frente al mismo caso.

El pensamiento de la madre es a veces misterioso, espectral. Cree que si no nos explica una
cosa nos quedaremos para siempre sin saberla; se figura que ella es nuestra única fuente de
conocimiento. La prolongación de esta dañina y simbiótica forma de pensar es su suposición de que
sus sensaciones de vergüenza y turbación son las que nosotras experimentamos. Es una profecía que se
autorrealiza: la hija que va contra su madre y hace algo prohibido, procede igual con los sentimientos
de ansiedad de aquélla. Si hoy me masturbo, mis fantasías tendrán relación con la emoción de lo
prohibido, con la inquietud de ser descubierta, una ansiedad que mi madre no llegó a exteriorizar. Los
psiquiatras me han asegurado que una de las fantasías que más comúnmente asaltan a las mujeres
durante la masturbación es la que les presenta a la madre sorprendiéndolas.

El autodescubrimiento sexual es el único que no es celebrado en la infancia. El día en que el


niño aprende a comer con una cuchara, todo el mundo dice: “¿No es maravilloso? ¡A ver, que saque
alguien la Polaroid!” En cambio, el día en que la niña descubre su vagina, no hay nadie que formule un
comentario de este tenor: “Esto, dentro de seis meses hubiera sido lo normal. ¿Verdad que la pequeña
es muy precoz?”.

En el curso de sus investigaciones, la doctora Schaefer descubrió que incluso las madres que
se masturbaban, que gozaban con ello y que decían querer que sus hijas disfrutaran de un placer
semejante –tratábase de mujeres sexualmente orientadas, de sólida formación cultural-, eran incapaces
de discutir aquel tema con ellas. “¿Cómo puede una hablar de tal cosa con una niña?”, preguntaban.
“¿Y cómo se puede dejar de hacerlo?”, replicaba la doctora Schaefer, madre de una chica de trece años.
Es como si existieran dos clases de honestidad: una para los adultos, otra para los niños.

“Entre los psicoanalistas –explica el doctor Sanger- hubo tiempo atrás una teoría ampliamente
defendida: afirmábase que durante el período latente –entre los ocho y los diez años, aproximadamente-
desaparecían los impulsos sexuales del niño, para reaparecer de nuevo en la adolescencia. En el curso
de los últimos veinte años, hemos podido comprobar que el impulso sexual se intensifica más y más, en
todo momento. Lo que sucede, cuando la niña alcanza los siete u ocho años, es que ha asimilado
suficientes enseñanzas de nuestra sociedad, aprendiendo a mantenerse callada, a temer ciertas cosas y a
no permitir que su madre se entere de ellas, para evitarle inquietudes.”

Para llegar a ser una mujer con vida sexual hemos de luchar contra la persona que se encuentra
más próxima a nosotras. Una brizna de hierba se abrirá paso por entre el cemento para ir en busca del
sol. También nosotras hemos de avanzar con ciega e instruida energía. Y cuando lo logramos, cuando
por fin podemos considerarnos mujeres dotadas de vida sexual, ¿cuántas de nosotras no se ven
quebrantadas por la prolongada lucha?
Cuando enseñáis a una chica a no tocarse, la hacéis pasiva; la convertís en una persona que
mirará a las demás para estimularse y a la vez cuidará de sí misma. Manteniéndonos en la ignorancia
(la palabra habitual es “inocencia”), no nos es posible asimilar nuestra responsabilidad sexual.
Oponemos resistencia a una inteligente comprensión de nuestra construcción física; hacemos de la
verdad de nuestra vagina un sucio secreto. No empleamos medios anticonceptivos y quedamos
embarazadas. Asimilamos una duplicidad con nosotros mismas antes de que se convierta en nuestro
comportamiento normal con los hombres: contestamos “no” cuando queremos decir “sí”; fingimos lo
que no sentimos, fingimos el orgasmo, fastidiando a nuestra pareja, fastidiándonos nosotros mismas, no
porque no lo queramos, sino porque no sabemos lo que queremos.

Cuando sentimos en la garganta una picazón, la cosa más natural del mundo es beber agua.
Cuando un chico se siente sexualmente excitado –aún en el caso de que su mente no identifique de qué
se trata-, su cuerpo le da una señal tan real como la de la picazón en la garganta: tiene una erección. Y,
por tanto, la excitación sexual llega a él de una manera “natural”. El no lo hizo. Le ha ocurrido. Actúa
para satisfacer este nuevo deseo del que su cuerpo le ha informado.

La anatomía de la joven no le dice que tiene una vida sexual. Cuando lee un libro, fantasea o
ve una película excitante, o la figura de un hombre desnudo, no surge ninguna señal física mediante la
cual pueda conectar las incipientes sensaciones mentales con la vida de su cuerpo. “¡Oh, que
romántico es esto!”, dice, sin encontrar las palabras adecuadas, sin poseer una señal de su deseo,
deseando conservar lo que le está sucediendo en la mente, aislándolo del cuerpo, de ese cuerpo que,
según le han enseñado, ha de procurar mantenerle alejado de sus manos.

La idea de que ella puede estimularse a sí misma, dar expresión física a sus sensaciones
internas, es demasiado amenazadora. Su madre no haría jamás una cosa así, Lo sexual se convierte, no
en la “natural” expresión de la vida de su cuerpo, sino en una declaración de su voluntad. Si quiere
conectar lo que está en su mente con su sexualidad, ha de ejecutar la acción, vencer la seguridad de la
pasividad, aceptar la responsabilidad, renunciar a la gran excusa de la infancia: “¡No ha sido culpa mía!
¡Yo no lo hice!” Es demasiado para nosotras. Optamos, en cambio, por montar un juego de ansiosas
fantasías. Estas expresan lo que esperamos de los hombres, y lo que estimamos que ellos desean de
nosotras; lo erótico llega a estar relacionado con lo prohibido que la cuestión sexual, el temor y la
protección acaban por fundirse en una sola cosa, confundiéndose.

Durante la adolescencia, cuando entre en nuestras vidas la relación de tipo sexual con un
muchacho, el cuadro se hace todavía más confuso. Los hombres no se ven afectados por los mismos
temores que nosotras. Lo sexual no se les presenta a ellos en compañía de la idea de la pérdida de la
madre. Cuando estamos en sus brazos, el hombre no experimenta la necesidad de detenerse. Somos
nosotras las que hemos de poner el freno, por los dos. En consecuencia, esto es lo que tenemos, en
resumen: los chicos se ven aplaudidos antes sus avances sexuales; a las chicas, en cambio, se les llena
la cabeza de una pelusa romántica asimilada a base de revistas y películas. Esto, no se sabe por qué, es
“mejor”, más refinado –ciertamente, es más aceptable para la madre- que todo lo del sexo.

De haber aprendido el ABC de la masturbación antes de que los chicos entraran en nuestras
vidas, podríamos haber explorado nuestra sexualidad y nuestras fantasías, acostumbrándonos a este
erótico nuevo mundo. Hubiéramos podido aprender que son diversas las cosas que una puede tener con
los hombres, algunas de tipo sexual, otras románticas, otras más cordiales y amistosas, etc. Habríamos
podido aprender la verdad y obedecer a nuestras sensaciones, sabiendo cuándo nos apetecía el
intercambio sexual –ser poseídas- y cuándo ansiábamos, simplemente, algo tierno, cariñoso, cordial,
vernos retenidas… Entre el amor y el sexo existen diferencias. Resulta agradable que se combinen,
pero no tienen necesariamente por qué estar juntos. Cualquier mujer puede gozar de uno sin el otro.

Nuestro dominio de la realidad, nuestras sensaciones de identidad sexual, no se ven reforzados


tampoco por el ambiguo lenguaje de código en que nos enseñan a expresarnos al abordar el tema del
sexo o las emociones. Perdemos poder sobre nuestras vidas cuando no nos es posible llamar a las cosas
por sus auténticos nombres. (No es de extrañar que durante tanto tiempo hayamos sido el sexo
silencioso). Si no puedes dar el nombre de vagina a una vagina, estás en conflicto con tu propio
cuerpo. Descubrimos que la menstruación es denominada la maldición; la pasividad se considera una
cualidad femenina; la autonomía es esencialmente masculina; el espíritu competitivo, el afán de
dominio y la ira son estimados signos de amor, y a la lujuria se la denomina idilio. ¿A quién puede
extrañar que no hayamos sido capaces de contestar a la pregunta de Freud: “¿Qué quieren las mujeres?”

Preguntamos a nuestra madre: “¿Puedo salir?” Ella nos responde: “No”. Estamos formadas
para pensar que esta negativa es por nuestro propio bien. Sin embargo, la causa real de que no nos
dejen salir es que ella se siente sola, atemorizada, irritada con el padre. El “no” es más fácil que el “sí”.
“¿Por qué?”, inquirimos cuando ella nos dice que ciertas palabras no resultan “bonitas” en la
conversación. Puesto que ella nos dice lo que desea que creamos, y no lo que realmente siente,
también nosotras aprendemos a hablar a la gente con dobleces. “No”, decimos cuando un chico nos
toca; sin embargo, deseamos darle a entender lo contrario. El chico abriga el propósito de hacer que
aquello ocurra en contra de nuestra voluntad, o a nuestro pesar, y nosotras perdemos la fe en el
muchacho al comprobar que no entiende nuestro código.

“Una señorita no habla nunca de dinero”, dice la madre. ¿Cómo se entiende esto? Una parte
de nosotras inquiere, pero la otra atada a ella obedientemente suprime cualquier incipiente idea de que
el dinero nos interesa. Distorsionamos nuestras mentes para complacerla. A partir de ahí ¿qué distancia
nos separa de aprender a engañar a los demás? Esos nombres erróneos y las contracorrientes de la
ansiedad de la madre nos mantienen en constante vacilación, pensando que no nos afirmamos en más
realidad que la suya. “Pero, ¿por qué me amas?”, le preguntamos, de niñas. Necesitamos disponer de
una respuesta específica, que contribuya al descubrimiento de nuestra identidad.

Dice Leah Schaefer: “Cuando en un arrebato afectuoso le digo a mi hija: “¡Te quiero mucho,
Katie!”, ella siempre me pregunta por qué, exactamente igual que podría preguntarme en ciertos
momentos por qué estoy enfadada. No creo que baste con responder a eso: “Te quiero porque eres mi
hija”. Esto da a entender que ninguna otra persona, aparte de su madre, puede quererla. Pero si yo
digo que la quiero porque es una niña brillante o divertida y que hemos pasado juntas una tarde
inolvidable, entonces ella aprende algo nuevo. Es una especie de poder. La chica sabe ahora que por
ese camino puede llegar hasta otra persona y que surja el amor entre las dos… Se ve como un ser
efectivo, capaz de inspirar amor, y no sólo porque sea mi hija. No recuerdo haberme dirigido una sola
vez a mi madre para preguntarle por qué me amaba o por qué estaba enojada. Era una especie de
misterioso don que mi madre podía ceder o retirar.”

Para protegernos ante los peligros reales, y los imaginarios, que son los que ella teme más, la
madre da a entender que lo sabe todo. “Lo terrible del caso es que todo parece escapar a nuestro
control”, me dice una madre. “Ahí está el temor de siempre: ¿podré o no podré abarcarlo¿” Puesto que
ella no puede controlar el mundo, con el fin de que a su pequeña no le ocurra nada malo, la madre la
manipula, introduciéndola en la única seguridad que conoce: la falsa seguridad de la simbiosis. Hay un
trato: si no nos apartamos de ella, si la escuchamos, si hacemos lo que ella nos diga, nos amará
siempre. El trato es muy seductor porque su amor es lo que más nos interesa poseer del mundo. Aquí
hay algo más que amor, algo más que control: es una manipulación.

“Desde el primer momento –dice el doctor Sanger- las madres enseñan a las hijas a seguir, a
ser buenas parejas de baile. Dicen a sus hijas: “Yo sé la clase de chica que quiero que seas. Voy a
enseñarte lo que tienes que hacer. Tú deja los brazos colgando, que yo me encargaré de moverlos.”
Como un títere que colgara de varios hilos. La madre se siente con una sólida base para manipular a su
hija porque ella, la madre, es una mujer. La hija sólo ha de ocuparse de hacer lo que le diga. La madre
conoce el camino. Es una “experta en mujeres”. Cuando la chica se hace mayor, se vuelve a un
hombre para decirle: “Ahora mueve mis brazos; dime qué he de hacer, cómo he de ser”. Es una
transferencia de esperanzas a los hombres que se inició cuando la madre se hallaba demasiado bien
dispuesta a facilitarnos un plan total de nuestra vida.”

“¡Qué ironía! –manifiesta el doctor Sanger-. Lo es, en verdad, esto de que la mujer pida a un
hombre que la enseñe a ser tal mujer, y que después del matrimonio lamente que él no es capaz de
cumplir con semejante tarea. Esto puede explicar la atracción ejercida por los hombres ya mayores. Se
espera de ellos que sean mejores instructores, o, al menos, que halague a la chica que hay en la mujer.
Si él no puede lograr que sienta como mujer, como mínimo podrá lograr que sienta como una niña
mimada.”

El manipulante amor de la madre no nos da la seguridad que necesitamos. Nos mantiene en


continua ansiedad y arrastra a nuestro verdadero yo a lo más profundo de las sombras y del misterio. Si
ella conociera nuestros “secretos yos”, nuestras fantasías y nuestros deseos; si estuviera al tanto de lo
que hacemos, pensamos y ocultamos a sus ojos, dejaría de amarnos. Lo paradójico es que para
conservar el amor de la madre hemos de aprender a manipularla. Es una lección.

Y la lección continúa a lo largo de toda la vida. Valiéndonos de la manipulación, esta vez


logramos avanzar por nuestro camino, imponernos sobre la madre, conservar las amistades, conseguir
un empleo, fascinar a los hombres. Pero no podemos estar seguras del mañana. La victoria no nos
arrebata. ¿Somos nosotras realmente la mujer fatal del escurridizo vestido negro que nos ponemos
porque hemos oído decir que pertenece a la clase de los que le gustan? ¿Qué pasará mañana, cuando él
se entere de que no somos realmente nosotras? ¿Recurriremos, desvalidas, a las demostraciones de
afecto, esperando que él nos retenga más tiempo? ¿Qué ocurrirá si él nos ve sin nuestras pestañas
postizas, sin nuestro sujetador…? ¿Y si nos desnudáramos en la oscuridad? Ignoramos lo que él ama de
nosotras, porque no tenemos ninguna idea sobre nuestra identidad.

Recurrimos a supercherías para mantenerlo a nuestro lado, con todo nuestro sentimiento de
culpabilidad, si no hay algo más, convencidas de que moriríamos si él desapareciera. Antes ya, nuestra
madre nos convenció de que moriría si la abandonábamos. Si al final él se marcha, su decisión nos
causa dolor, pero no nos sentimos sorprendidas: sabiendo que hemos recurrido a trucos y engaños para
que amara a una persona que no somos nosotras, ¿cómo creer que tal cariño podía durar?

A veces, en las grandes crisis de nuestras vidas, cuando todavía nuestros manipulantes
métodos no han dado resultado, volvemos la cabeza para ver a la madre, irritadas y llorosas. “Mi hija,
de repente, ha sacado a relucir todo aquel episodio del pasado”, se lamenta una madre. “La última vez
que nos vimos, ella me acusó, prácticamente: “¿Por qué tú y papá os fuisteis a Europa cuando yo
contaba cuatro años?” Piense usted que mi hija tiene ahora treinta y ocho..”

En ocasiones, emprendemos un viaje de regreso para cubrir miles de kilómetros, después de


una vida entera de separación física. “Anoche telefoneé a mi madre, que viven en Wisconsin”, me
cuenta una mujer. Es madre de tres hijas. Nos encontramos sentadas en un restaurante al aire libre en
Florida. “¿Por qué la llamó?”, inquiero, sorprendida, pues me había dicho repetidas veces que nunca se
había llevado bien con ella. A los catorce años perdió la virginidad, y desde entonces había hecho lo
posible por estar lejos de ella, cuanto más lejos, mejor. “Porque… -comienza a decirme esta mujer de
cincuenta y tres años, que se enorgullece de haberse prodigado sexualmente, en tanto que su madre
únicamente conoció la relación corriente- porque deseaba que me explicara qué había sido de aquel
condenado asunto femenino de siempre.”

Si bien esos regresos a la madre son a menudo desastrosos, el impulso es correcto. Antes de
que podamos comprender los temores que hoy nos atenazan hemos de averiguar cómo se iniciaron en
nosotras cuando éramos niñas. Hemos de separar los reales de aquellos que solamente arrancan de los
que sentía la madre al pensar en su vulnerable pequeña.

Al principio, la madre no puede sentir más que temor por su hija. La chica es una proyección
de ella; la madre la ama como a mí misma. Y por ello ve sus propios temores ampliados en la hija. Se
sigue de aquí que la calidad de la protección de la madre será determinado por el valor que pone en lo
que está protegiendo. Para cualquier mujer, esto es su sexualidad.

Llegamos de este modo a una especie de paradoja, una doble atadura. Nos han criado
haciéndonos pensar que lo relativo al sexo es torcido, peligroso y sucio, pero también señalando que es
nuestro primer factor de transacción. Protegemos lo que se encuentra entre nuestras piernas, pero nos
mantenemos distanciadas de ello; no nos gusta, ni siquiera tenemos a mano un nombre cariñoso para
llamarlo; y, sin embargo, “todo” depende de eso. Es una joya misteriosa y envenenada; pero el juego
está en marcha: debemos conseguir que los hombres crean que es el dorado cáliz de la vida. No
podemos consentir que sea tocada, más hay que hacerle ver a uno de ellos que su posesión compensa
de la renuncia a otras mujeres, justificando el apoyo que nos dispensará el resto de la vida. El sexo se
ofrece con condiciones. Nuevamente la manipulación de antes.

Ofrecemos nuestros cuerpos a cambio del matrimonio; luego, nos sentimos desconcertadas
porque nos hallamos menos interesadas por el sexo, ahora que es “nuestro”. Lo que queríamos en todo
momento no fue eso, sino intimidad, compañía. La madre nos recompensaba principalmente con amor
simbiótico cuando negábamos nuestra sexualidad. Lo sexual, incluso con sus infinitos placeres, se
convierte, simplemente, en un medio para alcanzar un fin; no hay más dulce que la simbiosis. Ya
adultas, nos damos cuenta de que nos hemos automanipulado a base de nuestra sexualidad.

Aparte del despertar de la identidad sexual en los años edípicos, se da también entonces un
incremento en todos los tipos de afirmación, y un gran progreso en la separación y la individuación.
Queremos estar informadas sobre el tema del sexo; deseamos saber de dónde vienen los niños, pero
también queremos explorar el mundo en general. El exhibicionismo y el afán seductor de una niña de
cuatro años constituyen una afirmación de sí misma… “¡Aquí estoy, mundo!” Y es, igualmente, un reto
a papá.
Cargada con exceso de trabajo, llena de ansiedad, temerosa ella misma, la madre ve demasiada
vida en sus hijos, acoplada con precauciones livianas. No es de extrañar que la vitalidad sea
considerada peligrosa. Una madre puede aceptar que un chico sea superactivo. “Así es como son los
niños”. Pero las niñas son diferentes. “Antes de que la niña llegue a tener una edad que le permita
advertir lo que están haciendo con ella –dice el doctor Sanger-, su madre comienza a frenarla. Limita a
la hija: “No te agites demasiado, no comas excesivamente, no corras tanto, no te excedas, no te
canses…” Yo preferiría ver a una madre que estimula a la hija, haciéndole sentir que la realización de
algo puede conducir a mayores niveles de energía. Es un espectáculo maravilloso para una hija ver a
su madre llena de vitalidad, diciendo, por ejemplo: “Ahora que he enviado ya todos los christmas me
siento a gusto, realmente. Quiero hacer algo que me gusta… ¡Vámonos al parque, a patinar sobre el
hielo!” Por el hecho de haberse alcanzado cierto nivel de satisfacción, no hay por qué relajarse, por qué
encerrarse en una recuperación… ¡Se puede entregar una a otra actividad más excitante! Me gustan las
madres que aún fatigadas se dirigen a sus hijas no para hablar con ellas de emprender algo, sino de
hacerlo inmediatamente, sin pérdida de tiempo. ¿Y si al día siguiente ha de ir la chica al colegio?
Bueno, por una vez no le perjudicará perder una hora de sueño.”

Existe otro factor que influye en que las mujeres sean más dóciles y obedientes que los
hombres. Los estudios del doctor Sanger en el St. Luke’s Hospital demuestran que son los niños
quienes con más frecuencia obtienen expresiones de amor físicas y directas de sus madres,
acompañadas de gestos de aprobación, en tanto que las niñas sólo se ven correspondidas con unas
palabras y sonrisas. Aquí se abre un importante abismo: una caricia física no necesita ser interpretada,
y no conlleva condiciones. Es ofrecida espontáneamente, y espontáneamente aceptada, incluso sin
pasar por los centros cognoscitivos del cerebro. Ahora bien, una sonrisa, una palabra amable, han de
ser interpretadas, dan que pensar. Las señales verbales y las expresiones faciales contienen tonos altos
y bajos, quizá matices de ambivalencias. Desde sus primeros días, la niña se entera de que debe
interpretar lo que alguien quiere de ella, antes de conseguir la aprobación… E incluso ésta no puede
ser aceptada en su valor nominal inmediato. Es su primera lección de obediencia. “La relación física
con un pequeño es más fácil, más natural que con mi hija”, me dice una madre. “En cierto modo, estoy
más unida a mi hija, pero con ella no tengo los mismos contactos que con el niño.”

En el parvulario, la profesora sabe cuál es la forma mejor de manejar a un niño excitado. “Un
gesto cariñoso los calma”, indica el doctor Sanger. Pero mientras que la niña que se encuentra junto al
chico excitado puede sentirse tan ansiosa de pruebas de afecto como él, lo cierto es que ha aprendido ya
a responder a otras señales, más bien verbales. Y esto es lo que consigue precisamente.
Paradójicamente, tal privación, sufrida por las chicas, es la causa de que, frecuentemente, sean mejores
estudiantes que los niños. El doctor Sanger señala: “Sus elementos perceptores a distancia –los ojos,
los oídos- han sido ejercitados más a fondo. Las niñas no nacen siendo más “brillantes” y más verbales
que los niños, de la misma forma que tampoco nacen siendo más pasivas.” Hemos sido socializadas de
esa manera, a base de determinados costes psíquicos.

En el jardín de infancia, las primeras estructuras que las niñas levantan son cercas, recintos
cerrados, y los chicos torres. Se puede dar una interpretación a tales hechos ajustándonos a los términos
freudianos, pero no es necesario proceder así para comprender lo que está siendo expresado. La cerca,
el recinto, nos habla de algo seguro, cómodo, protector. La torre busca los cielos, habla de esfuerzo y
aventura. En una sociedad libre, que no existe, se podría esperar que siendo ambas ideas legítimas
habría niñas que quizá construyeran torres, y niños que optarían por levantar casas de poca altura. Pero
las presiones normativas en nuestra sociedad son tan fuertes que prosigue la rígida demarcación en las
líneas de lo sexual. No es sólo mamá quien nos elogia por no habernos movido de nuestra habitación,
para dedicarnos a jugar tranquilamente con nuestras muñecas, quien no oculta su desagrado al vernos
imitar las sirenas de los coches de bomberos, o al oír unos roncos ruidos que salen de nuestra garganta:
“No, querida, no hagas ese ruido con la boca”. Papá también media en la cuestión: “Bien, ¿y qué está
haciendo ahora mi pequeña? ¿Jugando como un rudo indio?”

La pasividad no es siempre una máscara que esconde a una persona –a menudo irritada- más
activa y afirmativa. Intervienen aquí cuestiones temperamentales. La quietud, la pasividad, puede ser
de tipo genético en algunos. Muchas niñas nacen, simplemente con predisposiciones letárgicas. “No
hay nada de erróneo en esto –explica el doctor Sanger-. La niña, sencillamente, es un ser relajado y no
afirmativo. Pero hay muchas otras que, bajo la apariencia de la pasividad, se agitan. Hay una bella
persona que sólo espera el momento de manifestarse, pero que no emergirá. Está aguardando; siempre
espera a que le hablen antes de hablar; espera el instante de ser interrogada, espera que le pasen su
helado, espera, espera, espera. Si al camarero se le olvida ponerle delante su porción de helado, se
queda sin él.” Una niña pequeña se traslada al colegio, sentándose tranquilamente en su sitio, como un
pequeño robot. Nadie se ocupa de ella, porque al fin y al cabo no se comporta como aquel chico que
arroja piedras desde la ventana. Sin embargo, su turbación interior puede ser igual de grande, el
problema que yace en el trasfondo de su conducta puede ser el mismo.

“El periodo de crecimiento comprendido entre los cinco y los diez años –declara el doctor
Sanger-, puede calificarse de crucial. En esa etapa de la vida, la pasividad de las chicas, su falta de
realizaciones, son aceptadas demasiado frecuentemente como una cosa normal. Pierden conocimientos
técnicos esenciales porque dichos años son vitales en cuanto al desarrollo de esquemas existenciales.
Desde el punto de vista profesional, veo dentro de ese grupo por edades diez chicos por cada chica.
Las pequeñas se muestran menos turbadas que los niños, pero las madres están más dispuestas a
admitir que tienen un problema, que quizá cometieron un error, más bien con un chico que con una
chica. La conducta más “agresiva” que las niñas muestran a esa edad se traduce en su mal carácter, en
su espíritu competitivo frente a las demás chicas. Con las otras personas adoptan unas maneras
pasivas.”

El término “pasivo” ha sido utilizado hasta tal punto como una especie de etiqueta común a
todas las mujeres, que se ha convertido casi en definición de la propia feminidad. Y, sin embargo, el
significado resulta, como mínimo, ligeramente peyorativo. El problema se complica aún más por el
hecho de que no siempre es fácil separar lo activo de lo pasivo.

En términos sexuales, por ejemplo, se piensa habitualmente que la mujer es pasiva porque el
hombre se coloca encima de ella, dejándose a su iniciativa la mayor parte de lo que “se hace”. Pero
incluso en tal postura clásica, la mujer puede estar muy lejos de la inmovilidad. Hasta puede ser más
activa que el hombre. Muchas mujeres me han dicho, sin embargo, que el papel que más las seduce es
el de la esposa medio dormida. El hombre se queda en pie hasta una hora avanzada, para realizar algún
trabajo, ostensiblemente. Al llegar a la cama, la encuentra en actitud pasiva, amodorrada, sin pedir ni
esperar nada. Por tal causa, él se siente seguro al expresar sus necesidades sexuales. Verdaderamente,
se excita porque ella se le antoja menos activa, menos fuerte y amenazadora. El contacto de los
cuerpos influye en esto, pero igual importancia tiene la postura de la mujer, de simbólica pasividad.
Puede ser que entonces tenga lugar el acto sexual. Pero ¿quién es el miembro activo de la
pareja? ¿Y quién el pasivo? ¿Quién lo ha iniciado todo? Digamos que somos nosotras quienes pedimos
al hombre que ejecute ciertos actos sexuales. Mientras nos mantengamos tendidas boca arriba,
gozando con ellos, no seremos el miembro pasivo de la pareja. El episodio ha sido iniciado por
nosotras.

Esto no es jugar con determinados conceptos. Si tú y yo utilizamos diferentes palabras para


describir la misma cosa, asignaremos diferentes valores a lo que está sucediendo. Por ejemplo, la
madre nos dice: “Quiero que al crecer llegues a ser una mujer con personalidad propia, que sepas lo
que quieres de la vida y que aprendas a cuidar de ti misma” Pero cuando intentamos ser de esa forma
con ella, la madre nos critica por nuestra terquedad. Decimos a nuestro amante: “Quiero que te
muestres agresivo sexualmente”, pero al mismo tiempo sugerimos: “Me siento atemorizada cuando veo
a un hombre avanzar por vez primera hacia mí.” Esto somete al hombre a una doble atadura; es lo que
la madre hizo con nosotras. Dos demandas contradictorias, que se excluyen mutuamente, son
formuladas de un modo simultáneo, paralizándole. El es quien debe decidir lo que hay que hacer. No
obstante, somos nosotras quienes hemos decidido la calidad de la relación.

Incluso en este simple análisis podemos observar que las palabras activo y pasivo son muy
rígidas, llevando en sí una gran carga emocional. En nuestra sociedad, los hombres necesitan que
nosotras parezcamos pasivas, si han de afirmar su “virilidad”. Si queremos cambiar estas ideas,
tradicionalmente limitadoras, de masculinidad y feminidad, hemos de renunciar a las ambiguas ventajas
de la pasividad. Manifiesta el doctor Sanger: “Las mujeres han de aprender a decir: “Me gusta
realmente esta parte de mi cuerpo, y ¡vaya si voy a conseguir que despierte la atención que merece! Me
gusta que juegues con mi clítoris, con mis senos. Lo deseo de veras, y ha llegado ahora ese momento
para ti.” Si ella descubre que el hombre no está dispuesto a ello, buscará a alguien que ocupe su lugar.”

Hay hombres que en el terreno sexual prefieren las mujeres activas, independientes. Las
mujeres afirman que tales hombres son difíciles de encontrar. Hemos de preguntarnos si no tendremos
nosotras la mitad de la culpa. Pedimos al hombre que nos deje colocarnos encima, que acaricie nuestros
senos, nuestro clítoris –tomando la iniciativa- pero hacemos esto aferrándonos todavía a la imagen de
nosotros como personas que necesitan de otras que nos cuiden, de personas vulnerables, insignificantes,
perecederas, y pasivas. Confuso, el hombre se aleja, para buscar una compañera más tradicional,
aunque resulte más inhibida. Los dos sexos han salido perdiendo, y el desventurado juego de la
comedia se perpetúa.

La niña de cuatro o cinco años se enfrenta con dos duras separaciones. Físicamente, deja la
casa por primera vez: va a ir al colegio. También se enfrenta con una difícil necesidad, la separación
psicológica de la madre, elaborando sus rivalidades y compromisos edípicos. La madre no puede
ayudarla en esto.

Tampoco el padre le proporciona mucha ayuda; no la anima siquiera. “La mayor parte de los
hombres de nuestro tiempo –indica el doctor Robertiello –se sentirán abiertamente halagados por la
atención de que son objeto por parte de su pequeña. Pero tienen tan asimilado el tabú del incesto que
optan por ignorar la sexualidad de la niña.”

En la hija quedan unos sentimientos de no finalizada competencia con la madre. Pero


precisamente, junto con sus deseos de reemplazarla figura la correlativa ansiedad en torno a la pena
establecida por aquélla por haber experimentado esos celos. Nada de ello llega a tener expresión; en su
mayor parte, estas cosas son inconscientes. ¿Cómo puede la pequeña irritarse si la madre está
fingiendo que no ha sucedido nada? Pero algo ha cambiado en el interior de la niña; su madre se ha
convertido en una enemiga, y todos sus alborotos, sus afanes de pacificación, son vistos ahora de otro
modo por la hija. Bajo el amparo de la competencia situación edípica, la anterior relación con la madre
se revela menos dulce y clara de lo que antes pareciera.

Cuando alguien nos enseña a tener buenos modales, a modular nuestra voz, a controlar
nuestros impulsos, a contener nuestro entusiasmo, a mordernos la lengua, a controlar, controlar
siempre, hasta la más diminuta chispa de espontaneidad –a menos que hayamos nacido así, a menos
que temperamentalmente, constitucionalmente, genéticamente, seamos unas personas tranquilas,
silenciosas, obedientes-, lo más seguro es que nos sintamos irritadas ante la persona que nos fuerza a
inhibirnos de tantas cosas. Aunque no podamos permitirnos hacer gala de nuestro enojo, por temor a
experimentar una pérdida, aunque sea negada, lo cierto es que está allí. Uno de los primeros medios de
que se puede valer una chica para controlar la ira suscitada por una madre dominante es el relativo al
desarrollo de ciertas fantasías románticas. Al conocer a otras madres, menos manipuladoras, de otras
chicas, nos decimos que no fuimos entregadas a nuestra verdadera, que hubo una confusión en la
incubadora. “Yo no quiero esa madre”, está diciéndose la hija. “La culpa fue de la niñera, que me
arrancó de los brazos de mi auténtica madre.”

La cólera es una emoción humana. Hombres o mujeres, todos la hemos experimentado. La


hemos sentido de niños, cuando nos dimos cuenta de que no podíamos controlar a nuestra madre, de
que ella no era nosotros, de que podía alejarse y dejarnos. Los trabajos de los especialistas en
psiquiatría infantil, como John Bowlby y Margaret Mahler, pioneros en su campo de investigación, nos
dicen que los primeros signos de irritación se producen alrededor de los ocho meses y forman parte del
desarrollo normal, independientemente del amor que se nos dispense.

Los bebés tratan de morder a su madre, le tiran de los cabellos. Obran así impulsados por el
temor de perderla. Tal temor es “normal”: forma parte incluso del proceso del crecimiento. A menos
que la madre fomente un sentimiento de seguridad en nosotros, para tener una identidad y una
sensación de valor separadamente de ella siempre nos sentiremos irritados contra ella… Significa que
podemos perderla, y todavía la necesitamos.

Y, con todo, únicamente por saber que podemos mostrar nuestra irritación ante la madre y que
no por ello dejará de amarnos, empezamos a aceptar nuestros enfurecimientos en la medida suficiente
para controlarlos. ¡Qué noble papel el de la madre en esta situación! Blanco de nuestros arranques
furiosos, pero con suficiente fortaleza como para no correspondernos en el mismo tono. Si no puede
permitirnos que vivamos este proceso, si el cariñoso contacto con ella no se produce, si la formación de
nuestra identidad separada no se verifica, quedaremos para siempre en la situación de niños asustados,
jamás seguros, siempre propicios a la irritación, que nos sacude con inesperado ímpetu.

Asustadas por esos arranques contra una madre que no nos podemos permitir perder, entramos
en lo que de un modo habitual se denomina período de latencia, ocultando nuestra competencia edípica
ante la madre, ante nosotras mismas. Con frecuencia desenterramos durante tal periodo las muñecas
con las que jugábamos de pequeñas, nos sumergimos en una etapa más simple, buscando una tregua
para las guerras sexuales, acercándonos a la madre de nuevo. Pero esta negativa de nuestros cuerpos,
nuestros deseos y nuestra independencia, no se basa en el amor por ella. Se trata de una reacción, en la
cual ocultamos lo que realmente sentimos, y que nos hace actuar de una manera opuesta. Es una
manera de “protestar demasiado”. “¡Oh, no, no estoy enfadada con mamá por mantener a papá alejado
de mí, diciéndome que hay algo torcido y peligroso en lo que yo siento en mi cuerpo! De hecho, es a
mi madre a quien quiero tener cerca de mí durante toda la vida.” La situación de competencia y la
cólera no han sido resueltas, y sí solamente negadas y reprimidas.

Muy corrientemente, tal estado –a los siete u ocho años de edad- se manifiesta al enfocar la
atención hacia el niño que se sienta junto a nosotras en el colegio. Pero aprendemos rápidamente que
esto provoca un antagonismo en las otras chicas; ellas han renunciado a sus propios conflictos edípicos
y desean presentar un frente unido, mostrar su solidaridad con la madre… dejando a los hombres fuera.
Así, pues, a causa del temor a la repulsa por parte de las otras chicas –el ostracismo-, renunciamos
también al pequeño Johnny.

La irritación que suscita en nosotras la obligación de cumplir obedientemente con todo lo que
se nos ordena y el hecho de no ser capaces de expresar aquélla, es posible que no se haga patente
nunca. “Cuando mis amigas critican a mi madre por ser tan rigurosa”, manifiesta una niña de ocho
años, “no les hago el menor caso. Cuando desean ir a alguna parte y yo sé que mi madre no me va a
permitir que las acompañe, no digo que mi madre no me deja, sino que soy yo la que no quiere formar
parte del grupo. Esto de oír a alguien diciendo cualquier cosa contra ella me resulta insoportable”.
Una situación de reacción nuevamente: la perspectiva de escuchar algunas observaciones de carácter
negativo sobre su severa madre provoca tal sentimiento de culpabilidad en esta chica que no permitirá
que aquéllas lleguen a ser formuladas. En lo más profundo de su ser comprende que así quedaría
aireada la irritación que ellas misma siente, pero que teme exteriorizar.

Estos enfurecimientos pueden seguir en erupción, como en las entrañas del Vesubio, o
mostrarse con formas distorsionadas o emboscadas. Hace cosa de un año me telefoneó una mujer
desde California. Seis meses antes la había entrevistado, buscando material para el presente libro.
Tiene veintisiete años, y es una de las mujeres más cordiales entre las muchas que he conocido. Ocupa
un cargo de responsabilidad en una entidad bancaria.

“Desde el día de nuestra entrevista”, me dijo, “he estado dándole vueltas a una de sus
preguntas: ¿Qué tenía yo de mi madre, qué había aprendido de ella? Ya le dije hace seis meses que no
acertaba a descubrir nada que nos identificara. Esto también a mí se me antojó extraño… Bueno, el
caso es que recientemente empecé a sentir unos dolores de estómago. Mi médico me notificó que tenía
una úlcera. Me preguntó si yo era capaz de contener mis impulsos de ira. Al intentar contestar a esta
pregunta comprendí que lo que había aprendido de mi madre era esto: una no tiene que expresar nunca
emociones negativas. Ha de mostrarse amable, cortés, jamás enojada. Nunca vi a mi madre enfadarse
con mi padre. Ella representaba el papel de mártir, y yo crecí convencida de que mi padre era un ogro.
Ahora me he dado cuenta por fin de aquella comedia de la víctima inocente que mi madre representó
siempre… Por tal motivo, siempre lo vi a él como un hombre difícil. Pensando en esto recordé algo
cuya importancia no había calibrado jamás anteriormente. Yo debía de tener unos cinco años cuando
pasó aquello. Mi madre y yo nos encontrábamos en la tienda de comestibles situada en la esquina de la
calle en que vivíamos. Había allí unos tarros de cristal de modelo antiguo, de los utilizados para
guardar pastas para el té, y el dependiente me ofreció una. Mi madre se negó a que aceptara el
obsequio, y yo correspondí a su negativa dándole un golpe. Toda mi vida había de recordar este
episodio con hondo pesar. Fue la única vez que hice una cosa así con mi madre… Fue algo que no
había de volverse a repetir con nadie jamás”.
Estos enfurecimientos no exteriorizados son fuente de incontables problemas físicos y
psicológicos para las mujeres. “Frecuentemente, parte de la irritación que una pequeña de ocho o
nueve años siente radica en la comprensión de que todas las críticas, manipulaciones e intrusiones de la
madre no arrancan de su amor por la hija en sí –explica el doctor Sanger-. Ama a la niña como una
mamá en pequeño, por ser una imagen de ella. “¡Vaya! ¡Me parece que le voy a dar trabajo”, puede ser
la reacción de la chica. Hay aquí un propósito, una lucha de individualidades aplazada. Es el mismo
forcejeo que se presentará entre ellas veinte años más tarde. Pese a su enojo, la hija sigue
retrocediendo; todo lo más, llegan alguna vez a la discusión. La niña busca todavía una migajas de
cariño de la madre.”

El periodo edípico, la adolescencia, los escarceos amorosos, nuestro primer empleo, el


matrimonio, el nacimiento de nuestros hijos, son ritos de paso, que marcan etapas importantes de
nuestra existencia. ¿Por qué, tan a menudo, han de estar acompañados del temor, de la ansiedad o de la
depresión…, el disfraz que adoptan las mujeres para ocultar su irritación? Se trata de momentos
incompletos; nos vemos incapaces de situarnos a la altura de ellos porque falta algo: un sentimiento de
afirmación propia, con emociones en las que podamos confiar. “Era el día de mi cumpleaños… y me
dijeron que tenía que sentirme feliz”: he aquí dos versos de un poema de Muriel Rukeyser. No es un
hecho casual que este poema acerca de la alienación de las emociones de una criatura (el mandato de
que finja ser feliz cuando no lo es) haya sido escrito por una mujer.

En un libro del psicólogo Seymour Fisher, titulado The Female Orgasm, el autor declara haber
encontrado dificultades orgásmicas en mujeres que sufren el temor de verse abandonadas por el
hombre. Poca importancia se asigna a la técnica erótica. La capacidad de la mujer para “dejarse ir”
puede ser rastreada remontándose a los sentimientos que le inspiraba su padre. Si ella “confiaba” en
que él no la abandonaría, la mujer será capaz de confiar en el hombre con quien se acueste y de conocer
luego el orgasmo.

Indudablemente, la relación con el padre tiene una importancia enorme. El padre fue nuestro
primer modelo de lo que esperábamos de los hombres. De aceptarnos con naturalidad, de sentirse feliz
al vernos, pensábamos que los demás hombres procederían igual. De ignorar nuestra sexualidad… nos
mostrábamos inseguras con respecto a nosotras mismas. Pero, ¿quién hizo funcionar los frenos
sexuales, para comenzar? ¿Quién apartó nuestra pequeña mano, mucho antes de que nosotras nos
sintiéramos interesadas edípicamente por papá? ¿Quién se adentró en nuestra intimidad? Y sobre todo,
¿quién, por su propio cuerpo, con lo que ella decía y no decía, nos proporcionó nuestra más permanente
imagen de cómo había de ser una mujer? ¿Quién decía “las niñas buenas no hacen eso”? Estoy de
acuerdo con el doctor Fisher en considerar que la confianza es la base de la consecución del orgasmo,
del amor y de la vida misma. Ahora bien, ¿quién, en mayor medida que el padre, antes que él, nos
inhibe de nuestra capacidad para confiar en nosotras mismas?

“¿Por qué adoptas siempre una actitud tan crítica?”, preguntamos. Por toda respuesta, nuestra
madre contesta que nos hemos pintado excesivamente los labios.
CAPÍTULO 4
IMAGEN DEL CUERPO Y
MENSTRUACIÓN
Papá Colbert (hombre todavía joven, y a quien no le gustaba que le llamaran abuelo) fue quien
decidió que mi madre debía abandonar el sur de Pittsburgh para trasladarse a Charleston, donde él
estaba construyendo una acería a orillas del río Ashley. Era una especie de patriarca que quería tener a
sus familiares cerca. Papá Colbert había pensado que aquél era un buen sitio para que mi madre nos
criara, a mi hermana y a mí. Estaba en lo cierto.

Ocupamos una vivienda de altos techos, de muros rosados y ventanas con postigos azules.
Contaba la casa, además, con una terraza con barandillas de hierro forjado. Me acuerdo de mi primer
paseo por allí, y de la tranquilidad que reinaba en aquellas tranquilas calles. De haberme dirigido hacia
la izquierda, habría ido a parar a la bahía, divisando Fuerte Sumter. Pero giré a la derecha y localicé
finalmente lo que había estado buscando: una tienda de comestibles, donde compré una caja de
Mallomars con monedas sacadas del bolsillo de un abrigo guardado en el armario de nuestro vestíbulo.
La destartalada tienda, se hallaba situada en la esquina de lo que Gershwin denominara Catfish Row.
Varios años más tarde conseguiría allí mi primera colocación, con un sueldo de dos dólares y medio
semanales. Mi madre se enteró por una de sus amigas que me vio barriendo la puerta de la entrada
embutida en mi uniforme de las jóvenes scouts. Nunca le hablé de aquel primer paseo, ni de que me
extravié, apoderándose de mí el temor. Yo tenía entonces cinco años, pero estaba al tanto del trato
madre-hija: “Si te separas de mí, no es justo que vuelvas a mis brazos en busca de consuelo.”

Sólo en dos ocasiones me había extraviado, corriendo algún peligro. Las dos veces en
Pittsburgh. Me acuerdo de un hombre y una mujer que me llamaban desde un coche, invitándome a
cruzar la calle para dar un paseo en su compañía; luego, hubo lo del muchacho vendedor de periódicos,
que se desabrochó su bragueta, para mostrarme algo terriblemente desconcertante. En ambas
ocasiones, yo había echado a correr alocadamente, huyendo. Pero Charleston era una población segura
para nosotras. Estoy convencida de que a mi madre se le antojó una especie de cielo, tras los
desdichados años pasados en Pittsburgh.

Siempre que sueño se me aparecen las personas con quienes crecí en Charleston. Las casas,
allí, eran de cuatro plantas. Sus fachadas estaban cruzadas por elegantes listones de madera; los
pórticos se prolongaban hacia atrás, formando ángulos perfectos. Durante toda mi vida, para juzgar la
belleza de otras ciudades me he valido de su comparación con Charleston, donde no se pueden ver los
jardines desde la calle. Para ello, una tiene que ser invitada a pasar al interior de la vivienda.

Nuestra casa se inclinaba ligeramente hacia la derecha. Cuando me sentaba en el cuarto de


estar, la cabeza, automáticamente, se echaba a un lado, poniéndose en línea con las paredes inclinadas.
Había unos postes metálicos por debajo del cielo raso. “Esto ha sido hecho pensando en los huracanes
de los últimos días del verano”, me explicó alguien. Pero nunca se nos derrumbó nada en Charleston.
Nadie se fue de allí tampoco. Me crié sumida en un ambiente estable, en un mundo cálido y generoso,
que prometía seguir siendo así siempre.

Ansiaba desesperadamente pertenecer por derecho propio a aquel mundo. En la sociedad de


Charleston existían límites muy bien definidos y rigurosos. Vivir “más debajo de Broad Street”
significaba tener un marcado acento del sur, y varias generaciones de parientes nada más doblar la
esquina. Nosotros nos desenvolvíamos perfectamente. Aprendí a decir mirrub en lugar de mirror*,
pero ni el dinero de mi abuelo ni el hecho de ser yo alumna de un colegio privado podían alterar esto:
éramos yanquis. No había una sola casa en la que no fuese bien recibida, ni hubo una sola ocasión en
la que no me sintiera querida por las madres “honorarias” que fueron saliéndome por la ciudad… Pero
yo sabía que no pertenecía a aquella sociedad. Incluso mi nombre –Friday- era distinto. Más adelante
fue agradándome su singularidad, como progresivamente fue complaciéndome mi elevada estatura. No
obstante, recordaba que contando yo diez años, cuando la gente me preguntaba cómo me llamaba, me
encogía disimiladamente antes de contestar “Nancy”.

De no haberme criado en ese reducido rincón divergente de la natural seguridad de Charleston


y las estrictas reglas que tan cerradas sociedades establecen, estoy segura de que ahora sería distinta.
Quizá no me hubiera casado nunca con Bill, ni me hubiese dedicado a escribir libros sobre la
sexualidad femenina. Mi vida habría sido una línea recta, alargada, consolidada, una sólida nota; la
vida de una mujer que jamás ha puesto en duda sus convicciones. Pero yo no había sido hecha para
seguir semejante senda, ya que de lo contrario no hubiera dado tantos paseos. Me habría quedado para
siempre “más debajo de Broad Street”. Habría preferido vivir con mi antigua ansiedad, la del
abandono, en lugar de mezclarme de un modo tan completo con la gente, sin salir nunca de Charleston.
Pero yo sé que mi capacidad de hoy para vivir distintas vidas, la que me permite enfrentarme con
abstracciones, cambiar y aceptar las consecuencias, se funda en lo que encontré en Charleston. Cuando
adelanto un pie hacia lo desconocido, apoyo el otro en el seguro pasado.

Actualmente, mi madre vive a unos mil seiscientos kilómetros de Charleston, donde ha echado
raíces que resultan tan profundas como las antiguas, y amistades tan arraigadas como las de antaño. A
ella le extraña mi falta de interés por asentarme, pero ambas compartimos una gran nostalgia por
aquellos años en que casi nos considerábamos como pertenecientes a una comunidad empeñada en la
conservación de cuanto fuera bello: las viejas casas, los himnos del siglo dieciocho, y, especialmente,
la familia. No es necesario que sepa dónde estaré el año próximo, pero, con todo, yo también abrigo
cierta ansia de estabilidad. La encuentro en las personas, no en las casas. La suerte de haberla hallado
proviene de una verdad básica que aprendí en Charleston: si yo expongo la necesidad de amor que
siento, puede ser que lo encuentre en otros. Sólo en sueños continúan rechazándome los demás.

Cuando contaba diez años, se mudó a nuestra calle una familia, la de Sophie, una chica de la
que había de ser amiga. Esta familia provenía de “más arriba de Broad Street”, lo cual la hacía más
forastera que si hubiese sido yanqui. Me convertí en esclava de Sophie, y no porque fuera un año
mayor que yo. Hasta el momento de iniciarse mi relación con esa chica, yo siempre había marchado en
todo instante delante de todas, valiéndome de mi iniciativa. Cuando una amiga dormía “arriba” era yo
quien insistía en tender un hilo entre las camas gemelas, sujeto por los extremos a los dedos pulgares de
nuestros pies, con objeto de que no pudiera dejar de despertarnos cualquier movimiento que realizara.
Silenciosamente, en ocasiones, nos levantábamos, descendíamos por las escaleras de las tres plantas,
dejando atrás el cuarto en que dormía mi madre, y nos aventurábamos por las oscuras calles de
Charleston. Mía fue la idea de jugar en las prohibidas naves de los muelles; nos deslizábamos hasta las
cubiertas de los buques atracados, y viajábamos en los carromatos, tirados por viejos caballos, al
cuidado de unos conductores negros, que distribuían mercancías por aquella parte de la población. Sin
embargo, nunca disputé a Sophie su jefatura.

Poseía su figura un aire misterioso especial, propio de un ser descendido de la luna. Había
vivido la existencia déclassé de “más arriba de Broad”, que ejercía en mí una gran fascinación, casi en
la misma medida que la Saint Cecilia Society, en la cual nunca sería admitida, debido a mi ascendencia
yanqui. Sophie fue quien me reveló de dónde procedían los niños. Poco importa que no fuese correcta.
Yo no había conocido nunca a nadie que se aviniera a abordar aquel tema. Había, en efecto, un alto
nivel de ignorancia sexual en mi “grupo”, siguiendo así hasta cumplidos los veinte años. A lo largo de
aquellos tiempos de cálidos sueños, nadie hablaba del sexo. Hablábamos del amor.

La casa de Sophie era asimismo algo distinto. Los hogares de Charleston eran mantenidos con
un aspecto inmaculado por doncellas que habían vivido siempre con las familias respectivas. Sophie,
al referirse al desorden que imperaba en su casa, decía que en la vida había cosas más importantes que
el aterciopelado silencio de las hermosas habitaciones. Los ceniceros aparecían sobre la alfombra; las
tazas del desayuno, con el café pegado a los platos, permanecían hasta el mediodía en la mesa. Los
pesados muebles se veían torpemente colocados… Allí, todo resultaba excitante, revelando y ocultando
en cierto modo indicios de que conducían a otro secreto y exuberante sentido de la vida, algo que para
la familia de Sophie encerraba más atractivos que la limpieza.
En casa de Sophie no se comía a horas fijas; no había tampoco una hora determinada para
regresar a casa, no existían reglas de conducta. Cuando en la habitación en que nos encontrábamos
entraba una persona adulta, yo era la única que se ponía de pie. En la zona alta de la vivienda, el
misterio se acentuaba. Allí arriba, tres hermanas compartían una vasta habitación, más parecida a un
almacén de cosméticos. Los polvos para la cara flotaban en el aire, y las hermanas de Sophie, mayores
que ella, se sentaban frente a su tocador con tan sólo unas bragas, repasándose insistentemente los
labios con carmín. Cierto día me maquillaron. Consideraron después lo que habían hecho, suspiraron
y me dijeron que no me preocupara; yo poseía una “buena personalidad”. Al atardecer llegaban a la
ciudad los cadetes de Citadel, quienes se llevaban a las hermanas de Sophie, como si hubiesen sido
premios acabados de ganar, perdiéndose luego todos en la noche. Una vez, Sophie y yo nos
escondimos detrás de un sofá, mientras una de sus hermanas se despedía de su acompañante. Sophie se
excitó tanto que dejó el pavimento humedecido.

Sophie me enseñó a bailar. A mí me gustaba la música corriente, de ritmo rápido. Aprender a


mover el cuerpo era una cosa casi tan excitante como trepar por las cercas o lanzarse en persecución de
los chicos. (Había otras chicas que esto les interesaba). Uno de nuestros juegos favoritos consistía en
escondernos bajo la terraza de la casa de Pete, o de Henry, esperando su llegada. Nos tumbábamos en
el suelo, escuchando sus conversaciones. Ellos ignoraban nuestra presencia, por supuesto. Era
excitante. Pero había algo mejor todavía: vernos descubiertas. Entonces, los chicos se lanzaban en
nuestra persecución, y corríamos por las calles en cuesta de Charleston, unas veces bajando y otras
subiendo, internándonos por las callejas empedradas de guijarros. En una de aquellas persecuciones, los
chicos, al alcanzar a Sophie, la besaron. Comprendí en aquel momento que a Sophie no le daba lo
mismo bailar o correr con cualquiera, chico o chica. Hubo algo más significativo: Pete y Henry no me
besaron… Esto me llenó de ansiedad. Me hallaba implicada en un juego en el cual no podía ganar.
Una de las noches en que me quedé a dormir en casa de Sophie, me cogió una mano mientras
nos hallábamos acostadas y la colocó sobre su pecho. Luego me dio instrucciones para que le chupara
los pezones. Yo habría seguido a mi amiga hasta dentro de una nube de fuego. Cuando se desplazó
hacia la parte inferior de la cama y colocó su boca entre mis piernas, experimenté un placer que antes
jamás hubiera creído posible. Me pidió a continuación que yo hiciera lo mismo con ella, pero la
defraudé. Me valí únicamente de mi pulgar.

Sophie se pasaba los días embutida en vestidos, en tanto que yo siempre llevaba pantalones de
vaquero. Durante nuestras últimas jornadas de juegos en común, me esforcé desesperadamente por
seguirla a todas partes, por no perderla. Camino de su casa, detenía mi bicicleta junto a nuestra gran
puerta de hierro, y bajaba la cabeza sobre el manillar, ocultando parcialmente el rostro en el cesto de
los paquetes con el fin de avivarme los labios con un poco de carmín. Los bolsillos de mis pantalones
se veían abultados, pues dejaba en ellos los accesorios de mis dos vidas, los cosméticos y la navaja.
Me hallaba preparada para todo.

Pero no para combatir el rechazo de que fui objeto después por parte de Sophie. Me pasaba la
vida detrás de ella y de sus nuevas amigas, chicas de su edad. Cuando mi amiga solicitó el ingreso en
el Campamento Kanuga, de la 1ª. División, yo, con igual propósito, mentí al serme preguntada la edad.
Frenéticamente, la seguí hasta las montañas, donde pasé las tres semanas peores de mi existencia. Me
rellenaba mi traje de baño azul para aumentar el volumen de mi busto…, pero pronto se descubría el
artificio al contacto con el agua. Por las noches me sentaba, sola, bajo los árboles, viendo cómo las
parejas se perdían entre los matorrales. Una mañana pasó por allí, camino del lago, la 2ª. División, que
agrupaba a las más jóvenes. Entre las chicas con quienes yo había crecido se encontraban las que
habían sido mis mejores amigas hasta el día en que apareciera Sophie. Hubiera dado cualquier cosa por
estar con ellas.

¿Cuántos meses, o años, habían de transcurrir para que intentara recrear aquella particular
noche pasada en casa de Sophie? Una amiga estaba durmiendo conmigo y me situé encima de ella,
iniciando un frote ascendente y descendente. Pero no ocurrió nada. No fue nada vergonzoso, ni
divertido. Mi amiga y yo renunciamos a aquel juego, dedicándonos en vez de ello a importunar a mi
hermana. Susie había cerrado con llave la puerta de su dormitorio, pero podíamos oír a Frank Sinatra
cantando “Noche y Día”. “¡Oh, Frankie!”, gritamos, moviendo ruidosamente el tirador y riendo
histéricamente.

Mi madre ha sido muy buena al no desprenderse de los objetos de mi niñez, guardados en los
baúles que llenan el desván. Recientemente encontré en ellos un deslustrado brazalete de
identificación. Estaban muy de moda cuando yo era jovencita. Los chicos se los regalaban a sus
novias, después de haber sido estampados sus nombres en las dos caras. En el mío se leía “Nancy” por
un lado, y en el otro habían sido grabados los de “Pete” y “Henry”. En el curso de aquel terrible
verano, cuando yo contaba diez años, me había comprado ese brazalete…

El día en que comencé a menstruar estaba lloviendo. Era aquél un sábado sofocante. Me
preguntaba si, a causa de la lluvia, sería suspendida mi clase de equitación. El olor que se desprendía
del magnolio que crecía junto a la ventana de mi dormitorio me retuvo allí, acordándome entonces de
que si no me levantaba y sacaba la bicicleta de debajo del árbol, donde la había dejado unas horas
antes, el sillín quedaría empapado de agua. En tales condiciones, cuando me dirigiera al colegio el
lunes, habría de mantenerme de pie sobre los pedales durante todo el trayecto. Sentía en aquellos
instantes una pequeña molestia en la parte baja del estómago. Ya en una ocasión había estado hablando
con mi madre acerca de la necesidad de operarme de apendicitis, lo cual me había impedido jugar los
partidos de baloncesto de la temporada. Ahora veía todo el verano amenazado. Cuando descubrí unos
pequeños puntos de color marrón en mis bragas, suspiré aliviada. De manera que se trataba de
aquello… Cesó la lluvia. Podía montar a caballo. El verano era mío.

Mis amigas y yo estábamos muy al corriente de lo que significaban aquellas cajitas en blanco
y azul, las “Kotex”, que veíamos en los cuartos de baño de nuestras madres. Sabíamos que
terminaríamos por utilizarlas. Durante una mudanza, cuando abandonamos la gran casa rosada, mi
amiga Joanne y yo nos echamos a reír al ver aparecer a uno de los obreros con un “Tampax” que había
encontrado en la repisa del baño. “¿Hay que guardar en algún sitio estas velas?”, nos preguntó el
hombre, inocentemente. En numerosas ocasiones, me había colocado un “Kotex” en las bragas,
probando a andar con naturalidad, complacida ante la idea de que en un día no lejano yo también
utilizaría aquello normalmente. Éramos unas chicas muy sabias, que no sabíamos absolutamente nada.

En casa sólo podía contar con mi madre para instruirme en lo tocante a la colocación del
“Kotex”. Mi hermana se encontraba lejos, interna en un colegio. De no haber tenido ante mí la
perspectiva del caballo, quizá hubiera preferido seguir tendida en la cama, sangrando hasta morir, antes
que pedir ayuda para una cosa tan personal, tan íntima. Mi madre había estado ocupada durante toda la
mañana con un obrero, quien le estaba instalando una sirena de alarma por fuera de la ventana de su
dormitorio. Reinaba una gran inquietud en Charleston por aquellos días, a causa de las andanzas de un
ladrón a quien los periódicos llamaban Amorous… Este hombre reflejaba con precisión la
condescendiente seguridad de Charleston de que incluso los ladrones sabían cuál era el lugar en que
actuaban. Amorous se acostaba con sus víctimas femeninas, pero nunca se atrevía a ir más lejos. El
operario estaba colocando el interruptor del aparato a escasa distancia de la almohada de mi madre
cuando yo entré. Musité algo y ella me siguió hasta mi habitación. Todavía recuerdo los momentos de
turbación que vivimos las dos entonces.

Mi madre puso en mis manos un cinto elástico de color rosado, enseñándome qué había de
hacer para sujetar los extremos de los ganchos metálicos. Encogí el estómago al notar el contacto de
sus manos y hablé rápidamente para que no fuera tan prolija en sus explicaciones. “De acuerdo, de
acuerdo. Comprendido. Puedo hacerlo yo sola perfectamente”. No podía pensar en salir de la casa.
Mi primera menstruación representaba para mí dos cosas: tenía que abandonar la idea de una
operación de apendicitis; me sentía turbada al tener que pasar por los ritos de la iniciación, a cargo de
mi madre. No le hablé de mi dolor de estómago, y mi madre no canceló mi clase de equitación. Yo me
había acostumbrado a decirle las menos cosas posibles y a seguir mi camino. Años más tarde había de
acusarla de indiferente. Las madres nunca salen ganando.

Al día siguiente, mientras recorríamos en coche el camino que nos separaba de la casa de una
amiga, me sorprendió que me preguntase, cuando menos lo esperaba, en un tono de voz
desacostumbrado: “¿Qué tal te sienta ser mujer?”. La cordialidad que denotaban sus palabras me
pareció odiosa. Incliné la cabeza a un lado, sacándola por la ventanilla.

Mis trenzas flotaron al viento. Aquellas fueron las últimas palabras que mi madre pronunció
sobre el tema.
Me tenía sin cuidado lo de la menstruación. Era algo esperado, aunque, probablemente, no tan
pronto. Resultaba curioso que yo fuese la primera de mi grupo en pasar por ello; muchas de mis
amigas usaban sujetadores, en tanto que yo tenía el pecho completamente plano y no me notaba ningún
vello. Creo que no hablé con ellas de mi menstruación hasta que una sacó a colación el asunto,
afirmando que había empezado a menstruar. “¡Oh! ¿Te refieres a eso?” –dije-. ¡Pues no hace poco que
empecé yo!” Pero no quise hablar nunca con mi madre de “esta clase de cosas”. Y lo de ser mujer me
importaba un bledo. Contaba once años.

Las mujeres vivimos en un aislamiento que desmiente el cuadro que ofrecemos al mundo.
Andamos de acá para allá, chismorreamos, volvemos nuestras vidas del revés, unas a otras, como si
fueran calcetines, exponiendo nuestros sentimientos con una vehemencia que nosotras mismas no
comprendemos, refiriéndonos también mutuamente detalles que ocultamos a quienes nos aman. El
mundo asiente, mostrándose naturalmente dispuesto a no reparar siquiera en nuestros primeros intentos
en el terreno de la homosexualidad. “Todas las chicas son así.”

Somos confiadas, cariñosas, tiernas, y nos inclinamos hacia la intimidad, pero preferíamos que
esos lazos se proyectaran hacia los hombres; nos traicionaríamos unas a otras si los hombres nos lo
ofrecieran. Los hombres resultan desconcertantes; no tienen la misma necesidad que nosotras de
comunicarse con las demás personas. No pueden convencernos de que nos aman. El denominador
común de nuestras vidas es éste: seremos derrotadas ante los hombres y nos ataremos espontáneamente
a otras mujeres. Esta atadura no es la de unas amigas que se quieren entrañablemente. Es la de los
carceleros mutuos, guardadores del secreto que no se puede mencionar. Me refiero a nuestra
sexualidad.

“Esas mujeres que alardean con muy mal gusto del amor que les inspira su propio sexo, aparte
de las lesbianas, quienes deben inventarse su propio ideal de amor –dice Germaine creer en The Female
Eunuco-, tienen habitualmente curiosas relaciones con él. Alternan las confianzas íntimas con el más
extraordinario grado de deslealtad; no se puede estar nunca seguras de ellas; sufren fácilmente
tensiones… por muy afectuosas que se muestren, por mucho que sea el tiempo que las conozcamos…
Del amor de los semejantes no saben nada. Y no pueden quererse entre sí de forma fácil, inocente y
espontánea porque ellas mismas no se aman.”

De pequeñas, sabíamos que mamá tenía un secreto. Nos sentíamos muy cerca de ella; la
madre sabía mucho acerca de nosotras; insistía en que debíamos contárnoslo todo, pero estábamos
convencidas de que ella nos ocultaba algo. Negaba que hubiera “más” en su vida de lo que nosotras
veíamos e imitábamos, pero sabíamos a qué atenernos. Esperábamos el momento propicio.
Alegremente, dejábamos de hacer las cosas que emprendían los chicos, si bien envidiábamos su
movilidad, su rapidez, su osadía. ¿No había renunciado la madre también a esas cosas? ¿No se había
avenido a que papá fuera quien se pasase todo el día fuera de casa, en la oficina, a que saliera de noche,
a que manejara recompensa para las mujeres como mamá. Esto tenía mucho que ver con lo que pasaba
entre ella y papá cuando se encontraban a solas. Se provocaban emociones mutuamente, surgían entre
ellos tensiones, se producían enojos, estallaban gozos que afectaban a ciertas fibras sensibles de sus
cuerpos, y en tan profunda resonancia que ansiosamente temíamos y deseábamos a un tiempo conocer
el secreto de mamá. Era sólo cuestión de tiempo, de espera, para que todo nos fuera revelado.

Y estábamos acostumbradas a esperar.


¿No se os ha ocurrido alguna vez pensar que hay algo en marcha, por mucho que todo el
mundo lo niegue? Una parte de nosotras mismas lo rechaza, haciendo que nos pase inadvertido. Pero
de pronto caemos en ello, dándonos cuenta de que estamos perfectamente informadas… y deseando no
haberlo averiguado nunca. Esto es lo que ocurre con las mujeres y la sexualidad.

De pequeñas, aprendemos a la más importante lección sobre nuestro cuerpo de la persona que
nos cuida, que nos alimenta, que nos instruye. Mamá puede dar unos azotes a nuestro hermano cuando
le sorprende jugando a algo peligroso. Es posible que él se sienta culpable, pero asimila unas actitudes
con relación a su cuerpo y a su sexo tomando como modelos a otros chicos, y a los hombres. “No, eso
no se hace”, dice nuestra madre cuando nos tocamos la vagina. “No”, repite, si ve que vamos en busca
de los chicos. “Espera a ser mayor.” “No molestes a papá”, ordena cuando descubrimos lo a gusto que
nos sentimos sobre sus rodillas. Obedecemos. Más tarde, puede ser que nos masturbemos, y que nos
lancemos tras los hombres. Sin embargo, ¿qué sentimos? Mucho antes de que llegue el momento de
las enseñanzas, del libro en la mesita de noche, de la película proyectada en el colegio, todo lo que
hemos aprendido acerca de nuestra sexualidad proviene de las negativas de nuestra madre, de sus
evasivas, y de su relación con su propio cuerpo.

“Es posible que haya un período crítico para aprender el arte de ser madre –dice el antropólogo
Lionel Tiger-. Si no se aprende durante su transcurso, no es probable que luego puedan asimilarse las
reglas correspondientes. Benjamín Spock, por ejemplo, creía que las chicas aprendían a ser madres
entre los tres y los seis años, cuando jugaban con muñecas y veían a mamá elaborar tortas de chocolate.
Guardaban en su mente de algún modo esta información, y después, a los veinte años, o cuando se
casaban, encontraban en sus manos, por decirlo así, los utensilios necesarios para la preparación de esas
mismas tortas.” Luego añade una idea asociada, aunque diferente: “Hay una razón muy sólida para
creer –declara- que todos aprendemos nuestros papeles sexuales a muy temprana edad.”

No se trata de una declaración capaz de conmocionar al mundo, hasta que examinamos la


distinción establecida entre el papel de madre y el sexual. (El hecho de que los dos sean aprendidos al
mismo tiempo aumenta la confusión). La primera parte nos agrada, admitiendo fácilmente y con un
gesto de afecto que es la madre quien nos enseña los duros quehaceres que implica el gobierno de la
casa. La evocamos trabajando en la cocina, y recordamos lo bien que nos cuidaba a todos. Por eso la
amamos. Más importante aún: queremos amarla, necesitamos amarla. El más leve gesto de enojo o de
disgusto nos produce un terrible desasosiego. Por este motivo, no nos gusta pensar que la misma mujer
que nos enseñó a ser buenas madres nos enseñó también a ser unas compañeras detestables del hombre
en el terreno sexual. No la “vemos” nunca como el modelo de quien aprendimos a temer a nuestros
cuerpos, con tanta naturalidad como aprendemos a estimar la limpieza del cabello; no relacionamos
nuestra ansiedad, cuando él intenta tocarnos “allí”, con la que ella sintió cuando nosotras, de pequeñas,
nos tocábamos. Vamos a visitarla a su casa llenas de buenas intenciones, con el propósito de
expresarle nuestro amor y nuestra gratitud, porque necesitamos reforzar nuestro lazo de unión con ella;
pero demasiado a menudo se producen tensiones, flotan éstas en el aire, y al decirle adiós con un beso,
nos sentimos apenadas.

¿Por qué? ¿Qué es lo que ha marchado mal? Ni siquiera las mujeres que dicen: “No me llevo
bien con mamá” aluden a tensiones sexuales como un problema entre ellas. No podemos enfrentarnos
con el hecho de que nuestras tensiones sexuales de hoy son heredadas de nuestra madre.
Los pediatras piensan, comúnmente, que los niños disponen de un medio autoprotector para el
aprendizaje de lo sexual. Nosotras asimilamos toda la información que nos es posible de una vez.
Cuenta una madre de dos niñas de siete y nueve años: “Yo creía haber explicado perfectamente a mis
hijas cómo son concebidos los niños, y cómo vienen al mundo. Hasta que asistimos a un espectáculo
en el que actuaba Dick Van Dyke. En él, una niña decía que los chiquillos venían al mundo tras haber
formulado los padres su deseo con la mirada fija en una estrella. Seguidamente se internaban en el
jardín. Si veían una col azul vendría un niño, y si la col era rosada llegaría una niña. Entonces dije a
mi hija mayor: “Nosotras estamos mejor informadas, ¿verdad?” Y ella respondió: “Naturalmente.
Todo el mundo sabe que lo que han de ver los padres es una rosa roja y no una col.”

Esta historia tranquiliza a las madres. De un lado, el episodio revela que sus pequeñas no
quieren saber nada sobre el sexo. La madre, por consiguiente, tiene razón al aplazar la conversación
acerca del tema, y concretamente la menstruación, por un año o dos. Refuerza también una impresión
de la madre: la de que podrá controlar lo que le ocurra a su hija. “Mi pequeña sabrá solamente lo que
yo le diga.”

“Es una idea muy corriente que las madres albergan con respecto a sus hijas –señala la doctora
Schaefer-, un ejemplo de primer orden que alude a la irrealidad de los esquemas simbióticos
imaginados. Esas mujeres no saben dónde terminan ellas y dónde empiezan sus hijas. Si ves a tu hija
como una prolongación de tu ser, no serás capaz de imaginar que posee pensamientos y sensaciones
diferentes de los tuyos. Una madre supone: “Si a mí me turba y me inquieta todo lo sexual, a mi hija le
ocurrirá lo mismo.” Estamos ante otra autorrealizada profecía.”

Las mujeres que son una adelantadas con relación a las limitadas vidas de sus madres, aquéllas
que se consideran sexualmente liberadas, que se creen carentes de prejuicios y abiertas, se quedan
desconcertadas al advertir que sus hijas no han “oído” su valiente e insólito mensaje. “Es como si no
hubiera prestado atención a una sola de mis palabras”, manifiesta la madre de una joven de dieciséis
años. “¿Por qué no ha hecho uso de un diafragma? Me da la impresión de que no ha estado
escuchándome a mí, sino siguiendo las indicaciones de mi madre, cargada de sentimientos de
culpabilidad.” Hay una pista aquí que lleva a un movimiento trepidante hacia atrás, muy
corrientemente descubierto en las hijas de mujeres que se proclaman sexualmente liberadas: la hija no
siente mucho interés por lo que la madre le dice con referencia a la libertad, conformándose con los
profundos y frecuentemente inconscientes sentimientos sobre lo sexual que su madre asimiló de niña.
Es necesario que pase más de una generación para alterar las lecciones que aprendimos de nuestras
madres.

“Personalmente opino que cuanto más íntima sea la relación de una chica con su madre, más
naturales serán los sentimientos de la hija sobre su cuerpo”, dice la doctora Fredland, quien observa que
sus actitudes han cambiado bastante, hasta el punto de sentirse capaz de comunicar un mensaje distinto
del que a ella le transmitió su madre. “A mi hija, de cuatro años de edad, le gusta contemplarse la
vagina. A veces, cuando salgo de la ducha, la niña se tiende sobre la alfombra del cuarto de baño,
levantando la vista para decirme: “Me gusta ver qué aspecto tiene tu vagina, y cómo es tu recto.”
Entonces, yo respondo: “Muy bien. Mira, pues, ambas cosas.” Cuando contaba menos años, a mi hija
le gustaba que la sostuviera en brazos delante de un espejo, examinando aquellas partes que le
llamaban la atención de su cuerpo y preguntando para qué estaba hecha cada una. Esta clase de
naturalidad en lo que afecta al cuerpo sólo puede lograrse disfrutando de una real intimidad con la
madre.”
No consigo verme a mí misma tendida en el cuarto de baño, contemplando, sonriente, la
vagina de mi madre. Puntualizando más: menos imaginable serían aún para mi madre. A las vuestras,
probablemente, les sucedería lo mismo. Una relación con la hija tan natural como la expuesta por la
doctora Fredland hace pensar que tal forma de educar a una hija constituye una auténtica utopía. Pero
hay que pensar que la doctora Fredland es médico, y que se ha especializado, además, en psiquiatría.
Profesional y personalmente, ha reflexionado más sobre este tema, analizándolo a fondo que cualquiera
de las otras madres que he entrevistado. Ella sería la primera en disuadirte de imitar su conducta, a
menos que tú estuvieses absolutamente convencida de que aceptabas tu sexualidad en la misma medida
en que se lo has asegurado a tu hija.

En el terreno de lo sexual no hay nada que siembre tanta confusión como el doble mensaje.
Cuando no ha existido una relación natural desde el nacimiento, lo sexual no puede ser comunicado
con “naturalidad”. Transcurridos seis o siete años de silencio, si la madre hace acopio de todo su valor
y anuncia repentinamente, a bombo y platillos, que “El Sexo es la Cosa más Natural del Mundo”, lo
único que hace es saturarnos de contradicciones. “La madre se ha leído todos los libros”, dice la
educadora Jessie Potter, “y está al tanto de lo que se supone que va a decir. Pero la muchacha ha
pasado toda su vida en aquel hogar y sabe que lo sexual no es una faceta feliz en la vida de sus padres”.

La señora Potter continúa diciendo: “Mi experiencia, basada en el colegio y en mis entrevistas
con centenares de padres, me dice que algunas personas, raras y especiales –padres o maestros- han
sido formadas para enfrentarse plácidamente con todo lo relacionado con el sexo. No es éste el caso de
la mayoría. Y así ocurre que cuando piensan que están meramente refiriendo a las niñas unos hechos,
es su propia turbación lo que las criaturas asimilan.”

Una mujer de veintidós años manifiesta: “En materia de educación sexual, lo único que
recuerdo, aparte de lo rígida y fisgona que era nuestra profesora, es la advertencia de ésta: si nos
masturbábamos, los hombres dejarían de interesarnos.”

No es necesario que la madre sea perfecta; basta con que sea consistente. En este último caso,
podemos sentirnos suficientemente seguras como para identificarnos con ella, situándonos a su derecha
o a su izquierda. La madre nos facilita un punto conocido desde el cual arrancar. Se ha ofrecido a
nosotras como un modelo de honestidad. Nos ha liberado. Podemos aceptar su timidez o turbación en
relación con lo sexual porque es así como la hemos percibido siempre. Pero el doble mensaje de
nuestra madre hace que crezcamos con un sentimiento de ansiedad respecto de nuestra percepción de la
realidad.

“No hay que hacer nada nunca que nos lleve a sentirnos a disgusto”, recomienda la doctora
Fredland. “Si una madre se siente incómoda y vacilante, debe recurrir a alguien que sea capaz de
abordar con naturalidad los temas sexuales frente a su hija.” He aquí también una franca admisión de
los sentimientos maternos: hemos de valernos de una persona extraña y no de ella para conocer ciertos
hechos. Esto puede distanciarnos; puede ser doloroso. Pero decirnos una cosa mientras ella, en su
interior, siente otra, es algo que puede hacer más daño aún. Efectivamente, son muchas las mujeres
que reconocen sin rodeos que lo mejor que pudieron hacer sus madres fue no hablar con ellas para nada
de asuntos referentes a la vida sexual.
“Mi madre nunca declaró si esto era bueno y lo otro malo”, dice una mujer de treinta años. “Se
afirma que tal proceder no es sano, pero yo he pensado muchas veces que a mí me favoreció. No tuve
prejuicios. Mis amigas se encargaron de informarme espontáneamente de todo lo relativo al sexo.
Tenía cerca de treinta años cuando me masturbé por primera vez, y experimenté mi primer orgasmo en
mi segundo matrimonio, pero siempre me he sentido bien dispuesta ante lo sexual. Siempre me sentí
libre para buscar lo que necesitaba, aunque lo aprendí todo más tarde de lo que es habitual en las demás
mujeres. Creo que la lección más real que se puede dar sobre el sexo es una que mi madre jamás
tradujo en palabras, pero que yo, con todo, capté: ella y mi padre hallaron unidos siempre por una grata
y cálida relación.”

He aquí un hecho que constituye un lugar común entre psiquiatras y educadores: las niñas,
incluso las ya crecidas, se niegan a pensar que nuestros padres “lo hacen”. Sin embargo, la lección que
destaca por encima de muchas palabras y libros está contenida en la última declaración de esta mujer:
“Como mis padres se gustaban mutuamente, y los pequeños de la casa lo sabíamos, concebí la idea de
que, fuera lo que fuese lo que ocurría entre hombres y mujeres, ningún reparo podía objetarse a sus
relaciones.”

Cuando adquirimos el convencimiento de que nuestra madre no va a darnos a conocer la


verdad, nos dirigimos a las otras chicas. Estas nos prometen el tipo de intimidad que desearíamos que
aquélla nos ofreciera, pero que no nos da. Durmiendo en casa de una amiga, o ésta en la nuestra,
nuestros susurros confirman lo que y sospechábamos: nuestra madre no experimentó nunca lo que
nosotras estamos viviendo. Por eso no nos habló de ello, y no porque no nos amara. Si ella sintió
alguna vez lo mismo que nosotras, fue mucho tiempo atrás, mucho antes de que fuera madre, en otro
tiempo totalmente moralista, en una época antediluviana. Hemos de protegernos a nosotras mismas –y
también su mojigatería- procurando que ignore lo que sabemos. Al decidirnos a actuar sin su
aprobación –en secreto, frente a ella-, perdemos su ayuda en la tarea del descubrimiento de nuestra
“prohibida” sexualidad, y también asumimos una responsabilidad. Lo sexual asusta a la madre. Con
nuestro silencio la protegemos. Y, no obstante, aún amándola como creemos amarla, sentimos algo así
como la existencia de una traición: si ella nos amaba, ¿por qué no nos hizo saber que era más difícil ser
mujer que ser madre?

Intentamos establecer con las otras chicas lo mejor de lo que nos relacionaba con nuestra
madre: una cálida proximidad que nos permita decírnoslo todo, “compartido” todo. Al revelar nuestros
más ocultos secretos, esperamos que nuestra mejor amiga quede ligada a nosotros para siempre. Pero
la mano invisible de la madre continúa persiguiéndonos. “Mi hermana y yo teníamos toda la confianza
que dos chicas pueden llegar a tener entre ellas”, explica una mujer. “Hablábamos de todo…, excepto
de las cosas íntimas. Yo creo que esto era debido a la influencia de nuestra madre.”

Mucho después de que hayamos dejado la casa de la madre, incluso después de su muerte, ella
sigue incorporada al sistema “moral” femenino que nos enseñó; tratábase del especial territorio que
compartíamos con ella, del cual nuestro padre y los hermanos habían sido excluidos. Para
desembarazarnos de la mojigatería que nosotras asimilamos de ella, para liberarnos del temor que ella
nos inculcó, en forma de protección, hay que hacer algo más que vocear un lema o leer un nuevo libro.
Buena o mala, nuestras ansiedades constituyen la herencia materna, nuestra solidaridad con ella.
Eliminar su incesante vigilancia, su recelo en el terreno del sexo, significa matar la parte de nuestra
madre que continúa viviendo en nosotras, como la consciencia materna. De ahí por qué resulta tan
difícil hacer eso, aunque nuestras mentes digan que sí, sí, si… Tal proceder representa su total
aislamiento.

Ya de pequeñas, empezamos a proyectar este femenino “super yo” en nuestras amigas. He


aquí el motivo de que no podamos confiar en las otras chicas. Nos mostraremos cariñosas mutuamente,
en un arranque de cordialidad o dulzura, ansiando pensar en nuevos secretos que compartir…, pero
siempre retendremos uno. “¿Te has tocado tú alguna vez ahí debajo?”, nos aventuramos a preguntar,
temiendo ya haber ido demasiado lejos. “¡No!”, exclama nuestra amiga, confirmando nuestros
temores. “¿Tú sí?” ¡Oh, no!”, respondemos…, negando esto o lo que sea, por miedo a que ella deje de
querernos. La cumbre de nuestros deseos se cifra en ser como todas las demás muchachas, en hacernos
como ellas.

Imaginándonos personas con una vida sexual, no nos sentiremos tan a gusto como pensando
en nuestro papel de madres. La palabra sexo nunca posee unas resonancias tan atractivas como el
vocablo amor. Es preferible el silencio a cualquier nombre dado a nuestros genitales, y por mucho que
podamos gozar tocándonos “ahí debajo”, nunca creeremos que a él le guste. El papel que aprendimos a
desempeñar con nuestras muñecas ha cubierto un ciclo completo, y sólo contamos doce años.
Hubiéramos podido preguntarnos por qué no había un papá para nuestras muñecas cuando nosotros
éramos tres, pero por la época en que supimos de dónde venían los bebés nos encontrábamos más a
gusto sin los hombres. ¿No renunció mamá a la vida sexual por nosotras?

Nuestra necesidad de aceptación por parte de las mujeres es ya más fuerte que cualquier
necesidad sexual que nos impulse hacia los hombres. Encarcelada o carcelera, es una y la misma esta
persona en la cárcel de las mujeres. Nuestra sexualidad siempre parecerá un desafío ante otras. El
matrimonio, más que un paso adelante hacia lo sexual sin sentimientos de culpabilidad se convierte
pronto en un paseo por la avenida de los recuerdos, con la presencia de mamá y papá en todas partes.
Por el tiempo en que nos convertimos en madres, constituye una especie de segunda naturaleza en
nosotros el proteger a nuestras hijas mediante la negación de nuestra propia sexualidad. Dejamos a un
lado a nuestro esposo, exactamente igual que hizo mamá con papá, cuando éramos tres y el amor había
quedado reducido a mi puñado de muñecas y a las tareas de elaboración de tortitas para el té. En el
mejor de los casos, todo lo sexual es un asunto cargado de ansiedades. Una vez casadas, el centro de la
existencia se desplaza, abandonando la molesta y conflictiva vagina para centrarse en la casa, la iglesia,
la familia. La vida es agradable. ¿Por qué sentimos que hay un vacío en su corazón?

El hecho de que muchas mujeres renuncien a los hombres después de haberlos perseguido
durante toda su vida no puede atribuirse a que éstos las hayan decepcionado. Quizá seamos nosotras de
mentalidad tan cruel como la suya. Decimos de ellos que nos dejan una vez poseídas. Pero en cuanto
los hemos transformado en padres de nuestros hijos, ¿acaso no perdemos todo interés por el pene, que
ha servido para cumplir con algo que juzgamos su primordial misión?

“Si pudiésemos ejercer sobre una joven una fuerte represión y vigilancia centradas en sus
órganos genitales –dice Jessie Potter-, ella nunca llegaría a descubrirlos. Incluso en el caso de lo haga,
percibirá tantos y tan negativos mensajes que será como si la hubiesen anestesiado desde las rodillas
hasta el ombligo. Tras haberle enseñado que esa parte de su cuerpo es tan horrible que ni siquiera se
puede nombrar, tras decirle que huele mal y que no se la debe ni mirar, le indicamos que ha de
reservarla para el hombre que ama. Las mujeres deben ser perdonadas por sentir algo menos que
entusiasmo por semejante don.”
Un niño se mantiene en contacto con su sexo desde muy pronto, prácticamente cada vez que
orina. Cuando se excita, se presenta con toda “naturalidad” una erección. En el campamento juvenil,
el fuego es extinguido por un grupo de chicos que orinan en las llamas. Lo de lanzar el semen lo más
lejos posible es como orinar a larga distancia, una cuestión de maestría y de control, una prueba de
hombría.

Pero las mujeres han sido hechas de una manera muy particular, como si la misma madre
hubiese podido intervenir en el diseño de la vagina. No podemos vernos cuando orinamos. No nos es
posible controlar el chorro de orín. Nos está permitido tocarnos sólo en una ocasión, la inevitable:
cuando nos aseamos echándonos agua. El aseo íntimo es el primer gran obstáculo que la madre
encuentra al criarnos. Su papel de “buena madre” se halla en juego, y más adelante se juzgará a sí
misma por la prontitud con que pueda informar acerca de sus éxitos a vecinas y amigas. Si la
decepcionamos, nos dice: “¿Cómo puedes tú hacerme esto?” Es un estribillo que escucharemos
muchas veces a lo largo de nuestra vida. Incluso cuando de pequeñas nos lo “hacemos” encima, ella se
siente culpable.

La doctora Mary S. Calderone es considerada una pionera en materia de educación sexual.


“Una cosa que las madres tienden a hacer –dice- es situarse entre el cuerpo de su criatura y ésta misma.
Se insertan ahí porque al parecer, creen ser las dueñas del cuerpo de la pequeña. En primer lugar, le
exigen que haga sus deposiciones a una hora dada y de cierta forma: “Quiero que lo hagas así. Quiero
que lo saques todo moviendo bien las tripas. Si lo haces en este orinal, serás una buena niña.” Después
le piden que orine de forma similar. A continuación se sitúan entre la niña y su deseo de chuparse el
pulgar. Al final, acaban colocándose entre la criatura y su deseo de tocarse los órganos genitales y de
gozar con ello. Nos interponemos espontáneamente: nos olvidamos de que no somos las dueñas del
cuerpo de la pequeña. El cuerpo es suyo, y nuestros esfuerzos han de limitarse a ayudarla a socializar su
control. Muy pronto, una instrucción rígida sienta la base para posteriores sentimientos que llevan a
pensar que la sexualidad es mala, que el gozo del cuerpo es malo, que la masturbación es mala, que ¡la
relación sexual es mala!”

Tras haber denigrado tanto la vagina, ¿quién se sorprenderá de que haya muchas chicas que
miran con envidia a sus hermanos? El hermano tiene algo en esa zona especial de que nosotras
carecemos. “Mi pequeña me llamó la otra noche”, me explica una madre. “Me dijo que no podía
dormir” “No he dejado de pensar en los penes”, me informó la niña. “Yo quiero tener uno. ¡Oh!
Quiero ser una niña, pero agradaría tener un pene, para cogérmelo con la mano y moverlo de un lado a
otro”. Luego, la madre añadió: “Mi hija es de esas niñas a quienes les gusta controlarlo todo.”

¿A qué persona no le gusta controlar su cuerpo? A una pequeña, que se enfrenta con tantas
dificultades para contentar a su madre durante el proceso de aprendizaje de las tareas de aseo personal,
¡ese pene ha de parecerle muy útil! “El chico da la impresión de poseer la respuesta al movimiento de
aprecio por parte de mamá –dice el doctor Robertiello-. Dispone de un “mango”, de algo que puede
controlar, tan familiar, sencillo y fácil de manejar como el grifo de la cocina… No hay más que girar la
llave superior a un lado o a otro. Y además es limpio. Se le mantiene apartado del cuerpo, de suerte
que el pequeño no tiene que secarse al orinar. Es comprensible que una chiquilla envidie poseer un
“mango” por el estilo, controlable, de fácil limpieza, para complacer a la madre. Pero partir de este
simple deseo para declarar que, en consecuencia, a la niña le gustaría ser niño, es remontarse a lo
fantástico.”.
Con el adiestramiento en la labor del aseo, nuestra relación con la madre se concentra en la
importante zona que existe entre las piernas. Por el hecho de ser nosotras como ella, la madre nos
transfiere sentimientos relativos a sus genitales en mucha mayor medida que a nuestro hermano.
Recordando sus propias dificultades y humillaciones, su defensa consiste en infundir en su hija la idea
del desdén. ¿Qué tiene de raro que la pequeña se pregunte, a un nivel regularmente profundo, qué es lo
que de vergonzoso alberga en su cuerpo para tener que guardarlo recurriendo a un férreo control? Se
ha fundamentado la base de una ansiedad, y solamente somos dos.

Me críe sin padre ni hermanos, pero cuando contaba cuatro años ya llevaba a cabo ensayos
para ver de orinar de pie, para controlar tan importante función. Os preguntaréis de donde saqué esa
idea… En casa no podía dedicarme a observar a ningún varón; no cabe pensar tampoco en envidia de
ninguna clase. ¿Quiere esto decir que nunca vi al pequeño de mis vecinos orinando confiadamente
detrás del tronco de un árbol? No, claro. Así es como nace la denominada “envidia del pene”, no
porque la chica experimente concretamente el deseo de ser varón, sino porque quiere resolver el
problema de control, el de la ansiedad y vergüenza de la madre, y de nosotras mismas.

En 1943, la psiquiatra Clara Thompson escribió Las Mujeres y la Envidia del Pene, un trabajo
que, significativamente, cambió el rumbo del pensamiento psicoanalítico. Los hallazgos de la doctora
Thompson revelaron que la envidia del pene es primariamente simbólica, suponiendo una
racionalización de los sentimientos de insuficiencia de las mujeres en una sociedad patriarcal. “…Los
factores culturales –escribió tal doctora- pueden explicar la tendencia de las mujeres a sentirse
pertenecientes a un sexo inferior, y su consiguiente tendencia a envidiar a los hombres… La actitud
denominada “Envidia del Pene” es similar a la que podría adoptar cualquier grupo despojado de
privilegios ante otro que ostentara el poder”.

En una sociedad dominada por el macho, el pene es visto como el símbolo del sexo más
privilegiado. En un sistema matriarcal, el símbolo del poder sería, quizá, el seno femenino, o el vientre
de una mujer embarazada. Un niño bóer, criado en una tribu africana, sentiría el deseo de que su piel
fuese negra. En nuestro medio normal, el de cada día, pudiera ser que envidiásemos los hermosos
cabellos rizados de nuestra amiga Louise, si bien no queremos ser Louise. Del mismo modo, es posible
que envidiemos el pene masculino –ese “extra” evidente que poseen los chicos-, sin que esto quiera
decir que deseemos ser hombres. La envidia del pene es, simplemente, lo que las palabras daban a
entender ya antes de que Freud sopesara la frase: nos hallamos ante una envidia anatómica, no una
envidia de género, de sexo.

“Por desgracia –señala la doctora Schaefer-, el término representa una dosis de ansiedad para
muchas mujeres. A pesar de todas nuestras negativas, tememos que pueda ser cierta, conjurando con
tal idea todas las horrendas nociones de “la mujer castrada”, aunque en la actualidad sólo los freudianos
más rígidos aceptan dicha idea al pie de la letra. Sabemos ahora que las sensaciones de ser “menos”
que padecen las mujeres son debidas a la sociedad en general, y a la madre en particular, al no dar al
sexo de la chica el mismo valor que da al del hermano. Esa constelación del auto-desdén llamada
envidia del pene no es biológicamente imbuida, sino que es una pieza asimilada del comportamiento
social.”

Aunque creo que Clara Thompson está en lo cierto al pensar que la envidia del pene es, en
parte, debida al superior status cultural del macho, tengo para mí que el problema se inicia antes, dentro
del hogar, al advertir la niña que su anatomía origina problemas con su madre, problemas ausentes de
la vida de los chicos. En fin de cuentas, sin embargo, esto no importa. Ambas ideas actúan juntas, para
producir una disminución del amor propio en las mujeres.

En este contexto, la envidia del pene puede ser vista como una parte de la exploración de la
idea de sí misma y la realidad que lleva a cabo la pequeña. “No es tanto un problema de envidia –dice
el doctor Sanger-, como de perfeccionismo. La pequeña desea poseer un pene, pero también quiere
tener una vagina, y fumar en pipa, como papá, y poseer un rabo como el del gato que ve en las
películas.”

Cuando una niña se compara con su madre, ve que no tiene el pecho de ésta, ni otros signos
visibles de la sexualidad adulta. Le cuesta trabajo imaginarse que la promesa de su madre, de que con
el tiempo aparecerán en ella tales cosas, se hará realidad. Para el chico, la promesa es menos abstracta.
Mira a su padre y piensa: “Bueno, yo ya he comenzado. El mío será más pequeño, pero irá
aumentando de tamaño, a medida que yo crezca.” Añade el doctor Sanger: “Es como si a uno le dieran
las llaves del coche, diciéndole que entrará realmente en posesión del vehículo dentro de veinte años.
Por lo menos, ya se tienen las llaves, una promesa tangible, que permite la espera confiada.”

Por otro lado, la pequeña cuenta solamente con las consideraciones de la madre, quien le dice
que un pene no es más envidiable que una vagina, añadiendo que cuando ella sea mayor se sentirá
contenta de tener esta última. Tal seguridad es una de las cosas más importantes que una madre puede
ofrecer a una hija; pero ha de basarse en la percepción de la chica de que su madre le está diciendo lo
que realmente siente. La niña quiere creer a su madre, y en consecuencia, si la envidia del pene no es
un problema para ésta, tal cuestión es pronto olvidada por la hija.

“Cuando mi hija contaba tres años y medio –refiere la doctora Fredland- empezó a interesarse
por los penes. Solía decir que quería orinar de pie, como hacían los chicos, un anhelo universal entre
las niñas. Le dije que los penes eran muy bonitos, pero que ella tenía una bella vagina. “¿De veras?
Bueno, déjame verla”, me contestó. La situé debidamente colocada delante de un espejo. Esto la dejó
satisfecha, pero más adelante se le antojó tener un bebé. Reconoció que ella, a los tres años y medio,
no podía tenerlo, decidiendo que fuera yo luego quien lo tuviera, en su lugar. Después, habría de
dárselo, claro. Primeramente me dijo que criaría al niño con el pecho; luego me comunicó que le daría
el biberón. “¿Por qué piensas criarlo con biberón en lugar de darle el pecho?”, le pregunté. Me miró
haciendo un gesto de enfado y de desdén, y me contestó: “Tú sabes muy bien que no tengo senos”. Se
sintió muy dolida. Desde luego, lo que deseó a continuación fue tener sernos. Una fase sucedía a la
otra.”

Hoy, la hija de la doctora Fredland ansía tener vello sobre su vagina. Mañana… ¿Quién sabe
lo que va a querer? Una niña debe estar deseando cosas interminablemente, para que, cuando haya
probado muchas, sepa qué es lo que quiere en realidad. Después de haber pensado en los penes, en los
senos, en el vello de la vagina, su atención se disparará hacia fuera; envidiará a la gente que tiene
mucho amor propio y valor, a los que trabajan como pilotos o son conocidos como filósofos. Si sus
avatares educativos de niña no la han hecho vulnerable, si han quedado resueltos sus problemas sobre
el control de su cuerpo, poseerá mucha más energía para enfrentarse con lo que la realidad le ofrece.

Al final, la madre debe y ha de ganar la batalla del orinal. Nuestra desventaja es que
demasiado a menudo hemos de llegar a pensar que la fuente de nuestro placer y de nuestras
contrariedades es siempre la misma. Las confusas instrucciones de nuestra madre han dado origen a
una fobia tipo Lady Macbeth: nunca seremos capaces de hacer desaparecer la mancha (con gran
satisfacción por parte de los fabricantes de rociadores vaginales y de esos productos químicos azules
que hacemos correr por las tazas de los inodoros).

Me disgusta deciros los años que tuve que cumplir para saber que el Tampax que me había
estado insertando durante muchos de ellos no entraba por el mismo conducto a través del cual orinaba.
Siempre me había preguntado por qué el Tampax no bloqueaba la orina, pero no las veces suficientes
para plantearme la cuestión.

Existe, efectivamente, un nombre para este tipo de pensamiento, y alude a las mujeres que
como yo se resistieron durante largo tiempo al intento de localizar sus orificios y comprender sus
funciones. Recibe la denominación de “el concepto cloaca”. Al igual que el vocablo “simbiosis”,
resonó dentro de mí con múltiples significados, a distintos niveles, la primera vez que lo oí. Supuso un
resumen emocional de años de experiencia no comentada, una explicación de la degradación cultural
de la “cloaca” vaginal, en comparación con el más limpio, más estimable pene.

La cloaca es la única abertura con que cuentan en el cuerpo algunos animales simples, situados
en la parte más baja de la escala de los seres, como las lombrices o gusanos de tierra. Esa abertura
sirve para la función excretora y la sexual, a la vez. Muchas niñas conciben una idea espontánea y no
expresada, es decir, experimentan una “sensación”: creen orinar y defecar por el mismo sitio, y que los
niños nacen por este punto también. Más tarde, tal confusión se amplía, abarcando la idea de que lo
sexual, igualmente, se halla conectado con esa única abertura, lo cual nos lleva a imaginarnos que
nuestros órganos sexuales son sucios, no debiendo ser mencionados, de la misma manera que durante
el proceso de adiestramiento en el aseo íntimo empezamos a no sentir ningún gran orgullo por la
función del ano.

“Muchas madres sufren una terrible confusión sobre su anatomía –dice el doctor Robertiello-.
Por la época en que una mujer da a luz, habitualmente habrá asimilado las diferencias existentes entre
la uretra, la vagina y el ano propios, pero existe una separación entre la comprensión intelectual y la
creencia emocional. Durante las enseñanzas sobre el aseo corporal, es posible que traslade a su hija
dicha confusión, sugiriéndole que las tres zonas se encuentran unidas por medio de una idea cifrada en
las expresiones “ahí abajo”, o “en tu trasero”.

“Siendo yo pequeña”, cuanta una mujer de treinta y cinco años, culta, alumna destacada en un
colegio de enseñanza superior, donde un día pronunciara el discurso de despedida, en nombre de sus
condiscípulos, “una chica me dijo que los bebés venían por donde todas orinamos. Inmediatamente
rechacé esa idea, ya que cualquiera, por necia que sea, podía ver, si se fijaba bien, que el ombligo es
como la boca de una de esas bolsas que se cierran mediante una cremallera. Llegado el momento, se
abre y surge el bebé; luego se corre el cierre y todo vuelve a quedar como antes. Tuve que llegar a ser
estudiante de segundo año para informarme sobre el tema de la sexualidad. Pero nunca me gustó que
un hombre me tocara ahí debajo, nunca”.

Los hombres tienen también problemas con las malas imágenes del cuerpo: suelen crecer a la
sombra del “Hombre de Marlboro”. Pero al final se encuentran con cosas más importantes en que
pensar. Lo suyo, en la vida, es ser juzgados por sus realizaciones. El hecho de que sean demasiado
altos o delgados puede preocuparles, más hasta el más feo de los hombres llega a disponer de mujeres
si figura entre los triunfadores. Nuestra cultura, con todo, ha puesto mucho énfasis en la necesidad de
la belleza en las mujeres, y esto, por sí solo, no explica por qué razón las mujeres más adorables son
incapaces de creerse bellas.

Es casi una humorada. Basta con halagar a una mujer elogiando su rostro o sus piernas, para
que ella con un suspiro, diga: “¡Cuánto daría por poseer unos senos más grandes!” No hay nada
perfecto; siempre existe algo que debe cambiar.

No nos comprendemos a nosotras mismas. Enseñamos a nuestra mejor amiga una fotografía de
las dos, en bañador, tomada cierto día del verano anterior. Ella aparece muy esbelta y hermosa en su
bikini. “¡Oh, qué foto tan horrible!”, exclama la amiga, rompiéndola. “¡Voy a ponerme a régimen en
seguida!”. Nada de lo que nosotras le digamos la convencerá de que no está gorda, de que incluso
resulta escultural. Las revistas femeninas saben que hay siempre una información que nunca falla a la
hora de atraer la atención de todas: “Elizabeth Taylor no se cree bella.” Por imposible que esta idea
pueda antojársenos, la creemos. En fin de cuentas, Elizabeth Taylor es una mujer.

Todas tenemos algo que ocultar. ¿Qué otra razón puede haber que justifique la instalación de
habitaciones y menudos cubículos donde desvestirnos y orinar, cuando a los hombres se les dedican
grandes recintos comunales para esos menesteres, con sus puertas siempre abiertas? Y en otros recintos
los hombres se duchan juntos, mezclándose los gordos con los flacos, o con los patizambos; se
arrebatan alegremente las toallas, entrando o no en contacto sus cuerpos; se plantan delante de urinarios
contiguos, cogiéndose el pene con las manos, hablando quizá de cuestiones sexuales mientras cumplen
con su función del momento. Puede ser que se mientan entre sí, pero en suma se les ve relajados,
tranquilos, nada conscientes de sí mismos. ¿Por qué son las mujeres distintas de los hombres en tal
aspecto?

“Creo que no he dado nunca con ninguna mujer cuya madre le dijera en la niñez algo positivo
acerca de sus órganos genitales –informa la doctora Fredland-. Por el contrario, todas mis conocidas
fueron advertidas en contra de la promiscuidad, como mínimo, siendo amenazadas con los peores
castigos si se masturbaban o se interesaban demasiado por los chicos. La mayor parte de las mujeres
son incapaces de tocarse y tampoco pueden imaginar que le cause placer a alguien llevar su mano hasta
ahí abajo… Esto es lo que un analista amigo mío denomina perversamente “carencia de dignidad
vaginal”.

Cuando la profesora de la escuela superior extiende los cuadros anatómicos en la clase y


proyecta el film sobre educación sexual, nos hallamos más allá de ver la separación de la uretra y la
vagina; un velo invisible de turbación nos ciega, un velo tan real como la sábana que más adelante será
colocada frente a nuestros cuerpos cuando visitemos al ginecólogo. Por entonces, hemos llegado hasta
tal extremo en nuestra miopía que no “vemos” el cuerpo reproducido en yeso sobre la mesa. Pregunto
a Vera Plaskon, que tiene veintiocho años y es profesora de educación sexual para adolescentes en el
Hospital Roosevelt, de Nueva York, si dicha noción se aviene con su experiencia. “¿Qué si he
tropezado con eso?”, inquiere, echándose a reír. “¡Yo he pasado por lo mismo que todas! Esas
reproducciones en yeso carecen de aspecto humano. Las mujeres sabemos que las figuras están
dotadas de brazos y piernas, de manos, de lengua… Pero han sido disociadas de sus genitales,
particularmente de sus órganos internos. No hay que mirar; no hay que tocar nada. Todo lo que queda
ahí debajo es sucio. En nuestras clases, aquí, en el Roosevelt, intentamos proporcionar una
información adecuada a las jóvenes. Y lo que es más importante, procuramos que se convenzan de que
el suyo es un buen cuerpo. Hacia los seis u ocho años disponemos de unas imágenes corporales
propias muy pobres.”

“La ignorancia de las mujeres en lo referente a sus cuerpos se deriva de un conducta impuesta
–explica la ginecóloga Marcia Storch-. Las niñas son instruidas de forma que se sienten atemorizadas e
inseguras con respecto a sus cuerpos. En el extremo opuesto tenemos a La Gran Reina del Sexo,
mantenida bien a lo alto, para que sea muy, muy especial. Como usted no puede alcanzar tal posición,
se siente avergonzada del cuerpo que le ha sido dado. En consecuencia, las jóvenes actúan desde dos
direcciones, forzadas a aspirar a algo que saben que nunca será realidad.”

¿Por qué no nos sentimos jamás satisfechas? ¿A qué se debe la increíble importancia
concedida a unos muslos gruesos, a unos senos pequeños? ¿Por qué hemos de pensar únicamente en
nuestros defectos, complaciéndonos en raras ocasiones con lo que hay de delicado y bello en nosotras?
¿A qué viene ese desplazamiento de nuestra atención, desde nuestros yos hacia nuestros cuerpos, como
si estuviéramos reducidas a éstos solamente, a unos cuerpos y nada más?

¡Todo es debido a que esas importunas preocupaciones son, en realidad, desplazamientos!

No superamos, no dejamos atrás nuestras preocupaciones relativas a la dilatación de la cintura


o el exceso de peso porque no son la auténtica, inmencionable e inimaginable raíz de nuestra inquietud.
Al lamentarnos acerca del estado de nuestra piel, o de los defectos de nuestras pantorrillas, se aparta
nuestra atención de esa otra zona que la madre se ha negado siempre a mencionar, que no tiene nombre,
que, si estaba sucia hacía que en su rostro se dibujara un gesto de disgusto. Nosotras decimos que
nuestros senos, nuestros muslos, son feos; pero lo que realmente tememos es que sea fea nuestra
vagina.

En la expresión sexual, procedemos ciegamente. Cerramos los ojos cuando nos masturbamos.
Nos embriagamos para que a la mañana siguiente podamos fingir ignorancia y no aceptar la
responsabilidad de nuestro propio placer. “No recuerdo absolutamente nada de lo que hice.” Cuando
un amante nos besa entre las piernas, pensamos en un desconocido, en un rostro que nunca veremos de
nuevo, en lugar de quien protagoniza la acción. Tememos que no posea la experiencia suficiente para
dar con nuestro oculto clítoris, y rezamos porque, si lo consigue, pueda vencer su fastidio y disgusto
durante el tiempo necesario para que nosotras lleguemos a superar nuestra repugnancia, una
repugnancia aprendida. ¿Ha existido alguna vez un hombre más adorado que aquel que logra
finalmente adentrarse en nosotras, descubriendo nuestro secreto y amándolo?

La industria de la moda y de los cosméticos no fue la instauradora de la insatisfacción que


nuestros cuerpos nos producen. El comercio, simplemente, opera sobre una ya asimilada inseguridad,
poniendo el signo del dólar frente a la esperanza de hallar por nuestra parte cualquier día algo que nos
haga oler, saber y sentir bien a nosotras mismas. Quienes pretenden animar a las mujeres para que
rechacen unas preocupaciones “carentes de significado” en relación con la belleza, centrándose en el
objetivo real de la igualdad –sin explicar primeramente el muy significativo temor que existe pro
debajo de tal preocupación-, están ofreciendo a nuestro sexo, sencillamente, otro terreno lleno de
incertidumbres. La aceptación propia no puede apoyarse en una ciega negativa. ¿Por qué nos
gastamos tantísimo dinero en ropas? ¿Por qué dedicamos tantas horas a la aplicación de productos
faciales? Porque no podemos creer que haya alguien que nos quiera tal cual somos. Convenced a una
mujer de que su vagina es bella, y os haréis con la estructura de una persona “igual”. Es ésta una cosa
que no me inspira la menor duda.

Nuestra actitud frente a la menstruación constituye un vívido ejemplo del poder de la emoción
sobre el intelecto. Mi madre deseaba pasarme la información que ella poseía. Yo necesitaba esa
información. Estoy convencida de que intentó transmitírmela, pero nuestras emociones se cruzaron en
el camino. Cuando pienso en aquel momento crucial de nuestras existencias, tengo la impresión de que
estábamos representando un drama, madre-hija, de carácter universal. Podía ser que ella no me
expusiera los hechos de una forma para mí asequible. Como el estar pendiente de lo que me decía era
un esfuerzo duro para mí, ella se volvió una persona todavía más inhibida que antes. En la mayor parte
de los casos, los resultados son los mismos: tanto si se trata de mujeres de veinticinco años como de
cuarenta y cinco, no nos desenvolvemos con naturalidad en todo lo referente a una función que más que
ninguna otra resume lo que subliminalmente nos ha sido enseñado a sentir sobre esa zona de nuestros
cuerpos: que no tiene nada de bonito.

A lo largo de mis investigaciones sobre la relación madre-hija, no he encontrado he


encontrado ningún aspecto más regido por la contradicción, la pérdida de memoria, la confusión y la
negativa que la menstruación. No existe un comportamiento acerca del cual expresemos tan fría
certeza, pero sobre el que tengamos menos control.

Para ser justas con las madres en general, y la mía en particular: “Muy a menudo, no hay
manera de explicar a una chica algo por anticipado –dice el doctor Sanger-. Con frecuencia la gente
habla de todo, menos de aquello que es realmente importante. Lo mismo podría decirse de lo que se
escucha. El enfrentamiento con algo nuevo suscita generalmente ansiedad. El caso de la estudiante
que no puede abrir un libro hasta la víspera del examen es similar a la incapacidad de prestar atención a
la descripción que la madre hace de la menstruación antes de que ésta comience.”

Mucho antes de que cumplamos los once o los doce años, nos hemos dado cuenta de que
nuestra madre sangra una vez por mes, algo que resulta difícil de ocultar en un hogar normal. (Si en
virtud de alguna medida extraordinaria, la madre ha logrado que no nos demos cuenta de ello, el hecho
es más elocuente que la circunstancia corriente). Por el tiempo en que entramos en la pubertad,
sabemos ya cómo piensa nuestra madre acerca de cualquier cosa relacionada con el sexo. Si ella gusta
de su cuerpo, si lo cuida, si se siente orgullosa de él, también nosotras nos sentiremos orgullosas de
convertirnos en mujeres. Si le agradan los hombres, si hallándose con ellos no se transforma en otra
persona difícilmente identificable para nosotras, si en nuestras conversaciones con ella nos dice que
estamos empezando a vivir “la parte más bella de la vida femenina”, entonces la creeremos.

“Son muchas las emociones que experimento al observar que mi hija crece, que va a ingresar
ya en los cursos superiores”, dice la madre de una chica premenstrual de doce años. “Me siento
orgullosa de ella; pero me consta que va a separarse de mí. Todo resulta muy ambivalente… Esos
sentimientos que la embargan a una, cuando ve que la hija empieza a menstruar y que entra en una
nueva fase de la vida, de chica ya crecida… Me doy cuenta de que mi vida está cambiando también.”

La ginecóloga Marcia Storch me habla de una chica de once años que acaba de empezar a
menstruar, pero que se niega a usar el “Kotex”, y cualquier cosa similar. La doctora se entrevistó con
la madre, una mujer inteligente que desarrolla su actividad en el campo político. Salieron a luz más
profundas implicaciones. La madre había sufrido una conmoción al saber que su “bebé” había
comenzado a menstruar. “El mensaje básico que la madre estaba transmitiendo a la hija –explica la
doctora Storch- era el de la ansiedad. Por consiguiente, la hija intentaba ocultar lo que había provocado
los temores de la madre. La historia en cuestión es bastante corriente. Son muchas las chicas que
fingen no haber comenzado a menstruar todavía a causa de la emoción negativa que el hecho produce
en su madre.”

La psiquiatra Lilly Engler explica: “Muchas madres no quieren enfrentarse con el proceso de
menstruación de su hija porque este hecho significa que la joven inaugura su vida sexual. Si hay otra
mujer en la casa, eso la convierte en la mujer “mayor”. Sé de madres que realmente querían preparar
adecuadamente a su hija, y que incluso creyeron haberlo hecho…, pero que no ha sido así. No nos
gusta admitir esto, pero tal actitud tiene que ver muchas veces con los celos.”

En el otro lado de la puerta edípica, “la menstruación recuerda a una joven que su madre es
una persona sexual, de una forma que ella no puede negar”, declara la doctora Schaefer. “Viene a
verme una muchacha de catorce años. No acierta a comprender por qué le repugna hablar de la
menstruación con su madre. Dice que odia eso, que de repente su madre ha quedado “conectada con
todo aquel asunto”. Estaba preocupada; experimentaba un sentimiento de culpabilidad al sentirse
alejada de su madre.”

Hasta el momento de comenzar a menstruar, nos mantenemos a alguna distancia de la madre.


Nos identificamos con ella, pero no somos como ella. Es una especie de libertad. El espacio existente
entre las dos nos permite ignorar los hechos de su vida con los cuales no queremos enfrentarnos
todavía. Formulamos preguntas, abrimos puertas, pero cuando tropezamos inesperadamente con hechos
para los cuales no estamos preparadas cerramos la puerta, olvidamos lo que acabamos de ver u oír, y
volvemos a nuestros juegos infantiles. Pero en cuanto empezamos a menstruar ya no podemos apartar
la vista, dirigirla a otra parte. Su vida es la nuestra. Teniendo que comprender lo que el ciclo periódico
significa para la madre, ya que podemos seguir como antes, viendo en mamá un ser amable, “puro”,
totalmente asexuado, como la habíamos supuesto siempre. Ahora resulta que es irracionalmente
asaltada por los mismos deseos eróticos que nosotras. Ella experimenta nuestras emociones y conoce
las mismas excitaciones que nosotras sentimos en nuestros cuerpos. Es una idea perturbadora.
Oscuros conflictos edípicos hacen eclosión. Ella no es solamente nuestra madre; también es una mujer.
Y una rival.

