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LAS CONDICIONES

DEL BUEN AMOR


Sergio Sinay

LAS CONDICIONES
DEL BUEN AMOR
Sinay, Sergio
Condiciones del buen amor / Sergio Sinay; dirigido por
Tomás Lambré.- 1ª ed.- Buenos Aires: Del Nuevo Extremo, 2012.
96 p.; 19x12 cm.

ISBN 978-987-609-311-8

1. Superación Personal. I. Lambré, Tomás, dir. II. Título.


CDD 158.1

© 2009, Sergio Sinay


© 2012, Editorial del Nuevo Extremo S.A.
A. J. Carranza 1852 (C1414 COV) - Buenos Aires - Argentina
Tel / Fax: (54 11) 4773-3228
e-mail: editorial@delnuevoextremo.com
www.delnuevoextremo.com

Imagen editorial: Marta Cánovas


Diseño de tapa: M.L.
Diseño de interior: Marcela Rossi

ISBN: 978-987-609-311-8

1ª edición: marzo de 2012

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta


publicación puede ser reproducida, almacenada o
transmitida por ningún medio sin permiso del editor.
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Impreso en la Argentina - Printed in Argentina


A Marilén, por nuestro Buen Amor

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El requisito del amor duradero
es seguir prestando atención a una
persona que ya conocemos bien.
Prestar atención es, fundamentalmente,
todo lo contrario de dar por sentado;
dar por sentado es la causa principal
de mortalidad de las relaciones amorosa.

Sam Keen
Una nueva introducción
para las mismas cuestiones

El amor, nuestros amores, el Buen Amor

Cuando se publicó la primera edición de este libro, hace


varios años, dejé en claro que no pretendía ser una prescrip-
ción amorosa, un decálogo acerca del amor ni un código
sobre los vínculos afectivos. La mejor manera que encontré
para describirlo fue decir que era la exposición ordenada de
una serie de reflexiones, de vivencias, de sensaciones, de com-
probaciones y descubrimientos que yo había recogido de mi
propia experiencia amorosa. Y que eso se complementaba
con el aprendizaje obtenido a lo largo de años de compartir
amistades y vivencias, de ser acompañante privilegiado de
hombres y mujeres que en talleres, seminarios, laboratorios
y otras experiencias que he diseñado y coordinado, protago-
nizaron y protagonizan la siempre renovada y conmovedora
exploración de sí y de sus vínculos. Hoy aquella descripción
de Las condiciones del Buen Amor sigue vigente. Lo com-

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pruebo con emoción, con satisfacción y con serenidad en mi
espíritu. Desde entonces mi exploración personal y profesio-
nal continuó, se confirmaron intuiciones y certezas que están
en este libro, se presentaron y abrieron otras, se plasmaron en
nuevos textos. En definitiva, estoy convencido de que todos
son capítulos de un libro único, siempre en proceso, inaca-
bado, inacabable, que bucea en la cuestión de construir un
Buen Amor.
¿Por qué Buen Amor? ¿Es necesario anteponer Buen a la
palabra Amor? La experiencia me dice que sí, por lo menos
hasta que vayamos transformando nuestros hábitos de rela-
ción en una experiencia nutricia, reparadora, fecunda.
Mientras tanto, no deja de ser llamativo, y preocupante,
el malestar amoroso que tiñe el escenario de los vínculos
emocionales entre las personas. Lo digamos o lo callemos,
lo tengamos consciente o en la ignorancia, lo admitamos o lo
neguemos, con aceptación o rebelándonos, advierto que la
gran mayoría de varones y mujeres estamos inquietos por
el rumbo de nuestra vida afectiva. Los que están en pareja
muchas veces viven esa experiencia como un mal necesario
(peor es nada) y con la sospecha de que la felicidad está en
otra parte. Quienes se encuentran solos, con mucha frecuen-
cia creen que el remedio para todas sus inquietudes estará en una
pareja, y desplazan o postergan todo lo que no vaya en esa
dirección. Hay otros que van de desencuentro en desencuen-
tro echándole la culpa al destino, a la mala suerte o a los
defectos de los demás (que, según ellos, son “fóbicos”, “his-
téricas”, “egoístas”, “abusivos”, “aprovechadores”, etc.).

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Todos, con buena fe, con sinceridad, con tozudez o con
resignación, insisten en creer en el amor o terminan por des-
creer de él. Pero ¿qué es el amor? Desde que existe la especie
humana, poetas, filósofos, psicólogos, bioquímicos, teólogos,
pensadores de diferentes orígenes y orientaciones y opinólo-
gos de ocasión han intentado capturar en una definición a esa
categoría que, finalmente, se revela inapresable. Cualquiera
de esas definiciones es el amor, y ninguna lo es.
Me he preguntado y me pregunto qué es el amor. He ido
acercándome lenta y progresivamente a algunas conclusiones
que me gustaría compartir aquí:

1. Toda corriente, sensación, energía, sentimiento, emoción,


vivencia, experiencia o impulso que reciba el nombre de
amor necesita de la existencia de por lo menos dos seres
para manifestarse.

2. Esa manifestación es la de una energía por la cual una


persona hace por otra algo que a ésta le hace bien. La per-
sona que recibe ese bien, en forma natural hace cosas que
al otro le generan bienestar. En esa interacción se genera
un círculo fecundo de cuidado, de atención, de respeto,
de sanación en el que ninguna de las dos partes se apega
al resultado de sus acciones. Éstas nacen del desapego y
lo que generan se llama amor.

3. Cuando las acciones que se hacen por el otro esperan un


resultado, una devolución, una equivalencia; o cuando

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lastiman, descalifican, desmerecen, someten o poster-
gan, no merecen llamarse amor, aunque se invoque ese
nombre. Son, en todo caso, manifestaciones de un “mal
amor” (así, con minúscula y entre comillas).

El olvido de estas cuestiones provoca mucho daño y confu-


sión. Así, hay personas que se precian de su gran “capacidad
de amar”, pero jamás establecen un vínculo real con otro. U otras
que van por el mundo exhibiendo sus heridas, pérdidas, des-
engaños y penitencias amorosas como si fueran medallas. Lo
peor es que, a fuerza de persistir en esta ignorancia afectiva,
se han creado ciertas leyendas y creencias glamorosas según
las cuales pareciera que sufrir por amor es amar “más”, o
“mejor”, o más “profundamente”. Se ha llegado a instalar una
peligrosa confusión y de acuerdo con ella pareciera que quien
no ha sufrido no ha amado. Lo único cierto es que quien tanto
sufre o ha sufrido en sus vínculos amó mal, fue mal amado o,
sencillamente, no ha accedido a la experiencia siempre nutricia
y reparadora, siempre luminosa y orientadora del amor.
Por cierto, esto no se debe a que nos guste amar de ese modo.
En realidad es el modelo que aprendimos, el que nos transmi-
tieron, el que nuestra cultura nos ha propuesto como patrón.
Sin embargo, nos debemos y nos merecemos otro paradigma
amoroso. Nos debemos y nos merecemos una reeducación afec-
tiva que nos saque de esta precariedad y de este analfabetismo
emocional. Nos debemos y nos merecemos ese aprendizaje. Nos
hemos dañado, acaso hemos dañado a otros, encandilados por
modelos de vinculación afectiva precarios que nos prometían el

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Gran Amor de Nuestra Vida, como en las películas, como en las
novelas, como en los cuentos de hadas. Un “Gran Amor” que
llene el vacío de nuestras vidas sin amor, que nos arranque de la
experiencia real y nos deposite en otra dimensión. No obstante,
lo que de veras nos debemos es Buen Amor, real, que transcurra
en nuestras vidas cotidianas, en nuestros escenarios habituales,
en nuestras vigilias regulares.
Escribí este libro por primera vez con la intención precisa
de proponer un cómo posible a nuestra experiencia amorosa.
¿Cómo podemos amarnos de una manera afectivamente nutri-
cia, emocionalmente sanadora, fortalecedora, enriquecedora y
transformadora? El solo planteo de esta pregunta nos permite
empezar a rastrear nuestros recursos y potencialidades amorosas,
nos pone en contacto con nuestra interioridad esencial, nos saca
del pantano de las ilusiones apasionadas que suelen ser el camino
más directo hacia la frustración, el dolor y la suma de heridas.
En lugar de preguntarme “por qué” me pasó lo que me
pasó en mi tránsito afectivo, quizá me resulte más iluminador
plantearme cómo encarar en el aquí y ahora de mi vida mi
vínculo con el otro. Sobre qué condiciones esenciales fundar
esa relación. Esas son las que llamo condiciones del Buen
Amor. Cuando hurgo en los “por qué”, me encuentro girando
en un círculo vicioso de interpretaciones tan válidas o inváli-
das una como la otra. Cuando me planteo el cómo, tengo una
conexión inmediata con mi presente, con quien soy hoy, con
lo que tengo, con lo que necesito, con lo que puedo, con lo
que siento, con lo que puedo transformar. ¿Cómo, entonces,
empezar a transfigurar nuestro paradigma afectivo? A partir

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del respeto por ciertas condiciones esenciales para la cons-
trucción de un Buen Amor.
Insisto en hablar de Buen Amor y hago de esto una cues-
tión de principios. Todos hemos visto y experimentado varia-
das formas tóxicas, dañinas, limitantes de algo que suele
llamarse amor. Si eso puede denominarse así, creo que tene-
mos el derecho a otra cosa, a una energía que puede identifi-
carse como Buen Amor; pienso que podemos aspirar a ser sus
protagonistas, sus dadores y receptores.
Hasta tal punto lo creo, que la búsqueda de caminos hacia ese
destino y la construcción de mapas orientadores se convirtió en
una tarea que me convoca y me estimula. En mi trabajo me toca
acompañar, orientar, atestiguar y ver cómo relaciones dolorosas
se convierten en vínculos de Buen Amor. Después de este libro, mi
propio aprendizaje y mi propia experiencia me permitieron escri-
bir Vivir de a dos o el arte de armonizar las diferencias. Son dos
tramos conectados y vinculantes de un mismo mapa, dos testimo-
nios de una misma búsqueda, dos expresiones complementarias
de una misma convicción. Aquel libro no habría sido posible sin
éste. Las condiciones del Buen Amor iba al encuentro, desde el
vamos y acaso sin saberlo, de Vivir de a dos.
Hay factores esenciales, comunes en todas las vidas y expe-
riencias humanas, que nos permiten encontrarnos y bienamar-
nos. Este libro gira en torno de ellos. Es, en suma, una propuesta
para hacer del amor un fruto de nuestra propia elección y respon-
sabilidad. Para que dejemos de ser objetos del azar y de la igno-
rancia emocional y nos convirtamos en sujetos amorosos plenos,
concientes, amados y amantes por propio derecho y elección.

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1ª Condición Del Buen Amor

la primera persona

Si no soy yo quien siente lo que siento, ¿quién?


Si no soy yo quien vive lo que vivo, ¿quién?
Si no soy yo quien habla por mí, ¿quién?

Hay una persona con la que cada uno de nosotros va a vivir


durante todo el tiempo que dure su existencia: consigo. Puede
haber quien tome esto como una buena noticia y quien lo
reciba como una penitencia. Depende de la persona y del
momento presente de su vida. Se puede hacer cualquier cosa
con esta afirmación (celebrarla, temerla, ignorarla, alabarla,
negarla), menos invalidar su certeza.
No soy un inquilino de mi ser. Soy el dueño de casa.
Quizá esto suene obvio. Y es por esa razón que viene al caso
repetirlo. Con frecuencia confundimos lo obvio con lo que
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imaginamos, con lo que pensamos, con lo que creemos, etc. Lo
damos por sentado, por sabido y, en consecuencia, lo obvio
termina por ser lo que no se ve, lo que se ignora. Si le devol-
vemos su verdadera obviedad a la primera frase de este texto,
queda en claro que todas las demás personas que pasen
por mi vida o por cuyas vidas yo pase, serán transitorias en
mi biografía. Esto incluye a padres, hijos, amigos, enemigos,
maridos, esposas, amantes, a todos. En algunos casos esa
transitoriedad puede ser efímera y en otros puede asociarse a
la eternidad. Pero, en definitiva, con quien comparto todos
los segundos, de todos los minutos, de todas las horas de
todos los días de todas las semanas de todos los meses de todos
los años de mi vida, es conmigo.

UÊ CONSECUENCIA: Nadie está más autorizado que yo


mismo a hablar de mí.

¿Qué puedo hacer con esto? Puedo elegir el absoluto silen-


cio sobre mí, puedo entrar en pánico o puedo ejercer esta auto-
rización que viene de la vida y no de algún funcionario, jefe,
padre o maestro. También esto suena obvio y, sin embargo,
gastamos buena parte de nuestra energía, nuestra creatividad
y nuestro tiempo en desautorizarnos, en evitar hacer afirma-
ciones acerca de nuestros deseos, sentimientos, sensaciones o
pensamientos por temor a que no sean ciertos, o correctos,
o deseables. A cambio de esto, algunas personas buscan que
alguien (un superior, un mayor, un especialista, un gurú) les
diga lo que ellos deberían expresar de sí mismas; es decir, que

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les den un libreto para manejarse por la vida como persona-
jes de una película (dirigida por otro). Ceden sus derechos de
autor sobre sí.
Otras personas optan por el silencio en aquellos momen-
tos y circunstancias en que sería importante que manifestaran
sus deseos, necesidades, expectativas, diferencias o ideas.
Hay quienes no eligen el silencio pero lo reemplazan por
pedidos, ofrecimientos, expresiones, opiniones o afirmacio-
nes que no reflejan de verdad lo que acontece en el interior de
ellos, sino lo que creen que el otro u otros espera o esperan.
Existen aquellos que omiten, callan, cancelan o postergan
hablar de y desde sí porque creen que eso se llama yoísmo y
que tal cosa es sinónimo de egoísmo, de prepotencia, de falta
de respeto por el otro, de egolatría, etc.
Cuando tomo alguna de estas actitudes, pueden suceder
dos cosas: a) que yo quede inexpresado; b) que alguien hable
y actúe en mi nombre (aunque yo esté de cuerpo presente).

UÊ CONSECUENCIA: Cuando abandono el protagonismo


de mi propia vida, no soy yo quien la cuenta. Pasa a ser
un relato de los otros.

