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Menores Expuestos A La Violencia de Género
Menores Expuestos A La Violencia de Género
Índice
Prólogo
1. Una aproximación a la violencia de género
1. La familia
2. El maltrato a la infancia
3. Tipos de maltrato infantil
3.1. Maltrato físico
3.2. Negligencia física
3.3. Maltrato emocional
3.4. Abuso sexual
3.5. Otras formas de maltrato infantil
4. Violencia familiar
4.1. Violencia de género en la pareja
5. Incidencia y prevalencia
5.1. Incidencia y prevalencia en maltrato físico, emocional y negligencia
5.2. Incidencia y prevalencia en violencia de género
5.3. Incidencia y prevalencia en exposición de niños o niñas a violencia de género
6. Legislación y medidas de atención en España: cambios recientes
7. Conclusiones
2. Consecuencias psicológicas de la exposición a violencia de género
1. Consecuencias generales
2. Alteraciones psicológicas en la infancia
2.1. Sintomatología externalizante e internalizante en población general, clínica y maltratada
3. Alteraciones psicológicas en menores expuestos a violencia de género
3.1. Sintomatologia externalizante e internalizante, aspectos generales
3.2. Sintomatología externalizante
3.3. Sintomatología internalizante
3.4. Otras alteraciones en población expuesta a violencia de género
4. Conclusiones
3. Factores moderadores y de protección
1. Factores moderadores
1.1. Edad
1.2. Género
1.3. Naturaleza del conflicto
2. Factores mediadores
2.1. Problemas en las madres
2.2. Estrategias de afrontamiento
2.3. Trastorno por estrés postraumático en los niños y las niñas
3. Factores protectores o de resistencia frente a la adversidad
3.1. Factores personales
3.2. Factores familiares y extrafamiliares
4. Conclusiones
4. Modelos explicativos
3
1. Teoría del apego
2. Teoría del desarrollo
3. Teoría del aprendizaje social
4. Teoría del trauma
5. Trauma complejo
6. Teoría de la resiliencia
7. Teoría ecológica del desarrollo
8. Conclusiones
5. Evaluación psicológica
1. Evaluación de las características de la exposición
2. Evaluación de la salud mental infantil
2.1. Entrevistas psicodiagnósticas
2.2. Instrumentos generales de evaluación
3. Evaluación de las variables mediadoras
3.1. Características individuales
3.2. Características del entorno y de la situación familiar
4. Conclusiones
6. Intervención psicológica
1. Introducción
2. Tratamiento de las reacciones postraumáticas en infancia
2.1. Tratamiento del estrés postraumático
2.2. Características y componentes de los tratamientos
3. Intervención psicológica con menores víctimas de violencia de género
3.1. Introducción
3.2. Intervenciones de tipo grupal
4. Protocolos de tratamiento psicológico para menores maltratados
4.1. Terapia cognitivo-conductual
4.2. Psicoterapia diádica del desarrollo
4.3. Tratamiento para las reacciones postraumáticas graves en la infancia: proyecto PEDIMET
4.4. Psicoterapia de padres e hijos
4.5. Promoción de relaciones no violentas en los adolescentes: proyecto de las relaciones juveniles
4.6. Terapia intensiva filial vs. terapia intensiva de juego
5. Protocolos validados empíricamente
5.1. Estado de la investigación científica
5.2. Estudios sobre intervenciones con hijos víctimas de violencia de género
6. Conclusiones
7. Protocolo de intervención psicológica a hijos e hijas de mujeres víctimas de
violencia de género
1. Introducción
2. Protocolo de evaluación psicológica
3. Guía para la intervención: protocolo de tratamiento psicológico
3.1. Intervención con las madres
3.2. Intervención con los menores
Anexos
Epílogo
4
Bibliografía
Créditos
5
Prólogo
Como cualquier proceso creativo, la elaboración de este libro ha sido una tarea
complicada, que lleva implícito el trabajo de algunos años, muchos cambios y
personas implicadas, aunque sin duda la dificultad del tema que aborda así lo
requería.
La idea parte de la experiencia clínica en esta materia y del interés de las autoras
por ahondar en la comprensión acerca de qué tipo de reacciones postraumáticas
presentan los niños, las niñas y los adolescentes que se desarrollan en entornos en los
que la violencia interpersonal es una experiencia habitual en la convivencia diaria en
el hogar, por las implicaciones que supone para la prevención e intervención en
aquellos menores que, como consecuencia, desarrollan algún tipo de psicopatología.
En este sentido, la violencia de género en la pareja es una de las formas de
violencia interpersonal que más atención social e institucional ha recibido en España
en los últimos años, lo cual ha contribuido a que haya dejado de entenderse como un
asunto privado y comience a reconocerse como un grave problema social y de salud
pública, debido a las graves consecuencias que provoca en la salud física y
psicológica de las mujeres víctimas de la misma. La magnitud que ha alcanzado el
problema en nuestro país ha derivado en la aprobación de diversas leyes y medidas,
que son contempladas dentro de un marco general de lucha por la atención y
protección a estas víctimas.
Hasta la actualidad, la diversidad de formas de abordar la violencia doméstica,
utilizando una multiplicidad de términos que aparentemente se superponen, como
violencia doméstica, violencia familiar, violencia de género, violencia conyugal,
violencia de pareja, violencia contra las mujeres, etc., ha supuesto falta de precisión a
la hora de establecer una conceptualización unitaria de la misma, dando lugar a
diferentes líneas de investigación y, consecuentemente, a resultados muy dispares en
las investigaciones llevadas a cabo (American Psychological Association [APA],
2002; Fincham, 2000; Riggs, Caulfield y Street, 2000). En este sentido, la utilización
de una terminología u otra también puede tener profundos efectos en la sociedad, al
atender a ciertos aspectos de la realidad e ignorar otros que pueden ser necesarios
igualmente en el desarrollo de propuestas sociales y políticas (Johnson, 1995).
Algunas revisiones recientes confirman que el término más utilizado en la mayoría
de publicaciones sobre la materia es el de violencia doméstica (Bhona, Lourenço y
Brum, 2011; Rodríguez-Franco, López-Cepero y Rodríguez-Díaz, 2009), lo cual
corrobora las definiciones que proponen algunos de los investigadores que han
venido publicando sobre este tema, para los que la violencia doméstica es una
situación de riesgo casi exclusivamente femenina, siendo las mujeres, como víctimas,
el foco principal de dichas publicaciones, seguidas por los niños y las niñas, e
identificando predominantemente al hombre como perpetrador de esta violencia.
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En consecuencia, cuando nos referimos en el presente libro al término violencia de
género estamos aludiendo a la violencia que sufren las mujeres en el ámbito familiar,
a manos de sus parejas o exparejas (denominada violencia de género en la legislación
española vigente) 1 y a la que son expuestos sus hijos e hijas.
Por tanto, la violencia de género en el hogar no sólo afecta a las mujeres que son
víctimas de ella, sino que repercute directamente en los hijos y las hijas que conviven
de forma habitual con las mismas.
Es muy reciente la vinculación de este tipo de violencia al maltrato a menores. En
este contexto, diversos organismos gubernamentales y no gubernamentales han
propuesto que la exposición a la violencia y el sufrimiento directo derivado del
maltrato pueden considerarse equivalentes. Sin embargo, hasta hace unos meses no se
les reconocía como víctimas directas de violencia de género en la pareja, viéndose
modificada esta realidad con la aprobación de la Ley Orgánica 8/2015, de 22 de julio,
de modificación del sistema de protección a la infancia y a la adolescencia; y la
posterior Ley 26/2015, de 28 de julio, de modificación del sistema de protección a la
infancia y a la adolescencia, lo que supone un cambio sustancial, al ser reconocidos
como víctimas de pleno derecho, repercutiendo positivamente en la protección,
atención y bienestar de estos menores.
Así, estimaciones realizadas a la baja calculan que alrededor de 3,3 millones de
niños y niñas en nuestro país son testigos de esta violencia física y verbal al año
(Farnós y Sanmartín, 2005). En población general de edad escolar, diversos autores
indican que entre un 20% y un 25% de los niños y las niñas han visto a sus padres
pegarse (McCloskey y Walker, 2000).
En nuestro país, desde hace unos años se vienen realizando esfuerzos con el fin de
aportar datos más precisos y fiables acerca de las tasas de prevalencia de maltrato
infantil, que han permitido la incorporación, por primera vez, de los datos
procedentes del Registro Unificado de Casos de Maltrato Infantil en la Familia
(RUMI) creado en 2007, según se refleja en el último Informe del Observatorio de la
Infancia (2013) 2 . Si bien aún no se registra el número de menores expuestos a
violencia de género en la pareja, se prevé que los cambios legislativos realizados
recientemente posibiliten su inclusión en las próximas estadísticas oficiales. Del
mismo modo, otras estimaciones acerca de la envergadura de este problema social,
tanto a nivel mundial como en nuestro país, serán descritas en el capítulo 1.
Como indican diversos estudios, la exposición a la violencia doméstica tiene un
efecto negativo significativo y cuantificable en el funcionamiento del niño o la niña,
en contraste con los niños y las niñas de familias no violentas (Colmenares, Martínez
y Quiles, 2007; Christopoulos et al., 1987; Edleson, 1999; Margolin y Gordis, 2000;
Wolak y Finkelhor, 1998), y puede tener repercusiones negativas graves en el
desarrollo emocional, social, cognitivo y académico, pudiendo extenderse dichas
dificultades hasta la vida adulta. Los problemas psicológicos que más se han asociado
con la exposición a la violencia doméstica son: ansiedad (Christopolous et al., 1987),
depresión (Sternberg et al., 1993), agresión (Jaffe, Wolfe, Wilson y Zak, 1986), estrés
postraumático (Marr, 2001) y baja autoestima (Hughes y Barad, 1983), aunque sin
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coincidencia entre los diferentes estudios en el perfil obtenido. Además, algunas
investigaciones han encontrado que los hijos y las hijas de mujeres maltratadas son
considerablemente inferiores a sus iguales en las áreas de competencia social,
rendimiento escolar, actividades y deportes organizados, y participación social
(Adamson y Thompson, 1998; Rossman, 1998; Wolfe, Zak, Wilson y Jaffe, 1986;
Wolfe y Mosk, 1983). Otros autores indican que también es causa de absentismo
escolar y de trastornos en el aprendizaje del lenguaje (Costa, 2003).
Si la violencia de género ya tiene de por sí efectos adversos en los menores
expuestos, las investigaciones llevadas a cabo en los últimos 25 años han puesto de
manifiesto la existencia de una estrecha asociación entre la violencia doméstica o de
género y el maltrato infantil. Edleson (1999b) y Mestre et al. (2006) encontraron que
esta coocurrencia se daba entre un 30% y un 60% de los casos evaluados. De este
modo, se confirma la premisa de que, dentro de la estructura familiar jerárquica, los
ejes de desequilibrio lo constituyen el género y la edad, siendo las mujeres, los niños
y las niñas las principales víctimas de la violencia intrafamiliar (Patró y Limiñana,
2005). Los datos sobre infancia maltratada en el ámbito familiar confirman la
tendencia de que las niñas son las principales víctimas de los malos tratos, y que la
distancia respecto a los niños aumenta año tras año.
Por otra parte, la evidencia empírica arroja resultados dispares en relación a las
diferencias de género que se producen en estos menores que desarrollan
psicopatología. Algunos estudios informan de tasas más elevadas de problemas
internalizantes en las niñas que en los niños (Christopolous et al., 1987; Holden y
Ritchie, 1991), o mayores respecto a ambos tipos de problemas (internalizantes y
externalizantes) en las niñas (por ejemplo, Moore y Pepler, 1998; Spaccarelli, Sandler
y Roosa, 1994), mientras que otros estudios indican que los chicos muestran más
problemas externalizantes que las chicas (por ejemplo, Jouriles y Norwood, 1995;
Wolfe, Jaffe, Wilson, Kaye y Zak, 1988; Wolfe, Jaffe, Wilson y Zak, 1985) o no han
podido encontrar diferencias de género (por ejemplo, Jaffe et al., 1986; Jaffee,
Moffitt, Caspi, Taylor y Arsenault, 2002; Levendosky, Huth-Bocks, Semel y Shapiro,
2002; O’Keefe, 1994). Los resultados de las investigaciones más relevantes en este
sentido se exponen en el capítulo 2.
No obstante, otros estudios realizados hace décadas no encontraron diferencias en
el ajuste de los hijos e hijas de mujeres maltratadas frente a niños y niñas de familias
no violentas (Hershorn y Rosenbaum, 1985; Rosenbaum y O’Leary, 1981). En esta
línea, entender por qué algunos menores no desarrollan dificultades a pesar de vivir
en familias en las que se ha producido violencia interparental es una tarea de suma
relevancia para la comunidad científica, y requiere un examen del riesgo,
vulnerabilidad y factores de protección que existen tanto en los niños y las niñas
como en sus familias y sus comunidades. Con el fin de explicar este fenómeno se han
desarrollado diversos estudios que evalúan cómo median determinados factores en el
desarrollo de problemas psicológicos en los niños y las niñas, como se describirá en
el capítulo 3.
Por otra parte, partiendo de la epistemología, en el capítulo 4 se analizarán las
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teorías explicativas sobre los efectos adversos de la exposición a la violencia de
género en los niños y las niñas.
En muchos casos, las dificultades para realizar estudios sobre la influencia de la
violencia de género son numerosas. La privacidad e intimidad en la que tiene lugar
este tipo de violencia, y el sesgo y la distorsión que puede presentar la información
que facilitan las personas que rodean al o a la menor, dificultan la obtención de
indicadores precisos acerca de la prevalencia, características y posibles consecuencias
(Medina, 2002). Por otro lado, en nuestro país no disponemos de instrumentos de
medida adecuados, de protocolos de evaluación específicos, adaptados para esta
población o contexto y validados por la comunidad científica, lo que afecta tanto a la
detección de los casos como a la valoración del riesgo y la prevención. Así, se ha
estimado que más del 70% de los casos de violencia doméstica no son detectados
(Siendones et al., 2002). Por ello, en el capítulo 5 del presente libro se presenta una
revisión de los instrumentos más utilizados para valorar las diversas áreas que se han
podido ver afectadas en menores expuestos a violencia doméstica o de género, así
como la gravedad del maltrato hacia la mujer, de la exposición del niño o la niña y
del maltrato directo al o a la menor, todo ello acompañado de diferentes instrumentos
que permiten realizar la evaluación desde diferentes perspectivas: la del o la menor, la
de la familia y la de la comunidad.
En general, los tratamientos psicológicos en hijos o hijas de mujeres maltratadas
pueden organizarse en función de dos focos: 1) intervenciones centradas
principalmente en el problema de violencia de género, y 2) intervenciones centradas
en el/los trastorno/s psicopatológico/s desarrollado/s a partir de experiencias
traumáticas derivadas de la exposición a la violencia de género. A lo largo del
capítulo 6 se expondrán los diversos tratamientos psicológicos desarrollados para
intervenir sobre las consecuencias en los niños y las niñas de la exposición a
violencia de género.
El presente libro concluye con el capítulo 7, en el que se presenta el Servicio de
Atención Psicológica a Hijos e Hijas de Mujeres Víctimas de Violencia de Género,
que se lleva a cabo desde la Asociación para el Desarrollo de la Salud Mental en
Infancia y Juventud Quiero Crecer. Se expondrán los protocolos de evaluación e
intervención psicológicos elaborados por su equipo.
La creciente conciencia de cómo el maltrato a las madres puede afectar a los
menores, y de las consecuencias que se derivan para los mismos, no había dado lugar
hasta ahora al diseño de protocolos específicos de evaluación, diagnóstico e
intervención dirigidos a esta población, por lo que la propuesta que se presenta en
este libro es un referente en esta línea. Desde el inicio de este trabajo se puso de
relieve que estos niños y niñas se encuentran en una situación de riesgo permanente
para el desarrollo de alteraciones y trastornos emocionales y, sin embargo, reciben
poca atención de los servicios de Salud Mental (Rosenbaum y O’Leary, 1981).
Consideramos que la atención psicológica a través de servicios especializados
sociosanitarios a menores que sufren este tipo de maltrato es ya imprescindible e
irrevocable, por lo que concluimos este breve espacio con el deseo unánime de que la
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crisis económica no cierre las puertas que tanto tiempo han tardado en abrirse para
estas víctimas de la violencia de género por derecho propio.
NOTAS
1 La Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género (LO 1/2004, de 28 de
diciembre) habla de violencia de género y recoge tanto la idea de que se trata de un problema ligado al hecho
de ser mujer como la idea de que estamos frente a un problema social, y circunscribe esta violencia
únicamente a aquella que ocurre en el marco de la pareja, dejando al margen de esta ley otras formas de
violencia internacionalmente reconocidas, como violencia de género (incluyendo el acoso sexual, los delitos
contra la libertad sexual, la mutilación genital, el tráfico de mujeres, la violencia relacionada con la dote, etc.).
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1
Una aproximación a la violencia de género
1. LA FAMILIA
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garantizado en los instrumentos internacionales de derechos humanos 3 .
Sin embargo, como ya apuntaban Gelles y Strauss (1979), la familia, en principio
un lugar seguro y protector, también puede llegar a ser la institución más violenta de
nuestra sociedad. Algunas de las características que apoyan esta idea son las que, a su
vez, pueden convertir este ambiente en el más favorable, cálido y seguro; a saber: las
relaciones estrechas y duraderas entre sus miembros, el carácter no objetarial de las
mismas, el hecho de que, en numerosas ocasiones, haya ganadores y perdedores, el
entrometimiento de unos y otros miembros en los asuntos de los demás, las
diferencias de edad y sexo, y el hecho de que tradicionalmente se respeta la
privacidad de esta institución (así, la familia en la sociedad es considerada la más
privada de todas las esferas privadas).
Sin embargo, los derechos de los niños y las niñas no terminan en la puerta del
hogar familiar, ni tampoco acaban ahí las obligaciones que tienen los Estados de
garantizarles tales derechos (Pinheiro, 2006).
En las últimas décadas se ha reconocido y documentado que la violencia contra los
menores —física, sexual y psicológica, así como la desatención deliberada— ejercida
por los padres y otros miembros cercanos de la familia es un fenómeno menos
infrecuente de lo que se creía. Desde la infancia temprana hasta los 18 años de edad
los y las menores son vulnerables a variadas formas de violencia en sus hogares. Los
agresores son diferentes de acuerdo con la edad y madurez de la víctima, y pueden ser
los padres, padrastros, padres de acogida, hermanos o hermanas y otros miembros de
la familia y cuidadores.
A pesar de que cualquier acto violento que se produzca supone una trasgresión de
derechos tales como la salud, la libertad y la integridad física y psíquica de las
personas, no se denuncia esta pandemia hasta mitad del siglo XX por parte de distintos
grupos sociales y académicos (De los Santos y Sanmartín, 2005). Como indican estos
autores, es en los años sesenta cuando se describen por primera vez las características
que presentan los y las menores maltratados físicamente (que se dio a conocer como
el «síndrome del niño apaleado»). Posteriormente, en los setenta el maltrato a la
mujer es reconocido como un problema social, y en los ochenta se comienza a hablar
del maltrato a los ancianos.
Hoy día se considera que la mayoría de los abusos ejercidos contra los menores
suceden dentro del círculo familiar (Save the Children, 2012; UNICEF, 2009). En
este sentido, la violencia física hacia los niños y las niñas es uno de los tipos más
investigados, probablemente porque las secuelas físicas son más evidentes y
objetivables, y aunque, generalmente, no causa daños físicos visibles de carácter
permanente o grave, a veces, cuando se ejerce contra niños o niñas muy pequeños,
puede causarlos de forma permanente, e incluso llegar a provocar la muerte. Como
indica Flodmark (2004), el «síndrome del bebé sacudido» es un tipo de maltrato hacia
los bebés consistente en sacudirlos repetidamente, que, a menudo, trae consigo
heridas en la cabeza y lesiones cerebrales graves, que pueden repercutir de forma
significativa a lo largo del desarrollo.
Pero la violencia contra los niños y las niñas se puede producir en muchos casos
12
como parte de la disciplina, bajo la forma de castigos físicos crueles o humillantes
(Durrant, 2005). De hecho, según un informe publicado por UNICEF recientemente
(2014), en el que se recogen datos estadísticos de la violencia contra los niños en 190
países, se indica que tres de cada diez adultos en el mundo creen que para criar o
educar de manera adecuada a un niño o una niña es necesario apelar al castigo físico.
Como destacan diversos autores, la violencia doméstica es un factor de
desequilibrio para la salud mental tanto de las víctimas como de los que conviven en
este ambiente (AAFP Home Study Self Assessment, 1996; Campbell et al., 2002;
Sassetti, 1993; Stringham, 1999). En este tipo de situaciones la controlabilidad de los
o las menores sobre la situación es muy baja, los recursos limitados, y la capacidad de
respuesta depende, en muchos casos, de la relación establecida con los progenitores,
el ambiente o figuras de apoyo, y las características físicas y psicológicas del niño o
de la niña. Así, se ven inmersos en un ambiente familiar caótico donde no solo no se
les proporciona apoyo y seguridad, sino que se les genera miedo, incertidumbre e
impotencia. Además, la puesta en marcha de estrategias o recursos de afrontamiento
poco tiene que ver con el cese de la situación estresante, quedando prácticamente
anulada la capacidad de reacción ante la misma.
Los y las menores expuestos a violencia de género no solo se enfrentan a la
violencia entre sus padres, sino que, como aportan diversas investigaciones, los niños
y las niñas que provienen de familias en las cuales se dan situaciones de violencia de
género tienen muchas más posibilidades de sufrir maltrato directo (UNICEF, 2006),
lo que agrava las condiciones en las que se encuentran. Del mismo modo, es
importante destacar que frecuentemente la salud mental de la madre, víctima de
violencia de género, se ve deteriorada, quedando restringido el apoyo emocional que
ofrece a sus hijos o hijas, teniendo problemas para proporcionar los cuidados básicos
que precisan, por lo que se pueden producir además situaciones de negligencia.
Los hijos y las hijas de mujeres víctimas de violencia de género son víctimas
también de esa violencia, y, como tales, deben ser atendidos y contemplados por el
sistema de protección. Debido a que estos niños o niñas se encuentran en un ambiente
que justifica, legitima y desencadena la violencia como parte de las relaciones
afectivas y personales, los o las menores interiorizan un modelo negativo de relación
que daña su desarrollo (Save the Children, 2008). Es en el II Plan Estratégico
Nacional de Infancia y Adolescencia 2013-2016 donde, por primera vez, se registra
en un documento oficial la inclusión explícita de los menores expuestos a violencia
de género como víctimas de maltrato y bajo condición de riesgo, con la consecuente
necesidad de adoptar medidas específicas para favorecer su bienestar emocional.
En resumen, los datos recogidos por los diferentes organismos e instituciones
encargadas de velar por los derechos de los menores, así como organizaciones e
investigadores independientes, concluyen que la familia supone el contexto en el que
más riesgo tiene un menor de sufrir violencia. Con el fin de entender qué conductas
abarca la misma, a continuación se exponen las características del maltrato infantil
intrafamiliar, sus principales tipos, así como el fenómeno de la exposición de los
niños y las niñas a la violencia de género.
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2. EL MALTRATO A LA INFANCIA
14
En este sentido, existen distintas normas acerca de qué se entiende como prácticas
adecuadas de crianza infantil, dependiendo de los diferentes contextos culturales.
Bien sabidos son los ejemplos de numerosos países respecto a los derechos humanos
en general y a los derechos del niño o la niña en particular. En este punto, algunos
investigadores han sugerido que las reglas o conceptos sobre la crianza en las
distintas culturas pueden diferir, hasta tal punto que el acuerdo sobre qué prácticas
son abusivas o negligentes puede ser extremadamente difícil de alcanzar (National
Research Council, 1993). Sin embargo, parece existir un acuerdo general, relativo a
que el maltrato infantil no se debe permitir, y prácticamente unanimidad en lo que
concierne a las prácticas disciplinarias extremadamente duras o el abuso sexual
(Bross, Miyoshi, Miyoshi y Krugman, 2000).
Debido a la complejidad de la definición de maltrato infantil, y con el fin de
realizar una propuesta integradora, se han determinado los elementos básicos que
debe incluir una definición adecuada de maltrato infantil (Perea et al., 2001):
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Como ya se ha comentado previamente, existen diferentes definiciones de maltrato
infantil, así como una amplia variedad de tipologías del mismo, si bien estudios
recientes han confirmado que se manifiesta un alto nivel de comorbilidad entre los
diferentes tipos de maltrato o violencia contra los niños y las niñas, por lo que los
casos puros son menos frecuentes (Belsky, 1993; Graham-Bermann, Castor, Miller y
Howell, 2012). No obstante, es muy habitual encontrar en la literatura científica
descripciones de las cuatro grandes categorías clásicas de maltrato: maltrato físico,
abuso sexual, negligencia o abandono, y maltrato psicológico o emocional (Ciccetti y
Carlson, 1989). Otros autores, sin embargo, distinguen dos formas principales: el tipo
directo y el indirecto, entendiendo por maltrato directo aquel que sufren los niños y
las niñas en primera persona, y por maltrato indirecto el que aparece como
consecuencia de determinadas condiciones, sin que la acción u omisión se dirija
directamente al o a la menor.
A continuación se exponen las cuatro clasificaciones generales de maltrato
infantil, así como otras formas.
El maltrato físico o violencia física se define como toda acción de carácter físico,
voluntariamente realizada, que provoque o pueda provocar lesiones físicas o
enfermedad en el o la menor o le coloque en situación grave de sufrirlo. Las formas
en las que se puede provocar son muy diversas: lesiones cutáneas, equimosis, heridas,
hemorragias, escoriaciones, escaldaduras, quemaduras, mordeduras, alopecia
traumática, fracturas, zarandeado, asfixia mecánica e intoxicaciones, entre otras.
Hay que destacar un tipo de maltrato físico conocido como síndrome de
Münchausen por poderes, que se produce cuando los padres o cuidadores principales
provocan o inventan sín- tomas orgánicos o psicológicos en sus hijos o hijas que les
llevan a someterlos a exploraciones, tratamientos y/o ingresos hospitalarios con el fin
de asumir el rol de paciente a través del menor, aumentando la dependencia y
vulnerabilidad de este hacia los padres, al precisar de ellos mayores cuidados.
De Paúl y Arruabarrena (2002, pp. 15-16) describen los indicadores físicos más
comunes en este tipo de maltrato:
16
f ) Señales de mordeduras humanas, claramente realizadas por un adulto y
reiteradas.
g) Cortes o pinchazos.
h) Lesiones internas, fracturas de cráneo, daños cerebrales, hematomas
subdurales, asfixia y ahogamiento.
Para que estos dos tipos de acciones sean calificadas como maltrato físico
deberían estar presentes los siguientes factores:
Se han propuesto distintos niveles de gravedad del maltrato físico dependiendo del
nivel de lesiones físicas que este produce, sin tener en cuenta las consecuencias
psicológicas. Así, se distingue entre:
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inmediata a causa de las lesiones producidas por el maltrato y padece lesiones
severas en diferentes fases de cicatrización.
Existen distintos niveles de gravedad según el grado de desatención que los padres
o cuidadores ejercen sobre el o la menor, diferenciando entre:
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directa de la conducta negligente de sus padres/tutores, habiéndose requerido
atención médica por ello, o la falta de supervisión parental ha determinado que
el niño o la niña presente retrasos importantes en su desarrollo —a nivel
intelectual, físico, social u otros— que requieren atención o tratamiento
especializado.
1. Ignorar. Situaciones en las que hay una ausencia total de disponibilidad de los
padres o cuidadores, o cuando estos se muestran inaccesibles e incapaces de
responder a cualquier conducta del niño. En este sentido, el maltrato emocional
se caracteriza por diferentes conductas en función de la edad:
19
buscan ayuda psicológica para resolver una alteración emocional o conductual
del niño o la niña ante una circunstancia extrema en la que es evidente la
necesidad de ayuda profesional (por ejemplo, depresión severa, intento de
suicidio, etc.).
20
— Violación o pedofilia. Supone contacto físico sexual protagonizado por
cualquier persona adulta no incluida en el apartado anterior.
— Explotación/prostitución. Supone la utilización del o la menor con fines de
comercio sexual (Sánchez, 2003).
1. Leve. Indica un abuso sexual sin contacto físico, protagonizado por una persona
ajena a la familia del niño o de la niña, que ha tenido lugar en una sola ocasión,
y donde el o la menor dispone del apoyo de sus padres o cuidadores
principales.
2. Moderado. Supone un abuso sexual sin contacto físico, protagonizado por una
persona ajena a la familia, que ha tenido lugar en varias ocasiones, y donde el o
la menor dispone del apoyo de sus padres o cuidadores principales.
3. Severo. Este nivel de gravedad comprende el incesto —con o sin contacto físico
— y la violación. Al igual que en el maltrato emocional, el maltrato sexual
puede producirse por omisión si no se atiende a las necesidades del o la menor,
por ejemplo si no se le protege en el área de la sexualidad o no se le da
credibilidad, desatendiendo la demanda de ayuda, lo que en general se conoce
como consentimiento de forma pasiva, el cual se manifiesta en muchos casos
de maltrato infantil, tanto por parte de otros familiares como de profesionales
vinculados con el desarrollo del o la menor.
La gravedad y el impacto del maltrato infantil está determinado no solo por el tipo,
sino por variables tales como la intensidad, la frecuencia, la edad del o la menor, la
relación con el agresor y el modo en que se resuelve el problema (Arruabarrena y de
Paúl, 1994).
Además de las cuatro categorías clásicas de maltrato infantil o violencia contra los
niños y niñas, algunos investigadores han considerado otras tipologías.
De acuerdo con las definiciones propuestas por Naciones Unidas (2011), Save the
Children (2012) expone otras categorías de violencia contra los niños y las niñas,
como la tortura y los tratos inhumanos o degradantes, las prácticas perjudiciales
21
(mutilación genital femenina, esterilización forzada, etc.), la violencia en y por los
medios de comunicación, y otras formas de maltrato sexual (explotación sexual con
fines comerciales, la trata de seres humanos, los matrimonios forzosos, la utilización
de niños en la prostitución o la pornografía infantil).
En nuestro país, en un proyecto coordinado por Arruabarrena en el año 2004,
surge una propuesta de tipos de maltrato que se concreta en la Guía de actuación en
situaciones de desprotección infantil. Los tipos de maltrato/abandono infantil que se
proponen son los siguientes: maltrato físico, negligencia infantil, maltrato
psicológico/emocional, abandono psicológico/emocional, abuso sexual, corrupción,
corrupción por modelos parentales asociales, explotación laboral, maltrato prenatal,
retraso no orgánico en el crecimiento, síndrome de Munchaüsen por poderes, e
incapacidad parental de control de la conducta infantil/adolescente.
En relación a los factores de riesgo de sufrir maltrato infantil, De los Santos y
Sanmartín (2005) señalan una serie de variables, basándose en la Teoría del Modelo
Ecológico o Ecosistémico (Belsky, 1980), entre las que se encuentran factores
individuales del agresor, de la víctima, familiares, culturales y sociales, tal y como se
refleja en la tabla 1.1.
TABLA 1.1
Factores de riesgo del maltrato infantil
— Edad.
— Problemas de conducta.
— Problemas de salud o minusvalías físicas o psíquicas.
Factores familiares
22
Factores culturales
— Creencia de que los hijos y las hijas son propiedad de los padres.
— Creencia de que el castigo físico es adecuado para la educación.
— Creencia acerca de la privacidad de la familia.
Factores sociales
4. VIOLENCIA FAMILIAR
23
psicológico o sexual, que tiene lugar en la relación entre los miembros de una
familia» (p. 23).
La violencia de pareja 4 quedaría de este modo incluida en esta categoría, y es
definida por Fernández-Alonso et al. (2003) como «aquellas agresiones que se
producen en el ámbito privado en el que el agresor, generalmente hombre, tiene una
relación de pareja con la víctima. Dos elementos deben tenerse en cuenta en la
definición: la reiteración o habitualidad de los actos violentos y la situación de
dominio del agresor, que utiliza la violencia para el sometimiento y control de la
víctima» (pp.11-12). Como indican Amor, Echeburúa, Corral, Sarasua y Zubizarreta
(2001b), la violencia familiar representa un grave problema social, tanto por su alta
incidencia en la población como por las consecuencias psicopatológicas que produce
en las víctimas. Dentro de la violencia de pareja se encuentra el tipo de violencia que
más atención social está recibiendo en los últimos años, la violencia de género, que se
aborda en el siguiente apartado.
24
the Children, 2008). De hecho, el Consejo de Europa ha identificado la violencia
contra las mujeres en el hogar (violencia doméstica) como la más frecuente
manifestación en nuestro continente de la violencia de género, que se produce en
todos los Estados miembros y en todos los niveles de la sociedad.
Aunque no exista una equivalencia total en este sentido, en ámbitos no familiares
tales como escolares, laborales y/o comunitarios se producen múltiples acciones u
omisiones con respecto a las mujeres, por el simple hecho de serlo. Ejemplos de ello,
encontrados en numerosos países del mundo 5 , son: sueldos más bajos por el mismo
desempeño laboral con respecto a los hombres, menor pertenencia de bienes e
inmuebles, y menor acceso a salud, educación o derechos.
La primera vez que aparece el término de «discriminación contra la mujer»
vinculado a diferencias de género fue en 1979, en la Asamblea General de la ONU,
incluido en la Declaración sobre la eliminación de todas las formas de discriminación
contra la mujer. A partir de este momento se adoptó la Convención para la
eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer, en la que se
estableció una agenda para poner fin a la misma.
El Consejo de Europa, principal organización europea de derechos humanos,
siguiendo la Declaración de la Organización de Naciones Unidas (1993) sobre la
eliminación de la violencia contra la mujer, junto con la Plataforma para la Acción
adoptada en la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer en Beijing (1995), propuso
una de la primeras definiciones sobre violencia de género: «cualquier acto violento
por razón de sexo que resulta, o podría resultar, en daño físico, sexual o psicológico o
en el sufrimiento de la mujer, incluyendo las amenazas de realizar tales actos,
coacción o la privación arbitraria de libertad, produciéndose estos en la vida pública o
privada».
Esta definición incluye las siguientes situaciones, aunque no se limita a ellas: la
violencia que se produce en la familia o en la unidad doméstica, incluyendo, entre
otras, la agresión física y mental, el abuso emocional y psicológico, la violación y
abusos sexuales, el incesto, violación entre cónyuges, compañeros ocasionales o
estables y personas con las que conviven; crímenes perpetrados en nombre del honor,
mutilación genital y sexual femenina y otras prácticas tradicionales perjudiciales para
la mujer, como son los matrimonios forzados; violencia que se produce dentro de la
comunidad general, incluyendo la violación, abusos sexuales, acoso sexual e
intimidación en el trabajo, en las instituciones o cualquier otro lugar, el tráfico ilegal
de mujeres con fines de explotación sexual y explotación económica y el turismo
sexual; violencia perpetrada o tolerada por el Estado o sus representantes; violación
de los derechos humanos de las mujeres en circunstancias de conflicto armado, en
particular la toma de rehenes, desplazamiento forzado, violación sistemática,
esclavitud sexual, embarazos forzados y la trata con fines de explotación sexual y
explotación económica (Save the Children, 2008).
La violencia de género puede adquirir distintas formas, entre las que destacan:
25
intencional, como golpes, quemaduras, agresiones con armas, etc.
— Psicológica, como humillaciones, desvalorizaciones, críticas exageradas y
públicas, lenguaje soez y humillante, insultos, amenazas, culpabilización,
aislamiento social, control del dinero o bloqueo en la toma de decisiones.
— Sexual, que hace referencia a aquellos actos que atentan contra la libertad
sexual de la persona y lesionan su dignidad, como las relaciones sexuales
forzadas, el abuso o la violación, entendidas dentro del marco de una relación
sentimental.
Por tanto, este tipo de violencia comporta graves riesgos para la salud de las
víctimas, tanto a nivel físico como psicológico, y afecta al resto de miembros que
conviven en el hogar.
La cuestión acerca de si la exposición de los niños y las niñas al maltrato de las
madres se debía incluir o no como una forma de maltrato infantil ha dado lugar en los
últimos años a múltiples debates (Edleson, 2000; Sepúlveda, 2006), sobre todo bajo
el punto de vista jurídico (Edleson, 2001).
UNICEF (1999) ya destacaba que la Asamblea General de las Naciones Unidas y
el Fondo Internacional de Emergencia de las Naciones Unidas para la Infancia, en
1946, consideraba como maltrato no solo la violencia directa, sino también los
efectos indirectos de la violencia familiar sobre los niños, basándose en diversos
estudios que habían destacado los efectos psicológicos potencialmente adversos que
tiene sobre los menores estar expuestos a situaciones violentas —tanto físicas como
psicológicas— ejercidas por el padre hacia la madre. Estos planteamientos recibieron
apoyo por parte de numerosos autores de la época, como por ejemplo De Bellis et al.
(2002), Wolfe y McGee (1994) o Wolfe, Werkele y Scout (1997). De hecho,
Espinosa-Bayal (2004) apuntaba que gran parte de los problemas que se generan en el
desarrollo, fruto de la exposición a la violencia, tienen su origen tanto en las
situaciones de tensión, negligencia o abandono a las que se ven sometidos por parte
de padres o cuidadores, incapaces de satisfacer sus necesidades básicas en el clima
familiar violento, como en el hecho de que en muchos casos estos o estas menores
son también víctimas del maltrato activo, similar al que se ejerce contra sus madres.
Asimismo, se ha considerado como un tipo de maltrato emocional (De los Santos
y Santamaría, 2005; Echlin y Marshall, 1995; Garbarino, Guttman y Seeley, 1986;
Peled y Davis, 1995; Trocmé et al., 2010). En nuestro país, como se señaló en el
Informe del Grupo de Trabajo de Investigación sobre la infancia víctima de la
violencia de género (incluido dentro del IV Informe Anual del Observatorio Estatal
de la Violencia sobre la Mujer), realizado en 2011, numerosos autores e instituciones
del ámbito de la protección a la infancia distinguen tres subtipos de violencia
psicológica (definida como el conjunto de comportamientos que causan torturas
psicológicas o emocionales a los niños y las niñas):
1. Abuso psicológico.
2. Negligencia emocional.
3. Exposición a la violencia de género familiar.
26
A pesar de que, como indican Olaya et al. (2008), algunos autores defendieron
hasta hace unos años la postura de no incluir la exposición a violencia de género
como maltrato infantil (Edleson, 1999; Kerig y Fedorowicz, 1999; Magen, Conroy,
Hess, Panciera y Levi, 2001), en la actualidad ya ha sido aceptado universalmente.
Por tanto, los hijos y las hijas de mujeres que sufren violencia de género son
víctimas directas de esa violencia y se consideran menores maltratados. De hecho, en
España se incluyen como tales en el II Plan Estratégico Nacional de Infancia y
Adolescencia (PENIA) 2013-2016, y en la Estrategia Nacional para la Erradicación
de la Violencia contra la Mujer 2013-2016, donde se especifica que estos o estas
menores deben incluirse en el registro de casos sobre maltrato infantil y en el
protocolo de atención al maltrato infantil en el ámbito familiar. Además, ya se ha
hecho efectivo a nivel jurídico, con la publicación de la nueva ley de protección a la
infancia en julio de 2015.
Por otro lado, la definición de exposición a violencia de género en la infancia o
adolescencia, en el ámbito familiar, se está precisando cada vez más. Así, Aguilar
(2008) la define como «aquel o aquella menor que viva en un hogar donde su padre o
el compañero de su madre es violento contra la mujer», por lo que se encuentra
inmerso en situaciones de opresión y control, constituyendo un modelo de relación
basado en el abuso de poder y la desigualdad (Ohlson, 2010). Asimismo, se incluyen
aquellas situaciones en las que, tras la separación de los padres, los menores
continúan expuestos, en alguna medida, a situaciones de maltrato relacionadas con la
separación o el divorcio en sus distintos momentos, como por ejemplo interacción
abusiva durante el régimen de visitas, manipulación de los menores, etc.
(Cunningham y Baker, 2007).
Hasta la fecha han sido varios los términos que se han utilizado para referirse a los
niños y niñas envueltos en este tipo de experiencias. Los estudios iniciales empleaban
conceptos como «testigos» u «observadores», que hacían referencia a la observación
directa de la violencia ejercida contra sus madres, sin entender que pudiera provocar
en la persona observadora algún daño o efecto (Grip, 2012). En la actualidad han sido
sustituidos por el término exposición, ya que este no solo se refiere a que el o la
menor haya visto realmente la violencia, sino que incluye además que la haya oído,
participado o experimentado sus consecuencias (Holt, Buckley y Whelan, 2008;
Loise, 2009). En este sentido, para estar expuestos o expuestas es suficiente el hecho
de que el niño o la niña tenga una madre que es o haya sido agredida por su pareja.
Por ejemplo, según Jouriles, Norwood, McDonald y Peters (2001), se debería incluir,
en este caso, el maltrato sufrido por la madre mientras se encuentra embarazada del o
la menor, ya que se dispone de evidencia acerca de que este tipo de violencia puede
afectar a la salud o al desarrollo infantil incluso antes del nacimiento (Lazenbatt,
2010).
Otros autores, sin embargo, prefieren utilizar el término experiencia, resaltando la
posición activa del o la menor, puesto que en muchos casos este se ve obligado a
actuar en los episodios de violencia entre sus padres (Eriksson, Hester, Keskinen y
Pringle, 2005; Hester Pearson y Harwin, 1999; Källström, 2004; Holden, 2003;
27
McGee, 2000; Overlien y Hyden, 2007, 2009; Peled, 1998).
Como ya señaló Holden (2003), uno de los problemas a los que se enfrentan los
investigadores en este ámbito es la falta de terminología y definiciones comunes; por
ello propuso la siguiente tipología de exposición, que podemos considerar vigente en
la actualidad:
5. INCIDENCIA 6 Y PREVALENCIA 7
28
fuentes citadas anteriormente. En primer lugar se exponen las estadísticas, tanto a
nivel mundial como en España, sobre prevalencia del maltrato físico y la negligencia,
considerando que en la gran mayoría de los casos conllevan maltrato emocional. En
segundo lugar se presentan las estadísticas sobre violencia de género en la pareja y la
exposición en la infancia a este tipo de violencia.
29
magnitud del problema, dado que una importante proporción de las muertes debidas a
maltrato infantil se atribuyen erróneamente a caídas, quemaduras, ahogamientos y
otras causas (OMS, 2010).
Los datos sobre maltrato en EEUU muestran que durante el año 2000 murieron
una media de cuatro menores al día, en cifras generales unos 1.356 niños o niñas
(Peddle, Wang, Díaz y Reid, 2002), lo que supone una cifra de 1,87 niños y niñas por
cada 100.000 menores, aunque ha aumentado en los últimos años en un 5% (De los
Santos y Santamaría, 2005). Peddle y Wang (2001) calcularon que en 1999 el número
de casos de maltrato confirmados fue de 1.070.000 niños o niñas, es decir, 15
víctimas por cada mil menores.
Un informe más reciente, publicado por la Oficina Federal para la Infancia del
Ministerio de Salud y Servicios Humanos de EE UU, reveló que la violencia
doméstica causó en el año 2011 la muerte a 1.579 niños. En el 78,3% de los casos los
padres fueron los responsables de la muerte de sus hijos. Según el informe, que
recopiló los datos de todos los estados del país, un total de 676.569 niños sufrieron
maltrato por parte de su familia. Asimismo, durante el año 2012 las defunciones por
maltrato aumentaron hasta el 77% en los niños menores de cuatro años,
probablemente debido a su gran dependencia y vulnerabilidad. Entre los tipos de
maltrato cuyo desenlace fue la muerte, se encontraron cifras altas en negligencia
(69,9%) y maltrato físico (44,3%). Del mismo modo, la incidencia de negligencia fue
del 78,3%; del 18,3% el maltrato físico, y del 9,3% el abuso sexual (US Department
of Health and Human Services, 2013).
En Europa, la OMS presentó en 2013 el Informe Europeo sobre la Prevención de
Maltrato Infantil (European Report on Preventing Child Maltreatment), que denuncia
un agravamiento de los efectos de la violencia contra los niños y las niñas debido a la
crisis económica. Así, cada año el maltrato infantil causa la muerte a más de 850
niños menores de 15 años. Además, el informe alerta de que son más de 18 millones
los o las menores que sufren maltrato en el marco europeo, estimando que el 29,1%
de los niños y las niñas sufre maltrato emocional, el 22,9% maltrato físico, y el 13,4%
de las niñas sufre abusos sexuales, frente al 5,7% de los varones.
En España ha existido hasta hace poco tiempo una enorme dificultad para disponer
de datos sobre la protección a la infancia, en términos de tipologías detectadas,
medidas llevadas a cabo, población atendida, perfiles, etc. Según referían Fernández-
Del Valle y Bravo (2002), este hecho ha podido estar ocasionado por varios motivos,
como por ejemplo que la competencia en materia de servicios sociales es asumida por
las Comunidades Autónomas, resultando difícil recabar datos fiables de todas y cada
una de ellas, encontrándonos además con deficientes sistemas de monitorización de
los mismos.
Debido a esta dificultad se han publicado algunos trabajos que han tratado de
realizar una aproximación desde este punto de vista (casos localizados en servicios
sociales) (por ejemplo, De Paul, Arruabarrena, Torres y Muñoz, 1995; Inglés, 1995;
Moreno, Jiménez, Oliva, Palacios y Saldaña, 1995; Palacios, 1995; Saldaña, Jiménez
y Oliva, 1995).
30
Según el Informe presentado por la Fundación de Ayuda a Niños y Adolescentes
en Riesgo (ANAR), el maltrato infantil se ha incrementado en España en un 13,6%.
Destaca que 1.778 niños o niñas y adolescentes sufrieron en 2012 algún tipo de
violencia por parte de sus progenitores, compañeros de clase o parejas y exparejas.
El Centro Reina Sofía (2008), tras recopilar las noticias publicadas sobre los o las
menores asesinados por sus padres entre 2004 y 2007, informó que cada año mueren
en España 12 menores a manos de sus padres, es decir, dos por cada millón (la mitad
de ellos con una edad comprendida entre 0 y 24 meses).
Asimismo, en 2011 el Centro Reina Sofía publicó un informe en el que
comunicaba los datos obtenidos en la investigación realizada en 2007 sobre la
situación del maltrato infantil en la familia en nuestro país. Este estudio recoge
información de tres colectivos distintos: 802 psicopedagogos y responsables de
guarderías y colegios, 769 familiares de menores de 18 años, y 898 menores entre 8 y
17 años. En relación al tipo de maltrato (tabla 1.2), los resultados encontrados
indicaron que el mayor porcentaje de casos correspondió a maltrato físico (59,68%)
entre los 0 y los 7 años, y a maltrato psicológico (60%) en el tramo de 8 a 11 años,
ocurriendo a partes iguales el maltrato físico y psicológico entre los adolescentes de
12 a 17 años (54,55%).
Atendiendo al sexo de la víctima, los niños de 0 a 7 años presentaron mayores
porcentajes de todos los tipos de maltrato, excepto del abuso sexual. Al contrario, en
el tramo de 8 a 11 años las niñas presentaron las mayores tasas de abuso, excepto en
maltrato emocional. Por último, entre los 12 y los 17 años las chicas sufrieron mayor
porcentaje de maltrato emocional y abuso sexual, y los chicos de maltrato físico.
Entre los 0 y los 7 años predominaron las víctimas masculinas (69,35%), al igual que
en el tramo de 8 a 11 años (56,25%). Por el contrario, las niñas representaron la
mayoría de las víctimas entre los 12 y los 17 años (59,09%) (figura 1.1).
Según los diferentes tipos de violencia, las niñas son más vulnerables a la
violencia sexual en el hogar, mientras que los niños se encuentran más expuestos a la
violencia física, según informan los sistemas de justicia (Naciones Unidas, 2011). No
obstante, es preciso señalar que ambos se encuentran en un riesgo alto de sufrir
cualquier tipo de violencia.
En España no existen datos oficiales globales ni estudios relevantes sobre las
distintas formas de violencia que afectan a los niños y las niñas,
TABLA 1.2
Tipos de maltrato, por edad de la víctima, en porcentajes (0 a 17 años)
31
FUENTE: Centro Reina Sofía, 2011.
si bien el informe La infancia en cifras (Gaitán, 2009) recaba datos sobre algunas
formas de maltrato o de distintos delitos que afectan a los niños hasta el año 2008.
Como el propio informe indica, se trata de datos parciales e incompletos. La forma
más común de violencia contra los niños y las niñas que recoge el informe es la
desatención y la negligencia (hasta el 78% de los casos de maltrato notificados),
seguida por casos de violencia física o mental y de violencia sexual.
No ha sido hasta 2013, con la publicación del II Plan Estratégico Nacional de
Infancia y Adolescencia, con vigencia hasta 2016, cuando los poderes políticos
españoles han adoptado nuevas medidas para combatir el maltrato infantil, como
«consolidar en todo el territorio nacional un sistema unificado de registro de casos,
detección y notificación de maltrato infantil, y hacer seguimiento e información
periódica a todos los agentes sobre la extrapolación de los datos obtenidos y evaluar
su eficacia». Este registro unificado de casos de maltrato intrafamiliar se inició hace
varios años, si bien los cambios más significativos se incluyeron en 2001, al acordar
desde el Observatorio de la Infancia iniciar la elaboración de protocolos comunes de
registro de notificaciones de casos con sospecha de maltrato infantil, y en 2010 al
entrar en producción la base de datos on-line que se pone a disposición de la totalidad
de operadores de servicios de protección existentes en España. Además, en este Plan
de Infancia se recomienda incluir a los menores expuestos a violencia de género
dentro del registro de maltrato.
Respecto a la incidencia de cada uno de los tipos de maltrato, la gran mayoría de
estudios (por ejemplo, De Paúl et al., 1995; Fernández-Del Valle, Álvarez-Baz y
Fernánz, 1999; Inglés, 1995; Moreno et al., 1995; Ministerio de Trabajo y Asuntos
Sociales, 2006; Palacios, Jiménez, Oliva y Saldaña, 1998; Saldaña, Jiménez y Oliva,
32
1995) arrojan los siguientes datos: en primer lugar, la negligencia sería el maltrato
más frecuente, en segundo lugar el maltrato emocional, a continuación el maltrato
físico y por último el abuso sexual.
La Comunidad Autónoma de la Región de Murcia dispone de un registro de casos
de maltrato infantil, según el cual, y atendiendo a los datos recogidos de las 8.548
notificaciones recibidas desde el año 2003 hasta el año 2013, el tipo de maltrato
notificado con más frecuencia ha sido la negligencia o cuidado inadecuado, reuniendo
el 62,7% de las notificaciones.
Como se ha señalado anteriormente, las estimaciones ofrecidas por los diferentes
organismos se basan en las denuncias e intervenciones realizadas, lo que indica que,
probablemente, un gran número de casos pasa desapercibido ante los profesionales,
sobre todo aquellas situaciones en las que el maltrato no deja huella física visible,
como es el caso del maltrato emocional (Rosa-Alcázar, Sánchez-Meca y López-Soler,
2010).
En consecuencia, se estima que el número de casos de abuso y maltrato infantil
debe ser muy superior al registrado oficialmente, siendo la prevalencia real del
maltrato infantil desconocida. La propia naturaleza del problema —que se produzca
dentro de la propia familia, el miedo a la denuncia, la formación insuficiente de los
profesionales, que el agredido sea un menor, etc.— condiciona el conocimiento del
número de casos.
Diferentes expertos asemejan la situación a la de un iceberg (De los Santos y
Sanmartín, 2005; Morales y Costa, 1997), estimando que los casos detectados serían
solo una parte de los casos reales (figura 1.2).
Por otra parte, la evidencia empírica sugiere que los y las menores expuestos a un
tipo de maltrato presentan mayor riesgo de sufrir otros tipos de maltrato, así como de
estar expuestos de forma repetida en el tiempo. Igualmente, se conoce que la
frecuencia de exposición correlaciona con la severidad del maltrato (Clemmons,
Walsh, DiLillo y Messman-Moore, 2007; Dong et al., 2004; Edwards, Holden, Felitti
y Anda, 2003; National Child Traumatic Stress Network, 2003; Oswald, Heil y
Goldbeck, 2009).
En este sentido, es muy frecuente que el maltrato infantil se manifieste junto a
situaciones de violencia de género en la pareja. Estudios realizados en China,
Colombia, Egipto, México, Filipinas y Sudáfrica muestran que hay una estrecha
relación entre la violencia contra las mujeres y la violencia contra los niños y las
niñas (Reza et al., 2002). Un estudio llevado a cabo en la India detectó que la
violencia doméstica en el hogar multiplica por dos el riesgo de violencia contra los y
las menores (Hunter y Kilstrom, 2000).
En la misma línea, UNICEF (2006) considera que los hijos y las hijas de las
mujeres que sufren malos tratos presentan quince veces más posibilidades de sufrir
agresiones físicas y psicológicas directas por parte del padre, incluidos los abusos
sexuales.
Carlson (2000) indica que la prevalencia de la exposición a violencia de género en
la pareja es difícil de estimar, ya que está directamente relacionada con cuatro
33
factores:
34
de mujeres maltratadas residentes en hogares de acogida, y encontraron que el 85%
de los hijos y las hijas fueron testigos de la violencia ejercida contra sus madres, y de
estos un 66,6% presentaron también maltrato infantil, mayoritariamente de tipo físico
y psicológico. Por su parte, Save the Children (2009) estima que en España hay
800.000 niños y niñas que sufren en sus hogares situaciones de malos tratos o de
violencia de género.
Estudios más actuales han encontrado resultados similares en relación a la
comorbilidad entre el maltrato directo e indirecto hacia los menores. Así, Bayarri,
Ezpeleta y Granero (2011) encontraron que de los 166 hijos e hijas de 117 mujeres
víctimas de violencia de género, que fueron atendidas en servicios específicos para
este tipo de violencia, el 46,39% habían sido testigos de los conflictos (visto,
escuchado, observado sus efectos o experimentando sus consecuencias), el 37,96% se
habían visto involucrados o involucradas en el episodio (interviniendo para que
terminara), y el 15,66% habían sido víctimas directas de agresión física o verbal por
parte de los maltratadores de sus madres durante el conflicto.
Alcántara, López-Soler, Castro y López (2013) realizaron un estudio sobre 91
menores, hijos e hijas de mujeres víctimas de violencia de género, que habían sido
derivados a tratamiento psicológico por presentar alteraciones emocionales y/o
comportamentales. Los resultados indicaron que el 84% de las madres había sufrido
maltrato emocional grave o muy grave, y el 94% de ellas había vivido maltrato a
nivel físico entre leve y grave. Un 92,4% de sus hijos e hijas había estado expuesto a
maltrato emocional en una intensidad de leve a muy grave, y el 68% al maltrato físico
de sus madres en las mismas categorías. Además, el 71% de los menores había
sufrido negligencia por parte del padre maltratador, el 52% maltrato emocional y el
48,5% maltrato físico.
Finalmente, en otro trabajo Rosser, Suriá y Villegas (2013) analizaron una muestra
de 88 mujeres víctimas de violencia de género que necesitaron como medida de
protección un hogar de acogida. Los resultados mostraron que el 91,2% de las
mujeres habían sufrido maltrato físico, el 94,5% maltrato emocional y el 28,3%
sexual. De sus hijos, el 87% habían estado expuestos o expuestas al maltrato hacia la
madre y habían sido además maltratados directamente (el 40% maltrato psicológico,
el 25,5% físico y el 0,9% abuso sexual).
En síntesis, la violencia de género en la pareja parece que es un factor de riesgo
para sufrir adicionalmente otro tipo de maltrato en la infancia y la adolescencia. Por
ello, es imprescindible disponer de datos estadísticos de calidad acerca de la
incidencia y prevalencia de este tipo de violencia, una vez constatados los graves
efectos que supone para estos menores, tanto a corto como a largo plazo, con el fin de
poder atender todos los casos reales y prevenir, en la medida de lo posible, las
secuelas que se deriven, o bien intervenir precozmente.
35
contexto económico, social y cultural, si bien se considera un fenómeno universal.
La OMS (2002), a partir de los datos recogidos a través de 48 encuestas de
población realizadas en todo el mundo, concluye que entre el 10% y el 69% de las
mujeres informan haber sido abusadas físicamente por una pareja íntima masculina
en algún momento de su vida. Algunos ejemplos son: el 29% en Canadá, el 10% en
Paraguay y el 69% en Managua y Nicaragua (Krug, Dahlberg, Mercy, Zwi y Lorenzo,
2002). Además, según este informe, varios tipos de abuso suelen coexistir en la
misma relación (OMS, 2002). Estos datos coinciden con los datos aportados por otros
autores, que señalan que una de cada tres mujeres ha sido golpeada, forzada a tener
relaciones sexuales, o ha sido víctima de malos tratos a lo largo de su vida (García-
Moreno, Heise, Jansen, Ellsberg y Watts, 2005).
En Estados Unidos, aproximadamente el 44% de las mujeres son víctimas de
violencia doméstica a lo largo de su vida (Thompson et al., 2006). Otros autores
consideran que más de un 10% de las mujeres adultas en ese país son víctimas de
violencia en sus relaciones de pareja (Strauss y Gelles, 1990). Las cifras que se
exponen son orientativas, debido a que la prevalencia de determinados tipos de
violencia, como la psicológica, es muy difícil de estimar (Adams, 2006).
En España se ha publicado un avance acerca de la última Macroencuesta sobre
Violencia de Género en 2015, por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) y
promovida por la Delegación del Gobierno para la Violencia de Género del
Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad. Incluye entrevistas a 10.171
mujeres de 16 años en adelante, representativas de la población femenina residente en
nuestro país, a las que se les solicitó información sobre todas las parejas que habían
tenido a lo largo de su vida. Del total de encuestadas, refirieron haber sufrido por
parte de su pareja o expareja en algún momento de su vida: violencia física y/o sexual
el 12,5%, violencia psicológica de control el 25,4%, violencia psicológica emocional
el 21,9% y violencia económica el 10,8%. Asimismo, del total de mujeres que tenían
pareja en ese momento, informaron que en algún momento de la relación habían
sufrido violencia física y/o violencia sexual el 2,9%, violencia psicológica de control
el 11,9%, violencia psicológica emocional el 9,3% y violencia económica (el 3,3%).
Además de sufrir todo tipo de humillaciones y malos tratos, las mujeres con
frecuencia son asesinadas. Este hecho se conocía como «femicidio», término
conceptualizado por primera vez por Diana Russel (1976) y revisado junto a Hill
Radford (1992). Sin embargo, en la actualidad la antropóloga mexicana Marcela
Lagarde ha reformulado el término, definiéndolo como «feminicidio», que se refiere
a los asesinatos de mujeres cometidos por hombres por el simple hecho de ser
mujeres, y en el que se incluye la variable de impunidad que suele estar detrás de
estos crímenes, es decir, la inacción o desprotección estatal frente a la violencia
llevada a cabo contra la mujer. Este término se ha incluido recientemente en la Real
Academia de la Lengua Española.