Hace dos años entrevisté a una chica de once años. Estaba aguardando con ansiedad el
momento de menstruar. “Es chocante”, me dijo, “pero cierto: las muchachas mayores, que han
empezado ya a menstruar, no quieren hablar de este asunto, no les gusta. Yo, en cambio, con mis
amigas, he decidido celebrarlo con una fiesta el día que alguna de nosotras comience… ¡Y ésa espero
ser yo!” Los tiempos han cambiado, pensé. Seis meses más tarde, volví a verla. “¿Qué fue de vuestra
fiesta? ¿La celebrasteis por fin?”, inquirí. “¡Oh! Se refiere usted a aquello…” La muchacha se
desentendió del tema con un encogimiento de hombros. No la vi turbada, sino desinteresada. Después,
estuve hablando con la madre, quien me dijo: “El día que comenzó a menstruar, le sugerí que
saliéramos a comer fuera todos, para celebrarlo, pero mi hija respondió: “¡Oh, no! Por favor, no le
digas nada a papá.”

La excitación derivada del hecho de transformarse en “una de las chicas” se esfuma


rápidamente. Esto de hacerse mujer no es un rito de paso a un nuevo y emocionante mundo; supone
algo más: más esperas, más preguntas a qué atender antes de ir a cualquier parte, antes de cualquier
cosa; supone una mayor dependencia de otras personas. Habrá también más tensión con la madre, que
nos observa con una nueva ansiedad. Ser mujer significa ser “menos”. La niña que debía colocarse
entre las piernas un “Kotex” de la madre, contoneándose de un lado para otro, no experimenta ahora
ninguna emoción, cuando lo utiliza para que cumpla realmente su función. Los sentimientos de
realización y de consecución de una identidad sexual que aporta el acto de menstruar quedan pronto
atenuados por los antiguos y de nuevo agitados recuerdos de sensaciones de suciedad en “ese sitio”.

La verdad es que la menstruación plantea a cada mujer un problema de tipo Jano, el de las dos
caras. Nos apunta inexorablemente hacia delante, hacia la feminidad; al mismo tiempo, nos hace
retroceder, llevándonos inadvertidamente a una época anterior, de aquélla en que éramos incapaces de
controlar nuestros cuerpos. De pronto volvemos a entrar en contacto con emociones no
experimentadas en años anteriores, la antigua vergüenza que sentíamos al comprobar que nos habíamos
orinado en la cama, los malos olores, el hecho de ensuciar nuestras ropas. Hemos sufrido tantas veces
la humillación derivada de la incontinencia involuntaria y a destiempo, y ha mediado un adiestramiento
tan celoso en cuanto al aseo personal, que para evitar aquellos fallos hemos llegado a lograr un control
absoluto de nuestro cuerpo, un control de hierro, un control tan rígido que nuestra vejiga no se atreverá
a expulsar su contenido mientras dormimos, ni ningún esfínter funcionará de no mediar nuestra
voluntad. Bruscamente, nos hallamos de vuelta a todo ello.

El enemigo se desliza sobre nosotras durante la noche. Nos despertamos con la enfermiza
sensación de que no hay manera de ocultar lo que es evidente. Tan humillante es el retorno de esas
viejas emociones que huimos de ellas, las reprimimos, decididas a no pensar en la menstruación más
que de una forma, la que resulta más común. ¿Es de extrañar que más adelante, tras haber logrado la
represión, nos olvidemos de hablar a nuestras hijas de este “sucio” lado de la menstruación? Por
supuesto que no… Nosotros mismas todavía nos sentimos avergonzadas.

Todas las mujeres recuerdan su primer día: “Llevaba puesto el pijama de mi hermana cuando
vi la sangre…” “Mi madre me había regalado un libro, de tapas azules y beige…” “Navegábamos
rumbo a Europa, en el Queen Elizabeth. Creí que la sangre era debida a haberme mareado…” “Mi
madre no me dejó ir al colegio. Quiso que me quedara en casa, y luego me mandó a la cama, lo cual
me extrañó…” Estos detalles han quedado marcados en nuestros cerebros, componiendo algo así como
una pantalla, tras la cual podemos ocultar todo lo demás asociado con la menstruación. “El libro tenía
una vaca y su ternera en la cubierta”, explica una mujer veintiséis años más tarde; pero cuando una le
pregunta qué le dijo su madre, responde: “No me dijo nada.” Cuando la interrogada es la madre, ésta
contesta: “Se lo dije todo.”

“¿Y qué es lo que usted piensa actualmente acerca de la menstruación?” pregunto a la misma
mujer. “¿Qué es lo que hay que pensar?”, dice ella, sonriente. “Nada”.

“Mi madre me propinó una bofetada cuando le enseñé mis ropas manchadas de sangre.” Con
estas palabras evoca una mujer, divorciada por dos veces, abuela ya, y profesional de la abogacía, su
primera menstruación. En su voz se nota todavía una inflexión de enfado. Compartí su sentimiento,
hasta que unos meses más tarde alguien me aclaró que es un rito judío, muy observado, el que la madre
abofetee a la hija en tal ocasión. Aquella mujer había querido que compartiese su irritación, más que
comprendiese la costumbre. ¿Se valió acaso aquella madre del rito de la bofetada como excusa, para
dar rienda suelta a su enojo, al enfrentarse con una situación sexual que se sentía incapaz de controlar?
¿O fue la irritación de la hija la emoción que necesitó desplazar hacia su madre, a fin de expresar la
frustración que supuso su propia sexualidad? A lo largo de nuestra entrevista pude comprobar que la
irritación era su emoción dominante al abordar el tema del sexo, el de su madre, el de los hombres, el
de su hija, y el de la significación de la condición de mujer.

Contrastando con lo anterior, he aquí lo que me refiere otra mujer: “Me sentí muy feliz cuando
empecé. Tenía once años. Hasta entonces me había considerado una chica extraña. Llevaba dos años
de adelanto en el colegio. Mis compañeras contaban trece años. Ellas habían empezado a menstruar
mucho tiempo antes. Sabía que estas cosas íntimas ponían nerviosa a mi madre, de manera que recurrí
a mis mejores amigas. Fue muy emocionante. Por vez primera en mi vida, me sentía como las demás.”

Nuestro recuerdo del comienzo de la menstruación se halla condicionado por la forma de


sentir hoy nuestra sexualidad. Si de adultas nos desenvolvemos sin obstáculos, evocaremos cualquier
situación embarazosa, una sensación de vergüenza o de temor, que tengan que ver con aquella primera
vez, acompañadas de una sonrisa nostálgica o de una carcajada. Si lo sexual es para nosotros ahora un
problema, aquél fue uno de los primeros síntomas de trauma. Vi claramente en esta entrevista que la
mujer en cuestión se hallaba satisfecha de su sexualidad. Quiso agradar a su madre. Esta era tímida, y
no la preparó. Ahora bien, eso carece de importancia; lo que sí la tiene es el carácter consistente de la
madre. No mintiendo a la hija, no fingiendo una falsa confianza, dejó a la chica en libertad de acción,
para que se volviera hacia las personas que podían ayudarla. Así era la madre. Así vamos pasando a
través de la menstruación, la pérdida de la virginidad, el matrimonio, el alumbramiento de los hijos…
Todo viene a ser de una pieza.

Es posible que ciertas madres crean haber fallado en su misión de preparar a sus hijas para la
menstruación. Yo apenas he tropezado con una. Todo lo más, suelen decir: “No tenía que decirle
nada, Sabe más que yo. Sus amigas le facilitaron la información precisa.” Y podría contar con los
dedos de una mano las mujeres que se juzgaban a sí mismas preparadas… con una comprensión
inteligente, aceptante y emocional de sus cuerpos. Estoy de acuerdo con la ginecóloga Marcia Storch
en que las amigas de una chica son probablemente sus mejores maestras en lo referente al sexo y a la
menstruación; la mayor parte de las madres se hallan todavía demasiado implicadas emocionalmente en
las actitudes de inhibición de las mujeres de su tiempo para evitar transmitir a la muchacha un doble
mensaje. Pero sigue en pie un hecho tanto si conseguimos la información en la escuela como si nos la
procuran nuestras amigas, nos vemos afectadas por las actitudes sexuales de la mujer que nos ha criado.
“Los padres imparten la educación sexual primaria y de más prolongada permanencia en sus hijos –
manifiesta la doctora Mary Calderone-. Tanto si saben a qué atenerse como si no, lo mismo si obran
bien que si obran mal, tanto si su labor es positiva como si es negativa, inevitablemente, lo hacen.”

La doctora Fredland concreta un importante punto: “En la relación madre-hija se produce una
regresión. La madre tiende a repetir lo que sus padres hicieron o a deshacer su labor –intentar lo
opuesto, exactamente-, cosa que resulta igualmente mala. Por lo general se produce desde luego una
incierta oscilación entre las dos. Por ejemplo, si una mujer tuvo una madre muy inhibida, que no le
dijo nada sobre la menstruación, es posible que esté decidida a dar a su hija una preparación mejor.
Pero, ¿qué es lo que hace? Dejar un libro sobre la mesita de noche de la muchacha. Esto es mucho más
de lo que su madre hizo por ella, y piensas que ha dicho a la hija “todo” cuanto se puede decir sobre el
asunto.”

La menstruación es la eliminación de un producto de desecho. Todas pasamos por ella.


Entonces, ¿por qué no ha de ser algo compartido, una experiencia común que una a las mujeres? “Si los
hombres menstruaran, lo más seguro es que dieran con un medio de vanagloriarse de ello”, escribe un
crítico, al hacer la reseña de un libro recientemente publicado sobre el tema. “Probablemente, los
hombres verían en eso una espontánea eyaculación, un exceso de virilidad. Sería, en su caso, la copa
de una supersexualidad que se desborda. Ellos se verían a sí mismos “derrochando” sangre, en una
plenitud de conspicuo desecho. La sangre, en fin de cuentas, es considerada un bien. Los “deportes
sangrientos” solían ser la mejor prueba de virilidad, y cuando terminaba felizmente la primera cacería
de un joven, éste solía hallarse “ensangrentado”. Pero cuando es la mujer quien sangra, todo queda
invertido. Sangrar, entonces, es interpretado como un indicio de enfermedad, inferioridad, suciedad, e
irracionalidad.”

“Una de las primeras cosas que he podido observar al ocuparme de las mujeres y su salud –
dice Paula Weideger, autora de Menstruation and Menopause- es que todas ellas, sea cual sea su
aspecto, piensan que algo de su persona es feo. En mi opinión, eso está estrechamente relacionado con
la idea de que hay algo centralmente erróneo en una y este algo es la menstruación.”

“Mi hija se ha vuelto tan recatada que desde hace un año no la he visto una sola vez desnuda”,
declara la madre de una chica de trece años. “Siempre anda preocupada consigo misma. No para de
bañarse, de lavarse la cabeza. De pronto, se empeña en ajustarse a una dieta rigurosa. Tiene una figura
pequeña y bella, pero nunca se ha sentido satisfecha de ella”. Los acontecimientos parecen precipitarse
en la pubertad. ¿Cómo vas una a sentirse tranquila? Desde luego, nos agrada estar a solas. Después,
simultáneamente con la aparición del vello púbico, el abultamiento de los senos, la curva de los muslos,
llega la menstruación. No podemos enfrentarnos con la causa real de nuestra inquietud. Entonces nos
forjamos un plan de vida a base de dieta, sintiéndonos desgraciadas por el cuerpo que nos ha tocado en
suerte. Ahora bien, no nos es posible despojarnos de nuestra vagina, ni mantenerla permanentemente
limpia. No queremos pensar que la insatisfacción que nos producen nuestros cuerpos empieza con
aquello que nos han enseñado a sentir en relación de nuestros genitales.

Pretendemos desinteresarnos de una función que comienza un día y a una hora que no
escogemos nosotras, que puede suscitar nuestra irritación, que puede causarnos dolor o turbación en
público, que hace que rechacemos a nuestro hombre sexualmente, o que nos sintamos rechazados por
él. Una y otra vez advierto a mi marido que me pongo de muy mal humor con anterioridad al periodo;
una y otra vez soy consciente de cuán cierto es esto… tras el hecho, después de que el periodo ha
comenzado, tras la riña. Recuerdo que cuando contaba yo diecisiete años, mi mejor amiga, en trance
de contraer matrimonio, planeó su enlace nupcial –como hacen muchas novias- por las fechas de su
ciclo menstrual. La muchacha comenzó a menstruar cuando, literalmente, se estaba embutiendo en el
vestido de boda. Las damas de honor nos quedamos paralizadas a su alrededor, espantadas.

Las investigaciones médicas nos revelan que el cerebro afecta a nuestro ciclo menstrual; puede
incluso controlar éste. También sabemos que lo que elabora hormonalmente nuestro cuerpo durante la
menstruación nutre el cerebro. Pero ningún médico puede decirnos cómo y por qué ocurre esto. El
alcance que el control de la menstruación tiene sobre nuestras vidas es tan profundo emocional y
físicamente que sólo mediante el silencio y la negativa podemos enfrentarnos con él. Nos bañamos
materialmente en perfume… ¿Contra qué olor? Hacemos un fetiche de la ropa interior limpia, limpia,
limpia… pensando ¿en qué clase de suciedad? Tras haberme referido la historia de su primer día –un
recuerdo todavía repleto de irritación, de orgullo, de espíritu de realización, y de otras cosas más-, todas
las mujeres entrevistadas por mí, incluidas las doctoras en medicina, dijeron: “¿Qué es lo que se puede
decir de esto? Se trata de algo tan natural como el crecimiento de las uñas y el pelo. Estamos ante un
hecho de la vida. ¿Qué es lo que ha de sentir una, pues?” Nuestras historias individuales son distintas,
por lo que se refiere al comienzo de la menstruación, pero coincidimos, estamos de acuerdo en una
cosa, sin necesidad de llegar a expresarlo con palabras: no hay nada más que decir sobre el tema, lo
cual significa que no debe hablarse de él en absoluto, “¿Un libro enteramente dedicado a la
menstruación?”, preguntaban las mujeres a Paula Weideger cuando ésta inició sus investigaciones.
“¿Cómo se las arreglará usted para dar con material suficiente para llenar todas sus páginas?”

Nos hemos desentendido de una función que ha llegado a ser mito, especulación, misterio, y
tabú, desde el comienzo del mundo, una función que es única en la vida de cada mujer, y que finaliza
como comenzó: sin anunciarse. Preferimos la superstición al conocimiento. Dice Jessie Potter: “Según
mi experiencia, el setenta y cinco por ciento de las mujeres de este país (y hago una estimación por lo
bajo), no sería capaz de facilitar una explicación de los periodos menstruales a una alumna de sexto
grado. No saben cómo ocurre todo, y tienen una noción leve, si es que la tienen, sobre lo que sucede en
sus cuerpos.”

“No son muchas las personas que juzgaron que valía la pena el establecimiento de un curso
dedicado a sus experiencias como profesora de sanidad femenina. “La actitud general estaba dictada
por la idea de dar a conocer a las mujeres enseñanzas concernientes al huevo, su fecundación, el útero,
y pare usted de contar.” Su libro, aparecido en 1976, fue el primero que sobre el tema de la
menstruación era publicado por una gran editorial con destino a una divulgación masiva. Sin embargo,
por las fechas en que se difundía el libro, en las emisiones de tipo sanitario de la televisión se hablaba
siempre más de la menopausia que de la menstruación. Los rectores de este medio manifestaron que
procedían así porque deseaban orientar a sus auditorios hacia la salud. ¿Qué querrían decir con ello?
¿Qué les parecía la menstruación insana?

“Una de las mujeres con quienes me entrevisté –continúa diciendo Paula Weideger- me indicó
que ella sabía todo lo que necesitaba saber sobre la menstruación. “Por consiguiente –agregó-, su libro
a mí no me sirve de nada.” Seguimos charlando; ella se aferraba, con todo, al tema. “Quizá” pudiera
usted explicarme por qué me siento avergonzada cuando voy a comprar tampones…” Le expliqué las
primitivas nociones de vergüenza, de sensación de suciedad, etcétera, tan a menudo ligadas a la
menstruación en nuestra sociedad. “¡Oh, no!” –exclamó la mujer-. Yo no siento nada de eso, de
ninguna manera. Ahora bien, ¿por qué me avergüenzo al comprar mis tampones?”.

Una mujer me dio cuenta no hace mucho de un episodio cuya evocación le resulta casi
insoportable, pese a datar de hace doce años. Se había enamorado de un hombre muy apuesto, quien,
por último la invitó a salir una noche. En su momento, se acostaron juntos pero a la mañana siguiente,
ella horrorizada, descubrió que había empezado con su período menstrual. El hombre seguía
durmiendo. “Supe en seguida lo que debía hacer”, me dijo, con una sonrisa no exenta de tristeza.
“Abandoné el lecho con todo cuidado, para no despertarlo… Me vestí y salí sigilosamente de su
apartamento, como si hubiera sido un ladrón. No volví a salir con él, pese a que me telefoneó en varias
ocasiones a mi casa pidiéndomelo.” Se había sentido tan humillada que no era capaz de enfrentarse
con el hombre, aún estando enamorada de él. (¿O sería, quizá, a causa de esto precisamente?)

A fin de preparar la redacción de este capítulo, he puesto en el magnetófono una cinta en la


que grabé una entrevista con el doctor Sanger. He oído mis risas al decir él: “Es una pena que la mayor
parte de las mujeres no acierten a comprender la belleza de sus ciclos menstruales. ¿Cómo puede llegar
una mujer a desentenderse de lo que ocurre en su cuerpo? Admiremos la belleza de los ovarios, la
fantástica función de las trompas de Falopio…” Escucho, en la cinta, mi voz, interrumpiéndole,
cambiando de tema. ¿También tú encuentras sus comentarios nerviosamente chocantes? ¿Qué nos dice
eso a nosotras como mujeres?

Tratándose de la menstruación, nos sentimos tan turbadas que sólo de pasada toleramos que se
aluda a ella, aunque sea en tono de cumplido. Tomamos las palabras, en este caso, como un acto de
vacía adulación, y solamente las personas necias son sensibles a ella.

Los hombres han sido siempre propensos a las bromas, a las payasadas. Un niño,
involuntariamente, deja escapar una ventosidad en clase. La situación es embarazosa, desde luego,
pero también cómica, en definitiva. ¡Ah! Pero si eso mismo le ocurre a una niña, la cosa ya no es de
risa… Es algo aterrador.

Cuando los hombres pasan por una experiencia humillante, pueden encolerizarse, proferir
maldiciones, o pelear. Luego, se toman unas copas, hacen un chiste sobre lo ocurrido, y se
desentienden de todo con unas risotadas. “¿Ha visto usted ese programa de la televisión en el que
varios participantes bromean a costa de un personaje?”, me pregunta una mujer. “Pues bien, la semana
pasada tenían como huésped de honor a una dama. Al empezar a atacarla despiadadamente,
ridiculizando su figura y sus cabellos, criticando su imperfecto rostro, yo me sentí terriblemente
molesta.” Cuando una mujer es insultada, cuando alguien se burla de ella, o se deja ver embriagada, o
con las ropas machadas, apartamos la vista. Es algo doloroso, que hace daño. Un amor propio de bajo
nivel, enraizado con ideas referentes a la existencia de algo erróneo en nuestro cuerpo, hace que seamos
presas de sentimientos de humillación con más facilidad que los hombres. No hay sitio en nosotras
para la broma ligera, para la chanza liviana e inocente.

La humillación es quizá, de entre todas las emociones, la más persistente. A su debido tiempo,
se pierden en el olvido sentimientos apasionados, se borran de nuestra memoria las caras de las
personas que amamos. Nos reímos de antiguas cóleras y arrebatos de ira; el tiempo incluso borra el
recuerdo del dolor físico. Pero las antiguas humillaciones, en cambio, siguen con nosotras. Nos vienen
a la mente después de un profundo sueño; pueden hacer que nos ruboricemos, a causa de la vergüenza
y la irritación, aún estando a solas. “Las pacientes con problemas de humillación son las más difíciles
de tratar”, manifiesta el doctor Robertiello. La humillación tiene tanta fuerza que puede hacernos
desear nuestra propia aniquilación: nuestro yo se encoge y ansía dejar de existir. “Experimento el
deseo de que la tierra se abra bajo mis pies y me trague.” Los sentimientos de humillación más fuertes,
de acuerdo con todos los psicoanalistas por mí consultados, son los asociados con el acto de
ensuciarnos en público, con la pérdida de control del cuerpo. En definitiva, ésta es quizá la más difícil
barrera al tratar de la aceptación de la menstruación: no podemos ejercer un control sobre esta nueva
función corporal. Y lo que es peor, nadie nos ha prevenido acerca de este aspecto de la cuestión.

Es posible que, demasiado absorbidas por la excitación del esperado acontecimiento, no nos
sintamos avergonzadas el primer día que sangramos. Luego, tal sensación emerge. A lo largo de tantas
conversaciones sobre belleza y el hecho de ser mujer, ¿por qué no ha habido nadie que nos pusiera en
guardia, por ejemplo, frente al olor? Y si nadie lo ha mencionado, debe de ser el más terrible entre
todos los olores conocidos. Por si fuera poca la sorpresa, por si no hubiese bastante con el silencio en
que vivimos el hecho, por si no bastara nuestro aislamiento, nuestra sensación de soledad, viciamos el
aire de cuantas personas puedan situarse cerca de nosotras… Una doble vergüenza.
Lo que a mí me gustó más de la píldora fue que siempre permitía que una supiera cuándo
menstruaría, siendo el flujo, además menor, como menores eran también los calambres. La psicóloga
Karen Page ha descubierto una relación directa entre la abundancia de flujo y la alta tensión menstrual.
En sus estudios, las mujeres que daban muestras escasas de ansiedad y de irritación durante la
menstruación, aquellas que tendían a ignorar los viejos tabúes o prohibiciones relativas al sexo, a la
natación, etc., tendían a sangrar menos. La doctora Page refiere la ansiedad en cuanto a la
menstruación a los tabúes culturales: la mujer que menstrua está sucia. Las autoridades psicoanalíticas
tienden a dar más importancia a las tempranas experiencias de la niñez; un adiestramiento abiertamente
rígido sobre el aseo, y la vergüenza consiguiente con la pérdida del control del cuerpo. En mi opinión,
ésa es una cuestión de énfasis. Ambos factores, indudablemente, cuentan. El hecho importante es que,
sea cual sea la razón, la humillación está ahí.

“Pero es que yo no siento ningún vergüenza por causa de la menstruación”, diréis.


“Las emociones tan difíciles de dominar como la humillación derivada de un fallo en la
función corporal –explica el doctor Robertiello-, tienden ser reprimidas. Las “olvidamos.”

Dicen los psiquiatras que de pequeños pensamos que todo el mundo evacua helado. Pero
sucede únicamente que de todo solemos hacer un embrollo. Si nadie, especialmente la madre,
menciona la turbación que ocasiona la pérdida del control corporal en la menstruación, debe ser porque
las otras mujeres no sangran como nosotras: simplemente, deben rociarse con esencia de rosas.
Nosotras somos las únicas que vemos cómo cada mes, proveniente del corazón del misterio, llega un
flujo oscuro, a menudo con coágulos de sangre. ¿Qué tenemos nosotras que ver con esas bellas
mujeres, ataviadas por Givenchy, que se apean de un lujoso coche en los anuncios de Modess Because?

Y, sin embargo, con infernal astucia, los anuncios de Modess Because van directos a la raíz de
nuestra inquietud. Las gigantescas empresas investigadoras de mercados saben que durante su período
menstrual la mujer se siente carente de atractivos, nerviosa al pensar en lo que viste… En
consecuencia, asocian sus productos con las más bellas mujeres –y también las mejor vestidas- que
pueden encontrar. Nos dicen así que lo que venden es el antídoto para nuestros sentimientos de herido
narcisismo; pero quizá esos hombres me perdonen si, aunque aplaudo su diagnóstico, no adquiero su
remedio.

La mejor protección contra los sentimientos de humillación asociados con la menstruación es


tener una madre que creyó en una positiva educación narcisista en nuestros años infantiles, que nos
recompensó con su amor y sus elogios por haber aprendido a controlar nuestras funciones corporales.
En lugar de sentirnos disgustadas y avergonzadas cuando ya nos movíamos independientemente,
habríamos emergido con un sentido de dominio, de personal realización. Una madre así habría sido
instruida probablemente de la misma forma por la suya, ya que las ideas que más trabajo cuestan de
alterar en los años avanzados de la vida son las relacionadas con un amor propio de bajo nivel. De no
haberse sentido ella tan a gusto con su cuerpo y el nuestro como manifestara, nosotras habríamos
captado el viejo y doble mensaje: “No sientas como yo siento, sino como digo.”

La menstruación –el gran hecho de la vida que madre e hija comparten- se transforma en el
sucio secreto que nos mantiene separadas. “En mi labor de todos los días –dice el doctor Robertiello-
he ido conociendo gente que alimentaba quimeras. No pueden nunca establecer relaciones porque para
estar con esas personas, el amante o el amigo han de creer también en esas quimeras. La total carencia
de realidad origina demasiado esfuerzo, y la relación se quebranta.” La madre dice que la
menstruación es algo bello, pero la hija sabe en vida de la madre que eso es mentira.

La menstruación comienza a una edad cada vez más temprana. Puede ser que nos agrade la
idea de la liberación sexual –“Ojalá las cosas hubiesen sido así de libres cuando yo era pequeña!”-,
pero no nos gusta que los ginecólogos ahora estén atendiendo a chiquillas de nueve años. “No se
dispone de ningún libro honesto, ni de buena información para las chicas comprendidas en el grupo de
los ocho a los doce años”, declara la ginecóloga Marcia Storch.

“La primera razón que las madres me dan para no querer que sus hijas usen tampones- dice
Jessie Potter- es que éstos pueden según ellas producir la rotura del himen. Pero lo que sucede
realmente es que existe una incapacidad por parte de la madre para animar a la hija a doblar el cuerpo,
a localizar la vagina, a ponerse algo en ella, a sacarlo, a tocarse. Incluso los médicos, que debieran
estar mejor enterados, todavía apuntan que vale más que se usen de mayor. Nos empeñamos todavía en
negar el acceso de las muchachas a los genitales, en establecer cierta distancia entre ella y su cuerpo.
Podríamos explicar a las mujeres que se niegan a tener relación sexual durante el periodo, que les
bastaría con ponerse un diafragma para contener la sangre… Pero no lo hacemos, pese a haber
soluciones tan simples como ésta.”

Las chicas os dirán que las cosas han cambiado, que “la menstruación no es el acontecimiento
trascendental que fue en otro tiempo”. Cuando Paula Weideger charlaba con las muchachas de doce y
catorce años, las hallaba menos impresionadas que las de su generación. “Despreocupadamente, me
explicaron la treta de que se valían para que algún que otro profesor les perdonara los deberes a hacer
en casa: le sugerían que sufrían calambres, es decir, hacían uso de la menstruación.” Cuando la señora
Weideger les preguntó si la habían mencionado alguna vez ante los chicos, ellas respondieron, a coro:
“¡Oh, no!”

Conozco a una mujer, escritora muy famosa, de veintisiete años de edad, la cual se proclama a
sí misma una persona liberada. Nos entrevistamos recientemente, y en el curso de nuestra
conversación me habló entre risas de un hombre a quien suele visitar de vez en cuando en su casa de
campo, durante el verano. “Yo no quiero acostarme con él”, me explicó, “así que siempre que
aparezco por allí doy la misma excusa: estoy en el período. Debe pensar que el mío es el más largo de
la historia”. Si te vales de la menstruación, efectivamente, como una barrera –contra la relación sexual,
contra el trabajo, contra cualquier otra cosa-, pronto llegarás a creer, tú misma, que constituye un
obstáculo.

En contraposición con la anécdota que esta escritora relataba, disponemos de pruebas que
demuestran que a muchas mujeres la relación sexual les produce un alivio en los calambres. La
actividad sexual, especialmente antes y durante la menstruación, mantiene los músculos relajados, lo
contrario de acalambrados. Esto supone algo mucho más agradable que una botella de Midol y la
almohadilla caliente. Cualquiera pensaría que todos los ginecólogos del país, sabedores de eso,
deberían sugerirnos que probáramos. Pero los terapeutas sexuales me han asegurado que muchos
ginecólogos se muestran demasiado tímidos para tratar el tema de la relación sexual con sus pacientes.
Yo misma he descubierto que la relación sexual cuando estoy sangrando, cuando mi cuerpo se halla
más falto de atractivos que nunca, resulta a menudo mejor que en circunstancias normales. En estas
condiciones me siento verdaderamente querida, como no pueden dármelo a entender las corrientes
protestas verbales encerradas en el clásico “Te amo”.
Los hombres nos ofrecen una de nuestras grandes oportunidades para disipar la herencia
maternal de los sentimientos negativos sobre nuestro cuerpo. Es significativa su forma de pensar con
respecto a la menstruación. “Los hombres adoptan sus actitudes acerca de la menstruación guiándose
por las mujeres”, dice el doctor Robertiello, al pedirle yo su opinión sobre el tema. “Esto es, piensan
que es algo secreto, de lo cual no debe hablarse, y que hay que evitar en la medida de lo posible. Las
mujeres cometen verdaderas excentricidades para impedir que los hombres sepan que están
menstruando. Una explicación analítica es esta: ven en el hombre al progenitor que puede calificarlas
de “niñas sucias”. No es necesario la menstruación para que las mujeres vean que el órgano del
hombre es más limpio que el suyo. Por ejemplo, una mujer que está menstruando puede intentar
ocultar la prueba de su “desecho”. Envolverá su paño sanitario en varias hojas de papel, depositándolo
luego en un cubo de basura, fuera de su casa, en lugar de utilizar el propio. He aquí, también, por qué
la mayoría de las mujeres no quieren tener relaciones sexuales con hombres en esos días. A los ojos de
una mujer, éstos han de sentir un profundo desdén por ella, ya que no comparten tan sucia función. La
mujer proyecta en el hombre este exigente progenitor “limpio”, inconscientemente alentado en su ser
proveniente del periodo de adiestramiento en el aseo, el cual va a verla sucia, repulsiva, no aceptable.”

A mi regreso a casa, estuve pensando en todo esto. Me dije que con todo y haber ido muy
lejos, el doctor Robertiello parecía tener razón. Sin embargo, presentía que allí tenía que haber algo
más. Le visité para hacerle esta pregunta: “¿No podría ser que las dificultades experimentadas por los
hombres en cuanto a la presencia de la menstruación en la mujer fuesen debidas no solamente a incidir
en la turbación de ésta, sino también a alguna emoción particular aportada por ellos al hecho?”

Lo que más me gusta de Richard Robertiello es que se encuentra siempre dispuesto a


reconsiderar cualquier idea, independientemente de que haya estado sosteniéndola durante mucho
tiempo, aunque esté muy arraigada en la teoría psicoanalítica convencional. Tras haber escuchado
atentamente mis palabras, respondió: “He de decirle que me acuerdo de haber pensado de chico en el
carácter misterioso de la menstruación. Ahora bien, lo que no entendemos tiende a atemorizarnos. En
la actualidad, pese a ser doctor en medicina, a conocer los hechos físicos, y a tener un conocimiento
psicoanalítico de la psicología de la menstruación, todavía se me antoja misteriosa.”

Luego añadió: “Sí, debe de producirse en los hombre una determinada ansiedad en torno a la
menstruación que las mujeres perciben. Tal ansiedad en los hombres no es originada solamente por el
hecho de tratarse de un misterio relacionado con la anatomía femenina. Es también un recordatorio de
otro misterio femenino…, aliado, pero no el mismo. Hablo del poder de reproducir. Los hombres no
poseen tal poder, lo cual les causa irritación. Y finalmente, los misteriosos poderes de las mujeres
reavivan otra inconsciente ansiedad en el hombre: en cierto momento de la vida, una mujer fue
todopoderosa en su existencia: cuando era un bebé. El sexo de ella le dio poder sobre él, y ahora que el
bebé ha crecido, ¿cree usted que todas esas humillaciones de antaño han sido completamente
olvidadas? No en el inconsciente. Y si el sexo de ella le dio un poder tiempo atrás, ¿por qué no puede
repetirse el hecho de nuevo? La medida de mayor seguridad adoptada por los hombres fue la de no
ofrecer a las mujeres una sola oportunidad de tornar a disfrutar de poder. Y van derechos al corazón de
los sentimientos más fuertes de identidad de cualquier persona, el poder de la total aceptación y libertad
sexual.”

En tiempos de nuestras bisabuelas, se creía que el poder de las mujeres radicaba en su


voracidad sexual. Ciertos cirujanos de mediados del siglo diecinueve conquistaron un inmenso
prestigio por haber inventado instrumentos y planeado operaciones que servían para despojar a la mujer
de su clítoris, la fuente de sus “oscuros apetitos sexuales”. La misma mujer que era deificada como
creadora de caracteres y custodio de la familia, e incluso de la moralidad nacional, fue temida como la
ruina en potencia de todo hombre fuerte. Tales extirpaciones quirúrgicas fueron realizadas en nombre
del equilibrio del poder. Un temor impuesto por el hombre, y también una injusticia, sí… pero han sido
mujeres quienes no han vigilado, ha habido una madre que nos aisló no solamente de nuestro clítoris,
sino también de nuestra vagina. Lo que unas mujeres creían que debían proteger y negar por el temor,
otras pueden aprender a liberar.

La menstruación no me ha obligado jamás a abstenerme de nada, desde montar a caballo la


vez primera hasta la relación sexual de hoy. Pero cuando empezaba a escribir este capítulo comenzó
mi período (con una semana de anticipación), y experimenté mis primeros y peores calambres en varios
años. Cada uno de los comienzos que planeé se me antojaron superficiales. Había algo que echaba en
falta; nada de los que escribía respondía a una convicción interna firme, profunda… “¡Eso es! ¡Así está
bien!” Tuve que abandonar mi máquina de escribir por dos veces, casi temblorosa a causa de la
ansiedad. Más tarde, crucé a pie Central Park, bajo el sol de abril, para reanudar mi conversación con
el doctor Robertiello.

Después de haber realzado él las emociones de vergüenza y humillación sepultadas bajo la


capa de las actitudes naturales de las mujeres hacia la menstruación, me desentendí de sus
consideraciones con un encogimiento de hombros. Había estimado que sus opiniones se hallaban
abiertamente matizadas por su experiencia con mujeres que habían acudido a su consulta en demanda
de ayuda. Me había identificado más estrechamente con la doctora Schaefer y la mayoría de las
mujeres que dicen no albergar particulares sentimientos sobre la menstruación: es algo que se produce,
eso es todo. Pero al referirse a cierta inexplicable resistencia, me doy cuenta ahora de que no dispuse de
una fácil réplica a la pregunta que el doctor Robertiello me formuló durante nuestra última charla:
“¿Quiere decirme entonces, Nancy, por qué está experimentando usted dificultades al escribir lo que
juzga un capítulo sincero sobre uno de los simples hechos de la vida?”

Constituye una grave perturbación padecer calambres, sufrir la humillación de ver tus ropas
manchadas, ver sorprendida alguna parte que sangre, sin estar preparada una para ello. Con todo, yo
prefiero sangrar periódicamente. Recuerdo lo preocupaba que estaba cuando tomaba la píldora y
echaba en falta un período completo. Los médicos me dijeron que no tenía por qué sentirme inquieta,
que aquello era “normal”. No obstante, continuaba preocupada. Deseaba que se me presentase
aquello, la sangre, todo. Quería aquel recordatorio. Al leer que en el seno de las tribus primitivas
sentían todos un religioso temor al observar que las mujeres podían sangrar una vez al mes sin morirse,
en mí noto una especie de eco de las emociones de aquellas gentes remotas. “No, no siento ninguna
fuerte emoción personal al presentarse la menstruación –dice la doctora Schaefer-, pero me alegro de
tenerla todavía.” La doctora cumplió no hace mucho los cincuenta años. Aunque ella más que
cualquiera de las mujeres que conozco sabe que es un mito lo de que lo sexual termina con el fin de la
menstruación, estoy segura de que sentirá “algo” cuando le llegue la menopausia.

La menstruación, por sí sola, no explica los problemas de las mujeres con el sentimiento de la
humillación… Ni tampoco que mis dificultades con este capítulo tengan que ver únicamente con una
inconsciente ansiedad. Nuestros sentimientos acerca de la menstruación dan la imagen de lo que
significa ser mujer en esta civilización. Además de que la menstruación y el temor de dar pruebas
evidentes de la pérdida del control corporal llevan en sí posibilidades de humillación para las mujeres
de las cuales los hombres no están impuestos, también es humillante ser el sexo cuya voz y presencia
tienen menos significación. Es humillante hablar las mismas palabras que los hombres, y haber oído
las suyas, y no las propias. Es humillante sentirse invisible cuando Dios nos concedió un cuerpo tan
sólido como el de ellos. Es humillante que a la mujer apenas se le dispensen honores mientras ella no
está casada. Dejamos a un lado tales humillaciones, desde luego, manifestando que es una gloria
disponer de un hombre que libre nuestras batallas, que nos ponga sobre un pedestal, que nos cuide.
Esto es válido, sí, para aquéllas a las que les satisface depender de otra persona.

Existen otras emociones tan reservadas como la vergüenza que rodea a la menstruación. Ahí
están los sentimientos que nos recuerdan la vida, que somos capaces de darla, y que estamos todavía
vivas, y que somos jóvenes…, sexualmente capaces de reproducirnos. Resulta difícil explicar a una
hija de once años las incipientes y complejas agitaciones de la sexualidad, la vida y la muerte, algo con
lo cual se ha de existir. ¿Cómo describir el terror que siempre ha rodeado a la reproducción, el misterio
y la emoción de tal don (el poder de reproducirse) y tal maldición (la de sangrar una vez por mes)
deben de suscitar en quienes no comparten esas cosas?

¿Y cómo omitir esa descripción?


CAPÍTULO 5
ESPÍRITU COMPETITIVO
Aunque no me di cuenta de ello en su día, mi madre estaba cada vez más bonita. Mi hermana
era una belleza. Mi adolescencia fue la época de nuestro mayor distanciamiento.

Tengo una foto de las tres de cuando cumplí los doce años. Mi madre, mi hermana, Susie, y
yo, estamos sentadas en un gran sofá tapizado, cada una apoyada en un cojín, por separado, muy
apartadas las unas de las otras. Me crié con un sólido sentido de espíritu familiar, cosa que me
agradaba y necesitaba, con tías, tíos y primos, bajo la omnipotente sombrilla de mi abuelo. “Todos
para uno y uno para todos”. Es lo que él solía decir en las reuniones del verano, y nadie tomaba más en
serio sus palabras que yo. Hubiera sido capaz de alistarme para ir a luchar por cualquiera de aquellas
personas, y estaba convencida de que ellos habrían hecho lo mismo por mí. Pero dentro de nuestro
pequeño núcleo, nosotras tres no estábamos muy en contacto.

Ahora, cuando le pregunto por qué, mi madre suspira y dice que a su entender todo se debía a
la forma en que la habían criado. Me recuerdo encogiéndome, hurtando el rostro al beso perfumado
con crema de noche Elizabeth Arden, murmurando desde debajo de las sábanas que sí, que me había
cepillado los dientes. No era verdad. Había humedecido el cepillo de dientes por si ella lo
inspeccionaba. Al verlo mojado, se mostraba conforme. ¿Por qué? Cuanto más nos vamos alejando de
la época de la infancia, más físicamente afectivas intentamos ser una con otra. Pero después de todos
los años transcurridos todavía nos mostramos tímidas.

Yo “florecí” tarde, como mi madre. Pero mi madre se demoró tanto, o bien se hallaba en
posesión de tan notable y prematura falta de lustre, que no había puesto mucha fe en que yo me
destacara al llegarme el turno. Cuando era una muchacha pecosa de dieciséis años que se sentaba
tímidamente sobre sus desventuradas manos, su hermana, menor que ella, era ya una belleza famosa.
Esa es todavía la relación que existe entre ambas. Abuelas las dos, mi tía sigue siendo la bella del baile
con sus bien peinados y lisos cabellos, o la amazona que compone una figura inmaculadamente
hermosa. Los éxitos de mi madre no cuentan. Les darán las dos de la madrugada discutiendo si hubo
uno siquiera de los cortejadores de mi tía que sacara una sola vez a bailar a mi madre. Esta nunca pudo
componer una halagadora historia sobre su persona. Dudo mucho de que oyera entonces las bonitas
cosas que los hombres le dicen ahora, al transformarse en la fina dama que me sonríe en las fotos
familiares. Pero ella siempre asiente ante lo que mi tía le dice, como estoy segura de que asintió ante la
antigua imagen propia, después de haber muerto mi padre. El –un hombre espléndidamente atractivo-
debió de escogerla entre todas las demás mujeres… Su muerte, ocurrida unos años más tarde, pareció
una especie de castigo, por haberse atrevido a creer que el padre de ella estaba equivocado: ¿quién iba a
inclinarse por la muchacha? Es una mujer que todavía se ruboriza al escuchar un cumplido.

Entre los treinta y los treinta y cinco años fue cuando era más bonita. Yo tenía doce, y me
hallaba en el extremo opuesto. Sus cabellos habían tomado un delicado color pardo rojizo, y los
llevaba peinados hacia atrás, en suaves rizos. Sentada al lado de ella y de Susie, quien había heredado
una versión en negro lustroso de los cabellos maternos, doy la impresión de ser una chica adoptada.
Pero yo ya me defendía de mi aspecto exterior. Este carecía de importancia. Entre el espejo y mi
persona existía una distancia parecida a la que iba incrementándose entre ellas y yo. Mi éxito con mi
ser ficticio constituía una prueba: no las necesitaba. Mis títulos en el colegio, mis galardones y
realizaciones, destacaron hasta tal punto la imagen de mí misma que hasta el momento de escribir este
libro creí sinceramente que crecí embargada por una gran pena: la que me inspiraba mi hermana. ¿Qué
probabilidades se le ofrecían en comparación con La Gran Realizadora y La Chica Más Popular del
Mundo? Incluso había apuntado en mí un sentimiento de culpabilidad por haberla oscurecido. Puro
instinto de supervivencia. Mi encandilada sonrisa haría renunciar al más crítico observador a la idea de
compararme con las lindas jovencitas a cuyo lado crecí. Di otro sentido a la lucha: que nadie se fijara
en mis lacios cabellos, ni en mi elevada estatura, que no reparara en que mi ojo derecho suele moverse
de una manera extraña (si bien el oculista dijo que de nada me serviría llevar gafas); que me vieran
bailar claqué, que me vieran ganarles la partida a todos, ¡hacerlos a todos felices! Cuando me describo
a mí misma en aquellos días, mi madre se echa a reír. “¡Oh, Nancy! Eras una chiquilla deliciosa.” Pero
todo eso ya había quedado atrás.

Creo que mi hermana, Susie, nació así, ya bella, un hecho que nos afectó a mi madre y a mí
profundamente, aunque en diferente forma. Pienso que eso no importó mucho hasta la llegada de Susie
a la adolescencia. Volviese tan atractiva que una sentía hasta cierto dolor al mirarla. Los retratos de
Susie de por entonces me recuerdan a la joven Elizabeth Taylor de Un lugar en el sol. Una se veía
obligada casi a apartar la vista a causa de tanta belleza. Mi madre se sentía asustada. Fuero lo que
fuese lo que pasara antes entre ellas, ahora eso llegó a la cumbre, y no había de desvanecerse jamás.
Sus constantes fricciones hicieron que me decidiera a abandonar aquella casa de mujeres, a fin de
librarme de las mezquinas competiciones entre ellas, a fin de vivir a un mayor nivel. Al final me
marché, pero no he podido nunca dejar de pensar en la maravillosa sensación que debe de producir el
hecho de ser una tan bella que la propia madre no pueda apartar la mirada de nuestro rostro, aunque
sólo sea para regañarnos.

Recuerdo una desconcertante falta de cualquier sentimiento con respecto a mi única hermana,
con la que compartí una habitación durante años, cuyas ropas fueron idénticas a las mías hasta que yo
cumplí los diez años. Exceptúo de tal fenómeno la irritación que me producían sus intentos de
mirarme, teniendo yo cuatro años, y los arrebatos de ira que desembocaban en riñas a puñetazo limpio,
siempre iniciadas y ganadas por mí. Luego vino la indiferencia, una calculada despreocupación o
desentendimiento hacia ella, que se tradujo en una terrible y triste ausencia de mi hermana en mi vida.

Mi esposo dice que su hermana fue en su casa la única criatura en que reparara su padre. “Tú
le has hecho a Susie lo que yo le hice a mi hermana”, declara. “Tú la hiciste invisible.” ¿Yo celosa de
Susie, quien nunca ganó un solo trofeo, ni tuvo los numerosos amigos que tuve yo? Debí de haberme
mostrado alocadamente celosa.

Sólo en dos ocasiones me permití enfrentarme con aquello. Las dos veces ocurrieron en el
duodécimo año de mi vida, cuando mis defensas habituales no podían con las contracorrientes
emocionales de la adolescencia. Mi lanzamiento no fue muy glorioso, que digamos, ni hubo unas bien
escogidas palabras, ni se produjo una lucha limpia en las pistas de tenis. Operé como operan los
ladrones en la noche. Nadie pudo figurarse ni por un momento quién vertió el contenido de un frasco
de esmalte rojo para las uñas sobre el vestido nuevo de Susie, un vestido de noche que había de estrenar
con motivo de su primer baile en el club náutico. Cuando le robé sus ahorros del verano y arrojé su
cartera a una alcantarilla, mi madre riñó a Susie, por ser tan descuidada. Vi a mi hermana aceptando
las críticas de mi madre con la resignación característica en ella, y entonces experimenté algún alivio
en los enfados que me atormentaban.

Cuando Susie preparaba sus cosas para ingresar como interna en un colegio, yo me burlé de
ella, haciéndole saber que me alegraba mucho poder desembarazarme de ella. Se trataba de nuestra
primera separación. Llegaban a mí, provenientes de todas las direcciones, conflictivos apremios, iras y
envidias. No disponía ya de ningún medio para controlar la terrible sensación de pérdida que
experimentaba ante la perspectiva de su marcha. Fue aquél el verano en que anduve acosada por lo que
denominaba “mis pensamientos”.

Leí todos los libros que había en casa, considerando cada uno como un talismán contra la
función de pensar. Temía que si mi cerebro se quedaba ocioso aunque fuera por un minuto, esos
“pensamientos” se enseñorearían de mi ser. Tal vez me figuraba que esto había acaecido ya. ¿Era la
marcha de mi hermana la suprema realización de mis crueles deseos en contra de ella? Escribí en mi
primero y único diario: “¡Ven a casa, Susie! ¡¡Vuelve, por favor!! ¡¡Lo siento, lo siento!!”

Cuando me correspondieron los libros de Nancy Drew por mi asidua asistencia a la Escuela de
los domingos, y, los distintivos de “Girl Scout”, por méritos tales como el de haber vendido, yendo de
puerta en puerta, más raticida que mis otras competidoras, me inscribí como aspirante a los premios
establecidos por el teatro de la comunidad. Gané una radio-despertador con caja de plástico, por el
trabajo titulado: “Hablo en nombre de la lucha por la democracia”. Yo era capitán de la sección de
atletismo, y presidente de la asociación de estudiantes, y quedé la primera en los trabajos de la clase,
todo dentro del mismo año. El caso es que yo hice esos trabajos de la clase, todo dentro del mismo
año. Pudo ser embarazoso, pero ninguna otra alumna compitió por esas recompensas. Lograr una
buena clasificación en las carreras y alcanzar un premio eran cosas que no figuraban en la lista de
prioridades entre mis amigas. (El Sur se lleva la palma en albergar y educar al mayor número de
mujeres no competitivas) En los pocos casos en que alguien me ofreció una recompensa en metálico
por participar en una carrera, un incentivo incomparable: el aplauso de mi abuelo. Yo corría realmente
por él.

No recuerdo haber oído a mi abuelo decir a mi madre, ni una sola vez: “Bien hecho, Jane.” No
recuerdo haber oído a mi madre decir a mi hermana, ni una solas vez: “Bien hecho, Susie.” Y yo nunca
di mi madre la ocasión de que pudiera decírmelo. Era la última en enterarse de mis triunfos, y cuando
esto ocurría era gracias a sus amigas. Verdaderamente, ¿creíase tan poca cosa como para pensar que yo
la estaba dejando de lado? ¿Se sentía tan dolida como para fingir que le traía todo sin cuidado? Mis
condiscípulas, aquellas que se llevaban los segundos premios, o ninguno, pedían a sus familias que
hicieran acto de presencia en la ceremonia del reparto de premios. Yo, que siempre me llevaba el
primero, recogía los aplausos de un público en el que no figuraba nadie de mi familia. ¿Estaba
resentida con mi madre? Lo que sí sé es que estaba resentida conmigo misma. Nada me habría hecho
más feliz que verla entre el público; pero nada me inducía a invitarla. Es un juego que más tarde
empleé con los hombres: “¡Vete!” gritaría, y cuando él lo hacía, manifestaría, implorante: “¿Cómo
pudiste causarme tanto daño?”

Si bien yo la privé de la oportunidad de ensalzarme, mi madre nunca me criticó. La crítica


personal era el vehículo de que se valía para articular su relación con mi hermana. Daba igual una cosa
que otra: el caso es que Susie no hacía nunca una cosa a derechas… a los ojos de mi madre. En la
actualidad, todo sigue igual. Dado que resulta difícil imaginarse a mi madre compitiendo con cualquier
otra persona, ¿qué fue lo que llegó a sentir frente a su bella hija de catorce años, ya en sazón? Mi madre
estaba entrando en la madurez, con completo esplendor, pero quizá eso le permitía percibir con más
intensidad el hecho de que Susie, simultáneamente, experimentaba un impulso sexual similar al suyo.
Un año más tarde, mi madre volvió a casarse. Hoy, lo único que ha cambiado ha sido el escenario. Las
discusiones empiezan tan pronto como las dos se encuentran en la misma habitación. Lo malo es que
esto sucede con frecuencia. Nunca se han hallado más cerca una de otra.

Muy corrientemente, la mesa del comedor se convierte en el campo de batalla familiar.


Cuando conocí a Bill no disponía de ninguna mesa frente a la cual sentarme, dentro de su espacioso
apartamento de soltero. El comedor era el sitio donde su padre guerreaba; era el único momento del
día en que la familia se reunía. En Charleston, la comida era servida a las dos. Tengo grabada en
memoria la escena de nuestras comidas del mediodía: Susie, a mi derecha, nuestra madre, a mi
izquierda. Yo siempre tenía la impresión de que nuestra cocinera, Ruth, se esmeraba en el servicio
pensando exclusivamente en mí.

Nadie parecía hacer caso de la dorada calabaza, del tierno pollo, de la gran jarra de plata, que
contenía el té helado. Mientras yo, siguiendo mi costumbre, iba de un lado a otro de la mesa mientras
comía, Susie y mi madre iniciaban sus escaramuzas: “Susie, ese lápiz de labios es demasiado oscuro…
¿Es necesario que te depiles tanto las cejas…? ¿Por qué te compraste unos zapatos de tacón alto,
abiertos por delante, cuando te dije que lo que necesitaban precisamente era un calzado bajo y
cerrado…? Ese sujetador en punta hace que parezcas una… una...” Pero mi madre no se atrevía a
pronunciar la palabra. Llegando a este punto, una de las dos abandonaba la mesa, llorando, en tanto
que la otra se encogía de hombros, desesperada, al oír el portazo en el dormitorio. Entre tanto, yo me
centraba en mi problema: ¿en casa de quién iba a pasarme la tarde jugando? Terminaría los postres de
las dos, y desaparecería antes de que Ruth quitara los manteles. ¿Estoy exagerando? ¿No sucedía eso
una vez por semana? ¿Y qué más da?

Tuve suerte al escapar de aquellas devastadoras batallas. “Nunca tuve que preocuparme por
Nancy –ha dicho siempre mi madre-. Siempre ha sabido cuidar de sí misma.” Esto se convirtió en
realidad. Sólo a mi esposo le ha sido permitido ver hasta dónde llegan mis necesidades. Pero el
impulso competitivo que me hizo tan autosuficiente fue espoleado por algo más que los celos
inspirados por mi hermana. Mi madre no estaba dispuesta a reconocerme, pero su padre sí. Ella no
pudo triunfar ante sus ojos; yo sí. He aquí mi mejor explicación de todos aquellos años de trofeos y
honores: me valía de estas cosas para llegar al corazón de mi abuelo, algo que mi madre nunca había
podido conseguir. No sólo me gané lo que ella había ansiado durante toda su vida –su aprobación-,
sino que descubrí, con la sagacidad propia de la juventud, que aquel hombrón deseaba ser amado,
acariciado. No podía permitirse ser el rimero en abordar a las personas que más quería, pero era
incapaz de permanecer impasible ante una demostración de afecto.

Le daba la bienvenida en casa con abrazos y besos. Luego me tendía a sus pies como si
hubiese sido uno de sus dálmatas. Mientras tanto, mi hermana, de pie, en tímida actitud, hacia el fondo
de la habitación, hacía compañía a mi madre, en espera de los juicios del visitante. Pero yo estaba tan
impuesta de mi acción competitiva frente a mi madre como de mis celos de mi hermana. En mi familia,
dos generaciones de mujeres habían pugnado por conquistar el aprecio del abuelo. Quizá me
transformé en su favorita porque notó que yo lo necesitaba más. Hube de pagar un precio: batir en la
lucha a mi madre y a mi hermana. Esto me ha producido un sentimiento de culpabilidad que todavía
perdura en mí.

En la imagen estereotipada de los sexos vemos que a los hombres les son concedidos todos los
impulsos competitivos, y a las mujeres ninguno. La idea de las mujeres competitivas suscita turbadoras
imágenes… Se piensa en la oscura barrera de la feminidad, o se recuerdan caricaturas de “damas”
empinadas sobre altos tacones aporreándose mutuamente con sus bolsos. Un importante paso ha sido
dejado fuera de nuestra socialización: la madre nos instruye para poder ganarnos el amor de la gente.
No nos adiestra en cuanto a las emociones de rivalidad, que harían que perdiéramos aquél. No
poseyendo una experiencia práctica en las reglas que dan seguridad a la competición, tememos su
ferocidad. No habiéndosenos enseñado a ganar, no sabemos cómo perder. Las mujeres no han sido
educadas para competir con los caballeros.

La joven no comienza viendo en todo una competición, ni mucho menos. ¡Y tiene tanto! El
alimento procedente de su plato siempre ha tenido mejor sabor. Al ponerse sus ropas ha experimentado
siempre más emoción que utilizando las propias. ¿No nos ha explicado un millar de veces, cuando nos
reñía, nos bañaba, nos vestía y nos enseñaba, que lo hace todo porque nos ama? Bien… Entonces, ¿por
qué no da un paso a un lado y nos cede a papá, y nos permite que la hagamos triunfar como la mujer de
la casa? Eso no tiene nada que ver con el propósito de herirla. Nuestra biología es nuestra lógica. El
espíritu competitivo sólo se muestra cuando la madre opone resistencia.

Freud definió el complejo de Edipo como la inclinación sexual del hijo o hija de cuatro, cinco
o seis años de edad, hacia el progenitor del sexo opuesto, acompañada de apremios competitivos contra
el progenitor del mismo sexo. Pero, de acuerdo con la teoría psicoanalítica competitiva, se cree que la
lucha entre la madre y la hija no es solamente por el padre. Es también un esfuerzo de la hija por lograr
su reconocimiento, por la luz, por su sitio en el mundo, con o sin la presencia de papá.

Lástima que toda la literatura y el folklore del conflicto edípico sean escritos desde el punto de
vista de la joven. Nadie dice a la madre qué debe sentir. Nadie la sanciona por lo que siente. Todo lo
que sabe es que se supone que alberga exclusivamente unas gratas, clásicas y maternales emociones.
Dentro de ella no hay sitio para los celos que pueda inspirar una jovencita, ni resentimiento al descubrir
que su puesto como única mujer importante está siendo socavado, ni irritación por el hecho de que la
persona que siempre la obedeció, y a quien ella ama, exija ahora hacer las cosas a su modo, logrando
que se sienta vieja.

La madre identifica esos sentimientos con ira y vergüenza: son una nueva agitación de sus
antiguos y enterrados deseos edípicos contra su propia madre. No es mala; ¿cómo va a admitir que
tiene esos perversos sentimientos? “No es fácil para una madre admitir una actitud competitiva frente a
la hija –dice la doctora Helene Deutsch-. La chica le inspira unos sinceros deseos maternales. Estos
cubren sus personales apremios competitivos.” Fuera del conflicto, nacen las racionalizaciones.
Después de todo, la madre es una mujer adulta… Abrigar esos sentimientos cuando se trata de su
pequeña es algo indigno, irrealista. La madre quiere que todas las cosas se suavicen. Su negativa las
empeora. Nuestros deseos son tan malos que ella ni siquiera quiere nombrarlos.

¡Hemos estado temiendo esto en todo momento! Para el salvaje, no domesticado, lo


competitivo no conoce límites, ni reglas civilizadas. Desde el punto de vista freudiano, la lucha edípica
es experimentada como una especie de deseo de la muerte. Nunca hay posibilidad de resolver esto a
los cinco años. En la adolescencia, nuestro yo se ve todavía amenazado por esos terribles impulsos. La
rivalidad vive oculta, se torna intensa y destructiva.

No poseemos ninguna experiencia ajena que nos diga que ese espíritu competitivo puede ser
cualquier cosa menos ese atemorizador y cruel apremio que el inconsciente dice que es. Nosotros
nunca expresamos del todo nuestra rivalidad ante la madre; ella nunca reconoció que albergábamos
tales sentimientos con una sonrisa y un beso que nos dijeran que al fin y al cabo no eran tan malos. Y
sin embargo, el respeto por nosotras mismas exige que continuemos intentando ganarnos nuestro sitio,
dar satisfacción a nuestras necesidades, asumir nuestra identidad. Lo sexual mismo no es nuestro, sino
que parece ser algo que debe ganarse a costa de alguien.

En una ocasión, nuestra emergente sexualidad estuvo a punto de hacernos perder a la persona
más importante de nuestras vidas. Cedimos ante ella entonces, negando nuestros deseos; de no haber
procedido así, su cólera hubiera podido implicar el abandono a una edad en que no podíamos vivir sin
ella. De un modo constante negamos nuestra condición de personas competitivas, cuando en realidad
sentimos que los beneficios de otras mujeres son en cierto modo una barrera que nos impide que
participemos en el festín de la vida.

“¿Competitiva yo? ¡En absoluto!” Lo negamos calurosamente, como si se nos acusara de un


crimen, aún en el caso de que corramos ciegamente para sacar ventaja a las únicas personas que
cuentan: las otras mujeres. El objetivo es ganar el premio, pero quizá sea más urgente comprobar una
vez más los límites de la contradictoria realidad que nos crea: ¿eres tú capaz de batir a la otra mujer y
aún así tener su amor?

“Yo adoraba a mi padre - me cuenta una mujer de veinte años-, pero más que nada creo que
siempre busqué la aprobación de mi madre. Todavía estoy muy impuesta de mi necesidad de dar con
mujeres que me admiren o a las que caiga bien. Cuando tengo que asistir a una reunión de mujeres,
paso más tiempo arreglándome que cuando estoy citada por un hombre. Si voy sola a una reunión o a
una fiesta, me agrada que los hombres vuelvan la cabeza para mirarme. Pero cuando no hay más que
mujeres en la habitación, no me gusta llegar tarde. Al volverse para mirarme, pienso que me están
criticando. Esto no tiene sentido, pero es la impresión que tengo.” De jovencitas o de adultas, nuestra
mayor fuente de amor, así como nuestra competición más dura, es una y la misma. ¿Cómo no hemos
de sentirnos confusas?

La madre, por su parte, niega cualquier rivalidad, y actúa según las emociones que la rodean y
protegen de cualquier competición. Ante nuestro comportamiento de adolescentes, se siente irritada,
maternalmente preocupada, exasperada. Nosotras somos su “pequeña”, no su rival. Ya de mayores,
cuando otra mujer consigue un nuevo empleo, una colocación deslumbrante, no nos sentimos a gusto a
su lado. Decimos que ella nos “enerva”. Es nuestra mejor amiga; no ansiamos la colocación, de todos
modos. Lo enervante, lo irritante, es que su promoción nos amenaza con hacernos conscientes de
nuestra actitud competitiva frente a ella.

De una manera similar, para evitar el reconocimiento de la actitud competitiva, nos


declaramos no dispuestas al enfrentamiento, cediendo antes de que surja alguien que formule un juicio.
Cuando nuestro marido permanece hablando demasiado tiempo con otra mujer, decimos: “Ya sé que yo
no soy una persona tan interesante como ella…” Los sentimientos de inferioridad constituyen una
defensa clásica. Nos sentimos disminuidas por ella, atemorizadas; seríamos capaces de matarla. O
matarlo a él. Pero no nos sentimos competitivas. ¿Lo habéis comprendido? ¡Nosotras no somos
competitivas!

Incluso las mujeres psicoanalistas, que sonríen como con pesar y dicen que los sentimientos
competitivos entre madre e hija pueden ser denegados pero son universales, no advierten cierta
discontinuidad en su pensamiento cuando más tarde –frecuentemente en el curso de la misma entrevista
– me aseguran que ellas nunca han adoptado una actitud competitiva frente a sus hijas. “Mi hija es una
chica muy bella –me contaba una de esas mujeres-. Tiene ahora doce años, y se está desarrollando. No
sé qué va a pasar cuando, en traje de baño, empiece a tener una figura más vistosa que la mía.” Se echa
a reír. “Por ejemplo: con ocasión de haberme ausentado del hogar, porque trabajo una noche por
semana en una clínica, mi marido me contó que la chica le había dicho: “Has de saber, papá, que
cuando mamá no está en casa, puedo hacer muchas cosas por ti, exactamente igual que las hace ella.”
Le pregunto si la belleza de la hija y los abiertos coqueteos con el padre hacen que la madre se sienta
competitiva frente a ella. “¡Oh! No creo… Son ambos muchos más agradables que yo.” Espíritu
competitivo primeramente; una negativa cortés en segundo término. Identifico estas técnicas de
desarme. Fueron las mías durante largo tiempo.

De niñas era adecuado que conociéramos el sentimiento del narcisista realce propio, tan
esencial para nuestro desarrollo. Nos lo proporcionaba la madre. Ahora que somos mayores, lo
buscamos en el hombre. La forma como responde el padre ante la adolescencia de la hija determina
nuestro camino a seguir: hacia los hombres y nuestra propia identidad, o de vuelta a la madre y al lazo
simbiótico. Si mi padre consigue hacerme creer que soy la muchacha más estupenda del mundo, como
otras en mi caso confiaré más en el futuro. Dice una joven: “Mi padre era una persona muy cordial y
atractiva. Creo que de ese hecho nació mi gran interés por lo sexual, mis buenos sentimientos acerca
de mi cuerpo. No es que yo le viera muy expresivo con mi madre, pero lo era conmigo, siendo yo una
jovencita. Hacía que me sintiera maravillosamente a gusto conmigo. Me hubiera gustado conocer a mi
madre antes de traerme a mí al mundo. Yo creo que la maternidad la mató sexualmente. Debió de
haber sido más sexual antes de que nosotros, sus hijos, naciéramos. No sé, la veo encajada tan sólo en
las cosas exteriores de la vida cotidiana. Mi sentimiento de prohibición de lo sexual proviene de ella.”

Mucho es lo que un padre puede ofrecer a su hija en la adolescencia. Sin embargo, se ve


obligado verdaderamente a hacer equilibrios sobre la cuerda floja. Tiene que prestar atención a las
necesidades de ambas, esposa e hija, poniendo siempre buen cuidado en no enfrentarlas por medio de
los celos. “Mi esposo está loco con nuestra hija –dice la psicóloga Liz Hauser-, pero inicialmente no
comprendió qué era a lo que estaba dando lugar. Por ejemplo, si ella y yo teníamos una discusión, él
mediaba haciéndole una leve seña, que quería decir: “No te preocupes por lo que dice mamá. Yo me
ocuparé de arreglarlo todo.” Esto no estaba bien, como bien lo comprendió. La chica no sabe de qué
lado deben quedar sus lealtades.” Así se incrementan los celos de la madre, pero también se puede
inculcar en la muchacha el fatal anhelo de derrotarla de un modo permanente.

Muy a menudo, la reacción del padre frente a la adolescencia de la hija es determinada por su
esposa. Si la madre ha vituperado a la chica, si entre las dos se ha producido una tirantez, el padre ha
de ser cauto al responder a la incipiente sexualidad de la hija. La madre que ha intentado evitar la
actitud competitiva ante su hija atenuando lo sexual con su esposo, no querrá que la chica la sustituya.
Puede ser que no lo necesite, pero aún hay por en medio una implicación propia: quiere evitar que él
sea de cualquier otra mujer, incluso de su hija.
Muchas madres intentan mantener a la hija y al esposo separados denigrando al padre. Dice el
doctor Robertiello: “Es su forma de competir con la chica, al tiempo que conservan a la hija y al padre
para sí mismas. Divide y vencerás.” “Tú sabes que tu padre no es capaz de solucionar esa clase de
problemas”, afirma la madre. “¿Por qué no recurriste a mí en primer lugar?” La madre sigue siendo la
amiga de ambos, manteniéndose con firmeza en el centro.

Es una situación destructiva, que deja resquicios por los que pueden penetrar todo género de
fantasías edípicas. Si la madre no la quiere, si ella no le comprende, es posible que la chica pueda
ganárselo, después de todo. Pero incluso en el caso de que la madre sea una zorra, la muchacha no
puede tolerar la pérdida de su alianza primaria. El padre será la sal de la vida, pero la madre es el pan y
la mantequilla. La relación con la madre fue formada antes, y es más profunda que cualquier cosa que
la hija puede llegar a tener con su padre.

He aquí la agria historia de una mujer de treinta y cinco años, madre de tres hijas, cuyo
matrimonio de deshizo recientemente… Cuando ella me la refirió no pude evitar preguntarme cuántos
padres habrá como el de mi entrevista: “Sólo cuando me casé y me distancié físicamente de mis padres
empecé a descubrir qué clase de relación mantenían. Mi padre me había parecido siempre un tirano, al
que había que ocultar la verdad y manipular como fuera posible. Mi madre y yo siempre nos habíamos
mantenido muy unidas. Ella era en verdad la mártir. Pero cuando recientemente empecé a estudiar mi
propio matrimonio, comprendí que mi padre lo había pasado bastante mal, cosa que me hizo cambiar
de parecer. Hace un año, hice acopio de valor y telefoneé a casa. Después de haber hablado con mi
madre, le pedí que se papá. Tan pronto como oí su voz le dije, de todo corazón (no sé qué era lo que en
aquellos momentos temía): “Deseaba decirte que te quiero mucho.” Se produjo un silencio… Mi madre
se dirigió a mí de nuevo, muy agitada: “¿Qué le has dicho a tu padre?” Le respondí: “Le dije que le
quiero, algo que no le había dicho nunca. Me figuré que a él le gustaría saberlo”. Mi madre manifestó:
“Está sentado en un sillón, sollozando.” Transcurridos unos días, mi madre me llamó por teléfono: “Tu
padre y yo hemos estado hablando (algo que ellos no hacían frecuentemente), y me ha dicho que a lo
largo de estos últimos años siempre se había imaginado que tú le odiabas.”

Para la madre y la hija, el problema consiste menos en ganarse al hombre que en clasificar y
ordenar sus relaciones: control de los celos, negación de la ira, búsqueda de otras palabras para aludir a
sus sentimientos de culpabilidad. Años después de que él ha desaparecido, por haberse divorciado o por
fallecimiento incluso, la lucha entre las dos mujeres sigue: ¿cómo mantener la tregua, el pacto, la
simbiosis?

“Una vez al año, mi madre y yo nos tomamos unas vacaciones, juntas”, me cuenta una mujer
de cincuenta y cinco años. Su madre tiene ochenta; las dos son viudas. “Lo que más me irrita es que
siempre que nos aborda alguien, tanto si se trata de un hombre como de una mujer, mi madre hace que
la atención del recién llegado se centre en ella. Justamente; lo mismo que hacía cuando yo era una
niña.” No le pregunto por qué continúa pasando las vacaciones con ella. En la simbiosis, antes que
romper el lazo de unión se prefiere seguir con la otra persona, pese a la actitud competitiva, la derrota y
todo lo demás.

“Si la madre no está bien relacionada con el padre –dice Helene Deutsch-, sentirá celos de la
hija. Esto provoca sentimientos competitivos en la madre, que inhiben a la chica.” Por otro lado, si el
padre, en casa, se siente abstraído, preocupado, si intenta dejar a un lado la situación competitiva entre
la madre y nosotras, ignorando nuestras necesidades de reconocimiento, sintonizaremos el mensaje
sexual, negativo de la madre, esperando pasivamente a los hombres, no creyendo en ellos si llegan a
presentarse, y permaneceremos como dependientes siempre de las mujeres en lo que respecta a nuestras
más profundas necesidades emocionales.

Son muchas las mujeres a las que únicamente les atraen los hombres casados. Suelen decir
que quieren que el hombre abandone a la esposa… Justamente, así querían al padre y a la madre, para
ellas. Pero cuando el hombre está dispuesto a divorciarse de su mujer, la enamorada pierde todo
interés. Ella no quería que realmente su padre dejara a la madre; era sólo un deseo. De haberse
divorciado los padres, y haberse ido la hija a vivir con su padre, ésta se habría sentido culpable. No
quería que el deseo se realizara. “Algunos deseos edípicos son muy vehementes, pero no se conciben
para ser cumplidos”, dice la doctora Deutsch.

El padre tiene sus propios sentimientos edípicos, con los que luchar. Cuando nosotras
teníamos cinco años, él pudo o no pudo sentirse nervioso ante nuestras aperturas sexuales. “Las niñas
pueden ser terriblemente seductoras –dice el doctor Esman-. Al menos, los padres tienen ocasión de
comprobarlo.” Pero cuando tenemos trece años no hay forma de que él se desentienda de nuestros
avances tomándolos como los juegos de una pequeña. Tampoco queremos nosotras que sea así. Nos
apretamos contra él, contra el papá, una persona que nos quiere tanto que a su lado podemos
comportarnos como no nos comportaríamos en presencia de chicos de nuestra edad. Esperamos que
nos siga, que sea capaz de conocer la diferencia entre las acciones que se traducen por “Trátame como
una mujer”, y nuestra necesidad continua de ser amadas como una hija. Puesto que es el papá,
esperamos de él el mundo. Por consiguiente, nos sentimos terriblemente dolidas si él es atacado, si se
aparta precipitadamente y dice: “Quítate de encima de mis piernas. Ahora eres ya una chica mayor.”
Nos vemos arrojadas de nuevo a nuestra madre. El saludable impulso sexual de la adolescencia hacia
los hombres ha sido reprimido, e invertido, incluso; el principal movimiento de nuestras vidas sigue
enfocado sobre las mujeres.

“No es que él se sienta sexualmente estimulado por la hija –dice el doctor Sanger-. Lo que
inquieta al padre es la idea de que pueda ocurrir algo incontrolable. Creo que es esencial que una chica
perciba que su padre la encuentra atractiva. Por desgracia, son demasiados los padres –y madres- que
no pueden traducir en palabras lo que sienten. Sería agradable crecer sintiendo que vuestro cuerpo fue
amado por vuestros padres, quienes sabían cómo besarlo, retenerlo, y haceros saber verbalmente que
sois adorables.”

Al trazar la línea del desarrollo psicosexual de la adolescente, la socióloga Jessie Bernard me


puso en guardia contra la idea de descargar demasiado peso sobre cualquier elemento variable, incluida
la madre. “Tal proceder simplifica con exceso el problema”, me dijo, “Hasta la hija, procedentes de
todas partes, llegan muchas cosas.” Estoy de acuerdo; la madre no es el único factor determinante en la
vida de la niña. Pero ocurra lo que ocurra en nuestras relaciones con el padre, nuestras iguales y los
profesores, el lazo con la madre es el constante, una especie de lente a través del cual se ve todo lo que
sigue.

Los juegos son paradigmas de la vida, en los cuales los menores pueden aprender a perder y a
ganar, a una escala para ellos comprensible. ¿Cuántas veces habéis visto a una madre y una hija
enfrentadas en una pista de tenis o en una partida de cartas, luchando con todo interés para ganar?
Actualmente, una joven puede aprender mucho en una competición de la “Pequeña Liga” de béisbol.
Su madre nunca se encontró en su caso. Perder frente a otra mujer no es un “simple juego” para mamá.
Esto agita profundos sentimientos de separación y de ira que jamás fueron resueltos con su propia
madre. La chica capta el mensaje de que la competición abierta está bien, pero en cosas marginales,
sencillamente, como el béisbol. En asuntos con la madre u otras mujeres, competir y ganar representa
el riesgo de la pérdida de una conexión primaria.

“El problema no radica en que la hija eche a un lado a su madre para llegar al padre –explica
Helene Deutsch-, sino en que la chica se apega a aquélla. Aquí está la justificación de la ansiedad. La
hija se siente perturbada porque depende de la madre incluso cuando desea librarse de ella.”

El padre no es el único hombre que suscita competiciones edípica. “Estoy pensando en un


hombre, el mejor amigo de mi padre”, cuenta una mujer de treinta y cinco años. “Le llamábamos tío
Steve. Años más tarde, había de enterarme de que mi madre ejercía un gran atractivo sobre él, Pero
hasta el día de su muerte, mi madre se mostró orgullosa de que no hubiera habido nada censurable entre
los dos. Yo contaba catorce años cuando sucedió este incidente. Nos encontrábamos en la terraza. Yo
estaba tendida junto a tío Steve, en un amplio sillón de pino. El era un hombre muy afectuoso. Toda la
familia estaba presente: mi hermano, mi padre, mi hermana y mi madre. Inesperadamente, ésta dijo:
“Bueno, Helen, creo que ya no eres una niña para estar así.” Recuerdo que me puse muy colorada. El
instinto me dijo que había algo entre mi madre y aquel hombre. Ella se sentía celosa. Yo estaba muy
turbada, pero nadie dijo una palabra más.”

Más adelante, en nuestra entrevista, esta mujer me dice que cuando ella y su marido vivieron
juntos, antes de contraer matrimonio, siempre temía que su madre le telefoneara mientras se hallaban
juntos. “Temía que se enterase de que se encontraba en mi apartamento, acostado en mi cama. No
quería que lo supiera, simplemente.” ¿Cómo hubiera podido saberlo la madre? Porque la figura de éste
agitaba su mente. El amor que le inspiraba el hombre con quien iba a casarse era dejado a un lado por
temor a su competitiva y silenciosa madre.

El diccionario da esta ecológica definición de la competición. “Es la lucha entre organismos,


tanto de la misma como de diferente especie, por conseguir alimento, espacio, y otros factores de la
existencia.” ¿Qué comparten dos organismos tan próximos física y psicológicamente como la madre y
la hija? ¿Qué mejor fuerza para impulsar a cada una a buscar su sitio que el impulso sexual?
Podríamos aceptar incluso perder a la madre, si ella reconociera lo que está pasando entre las dos. La
dura pero necesaria lección para la perdedora en la competición edípica es que no puede continuar
moviéndose por la casa de su rival para siempre. Tiene que desarrollarse, crecer, y salir, si ha de
encontrar alguna vez a su hombre. Pero la madre rechaza nuestros esfuerzos en materia de sexualidad,
calificándolos de estúpidos, se desentiende de nuestro afán de independencia, que juzga temerario, y
niega nuestra progresiva habilidad para querer y sentir lo que ella quiere y siente. Alega que procede
así por nuestro bien, pero nosotras no estamos tan seguras de ello.

La familia, que en otro tiempo se nos figuró cariñosa y cercana, ahora se nos figura sofocante
y aburrida, claustrofóbica. Queremos salir, huir. A menudo nos vemos arrastradas hacia personas y
actividades que no son del agrado de la madre. Con su permiso, dado a regañadientes, o a su espalda,
tratamos con aquéllas y desarrollamos éstas, de todas maneras. Se está formando una identidad…, pero
pensamos que es con su oposición. El sentimiento de culpabilidad se acumula sobre el de ira; nos
retorcemos y doblamos sobre ella. ¿Cómo puede una odiar a su madre? Es una lucha como la de
Laocoonte, interminable, sin resolver.
La situación edípica es menos complicada para los chicos. Estos necesitan el mismo lazo
simbiótico con la madre que las hijas, pero hay otra figura en la casa contra la cual pueden permitirse
expresar ideas autoafirmativas de competición porque en modo alguno amenaza sus relaciones con la
madre. Esta figura es, desde luego, el padre. Una segunda razón que explica por qué los chicos no
encuentran la adolescencia tan dolorosa o perturbadora es que, a diferencia de las chicas, no pasan por
el cambio de amor-objeto. La implicación primaria y rectilínea del chico es siempre con mujeres. Las
muchachas han de realizar este extremadamente complicado cambio al sexo opuesto, alejarse de la
madre en dirección al padre.

Casi desde el comienzo, mucho antes de que estén preparados para empezar el trabajo de
cortar la simbiótica atadura con la madre, los pequeños aprenden cómo separarse, estableciendo sus
propias identidades a través de la competición, primeramente contra el progenitor varón, más tarde
contra otros pequeños. A los cuatro a cinco años, empiezan a competir con papá, frecuentemente
apremiados por él. Luchan y corren con el padre, la vencen con el “Monopoly” o en el ping-pong.
Cuando llega a la adolescencia, el chico estará acostumbrado a toda clase de situaciones estructuradas,
en las cuales la competición se pueden permitir, se sentirá estimulado y hasta se verá celebrado, porque
está protegido frente al oscuro y cruel lado oscuro del apremio competitivo por las reglas del juego: los
límites se hallan claramente definidos.

El doctor Reuben Fine, psicoanalista, que es también un maestro del ajedrez, habla de este
juego, manifestando que la lucha que se plantea sobre el tablero, con poderosos reyes y reinas –quizá
no exista otro juego más francamente edípico-, ejerce tan permanente fascinación por el hecho de que
pese a ser el rey, al fin, capturado, nunca se le destruye. De la misma forma, los chicos aprenden
mediante las estrictas reglas y estructuras de los deportes que si uno derrota a otro en el béisbol, esto no
supondrá la muerte del vencido, ni el vencido odiará al vencedor hasta el fin de sus días. Además, se
celebrará otro partido mañana, quizá, y puede ser que gane entonces el que perdió. Mediante estas
situaciones sociales que los hombres comparten, la latente hostilidad en el terreno de lo competitivo
que hay en los seres humanos se saca al exterior, dándosele expresión en forma de juego. La lección se
enseña a los chicos sin palabras: se sienten competitivos, actúan competitivamente; ganar no supone
ninguna perfidia. Todo es natural. Y en tanto que ello se gobierne por reglas, puede ser el vehículo de
una más profunda amistad. Los tutores de los campamentos de verano saben desde hace mucho tiempo
que si ponen a dos pequeños que se profesan una mutua antipatía en un ring, aleccionados con
estrechas reglas y armados con unos guantes bien forrados, lo más probable es que acaben siendo
buenos amigos, aunque la pelea haya sido de lo más reñido.

Los padres se sienten tan poco amenazados por la actitud competitiva de sus hijos que al
principio pueden permitirles que ganen. Desean que los chicos sepan “arreglárselas solos”, “solucionar
sus problemas”, y “ser su mejor valedor”: los orientan hacia la separación. El hijo que continúa ligado
a la madre no suscita admiración en el padre precisamente. Al final, el joven puede batir honestamente
a su padre. Es posible que a éste no le agrade. Pero se encuentra tan a sus anchas con sus sentimientos
competitivos que incluso puede ser que haga ver a su hijo que se halla momentáneamente enojado por
haber sido batido. Esto, de por sí, ya da al chico más arraigados sentimientos de orgullo e
independencia. Padre e hijo, asidos a sus proezas, las realizadas en el juego, avanzan en su relación.
Es posible que se acerquen más uno a otro, y también puede ocurrir lo contrario, pero el caso es que al
airear sus sentimientos competitivos el hijo ha ganado una preciosa experiencia en el manejo de esas
emociones dentro del contexto de una situación altamente recargada de problemas.
Las mujeres observan cómo los hombres salen de las pistas de tenis, o dejan los estadios de
fútbol, formando amigables grupos de tres y cuatro personas, y sienten la falta de algo que ellos sí
tienen. Solía pensar yo que compartían abiertamente sus sentimientos. Ahora sé que la camaradería de
los hombres no tiene nada que ver con la honesta comunicación. Lo que ellos poseen es una válvula
liberadora de presión comunal, asimilada, una forma de dar salida al “vapor” acumulado, a la
hostilidad, al espíritu competitivo; ello les permite que el trato mutuo se relaje. Los hombres aprenden
a juzgar para ganar, a prolongar sus límites competitivos y a mostrarse orgullosos de ello. Algunos se
superan, pero todos aprenden al menos la lección vital: “Un joven –dice el doctor Robertiello- no puede
cubrir la etapa de la adolescencia sin aprender primeramente cómo ha de encajar la derrota.” Puede
perder, pero ésta no le destruye. Por consiguiente, siente que puede ganar cuando le llegue el turno, sin
destruir a su oponente. Los hombres no creen que su felicidad o sus triunfos de carácter sexual se den a
costa de perjudicar a otras personas.

“Es muy saludable permitir al cuerpo que actúe, que exteriorice los sentimientos competitivos
–dice el doctor Robertiello-. Frecuentemente indico a las mujeres que mejorarían de aspecto exterior si
pudieran manifestarse, verbal y físicamente. Al no proceder así, su rostro adquiere unos rasgos
contraídos, forzados, como de máscara; son la pura expresión de la ansiedad.” El tacto nos obliga a
contener nuestros sentimientos, pero cuando hay rigidez se paga a menudo un precio psicosomático.

“La evolución de las chicas adolescentes es probablemente el más complicado de los procesos
dentro del desarrollo humano –dice el doctor Esman (que es padre de tres hijas). Tienen que
enfrentarse con las complejidades de sus conflictos edípicos reactivados, con los deseos orientados
hacia el padre, la resultante rivalidad con la madre, y la hostilidad que ello engendra en ambas mujeres.
Al mismo tiempo, las chicas han de aprender a aceptarse como tales mujeres. En una sociedad como la
nuestra, que valora al varón más que a la hembra, esta aceptación puede resultar dura, y hasta
repulsiva.”

Es un dilema; nos encontramos entre dos mundos. No hemos llegado todavía al seguro puerto
que supone el descubrimiento de que podemos amar a los hombres y de que éstos nos amarán; no
sabemos aún que este nuevo, excitante (si bien atemorizador) tipo de amor sexual nos deparará
sentimientos cordiales, sensaciones intensas, agitación y fuerza, cosas que en diferente forma son tan
compensatorias como las que hemos tenido con nuestra madre. Miramos a los chicos buscando la
confirmación de la sexualidad incipiente que a aquélla no le agrada, y el refuerzo que papá no quiere
facilitarnos. Pero la aceptación que logramos de los chicos no contiene nunca la profunda seguridad
que tenemos con la madre. ¡Son tan raros los chicos! A menudo pedimos demasiado: ¿quién puede
vivir con arreglo al hechizo de ser objeto prohibido, inalcanzable, una vez alcanzado? Los hombres
tienen impulsos y necesidades propios. Desde su lado de la valla de lo sexual, ellos lamentan nuestras
demandas, o se sienten insuficientes para satisfacerlas. Nos causan un daño y se apartan. A diferencia
de la promesa que formula la madre, su amor es condicional. Han sido educados para que nos vean
como apéndices, los símbolos de sus éxitos, objetos sexuales. Nos quieren para algo en lo que nosotras
no creemos totalmente.

Nos movemos buscando el amor, pero sin saber por qué nos encontramos con que lo sexual
entra en el paquete. Lo sexual es excitante, pero también medroso y peligroso. Todo el esquema se
torna problemático, tiñéndose de ansiedad. ¿No sería más prudente retirarse? Si damos unos pasos
atrás, volvemos a ser “buenas”, esto es, la chica de mamá, quien dejará de sentirse irritada. Las
inacabables discusiones acerca de si a ella no le gusta este chico, pero sí, en cambio, aquél, se terminan.
Así conquistaremos su amor para siempre. Ya no se producirá la situación competitiva.

En lugar de afirmar nuestra individualidad, nuestras necesidades y deseos, nos volvemos más
como nuestra madre; nos unimos a ella en su protesta: lo sexual no es importante para nosotras,
después de todo. Muy pronto, el impulso sexual queda controlado; gana la simbiosis. Luego,
crecemos, contraemos matrimonio y tenemos hijos, pero nunca dejamos, en realidad, nuestro antiguo
hogar.

En un nivel realista, la madre no teme que nosotras tratemos de apartar a papá de ella. Pero
existe una diferencia entre una niña de seis años, que puede acomodarse sobre las rodillas de un
hombre, y una de trece años, que encaja perfectamente en nuestras ropas, quien rivaliza por el único
hombre de la casa y arranca de los visitantes varones ciertas sonrisas que vosotras no habéis visto en
años, en tanto que hace planes con vistas a un futuro que no veréis nunca de nuevo. Quizá la madre se
ha avenido con sus fantasías de maternidad, pero nadie le dijo nunca que tratara a su hija como a otra
mujer. Ciertamente, su propia madre también hizo lo mismo. Otra esposa, otra madre, sí, pero… ¿otra
mujer? Esto, nunca.

Si nosotras representamos la aspiración de nuestra madre a la inmortalidad, somos también el


recordatorio de sus años. ¿Cómo podemos estar saliendo con chicos? Nuestra madre contaba catorce
años cuando empezó a proceder así. “La adolescencia es, clásicamente, la época en que nuestras
madres empiezan a revivir sus vidas, a través de las hijas –dice la doctora Schaefer-. Puede presentarse
con sorprendente rapidez. En el caso de mi hija, una adolescente, puede citar prácticamente el día en
que empezó a cambiar, durante el pasado mes de septiembre.”

La madre nos ayuda a llegar a una resolución saludable más por el ejemplo que por la
predicación. En el mejor de los casos, se siente a gusto en su papel de mujer… como quiera que defina
el término. Puede ser una mujer de carrera, o la esposa y madre tradicionales, pero una hija necesita
percibir día a día que la madre ha escogido su papel, y que no se halla constantemente amargada o
preocupada por haber sido encasillada en lo que estima como un lugar inferior. “Es muy importante
también –dice el doctor Esman- que la chica advierta que su madre ha logrado una vida sexual
razonablemente satisfactoria, y de esta manera puede apreciar que la relación entre un hombre y una
mujer es provechosa. Ella ve entonces algo excitante en su futuro, hacia lo cual se dirige.”

La adolescencia de una hija pone de relieve, muy acusadamente, todos los problemas o
conflictos sexuales con que todavía puede estar enfrentándose la madre. ¿Cómo se puede explicar la
diferencia entre el amor romántico y el sexual si ninguno de los dos se halla presente en tu existencia?
¿Puedes tú hablar acerca de la promesa que supone la feminidad, la práctica de una carrera, la
maternidad… y no querer algo de esa promesa de nuevo, si tú misma te sientes ofuscada?

Algunas mujeres han experimentado siempre la impresión de verse desbordadas por sus más
seductoras amigas, de tropezar con mujeres más sexuales. Ahora, también su hija es más bella, más
joven. Se retiran de la situación competitiva espontáneamente, convirtiéndose en algo más que una
madre. Otras madres se vuelven tan sexuales que la hija no se atreve a competir: “Mi madre juguetea
con los hombres descaradamente”, dice una chica de quince años. “Está hecha lo que se llama una
coqueta. Le falta tiempo para contarle a mi padre cualquier insinuación que le hayan hecho los
hombres en el club de campo. A mí me parece que a papá esto le gusta, pues satisface su vanidad
personal, su amor propio. Pero yo encuentro ridículo ese comportamiento.” A la joven le sobran diez
kilos de grasa. Y admite: “No puedo ganar a mi madre en su propio terreno. Por eso he renunciado a
competir con ella.”

Dice la psicoanalista Betty Thompson: “La gente tiende a ser como es, cualquiera que sea su
estilo. Esto no lo altera el hecho de ser madre. Por tal motivo, una mujer que se centra más en sus
personales sentimientos que en lo que pueda experimentar otra persona, puede mostrarse
irrazonablemente competitiva ante la hija. Sé de madres que se olvidan de que tienen veinte años más
que la hija en el momento en que en el hogar familiar empiezan a entrar chicos. Las dos compiten
como si éstos tuvieran que habérselas con dos jovencitas. Es un hábito. En el momento en que un
chico, o un hombre ya hecho, entra en la habitación, ambas tienen que sentirse atractivas.”

Una mujer de treinta y cuatro años, con una hija de trece, me dice: “He estado preguntándome
si debía comprarle a Penny un sujetador. No, no es que me lo haya pedido, pero he observado que la
gente empieza a mirarla:” ¿Qué clase de gente? ¿Hombres, mujeres? ¿Qué clase de miradas dirigen a la
chica? No formulo ninguna pregunta. Pero, ¿cuáles son los sentimientos de esta bonita y joven madre?
Fran es una buena madre, que gusta de cuidar de su esposo y de sus hijos, esmerándose en sus tareas.
No hay por qué pensar en envidias, ni en situaciones competitivas tratándose de ella. Durante la cena,
la hija reprende al padre: “¿Tú sabes, papá, cuántas calorías hay en ese postre?” Aquella es la voz de la
madre. La chica se dispone a apartar el plato del postre de él, representando el papel de la madre
(esposa) severa, pero el padre corta el incidente. “Siéntate, Penny”, dice. Está sonriendo. Fran observa
la escena desde el otro lado de la mesa. Es difícil interpretar la expresión de su rostro. ¿Qué lugar le
corresponde a ella? El reto llega desde todos los niveles, de la chica a la que quiere pero también de
cualquier cosa y cualquier persona que pueda apartar a la chica, o a su marido, de ella. Los psiquiatras
dicen que nosotros debemos airear esos sentimientos, que debemos incluso bromear con ellos. Pero la
madre de Fran no bromeaba con sus sentimientos de celos, de competición. En consecuencia, Fran
también guarda silencio. El esposo me dice, en privado: “Mi esposa y mi hija discuten por cualquier
cosa, por el menor motivo. Creo que ni siquiera saben por qué se conducen así. A mí la situación se
me antoja divertida porque sé que soy la causa. Resulta agradable esto de ver a dos mujeres peleándose
por uno, si bien ellas lo niegan con toda la vehemencia de que son capaces.” Entre tanto, Fran, con un
suspiro, me confía esta observación: “He de ver la manera de que Penny haga algún ejercicio físico. La
veo muy redonda de hombros.”

Recuerdo haberme visto también así, no porque necesitara un sujetador, sino por todo lo
contrario. Me pareció odioso el de color rosado que mi madre finalmente me compró después de
señalar cariñosamente que no necesitaba ninguno. Viendo lo humillado que se sentía, intentó salvar la
situación diciéndome que era una chica afortunada: cuando yo tuviera su edad no tendría las marcas de
los tirantes en los hombros. ¡Yo quería tener esas marcas! La batalla del sujetador es uno de los
episodios clásicos de la adolescencia.

¿Por qué razón algo tan trivial como un sujetador ha de suscitar momentos tan tormentosos en
el curso de la relación madre-hija? Quizá esta pregunta quede contestada con las palabras de esta chica
de quince años: “Antes de haber intercambiado el primer beso con un chico, tenía ya una mala
reputación. No sé quién pudo ocuparse de propalar cosas que no me favorecían nada. Yo creo que fue
porque me crecieron los pechos antes que ninguna de mis amigas.”
La madre sabe el significado de los senos femeninos en nuestra cultura. Si está contenta de los
suyos, si nos permite que cumplamos con el rito peculiarmente femenino de la colocación del primer
sujetador cuando nosotras lo queremos y no cuando a ella se le antoja, también nosotras nos sentiremos
satisfechas de los nuestros. De lo contrario, nuestros redondos hombros tratarán de ocultar la
inadmisible verdad: en cierto momento de nuestras vidas, nuestros senos fueron el punto focal de la
ansiedad acerca de la nueva sexualidad de que queríamos sentirnos orgullosas, pero que resultaba
temida por nuestra madre, quien nos avergonzó, forzándonos a ocultarla. El símbolo perfecto de este
conflicto no resuelto es la chica de quince años de los liberados años de la década de los 70, quien no
lleva sujetador bajo su ajustada camisa de mangas cortas y permanece con los brazos cruzados,
escondiendo el pecho. “He aquí el clásico error que las madres cometen con las adolescentes –
manifiesta la doctora Fredland-: se niegan a dejar que se conviertan en mujeres.”

Destrezas y capacidades que en otro tiempo nos ayudaron a identificarnos y a fomentar nuestro
amor propio, ahora nos traicionan. “Hasta la edad de la pubertad –dice Jessie Bernard-, la joven se
desenvuelve bien, pero luego comienza a perder puestos en el colegio.” Acostumbrábamos a levantar
el brazo, entusiasmadas, para llamar la atención de nuestro profesor o profesora, a fin de hablar en voz
alta y claramente cuando conocíamos la respuesta a una pregunta. Ahora disimulamos nuestra
inteligencia, la ocultamos, y nos mordemos la lengua. Queremos atraer a los chicos, queremos ser
“femeninas”, y mira por dónde recurrimos al mismo procedimiento enseñado por nuestra madre para
que conserváramos su amor: hacer gala de sumisión y pasividad. Por cada estudio sociológico que leo
en el que se demuestra un cambio en tal aspecto –es decir, que las chicas se mantienen en los cuadros
de honor de la enseñanza media-, existe otro que indica que en tanto los chicos tienden a preferir las
ocupaciones de mucho prestigio, conforme avanzan en la adolescencia, de las chicas de diez años
puede decirse como pura verdad lo contrario.

“Debido a que los muchachos están ansiosos de demostrar su capacidad de superación –dice el
doctor Sanger-, una joven bien afirmada en su personalidad les asustará, alejándolos.” Lo corriente es
que la pequeña simplona clásica sea la más popular por ser la menos amenazadora. En el libro de
Sylvia Plath titulado Letters Home, la madre de la autora relata un incidente que por su acritud es muy
bien comprendido por todas aquellas mujeres que saben la diferencia que existe entre ser brillante y ser
popular en el colegio: “Por aquella época (Sylvia), era estudiante de último curso en un centro de
enseñanza media. Ella había aprendido a disimular su clara inteligencia detrás de una fachada de sana
cordialidad juvenil. Un día, tras haber salido con unas parejas, me dijo: “Rod me preguntó qué notas
había sacado. Le contesté muy satisfecha”: “Sobresaliente en todas las asignaturas, desde luego.” “Sí”,
replicó sonriendo, cuando me llevaba hacia la pista de baile. “¡Menudo aire tienes tú de sabihonda!”
¡Oh, mamá! ¡No me creyeron! ¡No me creyeron!”

Las chicas han sido formadas para relacionarse; los chicos para actuar. Probablemente
estamos comenzando ahora a formar a nuestras chicas para que se realicen plenamente, pero esto no
quiere decir que no se continúe obrando como antes. Instalamos en ellas lo que los psiquiatras
denominan “la agenda secreta”. Les decimos: “Ve al colegio, triunfa, procura no apoyarte en nadie”,
pero también les damos este mensaje: “Si no triunfas como esposa y madre, habrás fracasado.” El
mensaje en cuestión no precisa de una traducción en palabras. La existencia de la madre misma es
considerada por la hija como una norma de la realización personal. Nadie nos explica que es difícil,
doloroso, y hasta imposible, para muchas mujeres, triunfar en una carrera y ser al mismo tiempo una
buena madre. Y nadie nos prepara para afrontar el hecho de que para triunfar, una debe ser
competitiva, y de que la mayor parte de los hombres estiman todavía que la mujer competitiva es una
amenaza.

“Nosotras no caeremos en el error de los hombres”, dicen las feministas. “Nosotras no nos
mostraremos competitivas con nuestras hermanas.” Esto es proclamado a modo de anticipo. Es
infantil pensar en denegar algo que no haremos desaparecer. Las mujeres, actualmente, se ven
estimuladas: “Ten una vida sexual; realízate plenamente.” ¿Por qué razón tantas de nosotras seguimos
retrasadas? En cierto nivel sabemos que estamos siendo animadas para que alcancemos esta meta
utilizando solamente unos falsos instrumentos infantiles. Un mundo en el cual, según se ha dicho, la
competición puede llegar a ser eliminada, no existe. No es que esté pregonando como ideal para las
mujeres el grado demencial de pasión que los hombres insuflan a su impulso para “vencer” a cualquier
precio. No quiero decir tampoco que el espíritu competitivo no ocupe un sitio necesario y de pleno
derecho en las vidas de las mujeres.

“Yo me crié en Georgia”, me explica una mujer de veintiocho años, “y allí, en el sur, se
supone que las mujeres nos hallamos en posesión de poderes mágicos. Se trata, realmente, de una
manipulación; las mujeres se han puesto de acuerdo para poder controlar a los hombres. Un buen
ejemplo de esto se encuentra en mi familia, en el seno de la cual mi madre era la Gran Bety, y yo la
pequeña Bety. Por el hecho de ser como la madre, compartiendo además su nombre, la hija disfruta de
aquel poder para manejar a los hombres de la misma forma que procede aquélla. Madre e hija
componen el equipo, de manera que no puede surgir un espíritu de competencia entre las dos. Ambas
desean la misma cosa. Si las mujeres alguna vez se aferran a sus derechos individuales, pierden su
solidaridad. Los hombres, entonces, podrían incitarlas a la lucha entre ellas y lograr sus propósitos. O
sea, hacer lo que se les antojara. Lo malo es que las mujeres del sur son terriblemente competitivas
ante los hombres, pugnando por figurar cada una entre las que tienen los niños más preciosos.
Sofocando ese espíritu competitivo, denegándolo, las mujeres consumen todas las energías que podrían
utilizar para conseguir una verdadera posición de poder, aunque sólo fuera con relación a sus propias
vidas.”

La persona que me habla así, profesora en un colegio de enseñanza media, continúa diciendo:
“Tengo docenas de alumnas a las que les repugna competir. Se ruborizan cuando logran notas altas.
La semana pasada, un grupo de estudiantes de último año organizaron un coloquio, y las chicas,
automáticamente, eligieron a unos muchachos para que actuaran de moderadores en las discusiones de
los dos bandos. Eso pese a que varias de las chicas podían haber desempeñado esa función con
mayores probabilidades de éxito, por ser más inteligentes y expertas. Me pareció una barbaridad. Al
tercer día, las discusiones se habían convertido en puros alborotos. Algunas de las chicas hicieron
acopio de valor y encargaron de la dirección de aquello a las mejores de sus compañeras. Pero éstas no
se sentían a gusto. Temían que los muchachos las juzgaran agresivas. Creo que lo que les preocupaba
más era que las demás se sintieran irritadas ante la superioridad que ellas pudieran demostrar.

“Esto me hizo acordar de cuando yo era joven, de cuando era la Pequeña Bety. Se
sobreentendía que parte de la magia de ser la mitad de la Gran Bety radicaba en que teníamos asignado
un lugar para cada una. Yo nunca trataría de ganar ni aventajar a la Gran Bety. Nos manteníamos
siempre unidas… y así seguimos hasta hoy. Pero la cosa se va poniendo más difícil cada vez que la
visito. Yo he triunfado en mi vida particular, y me cuesta mucho mantener el lazo de unión de la niñez.
¿Cómo he de obrar para que éste no se rompa? Asumiendo que ella es más fuerte que yo. Pero yo no
quiero renunciar. Es nuestro forcejeo… La Gran Bety y la Pequeña Bety… Es terrible, pero esto es lo
que sucede.”

Billie Jean King y Bella Abzug representan, quizá, el futuro, pero ellas son todavía figuras
marginales en un mundo donde a las chicas no se las enseña cómo expresar sentimientos competitivos
dentro de las estructuras sancionadas, ni se les dan reglas mediante las cuales poder expresar su espíritu
de emulación. La chica que realiza una torpe jugada durante el partido de béisbol, en el curso de una
excursión, se juzga todavía adorable. Habrá perdido una baza, pero ha conseguido algo más
importante; ha reforzado el statu quo sexual. Elevándose, simplemente, por encima de las ideas
masculinas sobre el fracaso y el triunfo aporta una vez más la prueba de que las mujeres carecen de
espíritu competitivo, resultando por ello más atractivas aún.

Dice el doctor Robertiello: “A las mujeres les da miedo competir con otras mujeres, porque
abrigan el temor de que si dan muestras que quieren derrotar a su oponente y no lo consiguen, la
inconsciente ley de Talión exigirá una venganza. Para el inconsciente, la competición es a muerte. Las
personas temen competir porque les da miedo la poderosa y todavía no apartada madre. Ella las
mataría.”

“¿Cómo puede una madre ayudar a su hija a separarse de ella? –reflexiona la doctora Deutsch-
. No se puede establecer una regla fija, ya que la personalidad interviene en ello. Una madre que se
haya separado realmente de la suya es probable que sea capaz de ayudar a su hija a hacer lo mismo.
También influye en tal actitud que la madre posea una vida propia, que haga otras cosas y que se
interese por ellas aparte de cuidar de su hija. Pero esto puede originar, por otro lado, un problema para
la chica. Es posible que la madre tenga más talento que ella. Después, la hija habrá de enfrentarse no
solamente con el complejo edípico, sino también con la idea de que la madre se halla mejor dotada
intelectualmente. Así se avivan los sentimientos de competición, análogos a los experimentados por
los hijos de padres famosos, triunfadores en la vida. Con todo, es mejor que la madre cuente con algo
más. Con frecuencia, cuando las madres trabajan, las hijas desearían que fuesen como otras, que
permanezcan eternamente en casa. No deja de ser irónico.”

Si la madre intenta con respecto a su hija hacerlo mejor que su propia madre lo hizo con ella –
facilitar a la chica en mayor medida una dosis de confianza en sí misma-, ¿es de extrañar que
ocasionalmente sienta una cólera irracional suscitada por sus propios esfuerzos? ¡Nadie hizo nunca lo
mismo por ella! “Yo no quise que mi hija creciera en las condiciones en que yo lo hice”, me dice una
madre. “Mi madre era una mujer que vivió siempre sumida en la ansiedad, intentando retenerme
durante toda mi vida. Yo procuro separar mis subjetivos temores de aquello que puede ser realmente
peligroso para mi hija. Por ejemplo, a mí las aguas profundas me causan pavor. No quise que a ella le
sucediese lo mismo, de manera que las primeras veces que fue de excursión al mar me aseguré de que
fuera en compañía de gente a la que le gustaba nadar, de personas que se comportaban con toda
naturalidad en el agua. Me abstuve desde luego de acompañarla. Cuando contaba nueve años ya se
empeñó en utilizar el autobús de línea para ir al colegio. Yo solía enviarla allí en uno privado. Al
principio me inquieté. Me atormentaba la idea de que recorriera una distancia tan larga en un autobús
de línea que atravesaba la ciudad. Luego me dije: “Soy yo quien se pone nerviosa con eso. Ella quiere
vivir esa experiencia.” Mi hija tomó el autobús delante de nuestra casa. No había ningún peligro, y a
ella le dio la impresión de que había realizado una proeza. Su mundo había ganado la partida. Por otra
parte, cuando estoy segura de que el peligro es cierto y que no tiene nada que ver con mis temores
personales, insisto en que siga mis indicaciones. No quiero privar a mi hija de una experiencia que le
otorga importancia a sus ojos, que le proporciona la sensación de poder dominar su propia persona y el
mundo exterior en que vive. Y he procedido así precisamente por mi estado de ansiedad continuo.”

¿Cómo describe la relación en cuestión la hija de esta mujer, de catorce años de edad? “Yo me
mantenía muy unida a mi madre. Esto cambió cuando empecé a salir con chicos. No sé por qué cree
ella que las fiestas a que asisto son muy extravagantes, fuera de lo normal. El caso es que, cuando
regreso, me la encuentro prácticamente en la puerta de nuestro hogar esperando mi llegada. Y luego
me hace un sinfín de preguntas. ¿Quién estuvo en la fiesta? ¿Qué hiciste? ¿Cómo es la persona que te
ha invitado? Antes de salir de casa me hace unas preguntas semejantes. Se me ha ocurrido pensar que
vive presa de una gran ansiedad. A veces creo que siente celos de mis amigas.”

Cuando una madre intenta moldear la vida de su hija pensando en los errores experimentados a
lo largo de la suya, su proceder da frecuentemente resultado… hasta la llegada de la adolescencia.
Cuando surge lo sexual, la madre no puede alejar los sentimientos competitivos y de enojo si éstos no
fueron resueltos en la relación con su propia madre. La desagradable idea de que no quiere realmente
que su hija la deje atrás, hace que se sienta culpable. Por un lado actúa para que la chica triunfe; por
otro, la frena pensando en su seguridad. En una casa hay siempre las voces femeninas de tres
generaciones.

La hija intenta desechar el doble mensaje de su madre: “Sé una persona con vida sexual y sé
popular, como a mí me habría gustado ser”, y también: “No, no seas así: eso es malo.” La chica
resuelve a menudo el conflicto poniendo en acción las dos mitades del mensaje de su madre, por orden:
primero, se detiene, y luego, avanza. Una historia clásica que relatan los psiquiatras alude a la madre
que repetidamente previene a su joven hija para que no quede embarazada; pero la misma insistencia de
sus palabras revela a la chica la intensidad de las prohibidas delicias que llevan a las jóvenes a aquel
estado. Primeramente, la muchacha actúa de acuerdo con la expresada prohibición, formulada con
vocablos ambivalentes; después, en un momento de rebeldía, se comporta de manera contraria. Y
queda embarazada.

La adolescencia es una época de la vida tempestuosa, llena de rivalidades, encontronazos,


enojos, disgustos, e irreales, vertiginosos momentos de alegría, surgidos de nuevas relaciones. Es la
época en que se plantean problemas hasta entonces carentes de demostración, y que ocupan un lugar
destacado. La estructura del yo, que fue conveniente para manejar los conflictos y las tareas hasta el
tiempo de la pubertad, “ya no es adecuada para gobernar esta ola de incrementados impulsos sexuales
que se presenta ahora”, dice la doctora Fredland. “Es como una casa construida sobre postes de
madera, en el agua; aguanta bien hasta que llega una ola demasiado fuerte para sus frágiles
fundamentos. Entonces se derrumba. Las irritaciones y las ansiedades que antes pudieron ser
suprimidas ya no pueden contenerse. Una, repentinamente, tiene que hacer frente a todos esos nuevos
sentimientos –hormonales y psicológicos-, pero con el bagaje antiguo.”

En la adolescencia pasamos por lo que los psicoanalistas denominan el “tirón pregenital”. Con
cada paso hacia delante, alejándonos de la madre, queremos volver sobre los ya dados, para
tranquilizarnos. Me dice una madre: “No bien mi hija se ha propuesto cualquier cosa, decidida a
hacerlo todo por sí misma, en seguida se arrepiente, con gran disgusto por mi parte, y comportándose
como una criatura, pretendiendo poco menos que volver a mi regazo.” Me repugna citar el número de
madres, entre las entrevistadas por mí, que han leído los diarios de sus hijas. “Me tenía tan
preocupada…”, dicen para que les sea perdonada su conducta. “Mi hija se había vuelto muy reservada.
Tenía que averiguar qué era lo que le sucedía.”

Sabemos que está siendo violada nuestra vida íntima; esto mina nuestros ya débiles esfuerzos
por separarnos. “No, no puedes estar fuera de casa hasta medianoche”, alega la madre. “No, no puedes
salir con esa chica, con ese chico.” Las respuestas de la madre llegan como acorazadas por la capa de
prudencia y seguridad que ha utilizado siempre para regir nuestras vidas. Pero ahora, nuestra cólera
posee un nuevo peso. Ella se siente orgullosa cuando uno de nuestros profesores dice que pensamos
por nuestra cuenta; en cambio, cuando intentamos afirmarnos en nuestra independencia en casa y
cerramos con llave la puerta de nuestro dormitorio, no le gusta en absoluto. Dice la pediatra Virginia
E. Pomeranz: “Cuando descubrimos que los valores establecidos por nuestros padres son irracionales,
inciertos o falsos, nos apartamos de ellos.”

Hablamos de la rebelión de la adolescencia. Aplicada a las mujeres, hay que calificar esta
expresión de farsa. “Mi madre y yo nos hemos convertido en dos extrañas”, manifiesta una chica de
catorce años. “A ella no le agrada el chico con el que estoy saliendo. Tenemos unas disputas terribles.
Yo acabo encerrándome en mi habitación, dando un portazo, para poner en seguida el tocadiscos a todo
volumen mientras me consumo por dentro. En ocasiones, me ordena que regrese a casa a determinada
hora… Yo, deliberadamente, espero a que se me haga tarde y me presento con dos horas de retraso.
Ella se pone histérica. Suelo decirle que ni siquiera me he dado cuenta de cómo se me ha pasado el
tiempo.”

Damos portazos, nos retrasamos al volver al hogar, nos quedamos embarazadas, o nos
precipitamos en los riesgos de un matrimonio prematuro… Pero esto es estancarse. No hemos hecho
nada por nosotras mismas; todo ha sido como una reacción motivada por ella. La rebelión implica una
ruptura. El doctor Sanger la define como una autodiferenciación, como una auto-definición. “Es una
manera de decir: “La familia es algo grande; yo amo la familia, pero tengo que valerme por mí misma.
Dejadme en paz”. Con ciertas personas no hay más recurso que el de la rebelión para que nos
escuchen.”

Cuando nos rebelamos contra nuestra madre no hay ninguna clase de reto en nuestra actitud.
Más o menos así ocurre cuando, más tarde, anunciamos a nuestros maridos que nos disponemos a
abandonar el hogar conyugal. Preparamos nuestra maleta al partir él hacia la oficina, pero al regresar a
casa al final del día, nos encuentra en el mismo lugar. Dice el doctor Sanger: “Una chica,
normalmente, no reflexiona de este modo: “He tenido una discusión con mi madre y sé que yo estaba
en lo cierto. Me iré de aquí para hacer algo dictado por mi voluntad, no impuesto por nadie.” En vez
de proceder así, se empeña en alargar la discusión, hasta que llega el instante de las reconciliaciones.
“¡Buscad la ruptura!”, digo yo a las mujeres. “¿Qué demonios continuáis esperando de vuestra madre?
Lo poco que vais a sacar de esta disputa no vale la pena. Buscad otro camino para plantear vuestros
argumentos y no vayáis tras auténticas naderías.”

Durante la adolescencia queremos reglas, aunque sólo sea para afirmarnos nosotras mismas
quebrantándolas. La chica que se queja de las rigurosidades de su madre se siente desconcertada ante
la amiga cuya madre no impone ningún género de normas. “Mi amiga pretende que sale mejor parada
que yo”, comenta una muchacha de trece años. “A cada paso me pregunta si me gustaría o no que mi
madre fuese como la suya. Ahora bien, no creo que sea feliz. Es como un alma errante.”
“Siempre he recordado con desagrado que en mis años juveniles, yendo con chicos, sólo
conocí los asientos posteriores de los coches y las callejas oscuras”, cuenta una madre. Para facilitar a
su hija el aislamiento que tanto echó ella de menos, la madre en cuestión sale de casa cuando su hija ha
citado a alguien. “No quiero que piense que represento el papel de “carabina”, que me dedico a
espiarla.” Privadamente, la muchacha me cuenta que cuando tiene una cita, pasa siempre la noche en
casa de una amiga. “Forman una gran familia. En la casa siempre hay alguien.” La hija quiere que su
madre esté cerca, por si necesita de un control, para poder decir a su amigo, de ser preciso: “No
podemos hacer esto… Está mi madre en casa.” Lo paradójico es que la madre jamás preguntó a la hija
si deseaba que ella no se ausentara. No había llegado a considerar la idea de que las necesidades de su
hija podían ser distintas de las suyas. Había formulado la suposición de que la chica quería lo mismo
que ella.

