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LAS CONDICIONES
DEL BUEN AMOR
Sinay, Sergio
Condiciones del buen amor / Sergio Sinay; dirigido por
Tomás Lambré.- 1ª ed.- Buenos Aires: Del Nuevo Extremo, 2012.
96 p.; 19x12 cm.
ISBN 978-987-609-311-8
ISBN: 978-987-609-311-8
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El requisito del amor duradero
es seguir prestando atención a una
persona que ya conocemos bien.
Prestar atención es, fundamentalmente,
todo lo contrario de dar por sentado;
dar por sentado es la causa principal
de mortalidad de las relaciones amorosa.
Sam Keen
Una nueva introducción
para las mismas cuestiones
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pruebo con emoción, con satisfacción y con serenidad en mi
espíritu. Desde entonces mi exploración personal y profesio-
nal continuó, se confirmaron intuiciones y certezas que están
en este libro, se presentaron y abrieron otras, se plasmaron en
nuevos textos. En definitiva, estoy convencido de que todos
son capítulos de un libro único, siempre en proceso, inaca-
bado, inacabable, que bucea en la cuestión de construir un
Buen Amor.
¿Por qué Buen Amor? ¿Es necesario anteponer Buen a la
palabra Amor? La experiencia me dice que sí, por lo menos
hasta que vayamos transformando nuestros hábitos de rela-
ción en una experiencia nutricia, reparadora, fecunda.
Mientras tanto, no deja de ser llamativo, y preocupante,
el malestar amoroso que tiñe el escenario de los vínculos
emocionales entre las personas. Lo digamos o lo callemos,
lo tengamos consciente o en la ignorancia, lo admitamos o lo
neguemos, con aceptación o rebelándonos, advierto que la
gran mayoría de varones y mujeres estamos inquietos por
el rumbo de nuestra vida afectiva. Los que están en pareja
muchas veces viven esa experiencia como un mal necesario
(peor es nada) y con la sospecha de que la felicidad está en
otra parte. Quienes se encuentran solos, con mucha frecuen-
cia creen que el remedio para todas sus inquietudes estará en una
pareja, y desplazan o postergan todo lo que no vaya en esa
dirección. Hay otros que van de desencuentro en desencuen-
tro echándole la culpa al destino, a la mala suerte o a los
defectos de los demás (que, según ellos, son “fóbicos”, “his-
téricas”, “egoístas”, “abusivos”, “aprovechadores”, etc.).
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Todos, con buena fe, con sinceridad, con tozudez o con
resignación, insisten en creer en el amor o terminan por des-
creer de él. Pero ¿qué es el amor? Desde que existe la especie
humana, poetas, filósofos, psicólogos, bioquímicos, teólogos,
pensadores de diferentes orígenes y orientaciones y opinólo-
gos de ocasión han intentado capturar en una definición a esa
categoría que, finalmente, se revela inapresable. Cualquiera
de esas definiciones es el amor, y ninguna lo es.
Me he preguntado y me pregunto qué es el amor. He ido
acercándome lenta y progresivamente a algunas conclusiones
que me gustaría compartir aquí:
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lastiman, descalifican, desmerecen, someten o poster-
gan, no merecen llamarse amor, aunque se invoque ese
nombre. Son, en todo caso, manifestaciones de un “mal
amor” (así, con minúscula y entre comillas).
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Gran Amor de Nuestra Vida, como en las películas, como en las
novelas, como en los cuentos de hadas. Un “Gran Amor” que
llene el vacío de nuestras vidas sin amor, que nos arranque de la
experiencia real y nos deposite en otra dimensión. No obstante,
lo que de veras nos debemos es Buen Amor, real, que transcurra
en nuestras vidas cotidianas, en nuestros escenarios habituales,
en nuestras vigilias regulares.
Escribí este libro por primera vez con la intención precisa
de proponer un cómo posible a nuestra experiencia amorosa.
¿Cómo podemos amarnos de una manera afectivamente nutri-
cia, emocionalmente sanadora, fortalecedora, enriquecedora y
transformadora? El solo planteo de esta pregunta nos permite
empezar a rastrear nuestros recursos y potencialidades amorosas,
nos pone en contacto con nuestra interioridad esencial, nos saca
del pantano de las ilusiones apasionadas que suelen ser el camino
más directo hacia la frustración, el dolor y la suma de heridas.
En lugar de preguntarme “por qué” me pasó lo que me
pasó en mi tránsito afectivo, quizá me resulte más iluminador
plantearme cómo encarar en el aquí y ahora de mi vida mi
vínculo con el otro. Sobre qué condiciones esenciales fundar
esa relación. Esas son las que llamo condiciones del Buen
Amor. Cuando hurgo en los “por qué”, me encuentro girando
en un círculo vicioso de interpretaciones tan válidas o inváli-
das una como la otra. Cuando me planteo el cómo, tengo una
conexión inmediata con mi presente, con quien soy hoy, con
lo que tengo, con lo que necesito, con lo que puedo, con lo
que siento, con lo que puedo transformar. ¿Cómo, entonces,
empezar a transfigurar nuestro paradigma afectivo? A partir
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del respeto por ciertas condiciones esenciales para la cons-
trucción de un Buen Amor.
Insisto en hablar de Buen Amor y hago de esto una cues-
tión de principios. Todos hemos visto y experimentado varia-
das formas tóxicas, dañinas, limitantes de algo que suele
llamarse amor. Si eso puede denominarse así, creo que tene-
mos el derecho a otra cosa, a una energía que puede identifi-
carse como Buen Amor; pienso que podemos aspirar a ser sus
protagonistas, sus dadores y receptores.
Hasta tal punto lo creo, que la búsqueda de caminos hacia ese
destino y la construcción de mapas orientadores se convirtió en
una tarea que me convoca y me estimula. En mi trabajo me toca
acompañar, orientar, atestiguar y ver cómo relaciones dolorosas
se convierten en vínculos de Buen Amor. Después de este libro, mi
propio aprendizaje y mi propia experiencia me permitieron escri-
bir Vivir de a dos o el arte de armonizar las diferencias. Son dos
tramos conectados y vinculantes de un mismo mapa, dos testimo-
nios de una misma búsqueda, dos expresiones complementarias
de una misma convicción. Aquel libro no habría sido posible sin
éste. Las condiciones del Buen Amor iba al encuentro, desde el
vamos y acaso sin saberlo, de Vivir de a dos.
Hay factores esenciales, comunes en todas las vidas y expe-
riencias humanas, que nos permiten encontrarnos y bienamar-
nos. Este libro gira en torno de ellos. Es, en suma, una propuesta
para hacer del amor un fruto de nuestra propia elección y respon-
sabilidad. Para que dejemos de ser objetos del azar y de la igno-
rancia emocional y nos convirtamos en sujetos amorosos plenos,
concientes, amados y amantes por propio derecho y elección.
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1ª Condición Del Buen Amor
la primera persona
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les den un libreto para manejarse por la vida como persona-
jes de una película (dirigida por otro). Ceden sus derechos de
autor sobre sí.
Otras personas optan por el silencio en aquellos momen-
tos y circunstancias en que sería importante que manifestaran
sus deseos, necesidades, expectativas, diferencias o ideas.