En relación al número de mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas a causa
de este tipo de violencia en nuestro país, la Delegación del Gobierno para la
Violencia de Género ha informado que se produjeron 60 muertes durante el año
36
2015 13 . Sobre las víctimas, se destaca que el 21,5% habían denunciado y el 13,3%
habían solicitado medidas de protección. Además, el 63,3% de las mujeres eran
españolas y el 66,7% convivía aún con su agresor, mientras que el 46,7% de las
relaciones ya se había producido la ruptura o bien se encontraban inmersos en esta.
En relación a los agresores, el 73,3% eran españoles y el 26,7% consumaron el
suicidio.
En la figura 1.3 se detalla el número de víctimas mortales por violencia de género
en España desde el año 2004 al 2015.
A 14 de junio de 2016 se han contabilizado ya 21 muertes por violencia de género
en la pareja en nuestro país, según la Delegación del Gobierno para la Violencia de
Género 12 (últimos datos disponibles en la revisión realizada para este trabajo), lo que
supone un incremento con respecto al intervalo entre 2012 y 2014, en el que se
produjeron menos muertes.
Las estadísticas señalan que al menos en un 10,14% de las muertes producidas por
violencia de género el agresor cometió asesinato contra su pareja en presencia de los
hijos y las hijas (Centro Reina Sofía para el Estudio de la Violencia, 2007a).
Algunos autores señalan que en nuestro país alrededor de 3,3 millones de niños o
niñas son testigos de este tipo de violencia, ya sea física o verbal (Farnós y
Sanmartín, 2005). En el año 2006, un informe de UNICEF (Unicef-Bodyshop, 2006)
estimó que en España había 188.000 menores expuestos a violencia doméstica.
Por otra parte, desde el año 2013 los niños y adolescentes hijos de mujeres
víctimas de violencia de género se incluyen en las estadísticas oficiales de violencia
de género, recopilando los datos
FUENTE: Delegación del Gobierno para la Violencia de Género. Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e
Igualdad.
Figura 1.3. Víctimas mortales por violencia de género en España desde el año 2004 al 2015. 14
37
de los menores que han quedado huérfanos a causa del feminicidio de las madres, así
como los que han sido asesinados por el maltratador de las mismas.
En el año 2015 han sido 51 los o las menores huérfanos, y cuatro los o las menores
víctimas mortales por violencia de género en nuestro país, según las estadísticas
realizadas por la Delegación del Gobierno para la Violencia de Género 15 . El hecho de
incluir a estos menores en las estadísticas oficiales supone un paso para su
visibilización, uno de los objetivos principales planteados en el II Plan Estratégico
Nacional de Infancia y Adolescencia (2013-2016).
Si bien estar presente en los feminicidios es la forma más grave de exposición a la
violencia de género, presenciar episodios de violencia doméstica no es infrecuente
entre los niños y las niñas (Huth-Bocks et al., 2001; Meltzer, Doos, Vostanis, Ford y
Goodman, 2009).
Así, según la Macroencuesta sobre Violencia de Género publicada en 2011, el
64,9% de las mujeres que habían sufrido maltrato tenían hijos e hijas menores de
edad cuando dicho maltrato se estaba produciendo, siendo dos la media de hijos e
hijas menores por mujer maltratada. Haciendo una extrapolación de los datos, el
informe cifra en 840.000 los menores que han estado expuestos a violencia en el
último año, representando el 10,1% del total de menores de edad residentes en
España en 2010. Además, el 54,7% de las mujeres refirió que sus hijos o hijas
padecieron directamente situaciones de violencia en algún momento. En el avance
publicado acerca de la Macroencuesta sobre Violencia de Género de 2015 se destaca
que, del total de mujeres que sufren o han sufrido violencia física, sexual o miedo de
sus parejas o exparejas, y que tenían hijos e hijas en el momento en el que se
produjeron los episodios de violencia, el 63,6% afirma que presenciaron o escucharon
alguna de las situaciones de violencia. El 92,5% de esas madres afirma que los hijos y
las hijas eran menores de 18 años cuando sucedieron los hechos, y el 64,2% de estas
destaca que sus hijos e hijas sufrieron a su vez violencia.
Se calcula que entre 133 y 275 millones de niños y niñas de todo el mundo son
testigos de la violencia doméstica cada año 16 . Otros estudios indican que
aproximadamente uno de cada cuatro niños o niñas está expuesto a la violencia de
pareja (Maxwell y Carroll-Lind, 1996). En población general de edad escolar, entre
un 20% y un 25% de los niños y las niñas han visto a sus padres pegarse (McCloskey
y Walker, 2000). Para otros autores, la incidencia de niños y niñas expuestos a
violencia entre los padres se encuentra entre el 10% y el 20% cada año (Carlson,
2000). Este mismo autor indicó en 1984 que al menos 3,3 millones de niños y niñas
de entre 3 y 17 años estaban expuestos a este tipo de violencia al año.
En Estados Unidos se estima que aproximadamente 10 millones de niños y niñas
son testigos de violencia doméstica (McFarlane, Groff, O’Brien y Watson, 2003;
Maxwell y Maxwell, 2003; Sullivan, Ega y Gooch, 2004), y que alrededor del 50%
de estos niños y niñas están siendo investigados por servicios de protección a la
infancia (Beeman, Hagemeister y Edleson, 2001). Por tanto, cada año más de tres
millones de niños y niñas son testigos de violencia doméstica en ese país (Fantuzzo y
Mohr, 1999), y en alrededor de la mitad de los incidentes de maltrato que se
38
produjeron en los hogares durante un año había un niño y niña menor de doce años
presente, reflejando que aproximadamente 297.435 niños y niñas habían presenciado
episodios violentos (Rennison, 2003). Además, un importante número de estos han
sido testigos de las agresiones sexuales que sufren las madres por parte de sus parejas
(Wolack y Finkelhor, 1998).
Estudios más recientes aportan cifras de incidencia y prevalencia divergentes. Así,
Finkelhor, Turner, Ormrod y Hamby (2009) encontraron que uno de cada tres
menores (34,6%) ha estado expuesto a violencia intrafamiliar, mientras que Laliberte,
Bills, Shin y Edleson (2010) informaron un 16,3% de tasa de exposición a violencia
doméstica a lo largo de la vida en menores estadounidenses. En la misma línea,
Tajima, Herrenkohl, Moylan y Derr (2011) informan que, del total de los casos
documentados por el Departamento de Justicia de Estados Unidos (desde el año 2001
al 2005), más de un tercio (35,2%) de los menores se encontraban presentes en
situaciones de violencia de pareja en el hogar, mientras que no se disponía de
información sobre un 15,5% de los casos, por lo que posiblemente la cifra podría ser
más elevada.
En otros trabajos llevados a cabo en este país sobre muestras nacionales amplias se
han hallado prevalencias más bajas (9%) en población adolescente expuesta a formas
peligrosas de violencia física en la pareja (Zinzow et al., 2009), siendo una de las
formas más graves de exposición a este tipo de violencia el hecho de estar presente
durante la comisión del homicidio de uno de los progenitores por parte del otro (Jaffe,
Campbell, Hamilton y Juodis, 2012). En este sentido, alrededor de 3.300 niños se
quedan huérfanos cada año en Estados Unidos, siendo testigos de feminicidio en un
35% de los casos, y de intento de homicidio de la madre en un 62% (Lewandowski,
McFarlane, Campbell, Gary y Barenski, 2004).
En el Reino Unido, aproximadamente 750.000 niños o niñas han sido testigos de
violencia de género (Department of Health, 2002). En un estudio de prevalencia
nacional en este país, que incluyó a 2.869 adultos jóvenes, el 26% de estos había sido
testigo de violencia entre sus padres al menos una vez, y el 5% con mayor frecuencia
(Cawson, 2002). Igualmente, en Gales e Inglaterra más de 34.000 niños y niñas pasan
por los centros de acogida al año (Rivet, Howarth y Harold, 2006).
De acuerdo con Patró y Limiñana (2005), dentro de la estructura familiar
jerárquica en España, los ejes de desequilibrio los constituyen el género y la edad,
siendo las mujeres y los o las menores las principales víctimas de la violencia dentro
de la familia. Atendiendo a la edad, los niños y niñas más pequeños presentan mayor
probabilidad de ser testigos de violencia de género en la pareja, debido a que este tipo
de violencia a menudo ocurre por primera vez durante el embarazo. Los menores de
tres años, además de tener más probabilidades de ser testigos de violencia de género,
también son más propensos, frente a los más mayores, a experimentar abuso y
negligencia, lo cual es, a su vez, un factor de riesgo para ser testigo de violencia
(Borrego, Gutow, Reicher y Barker, 2008; Moffitt y Caspi, 1998). Otros estudios
indican que, igualmente, los menores de seis años presentan un mayor riesgo de
exposición a este tipo de violencia (Fantuzzo, Boruch, Beriama y Atkins, 1997;
39
Gjelsvik, Verhoek-Oftedahl y Pearlman, 2003).
Es indiscutible que, aunque la mayor dimensión de la violencia ejercida en el
ámbito familiar se concreta en la violencia de género infligida a las mujeres, también
otros miembros del grupo familiar en situación de debilidad, como los menores, son
víctimas de la misma. Save the Children y la Fundación Instituto de Reinserción
Social-IreS (2009) señalan que de los 800.000 menores que sufren en sus hogares
situaciones de malos tratos o de violencia de género, 200.000 son hijos o hijas de
mujeres que se encuentran bajo órdenes de protección, y se calcula que tan solo el 4%
del total reciben atención especializada.
Hay que tener en cuenta que estas estimaciones sobre la frecuencia e intensidad de
la exposición de los menores a la violencia de género se basan casi exclusivamente en
la información proporcionada por la madre víctima. De acuerdo con Carlson (2000),
diversos investigadores han comparado los informes de los niños y las niñas con los
de los padres, encontrando que estos frecuentemente subestiman la naturaleza de la
exposición de sus hijos (Edleson, 1999; Osofsky, 1998). Así, un estudio informó de
diferencias entre los informes de los niños y las niñas y de los padres, observándose
que, en general, los padres indicaban que los menores no habían detectado ningún
tipo de abuso, y sin embargo referían haber sido testigos de los mismos (O’Brien,
John, Margolin y Erel, 1994). En este sentido se han formulado varias hipótesis,
como las propuestas por Carlson (2000):
1. Los padres pueden ignorar que los niños y las niñas están cerca o pensar que
están dormidos.
2. Se pueden producir distorsiones cognitivas que evitan tomar conciencia de que
sus hijos o hijas están siendo expuestos a conflictos emocionalmente
perturbadores.
3. Puede ser una respuesta defensiva ante la impotencia para controlar dichos
episodios.
Por tanto, si se parte de la premisa de que son víctimas del maltrato que sufren sus
madres, entonces se puede concluir, a partir de las estadísticas mencionadas, que es
más elevado el número de niños y niñas víctimas de esta violencia que el de las
mujeres que la sufren (Save the Children, 2008).
40
que esta impide gravemente el disfrute de derechos y libertades en igualdad con el
hombre.
A partir de ese momento se ha ido ampliando y especializando la atención social e
institucional, así como el marco jurídico y normativo en relación a la lucha por
eliminar la violencia contra la mujer, con el objetivo de defender y proteger sus
derechos.
España se suma a la lucha activa contra la violencia de género prácticamente en la
última década. En este sentido se aprueba la Ley 27/2003, de 31 de julio, reguladora
de la Orden de protección de las víctimas de la violencia doméstica, así como el II
Plan Nacional de medidas contra la violencia doméstica 2001/2004, en el marco del
Observa-torio Nacional de la Violencia Doméstica y de Género.
Aprobada por unanimidad de todos los grupos parlamentarios, la Ley Orgánica
1/2004, de 28 de diciembre, entró en rigor, defendiendo una serie de Medidas de
Protección Integral contra la Violencia de Género 17 , que supone un cambio
sustancial con respecto a la anterior ley.
Hasta aquí los no pocos esfuerzos realizados por la lucha contra la violencia de
género, si bien quedan otras víctimas de este tipo de violencia al margen de toda
actuación política, convirtiéndose en testigos del crimen más silenciado de la historia,
las víctimas invisibles (Osofsky, 1995a) de este tipo de violencia. Los menores que
viven en hogares donde se produce violencia de género han quedado relegados a un
lugar secundario, tanto políticamente como en los estudios científicos tradicionales
sobre la misma.
En los últimos años se han desarrollado multitud de investigaciones sobre mujeres
víctimas de este tipo de violencia, en las cuales se reconoce que los o las menores que
viven estas situaciones presentan problemas similares a los que se encuentran en
aquellos que sufren maltrato directo. La exposición de estos a la violencia de género
en la pareja provoca consecuencias adversas, teniendo un gran impacto sobre el
desarrollo psicológico y emocional.
Además, como apunta Save the Children (2012), la violencia de género ejercida
contra las mujeres a manos de sus parejas o exparejas aumenta las probabilidades de
violencia contra niños y niñas, tanto por parte del cuidador abusador como del
cuidador víctima (Dixon, 2005).
Por tanto, era urgente adoptar medidas específicas que atendieran las necesidades
de estos menores. En este sentido, la necesidad de atención a menores expuestos a
violencia de género en sus hogares ha sido apoyada desde hace unos años por
diferentes instancias internacionales, especialmente desde el Consejo de Europa.
El Comité ad hoc para Prevenir y Combatir la Violencia Contra las Mujeres y la
Violencia Doméstica (CAHVIO), creado por el Consejo de Europa en 2009, ya
manifestó la necesidad de un abordaje específico para los hijos e hijas de mujeres
víctimas de violencia de género, reconociéndolos como sujetos activos de protección
por ley.
En la Resolución 1714 (2010) del Consejo de Europa se reconoce que ser testigo
de la violencia perpetrada contra su madre es una forma de abuso psicológico contra
41
el niño o niña, con consecuencias potencialmente muy graves en su ajuste
psicosocial, ya que no se les estaba reconociendo como víctimas del impacto
psicológico de su experiencia, ni como posibles futuras víctimas, ni como elementos
de una cadena de reproducción de la violencia, por lo que demandaban que se
realizara una acción más específica en este sentido.
Se desarrolló entonces la Recomendación 1905 (2010) (Children who witness
domestic violence), en la que se ponía de manifiesto que había que tener en cuenta el
impacto psicológico ocasionado a estos niños y niñas, debido a la exposición a
violencia de género.
En mayo de 2011 se firma el Convenio de Estambul (Convenio del Consejo de
Europa sobre prevención y lucha contra la violencia contra la mujer y la violencia
doméstica), reclamando a todos los Estados que se adopten medidas para asegurar las
necesidades de estos menores, y recomendando una asistencia psicosocial adecuada a
la edad del niño o la niña. Así, en su artículo 26 indica:
1. Las Partes tomarán las medidas legislativas u otras necesarias para que, en la
oferta de servicios de protección y apoyo a las víctimas, se tengan en cuenta
adecuadamente los derechos y necesidades de los menores expuestos a todas
las formas de violencia incluidas en el ámbito de aplicación del presente
Convenio.
2. Las medidas tomadas con arreglo al presente artículo incluirán los consejos
psicosociales, adaptados a la edad de los menores expuestos a todas las formas
de violencia incluidas en el ámbito de aplicación del presente Convenio, y
tendrán en cuenta debidamente el interés superior del niño.
Este convenio entró en vigor en España en 2014. En nuestro país también se están
realizando esfuerzos por parte de todos los poderes públicos para atender las
necesidades de estos menores.
En esta línea, la Exposición de Motivos de la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de
diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, nombra
por primera vez a los hijos y las hijas de las mujeres que sufren violencia de género,
reconociendo que dichas situaciones afectan a estos o estas menores, y les convierte
en víctimas indirectas de esta violencia. Se indica también que «se compagine, en los
ámbitos civil y penal, medidas de protección a las mujeres y a sus hijos e hijas, y
medidas cautelares para ser ejecutadas con carácter de urgencia», a través de varios
ar- tículos —5, 7, 14, 19.5, 61.2, 63, 65, 66—. Además, en la Disposición Adicional
17 se les concede una serie de derechos con el fin de proporcionarles una atención
integral. Si bien la consideración de los menores como víctimas fue un notable
adelanto, no hubo una respuesta clara y firme para considerarlos como víctimas
propias de este tipo de violencia.
Dos años más tarde de la aprobación de esta Ley Integral, y como respuesta a una
recomendación del Comité de los Derechos del Niño de 2002 en la que se subrayaba
la «necesidad de formular una estrategia global para la infancia sobre la base de los
principios y disposiciones de la Convención de los Derechos del Niño», se elaboró el
42
I Plan Estratégico Nacional de Infancia y Adolescencia 2006-2009 (prorrogado a
2010), aprobado el 16 de junio de 2006. En este documento se reconoce que los niños
y niñas que viven en entornos en los que se sufre violencia de género se encuentran
en situación de riesgo y desprotección social, por lo que se proponen distintas
medidas para mejorar el marco legislativo español con el objetivo de protegerles.
Por su parte, el Plan Nacional de Sensibilización y Prevención de la Violencia de
Género 2007-2008, aprobado por el Consejo de Ministros el 15 de diciembre de
2006, ratifica lo que la Ley Orgánica 1/2004 ya reconoció, que «a través de los
servicios sociales se garantiza a las mujeres víctimas de violencia de género y a los
menores el derecho a la asistencia integral».
En 2010 se desarrolló el Protocolo Marco de Atención Especializada a Menores
Expuestos a la Violencia de Género, con fecha 21 de junio y el objetivo de enmarcar
las actuaciones dirigidas a atender integralmente a todas las víctimas de la violencia
de género, reconociéndose como un derecho a cubrir las necesidades específicas de
los niños y las niñas que viven en entornos familiares donde existe este tipo de
violencia.
No obstante, han sido numerosos los organismos, tanto públicos como privados,
que han puesto de manifiesto en los últimos años que, a pesar de los avances en el
régimen de protección y tutela de los derechos de las mujeres víctimas de violencia
de género, con una mayor sensibilización social y compromiso político de los poderes
públicos y las diferentes administraciones, aún no se disponía de datos fiables sobre
niños y niñas víctimas de violencia de género en el ámbito familiar (Defensor del
Menor de Andalucía, 2012; Observatorio Estatal de la Violencia sobre la Mujer,
2011; Save the Children, 2011).
Fue en 2013 cuando el gobierno elaboró instrumentos más específicos que han
dado un mayor impulso en la adopción, actualización y aplicación de protocolos y
otras medidas para mejorar la atención e intervención en los casos de los hijos de
mujeres víctimas de violencia de género, que se concretaron en el II Plan Estratégico
Nacional de Infancia y Adolescencia 2013-2016 y la Estrategia Nacional para la
Erradicación de la Violencia contra la Mujer 2013-2016.
En este sentido, en un marco de cooperación de todas las Administraciones
Públicas, así como de otros agentes sociales implicados en los derechos de la
infancia, se aprobó el II Plan Estratégico Nacional de Infancia y Adolescencia (2013-
2016) (Consejo de Ministros de 5 de abril de 2013), en el que el Ministerio de
Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad pone en marcha una ambiciosa propuesta
describiendo las líneas estratégicas de desarrollo de las políticas de infancia, con el
objetivo final de dar un efectivo cumplimiento a la Convención de los Derechos del
niño o de la niña. Este plan consta de ocho objetivos y 125 medidas, cuyo eje
principal es reforzar la protección y el interés superior del menor ante casos de
violencia y en situaciones de riesgo y desamparo. En cuanto a la violencia de género,
el Plan incorpora garantías de protección de los hijos de las víctimas. Considera a los
niños y niñas como víctimas directas de la violencia de género, incluyéndolos como
menores maltratados en el Registro Unificado de Maltrato Infantil (RUMI) y en el
43
Protocolo Básico de Intervención contra el Maltrato Infantil en el Ámbito Familiar.
Sin duda, las medidas más relevantes del Plan condujeron a la elaboración de un
Anteproyecto de Ley de Actualización de la legislación sobre protección a la infancia.
Por otro lado, el Consejo de Ministros aprobó el 26 de julio de 2013 la Estrategia
Nacional para la Erradicación de la Violencia contra la Mujer (2013-2016), con el
objetivo último de ser «un instrumento vertebrador de la actuación de los poderes
públicos para acabar con la violencia que sufren las mujeres por el mero hecho de
serlo». Uno de sus objetivos es la atención a los menores de edad, y se incluyen
diversas medidas dirigidas hacia los hijos e hijas de las mujeres víctimas de violencia
de género, articuladas en diferentes áreas que se detallan en la siguiente tabla (tabla
1.3):
TABLA 1.3
Medidas dirigidas a los menores expuestos a violencia de género (Estrategia
Nacional para la Erradicación de la Violencia contra la Mujer, 2013-2016)
Comunicación:
— Elaborar materiales que conciencien sobre el impacto de la violencia en los hijos e hijas de las mujeres
víctimas de violencia género.
— Incluir la temática sobre menores víctimas de violencia de género en jornadas, ponencias y congresos
relacionados con la materia.
— Incorporar en la «Web de recursos de apoyo ante casos de violencia de género» información sobre
recursos especializados para menores.
Servicios socioasistenciales:
Sanidad:
Seguridad y justicia:
— Considerar como víctimas de violencia de género a los menores expuestos a esta forma de violencia.
— Considerar la protección de los menores contra toda forma de violencia, incluida la violencia de género,
como principio rector de la actuación de las administraciones públicas.
— Revisar los protocolos de coordinación interinstitucionales y de actuación ante la violencia de género,
contemplando la situación específica de menores víctimas de violencia de género.
— Elaborar un protocolo de atención a menores en los Institutos de Medicina Legal dependientes del
Ministerio de Justicia.
— Elaborar un protocolo de atención a menores en las Oficinas de Atención a la Víctima dependientes del
Ministerio de Justicia.
— Impulsar la prohibición de otorgar al agresor la guarda y custodia individual o compartida, en casos de
44
violencia de género así declarados en virtud de una sentencia condenatoria o por la existencia de indicios
racionales de tales delitos.
— Considerar a los efectos de la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, como menor de edad, y en tanto se
determina su edad, a las personas que hayan sido identificadas como víctimas de trata de seres humanos.
También recuerda a los jueces que siempre deben pronunciarse sobre las medidas
cautelares (régimen de visitas, guarda y custodia...) que les afecten. En tercer lugar se
modifica el artículo 65, en el que se indica que cuando una persona es inculpada por
actos de violencia de género el juez debe decidir si suspende la patria potestad de este
inculpado sobre sus hijos, o en caso contrario cómo se deberá desarrollar a partir de
ese momento y mientras dure el proceso. Para ello deberá adoptar las medidas que
sean necesarias, siempre en beneficio de los menores.
45
De las medidas de suspensión de la patria potestad o la custodia de menores: el juez podrá suspender
para el inculpado por violencia de género el ejercicio de la patria potestad, guarda y custodia, acogimiento,
tutela, curatela o guarda de hecho, respecto de los menores que dependan de él. Si no acordara la
suspensión, el juez deberá pronunciarse en todo caso sobre la forma en la que se ejercerá la patria potestad
y, en su caso, la guarda y custodia, el acogimiento, la tutela, la curatela o la guarda de hecho de los
menores. Asimismo, adoptará las medidas necesarias para garantizar la seguridad, integridad y
recuperación de los menores y de la mujer, y realizará un seguimiento periódico de su evolución.
Por otro lado, en la nueva ley de infancia se incluyen otros cambios que afectan a
estos menores víctimas de violencia de género, como los siguientes:
Sin embargo, a pesar del gran avance que supone esta nueva normativa, es
imprescindible que se desarrollen los recursos necesarios para su implementación,
junto a la dotación económica para lograr tal objetivo, acompañado todo ello de un
verdadero compromiso por parte de las autoridades competentes para ponerla en
práctica, tal y como señala Amnistía Internacional en un informe presentado en 2015
al Comité sobre la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer de la ONU, en el
que se analiza la actuación de las autoridades españolas en materia de violencia
46
contra las mujeres.
Por otra parte, la Comunidad Autónoma de la Región de Murcia lleva varios años
contemplando, dentro de sus actuaciones, el desarrollo de Proyectos de Intervención
Psicológica con Menores y de Asesoramiento con los agentes implicados en los
procesos educativos de hijos e hijas de mujeres víctimas de violencia de género. Así,
mediante un convenio de colaboración con el Ministerio de Igualdad —acuerdo del
Consejo de Gobierno con fecha 29 de mayo de 2009— y a través del Decreto n. o
256/2009, de 31 de julio, se reguló la concesión directa de subvención a la
Asociación para el Desarrollo de la Salud Mental en la Infancia y Juventud, Quiero
Crecer, para la puesta en marcha del Servicio de Atención Psicológica a Hijos e Hijas
de Menores Víctimas de Violencia de Género, siendo prorrogada hasta la actualidad,
y en virtud de la cual este trabajo ha sido posible.
Se trata de un gran paso que permitirá sentar las bases para el desarrollo de una
estructura sólida en la asistencia social integral a los niños y las niñas víctimas de
violencia de género, tratando con ello de hacer visibles a estas víctimas invisibles
hasta ahora.
7. CONCLUSIONES
47
de los casos no se denuncian. Todo ello pone en evidencia que las estimaciones
actuales son muy variables, dependiendo del país y del método de investigación que
se utilice (OMS, 2014).
Por otra parte, diversos estudios empíricos han documentado que existe un vínculo
entre la violencia de pareja y otras formas de maltrato infantil, por lo que no es
infrecuente que puedan concurrir, lo que agrava las condiciones en las que se
encuentran estos menores. Del mismo modo, es importante destacar que
frecuentemente la salud mental de las madres víctimas de violencia de género se ve
deteriorada, quedando restringido el apoyo emocional y los cuidados que
proporcionan a sus hijos o hijas.
Finalmente, es preciso destacar que los cambios legislativos llevados a cabo en
España en los últimos años contemplan que los hijos y las hijas de mujeres víctimas
de violencia de género son víctimas directas de este tipo de violencia, y, como tales,
deben ser atendidos y reconocidos por el sistema de protección. Esta consideración de
víctimas se plantea, por primera vez, en el II Plan Estratégico Nacional de Infancia y
Adolescencia 2013-2016, y se concreta en julio de 2015 (Ley Orgánica 8/2015, de 22
de julio; y Ley 26/2015, de 28 de julio, de Modificación del Sistema de Protección a
la Infancia y a la Adolescencia). Además, también por primera vez, se va a tener en
cuenta a estos menores en las estadísticas oficiales de violencia de género, con lo cual
se prevé que las cifras de incidencia y prevalencia se aproximarán más a la realidad
de este fenómeno.
NOTAS
3 Véase artículo 8 del Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades
Fundamentales y el artículo 17 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.
4 La Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género (LO 1/2004, de 28 de
diciembre) habla de violencia de género y recoge tanto la idea de que se trata de un problema ligado al hecho
de ser mujer como la idea de que estamos frente a un problema social, y circunscribe esta violencia
únicamente a aquella que ocurre en el marco de la pareja.
5 Informes anuales publicados por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), dependiente
de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
6 Número de sujetos que han sido víctimas a lo largo de su infancia —generalmente considerada hasta los 18
años, si bien este criterio depende del estudio que se consulte—, que son detectados mediante estudios
retrospectivos de autoinforme (Runyan, 1998).
7 Número de casos denunciados o detectados por autoridades oficiales —hospitales, servicios sociales,
justicia— en un período de tiempo determinado, que suele situarse habitualmente en un año (Runyan, 1998).
8 Informes sobre política de género e infancia maltratada. Organización Mundial de la Salud (OMS, 2000,
2002, 2006, 2013).
9 Informes sobre Derechos Humanos. Organización de las Naciones Unidas (ONU, 1999, 2005).
10 Informes estadísticos del Centro Reina Sofía para el estudio de la violencia (2007a, 2007b, 2008, 2011).
11 United Nations International Children’s Emergency Fund (UNICEF). Diversos informes sobre violencia en
niños/as (2006, 2014).
12 Informes sobre el estado de los derechos y salud mental en la infancia. Save the Children (2008, 2009,
48
2011, 2012).
13 Véase Ministerio de Sanidad, Servicios sociales e Igualdad (31 de diciembre de 2015). Datos estadísticos
de violencia de género. Víctimas mortales por violencia de género.
http://www.violenciagenero.msssi.gob.es/violenciaEnCifras/victimasMortales/fichaMujeres/pdf/VMortales_2015_31-
12(5).pdf.
14 Véase Ministerio de Sanidad, Servicios sociales e Igualdad (14 de junio de 2016). Datos estadísticos de
violencia de género. Víctimas mortales por violencia de género. http://
http://www.violenciagenero.msssi.gob.es/violenciaEnCifras/victimasMortales/fichaMujeres/pdf/VMortales_2016_12_31.pdf
15 Véase, Ministerio de Sanidad, Servicios sociales e Igualdad (31 de diciembre de 2015). Datos estadísticos
de violencia de género. Menores víctimas mortales por violencia de género.
http://www.violenciagenero.msssi.gob.es/violenciaEnCifras/victimasMortales/fichaMenores/docs/VMenores_31_12_2015
16 Cálculo basado en datos de la División de Población de las Naciones Unidas para la población mundial
menor de 18 años y estudios de la violencia en el hogar realizados entre 1987 y 2005. Behind Closed Doors:
The Impact of Domestic Violence on Children (Londres: UNICEF and The Body Shop International Plc.,
2006).
49
2
Consecuencias psicológicas de la exposición a
violencia de género
En los últimos veinte años, las consecuencias que tiene el maltrato infantil en la
salud mental de los niños y las niñas han sido ampliamente estudiadas. La
investigación internacional demuestra que los niños, las niñas y los adolescentes
expuestos a violencia intrafamiliar presentan efectos negativos a nivel psicológico,
emocional y social, que influyen gravemente en su bienestar y afectan a su desarrollo
(Loise, 2009).
El impacto de la exposición a violencia doméstica se ha convertido en un tema de
interés creciente desde mediados de los años setenta (Levine, 1975; Moore, 1975)
hasta la actualidad. Los primeros trabajos se llevaron a cabo sobre muestras recogidas
en casas de acogida, tratándose, por tanto, de menores que habían estado expuestos a
la forma más extrema de este tipo de violencia (Graham-Bermann y Hughes, 2003).
A partir de 1980 los estudios empíricos son más sistemáticos y rigurosos,
desarrollándose multitud de investigaciones controladas (Jaffe, Crooks y Wolfe,
2003), pero es en los últimos diez años, sobre todo en Estados Unidos, cuando se ha
alcanzado una mayor progresión en el número y calidad de las publicaciones,
proporcionando una amplia base empírica que todavía se encuentra en fase de
desarrollo (Holt, Buckley y Whelan, 2008).
Inicialmente el enfoque principal de estos trabajos se centró en identificar y
describir los efectos negativos que provocaba este tipo de violencia en población
infantil afectada (Øverlien, 2010). Sin embargo, como concluye Adams (2006), la
complejidad y extensión de las consecuencias de la exposición a la violencia de
género han empezado a entenderse solo recientemente, en base al desarrollo de
trabajos dirigidos específicamente al estudio de los procesos y al análisis de los
contextos característicos, de las experiencias y etapas de desarrollo, con el objetivo de
identificar las variables explicativas de los efectos adversos y acumulativos que
conlleva este tipo de violencia (Cummings y Davies, 2002).
Numerosos estudios han constatado que la violencia en la pareja puede suponer
una amenaza para el sentido de seguridad y bienestar de los menores que han sido
expuestos a ella (Pepler, Catallo y Moore, 2000), y comporta consecuencias negativas
significativas en todas las áreas del desarrollo —emocional, social, cognitiva y
académica—, frente a niños o niñas que viven en familias no violentas (por ejemplo,
Aupperle et al., 2016; Bedi y Goddard, 2007; Chemtob, Nomura y Abramovitz, 2008;
Edleson, 1999; Fantuzzo y Mohr, 1999; Graham-Bermann y Seng. 2005; Insana,
50
Foley, Montgomery-Downs, Kolko y McNeil, 2014; Katz, Hessler y Annest, 2007;
Kitzmann, Gaylord, Holt y Kenny, 2003; Kolbo, Blakely y Engleman, 1996; La
Greca, Comer y Lai, 2016; Levendosky, Huth-Boks, Semel y Shapiro, 2002;
Litrownik, Newton, Hunter, English y Everson, 2003; Maker, Kemmelmeier y
Peterson, 1998; Malik, 2008; Margolin y Gordis, 2000; Rossman, 2001; Saunders,
2003; Sternberg et al., 1993; Stover y Berkowitz, 2005; Sturge-Apple, Davies,
Cicchetti y Manning, 2014; Warner y Swisher, 2014; Wathen y MacMillan, 2013;
Wolak y Finkelhor, 1998; Wolfe, Crooks, Lee, Smith y Jaffe, 2003; Zuckerman,
Augustyn, Grove y Parker, 1995). Sin embargo, las publicaciones en España sobre las
consecuencias de este tipo de violencia en niños y niñas, si bien se han incrementado
en los últimos años, todavía podemos considerar que son escasas (por ejemplo,
Alcántara, 2010; Alcántara, López-Soler, Castro y López, 2013; Bayarri, Ezpeleta y
Granero, 2011; De la Vega, de la Osa, Ezpeleta y Granero, 2011, 2013; López-Soler,
2008; Miranda, de la Osa, Granero y Ezpeleta, 2011, 2013; Olaya, 2008; Patró y
Limiñana, 2005; Rosser et al., 2013).
En esta línea, algunos trabajos revelan que hasta un 90% de niños, niñas y
adolescentes, cuando están en sus hogares, son testigos o se ven involucrados en
episodios de violencia doméstica (Carpenter y Stacks, 2009; Fusco y Fantuzzo,
2009), pudiendo repetirse una amplia gama de comportamientos abusivos por parte
del maltratador hacia su pareja, entre los que predominan: maltrato emocional, acoso,
amenazas, violencia sexual y agresiones físicas, que pueden llegar a ocasionar la
muerte en su manifestación más dramática. Los menores, por su parte, pueden estar
expuestos de diversas formas a este tipo de violencia, algunas de las cuales son: ver o
escuchar estos episodios, observar los efectos en la víctima (contusiones, heridas,
etc.), ser testigo de destrucción de objetos en el hogar, y/o teniendo contacto con
trabajadores del servicio de protección al menor, policía o guardia civil y/o personal
sanitario. Así, van der Kolk (2008) señala que la exposición repetida e inevitable a las
agresiones hacia la madre provoca efectos devastadores en el desarrollo mental y
cerebral de estos menores, con secuelas que pueden ser muy graves cuando, además,
presencian el homicidio de esta (Alisic, Groot, Snetselaar, Stroeken y van de Putte,
2015). El abanico de consecuencias que pueden sufrir es muy amplio y variado,
yendo desde el daño psicológico hasta la muerte, pasando por secuelas físicas,
educativas, sociales y de relación, de comportamiento o de vínculo con los propios
progenitores (Cunningham y Baker, 2007).
Por otra parte, la evidencia empírica reciente sugiere que no siempre se detectan
graves problemas de adaptación, lo cual no significa necesariamente que los niños y
las niñas no se encuentren afectados por la exposición a la violencia, sino que existen,
por una parte, distintos niveles de exposición dentro de una misma población
(Graham-Bermann, Gruber, Howell y Girz, 2009), y por otra es posible que las
consecuencias no se manifiesten a corto plazo, quizá mediadas por una serie de
factores de protección a nivel individual, familiar y comunitario, que pueden estar
influyendo en la magnitud de los efectos a nivel global (Kitzmann et al., 2003;
Martínez-Torteya, Bogat, von Eye y Levendosky, 2009; Sroufe y Rutter, 1984).
51
Por tanto, es importante destacar que el impacto del maltrato en los menores y el
curso que este siga no es de ningún modo lineal. Los efectos representan un
fenómeno cuya complejidad queda ilustrada cuando se observa que unas víctimas
generan unos problemas y no otros, que estos problemas pueden agravarse o bien
remitir con el tiempo, que se manifiestan tardíamente o, incluso, que haya víctimas
asintomáticas y ajustadas (Cerezo, 1995; Edelson, 1999; Fantuzzo y Lindquist, 1989;
De los Santos y Sanmartín, 2005).
En este sentido, el rango y tipo de sintomatología relacionada con el trauma va a
depender de la interacción de una diversidad de factores, tales como: la edad del niño
o la niña en el momento de la victimización, el tipo de trauma, la gravedad y la
duración del mismo, la relación con el/los perpetrador/es, las reacciones del entorno,
así como los efectos de las experiencias traumáticas en el desarrollo de los sistemas
biológicos y capacidades psicológicas (Briére y Jordan, 2009).
Investigar y conocer la realidad de estos menores es sin duda necesario, ya que se
estima que presentan entre dos y cuatro veces más probabilidades de desarrollar
problemas de comportamiento clínicamente significativos frente a otros menores con
dificultades (Alcántara, López-Soler, Castro y López, 2013; Cummings y Davies,
1994; Martínez-Torteya et al., 2009; McDonald y Jouriles, 1991; Sternberg,
Baradaran, Abbott, Lamb y Guterman, 2006). Por ello, es prioritario diseñar y
promover programas de intervención psicológica específicos para esta población.
A continuación se exponen las alteraciones más comúnmente encontradas en las
diversas investigaciones empíricas llevadas a cabo que abordan las consecuencias
derivadas de la exposición a violencia de pareja en niños, niñas y adolescentes. En
primer lugar se presentarán las consecuencias a nivel general, para pasar luego a
analizar más detalladamente las consecuencias específicas. En cada apartado se
describen diversos estudios, así como los instrumentos utilizados para su valoración
y/o criterios diagnósticos empleados.
1. CONSECUENCIAS GENERALES
52
victimizaciones posteriores (Finkelhor, 2011). De hecho, se ha constatado que la
violencia en la pareja coexiste a menudo con otras circunstancias adversas (Dong et
al., 2004), y que la superposición entre el maltrato infantil y este tipo de violencia
suele ser frecuente (Knickerbocker, Heyman, Slep, Jouriles y McDonald, 2007).
En este orden de ideas, Herrenkohl, Sousa, Tajima, Herrenkohl y Moylan (2008)
indican que estar expuesto a violencia de pareja y a la misma vez ser víctima de
maltrato se asocia a una peor evolución en la salud mental de niños y adolescentes.
Así, Jouriles, McDonald, Smith, Heyman y Garrido (2008) hallaron graves problemas
externalizantes e internalizantes en niños que convivían con sus madres en casas de
acogida, concluyendo que estas circunstancias se podían explicar por el hecho de
haber vivido en familias en las que se había producido violencia severa en la pareja,
con tasas de coocurrencia de agresión física directa hacia los niños por encima del
40%.
Por tanto, estos menores presentan mayor probabilidad de manifestar una gran
variedad de dificultades psicológicas, psicosociales y educativas (Bolger y Patterson,
2003; Carlson, 1990; Edelson, 1999; English, Marshall y Stewart, 2003; Martínez-
Roig y de Paúl, 1993; Pelcovitz, Kaplan, DeRosa, Mandel y Salzinger, 2000;
Sternberg et al., 1993). Dichas consecuencias pueden extenderse incluso hasta la edad
adulta, como se refleja en el tradicional estudio retrospectivo de Silvern et al. (1995),
en el cual los participantes, testigos del maltrato ejercido contra sus madres durante
su infancia, presentaron problemas clínicos después de controlar los efectos de otros
factores.
Los resultados de diversos estudios metaanalíticos sobre los efectos de este tipo de
exposición a la violencia, que abarcan desde 1967 a 2003 (Fantuzzo y Lindquist,
1989; Kolbo, Blakely y Engleman, 1996; Margolin, 1998; Wolfe et al., 2003), y
posteriores trabajos sobre experiencias traumáticas, maltrato físico, emocional,
negligencia y abuso sexual (Bal, Crombez, Van Oost y De Bourdeaudhuij, 2003;
Kitzmann et al., 2003; Paolucci, Genuis y Violato, 2001; Valle y Silovsky, 2002;
Wolfe, Scott, Wekerle y Pittman, 2001), muestran que los menores expuestos a los
diferentes tipos de maltrato presentan una mayor proporción de conductas
externalizantes (tales como problemas de conducta, abuso de sustancias, agresividad,
hostilidad, comportamiento negativista-desafiante e hiperactividad) e internalizantes
(entre las que se encuentran estados depresivos, cuadros de ansiedad, baja autoestima,
inhibición, miedo, distorsiones cognitivas, atribución de errores, sintomatología
disociativa y retraimiento) que los niños y las niñas no expuestos. Apoyando esta
idea, el estudio metaanalítico realizado por Kitzmann et al. (2003), basado en 118
investigaciones que analizaban las consecuencias psicológicas de los menores
expuestos a violencia de género en la pareja, informó que dichas consecuencias no
fueron significativamente diferentes a las presentadas en niños y niñas que habían
sufrido maltrato físico.
En otro metaanálisis llevado a cabo por Wolfe, Crooks, Lee, Smith y Jaffe (2003)
sobre las consecuencias de la exposición a la violencia doméstica, se concluye que los
o las menores en esas condiciones desarrollaron problemas psicológicos más variados
53
y graves que sus iguales no expuestos. Asimismo, cuando habían sufrido maltrato
directo adicional el tamaño del efecto aumentó ligeramente.
Grych y Cardoza-Fernandes (2001) señalan que los menores pueden sentirse
ansiosos, impotentes o deprimidos como resultado de desarrollar expectativas acerca
de que las discusiones entre los adultos van a derivar en agresiones físicas,
aumentando con ello la probabilidad de desarrollar síntomas clínicos, como ansiedad,
depresión, ira y trastorno por estrés postraumático (Graham-Bermann y Seng, 2005;
Grych, Jouriles, Swank, McDonald y Norwood, 2000; Johnson et al., 2002; Kitzmann
et al., 2003; Knapp, 1998; Scheeringa y Zeanah, 1995).
La violencia a la que estos niños y niñas están expuestos supone una gran amenaza
y desencadena un aumento en el nivel de activación fisiológica y afectiva, que puede
ocurrir en el mismo momento del conflicto, o sensibilizarlos al estrés si se exponen
repetidamente a esta situación, lo que conlleva una disminución en la capacidad para
regular sus emociones (Davies y Cummings, 1998) y en el manejo eficaz de la
situación conflictiva (DeJonge, Bogat, Levendosky, Von Eye y Davidson, 2005). La
reactividad emocional, a su vez, se ha relacionado con la externalización y la
internalización de los problemas (Davies y Cummings, 1998; Jenkins, 2000). En este
sentido, Sternberg et al. (2006) indican que los menores expuestos a violencia de
género en el hogar tienen aproximadamente una probabilidad dos veces mayor que
los menores no expuestos de presentar problemas internalizantes y externalizantes
con rango clínico.
Estudios más recientes sugieren que la exposición temprana a la violencia o a
patrones extremos, repetitivos o anormales de estrés durante períodos críticos del
desarrollo cerebral infantil, puede tener impacto en el proceso de maduración y poner
en peligro, a menudo de forma permanente, la actividad de los principales sistemas
neurorreguladores (Perkins y Graham-Bermann, 2012). Por su parte, Sturge-Apple,
Davies, Cicchetti y Manning (2012) señalan que la violencia entre los padres, junto a
la falta de disponibilidad emocional de la madre, se asocian con niveles de cortisol
más bajos (utilizando como medida el cortisol salival) en respuesta a la angustia.
Todo ello puede provocar problemas en el rendimiento cognitivo y el funcionamiento
general, presentando un mayor riesgo de desarrollar psicopatología grave como
depresión, trastorno bipolar, esquizofrenia y abuso de sustancias, entre otros
(Brietzke, Mansur, Soczynska, Powell y McIntyre, 2012).
Finalmente, otro aspecto a considerar es el referente a la transmisión
intergeneracional de la violencia. Diferentes trabajos ponen de manifiesto que los
menores que han estado expuestos a violencia doméstica durante la infancia pueden
desarrollar con mayor probabilidad una conducta de aceptación de la misma, ya sea
como víctima o como agresor, en las relaciones futuras y las situaciones de alto
riesgo (Holt et al., 2008; Stanley, 2011).
Armour y Sleath (2014) señalan que ser testigo de agresión física grave entre los
padres durante la niñez supone un impacto significativo en el ciclo de transmisión
intergeneracional de la violencia en la adolescencia y la edad adulta, aumentando los
niveles de morbilidad psiquiátrica, así como problemas con el abuso de alcohol y la
54
expresión de la ira.
a) Población general
55
Por otra parte, mediante el YSR, Achenbach (1991b) evaluó a 1.315 niños, niñas y
adolescentes de edades comprendidas entre 11 y 18 años y encontró medias
comprendidas entre 2,2 y 8,5 para las escalas de banda estrecha, y de 10,3 a 38,9 para
las escalas de banda ancha.
Por tanto, como se puede observar, las medias encontradas en diferentes
poblaciones para síndromes de banda ancha oscilan entre 39 y 76,65 en muestras
americanas, y entre 26 y 41,4 en europeas. Asimismo, las puntuaciones son más altas
en adolescentes que en niños o niñas más pequeños.
b) Población clínica
56
internalizantes y déficits sociales.
En nuestro país, De Paúl y Arruabarrena (1995) realizaron un estudio con una
muestra de 66 menores, víctimas de maltrato físico (n = 17), abandono físico (n = 24)
y un grupo control (n = 25), a través del CBCL y la versión para profesores TRF. Los
resultados constataron que los niños y las niñas víctimas de maltrato físico y
abandono obtuvieron puntuaciones más altas que el grupo control en problemas de
conducta. Se alcanzaron puntuaciones más elevadas en el grupo de niños y niñas
víctimas de abandono que en el grupo control en problemas externalizantes y en el
síndrome de conducta agresiva, mientras que el grupo de menores víctimas de
maltrato físico puntuó más alto en la escala internalizante y en la subescala de
oposicionismo que el grupo control. Se realizaron análisis posteriores que
confirmaron la tendencia encontrada de que los niños y las niñas víctimas de maltrato
y abandono presentaron puntuaciones más altas en las subescalas de problemas
sociales, conducta delictiva y problemas de atención, así como un menor ajuste
escolar que el grupo de comparación.
En otro estudio, Hukkanen, Sourander, Bergroth y Piha (1999) evaluaron los
cambios emocionales y comportamentales que experimentaron los menores durante
un período de 2,5 años tras ingresar en un centro de acogida. Los cuidadores
informaron, a través del CBCL, de un incremento significativo en problemas
externalizantes, tales como agresividad, delincuencia y problemas de atención, que
evolucionaron de un rango normal en estos problemas a uno clínico en el 25% de los
menores.
Ruiz y Gallardo (2002) evaluaron el impacto psicológico de la negligencia
familiar leve, frente a la negligencia grave, en un grupo de 57 menores de entre 8 y
13 años, a través del CBCL y el TRF. Los resultados evidenciaron conductas
externalizantes, desatención, bajo rendimiento escolar y adaptación general baja en el
grupo de negligencia grave.
Por su parte, Mennen (2004) evaluó los problemas de comportamiento a través del
CBCL, la depresión a través del CDI y la ansiedad mediante el Revised Children´s
Manifest Anxiety Scale (RCMAS), en una muestra de 31 menores latino-americanos
de entre 6 y 12 años, víctimas de maltrato físico y/o sexual. Los resultados mostraron
que no se manifestaba sintomatología clínica ansiosa o depresiva, pero sin embargo sí
aparecían rangos clínicos en las escalas totales de problemas internalizantes, y rango
borderline en externalizantes.
García, Lila y Musitu (2005) realizaron un estudio en población española en una
muestra de 444 menores víctimas de negligencia. Analizaron la relación entre la
negligencia y el ajuste psicológico y social en sus hijos e hijas, a través del CBCL.
Los resultados pusieron de manifiesto que los menores presentaron problemas de
ansiedad, depresión y aislamiento, obsesiones-compulsiones, problemas somáticos y
retraimiento social, y problemas de conducta externalizados tales como
hiperactividad, agresividad y delincuencia.
Schmid, Goldbeck, Nuetzel y Fegert (2008) examinaron una muestra de 689
niños, niñas y adolescentes, de edades comprendidas entre los 4 y 18 años, que vivían
57
en veinte residencias sociales (ya que a los padres se les había retirado la tutela). El
CBCL fue cumplimentado por los cuidadores y el YSR por los menores. Este estudio
mostró puntuaciones medias elevadas en la mayoría de las subescalas del CBCL e
YSR, predominando los problemas externalizantes y el comportamiento disruptivo.
Se encontraron diferencias en género, pues los niños presentaron mayor prevalencia
en problemas de conducta (25,6%) que las niñas (22,9%), así como en trastorno por
déficit de atención con hiperactividad (niños 25,6% vs. niñas 6,4%). Con respecto a
los problemas internalizantes, las niñas mostraron prevalencias más altas en
depresión y distimia (12,9% niñas vs. 6,8% niños) y en trastornos de ansiedad (7,1%
niñas vs. 2,2% niños).
López-Soler et al. (2008c) realizaron un estudio en nuestro país sobre 35 menores
tutelados de entre 6 y 16 años, víctimas de maltrato intrafamiliar grave, a través del
CBCL y el YSR, entre otros instrumentos. Los resultados arrojaron las siguientes
puntuaciones (tabla 2.1).
Con respecto a las prevalencias, en el CBCL se obtuvieron porcentajes elevados
(por encima de la puntuación centil 98) en: depresión/retraimiento (21,95%),
comportamiento agresivo (21,95%) y comportamiento antinormativo (19,51%),
seguidas de problemas de atención (17,07%), de pensamiento (17,07%), sociales
(14,63%) y, en menor proporción, ansiedad-depresión (9,76%). En este estudio, la
prevalencia más baja se obtuvo en la subescala de quejas somáticas (4,76%).
Respecto a las prevalencias que se encontraron en el YSR, las puntuaciones más
elevadas se encontraron en los síndromes problemas de atención (7,14%) y problemas
de oposición-desafío (7,14%), seguidas de problemas de conducta (3,57%),
problemas afectivos (3,57%)
TABLA 2.1
Puntuaciones medias obtenidas en CBCL e YSR
Ansiedad-depresión 5,83
Depresión-retraimiento 5,27
Quejas somáticas 2,50
Problemas sociales 5,34
Problemas de pensamiento 3,93
Problemas de atención 8,22
Comportamiento antinormativo 5,22
Comportamiento agresivo 11,12
58
y quejas somáticas (3,57%). La comparación entre el informe de los cuidadores y el
de los niños y las niñas indicó que las prevalencias eran considerablemente mayores
en los informes cumplimentados por los cuidadores.
En base al sexo, las prevalencias se distribuyen como figura en la tabla 2.2.
En el CBCL las niñas obtuvieron prevalencias elevadas en todos los síndromes
que se evaluaron, mientras que los niños mostraron prevalencias más bajas en
general, salvo en problemas de pensamiento y problemas sociales. En relación a las
puntuaciones halladas en el YSR según el sexo, las niñas presentaron prevalencias
mayores en problemas de atención/hiperactividad; en los niños se hallaron
prevalencias bajas en quejas somáticas y problemas de oposición-desafío, no
encontrándose diferencias en el resto de síndromes.
En relación a la edad, se evidenciaron prevalencias más elevadas en depresión-
retraimiento, problemas sociales, de pensamiento, de atención, comportamiento
antinormativo y agresivo en los niños menores de entre 6 y 11 años. Contrariamente,
el grupo de menores entre 12 y 16 años presentó prevalencias mayores en depresión-
ansiedad y quejas somáticas. Los resultados hallados en seis factores confirman estas
tendencias.
Finalmente, en un estudio más reciente Fernández (2014) analizó una muestra de
86 menores que residían en centros tutelados por la administración, de entre 6 y 17
años, en el que, entre otros instrumentos, se utilizó el CBCL como medida de
evaluación (percentil ≥ 93 rango clínico; percentil ≥ 98 gravedad clínica),
cumplimentado por los cuidadores de referencia. Los resultados ponen de manifiesto
que las prevalencias en problemas internalizantes en las niñas fueron más elevadas
que en los niños (43% vs. 36,2%), al igual que en gravedad clínica (25,6% vs.
19,2%). En sintomatología externalizante se invirtieron los resultados (42,6% vs.
31,5%), del mismo modo que en gravedad clínica (32,9% vs. 23,7%). En relación a la
edad, el grupo de entre 13 y 17 años obtuvo prevalencias más elevadas que el de 6-12
años en la agrupación internalizante (41,6% vs. 37,5%), si bien en gravedad clínica el
grupo de 6 a 12 años obtuvo una prevalencia ligeramente superior (22,8% vs. 22%).
Respecto a la agrupación externalizante, el grupo de menor edad presentó mayor
prevalencia que el de más edad (45,4% vs. 28,7%), al igual que en gravedad clínica
(28,7% vs. 17,3%).
Por tanto, los diferentes estudios parecen reflejar que la prevalencia de
sintomatología general tiende a aumentar en población maltratada en comparación
con muestras clínicas, y además se eleva ligeramente en menores que han sufrido
violencia intrafamiliar crónica y no conviven con sus familias.
TABLA 2.2
Prevalencias en porcentajes por sexos, en el CBCL e YSR
59
Comp. antinormativo 17,39 22,22 Oposición-desafío 6,67 7,69
Comp. agresivo 21,74 22,22 Problemas de conducta — 7,69
Ansiedad-depresión — 16,67 Problemas de ansiedad — —
Quejas somáticas — 11,11 Quejas somáticas 6,67 —
Problemas sociales 17,39 11,11
Problemas de pensamiento 21,74 11,11
a) Población general
Una de las pruebas que se utiliza para evaluar la ira en población infantil es el
Inventario de expresión de ira estado-rasgo en niños y adolescentes, STAXI-NA
60
(Del Barrio, Spielberg y Aluja, 2005). La muestra que se utilizó para baremar la
prueba que evalúa ira-estado, ira-rasgo y control de la ira estaba compuesta por 2.193
sujetos con una media de edad de 12,9 años (Dt = 2,09), de los cuales 1.252 eran
chicos (M = 12,8; Dt = 2,12) y 940 eran chicas (M = 12,9; Dt = 2,05), pertenecientes
a diferentes ámbitos urbanos. Las puntuaciones medias obtenidas se muestran a
continuación (tabla 2.3).
TABLA 2.3
Puntuaciones medias y desviación típica en STAXI-NA
Chicos Chicas
Dimensión
Media dt Media dt
61
niños, niñas y adolescentes víctimas y/o testigos de un evento traumático (asalto
sexual, físico o accidentes). Para ello, administraron el STAXI a menores
diagnosticados con TEPT (n = 24), a menores expuestos a experiencias
traumatizantes que no fueron diagnosticados con TEPT (n = 58), y a un tercer grupo
control sin historia traumática ni diagnóstico (n = 38). El grupo de trastorno con
diagnóstico de TEPT mostró niveles significativamente más altos en las escalas del
STAXI: estado, rasgo y temperamento. En esta misma línea, Schrack (1996) ya había
relacionado el TEPT y la ira en menores delincuentes, encontrando que los menores
delincuentes con TEPT manifestaban puntuaciones más altas en ira, medida a través
del Emotion Profile Index (Plutchick y Kellerman, 1974), que aquellos que no
presentaban el trastorno.
2.1.3. Ansiedad
a) Población general
62
parecían tener un estado de cólera permanente y presentaban dificultades para
desenvolverse con independencia.
Carrasco, Rodríguez, Rodríguez y Sánchez (1999) realizaron un estudio con una
muestra de 47 niños y niñas divididos en tres grupos: menores víctimas de
negligencia, víctimas de maltrato físico, y los que no habían sufrido ningún tipo de
maltrato. Concluyeron que existían diferencias significativas tanto en ansiedad-estado
como rasgo, en el STAIC, en los dos grupos de menores maltratados respecto al
grupo control.
En el estudio de López-Soler et al. (2008c) sobre 35 menores tutelados víctimas de
maltrato intrafamiliar crónico, se utilizó el STAIC para evaluar la sintomatología
ansiosa. Los resultados mostraron una puntuación media en ansiedad-estado de 30,
equivalente a puntuaciones centiles entre 45 y 65 (según baremos de la muestra
normal en base a edad y sexo), así como una puntuación media de 35 en ansiedad-
estado, equivalente a puntuaciones centiles comprendidas entre 40 y 60. Estas
puntuaciones se situaron en la media, y levemente por encima de la misma, en los
sujetos de la muestra normal. Con respecto a las prevalencias, se encontró un 11,43%,
tanto en ansiedad-estado como en ansiedad-rasgo.
a) Población general
Estudios recientes han confirmado que los niños y niñas que han sufrido eventos
traumáticos, especialmente los más pequeños, presentan un riesgo particularmente
alto de desarrollar TEPT y otros trastornos relacionados (Pine, Costello y Masten,
2005; Salmon y Bryant, 2002; Scheeringa y Zeanah, 2008; Solano, 2004). Sin
embargo, la investigación sobre este trastorno ha quedado relegada a adultos y
adolescentes, descuidándose en población infantil (Fremont, 2004; Scheeringa,
Peebles, Cook y Zeanah, 2001), hasta la reciente publicación del DSM-5 (APA,
2013), manual donde sí se reflejan algunas de las especificidades del trastorno en
niños y niñas, aunque no resuelve los múltiples problemas que el diagnóstico de
TEPT presenta en infancia y adolescencia.
Los datos sobre prevalencia del TEPT en infancia han sido muy variables,
sugiriendo algunos autores como Giaconia et al. (1995) que son similares a los de
adultos, en adolescentes de población general, usando criterios DSM-III-R (APA,
1987), aproximándose a un 6,3%. Otros estudios epidemiológicos han encontrado
datos equivalentes a los de Giaconia. Así, por ejemplo, la National Center for PTSD
encontró en 2006 unos rangos de prevalencia de TEPT que oscilaban entre el 3-15%
en las chicas y entre el 1-6% en los chicos que habían sido expuestos a trauma. El
estudio de Kilpatrick et al. (2003) sugiere que el 3,7% de los niños y el 6,3% de las
niñas expuestos a trauma cumplen criterios para el diagnóstico de TEPT a los 6 meses
de la exposición. Breslau, Davis, Andreski y Peterson (1991) obtuvieron resultados
similares en adolescentes y adultos jóvenes (9,2%). Por último, Kaplan y Sadock
63
(2003), en un estudio con 8.000 niños de Nueva York, encontraron que el 11% tenía
síntomas compatibles con TEPT nueve meses después de haber estado expuestos al
evento traumático.
Sin embargo, diferentes investigaciones muestran que para el diagnóstico
completo de TEPT según criterios DSM-IV-TR (APA, 2000), la prevalencia se
encuentra por debajo del 1,10% (Bernat, Ronfeldt, Calhoun y Arias, 1998; Copeland,
Keeler, Angold y Costello, 2007; Ford, Goodman y Meltzer, 2003). En el estudio de
Copeland et al. (2007), sobre una muestra representativa de población general de
1.420 niños y niñas de 9, 11 y 13 años, a los que realizaron un seguimiento anual
durante 16 años, encontraron que la tasa de prevalencia de TEPT fue de 0,03%,
siendo la prevalencia a lo largo de la vida de solo 0,1%, ambas utilizando criterios
DSM-IV. Los eventos más asociados a niveles más altos de TEPT fueron los traumas
violentos o sexuales.