La chica que está dispuesta a quebrantar las normas, las romperá. La muchacha que no se
encuentra en tal caso utilizará para reforzar su solitaria posición en una sociedad donde todo el mundo
parece estar “haciéndolo”. “Te amo, Johnny, pero me han educado de una manera tan rigurosa…” No
es la joven quien está rechazando al muchacho. Es la severa madre de ella. Es una situación que
favorece su yo y el de Johnny.

“Cuando hablo con las madres de chicas de esta edad –manifiesta el doctor Esman-, recurro
siempre a una especie de cliché. Hay que resignarse ante el hecho de que, cuando vuestras hijas se
hallen comprendidas entre los doce y los quince años, hagáis lo que hagáis incurriréis en error. Yo me
esfuerzo por lograr, con las madres que se encuentran en tal caso, que adquieran cierto sentido del
humor, el cual puede ayudarlas mucho en dicha situación… Les puede permitir sobrevivir.” Desde
luego, es necesario cierto grado de ironía para una madre que se cree en la obligación de hacerse la
severa por el bien de su hija, pese a las protestas que ésta manifiesta.

“Las chicas –declara el doctor Sanger-, se encuentran hoy por lo general en la difícil situación
que supone establecer sus propias reglas porque las madres creen, erróneamente, que las nuevas
libertades deben ser aplicadas tanto a las jóvenes como a las mujeres mayores. Una chica de trece años
necesita bastantes normas para creer que puede regular su experiencia sexual en desarrollo. Necesita
ser protegida frente a burlas como la que encierra esta pregunta: “Pero, ¿qué clase de chica eres tú que
no sabes o no quieres fingir en tu primera cita con un chico?” Bueno, ¿y por qué había de saber a qué
atenerse en tales circunstancias? La muchacha ignora muchas cosas acerca de los seres humanos, por
cuya razón no es capaz de dar respuestas contundentes ante preguntas de tal clase. No ha habido
cambios. Las necesidades persisten; las jóvenes quieren reglas. El tiempo que media entre los siete-
ocho años y los trece-catorce es muy valioso, lo mismo desde el punto de vista escolar que del social o
el deportivo. Las cosas que se aprenden en el curso de esos años se quedan grabadas toda la vida.
Tener esos años lastrados por excesivas preocupaciones sexuales dificulta la consolidación de aquellos
conocimientos.”

Puede ser que protestemos ante las normas de la madre, pero acabaremos aceptándolas si algo
en nuestro fuero interno nos dice que son sensatas, consistentes, y que están de acuerdo con la
realidad. Pero si advertimos que sus decisiones son arbitrarias y/o falsas, nos sentimos resentidas, por
causa de ella y de las mismas reglas: provienen de la nada auténtica y grisácea zona que no sabemos
definir, pero que no nos gusta. Luchamos a fin de ganar terreno para nosotras, más ella cambia la
disputa sobre el contenido de nuestra petición por la del tono de nuestra voz: somos rudas y no nos
conducimos como debe conducirse una chica. Queremos ser populares y disponemos de nuestras
amigas personales, separadamente de ella; ella asegura que entre nuestras amigas personales figuran
algunas muchachas que dejan bastante que desear y que se están aprovechando de nuestra amistad. Se
siente apartada de nuestras decisiones, rechazada, y se lamenta, para castigarnos, de la elevada suma
que paga mensualmente por las numerosas llamadas telefónicas que hacemos. Queremos un bikini,
pero la discusión se centra en el desorden reinante en nuestra habitación. Años más tarde, al regresar a
casa en avión, de visita, sus primeras palabras en el aeropuerto son éstas. “¡Oh, querida, qué falda tan
corta llevas!”

Resulta confuso que parte de los propósitos de la madre arranquen de su preocupación por
nuestro bienestar. Que esto es así lo sabemos a medias. Cuando realmente es esto lo que sucede, las
críticas no son tan incesantes; en ocasiones, no hay ninguna, en absoluto, sino tan sólo el placer de
vernos de nuevo. Pero si una y otra vez las primeras palabras que intercambiamos hacen que nos
sintamos como unas pequeñas traviesas, el esquema está claro: más que nuestro bienestar o belleza, la
madre quiere colocarnos en el lugar que nos corresponde.

En la adolescencia, el impulso sexual es una explosión de energía que intenta manifestarse,


abrirse paso, de una vez para siempre, a través de las pegadizas ataduras de niña que nos ligan a la
madre. Lo sexual es una expresión de nuestros deseos y necesidades individuales. “Yo soy una mujer
que gusta de esto, que hace aquello, y que se lanza en busca de otro tipo de hombre.” Así queda
expresado quién eres tú… Y no se toma en cuentas a la madre para nada.

Si el temor materno de una auto-afirmación sexual hizo que nosotras nos afirmáramos a
disgusto en ese sentido, nuestro desarrollo se detendrá. Para negar que nos hallamos en situación
competitiva sexual con ella, diremos que no somos personas sexuales, en absoluto. La chica pisa el
umbral, pero la mujer plena no llega a emerger. Los procesos de separación e individuación se tornan
lentos o cesan; nos fundimos con la madre y nos transformamos en lo que Mio Fredland denomina una
“chica latente”.

A este grupo pertenecen las mujeres que expresan con sus vidas una ciertamente segura, no
sexual cualidad. Es como si se encontraran en ese período característico de la infancia –entre los ocho
y diez años- durante el cual se prefiere la compañía de las otras niñas y no alberga un interés excesivo
por los chicos. Dice la doctora Fredland: “Hay millones de mujeres que han triunfado en su profesión o
su carrera, e incluso como esposas y madres, pero que nunca entraron realmente en la adolescencia. Se
han organizado bien, se llevan perfectamente con otras mujeres, no demasiado competitivas a un nivel
“femenino”. Psicosexualmente, se encuentran en sus años anteriores del período latente. Resultan
fáciles de identificar. Ofrecen otra manera de “sentir” las cosas; lo suyo es como una cualidad de
muchacha scout.”

Muchas madres no aciertan a ver este tipo de conducta como una evolución interrumpida, sino
como un proceso que ha producido exactamente la clase de hija que ellas quieren. Una “chica
agradable”, que lo mismo va con muchachos que con muchachas, que, consciente de sus obligaciones,
saca buenas notas en el colegio, no siendo vista jamás por la madre como una competidora sexual, de
un cariz u otro. No tendrá muchas relaciones con hombres, hasta que llegue el momento del
matrimonio; entonces, se decidirá también por un “chico agradable”, quien no será portador de ninguno
de los modos provocadores de ansiedad, que tanto disgusto causan a la madre. “Así es como la madre
evita sentirse competitiva o amenazada –señala la doctora Fredland-. La hija no lo hace sentir nunca
que ella puede haber echado de menos una posible vida ricamente erótica. Muy a menudo, esas
mismas madres son chicas en período latente, que nunca llegaron a ser mujeres. Son las destructoras
de sus hijas.”

Todas sabemos de mujeres de treinta y de cuarenta años a las cuales, en familia, los demás se
refieren como “la nena”, o “la niña”. Es corriente dar con hijas que llaman a sus madres por teléfono
dos o tres veces por día, o que son llamadas por sus madres. “No estoy pensando en términos de la
familia cuyos miembros se prolongan fuera del techo común, bajo el cual parecía existir sitio para
todos –declara la doctora Fredland-. Me refiero a la “pequeña” que nunca evolucionó. Esta deja la
casa físicamente, pero nunca psicológicamente. Desde el mismo principio, la madre tiene que estimular
a su hija para que desarrolle su personalidad; no ha de limitarse a dejarla realizar ese fin, sino que
¡debe estimularla!”

A menos que advirtamos las compensaciones que entraña ser nosotras realmente, nos veremos
el día de mañana en la necesidad de fundirnos con un hombre como ya hicimos con la madre, antes de
expandir su vida y la nuestra formando una unión de dos individualidades separadas. Puede ser que
esto parezca algo sexual, pero en realidad será simbiosis. No importa que el hecho se esté dando con
un hombre; se ha modelado sobre la base de lo que tuvimos con nuestra madre durante el período
latente.

Lo verdaderamente sexual, la excitación sexual continua, puede existir únicamente entre dos
personas separadas, cada una de ellas impuesta de su entidad individual y, por consiguiente, del mutuo
magnetismo. Es entonces cuando sentimos la llamarada del sexo, esa descarga eléctrica que conecta
dos cuerpos: nos poseemos orgásmicamente… y nos separamos de nuevo. La pasión no se da en la
simbiosis.

¿Puede resultar excitante que –como suele decirse- la mano derecha acaricie a la izquierda? La
pareja simbiótica puede esforzarse por conseguir sexualidad orgásmica, pero es derrotada antes de
empezar por la necesidad presexual de pertenecer a alguien y fundirse con ese alguien, por la necesidad
de una cercanía que da lugar a que el cerebro de él (como ocurrió con nuestra madre) se acomode
dentro del nuestro, para decirnos lo que sentimos, lo que somos, lo que nos gusta o nos disgusta…,
facilitándonos, en suma, una identidad que nunca establecimos por nuestra cuenta. Amamos a las
personas que forman nuestras familias; son las extrañas las que nos inspiran deseos sexuales.

“¿Recuerda usted aquella costumbre de antes, de que madre e hija fueran vestidas iguales? –
me dice la psicóloga Liz Hauser-. De pequeña, pensaba yo que aquello debía de proporcionar
sensaciones estupendas. A mi hija Liza le gustaba de niña contemplar dichos vestidos en los catálogos
de Altman. Antes de comprender el problema de la separación, creía que también a nosotras, a mi hija
y a mí, nos iban a sentar de maravilla. Es una forma de relacionarse terriblemente simbiótica. Nuestra
sociedad lo juzga bien, pero madre e hija piensan que habrán de conseguir una aprobación mayor si se
dejan ver lo más estrechamente unidas posible. De actuar por su cuenta –por separado-, se quedan un
tanto disminuidas. Actualmente, Liza tiene tres pantalones que se le ajustan al cuerpo como una
segunda piel; mi antigua personalidad de no separada habría tendido a hacerla vestir lo que a mí me
agradaba que vistiera. Hoy, si no quiere renunciar a esos pantalones, a mí me tiene sin cuidado. Las
madres que quieren que sus hijas vistan para ellas han de comprender que de esto precisamente
acusamos a los hombres cuando decimos que son vanidosos ya que desean que sus mujeres luzcan
porque su esplendor se refleja en ellos.”
De pequeñas, nos agradaba ponernos los vestidos de nuestra madre, que, naturalmente, nos
quedaban muy anchos. A los trece años, ya encajábamos bien en sus ropas. Somos ya mayores. Lo
mismo le ocurre a nuestra madre. Ella se acerca a mi guardarropa y yo a suyo con el deseo de
probarnos algo que la otra posee. “¡Eh! Me has robado mi blusa favorita”, señala la madre. Ella daría
su vida por nosotras. Al vernos con sus ropas se siente orgullosa de la hija que ha traído al mundo. Sin
embargo, ¿qué es lo que le hemos “robado” a lo largo de todo ese proceso?

La rara madre que se cree suficientemente sexual, que piensa que la sexualidad de su hija no
amenaza a la suya, comenta: “Esa prenda te cae mejor que a mí.” De nuestro pecho se escapa un
profundo suspiro de alivio. Ahora la queremos más. El deseo de llevarle ventaja, de quitarle su
corona, ha sido experimentado con seguridad, simbólicamente. La madre reconoce nuestra sexualidad,
concede que podemos ser incluso más bellas (aunque sólo sea porque tenemos menos años)…, pero ¡no
nos odia por ello! ¡Todavía nos ama!

¿Y qué pasa si a la madre le quedan demasiado bien nuestros vestidos? La oímos presumir
ante sus amigas de que hasta podría recurrir a una talla inferior a la nuestra. En momentos en que
estamos en situación de inferioridad, si bien la juventud nos proporciona una ventaja en la carrera con
ella, si puede desenvolverse bien usando las mismas ropas que nosotras, gana la partida. Es posible que
la victoria le parezca grata; a sus años representa un pequeño triunfo. Para nosotras, puede resultar
destructiva. Como mujeres no tenemos en nuestro haber tantas victorias para afrontar semejante
derrota.

No es de extrañar que las jóvenes adopten unas ropas tan absurdas como las que se ven por
ahí. La madre nunca se pondría tales atuendos. “A las madres no les gusta –dice la doctora Schaefer-
que las hijas ignoren sus ideas sobre el buen gusto y se guíen enteramente por las opiniones de las
amigas de su grupo en cuanto a lo que hay que llevar, lo que está o no de moda, y lo que es feo o
bonito. Es una lucha competitiva por el control. Buena parte de ella tiene que ver con el
convencimiento de la madre sobre su independencia personal. ¿Se siente o no se siente persona
independiente? Si vuestros hijos son vuestra razón de vivir, necesitaréis que ellos, en cierto modo, os
satisfagan. Si vivo una vida en la que obtengo otras satisfacciones, y no dependo de la que me depare
el hecho de ser la madre de Katie, me resulta tolerable que surjan crecientes diferencias entre nosotras.”

La causa de que haya tantas mujeres que se nieguen a separarse de sus hijas radica en que,
aparte de éstas, poco es lo que encuentran en sus vidas, nada propio, desde luego. Puede ocurrir
también que se hayan visto tan frustradas en sus relaciones con sus propias madres que quieran hallar
una compensación al establecer la simbiosis con sus hijas. “Muchas chicas –explica la doctora
Fredland- tienen madres que intentan llenar el vacío interior que dejaron sus propias madres ausentes,
frías o distantes. Habitualmente, las madres no se dan cuenta de ello, ya que de no ser así se
apresurarían a separarse de la joven. Se evoca de este modo el dolor originado por la pérdida de la
propia madre. Estas mujeres insisten en que sus hijas les refieran toda clase de pormenores de su vida,
que les hablen de sus amistades; la chica no dispone de ningún espacio privado donde entregarse a sus
reflexiones o actividades.”

“Mi madre no se cansa de decirme siempre lo mismo”, declara una chica de trece años. “Lo
dice en un tono quejumbroso especial, que me saca de quicio: “Llámame cuando llegues… Llámame
cuando llegues…” Después, al quejarme de tanta insistencia, por considerarla injusta, me dijo que
hablaba con un tono de gemido.” Porque no podemos llegar a odiar a nuestra madre, nos volvemos
como ella. Asimilamos su tono al hablar, su ansiedad, las normas que ha elaborado para su
“encantadora niña”, y el temor al sexo. Contamos solamente trece años.

“Sé por experiencia personal –dice la doctora Deutsch- que hay mujeres que llegan a
manifestar: “En ocasiones, recurro a una expresión que me resulta odiosa.” Cuando la interesada se
detiene a pensar en esto, descubre (es cosa que ocurre con frecuencia) que esa expresión era utilizada
por su madre, a la que también desagradaba. Ello es verdad por lo que a mí respecta. No queremos ser
como nuestra madre, que ella sea recordada en nosotras, porque en la primera competición edípica de
importancia ella fue la victoriosa.”

Antes de que nos demos cuenta nos plantamos en los treinta y tres años, formulando quejas
ante nuestro esposo y nuestra hija. En lugar de enfadarnos con la madre –cosa que forzaría el capítulo
de la separación-, tomamos su voz y aquellas expresiones que menos nos agradaban. Casadas o no,
“nosotras” todavía no estamos seguras de que lo sexual sea agradable. Echamos la culpa a nuestro
esposo de que no nos haga la relación sexual más grata, de que no nos haga experimentar las
sensaciones de “una auténtica mujer”. Nuestro esposo se pregunta qué habrá sido de la mujer sexual
con quien se casó. No puede competir con nuestro primer aliado. Que es también nuestro primer
censor.

Las mujeres de cuarenta o cincuenta años con hijas ya mayores, ya independizadas, me dicen
que sólo aciertan a ver a los hombres como esposos, padres y hermanos. Las mujeres divorciadas que
desean tener una vida sexual reaccionan ante los hombres de acuerdo con las antiguas normas de la
niñez, complicadas por las reglas de la adolescencia. “Intento fantasear sexualmente con este hombre”,
me cuenta una divorciada de cuarenta y ocho años, “pero mi imaginación sólo me lleva hasta el motel.
No acierto a verme deslizándome por la puerta del establecimiento, empezándome a desvestir luego.
¡Y eso fue únicamente una fantasía!” Esta mujer se halla disgustada consigo misma por sus
inhibiciones, pero continúa siendo una niña, enojada por causa de las reglas impuestas por su madre, y
protegida por ellas también… inapropiadamente.

Nuestra alianza pre-edípica con la madre fija esquemas que no podemos comprender nunca.
Sin su estímulo para dejarla y hallar un mundo más amplio, algo nos retiene. Nuestra mente y nuestra
ambición nos impulsan a buscar un empleo mejor, pero una vieja voz nos dice: “No corras riesgos” Sin
el reconocimiento por parte de la madre de nuestra sexualidad, el movimiento hacia los hombres parece
quedar siempre matizado por un sentido de traición. Salimos con chicos, evolucionamos hasta
desearlos sexualmente, pero sentimos una inhibición: nuestras emociones más profundas permanecen
con ella. Al final, puede ser que escojamos hombres diametralmente opuestos a aquellos que
“nosotras” aprobaríamos…, unos hombres sexualmente excitantes, a los cuales la madre no puede
controlar. Es posible, incluso, que nos casemos con uno de ellos; pero la batalla no termina ahí. “No,
Tom, esta noche no”, dice la mujer, sabiendo al rechazarlo que rechazas su propio placer. Ella es
consciente de que le agrada la relación sexual. ¿Qué es lo que le está reteniendo? La cuestión es
desconcertante, ya que no es su cuerpo el que dice no. Es el viejo mensaje grabado en la mente, que
continúa diciéndonos lo que hemos de sentir.

Se nos presentan dolores de cabeza; tenemos úlceras. Preferiríamos vivir con el dolor de la
rabia reprimida a perder la ilusión de un amor que está devorando cualquier amor real que podamos
sentir por ella. Volvemos al hogar, de visita, pero nos sentimos aliviadas cuando termina. Sabemos
que existe amor entre nosotras, pero no podemos palparlo.
“Las mujeres sostienen esas luchas interminables con sus madres –dice el doctor Sanger- y
luego se sienten culpables. A las madres les pasa lo mismo. Se produce una espectacular
reconciliación. Y hasta el siguiente encuentro. Es algo que no cesa, y que no conduce a ninguna parte.
Todo parece indicar que va a suceder algo, o que ya está sucediendo; pero no, no pasa ni pasará nada.
No se registra ningún cambio. Hay, simplemente, una serie de luchas y reconciliaciones continuas, y
después aparece el sentimiento de culpabilidad… No se registran progresos de ningún género.”

Queremos las dos cosas a un tiempo: separarnos de nuestra madre y no separarnos. Mientras
sigamos a su lado, seremos su pequeña… estaremos a salvo… pero seremos unas criaturas inmaduras.
¿Qué es lo que nos retiene junto a ella? “¡El sentimiento de culpabilidad! –proclama la doctora
Schaefer-. La madre presiente que la única manera de continuar siendo necesitada es conservando
nuestra dependencia de ella. Llora en nuestros cumpleaños. “¡Qué mayor te estás haciendo!” La chica
quiere romper la atadura, pero este propósito va en su mente acompañado de la idea de “hacer pedazos
el corazón de la madre.”, y se siente culpable. Se le ha inculcado la idea de que no debe abandonar
nunca a la madre, de que no debe alejarse de ella por su cuenta y riesgo. ¿Quién va a quererla más que
su madre? Nos espanta la perspectiva de una separación. Y así, aún en el caso de que no avancemos
por el camino de ésta –como les ocurre a la mayoría de las mujeres-, nos sentimos culpables por
haberla deseado.”

Esta culpabilidad devora nuestras vidas, pero no queremos ser curadas del mal. Liberarnos de
aquel sentimiento acarrea la liberación de la madre también. Cuando pregunto a la doctora Fredland
por qué la prohibición de la madre en cuanto a la masturbación queda en nosotras grabada mucho
tiempo después de haber dejado atrás otras prohibiciones, ella me habla de las inconscientes fantasías
que corrientemente acompañan a la masturbación. “No es que se haya prohibido el acto solamente…
Son prohibidas también las fantasías. Hay algunas que poseen un tinte edípico, así como existe el tabú
del incesto e, igualmente, el terrorífico temor a la competición edípica.” Las fantasías masturbatorias
en que, comprendiéndolo a medias, nos desenvolvemos como rivales de la madre son tan amenazadoras
que terminamos por renunciar al placer de la masturbación a los cuatro o cinco años, si no antes. Por
último, podemos renunciar a la vida sexual también. De lo que en realidad somos culpables es de…
querer ser mujeres.

Finalmente, sin embargo, yo me pregunto si esto de la culpabilidad no será un eufemismo, un


vocablo utilizado para encubrir otra cosa, ya que el miedo que sentimos debe de ser la consecuencia de
una acción ambivalente. Lo que tememos es que, si damos este erróneo paso, la otra persona se enojará
tanto que se marchará. El sentimiento de culpabilidad es, sencillamente, el primer paso, al que
aludimos con lágrimas y un gran pesar, pero la consecuencia es tan horrible que ni siquiera
mentalmente queremos concretarla: una pérdida. Es demasiado embarazoso admitir en la infancia
emociones como ésa.

Cuando empecé a considerar estas ideas por primera vez, fui a ver a una psicoanalista cuyos
trabajos profesionales llevaba años admirando. Me habló de sus dos hijas, una próxima a los treinta
años, en tanto que la otra ha rebasado ya esta edad. “¿Dónde incurrí yo en un error?” inquirió,
dirigiéndose a mí. “Ahora me dicen que de pequeñas sostuvieron muchas luchas conmigo, pero yo no
estaba impuesta de que fuera así. Y, no obstante, fui yo quien las crió. Disfruté mucho con ello. Cuidé
de las dos, y me agradaba entretenerlas leyéndoles pasajes de libros. Yo estaba siempre en casa cuando
marchaban al colegio, y en casa me encontraban, cuando volvían. Dejé mi trabajo hasta que la pequeña
cumplió los seis años, cuando yo contaba cuarenta y cinco. Con todo, el recuerdo que conservan de mí
es que siempre me hallaba ausente. Algo no dispuse con acierto… Mientras pensaba que me
encontraba presente, a su alcance, ellas sacaron la impresión de que yo andaba lejos de las dos.”

Esta conversación tuvo lugar al principio de mis investigaciones. Yo no había descubierto


todavía que dar fin a cualquier discusión sobre el tema que encierra la pregunta. “¿Dónde incurrí en un
error?” con vagas explicaciones señalando una “culpabilidad”, no es suficiente. La siguiente pregunta
debiera ser: “¿Y qué temible acontecimiento te hace pensar tu culpabilidad que va a suceder?” La
sensación de pérdida es inexpresable.

Llegué a esta conclusión después de haber hablado con Jessie Bernard. “El sentimiento de
culpabilidad es para las madres lo más grande”, me dijo. “Va implícito en el papel. No se dispone de
mucho poder, pero se asume la responsabilidad si algo marcha mal. Cuando hablo con la gente sobre el
futuro de la maternidad, nadie se siente interesado por el tema. No puede usted imaginar unos seres
más reprimidos que las madres. Lo que las mujeres quieren son bebés, criaturas a quienes retener y
mimar. No quieren saber nada de hijos e hijas como ellas mismas, que han de crecer, que les enseñarán
los puños, en la forma en que lo hicieron las personas de su generación a sus predecesores.”

Los hijos e hijas, furiosos a causa de las restricciones y frustraciones de la vida familiar,
amenazan a la madre con dejarla para siempre. Un bebé, en nuestros brazos, no puede hacer tal cosa.

Una madre que no dio a su bebé un biberón a la temperatura debida, que no se hallaba en casa
cuando su hija se puso enferma de gripe, puede que se sienta culpable… pero en proporción al acto
“erróneo” que ha cometido. No se trata de un temor a unas consecuencias inimaginables, esa terrible
inquietud que flota en el aire. Eso se queda para las madres que tienen ya hijos suficientemente
crecidos para que puedan proferir las fatales frases que siempre ha estado temiendo oír la madre: “Esta
es la última bobada que soporto. Te odio. No pienso volver a verte nunca más.”

Las hijas temen irritar a sus madres hasta el punto de que éstas decidan dejarlas. Las madres
temen lo mismo de ellas. Las dos mujeres sufren idéntico sentimiento de culpabilidad. Ambas hablan
de esto. No, no es eso. Es el terror. El terror de perderse mutuamente. Así es como se unen más
estrechamente, con más fuerza; su claustrofobia se torna mayor. Finalmente, la paradójica verdad es
que si las dos tienen suficiente valor para separarse es posible que sean amigas para toda la vida.

He estado pensando en estos problemas a lo largo de los últimos tres años, y todavía no
consigo aprehenderlos del todo. Anoche soñé con ellos; esta mañana, encontrándome en la cama, los
comprendí de pronto, pero al sentarme ante mi mesa de trabajo se forma una nube en mi mente.
Necesito recurrir a toda mi fuerza de concentración para superar la resistencia a saber lo que sé… Y
mientras escribo esto, oigo a mi esposo tecleando en su máquina de escribir el final de su novela.
“¡Fíjese en el capítulo que está usted escribiendo! –dice mi amigo Richard Robertiello -. Lo que usted
teme es que si llega a terminar el libro que lleva entre manos, si triunfa en su propósito, su madre y Bill
se mostrarán celosos y le tomarán aversión.” La verdad es que a los dos eso les tiene sin cuidado.

¿Por qué pienso que mi éxito y/o fracaso han de ser tan terriblemente importantes para otras
personas?
Los apremios competitivos serán siempre atemorizantes porque se plantean por nuestro deseo
de ser personas sexuales y separadas. Se hallan asociados con sentimientos de abandono, de
represalias, etc. ¡Nunca fueron aireados y vistos como simples temores infantiles! Y, por este motivo, a
los treinta y cinco años sentimos todavía como a los quince: que la situación competitiva con otras
mujeres debe ser negada a causa de nuestra necesidad de ser amadas y aceptadas por ellas también.
Nos quedamos sumidas en un ansioso estancamiento: la única forma de matar la situación competitiva,
al parecer, es matando en nosotras el deseo de vivir.

Siempre he pensado que mis altas y bajas emocionales eran causadas por los hombres. Estos
poblaban mis noches y mis días. Hoy sé que no es que no tuviera necesidad de las mujeres; es que las
necesito demasiado y mi necesidad de ellas precede a la de los hombres. Hace mucho tiempo que
desespero encontrar en las mujeres lo que quiero, y temo el castigo que les impondré por no darme el
amor que preciso. Hubiera querido deciros, antes de iniciar las investigaciones para este libro, que sí,
que, desde luego, amo a mi madre, pero que nosotras somos dos personas distintas. Hoy sé que estoy
ligada a mi madre más profundamente de lo que hubiera podido soñar, hasta el punto de que siempre he
evitado las situaciones competitivas, no solamente con ella sino con cualquier otra mujer.

Lo cual no quiere decir que yo no sea una persona competitiva. Lo soy; y en tan alto grado
que no puedo admitirlo.

“Es mucho más fácil lograr que una mujer reconozca que un hombre la está tratando mal –dice
el doctor Robertiello- que hacerle ver que su mejor amiga la está engañando. Vendrá otra mujer y le
robará su amante, o dirá cosas pésimas a sus espaldas… Es igual. Dos mujeres unidas por algún lazo
no se separan fácilmente.” Constituye un cliché la historia de la mujer de treinta años que le quita el
marido a su mejor amiga. Y de labios de las madres de chicas de doce a catorce años, he oído en
repetidas ocasiones estas palabras: “Le he dicho a mi hija que si esa amiga suya anda detrás de su novio
no es tal amiga; pero mi hija se niega a romper su amistad con ella.”

Una muchacha de catorce años me relata un hecho que, según ella, nada tiene que ver con el
espíritu competitivo. “Se refiere a la forma en que las chicas se hieren unas a otras”, me explica, con
resignación. “No existe una auténtica sinceridad entre ellas.” En la vida de la joven, esta declaración
será una profecía que ella misma, a lo largo de su vida, se encargará de cumplir.

Los acontecimientos en que basa su conclusión se iniciaron una tarde, el día en que su amiga
perdió la virginidad. “Aquella noche, el chico se acostó sin mayor preámbulo con la mejor amiga de la
muchacha”. Mi entrevista se convierte en la confidente de la joven perjudicada… y también del
muchacho. Efectivamente, entre ella y él se ha creado una gran amistad, “casualmente”. “El
necesitaba de alguien en que apoyarse”. Rápidamente me explicó que ella no era una competidora en
el terreno sexual que se hallara enfrentada con las otras dos chicas, puesto que era todavía virgen. Ella
y él “no habían hecho más que besarse y tocarse”.

Le pregunté si su amiga seguía demostrando interés por un joven al que había ofrendado su
virginidad y que después la había abandonado. “Ignoro lo que piensa mi amiga. No es una persona
muy sincera, de modo que desconozco sus sentimientos reales. Yo no siento el menor remordimiento.
El chico no la dejó por mi causa. De haber sido más cordial con él, y mejor persona, el muchacho no
habría tenido inconveniente en volver a su lado. A las otras chicas no les dije nada. No hubiesen
comprendido por qué continuaba viéndolo. No confío en nadie del grupo, salvo ese chico. Tiene algo
que jamás encontré entre mis amigas. Me consta que no me traicionaría jamás. Haga lo que haga, y le
diga lo que le diga, siempre me agradará. Los chicos no te dan de lado con la facilidad con que lo
hacen las chicas.”

Esta entrevista data de un año atrás. Hoy, la muchacha cuenta quince años, y hay por en
medio otro joven. Ella busca en él esas cosas que no puede encontrar en las mujeres… Por ejemplo,
desea poder confiar en él enteramente. Dado que no fue resuelto su conflicto con las mujeres de un
modo positivo. ¿cuáles son sus probabilidades de éxito con los hombres? Y si renuncia a los hombre y
vuelve a la compañía de las mujeres –aliviada del forcejeo competitivo-, ¿cuánto tiempo transcurrirá
antes de que ella se descubra irritada, indignada con las mujeres una vez más, dolida por su causa, y
causándoles daño también por su parte? Desentendiéndonos de los hombres no suprimimos de nuestra
existencia el espíritu de competencia. Los hombres pueden constituir el premio sexual, pero mucho
antes de que ellos surgieran, el forcejeo con las mujeres estaba en marcha, para no cesar.

De pequeñas, teníamos que vivir con arreglo a las normas establecidas por la madre. Aquélla
era su casa; aquél era su hombre. Actualmente, disponemos de suficientes hombres con quienes tratar,
y nos hemos elevado por encima de esas normas. Si perdemos un empleo por habérnoslo arrebatado
otra mujer, siempre encontraremos otro conveniente a la vuelta de la esquina. El temor a la
competición es nutrido por la idea de vivir en una economía psíquica de escaseces. La vida adulta es
una economía de abundancia.
CAPÍTULO 6
LAS OTRAS CHICAS
Cierto verano, cuando contaba nueve años, asistí a un campamento instalado en una plantación
dotada de una preciosa casa, en una isla cubierta materialmente de musgo. Allí me enfrenté con mis
primeros casos de nostalgia, impétigo y… rechazo por parte de mi mejor amiga. Se llamaba Topsy y
procedía de Atlanta. Dormíamos juntas, comíamos juntas, nos lanzábamos cogidas de las manos desde
el trampolín instalado en el muelle, formado por fuertes y grandes tablones de roble. Hicimos un pacto,
el de no separarnos nunca; nos prometimos mutuamente amistad eterna. Un día se presentó una señora,
quien dejó a su hija en la casa. La instalaron en nuestra habitación. Topsy y yo estuvimos
observándola durante la comida, aislándonos de ella descaradamente y profiriendo continuas risitas.
Así era como habíamos eliminado a todas las demás de nuestro secreto mundo. A la hora de la cena, la
que quedaba fuera de todo era yo. Se susurraban palabras al oído mientras me miraban; parecía que
hablaran de secretos que cualquiera habría supuesto compartirlos desde hacía años. Su amistad nació
de la fuerza de mi exclusión. Aquella noche me tendí en la cama cantando para mí “Adelante,
Soldados Cristianos”, para no llorar. Me dolía la cabeza a fuerza de pensar y pensar, intentando
descubrir qué equivocación había cometido.

Teniendo yo once años, cierta tarde me encontraba en casa de Betty Anne, jugando en
compañía de Mary Stonewall. Betty Ann era mi mejor amiga. Pagamos a su hermano un cuarto de
dólar para que nos dejara hojear una de sus revistas picarescas. Nos pusimos a leerla las tres sobre el
lecho de Bety. ¿Qué era aquello…? Nos quejábamos alegremente cuando chocaban nuestras cabezas,
en nuestro esfuerzo por ver mejor aquellas láminas. Proferíamos, nerviosas, ahogados chillidos. Era
terrible; la emoción resultaba demasiado fuerte. La cama parecía estar ardiendo. Terminamos por caer
de ella, por lo que nos separamos. Nuestros rostros estaban encendidos por el rubor de la vergüenza;
no sabíamos cómo ocultar nuestra excitación. Riendo histéricamente, salimos corriendo del
dormitorio. Fuera tropezamos con tres trabajadores que se encontraban pintando la escalera posterior
de la vivienda. ¡Hombres! Fue como si hubiesen estado empuñando penes de dos palmos de longitud
en lugar de largas brochas. Las tres continuamos corriendo en otras tantas direcciones, dando gritos.
Diez minutos más tarde nos reuníamos en la terraza, haciendo los honores a unos gruesos bocadillos.

¿Qué hacer? Nos costaba mucho trabajo tomar una decisión. Sentíamos que el aburrimiento se
apoderaba de nosotras, importunándonos como una comezón. “¿Cómo deletrearíais la palabra
“sostén”?, pregunté. Mary dejó oír una de sus peculiares risitas. Conocía a Betty Anne, de la que era
muy amiga, antes que yo. Betty irguió el cuerpo, ruborizándose. Había sido la primera del grupo en
usar aquella prenda, y me había confesado en secreto que se le antojaba odiosa. Mary repitió, con un
sonsonete: “Sostén, sostén, sostén…” Y la chocante palabra, cuyo portentoso y excitante significado
nos había dejado a aquella Mary Stonewall, lisa de pecho, y a mí, expectantes, convertíase ahora en una
cosa fea que nadie quería mencionar. Bety Anne se encogió de hombros como queriendo ocultar sus
senos y sus lágrimas. Finalmente, aquella tarde quedó como un día señalado: fue el del abandono de
Bety Anne. Unos minutos después, la puerta principal de la casa se cerraba ruidosamente. Dos niñas
acababan de dejar sola a otra, a sus espaldas.
Cuando tenía trece años, todos los viernes por la noche asistíamos a la clase de baile de
Madame Larka, que se daba en el South Carolina Hall, de la calle Meeting. Cuando Madame Larka
dejaba oír un resonante acorde de piano, las chicas nos poníamos en pie, delante de nuestras sillas,
esperando a que los muchachos se nos acercaran para hacer su selección, uno por uno, hasta que no
quedaba nadie… excepto las chicas no elegidas. Yo, cuando bailaba, lo hacía habitualmente con Gordy
Benson. Mi tía Kate no acertaba a comprender por qué no me gustaba Gordy. ¿No era él más alto que
yo? Solía contestarle que Gordy Benson olía a pastel de nata.

Había unas cuantas chicas que siempre bailaban. Entre ellas figuraban mis mejores amigas.
He preferido moverme siempre entre personas bien parecidas. Hasta llegar al término de mi desarrollo
físico y adquirir la apariencia exterior de ahora, no ser escogida para bailar era cosa que no me dolía
tanto como verme agrupada con las perdedoras. ¿Qué era lo que yo tenía de común con ellas, aparte
del injusto rechazo de los hombres? Cuanto pensaba acerca de mí misma, igual en todo a cualquier otra
chica, se complicaba por obra de este nuevo papel, en el cual ganar no era una consecuencia de la
habilidad, la iniciativa, la audacia y la acción. Estuve moviéndome en la clase de baile con un
optimismo de gradación distinta, según el momento.

Tras la clase se celebraba siempre una reunión en casa de alguien. Nos dirigíamos a la de
turno en una carrera improvisada, con los coches que habíamos pedido prestados a nuestros
preocupados padres. Los adolescentes de Carolina del Sur pueden conducir a los catorce años, y las
muchachas, todavía medio paralizadas por la lección de Madame Larka en lo que afectaba a la
pasividad, nos desplazábamos a medias corriendo, a medias vagando, con curiosa lentitud, hacia los
coches de los chicos preferidos, procurando adelantarnos con todo a nuestras oponentes. Era una
especie de ballet terrible el que trenzábamos sobre aquellas escaleras graciosamente empinadas del
South Carolina Hall, mirándonos unas a otras por el rabillo del ojo, fingiendo poner mucho interés en
todo, menos en lo que realmente estaba ocurriendo. De haber sabido los chicos que nuestras vidas se
hallaban completamente enfocadas sobre ellos, ¿nos hubiéramos decidido nosotras a traicionarnos
mutuamente para lograr sus favores? Lo dudo. Nos ignoraban, era patente su desinterés… ¡Aquello
resultaba enloquecedor! Mientras nosotras nos moríamos de aburrimiento en nuestras habitaciones, al
son de la música grabada, ello vagaban por las calles, jugaban al fútbol, vivían muy cómodamente sin
nosotras.

Sus coches eran nuestra única oportunidad para estar cerca de ellos. Mientras nos llevaban a
un lado u otro, para evitarnos una caminata de varias manzanas, reíamos continuamente, provocando la
charla, a la que nos esforzábamos por dar naturalidad, tratando por todos los medios de entrar en
contacto con un brazo, una pierna, unos pantalones, al tiempo que la radio del coche nos permitía
escuchar una determinada canción o una pieza musical. “Tócame”, rezábamos. “Ojalá se le ocurra
tocarme.” Sonreíamos a nuestra mejor amiga, la cual, maniobrando, había conseguido sentarse pegada
a un chico. No se exteriorizaba ningún comentario desagradable; los desesperados y más o menos
notorios movimientos estratégicos para conquistar una posición mejor eran mutuamente ignorados.
Pero por entonces, cuando planeábamos la última reunión de la temporada, recuerdo que le hice a Patty
Hanson una buena jugada. No sé cómo me las arreglé, pero al final pude conseguir que no fuera
invitada… Y eso que la muchacha formaba parte de nuestro grupo con tanto derecho como yo. Nadie
salió en su defensa. De haber ocurrido lo contrario, yo habría dicho mil mentiras antes de admitir que,
sencillamente, no podía soportar la idea de que una vez más podía darse la posibilidad, en virtud de
algo extraño que escapaba a mi control, de que Patty consiguiera sentarse al lado del chico que por
aquellas fechas protagonizaba todos mis sueños. La noche de la reunión, Patty se quedó en su casa, y
nunca supo por qué.

Crecí junto a Helen. Aprendí a fumar en su cocina; preparábamos juntas los exámenes en la
escuela de enseñanza media. Llegó un domingo histórico, aquél en que nos pusimos nuestros primeros
ligueros y las primeras medias, tras lo cual nos encaminamos a la iglesia de San Felipe. Después de
comer en casa me iba a la de Helen, para ayudarle a terminar lo que le habían puesto. Llevaba tanto
tiempo haciendo esto que su madre ya no se molestaba en hacerme la pregunta que antes fuera de rigor:
“¿Quieres sentarte a la mesa con nosotros, Nancy?” Yo tenía allí mi sitio y la criada se apresuraba a
servirme. Más que la comida, a mí lo que me gustaba era ver sentado un hombre a la mesa, formar
parte de una familia que tenía todos los papeles cubiertos.

Una vez por mes, en la clase de matemáticas, o en la de historia, sentía unos terribles
retortijones, a causa de la menstruación. En la enfermería del colegio sólo me ofrecían paños calientes
para aliviarme. Mi casa quedaba demasiado lejos para pensar en trasladarme a ella y beber un trago de
ginebra, lo que me los aliviaba mejor que otra cosa. En consecuencia, siempre que me ocurría aquello
solía ir a casa de Helen. Bastaba con cruzar la calle. En cierta ocasión, no encontrándose su madre en
casa, trepé por la ventana de la cocina, localizando a continuación la ginebra. Nunca se me pasó por la
cabeza la idea de que a la madre de Helen podía no agradarle mi forma de penetrar en su hogar. Me
quería como si hubiese sido otra hija más, y yo aceptaba su afecto con alegría. Sin embargo, cierto día
le correspondí muy mal.

Un domingo por la noche, tras haber celebrado una reunión en nuestra parroquia, nos
disponíamos a volver a casa. Las chicas nos quedamos en el vestíbulo, poniéndonos los abrigos. De
pronto, no sé quién de nosotras observó que tras una ventana se veía la silueta borrosa de una pareja
que se estaba besando. La misma chica afirmó que se trataba de Helen y Tommy Boldon.

Helen y Tommy ni siquiera habían salido una sola vez juntos. Inmediatamente emitimos
nuestro juicio. Al día siguiente, Helen se vio reprendida en los pasillos del colegio; le fue dado “el
tratamiento” reservado para tales ocasiones. No era aquello una coincidencia: Helen era la chica más
ardiente de nuestro grupo, y los chicos mayores ya se estaban fijando demasiado en ella. Nadie sabía a
ciencia cierta de qué crimen se le acusaba, pero nuestra envidia, una envidia que nos corroía, nos decía
que era culpable. Al eliminar a Helen quedábamos libres de los celos. Su exclusión dio a grupo una
fuerza colectiva de la que andábamos faltas desde hacía tiempo.

“¿Qué ha ocurrido?”, me preguntó la madre de Helen, cuando al fin fui a verla. “¿Qué fue lo
que hizo Helen, Nancy? Se siente muy desdichada. Y tú eres su mejor amiga.” ¿Cómo podía decirle la
verdad? La verdad era una mentira. Helen no había hecho nada. No podía contestar a las palabras de
su madre porque no es oportuno hablar de las cosas que las mujeres se hacen entre sí, impulsadas por
una ira cruel y hasta por un silencio todavía más cruel. Es una labor de zorras.

En vez de ello, me limité a decir a la madre de mi mejor amiga que daría los pasos necesarios
para poner las cosas en orden. Cumplí mi promesa, pero yo sabía que Helen nunca había de olvidar
aquello. Tampoco yo. Me ruborizaba saberme todavía capaz de esa clase de crueldad; me duele saber
que los éxitos de mis amigas pueden entristecerme; me molesta no ser suficientemente adulta, como
para vivir exclusivamente sobre la base de mis personales realizaciones.
* * *

Después de la madre, y antes de que estemos listas para enfrentarnos con los hombres, están
las otras chicas. A los cinco y los seis años aparecen en nuestras existencias como balsas salvavidas:
son bien acogidas alianzas que nos han de llevar a una nueva identidad. Nunca podríamos separarnos
de nuestra madre por nosotras mismas. El padre nos ha decepcionado. Los chicos no se interesan por
nuestras eclosiones… ¡pero las chicas! Son nuestra gran oportunidad para la separación. Acarrean
toda la seguridad y la familiaridad del hogar: son hembras y están necesitadas, exactamente igual que
nosotras. Todas tenemos el ansia de hallar algo más que la madre; queremos abrazarnos a la vida, pero
las perspectivas son atemorizadoras. Nos echamos unas en brazos de otras el primer día de colegio.
Los brazos de nuestras amigas se ciñen a nuestro cuerpo como aquellos que dejamos en casa. No
forcejeamos. Hemos salido en busca de libertad, pero encontramos algo demasiado bueno para
resistirnos a ello: unos lazos que nos acercan a otros seres, una proximidad. Pensamos que el hogar
quedó atrás. Pero no hemos hecho más que cambiar de compañía. Aquí está la simbiosis con una
nueva cara.

¿Qué relación humana contiene tanta ambigüedad y ambivalencia como la que une a unas
mujeres con otras? Nosotras tenemos mucho que ofrecernos mutuamente, pero nuestra historia es de
inhibición, mutua también. El lazo que nos une a otras mujeres es paralelo al que tuvimos con nuestra
madre. Ella también entró en nuestra vida como una amiga afectuosa. Y luego se transformó en una
mujer habituada al silencio, y en una rival. Sus éxitos al ayudarnos se ampliaron a través de las
difíciles etapas del desarrollo, hasta nuestra llegada al umbral de la vida sexual. Papá fue el primer
hombre que nosotras vimos. La madre quedaba entre nosotras y él. Toda su bondad y su paciencia no
sirvieron de nada. Dentro de la familia sólo hay un premio. Ella lo había alcanzado. Nosotros lo
queríamos. En cierto sentido, nuestro deseo era tan natural como un río que encontrara el cauce más
corto para llegar al mar; en otro aspecto, el sentimiento de culpabilidad era el resultado inevitable. Lo
paradójico es que cuanto mejor sea la madre, mayor el remordimiento. Esta es una de las inexorables
tragedias situacionales de la naturaleza humana.

“Lo que viene después –manifiesta el doctor Robertiello- varía de unos hogares a otros; todo
depende de las distintas constelaciones familiares. Generalmente, la chica alberga, poco a poco, un
complejo de Edipo negativo. Sus sentimientos de culpabilidad, y el temor en ciernes de perder a la
madre, hacen que la chica niegue su deseo del padre. Espontáneamente se ata a la madre, y al sexo
femenino. En la mayor parte de los casos, las chicas se ven impulsadas a llevar una vida íntima, a
fomentar intensas amistades, lo que constituye un significativo aspecto del período latente.”

El temor a competir con la madre, y el remordimiento por querer vencerla, son cosas, de todos
modos, que se extienden al sexo femenino en general. Nos gusta el chico que se sienta a nuestro lado
en clase y concebimos el deseo de apartarlo de Sally. Pero lanzarnos tras él es algo que puede suscitar
la indignación de nuestra amiga, así que procuramos por todos los medios dar la impresión de que no
nos interesa. En vez de sentirnos celosas de Sally, la telefoneamos para que venga a pasar la noche en
casa. En tales circunstancias, erróneamente provocadas, ¿quién puede extrañarse de que
frecuentemente se produzca un abierto comportamiento homosexual?

Clínicamente, esto es denominado formación reactiva. Es una forma de negar un impulso


inconsciente; el acto queda enmascarado como opuesto. Los hombres que temen íntimamente ser unos
encanijados de cincuenta kilos de peso, se dedican a criar músculos y a desfilar por las playas, como si
fueran Míster Universo. Los censores leen más obras pornográficas que nadie. Dicen que, debido a la
repulsión que el tema les inspira, deben ver todo lo sucio que sale a la luz, para averiguar qué es lo que
conviene prohibir. La formación reactiva contra el deseo de ser sucio es ser compulsivamente limpio.
En vez de expresar nuestra irritación y poner de manifiesto nuestra competición contra las mujeres, nos
unimos a ellas y les expresamos amor.

Ahora ya tenemos entre catorce y quince años. Los chicos que cinco años atrás no se fijaban
para nada en nosotras, ahora nos necesitan. Nuestros mismos cuerpos se ven agitados por misteriosos
deseos y pasiones. La cosa más natural del mundo sería responder a ello. No es que ansiemos la
relación sexual, sino que queremos sentir algo que no puede ser rechazado con la facilidad de hace seis
años. Deseamos el reconocimiento de nuestra sensualidad, cualquiera que sea el grado de ésta, y cuya
expresión pensamos que representa la vida misma. Pero lo que tenemos con otras mujeres es ya más
importante que cuando podamos llegar a tener con los chicos.

Tres niñas pequeñas no pueden jugar juntas. Contando siete años teníamos una amiga, a la
que juzgábamos la mejor. “Si reúne usted a más de dos, surge el conflicto” dice una madre. “Cuando
mi hija quería que vinieran a jugar con ella varias chicas, yo siempre respondía que no. No soporto las
riñas. A esa edad, las niñas son terriblemente celosas, no hacen más que decirse secretos al oído,
cuchicheos que sacan de quicio a la que se queda de espectadora. “Ella es mi amiga.” Se niegan a
compartir a otra niña con alguien. Mi hija ha cumplido ya los catorce años y suele reunirse y viajar con
grandes pandillas de muchachas. Pero todavía siguen diciéndose cosas terribles unas de otras, a
escondidas.”

En una entrevista con la hija de esta mujer, la joven me habla a continuación de amor y de
hostilidad: “Mi mejor amiga siempre se esfuerza por quitarme el chico que me gusta”, cuenta. “No es
que, deliberadamente, pretenda molestarme, sino que obra así en virtud de una costumbre o idea
especial… Afirma que siempre es capaz de conseguir que cualquier chico que se le antoje se interese
por su persona. No es la única que piensa así. Las muchachas suelen decirse entre ellas cosas muy
duras. Y también se hacen terribles jugarretas. Por ejemplo, en muchas ocasiones, cuando una habla
mal de otra, la que ha suscitado la confidencia gira en redondo inmediatamente para dar cuenta a la
muchacha afectada de las últimas habladurías que la conciernen.”

En los chicos no se da la formación reactiva de las muchachas, nuestra negativa sobre el


establecimiento de una situación competitiva con la madre. A diferencia de nosotras, ellos no compiten
con la madre. Esto significa que el muchacho puede continuar teniéndola como figura nutricia, en
tanto que expresa sus sentimientos competitivos contra el dominante varón. Sufre, desde luego, a
consecuencia de los tabúes sexuales inculcados en sus sentimientos por la madre, pero no se halla en la
situación de la niña: al competir con la madre, nosotras nos colocamos en la situación imposible de
quien pretende morder la mano que le alimenta.

“Las chicas pueden mostrarse despiadadas, a veces –comenta el doctor Sanger -, llegando
incluso a organizar venganzas contra otras muchachas, enfrentándose repentinamente con cualquiera de
sus amigas. La muchacha corriente anda necesitada de toda la ayuda que su familia puede prestarle.
¡Las lágrimas que he derramado a través de mi hija y de las jóvenes que vienen a verme…! Pasan por
cosas terribles. Los chicos también hacen estas cosas, pero no se ensañan tanto, no son tan crueles.
Ellos sufren fracasos, golpes que no pueden eludir, más carecen de ese sentido de la transgresión, de la
traición, tal como se aprecia en las mujeres. “Esta mañana la consideraba mi mejor amiga, y esta tarde
descubro lo que ha estado haciéndome…”

Sin salidas para los sentimientos de envidia, competición, o celos, nuestras emociones sufren
una fuerte compresión, escapándose como nubecillas de vapor por las grietas de nuestra envoltura de
“buenas chicas”. Antes de que nos demos cuenta de ello, hemos asestado la puñalada por la espalda,
hemos pronunciado la palabra ofensiva. No queremos ser perversas. ¿Dónde aprendimos a proceder
así? Hasta en el momento de separarnos de nuestro propio cuerpo nuestra madre sonrió, diciendo que
nos amaba. Mezclando el amor con la ira, las sonrisas y el engaño, ella nos enseñó que nuestra única
respuesta era corresponder a su amor, fuera lo que fuese aquello que nos negara –papá, independencia,
sexualidad -, de no querer sufrir otra pérdida peor.

“Por supuesto que las mujeres aprenden a jugar el juego de la madre –manifiesta el doctor
Robertiello-. Necesitan todavía, al menos, la ilusión del amor perfecto con ella. No se dispone de nada
con que reemplazarlo.”

Una de las características de la niñez es la simplicidad mental. El ser pequeño gusta de ello, se
siente extremadamente contento por tal circunstancia, odia lo complicado. Al crecer, cuando vamos
enfrentándonos con las encontradas corrientes de la vida, el conflicto suele asentarse en nuestro
corazón. Las estrechas amistades con otras chicas pueden ser un experimento, a fin de hallar un
sustituto a la intimidad que tuvimos con la madre. Pero ya no somos unas inocentes moradoras del
Edén. Nuestros sentimientos competitivos no se han esfumado de un mágico soplo. Sencillamente,
han encontrado un blanco más seguro, han sido transferidos a esas chicas que, como nuestra madre, son
amigas y rivales al mismo tiempo. Todo ese amor y gestos afectivos de que hacen gala las niñas
enmascara una turbulencia interior… Este es el motivo de que nos causemos daño tan a menudo. El
amor que sentimos por esa amiga con la que hablamos por teléfono dos horas cada noche, y a la que
hemos jurado devoción eterna, no es puro. No es el mismo que nos inspira papá, o Johnny, el chico de
la casa vecina. Nace de la distensión, en un mutuo deseo de evitar la irritación. “Pero por dentro.
“Pero por dentro te sientes profundamente irritada con las mujeres –dice el doctor Robertiello -. Y
cuando ves una oportunidad para lograr más amor por parte de alguien dando la espalda a tu amiga,
todas esas iras afloran para justificar tu conducta.” Las irritaciones dejadas por la situación edípica sin
resolver, se abren paso. Nuestra madre se gana el amor de papá mediante nuestra exclusión. Ahora
estamos haciendo eso mismo a nuestra mejor amiga.

“Estimo que las normas que atañen a las adolescentes están determinadas casi biológicamente
–dice ahora el doctor Sanger-. Nacieron para que la mujer se apoye en ellas cuando no acierta a idear
ningún otro medio de protección.” El doctor Sanger se refiere concretamente a las reglas de conducta,
a la necesidad de que haya de vez en cuando en nuestras vidas una especie de toques de queda que nos
retengan en casa cuando las cosas que nos ligan a un chico escapan a nuestro control. Pero, bueno, las
reglas del vestir, por ejemplo, cuando contamos doce años, ¿no están también biológicamente
determinadas? Nos camuflan contra una sexualidad que se supone no sentimos. “Cuando salimos del
colegio”, dice un niña de doce años, “nos telefoneamos unas a otras para decirnos “Todo el mundo
llevará camisetas de futbolista”, o “Todas llevaremos camisas con esto o aquello.” Mi profesora dice
que todas las alumnas del séptimo grado hacemos cosas propias de personas chifladas, como la de
ponernos medias de colores distintos. Está enamorada de un profesor del mismo colegio que se llama
Ken. Un día escribimos en la pizarra: “Ken, mi amor.” El amor nos produce una dolorosa inquietud a
las doce años. Y no duele tanto si todas lucen una media de color distinto en cada pierna”.
Cuando nuestro mundo era pequeño, una amiga era cuanto necesitábamos. En tan estrecho
enfoque, ella representaba la vida misma, y nuestras demandas sobre su persona se hacían rigurosas.
Con ella vivíamos al borde de la bienaventuranza, como nos pasara en otro tiempo con nuestra madre;
justamente igual que con ésta, si la amiga se muestra vacilante o se desinteresa de nosotras, nos asalta
la desesperación. Queremos más vida, pero deseamos también una absoluta seguridad. No nos
negaremos a dejar a nuestra mejor amiga si entrevemos más amor en otra parte, pero no podemos
soportar que nos abandone.

La adolescencia nos enfrenta con problemas más complejos. Los chicos pululan por todas
partes, con una movilidad extrema, yendo de acá para allá libremente, tentadores y atemorizadores.
Son numerosas las emociones que nos acosan; el mundo, atractivo, peligroso, enorme y brillante nos
aplasta. Para salvaguardar el nuestro necesitamos mayor colaboración. La única relación, la de nuestra
mejor amiga, que tanto estimábamos, resulta demasiado limitada. Necesitamos más relaciones, unos
contactos más variados, amplios grupos de chicas que nos ayuden a controlar las experiencias que nos
acechan por todas partes. Queremos ser libres para unirnos en la corriente de la vida. Nuestra pandilla
de muchachas se convierte en un microcosmos, grande y complejo, movedizo, cambiante, pero, no
obstante, comprensible y ordenado. El grupo posee pujanza y humor, pero se halla basado en el
control. Sus leyes son arbitrarias, crueles, caprichosas, dictatoriales. No importa. Ofrece la gran
recompensa: la ley de la simbiosis. Nadie se encontrará sola.

La suma de individualidades, las personas formando multitudes, alumbran emociones. Se


produce en estas condiciones una elevación del sentido de la existencia, originándose acciones
(orientadas hacia el bien y el mal) que los individuos aislados raras veces emprenden. Después, el
grupo de que formamos parte no se limita a sustituir a la madre, sino que se apodera de nosotras por
entero. Nos proporciona amor, amistad, protección, fuerza, unos canales para la exteriorización de
nuestras emociones, muy bien definidos, una fuente de aprobación y una promesa contra la soledad de
los trece años. Puede que el grupo constituya un verdadero presidio con sus ordenanzas férreas, pero
como miembros, nos sentimos poseedoras de la mayor identidad de la ciudad.

Nuestras ataduras de adolescente con las otras chicas podrían proporcionarnos el equilibrio y
la confianza en nosotras mismas que tan desesperadamente necesitamos. Sabemos que para nosotras,
en el terreno sexual, hay más trampas que para los hombres. Los chicos son más fuertes. No tienen
por qué preocuparse en cuanto a su reputación. Nosotras podemos quedarnos embarazadas. Si algo
marcha mal, la culpa será siempre de la chica. A lo largo de nuestras relaciones amistosas con las
mujeres, un contexto más grande y más libre que el embrutecedor marco del hogar, podemos
estudiarnos a nosotras mismas, explorándonos, comparándonos con personas que están sujetas a
nuestras mismas ansiedades, curiosidades y gozos. Necesitamos confirmar que estamos en nuestro
derecho de marcharnos, de separarnos de la madre, de buscar nuestra identidad por nuestra cuenta y
con los hombres. Pedimos aquí y allí estímulo, buscamos la comunidad, y una ayuda. Queremos que
las demás chicas nos digan qué es lo que está bien, y que sientan lo mismo que nosotras. En vez de
eso, tropezamos entonces con Las Normas.

Las Normas institucionalizan la ira en nuestra formación reactiva. No he encontrado ninguna


mujer, de cualquier edad, que pudiera decirme cuánto fueron redactadas. A los catorce años nos
dieron la impresión de haber existido siempre. Había ciertas cosas que una “buena chica” no hacía
jamás. Ninguna mujer de las que entrevisté pudo relacionarlas. Sin embargo, Las Normas rigen
nuestras vidas a los treinta y cinco años, igual que sucedía a los quince. Nos hacen rechazar a los
hombres, silenciar nuestras opiniones, vestir como las demás. Y, más que nada, Las Normas nos
obligan a escoger: ¿qué es lo que queremos: la sexualidad o el amor de otras mujeres?

La labor del grupo es encontrar válvulas de expansión para esas presiones que la sociedad no
quiere ver en nosotras todavía. Llamadas para dormir juntas, habladurías románticas, encubiertas o
descaradas relaciones sexuales con otras muchachas, un sustituto de la relación sexual con los chicos.
El grupo debe retener por unos años más a la mujer que hay en la chica. Una tarea de dificultades
crecientes si se considera que las jóvenes están hoy en condiciones de tener hijos seis años antes en
relación con la edad en que eran madres normalmente hace un siglo. Si estáis de acuerdo en que la
maternidad prematura es con frecuencia un desastre, podemos afirmar que el grupo lleva a cabo aquí
una función valiosa. El precio, no obstante, es que muchas mujeres nunca pueden desentenderse de
Las Normas.

Jamás nos forjamos reglas en las que creamos más de corazón que en las de nuestro
decimocuarto aniversario. “Cuando empecé a salir de nuevo con hombres, después de mi divorcio”,
manifiesta una mujer de cuarenta y cinco años, “me preguntaba, sentada en el coche, al final de la
velada, si debía dejar que mi acompañante me besara, si debía darle las buenas noches con un apretón
de manos, o si había de acostarme con él. Esto era repetir lo que había hecho de jovencita, cuando
vivía pendiente de aquellas normas de conducta famosas.”

Como si fueran los diez mandamientos de la carne, Las Normas constituyen una relación de
Cosas Que No Deben Hacerse: nada de besos, nada de dejarse tocar, nada de expresiones sexuales,
excepto en la medida en que el grupo lo permita. “Las reglas están hechas para que ninguna de las
chicas pueda distanciarse mucho de las restantes sexualmente –dice la doctora Schaefer-. Son una
tregua, un intento para contener la violencia de la competición de todas contra todas, por las pequeñas
“cantidades” de atención varonil que se nos permiten. En vez de ser lo sexual un factor aglutinante,
algo que nos una ansiosamente, para disfrutar de aquello, nos unimos para defendernos o protegernos
en contra… Y para asegurarnos de que no hay ningún chica que extraiga más de esa faceta humana,
tan terriblemente peligrosa como terriblemente excitante.” Aquellas que quebrantan Las Normas vagan
de un lado para otro como parias, constituyendo vivos ejemplos del castigo sufrido por habernos hecho
concebir celos, haciendo que nuestro espíritu competitivo se torne consciente. “Yo tenía catorce años
cuando empecé a salir con chicos”, me cuenta una mujer. “Las reglas de conducta no estaban escritas
en ninguna parte. Pero en mi colegio había dos gemelas… Todas especulábamos mentalmente: ¿eran
capaces de llegar como muchas al final? Nosotras pensábamos que una de ellas no, así que éramos
amigas de ésta. A la otra nadie le dirigía la palabra.” Ser excluida del círculo de personas amadas era
uno de los peores castigos que la madre podía infligirnos. La exclusión es la condena con que se
enfrentan las chicas que quebrantan las normas establecidas.

Contrastando con esto, tenemos el caso de los chicos. Ellos no odian al compañero que
desarrolla actividades sexuales. Puede ser que le envidien, pero se identifican con su triunfo. Para un
joven, el éxito de otro no supone una humillación para él. Ve allí una meta, simplemente, algo detrás
de lo cual puede ir él también. “Cuando yo tenía dieciséis o diecisiete años –explica el doctor
Robertiello- sentía admiración por el compañero o amigo que me refería el episodio vivido en la cama
con una u otra chica. Daba igual que nuestro amigo mintiera. Nos gustaba escuchar de todos modos
esas historias. Los hombres se refuerzan de un modo tremendo cuando hablan sobre temas sexuales.
Esta clase de datos de primera mano nos ayuda a superar nuestras inseguridades. En la misma
situación, las mujeres guardan silencio. Por tanto, cuando se enfrentan con su primer hombre, o con su
décimo hombre, se sienten tan inseguras respecto a su comportamiento y sexualidad como cuando
nacieron. Las conversaciones con los otros muchachos nos dan una idea sobre la forma de actuar, nos
dicen lo que se supone que debe hacer un chico. Quizá no se obtenga el mejor consejo sobre la manera
de conducirse, pero lo cierto, al menos, es que a los dieciséis años, al acostarnos al lado de una chica
por primera vez, nos acordábamos de lo dicho por nuestros amigos: que la relación sexual es normal,
que lo que es malo es no sentir la necesidad de ella. Para las chicas, tal experiencia equivale a tirarse al
agua sin haber aprendido a nadar. No, esto es como si te dijeran que si te metes en el agua te
ahogarás.”

Cuando en una de las misteriosas marejadas es alcanzado el grupo y una chica, de repente,
queda fuera de él, ésta no puede vengarse. Se queda sola, en tanto que, por el hecho de su exclusión,
las del interior se sienten más estrechamente ligadas entre sí. El proceso es despiadado, y las jovencitas
más gentiles y las adultas más agradables no ignoran que la chica que está fuera ha de esperar, por el
momento, y contener su enojo y su dolor. En Pentimento, Lillian Hellman describe así a una joven:
“Anna-Marie era una chica inteligente, coqueta, de buenas maneras, con esa especie de pasiva cualidad,
tempranamente asimilada, que en las mujeres tan a menudo oculta el enfado.” No puede permitirse
exhibir el menor rastro de tal impresión.

“Soy presidenta de la clase”, dice una chica de catorce años, “pero hay otra muchacha, la
vicepresidenta, que siempre dirige las reuniones, labor que es de mi incumbencia. Yo me callo, pese a
que este proceder me saca de quicio. Ella es una de mis mejores amigas. Jamás me muestro irritada,
ya que, de proceder así, y si se lo dijera a las otras chicas, la otra se vería más respaldada. No hay que
permitirse la expansión de mostrarse enojada con las amigas. Hay algunas muchachas, entre las que
conozco, que no proceden así, pero tampoco son muy populares”. Una vez más nos estamos
conduciendo paralelamente al precepto que nuestra madre nos inculcó desde pequeñas: las chicas
buenas no se enfadan nunca.

Y, sin embargo, la ira es uno de los factores dinámicos de la vida. Se mantiene latente y se
inflama; años más tarde, puede explotar, eficazmente camuflada como defensa de nuestra hija
adolescente. “Sería capaz de asesinar a esas chicas”, dice una madre. “Laura, una de las amigas de mi
hija, no la invitó a la reunión que había organizado ayer. Yo sé lo que duelen estas cosas. ¡Te digo que
esas pequeñas me sacan de quicio!”

¿Qué es lo que siente la hija al ser excluida? Exactamente lo mismo que sintió su madre
cuando, a los trece años, sufrió iguales desprecios. “Espero que Laura cambie de opinión y me invite
en otra ocasión”, declara. “La primera vez que lo hizo, mi madre cambió la fecha de mi visita al
dentista, para que yo pudiera acudir a su fiesta. Al día siguiente me enteré que Laura había tachado mi
nombre de su lista. Más tarde me dijo: “¡Oh! A propósito, estás invitada a la reunión” Pero ayer me
enteré de que no me invitaba nuevamente. ¿Qué si estoy enojada? ¡Oh, no! La verdad es que me tiene
sin cuidado.”

“Me tiene sin cuidado” ¿Hay alguna de mis lectoras que dé crédito a esta familiar y triste
frase? ¿Hay alguna mujer que no se identifique a sí misma en esta reacción pasiva?

Conciliamos nuestra información o falsa información con nuestras aspiraciones, alterando


cualquier opinión que sea demasiado personal o individual, hasta que cuanto pensamos o decimos se
reduce a la actitud de grupo. Deseando más, nos decidimos por el más bajo denominador común.
“Tuve que esforzarme mucho para poder entrar en el grupo”, explica una madre de treinta y cuatro
años. “Todas las chicas que lo formaban se casaron cuando contaban alrededor de los veintiún años, y
empezaron a traer hijos al mundo como locas. A mí me juzgaban algo extraña porque ansiaba viajar,
tener una carrera. Ahora vivo a unos cuatro mil quinientos kilómetros de distancia, pero todavía
mantengo el contacto con ellas. Siempre que mi marido y yo nos vamos a París o a Roma, les mando
una tarjeta postal. Para todas soy una persona brillante y mundana, y a mí me encanta que piensen esto
de mí. Tengo la impresión de que la mayor parte de los jóvenes que eran superpopulares como
adolescentes se encuentran rodando ya cuesta abajo en el camino de la vida. Creo que al conservar el
contacto con esas muchachas he dado con un medio de comprobar que he triunfado.”

Es posible que no volvamos a ver jamás a las chicas que conocimos a los catorce años. Nunca
olvidaremos sus condiciones para triunfar. Si la meta del grupo era el matrimonio y contar con dos
hijos a los veintidós años, incluso en el caso de que hayamos conocido el éxito en las metas que
escogimos espontáneamente, algo se echa de menos en el fondo de nuestra realización. La alternativa
de triunfo no parece nunca tan dulce como cuando es vista con los ojos del grupo.

La madre nos crió sobre la base de dos. “Somos nosotras dos contra el mundo. Tu madre
podrá reñirte, pero no hay nadie que te quiera más.” Es su defensa contra la ansiedad de nuestra futura
separación. Si nos hubiese educado para creer que podríamos tener su amor y el de otras personas,
abrazaríamos a nuevas amigas, dos, tres, cuatro… Esta abundancia, en lugar de las duplicidades
conocidas y el relajamiento de la unión, resultaría excitante. Nos han educado como si hubiésemos
estado destinadas perpetuamente a un interior cerrado, pero cuando vamos al colegio somos
suficientemente altas para poder asomarnos por las ventanas. El silencio de la madre acerca del
emocionante mundo de fuera, sus evasiones, y su falta de estímulo para que salgamos y lo exploremos,
nos han hecho evasivas y silenciosas. Nuestra nueva amiga es parte de ese “ahí fuera” del que tanto
desconfía la madre. Regresamos precipitadamente al hogar, reservando para nosotras sus ideas, como
un secreto tesoro. “Aquello de dejar a mi hija en el campamento el primer día fue terrible”, dice una
madre. “Sentí como si me dejara allí una parte de mí misma. Cuando terminó el verano y regresó a
casa, se mostró muy reservada. Ni siquiera quiso decirme los nombres de sus nuevas amigas.”

Dice la doctora Fredland: “Las chicas salen de casa para ir al campamento, en el que han de
pasar un mes; o bien van al colegio por un día, y regresan cambiadas… si es que los padres pueden
aceptar sus cambios y no actúan empleando los viejos argumentos.”

La forma de reaccionar de la madre frente a las nuevas alianzas determina no sólo la


cordialidad con que nosotras las formamos, sino también el fruto a esperar de esas amistades. Si la
madre teme por nosotras, si se dedica a controlar, a espiar, a decirnos lo que podemos o no podemos
ver, intentaremos controlar a nuestra amiga, incapaces de esperar de ella más de lo que en casa
conseguimos. Si la madre se siente celosa, nosotras estaremos celosas también… Temeremos que
otras personas nos separen de la amiga. “Mi madre se mostraba recelosa, y atacaba a una de mis
amigas –cuenta la doctora Liz Hauser-. “¿Por qué pasas tanto tiempo con ella?” Yo era una niña
insegura. Tenía miedo a cada momento de que le pasara algo a mi madre; temía perderla; y lo mismo
me ocurría con otras personas a las que me hallaba unida por el afecto. Bueno, yo también,
comportándome como una madre, solía interferirme en las relaciones de mi hija Liza con sus amigas.
Exactamente igual que hacía mi madre, me mostraba excesivamente protectora. Creía muchas veces
que la amiga de turno se aprovechaba de Liza. Pero estaba en un error. Efectivamente, lo que yo decía
era esto: “Tú solamente puedes confiar en mamá; sólo con ella debes ser sincera y abierta.” Me
esforzaba por lograr que Liza dependiera enteramente de mí; procedía igual que mi madre conmigo.
Por la fecha del nacimiento de Liza, en mis cursos de psicología de Columbia no se enseñaba nada
sobre los procesos simbióticos y de separación. Liza contaba seis años cuando empecé a deshacer lo
que había hecho. Era ya tarde, pero la animé a ampliar su mundo, a conocer más amigos, a pasar la
noche fuera de casa. Deseaba que tuviera relaciones con la mayor cantidad posible de personas, a fin
de que el mundo le pareciera un amplio lugar en el que le daba la bienvenida, y no un sitio en el que
sólo estaría a salvo de peligros si me encontraba yo a su lado.”

De haber dicho la madre: “Yo te quiero, pero deseo que quieras asimismo a otras personas;
deseo que tengas unas relaciones con ellas lo más cordiales e íntimas que sea posible; aspiro a que
conozcas otras formas de vivir, aparte de la nuestra”, nuestro descubrimiento de la variedad de la
existencia no nos hubiera hecho pensar en una traición suya. Nuestra madre no nos dijo nunca que
podríamos identificarnos con otra persona, aparte de ella. ¿La estábamos engañando… o nos engañó
ella? La abundancia de lo repentinamente ofrecido desconcierta; llega además mezclada con el
remordimiento. ¿Por qué creen las mujeres que sólo pueden amar a una persona a un tiempo? ¿Por qué
nos aterroriza la idea de que la persona que amamos pueda amar a otra? El amor en dos direcciones nos
amenaza con la pérdida de cualquiera que sea la persona con que no nos enfrentamos en un momento
dado. “Prométeme que yo seré tu única amiga, tu mejor amiga, y que tú te desentenderás de cualquier
otra”, decimos a una chica. Diez años más tarde, pretendemos lo mismo de los hombres. No podemos
pedírselo a nuestro esposo porque eso sería infantil, pero cuando él concentra su atención en otros, nos
sentimos defraudadas, dolidas. Detrás de cada nuevo amor se halla el temor de la pérdida. Nunca
vemos cuándo disponemos de suficientes triunfos, suficientes amigos, y suficiente amor para ir
viviendo.

Llevamos dobles vidas. Nos despojamos de nuestra nueva personalidad antes de llegar a casa,
antes de que la ansiedad de la madre y su afán de control dicten el establecimiento de los viejos límites:
“No te excites tanto; no vistas de esa manera; no hables tan alto.” Somos conscientes de su enorme
influencia. Antes de cruzar la puerta, procuramos calmar el nerviosismo que nos ha producido haber
sido vistas con nuestra secreta personalidad por otras, haber encontrado alguien a quien confiarse,
personas gemelas, tan ocultas y “mal comprendidas” como nosotras. Hablamos con voz baja por
teléfono, peso a que no estemos haciendo otra cosa que contrastar las soluciones de nuestros problemas
de matemáticas. “La veo tan quieta ahora…”, comenta una madre. “Parece otra. Cierto día tuve su
diario en mis manos. Pero comprendí que no podría volver a mirarme en el espejo sin avergonzarme
de haberme atrevido a leerlo.”

Me entrevisté con la hija de esta mujer, una chica de catorce años: “Hace un año”, me refiere,
“me fumé un cigarrillo en compañía de otra muchacha. Luego, sentí grandes remordimientos. Una vez
en casa, le conté a mi madre lo que había pasado. Me figuré que me perdonaría, que la reprimenda
sería suave y que me diría: “Bueno, por esta vez pase, pero no vuelvas a hacerlo.” Me equivoqué. Mi
madre se puso muy furiosa, y empezó a darme voces. Yo me sentí muy dolida, y creo que esa escena
ha tenido mucho que ver con mi apartamiento de ella. Me quedé desconcertada. Hasta esa edad, había
supuesto que si decía siempre la verdad no sería castigada. Esto me hizo perder la confianza en ella.
¿Y sabe usted lo que sucedió cuando salí con el primer chico que me besó? Que no le dije nada a mi
madre. Sabía que se quedaría preocupada, pensando en lo que podía haber ocurrido luego entre los
dos. No pasó nada más, pero ella no me hubiera creído. Ya no puedo contarle nada, porque si lo
hiciera no me creería.”
La madre nos “traiciona” porque el antiguo trato ya no “funciona” por así decirlo. Ella no
puede confiar en nosotras porque no le inspira confianza lo relativo al sexo y nosotras, de pronto, nos
hemos vuelto sexuales. Los hombres nos engañarán, lo mismo que la engañaron a ella. ¿Cómo pude
esperar que a nosotras nos vaya mejor? Ella dice que no podemos aprender a conducir, pese a que
nuestro hermano aprendió teniendo un año menos que nosotras. Dice que no podemos llevar encima
una llave del apartamento por ser unas “irresponsables y unas cabezas de chorlito”. Nos consta que no
es ésta la auténtica causa de la negativa. Detrás de la ansiedad de la madre por preservarnos de todo
género de peligros que no consideramos importantes, está el que sí lo es: el del sexo. Sin embargo, ella
no lo nombrará.

Tampoco podemos esperar más de las chicas de nuestro grupo. “Mis amigas y yo nos lo
contamos todo”, dice una chica de catorce años, “pero nos hemos puesto de acuerdo en determinados
asuntos. En puntos concretos. Si salimos con chicos, nos contamos lo que hicimos y lo que no
hicimos. Pero cuando se pasa de la línea del manoseo, es decir, si hay algo más aparte de que a una le
toquen los senos, entonces no se dice una palabra. En nuestra pandilla hay una chica que ha tenido
relación sexual completa con un muchacho. Se habla tanto de ello a sus espaldas que una se espanta al
pensar en lo que se murmuraría si llegara a quebrantar las normas. Después de una reunión celebrada
anoche en casa de una amiga para quedarnos a dormir allí, algunas de nosotras nos quedamos. Una
abandonó el dormitorio para ir al cuarto de baño, y al volver estaba segura de que, aprovechando su
ausencia, habíamos dicho cosas terribles acerca de ella”.

El temor a ser excluida del grupo constituye un aglutinante más fuerte que el del amor. Hace
que nos enfademos, incluso al comprobar que nos mantiene unidas. Notamos que las limitaciones del
grupo nos hacen retroceder, como cuando estábamos sujetas al doble dique de amor y control por parte
de la madre. Respaldadas por el grupo, nos atrevemos a quebrantar las reglas que ellas nos ha
impuesto: “Uno de nuestros vocablos preferidos es “abortar” en el sentido de decir algo a destiempo”,
me explica una muchacha de trece años. “Mi madre aborrece esa palabra. Y otras por el estilo, claro.
Especialmente follar”. De modo semejante, cuando se presenta la oportunidad –tampoco estamos
seguras de la resistencia de nuestras hermanas-, traicionamos al grupo y rompemos también sus reglas:
“Cuando yo tenía quince años, un muchacho puso una de sus manos sobre mi pecho. Experimenté una
sensación terrible”, recuerda una mujer. “Una chica como “Dios manda” no se deja hacer eso… Ahora
bien, el chico, por votación, había sido designado el joven más apuesto de la Academia Militar de
Fishburn, de manera que se lo permití.”

Conociendo los criterios de la madre en cuanto a las “buenas chicas” –el tipo de su gusto, con
cuyas representantes le gusta que nos juntemos-, es casi inevitable que nos veamos arrastradas a
convertirnos en muchachas de las que a ella le desagradan. “Cuando mi hija comenzó a desarrollar más
actividades lejos de casa”, dice una madre, “me sentí encantada. Yo también tengo muchas cosas en
que pensar. Sin embargo, hay algo que me intranquiliza… No me gusta una de sus amigas,
especialmente. Se llama Sally. Sé que se acuesta con chicos, pero no es por esto por lo que me
disgusta, sino porque es una amiga desleal. Siempre que a mi hija le agrada… algún muchacho, Sally
se lanza en su persecución. Un día le dije a mi hija: “Puesto que Sally viene haciéndote esas cosas,
¿por qué te hablas todavía con ella?” Mi hija me respondió: “Creo que no me fiaré ya de Sally cuando
salga con algún chico que me guste.”
Al entrevistarme con la hija, me dice: “Me gusta ir con Sally porque es diferente de las demás.
Estando con ella, una cree estar haciendo algo fuera de lo corriente. Es una exhibicionista y todos los
chicos hablan de mi amiga. Mi madre la odia, la odia con toda su alma.”

La madre es la inhibición. Las cosas y la gente que a ella le desagradan representan la vida, la
agitación. Efectivamente, muchas de las acciones que emprendemos con otras chicas resultan
emocionantes sólo porque nos consta que nuestra madre las desaprobaría. En su momento, al
quebrantar nosotras las reglas del grupo, la hazaña será más impresionante por el hecho de estar
prohibida. Ya de mayores, muy frecuentemente, la mejor actividad sexual, la más excitante, será
aquella que la madre y otras mujeres no aprobarían. La relación sexual llena de sobresaltos, con el
hombre que no conviene, en el sitio menos indicado, lleva en sí un atractivo inquietante, por ser aquél
casado, o porque al día siguiente hayamos de tomar el avión para reintegrarnos al hogar. ¿Qué clase de
personas sexualmente adultas somos nosotras si tenemos en cuenta que nuestros momentos más
grandes y mejores están en proporción con la categoría de las desobediencias a Las Normas? El hecho
fundamental es que cuando contraemos matrimonio, cuando tenemos relación sexual con otra persona
que merece la aprobación de nuestra madre, lo sexual se “enrancia”. Nuestra auténtica excitación no
era puramente erótica. Por debajo bullía el mayor impulso adolescente de rebelión contra la madre y
otras mujeres también.

De ser realmente lo sexual aquello que deseábamos, de ser el sexo nuestro más enérgico
impulso, quebrantaríamos las reglas de la adolescente y nos uniríamos a los hombres en una sexualidad
que nos reforzara. De ser un realista temor al sexo y a sus consecuencias (el embarazo, por ejemplo) lo
que nos retuviera, procuraríamos poseer información completa sobre los anticonceptivos. Pero no es lo
sexual aquello que ansiamos más, ni es lo sexual aquello que tememos. Es la pérdida de nuestro lugar
en la sociedad de mujeres.

En el curso de una reunión, una mujer me dice que quiere ser escritora. Tiene veinticinco años
y desempeña un cargo de responsabilidad. Posee ya la idea, concebida en sueños, para desarrollar un
argumento. “El asunto gira en torno a una mujer que se halla en una isla desierta, en compañía de un
hombre y otra mujer”, me cuenta. “Yo, una de las mujeres, me sentía terriblemente atraída por el
hombre en cuestión. Pero no he llegado a dar fin a esta historia. Cada vez que intentaba trasladar al
papel lo que me había parecido tan evocativo y expresivo, llegaba a este estúpido desenlace: la otra
mujer y yo nos alejábamos del hombre juntas, paseando.” Le pregunto si eso tiene algo que ver con el
espíritu competitivo, si en la historia se expresa que ella esté dispuesta a hacer otra cosa, aparte de
competir con una mujer. La idea le fascina y a los pocos días me llama para comunicarme que ha dado
fin a su argumento… cediendo al hombre, a modo de premio, a la otra mujer. “He de decirle”, me
comunica, “que siempre estoy dispuesta a discutir con un hombre. Llegaré incluso a competir con él a
la hora de porfiar por un empleo. Pero me disgusta profundamente discutir con mujeres”.

Los sociólogos hablan de un culto a la domesticidad que existió en otro tiempo, una especial
“esfera de la mujer”. “Tratábase de un lugar seguro –dice Bernard- en el cual las mujeres se hallaban
ligadas por cálidos lazos a otras mujeres. Era un mundo para ellas, y ellas se sentían satisfechas en él”.
La socióloga Pauline Bart estima que esta zona, en la cual las mujeres eran por derecho y nacimiento
preeminentes, desapareció al empezar su invasión por parte de ciertos profesionales varones, como los
ginecólogos. “Las mujeres se ayudaban mutuamente con sus propios y especiales problemas”, añade.
“Mi bisabuela solía componer recetas a base de hierbas, para el mareo y las quemaduras. Estos eran los
acumulados trozos de sabiduría femenina que las mujeres compartían, cediéndolos después a las hijas.”
Es posible que la “esfera de la mujer” de los días de nuestras abuelas pertenezca a una época
que no veremos más. Eso no quiere decir que no pudiera ser formada actualmente una comunidad de
mujeres que resultara relevante para la vida contemporánea. “Los hombres disponen siempre de su red
de camaradas de otros tiempos”, me dice una mujer, “que proporciona a cada uno de ellos una
sensación de refugio y de identidad. De tal forma, no tienen por qué ver a otro más joven como un
rival temible, sino como alguien al que hay que ayudar, y con gusto. Puesto que yo he triunfado en mi
trabajo, me he salido de mi camino para prestar ayuda a las mujeres más jóvenes. Es una gran
satisfacción. Esto hace que me sienta más cerca de las mujeres, más ilusionada con la vida; formo
parte de algo más dilatado que mi mezquina ambición personal. Siempre me pregunté por qué tenía
amigas; me sentía separada de ellas, de todos modos. Y es que había tenido siempre la impresión de
que era necesario que protegiera lo mío frente a ellas. Estoy empezando a pensar ahora que puede
haber una continuidad de “ayuda” entre las mujeres, que puedo pertenecer yo misma a una especie de
red femenina.”

Jessie Bernard me conmueve profundamente cuando dice: “Las mujeres han sido objeto de un
gran despojo, intenso y crudo, psicológicamente. El apoyo emocional que las mujeres prestan a sus
esposos viene a ser el doble del que ellas reciben. Esto conduce a graves carencias emocionales,
especialmente en las amas de casa, cuya salud mental considero el Problema Número Uno de la
sanidad pública de este país.”

No creo que la cuestión de la antigua “esfera de la mujer” explique por sí sola por qué desde el
punto de vista emocional somos unas personas tan hambrientas. Nuestros problemas de privaciones
emocionales se remontan a una época demasiado remota de nuestra historia colectiva como mujeres, y
de nuestras biografías individuales como hijas. La dificultad estriba en que no disponemos de una
saludable reserva de narcisismo, ni confiamos en nuestros sentimientos de valor forjados en los
primeros años de la vida y luego fuertemente reforzados en la adolescencia. Quizá nuestras abuelas
experimentaron menos esta carencia emocional, porque el suyo fue un tiempo en el que las mujeres
vivían una a través de otras, un tiempo en el que la independencia y la sexualidad no eran tan altamente
estimadas como ahora, y, por consiguiente, los lazos con otras mujeres no se hallaban amenazados por
el triunfo individual de nadie. Una mujer cualquiera podía disponer de una casa más grande, de un
esposo de mayor éxito en la vida, o de unos hijos que destacaran entre los demás, pero tales
realizaciones no resultaban amenazadoras. Un nombre, un hogar, bienestar, sexualidad… todas eran
cosas dadas. Ninguna mujer conseguía éstas por sí mismas. El espíritu competitivo había sido
apagado.

La esfera de la mujer era segura precisamente debido a su pequeñez. Actualmente, el mundo


de una mujer es todo lo grande que ella puede hacerlo… Pero eso significa que tiene un patrón mayor
para medirse. Y de este sentido de competición y pérdida en potencia arrancan nuestros anacrónicos
temores de adolescentes para volver a atormentarnos.

“La gente de tu grupo no se desentiende de ti si tienes relación sexual con un hombre”, me


dicen hoy las chicas de edades comprendidas entre los trece y los diecinueve años. “Nosotras somos
más liberales que nuestras madres. Lo que sí te puede ocasionar algunos problemas es el hecho de
tener relación sexual con más de uno.” Superficialmente, Las Normas parecen ser nuevas.
Positivamente, si una de las chicas consigue algo más que cualquier otra, amenaza la cohesión del
grupo. La necesidad de una simbiótica atadura, por encima de todo lo demás, continúa persistiendo
igual. ¿Cómo puede existir alguna significativa “esfera de la mujer” si las chicas todavía son formadas
de manera que vean en el beneficio de otra mujer algo que, sin saberse por qué, y de un modo
misterioso, las disminuye?

¿Qué vale nuestro triunfo si sabemos que otras mujeres nos amarían más si fuéramos menos…
menos bellas, menos sexuales, menos triunfadoras? Renunciamos a nuestra voluntad e iniciativa.
Decimos al hombre: “Aquí estoy yo, indefensa, vulnerable. Cuida de mí.” Más que una relación
sexual, lo que nosotras hemos querido es una simbiosis. Nosotras creemos que los hombres nos
recompensarán con un amor para siempre, por habernos entregado a ellos. Pero en vez de esto, cuando
nos quedamos embarazadas nos abandonan. Si contraemos matrimonio, ellos acaban aburriéndose con
nuestro sofocante aferramiento, y se dedican a buscar otras compañeras más aventureras, más alejadas
de lo rutinario. Dolidas, nos refugiamos en la única protección real que nos ha inspirado siempre
confianza: las otras mujeres.

Las Normas nos persiguen hasta el final de nuestras vidas. La madre de Winston Churchill
vivió veinticinco años más que su marido. Este lapso lo llenó con numerosas aventuras y dos
matrimonios, con hombres mucho más jóvenes que ella. En su lecho de muerte, sufriendo fuertes
dolores, se preguntaba: “¿Es éste el castigo por haber vivido la vida de la manera como yo quise, y no
del modo como ansiaban otras?”
CAPÍTULO 7
MODELOS Y SUSTITUTOS
Cierto día que comenzó como tantos otros, el dentista me quitó la abrazadera dental. El verme
libre de aquellos alambres marcó mi entrada en la pubertad más significativamente que la
menstruación. ¿Había hecho mi vagina algo por mí hasta entonces? Ni siquiera nos tratábamos ella y
yo. Era en mi boca donde residía todo el potencial de la excitación. Contaba con una experiencia
reciente: acababa de descubrir el beso, cuando el hermano mayor de mi amiga Daisy –que no tenía
nada mejor que hacer aquella noche- me introdujo la lengua en mi boca. Temiendo que la abrazadera
saltara hecha pedazos, doblé la lengua para protegerla. Yo sabía de besos tanto como de relaciones
sexuales, pero aquella caricia dio a mi vida un sentido. Me dijo cómo deseaba pasarla. Habiéndome
desecho de mi abrazadera, me encontraba preparada. Bastaba con que surgiera otro dispuesto a probar.

Salí del consultorio del dentista, en la calle Broad, con la actitud de un preso que ha sido
puesto inesperadamente en libertad por su buen comportamiento. Sonriente, atónita, moví los labios
sobre mis desnudos dientes, cubriendo a la carrera la distancia que me separaba del Memminger
Auditorium, donde estábamos por entonces ensayando El Mago de Oz. Mi tía Kate hacía en esta obra
el papel de León, y yo era el Leñador. Después de echarme un vistazo, me retuvo entre sus brazos.

Tía Kate era la única mujer, aparte de mi institutriz, Anna, cuyos abrazos eran por completo de
mi agrado. El suyo era uno de los pocos pechos en que me gustaba apoyarme. Estaba familiarizada
con su perfume y el olor de su piel. Cuando, por aquellos años, el mundo se me antojaba demasiado
amenazador, ella, con su voz, con su presencia, con la mera perspectiva de su llegada, me
proporcionaba algo sólido a que aferrarme. “A ti, lo único que te pasa es que estás cruzando el umbral
de la adolescencia”, me dijo en cierta ocasión. Y puesto que tenía un nombre para aquello, pensé que
algún día habría de terminar. Ella era para mí la imagen del camino que deseaba seguir cuando fuese
mayor.

Kate era la hermana más joven de mi madre. Después de haberse graduado en Cornell, se
había quedado en casa, para vivir con nosotras. No recuerdo el momento de su llegada. Mi memoria
se remonta a cuando empecé a sentir una desbordante necesidad de su persona, actitud a la que mi tía
correspondía con una generosidad y un cariño que nunca podré compensar con nada. Me salvó la vida.
Si esto suena a excesivamente dramático, aclararé que debe entenderse que no se limitó a guiarme
durante el período de mi adolescencia. También me dio mi vida presente. Hizo que estuviera
preparada para mi esposo y para mi trabajo. Su vida, su físico, su forma de ser externa y mental,
constituyeron mis motivaciones y metas durante años, cuando yo lo deseaba todo y no sabía lo que
quería. Mucho tiempo después de la adolescencia, las cosas que me dijo, las ideas en que creía, su
forma de conducirse, fueron mis postes indicadores en el camino de la vida. En la actualidad somos dos
mujeres diferentes, pero yo soy su chiquilla. Toda mi familia lo sabe, incluso mi madre.

Tía Kate era una mujer que no se parecía a ninguna de las que yo había conocido. En
Charleston, durante años, yo no había ansiado otra cosa que mezclarme, fundirme con “el grupo”, y ser
como las demás. Ella poseía un estilo, una seguridad en sí misma, un espíritu verdaderamente original,
que hacía que aquello de ser “diferente” fuese un auténtico premio. No intentaba controlarme, no
discutía con el molde de chica del Sur al que yo intentaba acoplarme. Sus opiniones y sus
conocimientos fluyeron a mi alrededor como presentes, esperando a que yo estuviera preparada para
apreciarlos. Uno tras otro, fueron incorporados a la identidad que yo estaba formando. Pese a que me
valía de artificios para abultar mi sujetador, y a que reducía levemente mi estatura encogiendo las
piernas debajo de las largas faldas del New Look, comenzaba a sentirme orgullosa de ser lista, a
preguntarme si en la vida habría algo más que la caza de muchachos. Claro es que los necesitaba, y por
cierto desesperadamente; quería ser popular, y besar y ser besada en coches aparcados, hasta que
cesaba la música de la radio y notaba muy humedecidas mis bragas, con sus adornos de encajes. Pero
aspiraba a algo más que a la conclusión rutinaria del sueño tradicional del Sur: el título colegial y la
boda con el vestido blanco, todo en el mismo día. Yo deseaba actuar, escribir, viajar, ser Kate.

Ella tenía mi talla, y los hermosos cabellos de color castaño rojizo de mi madre. No había
nada en las prendas habituales de las mujeres adultas que yo ansiara poseer. Los atuendos eran a base
de enojosos vestidos ablusados, de mucha pompa. Kate calzaba zapatillas de ballet. Sujetaba sus
faldas a la cintura con muchos cinturones; de una de sus muñecas colgaba una moneda de oro egipcia.
Desde luego, nadie hubiera podido decir de ella que tenía aspecto de campesina; yo la veo, hasta hoy,
como la más elegante de las criaturas. No podría imaginarme otra mujer que la superara. Durante el
día trabajaba en la redacción de la estación de radio, preparando material para sus emisiones, y, por la
noche, su centro de actividad era el Dock Street Theatre. No se limitaba a representar, sino que
también escribía sus piezas. Y además, pintaba. “Será o no será pintora –decía mi madre, cautelosa-,
pero el caso es que dispone en Charleston de algo que aquí no tiene nadie: un estudio.” El estudio que
Kate había alquilado en la zona portuaria contenía un piano de cola, caballetes, viejos sofás tapizados
de terciopelo, y candelabros. A mí me gustaba ir sola, y permanecer allí durante horas, aspirando el
olor de la esencia de trementina como si fuera una promesa.

Cierto día, Kate apareció por casa con uno de sus grandes desnudos, a todo color, y colgó el
lienzo de una de las paredes del cuarto de estar. Mi madre no lo advirtió hasta que se presentaron unos
amigos a tomar unas copas. “¡Oh, Kate! ¿Cómo has podido hacerlo?” La mujer desnuda del cuadro,
una pelirroja, tenía los rasgos de mi madre. A todos les pareció muy divertido, y abrazando a mi
azorada madre, le dijeron: “Estás encantadora, Jane.” Kate pasó un brazo por encima de sus hombros, y
no se habló más del asunto.

Aunque yo me mostraba muy posesiva con mi tía, y distante de mi madre, me gustaba que las
dos fuesen tan buenas amigas. Una noche, en que Kate apareció vestida con un corpiño sujeto por dos
tirillas de seda que dejaba al descubierto su espalda, oyese en seguida la voz severa de mi madre:
“¡Kate! No puedes presentarte así en el Club Náutico. Ninguna mujer irá vestida de esta manera.” Mi
madre no había sido nunca capaz de impedir que alguien hiciera una cosa…, exceptuando a mi
hermana. Cuando la visito hoy y me dice: “Nancy: ¡la gente no viste así!”, sé que su ansiedad se
esfumará si no me siento afectada por ella. He pensado muchas veces que las exclamaciones de mi
madre y sus comentarios negativos sobre lo que las demás hacen, esconden una envidia, y quizá cierto
orgullo, por ser nosotras capaces de lucir un estilo que ella nunca se atrevería a probar.

Por aquel verano del año en que tía Kate empezó a vivir con nosotras, desaparecí de la
circulación. Permanecía constantemente en casa, me negaba a ver a mis amigas; seguía siempre a
Kate, como si hubiera sido su sombra. En aquel entonces mi hermana estaba ausente, interna en un
colegio; también ella vivía una penosa experiencia. Me sentía abandonada; más concretamente, sentía
que iba a volverme loca. Evitaba a mi madre, rechazaba sus muestras de afecto, y si le hablaba lo hacía
en monosílabos. Me plantaba ante el lavabo del cuarto de baño, con la botella de yodo en la mano,
completamente consciente de mi superdramatización, pero también de mi temor. Me puse a leer todo
lo que había en la casa, para alejar mi casi inminente locura. La lectura era el único modo de pasar el
tiempo hasta que Kate regresaba a casa, a las dos, la hora de la comida. Podía confiar en su
puntualidad.

Kate no se limitaba a tolerarme, sino que me aceptaba. Yo la seguía a todas partes, a su


estudio, al teatro, a comer fuera cuando había ocasión. Busqué en vano la manera de que me
contrataran en la estación de radio, para poder estar cerca de ella cuando trabajaba. Y si no me sentía
celosa de mis amigas era porque también me aceptaban. A mí me parecían todas altas y bellas. Los
hombres que las acompañaban eran arquitectos, poetas o actores, una clase de gente que no era
corriente en Charleston. Me llevaban con ellos a la playa, y cuando por las noches se sentaban
haciendo corro para beber vino blanco frío, y leer en voz alta obras teatrales, a mi me asignaban un
papel. Una de aquellas noches, cuando estábamos acomodándonos en el coche, uno de los hombres me
dijo al pasar: “Muchacha, me recuerdas en todo a Kate” En aquel instante habría dado alegremente mi
vida por él.

Kate me facilitó una lista de libros que consideraba podían interesarme. Ella fue quien me
hizo conocer a Willa Cather, a Joseph Conrad, a Henry James. Me compró pinturas para la acuarela y
los fines de semana nos instalábamos en St. Phillips, dentro del recinto del cementerio, con los blocs de
dibujo entre nuestras rodillas. Mientras ella mecanografiaba en su dormitorio su primera obra teatral,
con la máquina encima de una mesita de juego, yo escribía mi primer relato, la historia de una chiquilla
y un caballo. Parecía que no le importaban mis interrupciones cuando le pedía que me deletreara una
palabra. Pero ahora pienso que debía de resultar pesada y molesta. Después de leer mi narración me
sugirió la conveniencia de que detallara más la descripción de la joven protagonista. Lo hice así, y mi
trabajo lo calificó de bueno. Cuando hubo dado fin a su obra, me cedió un pequeño papel en el reparto.

Fue un gran éxito. Todavía recuerdo las palabras que decía un hombre a la heroína, papel
representado por una de las amigas de Kate, de Cornell, la que fuera compañera suya de habitación en
el colegio: “Te mueves como una pantera, una pantera de leonada piel.” Yo ansiaba que alguien me
dijera eso cuando me hiciese mayor. Andaba como una persona lisiada, encogida de hombros, y
doblando las rodillas para parecer más baja. Un día, Kate y yo íbamos por la calle Meeting, y ella me
dio una palmada en la espalda, diciéndome: “Ponte derecha. Las Goldwyn Girls son las chicas más
altas y más bellas del mundo.”

Aquella época, cuando me recluí en casa para evitar que me asaltaran mis “pensamientos”,
aferrándome a Kate como a la vida misma, terminó tan rápidamente como empezó. Acabado el verano,
el colegio abrió sus puertas. Una vez más empecé a volver a casa sólo para comer y para dormir. Un
día, cuando caminaba en busca de una amiga, oí la voz de Kate a mi espalda: “¡Eh! ¿Qué tal vendría
ahora un buen helado de chocolate?” Era tarde, pero yo debí de haber notado algo en su voz que me
recordaba a mí misma: me echaba de menos. Nos dirigimos al Byer’s Drug Store, como habíamos
hecho durante mi período de apasionamiento por ella. En el curso de los años siguientes, me crucé con
ella algunas veces, cuando iba en busca de los chicos, o estaba citado con alguno, o quería hablar con
cualquiera. Yo entonces evitaba sus ojos. Había dejado de necesitarla. Nunca me hizo un reproche.
Mi primer baile formal me lo pasé sentada junto a una pared. Estuve así toda la noche porque
ningún chico me sacó para bailar. Kate me esperaba a mi llegada a casa. Se había fijado en la
diferencia de estatura que me separaba del muchacho encargado de acompañarme. Sentóse en el borde
de la cama y, acariciándome los cabellos mientras yo lloraba, se puso a contarme la historia de
Lancelot y Genoveva. Una vez más, la promesa de su vida me cubrió como una sábana. No se trataba
solamente de sus palabras, que expresaban que mi vida llegaría a tener más trascendencia de la que yo
podía soñar; era su manera de decirlas.

* * *

¡Qué sencillo parecía todo cuando teníamos tres años, incluso hasta los nueve o diez!
Apuntáramos donde apuntáramos, siempre deseábamos “hacernos mayores como nuestras madres y
tener hijos”. Dice Jessie Bernard: “Nuestra sociedad lleva a cabo un esfuerzo mucho mayor para
masculinizar a los chicos que para feminizar a las chicas. Estas no necesitan de tal cosa. Cada una
convive con un modelo de su propio sexo.” Pero la adolescencia y el advenimiento de la sexualidad
cambia nuestras ideas. Incluso si queremos ser madres, no deseamos que ello sea realidad al estilo de la
nuestra. A nuestros ojos, la madre no es sexual.

En la muchacha que, genuinamente, desea recrear la vida de su madre, la repetición lleva


implícita una sensación de paz y de realización. Se siente bien orientada. Su camino, iniciado en la
niñez, sigue años más tarde con un matrimonio en plena juventud, viniendo a continuación el
embarazo, todo con sus pasos contados, baja la sonrisa de la madre y la aprobación de la sociedad. La
hija que aspira a algo distinto conoce momentos difíciles; esta idea va en contra del modelo, su madre.

Por un sendero u otro, la mayor parte de nosotras repetimos la vida emocional de la madre.
Puede ser que esto no nos agrade, pero constituye una realidad. Cuando somos jóvenes, y la energía
fluye por nuestras venas, como si la sangre fuese vino, no abrigamos ningún propósito de renunciar a la
vitalidad, al humor, al espíritu aventurero. Es inimaginable que podamos experimentar alguna vez la
ansiedad de nuestra madre; nadie puede pensar que seamos tan conservadoras como ella. Después,
cualquier día nos oímos a nosotras mismas diciendo a nuestro esposo que no conduzca tan rápido, y
regañamos a los niños porque no ordenan sus habitaciones… Tenemos conciencia de que hemos oído
una voz parecida antes. ¿En qué grado podemos forjar nuestra personalidad emocional? Esto depende
en gran parte de la ayuda que recibamos de otras personas que nos aman, de personas cuyas existencias
siguen una pauta que nosotras podamos seguir. Son personas cuya gran virtud reside en otra
paradójica: la de no ser madres.

Cuando tenemos ocasión de hablar con una antigua amiga de nuestra madre, quien nos refiere
que ésta, antes de contraer matrimonio, era una joven decidida, muy inquieta, nos quedamos
fascinadas, como si hubiéramos vuelto a la infancia y nos estuviesen contando un cuento de hadas.
Queremos creerlo y no creerlo a la vez. “Por último, mi madre retiró los espejos de mi dormitorio
porque se imaginaba que me miraba demasiado en ellos –refiere una mujer de cuarenta y cinco años-.
Y, con todo, mi padre afirma que era una mujer de gran vivacidad antes de que se casaran, agregando
que le gustaba mucho bailar y siempre estaba alegre. Ahora quien tiene muy buen sentido del humor es
él. Supongo que al notarlo así, mi madre pensó que tenía que hacer de contrapeso, para que no fuese
roto el equilibrio en la familia. En cierto modo, creo comprender lo ocurrido. Yo era una mujer más
optimista… antes de casarme, antes de que nacieran mis hijos.”
En el curso de las reuniones familiares, cuando ya iba haciéndome mayor, escuchaba
encantada las conversaciones de mis tías, sobre todo cuando se referían a mi madre de joven. Mi
madre… ¡conquistando a varios hombres! Me quedo todavía absorta al ver las viejas fotografías en que
aparece montando a caballo, participando en carreras de obstáculos, sumamente peligrosas. Me deja
asombrada pensar que le agradaba arriesgarse. Al llegar yo al mundo, sin embargo, había cambiado ya.

De haberse ofrecido ella a mí como un modelo de mujer osada, independiente, dotada de vida
sexual, ¿habría resultado esto beneficioso para mí? He conocido a muchas mujeres admirables, cuyas
hijas no apreciaron sus vidas. Las hijas de otras han podido emularlas, pero es muy corriente que la
chica que se cría bajo el mismo techo mire hacia otro lado, a distancia de los familiares más
inmediatos, en busca de un mundo diferente, de mayor amplitud, en el que no se encuentra la madre.
Lo único que aprendí de mi madre fue su otra faceta: la de la cautela excesiva, la ansiedad y el temor.
He intentado ocultar tales rasgos de mi carácter detrás de otras peculiaridades más confesables,
asimiladas por mí ante el ejemplo de otras. Yo sé que el mundo me ve como una persona
independiente. Me conozco a mí misma como hija de mi madre. La madre es el amor y la vida
mismos, y nosotras queremos aferrarnos a eso, pero un modelo para la sexualidad y la independencia es
un puente hacia la separación. La madre no puede ser eso para nosotras.

Si aceptamos a nuestra madre como modelo, se abre una puerta que conduce a los problemas
de la competición. Muchas de las terapeutas entrevistadas por mí conocen perfectamente el por qué de
que sus hijas se hayan decidido a desarrollar actividades totalmente opuestas a aquellas en que las
madres triunfaron: “Mi hija posee unas dotes excepcionales para la música y es, además, una cocinera
estupenda –me dice una psiquiatra-. Yo, en cambio, tengo un oído desastroso, y no hay nada que me
interese menos que la cocina. Se le hace difícil seguirme. Comprendo perfectamente por qué se niega
a moverse dentro de unas actividades en las que yo me he desenvuelto tan eficazmente.”

No menciono para nada el vocablo competición ante la hija de esta mujer, de quince años de
edad. Se presenta espontáneamente, pero niega toda situación de tipo competitivo entre ella y la
madre. “La gente no se explica cómo mi madre puede estar al frente de una familia y, además, ejercer
su profesión. ¿Y por qué había de pasarse el tiempo en casa, cuidando de mí las veinticuatro horas del
día? Mis amigas y las madres de mis amigas no cesan de hacer comentarios en tal sentido. “Debe de
producirse una situación competitiva muy dura”, dicen. ¿Por qué había yo de recelar de ella? Mi madre
me ha persuadido de que soy capaz de llevar a cabo su labor, pero nosotras no competimos. Yo no
quiero llevar su vida. Ella no es mi modelo. Soy otra clase de persona. Mi madre me gana en cuanto a
espíritu competitivo. Odio estas cosas. Dejé la orquesta del colegio porque no me gusta tener que
luchar para conquistar un puesto. Quiero continuar adelante para darme el gusto de seguir, no porque
tenga interés en derribar a alguien en mi camino.”

Esta joven rompió recientemente sus relaciones con su compañero de hacía mucho tiempo al
oponerse él a sus planes de estudiar la carrera de abogado para ejercer la profesión después de casados.
Ella dice que no quiere imitar la vida de su madre, pero rechaza a un hombre que no desea desempeñar
el papel de su padre, quien siempre animó a su esposa para que simultaneara el hogar con su profesión.
Y, no obstante, ella niega que exista tal repetición. No es solamente que quiera evitar una emulación
de la vida de la madre; advierte, además, que al fijar sus metas a tanta altura como las de aquélla, se
produce necesariamente una especie de competición psíquica. No quiere “derribar” a su madre ni “ser
derribada” por ella. En cualquier lucha establecida, la madre lleva todas las de ganar.
“La separación de la madre, incluso de una de las consideradas como “suficientemente
buenas” –manifiesta el doctor Robertiello-, se lleva a cabo mejor si la persona afectada puede
establecer una alianza con otra cualquiera, muy próxima, como una abuela, o el padre. Para lograr tal
separación, la mujer ha de aliarse con alguien que, en su opinión, conoce el camino y la forma, que sea
más prudente, o de espíritu caracterizado por una mayor independencia.” Tales personas son para
nosotras una fuente de poder y de energía, ajena a la madre. No necesitan cuidar de nosotras
físicamente, pero en cierto sentido se hallan, psicológicamente, in loco parentis. Estas individualidades
tienen asignados varios nombres en el vocabulario técnico, no figurando entre los más torpes los de
“figuras de identificación” y “modelos de papeles”. Para todas representan los sueños que desearíamos
alcanzar al crecer.

La niñez se halla marcada por la dependencia; la tutela de la madre viene a sintetizar aquello
para lo que “estamos hechas”: nos dicen lo que hemos de aprender, lo que hemos de hacer, lo que
hemos de vestir; también nos mandan, por ejemplo, que vayamos a la cocina y que nos comamos
nuestras espinacas… Los “modelos de papeles” abren la puerta que da al concepto de elección y
actividad. Se nos ve más grandes que la madre, y nos enteramos de que hay gente que actúa
espontáneamente, por voluntad propia, que toma decisiones sin intervención de nadie, que llega hasta
el fin con ellas, que aceptan en la misma medida el aplauso o la censura en todos los pasos que dan por
la vida. Evidentemente, es posible pasar por la niñez careciendo de figuras de identificación, pero
nuestra necesidad de ellas es intensa durante la adolescencia. Es un período tormentoso porque todos
los problemas que no fueron resueltos en el curso de los tres a cinco años primeros quedan planteados
de nuevo. La vida nos otorga entonces una segunda oportunidad, pero sin ayuda, sin nuevas imágenes,
sin esperanza, en forma de otras personas, y muy frecuentemente no se sale de esta fase mejor que la
primera vez. Cedemos. Y continúa la unión.

“¡Oh, Dios mío, sí! ¡Unas alternativas en cuanto a la madre! –comenta el doctor Sanger-. ¡Es
tan absoluta la madre! Ella sabe lo que quiere, cómo desea que sea su hija. “Tienes que ser de este
modo, de aquel otro… ¡Has de ser como yo!” Esto es terrible cuando la chica tiene a la vista una tía,
una antigua amiga, una abuela, una profesora, una gran dama como Eleanor Roosevelt, quien resulta
impresionante como mujer… Incluso los hombres de experiencia, a los que les agrada que las mujeres
sean independientes, pueden ser útiles en este caso. La acción no tiene que ser directa, necesariamente;
indirecta será, asimismo, beneficiosa.”

“De entre las mujeres que admiro, no acierto a decirme a cuál me gustaría imitar –declara una
chica de catorce años, cuya madre es una de las mujeres más admirables entre cuantas he conocido-.
Es decir, si exceptuamos a la antigua amiga de que le he hablado. Tiene sus opiniones propias, lo cual
no quiere decir que se niegue a escuchar las de los demás. Ahora bien, no permite que la obliguen a ir
contra sí misma.” Un par de días después de haber celebrado esta entrevista, la chica me llama por
teléfono, en conferencia a gran distancia, para notificarme que se ha acordado de otra mujer que es
“una especie de heroína de las mías”. Se trata de Katherine Hepburn.

Katherine Hepburn. Esta fue una de mis modelos también. Soltera, sin hijos, con el pecho
liso… Es la antítesis de lo que la madre y la sociedad quiere para nosotras. Y, sin embargo, mi madre
la adora, y los hombres parecen percibir también algo heroico en ella. Se eleva por encima de la
apariencia, el estilo u otras particulares circunstancias señaladas por el guionista para su papel; gracias
a su enérgico carácter, que ella misma ha forjado, merced a su negativa a ceder, y a mantener intacta su
integridad, nos gana a todas. Es una imagen de la persona separada.
Nuestro modelo puede ser también alguien a quien vimos un día, o una noche, y que perdimos
de vista luego para siempre. Puede ser, igualmente, un esbozo de idea, de una idea que completaremos
más tarde, con arreglo a nuestra imaginación y necesidades. “Hallándome yo en el octavo grado –
explica una mujer de treinta y cuatro años, madre de dos hijas, quien dirige su firma de diseños
industriales-, se presentó en el colegio una conferenciante. Nos proyectó unas diapositivas, y nos dio
una breve charla sobre Barnard. Era una graduada, y creo que le iban muy bien las cosas. No había de
volver a verla. Era una mujer joven y bella, serena e inteligente, muy distinta de todas las mamás del
patrón clásico que había conocido en la pequeña población en que me crié. Me aferré a ella, y a aquel
colegio, como si hubieran sido señales llegadas del cielo. No recuerdo sus palabras, pero el caso es que
me llevó al otro lado del arco iris. ¡Al cielo me encaminaba, Dios mío!”

No necesitamos la existencia de una relación constante, en marcha, ni tampoco una imagen


que podamos tener siempre ante los ojos. No es preciso siquiera que nuestro modelo viva. Las mujeres
sobre las que leímos de niñas, las Nancy Drew, las Diana Riggs de la televisión, o la más
contemporánea Diana Wings, espolean nuestras imaginaciones, facilitándonos algo sobre lo cual vivir;
nos hacen avanzar cuando nuestro equipaje emocional se encuentra preparado y no disponemos de
ningún lugar en concreto en donde ir, ni identidad con la que movemos. “Muy frecuentemente –
manifiesta el doctor Robertiello-, los analistas tienden a decir que la personalidad se forma hacia los
siete años. Pero algunos estamos comenzando a abandonar esa dogmática idea. Estoy firmemente
convencido de que cuando en la vida de un ser de doce o catorce años se introduce alguien con fuerza,
la vida de la joven puede cambiar tremendamente. A esa edad, las gentes que se aceptan, con las que
nos identificamos, pueden alterar el curso de la existencia. Piense en las vidas que han sufrido
variaciones radicales: el caso del chico que establece relación con un nuevo profesor, de ciertas
características, por ejemplo.