Si cada vida es una historia singular, original e inédita,


el único que puede narrarla en primera persona es quien la
vive. Y ese narrador protagonista no puede ser desmentido.
Si cuando narro los actos de mi existencia, amaso ese relato
con la rica materia prima de mi memoria, mis sentimientos,
mis deseos, mis sueños, mis pesadillas, mis dolores, mis ale-

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grías, mis luces, mis oscuridades, mis sentimientos, mis pen-
samientos, no hay quien pueda decirme que esa no es mi vida.
Alguien podrá objetar que no es la vida que hubiera querido
para sí, que no la hubiese compartido, que le parece aburri-
da, excesivamente aventurera, rica, pobre, incomprensible,
envidiable, etc. Pero nadie que no sea yo puede decir que mi
vida no fue o no es así, nadie puede decir que no siento lo
que siento, que no recuerdo lo que recuerdo, que no pienso
lo que pienso, que no deseo lo que deseo, que no necesito lo
que registro como una necesidad. Podrán interpretar (nadie
está libre de ser interpretado por otro), pero no descalificar
ni negar mi narración.
Para que mi relato de mí mismo pueda sostenerse sobre
esos cimientos, es necesario que me ponga en contacto conmi-
go, que mantenga una continuidad de atención y de conscien-
cia sobre mis sensaciones, ideas, pensamientos, emociones,
sentimientos y necesidades. Que haga un ejercicio permanen-
te de interrogación interna sobre la base de estas preguntas:

¿cómo me siento?
¿qué pienso?
¿qué quiero?
¿qué necesito?
¿qué deseo?
¿qué puedo?
¿qué tengo?
¿qué sé?
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Acaso esto parezca tedioso o sea visto como una exigen-
cia. Sin embargo, es una cuestión de costumbre. No se nos
estimula a vivir en contacto con estos interrogantes, no se nos
incita a mantenerlos activos. Por el contrario, se nos suelen
dar las respuestas (en nombre del “amor”, la “educación”, la
“guía” o el “cuidado”) antes que las preguntas. De ese modo,
es frecuente que, como hombres y como mujeres, seamos
prisioneros de modelos y mandatos en los que sentimos,
pensamos, queremos, deseamos, podemos, sabemos, elegi-
mos y opinamos lo que “debemos”, convencidos de que es
eso lo que queremos.

UÊ CONSECUENCIA: Cuando empiezo a hacerme pregun-


tas sobre mí, comienzo a conocerme, crece mi autoridad
acerca de esta persona que soy y aparezco ante los demás
con mayor certeza.

Una de las cosas que, según observo y experimento, suelen


resultar más difíciles cuando se trata de hablar de los propios
sentimientos, sensaciones, pensamientos, necesidades, deseos,
recursos y posibilidades es asumir la primera persona. Decir
“Yo” y sostenerse en esa palabra. Lo usual es que aparezcan de
inmediato formas como “uno”, “vos”, “la gente”, “se”, “hay”,
etc. Son vaciamientos verbales del propio ser, transferencias o
evaporación de responsabilidades, despersonalizaciones que
acaban por construir diálogos llenos de sombras y carencias,
sin sujetos reales, palpitantes, actuantes, necesitados, deseo-
sos, dispuestos, presentes.

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Si el yoísmo, eso que nos prohibieron desde chicos arreba-
tándonos del contacto con nosotros mismos, es una forma de
egoísmo, ¿cómo se califica a esto que aprendimos en cambio?
En mi opinión, el egoísmo no es per se una mala palabra.
Creo que, como se sabe hoy del colesterol, hay un egoísmo bueno
y necesario, y otro nocivo y tóxico. Por empezar, la palabra
define el amor a uno mismo. ¿Eso es malo y censurable? ¿Puedo
esperar ser amado si no me amo? ¿Puedo amarme sin conocer-
me? El problema con el egoísmo comienza cuando se transforma
en egolatría, en una adoración excluyente de mí mismo, por enci-
ma, a pesar y en contra de los demás. Cuando mi ego crece hasta
un punto en el cual el otro, los otros, son ignorados, suprimidos
y descalificados. Cuando de ser yo con los otros, entre los otros,
junto a los otros, paso a ser yo sin los otros.
Entre el yo que no deja espacio a los demás y el yo que se
diluye entre ellos, hay una posibilidad deseable y necesaria:
yo sujeto de mi propia historia. Para afirmar ese espacio se
me ocurre esta definición posible:

YO es el sujeto existente que, desde la consciencia de esa


existencia, se diferencia de todo lo exterior a él y se percibe
en un espacio físico, psíquico y espiritual intransferible.

La palabra Yo aparece con la consciencia. Y la conscien-


cia es lo que nos hace humanos. Yo involucra el sentir, pensar,
querer, desear, saber, necesitar, dar, recibir. Yo es el verbo,
todos los verbos. Y los verbos se empiezan a conjugar por la
primera persona.

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UÊ CONSECUENCIA: Cuando digo Yo siento, quiero, no quie-
ro, pienso, necesito, busco, espero, deseo, puedo, no puedo,
doy, recibo, sé o ignoro, me establezco como sujeto de mi
existencia. Cuando digo Yo amo, el amor deja de ser una
abstracción, algo que existe solo, una cosa que “les” pasa
a “las” personas, la quimera que “uno” busca. Se encarna
en mí, me convierto en amante y soy el protagonista de
mi amor.

Esta es, para mí, la primera condición del Buen Amor.


Recuperar el uso de la primera persona, habitarla, autorizar-
me a ser quien soy, a sentir como siento, a pensar como pien-
so. Preñar a esa primera persona de sentido y de identidad y
saber que es única, irreemplazable, invalorable.
Cuando así no ocurre, acecha una de las trampas que habi-
tualmente convierten al amor en fuente de insatisfacciones,
desencantos y desilusión. Es la trampa del “nosotros” indiscri-
minado. Es la ilusión de que soy solo la mitad de una naranja y
de que existe en el mundo la otra “media naranja” con la cual,
cuando nos encontremos, seremos “Uno”. Pero ocurre que nin-
guna persona es la mitad de otra y que dos personas no hacen
una (mucho menos dos mitades de personas). La importancia
de conocerme y reconocerme, de registrarme y presentarme en
primera persona consiste en que, cuando lo hago, afirmo mi
singularidad como el que soy. Yo soy yo, un ser completo (capaz
de nombrarse a sí mismo) aún con sus carencias. Soy completo,
único, irrepetible y singular con lo que tengo y con lo que no
tengo. Cuando me expongo, me expreso y me manifiesto en pri-

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mera persona, lo hago de esa manera. Lo que no tengo describe
también lo que tengo, lo que no puedo describe también lo que
puedo, lo que no soy termina de describir quién soy. Dos seres
que se consideran incompletos sin el otro, no configuran una
primera persona del plural. Dos que no empiezan por ser Yo,
jamás podrán convertirse en Nosotros.
En la cotidianidad del vínculo amoroso esto significa no
sentir por el otro, no pensar por el otro, no adivinar al otro.
Significa hablar por mí, hablar de mí, expresarme y hacerme
cargo de eso. Significa no confundir amor con confluencia. Yo,
el amante y el amado, podré seguir existente y único en ambas
condiciones si un mal entendimiento del amor no me lleva a
desaparecer en el otro o a exigir la sumisión del otro en mí.
Esto significa, en fin, que yo soy yo cuando digo a la otra per-
sona qué amo en ella, qué siento, qué necesito de ella, qué puedo
dar y qué no, con qué cuento (cuando cuento con eso) y de qué
carezco (cuando no lo tengo), cuando puedo ponerle identidad
a mis acuerdos y desacuerdos, a mis alegrías y a mis tristezas y,
sobre todo, cuando aprendo que al hablar de mí, hablo de mí, no
de una regla que debe ser cumplida por el otro, así como cuando
escucho al otro puedo no juzgarlo ni interpretarlo ni calificarlo,
porque él o ella es tan único y diferente como yo y tan primera
persona para él como yo lo soy para mí.

UÊ CONSECUENCIA: El Buen Amor es posible a partir


de dos que se aman, ante todo, en primera persona del
singular.

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2ª Condición Del Buen Amor

el otro

Cuando yo soy, tú eres


Cuando tú eres, yo soy
Digo yo y escuchas tú, dices tú y escucho yo

Nacemos y morimos solos. Esto no significa que lo hacemos


olvidados, abandonados, marginados, despojados. Al nacer
podemos ser recibidos con amor por quienes nos engendra-
ron y al morir podemos ser despedidos con amor por quienes
nos rodean. Pero acaso ninguna otra experiencia humana,
ningún otro tránsito es de tal modo intransferible como el
del nacimiento y el de la muerte. Con mayor o con menor
aproximación, con mayor o con menor sinceridad, con mayor
o con menor facilidad, todas las experiencias de nuestra vida
pueden ser recordadas, pueden ser reconstruidas en nues-
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tra consciencia, pueden ser expresadas mediante palabras,
sonidos, sensaciones o imágenes de nuestra propia creación
o recreación. Pero no podemos contar ni compartir la expe-
riencia de nuestro nacimiento ni la de nuestra muerte.
Con esta afirmación no pretendo cuestionar a quienes
experimentan con técnicas que se proponen resolver esta
imposibilidad. Solo digo que, en la vivencia habitual, real y
verificable de los seres humanos promedio, en el conocimien-
to subjetivo común a la gran mayoría de los hombres y muje-
res que transitamos nuestras existencias con los recursos que
nos constituyen e identifican, el nacimiento y la muerte son
las dos experiencias extremas, inalienables, intransmisibles,
que atravesamos.
Aunque suene paradójico, compartimos este destino:
solos en el nacimiento, solos en la muerte. Solos en la llegada,
solos en la partida. Solos en una soledad esencial, inevitable,
irreductible. Quizá esta idea genere tristeza, desesperación,
angustia. Sin embargo, nada hay de horrendo en esta soledad
si podemos detenernos un instante a reflexionar sobre ella.
Ni castigo, ni estigma, esa soledad simplemente es. Nadie
puede nacer por mí. Nadie puede morir por mí. Soy prota-
gonista único de ambas instancias. Yo nazco a mi vida, yo
muero mi muerte. Yo.

UÊ EVIDENCIA: La absoluta soledad en la que nazco y en la


que muero carga de significado y de valor a mi existencia
al convertirme en un ser único, irremplazable e irrepeti-
ble. Quien quiera reemplazarme en mi vida debería ser

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capaz de un imposible: reemplazarme en mi nacimiento
y en mi muerte.

Todo lo que existe, existe en polaridades. Día-noche,


cielo-tierra, fuego-agua, blanco-negro, alto-bajo, plano-pro-
fundo, blando-duro, amor-odio, miedo-coraje, caliente-frío,
hombre-mujer... cada cual puede continuar esta lista desde
su conocimiento, su vivencia, su memoria. Es tan abarcadora
como la totalidad de lo existente. Y así como la soledad del
nacimiento y de la muerte es uno de los componentes de una
polaridad, ésta se completa con el encuentro.
Así como el nacer o morir con otro escapa a la posibili-
dad de la experiencia, resulta dolorosamente inimaginable
la idea de vivir sin otro. Los casos conocidos y comprobados
de vidas transcurridas en el más completo aislamiento, dan
prueba de la pérdida estremecedora de las condiciones bási-
cas de lo humano. Una de esas condiciones esenciales es esta:
las personas forjamos nuestras identidades, experimentamos
nuestros sentimientos, cotejamos nuestros pensamientos,
creamos nuestras fantasías, alimentamos nuestros sueños,
protagonizamos nuestras acciones en situaciones, circuns-
tancias y escenarios donde la presencia del otro es condición
imprescindible de todo aquello. Puedo elegir momentos y
espacios de soledad, privacidad e intimidad necesarios, nutri-
cios y fecundos, solo cuando ellos son el complemento de mi
convivencia igualmente necesaria con el otro, con los otros.
Amar, odiar, dar, recibir, desear, transmitir, alcanzar,
ignorar, temer, agradecer, pedir, entregar, atender, acercar,

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alejar, nombrar son apenas unos pocos, muy pocos verbos, que
solo pueden concebirse –y luego conjugarse– porque existe el
otro. Tomo el último de los que enumeré: nombrar. Si no exis-
tieran otros, si yo no existiera entre otros, ¿para qué tendría
un nombre? Mi nombre me hace uno entre otros. Sin ellos no
lo necesitaría, no hubiera existido quien me lo diera y, además,
yo mismo no podría nombrarme porque sería incapaz de ima-
ginar un nombre para mí. El concepto de nombre me sería des-
conocido e incomprensible. Un nombre se elige entre otros.
En el mismo acto en el que menciono por primera vez la
palabra yo, en el que accedo a la consciencia de su significa-
do, nace otra palabra esencial: tú. Sin tú, ¿qué significa yo? Y
sin yo, ¿podría comprender que tú eres otro?
Cuando irrumpe en mí la consciencia del yo y el bebé que
soy empieza a separarse de su madre, con la que constituía
una forma única, aparece la noción de diferencia. Se ejecuta un
acto de separación. Comienzo a tener la vivencia de que soy
único y de que solo yo existo en mí. Después aprenderé, o no,
que en ese “solo yo” se incluyen todos mis matices, versiones
y expresiones, mis aspectos, recursos y carencias. Mientras
tanto, se iniciará un tránsito que puede ser consciente o no,
pero que resulta inevitable: la búsqueda del otro. Del Otro,
con mayúscula, un sujeto, como yo soy, pero diferente de mí.
Y necesario para la constancia de mi existencia.

UÊ EVIDENCIA: nacemos solos y morimos solos, pero el trán-


sito entre ambos puntos del trayecto existencial trasciende en
la búsqueda del otro y en la consagración del encuentro.

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Algunas simples preguntas pueden ponernos de cara a
esta cuestión. Por ejemplo:

¿a quién amo?
¿por quién soy amado?
¿en quién pienso?
¿a quién deseo?
¿quién me acompaña?
¿a quién recuerdo?
¿por quién quiero ser recordado?
¿a quién quiero olvidar?
¿de quién espero?
¿a quién ofrezco?