En poblaciones distintas a las norteamericanas también se encuentra esta
variabilidad en los rangos de prevalencia de TEPT infantil. Así, Elklit (2002), en un
estudio sobre una muestra general de 390 menores daneses que tenían una edad
media de 14,5 años, halló unas tasas estimadas de prevalencia de TEPT a lo largo de
la vida del 5% al 10%. En otro estudio con una muestra de 500 menores brasileños en
edad escolar (6-13 años), la prevalencia de los síntomas clínicos de TEPT fue del
6,5% (Furtado, Carvalhães y Gonçalves, 2009). Asimismo, se ha informado de
resultados más bajos, como en el trabajo realizado en población general alemana, en
el que se halló que el 1,6% de los 1.035 alumnos y alumnas evaluados, de entre 12 y
17 años de edad, habían presentado síntomas de estrés postraumático en algún
momento de sus vidas (Essau, Conradt y Peterman, 2000).
La nueva categorización que propone el DSM-5 (APA, 2013) resulta más precisa
en la evaluación del TEPT. Diferentes grupos de trabajo, como el grupo de trabajo de
TEPT, el de Trastornos de la Infancia y Adolescencia y el de Trastornos Disociativos,
han desarrollado nuevas propuestas sobre el trauma y su impacto en el desarrollo de
trastornos psicopatológicos en infancia y adolescencia (APA, DSM-5 Development,
2010). Los puntos centrales han sido:
64
y Putnam, 2003). Concretamente, Scheeringa et al. (2003) realizaron una propuesta
alternativa, que se ha adoptado en la última revisión del manual de diagnóstico para
niños y niñas menores de 6 años (Zero to Three, 2005), apoyada, asimismo, por otros
autores (Cohen y Gadassi, 2009; Ghosh-Ippen, Lieberman y van Horn, 2008;
Levendosky, Huth, Semel y Shapiro, 2002; Ohmi et al., 2002).
En la tabla 2.4 se compara la propuesta de estos autores frente a los criterios que
propone el DSM-IV.
Scheeringa, Zeanah y Cohen (2011) realizaron una serie de recomendaciones para
ser incluidas en el DSM-5 en relación a niños en edad preescolar, edad escolar y
adolescentes, a saber:
TABLA 2.4
Nueva propuesta y criterios DSM-IV del TEPT
65
— El criterio A2 debería eliminarse para niños y adolescentes. Si se mantiene,
debería ampliarse para incluir reacciones emocionales adicionales.
— En cuanto a los criterios B (reexperimentación), C (evitación) y D
(hiperarousal), los niños que han experimentado un trauma casi toda su vida
pueden no ser capaces de referir el inicio de los síntomas. Uno de los criterios
que acompañan a dichos traumas puede ser considerar esto como un síntoma.
— Es necesario disponer de pruebas empíricas de los síntomas de desarrollo, que
reflejen apropiadamente las manifestaciones en niños y adolescentes.
— Considerar la posibilidad de reducir el umbral de la categoría C (evitación) de
tres a un síntoma.
Finalmente, la nueva edición del DSM-5 (APA, 2013) no solo realiza diferentes
modificaciones en los criterios diagnósticos del TEPT, sino que clasifica este
trastorno en un apartado distinto al que se encontraba en el DSM-IV (Trastornos de
Ansiedad), concretamente en el apartado denominado Trauma y trastornos
relacionados. Referente a las categorías diagnósticas, establece criterios diagnósticos
para adultos, adolescentes y niños mayores de 6 años, y un diagnóstico específico de
TEPT para niños de 6 años o menos. En ambos diagnósticos se debe especificar si
aparecen síntomas disociativos de despersonalización y/o desrealización.
A continuación se describen diversos estudios que evalúan el estrés postraumático
en población general infantil a través de la escala Child PTSD Symptom Scale
(CPSS, Foa, Johnson, Feeny y Tredwell, 2001).
La CPSS incluye 17 ítems que evalúan síntomas postraumáticos que abarcan los
tres grupos sintomáticos (reexperimentación, evitación y activación) en el rango de
edad de 8 a 18 años. La Escala está basada en los criterios diagnósticos del DSM-IV,
presentando un formato de respuesta tipo Likert de 0 a 3, referidos a la frecuencia de
manifestación de síntomas de este trastorno, siendo el rango total de puntuaciones de
0 a 51.
Jaycox et al. (2002) estudiaron una muestra de escolares, recientes inmigrantes
latinos, de edades entre los 8 y 15 años, empleando la escala CPSS para valorar el
estrés postraumático relacionado con la exposición a la violencia antes, durante y
después de la inmigración a la ciudad de Los Ángeles. Utilizaron dos puntos de corte:
a partir de 11 puntos o superior se estimó sintomatología de TEPT moderada, y a
partir de 18 o más sintomatología grave, encontrando que el 32% de los menores
presentaba TEPT con rango clínico, siendo más prevalente en las chicas.
El mismo grupo de trabajo (Jaycox et al., 2009), años más tarde, valoró a 78
menores inmigrantes expuestos a violencia, que asignaron aleatoriamente a dos
grupos de tratamiento como apoyo a la exposición al trauma, en el que 39 de ellos
comenzaron el tratamiento inmediatamente (grupo I) y 37 lo iniciaron más tarde,
incluyendo este grupo como lista de espera (grupo II). Las puntuaciones medias y
desviaciones típicas para TEPT (CPSS) encontradas en cada uno de los grupos
fueron: 17,46 y 10,37 respectivamente para el grupo I, y para el grupo que recibió
tratamiento posteriormente obtuvieron como línea base 19,41 de media y 10 de
66
desviación típica. Ambos grupos presentaron una media cercana o superior al punto
de corte indicado para sintomatología grave.
Por su parte, Leen-Feldner, Feldner, Reardon, Babson y Dixon (2007) utilizaron la
CPSS para evaluar el TEPT en una muestra de 68 menores, extraída de población
general, con edades comprendidas entre los 10 y 17 años, que habían estado
expuestos a un evento traumático. Encontraron una puntuación media de la escala
CPSS de 4,10, con una desviación típica de 6,48, por lo que mostraron una
puntuación muy por debajo del criterio estimado para considerarse sintomatología
clínica moderada.
Finalmente, Holmes, Creswell y O’Connor (2007) evaluaron el estrés
postraumático en una muestra de 76 escolares londinenses, que habían sido testigos
indirectos a través de los medios de comunicación del atentado ocurrido el 11
septiembre de 2001 en Estados Unidos. Los menores, de entre 10-11 años de edad,
fueron evaluados con la CPSS en dos momentos, a los 2 y a los 6 meses después del
incidente. Para obtener las prevalencias se utilizaron los criterios diagnósticos para
TEPT (DSM-IV-TR, 2000): por una parte se consideró el criterio de alteración del
funcionamiento en las áreas de la vida, y por otra no se tuvo en cuenta. Los resultados
confirmaron que un porcentaje de menores no presentó sintomatología de TEPT ni a
los 2 meses (21,1%) ni a los 6 meses (38,2%). Sin embargo, de los menores que
mostraron sintomatología clínica de TEPT de gravedad moderada o severa, se halló
que un 5,3% no observaba interferencia en su vida, mientras que un 14,5% sí la
percibía. Del grupo que no presentó sintomatología de TEPT relevante, el 61,8% de
los o las menores no manifestó alteración en su vida, y un 18,4% sí la mostró. A los 6
meses, de todos los que habían puntuado en síntomas graves de TEPT, tan solo un
9,2% presentó interferencia en sus vidas. Del grupo sin sintomatología clínica
mostraron alteración en su vida un 22,4%, frente al 67,1%.
b) Población clínica
67
criterios planteados por Manne, Du Hamel, Gallelli, Solrgen y Red (1998), que
estiman el trastorno parcial a partir de la presencia de dos de los tres grupos de
síntomas (pensamientos intrusivos, evitación e hiperarousal), y obtuvieron una
prevalencia del 31,3%; por otro lado, tomando como criterios la presencia de tres de
cuatro síntomas (Boyer, Tollen y Kafkalas, 1998a, b), la prevalencia de TEPT parcial
disminuye hasta el 20,9%. Como conclusión, alrededor del 46% de estos pacientes
presentaron como mínimo TEPT parcial, y un porcentaje similar (48%) percibía
deterioro en el funcionamiento diario.
Por último, Brown et al. (2007) realizaron un estudio cuyo objetivo fue evaluar el
ajuste de los hijos e hijas de madres con cáncer de mama, actual o anterior, en
comparación con los de madres de población normal, utilizando la escala CPSS. La
muestra estaba constituida por 80 madres con hijos e hijas de 8 a 19 años de edad. La
mitad de ellas pertenecía a un grupo con la enfermedad (I), y la otra mitad al grupo
sin la enfermedad (II). La puntuación media para el grupo I fue de 10,7, con una
desviación típica de 7,6, mientras que para el grupo II se halló una puntuación media
de 10,4 y desviación típica de 8,6, por lo que no se constataron diferencias
significativas en la presencia de TEPT.
68
clínico obtuvieron puntuaciones significativamente mayores, tanto en disociación
como en estrés postraumático, en relación a los del grupo control (Nilsson, 2007).
El abuso sexual ha sido reconocido como un trauma potenciador de síntomas de
TEPT (Cuffe et al., 1998; Rodríguez, Ryan, Kemp y Foy, 1997; Widom, 1999;
Zeledón, Arce, Mejía y Naranjo, 2003), incluso cuando no se tiene en cuenta el
género (Norris, Foster y Weisshaar, 2002; Putnam, 2003). La prevalencia observada
de trastorno de estrés postraumático en víctimas de abuso sexual infantil difiere entre
los estudios de modo notorio, según el tipo de población en el que se haya realizado
(Rincón, Cova, Bustos, Aedo y Valdivia, 2010).
Así, en el estudio de Hulette et al. (2008) sobre una muestra de 177 preescolares
(3-6 años) maltratados y residentes en centros de acogida, hallaron, en relación a los
perfiles de gravedad, que el grupo que había sufrido graves abusos sexuales
presentaba más sintomatología de TEPT que el grupo que había sufrido abuso físico y
negligencia, pero no abuso sexual.
Bustos, Rincón y Aedo (2009) estudiaron la presencia de TEPT en una muestra
formada por 75 menores chilenos de entre 8 y 18 años que habían sufrido abuso
sexual o violación. Se modificó el formato de respuesta de la escala tipo Likert de la
escala original de Foa et al. (2001) y se agregó una categoría más. La escala
modificada incluía las siguientes opciones de respuesta: 0 = nunca, 1 = solo una vez,
2 = entre 2 y 3 veces, 3 = entre 4 y 8 veces y 4 = 9 veces y más. Es importante
destacar que el incremento del número de opciones de respuesta permite maximizar la
fiabilidad del instrumento, sin afectar a la predicción de las variables criterio (Kramp,
2006). Las puntaciones medias encontradas fueron: escala total (M = 25,44; Dt =
15,3), pensamientos intrusivos (M = 7,61; Dt = 5,1), evitación (M = 9,76; Dt = 6,7) e
hiperarousal (M = 8,07; Dt = 5,2). No se hallaron diferencias estadísticamente
significativas en función de las variables sexo y edad (rangos 8-11 y 12-18 años) ni
para la escala total y subescalas. El proceso de adaptación a población chilena no ha
alterado las propiedades psicométricas del instrumento original respecto a su
fiabilidad y validez.
Un año más tarde, Rincón et al. (2010) utilizaron la misma muestra, niños y
adolescentes sexualmente abusados, con el fin de establecer rangos de prevalencia de
estrés postraumático a través de la versión chilena CPSS. Como refieren los autores
de la CPSS original (Foa et al., 2001) y los de la versión de Chile (Bustos et al.,
2009), la escala no considera puntos de corte para establecer el diagnóstico de
trastorno de estrés postraumático. Por este motivo, en este trabajo se emplearon los
criterios DSM-IV-TR, que establecen la presencia de al menos un síntoma de
reexperimentación, tres de evitación y dos de aumento de activación para considerar
que una persona presenta el trastorno (APA, 2000). Asimismo, estos autores
adoptaron un criterio conservador para calificar la presencia de síntomas: el síntoma
fue considerado presente solo cuando las respuestas referían que este era
experimentado en las dos últimas semanas «entre cuatro y ocho veces» o «nueve
veces o más», es decir, con puntuación 3 o 4. Si el síntoma era informado como
ausente o presente «solo una vez» o «entre dos y tres veces», se estimó que no estaba
69
presente. Este criterio conservador, aunque puede subestimar la presencia de
síntomas, permite asumir que los síntomas que fueron reconocidos como tales tienen
relevancia clínica. Los resultados mostraron una prevalencia para el diagnóstico
completo de TEPT según DSM-IV-TR del 21,3% en esta misma muestra. Por otra
parte, estimaron la prevalencia de estrés postraumático parcial, que según Hickling y
Blanchard (1997) se caracteriza por cumplir el criterio DSM para pensamientos
intrusivos y para evitación o hiperarousal, pero no para ambos. En este caso, la
prevalencia adicional fue de un 16%, es decir, que el 16% de los menores presentaba
sintomatología de estrés postraumático con pensamientos intrusivos y evitación o
pensamientos intrusivos e hiperarousal, pero no cumplían los criterios para el
diagnóstico completo. Los autores concluyen que las víctimas de violencia sexual de
esta muestra desarrollaron con más frecuencia síntomas de hiperarosual, frente a los
otros dos grupos sintomáticos (pensamientos intrusivos y evitación), debido a que
este tipo de trauma suele experimentarse de manera reiterada y a manos de un
familiar o de una persona conocida, por lo que se suelen producir menos conductas
evitativas. Asimismo, indican que los niveles elevados de hiperactivación a nivel
fisiológico pueden funcionar como una respuesta adaptativa, ya que estas víctimas no
se sienten seguras en su propio ambiente y sienten miedo de poder vivir un nuevo
episodio en cualquier momento.
Por tanto, podemos concluir que los rangos de prevalencia de TEPT en menores
abusados sexualmente se encuentran entre el 21% y el 48% de los casos estudiados,
según diversos trabajos (APA, 2000; Barudy, 1998; Cantón y Cortés, 2000; Darves-
Bornoz et al., 1998; DiLillo, 2001; Echeburúa y Guerricaechevarría, 2000; Linning y
Kearney, 2004; Montt y Hermosilla, 2001; Sanmartín, 1999; Sosa y Capafons, 1996;
Stevenson, 1999; Widom, 1999), llegando hasta el 80% los que experimentan solo
algunos síntomas del trastorno (Cuffe et al., 1998; McLeer, Deblinger, Henry y
Orvaschel, 1992). En muestras clínicas se observan tasas más altas.
Son escasos los trabajos que abordan el estudio de la negligencia o el maltrato
emocional y su posible riesgo para desarrollar síntomas de trastorno por estrés
postraumático (Kearney, Wechsler, Kaur y Lemos-Miller, 2010). En esta dirección, el
trabajo de Weschler (2009) examinó si la negligencia provocaba un efecto traumático
aditivo en la juventud maltratada. Los resultados confirmaron que los menores que
experimentaron negligencia presentaron síntomas de estrés postraumático similares a
los adolescentes que sufrieron otros tipos de maltrato. Asimismo, se ha documentado
que la violencia psicológica, por sorprendente que pueda parecer, predice en mayor
medida el miedo que la violencia física (O’Leary, 1999), y además es más predictiva
en el desarrollo de TEPT tanto en mujeres maltratadas (Arroyo, 2002) como en
población infantil (Panuzio, Taft, Black, Doenen y Murfhy, 2007; Sullivan, Fehon,
Andres-Hyman, Lipschitz y Grilo, 2006). El estudio de Levendosky et al. (2002)
apunta que la agresión verbal de la madre aumentó cinco veces más la probabilidad
de desarrollar sintomatología TEPT en sus hijos e hijas.
Por otro lado, los o las menores que han sido maltratados y que además han sido
separados de su familia biológica, encontrándose bajo tutela administrativa, en
70
general han sufrido diversas experiencias traumáticas. Sin embargo, se han publicado
pocos estudios que aborden específicamente la presencia de TEPT en esta población,
resida en un centro o en familia de acogida temporalmente (Kolko et al., 2009).
En esta línea, Famularo, Fenton, Kinscherff y Augustyn (1996) administraron la
DICA-C-R (Reich, Leacock y Shanfeld, 1994) para evaluar el TEPT en 117 niños y
niñas abusados, a cuyos padres se les había retirado la custodia, informando de que el
35% de estos cumplieron criterios para TEPT. En otro estudio, en el que se examinó a
150 menores de entre 8 y 19 años de edad, residentes en centros de acogida, se
observó que tanto el 64% de los y las menores con historia de abuso sexual como el
42% de abuso físico, e incluso el 18% que no informaron de abuso sexual ni físico,
fueron diagnosticados de TEPT. Este hallazgo sugiere que los niños y las niñas
habían experimentado otras situaciones traumáticas, como la negligencia o la
exposición a violencia de género, que pudieron contribuir también al desarrollo de
TEPT (Dubner y Motta, 1999).
En el estudio europeo de Hoksbergen et al. (2003) se examinaron 80 menores
rumanos adoptados en los Países Bajos, encontrando que el 20% de los niños y niñas
mostraron TEPT clínico. La prevalencia fue más elevada en el trabajo de Lubit
(2006), también con menores tutelados, informando de que el 42% de los que fueron
abusados físicamente desarrollaron TEPT.
Kolko et al. (2009), en un estudio sobre población americana, examinaron la
prevalencia de sintomatología postraumática en una muestra de 1.848 niños, niñas y
adolescentes (edades 8-14), que habían sido remitidos al servicio de protección
infantil con el objetivo de investigar abuso o negligencia. Los resultados mostraron
que el 11,7% de los menores presentaron síntomas de estrés postraumático
clínicamente significativos, siendo la prevalencia mayor en los casos que residían en
centros fuera del hogar familiar (19,2%), frente al 10,7% de los que continuaban
viviendo en el mismo.
Oswald, Fegert y Goldbeck (2010) compararon dos grupos de menores alemanes
de 7 a 16 años remitidos a consulta clínica. El primer grupo estaba constituido por
menores tutelados, y el grupo control por menores que convivían al menos con un
progenitor biológico, utilizando como instrumento de medida el UCLA PTSD
Reaction Index (Pynoos, Rodríguez, Steinberg, Stuber y Frederick, 1998). Los
resultados informaron de que, en comparación con el grupo control, los y las menores
que se encontraban bajo tutela presentaron una prevalencia más elevada de síntomas
de estrés postraumático, aunque el porcentaje era muy bajo en relación a los múltiples
traumas sufridos.
López-Soler et al. (2008) realizaron una investigación que analizaba tanto el
trauma complejo como el estrés postraumático, en una muestra de 38 menores
tutelados que habían sufrido maltrato intrafamiliar crónico, con un rango de edad de
entre 8 y 16 años. Se utilizó la CPSS como instrumento de evaluación del TEPT. Los
resultados informaron de sintomatología clínica moderada (M = 68; Dt = 12,47). En
cuanto a la variable edad, se agrupó en dos intervalos, de tal forma que los niños y las
niñas de entre 8 y 12 años obtuvieron puntuaciones más altas en los factores de
71
pensamientos intrusivos y evitación, que los de 13 a 16 años, no encontrando
diferencias significativas con respecto al sexo. Las prevalencias fueron estimadas a
partir de dos puntos de corte: puntuaciones por encima de 11 y puntuaciones
superiores a 18, resultando unas prevalencias de 57,89% y 39,47%, respectivamente.
En la investigación, citada anteriormente, de Fernández (2014) se encontraron
tasas elevadas de TEPT. La muestra estaba constituida por 86 menores españoles
tutelados por la administración, de entre 6 y 17 años, evaluados a través de la CPSS,
según diferentes criterios. Según el DSM-IV-TR, la prevalencia para la muestra total
fue del 32,9%, presentando mayor porcentaje los niños que las niñas (40% vs.
25,7%), y el grupo de mayor edad (13-17 años) (34,5% vs. 26,8%). Atendiendo a
criterios DSM-5, los menores obtuvieron una prevalencia total del 28,6%, según el
sexo y la edad, las niñas mostraron mayor prevalencia que los niños (37,1% vs. al
20%), así como el grupo de menor edad (6-12 años) (29,3% vs. 27,6%). Finalmente,
utilizando criterios de TEPT parcial (Scheeringa et al., 2003, 2010), la prevalencia en
la muestra total fue del 44,3%; las niñas obtuvieron mayor prevalencia (51,4% vs.
37,1%), así como el grupo de mayor edad (48,3% vs. 41,5%). Por tanto, parece
confirmarse que las tasas de prevalencia totales, por edad y por sexo, aumentan
cuando se utilizan criterios para TEPT parcial, lo cual viene a ratificar que los
criterios DSM tienden a subestimar la prevalencia de TEPT en niños y adolescentes
que han sufrido maltrato directo.
En cuanto a las investigaciones en población general que ha sufrido maltrato y no
ha sido remitida a servicios clínicos, pero sí se ha detectado diagnóstico TEPT,
podemos destacar la llevada a cabo por Kilpratrick, Saunders y Smith (2003). Estos
autores realizaron entrevistas a más de 4.000 adolescentes, encontrando que el 15,2%
de chicos y el 27,4% de chicas que habían sido castigados físicamente o habían
sufrido agresión física (no limitado a la familia) cumplían criterios de TEPT a lo
largo de su vida, comparado con el 3,1% de chicos y 6,0% de chicas del grupo
control.
En síntesis, parece confirmarse que las tasas de prevalencia de TEPT tienden a ser
elevadas en población que ha sufrido maltrato directo o indirecto, frente a otro tipo de
traumas y con respecto a población general.
2.1.5. Depresión
a) Población general
72
Moreno, 1992). Otros estudios realizados en población española han encontrado
medias superiores a las de Kovacs (1992). Así, Monreal (1988), en una muestra de
907 niños o niñas de entre 9 y 12 años, encontró una media de 12,18 (Dt = 8,44)
aplicando este instrumento. En otro estudio con una muestra de 413 participantes
(180 chicos y 233 chicas) entre 12 y 18 años se obtuvo una media de 11,67 (Dt =
6,01) (Figueras, Amador y Cano, 2001). Del Barrio et al. (2004), en la adaptación
española de la prueba, evaluaron a 7.759 participantes de edades entre 7 y 15 años y
obtuvieron una media de 10 (Dt = 5,92).
Mantilla, Sabalza, Díaz y Campos (2004), estimaron la prevalencia de
sintomatología depresiva en una muestra de 239 niños y niñas escolarizados de clase
alta y baja, que vivían en Bucaramanga (Colombia), de edades comprendidas entre 8
y 11 años, a través de la versión corta del CDI (10 ítems). El punto de corte que
establecieron fue de 7 puntos o más. La prevalencia encontrada fue del 9,2%.
Además, se halló una asociación entre depresión con mayor edad (p = .0001), género
femenino (p = .004) y menor grado de escolaridad (p = .0001). Las conclusiones de
los autores pusieron de manifiesto una prevalencia de sintomatología depresiva alta,
siendo mayor en niñas que en niños, que además aumentó con la edad y disminuyó
conforme aumentaba el nivel de escolaridad.
Por último, Vinaccia et al. (2006) evaluaron a 768 sujetos, de entre 8 y 12 años, de
los cuales 379 fueron chicos y 389 chicas colombianos. Utilizaron el CDI versión en
español (Davanzo y cols., 2004; adaptación de la escala original de Kovacs, 1992).
Los resultados mostraron una media para la escala total de 10,52 (Dt = 5,61). Se
estableció el punto de corte en 17 puntos (recomendado por Craighead, Curry e Ilardi,
1995; Doménech, Subira, Comellas y Cuxart, 1995) para determinar la prevalencia de
depresión, que fue del 25,2%. Si el punto de corte es 19 (Kovacs, 1992) la
prevalencia disminuye al 21,7%. Con respecto al sexo, los chicos presentaron una
prevalencia más elevada de depresión (14,4%), en comparación con las chicas
(10,8%).
Como se puede apreciar, la prevalencia de depresión para este grupo de edad es
bastante similar a la informada en los estudios originales, o bien ligeramente más alta.
73
López-Soler et al. (2008) evaluaron a través del CDI y otros instrumentos a 42
niños y niñas tutelados, víctimas de maltrato intrafamiliar grave. Los resultados
mostraron las siguientes medias: escala de depresión total (M = 12), subescala de
disforia (M = 6) y en autoestima (M = 6). Con respecto a las prevalencias, se
determinó el punto de corte en el percentil 90, obteniendo una prevalencia para la
escala de depresión total de 19,01%, en la subescala de disforia de 28,57% y en
autoestima de 11,91%. En relación al sexo, las prevalencias fueron más altas en los
niños en la escala de depresión total (25% niños vs. 11,11% niñas), disforia (33,33%
niños vs. 22,22% niñas) y en autoestima (12,50% niños vs. 11,11% niñas).
Un estudio sobre 56 menores entre 7 y 12 años mostró que el 18% y el 25%
cumplían los criterios del DSM (APA) para trastorno depresivo mayor y distimia,
respectivamente (Kaufman, 1991). Características específicas de la depresión, tales
como baja autoestima, desesperanza, desamparo y conductas autodestructivas
también se asocian al maltrato, especialmente al abuso sexual infantil (Morrow y
Sorrell, 1989).
Bolger (1997) indica que los menores víctimas de maltrato presentan déficit en el
autoconcepto y baja autoestima, siendo esta un mediador del impacto de la calidad de
la relación madre-hijo o hija en el funcionamiento infantil (Kim y Cicchetti, 2004).
a) Población general
74
En la misma línea, Rollán, Maseda, Sánchez, Ruiz y Presa (2008) realizaron una
investigación intercultural a la acción preventiva en la familia, en una muestra de 268
niños y niñas de edades comprendidas entre 8-10 años, de diferentes países (El
Salvador, España, Honduras, Bolivia y Argentina) a través del TAMAI. Se evaluó la
inadaptación personal, social, escolar, insatisfacción familiar y estilos educativos
(discrepancia y estilos: punitivo, despreocupado y perfeccionista). Los resultados
mostraron que los estilos educativos caracterizados por algún tipo de polarización
(permisivo, punitivo, restrictivo, despreocupado y perfeccionista) se relacionaron con
una mayor inadaptación familiar de los hijos y las hijas, mientras que los estilos
educativos de estilo adecuado y de estilo asistencial/personal no se relacionaron con
la inadaptación familiar de los hijos y las hijas.
Por último, cabe comentar un estudio realizado en Murcia sobre población clínica
infantil (López-Soler et al., 2009), que analizaba la adaptación psicosocial mediante
el TAMAI, en el que no se encontraron diferencias significativas estadísticamente
entre niños (n = 76) y niñas (n = 27) en ninguno de los tipos de adaptación que evalúa
esta prueba.
75
dificultades en las relaciones, ansiedad, depresión y estrés postraumático, entre otros.
Por tanto, parece evidente que aunque algunos estudios muestran resultados
contradictorios, la evidencia empírica parece demostrar que la exposición de niños y
adolescentes a violencia de género en la pareja constituye una situación de riesgo en
sí misma, que frecuentemente suele ir asociada a otros tipos de maltrato y situaciones
de adversidad familiar concurrentes, que tienden a ser graves y duraderas, por lo que
pueden repercutir en la salud general de los menores y en el desarrollo de diversas
alteraciones psicológicas y otros efectos asociados (Martínez-Pérez, 2015).
76
71,63; Dt = 7,43). En problemas externalizantes se obtuvo una media de 67,00 (Dt =
8,21) para los niños y una media ligeramente superior, de 69,13, en las niñas (Dt =
10,52). Por tanto, a partir de los resultados encontrados en este estudio los autores
concluyen que las niñas expuestas a esta violencia presentan mayores problemas de
comportamiento en general, y en particular en conductas internalizantes.
McFarlane et al. (2003) llevaron a cabo un trabajo en el que compararon el
comportamiento de menores de edades comprendidas entre los 18 meses y los 18
años, pertenecientes a distintos grupos raciales, que habían sido expuestos a violencia
de género en la pareja, con otra muestra de similares características no expuestos. Los
resultados no mostraron diferencias significativas para los niños de edades de entre
18 meses hasta 5 años (problemas de comportamiento totales; M = 57,8; Dt = 13,7), si
bien se encontraron diferencias en el grupo de 6 a 18 años (problemas de
comportamiento totales; M = 57,6; Dt = 12,3), frente al de menores no expuestos
(problemas totales; M = 51,0; Dt = 13,0). Los resultados informaron que el grupo de
los hijos y las hijas de madres maltratadas presentaban significativamente más
problemas de comportamiento internalizantes y externalizantes, frente al grupo de
hijos e hijas de mujeres no maltratadas.
Bourassa (2007) realizó un estudio en una muestra de 490 jóvenes entre 15 y 19
años, que habían sido testigos de violencia interparental y/o maltratados físicamente,
utilizando el YSR. Los resultados revelaron que la presencia de ambos tipos de
maltrato tiene un impacto grave en el funcionamiento psicológico, siendo más
prevalentes los problemas internalizantes (36,6%) que los externalizantes (30,3%).
Igualmente se encontraron diferencias de género, mostrando más problemas
internalizantes las chicas que los chicos, mientras que no se constataron dichas
diferencias en problemas de comportamiento externalizantes.
Por su parte, Graham-Bermann, Gruber, Howell y Girz (2009) llevaron a cabo un
estudio en el que examinaron una muestra de 219 menores (109 niños y 110 niñas)
expuestos a violencia de género en la pareja, de edades comprendidas entre 6 y 12
años. Se les aplicó el CBCL, entre otras medidas, y fue cumplimentado por las
madres. Los resultados mostraron una prevalencia de problemas internalizantes en
niños del 39% y en niñas del 36%; respecto a los problemas externalizantes, fue del
26% en niños y del 21% en niñas.
Owen, Thompson, Shaffer, Jackson y Kaslow (2009), asimismo, realizaron una
investigación en una muestra de 139 menores afroamericanos, de edades
comprendidas entre los 8 y 12 años, y sus madres, en el cual se utilizaron como
medidas el CBCL y el YSR. El objetivo de este estudio fue analizar cómo afecta la
situación familiar en el ajuste infantil, en concreto el comportamiento de la madre
víctima de violencia de género. En el CBCL se obtuvo una prevalencia del 9% en
problemas internalizantes, y en problemas externalizantes del 19%. Los resultados
obtenidos a través del YSR mostraron problemas en un 18% de la muestra, siendo del
4% para problemas externalizantes. Estos datos indican que la angustia psicológica de
las madres está relacionada con el ajuste psicológico de los hijos e hijas. Un análisis
más detallado de estos resultados muestra que las madres informan más de problemas
77
externalizantes (madres: 19%; niños y niñas: 4%), mientras que los o las menores
informan más de los internalizantes (madres: 9%; niños y niñas: 18%).
Además, estos resultados son consistentes con otros estudios que han informado
de que los y las menores expuestos a violencia de género en la pareja presentan tasas
elevadas en problemas de conducta tanto externalizantes como internalizantes (Bair-
Merritt, Blackstone y Feudtner, 2006; Jaffe, Moffitt, Caspi, Taylor y Arseneault,
2002; Johnson et al., 2002; Kernick et al., 2003; Kitzmann et al., 2003; Margolin y
Gordis, 2000; Margolin y Vickerman, 2007), incluso cuando otros factores de riesgo
son controlados (Hazen, Connelly, Kelleher, Barth y Landsverk, 2006).
Zarling et al. (2013) examinaron la influencia de múltiples mediadores entre la
exposición a violencia de pareja y la inadaptación infantil, a través del CBCL, entre
otras medidas de evaluación. La muestra utilizó un diseño longitudinal prospectivo en
el que se incluyó a 132 menores, de 6 a 8 años de edad, y a sus madres. Los
resultados confirmaron que la desregulación emocional era un potente mediador entre
la exposición a la violencia de pareja y la aparición de patrones de problemas
internalizantes y externalizantes. Cuando se asociaba a una dura disciplina predijo
igualmente síntomas de externalización, pero no de internalización. Además, el
funcionamiento psicológico de la madre predijo los síntomas de internalización,
mientras que una mayor desregulación emocional predijo tanto los síntomas de
internalización como de externalización.
En nuestro país, otro estudio reciente es el llevado a cabo por Rosser et al. (2013)
sobre una muestra de menores procedentes de casas de acogida (de entre 6 y 18 años),
a través de la percepción de las madres (CBCL). Los resultados mostraron
prevalencias en sintomatología leve (percentil 93-97), que oscilaron entre el 2% y el
13% para los diferentes síndromes que evalúa este instrumento; y sintomatología
grave (percentil > 97), que fluctuó entre el 8% y el 37%. La prevalencia para el
patrón internalizante fue del 19,6% y para el externalizante del 17,4%. Resultados
algo más bajos obtuvo Matud (2007) en una población similar (problemas
externalizantes 11,7% e internalizantes 5,6%).
Prevalencias más elevadas obtuvo Alcántara (2010), que evaluó a 22 menores de 1
a 5 años expuestos a violencia de género a través del CBCL. En la muestra (n = 22)
se encontró que las puntuaciones medias oscilaban entre 17,50 (Dt = 7,049) la más
alta, encontrada en el síndrome agresividad, y 3,50 (Dt = 3,04) la más baja, hallada en
el síndrome problemas somáticos. Entre estas puntuaciones medias se encontraban las
obtenidas en reactividad emocional de 6,18 (Dt = 3,74), ansiedad/depresión 6,45 (Dt
= 3,47), retraimiento 4,27 (Dt = 2,80) y problemas de sueño 5,36 (Dt = 3,00). Por
tanto, las puntuaciones más altas fueron las obtenidas en los síndromes: conducta
agresiva, reactividad emocional y ansiedad/depresión. Con respecto a la prevalencia,
los resultados mostraron que en el síndrome reactividad emocional la prevalencia en
el centil 93-97 fue de un 33,3%, y por encima del percentil 98 de un 28,6%; en total,
un 61,9% presentaron problemas de reactividad emocional con rango clínico; con
respecto al síndrome ansiedad/depresión, un 14,3% mostró en rango leve y un 28,6%
en grave, con un total de 42,9% en rango clínico; en quejas somáticas un 9,5%
78
manifestaron sintomatología leve y un 19% grave, con una prevalencia total del
28,5% en rango clínico; en el síndrome retraimiento un 4,8% presentaron leve y un
52,4% grave, con un total en rango clínico de 57,2%; en problemas de sueño un 9,5%
leve y un 19% grave, y en total en rango clínico un 28,5%; los mismos porcentajes se
hallaron en problemas de atención (9,51% y 19%; total 28,5%), y, por último, en
problemas de agresividad la prevalencia fue del 19% en leve y en grave, con un total
del 38% en rango clínico.
En la misma línea, Alcántara, López-Soler, Castro y López (2013), en una muestra
de 91 menores de 6 a 18 años expuestos a violencia de género, hallaron que las
puntuaciones medias en cada uno de los síndromes oscilaban entre 4,30 (Dt = 2,99) la
más baja, encontrada en retraimiento, y 11,54 (Dt = 7,5) la más alta, informada en el
síndrome agresividad. Entre estas puntuaciones se encontraban las obtenidas en
ansiedad/depresión de 7,26 (Dt = 4,56), problemas somáticos 4,31 (Dt = 3,5);
problemas sociales 5,47 (Dt = 3,5); problemas de pensamiento 4,97 (Dt = 4,66);
problemas de atención 7,43 (Dt = 4,88), y conducta disruptiva 4,55 (Dt = 4,18). Con
respecto a la prevalencia, encontraron en el síndrome ansiedad/depresión un 24,7%
de menores situados entre el percentil 93 al 97, y un 23,6% con puntuaciones
superiores al percentil 98; con una prevalencia total del 48,3% en rango clínico. En
quejas somáticas el 13,5% presentaba indicadores leves y un 25,8% graves, siendo el
total del 39,3%. En retraimiento un 29,2% de menores se encontraban en el rango
leve y un 22,5% en grave, con un total de 51,7% en rango clínico. En problemas de
pensamiento, el 14,6% presentaba sintomatología leve y 29,2% grave, con un total
del 43,8% en rango clínico. En el síndrome problemas de atención la prevalencia fue
del 20,2% en sintomatología leve y 21,3% en grave, con un total del 41,5%. En
problemas sociales la prevalencia fue del 19,1% en leve y del 16,9% en grave, lo que
supone un 36% de menores con este tipo de problema. En conducta disruptiva la
prevalencia fue del 13,6% en leve y de 15,9% en grave, siendo el total en rango
clínico de 29,5%. Resultados similares obtuvo Martínez-Pérez (2015) en una muestra
de 153 menores expuestos a violencia de género en la pareja.
En análisis posteriores, comparando la muestra con población normal e incluyendo
rangos de edad (de 6 a 12 y de 13 a 17), Alcántara et al. (2013) encontraron una
prevalencia de sintomatología clínica moderada, grave y total, que supera
considerablemente lo esperable en población normal: 4% (PC 93-97), 3% (PC > 97) y
7% (PC 93), respectivamente. Oscilan entre el 22% de conducta disruptiva y el 49,5%
en el síndrome de retraimiento. Además, el porcentaje de casos con sintomatología
clínica grave es, en todos los síndromes, superior al porcentaje de casos con
sintomatología clínica moderada. La muestra en su conjunto presentó una prevalencia
significativamente superior en todos los síndromes, lo que también ocurre en las
niñas y niños de 6 a 12 años. En el tramo 12-17 años las prevalencias en problemas
sociales y conducta disruptiva, aun siendo muy superiores a las esperadas en
población general, no resultaron estadísticamente significativas. En el total de la
muestra, la prevalencia de clínica grave de todos los síndromes es superior a la
moderada. Los resultados obtenidos, en comparación con población normal, apoyan
79
la idea de que los niños y niñas testigos de violencia de género presentan una serie de
problemas conductuales y emocionales graves, lo que confirma la magnitud y
gravedad de estas consecuencias en menores expuestos a violencia de género. En la
mayoría de los síndromes analizados la prevalencia clínica de estos es cinco veces
superior a la registrada en población normal, y en algún síndrome hasta diez veces
superior (retraimiento).
A continuación se detallan estudios realizados específicamente sobre
sintomatología externalizante (problemas de conducta o del comportamiento,
agresividad, conductas oposicionistas y/o desafiantes e ira y hostilidad),
internalizante (ansiedad, trastorno por estrés postraumático y depresión), adaptación y
otras alteraciones (cognitivas, del aprendizaje, de la salud y trauma complejo).
80
(Dt = 12.02), lo que supone que un 30% de los menores obtuvo puntuaciones
externalizantes incluidas en el rango clínico. El 37% de los niños cumplieron criterios
diagnósticos del DSM para este tipo de trastornos, en concreto el trastorno
oposicionista desafiante (22%) o el trastorno de conducta (15%). Hubo acuerdo entre
los datos diagnósticos y el CBCL sobre la presencia de problemas de rango clínico en
el 77% de los casos. En cuanto a la comparación de los informes de las madres al
entrar en el centro de acogida (pretest) y al salir del mismo (postest), se encontró un
aumento de la sintomatología externalizante (la media en el pretest es de 64,2, Dt =
9,40, y la media postest es de 66,2, Dt = 8,64). En los porcentajes encontrados, el
45% de las madres informaron de muy pocos cambios en las puntuaciones
externalizantes del CBCL, y el 30% notificaron que los problemas externalizantes
habían aumentado después de salir de los centros. Respecto a las puntuaciones de
problemas internalizantes, la media en el pretest fue de 60,5 (Dt = 12,71) y en el
postest de 57,6 (Dt = 12,10).
Grych et al. (2000), con una muestra más amplia, 228 menores testigos de
violencia doméstica de edades comprendidas entre los 8 y 14 años, encontraron
resultados similares. En este caso se analizaron cinco tipos de problemas:
1. Multiproblemas externalizantes.
2. Multiproblemas internalizantes.
3. Problemas externalizantes.
4. Problemas de ansiedad.
5. Sin problemas.
81
3.2.1. Problemas de conducta o del comportamiento
3.2.2. Agresividad
82
1996).
Los resultados de diversas investigaciones muestran esta relación. Así, un estudio
llevado a cabo sobre una muestra de 40 hijos e hijas de mujeres maltratadas que
residían en casas de acogida, informaron que estos presentaban comportamientos
problemáticos como la violencia hacia iguales (35%), seguida del comportamiento
violento hacia la propia madre (22%), y en menor medida la conflictividad en la
escuela (10%) (Corbalán y Patró, 2003). Resultados similares han hallado otros
autores (Adamson y Thompson, 1998; Ballif-Spanvill, Clayton, Hendrix y Hunsaker,
2004), que informan de que los menores expuestos a violencia doméstica eran más
propensos a responder mediante la agresión a los conflictos con sus compañeros, lo
que, a su vez, aumentaba los problemas en las interacciones con los iguales y las
relaciones sociales. En un trabajo con estudiantes italianos de educación primaria y
secundaria se observó que los menores que habían sido expuestos a violencia
doméstica eran más propensos a involucrarse en el acoso entre iguales (bullying), y
también a ser víctimas de acoso en la escuela, siendo esta asociación más fuerte para
las chicas (Baldry, 2003).
Por último, los resultados de Lisboa, Koller y Ribas (2002) muestran que los y las
menores expuestos a violencia de género utilizaron estrategias agresivas con los
compañeros, junto con agresión verbal hacia los profesores de la escuela. La
problemática social que nos ocupa se agrava en preadolescentes, ya que la exposición
en esta edad a este tipo de violencia favorece más la presencia de actitudes
proviolentas que en otras edades (Jaffe, Wilson y Wolfe, 1988).
83
más reactivos ante el estrés (Hetherington, Stanley-Hagan y Anderson, 1989), aunque
estas sufren más abusos en general que los chicos.
Finalmente, cabe señalar que la investigación longitudinal viene a confirmar que
el trauma infantil es un factor predictivo de la delincuencia en adolescentes y en
jóvenes adultos (Ford, Elhai, Connor y Frueh, 2010) y que, una vez que los jóvenes
inician este tipo de conducta delictiva, el trauma se asocia con la gravedad de los
delitos juveniles y la probabilidad de reincidencia (Kerig y Becker, 2014).
3.2.4. Ira/hostilidad
Autores como Jenkins y Oatley (1997) explican que cuando los niños, las niñas y
los adolescentes se exponen a altos niveles de hostilidad y agresión por parte de sus
progenitores, pueden sentir diferentes y contradictorias emociones y reaccionar
mostrando altos niveles de ira. De este modo, responden de forma agresiva a los
estímulos, incluso en situaciones en las que la respuesta de ira no ha sido provocada o
no es la respuesta adecuada a la situación (Jenkins, 2000). Estos niños y niñas suelen
interpretar que las expresiones de ira son un medio eficaz para cubrir sus necesidades
y desarrollan respuestas automáticas de ira en las situaciones sociales conflictivas
(Jenkins y Oatley, 1997), aumentando el riesgo de presentar problemas
externalizantes (Davies, Harold, Goeke-Morey y Cummings, 2002; Jenkins, 2000).
Lehman (1997), empleando instrumentos específicos, informó que los menores
testigos de agresiones hacia sus madres y diagnosticados de TEPT presentaban
niveles significativamente más altos de ira a través del Anger Response Inventory
(Prince, Warner, Gavlas y Gramzaw, 1991).
Por último, Alcántara (2010) evaluó la prevalencia de ira u hostilidad en una
muestra de 91 menores expuestos a violencia de género en la pareja, a través del
Inventario de expresión de ira estado-rasgo en niños y adolescentes, STAXI-NA (Del
Barrio, Spielberger y Aluja, 2005), observando una prevalencia del 19,7% en ira
rasgo, del 25,4% en expresión interna de la ira, del 26,8% en expresión externa y del
25,4% en control de la ira.
84
Jacobson, 2003).
En esta línea, un estudio llevado a cabo por Kernic et al. (2003) en el que
examinaron una muestra de 162 menores de entre 2 y 17 años, hijos e hijas de madres
que se encontraban bajo órdenes de protección contra sus parejas, observaron que los
menores expuestos a violencia de género en la pareja presentaron tasas más altas de
problemas clínicos internalizantes que externalizantes.
Del mismo modo, Monahan (2003) analizó una muestra de 71 niños y niñas de
entre 3 y 10 años, en la que se estudió la relación entre los síntomas de estrés
postraumático en la madre y los problemas de comportamiento en los niños y las
niñas, a través del CBCL. Los resultados mostraron una relación entre los síntomas
de TEPT en la madre y los problemas de comportamiento internalizantes,
principalmente síntomas depresivos y de evitación. Resultados equivalentes
informaron Rossman et al. (1997).
A continuación se describen algunos de los estudios que han hallado evidencia
empírica en relación al desarrollo de sintomatología internalizante.
3.3.1. Ansiedad
85
frecuentemente asociado a ser testigo sistemático del abuso a la madre, el Trastorno
por estrés postraumático, TEPT (Marr, 2001).
Todas las investigaciones documentadas sobre violencia de género en la pareja
afirman de forma unánime que el estrés postraumático es una respuesta a la violencia
experimentada por el niño o la niña. Asimismo, la incidencia y severidad de los
síntomas son similares a los formulados en respuesta a otro tipo de situaciones
traumáticas tradicionalmente asociadas con el trastorno por estrés postraumático
(Fletcher, 1996; Kilpatrick et al., 1997; Kilpatrick y Williams, 1998; La Greca,
Silverman, Vernberg y Prinstein, 1996; Lehmann, 2000).
Scheeringa y Zeanah (1995) indican que la amenaza al cuidador es la experiencia
traumática más perjudicial para un niño o una niña. Se ha demostrado que los
menores expuestos a violencia de género, independientemente de la naturaleza de la
agresión hacia la madre, desarrollan sintomatología TEPT (Card, 2005; Griffing et
al., 2006; Jarvis Gordon y Novaco, 2005; Jones, Hughes y Yunterstaller, 2001;
Lehmann, 1997; Rossman, 1998), incluso los bebés (Bogart DeJonghe, Levendosky,
Davidson y von Eye, 2006; Dejonghe, Bogart, Levendosky, von Eye y Davidson,
2005).
Rossman, Hughes y Rosenberg (2000), a partir de varios estudios, informaron que
entre el 13% y el 50% de menores expuestos a violencia entre los padres reunían
criterios para diagnóstico de TEPT. Varios estudios lo confirman, como por ejemplo
McCloskey y Walker (2000), con una prevalencia de TEPT del 15%; Mertin y Mohr
(2002) del 20%, y Lehman (1997) con un 56%.
Por otro lado, en estudios algo más recientes, como el de Furtado, Carvalhães y
Gonçalves (2009) realizado sobre 500 menores brasileños en edad escolar (6-13
años), concluyeron que ser testigo de la violencia del padre contra la madre aumentó
la probabilidad de TEPT. Asimismo, Duarte (2007) realizó un estudio comparativo de
niños, niñas y adolescentes portugueses con edades comprendidas entre los 8 y 18
años. El grupo I estaba constituido por 67 menores que habían sido testigos de
violencia interparental, y el grupo II por 69 menores que no habían sufrido este tipo
de violencia. El objetivo fue evaluar el estrés postraumático a través de la versión
portuguesa de la CPSS (Foa et al., 2001; adaptada y validada por Duarte, Costa y
Sani, 2006). Los resultados mostraron diferencias estadísticamente significativas
entre los dos grupos, siendo la sintomatología de TEPT más alta en el grupo clínico.
En relación a la variable sexo, no observaron diferencias significativas ni en las
subescalas ni en la escala total. Con respecto a la variable edad, comparando los
menores de entre 8 y 11 años con los de 12 a 18 años, no constataron diferencias
significativas, si bien observaron ligeras diferencias en la escala total y de evitación,
con puntaciones mayores en el grupo de edad de adolescentes. Asimismo, se
confirmó la existencia de alguna afectación en las áreas de la vida cotidiana de los
menores.
Analizando la gravedad del TEPT, Jarvis et al. (2005) indicaron que los síntomas
de TEPT en los niños y las niñas con madres víctimas de violencia de género en
hogares de acogida por situaciones de emergencia, se asociaron frecuentemente a
86
violencia física entre adultos y una mayor duración de la misma. Los menores
presentaron síntomas de TEPT moderados (40%), graves (50%), o muy graves (10%).
Actualmente estamos en condiciones de afirmar que los síntomas de estrés
postraumático más típicos en menores expuestos a este tipo de violencia son:
reexperimentación del evento traumático a través de sueños o flashbacks; síntomas de
activación como hipervigilancia o respuesta de orientación exagerada, y retraimiento
emocional o embotamiento, aunque algunos autores consideran que este último es el
síntoma menos común en esta población (Graham-Berman y Levendosky, 1998).
Este trastorno es uno de los más diagnosticados en los menores que residen en
casas de acogida, algo esperable, ya que estas mujeres tienden a haber experimentado
las formas más graves de violencia. Así, Lehmann (1997), con una muestra formada
por 67 madres y 84 menores, estos con edades comprendidas entre los 9 y los 15
años, pertenecientes a 8 casas de acogida y 3 centros del servicio de protección
infantil, encontraron que aproximadamente el 58% de la muestra había sido testigo de
una media de 59 incidentes violentos entre sus padres, mientras que
aproximadamente el 42% de la muestra había sido testigo de un promedio de 75. Una
gran proporción de los niños y las niñas, en concreto el 68% de los mismos, habían
sido testigos de violencia de género hacia su madre durante más de 4 años, el resto lo
fue durante 3-4 años (9,5%), 2-3 años (16,7%), 1-2 años (3,6%) y menos de 1 año
(1,2%). Los resultados indicaron que el 60% de los menores presentaban al menos un
síntoma de reexperimentación, el 68% al menos tres síntomas de evitación, y el 66%
al menos dos síntomas de hiperactivación. Los autores concluyeron que más de la
mitad de los y las menores incluidos en la muestra podían ser diagnosticados de
trastorno por estrés postraumático.
También se ha documentado el estrés postraumático en muestras que no residen en
casas de acogida. Así, Rossman (1998) estudió a menores en una amplia variedad de
entornos y encontró que la exposición a violencia doméstica predijo las puntuaciones
de trastorno por estrés postraumático con más frecuencia. Otros autores han obtenido
resultados similares (Graham-Berman y Levendosky, 1998b; Zinzow et al., 2009).
En España, Colmenares et al. (2007), en una muestra de 15 menores de entre 6 y
15 años, que acudieron a una consulta de psicología clínica, observaron que el 71%
de estos reconocía haber vivido un suceso estresante en su vida relacionado con la
violencia de género en la pareja, tanto física como psicológica, cumpliendo criterios
para el diagnóstico de TEPT la mitad de ellos.
Alcántara (2010) utilizó, en una muestra de 60 menores entre 7 y 18 años, el
Screen for Child Anxiety Related Emotional Disorders (SCARED-R; Muris,
Merckelbach, Schmitdt y Mayer, 1999). Los resultados mostraron que la puntuación
media fue de 7,12 (Dt = 2,75). Con respecto a la prevalencia, se encontró un 20% en
indicadores leves de sintomatología (puntuación 8 y 9), un 13,3% en indicadores de
sintomatología moderada (puntuación 10 y 11) y un 10% en indicadores de
sintomatología grave (a partir de la puntuación 12), lo que señalaba que en un 43,3%
de la muestra estaban presentes indicadores de sintomatología TEPT; de ellos, un
23,3% obtuvo puntuaciones altas en los cuatro síntomas. Por tanto, casi la mitad de la
87
muestra presentaba un claro riesgo de sufrir este trastorno.
Castro (2011) llevó a cabo un estudio sobre una muestra de 102 menores de entre
8 y 17 años (dividida en dos grupos: grupo 1 (8-12 años) y grupo 2 (13-17 años), que
habían sufrido maltrato intrafamiliar, con el objetivo de determinar la prevalencia de
TEPT. En relación a la submuestra de menores expuestos a violencia de género en la
pareja (n = 64; 33 niños y 31 niñas; media de edad de 12,4 años; Dt = 2,53), se
evaluaron mediante la CPSS (Foa et al., 2001). En primer lugar se analizaron las
prevalencias de TEPT según criterios psicométricos (puntuación de 11 a 17 en la
escala total, rango 0-51, sintomatología leve; puntuación ≥ 18 en la escala total,
sintomatología grave; Jaycox et al., 2009), obteniendo porcentajes del 23% en
sintomatología leve, y 29,5% en sintomatología grave en la submuestra total. En
segundo lugar se examinaron las prevalencias según criterios DSM-IV-T-R, y los
resultados fueron del 17.2% en la submuestra total (9,1% niños; 25,8% niñas; 16,1%
grupo 1; 19,4% grupo 2). En tercer lugar, en base a criterios TEPT parcial (DSM-IV-
TR, considerando dos grupos sintomáticos) la prevalencia fue del 25,8% en la
submuestra total (18,2% niños; 25,8% niñas; 19,4% grupo 2; 22.6% grupo 2), y
finalmente, según criterios DSM-5 (se reducen los requisitos exigidos para la
sintomatología de evitación, de tres síntomas a uno), se observó una prevalencia total
del 21,9% (12,1% niños; 32,3% niñas; 19,4% grupo 1; 25,8% grupo 2) en la
submuestra total. En relación al grado de deterioro psicosocial que provocaba el
TEPT en la vida diaria de estos niños y adolescentes, el 74,2% presentó deterioro al
menos en un área de su vida cotidiana. Resultados muy similares encontró Martínez-
Pérez (2015).
Con respecto a la edad, diversos autores han mostrado que a menor edad del niño
y de la niña, mayor es el riesgo de desarrollar y mostrar síntomas de TEPT (Black et
al., 1992; Lehmann, 1997, 2000; Pynoos y Eth, 1984, 1985, 1986), lo que puede
deberse a que los niños y las niñas más pequeños disponen de menos estrategias de
afrontamiento y más dificultades en el procesamiento de los eventos traumáticos
(Duarte, 2007). Así, los bebés y los niños pequeños que viven en hogares violentos
pueden presentar problemas de sueño, alimentación o llanto escaso o excesivo
(Osofsky, 1995a, b). Fisiológicamente, los menores expuestos a violencia de género
presentan mayor activación autónoma en comparación con otros, siendo este un
indicador de estrés (Saltzman, Holden y Holahan, 2005). Asimismo, Dejonghe,
Bogart, Levendonsky, von Eye y Davidson (2005) encontraron que al año de edad los
niños y las niñas eran más propensos a mostrar estrés en respuesta a los conflictos
verbales que aquellos que no habían estado expuestos a esta violencia. En la misma
línea, Bogart et al. (2006) revelaron que el trauma materno y el impacto sobre los
hijos e hijas de la situación de violencia de género estaban relacionados. En un
estudio sobre una muestra de 48 bebés de aproximadamente un año de edad, casi la
mitad de estos (44%) presentaron síntomas de trauma como consecuencia de la
exposición a la violencia de género (haber sido testigos de violencia de género severa,
es decir, escuchado o visto la violencia).
Además, atendiendo al curso y al pronóstico del trastorno de estrés postraumático
88
en la infancia y la primera infancia, el estudio de Scheeringa, Zeanah, Myers y
Putnam (2005) puso de manifiesto, en una muestra de 35 niños menores de 6 años, en
seguimiento durante dos años, la tendencia de los síntomas a cronificarse; de ahí la
importancia de la detección temprana de los mismos.
Si bien, como ocurre con otros eventos traumáticos, no todos los y las menores
que son testigos de violencia de género desarrollan estrés postraumático o reúnen
criterios para el diagnóstico. En el estudio de Graham-Bermann y Levendosky
(1998), solo el 13% de los menores cumplieron criterios para el trastorno completo,
aunque sí encontraron sintomatología del trastorno: más del 50% de los niños y las
niñas cumplieron el criterio de síntomas de pensamientos intrusivos sobre los hechos;
una quinta parte mostró evitación de estímulos relacionados con el trauma, y dos
quintas partes experimentaron síntomas de hiperactivación asociados con el
acontecimiento traumático.
La National Council of Juvenile and Family Court Judges (1993) estima que
alrededor del 20% de los niños y niñas expuestos a violencia de género en el hogar
presentan este diagnóstico, siendo mayor el riesgo cuando son testigos directos de la
violencia parental o sufren abuso ellos mismos. Además, los síntomas postraumáticos
pueden persistir en la edad adulta (Von Oteen, 1997), o en el caso de bebés pueden
continuar en la segunda infancia o la adolescencia temprana (Becker y McCloskey,
2002).
3.3.3. Depresión
89
entre los 11 y los 15 años. Los resultados informaron que haber presenciado disputas
y conflictos familiares intensos se asociaba a baja autoestima y depresión. Otros
autores han hallado resultados equivalentes (Sternberg et al., 1993; Lehman, 1997).
Investigaciones retrospectivas en las que los participantes informaron haber sido
testigos del maltrato hacia sus madres durante su infancia encontraron la presencia de
problemas clínicos en la edad adulta, controlando los efectos de otros factores. Así,
las mujeres que fueron testigos de violencia conyugal obtuvieron tasas más altas de
depresión y más bajas en autoestima (Henning, Leitenberg, Coffey, Turner y Bennett,
1996; Silvern et al., 1995), lo que sugiere que esta sintomatología perdura en la vida
adulta.
Para concluir, Alcántara (2010), en una muestra de 76 menores expuestos a
violencia de género, encontró indicadores de depresión, medidos a través del
Cuestionario de Depresión Infantil (CDI). Las puntuaciones medias oscilaron entre
4,20 y 10,26; en concreto, para la subescala de disforia la puntuación media
encontrada fue de 4,20 (Dt = 3,410), en autoestima negativa de 6,04 (Dt = 3,564) y,
por último, en depresión total de 10,26 (Dt = 6,317). Con respecto a las tasas de
prevalencia se distinguió entre sintomatología leve (del percentil 90 al 96) y
sintomatología grave (a partir del percentil 97), si bien hay que destacar que el rango
entre el percentil 90 y 96 es considerado por muchos autores como indicador de
sintomatología depresiva moderada y no leve. Los resultados obtenidos muestran que,
en la subescala de disforia, un 10,5% presentó sintomatología leve y un 2,6%
sintomatología grave; con respecto a la escala de autoestima, referida a autoestima
negativa, un 7,9% mostró sintomatología leve, mientras que un 3,9% informó de
sintomatología grave, y, por último, en la escala de depresión total un 9,2% presentó
sintomatología leve y un 3,9% grave.
90
Por otro lado, es más probable que estos niños y niñas que se suelen mostrar
agresivos en las relaciones interpersonales con sus iguales no sean aceptados entre
sus compañeros, aumentando el riesgo de aislarse o relacionarse con grupos de pares
agresivos (Dishion, Patterson, Stoolmiller y Skinner, 1991), lo que puede convertirse
en un importante obstáculo para aprender a relacionarse con los demás de manera
constructiva (Cohen y Brook, 1995; Dishion, Andrews y Crosby, 1995).
Henning et al. (1996), en un estudio retrospectivo en el que los participantes
informaron haber sido testigos de maltrato hacia sus madres durante su infancia,
presentaron mayor estrés y peor ajuste social en el trabajo.