“La mayoría de los analistas –yo me acuso de haber procedido también así – se concentran en
la idea de la madre como figura central; pero en los trabajos de psicoanálisis descubrimos a menudo la
presencia de otras personas, olvidadas, que resultan ser cruciales en el desenvolvimiento de la
personalidad del individuo. En ocasiones, el padre y la madre no producen ni por asomo el impacto
que causa la institutriz en una criatura. Sea cual sea el molde que se ha ido forjando a base de las
experiencias de signo positivo y negativo, todo puede ser cambiado mediante las figuras de
identificación, incluso después de haber llegado la niñez a su fin.”

Es muy corriente que no sepamos qué es lo que queremos. Poseemos capacidades, talentos,
una energía en potencia para desplazarnos a grandes distancias, pero tiene que vernos alguien que
reconozca nuestro secreto yo, para que abandonemos el propósito de cubrir cortas distancias,
prefiriendo seguir siendo la persona a salvo, segura, sin explorar. Una mujer de veinticinco años
recuerda lo siguiente: “Tres días después de mi llegada al colegio esperaba que mis compañeras se
hubiesen percatado de la desenvoltura con que me comportaba, y que me dijeran: “No sabemos cómo
has llegado a tanta altura, pero si piensas permanecer en el mismo lugar, tendrás que dedicarte a ello
con mucho empeño y sacar de tu cerebro el máximo rendimiento.” Tenía la impresión de haber sabido
tomar el pelo a todo el mundo en el colegio. Y fue en mi último curso cuando me tropecé con cierta
profesora que se hallaba al frente del Departamento de Inglés. Esta mujer me dio el primer aprobado
de mi vida. Yo siempre sacaba sobresaliente, sin hacer grandes esfuerzos. Fui a verla para decirle
esto: “Miss James, su asignatura es la única que he trabajado con verdadero ahínco. ¿Cómo es que me
ha dado sólo un aprobado?” Ella sonrió diabólicamente, respondiéndome: “Porque has estado
trabajando como para notable, y si te hubieras esforzado más, tu labor hubiese merecido un
sobresaliente. Quería producirte una pequeña conmoción interior.” Me había hecho suya. Yo era su
esclava. Alguien, por fin, se había asomado a mi interior, alguien me había visto. Nunca olvidaré a
aquella mujer.”

Hasta las imágenes a no imitar pueden ser cruciales para nuestro desarrollo. Son muchas las
mujeres que escogen estilos de vida lo más opuestos posibles al representado por la madre. “No estoy
muy convencida de que necesariamente gusten las personas que se toman como modelos –dice la
socióloga Cynthia Fuchs Epstein –. Los hombres, tradicionalmente, han intentado ser como sus
padres…, a los que pueden haber despreciado. Nadie ha prestado realmente demasiada atención a tales
procesos en los estudios, pero el impacto de los modelos puede ser sutil y no identificado.” A las
mujeres puede no haberles gustado que sus madres trabajaran cuando ellas eran pequeñas. Todavía es
posible que guarden un mal recuerdo de su regreso al hogar después del colegio, mientras su madre se
encontraba en la oficina, o bien asistiendo a un cursillo. Más adelante, esas mismas hijas se encuentran
ejecutando una labor interesante en la vida, ejerciendo una carrera. ¿De dónde creéis que pudieron
haber sacado la idea?

Los modelos negativos, quizá más a menudo rechazados cuando somos jóvenes, hay que
verlos en los padres abiertamente rigurosos o puritanos. Lo habitual es que la joven actúe
exteriormente contra los estrictos mandatos de los padres, pero, con todo, que asimile sus valores. Es
decir, llegaremos a quebrantar las normas de nuestros padres, pero por haber procedido así nos
juzgaremos unas renegadas, unas malas hijas. “Una figura de identificación extremadamente
importante – dice la doctora Bety Thompson – es la de quien puede aliviar a la muchacha de ese
sentimiento de culpabilidad, del asimilado super-yo de la madre. Esta nueva figura puede permitir a la
hija desarrollar una mejor opinión de sí misma. La chica puede advertir que hay algo más en el mundo
que un juego de normas por el cual decidirse. Si alguien a quien se admira nos hace ver que no es
preciso que una sea perfecta para ser de su agrado, sentimos una impresión muy relajadora,
extraordinariamente satisfactoria. Habitualmente, son muchas las personas que una adolescente ve a
su alrededor, con las cuales puede identificarse. Tales personas se hallan en condiciones de cumplir
muchas y muy diferentes funciones. Una persona normal tenderá a escoger el mejor modelo que esté a
su alcance dentro de su medio.” Si una hija, cuya madre es de las que dificulta la separación, tropieza
con un modelo enérgico –una profesora, por ejemplo, o una tía –, la nueva figura, probablemente, le
dirá por qué su madre se empeña en retardar su desarrollo. “La joven descubrirá entonces, quizá, sus
derechos como ser humano –prosigue diciendo la doctora Thompson –, unos derechos que no se han
ejercido por miedo, hasta la llegada del día en que ha habido ocasión de observar el modelo de alguien
más para quien esas libertades eran tan naturales como el aire que respira.”

Antes de ser psicoterapeuta, Leah Schaefer fue cantante de jazz. “Creo que mis preferencias, a
la hora de escoger esta clase de vida, arrancan de las películas que vi. de adolescente. Vivía en los
cines, prácticamente. Recuerdo que mi adolescencia fue triste. No estaba convencida de que los chicos
me agradaran; estimaba que mi madre no comprendía una palabra de cuanto yo sentía. Siempre
habíamos estado una cerca de la otra, en todos los aspectos. Ahora me sentía aislada, separada de ella.
Pero yo quería ser una persona de mucho atractivo sexual, brillante, y vestir ropas muy llamativas, y
ver que los chicos se morían de amor por mí. Ninguno de estos deseos había de realizarse. No surgió
nadie que estuviera dispuesto a ayudarme para que viera mis ilusiones confirmadas en una pequeña
parte, al menos. En consecuencia, me sentía terriblemente sola. Lo único que me llamaba la atención
era la gente maravillosa de las películas. Terminados mis estudios, fui cantante. Cuando las cosas me
marchaban viento en popa, mi madre se sentía encantada. Pero en los períodos en que carecía de
trabajo no quería saber nada de mí. Siempre que me presentaba como a ella le gustaba, es decir, en
plan de triunfadora en cualquier cosa, era la persona más servicial del mundo. Cuando decidí reanudar
mis estudios y ejercer como terapeuta, se puso muy contenta. Ahí era nada: su hija, una doctora…

“Solía enojarme, y me sentía muy deprimida cuando ella desaprobaba alguna acción mía. Pero
ahora puedo advertir que cuando era injusta conmigo era también injusta con ella misma. Me trataba
exactamente igual que se trataba ella. Pensé que no debía ser yo, Leah, quien le inspiraba sentimientos
de desaprobación. Sentíase contrariada al descubrir en mí algo de su persona que no le gustaba.
¿Comprende? Yo era su prolongación narcisista. Cuando no podía considerarme triunfadora, mi madre
se veía a sí misma como una perdedora en el juego de la vida.

“Por mi parte, pensaba que si mi madre no me daba lo que ansiaba –su aprobación y su amor -,
tenía que existir algo que marchaba mal en mí. Yo llevaba una vida diferente de la suya, pero todavía
me encontraba ligada emocionalmente a ella. De niños suponemos que si nuestros omniscientes,
omnipotentes padres no nos dan lo que queremos es porque algo malo hay en nosotros. Mi madre me
hizo creer en sus grandes poderes personales desde el principio. Lo sabía todo. Lo podía hacer todo.
Ni siquiera mi existencia como cantante – una cosa que no podía separarme más de su vida – me
convenció de que yo podía vivir con arreglo a mi propia identidad. Pese a lo poderosas que eran las
imágenes que contemplara al crecer, pese a aquella gente triunfadora y brillante de las películas, a pesar
de su magnetismo, que tanto contribuyera a alejarme de mi casa, no había manera de que todo esto
pudiera contender con otro impulso más fuerte: el que me hacía permanecer unida a mi madre. En
cuanto dejé de pensar que ella era la madre perfecta, la clase de madre que necesitaba, empezamos a
llevarnos bien. Pero yo había cumplido los cuarenta y dos años cuando empecé a pensar así.”

Hasta hace poco, aquellas mujeres hacia las cuales se volvían las jóvenes para tomarlas como
modelos durante la adolescencia, eran figuras casi de “stock”. Existían tan pocos campos en los cuales
las mujeres, por la naturaleza de su trabajo, se mostraban asertivas, y autoafirmativas, que los
profesores de los colegios y los monitores de los campamentos estudiantiles aparecían con la
regularidad de los amigos familiares. Hoy, mi editora, mi agente literario, o cualquiera de las docenas
de admirables mujeres que tú y yo conocemos, lectora, aunque sea a través de la televisión, son
modelos a nuestro alcance. La doctora Virginia E. Pomeranz me dice que muchas de sus pacientes
“tienen mucho interés en que sus hijas establezcan de alguna manera relación con pediatras y
ginecólogos de su mismo sexo, con objeto de que vean en estas profesionales buenos modelos a imitar,
por su condición de esposa y de mujeres que ejercen sus carreras con éxito. Por el mismo motivo –la
doctora sonríe –, desean también que vengan sus hijos por aquí.”

Con todo, las mujeres con las cuales una adolescente es más probable que entre en contacto, y
de las que posea una impresión directa y real, serán las probadas y auténticas favoritas. Una profesora
de gimnasia encarna la idea de agresión, en el mejor sentido de la palabra, en el de estar muy conectada
con la conciencia de la personalidad: si juegas al tenis con estilo o encestas con facilidad en el
baloncesto, aquí tenemos una autoafirmativa clase de actividad. Las profesoras de arte dramático son
atractivas porque dirigen a la gente; efectivamente, quienquiera que se halle “al frente” de algo es útil,
gente que se encarga de conjuntar los diversos elementos y de señalar unas directrices, dejando, sin
embargo, el margen necesario para que el intérprete aporte su talento durante la representación de su
papel. Permiten que se desarrolle la autonomía personal porque no nos hacen todo el trabajo; hacen
que nos mantengamos por nosotras mismas, o que caigamos por nuestra cuenta. Es maravilloso cuando
vuestra heroína corresponde a vuestro afecto y vuestro respeto, pero no deseáis que viva su vida a
través vuestro como hace la madre. Idealmente, aquélla está a nuestro alcance cuando la necesitamos,
pero no grita “¡Traición!” si nos alejamos. Tiene su propia vida, y permite que nosotras tengamos la
nuestra.

“Siempre he acariciado algunos sueños –me dice una chica de diecisiete años, estudiante del
primer curso en un colegio mixto del Midwest –. Quise seguir un cursillo de medicina, pero tropecé
con tantos inconvenientes que acabé por renunciar a la idea. Luego, entré en relación con la decana de
la Facultad. Me admiraba su aire de persona liberada, de mujer que da la impresión de tener todas las
puertas abiertas. Ya sé que no habrá forma de que me transforme en lo que van a ser la mayoría de las
jóvenes de este campus: unas futuras reinas del hogar… Me siento deprimida al observar la cantidad
de muchachas que vienen aquí con el solo objetivo de encontrar marido. Quizá sean estimuladas a ello,
pero de no haber dado con aquella mujer no sé qué hubiera sido de mí. Observándola, pensando en las
cosas que había hecho, comprendí que yo también podía emprender algunas semejantes. Se ha
realizado, es una mujer completa. No se ha casado, pero se siente perfectamente feliz con la vida que
lleva.”

Si no podemos dar con mujeres que nos ayuden con seguridad durante el proceso de
separación, renunciaremos a nuestro propósito, para regresar al punto de partida. Una vuelta a la madre
en esta etapa de la evolución constituye una derrota significativa, que atenta contra la confianza que
teníamos en nosotras mismas y mina nuestra voluntad cuando llegue el momento de efectuar una nueva
prueba. Las personas que han vivido esta experiencia desfilan por la vida resignadas, no volviendo a
poner mucho empeño en nada; están convencidas de que van a fracasar antes de pasar a la acción. Son
las eternas víctimas, que caen repetidas veces en las redes de unas relaciones masoquistas con hombres
dominantes y egoístas, a quienes son incapaces de abandonar. Cualesquiera que hayan sido los
modelos significativos de autoafirmación que tuvieron a su alcance durante los años formativos, jamás
establecen contacto con ellos. Al desplazarse hacia fuera, en dirección a quien representaba la
autonomía, su necesidad de seguridad les hace retroceder hacia la persona que, antes que ninguna otra,
no quiso que se fueran. Un día se despiertan y al abrir los ojos se encuentran en un sitio que nunca se
propusieron visitar; ignoran cómo han ido a parar allí. En sus vidas –especialmente al ser madres –
identifican un esquema de conducta demasiado familiar, en el cual se sienten atrapadas.

No estoy diciendo que para las mujeres lo mejor sería no casarse, ni tampoco que supone una
derrota ser como es nuestra madre. Lo que interesa es poder escoger la vida que una ha de llevar. Si
habéis sabido haceros independientes, decidiendo espontáneamente llevar la existencia de vuestra
madre, y no por efecto de un sentido de pasiva fatalidad, o del deber y el temor, habréis logrado una
victoria. Nos hallamos ante una vida autoafirmativa, tan válida como cualquier otra.

De lo que aquí tratamos es de otra clase de mujer, de una que no desea llevar la vida de su
madre, pero que advierte que de todos modos la está repitiendo. Se han ido presentando alternativas,
que fueron probadas, pero siempre contenían un riesgo demasiado grande. Resultaron estimulantes
durante uno o dos meses, perfectas por espacio de varios años tras los escolares, pero no podían ser
consideradas útiles para toda una vida. Es posible que esas jóvenes mujeres abandonaran su casa
físicamente, que adquirieran experiencia en el terreno sexual, que jugaran con el amor, con el trabajo,
los hombres y otras cosas, pero nunca estuvieron completamente comprometidas, entregadas a lo que
hacían. “Siempre pensé que tenía un internado a mi lado, que representaba a mi conservadora madre –
me dice una joven – y que había otro aspecto “hippy”, que representaba a la gente con la que viví
durante los primeros años que pasé fuera de casa. Pero creo que no pertenezco a ninguna de esas dos
facetas. Cuando me encuentro en lo más elevado de un alto edificio, pienso, en ocasiones, que
terminaré precipitándome en el vacío.” La solución habitual para las mujeres como ésta es el
matrimonio. Sally Smith no parece gustarse mucho a sí misma, especialmente por haber sido siempre
la hija de la señora Smith. En cambio, la señora Jones… ésta sí que ha alcanzado una identidad.

¿Ha ocurrido efectivamente así?


En justicia, debe decirse que la visión que tenemos de la madre hace casi imposible que con su
vida nos ayude en el proceso de la separación. Una mujer independiente es un ser que tiene una
relación totalmente diferente con la vida, los hombres, el trabajo y hasta consigo mismas, diferente de
la que nosotras estuvimos dispuestas a detectar en la madre. Si lleva una existencia independiente de
nosotras, no nos gusta, la desautorizamos. ¡Es nuestra madre! Debiera estar allí, encerrada, esperando
nuestro regreso del colegio o de una pelea con nuestras amigas. Nosotras gozamos del privilegio de
poder dejarla; ella, en cambio, no puede hacer eso. El lamento es casi universal entre las hijas de unas
madres que triunfaron, según me ha sido posible comprobar en las entrevistas celebradas con las
primeras. También yo me siento culpable: dije que solía quedarme muy impresionada al contemplar
fotografías de mi madre anteriores a mi nacimiento. Mi madre aparecía en ellas como una intrépida
amazona. Pero también recuerdo –con una intensidad emocional mayor – mis silenciosas
recriminaciones cuando ella salía por las noches, los reparos que me producía el hecho de que fuera
más joven que las madres de mis amigas, de que no llevara puesto siempre encima un delantal y de que
no tuviera los cabellos grises.

Insistimos en que la madre ha de ser casera, que ha de carecer de brillo. “Ha de ser como otra
madre cualquiera”. Luego, con esa injusticia peculiar de los pequeños, una vez la hemos encasillado en
el tipo fijado, la rechazamos por carecer de connotaciones interesantes, y miramos a nuestro alrededor
para lanzarnos en busca de otra persona… Una que sea distinta, que nos facilite de manera de dejar el
hogar, que nos ceda el apoyo de su brazo en tanto sometemos a prueba nuestras vacilantes nuevas
identidades.

Lo que da a la relación madre-hija su carácter tan punzante es su aturdida reciprocidad.


Cuanto hace y siente una persona afecta inevitablemente a la otra. “Pese a toda mi experiencia
profesional –dice la doctora Schaefer –, no he podido evitar esos sentimientos de rechazo y abandono
por parte de mi hija, una adolescente. A Katie le había gustado siempre ir con Thomas y conmigo al
teatro, a las casas de nuestros amigos, a todas partes. Era una acompañante maravillosa y a nosotros
nos encantaba su proceder. De repente, se negó a continuar en el mismo plan. El teléfono estaba
sonando durante todo el día, y solamente disponía de tiempo para sus amigas. Cuando la visitaba
alguna amiga, subían ambas a la habitación de Katie y se encerraban con llave. Desde luego, yo me
sentía feliz al ver que iba haciéndose mayor, pero tuve que hacer un gran esfuerzo para encajar aquel
estado de cosas, a lo cual contribuyó no poco Thomas, al hacerme ver que se hallaba pasando por una
fase de la adolescencia y que en su actitud no había ningún rechazo. Pude notar cómo nacía en mí un
afán de venganza, el deseo de castigarla con motivo del teléfono, por ejemplo, o fijando rigurosamente
las horas en que podía verse con las amigas. Cuando has estado íntimamente unida a tu hija, resulta
muy duro, extremadamente duro, ver que se inclina hacia otras personas en busca de lo que casi
exclusivamente solía encontrar en ti.”

Un importante punto de carácter ético surge aquí. Si bien es un deber de la madre dejarnos ir,
la responsabilidad de nuestra marcha recae en nosotras. Estoy de acuerdo con Mio Fredland cuando
dice que “una madre debe ser una buena y amante consejera”, pero entre los primeros signos de
madurez figura el que se deriva de conocer la diferencia entre lo que ha de decírsele sobre las pruebas
llevadas a cabo acerca de los nuevos estilos de vida, y lo que una ha de callarse. Si se lo contamos
todo, más de lo que quiere conocer, daremos con un indicio seguro de que no emprendemos con
seriedad nuestra tarea de conquistar la independencia. Somos como unas adúlteras que explicaran sus
pecados sobre el lecho conyugal, en infantil súplica de perdón.

“Todas mis amigas se entienden con sus madres mejor que yo con la mía”, dice una chica de
quince años. “Me agradaría poder contarle un puñado de cosas, pero estoy convencida de que no me
comprendería. No me cree madura aún, ni suficientemente responsable para arreglármelas sola. De
haber mejor comunicación entre nosotras se quedaría asombrada al enterarse de cuanto hago y pienso.
No me creería, seguramente.” En pura justicia, si la madre ha de mostrarse casi sobrehumanamente
generosa para dar a su hija de diez años un empujón en dirección a la calle, tendrá que hacerse patente
en la hija una obligación proporcional. Dice Mio Fredland: “La madre, habitualmente, no espera
demasiado de su hija. Dentro de la relación establecida, considera lo que es mejor para ella como lo
principal. Pero la chica siempre se interesará más por sí misma que por la madre.”

Así es. Ahora bien, con excesiva frecuencia surge la queja: “Me gustaría poder hablar con mi
madre”, que en realidad quiere decir: “¿Por qué no puedo decirle que fumo y bebo, e intento conseguir
su aprobación?” Una de las duras leyes del crecimiento es que las adolescentes han de dedicarse a
realizar peligrosas exploraciones en la vida. Puede que esto sea necesario. Yo creo que sí lo es. Uno
de los grandes crímenes que se cometen con las chicas corre a cargo de los padres, al envolver a sus
criaturas con tanta inutilizadota capa de algodón que hace que ni por un momento podamos afrontar el
riesgo de la desdicha. Las jóvenes no están preparadas para comprender que ésta puede llegar por los
dos caminos. Queremos imitar a los excitantes, quizá peligrosos, seres que vamos conociendo, pero
hemos de hacerlo con la aprobación sin reservas de la madre. Esta especie de proteccionismo da origen
a la sensación de que no existen consecuencias de nuestras acciones que nuestros padres no puedan
fijar. Nos hallamos ante una distorsión de la realidad, una maduración retardada y una simbiosis
prolongada.

Exactamente igual que comprendemos por qué la esposa de un conductor de coches de


carreras rehuye visitar la pista, para no verlo entregado a su arriesgada ocupación, en la adolescencia
debiéramos comprender que es posible que nuestra madre prefiera no saber que tenemos relaciones
íntimas con un hombre de veinticinco años… y que no solicitemos de ella su sanción. Si no somos
suficientemente mayores para encajar la responsabilidad, no debiéramos hacer tal cosa.

Lo sorprendente no es que tantas fracasemos, sino que sean tantas las que triunfan, que no
todas seamos personas sin rumbo, chicas listas siempre para girar en redondo, pigmeos sexuales de por
vidas. Cuando se piensa en todo esto, una se pregunta cómo ha podido desenvolverse entre tantas
negociaciones. Las zonas de conflicto con la madre, que hemos aprendido a evitar –nuestros cuerpos,
la ira, la masturbación, la sexualidad, el espíritu de competición –, componen una especie de programa
para lograr nuestra retardación. Y sin embargo, aquí estamos: yo escribiendo este libro, tú criando a tus
hijos, trabajando… En suma, la mayor parte de las mujeres dan una aplicación satisfactoria a sus vidas.
Podemos reaccionar con un movimiento de terror ante la llamada telefónica anónima a altas horas de la
madrugada, ante el desconocido que en la calle nos susurra al oído una palabra obscena, pero no nos
retiramos. No nos metemos en una habitación y levantamos una barricada contra la vida para siempre.
Probamos nuevamente.
¿De dónde hemos sacado esa valentía?
“Hay algo que no entiendo –dice la socióloga Pauline Bart –. Me referí a esas teorías que
respaldan la idea de que si una no tiene buenas experiencias en la niñez, su vida sexual, de mayor, será
deficiente. Yo he sufrido las peores experiencias prematuramente: dobles mensajes de mi madre
(mucho peor que no percibir ninguno), malos tratos por parte de mi padre durante la adolescencia, y un
matrimonio prematuro que salió mal. No obstante, ¡aquí estoy!”

¿Por qué verdaderamente es Pauline Bart una de las mujeres más despiertas y con más
vitalidad entre cuantas he conocido, mientras que otras, que al parecer tuvieron un mejor arranque
psicológico, me sorprenden por su embotamiento y su timidez, viviendo como protegidas por una
envoltura? No podemos olvidar que nuestra herencia genética no es democrática.

Entre mis amigas, las más interesantes tuvieron unos padres difíciles y unas adolescencias
tormentosas. El temperamento básico y otros misterios de la personalidad no pueden ser despreciados
al intentar explicar la paradoja de la superioridad: que seamos tantas las que nos movemos contra todas
las dificultades, animadas por el deseo de dar con un mundo mayor. Y aunque estimo que los modelos
a que he aludido antes componen una gran parte de la respuesta, es fascinante preguntarse por qué
escogemos a determinadas personas para que nos sirvan de puente hacia el desarrollo e ignoramos a
otras, quienes, a unos ojos extraños, parecerían auténticamente atractivas. Durante mis investigaciones,
por ejemplo, he comprobado que mujeres como Gloria Steinem y Jane Fonda no “cautivan” la
imaginación de la mayoría de sus compañeras de sexo. Puede ser que las admiremos, pero nunca he
oído decir a ninguna mujer que querría ser como ellas. Estas son las revolucionarias; nosotras somos
aún las hijas de nuestras madres.

Intelectualmente podemos admirar o respetar lo que las feministas extremadamente


propugnan, pero en el nivel más profundo, en el que vivimos, todavía no hemos asimilado esos valores,
ni, por tanto, los hemos hecho nuestros: parecen anti-machos, o “no femeninos”, hasta el punto de
hacer que nos sintamos incómodas. Es posible que tengan que pasar dos generaciones, o una, para que
las mujeres empiecen a establecer diferencias entre un tipo de ira antipaternalista generalizada, dirigida
contra la sociedad como conjunto, y nuestras propias e individuales furias. Entretanto, las Jane Fonda
y las Gloria Steinem constituyen modelos de afirmación y de independencia, modelos que no nos
convencen del todo. A los catorce años andamos en busca de un cuadro de lo sexual que podamos
aceptar: el ofrecido por el cine, con sus estrellas carentes de emociones, o el derivado de la feminista-
separatista noción de carencia de relación sexual completa.

Nuestro modelo de autoindividuación no es siempre nuestro modelo sexual. En una sociedad


que denigra la sexualidad femenina explícita, nos sentiremos afortunadas si damos con alguna mujer
sexualmente definida. No es de extrañar que las personas hacia las cuales nos volvemos en busca de
modelos sexuales sean con frecuencia las chicas “malas” de nuestra edad. Su espíritu es difícilmente
resistible. Siendo “malas”, nos hablan de algo que nosotras estamos deseando conseguir desde hace
mucho tiempo: la separación. Puede ser que no estemos aún dispuestas a “recorrer todo el camino”,
pero queremos, al menos, conocer gente que lo ha hecho. Esas personas son nuestro futuro.

En el curso de mis entrevistas, conocí a una mujer de conducta marcadamente asexual. En


cambio, su hija, de veintiún años, proclamaba una idea sobre la sensualidad justamente opuesta a la de
su madre. Me pregunté de dónde había logrado la libertad necesaria para juzgar que la sexualidad es
permisible a las mujeres. Entonces solicité entrevistarme con ella. Le pregunté cuándo, por vez
primera, fue consciente de que algunas personas sostenían en el terreno de lo sexual ideas diferentes de
las profesadas por su madre.

“Cuando yo tenía catorce años”, me explicó la joven, “conocí a una chica realmente bella en la
pequeña población en que pasábamos los veranos. Yo tenía algunas cosas de las cuales ella carecía –
era inteligente; contaba con unos padres magníficos, por ejemplo –, pero tales cosas parecían no tener
la menor importancia al lado de su bronceada piel, de su atractiva figura, de su popularidad entre los
hombres. Esta chica cerró un trato en cierta ocasión con su novio: si él dejaba de fumar, ella dejaría de
utilizar los sujetadores que moldeaban su busto. No se me ha olvidado esto. Jamás se me había pasado
por la cabeza que una fuese capaz de ponerse de acuerdo con un muchacho para tal cosa. Aquella chica
me tenía fascinada, y a veces también me repelía. No obstante, no se me ha ido de la memoria.”

Los chicos adolescentes se desenvuelven mejor que nosotras en su búsqueda de modelos


sexuales. Es posible que no juzguen a sus padres como la encarnación de Don Juan, pero al menos los
ven atraídos por las mujeres, los descubren volviendo la cabeza cuando pasa una mujer bonita en la
calle, les oyen hablar de temas sexuales. Puede ser que a nosotras no nos guste esto, juzgando que hay
en ello algo de mal gusto, pero lo cierto es que el chico, de esos hechos saca una consecuencia: tener
una vida sexual es algo que no admite reparos. En cambio, ¿qué hija ha oído a su madre formular un
juicio sobre el atractivo sexual de un hombre bien parecido? ¡Oh, sí! Hablamos de sus manos, de sus
ojos, del corte de su traje, pero ¿quién menciona la línea seductora de sus caderas o de sus hombres?
¿Cómo reacciona una madre ante una expresión subida de color? No es de extrañar que las mujeres
carezcan de respaldo adecuado, de modelos, como respuesta a las películas “porno”. Entre nosotras no
hay camaradería sexual.

Recuerdo lo perpleja que me quedé, la primera vez que fui a la playa, cuando observé que
nadie hablaba de esos impresionantes bultos que quedan marcados en los trajes de baño masculinos.
Me senté en la arena, con mi pequeña pala en las manos, fijando la vista en el hombre que tenía más
cerca, embutido en un traje de baño de espuma de látex Jantzen, y comprendí el silencio de las mujeres.

Hoy, los hombres han comenzado a vestir para ser mirados. En parte esto se debe a que la
mujer ha dejado de responder, como lo hacía antes, frente al macho no diferenciado. Puesto que
antiguamente era tan modesta que “cualquier cosa, con tal que llevara pantalones” le parecía bien, el
hombre tenía bastante con el tradicional traje de franela gris. Como ahora las mujeres se valoran más,
se dan cuenta de que el abanico de posibilidades de elección se ha ampliado. Los hombres, por tanto,
comienzan a competir para atraer sus miradas.

Los desnudos masculinos que determinadas revistas publican generalmente no impresionan


mucho a las mujeres. Los psicólogos, a este respecto, dicen que éstas no se ven estimuladas
sexualmente por la vista en igual medida que los hombres. Se deduce de ello que nos hallamos ante un
rasgo de carácter biológico, que nosotras somos “non-voyeurs” natas. En mi opinión, se trata de una
conducta aprendida, asimilada. Una vez las mujeres se hayan puesto en marcha desde el punto de vista
sexual, dejando a un lado todos los prejuicios, sabremos por fin si pueden o no sentirse excitadas por
medio solamente del órgano de la vista. También sabremos entonces qué es lo que realmente nos
excita, y en sustitución de las ideas de los hombres acerca de lo que ellas desean, nosotras
dispondremos entonces de fantasías eróticas propias. Entretanto, las jóvenes de hoy se vuelven,
reverentes hacia el Oeste, hacia Hollywood buscando una imagen de la sexualidad.
Por lo menos las películas llenan el doloroso vacío. En el peor de los casos, nos dan una idea
sobre la mujer y lo sexual tan romántica que cuando vivimos una experiencia nos extraña que no se
desarrolle todo como en la escena en que Robert Redford retenía a Ann Margret en sus brazos.
Confundimos lo sexual con el idilio romántico porque no llegamos nunca a ver una mujer sexual desde
el punto de vista de una mujer. Dice Molly Haskell, crítico de cine: “Como sustitutivo, lo que se nos da
son fantasías de hombres sobre las mujeres, hablándosenos de éstas como de vírgenes o prostitutas.
Tuvimos a la pura chica de al lado: Debbie Reynolds, Doris Day, Grace Kelly… En la década de los
años 60, los hombres del cine intentaron darnos mujeres sexuales: Carrie Snodgress, en Diary of a Mad
Housewife, y Jane Fonda, en Klute. Pero tales mujeres no constituían para las demás una fuente de
energía e imaginación. Producían una especie de sensación de modorra, de agotamiento.” Esas mujeres
no eran como nosotras queríamos ser.

Las observaciones de tipo general de Molly Haskell cobran un punzante e individual


significado en el curso de una entrevista con una mujer de treinta años de edad: “Yo solía ir al cine tres
veces por día”, me cuenta. “En mis años jóvenes no tuve ninguna actividad sexual, no me masturbé
nunca, no participé en juegos de ese carácter con otras muchachas. Desarrollé, en cambio, muchas
fantasías, basadas en lo que veía en los films. Experimenté una serie de fuertes sensaciones sexuales
mientras veía a los protagonistas de las películas haciéndose el amor, si bien, desde luego, por entonces
ignoraba la identidad real de lo que sentía. Nadie me había explicado nada acerca de mi cuerpo.
Pensaba que las presiones que notaba y mis sueños peliculeros eran tan sólo fantasías románticas que,
según mis suposiciones, todas las adolescentes conocían. No llegué a pensar jamás que estaba
reaccionando ante los actores de la pantalla no de un modo romántico, sino sexualmente. No sabía qué
nombre había de dar a esas sensaciones, y como quiera que nunca me había tocado, nunca me había
mirado –siempre, efectivamente, habían influido en mí para que no me mirara “allí” –, experimentaba
una terrible curiosidad, moviéndose en un mar de confusiones toda mi vida cuando pensaba en lo
romántico y en lo sexual. Me resistía a contraer matrimonio. Temía que, de vivir con alguien, día tras
día, el “misterio” acabaría por esfumarse. El me vería como era realmente y no como la reina del sexo
romántico en que me había convertido después de haber contemplado durante tantos años las
actuaciones de las “estrellas” de la pantalla de plata.”

A causa del rotundo “no” de la madre frente a lo sexual, y la falsa sexualidad que apreciamos
en el mundo comercial en que vivimos, poco es de extrañar que uno de los más arduos trabajos que se
nos ofrezca en la adolescencia consista en el establecimiento de esa esencia del yo que los psiquiatras
denominan “identidad del sexo”. Nos hallamos ante un fascinante concepto.

La identidad del sexo puede definirse como la forma de vernos nosotros, todos, hombres o
mujeres, subjetivamente, no anatómicamente. Y una de las medidas de nuestras existencias es el grado
de certeza que sentimos en tal identidad. Hasta hace poco, cuanto sentía una mujer acerca de su
carácter como tal no interesaba a nadie. Si su identidad anatómica revelaba su condición, entonces se
daban unos rígidos juegos que afectaban a la personalidad y al carácter, los esperados, que se
correspondían exactamente con el modo de reaccionar de otros ante ella. Actualmente, estamos
comenzando a ver que al definir determinadas normas como emocionales o de conducta con los
nombres de masculina o femeninas, hemos metido a los dos sexos en sendas camisas de fuerza.

A los quince años, cuando leía Rojo y Negro, de Stendhal, creía identificarme no con la
duquesa, sino con el atrevido y valeroso Julián Sorel, el héroe que abandona el hogar para ir en busca
de fama y fortuna (que constituye la forma literaria de anunciar el comienzo de la búsqueda de la
propia identidad). Pero mi identificación tenía un carácter secreto. Veinte años atrás era impropio de
una dama decir que “iba a actuar como un hombre”. Esto ni siquiera se podía pensar. Como mi
identificación permanecía oculta, resultando vergonzosa para mí, era nutricia solamente en parte.
Cuando en vez de buscar marido, como hicieran las chicas en cuya compañía me crié, dejé el hogar
para dirigirme al Norte, mi fidelidad a aquel papel era solamente experimental. Por el hecho de no
poder ser sincera en cuanto a lo que deseaba ser y la forma de lograrlo, era responsable a medias de mí
misma. Actué con tanta ambición como Julián, pero a diferencia de éste, una vez hube triunfado y me
fueron ofrecidos puestos descollantes, formulé excusas para rechazarlos. Me acosté con los hombres
que quise, pero estuve temiendo el rechazo constantemente. Mis héroes, mis modelos, las personas que
me habían atraído en los libros y en la vida real eran hombres. Todo se me antojó demasiado confuso.
Deseaba ser una mujer, pero no quería ser como las otras mujeres. Carecía de modelos.

“Todas las personas poseen en potencia las cualidades que nosotros juzgamos masculinas o
femeninas –declara Jessie Bernard –. A mí me agradaría que se desarrollaran en los dos sexos… Hay
hijos que son gentiles y tiernos; y chicas que pueden ser fuertes, de carácter firme. Es posible que esto
vaya en aumento al participar los hombres en mayor medida en la educación de los hijos.”

La idea contemporánea de la definición del sexo es para las mujeres muy compleja y
substanciosa, en una medida superior a lo conocido. Si a una joven se le concede un margen discreto
de soltura pensando en la identidad del sexo, es seguro que a lo largo del proceso de formación
intentará reforzar los sentimientos que más le agraden, asimilando rasgos de los caracteres para ella
más admirables de los hombres o de las mujeres que se desenvuelven a su alrededor. Puede ser que
prefiera ser una girl-girl, como se dice en las canciones pop, o una criatura que viva aferrada a su
madre, un ser de otra época; y también es posible que guste de las características de una mujer tan
contemporánea que todavía no ha sido bautizada por los compositores pop, o de un ser dispuesto a
darse sexualmente, en posesión de lo que solía denominarse afirmación masculina. O de una mezcla de
estas dos personas. Cuando yo tenía diecinueve años, mi abuelo, un hombre muy autoritario, volvíase
hacia mí cuando le discutía algo. “¿De quién has aprendido tú a contestar así?” me preguntaba. “De
ti”, le contestaba yo. Si nos sentimos seguras en nuestra identidad del sexo, jamás se nos ocurre pensar
que estamos “equivocadas” en nuestra forma de proceder. “Puesto que soy una mujer”, me decía una
amiga recientemente, “todo lo que hago es femenino”.

Pero permitidme que al llegar aquí haga una importante advertencia. Aunque creo que se ha
producido un cambio en las ideas sobre la identidad del sexo que nos ha permitido una mayor
participación en las complejidades de la vida, tal cambio no se ha operado interior y universalmente.
Vivimos un sentido de valores casi esquizoide. Refiriéndose a nuestro asentamiento al último
manifiesto sobre libertad sexual, el doctor Robertiello dice: “Nos parece que la idea que posee la mujer
de su identidad sexual, y su subjetiva impresión acerca de sí misma como tal mujer, son cosas que se
hallan mucho más relacionadas con el concepto de su persona como madre que con el concepto de sí
misma como ser sexual.

“Pensemos, por ejemplo, en una mujer divorciada, que ha tenido varios amantes. Esta mujer
no será capaz de juzgarse una mujer adecuada si no cumple con todas sus obligaciones maternales. ¿Y
quién puede disfrutar de una vida sexual en regla si se juzga una mujer mala? Es posible que esta
persona pase un buen rato en la cama, pero siempre que se refiere a esto habrá una connotación
peyorativa en su comentario. En vez de decir: “¿Verdad que soy una mujer excitante, muy sexual?”,
dirá: “Soy una mala persona. Debiera estar en casa, cuidando de mi hija”.

Yo iría más lejos aún que el doctor Robertiello. Ni siquiera tenemos que ser madres para ver
nuestra identidad más relacionada con la maternidad que con la sexualidad. De no repetir el modelo de
vida de nuestra madre, la mayor parte de nosotras albergaremos la sospecha de haber fracasado, de ser
incompletas.

Por ejemplo; tendría que haberos dicho que me hallaba totalmente comprometida conmigo
misma, por mi decisión de no tener hijos; y, sin embargo, cuando escribía el primer capítulo del
presente libro, mi argumento contra el instinto maternal era tan fuerte y desproporcionado que me sentí
casi incapaz de soslayarlo. No podía darle un énfasis lógico –ni más, ni menos – porque estaba
defendiéndome a mí misma. Todos los razonamientos del mundo no me han convencido todavía de
que, al ir contra mi formación, no he abandonado mi verdadera identidad del sexo, la auténtica
feminidad.

He entrevistado a algunas mujeres que tenían quince años menos que yo, las cuales me han
dicho que para las de su generación es más fácil escoger un modelo de vida de su agrado. En cualquier
grado que se estime, ello es cierto, y estoy convencida de que esto tiene que ver con los modelos de las
vidas de otras mujeres. Las jóvenes de hoy poseen una inconfundible ventaja sobre las de las
generaciones anteriores, y al consolidar los progresos conseguidos por las mujeres precedentes se
convierten en modelos de las que han de venir. He aquí una época para la que vale la pena trabajar:
aquella en que una mujer, después de tener relación sexual con su esposo o su amante, se sienta tan
segura de sí misma como cuando mantiene entre sus brazos a un bebé.

En un fascinante estudio, la socióloga Pauline Bart demuestra con documentos el daño


causado a la psique al sustituir la condición materna – que constituye un posible elemento en la
identidad del sexo – por la condición femenina, que es concepto total. El estudio se basó en las notas
clínicas de 550 mujeres afectadas de depresión, en un hospital de Los Ángeles. La edad de esas
personas oscilaba entre los cuarenta y los cincuenta y nueve años. “También mantuve veinte
entrevistas –explica la doctora Bart –. Cuando hacía a las mujeres alguna pregunta referente al tema
sexual, trataban de eludirlo. Si les pedía que fijaran por orden de importancia la actividad sexual, ésta
jamás era situada en primer lugar, ni en el segundo, y raras veces el tercero… Y eso que en el
cuestionario se ofrecía a su consideración la alternativa de “ser una compañera sexual para el esposo”.

En otra parte del informe, la doctora Bart mostraba a las mujeres doce sencillas, pero
sugestivas, fotografías, y les pedía que idearan una historia breve sobre la vida de las mujeres que
aparecían en las fotos. Tratábase de una técnica proyectiva normal, bien comprobada por la
experiencia.

En una de las fotografías aparecía una mujer tendida en una cama, embutida en un camisón
negro de encajes y con una pierna levantada. “Era una foto muy sexy – explica la doctora Bart –, pero
las interrogadas la rechazaban. Cuando la escogían, negaban sus alusiones sexuales. Manifestaban
algo semejante a esto: “Esta es la foto de una mujer que acaba de poner a dormir a su pequeño, y que se
siente fatigada.” La idea amenazadora de lo sexual era inmediatamente sustituida por la asociación
segura de la maternidad. Cuando la doctora Bart preguntaba por qué se dejaba a un lado la foto, la
contestación recibida a menudo era: “¡Oh! Esa fotografía muestra una mujer con poco sentido de la
moralidad.”

“Esas mujeres –concluye la doctora Bart – carecían de relaciones con lo sexual. Eran personas
muy convencionales, buenas, tradicionales, bien “programadas”, que se atenían a las normas de
siempre en un ciento cincuenta por ciento, y en la mujer una de las cosas que se programan es su
carácter no sexual.” ¿Quién puede poner en duda que la incapacidad de conectar lo femenino con lo
sexual es en parte responsable de la depresión sufrida no sólo por las mujeres entrevistadas por la
doctora Bart sino también por la totalidad de la raza femenina?

Mientras los modelos y las figuras de identificación nos ayudan a separarnos de la madre, los
sustitutos representan otro papel distinto en nuestras vidas. Los psicólogos que centran su atención en
la infancia limitan habitualmente el significado de la palabra “sustituto” a los que al principio
reemplazan a la madre… Son personas a menudo oscuramente recordadas, pero casi míticamente
importantes, quienes nos nutrieron un día emocional y físicamente. Figuran entre ellas las institutrices,
las amas, las abuelas y las hermanas mayores. Estos seres nos dieron un día calor y amparo, cuando la
madre no estaba física o psicológicamente disponible para nosotras, por una serie de razones. En
aquella época de la vida, una época de dependencia para nosotras, cuando no había llegado el momento
de estar dispuestas para la separación y buscábamos con ansia la proximidad a alguien, los sustitutos
nos cedieron muchos de los rasgos emocionales y personales que después acarreamos en el curso de la
existencia.

De ellos eran las sonrisas que deseábamos ver y sus ojos los que observábamos, buscando el
amor y la aprobación que necesitábamos. “Son nuestras madres psicológicas –manifiesta Bety
Thompson – las que nos enseñan a sentir nuestras emociones. Muchas mujeres que han tenido madres
biológicas no emocionales, ni demostrativas, crecen, sin embargo, con la espontaneidad, la vitalidad, la
viveza de mirada o la cadencia de voz de las personas sustitutas, de quienes las atendieron y
respondieron a sus necesidades cuando eran pequeñas.”

Joan Shapiro, profesora del Instituto de Previsión Social en el Smith College, declara: “La
verdad es que yo llamo “madre” a la mujer que cuidó de mí durante seis años. Poseo su sentido del
humor, tengo sus gestos, me gusta, como a ella, la música, me agrada el baile y la vida al aire libre,
cosas que son, igualmente, de su agrado. Cuando mi hija la visitó por primera vez, vio en ella tantas
cosas mías que la llamo “abuela” inmediatamente. A mí me consideraba mi institutriz como una hija
mayor, y le inspiro tanto cariño que sus hijas, ya mayores, se sienten celosas.”

Dados los imperativos del desarrollo en la adolescencia, durante la cual necesitamos


experimentar con la libertad, aunque sin querer perder nuestro lazo de unión con la madre, la necesidad
de los sustitutos surge nuevamente. A los doce y catorce años pasamos por una reproducción de la fase
de aproximación – o “reabastecimiento”-, vivida primeramente a los dos o tres años. En la
adolescencia, la persona que encontramos como sustituta de la madre en tal experimentación del
alejamiento, es con frecuencia una chica de nuestra misma edad. Nos apoyamos una en otra para
procurarnos seguridad del mismo modo que planeamos las aventuras del futuro. Estos ardientes
choques, incluso cuando existe una actividad homosexual, son útilmente comprendidos como una
necesidad de hallar un refugio, una atención maternal mutua, más que un deseo de relación sexual
explícita. “El primer amor de una –afirma Bety Thompson – es habitualmente una recreación de la
relación emocional del Edén… aquella que una vez existió entre tu madre y tú misma.” Enamorarse
significa amar el recuerdo de esa relación, o una fantasía de cómo le hubiera gustado a una que fuera.
“Incluso en ese tipo de ardientes relaciones –añade la doctora Thompson -, en que la muchacha
encuentra insoportable estar alejada del chico aunque sea un momento, existe una re-creación de la
relación infantil. Es fácil observar que el muchacho representa el papel de una persona sustituta de la
madre.”

Puede considerarse afortunada la adolescente que tiene relación con alguien a quien puede
admirar, y que también la ama. En esta otra persona quedan combinados los papeles de modelo y de
persona sustituta. Puede tratarse del primer tanteo de una chica para resolver la aparente contradicción
que supone desear liberarse de la madre al tiempo que desea aproximarse a otra persona. Una de las
grandes ventajas es que el sustituto no siente tantos temores por nosotras, ni se halla tan encerrado en
nuestras personas. La intensidad emocional de la relación no es tan ardiente. Y lo que es igualmente
importante, nuestros temores de ser reabsorbidas por la madre se alivian. Con el sustituto, tenemos a
nuestras espaldas la antigua seguridad proporcionada por la madre, gozando de la libertad para
enfrentarnos con el futuro. Si tenemos suerte, volveremos a gozar de tal sensación con otra persona,
nuevamente, más adelante. Esta maravillosa acción de equilibrio entre dos personas puede constituir
un ensayo para el matrimonio.

“En el curso de mi trabajo, así como en mi propia vida privada –dice la profesora Shapiro - he
podido observar que cuando alguien vive una buena experiencia con una persona sustituta de la madre
en los primeros años de su vida, tiende a desarrollar un instinto especial que le permite dar con otros
seres análogos a lo largo de su vida. Se desarrolla una llamativa cualidad que las personas sustitutas en
potencia captan. Hay quienes necesitan atenciones maternales. Hay quienes gozan prestándolas.”

Existe una gran diferencia entre los sustitutos de la niñez y aquellos con quienes topamos
durante la adolescencia. En este caso, la elección corre a nuestro cargo. Las institutrices y hermanas
mayores que nos confortaron y atendieron de pequeñas procedieron así partiendo de ellas la iniciativa.
Los sustitutos de la adolescencia, las personas cuyos cuerpos, cuya aprobación, cuyo contacto y estima
fueron tan vitales para nuestra continuada evolución, son elegidos por nosotras. Los escogemos
nosotras, sí. Hemos crecido ya, estamos suficientemente formadas para saber qué es lo que deseamos.
Nuestras necesidades son más bien de carácter psicológico. Las otras, las referentes a nuestra
alimentación, cuidado, aseo, pasan a ocupar un lugar secundario. Y, con todo, los sustitutos de la
primera etapa de la vida, así como los de la adolescencia, comparten a menudo una suerte similar al fin:
son olvidados. Tendemos a olvidarnos, a subestimar su importancia.

“Me acuerdo de la institutriz que tuve de pequeña”, dice una muchacha de quince años. “Me
veo recogiendo con ella las ropas puestas a secar. Era un trabajo que me agradaba. Yo la llamaba
abuela, aunque no lo era, claro. Todavía me gusta recoger la ropa limpia.” También le agrada a esta
chica mantenerse unida a alguien y posee una gran capacidad para intimar con cualquiera, capacidad
que su madre, muy fría y nada emocional, no entiende. “Mi hija está viviendo un intenso idilio con su
novio”, explica la madre. “Yo no pasé jamás por una experiencia semejante. Ella es mucho más
afectiva que yo. No sé a dónde va a llevarla esta manera de ser.” Nadie recuerda de quién ha sacado la
joven su conducta emocional. En lo de llegar a admitir una especie de herencia sentimental, no va más
allá de reconocer su afición a plegar amorosamente la ropa ya lavada.

Otra mujer me habla de la influencia que en su vida ejerció una profesora, pero añade que se
sintió obligada a mantenerlo oculto. “Cuando yo tenía catorce años, mi profesora de inglés cambió mi
vida. Ella me enseñó no sólo a leer sino a valorar la inteligencia. No era una mujer guapa, que era lo
que las chicas de mi pandilla apreciaban más. Me siento avergonzada al confesar que nunca le dije a
nadie cuánto la admiraba. Me limité a tomar lo que me ofrecía, y luego salí disparada. Jamás le di las
gracias, de lo cual me he arrepentido siempre.”

Esta rara ingratitud no tiene nada que ver con la inteligencia ni con la edad. “Recientemente –
dice el doctor Robertiello – dentro de mis propias sesiones de análisis redescubrí a un importantísimo
tío mío. Tenía diecinueve años cuando yo contaba cinco, y era, quizá, el hombre más destacado de mi
infancia. A lo largo de tantos psicoanálisis como he llevado a cabo en mí mismo, nunca había hecho
aparición en mi mente consciente. Cuento cincuenta y un años, y hasta ahora había mantenido su
figura reprimida.”

Se trata nada más que de tres ejemplos. Una y otra vez, en mis investigaciones sobre el tema
de este capítulo he recogido pruebas de esta negación. La mayoría de la gente, cuando se le pregunta
de un modo directo si hubo alguien en su vida que desempeñó para ellos el papel de madre, o si
recuerdan a alguna persona con la que se identificaran plenamente al crecer, se limitan a encogerse de
hombros, respondiendo que no, que no hubo nadie. Ningún sustituto, ninguna heroína, ningún modelo.
“No hubo nadie que hiciera las veces de madre para mí, ni una persona a la cual deseara parecerme al
crecer.” ¿Me están mintiendo estas mujeres?

No lo creo. No veo que haya irritación o ardor defensivo en su gesto al desentenderse del
tema. Se encuentran perplejas ellas mismas… Especialmente si tienen la impresión de haber
trascendido la imagen que su madre les presentó. ¿Cómo lo hicieron? “Supongo que me formé yo
misma”, declaran, subrayando con un expresivo gesto su ignorancia.

“Estimo que esta clase de olvido –explica el doctor Robertiello – puede arrancar de la idea de
que constituye una deslealtad para con nuestros padre reconocer la importancia de otras personas.
Aunque sea inconscientemente, comprendemos que debemos a los modelos de nuestra juventud
demasiadas cosas, y fijamos nuestra atención en otro asunto. Es una especie de defensa de nuestras
antiguas ideas de omnipotencia. Puede ser que nos avengamos a reconocer que nuestros padres fueron
formativos para nosotras. En fin de cuentas, esto es lo normal. En cuanto a reconocer que teníamos
necesidad de otras personas… ¡Oh, no! ¡Eso no!”

Si admitimos, aunque sólo sea para nosotras mismas, que en alguna ocasión preferimos una
persona determinada a nuestra madre, formulamos una terrible acusación, tachándonos de frías,
egoístas y difíciles. “Olvidamos” porque nos sentimos excesivamente culpables para recordar. Dice la
doctora Helene Deutsch: “Es frecuente el caso de la mujer que no acierta a recordar hasta qué punto
influyó en su desarrollo emocional de niña una institutriz o un ama de llaves… Esto es debido a la
existencia de un sentimiento de culpabilidad (pensando en la madre), por haberse permitido la
interesada albergar sentimientos de amor por otra mujer.”

Tal sentimiento de culpabilidad arranca de la simbiosis. Para quienes se mantienen unidas, la


admisión de la presencia de alguien más suscita el temor a la ira del sujeto simbiótico, el justo castigo y
el posible abandono. No podemos seguir viviendo ya con tales agobios. Actualmente, cuando las
madres se encuentran implicadas en más de una tarea, las criaturas necesitan más de una madre. No se
trata de dar con alguien que les acompañe tan fríamente como lo hace un aparato de televisión, sino una
persona hacia la cual sientan que pueden dirigirse libremente, que esté allí por ellas, que pueda
ofrecerles su afecto y su calor sin experimentar la sensación de que provoca los celos de la madre. Las
jóvenes, particularmente, viven grandes cambios en cuanto a modales, costumbres y expectativas; están
necesitadas de todo el amor que puedan encontrar en personas que ha de procurarse que sean lo más
diferenciadas posible; necesitan tener acceso a una variedad de modelos aparte del proporcionado por
la madre.

Pero ésta, primeramente, debe renunciar a sus beneficios ilusorios, provenientes de una
simbiosis que ha durado demasiado tiempo. Es posible que la persona más próxima en quien puede
depositar una parte de sus actividades maternales sea el esposo. Dice Mio Fredland: “En realidad, el
sexo de la persona que realiza tales funciones es cosa secundaria.” Hay hombres que resultan
maternales. Hay mujeres que no pueden merecer tal calificación. A la hija le da igual que el afecto
venga de aquí o de allí. “La maternidad es una cosa demasiado importante para dejarla exclusivamente
en manos de las mujeres –declara Jessie Bernard -. Ha de ser compartida.”

Indudablemente, sin embargo, la mayor parte de los padres no han aprendido todavía a aceptar
la responsabilidad que implican los hijos en la misma medida que las mujeres. “Cuando estoy en mi
trabajo ando preocupado constantemente. Me pregunto si él habrá dado a Susie su merienda”, me
cuenta una mujer. “Tengo muy presente que hallándonos los dos en casa, si el bebé llora, él continúa
durmiendo. Soy yo quien lo oye siempre. ¿Cómo voy a confiar en él?”

¿Y qué hacer para cambiar ese estado de cosas? En este caso, la culpa no es toda de los
hombres. Mientras una madre piense que su principal valor radica en el hecho de ser la única persona
con quien se puede contar verdaderamente para llevar adelante a una hija, no aceptará que pueda existir
otra capaz de comprenderla como ella. No habiéndosele dado nunca responsabilidad plena en este
terreno, el padre no tarda en desprenderse de la poca que tuviera.

“En el seno de la familia moderna –dice la doctora Bety Thompson – la relación madre-hija va
a ser seriamente alterada. Habrá más de una persona con actividades maternales en el futuro.
Existiendo un padre que actúa de sustituto de una madre, se presenta el caso de la relación de ese tipo.”
La idea es reforzada por la doctora Fredland: “Yo no sé qué es lo que convierte en maternal a una
mujer. Sé de mujeres que han tenido unas madres biológicas pésimas, y ellas, sin embargo, son muy
maternales. Otras mujeres que fueron atendidas por madres tradicionales no presentan ninguna
cualidad maternal. Me figuro qué es lo que ha pasado aquí: que alguien se ha mostrado muy maternal
con ellas. Esto no tenía por qué correr necesariamente a cargo de la madre, ni siquiera de una mujer.
Pudo haber sido el padre. O un tío.”

No son temas de este libro las guarderías ni los horarios flexibles, pero es preciso decir que
cualquier plan que implique la utilización de sustitutos de las madres fracasará si éstas no aprenden
antes a renunciar a parte de la responsabilidad de cuanto acaece a los miembros de la familia. Tales
mujeres no pueden ser una madre total, una asalariada total, una esposa total. Las hijas de las mujeres
en estas condiciones asimilan las ansiedades y celos de sus madres. Incluso si parte del sustituto es
aceptada, el presente quedará envenenado por el temor a que ese beneficio suponga una traición contra
las emociones simbióticas de la madre. La hija se hace con lo peor de los dos mundos. Sufre a
consecuencia de la separación de su madre, y forcejea con su ambivalencia al permitirse a sí misma ser
consolada por el sustituto.
“Freud solía decir que la vida es, casi siempre, la gran curandera –manifiesta la doctora
Fredland -. Ciertas experiencias, personas con las que se llega a establecer contacto… Estas cosas
pueden contrarrestar un daño causado prematuramente. Una criatura es siempre algo tierno, maleable.
La neurosis puede dar a esa naturaleza plástica una forma distorsionada, dura. Pero si la pequeña es
afortunada y conoce felices y vitales experiencias, con un sustituto, por ejemplo, la neurosis será
parcialmente curada al menos, y a la estructura emocional básica le será facilitada una oportunidad para
que se recomponga y adopte una forma más saludable.”

Si la madre está radicalmente convencida de que como tal fue buena, y que se halla a la altura
de las circunstancias, es posible que se ponga de acuerdo con su hija para tratar de su necesidad de
disponer de otros modelos en su vida. “Pero si piensa que no fue una buena madre – manifiesta el
doctor Sanger – su sentimiento de culpabilidad la hará ponerse furiosa. Se mostrará terriblemente
hostil con la gente que podría ayudar a su hija. ¿Cómo va a admitir que no fue todo lo madre que la
sociedad y su misma hija le enseñaron que debía ser? Su propia feminidad se encuentra en peligro.”

Las asistentas sociales dan cuenta día tras día de casos de madres que desean conservar su
libertad, pero que aspiran también a que la hija se halle primariamente ligada a ellas. “Lo he visto en
las peores madres –refiere Mio Freland -. En el momento en que ven que su hija se liga estrechamente
a una institutriz, o a cualquier otra persona, se apresuran a desembarazarse de esa persona. Odian a la
criatura, odian el papel que les toca representar, odian todo lo que tenga relación con este asunto, pero
les resulta insoportable que la niña se sienta emocionalmente unida a alguien.”

Una madre lamenta la existencia de sustitutos porque se halla simbióticamente unida a su hija
y teme la ruptura. A otra le ocurre lo mismo porque en realidad su hija le disgusta, y teme que un
sustituto le haga ver su falta de amor. De un modo u otro, la hija es quien pierde. Cuando a su vez se
convierta un día en madre, recordará las ansiedades de la suya, y descubrirá por ellas que poner a la
hija en manos de otra persona, para que le proporcione amor y cuidados, significa ser una “madre
mala”. Creerá que no obra bien… Nada la hará desistir de su opinión, ni siquiera en el caso de que las
circunstancias económicas le aconsejen abandonar el hogar para buscar un empleo.

Son numerosas las mujeres que actualmente vienen asumiendo riesgos, fatigas y afanes que
antes solían ser exclusivos de los hombres, y que, sin embargo, no han podido zafarse de los riesgos,
fatigas y afanes que se derivan del hecho de ser madres. Jessie Bernard manifiesta: “Un chico de tres
años dirá: “Quiero ser astronauta, bombero, soldado”. Cuando crezca, se dará cuenta de que no puede
ser todas esas cosas, y se concentrará en algo, limitando sus aspiraciones. Pero las niñas son criadas
como para vivir con arreglo a una oculta agenda. Superficialmente, nos decimos: “Pues sí… Tienes
tanto derecho como un chico a ejercer una carrera, a ser médico, o abogado, pero existe un oculto
mensaje: has de ser madre también.” La chica decide: “Voy a ser abogado. Y también voy a tener una
familia” No se reconoce el hecho de que en nuestra sociedad es estructuralmente muy difícil ser madre
y abogado a un tiempo. Esto equivale a la declaración del pequeño de antes: “Voy a ser bombero y
astronauta.”

Algunas mujeres pueden ejercer plenamente una carrera y también ser madres, a base de
jornada completa, pero tales damas componen figuras sobrehumanas, y nadie puede basar una sociedad
racional en una totalidad de mujeres superdotadas. Es pedir demasiado, y cuando fallamos nos sentimos
presas de la ira… sin saber por qué. Otras mujeres, también jóvenes, alegan ser capaces de combinar
el matrimonio y la carrera elegida, pero deciden no poder ser madres. Dice la profesora Jean
McFarland: “Creo que es justo advertir a las mujeres que ejercer una carrera y ser madres a un tiempo
constituye algo que vale la pena, que compensa el esfuerzo que exige. Ahora bien, estimo que no tiene
nada de fácil. Algunas de nuestras mujeres más famosas han decidido prescindir de la maternidad, no
porque no les agrade tener hijos, sino porque les resulta imposible realizar sus dos tareas
perfectamente. Nos encontramos ante una decisión trágica, que se plantea a las mujeres, y que la
sociedad lamentará algún día.”

En el curso de una entrevista, pregunto a una eminente socióloga si habían existido en su vida
figuras de identificación importantes. Mi entrevistada guarda silencio unos instantes, y luego responde:
“Mi madre admiraba a Margaret Sanger. Tenía un libro que trataba de ella, el cual leí. En cierto
aspecto, mi madre era maravillosa. Yo pensaba que las reformadoras sociales eran mujeres estupendas.
Soñaba con echarme a la calle y cambiar el mundo como ellas, haciendo el bien. Yo procedo de una
familia de políticos, pero no tuve realmente una figura de identificación. Quizá mi tía, que fue médico.
Hoy me siento furiosa con mi familia. Nunca me ofreció ninguna alternativa de matrimonio. Su plan
consistía en mandarme al colegio a fin de disponer el día de mañana de algo que me respaldara, pero
nunca tuve la posibilidad de cursar una carrera seria. ¡Y eso que teníamos a una mujer médico en la
familia! Todos me hacían sentir que mi obligación era casarme, de manera que cuando apareció en mi
vida aquel majadero, me casé con él. La verdad es que contraje matrimonio para salir de mi casa, para
alejarme de ella. Era un ambiente estúpido”.

Esta mujer ahora está divorciada. Su historia la inicia mencionando a Margaret Sanger y a una
tía suya médico, pero sus observaciones se cierran con la negación de que existieran en su vida figuras
de identificación, y un torrente de ira. Una se imagina que hoy podría decir: “Gracias a Margaret
Sanger y a mi tía, tuve el valor y el incentivo precisos para llegar a ser socióloga.” Pero en vez de
realzar el positivo impulso que estas mujeres han sostenido a lo largo de su vida, se estancan en sus
iras, orientadas hacia sus familiares, incluida su “maravillosa” madre. ¿No se encuentra esa ira anotada
en la oculta agenda, la idea, inculcada por su madre, de que, efectivamente, ella podía tener una carrera,
pero que ante todo tenía que ser esposa y tener hijos?

Por lo destructivo, ese enojo contra la madre debería arrasar buenos años de nuestra vida de
adultas. Podemos muy bien decir: “No estoy enojada con mi madre!”, pero ¿por qué caemos en tales
cóleras cuando nuestra hija no limpia su habitación o nuestro esposo se retrasa en llegar a casa? La
furia no es apropiada. Ha sido desplazada desde la madre hacia alguien “más seguro”. Esto es injusto
y desconcertante, conduciendo a discusiones que no pueden ser aclaradas porque el objeto real de
nuestras iras no se menciona jamás, ni siquiera se hace consciente; examinar nuestras cóleras no
resueltas, incluso ahora, significaría reavivar esas emociones infantiles de pérdida y de castigo que
nunca superamos.

La verdad es que una vez enfrentadas con tal situación, podemos vivir hoy con esa ira. De
otro modo contamina cualquier amor real que podamos sentir por nuestra madre. A medida que los
modelos e imágenes de independencia y vida, que habíamos encontrado tan atractivos se nos escapan
por entre los dedos, nos descubrimos más y más parecidas a la ansiosa mujer, de fuerte espíritu crítico,
sexualmente atemorizada, que nunca nos propusimos ser. Nos sentimos irritadas ante la persona que
acabó con nuestra confianza en cualquier modelo, al mismo tiempo que operaba sobre nosotras
utilizando el disfraz de la pasividad, del conservadurismo, de la resignación.
Dice la doctora Bety Thompson: “La pasividad, en las mujeres, puede significar humillación,
temor, falta de impulso, terror ante la posibilidad de que seas descubierta queriendo, necesitando algo.
Todo eso, a menudo, es ira.” A diferencia de los hombres, que ganan puntos siendo de carácter duro y
vehementes, las mujeres se encuentran con que la ira es calificada como no “propia de una dama”.
Empezamos por irritarnos, pero nos sentimos culpables y “amainamos”. El resultado es la personalidad
pasiva-agresiva: alguien que expresa su enfado adoptando un disfraz aparentemente civilizado. “¿A
dónde deseas ir esta noche, querida?”, inquiere el esposo, no porque espere oír el nombre de un
restaurante de labios de su mujer, sino porque desea apreciar la entonación emocional de ella,
complacida al salir en su compañía. “Adonde tú quieras”, responde la esposa, privándole de la
respuesta que él esperaba escuchar, pero disimulando su intención de causarle una frustración y un
enojo, al cumplimentar aparentemente la pregunta expuesta. “La personalidad pasiva-agresiva –señala
la doctora Thompson – se asemeja a un coche aparcado que sólo puede recular.” Tal persona es la
criatura de dos años que se niega a hacer lo que quieren todos. Se siente fuerte al decir “no”. Para ella,
negar es reforzar su sentido del yo, aún en el caso de que, simplemente, se le pida que continúe
adelante, progresando en su desarrollo. El deseo natural es para siempre, y una niña se siente
contrariada cuando se le niega la evolución, importando poco que se la esté procurando por sí misma.

La ira es negativa, pero todavía supone un lazo. Retarda la separación porque mientras más
estemos enojadas con la madre, más se mantendrá ella en la cumbre de nuestros pensamientos, y
seguimos siendo su hija. Un terapeuta podría decir: “Bueno, de manera que está usted enojada. Hay
que desentenderse de esto. Hay que desentenderse de ella.” Nada de eso. Preferiríamos siempre la ira
al vacío.

Cierto día, hablando con el doctor Robertiello, éste me dijo, como si se le hubiera ocurrido una
idea de pronto: “Nancy: ¿por qué no puedes aceptar el hecho de que tu madre no te ama?”

Por un momento pensé que iba a abofetearlo. Pero en vez de ello, tuve uno de esos reflejos
instantáneos, autoprotectores, y cambié de tema de conversación. Sus palabras, no obstante, resonaban
en mi cerebro. Por primera vez, en el curso de nuestras conversaciones profesionales, habíase
presentado un tema del que yo no quería hablar con Richard Robertiello.

Durante varias semanas estuve pensando en aquel incidente. Tras sobresaltarme, me serenaba,
pero de nuevo volvía a mi mente. ¿Cómo podía haber llegado a decir él tal cosa? Esto se convirtió en
un dolor constante, hasta que un día, como si hubiesen acabado de quitarme un peso de encima, me
sentí aliviada. ¡Desde luego que ella no me amaba! Es decir, no me amaba de la forma perfecta e
idealizada que yo había deseado siempre, desde niña.

Me apresuré a decir al doctor Robertiello que había experimentado una fuerte sensación de
libertad como resultado de la comprensión de su desconcertante pregunta.
“Pero, Nancy”, me contestó, “interpretaste mal mis palabras. Yo no dije lo que tu madre no te
amara “perfectamente”. Guiándome por todo lo que me has contado acerca de vuestras relaciones,
afirmé que no te amaba, nada más ni nada menos”.

Todas las historias madre-hija tienen dos versiones, y el doctor Robertiello sabe solamente lo
que yo le he contado. Por primera vez, desde el momento en que me puse a escribir este libro, se me ha
ocurrido la idea de que la versión propia de las relaciones con mi madre no ha sido distorsionada por la
ausencia de su voz, sino por mis personales emociones, aquellas con la que no me he encarado.
Es posible que la causa de que yo haya reconocido con tanta desenvoltura la importancia que
en mi vida tuvieron mi institutriz y mi tía radique en el hecho de que mi madre aceptara a estas dos
personas sin dificultad. Jamás vaciló al reconocer lo que hicieron por mí, o me dieron; tampoco titubeó
cuando tuvo que demostrar que les estaba agradecida. Muchas veces le oí explicar a los demás lo
mucho que les debía, lo mucho que se había alegrado por mí de que yo las hubiese encontrado. ¿No es
esto amor?

La lunática cara opuesta de la moneda es que estoy irritada con mi madre por no haberme dado
por sí misma lo que encontré en aquéllas. Es el mismo caso de la mujer con un amante excesivamente
liberal. Ella agradece que la acepte aún después de haberse enterado de la existencia de otro hombre,
pero… ¿por qué no la rechaza? ¿Es tan poco la valora?

Nunca quise enfrentarme con mi madre cuando me sentía presa de la ira. Habría servido de
poco. No me habría comprendido, pero, en caso afirmativo, ¿qué hubiera podido hacer? Es
demasiado tarde para albergar rencores, pero seguiré con ellos durante toda mi vida si no acepto su
existencia y su razón de ser. De otro modo, me encontraré en la situación de esas personas que, como
el doctor Sanger expone, “intentan interminablemente hacer saltar el amor de su madre igual que el que
sacude a alguien asiéndolo por las solapas”.

La posibilidad de que las madres lleguen no a lamentar sino a reconocer gozosamente la


necesidad de la presencia de unos modelos y sustitutos en las vidas de sus hijas, constituye una
emocionante idea para el futuro. Un remedio, igualmente bueno a la hora de desarrollar la relación
madre-hija a un nivel adulto, es la conversión de nuestra vida en modelo para la madre. “Mi madre
tiene cincuenta y tres años”, me dice una divorciada de veinticinco años. “La última vez que nos vimos
fue para comunicarme esto: “Nunca me había preguntado qué representaría para mí dormir con otro
hombre, con uno que no fuera tu padre… Hasta que me enteré de la vida que tú hacías”.

La inversión de los papeles, el nuevo planteamiento, con la hija enseñando a la madre, parece
liberar a ambas mujeres de las fijas demandas de ira y simbiosis. Incluso en el caso de que le hayamos
superado, podemos forjar un nuevo y amante lazo al transformarnos en su modelo. “Mi madre trabajó
desde que cumplí los catorce años”, me cuenta una mujer de veintinueve. “Todo lo que mi madre
realizaba se hallaba subordinado a la idea de hacer a mi padre feliz y a que diera la impresión de haber
triunfado en la vida. Yo me casé siendo estudiante de segundo curso en el colegio. Deseaba tener una
familia; esperaba ser una esposa tradicional, como mi madre. Aquello no marchó… El hombre con
quien me casé no hizo nunca nada de provecho… Era como mi padre. Yo me atuve al modelo de mi
madre, e hice todo lo necesario para que mi marido pudiera ser considerado como un triunfador.
Conseguí un empleo que me ocupaba parte de la jornada. Me matriculé en un centro de estudios.
Deseaba ser tan eficiente como mi madre cuando ayudaba a su esposo. Por último, no pude soportarlo.
Y lo abandoné.

“Me sentí satisfecha por haber dejado atrás aquel mal paso. Encontré una buena colocación.
Todo debería haberme parecido de color de rosa, pero sentía un terrible enojo en mi interior. Pensé que
era él quien lo suscitaba. Pronto comprendí que en eso tenía mucho que ver mi madre. Yo había sido
una buena hija; había obrado de acuerdo con cuanto me enseñara, pero sin lograr nada positivo. En
cierto sentido, ella me había mentido al explicarme cómo era, aproximadamente, la vida.
“Voy a decirle algo que ha contribuido a apaciguar mis rencores. Recientemente, he podido
apreciar cuánto influyó mi vida en la de mi madre. Actualmente toma decisiones, cosa que nunca hizo
antes, sin mí. Y es capaz de decir a mi padre, al cabo de treinta y tres años de matrimonio, frases como
ésta: “Puedes hacer lo que te plazca, pero no voy a rechazar ningún ascenso para que no te sientas
derrotado o algo por el estilo. En mis actividades actuales voy a intentar llegar lo más lejos posible.”
Jamás habría podido decir nada semejante sin haber sido espectadora de mis andanzas. Me siento
orgullosa de mi madre al verla evolucionar, haciendo cosas que hubiera debido llevar a la práctica años
atrás. Eso da un gran significado e intención a los años que dedicó a mi formación. Con mi vida, he
proporcionado a mi madre una segunda oportunidad. No hay nada que me haga sentirme más
orgullosa…”

Si la madre puede creer en nuestra nueva identidad, con suficiente fundamento para apoyarse
en ella, con todo su peso, también nosotras podemos hacer lo mismo. No la hemos perdido. La deuda
está saldada.
CAPÍTULO 8
UN MISTERIO: LOS HOMBRES
He conservado hasta el día de hoy la costumbre de escribir las emes en mayúscula. Cuando
dibujo unos garabatos mientras telefoneo, o los hago en la arena, siempre me salen emes mayúsculas.
La eme mayúscula es una inicial: la de Morgan. Y Morgan representa a su vez a “Man Incarnate, Man
the Mystery, Man Unobtainable”. Desde el comienzo –alrededor de los trece años – mi intención se
centró en Morgan. Nunca aparté los ojos de él, aunque tampoco me puso nunca las manos encima.
Excepto para propinarme algún que otro golpe. Siempre que una de nosotras le molestábamos, siempre
que nos excedíamos, llevando la broma demasiado lejos, intentando sacarle algo (¿qué?), él se erguía y
propinaba a la osada de turno un seco y rápido golpe en un brazo. Lo hacía sin inmutarse y sin
pronunciar una sola palabra. Exhibir un moretón causado por Morgan constituía para nosotras un
honor. Habíamos sido tocadas.

Morgan formaba parte de una pandilla de chicos de nuestra edad, con los que nosotras
empezamos a salir. Íbamos a las clases de baile juntos, y de ellos eran las fotografías que llevábamos
en nuestros bolsos de cuero, junto con los retratos de fin de curso, con mutuas dedicatorias, y algún que
otro “Te quiero, Mary Beth”. Un par de años más tarde dejaríamos atrás a los chicos de la localidad, y
centraríamos nuestra atención en los cadetes de la Ciudadela, una academia militar, según rezaba su
nombre, pero de hecho una especie de depósito para chicos del sur. A lo largo de todos aquellos años,
y más tarde, yo permanecí en mis fantasías fiel a Morgan. El implicaba una idea de masculinidad; era
la persona adecuada para ser mi compañero, para hacer de mí una mujer. El era la promesa de mi
sexualidad, el calor blanco de mi fiebre glandular, el dolor con el que me gustaba vivir mientras
esperaba. Amé la espera también; y algo en mí aguarda todavía a Morgan. Mi esposo sabe que sueño
por las noches con Morgan, y sonríe al aludir a lo que él denomina mi “perseverancia emocional”.
¿Cómo voy a esperar que me comprenda? Mi marido se crió en Nueva York, esa ciudad in-
adolescente, a salvo del calor sexual de las pequeñas poblaciones del sur, de los auto-cines, de los
drugstores, del matriarcado y de la supremacía del varón. Además, él es hombre. Solamente las
mujeres comprenden la espera, cómo muchos años en ese estado inducen a soñar, a no confiar nunca en
que lo esperado suceda o a no reconocerlo si ocurre.

Ocasionalmente, me pregunto en qué clase de hombre se transformó Morgan. Me imagino a


mí misma sentada frente a él, ya desarrollada, espléndida y sexual, siendo Morgan ahora quien sufre el
calor blanco en la ingle. Pero en esta fantasía, no nos hallamos en ningún bar elegante, sino en el
Schwettma’s Drugstore, y mientras que yo parezco una de esas modelos de los anuncios de vodka,
Morgan cuenta todavía catorce años. En los infrecuentes viajes que he hecho a Charleston, nunca lo
busqué. No he querido enfrentarme con la vieja fantasía, para no arruinarla. ¿Cómo puede una poner
al día a un dios? Para mí, Morgan permanecerá siempre encorvado tras el volante de su Chevrolet
negro, vistiendo una camiseta marrón arremangada, y con una expresión dura en el rostro. Morgan no
sonreía nunca.
Cuando escogió a una de mis mejores amigas como novia, continué soñando con él. Nada
podía atentar contra lo que simbolizaba. Esto sucedía por el tiempo en que mi madre, serenamente,
anunció, tras una cena, sin levantarnos de la mesa, que iba a contraer matrimonio de nuevo. No dispuse
de palabras para expresar mi indignación. Me levanté rápidamente, abandonando el comedor. Fue mi
tía Kate quien me llevó paseando hasta la Batería, quien se sentó conmigo en un banco del parque,
junto a un montón de obuses. Yo tenía el ceño fruncido, fijando obstinadamente la vista en Fort
Sumter. Ella me habló de sus tiempos del colegio, y otra vez, a la luz de su vida, todo se me antojó
posible.

No pude evitar preguntarme en qué medida tuvo que ver la decisión de mi madre de volver a
casarse con la irrupción de todas las mujeres de nuestra casa en la sexualidad. Pudo haber sido todo
consecuencia de una presión inconsciente, desde luego pero lo cierto es que la oportunidad cuenta
mucho en determinadas situaciones. Nos encontrábamos allí cuatro mujeres: mi madre, tía Kate, mi
hermana y yo. Cada una necesitaba disponer de su hombre, de su identidad. Mi tía se casó un año
después que mi madre. Mi reacción ante la noticia del matrimonio de mi madre fue infantil, pero tuvo
mucha menos importancia que mi acuciante necesidad de resolver el misterio de los hombres. Por
último, encajé la llegada de un hombre a nuestra casa como algo no más perturbador que la decisión de
Morgan, al inclinarse por otra chica. Ya me llegaría la hora. Cuando pensaba en Morgan, me limitaba
a borrarlo de mi memoria.

Para estar cerca de él salí con su amigo, un gordo jugador de fútbol dolorosamente más bajo
que yo, que vivía en el distrito de peor fama de la ciudad. (A Morgan le gustaban los tipos duros)
Estoy segura de que Morgan comprendió el sacrificio que hacía, y que lo aprobaba silenciosamente.
Los viernes por la noche iba a los auto-cines en compañía de mortales de menor cuantía, mientras
seguía estampado emes mayúsculas en la cubierta azul de mi libreta de apuntes, en los lomos de la
Ilíada, de Ivanhoe, y de Geometría Básica. Escribí, además, otros nombres de chicos, pero sólo para
atenuar la intensidad de mi deseo, y vivir el hecho portentoso de que cada vez que me enfrentaba con
aquel mar de nombres únicamente uno saltaba a mi vista. Otros chicos fueron mis acompañantes, y
estuve entre sus brazos, y con ellos alcancé ese estado ingrávido a que podía llevarme una sesión de
apasionados besos. Pero cuando cerraba las puertas de nuestra biblioteca, y ponía en el tocadiscos mis
melodías favoritas, los anhelos y las angustias que sentía dentro de mí eran provocadas solamente por
Morgan.

Nada sucedía realmente en el transcurso de aquellas fantasías. Morgan no tenía que


materializarse siquiera para que yo pudiera alcanzar la sensación buscada. Pero impulsada a humanizar
esos deseos, a ponerles un nombre sobre la primera estrella de la noche, surgía entonces el suyo. No
era la relación sexual, ni una existencia plácida en una casa de campo cubierta de parrales, lo que yo
quería compartir con Morgan. Deseaba observar sus ojos puestos en mí, que él me viera, hacerme una
mujer íntegra; quería que me necesitara, de suerte que todos aquellos deseos que hacían dolorosa la luz
de la luna pudieran consumarse en un gran crescendo, al estilo del de Tony Bennett en No hay un
mañana.

Las chicas, tras haber echado los primeros dientes, por así decir, en la clase de danza de
Madame Larka, nos encontrábamos preparadas para adoptar otras actitudes más sofisticadas y sexuales
en la explanada de desfiles de la Ciudadela, que tradicionalmente visitábamos los viernes por la tarde.
Al igual que otras generaciones de jóvenes muchachas que nos habían precedido en Charleston,
instintivamente sabíamos que nos había llegado el turno de participar en la procesión ritual de coches
que acudían a contemplar el desfile de las cuatro en punto. Sin que mediaran previas instrucciones ni
invitaciones, alineábamos nuestros coches a lo largo de uno de los laterales de la explanada, de
espaldas a los cuarteles, con la capota levantada, avistando el mar de azul que se agitaba rítmicamente
antes nuestros ojos de improvisadas inspectoras de ejercicios. ¿Fue allí donde aprendí a identificar a
los necios de elegante fraseo? ¿Sentí allí, por vez primera, una punzada de placer a la vista de lo que
más tarde aprendí, gracias a la historia del arte, que era la clásica curva de la S? Ciertamente, nadie
dijo nunca una palabra acerca de las enervantes y ajustadas guerreras que los cadetes vestían, ni del
invertido paréntesis que formaban las dos oscuras líneas que descendían por su espalda, realzando la
curva de los hombros, de la cintura, de las caderas. Ni siquiera pensábamos en la causa real de nuestra
presencia en aquellos desfiles: deseábamos exhibirnos, sencillamente. Nosotras éramos quienes
necesitábamos ser miradas; necesitábamos que la vista de un hombre se fijara en nosotras, en nuestras
figuras, compuestas, si queréis, de una muy gentil percha con carne del sur. Alguien en aquel grupo de
hombres podía convertirse en nuestra pareja, podía darnos clase, significación, movilidad. “Una mujer
sola no es nada.”

Es un mensaje que las madres transmiten a las hijas todavía. Puede ser que la mía no
procediera así, pero yo lo conocía bien. No había sido educada para soñar con un futuro sin hombres,
para florecer sola. Si bien no tenía la menor idea sobre la identidad del hombre, sabía que necesitaría
uno. Tras el desfile, venía de nuevo la clase de danza; atrás habían quedado los tambores y las
cornetas, los sueños y el espectáculo. Llegaba la realidad cuando unos centenares de hombres rompían
filas y se encaminaban hacia nosotras, las mujeres de la espera, aquellas cuyo futuro e importancia
estaba en sus manos. ¡Y qué poco tenían que esforzarse para elegir, ensalzando a una, rechazando a
otra, sin tener conciencia, estoy segura, del auténtico poder que tenían sobre nosotras! La tensión
dejaba de existir para aquellas que lucían sobre sus jerseys de cachemir la insignia de la compañía de
un cadete; alguien las quería ya, las demás permanecíamos sentadas, sonriendo como si fuera la cosa
más banal del mundo que un uniforme se plantara delante de nosotras y nos diera la vida.

Con el tiempo yo también disfruté de mi ración de cadetes, amando a uno tras otro,
participando en bailes de Navidad y en juegos caseros; y coleccioné guantes blancos y otros elementos
del atuendo masculino, siempre de exagerados tamaños. Efectivamente, no recuerdo haber dejado de
estar enamorada. Podría catalogar los pasados veinte años de amores por las notas de las canciones a
cuyos sones amé a aquellos hombres, cada uno de los cuales poseía su melodía. En su momento, me
serían ofrecidos excelentes empleos, me encargaría de efectuar interesantes trabajos, pero mi sustento
emocional, el aire que necesitaba, provenían de lo que los hombres sabían inspirarme. Yo debía la vida
a mi tía, y era la hija de mi madre.

Lo de estar enamorada se convirtió en hábito. Aunque no pensaba en el matrimonio, llegaba a


creer que cada uno de mis amores era para siempre. Yo no quería un esposo; no pensaba en los
hombres como padres de mis hijos. Me sostenía la promesa que veía en los hombres, la circunstancia
de que en cada esquina hallaría otro diferente del último conocido, más maravilloso aún. ¿Os dais
cuenta? Había confundido a los hombres con la vida. Puesto que no se podía estar completamente
segura de que no te iba a dejar, una optaba por amar al hombre de turno con una especie de locura.
Cuando no me telefoneaba, quedaba reducida a una nulidad. Su presencia, mi convencimiento de que
estaba velando por mí, me permitían mostrarme como una criatura encantadora, e incluso era amable
con mi hermana. Tratábase de una religión con un dios que daba y quitaba vida, que me traía la paz, de
suerte que podía seguir yendo al colegio, sentarme a la mesa con mi familia a las horas de las comidas,
sin mostrarme ante los extraños como la persona descompuesta que era por dentro. Nunca podréis
obtener lo que yo deseaba conseguir de un hombre. En esta vida, no, desde luego. Morgan fue y será
siempre inasequible.

Esto de criarse en el Sur es algo diferente. Pero sólo en algunos grados. La humedad,
sencillamente, refuerza la prioridad cultural: los hombres, primero. Cuando ingresé en un colegio del
Norte, lo primero que quise compartir con mi compañera de habitación fue mi colección de fotografías
de Sam. A través de él, la muchacha me conocería. Hablé del verano que había pasado al sol con Sam,
y le mostré su anillo de estudiante. Ella me habló de su empleo en el verano. Bueno, me habló,
asimismo, de su amigo, pero comprendí que había otras cosas en su vida. Ninguna de las personas que
yo conocía había tenido jamás una colocación en verano. Cuando apretaba el calor, lo máximo que
sabíamos hacer era tendernos en la playa, e hipnotizar a los muchachos con el brillo de nuestros
aceitados cuerpos. Algo en mí respondía como un tambor a lo que encontré en el Norte. Deseaba que
hubiera hombres en mi vida, pero quería también liberarme de mi temor a su rechazo. Intuitiva e
instintivamente, sabía que el hallazgo de fuentes de vida alternativas, de una satisfacciones sumadas a
las por mí conocidas con los hombres, me liberaría, igual que la hipnosis libera a un ser de cualquier
hechizo.

La mía, no obstante, no es una de esas historias que revelan la belleza y el poder de la


naturaleza, el tallo de hierba que se abre paso por entre las piedras para sentir la caricia del sol. Superar
aquellos años de adiestramiento en los delirios románticos y de necesidad de hombres vino a ser algo
así como avanzar en contra de la naturaleza. Todavía discurren de este modo las cosas.

Una noche, antes de marcharme de la ciudad para ingresar en la universidad, me vi de pronto


en la parte trasera de un coche, en compañía de Morgan. Envalentonadas por los pasos que íbamos a
dar, que nos alejarían de los chicos de nuestra juventud, mi amiga Kathy y yo habíamos telefoneado a
Morgan y a su amigo Steve. Fuimos los cuatro en un coche a un auto-cine… Allí estaba yo, tendida a
través del asiento, en los brazos de Morgan. Me besó, y empecé a dejarme llevar a lo que yo suponía
que sería el cielo, o lo más próximo a éste. Pensé que en aquellos instantes se iniciaba la noche de los
arrebatos y los embelesos, de horas y horas entre cristales empañados por el calor, de interminables
besos y abrazos. Morgan me colocó una mano entre los muslos. Yo me apresuré a apartársela de allí,
enterrando mi cabeza en su pecho; y recé, esperando contra toda esperanza que, al igual que los demás
chicos con quienes había salido, se avendría a mis reglas. Pero Morgan era un dios. Por tal motivo, no
podía pertenecer al grupo de los que aceptaban las normas dictadas por las mujeres.

“Ya lo sabes, Nancy. Lo nuestro no podría ir bien. Tú te niegas a acceder a lo que yo quiero”,
me dijo, utilizando una inflexión amable, con la seguridad de todo un hombre.
Nunca hasta el momento de entrar en relación con Bill, conocí un hombre cuyas reglas
respetara tanto como a las mías, que se comportara con absoluta seguridad en sí mismo.
Probablemente me pasaré el resto de la vida haciendo emes mayúsculas; pero ahora, al menos, ya sé
por qué.

* * *

La sexualidad es el gran campo de batalla sobre el cual se enfrenta la biología y la sociedad.


Nace mucho tiempo antes de que seamos considerados suficientemente adultos para poder jugar con su
espléndido fuego. La madre es el primer regimiento obligado a participar en la lucha. La tarea se
presenta con sorprendente rapidez. Ella es joven todavía; aún no está dispuesta a limitar su propia
sexualidad con objeto de vigilar y acompañar la nuestra. Sean cuales sean los sacrificios que haga,
tanto si procede bien como si procede mal, lo mismo si obra llevada por el enojo que por la alegría, le
guardamos rencor por ello. ¿Qué preso es el que mira con agradecimiento a sus carceleros?

Su trabajo empieza cuando, de pequeñas, nos tocamos los órganos genitales. Ella se apresura
a apartar nuestra mano. “Esto no se hace”, dice. Nos hallamos ante una de las experiencias cruciales
de la vida, y se inicia con un papel que la madre desempeñará a lo largo de toda nuestra existencia,
como la eterna silenciosa a los ojos de su hija, adoptando una actitud de negación con respecto a lo
sexual. Por el contrario, a los hombres se les conduce de otra manera; hay con ellos una afirmación
sobre lo sexual; se les educa para que se muevan osadamente, con libertad. Los hombres no se
muestran como la madre, mojigatos, tradicionales… Suelen ser todos unos robustos pícaros, unos
diablos sexuales, y nosotras esperamos con ansiedad a que llegue el instante de alternar con ellos. Pero
aguardamos siempre con la atenta mirada de la madre posada en nosotras.

Cuando ésta aparta nuestra mano de entre los muslos, cuando, ya de mayores, nos da a
entender con los ojos y el tono de voz, por la actitud y el gesto, que aquello no está bien, se presenta
como lo que la sociedad considera una buena madre. He aquí la consecuencia: aislarnos de nuestros
cuerpos. “En nuestra cultura –manifiesta el doctor Robertiello – las mujeres son educadas para que
esperen que los hombres, de un modo casi mágico, las hagan personas sexuales. Esto es algo que no
pueden lograr por sí solas”. No es de extrañar, pues, que los hombres se nos antojen seres misteriosos.
¿Quién puede comprender a unas criaturas tan poderosas, capaces de conjurar la sexualidad misma?
“Invariablemente –dice la doctora Schaefer – la mujer se expresa así: “El me produjo un orgasmo”. Yo
he de decirles: “Nadie te ha producido un orgasmo. En todo caso, tú eres la que te lo has producido.”
Habitualmente, frases como las citadas se consideran como simples tretas semánticas, a no tomar muy
en cuenta. La mujer cree necesitar un hombre que la despierte a la vida. La pasividad es inculcada y
reforzada.

“Cuando una madre dificulta o interrumpe la actividad sexual de una hija, cumple con una
función normal, de líneas definidas por acontecimientos de su niñez, de poderosos e inconscientes
móviles, y que ha sido sancionada por la sociedad”, escribió Freud en 1915. “Es misión que atañe a la
hija emanciparse de esta influencia y decidir por sí sola sobre una base amplia y racional en qué medida
va a gozar del placer sexual, o a privarse de éste.”

El dictamen de Freud parece ser bastante exacto. Hace recaer la responsabilidad de nuestra
sexualidad sobre las personas a quienes incumbe: sobre nosotras mismas. Pero nos habla de los años
en que hemos alcanzado la edad de decidir, “sobre una base amplia y racional” qué dosis de sexualidad
debemos permitirnos.

Para quienes están entre los trece y los diecinueve años, ese instante no ha llegado todavía. La
inhibición de la madre en cuanto a nuestra sexualidad recrea en cada una de nosotras el mito de la Bella
Durmiente, y un mito complementario se convierte en nuestro futuro: algún día llegará mi príncipe, el
caballero de la deslumbrante armadura, quien hará que despierte mi adormecida sexualidad. Nuestros
padres sonríen ante los jovencitos Lancelotes de rostros cubiertos de acné, pero a nuestros ojos los
caballeros llegan poco menos que montados en nubes de gloria. Nos quedamos prendidas en ellos,
maniatadas, encadenadas y esclavizadas por lo que sentimos cuando nos retienen entre sus brazos. Nos
sacan por cierto tiempo de la prisión, de la espera, del sueño, de la pasividad. Cuando no estamos entre
sus brazos, vivimos sostenidas por nuestras fantasías, hasta que vuelven a tomarnos, para soltarnos de
nuevo después. No estoy hablando del relajamiento del orgasmo sino de la tensión, de la liberación de
un temor: el de que no haya ningún hombre que nos necesite todo lo que nosotras lo necesitamos a él.
Desde luego, esta tensión se halla sexualizada, es en sí misma parte de la rítmica marcha hacia el
orgasmo, pero aprendemos a satisfacerla sin el proscrito clímax. Acabamos por encontrar más alivio
en la certidumbre de que él no nos dejará que en el hecho de notarlo dentro de nosotras. Tal
certidumbre se torna más importante que el mismo orgasmo.

Lo real, la introducción del pene, no se encuentra para muchas mujeres, a la altura de un


anticipado sustituto: la seguridad. Y la estrecha seguridad –el control – es la antítesis del orgasmo, de
la descarga. Después de horas y horas de caricias y besos, las jóvenes se retiran a sus habitaciones con
las bragas completamente humedecidas, pero no permanecen con los ojos abiertos, presas de una
frustración sexual. Dormimos perfectamente en nuestros virginales lechos porque hemos reposado en
los brazos de él todo el tiempo que necesitábamos para creer de nuevo, al menos por una noche, que
“Todo marchará bien”, que “Nunca te dejaré”, que “Te amaré siempre”. Lo que él es, aquello que desea
– lo sexual en sí – no es tan importante como la fantasía de seguridad permanente que nos proporciona.
¿Es de extrañar que tras uno o dos años de matrimonio sean tantas las mujeres que se despiertan con un
desconocido al lado? “¿Por qué me decidí a casarme con él?”

“Yo era sólo una criatura, que se crió en una casa llena de mujeres”, cuanta la actriz Elizabeth
Ashley. “En consecuencia, los hombres fueron siempre personajes misteriosos para mí. Mi madre
había sufrido algunos fracasos, pero, al igual que tantas mujeres de su generación, sentíase impulsadas
a ocultar sus cicatrices. Mostrar el dolor habría supuesto una pérdida de la dignidad personal. Fue
realmente una feminista descollante, de las primeras, fuerte, idealista, valiente. Respecto a mí, se había
fijado una misión: criarme como una persona independiente. Y triunfó en su empeño. Ahora bien,
aquellos misteriosos hombres todavía disfrutaban de un enorme poder.

“En cierto modo, los hombres fueron para nosotras lo que las drogas representan para la
generación actual. A los jóvenes se les dice: “Si lo probáis os convertiréis en drogadictos para
siempre.” Los hombres eran nuestra “locura de mariguana”. Quedaron imbuidos de esta mística,
peligrosa, irresistible fábula. Y la fábula es, desde luego, la piedra angular de cualquier
enviciamiento.”

Los jóvenes de hoy tienden a establecer lazos amistosos con hombres a los cuales diez o veinte
años atrás habrían quedado ligadas inevitablemente por un romántico amor. El cambio es significativo.
Sin embargo, cuando lo sexual interviene, las cifras de embarazos y abortos entre jóvenes de trece a
diecinueve años alcanzan atemorizadoras cotas. Las chicas siguen esperando todavía algo maravilloso,
mágico, místico y de ensueño por parte de sus acompañantes íntimos. Como cualquier miembro de las
generaciones precedentes, piensan que el amor hará que se transforme en realidad la letra de las
canciones. En el negocio del rock es un axioma la existencia de una docena de “superastros”
masculinos por cada cantante del sexo opuesto que destaque: las chicas sueñan con la música, los
muchachos no.

En un reciente estudio, Patricia Schiller, la conocida educadora, revela que las chicas
adolescentes no se muestran inclinadas hacia la lectura de obras pornográficas; tampoco se sienten
excitadas por la visión de unos hombres desnudos o enfundados en unos pantalones muy estrechos. El
mayor estimulante sexual de las jóvenes pertenecientes a todos los grupos socioeconómicos, según la
citada investigadora, es la música… especialmente las letras de las canciones. No es con lo sexual con
lo que sueñan los jóvenes. Es esa desconocida y misteriosa realización que los hombres han de traer.
Por ejemplo, un importante fabricante de vibradores me dice que cuando pone algún anuncio en los
boletines de los colegios, la respuesta es nula. Las mujeres adultas pueden adquirir su producto por
haberlo visto anunciado en las revistas para adultos, pero las jóvenes suspiran por desvelar misterios
que quedan fuera del alcance de un simple aparato.

“Nuestras vidas como mujeres –dice la doctora Schaefer – están llenas de fantasías. Se deja
correr la imaginación al pensar en lo que el padre es, o en lo que la madre dice ser. La imaginación
considera el tipo de hombre con quien una cree que debiera haberse casado y la clase de hombre que es
realmente el marido que se tiene. Se divaga, dejando que la fantasía perfile cómo va a ser nuestra
existencia. Muchas de nosotros acabamos por no ser capaces de acomodarnos a la realidad porque
siempre estamos pensando en lo que debió de haber sido.” El clisé se reduce a esto: el deseo es el
padre para el pensamiento. Quizá fuera más preciso decir que el deseo es la madre del pensamiento.

“¿Cómo sabré que es realmente amor lo que siento?”, pregunta una chica a su madre. “Lo
sabrás cuando lo vivas”, responde ésta. Y luego, un día, asombrosamente, aquello resulta ser cierto.
Al estar entre los brazos de nuestro amante experimentamos una sensación de calor, de cariño, de
felicidad, que no habíamos sentido antes… ¿O la habíamos sentido? Lo más raro es que nos resulta
casi familiar. Nos sentimos penetradas por la fantasmal impresión de haber estado allí antes. Hemos
sabido siempre que esta sensación existía. Simplemente, habíamos estado aguardándola, esperando a
que se presentara. Nos cae bien.

“La causa de que resulte tan satisfactoria la sensación de amor en tales momentos –declara el
doctor Robertiello – radica en que en una del todo aceptable situación heterosexual, la mujer ha
recreado la intensa satisfacción sentida cuando, de una manera semejante, descansaba entre otros
brazos. Esto le ocurrió siendo un criatura y estando entre los brazos de su madre.” Puesto que tal idea
es vagamente desagradable, en cierto modo amenazadora para nuestra identidad de sexo como mujeres,
queda reprimida. Con toda su masculinidad, los hombres pueden darnos momentos en los cuales nos
recuerdan tanto el amor que una vez nos unió a nuestra madre que tememos identificarlos. Entonces
envolvemos la sensación en el velo del misterio.

¡Pero es que ellos nos dan también lo sexual! Fácil es no querer ver el hecho de que las
sensaciones de ternura que vivimos con los hombres se hallan enraizadas en nuestras primeras
experiencias con la madre, cuando nuestras presentes e igualmente reales sensaciones de excitación
sexual arrancan especialmente del ahora: este hombre, este momento, los brazos y el cuerpo de él. Es
importante la diferencia entre las dos ideas. Contribuye a explicar muchas vidas femeninas.

Cuando ambos elementos se hallan presentes –el de la crianza, más el explícitamente sexual-,
el matrimonio o la relación amorosa son calificados de serios, y todo sigue bien por algún tiempo. Si
ese inconsciente primer elemento que aprendimos a esperar de la madre se echa de menos en la
relación, lo señalamos como “meramente sexual”, llegando pronto a su fin. En mi opinión, y de
acuerdo con mi experiencia, una vida, si ha de ser sustanciosa, descansará más a menudo en la
satisfacción de nuestras inconscientes necesidades que en la correspondiente a las demandas del
cuerpo.

“Es propio del pensamiento psicoanalítico de los últimos diez años –declara la doctora
Schaefer – hacer hincapié en la vuelta a una época precedente a la del triángulo edípico. Solíamos
enfocar nuestra atención sobre ello; ahora empezaremos a concentrarla en una etapa anterior, la de la
pareja madre-niña.” Guste o no, en la inmensa mayoría de las familias norteamericanas, la figura
principal para el hijo, o la hija, es la madre. Todas nuestras normas de relación con las demás personas
son establecidas mediante su intervención. “Sea la madre como sea – afirma el doctor Robertiello – es
de ella de quien aprendemos. Es nuestro primer modelo de cómo ser una persona. No sólo aprendemos
a enfrentarnos con la realidad a través de ella, sino que también la utilizamos como modelo de persona
a la cual quisiéramos estar íntimamente ligadas.”

Las mujeres que perciben que a sus madres no les agradan los hombres en general o sus
esposos en particular experimentan una impresión de devastadores efectos. “Si a la chica le agrada su
padre –declara la doctora Schaefer -, la posición negativa de la madre origina en aquélla una situación
conflictiva. La joven no se siente con libertad suficiente para estimarlo agradable al adoptar su madre
una postura contraria, al ver que ésta siempre le está encontrando defectos, siempre está
importunándolo. La hija podría aliarse con el padre, pero daría así lugar a una alianza culpable. En sus
relaciones con los otros hombres, la chica repite a menudo la conducta de su madre: peca a todas horas
de inoportuna, de regañona. El padre no ganaba todo el dinero que hacía falta en la casa; no era tan
inteligente como otros hombres, etc. Esto es lo que la hija recuerda de la vida familiar.”

La doctora Schaefer continúa: “Con frecuencias vemos que los hombres se rebelan contra esas
esposas impertinentes. Y actúan como unos chicos díscolos y rebeldes. Aunque son capaces de actuar
mejor, no lo hacen y sí lo justo para provocar la irritación de la esposa. La joven que se cría en el seno
de una familia de esta clase no ve a los hombres como personas fuertes de las cuales se puede
depender, sino como seres irresponsables, como unos niños que luchan denodadamente contra las
mujeres.”

El caso inverso de este tipo de hija parece ser el de aquellas chicas que se llaman a sí mismas
“hijas de papá”. Estas mujeres se muestran inquebrantables cuando se trata de negar cualquier atadura
o semejanza con la madre. “Siempre me mantuve más próxima a mi padre. Era más riguroso que mi
madre, pero no mezquino…”

¡Claro que no! El seguramente dejaría a un lado todas las desagradables y necesarias tareas,
incluida la lucha titánica por el aseo, con sus forcejeos constantes, confiándoselas a la madre, por
supuesto. A ésta le correspondía la peor parte, incluyendo todo lo accesorio con sus inconvenientes.

El papá es como un dios, no porque se mantenga distante y posea esta atractiva calidad sexual,
sino porque, obrando como los ejecutivos que se valen de subordinados para anunciar las malas
noticias, en tanto que ellos se reservan para dar a conocer ascensos y subidas de sueldos, delega el
cuidado de la disciplina en la madre, quien se ve forzada a privarnos de dinero y de expansiones
cuando somos traviesas, a obligarnos a comer, o a mandarnos cosas que no son de nuestro agrado. Al
regresar el padre a casa, tras el día de trabajo, es posible que hayamos llegado hasta el límite de
nuestras fuerzas con la madre. El se presenta con las manos limpias. Nosotras somos una especie de
postre al final de su jornada laboral. Discutimos menos con él cuando nos dice que hemos de volver a
casa a una hora más temprana como tampoco lo hacemos continuamente por cuestiones baladíes. “De
joven, casi nunca hablaba con mi madre”, me cuenta una mujer de treinta y cinco años. “Era mi padre
quien despertaba mis más importantes sentimientos relativos a mi persona. Junto a él experimentaba
una maravillosa sensación de seguridad. Tan pronto como salía de la habitación, tal sensación se
esfumaba.” Pregunté a esta mujer si había pasado mucho tiempo con su padre. Me explicó que había
estado ausente del hogar hasta cumplir ella los cinco años. El momento más significativo vivido a su
lado fue, según sus recuerdos, el día en que su padre la condujo en coche a la estación de ferrocarril, al
dejar ella el hogar, a sus dieciséis años. Al despedirse le dijo: “Has de recordar que no todo el mundo
será tan afectuoso contigo como lo han sido en casa.” Supongo que ésta era su manera de referirse a la
cuestión sexual. Tan oblicua referencia es su recuerdo más expresivo sobre el tema de la educación
sexual y de lo que ella considera una profunda y elocuente relación con su padre.

“Las mujeres de esta clase –indica el doctor Robertiello – se hacen la ilusión de haber estado
más cerca del padre que de la madre. Es posible que disfruten más de puras y afectuosas expansiones
con él, pero no hay forma de que se acorten distancias. Preguntad a cualquier hombre, el más cariñoso
de los padres, cuánto tiempo pasa en comunicación directa con su hija. La cosa queda reducida, quizá,
a unos diez minutos por semana. ¿Quién puede hablar de una comunicación íntima, significativa,
estrecha y continuada entre padre e hija? Es algo raro, muy raro.” No es de extrañar que a causa de sus
silencios, de sus ausencias y del misterio que envuelve su figura, nosotras podamos hacer de papá el
hombre más maravilloso del mundo. La falta de datos reales sobre él es la circunstancia primera que
facilita la elaboración de sueños.

Es creencia popular que, cuando son mayores, las hijas de papá se desenvuelven mejor con los
hombres. Son “una especie de mujer de hombre”, que tienen más afinidades con el sexo opuesto de las
que lamentablemente carecemos el resto de nosotras. La verdad es que tales mujeres, a menudo, pasan
por momentos difíciles al intentar dar con un hombre que esté a la altura de la imagen idealizada que se
forjaron acerca de la masculinidad, tomando como modelo al padre. Ni siquiera en el caso de que por
arte de magia pudieran retroceder en el tiempo para tropezar con él cuando contaba veinticinco años se
acomodaría a dicha imagen. No daría la medida exacta de tal fantasía.

Todas nuestras auténticas interacciones personales son con la madre. Ella es la persona con
quien elaboramos las importantes cuestiones que constituyen los cimientos de nuestro carácter, de
nuestra personalidad. Nuestra madre es el martillo, y nosotras el yunque… Nuestras discusiones y
acuerdos a la hora de la comida, de la exteriorización de afectos, del aprendizaje del aseo, de la
asimilación de una disciplina, del enfrentamiento con la competencia y la realidad, de la conciencia de
la separación, sirven para forjar nuestras almas.

Si consideramos al padre la crema de la vida, hemos de convenir que la madre representa la


comida cotidiana y las patatas. Es una cuestión de semántica: puede que él nos guste más, pero
estamos más cerca de ella. La madre no tiene su atractivo, pero con ella sabemos con mayor certeza
dónde estamos. La figura de la madre es más familiar que ningunas otra de las que hayamos
encontrado o vayamos a encontrar. Más tarde, cuando demos con alguien –hombre o mujer – que
suscite en nosotras algunos de los sentimientos que nos despertó ella, nos sentiremos atraídas. Incluso
si se trata de una persona no muy agradable, que se comporta mal con nosotras, rechazaremos cualquier
manifestación en contra suya, y diremos de ella que es “simpática”: si es una mujer, haremos de ella
una amiga; si es un hombre, será nuestro amante. Tenemos la ilusión de estar volviendo al hogar.

“He conocido a muchas mujeres –dice el doctor Robertiello – que me han confesado su locura
por el padre, hasta el punto de que llegaron a buscar un marido que se le parecieras. Pero cuando se las
conoce mejor, se encuentra uno muy a menudo con que, independientemente de su apariencia, en el
interior del esposo alienta la personalidad de su madre. La hija de una madre que era fría y narcisista,
pero que le daba suficiente afecto como para despertar en ella sentimientos positivos, contraerá
matrimonio, muy probablemente, con un hombre también frío y narcisista. Del mismo modo como
aprendió a mirar con gran tolerancia esos rasgos de carácter, los tolerará también en el marido. La
joven abriga ideas inconscientes y fantasías en las que ve a éste atendiéndola, cuidándola, semejantes,
por lo estúpidas y alocadas, a aquellas en que aparece su madre cuidando de ella, superando su frialdad
y su narcisismo. Hombre o mujer, nuestro primer matrimonio es, frecuentemente, con alguien que
posee la personalidad de nuestra madre. Si la madre no fue una persona agradable, surge el problema.”

“¿Qué clase de hombre fue mi primer marido?”, inquiere una mujer. “Era tan frío como mi
madre. Incluso hoy, mi hija llama a su padre “La Máquina”. No tengo ninguna razón para mostrarme
alérgica a este tipo de hombre. Mi madre fue mi modelo, de manera que yo estaba habituada a ese
rasgo de carácter. Es como vivir en una parte del país donde el suelo es poco fértil… no se piensa en
ello, porque es todo lo que se sabe.”

Este género de comportamiento, que conduce normalmente a la autoderrota, se da hasta en


mujeres que, convencidas del desagrado que le causan algunos aspectos de la personalidad de la madre,
llegan a tomarla como un modelo negativo: lo que no hay que ser. Por ejemplo, aquí tenemos a una
mujer de veintisiete años que se ríe, conscientemente, del desagradable carácter de su madre, con su
genio de “pequeño sargento”, y, por consiguiente, prefiere pensar que ella se parece más bien a su
padre. Aunque advierte que su vida y sus acciones se contradicen con este deseo ansioso, resulta
incapaz de captar hasta qué extremo las maneras de la madre rigen sus relaciones con otras personas:

“No, yo no soy como mi madre. Me parezco más bien a mi padre. Todas mis amigas
consideran a mis padres como un modelo de matrimonio, porque estiman que su unión es sólida. Sin
embargo, a mí me consta que mi madre es una zorra. La llamamos “el pequeño sargento”. Es
descontentadiza y exigente, y mi padre es la encarnación de la paciencia. Recuerdo haberme reído
muchas veces de la irritabilidad de mi madre, porque me parecía muy irracional. No obstante, yo he
llegado a mostrarme tan irracional como ella con mi hija mayor, en ocasiones por una nadería, por la
pérdida de un rizador para el cabello, por ejemplo. Y veo a mi hija, muy serena, diciendo, con un gesto
de extrañeza: “¿Será posible, mamá?” mientras me observaba yendo alocadamente de un sitio a otro.”

Esta mujer juzga su identificación con la manera de reaccionar de su madre como una especie
de aberración, un detalle “chocante”, que en realidad, nada tiene que ver con la forma de llevar su vida
en conjunto. Pero tales personas reprimen una parte más dilatada de sus modelos de lo que ellas
mismas advierten. “Ella quizá actúe como su madre, en un contexto más amplio y sutil, pero nunca
será capaz de advertirlo –declara el doctor Robertiello -. Toda su historia es una larga serie de
represiones. Se manifestará prácticamente anunciando que actúa como su madre, en tanto que en su
fuero interno se cree como su padre. Las mujeres no quieren creerse a sí mismas en posesión de
aquellos rasgos de sus madres que más detestan, pero son estos rasgos precisamente los que asimilan.
Resulta terrible pensar que una persona ha terminado por hacer suyo todo lo que le repugnaba en otra.
No obstante, las cosas suceden así. Desde el punto de vista terapéutico, éste constituye uno de los más
fuertes shocks.

El hábito de reprender a todo el mundo, por las más nimias causas, es ciertamente aborrecible.
Y se halla arraigado en tantas mujeres que habréis de permitirle que una vez más intente ilustraros
sobre su génesis.
En la presente ocasión, la historia se refiere a una jovencita de dieciséis años. Con todo, el
mecanismo de represión funciona tan poderosamente como en cualquiera de los casos antes
mencionados de esposa o madres. “Espero que nunca llegaré a reprender a mi esposo en la medida que
mi madre reprendía a papá”, dice. “Descubrí en mí tal tendencia en el trato con mi novio. Y no podía
evitarlo, pese a que era el aspecto que más detestaba de las relaciones entre mis padres. Mi novio me
decía: “Me riñes a cada paso exactamente igual que hace tu madre con tu padre.” Me sentí turbada al
escuchar estas palabras. Mi padre y yo estamos muy unidos. El es mucho más comprensivo que mi
madre. Un día me dijo que abrigaba la esperanza de que yo terminara con la fama que tienen de
regañonas las mujeres de nuestra familia.”

Nos encontramos ante una historia clásica. La joven dice que se siente más unida a su padre,
pero su forma de actuar es la de la madre. Es incapaz de acabar con su desagradable hábito, a pesar de
confesar que lo detesta. La proximidad, la identidad sexual, la necesidad de disponer de la protección
de la madre, toda clase de fuerzas contribuyeron a que sea la madre, y no el padre, su modelo. De ellos
toma lo que le gusta y lo que no le gusta.

Las mujeres que ejercen con éxito una profesión se hallan convencidas de haber modelado sus
vidas conforme a las de sus adorados y triunfantes padres. Aportan como prueba de su unión con ellos
su mismo éxito. Han seguido en la vida sus pasos, alegan. Esto es cierto solamente en parte.

En su tesis doctoral, basado en un estudio realizado entre veinticinco mujeres de alto nivel
directivo empresarial, Margaret Henning indica que, en último extremo, todas estuvieron fuertemente
unidas e identificadas con un padre orientado hacia el éxito. Sus madres, en general eran mujeres
convencionales, carentes de espíritu competitivo, no involucradas en cuestiones que se apartan del
hogar. Jamás habían destacado como figuras gigantescas, capaces de rivalizar con las hijas para atraer
la atención del esposo. El padre les había pertenecido desde el comienzo.