En las respuestas puede aparecer alguien real o imagina-


rio, alguien cercano o inaccesible, alguien presente o ausente
en todos los casos se trata de Otro, un Otro, el Otro. Es posi-
ble, también, que la respuesta sea “nadie” y aun así “nadie”
marca el lugar de un Otro.
La existencia humana es inimaginable sin el Otro.
Parte de la rica paradoja de lo humano es esta convivencia
de la singularidad, de la sagrada individualidad, que va apa-
reada a la necesidad de los otros. Sin el Otro no hay pasión,
amor, deseo, ilusión, esperanza, odio, desencanto, búsqueda
ni encuentro. El Otro es otro respecto de mí, como yo soy
Otro respecto de él. Yo soy yo y soy el Otro del otro. Tú eres

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tú y eres el Otro de mí. Somos únicos, necesarios y comple-
mentarios. Somos los componentes de una ecuación mágica
y misteriosa.
Solo con detenernos a mirar el mundo, la vida, nuestros
vínculos, estas cuestiones aparecen en toda su dimensión, su
volumen y su profundidad. Y basta con olvidar que el Otro es
parte de mi propia condición de existir para que comiencen
los desencuentros, el avasallamiento, la falta de respeto, el
dolor, la frustración, la incomprensión, el desamor (que no es
sinónimo de odio), el desconocimiento.
La segunda condición del Buen Amor es, para mí, el regis-
tro permanente del Otro. Si hablar, sentir, percibir, opinar,
pensar, desear, necesitar, manifestar, expresar y pedir en
primera persona, es la primera e ineludible condición, tam-
bién creo importante recordar que ningún ser que ama puede
alimentarse solo del amor a sí mismo. Ni el más voraz de los
caníbales se come sus propios miembros para alimentarse y
vivir. Y Narciso, enamorado de su propia imagen reflejada en
el agua, acabó por hundirse y ahogarse al tratar de atraparla.
Yo me amo es solo una parte, muy importante, en la cons-
trucción del Buen Amor. Pero su potencialidad trasciende
cuando puedo también decir Yo amo a. Y la expresión Yo
amo a mí no solo es incorrecta desde la gramática; resulta
insuficiente en el lenguaje emocional.
La primera persona es condición del Buen Amor solo
cuando se convierte en la raíz desde la cual puedo elevarme
sólido, firme e identificado para acudir al encuentro con el
Otro. La primera persona del singular solo adquiere toda su

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riqueza cuando su conjugación me prepara y me nutre para
ser capaz de incluirme, sin extraviarme, en la primera perso-
na del plural.

UÊ EVIDENCIA: el buen amor es posible cuando cada uno


de dos que son únicos, singulares, irreemplazables e irre-
petibles en sus historias, en sus orígenes y en sus destinos
puede reconocer en el Otro a la condición imprescindi-
ble de su amor y puede presentarse ante él como Otro.
Entonces el verbo amar puede conjugarse –gracias al
encuentro– en primera personal del plural.

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3ª Condición Del Buen Amor

las diferencias

Porque somos diferentes somos únicos


Porque somos diferentes somos complementarios
Porque somos diferentes podemos encontrarnos

Si yo soy yo, único e irrepetible, y tú eres tú, una persona


única e irrepetible, si él encuentro entre ambos será posible
a partir de que cada uno se presente en primera persona y
de que nos podamos ver como Otro, ¿qué es lo que, siendo
distintos, nos permitirá encontrarnos?
Esta pregunta resuena, en un silencio paradójico y a veces
abrumador, en el interior de muchos hombres y mujeres.
Intenta ser acallada, postergada, evitada y, sin embargo, allí
está, persistente e insobornable en sus variaciones. ¿Qué hará
que me encuentre con alguien? ¿Qué hará que ese encuentro
31
sea posible? ¿Qué convertirá a ese encuentro en una perma-
nencia? ¿Qué hará que nos acerquemos y qué nos mantendrá
unidos? ¿Qué hará que nos elijamos?
Se puede continuar girando alrededor del interrogan-
te central. Para huir de la incertidumbre que esta pregunta
puede provocar, muchos corremos o hemos corrido a abra-
zarnos con espejismos, nos hemos aferrado a ellos, hasta que
el dolor de las heridas o del desencanto nos despertó.
Hay una creencia profundamente arraigada en nuestra
educación amorosa que ha dejado un tendal de víctimas entre
los hombres y las mujeres que somos. Es la creencia en el
“alma gemela”. Según ella, hay una réplica de mis sentimien-
tos, de mis aspiraciones, de mis sueños, de mis anhelos, de
mis gustos, de mis deseos que vaga por algún lugar de este
universo en el que habito. Algún día nuestros caminos se
cruzarán, bastará una mirada, una palabra, una actitud o un
gesto para que nos reconozcamos y en ese instante mágico,
atravesados por una flecha de poderoso magnetismo, que-
daremos unidos para siempre. Hay quienes se entregan con
fervor más evidente a esta creencia y hay quienes encuentran
modos intelectualmente más elaborados de sostenerla. Con
más impaciencia o con más lentitud, con mayor descuido o
con más prevenciones, con más fe o con más escepticismo,
los hombres y mujeres occidentales despertamos al amor con
esta creencia y transitamos nuestra experiencia sentimental
signados por ella. Hay quienes pueden desprenderse de esta
ilusión y hay quienes la sostienen como una bandera irre-
nunciable. Desde la leyenda de Tristán e Isolda en adelante

32
la mitología amorosa en la que abrevamos se alimentó en
abundancia de ella: Romeo y Julieta, Casablanca, Lady Di y
Quién-sabe-quién; la lista puede ser extendida por cada per-
sona hasta construir un vasto muestrario del amor imposible.
En verdad, pienso que la creencia en el “alma gemela” es una
piedra fundacional en la infelicidad amorosa que impregna a
estos tiempos.

UÊ INTERROGANTE: Si solo podré amar de verdad a


alguien igual a mí, y si solo podré ser amado de veras
por quien me reconozca como su igual, ¿es necesaria la
existencia del Otro en el amor, cuál es su sentido?

Es curioso, la ilusión del “alma gemela” desvaloriza de


un modo automático a lo más precioso que hay en mí: mi
singularidad. Y convierte a la experiencia amorosa en una
vivencia pobre, chata, desnutrida, alejada del descubrimiento
y del conocimiento. Si existiese ese clon psicológico y espiri-
tual de mí, la palabra Yo perdería profundidad, volumen y
significado. Extraviaría ese maravilloso don por el cual al
pronunciarla, en el eco se escucha Tú.
¿Quién es Yo y quién es Tú en este mito de las almas geme-
las? Sobre esta creencia suele edificarse, demasiado pronto y
con peligrosa fragilidad, un nosotros vacío de contenido real.
Quienes se apresuran a fundirse con su “alma gemela” suelen
hablar en un “nosotros” difuso, confuso, ambiguo, un sujeto
sin sujetos. Un nosotros condenado al raquitismo por falta de

33
la alimentación que proviene de un Yo y de un Tú reconoci-
bles y diferentes.
La búsqueda del alma gemela es la búsqueda de mi propia
imagen en un espejo que alguien sostiene desde atrás, sabién-
dolo o sin saberlo, queriéndolo o sin quererlo. A menudo el
espejo cae y se rompe. A menudo lo rompo al lanzarme sobre
él para abrazar esa imagen. En ambos casos, las heridas que
provoca su rotura son profundas y dolorosas.
La creencia en el alma gemela anula la noción de lo dife-
rente. Y, en mi opinión, son las diferencias las que pueden
generar, sostener y nutrir a un amor fecundo, sanador, crea-
tivo, reparador, iluminador.

UÊ INTERROGANTE: ¿No es lo que el amado tiene de dis-


tinto lo que me impulsa a la exploración de lo descono-
cido tal como se manifiesta en él; y no es ese impulso el
que, transformándose en una energía permanente, hace
del amor una experiencia de conocimiento?

Acaso no sea novedoso insistir en el valor de las diferen-


cias. Pero es importante. Somos diferentes, se repite con la
certeza de una lección bien aprendida. Y como ocurre con
muchas lecciones bien aprendidas, se transforma en la repeti-
ción mecánica de una frase sin contenido. Basta con advertir
a qué llamamos “diferencias” en nuestra vida cotidiana, en
la realidad de nuestros vínculos. En general aplicamos esa
definición a una serie de generalizaciones según las cuales
entendemos por “masculinas” o por “femeninas” a una gran

34
cantidad de atributos humanos. Creemos que somos diferen-
tes porque los hombres razonamos y las mujeres intuyen, o
porque ellas son receptivas y nosotros ejecutivos, o porque
nosotros somos más fuertes y ellas más tiernas, o ellas más
habladoras y nosotros más activos. Y así hasta el infinito. No
advertimos que la inteligencia y la ternura, la intuición y la
ejecutividad, la fuerza y la receptividad, la emocionalidad y
el raciocinio son cualidades de las personas, no de los sexos;
aunque no se expresen del mismo modo en los hombres y en
las mujeres, o aunque unos y otras nos permitamos algunas
de esas cualidades y nos neguemos las opuestas y viceversa.
Tomamos por “naturales”, diferencias culturales, creadas
artificialmente, que –en verdad– nos separan y nos enfrentan
mucho más de lo que nos acercan.
Creo que sabemos poco acerca de las verdaderas diferen-
cias, las esenciales e irreductibles, que nos distinguen a los
unos de las otras. Las que nos fueron transmitidas son más
bien prejuicios, creencias, rótulos y etiquetas. No son diferen-
cias, son armas para luchar en la “guerra de los sexos”, una
guerra que solo puede tener perdedores y víctimas. Somos
aún ignorantes acerca de las diferencias reales entre hom-
bres y mujeres, entre amados y amadas, entre amantes. Eso
puede ser una desventaja o una ventaja. La desventaja con-
siste en que nos conduce a múltiples, frecuentes y repetidos
desencuentros, desacuerdos y frustraciones. La ventaja es que
nadie puede enseñarnos nada de esto, está a nuestro alcance,
depende de nuestra exploración, de nuestra sensibilidad el
descubrir lo esencial de la cuestión.

35
Según advierto, hay dos tipos de diferencias en el ámbito
que exploramos en estas páginas. La primera es la que se esta-
blece entre dos personas por ser individuos distintos. Y, en el
caso de la relación amorosa, a aquel primer nivel de diferen-
cias (básico para entender y vivir cualquier vínculo humano)
se suman las diferencias de sexo. Cuando un hombre y una
mujer nos amamos, ese amor se alimenta también de este
doble juego de diferencias. Y no se trata de limarlas, sino de
aceptarlas, de respetarlas, de integrarlas.
Algunas preguntas, planteadas a tiempo, pueden ayudar
a discriminar esa desemejanza:

¿qué es mío y qué no lo es en este vínculo?


¿lo mío es excluyente o es la parte de un todo?
¿qué deseo hacer con las diferencias que advierto?
¿solo me imagino las diferencias o son un registro de mi
experiencia?
¿qué diferencias provienen de nuestras historias personales
y cuáles de nuestros distintos sexos?
¿las diferencias nos convierten en adversarios?
¿las diferencias con la otra persona me permiten conocer
en un ámbito de confianza, aspectos para mí desconocidos
de lo humano?
¿cómo sería este vínculo si no fuéramos diferentes, sería
posible?
¿la comprobación de las diferencias modifica mis sentimien-
tos; de qué manera?
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Gracias a las diferencias entre los amantes, el amor se
convierte en una forma de conocimiento. Si el sujeto de mi
amor fuera mi igual, nada sabría de él, ni a través de él, que
no fuera lo que ya sé de mí. Sus diferencias son las que me
permiten acceder a otros escenarios posibles de los sentimien-
tos, los gustos, las ilusiones, los temores, las ideas, los deseos,
las emociones. Y no da igual que yo acceda a ese conocimien-
to a través de cualquier persona, porque esta persona es la
que amo. El amor hará de éste un proceso de conocimien-
to confiado, confiable, desinteresado, intenso, permanente,
abierto, cuidadoso. Creo que tal es el verdadero significado
de la frase que dice Amar es conocer. El amado me permite
romper las fronteras de mi separatidad, de mi ser único, solo,
irrepetible e intransferible, para trascender hacia lo distinto a
través de la presencia y el acompañamiento del Otro. Esta es
la bendición que el amado trae para mí.

UÊ INTERROGANTE: ¿No es lo que mi amado, o mi


amada, tiene de diferente lo que despierta una y otra vez
mi energía amorosa? ¿No es el descubrimiento de sus
nuevos aspectos distintos lo que me va impulsando hacia
él, o ella, no son esos aspectos lo que lo hacen una y otra
vez atractivo para mí? ¿No es por aquello que me distin-
gue de él, o de ella, por lo que me ama y por lo que una
y otra vez vuelve a asomarse a mi profundidad?

Dos que fundan un amor, son dos que fundan un país


nuevo en un territorio virgen. Llegan a ese país desde patrias

37
diferentes, desde culturas distintas, desde historias disímiles,
quizá con idiomas desiguales. Pueden fundar ese país some-
tiendo uno de ellos al otro, para lo cual deberán atravesar una
guerra, lamentar las pérdidas y convivir con el resentimiento.
O pueden hacer de su país una nueva nación amorosa que se
nutre de la diversidad y que, precisamente por eso, puede ser
nueva y trascendente.

UÊ RESPUESTA: el buen amor es posible cuando nace


respetando las diferencias que cada uno de los amados
amantes aporta para su existencia y cuando hace de la
integración de esas diversidades una cuestión de princi-
pios innegociable e irrevocable.

38
4ª Condición Del Buen Amor

el misterio

Si solo amo lo que conozco, ¿mi amor es completo?


Si solo me aman por lo que conocen de mí,
¿soy completamente amado?
Cuando amamos,
¿no nos iluminan también las sombras?