Finalmente, Alcántara (2010), en una muestra de 68 menores expuestos a
violencia de género, obtuvo una puntuación media en inadaptación general de 2,62
(Dt = 1,80), en inadaptación personal de 2,43 (Dt = 1,80), en inadaptación escolar de
2,99 (Dt = 1,92) y en inadaptación social de 2,62 (Dt = 1,78). Sobre la percepción de
los estilos educativos, los resultados mostraron que la puntuación media en la
percepción de la educación de la madre como adecuada fue de 3,01 (Dt = 1,66) y del
padre de 2,45 (Dt = 1,68). Con respecto a las cifras de prevalencia, los resultados
obtenidos mostraron que en inadaptación general un 19,1% de la muestra presentó
indicadores altos o muy altos, siendo en inadaptación personal un 14,7%, en
inadaptación escolar un 27,9% y en inadaptación social un 14,7%; y por último, más
de la mitad, un 64,6%, presentó insatisfacción con el ambiente familiar. Por otro lado,
en relación a la percepción de los estilos educativos del padre y de la madre, tan solo
un 14,1% percibía como adecuada o muy adecuada la educación del padre, y un
22,4% como adecuada o altamente adecuada la educación de la madre, lo que supone
que un 85,9% de la muestra percibió como insatisfactoria la educación del padre y un
77,6% la de la madre.
91
En el trabajo de Koenen, Moffitt, Capsi, Taylor y Purcell (2006), partiendo de una
muestra de gemelos preescolares, encontraron que el grupo que había estado expuesto
a altos niveles de violencia de género presentó ocho puntos menos en su cociente
intelectual que los no expuestos.
Graham-Berman, Howell, Miller, Kwek y Lilly (2010) compararon a 87 niños y
niñas en edad preescolar (de 4 a 6 años) y con madres expuestas a violencia de género
en los últimos dos años, con una muestra de 1.700 niños y niñas de la misma edad no
expuestos a este tipo de violencia. Los resultados informaron que los menores
expuestos a violencia de género obtenían puntuaciones significativamente más bajas
en los rendimientos verbales, según la evaluación con medidas estandarizadas.
Estos estudios parecen indicar que el rendimiento intelectual de los menores
expuestos a violencia de género en la pareja es significativamente más bajo que el de
los niños y las niñas no expuestos, afectando a su funcionamiento y rendimiento
escolar.
3.4.3. Crecimiento
92
Wolak y Finkelhor (1998) y Barudy (2004) señalan que la violencia de género en
la pareja tiene repercusiones a nivel físico en los menores que son testigos de ella,
como retraso en el crecimiento, trastornos de la conducta alimentaria (inapetencia,
anorexia, bulimia), dificultad o problemas de sueño, regresiones, déficits en
habilidades motoras, síntomas psicosomáticos (alergias, asma, eczemas, cefaleas,
dolores abdominales, enuresis nocturna, etc.). Los estudios han documentado
trastornos del sueño en niños y niñas mientras están viviendo en un hogar donde sus
madres son objeto de abusos (p. ej., Jaffe, Wolfe y Wilson, 1990; Lemmy,
McFarlane, Willson y Malecha, 2001), y estos problemas pueden continuar después
de cesar la violencia (Mertin y Mohr, 2002).
Por último, en un trabajo más reciente, Humpreys, Lowe y Williams (2009)
entrevistaron a madres de 28 niños y niñas expuestos a violencia de género. Éstas
informaron de que muchos de sus hijos e hijas experimentaban pesadillas, mojaban la
cama, sufrían crisis de pánico durante la noche y presentaban patrones de sueño
interrumpidos. Estos autores concluyeron que la interrupción del sueño es un efecto
de este tipo de violencia, afectando profundamente a las vidas de los menores.
3.4.4. Salud
93
2009). En el caso de hijos e hijas mayores, pueden sufrir lesiones por intentar
intervenir en los episodios violentos para proteger a sus madres (Carter y Schechter,
1997).
Con respecto a la mortalidad de estos niños y niñas, según datos aportados por el
Instituto Reina Sofía, el número de menores asesinados en el ámbito familiar fue de
19 en 2001, 16 en 2002, 12 en 2003 y 16 en 2004. El Grupo de Trabajo sobre
Mortalidad Infantil de la provincia de Ontario en Canadá (Ontario Child Mortality
Task Force, 1997) identificó que, de los 11 niños que murieron como resultado de
homicidio en 1994/95, la violencia de género estaba presente en cinco de los casos
(Loise, 2009).
94
Existe, por tanto, evidencia clínica sobre este diagnóstico, necesario para capturar
el espectro de los síntomas que presentan los niños y niñas expuestos a la violencia
interpersonal y víctimas de malos tratos intrafamiliares, en los que se observa una
amplia comorbilidad de sintomatología internalizante (ansiedad, culpabilidad, baja
autoestima, somatizaciones) y externalizante (inquietud, falta de atención, descontrol
de impulsos, ira, problemas de conducta), junto a graves problemas cognitivos
(déficit de funciones ejecutivas, problemas de memoria, bajo rendimiento intelectual
y académico) y en las relaciones interpersonales (dificultades en la modulación
afectiva, reacciones desproporcionadas ante dudosos indicadores de rechazo,
dependencia excesiva), por lo que se ha desarrollado una línea de investigación y
apoyo a la formalización e inclusión de este trastorno como una nueva categoría
diagnóstica en las clasificaciones oficiales (Carlson, 2000; Cook et al., 2005; López-
Soler, 2008; López-Soler et al., 2008a). Por su prematuridad, no existen, hoy día,
investigaciones empíricas sobre la prevalencia del mismo en menores expuestos a
violencia de género, aunque en menores tutelados provenientes de familias con
violencia grave se observa sintomatología propia de este trastorno (López-Soler,
2008).
4. CONCLUSIONES
95
Es imprescindible destacar la necesidad de dar un paso más que nos permita llevar
a cabo investigaciones que nos posibiliten avanzar, no sólo en la detección y
clarificación de las alteraciones más frecuentes y sus características, en función de las
múltiples variables personales y contextuales que intervienen, sino de forma
prioritaria en las implicaciones preventivas y clínicas que se derivan, las cuales
afectan a los procedimientos de evaluación, diagnóstico, intervención y pronóstico de
los trastornos mentales presentes en esta población.
96
3
Factores moderadores y de protección
1. FACTORES MODERADORES
1.1. Edad
97
ajuste infantil. En esta línea, hay claros indicios de que la exposición a la violencia de
género en edades tempranas agrava las consecuencias de la misma (Loise, 2009).
Así, la mayoría de estudios se han centrado en menores de edad escolar (Edleson,
1999; Evans, Davies y DiLillo, 2008; Levendosky y Graham- Bermann, 2001;
Sternberg et al., 1993), y solo unos pocos han examinado las consecuencias para los
niños y las niñas en la primera infancia (Carpenter y Stacks, 2009; Levendosky,
Leahy, Bogat, Davidson y von Eye, 2006; Litrownik, Newton, Hunter, English y
Everson, 2003; Zerk, Mertin y Proeve, 2009), si bien no siempre se han encontrado
hallazgos consistentes. Por ejemplo, Holden y Ritchie (1991) constataron que los
niños y niñas más pequeños presentaban menos problemas que los más mayores,
aunque esto puede ser atribuido también a una duración más corta de la exposición a
la violencia, o bien a la posibilidad de que los efectos puedan aparecer más
tardíamente.
En este sentido, una investigación longitudinal más reciente (Holmes, 2013), que
comparó cómo podía afectar la exposición temprana a violencia de género en la
pareja, entre el nacimiento y los tres años, reveló que inicialmente no había
diferencias entre los niños expuestos frente a los no expuestos a este tipo de
violencia. Sin embargo, con el paso del tiempo los menores que estuvieron
frecuentemente expuestos presentaron problemas de agresividad a los ocho años,
mientras que el grupo no expuesto no lo hizo. En contraste, otras investigaciones,
como las de Edleson (1999); Hughes (1988); McFarlane, Groff, O’Brien y Watson
(2003) y Hornor (2005), han hallado que los niños y las niñas en los grupos de edad
más temprana parecen mostrar más problemas que los de otros grupos de edad.
Rossman, Bingham y Emde (1997) obtuvieron resultados similares. Entrevistaron a
86 mujeres y a sus hijos e hijas acerca de las reacciones postraumáticas tras la
exposición a distintos factores estresantes, entre ellos la violencia de género,
encontrando que las respuestas postraumáticas eran más graves en los hijos e hijas de
menor edad.
A pesar de que no se han hallado resultados consistentes, pueden describirse, de
manera general, las manifestaciones psicopatológicas más comunes en las distintas
etapas del desarrollo como consecuencia de la exposición a la violencia.
1.1.1. Bebés
98
los bebés que viven en hogares violentos tienden a presentar trastornos del sueño y
trastornos en la alimentación, que pueden resultar en aumento de peso. Dejonghe,
Bogat, Levendosky, von Eye y Davidson (2005) encontraron que los niños y niñas
expuestos a violencia doméstica a la edad de un año eran más propensos a mostrar
estrés en respuesta a conflictos verbales que los bebés que no habían estado
expuestos. Incluso Bogart, Dejonghe, Levendosky, Davidson y von Eye (2006)
hallaron síntomas de trauma en bebés de un año.
Los niños y las niñas más pequeños tienen mayor probabilidad que los mayores de
ser testigos visuales del abuso (Overlien, 2010). Igualmente, se ha evidenciado que
sufren más consecuencias negativas ante la exposición a violencia de género, ya que
no disponen de la capacidad de afrontamiento y comprensión que presentan los niños
y las niñas mayores (Graham-Bermann, 2002). A estas edades, la exposición a
violencia entre los padres puede alterar el desarrollo de competencias básicas y se
convierte en una amenaza para la capacidad del o la menor para procesar y gestionar
de forma eficaz sus emociones (Cole, Zahn-Waxler, Fox, Usher y Welsh, 1996).
Los niños y las niñas en edad preescolar suelen mostrar intensos sentimientos de
culpa, ya sea porque ven a la madre enfadada, porque creen que son culpables de la
violencia o porque en muchos casos se sienten responsables de la seguridad de su
madre. Estos menores anticipan con angustia y ansiedad el próximo episodio violento
(Dubowitz y King, 1995; Kashani, Daniel, Dandoy y Tiolcomb, 1992; Wolfe y
Korsch, 1994).
Von Steen (1997) halló problemas, tanto a nivel fisiológico como psicológico, en
niños y niñas de tan solo 12 meses, a través de los años preescolares como resultado
de ser testigos de violencia verbal entre los padres. Osofsky (1999) asocia la
exposición a la violencia doméstica en preescolares con irritabilidad excesiva, temor,
inquietud, síntomas somáticos, conductas regresivas en el lenguaje y en el control de
esfínteres, problemas de sueño, ansiedad de separación, dificultades en el desarrollo
normal de la autoconfianza y en posteriores conductas de exploración y de hábitos de
autonomía, además de síntomas de estrés postraumático. Por su parte, Hornor (2005)
refiere que los niños y niñas en edad preescolar que son testigos de violencia en el
hogar suelen presentar comportamientos de aislamiento, ansiedad y temor.
En esta línea, Ingoldsby, Shaw, Owens y Winslow (1999) realizaron un estudio
sobre una muestra de 129 madres y sus hijos e hijas, e informaron de que el hecho de
estar expuesto a violencia de género a los dos años predecía problemas a los cinco,
aunque hay que destacar que la muestra estaba compuesta por familias de bajos
ingresos. Otro trabajo encontró que los menores en edad preescolar en cuyas familias
se produce violencia de género presentan más dificultades que los mayores (Hughes,
1988). Yates, Dodds, Sroufe y Egeland (2003) llevaron a cabo un estudio longitudinal
que mostró que la exposición a este tipo de violencia en edad preescolar era un
predictor de problemas de conducta en la adolescencia.
99
1.1.3. Niños y niñas en edad escolar
Como refiere Osofsky (1999), los niños y las niñas en edad escolar presentan
síntomas de ansiedad, depresión, agresividad y estrés postraumático, así como otros
problemas asociados, como alteraciones en el sueño, en la concentración y en el
afrontamiento de situaciones cotidianas. Además, estos menores testigos de violencia
muestran cambios en su comportamiento que afectan a su rendimiento escolar
(Hornor, 2005). Del mismo modo, se ve afectada su competencia social y, conforme
van siendo mayores, aumenta el riesgo de fracaso escolar, actos vandálicos y abuso
de sustancias. Con respecto al comportamiento en la escuela, suelen mostrarse más
agresivos (Lisboa, Koller y Ribas, 2002). Así, en una muestra de 363 niños y niñas en
edad escolar, se relacionó la violencia de género con el aumento de conflictos con los
iguales (McCloskey y Stuewig, 2001).
Estos resultados coinciden con los encontrados en un estudio realizado en España
por Colmenares, Martínez y Quiles (2007) sobre una muestra de 15 menores, hijos e
hijas de mujeres maltratadas, de edades comprendidas entre 6 y 15 años. Estos
autores hallaron puntuaciones elevadas en ansiedad-rasgo (80%) y ansiedad-estado
(60%). El 82% presentaba sentimientos de culpa, y un 73% de los menores informó
tener algún trastorno del sueño. En referencia a los trastornos del comportamiento, el
55% de las madres observó algún trastorno en sus hijos e hijas, especialmente
agresividad. Los profesores, por su parte, destacaron dificultad para aprender,
introversión, ansiedad y déficit de atención. Además, el 50% de la muestra presentaba
puntuaciones significativas en trastorno por estrés postraumático.
Los escolares pueden experimentar con frecuencia sentimientos ambivalentes. Por
un lado, prefieren ocultar lo que sucede dentro de su hogar, mientras que por otro
desean que alguien descubra la situación conflictiva y los rescate. A su vez, se pueden
sentir culpables, ya que creen que podrían haber evitado la violencia. Estas
experiencias alteran el desarrollo de su autoestima y la confianza en el futuro, siendo
tales logros fundamentales en esta etapa del desarrollo (Johnson, 1990; Wolfe y
Korsch, 1994).
1.1.4. Adolescencia
100
mismos los golpes, e incluso llegando a agredir a sus propios padres (a veces han
cometido parricidio). En el otro extremo, cuando el sufrimiento de la madre pasa a ser
parte de la rutina diaria, los adolescentes se vuelven indiferentes a esta, culpando a la
madre de los problemas familiares y agrediéndola en ocasiones (Wolfe y Korsch,
1994).
La exposición a la violencia entre sus padres en esta etapa del desarrollo puede
interferir a la hora de encontrar su propia identidad. Existe la posibilidad de
desarrollar respuestas pasivas, o por el contrario agresivas, según se identifiquen con
el progenitor víctima o agresor. Además, también puede afectar a la tarea de elegir
pareja, donde pueden repetirse los patrones observados (Ulloa, 1996).
Otras consecuencias de la violencia de género observadas en la adolescencia son:
baja autoestima, altos niveles de ansiedad y depresión, y problemas académicos. A
veces pueden llegar al embotamiento emocional, la frialdad o la indiferencia. En
ocasiones algunos adolescentes se comportan como niños o niñas pequeños, mientras
que otros u otras buscan la aceptación de los demás (Carlson, 2000).
Con el fin de presentar de manera más resumida los datos hasta ahora expuestos y
así facilitar la comprensión de los mismos, se puede observar en la tabla 3.1 la
propuesta de Baker y Cunningham (2004), que resume las consecuencias de la
violencia de género según el estadio de desarrollo en el que se encuentran los
menores, con información adicional adaptada por Save the Children (2008).
1.2. Género
101
problemas internalizantes en las niñas que en los niños (Carlson, 1991;
TABLA 3.1
Consecuencias de la violencia familiar en menores y adolescentes
Bebés y
Edad preescolar Edad escolar Adolescentes
pequeños/as
Christopoulos et al., 1987; Holden y Ritchie, 1991; McFarlane et al., 2003; Stagg et
al., 1989) o en ambas categorías, internalizante y externalizante (por ejemplo, Becker
y McCloskey, 2002; McFarlane et al., 2003; Moore y Pepler, 1998; Spaccarelli et al.,
1994). Finalmente, diversos trabajos concluyen que los chicos muestran más
problemas externalizantes que las niñas (por ejemplo, Jouriles y Norwood, 1995;
McFarlane et al., 2003; von Steen, 1997; Wolfe, Jaffe, Wilson y Zak, 1985; Wolfe,
Jaffe, Wilson, Kaye y Zak, 1988) o no han podido encontrar diferencias de género
(por ejemplo, Jaffe et al., 1986; Jaffee, Moffitt, Caspi, Taylor y Arsenault, 2002;
Levendosky, Huth-Bocks, Semel y Shapiro, 2002; O’Keefe, 1994).
Por tanto, parece evidente que los resultados encontrados sobre las diferencias de
género hasta la actualidad vienen siendo inconsistentes (por ejemplo, Davies y
Lindsey, 2001; Jouriles, Spiller, Stephens, McDonald y Swank, 2000).
Lemmey, McFarlane, Willson y Malecha (2001), utilizando como medida de
evaluación el Child Behavior Check List, CBCL (Achenbach, 1991a), en niños y
102
niñas expuestos a violencia de género, encontraron que las niñas expuestas mostraban
más problemas de comportamiento totales que los niños, incluidos en el rango
clínico, concretamente el 45,0% para las niñas y el 34,8% para los niños. Estudios
como el de Grych (1998) indican que las niñas se muestran más sensibles a la
amenaza potencial que representan los conflictos, pero no todas las investigaciones
desarrolladas al respecto apoyan esta conclusión. Así, por ejemplo, Cummings,
Davies y Simpson (1994) informaron que los adolescentes varones experimentaban
tristeza por la violencia, mientras que las chicas adolescentes solían tener tendencia a
sentir enojo.
Del mismo modo, se han evidenciado resultados no concluyentes en cuanto a la
percepción que tienen los menores expuestos a violencia de género acerca de la
agresión como una conducta justificable, solo presente en los chicos, según Kinsfogel
y Grych (2004) y O’Keefe (1997). Así, Kinsfogel y Grych (2004), sobre una muestra
de 391 adolescentes de edades comprendidas entre los 14 y 18 años, cuyos padres
habían estado en conflicto, encontraron que los varones que habían presenciado
mayor conflicto interparental vivían con mayor naturalidad la agresión en las
relaciones románticas, presentaban mayores dificultades para manejar la ira y creían
que la violencia era común en las relaciones de pareja de sus iguales. Sin embargo,
otros autores, como Riggs y O’Leary (1996) y Marcus, Lindahl y Malik (2001), no
han constatado estas diferencias de género en relación a la percepción de este tipo de
violencia.
Finalmente, algunos estudios ponen de ma-nifiesto que la exposición a violencia
de género aumenta el riesgo a verse expuesto a nuevas situaciones de violencia
interpersonal según el género, como muestra el estudio de Kurg, Dahlberg, Mercy,
Zwi y Lozano (2002), el cual informa que los chicos presentan mayor riesgo de sufrir
violencia física que las chicas, mientras que las chicas están más expuestas a sufrir
violencia sexual, abandono y prostitución forzosa.
Algunos factores sobre la naturaleza del conflicto parental que se tienen que tener
en cuenta como factores mediadores, son: el contenido, la frecuencia y duración, la
gravedad, la naturaleza del maltrato, y si el menor además de ser testigo de violencia
de género sufre abuso directo por parte de los padres.
Autores como Cummings et al. (1994) y Grych, Seid y Fincham (1992) afirman
que los menores presentan más problemas internalizantes y externalizantes si
presencian conflictos entre los padres más frecuentes, intensos y pobremente
resueltos.
103
para ellos.
Fantuzzo, Boruch, Beriama, Atkins y Marcus (1997) encontraron que entre el 9%
y el 27% de los o las menores que fueron entrevistados en cinco ciudades percibieron
que lo que precipitó el incidente de maltrato fue algo que ellos mismos hicieron. Lee,
Kotch y Cox (2004) observaron que los y las menores que habían intervenido
directamente en el episodio de violencia entre sus padres presentaban más problemas
de conducta que aquellos que no intervenían.
Asimismo, se ha corroborado que las disputas de pareja que no se resuelven son
más molestas para los niños y las niñas (Cumming, 1998).
A pesar de que hace décadas se pensaba que los conflictos que conllevan violencia
física son más angustiantes que cuando no se produce este tipo de violencia (Grych y
Fincham, 1990), se ha comprobado, en estudios posteriores, que la exposición a
maltrato verbal puede superar incluso los efectos de la violencia física (Fantuzzo et
al., 1991; Jouriles, Norwood, McDonald, Vincent y Mahoney, 1996; Moore y Pepler,
1998).
Los estudios demuestran que cuando existe violencia de género en el hogar, esta
repercute de forma temprana en la vida del niño y de la niña. Algunos autores han
observado que comienza a los dos años (Jarvis, Gordon y Novaco, 2005), mientras
que otros incluso han observado evidencias al año de vida (Kilpatrick y Williams,
1998).
En lo relativo a la duración de la exposición a estos conflictos, el estudio de
Graham-Bermann, Lynch, Banyard, DeVoe y Halabu (2007), en el que las madres de
menores de entre 6 a 12 años informan acerca del tiempo de exposición de sus hijos a
la violencia de género, observaron que los menores habían estado expuestos durante
un promedio de diez años o toda la vida del niño o de la niña.
Los hallazgos de diversos trabajos confirman que cuando el conflicto entre los
padres es más intenso, más largo y más reciente, suele provocar mayor angustia en
los niños y niñas que son testigos del mismo (Edleson, 1999; Grych y Fincham, 1990;
Moore y Pepler, 1998). Así, por ejemplo, Rossman (2000) encontró que los menores
que habían estado expuestos a la violencia conyugal por más tiempo y en períodos
recurrentes presentaban más síntomas de TEPT y de mayor gravedad que los que
habían sido expuestos durante un período más corto de tiempo.
Zuckerman, Augustyn, Groves y Parker (1995) afirman que si la violencia es
frecuente, los niños y las niñas son más propensos a desarrollar problemas
relacionados con esta. Aquellos que experimentan de forma intermitente la violencia
de género podrían beneficiarse de períodos de menos estrés y de un funcionamiento
relativamente más adecuado para la familia (Martínez-Torteya, Bogat, von Eye y
Levendosky, 2009). En este sentido, Edleson (1999) encontró que los niños y las
niñas parecen presentar menos problemas cuanto más largo es el período de tiempo
transcurrido desde su exposición al último incidente violento.
104
La mayoría de los niños y niñas aparentemente no se habitúan al conflicto
parental, sino que, por el contrario, una historia de exposición parece sensibilizar a
estos o estas menores a futuros conflictos, afectándoles más que a aquellos que
provienen de hogares no violentos (Cummings, 1998; Grych y Fincham, 1990). Tal
vez esta situación provoque una hiperreacción a la ira, o les conduzca a interpretar
como agresiva alguna situación emocionalmente ambigua (Grych y Fincham, 1990).
Numerosos estudios empíricos han documentado que existe una conexión entre la
violencia doméstica y otras formas de maltrato infantil (Edleson, 1999; Lee et al.,
2004; McGuigan y Pratt, 2001; Straus, Gelles y Steinmetz, 1980), lo que invita a
reflexionar acerca de los límites difusos entre los distintos tipos de violencia
intrafamiliar.
Otros trabajos indican que la violencia en la comunidad y el conflicto interparental
también tienden a coexistir (Osofsky, Wewers, Hann y Fick, 1993; Richter y
Martínez, 1993). Del mismo modo, la agresión entre padres e hijos o hijas a menudo
105
se produce en las familias donde existe violencia de género (Herrenkohl, Sousa,
Tajima, Herrenkohl y Moylan, 2008; Jouriles y LeCompte, 1991; Jouriles y
Norwood, 1995; Margolin y Gordis, 2000; Rumm, Cummings, Krauss, Bell y Rivera,
2000).
Quizá uno de los primeros trabajos que muestra un vínculo claro entre la violencia
doméstica y el maltrato infantil es el llevado a cabo por Apple y Holden (1998). En
esta misma dirección, los rangos de coocurrencia encontrados en diversos estudios se
sitúan entre el 30% y el 60% (Edleson, 1999b; Jouriles, McDonald, Smith, Heyman y
Garrido, 2008). Por ejemplo, Layzer et al. (1986) encontraron que el 70% de los
menores testigos de violencia de género que residían en centros de acogida habían
sufrido también abuso o negligencia. Osofsky (1995a, b) apunta que en los hogares
de EEUU donde se produce violencia doméstica, los niños y las niñas sufren abuso o
negligencia 15 veces más que la media nacional.
Asimismo, los estudios han demostrado una asociación significativa entre la
violencia de género y el abuso físico y sexual (véase Lynch y Cicchetti, 1998).
Autores como Moore y Pepler (1998) encontraron que el 42% de los y las menores
que habían estado expuestos a violencia doméstica también habían sido abusados
físicamente. En ese mismo año, Holden, Stein, Ritchie, Harris y Jouriles (1998)
concluyeron que existe un solapamiento entre exposición a violencia de pareja y
maltrato físico, que oscila entre el 20% y el 100%, con una media del 29%. En un
estudio más actual, Knickerbocker, Heyman, Smith, Jouriles y McDonald (2007)
hallaron mayores tasas de maltrato físico infantil (22-67%) en las familias
caracterizadas por malos tratos físicos al cónyuge, en comparación con las tasas
encontradas en la población general, que son como máximo del 4.4%. Por otro lado,
el trabajo de McCloskey, Figueredo y Koss (1995) muestra que el 10% de las mujeres
maltratadas a las que entrevistaron informaron que sus hijos e hijas habían sido
abusados sexualmente por sus parejas masculinas.
Del mismo modo, los niños y las niñas que viven en hogares en los que predomina
la violencia tienden a intervenir con más frecuencia en conflictos parentales
(Laumakis, Margolin y John, 1998; O’Hearn, Margolin y John, 1997), aumentando el
riesgo de sufrir daño directo cuando intervienen en el evento violento, y
compartiendo el maltrato con la madre por violencia indiscriminada (Linares, 2002).
En esta línea, Edleson, Mbilinyi, Beeman y Hagemeister (2003) llevaron a cabo un
estudio con hijos e hijas de 114 mujeres maltratadas, e informaron que el 25% de los
niños y las niñas había pedido ayuda durante el episodio violento, mientras que un
25% estuvo directamente involucrado en el mismo. Además, se evidenció que a
mayor severidad del maltrato hacia la madre, mayor frecuencia en la intervención de
los menores, salvo en los casos que eran hijos o hijas biológicos del agresor, en los
que esta disminuía.
En el mismo orden de ideas, se ha constatado que algunos o algunas menores son
utilizados por sus padres como un medio para hacer daño o amenazar a la madre,
como informa un estudio realizado por McCloskey (2001), en el que el 65% de los
hombres que maltrataban a sus parejas habían amenazado a las madres con dañar a
106
los niños y las niñas.
Por otro lado, los hombres que abusan de su pareja presentan mayor probabilidad
de abusar también de sus hijos e hijas (Straus, 1993), especialmente cuando el
maltratador abusa del alcohol (Linares, 2002). Así, las investigaciones se han
centrado con mayor frecuencia en los hombres como autores del maltrato hacia sus
hijos e hijas (English, 1998; Hangen, 1994; Hughes, 1988; McKibben, De Vos y
Newberger, 1989), ya que en la mayoría de los casos es este el que maltrata tanto a la
mujer como a los hijos. Según Bowker, Arbitell y McFerron (1988), la gravedad de la
violencia entre los padres predice la gravedad del maltrato que sufre el menor.
Pero también puede producirse la agresión por parte de la mujer, o de ambos,
hacia los niños y las niñas (Appel y Holden, 1998). En este sentido, los trabajos que
consideran a la mujer como autora del maltrato hacia sus hijos han obtenido
resultados mixtos. Algunos han informado de vínculos entre las experiencias de
violencia de género sufridas por las mujeres y el maltrato hacia sus hijos e hijas
(Berger, 2005; Eckenrode et al., 2000; Straus y Gelles, 1990; Walker, 1984), mientras
que otros no han encontrado una asociación directa (Holden et al., 1998; O’Keefe,
1994).
Teniendo en cuenta el sufrimiento, el dolor y el estrés asociados a la violencia, las
mujeres maltratadas por su pareja pueden ser más propensas a mostrarse agresivas y/o
negligentes hacia sus hijos (Holden y Ritchie, 1991; Levendosky y Graham-Bermann,
2000, 2001; Wolfe et al., 1985). Slep y O’Leary (2005) y Sorenson, Upchurch y Shen
(1996) indican que en familias en las que existe violencia de género grave, hasta el
50% de las mujeres también participan en el conflicto.
Por su parte, McDonald, Jouriles, Tart y Minze (2009), en un trabajo sobre una
muestra de 2.508 madres de alto riesgo psicosocial, que analizó la asociación entre la
violencia de género, el estrés y la depresión materna con el maltrato directo hacia sus
hijos e hijas, se detectó que en los 6 meses previos a la participación en el estudio el
45% de los menores participantes habían sido objeto de una agresión grave por parte
de la pareja de la madre, y el 35% habían sido agredidos gravemente por la madre.
Estas informaron una media de 25 actos de agresión psicológica y 17 actos de
agresión física contra sus hijos e hijas de 3 años de edad en el año anterior al estudio,
el 11% comunicó algún acto de negligencia hacia sus hijos e hijas durante el mismo
período, y el 55% les golpearon durante el mes anterior. Alrededor del 40% de las
madres había experimentado violencia de género por su pareja actual. Por tanto, se
puede concluir que la violencia de género y el estrés materno son factores de riesgo
consistentes que influyen en el desarrollo de conductas de maltrato hacia los hijos y
las hijas (Taylor, Guterman, Lee y Rathouz, 2009). Además, en algunos casos podría
relacionarse con el intento de hacer daño al padre a través de los hijos (síndrome de
Medea), si bien se relaciona de forma más clara con el efecto que provoca el
profundo sufrimiento y frustración que experimentan estas madres en su vida
cotidiana, y la incapacidad que se va generando en ellas a lo largo del tiempo,
reflejándose en las dificultades en la crianza de los hijos, en un estado de conflicto
emocional permanente, en ambivalencia respecto al padre o pareja de la madre, y en
107
comportamientos inadecuados (dependencia extrema y ambivalente, agresividad,
hostilidad física y verbal) hacia ellas mismas.
Según apuntan Kerig y Fedorowicz (1999), si el maltratador es el padre, entonces
el niño o la niña aprende a normalizar la violencia como instrumento para la
resolución de conflictos, lo que facilita la perpetuación del ciclo de violencia en la
edad adulta. Sin embargo, cuando la madre es la que maltrata a los hijos y las hijas, se
altera la vinculación y seguridad emocional del niño o la niña, surgiendo problemas
como ansiedad, depresión y culpa. Teóricos que estudian la adaptación de la
población infantil al estrés, como Rutter (1979, 1983), sugieren que los niños y niñas
que han sufrido ambos tipos de agresión deberían estar afectados más gravemente que
los menores que únicamente han experimentado una, por los efectos de acumulación
o exponenciales (Hughes, 1988; Markwald, 1997). En un trabajo realizado por Sousa
et al. (2010) se evaluaron los efectos, únicos y combinados, del abuso infantil y la
exposición a violencia doméstica en el apego posterior a los padres y el desarrollo de
comportamiento antisocial durante la adolescencia. Los resultados mostraron que los
menores que habían sufrido ambos tipos de maltrato desarrollaban un menor apego
hacia sus padres en la adolescencia, frente a los no expuestos, no encontrando
variación en el grupo de niños y niñas que habían sufrido un solo tipo de maltrato.
McDonald et al. (2009), en una muestra de 258 menores y sus madres, residentes
en pisos de acogida por haber sufrido violencia de género severa, examinaron si otras
formas de violencia familiar contribuían a los problemas de adaptación de sus hijos e
hijas. Los resultados pusieron en evidencia que cada una de las formas adicionales de
violencia familiar (agresión pareja de la madre-hijo o hija, agresión madre-hijo, y
violencia de las mujeres hacia sus parejas) se asoció a problemas externalizantes en
los niños y las niñas; y la agresión pareja-hijo o hija se asoció con problemas
internalizantes y con amenazas a los menores. Además, se encontraron diferencias de
género para los problemas externalizantes, que fueron más fuertes en los chicos que
en las chicas. Se concluye que la violencia de género rara vez se produce en ausencia
de otras formas de violencia en la familia, y estas otras formas parecen contribuir a
los problemas de adaptación de los hijos y las hijas.
Las familias donde se originan múltiples formas de violencia tienden a ser
impredecibles y extremadamente caóticas (Patterson, 1982). Cuando existe violencia
de género y agresiones de padres a hijos e hijas, los menores se sienten más
amenazados y experimentan más problemas internalizantes, frente a los que sufren
únicamente violencia de género, o cuando ambos progenitores, en lugar de uno, se
involucra en la violencia (McDonald et al., 2009).
Cummings y Davies (1994) apuntan que se produce un efecto de sensibilización
en el menor. Con el aumento de la exposición a la agresión de la familia, los niños y
las niñas son propensos a experimentar mayores dificultades para regular su afecto y
comportamiento, lo que a su vez aumenta el impacto de los posteriores episodios
conflictivos y de agresión. Sin embargo, este último hallazgo no ha sido uniforme en
los diversos estudios empíricos llevados a cabo (Hughes, Parkinson y Vargo, 1989;
McCloskey et al., 1995; Sternberg et al., 1993).
108
Finalmente, Sullivan (2009), en un artículo de revisión, concluye que existe un
mayor riesgo de exposición a la violencia doméstica en los menores con
discapacidades, si bien es un tema que requiere mayor investigación.
2. FACTORES MEDIADORES
Por factores mediadores se entienden aquellos que ayudan a explicar por qué la
exposición a violencia doméstica es perjudicial para los niños y niñas, explicando
cuáles son los mecanismos que participan en dicho efecto.
Como señala Overlien (2010), todavía son escasos los estudios empíricos llevados
a cabo que documentan los posibles mecanismos implicados en los efectos que la
violencia de género produce en los menores.
En esta dirección, Carlson (2000) destaca los siguientes factores mediadores:
problemas en la crianza de los hijos y las hijas, respuestas de afrontamiento
inadecuadas, y desarrollo de reacciones de estrés postraumático por parte de los
menores.
Teniendo en cuenta la propuesta anterior, a continuación se exponen los factores
que han sido más documentados: problemas relacionados con la capacidad de las
madres para responder a las necesidades de los hijos, estrategias de afrontamiento del
menor y desarrollo de TEPT en estos.
La naturaleza de las relaciones de los niños y las niñas con sus padres influye en la
forma en que estos evalúan e interpretan la violencia de pareja (Grych y Fincham,
1990), siendo este un factor clave para la comprensión de las consecuencias de la
exposición de los menores a este tipo de violencia.
En general, se acepta que un niño o niña aprende a regular sus emociones a través
de la interacción con su madre o cuidador principal, especialmente cuando le
proporciona los cuidados adecuados (Schore, 2001; Kochanska, 1995). En este
sentido, interactúan los sistemas de regulación materna e infantil (Schore, 1994), y
por tanto la alteración en la regulación de la madre afecta a la regulación del hijo o la
hija.
La literatura científica sobre esta materia documenta los efectos de la violencia de
género en las mujeres en el área emocional, en los niveles de estrés y en la salud
física (Carlson, 2000; Levendosky et al., 2006; Levendosky y Graham-Bermann,
2001). Estos efectos pueden verse potenciados por otras fuentes de estrés que suelen
estar presentes en el contexto vital de estas mujeres, como la falta de dinero, de casa o
desempleo, que se suman a la ya de por sí complicada situación que sufren.
Asimismo, se ha puesto de manifiesto que la salud mental materna impacta de
forma directa e indirecta sobre el comportamiento de los menores, a través de la
influencia que esta ejerce sobre la crianza de los hijos y las hijas.
En términos de efectos directos, los estudios han demostrado que los problemas de
109
salud mental materna están relacionados con el aumento de los problemas de
comportamiento en los niños y las niñas (English, Marshall y Stewart, 2003; Jackson,
Brooks-Gunn, Huang y Glassman, 2000; Levendosky et al., 2006; Meadows,
McLanahan y Brooks-Gunn, 2007). Por ejemplo, Meadows et al. (2007) observaron
que la afectación en la salud mental materna se asoció con mayores probabilidades de
presentar ansiedad o depresión, déficit de atención y trastornos de oposición-desafío
en los niños de 3 años.
Además, algunos estudios señalan que la resiliencia de los menores, o resistencia
frente a la adversidad, puede estar relacionada con la existencia o no de problemas de
salud mental en sus madres, en particular de índole traumática y desarrollo de
depresión (Hughes, Graham-Bermann y Gruber, 2001; Moore y Pepler, 1998).
2.1.1. Estrés
Hutch-Bocks y Hughes (2008) señalan que el estrés parental tiene un fuerte efecto
negativo directo sobre el comportamiento de los menores y sus problemas
emocionales; en concreto, aluden a que la violencia doméstica y el estrés materno
están significativamente asociados (Holden et al., 1998; Wolfe et al., 1985).
El estrés en la madre puede originar un vínculo con su hijo o hija caracterizado por
una díada estresada-estresante, y dar lugar a diversos problemas de conducta en la
infancia (Clark et al., 2007; Wolfe et al., 1985). Levendosky et al. (2006) indican que
el estrés materno media en la relación entre la exposición a violencia de género y los
problemas externalizantes que presentan los menores en edad preescolar. Así, la
presencia de síntomas tanto psicológicos como físicos en la madre (angustia,
trastornos depresivos, trastornos somatomorfos, descompensaciones de procesos
crónicos como diabetes o hipertensión arterial), puede provocar una reducción en sus
habilidades de manejo eficaz en la crianza. Por este motivo, la exposición a violencia
de género altera la función de las madres como protectoras y fuentes de apoyo de sus
hijos e hijas.
Las mujeres que han experimentado violencia de género tienen un mayor riesgo de
manifestar síntomas de trauma, incluido el trastorno por estrés postraumático (TEPT)
(Carlson, 2000; Houskamp y Foy, 1991; Kemp, Green, Hovanitz y Rawlings, 1995;
Kemp, Rawlings y Green, 1991). Autores como Chemtob y Carlson (2004) sugieren
que las madres que presentan TEPT tienden a mostrarse más impulsivas en el trato
hacia sus hijos e hijas y a subestimar el sufrimiento de estos.
Por otra parte, cuando la madre y el niño están expuestos al mismo evento
traumático, surge una asociación significativa entre los problemas de ajuste en la
madre y las características del propio suceso traumático en el desarrollo de los
síntomas en los menores (Graham-Bermann, Gruber, Howell y Girz, 2009; Ostrowsi,
Christopher y Delahanty, 2007).
110
Según la teoría explicativa del trastorno por estrés postraumático relacional
(Scheeringa y Zeanah, 2001), existe una coocurrencia entre los síntomas de trauma en
la madre y en el bebé. Los lactantes son particularmente vulnerables al TEPT
relacional, debido a su estrecho vínculo emocional y a la proximidad física con sus
progenitores. En esta línea, Bogat et al. (2006), en un estudio llevado a cabo con 48
madres, víctimas de violencia de género, y sus bebés de un año de edad, encontraron
que casi la mitad (44%) de los bebés expuestos a este tipo de violencia mostraba al
menos un síntoma de trauma. Además, se observó una relación significativa entre los
síntomas de trauma en los niños y las niñas y en las madres, que dependía de la
gravedad de la violencia. Es decir, los niños y las niñas presentaban síntomas
únicamente cuando la violencia era severa, ya que habían experimentado un estresor
adicional, la angustia de sus madres.
La coocurrencia de síntomas de trauma entre las madres y los niños no se limita a
los bebés, sino que también se ha encontrado en niños y niñas mayores expuestos a
desastres naturales y a violencia interpersonal de diversa índole (Koplewicz et al.,
2002; Wasserstein y La Greca, 1998), como, por ejemplo, abuso sexual en niñas de
edad preescolar y escolar (Cohen y Mannarino, 1996, 2000; Mannarino y Cohen,
1996).
Sin embargo, otros autores como Kilpatrick y Williams (1998) no confirmaron
que el bienestar emocional de las madres fuera un mediador de los síntomas de
trauma en los menores. En este sentido, es posible que la relación entre el trauma de
la madre y del niño o la niña se exprese de forma diferente en función del estadio de
desarrollo en el que se encuentre el menor.
Finalmente, Rossman (1998) puso en evidencia que la exposición a violencia de
género predecía la aparición de TEPT en las madres, lo cual, a su vez, predijo el
desarrollo de problemas de comportamiento en los hijos y las hijas. Sin embargo, la
exposición a este tipo de violencia por sí sola no predijo problemas de
comportamiento. Por tanto, es posible que la sintomatología postraumática pueda ser
un mediador en la relación entre exposición a violencia de género y problemas de
conducta en menores.
2.1.3. Depresión
111
internalización de sus hijos e hijas. Diversos autores han confirmado que cuando los
padres se deprimen tienden a deteriorarse sus habilidades de crianza, lo cual influye
en el funcionamiento de sus hijos e hijas a lo largo del tiempo (Lyons-Ruth, Wolfe,
Lyubchik y Steingard, 2002; Sameroff, Seifer y Zax, 1982).
En esta línea, se cree que la depresión de la madre contribuye a reducir la atención
y el interés en sus hijos (Gelfand y Teti, 1990; Zahn-Waxler, Iannotti, Cummings y
Denham, 1990), incrementándose las dificultades para ayudar al niño o a la niña a
regular sus emociones (Cummings y Cicchetti, 1990; Zahn-Waxler et al., 1990). La
falta de disponibilidad de la madre en estos casos puede llevar a que el hijo o la hija
espere un rechazo por su parte y experimentar indefensión (Martinez-Torteya et al.,
2009). El estudio de English et al. (2003) refiere que la disminución de la calidad de
la interacción entre las madres y sus hijos como consecuencia de la depresión y el
trauma materno es uno de los efectos negativos más importantes para los o las
menores que viven en un hogar violento.
Estos mismos autores encontraron que el funcionamiento del cuidador, incluyendo
la depresión, actuaba como un mediador entre la violencia conyugal y las respuestas
de los menores entre 4 y 6 años. Beardslee, Bemporad, Keller y Klerman (1983) y
Cummings y Cicchetti (1990) apuntan que la depresión materna tiene efectos más
potentes en niños y niñas más pequeños, en comparación con los niños un poco más
mayores, debido a que en esas edades dependen en mayor medida de su madre.
Otros estudios, sin embargo, consideran que no todos los niños y niñas se ven
afectados de forma negativa por la depresión de sus progenitores (Campbell, Cohn y
Meyers, 1995; Murray, Fiori-Cowley, Hooper y Cooper, 1996), ya que factores como
la heterogeneidad de la depresión, el tipo de muestra y el informante sobre el
diagnóstico contribuyen a la diversidad de resultados (NICHD Early Child Care
Research Network, 1999).
2.1.4. Crianza
112
Bermann, 2001; Levendosky et al., 2006).
En la misma línea, Jouriles et al. (1998) indican que el conflicto en la pareja
funciona como estresor y favorece que los padres se muestren irritados, deprimidos,
distraídos y agotados emocionalmente, reduciendo considerablemente la atención y la
capacidad para responder de manera adecuada a las demandas de los mismos.
La teoría del apego, que se abordará de forma amplia en el próximo capítulo,
plantea la posibilidad de que el o la menor responda ante estas situaciones con apego
desorganizado, ya que el padre es al mismo tiempo la fuente de seguridad y de
peligro (Hesse y Main, 2006; Lieberman y van Horn, 2005), y la madre no está
disponible para ofrecerle protección y seguridad, por ser ella la víctima directa de las
amenazas (Dutton, 2000). De este modo, el hecho de que la madre viva con temor
hacia su pareja puede deteriorar su capacidad de manejar y responder a las demandas
de su bebé, por lo que pueden alterarse las necesidades básicas de apego, así como las
rutinas de alimentación y sueño. Por su parte, el lactante reconoce su distancia
mostrando retraimiento (Dubowitz y King, 1995).
Levendosky y Graham-Berman (1998) hallaron, en niños y niñas más mayores,
que el estrés parental y el maltrato emocional a la madre, sin incluir la violencia
física, contribuían a los problemas de comportamiento internalizantes y
externalizantes que presentaban sus hijos e hijas. Wolfe et al. (1985, 1988)
encontraron que el estrés maternal y la salud mental y física de la madre eran factores
predictivos de los problemas de conducta de los menores y su competencia social.
En una revisión de la literatura científica al respecto, Anderson y Cramer-
Benjamin (1999) observaron que la violencia interparental había contribuido a que
los progenitores estuvieran menos disponibles tanto emocional como físicamente para
sus hijos e hijas, y que esto resultó en problemas internalizantes y externalizantes.
Otros trabajos, sin embargo, no encuentran conexión entre la salud mental de la
madre y consecuencias en los menores. En esta línea, estudios como el de McCloskey
et al. (2008) refieren que las madres que sufrieron violencia conyugal fueron más
propensas a tener problemas de salud mental, pero esta no era un factor mediador en
la respuesta de los hijos y las hijas a los conflictos familiares. Del mismo modo,
Huang, Wang y Warrener (2010), en un estudio longitudinal llevado a cabo durante
cinco años, mostraron efectos a largo plazo de la exposición a violencia doméstica en
niños y niñas, de tal forma que cuando ocurría en el primer año se manifestaban tanto
problemas externalizantes como internalizantes incluso en el quinto año. No obstante,
los resultados solo apoyaron parcialmente la hipótesis de mediación, ya que la salud
mental materna en el tercer año no tuvo efectos directos en la crianza de los hijos y
las hijas, ni en problemas de comportamiento en el quinto año. Levendosky et al.
(2006) refieren resultados similares.
113
entre los padres implica una reacción emocional que puede ser de miedo, ira o
tristeza, así como una evaluación cognitiva de la situación, lo que supone una
valoración del conflicto en términos de su significado o de las implicaciones para el
niño o la niña (Cummings, 1998; Grych y Fincham, 1990; Laumakis et al., 1998).
Estos menores suelen sobrestimar el peligro y tener preocupaciones y
pensamientos intrusivos acerca de su seguridad y la de otros miembros de su familia
(Briere, 1992). Según apuntan Rossman y Ho (2000), en un intento de modular estos
síntomas cognitivos los menores se esfuerzan para minimizar el impacto de la nueva
información, es decir, procesan de manera más lenta la información que reciben, o
alternativamente maximizan la nueva información manteniendo un estado de
hipervigilancia, o alternan entre minimizar y maximizar la información. Estas
distorsiones cognitivas cometidas tanto al minimizar como al maximizar la
información, junto con la gran activación emocional, explican el aumento del riesgo
de que se involucren en comportamientos agresivos. Cuando estas reacciones
cognitivas conllevan dificultades en la concentración y en la toma de decisiones,
puede afectar también al rendimiento escolar (Rossman, Hughes y Rosenberg, 2000).
Por otra parte, también se dispone de pocos datos acerca de la percepción que
tienen los menores sobre sus padres violentos. Lo que sí está claro es que estos niños
y niñas se enfrentan a un dilema, ya que la violencia es perpetrada por alguien con el
que mantienen una relación afectiva. Peled (1996) apunta que las relaciones del niño
o la niña con el agresor de sus madres, habitualmente su propio padre, son confusas y
contradictorias, ya que por un lado sienten cariño hacia él, pero por otro sienten
resentimiento, dolor y decepción por su comportamiento violento. En un estudio
posterior, Carter (2005) entrevistó a diez menores residentes en una casa de acogida
para mujeres suecas maltratadas. Se les preguntó sobre lo que pensaban acerca de su
padre maltratador, las creencias sobre la aceptabilidad de la agresión, y por qué
pensaban que su padre había actuado de forma violenta hacia sus madres. Los
resultados mostraron tres formas de conciliar la disonancia entre la valoración
positiva que hacían de sus padres y la creencia de que la violencia está mal: algunos
niños y niñas valoraban a sus padres positivamente y restaban importancia a la
conducta agresiva; otros habían llegado a la conclusión de que actuar de forma
violenta había convertido a sus padres en gente mala; y otros describían a sus padres
como buenas personas en general, aunque de vez en cuando hacían cosas malas.
Según la evaluación que realice el o la menor sobre los conflictos entre sus
progenitores, este pondrá en marcha una respuesta de afrontamiento u otra. Estas
respuestas se pueden clasificar en dos categorías, según indican Lazarus y Folkman
(1984), centradas en el problema o centradas en la emoción. Las estrategias centradas
en el problema se dirigen directamente a la fuente de estrés y en general se
consideran superiores, pero no siempre pueden usarse. En el caso de la violencia
doméstica, un ejemplo sería que el hijo o hija se vaya a su habitación cuando
comienza una pelea violenta o intentar intervenir en defensa de la madre. En
contraste, las estrategias centradas en la emoción se dirigen a la respuesta de una
persona al evento estresante. Los menores podrían distraerse viendo la televisión
114
mientras sus padres discuten, intentar no pensar acerca de la disputa, o fantasear que
los padres realmente se llevan bien, como mecanismo para no sentirse mal.
Algunos autores indican que las estrategias de afrontamiento que emplean estos
menores suelen ser desadaptativas (pensamiento ilusorio, evitación de problemas,
retraimiento social y comportamiento autocrítico) (Leitenberg, Gibson y Novy,
2004). Además tienden a utilizar, en general, estrategias caracterizadas por la falta de
compromiso, más que estrategias orientadas al problema (Ornduff y Monahan, 1999).
En el estudio de Adamsom y Thompson (1998), mediante el uso de escenas
grabadas de conflictos entre los padres, se observó que los niños y niñas mayores
utilizaban menos estrategias de afrontamiento centradas en el problema en respuesta
al conflicto entre los padres, tal vez porque pensaban que tenían una capacidad
limitada para influir en estas discusiones. Parece que los niños y las niñas que son
más propensos a usar el afrontamiento centrado en el problema en respuesta a
discusiones, se sienten más responsables para intervenir en la disputa.
Por último, la respuesta de la madre a la violencia es un factor que puede moderar
las respuestas de los hijos y las hijas; ver a su madre defenderse, en lugar de
mostrarse pasiva, puede ser de importancia para el o la menor (Holden, 2003), ya que
representa un modelo de conducta a seguir en situaciones de violencia.
Desde hace décadas se han venido desarrollando estudios que no han detectado
diferencias en el ajuste de los hijos de mujeres maltratadas y los de familias no
violentas (Hershorn y Rosenbaum, 1985; Rosenbaum y O’Leary, 1981).
Actualmente, hay consenso respecto a que no todos los menores que han sido
testigos de violencia de género van a desarrollar efectos negativos a corto plazo, ni
reproducirán las conductas violentas o de sumisión de sus progenitores a largo plazo
(Herrenkohl, Herrenkohl y Egolf, 1994; Mrazek, 1987). Por tanto, se puede hablar de
factores que facilitan que algunos niños y niñas puedan hacer frente a la adversidad, a
la difícil situación que viven o han vivido, así como mantener un proceso normal de
desarrollo e incluso resultar fortalecidos o fortalecidas tras la experiencia traumática.
En términos generales, los factores de protección o de promoción se refieren a las
115
características que mejoran la adaptación. La resiliencia o resistencia a la adversidad
se ha definido como el mantenimiento de un funcionamiento sano, o la adaptación
dentro del contexto de una adversidad grave o una amenaza (Garmezy, 1993; Luthar,
Cicchetti y Becker, 2000; Masten y Obradovic, 2006). Por tanto, deben darse dos
elementos: una circunstancia adversa que tenga un papel potencial para interrumpir el
desarrollo de los menores, y el éxito en su adaptación postraumática (Luthar et al.,
2000; Masten, 2001). Del mismo modo, la adaptación positiva se ha definido de
varias formas, incluyendo la ausencia de psicopatología (Tiet et al., 1998) o la
presencia de competencia conductual y cognitiva (Kim-Cohen, Moffitt, Caspi y
Taylor, 2004). Masten y Obradovic (2006) destacan que la adaptación debe ser tanto
externa, para el medio ambiente, como interna (bienestar interior para la
recuperación). Por otra parte, la resistencia se caracteriza por ser un proceso
dinámico, ya que las personas pueden ser resistentes a determinados peligros
ambientales o resistentes en un período de tiempo pero no en otro (Rutter, 2006).
Son escasas las investigaciones realizadas sobre los factores de protección o
resistencia en los menores víctimas de violencia de género (Grych, Jouriles, Swank,
McDonald y Norwood, 2000; Hughes y Luke, 1998). Los resultados encontrados
coinciden con los trabajos referidos a menores expuestos a otros eventos traumáticos
(Hughes et al., 2001).
Diversos autores han hallado patrones de respuestas a la violencia de género en los
niños y las niñas, encontrando grupos de menores que no presentan sintomatología
clínica significativa. Así, Martínez-Torteya et al. (2009) mostraron que, a pesar de la
violencia doméstica, el 54% de los menores de 2 a 4 años que fueron expuestos se
mostraron resilientes.
En otro estudio, se evaluó el ajuste social y emocional de 219 niños y niñas
procedentes de familias con diferentes grados de violencia de género, mediante un
modelo de riesgo y protección, con objeto de estudiar los factores que diferenciaban a
los menores mal adaptados de los que tenían capacidad de recuperación. Se entrevistó
a las madres que habían sufrido violencia doméstica en el último año y a sus hijos e
hijas de entre 6 y 12 años de edad. Los hallazgos, mediante el análisis de clusters,
arrojaron cuatro patrones de respuesta: niños y niñas con problemas graves de
adaptación (24%), niños y niñas con problemas moderados (45%), niños y niñas con
depresión únicamente (11%) y niños y niñas resilientes con grandes competencias y
bajos problemas de ajuste (20%) (Graham-Bermann et al., 2009).
El estudio de Grych et al. (2000) utilizó un análisis cluster para determinar si se
podrían identificar patrones distintos de ajuste en 228 niños y niñas de entre 8 y 14
años, residentes en casas de acogida para mujeres maltratadas. Del estudio surgieron
cinco tipos de patrones principales: multiproblemas externalizantes, multiproblemas
internalizantes, externalizantes, angustia y sin problemas. Estos resultados fueron
similares a los encontrados anteriormente por Hughes y Luke (1998), con el mismo
número de agrupaciones y aproximadamente la misma composición. Estos trabajos
han referido tasas de resiliencia del 31% al 65% en menores en edad escolar,
indicando que un porcentaje significativo de menores que residen en casas de acogida
116
con sus madres solo presentan bajos niveles de malestar o ninguna evidencia de
desajuste conductual. El hecho de que tanto los niños como las niñas y sus madres
informaran de una significativa ausencia de sintomatología, nos indica cierto grado de
resiliencia o resistencia en muchos de los menores que residen en estos centros.
Estos estudios sugieren, además, que la adaptación positiva está asociada a varios
factores, como: menos agresiones físicas del maltratador a la madre, menor duración
de la exposición de los menores a este tipo de violencia, percepción del conflicto
como menos amenazante, menos sentimientos de culpa del o la menor, y ausencia de
depresión materna (Grych et al., 2000; Hughes y Luke, 1998). Por lo que las
respuestas de los niños y las niñas, varían en función del riesgo y vulnerabilidad,
nivel de desarrollo y estructura de su entorno más cercano (Osofsky, 2003).
A continuación se van a describir las tres categorías de factores protectores o de
resistencia frente a la adversidad que proponen Wolak y Finkelhor (1998); a saber:
factores personales, familiares y extrafamiliares.
Sin duda, uno de los factores protectores o de resiliencia más importantes, como
apunta Aguilar (2008), es el poder disponer de al menos una relación duradera y de
buena calidad con un adulto, hombre o mujer, significativo para el niño o la niña, que
117
le transmita que es alguien válido e importante. Esa relación fuerte casi siempre se
produce con uno de los progenitores (Belsky, 1984; Osofsky, 2003), y está
demostrado que reduce los efectos del estrés en general (Cummings, 1998). Así, la
existencia de un vínculo afectivo y apego seguro con la madre u otras personas que se
ocupen del niño o de la niña, y una buena salud mental de los cuidadores (Aguilar,
2008; Masten et al., 1999; Tiet et al., 1998; Wyman et al., 1999), puede mediar la
reacción de los menores ante la violencia de género.
De la misma manera, el apoyo de iguales, profesores u otros adultos, e
involucrarse en actividades de su entorno próximo (vecindario, barrio) (Aguilar,
2008; Wolak y Finkelhor, 1998) pueden constituirse como factores mediadores. En
esta línea, disponer de apoyo social y buenas relaciones con los iguales tiene un
efecto amortiguador para los menores que están expuestos a violencia de género,
protegiéndoles contra el estrés. Sin embargo, como los menores expuestos a violencia
suelen presentar problemas externalizantes y limitadas habilidades sociales, sus
relaciones interpersonales pueden estar muy comprometidas (Kolbo, 1996).
El hecho de que los cuidadores proporcionen respuesta y apoyo a las necesidades
de sus hijos e hijas facilita que estos desarrollen menos problemas de
comportamiento, frente a aquellos que no tienen el mismo apoyo (Masten y
Coatsworth, 1998; Overlien, 2010).
Igualmente, parece más probable que los menores puedan obedecer a los padres y
adoptar los valores prosociales parentales (Grusec, Goodnow y Kuczynski, 2000;
McDonald, 1992). La calidez de los padres ayuda a la adaptación emocional de los
menores bajo una amplia variedad de circunstancias adversas (Katz y Gottman, 1997;
Kim-Cohen et al., 2004).
Investigaciones como las de Davies, Sturge-Apple y Cummings (2004), Margolin,
Gordis y Oliver (2004) y O’Keefe (1994) señalan que las habilidades de la madre,
aunque sea víctima de violencia de género, para proteger a sus hijos e hijas de más
problemas psicológicos, puede ser alta, igual que su capacidad para la crianza
positiva (Sullivan et al., 2000), proporcionándoles más cariño y seguridad
compensando así la violencia sufrida (Levendosky et al., 2003). Sin embargo, a veces
el cuidado que brindan las madres maltratadas a sus hijos e hijas se ve comprometido
mientras se mantienen en una relación violenta (Holden et al., 1998; Kelleher et al.,
2008; Levendosky y Graham-Bermann, 2000; Walker, 1984). No obstante, esta
atención inadecuada por parte de la madre ya no es evidente seis meses después de la
ruptura con el agresor (Holden et al., 1998).
Una de las hipótesis sugeridas para explicar el efecto moderador del calor o la
cercanía emocional de las madres, es que estas se muestran cálidas en la relación con
sus hijos e hijas y pueden ser particularmente sensibles realizando esfuerzos para
hablar con ellos sobre los episodios de violencia observados, poniendo cuidado en
validar sus expresiones emocionales y ayudándoles a desarrollar estrategias
competentes para hacer frente a las emociones negativas (McDowell, Kim, O’Neil y
Parke, 2002). Este entrenamiento emocional que hacen algunas madres con sus hijos
e hijas (Gottman, Katz y Hooven, 1996) está relacionado con la reducción de los
118
problemas de conducta de los menores (Katz y Windecker-Nelson, 2006), y parece
promover habilidades de afrontamiento y un comportamiento prosocial, además de
frustrar el desarrollo de evaluaciones positivas sobre los beneficios de la agresión.
Otra hipótesis estudiada alude a que las madres más competentes son más capaces
de reconocer y modular su propio enfado en presencia de sus hijos e hijas, y este
control emocional parece protegerles en situaciones de riesgo de desarrollar
problemas externalizantes (Kliewer et al., 2004). Así, los menores cuyas madres están
disponibles y les muestran apoyo serán capaces de desarrollar habilidades adecuadas
de autorregulación dentro del contexto de la interacción madre-hijo o hija (Wyman et
al., 1999).