Hay quienes no eligen el silencio pero lo reemplazan por
pedidos, ofrecimientos, expresiones, opiniones o afirmacio-
nes que no reflejan de verdad lo que acontece en el interior de
ellos, sino lo que creen que el otro u otros espera o esperan.
Existen aquellos que omiten, callan, cancelan o postergan
hablar de y desde sí porque creen que eso se llama yoísmo y
que tal cosa es sinónimo de egoísmo, de prepotencia, de falta
de respeto por el otro, de egolatría, etc.
Cuando tomo alguna de estas actitudes, pueden suceder
dos cosas: a) que yo quede inexpresado; b) que alguien hable
y actúe en mi nombre (aunque yo esté de cuerpo presente).
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grías, mis luces, mis oscuridades, mis sentimientos, mis pen-
samientos, no hay quien pueda decirme que esa no es mi vida.
Alguien podrá objetar que no es la vida que hubiera querido
para sí, que no la hubiese compartido, que le parece aburri-
da, excesivamente aventurera, rica, pobre, incomprensible,
envidiable, etc. Pero nadie que no sea yo puede decir que mi
vida no fue o no es así, nadie puede decir que no siento lo
que siento, que no recuerdo lo que recuerdo, que no pienso
lo que pienso, que no deseo lo que deseo, que no necesito lo
que registro como una necesidad. Podrán interpretar (nadie
está libre de ser interpretado por otro), pero no descalificar
ni negar mi narración.
Para que mi relato de mí mismo pueda sostenerse sobre
esos cimientos, es necesario que me ponga en contacto conmi-
go, que mantenga una continuidad de atención y de conscien-
cia sobre mis sensaciones, ideas, pensamientos, emociones,
sentimientos y necesidades. Que haga un ejercicio permanen-
te de interrogación interna sobre la base de estas preguntas:
¿cómo me siento?
¿qué pienso?
¿qué quiero?
¿qué necesito?
¿qué deseo?
¿qué puedo?
¿qué tengo?
¿qué sé?
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Acaso esto parezca tedioso o sea visto como una exigen-
cia. Sin embargo, es una cuestión de costumbre. No se nos
estimula a vivir en contacto con estos interrogantes, no se nos
incita a mantenerlos activos. Por el contrario, se nos suelen
dar las respuestas (en nombre del “amor”, la “educación”, la
“guía” o el “cuidado”) antes que las preguntas. De ese modo,
es frecuente que, como hombres y como mujeres, seamos
prisioneros de modelos y mandatos en los que sentimos,
pensamos, queremos, deseamos, podemos, sabemos, elegi-
mos y opinamos lo que “debemos”, convencidos de que es
eso lo que queremos.
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Si el yoísmo, eso que nos prohibieron desde chicos arreba-
tándonos del contacto con nosotros mismos, es una forma de
egoísmo, ¿cómo se califica a esto que aprendimos en cambio?
En mi opinión, el egoísmo no es per se una mala palabra.
Creo que, como se sabe hoy del colesterol, hay un egoísmo bueno
y necesario, y otro nocivo y tóxico. Por empezar, la palabra
define el amor a uno mismo. ¿Eso es malo y censurable? ¿Puedo
esperar ser amado si no me amo? ¿Puedo amarme sin conocer-
me? El problema con el egoísmo comienza cuando se transforma
en egolatría, en una adoración excluyente de mí mismo, por enci-
ma, a pesar y en contra de los demás. Cuando mi ego crece hasta
un punto en el cual el otro, los otros, son ignorados, suprimidos
y descalificados. Cuando de ser yo con los otros, entre los otros,
junto a los otros, paso a ser yo sin los otros.
Entre el yo que no deja espacio a los demás y el yo que se
diluye entre ellos, hay una posibilidad deseable y necesaria:
yo sujeto de mi propia historia. Para afirmar ese espacio se
me ocurre esta definición posible:
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UÊ CONSECUENCIA: Cuando digo Yo siento, quiero, no quie-
ro, pienso, necesito, busco, espero, deseo, puedo, no puedo,
doy, recibo, sé o ignoro, me establezco como sujeto de mi
existencia. Cuando digo Yo amo, el amor deja de ser una
abstracción, algo que existe solo, una cosa que “les” pasa
a “las” personas, la quimera que “uno” busca. Se encarna
en mí, me convierto en amante y soy el protagonista de
mi amor.
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mera persona, lo hago de esa manera. Lo que no tengo describe
también lo que tengo, lo que no puedo describe también lo que
puedo, lo que no soy termina de describir quién soy. Dos seres
que se consideran incompletos sin el otro, no configuran una
primera persona del plural. Dos que no empiezan por ser Yo,
jamás podrán convertirse en Nosotros.
En la cotidianidad del vínculo amoroso esto significa no
sentir por el otro, no pensar por el otro, no adivinar al otro.
Significa hablar por mí, hablar de mí, expresarme y hacerme
cargo de eso. Significa no confundir amor con confluencia. Yo,
el amante y el amado, podré seguir existente y único en ambas
condiciones si un mal entendimiento del amor no me lleva a
desaparecer en el otro o a exigir la sumisión del otro en mí.
Esto significa, en fin, que yo soy yo cuando digo a la otra per-
sona qué amo en ella, qué siento, qué necesito de ella, qué puedo
dar y qué no, con qué cuento (cuando cuento con eso) y de qué
carezco (cuando no lo tengo), cuando puedo ponerle identidad
a mis acuerdos y desacuerdos, a mis alegrías y a mis tristezas y,
sobre todo, cuando aprendo que al hablar de mí, hablo de mí, no
de una regla que debe ser cumplida por el otro, así como cuando
escucho al otro puedo no juzgarlo ni interpretarlo ni calificarlo,
porque él o ella es tan único y diferente como yo y tan primera
persona para él como yo lo soy para mí.
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2ª Condición Del Buen Amor
el otro
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capaz de un imposible: reemplazarme en mi nacimiento
y en mi muerte.
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alejar, nombrar son apenas unos pocos, muy pocos verbos, que
solo pueden concebirse –y luego conjugarse– porque existe el
otro. Tomo el último de los que enumeré: nombrar. Si no exis-
tieran otros, si yo no existiera entre otros, ¿para qué tendría
un nombre? Mi nombre me hace uno entre otros. Sin ellos no
lo necesitaría, no hubiera existido quien me lo diera y, además,
yo mismo no podría nombrarme porque sería incapaz de ima-
ginar un nombre para mí. El concepto de nombre me sería des-
conocido e incomprensible. Un nombre se elige entre otros.
En el mismo acto en el que menciono por primera vez la
palabra yo, en el que accedo a la consciencia de su significa-
do, nace otra palabra esencial: tú. Sin tú, ¿qué significa yo? Y
sin yo, ¿podría comprender que tú eres otro?
Cuando irrumpe en mí la consciencia del yo y el bebé que
soy empieza a separarse de su madre, con la que constituía
una forma única, aparece la noción de diferencia. Se ejecuta un
acto de separación. Comienzo a tener la vivencia de que soy
único y de que solo yo existo en mí. Después aprenderé, o no,
que en ese “solo yo” se incluyen todos mis matices, versiones
y expresiones, mis aspectos, recursos y carencias. Mientras
tanto, se iniciará un tránsito que puede ser consciente o no,
pero que resulta inevitable: la búsqueda del otro. Del Otro,
con mayúscula, un sujeto, como yo soy, pero diferente de mí.