Es imposible amar sin comprender que el otro es Otro y sin


registrar e integrar en el vínculo amoroso a las diferencias que
nos identifican. El amor, incluso en las más contrapuestas de
sus innumerables definiciones, se concibe como una energía
que recorre, cubre y nutre el espacio entre dos sujetos amo-
rosos. Esto vale aun cuando esa energía no sea compartida
ni correspondida. Si una persona ama y la otra no, si alguien
ama en silencio y alguien no sabe que es amado, también es
39
necesario el espacio entre uno y otro para que florezcan las
diferencias, pues si habrá finalmente un Buen Amor posible
será gracias a que son ellas las que unen a los amantes.
¿Esto significa que cuanto más conozcamos nuestras
diferencias más complementario será nuestro amor? No me
caben dudas. ¿Entonces en la posibilidad de conocer por com-
pleto nuestras diferencias está también la oportunidad de un
amor completo, seguro, sólido, perfecto? La pregunta parece
inevitable y es tentadora. Pero la respuesta es no. Al menos,
mi respuesta.
La voluntad de llegar a conocer todas las diferencias que
nos hacen a mi amada amante y a mí sujetos posibles de
nuestro amor, puede convertirse en una trampa. En nombre
del Buen Amor, de un sentimiento sano y sanador, rico y
enriquecedor, nacidos de un Yo y un Tú que se respetan como
tales, corremos el riesgo de proponernos una ilusión trampo-
sa, tan riesgosa, en fin, como aquella de creernos dos medias
naranjas o una unidad simbiótica.
Si creo que un día conoceré todos los aspectos que hacen
a mi amada amante una persona diferente de mí, única,
irremplazable e inédita, en algún lugar –sin saberlo, sin
quererlo– abrigo la esperanza de hacerme uno con ella y de
tener control sobre su ser, de prever sus reacciones, adivinar
sus sentimientos, leer sus pensamientos, adelantarme a sus
deseos y reacciones. Si creo que conozco todo lo que la hace
distinta de mí, ¿en qué me diferencio del que cree que él y su
amada amante son iguales? El y yo, con nuestras creencias,
somos simplemente las dos caras de una misma ilusión. Y es

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posible que aquello que llamamos amor se revele tarde o tem-
prano como una ilusión, frágil, frustrante, dolorosa, volátil
e incomprensible.

UÊ REVELACIÓN: aceptar que las diferencias nos con-


vierten en sujetos amorosos y que ellas son oxígeno que
nutre el espacio de nuestro amor no es una razón valede-
ra para intentar registrar y detectar a todas y cada una de
ellas. Esta pretensión conspirará, probablemente, contra
la consolidación amorosa.

El Otro, por serlo, no solo resulta distinto. Además es


misterioso. Muchas de las cualidades, las características o
los atributos que nos hacen diferentes son reconocibles a
través de los sentidos, los sentimientos, la razón o las sen-
saciones. Algunas de esas diferencias de pensamiento, de
comportamiento, de sexo, de sensibilidad, de expresión emo-
cional, de historia, de cultura, de lenguaje, de comprensión,
de intención, de búsqueda, de proyecto o de gustos pueden
ser entendidas, advertidas y, si se quiere, interpretadas con
mayor o menor rapidez, facilidad o disposición. Pero hay
otras, muchas otras, cuya esencia jamás será alcanzada ni
comprendida, ni desmenuzada ni traducida a ningún idioma
verbal o mental.
Una frase vieja y sabia dice que hay razones que la razón
no comprende. En este caso yo agrego esto: no solo no las
comprende, tampoco alcanza siquiera a detectarlas. Hay
aspectos de cada persona que constituyen la materia prima

41
más insondable, preciosa e intransmisible de su alma. El alma
de cada uno de nosotros no es necesariamente pura, crista-
lina, traslúcida, brillante o comprensible. Es eso y es tam-
bién oscura, impenetrable, opaca, tenebrosa e indescifrable.
Estamos hechos, en parte, de nuestra alma y la hacemos y
alimentamos en nuestra vida de cada día. En esta vida terre-
nal, imperfecta, gloriosa y miserable, valiosa, reveladora,
inexplicable y única. Porque nuestra alma nos constituye en
esta experiencia, es que existimos. No existimos, lo sabemos,
en estado de pureza. Y esto no es pecado, ni se trata de pagar
por ello. Simplemente, es.
Si lo único que no se puede capturar del Otro es su alma,
su esencia, y si esa alma no está marginada ni preservada de
lo que el Otro es (por el contrario, lo sostiene), hay misterios
de su alma que solo a él o a ella le pertenecen. Y esos miste-
rios lo hacen diferente de mí. Hay diferencias a las que tengo
acceso y cuyo registro forma parte de mi relación con esa
persona. Y hay otras a las que jamás accederé y que también
son materia de ese vínculo.
Creo importante hacer un señalamiento en este punto. Un
misterio no es un secreto. El secreto es un ocultamiento, es un
procedimiento por el cual yo sé que saco del mazo una carta
y la escondo, pero el Otro ignora mi acción y cree que está
jugando de igual a igual. Es difícil convivir demasiado tiempo
con un secreto sin que éste vaya deteriorando y corroyendo
el vínculo.
Un misterio tampoco es un problema. El problema es
una alteración que dificulta continuar con un camino, con

42
una acción o con una relación. Requiere ser solucionado para
seguir.
Si guardo un secreto respecto de algo concerniente al víncu-
lo, estoy marginando al Otro de esta relación sin que él lo
sepa. Si estoy ante un problema, observo algo en perspectiva,
separado de mí, para resolverlo. Los misterios no marginan a
nadie, se convive con ellos, en ellos. Los misterios no se resuel-
ven, son.
Por muy fuerte y sólido que sea nuestro amor, por muy
profundo y sincero que resulte, por muy nutricio y sanador
que crezca, la otra persona estará siempre ante mí, conmi-
go, en mí, con aspectos misteriosos. Y yo estaré ante ella,
con ella, en ella, con aspectos misteriosos. Así yo sea quien
más y mejor la conoce, así ella sea quien más y mejor me
conoce.

UÊ REVELACIÓN: Por mucho y muy sinceramente que


hayamos andado en el camino del mutuo conocimiento
y de la discriminación, del reconocimiento y de la inte-
gración de nuestras diferencias, en el sujeto de mi amor
y en mí quedarán siempre aspectos inaccesibles e incom-
prensibles, no porque nos los ocultemos, sino porque así
aparecemos y nos manifestamos, en nuestro ser, el uno
ante el otro. Esos aspectos son los misterios.

Frente a esta comprobación, no está de más plantearse


algunos interrogantes:

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¿puedo reconocer las zonas misteriosas del Otro?
¿puedo advertir que no son algo que me oculta a mí, sino
que aparecen como parte de su ser?
¿puedo reconocer que hay en mí aspectos inexplicables
para el Otro, que no son producto de un ocultamiento o
de una manipulación?
¿puedo privarme de intentar desentrañar los misterios
del Otro?
¿puedo confiar en que no seré violentado para explicar
aquello de mí que es inexplicable e intransferible?

Es posible que las respuestas echen luz sobre la compren-


sión de los misterios como algo propio no solo del Otro,
sino también de mí. Nuestros misterios son nuestras zonas
sagradas, aquellos santuarios que nos hacen seres únicos,
preciosos, valiosos y necesarios. No están en nosotros para
ser revelados, sino respetados. Son ingredientes de nuestra
materia esencial, nos hacen ser quienes somos. Son algo más
que aspectos nuestros que no podemos explicar ni transferir
a los otros. Nuestros misterios están al margen de nuestra
propia comprensión. Buscarles razones, reducirlos a inter-
pretaciones, traducirlos a fórmulas, atribuirlos a orígenes o
mandatos externos o superiores son formas de no respetarlos
ni en nosotros ni en los otros, son formas de violar o de ser
violados, son actos de violencia sutil sobre nuestra sagrada
esencialidad. El misterio cobra su verdadera dimensión cuan-
do abandono la pretensión de entender al Otro como a una

44
réplica de mí, cuando olvido los intentos de reducirlo a mis
parámetros, cuando dejo de creer que una persona puede
reducir a otra, cuando comprendo que las diferencias no son
simples asimetrías ni desacuerdos, sino que detrás de ella hay
aún otra dimensión.
Invito a quien lee a que extienda la concepción del miste-
rio a todas las personas con quienes se relaciona y a quienes
ama: pareja, hijos, amigos, compañeros, padres. Quizá com-
pruebe que, miradas como seres misteriosos, no pierden cer-
canía sino que alcanzan más carnadura y que se vuelven más
amadas, en este caso por razones igualmente misteriosas,
pero presentes y enraizadas en una insondable profundidad.

UÊ REVELACIÓN: El Buen Amor requiere de la presencia


y del reconocimiento de los misterios que forman parte
de nuestro ser. Esos misterios afloran en su profundidad
cuando, reconociéndonos como un Yo y un Tú distintos,
permitimos que nuestras diferencias nos unan hasta lle-
varnos al borde mismo de nuestras zonas más esenciales
y sagradas. Es en la manifestación de nuestros misterios
en donde cada uno de nosotros, los amados, los amantes,
aparece en su dimensión más completa.

45
5ª Condición Del Buen Amor

la aceptación

Si amo a la que eres, ¿qué me impide amarte como eres?


Si amas al que soy, ¿por qué no me amas como soy?
Si nos amamos para cambiarnos,
¿por qué no cambiamos de amado?

¿Qué amamos en el amado? ¿Por qué nos ama nuestro aman-


te? “¿Qué cosas de mí te mantienen enamorado a medida
que pasa el tiempo?”, me pregunta ella. Y su interrogante
me obliga a mirarla, a detener mis ojos en cada detalle de
su piel, de su pelo, de sus ojos, de su boca, de sus manos, de su
cuerpo. Desde allí penetro hasta donde puedo en las zonas
de su ser que me son accesibles, las recorro, las compruebo,
las reconozco. Mientras ejercito este acto, despiertan en mí
sensaciones, sentimientos, emociones. Las registro, las explo-
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ro, las recupero. Esto me da confianza y serenidad. Entonces
puedo empezar a contestar. Mi respuesta no es nueva. Pero
es nueva. Otras veces me ha hecho la misma pregunta y he
dado una réplica similar. Pero me doy cuenta de que hoy es
hoy, de que aquí es aquí, de que ahora es ahora. Nunca, antes,
ella me había hecho esa pregunta aquí y ahora, nunca antes
yo había respondido en este presente. Agradezco la interpela-
ción. Cada vez que me encuentre con ese interrogante tendré
la oportunidad de comprobar si mi amor está hecho de tole-
rancia o de aceptación.
Aunque cuando miramos alrededor aparece como un atri-
buto escaso, la tolerancia no es tan difícil de ejercer. Después
de todo, el tolerante es alguien superior al tolerado. Tiene
supremacía sobre el otro. El que tolera parte de que el otro es
imperfecto, de que tiene limitaciones, de que exhibe errores
y carencias, pero para eso está él, que puede advertirlos y
absorberlos (y absolver).
“El amor me hace tolerante y me ayuda a tolerarte”, pien-
sa aunque no lo piense. “Porque te quiero puedo soportarte
y sostenerte aunque te apartes de mi imagen de la perfec-
ción”. El tolerante actúa en consonancia con esta creencia.
Encuentra los modos, los momentos, las situaciones para
hacerle notar al tolerado, de una manera explícita o implícita,
que le ha sido concedida una absolución. Más tarde o más
temprano el tolerante dirá “Yo soy tolerante”. La tolerancia
no soporta el anonimato ni la discreción. Exige condecora-
ciones. Gobernantes injustos, políticos ambiciosos, actores y
actrices narcisistas, escritores imperativos, pensadores dog-

48
máticos, militares autoritarios dirán en algún momento y en
algún lugar: “Yo soy tolerante”. Y exigirán que eso les sea
reconocido.

UÊ CERTEZA: cuando en un vínculo del que formo parte


alguien se proclama tolerante, lo tomo como advertencia.
El tolerante se cree mejor que el tolerado, se siente un esca-
lón por encima del otro, hace gala de un poder, crea un
desnivel, más tarde o más temprano exige recompensas.

El amor que invoca la tolerancia no es lo que llamo el Buen


Amor. La tolerancia genera culpas, sumisión, deudas pendien-
tes, promesas difíciles de sostener (“Te prometo que voy a
cambiar”, “Te prometo no volver a abusar de tu tolerancia”,
“Te prometo estar a la altura de tu bondad y de tu paciencia”,
etc.). La tolerancia es intolerante con los misterios del Otro.
Para verificarlo podemos apelar a ciertas preguntas:

¿cuando la persona que amo dice que tolera ciertos


actos, palabras o sentimientos de mí, pone el acento en
cómo soy o en cómo no soy?
cuando digo que tolero a la persona que amo, ¿lo hago
sin experimentar expectativas de que cambie?
¿cuando la persona que amo manifiesta su tolerancia, me
pide explicaciones acerca de aquello de mí que tolera?
cuando me manifiesto tolerante con la persona amada,
¿espero recibir razones, pretendo entender por qué sus actos,
palabras o sentimientos no se ajustan a mis expectativas?
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¿la persona que amo suele recordarme –con palabras o
actitudes– sus actos de tolerancia?
cuando he sido tolerante con la persona amada, ¿espero
que ella lo reconozca; suelo ser yo quien se lo recuerde?

Acaso el simple planteo de estas inquietudes se convierta


en un indicio para empezar a descubrir las diferencias que
existen entre tolerar y aceptar. La aceptación está estrecha y
profundamente vinculada con los misterios que aparecen en
cada persona cuando esta emerge en el mundo como alguien
distinto de los demás.
Si el misterio no es un secreto, porque no se trata de un
ocultamiento consciente y premeditado, y si no es un proble-
ma, porque no exige ni tiene solución, ¿qué se puede hacer
ante un misterio?
Aceptarlo.
Aceptar significa, en mi opinión, tomar por bueno lo
dado, lo que aparece. Para aceptar necesito dejar de creer
que mis parámetros son válidos para todo y para todos, que
son los buenos, los mejores, los que los otros deberían tomar,
aprender y seguir, sobre todo si me aman y si los amo. El
amor en espejo, aquel en el que veo en el otro ante todo la
imagen y semejanza de mis necesidades o soy visto en primer
lugar como la imagen y semejanza de sus expectativas, no es
un amor sanador, creativo, liberador. Y en ese vínculo no cabe
la posibilidad de la aceptación. Solo puede haber aceptación
donde las diferencias son reconocidas, celebradas y tomadas
como la semilla fundacional del encuentro.