Estas mujeres no fueron vistas nunca como hijos sustitutivos; sus padres no creían en la
representación de un determinado papel en el terreno de lo sexual (al menos por lo que a sus hijas se
refería), y así fue como las jóvenes no confundieron la identidad femenina con la idea masculina de que
los esfuerzos y las realizaciones vitales incumben solamente a los hombres.

Y, no obstante, en el curso de mis investigaciones he encontrado una y otra vez mujeres de


este tipo, que, a pesar de toda su serenidad y eficiencia en la profesión (igual que el padre), habían
experimentado un profundo cambio emocional al contraer matrimonio o tener relación seria con un
hombre. Frecuentemente, el cambio se hacía patente únicamente en visión retrospectiva.

“Yo fui siempre la niña de papá”, me explica una de estas mujeres, de treinta y cinco años de
edad. “Le consideraba el hombre más guapo e inteligente del mundo. Cuando llegaba a casa me
colgaba de él, y si salía le seguía siempre, esperando que me invitara a acompañarle. Me hablaba como
si hubiese sido una persona adulta y no como la niña que era… me refería historias del Quijote, o de
los mormones, cuando se establecieron en Utah. No recuerdo que mi madre formulara ninguna opinión
sobre mi estrecha unión con papá. Con respecto a esta cuestión veníamos a ser como invisibles para
ella. Mi madre, de otro lado, era buena y afectuosa, pero yo no quería parecerme a ella cuando fuera
mayor, ni llevar su vida. Saqué buenas notas en mis estudios porque papá me animó constantemente.
Por tener un carácter más inquieto que las chicas de mi edad con quienes me relacionaba, y desear más
cosas que ellas de la vida, me califiqué a mí mismas con la frase “hija de papá”. Esta suponía una
forma de pensar sobre mí misma; implicaba una categoría aceptable en la que yo encajaba. Después de
los estudios medios vinieron los superiores, ya que pretendía tener una carrera. Quería dedicarme a la
enseñanza, como papá. Siempre había figurado entre mis planes el casarme. Y cuando contraje
matrimonio, hace cinco años, todo empezó a cambiar. No me di cuenta de ello porque continué
trabajando. Exteriormente, todo parecía marchar normalmente, pero la verdad es que a cierto nivel mi
trabajo había ido quedando supeditado a mi condición de esposa. A medida que fue pasando el tiempo,
tendía a llegar a una posición en la que mis sentimientos acerca de mí misma, como mujer de éxito,
como persona, se hallaban más ligados a mi papel como esposa. Creo que en todo ello tuvo mucho que
ver la manera como mi madre se comportaba con mi padre.

“Me había pasado la vida negando todo parecido mío con ella, pero cuando me casé ocurrió
algo misterioso. Por vez primera en mi vida, mi relación con mi padre no me resultó igual de fácil que
antes. El no podía ser mi modelo a la hora de pensar en ser una buena esposa. Quien tiene una clara
idea sobre su identidad personal, y su peculiar forma de reaccionar en diversas situaciones, experimenta
un gran sobresalto al observar los cambios que una nota en el matrimonio. De repente, nos vemos
desempeñando un papel que siempre fue rechazado. Pensamos en la manera como se conduce la madre
con el padre… Tal proceso se acelera cuando, a nuestra vez, nos convertimos en madre. Voy a contarle
una cosa chocante y elocuente a un tiempo que me pasó tras el nacimiento de mi hija. Me llamaron por
teléfono del banco para preguntarme por qué había empezado a firmar mis cheques como “Mrs. Philip
Henderson”. Siempre había firmado “Sheila Henderson”. Necesité un poco de tiempo para
comprender que al ser madre ya no era yo, y me había transformado en la madre de Karen, en la esposa
de mi marido, en “Mrs. Philip Henderson”.

Los diferentes papeles que nuestros padres desempeñaron en los primeros años de nuestra vida
explican (o al menos proporcionan indicios sobre ello) el desplazamiento regresivo que muchas
mujeres triunfadoras en el mundo del trabajo experimentan al casarse: la madre empezó a enseñarnos lo
que habíamos de hacer para ser esposas y mujeres mucho antes de que el padre nos instruyera sobre los
pasos a dar para tener éxito en una profesión. Nuestra manera de conducirnos en el trabajo y en el
ejercicio de una u otra carrera se encuentra relacionada con los esquemas de comportamiento y
sentimientos asimilados relativamente tarde. Estas ideas son más conscientes, pueden ser barajadas
más racionalmente, que las necesidades nacidas de nuestra relación con la madre, perteneciente a una
etapa anterior. “El padre puede ser el modelo a seguir para el modo de conducirse en una oficina –
señala el doctor Robertiello -. Ahora bien, en cuanto a la forma de tratar con un hombre, de actuar en
casa, de estar con un amigo, de comportarse en el dormitorio, hay que atenerse a otras estructuras, las
que se basan en la madre, las que arrancan de normas emocionales básicas. Las mujeres consideran la
vida de la madre como el modelo a seguir, pensando en lo que percibieron en su relación con el padre.
Hay que sustituir a éste por los otros… La cosa no cambia tanto.”

Si la madre fue ratonera y masoquista, es posible que nosotras seamos tigresas en el trabajo; en
nuestras íntimas relaciones tendremos que sufrir la compañía de un hombre que jamás contrataríamos
para trabajar en la oficina, al que nunca dedicaríamos voluntariamente un minuto del día. Si nuestra
madre fue dominante y/o simbiótica, seremos así con los hombres. “Esto se ve una y otra vez –señala
el doctor Robertiello -. Después de decir con quién se identifica, una mujer así suele andar a la
búsqueda de un hombre como su padre. Finalmente, se casa con alguien que la retiene con la misma
inconsciente atadura utilizada por la madre.”
Esto constituye una ilustración de lo que Freud llamó la “compulsión repetitiva”. Es una
negativa ante la separación, sustentada por una infantil omnipotencia. El doctor Robertiello lo explica
así: “Se centra en la inconsciente convicción de que la hija puede volver sobre sus pasos y tomar una
madre mala como la que tuvo para hacer ahora de ella una buena… La repetición es debida a la
incapacidad de aceptar que existió con la madre un fallo anteriormente, que no queremos reconocer que
no nos amaba bastante, ni de la forma que deseábamos. En la presente ocasión todo va a discurrir de
manera diferente.”

Este mecanismo explica el poder magnético de “Don Despreciable”, encarnación de esos


temibles hombres que pretenden amarnos, pero que no nos aman. Y el tipo agradable, que nos ama, sin
más, ¿por qué lo juzgamos tan insignificante, por qué estimamos su amor tan poco significativo al lado
de la probabilidad de conquistar el corazón de “Don Error”? Porque el modelo de amor que nuestra
madre “mala” mostró una vez hacia nosotras está reencarnado en el Señor Error. Con éste se nos depara
la segunda oportunidad de conseguir el amor de nuestra vida…, aquél que no logramos ver hecho
realidad la primera vez. ¿El amor de ese agradable chico de la casa vecina? Aquí no existe la menor
probabilidad de que triunfemos; por algo fallamos antes.

¿Quién es exactamente papá? Esto nunca queda bien claro, e igual ocurre por lo que se refiere
a mamá…, y por extensión, a nosotras. El es la misteriosa fuerza exterior, quien “trae el pan a casa”,
quien derrama sobre la familia, como un Santa Claus, las golosinas de la vida: la vivienda, el coche, la
lavadora, las vacaciones del verano, dinero para el lindo vestido, destinado a una soñada ocasión.
Incluso en las casas en que la madre también trabaja, ella contribuye con ingresos menores al
presupuesto familiar. Hay una cosa que ella refuerza por razones personales: la mayor parte de las
mujeres necesitan tener conciencia de que sus esposos son los provisores principales, y éste es el
mensaje que transmiten a sus hijas.

Por otra parte, la madre se mantiene sentada a la puerta de la vivienda que alberga esos bienes.
Es la administradora, la que nos facilita nuestras asignaciones, cuando no nos la retira. Si somos
“buenas chicas”, conseguiremos algunos extras… Es una forma de conducta que le hemos visto
practicar con el padre. Para nosotras también, el dinero entregado por un hombre tiene una
significación superior a la que se asigna al ganado con nuestro esfuerzo. “Es mi marido quien fija mi
asignación”, declara una mujer que ingresa anualmente una cantidad escrita con seis cifras. “El dinero
es sexy”.

El padre es la fuente de la generosidad; la madre se pasa la vida regateando unas monedas. La


madre escudriña las páginas de ofertas de los periódicos, para dar con una venta de copos de maíz que
le permitirá ahorrarse tres centavos por caja. Cuando deseamos pasar unos días en un campamento de
verano que resulta caro, es el padre quien da el sí definitivo. Si vemos una película en la que Steve
Moqueen solicita del camarero la cuenta, y pone luego encima de la mesa, descuidadamente, unos
cuantos billetes sin esperar a que le den el cambio, respondemos a ello con cierto calor sexual. Los
hombres son así; se mueven en un mundo tan amplio que ninguno se impresiona por las cuentas. En
cambio, cuando comemos con una de nuestras amigas lo mezquino es notorio: “Para ti la ensalada de
col, y para Sally el vaso de vino…”

No es de extrañar, pues, que mucho tiempo antes de que se haya planteado la cuestión de
nuestra preparación sexual por parte de la madre, ésta nos haya facilitado un cuadro de la vida en el que
ella aparece como indispensable. Sucede aquí lo que con esas fotografías de las revistas de modas,
donde las figuras masculinas quedan desenfocadas, sin perfiles claros, casi sin caracteres varoniles.
Bueno, su identidad carece de importancia; lo que interesa es lo que dan a las mujeres de las fotos: les
proporcionan una más nítida definición. El vestido anunciado tiene un precio de 200 dólares, pero sin
la compañía del hombre, sin unos cuantos recostados a sus pies, o ayudándola a apearse del coche, la
imagen de la joven embutida en el atuendo sería menos significativa para otras mujeres.

Hoy, nuestro desarrollo nos está alejando de esto. Sin embargo, es posible que la idea de que
los hombres son de vital importancia para realzar cualquier valor propio nuestro se halle entretejida en
la realidad femenina hasta tal punto que muchas mujeres piensen que rechazarlo viene a ser algo así
como negar la ley de la gravedad. Cuando yo digo que las mujeres necesitamos a los hombres, para
que éstos “cuiden de nosotras”, semejante pensamiento parece definitivamente desfasado, anticuado.
Resulta demasiado fácil desentenderse de tal idea si nos atenemos a su significado superficial. Las
mujeres no necesitan a los hombres para que ellos paguen nuestras cuentas o alejen a unos peligrosos
merodeadores. Los necesitamos porque deben cuidar de nosotras, ya que no nos creemos seres
visibles, no sabemos si existimos, siquiera… sin ellos. En estas condiciones, nos sentimos perdidas,
abandonadas, a punto de morir. Somos como unas criaturas que necesitarán la presencia de la madre al
sentirse presas por el pánico y en plena soledad.

“No, no. Insisto: pagaré lo mío”, dice una joven que se nos unido a mi marido y a mí en la
mesa de un restaurante. Pero al examinar el interior de su cartera ve que no tiene dinero suficiente. De
serle posible, el hombre, normalmente, sale de su casa con más dinero del que ha de necesitar, pues
sabe que pueden presentarse imprevistos, y desea estar en condiciones de hacerles frente. Las mujeres
han sido enseñadas a llevar encima el dinero justo para el taxi. Mentalmente, esta joven que insistía en
pagar su consumición se convertía por su actitud en una mujer de su tiempo, responsable. Algo más
profundo, que le fue inculcado en la niñez, labora sin embargo misteriosamente dentro de ella para
quebrantar la citada tendencia.

Lo que produce esta incapacidad para cuidar de nosotras mismas es que las mujeres están
comenzando a comprender que ese “desplazamiento gratuito” que los hombre, supuestamente, les
ofrecen no es ningún privilegio, contrariamente a lo que se pretende hacernos ver.

“Mi novio no dispone de mucho dinero”, dice una chica de dieciséis años. “Le dije que no me
importa pagar mis gastos, pero esto a él le gusta hasta cierto punto. Sale con frecuencia con sus
amigos, lo cual según él no le cuesta mucho. Pero cuando lo hace espera que yo me quede en casa.
¿Por qué no ha de preferir salir conmigo, sumando al poco dinero que gasta con los amigos el que yo le
ofrezco? Pues no, nada de eso. Yo he de quedarme en casa cuando no está de humor para verme…
porque esto es lo que realmente desea significar cuando dice que está en las últimas. Y si salgo sola, o
voy a alguna reunión sin él, se pone furioso.” Si el hombre te deja compartir los gastos con él cuando
le acomoda, la independencia que el dinero ofrece es tan falsa como la calidad de la relación.

Convirtiendo a los hombres en Papá Noel, las madres asestan un tremendo golpe al problema
de la competición entre nosotras. Papá no es esas persona sexual, ese hombre atractivo que las dos
queremos. El es realmente un amable provisor, un tipo imponente y cordial, tan confortable y no
erótico como un electrodoméstico. ¿Qué puede haber de sexual en una persona que se abre paso en la
vida mediante una serie de trabajos que le ponen al borde del ataque cardíaco, que llega al hogar tan
cansado y malhumorado que apenas tiene ánimos para depositar un beso en la mejilla de mamá? Por
otra parte, las madre refuerza la alianza entre nosotras dos: papá no constituye ese premio que las dos
ansiamos conseguir, sino que es un oponente anticuado al que atribuimos hasta rasgos de necedad: “Le
diremos que el vestido ha costado únicamente veinticinco dólares, en lugar de cuarenta y cinco.”

En este bonito y seguro cuadro doméstico que ella presenta existe un enigma. Por una parte, la
oímos afirmar que papá es un hombre agradable, que trabaja mucho por nosotras, añadiendo que le ama
mucho y comentando que componen los dos un matrimonio ideal. Por otro lado, ¿por qué anda ella
siempre con sus pequeños y malintencionados dichos, haciéndole aparecer como un necio? ¿Es que no
se acuerda de que tuvieron una terrible riña la semana pasada? ¿No está él habitualmente enojado con
ella, porque le reprocha que se pasa todo el tiempo en la oficina, o jugando a los bolos con los amigos?
Cuando la madre habla de las compensaciones del matrimonio (en oposición a los peligros de lo
sexual), nos sentimos desorientadas, desconectadas con la realidad. Algunas de nosotras desean
casarse, pero la visión de su matrimonio hace que tal idea se distancie momentáneamente de nosotras.
Algo se echa de menos. Todo lo sexual es problemático, nos dice a cada momento; los chicos, muchos
de ellos brutales, sin ningún refinamiento, van siempre en busca de lo mismo. Somos jóvenes todavía,
pero sabemos ya que la vida no vale la pena de ser vivida sin la excitación que nos producen los chicos.
¿Cómo podemos aceptar las promesas de la madre? Esta nos presenta a los chicos sumidos en una luz
tan peligrosamente atractiva que lo sexual se transforma en tema constante de nuestras reflexiones.

Nos acomodamos a este hecho vital decidiendo que nuestra madre es buena, y nosotras, en
cambio, malas. ¿A quién ha de extrañar que las hijas se queden perplejas, y que se muestren resentidas,
cuando la madre se divorcia y empieza a llevar a casa un hombre distinto cada vez? Estos no tienen
nada que ver con los papás agradables y cómodos que satisfacen nuestras necesidades monetarias…
¿Puede decirse que es una relación sexual lo que ella desea… tras tantos años de estar diciéndonos que
eso es malo, innecesario, peligroso, y que se trata de algo con lo que no debemos enfrentarnos jamás?
Ella ha roto el lazo simbiótico: se halla más unida a la nueva persona que a nosotras. “No me opongo a
mi madre”, explica una chica de quince años, cuya madre ha instalado a su amante en el hogar familiar.
“Me opongo a él… Mi madre le presta más atención que a mí. Cuando sea mayor, querré casarme con
alguien, no me limitaré a vivir con él. No quiero llevar la vida que lleva mi madre.” En su círculo
amistoso, esta muchacha tiene fama de ingenua y antisexual.

Una consejera en cuestiones matrimoniales, la doctora Sonya Friedman, se refiere a un caso en


el que un amante instalado en el hogar provocó una reacción opuesta. “Cuando la madre, una mujer de
treinta y cinco años, llevó a este hombre a su casa, la hija se sintió tan avergonzada que se negó a que
sus amigas continuaran visitándola. Estas le preguntarían, seguramente: “¿Quién es este hombre? No
es tu padre, desde luego… Entonces, ¿por qué duerme en el cuarto de tu madre?” La muchacha no
podía soportarlo. Las chicas poseen un sentido muy estrechamente definido acerca de la moralidad, de
lo que está bien y lo que está mal. No me sorprendió saber que la hija inició muy pronto por su cuenta
una experiencia sexual avanzada.”

Cuando la madre revela que su interés por los hombres no es meramente superficial y
doméstico, como siempre ha afirmado ante nosotras, hurta a aquéllos su misterio. Son seres sexuales, y
nosotras deseamos lo que ella tiene. Repentinamente, se abren, anegándolo todo, las puertas de la
franca competición, con su tremendo caudal. La irritación de la hija es a menudo expresada mediante la
elección de un hombre lo más explícitamente sexual posible, para hacer ostentación de él ante la madre,
y volver a ésta.
La madre no miente deliberadamente. Desea que nosotras repitamos su vida porque así es
como ella se da validez a sí misma. Hace de la vida un misterio porque si supiéramos lo poco que ella
sabe, podríamos no repetir el ciclo; si rechazamos sus decisiones, la madre se sentiría ansiosa y
culpable. “¿Dónde obré erróneamente?”

Una vez más, el deseo es la madre del pensamiento. Según la doctora Schaefer, “la madre se
imagina que su matrimonio, aunque no es perfecto, ha salido bastante bien; su figura, en definitiva, que
es mejor que muchos otros. En caso negativo, ¿por qué se ha sacrificado tanto en su nombre?” Dice
Gladys McKenney, profesora en una escuela de enseñanza media emplazada en las inmediaciones de
Michigan: “Las hijas se dan cuenta perfectamente de la inconsistencia de muchos matrimonios… La
madre se refiere con sus palabras a las bellezas o los encantos del matrimonio en tanto que vive una
desgraciada relación con su marido. Es difícil reconocer en presencia de una hija: “No siempre nos
hemos sentido felices tu padre y yo al unir nuestras existencias.” En las familias que yo trato, situadas
a un nivel socioeconómico superior al término medio –con lo cual aludo a la mayor parte de los
hogares en la población en que enseño – hay un torrente de enojo entre esposos y esposas, que no se
pone de manifiesto. La gente menuda lo sabe, pero todo se oculta, se suprime.” Y se da curso a un
doble mensaje: a veces nos odiamos mutuamente, pero es mejor llamar a esto amor.

El misterio se expande.
Dice la doctora Schaefer: “Una madre dispone tan sólo de un medio para preparar a su hija
pensando en la realidad de su vida con un hombre: ha de ser sincera al referirse a su vida con su esposo.
Si la madre intenta decir a la hija una cosa cuando verdaderamente siente o vive otra, tal divergencia da
lugar a las más penosas dificultades. Nos encontramos ante lo que a mí me gusta denominar La Gran
Mentira… Nos vemos apresadas entre lo que nuestros padres dicen y lo que sienten.” Deseamos creer
que la vida con el padre es todo lo agradable que la madre afirma, pero en nuestro fuero interno
sabemos que no hay nada de eso. Nos quedamos con un cuadro suyo de color de rosa, pero sin la
menor idea acerca de la forma de alcanzar esa meta ideal. Todo lo que entretanto sabemos es que
cualquier hombre que no nos haga sentir esa idealizada emoción no es el “Señor Verdad”. Así es como
le reconoceremos cuando por fin haga acto de presencia. El ha de transportarnos a ese mágico lugar de
que nos está hablando nuestra madre constantemente.

Las madres educan a sus hijas como criaturas necias porque creen en la divinidad de la
inocencia. Sexualmente, todas las madres son católicas. Rezan por la inocencia de las hijas al mismo
tiempo que piden, también con oraciones, un hombre para sus incultas e inmaculadas muchachas. Los
guardianes de las vírgenes vestales custodiaban su pureza, sabedores de que el sexo era su
condenación. Nuestras madres nos conservan puras y torpes, sabiendo que aún en el caso de que lo
sexual sea nuestro futuro, supondrá también nuestra ruina. A la luz de tal inevitabilidad, la reflexión
racional e inteligente se derrumba. Prevalece una piadosa creencia: el inocente debe ser perdonado.
Caso tras caso, cuando me he entrevistado con madre e hija, la primera me decía: “¡Oh! Mi hija lo sabe
todo; ha ido informándose en el colegio, hablando con sus amigas, en la calle. No tengo que explicarle
nada.” Pero al hablar con las hijas, de catorce, quince o dieciséis años, he comprobado que sus
conocimientos son fragmentarios. Asusta lo que no quieren saber: toda la verdad acerca de su cuerpo,
de los métodos anticonceptivos… ¿De dónde proviene su aversión a averiguar cosas sobre sí mismas
en un mundo que nunca les ha ofrecido información sexual suficiente?

Nuestras dificultades comienzan con la ambivalencia de la madre. Es duro para ella hablar de
ello; es imposible para nosotras escucharlo. “Nadie te pone al corriente de los sentimientos que
albergarás cuando tengas intimidad con alguien –dice la doctora Schaefer-. Hagamos justicia a la
madre… ¿Cómo puede prepararte alguien para esa enormidad del orgasmo? Muchas mujeres adolecen
de tal falta de preparación que no lo desean. Se resisten. No es que no puedan lograr el orgasmo; se
trata solamente de que les resulta imposible controlar todas esas sensaciones.”

La doctora Schaefer continúa diciendo: “Examinemos el problema pensando en un mujer que


intenta hablar con claridad a la hija. El hecho de que la mujer mayor pueda aceptar ciertas ideas
sexuales –e incluso celebrarlas – no implica que no le asusten terriblemente el relacionarlas con su hija.
El novio de la chica se ha presentado en un coche para salir con ella. La madre sabe que, antes o
después, en el curso de la noche, se detendrán en algún sitio. Conoce también las fantasías que su hija
alimenta en torno a la grata sensación que dan los besos. Pero no pierde de vista que las del chico irán
seguramente más lejos, deseando, por ejemplo, que ella acaricie su pene. ¿Cómo va la madre a
explicar esto a la joven cuando ella misma se siente culpable en tantas cosas referentes a lo sexual?”

“Son muchas las mujeres que no hacen más que formular objeciones acerca de un hombre
hasta el momento en que se acuestan con él –manifiesta Sonya Freidman –. Luego, todo queda
zanjado. Y se ligan a él de un modo inapropiado. El hombre en cuestión asume entonces una
importancia emocional desproporcionada. He aquí a esa mujer, ayer tan serena y racional, poniéndose
de acuerdo con el hombre que significa en su vida tan sólo un flirteo, una aventura amorosa de cortos
alcances, una hoja que se lleva el viento… diciendo hoy, entre sollozos: “Le necesito, le necesito…
¡Sin él moriré!” Confío en que esta manera de discutir vaya desapareciendo. La cosa era terrible entre
las mujeres de mi generación, munidas de tan pocas tretas, y cargadas con un cúmulo de culpabilidades
y/o una terrible “necesidad” de él. Por encima de todo estaba la idea imperativa de que si lo
necesitabas sexualmente tenías que casarte con él.”

“Una de las cosas que ocurren cuando somos algo más maduras –prosigue diciendo la doctora
Sonya Friedman – es que conseguimos que nuestro yo personal permanezca intacto. Se puede gozar de
un hombre física y emocionalmente sin llegar a ligarnos a él, manteniéndonos tranquilamente sentadas
junto al teléfono, aguardando a que suene. Esto es lo que espero que mi hija aprenda: que si posee
algunas virtudes significativas, y una buena opinión de sí misma, como la tienen los demás, no tendrá
necesidad de hacerlo valer para sostener una relación dominada por la idea de que “no puede vivir sin
él.”

Esperamos que el matrimonio nos libere de nuestras culpabilidades sexuales. La contradicción


radica en que mientras que la esposa quiere que el hombre sea fuertemente erótico y mágicamente viril,
para despertarnos sexualmente, nosotras deseamos que haga esto dentro de una estructura emocional de
calor, ternura, afecto y mimo. “¡No! ¿no me toques ahí!”, exclamamos cuando algo que va a hacer
amenaza con sustraer toda ternura de lo erótico. El hombre se siente desconcertado: si ella no cree que
eso sea propio de la relación sexual, ¿qué diablos quiere? Hemos mantenido nuestras manos alejadas
de nuestros cuerpos a lo largo de los últimos veinte años. ¿Cómo vamos a poder decirle lo que
queremos, si nunca se nos ha permitido explorar la idea por nosotras mismas?

Lo que es auténticamente desconcertante y atemorizador es el juicio de la madre al decir de


buenas a primeras que los hombres son malos, que no se debe confiar en ellos, que son como niños
egoístas, que acabarán cansándose de nosotras… Y luego, casi sin solución de continuidad, la madre
pasa a hablarnos ¡del maravilloso futuro que nos aguarda cuando nos casemos con uno de ellos! En
nuestra cultura, una buena madre no admite nunca, nunca, la posibilidad de que la hija se quede soltera.
Tampoco admite jamás la idea de que el matrimonio no sea lo mejor del mundo. El temor y la
desconfianza hacia los hombres que las madres han sembrado en las hijas se reflejarán más tarde en el
trato de éstas con los que conozcan a lo largo de la vida. La faceta amorosa y el consiguiente
matrimonio se hallan condenados al fracaso ya antes de que la primera se insinúe. La chica mira con
rencor a todos los hombres por lo que uno de ellos hizo a su madre, o por lo que ésta dijo que le había
hecho.

Acerca de los donjuanes, las mujeres, justificadamente, formulan un comentario que para la
chica en sí no cuenta: “Ese se acuesta con cualquiera.” Los hombres devuelven el cumplido al decir de
una mujer: “Esa se casará con los primeros pantalones que se le crucen.” Nos despertamos como
sonámbulas, diciéndonos: “Yo no elegí a nadie. Todo fue, simplemente, una parte del esquema. Una
se ve casada, y luego madre de dos hijos; a continuación adquirimos un perro y una casa para pasar los
veranos…”

A los quince años, nosotras, por supuesto, somos unos entes no menos misteriosos para los
chicos. Pero en este aspecto ellos son penetrantes; se dan cuenta de lo cerca que se encuentran todavía
de la dominación y los enredos femeninos: la madre se mueve constantemente a su alrededor. Y
aunque a ellos les puede apetecer en la misma medida que a nosotras la proximidad y el amor, no
quieren saber nada de las restantes cuestiones sostenidas por las mujeres (la madre): unas normas, una
dependencia y un control. Chico y chica se ven mutuamente como huidos de la madre –una alianza
que nos separará de ella para siempre – pero ignorantes de toda relación entre hombres y mujeres, con
la excepción del lazo simbiótico que hemos conocido en casa, procedemos a mantener lo mismo entre
nosotros. “Sed metódicos, constantes”, es una recomendación que proporciona a chicos y chicas algo
que ellos consideran seguridad. Muy a menudo sucede algo parecido a dos bañistas que se hallan a
punto de ahogarse: que se aferran uno al otro mutuamente por el cuello. Habitualmente son los
hombres quienes acaban con el peligroso abrazo. Su mayor ventaja radica en que ellos tienen
alternativas, experiencia en el alejamiento: no necesitan “comprar” una relación a cualquier precio. Su
grito de ahogo –poco antes de dar el portazo – es famoso. Lo que se comenta poco en tales situaciones
es que la mujer también debió de sentirse ahogada. Pero ella habría pagado ese precio…, cualquier
cosa, para mantener la relación en marcha.

Cuando se desvanece lo romántico y la fantasía, cuando vemos a los hombres excluidos y


esfumados su gran misterio, para quedar ante nosotras como lo que somos todos, simples seres
humanos, nos irritamos. Cuando teníamos quince años, nuestra madre nos parecía una persona arcaica;
éramos heroínas sexuales, que pisábamos terrenos que la hubieran aterrorizado de haber estado
informada. ¿Qué sucedió? De pronto, la vehemencia se ausenta de nuestras vidas y comprendemos que
no hemos avanzado más que ella. ¡Somos exactamente iguales que ella!

Esto explica la ira inapropiada que sentimos cuando nuestros hombres nos dicen: “Eres igual
que tu madre.” Podemos pensar que es una deslealtad tomar tales palabras como una acusación, pero
nos atenaza con mayor fuerza el temor a que él nos juzgue tan asexuales como nuestra madre parecía
serlo a nuestros ojos. “¿Qué tal te sienta ser mujer?”, me preguntó mi madre el día en que tuve mi
primer período. Es una pregunta bastante convencional, pero me sentí nerviosa, inquieta, molesta. Yo
no me sentía mujer, y cualquier conversación sobre los temas de la feminidad y la sexualidad entre
mujeres me dejaba perpleja, hacía que me desenvolviera torpemente. Serían los hombres –y no la
menstruación, ni mi madre, ni las otras mujeres –quienes definirían mi feminidad y me ayudarían a
comprenderla. Mientras escribía el presente libro ha quedado confirmado algo que mi cuerpo y mi
alma habían comprendido mucho antes que yo: desempeñar el papel de espectadora pasiva de la vida
de nuestro cuerpo es una decisión que podemos aceptar o no. Las mujeres están comenzando a ver que
la sexualidad no puede ser conferida por cualquier otro ser. Si los hombres siguen siendo un misterio
es a causa de sus intrínsecas “diferencias”, y no porque posean un poder mágico sobre nosotras. Las
mujeres, hoy, son misteriosas para las madres porque todas nos hemos convertido en agentes activas de
nuestra sexualidad.
CAPÍTULO 9
LA PÉRDIDA DE LA VIRGINIDAD
Mi tía Kate estaba esperando la llegada de su primer hijo el verano del año en que ingresé en
la universidad. Mi familia se había trasladado al norte el invierno anterior, y por este motivo yo me
alojaba en su casa de Charleston. Nos hallábamos pintando el cuarto destinado al recién nacido, y
nuestra conversación versaba sobre la inminente boda de mi mejor amiga, en cuya ceremonia yo debía
actuar de dama de honor, cuando mi tía, con toda naturalidad, me hizo saber que había ido virgen al
matrimonio. Dado el ambiente –el embarazo de mi tía, la boda, la lejanía temporal de mi madre –,
cualquiera pensaría que a estas palabras siguió una detallada disquisición sobre la vida sexual y los
medios anticonceptivos. No hubo nada de eso.

Yo no formulé ninguna pregunta, pues no pensaba en mí como ser sexual. Y ella me había
dicho todo lo que era capaz de decir, sin sobresaltos, sobre aquel tema. Bueno, añadió que su
virginidad había significado mucho para su marido. La conversación discurrió suavemente, sin
embarazosas interrupciones, sin sermones, como haciendo continuos incisos, entre golpe y golpe de
brocha… Ello respondía a la cariñosa forma con que mi tía quería ponerme al corriente de un hecho
significativo de su vida. Su comentario enlazó fácilmente con mis románticas visiones de lo que tenía
delante, y pronto lo “olvidé” todo. Ahora, al retroceder en el tiempo, puedo ver su mensaje bien
grabado en mi mente.

Si, a diferencia de mi tía, yo no fue virgen al matrimonio, no por ello es menor la deuda que
contraje con ella. Yo había estudiado en un colegio del Norte, como ella; quería ser actriz, y luego
escritora, también como ella. Eran cosas que quería hacer, pero la idea me la había sugerido mi tía. Si
no hubiera tenido a la vista el modelo de su vida, que me ayudó a salir del cálido caldo de cultivo
meridional en que me había criado, hubiera podido casarme siendo tan joven como mis amigas. Su
forma de ser, su aspecto, me permitieron convertirme en ente sexual, en el momento oportuno, y sin
ningún sentimiento de culpabilidad. Esto es lo que le debo.. No me dio una norma, ni una orden para
que me contuviera, sino que supo dotarme de un freno modélico, para que lo utilizara cuando me fuese
necesario. Lo mejor que pueden hacer nuestras heroínas es alargarnos una mano y luego dejarnos
solas; la forma de darles las gracias consiste en desarrollar nuestra personalidad, en ser fieles a nosotras
mismas… Nada de tratar de parecernos a ella. Siempre que corría el séptimo velo virginal ante la cara
de mi amante de turno –tras haberle ayudado a apartar los primeros seis – no era que estuviese oyendo
las palabras de mi tía, sonando con el estrépito de las trompetas del día del Juicio Final: ¡Resérvala!
Ocurría, sencillamente, que no estaba preparada. El ejemplo de su vida era toda la razón que
necesitaba. Mi cuerpo lo había experimentado todo, excepto la penetración final; mentalmente, yo
seguía siendo virgen. La noche en que perdí mi virginidad fue tan significativa y memorable como los
ritos nupciales de cualquier doncella educada en un colegio de monjas.

Una soleada tarde, durante mi primer año en la universidad, abrí accidentalmente un libro de
medicina dejado sobre una mesa por uno de los amigos con quienes salía a veces. En un párrafo de una
de sus páginas se especificaba que una muchacha puede quedar embarazada sin que medie la
penetración. Se decía allí que el altamente activo esperma puede avanzar culebreando por su cuenta
por una cálida y humedecida vagina aunque la pareja haga solamente lo que Steve y yo habíamos
estado haciendo en su coche la noche anterior. Mientras leía aquellas frases, me puse a contar con los
dedos los días transcurridos desde mi último período. Sabía que el siguiente no llegaría.

Era obra del destino que yo abriera el libro precisamente por aquella página. Había dado con
uno de los accidentales boletines que había de marcar mi existencia. Estudié el texto atentamente para
estar más segura, pero en seguida me vi metida en un mar de enrevesados términos médicos. El Gran
Telón había sido levantado brevemente para que yo recogiera un mensaje, bajándose de nuevo. Estaba
embarazada. Me hallaba convencida de ello, así como de que no disponía de alguien a quien dirigirme.
No conocía a ninguna chica que hubiera quedado embarazada. Jamás había oído hablar del aborto
como tema de conversación. Me hallaba locamente enamorada de Steve, pero la idea del matrimonio
quedaba descartada por completo. Eran demasiadas las cosas que tenía que hacer. Incapaz de
enfrentarme con tal alternativa, sentí que el pánico se apoderaba de mí.

En ningún momento se me ocurrió llamar a mi madre. Sólo podía recurrir a ella si me hallaba
en el fin del mundo. No podía soportar la visión de un gesto de ansiedad en su rostro, y para conseguir
esto había un remedio: que no lo observara jamás en el mío. Estuve merodeando por la enfermería de
la universidad, deseando desesperadamente saber la verdad. Pero ni siquiera era capaz de componer
mentalmente la frase: “Creo que estoy embarazada. ¡Ayudadme!” ¿Embarazada yo, la presidente de
mi curso, la secretaria del comité de gobierno estudiantil? ¿Qué diría la gente cuando me revelara
como una joven de doble personalidad, una muchacha que deseaba pasar su vida con un miembro
masculino entre piernas, que lo acogía en cualquier parte, en los coches, en la playa, en cualquier lugar
oculto (aunque sólo lo imprescindible) a los demás? Sería expulsada, despreciada. Me quedé
paralizada…

Telefoneé a Steve. Sus palabras, que querían ser tranquilizadoras, fueron perdiendo fuerza a
medida que pasaban los días y mi ansiedad se incrementaba. Me dijo que las probabilidades de
embarazo eran muy remotas: una contra un millón. Yo debía ser esa una que confirmaba el cálculo.
Llevaba seis días de retraso. Al séptimo día, nada más despertarme, vi una hermosa mancha roja en la
sábana. Tuve unos momentos de intimidad con mi Dios: “Gracias, Santo Dios, gracias. Nunca más lo
volveré a hacer.”

Aquel viernes solicité autorización para pasar fuera el fin de semana. El sábado por la
mañana, Steve y yo nos encontrábamos desnudos, uno en brazos del otro, en una cama con dosel
perteneciente a la hermana de uno de sus compañeros, en una vivienda de Beacon Hill. Su pene se
movía entre mis piernas; mi vagina se mantenía cálida y húmeda mientras el intrépido esperma
intentaba una vez más confirmar el cálculo de una probabilidad de fecundación entre un millón de
casos. ¿Habrá algo más estúpido que una virgen de dieciocho años?

Recientemente almorcé con un hombre al que no había visto desde los diecinueve años. Había
leído uno de mis libros, y cuando oí su voz por teléfono sonreí, recordando los días pasados en el gran
lecho de plumas de Kitzbühl, el vino que compartimos, los masajes que nos dábamos mutuamente tras
las sesiones de esquí, y los días en que no esquiábamos en absoluto. Le había amado locamente, pero
cuando en el transcurso de nuestra última noche me habló de matrimonio, poniendo en mis manos una
imagen de Santo Tomás de Aquino (era católico), preferí solamente permitirle que estampara sus
iniciales en mi brazo. Seguía sin querer oír una palabra de matrimonio: estaba todavía empezando.
Pero quería darle algo, así que le brindé mi brazo. Estábamos en la cama, bajo los efectos del vino
ingerido y de los repetidos adioses, y no sé de dónde sacamos la idea de aquel autógrafo entre el codo y
la muñeca. Es lo que más recuerdo del episodio de Kitzbühl y de él… La acción no era propia de mí.

Durante la comida me habló de lo que recordaba mejor. “Casi terminé con tu virginidad. Tú
eres lo que nosotros solíamos llamar una virgen profesional –manifestó mientras consumíamos
nuestros Blody Marys - ¿No te acuerdas de aquella última noche? Casi no te la introduje. De no haber
dicho yo: “Nancy: ¿te das cuenta de lo que estás haciendo…?”

“Pero no llegaste a introducirla –respondí–. Son necesarias dos personas para guardar a una
virgen. Tú eres lo que nosotras, las vírgenes, denominamos nuestro guardián profesional.”

Mi madre me hizo una visita antes de que yo tomara el avión para trasladarme a San Juan de
Puerto Rico, donde había conseguido mi primera colocación, en un periódico de habla inglesa. Llegó
con mi padrastro y dos amigos al teatro de Cabo Cod, en el cual yo había actuado como principiante
durante los tres años últimos de universidad. Había reservado para ellos las mejores habitaciones del
mejor hotel, la mejor mesa en el mejor restaurante, y, por supuesto, les procuré las mejores butacas del
teatro, para la representación de aquella noche. Me sentía orgullosa de mi madre. Era bonita, joven, y
en ningún momento se permitía criticar mis cosas.

“¿Sabes? – me dijo, admirando mi organización, satisfecha de mis amigas, de la vida perfecta


que llevaba -. A Susie le hubiera gustado hacer algo semejante, pero ¡es una muchacha tan
irresponsable!” Mi hermana, mayor que yo, todavía vivía en casa. La preocupación que sentía mi
madre a causa de las dificultades con que Susie se desenvolvía en su vida pareció desvanecerse al
volverse hacia mí. “¡Oh, Nancy! – exclamó, sonriendo, al mismo tiempo que dejaba caer una de sus
manos sobre mi hombro –. Tú has sabido siempre cuidar de ti misma. Jamás estuve preocupada por ti.”

No sé cuándo mi madre y yo nos pusimos de acuerdo en aquel trato. Al parecer, las cosas
siempre habían marchado igual. Yo nunca llevaba mis preocupaciones a casa. Ciertamente, por el
tiempo en que cumplí los veinte años, mi madre y yo habíamos concretado nuestro pacto: puesto que
ella no tenía motivos de preocupación, no se inmiscuiría en mis asuntos. Ya me ocuparía yo de mí
misma. Aquella noche, a la hora de la cena, me presenté en compañía de uno de los hombres que más
me atraían, en esta ocasión un mal actor. Informé que me iba a llevar en coche a Nueva York para
pasar en esta ciudad una noche antes del vuelo a San Juan. Mi madre no me preguntó en ningún
momento dónde me hospedaría en Nueva York, ni si tenía dinero suficiente para el pasaje, ni qué hacía
en compañía de aquel tipo de mala fama, un hombre que, evidentemente carecía de porte y modales
para ingresar como socio en el club de campo. Se limitó a sonreír a mi acompañante tímidamente, y
me dio un cheque por veinticinco dólares cuidadosamente doblado.

“Ahora haz el favor de decirme si necesitas algo”, manifestó mi madre, sabiendo que daría una
contestación negativa. De pronto, en el último minuto, en su rostro apareció una expresión
melancólica, la de todas nuestras despedidas. “¡Oh, Nance!”, murmuró. Me asió con manos trémulas, y
yo le devolví el abrazo con menos calor del que hubiese querido emplear. Me odiaba a mí misma por
no ser capaz de dar a mi madre lo que ella ansiaba. ¿Por qué estos adioses hacían siempre que me
sintiera tan culpable? Me despedí de mis familiares agitando la mano hasta que los perdí de vista.
Luego, me dirigí a Nueva York, en compañía de mi actor. Mi abuelo me había dicho que podía utilizar
su alojamiento en el Plaza. De sus labios no salió una sola palabra previniéndome que tenía que ser
prudente. Yo llevaba colgado un rótulo: “Nancy sabe cuidar de sí misma.” Pero por la noche, el actor
y yo lo hicimos todo, menos aquello…

Compartí mi apartamento de San Juan con dos chicas, ambas vírgenes. La noche del estreno,
alguien llevó una pequeña palmera, de la que colgamos tres huevos vacíos, símbolos de la fertilidad.
Nos reímos mucho, y luego plantamos hiedra en el bidet.

Hacia fines de aquel año, las tres habíamos perdido la virginidad. Nunca hablamos una
palabra sobre anticonceptivos. No había un diafragma en la casa. Una noche me despertó un ruido
procedente de la terraza. Incorporada en la cama, vi a una de mis compañeras de rellano haciendo el
amor con un hombre al que yo no había visto nunca, y que ella tampoco volvería a ver. Mi turno llegó
muy poco después. Bajando por la Avenida Ponce de León a la mañana siguiente, en el autobús,
recuerdo mi sorpresa al comprobar que las pecas de uno de mis brazos, tostados por el sol, continuaban
en el mismo sitio. ¡No había cambiado!

***
Desde las primitivas hasta las más sofisticadas culturas, la sabiduría inconsciente de la raza ha
considerado necesario que los jóvenes fueran confirmados en la asunción de su virilidad mediante ritos
que marcaran su abandono de la pubertad: Bar Mitzvahs, pruebas de caza, etcétera. “Hoy eres ya un
hombre.” En las civilizaciones complejas, lo sexual puede ser aplazado durante unos pocos años. No
obstante, el joven ha quedado señalado: ha llegado el momento de dejar a un lado las maneras
infantiles, y emprender la separación de la familia. Ha esperado ansiosamente esta ceremonia de la
separación durante tanto tiempo que cuando se presenta no abriga la menor duda sobre su valor. Su
madre llora de gozo, su padre se muestra orgulloso, él mismo sabe que ha alcanzado una alta meta.
Cuando se inicie la vida sexual, ésta aparecerá como una consecuencia de todo lo demás.

No existe nada comprobable para las chicas. Ellas no saben de rituales, ni de una formación
paulatina para la feminidad. Nuestra sexualidad no se celebra. Nuestro único acto simbólico es la
pérdida de la virginidad, el cual se realiza en secreto y sin aplausos. Si esperamos a estar casadas, el
acto sexual, como el matrimonio mismo, se proyectan para conseguir lo que debiera exigir años de un
proceso de preparación. Lo que debiera ser un acto de separación se convierte en otra forma de
simbiosis: ahora, después de habernos “quitado” la virginidad, ¿nos amará él siempre, nos llamará
mañana, nos dejará por otra mujer? En vez de hacernos libres, curiosas, experimentadas acerca del
futuro, lo sexual nos llena de una ansiedad regresiva, de una ansiedad postcoital. “Abrázame. Ámame
solamente a mí y yo te amaré tan solo a ti, para siempre, te lo prometo.”

Todas nos acordamos de la primera vez. Recordamos el vestido que llevábamos, la lámpara
que colgaba del techo de cierta habitación, la impresión que producía la tapicería del coche en que
viajamos. Experimentamos el rito de la iniciación. Un acto que nos dice que hemos dejado de ser
niñas, que acabamos de dejar a un lado las normas dictadas por la madre. Somos personas adultas, ya
mayores, con una vida sexual propia… conceptos sinónimos de separación. Pero ésta no es la
realidad.

Aguardamos lo sexual, más que cualquier otra cosa de nuestra vida, para que nos haga
mayores. Es posible que nuestra madre no haya querido que salgamos de casa, que cursemos una
carrera, pero en lo que sus prohibiciones llegan al punto máximo es en lo tocante al sexo. Tenemos
razón al pensar en lo sexual como un paso en el camino de la separación de ella, pero toda la tarea
completa no puede apoyarse exclusivamente en esto. “Por el hecho de no tener otra preparación formal
para la sexualidad –dice el doctor Robertiello- el episodio de la pérdida de la virginidad es para
vosotras una carga tremenda. No puede quedar a cargo de esto todo cuanto la gente le atribuye. La
separación no es un acto físico, como la rotura del himen. Es un acto emocional. Debe comenzar
durante los primeros años de la vida y ser reforzado progresivamente a lo largo del desarrollo. No es
de extrañar que haya tantas mujeres que vayan sintiéndose más y más desconcertadas, perdiendo
interés por lo sexual. Primeramente, todo lo relativo a la cuestión les inspiró mucho temor, y luego
esperaban mucho de ello, sin más. No existe nada capaz de hacerte independiente de golpe.” La
separación no es una cosa que vaya a “pasarte” una noche en el asiento posterior de un automóvil, o
que te sea dada por un esposo en la cámara nupcial, durante la luna de miel.

Sería una bendición para las mujeres que pudieran ser aliviadas de su virginidad con el
nacimiento. Sería ésta una operación simple, que nos permitiría desembarazarnos de un rótulo o
marbete, algo que, más que otra cosa, siembra la confusión en nuestras reflexiones sobre la sexualidad;
el mercado de las novias vírgenes desaparecería de una vez para siempre; a las madres se las aliviaría
de una ansiedad que nada tiene que ver con el corazón, el alma y el carácter de sus hijas. Aquéllas
podrían abandonar su papel de “policías”, desenvolviéndose más fácilmente como educadoras
cariñosas. En vez de pensar que en una noche podemos “perder” un misterioso tesoro escondido entre
nuestras piernas, comprenderíamos, quizá, que nuestra sexualidad queda entre nuestros oídos, y que es
ganada por nosotras solamente.

Cada acción libre, cada victoria sobre el temor y la inhibición, causan en mí un incremento de
valor que me permite actuar con más facilidad en la siguiente intentona. Por consiguiente,
imaginémonos una zona de desarrollo en la cual una persona joven pudiera practicar su sexualidad, y
aprender a sentirse separada de su madre. Idealmente, eso sería seguro, económico, tranquilo e íntimo,
no hiriendo los sentimientos de nadie. La motivación y la actuación habrían de partir de una misma…
Aquí tenemos un placer autosatisfactorio, sin posibles consecuencias para nadie que no sea la persona
interesada: la masturbación. La naturaleza es muy astuta.

Y, sin embargo, Kinsey informó en los primeros años de la década de los cincuenta: “No ha
existido otro tipo de actividad sexual que haya preocupado a tantas mujeres como la masturbación.”
En 1964, la doctora Schaefer, en su estudio sobre la sexualidad femenina, en el que intervinieron varias
psicoterapeutas, descubrió que todas las mujeres consultadas experimentaban una fuerte ansiedad ante
la masturbación. Y la revolución sexual de la última década no cambió tampoco muy profundamente
nuestras ideas. Según las investigaciones realizadas en 1974 por Robert Sorenson, las mujeres se
masturban más actualmente, pero todavía se sienten “a la defensiva e incómodas”.

Tanto si se masturban como si no, el tópico, entre las mujeres, es el de la “carga de ansiedad”.
¿Por qué razón? Dice la doctora Schaefer: “La ansiedad se halla relacionada con una repugnancia a ser
responsable del placer propio, de las fantasías personales, incluso de los propios orgasmos.”

Si no comprendemos por qué no nos masturbamos, no podemos entender por qué no pedimos
lo que queremos en el lecho. Si no nos sentimos libres para tocarnos a nosotras mismas, ¿cómo
podemos abrirnos al placer con otra persona? Cuando siendo niñas, la madre empezó a apartar nuestra
mano de entre las piernas, no insistimos porque nos encontrábamos unidas en simbiosis con ella; lo que
la madre deseaba era también lo que nosotras queríamos.
“Cuando yo tenía seis años”, dice una estudiante de segundo curso, que cuenta ahora
dieciocho, “nunca llegué a relacionar la masturbación y ciertos juegos infantiles con el intercambio
sexual. Me recuerdo tendida boca abajo, extendiendo las piernas y moviéndome rápidamente, hasta
que notaba “una agradable sensación”. No sentía por esto el menor remordimiento, y hasta quería que
mis amigas se unieron a mis prácticas. No relacionaba el placer que me proporcionaba con lo sexual.
De niña, me figuraba que todo se reducía a una rápida manipulación cuando se deseaba tener un hijo.
La primera vez que experimenté un sentimiento de culpabilidad fue cuando me sorprendió mi madre y
me reprendió. Me siento todavía demasiado en tensión para utilizar “Tampax”. El año pasado me
enamoré de un joven de mucha labia, quien al fin me propuso que nos acostáramos juntos. ¡Dios mío,
qué daño! Lo único que me gustó de la aventura fueron sus mimos. El muchacho ingresó en el ejército
y no he vuelto a saber de él. Desde entonces no me he vuelto a permitir expansiones de este tipo con
nadie”.

Esta joven disfrutaba masturbándose hasta que su madre relacionó sus acciones con lo sexual,
diciéndole que lo que hacía era malo. Continuó masturbándose, pero se siente tan inquieta con respecto
a esa parte de su cuerpo que ni siquiera puede utilizar tampones. Si no le gusta tocarse a sí misma,
¿cómo puede creer que le agrade a otra persona? ¿Qué probabilidad se le ofrece de escoger activamente
un compañero para la intimidad? El fue quien la eligió, él la encandiló con sus palabras, él la llevó al
lecho, él le hizo daño, él la abandonó. “Buena chica” hasta el fin, todo da la impresión de que estuviera
ausente. “Lo único que me gustó de la aventura fueron sus mimos.” Esto es, la unión. Una simbiosis.

“¡No puedo vivir sin él”, clama la esposa abandonada. ¿Es esto el grito de una mujer, o de un
bebé? ¿Protesta porque cesa su actividad sexual o bien es que necesita seguir dependiendo de alguien?

Nada extraño, pues, que la mayor parte de las mujeres no piensen en adentrarse en la
sexualidad con los esquemas simbióticos de la infancia. Todo se transforma en una búsqueda de la
vieja unión, aunque sea de un modo sexual y nuevo. “Me alegro de haberme reservado para Steven”,
dice una mujer joven. “La primera vez fue algo maravilloso. Fue como si me hubiese convertido en
parte de él.” Son bellos sentimientos, sinceramente vividos. Pero aquí nos enfrentamos con una
confusión de ideas, dos concretamente. La proximidad a una persona y lo sexual no son términos
sinónimos. Mientras nos obstinemos en mezclar una cosa con otra pondremos en peligro las
oportunidades que se nos deparen para obtener lo mejor de ambas.

Estimo que lo sexual es algo absoluto, un fin en sí mismo. Si “haciendo el amor” logras eso
para ti, has dado con una “prima”, no con la raison d’être de lo sexual. Lo sexual con amor es una cosa
maravillosa, pero también puede ser excitante sin amor o proximidad. Si entramos en el juego sólo
para realzar la unión simbiótica, pronto nos encontraremos con que hemos estado utilizando lo sexual
para asignarle una función que no puede acometer bien. Lo sexual extrae su energía de la conexión de
dos personas; la chispa necesita una cavidad en la que saltar. Si es utilizado como una especie de
jarabe de melaza para mantener juntas a dos personas ya unidas como dos capas de un pastel, es posible
hablar de una unión mantenida, pero lo sexual queda ahogado entre tantas dulzuras.

A pesar de la educación recibida, muchas de nosotras, como mínimo, sentimos un


momentáneo sobresalto ante la perspectiva de la separación. “Experimenté una sensación de poder tras
aquella noche”, dice una mujer. “Me sentí alegre, regocijada, aliviada de una carga”, manifiesta otra.
“¡Fue algo maravilloso!”, exclama una tercera. “¡Había llegado! ¡Por fin era una mujer!” A pesar de
tratarse de frases que constituyen lugares comunes, encierran una terrible emoción; nos revelan el
sentido de la actuación de unas personas que viven sumidas en sí mismas, aunque por unos momentos
hagan lo que quieren, internándose en la morada del temor, contra lo cual ya han sido prevenidas, para
descubrir en ella, en lugar de lo anticipado, una fuente de placer. Están viviendo con arreglo a su
experiencia, no conforme a la de la madre.

Pero esta repentina confirmación del yo es perturbadora. La experiencia del gozo en este
cuerpo, esta piel, estos senos, en mi vagina –la conciencia de una vida interna que es nuestra
exclusivamente – supone algo placentero, pero que también asusta. No hay nada que te induzca a obrar
por tu propia cuenta con mayor claridad que un brote de sexualidad. Aquello nos agrada mucho, pero
instintivamente retrocedemos. Es demasiado extraño para la única identidad que nos han enseñado a
considerar como aceptable para las mujeres: “Yo soy una buena chica, nada sexual realmente, en
absoluto.”

“Después de haber perdido la virginidad, me sentí una persona libre”, dice una mujer de
veintiocho años. “Me sentí más atractiva, pero no alteré en nada mi conducta sexual. Estuve saliendo
con el siguiente amigo hasta nueve meses antes de que nos acostáramos juntos. Todavía no juzgaba
que el sexo fuera grato… Mentalmente me consideraba aún virgen. Cierto es que había tenido relación
sexual con un hombre, pero esto no quería decir que debía esperar a casarme para tenerla.”

Si has sonreído, comprensiva, al leer las palabras de esta mujer, entenderás el resto. Una parte
de ella ha decidido acostarse con un hombre; pero otra parte más importante de su ser ha pensado lo
contrario. Ella todavía quería ser “buena”, atenerse a las normas de la madre, ser amada por rechazar la
sexualidad. Queremos ser mujeres. Deseamos continuar siendo hijas también. Con esta dualidad
vivimos. Lo sexual ha dejado de causar aquí su mágica acción.

El mundo nos ve como mujeres. Poseemos la experiencia sexual del género femenino. ¿Por
qué no la sentimos? ¿Por qué no somos nosotras las personas maduras sexualmente en que soñábamos
transformarnos cuando éramos todavía vírgenes, reservándonos para este glorioso acontecimiento?
Nos apresuramos a confirmar la legitimidad de nuestro título de mujer. Son instalados unos accesorios
teatrales; está naciendo una producción escénica. ¿Quién eres tú? ¿Eres todavía aquella niña que temes
ser? No, yo soy la mujer que es envidiada por todo el mundo, por tener ese marido tan maravilloso, por
esta fantástica casa, por esos viajes alrededor del mundo, por esos seis amantes, dieciséis vestidos de
noche y una familia de postal de Navidad. Algunas de nosotras utilizan también a los hombres y lo
sexual como elementos accesorios, sumando cifras en apoyo de nuestros subjetivos temores de ser un
engaño. ¿Se echa algo de menos en vuestra vida sexual? No, yo soy la mujer que tuvo cuatro orgasmos
anoche, que se relacionó con diecisiete hombres distintos el pasado mes. Y, no obstante, por la noche –
aunque estemos tendidas junto a un hombre amado, y enumeremos las cosas con que hemos sido
bendecidas, y nos digamos que poseemos cuanto puede ansiar una mujer – nuestras vidas continúan.
¿Es esto todo? Entonces decidimos que hemos estado dando a lo sexual un valor exagerado. No
comprendemos que al intentar hacerlo funcionar como una forma de simbiosis, jamás concedimos una
oportunidad a esta faceta de nuestro ser.

El comienzo de la menstruación y la pérdida de la virginidad son puertas que nos conducen al


mundo adulto. “Se llega a la menstruación –dice la doctora Schaefer – mediante un proceso biológico.
Y la pérdida de la virginidad debería ser el paso emocional a la vida adulta”. La menstruación es algo
sobre la cual carecemos de control. La vida sexual, cuándo se da, dónde, con quién y del modo como
asumimos su responsabilidad, son cosas que podemos poner bajo nuestro control. Aunque la mayor
parte de nosotras no lo hagamos.

Yo no digo que exteriormente no digamos que sí; y tampoco afirmo que el hombre nos viola.
A un nivel abierto, nosotras consentimos, pero debe establecerse una distinción entre el consentimiento
que es señal de elección activa y el consentimiento vacilante, pasivo, en el que quizá no haya en
absoluto elección: “No sé lo que quiero; hazme lo que a ti te apetezca.” A primera vista, la mujer elige
a su hombre, decidiendo abrir sus piernas. Subjetivamente, en nuestro fuero interno, nosotras no
examinamos así la cuestión: deseamos sentirnos arrastradas, llevadas. ¿Queremos que nos toque los
pechos? Ni una sola palabra se dice. ¿Nos gustaría que se moviera más rápidamente, o más lentamente?
Continúa el silencio. Nos comunicamos con nuestro amante por medio de la esperanza y la plegaria.
¿Nos agradaría acaso que nos besara entre las piernas? Esta idea es tan perturbadora que no estamos
seguras de desear semejante cosa. Es mejor que nos lleve adonde quiera, que le permitamos colocar
nuestro cuerpo en determinada postura, y nuestras piernas en otra. Todo lo hizo él, no yo.

“Si las mujeres pudieran decir subjetivamente: “Lo decidí yo, y esto es lo que quiero”, y
sentirlo de una manera auténtica, darían un gran salto en su desarrollo –declara el doctor Robertiello –
Ahora bien, esto incrementaría su separación, lo cual es atemorizador” Cuando de niñas nos
hallábamos bajo el techo de la madre, resultaba apropiado estar impuestas de su rigurosidad. No puede
serlo en absoluto que, ya mujeres, de mayores, encontrándonos acostadas con un hombre, nos sintamos
atadas por aquellas normas, hasta el punto de vacilar, de abstenernos de una determinada acción, de no
pedir lo que se ansía.

A la mañana siguiente, preguntamos al espejo: ¿Soy yo ahora una mujer? Nos deslizamos por
encima de esa primera vez, viendo en el episodio un misterio sin aclarar: ¿qué fue lo que echamos de
menos? Nuestro sentido de la elección. No escogimos adentrarnos en lo sexual. Esta experiencia no ha
sido nuestra. Sencillamente, dejamos que se produjera.

“¡Qué desilusión, tras todos los años de espera!”, manifiesta una mujer. “Yo había estado
aguardando algo así como un terremoto. Bueno, pues ni siquiera temblé.” Después de habernos
pasado años diciendo que “no”, decidimos lanzarnos… Damos un salto. Pero volvemos a detenernos.
Es algo así como ser disparadas por un cañón, pero para ir a caer a unos centímetros más allá. Se trata
de una gran decisión que no nos lleva a ninguna parte.

¿Y quiénes son los hombres seleccionados para esta memorable ocasión? Nos hemos decidido
por un chico agradable. Es un muchacho en el que notamos algo familiar; efectivamente, tiene no sé
qué de nosotras: tampoco es muy experimentado. Si por una casualidad nos inclinamos por algún
demonio sexual, seguro que ni él ni nosotras terminaremos siendo la comidilla de la ciudad: él no se
hará el encontradizo mañana para recordarnos nuestra secreta indiscreción, ni sugerirá a nuestras
amigas, ni a nuestra madre, que no somos tan buenas chicas como se dice.

Evidentemente, lo que nosotras deseamos es vivir una experiencia sexual, pero nos decidimos
por hombres que se relacionan correctamente con los demás, que pueden proveer a nuestras
necesidades, que toman en serio su trabajo, que cuidarán de nosotras. He aquí unas razones sólidas,
quizá, para amar alguien, para quererle, para casarse con él, si es esto lo que pretendéis. En cambio, no
significan nada, o muy poco, como criterios determinantes de la elección de un compañero sexual.
Estos son hombres que la madre aprobaría. En efecto: son frecuentemente versiones “en varón” de la
madre. No es de extrañar entonces que le sean gratos. No le hacen aludir a las peligrosas ideas
sexuales contra las que ha ido previniéndonos, y en las que ha preferido siempre no pensar. Las
mujeres declaran, orgullosamente: “Me encogió entre todas las mujeres del mundo.” Cerramos los ojos
al hecho de que hubo ciertas razones que nos impulsaron a nosotras a escogerlo a él.

“Sobre los hombres suele decirse que sólo buscan una cosa”, declara una mujer de treinta y
cinco años. “Jamás se manifestaron así conmigo. Cualquiera hubiera dicho que lo llevaba escrito en la
frente, previniéndolos. Todos sabían que nadie me había tocado, que era intocable. En consecuencia,
ninguno llevó a cabo sus intentos. Después de dejar la universidad, seguí conociendo hombres que no
se esforzaban por lograr que me acostara con ellos. Mi papel fue siempre el de una futura desposada.
Era la mujer con quien ellos deseaban contraer matrimonio. Me imagino que yo era la única virgen
cabal con quien habían tropezado a lo largo de su vida.”

Ciertamente hay hombres que buscan a las vírgenes, igual que los hay que no quieren saber
nada de ellas. Pero aquella mujer presentaba las cosas de modo que podía atribuirse exclusivamente a
la suerte la circunstancia de dar con hombres de la primera clase, y no de la última. Adoptaba una
postura pasiva… Esos tipos no-sexuales, “matrimoniables”, fueron atraídos por la joven; ésta no los
seleccionó activamente. La verdad es que ella se inclinó por “verlos” solamente. Y luego transmitió
señales relativas a su modo de vestir, a la gente entre la cual se movía, a su cuerpo, ropas, lenguaje y
hábitos. De aproximarse algún pícaro de la otra clase, podéis estar seguras de que su elección se haría
menos pasiva y más activa: “¡No!”, respondería la joven si el intruso le pedía que se manifestara.
Todo esto ha quedado olvidado. Pero su historia tomó un giro interesante al continuar ella hablando:

“En cierto momento comencé a sentirme curiosa. Deseaba tener una experiencia sexual. Por
último, conocí a Pete. Pero no tuve ningún orgasmo. ¿Sabe usted lo que me dijo aquel bastardo? Que
era una mujer frígida. ¡Qué despreciable!” Cuando finalmente se decidió por otro hombre, escogió
uno que la calificaba de asexual. Es posible que hoy ella le considere también despreciable, pero la
verdad es que el hombre le dio una satisfacción tan intensa que no puede reconocerla: le dijo que
mantenía su psicológica virginidad a una profundidad tan grande que no había podido alcanzarla.

“¡Ah, si alguien me hubiera dicho lo que yo me propongo decir a mis hijas…!”, continúa
diciendo la misma mujer. “Pienso recomendarles que finjan el orgasmo. Sí. De este modo se perpetúa
la falta de honestidad por lo que atañe a las mujeres, pero eso habría hecho del mío un matrimonio muy
diferente. Voy a decirles: “Mirad… Si él es de esos hombres que consideran terriblemente importante
que vosotras lleguéis el clímax en la relación amorosa, aprended a fingirlo.” Ni una sola palabra acerca
de la necesidad de aprender a decirle a un hombre lo que se quiere, para llegar al orgasmo realmente,
para no tener que fingirlo; ciertamente, ni un atisbo de la verdad: de que vuestra sexualidad, vuestro
orgasmo, son cosas que os incumben a vosotras, y no a él. Nos hallamos ante una escalofriante
historia, la de una madre bien intencionada que no ha aprendido nada en el curso de los últimos veinte
años.

Decidimos permitir a un hombre que nos toque los pechos. Durante años nos hemos sentido
avergonzadas de nuestros cuerpos. Nos han enseñado a cubrirlos. Nuestros pechos no están bien, son
demasiado grandes o demasiado pequeños. Esperábamos que su mano nos proporcionara una
sensación distinta de la que esa parte del cuerpo nos ha dado siempre. Una estupidez.
Un hombre da lugar a una penetración en nuestra vagina, el campo de batalla de nuestras vidas
emocionales; esperábamos que la sensación consecuente nada tendría que ver con nuestras
instrucciones para el aseo, con la masturbación, con la menstruación. Arrogancia. Es seductora su
promesa de placer, pero nuestra vagina ha sido también la fuente de nuestras más grandes
humillaciones y ansiedades. Hacia esta fuente de nuestras más grandes humillaciones y ansiedades.
Hacia esta parte de nuestro cuerpo fue donde casi perdimos a nuestra madre. El temor de tal pérdida
hace que asimilemos sus ideas: la vagina, lejos de constituir una fuente de placer, es verdaderamente
origen de ansiedad, de incomodidades. Fue una dolorosa victoria sobre nosotras mismas, pero así
ganamos su amor. Habiéndonos costado tanto, ¿cómo vamos a decidir ahora privarnos de ello?
Intentamos comprometernos: le dejaremos que toque nuestra vagina, más nada gozaremos con sus
manipulaciones.

Nos acostaremos con él, pero sin llegar al momento culminante de la relación amorosa.
En un momento de reflexión concluimos que su realidad ha empezado a difuminarse. Estamos
convirtiéndole en una sombra, en una proyección. El es más “madre” que amante. Tememos que nos
rechace si le hacemos ver que experimentamos aquellos “sucios” apetitos sexuales y deseos que
disgustaban a nuestra madre. La madre procedió así… Hasta que se los ocultamos.

Nos explicamos todo esto a nosotras mismas como un “delito”, ese vocablo acomodaticio, con
el que simplemente se da un nombre negativo a lo que sentimos, pero sin explicar nada. “Lo
importante aquí –dice el doctor Robertiello- es la sensación existente tras el “delito”. La ansiedad real
es el temor de la mujer de que el acto sexual haya provocado una separación, por su cuenta, que la aísle
de su educación, haciéndole adquirir una responsabilidad en cuanto al rumbo de su vida. Llevar a cabo
lo tradicional es siempre más fácil. Dar con un nuevo camino, intentar ser independiente, resulta
difícil. Para la mayor parte de las personas, seguir atadas a sus necesidades de la infancia es
vergonzoso, lo más vergonzoso del mundo. Entonces entra en juego la palabra “delito”. Es un vocablo
que da un aire serio, de adulto, a la infantil ansiedad.”

No nos sentimos culpables, sino temerosas… Sentimos el temor de habernos apartado de la


chica que nuestra madre quería que fuéramos. Sentimos el temor de que si ella se da cuenta, enojada,
incrementará la separación o la ruptura, y ya no nos será posible volver sobre nuestros pasos. Nos da
miedo la separación.

Por ejemplo: cuando, secretamente, habéis tenido relación sexual con alguien, o habéis ido
demasiado lejos en algún aspecto de vuestra conducta, sintiéndoos “culpables”, ¿verdad que os sentís
mejor cuando al llegar a casa veis a vuestra madre fregando tranquilamente los platos, como si no
hubiera sucedido nada? La inquietud era debida a vuestro yo no separado y seguro de que ella se
enteraría de lo ocurrido. ¿Y cómo podía enterarse? De niñas, sabía siempre cuando teníais hambre,
cuando os habíais orinado… Sintonizaba hasta tal punto con vosotras que hasta podía “leer” en vuestra
mente. El yo no separado teme que todavía pueda proceder de igual modo.

Sigamos… Cuando habéis tenido una relación sexual por segunda, por tercera vez, ¿no es
cierto que la sensación de “culpabilidad” disminuye? La primera vez, la actividad sexual os hizo
experimentar una sensación de separación de la madre. Hemos sobrevivido a esto. Nos hemos
habituado a ello. No era tan malo… Efectivamente, los placeres sexuales resultaban tan gratos que
compensaban… Al tener por segunda y tercera vez una relación sexual vemos que no se incrementa
nuestro grado de separación. Simplemente, llevamos a cabo una repetición al mismo nivel, por cuya
razón no nos sentimos tan culpables.

Introduzcamos ahora un nuevo elemento. Digamos que estamos viviendo dos relaciones
amorosas al mismo tiempo. Una vez más sentimos la familiar punzada de “culpabilidad”. De nuevo
nos sentimos aliviadas al llegar a casa y comprobar que nuestro amante/esposo se encuentra
tranquilamente sentado en un sillón, leyendo el periódico, como si no hubiera pasado nada. Nuestro
grado de separación ha sido acentuado por haber tenido una relación sexual de naturaleza más
“prohibida” que la anterior; de nuevo nos sentimos tranquilizadas al ver que el mundo no ha llegado a
su fin. No es que suframos una culpabilidad postcoital; padecemos, realmente, una ansiedad de tal
carácter. Lo sexual nos ha impedido ser aquella buena chica que la madre amó tiempo atrás. Como el
temor es algo que flota libremente, es posible que no lo asociemos con la pérdida de aquella madre de
la edad temprana, aprobadora de todo. Efectivamente, lo relacionaremos, muy probablemente, con el
temor a la pérdida del hombre, del respeto que nos debemos a nosotras mismas, de nuestras amigas o
compañeras de habitación (si hemos sido demasiado explícitas en lo sexual)… Todo se reduce a eso, a
una pérdida, y otra, y otra…

Aquí no se habla de moralidad sexual, ni de si es juicioso vivir dos relaciones amorosas al


mismo tiempo. Esto es algo que pertenece a la esfera de lo privado. Lo que es común en la mayor
parte de nosotras es el temor a la pérdida de la persona amada, a causa de que nos asalta la idea de que,
en virtud de algo misterioso, aquello en que andamos inmersas no es ningún secreto. La verdadera
culpabilidad radica en la conciencia, y una nota si alguien está o no enterado de las propias andanzas.
La ansiedad de la persona no separada denota que se siente miedo de que él esté enterado. “Lo verá en
mis ojos.” Tememos perderlo.

En un estudio dirigido por la socióloga Ira Reiss, de la Universidad de Minnesota, una joven
de diecinueve años declara: “Yo no estoy haciendo todo lo que mentalmente me permitiría y, sin
embargo, me siento culpable. Pienso que no es nada malo tener relaciones sexuales antes del
matrimonio, pero yo no las he tenido nunca. Me invaden sentimientos de culpabilidad con sólo iniciar
los prolegómenos.” En otro estudio de la Universidad de Minnesota, la doctora Reiss encuentra
fascinantes similitudes entre el acceso a lo prematrimonial y lo extramatrimonial: “Cualquiera pensaría
que sólo en las actividades prematrimoniales se encuentran mujeres técnicamente vírgenes, mujeres
que dicen: “Yo estoy dispuesta a hacerlo todo, menos…”, considerándose a sí mismas vírgenes aún.
Pero la misma cosa hallamos en los grupos extramatrimoniales, en los que hay mujeres que declaran:
“Sí, yo acaricio y beso a ciertos hombres, actuando extramatrimonialmente, pero no consiento la
relación sexual última” Incluso encontramos mujeres que afirman: “He practicado la relación sexual
oral, pero soy fiel a mi esposo puesto que no he cedido al coito.”

Incluso hoy, cuando nos hallamos en las postrimerías del siglo XX, el intercambio sexual
clásico continúa siendo un poderosísimo símbolo. Esto nos sitúa en una nueva categoría. Implica una
ruptura, una pérdida, una separación. En esto radica su emoción; ésta es la causa del temor que
sentimos.

Cuando estábamos aprendiendo a andar, nuestra madre nos ayudaba, y su confianza en nuestro
éxito nos animaba a la repetición. Con respecto a lo sexual, ella también nos comunica sus emociones;
pero esta vez lo que asimilamos de ella es una dosis de ansiedad y fracaso. Nuestras prácticas
masturbatorias, las fantasías sexuales, los placeres de nuestro cuerpo, se convierten en un secreto, y son
reprimidos. Puesto que la madre ha negado siempre que podía crearse una situación competitiva entre
nosotras, no hemos aprendido por experiencia que podemos ganar el terreno que ella no está dispuesta
a cedernos, y que la batalla no destruirá a ninguna de las dos.

Una chica de diecinueve años habla de su madre. Existe una buena comunicación entre las
dos, pero, como nos ocurre a la mayoría, la joven no acierta a detectar qué es lo que marcha mal entre
ellas. “Contaba yo once años”, informa, “y quería llevar sujetador. Todas mis amigas lo llevaban, pero
mi madre se negaba a comprármelo. Una noche, mientras cenábamos con unos amigos, ella dijo en voz
alta, para que la oyeran todos, que era una ridiculez que una chica de mi edad se empeñase en pedir un
sostén. Me sentí avergonzada”. Más adelante, durante la misma entrevista, la joven declara: “Mi
madre es de esas personas que hablan mucho. Allí donde hay un grupo, ella siempre se encuentra en el
centro, atrayendo la atención de todos los presentes. Cuando me presento en casa con un acompañante
mayor que yo, por ejemplo, se apresura a acapararlo. No me deja ya meter baza. La verdad es que me
pone muy nerviosa.”

En la mente de la hija no existe un lazo de unión entre esos incidentes, separados por una
distancia de ocho años. La idea de competición entre ella y su madre es inimaginable. Jamás se la ha
ocurrido suponer que su incipiente sexualidad puede llevar a la madre a sentirse más vieja. A la madre
no le gustaría pensar que adopta una actitud de seducción cuando el acompañante de su hija se presenta
ante ella… ¡Un hombre veinte años mayor que ella! Si se le dijera a la madre que actúa
competitivamente frente a su hija, lo negaría. La crítica máxima que formula sobre el comportamiento
de su hija se concentra en las siguientes palabras: “No es una chica suficientemente responsable
todavía.”

¿Y cómo va a serlo? Cada vez que la joven ha intentado la separación, y ha querido ser una
persona sexual, su madre ha intervenido…, pero negando siempre su interferencia. Sin práctica alguna
en verse a sí misma como una mujer, en intentar averiguar que puede ser sexual y aún así conservar el
amor de su madre, la chica evita la situación competitiva siendo irresponsable. Afirma que cuando
perdió la virginidad no utilizó ningún anticonceptivo. “Ya lo ves, madre”, viene a querer decir con esta
clase de acción. “No entiendo nada de todo esto. Puede ser que este entrando en el mundo del sexo,
pero lo hago tímidamente. No poseo tu experiencia. No te enfades conmigo. Soy aún una niña.”

El auténtico yo no ha nacido. Es vencido. Siempre tienta la regresión al temor. Si permites


que algún límite de tu infancia te impida hacer una cosa a la que sabes que tienes derecho, te sientes
disminuida. Nuestras viejas necesidades infantiles de la simbiosis trepan por aquí y allí, como la
maleza en la jungla; tienes que luchar para mantener despejado el terreno que ganaste la semana
pasada, el último mes, el pasado año. Lo sexual no hace de ti una mujer. Constituye tu recompensa
por haber hecho de ti misma una mujer primeramente.

Y, no obstante, algunas personas carentes de actividad sexual se hallan marcadas por este
mismo hecho como autónomas. “Cuando una chica cree que es demasiado joven para la vida sexual –
dice el doctor Robertiello – y se le niega, nos encontramos con una decisión por la cual autoconfirma
su personalidad. Es un ser más separado que sus amigas, que tienen relaciones sexuales porque todo el
mundo las tiene.” Si decidimos permanecer vírgenes hasta el momento del matrimonio, no porque la
madre o la sociedad no aprueben lo contrario, sino porque la castidad hasta el matrimonio es uno de los
principios de nuestro sistema interno de valores, nos hallamos ante un acto de independencia, mucho
más que en el caso de las chicas que se abalanzan a la cama por temor a perder a su hombre.
La autonomía permite a una chica decir “no” tan significativamente como “sí”. Dice Gladys
McKenney: “Con frecuencia, las chicas que no han tenido relaciones sexuales durante la enseñanza
media, son las que se fijan objetivos bien meditados, como el de cursar estudios superiores. Todavía no
se hallan preparadas para lo sexual, y resisten las presiones de las muchachas de su edad que se
entregan a tales actividades por el hecho de que todas las practican. Las primeras observarán a las
segundas, y es posible que se pregunten qué es lo que hacen sus compañeras, pero sin emplear palabras
de censura. No se tiene la impresión de que se abstienen de lo sexual porque lo temen. Simplemente,
todavía no lo desean para sí mismas…”

Preguntar “¿Qué pensará él de mí mañana?” equivale a depositar el poder en manos de otro.


La pregunta atinada es: “¿Qué pensaré de mí mañana?” La autonomía forja nuestra mente, no
aceptando los valores, guías u horarios de otras personas.

Tendemos a pensar que nuestras amigas, los hombres de nuestras vidas, nuestro colegio,
nuestra universidad o nuestro trabajo, son senderos que nos alejan de la madre, alternativas y fuentes de
apoyo para nuestra independencia. A veces es así; pero a menudo no. La sociedad, los demás, las
instituciones, refuerzan lo que la madre enseñó, sumando sus presiones al inconsciente residuo que de
ella llevamos en nuestras mentes, lo que hace nuestras sucesivas elecciones mucho más difíciles.

He venido insistiendo en que la madre es una fuerza dominante en el comportamiento de la


hija. Ahora bien, las reglas de aquélla no tendrían tanto peso de no mediar la pública sanción. En
efecto, de ésta se vale en primer término la sociedad para acondicionarnos a sus normas. Cuando
abandonamos el hogar e intentamos establecer una estructura moral propia, nuestro jefe, la
corporación, nuestros compañeros de oficina, nuestras amigas y nuestros amantes, con frecuencia,
agravan nuestros conflictos. Todos parecen estar diciéndonos: éste es tu trabajo, éste es tu
apartamento; aquí disfrutarás de amistad, y aquí de relación sexual; lo que tú hagas es cosa que sólo a ti
te incumbe. La confusión radica en el hecho de oír detrás de todo eso el viejo, el familiar mensaje
doble.

Fijémonos en los hombres, por ejemplo. Creemos que son diferentes de la madre, en grado
superlativo. ¿No han estado siempre tratando de adentrarnos en el mundo del sexo, animándonos a
quebrantar las reglas de la madre? Y con todo, ¿cuáles son sus normas? “Los chicos saben hasta
dónde llegarán las chicas”, dice una adolescente de dieciséis años. “Es preciso saber cuándo hay que
decir basta. De otro modo, un chico puede decir de pronto: “Te amo, pero he de dejar de verte.” La
joven no acierta a comprender el por qué de estas palabras. Ha estado haciendo cuanto él le ha pedido,
y ahora resulta que en lugar de comprometerse más con ella, en el momento más inesperado la deja.

Tal esquema es bastante familiar. Puede decirse que el chico necesita más tiempo para
estudiar, para acabar su carrera. Es posible que haya confesado él mismo que se sentía oprimido,
encadenado con aquella relación. Nosotros sabemos que quiere dar a entender algo más, y nos hemos
auto-condenado. En realidad nos ha dicho: Te amo, pero has quebrantado una de mis reglas secretas,
de manera que no pienso seguir queriéndote como hasta ahora. Fuimos demasiado lejos.

A pesar de cuanto haya dicho, lo que él realmente había deseado era alguien menos
amenazador para su socialmente adoctrinado papel: una buena chica. “De soltera, cuando los hombres
insistían en su intento de llevarme a la cama”, dice una mujer que habla por varios centenares de
compañeras, “siempre me negaba, por mucho que me suplicaran e insistieran. Supe en todo momento
que si la relación con uno de aquellos amigos se formalizaba, él terminaría por proteger y amar mi
virginidad más que yo. ¿Y qué hubiera pasado si cedo? Me lo pregunto muchas veces,
inevitablemente. ¿Qué es lo que los hombres desean, una virgen, o una experta?”

Sometiéndonos a dobles ataduras como ésa, exactamente igual que hacía la madre, los
hombres obstaculizan nuestros esfuerzos por dar con nuestro camino propio, en una época en que nos
hallamos experimentando con la sexualidad, en una época, por tanto, en que somos más vulnerables.

En una encuesta realizada en la Universidad de Iowa, la doctora Reiss descubrió que la tercera
parte de las chicas entrevistadas, según ellas, habían aceptado intelectualmente la idea de que podían
tener relaciones sexuales antes del matrimonio, pero sin llevarla a la práctica. Los muchachos con
quienes alternaban y los que eran de su agrado se acomodaban al patrón corriente. Dice la doctora
Reiss: “Esas chicas pensaban que si el hombre tiene una relación sexual, no es sino con prejuicios.
Creían que pensarían menos en ellas, y que terminarían por romper” Si intuimos eso en nuestro
compañero, ¿cómo extrañarnos de que vayamos aplazando el momento de la relación sexual?

La mayoría de los sociólogos con quienes me he entrevistado se muestran de acuerdo en que,


actualmente, los jóvenes aceptan con más naturalidad que sus padres el deseo de las mujeres de ser
independientes y de afirmar su personalidad, rasgos que en otro tiempo sólo en los hombres podían
encontrarse. He aquí un cambio importante. Pero de esto no se sigue que estos mismos jóvenes se
hallen dispuestos a conceder a sus mujeres la igualdad en cuanto a la experiencia sexual. En su
reciente estudio sobre estudiantes, titulado Dilemas of Masculinity, la profesora Mirra Komarovsky
afirma que la mayoría de los hombres se sienten más a gusto cuando son ellos los más experimentados
en la relación amorosa. “Hacer el amor con una mujer de más experiencia que yo es cosa que me
asusta terriblemente…”, manifiesta uno de los consultados. “Haciendo el amor a una chica de más
experiencia que yo”, informa otro, “me sentiría ridículo, menos viril”. La profesora Komarovsky
concluye: “La gran mayoría no exigiría la virginidad en sus futuras esposas, si bien se inclinaban a
rechazar a las chicas “libertinas”.

La definición de libertina, sin embargo, está a tono con el patrón tradicional: “Si tienes un
plan con un chico”, dice una muchacha de diecinueve años, “él te dará a entender que no le importa que
seas virgen o no. Pero cuando encuentran a la mujer que quieren convertir en esposa, ese detalle
adquiere entonces importancia. La mayor parte de los hombres podrían tolerar que una no fuera
virgen; pero siempre preferirían ser el primero”.

Se les dice a las mujeres: “¡Vivimos en un mundo libre, grande y sexual!” Pero habría que
añadir: “sin embargo, es mejor que no os lo creáis.” Una divorciada de treinta y tres años, muy
atractiva, dice: “Aquel hombre me hizo saber durante una cena que le agradaba mucho mi estilo, mi
independencia. Cuando nos dirigíamos a su apartamento pensé que a fin de cuentas vivíamos en el
siglo XX, y no en la época victoriana. Alguna vez tenía que ser la primera… Le notifiqué que me
hallaba dispuesta a acostarme con él. Después de todo, él me había expresado su admiración por mi
sentido práctico… Nadas más acostarnos me di cuenta de que había cometido un error. Fue terrible”.

Pregunté a varios terapeutas sexuales si esta experiencia era desusada. “Siempre me siento
abrumada cuando se da este tipo de cosas en una terapia de grupo –declara la doctora Schaefer –. Un
hombre relata su experiencia, más o menos como usted acaba de hacerlo. “¿Qué clase de mujer es
esa”, pregunta, “que lleva un diafragma en su bolso, por si se le presenta la ocasión de utilizarlo?” Se
siente turbado a medias, pero se ha expresado con sinceridad, y los otros hombres asienten,
comprensivos. “No exigimos que ella sea virgen”, explican, “pero…”

La sociedad apoya también a la madre. Hay una ley en Michigan en virtud de la cual Gladys
McKenney no puede impartir sus enseñanzas sobre control de natalidad en sus clases de estudios sobre
el tema del matrimonio y la familia. “Únicamente puedo contestar a las preguntas que se me hagan”,
declara. “Las chicas saben que la ley ha quedado anticuada y que la forma de ofrecer información
constituye una manipulación hipócrita.”

Pese a la explosión juvenil, las cosas no marchan mucho mejor en los campus universitarios.
“Ni en el campus ni en la población había ginecólogo, ni clínica de control de natalidad”, manifiesta
una joven estudiante de un centro del Oeste. “Recurrimos a la administración una amiga y yo,
solicitando que fuera nombrado un ginecólogo. La dirección, finalmente, se avino a contratar los
servicios, por horas, de un especialista, pero fijó una condición: no podrían prescribirse
anticonceptivos.” En una docena de estados tuve muchas ocasiones de escuchar relatos como el
anterior.

Las jóvenes ni siquiera pueden lograr un buen apoyo por parte de sus compañeras. Estas se
hallan divididas, como cualquier grupo humano, por normas familiares y culturales. “En mi colegio
pertenezco a la Comisión sobre los Derechos de la Mujer”, dice una chica de diecinueve años. “El
campus carece de clínica de control de natalidad, y tienes que haber cumplido los veintiún años o
poseer un permiso por escrito de tus padres para poder recurrir a un ginecólogo en la ciudad. Recibo a
chicas que me dicen: “Tengo este o aquel problema… Pero no puedo entrar en detalles.” Por lo que se
refiere a las enfermedades venéreas, ni siquiera se atreven a pronunciar estas dos palabras. Quise que
una amiga mía se uniera a mí para trabajar en la clínica. “¡Oh, no puede ser! ¡Todo el mundo se
enteraría de que tomo la píldora!”

¿Quién ha de extrañarse, en consecuencia, de que incluso cuando “decidimos” desarrollar una


actividad sexual nuestro bien asimilado No siga con nosotras? Podemos lograr que nuestros cuerpos
hagan esto o lo otro, pero nuestras mentes y el consentimiento emocional quedan rezagados. Así es
como las mujeres se adentran en el mundo del sexo, de una manera peligrosa por todos conceptos, casi
suicida, estúpida. Esto nos dice que no hallaremos la solución a nuestro problema plantándole cara.
Aquí lo oportuno es el arrebato total.

“Una no quiere estar preparada para eso”, declara una chica de dieciocho años. “Lo único que
se desea es ponerse en situación y que todo marche bien, especialmente la primera vez. Se aspira a una
auténtica espontaneidad. Una quiere verse llevada. Hay una clínica particular en la ciudad, donde se
puede obtener consejo y el primer anticonceptivo gratis, pero si te planificas… bueno, esto borra todo
lo romántico.”

El arrebato total no es un fenómeno privativo de la juventud. Mujeres de todas edades lo


consideran -¡sin parpadear! – como una racionalización. “No pude evitarlo” dicen sonrientes, como si
estuviéramos obligadas a admitir que lo han explicado satisfactoriamente todo. Tú eres una mujer
también, ¿no? “Desde luego, yo no quería quedar embarazada”, explica una madre divorciada de treinta
y cinco años, quien recientemente tuvo un aborto. “Bueno, aquello fue grande… Era un tipo
fantástico. No quise pensar en el peligro a que me exponía. Además, me consideraba a salvo de
sorpresas. ¿Cómo pudo pasarme esto? Cuatro días antes había llegado al final de mi período” Cuando
le expliqué que probablemente había entrado en el de más fertilidad, la mujer contestó: “Yo creí que se
empezaba a contar desde el final de la regla.”

Hay canciones para mujeres como estas: “Tú haces que yo te ame (Yo no quise hacerlo)…”
“Me perdí en sus brazos.” “No me culpes”… El mensaje oculto es siempre el mismo: yo no hago
habitualmente esa clase de cosas. No soy esa clase de muchacha. No se me ofreció otra salida. Me vi
arrastrada.

Incluso nuestros sueños diurnos –el más seguro de los posibles campos para jugar con nuevas
ideas – hallan escritos con rasgos simbióticos. A lo largo de más de siete años de investigaciones sobre
las fantasías sexuales de las mujeres, descubrí que los temas predominantes eran la violación, la
dominación, y la violencia. Buenas chicas hasta el fin, nos las arreglamos para que sea otra persona
quien nos lo haga todo.

Quiero decir esto con énfasis: no ha habido una sola mujer, entre todas las por mí
entrevistadas, que me haya dicho que deseaba ser violada realmente. A lo que se aspira es a algo que
sólo está en la imaginación, y que supone un alivio en cuanto a la responsabilidad sexual. Únicamente
la terrible fuerza del bruto puede liberarnos del temor de ansiar la sexualidad que él representa. “Las
mujeres son casi tan fuertes como los hombres –dice la doctora Sonya Friedman – o, al menos, podrían
serlo. Pero les gusta que la disparidad parezca enorme. Su aire de casi total desvalimiento se emplea
para mantenerlas como niñas, sin responsabilidad, necesitadas de atención por parte de otras personas”
No fue culpa nuestra… Si no hubiéramos bebido tanto… Si no hubiésemos perdido el control de las
cosas… Si la luz de la luna no hubiese sido tan brillante… ¡El me hizo aquello!

No son pocas las mujeres que pierden la virginidad, o viven sus momentos de máximo
abandono, con un desconocido, con el camarero del buque en el viaje de recreo, con el guapo intérprete
romano… “Tales mujeres se hallan divididas en compartimientos estancos –asegura la doctora
Schaefer –. Viajan por Europa y viven todo género de aventuras. Luego, de vuelta en casa, vuelven a
ser las buenas chicas de siempre. Puede que en meses no tengan relaciones sexuales con nadie. Alegan
que Europa no es la realidad, que es un país de hadas, que lo sucedido allí no cuenta. Lo que cuenta es
la estancia en casa, bajo el dominio de la madre, donde “vuelvo a ser una buena chica”. Pues sí, han
procedido mejor que las que no han desarrollado nunca una actividad sexual, pero se han permitido
obrar de tal manera porque estaban en un lugar que les permitía continuar manteniendo su
importantísimo lazo de unión con la madre.”

Hoy, las jóvenes tienden a tener su primera relación sexual con hombres a los que están unidas
de un modo emocional. Vera Plaskon trabaja con chicas de trece a diecinueve años de edad en la
clínica Ginecológica y de Planificación Familiar del Hospital Roosevelt. Tiene veintinueve años, pero
se acuerda perfectamente de cómo perdían las chicas su virginidad cuando ella era adolescente.
“Ocurría eso, normalmente, durante las vacaciones –dice – con algún desconocido, y no con el chico
cuyo trato se frecuentaba al regresar al hogar. Ahora, las chicas encuadran lo sexual en una relación o
trato importantes. Se preocupan más de estas cuestiones, si bien no quiero decir con ello que sean más
responsables. Los sentimientos no llegan a traducirse en acciones. Es muy raro encontrar una joven
que me diga: “Me propongo relacionarme sexualmente con un amigo. Dígame qué es lo que debo
usar.” Las chicas prefieren que esto venga por sus pasos, sin pensar en ello por anticipado, para
sentirse más tarde trastornada.”
Incluso una organización científica como la SIECUS (Sex Information and Education
Council of the U. S.) cita el fenómeno del arrebato total como una razón aparentemente válida para
explicar por qué muchas mujeres rechazan el diafragma o la píldora… “…No pueden concebirse a sí
mismas preparadas para el coito en todo momento. Han de sentirse emocionalmente arrastradas para
que éste se dé.”

¡Increíble! Nunca como ahora, en toda la historia del mundo, en ningún momento de ella, han
dispuesto las mujeres de tanta información sobre anticonceptivos. Y, no obstante, la cifra de
embarazos prematrimoniales es hoy más elevada que hace veinticinco años. En la década de los
cincuenta, Kinsey se encontró con que el veinte por ciento de las mujeres que sostenían relaciones
sexuales antes del matrimonio quedaban embarazadas. En unos estudios más recientes, de una
generación posterior, Zelnik y Kantner hallaron que este tanto por ciento ascendía a treinta. ¡Un
aumento del cincuenta por ciento en la cifra de embarazos no deseados!

“Todas las mujeres se encuentran informadas acerca de la anticoncepción. Al menos pueden


estarlo, si tal es su deseo –dice el antropólogo Lionel Tiger –. En nuestra obra titulada The Imperial
Animal, Robin Fox y yo comparamos el mostrador de los cosméticos con el de los anticonceptivos.
Las mujeres parecen perfectamente capaces de aprender a manipular los veinticinco mil diferentes
productos cosméticos que hoy están a la venta, y que pueden ser empleados en millones de
combinaciones sobre distintas partes de sus cuerpos. Pero con frecuencia dan la impresión de no saber,
o no querer, aprender a usar los productos anticonceptivos, que requieren un manejo más simple.
Cuando uno analiza tal comportamiento, se diría que existe algún impulso extraño que arrastra a estas
personas a realizar acciones a menudo alejadas de sus planes racionales.”

Existen muchas explicaciones, desde luego, cada una de ellas lógica y suficiente a primera
vista, para justificar la falta de decisión o de destreza en el uso de los anticonceptivos. “Si has sido
educada para representar un papel pasivo –dice la educadora Jessie Potter – no te sentirás dispuesta a
emplear un diafragma. Si a las chicas se les enseña a no tocarse nunca, el día de mañana se valdrán con
torpeza de los anticonceptivos. Si se las acostumbra a pensar que la relación sexual es bella sólo
cuando el hombre adecuado aparece y se ocupa de una, serán educadas para la espera, impidiendo que
se sientan responsables de sí mismas.”

Otras explicaciones relativas a la no utilización de los anticonceptivos residen en los actos de


rebelión, en los motivos religiosos, en el empeño de quedarse embarazada para casarse con el hombre
deseado, o para probarse una misma que puede concebir un hijo. Los chicos aseguran a las muchachas
que son capaces de controlarse, de practicar la retirada a tiempo. Muchas mujeres sienten una gran
fobia por los anticonceptivos. La doctora Helen Kaplan, psiquiatra de la clínica Payne Whitney, afirma
que las mujeres manifiestan una profunda e inconsciente tendencia a desear ser fecundadas por el
hombre que aman, lo que corroboran los especialistas en la materia consultados posteriormente. El
caso es que todas estas explicaciones se acomodan, inseparablemente, con la necesidad de las chicas de
verse arrebatadas por los acontecimientos… Es una necesidad que todos los investigadores
profesionales de la sexualidad mencionan, sumándola a cualquier otra razón específica facilitada por el
hombre o la mujer.

“Para comprender el terrible poder y el anhelo que suscita en las mujeres dicha necesidad –
declara el doctor Robertiello – hay que tener en cuenta que nos hallamos ante un método para evitar a
separación. Si la mujer nota que existen fuerzas que la dominan, se encuentra confirmada en su papel
de dependencia. Si carece de poder, nunca será suya la culpa si se han quebrantado las reglas de la
madre, cuyo amor, por tanto, continuará conservando. Verse arrebatada supone un escape de la
libertad. Esto dice a la muchacha que aunque haya habido un intercambio sexual, la culpa no ha sido
suya. Ella no quería ir en contra de la madre. No se le ofrecía otra salida.”

Desde el mismo día de nuestro nacimiento llevamos en nosotras algo de lo que la sociedad
denomina el varón. Es nuestra concupiscencia. Nuestra madre hizo siempre cuanto pudo para
contenerlas. Al crecer, nos confió tal tarea. Ser una persona sexual significa hallarse “fuera de
control”, como un animal, como un hombre. Etiquetadas para ser “femeninas”, evolucionamos
teniendo miedo a nuestra concupiscencia. Aprendimos a controlarnos, a ejercer un control férreo,
sobre nosotras, sobre él, sobre la situación.

A los hombres les resulta muy difícil comprender los problemas de las mujeres con el control.
Un joven se siente desconcertado ante el temor de su acompañante a ser manoseada, ante su resistencia
a que haga lo propio con él. “Las chicas de sexto grado se sienten horrorizadas cuando un muchacho
pretende valerse de un dedo para tocarlas –explica Jessie Potter –. Intento explicárselo al chico: “Piensa
que puede comprenderlo porque se toca el pene cada vez que orina, y en muchas otras ocasiones. Los
chicos se masturban unos frente a otros, pero esta clase de exhibiciones no existen entre las muchachas.
El espera que su acompañante sienta el mismo deseo suyo. Indico a la joven que ha de comprender que
lo que quiere el chico no revela ningún rasgo que le perjudique, que no es ningún “bruto” por sentir
tales apetencias. Y que no la menosprecia, en absoluto. Son dos seres que se encuentran, pero como si
procedieran de distintos planetas. Al empeñarse él en tocar los senos de la muchacha y ella encogerse,
no hay forma de hacerle comprender esa actitud. No sabe que a la chica se le ha estado diciendo
durante toda su vida que todo lo suyo es absolutamente privado. Entonces, el joven se siente
rechazado. A continuación, en una defensa instintiva, para resarcirse de su decepción y recuperar su
orgullo, califica a su acompañante de frígida. Ella, no entendiendo por qué la hicieron inclinarse
siempre hacia la reserva, se ve como una persona incapaz de amar.”

Muchas jóvenes sienten un tremendo temor: creen que si nos permitimos ser personas sexuales
acabaremos siendo también promiscuas, unas “golfas”. ¿Por qué había de empeñarse la sociedad/madre
en poner cadenas de diez toneladas a lo sexual si esta actividad no fuese titánicamente dominante y
peligrosa? Si en una ocasión cedemos, si levantamos todas las prohibiciones, nos convertiremos en
“sexoadictas”. “Padecemos una obsesión de tipo cultural –dice el doctor Robertiello – al imaginarnos
que la sexualidad es un apremio tan potente que vence a todas las fuerzas restantes. Los hombres no
temen a esta fuerza sexual, ni a la pérdida de control. Ellos ganan puntos por ser sexuales. Este no es el
caso de las mujeres.”

Lo que conocemos mejor es una relación controlada. Podemos decir que queremos que el
hombre sea más fuerte, más brillante, más alto, y que deseamos ser dominadas en el lecho. Esto no
significa que no deseemos controlar al hombre. Todo lo que sabemos acerca de la intimidad, la forma
de conseguirla y de conservarla, lo aprendimos teniendo a la vista el modelo materno, las relaciones de
la madre con el padre… y con nosotras. El control de ella evidenciaba su interés. A algunos hombres
no les importa que les hablemos de un lazo eterno, pero otro con sólo oír esto huyen como conejos
asustados. Para ser justos con los dos sexos, hemos de convenir que muchas mujeres no se hallan
impuestas de la manipulación que implica el control. “Si yo te importara realmente…”, decimos.
Sintiéndose culpable, él hace lo que nosotras le pedimos.
Quizá la madre fuera una persona mansa y retraída. Puede haber alegado no saber nada acerca
del empleo del dinero, dejándolo todo en manos de papá. Pero nosotras sabemos que tenía una forma
de conseguir lo que quería y obligar a su marido a hacer lo que a ella se le antojaba. Esto tenía que ver
con el mismo hecho de su aparente falta de poder, de su condición femenina. Ya sabemos que en tanto
seamos vírgenes dispondremos de una forma de control y poder personales.

“A mí me daba miedo acceder al sexo”, dice una estudiante de último curso. “Temía que, una
vez recorrido todo el camino, se acabara mi influencia sobre él. De no poder contenerlo, perdería su
control. Una vez accedes al sexo, ignoras si eras tú o la conquista realizada lo que más importaba;
cuando estás creciendo, el noventa por ciento de las veces predomina la segunda.”

Cuando se incrementa la experiencia, no por eso disminuye nuestro temor al desbordante


poder de lo sexual. “¡Oh, no! Las reglas de la adolescente no afectan a mi vida sexual posterior”, dice
una mujer de veintiocho años. “Cuando empecé, empecé de veras. Pero he sido siempre monógama.
Es una especie de autoprotección. Una sólo dispone de una manera de protegerse, que es la de vigilar
su comportamiento… si no quiere que todo se le vaya de entre las manos.”

Mientras nos alejamos de la zona de control de la madre, y se permite al hombre penetrar


gradualmente en nuestra vagina, en un ritual de paulatina pérdida de virginidad, hacemos un trato:
establecemos con aquél un pacto semejante al acordado con la madre: si te permito que me toques ahí
tendrás que prometerme que no me dejarás nunca; si rechazo las leyes de la madre por tu causa, y
renuncio a mi poder como virgen, habrás de prometerme que nada me sucederá y que cuidarás de mí
como cuidó ella.

Se opera para el hombre sea constreñido a asumir la gestión protectora de la madre ausente.
Continúa la simbiosis. No es necesario que el prohibido sexo, la fuente de muchas iras hasta donde
nuestra memoria alcanza, nos destruya. Juzgamos a los hombres muy poderosos, les tenemos por seres
autosuficientes, pero podemos utilizar el sexo para controlarlos. “Al rehusar lo sexual –dice Sonya
Friedman – la mujer se hace con la mayor fuente de poder.”

“Mi primer amante y yo estuvimos unidos durante año y medio –explica una mujer de treinta
años -. Yo no quería casarme con él, pero tampoco deseaba que me dejara. Mi poder para retenerle
arrancaba de lo sexual. Nunca, anteriormente, me había sentido con fuerza para nada. Ahora, gracias a
la actividad sexual, me desenvolvía bien. No del todo, quizá, pero era igual. Tenía un poder indudable.
Los hombres siguen a nuestro lado por obra del sexo.”

Para la mujer, el precio que ha de pagar es elevado. Para mantener nuestra posición, hemos de
controlar nuestros deseos en primer lugar, atesorando concupiscencia como un avaro atesora su dinero,
no gastándola nunca en el placer. “Cuando estoy en compañía de un hombre, pasando con él un fin de
semana –dice una mujer de veintisiete años – parece como si me encontrara en el cielo mientras nos
hallamos en la cama. Pero el lunes por la mañana, la grata sensación se desvanece y siento como si
hubiese perdido algo. Estoy entonces en una débil posición con respecto a él, y no puedo evitarlo:
inicio toda una serie de maniobras para averiguar cuándo voy a verle de nuevo. Me irrito conmigo
misma, pero no puedo evitar el proceder así.” Lo paradójico del caso es que habiéndonos
desembarazado del control de la madre, no nos sentimos felices sin él. Anhelamos establecer algo
semejante con el hombre. En tales circunstancias, no nos procuramos un amante. Nos limitamos a
cambiar de madre.

Mis propias ideas sexuales son diferentes de las que defendía hace diez o quince años, por lo
que es de suponer que se produzcan dramáticos cambios en el comportamiento de las jóvenes de hoy y
en sus actitudes respecto de la virginidad. Hasta la actitud de mi madre –inquebrantable durante toda
mi vida – ha sido afectada por lo que ha visto y leído, y quizá, sobre todo, lo que ha influido en ella han
sido las actitudes de sus vecinas, aquellas cuyas hijas entraron en la vida sexual en la década de los
sesenta. “Cuando tu hija huye a San Francisco – manifiesta el doctor Sydney Q. Cohlan -, o queda
embarazada, o se casa con un hippy, o se vuelve drogadicta, no tienes más remedio que aceptar algunos
de los cambios producidos en el estilo de vida de su generación, si pretendes mantener una relación con
ella. Es posible que no te gusten tales cambios, pero ahora es más fácil que los aceptes, puesto que ves
a tus vecinas aceptándolos a su vez.”

Seguramente, de perder hoy mi virginidad, en vez de ocurrir en la década de los cincuenta,


saturada de tabúes sexuales, me habría comportado de otro modo. “En 1963, solamente el veinte por
ciento de las adultas se mostraban conforme en mantener relaciones sexuales en determinadas
circunstancias antes del matrimonio –me dice la doctora Ira Reiss –. Esto se supo a raíz de una encuesta
a escala nacional… En 1970, la cifra había aumentado hasta el cincuenta por ciento. Si hoy
volviéramos a realizar esa encuesta, estoy convencida de que más del cincuenta por ciento de los
padres darían su conformidad a dichas relaciones en algunas circunstancias.”

Por consiguiente, no me quedo sorprendida cuando el ginecólogo Sherwin A. Kaufman me


dice que las madres que le consultan ahora se hallan más afectadas por la posibilidad de que sus hijas
queden embarazadas que por la cuestión de la pérdida de la virginidad. “Han llegado a aceptar que una
chica que estudia una carrera superior – declara – antes de llegar a graduarse puede haber tenido una
experiencia sexual. Se trata de una idea en la que no querían ni pensar hace diez años. Y aunque el
doctor Kaufman se apresura a añadir que las mujeres de Nueva York que le consultan pertenecen a una
particular subcultura, me pregunto si estas madres liberales estarán o no a tono con lo que sienten los
estudiantes de dieciocho a veintitantos años, de uno a otro confín de los Estados Unidos. Ellas
pertenecen, asimismo, a una particular subcultura.”

“Lo que ha cambiado han sido las actitudes –dice Wardell Pomeroy -. El cambio real es más
de aproximación que de práctica. Es mucha la gente habituada a hablar más que a actuar. De este
cambio de actitud arrancará luego el de la conducta, en lo que la gente hace (y no en lo que dice hacer).
Pero esto no se ha dejado ver todavía con significación estadística. Las personas no cambian con tanta
rapidez. Evolucionan con ciertas normas e ideas, pero se requiere algo más que una película o un libro
para que se produzca un cambio de comportamiento. Es un proceso gradual dentro de varias
generaciones, y no una sola.”

Es preciso consultar las estadísticas dentro del contexto. En los Estados Unidos viven
actualmente más de 200 millones de seres, es decir, el doble que hace cincuenta años. Cuando el doble
de cierto número de personas hace algo, nos inclinamos a creer que “todos” hacen lo mismo, que algo
nuevo está en marcha. Es, simplemente, más visible. Estamos cambiando, pero no con tanta rapidez.
Actualmente se habla más de lo sexual, hay una aceptación general del tema. Antes, las muchachas
privadas de la virginidad hacían de ello un secreto. En la actualidad participan en discusiones sobre el
tema ante las cámaras de la televisión. “Hoy todo es distinto”, nos decimos unas a otras.
Gladys McKenney recuerda que no hace muchos años, una estudiante de enseñanza media se
habría negado a admitir que había perdido la virginidad. “Desde luego, algunas se negaban a hablar,
pero acababan confiándomelo todo en privado –declara -. No podían mostrarse sinceras entre sus
compañeras. No querían ser juzgadas por ellas. Esto es, aproximadamente, el caso inverso de lo que
sucede en los grados más avanzados. El semestre pasado, en mi clase había un grupo que hablaba
abiertamente de la forma de gozar en las relaciones sexuales. Las chicas que lo componían
consideraban que era un error contraer matrimonio con un muchacho con el cual no se hubieran
acostado antes. Había otro grupo integrado por muchachas que yo sabía que poseían poca experiencia
sexual. Estas no dijeron nada porque no querían revelar su ignorancia. Lo que ha cambiado, ¿se da
cuenta?, es la franqueza de quienes desarrollan actividades sexuales. La pérdida de la virginidad ha
dejado de ser un estigma. Pero esto no quiere decir que tal hecho no sea un episodio importante en la
vida de la mujer.”

Dice una chica de diecinueve años: “Lo importante, en lo que atañe a la pérdida de la
virginidad, es que se dé a este hecho relieve, es decir, que una no se inicie en las prácticas sexuales por
casualidad.”

Ardemos en deseos de desenvolvernos con la máxima facilidad en cuanto a lo sexual. Como


madres, no queremos que nuestras hijas crezcan con nuestras inhibiciones sexuales. Nosotras
cambiamos nuestras actitudes y pensamos que ellas cambiarán sus vidas. Las vemos comportándose
con muchos menos sentimientos de culpabilidad que hubiéramos soñado hace diez años, y nos
identificamos más con su generación que con la nuestra. Hablamos de mustiosgarmos y de
bisexualidad; declaramos volublemente que las cosas tan primarias y emotivas como la pérdida de la
virginidad han quedado anticuadas, que pertenecen al pasado. Pero pese a nuestras actitudes, y a las
poses de persona liberada que adoptamos, nuestras hijas no nos creen. Todavía se sienten incómodas
cuando traemos a colación el tema del sexo. Nos sentimos dolidas. ¿No hemos hecho acaso un enorme
esfuerzo para comprender su mundo? ¿No hemos ido a su encuentro, recorriendo nosotras más de la
mitad del camino?

Una madre que formula tales preguntas lo hace con toda la sinceridad de que es capaz, pero
una vez más confunde la diferencia entre actitud y sensación interna. Puede ser que las chicas presten
atención a las palabras de la madre; pero lo que a ellas les interesa saber es lo que retiene en lo más
recóndito de su mente. Nuestras ideas acerca de nuestros cuerpos, nuestro erotismo y nuestros límites
sexuales son hasta tal punto una parte básica de nosotras mismas que es posible que no estemos
impuestas de su forma de determinar las cosas que decimos a nuestras hijas. A nosotras nos la
comunicó nuestra madre; y a ella la suya. Cuando hablamos a nuestras hijas de lo sexual, o cuando
desarrollamos tal actividad, lo que sentimos es una mezcla de lo viejo con lo nuevo, de lo que nuestras
madres sintieron y de lo que a nosotras nos gustaría sentir.

Un estudio realizado en la Universidad del Estado de Illinois permitió concluir que apenas
existía correlación entre lo que los padres presentaban como sus actitudes sobre el tema sexual y la
descripción que las chicas hacían. Sin embargo, existía una elevada correlación entre la manera de
percibir las jóvenes a sus padres y la forma en que éstas se comportaban. Por ejemplo, si una chica de
diecisiete años decía: “Mis padres son muy poco permisivos”, con frecuencia incurría en un error, pero
la misma muchacha tampoco lo era mucho. Y si una chica de dieciocho años declaraba: “Mis padres
son altamente permisivos”, de nuevo la interesada podía equivocarse, pero ella, muy probablemente, se
manifestaba muy permisiva. He aquí la conclusión: la percepción de la permisividad de los padres
resulta más importante en la predicción del comportamiento de una chica que las palabras que aquéllos
puedan decir. Claramente se observa que si una hija piensa que su madre –independientemente de lo
que diga – se muestra permisiva en cuanto a las relaciones prematrimoniales, la hija, probablemente, lo
será en alto grado.

Si la madre ha intentado sinceramente cambiar de actitud, la hija gana con ello cierta libertad
para experimentar, para ver hasta qué punto la madre realmente siente lo que dice. Si la chica es
valiente, afortunada, y logra alguna aprobación por parte de la sociedad y de sus amigas, es posible que
trate en principio de deshacerse de las viejas inhibiciones sexuales. En su momento, la realidad vendrá
a reforzar sus nuevas ideas: de esta forma se vive de modo más fácil, más felizmente. Luego,
cualquiera que sea el terreno ganado, esto puede transmitirse a las descendientes. He aquí el proceso
“entre generaciones” mencionado por el doctor Pomeroy.

Algunas madres son capaces de ello. Para la mayoría no es fácil. Cuando al retraso de que
habla Pomeroy –la distancia que media entre el comportamiento y la discusión sobre la libertad sexual
– le sumamos el aún mayor retraso originado en nuestro interior al considerar si lo que hacemos está
bien, es evidente que debe de haber muy pocas madres tan integradas en los tres niveles que sean
capaces de enviar a su hija un mensaje detrás del cual ésta no descubra los viejos y más familiares
tonos de ansiedad: si esas ideas hacen que mi madre se ponga nerviosa, ¿hacia dónde debo inclinarme?,
¿hacia lo que dice, o hacia lo que siente? Veamos un ejemplo:

Dos chicas están informadas sobre el uso de la píldora. Una de ellas la toma sistemáticamente
cuando va a vivir una experiencia sexual. Cuando, tarde o temprano, entra en el dormitorio, lo hará con
el temor a quedar embarazada disminuido (por lo menos). La otra chica no la toma, o la toma
esporádicamente. La estadística dice que ninguna de las dos es virgen y que figuran entre las liberadas
de los años setenta. Pero la cualidad de su experiencia sexual es totalmente distinta. ¿Por qué? Porque
la actitud de la primera chica hacia el sexo, su comportamiento y sus sensaciones actuaron
conjuntamente. No habiéndose enfrentado con ningún doble mensaje conflictivo, se sintió libre en la
decisión de tomar la píldora. En las sesiones terapéuticas dedicadas a las madres solteras es demasiado
frecuente el caso de las que conociendo, desde luego, la píldora, no la utilizan, o la utilizan
incorrectamente. Estas jóvenes han adoptado una actitud mental respecto del sexo. En su fortaleza,
son enteramente distintas, mucho más juiciosas.