Y necesario para la constancia de mi existencia.
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Algunas simples preguntas pueden ponernos de cara a
esta cuestión. Por ejemplo:
¿a quién amo?
¿por quién soy amado?
¿en quién pienso?
¿a quién deseo?
¿quién me acompaña?
¿a quién recuerdo?
¿por quién quiero ser recordado?
¿a quién quiero olvidar?
¿de quién espero?
¿a quién ofrezco?
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tú y eres el Otro de mí. Somos únicos, necesarios y comple-
mentarios. Somos los componentes de una ecuación mágica
y misteriosa.
Solo con detenernos a mirar el mundo, la vida, nuestros
vínculos, estas cuestiones aparecen en toda su dimensión, su
volumen y su profundidad. Y basta con olvidar que el Otro es
parte de mi propia condición de existir para que comiencen
los desencuentros, el avasallamiento, la falta de respeto, el
dolor, la frustración, la incomprensión, el desamor (que no es
sinónimo de odio), el desconocimiento.
La segunda condición del Buen Amor es, para mí, el regis-
tro permanente del Otro. Si hablar, sentir, percibir, opinar,
pensar, desear, necesitar, manifestar, expresar y pedir en
primera persona, es la primera e ineludible condición, tam-
bién creo importante recordar que ningún ser que ama puede
alimentarse solo del amor a sí mismo. Ni el más voraz de los
caníbales se come sus propios miembros para alimentarse y
vivir. Y Narciso, enamorado de su propia imagen reflejada en
el agua, acabó por hundirse y ahogarse al tratar de atraparla.
Yo me amo es solo una parte, muy importante, en la cons-
trucción del Buen Amor. Pero su potencialidad trasciende
cuando puedo también decir Yo amo a. Y la expresión Yo
amo a mí no solo es incorrecta desde la gramática; resulta
insuficiente en el lenguaje emocional.
La primera persona es condición del Buen Amor solo
cuando se convierte en la raíz desde la cual puedo elevarme
sólido, firme e identificado para acudir al encuentro con el
Otro. La primera persona del singular solo adquiere toda su
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riqueza cuando su conjugación me prepara y me nutre para
ser capaz de incluirme, sin extraviarme, en la primera perso-
na del plural.
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3ª Condición Del Buen Amor
las diferencias
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la mitología amorosa en la que abrevamos se alimentó en
abundancia de ella: Romeo y Julieta, Casablanca, Lady Di y
Quién-sabe-quién; la lista puede ser extendida por cada per-
sona hasta construir un vasto muestrario del amor imposible.
En verdad, pienso que la creencia en el “alma gemela” es una
piedra fundacional en la infelicidad amorosa que impregna a
estos tiempos.
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la alimentación que proviene de un Yo y de un Tú reconoci-
bles y diferentes.
La búsqueda del alma gemela es la búsqueda de mi propia
imagen en un espejo que alguien sostiene desde atrás, sabién-
dolo o sin saberlo, queriéndolo o sin quererlo. A menudo el
espejo cae y se rompe. A menudo lo rompo al lanzarme sobre
él para abrazar esa imagen. En ambos casos, las heridas que
provoca su rotura son profundas y dolorosas.
La creencia en el alma gemela anula la noción de lo dife-
rente. Y, en mi opinión, son las diferencias las que pueden
generar, sostener y nutrir a un amor fecundo, sanador, crea-
tivo, reparador, iluminador.
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cantidad de atributos humanos. Creemos que somos diferen-
tes porque los hombres razonamos y las mujeres intuyen, o
porque ellas son receptivas y nosotros ejecutivos, o porque
nosotros somos más fuertes y ellas más tiernas, o ellas más
habladoras y nosotros más activos. Y así hasta el infinito. No
advertimos que la inteligencia y la ternura, la intuición y la
ejecutividad, la fuerza y la receptividad, la emocionalidad y
el raciocinio son cualidades de las personas, no de los sexos;
aunque no se expresen del mismo modo en los hombres y en
las mujeres, o aunque unos y otras nos permitamos algunas
de esas cualidades y nos neguemos las opuestas y viceversa.
Tomamos por “naturales”, diferencias culturales, creadas
artificialmente, que –en verdad– nos separan y nos enfrentan
mucho más de lo que nos acercan.
Creo que sabemos poco acerca de las verdaderas diferen-
cias, las esenciales e irreductibles, que nos distinguen a los
unos de las otras. Las que nos fueron transmitidas son más
bien prejuicios, creencias, rótulos y etiquetas. No son diferen-
cias, son armas para luchar en la “guerra de los sexos”, una
guerra que solo puede tener perdedores y víctimas. Somos
aún ignorantes acerca de las diferencias reales entre hom-
bres y mujeres, entre amados y amadas, entre amantes. Eso
puede ser una desventaja o una ventaja. La desventaja con-
siste en que nos conduce a múltiples, frecuentes y repetidos
desencuentros, desacuerdos y frustraciones. La ventaja es que
nadie puede enseñarnos nada de esto, está a nuestro alcance,
depende de nuestra exploración, de nuestra sensibilidad el
descubrir lo esencial de la cuestión.
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Según advierto, hay dos tipos de diferencias en el ámbito
que exploramos en estas páginas. La primera es la que se esta-
blece entre dos personas por ser individuos distintos. Y, en el
caso de la relación amorosa, a aquel primer nivel de diferen-
cias (básico para entender y vivir cualquier vínculo humano)
se suman las diferencias de sexo. Cuando un hombre y una
mujer nos amamos, ese amor se alimenta también de este
doble juego de diferencias. Y no se trata de limarlas, sino de
aceptarlas, de respetarlas, de integrarlas.
Algunas preguntas, planteadas a tiempo, pueden ayudar
a discriminar esa desemejanza:
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diferentes, desde culturas distintas, desde historias disímiles,
quizá con idiomas desiguales. Pueden fundar ese país some-
tiendo uno de ellos al otro, para lo cual deberán atravesar una
guerra, lamentar las pérdidas y convivir con el resentimiento.
O pueden hacer de su país una nueva nación amorosa que se
nutre de la diversidad y que, precisamente por eso, puede ser
nueva y trascendente.
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4ª Condición Del Buen Amor
el misterio
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posible que aquello que llamamos amor se revele tarde o tem-
prano como una ilusión, frágil, frustrante, dolorosa, volátil
e incomprensible.
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más insondable, preciosa e intransmisible de su alma. El alma
de cada uno de nosotros no es necesariamente pura, crista-
lina, traslúcida, brillante o comprensible. Es eso y es tam-
bién oscura, impenetrable, opaca, tenebrosa e indescifrable.
Estamos hechos, en parte, de nuestra alma y la hacemos y
alimentamos en nuestra vida de cada día. En esta vida terre-
nal, imperfecta, gloriosa y miserable, valiosa, reveladora,
inexplicable y única. Porque nuestra alma nos constituye en
esta experiencia, es que existimos. No existimos, lo sabemos,
en estado de pureza. Y esto no es pecado, ni se trata de pagar
por ello. Simplemente, es.