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UÊ CERTEZA: tolerancia y aceptación no son sinónimos;
solo puedo aceptar al Otro si registro que es distinto de
mí, que nuestras diferencias y singularidades nos hacen
valiosos mutuamente y que ellas comprenden aspectos de
cada uno que permanecerán y deberán ser conservados y
celebrados en su misterio.

La aceptación, creo, es un ejercicio de desprendimiento y


desapego. Cuando puedo vivenciarla, empiezo a ser penetra-
do y recorrido por el Buen Amor. Son muchas las razones por
las cuales una relación de amor puede iniciarse. Si se prolon-
ga en el tiempo, aumentan las oportunidades y las posibilida-
des de que se asiente en las diferencias, de que yo y mi amada
podamos desarrollarnos el uno ante los ojos del otro en todas
las dimensiones de nuestro ser. Eso incluye lo que somos y lo
que no somos, lo que sabemos y podemos explicar de noso-
tros, y lo que cada uno ignora de sí mismo.
Si podemos aceptarnos así, crecerá el amor, nos nutrire-
mos en él. Si no, posiblemente empecemos a forcejear el uno
para cambiar al otro, el otro para no ser cambiado, o alguno,
o ambos, para forzarnos a ser lo que el otro pretende que
seamos. Entraremos en el circuito tóxico de las exigencias,
las pretensiones, las culpas, las disculpas, las reprimendas,
los premios, los castigos, las revanchas, los reproches, las
promesas. Eso también suele llamarse amor. La palabra es
libre, cada cual puede usarla para lo que considere. Por eso,
en estas páginas, prefiero reiterar la idea del Buen Amor.

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Como pilar del Buen Amor, la aceptación se diferencia
también de la resignación. Así como la tolerancia da al tole-
rante cierta ilusión de superioridad, la resignación coloca
al resignado frente a la frustración y el desencanto: “Ya no
espero que cambies porque no puedes, no quieres o no sabes
hacerlo, de manera que sigo así, aquí, a tu lado”. La resigna-
ción convierte al presente en una tumba, donde antes se abría
el horizonte ahora hay un muro. Si la aceptación nos hace
–desde nuestro aquí y ahora de amados– amantes– explora-
dores activos y cambiantes de nuestro amor, la resignación
nos convierte en figuras unidimensionales de una foto fija. El
resignado se da por vencido sin que, a menudo, el otro llegue
siquiera a sentirse vencedor. Y además: ¿qué clase de amor es
aquel en el que hay vencedores y vencidos? ¿qué clase de amor
se alimenta de la resignación?

UÊ CERTEZA: la aceptación tampoco es sinónimo de la


resignación. Se diferencia de la tolerancia en que no
genera ni cuentas pendientes ni desniveles, es diferente
de la resignación porque abre las puertas del porvenir,
celebra los misterios del amado como una anunciación
permanente.

La aceptación, por fin, necesita de la buena fe. Cuando


acepto a la persona que amo, doy por sentado que nada de lo
que ella hace y deja de hacer, de lo que dice o deja de decir,
de lo que siente o deja de sentir, de lo que piensa o deja de
pensar, de lo que muestra ante mí y de lo que no alcanzo a

52
ver en ella; nada de eso se basa en la especulación, ni en el
intento de dañarme, ni en la manipulación consciente de mis
sentimientos o de mi disponibilidad afectiva, ni en el oculta-
miento. Puede dañarme, pero creo que no es su deseo. Puedo
no entenderla, pero sé que no especula conmigo. Parto de la
creencia en su buena fe (la misma con que encaro mi amor
hacia ella) y hago de eso una cuestión de principios. Cuando
desaparece la buena fe queda un agujero negro por el cual no
tardarán en asomar la sospecha y el resentimiento.

UÊ CERTEZA: el buen amor envuelve, nutre, sana y for-


talece a los que se aman, cuando en cada uno de ellos
está hecha carne la aceptación del otro como alguien
perfecto en sus imperfecciones, completo en sus caren-
cias, presente en sus ausencias, comprensible en lo que
tiene de inexplicable. La aceptación me libera de la ten-
tación de cambiar al otro y me hace libre también del
peligro de ser forzado a cambiar para convertirme en
quien no soy. La aceptación, como condición del buen
amor, bendice el encuentro entre dos que cruzan sus
vidas para generar un vínculo único y sagrado desde sus
bienaventuradas singularidades.

53
6ª Condición Del Buen Amor

el tiempo

El amor es un punto de llegada, no de partida


El amante y el amado cambian, esa es la magia del amor
Nada de lo que existe fue dado de una vez y para siempre

“¡Me enamoré!”, exclama ella tras un encuentro feliz. “Acabo


de enamorarme de esos ojos”, dice, en otro lugar, un hombre
entusiasmado. ¿Le cabe al amor esta conjugación explosiva
de su verbo? ¿Es así como se manifiesta, mágico e instantá-
neo? ¿Es acto sin proceso? ¿Es nacimiento sin gestación? ¿Es
árbol sin raíces?
Aunque crea en la aceptación y en los misterios como
condiciones necesarias del amor, no me bastará solo con
esa fe para sentirlas como energías operantes en mi vínculo
amoroso. Si cada una de las condiciones es única y singular,
55
si cada una de ellas resulta irreemplazable, si en cada una de
ellas hay elementos gracias a los cuales las otras son también
posibles; existe una en particular que actúa como escenario,
como precioso mantel sobre el cual las demás se tienden y se
expresan. Una condición eterna e inmodificable, inapresable
y omnipresente: el tiempo.
Es imposible imaginar la vida sin tiempo. A veces éste
nos asfixia y en otras oportunidades se extiende como un
vacío abrumador. Puedo sentirlo fugaz o inmóvil, generoso o
impiadoso. Lo que no puedo es omitirlo, ignorarlo. Y siempre
lo que me ligue a él será una sensación, jamás una certeza o
una comprobación. El tiempo existe, es materia de lucubra-
ciones en la física y en la filosofía, tiene valor económico en
el comercio o en el transporte. Determina resultados en la
ciencia.
Sin embargo, creo que estas y otras expresiones son ape-
nas ilusiones. En verdad no me parece que el tiempo sea nada
de eso que aparece bajo tales formas o tratamientos. Pienso
que estas aproximaciones tienen que ver, ante todo, con la
pretensión humana del control sobre lo existente. Ese sueño
patético de creerse al margen de la Naturaleza, por encima
de lo viviente. El sueño del positivismo, que empieza por
devorar al entorno, sin aceptarlo ni respetarlo, y termina en
la autoconsumición. Puedo controlar los procesos de la vida
y del mundo, ¿por qué no he de detener o acelerar el tiempo
según mi voluntad?, se pregunta el depredador de espacios
físicos y espirituales.

56
Pero resulta que si algo le sobra al tiempo es, justamente,
tiempo. No necesita dar respuestas inmediatas a las ilusiones
patéticas. Para nacer, para morir, para estar, para irnos, para
pensar, para sentir, para ir, para regresar, para desear, para arrepen-
tirse, para imaginar, para construir, incluso para esperar
y, más aún, para amar es necesario el tiempo. En mi expe-
riencia resulta imposible concebir una idea, una imagen, un
sueño, una acción o un sentimiento despojándolos de ese
ingrediente.
Creo que somos tiempo, que esa materia prima nos cons-
tituye. Transcurrimos en el tiempo, somos nuestro tiempo
contenido en un tiempo infinito. Todo lo que vemos y conoce-
mos transcurre, como nosotros. Los sucesos son apariencias,
los procesos se esconden detrás de ellos, los sostienen, los
explican, los prolongan, los enraízan. Los relatos humanos
empiezan de manera explícita o implícita con “había una
vez...”. Contar, transmitir, recordar, predecir, intuir, son
acciones que se ejecutan en el tiempo.

UÊ REFLEXIÓN: no puedo imaginarme vivo, no puedo vol-


ver sobre mi historia ni avanzar sobre mis sensaciones,
sueños o fantasías si eso no ocurre con y en el tiempo.
no puedo imaginarme vivo, me es imposible concebir lo
existente, y mi existencia, si quito el tiempo de mi pensa-
miento y de mis sensaciones.

Entre los mitos amorosos que más sufrimiento han pro-


ducido entre amantes pasados y presentes se encuentra el

57
del amor a primera vista. Esa promesa instalada alguna vez
según la cual alguien aparecerá en un momento y yo sabré
que esa persona es el sujeto de mi amor. Lo sabré en el acto,
captaré las señales, inmediatamente tendré el conocimiento.
Este mito violenta la existencia del tiempo. Según él no
es necesario mirar ni ser mirado, conocer ni ser conocido,
aceptar ni ser aceptado. Todo ocurre en el momento, sin
procesos, sin transcursos: simplemente es. Magia. ¿Pero qué
amor es el amor que no se desarrolla, que no parte de una
semilla, que no alcanza un desarrollo, que no atraviesa luces
y sombras, otoños y primaveras? ¿Qué amor es el amor que
no nace de un tiempo, que no viene de un camino? ¿Puede un
niño nacer adulto? ¿Por qué, entonces, habríamos de exigirle
eso a nuestro amor? ¿Puede una flor no haber sido pimpollo?
¿Puede una respuesta existir sin la pregunta? ¿Por qué preten-
deríamos entonces que nuestro amor pueda todo eso?
Estas pretensiones responden, creo, a la ilusión de elimi-
nar el tiempo. Habrá un amor a primera vista, dice el mito,
que te evitará el tiempo de la incertidumbre, el tiempo del
conocimiento, el tiempo de la aceptación, el tiempo de la
convivencia con los misterios, el tiempo del reconocimiento
de que el otro es Otro y de que es distinto. Habrá un amor a
primera vista, mágico y total, en el que las promesas se cum-
plirán antes de ser prometidas, en el que amanecerá sin haber
anochecido, en el que las primaveras no serán hijas de ningún
invierno; un amor sin tiempo y sin espacio.
Eso dice el mito que genera y ha generado tanta desilusión,
tanto resentimiento, tanta incomprensión, tanta frustración.

58
El mito promete, en fin, la desaparición del tiempo en el que
el amor se conjuga. Promete amores inmediatos y totales.
Fast-Love. La pretensión de eliminar el tiempo como un obs-
táculo molesto ya produjo comida descartable, ropa, autos,
libros, computadoras y hasta personas descartables (las muy
jóvenes o las viejas). ¿Por qué no amor descartable?
En otras épocas –de espeso romanticismo– el “amor sin
tiempo” aludía a un sentimiento eterno, para siempre (“hasta
que la muerte nos separe”). Hoy eso mismo significa amor
instantáneo, sin historia ni raíces, ni evolución. Aquel eli-
minaba el futuro, el tiempo abierto como un horizonte de
desarrollo y evolución. Este mutila el pasado (aun el breve
pasado común de los amantes), descarta el tiempo como sos-
tén nutricio de la relación. Tanto el mito del amor eterno
como el del amor a primera vista, impuestos a los amantes
sin permitirles ser protagonistas de su amor, conducen a una
triste atemporalidad.

UÊ REFLEXIÓN: si no puedo desarrollar mi amor en el tiem-


po o si quedo atrapado con mi amante en un tiempo inmó-
vil, ¿cómo podremos conocernos, mirarnos y aprendernos
como diferentes, celebrar nuestros misterios a medida que
se manifiestan, vernos evolucionar, adaptarnos, aceptarnos,
redescubrirnos y volvernos a elegir?

El amor que no tiene tiempo, tampoco tiene espacio. Reco-


rrer el universo físico y emocional de un vínculo requiere
momentos, dedicación, estados de ánimo, disponibilidades,

59
convergencias. Y eso existe en el tiempo. Cuanto menor es el
tiempo de que dispongo, tanto más breve será mi recorrido.
Si quiero evitar el tiempo que requiere mi desplazamiento
desde un punto de partida a un punto de llegada, lo más
“eficaz” sería eliminar el viaje. La consecuencia podrá ser,
como ocurre con lamentable frecuencia, confundir la llegada con
la partida.
En el tema de los sentimientos, esto suele ocurrir cuando
se confunde el enamoramiento con el amor. O la pasión con
el amor. En mi opinión, el enamoramiento es la sacudida
emocional que sobreviene a un encuentro movilizador, es el
momento en el que un determinado status quo se ve alterado
por la aparición de otra persona que me conmueve, me saca
de ciertas rutinas, me presenta la posibilidad de otros esce-
narios, me introduce en nuevos sueños, fantasías e ilusiones.
En el enamoramiento todavía nada hay en común, todavía el
otro no surge en la dimensión de su singularidad verdadera
(no la que yo imagino), y mi propia unicidad aún no se expre-
sa. En el enamoramiento, una conmoción cava espacios para
posibles cimientos. Construir el edificio, transformar el ena-
moramiento en amor, es un proceso que necesita tiempo.
La pasión es una chispa que prende en material emo-
cionalmente inflamable y crea una llama inmediata, voraz,
espectacular, que conmueve e impresiona. La pasión se ali-
menta de lo que está más cerca, de la piel, de las apariencias,
de los sentidos. La pasión se enciende en el acto si hay com-
bustible y se apaga una vez que el combustible se agota. Pero
los fuegos que perduran no son llamas sino brasas. Cuando se

60
extingue el incendio del bosque hay tierras, piedras, troncos y
arbustos que conservan e irradian calor durante años. Mucho
después de que un cazador cobró su presa y la cocinó en el
fuego para el cual encendió la llama, las brasas permanecen.
Las llamas pueden iluminar la noche durante un rato. Las
brasas mantienen un suave resplandor y un calor constante
hasta que llega el alba. No todas las llamas, sin embargo,
producen brasas. Y para saber si lo harán, se requiere tiempo.
Si el fuego de la pasión se convertirá en brasas de amor es un
proceso que necesita tiempo.

UÊ REFLEXIÓN: no empiezo enamorándome de la persona


a la que amo. Termino enamorado de ella al cabo de
un proceso en el que nos vimos como distintos, conocí
y fui conocido, acepto y soy aceptado. Para cumplir la
parábola que me lleva del enamoramiento o de la pasión
al amor, preciso tiempo. Ese trayecto se cumplirá en la
medida en que ambos permanezcamos allí para transitar-
lo. Es un tránsito que se desarrolla en el tiempo. Llego
a amar a mi amada caminando hacia ella por el camino
del tiempo.