Diversos investigadores han abordado este tema en la actualidad, analizando en
concreto el efecto de tener una figura adulta de apoyo, especialmente la madre, para
los niños y niñas expuestos a violencia de género. Así, Skopp, McDonald, Jouriles y
Rosenfield (2007) examinaron si una relación maternal afectiva podía funcionar
como factor de protección ante los efectos de la violencia en los niños y las niñas. La
muestra estaba formada por 157 madres y sus hijos de 7 a 9 años de edad expuestos a
violencia de género y con problemas de conducta severos. Concluyeron que cuando
eran los propios menores los que informaban de sus problemas de conducta,
presentaban menos comportamientos externalizantes cuando las madres se
relacionaban mostrando más afecto. Sin embargo, cuando los informantes sobre los
problemas externalizantes de los menores eran las madres, el aumento del afecto
maternal solo tuvo una repercusión positiva significativa para las niñas. Parece ser
que para los niños, el afecto maternal resulta más beneficioso en familias en las que la
violencia de género es menos frecuente y grave, encontrándose este beneficio
únicamente en las niñas en cuyas familias es más frecuente e intenso este tipo de
violencia.
En el estudio realizado por Graham-Bermann et al. (2009), comentado
anteriormente, se encontró que la diferencia entre los niños y las niñas resilientes y el
resto de niños y niñas con problemas emocionales fue que los primeros habían tenido
una menor exposición a la violencia. Además, mantenían lazos familiares más
fuertes; presentaban menos miedo y preocupación; y, por último, sus madres eran
más flexibles, poseían mejores habilidades de crianza, especialmente eran cálidas en
la relación con sus hijos e hijas, y ostentaban una mejor salud mental.
Los resultados hallados en estos estudios sugieren que el ajuste infantil está
fuertemente influido por las habilidades de crianza parentales, especialmente de la
madre. Además, el uso de la disciplina apropiada y el establecimiento de límites
claros y adecuados pueden proteger a los niños y las niñas, ayudándoles a manejar su
propio comportamiento y proporcionando modelos positivos, a pesar de estar
expuestos a violencia de género.
Para concluir, en un estudio realizado por Sousa et al. (2010) se evaluaron los
efectos únicos y combinados del abuso infantil y la exposición de los menores a la
violencia doméstica, junto al tipo de vínculo que mantenían los adolescentes con los
padres, con el objetivo de determinar el comportamiento antisocial durante la
119
adolescencia. Según los resultados encontrados, unos lazos de apego más fuertes con
los padres predicen en la adolescencia un menor riesgo de comportamiento antisocial,
independientemente de que haya existido historia de abuso infantil o exposición a
violencia.
Sin embargo, los efectos positivos de crianza de los hijos y las hijas pueden tener
menos impacto en un ambiente caótico, como suele ser el de los hogares donde se
produce violencia de género, que exigirá estilos parentales más estrictos para
fomentar la competencia (Baldwin, Baldwin y Cole, 1990; Levendosky y Graham-
Bermann, 2000). Así, la muestra de autoridad por parte de la figura materna está
asociada con menos comportamientos antisociales en los niños y niñas expuestos a
violencia de género (Levendosky y Graham-Bermann, 2000), y con una disminución
de los comportamientos externalizantes (Levendosky et al., 2003).
4. CONCLUSIONES
120
ellos mismos o para quienes les rodean, por ejemplo implicándose con mayor
frecuencia en actos criminales (Fagan, 2003) y justificando el uso de la violencia en
sus relaciones amorosas (Lichter y McCloskey, 2004).
Por otra parte, con respecto a la variable género, si bien existe poco acuerdo sobre
los tipos de reacciones que los niños y niñas manifiestan cuando han presenciado este
tipo de violencia, es comúnmente aceptado que ambos sexos se ven afectados
negativamente (Maxwell y Maxwell, 2003), predominando en los chicos los
problemas externalizantes y en las chicas los internalizantes.
Algunos factores sobre la naturaleza del conflicto parental que merecen mayor
atención son: el contenido de la disputa entre los padres, la frecuencia y duración, la
gravedad, la naturaleza del maltrato, y si el menor además de ser testigo de violencia
de género sufre abuso directo por parte de los padres.
Diversos estudios afirman que los niños y las niñas presentan más problemas
internalizantes y externalizantes si presencian conflictos entre los padres, si
intervienen directamente en los mismos y si son más frecuentes e intensos y
pobremente resueltos (Cummings et al., 1994; Grych, Seid y Fincham, 1992). En
estos casos también se han observado más síntomas de TEPT y de mayor gravedad,
frente a los menores expuestos durante un período más corto de tiempo, similares a
los que presentan los niños y las niñas que han sido objeto de maltrato directo.
Del mismo modo, los niños y las niñas que viven en hogares en los que predomina
la violencia tienden a intervenir con más frecuencia en los conflictos parentales,
aumentando el riesgo de sufrir daño directo cuando intervienen en el evento violento,
y compartiendo el maltrato con la madre por violencia indiscriminada (Linares,
2002). Pero también puede producirse la agresión por parte de la mujer, o de ambos
cónyuges, hacia los menores (Appel y Holden, 1998). Si el maltratador es el padre, el
niño y la niña aprende a normalizar la violencia como instrumento para la resolución
de conflictos, lo que facilita la perpetuación del ciclo de la violencia en la edad
adulta. Sin embargo, cuando la madre es la que maltrata a los hijos y las hijas, se
altera la vinculación y seguridad emocional de estos, surgiendo problemas como
ansiedad, depresión y culpa.
Entre los factores mediadores cabe destacar los siguientes: problemas en la
crianza de los hijos y las hijas, respuestas de afrontamiento inadecuadas, y desarrollo
de reacciones de estrés postraumático por parte de los menores. En este sentido, la
salud mental materna impacta de forma directa e indirecta sobre el comportamiento
de los menores a través de la influencia que esta ejerce sobre la crianza de sus hijos.
En relación a las estrategias de afrontamiento del menor, según la evaluación que
realice sobre los conflictos entre sus progenitores, este pondrá en marcha una
respuesta de afrontamiento centrada en el problema o centrada en la emoción.
Algunos autores indican que las estrategias de afrontamiento que emplean estos
menores suelen ser desadaptativas (pensamiento ilusorio, evitación de problemas,
retraimiento social y comportamiento autocrítico) (Leitenberg, Gibson y Novy,
2004).
Los factores protectores o de resistencia frente a la adversidad adquieren
121
relevancia en el contexto de la exposición a la violencia de género. Los resultados
encontrados en los aún escasos estudios publicados sobre el tema coinciden con los
trabajos referidos a menores expuestos a otros eventos traumáticos (Hughes et al.,
2001). Actualmente existe consenso respecto a que no todos los menores que han sido
testigos de violencia de género van a desarrollar efectos negativos a corto plazo, ni
reproducirán las conductas violentas o de sumisión de sus progenitores a largo plazo
(Herrenkohl, Herrenkohl y Egolf, 1994; Mrazek, 1987).
Los factores que han recibido mayor atención en diferentes estudios son los
factores personales, así como factores familiares y extrafamiliares.
Se consideran factores protectores la autoestima positiva, la adaptabilidad, el
optimismo, la capacidad de relacionarse, la creatividad, el grado de desarrollo, la
inteligencia, los resultados académicos, el talento, los intereses especiales y el
temperamento fácil (Aguilar, 2008; Masten et al., 1999; Osofsky, 1999; Tiet et al.,
1998; Wyman et al., 1999), así como circunstancias propias, la edad a la que es
separado del agresor y el hecho de que pueda recordar una época sin violencia
(Aguilar, 2008; Wolak y Finkelhor, 1998).
En relación al temperamento, se ha encontrado que los niños y las niñas con
temperamento fácil —regularidad, accesibilidad, alta adaptabilidad, estado de ánimo
positivo y baja reactividad— (Thomas y Chess, 1985) muestran menos problemas de
comportamiento que los menores con temperamento difícil (Kim-Cohen et al., 2004;
Smith y Prior, 1995; Tschann, Kaiser, Chesney, Alkon y Boyce, 1996).
Sin duda, uno de los factores protectores o de resiliencia más importantes, como
apunta Aguilar (2008), es el poder disponer de al menos una relación duradera y de
buena calidad con un adulto, hombre o mujer, significativo para el niño o la niña, que
le transmita que es alguien válido e importante. De la misma manera, disponer de
apoyo social y relaciones satisfactorias con los iguales tiene un efecto amortiguador,
protegiéndoles contra el estrés.
122
4
Modelos explicativos
123
desarrollo adecuado en otras áreas y ámbitos de su vida.
El recién nacido busca la proximidad y el contacto con los adultos desde el
momento del nacimiento y parece hacerlo de forma innata. No obstante, a pesar de la
presencia de conductas como el llanto, la succión o la prensión, que llevan al niño o a
la niña a estar en proximidad de los adultos, los vínculos afectivos no aparecen en un
momento tan temprano. Al contrario, el apego es el resultado de un largo proceso, en
el que las sucesivas interacciones y encuentros que el niño o la niña mantiene con los
adultos encargados de su cuidado determinan las características específicas del apego.
En términos generales, se admite que a partir de los 12 meses de edad se puede
empezar a identificar el tipo de vinculación de la díada figura de apego-bebé. La
consolidación del apego requiere que el niño o la niña tenga oportunidades para
interactuar con sus cuidadores, y que adquiera diferentes competencias tanto en el
área cognitiva como en la emocional y social. Las teorías del apego proponen, por
tanto, que la relación niño o niña-cuidador o cuidadora afecta al adecuado desarrollo
emocional y social del menor (Loise, 2009).
Todos los seres humanos, en condiciones normales, se vinculan a sus figuras de
apego, pero no todos lo hacen de la misma forma, existiendo diferencias en la calidad
que adopta el lazo afectivo. Estas diferencias se sitúan en torno a la capacidad
desarrollada por el niño o la niña para utilizar a su figura de apego como base de
seguridad (Ainsworth, Blehar, Waters y Wall, 1978). A partir de las observaciones
realizadas en Uganda, y después en Baltimore, Ainsworth et al. (1978) identificaron
diferentes tipos de vinculación. Además, estas observaciones les permitieron diseñar
un procedimiento observacional, denominado situación extraña, que posibilitaba la
identificación de distintos tipos de apego en torno al primer año de vida. A partir del
mismo, detectaron tres patrones o categorías de apego:
— Seguro.
— Inseguro-evitativo.
— Inseguro-ambivalente.
1. Apego seguro. Los niños y las niñas con apego seguro se caracterizan porque
emplean a la figura de apego como base segura de exploración y como fuente a
la que acudir cuando se encuentran molestos o en situaciones de peligro. La
interacción de estos niños o niñas con personas desconocidas suele ser de
recelo en los primeros momentos y después de aceptación.
2. Apego inseguro-evitativo. Los niños y las niñas con apego inseguro-evitativo se
muestran muy activos en sus interacciones y juegos con juguetes, aunque su
actividad exploratoria funciona al margen de la presencia/ausencia de la figura
de apego, y no la involucran en sus actividades. Apenas dan muestras externas
de miedo cuando se encuentran con personas desconocidas. La calidad de la
interacción con la figura de apego es similar a la interacción con desconocidos.
Es difícil observar en estos niños o niñas un equilibrio dinámico entre las
conductas de apego y las de exploración. Esta ausencia de equilibrio podría
estar ocasionada por la necesidad del niño o la niña de realizar adaptaciones
124
defensivas para protegerse de la ansiedad que le genera el hecho de constatar
que la figura de apego no siempre se encuentra disponible y accesible.
3. Apego inseguro-ambivalente. Los menores con apego inseguro-ambivalente, al
igual que los evitativos, presentan dificultades para utilizar a su figura de apego
como base de seguridad, interactúan escasamente con esta y, cuando lo hacen,
muestran conductas contradictorias en las que se mezcla la búsqueda de la
proximidad con el rechazo. Estos menores suelen presentar menor número de
conductas exploratorias, con independencia de la presencia/ausencia de la
figura de apego. Las interacciones que mantienen con personas desconocidas
suelen ser bastante pobres, y muy similares tanto si se encuentran en presencia
del cuidador como si no. En este caso, el cuidador tampoco es capaz de regular
estos intercambios. En definitiva, nos encontramos ante un patrón en el que
también aparece un desequilibrio entre el sistema de apego y el de exploración,
que conduce al niño o a la niña a un estado de inseguridad permanente.
125
modo, en los niños y las niñas que sufren maltrato aumenta el riesgo de desarrollar
vínculos inseguros, al no recibir el apoyo emocional de los adultos que les aterrorizan
(Cicchetti, Toth y Lynch, 1995). Sin embargo, lo contrario también se ha observado:
niños y niñas que desarrollan relaciones de apego seguras con sus padres abusivos
(Lamb, Gaensbauer, Malkin y Schultz, 1985).
La sensibilidad del cuidador ha sido una de las variables que más se ha
relacionado con la seguridad del apego. Esta variable es entendida como la habilidad
para percibir e interpretar con acierto las señales y comunicaciones implícitas en la
conducta del bebé, y una vez lograda responder a ella de forma rápida y apropiada
(Bretherton y Ainsworth, 1974). Diferentes autores han puesto de manifiesto que
cuando las madres o el cuidador principal se muestran sensibles en las interacciones
que mantienen con sus hijos e hijas, tienen mayores probabilidades de establecer con
ellos apegos seguros (Ainsworth et al., 1978; Braungart-Rieker, Garwood, Powers y
Wang, 2001).
Si el instrumento para analizar el tipo de apego hasta los 18 meses es el
procedimiento observacional de Ainsworth, a partir de esta edad se utiliza la
valoración de los estilos de crianza de los cuidadores. Al respecto, el estudio llevado
a cabo por Roa y Del Barrio (1998) ha evidenciado una relación directa entre los
estilos educativos de los cuidadores principales y el desarrollo de psicopatología en la
infancia. Estos autores evaluaron las alteraciones emocionales y de conducta en
menores (agresividad, depresión, trastorno obsesivo-compulsivo, comportamiento
delictivo, ansiedad, somatizaciones, infrasociabilidad, hiperactividad y retraimiento)
a través del Child Behavior Checklist (CBCL), así como los estilos educativos de
crianza (apoyo externo percibido, satisfacción, compromiso, comunicación,
disciplina, autonomía y distribución de roles). Los resultados mostraron una
correlación estadísticamente significativa entre déficit en estilos educativos negativos
de las madres y los síndromes empíricos infantiles, siendo las más significativas las
relaciones halladas entre las alteraciones de hiperactividad y agresividad (trastornos
externalizantes) con los estilos de crianza-apoyo (percepción de la madre de tener
poco apoyo social) y disciplina (establecimiento de límites deficitarios por parte de
las madres en relación con las conductas inapropiadas de los menores).
Main (2000) señala que las particularidades del apego están mediadas por modelos
afectivo-cognitivos propios y patrones típicos de interacción con los otros
significativos. Estos patrones permiten al hijo y a la hija el establecimiento de
modelos mentales de relación que afectan al desarrollo de la personalidad y al
posterior comportamiento social (Mesa, Estrada y Bahamón, 2009). Por su parte,
Bowlby (1990) propuso que las relaciones de apego generan representaciones o
modelos mentales, denominándolos modelos internos de trabajo (MIT). Estos se
basan en la representación interna de las primeras experiencias de apego y se utilizan
para percibir e interpretar las acciones e intenciones de los demás, guiando así la
conducta (Mesa, Estrada y Bahamón, 2009). Los MIT afectan directamente a las
relaciones sociales que establece el sujeto (Bowlby, 1976), de tal modo que la calidad
de las relaciones con los padres o cuidadores principales va a determinar la calidad de
126
las relaciones que construya con otras personas afectivamente significativas. Del
mismo modo, influyen en las reacciones emocionales que se producen ante una
determinada situación, aunque posteriormente estas reacciones puedan cambiar
debido a la interpretación que la persona realice sobre las mismas. Si el niño o la niña
recibe respuestas adecuadas de sus padres o cuidadores principales, interiorizará una
imagen de sí mismo segura y valiosa, constituyendo las bases de su identidad y
autoestima (Bowlby, 1990). Existen distintas representaciones mentales en función de
las distintas interacciones con los cuidadores principales, siendo por tanto posible que
también existan múltiples modelos internos de trabajo (Bowlby, 1990).
Bowlby (1973) propone que estos modelos tienden a ser estables en el tiempo,
aunque pueden ser modificados ante distintas experiencias vitales, afectando, a su
vez, a la seguridad del apego. Según este autor, los menores que han sufrido
condiciones de maltrato tienen más probabilidades que los niños y las niñas que no
las han sufrido de desarrollar modelos negativos de relación de sus cuidadores y/o de
ellos mismos (Cicchetti et al., 1995). No obstante, a pesar de haber desarrollado
dichos modelos mentales, estas percepciones pueden cambiar con el tiempo
(Sternberg, Lamb, Guterman, Abbott y Dawud, 2005) si el individuo logra construir
una interpretación nueva de las experiencias anteriores, particularmente de las
relacionadas con los vínculos afectivos (Mesa et al., 2009). Ello es difícil, ya que
parte de estos modelos mentales no son accesibles a la conciencia, siendo por tanto
muy resistentes al cambio (Bowlby, 1989; Brenlla, Carreras y Brizzio, 2001).
De este modo, la etiología de numerosas patologías infantiles podría estar
relacionada con los vínculos de apego establecidos con los cuidadores principales
(Bowlby, 1976), como en el caso de los diferentes tipos de maltrato o la violencia de
género, en los que la calidad del cuidado se encuentra a menudo mermada o
deteriorada. El mecanismo por el cual se genera está relacionado con la función
reflexiva, que hace referencia a la capacidad para comprender los comportamientos
de los demás y de sí mismo en función de diferentes estados mentales, como
intenciones, deseos, pensamientos y propósitos (Mesa et al., 2009). El bebé empieza a
reconocerlos a través de las experiencias con el cuidador principal, y para ello estos
cuidados han de ser estables, positivos y consistentes (Fonagy y Target, 1995).
Cuando en la familia se produce maltrato infantil o violencia de género, los menores
no pueden integrar el hecho de que la misma persona que les cuida a la vez les
ocasione daño, provocando emociones opuestas, lo cual afecta a la capacidad de
integrar las representaciones sobre sí mismo y sobre otros, dando lugar a
representaciones escindidas y contradictorias (Gergely, 1997; citado en Fonagy,
2000) que pueden conducir al desarrollo de patologías.
Algunos trabajos llevados a cabo en población expuesta a violencia apoyan estos
planteamientos. Así, Huetteman (2005) examinó los indicadores de seguridad del
apego en los esquemas de niños y niñas expuestos a violencia de género en edad
preescolar. Valoró la seguridad, la inseguridad y la desorganización/desorientación,
así como la forma en que las representaciones se refieren a la violencia de género. Se
evaluó a 94 niños y niñas en edad preescolar, 66 extraídos de muestras clínicas
127
(expuestos a altos niveles de violencia de pareja) y 28 de la comunidad (con menos
nivel de exposición). Se encontró que más de la mitad del tiempo en el que se
evaluaron las representaciones de los niños y las niñas sobre los cuidadores, estas
incluían cualidades negativas, por lo que era probable que estos menores presentaran
un apego inseguro.
Sin embargo, otros estudios, como el de Sternberg et al. (1993), obtuvieron
resultados contrarios. Estos autores, basándose en la teoría del apego, desarrollaron
una investigación en la que no encontraron diferencias en las percepciones sobre los
padres entre menores expuestos a violencia de género y menores no expuestos. En un
trabajo posterior, Sternberg et al. (2005) observaron que las representaciones sobre
los padres en menores expuestos a violencia de género eran complejas, y contenían
tanto aspectos positivos como negativos, mientras que las representaciones maternas
eran principalmente positivas. Durante el mismo año examinaron el impacto de las
diferentes formas de violencia de género en una pequeña muestra de adolescentes
israelíes, y constataron que la exposición temprana no tuvo impacto en el de-sarrollo
del apego posterior. Por otro lado, los resultados mostraron que los menores que
fueron maltratados y, adicionalmente, expuestos a violencia de género obtenían
puntuaciones inferiores en apego, al compararlos con los que no habían sido
maltratados directamente o expuestos a violencia. No hubo diferencias en apego en
los niños y las niñas que habían sido expuestos únicamente a violencia de género.
De acuerdo con esta teoría, las experiencias tempranas cimentan la base para las
posteriores adaptaciones, moderando o exacerbando el impacto de los
acontecimientos vitales (Lamb et al., 1985; Sroufe, 1979; Sroufe, Carlson, Levy y
Egeland, 1999). De este modo, la exposición a violencia familiar durante la primera
infancia, cuando la capacidad de regulación emocional está en pleno proceso de
desarrollo y existe una fuerte identificación de los menores con sus figuras de apego,
provocará efectos negativos más fuertes y duraderos en la adaptación a futuras
experiencias.
Varios investigadores han puesto de manifiesto que la exposición a violencia
familiar provoca un impacto particularmente fuerte en los lactantes y preescolares
(Fantuzzo et al., 1991; Ingoldsby, Shaw, Owens y Winslow, 1999; Levendosky,
Huth-Bocks, Semen y Shapiro, 2002; Litrownik, Newton, Hunter, English y Everson,
2003; Martin y Clements, 2002; Stagg, Wills y Howell, 1989), lo cual es consistente
con las propuestas anteriormente comentadas.
En general, la Teoría del Desarrollo plantea que una familia donde se produce
violencia de género resulta un ambiente inadecuado, que no favorece un desarrollo
satisfactorio (Jaffe, Wolfe y Wilson, 1990). Además, organiza el estudio de las
consecuencias de la violencia de género en torno a los hitos del desarrollo de los
niños y las niñas (Loise, 2009). Bajo la perspectiva de la psicopatología del
desarrollo, las consecuencias de la violencia de género en los niños y las niñas van a
128
depender de la interacción que se produzca entre las características de dicha violencia
y las capacidades de desarrollo de estos para hacerle frente (Cicchetti, 1993; Cicchetti
y Toth, 1995; Finkelhor y Kendall-Tackett, 1997; Margolin, 2005). Por tanto, las
consecuencias de la exposición a violencia de género no van a depender solo de la
naturaleza de la misma, sino de los recursos del menor para hacerle frente y la
capacidad del contexto que le rodea para brindarle protección y apoyo (Finkelhor y
Kendall-Tackett, 1997).
Esta teoría se apoya en la idea de que la violencia de género va a afectar al
desarrollo del menor, dificultando la consecución de los hitos evolutivos
consecutivamente (Cicchetti y Toth, 1995). Basándose en los resultados obtenidos en
diferentes estudios realizados, predice que la violencia de género va a afectar al
desarrollo emocional, cognitivo y comportamental de los menores, si bien el impacto
dependerá de la etapa de desarrollo en la que se encuentre, así como de los recursos
personales y ambientales disponibles para hacerle frente.
Con el fin de identificar estos efectos se han desarrollado a lo largo de las dos
últimas décadas numerosas investigaciones (Edleson, 1999; Fantuzzo y Mohr, 1999;
Margolin, 1998; Onyskiw, 2003; Rossman, 2001), algunas de las cuales se describen
brevemente a continuación:
129
3. Afectación en el desarrollo comportamental
Desde la Teoría del Desarrollo se propone que la exposición de los niños y las
niñas a violencia de género ocasiona dificultades en el desarrollo comportamental. En
este sentido, autores como Jenkins y Oatley (1997) consideran que estar expuestos a
un ambiente hostil genera agresividad, junto a otras dificultades comportamentales
que afectan a la relación que se establece con las personas de su entorno,
comprometiendo su desarrollo en este área.
Los hallazgos en torno al desarrollo físico de los menores expuestos a este tipo de
violencia apoyan las propuestas que venimos comentando. En esta línea, diversos
estudios confirman una mayor vulnerabilidad en esta población para desarrollar
problemas a nivel físico (Carlson, 2000; Edleson, 1999; Rossman, 2001), pudiendo
repercutir en su desarrollo fisiológico, como, por ejemplo, retraso en el crecimiento o
distintos problemas de alimentación, de sueño, en el control de esfínteres, etc.
1. Facilitar respuestas.
2. Inhibir y/o desinhibir: las conductas modeladas crean en los observadores
expectativas de que ocurrirán las mismas consecuencias que obtiene el modelo
si imitan las acciones.
3. Aprender por observación.
130
A su vez, la observación incluye diferentes componentes:
131
los demás para satisfacer sus necesidades o, en caso contrario, asimilando que solo
podrá relacionarse con los demás mediante la adopción de comportamientos de
sumisión, autoculpabilización o desistiendo ante las dificultades (Graham-Bermann,
1998). Así, la violencia puede perpetuarse a través de los roles de maltratador y de
víctima, es decir, los niños y las niñas que conviven en familias violentas pueden
convertirse en adultos violentos o sumisos, potenciales maltratadores o víctimas
respectivamente (Duarte, 2007).
Tal y como se expuso en el capítulo 2, estas propuestas teóricas han recibido
apoyo empírico con respecto a las características que presentan las relaciones
íntimas/amorosas entre adolescentes, especialmente en lo relativo al rol violento que
ejercen los chicos (Riggs y O’Leary, 1989, 1996).
Por otro lado, en el caso contrario, si la violencia se percibe como algo negativo
puede afectar tanto a la respuesta de los niños y las niñas a ese tipo de situaciones
como a su relación con el agresor. Los menores que perciben el daño que causa la
violencia puede que no se identifiquen con los patrones de violencia de su familia y
tengan motivación para romper el ciclo de la violencia. Según Fosco, DeBoard y
Grych (2007), estos niños y niñas muestran un mayor grado de empatía con el
sufrimiento de la víctima por la agresión de la que han sido testigos o tienen una
buena relación con el progenitor no abusivo u otro adulto.
132
para los niños y las niñas (DeBellis, 2001). La exposición crónica y severa a este tipo
de violencia puede provocar en los menores una sintomatología más grave que otro
tipo de estresores, debido al miedo intenso que genera, así como desamparo,
impotencia y a la percepción del grave riesgo que corren, tanto ellos como sus
madres, de morir o resultar gravemente heridos (McNally, 1993; Moreno, 1999; Terr,
1990). De este modo, los menores que presencian situaciones de violencia doméstica
pueden reaccionar mostrando síntomas de trauma (Graham-Bermann y Levendosky,
1998b; Graham- Berman, DeVoe, Mattis, Lynch y Thomas, 2006; Kitzmann,
Gaylord, Holt y Kenny, 2003; Levendosky et al., 2002), y presentar un riesgo más
elevado de desarrollar trastorno por estrés postraumático, TEPT (Adams, 2006; Card,
2005; Chemtob y Carlson, 2004; Davis y Siegel, 2000; Griffing et al., 2006; Hornor,
2005; Jarvis, Godon y Novaco, 2005; Mitchell y Finkelhor, 2001; Rivett, Howarth y
Harold, 2006; Rossman, 1998), o al menos mostrar evidencia de trastornos de
conducta o emocionales que son, o pueden reflejar, reacciones postraumáticas
compatibles con TEPT (Eiden, 1999; Zuckerman, Augustyn, Groves y Parker, 1995).
Como ya señalaron Silvern y Kaersvang (1989), ser testigo de violencia de género se
considera un factor de riesgo para el desarrollo de este trastorno, siendo uno de los
diagnósticos más asociado a la condición de estar expuesto sistemáticamente al abuso
ejercido contra la madre (Marr, 2001).
Diversos factores afectan a la forma en que el niño o la niña se enfrenta a un
evento traumático, entre los que se incluyen la percepción de peligro, el significado
que le da al evento y la respuesta inmediata de los cuidadores (Pynoos, Sorenson y
Steinberg, 1993). Scheeringa y Zeanah (2001) indican que, según la Teoría
Relacional explicativa del TEPT, la génesis de la sintomatología se debe a una
deficiente regulación en las respuestas de los adultos, tales como: retraimiento
emocional y falta de capacidad para dar respuestas al niño o a la niña,
comportamientos sobreprotectores, dirigirse hacia él/ella de manera temerosa, y/o
permanecer preocupados por el evento traumático (Bogat, DeJonghe, Levendosky,
Davidson y Von Eye, 2006). Otros autores sugieren que el niño y la niña expuesto a
violencia de género desarrolla un estado de desregulación emocional, donde los
sistemas que regulan e integran la percepción, la cognición, la emoción y el
comportamiento funcionan de forma atípica (Rossman, Bingham y Emde, 1997).
El TEPT surge como entidad diagnóstica independiente en la tercera edición del
DSM (DSM-III) (APA, 1980), constituyendo uno de los cuadros clínicos de más
reciente incorporación a los sistemas de clasificación diagnóstica oficiales. En
general, se diagnostica trastorno de estrés postraumático en la infancia cuando las
reacciones de estrés son graves, continuas e interfieren en el desempeño de las
funciones diarias de los niños, las niñas y los adolescentes (NCTS, 2004).
Los menores que presentan TEPT han sufrido, visto o les han contado una
situación gravemente traumática en la que han sentido cómo su vida o la de los demás
se encontraba en peligro y ante la cual han reaccionado con temor intenso, horror o
comportamiento desestructurado (AACAP, 1998, 2010; APA, 1994, 2000; Chiape,
2000; March, Amaya-Jackson y Pynoos, 1997; Terr, 1991). Además de la presencia
133
de un trauma conocido, en el TEPT infantil se manifiestan los tres grupos
sintomáticos característicos en los adultos (reexperimentación,
evitación/embotamiento e hiperactivación), si bien las formas de presentación
difieren de estos en función de la etapa evolutiva en la que se encuentren los niños y
las niñas, no siendo recogidas en su mayoría por las clasificaciones oficiales al uso.
Con el fin de resolver esta situación, en la última década se han realizado diversas
propuestas respecto a la posibilidad de asignar un diagnóstico de TEPT parcial en
infancia (Schützwohl y Maercker, 1999). Desde la perspectiva categorial del DSM, el
TEPT parcial se determina a través de la presencia/ausencia de los grupos
sintomáticos (por ejemplo, que ocurra un número mínimo de síntomas de
reexperimentación, o bien de embotamiento-evitación o de hiperactivación),
proporcionando cierta flexibilidad en el diagnóstico. Por otra parte, desde la
perspectiva dimensional, el TEPT parcial se aborda desde la óptica de una
continuidad entre las reacciones de estrés normales/anormales, donde se valora la
intensidad de la experiencia emocional de la persona y la posición relativa de sus
síntomas en comparación con el grupo normativo de la misma edad (Joseph,
Williamsy Yule, 1997; Yule, Williamsy Joseph, 1999).
Al margen de que se defienda una u otra perspectiva, la idea de TEPT parcial
expresa el reconocimiento de un conjunto de personas que sufren deterioro en su
funcionamiento socioper-sonal, debido a la presencia de cierta sintomatología
postraumática que requeriría ayuda psicológica, y que frecuentemente no es
detectada.
Por otra parte, el debate acerca de la aplicabilidad de los criterios DSM a la
infancia (Nader, 2004; Scheeringa, Wright, Hunt y Zeanah, 2006; Tierney, 2000)
sigue vigente en la actualidad. Pese a la notable exposición de los menores a eventos
traumáticos, varios estudios en niños y niñas pequeños que examinan las tasas de
TEPT utilizando criterios DSM-IV observaron que son sorprendentemente bajas
(Zeanah, 2010). Además, diversos autores (Cohen y Scheeringa, 2009; Margolin y
Gordis, 2004; Terr, 1991) señalan que la mayoría de menores no reúne criterios para
diagnosticar este trastorno si los síntomas son los mismos que los designados para
adultos en el DSM. Del mismo modo, los propios criterios no son lo suficientemente
sensibles para detectar las manifestaciones del trastorno en la infancia, excluyendo
del diagnóstico a niños y niñas muy sintomáticos (Ohmi et al., 2002; Scheeringa,
Zeanah, Drell y Larrieu, 1995).
De hecho, existe suficiente documentación que confirma que la sintomatología
parcial es muy frecuente en esta población (Aaron, Zaglul y Emery, 1999; Cuffe et
al., 1998). En este sentido, las investigaciones realizadas sobre la presencia de
síntomas moderados y leves de TEPT en menores y adolescentes arrojan cifras que
oscilan entre el 30% y el 50%. Sin embargo, cuando se aplican todos los criterios del
DSM-IV-TR (APA, 2000) requeridos para el diagnóstico en la misma población, los
porcentajes disminuyen al 5%-10% (Dyregrov y Yule, 2006).
En la misma línea confirmatoria se encuentra el trabajo de Carrion, Weems, Ray y
Reiss (2002), en el que se evaluó a 59 menores de entre 7 y 14 años (media de edad
134
de 10,6 años), derivados de Servicios Sociales y de Clínicas de Salud Mental y
expuestos a trauma interpersonal. De estos, más del 50% habían experimentado
múltiples eventos traumáticos, incluyendo separación y pérdida, testimonio de
violencia, abuso físico, abuso sexual, negligencia física y abuso emocional. Los
resultados mostraron que el 24% de los menores cumplían criterios para diagnóstico
de TEPT. Además, realizaron análisis para valorar el TEPT parcial, encontrando que
los que cumplían 2 y 3 síntomas no diferían significativamente entre ellos sobre
ninguna variable, pero sí diferían del grupo que cumplía un síntoma solamente. En
este sentido, los participantes que presentaban dos y tres síntomas experimentaron
mayor malestar por sus síntomas y una alteración más significativa en el
funcionamiento social, escolar y total que los que mostraron solo un síntoma. Estos
datos, por tanto, ponen de manifiesto la necesidad de evaluar tanto la intensidad de
los síntomas como su relación con la alteración del funcionamiento cotidiano, con el
objetivo de proporcionar el tratamiento más óptimo en función del número de
criterios presentados.
Más recientemente, Rincón, Cova, Bustos, Aedo y Valdivia (2010) estudiaron el
TEPT en una muestra formada por 75 menores chilenos de entre 8 y 18 años que
habían sufrido abuso sexual o violación. Los resultados evidencian una prevalencia
para el diagnóstico completo de TEPT, según DSM-IV-TR, del 21,3%. Por otra parte,
estimaron la prevalencia de TEPT parcial. En este caso, la prevalencia adicional fue
de un 16%. Es decir, que el 37,3% de los menores presentaba al menos dos criterios
para TEPT.
Asimismo, en el estudio de Oswald et al. (2010) sobre una muestra de menores
tutelados que presentaban múltiples traumas de tipología interpersonal, utilizando
criterios DSM para TEPT completo, se obtuvo una prevalencia del 15%, es decir,
solo tres de los 20 menores incluidos en el estudio eran identificados, mientras que si
sólo se requerían dos de los tres grupos sintomáticos (pensamientos intrusivos-
evitación, pensamientos intrusivos-hiperarousal, o evitación-hiperarousal), tres de
los menores referían sintomatología, y nueve de ellos cuando la información la
proporcionaron sus cuidadores.
Estos resultados pueden guardar relación con las limitaciones derivadas de los
criterios diagnósticos y los instrumentos estandarizados disponibles (Task Force on
Research Diagnostic Criteria: Infancy and Preschool, 2003). En esta dirección, en
ocho de los síntomas descritos para establecer el diagnóstico se requiere la
descripción verbal de la experiencia, así como de los pensamientos y sentimientos
que les evoca. No se tiene en cuenta el hecho de que los niños y las niñas más
pequeños presentan unas capacidades de procesamiento cognitivo y lingüístico
limitadas, por lo que es muy difícil que puedan expresar con palabras el trauma que
experimentaron (Scheeringa et al., 1995; Scheeringa, Peebles, Cook y Zeanah, 2001;
Stafford, Zeanah y Scheeringa, 2003). Además, los síntomas son más difíciles de
detectar a través de su comportamiento o por medio de informes a través de los
padres (Scheeringa et al., 2006). Por tanto, la detección del trastorno depende de la
cuidadosa integración del conocimiento de los profesionales sobre el desarrollo
135
infantil y la expresión de los síntomas (Cook-Cottone, 2004), pudiendo estos
subestimar la intensidad del estrés y no llegar a detectar el trastorno durante el
proceso de evaluación (Dubner y Motta, 1999).
En relación al TEPT parcial, se ha definido de varias maneras. Para Manne,
Hamel, Gallelli, Sorgen y Redd (1998), se considera el diagnóstico cuando cumple
dos de tres grupos de síntomas (reexperimentación, evitación, hiperarousal). Para
otros autores (Blanchard, Hickling, Taylor y Loos, 1995; Blanchard et al., 1996;
Blanchard, Buckley, Hickling y Taylor, 1998; Hickling y Blanchard, 1992; Schnurr,
Friedman y Bernardy, 2002), el TEPT parcial se diagnosticaría en los sujetos que
cumplan el criterio B establecido en el DSM-IV, es decir, que presenten al menos un
síntoma de reexperimentación, y el criterio C (síntomas de evitación) o bien el D
(síntomas de hiperactivación), pero no ambos. Boyer, Kafkalas, Tollen y Swartz
(1999a, b) amplían la definición, añadiendo el criterio F de deterioro clínico, por lo
que se diagnosticaría TEPT parcial cuando se cumplen tres de cuatro criterios
(reexperimentación, evitación, hiperarousal y deterioro).
Como se puede observar, aún no se ha logrado un acuerdo respecto a cómo
operativizar y definir este subsíndrome (McMillen, North y Smith, 2000), pero sí
existe un amplio consenso con respecto a que los criterios DSM no permiten detectar
adecuadamente el trastorno por estrés postraumático en infancia, lo cual no indica
que no esté presente sintomatología característica de TEPT en niños expuestos a
diversos traumas. Por tanto, niños y niñas con síntomas subclínicos de estrés
postraumático pueden encontrarse funcionalmente afectados, presentando deterioro
significativo a nivel psicosocial y ocupacional, al igual que los niños y las niñas cuyo
diagnóstico es de TEPT completo (Carrión et al., 2002; Marshall et al., 2001;
Pfefferbaum, 1997), lo que lleva a demandar ayuda para que estos síntomas puedan
ser tratados (por ejemplo, Stein, Walker, Hazen y Forde, 1997).
Por tanto, la necesidad de intervenir en los casos de menores que presentan niveles
de afectación subsindrómica es imperativa (Báguena, 2001; McMillen et al., 2000;
Orengo-García, 2002; Oswald, Heil y Goldbeck, 2010), por su repercusión tanto en la
práctica clínica como en contextos forenses (Carrión et al., 2002; Suarez, i Oliva y
Massa, 2006). En este sentido, Blanchard et al. (1996) confirman, a través de
seguimientos realizados en pacientes que presentan TEPT parcial, la evolución rápida
de la sintomatología hacia TEPT completo en el breve período de un mes,
aumentando de forma significativa la probabilidad si el período que transcurre es
mayor (en torno al año). La discusión continúa acerca de si se deberían crear criterios
específicos para población infantil, debido a las diferencias en la interpretación del
trauma, la manifestación de los síntomas y la expresión del afecto (Scheeringa et al.,
2003). Los síntomas que han suscitado mayor controversia en lo relativo a su
adecuación a población infantil han sido los relacionados con el evento traumático
(criterio A) y con la evitación y embotamiento afectivo consecuentes (criterio C).
La evaluación del criterio C (evitación), propuesto por el sistema de clasificación
DSM, resulta muy polémica (Bryant, Mayou, WiggsEhlers y Stores, 2004;
Scheeringa, Zeanah, Myers y Putnam, 2006; Suarez et al., 2006), derivándose claras
136
limitaciones de su aplicación que repercuten significativamente en la práctica clínica
diaria (Koch, O’Neill y Douglas, 2005). En concreto, los síntomas de evitación y
embotamiento suelen ser los que presentan las tasas de incidencia más bajas, tanto en
población infantil como adulta, y se evocan en un periodo más tardío (McMillen et
al., 2000). Asimismo, uno de los argumentos que se ha esgrimido es que en los niños
y las niñas más pequeños estos síntomas tienen menor predominio que en los más
mayores y en adultos (Mongillo, Briggs-Gowan, Ford y Carter, 2009; Scheeringa et
al., 2006; Yule, 2001). En esta línea, los estudios que incluyen niños y niñas en edad
escolar, y han producido tasas por separado de cada criterio, han demostrado que el
criterio C se presenta con menos frecuencia que los criterios B y D en esta población
(McDermott y Cvitanovich, 2000). En coherencia con la literatura publicada en
población adulta (Kilpatrick y Resnick, 1993), si se examinan algunos estudios que
han utilizado criterios DSM-IV se encuentra que en 7 de 10 estudios analizados la
tasa relativa al criterio C es inferior a la producida por los criterios B y D.
Los estudios empíricos han planteado serias dudas sobre la conveniencia de
mantener el umbral de tres síntomas en el criterio C, en el caso de los niños y las
niñas (Bryant et al., 2004; Scheeringa et al., 2006; Meiser-Stedman, Smith,
Glucksman, Yule y Dalgleish, 2008). En esta línea, algunos expertos en el tema creen
que se debería bajar el umbral para considerar la conducta de evitación (Portnova,
2007; Scheeringa et al., 2003, 2006).
Scheeringa et al. (1995, 2001) han trabajado desde hace décadas en el desarrollo
de criterios alternativos a los propuestos por el DSM-IV, sensibles para TEPT
infantil. Además, recomiendan un algoritmo definitivo, que es el que se propone
actualmente y está en estudio por la APA, a saber: un síntoma del criterio B
(reexperimentación) más un síntoma del grupo C (evitación) más dos síntomas de la
categoría D (hiperactivación), reduciendo el umbral del criterio de evitación de tres
síntomas a uno (Scheeringa et al., 2003; Zeanah, 2010). Estos criterios también se
han adoptado en la última actualización del manual de diagnóstico para los niños y
las niñas pequeños (Zero to Three, 2005).
La evidencia empírica confirma estas aportaciones. Así, en un estudio sobre
víctimas de graves lesiones, de Scheeringa et al. (2006), en el que entrevistaron a sus
padres dos meses más tarde, se demostró que cuando el umbral de la categoría C se
rebajó de tres síntomas a uno en el grupo de menores de 7 a 11 años, las tasas del
criterio C pasaron de 9,1% a 45,5%. En comparación, cuando esto se realizó en el
grupo de adolescentes de 12 a 18 años, las tasas del criterio C pasaron del 17% al
62%. La prevalencia del criterio C no aumentó cuando el umbral se redujo de tres a
dos síntomas. Esto sugiere que los estudios futuros deberían examinar el impacto de
la reducción del umbral del criterio C para todos los niños y las niñas en edad escolar
y adolescente. El diagnóstico de TEPT, según criterios DSM-IV, uno de
pensamientos intrusivos (PI), tres de evitación (EV) y dos de hiperactivación (HI),
arrojó una prevalencia de 9,1%, aumentando al 18,2% si se utilizaban los nuevos
criterios (1PI-1EV-2HI). Un aumento similar se observó en una muestra de
adolescentes, pasando del 3,4% al 20,7%. Igualmente, en el trabajo de Meiser-
137
Stedman et al. (2008), llevado a cabo sobre una muestra de 51 menores, de 6 a 10
años, que habían sufrido accidentes de tráfico, se compararon los porcentajes de
prevalencia de TEPT utilizando los criterios alternativos de Scheeringa et al. (2003) y
los referidos en el DSM-IV. En relación al criterio C de evitación, cuando se
requerían tres síntomas se obtuvo una prevalencia del 21% de TEPT, mientras que si
se consideraba solamente un síntoma se disparaba la prevalencia de TEPT al 67% de
los participantes.
Por otra parte, es imprescindible destacar que varios grupos de expertos, como el
grupo de trabajo de TEPT, el de trastornos disociativos y el grupo de trabajo de
trastornos de la infancia y adolescencia, han debatido las nuevas propuestas que han
surgido en torno al trauma y su impacto en la expresión de la psicopatología en niños
y adolescentes (APA, DSM-5 Development, 2010). Entre estas se encuentra la
propuesta de modificar los criterios para TEPT en adultos, con anotaciones sobre su
presentación en edad escolar y adolescente; además, se plantea la modificación del
criterio de evitación, reduciendo el umbral de tres a un síntoma en preescolares hasta
los 6 años, lo cual puede facilitar el diagnóstico preciso en este grupo de edad
(Scheeringa, Zeanah y Cohen, 2011).
La opinión más generalizada en la actualidad es que los criterios exigidos en la
versión actual DSM-5 (APA, 2013), que requiere sintomatología persistente de al
menos un síntoma de reexperimentación, uno de evitación, dos de alteraciones
negativas en la cognición y el humor y dos de hiperarousal, a diferencia de la versión
(DSM-IV-TR), que propone la presencia de un síntoma de reexperimentación, tres de
evitación y dos de hipervigilancia, podría aumentar el umbral para el diagnóstico de
TEPT en la infancia (Oswald, Fegert y Goldbeck, 2010; Sass, Wittchen y Zauding,
2009).
No obstante, aún no existen estudios que confirmen estos datos, especialmente en
lo que se refiere a la población de estudio que nos ocupa. Sin embargo, con la
inclusión del subtipo para preescolares, en el que se ha reducido el número de
síntomas requeridos, y además se han incluido algunos indicadores de
comportamiento que son más coherentes con el desarrollo infantil hasta los 6 años, se
hace evidente que la prevalencia de TEPT en esta franja de edad se podría
incrementar significativamente (Levin, Kleinman y Adler, 2014).
En la tabla 4.1 se reflejan las modificaciones más relevantes incluidas en la nueva
versión DSM-5 para el diagnóstico de TEPT, en comparación con los que proponía el
DSM-IV-TR.
Por otra parte, como indican diferentes estudios, el trauma puede desencadenar
una serie de reacciones psicológicas diversas (problemas de sueño, aturdimiento,
problemas de concentración,
TABLA 4.1
Comparación de los criterios diagnósticos DSM-IV-TR y DSM-5
138
Forma 1 y 2. Criterio A. Exposición • 1 o más de 2 formas.
• 1 o más de 5 síntomas.
5. TRAUMA COMPLEJO
Durante las últimas décadas, diversos autores han venido considerando que la
categoría diagnóstica de TEPT propuesta en las diferentes versiones DSM no se
ajusta a la realidad en los casos específicos de exposición a situaciones traumáticas
que ocurren de forma reiterada y durante mucho tiempo a lo largo de la infancia
(Briére, 1987, 1992; Courtois, 1988; Finkelhor, 1984; Herman, 1992a, b), como es el
caso de la exposición a violencia de género en la pareja u otros tipos de maltrato
infantil.
En esta misma línea, Terr (1985, 1991) ya apuntaba diferencias en cuanto a los
tipos de acontecimientos traumáticos según el tiempo de exposición. Así, dicha
experta en trauma infantil distinguió entre trauma tipo I (evento traumático aislado,
brusco, repentino, no anticipado), como por ejemplo un accidente de automóvil, y
trauma tipo II (evento traumático crónico, con presencia prolongada y mantenida),
como es el caso de los malos tratos.
El abuso o maltrato íntimo o doméstico que se produce durante largos períodos de
139
tiempo, durante los cuales los menores quedan atrapados y condicionados por un gran
número y variedad de circunstancias estresantes; debido a que la víctima es
psicológica y físicamente inmadura, puede dañar su desarrollo y quedar seriamente
comprometido por el abuso repetido y la respuesta inadecuada por parte de algunos
miembros de la familia o de otros cuidadores.
De acuerdo con el análisis sobre las reacciones postraumáticas graves en la
infancia de López-Soler (2008), a este fenómeno, en el que el menor se encuentra
inmerso en un ambiente en el cual el trauma ocurre repetida y acumulativamente, y es
ejercido por una persona con la cual el menor mantiene vínculos afectivos, se le
denomina trauma complejo (Courtois, 2004), que hace referencia a algunas formas de
trauma muy generalizadas y complejas (Herman, 1992a, 1992b).
Van der Kolk (2005) lo define como «la experiencia de eventos traumáticos
adversos en desarrollo múltiple, crónicos y prolongados, la mayoría de una naturaleza
frecuentemente interpersonal (por ejemplo, abuso físico o sexual, guerra, violencia de
la comunidad) e inicio temprano en la vida».
La National Child Traumatic Stress Network (2003) hace referencia, asimismo, a
este fenómeno, y señala que la exposición a trauma complejo se refiere a la
exposición de los menores a experiencias de múltiples eventos traumáticos que se
producen dentro de su sistema de cuidado (fuente de seguridad y estabilidad). Por lo
general, está relacionado con sucesos simultáneos o secuenciales ocurridos en los
malos tratos (abuso emocional y negligencia, abuso sexual, abuso físico y ser testigo
de la violencia doméstica), que suelen ser crónicos y comenzar en la primera infancia.
Herman (1992a, b), a partir de diversos estudios factoriales llevados a cabo en
adultos que habían sufrido abuso en la infancia, determinó que las principales
consecuencias psicológicas no se recogían en la propuesta de TEPT de la APA,
planteando que las características principales del trauma eran: depresión, ansiedad,
odio hacia sí mismo, disociación, abuso de sustancias, conductas autolesivas y
comportamientos de riesgo, revictimización, problemas interpersonales y en las
relaciones íntimas (incluidas las familiares), preocupaciones somáticas y
desesperación o desesperanza. Sin embargo, dichas características fueron entendidas
como condiciones de comorbilidad más que como elementos esenciales de la
complicada y compleja adaptación postraumática. Partiendo de que estas condiciones
son precisamente las más difíciles de tratar en terapia y aparecen en personas que
viven en condiciones de maltrato, se ha propuesto que este conjunto de síntomas en
realidad conforman un trastorno por estrés postraumático complejo (CPTSD), o
trastorno de estrés extremo no especificado (DESNOS) (Pelcovitz et al., 1997),
síndrome que no ha sido incluido finalmente en última edición del DSM (APA,
2013).
En esta línea, Sluzki (1994) señala que los efectos de la violencia, en función de la
amenaza y habitualidad, pueden ser diferentes. Un maltrato de baja intensidad, pero
habitual, podría provocar la aparición de síntomas depresivos y de ansiedad (incluido
TEPT). En segundo lugar, cuando las amenazas se tornan intensas y persistentes
aumenta la probabilidad de que la víctima incorpore el sistema de creencias del
140
agresor de modo defensivo frente a la amenaza, ya que diferenciarse provocaría una
alta inestabilidad emocional, llegando a configurarse en un trastorno de personalidad.
Y en tercer lugar, si las experiencias son extremas y reiteradas, la víctima se
desconectaría de sus sentimientos y mostraría «entumecimiento psíquico», miedo y
desconfianza, pudiendo configurar síntomas y patología de tipo disociativo. Se
experimentarán síntomas de TEPTC (trastorno por estrés postraumático complejo) si
la victimización se ha producido en una etapa temprana, en el seno de las relaciones
familiares, si se ha prolongado en el tiempo y si ha sido de naturaleza interpersonal.
Este tipo de patología se ha detectado fundamentalmente en mujeres maltratadas,
considerando que la relación de amor y dependencia hacia la pareja se estructura
como un síndrome de estocolmo, también reformulado como síndrome de estocolmo
doméstico (SIES-d) o síndrome de la mujer maltratada (Walker, 1979). Según
Graham y Rawlings (1991), este síndrome es el producto de un tipo de estado
disociativo que lleva a la víctima a negar la parte violenta de la conducta del agresor,
mientras que, por otro lado, desarrolla un vínculo con la parte del comportamiento
que percibe más positivo, ignorando así sus propias necesidades y tornándose
hipervigilante ante las manifestadas por su agresor. Por su parte, Montero (1991,
2001) plantea que la mujer desarrolla un vínculo interpersonal de protección,
construido entre la mujer y su agresor, en el marco de un ambiente traumático y de
restricción estimular, que posibilita la inducción en la mujer de un modelo mental de
génesis psicofisiológica, naturaleza cognitiva y anclaje contextual, que
fundamentalmente persigue la protección de la integridad psicológica en la víctima.
Actualmente se acepta que puede existir comorbilidad entre el trastorno de estrés
extremo y el TEPT, aunque cada uno de ellos se puede expresar sin los síntomas
centrales del otro. Las alteraciones nucleares del TEPT extremo no especificado
(DESNOS) son las siguientes (Herman, 1992a, 1992b):
141
— Alteraciones en la percepción del maltratador. Incluye aceptación,
dependencia e incorporación de su sistema de creencias. Estas características
organizan las relaciones complejas y el sistema de creencias y posibilitan los
abusos premeditados, que continúan de forma repetitiva a manos de sus
cuidadores primarios.
— Alteraciones en las relaciones con los otros. Las personas que sufren abusos no
están preparadas para intimar y confiar en otras personas. Otra consecuencia
del abuso, internalizada por la víctima, es que la gente es autocomplaciente y
puede elegir el significado que quiera sobre el uso y abuso de otros.
— Somatización y/o problemas médicos. Estas reacciones somáticas y
condiciones médicas pueden explicar directamente el tipo de abusos sufridos y
algún daño físico, o bien pueden ser más difusas y aparecer como
somatizaciones.
— Alteraciones en el sistema de significados. Los individuos abusados
crónicamente a menudo sienten desesperación por poder encontrar a alguien
que les entienda o al menos entienda su sufrimiento. Se desesperan por
recuperarse de su angustia psíquica.
142
áreas generales de deterioro y malestar que caracterizan a estos niños, niñas y
adolescentes, incluyendo como criterios centrales para su diagnóstico los siguientes:
desregulación emocional y fisiológica/disociación; desregulación atencional y del
comportamiento; desregulación del yo y en las relaciones; presencia de síntomas del
espectro postraumático (reexperimentación, evitación e hiperarousal), con una
duración de las alteraciones de por lo menos seis meses, y, finalmente, deterioro
funcional (Cook et al., 2005).
A pesar de la reciente evidencia empírica sobre el tema y dos décadas de literatura
sobre psicopatología del desarrollo, el DTD, al igual que el TEPTC, no se ha
considerado como categoría diagnóstica en la nueva edición del DSM, ni está prevista
su inclusión en la futura CIE-11.
Sin embargo, diversos autores destacan la validez del nuevo diagnóstico propuesto
por van der Kolk (2005) (DTD), refiriendo que este podría proporcionar
explicaciones útiles a las múltiples alteraciones en el desarrollo, emocionales y de
comportamiento que se encuentran en los menores (Busuttil, 2009), y especialmente
en niños o niñas tutelados por la administración del Estado (Oswald, Heil y
Goldbeck, 2009). Así, en menores víctimas de malos tratos intrafamiliares se observa
una mezcla de sintomatología internalizante (ansiedad, culpabilidad, baja autoestima,
somatizaciones), externalizante (inquietud, falta de atención, descontrol de impulsos,
ira, problemas de conducta), junto a graves problemas cognitivos (déficit en
funciones ejecutivas, problemas de memoria, bajo rendimiento intelectual y
académico) y en las relaciones interpersonales (dificultades en la modulación
afectiva, reacciones desproporcionadas ante dudosos indicadores de rechazo,
dependencia excesiva), por lo que se confirma la necesidad de continuar con esta
línea de investigación y apoyo a la formalización e inclusión de la nueva categoría
diagnóstica (Carlson, 2000; Cook et al., 2005; López-Soler, 2008; López-Soler et al.,
2008; Van der Kolk et al., 2009).
De hecho, en un estudio muy reciente de Stolbach et al. (2013) llevado a cabo en
una muestra de 214 niños y niñas, expuestos a uno o más eventos estresantes, que
habían recibido tratamiento y cumplían al menos un criterio de TEPT (según criterios
DSM-IVTR), tras revisar los propuestos para DTD, encontraron que los menores
expuestos a violencia crónica y malos tratos, y que habían sufrido interrupciones en la
protección y el cuidado, cumplían los criterios para el diagnostico DTD.
Por consiguiente, y de acuerdo con Stein et al. (2014), sería conveniente establecer
una definición lo más amplia posible del trastorno de estrés postraumático en
cualquiera de los diferentes sistemas de diagnóstico oficiales (DSM-5 y CIE-11), con
el fin de contemplar todos los casos clínicamente significativos de TEPT en futuros
estudios.
En cualquier caso, sí estamos en condiciones de afirmar que la consideración de
ambas entidades diagnósticas constituye un marco muy útil para la comprensión de
las dificultades funcionales y tipos de psicopatología que con frecuencia sufren estos
menores víctimas de maltrato grave y violencia intrafamiliar (Rosenkranz, Muller y
Henderson, 2014), expuestos adicional y frecuentemente a otros tipos de adversidades
143
concurrentes.
6. TEORÍA DE LA RESILIENCIA
144
propuesto que la fortaleza no solo amortigua el estrés (King, Leonard y March, 1998),
sino que podría facilitar la adaptación postraumática positiva, tal y como Waysman,
Schwarzwald y Solomon (2001) han confirmado en prisioneros de guerra expuestos a
estrés traumático severo, en los que se ha evidenciado un cambio positivo en base a
esta variable.
En concordancia con estos conceptos de resiliencia y fortaleza surge un tercer
constructo relevante en la interacción estrés-persona, el crecimiento postraumático
(Tedeschi y Calhoun, 1995, 1998, 2004). El concepto de crecimiento, frente al de
resiliencia, implica un cambio personal hacia la mejora. En este sentido, en lugar de
situarse en el mismo tipo de adaptación que existía antes del evento estresante o
situación adversa, la persona saldría fortalecida de dicha experiencia, incrementando
sus recursos personales.
Se ha encontrado que la resiliencia o la habilidad para afrontar exitosamente el
estrés y los eventos adversos es el resultado de la interacción entre diversos factores,
fundamentalmente de carácter personal y contextual (Becoña, 2006), tales como la
inteligencia, el temperamento del niño o la niña y el locus de control interno o
dominio, la familia y el ambiente de la comunidad en la que vive, especialmente en
relación con su crianza y las cualidades de apoyo que están presentes, y el número,
intensidad y duración de las circunstancias estresantes o adversas por las que ha
pasado, especialmente a edades tempranas (Kumpfer et al., 1998).
Otra variable de gran importancia en el afrontamiento positivo al estrés es la
autoeficacia (Bandura, 1997, 2001), que tanto en adultos como en menores ha
mostrado una alta correlación con la satisfacción personal, la salud y la adaptación
psicosocial.
El estudio de estas variables de resistencia y/o adaptación positiva al estrés en la
infancia y la adolescencia puede ser de gran importancia en los programas de
prevención y tratamiento, ya que el potencial de cambio en estas fases del ciclo vital
es enorme, y las estrategias de aprendizaje de la vida basadas en la psicología positiva
aportan un bagaje cognitivo-emocional que favorece la adaptación progresiva en las
sucesivas situaciones de estrés.
145
secundarios: el cronosistema, el exosistema y el mesosistema (Bronfenbrenner, 1979).
El sistema macro hace referencia a las políticas y leyes que afectan a la violencia de
género en la pareja dentro del marco de una sociedad, y que por tanto afectan de
manera indirecta al o a la menor y su familia; por otro lado, habla de un sistema
microfamiliar, constituido por la familia y sus interacciones (entre padres e hijos), así
como por las interacciones de esta con la comunidad. El modelo ecológico abarca
todos los factores que pueden determinar los efectos de la violencia de género en los
menores, basándose en complejas interacciones entre el individuo y la familia, así
como con la comunidad y la sociedad (Little y Kantor, 2002). Desde esta perspectiva,
las interacciones entre los niños y su familia, así como de la familia con la
comunidad, enmarcadas dentro de un contexto más amplio (la sociedad) y viéndose
afectadas por las leyes y políticas, son recíprocas entre estos sistemas, es decir, de
alguna manera modifican a cada uno de los intervinientes, convirtiéndose en un
sistema complejo de interacciones e intercambios.