Si lo único que no se puede capturar del Otro es su alma,
su esencia, y si esa alma no está marginada ni preservada de
lo que el Otro es (por el contrario, lo sostiene), hay misterios
de su alma que solo a él o a ella le pertenecen. Y esos miste-
rios lo hacen diferente de mí. Hay diferencias a las que tengo
acceso y cuyo registro forma parte de mi relación con esa
persona. Y hay otras a las que jamás accederé y que también
son materia de ese vínculo.
Creo importante hacer un señalamiento en este punto. Un
misterio no es un secreto. El secreto es un ocultamiento, es un
procedimiento por el cual yo sé que saco del mazo una carta
y la escondo, pero el Otro ignora mi acción y cree que está
jugando de igual a igual. Es difícil convivir demasiado tiempo
con un secreto sin que éste vaya deteriorando y corroyendo
el vínculo.
Un misterio tampoco es un problema. El problema es
una alteración que dificulta continuar con un camino, con
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una acción o con una relación. Requiere ser solucionado para
seguir.
Si guardo un secreto respecto de algo concerniente al víncu-
lo, estoy marginando al Otro de esta relación sin que él lo
sepa. Si estoy ante un problema, observo algo en perspectiva,
separado de mí, para resolverlo. Los misterios no marginan a
nadie, se convive con ellos, en ellos. Los misterios no se resuel-
ven, son.
Por muy fuerte y sólido que sea nuestro amor, por muy
profundo y sincero que resulte, por muy nutricio y sanador
que crezca, la otra persona estará siempre ante mí, conmi-
go, en mí, con aspectos misteriosos. Y yo estaré ante ella,
con ella, en ella, con aspectos misteriosos. Así yo sea quien
más y mejor la conoce, así ella sea quien más y mejor me
conoce.
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¿puedo reconocer las zonas misteriosas del Otro?
¿puedo advertir que no son algo que me oculta a mí, sino
que aparecen como parte de su ser?
¿puedo reconocer que hay en mí aspectos inexplicables
para el Otro, que no son producto de un ocultamiento o
de una manipulación?
¿puedo privarme de intentar desentrañar los misterios
del Otro?
¿puedo confiar en que no seré violentado para explicar
aquello de mí que es inexplicable e intransferible?
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réplica de mí, cuando olvido los intentos de reducirlo a mis
parámetros, cuando dejo de creer que una persona puede
reducir a otra, cuando comprendo que las diferencias no son
simples asimetrías ni desacuerdos, sino que detrás de ella hay
aún otra dimensión.
Invito a quien lee a que extienda la concepción del miste-
rio a todas las personas con quienes se relaciona y a quienes
ama: pareja, hijos, amigos, compañeros, padres. Quizá com-
pruebe que, miradas como seres misteriosos, no pierden cer-
canía sino que alcanzan más carnadura y que se vuelven más
amadas, en este caso por razones igualmente misteriosas,
pero presentes y enraizadas en una insondable profundidad.
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5ª Condición Del Buen Amor
la aceptación
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máticos, militares autoritarios dirán en algún momento y en
algún lugar: “Yo soy tolerante”. Y exigirán que eso les sea
reconocido.
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UÊ CERTEZA: tolerancia y aceptación no son sinónimos;
solo puedo aceptar al Otro si registro que es distinto de
mí, que nuestras diferencias y singularidades nos hacen
valiosos mutuamente y que ellas comprenden aspectos de
cada uno que permanecerán y deberán ser conservados y
celebrados en su misterio.
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Como pilar del Buen Amor, la aceptación se diferencia
también de la resignación. Así como la tolerancia da al tole-
rante cierta ilusión de superioridad, la resignación coloca
al resignado frente a la frustración y el desencanto: “Ya no
espero que cambies porque no puedes, no quieres o no sabes
hacerlo, de manera que sigo así, aquí, a tu lado”. La resigna-
ción convierte al presente en una tumba, donde antes se abría
el horizonte ahora hay un muro. Si la aceptación nos hace
–desde nuestro aquí y ahora de amados– amantes– explora-
dores activos y cambiantes de nuestro amor, la resignación
nos convierte en figuras unidimensionales de una foto fija. El
resignado se da por vencido sin que, a menudo, el otro llegue
siquiera a sentirse vencedor. Y además: ¿qué clase de amor es
aquel en el que hay vencedores y vencidos? ¿qué clase de amor
se alimenta de la resignación?
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ver en ella; nada de eso se basa en la especulación, ni en el
intento de dañarme, ni en la manipulación consciente de mis
sentimientos o de mi disponibilidad afectiva, ni en el oculta-
miento. Puede dañarme, pero creo que no es su deseo. Puedo
no entenderla, pero sé que no especula conmigo. Parto de la
creencia en su buena fe (la misma con que encaro mi amor
hacia ella) y hago de eso una cuestión de principios. Cuando
desaparece la buena fe queda un agujero negro por el cual no
tardarán en asomar la sospecha y el resentimiento.
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6ª Condición Del Buen Amor
el tiempo
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Pero resulta que si algo le sobra al tiempo es, justamente,
tiempo. No necesita dar respuestas inmediatas a las ilusiones
patéticas. Para nacer, para morir, para estar, para irnos, para
pensar, para sentir, para ir, para regresar, para desear, para arrepen-
tirse, para imaginar, para construir, incluso para esperar
y, más aún, para amar es necesario el tiempo. En mi expe-
riencia resulta imposible concebir una idea, una imagen, un
sueño, una acción o un sentimiento despojándolos de ese
ingrediente.
Creo que somos tiempo, que esa materia prima nos cons-
tituye. Transcurrimos en el tiempo, somos nuestro tiempo
contenido en un tiempo infinito. Todo lo que vemos y conoce-
mos transcurre, como nosotros. Los sucesos son apariencias,
los procesos se esconden detrás de ellos, los sostienen, los
explican, los prolongan, los enraízan. Los relatos humanos
empiezan de manera explícita o implícita con “había una
vez...”. Contar, transmitir, recordar, predecir, intuir, son
acciones que se ejecutan en el tiempo.
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del amor a primera vista. Esa promesa instalada alguna vez
según la cual alguien aparecerá en un momento y yo sabré
que esa persona es el sujeto de mi amor. Lo sabré en el acto,
captaré las señales, inmediatamente tendré el conocimiento.
Este mito violenta la existencia del tiempo. Según él no
es necesario mirar ni ser mirado, conocer ni ser conocido,
aceptar ni ser aceptado. Todo ocurre en el momento, sin
procesos, sin transcursos: simplemente es. Magia. ¿Pero qué
amor es el amor que no se desarrolla, que no parte de una
semilla, que no alcanza un desarrollo, que no atraviesa luces
y sombras, otoños y primaveras? ¿Qué amor es el amor que
no nace de un tiempo, que no viene de un camino? ¿Puede un
niño nacer adulto? ¿Por qué, entonces, habríamos de exigirle
eso a nuestro amor? ¿Puede una flor no haber sido pimpollo?
¿Puede una respuesta existir sin la pregunta? ¿Por qué preten-
deríamos entonces que nuestro amor pueda todo eso?