Creo que el amor que no incluye al tiempo como su talla-


dor, su escultor, su alimentador, su reaseguro, su guía, su
testigo y su vigía, corre el riesgo de nacer con el nombre
equivocado, o de no nacer. Quizá algunas preguntas permi-
tan inquirir sobre la presencia del tiempo en nuestro vínculo
amoroso. Las propongo:

61
¿considero que la persona que amo será siempre como
es hoy?
¿creo que el amor hace posible el cumplimiento instantá-
neo de las promesas, deseos y necesidades?
¿qué cosas han cambiado en mí, en la persona que amo y
en nuestro vínculo desde el comienzo de nuestra historia
común?
¿puedo aceptar que a un momento de alta intensidad
amorosa en mi pareja, sobrevenga un período de menor
intimidad? ¿cómo aprendí a aceptarlo? ¿qué me impide
hacerlo?
¿puedo escribir o contar la historia de cómo se produje-
ron las principales transformaciones en mi pareja?
¿recuerdo qué ocurrió y qué sentí cuando, en algún vincu-
lo afectivo, necesité tiempo para cambiar y no lo tuve?
¿me doy cuenta de qué cosas no supe esperar en algún
vínculo sentimental y cuál fue el resultado de esa actitud?
¿hice promesas amorosas “para siempre”? ¿las manten-
go aún? ¿cómo me siento respecto de ellas?
¿qué me ocurre u ocurrió en mi biografía amorosa (ya sea
estando solo o en compañía) cuando supe y pude esperar?
¿qué me ocurre u ocurrió cuando no supe, no pude o no
quise esperar?
¿qué cosas que temía en mi vínculo amoroso he dejado
de temer? ¿cómo ocurrió? ¿qué fue necesario para que
ocurriera?

62
Cuando se puede incluir al tiempo como una condición
presente del Buen Amor, el horizonte amoroso se ensancha.
Deja de estar ahí, entre los amantes, la exigencia explícita o
implícita de que todo minuto feliz debe ser congelado y con-
servado para siempre así. Esa exigencia, hecha muchas veces
en nombre de las mejores intenciones afectivas, se convierte en
una roca imposible de sostener sobre las espaldas. La única
manera de implantar la felicidad como única tonalidad del
vínculo sería eliminando el tiempo. Pero precisamente por-
que él existe se puede apostar a que así como hubo un antes
de este momento feliz, también habrá un antes del próximo.
Para llegar a él será necesario transitar el misterioso después.
Y explorarlo.
El tiempo transcurre, no es ni lento ni fugaz. Es. Su velo-
cidad consiste en una sensación de nuestro corazón. Gracias a
él podemos ejercitar el perdón, el compromiso y la esperanza.
¿Cómo experimentaría, sin tiempo, esa emoción intransferi-
ble que siento cuando regreso de un viaje y ella me espera?
¿Cómo percibir, sin tiempo, esta sensación que crece a medida
en que es ella quien está por llegar? Sin tiempo, ¿podríamos
decir, ella y yo, que gracias a que pudimos permanecer juntos
durante aquella noche oscura nos abrazamos ahora bajo este
sol? ¿De qué modo podría celebrar los descubrimientos sobre
ella, esta posibilidad de mirarla en nuevas dimensiones, sin
el transcurrir del tiempo? ¿Y hubiera llegado ella a encontrar
estos aspectos de mí que desconocía y que yo no podía o no
sabía aún expresar?

63
Si no nos damos tiempo para amarnos, ¿sabríamos cada
uno a quién ama?; ¿sabríamos cada uno qué ama y por qué es
amado? ¿Podríamos asistir a la maravilla de vernos evolucionar,
crecer, transformarnos ante los ojos, los oídos, la boca, el cuerpo
y el alma del otro? Si mi vida no se extendiera en el tiempo, si
no atravesara colinas y valles de tiempo, días y noches de tiem-
po, tormentas y primaveras de tiempo, desiertos y vergeles de
tiempo; si no fuera un viaje permanente en el tiempo, un viaje
en donde transitar es más importante que llegar, ¿cómo podría
decirle que ella es el amor de mi vida? ¿Cómo podría saberlo,
cuáles serían mis puntos de referencia si no existiera yo en el
tiempo, si no estuviéramos transitando juntos en el tiempo?

UÊ REFLEXIÓN: el tiempo es la condición del buen amor


que permite a las otras condiciones manifestarse y desa-
rrollarse. es una condición necesaria del buen amor, por-
que los amantes se aman en el tiempo y porque cada uno
de ellos llega al encuentro del otro proveniente de historias
distintas, de trayectorias y búsquedas diferentes. historias,
trayectorias y búsquedas existen en el tiempo, son incon-
cebibles sin él. Como también lo son las personas, como
los que aman y son amados. El tiempo es la condición del
buen amor que hace posible sembrar, germinar y cosechar
actitudes y sentimientos. Cuando actúa como condición
del buen amor, el tiempo nutre y libera, da oxígeno, hori-
zonte y esperanza. el tiempo en el amor tóxico, en el amor
que equivoca su nombre y su destino, es una jaula que
aprisiona, una mortaja. cuando los que se aman compar-
ten una relación de buen amor, el tiempo es libertad.
64
7ª Condición Del Buen Amor

el encuentro

Si solo busco para encontrar, mi búsqueda no es libre


La búsqueda termina cuando soy encontrado
Moverse no es sinónimo de buscar

¿Dónde me espera mi alma gemela? ¿En qué lugar me encon-


traré con la persona de mis sueños? ¿A quién designó el desti-
no para hacerme feliz? Preguntas como estas –más explícitas,
menos directas– suelen impulsar nuestras búsquedas amoro-
sas. Parecen todas hijas de una misma creencia: el que busca
encuentra.
Y allí podemos vernos, peregrinos infatigables, movedizas
hormiguitas que van y vienen por los senderos de la existen-
cia con tesón y, aparentemente, con certeza de su destino.

65
¿Qué buscamos cuando nos internamos en estos rastreos
afectivos? Hay tantas respuestas como personas. Seguridad,
ternura, compañía, protección, admiración, certeza, calor,
diversión, pasión, apoyo, armonía, paz, la lista puede tornar-
se infinita. Y también puede caber en una palabra: felicidad.
Nada más y nada menos.
La felicidad tendrá una cara, un cuerpo, un nombre.
Alguien será motivo, origen y destino, fuente y receptáculo
amoroso. Alguna vez ya me ocurrió. O nunca. Pero les ha
pasado a otros. ¿Por qué no a mí? Y la danza de la búsqueda,
espiral infinita, se prolonga. No solo buscan los que están
solos. Hay quienes en un momento creyeron haber encontra-
do y ahora, acompañados por esa persona, se sienten insa-
tisfechos. Y se dicen que éste no fue el encuentro verdadero,
que aún deben seguir buscando, que reconocerán la señal y
entonces, sí, esa vez será.
La búsqueda amorosa. Una curiosa, constante experien-
cia humana que demanda energía, consume sueños, alimenta
desencantos, fomenta ilusiones, impulsa audacias, motiva
frustraciones, alienta expectativas. Todo lo que necesitas es
alguien a quien amar, dicen las canciones, los poemas, ciertos
gurúes y los consejos mejor intencionados. Tus heridas sana-
rán cuando alguien te ame, auguran. Hay una promesa que
se nos hizo a cada uno en algún momento (¿quién?, ¿cuándo?,
son respuestas personales). Esa promesa dice: encontrarás tu
amor.
Y allí andamos, buscando. Buscando para encontrar. Es
tan imperiosa la promesa en la que creímos, que la búsque-

66
da amorosa rara vez admite la posibilidad de finalizar sin
“éxito”. ¿Qué es el éxito? ¿Encontrar sí o sí? ¿No permane-
cer solo más tiempo del que pueda resultar sospechoso ante
la mirada de los demás?. ¿No estar solo mientras hay otros
que han consumado su encuentro? Si busco para encontrar,
más tarde o más temprano encontraré. Porque el que busca
encuentra. Lo que no se puede anticipar es qué, a quién,
cómo, para qué, para cuánto, a qué precio.

UÊ CONCLUSIÓN: cuando me obligo a una búsqueda


afectiva –impulsado por creencias, por presiones exter-
nas, por expectativas ajenas, por temores propios-, estoy
“condenado” a encontrar. desde el punto de vista prag-
mático mi experiencia habrá sido exitosa, aunque pro-
bablemente haya olvidado mirar al otro y mi búsqueda
se convertirá en un círculo perfecto y riesgoso. como el
sediento en el desierto, puede ser que haya encontrado
un espejismo, apenas el reflejo distorsionado de mis
ansias.

Imagino el cuestionamiento, lo he escuchado más de una


vez: ¿qué tiene de malo buscar alguien a quien amar y por
quien ser amado; acaso debo quedarme inmovilizado, cul-
tivando mi propia infelicidad? La respuesta que nace de mí
es: las búsquedas mueven al mundo, lo transforman, lo enri-
quecen. Nuestras propias exploraciones nos convierten en
los mejores, en los más autorizados cartógrafos de nuestra
existencia.

67
Creo, también, que son las búsquedas no condicionadas,
abiertas, las que nos permiten exponer nuestra creatividad,
nuestra más depurada intuición, nuestra sensibilidad más
fina. Si busco una amante o a una amada preconcebida, solo
podré ver lo previsto. Estaré ciego ante la diversidad, ante
lo diferente, ante lo imprevisible, ante lo insospechado. Me
encontraré prisionero de mi urgencia, de mis esquemas, de
las exigencias internas que proyectaré sobre la otra persona.
Veré lo que quiero ver.
“Todas las histéricas se cruzan en mi camino”, dice uno.
“Todos los fóbicos me tocan a mí”, responde la otra. “Otra que
se aprovechó de mi generosidad”, resuena el eco de un tercero.
“Otro lobo disfrazado de cordero”, clama una cuarta. “Tengo
una increíble mala suerte en mis elecciones”, se lamentan todos
ellos en un bien afinado coro.
¿Tienen mala suerte? ¿Acaso no se proponían encontrar
a alguien? Y lo encontraron. Y encontrarán a otro y a otra
y a otro y a otra. Porque han hecho del encuentro un requi-
sito. Buscaron sin libertad para no encontrar. En realidad el
encuentro con otro es una de las más delicadas, fascinantes y
sagradas obras de ingeniería espiritual que pueden acontecer
en la experiencia humana. Un error de apreciación, una señal
ignorada, una maniobra forzada producen el derrumbe, el
dolor, la frustración, la herida en el alma.
El encuentro es mucho más que la simple coincidencia en
un lugar y en un momento. En mi opinión, una verdadera
concurrencia empieza a producirse cuando dos personas pue-
den permanecer una ante la otra exponiendo progresivamente

68
sus diferencias, sus aspectos incompletos, sus características
singulares, sus cualidades intransferibles, sus necesidades
impostergables, sus recursos propios, sus facetas inexplica-
bles, sus rasgos inesperados, sus atributos incomparables.
Cuando, siendo los que son y no los que deberían ser, pueden
elegirse y ser elegidos.
Nada de esto puede saberse ni garantizarse ni predetermi-
narse al iniciar una búsqueda. Las búsquedas que se dibujan
como flechas y parten hacia blancos previstos, cuando se des-
vían o no aciertan en el centro exacto, son solo flechas perdi-
das. Las que toman la forma de un hilo de cometa explorarán
cielos despejados o tormentosos y podrán elevarse hasta casi
perderse de vista o, simplemente, no levantarán vuelo porque
ese no es el día, el lugar ni el viento indicado y esperarán otra
oportunidad para remontarse.

UÊ CONCLUSIÓN: el encuentro puede ser uno de los resul-


tados posibles de la búsqueda. otro (no menos valioso)
consiste en el solo hecho de explorar. no toda búsqueda
que culmina en la fusión con otro, es exitosa. el verdadero
encuentro nada tiene que ver con la simbiosis que elimina
lo distinto y establece un espacio indiscriminado en donde
alguna vez hubo dos potenciales sujetos amorosos.

Suele ocurrir que la búsqueda más fecunda, la que culmina


en el encuentro con un sujeto amoroso es la que no se emprende.
O, mejor, la que no se advierte. Cuando más intensa, profunda
y sincera es mi exploración interior, cuando más comprometido

69
y honesto resulta el encuentro que soy capaz de sostener con mi
propia identidad, más afinados están mi atención, mi intuición y
los recursos de mi inteligencia y de mi espíritu para conducirme a
un encuentro con otra persona. Y este ejercicio no necesariamente
es percibido ni ofrece indicios a la mirada exterior, a la expectati-
va, a la exigencia, al deseo o a las prescripciones de los otros. Por
el contrario, muchas búsquedas agitadas, llamativas y espectacu-
lares, pueden no ser sino ejercicios de fuga. Huyo de mí, del
encuentro pendiente conmigo, corro hacia alguien. Si es necesario
me convenceré de que amo a esa persona. O creeré que me ama.
Una búsqueda sin encuentro precipita a la siguiente. Y
ésta a la que continúa. Así, cuando el primer paso de una bús-
queda no es el encuentro previo con mis propias necesidades,
recursos, capacidades, gustos, sentimientos, emociones, sen-
saciones y registros, crecen las posibilidades de que el intento
sea vano o ilusorio.
Esas son las búsquedas sin encuentro. Para muchos ter-
minan por convertirse en mecanismo de repetición. Son bús-
quedas seriales. Una vez producido el aparente “encuentro”,
la persona-objeto encontrada no tarda en perder su signifi-
cado e inmediatamente surge la “necesidad” de apartarse de
ella y volver a buscar. Abandono o soy abandonado. Con
frecuencia estas son dos caras de un mismo mecanismo, el
que me reinstala en el ejercicio de la búsqueda.
Frente a esto aparecen los encuentros sin búsqueda. Sue-
len ocurrir cuando estoy transitando un momento de armo-
nía, de equilibrio íntimo, cuando me siento en paz con mis
recursos y con mis limitaciones, cuando hago de ellos el capi-

70
tal con el que construyo el tramo presente de mi existencia.
En esas circunstancias mi capacidad de atención y de registro
se hacen más precisos, más finos, más sensibles. No necesito
estar pendiente de ellos, poniéndolos continuamente en foco.
Solos, flotan y captan los matices del horizonte. A mi vez me
hago más perceptible, puedo ser registrado, sin proponérme-
lo, por la intuitiva captación de un alguien que camina en
dirección coincidente. El encuentro es, entonces, una conse-
cuencia natural y necesaria de esa marcha común.