Bronfenbrenner (1979) enfatiza del esquema ecológico que las personas se ven
afectadas por estos múltiples sistemas, algunos de ellos anidados (es decir,
pertenecientes a otros) e interconectados. Los diferentes sistemas expuestos
anteriormente se pueden analizar como cinco niveles específicos: el cronosistema, el
sistema de macro, el exosistema, el mesosistema y el microsistema (Loise, 2009):
146
protección del menor.
— Por último, el macrosistema hace referencia al conjunto de leyes y la
legislación vigente en una sociedad, referida a la violencia de género, así como
a los factores económicos e instituciones sociales (Loise, 2009).
8. CONCLUSIONES
147
el bienestar de la persona a lo largo de su desarrollo (Bowlby, 1969, 1973). De
acuerdo con esta teoría, los menores que están expuestos a violencia intrafamiliar
desde muy temprana edad presentan una alta probabilidad de desarrollar un patrón
desorganizado e inseguro de vinculación, provocando efectos adversos en su
desarrollo, al no recibir el apoyo emocional que se espera de los adultos significativos
(Cicchetti, Toth y Lynch, 1995). No obstante, se observa que otros menores
expuestos a las mismas condiciones desarrollan relaciones de apego seguras con sus
padres abusivos (Lamb, Gaensbauer, Malkin y Schultz, 1985), quizá debido a la
mediación de otras variables personales de los niños y las niñas, así como a otros
factores no controlados en los estudios llevados a cabo hasta la fecha.
Figura 4.1. Modelo ecológico sobre las consecuencias de la exposición de los o las menores a violencia de
género.
148
En relación a la teoría del aprendizaje social, esta parte de la premisa de que el
comportamiento se adquiere a través de la observación y de los procesos de modelado
que se producen en la familia de origen (Bandura, 1986). En esta línea, la exposición
a violencia en el hogar facilita la incorporación de modelos y guías de
comportamiento agresivo, que pueden determinar la aparición de este tipo de
conductas en sus relaciones de pareja futuras en menores expuestos (Connolly y
Goldberg, 1999; Jouriles, Barling y O’Leary, 1987; O’Learly, 2004; Sudermann,
Jaffe y Hastings, 1995). Asimismo, se podría explicar cómo se transfiere de
generación en generación (ciclo de la violencia) a través de mecanismos de
aprendizaje por modelado directo y diversos refuerzos (Jouriles, Murphy y O’Leary,
1989; Jouriles y Norwood, 1995). En definitiva, la propuesta central que se formula
es que los menores expuestos a este tipo de violencia tienden a desarrollar estrategias
de afrontamiento frente al estrés, y de resolución de problemas a través del uso de la
violencia, quedando así legitimada a través del aprendizaje intrafamiliar.
La teoría del trauma propone que la pérdida y la amenaza asociada a la situación
de violencia de género crea un ambiente altamente estresante para los niños y las
niñas (De Bellis, 2001). La exposición crónica y severa a este tipo de violencia puede
provocar en los menores una sintomatología más grave que otro tipo de estresores. De
este modo, los menores que presencian situaciones de violencia doméstica pueden
reaccionar mostrando síntomas de trauma, además de elevar el riesgo para desarrollar
trastorno por estrés postraumático (TEPT). Son varios los factores que afectan a la
forma en que el niño o la niña se enfrenta a un evento traumático, siendo los más
significativos la percepción de peligro, el significado que le da al evento y la
respuesta inmediata de los cuidadores o las cuidadoras (Pynoos, Sorenson y
Steinberg, 1993).
Como se ha comentado ampliamente, aún no se ha logrado un acuerdo unánime
respecto a cómo operativizar y definir este trastorno en población infantojuvenil,
teniendo en cuenta las especificidades propias de cada etapa del desarrollo
(McMillen, North y Smith, 2000), pero sí existe un amplio consenso con respecto a
que los criterios DSM, incluyendo las nuevas aportaciones del DSM-5 (APA, 2013),
aún no permiten detectar adecuadamente el trastorno por estrés postraumático en esta
población.
No obstante, con la inclusión del subtipo para preescolares, en el que se ha
reducido el número de síntomas requeridos y además se han incluido algunos
indicadores de comportamiento que son más coherentes con el desarrollo infantil
hasta los 6 años, la prevalencia de TEPT en esta franja de edad se podría incrementar
significativamente (Levin, Kleinman y Adler, 2014), si bien todavía no se han
desarrollado estudios suficientes al respecto.
Con respecto a la consideración del trauma complejo como nueva categoría
diagnóstica en población infantojuvenil, cabe señalar que durante las últimas décadas
diversos autores han venido observando que la categoría diagnóstica de TEPT
propuesta en las diferentes versiones DSM no se ajusta a la realidad en los casos
específicos de exposición a situaciones traumáticas, como es el caso de la exposición
149
a violencia de género en la pareja u otros tipos de maltrato infantil, que ocurren
repetida y acumulativamente, y además se ejerce por una persona con la cual el
menor mantiene vínculos afectivos significativos. Por ello se ajustaría más a un
cuadro caracterizado por afectación en las siguientes áreas: alteraciones en la
regulación de los impulsos y afectos, alteraciones en la atención y la consciencia,
alteraciones en la autopercepción, alteraciones en la percepción del maltratador,
alteraciones en las relaciones con los otros, somatización y/o problemas médicos, y
alteraciones en el sistema de significados.
Actualmente se acepta que puede existir comorbilidad entre el trastorno de estrés
extremo y el TEPT, aunque cada uno de ellos se puede expresar sin los síntomas
centrales del otro. En esta línea, el diagnóstico de TEPTC (trastorno por estrés
postraumático complejo), a pesar de no estar incluido en la nueva versión del DSM
(DSM-5; APA, 2013), excepto como síntomas comórbidos, sí se ha introducido como
diagnóstico potencial en la próxima CIE-11 (Cloitre, Garvert, Brewin, Bryant y
Maercker, 2013), cuya publicación está prevista para el año en curso.
La teoría de la resiliencia plantea que, frente a la interpretación del estrés o los
acontecimientos adversos como causa segura de daño, la psicología positiva se centra
en la capacidad de las personas para afrontar y resistir situaciones estresantes sin
desarrollar psicopatología. Así, diversos estudios longitudinales muestran que
algunos niños y niñas expuestos a circunstancias difíciles y/o extremas como
abandono, maltrato, guerras, hambre, etc., no desarrollan problemas de salud mental
(Becoña, 2006). Sin embargo, la resiliencia es menos efectiva en situaciones crónicas
(Williams, Lindsey, Kurtz y Jarvis, 2001); además, los niños y las niñas pueden ser
resilientes ante unos eventos y no ante otros, variando esta capacidad a través de los
contextos y del tiempo (Zimmerman y Arunkamar, 1994).
Se ha encontrado que la resiliencia o la habilidad para afrontar exitosamente el
estrés y los eventos adversos es el resultado de la interacción entre diversos factores,
fundamentalmente de carácter personal y contextual (Becoña, 2006), tales como la
inteligencia, el temperamento del niño o la niña y el locus de control interno o
dominio, la familia y el ambiente de la comunidad en la que vive, especialmente en
relación con su crianza y las cualidades de apoyo que están presentes, y el número,
intensidad y duración de las circunstancias estresantes o adversas por las que ha
pasado, especialmente a edades tempranas (Kumpfer et al., 1998).
Finalmente, en los últimos años se ha propuesto una nueva teoría, que pretende ser
un intento integrador y que tiene en cuenta cada uno de los factores intervinientes
contemplados en el resto de modelos explicativos. Nos referimos a la teoría
ecológica del desarrollo, que plantea la existencia de distintos sistemas que
interaccionan entre sí y producen diferentes efectos en los niños y las niñas.
Algunas aportaciones desde la investigación, y las intervenciones basadas en esta
teoría, apoyan la premisa de que las situaciones de maltrato dependen de múltiples
factores (Belsky, 1980; Cohn y Daro, 1987; Fraser y Galinsky, 1997; Garbarino,
1977, 1982; Garbarino y Eckenrode, 1997). Además, dichas interacciones podrían, a
su vez, explicar las diferencias en la manifestación de diferentes problemas, o la
150
ausencia de ellos, encontradas en los menores expuestos a violencia de género.
Por consiguiente, esta línea de investigación resulta prometedora para el estudio
de las múltiples de variables implicadas en los procesos y consecuencias derivadas de
la exposición a violencia de género en la pareja, entre otras tipologías de violencia.
151
5
Evaluación psicológica
152
A lo largo de este capítulo se expondrán las diferentes recomendaciones acerca de
cómo realizar una evaluación eficaz, relativa a las consecuencias que se derivan de la
exposición a violencia doméstica, a saber:
En cada uno de los apartados mencionados se indican los instrumentos que cada
profesional puede utilizar para llevar a cabo la valoración del área específica, si bien
la elección de los mismos dependerá de las peculiaridades y características de cada
caso en particular, así como del evaluador.
Para estructurar el presente capítulo se han seguido las propuestas de López-Soler
(2008) y López-Soler et al. (2008), en relación a la evaluación de las consecuencias
del maltrato infantil general, y de Olaya et al. (2008), respecto a menores víctimas de
violencia de género.
153
respecto (Erikson, 2010; Øverlien, 2010).
En sintonía con lo anterior, diversos autores indican recientemente que se observa
una tendencia por parte de las madres a subestimar la participación de sus hijos e
hijas en los episodios de violencia, por lo que sería pertinente investigar más acerca
de la inclusión de los niños y adolescentes como fuente alternativa de información
(Cater y Forsell, 2014). Si bien los cuidadores y los niños posiblemente tienen
diferentes puntos de vista y experiencias acerca de la violencia, se aportaría más
información que si solo se obtienen informes de cada una de las partes por separado
(Lanktree et al., 2008).
Actualmente ha proliferado significativamente el número de instrumentos y guías
dirigidas a los distintos profesionales de ámbitos sanitarios y educativos que
pretenden detectar de forma más fiable los casos de maltrato infantil y/o violencia de
género. En general, se indica que los instrumentos de cribado deben ser breves y que
las preguntas han de ser poco bruscas, fáciles de integrar en la práctica diaria y
permitir el establecimiento de un buen rapport con las madres, además de estar
adaptadas culturalmente al informador y ser útiles en la investigación (Olaya et al.,
2008). Por otro lado, hay que tener en cuenta efectos como la deseabilidad social, las
atribuciones de las madres u otras expectativas que pueden mediar en la información
proporcionada por estas (Stowman y Donohue, 2005).
En relación a los menores, algunos trabajos señalan que los niños, las niñas y
adolescentes no experimentan excesiva angustia al contestar sobre episodios directos
o indirectos de violencia en el hogar (Radford, Corral, Bradley y Fisher, 2013),
especialmente cuando las preguntas se formulan en condiciones de confidencialidad y
por evaluadores bien formados (Finkelhor, Vanderminden, Turner, Hamby y
Shattuck, 2014).
A pesar de las dificultades en la valoración de la violencia en la pareja, se han
desarrollado algunos instrumentos para medir la exposición de un o una menor a la
misma.
El Inventario de evaluación del maltrato a la mujer por su pareja (APCM), de
Matud (1998), adaptado por Matud, Caballeira y Marrero (2003). Está diseñado para
evaluar el tipo de maltrato que sufre una mujer por parte de su pareja, pudiendo
valorar así el nivel de exposición de sus hijos e hijas a este. Consta de 56 ítems, que
se agrupan en dos factores: maltrato psicológico y maltrato físico.
Debido a que la situación de violencia incrementa las posibilidades de que se
produzcan otros tipos de maltrato de forma concurrente, se puede utilizar el
Inventario de condiciones de maltrato en la infancia (ICMI), desarrollado por el
equipo de investigación GUIIA-PC de la Universidad de Murcia en 2009, a partir de
las escalas de maltrato psicológico (Oliván-Gonzalvo, 2004), para evaluar la
población con estas características, incluida en el Proyecto de Evaluación,
Diagnóstico e Intervención Psicológica en Menores Tutelados Traumatizados
(PEDIMET). Este inventario fue elaborado con el fin de sistematizar las condiciones
de maltrato que ha sufrido el o la menor directamente por parte del padre u otro
responsable. Consta de 60 ítems y presenta cuatro áreas:
154
1. Negligencia, tanto física como emocional.
2. Maltrato emocional, que incluye aislamiento, degradación, manipulación,
debilidad inducida por malestar o agotamiento físico y amenazas de muerte.
3. Maltrato físico.
4. Abuso sexual.
1. Negligencia.
2. Abuso sexual.
3. Agresión psicológica.
4. Agresión física.
5. Métodos de disciplina no violenta.
Este instrumento dispone de diversas formas, para padres y para niños o niñas.
El Domestic Violence Questionnaire (Task Force on Family Violence, 1993) es un
cuestionario de cribado para ser utilizado por profesionales de la salud y evalúa, a
través de la madre, el tipo de exposición del niño o la niña y las acciones que ella ha
llevado a cabo ante la misma.
Una clasificación relevante en esta área es la Maltreatment Classification Scheme
(Barnett, Manly y Cicchetti, 1993). Esta clasificación valora el tipo, gravedad,
frecuencia, período evolutivo, separación de los cuidadores y la naturaleza de la
relación con el maltratador, obteniendo una puntuación de gravedad para distintos
tipos de maltrato:
1. Abuso físico.
2. Abuso sexual.
3. Fracaso para satisfacer las necesidades básicas.
4. Falta de supervisión.
5. Maltrato emocional.
6. Maltrato moral y/o legal.
7. Maltrato educativo.
8. Abuso de sustancias del cuidador.
155
supervisión, cuidado de los niños, aceptación, aprobación, expectativas, disciplina y
estimulación. Esta escala debe ser cumplimentada por un evaluador que se desplaza
hasta el domicilio del menor.
Para recabar información relevante sobre la historia de violencia de género, así
como la exposición del menor a la misma y las consecuencias psicológicas derivadas,
se puede emplear la Entrevista a la mujer maltratada, ENMMA (GUIIA-PC, 2009a).
La entrevista consta de cuatro partes:
156
ser objeto del presente trabajo, si bien se citan algunos de los más relevantes, como:
Una vez expuestos los diversos instrumentos que posibilitan una evaluación
exhaustiva de las características de la exposición a la violencia de pareja, se pasa a
describir a continuación los instrumentos disponibles actualmente, que permiten
llevar a cabo una evaluación de las consecuencias de la exposición a este tipo de
violencia en la salud mental, así como en la adaptación y el funcionamiento general
de estos menores.
157
relación a las habilidades positivas que disponga el o la menor. A través de la
entrevista se podrá determinar, entre otros aspectos, el nivel de expresión y
comprensión que presenta el o la menor, la capacidad general cognitiva, el nivel de
apertura, el desarrollo de habilidades sociales, así como el tipo de interacción que
establece con los adultos.
En general, es recomendable que las entrevistas sean cortas y presenten formatos
atractivos, con el fin de despertar y mantener la motivación del o la menor. Como en
toda entrevista clínica llevada a cabo con niños o niñas, se hace imprescindible evitar
valorar las respuestas, así como no inducir, sugerir o indicar las mismas (Antequera,
2006).
Concurren distintos elementos que favorecen la conducción de una entrevista
infantil:
Las entrevistas varían en función de su formato, así como de la edad a la que van
dirigidas. Precisan de entrenamiento para su utilización, y deben ser aplicadas por
especialistas de la salud mental. Actualmente son muy utilizadas, ya que permiten
homogeneizar los datos obtenidos.
158
Existen diferentes formatos de entrevista según el nivel de estructuración. En este
sentido, se distingue entre:
Las entrevistas estructuradas, además, muestran una serie de ventajas sobre los
otros formatos, entre las que se encuentra el incremento de la fiabilidad diagnóstica,
ya que disminuyen el efecto del sesgo del entrevistador, permiten la descripción de
conductas, facilitan la comunicación entre profesionales, permiten el contraste
diagnóstico y requieren especialización clínica. De igual modo, presentan una serie
de inconvenientes: valoran solo síndromes del modelo, según la clasificación
diagnóstica en la que se basan, precisan una alta inversión de tiempo, y pueden
manifestarse problemas debido a desfases producidos por cambios taxonómicos.
Por ser las más estudiadas, a través de diversos estudios empíricos que avalan su
fiabilidad y validez, a continuación se detallan las entrevistas estructuradas más
utilizadas en evaluación infantojuvenil.
A) Entrevistas estructuradas
159
adolescentes de 9 a 17 años, la presencia de trastornos psiquiátricos del eje I,
recogidos en el sistema de clasificación multiaxial DSM-IV. Esta entrevista fue
revisada (Shaffer et al., 1993), dando lugar a la Diagnostic Interview Schedule for
Children and Adolescents Revised, DISC-R. Presenta dos formatos de aplicación, uno
para padres (DISC-P), y otro para niños, niñas y adolescentes de 9 a 17 años (DISC-
C). Cada pregunta se corresponde con estos criterios compatibles con el DSM-IV y la
CIE-10, es decir, permite un diagnóstico preciso de acuerdo con los criterios que
proponen estas clasificaciones. El formato de respuesta incluye tres posibles
opciones: «no», «algunas veces» y «sí». La DISC-3 consta de varios módulos, uno
para evaluar cada tipo de trastornos:
160
información que aporta la DICA-R permite discriminar entre grupos de niños
comunitarios y clínicos (De la Osa, Ezpeleta, Domenech, Navarro y Losilla, 1996).
La Entrevista infantil para síndromes psiquiátricos (Children’s Interview for
Psychiatric Syndromes, ChIPS; Weller, Weller, Fridstad y Rooney, 1999; Weller,
Weller, Fristad, Teare y Schecter, 2000), adaptada a población española por Molina,
Gómez, Zaldívar y Moreno (2006), se aplica a menores de entre 6 y 18 años que
tengan una capacidad intelectual mayor o igual a 70. Basada en los criterios del
DSM-IV (APA, 1994), esta entrevista contiene un apartado sobre factores
psicosociales anómalos. La entrevista incluye tres módulos:
B) Entrevistas semiestructuradas
161
comportamental-emocional.
3. Preguntas referentes al área familiar.
TABLA 5.1
Resumen de las entrevistas estructuradas y semiestructuradas de evaluación infanto-
juvenil
Adaptación/validación
Nombre Edad Autor/año Características
al castellano
162
compañeros.
ChIPS, Entrevista 6-18 Weller, — Basada en los criterios del Molina et al. (2006).
infantil para Weller, DSM-IV (APA, 1994).
síndromes Fristad, — Incluye información sobre
psiquiátricos Teare y factores psicosociales
(Children’s Interview Schecter, anómalos.
for Psychiatric 2000.
Syndrome).
FUENTE: Tomado de la Guía de Práctica Clínica sobre la Depresión Mayor en la Infancia y en la Adolescencia
(Ministerio de Sanidad y Política Social, 2009).
163
(Achenbach, 1991a), que evalúa sintomatología de tipo internalizante y
externalizante. Presenta dos modalidades atendiendo a la edad de los menores, una
para niños y niñas de 1 año y medio a 5 años, y otra para niños y niñas de 6 a 18 años.
Los informantes de ambos cuestionarios son los padres o cuidadores principales.
Estos cuestionarios constan de dos partes:
164
psicopatología en niños y adolescentes y se cumplimentan por los padres y
profesores. Presentan dos formatos:
1. Menores de 5 a 12 años.
2. Entre 13 y 18 años.
Las DSMD están constituidas por 111 ítems en la versión infantil, y por 110 en la
versión adolescente. El formato de respuesta es tipo Likert de cinco puntos (0 =
Nunca; 1 = Pocas veces; 2 = Algunas veces; 3 = Muchas veces; 4 = Casi siempre).
Finalmente, el Eyberg Child Behavior Inventory (Eyberg y Robinson, 1983;
Robinson, Eyberg y Ross, 1980) es un instrumento que se diseñó específicamente
para evaluar trastornos de conducta en la infancia entre los 2 y los 12 años. Está
organizado en 36 ítems, que son valorados por los padres.
Por otra parte, se han desarrollado otros instrumentos con formato de autoinforme,
directamente cumplimentados por los niños, las niñas y los adolescentes. Algunos de
los más utilizados por clínicos e investigadores son los siguientes.
El Youth Self Report, YSR (Achenbach, 1991b), que es un autoinforme para niños,
niñas y adolescentes de 11 a 18 años. Evalúa sintomatología internalizante y
externalizante a través dos partes:
1. Fobias específicas.
2. Ansiedad de separación.
3. Ansiedad generalizada.
4. Depresión/distimia.
5. Oposición.
6. Problemas de conducta.
7. Déficit de atención/hiperactividad.
8. Puntos fuertes/capacidades.
165
problemas de conducta, entre otras. Incluye, asimismo, una anamnesis del o la menor,
y un sistema de observación en el aula.
Y por último, el Revised Behavior Problem Checklist, RBPC (Quay y Petterson,
1987), que no ha sido adaptado a población española. Consta de un listado de
conductas problema y se aplica a niños, niñas y adolescentes de entre 5 y 18 años de
edad. Está constituido por 89 ítems que valoran seis dimensiones:
A) Agresividad o ira
1. Autorregulación y autocontrol.
2. Resistencia al dolor y al estrés.
3. Resistencia a la tentación.
4. Resistencia al retraso en la recompensa.
B) Conducta delictiva
166
Como ya se ha comentado en el capítulo 2, las conductas predelictivas o delictivas
pueden manifestarse también en menores expuestos a violencia de género en la
pareja. Por ello, la evaluación de esta área es relevante, destacando a continuación
algunos de los instrumentos que se utilizan de forma más frecuente.
Cuestionario de conductas antisociales-delictivas, AD (Seisdedos, 1987). Este
inventario puede aplicarse desde los 11 a los 17 años. Consta de 40 ítems con formato
de respuesta dicotómico, a través de los cuales se evalúan dos áreas:
C ) Ansiedad
Del mismo modo, la sintomatología ansiosa suele ser común en los menores
expuestos a violencia de género en la pareja, por lo que es necesaria su evaluación.
Uno de los instrumentos más utilizados en esta área es el State-Trait Anxiety
Inventory for Children, STAIC (Spielberger, Goursch y Lushene, 1982), cuya
adaptación a población española (Cuestionario de ansiedad estado/rasgo en niños,
STAIC) se llevó a cabo por Seisdedos (1990). El STAIC evalúa la sintomatología
ansiosa en niños, niñas y jóvenes entre 9 y 15 años, valorando la ansiedad-estado
(AE), y la ansiedad-rasgo (AR) a través de 40 ítems, 20 para cada escala, con un
formato de respuesta tipo Likert de 3 puntos (0 = Nada; 2 = Algo; 3 = Mucho).
Otro instrumento para evaluar la ansiedad es la Escala de ansiedad manifiesta
para niños, Children´s Manifest Anxiety Scale, CMAS (Castaneda, McCandless y
Palermo, 1956). Existe una versión revisada Revised Children’s Manifest Anxiety
Scale, RCMAS (Reynolds y Richmond, 1978), más utilizada en la actualidad. Esta
167
escala, adaptada por Sosa, Capafons y López (1990), es una medida de 53 ítems que
evalúan los niveles de ansiedad en niños, niñas y adolescentes de entre 6 y 19 años,
con un formato de respuesta dicotómico verdadero/falso. Está formada por tres
escalas:
1. Ansiedad fisiológica.
2. Inquietud/hipersensibilidad.
3. Preocupaciones sociales.
La Spence Children Anxiety Scale, SCAS (Spence, 1997), evalúa los síntomas
principales de los distintos trastornos de ansiedad y dispone de versión en castellano.
Para la valoración de niños y niñas de 6 a 8 años encontramos el Cuestionario de
ansiedad infantil, CAS (Gillis, 1989), que evalúa los síntomas de ansiedad mediante
20 ítems con dos alternativas de respuesta. Existe adaptación española.
Por otro lado, para la estimación de la sensibilidad a la ansiedad, es decir, el miedo
a sufrir síntomas de ansiedad, se puede utilizar el Childhood Anxiety Sensitivity Index
(CASI) (Silverman, Fleisig, Rabian y Peterson, 1991), versión para niños, niñas y
adolescentes elaborada a partir de una modificación de la conocida versión para
adultos Anxiety Sensitivity Index (ASI). La adaptación española fue realizada por
Sandín y Chorot (Sandín, 1997).
Igualmente se puede valorar la sintomatología ansiosa a través de entrevistas
semiestructuradas como la Anxiety Disorders Interview Schedule for Children, ADIS-
C/P (Silverman y Nelles, 1988; Silverman y Albano, 1996), que evalúa los trastornos
de ansiedad en niños y niñas de 6 a 17 años. Dispone de una versión para padres y
otra para niños y niñas.
168
de las condiciones para que un instrumento sea eficaz es que esté estandarizado y
baremado, hasta hoy la mayoría de escalas existentes, relacionadas con el trauma en
niños, niñas y adolescentes, son relativamente nuevas y aún no reúnen los criterios
psicométricos necesarios (Balaban, 2006; Ohan et al., 2002; Ruggiero y McLeer,
2000; Saigh et al., 2000).
Así, entre las actuales medidas para valorar los síntomas de TEPT se encuentran
tanto entrevistas como otros instrumentos (cuestionarios, escalas, autoinformes, etc.),
con formatos diseñados para ser aplicados a menores, a padres o para ambos
(Hawkins y Radcliffe, 2006).
En relación a las entrevistas, se encuentran algunas específicas que valoran el
TEPT.
La primera es la Childhood PTSD Interview Child Form, CPTSDI-C/Childhood
PTSD Interview-Parent, CPTSDI-P (Fletcher, 1996b). Es una entrevista estructurada,
basada en los criterios DSM-IV, que tiene como objetivo evaluar los síntomas de
TEPT, además de otras características asociadas al trastorno. Se aplica a menores de
entre 7 y 18 años, y dispone de una versión para padres.
Otra entrevista de uso frecuente es la Clinician Administered PTSD Scale for
Children and Adolescents, CAPS-CA (Nader et al., 1998), adaptada de la versión para
adultos Clinician-Administered PTSD Scale, CAPS (Blake et al., 1990). Está basada
en los criterios DSM y tiene como objetivo la detección, diagnóstico diferencial y
confirmación de un diagnóstico de trastorno de estrés postraumático, o la
identificación de trastorno por estrés agudo. Se aplica a menores de 8 a 15 años, y
consta de 53 ítems.
Una entrevista semiestructurada novedosa es la Posttraumatic Stress Disorder
Semi-Structured Interview and Observational Record for Infants and Young Children,
PTSDSSI (Scheeringa y Zeanah, 1994; Scheeringa, Zeanah, Myers y Putnam, 2003).
Esta entrevista evalúa la sintomatología TEPT, y está basada igualmente en criterios
DSM-IV, o criterio alternativo sensible al desarrollo (Scheeringa, Peebles, Cook y
Zeanah, 2001). Se administra a los padres de niños y niñas entre 0 y 7 años.
A continuación se pasa a describir aquellos instrumentos que recaban información
sobre TEPT, diseñados para ser cumplimentados por los cuidadores o por los propios
menores (autoinforme).
Una escala muy utilizada es la UCLA PTSD Index for DSM-IV (Pynoos,
Rodríguez, Steinberg, Stuber y Frederick, 1998; Steinberg, Brymer, Decaer y Pynoos,
2004), cuya versión original es la CPTSD-RI (Nader, Pynoos, Fairbanks y Frederick,
1990). Existen dos versiones en formato de screening: una que contiene 7 ítems, y
otra con 9. Tiene como objetivo detectar la presencia de cualquier tipo de evento
traumático y la frecuencia de síntomas TEPT, según criterios DSM-IV. Asimismo, se
ha desarrollado una versión para niños (7 a 12 años), otra para adolescentes (13 a 18)
y otra para padres.
Entre los instrumentos dirigidos a padres o a cuidadores podemos encontrar el
CBCL (Achenbach y Edelbrock, 1983; Achenbach, 1991a), ya comentado
anteriormente; este cuestionario es de naturaleza dimensional y dispone de un
169
subconjunto de ítems para el screening de TEPT en sus dos versiones, para
preescolares y para menores de 4 a 16 años.
El Trauma Symptom Checklist for Young Children, TSCYC (Briére et al., 2000;
Briére et al., 2001), basado en el Trauma Symptom Checklist for Children, TSCC
(Briére, 1996), consta de 90 ítems y se aplica a niños y niñas de entre 3 y 12 años.
Finalmente, la Pediatric Emocional Distress Scale, PEDS (Saylor, Swenson,
Reynolds y Taylor, 1999), se cumplimenta por los padres de niños y niñas entre 2 y
10 años. Evalúa la sintomatología de TEPT a través de 21 ítems con formato de
respuesta tipo Likert de cuatro puntos (1 = Casi nunca; 2 = A veces; 3 = Bastante; 4 =
Muy a menudo). De los ítems, 4 hacen referencia al evento traumático y los 17
restantes a sintomatología TEPT, agrupados en torno a ansiedad, evitación/temor y
susceptibilidad emocional.
En relación a los autoinformes, diseñados para ser cumplimentados por los propios
menores, algunos de los más empleados son:
170
IES (Horowitz, Wilner y Álvarez, 1979) y en la versión de niños IES-8
(Dyregrov y Yule, 1995; Smith, Perrin, Dyregrov y Yule, 2003), se emplea en
niños y niñas a partir de 8 años, y consta de 13 ítems. Se mide la frecuencia con
la que se ha experimentado cada uno de los 13 ítems durante los pasados 7 días,
usando una escala tipo Likert: «0 = No en absoluto, 1 = Raramente, 2 =
Algunas veces, 3 = Con frecuencia».
— El Children’s Impact of Traumatic Events Scale, CITES-II (Wolfe, Gentile,
Michienzi, Sas y Wolfe, 1991), cuya versión original es el CITES (Wolfe,
Wolfe, Gentile y LaRose, 1986), inicialmente se utilizó como entrevista
estructurada, si bien se emplea frecuentemente como medida de autoinforme.
Está basado en criterios DSM-IV. Originalmente fue diseñado para evaluar
reacciones en abuso sexual infantil, aunque actualmente es usado con jóvenes
expuestos a cualquier clase de eventos potencialmente traumáticos. Muchos de
los ítems se refieren a abuso sexual. Puede ser puntuado por diagnóstico DSM-
IV o como una medida continua. La edad de aplicación es de 8 a 16 años, y
consta de 78 ítems. Se organiza en 11 subescalas, divididas en 4 dimensiones:
TEPT (pensamientos intrusivos, evitación, hiperarousal y ansiedad sexual),
eroticismo, atribuciones del abuso (odio a sí mismo y culpa, impotencia,
vulnerabilidad personal y mundo peligroso), y reacciones sociales (reacciones
negativas a otros y apoyo social). La subescala TEPT consta de 24 ítems
basados en la escala para adultos, IES (Horowitz et al., 1979), incluyendo
preguntas para evaluar el hiperarousal. Los restantes 54 ítems proceden de la
CITES original. Asimismo, evalúa otros síntomas, particularmente aquellos
asociados con violencia interpersonal o abuso sexual. El formato de respuesta
es tipo Likert de 3 puntos: «No verdadero», «Algo verdadero» y «Muy
verdadero».
— El Child PTSD Symptom Scale, CPSS (Foa, Johnson, Feeny y Tredwell, 2001),
está basado en la versión de adultos Postraumatic Stress Diagnostic Scale, PDS
(Foa, Cashman, Jaycox y Perry, 1997). Puede ser utilizado como autoinforme o
como entrevista clínica estructurada (Foa et al., 2001), si bien se suele emplear
más frecuentemente como autoinforme. Se fundamenta en los criterios DSM-
IV, y tiene como objetivo evaluar la incidencia y la gravedad de síntomas de
estrés postraumático en menores de edades comprendidas entre los 8 y 18 años.
Consta de tres subescalas: pensamientos intrusivos, evitación e hiperarousal.
La primera parte está formada por 17 ítems, con formato de respuesta tipo
Likert de cuatro puntos, que permite obtener una puntuación de cada subescala
y una total. La segunda parte consta de 7 ítems adicionales, puntuados
dicotómicamente, que evalúan el nivel de interferencia de la sintomatología
TEPT en distintas áreas específicas de la vida. Los datos normativos no se han
publicado.
En este punto es preciso señalar que diversos autores consideran que existe un
cuadro complejo de síntomas, que no son los típicos del TEPT, presentes en menores
171
expuestos a diversos tipos de violencia interpersonal (como el maltrato y la
exposición a violencia de género en la pareja), denominado trauma complejo, en fase
de validación empírica por la APA en la actualidad. No se han desarrollado muchos
instrumentos para la valoración de este nuevo diagnóstico, debido a que su estudio es
muy incipiente, si bien a continuación se exponen las primeras aportaciones en esta
línea.
La entrevista estructurada del trastorno de estrés extremo, SIDES (Pelcovitz et
al., 1997), desarrollado por el grupo de trabajo del DSM-IV, se diseñó con la
intención de evaluar la sintomatología DESNOS (Complex Trauma and Disorders of
Extreme Stress). Distintos estudios llevados a cabo muestran las propiedades
psicométricas que presenta, apoyando su fiabilidad como un instrumento diagnóstico
y como una medida continua de severidad de síntomas para el diagnóstico en
conjunto (Spinazzola, Blaustein, Kisiel y van der Kolk, 2001).
El Inventario autoinformado del trastorno de estrés extremo, SIDES-SR
(Spinazzola et al., 2001), es un autoinforme que valora los posibles cambios
acontecidos en la sintomatología característica de las distintas áreas del DESNOS.
Por último presentamos el Listado de indicadores de sintomatología DESNOS
(GUIIA-PC, 2007a). Este listado se diseñó para ser cumplimentado por el evaluador,
el cual debe valorar los quince síntomas centrales del diagnóstico del Trastorno por
estrés postraumático complejo, o DESNOS. Las respuestas se puntúan en una escala
tipo Likert de seis puntos, en función de la gravedad del síntoma (de 1 = Nada a 6 =
Mucho). Combina síntomas del trastorno por estrés postraumático complejo o de la
categoría actual en el DSM-IV-TR, trastorno por estrés postraumático no especificado
(DESNOS), y parte del listado de síntomas propuesto por Herman (1992). Evalúa seis
áreas, cada una de las cuales contiene cinco subescalas, y una séptima referida a la
impresión clínica global:
172
indican que la mayor parte de los síntomas del trauma complejo están presentes en
más de la mitad de este grupo de menores maltratados (López-Soler, 2008).
E ) Depresión
173
de 0 a 3. Se aplica a niños, niñas y adolescentes de entre 10 y 17 años.
— Para niños y niñas pequeños de entre 2 y 4 años, el Preschool Children
Depression Checklist (Levi, Sogos, Mazzei y Paolesse, 2001) puede ser útil.
Está compuesto por 39 ítems que evalúan tres dimensiones: falta de vitalidad,
tendencia al aislamiento y agresividad.
— Por último, para adolescentes a partir 16 años se puede utilizar el Inventario de
depresion de Beck, BDI-II (Beck, Steer y Brown, 1996), cuya versión española
fue desarrollada por Sanz y Navarro (2003).
F ) Autoconcepto-autoestima y autoeficacia
Como apunta Bolger (1997), los niños y las niñas maltratados presentan una baja
autoestima y déficit en el autoconcepto, asociados a problemas de adaptación como
ansiedad, depresión y problemas de conducta. Para valorar el autoconcepto y la
autoestima se puede utilizar el Cuestionario AC (Martorell, Aloy, Gómez y Silva,
1993) para niños y adolescentes; o la Escala de autoestima (Rosenberg, 1965),
adaptada por Vázquez, Jiménez y Vázquez-Morejón (2004) para evaluar la
autoimagen positiva o negativa en niños, niñas y adolescentes; al igual que la
subescala del CDI de autoestima, que proporciona un indicador de autoestima
negativa. La Escala de autoconcepto de sí mismo (Piers y Harris, 1969) es uno de los
instrumentos más difundidos y utilizados para evaluar el autoconcepto en niños, niñas
y adolescentes desde primero de Educación Primaria. Consta de 80 ítems con formato
de respuesta dicotómico (Sí/No); 36 de ellos están formulados en sentido positivo y
44 en sentido negativo.
G) Funcionamiento cognitivo
1. Compresión verbal.
2. Razonamiento perceptivo.
3. Memoria de trabajo.
4. Velocidad de procesamiento.
174
las áreas cognitivas verbal y manipulativa, así como el índice CI Total que representa
la capacidad intelectual general del niño de edades comprendidas entre 2 años y
medio y 7 años y 3 meses.
La Batería de evaluación de Kaufman para niños, K-ABC (Kaufman y Kaufman,
1983) incluye 16 tests que valoran tres escalas:
1. Procesamiento simultáneo.
2. Procesamiento secuencial.
3. Conocimientos.
175
valoración de la lectoescritura podemos utilizar el Test de análisis de la lectura y la
escritura, TALE (Toro y Cervera, 1980), que evalúa las características esenciales del
aprendizaje de la lectura y escritura, y se aplica a niños y niñas de entre 6 y 10 años
en los primeros cursos de primaria.
I ) Inventarios de desarrollo
1. Personal/social.
2. Adaptativa.
3. Motora.
4. Lenguaje.
5. Cognitiva.
Está constituido por más de 300 elementos y puede aplicarse en una forma
abreviada o screening. Los procedimientos para obtener la información son de tres
tipos:
1. Examen estructurado.
2. Observación (clase, casa).
3. Información (padres, profesores o tutores).
También las Escalas BAYLEY de desarrollo infantil, BSID (Bayley, 1969), que
constan de tres escalas que contribuyen a evaluar el desarrollo del niño y la niña
durante los dos primeros años de vida:
176
3. La escala de registro del comportamiento, que permite evaluar la naturaleza de
las orientaciones sociales y objetivas hacia el entorno.
J) Funciones neuropsicológicas
1. Psicomotricidad.
2. Lenguaje.
3. Atención.
4. Estructuración espacial y visopercepción.
5. Memoria.
6. Estructuración rítmico-temporal.
7. Lateralidad.
1. Motricidad.
2. Lenguaje oral.
3. Rapidez de procesamiento.
4. Memoria verbal y no verbal.
K ) Adaptación psicosocial
177
diferentes:
Entre las características del niño o la niña que le ayudan a hacer frente a las
situaciones adversas, se encuentran, entre otras: capacidad intelectual alta, autoestima
elevada, talento individual, las creencias religiosas, tener una buena situación
socioeconómica y contar con una red social suficientemente cálida (Osofsky, 1999),
así como con suficientes habilidades sociales (Olaya et al., 2008).
En general, las variables mediadoras se pueden dividir en dos grandes bloques:
178
3.1.1. Socialización
1. Liderazgo.
2. Jovialidad.
3. Sensibilidad social.
4. Respeto-autocontrol.
1. Agresividad-terquedad.
2. Apatía-retraimiento.
3. Ansiedad-timidez.
179
favorecer que la identificación se produzca con la víctima y no con el agresor,
aumentando las posibilidades de no desarrollar conductas agresivas.
En esta línea, se pueden utilizar instrumentos como la Escala de conductas
prosociales (Prosocial Behavior Scale, de Caprara y Pastorelli, 1993; Del Barrio et
al., 2001). Esta escala de 15 ítems evalúa la conducta de ayuda, de confianza y
simpatía, a través de tres alternativas de respuesta, que permiten detectar la frecuencia
con la que ocurre cada una de las conductas descritas.
El Índice de empatía para niños y adolescentes, IECA (Bryant, 1982), consta de
22 ítems que evalúan el componente emocional de la empatía, relacionado con la
capacidad del menor de mostrar empatía hacia los demás. Del mismo modo, el
Prosocial Reasoning Objective Measure, PROM (Carlo, Eisenberg y Knight, 1992;
Mestre et al., 2002), evalúa el razonamiento que el sujeto lleva a cabo ante un
problema o una necesidad de otra persona que implica una respuesta de ayuda. Las
respuestas que el sujeto proporciona en las siete «historias» que se le plantean
puntúan en diferentes estilos de razonamiento: hedonista, orientado a la necesidad,
orientado a la aprobación de otros, estereotipado e interiorizado. Este instrumento
permite discriminar entre sujetos que justifican la situación en función de sus
intereses personales, sujetos que se sienten más presionados por la aprobación externa
(el atenimiento a la autoridad), y sujetos que se guían más por principios personales o
criterios de igualdad, por asumir la responsabilidad y por la anticipación de
consecuencias positivas y/o negativas que se pueden derivar de una determinada
acción.
3.1.3. Autoeficacia/afrontamiento
180
Report Coping Measure (Causey y Dubow, 1992). Se presenta en formato de
autoinforme para niños de 9 a 12 años, y evalúa estrategias de afrontamiento, entre
las que se encuentran: búsqueda de apoyo social, solución de problemas y estrategias
de evitación, como distanciamiento, exteriorización e interiorización.
Por último, Frydenberg y Lewis (1996) diseñaron las Escalas de afrontamiento
para adolescentes, que evalúan las estrategias de afrontamiento en esa edad, en
concreto tres tipos:
181
definen tres dimensiones: relaciones, desarrollo y estabilidad.
La Parenting Stress Index PSI (Abidin, 1993) evalúa, mediante 120 ítems (la
versión completa), las causas de una interacción disfuncional por parte de los padres
hacia sus hijos e hijas, planteándose que el estrés global que experimentan en el
ejercicio de la paternidad/maternidad puede producirse en función de ciertas
características del niño o de la niña, de los propios padres, y/o de variables
situacionales que se relacionan directamente con el papel de ser cuidador primario.
Además, identifica las fuentes intrafamiliares de estrés.
Para concluir, el Inventario familiar de sucesos y cambios vitales, FILE
(McCubbin, Patterson y Wilson, 1985), permite obtener un índice global de estrés
experimentado en términos de sucesos y cambios vitales estresantes en la unidad
familiar. Está compuesto por 71 sucesos y cambios vitales en diferentes áreas.
1. Educación sobreprotectora.
2. Educación inhibicionista.
3. Educación punitiva.
4. Educación asertiva.
182
El Child’s Report of Parent Behavior Inventory, CRPBI (Schaefer, 1965; Samper,
Cortés, Mestre, Nácher y Tur, 2006), evalúa la disciplina familiar que perciben los
hijos y las hijas tanto en la relación con el padre como con la madre. Los ítems
plantean diferentes situaciones propias de la vida y de la educación familiar, a las que
el sujeto debe contestar en una escala de tres puntos. Este instrumento valora
diferentes dimensiones, siendo las principales amor, autonomía, control y hostilidad.
El Cuestionario de aceptación rechazo parental, PARQ (Ronher, Saavedra y
Granum, 1978) permite conocer las percepciones de los padres acerca de su conducta
en la relación con sus hijos e hijas, así como las percepciones de estos respecto al
trato que reciben de su padre y de su madre, a través de cuatro dimensiones:
1. Calor/afecto.
2. Hostilidad/agresión.
3. Indiferencia/negligencia.
4. Rechazo indiferenciado.
Por último, el Discipline Practice Scales (Goodman et al., 1998) evalúa el tipo de
disciplina de los padres, y el Parenting Dimensions Inventory, PDI (Power, 1993),
valora habilidades de crianza de los padres.
Para considerar las situaciones de cambio, tanto con respecto a personas como a
lugares, como consecuencia de la situación de violencia de género en la pareja, así
como el impacto que estas han provocado en el niño o la niña, uno de los
cuestionarios que más se utiliza es el Life Event Checklist (Johnson y McCutcheon,
1980). Por otro lado, también se pueden utilizar escalas que valoran la sintomatología
TEPT, con el fin de explorar si algún cambio supone un impacto negativo para el o la
menor.
183
Es relevante valorar los posibles trastornos de personalidad en la madre, por la
complicada interacción que estos pueden tener con la situación de violencia de
género. Para ello se puede utilizar el Cuestionario de personalidad situacional, CPS
(Fernández-Seara, Seisdedos y Mielgo, 2004); el Inventario Million de estilos de
personalidad, MIPS (Million 1994); el Inventario multifásico de personalidad de
Minessota-2 (Hathaway y Mcklinley 1943; Butcher et al., 1989) y el Inventario
clinico multiaxial de Million II, MCMI II (Million, 1997; TEA, 2000). Este último
detecta las dificultades emocionales y personales en el campo de la psicopatología.
La nueva versión actualizada incluye una escala de personalidad depresiva y otra
sobre estrés postraumático.
Por otro lado, es conveniente valorar la sintomatología de TEPT en las madres, lo
cual podría llevarse a cabo a través de la Escala de gravedad de síntomas del TEPT
(Echeburúa y Corral, 2003).
Del mismo modo es importante evaluar la presencia de sintomatología depresiva o
ansiosa, para lo que podrían utilizarse, por una parte, el Inventario de depresión de
Beck, BDI (Beck y Steer, 1995), y por otra el Cuestionario de ansiedad estado-rasgo,
STAI (Spielberg, Gorsuch y Lushene, 1970; TEA, 1982), así como determinar la
autoestima de la madre, ya que interviene de alguna forma en los procesos
psicopatológicos comentados anteriormente, por lo que se podría aplicar el
Rosenberg Self-Esteem Inventory (Rosenberg, 1965).
Además, es primordial detectar el grado de peligro en el que se encuentra la madre
con respecto al agresor; para ello se dispone de la Entrevista de valoración de
peligrosidad (De Luis, 2004).
184
los o las menores de la exposición a violencia de género en la pareja, así como para la
evaluación de los factores mediadores tanto en el niño y la niña como en el ambiente.
TABLA 5.2
Propuesta de protocolo de evaluación en infancia expuesta a violencia de género,
PEIV (GUIIA-PC, 2010)
185
TAMAI. Test autoevaluativo Hernández. 2004 8-18 Niños o
Adaptación multifactorial de adaptación niñas.
infantil. Adolescentes.
TABLA 5.3
Propuesta de protocolo de evaluación de variables mediadoras en la exposición
infantil a la violencia de género (PEMIV) (GUIIA-PC, 2010)
186
Subescala insatisfacción con los
hermanos.
4. CONCLUSIONES
187
período evolutivo en el que se produce, si ha habido o no separación de los
cuidadores y la naturaleza de la relación con el maltratador.
— La evaluación de la salud mental de niños, niñas y adolescentes: la necesidad
de realizar una evaluación adecuada debe partir en primer lugar del uso de las
entrevistas psicodiagnósticas (ya sean estructuradas o semiestructuradas),
aplicadas tanto a la madre como al/los menores, con el fin de obtener
información acerca de la situación actual del niño, la niña y el adolescente a
nivel global, así como de las circunstancias contextuales actuales. Las
entrevistas varían en función de su formato y de la edad a la que van dirigidas.
Además, precisan de entrenamiento para su utilización y deben ser aplicadas
por especialistas de la salud mental.
En segundo lugar se utilizan instrumentos para evaluar sintomatología
general en los menores, ya sea de tipo externalizante y/o internalizante,
presente muy frecuentemente en población expuesta a violencia de género. Las
pruebas, generalmente, son cumplimentadas por padres u otros cuidadores
significativos.
En tercer lugar se emplean pruebas destinadas a evaluar sintomatología específica,
concretamente agresividad o ira, conducta delictiva, ansiedad, trastorno por
estrés postraumático y trauma complejo. Asimismo se evalúan otras áreas,
como autoconcepto, autoestima y autoeficacia, funcionamiento cognitivo,
trastornos del aprendizaje, aspectos básicos del desarrollo, funciones
neuropsicológicas y adaptación psicosocial. En la mayoría de estas es el menor
el que efectúa la prueba, presentada en formato de autoinforme.
— Evaluación de las variables mediadoras: por una parte, se aplican las que
dependen de las características individuales de niños o niñas (socialización,
conducta prosocial y autoeficacia/afrontamiento); por otra, aquellas que
dependen del contexto familiar y social (ambiente familiar, estilos educativos y
habilidades de crianza, posibles cambios acontecidos, salud mental de las
madres y percepción de apoyo).
188
6
Intervención psicológica
1. INTRODUCCIÓN
Los problemas psicológicos y sociales que desarrollan los hijos y las hijas de
mujeres maltratadas son diversos, tanto en tipo como en intensidad, y pueden abarcar
una, varias o todas las áreas de desarrollo psicológico y de adaptación. Además de las
características emocionales y conductuales previas al maltrato del menor, del impacto
que este ejerce en ellos y de su resistencia frente a la adversidad, hay otros muchos
factores que van a influir en su bienestar, entre los que cabe destacar: la presencia de
algunas personas que posibiliten un contacto permanente y la creación de un vínculo
afectivo positivo, o en términos de Barudy y Dantagnan (2005) «un tutor de
resiliencia». En este sentido, puede o no disponer de un profesor o una profesora que
le trate de forma motivadora, puede o no tener amigos o amigas, puede estar o no en
un entorno comunitario con recursos para atender sus problemas de salud, y así se
puede enumerar un largo listado de variables que personalizan los aspectos concretos
que cada menor necesita resolver. Por ello, en la atención clínica a menores expuestos
a violencia de género intrafamiliar es muy importante atender los problemas
psicopatológicos específicos, la situación familiar concreta, y establecer contacto con
recursos que puedan mejorar las condiciones concretas deficitarias o claramente
inadecuadas de su ambiente. De no llevar a cabo un enfoque integral, los factores que
determinan o mantienen el problema no desaparecen, y por tanto el tratamiento tiene
pocas probabilidades de ser eficaz.
Algunos programas de intervención dirigidos a hijos e hijas de mujeres
maltratadas consisten en una serie de sesiones terapéuticas llevadas a cabo con la
madre y/o con los hijos, que pueden presentar un formato individual, grupal o
combinado, orientadas a modificar las creencias machistas y a prestar ayuda social y
jurídica a las mujeres maltratadas. Otras intervenciones se centran en la aplicación de
tratamientos clínicos de enfoque sistémico, psicodinámico, cognitivo-conductual o de
otro tipo, que se dirigen específicamente a abordar el trastorno concreto desarrollado
por el menor, pero no incorporan en el proceso terapéutico aspectos familiares,
educativos y sociales integrados, orientándose a disminuir la psicopatología
exclusivamente de las madres y/o de los hijos.
En la información de la que se dispone actualmente destaca la necesidad de
atender de forma integral a cada menor y coordinar diferentes tipos de recursos con el
fin de que su vida mejore. De lo contrario se podrían estar realizando intervenciones
iatrogénicas, aunque inicialmente se desarrollen con las mejores intenciones. Como
189
han puesto de manifiesto los equipos multiprofesionales en la atención a la infancia
maltratada (Barudy, 1998), el problema no es estrictamente clínico, legal y/o
sanitario, y por tanto específico para diferentes ámbitos profesionales, sino que este
abordaje puede estigmatizar a las víctimas y dejar a salvo la conciencia de todo el
sistema social y de sus instituciones. Desde esta perspectiva, influir en las familias
(madre y otros componentes), el colegio, el barrio o los servicios sanitarios, sociales y
judiciales, generando una red activa que modifique las creencias erróneas sobre este
grave problema provocado, mantenido y/o consentido por toda la sociedad, y
cambiando sus comportamientos ante estos sucesos, es el objetivo a conseguir.
Considerar que los niños y las niñas son ajenos al problema y no les afecta el
maltrato que sufre la madre es un fenómeno demasiado frecuente y evidentemente
falso. Es común pensar que si no ocurre habitualmente delante de los hijos y las hijas
puede no afectarles, sobre todo si la madre lo oculta, lo que favorece que estas
consideren habitualmente que su tragedia no ha modificado la forma de ser y
comportarse de sus hijos e hijas. Las intervenciones, por tanto, deben tener en cuenta
todo este complejo entramado, en el cual se mezclan alteraciones emocionales y
comportamentales, tanto de madres como de hijos, con patologías sociales y
procedentes del ámbito familiar y social.
Se puede distinguir, por un lado, entre intervenciones comunitarias, cuyo objetivo
es prevenir el desarrollo de creencias relativas a las relaciones entre hombres y
mujeres, o provocar los cambios de estas creencias y actitudes sobre la percepción
que se tiene acerca de estas relaciones, sobre el amor, la violencia y las reacciones
ante la misma; y por otro, intervenciones clínicas, enfocadas a tratar las
consecuencias de la exposición a este tipo de violencia, que serán expuestas en detalle
a lo largo del siguiente apartado.
En general, por tanto, los tratamientos psicológicos con hijos e hijas de mujeres
maltratadas pueden organizarse en función de dos focos:
190
deben ser expertos en técnicas y dinámica de grupos, con el fin de no validar, por
empleo de tiempo y/o atención, a los miembros participantes más activos, intentando
que las evidencias a favor de la igualdad, respeto y tolerancia prosperen, ya que se
intenta disminuir las creencias y comportamientos que justifican la violencia de
género. Peled y Davis (1995a, b) describen cuatro objetivos generales a tener en
cuenta en los programas de formato grupal:
191
Menores:
Padres:
192
siguientes casos:
a) A mayor duración del tratamiento (la media de las muestras estudiadas era de
14 semanas para los niños y 21,6 para los padres) y mayor número de sesiones.
b) Cuando el tratamiento va dirigido al menor y al tutor, frente a cuando implica
solo al menor o a toda la unidad familiar.
c) Cuando el tratamiento del menor se realiza en sesiones mixtas (individuales y
grupales).
d ) Cuando la experiencia de los terapeutas es mixta (diferente nivel de
experiencia).
e) Cuando se utiliza un manual protocolizado de tratamiento.
193
En nuestro país este tipo de acercamientos ha sido utilizado con éxito para el
tratamiento del TEPT principalmente por dos equipos, el de Echeburúa (País Vasco),
tanto en mujeres adultas (Echeburúa, de Corral, Amor, Sarasua y Zubizarreta, 1997;
Sarasua, Echeburúa, Zubizarreta y de Corral, 1998; Zubizarreta, Echeburúa, Sarasua
y de Corral, 1998) como en niñas (Echeburúa y Guerricaechevarría, 2000), y el de
Botella (Valencia), aplicado principalmente en adultos (Baños et al., 1999, 2002,
2004, 2005; Botella et al., 1998b, c, 2000; García-Palacios et al., 2001, 2002, 2007).
Este tipo de tratamientos utilizan técnicas de «exposición» para tratar los síntomas
positivos del TEPT, esto es, los flashbacks, las pesadillas y el temor. De hecho, el
programa de tratamiento TCC para TEPT que hoy en día cuenta con más estudios
empíricos que avalan su eficacia es el programa de «Exposición Prolongada»
desarrollado por Foa y Rothbaum (1998). Las autoras elaboraron este programa
precisamente para atender a mujeres víctimas de violaciones y de agresiones físicas,
utilizando la exposición en imaginación de la experiencia traumática con el fin de
revivir el recuerdo del acontecimiento traumático en un contexto terapéutico seguro,
donde las respuestas emocionales se producen en condiciones controladas. El fin
último es reducir la reactividad de estos recuerdos, para que la persona finalmente
recobre el control de sus respuestas emocionales. Para ello se identifican los
estímulos que activan los miedos asociados con el acontecimiento traumático y se
expone mediante la imaginación a estos estímulos. En este programa también se
incluye la exposición «in vivo» (en la vida real) a aquellos objetos o situaciones
personales que generan ansiedad. Por último, se emplea entrenamiento en habilidades
de autorregulación (relajación, reestructuración cognitiva, etc.).
Las revisiones metaanalíticas realizadas acerca del uso de esta técnica en adultos
(Sherman 1988; van Etten y Taylor, 1998) indican que el tratamiento es eficaz. Sin
embargo, y a pesar de estos datos tan alentadores, la técnica de exposición está
infrautilizada en la práctica clínica. Becker, Zayfert y Anderson (2004) realizaron un
estudio sobre el uso de la misma en el tratamiento del TEPT, y entrevistaron a 852
psicólogos. De esta muestra, más de la mitad tenía conocimientos y entrenamiento en
la técnica de exposición, pero solo el 17% la había utilizado en el tratamiento del
TEPT, y no con todos los pacientes aquejados de este trastorno. Una de las razones
más importantes de esta infrautilización es que tanto los psicólogos como los
pacientes consideran esta técnica altamente aversiva y dolorosa. De hecho, el 80% de
la muestra del estudio informaba que la encontraban poco o nada confortable para los
pacientes. Estos datos se encuentran en la misma línea que los ofrecidos por Marks y
O’Sullivan (1992), quienes indican que la exposición no puede beneficiar a todas las
personas que padecen trastornos de ansiedad, ya que a muchos pacientes (alrededor
del 25%) les da miedo enfrentarse con el objeto o el contexto que temen y, por tanto,
rechazan entrar en un programa de exposición o lo abandonan cuando ya lo han
iniciado, datos que parecen incrementarse en el caso concreto del TEPT.
194
Es importante en cualquier tratamiento crear un ambiente de seguridad y
aceptación, de manera que el o la menor pueda expresar libremente sus angustias y
temores desarrollados ante las experiencias traumáticas. La catarsis o liberación
emocional es recomendada por diferentes terapeutas de distintos enfoques
psicológicos. Saber escuchar y estimular las verbalizaciones al respecto es un
objetivo prioritario para poder establecer el plan de acción concreto en cada caso. En
muchas ocasiones, los menores no hablan directamente sobre los acontecimientos
más graves, pero una paciente y alentadora escucha ayuda a expresar más
experiencias traumáticas en las siguientes sesiones. Este aspecto es tan importante en
las entrevistas a los propios menores como a las madres, ya que para poder valorar
cómo viven su propia experiencia y las consecuencias que esta tiene en sus hijos e
hijas es preciso realizar una escucha empática y no realizar juicios de valor que
entorpezcan la expresión de sus propias opiniones. Así, se encuentra en muchas
ocasiones que las madres no perciben consecuencias de su propio maltrato en sus
hijos e hijas y creen haberlos protegido suficiente para que no les influya. A veces, y
debido a su propia afectación, sobrevaloran el efecto en ellos. Por tanto, la expresión
de las emociones de manera directa es un objetivo tanto en la evaluación como en la
psicoterapia. Así se manifestarán las sensaciones de indefensión, aislamiento y culpa,
y/o la confusión, desorientación, rabia, resentimiento, etc., que serán tratadas de
forma adecuada.
Por otro lado, estas expresiones emocionales, que en los menores pueden ser
realizadas, además de mediante verbalizaciones, a través de dibujos u otras técnicas,
nos permiten conocer las creencias que ha generado la situación de violencia de
género. Así, en el ámbito cognitivo es muy importante la modificación de las
creencias erróneas de tipo machista así como de pensamientos automáticos negativos
basados en las mismas, todo ello mediante técnicas de reestructuración cognitiva. Si
no se produce una modificación de estos valores y creencias asociados a la violencia,
no habrá mejoría estable y no se conseguirán objetivos de cara a la prevención y
eliminación de potenciales comportamientos violentos o de una futura
revictimización.
Como se expuso en el apartado que abordaba las consecuencias de la exposición a
la violencia de género en los hijos y las hijas, una de las dificultades que presentan
estos menores son los problemas de conducta. Por ello, prácticamente todos los
tratamientos incluyen un módulo o sección específica al tratamiento de los mismos,
que pueden aparecer de diversas maneras, como problema principal, como problema
asociado o formando parte de la sintomatología del trastorno por estrés extremo o
trauma complejo. Así, entrenar a las madres en habilidades de crianza que incorporen
formas de desarrollar conductas positivas y extinción de comportamientos
inadecuados, reforzamiento de vínculos afectivos positivos y guía para establecer una
comunicación eficaz, es uno de los objetivos terapéuticos a establecer.