Estas pretensiones responden, creo, a la ilusión de elimi-
nar el tiempo. Habrá un amor a primera vista, dice el mito,
que te evitará el tiempo de la incertidumbre, el tiempo del
conocimiento, el tiempo de la aceptación, el tiempo de la
convivencia con los misterios, el tiempo del reconocimiento
de que el otro es Otro y de que es distinto. Habrá un amor a
primera vista, mágico y total, en el que las promesas se cum-
plirán antes de ser prometidas, en el que amanecerá sin haber
anochecido, en el que las primaveras no serán hijas de ningún
invierno; un amor sin tiempo y sin espacio.
Eso dice el mito que genera y ha generado tanta desilusión,
tanto resentimiento, tanta incomprensión, tanta frustración.
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El mito promete, en fin, la desaparición del tiempo en el que
el amor se conjuga. Promete amores inmediatos y totales.
Fast-Love. La pretensión de eliminar el tiempo como un obs-
táculo molesto ya produjo comida descartable, ropa, autos,
libros, computadoras y hasta personas descartables (las muy
jóvenes o las viejas). ¿Por qué no amor descartable?
En otras épocas –de espeso romanticismo– el “amor sin
tiempo” aludía a un sentimiento eterno, para siempre (“hasta
que la muerte nos separe”). Hoy eso mismo significa amor
instantáneo, sin historia ni raíces, ni evolución. Aquel eli-
minaba el futuro, el tiempo abierto como un horizonte de
desarrollo y evolución. Este mutila el pasado (aun el breve
pasado común de los amantes), descarta el tiempo como sos-
tén nutricio de la relación. Tanto el mito del amor eterno
como el del amor a primera vista, impuestos a los amantes
sin permitirles ser protagonistas de su amor, conducen a una
triste atemporalidad.
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convergencias. Y eso existe en el tiempo. Cuanto menor es el
tiempo de que dispongo, tanto más breve será mi recorrido.
Si quiero evitar el tiempo que requiere mi desplazamiento
desde un punto de partida a un punto de llegada, lo más
“eficaz” sería eliminar el viaje. La consecuencia podrá ser,
como ocurre con lamentable frecuencia, confundir la llegada con
la partida.
En el tema de los sentimientos, esto suele ocurrir cuando
se confunde el enamoramiento con el amor. O la pasión con
el amor. En mi opinión, el enamoramiento es la sacudida
emocional que sobreviene a un encuentro movilizador, es el
momento en el que un determinado status quo se ve alterado
por la aparición de otra persona que me conmueve, me saca
de ciertas rutinas, me presenta la posibilidad de otros esce-
narios, me introduce en nuevos sueños, fantasías e ilusiones.
En el enamoramiento todavía nada hay en común, todavía el
otro no surge en la dimensión de su singularidad verdadera
(no la que yo imagino), y mi propia unicidad aún no se expre-
sa. En el enamoramiento, una conmoción cava espacios para
posibles cimientos. Construir el edificio, transformar el ena-
moramiento en amor, es un proceso que necesita tiempo.
La pasión es una chispa que prende en material emo-
cionalmente inflamable y crea una llama inmediata, voraz,
espectacular, que conmueve e impresiona. La pasión se ali-
menta de lo que está más cerca, de la piel, de las apariencias,
de los sentidos. La pasión se enciende en el acto si hay com-
bustible y se apaga una vez que el combustible se agota. Pero
los fuegos que perduran no son llamas sino brasas. Cuando se
60
extingue el incendio del bosque hay tierras, piedras, troncos y
arbustos que conservan e irradian calor durante años. Mucho
después de que un cazador cobró su presa y la cocinó en el
fuego para el cual encendió la llama, las brasas permanecen.
Las llamas pueden iluminar la noche durante un rato. Las
brasas mantienen un suave resplandor y un calor constante
hasta que llega el alba. No todas las llamas, sin embargo,
producen brasas. Y para saber si lo harán, se requiere tiempo.
Si el fuego de la pasión se convertirá en brasas de amor es un
proceso que necesita tiempo.
61
¿considero que la persona que amo será siempre como
es hoy?
¿creo que el amor hace posible el cumplimiento instantá-
neo de las promesas, deseos y necesidades?
¿qué cosas han cambiado en mí, en la persona que amo y
en nuestro vínculo desde el comienzo de nuestra historia
común?
¿puedo aceptar que a un momento de alta intensidad
amorosa en mi pareja, sobrevenga un período de menor
intimidad? ¿cómo aprendí a aceptarlo? ¿qué me impide
hacerlo?
¿puedo escribir o contar la historia de cómo se produje-
ron las principales transformaciones en mi pareja?
¿recuerdo qué ocurrió y qué sentí cuando, en algún vincu-
lo afectivo, necesité tiempo para cambiar y no lo tuve?
¿me doy cuenta de qué cosas no supe esperar en algún
vínculo sentimental y cuál fue el resultado de esa actitud?
¿hice promesas amorosas “para siempre”? ¿las manten-
go aún? ¿cómo me siento respecto de ellas?
¿qué me ocurre u ocurrió en mi biografía amorosa (ya sea
estando solo o en compañía) cuando supe y pude esperar?
¿qué me ocurre u ocurrió cuando no supe, no pude o no
quise esperar?
¿qué cosas que temía en mi vínculo amoroso he dejado
de temer? ¿cómo ocurrió? ¿qué fue necesario para que
ocurriera?
62
Cuando se puede incluir al tiempo como una condición
presente del Buen Amor, el horizonte amoroso se ensancha.
Deja de estar ahí, entre los amantes, la exigencia explícita o
implícita de que todo minuto feliz debe ser congelado y con-
servado para siempre así. Esa exigencia, hecha muchas veces
en nombre de las mejores intenciones afectivas, se convierte en
una roca imposible de sostener sobre las espaldas. La única
manera de implantar la felicidad como única tonalidad del
vínculo sería eliminando el tiempo. Pero precisamente por-
que él existe se puede apostar a que así como hubo un antes
de este momento feliz, también habrá un antes del próximo.
Para llegar a él será necesario transitar el misterioso después.
Y explorarlo.
El tiempo transcurre, no es ni lento ni fugaz. Es. Su velo-
cidad consiste en una sensación de nuestro corazón. Gracias a
él podemos ejercitar el perdón, el compromiso y la esperanza.
¿Cómo experimentaría, sin tiempo, esa emoción intransferi-
ble que siento cuando regreso de un viaje y ella me espera?
¿Cómo percibir, sin tiempo, esta sensación que crece a medida
en que es ella quien está por llegar? Sin tiempo, ¿podríamos
decir, ella y yo, que gracias a que pudimos permanecer juntos
durante aquella noche oscura nos abrazamos ahora bajo este
sol? ¿De qué modo podría celebrar los descubrimientos sobre
ella, esta posibilidad de mirarla en nuevas dimensiones, sin
el transcurrir del tiempo? ¿Y hubiera llegado ella a encontrar
estos aspectos de mí que desconocía y que yo no podía o no
sabía aún expresar?