UÊ CONCLUSIÓN: hay búsquedas sin encuentro y hay


encuentros sin búsqueda. aquellas se repiten cuando
insisto en creer que hay alguien destinado a hacerme feliz
cubriendo mis expectativas amorosas y mis necesidades
emocionales. estos florecen cuando puedo ser mi propio
soporte, tomando contacto con la integridad de mi ser, es
decir con lo que tengo y con lo que no tengo; enraizado
en mi presente, tomándome como el eje de mi devenir,
me encuentro con alguien que puede aparecer en cual-
quier punto del vasto horizonte existencial.

La respuesta sincera y honesta a ciertos cuestionamientos


puede darme un indicio de cómo son mis búsquedas y mis
encuentros:

¿estoy dispuesto a perseverar, atravesando todo tipo de


peripecias, hasta encontrar a la persona de mis sueños,
esté donde esté y sea quien fuere?

71
¿creo que los encuentros no deben posponerse?
¿aumento la intensidad y la velocidad de mis búsquedas
cuando siento que no puedo estar solo?
¿creo que una persona tiene lo que siento que me falta?
¿busco a una persona determinada para hacerla objeto
de mi impulso amoroso?
¿tiendo a adaptarme a las expectativas de alguien cuan-
do creo que esa es la persona que yo buscaba?

La mitología del final feliz está impuesta con tanta fuerza


en nuestra cultura amorosa que de ella se alimenta la obse-
sión por la búsqueda del amado predestinado. La urgencia
por ese tipo de final, hace que las búsquedas se hagan en una
sola dirección, con un solo objetivo y en un tiempo limitado.
El mundo está lleno de mujeres y de hombres que no querían
perder el último tren y subieron a un vagón sin conocer ni el
destino ni las condiciones del viaje. El paisaje que nos rodea
está saturado de “últimos trenes” que descarrilaron, y de sus
víctimas. Nuestra (mala) educación amorosa nos enseñó que es
preferible estar mal acompañado antes que solo. Los que tienen
pareja, aunque no los una el amor sino el espanto, son “exito-
sos” y los que no, “fracasan”. Es fácil comprender cómo, bajo
el dominio de esas creencias, la búsqueda obsesiva se torna
más importante que el encuentro nutricio, sanador, comple-
mentario, integrador, plenamente amoroso.
Este encuentro, cuando ocurre, se reconoce por las trans-
formaciones y florecimientos que permite, por las afirmacio-

72
nes que propulsa, por la capacidad de cuidado, de respeto, de
aceptación, de creatividad afectiva y por las potencialidades
emocionales, por la capacidad de comunicación y de contagio
y por la múltiple y variada fecundidad que despierta en los
amantes.
Un encuentro así no nace de una estrategia. Tiene sus semi-
llas en la exploración íntima y singular que cada amante ha
hecho previamente de sí mismo, en la consideración que ha teni-
do por sus propios tiempos, ritmos y necesidades, en la atención
con la que escuchó a sus voces internas, en el respeto con que
registró sus diferentes y divergentes aspectos hasta reconocerse
como una persona perfectamente incompleta. Porque cuando el
encuentro ocurre, son dos perfectas imperfecciones humanas,
singulares y diversas, las que se cruzan en un punto único de
sus existencias.

UÊ CONCLUSIÓN: como condición del buen amor, el


encuentro es un punto de coincidencia único y no pre-
determinado en la trayectoria que sus protagonistas
transitan en la vida. el encuentro en el que se plasma un
amor sanador no nace de una obsesión, no es hijo de la
ansiedad, no proviene de la impaciencia, no es un disfraz
del miedo a caminar solo. se trata del fruto maduro del
tiempo, de la aceptación del compromiso con el propio
ser en el aquí y en el ahora. los que se encuentran se
encuentran en un único tiempo y lugar posible, no por
fruto del azar ni de la estrategia, sino de sus propias
transformaciones y aceptaciones.

73
8ª Condición Del Buen Amor

la responsabilidad

Si no puedo responder por mis actos,


no debo cuestionar los tuyos
Si lo que me haces está antes de lo que me hago,
no soy el timonel de mis actos
Si elijo por ti no soy culpable,
si eliges por mí no eres culpable

El mundo se divide entre los afortunados y los desheredados


por la suerte. Entre los que tienen buena estrella y los estrella-
dos. Esta es una creencia arraigada con profundidad y divul-
gada con vastedad. En el plano de las relaciones afectivas,
esta idea tiene una notoria popularidad. Y lo que me resulta
curioso es que, casi siempre, se oye a los desafortunados y no

75
a los favorecidos. Son aquellos quienes suelen andar por la
vida reiterando quejas, lamentos y reproches.
Si afinas el oído los escucharás, y hasta es probable que te
puedas oír diciendo frases como “Me hizo muy infeliz”, “Me
hizo la vida imposible”, “Abusó de mi amor”, “Mi destino
es sufrir”, “Se aprovechó de mi ingenuidad”, “Me engañó
desde el principio”, “Eso me pasó por confiar”, “Estoy atra-
pado por la mala suerte”, y toda una larga y amplia gama de
variaciones sobre el mismo tema. Acompaña habitualmente a
este tipo de afirmaciones, otra creencia (también muy común,
aunque no se la mencione mucho en voz alta): el amor y la
felicidad son para los demás. Los finales felices les tocan a los
otros. No estoy en la lista de los elegidos. De ahí a considerar
que mi pareja es “mi peor es nada”, mi “mal necesario”, hay
un paso muy corto y muy transitado.
Nuestra cultura amorosa está teñida por la idea de que el
amor y el destino van de la mano. En realidad, la vida y el desti-
no están hermanados pero, según creo, por razones opuestas
a las que solemos esgrimir.
Las frases que mencioné antes y las actitudes que las acom-
pañan tienen un patrón común. En ellas está ausente la res-
ponsabilidad de quien las dice. El acento está puesto en lo que
la otra persona me hizo. Ella es la causante de mi pena, mi
decepción, mi pesar, mi frustración, mi dolor, mi desilusión.
Del mismo modo en que –desde esa perspectiva– puede serlo
también de mi alegría, mi goce, mi ilusión, mi esperanza, mi
felicidad. Y así como soy quien dice todas estas cosas acerca
del otro, puede ocurrir que sea él o ella quien las diga de mí.

76
UÊ HIPÓTESIS: las ideas habituales acerca del amor en nues-
tra cultura refuerzan la creencia de que mi amado-amante
es el responsable de mi felicidad, y viceversa. desde cual-
quiera de los dos lados que se mire esta afirmación, ella
conduce a la conclusión de que la más importante es la
otra persona, ya sea porque dependo de ella o depende de
mí. Esta es una idea de la responsabilidad como obliga-
ción o dependencia.

La definición específica de responsabilidad está en los dic-


cionarios y parte de su etimología: capacidad de todo sujeto
de conocer y aceptar las consecuencias de un hecho realiza-
do libremente. La responsabilidad alude a la capacidad de
responder. Y va ligada a la libertad de las elecciones. Es muy
frecuente que la responsabilidad sea tomada como sinónimo
de obediencia. Suele considerarse responsable a quien cumple
con sus obligaciones, obedece a las expectativas que se tienen
sobre él, no defrauda a las ilusiones que se hayan hecho sobre
su persona. Responsable es, en esta acepción, quien llega a
tiempo, paga en término, mantiene la palabra empeñada en
cualquier circunstancia.
Si se revisa el párrafo anterior es muy probable que se
encuentre la definición de una persona obediente. No estoy
seguro de que eso baste para llamarla responsable. El res-
ponsable puede no llegar a tiempo, no pagar en término,
defraudar expectativas, no cumplir con ilusiones, no respon-
der a exigencias u obligaciones. Su diferencia con el obediente
reside en que él elige sus actos y responde por ellos, se hace

77
cargo de sus actitudes, puede sostenerlas con argumentos y
con nuevas actitudes. El responsable actúa a partir de ciertas
preguntas básicas

¿puedo?
¿quiero?
¿tengo?
¿necesito?
¿siento?
¿sé?

De la respuesta que pueda dar a estos interrogantes ante


diferentes situaciones, surgirá una descripción bastante fiel
de sus recursos y posibilidades. Estos no lo hacen ni más ni
menos que nadie, sino que definen su singularidad, su identi-
dad, su capacidad.
Son estas respuestas las que me pueden dar, en la medida
en que me familiarizo con las preguntas, una noción más clara
de lo que cuento para ofrecer a otra persona, de qué manera,
en qué condiciones y de lo que puedo pedir o esperar.
Cuando esta noción de responsabilidad no está presente,
la relación con el Otro se establece en los términos de “hacer-
nos” cosas (nos “hacemos” felices, infelices, etc.). Cada uno
de nosotros queda condenado a suplir las carencias del otro.
Es una relación entre remendones. “Tu deber es remendar mis
agujeros afectivos y existenciales”, es el mensaje implícito que
nos une.

78
UÊ HIPÓTESIS: no puedo ser responsable por la satisfac-
ción de la otra persona ni por hacerla sentir completa.
No puedo ser responsable “por” el otro, pero el otro está
incluido en mi noción de responsabilidad, porque ésta
significa no dañar a sabiendas, no prometer lo incumpli-
ble, no manipular.

Cuando el tema es el amor, los afectos, los vínculos, la


responsabilidad pasa a ocupar un papel central. Ella, bien
entendida, es el ejercicio vivencial permanente que me per-
mite darme cuenta de mis emociones, de mis sentimientos,
de mis pensamientos, de mis palabras y de mis acciones para
hacerme cargo de ellos. Esto no significa hacer “mea culpa”
de estas cuestiones que me pertenecen, sino conocer, recono-
cer y asumir su existencia. Por supuesto, no soy responsable
de lo que siento, porque los sentimientos surgen en mí como
resultado de mis actos e interacciones, del devenir de mi vida.
Pero sí soy responsable de lo que hago con lo que siento.
En este punto la responsabilidad se articula con las otras
condiciones esenciales del Buen Amor, como la primera per-
sona, el Otro, la aceptación, las diferencias, los misterios, el
tiempo o el encuentro. Integradas en un conjunto dejan sin
razón de ser a esos vínculos tóxicos, conducentes al sufri-
miento, que se basan en la espera de que alguien se haga
cargo de mí y “me” dé felicidad, o en creer que solo habré
conocido el amor cuando pueda hacerme cargo de otra per-
sona para construir “su” felicidad.

79
Cuando devengo responsable, me convierto en una perso-
na enraizada en su aquí y ahora, conectada con sus sostenes
reales, emocionales, afectivos, mentales, físicos, espirituales
y psicológicos, me asumo completo con mis carencias, posi-
ble con mis imposibilidades, y mi encuentro con Otro en un
vínculo de amor será un encuentro para la celebración de lo
posible, sin reproches ni culpas por lo imposible.
Según mi perspectiva, se puede reconocer la presencia de
la responsabilidad en el amor en la medida en que van des-
apareciendo los reproches y las culpas. Cuando alguien me
designa el “responsable” de su felicidad, me asalta el miedo.
En esa misma “prueba de amor” está encerrado el riesgo
mayor: mañana puedo ser nombrado el culpable de su des-
gracia. Entre la gloria y el infierno de los amores “irresponsa-
bles” hay apenas un paso, generalmente engañoso, ambiguo,
confuso y, sobre todo, tentador.
Cuando la responsabilidad está ausente, no solo puede
ocurrir que yo quiera ignorar mis imposibilidades y carencias
o que pretenda que la otra persona se haga cargo de ellas.
También puedo desconocer mis potencialidades y atributos,
desaprovecharlos por no registrar su existencia. Es que la
responsabilidad se erige sobre la integración. Soy responsable
cuando actúo desde la totalidad de mis aspectos, desde los
polos que me constituyen, cuando puedo recuperar los aspectos
ignorados, alienados, desvalorizados, no reconocidos (y, por
lo tanto, colocados “afuera”) de mi personalidad. Integrarme
es llegar al fondo de mis sensaciones, de mis sentimientos,
de mis emociones y hacerme cargo entonces de mis pensa-

80
mientos, de mis palabras y de mis acciones. Integrado, soy
responsable. Un amor responsable es, en mi conclusión, aquel
que integra a los amantes en todos sus aspectos y en el que
ellos así se aceptan.
Esto, para mí, es diferente de lo que habitualmente se
entiende por “compromiso” y que suele terminar en una serie
de recriminaciones, inculpaciones, reproches y desilusiones.
El compromiso que suele exigirse ante la posibilidad de un
vínculo sentimental, se parece a menudo a la obediencia. Se
piden seguridades, obediencia, previsibilidad. Y se le llama
a eso “estar comprometido”. Yo creo que el compromiso
auténtico y profundo, como otros aspectos importantes del
Buen Amor, es un punto de llegada. Es producto, es efecto,
es consecuencia de un camino de conocimiento y aceptación
recorrido en común. Puedo empezar una relación “compro-
metiéndome”, pero eso nada tendrá que ver con el curso
profundo de mis sentimientos. Ese tipo de compromiso sim-
plemente asegura el cumplimiento de una conducta. “Te seré
siempre fiel”, dice un amante. “Te querré para toda la vida”,
escucha el otro. Quizás el primero cumpla, porque sus creen-
cias le dicen que se debe hacer lo que se promete cueste lo
que cueste y caiga quien caiga. Y acaso viva atormentado
entre esa promesa y sus sensaciones y emociones, fiel pero no
feliz. Se pueden “comprometer” conductas, pero no se pue-
den comprometer sentimientos. Despreciar esta diferencia ha
sido y es el origen de mucho sufrimiento amoroso. Si te amo,
si aprendo cada día a respetar tus misterios y a percibir cómo
respetas los míos, si nos reencontramos cotidianamente en

81
el presente constante de nuestra existencia compartida, si
nuestras diferencias alimentan nuestra unión, si nos amamos
con Buen Amor, te seré fiel, me serás fiel y no será necesario
firmarlo en ningún lugar. Esa fidelidad será una consecuencia
necesaria de nuestro Buen Amor, será una forma natural de
ejercitar nuestro compromiso, será, sencillamente, un acto
de responsabilidad. Y no el único ni el último.