En general, se acepta que el tratamiento psicológico de un menor traumatizado
debe incluir tres aspectos (Terr, 2003):
195
1. Expresión emocional (abreación) de la experiencia traumática.
2. Comprensión de la misma.
3. Reparación de la experiencia.
196
los estímulos temidos, por lo que es muy necesario afrontar el trauma en la terapia.
Sin embargo, este afrontamiento se convierte en un gran desafío para estos pacientes,
muchas veces difícil o imposible de vencer. Muchos de ellos se resisten o rehúsan
recordar el acontecimiento traumático, así como afrontar cualquier situación, objeto u
otra cosa que se lo recuerde. Otras personas son capaces de pensar en su trauma, pero
se muestran emocionalmente «despegadas» de la experiencia. Esta falta de
implicación emocional impide que la ansiedad se reduzca, por lo que la respuesta al
tratamiento es muy pobre (Jaycox, Foa y Morral, 1998). Por otro lado, un factor que
también influye en la respuesta al tratamiento es la dificultad que tienen algunos
niños y niñas para imaginar, no solo debido a los efectos del trauma, sino que se
añade la etapa evolutiva en la que se encuentran, ya que, en general, por debajo de los
8 años todavía no han desarrollado toda la potencialidad imaginativa.
Específicamente los niños y las niñas maltratados y abusados, además de evitar los
recuerdos, justifican los comportamientos de su agresor o agresores, no reconocen el
daño que se les ha infligido y desean mantener relación con los progenitores
abusadores, por lo que se agrava el conflicto de forma ostensible. El tratar estos temas
provoca desorientación, dolor y rechazo, con una doble intención: evitar el
sufrimiento y salvaguardar a sus figuras de apego, a las que tanto necesitan y de las
que dependen.
3.1. Introducción
197
utilizando instrumentos de evaluación generales y específicos, que abarquen
todas las áreas potencialmente afectadas.
2. El tratamiento de las secuelas físicas, emocionales y de socialización que
padece el niño o la niña víctima de violencia debe implicar de forma
sistemática la ruptura de la relación con el causante de dichos trastornos, su
progenitor agresor.
3. Se debe tener en cuenta que no todos los menores expuestos requieren
tratamiento, pues los niños y niñas asintomáticos, con características resilientes
(internas o provenientes de su entorno) no resultarían beneficiados en una
intervención terapéutica.
4. Los o las profesionales intervinientes en el tratamiento de los menores víctimas
de violencia de género deben conocer la problemática de este tipo de violencia
y reconocer sus efectos sobre los niños y niñas.
5. El tipo de intervención terapéutica sobre los menores debe estar basado en el
tipo de secuelas detectadas, el nivel de desarrollo y su contexto familiar.
6. Cuando se detectan diversas necesidades en niños y niñas víctimas de violencia
de género, los diversos recursos aplicados deben coordinarse entre sí
(profesorado, servicios sanitarios, servicios sociales, etc.), generando una red
de trabajo coordinado.
1. Los niños y las niñas que sufran una importante ansiedad de separación de su
madre (atribuible a la violencia padecida).
2. Los menores muy agresivos o muy activos pueden entorpecer la dinámica del
grupo, de modo que se beneficiarían más de una terapia individual previa, para
198
integrarse posteriormente en el grupo.
3. Los niños y las niñas que están gravemente traumatizados, cuyas experiencias
presentan un importante grado de desproporción respecto a la de otros
menores; deben ser tratados previamente de forma individual, y según sea su
recuperación fomentar su participación en el grupo.
a) Nivel conductual
199
b) Nivel emocional
200
Es frecuente que el niño o la niña estén dominados por la emotividad, y que esta
condicione todos sus comportamientos, pudiendo mostrarse frenado respecto a la
manifestación de sus afectos, asustado o vacilante en el hablar. Cada problema que el
niño o la niña vive internamente es siempre proyectado sobre el papel; si ponemos a
su disposición lápiz, papel y colores, le ofreceremos la posibilidad de manifestar sus
miedos, y a nosotros de interpretarlos. Especialmente en los más pequeños, las
expresiones gráficas (garabatos o dibujos) constituyen una clave de acceso a su vida
interior. El dibujo refleja la vivencia del menor, constituyendo una síntesis de sus
experiencias pasadas y presentes. En este sentido, las expresiones no verbales, en
general, tienen una notable importancia en la expresión de las emociones.
Se pueden utilizar numerosos recursos, según la edad y el nivel de desarrollo,
como por ejemplo marionetas, juegos de balón, mímica, juegos de rol, lectura de
cuentos o historias, canciones, caja de arena, dibujos, manualidades, cuidado de
mascotas, vídeos y biblioterapia (lectura de cuentos o historias con el fin de que se
identifiquen con los personajes y puedan disminuir el estrés generado por las
circunstancias difíciles de su vida). Del mismo modo, las nuevas tecnologías de la
sociedad de la información pueden ser una herramienta muy útil.
c) Exposición al trauma
201
historia personal alternativa que incluya nuevas estrategias para hacer frente a la
violencia, o incluso a situaciones menos peligrosas que continúan siendo
amenazantes y en las que aparecen la ira y otras señales relacionadas con el conflicto.
Una forma común de reexposición es la entrevista sobre el trauma, que permite al
menor conocer y repasar los detalles del acontecimiento traumático en un ambiente
seguro, aceptando que el peligro no puede ocurrir de nuevo en esa situación
terapéutica.
Pynoos y Eth (1986) desarrollaron un protocolo de entrevista para niños y niñas de
3 a 16 años, ampliamente utilizado, en el que se discute el evento traumático. Dentro
de los límites seguros de la relación terapéutica se pueden revisar e integrar las
impresiones fragmentadas del trauma en una historia coherente, aumentar su
tolerancia a las emociones negativas asociadas con el evento, saber qué esperar en
términos de futuras reacciones traumáticas y abordar los significados personales del
evento. Silvern, Karyl y Landis (1995), en el modelo de entrevista «Hablemos claro»
(Straight talk) hacen hincapié en la necesidad de realizar preguntas directas para
obtener datos relevantes acerca de la respuesta del menor sobre los eventos
traumáticos. Estos autores recomiendan reformular, normalizar y ofrecer un ambiente
cómodo cuando el menor revela comportamientos que considera embarazosos o
vergonzosos; por ejemplo, «si un niño se lamenta de su falta de acción, el terapeuta
puede afirmar que mantenerse fuera del alcance del agresor es muy inteligente» (p.
56). Este ejemplo también ilustra la importancia de reforzar las estrategias dirigidas a
alcanzar una mayor seguridad.
En las narraciones del trauma recomendadas por Cohen et al. (2006), los menores
escriben la historia del trauma o se representa la historia a través del juego. En el
desarrollo de la narración del acontecimiento traumático, en primer lugar cada niño o
niña escribe un relato de los detalles y los hechos, a continuación elabora una historia
con sus pensamientos y sentimientos, y al final se añade la parte que previamente le
resultaba más difícil de discutir. Cuando los más pequeños representan la narración a
través de muñecos o marionetas, o mediante el dibujo, el terapeuta debe dirigir
activamente la obra e interrumpir las representaciones repetitivas del trauma. A través
del juego se pueden ensayar formas de comportamiento adaptativas para hacer frente
a la exposición a la violencia, por ejemplo llamar por teléfono a alguien para que le
ayude. Es muy importante no adoptar un rol pasivo en este tipo de terapias, ya que de
hacerlo así el ámbito clínico puede reforzar, mantener y validar el significado de las
relaciones de violencia entre hombres, mujeres, hijos e hijas.
d) Nivel cognitivo
202
Las intervenciones cognitivas se utilizan para ayudar a los niños y las niñas a
entender las conexiones entre la exposición a la violencia y las reacciones ante la
misma, así como para poner de relieve la naturaleza no normativa de la agresión y la
violencia en las relaciones (Graham-Bermann, 2001; Peled y Edleson, 1995). Los
menores suelen experimentar un alivio considerable a medida que aprenden que sus
síntomas, aparentemente fuera de control, realmente son muy normales, dadas las
circunstancias de exposición a la violencia. Los terapeutas del grupo también ayudan
a estos a desarrollar un vocabulario para describir los hechos violentos. Cuando
narran sus historias de maltrato, reciben el apoyo y la validación de los demás y se
dan cuenta de que no están solos en la convivencia con la violencia.
Es de vital importancia el deshacer las lecciones aprendidas sobre la agresión
como una forma aceptable de afrontar los conflictos. En este sentido, se deben
transmitir tres mensajes inequívocos:
203
permitirá a los o las menores interactuar y solucionar sus conflictos de forma
adecuada. El ensayo conductual es la principal estrategia para aprender estas nuevas
habilidades de interacción. Las intervenciones con escolares hacen hincapié en cómo
iniciar conversaciones, respetar los turnos de palabra, saber escuchar a los demás y
mostrarse cortés y asertivo con otras personas, en lugar de manifestar
comportamientos agresivos o pasivos en la resolución de conflictos (Graham-
Bermann, 2001; Kolko y Swenson, 2002).
Wolfe et al. (1996) centraron su intervención con adolescentes en el uso de la
asertividad en lugar de la agresividad en sus relaciones amorosas (de noviazgo),
mediante la técnica de role-playing, para ayudar a los jóvenes a manejar los
conflictos, saber responder a los abusos en sus propias relaciones y desarrollar
habilidades sociales positivas, como saber hacer cumplidos.
f ) Mejora de la autoestima
204
menor, pudiéndose poner en práctica en caso de que se vean expuestos a una
situación de violencia de su padre hacia su madre, o en casos en que el o la menor
deba mantener contacto o convivir con el padre, atendiendo a un determinado
régimen de visitas estipulado tras la separación de sus progenitores (Patró y
Limiñana, 2005). Deben especificarse qué conductas debe llevar a cabo para ponerse
a salvo de la violencia, los lugares donde puede refugiarse y la forma de contactar con
las personas que pueden ayudarle. Se trata de personalizar una serie de recursos y
estrategias concretas que les ayuden a afrontar tales situaciones y les proporcionen un
mayor sentimiento de seguridad y control.
205
otras estrategias educativas si el terapeuta les valida en relación a que su uso es
siempre bien intencionado, favoreciendo que no se sientan culpables. Además, estos
también necesitan tener claro que la edad es un factor importante a tener en cuenta, y
disponer de alternativas al uso del castigo físico, como por ejemplo formas eficaces
de instaurar un «tiempo fuera» para afrontar imprevistos, retirada del refuerzo y
habilidades de comunicación (Patterson y Forgatch, 2005; Wekerle et al., 2006).
Los padres a menudo se benefician de ensayar las nuevas habilidades aprendidas
durante el proceso terapéutico, incorporando nuevos comportamientos en su vida,
como por ejemplo a través de visitas domiciliarias para que el terapeuta pueda ayudar
a resolver los obstáculos específicos en las nuevas estrategias de disciplina no
agresivas. Es importante que los padres entiendan que en sus primeros intentos de
utilizar estrategias de disciplina no agresivas se puede producir, de inmediato y a
corto plazo, un incremento puntual del comportamiento no deseado en el hijo o la
hija.
Los tratamientos, asimismo, persiguen disminuir las interacciones coercitivas,
haciendo hincapié en las habilidades de crianza positivas, a veces a través del
entrenamiento durante las interacciones observadas directamente por el terapeuta
entre padres e hijos (Urquiza y McNeil, 1996). Kolko (1996) trabajó con toda la
familia para promover la identificación y reducción de conductas coercitivas, con el
fin de sustituirlas por estrategias de resolución de problemas y habilidades de
comunicación positivas.
Las familias propensas a la violencia se ven afectadas por muchos factores de
estrés contextuales, como pueden ser la pobreza, ser madre soltera, el racismo, los
síntomas de trauma en los padres, el abuso de sustancias y la psicopatología. A la luz
de la amplia evidencia acerca de que la angustia de los padres es en sí misma un
factor de riesgo para el desarrollo de síntomas de TEPT en los niños y las niñas, los
tratamientos dirigidos a reducir el malestar en los padres a través de la gestión del
estrés y la modulación de la ira pueden tener beneficios adicionales para los menores
(Kolko y Swenson, 2002; Wekerle et al., 2006).
Las intervenciones con los padres incluyen el conocimiento sobre el desarrollo
infantil y las visitas en el hogar, para identificar las formas en que los padres expresan
la ira hacia los hijos e hijas y las oportunidades para discutir sus inquietudes y
preocupaciones (Graham-Bermann, 2001). Estas intervenciones están respaldadas por
otros tipos de ayuda instrumental (por ejemplo, ayudar a la madre a interactuar con la
escuela, el empleo, la vivienda) y el apoyo emocional a través de terapia individual o
en un grupo de apoyo.
206
a los indicadores traumáticos, pensamientos distorsionados e interacciones
conductuales específicas. En el tratamiento grupal, que normalmente se lleva a cabo
en colegios, ambientes comunitarios y casas de acogida, los objetivos generales se
centran en abordar las creencias y actitudes acerca de la violencia, las reacciones a la
misma y las habilidades de resolución de problemas.
Como se ha indicado anteriormente, las intervenciones con los niños más
pequeños suelen incorporar el juego, mientras que las intervenciones con los
adolescentes se basan en tratamientos orientados a adultos que presentan
características únicas relacionadas con la etapa evolutiva en la que se encuentran,
como las relativas a la asunción de riesgos y presiones sociales. Algunos tratamientos
se centran en los problemas de adaptación específicos relacionados con la exposición
a la violencia (por ejemplo, los trastornos de agresividad o de conducta), mientras que
otros prevén estrategias preventivas para hacer frente a los riesgos que van a
experimentar en familias violentas. Algunos tratamientos se diseñan con la finalidad
de ayudar a los niños y a sus familias en las transiciones específicas, como por
ejemplo cuando la madre y los hijos e hijas dejan el hogar para mujeres maltratadas.
En el próximo apartado se discutirán algunas intervenciones centradas en las áreas
más problemáticas, principalmente en los síntomas relacionados con el trastorno por
estrés postraumático (TEPT) y otros síntomas asociados, presentes en los menores
expuestos a violencia de género.
207
Los componentes que incluye la TCC-CT son:
208
El ámbito escolar es un entorno óptimo para acercar los servicios de salud mental
a los o las jóvenes (Allensworth, Lawson, Nicholson y Wyche, 1997; Cooper, 2008),
aunque son escasos los programas implementados en las escuelas y rigurosamente
evaluados (Hoagwood y Erwin, 1997).
En esta dirección, Jaycox (2003) desarrolló un programa de intervención para
menores expuestos a eventos traumáticos, denominado Cognitive Behavioral
Intervention for Trauma in Schools Program (CBITS). Este programa fue
desarrollado en colaboración con RAND, UCLA y Los Angeles Unified School
District (LAUSD). El objetivo que persigue el CBITS es reducir los síntomas
depresivos y de estrés postraumático, así como mejorar el funcionamiento de los
adolescentes que cursan secundaria y han estado expuestos a eventos traumáticos.
Consta de diez sesiones de 45 minutos cada una, desarrolladas en horario escolar, e
incluye los siguientes módulos de trabajo:
El procedimiento que se sigue en cada sesión se inicia con la revisión de las tareas
para casa, la presentación didáctica de los materiales concernientes a esa sesión, las
dinámicas para entrenarse en una determinada habilidad y, por último, un plan de
tareas para casa de lo practicado.
Este programa ha obtenido resultados positivos en jóvenes que han sido testigos
de violencia extrema, en los que han estado expuestos a un desastre natural o de
origen humano, así como en los que han sido víctimas de abuso físico (Jaycox, 2003).
Los primeros trabajos a nivel cuasi-experimental llevados a cabo con hijos e hijas de
nuevos inmigrantes muestran que el programa mejora los síntomas de TEPT y de
depresión. Asimismo, los padres informan de reducción de problemas de
comportamiento (Kataoka et al., 2003). Además, en un posterior ensayo controlado
aleatorio en población escolar general (Stein, Jaycox, Kataoka, Rhodes y Vestal,
2003), se encontraron igualmente efectos satisfactorios utilizando este tipo de
intervención (1,08 para el TEPT y 0,45 para la depresión).
Por otra parte, se ha realizado una adaptación del CBITS para que pueda ser
aplicado por personal de la escuela sin formación clínica (Jaycox, Kataoka, Stein,
Wong y Langley, 2005), denominado Support for Students Exposed to Trauma
(SSET), si bien, a diferencia del programa CBITS, el SSET no incorpora sesiones
individuales, ni tampoco con los padres, utilizando un formato más curricular. Los
datos preliminares obtenidos en un estudio piloto realizado por Jaycox et al. (2009)
muestran que la intervención puede tener efectos pequeños sobre la sintomatología de
estrés postraumático y depresiva, y que los profesores refieren menores problemas de
209
conducta. Además, tanto los menores como los padres informaron de un alto grado de
satisfacción con el programa. Por tanto, como refieren Jaycox et al. (2009), el
programa SSET resulta un programa potencialmente eficaz, en espera de mayor
evidencia empírica.
Courtois y Ford (2009) han recopilado diversas experiencias y datos relativos a las
últimas décadas, con respecto a las intervenciones desarrolladas para el tratamiento
del trauma complejo, proponiendo un modelo basado en la evidencia, llamado
Psicoterapia diádica del desarrollo. En este tipo de intervención las relaciones de
apego adquieren un lugar central en el que destaca la importancia de aplicar gran
parte del tratamiento a través de los padres. El programa abarca las siguientes áreas:
210
4.3. Tratamiento para las reacciones postraumáticas graves en la
infancia: proyecto PEDIMET
211
podemos sufrir. Se reflexiona sobre las responsabilidades de los padres del cuidado,
protección y afecto hacia sus hijos e hijas, y sobre los derechos de los niños y las
niñas.
Este primer módulo incluye, además, la práctica en respiración profunda y
relajación progresiva, diferenciando:
3. Reestructuración cognitiva
Debido a las situaciones de desprotección que han vivido los menores, y a los
distintos tipos de maltrato, han desarrollado una serie de creencias irracionales y
pensamientos automáticos que afectan directamente a su comportamiento y al
concepto que tienen de sí mismos. Por tanto, se ha incluido este módulo con el fin de
mostrar a los menores el poder de su pensamiento sobre cómo se sienten y cómo
actúan. Los objetivos específicos que se persiguen son: mostrar al menor el poder de
sus pensamientos, enseñarle a detectar los pensamientos automáticos disfuncionales y
cambiar estos por otros más adaptativos, todo ello mediante técnicas procedentes del
modelo cognitivo-conductual, que generalmente se usan en adultos pero que han sido
adaptadas a infancia y adolescencia (Friedberg y McClure, 2005).
4. Crecimiento personal
212
soy, qué pienso de mí mismo y qué creo que piensan de mí los demás; y reflexión
sobre las cualidades personales. En definitiva, se favorece el desarrollo del
autoconocimiento y una identidad personal positiva.
Los objetivos que se plantean en este módulo son: procesar y elaborar los
recuerdos del suceso traumático, aprender a evaluar si son realistas las creencias
sobre sí mismo y sobre el mundo, y posibilitar que el o la menor se enfrente a
situaciones relacionadas con el hecho traumático. Se utilizan diversas técnicas, entre
las que se encuentran: reestructuración cognitiva, exposición-reexperimentación del
trauma (Foa y Rothbaum, 1998), toma de conciencia (Linehan, 1993), imágenes
metafóricas y el «lugar seguro». Del mismo modo, incluye ejercicios de aprendizaje
y entrenamiento en aceptación de los distintos sentimientos y/o pensamientos frente a
distintos estímulos o situaciones (Linehan, 1993).
A continuación se describen los componentes comunes a todas las sesiones:
213
traumáticas vividas —en comparación con las técnicas clínicas habituales— y
permite más tiempo de exposición al trauma, lo cual, a su vez, favorece la adherencia
al tratamiento.
En este sentido, un estudio llevado a cabo sobre la eficacia del tratamiento
utilizando el sistema EMMA-CHILD ha mostrado ser eficaz (Alcántara, 2009). La
evaluación pre y postratamiento puso de manifiesto diferencias estadísticamente
significativas, encontrando un tamaño del efecto en las diferentes variables
psicológicas de: 0,40 para TEPT medido a través del CITES-R (Wolfe, Gentile,
Michienzi, Sas y Wolfe, 1991); 0,88 en ansiedad-rasgo, evaluada mediante el STAIC
(Seisdedos, 1990); 1,34 en sensibilidad a la ansiedad, medida a través del CASI
(Sandín y Chorot; Sandín, 1997); 0,65 en depresión, evaluada mediante el CDI
(Kovacs, 1992); 0,5 en ira, valorada a través del STAXI-NA (Del Barrio, Spielberger
y Aluja, 2005); 0,71 en resiliencia, valorada mediante la Escala de resiliencia para
niños y niñas (ERN) (Wagnild y Young, 1993); y finalmente 2,16 en adaptación,
medida a través del TAMAI (Hernández, 2004).
En cuanto a los aspectos principales que se abordan con los padres, se concretan
en:
214
Cabe señalar que, además de la modulación afectiva y de las habilidades de
crianza de los padres, el modelo PPH incluye la creación de una narración conjunta
entre padres e hijos del trauma sobre la violencia doméstica que han experimentado,
así como una exploración adecuada a la edad del niño o la niña, y la corrección de las
distorsiones cognitivas relacionadas con la violencia familiar. Cuando resulta
apropiado, el modelo PPH también incluye un componente de manejo de casos
activos.
Un ensayo clínico aleatorizado que evaluaba la PPH, en comparación con la
gestión de casos y el tratamiento en la comunidad, encontró reducciones
significativas en el estrés postraumático infantil (Lieberman, Van Horn e Ippen,
2005). Es importante destacar que estos niños a menudo presentaban múltiples
traumas y habían estado expuestos a otros tipos de violencia, incluido el maltrato
físico, el abuso sexual infantil y violencia en la comunidad. Las mejoras en los
problemas de comportamiento de los niños y las niñas y la angustia de las madres se
mantuvieron en una evaluación de seguimiento seis meses después, si bien no se
aportan datos acerca de la evolución del TEPT en el estudio de seguimiento
(Lieberman, Ippen y Van Horn, 2006).
215
poder en las relaciones, las explosiones frente a la asertividad, la definición de
la violencia en las relaciones y el abuso de poder.
2. Sección 2: «Romper el ciclo de la violencia: lo que elegimos hacer y no hacer».
Contiene sesiones sobre la igualdad, la empatía y la expresión emocional, la
asertividad frente a la agresividad, y la violencia.
3. Sección 3: «Contextos de la relación violenta». Presenta más información
acerca de la violencia en las citas y cómo manejar la presión de las mismas, la
socialización y la presión social, la selección de parejas y estereotipos sexuales,
el sexismo y el papel de los medios de comunicación en la perpetuación del
sexismo.
4. Sección 4: «Marcando la diferencia: trabajando para romper el ciclo de la
violencia». Introduce sesiones sobre la confrontación del sexismo y la violencia
contra la mujer, información relativa a los servicios comunitarios destinados a
ayudar en situaciones de violencia en las relaciones, acción social para terminar
con la violencia en las relaciones, y una sesión final de cierre del tratamiento.
216
terapia de juego centrada en el niño o la niña, con el fin de poder aplicarlos con sus
hijos en sesiones semanales de juego. La combinación de la instrucción didáctica,
unida a la supervisión en un ambiente de apoyo, facilita la creación de un proceso
dinámico, diferenciándose de la mayoría de los programas de capacitación para
padres, que son exclusivamente de naturaleza educativa.
Como en la terapia de juego centrada en el niño o la niña, la terapia filial está
estructurada para mejorar y fortalecer la relación. Sin embargo, en esta última el foco
de atención se sitúa en la relación entre el padre y el o la menor, sustituyendo al
terapeuta en esta relación. A través de las sesiones de juego grabadas se recibe
retroalimentación del terapeuta y de los otros padres que participan en la formación
en grupo. Mediante role-playing y una variedad de experiencias didácticas, los padres
aprenden a expresar la aceptación, la empatía y a estimular a sus hijos e hijas, así
como a dominar las habilidades para establecer los límites que resultan efectivos. De
acuerdo con Landreth (2002), esta nueva dinámica de respuestas empáticas por parte
de los padres se convierte en el proceso creativo a través del cual se producen los
cambios en los padres, los niños y las niñas, y en la relación entre ellos.
La formación en la terapia filial cumple la doble función de intervención y de
prevención de problemas futuros (Guerney et al., 1966; Landreth, 2002) y, como tal,
ofrece grandes posibilidades para mejorar y reforzar la relación padre-hijo o hija en
las familias que han experimentado violencia doméstica. La lógica subyacente en este
enfoque es que si el padre puede enseñar a ejecutar los elementos esenciales del rol
del terapeuta, el padre será más eficaz. Este razonamiento se basa en la hipótesis de
que el padre posee un significado más emocional para el niño o la niña que el
terapeuta, por lo que los miedos y ansiedades que ha aprendido o que se han visto
influidos por las actitudes parentales, se podrán extinguir de forma más eficaz en
condiciones similares. Además, las percepciones erróneas entre padres e hijos o hijas
pueden ser corregidas por estos cuando aprenden a identificar claramente qué
comportamientos del niño o la niña son adecuados según el lugar, el momento y la
circunstancia (Guerney et al., 1966).
La introducción de la formación en terapia filial con mujeres víctimas de violencia
parece ser una extensión lógica de los esfuerzos realizados hasta ahora para promover
la recuperación de los testigos menores de edad. La terapia filial posiblemente podría
facilitar el cambio positivo no solo en el niño o la niña testigo de violencia, sino
también en las mujeres maltratadas que a menudo se sienten extremadamente
desanimadas como para ejercer su rol de madre (Lehmann y Carlson, 1998; Roberts y
Burman, 1998).
La terapia intensiva filial ha demostrado ser eficaz a través de estudios empíricos y
cualitativos con niños y niñas que presentan problemas de comportamiento y
emocionales de intensidad leve a grave, con familias de orígenes muy diversos, en
distintas circunstancias estresantes de la vida y con los factores de riesgo que a
menudo se relacionan con respuestas pobres de estos (Bratton y Landreth, 1995;
Costas y Landreth, 1999; Harris y Landreth, 1997; Landreth y Lobaugh, 1998). La
documentada efectividad de la terapia filial sugiere que este modelo podría ser
217
también eficaz con mujeres y niños víctimas de violencia doméstica.
218
diferentes grupos culturales. En relación a las dificultades analizadas, se incluyen
problemas de externalización e internalización, trastornos emocionales, así como baja
autoestima. Además, en las cuatro investigaciones que se exponen se tuvieron en
cuenta mediadores potenciales, como las intervenciones en salud mental practicadas a
las madres.
Los grupos se clasificaron por rangos de edad (6-8 años, 9-12 años) de ambos
sexos.
La intervención con los niños y las niñas se llevó a cabo durante diez semanas, y
estaba dirigida a explorar los conocimientos de estos sobre violencia familiar, sus
actitudes y creencias sobre las familias y la violencia familiar, su adaptación
emocional y su comportamiento social en los grupos pequeños. Las primeras sesiones
fueron concebidas para incrementar el sentimiento de seguridad, el desarrollo de la
alianza terapéutica y la creación de un vocabulario común sobre las emociones, con el
objetivo de proporcionar sentido a las experiencias de violencia. Posteriormente, las
sesiones abordaron la responsabilidad en la violencia, los conflictos y su resolución, y
los paradigmas de las relaciones familiares. Cada grupo de intervención contaba entre
5 y 7 menores y dos terapeutas entrenados para prestar apoyo, así como servir de
modelos para la gestión de las emociones y los conflictos interpersonales que la
familia podía no haber proporcionado. Se realizaba una sesión semanal, que se
revisaba y repetía a la siguiente semana. Este formato de grupo pequeño ha sido
utilizado con éxito para abordar otras formas de violencia (Cloitre, Koenen, Cohen y
Han, 2002).
El programa de intervención con madres también se desarrolló durante diez
semanas. Se diseñó con el objetivo de ayudar a fomentar su capacidad de discutir
acerca del impacto de la violencia en el desarrollo de sus hijos e hijas y ampliar sus
219
competencias en la crianza, con el fin de proporcionar un lugar seguro donde hablar
de los temores y preocupaciones derivados de la misma, para así poder construir
conexiones en el contexto de un grupo de apoyo. En esencia, se pretendía potenciar el
repertorio de habilidades de crianza de las madres y sus recursos para manejar límites
y normas, así como mejorar su adaptación social y emocional, ya que ello podría
incidir directamente en la reducción de los comportamientos problemáticos y las
dificultades de adaptación de los niños o las niñas.
Se plantearon las siguientes hipótesis de partida:
220
Los resultados obtenidos mostraron que:
Por tanto, estos resultados indican que el programa de intervención para madres,
hijos e hijas fue efectivo en la reducción de algunos aspectos negativos de conducta.
221
5.2.2. El club del aprendizaje
Los limitados estudios empíricos publicados hasta la fecha sugieren que los niños
y las niñas expuestos a violencia doméstica pueden beneficiarse del apoyo que
brindan los grupos educativos (Gruszinski, Brink y Edelson, 1988; Jaffe, Wilson y
Wolfe, 1988; Peled y Edleson, 1992). Como se ha mencionado anteriormente, el
bienestar de los niños y las niñas se encuentra muy relacionado con el de las madres,
y se ha observado que este bienestar se incrementa cuando se recibe apoyo
profesional (Sullivan y Bybee, 1999; Sullivan, Campbell, Angelique, Eby y
Davidson, 1994; Sullivan, Tan, Basta, Rumptz y Davidson, 1992).
En esta dirección, la investigación llevada a cabo por Sullivan, Bybee y Allen
(2002) propone tres componentes principales a tener en cuenta en la intervención
psicológica:
a) Los niños y las niñas del grupo experimental mostrarán una mayor mejoría en
la autocompetencia, en comparación con los niños y las niñas del grupo
control.
b) Se mejorará el bienestar psicológico de las madres (la calidad de vida, el apoyo
social y la autoestima, reduciendo la depresión).
c) El hecho de trabajar 16 semanas con asesores en las casas de las familias podría
servir como un factor de protección de la violencia doméstica continuada en las
madres y sus hijos e hijas.
La muestra de este estudio estaba constituida por 80 familias (mujeres con sus
hijos e hijas), que habían concluido recientemente su estancia en un centro de acogida
para mujeres maltratadas. Los niños y las niñas contaban con edades comprendidas
entre los 7 y los 11 años. En el caso de las madres que tenían más de un hijo o una
hija en estas edades y querían participar todos en la investigación, solo se
consideraron los datos de uno de ellos para realizar el análisis estadístico
(seleccionado de forma aleatoria). Después de la entrevista inicial, las familias fueron
asignadas aleatoriamente a la condición experimental o al grupo control.
Para implementar el componente de «apoyo para las madres» se propusieron cinco
fases distintas (Davidson y Rappaport, 1978; Sullivan y Bybee, 1999):
1. Evaluación.
222
2. Ejecución.
3. Supervisión.
4. Implementación secundaria.
5. Finalización.
a) Maltrato del agresor hacia la madre, que se midió a través del promedio de las
calificaciones en tres tipos de abuso:
b) Maltrato del agresor hacia el o la menor: se midió a través del promedio de las
223
calificaciones en diversos tipos de abuso:
224
cantidad de apoyo social percibido (Bogat, Chin, Sabbath y Schwartz,
1983), con una escala tipo Likert de 7 puntos (1 = Terrible; al 7 =
Extremadamente satisfecha).
— Sintomatología depresiva de la madre: se valoró mediante el Center for
Epidemiological Studies-Depresión Scale (CES-D) (Radloff, 1977).
— Autoestima de la madre: se evaluó mediante el Rosenberg Self-Esteem
Inventory (Rosenberg, 1965).
Se compararon los resultados del grupo control con el grupo experimental en todas
las variables consideradas en la intervención. Los resultados pusieron de manifiesto
que:
225
Jouriles et al. (2009) diseñaron una intervención específica e intensiva para niños
y niñas pequeños expuestos a violencia de género, que presentaban niveles elevados
de comportamiento agresivo. El programa, basado en la teoría del aprendizaje social,
partía de una premisa principal: los padres necesitan proporcionar modelos y
respuestas distintas a sus hijos e hijas tras la exposición a violencia, para que estos
puedan aprender diferentes tipos de comportamientos.
Se han realizado dos evaluaciones del proyecto. En la primera se encontraron
resultados positivos, si bien se va a exponer la segunda evaluación realizada, por ser
más actual y por contar con mayor tamaño muestral.
La muestra estuvo constituida por 66 familias asignadas de forma aleatoria a las
dos condiciones de tratamiento planteadas: intervención en el Proyecto Apoyo (n =
32) y grupo control sin tratamiento (n = 34). Los niños y las niñas participantes tenían
entre 4 y 9 años de edad y todos cumplían los criterios para el trastorno negativista-
desafiante, o para algún otro trastorno de conducta siguiendo los criterios que
propone el DSM-IV-TR. No fueron incluidos en el estudio aquellas familias que
estuviesen recibiendo algún tipo de ayuda dirigida a los problemas de conducta
infantil. En las familias que había más de un niño o una niña que cumplía los
requisitos se incluyó al de mayor edad en el estudio. Las madres e hijos que
participaron en la intervención lo hicieron cuando abandonaron el centro para
mujeres maltratadas, es decir, cuando estaban en transición hacia una nueva casa
independiente de sus parejas maltratadoras.
El modelo de intervención del Proyecto Apoyo contiene dos componentes
principales:
226
El segundo componente se basa en un número considerable de trabajos que
vinculan la victimización de la violencia de género a la aparición de síntomas
psiquiátricos en las madres (Ehrensaft, Moffitt y Caspi, 2006), y, a la vez, la
investigación longitudinal relaciona estos síntomas con sus habilidades de crianza
(Conger, Patterson y Ge, 1995; DeGarmo, Patterson y Forgatch, 2004). Los estudios
sugieren que los síntomas psiquiátricos de las madres median la relación entre la
violencia de género y la crianza de los hijos e hijas (Levendosky, Leahy, Bogat,
Davidson y von Eye, 2006). En conjunto, estos hallazgos indican que se deben tener
en cuenta los síntomas psiquiátricos de las madres cuando se interviene en familias
donde la violencia de género está presente.
Los terapeutas trabajaron principalmente con las madres, aunque los niños y las
niñas acudieron a algunas sesiones para evaluar el uso de las competencias de las
madres y las respuestas a las nuevas habilidades aprendidas. Se entrenó a las madres
a través de diferentes estrategias, como la instrucción didáctica acompañada de
materiales escritos, juegos de rol, la práctica en vivo, la corrección y las tareas entre
sesiones. Las familias asignadas a esta condición asistieron al programa del Proyecto
Apoyo durante más de 8 meses, una vez concluida su estancia en la casa de acogida
para mujeres maltratadas. Se desarrollaron un promedio de 20 sesiones de tratamiento
en el hogar, y al finalizar el proyecto se llevó a cabo un seguimiento a los 12 meses.
Respecto al grupo control, el personal del proyecto intentó mantener contacto con
las familias de este grupo de forma mensual, ya fuese por teléfono o personalmente.
Además, no se les puso restricciones para recibir servicios clínicos de otras fuentes, y
de hecho se les animó a hacer uso de los recursos de la comunidad.
El Proyecto Apoyo ofrece un gran servicio a las madres en un período muy
estresante. A menudo están preocupadas por cómo va a afectar esa separación a sus
hijos e hijas, y en cómo van a sobrevivir sin el apoyo económico de sus parejas.
Además, se sorprenden de que una intervención diseñada para ayudar a sus hijos o
hijas necesite tanta implicación por su parte en cantidad de tiempo y atención. Las
conversaciones con ellas acerca de la gran importancia y la poderosa influencia de la
relación madre-hijo y cómo las madres son un elemento clave en la mejora de los
problemas de estos, les ayuda a entender la utilidad de su participación en la
intervención (Jouriles et al., 2009).
Las variables evaluadas en esta intervención fueron:
227
— Síntomas psicopatológicos de las madres: se valoraron mediante el
Symptom Checklist-90-Revised (SCL-90-RR; Derogatis, Rickels y Rock,
1976).
— Habilidades de crianza de las madres: se midieron a través de la subescala
de «Consistencia» del Parenting Dimensions Inventory (PDI; Power, 1993).
— La agresión física entre madre e hijo o hija se evaluó mediante la Revised
Conflict Tactics Scale-Parent-Child (Straus, Hamby, Boney-McCoy y
Sugarman, 1996).
— Para la agresión psicológica entre madre e hijo o hija se usó la Revised
Conflict Tactics Scale-Parent-Child (Straus et al., 1996).
— La expresión del afecto negativo y la conducta: se evaluó mediante
observación, utilizando un código derivado de los trabajos de Hetherington
y Clingempeel (1986), que refleja el grado en que la madre se muestra
hostil, enfadada, amenaza o muestra un afecto o conducta de irritación por
el niño o la niña o hacia él (cuando este está presente).
228
En conclusión, los resultados están en consonancia con los aportados por otros
investigadores clínicos que han llevado a cabo intervenciones exitosas con niños y
niñas expuestos a violencia de género (Graham-Bermann et al., 2007; Lieberman et
al., 2005). Este estudio replica y amplía los anteriores hallazgos del Proyecto Apoyo.
Asimismo, confirma que es posible realizar intervenciones eficaces con mujeres
maltratadas que se encuentran en centros de acogida, al igual que con los hijos y las
hijas que presentan problemas de comportamiento con rango clínico (Jouriles et al.,
2009; McDonald, Jouriles y Skopp, 2006).
La muestra del grupo experimental estaba formada por un total de once madres y
once niños y niñas residentes en un centro de acogida para mujeres maltratadas. De
los once niños y niñas asignados al grupo experimental, cuyas madres realizaron el
entrenamiento en terapia filial intensiva, cuatro fueron niñas y siete niños, de edades
comprendidas entre los 4 y los 10 años.
La formación en terapia filial se realizó en doce sesiones de hora y media, en un
curso de dos a tres semanas. La duración de las sesiones de formación variaba entre
20 y 45 minutos, y seguidamente se realizaban las sesiones de juego, que tenían un
duración de 30 a 40 minutos.
Las variables evaluadas en todos los participantes de las distintas condiciones de
229
tratamiento fueron:
— Los niños y las niñas en terapia intensiva filial del grupo experimental
mostraron una mejoría significativa en todas las medidas, en comparación con
los niños y las niñas en el grupo control sin tratamiento.
— Los niños y las niñas en el grupo de terapia de juego intensiva puntuaron
significativamente más alto en autoconcepto (JSCS) que los niños y las niñas
en el grupo de terapia filial. No hubo diferencias significativas en autoconcepto
entre el grupo experimental de terapia intensiva filial y el grupo de terapia de
juego intensiva con el grupo de hermanos.
— Asimismo, no hubo diferencias significativas entre el grupo de terapia
intensiva filial, terapia intensiva de juego individual del grupo de comparación,
y terapia intensiva de juego con el grupo de hermanos, en las siguientes áreas:
Por tanto, la terapia intensiva filial puede ser un tratamiento de elección para las
familias que residen en centros de acogida para mujeres maltratadas, aunque se
encuentren en un período de caos y de transición, ya que el proceso terapéutico puede
lograrse en un lapso de tiempo muy corto, independientemente de dónde se traslade la
familia en un futuro.
En síntesis, los resultados de la presente investigación confirman la eficacia de la
terapia intensiva filial en menores expuestos a violencia de género, así como para las
230
madres víctimas de este tipo de violencia, ya que es un modelo eficaz que permite
prestar servicios en un período de tiempo limitado con niños y niñas en crisis.
6. CONCLUSIONES
Los problemas psicológicos y sociales que desarrollan los hijos y las hijas de
mujeres maltratadas son diversos y pueden afectar a todas las áreas del desarrollo,
expresando sus peculiaridades en función de la etapa evolutiva en la que se
encuentren estos. En consecuencia, resulta primordial, en la atención clínica a
menores expuestos a violencia de género en la familia, contemplar los problemas
psicopatológicos específicos, la situación familiar actual, y establecer contacto con
recursos que puedan mejorar las condiciones concretas deficitarias o claramente
inadecuadas de su ambiente. De no llevar a cabo un enfoque integral, los factores que
determinan o mantienen el problema no desaparecen y, por tanto, el tratamiento tiene
pocas probabilidades de ser eficaz.
Desde esta perspectiva, uno de los objetivos prioritarios a conseguir es establecer
una red de apoyo que incluya a todos los agentes sociales implicados, con el fin de
provocar cambios que perduren en el tiempo. Así, los tratamientos psicológicos
dirigidos a hijos e hijas de mujeres maltratadas pueden organizarse en función de dos
focos principales: intervenciones centradas en el problema de la violencia de género
(intervención comunitaria, que se lleva a cabo principalmente en colegios y centros
de acogida y suelen abordar las creencias y actitudes acerca de la violencia, las
reacciones a la misma y las habilidades de resolución de problemas); e intervenciones
centradas en los trastornos psicopatológicos derivados de la exposición a este tipo de
violencia (recursos existentes en salud mental u otros servicios, que permiten una
atención personalizada para el abordaje de los indicadores traumáticos, pensamientos
distorsionados e interacciones conductuales específicas).
Por otra parte, cuando se detectan secuelas traumáticas, los programas que se
suelen implementar presentan un formato individual (p. ej., programas
psicoeducativos), grupal (generalmente de apoyo), o bien programas de intervención
conjunta para los niños, las niñas y sus madres (Edleson, Mbilinyi y Shetty, 2003).
Actualmente, la mayoría de propuestas de intervención se basan en un formato
grupal, por su demostrada eficacia y eficiencia. Desde este encuadre, se abordan
problemas emocionales, conductuales y cognitivos, que además sirven de apoyo y
ejercen una función educativa.
Sin embargo, no todos los menores se encuentran en disposición de participar en
una intervención de tipo grupal, al menos inicialmente. Concretamente, cuando los
niños y las niñas presentan ansiedad de separación de la madre muy intensa,
problemas de hiperactividad y/o agresividad graves, o están gravemente
traumatizados, es conveniente que participen en una intervención individual, para
poder plantearse posteriormente su inclusión en una intervención de tipo grupal en
función de su evolución, y después valorar los beneficios de asistir a la misma, tanto
para el propio menor como para el grupo.
231
En el caso de niños, niñas y adolescentes se acepta que la intervención debe
incluir, al menos, tres aspectos:
232
7
Protocolo de intervención psicológica a hijos e
hijas de mujeres víctimas de violencia de género
1. INTRODUCCIÓN
Las intervenciones realizadas desde Quiero Crecer atienden a todos y cada uno de
los principios éticos y recomendaciones que se indican en la Declaración de Helsinki
de la Asociación Médica Mundial (52ª Asamblea General, octubre de 2000). La
233
preocupación por el bienestar de los participantes tiene primacía sobre los intereses
científicos.
En la figura 7.1 se muestra el procedimiento empleado en este servicio.
234
El protocolo de evaluación psicológica se aplica según el siguiente proceso:
1. Entrevista con la madre, con el fin de recoger los datos sobre la historia
familiar, los datos relativos al niño o a la niña y la situación familiar actual.
2. Entrevista con el o la menor, cuyo objetivo es establecer el nivel y percepción
de información que tiene sobre la situación actual y pasada, así como las
dificultades que presenta.
3. Aplicación del protocolo de evaluación psicológica específico, tanto al menor
como a la madre, que consta de diferentes escalas, inventarios y cuestionarios y
que se administran dependiendo de la edad del menor.
TABLA 7.1
Protocolo de evaluación del servicio
APCM. Inventario de evaluación del maltrato a la mujer por su pareja (Matud et al., 2003). —madres—.
CBCL (1-5 años). Inventario del comportamiento de niños o niñas (Achenbach, 1991a). —madres—.
CBCL (6-18 años). Inventario del comportamiento de niños o niñas (Achenbach, 1991a). —madres—.
TRF (1-5 años). Inventario del comportamiento de niños para profesores (Achenbach, 1991c). —
profesores—.
TRF (6-18 años). Inventario del comportamiento de niños para profesores (Achenbach, 1991c). —
profesores—.
STAI-C. Cuestionario de ansiedad estado/rasgo en niños (Spielberger, Goursch y Lushene, 1982; adapt.
española Seisdedos, 1989).
235
CASI. Índice de sensibilidad a la ansiedad para menores (Sandín, 1997).
STAXI-NA. Inventario de expresión de ira rasgo-estado en niños y adolescentes (del Barrio, Spielberger y
Aluja, 2005).
SCARED-R. Derivado de ítems de la escala de cribado del TEPT (Muris et al., 1997, modificado).
236
seguidamente la intervención con los menores.
Los grupos se componen de 8-10 madres, siendo los criterios para la constitución
de los mismos que hayan sufrido un tipo de maltrato similar y que no presenten en la
actualidad trastornos psicopatológicos graves que puedan interferir en el desarrollo
del grupo. Esta información se recoge principalmente en la primera toma de contacto
con la madre a través de la Entrevista a la mujer maltratada, ENMMA (GUIIA-PC,
2009a).
El objetivo general que se persigue es apoyar a las madres en relación a su rol
parental, concretándose en los objetivos específicos que se detallan a continuación:
237
— El segundo eje se centra en el asesoramiento a las madres, con el fin de que
aprendan a identificar y comprender el comportamiento de su hijo o hija:
separar los sentimientos madre-hijo/s y saber interpretar adecuadamente qué les
pasa, entendiéndolos, poniéndose en su lugar y proporcionándoles seguridad.
Se reflexiona sobre las consecuencias que tiene en los niños la exposición a la
violencia, teniendo en cuenta factores de riesgo y protección, así como los
distintos roles que estos pueden adoptar ante los conflictos que presencian entre
los adultos.
— El tercer eje aborda las pautas y reglas de comunicación: qué tipo de
comunicación establecen con sus hijos, en qué medida conocen sus
sentimientos y sus miedos o se expresan correctamente con ellos.
— Y en el último eje se propone una reflexión acerca de cómo ejercen las madres
la autoridad con sus hijos: dificultades que surgen para establecer la autoridad
a través de límites y normas, así como poder desvelar los sentimientos que se
ocultan tras esas dificultades.
SESIÓN 1
Índice:
Desarrollo de la sesión:
238
3. Expectativas sobre el grupo
Una vez recogido lo expuesto por cada participante sobre lo que espera del grupo,
es importante aclarar que la finalidad del mismo no es contar la experiencia personal
de maltrato (ya que reciben su apoyo en los centros CAVI), sino ayudar al menor o
menores, y para ello es necesario abordar algunos de estos aspectos con las madres.
No se van a proponer soluciones «mágicas», pues quienes más conocen a sus hijos
son ellas. Solo se les van a presentar una serie de estrategias que pueden serles útiles
para abordar ciertos problemas con sus hijos.
Además, se les indica que los/las terapeutas intentan entender la experiencia que
han sufrido, aunque no hayan estado expuestas a una situación similar a la suya. Por
ello está indicado el formato grupal, que permite que las participantes puedan
entender mejor la situación traumática que han vivido cada una de ellas.
Este apartado incluye el rol de las participantes, el lugar donde se celebran las
sesiones, el horario, la frecuencia, la duración de las sesiones y la duración del
proceso grupal. Además, se establecen las reglas y normas por las que se va a regir el
grupo, que se mantienen fijas y han de respetarse a lo largo de todo el proceso. Entre
ellas cabe destacar:
239
permanecerán dentro del grupo; esto será respetado tanto por las participantes
como por los/las terapeutas.
— Puntualidad: en caso de que no se pueda asistir, será preciso comunicarlo entre
24 y 48 horas antes de la sesión.
— Compromiso de acudir a todas las sesiones: se explica la necesidad de darle
continuidad al grupo y que, además, es imprescindible para una comprensión
integral del contenido de las sesiones, ya que se van a concentrar en un corto
período de tiempo todos los contenidos.
— Participación activa: es necesaria la intervención de todas las participantes
para un mejor aprovechamiento de la situación grupal.
— Guardar turno: de esta forma todas pueden participar y escucharse entre ellas.
— Respetar las opiniones de las demás.
— Respecto a los contactos entre las asistentes, el objetivo es que no se creen
grupos paralelos ni secretos. Si hay contacto constante y es relevante lo deben
comentar al resto de participantes. Aunque no se prohíbe, en principio se
aconseja no mantener contacto fuera del grupo, y si se produce es conveniente
que no continúen hablando sobre el maltrato. Se hace una ronda para conocer la
preferencia de cada una sobre cómo reaccionar si ocurre algún encuentro
fortuito.
6. Descripción de las situaciones de violencia a las que han sido expuestos sus
hijos e hijas, y motivo por el que consultan
a) Posibilitar la expresión de sentimientos hacia los hijos y las hijas, así como
sobre el desempeño de su rol como madres (inseguridades, miedos, etc.).
b) Facilitar la comprensión de los problemas de sus hijos e hijas para que mejore
la relación con ellos. Escuchar al niño, dándole la oportunidad de expresar sus
sentimientos y deseos, que pueden ser diferentes a los suyos.
c) Promover la adquisición de habilidades en el cuidado de los niños y las niñas,
proporcionando pautas educativas adecuadas para el manejo del
comportamiento del niño.
240
Se explican, de manera muy breve, los objetivos de los grupos creados para los
menores, así como los módulos de trabajo que se especifican a continuación:
expresión y reconocimiento emocional, relajación, resolución de conflictos y
normalización de sus emociones con respecto a la familia. El objetivo fundamental se
centra en facilitar y promover herramientas y estrategias que les puedan ser útiles
para el manejo de diversas situaciones, enfocado más a que puedan conseguir sentirse
mejor, y no tanto a elaborar los posibles traumas.
Serán los hijos los que elijan si les apetece y quieren hablar sobre la problemática
familiar. Se insiste en que el objetivo siempre es el bienestar del menor y que se
necesita trabajar tanto con él/ella como con la madre.
Una vez finalizados los grupos, se continúa con sesiones individuales llevadas a
cabo con la madre y el menor, donde se podrán delimitar objetivos más específicos en
función de la problemática de cada caso.
9. Prevención de la angustia
SESIONES 2 A 5
241
4. Resumen de la sesión.
5. Cierre.
— Proceso de identificación
a) Identificación del niño o la niña con su padre. En este sentido es importante que
las participantes puedan reflexionar y responder a preguntas tales como: ¿En
qué momentos nos recuerda nuestro hijo o hija a su padre?, ¿va a comportarse
igual que su padre porque reaccione agresivamente?, ¿a qué se debe esto?
(temperamento, aprendizaje vicario u otros).
b) Identificación del niño o la niña con ellas mismas. Del mismo modo, las
participantes podrán responder a la pregunta: ¿En qué momentos nos recuerda
nuestro hijo o hija a nosotras mismas?
En general, las madres suelen experimentar miedo a que sus hijos se identifiquen
con ellas o reproduzcan su patrón de funcionamiento ante la situación de violencia
que han sufrido.
A veces, determinados gestos o comportamientos de los hijos conectan con la
parte emocional de su historia personal, lo que favorece que se interpreten de una
242
forma que puede resultar disfuncional. En este punto se pueden introducir conceptos,
desde el modelo cognitivo, sobre creencias relacionadas (modelo A-B-C), que plantea
cómo los pensamientos o creencias afectan en la relación con sus hijos y en las
habilidades de crianza, sin explicitar la denominación de creencias disfuncionales que
puedan culpabilizarlas.
Durante estas sesiones, a través de las intervenciones que llevan a cabo las madres
se pueden identificar algunas creencias que presentan estas, relacionadas con las
visitas que los hijos mantienen con su padre con el objetivo de fomentar la reflexión
sobre el tema. Algunas de ellas pueden ser:
243
están más tiempo con ellas, proporcionándoles seguridad, afecto y estabilidad y
convirtiéndose en su figura de referencia y de vínculo seguro.
— No sé qué hacer cuando mi hijo dice que no quiere ir con su padre. En
realidad, si está estipulado por ley es preciso cumplir el régimen de visitas por
ambas partes, hijo y padre. Si el hijo no quiere irse, la madre tiene que
proporcionarle seguridad, asegurarle que mientras esté ella no le va a pasar
nada malo, que entiende que puede que no le apetezca pero tiene que ir con su
padre, y decirle que si ocurre algo grave se lo cuente a ellas para poder
ayudarle.
— Cuando vuelve de estar con el padre está muy mal y no sé qué tengo que
decirle. A veces los niños viven las separaciones del padre o de la madre con
angustia, produciéndoles malestar tanto cambio. Incluso pueden verlo como
una traición al otro progenitor. Lo importante es que no le hagan un
interrogatorio cuando vuelvan, dejarles su tiempo, y preguntar si acaso por
cómo se han sentido, pero no sobre qué han hecho y dónde han estado. Los
niños no saben si contar a las madres las verbalizaciones negativas que han
podido expresar sus padres sobre ellas. No se trata de soportarlo todo, sino de
mostrar de manera sencilla a los hijos que no es así y que cuando los papás
están enfadados pueden llegar a decir cosas feas. Es muy importante hacer
hincapié sobre el hecho de no situar a los hijos de intermediarios entre los
padres, ya que puede desarrollarse y/o potenciarse un conflicto de lealtades que
no resulta beneficioso para los menores en ningún caso.
— No sé qué decirle cuando el padre no cumple las visitas con sus hijos. No es
conveniente que las madres les comenten, por ejemplo, que no ha ido a verlos
porque se ha ido de viaje con su novia, o bien que no ha ido porque no les
quiere. No es recomendable entrar en el juego de descargar la rabia que las
madres sienten por su expareja hacia sus hijos. Hay que facilitar que los niños,
con el tiempo, vayan poniendo a cada uno en su lugar, entender que ellos
también sufren la situación o que estén tristes porque no ha venido su padre a
visitarles, y procurarles seguridad así como ayudarles a contenerse.
Es necesario que las madres aprendan a separar los sentimientos propios de los
que experimentan sus hijos, con el fin de poder interpretar adecuadamente qué les
ocurre y entenderlos, ponerse en su lugar y procurarles seguridad. La respuesta y la
244
emoción de los hijos ante la situación de violencia a la que están expuestos puede ser
muy diferente a la de sus madres, además de estar ajustada a la etapa evolutiva en la
que se encuentra cada menor, por lo que puede resultar complicado para las madres
entenderlos y actuar de manera adecuada. A veces mezclan las emociones propias con
las de sus hijos, fusionándose con ellos, por lo que es preciso ayudarles a separar sus
historias. Por tanto, con frecuencia todo ello les conduce a interpretar emociones y
conductas de forma inadecuada o distorsionada: «Es porque es igual a su padre,
porque me echa la culpa de la separación, es porque no lo estoy haciendo bien…»,
cuando, con frecuencia, es un comportamiento habitual en función de su edad.
— Sentimientos de culpa
Antes de abordar las secuelas psicológicas en los menores, es conveniente que las
madres conozcan que un niño está expuesto a violencia no solo cuando está presente
en el conflicto, sino que hay muchas otras formas de exposición. Además, los
menores van cambiando de estrategias de afrontamiento en función de la evolución y
características de los episodios de violencia en su hogar, pudiendo experimentar
varias categorías ante el mismo acontecimiento. Se lanzan preguntas al grupo como:
¿Cuándo pensáis que los conflictos en casa afectan a los hijos, solo cuando están
ellos presentes en el episodio o hay otras formas? Se deja tiempo para la reflexión y
discusión entre las madres, para después terminar comentando los siguientes tipos de
exposición:
245
embarazo.
2. Intervención. Los niños intentan hacer o decir algo para proteger a la víctima.
3. Victimización. Ser objeto de violencia psicológica (rechazo, aislamiento,
ausencia de afecto) o física (agresiones) durante una agresión a la madre.
4. Participación. Vigilar a la madre a petición del agresor, colaborar en las
desvalorizaciones hacia ella o hacer cómplice al menor de la violencia.
5. Ser testigo presencial. Durante las agresiones, los menores están expuestos en
la misma habitación o muy cerca de donde se produce la violencia.
6. Escucha, desde otra habitación.
7. Observación de las consecuencias inmediatas. A nivel físico (contusiones,
heridas, etc.) y psicológico (reacciones emocionales intensas, estrés, depresión,
estrés postraumático, etc.), y/o en el hogar (objetos rotos, agujeros en la pared,
etc.), presencia de ambulancias y policía, etc.
8. Experimentar las secuelas. Sintomatología materna a consecuencia de la
violencia, separación y fin de la convivencia, cambios de residencia, etc.
9. Escuchar sobre lo sucedido. Aunque no estuvieran presentes, puede tener
conocimiento sobre el alcance de las consecuencias y hechos concretos al oír
conversaciones entre adultos.
10. Ignorar la situación, porque sucedió en ausencia de los menores o lejos de la
residencia familiar.
Además se comentan los roles asumidos por los niños y niñas ante las situaciones
de violencia, para que aprendan a identificarlos en sus hijos y les ayude a entenderlos
mejor. Se les formula la pregunta: ¿Qué papel creéis que ha asumido cada uno de
vuestros hijos ante la violencia? Una vez que responden, se les explica que los
diferentes roles pueden ser:
a) Cuidador o cuidadora.
b) Confidente de la madre.
c) Confidente del agresor.
d) Asistente del agresor.
e) Niño o niña perfecto.
f ) Niño o niña malo.
g) Árbitro.
h) Chivo expiatorio.
Y por último, se destaca la importancia de que las madres conozcan que algunos
de los comportamientos que observan en sus hijos o hijas son síntomas típicos que
aparecen como secuelas por haber estado o estar expuestos a este tipo de violencia.
Las preguntas que se formulan pueden ser: ¿Cómo creéis que les afecta a los niños
convivir con situaciones de violencia?, ¿cuáles son sus reacciones? Tras abrir un
espacio para que puedan responder, se pasa a comentar las diferentes formas que los
niños tienen de expresar su malestar y sufrimiento, adecuando el lenguaje técnico
para que puedan entenderlo con claridad: sintomatología externalizante (agresividad,
246
rabietas, desobediencia, etc), que se dirige hacia otros; sintomatología internalizante
(llanto, tristeza, ansiedad, etc), que se dirige hacia uno mismo. Esta sintomatología
puede dificultar las relaciones sociales, repercutir en el rendimiento escolar o afectar
a su salud física, generalmente presentando quejas somáticas (dolor de cabeza,
enuresis, etc.).
En la tabla 7.2 aparecen algunos de los síntomas que se manifiestan con más
frecuencia.
TABLA 7.2
Consecuencias psicológicas en los menores por la exposición a violencia de género
Funcionamiento Funcionamiento
Competencia Funcionamiento
emocional (sint. Conductual (sint. Salud fisica
social cognitivo/escolar
internalizante) externalizante)
247
violencia? Para las madres que no están separadas habría que plantear: ¿Qué impacto
creéis que tiene un clima emocional caracterizado por una comunicación fría,
distante, marcada por tensión, rechazo, desprecio, ironía, etc., en el desarrollo
psicológico de los hijos?
Se recogen las respuestas de las madres y se exponen los factores fundamentales
de estabilización emocional, incluyendo los que ellas hayan comentado y añadiendo
los que no se hayan verbalizado. Todos ellos se relacionan con las necesidades de los
niños y no con las de los padres, y son:
Asimismo, es necesario que las madres se familiaricen con los factores que
protegen al menor a la hora de desarrollar secuelas ante la exposición a la violencia,
favoreciendo la resiliencia y adaptación positiva de los mismos.