63
Si no nos damos tiempo para amarnos, ¿sabríamos cada
uno a quién ama?; ¿sabríamos cada uno qué ama y por qué es
amado? ¿Podríamos asistir a la maravilla de vernos evolucionar,
crecer, transformarnos ante los ojos, los oídos, la boca, el cuerpo
y el alma del otro? Si mi vida no se extendiera en el tiempo, si
no atravesara colinas y valles de tiempo, días y noches de tiem-
po, tormentas y primaveras de tiempo, desiertos y vergeles de
tiempo; si no fuera un viaje permanente en el tiempo, un viaje
en donde transitar es más importante que llegar, ¿cómo podría
decirle que ella es el amor de mi vida? ¿Cómo podría saberlo,
cuáles serían mis puntos de referencia si no existiera yo en el
tiempo, si no estuviéramos transitando juntos en el tiempo?
el encuentro
65
¿Qué buscamos cuando nos internamos en estos rastreos
afectivos? Hay tantas respuestas como personas. Seguridad,
ternura, compañía, protección, admiración, certeza, calor,
diversión, pasión, apoyo, armonía, paz, la lista puede tornar-
se infinita. Y también puede caber en una palabra: felicidad.
Nada más y nada menos.
La felicidad tendrá una cara, un cuerpo, un nombre.
Alguien será motivo, origen y destino, fuente y receptáculo
amoroso. Alguna vez ya me ocurrió. O nunca. Pero les ha
pasado a otros. ¿Por qué no a mí? Y la danza de la búsqueda,
espiral infinita, se prolonga. No solo buscan los que están
solos. Hay quienes en un momento creyeron haber encontra-
do y ahora, acompañados por esa persona, se sienten insa-
tisfechos. Y se dicen que éste no fue el encuentro verdadero,
que aún deben seguir buscando, que reconocerán la señal y
entonces, sí, esa vez será.
La búsqueda amorosa. Una curiosa, constante experien-
cia humana que demanda energía, consume sueños, alimenta
desencantos, fomenta ilusiones, impulsa audacias, motiva
frustraciones, alienta expectativas. Todo lo que necesitas es
alguien a quien amar, dicen las canciones, los poemas, ciertos
gurúes y los consejos mejor intencionados. Tus heridas sana-
rán cuando alguien te ame, auguran. Hay una promesa que
se nos hizo a cada uno en algún momento (¿quién?, ¿cuándo?,
son respuestas personales). Esa promesa dice: encontrarás tu
amor.
Y allí andamos, buscando. Buscando para encontrar. Es
tan imperiosa la promesa en la que creímos, que la búsque-
66
da amorosa rara vez admite la posibilidad de finalizar sin
“éxito”. ¿Qué es el éxito? ¿Encontrar sí o sí? ¿No permane-
cer solo más tiempo del que pueda resultar sospechoso ante
la mirada de los demás?. ¿No estar solo mientras hay otros
que han consumado su encuentro? Si busco para encontrar,
más tarde o más temprano encontraré. Porque el que busca
encuentra. Lo que no se puede anticipar es qué, a quién,
cómo, para qué, para cuánto, a qué precio.
67
Creo, también, que son las búsquedas no condicionadas,
abiertas, las que nos permiten exponer nuestra creatividad,
nuestra más depurada intuición, nuestra sensibilidad más
fina. Si busco una amante o a una amada preconcebida, solo
podré ver lo previsto. Estaré ciego ante la diversidad, ante
lo diferente, ante lo imprevisible, ante lo insospechado. Me
encontraré prisionero de mi urgencia, de mis esquemas, de
las exigencias internas que proyectaré sobre la otra persona.
Veré lo que quiero ver.
“Todas las histéricas se cruzan en mi camino”, dice uno.
“Todos los fóbicos me tocan a mí”, responde la otra. “Otra que
se aprovechó de mi generosidad”, resuena el eco de un tercero.
“Otro lobo disfrazado de cordero”, clama una cuarta. “Tengo
una increíble mala suerte en mis elecciones”, se lamentan todos
ellos en un bien afinado coro.
¿Tienen mala suerte? ¿Acaso no se proponían encontrar
a alguien? Y lo encontraron. Y encontrarán a otro y a otra
y a otro y a otra. Porque han hecho del encuentro un requi-
sito. Buscaron sin libertad para no encontrar. En realidad el
encuentro con otro es una de las más delicadas, fascinantes y
sagradas obras de ingeniería espiritual que pueden acontecer
en la experiencia humana. Un error de apreciación, una señal
ignorada, una maniobra forzada producen el derrumbe, el
dolor, la frustración, la herida en el alma.
El encuentro es mucho más que la simple coincidencia en
un lugar y en un momento. En mi opinión, una verdadera
concurrencia empieza a producirse cuando dos personas pue-
den permanecer una ante la otra exponiendo progresivamente
68
sus diferencias, sus aspectos incompletos, sus características
singulares, sus cualidades intransferibles, sus necesidades
impostergables, sus recursos propios, sus facetas inexplica-
bles, sus rasgos inesperados, sus atributos incomparables.
Cuando, siendo los que son y no los que deberían ser, pueden
elegirse y ser elegidos.
Nada de esto puede saberse ni garantizarse ni predetermi-
narse al iniciar una búsqueda. Las búsquedas que se dibujan
como flechas y parten hacia blancos previstos, cuando se des-
vían o no aciertan en el centro exacto, son solo flechas perdi-
das. Las que toman la forma de un hilo de cometa explorarán
cielos despejados o tormentosos y podrán elevarse hasta casi
perderse de vista o, simplemente, no levantarán vuelo porque
ese no es el día, el lugar ni el viento indicado y esperarán otra
oportunidad para remontarse.
69
y honesto resulta el encuentro que soy capaz de sostener con mi
propia identidad, más afinados están mi atención, mi intuición y
los recursos de mi inteligencia y de mi espíritu para conducirme a
un encuentro con otra persona. Y este ejercicio no necesariamente
es percibido ni ofrece indicios a la mirada exterior, a la expectati-
va, a la exigencia, al deseo o a las prescripciones de los otros. Por
el contrario, muchas búsquedas agitadas, llamativas y espectacu-
lares, pueden no ser sino ejercicios de fuga. Huyo de mí, del
encuentro pendiente conmigo, corro hacia alguien. Si es necesario
me convenceré de que amo a esa persona. O creeré que me ama.
Una búsqueda sin encuentro precipita a la siguiente. Y
ésta a la que continúa. Así, cuando el primer paso de una bús-
queda no es el encuentro previo con mis propias necesidades,
recursos, capacidades, gustos, sentimientos, emociones, sen-
saciones y registros, crecen las posibilidades de que el intento
sea vano o ilusorio.
Esas son las búsquedas sin encuentro. Para muchos ter-
minan por convertirse en mecanismo de repetición. Son bús-
quedas seriales. Una vez producido el aparente “encuentro”,
la persona-objeto encontrada no tarda en perder su signifi-
cado e inmediatamente surge la “necesidad” de apartarse de
ella y volver a buscar. Abandono o soy abandonado. Con
frecuencia estas son dos caras de un mismo mecanismo, el
que me reinstala en el ejercicio de la búsqueda.