“En su fuero interno, las madres de las chicas que acuden a la Clínica de Planificación
Familiar –dice Vera Plaskon – son contrarias a la relación sexual a edad temprana. Al mismo tiempo
(son gente de la clase media) desean estar “a la moda”. Por tanto, estas madres reviven sus fantasías
sobre lo que les habría gustado haber hecho, o lo que harían de ser sus hijas hoy. Introducen tales
fantasías en las mentes de sus niñas antes de que éstas se hallen preparadas. “Hazme saber cuándo
deseas tomar la píldora”, dicen a su hija, de trece años. No se detienen a pensar que la chica quizá no
esté preparada adecuadamente para oír esto. Puede decirse lo mismo de un modo mucho más sutil. Es
posible que la madre no se dé cuenta de que comprando a su hija los vestidos más seductores y
modernos, y algunos cosméticos, está empujándola a actuar como a ella le habría gustado haber
actuado de joven, antes de advenir la revolución sexual. Aparte de tener a la chica viviendo su fantasía,
está el espíritu competitivo de la madre con la hija, más su personal sentimiento de culpabilidad por lo
que ha hecho. Puede que eso sea inconsciente, pero para la hija resulta muy confuso.
Recientemente, tuve ocasión de hablar con una muchacha que goza de mucha libertad, pese a
sus quince años. Riendo me decía que su madre le estaba indicando a cada paso que cuando necesitara
un anticonceptivo se lo hiciera saber “¡Debía usted de haber visto la cara que puso cuando
verdaderamente lo necesité!”, exclamó la joven. La mayor parte de las muchachas no son tan libres, ni
acogen con risas este tema. No saben qué hacer. Y, finalmente, hay muchas que desean realmente que
su madre les diga “¡No!” y que se lo diga de corazón. No pueden barajar todas estas libertades a los
quince o a los diecisiete años, su evolución, y con frecuencia la de la propia madre también. La joven
no sabe qué es lo que la madre desea de ella, y la madre no se conoce a sí misma. En el ánimo de la
madre liberada de Manhattan se localizan muy a menudo las mismas dudas y ansiedades que he visto
en mujeres recién llegadas de América Central y América del Sur, el corazón de la cultura machista.
Son sentimientos con los que no se ha avenido todavía, en realidad. Por tanto, manda el contradictorio
mensaje a la hija: “Estamos en los tiempos modernos. ¡Haz lo que te plazca!” Pero cuando la joven
llega a casa a las tres de la madrugada, la madre se indigna y le chilla, diciéndole que se conduce como
una golfa.

“Es muy inconsciente el inexpresado deseo de la madre de que una chica goce de una
sexualidad que ella no conoció –dice el doctor Robertiello-. Con frecuencia existe como un concreto
aviso contra eso, lo cual es una especie de sugestión a la inversa. Por ejemplo: una muchacha habla del
chico con quien ha salido y confiesa que les ha faltado poco para llegar a la relación sexual. La madre
sonreirá –dando el mensaje no verbal de aprobación – pese a montar luego en cólera y decirle a la
muchacha que le romperá la crisma si alguna vez da el paso decisivo.”

Un doble mensaje como este mina nuestros poderes de razonamiento y no nos facilita ninguna
línea clara de separación. En nuestro desconcierto, no sabiendo qué camino seguir, nos sometemos. O
nos dejamos arrastrar por el hombre o volvemos junto a la madre. Ni una ni otra es una elección
autónoma. Se trata solamente de una necesidad de depender de alguien. Escuchamos los
contradictorios mandatos de la madre, y actuamos dentro del verdadero estilo simbiótico, conforme a
ambas mitades del conflicto en que se debate aquélla. Somos un día “buenas”, y decimos que no al
chico. Somos “malas” el siguiente, y quedamos embarazadas. ¿Qué más puede querer la madre?

Pregunto al doctor Robertiello cómo es posible que una madre transmita a su hija un mensaje
para que quede embarazada. “El embarazo y el intercambio sexual –me responde él – son a menudo
confundidos y ligados en las mentes de la gente. Quedar embarazada es una prueba, desde luego, de
que la chica se ha acostado con alguien. Si usted tiene treinta y cinco años, es casada y lleva seis meses
de embarazo, aquí no hay una idea sexual. Pero si una muchacha tiene una amiga que queda
embarazada, digamos que a los quince años, puede interpretar la luz que aparece en los ojos de su
madre: desde luego, esa chica está dominada por el sexo, es mala.”

Si la madre nos dice que no está segura de que dos más dos sean cuatro, nosotras sonreímos,
manifestando que sobre tal cuestión no abrigamos la menor duda. En el campo de la aritmética, al
menos, nos hallamos separadas de ella. Si sus palabras acerca de nuestra amiga de quince años,
embarazada, son negativas, pero descubrimos en sus ojos un luz de excitación, nosotros
correspondemos a esa excitación. Pese a todos nuestros temores reales y actitudes en cuanto a la
posibilidad de quedar una embarazada, en nuestro fuero interno comprendemos que la cosa no es tan
mala. Hemos aceptado los deseos inconscientes de la madre y actuamos de conformidad con ellos,
como si fuesen nuestros.
En un estudio en el que figuraba un grupo de chicas que recurrieron a la clínica anticonceptiva
de su campus, y otro de jóvenes que no procedieron así, la doctora Ira Reiss descubrió que las primeras
resultaban mucho más atractivas para los hombres que las otras, algo así como el doble. Aquéllas
estimaban que tenían tanto derecho como los hombres a iniciarse en las cuestiones sexuales. “Lo que
hace la píldora –manifiesta la doctora Reiss – es dejar la elección en manos de la joven. Es como si se
le dijera: “Mira, si no quieres tener relaciones sexuales, estás en tu perfecto derecho, pero habrás de
sacar a relucir otra razón, aparte de la del temor a quedar embarazada, para explicar tu negativa. De
eso estás ya a salvo. Vas a optar por un camino u otro sin falsos pretextos.”

Al inclinarse por el uso de la píldora, la interesada pone muy de relieve su voluntad de persona
integrada. Las chicas de la clínica están diciendo con su conducta que tienen derecho a la relación
sexual. Al actuar conforme a sus palabras, e ir a la clínica a fin de estar preparadas para hacer frente a
las consecuencias de sus acciones, demuestran que sus conductas, actitudes y pensamientos se
corresponden.

En mi opinión, su autonomía queda ilustrada en otra zona en la que la mayor parte de las
mujeres habitualmente revelan una gran inseguridad: no esperaron a que los hombres les dijeran que
eran sexualmente atractivas. Sus acciones me dan a entender que después de haber hecho una
evaluación de sus rostros y cuerpos, y decidir que eran atractivas, se inclinaron a recoger la recompensa
por ello, adentrándose en el mundo del sexo.

Quisiera insistir, sin embargo, en que no era el hecho de acudir a la clínica lo que hacía a estas
chicas más autónomas que las que no lo hacían. Este es un razonamiento invertido, que confunde la
causa con el efecto. Eran mujeres más separadas antes de ir allí. Por eso fueron. No fue la píldora lo
que las hizo autónomas. Su autonomía les hizo decidirse a utilizarla.

En la teoría psicoanalítica se dice que cuando una muchacha sostiene una relación
prematrimonial, sobre todo si resulta de ella una experiencia desdichada o termina con un embarazo, ha
de considerarse como una expresión de rebeldía. Lo sexual es asumido por la chica como una manera
de responder a la opresión, llevando a cabo exactamente lo opuesto a lo deseado por la madre. Este es
a menudo el caso todavía, pero actualmente los psiquiatras juzgan que la rebelión es uno de los
síntomas, no la completa explicación de todo el problema, que es la falta de separación.

La rebelión no debe ser confundida con la separación. En la medida en que el esfuerzo para
romper se considera no como una agresión por parte nuestra sino como una reacción ante la madre, nos
encontramos aún en un proceso simbiótico. La rebelión se convierte en separación cuanto la meta es la
autorrealización, no mera frustración por causa de algo que la madre desea que hagamos. Dice el
doctor Robertiello: “La rebelión dentro de la familia es con frecuencia un indicio revelador de lo muy
unidos que seguimos a ella. Luchamos contra una persona de la cual debiéramos estar separados hace
mucho tiempo.”

La dificultad para comprender la rebelión empieza con el brillo romántico que el folklore ha
dado a la palabra. Para los investigadores de la evolución humana, tiene un significado muy específico,
relacionado con el tiempo. Cuando somos dos, la rebelión es adecuada. Es la etapa de la negación, por
lo cual pasan las chicas. Otro período de rebeldía se produce en la adolescencia, pero por esta época no
basta con decir “no”. Ciertos movimientos hacia la autonomía han de acompañar a la rebeldía de los
dieciséis años, o bien ésta no es auténtica, y sí, en cambio, un signo de aproximación. Podemos tener
más relaciones sexuales de las que realmente deseamos, o bebemos demasiado, pero al mismo tiempo,
si respondemos a nuestros requerimientos académicos, manejando el dinero de una manera
responsable, puede afirmarse que los elementos rebeldes se encuentran al servicio de la separación.

Pero a los veinticinco, a los treinta y cinco años, la época de la rebelión debía haber quedado
ya muy atrás. Si no nos cuidamos, si no pagamos nuestras facturas, si llegamos tarde al trabajo, si
vivimos una intensa vida sexual sin realmente gozar con ella, la rebelión no es tal, sino falta de
madurez. La persona rebelde que pone el signo menos donde se le pide que ponga el signo más, está
reaccionando, simplemente, ante alguien. No es libre de elegir su camino, de decidirse en contra de
toda discusión. Ha quedado atada, a la espera para siempre. Dame algo a lo cual poder decir “no”…

Observando hoy a las chicas muy jóvenes, envidiamos su desenvoltura sexual, su aparente
falta de culpabilidad. A pesar de cuanto se ha escrito, dicho, experimentando y pensando en el curso de
la pasada década, la mayor parte de nosotras no hemos alcanzado esa especie de sexualidad fluyente
con que las jóvenes actuales parecen haber nacido. Dan la impresión de aceptar plenamente su
sexualidad; “liberadas” es la palabra que se les aplica…, que es otra forma de decir que son personas
separadas.

Nos hallamos ante el viejo problema filosófico de la apariencia y la realidad. Por fuera, ellas
parecen libres, verdaderamente. Dan la impresión de haber ganado en su rebelión contra las reglas
antisexuales que tanto nos sojuzgaron a nosotras. En nuestra lucha por la autonomía, la sexualidad fue
el campo de batalla preponderante sobre los demás. Conquistar en él un grado de libertad resultaba
más difícil que en cualquier otro campo.

Para las que fuimos criadas antes de la década de los setenta, las reglas eran duras y
expeditivas…, sobre todo en lo tocante al sexo. La madre no se andaba con rodeos a la hora de querer
reprimir o inhibir nuestra sexualidad… o nuestra ira, a modo de represalia. No… Este era el claro
mensaje que su actitud nos transmitía. El “no” era reforzado por su conducta. El “no” llegaba a
nosotras como su reacción interior. Ella era toda de una pieza: podíamos acomodarnos a las ideas de la
madre, o bien hacer acopio de esfuerzos y decir: “¡Al diablo contigo, mamá! Lo haré todo a mi
manera” Nos cedía un terreno firme en el cual plantar nuestros desafiantes pies. En la etapa de la ira y
la riña, la separación entre la madre y nosotras gana en definición. Es posible que no hayamos
conquistado la autonomía, pero al menos sabemos donde nos encontramos.

Si hubiésemos sido educadas de una manera demasiado permisiva, la separación hubiera


podido llegar a ser difícil. Las reglas son vagas y flexibles. Raras veces se le prohíbe tajantemente a la
chica educada permisivamente que haga esto o lo otro. A nosotras, simplemente, se nos ofrecían
alternativas de superior atracción. De esta forma, nuestros propios deseos eran manipulados y
utilizados en contra nuestra. No se nos decía que no volviéramos a jugar con el desagradable chico de
la casa vecina. Cuando aparecía en el horizonte, nuestra madre nos llevaba a la tienda para comprarnos
un helado. Si nos expulsaban del colegio, el hecho, por supuesto, era muy de lamentar; pero fácilmente
se encontraba otro centro de enseñanza en el que hubiera una mayor tolerancia para las niñas de nuestro
particular temperamento. Si quebrantábamos las reglas impuestas por la madre respecto del sexo (si es
que existían), no se hundía el mundo. Incluso si insistíamos en nuestra porfía por clarificar la
diferencia (separación) que había entre las dos, nuestra madre, una vez más, cambiaba rápidamente de
terreno y se unía a nosotras: “¡Oh! ¡Me alegro tanto de que te sientas con libertad suficiente para
expresarme tu enojo! ¡Es una cosa muy saludable!” ¿Y cómo puede una separarse de alguien tan
pegado a nosotras y que nos demuestra tanta admiración? El enojo no conseguirá una de sus
principales funciones: separarme de ti. Nunca conseguirás una clara negativa; nunca dispondrás de un
terreno firme desde el cual arrojar a la otra persona por la borda.

Es difícil… Amamos a nuestra madre, pero ahí está ella, rodeándonos. Queremos separarnos
de ella (aún no utilizando la palabra siquiera), pero no podemos adoptar una decisión ante el problema.
Si pretendemos irnos a la India, ella nos pagará el pasaje, y nos recordará que debemos telefonearle
cuando queramos emprender el viaje de regreso. No habiendo tenido nunca autorización, no sabemos
cómo optar por ello. La gente educada permisivamente carece de experiencia en cuanto a las
relaciones separadas, y, en consecuencia, no las busca. Gravitamos siempre sobre lo que conocemos.
Las chicas permisivas escogen chicos también permisivos, y unos y otros se juntan.

Por encima, esta clase de relaciones parecen más libres, más fáciles que las que se desarrollan
entre personas firmemente definidas. Si él quiere ir al cine y ella a bailar, ninguno de los dos insiste,
ninguno pretende imponerse. No tienen ni que discutir para llegar a un acuerdo: irán a patinar. Es algo
en que ninguno de los dos había pensado inicialmente, pero el caso es que la relación no se ha
enturbiado ni por un instante. Todo es blando, difuminado, borroso, amistoso. Incluso lo sexual se
torna no diferenciado. (No es una coincidencia que la era permisiva sea la era del “unisex”.) Los
jóvenes de hoy no se miran teniendo presentes en todo momento las diferencias de los sexos; no se
contemplan mutuamente como si uno u otro regresara de Marte. Han sido educados para relacionarse
con los otros sin aspavientos de ningún género, sin riñas, sin separación. Todos se conducen con
dulzura, con gentileza, con amabilidad.

“La gente joven que voy conociendo, gracias a Dios, no se muestra tan obsesionada por lo
sexual como la de mi tiempo”, dice la madre de dos chicas, una de diecisiete años y la otra de
dieciocho. “Dan la impresión de ser más naturales en sus relaciones. Mis hijas tratan con muchachos
en plan de buenos amigos. Hoy los jóvenes se tratan más de cerca, intiman más. La pesadilla de la
cuestión sexual no parece turbarles como nos turbaba a las personas de nuestra generación. El sexo no
representa un papel excesivamente importante en sus vidas.”

Por lo que atañe a la amistad y a la ausencia de temores, esto constituye ciertamente un


avance. Pero esta mujer dice algo que es quizá más interesante de lo que puede advertir. Ha indicado
que el sexo no representa un papel excesivamente importante en las vidas de sus hijas…, un hecho que
alivia su ansiedad. Lo que intuitivamente comprende es que la aproximación entre dos seres, el
profundo afecto que puede inspirar un miembro del otro sexo no significa necesariamente que se le vea
a la luz de lo sexual. Si temes, o envidias, la sexualidad de tus hijas, crees que esas evoluciones
“amistosas” son positivas.

Los que se han formado en un ambiente de mimos y consentimiento, sin que se les permita
evolucionar separadamente, pueden en verdad tener relaciones sexuales; pero esto no implica que sean
personas autónomas. Puede representar lo opuesto: que se valgan de lo sexual –cosa que constituye
uno de los métodos de la naturaleza para ayudarnos a crecer – para seguir siendo infantiles, para crear
una agradable y cálida relación con otro ser, similar a la que tuvieron con la madre en otro tiempo, que
nunca superaron y que es todo lo que conocen. Prueba de esto es que tales relaciones “sexuales” entre
los jóvenes, muy a menudo pierden por completo tal carácter; las personas implicadas se transforman
entonces en amigos tiernos, afectuosos, expresivos. O quizá fuera siempre así, en todo momento:
“Antes de perder mi virginidad”, me han dicho muchas mujeres, “me acosté con varios chicos, sin tener
con ellos una verdadera relación sexual. Sencillamente, nos gustábamos mutuamente y éramos buenos
amigos.” ¿Está “libre” de carácter sexual tan incalificado bien?

Dice la doctora Schaefer: “El tipo de unión simbiótica que se observa hoy en jóvenes que a los
trece y catorce años pasan por firmes dilaciones en el proceso de la separación… es una defensa contra
ésta. Se les ve juntos día y noche. Tienden desarrollar una relación de “baja energía”. La simbiosis
anula todo el interés que pueda inspirarles lo que hay fuera del pequeño útero que se han construido.
Se sientan uno junto a otro en una habitación, silenciosos, corteses, amables; esto de estar juntos es lo
que eligen entre toda la variedad de cosas que la vida puede ofrecerles.” Apenas puede hablarse aquí
de una elección real si no han disfrutado de libertad para explorar primero las otras alternativas.

Algunos sociólogos han llegado tan lejos como a sugerir que los días de doble Standard
pueden estar llegando a su fin. Esto es también un beneficio, pero si la monogamia es establecida sin
posibilidad de elección, ¿dónde queda la libertad? “Únicamente las chicas han sido siempre así –
explica Bety Thompson – pero en la actualidad vemos a algunos chicos comportándose de la misma
forma, negándose incluso a mirar a otra chica” Superficialmente, esto puede considerarse como amor y
fidelidad. Dentro de unos años es posible que nuestra apreciación sea distinta. Es decir, cuando la
simbiosis haya matado todo grado de sexualidad que hubiera entre ellos, y se dirijan masivamente al
juez que entiende sobre el divorcio gritando: “¡Necesito disponer de mi propia parcela!” La libertad en
el terreno sexual ha sido comprada a determinado precio: el de no cederse mutuamente aire suficiente
para respirar.

La gente educada en lo tiempos no permisivos envidia la liberación de sentimientos de


culpabilidad de que hoy hacen gala los jóvenes. Y la de los tiempos del doctor Spock parece haber
perdido la habilidad de encauzar su vida hacia objetivos claramente definidos. “La rebelión de la
generación permisiva quedó abortada casi desde el principio –dice el doctor Robertiello -. Con
frecuencia les cuesta averiguar qué es lo que desean en realidad. Andan buscando el jardín de rosas
que la madre les prometió.” Su libertad es ilusoria, puesto que rechazan la realidad para fijar la mirada
en lo inexistente.

Dice Bety Thompson: “Cuando una persona es educada como una criatura consentida, cuando
se lo dan todo hecho, ya no crece con un conocimiento de las realidades de la vida. Al romperse una
bicicleta, por ejemplo, la madre se apresura a manifestar: “No te preocupes; te compraremos otra
nueva.” Si la madre y el padre se preocupan de que tengas cuanto te apetece, no habrás tenido ninguna
oportunidad de hacerte responsable de ti misma. Lo que no es válido es el reconocimiento de que no
todo en el mundo puede ser comprado. Cuando una chica dice: “Si estoy citada con alguien, no me
agrada llevar conmigo un diafragma”, está produciéndose una evasión de la responsabilidad, es una
regresión en el sentido del desarrollo del carácter. No resulta romántico, ni es propio de una persona
separada y adulta. Nos hallamos ante una puerilidad.” La despreocupación, la falta de previsión y el
desorden son cosas que pueden enmascararse como libertad para el observador superficial. Pero nos
atan con cadenas de consecuencia.

A los diecisiete años, nuestros problemas con respecto a la autonomía provienen de cierta
parte; a los treinta y siete provienen de otra. La falta de separación es el punto donde las dos líneas se
encuentran. La autonomía es la declaración y la afirmación del yo; el sexo es una de sus expresiones.
“Soy una mujer y éste es mi cuerpo y mi vida. Haré lo que quiera con ellos porque eso es lo que deseo,
no porque pretenda volver a ti.”
Tuvieron que transcurrir veintiún años para que renunciara a mi virginidad. De una manera
similar, me siento incapaz de liquidar este capítulo. Preguntas no contestadas desfilan por mi mente de
un modo interminable, a la manera de un indicador luminoso de noticias: ¿en qué forma afecta la
pérdida de la virginidad de la hija en su relación con la madre? ¿Habría de esperar aquélla, para perder
su virginidad, a dejar el hogar, para que la madre no se sintiera implicada? El hecho de que una chica
no haya dejado el hogar ¿no significará que aún no está preparada para tener relaciones sexuales?

Estamos en el mes de agosto. Todo el mundo se encuentra en la playa, excepto yo, y,


afortunadamente, Richard Robertiello. Una vez más, sorteo trabajosamente a los jugadores de béisbol
que encuentro en Central Park. El doctor Robertiello me escucha atentamente. “Estás formulando las
preguntas menos indicadas, Nancy”, me dice. “Con ello demuestras que todavía intentas preservar
alguna falsa estructura. Te esfuerzas por colocar la cuestión de la sexualidad de una mujer dentro del
marco de su relación con la madre. Lo sexual, más que cualquier otra cosa, no debe tener nada que ver
con la madre. ¿Por qué ha de estar relacionada la pérdida de la virginidad con lo que media entre la
madre y la hija? Hablas como si la madre supiera que la hija tiene relaciones sexuales con alguien,
algo parecido a lo que ocurría cuando la joven era una criatura y pensaba que la madre podía leer en su
mente. Esta es una idea simbiótica. ¿Y qué pasa si una chica desarrolla una actividad sexual viviendo
todavía en casa? La intimidad y el secreto, efectivamente, contribuyen a la separación. Tus preguntas,
tu incapacidad de dar fin a ese capítulo, son extremos que tienen que ver con la cuestión del
mantenimiento de la atadura a la madre, pese a la condición de persona sexual de la hija. No es raro que
no seas capaz de dar con la respuesta adecuada. Simplemente no existe. No se puede ser sexual y
simbiótica con la madre al mismo tiempo.”

Esto es absurdo. Mi sexualidad ha sido siempre mi distintivo de la separación, mi identidad.


Richard Robertiello me ha engañado. Salgo de su consultorio hecha una furia.

En un sueño que tuve anoche, me veo de nuevo en Londres, donde en otra época viví. Estoy
en los talleres de unos impresores, viendo componer unos gráficos destinados a un libro que he escrito
sobre el tema de la economía, un tema que me es completamente desconocido. ¡Pronto seré una
impostora a los ojos de todo el mundo! De repente se apodera de mí una terrible ansiedad: no he
telefoneado a mi madre. En sueños, no veo la forma de localizar un teléfono. Me despierto
aterrorizada.

En realidad, pueden transcurrir meses sin que cruce una palabra con mi madre. No es casual
que barajando ideas referentes a la pérdida de la virginidad vaya a desembocar en un sueño en el que
me acecha el peligro de perder a mi madre. Este capítulo ha revelado una dualidad en mí.
Intelectualmente, me tengo por una persona sexual; por ser una intelectual he sido capaz de recopilar
mis ideas y ordenarlas en el presente capítulo. Subjetivamente, no quiero enfrentarme con lo que he
escrito: la declaración de una completa independencia sexual es la declaración de separación de mi
madre. En tanto no dé fin a esta parte del libro, en tanto no me permita a mí misma abarcar las
implicaciones de lo que he escrito, podré mantener la ilusión, al menos, de ser sexual y contar
asimismo con el amor y la aprobación de mi madre.

Esta vergüenza de necesitar todavía a mamá, de esperar seguir ligada a ella incluso después de
haber llegado a la edad adulta, es universal. Cierta vez me dijo el doctor Robertiello: “Lo observo en
mí. Siempre estoy refiriéndome a mi sexualidad como prueba de mi autonomía” La separación es un
proceso que nadie llega a cubrir por entero. Lo único que podemos hacer es seguir intentándolo. Mi
ilusión de ser una persona individual que posee esta terrible identidad sexual se ha esfumado. ¡Qué
humillación! Bueno, al menos, Richard Robertiello tampoco es una persona separada…
CAPÍTULO 10
LOS AÑOS DE SOLTERÍA
Ya de niña, el dinero me inspiraba un gran respeto. Ciertas compañeras no compartían mi
pasión. Cuando tenía diez años asistía a la venta de objetos perdidos y no reclamados. Mi madre
sonreía nerviosamente. A los trece años me ruborizaba si me gastaban alguna broma relacionada con
mis ahorros. Por mucho que me disgustara ser distinta de las demás, no cedía en mi empeño de
disponer de más dinero. Ahorraba mi asignación familiar, en unión de las monedas sueltas que hurtaba
de los bolsillos de prendas colgadas en el armario del vestíbulo, o que le ganaba a mi hermana, jugando
al “Monopoly”. Susie era tan incapaz de ahorrar como de ganar una sola partida.

Mi hucha de colegiala, de cristal, tenía la forma de un globo terráqueo, y al ver desaparecer la


mitad inferior de África bajo mis monedas experimentaba siempre una agradable impresión. Lo malo
era que no podía compartirla con nadie. La única persona que parecía disfrutar con el dinero tanto
como yo era mi abuelo. Lo tenía en cantidades importantes, y lo que admiraba más era la naturalidad
con que se desenvolvía en cuestiones dinerarias. A diferencia de mi madre, quien se desprendía del
dinero sin ninguna moderación. Así es como ha de moverse uno por el mundo, parecían estar diciendo
sus modales, con lógica, mientras pagaba facturas de restaurantes y compraba cosas y cosas para sí
misma y los demás. Mi madre se sentía presa de una gran ansiedad de barajar dinero; ella fue quien me
enseñó a no discutir jamás el precio de nada. Su actitud me desconcertaba, ciertamente, pues pensaba
que ni siquiera los alimentos indispensables pueden ser adquiridos sin dinero. ¿por qué era el dinero
una cosa tan secreta y desagradable?

Fui progresivamente asociando la suciedad del dinero con la parte más perversa de mi persona.
Si exceptúo mi asignación, nunca pedía una moneda a mi madre; comprendía que con ello había algo
más que intercambio. Cuando deseaba poseer algo ardientemente, llegaba a hurtarlo. Entretanto, mi
madre juzgaba que a mi hermana el dinero “parecía escapársele por entre los dedos.” Sus palabras eran,
más que una crítica, un juvenil lamento dedicado a nosotras dos. Expresaban esto: “Así somos las
mujeres.” Yo pensaba que era más grato ser como las demás, y no como era yo. Me hallaba ante un
terrible dilema; ¿cómo podía tener lo que el dinero daba a mi abuelo si crecía como mi madre, o sea,
dependiendo de él? Y si yo crecía como él –no femenina - ¿quién querría cuidar de mí?

Al llegar a los diez años, oculté el interés que me inspiraba el dinero lo mismo que escondía
mi talla doblando algo las rodillas al bailar. Seguramente, alguien se avendría a cuidar de mí si era más
pequeña y más pobre. La costumbre de doblar las rodillas me ocasionaría problemas en la espina
dorsal al llegar a los treinta años. Pero la necesidad de apoyar la cabeza en el hombro de mi pareja
cuando tenía unos centímetros menos que yo, podía más que todas las cosas. Cuando llegó la moda de
acortar las faldas y hacer asomar nuestro calzado por debajo de ellas, me quedé muy impresionada:
otro par de centímetros más que se hacían evidentes. “Estás arruinándote la piel”, me decía mi madre
cuando me tostaba al sol de Carolina. El tono tostado era menos llamativo que el blanco. “Espera a
cumplir los treinta”, me previno. Para mí era como si me hubiera dicho que aguardara hasta el
momento de mi muerte. Mi único problema consistía en ver de superar mis quince años.
Al cumplir los diecinueve comuniqué a mi madre que me proponía visitar Europa. Esta idea
era tan disparatada que me prometió inmediatamente una cantidad de dinero igual a la que fuera yo
capaz de ahorrar. De esta manera quedaba cerrada la discusión. Ella no era capaz de imaginarse a su
hija ahorrando tanto dinero, como tampoco podía imaginársela tan lejos del hogar. Mi madre no había
salido nunca de la costa del este, y cuando a los treinta y tantos años de edad tuvo que ir en tren desde
Charleston a Buffalo, su padre puso en sus manos una especie de itinerario telefónico. Así, desde
determinados puntos de la ruta, podría llamar a casa y dar cuenta completa de todos sus movimientos.
Si he de ser justa con ella, diré que no vaciló cuando le enseñé mi mitad del dinero preciso para el
viaje. Y aunque yo había subestimado enormemente el costo total, nunca cablegrafié a casa solicitando
más ayuda económica. Cierto es que tampoco ella me la ofreció. Había quedado establecido un trato
entre nosotras. Una cosa era que una jovencita hubiese ahorrado dinero metiendo sus monedas en una
hucha que representaba un globo terráqueo, pero al romper éste y abandonar el hogar para ver el
mundo, un mundo desconocido para la madre, ella había alterado la relación para siempre. En el juego
de “quién cuida de quién”, las últimas fichas habían cambiado de manos. “Insuficientes para poder
vivir, excesivas para morirse”, es la frase con que mi esposo describió en una de sus novelas las
asignaciones económicas concedidas a las jóvenes en el seno familiar.

Estaba en lo cierto al no pedir más. No se puede aceptar dinero sin someterse a determinadas
ataduras. No podía permitirme el lujo de enfadarme por su tacañería de entonces; todavía la necesitaba.
Me equivoco al enojarme con ella ahora, y no es que lo cierto y lo erróneo tengan que ver con las
irritaciones originadas en los cuartos infantiles. En cualquier historia de separación madre-hija hay dos
partes: por la mía yo quería dejar el hogar, trocándolo por un mundo más dilatado; por la suya, yo la
abandonaba. Lo que ninguna de las dos podíamos decir era que yo deseaba tener más de lo que ella
tuviera, ser más de lo que ella había sido.

Su renuncia facilitó mi marcha, pero incluso cuando una ansía gozar de más espacio
disponible, éste se nos ofrece con demasiada rapidez. Una no comprende que dejar a la madre
signifique existir por sí misma. Por mucho que deseé mi independencia, por mucho que busqué la
seguridad en ser la mujer en que me había transformado, siempre la he echado de menos; siempre eché
de menos el lazo que me atara a ella. Siempre temí que la confianza que tengo en mí misma me hiciera
menos femenina, menos como ella, menos expuesta, por tanto, a encontrar la conexión con los hombres
que tan desesperadamente deseaba establecer. Era yo quien la había dejado, pero mis emociones me
hacían saber que la persona abandonada había sido yo. Injustamente; la culpé por haberme dejado
partir, por hacerme tan dependiente de los hombres, por lo que ella nunca podría darme, y por lo que el
dinero jamás sería un sustitutivo.

Mi aspecto exterior nunca me infundió confianza. En las fábulas presas, el genio encerrado en
la botella jura, durante el primer millar de años, que otorgará una recompensa a su liberador. El
segundo milenio se lo pasa jurando que se vengará cumplidamente de quien le saque de su encierro.
Por el tiempo en que mi físico fue mejorando llevaba yo demasiado tiempo esperando aquello.
Educada para creer en el poder de la belleza –pero en otras personas – desde mucho tiempo atrás la
había compensado con un incremento en mi personalidad. Sonreía aún en sueños. ¿Quién podía
resistírseme, pese a haber fallado en la cuestión de la belleza? Luego, mientras trabajaba en mi primer
empleo, fui adquiriendo los finos perfiles de una estúpida. Vi en el espejo un rostro al que la gente
observaba volviendo la cabeza. Pero no hubo nunca nada más que eso, un reflejo que podía
desaparecer. Yo en lo que creía era en la familiar, sonriente, encantadora, si bien chocante faz con que
había crecido. Mi físico del “ya demasiado tarde” era como una repentina riqueza con la que se
compra la entrada de un mundo en el que todos menos una han nacido; jamás se llega a confiar, por
eso, en los otros. Aprendí a vestir faldas bien ajustadas al cuerpo, y a cruzar las piernas con una finura
impropia de mis años. Amaba los cumplidos y me esforzaba por conseguirlos, pero era como si fuesen
dirigidos a otra persona que se encontrara situada a mi espalda.

Desempeñé mi primer trabajo con fervor. Cuando percibí los elogios por la cantidad de
anuncios que había vendido, parpadeé, turbada. No podía comprenderlo. Pese a que había allí una
buena dosis de realidad. Es desorientador verse elogiada por hacer un trabajo que a una no le gusta, y
me di cuenta de que vender anuncios para la prensa no era verdaderamente lo mío. Yo deseaba ser
escritora; quería decir cosas que hicieran que fuera percibida la existencia de Nancy Friday. Quería
hacer algo que fuera auténticamente personal, de suerte que pudiera creer en los elogios que ansiaba
escuchar. Pero cuando me encomendaron ciertas tareas literarias, alegué pretextos para rechazarlos,
eché a correr en la dirección opuesta, y doblé y tripliqué los odiados anuncios, pura ganga con mi
nueva pinta y mi vieja personalidad. No salí del más rudimentario de los reportajes. ¿por qué?, hube
de preguntarme. Tratábase de un terrible rompecabezas, ya que nunca había fracasado en nada. Estaba
dispuesta a hacer frente a cualquier cosa. ¿Qué era lo que podía darme miedo?

Tomé una decisión. En vez del éxito en que podía creer, fui tras el éxito en que otras personas
habían creído. Mi recompensa provenía de la opinión de otros seres, más que de la mía propia. Era
como conseguir alimento después de haber sido masticado, desprovisto de todo su sabor y de todos sus
factores de nutrición. Exteriormente, esto marchó. Los hombres me perseguían; me fueron ofrecidos
mejores empleos; disfrutaba de una identidad a los ojos del mundo. Mi jefe se enamoró de mí; por un
momento, consideré que de ello podía deducir que me había visto como era, y que lo que había visto
era lo que quería. Pero la excitación de la conquista –como siempre – se transformó pronto en el temor
de la pérdida. Comprendí que no me amaba a mí, sino al maravilloso y chillón retrato que yo había
proyectado. Un momento de descuido en la guardia, y descubriría a la criatura celosa e insegura que
había debajo, quien necesitaba colgarse de él para siempre; un vistazo nada más y se apresuraría a huir.
Todos mis mensajes decían al mundo que yo era una profesional triunfante, sexual. Yo conocía mi
raído secreto. Nunca había intentado lo que más importaba.

Llevé mis hombres y mis asuntos a casa, para que mi madre los conociera. Creo que fue allí
donde más disfruté con ellos. En el hogar materno adquirieron un pulido final, revelando mi historia
con su definición, que no tuvieron antes. Jamás he comprendido a las mujeres que llevan sus
ansiedades a casa; yo me he presentado en ella solamente en triunfo. No sé qué era lo que me gustaba
más, si la admiración que inspiraba a mi madre mi vida independiente, o mi personal sensación de vida
incrementada cuando experimentaba mi mundo en su casa. A mis veintitantos años, todo parecía
indicar que me había sido concedida la mágica oportunidad de volver a trazar nuestras vidas juntas. Ya
no era el hogar el sitio que tenía que abandonar, sino el lugar al cual yo había decidido ir. Ya no era
una malvada por querer abandonarla; ahora regresaba al hogar llevando presentes, historias, triunfos, y
hasta personas que compartía con ella. Y, por fin, había algo que ella podía darme.

Estaba orgullosa de mi madre. Una podía colocarla en un granero, por ejemplo, y por la forma
de colocar una silla cualquiera habría dicho que era suyo. Habiéndola dejado, podía amarla. La
distancia daba valor a todas las cosas que la rodeaban, entre las cuales yo había crecido: los dorados,
verdes y blancos de su cuarto de estar, las flores, las tabaqueras de plata, los blancos muebles de
mimbre… Eran todos ellos unos objetos muy queridos para mí, más queridos que lo habían sido antes,
cuando me pertenecían verdaderamente, cuando eran todo lo que tenía. Incluso su ansiedad y su
timidez, que tanto me perturbaran de niña, se me antojaban ahora adorables. Todo era un cúmulo de
emociones para las dos. La seguíamos hasta la grande y cómoda cocina, con nuestros martines antes de
la comida, como si no quisiéramos perderla de vista, como si deseáramos protegerla. Luego, preparaba
una vistosa mesa, y unos platos maravillosos, con una facilidad que no recordaba que hubiera poseído.
Empecé a descubrir talentos en mi madre que habría deseado para mí. “No sé por qué hemos de
terminar siempre en la cocina”, decía ruborizada y sonriente, mirando al nuevo amigo que había
llevado a casa. Y yo la cogía de un brazo para responder: “Pero, mamá, si es aquí donde nos gusta
estar”, poniendo en mis palabras un acento revelador de mi amor. La amaba ahora, cuando advertía que
no me había convertido en lo que ella era.

Me entibiaba, me ablandaba; en su casa se desvanecían mis nerviosas tendencias. Parecía que


los hombres me amaban más allí. Los llevaba hasta ella, sabiendo que estaba de mi parte. Una noche
en su bonito cuarto de huéspedes y, como en un cuento de hadas, eran míos para siempre. ¿Qué había
en ella que hacía que se sintieran atraídos por mí? Sabía inventarme a tiempo un pretexto para que
pudieran quedarse a solas con ella. Después de haber crecido observando que todas mis amigas, menos
yo, tenían problemas con sus padres, ahora, cuando todas ellas se llevaban mal con sus familias, mi
madre y yo estábamos en la gloria. Teníamos cosas que intercambiar: ella gozaba con mi vida, y
cuando mis galanteadores me veían con mi madre, yo parecía ganar a sus ojos una dimensión perdida:
era una persona independiente, sexual, que sabía cuidar de sí misma, pero seguramente lo que los
hombre debían deducir era que la hija de una mujer tan femenina como aquella debía de ser también
toda una mujer.

Fascinada por el espectáculo de mi vida, mi madre jamás me pidió aclaraciones. Nunca me


preguntó por qué no me casaba con uno de mis amigos o intentaba terminar una carrera en lugar de ir
de un lado a otro. Y yo nunca le ofrecí información en tal sentido. No deseábamos compartir nuestra
ansiedad. Yo solía pasarle un brazo por los hombros, gastarle bromas por sus rojos cabellos, y contarle
chistes tan ingenuos como ella. Empecé a llamarla Rusty,* un nombre de la infancia no utilizado por
nadie. Ocasionalmente intentaba quedarme a solas con ella. Pero cuando la alegría y los hombres se
ausentaban, yo advertía la vieja tristeza en ella -¿por qué?-, y el antiguo sentimiento de culpabilidad en
mí… ¿pero por qué?

Una noche, a hora muy avanzada, cuando mi padrastro ya se había acostado, echó mano de su
viejo estribillo: “Con Nancy nunca tuve preocupaciones”, dijo al hombre que se encontraba a mi lado.
“Ella siempre supo cuidar de sí misma.” Durante todo el tiempo que viví en el hogar materno, tales
palabras me habían producido una especie de orgullo. Ahora, ya independizada, me di cuenta de lo
falsas que resultaban. Me sacudió un arrebato de furor tan intenso que me entraron ganas de propinarle
un bofetón. “¿Te ocurre algo, querida?” me preguntó mi madre. “No, nada en absoluto”, respondí.
Mis palabras eran hielo puro.

Hoy, si lo considero de manera ecuánime, puedo pensar que era casi imposible que mi madre
comprendiera aquel arrebato. ¿Qué podía hacer ella por mí? En la cuidad disponía de un apartamento,
de trabajo y de un hombre. Me bastaba a mí misma. Nunca como entonces había tenido menos
necesidad de ella. No había por qué preocuparse. Sin pronunciar una palabra más, me fui a la cama.
Por la mañana, el incidente había sido olvidado. Pero yo sabía que mi enojo seguía en estado
latente, y empecé a temer otro arrebato, de la misma manera que un epiléptico teme un ataque. No
quería herirla, pero sobre todo no quería reconocer que había algo en mí que permanecía insensible
ante mi triunfo de adulta, lo cual podía controlar en la misma medida en que, por ejemplo, un niño
puede controlar su llanto.

* “Mohoso”, “herrumbroso”, “enmohecido” son varias de las acepciones que tiene esta palabra
inglesa. (N. del T.)

Intenté encontrar en los hombres una compensación para todo. Quise nutrir mi vida a base de
ellos. Tenía ante mí un vasto suministro de energía y amor; pero el matrimonio quedaba excluido de
mis planes. ¿Por qué detenerme cuando en cada esquina me aguardaba un hombre distinto que podía
dar más amplias dimensiones a mi existencia? Gracias a los hombres aprendí literatura, teatro, arte,
política. Nunca se me ocurrió pensar que podían serme tan útiles para mi trabajo.

Mis ocupaciones eran importantes para mí y les dedicaba toda mi atención, pero en sí mismas
no eran más que un atajo hacia el éxito. Si volcaba en un empleo el tiempo suficiente, mi entrega de
persona super-responsable me reportaba ascensos y salarios más elevados…, poniendo en peligro lo
que yo necesitaba de los hombres. Estos descubrirían a la persona agresiva, “no femenina”, que
ocultaba en mi interior, mostrándose al mundo como un ser encantador, laborioso, pero esencialmente
carente de ambición. Podía ser adorable mientras no ostentara demasiada autoridad, y debido a ello
rechacé responsabilidades que podían conducirme a desempeñar cargos preeminentes, y trabajé aún
más ahincadamente en mis proyectos a corto plazo para dar a entender, no obstante, que era seria. Me
hallaba convencida de que sólo los hombres podían nutrirse. Cuando no me visitaban, me sentía
languidecer; cuando discutíamos no acertaba a concentrarme en mi trabajo, y cuando percibía,
olfateaba, el rechazo, entonces sobrevenía una parálisis total. Con todo, siempre que telefoneé a casa
fue para dar buenas noticias. Incluso cuando me hallaba en baja forma creía sinceramente que
únicamente los hombres podían sacarme de tal estado.

Ben es el único hombre de mi vida del cual no me siento orgullosa. Le conocí en el transcurso
de una fiesta, y de haberme pedido que me casara con él allí mismo, no habría considerado la propuesta
con menos viveza que un día de los meses que siguieron. Era, en toda la extensión de la palabra un
hombre de características ancestrales, no visibles en la generación reciente, bello y callado como los
inasequibles reyes de mis sueños de adolescente. Reunía todo lo que mi familia deseaba para mí:
pertenecía a los clubs de moda, conocía a la gente de fama, y olía bien. Mientras que todo instinto
razonable, valorizado e intelectual en mí lo rechazaba, algún viejo y olvidado yo ordenaba: “¡Tómame,
realízame!”

Me sentaba a sus pies y llenaba su pipa mientras él leía a Edgar Guest. Abandoné mis
proyectos y me envilecí para ponerme a tono con sus amigos, algunos de ellos estúpidos y
pendencieros, que disponían de demasiado dinero y pocos deseos de trabajar. Al anularme a mí misma
por él, vislumbré el rechazo; por vez primera en mi vida fui incapaz de apartarme. Me dije que no me
casaría con él, pero ya sabía que él nunca me lo pediría. Últimamente, lo hice cierto convenciéndome a
mí misma de que no podría vivir sin él. “Me ahogo”, decía él.

Llamé a mi madre. Su voz denotaba como siempre la falta de ansiedad que habitualmente le
inspiraba mi hermana. No le dije que Ben y yo habíamos terminado. Quería invertir el trato, deshacer
el cambio en cuanto a responsabilidad establecido mucho tiempo atrás, cuando me sentía partícipe de
los sentimientos de culpabilidad de mi madre, protectora de sus timideces. Deseaba ser de nuevo su
niña. “¿Por qué me tratas siempre como si pudiera cuidar de mí misma?” , le pregunté. “¿Por qué no te
he inspirado nunca ninguna preocupación?” La voz de mi madre se quebró.

Carecía de capacidad para enfrentarse con esa irritación de una hija cuya ocupación y
relaciones sobresalían con poder y maestría de un mundo que ella no había conocido. “¡Oh, Nancy!”,
exclamó. “El día menos pensado encontrarás a alguien que te guste y estarás en condiciones de formar
tu nido”. No era esto lo que había querido oír. El ser desesperado que yacía en mí, necesitado de que
alguien se ocupara de él –necesitado de una madre – había emergido finalmente, declarando su temor.
Mi madre, sin inmutarse, traspasaba la tarea a un hombre que huía de mí. En aquel terrible momento
de regresión, con mis mejores defensas abatidas, supe que ella, en primer lugar, nunca había querido
asumir el papel de madre. El trato había sido falso en todo momento: yo nunca la había dejado.
Ocurría con ella lo mismo que con Ben: que me había dejado. Yo siempre había dicho: “Me marcho”,
para evitar la humillante sensación de haber sido despedida.

Siempre me había prevenido silenciosamente que, aunque los hombres resultaban atractivos, y
podían ser la respuesta a todos los problemas de la vida, también eran peligrosos. Ahora veía que tenía
razón. Yo no podía continuar avanzando sola. Necesitaba de alguien. Estaba necesitada de una
madre. Necesitaba hacerle saber que, como madre, jamás había sido buena.

Estas cosas no se pueden explicar. Yo quería herirla, zarandearla, para que por fin se ocupara
de mí. Pretendía provocar en ella la profunda ansiedad que constituía la contrapartida de lo que yo
misma sentía. ¿Acaso no la había abandonado mi padre? Unida a ella en la misma simbiosis de terror y
pesar por los hombres perdidos, no me encontraría sola. Todos los temores que le había ahorrado
durante toda mi vida, no se habían extinguido, después de todo. No había hecho más que almacenarlos,
presentándoselos ahora de manera abultada, en una sola y formidable cuenta. Deseaba lograr una
cumplida venganza, por haberme dejado tan débil. ¡Oh! Lo conseguí. Seguro que lo conseguí.

* * *

¡Nuestros años de solteras! La primera vez que vivimos por nuestra cuenta, nuestra segunda
oportunidad para formarnos. Es posible que nunca lleguemos a poseer una absoluta confianza en
nosotras mismas, ni un firme sentido de los valores, pero son metas éstas que vale la pena intentar
alcanzar. Nuestros años de solteras inician uno de los grandes ritos de tránsito. La vida se hace más
fluida y maleable; viejas formas y estructuras son derrumbadas, y otras nuevas emergen. Es la
oportunidad que se nos depara para superar el adiestramiento de la madre en la pasividad, su temor de
que sin disponer de alguien en quien apoyarnos, nosotras no sabemos nada.

“Creo que es importante para una mujer disponer de tiempo para sí misma, tras sus estudios
medios y superiores, y antes de contraer matrimonio –dice una chica de dieciocho años -. Así puedes
darte cuenta de que eres capaz de valerte por ti misma, de que no necesitas contar con un hombre para
llegar a sobrevivir. Son muchas las jóvenes que contraer matrimonio inmediatamente. Es espantoso no
llegar a saber nunca si estás en condiciones de atender cumplidamente tus propias necesidades. En
tales condiciones, una piensa que siempre ha de depender de alguien, forzosamente.”

La independencia y la separación inminentes dan a esta joven un sentido de aventura y poder.


La vida, con todas su opciones, está a punto de desplegarse ante nosotras. A los dieciocho años nos
creemos capaces de acometer cualquier cosa. “Me gustaría tener mi apartamento propio –continua
diciendo la chica -. Mi hermano se fue de casa a los diecisiete años, pero mi madre no cree que yo
pueda arreglármelas sola.” A cada paso que damos hemos de luchar contra el legado de temor de la
madre.

He aquí el otro extremo de la imagen:


“Estoy contenta de haberme casado – dice una mujer de treinta y dos años -. Y sin embargo,
con el matrimonio me volví más temerosa que cuando era soltera. Sin mi esposo y sin mis hijos,
¿quién soy yo en realidad?” Ni los brazos del marido en torno a su cuerpo, ni la cabeza de su hija
apoyada en su pecho pueden aliviarla de su ansiedad. ¿Qué haría si ellos la dejaran? Ha llegado a un
punto en que todas sus ansiedades tendrían que tener fin, según lo prometido en su formación, pero
nada de esto ha ocurrido. Cuando la hija de esta mujer crezca, ¿cómo puede esperar que su madre la
ayude a consumar el proceso de separación?

De una manera punzante, en estas dos mujeres se concretan diferentes etapas de nuestro
primer drama, el relativo a la separación de la madre. Al principio sentimos unos enormes deseos de
vivir la vida por nuestra cuenta. Queremos libertad, rechazamos las ataduras, ansiamos seguir nuestro
camino. Detrás de nuestro juvenil vigor y el vehemente afán de explorar todos los terrenos, nos
aguarda una existencia saturada de ansiedad. Los hijos y el esposo constituyen realizaciones,, pero
suponen también otra cosa. Retrocedemos; dependemos de ellos en la misma medida en que en otro
tiempo dependimos de la madre. La radio transmite canciones pop, cuyas letras hablan de chicas que
padecen el mal de la soledad; en cambio, las estadísticas nos revelan que jóvenes solteras, que
estudiaron y que ganan buenos salarios, constituyen el sector menos deprimido de la población. Por
otro lado, los anuncios de la televisión nos muestran sonrientes y jóvenes madres, supuestamente
seguras en su matrimonio, en su hogar y en su familia, siendo así que las mismas estadísticas nos dicen
que las mujeres casadas con hijos pequeños cuentan como las más deprimidas entre todas las personas.
La chica de dieciocho años irrumpe en la vida. ¿Quién podrá decir que no terminará con la
desesperanza de la mujer de treinta y dos?

El temor a la libertad –que tendemos a enmascarar tildándolo de necesidad de seguridad – se


halla arraigado en esa mitad no evolucionada nuestra que es todavía propia de una niña, haciéndonos
buscar un hombre que remplace a la madre, una madre de la que no nos hemos separado plenamente.
Mientras conservemos nuestra necesidad de simbiosis no creeremos que podemos valernos por nosotras
mismas. La chica piensa que si se hace demasiado “fuerte”, demasiado independiente, la madre
pensará que no necesita ayuda a nadie, desentendiéndose por tanto de ella. Procuramos conservarnos
pequeñas. Esto significa que debemos continuar viviendo como si fuéramos niñas: carentes de energía.

El amor impulsa al sueño a la niña que hay en nosotras. Cuando dudamos del amor, lo
perdemos, o bien, inadecuadamente, nos invade el temor de que en un mundo de cuatro mil millones de
personas no lograremos encontrarlo, hemos de aprender a volver los ojos hacia esa niña. El temor es
suyo… ésta es la razón por la que nos desconcierta tanto. En lugar de injuriar al destino, o maldecir la
perfidia de los hombres – cosa fácil, pero no real -, mejor sería proceder a un re-examen de la relación
de esa criatura con su madre, tiempo atrás. “Lo siento. No era yo quien hablaba de aquellos instante”,
explicamos cuando perdemos el control de nuestra cólera, cuando en la angustia del amor perdido lo
espiamos celosamente, cuando el furor no guarda proporción incluso con la dolorosa acción que hemos
sufrido. Desde luego que no éramos nosotras: era el furor de la asustada niña que todavía ve la
amenaza de deserción como una muerte inminente.
“El problema más agudo para muchas mujeres –declara la socióloga Cynthia Fuchs Epstein-,
es la pobre opinión que tienen de sí mismas.” Si tantas entre nosotras nos sentimos dependientes,
desvalidas, plenas de ansiedad, ¿cómo creer que los hombres puedan amarnos? Lo más probable es
que ellos terminen por darse cuenta de todo, y se alejen de nosotras antes o después. Nuestra tarea en
los años de soltería consiste en intentar cambiar tal opinión.

Nuestro primer objetivo ha de consistir en probarnos a nosotras mismas que somos agentes en
nuestras vidas, y no pasivos pacientes siempre accionados por los demás. El matrimonio puede ser
algo hermoso, pero demasiado a menudo representa un regreso a la simbiosis: el deseo de fundir y
perder nuestras identidades en alguien “más fuerte”, más valioso, que nosotras mismas. Al unirnos a él
de por vida, sin él temeremos morir. ¿Qué importa que nos diga “Te amo”? Las palabras se pronuncian
sin esfuerzo. Y hay que tener en cuenta lo importantes que son para la simbiótica criatura que llevamos
dentro.

“Mi esposa es una mujer extraordinaria – me dice un hombre, con sincero orgullo -. Es una
madre maravillosa, y por añadidura muy buena cocinera. Cuando veo todos los problemas que tienen
mis amigos con sus esposas, me pongo de rodillas y doy gracias a Dios por haberme deparado una
mujer así.” Este hombre no pensará nunca en dejar a su esposa… Pero hablando yo con ella a solas,
me confiesa su temor de que él encuentre a otra mujer. “Es un hombre muy brillante –alega -. ¿Qué es
lo que ha visto en mí?” No contando con nada íntimamente personal –fuera de él- la mujer se
considera a sus propios ojos inexistente.

Dice la doctora Schaefer: “El deseo de las mujeres de subordinarse al hombre responda a un
esquema de dependencia aprendido de la madre. Para huir de la sensación de ser un adorno que no
obstante carece fundamentalmente de valor, ella se transforma en “la mujer que hay detrás del hombre
que triunfa”. La mujer no intentará nada por sí misma. Pero aunque se destaque, y aún en el caso de
hacer aparecer al hombre todavía más triunfador, más cotizable, su valoración personal disminuirá ante
sus propios ojos. Cuanta más importancia tenga él, más miedo tendrá ella de que la abandone. Al fin y
al cabo, se considera una “don nadie”…

Hasta la llegada de los años que comentamos, nosotras vivíamos de acuerdo con las normas de
otras personas. Ahora, es muy saludable pensar que el mundo no se hundirá con nosotras si ponemos
aquéllas en tela de juicio. La infancia necesita un cien por ciento de seguridad durante todo el tiempo,
lo cual supone para la vida el mayor de los peligros. Si no disponemos de tiempo para cerciorarnos del
terreno que pisamos, viviremos tan atemorizadas como vivió nuestra madre. El dinero que ganamos
conlleva el derecho a gastarlo como nos plazca. Si la madre paga el alquiler, tiene voz y voto en la
casa donde vivimos. El New York Magazine citaba el caso de una joven de veintiún años a la que
solicitó una declaración de tipo político. La joven se mostró de acuerdo en hacerla porque, según
manifestó, sería del agrado de su familia. “Mientras viva con ellos –dijo-, se espera de mí que sea
republicana.”

En nuestros años de soltería se nos ofrece nuestra primera oportunidad de actuar de suerte que
la evidencia existencial de nuestras vidas nos diga que somos unos nuevos, desvalidos niños, no más.
Si podemos separarnos con éxito del hogar paterno y descubrir que somos capaces de vivir sin el
respaldo emocional de la madre y la familia; si escogemos nuestras amistades porque las personas en
que nos fijamos refuerzan nuestra individualidad, en lugar de elegirlas porque nos parecen “agradables”
o porque viven en nuestra vecindad; si tropezamos con hombres en cuya compañía podemos dedicarnos
a la búsqueda de placeres nunca permitidos por la madre; si dejamos que se sucedan libremente los
accidentes de la vida y hallamos, incluso en aquellos que más dolor nos causan, una cierta excitación,
producida por la certeza de entrever una existencia más dilatada de lo que soñábamos; si hemos logrado
tener un trabajo que además de otorgarnos independencia económica incrementa la estima por nosotras
mismas, porque desarrollamos una labor eficaz, disponemos ya de una cuenta bancaria a nuestro
nombre, con cargo a la cual podemos extender cheques el resto de nuestros días. Hubo un tiempo en
que disfruté de una existencia independiente. Si quisiera, podría repetir de nuevo esa etapa de mi vida.
Mi mundo no se cierra si otras personas se salen de él. Su marcha me entristecerá. Pero no supondrá
mi fin.

Nuestras ansiedades nos seducen al aparecer enmascaradas de cortesías, de sentido común, de


“seguridad en primer lugar”… de energía, incluso. Yo solía pensar que me había hecho a mí misma.
Con frecuencia oigo hoy estas palabras en las jóvenes con quienes me entrevisto. Nuestras vidas son
distintas de las de nuestras madres. Y, sin embargo, sé que pese a lo mucho que he logrado con mi
trabajo y mi matrimonio, una atemorizada parte de mi ser permanece insensible ante el éxito. Yo no
nací con ese temor, con esas constantes necesidades de reafirmar el amor.

“Soy una persona muy independiente, muy ambiciosa –me dice una mujer de veintisiete años -
. No hay ahora un hombre en mi vida porque no acierto a encontrar ninguno que me trate como un
igual; que, al mismo tiempo, me haga sentirme mujer y sea capaz de cuidar de mí.” En su mente no
hay conflicto entre ser “igual” y cuidar de ella. “La razón de que renunciara al ascenso que me fue
ofrecido – manifiesta otra joven – radica en que quiero gozar de mi libertad, de las cosas diversas que
ofrece la vida. Me gusta mi labor profesional y trabajo en ella duramente, pero no quiero que lo sea
todo en mi vida. No aspiro a ser como un hombre.”

Es un sentimiento que compartí de soltera. Pero ahora sé que la libertad era lo último que
deseaba, la verdadera libertad que proviene de ser una mujer independiente, que se sostiene por sí
misma. La libertad que yo preservaba no trabajando “como un hombre” era una postura para mostrar, a
todos lo que me interesaban, que aunque hubiese triunfado, todavía no había triunfado lo suficiente.
Tenía necesidad de él. ¿Cómo podía asumir la responsabilidad de una tarea realmente grande cuando
en cualquier momento podía verme obligada a salir disparada hacia el aeropuerto para convencer a mi
amante de que no debía ir a París sin mí? ¿Qué trabajo podía valer la pena de correr el peligro de que
no pudiera partir con él? Para el yo simbiótico, la separación no significa libertad sino un riesgo
mortal.

Recientemente, a Leah Schaefer le pidieron un artículo para una revista de difusión a escala
nacional. Lo intentó en vano, y finalmente declinó la oferta. “Les dije que no disponía de tiempo, pero
comprendí que mi postura estaba relacionada con el grado de reconocimiento que comportaría la
publicación del artículo. Sé cómo barajar el éxito sobre la base de la relación individual, dentro de la
intimidad, casi secreta, de la situación terapéutica. El grado de reconocimiento que se desprendería de
ser leída por millones de personas me imponía. Todavía ando elaborando el proceso de separación de
mi madre” La madre de la doctora Schaefer falleció hace cinco años.

En nuestros años de soltería contamos con un poderoso aliado en la lucha para lograr la
separación y el desarrollo. Se trata de nuestra sexualidad. Nos hace tener oportunidades de diverso
carácter, nos empuja hacia un lado y otro, nos obliga a penetrar en un mundo más amplio que el de la
familia, colma nuestra existencia de excitación, nos proporciona peligros, placeres y disgustos que
favorecen nuestra evolución al mismo tiempo que aprendemos a controlarlos. Por eso ahora la casa de
nuestra madre se nos figura demasiado estrecha para las dos. Mientras vivamos con ella, debemos estar
sometidas a sus normas. Es casi imposible para ella cedernos más espacio dentro de las mismas
habitaciones, bajo el mismo techo, donde ella nos protegió (y se protegió a sí misma) a lo largo de
dieciocho o veinte años.

“Creo que hay algunas mujeres que se sienten a gusto con su sexualidad –dice Sonya
Friedman –. En cambio, se notan molestas con la de sus hijas. La hija, a los dieciocho años, se
encuentra en la cumbre de lo que la cultura norteamericana denomina su sexualidad, en tanto que su
madre, según se considera, ha emprendido el descenso. La revista Vogue puede asegurar a sus lectoras
de cuarenta años que la vida empieza a esta edad, pero hay que tener en cuenta que aquellas mujeres
crecieron oyendo canciones de letras tan absurdas como “Tienes dieciséis años, eres linda, y eres mía”.

En el instante de aparecer en nosotras, la madre aisló lo sexual, considerándolo su peor


enemigo. Había algo más: sabía que lo sexual nos separaría de ella. Ni siquiera acertaba a señalarlo
con su nombre. Nos lo dejaba entrever diciendo: “¡Eres tan irresponsable!” “No me contestes”. “Por
qué has de cerrar con llave la puerta de tu habitación?, ¿por qué has de ponerte esos jerseys tan
estrechos?, ¿a qué vienen esos tacones tan altos?”, etc. Y cuando queremos marcharnos, cuando
deseamos tener un sitio propio donde vivir, tampoco podemos decir que nuestra decisión tiene que ver
con lo sexual. Somos sus hijas, y la lujuria es impropia de las damas.

“Mi madre no era capaz de decírmelo, pero sabía lo que estaba pensando cuando salí de casa:
“Tú lo que quieres es irte por ahí, para dormir donde y con quien te plazca.” En lugar de tales frases,
de sus labios salieron estas otras: “¿Por qué te empeñas en irte? Aquí tienes un hogar agradable,
cómodo.” Quien habla así es una mujer de veintiséis años, que se halla escribiendo su tesis doctoral,
basada, en las dificultades que encuentran las mujeres para abandonar el hogar materno. “Aún cuando
salí de casa para contraer matrimonio, al divorciarme y volver a la universidad para licenciarme volví a
instalarme en casa de mis padres. Permanecí con ellos un par de años, hasta que conté con medios
económicos para hacer frente a mis gastos. El hecho de que empezara a buscar un apartamento
provocó algo así como una tragedia entre los míos, como si hubiese sido una muchachita virgen que se
disponía a lanzarse en brazos de un mundo perverso, peligroso y sexual. A mi madre le daba igual que
yo hubiese estado casada antes. Pero yo sabía que tenía que irme”.

Cuando la hija parte, la madre se siente con frecuencia apresada entre lo que sabe y lo que
siente. La estudiante continúa diciendo: “De las cuarenta mujeres que he entrevistado para poder
elaborar mi tesis, ni una sola ha dejado de tener problemas al abandonar el hogar como no sea para
contraer matrimonio. El movimiento feminista no ha establecido realmente contacto con todas esas
personas, ni siquiera en una ciudad tan supuestamente liberal como Nueva York. La gran mayoría de
las madres que respondieron a mi cuestionario calificaban la acción de sus hijas como un rechazo. Una
madre típica me dijo: “Puedo comprender perfectamente que una persona necesite vivir sola.” Una
persona. Su hija, no. Estas madres no desean actuar como lo hacen, pero se ven impulsadas a ello.”

Ese estudio incluía solamente a cuarenta mujeres de diversas clases, desde los puntos de vista
económicos y educacional, pero, ciñéndome a mis investigaciones, he de especificar que hasta las
madres altamente instruidas, liberales, con estudios superiores, son presas de la ansiedad ante la partida
de la hija. Dice una mujer de cuarenta y cinco años, que se encuentra al frente de una sección integrada
por quince empleados: “He criado a tres hijas y estuve trabajando mientras ellas crecían. Sin embargo,
cuando la más joven cumplió dieciocho años, abrigando el propósito de dejarnos, monté en cólera. Yo
no quería que se marchara, aunque intelectualmente reconocía que había de acceder a sus pretensiones.
Contaba con mi esposo y un trabajo que me gustaba, pero esto no me sirvió de nada. Me sentí
rechazada.”

De acuerdo con el U.S. Census Bureau, el cuarenta por ciento de las mujeres comprendidas
entre los veinte y los veinticuatro años eran, en 1975, mujeres solteras. Esta cantidad duplica casi la de
1960. Son datos que parecen apuntar una revolución. Hablando en términos de bienes raíces, puede
afirmarse que un apartamento propio proporciona la ilusión de la separación. Emocionalmente, ¿en
qué medida somos independientes? Podemos percibir una especie de chantaje emocional por parte de
la madre al salir de casa, o quizá ésta se nos ofrezca para ayudarnos a amueblar el nuevo apartamento,
o nos desee alegremente buen viaje al comprobar que, en efecto, iniciamos una nueva existencia. De
uno u otro modo, empaquetamos su ansiedad a la par que nuestras maletas. Dice Mio Fredland: “Las
hijas conocen los verdaderos sentimientos de las madres, igual que éstas conocen el interior de sus
bolsos.”

Con los temores de la madre ejerciendo su efecto por debajo de lo que aparentamos, no es
sorprendente que la revolución permanezca hasta ahora casi a flor de piel. Una vez abandonado el
hogar, la hija se siente encantada al tener un empleo y disponer de dinero propio. Pero cuando se le
ofrece un ascenso, vacila. No tiene un gran empeño en hacer una brillante carrera, ya que en tal caso
serán muchos los que estimen que disponen de poco para ofrecérselo. Ella experimenta con el sexo,
pero desea todavía verse arrastrada: un tercio de su tiempo se halla no preparada anticonceptivamente.
Cuando está con sus amigas, es la persona valiente que siempre había deseado ser. Cuando regresa al
hogar, vuelve a ser la hija obediente que pretendía dejar atrás. (Incluso habla de manera distinta). Al
enfrentarse con gente nueva, dice lo que, a su juicio, ésta quiere oír, no lo que ella siente. En las
reuniones, no piensa: “¿Quién puede haber aquí que me interese?”, sino que se pregunta: “¿Qué piensa
toda esa gente de mí?” A la mañana siguiente de una experiencia sexual satisfactoria, o tras una
agradable cita con alguien, el placer de horas antes se habrá convertido en ansiedad: “¿Volverá a
llamarme?”

¿Cuál de estos patrones es el vuestro?


Llevamos adelante el valiente juego de la independencia y nos empeñamos en encendernos
nuestros cigarrillos. Interiormente, aún dudamos de la autenticidad de lo que proyectamos. La madre
tiene que haber hecho lo suyo también. Interiormente, teme que su hija no pueda valerse sola. (Ella
nunca se desenvolvió bien por sí misma). No vivimos con las declaraciones oficiales de la madre en
cuanto a confianza, sino con sus temores no articulados.

“Hoy son muchas más las jóvenes que viven independientes –asegura Sonya Friedman -, pero
el cordón umbilical continúa en su sitio. Es el teléfono.” Para experimentar algún alivio a nuestra
“culpa”, telefoneamos a la madre. La cura no es nunca total porque no es una “culpa” lo que sentimos.
Al fin y al cabo no hemos cometido ningún crimen. Lo que la hija simbióticamente atada llama
“culpa” es en realidad “temor”…, temor de que, con cada paso que dé hacia la independencia, con cada
paso que nos distancie de la madre, la perdamos.

“- ¿Qué es lo que suscita un mayor sentimiento de culpabilidad en usted? – pregunto a una


mujer.
- Mi madre.
- ¿Qué es lo peor que es usted capaz de imaginar?
- Una llamada telefónica por la noche comunicándome que ella ha muerto.”

Se presentó la oportunidad de entrevistarme con la madre de esta joven. Se expresó así: “Sé
que mi hija siente remordimiento por no haber venido a casa por Navidad. También yo lo sentía a sus
años. En consecuencia, este año fui a verla, para pasar la Navidad a su lado. Me gusta estar con ella,
como es lógico, pero tengo la impresión de que en su casa estorbo. Prefiero quedarme en la mía, con
mis amistades. Quiero a mi hija, y me hubiera dolido mucho tener que marcharme antes de tiempo.
Entonces, opté por quedarme hasta el fin de la festividad.” Aquí se habla mucho de remordimientos, de
amor, de sentimiento de culpabilidad. La confusión semántica sólo es superada por la confusión
emocional en que madre e hija se sitúan.

Enmascaramos nuestro apego a la madre con kilómetros interpuestos entre las dos, con la
evidencia de nuestro nuevo trabajo, con una vida sexual. Por ejemplo, antes de volver a la universidad
para hacer su doctorado en Filosofía, y trabajar como terapeuta, Leah Schaefer actuó, con éxito, como
cantante de jazz. Viajó por todo el país, ganándose muy bien la vida, y tuvo relaciones sexuales con
varios hombres… Era una vida aquélla que parecía distinta por completo de la de su madre. ¿Quién
podía afirmar que no era independiente?

A los veinticuatro años decidió someterse a una operación de cirugía plástica. “Vivía en
Hollywood –cuenta -. De no haber estado en el mundo del espectáculo, no creo que hubiese podido
hacer acopio del narcisismo y el valor necesarios para dar tal paso. Por parte de mi padre siempre ha
habido narices perfectas, como la que yo luzco ahora. Pero entonces tenía larga nariz romana, igual
que la de mi madre. Era de las ganchudas… Me aplicaron la anestesia local, de modo que durante la
operación pude oír cuanto se hablaba a mi alrededor. Percibí un crujido aterrorizador. El doctor
comentó: “El gancho ha desaparecido.” Experimenté una repentina y salvaje sensación de haber
perdido algo.

“Pensaba entonces que el no haber dicho a mi madre nada acerca de aquella intervención se
debía a mi deseo de evitarle preocupaciones. En realidad, había obrado así porque me disponía a
alterar un rasgo de mi cara que era como el suyo. Efectivamente, al desembarazarme de aquel gancho
de mi nariz sentí como una separación emocional auténtica… Era la primera vez que me había
“desenganchado” de ella.

“Gradualmente, empecé a creer en mi atractivo físico. Ya desde la adolescencia, los chicos me


gustaban con locura, pero mi nariz constituía el mayor castigo de mi existencia. Cuando actuaba ante
el público, formando parte de un trío, tenía la certeza de que la gente no comentaba lo bien que
cantábamos, sino que se preguntaba: “¿Quién será esa fea chica de la nariz ganchuda?” De pronto,
descubrí que tenía muchos amigos, docenas de amigos. Pensé que esto se lo debía a que mi nariz había
mejorado. Más tarde comprendí que, hasta el momento de someterme a aquella operación, nunca había
pensado en mí como una persona diferente, separada de mi madre. Ella era una persona que negaba su
sexualidad, que negaba que aquello fuera importante. En consecuencia, yo también la negué. Solía
pensar que había sido el acto físico de cambiar mi apariencia lo que me había separado de mi madre.
Mi separación real llegó con la emoción de empezar a verme como persona sexual. No era mi aspecto
exterior lo que atraía a los hombres, sino mi forma de pensar acerca de mí misma.”
Nuestra sexualidad avanza en la dirección correcta. Antes de contraer matrimonio, por vez
primera en nuestras vidas, queda formado un lazo que puede ser más poderoso que el que nos unía a
nuestra madre. “Recurriendo a la sabiduría popular –manifiesta el doctor Robertiello – diré que los
hombres deben vivir toda clase de experiencias sexuales antes de casarse, como aconseja aquélla. Esto
mismo es aplicable a las mujeres. La experiencia sexual no tiene por qué ser desenfrenada. Si eres
católica o perteneces a la Iglesia baptista, por ejemplo, te moverás dentro de unos límites más
estrechos, más rigurosos que otras. Si llegas al límite de no permitirte absolutamente nada, al menos
métete en la iglesia y acomódate en un sitio en el que puedas estar frente a un hombre o junto a él. Las
mujeres debieran adquirir experiencia vis-à-vis con cierto número de hombres, para que el sexo opuesto
resulte menos atemorizador y remoto. Así aprenderá también la mujer a saberse capaz de atraer e
interesar a un hombre. Para alguna gente, esto puede representar tomarse de las manos; para otra
implicará una serie de orgías. Los años de soltería han de ser lo más experimentales que sea posible.”

Es la época de ampliar y reforzar cualquier grado de separación que haya sido alcanzado hasta
el momento. De otro modo, daremos a nuestros nuevos lazos con los hombres una forma de simbiosis
regresiva, y la excitación sexual abrirá las puertas de la seguridad. Lo que tengamos con un hombre no
será poderoso, como una descarga eléctrica, sino, en el mejor de los casos, cálido y amistoso; y en el
peor de ellos, todo se reducirá a un trato de dependencia y mutuo control.

Las buenas experiencias originan nuestro deseo de disponer de más autonomía. Las malas nos
causan dolor, pero nos enseñan, nos dicen que podemos sobrevivir. Actuando por nuestra cuenta, la
vida no es tan atemorizadora. Con el comienzo de la confianza en la propia personalidad, algunos de
los venenos de la vida femenina pueden comenzar a disminuir. Nos sobreponemos al temor de que, si
alguien a quien amamos nos abandona, nos volveremos a encontrar a nadie que le sustituya. Nos
sentimos aliviadas en nuestra sociedad de amarrar amantes con grilletes de acero, disminuyendo las
posibilidades de que ellos protesten, alegando que les ahogamos (simbiosis), para desaparecer a
continuación. Aprendemos a reconocer en qué situaciones somos nuestro propio enemigo.

Al experimentar con cierto número de hombres, al establecer diferentes relaciones aprendemos


a localizar lo que “siempre” está marchando mal. Los hombres nos causan dolor. Los hombres nos
abandonan. La mitad de la culpa, por lo menos, debe de ser nuestra: nosotras los elegimos.

“Incluso si tenéis una compulsión psicológica para entendernos solamente con individuos que
dejan algo que desear –declara el doctor Robertiello –, es mejor pasar por eso diez veces antes de
negarse a tener tratos con hombres por temor a resultar perjudicadas. De esta manera, por lo menos,
percibiréis la sensación de que localizáis vuestro problema, de que miráis a vuestro alrededor con el
afán de solucionarlo.”

La intimidad favorece la separación. Por primera vez en nuestras vidas, nadie sabe lo que
estamos haciendo. A menos que lo digamos. “Mi esposo y yo decimos siempre a Katie, nuestra hija,
que hay algunas cosas que son íntimas –explica Leah Schaefer –. No las ocultamos ni las negamos.
Decimos, simplemente, que son de orden privado. Ahora ella ya comprende cuando cerramos la puerta
de nuestro dormitorio. En ocasiones, ella cierra también la puerta de su cuarto, y dice: “Quiero
disfrutar de un rato de intimidad”.

Cuando somos muy jóvenes no tenemos práctica en lo que a intimidad se refiere, y por ello no
es de extrañar que nos sintamos inquietas al disponer de ella. Si la cerrada puerta de nuestra habitación
no quería significar nada; si nuestra madre estaba siempre “ordenando” los cajones de nuestra mesita
de trabajo, y formulando a cada paso preguntas sobre nuestras amistades y nuestras llamadas
telefónicas, crecimos con la molesta sensación de que la intimidad constituye una idea culpable.
Sospechamos que ningún secreto nuestro está a salvo, que hay alguien que sabe a todas horas lo que
estamos pensando. Nos sentimos “culpables” cuando hacemos algo que no ha de gustar a la madre; no
podemos estar seguras de que ella no disponga de algún medio para informarse. Como si todo fuese a
consecuencia de una reacción, algunas mujeres se lanzan a contárselo todo a sus madres, de
mantenernos en estrecho contacto con ella, es una muestra de gratitud: le estamos pagando todo lo que
ella hizo años atrás, cuando éramos unas niñas. Y, con todo, con la apariencia de nuestro
comportamiento obediente y cariñoso, ¿no estaremos impidiendo que aflore el temor de que nuestra
madre se entere de todo? ¿No le estamos pidiendo que sea una colaboradora y una condonante de
nuestra sexualidad?

“¿Si mi madre me preguntó alguna vez si era todavía virgen? –dice una joven de veintidós
años –. Si. Y le contesté afirmativamente. Sin embargo, mentí. Cuando me preguntó si se lo diría la
primera vez que tuviera relación sexual con alguien, le respondí que no, que ésta era una cuestión
personal.”

Esta joven vive sólo a unas manzanas de distancia de su madre. Es tímida, modesta, y ha
tenido poco a ver con hombres. Pero su grado de separación, sus esfuerzos por establecerla son
superiores a los de cualquier otra mujer que esté viajando constantemente alrededor del mundo y que
tenga repetidas relaciones sexuales. “Mi madre y yo somos realmente grandes amigas, si bien como
mujeres nos consideramos muy distintas. Hablamos constantemente por teléfono. Incluso la llamé
desde Francia la primera vez que viví una experiencia sexual. Recientemente tuve mala suerte y quedé
embarazada. La llamé, explicándole que no tenía más remedio que abortar. Se mostró muy atenta,
pero no me proporcionó el apoyo que yo esperaba de ella. Esto fue para mí una decepción. Yo lo que
necesitaba era que me llamara tres veces al día, e incluso que tomara un avión para que cuidara de mí.”

Esta mujer lo quiere todo: poder hablar con la madre de su vida sexual, ser su amiga y
compañera, verse cuidadosamente atendida por ella., lo que su madre hizo cuando ella era una criatura.
“La relación sexual es una cosa que nos incumbe exclusivamente a nosotras –dice la doctora Schaefer –
y su responsabilidad recae también en nosotras. Al hablar con nuestra madre de nuestra vida sexual no
respetamos su intimidad, ni tampoco la nuestra. Con tal proceder nos abrimos a su influencia, de una
forma u otra. Le estamos dando entonces motivos para formular juicios y comentarios, para dar o
negar su aprobación, en un terreno que ella no debe pisar, que le es ajeno.”

Es una difícil cuestión, tanto para los padres como para las hijas. Dice el doctor Robertiello:
“Yo no me opongo a que mi hija tenga relaciones sexuales. Es una decisión que tiene que tomar ella.
Ahora bien, si se presenta en casa con un chico con la idea de pasar la noche juntos, la cosa ya cambia.
Está invadiendo mi terreno particular; me lleva a una situación de la cual no quiero formar parte. A los
padres liberales que no desean ver en sus casas a los amantes de sus hijas se les llama con frecuencia
hipócritas. No creo que lo sean. Si eso les fastidia, los padres tienen derecho a decir: “No lo hagas
delante de mí. Esto no es cosa mía.” Las chicas tienen derecho a su sexualidad, pero aquéllos también
se hallan en su derecho al no querer integrarse en la situación planteada.”

Algunas madres quieren que la vida sexual de sus hijas sea una cosa estrictamente privada,
porque así ellas disfrutan también de libertad. “En ocasiones, mi hija me cuenta más cosas de las que
yo quisiera oír –dice la madre de una joven de veinticuatro años –. Me pone al corriente de los detalles
más delicados de sus idilios. Cuando contaba diecinueve años, me pidió que la acompañara a
comprarse un diafragma. Le contesté que no. Encontraba esto demasiado íntimo. Ella sabía que yo no
desaprobaba su acción, pero estimaba que su vida privada de mujer le pertenecía. La que no está
dispuesta a ir sola, sin su madre, a comprarse un diafragma es que todavía es demasiado joven para
adquirirlo.”

Una mujer de veinticinco años me confiesa que a ella no le importa que su amigo duerma en
su apartamento. Sin embargo, se pone nerviosa en el caso de que su madre la llame mientras él esté
allí. “Me invade un miedo misterioso a que ella pueda verle, como por el hilo del teléfono. Pienso que
mi madre sabe que mi amigo está desnudo, tendido en la cama, mientras las dos hablamos. No me
gusta que se entere de estas cosas. Supongo que es como si se empeñara en llevar una doble vida.”

Esta joven ha dado la vuelta a una situación normal, censurándose a sí misma por mantener a
la madre aparte de su vida sexual. Y, con todo, si ella se encuentra simbióticamente tan atada que
siente incluso que la madre puede leer en su mente desde el otro extremo del hilo telefónico, no hay
que extrañarse de que la experiencia le acarree una buena dosis de ansiedad. El comentario de la
doctora Schaefer es que la joven procede correctamente. “En su momento, la simple repetición de la
experiencia la desembarazará de esta ansiedad.”

Como ocurre con todo en la vida, cuantas veces hagamos una cosa, más expertos seremos,
menos inhibiciones sentiremos. No se puede llegar hasta ahí sin una práctica adecuada. La idea es
sencilla, y, sin embargo, sin haber dispuesto de una amplia práctica en el afán de ser independientes, las
jóvenes de dieciocho y de veinte años desembocan inesperadamente en una nueva vida. Los problemas
de la separación, al no haber sido abordados a la edad apropiada, surgen de repente ante nosotras, ahora
con escalofriantes perfiles. No estamos preparadas habiéndonos visto gratificadas durante toda nuestra
vida por no haber confiado en nosotras mismas. La primera vez que asistimos a una fiesta sin un
hombre, nos presentamos atemorizadas, temblorosas. A la quinta vez, todo nos resulta más fácil. La
práctica lo es todo. Los chicos han disfrutado de ella. Nosotras, no.

El encuentro, la relación con varios hombres de carácter diverso en el curso de nuestros años
de soltería es algo que puede contribuir a que apreciemos nuestra capacidad para la vida, viendo que es
mayor de lo que os hubiéramos atrevido a pensar. Si nos aferramos a un hombre demasiado pronto,
éste podría mantenernos del mismo modo que siempre fuimos. La dependencia simbiótica de la mayor
parte de los matrimonios no permite el desarrollo de las mujeres. La divorciada o la viuda se
encuentran solas de nuevo a la edad de treinta o cincuenta años, tratando con los hombres igual que si
fuesen unas muchachitas de diez años. “¡Si él me deja, yo me muero!”

La mayor parte de nosotras nos casaremos. Nadie puede prometer que el matrimonio durará
mucho. Nuestro amor puede haberse orientado hacia otra gente. Nuestra seguridad se encuentra en
nosotras mismas. Si vivimos nuestros años de soltería sin pagar nuestras facturas, perdiendo nuestras
llaves, escribiendo a los padres para pedirles dinero con que pagar el alquiler del apartamento, llenando
nuestros días con poco más que la espera del hombre perfecto, basando nuestro valor no en la
realización personal sino en los hombres que no acabaron de aparecer…, dejaremos establecida una
ominosa memoria de nuestras personas. La madre estaba en lo cierto: somos demasiado frágiles para
poder sobrevivir por nuestra cuenta.
Lo irónico del caso es que nuestra voluble conducta, nuestro irresponsable comportamiento,
era esperado a medias. Dada nuestra formación, cualquiera podría decir incluso que hemos triunfado.
“Las mujeres son así”, dice la gente, medio encantada y medio exasperada… Y en seguida proceden a
extender un cheque para cubrir nuestra fianza, nos ofrecen sus hombros con objeto de que nos podamos
apoyar en ellos al llorar, con motivo de haber sido despedidas, por llegar crónicamente tarde, cuando
nos cueste recuperarnos de un desengaño amoroso… Así no son las mujeres. Así es como nos han
hecho.

Las cosas parecen estar cambiando. Parece ser que las mujeres solteras nos miran desde todas
las carteleras de espectáculos y los anuncios comerciales… Es el símbolo de nuestro tiempo. A las
heroínas pop de la televisión y de las películas, de las revistas, las vemos, en su existencia
independiente, atractivas y desenvueltas. “Si tú no puedes hacer lo que nosotras, querida –parecen
estar diciendo esas triunfantes criaturas – es que algo marcha mal en ti.” Esto es general. Los modelos
falsos, al estilo de la chica del Cosmopolitan, nos prometen una vida de soltera en toda su gloria, por el
precio de una revista. No hay más que extender el brazo, y el éxito, el amor, la independencia y la
libertad pueden ser tuyos.

Y, sin embargo, existe una mentira incorporada en la chica soltera como heroína. Se trata de
la escondida agenda, los hábitos de dependencia que nos han enseñado a considerar como nuestro
núcleo femenino central. Es una forma de clasificar nuestras vidas, algo que ha profundizado mucho
en nuestro sistema de valores. Se halla basado en nuestro primer modelo y está respaldado por toda
nuestra cultura. Suele decirse que la mujer soltera es una persona “imperfecta”.

Helene Deutsch manifiesta que, “cuando ingresé en la Universidad, mi madre pensaba que el
hecho de que yo fuera a estudiar medicina era una especie de mancha en la familia. Ella quería que me
casara, que fuera como las otras chicas. ¿Se sintió orgullosa de mi éxito? Orgullosa no es la palabra
indicada, aunque mantuve a mis padres con el dinero ganado con la profesión que ellos no desearon
para mí. Cuando finalmente me casé, tuvimos dos testigos. Tras el matrimonio, lo primero que
hicieron fue establecer contacto con mi madre. Solamente entonces tuvo mi madre la impresión de que
le había dado algo sólido.

Helene Deutsch tiene noventa y tres años. Pero cuando me entrevisté con una mujer sesenta
años más joven, escuché de sus labios el mismo estribillo: “Mi madre se sentía muy complacida por mi
éxito en el trabajo. Después de todo, siempre había deseado que yo tuviera estudios superiores. Sin
embargo, en su grupo de amistades es la única madre que no ha casado aún a su hija. Por fin, cuando
fui ascendida en mi empleo, apareció una información sobre mi persona en el diario de la localidad en
que vivíamos, y ella tuvo ya algo para mostrar a sus amigas. Me alegraba de que estuviese orgullosa de
mí, pero me dolía un poco también que las opiniones de los vecinos tuviesen tanta importancia. Sé que
lo mejor con que puedo obsequiar a mi madre es con la noticia de mi boda… si es que llego a
casarme.”

Dice la doctora Deutsch: “Son muchas las madres, hoy, que desean que sus hijas sean médicos
o abogadas, pero, ante todo, quieren que se casen. ¿Por qué no? Una mujer se desenvuelve mejor
casada. Si la hija triunfa plenamente en su carrera, es posible que la madre no se disguste al ver que no
se casa. Las madres prefieren ver a sus hijas casadas, y sobre todo convertidas en madres a su vez. No
obstante si la joven alcanza nombradía en su labor profesional, el narcisismo de la madre, el narcisismo
normal, puede verse satisfecho.”
Aún en la actualidad, las recompensas que se deriven del trabajo llegan a las jóvenes con
dificultad, lentamente. Dice Jessie Bernard: “Los únicos que parecen desearlas realmente son los
hombres. Es difícil para los jóvenes encontrar un lugar en el mundo en que se igualen sus talentos.”
En la mayor parte de los empleos, las chicas empiezan por el puesto más humilde. Casándose, entran
en un nuevo estado en plan de triunfadoras. ¡Parece ésta una solución tan fácil!

En la actualidad son muchos los hombres que sostienen que las mujeres tienen misiones que
cumplir fuera del cuarto de los niños y la cocina. Pueden incluso sonreír pensando en el chauvinismo
de su padre, al declarar que prefería a las mujeres “femeninas” y “no agresivas”. Pero cuando se ponen
serios con una de sus hijas, éstas son las cualidades que buscan en ellas.

La socióloga Mirra Komarovsky señala en su libro Dilemas of Masculinity que el mismo varón
literal que afirma creer en el movimiento feminista se busca a menudo una esposa amante y cuidadosa
del hogar e inclinada a hacer de él su mundo, para que su marido lo encuentre todo siempre a punto.
No acierta a ver por qué razón, aparte de cumplir con su carrera, no ha de saber regir también una casa
de familia. Como dijo una estudiante en el informe de Mirra Komarovsky: nadie se opone a que la
madre de una niña en edad preescolar encuentre una colocación para desarrollar una jornada normal de
trabajo, “siempre y cuando, por supuesto, la casa siga marchando, los hijos no sufran y el empleo de la
esposa no se interfiera con la carrera del marido.”

Con todo, yo quisiera añadir aquí unas palabras en defensa de los hombres. Una de las
grandes quejas de nuestro tiempo es ésta: “Los hombres no nos dejan avanzar. Por eso las mujeres nos
quedamos rezagadas.” A veces, esto es cierto, pero con mucha frecuencia no son los hombres ni la
sociedad los que dificultan nuestro progreso. Las causantes de la situación somos nosotras mismas. Si
la meta para las mujeres es lograr una plena confianza en sí mismas, hemos de averiguar por qué unas
veces triunfamos y otras fracasamos, pero pensando exclusivamente en nosotras, sin buscar la socorrida
excusa de la malevolencia del varón.

“Yo, como le he indicado, deseo ser abogado –me dice una joven de veintiún años – pero noto
algo en mí que opera contra mi afán de independencia. Todo proviene de mis relaciones con los
hombres. Mi actual amigo afirma que cree en mí como abogado. Ahora bien, cuando me dice: “No
quiero que hagas esto o lo otro”, me oigo a mí misma respondiendo automáticamente: “De acuerdo.
No lo haré” Es como si estuviera hipnotizada. Y me asusto al pensar que esto me sucede a mí.” Ella
ha escuchado la voz de la simbiótica criatura que hablaba en su interior. No fue un hombre quien la
puso ahí.

Dice la profesora Jeanne McFarland, especialista en economía, del Smith College:


“Transmitimos a las jóvenes señales ambivalente. Les proporcionamos esa terrorífica formación de
ahora, para que puedan competir con los demás. Por otro lado, decimos: tú lo que necesitas realmente
es encontrar un marido. En consecuencia, muévete con tranquilidad por lo que a la competición se
refiere. A los hombres no les gustan las mujeres que se lanzan a competir. Los hombres quieren
mantener a sus mujeres en un pedestal, como diosas de la nutrición y la socialización, y de todas las
otras “buenas” cosas que ellos no han tenido tiempo de ser. Es una indicación compuesta: compite,
pero no lo hagas demasiado bien.” ¿Puede sorprendernos el hecho de que, pese a todo cuanto se habla
acerca de los avances de la mujer, nos sintamos en el fondo atemorizadas? Con la autonomía tenemos
más cosas que perder que ganar.
Habla una mujer de veintinueve años, una periodista de renombre, triunfadora en su profesión:
“Este último fin de semana lo he pasado en la cama, con mi amigo. Hacía casi un año que no vivía una
experiencia semejante. ¡Imagínese! Nada más cerrar con llave la puerta de nuestro dormitorio, nos
echamos uno en brazos del otros, haciendo el amor, charlando luego… En fin, fue algo maravilloso.
Se me desvaneció toda la tensión. Me olvidé por completo de mi trabajo. El lunes, me reincorporé a la
redacción del periódico, y el martes por la noche lo vi de nuevo. Ya en el taxi, antes de reunirme con
él, me sentí asaltada por esos sentimientos de hostilidad. Desde el primer momento me mostré
agresiva. “¡Vaya! –pensé -. Lo eché todo a rodar. Esto se ha acabado”. Pero un par de horas más tarde
nos reconciliábamos. Sin embargo, no creo que pueda seguir con él. Trabajo mucho y mi labor
profesional es lo que más me importa. Simplemente: no puedo soportar esos fines de semana. Los
necesito, pero me dejan acobardada. Necesito todo un día para serenarme, y cuando lo vuelvo a ver,
otra vez resurge mi hostilidad.”

Las mujeres como esta periodista, para quienes el trabajo tiene una gran importancia, sienten a
veces el temor de apasionarse por un hombre y perder con ello facultades o un incentivo profesional.
Habiendo saboreado los placeres de la autonomía, apartan al hombre a un lado, ante el temor de que se
produzca una relación de dependencia. La propensión real la forman, desde luego, sus necesidades
simbióticas sin resolver. La mujer teme que, una vez abierta la puerta de sus antiguos y denegados
sentimientos infantiles, éstos irrumpan por ella, y la dominen. La intensidad del deseo de depender de
alguien se observa claramente en la hostilidad que muestra ante el hombre que de un modo inadvertido
les tienta a volver a su anterior estado.

El reverso de la medalla lo encontramos en la exposición de una mujer de treinta y cuatro años


cuyos temores se originaron, no por la proximidad del hombre, sino porque el éxito era una amenaza de
separación. Como directora de una empresa de alta confección, se ve obligada a viajar constantemente
desde Nueva York a California. Intermitentemente, a lo largo de los últimos ocho años, ha estado
viviendo con un actor cuya profesión también le obliga a viajar.

“Nuestra relación marchaba perfectamente –me dice la mujer -. Hablamos de matrimonio,


pero como todo iba bien, los dos coincidimos en que todavía no era el momento. Yo le echaba de
menos cuando se ausentaba, pero a su regreso vivíamos unas horas maravillosas. El año pasado fui
nombrada vicepresidente de la compañía. Había llegado a la cumbre. De pronto, me sentí impulsada a
lanzarme a cada momento sobre el teléfono, para preguntarle a mi amigo, a gritos: “¿Por qué no
regresas? ¡Te necesito!” Le hablaba gimoteando: “¡Quiero que me abraces!” Me pasaba todo el tiempo
llorando, acusándole de haberme abandonado. Me sentía muy sola, cuando hubiera debido
considerarme en la gloria, en el mejor de los mundos.” A consecuencia de sus demandas y reproches,
el idilio acabó extinguiéndose. Una relación que, probablemente, no todas las mujeres escogerían, pero
que estaba hecha exactamente para aquellas dos personas, porque así la necesitaban, se desplomó por
efecto de la ansiedad que el éxito en el trabajo había suscitado en la mujer.

Para la mayor parte de nosotras, el fin de los años de soltería se produce no demasiado pronto.
Son como un agitado viaje a París. Todo muy emocionante, pero, “¡qué bien se está en casa!” El
significado de “en casa”, por supuesto, es el matrimonio. Es el esquema que mejor conocemos. Aún
tratándose de un hogar deshecho o desquiciado, todavía nos domina el ensueño de la vida familiar.
“¿Cuáles son sus objetivos en la vida? –pregunta el Consejo Americano del Seguro de Vida en su
estudio anual -: ¿Una feliz vida de familia?, ¿Ganar mucho dinero?, ¿Hacer una carrera brillante?,
¿Desea hallar la oportunidad de desarrollarse como individuo?” En 1975, el ochenta por ciento de los
consultados, hombres y mujeres mayores de dieciocho años, respondieron que preferían vivir
felizmente en familia. Esto no significa ni mucho menos que vivan así.

Tenemos a la vista un inolvidable modelo, que nos dice cómo debe ser una esposa, basado no
en la forma de ser de la madre con el padre, sino, más significativamente, en el modo de ser nosotras
con ella. Formamos la pareja –la madre y yo – que intentaremos reestablecer con otros. Cuanto más la
necesitemos, con más generosidad nos recompensará. De mayores, la dependencia es todavía la norma
que se nos ofrece. Equivale a mantener un martini delante del alcohólico. “Lo que ocurre –dice el
doctor Robertiello – es que la idea cultural de la dependencia de las mujeres refuerza su adiestramiento
peculiar en la infancia. He aquí la mayor de las trampas tendidas a la mujer. Podría ser denominada la
opción femenina.”

Y como muchas trampas, se encuentra endulzada con miel.


Por esta opción se nos dice que, siempre que lo desee, una mujer puede renunciar a sí misma y
encontrar un hombre que cuide de ella… En consecuencia, ¿por qué luchar para abrirse paso por sí
misma? Este supuesto privilegio se halla tan profundamente arraigado en nuestra psique que no nos
damos cuenta, con frecuencia, de que lo utilizamos como nuestra carta decisiva. “Los hombres tienen
el espíritu competitivo muy desarrollado. No creo que necesite trabajar con tanto ahínco.” Desde
luego, la sociedad aplaude a la mujer que piensa de esta manera, que se toma un tiempo para decidirse
en un sentido u otro. Es una competidora menos de que preocuparse, una persona que se hará cargo de
todas esas tareas domésticas que no se pagan con dinero, y que tanto disgustan a los hombres. Nuestra
renuncia, nuestra postura de hacer responsable al hombre de todo, no puede ser el objetivo de una
mujer sino de una criatura inmadura.

En Norteamérica, tres de cada cinco novias (se entiende en primeras nupcias), es decir, el 57,9
por ciento de ellas, cuentan veinte años o están por debajo de tal edad. Para muchas mujeres jóvenes,
el colmo de la felicidad consiste todavía en contraer matrimonio el mismo día en que se gradúan en sus
estudios. ¡Sólo dieciocho años y ya han alcanzado la seguridad para toda la vida! Las salas de los
tribunales rebosan de aspirantes al divorcio que descubrieron demasiado tarde el falso hechizo de
aquella promesa.

Dice la socióloga Cynthia Fuchs Epstein: “Muchas mujeres creen que se enfrentan sólo con la
alternativa de ser esposas y madres. No piensan que sea posible para ellas lograr el éxito en la vida. Es
algo que no figura en el abanico de sus esperanzas. Sólo al entrar en el mercado social y lograr unos
empleos decentes se dan cuenta de que pueden tener ciertas posibilidades de triunfar.”

A menudo, una mujer ha de vivir la experiencia de su matrimonio fracasado para comprender


que su seguridad de toda la vida por obra de un esposo puede ser un doloroso mito. “Esta clase de
mujeres –continúa diciendo la doctora Epstein – se orienta frecuentemente hacia las carreras
profesionales. No es que prescindan por entero y necesariamente, de los hombres. Su irritación, ante
sus ilusiones deshechas, les ha abierto los ojos. Han advertido que no pueden mirar a los hombres
como su única recompensa.”

Sin embargo, las mujeres orientadas hacia el trabajo se enfrentan con problemas desconocidos
por los hombres. Dice la doctora Epstein: “Una mujer dispone de escasos puntos de apoyo para decir a
un hombre: “No puedo verte esta noche. He de trabajar hasta muy tarde.” Las mujeres no están
habituadas a verse totalmente absorbidas por el trabajo. Esto no quiere decir que no sean capaces de
ello. Se trata, simplemente, de un recurso que todavía no hemos desarrollado.”

Enfrentadas con presiones como las indicadas, muchas mujeres que desarrollan actividades
profesionales deciden aplazar su matrimonio. En un estudio realizado por la profesora Elizabeth
Tidball, sobre mujeres destacadas, seleccionadas al azar en el Quién es Quién entre las mujeres
americanas, encontró que de 1.500, sólo la mitad de ellas se habían casado. Y las últimas habían
aplazado la boda unos siete años, por término medio, tras alcanzar sus títulos profesionales, con objeto
de concentrarse por completo en su carrera. Del estudio de Margaret Hennig, realizado sobre
veinticinco mujeres que desempeñaban cargos de alto nivel, se desprende que todas empezaron por
creer que frente al matrimonio y la actividad profesional había que decidirse por una cosa u otra. A los
veintitantos años, según palabras de la doctora Hennig, “almacenaron su feminidad para una posterior
consideración”. Al cumplir los treinta y cinco años, más o menos, volvieron a entrar en contacto con
su feminidad “aparcada”, y la mitad de ellas contrajeron matrimonio.

No sabemos qué clase de irritación se apoderaría de esas mujeres al verse obligadas a dejar a
un lado su vida sexual con objeto de poder seguir adelante en su trabajo. Yo hubiera reaccionado de la
misma forma.

Todas sabemos cuánta indignación debieron sentir las que tuvieron que inclinarse por tal
opción: mujeres sin hombres. Alguien o algo –los hombres, la sociedad, las estructuras del trabajo en
nuestra cultura – las disminuyó. Existen excepciones: mujeres que se las arreglan solas, que viven
felices, que han prescindido por completo de los hombres. Parte del respeto que suscitan es debido a la
certidumbre de que son escasas las mujeres que han resuelto el problema: el de vivir sin contar con los
hombres y sin rencor.

A la vasta mayoría que no lo ha resuelto habría que decirles que orientaran su enojo hacia la
anacrónica educación que relacionaba la feminidad con la dependencia… pero esto significaría dar
marcha atrás, dirigir aquél hacia la madre. La verdad es que se proyecta hacia delante, hacia el príncipe
que no ha hecho acto de presencia, y luego, en una especie de amargura generalizadas, es volcado sobre
todos los hombres.

Dice la doctora Cynthia Fuchs Epstein: “Las mujeres sufren verdaderos traumas en sus
situaciones laborales. Tienen que tomar toda una serie de decisiones basadas en diferentes sistemas
prioritarios –entre los que figuran el amor, la amistad, el matrimonio y los niños -, no todos ellos
coordinados.” Cuando una mujer se entrega de corazón a su carrera, teme que esto perjudique su vida
amorosa. Y si dedica mucho tiempo a ésta, temerá que sea a expensas de su actividad profesional.

Yo misma siento tales presiones: hoy, al pasar frente a un espejo, vi en él a mi madre. En mi


cara había la expresión suya que menos me gustaba: la de ansiedad. Cuanto más duramente trabajo,
menos femenina me siento.

“Nancy: he escuchado tus preguntas, pero tú no has captado mi contestación.” Quien me habla
así es una psicoanalista. Le preguntaba por qué las mujeres se ríen de todas esas sensaciones de valor
que acompañan al triunfo. Su contestación se me escapa, como el agua entre los mimbres de un cesto.
Por la noche me veo obligada a telefonearla, con el fin de que me repita lo que dijo. Planeo una cena,
con el deseo de escuchar algunos elogios sobre mis posibilidades culinarias, pero me empleo tan a
fondo escribiendo que desisto de ello…, sintiéndome más deprimida, menos femenina que nunca. Mi
esposo y yo hemos tenido una terrible discusión, y me entierro materialmente en los papeles de mi
mesa de trabajo, privándome de su compañía. La represión se disipa por un momento: voy a dejarlo
antes de que él me deja a mí… He aquí un juego que empleé con mi madre cuando yo contaba seis
años.

Una locura.
No penséis que por el hecho de haber escrito esto yo acierto a comprenderlo. Ya lo he
olvidado. Freud se quedaba desconcertado al ver que el estado de sus pacientes no mejoraba cuando le
informaba acerca de sus conflictos inconscientes. Era como si hubiese encendido una lámpara para que
la observara el enfermo. “¡La veo!”, gritaría éste. Y cuando la lámpara se apagaba, el paciente
“olvidaba” una vez más. No dominaba en absoluto el terreno de lo consciente, y quedaba encerrado en
una oscura represión.

Hace tiempo que los psicoanalistas se acostumbraron a la necesidad de abrirse paso por entre
esos atisbos interiores, haciendo que los pacientes se impongan de la reprimidas conexiones y otra vez,
antes de hacer suya la liberadora, la emocional verdad. Práctica otra vez. Las mujeres nos resistimos
conocernos a nosotras mismas y a nuestras madres. Preferimos nuestra relación de fantasía, y así es
como no podemos hacer uso de lo que sabemos acerca de las dos.

Un psiquiatra con el que estuve hablando da a leer a su esposa el capítulo de este libro
dedicado al espíritu competitivo. El matrimonio tiene una hija de catorce años. La madre de la chica
comenta: “Si, esto es interesante, pero no puede aplicarse a mi caso.” Una hora más tarde estalla en
sollozos. “Dentro de una o dos semanas –me dice él – es posible que mi mujer desee hablar de ello.
¿Acaso no concederás que ciertos temas que discutimos juntos no se te hicieron evidentes hasta meses
después, o quizá un año más tarde?”

La represión es un proceso inconsciente. No tiene nada que ver con el intelecto, con lo
despierto que se pueda ser. Podríamos conservar en la memoria cuanto nos ha sucedido, con todos sus
detalles, y hallarnos en posesión de un coeficiente de inteligencia de 160, y todavía nos resistiríamos a
“conocer” los hechos que han marcado nuestra relación con la madre, el papel que han representado a
lo largo de nuestra vida en nuestro contacto con las personas.

El temor de perder a la madre no supone la existencia previa de una relación emocionalmente


sustancial. A algunas mujeres les disgustan abiertamente sus madres; otras no pueden recordar haber
recibido de ellas un gesto de afecto, ni haber vivido en su compañía unos momentos de calurosa
intimidad. Para que se dé un lazo simbiótico no es necesario haber amado a la madre, ni siquiera
haberla tenido a nuestra disposición. A veces, efectivamente, la relación madre-hija más férrea es la
que arranca de un imaginativo deseo de realización.

Para las mujeres de este tipo, la relación madre-hija culturalmente idealizada es más
importante que la realidad. La falta de simbiosis en nuestra niñez, que percibimos tan agudamente,
provocó en nosotras, quizá, más desesperación que la conocida por aquellas mujeres que sufrieron en
este sentido menos privaciones. Es demasiado doloroso, demasiado humillante admitirlo. Decimos con
toda naturalidad: “Simplemente, no estaba muy unida a mi madre”, o manifestamos, con un gesto de
alivio: “Gracias a Dios, mi madre no intentó anularme como hizo con mi hermana”. Otro método de
defensa es el enojado acto de rechazo: “Cuando nació mi hija decidí que no sería educada como me
educaron a mí.” Fórmulas verbales en suma, que son como cosméticos destinados a ocultar unas
cicatrices.

“Mis padres son muy herméticos en todo lo relacionado con el sexo –dice una mujer soltera de
veintinueve años -. Yo no quiero que lo sexual sea siempre parte de alguna intimidad intensa y
emocional, de alguna relación en marcha. Me agrada estar en condiciones de ir al intercambio sexual
sin ataduras. Recientemente, me cité con un hombre que me gustaba mucho, y me acosté con él la
primera noche. Me disgustó que no me volviera a llamar. Poco después recibí de él una nota, en la que
no hacía la menor referencia a nuestro encuentro.” Al sugerirle que debía de haber significado una
humillante experiencia, ella protestó con vehemencia. “No, no. No fue ninguna humillación. Sólo que
no había querido salir con nadie más desde entonces.” Al final de la entrevista, al disponerme a salir,
ella me detiene un momento: “¡Demonios! Sí que me sentí humillada.” El telón de la represión ha sido
levantado por un momento. ¿Será capaz de compaginar su actitud –de aceptación de la relación sexual
sin ataduras –, con su interna reacción desesperada cuando es el hombre quien la conduce a ella?

“Cuando una mujer se acuesta con un hombre y él, luego, no la llama –dice el doctor
Robertiello – se siente humillada. Se ve como usada, embaucada, estafada. Esto la lleva a recordar el
viejo sentimiento de traición y de pérdida de la primera persona que le hizo creer que si se “entregaba”
se hallaría siempre a su disposición, pendiente de sus necesidades.” En su mente consciente, esta mujer
ha tomado una decisión personal y racional sobre los hombres. A un nivel de inconsciencia, reacciona
ante ellos, todavía, como si fueran su madre.

Los hombres no se enfrentan con este conflicto. Cuanto más triunfador es un hombre mayores
condiciones se atribuye de conquistar las más bellas mujeres, de disfrutar de la vida sexual y del amor.
Los sexos difieren en que nosotras nos vemos involucradas con los hombres simbióticamente,
desplazando nuestra necesidad de la madre sobre el esposo o el amante. No es de extrañar que
tropecemos con más dificultades para distribuir nuestro tiempo –tanto para el amor, tanto para el
trabajo – que los hombres. En el amor simbiótico, la necesidad es tan grande que absorbe todo el
tiempo, no quedando ni un minuto para nada más.

“Siempre creí que podría amar y trabajar –explica la doctora Schaefer – y, por consiguiente,
acepté ambas cosas. Fue educada en esta creencia porque mis padre eran muy amantes del trabajo. Me
parecía muy natural esto de amar y trabajar. Los hombres solían decirme: “Si te casas conmigo, te
permitiré trabajar.” Y yo contestaba: “¿Qué tú me permitirás que trabaje?” Yo no necesitaba para nada
su permiso. Es su formación lo que hace a las mujeres pensar que deberían excluir a los hombres de
sus vidas en el caso de querer desarrollar una interesante labor. Lo que nosotras creemos es aquello
que hacemos que suceda.”

Aunque el trabajo que llevamos a cabo y la compensación que recibimos pueden revelar al
mundo que estamos en un plano de igualdad con los hombres, las mujeres nos enfrentamos a diario con
un riesgo especial desconocido para la mayoría de ellos. “Es injusto –me dice una mujer –. Yo soy
igual que él en todos los niveles. ¡Ah! Pero él tiene la gran habilidad de escabullirse. Si no se siente a
gusto, se marcha al bar a tomarse unas copas con los amigos. Lo más probable es que se concentre en
su trabajo, olvidándose de mí. Me siento como atontada hasta que me telefonea. Y luego me indigno
conmigo misma.”
Es como una enfermedad intermitente: desempeñamos una profesión en la medida en que nos
asegura el amor que dice profesarnos. La emoción que sentimos cuando el hombre cruza el mural de la
puerta nació con nuestro temor, de niñas, de ser abandonadas. Nunca lo superamos. Careciendo de
experiencia en estar solas, pensamos que no seremos capaces de sobrevivir. Los hombres responden a
nuestro temor. Este hace que se sientan más poderosos. Así queda intensificada una antigua y triste
lección: en nuestra debilidad radica nuestra fortaleza.

En términos del trabajo que forja la independencia, no existe razón alguna para pensar en
tareas con una orientación jactanciosa. La mujer que es capaz de manejar un cuadro de distribución
experimenta una sensación de maestría y competencia. Si podemos efectuar pequeños trabajos de
reparación en el apartamento –arreglar un desagüe atascado, componer un fusible – ya tenemos una
parcela más en la que hemos aprendido a dominar algunos pequeños detalles de la vida sin depender
del hombre. La mujer que se siente orgullosa de su puesto de secretaria irremplazable adquiere una
conciencia de su valor personal semejante al de la mujer que desempeña la vicepresidencia de una
compañía. El mundo podrá establecer categorías monetarias o sociales distintas, pero en lo tocante a
afirmar sentimientos de autonomía, ambas situaciones son igualmente deseables.

Aunque el valor de trabajar para ganarse el sustento diario no puede ser subestimado, algunas
mujeres han encontrado que la tarea que les produce mayores emociones se encuentra fuera de sus
actividades profesionales. Puede ser que dediquen los fines de semana a escribir o a pintar, que se
entreguen a actividades políticas o se presten servicio en la Cruz Roja. Esto no quiere decir, sin
embargo, que la autoestima del aficionado a cualquier cosa o del pintor dominguero quede
automáticamente reforzada. La iniciativa debe ser suficientemente importante como para que valga la
pena sacrificar el tiempo extra, la labor y las actividades sociales que se le dedican. De otro modo, no
resultará emocionalmente valiosa, no incrementará nuestros sentimientos de autonomía. Sin un real
compromiso, nos empeñamos solamente en un juego. Si es algo que da igual en el caso de perder, una
se beneficia poco al ganar.

Hoy se escuchan gritos de libertad. Ninguno más ruidoso y potente que el de la mujer soltera,
cuya libertad pide aunque se lanza en busca de alguien a quien someterse. “¿Por qué no puedo
encontrar un hombre que cuide de mí?”, es la queja más común, incluso entre las pacientes de Leah
Schaefer, mujeres que tienen un empleo, que ejercen una carrera. “Yo les digo –explica la doctora
Schaefer- que el mundo está lleno de hombres que se sienten más varoniles cuidando de una mujer.
Pero esto hay que pagarlo. Una mujer no puede esperar de un hombre que cuide de ella y que, por
añadidura, haga lo que se le diga. El precio que pagas de pequeña a cambio de que tu madre cuide de ti
consiste en ser como ella quiere que seas. El mismo precio ha de ser pagado al hombre. Muchas
mujeres aceptan ambas imposiciones. No hay nada malo, les digo, en que deseéis ser cuidadas por otra
persona, siempre que seáis conscientes del precio que tenéis que pagar por lo que vais a conseguir.”

Las mujeres acusan a los hombre de sus dudas ante la fidelidad, de ser incapaces de amar, etc.
Puede que el hombre esté respondiendo a la inexpresada mitad del mensaje amoroso de la mujer:
“Cuida de mí.” Puede ser, verdaderamente, que el hombre la ame. Lo que le perturba no es la
fidelidad, la intimidad, sino echarse encima una pesada carga. Incluso si los hombres conocidos en
nuestros años de soltería pertenecen al grupo de los que han sido educados en la creencia de que el
mantenimiento de la mujer ha de ser siempre cosa del varón, puede existir todavía el inconveniente de
que sean excesivamente jóvenes, de que se hallen situados a un nivel muy bajo en la escala económica
para ser capaces de cumplir con dicho cometido. Es posible, también, que no estén dispuestos aún a
renunciar a su libertad. “El problema, en cuanto a la mujer –dice la doctora Schaefer – es que esta idea
(la del amor con el significado de que alguien cuide de ella) se encuentra tan arraigada en su mente que
no se da cuenta de que se la impone al hombre. Todo lo que piensa es que éste es frío, repelente,
incapaz de sentir nada, y que la rechaza. Estas dos ideas, la de que la ame y la cuide, están tan
entrelazadas que la mujer no acierta a separarlas… ¿No fue así el amor de la madre?”

En 1968, Matina Horner elaboró su tesis doctoral sobre las “motivaciones de la mujer para
evitar el éxito.” Al comienzo de la década de los años setenta, sus ideas eran parcialmente compartidas
por todo el mundo. Lo que ella dijo hablaba universal e inmediatamente a las mujeres en un aspecto
que nunca habíamos sido capaces de poner en claro. No importa que otros sociólogos arguyeran que
sus hallazgos eran incompletos, que estaban basados en un estudio realizado sobre solamente noventa
mujeres, en una Universidad. “¡Desde luego! –exclamamos -. Eso explica mi ansiedad, mis fallos, mis
ambivalencias con relación a mi trabajo. Soy una mujer, como tantas otras. ¡Siento el femenino temor
al éxito!”. Nuestros temores se hallaban condicionados, no biológica sino socialmente. Lo que fue
aprendido podía ser ignorado. Por otro lado, el fallo radicaba en la sociedad paternalista.