UÊ HIPÓTESIS: como condición del buen amor la responsa-


bilidad es el oxígeno que alimenta el torrente emocional
y afectivo de los que se aman, airea sus espacios, discri-
mina sus identidades, enriquece su diversidad y aliviana
su equipaje permitiendo valorizar y cuidar lo esencial. La
responsabilidad elimina el riesgo de que alguien crea que
el otro pueda ser “por” él, “para” él, evapora la peligro-
sa ilusión de que hay una muleta humana y de que la otra
persona, si me ama, será eso para mí. La responsabilidad
conecta a cada uno con la totalidad de sí mismo (con
lo que tiene y con lo que no, con sus aspectos opuestos
y disímiles, con sus potencialidades e impotencias) y le
permite, enraizado en esa certeza, hacerse cargo de sus
actos, palabras y pensamientos, responder por ellos,
estar presente ante el amado de pie, sin manipulaciones,
sin sometimientos ni ocultamientos. La responsabilidad
es, en fin, la capacidad de hacerse cargo de la propia vida
y, por lo tanto, de la propia participación y permanencia
en un vínculo de amor.

82
9ª Condición Del Buen Amor

la compañía

Si conozco mi camino, te encontraré


Si sabes adónde vas, me encontrarás
Si no forzamos nuestro destino, nos acompañaremos

Se casaron, fueron felices y comieron perdices. En esa consig-


na, en ese objetivo se fundamenta la educación amorosa de
generaciones enteras de mujeres y de hombres. Hemos sido
educados al revés. Las historias que nos contaban –y que se
siguen contando con asombroso empeño– terminaban en el
lugar exacto en el que deberían haber comenzado.
Observemos toda la mitología amorosa de nuestra cultu-
ra. Desplegados con mayor o con menor profundidad, con
mayor o con menor ingenuidad, con mayor o con menor
brillo estético, con mayor o con menor intensidad emocional,
83
encontraremos una y otra vez el mismo relato de las ilusiones
frustradas, de los impedimentos, del sacrificio, del empeño y,
por fin, del encuentro de los amantes esta vez para siempre.
Y cuando quisiéramos ver cómo viven juntos, cómo atra-
viesan lo cotidiano y lo inesperado, de dónde obtienen sus
perdices, cómo se ponen de acuerdo para cocinarlas, quién
es el encargado de hacerlo y qué pasa cuando hay veda de
perdices o cuando se hartan de ellas, cuando pretendemos
asomarnos a su convivencia, justo ahí, cae el telón.
¿De qué hablamos, según estos mitos, cuando hablamos
de amor? De la búsqueda y no del encuentro. De la persisten-
cia y no de la permanencia. Del ir hacia alguien y no del ir
con alguien.
Lo que se nos ha dicho –y se nos recuerda permanente-
mente, de una u otra manera– es que debemos tener a alguien,
eso es un objetivo en sí mismo. Cada uno sale entonces a la
caza de una silueta, de una forma humana, de un cuerpo para
llenar un saco previamente confeccionado. La consigna pare-
ce ser “que nadie se quede solo”, aunque no se aclara cuál es
la función de la compañía.
Cuando sigo esa norma encuentro uno de los tantos modos
posibles de postergarme, de ignorarme y de alienarme. Si mi
objetivo central es tener alguien, si ese es el motor de mis afa-
nes, ese alguien, exista o no, pasará a ser la figura central de
mi paisaje, y no yo. Recuerdo aquí la historia de una mujer
que tenía por fin a su “alguien” y una tarde, mientras lo veía
dormido junto a ella, rogó que ese hombre fuera feliz, pro-
metió que ella haría lo necesario para lograrlo y que siempre

84
estaría dispuesta a satisfacerlo. A continuación, también se
durmió. Cuando despertó estaba sola, él se había ido. Los
ruegos de ella se habían cumplido.
¿Tiene moraleja este pequeño cuento? No sé si debe lla-
marse moraleja. Es apenas una evidencia: al buscar a su
“alguien” huyendo de la temida soledad (o “fracaso”) no
había pensado en ella y al rogar por la felicidad no lo había
hecho por la de ella, sino por la de él. Otra vez, el carro ade-
lante del caballo.

UÊ ARGUMENTO: si pienso que mi felicidad empieza cuan-


do encuentro a otra persona, mi única búsqueda tendrá
como fin ese encuentro. ese “alguien” pasará a ser lo más
importante, ya sea para capturarlo o para conservarlo.
mientras tanto, mis demás necesidades quedarán en el
fondo del escenario. Lo que yo haga por mi felicidad
–a partir de mis recursos y posibilidades y con respeto y
atención hacia los otros– puede contagiar a alguien. pero
lo que yo haga para lo que imagino que es la supuesta
felicidad de otro, no se transformará necesariamente en
un estado que me incluya.

La compañía no es, según mi visión, el punto final de una


búsqueda amorosa. Por el contrario, la compañía es el inicio,
la consolidación, la transformación y la condición de desa-
rrollo de una experiencia amorosa plena y profunda.
Cuando dicen “se casaron, fueron felices y comieron per-
dices”, escucho “lo importante es que encuentres a alguien,

85
lo demás viene solo”. Mi idea es diferente: creo que a quien
primero debo encontrar es a mí mismo. Para eso podría pre-
guntarme, por ejemplo:

¿cuáles son mis valores y cómo se escalonan?


¿de qué manera quiero vivir?
¿qué estoy dispuesto a hacer para vivir así?
¿cuáles de mis necesidades son prioritarias en este
momento de mi vida?
¿cuáles podría postergar?
¿cuáles de mis espacios no puedo o no quiero compartir
hoy y cuáles sí?
¿dónde quiero vivir?
¿de qué cosas (materiales, mentales, espirituales) necesi-
to desprenderme en este momento y de cuáles me estoy
desprendiendo?
¿qué cosas (en todos los aspectos) están incorporándose
en este momento a mi vida, y cómo me siento ante ellas?

Las respuestas que encuentro para estas preguntas, suma-


das, me entregan otra, que las engloba a todas, pero que es
bastante más que la suma de ellas. Esa respuesta me indica
hacia dónde estoy yendo.
Cuando puedo internarme en estos interrogantes y en sus
revelaciones, la historia, mi historia, empieza a contarse de
otra manera. Y es muy posible que ya no termine en donde

86
debería empezar, como ocurre con las leyendas de la mitolo-
gía amorosa.
Del modo en que nos enseñaron a amar (en verdad no nos
enseñaron, simplemente aprendimos), lo importante no es el
camino, sino caminar con alguien. Creo que el Buen Amor
invierte esos términos. Primero es el camino y después la
compañía.

UÊ ARGUMENTO: cuando me preocupo por encontrar


quién me acompañe, antes de saber hacia dónde voy
corro el riesgo de que quien “debería” ser mi acompa-
ñante se convierta en mi carcelero, en mi obstáculo, en
mi lastre, en mi culpador, en mi juez. Y es posible que
nada de eso se deba a su voluntad ni a su mala intención,
sino a mi propia actitud de no haber visto el camino ni
haber registrado la dirección antes de dar prioridad a la
compañía. Antes de elegir un bastón para caminar debo
prestar atención al camino y a mis propias piernas; sin
estos dos elementos no habrá marcha.

En otras palabras esta cuestión podría abordarse así: lo


más importante no es a quién voy a amar, sino templar y
afinar mi principal instrumento amoroso. Ese instrumento
soy yo. ¿Esto no hace que el amor sea ciego? No. Esto hace
que, al darme cuenta de quién soy, cómo voy, con qué cami-
no y hacia dónde lo hago, mi mirada (con la que observaré
al sujeto de mi amor), mi oído (con el cual lo escucharé), mi
mente (con la cual pensaré acerca de él) y mi alma (con la que

87
sentiré y captaré con profundidad su presencia), se manten-
gan alertas y lúcidos.
Quizá no es necesario estar acompañado al abordar el
camino, después de todo se trata de un sendero personal, pro-
pio. La compañía es un resultado de la marcha. Todos somos
únicos, originales, singulares. Pero si solo nos detuviéramos
en eso, estaríamos condenados a la soledad. Lo mismo que
nos da un valor singular sería lo que nos condenara a la impo-
sibilidad del contacto con el Otro. Sin embargo, hay algo que
nos es común a todos: nuestra condición de humanos. La
materia prima esencial de la que estamos hechos, la argamasa
de nuestros sentimientos, nuestros sueños, nuestra memoria,
nuestros atributos existenciales. Esa materia prima es la que
se modela de una manera irreemplazable y única en cada uno
de nosotros. Y es, también, la que nos rescata del aislamiento
último, de la imposibilidad del encuentro.
Esta humanidad esencial y común que nos conforma es la
que me permite confiar en que jamás seré el único caminante
de la travesía que ejecuto en este tramo de mi vida. No todos
van hacia donde voy, porque son infinitos los senderos que se
abren en la vida. Pero sí hay otros que van. Algunos han par-
tido antes que yo, otros después. Algunos vienen del mismo
lugar del que provengo, otros llegan desde diferentes bús-
quedas y direcciones. En ciertas etapas del camino marcharé
solo, en otras confundido en una multitud, en otras junto a
un único y esencial compañero.
Si mi camino está pavimentado de conciencia y de verdad,
encontraré acompañantes. Encontraré a mi acompañante.

88
Será alguien que va en la misma dirección por elección pro-
pia. Nos encontraremos en el camino y no para el camino.
Este no es el famoso (y frustrante) encuentro de las almas
gemelas. Este es un encuentro de almas complementarias.
Capaces de marchar por sí mismas, no forzadas a seguir
una dirección, estas almas habitan en seres que eligen, que
se eligen.
Este acompañamiento entre seres complementarios no se
basa sobre la necesidad de rellenarse el uno al otro, ni sobre la
de suplirse carencias, son seres completos (o, como ya escribí,
perfectamente incompletos) que no funcionan el uno como
prótesis del otro.
Según lo entiendo, el Buen Amor se instala entre dos per-
sonas cuando cada una de ellas transita su camino verdade-
ro, sigue su rumbo propio y esencial...Ese es el camino del
encuentro. Es también la verdadera forja del propio destino.
Creo que el destino es lo que va quedando a nuestro paso
como testimonio y construcción de nuestras elecciones. No
está adelante, como promesa; está detrás, como evidencia. Mi
amada-amante-compañera no estaba prefijada en mi vida, no
me estaba destinada de antemano. Pero es parte de mi destino.
Me encontré con ella porque vine por este camino, porque
teníamos un rumbo común, en el que nuestras marchas encon-
traron su punto de convergencia. No la elegí para este camino,
no me eligió para ir hacia donde va. Vamos juntos, nos unimos
en una marcha que cada uno debe hacer por sí mismo, que
cada uno se debe a sí mismo, pero que podemos hacer en res-
petuosa, nutriente, sanadora y amorosa compañía.

89
UÊ ARGUMENTO: la compañía es condición y confirma-
ción del Buen Amor. La compañía es condición y jubi-
leo del buen amor. La compañía es condición y celebración
del buen amor. La compañía es consagración de los mis-
terios y de la aceptación, de las diferencias y del tiempo,
del encuentro entre un yo y un tú que se complementan
con responsabilidad. como condición del buen amor, la
compañía es la respuesta luminosa a las dos preguntas fun-
damentales del aquí y ahora de nuestro tránsito existencial.
Dos preguntas que necesitan verse expresadas en un orden
único e irreversible:
UÊ·>Vˆ>Ê`˜`iÊiÃ̜ÞÊÞi˜`œ¶
UÊ¿Quién me acompaña?
Según sea mi respuesta, encontraré mi definición perso-
nal y única del Buen Amor.

90
ORACIÓN DEL ENCUENTRO

de Sergio Sinay
(Basado en la Oración Gestáltica de Fritz Perls)

No he venido a este mundo


a cumplir tus expectativas
No has venido a este mundo
a cumplir mis expectativas
Yo hago lo que hago
Tú haces lo que haces
Yo soy yo
Un ser completo
aún con mis carencias
Tú eres tú
Un ser completo
aún con tus carencias
Si nos encontramos
y nos aceptamos
Si nos aceptamos
y nos respetamos
Si somos capaces de
no cuestionar

91
nuestras diferencias
y de celebrar juntos
nuestros misterios
podremos caminar
el uno junto al otro
ser mutua y respetuosa
sagrada y amorosa
compañía
en nuestro camino

Si eso es posible
puede ser maravilloso

Si no
no tiene remedio

92
Índice

Introducción
EL AMOR, NUESTROS AMORES, EL BUEN AMOR . . . . . . . . . 9

Primera condición del Buen Amor


LA PRIMERA PERSONA. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15

Segunda condición del Buen Amor


EL OTRO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23

Tercera condición del Buen Amor


LAS DIFERENCIAS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31

Cuarta condición del Buen Amor


EL MISTERIO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39

Quinta condición del Buen Amor


LA ACEPTACIÓN. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47

Sexta condición del Buen Amor


EL TIEMPO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55
Séptima condición del Buen Amor
EL ENCUENTRO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65

Octava condición del Buen Amor


LA RESPONSABILIDAD . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75

Novena condición del Buen Amor


LA COMPAÑÍA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83

Oración del encuentro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91


Invitación sin misterios

Si hay alguna reflexión que te ha sido motivada


por la lectura de este libro y quisieras compartir-
la, para mí sería de gran importancia conocerla.
Desde ya contribuiría a mi propio aprendizaje y
exploración, de modo que te agradecería que me
la hagas llegar.
Por otra parte si tienes interés en participar
de talleres, seminarios, laboratorios y grupos en
los que se trabajan y exploran Las Condiciones
del Buen Amor, puedes comunicarte para recibir
información.

Muchas gracias

Sergio Sinay
E-mail: sergio@sergiosinay.com
Impreso en Primera Clase Impresores
Calfornia 1231 - Capital Federal
Marzo de 2012
3000 ejemplares

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