Frente a esto aparecen los encuentros sin búsqueda. Sue-
len ocurrir cuando estoy transitando un momento de armo-
nía, de equilibrio íntimo, cuando me siento en paz con mis
recursos y con mis limitaciones, cuando hago de ellos el capi-
70
tal con el que construyo el tramo presente de mi existencia.
En esas circunstancias mi capacidad de atención y de registro
se hacen más precisos, más finos, más sensibles. No necesito
estar pendiente de ellos, poniéndolos continuamente en foco.
Solos, flotan y captan los matices del horizonte. A mi vez me
hago más perceptible, puedo ser registrado, sin proponérme-
lo, por la intuitiva captación de un alguien que camina en
dirección coincidente. El encuentro es, entonces, una conse-
cuencia natural y necesaria de esa marcha común.
71
¿creo que los encuentros no deben posponerse?
¿aumento la intensidad y la velocidad de mis búsquedas
cuando siento que no puedo estar solo?
¿creo que una persona tiene lo que siento que me falta?
¿busco a una persona determinada para hacerla objeto
de mi impulso amoroso?
¿tiendo a adaptarme a las expectativas de alguien cuan-
do creo que esa es la persona que yo buscaba?
72
nes que propulsa, por la capacidad de cuidado, de respeto, de
aceptación, de creatividad afectiva y por las potencialidades
emocionales, por la capacidad de comunicación y de contagio
y por la múltiple y variada fecundidad que despierta en los
amantes.
Un encuentro así no nace de una estrategia. Tiene sus semi-
llas en la exploración íntima y singular que cada amante ha
hecho previamente de sí mismo, en la consideración que ha teni-
do por sus propios tiempos, ritmos y necesidades, en la atención
con la que escuchó a sus voces internas, en el respeto con que
registró sus diferentes y divergentes aspectos hasta reconocerse
como una persona perfectamente incompleta. Porque cuando el
encuentro ocurre, son dos perfectas imperfecciones humanas,
singulares y diversas, las que se cruzan en un punto único de
sus existencias.
73
8ª Condición Del Buen Amor
la responsabilidad
75
a los favorecidos. Son aquellos quienes suelen andar por la
vida reiterando quejas, lamentos y reproches.
Si afinas el oído los escucharás, y hasta es probable que te
puedas oír diciendo frases como “Me hizo muy infeliz”, “Me
hizo la vida imposible”, “Abusó de mi amor”, “Mi destino
es sufrir”, “Se aprovechó de mi ingenuidad”, “Me engañó
desde el principio”, “Eso me pasó por confiar”, “Estoy atra-
pado por la mala suerte”, y toda una larga y amplia gama de
variaciones sobre el mismo tema. Acompaña habitualmente a
este tipo de afirmaciones, otra creencia (también muy común,
aunque no se la mencione mucho en voz alta): el amor y la
felicidad son para los demás. Los finales felices les tocan a los
otros. No estoy en la lista de los elegidos. De ahí a considerar
que mi pareja es “mi peor es nada”, mi “mal necesario”, hay
un paso muy corto y muy transitado.
Nuestra cultura amorosa está teñida por la idea de que el
amor y el destino van de la mano. En realidad, la vida y el desti-
no están hermanados pero, según creo, por razones opuestas
a las que solemos esgrimir.
Las frases que mencioné antes y las actitudes que las acom-
pañan tienen un patrón común. En ellas está ausente la res-
ponsabilidad de quien las dice. El acento está puesto en lo que
la otra persona me hizo. Ella es la causante de mi pena, mi
decepción, mi pesar, mi frustración, mi dolor, mi desilusión.
Del mismo modo en que –desde esa perspectiva– puede serlo
también de mi alegría, mi goce, mi ilusión, mi esperanza, mi
felicidad. Y así como soy quien dice todas estas cosas acerca
del otro, puede ocurrir que sea él o ella quien las diga de mí.
76
UÊ HIPÓTESIS: las ideas habituales acerca del amor en nues-
tra cultura refuerzan la creencia de que mi amado-amante
es el responsable de mi felicidad, y viceversa. desde cual-
quiera de los dos lados que se mire esta afirmación, ella
conduce a la conclusión de que la más importante es la
otra persona, ya sea porque dependo de ella o depende de
mí. Esta es una idea de la responsabilidad como obliga-
ción o dependencia.
77
cargo de sus actitudes, puede sostenerlas con argumentos y
con nuevas actitudes. El responsable actúa a partir de ciertas
preguntas básicas
¿puedo?
¿quiero?
¿tengo?
¿necesito?
¿siento?
¿sé?
78
UÊ HIPÓTESIS: no puedo ser responsable por la satisfac-
ción de la otra persona ni por hacerla sentir completa.
No puedo ser responsable “por” el otro, pero el otro está
incluido en mi noción de responsabilidad, porque ésta
significa no dañar a sabiendas, no prometer lo incumpli-
ble, no manipular.
79
Cuando devengo responsable, me convierto en una perso-
na enraizada en su aquí y ahora, conectada con sus sostenes
reales, emocionales, afectivos, mentales, físicos, espirituales
y psicológicos, me asumo completo con mis carencias, posi-
ble con mis imposibilidades, y mi encuentro con Otro en un
vínculo de amor será un encuentro para la celebración de lo
posible, sin reproches ni culpas por lo imposible.
Según mi perspectiva, se puede reconocer la presencia de
la responsabilidad en el amor en la medida en que van des-
apareciendo los reproches y las culpas. Cuando alguien me
designa el “responsable” de su felicidad, me asalta el miedo.
En esa misma “prueba de amor” está encerrado el riesgo
mayor: mañana puedo ser nombrado el culpable de su des-
gracia. Entre la gloria y el infierno de los amores “irresponsa-
bles” hay apenas un paso, generalmente engañoso, ambiguo,
confuso y, sobre todo, tentador.
Cuando la responsabilidad está ausente, no solo puede
ocurrir que yo quiera ignorar mis imposibilidades y carencias
o que pretenda que la otra persona se haga cargo de ellas.
También puedo desconocer mis potencialidades y atributos,
desaprovecharlos por no registrar su existencia. Es que la
responsabilidad se erige sobre la integración. Soy responsable
cuando actúo desde la totalidad de mis aspectos, desde los
polos que me constituyen, cuando puedo recuperar los aspectos
ignorados, alienados, desvalorizados, no reconocidos (y, por
lo tanto, colocados “afuera”) de mi personalidad. Integrarme
es llegar al fondo de mis sensaciones, de mis sentimientos,
de mis emociones y hacerme cargo entonces de mis pensa-
80
mientos, de mis palabras y de mis acciones. Integrado, soy
responsable. Un amor responsable es, en mi conclusión, aquel
que integra a los amantes en todos sus aspectos y en el que
ellos así se aceptan.
Esto, para mí, es diferente de lo que habitualmente se
entiende por “compromiso” y que suele terminar en una serie
de recriminaciones, inculpaciones, reproches y desilusiones.