A veces me pregunto si las conclusiones de la doctora Horner no habrán hecho más mal que
bien las mujeres. Al disponer de antemano de esa enérgica frase –el temor al éxito – nos enfrentamos
con una profecía que se realiza por sí misma. Identificamos el fracaso como un viejo amigo, la marca
indudable de nuestra feminidad. Cometemos el mismo error al leer determinadas ficciones feministas.
Ansiosas de identificarnos con otras mujeres, nos reconocemos en las heroínas, acosadas, hostigadas,
con frecuencia con ribetes humorísticos, pese a una actitud autosuplicante. Es bueno saber que no
somos las únicas que nos sentimos presas de una irritación incontrolable cuando nuestro esposo llega
tarde a casa, o que perdemos nuestra identidad si no llega nunca. No se sigue de ahí, sin embargo, que
la identificación con los fallos de otras personas nos permita estar mejor equipadas para vencer los
nuestros.

Con todo, pienso que la doctora Horner estaba en lo cierto. Nosotros tememos el éxito; pero la
frase no tiene sentido si no va unida a su contexto. El temor al éxito solía tener su enfática explicación
en la retribución edípica: si dejas a un lado a mamá por papá, ella intentará vengarse. Creo que esto es
cierto para los dos sexos, pero las mujeres no temen la rivalidad y el enojo de la madre tanto como su
pérdida. Hay ahí una degradación del énfasis que discurre a lo largo de las líneas de lo sexual.
Nuestros problemas de separación no son paralelos a los de los hombres. Un hombre no se ve obligado
a separarse de otro para conseguir su independencia. Un chico puede ser un rival de su padre y/o
utilizarlo como modelo, pero en uno u otro caso continuará disfrutando del amor y del apoyo de la
madre. Una hija, no obstante, siente comúnmente que debe escoger un campo distante del de la madre
para reforzar la separación. Para muchas mujeres, la competición con los hombres es mucho más fácil
que la que se pueda establecer con una compañera.

“Al desarrollar estrategias para vencer, las mujeres demuestran poseer una más rápida
comprensión que los hombres –dice el Dr. George Peabody, especialista en cuestiones relativas al
comportamiento. Fue el creador del Powerplay Game, mediante el cual las compañías comerciales
pueden inculcar a sus empleados métodos de superación que les permitan triunfar en los negocios -
Pero una y otra vez vemos vacilar a las mujeres –hasta el punto de llegar a la insensatez – resistiéndose
a poner en juego lo que saben. No siendo unas criaturas necias, hay que preguntarse el porqué de tal
proceder. Ellas piensan que su superior planeamiento estratégico y político es engañoso, sin saber la
causa. Antes de entrar en la oficina dejan en el puerta sus conocimientos. En el Powerplay tienden a
desaprovechar los triunfos que tienen en las manos. Muchas temen batir a sus compañeras. No quieren
ser destructoras de relaciones.”

Conozco una agencia de viajes atendida por mujeres en la que se ha “eliminado” todo afán
competitivo gracias a la supresión de los títulos. “Cuando un cargo superior se halla vacante –dice una
de los miembros orgullosamente – no se produce aquí ningún revuelo. No se ven agitados los
sentimientos competitivos. Alguien acaba ocupando el puesto, y eso es todo.” Esta confesión hace que
se sienta profundamente deprimida.

¿Quién engaña a quién? A veces no existe una abierta relación de poder, pero esto no quiere
decir que no se dé en absoluto. Todo el mundo sabe quién es el que decide que la firma abra una
sucursal en Florida, que Mary Anne sea distinguida con una atractiva misión a realizar en París
mientras que Sally pasa a máquina los informes. Hay quienes desean ser directores, y quienes no. A
menos que las reglas de la competición sean establecidas, nadie se siente a gusto. Las personalidades
dominantes son las que mandan conforme a sus propias reglas, y habitualmente para su comodidad, en
tanto que paternalísticamente (¡) dicen a los subordinados que todos componen una gran familia en la
que todos tienen por meta el bien común. Pero ello no da lugar a que los que ocupan la cúspide venzan
por completo ya que su puesto en la jerarquía no es reconocido, y siendo por consiguiente ilegal, la
ansiedad hace presa de ellos.

La negación de las mujeres a su derecho a sentirse competitivas, refuerza los viejos clisés de la
pasividad. Se está ejerciendo un poder, pero todo el mundo pretende que no es así. Solamente
nosotros somos suficientemente desagradables, suficientemente competitivas, para sentirnos irritadas.
Es mejor callar, fingir la ausencia total de espíritu competitivo. Hacer otra cosa es arriesgarse a ser
catalogada como no femenina. Incluso ahora, cuando se dictan leyes para obligar a las empresas
comerciales a situar más mujeres en los cargos directivos, son pocas las que dan un paso adelante y
dicen, confiadas: “Yo soy una persona competitiva.” En la sala de juntas se decide no designar a un
miembro directivo femenino para un trabajo importante, a desempeñar en Chicago. “Las mujeres no
son suficientemente enérgicas para cortar ciertos males de raíz. Nos arreglaremos mejor con Harry.”

Nosotras pensamos que nos veremos recompensadas por haber sido unas buenas chicas, por no
armar ningún alboroto. Y es otra persona quien consigue el ascenso.

En African Genesis, Robert Ardrey dice que el animal más desdichado y neurótico del mundo
es la mujer norteamericana: intenta llevar a cabo algo para lo cual no está naturalmente capacitada.
Estoy por completo en contra, comenzando por el hecho de que si bien somos animales también somos
algo más. La naturaleza puede no habernos preparado para tocar el piano o pilotar aviones. Fueron
éstas dos actividades que aprendimos por nosotras mismas. Si tomamos esta idea de preparación y la
sustituimos por la casi religiosa noción de Naturaleza que presenta Ardrey, podría estar de acuerdo con
él.

“¿Por qué no ha existido jamás una mujer que llegara a ser campeona del mundo de ajedrez o
de bridge? –inquiere el doctor Robertiello -. He aquí la forma en que es expuesta tal pregunta por los
chauvinistas varones: “¿Por qué no ha habido en la historia del mundo más mujeres artistas, científicos,
etc.?” La respuesta está en la función de la cultura en cuyo seno las mujeres se han desarrollado.
Después de todo, en los coeficientes de inteligencia comparados las mujeres ocupan puestos más
brillantes que los hombres.”
Trabajar para una misma, avanzar, adelantar, significa corrientemente batir a otra persona,
quebrantar un lazo. Dice el doctor Peabody: “Las mujeres han sido formadas para ser de uno o de
otro, y no para poseer un independiente sentido de identidad. Cuando se logra el Número Uno, lo
primero ya no es posible. Si tu hábito de toda la vida es pensar en tu identidad solamente en términos
de ser la esposa de alguien, o la secretaria o ayudante de cualquier jefe, serás tildada de medrosa si no
ocupas tal posición. Ello significa que careces de identidad. Pero tan pronto como pueda decirse a las
mujeres que no es engañoso, que no es malo que se lancen tras lo que les apetezca, que pueden hacer
una cosa u otra y seguir siendo tan femeninas como antes, insistiendo en que esa afirmación de su
personalidad no implica la disminución de otros seres, ellas se darán a sí mismas permiso para utilizar
sus grandes habilidades, y se comportarán admirablemente. Para ellas, dar con gente que no se
derrumba cuando dicen “no” es casi una conmoción.”

Hemos sido formadas no por iniciar algo, sino para responder; no para escoger, sino para ser
escogidas. “Mi tarea consiste en ayudar a las mujeres a vencer el temor a la clara autodefinición y a la
responsabilidad personal – continúa diciendo el doctor Peabody -. Esta es la única manera de que la
mujer pueda escalar los puestos superiores. En ocasiones, son necesarios de seis a ocho meses de
continuos esfuerzos dentro de una empresa para conseguir ese objetivo, aún tratándose de las más
preparadas. Pero, en fin, ya aprenderán.”

En la mayor parte de los casos, la recompensa por vernos como seres capaces y de valor nos
llega tarde, tras la elaboración de nuestros más profundos conocimientos. Es como intentar convertirse
en bailarina de ballet después de haber cumplido los veinte años. Nuestra psique ha sido ya
acondicionada para responder únicamente a ciertos tipos de elogio; resulta difícil ajustarse a una nueva
serie de estímulos, por atractivos que puedan ser.

“¡Es usted tremenda! –exclama el jefe -. “¡Vaya trabajo que ha hecho!”


Nos ruborizamos. El jefe no puede haber sido sincero. Lo nuestro ha sido cosa de chiripa. No
seremos nunca capaces de repetirlo.
He aquí la dualidad en que vivimos. Percibimos el elogio cuando se formula. Y no le damos
crédito. Vemos el reconocimiento de nuestras realizaciones como una especie de lisonja, equivocada o
insincera. Pero si no podemos encajar la alabanza y el reconocimiento durante la enconada lucha para
lograr un asidero y atisbar quiénes somos, ¿Por cuánto tiempo seguiremos empeñadas en ella? Hemos
sido formadas para ganar confianza no esforzándonos en nuestro provecho sino satisfaciendo las
necesidades de los demás. “Las mujeres –dice Jessie Bernard – son quienes mantienen la cohesión
familiar. Todos los estudios demuestran que son las mediadoras en las relaciones familiares.” A la
hora del compromiso nos desenvolvemos bien. Los hombres toman las posiciones extremas, que,
acertadas o equivocadas, definen la identidad. Hacen saber a la gente “cuál es su postura”. “Una dama
–rezaba el viejo proverbio a que se recurría antes – logra que su nombre aparezca en los periódicos sólo
dos reces en la vida: cuando contrae matrimonio y al morir.”

Una mujer que ha logrado abrirse camino me dice: “Trabajo mucho. Hago mi trabajo muy
bien, pero cuando la gente me alaba pienso: “Bueno, estas personas se empeñan en ser amables
conmigo.” ¿Por qué no he de sonreír, contestando: “Muchísimas gracias”, y hasta invitar a esos amigos
a tomar unas copas, obrando como hacen los hombres para acabar de remachar el buen momento?
Pues no… Procuro escabullirme después de oír el cumplido, como si hubiese hecho algo vergonzoso.”
Esta joven se ha separado espontáneamente de las otras mujeres. No sólo se encuentra ligeramente
avergonzada por el rubor competitivo al oírse elogiada, sino también asustada. Nos notamos
abrumadas a consecuencia del temor de “hacernos” demasiado importantes. Estamos perdiendo
nuestro derecho a la opción femenina: haciéndonos tan autosuficientes no habrá ningún hombre que
quiera cuidar de nosotras.

No creo que la consecución de un propósito sea un bien absoluto, ni que quien no experimenta
sea necesariamente infantil. Podría decir incluso lo opuesto. Pero una cosa es decir que no se desea el
poder, decidir conscientemente que no vale la pena emprender la dura carrera, y otra muy distinta que
no se quiera sentir “como un hombre”, esto es, volverse insensible y hambrienta de dominación. Todo
esto es razonable, admirable incluso. Más otra cosa es suponer que no te esfuerzas por conseguir el
éxito, debido a que no quieres verte masculinizada, cuando la razón real es que estás sucumbiendo ante
tus temores de pequeña, pensando en el triunfo y la autonomía como elementos determinantes de la
separación. La elección no puede ser hecha a menos que se consciente.

La idea de la elección se ve acosada por dificultades filosóficas, pero en nuestras vidas,


habitualmente, es posible distinguir entre el acto de decidir que no queremos algo y de chillar,
simplemente: “¡Están verdes!” Una mujer que acaba de salir de una aventura amorosa de carácter
devastador, manifiesta: “¡Al diablo los hombres! Ahora voy a concentrarme en mi carrera.” Para el
espectador ajeno, esa mujer parece resuelta y dueña de sí misma; pero a menos que dé con alguien que
le proporcione la atención e intimidad que todos necesitamos, simplemente incurrirá en contradicción
al decir: “Yo sé cuidar de mí misma. No necesito la ayuda de ningún hombre.”

Otra mujer “escoge” prescindir de los hombres porque “no me prestan el apoyo que preciso, ni
emocional ni económico”. Oyendo hablar a una mujer, raro es que lleguemos a aceptar sus
declaraciones como demostración del reforzamiento de su carácter. Resulta importante preguntar: ¿es
su elección propia de una persona adulta? ¿nos hallamos ante las demandas de una criatura
desconcertada.?

Dice Helen Kaplan, psicoanalista y terapeuta sexual: “Estamos en un período de transición.


Las mujeres queremos triunfar por nosotras mismas, pero todavía buscamos el super-papá, quien
alcanzará un éxito todavía mayor que el nuestro. En términos numéricos, la mujer orientada hacia la
carrera profesional se enfrenta con más hombres disponibles. Probablemente es más activa desde el
punto de vista sexual que la persona con orientación hogareña. Pero el gran número de mujeres
orientadas hacia el trabajo están decepcionadas por la idea de que la mayor parte de los hombres que
conocen son triunfadores en un grado inferior a ellas. Para mujeres así, un hombre que tiene menos
poder que ellas puede no ser atractivo.”

Las mujeres ganan con el matrimonio; los hombres pierden. Dice la socióloga Cynthia Fuchs
Epstein: “Mucho se habla acerca de la revolución de las mujeres, pero no hay cifras que revelen que
esto esté cambiando.” Y, sin embargo, si las mujeres pudiéramos superar nuestra asimilada necesidad
de unirnos a alguien más poderoso que nosotras –y aceptar la más democrática idea de una relación
entre iguales – nuevos grupos de hombres quedarían a nuestra disposición. “Ni siquiera acepto salir a
cenar con un hombre que gana menos dinero que yo”, dice una mujer divorciada, directora de una
compañía de publicidad. Y cena, noche tras noche, sola.

No es nuestro triunfo en la vida, sino cierto residuo, las necesidades simbióticas de la


infancia, lo que empuja a muchos hombres al alejamiento. Ocultas bajo un frío y sofisticado disfraz,
esas necesidades emergen en los años adultos. Jackie Onassis fue desde el Presidente Kennedy hasta
Aristóteles Onassis. ¿Cuántos hombres puede haber para ella de continuar moviéndose en esa
trayectoria? La gente especula acertadamente: no volverá a contraer matrimonio.

Dice la doctora Kaplan: “Creo que muchos hombres se sienten felices al aceptar a mujeres de
superior ejecutoria. Nosotras no somos capaces todavía de proceder de igual modo. Seguimos
pensando que hemos de buscar hombres superiores a nosotras. Las mujeres han de aprender que su
amor propio no puede depender de los varones “superiores”. Hemos de dejar de sentir la necesidad de
un papá.”

Un hombre muy aferrado al dinero destruye nuestra ilusión en encontrar el poderoso y super-
provisor padre que puede darnos todo lo que, según nuestra creencia, no podemos conseguir por
nosotras mismas. “Cuando una mujer se casa –manifiesta Sonya Friedman -, y descubre que su marido
es tacaño, o ve que le da un ataque o poco menos cada vez que ella se compra un vestido, el golpe que
sufre es tremendo. No hay cosa que ofenda más a la mujer que la tacañería. Las mujeres son capaces
de tolerar la impotencia, el sadismo, y la infidelidad. La avaricia elimina por completo al marido de la
vida de la esposa.”

Simbólicamente, nada se dice aquí respecto que una es grande y poderosa según la fortuna de
que disponga. Lo último que desearía es definir en estas páginas el dinero como el tipo de valor en
virtud del cual los hombres han pensado que vale la pena matarse trabajando, pero es vital que las
mujeres entiendan sus posibilidades de opción con respecto a aquél, que vean cuán a menudo las
inconscientes ansiedades de la separación juegan en nuestras actitudes ante el vil metal.

Desde la niñez aprendemos a manipular el dinero, no a ganarlo. La mitad de las discusiones


sostenidas por el padre y la madre se encuentran relacionadas con el dinero. Percibimos la idea de ella:
si el marido la amara más, las cantidades que le asignaría serían mayores. El dinero es la prueba de que
él quiere cuidar de ella. (Es un axioma del psicoanálisis que cuando una criatura hurta dinero del bolso
de su madre está robando amor.) Si la madre se ve obligada a ganar dinero, esto significa que no
depende tanto del padre, y que es menos amadas por éste. Lo que debemos hacer es dar un vuelco a la
situación. En vez de ganar dinero nosotras, lo cual nos presenta como seres separados, no amados, e
independientes, hacemos que el esposo nos fije una asignación, como hizo la madre en su día. Esta
utiliza el dinero no para amenazar la simbiótica conexión, sino para establecerla más firmemente.

El hombre cree que el establecimiento de un sistema de recompensas (el hecho de dar a la


esposa algún dinero extra para que se compre un nuevo vestido) es idea suya; la mujer es cómplice de
esta maniobra desde el principio. Ya de mayores, en posesión de un “papá generoso”, todavía nos
gusta recibir alguna cantidad de dinero adicional por haber sido “buena chica”. De esta forma, el
dinero queda implicado en el proceso de la proximidad, no en el de la separación. “Sin embargo –dice
la profesora Jeanne McFarland – aunque la esposa se siente orgullosa de ser capaz de sacarle dinero
con lisonjas, no pierde de vista que el poder real que da el dinero radica en el marido. Cuando el
hombre la amenaza con dejarla, la mujer, en vez de pensar rápidamente en la forma de mantenerse a sí
misma, siente la antigua, la familiar paralización de su ser. Después de convertirse en esposa, ya no
dispones realmente de opciones económicas, puesto que te has fabricado el modelo que te hacer
depender de una persona.”
Cuando el Consejo Americano del Seguro de Vida, en su cuestionario anual pregunta: “¿Qué
significa la masculinidad para ti?” un ochenta por ciento de la población, como mínimo, responde:
“Una buena fuente provisora.” (La sexualidad queda tan abajo en la lista de contestaciones que no
merece ser mencionada). Para la mujer soltera que trabaja, intentando encontrar su elusiva identidad,
esto significa una cosa: al convertirse en una provisora demasiado buena se torna no femenina. Está
privando a un hombre de representar su papel en la vida, anulando el suyo, si es que tiene alguno. En
la AT & T, las mujeres pueden conseguir una instrucción superior dentro de la compañía, en tanto
ascienden por la escala corporativa. “Por si el abismo que hay entre lo que ella hace y el salario del
marido no fuese demasiado grande ya –manifiesta Amy Hanan, el jefe de personal -, la mujer se
aprovecha del ofrecimiento. Pero cuando esa distancia se hace exageradamente grande, a menudo se
pone en peligro el matrimonio. Se trata de algo más que de una amenaza.”

Tradicionalmente, cuando las mujeres disponen de dinero propio, quien cuida de él es un


banco, el esposo o el padre. Esta ignorancia socialmente sancionada de desvalimiento. Dice Jeanne
McFarland: “Las mujeres se comportan estúpidamente con respecto al dinero. Están dispuestas a
encajar la necia caricatura clásica a fin de contar con el papel socialmente aceptado de la feminidad.
Sin embargo, no sé ahora de ninguna mujer que realmente se desenvuelva conforme a este clisé.”

Las mujeres suponían el 33 por ciento de la población activa de los EE.UU. en 1960; ahora,
ese tanto por ciento ha subido al 40’7, algo que no se esperaba alcanzar hasta el año 1985. El
economista Eli Ginzburg considera esta irrupción de las mujeres en el campo laboral “el fenómeno más
sobresaliente de nuestro siglo”. Y, no obstante, a la mayor parte de las mujeres les gusta dar la
impresión de que “el hombre de la casa” administra el dinero, en tanto que ellas no sólo contribuyen
sino que además formulan la mayoría de las decisiones de tipo consumista.

Todo eso conduce a formidables discusiones a causa del doble mensaje emitido por las
mujeres: “Pobre de mí, no sé nada sobre cuestiones de dinero; cuida de mí.” Al mismo tiempo
decimos: “El dinero es muy importante. Yo no puedo ganarlo, de manera que habrás de procurarte el
necesario para los dos, y si yo consigo algo por mis propios medios, la verdad es que voy a tomar
grandes decisiones a ese respecto.” (¿Y para qué comentar el tercer mensaje?: “A pesar de todo lo que
acabo de decir, quiero tener la impresión de que eres tú quien toma aquí las decisiones.”)

“La cuestión del papel que representa el dinero para una mujer; y lo que éste deja de ser para
ella, es algo que constituye un auténtico rompecabezas –dice Emily Jane Goddman, abogada y coautora
de Money, Women and Power -. En el caso de no tener un hombre a quien entregárselo, se encuentra
en un dilema. Una forma breve de expresarlo es: “¿Qué mujer se echa a la calle para comprarse, sin
más, un ‘Porsche’?” Todo se reduce a una cosa sexual. Para los hombres, el éxito económico es una
experiencia intensamente sexual. Para las mujeres, no. Si ganamos dinero, no sabemos disfrutar de él
al estilo del hombre. Nosotras no acumulamos hombres, ni tampoco riquezas. No vemos estas cosas
como intercambiables. Los hombres no se sienten sexualmente atraídos por nosotras por nuestra
riqueza y nuestro poder. Así como el dinero es verdaderamente un afrodisíaco cuando es obtenido por
los hombres, resulta un elemento bloqueador cuando es ganado por las mujeres.”

Incluso si podemos avenirnos con el papel inherente en la idea de ganar más que nuestro
esposo, hemos de vivir oyendo los comentarios desaprobatorios de los demás: “No me gustaba que la
gente me mirara de reojo por el simple hecho de que ganara más dinero que Jack – dice una mujer
divorciada, perteneciente al personal directivo de una empresa -. Me esforcé para que aquello no me
turbara. Finalmente fue demasiado para mi marido. Sé que el dinero, mi dinero, fue la causa de que
nos separáramos.”

Una manera de resolver nuestra infantil necesidad de tener a nuestro lado un hombre más
poderoso que nosotras es la de “preferir” ganar menos dinero. En muy raras ocasiones he oído decir a
una mujer que deseaba ganar un millón. Son incontables, en cambio, las que me han confesado:
“Quiero casarme con un millonario.” Al decidir deliberadamente confiar la cuestión de ganar dinero a
otra persona, por medio del matrimonio, para así disponer de alguien fuerte en que apoyarnos, no
hemos robustecido a la mujer adulta que hay en nosotras, sino que hemos reforzado a la niña que
también somos.

Un cheque a fin de mes, a cambio de nuestra actividad profesional, es prueba irrefutable de


que podemos valernos por nosotras mismas. Esto es tan innegable y tan simple como que la lluvia nos
deja a todos mojados. Una vez hemos quedado buena altura en un trabajo, tan pronto como podemos
apreciar prácticamente el valor del dinero, se desvanece en gran parte el temor que inspira. Ya
sabemos lo que cuesta de ganar; aprendemos a gastarlo, a ahorrarlo; nos damos cuenta de todo lo que
podemos lograr con él. Ya no es un enigma que sólo los hombres pueden comprender. El dinero, en
tu bolsillo, te proporciona firmeza, confianza en el terreno que pisas. Hasta tener una alternativa
económica en el matrimonio, no se nos ofrece ninguna, en absoluto. Intentaremos asignarle una
función para la que no está hecho. El amor no sobrevive fácilmente a una relación de poder en la cual
uno de los participantes puede, económicamente, someter a un chantaje al otro.

Cuando éramos pequeñas, y nuestra madre tenía un empleo o ejercía una profesión, podíamos
abrigar algún resentimiento por no haberse encontrado en casa a nuestro regreso del colegio. De la
misma forma, si no subvertía su sexualidad, poniéndola al servicio de su condición de madre,
recelábamos porque nos parecía que no era tan afectuosa y hogareña como las otras madres. De
adultas, quizá reconoceremos que nos proporcionó algo mejor: la imagen de la sexualidad, de la
independencia, de la mujer que gana dinero, que lo gasta, que goza habiéndose liberado de la ansiedad
producida por el hecho de no saber si será capaz de mantenerse a sí misma en el caso de que algo
ocurra. “Las chicas que están más impuestas de que la autonomía presupone la independencia
económica –dice Jeanne McFarland – son las hijas de las mujeres que ejercen carreras profesionales.”

A veces, aún cuando aspiramos a una carrera y a la sexualidad, continuamos irritadas por no
haber sido nuestra madre como, de niñas, nos habría gustado que fuera. La irritación es una forma de
mantener algún tipo de atadura. En tanto sigamos obsesionadas por el resentimiento motivado por lo
que ella nos hizo, no tendremos que pensar en lo que debemos hacer. “A las niñas –dice Jessie Bernard
– siempre se les ha deparado la opción de llamar a la madre cuando estaban necesitadas de ayuda y
apoyo, hasta los cincuenta años. La madre ha de tener derecho a decir: “Perfectamente. Yo ya he
hecho lo mío. Mi misión ha terminado”.

“Este dinero que en circunstancias ordinarias hubiera dado a mi hija, lo he gastado en un viaje
a París –me cuenta una mujer -. El día en que puse los pies en el avión, me dije: “¡Esta es mi
declaración de independencia!”
CAPÍTULO 11
MATRIMONIO: VUELTA A LA
SIMBIOSIS.
Bill y yo decidimos unirnos en matrimonio en el curso de la primera hora que pasamos juntos.
Jamás me había tocado. Le conocía desde hacía dos años y durante todo este tiempo no había esperado
ciertamente que hiciese tal cosa. Yo siempre había estado en compañía de otro hombre; él tampoco se
hallaba solo. Una mañana le telefoneé para decirle: “Hoy celebro mi cumpleaños.” “En cuanto le haya
sacado brillo a mis zapatos, me echaré a la calle para llevarte a comer donde quieras”, respondió él con
la misma naturalidad que si hubiésemos hecho esto durante años enteros. Fuimos al Drake y nos
sentamos en la oscuridad al fondo del bar. “Cuando tú y yo empecemos –me dijo tras nuestro primer
martini – lo nuestro no va a ser lo de otras muchas veces.”

Nada en mí se opuso a tal declaración. “Tú termina con eso que tienes con Tom –prosiguió
diciendo – y yo daré fin a lo mío. Esperaré.” No llegamos a comer. Al dejar el bar, nos detuvimos en
la esquina que forma la Quinta Avenida con la Calle 55, mirándonos mutuamente. Habíamos decidido
pasar el resto de nuestras vidas juntos y no nos habíamos besado jamás.

Mi llamada telefónica a Bill había revelado que yo era una persona muy avanzada en el
proceso de la separación. Fue lo que le llevó a actuar rápidamente desde el mismo principio. “Me
encanta que yo no sea tu vida”, dijo. Acerca de los hombres, el único consejo que mi madre me dio
fue: “Cásate con un hombre que te ame a ti más que tú a él.” No me lo transmitió como una fórmula.
No acierto a recordar el contexto en que me lo dijo. Pensé que acabaría por desechar la idea, como me
había desentendido de otros de sus bien intencionados aunque en su mayoría irrelevantes consejos.
Pero la forma misteriosa en que aquellas palabras me quedaron grabadas permiten apreciar el profundo
efecto que causaron en mí. No estaba aún dispuesta para el matrimonio; mi vida de soltera se
encontraba en su cumbre. Pero nunca dudé de que aquél era el hombre que me había sido destinado.

¿Por qué él me amaba más que yo a él? Había habido otros hombres que me amaron por
distintas razones. Cuando me pidieron que me casara con ellos, cuando me hablaron de su amor, no
contesté… No podía sintonizar las emociones a que se referían. Bill vio la parte de mí que deseaba
llegar a ser.

Tampoco Bill estaba preparado, dispuesto para casarse. Había escrito varios libros sobre el
placer de la soltería. Me gustó que viera en mí algo que le hiciera cambiar de opinión; conforme fui
queriéndole más, me transformé progresivamente en la persona que él admiraba. Y, sin embargo, yo
había tenido siempre la impresión de haberle defraudado. Había tropezado conmigo un buen día. La
mujer que le llamaba, la mujer que dejaba a los hombres fácilmente y volaba alrededor del mundo por
su cuenta, conservó su independencia hasta el momento de enamorarse. Me sentí segura solamente
cuando empezó a amarme más que yo a él. Su forma de amarme me ata a Bill. “No me dejes nunca”,
le susurro al oído por la noche. Esto le desconcierta. Ve en mi una mujer suficientemente decidida
como para escribir libros como éste. Lo soy, en efecto, pero también soy una persona atemorizada.
Siempre me ha complacido mucho que mi madre se sintiera tan atraída por Bill como aprecié
en seguida. Responde a él físicamente. Cuando pisa en su compañía una pista de baile, ella quisiera
que la noche nunca llegara a su fin. Nunca le critica, como suele hacer con el esposo de mi hermana.
La primera vez que llevé a Bill a casa, mi madre daba un cóctel. Un banquero de la localidad ofreció a
Bill un trabajo. “Nos marchamos a Europa”, anunció Bill. Mi madre nos miró a los dos
alternativamente. “¿En el mismo barco?”, preguntó. Rápidamente se sobrepuso a aquel primer amago
de ansiedad. “¡Oh, qué romántico!”, exclamó. Por el hecho de estar acompañada por un hombre que
respetaba, ella actuaba como una mujer y no como una madre.

Antes de zarpar el buque, mi madre y mi padrastro se presentaron en Nueva York. Bill estaba
tomando parte de un simposio literario. De pronto, fue abandonada la conversación, cortés y anodina,
para ser sustituida por una acalorada discusión sobre el tema del acto carnal en la literatura. Durante
una pausa, Bill miró, turbado, a mi madre. “¿Nos vamos?” Ella se sentía abrumada. “¡Oh, no!
Sigamos aquí”, repuso.

Después, nos trasladamos a un bar del Village. “Una vez –contó mi madre – cuando tenía
veintiocho años, conocí a un hombre en una estación de ferrocarril. Era capitán del ejército. Se había
formado una cola delante de la cabina telefónica y él me cedió su sitio. Aquella noche cené con él.
Cuando al día siguiente llegué a casa de mis padres, había allí un ramo de rosas del capitán. Quería
verme de nuevo, pero no pude…” Su voz se apagó. Sonrió, ruborizada. Mi padrastro, que había
abandonado la mesa, para sentarse ante la barra del bar, a poca distancia, no apartaba los ojos de mi
madre. Nunca le había contado aquel episodio. “¿Por qué no volviste a verle?”, le pregunté, fascinada
por algo que no había percibido en ella antes. “Porque mi padre no quiso…” Entonces, Bill intervino
para decir a mi madre: “Verás lo que se me ha ocurrido, Jane. Vamos a hacer algo que te compense de
la perdida aventura. Ahí fuera hay un taxi. ¿Qué os parece si nos trasladamos los cuatro al aeropuerto
Kennedy y tomamos un avión para allí.” Cuando dejamos a mi madre y a Scotty frente a su hotel
aquella noche, ella decía todavía, suplicante: “¡Oh, Scotty! Olvídate de tus citas de negocios para
mañana. ¡Vamonos de aquí!”

A partir del momento en que me vio en compañía de Bill, nuestra relación experimentó un
cambio. Fue un hecho que abrió en ella algo que no se había atrevido a exponer antes. ¿Me había
convertido yo en la madre, dándole permiso para que cediera por una vez en lo referente a una
anticuada faceta de su carácter? ¿Era aquello una cuestión competitiva? ¿Acababa de instalarse acaso
en mi piel? Probablemente un poco de cada una de esas razones. Sin embargo, creo que todo se
reducía principalmente a la alegría que le producía el hecho que yo hubiera dejado atrás una barrera,
dejándole el camino libre al proceder así. Me sentía a gusto viéndome, en unión de Bill, avanzar en
cabeza, porque creía más en nosotros que en los demás. “Cásate con un hombre del cual tu madre esté
medio enamorada”, es el consejo que doy a mis amigas solteras.

Cuando, cuatro meses más tarde, le cablegrafiamos desde Roma notificándole nuestro
propósito de casarnos, dejó a un lado su temor a los aviones y partió hacia Europa por primera vez.
Nosotros habíamos planeado una bella ceremonia con motivo del enlace, a celebrar en Michelangelo
Campidoglio, el ayuntamiento de Roma. Después se celebraría el banquete de bodas en el Casino
Valadier, en otro tiempo villa perteneciente al hijo de Napoleón, desde la cual se dominaban las fuentes
de la Piazza di Popolo. Mientras cuidaba de los detalles referentes al menú, a las flores, a la ceremonia,
a las reuniones a que asistiríamos por aquellos días, me dije que había tenido en cuenta los gustos de mi
madre, tanto como los de Bill y los míos propios. Se trataba de nuestra boda, pero por primera vez en
mi vida, al formular un juicio, obré al estilo de ella. La noche antes de nuestra boda, pedí a Bill que se
fuera, no sólo de la habitación que habíamos estado ocupando, sino incluso del hotel. Mientras mi
madre salía rápidamente al encuentro de su aventurera hija, yo me disponía a volver a ella.

Camino del altar, estuve discutiendo con Bill en todo momento.


Nuestras discusiones prosiguieron hasta el instante de prestar juramento ante el hombre que
lucía la faja roja, blanca y verde de la ley civil italiana, prometiendo que pasaría el resto de mi
existencia en la “stanza” (habitación) de Bill. Por mucho que deseara casarme con él, no quería que
todo lo demás se esfumara: los hombres, los viajes, las posibilidades de cambio… ¿Esperaba a
medias, quizá, que Bill acabara con todo ello? No lo sabré nunca. En el momento de casarme, me
encontré casada por tres veces. De la noche a la mañana me convertí en esposa. Escribí a casa,
solicitando el envío de recetas de cocina. Compré una serie de vistosos vestidos. Desterré de mi mente
los más remotos pensamientos de infidelidad y me prometí no fijarme en ningún otro hombre. Di todo
mi dinero a Bill. No, ni siquiera mi nombre había de figurar en los cheques. Cuando yo necesitara
dinero, se lo pediría a mi marido.

Me agradaba el aspecto que ofrecía mi madre con su esposo, y yo con el mío, considerándonos
dos parejas felices. Cuando se presentaban en Nueva York, nos íbamos todos a algún sitio, a bailar.
Estando en Italia, abandonábamos nuestro trabajo y los llevábamos a Florencia o a Positano. Yo era
meticulosa en todo, y siempre llamaba a tiempo por teléfono a los hoteles para asegurarme de que mi
madre disfrutaría de la mejor habitación, por ejemplo, aquella que tenía la bañera en un voladizo,
gracias a lo cual ella podría estar dentro de la bañera teniendo la impresión de que se hallaba rodeada
por todo el Mediterráneo.

“Nancy, te empeñas en preverlo todo”, me decía Bill, cuando yo pensaba en las actividades a
desarrollar, con objeto de complacerles, desde la mañana hasta la noche. “No, no”, respondía yo
maquinalmente. Y a continuación llamaba al restaurante, para asegurarme de que el violinista se
acordaba de que la melodía preferida por mi madre era “Fascinación”. Ahora, de casada, quería ser una
buena hija; ahora, ya casada, podía lograrlo.

Cuando los hombres se me acercaban, sentía la excitación de otros tiempos, pero me notaba,
asimismo, atemorizada. Una noche, en un bar, un hombre me dijo: “Usted y su esposo pasan
demasiado tiempo juntos.” Cinco minutos antes, al rechazarle, yo había sentido una punzada de pesar.
Ahora tomé sus palabras de crítica como un cumplido.

Al trasladarnos a Londres dimos con una hermosa casa que se encontraba en venta. Por el
hecho de ser escritores, carecíamos de crédito. “Escribiré a mi madre”, dije. “No lo hagas. No pidas
dinero a tu madre.” “No se trata de pedirle dinero”, puntualicé. “Voy a pedirle que actúe como fiadora
en la petición de un préstamo.” Le recordé que, con frecuencia, mi madre había auxiliado a mi
hermana y a mi cuñado. Yo nunca le había pedido nada, en toda mi vida. ¿Cómo iba a negarse?
Sonreí observando la resistencia de Bill. El no tenía familiares tan unidos y afectuosos como los míos.
“¡Uno para todos y todos para uno!” Ahora sonrío, al contar esto, pero la verdad es que fui
haciéndome mayor creyendo en esas palabras. Escribí a mi madre. Me acuerdo del día en que llegó su
contestación. Vi un abultado sobre colocado sobre la mesita del vestíbulo. El sobre contenía cinco
hojas de papel destinados a explicarme por qué no le era posible actuar de fiadora en la petición de
nuestro préstamo. Bill me abrazó, sin pronunciar una palabra.
No contesté aquella carta de mi madre. Mi silencio encubría, simplemente, el deseo de volver
a ella. Necesitaba comprender a toda costa lo ocurrido. Como no podía dormir, Bill solía gastarme una
broma: “Incluso en sueños, Nancy pregunta a todas horas: “¿Qué significa esto?” El dolor que
experimenté influyó en mi relación con mi madre. Toda una vida había quedado como en equilibrio en
el aire. Si la familia era algo tan importante, si ser una buena hija significaba algo superior a todo lo
demás… ¿por qué se me había de negar entonces mi recompensa?

En las cartas que recibí de mi madre en el curso de los meses posteriores, no se hizo alusión
alguna al asunto del préstamo. “Lamento mucho que andes tan ocupada, querida –me decía ella, a lo
mejor . Me gustaría que encontraras unos minutos para enviarme unas letras, una pequeña nota.”
Cuando volví a escribirle no mencioné para nada lo de la casa, pero esta cuestión rondaba en por mi
mente a cada momento, produciendo un rumor como de tormenta.

Seis meses después encontramos otra vivienda menos cara, que adquirimos con nuestro dinero.
Nunca me he sentido en ninguna otra casa más en mi hogar que allí. Era mi hogar y el de Bill.
¿Arrancaba esta impresión del hecho de haberla comprado sin ayuda de nadie? Solo en parte. A
diferencia de lo que me ha ocurrido en las otras casas en que hemos vivido, no tuve ninguna vacilación
al decorarla. Sabía exactamente qué era lo que deseaba. Una tarde soleada, mientras me hallaba
tendida en una antigua cama de campaña que había pertenecido a un oficial británico, cama que se
adaptaba a mi cuerpo como una segunda piel, me puse a leer el libro cuyo tema era la sexualidad
femenina. La autora sostenía una teoría: a su juicio, el potencial orgásmico de una mujer radicaba
primariamente en la confianza que tuviera en los hombres, inicialmente desarrollada en su relación con
el padre. “Pero, ¿qué ocurre con la madre?” fue mi inmediata respuesta. La idea que dio lugar a este
libro nació en aquella casa.

Finalmente, mi madre y mi padrastro nos hicieron una visita. Contenta en mi nueva casa;
olvidados los pasados enfados, volví a embutirme en mi viejo atuendo de buena hija, y organicé un
espléndido cóctel con objeto de que pudieran conocer a nuestros amigos ingleses.

Bill y yo destinamos una parte del tiempo de nuestro trabajo para llevarlos a Francia en avión
y mostrarles el París que nosotros amábamos. Cierta noche en que me hallaba sentada junto a mi
madre, en un restaurante, ella fue acercándose a mí, hasta casi abrazarme. Sentí deseos de apartarla de
un empujón. Pero me limité a inclinarme hacia el lado opuesto, en dirección a Bill, furiosa a medias, y
también arrepentida y con remordimiento por no poder darle el efecto que solicitaba. A veces, el
ramalazo de cólera surgía al hacer un recorrido por Nôtre Dame, o dando un paseo por las galerías de
unos almacenes. Una vez me levanté, dejándola sola en el Café de París. Nunca hablamos de tales
escenas; siempre me acogía con una sonrisa cuando nos veíamos de nuevo. Mis iras parecían haber
sido suscitadas por otra persona, en otro tiempo. Realmente así era.

¡Oh! Quizá mi madre hubiera debido prestarse a garantizar aquel préstamo, o tal vez incurrí en
un error al pedírselo. Hay preguntas que no tienen respuesta. Nunca puede saberse con exactitud quién
tiene razón y quién está equivocado. El enojo provocado por la colisión entre las esperanzas que me
inspiraba mi madre y la estimación de lo que podía o no podía hacer por mí… esto era la realidad. Fue
el comienzo de mi responsabilidad de ser yo misma.
Tan dulce resulta el primer sabor del matrimonio que renunciamos a todas las cosas.
Abandonamos nuestros nombres, decimos adiós a nuestros antiguos amantes y amigos, y cancelamos
nuestras cuentas corrientes y libretas de ahorro, poniéndolo todo a nuestro nuevo nombre (el del
marido). Perdemos nuestro crédito personal para siempre, mientras el hombre no muera o nos
abandone, pero no queremos saber nada de tales argumentos. Hemos cubierto el ciclo completo.
Estamos en casa. Nada pudo ser mejor que ponernos en sus manos.

Las inciertas recompensas de la autonomía parecen ahora algo así como una rebelión,
simplemente una fase infantil, por la que teníamos que pasar para llegar donde estamos. “De soltera –
dice una divorciada de treinta y dos años – llevaba una vida alocada. Tenía un apartamento
impresionante, un trabajo que me permitía ir de un lado a otro del mundo, amantes… ¡Oh! ¡La de
hombres de los cuales llegué a estar terriblemente enamorada! Luego me casé y dejé de ver a mis
antiguos amigos. Aunque durante años había discutido continuamente con mi madre, sosteniendo que
era propio de gente provinciana vivir en los suburbios, mi esposo y yo abandonamos la ciudad. Mi
madre y yo nos hicimos grandes amigas. Al casarme, empecé a revalidar la vida de mi madre, como
una sonámbula. Solía referirme a mis años de soltera diciendo que eran los de “mi rebelión”. Ahora
me refiero a los de mi matrimonio señalándolos como los de “mi regresión”.

Cuando nos casamos, no sabemos cómo hemos de ser. Intentamos “dar forma” a nuestro
matrimonio, a la unión con el hombre que amamos, planeando las cosas como las planeábamos en los
años de soltería. Terminamos por asimilar solamente aquellos aspectos cálidos y entrañables del
matrimonio de la madre, arrojando a un lado el resto. Un día, nuestro esposo dice, enfadado: “Eres
igual que tu madre”. No hay nada que resulte tan incisivo.

Todo nos la recuerda. Cuando decoramos la casa, cuando estamos plantadas ante el hogar de
nuestra cocina, o bien al comprar ropas apropiadas a nuestra condición de mujeres casadas, ¿quién es la
persona que se nos viene a la mente? Cuando él paga las cuentas, cuando nos explica cómo hay que
proceder para enfrentarse con los problemas de la vida, cuando nos promete amor para siempre,
sentimos lo mismo que sentíamos en otro tiempo junto a la madre. O lamentamos que no sea así. Al
unirnos a él resulta que volvemos a reunirnos con ella.

“La simbiosis es difícil de quebrantar –dice el doctor Robertiello- porque está muy respaldada
por la sociedad. Esta tenaz proximidad de madre e hija es vista como algo idílico, como una cosa
maravillosa. En realidad, después de haber cumplido la niña un año y medio o dos, supone un
inconveniente terrible. No existe ningún motivo de alegría, desde luego, cuando esta simbiótica
dependencia se produce entre una madre que tiene una hija de ocho… o dieciocho años. Si una mujer
de veinticinco años está casada y no pasa un día sin que deje de telefonear a mamá, es que algo marcha
mal. La sociedad prefiere siempre respaldar las inseguridades de la gente, más que sus posibilidades de
salud, independencia y de ruptura de una tradición.” Para defender nuestra individualidad en el
matrimonio se exige un esfuerzo consciente casi sobrehumano.

“Apóyate en mí”, dice nuestro esposo, sin darse cuenta del alcance de semejante invitación.
“¿Cómo iba a saber yo –dice un hombre divorciado – lo que ella quería indicarme al decir que la
cuidara? Desde luego, contesté afirmativamente. Esto hacía que me sintiera orgulloso de mí mismo,
que me considerara un hombre competente.”
“Necesito dormir muchas horas seguidas”, dice la esposa. “De acuerdo –replica él-. Cuando
te encuentres fatigada, dímelo y nos iremos” “No, no me comprendes. Eres tú quien debe decidir
cuándo tenemos que irnos. Si me lo dejas a mí, seguiré aquí durante toda la noche y mañana me sentiré
destrozada.”

“Fui un estúpido al no darme cuenta de cuán inconveniente era el trato de cerrábamos –declara
el hombre-. A partir de ese momento, ella podía mostrarse todo lo irresponsable que quisiera, y si algo
marchaba mal, había que atribuirlo a que yo no había cuidado de ella adecuadamente. ¿Quién creía que
era yo? ¿Su madre?”

Nuestra madre, al educarnos, no pensaba en nuestra independencia, ni en que llegáramos a


poseer un apartamento propio, ni en que lleváramos a cabo experimentos personales con empleos, con
carreras, con la vida sexual, con los hombres… A ella lo que le preocupaba era que sirviéramos para
vivir para otros, junto a ellos y protegidas por ellos. Esto hace que nos sintamos más en paz con
nosotras mismas que cualquier otra cosa que hayamos podido emprender por iniciativa propia y para
nuestro beneficio.

De solteras, nuestra independencia puede habernos recordado alguna vez cierta semejanza con
la situación de nuestro padre… El también haría una vida aparte, lejos del hogar y de la esposa.
Muchas mujeres casadas dicen todavía que su padre fue el elemento determinador de su carácter, quien
forjó sus actitudes. Es comprensible. La madre ha de enfrentarse con preocupaciones, ansiedades y
temores. Está directamente relacionada con las molestias ocasionadas por su dependencia directa del
niño, por los berrinches en las horas de las comidas, etc. Todo esto ha quedado a nuestras espaldas, a
mucha distancia de nosotras. Ahora somos como nuestro padre… Somos mujeres del mundo. Pero
¿quién fue nuestro modelo sexual? El estado matrimonial hace que nos sintamos más femeninas.
¿Significa esto la identificación con el padre? Hemos introducido el modelo materno dentro de
nosotras; una fuerza adicional corre por nuestras venas. Con el anillo de oro en uno de nuestros dedos,
nos despertamos como gigantes que salieran del sueño. Descansando en el pecho de él nos sentimos
omnipotentes. Hubo otro tiempo en que sentimos lo mismo, al apoyarnos en ella.

Nuestro matrimonio hizo también que el corazón de nuestra madre entrara en un período de
descanso. Ello es una prueba de que ha sido una buena madre. Las realizaciones anteriores al
matrimonio pudieron haber hecho que se sintiera orgullosa, pero también pusieron cierta distancia
entre nosotras. El matrimonio tiende un puente para el regreso. Ella nos ayuda a decorar la casa, nos
envía “El Gozo de la cocina”, nos presta dinero. Ella se encuentra a nuestra disposición. Pensamos
que se ha producido un cambio en nuestra madre. Somos nosotras, en realidad, las que hemos
cambiado, dando un paso atrás para encontrarnos con ella de nuevo. Tan completa es la reunión, que
no importa que nuestro esposo sea más rico o más poderoso que el suyo: ella vive nuestro triunfo como
si le perteneciera. El matrimonio es el gran igualador.

“Toda mi vida ansié conseguir la aprobación de mi madre –dice una mujer -. Deseaba oírla
decir: “¡Bien hecho!” Nada de lo que realicé durante mis años de soltera me procuró tal satisfacción en
la misma medida que el hallazgo de un esposo. Ahora es ella quien busca mi aprobación.” Pensamos
que nuestra reunión con la madre es escogida espontáneamente, que supone un paso adelante en nuestra
relación, un desarrollo hacia la madurez. Por el hecho de tratarnos ella ahora como una igual, por
telefonear en demanda de consejo, por depender de nosotras en un grado que nunca se había dado
antes, suponemos que somos personas mayores. La verdad es que en el matrimonio volvemos a ser la
niña que en cierta ocasión quiso seguir las recetas de cocina para imitar a mamá. También nosotras nos
convertimos en mamás.

Muy frecuentemente, la nueva relación amistosa madre-hija se produce a expensas de lo que


debería ser nuestra unión básica, principal, la que afecta al esposo. No quiero decir que nos aliemos
con ellas, pero ¿con arreglo al patrón de quién vivimos cuando renunciamos a nuestra identidad?
¿Medió una petición de él? Cuando un marido es infiel y la esposa no se toma la misma libertad para
sí, ¿para quién permanece ella leal? Si lo sexual separó en otro tiempo a la madre y la hija, las normas
matrimoniales nos hacen amigas de nuevo. La monogamia es la promesa solemne hecha a nuestro
esposo, pero más que nada para aplacar a la madre injertada en ello. Las normas forman una prisión,
pero nos proporcionan descanso; inhiben a cada mujer por igual.

“Llevábamos seis meses de casados –recuerda una mujer de treinta años – cuando mi esposo
me dijo que no le gustaba que hablara tanto con mi madre por teléfono. “No quiero que vuelvas a verla
hasta que caigas en la cuenta del nuevo hábito que has adquirido. Cuando yo quiero colocar una silla
aquí y la mesa allí, las dos os ponéis de acuerdo y decidís que todo estaría mejor en otro sitio. Es lo
mismo que ha hecho ella con tu padre años y años, y yo no quiero que te alíes con tu madre para ir
contra mí. Aquí los que vamos a decidir las cosas seremos tú y yo, y después se lo diremos a ella, si es
que le decimos algo.” El hombre tenía razón. Yo ni siquiera había advertido que acababa de llegar a
tales extremos con mi madre. Era una postura, en cierto modo, que atentaba contra él.”

De ahí arrancan los despiadados chistes sobre las suegras que todos los hombres relatan.
Para algunas personas, el estado de bienaventuranza amorosa de la luna de miel puede
continuar durante años. Idealizamos a la otra persona, y a través de ella nos idealizamos nosotras. “Es
una simbiosis muy realzada –explica el doctor Robertiello – una especie de fusión con el ideal
fantaseado. La otra persona no es vista como es, sino como la gloriosa persona que queremos que sea.”
La inexpresada autolisonja surge inmediatamente: nosotras debemos ser también unas personas muy
especiales por haber sido escogidas por ese increíble ser.

Para otras mujeres, en cambio, la realidad presenta su dura faz al final de las dos semanas
pasadas en las Bermudas, cuando él, calmosamente, se reintegra a su trabajo o vuelve a sus partidas de
golf. Sale de casa solo, y no cree que esto suponga en absoluto una traición. Cuando el hombre
abandona el hogar para dirigirse al trabajo por la mañana, su gesto de estar haciendo lo adecuado
resulta inconfundible. Por mucho que amemos nuestra nueva casa, por mucho que estimemos nuestro
nombre, estas cosas no nos proporcionan lo que esperábamos obtener de matrimonio. El yo racional
sabe que debe ser pagada una hipoteca, pero sin saber por qué, dentro de nosotras notamos que su vida
de 9 a 5 –cualquier cosa separada de nosotras – constituye una rival. Queremos amor, más amor,
amor sin fin. ¿Acaso no lo desea él también?

Se nos califica de femeniles por necesitar ese amor tan ansiosamente, pero la salida no está en
el amor. En el deseo vehemente de fusionarnos. Si aceptamos un empleo para ganar un salario que la
familia precisa, como precisa del suyo, ¿por qué no nos sentimos tan a gusto como él con nuestra
cotidiana obligación? “Todo marcha perfectamente”, nos dice él, para tranquilizarnos. No le creemos.
La independencia de un empleo, la vida en la oficina, en compañías de otra gente, no parecen
completar lo que tenemos en casa, sino que más bien entrañan riesgos. Las nuevas amistades y
aventuras, de pequeñas, la misma actividad sexual, resultaban cosas excitantes porque se desarrollaban
lejos de la madre. Sin embargo, por esa misma razón se hallaban también teñidas de ansiedad. No
decíamos nada a nuestra madre en relación con tales experiencias porque creíamos que podían
atemorizarla. La verdad era que temíamos que se enojara, en el caso de enterarse. El lazo que nos unía
a ella se hubiera debilitado. Esta manera de pensar quedó confirmada cuando averiguamos más tarde
que cuantos más hombres, éxitos y realizaciones conociéramos, tanto más perderíamos el amor de las
otras chicas. Ellas considerarían nuestras conquistas como una reducción del trozo del pastel que le
correspondía. ¿Cómo puede nuestro esposo ser diferente? ¿Cómo puede no temer que la vida adicional
que sacamos del trabajo sea una traición? ¿No nos amará menos? ¿No estará dispuesto a dejarnos, si
llega el caso?

Una mujer que ha conocido el éxito, me dice que para ella no existe ningún conflicto entre el
matrimonio y el ejercicio de una profesión. “Fue mi esposo quien me animó a que continuara
trabajando –manifiesta orgullosamente. Pero antes de separarnos me confiesa –pienso que a veces
siento remordimientos… Me gustaría que al volver Jim a casa, después del trabajo, me encontrara
esperándole, con una comida caliente a punto. Esto es irracional, pero lo pienso. Alienta en mí un
temor que me atormenta: el de estar desposeyéndome de mi feminidad. El no me ha dicho nunca nada
al respecto, pero lo percibo…”

La ansiedad aquí no se encuentra en la relación entre esposos, sino en la mujer. Ella ve en los
anuncios comerciales de la televisión familias formando grupos compactos, apretados; tiene su propia
historia de proximidades afectivas en el seno de la familia de su niñez; puede haber organizado, con su
marido, divisiones económicas del tiempo; es posible que esté consiguiendo recompensas más reales y
apropiadas de su matrimonio… pero con todo, no había sido educada para eso. La mayoría de los
divorcios se producen en Norteamérica durante el segundo año de matrimonio. El tercer año suele ser
casi tan malo como el anterior. Hoy día hay más mujeres que nunca han trabajado fuera del hogar,
pero nuestra cultura ha conseguido enseñarnos con tanto éxito que la mujer está ligada al hombre (con
la misma firmeza con que nosotras estuvimos ligadas a la madre), que experimentamos un sentimiento
profundo de culpabilidad por los esfuerzos que realizamos para ser libres. Los hombres, por otro lado,
han sido educados para que piensen de las mujeres así. Aunque pueden estimular nuestro afán de
trabajar separadamente, corrientemente ahí está la otra mitad del doble mensaje no hablado: ¿por qué
no eres tú como era mi madre con mi padre?

Es importante poner de relieve que el deseo de cuidar de alguien no siempre es negativo. Los
hombres y las mujeres se atraen mutuamente porque todos andamos necesitados de una relación
estrecha e íntima. En una buena relación podemos satisfacer mutuamente nuestras necesidades con
placer, a un coste psíquico bajo, al menos. Sentirse retenida entre los brazos de alguien, poder decir:
“Estoy sola y me siento atemorizada. Dime que todo marchará bien. Consuélame y yo haré lo mismo
contigo cuando te ocurra lo mismo”, no es solicitar una garantía contra todas las vicisitudes de la
existencia. La mujer que habla así está pidiendo, un alto en el camino para descansar, es como si se
detuviera en una estación de servicio con el fin de reabastecerse, con el fin de hacer acopio de energías,
para seguir adelante. No se trata de dejar el trabajo propio de la edad adulta, ni de someterse a una
relación superior-inferior. Estamos ante la pausa que refresca.

Cuando “que cuiden de mí”, equivale a pedir a alguien que se interponga permanentemente
entre la persona interesada y la realidad, el deseo es destructivo para el yo, y, por consiguiente, para el
matrimonio. En una película de 1936, titulada Dodsworth, hay una escena que yo en otro tiempo
habría desechado. La esposa de Walter Huston, encontrándose a bordo de un buque, coquetea con el
afable David Niven, y de pronto se da cuenta de que ha ido más lejos de lo que se proponía.
Humillada, dice a su marido. “Sam: debieras cuidar de mí. Me he asustado de mí misma. Y si me
porto mal tienes que prometerme que me darás unos merecidos azotes.” Walter Huston considera sus
palabras como cháchara de mujer, pero la necesidad de ser atendida, disciplinada y protegida por un
hombre como si éste fuera nuestra madre, habla de una identidad no formada: cuida de mí, dime cómo
ha de ser, quién he de ser, déjame ser tu pequeña.

Tal comportamiento es con frecuencia observado en las mujeres cuya total orientación hacia la
existencia es una especie de repetición de las insatisfacciones causadas por una madre fría, nada
inclinada a la acción de dar. Incluso en el terreno sexual, tales mujeres esperan ser pasivamente
complacidas en todas las ocasiones, con lo que demuestran poco interés por las necesidades o
satisfacciones del hombre. Sus aspiraciones primarias se centran en ser nutridas, mimadas, consoladas,
amamantadas (en cualquiera de los inconscientes disfraces, incluido el sexual). No es una satisfacción
orgásmica lo que buscan. He oído decir a algunos hombres que la relación sexual con mujeres así les
hace sentirse, en vez de refrescados, renovados y satisfechos, exhaustos.

Un psiquiatra alude en los siguientes términos a un problema sexual corrientemente observado


en las mujeres: “Ella no hará nada durante el intercambio sexual porque esto significa dar. Todo lo que
quiere es recibir. Alude al acto sexual con las palabras “dejar que me hagan el amor”. La idea de que
ella pudiera hacerle el amor a él le resulta inconcebible. La mujer no desea más que estar tendida. La
típica madre de una persona así no había estado simplemente en su sitio, emocional o físicamente,
cuando esta última era una niña. Por consiguiente, la orientación de la hija en la vida había de basarse
en ser constantemente tranquilizada y oírse decir que era muy buena, etc. No puede dar nada, en parte
porque teme verse castigada por obrar así, pero principalmente porque tiene muy poco que dar. No se
puede aprender a dar sin haber sido antes iniciada en ello.

No creo que haya muchas mujeres que pongan en duda la licitud de esperar al hombre que
cuide de ellas. Hemos sido educadas para pensar que, al someter nuestra voluntad al hombre, le
hacemos un presente tan precioso como el de nuestra virginidad. Un amigo de mi esposo habla de una
mujer a la que conoció al cabo de quince años de matrimonio. “Al principio no me di cuenta de que
aquello era una aventura amorosa –dice-. Siempre había pensado en las mujeres –especialmente en la
esposa – como si fueran una especie de fardo, un peso abrumador que uno tenía la obligación de llevar
de un lado para otro sobre la espalda. Aquella nueva mujer era otra cosa… Era desenvuelta y
decidida. Por eso no advertí que me estaba adentrando en algo serio con ella. Ahora que he visto que
la cosa no va en broma no quiero notar la sensación de ligereza que me hizo percibir ella para detenerlo
todo.”

No es de extrañar que haya parejas que tras vivir juntas por algún tiempo se sientan
preocupados ante la idea del matrimonio. Temen que pueda echar por tierra cuanto han conseguido.
“Vivimos como si estuviéramos casados –dice una de ellas -. ¿Qué cambiaría en nuestras vidas si nos
decidiésemos a celebrar una ceremonia legal?” Sin embargo, el matrimonio nos cambia; introduce un
elemento formal en nuestras vidas, la rigidez del modelo de nuestros padres. El amigo de mi marido, a
quien he aludido antes, que inició un idilio amoroso después de quince años de matrimonio, fue tan
simbiótico como su mujer. No fue ella sola quien cayó en las viejas normas; a él le ocurrió otro tanto.

Las mujeres también pueden juzgar regocijante el quebrantamiento de la simbiosis. Una mujer
que ha estado unida durante los últimos diez años a un esposo más y más indiferente me habla de su
asunto: “Empecé pensando que algo debía de haber torcido en mí, porque nunca quise confesárselo a
mi esposo. Con franqueza: disfrutaba mucho con aquella relación. Resulta difícil de explicar, pero lo
cierto es que fue durante muchos años una buena amistad, antes de convertirse en un asunto amoroso.
Habíamos trabajado juntos durante seis años. Mi trabajo había sido responsable en buena parte de mi
evolución.”

Sin establecer ningún juicio sobre el adulterio, intentemos comprender lo que esta mujer dice
acerca de la simbiosis y de la libertad de elección. Lo que le sorprendía era lo poco culpable que se
sentía.., en oposición a lo mucho que siempre había creído que se sentiría. Habiendo experimentado la
seguridad y la propia estimación que se deriva del hecho de disponer de un trabajo y una vida aparte de
su esposo, puede ponerse a analizar su matrimonio, y decidir que no colma sus necesidades, optando
por llegar a una conclusión. La simbiótica dependencia de su marido ha sido quebrantada, como se
evidencia al no sentir la “culpable” necesidad de informarle de todo. Lo que está haciendo es separar
de él su asunto personal. No es de extrañar que a la mujer le complazca tanto.

Al disponer de una vida propia ajena al matrimonio, no tenemos por qué desembocar
necesariamente en el adulterio. Sucede que cuando él emprende un viaje de negocios, no nos
limitamos a esperar su regreso, sino que asistimos a un curso de arte. Si él quiere ir a un restaurante
chino y nosotras deseamos ver una película, nos encontramos después de que cada uno haya satisfecho
su deseo, y esto no da lugar a un compromiso molesto, forzado. Las veladas nos producen una
sensación refrescante; marido y mujer se sienten satisfechos de disponer de un tiempo suyo, y luego
volver a encontrarse. La unión simbiótica supone un premio, no por hacer lo que el individuo quiere,
sino por dar con algo con un denominador común suficientemente bajo para que los dos puedan
llevarlo a cabo juntos. Se trata de una relación de baja intensidad.

No es seguro siquiera. Sin saber cuándo, sin haberlo buscado, uno de los componentes de la
pareja será desplazado por alguna nueva persona, quien se presenta como un recordatorio de toda la
vida trepidante en otro tiempo ofrecida.

“Antes de contraer matrimonio, yo me movía con mucha independencia –dice la psicóloga Liz
Hauser -. Tenía un empleo que me obligaba a viajar por todo el país. Me pasaba meses enteros en las
carreteras; casi todos los días tomaba el avión. Pero cuando me casé, a los veintisiete años, fue a parar
directamente a una situación de tipo simbiótico. Así he estado siempre, en realidad. Al empezar a
crecer, mi madre solía decirme: “Cuando te cases, no te alejarás de mí. Tendrás una casita cerca de
aquí”. Yo no contestaba una palabra, pero tenía mis planes. Quería dejar atrás todos aquellos mimos
sofocantes, aquel tono superprotector. Pero si alguien se te colgaba demasiado tiempo de pequeña, o
no disponías de suficientes atenciones por parte de la madre, nuestra tendencia era marchar por la vida
sin saber relacionarnos con los demás como no fuera simbióticamente. Cuando me casé, todo pasó
como si se hubiese tratado de una simple transferencia. Hay una tremenda regresión en la simbiosis
con el cónyuge, si una no ha clarificado eso previamente. Es importante hacer hincapié en esto porque
las mujeres pueden ser capaces de reconocer su comportamiento regresivo en su matrimonio más
fácilmente que el que tuvieron en su niñez. El matrimonio es menos sagrado que la maternidad.
Nuestra hija está donde queremos que esté para, por fin, enfrentarse con la separación.

“Yo había sabido ganarme la vida antes de casarme. Pero después empecé a esperarle, a
aguardar su regreso al hogar para que me facilitara noticias del mundo exterior. Me trastornaba que no
estuviera a mi lado a cada momento. Comencé a pensar en mí misma sólo como esposa…, carente de
otra identidad. Y por este motivo me sentía con vida únicamente cuando él estaba en casa, cuando los
dos nos hallábamos juntos. Entonces deseaba que me hablara, que me hiciera compañía. Me negaba a
ir a cualquier parte si él no venía conmigo.

“El momento que viví no era real; nada me satisfacía si él se hallaba ausente. He aquí el lazo
simbiótico. Al cabo de unos seis meses, mi marido me dijo: “Por el amor de Dios, búscate algún
trabajo, y dedícate a él.” Sabía que tenía razón. Me pasaba la vida gimoteando como un bebé, todo
porque andaba ocupado con sus tareas profesionales, no conmigo. En consecuencia, volví a trabajar,
gracias a Dios.”

No hay que ver en la simbiosis un vocablo repulsivo. Cuando estamos creciendo, una
simbiosis temporal, una unión completa, puede desempeñar un papel tan encantador como el
representado en la infancia. Hay veces en que no queremos la separación, cuando es en verdad
satisfactorio sentirse formando parte de una entrañable relación, cuando hay una sensación de
proximidad, casi una trascendente unión con la otra persona. Por ejemplo, si nos permitiéramos sentir
esta clase de profunda unión con nuestro esposo o nuestro amante esta noche, viviríamos una
experiencia maravillosa. Durante la relación más íntima, cuando suspendemos nuestra vida de adultas y
volvemos a adentrarnos en aquellas casi primitivas sensaciones de simbiosis que experimentamos en
otro tiempo, como confiadas niñas, la unión con la otra persona dará a la experiencia sexual todo
género de dimensiones distintas de las que hubiéramos conocido de haber permanecido en el nivel
adulto.

La sensación de vida que proviene de la simbiosis no se refiere exclusivamente al sexo. Esto


se puede advertir en otros momentos de profunda intimidad con una persona. Las personas creativas la
experimentan al suspender sus conocimientos cotidianos de adultas para volver a sumergirse en sus
soterradas emociones, sus primeras e inconscientes experiencias, de las que extraen poderosas
impresiones e ideas que acaban sublimándose en el arte. La pérdida de la facultad de elegir es lo que
distingue a la mala simbiosis de la buena.

Cuando la necesidad de la simbiosis es tan desesperada que una no puede controlarla a


voluntad, se pierde el sentido del yo. La otra persona, el mundo exterior, pierde su urgencia y
excitación, la vida sexual se amansa, la autonomía se esfuma. La simbiosis positiva, agradable, se
presenta a voluntad, realzando momentos de unión con la otra persona, de suerte que ambas perciben
ahora una identidad mayor que antes. Y sin embargo, es fácilmente rota o interrumpida cuando llega el
instante de la separación, de ser individuos cada uno con su particular yo, con autonomía y tareas que
desarrollar en el mundo. “Estar enamorados”: he aquí las palabras con que convencionalmente se
describe tal estado. En la simbiosis destructiva, las dos personas se encuentran, sienten la inicial
ampliación del yo debido a la fusión de las identidades, pero no pueden, al parecer, separarse. Se
queda pegada una a otra. La ausencia de una se caracteriza por la presencia de la ansiedad; la paz llega
solamente cuando están juntas. Pero al aportar tan poco estímulo y energía a la situación, ambas se
desgastan mutuamente. Se vuelven añejas, rancias, pero continúan sin poder separarse.

Las mujeres sufren una importante confusión al pensar que deben ser cuidadas
emocionalmente, que deben ser protegidas financieramente. Esto complica el problema de la
simbiosis, y de ello nos ocuparemos aquí con alguna extensión. La dificultad arranca del hecho de que
los hombres tienen un concepto distinto del dinero que las mujeres. Ello da lugar a desesperadas
fricciones y otras complicaciones que parten de una circunstancia concreta: la de haber sido todos
educados en la creencia de que existe algo intrínsicamente nada grato en hablar de dinero.
Los psicoanalistas se refieren a ciertos tenaces aspectos de la conducta humana de la misma
forma que hablan de los avaros o de la gente tacaña: dicen que se trata de formaciones de carácter con
una “retentiva anal”. Nadie se sorprende cuando se afirma que, con mucha frecuencia, las personas
tacañas son gentes que padecen de estreñimiento. Tanto si crees como si no crees en el psicoanálisis,
las ideas de esta clase sintonizan con un profundo e intuitivo nivel de la cotidiana sabiduría; ellas
explican muchas cosas acerca de la furtiva actitud de muchos con respecto al dinero. Todos sabemos
que hay personas que, antes de confesar sus ingresos anuales, preferirían dar a conocer sus secretos de
alcoba, los más íntimos y escabrosos. Por consiguiente, es fácil apreciar que las discusiones por
cuestiones de dinero entre esposos y esposas se inician con una gran desventaja. El dinero es el
símbolo de demasiados aspectos de la vida emocional para que se hable de él a un nivel simple y real.
Se agitan por debajo de la superficie demasiadas regresiones enfurruñadas (“cochambroso”, “vil
metal”…)

Por la época en que el hombre es ya suficientemente mayor para pensar en contraer


matrimonio, se halla en vías de resolver el lado material de la existencia. La masculinidad socializada
le dice que en tanto sepa actuar como un buen provisor, las mujeres tenderán a dispensarle sus
emociones. “Ocúpate de mí”, dice él al regresar al hogar, tras el trabajo en la oficina. Quiere significar
que se encuentra fatigado a consecuencia de las batallas libradas durante la jornada, y que desea que su
esposa le ayude a reponer fuerzas.

La esposa también está fatigada de luchar en el parking, con el fontanero, con la soledad.
“Cuida de mí”, dice a su vez. Su petición emocional es tan legítima como la de él, pero es más
exigente. Podría afirmarse que existe una cláusula oculta en su ruego. En defensa de las mujeres debe
añadirse que esto opera más allá de nuestro conocimiento consciente; con cualquier exigencia de
carácter emocional se mezcla además la petición de ser una atendida económicamente, algo que los
hombres no aciertan a comprender del todo. A partir de aquí, es fácil fundir y confundir las
necesidades emocionales y materiales: esperamos del hombre que si hace frente a unas es señal de que
está preparada para cuidar de buen grado de las otras. Esto es lo que el amor “significa”. Si nos hace
regalos caros, si nos compra una casa a orillas de un lago, o nos lleva de viaje a París, la mitad
económica del presente queda bañada en un romántico y emocional resplandor: ha “demostrado” que
os ama.

“Yo me casaré por amor”, dice una mujer. Pero hay algo no expresado en su declaración: que
el amor la hará sentirse libre de ansiedades de tipo material. Solamente después del matrimonio
comprenden muchas mujeres que lo que ellas amaban no era el hombre al cual se han unido, sino la
seguridad material que suponían iba a proporcionarles. La mayor parte de los conflictos en el seno del
matrimonio tienen una sola causa: el dinero.

Por otro lado, el hecho de que un matrimonio pague todas las facturas no quiere decir que sea
un matrimonio feliz. Es sólo un acontecimiento negativo, una ansiedad restada. El clisé es viejo y
gastado, pero esto ocurre porque a menudo es cierto: el hombre trabaja con tanta dureza y a lo largo de
tanto tiempo con objeto de ganar el dinero que le permita casarse, que después dispone de pocos
momentos o energías para las emociones. La esposa, tras haber entrado en posesión de una casa en los
suburbios, de tener dos guapos hijos, y cuentas corrientes en cinco tiendas puede descubrir que desde el
punto de vista emocional en una insatisfecha, aún viviendo en medio de una gran abundancia de bienes
materiales. “¿Por qué habrá dejado esa mujer a Charley, un hombre bueno y trabajador, con su sólido
cargo de vicepresidente de un banco, para fugarse con un guitarrista? –pregunta la gente-. Debe de
estar loca”. En realidad, ella se siente hambrienta de emociones. Su confusión, la mezcla de dos
necesidades distintas –la económica y la emocional – hasta formar una sola, la llevaron a un callejón
sin salida.

No todas las esposas que se encuentran en semejante situación emprenden la huida, desde
luego. Es posible que más de una trate de encontrar el apoyo emocional que necesita en otra parte.
Obras de caridad, niños, adulterios, grupos feministas, alcohol, el divorcio mismo… Algunas de estas
opciones pueden captar su atención; otras no le dirán nada; las cuestiones de valor no cuentan aquí.
Deseo únicamente hacer ver que si bien una mujer puede dar con varias salidas en su búsqueda, quizá
fuera una decisión más prudente inquirir cuáles son sus presunciones. El amor maternal le dio, junto
con la leche, bienestar emocional y material. No podía separarse una cosa de otra. Al encontrar un
hombre que podía cuidar de ella materialmente, ¿supuso –como había ocurrido con su madre – que,
automáticamente, sería atendida también desde el punto de vista emocional?

El dinero es causa constante de roces. Y cuando el matrimonio se derrumba, las mujeres con
mucha frecuencia, se valen del dinero para “atar al hombre”. ¿Cuántas de las poco realistas cantidades
que se solicitan en los juicios por divorcio no son pedidas como indemnización y ayuda, sino por
venganza? Cuando estaban enamorados, ella le decía a él que el dinero era lo de menos, que el amor
era lo que realmente importaba. Ahora, al fracasar la irrealista promesa del amor simbiótico, el dinero
interesa muchísimo.

No obstante, la abogada Emily Jane Goodman dice: “Cuando digo a las mujeres que si no
poseen ni controlan su dinero no pueden controlar sus vidas, siempre ofrecen una gran resistencia.
“¡Oh, no! Yo soy quien guarda al talonario de cheques”, responden. “Yo soy quien paga las facturas;
tenemos una cuenta corriente a nombre de los dos…”, etc. Nunca quieren enfrentarse con el hecho
claro de que cuando él deje de ingresar dinero en esa cuenta, todo quedará paralizado.”

Se dice en los Estados Unidos que las mujeres controlan la riqueza del país. Esto viene a
apoyar la negativa a admitir nuestra incompetencia en lo tocante al dinero. Si las mujeres poseen la
mayor parte de las acciones que se cotizan en la Bolsa de Nueva York, se supone lo que esto significa:
que no tenemos por qué sentirnos irritadas por nuestra impotencia sobre el dinero en nuestras
existencias individuales. “Si estáis convencidas de que formáis parte de la clase que controla la riqueza
de la nación –dice Emily Jane Goodman -, resulta difícil irritarse por causa de que en vuestra familia no
digáis palabra en torno a cuestiones de dinero.”

El día en que todo esto cambia es cuando la esposa se entrevista con un abogado para tramitar
el divorcio. Hasta entonces, ella ha “preferido” no saber nada acerca de los ingresos de su marido;
ignora a nombre de quién está la casa; no sabe qué número de acciones poseen, bonos o lo que sea.
“¿Quién, yo? Es mi esposo quien se ocupa de todo eso.” Cuado el abogado le pide cifras, cantidades
ingresadas, impuestos abonados, saldos bancarios, etc., con objeto de estudiar la petición de ayuda
económica, para ella o para los hijos, la mujer destinada a convertirse pronto en ex esposa sólo acierta a
llorar.

“A mi despacho acuden mujeres que desean presentar una demanda de divorcio –continúa
diciendo la señora Goodman -. Han sido apaleadas por sus maridos. “¿Sabe usted qué cantidad de
acciones y obligaciones de Bolsa posee su marido?”, pregunto. La respuesta es: “No. Pero todo lo que
tengo que hacer es preguntárselo a él. Sé qué no tratará de engañarme.” Es casi imposible hacerlas ver
que se están refiriendo al hombre que hace poco estuvo a punto de romperles la nariz. ¿Por qué piensa
ella que va a ser leal al enfrentarse con el tema del dinero? Su actitud es ésta: “Si no confío en él, todo
habrá sido en vano.” Si una criatura no puede confiar en su madre, ¿qué objeto tiene vivir?”

He escuchado a otras mujeres, éstas solteras, mientras me referían su confusión, tras una noche
de amor pasada en el piso de él, al enfrentarse con la perspectiva de un largo desplazamiento en taxi
hasta el apartamento de ella, un recorrido largo y costoso. ¿Ha de hacer la mujer este desembolso
cuando el hombre gana cuatro veces el salario de ella, sólo porque se siente suficientemente liberada
como para llegar a su casa por sus propios medios? Ella quiere ser su igual, pero anda mal de fondos.
¿No sería una solución discreta y cómoda que él le introdujera en uno de sus bolsillos un billete de diez
dólares? Y si su amigo procede así, ¿a qué viene sentirse todavía irritada y humillada, como una chica
codiciosa que mediante lisonjas y carantoñas ha logrado una asignación extraordinaria por sólo aquella
cantidad? Nadie desea hablar de dinero; ella no sabe cómo, pero es su realidad.

Una defensa común que las esposas adoptan contra el desvalimiento económico es vivir
mediante una especie de fórmula no expresada: “Tu dinero es nuestro, pero mi dinero es mío.”
Cuando el esposo quiere saber cómo justifica ella la no aportación de todo su dinero, la mujer no sabe
qué responderle. A hurtadillas y astutamente, deposita parte del dinero del hogar en una jarra de la
cocina o en una cuenta secreta. Le asalta la inconsciente sensación de que no está bien aquello de
guardar dinero, de esconder su dinero, el de ella. A un nivel más consciente, la mujer ha sido instruida
en el sentido de no mencionarlo. Lo más triste de todo es que, de todos modos, la suma de dinero que
retiene no va a proporcionarle la autonomía deseada.

En mi opinión, lejos de comportarse de una manera infantil, las mujeres que defienden la no
expresada fórmula. “Tu dinero es nuestro, pero mi dinero es mío”, pueden estar rayando a cierta altura
en cuanto a sentido común. Dice la psicóloga Sonya Friedman: “No creo que sea irrealista, para una
mujer que carece de ingresos, apartar una cantidad de dinero a modo de margen de seguridad. En las
actuaciones de los consejeros matrimoniales, veo con frecuencia a hombres que se disponen a
abandonar a su mujer. El individuo en cuestión vende la vivienda, e invierte su importe en otra nueva
de 80.000 dólares, con una hipoteca de 70.000, y se marcha, reteniendo para sí la mayor parte del
dinero cobrado por la antigua casa. Una mujer ha de preguntarse siempre: “¿Estoy comportándome
con prudencia desde el punto de vista económico, al depender de él por entero?”.

Las mujeres que contribuyen al presupuesto familiar se cuentan hoy por millones.
Actualmente, hay más de treinta millones de mujeres que trabajan fuera de sus hogares: más de un
tercio de la totalidad de la población activa. Cuando los niños han de ser alimentados o vestidos no se
habla de si el dinero es de él o de ella. Un reciente estudio realizado por la Universidad de Michigan
permitió descubrir que un tercio de las mujeres que trabajan aportan a sus familias el único ingreso que
hay en la casa. Algunas mujeres han sido educadas por sus madres para que piensen en sí mismas
como provisoras del hogar, enorgulleciéndose de ello.

Otras mujeres experimentan sensaciones de profunda satisfacción simbiótica con el esposo y


los hijos, al hacer entrega de su sueldo para el mejor bienestar de la familia. “Cuando el dinero de la
casa se eleva por encima de la línea básica de la supervivencia – dice la doctora Friedman -, surge el
conflicto. La esposa piensa que le incumbe a él proporcionar la suma de dinero en que se sostiene la
economía de base. Si ella gana algo, este algo debe ser considerado aparte. Se supone que el marido
no debe contar con él. La mujer es de la opinión de que es muy dueña de hacer lo que se le antoje con
sus ingresos.” Ha sido educada para pensar que no necesitaría ganar ningún dinero, en absoluto, de
manera que si sucede lo contrario, es una suma que hay que considerar extraordinaria, la cual le
pertenece. Y si ella considera que el gasto que se tiene que cubrir excede del capítulo de las
necesidades familiares cotidianas –como, por ejemplo, una factura por las reparaciones del coche -, es
muy posible que la esposa se resista tercamente a contribuir a pagarlo.

Habitualmente, ella cede ante él en todo lo demás. ¿Por qué se muestra reacia en este punto?
Desde los primeros días, desde aquellos que se recuerdan más borrosamente, la madre se ha
referido al matrimonio como la gran compensación de todos los sacrificios y privaciones. Todo queda
expuesto como una especie de principio de la realidad: aplazar hoy una satisfacción conducirá a una
recompensa más grande mañana. Si dominamos nuestros arrebatos, si nos negamos toda actividad
sexual, si renunciamos a mostrarnos dogmáticas, daremos lugar a un estado de cosas que desembocará
en la aparición de un hombre bueno, de una propuesta de matrimonio al margen de inquietudes, un
matrimonio dentro del cual el hombre tendrá por misión mantenernos. La aportación de dinero por la
esposa, para contribuir a su personal mantenimiento, quebranta la simbiótica ilusión de que el esposo
cuidará permanentemente de ella.

El dinero es poder; la mujer que carece de dinero se convierte en víctima. La mayor parte de
las mujeres casadas se dan cuenta de lo que esto significa: que viven al borde de un precipicio
económico. Pero decirlo equivaldría a hacer esto cierto. “Cuando mi mujer me dijo que iba a ingresar
su salario en una libreta de ahorro extendida a su nombre –me cuenta un famoso cirujano-, me quedé
bastante sorprendido. Pero, bueno, no le di demasiada importancia. Ella gana solamente una pequeña
parte de lo que yo gano. Aparte de ello, puede que tenga buenas razones para contar con unas reservas.
Yo he estado casado cuatro veces. Espero que ésta sea la última, pero de no ser así, mi nivel de vida
podría bajar sensiblemente, pasando de la noche a la mañana de la clase social más elevada a la
seguridad estatal.” Vista la cuestión así, la esposa que insiste en custodiar, en tener a su nombre el
dinero que pueda ganar, por pequeña que sea la cantidad, intenta establecer un equilibrio económico,
un equilibrio en el que nuestra sociedad siempre ha inclinado la balanza a favor del hombre, que es
quien tiene mayor capacidad para ganar dinero. Por otro lado, responde también a un temor: si él
rompe la simbiótica promesa de cuidar de ella pidiéndole que junte su dinero con el suyo, ¿cómo sabrá
que no va a quebrantar todo lo demás, terminando por abandonarla?

Es difícil decirle al marido: “Tú no me proporcionas suficientes emociones.” Estas palabras


parecen delatar a una persona neurótica e infantil. Es más fácil decir: “¿Por qué no solicitas un
aumento de sueldo? ¿Por qué no hemos de poder hacer nosotros un viaje a Sudamérica? Nuestros
vecinos acaban de estrenar coche. ¿Es que nosotros no podemos tener coche nuevo también?”. Al
solicitar placeres que el dinero puede facilitar, cuando en lo que nos sentimos realmente pobres es en el
terreno emocional, hacemos que las discusiones sobre el dinero atenten contra la armonía familiar.
Atrapados en posturas que corresponden a los modelos representados, hablando de una cosa cuando se
refieren a otra, e incapaces de comprender la diferencia entre el “cuidado” emocional y el material, los
esposos se hallan condenados a inacabables disputas. Cada uno de los cónyuges defiende posiciones
sin nombre, cuya existencia el otro ni siquiera sospecha.

“Preguntad a una esposa si es feliz –dice Jessie Bernard – y ella os responderá: “¡Oh, sí! Soy
todo lo feliz que se puede ser.” Y, sin embargo, no cesa de tomar tranquilizantes…”
Una mujer puede oponer resistencia al avance del feminismo y rechazar todos sus credos o
principios, pero no puede olvidar que se le ofrecen alternativas que su madre no conoció. Es posible
que la abuela consiguiera bastantes satisfacciones de tipo narcisista a través de la identificación con el
esposo, las realizaciones de éste, y la posición de ella como esposa. Actualmente, la televisión hace
imposible ignorar que son muchas las mujeres casadas que están obteniendo de la vida mucho más que
conseguían las de tiempos atrás. Esto no es afirmar que ser esposa y madre no suponga ya bastante
para millones de mujeres. Evidentemente, significa mucho eso para todas. Pero si tú eres una de esas
personas que quiere ser algo más que la señora de Harry Brown, vivir a través de éste no puede serlo
todo. El no aporta suficiente aire, vida, triunfo y/o realizaciones para dos personas.

“Pero la insuficiencia –dice la doctora Schaefer – no es vista por la mujer como su problema
personal. Ella cree que le atañe a su marido. Puede ser que la esposa se sienta insignificante, casi
nada, pero la forma de exponer la cuestión es ésta: “¡Oh! Soy muy feliz. Pero me gustaría que George
fuese más hábil. De esta manera podría desarrollar un trabajo superior:” Lo que implica: “De esta
manera podría desarrollar un trabajo superior.” Lo que implica: “De estar yo en el lugar de George,
mejoraría su labor.” Otra mujer dirá a su marido: “Si tú te emplearas más a fondo, si aportaras todas
tus facultades, podrías ganar mucho más dinero.” El observador superficial interpreta estas palabras
diciendo que denotan una ilimitada confianza en el marido. Este sabe, en cambio, que se trata de una
crítica.”

La doctora Schaefer continúa en estos términos: “Una mujer así teme hacer frente a los
peligros con que su esposo se encara. A ella le gustaría llevar una existencia más interesante, más
estimulante, pero ver tal cosa como algo que solamente él puede facilitarle. Nunca se le ocurre pensar
que el problema es suyo. Vive tan engranada con el esposo, depende tanto de él, que no acierta a ver
dónde empieza el hombre y dónde termina la mujer. Teme que al aislarse del problema quedarán
divididos, que se verá forzada de este modo actuar por su cuenta. “Por qué no se busca un empleo?”,
sugiero a una mujer de esta clase. “Usted entiende mucho de ropas. Podría trabajar con provecho en
cualquier ‘boutique’.” Pero ella se siente aterrorizada. “¡Oh, no! Nunca podría desenvolverme bien en
un establecimiento de ese género”, alega. La mujer se aferra a él y se limita a formular lamentación
tras lamentación.”

A gente así, el mensaje contemporáneo de que las mujeres tienen una responsabilidad de
atender si quieren obtener satisfacciones de la vida les suena a música celestial. Una mujer de tanta
inteligencia como su marido tratará de que éste haga una carrera porque ha sido educada en la creencia
de que lo que consiga a través de los triunfos de su esposo sobrepasará en mucho a cuanto pueda lograr
por cuenta propia.

En los matrimonios de papeles compartidos, en los cuales las mujeres contribuyen a aliviar la
carga económica, y los hombres ayudan en los trabajos domésticos, así como en la crianza de los niños
y los estudios, “las mujeres –dice la socióloga Jessie Bernard – terminan ganando un veinticinco por
ciento más que los maridos.”

“Las mujeres tienen demasiadas cosas en juego para admitir su infelicidad –dice la socióloga
Cynthia Fuchs Epstein -. En realidad, no puede preguntarse a la gente hasta qué punto se siente feliz.
En cierta ocasión, llevé a cabo un estudio referido a mujeres que habían cursado la carrera de abogado,
ejerciéndola en compañía de sus esposos, también abogados. Aunque esas mujeres me dijeron que el
matrimonio actuaba sobre la base de una completa igualdad, después de observar la conducta de buen
número de ellas me encontré con que, verdaderamente, cargaban con los trabajos “domésticos” del
bufete –el pago de facturas, la administración -, en tanto que el esposo atendía a los clientes y llevaba
los casos de interés ante los tribunales.

“Con arreglo a las normas externas, eran unas mujeres asertivas, dominantes. Guiándose por
las propias, eran “felices”, pero al decir que estaban en plan de igualdad con sus esposos
experimentaban una ilusión. Tras haberlas tratado algún tiempo, podía observarse que vivían
pendientes de ellos. Estas mujeres se encargaban en el hogar de preparar las comidas; eran ellas las
que preguntaban al marido: “¿Quieres más café, querido?” Lo cierto era que actuaban en plan de
segundonas.”

Recientemente, varios escritores han iniciado una especie de contraofensiva, advirtiendo que a
menos que las mujeres vuelvan a desempeñar sus tradicionales papeles, abandonando el campo que ha
sido siempre el varón, toda una generación nueva de frustrados e irritados hombres invadirá el mundo.

Quisiera hablar un poco de la ira de las mujeres…


Durante toda nuestra existencia, nosotros llevamos una carga de irritación. Algunas se sientan
más irritadas que otras, exactamente igual que ocurre entre los hombres. Aunque algunas autoridades
en esta materia intentan convencernos de que el mayor potencial que para la ira posee el hombre se
halla relacionada con el sexo (hormonas, testosteronas, etc.), yo sigo dudándolo como siempre. Lo que
diferencia a un sexo de otro en esta cuestión es que las mujeres son unos seres más reprimidos que los
hombres.

Si he preferido hablar de la ira dentro del contexto matrimonial, no es porque crea que no hay
matrimonios felices. Yo sé de muchos. Ahora bien, cualquier merced que se hace a las mujeres a
modo de recompensa por toda una vida de inhibiciones, ha de originar enojos y disgustos. ¿Y cuántas
mujeres pueden citar el matrimonio en sí como origen de nuestra turbulencia? Casi siempre hemos
sido nosotras las que hemos tenido más interés en llegar al matrimonio. Además, de no haber
matrimonio, ¿qué es lo que queremos? ¿El divorcio? Es una salida demasiado temible.

“Conforme voy adentrándome en mis conversaciones con las mujeres –declara Sonya
Friedman -, voy descubriendo más y más motivos de irritación. Un momento de depresión, la
obligación de acostarse temprano, la falta de energías, el hecho de ser las tres de la tarde y de andar
todavía en bata… Estas son diversas formas de la ira femenina. “Me arrepiento”, dice una de ellas “de
haberme preocupado tanto por los estudios. Antes solía tener ilusiones; ahora estoy convencida de que
no se va a realizar ninguna. Incluso temo la vuelta al centro de enseñanza, porque me veré obligada a
destacarme, a competir”. Casi toda la ira se enfoca sobre la manera como fue educada. Siempre le
dijeron que el matrimonio suponía la solución de todos los problemas. La típica ama de casa
norteamericana no posee más identidad que la del esposo; en consecuencia, no puede exteriorizar sus
irritaciones. No tiene más remedio que centrar su ira sobre ella misma. He aquí la causa de que haya
tantas mujeres deprimidas.”

La entrevista de que voy a hablar ahora me dejó muy conmovida. Mi interlocutora era una
mujer de treinta y cinco años. Pensé al principio que la suavidad de su discurso formaba parte de su
prematura y asimiladas pasividad. Lo que me dijo me hizo comprender que se trataba de la calma que
viene después de la batalla promovida por el encuentro con las propias emociones.
“Mi madre murió hace cinco años, de enfisema. Era una mujer sumisa, y mi padre tenía un
carácter muy dominante. Me pasé la vida viendo cómo la pobre “se tragaba” sus iras. Mi madre era
una persona plácida, amable. Habría hecho cualquier cosa con tal de evitarme, de haber podido, las
turbulentas emociones que he experimentado. Y nunca me enseñó cómo sobreponerme a ellas. Al
principio pensé que mis padres formaban un matrimonio perfecto, porque jamás le oí discutir. Fue una
experiencia difícil para mí, a la muerte de mi madre, deshacerme de la ira que me inspiraba a veces.
Pero aquélla fue una experiencia liberadora al mismo tiempo, por haberme revelado la existencia de la
cólera, del odio, así como del amor. Parte de mi ira nació del hecho de verme obligada a no sacar mi
título profesional hasta el día en que mi marido pudo disponer del suyo. De mi madre había aprendido
que, dada mi condición de mujer, tenía que cederle a él el primer puesto. De ella provenía mi deferente
actitud con los hombres, y le guardaba rencor por haber recurrido a semejantes enseñanzas. Me casé
con alguien totalmente distinto de mi padre y tuve mis problemas a la hora de aceptar sus atenciones.
Hace muy poco tiempo que dejé de verle como un ser débil; lo que le ocurre es que tiene una alta
opinión de mí, aparte de inspirarle tiernos sentimientos. Yo no podía apreciar estos antes porque
andaba a la busca de aquello que mi madre me anunció que iba a encontrar. Mis padres me han
inspirado, con todo, un gran respeto siempre. No estoy enojada con mi padre. Lo estoy con mi madre,
porque soy como ella, porque me enseñó a ser como ella. Por el hecho de amarme, me enseñó a
“tragarme” mis iras”.

El diálogo es la válvula de escape de la ira menos perjudicial. Las palabras constituyen el


medio más fácil para disiparla o, al menos, alterar las circunstancias determinantes de su aparición.
Pero una de las primeras cosas que se prohíbe a las chicas es la traducción directaº de las ideas en
frases. De pequeña, la niña, una criatura despierta, inteligente, es el ser predilecto de la madre. Los
pediatras están de acuerdo en que las niñas aprenden a hablar antes que los niños, haciéndolo siempre
con mayor fluidez. Conforme nos hacemos mujeres, esto cambia. Se inicia nuestro sutil
adiestramiento en el silencio.

Aprendemos que la espontaneidad en expresarnos puede hacernos perder amigos. Nos


enseñan a redactar mentalmente nuestras ideas, a reducir las emociones fuertes, transformándolas en
blandos eufemismos. “Cuando voy a algún sitio con mi marido –dice una mujer de treinta años -, me
gustaría participar más en las discusiones. Pero me ocurre que cuando he llegado a componer
mentalmente una frase, la conversación ha derivado ya hacia un nuevo tema.”

Con respecto a la espontaneidad, carecemos de experiencia. La fluidez de expresión que esta


mujer logró durante sus estudios se ha desvanecido en el curso de los diez años que lleva metida en su
casa, dedicada a la crianza de sus hijos. No lamenta ser madre; lo que no acierta a comprender es por
qué siente una desazón tan fuerte ante la perspectiva de participar en una conversación de sobremesa
con varios amigos. “Hay muchos hombres que no son precisamente brillantes, pero esta circunstancia
no les paraliza, no les impide seguir adelante. ¿Por qué no he de meter baza con la misma naturalidad
que ellos en el curso de una simple charla?”

Al igual que muchas otras cosas, aquello que pone en relación el cerebro con la lengua
requiere su utilización a diario, a fin de mantenerse en perfecto uso. Sin la práctica, nos abstendremos
de hablar, pensando que podemos sufrir una humillación, que nos exponemos a decir lo menos
indicado, o bien nos quedaremos atascadas en medio de una frase.
Tenemos también la desventaja social de la voz femenina. Muchas veces he aventurado una
opinión que ha pasado inadvertida, igual que si hubiese sido invisible; la misma idea, luego, expuesta
por una voz de varón, ha sido aplaudida. Estas experiencias no nos habilitan, por descontado, para
barajar diferencias de opinión en torno a una película, o acerca de un partido de tenis. ¿Cómo pueden
habilitarnos entonces con vistas a las repentinas y violentas emociones de la ira?

¿A cuántas mujeres habéis oído expresando su hostilidad de un modo inteligente? Nuestras


voces suenan cargadas, no de la fuerza de la cólera y de la decisión, sino de una inflexión de ansiedad
que aleja a los oyentes. Temen que perdamos el control de nuestros actos; les “fastidia” nuestra
exposición super-emocional. “Las mujeres son así. No saben discutir con lógica.” Lo que nos
conduce a la furia no es lo ilógico de nuestro argumento, sin la falta de experiencia en hablar
agresivamente. Nosotras mismas tememos el ataque de histeria. He tenido ocasión de participar en
grupos de mujeres muy preparadas e inteligentes, socialmente organizados, viendo cómo se
desintegraban, entre gestos de desánimo, al hacerse patente la incapacidad de alguien de exponer su ira
ante otra de las presentes. Nos resulta más fácil mostrarnos iracundas ante un hombre: no en balde fue
una mujer quien nos enseñó a suprimir nuestros accesos coléricos. Las lágrimas y los sollozos: éstos
son los únicos sonidos delatores de la ira que nos son permitidos.

Sin modelos femeninos aptos para enseñarnos como encauzar nuestra ira en una forma
socialmente aceptable, tememos la emoción, la negamos. “Cuando me encontraba en el colegio –me
cuenta una mujer -, tomé lecciones de esgrima. Una de las reglas de este deporte especifica que al
iniciarme un encuentro debe darse un fuerte taconazo en el suelo, agresivamente. No hay que decir una
sola palabra, sólo hacer eso. Era lo que me gustaba más de aquella actividad.”

En su libro sobre la violación, Against Our Will (“En contra de nuestra voluntad”), Susan
Brownmiller describe una clase de karate, orientada hacia la defensa personal, en la cual el instructor,
un hombre, ordena a sus alumnas que le golpeen con la mayor fuerza que les sea disponible. El les
había asegurado que no podían causar daño alguno a sus músculos, profesionalmente endurecidos,
autorizando, por tanto, a las chicas para que se mostraran cuan agresivas quisieran. La autora señala
que al principio ni una sola mujer fue capaz de golpear al instructor con todas sus fuerzas, y que
muchas no pudieron asestarle ni un golpe siquiera. Ciertamente, el aprendizaje de la protección
personal se inicia ya como un problema emocional.

Por el hecho de que la sociedad prefiere que estemos siempre en condiciones de mostrar un
rostro bonito, a las mujeres se nos ha enseñado a reprimir nuestras iras, de la misma manera que en el
siglo XIX, por razones similares de mantener a raya “el sexo”, se popularizó la clitorectomía.
“Ayúdenme”, solicitamos suplicantes a los psiquiatras, a los médicos o a los sacerdotes, incluso de
nuevo a la madre. Decimos que nos sentimos “nerviosas”, y tomamos tranquilizantes, aspirina y
ginebra, y cursos sobre “Feminidad Total”. Decimos que somos felices, pero, inexplicablemente,
sufrimos dolores de cabeza, úlceras, o fatiga crónica. Decimos que nos sentimos aburridas, y nos
dedicamos a jugar, a tener amantes o a gastar dinero en los grandes almacenes. Decimos que no
estamos de humor y le negamos al esposo toda expansión sexual. Afirmamos que nos sentimos
menopáusicas y vivimos en un estado de angustia física y/o mental por espacio de una década. Entre
varios médicos de prestigio se ha extendido la opinión formal de que nuestra enterrada y humeante ira,
oculta mucho tiempo, puede incluso conducir a la silenciosa explosión del cuerpo contra sí mismo: el
cáncer. Nuestra ira contra la falsa idealización del matrimonio es tan inaceptable que la volvemos
contra nosotras mismas, en el sentido más profundo de la expresión.
Habla una mujer de cuarenta y cinco años: “Me casé en la catedral de San Patricio, un
mediodía. No se podía hacer mejor tal ceremonia. Yo he llevado a cabo muchas cosas rectamente,
supongo que impulsada por los deseos de mi madre. En su época juvenil no dispuso de las
oportunidades que yo tenía y se esforzó en procurármelas. Era una mujer de carrera que trabajó mucho
durante toda su vida, y esperaba que yo también me destacara. Obtuvo muchas satisfacciones con lo
que mi hermana y yo hicimos, si bien nunca nos elogió directamente. Nos enterábamos de su actitud
por sus amigos. Así pues, heredamos de ella esta ambivalencia: “Vosotras debiérais mejorar mis
realizaciones…” Más también había en sus palabras una inflexión especial, reveladora de la existencia
de ciertos celos.

“Yo tenía que destacarme haciendo algo práctico en el mundo. Fui educada con esta idea y,
por otro lado, con la que debía casarme y crear una familia. Mi madre solía rezarle mucho a Santa
Ana. Ya sabe usted lo que es eso: “Santa Ana: dale a mi hija un hombre.” Al cumplir los veinticinco
años, como siguiera soltera, traspasó su devoción a San Judas, el santo patrón de las causas
desesperadas. Esto produjo una especie de dualidad en mí. Especialmente por lo que al trabajo
respectaba. Es difícil trabajar junto a un hombre, y competir con él, en busca del mismo ascenso… No
obstante, una necesita al mismo tiempo su aprobación como mujer.

“El matrimonio facilitó que mejoraran mis relaciones con mi madre. Una vez casada, dejé de
trabajar. Iba a ser la joven matrona clásica del East Side neoyorquino, una irlandesa católica. Pero mi
esposo falleció y tuve que volver a la lucha. De esto hace quince años, y puedo decir que he triunfado
profesionalmente. Ahora bien, alienta en mí este rencor de ahora… De haber sido educada para
mostrarme normalmente agresiva, no hubiera tenido que asumir posturas blandas en determinadas
situaciones profesionales. Como mujer, siempre he necesitado contar con la aprobación del varón,
antes de que pudiera pensar que me sería posible conseguirla como profesional y compañera. Me he
pasado muchos años sonriendo a hombres de menor capacidad que yo…

“Actualmente, mi madre depende de mí. Ya no estoy enfadada con ella por el hecho de que se
abstuviera de darme su aprobación cuando yo era una niña. Ella era así. Hoy me llamó por teléfono al
despacho con el fin de preguntarme si era correcto que vistiese unos pantalones para tomar un avión.
Hace algunos años me habría irritado por hacerme tan estúpida pregunta durante las horas de trabajo.
En la actualidad soy capaz de controlar mi enfado. Quizá se haya suavizado mi carácter. Procuré
disponer de tiempo para ella, aún a sabiendas de que me exponía a aplazar una entrevista ya
concertada. En tal aspecto, creo que la considero como si se tratase de una de mis hijas. Es una
responsabilidad, algo que he de pagar, junto con otras cosas. Tal proceder me deja un buen sabor de
boca. Todavía existen, en período latente, las hostilidades de otro tiempo, los detalles con que me
atormentó siendo más joven… Ahora bien, procuro evitarlos, no acordarme de ellos.”

Esta mujer murió de cáncer un año después de haberla entrevistado. Sus dos hijas están siendo
criadas por su hermana, quien me preguntó si le permitiría leer las declaraciones que la difunta me
hizo. “Me entristecí al ver cuán enfáticamente negaba mi hermana que le irritasen ciertas cosas –me
escribió la mujer -. Dijo que gracias a que había comprendido, había podido dejar a un lado todo gesto
colérico… La verdad es que me hubiese gustado verla encolerizada al enfrentarse con algunas cosas,
con determinadas personas. Y esto no le ocurrió siquiera cuando la vida le hizo objeto del último y
terrible asalto.”
Dice la doctora Schaefer: “Conozco a muchas mujeres cuyas vidas están dominadas por esta
idea: “El no me dejará” El movimiento feminista se basa en la responsabilidad personal, pero hay
muchas mujeres que se figuran que, una vez liberadas, todos los bienes del mundo caerán sobre sus
regazos, sin más. Piensan así: “Ahora, que me he sacado de encima aquel hombre que me enervaba,
todos me darán algo: mi jefe, la vida, mis hermanas…” Como las mujeres no fueron criadas para
desenvolverse de un modo autónomo, no comprenden la necesidad de una responsabilidad personal
para lograr que los lemas de la liberación signifiquen algo.” Deseamos ser “libres”, pero de todas
maneras queremos que haya alguien que nos cuide.

La furia contenida, resultante de la superidealización del matrimonio, considerado como la


solución de nuestros problemas, contribuye a la aparición de la agorafobia. “Podría incluso
denominarse “fobia del ama de casa” –dice Sonya Friedman -. “Es bastante corriente”, dice, y alude al
gran número de mujeres que temen dejar la casa sola, o que no les gusta. Tiene que ver con el miedo
de que, una vez fuera, enfrentada la mujer con los grandes espacios abiertos, sienta el irresistible
impulso de huir.”

Un detective privado que trabaja para una importante agencia de Nueva York me facilita una
descripción de la tradicional ama de casa que abandona el hogar. Todos los pormenores son dignos de
uno de esos sentimentaloides seriales que nos ofrece la televisión: se casa a los diecinueve años, tiene
hijos poco después, cuenta con poca o ninguna experiencia laboral, etc. Suele rondar los treinta y
cuatro años cuando se siente distinta de sus más convencionales hermanas, y desaparece con el fin de
iniciar una nueva existencia.

En un matrimonio simbiótico, una se sienta protegida, apegada… Tan apegada, en efecto, que
ninguna separación puede ser tolerada. Todo énfasis puesto en una elección individual, cualquier ira
expresada, suponen una traición. He oído describir este tipo de matrimonio con las siguientes palabras:
“Un largo y silencioso paseo, cogidos de la mano, rumbo a la sepultura.” Un psiquiatra conocido mío
lo llama “el féretro tapizado de mimos”. Hace tiempo que los hombres se zafaron de él. Las mujeres,
ahora, empiezan a seguir su ejemplo.

“En el terreno del amor, me había mostrado más apasionada con algunos hombres que con el
que escogí para esposo –cuenta una mujer a su consejero matrimonial -. Hubo en mi vida un actor por
el que yo estaba loca. Era un tipo emocional, que supo dar a nuestra aventura amorosa un toque
especial. Pero me asustaba la idea de convertirlo en mi marido… En consecuencia, me casé con
alguien a quien juzgaba estable como una roca, como mi padre. Con el tiempo me di cuenta de que tras
la aparente calma de Larry se ocultaba un ser egoísta, en el que no se podía confiar; pero era ya
demasiado tarde. Yo, emocionalmente, dependía en gran medida de él. Estaba fuera de casa hasta muy
tarde, no telefoneaba… Yo me echaba la culpa de todo lo que me ocurría. Mi desesperación iba en
aumento. Pero por la mañana del día siguiente no quería encenagar las aguas revolviéndolas. Por otra
parte, tenía tantas cosas que hacer, que solía olvidarme de mi desesperación. Preparaba los desayunos,
mandaba los chicos al colegio y siempre me esforzaba en poner buena cara a todo.”

Nuestra cultura recompensa a las mujeres por “tragarse” sus iras y/o dirigirlas a otro punto
cualquiera, lejos del de su procedencia. ¿Quién se atreverá a censurar en voz alta a la compulsiva ama
de casa, a la leona de la Sociedad Anti-Porno, a la incansable asistenta social, a la superprotectora y
exigente madre que todo lo hace por el bien de los demás? No sabemos de dónde extraen tales
personas sus energías; ignoramos, asimismo, qué sacan de todas esas actividades. Puede ser que las
evitemos, que rehusemos su compañía, pero no podemos llamarlas malas mujeres/esposas/madres.

Muy frecuentemente, esas mujeres son obsesivas/compulsivas, que sufren unas formas de
conducta que nada tienen que ver, aparentemente, con la ira. A diferencia de la gente deprimida que
orienta sus iras sobre ella misma, las personas obsesivas/compulsivas expresan las suyas hacia fuera,
exteriormente, pero de un modo tan indirecto que nunca necesitan enfrentarse con sus furias.

Aunque, habitualmente, se habla de ambas cosas a un tiempo, ligeras diferencias separan a las
compulsiones de las obsesiones. Las compulsiones son actos repetidos de conducta, como el de estar
vaciando los ceniceros a cada paso mientras el fumador está utilizándolos todavía, o el de esponjar los
cojines del sofá en el momento en que alguien se pone de pie. Si habéis estado junto a personas
compulsivas, viendo hasta qué punto exasperan a cuantos entran en contacto con ellas, reconoceréis
que una fuerte hostilidad da la impresión de desparramarse de modo impreciso por el ambiente. Por
otro lado, las obsesiones no son acciones, sino pensamientos. La gente obsesiva tiene su mente
constantemente inundada de ideas repetitivas… Este es el caso de la mujer siempre preocupada,
pensando que a sus hijos puede haberles ocurrido algo terrible, imaginándose que su esposo va a
dejarles, etc. De nuevo, la ira ha tomado un disfraz; es una constante conjura de dolores, pérdidas y
desenlaces fatales. Nadie tiene pensamientos obsesivos felices. Las obsesiones y las compulsiones son
repetitivas porque es preciso defenderse una y otra vez de las ocultas iras.

“Una de las cosas que mejor recuerdo de mi madre –dice una esposa de veintiocho años – es el
increíble enojo que sentía por cosas sin importancia, como la de hallar algo tirado en el suelo de la
cocina. Perder un botón provocaba en ella una irritación tan fuerte como si hubiese descubierto el más
grave de los pecados en una de sus hijas. Decidí que sus arrebatos se debían a que se sentía
atemorizada. Cada cosa que yo hacía mal era para ella un indicio expresivo de que algo peor iba a
suceder. Ahora he visto asomar en mí misma su ira, al dirigirme a mi pequeña. Y esto me da miedo.”

Dice Sonya Friedman: “La mujeres tienen problemas con la ira porque no se hallan dotadas de
un sentido de seguridad. En primer lugar, las mujeres son una extensión de sus familias, pasando luego
a serlo de sus esposos. La mayor parte de ellas se casan antes de haber completado su desarrollo.
Normalmente, el hombre tiene más poder, así que cualquiera que sea el sentido de identidad que ella
posea, éste queda anulado. Los hombres no hacen esto a las mujeres porque sí; lo hacen merced a la
sumisión de ellas. Las mujeres han sido tan condicionadas para el matrimonio que firman el contrato,
renunciando a la autonomía, a cambio de la dependencia. Más tarde lo lamentan: “¿Qué podría hacer
para salvar mi matrimonio del fracaso?” Habría que decir a tales mujeres que no hay respuestas
prefabricadas. Es posible que con el tiempo establezcan contacto con sus iras, pero esto significa
volver al principio, al tiempo en que aprendieron que la recompensa de doble filo que consiguieron de
la madre quedó pagada con la renuncia o debilitación de su independencia y confianza en sí mismas.”

La doctora Friedman continúa diciendo: “La ira es algo positivo. Cuando una mujer no es
feliz en su matrimonio y se muestra apática, indolente, sé que me va a costar un trabajo ímprobo
ayudarla. Si se siente irritada, sé que me encuentro ante un caso mucho más favorable. Cuando logro
hacer ver a una mujer que se ha procurado una serie de mercancías falsas, no es cólera lo que siente,
sino rabia…”
Por su parte, el doctor Sydney Q. Cohlan manifiesta: “Así, como no existe ninguna hija que
colme las fantásticas ilusiones de una madre, tampoco hay madre alguna que esté a la altura de la
imaginación de la hija, que sea como ésta piensa que debe ser.” Para continuar con la ficción de que
nos une a la madre una relación ideal de una clase u otra, por debajo de las superficiales y cotidianas
fricciones, inventamos una frase oportuna que resume lo que tenemos con ella. Al igual que las
palabras de un criptograma, éstas ocultan la situación real: “Mi madre y yo marchamos muy bien
ahora. Nos entenderemos perfectamente en tanto no vivamos demasiado cerca una de otra.” O bien:
“Nunca le he reprochado a mi madre su manera de criarme. Lo hizo lo mejor que supo…” Realmente,
a menos que ella fuera una de las raras madres malévolas, lo hizo lo mejor que pudo o supo. No
obstante, lo que ella hizo o no hizo, nos duele. La niña que hay dentro de nosotras está furiosa todavía.
Si repasáis este párrafo y volvéis a leer las dos frases anteriores, observaréis que ambas contienen una
buena dosis de ira.

“La tarea a cumplir por la parte adulta que hay en vosotras es no contradecir a esa niña irritada
que lleváis dentro –declara el doctor Robertiello -. En el caso de que no procedáis así, esas niña
pugnará por salir y desplazará la ira sobre otras personas, como, por ejemplo, vuestro marido, o la
traducirá en síntomas psicosomáticos, depresiones o compulsiones.”

He aquí un ejemplo de cómo una mujer de veinticinco años sabe y no sabe, a un tiempo, que
está irritada con su madre: “Mi madre tenía la idea de que no hablando de lo sexual era como se
evitaba que pasaran determinadas cosas. Ni siquiera cuando mi hermana quedó embarazada y tuvo que
abortar, fue discutida aquella cuestión. Fui virgen al matrimonio porque creía en lo que mi madre
decía: que cuando se era una buena chica todo lo demás salía bien. Todo mi vida me he preguntado
qué importancia tenía aquello. Sé que mi madre no tenía la culpa, pero me sentí estafada al no poder
hablar nunca de sentimientos y emociones a medida que iba creciendo. Los hombres me inspiran una
ira cierta, pero no quiero que mi hija lo advierta. No obstante, es inevitable que observe el
resentimiento que siento hacia mi esposo. El es una buena persona. Me casé con él porque le amaba y
porque fue aceptado por mi familia. Deseaba que mi madre aprobara mi matrimonio.”

Esta mujer está irritada con su marido porque no hizo que el sueño se convirtiera en realidad.
Dice que no culpa a la madre de nada, que, por descontado, no está enojada con ella, cosa que no es
verdad, en modo alguno. Junto al amor que siente por su madre alienta otra emoción: furia.
Difícilmente se puede comprender que podamos sentirnos iracundas y al mismo tiempo deseosas de
perdonar. Las dos cosas no se excluyen mutuamente. Solemos pensar que si odiamos a alguien, lo
odiamos hasta el fin. Esto representa no haber comprendido lo que separa lo consciente de lo
inconsciente, lo que hay entre el ser adulto y el niño.

La solución no consiste en dirigirse a la madre y recriminarla por lo que pasó hace veinte años.
Nuestra irritación no se centra en la madre de hoy. Ella, probablemente, no sabría, no comprendería
de qué le estamos hablando. Puede suceder también que la madre esté muerta…, lo cual no significa
necesariamente que no estemos todavía enfadadas con ella. “Únicamente cuando descubres la fuente
de tu ira –dice el doctor Robertiello- puedes ser capaz de dejar de desplazarla sobre tu esposo o sobre tú
misma.”