El compromiso que suele exigirse ante la posibilidad de un
vínculo sentimental, se parece a menudo a la obediencia. Se
piden seguridades, obediencia, previsibilidad. Y se le llama
a eso “estar comprometido”. Yo creo que el compromiso
auténtico y profundo, como otros aspectos importantes del
Buen Amor, es un punto de llegada. Es producto, es efecto,
es consecuencia de un camino de conocimiento y aceptación
recorrido en común. Puedo empezar una relación “compro-
metiéndome”, pero eso nada tendrá que ver con el curso
profundo de mis sentimientos. Ese tipo de compromiso sim-
plemente asegura el cumplimiento de una conducta. “Te seré
siempre fiel”, dice un amante. “Te querré para toda la vida”,
escucha el otro. Quizás el primero cumpla, porque sus creen-
cias le dicen que se debe hacer lo que se promete cueste lo
que cueste y caiga quien caiga. Y acaso viva atormentado
entre esa promesa y sus sensaciones y emociones, fiel pero no
feliz. Se pueden “comprometer” conductas, pero no se pue-
den comprometer sentimientos. Despreciar esta diferencia ha
sido y es el origen de mucho sufrimiento amoroso. Si te amo,
si aprendo cada día a respetar tus misterios y a percibir cómo
respetas los míos, si nos reencontramos cotidianamente en
81
el presente constante de nuestra existencia compartida, si
nuestras diferencias alimentan nuestra unión, si nos amamos
con Buen Amor, te seré fiel, me serás fiel y no será necesario
firmarlo en ningún lugar. Esa fidelidad será una consecuencia
necesaria de nuestro Buen Amor, será una forma natural de
ejercitar nuestro compromiso, será, sencillamente, un acto
de responsabilidad. Y no el único ni el último.
82
9ª Condición Del Buen Amor
la compañía
84
estaría dispuesta a satisfacerlo. A continuación, también se
durmió. Cuando despertó estaba sola, él se había ido. Los
ruegos de ella se habían cumplido.
¿Tiene moraleja este pequeño cuento? No sé si debe lla-
marse moraleja. Es apenas una evidencia: al buscar a su
“alguien” huyendo de la temida soledad (o “fracaso”) no
había pensado en ella y al rogar por la felicidad no lo había
hecho por la de ella, sino por la de él. Otra vez, el carro ade-
lante del caballo.
85
lo demás viene solo”. Mi idea es diferente: creo que a quien
primero debo encontrar es a mí mismo. Para eso podría pre-
guntarme, por ejemplo:
86
debería empezar, como ocurre con las leyendas de la mitolo-
gía amorosa.
Del modo en que nos enseñaron a amar (en verdad no nos
enseñaron, simplemente aprendimos), lo importante no es el
camino, sino caminar con alguien. Creo que el Buen Amor
invierte esos términos. Primero es el camino y después la
compañía.
87
sentiré y captaré con profundidad su presencia), se manten-
gan alertas y lúcidos.
Quizá no es necesario estar acompañado al abordar el
camino, después de todo se trata de un sendero personal, pro-
pio. La compañía es un resultado de la marcha. Todos somos
únicos, originales, singulares. Pero si solo nos detuviéramos
en eso, estaríamos condenados a la soledad. Lo mismo que
nos da un valor singular sería lo que nos condenara a la impo-
sibilidad del contacto con el Otro. Sin embargo, hay algo que
nos es común a todos: nuestra condición de humanos. La
materia prima esencial de la que estamos hechos, la argamasa
de nuestros sentimientos, nuestros sueños, nuestra memoria,
nuestros atributos existenciales. Esa materia prima es la que
se modela de una manera irreemplazable y única en cada uno
de nosotros. Y es, también, la que nos rescata del aislamiento
último, de la imposibilidad del encuentro.
Esta humanidad esencial y común que nos conforma es la
que me permite confiar en que jamás seré el único caminante
de la travesía que ejecuto en este tramo de mi vida. No todos
van hacia donde voy, porque son infinitos los senderos que se
abren en la vida. Pero sí hay otros que van. Algunos han par-
tido antes que yo, otros después. Algunos vienen del mismo
lugar del que provengo, otros llegan desde diferentes bús-
quedas y direcciones. En ciertas etapas del camino marcharé
solo, en otras confundido en una multitud, en otras junto a
un único y esencial compañero.
Si mi camino está pavimentado de conciencia y de verdad,
encontraré acompañantes. Encontraré a mi acompañante.
88
Será alguien que va en la misma dirección por elección pro-
pia. Nos encontraremos en el camino y no para el camino.
Este no es el famoso (y frustrante) encuentro de las almas
gemelas. Este es un encuentro de almas complementarias.
Capaces de marchar por sí mismas, no forzadas a seguir
una dirección, estas almas habitan en seres que eligen, que
se eligen.
Este acompañamiento entre seres complementarios no se
basa sobre la necesidad de rellenarse el uno al otro, ni sobre la
de suplirse carencias, son seres completos (o, como ya escribí,
perfectamente incompletos) que no funcionan el uno como
prótesis del otro.
Según lo entiendo, el Buen Amor se instala entre dos per-
sonas cuando cada una de ellas transita su camino verdade-
ro, sigue su rumbo propio y esencial...Ese es el camino del
encuentro. Es también la verdadera forja del propio destino.
Creo que el destino es lo que va quedando a nuestro paso
como testimonio y construcción de nuestras elecciones. No
está adelante, como promesa; está detrás, como evidencia. Mi
amada-amante-compañera no estaba prefijada en mi vida, no
me estaba destinada de antemano. Pero es parte de mi destino.
Me encontré con ella porque vine por este camino, porque
teníamos un rumbo común, en el que nuestras marchas encon-
traron su punto de convergencia. No la elegí para este camino,
no me eligió para ir hacia donde va. Vamos juntos, nos unimos
en una marcha que cada uno debe hacer por sí mismo, que
cada uno se debe a sí mismo, pero que podemos hacer en res-
petuosa, nutriente, sanadora y amorosa compañía.
89
UÊ ARGUMENTO: la compañía es condición y confirma-
ción del Buen Amor. La compañía es condición y jubi-
leo del buen amor. La compañía es condición y celebración
del buen amor. La compañía es consagración de los mis-
terios y de la aceptación, de las diferencias y del tiempo,
del encuentro entre un yo y un tú que se complementan
con responsabilidad. como condición del buen amor, la
compañía es la respuesta luminosa a las dos preguntas fun-
damentales del aquí y ahora de nuestro tránsito existencial.
Dos preguntas que necesitan verse expresadas en un orden
único e irreversible:
UÊ·>V>Ê``iÊiÃÌÞÊÞi`¶
UÊ¿Quién me acompaña?
Según sea mi respuesta, encontraré mi definición perso-
nal y única del Buen Amor.
90
ORACIÓN DEL ENCUENTRO
de Sergio Sinay
(Basado en la Oración Gestáltica de Fritz Perls)
91
nuestras diferencias
y de celebrar juntos
nuestros misterios
podremos caminar
el uno junto al otro
ser mutua y respetuosa
sagrada y amorosa
compañía
en nuestro camino
Si eso es posible
puede ser maravilloso
Si no
no tiene remedio
92
Índice
Introducción
EL AMOR, NUESTROS AMORES, EL BUEN AMOR . . . . . . . . . 9
Muchas gracias
Sergio Sinay
E-mail: sergio@sergiosinay.com
Impreso en Primera Clase Impresores
Calfornia 1231 - Capital Federal
Marzo de 2012
3000 ejemplares