Existe una gran diferencia entre estar enfadada con alguien y “culpar” de lo que sea a la
persona interesada. Si se pone delante de ti un psicópata y te da un puñetazo en la nariz porque te ha
confundido con la esposa de su jefe, es posible que te sientas irritada, pero no debes culparle por su
acción. Has de comprender que no es una persona responsable. Incluso puede inspirarte simpatía.
Pero, claro, está por en medio lo del golpe en la cara, que te duele, que te mantiene irritada. De una
manera similar, tu madre, tal vez, hizo o dejó de hacer esto o lo otro guiada siempre por las mejores
intenciones. Esto no atenúa el dolor ocasionado por la agresión. Te sentiste dolida y reaccionaste. “En
consecuencia –explica el doctor Robertiello – serás tú quien confiese claramente su ira, no ocultándola
tras esta frase: “¡Pobre mamá! Se portó lo mejor que pudo.” Dándote cuenta de que tu ira es
inapropiada para la situación presente, juzgándola infantil, podrás ver las cosas con una perspectiva
adecuada. Ello te libera de volver a vivir en el tiempo presente una situación del pasado.”

Parte del problema es debido a que, incluso ya mayores, la niña que llevamos dentro se halla
todavía fijada, vis-à-vis con la madre, en algún período vital tan primitivo, y tan imbuido de ideas
residuales de infantil omnipotencia, que no hay una marca distintiva entre la ira y la anonadación.
Nuestro inconsciente no nos permitirá sentir, y menos expresar, la rabia que nos inspire la madre.
Procediendo así se suscita un sentimiento de culpabilidad y el temor de matarla. “Los pensamientos
iracundos contra nuestras madres no son aceptables –dice la doctora en psiquiatría Lilly Engler -. No
hay nada más difícil de afrontar que la ira de una madre contra la hija. Es casi imposible. El
sentimiento de culpabilidad es muy intenso.”

Aparte de dolores de cabeza, depresiones, úlceras y otras enfermedades, la ira reprimida puede
adoptar la forma de un masoquismo sexual, idea repulsiva que frecuentemente, y de una manera
gratuita, es aplicada a todas las mujeres. Freud lo observó en tan gran número de pacientes suyas que
lo consideró biológico, algo que aportaban los genes. Estaba en un error, desde luego. Es un factor de
tipo cultural, y puede ser alterado.

Como ejemplo de las raíces de una particular clase de masoquismo sexual, ahí tenemos el caso
de la madre que dice a su hija: “Te has portado mal. Espera a que llegue tu padre.” Dice una madre
joven: “En nuestra casa, la disciplina era siempre controlada por mi padre. A veces se mandaban que
me retirara a mi habitación, hasta que él llegara, y yo permanecía sentada en el cuarto, sola, temblando.
Mi padre me inspiraba terror, y hasta diría que el temor que he sentido siempre de ser rechazada por los
hombres se debe a él. El miedo que me producía era menos intenso que la necesidad que sentía de
contar con la aprobación de mi madre. Esta me daba la impresión de ser el único baluarte con que
podía contar para defenderme. Ella dominaba el hogar, incluido él. Y así, después de haberlo
catalogado como figura de falsa autoridad, como el malo, lo manejaba a su antojo. Conspirábamos.
Cuando salíamos, ella nos decía: “Procurad estar de vuelta a las doce, pero si realmente lo estáis
pasando bien, llamadme y le diré que no es tan tarde como se figura.”

En su momento, esta mujer llegó a considerar a su madre como una víctima del aterrador
varón, que había de ser lisonjeado, al que había que decir mentiras y, sobre todo, controlar… De lo
contrario, su salvaje temperamento amenazaba con estallar. La mujer continúa hablando:

“Tuve que alejarme de casa y dejar pasar bastante tiempo para que empezara a percibir con
qué se enfrentaba en realidad mi padre. Solía pensar en él como un ogro, pero que mi madre lo
gobernaba. Existe un fenómeno paralelo en mi matrimonio: yo había aceptado apreciar el de mis
padres en su valor nominal. Cuando mi marido se dejaba llevar por la ira, descargándola sobre mí –se
pasó diez años diciéndome que era una frígida, una castrada, una pura nulidad en el aspecto sexual -, yo
aceptaba sus recriminaciones. Daba por sentado que los hombres eran así, que hacían gala,
perpetuamente, de un carácter tormentoso y agresivo. Nunca me mostré airada con mi esposo porque
mi madre me había inculcado que la mujer que lo es de veras maneja al hombre a su antojo valiéndose
de palabras suaves y de tretas astutas. Si yo me volvía contra él violentamente, ¡me comportaba
entonces como un hombre!”

Cuando la madre asigna al padre el papel de administrador de la disciplina, el mensaje


inexpresado es el siguiente: “Estoy muy enfadada contigo, pero no voy a expresar mi enojo porque las
mujeres no procedemos así. Las malas personas, los sádicos del mundo, son los hombres. Esto es tu
padre… Te descalabrará.”

Más adelante, casada ya la hija, ésta procede conforme a lo que le han dicho que ha de ser el
papel de la mujer: esperar que el hombre la disminuya, que la hiera psicológicamente, físicamente
incluso. Puede ser que tal estado de cosas le inspire aversión, pero se acomoda. Es lo que le han
enseñado a esperar. Es una mujer, ¿no?

Lo más importante de todo, y con terribles consecuencias para la sexualidad de las mujeres, es
que, al sentirse irritada, ella manipula al hombre para que éste exprese sus iras, tal como hizo la madre.
Es decir, proyecta su ira en él. Le incita por diversos medios a manifestarse con furia… Por ejemplo:
hace que descubra como por casualidad que el vestido que le habían dicho que costaba 20 dólares costó
realmente 75. Luego, la mujer dispone de la melancólica satisfacción de hacerse pasar por víctima de
la ira masculina. El hombre es un tipo vil, pero varón. Ella es sumisa, pero hembra. El esquema
psicosexual, establecido en la infancia, es vivido por la mujer.

Por otra parte, si es nuestra necesidad ser tan simbióticas con nuestro marido, y no separadas
de él, tanto como sea posible, no haremos nada que pueda excitar su ira. En vez de utilizarlo para
expresar nuestros enfados, concentraremos éstos sobre nosotras. Nos vemos como personas fracasada,
atormentadas por el insomnio; nos consideramos compulsivas amas de casa, víctimas de obsesionantes
ideas sobre el envejecimiento, sobre la muerte. Quien se enfrenta a menudo con estos temores y estas
furias internas es la clásica mujer controladora, la que gusta de fiscalizarlo todo. Estamos refiriéndonos
a la regañona, criticona y dominante ama de casa.

Dice la doctora Friedman: “Consideramos a la esposa fiscalizadora como una mujer segura de
sí misma. Lo opuesto es la verdad. En muchas ocasiones, es tal el error que siente ante la posibilidad
de ser controlada, o abandonada, que decide asumir su papel clásico. La mujer que tiene que
habérselas con una madre fuertemente controladora se vuelve con frecuencia inflexible por el hecho de
abrigar el temor de ser la niña desvalida de otro tiempo. Controla al hombre antes de que éste vaya a
hacer lo mismo con ella, o adelantándose a su abandono. Pero cuanto más importuna se manifiesta, y
más extrema su fiscalización, más siente la respuesta de él, más aterrorizada se siente ante la idea de
que se canse de aguantarla y la deje por fin. Cualquier espontáneo impulso por parte del hombre debe
ser refrenado, a causa de que el siguiente podría ser el que determina la separación.”

En las relaciones humanas, el temor es casi siempre contraproducente. Cuanto más teme una
esposa el abandono del marido, más regañona se muestra, más se esforzará por gobernarle como si
fuera un niño. El hombre se harta de tantas lágrimas, se cansa de que revisen sus bolsillos, en busca de
no sabe qué pruebas, le fatiga la constante ansiedad. Y desaparece.

La joven, al observar que su madre asume el papel de mártir, en lugar de expresar sus iras
directamente, asimila técnicas de manipulación masoquista. “¡Oh! Está bien –dice la madre al padre-.
No te preocupes por mí si tienes que trabajar esta noche. Cenaré sola.” Esta clase de comportamiento
indica a la chica una vez más que debe inclinarse ante los malévolos medios de los hombres. El
mensaje es éste: “Cualquier resentimiento o ira que las mujeres puedan exteriorizar no es nada si se
compara con los arrebatos de mal genio de los hombres, la cruel ética de que se valen en los negocios,
la complacencia con que provocan las guerras, y los censurables espectáculos a que dan lugar con sus
apasionamientos durante los partidos de fútbol, que han arrojado como resultado, en ocasiones, hasta
peleas sangrientas.”

Son enseñadas técnicas de agresión pasiva: un método para dejar que el hombre sepa que estás
irritada con él, negando en todo momento tal realidad, no facilitándole así ningún asidero susceptible
de ser utilizado para captar el problema. Estas acciones de agresión pasiva pueden ser muy sutiles, no
conscientes o verbales: el acto de retener una respuesta apropiada, por ejemplo. Un caso clásico es el
del hombre que es consciente de que ha dicho o hecho “algo”. “¿Qué es lo que marcha mal?”,
pregunta a la esposa, que se muestra quieta y silenciosa con él. “¡Oh, nada!”, replica ella. Niega que
algo no va bien cuando todo en la esposa, su rostro, su cuerpo, su actitud, su postura, proclaman a
gritos lo contrario.

Tales métodos para evitar la expresión de la ira crean una alianza entre las mujeres de la
familia; frecuentemente, todo constituye una manera de evitar la competición sexual. Presentando al
padre como una especie de duende amenazador, la hija se esfuerza por mantenerse alejada de tan
tormentoso y dañino ser. Sólo la madre es increíblemente amable y buena. Es éste un truco del cual se
vale ella para ganar en la competición planteada por los padres para averiguar a quién de los dos
quieren más los hijos.

Formalizado el matrimonio, cuando se produce alguna riña, el hombre es calificado de


agresor; nosotras somos las víctimas. Ya sabíamos que todo acabaría así. Los hombres únicamente
acarrean dolor. Los hombres no pueden amar. Una inseguridad básica está siendo expresada: todo
depende de este otro ser. Su ira, su pérdida, su desaparición, o muerte, nos anula. Careceríamos de
naturalidad si no nos lamentáramos de necesitar tanto a alguien. Pero nuestra fuerza de dependencia
suaviza cualquier amago de hostilidad. Si el matrimonio fracasa, tenemos más a perder que él. Dice
Sonya Friedman: “Las madres dicen a sus hijas: “Eres tú quien debe encargarse de lograr que el
matrimonio marche bien. Para eso, el ochenta por ciento de la responsabilidad es tuya, en tanto que a
él sólo le corresponde un veinte por ciento.” No es de extrañar que, en todos los estudios, las mujeres
tiendan a echarse la culpa a sí mismas cuando algo marcha mal en las relaciones matrimoniales.”

No ocurre igual con lo relativo a la actividad sexual. Esta incumbe al hombre en su totalidad.
Si esto es así, ¿qué es lo que ha de hacer la esposa cuando se producen fallos en el citado terreno?
“Antes de casarnos, Sam no me quitaba las manos de encima –manifiesta una joven esposa, entristecida
-. Ahora no despierto en él ningún interés.” El único consejo que emana de la sabiduría popular es el
de la experimentación con los márgenes seguros: probar un nuevo perfume, irse de viaje a Hawai en
una “segunda luna de miel”. Dice la doctora Schaefer: “La esposa no está condicionada para
comprender que es tan responsable de la sexualidad en el seno del matrimonio como él. No logra
imaginarse una iniciación en lo sexual totalmente nueva, diferente, alterando los habituales papeles
activo/pasivo.” “¡Eres una frígida!”, grita el hombre en el colmo de su ira, porque sabe que en aquel
fracaso a él le corresponde como mínimo la mitad. Pero él es el experto sexual. Si nos tacha de
calamidad sexual, le creemos. Nuestra es la culpa por entero.
En algún punto escondido, recóndito, de nuestro ser está la verdad. Por ella sabemos a qué
atenernos. Es aquí donde se localizan las iras residuales.

Poco es lo que podemos hacer en cuanto al problema. La relación de poder ha quedado


establecida desde la adolescencia: nosotras somos la arcilla maleable; él es el escultor. Hazme como tú
quieras. La tiranía del orgasmo comienza: la verdadera, la auténtica relación sexual, la
orgásmicamente realizada vida sexual con tu esposo hará de ti una mujer diferente, una mujer real, una
mujer más bonita, más relajada, más enérgica, que siente la felicidad de vivir. En nuestra sociedad
secular, una de nuestras últimas convicciones consiste en una especie de sexual misticismo, y el
orgasmo “como debe ser” representa su tangible signo.

Es un hecho médico lo que muchas mujeres afirman: haber experimentado maravillosas


sensaciones sexuales sin llegar al orgasmo, lo mismo que es cierto que muchas mujeres tienen
orgasmos sin experimentar placer sexual, o bienestar. El importante legado de Freud es la noción de
que el “orgasmo vaginal” constituye de alguna misteriosa manera la medida de la feminidad o de la
salud psíquica.

“Una mujer neurótica y de caracterizada dependencia puede ser muy orgásmica –afirma el
doctor Robertiello -. Personalmente, en mis trabajos clínicos he encontrado mujeres, alojadas en las
salas más olvidadas de los hospitales psiquiátricos, que son multiorgásmicas. Hay otras mujeres cuyo
organismo funciona perfectamente, que gozan con la relación sexual, pero que nunca, a lo largo de su
existencia, han experimentado un orgasmo. Cuando decimos que se produce una disminución de la
sexualidad con la pérdida del yo en la simbiosis, no debemos confundir lo sexual con el orgasmo. No
sabemos qué es lo que hace que unas mujeres experimenten orgasmos y otras no. No existen
correlaciones exactas entre el placer sexual y el orgasmo.”

“La causa de que una mujer se incline por lo sexual para evidenciar sus iras –declara Sonya
Friedman -, radica en el hecho de que ésta es la única arma de que dispone. Superficialmente, su
tendencia se inclina hacia la aceptación de la culpa, pero ocultamente, por no poder ser asertiva en otro
aspecto, ella se inhibe en cuanto a lo sexual. En casi todos los problemas maritales que estudio aprecio
una incompatibilidad de este tipo. Los hombres no se hacen cargo de que lo sexual no comienza en el
dormitorio. El cree poder criticar a su esposa, decirle a gritos que como madre o ama de casa deja
mucho que desear, para luego conducirla al dormitorio, pensando que le acogerá de buen grado,
amorosamente. El hombre ha sido capaz de separar el amor de la relación sexual; no es éste el caso de
la mayoría de las mujeres. Para el marido, el matrimonio no es el núcleo central de su vida. Para la
esposa y madre a todas las horas del día, y a veces de la noche, si que lo es…”

Un número significativo de mujeres no se desentienden por completo de sus esposos, pero se


valen de lo sexual como si fuera una operación de trueque… una especie de “caramelo” que el hombre
consigue cuando la esposa desea obtener algo de él, o cuando experimenta un sentimiento de
culpabilidad, o cuando teme que el marido puede dejarla. El castigo que se deriva de convertir la
actividad sexual en un artículo de consumo es que se la reduce a simple chantaje, y el hombre que lo
tolera es, desde luego, un perfecto zoquete. En tales circunstancias, se esfuma del matrimonio el
respeto y, asimismo, cuanto podía haber en él de romántico y de excitante.

La actitud citada no siempre constituye una maniobra fríamente consciente. Puede ser que la
esposa se vea atormentada por repentinos dolores de cabeza, que se sienta fatigada, exhausta, que diga
que los chiquillos pueden oírlos, etc. No importa que al negarse al hombre esté negándose a sí misma.
Está ganando algo preferible a la actividad sexual en su estado de dependencia: los envenenados gozos
del control.

Dice la doctora Friedman: “Cuando una mujer centra su ira sobre sí misma, y se vuelve no
sexual o no orgásmica, está haciendo varias cosas. A un nivel inconsciente, se niega a ceder a él la más
profunda parte de sí misma, quizá la única zona en la cual se considera dueña de un control total.
Muchas mujeres, simplemente, no desean el intercambio sexual con el hombre con que se casaron. He
conocido muchas mujeres que son selectivamente orgásmicas… Igual que algunos hombres son
selectivamente impotentes. Eso no tiene nada que ver con la técnica. Ella está irritada, amargada. No
quiere proporcionarle a él este placer: dejarse ver abandonada a sí misma. No quiere que él vea que
posee este poder sobre ella. Se niega a intensificar su placer. Si una mujer va al matrimonio pensando
que el marido ha de cuidar de ella, lo cual incluye hacerla sexual, plenamente orgásmica, y una persona
realizada, se siente demasiado atemorizada para decirle a él lo que quiere.”

La doctora Friedman continúa: “Cambiar esta forma de pensar, según la cual el hombre es
responsable no solamente de la actividad sexual de ella sino también de su orgasmo, es algo que,
sencillamente, a una mujer le resulta imposible. Obligarse a sí misma a comprender que lo sexual es
por su propio placer, que es una cosa que lleva a cabo activamente para sí, supone un proceso que
obliga al replanteo de la instrucción recibida en la materia.” Preferimos guardar silencio, mostrarnos
enojadas y asexuales.

Es una idea bastante común que el orgasmo se halla íntimamente relacionado con la confianza
que el compañero sexual inspira a la mujer. “Si te sientes irritada, cauta, o recelosa –dice el doctor
Engler -, percibes la necesidad de controlarte. Y has de controlar a tu pareja también. Si te esfuerzas
constantemente por controlarlo todo, no podrás llegar al clímax, ni mostrarte espontánea en lo sexual.
Ni en ninguna otra cosa.”

Existen, desde luego, hombres muy cabales que merecen la máxima confianza. Y, sin
embargo, sus esposas se pasan la vida recelando de ellos. Yo no creo que esto de mostrarse serena y
natural en lo que atañe al sexo sea, simplemente, una cuestión de fe en el hombre, o en su conocimiento
de las tretas eróticas. Coincidiendo con Eric Erikson, opino que la “confianza básica” se aprende
primeramente en la relación con la madre. El padre es inmensamente importante, desde luego, pero a
menos que se genuinamente compartido, en nuestra primera etapa con la madre, transcurren años antes
de que entre en nuestra existencia con algún grado de significación. Uno de los fundamentos de
nuestra actitud hacia el propio cuerpo es la adoptada por la persona que nos cuida, que nos baña, que
nos adiestra en los procesos del aseo. ¿Fue ésta el padre? La confianza es una cosa de principio en lo
sexual. Puede ser alterada, afectada, aumentada o disminuida por lo que ocurra con los hombres. Se
inicia con la madre.

Me contó una vez Leah Schaefer que al negarse su madre a prestarle el dinero que precisaba
para financiar sus estudios de terapeuta, la irritación causada por tal negativa le proporcionó el coraje
necesario para escribir su libro Women and Sex. “Pero a partir del momento en que inicié mis
investigaciones –explica la doctora mencionada -, las relaciones con mi madre fueron mejorando. Fue
preciso quizá que surgiera la irritación para llegar hasta allí, pero el que está se incrementara no fue el
resultado de afrontarlo. Lo opuesto era lo cierto. La relación con mi madre mejoró progresivamente,
hasta el día de su muerte, porque quedé liberada de mis antiguas irritaciones contra ella.”
La niña teme desafiar sexualmente a la madre. La mujer traslada sus inhibiciones a las
experiencias personales con los hombres, pero ahora es él quien falla: no le “da” un orgasmo. Y, no
obstante, la simple lógica nos dice que cada miembro de la pareja es responsable del resultado
solamente en un cincuenta por ciento. Es más fácil echar la culpa al esposo que agitar de nuevo
nuestras soterradas iras contra la madre.

Con todo, de enfrentarse una con las irritaciones de la niñez y expresarlas –aunque únicamente
sea para nosotras mismas -, éstas no reducen a cenizas el amor real existente entre madre e hija. Estoy
empezando a comprender que no puedo hacer nada que ocasione la destrucción de mi madre. Puede
ser sexual, así como libre, diferente de ella en el trabajo y en la vida que he escogido, pero también me
es posible tener una relación con ella. Y será mucho más real que la mítica “Mamá Amada por Todos
los Conceptos” que, inconscientemente, estuve reteniendo.

Siempre experimenté la impresión de que, para conservar el amor de la madre y merecer su


aprobación, una tenía que ser perfecta. Tenía que mostrarle lo que deseaba ver, y no la persona que
había ido desarrollándose en los años pasados lejos de ella. Lo que sé ahora es que este pacto que
había convenido mataba cualquier oportunidad de ser yo misma, tanto si estaba a su lado como si no.
¿Y no estaba yo haciéndole lo mismo a ella?

Somos nosotras quienes nos forjamos nuestros propios fantasmas.


CAPÍTULO 12
UNA MADRE MUERE. NACE UNA
HIJA. SE REPITE EL CICLO
Durante nuestra luna de miel empecé a menstruar con dos semanas de anticipación. Nunca me
había ocurrido una cosa semejante. Lo interpreté como una señal: el misterio del matrimonio me
envolvía en su plenitud. Diez meses más tarde me sentía aterrorizada al pensar en la posibilidad de un
embarazo.

No exagero. Estaba aterrada ante tal perspectiva, como hubiera podido estarlo una chica de
dieciséis años. El matrimonio se me había aparecido una vez como el fin de la aventura. Ahora el
embarazo me amenazaba, tomándolo como el término de la vida misma. Recé, pidiendo estar
equivocada, y lo hice con el fervor de una monja

Fui a ver a un joven doctor norteamericano, que vivía en una de esas bonitas y sombreadas
calles situadas enfrente de Via Veneto. La consulta me dejó aún más confusa de lo que estaba al
observar el desdén que le inspiraba al doctor una mujer casada que no quería tener hijos. Después, me
encontré con Bill en el Café de Paris. Nos sentamos en una de las mesas del interior en lugar de ocupar
nuestro sitio habitual en la terraza, que nos permitía disfrutar contemplando las pasagiata de la tarde.
Bill pidió un coñac para mí. Yo estaba temblando. ¿Qué era lo que nos parecía tan terrible? ¿Por qué
nos comportábamos como dos conspiradores, que se escondieran para huir de las consecuencias de una
acción dudosa? Pensábamos que nuestra actitud tenía mucho que ver con la circunstancia de no
hallarnos en condiciones de poder mantener una familia. Queríamos disponer de más tiempo para
nosotros. Bueno, esto era lo que decíamos. Había una idea que ni él ni yo queríamos traducir en
palabras: no deseábamos ser padres, simplemente.

Sólo después de haber pasado dos o tres años, a contar desde el día de la ceremonia, me tuve
por una mujer realmente casada. “Jugar al matrimonio.” Con estas palabras describiría lo que fue aquel
primer año vivido en nuestro bonito apartamento de Roma. Estábamos representando-actuando en un
país extranjero. ¿Y cómo la mera firma de un documento puede cambiar una vida? Las chicas jóvenes
se imaginan a sí mismas de casadas con mucha anticipación; cuando la realidad llega, se les antoja un
sueño. Necesité algún tiempo para transformarse en esposa, para renunciar a mis fantasías sobre el
resultado del matrimonio. Aquel primer año, aquellos primeros dos años, no llegué a amar a Bill como
lo amaría después. Los niños (lo habíamos decidido Bill y yo) llegarían más tarde. Los dos nos
hallábamos todavía absorbidos por nuestro enlace. Bill estaba iniciando una nueva carrera como
escritor. Éramos jóvenes. No dudábamos de que llegaría un día en que seríamos padres. No ahora.

Varios años más tarde, en el momento en que mi madre y yo nos deslizábamos por una de las
puertas giratorias de Bergdorf Goodman, llegó a mis oídos el final de un breve comentario: “…y en la
revista se afirma que los defectos de nacimiento son más frecuentes entre los hijos de parejas que
apenas hacen uso de la vida marital…” ¿Cómo?
¿Era mi madre quien había pronunciado tales palabras? En el momento de reunirme con ella,
se había abismado en una serie de consideraciones sobre los tonos pálidos de los lápices de labios, en
un intercambio verbal con la dependienta que se ocupaba del mostrador de Estée Lauder. El botiquín
de mi madre está lleno de tubos y frascos de cosméticos, apenas usados, entre los que se encuentran los
matices más suaves. Aún así no suele utilizarlos… Yo no estaba muy segura de querer alargar su
comentario. Ella dio por terminado el tema adquiriendo un par de pinceles para labios, uno para mí y
otro para su colección. Seguidamente se dirigió a la sección de zapatería. Mi madre había evitado
siempre toda conversación sobre el tema de la sexualidad.

“¿Es que no sabéis escribir sobre cualquier otra cosa? –preguntaba, a lo mejor -. ¿Es que
ignoráis que hay otras cosas en la vida?” No se ponía realmente en plan crítico cuando formulaba,
medio turbada y vacilante, tales observaciones, mientras saboreábamos unos martinis. Ella
representaba su papel. Nosotros nos ocupábamos de los nuestros: ser “diferentes”, no ser como los
hijos de nuestros vecinos, no ser yo como mi hermana, quien había dado a luz tres hijos en los cuatro
primeros años de matrimonio.

Siempre me he preguntado qué es lo que le hice abortar a mi madre el día de la visita al


Bergdorf. ¿Andaba barruntando una charla íntima de madre e hija sobre bebés? Creo que no. Había
conseguido representar ya el papel de abuela en toda la amplitud necesaria: mi hermana la llamaba por
teléfono a diario para hablarle de sus hijos, confiada siempre en su consejo y apoyo económico, pero
teniendo que aguantar todas sus críticas. Mi madre estaba convencida de que al proceder así ejercía un
derecho. Mi hermana era ya toda una madre, pero a los ojos de la nuestra no contaba más de trece
años: se maquillaba con exceso, hablaba demasiado de prisa, era exagerada en cuanto al vestir, y debía
dejar de fumar…

No, hasta ahora no he llegado a creer que mi madre tratase de apremiarme para que comenzara
a formar una familia. Al rememorar su historia personal, aquella circunstancia de haber sido
abandonada con dos niñas por criar, cuando contaba sólo veinte años, yo veía confusamente que
intentaba advertirme que existían unos riesgos imprevisibles en el matrimonio, que todas las adorables
fantasías de la maternidad no se hacen automáticamente ciertas al final de los nueve meses, y que a
veces es preciso pagar un precio muy elevado por determinadas cosas. Más que sentirse alejada por las
consideraciones de Bill y mi “preocupación” por lo sexual, ella se calentaba las manos en nuestro
fuego, intentando decirme que si me convertía en madre, la cualidad nuestra que más gozo le producía
podía perderse. Hasta el presente, no creo que ella lamente que Bill y yo decidiéramos no tener hijos.

Hace cuatro años prescindí de la píldora. Vivíamos entonces en Inglaterra. Una de nuestras
amigas iba a dar a luz. Mi médico de Londres –como habían hecho todos los ginecólogos de los
distintos países en que viviéramos – me señalaba el reloj y emitía presagios que me hacían pensar en el
día del Juicio Final: no me estaba haciendo más joven, precisamente. Lo más impresionante es que no
me acuerdo de que Bill y yo nos sentáramos en una sola ocasión uno frente al otro con el fin de discutir
sobre la paternidad. Parecíamos haber llegado a esta encrucijada de nuestras vidas por un camino casi
negativo: puesto que siempre habíamos supuesto que un día tendríamos niños, cuando el momento fue
oportuno –una amiga de mi edad se disponía a recibir a su primer hijo – él se ocupó del asunto.

“Llegamos a una decisión sin formularla –comentaba Bill recientemente -. Ni tú ni yo


estábamos expresando nuestros deseos. O nos habíamos expuesto mutuamente convencionales ideas
sobre empleos, carreras, dinero, dónde y cómo vivir, sobre qué esperábamos del matrimonio. Pero
nuestra decisión era demasiado grande, se hallaba profundamente implantada en nosotros. En nuestra
defensa, hemos de recordar que eso ocurría antes de que surgiera el movimiento de no paternidad. No
obstante, volviendo a esa decisión, he de señalar que tener un hijo significaba una pérdida de confianza
en nosotros mismos. Nos estábamos rindiendo ante unas inconscientes suposiciones en torno a lo que
el mundo parecía pedirnos. Ellos tenían razón. No tener nunca un hijo era una decisión demasiado
trascendente para ser juzgada con nuestros propios valores. En cuanto a mí, me sentía como socavado
en mi negativa al comprender que debía de aparecer extraño, inhumano, no queriendo ser padre. El
desapego a mis verdaderos sentimientos me hacía indeciso y pasivo. No me creía con derecho a
imponerte mi rareza”.

No fue aquella una idea en la que yo me adentrara apasionadamente. Simplemente, asentí,


pero sopesando menos los pros y los contras que cuando había que tomar la decisión de cambiar de país
de residencia. Sin embargo, como mi amiga había experimentado molestias en su estado, yo también
empecé a tomarme la temperatura y a registrarla. Incluso visité un hospital, donde permanecí un día
entero, para que me hicieran un chequeo completo, y asegurarme así de que me hallaba en la forma
idónea. (En lo más recóndito de mi mente permanecían grabados diez años de continuos
interrogatorios: “¿Cómo? ¿No estuvo nunca embarazada? ¿No ha abortado nunca?”, solían inquirir los
ginecólogos, no otorgándome precisamente puntos por tan esmerados cuidados) Me disponía a ser tan
responsable del nacimiento de un hijo como lo había sido de mi renuncia anterior. Una vez enterada de
que mi organismo estaba en perfecto orden, traté de quedarme embarazada.

La desapasionada ausencia de preguntas sobre la decisión todavía me desconcierta. Al igual


que Bill, quizá pensé que no tenía derecho a privarle de la paternidad. Me siento intimidada al pensar
que nosotros, que siempre discutíamos minuciosamente todos los aspectos de nuestra existencia en
común, nos mostrábamos tan silenciosos y pasivos en lo tocante a aquella cuestión. Estar casados,
vivir juntos, movernos por el mundo a nuestra voluntad: todo esto era natural para los dos. Tener un
hijo era algo realmente radical para nosotros, apartado de nuestro estilo, no nacido de nuestra
imaginación. Y, con todo, lo aceptábamos, aunque sabíamos que, si yo llegaba a concebir un hijo,
nuestras vidas cambiarían totalmente, y de una manera dramática. Sin la menor garantía de que el
cambio se produciría para algo mejor.

Me mostraba apasionada sobre un aspecto de la maternidad: había de dar a luz un chico. La


idea de un pequeño Bill de oscuros cabellos y grandes ojos castaños constituía una maravillosa fantasía.
Habiendo crecido sin la sombra de un padre, me dije que ya sabía lo que era vivir con mujeres. Sólo un
chico colmaría mis ansias, notifiqué a Bill mientras nos dirigíamos en nuestro coche a México, con
motivo de un encargo profesional de no muy segura base, que nos permitiría vivir allí durante un año.
Hablábamos de vez en cuando sobre el tema, y yo bromeaba al referirme a mi insistencia en tener un
chico, y me ponía mortalmente seria cuando declaraba que no deseaba una hija. Algo en mí me decía
que nunca, por ejemplo, dejaría que la niña realizara viajes como aquél, hacia lo desconocido. Sería
una madre que tendría más miedo por su hija que por ella misma.

Dos meses después de haber abandonado la píldora, volví a tomarla. Una vez más no se
trataba de una decisión consciente respecto de la maternidad. Nuestro trabajo nos exigía regresar a
Nueva York. Había que aplazar la formación de una familia con tanta rapidez como antes habíamos
acordado lo contrario. Un año después, sustituí la píldora por el diafragma, y hace cosa de un par de
años Bill y yo decidimos definitivamente no tener hijos. En rigor todo provino al decirme un día Bill:
“¿No es ciertamente una buena cosa que no hayamos tenido hijos?”

Hoy repaso mentalmente mi trayectoria de anticonceptivos, miedos causados por la


perspectiva del embarazo, gráficos de temperatura, y me pregunto qué diablos estaban haciendo dos
personas inteligentes al no formularse nunca conscientemente una decisión, sobre uno de los más
importantes pasos de su vida. He dicho que no me sentí realmente casada hasta llegar al segundo o
tercer año de nuestro matrimonio. Actualmente, el actual estilo de mi matrimonio hace que nuestras
relaciones de los primeros seis años me parezcan las de simples conocidos. A veces le digo a Bill que
no puedo imaginarme que podamos seguir juntos tanto tiempo como el que llevamos viviendo así. La
vida que llevamos, el matrimonio que hemos creado, recurriendo al criterio y a la imaginación
cambiarían de haber por en medio un niño. Independientemente de cuanto lo amáramos, por muy
buenos padres que fuéramos, Bill y yo seríamos dos personas diferentes. No sé si eso sería mejor. Me
doy cuenta perfectamente de la clase de esposa que soy, y poseo una idea en cuanto a la clase de madre
que sería.

Aquellas cosas que me gustan más en mí misma no quedan nunca lejos de las que me agradan
menos: la ansiedad, que espero aporte una tensión creativa a mi trabajo; el temor, que me impulsa a
buscar la proximidad de alguien. Hasta el punto de que en los días en que creo en lo que mi esposo
siente por mí, y por mi trabajo, no he hecho más que superar la ansiedad residual que me queda de
haber sido en otro tiempo la “hija de mi madre”. Puedo controlarme ante la llamada telefónica
anónima por la noche, sé dominar mis temores ante la posibilidad de un fracaso o un éxito, estoy por
encima de las opiniones de los vecinos. Ya no me imponen estas cosas porque percibo la distancia que
existe entre mi yo actual y el de otros tiempos. Estoy en condiciones de poder alejar todo eso de mí.
Pero de tener una hija, jamás podría estar segura de que ella pudiera ser tan afortunada. Esa distancia
entre la autonomía y el temor se estrecharía y mi angustia la volvería a ella ansiosa. Para protegerla
limitaría su mundo, y por consiguiente el mío. De este modo, lo que tengo con Bill y mi trabajo
quedaría puesto en tela de juicio. Volvería a ser la hija de mi madre.

Al entrevistar a Helene Deutsch, ésta me habló del instinto maternal. “¿Está usted
diciéndome, doctora Deutsch, que llegará un día en que me arrepentiré de no haber sido madre?”, le
pregunté, incrédula. “Sí –me contestó ella, sin la menor vacilación -. Se arrepentirá usted siempre de
no haber tenido un hijo.” Incluso ahora, unas palabras como éstas me llenan de ansiedad. Parecen
expresar la sabiduría alcanzada por los humanos durante siglos y siglos. Unos segundos después,
vuelvo a mi certeza anterior. Hoy, si una persona me hablara de tales pesares, replicaría que jamás
intentaré pasearme por el espacio como una astronauta, ni ser presidente de los Estados Unidos. Estas
cosas también deben de producirle a una la sensación de que ha logrado realizarse. Pero he aprendido a
prescindir de ellas, a vivir sin tales aspiraciones.

No espero que mi historia sea exactamente igual a la de cualquier otra mujer, pero sospecho
que la mayor parte de nosotras abrigamos unas ideas semejantes. Siempre fantasearé con la imagen del
hijo. Me imagino a Bill hablando con él de los libros que leía de niño, de la mitología nórdica y de The
Water Babies. El hecho de que haya decidido no tener ningún hijo no significa que no sueñe con él,
que no piense cómo hubiera podido ser…

* * *
Comencemos relatando una historia que refleja cómo se modelan los papeles madre-hija.
Peggy está preparando su primera gran comida para agasajar a sus padres, después de la boda:
una magnífica pata de cerdo de Virginia. Al disponerse a trinchar la pieza, el flamante esposo pregunta
a Peggy por qué ha cortado la pata unos centímetros por encima de la canilla, antes de meterla en el
horno. Peggy parece sorprendida. “Mi madre siempre lo hizo así”, exclama.

Todos miran a la madre de Peggy.


“Eso es lo que mi madre hacía también –dice la mujer, algo turbada -. ¿No es acaso una
costumbre general?”

Peggy telefonea a su abuela al día siguiente, preguntándole por qué razón en la familia las
patas de cerdo son cortadas por encima de la canilla antes de meterlas en el horno. “Lo hice siempre
así –responde la anciana -, igual que mi madre.”

Sucede que en esta familia hay mujeres de cuatro generaciones, que todavía viven. Una
llamada telefónica a la bisabuela, y el misterio queda aclarado. En cierta ocasión, cuando con su hija –
la abuela de Peggy-, una chica de corta edad entonces, preparaba una pata de cerdo para hacer un
asado, vieron que la bandeja era pequeña, por cuya razón hubo que cortar la pieza unos centímetros
antes de meterla en el horno.

Cuatro generaciones de mujeres que se amoldaron, sin preguntar por qué, a una circunstancia
válida tiempo atrás, que había dejado de tener validez. Y todo porque estaban convencida de que era
preciso proceder de aquel modo. Lo habían visto hacer a la madre… Se trata de un episodio divertido,
que ilustra sobre la forma en que asimilamos aquellos detalles de la madre que decidimos imitar (por
ejemplo: sus habilidades culinarias…). Ahora bien, junto a ellas incorporamos también algunos
aspectos menos racionales y no examinados, sin que nos demos cuenta de ello.

Aquí es donde empieza uno de los grandes misterios femeninos. Todo el mundo puede ver
que hemos asimilado muchos de los más negativos rasgos de carácter de la madre; pero nosotras no lo
admitimos. Los negamos, y consideramos la imputación como una acusación. Nos irritamos y
volvemos a insistir en nuestra negativa. Y, sin embargo, un día advertimos que nos estamos
comportando con nuestra hija de una manera represiva, tal como actúo nuestra madre con nosotras.
¿Cómo ha podido suceder eso? Nos juramos que nunca había de ocurrir. Hemos de mostrar a nuestra
hija solamente el maravilloso y cálido afecto que encontramos en la madre. En cuanto a lo demás –las
regañinas constantes, las ansiedades, la timidez sexual, la falta general de espíritu aventurero -, bueno,
lo demás nos limitamos a dejarlo de lado. Y, no obstante, generación tras generación de hijas llegan a
ser mujeres llevando consigo la herencia del triste equipaje de la madre, pasando de unas a otras.

¿Por qué se repite el ciclo?


Dice la doctora Schaefer: “En ocasiones, me veo reflejada en un espejo, por unos segundos, y
mi aspecto me desagrada. Es cuando más me parezco a mi madre. Estoy refiriéndome a una enérgica
y especial expresión, la que se dibujaba en su rostro cuando andaba atareada con uno de sus proyectos.
Cuando yo era niña, me mantenía muy pegada a mi madre. La adoraba. Pero aquel gesto decidido, que
sin emplear palabras expresaba “nadie se cruzará en mi camino”, me inspiraba una aversión tremenda.
Últimamente he comprendido que no era ese rasgo el que me hacía reaccionar de aquel modo. Era su
forma de comportarse conmigo al aparecer la conocida expresión en su cara. Quería significar que se
hallaba tan atareada con sus labores asistenciales benéficas que prefería ignorarme.
“No podía reconocer que la odiaba. Tenía que pensar que era aquella expresión lo que me
disgustaba de su persona. En otras palabras: me decía que tal característica no era mi madre. Mi
madre real era aquella otra persona buena, cordial, que siempre disponía de tiempo para mí. Su gesto
claro de decisión constituía una cosa ajena a ella, algo aparte. Había separado la buena madre de la
mala. Me negaba a reconocer el lado malo. Luego, cuando tuve una hija, comprendí que Katie me
odiaba por el mismo motivo que yo había odiado. En la época en que estaba dando fin a mi tesis
doctoral, permanecía encerrada en mi despacho durante semanas enteras. Una noche, Katie me dijo:
“Te odio. He dejado de quererte. Puedes quedarte en tu despacho para siempre.” Sentí dentro de mí
algo terrible. La había ignorado de la misma manera que mi madre me ignoraba a mí. Había dado
lugar a la repetición de aquello que precisamente más me había repugnado.”

En este relato se encuentra el patetismo de la doble atadura paternal. La madre no reñía,


criticaba o imponía restricciones porque fuera cruel. La doctora Schaefer no se encerraba, alejándose
de su hija, porque fuese egoísta. En Leah Schaefer había una necesidad real de redactar su tesis, de
conseguir su título, de completar su formación profesional; tenía que trabajar para ganar el sustento de
su hija y de ella misma. Recordando su desventura de niña, al no poder disponer de su madre, se podía
pensar que se esforzaría por tener más tiempo para su hija. No es así como funciona el inconsciente.
Por el hecho de estar comportándose igual que su madre, obraba de manera apropiada. Para mantener
la atadura con su madre, para evitar la ira hacia aquella madre de su niñez, Leah Schaefer se convirtió
en su propia madre.

¿Por qué razón las hijas repiten en sus vidas muchos aspectos de la madre, incluidos aquellos
que más odian? El doctor Robertiello dice: “Existen dos mecanismos en funcionamiento. La acción
que arranca de la adopción de un modelo es muy consciente, teniendo mucho que ver con aquellas
partes de la “buena” madre que nos gustaban. Por este motivo, no se requiere más que un momento de
introspección para descubrir que la naturalidad con que nuestra madre se conducía con los
desconocidos, y la habilidad que desplegamos como anfitrionas, se hallan conectadas. En algún punto,
la servidumbre al modelo se oscurece con la introyección. Este proceso es más difícil de comprender
por ser sobre todo inconsciente, quedando marcado por una fuerte dosis de ira reprimida orientada
hacia la madre “mala”. Adoptamos sus aspectos negativos a fin de no verlos en ella. Si se nos han
incorporado, no tenemos por qué odiarla, y correr el riesgo de una furiosa réplica. Las malas somos
nosotras. La mitad maligna de la madre ha sido entonces introyectada.”

Ni siquiera una niña abandonada, o enviada a algún punto lejano puede pensar: “Mi madre no
me necesita.” Ha de razonar. “Mi madre me quiere, pero me castiga porque hice esto o aquello mal.
La falta no es suya. Intenta corregirme. Me aleja de ella para que aprenda a ser mejor. Mi madre es
buena. En mí sí que hay maldad.”

Puede aportarse un ejemplo muy corriente cuando, por ejemplo, la madre se niega a dejarnos ir
al cine con unas amigas. Entonces nos resulta odiosa y la separamos de la buena madre que el día
anterior nos compró un bonito vestido. Sin embargo, si una de nuestras amigas dice: “¡No hay derecho!
Tu madre es demasiado severa”, salimos en seguida en defensa de ella: “¡Oh, no! Probablemente me lo
merezco”, contestamos. “Últimamente me he portado muy mal.” No nos gusta que los de fuera
critiquen a nuestros padres, especialmente a la madre. Esto exterioriza a la madre mala, haciendo
surgir la amenaza de la liberación de nuestra contenida cólera, que destruiría la relación. Resulta más
fácil y seguro sentir que somos nosotras las malas, y no ella.
Tal proceso es automático, irreflexivo, inconsciente e inevitable. La niña no puede aceptar la
terrible soledad que causa el odio hacia la madre. La introyección se presenta en casi todas la uniones
no premeditadas que tienen lugar en las profundidades del ser; es una fusión a nivel del bebé, que no
puede soportar la separación de la madre.

En circunstancias de desarrollo ideales, hacia el fin del primer año, la criatura habrá fundido
en una sola persona las imágenes de la buena y la mala madre… Llegará a una conclusión realista: que
la madre es una mezcla de ambas. Es ésta una idea altamente sofisticada, un juicio de tanta dificultad y
madura percepción que incluso los adultos se enfrentan con ella con mucho trabajo. Nos aferramos a
una especie de visión dicotómica de la gente con quien nos hallamos íntimamente implicados,
repitiendo con ellos la dualidad que nunca resolvimos con la madre. Si nos enfadamos con el esposo,
éste se convierte en el mayor bastardo del mundo, y nuestro matrimonio, hasta el presente, nos parece
que ha sido un error. Al día siguiente, cuando él nos trae unas flores, caemos en la cuenta de que es
realmente la persona más agradable de todos los tiempos. Es ésta una infantil manera de ver el mundo,
al estilo de lo que de pequeñas nos gustaba encontrar en las películas. Todos los que llevaban
sombreros blancos eran buenos. Los de los sombreros negros eran malos, sin excepción. Todo
esfuerzo por parte de los guionistas para hacernos ver que existían determinados matices del gris en los
individuos buenos, y que había algunos rostros que podrían ser redimidos entre los malos, terminaba
por sumirnos en la confusión. Solamente cuando somos capaces de alcanzar un mayor nivel de
integración psíquica podemos aceptar la existencia de seres en los que aliente una mezcla del bien y del
mal, sin oscilar hacia los extremos cuando nos decepcionan o nos causan algún daño.

El doctor Bruno Bettelheim, en su libro The Uses of Enchantment, estudia el por qué de la
supervivencia de muchos cuentos de hadas, brujas y terribles dragones –pese incluso a que fueron
transmitiéndose verbalmente al correr de los siglos -, en tanto que la mayor parte de los relatos
infantiles publicados en nuestro época, y aún pretendiendo ser “creativamente saludables”, son pronto
olvidados. A medida que cada generación pasa a la siguiente, por transmisión oral, su versión de lo
que oyó a la anterior, quedan eliminados todos los elementos innecesarios, contingentes o puramente
personales. La “paja” queda barrida. Sólo sobreviven aquellos elementos que tienen un significado
dorado para cada época. Y, en definitiva, manifiesta el doctor Bettelheim, los cuentos de hadas se
convierten en historias universales, que “se comunican en cierta manera con la ineducada mente del
niño… (es a los niños a quienes van dirigidas)… alientan el yo personal y estimulan su desarrollo,
aliviando al mismo tiempo preconscientes e inconscientes presiones.

Uno de los elementos que proporciona a los viejos cuentos de hadas su poder es la frecuencia
con que presentan imágenes de la madre, con la dualidad de buena y mala. La Cenicienta es tratada
brutalmente por la cruel madrastra, pero la bondadosa hada madrina la transforma en princesa. Historia
tras historia, es fácil descubrir esta oposición entre una madrastra perversa, o una hechicera maligna, y
la figura protectora, mágica, que está del lado del niño. Al escribir acerca de cómo la abuela de
Caperucita Roja se convierte de repente en un lobo que se cubre con las ropas de la benévola anciana,
el doctor Bettelheim comenta: “¡Qué necia transformación cuando se contempla objetivamente! ¡Y qué
atemorizadora!... Pero examinada la cuestión pensando en las distintas formas de experimentación
infantil, ¿habrá algo más imponente para el niño que la repentina transformación de su bondadosa
abuela en una figura que amenaza su mismo sentido del yo cuando ella le humilla por una accidental
mojadura de pantalones? Para el niño, la abuela ya no es la persona que era un momento antes; se ha
convertido en un ogro.”
Al crecer, reprimimos la inclinación que la criatura que llevamos dentro siente todavía por la
poderosa madre de la infancia, llegando a una conclusión caracterizada, aparentemente, por su
madurez: “Y bien, hay algunas cosas de mi madre que no me gustan, pero ya sé, ya comprendo por qué
se comportó de ese modo en tal o cual ocasión. Se trata de detalles sin importancia”. La madre “mala”
es ignorada. Sabemos y no sabemos al mismo tiempo que en nuestra madre alientan rasgos que nos
desagradan.

Mientras somos jóvenes, como para continuar viviendo en casa, existe incluso un grado de
tolerancia sobre aquellos aspectos de la madre que pueden clasificarse de irritantes. Podemos
soportarlos porque la ansiedad de la separación no es demasiado grande: estamos las dos viviendo bajo
el mismo techo. Puede ser que odiemos a nuestra madre, que la ataquemos verbalmente, pero ella
sigue en el mismo sitio, esperando. Una hora más tarde, un beso y unas cuantas lágrimas, y la
simbiosis vuelve, tan fuerte como siempre. Aún en el caso de que no nos mostremos afectivas, ella se
encuentra físicamente cerca, a nuestra disposición.

A medida que nos hacemos mayores, y cuando la atadura a la madre es debilitada por la
separación física o psicológica, la introyección se intensifica. Cuando nos trasladamos a un
apartamento de nuestra propiedad, al encontrar un trabajo, al entrar en relación con un amante, al
casarnos y dar a luz un hijo, al cumplir con todos esos ritos importantes de la fase de nuestro
alejamiento, damos un paso hacia delante y luego otro hacia atrás, descubriéndonos a nosotras mismas
haciendo las cosas a su modo. Asemejándonos a la madre superamos nuestras ansiedades producidas
por la separación.

Es algo así como una aproximación simbólica. Exactamente igual que en el caso del niño que
se aparte arrastrándose de mamá y se va a la habitación contigua, pero que vuelve asustado para
comprobar que la madre continúa en el mismo sitio, nosotras, conforme nos apartamos de ella en la
vida adulta, procuramos hacernos con algo suyo. Nuestro viaje es menos atemorizador teniéndola con
nosotras (en nosotras).

En la oficina nos ofrecen un ascenso. Lo hemos merecido, y estamos en condiciones de


cumplir con lo que se nos exige. Pero desde siempre nuestra madre nos ha advertido que a la gente no
le gustan las mujeres agresivas. Decidimos continuar con el cargo que teníamos. “No poseo el menor
espíritu competitivo –decimos-. La idea de progresar no me enloquece precisamente.” Tenemos
amantes, pero nunca nos liberamos de las ansiedades de la madre con respecto a las tretas de los
hombres y a la posibilidad de que nos abandonen. Es desazonante. Casi nos vemos divididas, con una
doble imagen: la mujer que se acuesta con algún que otro hombre y que goza con la actividad sexual, y
la mujer que se despierta por la mañana, preguntándose preocupada: “¿Me volverá a llamar?” Estos
son los temores de la madre. ¿Cuál de esas mujeres somos? Las dos.

El proceso de la introyección continúa aunque no volvamos a ver a nuestra madre, aunque


haya muerto, o esté viviendo en París. No es la madre presente aquella que está siendo “introyectada”,
sino la mala de mucho tiempo atrás, la que odiábamos por “saber” que estaba haciéndonos desdichadas,
cosa que nos resultaba insoportable. Cuando tenemos un arrebato de furia contra alguien, ¿cuántas
veces suele deberse a que lo que está haciendo esa persona nos revela algo que nos desagrada en
nosotras mismas?
Cuando éramos pequeñas y veíamos a mamá gobernando la casa, nos quedábamos admiradas
al observar lo exigente que era con el hombre encargado de las reparaciones domésticas, o con el jefe
de departamento de unos almacenes que había presentado una factura equivocada. Decía siempre lo
que pensaba y lograba que lo que tenía que hacerse se hiciera. Nosotras nos desenvolvemos en tales
terrenos tan bien como ella. Pero también nos acordamos de su pánico cuando nuestro padre conducía
el coche y tomaba una curva de un modo peligroso; recordamos, asimismo, su irritación porque se le
había derramado la leche, y el miedo que sentía cuando, encontrándose sola, percibía algún ruido en la
casa. Sobre todo, nosotras le habíamos introyectado su ansiedad en torno al tema de la actividad
sexual.

El matrimonio es la oportunidad que se nos depara, finalmente, para poder ser sexualmente
todo lo arrojadas que deseamos ser. Sin embargo, en vez de aprovecharla andamos preocupadas con el
mobiliario, con la limpieza, con las visitas de los amigos. Las ropas que utilizábamos de solteras tienen
unas marcadas arrugas y pliegues. Ahora nos amoldamos a los estilos de los suburbios, que no hacen
fruncir el ceño a nadie. La razón de que la relación sexual fuese más fácil de soltera residía en que
nunca habíamos visto a la madre “no casada” y sin hijos. Era éste un papel que nosotras podíamos
crear por nuestra cuenta. Ella estaba lejos –emocionalmente, al menos – y sentíamos la punzada de una
separación temporal. El matrimonio provoca una nueva reunión. De declarar ahora abiertamente
nuestra sexualidad apareceríamos demasiado distintas de lo que había sido ella como esposa.
Tendríamos que descargar nuestro enojo sobre esa decepcionante madre que odiaba el placer sexual
que nosotras anhelábamos desde la infancia, al que nos hizo renunciar para que no perdiéramos su
amor.

Cuando nosotras mismas somos madres, la introyección se acelera aún más. Al tener a nuestra
pequeña en brazos, recordamos a la madre, nos sentimos fundidas con ella, formando una sola persona,
como en ningún momento anterior. Como el sexo fue siempre una fuerza poderosa que tiende a la
individuación, no es sorprendente que lo sexual sea una de las primeras cosas que desaparezcan.

Para complacer a la madre renunciamos al derecho que teníamos sobre nuestros cuerpos y a la
satisfacción erótica cuando éramos pequeñas. Ahora, cuando nuestra hija se toca sus órganos genitales,
no nos limitamos a fruncir el ceño. Hacemos lo que hizo la madre años atrás: apartamos su mano de
allí. Nos convertimos en custodios de niñas, en matronas, “que no se pasan la vida pensando en lo
sexual”. La madre solía mostrarse contraria. Y nosotras estamos cansadas de batallar. Pensando en
nuestra hija, y en nosotras mismas, nos unimos a aquélla. Se ha salvado la continuidad.

De solteras, los gozos de la sexualidad eran nuestra recompensa y nuestro esfuerzo. Permitir
la misma autonomía a nuestra hija es demasiado expuesto. Carecemos de ese modelo de madre que
estimula la sexualidad de la hija. Para asegurarnos de que nuestra niña no vaya a concebir ideas
extravagantes, le presentamos la que creemos conveniente: una imagen asexual de nosotras mismas.
Nada debe suscitar prohibidos pensamientos en nuestra hija. Al cabo de poco tiempo, nuestra mente
tampoco alumbra ninguno.

La mayor parte de las mujeres con las que me he entrevistado saben que después de la
maternidad perdieron caracteres sexuales, pero no pueden decir por qué. Estaban demasiado fatigadas,
habían de mantenerse concentradas, atentas por si lloraba la niña, etc. Son buenas razones, pero no
resultan convincentes. Cuando se desea algo ardientemente, se establecen las prioridades, a fin de
alcanzar la meta propuesta. La psicóloga infantil Helen Prentiss estudia la cuestión subjetiva y
objetivamente:

“Antes de nacer mi hija, me había sentido en todo momento muy orgullosa de mi unión sexual
con mi esposo. Por encima de otras cosas, advertía que ésta me distinguía del tipo de mujer que era mi
madre. Pero cuando quedé embarazada, empecé a perder este contacto con él, abrigando la impresión
de que siempre había mantenido una posición opuesta. Sabía que a Jack le atraía mi físico, pero que
aquél en que pensaba era el de antes, el esbelto. ¿Cómo iba a sentirse apasionado con la gruesa dama
en que me había convertido? Si me abrazaba, si trataba de besarme, me apartaba buscando cualquier
excusa. Tal expansión se me antojaba inoportuna, sexual, y yo era casi una madre. Además,
contemplaba una nueva imagen de mi persona: me veía transformada en una de esas madres que se
encuentran en las páginas de las revistas, una madre cordial, afectiva, limpia, entregada por entero a su
misión. ¡Las mujeres así carecen de sexo! Son, simplemente, buenas madres, y yo me disponía a ser
una de ellas.

“Mi propia madre, moviéndose constantemente a mi alrededor, fue intensificando tal idea. Se
dejaba ver a diario por casa, con ropitas para el crío, cuando no me ayudaba a arreglar el cuarto que
íbamos a destinar al pequeño. Me tranquilizaba mucho su proximidad, porque lo cierto era que me
sentía asustada. Por entonces daba unos cursos sobre psicología infantil, pero aquello de que un niño
fuera a depender directamente de mí se me antojaba una atemorizadora responsabilidad.

Mi madre había sabido alejarse de nosotros lo suficiente para no conocer la intensidad del lazo
sexual que nos unía a Jack y a mí. Ahora maniobró en sentido contrario, dando lugar a un
acercamiento que le permitiera enterarse de todo lo concerniente a mi embarazo. De repente, dio la
impresión de hallarse en poder de todas las respuestas, justamente como si no hubiese poseído ninguna
antes de quedar yo embarazada. Me habló de sus embarazos. ¡Incluso admitió haber tenido sus dudas
en lo tocante a considerarse una buena madre!

“A medida que mi madre y yo nos aproximábamos, mi lazo físico con Jack fue perdiendo
fuerza. Fue como si mi acercamiento a mi madre representara algo incompatible con mi unión con él.
La relación sexual se convirtió en una actividad estúpida o frívola, quizá un tanto vergonzosa, y esto
era lo importante. Las largas horas pasadas anteriormente en el lecho, las mañanas y las noches que
Jack y yo habíamos dedicado a explorarnos mutuamente, aislados por completo del mundo, componían,
a mi juicio, un período de tiempo egoísta y diabólico. Aquello era más bien propio de mozalbetes. Así
que por haber entrado en la maternidad sin una clara afirmación de mí misma, sin el establecimiento de
unas prioridades en mi vida, y con mi esposo, de un modo automático me transformé en esa imagen de
mi madre. Inconscientemente, sin la menor vacilación, renuncié a una de las cosas más importantes de
mi vida y de la vida de mi marido: nuestro lazo sexual.

“Fue como si me hubieran programado desde el nacimiento. Me alié con mi madre en este
femenino misterio, dejando a Jack fuera. Le teníamos por una especie de Dagwood Bumstead, que
quizá había sido necesario para que todo aquello se iniciara; ahora le había llegado el momento, sin
embargo, de apartarse para permitir que nosotras, las mujeres, nos enfrentáramos con las realidades de
la vida. Era como si lo que estaba trazando con mi madre ¡estuviese dirigido contra él!”

La doctora Prentiss continúa diciendo que aunque ella sabía –teóricamente, intelectualmente,
deduciéndolo de todo lo que había leído, de las mismas lecciones impartidas –que durante los primeros
meses de la vida del bebé es necesario para una madre mantenerse en simbiosis completa con éste, no
debe consentirse que tal unión interfiera la existente entre los esposos. “Tras el nacimiento del hijo, está
prohibido hacer uso del matrimonio por espacio de seis semanas. Bueno, pues en mi caso las seis
semanas se transformaron en diez. “Me mantenía en todo momento atenta al posible llanto de la
criatura, y si a Jack se le ocurría tocarme, yo, arrogándome el papel de Super Madre, exclamaba: “Jack,
por favor!” en un tono de voz que delataba mi indignación, como si acabara de tocar un objeto sagrado.

“Sabía que sin una conexión con nuestra identidad adulta, se permanece ligada
simbióticamente al hijo mucho después de haber transcurrido el lapso en que se debe estimular el
proceso de separación de la criatura. El sexo es la llamada del mundo adulto, que nos recuerda quienes
somos. Nos recuerda que podemos ser madres, pero también que somos mujeres, esposas. Tal
conocimiento fue implantado en mí muy profundamente; sin embargo, algo más profundo, más
inconsciente, latía en mí. El sexo ha sido siempre una de las mayores fuerzas que han actuado sobre mi
persona para lanzarme al mundo, para dejar el hogar y adquirir mi individualidad. Quería a mi madre,
pero aspiraba a una vida más amplia. Cuando entré en contracto con Jack, mi relación sexual con él
constituyó la definición final que me separaba, a mi juicio, de la imagen de mi madre. Yo era otra
clase de mujer; esto era, al menos, lo que me figuraba. Al tener en mis brazos aquella criatura quedó
todo alterado. Nunca se me ocurrió pensar que a Jack podía gustarle participar en la tarea de cuidar de
Sally en el curso de aquellos primeros meses. Y puesto que, al parecer, yo no tenía ninguna confianza
en él, mi marido perdió la que hubiera podido tener en sí mismo. Entonces dejó de colaborar. En
consecuencia, allí estaba yo, convertida en uno de los casos expuestos en mis propios libros:
¡simbióticamente ligada a mi bebé, unida de nuevo a mi madre, tras haber excluido a mi esposo de
“nuestra” (mía, de la criatura y de mi madre) existencia!

“Muchas fueron las emociones que me suscitó lo que tuve con mi bebé. Y mi libido, si
convenimos en utilizar esta clase de conceptos, se hallaba intensamente orientada hacia él. Toda mi
energía libidinal estaba en juego. Mi cuerpo no era ya el de otro tiempo; la narcisista visión de mí
misma había perdido vigor. No me sentía una mujer sexual. Veo ahora que todas mis antiguas ideas –
todas las antiguas ideas de mi madre –habían vuelto: lo sexual era una suciedad, un egoísmo. Era anti-
materno.

“Si no pensáis en lo sexual durante esos primeros meses, cuando os halláis tan enfrascadas con
vuestro bebé, os despertaréis seis años más tarde viéndoos no como una mujer, sino como una madre.
Ser sexual y ser persona con un fuerte sentido de la propia identidad son ideas que van muy ligadas.
Las mujeres no logran centrarse en esto lo suficiente. Es bastante difícil ser personas sexuales antes de
convertirnos en madres. El mundo exterior puede vernos como mujeres sexuales, pero íntimamente no
estamos conformes. Resulta fácil –y peligroso- volver a ser una “agradable dama”, una madre.
Vuestra concentración en la unión con vuestro bebé en los comienzos de su existencia es una cosa
saludable y necesaria. Después de esto viene la renuncia a los problemas, gozos y placeres de una vida
adulta propia.”

Trátese de una renuncia o no, eso es lo que la mayor parte de las mujeres hacen. “Delante de
los niños, no.” Estas palabras suenan como un título de comedia musical, pero constituye, con todo, un
hecho de la vida marital. Nos sometemos alegremente a ese sacrificio porque es “por el bien de nuestra
criatura”. Es una idea discutible. La frustración y la ira quedan tras el telón que hemos interpuesto
entre nosotras y nuestra sexualidad.
Si tenemos que sacrificar tanto por su bien, perfectamente… Ojalá que sea de gran utilidad.
Estamos decididas a no ser tan exigentes como nuestra madre, pero imponemos a nuestra hija unas
normas de conducta más estrictas que las destinadas al hijo. Tras el último arranque de mal genio de la
chica, nos sentamos, dominándonos. ¡Nunca más! ¡Y qué atemorizador nos parecía todo cuando de
pequeñas nos enfrentábamos con la perspectiva de ver a nuestra madre furiosa! Y empezamos una vez
más con la mejor de las intenciones: intentamos ser calmosas, frías, amables; nos esforzamos por hacer
las cosas al estilo de aquélla. Pero incluso representando este papel, surge una cólera interior que
sabotea las mejores intenciones. No es posible ser esa “perfecta” madre sin comparar el camino ideal
que nos proponemos seguir, con la forma restrictiva de comportarse que tiene la madre. Captar esta
comparación con demasiada claridad traería como consecuencia un arrebato de orientación: se vuelve
contra nosotras mismas, contra nuestro esposo, contra las injusticias del mundo en general. Parte de
ella, inevitablemente, se derrama sobre la hija.

¿Por qué ha de gozar ella de un trato correcto cuando nosotras lo pasamos tan mal? Una parte
de nuestra ira se subvierte y se experimenta como una especie de perdón. Dice la doctora Mio
Fredland: “Cuando las mujeres tienen hijos, comienzan a sentirse más identificadas con su madre.
Liquidan antiguas discusiones. Se dan cuenta de lo que fue su vida. Disculpan arranques coléricos del
pasado, estrechándose los lazos de cariño y aumentando la proximidad. Especialmente cuando hay por
en medio una hija. Existe una comunicación directa y extraña entre la madre, la hija y la nieta. Mi
madre me confesó en una ocasión que si bien ama a los hijos de mi hermano, éstos no le inspiran los
mismos sentimientos que mi pequeña. No provienen del útero de la criatura que llevó en su propio
útero. Mi madre mira hacia el futuro, pensando en la criatura que en su día dará a luz mi hija, y ve
asegurada en ésta su inmortalidad. Tal idea hace de ella otra mujer, la transforma, la rejuvenece.”

“Una razón principal –dice el doctor Sirgay Sanger – que explica por qué la ira que la madre
inspira en la hija se reduce tras haber dado ésta a luz, hay que verla en que la imagen de la buena madre
puede ahora ser evidenciada en la vida real. La imagen negativa e interna puede ser reprimida, y se
observa la existencia de una nueva capacidad: la de amar al nuevo ser con una pura, absoluta, total
entrega. He aquí la madre que una deseaba tener y ser. Corrientemente, tras el alumbramiento, las
mujeres irradian una contagiosa euforia. La familia, el esposo, los amigos, quedan como inmersos en
una atmósfera de cordialidad. Esto es también necesario biológicamente para los primeros pasos de la
vida del bebé y su posterior desarrollo. La depresión del postparto, en algunos aspectos, no es una
depresión corriente. Supone una limitación de la euforia. Ha quedado señalada claramente la
sensación de la mujer de que ahí está su oportunidad de mejorar y solidificar su impresión de ser una
persona digna y productiva ha quedado puntualizada. Su deseo –“Quiero ser una buena madre para mi
hija” –explica por qué algunas mujeres que nunca se habían mostrado firmes pueden ahora decir “no”
en nombre de su hija. El deseo para una madre perfecta ha transformado en la aspiración a ser la
perfección misma.

Lo habréis oído uno y otra vez: “Cuando fui madre empecé a comprender todo cuanto tuvo
que pasar la mía. Ya no me enfado con ella nunca.” ¡Magnífico! A menos que tal absolución vaya
más allá del saludable reconocimiento de los reales problemas de la maternidad, convirtiéndose en un
reforzamiento de la simbiosis original. ¿Significa esta “comprensión” identificarse con todas aquellas
cosas que odiamos en otro tiempo en la madre? ¿Nos autoriza este acercamiento a actuar como ella lo
hizo, para superproteger a nuestra hija y de esta manera limitar su separación? ¿Se ha encendido de
nuevo la luz verde para que otra vez hagan acto de presencia, sobre una nueva generación, las antiguas
ansiedades, las reprimendas, las represiones e inhibiciones sexuales?
Cuando damos a luz una hija, pensamos que seremos capaces de renunciar a la vieja necesidad
simbiótica de la madre (puede dársele otro nombre, el que queráis), hallando una nueva seguridad con
nuestra pequeña. En vez de precisar de alguien que cuide de nosotras, nos sentiremos felizmente
realizadas cuidando nosotras de alguien. Este es un tipo de idea distorsionada en la separación: por
estar atada a mi pequeña, dependeré menos de mi madre en cuanto a unión y fortaleza.

Nadie ha de sorprenderse de que la nueva madre necesite de su propio reforzamiento como


tal. Con esto no quiero aludir a la necesidad de ayuda física y de consejo práctico, más que al ansia de
una reconciliación emocional, de una atadura con la suya. Ahora, más que en cualquier otra ocasión en
nuestra vida, al sentir en nuestros brazos el desvalido ser, no podemos hacer frente a las viejas iras
contra la madre. Irónicamente, nuestra misma madre se está dulcificando, aproximándose más a la que
nos hubiera gustado que fuera. Pero esto no ocurre por nosotras, sino por nuestra hija.

Dice la psicóloga Liz Hauser: “Mi madre era muy cariñosa y paciente con mi hija Liza, hasta
el extremo de que se hubiera pasado horas enteras jugando a las cartas con ella para complacerla. De
niña, concebí la idea de que una debía estar en todo momento haciendo algo productivo. En
consecuencia, me faltaba paciencia para jugar a cartas. Ella no reprendía a Liza como me había
reprendido a mí porque entre las dos existía suficiente separación. He aquí por qué es mucho más fácil
ser abuela. La pegajosa simbiosis nunca se da, por cuyo motivo no hay aportación de ansiedad y temor
a la relación, ni la necesidad de aferrarse a ella… En cuanto a mí, diré que, con frecuencia, tras haber
oído contar a una paciente que sentía un terrible furor siempre que su madre la reñía, nada más entrar
en casa la emprendía con Liza, haciéndole toda clase de recriminaciones. “¡Fíjate cómo está tu
habitación!” Es muy difícil recordar que has de conducirte con tu hija de una manera diferente a como
lo hizo tu madre contigo.”

Antes de llegar a la maternidad, intentábamos encontrar en los hombres y en otras mujeres lo


que echábamos de menos en nuestra madre. Puede ser que nuestro esposo no nos ayudara en la
búsquedas de una perfecta, de una bienaventurada unión. (¿Cómo podía ocurrir lo contrario?) Al ser
madre se acaba la búsqueda. Ya no volveremos a estar sola jamás. Encontraremos en el lazo con
nuestro bebé una identidad que podremos reconocer, y toda la emoción que necesitamos.

Dice la poetisa Anne Sexton, en The Double Image:

Yo, que nunca estuve segura


de ser una chica, necesitaba otra vida,
otra imagen que me lo recordara.
Y ésta fue mi culpa más grave;
tú no podías curarme
ni darme consuelo.
E hice que me encontraras.

“Como nueva madre –explica Liz Hauser -, parte de lo que buscas en esta celestial confusión
de dependencia y proximidad entre tú y tu hija es el deseo de que cuiden de ti. Si no disfrutase
suficientemente de pequeña con la madre, ha llegado tu oportunidad. Es como si quisieras dar la niña
una compensación por lo que tú no lograste. Así pues, en una forma borrosa y simbiótica, consigues
experimentar la sensación de disponer de una estrecha atadura y de un amor infinito. Pero no eres tú
quien va a sentirse cuidada, atendida. Será la niña quien se lo lleve todo. Ser madre supone una
inmensa satisfacción, pero no es esto lo que necesitabas. Tú no eres la criatura en esta relación. Tú
eres la madre. Este es el problema de la simbiosis: existen unos límites indefinidos. Ignoras dónde
acabas tú y dónde empieza tu hija. Por último, te sientes colérica porque tu pequeña no satisface tus
necesidades.”

Puede ser que la doctora Hauser esté empleando términos de teoría psicológica, pero no hay
duda de que sus palabras provienen de muy adentro de su ser. Es madre de una hija. Todas las mujeres
mencionadas en este capítulo son, a la vez, madres y profesionales, formadas para controlar problemas
simbióticos. Y, sin embargo, tampoco ellas pudieron evitar la no separación cuando tuvieron hijas. La
manera casi hipnótica con que la simbiosis se apoderó de ellas es una advertencia, algo que anuncia
cuán ilusoria puede llegar a ser cierta baladronada: “Estoy educando a mi hija de una manera
totalmente distinta a como lo hizo mi madre conmigo.”

La doctora Hauser continúa así: “Pensar que tu hija será para ti una compensación con
respecto a lo que echaste de menos de pequeña, equivale a pasearse por las inmediaciones de una
panadería aspirando el perfumado olor de las hogazas cuando se siente hambre. No resulta
satisfactorio, pero es irresistible: al menos estás haciendo de madre, moviéndote por los alrededores.
Desde luego, al final de esta hambre insatisfecha nacen las terribles iras que las madres sienten. Los
hijos son “egoístas” y “desagradecidos”. Las iras en cuestión son peores que otras porque aquellos a
quienes van dirigidas se mantienen en contra de ellas, se defienden, no las admiten. Pero si os detenéis
a pensar en ello, veréis que la madre que arremete furiosa contra su hija, porque ésta no le da lo
necesario, no es suficientemente agradecida… ha invertido las tornas. Es igual que si la madre fuese el
bebé, dirigiéndose a gritos a su madre, en demanda de amor. Tiene veinte, treinta, cuarenta años, y
todavía desea furiosamente aquel avasallador y desbordante amor que las criaturas pequeñas necesitan.

“Cuando estudiaba psicología –sigue explicando la misma doctora -, una de las primeras cosas
que oí decir es esto: “Desde luego, ella es hostil. Depende de los demás y los que dependen de los
demás son siempre hostiles.” Tal idea me quedó muy grabada en la mente. Es simple, pero explica
toda la dinámica del hecho Si esa dependencia es completa, estarás esperando siempre que alguien te
dé una limosna…, aunque se trate de un mundo bebé. Esperas que te dé un residuo de amor, y en tal
sentido dependes de la criatura.

“Yo he cometido esos errores, he experimentado también esas iras. Quiero a Liza y tengo una
agradabilísima sensación cuando la hago feliz con cualquier motivo. Pero a veces es como si mediara
una petición sin límites. Esto es natural en cuanto a la criatura. Ahora bien, desde el punto de vista de
la madre, la pequeña puede dejarse contemplar como un pozo sin fondo. No puedes satisfacerla.
Deseas que se inmovilice y que sea feliz con lo que ya ha conseguido. Crece tu cólera. Lo recuerdo
todo muy vívidamente. Recuerdo que las palabras dirigidas a Liza las oí antes de labios de mi madre:
“Ya has tenido eso; hemos logrado eso las dos juntas; debieras agradecer lo que posees, y no continuar
pidiendo más y más…” He aquí por qué las mujeres debieran estar bien impuestas del proceso de la
separación antes de adoptar la decisión de ser madres. Debieran imponerse ciertas comprobaciones a sí
mismas tras el nacimiento del bebé. Por ejemplo: cuando te enfades terriblemente con una criatura que
ha estado llorando, que sigue llorando, pregúntate si la intensidad de tu ira en ese momento no se deriva
de tus personales frustraciones, del hecho de que el bebé esté haciendo de ti una desdichada cuando lo
que tú pretendes es que la pequeña te haga feliz. ¿Qué es lo que has conseguido gracias a todos esos
sentimientos de proximidad, de seguridad, de amor maternal con que habías estado soñando?”
Se cuenta en una historia, cuya paternidad se atribuye a Freud, que un águila se vio obligada a
trasladar a sus tres retoños a un lugar seguro, con motivo de haberse producido una inundación. El
agua cubrió una gran extensión de tierra, y los aguiluchos no estaban todavía en condiciones de cubrir
volando la distancia precisa para eludir el peligro. La madre asió con sus garras al primer aguilucho y
remontó el vuelo. “Siempre te agradeceré esto, madre”, dijo aquél. “Embustero”, respondió la madre.
Y lo dejó caer sobre las aguas. Con el segundo aguilucho ocurrió lo mismo. Cuando la madre asió al
tercero y se dispuso a volar hacia la seguridad, el pequeño dijo: “Espero ser con mis hijos tan buen
padre como lo habéis sido vosotros conmigo.” La madre salvó a este aguilucho.

La deuda de gratitud que debemos a nuestra madre y a nuestro padre se proyecta hacia delante
y no hacia atrás. Lo que debemos a nuestros padres es la cuenta que nos presentan nuestros hijos.
Tener una hija constituye una de las agradables realizaciones de la vida, pero esperar que nos procure
una recompensa en el tiempo, lugar o modo de nuestra elección es distorsionar la naturaleza de la
relación madre-hija.

En el curso de períodos dilatados, el proceso de la evolución elimina todo rasgo no


fundamental para la supervivencia de la raza. Contrariamente, todo aquello de lo que depende la raza,
en lo que ésta se apoya, no puede ser confiado al capricho, la moda o la casualidad: ha de ser acarreado
por los genes. Considero que las recompensas de la maternidad son biológicamente imbuidas, pero el
grado de satisfacción puede variar de acuerdo con las circunstancias. A la nueva madre, que siente y ve
cómo su pequeño toma el alimento de su pecho, no es necesario decirle que es feliz. Una madre de los
suburbios pobres, con nueve hijos, que un día descubre que está otra vez embarazada, es posible que
piense de otro modo. La biología y la anatomía avanzan, queramos o no. La madre soltera puede
decidir la cesión de su bebé para que sea adoptado por otras personas. Al nacer la criatura, se siente de
pronto presa de la mayor emoción. Desea retener para sí al pequeño. Está convencida de que su
decisión es atinada. ¿Es real su convencimiento? No hay una respuesta “correcta”. De lo que quiero
hablar yo aquí es de la elección individual. La maternidad proporciona sensaciones de grandeza, de
valor personal, funcionales y placenteras. Hay una pregunta que están comenzando a formularse las
mujeres: “¿Existe alguna otra cosa que prefiera hacer con mi vida, algo que fuese más satisfactorio?”
En una reciente encuesta pública, tres de cada cuatro personas consultadas –lo mismo hombres que
mujeres- declararon que les parecía normal que las mujeres no tuvieran hijos. Mi impresión es que esto
refleja nuestras cambiantes actitudes, no necesariamente nuestros más profundos sentimientos: eso es
normal para otra gente, no para mí. Pero si la mayor parte de las mujeres no piensan en el matrimonio
sin hijos como una opción permisible, ¿puede decirse que escogen ser madres?

Dice la doctora Prentiss: “Por mi propia historia se podría deducir que tomé una decisión
consciente acerca de la maternidad; pero esto no fue más que una ilusión. De niña, siempre sentía que
experimentaba solamente las emociones “oficiales” de mi madre, las que ella creía que serían buenas
para mí, y no sus emociones reales. Y de esta manera aprendí a enseñarle sólo lo que deseaba ver, la
hija en mí, no toda la persona. Tal actitud era afectiva, pero no honesta. Eso es lo que quería
compensar con mis hijos. Especialmente con una niña, porque me creía capaz de comprender sus
sentimientos. Pero no permitáis que os desoriente. Todo parece indicar que estaba decidiendo tener un
bebé por esta o aquella razón. La verdad es que nunca lo decidí en absoluto. Jamás, conscientemente,
sentí que se me diera la oportunidad de elegir. Siempre supuse que acabaría casándome y que tendría
un hijo. Esto formaba parte de la secuencia ya fijada para mí. Sabía, simplemente, que sería madre.
Todas las mujeres vivían la experiencia. Este tipo de automática asignación de un papel nos ha
ocasionado, a mi hija y a mí, muchas perturbaciones.”

Tener un hijo es algo que se espera tanto de nosotras, es algo tan programado en nuestro
desarrollo, que nos adentramos como a la deriva en lo que quizá representa el acto más importante de
nuestra vida. Nuestras razones para convertirnos en madres –aunque son difíciles de consignar –son la
primera pista para determinar si deseamos mantener nuestra identidad y permitir que nuestra hija
evolucione y se transforme en una persona individual y separada de nosotras.

La manera cómo una mujer se relaciona con su hija es una de las características de su
desarrollo normal… o interrumpido. Si esta última se ha relacionado simbióticamente con su madre, y
hace lo mismo con su esposo, no puede afirmarse que haya crecido. Ha habido un cambio,
sencillamente, en el reparto de caracteres. Oportunamente, la mujer puede independizarse algo más del
marido, pero al nacer la hija, la simbiótica desviación se dirige hacia ésta. “Va de la madre al padre, y
de éste a la hija –dice el doctor Robertiello- pero la edad emocional de la mujer, su etapa de desarrollo,
permanece invariable. No registra ningún avance. El esposo ha sido únicamente una etapa intermedia
entre la antigua simbiosis con la madre y la nueva con la hija. La mujer, como individuo independiente
en su propio derecho, nunca llegó a emerger del todo.”

Todos –hombres o mujeres – ponen empeño en preservar la idea de la identidad única. “¡Yo
soy yo!” Pocas cosas amenazan esta noción de autonomía tanto como que nos digan que somos como
nuestra madre.

Anoche, en una cena, alguien me preguntó en qué estaba trabajando. “En un libro sobre las
relaciones madre-hija” Instantáneamente, las cuatro mujeres presentes fijaron sus ojos en mí. “¿De
qué aspecto de tal relación se ocupa ahora?”, me preguntó una de ellas. “Analizo la forma de volvernos
como nuestras madres”, contesté. En los cuatro pares de ojos cargados de rímel se desvaneció el brillo
anterior. “¡Oh, no! Yo no soy como mi madre. Fue mi padre… mi abuela… quien influyó más en mi.”

Una negativa. Una negativa bien clara ciertamente de que la mujer con quien vivimos tan
íntimamente en otro tiempo –que nos enseñó a hablar, a comer, a andar, a vestirnos; la mujer de cuya
sonrisa vivíamos – hubiera ejercido alguna influencia determinante sobre nosotras. Dos de las cuatro
mujeres declararon que amaban a sus madres, pero insistieron en que habían sido influenciadas
fuertemente por otras personas. Tuve la impresión de que acaba de ser negado ante mí que dos y dos
fuesen cuatro.

Desde luego, otras personas –el padre, la tía, o una hermana mayor – podían ser decididamente
importantes, pero ¿por qué negar con tanta vehemencia que el papel de la madre era igualmente
trascendente? ¿Por qué aferrarnos a esas otras figuras como prueba de nuestra singularidad? Dice el
doctor Robertiello: “Parece propio de una mayor madurez y también más autoafirmativo decir que tú
eres como tu tía o tu abuela, con las cuales no tienes esas dependencias estrechas y recordadas a
medias. Decir que eres como tu padre es lo mejor de todo. Implica decisión. A fin de cuentas, él es un
hombre. Esto indica que eres sexual, en tanto que ser como mamá revela todo lo contrario, y equivale a
colgarte el marbete de la no sexualidad. Declararte como tu padre habla de una posibilidad de elección.
Ser como la madre parece algo automático y pasivo. Ser como el padre comporta cierta fortaleza de
carácter. Tú has cruzado la línea sexual; has crecido lo suficiente para poder moverte con facilidad en
un mundo de hombres. ¡Eres una mujer completa y de todo te encargaste tú, no debiéndole nada a
nadie!”

El corte de la atadura simbiótica entre la madre y la hija puede ser favorecido por la
identificación con el padre o una tía, pero se inicia mejor mediante un esfuerzo de absoluta honestidad,
introspección y memoria. Tenemos que ver quién era la madre, y quiénes éramos nosotras. ¿Cómo era
realmente nuestra madre cuando éramos pequeñas? ¿Se mantenía distanciada, no nos prestaba
atención? ¿O adoptaba un aire super-protector, ocupándose de todo, lo que hacía que sin ella nos
asustara la vida? ¿Hemos sido capaces de enfrentarnos con la madre buena y la mala, de apreciar lo
que amamos y lo que odiamos, y por último, fusionarlo, sin apariencias de sentimentalismo?

Si la causa de que desees tener una hija es el propósito de proveerte de una identidad, revivir
nuevamente la infancia por el camino que hubiera debido seguir, mantener la solidez del matrimonio,
vivir a través de alguien, o cualquier otro fin (habrá media docena de razones más de escaso
fundamento), el proceso de la separación será muy arduo. La hija no puede apartarse porque está
haciendo algo por ti. Si se va y sigue los dictados de su personalidad, tú pierdes tu identidad, tu
función, la oportunidad de vivir de nuevo la vida.

Tomar la decisión consciente en lo referente a la maternidad es uno de los actos más


liberadores que pueden hacerse por nosotras y por el hijo no concebido. Incluso en el caso de que
deseemos ser madres por razones nada realistas, sólo por saber qué es esto, hemos de considerarnos
más separadas que otra persona que no toma decisiones de ningún género, que pasivamente pasa de la
adolescencia a la madurez, para casarse más tarde y automáticamente dar a luz. Esta clase de reflexión
secuencial –o no reflexión – revela que carecemos de sentimientos propios reales. Se ha demostrado
hasta la saciedad que la mujer que dice: “Quiero tener un hijo porque así retendré a mi marido”, actúa
impulsada por razones erróneas, causantes de auto-derrotas; pero aún con tal actitud supera a aquella
que da a luz porque esto es lo que hacen las mujeres. Acertada o equivocadamente, la primera mujer ha
decidido algo, ha desplegado actividad, ha aceptado la responsabilidad que implica quedar embarazada.

Al decidir que vamos a tener un hijo, sabiendo por qué, nos evadimos de la impresión de que
fueron “ellos” los que nos indujeron ello. Si la maternidad es decepcionante, si la tarea de traer al
mundo un bebé es más dura de lo que nos habíamos figurado, al recordar que la idea partió de nosotras
amortiguará nuestra inclinación a hacer que nuestro hijo se sienta responsable de estar vivo.

Para conseguir que sea cambiado al inexorable esquema de la repetición entre madre e hija,
hay que enfrentarse con todos los aspectos denegados de nuestras madres, y de nosotras mismas.
Tenemos derecho a confesar por fin los arrebatos de furia que sentimos cuando contábamos cinco años,
al ver que ella nos descuidaba. Pero ella también tiene derecho, ahora que contamos veinticinco, a que
se le permita que sea algo menos que perfecta. Esto de ver a la madre con claridad, de verla en
conjunto, una mezcla de lo bueno y de lo malo, supone un enorme paso hacia la separación. Aún
mejor, nos ayuda a cortar nuestras ligaduras con ella tan radicalmente, que acabamos por deshacernos
de todo lo bueno que figura en su legado, pero también de aquella parte que no nos agrada.

Hay dos momentos en la vida de las mujeres en que se acelera el impulso inconsciente de
convertirnos en la madre que nos desagrada. El primero de esos instantes es cuando somos madres. El
segundo es cuando la madre muere.
Incluso más allá de la tumba, en la madre persiste la conocida dualidad. La persona que murió
era buena. La persona mala continúa viviendo en nosotras, unas hijas perversas que no la apreciamos
como era debido cuando vivía. Constituye un asunto muy complejo este fantasmal monumento que
elevamos a nuestras madres dentro de nosotras mismas.

“Mi madre falleció hace seis años – dice Leah Schaefer -. Yo tuve problemas de separación
con ella durante toda mi vida. Creo que di mi paso más importante hacia la autonomía cuando nació mi
hija Katie. Durante mis años de estudios y prácticas en el psicoanálisis, llegué a captar intelectualmente
el problema simbiótico existente entre mi madre y yo, pero nunca fui capaz de resolverlo. Al nacer
Katie, yo contaba cuarenta y dos años. Solamente entonces me hallé dispuesta a dar este gigantesco
paso para lograr la separación. He de decir que procedí así por mi hija, pero añadiré que fui yo quien
se benefició más. Siempre había pensado que era mi madre quien insistía en mantener aquella
simbiótica atadura conmigo. Una típica creencia, fundada más en los deseos que en los hechos, un
impulso cabal. Entonces aprendí esto: fui yo quien contribuyó en la máxima medida a mantener vivo
aquel lazo asfixiante.

“A lo largo de mi vida, nunca negué nada a mi madre. Cuando quería hacer algo que estimaba
podía no gustarle, actuaba en secreto. Siempre creí que sucedería algo terrible si ella se enteraba de
aquel otro yo mío, de mi secreto yo. Mi madre moriría o me rechazaría si la vencía o la negaba. Al
nacer Katie, quiso vivir con nosotros. Comprendí que su traslado a nuestra casa supondría mi fin. Si
cedía ante ella, como había hecho constantemente en el pasado, se apoderaría de mi vida y de la de mi
hija. Comprendí que podría controlar la simbiosis entre mi mare y yo, pero ahora yo era madre a mi
vez y deseaba criar a mi hija de modo que adquiriera la individualidad que por mi parte todavía me
esforzaba en lograr. La negativa que planteé a mi madre, mi respuesta de que no podía vivir con
nosotros, fue uno de los giros más decisivos de mi vida… Mi dependencia de ella, iniciada con mi
nacimiento, había quedado rota.

“Aquello no la mató; no hizo que me rechazara. En realidad, fue lo mejor que pudo ocurrir
entre las dos. Nunca había hecho nadie nada semejante por nosotras. Pensamos que no podemos ser
duras con nuestra madre, que no podemos ser sinceras con ella. Pero somos nosotras las cobardes;
tememos que si le hacemos frente, si le oponemos resistencia, nos abandonará.

“Cuado le dije a mi madre que “no”, se produjo entre nosotras una terrible confrontación. Las
dos chillamos. Me sentí miserable, desvalida, como si hubiera acabado de hundir un puñal en su
corazón. Varios días después, me anunció que regresaba a su casa de California. “He pensado que los
matrimonios deben vivir solos”, me comunicó, como si hubiera llegado a tal decisión por sí misma.
Parecía muy satisfecha con la explicación. En el fondo era una persona muy independiente. Ahora
bien, se sentía terriblemente atada a mí, su única hija. Cuando nos despedimos se encontraba tan
animada como siempre. Me sentí preocupada, disgustada. ¿Sabes cuál fue mi mayor emoción tras su
partida? Una palabra que resonaba con fuerza en mi mente: ¡enrocada!

“Mi vida, en su conjunto, ha sido un gran compromiso, porque estimaba que de negar a mi
madre algo en cualquier ocasión, significaría la pérdida de su amor. Había llevado una vida secreta,
haciendo lo que ella no hubiera aprobado nunca, pero ya había pagado mi tributo por ello. Fue
increíble para mí saber que podía plantarme delante de mi madre y decirle que no a una cosa sin que
esto acarreara su muerte y la mía, sin que esto significara que había de ocurrir algo terrible. Yo estaba
casada y era madre de una hija, pero emocionalmente actuaba aún como una criatura ansiosa de
conseguir la aprobación de su madre. Era la más pura de la simbiosis. Durante aquellos años, nunca
llegué a ser la persona que deseaba ser porque también tenía que asimilar la personalidad de ella. Y
ahora la veía aceptando la separación con muestras de conformidad.”

La doctora Schaefer continúa diciendo:


“Antes de ocurrir la muerte de mi madre, fui a visitarla al hospital. Se sentía confusa; su
pérdida de memoria la inquietaba. Mi madre no había visto nunca con buenos ojos mi profesión; creía
en la medicina física, no en la terapia mental. Pero ahora yo estaba en condiciones de ofrecerle algunas
de las recompensas logradas con mis trabajos, hacia las cuales me habían abierto paso los hábitos de
profesionalismo que ella me enseñara.

“Por primera vez en la vida pude ayudarla, hablarle de su pasado, de su esposo y de nuestra
familia, recordarle quién era. Estuve en condiciones de proporcionarle lo que más ansiaba durante
aquellas semanas últimas: su sentido del yo personal. Al despedirme, apartó la mirada de mí. Volvió
la cabeza hacia mi hermano y se puso a hablar con él. Nunca pudo soportar nuestra separación.

“La ruptura con mi madre, iniciada al nacer mi hija, me permitió comenzar a ver en mí misma,
antes de su fallecimiento, las buenas cosas que había heredado de ella. La dedicación a su trabajo había
hecho de mi madre una persona efectiva y admirable. De niña yo la había odiado porque me
descuidaba. Ahora podía apreciar, en una mejor perspectiva, que ello no era fruto de una
“compulsión”, sino más bien profesionalismo. Sin la dedicación que aplico a mi trabajo, yo misma no
habría podido mantenerme, ni hacerle a ella más llevaderos sus últimos días en el hospital, ni pagar sus
últimas deudas. De no haberme separado de mi madre, jamás habría podido reconocer que soy como
ella en sus mejores facetas.”

La idea de la melancolía, en relación con la muerte de alguien que suscitara en nosotros


sentimientos ambivalentes de amor y odio, fue desarrollada por Freud y uno de sus discípulos, el doctor
Karl Abraham. Es algo muy distinto de la auténtica aflicción. Sentirse uno afligido por la muerte de la
madre es un proceso fructífero, la aceptación de la pérdida, un apartamiento gradual. Es un indicio de
que se trataba de una madre “suficientemente buena”, y de que nuestros sentimientos hacia ella eran
relativamente no ambivalentes, es decir, que había en ellos más amor que ira u odio. “Incluso si ella no
fue una madre suficientemente buena –dice el doctor Robertiello – en el caso de acomodarte a esa idea
antes de su muerte, puedes ser capaz de evitar la melancolía. Si la identificas por lo que fue, formulas
una evaluación madura. Has iniciado, al menos, la separación.”

En la persona melancólica, la pena no es total porque la ira ambivalente dirigida hacia la


madre mala de la infancia no ha sido resuelta. El pesar no puede ser plenamente expresado,
exteriorizado. Se presentan los antiguos sentimientos de infantil omnipotencia para atormentar a la
hija: su inconsciente la acusa de haber cometido un crimen.

La idea es demasiado terrible. Hemos de negar nuestro odio hacia la madre mala con más
energía que nunca. Esta represión parece solucionar el problema. Empezamos a caminar como la
madre, a hablar como ella; nos convertimos en ella. Asimilamos aquellas partes que en otro tiempo
odiamos. De esta forma, podemos contestar a la auto-acusación de que nos alegramos de que esté
muerta: ¡nosotras la mantenemos viva!
Al orientar nuestra agresión hacia dentro, al odiar esos aspectos de ella que hemos asimilado,
no tenemos por qué ver que aquélla está dirigida contra nuestra madre. En ves de ello nos odiamos a
nosotras mismas. El resultado es una pesadumbre y un odio a sí mismo que no cesa, sensaciones de
futilidad y desconcierto, centelleos de ira aparentemente sin objetivo en medio de un ambiente general
de depresión. Melancolía. La introyección de la madre mala después de su muerte es un misterio.
Esto ha sido señalado demasiado universalmente para ser puesto en tela de juicio.
Dice el doctor Robertiello: “Mi padre tuvo su primer ataque cardiaco hace seis meses. Por tal
motivo dispuse de tiempo para enfrentarme con los que se acercaba. Nunca me había llevado bien con
mi padre. Me había pasado la vida negando que fuera como él. Y sin embargo, a lo largo de esos seis
meses me di cuenta de que estaba asimilando los aspectos de su carácter que más odiaba: su
temperamento dominador, su hipocondría, y todo lo demás. Esto era una introyección, y comprendí
que si no contemplaba a mi padre en conjunto, si no lo veía como era –bueno y malo -, experimentarías
a su muerte un sentimiento de culpabilidad demasiado intenso. Probablemente mi melancolía duraría
años. Sabía que solamente una separación más completa podía detener el proceso. De otro modo, me
exponía a continuar odiando a mi padre totalmente, a no reconocer jamás las muchas y buenas cosas
que había recibido de él. Esto es lo qué sentía: “¡El Rey ha muerto! ¡Viva el Rey!”

Hace cuatro años comunique a una tía mía, hermana de mi madre, que iba a escribir un libro
sobre la relación madre-hija. Ella me contestó “Nancy, un día u otro tu madre morirá. ¿Cómo es
posible que le hagas esto?” Me sentí sobresaltada, culpable, dolida de que mi tía pensara que me estaba
disponiendo a injuriar a su hermana. ¿Por qué había de suponer ella automáticamente que cualquier
estudio atento de la relación madre-hija se traduciría en algo doloroso? Una simple proyección, una
imágenes prohibidas de la reprimida “madre mala” rodean las nociones como ésas. Si las hijas
sentimos un intenso sentimiento de culpabilidad ante la idea de la muerte de la madre, ésta refleja
también con excesiva fuerza nuestra ansiedad a la hora de echar una mirada franca a la relación que las
une, con ojos que la importancia que tiene la muerte ha despojado de sentimentalismo. ¿Por qué ha de
ser tan temida la sinceridad? ¿Qué es lo que puede haber entre nosotras tan malo como para que
nuestras vidas transcurran mostrando cada una a la otra solamente lo que puede tolerar, cada una
viendo en la otra únicamente lo que deseamos ver?

Dice el doctor Robertiello: “Si la gente declara que resulta frío y calculador analizar quién eres
tú y quién es tu madre –reconocer lo que odias y amas en ella -, es que pretende mantenerte unida a ella
como cuando eras niña. Se teme pensar en tales cosas porque, a un nivel profundo, algunas personas
tienen miedo de sentirse heridas por sus propios pensamientos. También piden que ella sea inmortal,
posponiendo la separación.”

“¡Ah! ¡si cuando vivía hubiera sido capaz de decirle a mi madre lo mucho que la quería! –
exclama una mujer -. Tenía sus defectos, pero se trataba simplemente de reflejos. No podía evitar las
reprimendas, las críticas, como no se puede impedir el estornudo cuando hay un cosquilleo en la nariz.
Se trataba de algo incorporado a su sistema nervioso. Ya no podré decirle lo que sentía realmente por
ella. Es demasiado tarde.”

Fue ésta una entrevista que me dejó triste y desconcertada. La mujer era más regañona y
criticona incluso que su madre. Tales defectos la llevaron a divorciarse de su esposo, a separarse de su
hija. En el caso de tener una relación destructora con nuestra madre, ¿por qué hemos de dirigirla hacia
los que están a nuestro alrededor a su muerte, dedicándonos a hablar sólo del amor que nos inspiraba?
Cuando empecé a escribir este libro, también yo hubiera podido deciros que amé a mi madre, y
que todas las iras que suscitó en mí carecían de importancia. “Ella no pretendía herirme. Era su forma
de ser, unos malos hábitos.” Empeñada en mantener una fantasía, en sostener que tras sus “malos
hábitos” no había más que amor, que lo abarcara todo, me habría negado a reconocer a la “madre mala”
de la infancia. A renglón seguido hubiera dicho que ignorar mis mezquinos enfados venía a constituir
la forma adulta de mantener la relación con mi madre dentro de un tono natural y afectivo. Ahora sé
que tal actitud de “disculpa” no hace más que asegurar la persistencia de la cólera, manteniéndola viva
e hirviente.

La manera usual de evitar el temor de apreciar las facetas de la madre que odiamos, es llegar a
una apreciación sentimental de su figura. La literatura nos cuenta en realidad muy poco acerca de lo
que ocurre entre los hijos y sus madres. Demasiadas protestas están contenidas en las poesías
azucaradas del Día de la Madre.

Dice el doctor Robertiello: “Estas formas de sentimentalismo son una defensa contra la ira.
Antes de sentir como un criminal, reprimimos nuestra hostilidad con una sonrisa. Sea lo que fuese lo
que no nos gustaba –sus reprimendas, el control con que intentaba dominarnos, su represión sexual -,
decimos que carecía de importancia. Lo “comprendemos”. Lo cual significa que lo disculpamos, e
intentamos centrarnos en las facetas “amables” de ella, refiriéndonos a lo mucho que la queríamos.
Expresarse en estos términos no es prueba de que quisimos a nuestra madre, sino de que la
contemplamos con ojos sentimentales. La palabra “amor” es empleada para encubrir muchas
emociones destructivas, afán de posesión, ansiedad, etc. Nos decimos blandas mentiras cargadas de
remordimientos que la protegen, lo cual significa que oscurece nuestra propia percepción de que la
estamos repitiendo. Nos mantenemos pegadas a nuestra ira, y la única manera de que podamos
conservarla viva es consiguiendo asimilar a nuestro ser las partes de ella que odiábamos. Todo se halla
al servicio de la continuación de la simbiosis, aún en el caso de que la madre esté lejos, o muerta.” En
el inconsciente, donde se forjó la primera conexión, la madre de nuestra infancia nunca muere.

Cuando no la vemos con ojos sentimentales, pasamos al otro extremo. Si la conversación por
teléfono no se deslizó bien, si ella dijo algo fuera de lugar durante nuestra visita, las viejas iras de otros
tiempos renacen. Habíamos acertado al decidir ser diferentes de ella, en la medida de lo posible. Ella
se convierte en el patrón de cuanto nos desagrada, lo cual significa que denigraremos u odiaremos hasta
el último reflejo suyo que descubramos en nosotras. Cualquier cosa en la “madre mala” es mala, y si
nos referimos a su franqueza y su sinceridad, hablaremos de sus impertinencias y de su aire hostil.
Leah Schaefer asimiló el profesionalismo de su madre y calificó a ésta de trabajadora compulsiva. Si
poseemos los poderes de organización de la madre, nos sentiremos disgustadas con nosotras mismas,
tachándonos de mandonas, acusándonos de querer controlarlo todo.

No importa que la gente, o nuestro esposo, nos aprecie por poseer tales cualidades. Eso quiere
decir solamente que estamos engañándolos temporalmente. Si no nos descubren, es que son unos
estúpidos. Si lo averiguan, se apartarán de nosotras. Hemos de vernos amadas por un estúpido, o no
ser amadas por nadie.

“Fue una contradicción con respecto a lo que realmente sucedió entre mi madre y yo –explica
Helen Prentiss -, lo que me llevó a entrar en simbiosis con mi hija. Negar tu sexualidad es una forma
de evitar la competición con tu hija. Espero romper la cadena que las mujeres se han pasado de una
generación a otra, ese paralizador pacto de no agresión, de no competición. Sé que se puede ser una
buena madre sin perder la sexualidad… He de procurarme esto, aunque tarde mucho tiempo en
conseguirlo. Es muy sencillo. Puedo explicármelo a mi hija, de seis años, pero nunca logré hacérselo
entender a mi madre.”

En esta etapa de nuestras vidas, probablemente la madre nos necesita más que de la otra
forma… Más nosotras todavía tememos hacerles esas difíciles pero clarificadoras preguntas acerca de
la infancia. Su implicación en nuestro proceso introspectivo de separación puede ser útil, pero no es
necesario. La cuestión es ésta: si nuestras preguntas provocan en ella una ira tan violenta que nos
arroja fuera de la casa –para citar la peor de las fantasías -, ¿qué se ha perdido? Solamente la ilusión
del amor simbiótico.

La mayor parte de nosotras necesita superar al temor de que la separación vaya a matarla. Ser
una buena madre para una hija (dependiente de ella) de treinta y cinco años es tan limitador y
anacrónico como representar el papel de buena hija cuando también nosotras somos madres. La madre
posee más fortaleza de la que le atribuimos. Parte de nuestro temor de herirla proviene de exagerar
nuestra importancia. Otra parte la forman los deseos más que los hechos, y el mantenimiento de la
simbiosis. Ambas ideas pueden ser resumidas con este pensamiento: “Ella no puede vivir sin mí.”
Llegamos al último elemento constitutivo del temor: “Mi ira es tan terrible que si se la demostrara,
moriría.”

Los griegos tenían una palabra para señalar esto: hubris. Se alude con tal vocablo a la
presunción, al orgullo, a la arrogancia. Esto siempre conduce a la destrucción. Ahora que ya somos
mayores, decidir que la madre debe ser protegida como si fuera una criatura, ¿no es esto hubris
también?

Hablamos de un sentimiento de culpabilidad cuando consideramos ansiosamente el temor de


perder la simbiosis con la madre. Remordimiento es lo que experimentamos al dejarla. A lo largo de
toda nuestra vida, siempre que nos despedimos experimentamos la sensación de no haber sido capaces
de darle lo que ella deseaba. ¿Qué es lo que desea de nosotras y que no podemos proporcionarle? Nos
prometemos que la vez siguiente nos esforzaremos más, seremos unas “buenas hijas”, pondremos en
sus manos esa cosa mágica que la hará feliz. Pero volvemos a fallar, y después de que ella muere
sabemos que nuestro fallo tendrá una duración eterna.

He oído ideas como éstas de labios de muchas mujeres, y en una charla reciente con el doctor
Robertiello le dije que habían pasado también a menudo por mi cabeza. Habíamos estado hablando de
la introyección, y de la muerte de su padre, que se había producido mientras yo escribía este capítulo.

Continúe diciendo que abrigaba la esperanza de que lo averiguado en mis investigaciones me


ayudara “a evitar la vieja tristeza y el sentimiento de culpabilidad la próxima vez que visitara a mi
madre, y cuando llegara el momento de la despedida”. Richard movió la cabeza, con un gesto de
burlona desesperación.

“¡Ay, Nancy, Nancy! –exclamó-. Todavía no has integrado lo que conoces intelectualmente
con lo que sientes en lo más profundo de tu ser. No es que sientas remordimiento por el hecho de no
poder hacer feliz a tu madre. Te sientes poseída por la ansiedad, debido a que no aciertas a decir lo
más oportuno, a abrir la puerta mágica, por la cual podría llegar como un desbordado caudal todo el
amor que deseaste un día obtener de ella. Todavía no has podido renunciar a tu infantil necesidad de
esa mágica madre de otra época. Tu madre todavía vive y se mantiene vigorosa, pero, si no te das
cuenta de lo que estás haciendo, continuarás con tu sentimiento de culpabilidad después de su muerte.
No pensarás que no la hiciste feliz, sino que no lograste hacer o decir la cosa mágica capaz de forzarla
–en el sentido de la omnipotencia infantil – a amarte como habías estado esperando durante toda su
vida.”

* * *

¿Cuántas veces he dicho en este libro que mi madre y yo somos dos personas totalmente
distintas? ¡Oh! He reconocido en mí algunas virtudes menores que provienen de ella: sé llevar una
casa, soy una anfitriona discreta, etc. Y si se tienen en cuenta aquellas otras cualidades suyas que a mí
siempre me han disgustado, de las que, sin embargo, me apropié pasivamente –su ansiedad, el temor
que se oculta bajo mi superficial independencia -, ¡cuán pobre aparece mi “buena” herencia! Siempre
pensé que tenía que dejar el hogar para reforzar las cualidades que quería apreciar en mí misma, debido
a que advertía que mi madre, por naturaleza, es una persona muy tímida.

En cada paso que he dado para alejarme de ella –mi sexualidad, mi trabajo, todo el contexto
dramático de mi vida, que deja en la oscuridad la suya, tan conservadora –he notado su “tirón”, que me
forzaba a retroceder. Es posible que “yo me haya forjado mí misma”, pero la verdad es que no ha
habido una sola cosa atrevida que haya emprendido que no estuviese impregnada de ansiedad. Al
principio de este capítulo dije que una de mis más sólidas razones para no ser madre era que deseaba
evitar convertirme en la persona nerviosa y atemorizada que fue la mía. Sola, puedo controlar la madre
desvalida que habita en mí. Una madre efectiva, que terminaría por ser como ella.

¿Desvalida? ¿Por qué, automáticamente, asocio esta palabra a su persona? Fue una mujer que
crió dos hijos, que gobernó su hogar con soltura, que pagaba sus cuentas puntualmente, que jamás
descuidó las tareas domésticas o planeó un viaje dejando algo al azar… ¿Es verdaderamente tan tímida,
tan asustadiza, tan distinta de mí…, la hija aventurera? Démosle la vuelta a esto: ¿soy yo tan distinta
de ella?

He aludido a las copas de plata que ganó en una competición de salto de obstáculos. Ella
menosprecia estas hazañas, como si fuesen estupideces propias de la juventud, optando por arrinconar
las copas en el sótano, de donde yo las recuperé. Ahora se encuentran en mi casa, bien bruñidas…
Esto supone un tributo a algo que reconozco muy de mala gana. Siempre que Bill me dice que soy una
persona responsable y bien organizada, me irrito. ¿Por qué siempre he considerado estas cualidades
como algo que debía mantener oculto, como algo de lo cual no podía sentirme orgullosa? En tanto no
pudiera identificarlas y apreciarlas en mi madre, y estuviese dispuesta a considerar su “desvalimiento”
como distintivo del ser femenino, el hecho de ser capaz y organizada me hacía aparecer dotada de
características masculinas.

He tenido que escribir todo este libro para llegar a reconocer de corazón que aquellas
cualidades de que estoy más orgullosa son precisamente las que mi madre me legó. Me resulta
increíble ahora pensar que las desconocía. “¡Cómo se parece usted a su madre!”, me dijo una mujer
recientemente. Creí que se estaba refiriendo a la intensa y familiar expresión de ansiedad que la
caracteriza. “La última vez que la vi –siguió diciendo la mujer – fue en una mesa de bridge. Su madre
consiguió un gran slam, ¡y eran las cuatro de la madrugada!”
Todos sus episodios de coraje me han interesado siempre. Tengo sobre mi mesa de trabajo las
fotos que me gustan más. En una aparece saltando por encima de un alto muro de ladrillos, a lomos de
un caballo; en otra luce un traje de baño de dos piezas, cuando tenía mi edad, hace veinticinco años.
¿Por qué me he negado a reconocerle capacidades y emociones que he intentado asimilar?

En otra época, yo os habría dicho que más que otra cosa era mi sexualidad lo que me
diferenciaba de mi madre. Pero a ella le gustan enormemente los hombres, así como éstos se sienten
atraídos por ella. Cuando estamos juntas, soy yo, normalmente, quien avisa para dar fin la velada; ella
prefería continuar bailando. Y lo que es más importante: ¿por qué he subvalorado siempre helecho de
que teniendo mi madre diecisiete años huyera con el hombre más guapo de Pittsburgh, casándose con
él, contrariando así los deseos de su padre? En todo momento presenté su fuga del hogar como un
fenómeno anómalo, como si la idea hubiese partido por entero del hombre que se convirtió en su
esposo y ella se hubiese limitado a seguirle pasivamente. La verdad es que mi “asexual” y “tímida”
madre empezó a desplegar su actividad sexual cuatro años antes que yo, ¡que perdí la virginidad a los
veintiuno!

En mi absolutismo en cuanto al deseo de no vestirme con prendas de ella, me he privado


también de mi abuela. Esta dejó a su dominante esposo y a sus hijos mayores cuando le fue imposible
seguir soportando su tiranía… Y esto ocurrió en la década de los años veinte, mucho antes de la
liberación, mucho antes de que una decisión como aquella pudiera dejar de ser considerada como una
locura, algo irremisiblemente anti-femenino.

Hay una fuerte corriente en las mujeres de la familia a la que me siento ligada, y que estoy
decidida a no reconocer. Provengo de tres generaciones de mujeres sexuales, aventureras, que han
sabido bastarse a sí mismas. ¿No es esto más excitante, más profundo, que la superficial idea de
forjarme yo misma? ¿No son precisamente esas cualidades las que quiero reforzar en mí? Empeñada
en mantener una infantil atadura a una madre que nunca existió, he estado dando la espalda a lo mejor
de mi herencia.

De repente, me asalta el temor de que la madre que he descrito a lo largo de las páginas de este
libro sea falsa.

¿Significa esto que todo lo que he escrito hasta ahora es falso?


“¡No! –responde el doctor Robertiello -. Al igual que cualquier otra persona, tú vas alterando
continuamente la idea sobre tu madre. Hay días en que es buena, amable, cariñosa. Al día siguiente la
ves atemorizada, tímida, asexual. En otros momentos, lo único que ves es tu ira en contra de ella.
Como ahora que estás en un período en el que no ves en ella más que cosas buenas. Sea como sea, eso
quiere decir que todavía te evitas el trabajo de contemplarla de un modo realista. Estás decidida a dotar
a tu madre de una mágica importancia…, a verla no como un ser humano, sino desde un punto de vista
infantil, monolítico, total. Así es como el bebé ve siempre a su madre. Tú andas perdida todavía en esa
primera unión con ella, como lo estabas cuando ella era la Gigante de la Guardería.”

Desprovista del brillo simbiótico que mantuvo para nosotras en otro tiempo, la madre se
convierte en otra persona, en un ser más, alguien que vive fuera de nuestra vida. Lo cual significa que
la separación se ha efectuado por fin. Durante el tiempo de la atadura simbiótica, abrigamos la
esperanza de que no fuera demasiado tarde para conseguir el perfecto amor que siempre ansiamos.
Ahora, ya adultas, sabemos que nunca lo lograremos. Debemos renunciar a la fantasía y mirar hacia
otro lado. La idea es tranquilizadora. Delata nuestra madurez. Más importante aún: entraña la verdad.

Veo ahora que aunque me complacía mi sexualidad y no quería conceder a mi madre el menor
crédito por ella, esa parte mía descansaba sobre un base frágil: si mi madre, mi imagen de la feminidad,
era “asexual”, entonces mi sexualidad tenía que ser “masculina”. Me sentía orgullosa de ello, pero no
me inspiraba confianza alguna. De este modo, en tanto no aprendamos a fundir a nuestra madre en una
sola persona, nos mantendremos en guerra contra nosotras mismas. Los gritos y slogans de liberación
pueden servirnos, en el mejor de los casos, para animarnos. No hay ninguna historia que cambie para
las mujeres mientras cada una no se enfrente con la propia.

Dije en el primer capítulo de este libro que he deseado frecuentemente que mi madre hubiese
vivido mi vida. Hubris de nuevo… falsamente competitivo, y condenadamente impertinente. No creo
que ella lo deseara. Cuanto más me separo de ella y yo voy definiéndome, más veo en su persona la
que fue antes de convertirse en la madre de Nancy Friday. Esta es la magia del caso: no es que
podamos re-crear alguna vez ese nirvana amoroso que puede haber existido o no entre nosotras como
madre e hija, sino que, ya separadas, podemos darnos otra vida mutuamente, una vida extra, como si
manara de la abundante fuente que cada una tiene.

Al reconocer a la mujer que puede conseguir un gran slam en una mesa de bridge a las cuatro
de la madrugada, cuando el resto del mundo descansa, duermo mejor. Ahora, habiéndole concedido el
derecho a fugarse con mi padre a los diecisiete años, porque era una aventura sexual de corazón – y no
porque se decidiese a dar un paso estúpido, que no tenía nada que ver con su verdadero carácter -,
puedo sentirme orgullosa de esa parte de mi persona que es también una mujer sexual.

“Mi Madre/yo misma” las relaciones madre-hija, Friday Nancy, Ed. Argos Vergara, S.A.,
Barcelona, 1979.

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