A continuación se lleva a cabo la siguiente dinámica con las madres: Se les
facilitan tantos folios como hijos tengan y se les pide que dibujen la figura de su
mano. En cada dedo deberán escribir los factores o cualidades que observan en su
hijo o hija (de los que se han mencionado u otros) que les puede proteger ante la
adversidad. También se puede hacer otra dinámica planteando los factores de
protección que ellas tienen. Una vez que los hayan escrito se lleva a cabo una puesta
en común, reforzando a todas y cada una.
TABLA 7.3
Factores mediadores en la violencia de género
248
Generales:
Del menor:
Familiares y extrafamiliares:
– Vínculo afectivo y apego seguro con la madre u otras personas que se ocupen del niño.
– Buena salud mental de los cuidadores.
– Tener al menos una relación duradera y de buena calidad con un adulto significativo, que sea válido e
importante para el niño.
– Respuestas de apoyo de las madres a las necesidades de sus hijos.
– Mantener unas pautas educativas estables que enseñen valores prosociales (empatía, conducta de ayuda,
confianza y simpatía), mostrando calidez y firmeza en el modo de transmitir los límites.
– Validar las expresiones emocionales de los menores, ayudándoles a desarrollar estrategias competentes
para hacer frente a las emociones negativas.
– Modular el enfado propio del adulto en presencia de los menores.
Se destaca el papel de una «figura de resiliencia» para los menores, que les ofrezca
una relación afectiva sana (apego seguro) como factor protector frente a las
adversidades que han vivido y/o están viviendo los niños. El objetivo sería acercarse
a la fórmula: Afecto + Proteccion + Límites + Coherencia. Es fundamental establecer
consecuencias negativas para los niños ante conductas no aceptables, manteniendo en
todo momento el afecto. Si son coherentes en los límites impuestos crearán seguridad
y respeto entre los miembros de la familia. Nos centramos entonces en los factores
personales de resistencia y el papel del cuidador principal en el desarrollo de la
misma. Se destaca la importancia de compartir momentos con el menor en los que
este pueda expresar sus miedos y preocupaciones, o simplemente un día en el colegio
(demostrando interés), y cómo esto afecta positivamente a la madre. Además, no
olvidar proteger al menor frente al posible maltrato de su padre, «cuando yo esté
delante no te hará nada», ya que proporcionar seguridad al menor es de suma
importancia para su estabilidad, tanto a nivel emocional como en otras áreas.
249
El objetivo general es facilitar la adquisición o el desarrollo de habilidades de
crianza adecuadas en el cuidado de los niños y las niñas y cambiar las actitudes
educativas que puedan ser perjudiciales.
Se abordan las siguientes áreas:
— Comunicación
En este caso, se trata de delimitar si las madres reconocen los sentimientos de sus
hijos o hijas, sus miedos, etc., y si se expresan correctamente con ellos. Es importante
tener una buena comprensión de los problemas de estos con el fin de mejorar la
relación con ellos. Se orienta sobre cómo escuchar al niño, darle la oportunidad de
expresar sus sentimientos y deseos, y entender que pueden ser diferentes a los suyos.
Se lanza la pregunta: ¿Cómo creéis que pueden sentirse vuestros hijos ante la
separación o ante la situación que habéis vivido/estáis viviendo?
Se debe evitar provocar sentimientos de culpabilidad, volviendo a recordar que no
es la separación en sí lo que más afecta a los niños, sino los desajustes que puede
ocasionar en su vida, los conflictos entre los progenitores y la prolongación de dichos
conflictos.
Se recogen las aportaciones de las madres y se exponen las que faltan, recordando
lo anteriormente comentado acerca de las reacciones y emociones ante la exposición
a la violencia. Las más comunes son:
250
compartir con el hijo.
— Regresión. Es la reacción más universal en los preescolares. El niño necesita
apoyo y seguridad por parte del padre y de la madre.
— Fantasía de reunificación de los padres. Si se cree que el niño tiene esta
fantasía, conviene aclararle que no va a suceder.
— Autoridad y límites
En ocasiones las madres presentan problemas para establecer su autoridad ante sus
hijos a través de límites y normas. La clave está en descubrir qué sentimientos se
ocultan tras el comportamiento del menor, reflexionando sobre este hecho e
intentando trabajar las consecuencias de sus actos con los hijos. Siempre hay que
adaptarlo a la edad de cada niño.
Creencias relacionadas:
— Estoy perdida acerca de cómo tengo que educar u orientar a mis hijos.
— Me he centrado demasiado en mi pareja y ahora me he dado cuenta de que mis
hijos están mal.
— Permisivismo. Conceder todos los deseos de los niños sin ponerles ningún
251
límite. Es importante explorar las emociones que experimentan las madres que
favorecen un estilo permisivo, por ejemplo culpa, inutilidad, incapacidad,
miedo..., y sus pensamientos: «No tengo suficiente fuerza», «con lo que ya ha
sufrido no voy ahora a castigarlo», «tengo que darle todo a mi hijo para
compensar lo que ha sufrido», «como su padre lo trata mal yo tengo que hacer
lo que sea para compensar eso», etc.
— Exceso de autoridad. Llegar al extremo de que todo lo que hace su hijo es
sancionable, hasta el punto de castigar constantemente. Igualmente, es
necesario explorar las emociones que facilitan un estilo autoritario, por ejemplo
rabia, y los pensamientos relacionados: «No va a poder conmigo como lo hizo
su padre», «no quiero que sea igual que su padre, a ver quién puede más», etc.
SESIÓN 6. Madres
Índice:
La intervención que se realiza con los menores gira en torno a ocho temas
principales, desarrollados a través de sesiones individuales y grupales. Estos se
resumen en la tabla 7.4.
252
TABLA 7.4
Módulos de intervención con menores
— Estrategias de autoprotección
— Reestructuración cognitiva
Se trabaja con los menores para que aprendan a identificar y cambiar los
pensamientos disfuncionales, reflexionando especialmente sobre las creencias de rol
de género asociadas a la violencia.
Solo se lleva a cabo en los casos en los que el terapeuta lo cree conveniente. El
objetivo es que identifiquen y elaboren las pérdidas vividas, incorporando y
transformando sus vivencias traumáticas en su historia vital, y aprendiendo a
253
construir un proyecto de vida futuro saludable.
La metodología que se emplea es: exposición oral, expresión emocional,
discusión, juegos y narrativas.
Se llevan a cabo seis sesiones grupales, con una periodicidad semanal y una
duración de hora y media cada una.
Los grupos de menores (mínimo de cuatro y máximo de diez participantes) se
constituyen en base al criterio de edad, aunque puede haber variaciones según el nivel
de desarrollo de los niños y las niñas. Los rangos de edad son: de 3 a5 años, de 6 a10
años, de 11 a 13 años y de 14 a 17 años.
Los criterios de exclusión para el grupo de menores son:
TABLA 7.5
Objetivos de la intervención grupal con menores
Objetivos de la sesión:
254
— Conocer las normas del grupo y los objetivos del mismo.
— Que se conozcan los miembros del grupo.
— Reconocer y expresar adecuadamente la emoción «alegría».
— Aprender técnicas de relajación.
Índice:
Desarrollo de la sesión:
Una vez que los menores entran en la sala de grupo, se sientan todos formando un
círculo y el/la terapeuta les explica, en primer lugar, cuáles van a ser las
características del grupo: «Nos vamos a reunir todos los (especificar días de la
semana y frecuencia). El grupo va a estar conformado por los dos terapeutas y los
niños que están aquí hoy, y la duración va a ser de tal a tal hora. Van a ser seis
sesiones».
255
base a lo que hayan expuesto, se explicitan los objetivos que se persiguen, siempre
adaptados a su lenguaje:
Se pueden utilizar diversas dinámicas de presentación. Una de ellas puede ser que
cada miembro del grupo pueda compartir su edad y su color favorito con el resto, y
terminar diciendo «y me pica...», tocándose una zona del cuerpo (los terapeutas
también lo representan).
Una vez se han presentado todos se abre una ronda de preguntas, en la cual cada
niño o niña tiene que recordar lo que dijo su compañero, esto es, decir el nombre, la
edad, el color y dónde le picaba. Ejemplo: «Se llama Julia, tiene 7 años, su color
favorito es el verde y le pica en la cabeza (y se toca la cabeza)».
Este tipo de ejercicio va a favorecer que se rompa el «hielo» inicial y se comience
a favorecer la cohesión del grupo.
5. Actividad «Conociéndonos»
256
6. La alegría
— Expresión facial:
• ¿Qué cosas te ponen alegre? ¿Con qué personas estás cuando sueles sentir
alegría?
• ¿Cuándo fue la última vez que estuviste alegre?
257
Se podría incluir o sustituir el uso de imágenes por una pizarra y realizar la
dinámica «pictionary de la alegría», en la que uno de los menores intenta dibujar una
situación o algo que le provoca alegría y el resto tiene que adivinarlo. El que consigue
adivinarlo toma el turno.
Se les entrega una ficha (Anexo 7.3) en la que han de señalar aquellas
situaciones que les ponen nervioso o nerviosa, anotando cualquier otra que no
aparezca en el listado proporcionado. Después se comentan en el grupo.
Se les entrega otra ficha (Anexo 7.4) en la que aparece dibujada una figura
humana, en la que tienen que señalar las partes del cuerpo que notan tensas
cuando están nerviosos o nerviosas. A continuación cada uno la va enseñando
al grupo y lo comenta.
258
lo contrario de estar nervioso, muy divertida. Cuando la hayáis aprendido la
podréis utilizar cuando la necesitéis (antes, durante o después de poneros
nerviosos). Ya veréis cómo os va a ser de gran utilidad. Es posible que sea una
experiencia nueva para vosotros, y al principio puede que os cueste».
«Primero hay que tensar los músculos y después relajarlos. Cada ejercicio
se repite tres veces. Vamos a ir practicando los ejercicios para conocerlos».
Se les enseña cómo se hace cada ejercicio, poniéndolo en práctica primero
el/la terapeuta y después repitiéndolo ellos o ellas.
Una vez que todos han aprendido a realizar los ejercicios, se practica la
relajación completa en una colchoneta dispuesta en el suelo. Deben permanecer
en silencio con los ojos cerrados hasta el final de la relajación. El/la terapeuta
va indicando las pautas del ejercicio y observando la práctica en cada uno de
los menores.
Se puede utilizar música relajante.
8. Cierre de la sesión
259
— Elección de la actividad:
Objetivos de la sesión:
Índice:
Desarrollo de la sesión:
Se recuerdan los contenidos tratados en la sesión anterior y las normas del grupo.
Si se incorpora algún niño nuevo al grupo se hace la presentación.
2. Relajación
260
3. Actividad «Nuestra familia»
Se les pide que dibujen a su familia y luego se les realizan las siguientes preguntas
para compartirlas en grupo:
— Escribe el parentesco que tienes con cada una de las figuras dibujadas.
— Escribe sus nombres, edades y profesiones.
— Escribe las tareas de las que se encarga cada uno de ellos en casa.
— ¿De qué tareas te encargas tú?
— Recuerda la última ocasión en que tu familia y tú os reunisteis con vuestros
primos, tíos y abuelos. ¿Cuándo fue, qué celebrabais, dónde estuvisteis, qué
hicisteis?
— ¿Sabes cuándo será el próximo cumpleaños de un familiar? ¿De quién? Piensa
una idea para celebrarlo.
— ¿Has ido alguna vez de vacaciones con tu familia? ¿Dónde? ¿Qué hacíais?
4. La tristeza
— Expresión facial:
261
Se les pregunta ¿Qué cara ponéis cuando estáis tristes? Se pide a los
menores que reproduzcan la cara.
Se reflexiona sobre qué suele hacer y qué le suele pasar por la cabeza a una
persona cuando está triste.
— La comunicación de la tristeza:
5. Cierre
Objetivos:
Índice:
Desarrollo de la sesión:
262
2. Relajación
Para esta actividad se utilizarán tarjetas con dibujos de distintos tipos de unidades
familiares (padres e hijos o hijas; madre o padre solo con hijos o hijas; padres, hijos o
hijas y abuelos o abuelas, etc.). También se pueden utilizar muñecos y que ellos
vayan creando los diferentes hogares que creen que existen. Los menores van
haciendo comentarios e identificando su situación familiar. El objetivo es que puedan
reflexionar y entender que pueden existir diferentes tipos de familia y que estas
cambian a lo largo del tiempo.
Después se puede hablar sobre las dificultades comunes que pueden surgir en las
distintas familias y cómo afectan a los niños que viven en ellas, provocando ciertas
emociones negativas. Se ofrece la posibilidad de que compartan sus experiencias con
el grupo.
4. El enfado
— Expresión facial:
Se les pregunta: ¿Qué cara ponéis cuando estáis enfadados? Se pide a los
menores que reproduzcan la cara.
263
nos enfadamos demasiado por pequeños motivos y eso nos perjudica porque
nos sentimos muy nerviosos, alterados, chillamos... y sufrimos».
Se puede mostrar el dibujo de un termómetro, utilizando ejemplos para que
comprendan la gradación del enfado.
264
• Pedir ayuda a un profesional, a nuestros padres o a los amigos. Hablar con
ellos, ser comprendidos.
5. Habilidades sociales
Se les explica qué significa tener buenas habilidades sociales y las formas de
relacionarnos (agresiva-pasiva-asertiva), poniendo ejemplos y compartiendo
experiencias, con el objetivo de que aprendan a mostrarse más asertivos en sus
relaciones.
6. Estrategias de autocontrol
Se les pregunta si conocen lo que es una olla exprés, para pasar a explicarles
su mecanismo de funcionamiento a través de una cartulina grande con una olla
exprés dibujada. Asimismo, se les describe que nosotros somos como las ollas
exprés: nos vamos llenando de emociones, y si no somos capaces de pedir
ayuda o expresarlas de forma adecuada podemos explotar haciendo daño a los
demás o a nosotros mismos. Posteriormente, se les pide que pongan ejemplos
sobre cómo solemos explotar, y se les pregunta cómo se sienten ellos después
de explotar y cómo creen que se sienten las personas que están cerca de ellos.
A continuación cada niño o niña deberá pegar dentro de la olla la situación
que más le enfada, eligiéndola entre los tres dibujos realizados en una actividad
anterior.
Se les explica que hay algunas personas que no saben controlar su enfado y
pierden el control. Se les pregunta si conocen a algún adulto a quien le haya
pasado, y que cuenten qué consecuencias se derivaron tanto para ellos como
para los demás.
265
Se entrega a cada menor un esquema de la técnica para que la puedan
recordar (Anexo 7.6).
7. Cierre
Objetivos:
Índice:
Desarrollo de la sesión:
2. Relajación
3. Familias
Se reflexiona sobre este tema: «¿Por qué se separan los padres? Lo que
sucede es que hay veces que los adultos puede que no se lleven bien, discuten o
no quieren vivir juntos, incluso por cosas que a los niños y las niñas les
parecen tonterías. Pero puede ser que decidan que es mejor separarse.
Generalmente todos los niños y las niñas quieren ver a sus papás viviendo en
la misma casa; incluso hay veces que se lo piden directamente a sus padres,
266
pero «esto no es decisión de los niños y las niñas». Estos normalmente se
sienten muy mal cuando ven a papá y mamá discutir, pero todavía se sienten
peor cuando ven que se separan y no viven juntos. Sentir esto es normal. Pero
a veces es mejor que papá y mamá se separen para que todos puedan ser un
poco más felices. ¿Significa eso que no os van a querer más? Normalmente
cuando los padres se separan siguen queriendo a sus hijos e hijas de igual
manera, siguen compartiendo actividades y siguen siendo sus papás y sus
mamás; es más, lo seguirán siendo de por vida.
Hay otras veces que papá y mamá deciden no separarse aunque se peleen
mucho. Esto también es difícil para los niños y las niñas, pues no les gusta que
discutan, pero la realidad es que no pueden hacer nada para que no suceda.»
Se abre un espacio para la formulación de preguntas:
• ¿En vuestra familia vuestros padres viven juntos o separados? Si los padres
se separan, ¿desaparece la familia?
• ¿Qué pasa cuando las familias se separan?
• ¿Con qué frecuencia veis a vuestros padres?
• ¿Os gustaría que vuestros padres continuaran viviendo juntos? ¿Es decisión
vuestra que los padres sigan viviendo juntos?
• ¿Conocéis a familias en las que los padres no vivan juntos o que estén
formadas por otros miembros?
Manolita es una niña de 7 años que vive con su papá y su mamá. Algunas
veces sus papás se pelean y su papá pierde el control. La mamá se pone triste y
Manolita no sabe qué hacer. Ella quiere a su papá y a su mamá, pero no le
gusta que se peleen. ¿Cómo se siente Manolita? ¿Qué puede hacer?
Se recogen sus aportaciones y se hace reflexión general: «Es normal que se
sienta triste, a veces los adultos se pelean por cosas que los niños no pueden
entender. Lo mejor que puede hacer Manolita cuando sus papás se pelean es
irse a su habitación hasta que se hayan calmado las cosas. Para estar
tranquila en su habitación puede hacer la relajación o hacer algo que le guste:
leer un cuento, dibujar...».
Miguelito es un niño de 6 años que tiene dos casas porque sus papás se
separaron. Vive con su mamá en un piso de su pueblo y a veces se va con su
papá, que tiene una novia y vive en otra casa. A veces sus papás discuten y no
267
se ponen de acuerdo en cuándo Miguelito tiene que ir a casa de su papá. A
Miguelito le gustaría contar a su mamá lo que hace cuando está con su papá,
pero le da miedo que su mamá se sienta triste. ¿Cómo se siente Miguelito?
¿Qué puede hacer?
Se recogen sus aportaciones y se hace una reflexión general: «Es normal
que Miguelito se sienta nervioso cuando sus papás discuten, ya que él cree que
es por su culpa. ¿Pensamos en realidad que es su culpa? A veces los adultos
no se ponen de acuerdo en cosas que son muy sencillas y los niños no
entienden por qué. Miguelito quiere a su mamá y a su papá, aunque no viva
con los dos, y le gustaría pasarlo bien cuando está con mamá y cuando está
con papá. Miguelito podría decirle a su mamá lo que pasa cuando está con
papá, sean cosas malas o buenas, para que mamá lo comprenda y pueda
ayudarle».
Se ofrece la posibilidad de que compartan las experiencias que cada uno
tiene en su familia, así como los pensamientos, emociones y conductas
asociadas.
4. El miedo
— Psicoeducación:
268
alguna vez? Y luego, cuando ha pasado el peor momento, no puedes olvidarlo,
te viene el recuerdo de lo que sentiste y vuelves a sufrir. Ese recuerdo vuelve
una y otra vez; te acuerdas de cosas que te hacen sufrir y no te las puedes
quitar de la cabeza.
Lo que has sentido y lo que has sufrido es una reacción normal en una
situación que no era la adecuada para ti. Tú tenías que haber sido cuidado,
protegido, educado sin hacerte daño. Te podían dejar sin tele un día, o sin
juego a veces, por haberte portado mal, pero nunca, nunca, te tenían que dar
palizas, decirte que tú eras el culpable de todo, forzarte a hacer cosas malas
para ti y otras cosas que te han hecho sufrir mucho. Tú no eres el/la culpable
de lo ocurrido, ni de los problemas de tu madre, padre o familia, y es normal
que hayas sentido miedo, que sintieras que no podías más».
5. Estrategias de autocontrol
Se les explica la dinámica, que consiste en coger papeles que no nos sirvan
(revistas, periódicos, folios usados…), romperlos con fuerza en varios trozos,
hacer una bola apretando con la mano y tirarlos a los demás. Se deben cumplir
las siguientes normas: no tirar con fuerza, porque podemos hacer daño a los
demás, no tirar a la cara, parar cuando alguien diga que no quiere más, no
correr, no gritar y recoger al finalizar la actividad.
269
6. Cierre
Objetivos:
Índice:
Desarrollo de la sesión:
2. Relajación
3. La culpa
270
ello.
• Cuando, por no decir la verdad, se perjudica a alguien.
• Cuando hacemos algo mal y nos descubren.
• Al mirar para otro lado cuando nos piden ayuda.
• Si no hacemos algo a lo que nos hemos comprometido.
El/la terapeuta lee el cuento, y se formulan preguntas con el fin de que los
menores reflexionen sobre el contenido del mismo.
Se les propone la posibilidad de compartir con el grupo experiencias
personales sobre situaciones en las que se han sentido culpables o les han
culpado de algo injustamente.
4. Identidad personal
271
Se hace hincapié en que todas las personas tenemos aspectos o hacemos
algo que nos permite sentirnos distintos de los demás, especiales. Para
descubrir las cosas que nos hacen a cada uno ser especial se va a realizar la
ficha «Yo soy especial y distinto porque…» (Anexo 7.8).
Otra dinámica que se puede llevar a cabo consiste en proponerles que cada
participante escriba anónimamente en un papel una cualidad positiva de cada
compañero, según lo que ha conocido en las sesiones grupales sobre él/ella.
Después lo van exponiendo de forma individual en el centro de la sala,
reforzando así su autoestima (adaptado del cuento Mi colección de piropos,
Ibarrola, 2003).
5. Responsabilidades en la familia
En este punto se hace una reflexión en torno a los roles familiares: «Las familias
se forman en cuanto nacen los niños y las niñas. Desde siempre las familias tienen el
deber de proteger, cuidar, ayudar a crecer y a vivir a todos los miembros,
especialmente a los niños. En ellas todo debe funcionar correctamente, esto es, cada
persona debe tener su papel y su función para que la familia sea sana y ayude a cada
uno de sus miembros».
La actividad que se propone seguidamente tiene como finalidad la toma de
conciencia acerca de las funciones de los padres y de los hijos en la familia. Para ello
se les presentan tarjetas en las que se muestran varias funciones (cuidar y proteger,
hacer las tareas escolares, proporcionar amor y alimento, jugar y divertirse…) y
tienen que clasificarlas, poniéndolas en una cartulina en la columna de hijos o de
padres. Se va comentando cada una de las funciones y se invita a que reflexionen
sobre los papeles que desempeñan ellos y sus padres en su familia.
6. Cierre
Objetivos:
Índice:
272
5. Cierre.
Desarrollo de la sesión:
2. Relajación
3. El afecto/amor
• Hacia familiares.
• Hacia amigos.
• A los animales de compañía.
• A la naturaleza.
• A la música.
• A un lugar determinado.
• A todo aquello que nos ayuda a sentirnos felices...
Los menores tienen que pensar en lo que más les gusta de su familia. Con tal fin se
les comenta: «A pesar de que a veces nuestros padres están enfadados o tristes,
también pasamos o hemos pasado momentos buenos con cada uno de ellos».
La actividad consiste en describir lo que más les gusta, las actividades que realizan
con ellos y las «estrellas del corazón» (afecto) que les regalan, como besos, abrazos,
mensajes positivos, etc.
Además, también se les pregunta sobre otros familiares con los que pasan tiempo,
273
se divierten y les proporcionan afecto, como los abuelos o los tíos.
Para llevar a cabo el cierre de las sesiones grupales se efectúa un repaso de los
contenidos trabajados y se pregunta a cada uno qué estrategias ha aprendido y la
actividad que más le ha gustado.
En una cartulina los menores pueden ir escribiendo o dibujando aquello que
quieren destacar del trabajo realizado.
Por último, se reparten los diplomas de participación a todos ellos.
En el caso de los adolescentes, los módulos de trabajo son los mismos que con los
niños de 6 a 10 años, si bien es necesario utilizar un lenguaje más acorde a su edad y
fomentar una mayor reflexión de los participantes.
Se utilizan diferentes dinámicas de presentación y de cierre del grupo.
No se emplean las tarjetas de estrellas, que sirven de reforzadores para los
pequeños al final de cada sesión.
Como se puede apreciar en la tabla 7.6, se presentan los diferentes módulos y las
sesiones en las que se trabajan los contenidos incluidos en cada uno de ellos, así
como el formato grupal o individual.
A continuación se van a exponer las especificidades de cada módulo, cuando el
formato es grupal.
274
conflictos y el autocontrol.
TABLA 7.6
Módulos y sesiones
Módulos S1 S2 S3 S4 S5 S6
M2. Relajación. × × × × × ×
2. Módulo de relajación
Llevar a cabo este módulo en las primeras sesiones es muy relevante. El objetivo
275
que se persigue consiste en que los participantes tomen conciencia de sus cualidades
positivas, reforzando así su autoestima y fortaleciéndoles ante las situaciones
adversas. Se reflexiona igualmente sobre el concepto de autoeficacia personal y sobre
su proyecto de superación personal.
Algunas de las actividades que se trabajan específicamente con los adolescentes
son:
276
5. Módulo de relaciones familiares
277
Anexos
0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Nada Muchísimo
0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Nada Muchísimo
3. ¿En qué medida piensas que este tratamiento le puede hacer sufrir?
0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Nada Muchísimo
4. ¿Piensas que este tratamiento puede ayudar a más chicos o chicas que tuvieran
sus mismos problemas? ¿Cuánto?
0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
278
Nada Muchísimo
5. ¿Este tratamiento puede ayudar a otros chicos o chicas con otros problemas
diferentes a los de tu hijo o hija? ¿Cuánto?
0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Nada Muchísimo
0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Nada Muchísimo
0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Nada Muchísimo
0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Nada Muchísimo
0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Nada Muchísimo
3. ¿En qué medida piensas que este tratamiento te puede hacer sufrir?
279
0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Nada Muchísimo
4. ¿Piensas que este tratamiento puede ayudar a más chicos o chicas que tuvieran
tus mismos problemas? ¿Cuánto?
0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Nada Muchísimo
5. ¿Este tratamiento puede ayudar a otros chicos o chicas con otros problemas
diferentes a los tuyos? ¿Cuánto?
0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Nada Muchísimo
0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Nada Muchísimo
0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Nada Muchísimo
280
ANEXO 7.2. ESCALAS DE SATISFACCIÓN CON EL TRATAMIENTO
(Descargar o imprimir)
Después de que tu hijo o hija haya recibido este tratamiento, nos gustaría saber tu
opinión sobre el mismo. Por favor, contesta a las siguientes preguntas.
0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Nada Muchísimo
0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Nada Muchísimo
3. ¿En qué medida crees que el tratamiento ha resultado útil a tu hijo o hija?
0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Nada Muchísimo
4. ¿En qué medida crees que este tratamiento ha hecho sufrir a tu hijo o hija?
0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Nada Muchísimo
0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
281
Nada Muchísimo
0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Nada Muchísimo
0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Nada Muchísimo
2. ¿En qué medida crees que se han reducido las situaciones conflictivas en casa
desde el inicio del tratamiento?
0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Nada Muchísimo
3. ¿En qué medida crees que ahora tienes un mejor manejo de las situaciones
conflictivas con tu hijo o hija?
0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Nada Muchísimo
4. ¿En qué medida crees que ahora entiendes mejor cómo se siente tu hijo o hija?
0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Nada Muchísimo
5. ¿En qué medida tienes ahora mayor seguridad con respecto a lo que tienes que
hacer en las situaciones problemáticas relacionadas con tu hijo o hija?
0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
282
Nada Muchísimo
0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Nada Muchísimo
0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Nada Muchísimo
0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Nada Muchísimo
4. ¿Piensas que este tratamiento puede ayudar a más chicos o chicas que tuvieran
tus mismos problemas? ¿Cuánto?
0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Nada Muchísimo
5. ¿Este tratamiento puede ayudar a otros chicos o chicas con otros problemas
diferentes a los tuyos? ¿Cuánto?
0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Nada Muchísimo
283
ANEXO 7.3. IDENTIFICACIÓN DE SITUACIONES QUE PROVOCAN
TENSIÓN CORPORAL (Descargar o imprimir)
284
ANEXO 7.4. IDENTIFICACIÓN DE RESPUESTAS INDIVIDUALES DE
TENSIÓN CORPORAL (Descargar o imprimir)
Señala las partes de tu cuerpo en las que sientes tensión cuando te pones nervioso
o nerviosa.
285
ANEXO 7.5. RELAJACIÓN MUSCULAR DE KOEPPEN Y REGISTRO
RELAJACIÓN
Manos y brazos
Brazos y hombros
Ahora vamos a imaginarnos que sois unos gatos muy perezosos y queréis
estiraros. Estirad (extender) vuestros brazos frente a vosotros, levantadlos ahora
sobre vuestra cabeza y llevadlos hacia atrás. Fijaos en el tirón que sentís en vuestros
hombros. Ahora dejad caer vuestros brazos a los lados. Muy bien. Vamos a estirad
otra vez. Estirad los brazos frente a vosotros, levantadlos sobre vuestra cabeza y tirad
de ellos hacia atrás, fuerte. Ahora dejadlos caer. Muy bien. Fijaos cómo vuestros
hombros se sienten ahora más relajados. Ahora una vez más, vamos a intentar estirar
los brazos. Intentad tocar el techo esta vez. De acuerdo. Estirad los brazos frente a
vosotros, levantadlos frente a vuestra cabeza y tirad de ellos hacia atrás. Fijaos en la
tensión que sentís en vuestros brazos y hombros. Un último estirón, ahora muy fuerte.
Dejad caer los brazos y fijaos qué bien os sentís cuando estáis relajados.
286
Hombros y cuello
Ahora imaginad que sois unas tortugas, y que estáis sentados encima de una roca
en un apacible y calmado estanque relajándoos al calor del Sol. Os sentís tranquilos y
seguros allí. ¡Oh! De repente sentís una sensación de peligro. ¡Vamos! Meted la
cabeza en vuestra concha; tratad de llevar vuestros hombros hacia vuestras orejas,
intentando poner la cabeza metida entre los hombros. Manteneos así, no es fácil ser
una tortuga metida en su caparazón. Ahora el peligro ya pasó, podéis salir de vuestro
caparazón y volver a relajaros a la luz del cálido Sol. Relajaos y sentid el calor del
Sol. ¡Cuidado! Más peligro, rápido, meted la cabeza en vuestra casa; tenéis que tener
la cabeza totalmente metida para poder protegeros. Muy bien, ya podéis relajaros,
sacad la cabeza y dejad que vuestros hombros se relajen. Fijaos que os sentís mucho
mejor cuando estáis relajados que cuando estáis tensos. Una vez más. ¡Peligro!
Esconded vuestra cabeza, llevad los hombros hacia vuestras orejas, no dejéis ni un
solo pelo de vuestra cabeza fuera de la concha. Manteneos dentro, sentid la tensión en
vuestro cuello y hombros. De acuerdo, podéis salir de vuestra concha, ya no hay
peligro. Relajaos, ya no va a haber más peligro, no tenéis nada de qué preocuparos, os
sentís seguros, os sentís bien.
Mandíbula
Imaginaos que tenéis un enorme chicle en vuestra boca, que es muy difícil de
masticar y está muy duro. Intentad morderlo, dejad que los músculos de vuestro
287
cuello os ayuden. Ahora relajaos, dejad vuestra mandíbula floja, relajada, fijaos qué
bien os sentís cuando dejáis vuestra mandíbula caer. Muy bien. Vamos a masticar
ahora otro chicle, fuerte, intentad apretarlo, que se meta entre vuestros dientes. Muy
bien. Lo estáis consiguiendo. Ahora relajaos, dejad caer la mandíbula. Es mucho
mejor estar así que estar luchando con ese chicle. Muy bien, una vez más vamos a
intentar morderlo. Morded lo más fuerte que podáis, más fuerte, muy bien, estáis
trabajando muy bien. Bien, ahora relajaos. Intentad relajar vuestro cuerpo entero,
intentad dejarlo como flojo, lo más flojo que podáis.
Cara y nariz
Bueno, ahora viene volando una molesta mosca, que se posa en vuestra nariz.
Tratad de espantarla, pero sin usar vuestras manos. Intentad hacerlo arrugando
vuestra nariz. Tratad de hacer tantas arrugas con vuestra nariz como podáis. Dejad
vuestra nariz arrugada, fuerte. ¡Bien! Habéis conseguido alejar la mosca, ahora podéis
relajar vuestra nariz. Oh! Por ahí vuelve esa pesada mosca, arrugad vuestra nariz
fuerte, lo más fuerte que podáis. Muy bien, se ha ido nuevamente. Ahora podéis
relajar vuestra cara. Fijaos que cuando arrugáis tan fuerte vuestra nariz, vuestras
mejillas, vuestra boca, vuestra frente y hasta vuestros ojos os ayudan y se ponen
tensos también. ¡Oh! Otra vez regresa esa vieja mosca, pero esta vez se ha posado en
vuestra frente. Haced arrugas con vuestra frente, intentad cazar la mosca con vuestras
arrugas, fuerte. Muy bien, ya se ha ido para siempre. Podéis relajaros, intentad dejar
vuestra cara tranquila, sin arrugas. Sentid cómo vuestra cara está ahora más tranquila
y relajada.
288
Estómago
Imaginad que estáis tumbados sobre la hierba, Oh! Mirad, por ahí viene un
elefante, pero él no está mirando por dónde pisa, no os ha visto, va a poner un pie
sobre vuestro estómago, ¡No os mováis! No tenéis tiempo de escapar. Tratad de
tensar el estómago poniéndolo duro, realmente duro, aguantad así. Esperad, parece
como si el elefante se fuera a ir en otra dirección. Relajaos, dejad el estómago lo más
blandito que podáis. Así os sentís mucho mejor. ¡Oh! Por ahí vuelve otra vez. ¿Estáis
preparados? Tensad el estómago fuerte, si él os pisa y tenéis el estómago duro no os
hará daño. Poned vuestro estómago duro como una roca. Muy bien, parece que
nuevamente se va. Podéis relajaros. Sentid la diferencia cuando tensáis el estómago y
cuando lo dejáis relajado. Así es como quiero que os sintáis, tranquilos y relajados.
No vais a creerlo, pero ahí vuelve el elefante, y esta vez parece que no va a cambiar
de camino, viene derecho hacia vosotros. Tensad el estómago. Tensadlo fuerte, lo
tenéis casi encima; poned duro el estómago. Está poniendo una pata encima de
vosotros o vosotras, tensad fuerte. Ahora ya parece que se va, por fin se aleja. Podéis
relajaros completamente, estáis seguros, todo está bien, os sentís tranquilos y
relajados.
289
Esta vez vais a imaginar que queréis pasar a través de una estrecha valla en cuyos
bordes hay unas estacas. Tenéis que intentar pasar, y para ello os vais a hacer
delgados, metiendo vuestro estómago hacia dentro, intentando que vuestro estómago
toque vuestra columna. Tratad de meter el estómago todo lo más que podáis, tenéis
que atravesar esa valla. Ahora relajaos y sentid cómo vuestro estómago está ahora
flojo. Muy bien. Vamos a intentar nuevamente pasar a través de esa estrecha valla.
Meted el estómago, intentad que toque vuestra columna, dejadlo totalmente metido,
muy metido, tan metido como podáis, aguantad así, tenéis que pasar esa valla. Muy
bien. Habéis conseguido pasar a través de esa estrecha valla sin pincharos con sus
estacas. Relajaos ahora, dejad que vuestro estómago vuelva a su posición normal. Así
te sientes mejor. Lo habéis hecho muy bien.
Piernas y pies
Ahora imaginad que estáis parados descalzos y vuestros pies están dentro de un
pantano lleno de barro espeso. Intentad meter el pie dentro del barro. Probablemente
necesitéis vuestras piernas para ayudaros a empujar. Empujad hacia dentro, sentid
cómo el lodo se mete entre vuestros pies. Ahora saltad fuera y relajad los pies. Dejad
que vuestros pies se queden como flojos y fijaos qué bien estáis así. Os sentís bien
cuando estáis relajados. Volved dentro del espeso pantano. Meted los pies dentro, lo
más dentro que podáis. Dejad que los músculos de vuestras piernas os ayuden a
empujar vuestros pies. Empujad fuerte, el barro cada vez está más duro. Muy bien;
saltad de nuevo y relajad vuestras piernas y vuestros pies. Os sentís mejor cuando
estáis relajados. No tenséis nada. Os sentís totalmente relajados.
290
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Día Situación
291
ANEXO 7.6. TÉCNICA DEL «BLOQUE DE HIELO»
292
ANEXO 7.7. CUENTO: TÚ TIENES LA CULPA DE TODO
La ardilla Saltarina vivía en un hermoso jardín, en un nido en lo alto del pino más
alto. Estaba hecho con ramas, trozos de corteza de palmera y trozos de telas que
había recogido por aquí y por allí.
Saltarina tenía una amiga mayor que ella, Brincapinos, que vivía en ese mismo
jardín. Durante el pasado verano se las veía jugar saltando de árbol en árbol,
persiguiendo a las urracas y comiendo piñas todavía verdes.
Su vida transcurría plácidamente hasta el día en que llegó el otoño, y con él el
viento y el frío. Ya no tenían tantas ganas de jugar y pasaban más tiempo en el nido.
Un día, un fuerte viento hizo que una rama que sujetaba el nido se rompiera.
—¡Es por tu culpa! —gritó Saltarina a su amiga Brincapinos—. Se suponía que tú
habías sujetado bien el nido... Tú eres la mayor y eres la responsable.
—Claro que lo he sujetado bien, pero no me imaginaba que la rama se pudiera
romper. La arreglaré, no te preocupes.
Se querían mucho, pero, como todos los amigos, a veces se peleaban.
Otro día, a Brincapinos se le escapó una enorme piña cuando intentaba subir al
nido, con tan mala suerte que golpeó a su amiga Saltarina, que estaba debajo.
—¡Ay, ay, ay! ¡Qué daño me has hecho! —gritó Saltarina—. Por tu culpa me
duele la cabeza.
—No ha sido por mi culpa —respondió Brincapinos—. Ha sido un accidente.
¡Encima que pretendía darte una sorpresa! Quería llevar esta piña tan grande al
nido para que la comiéramos entre las dos. Eres una desagradecida.
Cuando se le pasó el susto y el dolor de cabeza, Saltarina comenzó a comer la
enorme piña y Brincapinos, como era mayor, la dejó comer todos los piñones que
quisiera. Ella podría coger otra piña después.
Pero ¿sabéis lo que pasó? Que a Saltarina le empezó a doler la barriga por haber
comido tanto y se quejaba diciendo:
—¡Ay, ay, ay! ¡Cómo me duele la tripa! Tú tienes la culpa por haberme dejado
comer tanto. Ahora me voy a poner enferma y tú serás la culpable.
—No, yo no tengo la culpa de tu dolor de tripa. No hay derecho, después de que te
la he dejado toda para ti…
Brincapinos ya no sabía qué hacer. Pasara lo que pasara, su amiga siempre la
hacía sentirse culpable de algo: si al jugar se caía, ella tenía la culpa; si una rama se
partía, ella tenía la culpa; si le daba indigestión, ella tenía la culpa; si no podía
dormir, ella tenía la culpa…
Así que un día, harta de sentirse culpable, decidió dar una lección a su amiguita.
Ya estaba cansada de que la culpara de todos sus males.
¿Y sabéis lo que hizo?
Cuando Saltarina se caía jugando y le echaba la culpa, Brincapinos no decía
293
nada y la dejaba sola, así que su amiga acababa aburrida al no tener con quien
jugar.
Cuando Saltarina le echaba la culpa de su dolor de tripa, por comer demasiado o
por pasar hambre porque la piña que había cogido era pequeña, Brincapinos no
contestaba y se iba a coger una piña para ella sola, de modo que su amiga empezó a
pasar un poco de hambre.
Cuando Saltarina le echaba la culpa de no poder dormir por sus ronquidos,
Brincapinos se iba a otro lugar a dormir y acabó haciéndose su propio nido. Como
podréis imaginar, Saltarina comenzó a sentirse sola por las noches, e incluso empezó
a tener miedo.
Cuando Saltarina le echaba la culpa de cualquier cosa, Brincapinos no le decía ni
una sola palabra; se iba y ella se quedaba sola.
Y al quedarse tanto tiempo sola, y al aburrirse, y al pasar hambre, y al tener
miedo, empezó a pensar: «Algo no va bien. Cada día mi amiga está más alejada de
mí. Ya no lo pasamos bien juntas...».
Se dio cuenta de que su amiga había cuidado siempre de ella y que nunca se lo
había agradecido ni se había preocupado por ella. Se dio cuenta de que había sido
muy egoísta y se había comportado injustamente con ella. Se sintió mal y
avergonzada, y pidió disculpas a su amiga Brincapinos por hacerle sentir culpable
de lo que a ella le pasaba. Saltarina aprendió a ser responsable de sus cosas y a no
echar a otros la culpa.
Desde ese día se las ve por el jardín corriendo y jugando entre los árboles,
persiguiendo a las urracas y comiendo piñas verdes.
294
ANEXO 7.8. YO SOY ESPECIAL Y DISTINTO PORQUE… (Descargar o
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295
ANEXO 7.9. CUENTO: EL LADRÓN DE ESTRELLAS
Jaime tenía una gran amiga que se llamaba Claudia, a la que intentaba demostrar
cuánto la quería. Claudia escuchaba las palabras de Jaime y le preguntaba con cara
de pícara:
—¿Qué estarías dispuesto a hacer por mí?
Y Jaime le contestaba:
—Cualquier cosa…
Pero a Jaime no se le ocurría nada que pudiera dejar con la boca abierta a su
amiga. Hasta que un día, después de pensar y pensar mucho, tuvo una idea.
Cuando se volvieron a encontrar, esperó a que Claudia le hiciera su pregunta de
siempre:
—¿Qué estarías dispuesto a hacer por mí? Me gustaría que me regalaras algo
muy especial...
Jaime estuvo un rato pensativo y al final le dijo:
—Si quieres te regalo la Luna. ¿Te gustaría tenerla? —le preguntó sabiendo que
Claudia se quedaría maravillada.
Pero Claudia se rió de él porque sabía que eso era imposible.
Sin embargo, Jaime la quería tanto que no dudó ni un momento en lograr su
prometido regalo y, esa noche, después de haber conseguido un enorme globo, subió
hasta la Luna para pedirle que aceptara bajar con él a la Tierra y convertirse en un
regalo para Claudia. La Luna, después de escucharle, le dijo:
—Mucho debes de querer a tu amiga, pero..., ¿no crees que has ido demasiado
lejos prometiéndole la Luna? ¡Cómo se te ha ocurrido! ¿Te imaginas lo que dirá el
Sol si me marcho? Él no va a consentir que me vaya, porque me quiere mucho, y
entre los dos nos turnamos para cuidar la Tierra.
Jaime la escuchaba con atención, comprendiendo que aquello iba a resultar más
difícil de lo que se imaginaba, así que bajó a la Tierra muy contrariado porque no
podía cumplir la promesa que le había hecho a Claudia. ¿Qué pensaría de él?
Al día siguiente, cuando se encontró con ella le contó toda la verdad, su
conversación con la Luna y las razones por las que no podía regalársela, pero,
mientras hablaba, se le ocurrió otra idea.
Claudia, en lugar de la Luna puedo regalarte una estrella. Claudia sonrió
sorprendida y emocionada porque a ella le encantaba contemplar las estrellas por la
noche, y le contestó:
—Está bien, pero para demostrar que me quieres, cada semana deberás
regalarme una estrella.
Jaime aceptó encantado, y pensó que no pasaría nada por coger unas cuantas
estrellas, ya que había millones de ellas, así que esa noche subió al cielo en su globo
a buscar una estrella, y cuando bajó se la dejó a Claudia en el jardín.
296
Al ver tanta luz, Claudia se despertó y vio a la estrella colgada de un árbol.
¡Jaime había cumplido su promesa! Eso le demostraba cuánto la quería.
Desde entonces, todas las semanas encontraba una nueva estrella en su jardín.
¡Claudia estaba feliz!
Hasta que una noche, cuando Jaime subió a por la novena estrella, se encontró
con algo que no esperaba. Apareció de repente un personaje enorme y luminoso que
le dijo:
—¿Qué haces tú por aquí, muchacho?
Jaime sintió miedo y con voz temblorosa contestó:
—Vengo a coger una estrella para regalársela a mi amiga Claudia y demostrarle
que la quiero…
—¿Acaso crees que regalándole estrellas te va a querer más? —dijo él.
Jaime no sabía qué responder y le preguntó:
—¿Y tú quién eres?
—Yo soy el jardinero del Cielo. Soy el encargado de cuidar a las estrellas desde
que nacen hasta que se apagan, me encargo de que brillen y alumbren por la noche y
de que cada una ocupe el lugar que le corresponde. Últimamente estoy preocupado
porque algunas estrellas han desaparecido. ¿Acaso tú tienes algo que ver con esto?
Jaime, sintiéndose descubierto, bajó la mirada y le dijo:
—Es que yo..., le prometí a Claudia que le regalaría la Luna, pero, como no pudo
ser, le prometí una estrella cada semana. Como hay tantas, pensé que no pasaría
nada y que nadie la echaría de menos…
—¿Así que tú eres el que roba mis estrellas? ¿Y dónde están ahora?
—Están en casa de Claudia. Ella las cuida muy bien, las tiene en su jardín para
que vean a sus compañeras por la noche.
El jardinero del Cielo contó a Jaime cómo cada una de las estrellas tenía su
nombre y pertenecía a un grupo. Por eso, desde su desaparición, algunas lloran y
recorren el cielo muy tristes buscándolas. A su paso, dejan un rastro de luz con sus
lágrimas. En la Tierra se las llama «estrellas fugaces», porque sus habitantes no
saben que las estrellas también lloran.
Jaime se quedó callado y pensativo mientras tomaba la decisión de devolverlas,
pero… ¿qué pensaría Claudia?
El jardinero del Cielo comprendió lo que le pasaba y le dijo:
—Jaime, dentro de tu corazón hay millones de estrellas, no necesitas venir al cielo
a robarlas.
—¿Cómo puede ser? En mi corazón no cabe ni una estrella… —dijo Jaime.
—Son mucho más pequeñas, pero brillan más que las del cielo. Cada vez que
sonríes, regalas una estrella; cada beso que das es otra estrella, cada palabra
cariñosa que dices, cada gesto de amistad, cada favor que haces a un amigo o una
amiga..., es una estrella que regalas y que guarda en su corazón quien la recibe.
Cuando bajó a la Tierra, Jaime contó a Claudia todo lo que le había dicho el
jardinero del Cielo y se extrañó mucho al ver que su amiga se ponía triste pensando
en los amigos de las estrellas que tenía en su jardín. Creía que Claudia se iba a
297
enfadar con él porque no podría regalarle más estrellas.
Entonces le dio un beso a su amiga y le dijo:
—Claudia, este abrazo es una estrella para ti.
Ella se puso colorada y se rió y le devolvió el abrazo:
—Jaime, este abrazo es una estrella para ti.
Jaime se puso todavía más colorado que Claudia.
Por la noche los dos se fueron al cielo a devolver las estrellas y pedir disculpas
por haberlas robado.
A partir de entonces los dos amigos crecieron felices, coleccionando cada día
estrellas en su corazón y contemplando cada noche el cielo iluminado mientras
pensaban cuánto trabajo tenía el jardinero del Cielo.
298
Epílogo
A lo largo de las páginas de este libro hemos realizado un recorrido por lo que
consideramos la situación actual de la exposición a la violencia de género de niños,
niñas y adolescentes, los datos epidemiológicos disponibles, los efectos que provoca
en estos menores, los factores que intervienen y los modelos teóricos que la intentan
explicar, los modelos de evaluación y tratamiento publicados hasta la actualidad y,
por último, el protocolo de evaluación e intervención que hemos diseñado para
aplicar en nuestra práctica clínica a esta población específica.
Cuando se examinan teorías, modelos, estudios, se plantean hipótesis..., cabe la
discusión, la diferencia de opinión, pero cuando pasamos a la práctica clínica lo que
queda es lo que se ha logrado llevar a cabo, o se prevé realizar, y los resultados que se
han obtenido o se proyecta obtener.
En esta etapa nos encontramos actualmente en la fase de aplicación del protocolo
de tratamiento que presentamos, los resultados que se derivan del mismo, su análisis
y revisión.
Por ello, no podíamos concluir este trabajo sin reflexionar sobre algunos aspectos
que, sin duda, es necesario abordar en un futuro muy próximo, ya que creemos que se
deben tener en cuenta de forma prioritaria en el trabajo con estos menores: por una
parte, algunos relacionados con la evaluación y el establecimiento del consiguiente
diagnóstico; por otra, la manera en que se puede reflejar en el proceso de
intervención. Finalmente, la consideración de otras variables que influyen
directamente en la praxis clínica, algunas de ellas relacionadas con la coordinación
con otros agentes que intervienen durante el proceso de tratamiento.
En relación con el primer y segundo punto, ya se comentó ampliamente en el
capítulo dos el impacto negativo que supone para los menores la exposición a
violencia de género, llegando a la conclusión de que la sintomatología más
frecuentemente documentada en esta población alude a patrones de problemas
externalizantes e internalizantes, así como al trastorno por estrés postraumático
(TEPT). No obstante, cabe plantearse algunas consideraciones acerca del diagnóstico
de estrés postraumático en niños y adolescentes, a la vista de la amplia comorbilidad
que se observa con otros trastornos, concretamente cuando aparece asociado a trauma
interpersonal grave y repetido, unido a la frecuente coocurrencia con otro tipo de
traumas y adversidades familiares, como frecuentemente sucede en el caso de la
exposición a violencia de género.
Sin embargo, son escasos los estudios empíricos que documentan la comorbilidad
entre trastornos dentro de una misma agrupación diagnóstica y/o diferentes
agrupaciones en esta población concreta. Algunos trabajos llevados a cabo en
población adulta demuestran que los síntomas de TEPT suelen presentarse asociados
a cuatro o más eventos traumáticos, entre los que se incluye el trauma interpersonal
299
actual o en la infancia, mayor tendencia a experimentar deterioro funcional, más
duración de los síntomas y mayor comorbilidad con el estado de ánimo y con
trastornos de ansiedad (Karam et al., 2014).
En este sentido, las publicaciones son muy escasas, tanto a nivel internacional
como nacional, en población infanto-juvenil. Un estudio reciente llevado a cabo en
nuestro país, titulado Las víctimas invisibles de la violencia de género, realizado por
el equipo de la Asociación para el Desarrollo de la Salud Mental en Infancia y
Juventud «Quiero Crecer», a instancias del Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales
e Igualdad, publicado recientemente en la web del mismo, aborda este tema. Los
resultados, basados en una muestra de 160 niños, niñas y adolescentes y sus madres,
extraída de cuatro comunidades autónomas, incluida la Región de Murcia, que habían
estado expuestos a violencia de género y adicionalmente habían sufrido otro/s tipos
de maltrato directo, informaron de la presencia de alteraciones psicológicas
moderadas o graves en ansiedad/depresión (45,9%), problemas de conducta (42,5%),
retraimiento/depresión (35,7%) y somatizaciones (24,4%). En general, los menores
de la muestra presentaron tanto sintomatología internalizante como externalizante de
rango clínico, además de estrés postraumático (17,5%). Igualmente se constató una
relación positiva y estadísticamente significativa entre la sintomatología de TEPT y
otras tres alteraciones psicológicas: ansiedad/depresión, retraimiento/depresión y
somatizaciones. Este estudio se basó en la valoración realizada por los profesionales
que atendían a los/las menores, y la gravedad y frecuencia del maltrato se estimó más
alta que en la valoración realizada por las madres.
Resultados similares obtuvo Martínez (2015) sobre una muestra de 153 menores
expuestos a violencia de género, que además habían sufrido otros tipos de maltrato
directo. En cuanto a la comorbilidad estimada entre el TEPT y otras alteraciones, se
observó que un elevado porcentaje de menores presentó tres o más alteraciones
psicológicas asociadas, tanto de intensidad leve como grave, según criterios DSM-IV-
TR (57,2%) y TEPT parcial (49,9%). También se halló que, a mayor sintomatología
depresivo/ansiosa, quejas somáticas y sintomatología internalizante, mayor
sintomatología de TEPT, resultados que son concordantes con otros estudios llevados
a cabo en población expuesta a trauma interpersonal (Cloitre et al., 2009; Hodges et
al., 2013 y Jonkman et al., 2013).
Estos resultados nos invitan a reflexionar acerca de la dificultad del diagnóstico
cuando los síntomas se hacen más complejos, por lo que cabe preguntarse si es más
útil, desde el punto de vista clínico y de tratamiento, el diagnóstico propuesto de
TEPT complejo que el hecho de asignar el diagnóstico de TEPT junto con varios
disponibles en el sistema diagnóstico DSM como comorbilidades. Esta es la cuestión
que se encuentra en pleno proceso de debate en la actualidad: ¿hablamos de
comorbilidad o de complejidad de los síntomas?
En cualquier caso, sí podemos afirmar que la conceptualización del TEPT
complejo o trauma complejo ha sido una contribución muy relevante, que ha
permitido no solo avanzar en la comprensión de las experiencias de los menores
expuestos a algún tipo de maltrato interpersonal, sino que además constituye un
300
marco muy útil para la comprensión de las dificultades funcionales y tipos de
psicopatología que experimentan los niños y adolescentes víctimas de maltrato grave
y violencia intrafamiliar (Rosenkranz, Muller y Henderson, 2014). Si bien, todavía se
encuentra en una fase temprana de validación y de desarrollo de instrumentos para su
evaluación, son evidentes las implicaciones que se derivan para el tratamiento, por lo
que deberemos tomar decisiones acerca de cómo se va a reflejar en un futuro
inmediato en la práctica clínica diaria. Sin duda, la presencia de múltiples
diagnósticos puede conducir a la complejidad en la planificación del tratamiento, y en
el establecimiento de un consenso entre los diferentes profesionales que trabajan con
estos niños y adolescentes. Por ello, es una vertiente necesaria a considerar para llevar
a cabo una intervención eficaz.
Pero no solo debemos atender a los factores relacionados directamente con la
intervención, sino preferentemente a los relativos a la prevención de la exposición a
violencia de género en población infanto-juvenil y a las posibles alteraciones
psicológicas que se deriven de la misma, tan importante y con tan pocos programas
implementados en nuestro país actualmente.
Tampoco podemos olvidar la necesidad de potenciar la investigación futura en
esta materia, y poner de relieve la exigencia de avanzar en el diagnóstico de las
reacciones postraumáticas, ya que el etiquetado de un menor con múltiples trastornos
psicológicos aumenta el riesgo de ser estigmatizado, situación que ya se pone de
manifiesto en esta población, expuesta a tantas variables de adversidad familiar y
social.
Otro aspecto a tener en cuenta es que, a medida que la investigación avanza,
muestra que el estudio de la intersección entre exposición a violencia de pareja y
otros tipos de maltrato es una realidad frecuente, que puede influir en la gravedad y
prevalencia del problema y, por tanto, conlleva implicaciones para la prevención e
intervención.
Pero todavía quedan muchas cuestiones por investigar y debatir, preguntas para las
que en la actualidad aún hay pocas respuestas desde el ámbito científico, como por
ejemplo: ¿qué grado de afectación tienen los hermanos también expuestos y que no
están recibiendo tratamiento?, ¿cómo influye el contacto habitual con el padre/madre
que ejerce el maltrato en la salud mental de estos menores y en el desarrollo de su
vida diaria?, ¿qué tipo de abordaje terapéutico sería el más adecuado?, ¿es preciso
incluir de alguna manera en el proceso de tratamiento a estos padres para evitar la
transmisión intergeneracional de la violencia y la construcción de una identidad
sesgada?, ¿desde qué orientación se podría llevar a cabo?
En tercer y último lugar es preciso mencionar algunos aspectos importantes a
considerar en esta población. Tal y como propone la Estrategia Nacional para la
Erradicación de la Violencia contra la Mujer (2013-2016), en lo que respecta a los
menores, desde los servicios sociales asistenciales se deberían proponer criterios
homogéneos de determinación de situaciones de riesgo a través de protocolos
uniformes para la intervención con los menores de edad y con las familias; proponer a
las comunidades autónomas el establecimiento de unas pautas comunes para la
301
intervención individualizada, integral y multidisciplinar en menores que sufren
violencia de género, y contemplarles en la propuesta común para el desarrollo de la
coordinación y la puesta en marcha del plan personalizado para las víctimas de la
violencia de género. Desde el ámbito sanitario, sería necesario considerar a los
menores en el «protocolo de actuación sanitaria ante la violencia de género», y desde
el entorno judicial es urgente revisar los protocolos de coordinación
interinstitucionales y de actuación ante la violencia de género, contemplando la
situación específica de menores víctimas de este tipo de violencia.
Asimismo, la Guía NICE (2014) plantea la necesidad de adoptar protocolos y
métodos para el intercambio de información clara entre los distintos profesionales, así
como proporcionar formación específica para los profesionales de la salud y atención
social.
En este sentido, como expone Save the Children (2011), tanto las mujeres víctimas
de violencia de género como los niños y niñas expuestos a esa violencia son
colectivos vulnerables, a los que el Estado y las comunidades autónomas deben
otorgar una protección y atención específicas, especializadas y que garanticen sus
derechos. La falta de coordinación que se produce en muchas ocasiones entre los
diferentes ámbitos de protección y atención integral supone que los niños y niñas
víctimas de la violencia de género, en lugar de ver cualificada la protección y
asistencia que deben recibir del Estado, a menudo se encuentren en espacios de
desprotección y desatención, porque ni el sistema de protección de infancia ni el
sistema de protección y atención a las mujeres víctimas de la violencia de género lo
contemplan.
Todavía no se ha logrado una coordinación interinstitucional que involucre a los
órganos competentes en la lucha contra la violencia de género y los competentes en
materia de protección de la infancia. Esta coordinación es un elemento esencial para
la eficacia de las políticas públicas, para que de manera homogénea fije unos
estándares mínimos para la prevención, detección, intervención, atención y
protección a los niños y niñas víctimas de la violencia de género. Además, reforzando
el sistema de garantías de los derechos de estos menores se reforzaría a su vez la
posibilidad de detectar e intervenir de manera eficaz para evitar o poner fin a la
violencia contra sus madres. Por ello, se recomienda promover un sistema de
coordinación interinstitucional desde el que fomentar estándares unificados de
intervención que garanticen el nivel mínimo de atención integral para los niños y
niñas víctimas de la violencia de género en todo el territorio español.
Como se puede comprobar, intervenir con menores expuestos a violencia de
género y, generalmente, con sus madres, es siempre una tarea muy compleja, por las
propias características del problema, pero también por todos los recursos implicados
durante el proceso, con los que se contacta en algún momento del mismo (servicios
sociales, punto de encuentro familiar, juzgados de violencia de género, etc.) y con los
que hay que desarrollar un trabajo de coordinación en aras de conseguir un buen
resultado en el tratamiento, con el fin último de facilitar lo máximo posible el
bienestar de los menores y sus familias, tanto a corto como a largo plazo.
302
En la actualidad se están desarrollando iniciativas con tal objetivo desde la
dirección General de Violencia de Género (Consejería de Familia e Igualdad de
Oportunidades de la Comunidad Autónoma de la Región de Murcia); es decir, se
están promoviendo reuniones entre los distintos agentes implicados con la finalidad
de elaborar protocolos que ayuden a establecer un intercambio de información y una
coordinación útil, que esperamos den su fruto en un corto período de tiempo.
Nuestra intención a la hora de elaborar este libro ha sido poder facilitar tanto a
alumnos o alumnas de Psicología y de otras disciplinas afines, como a los diferentes
profesionales cuya labor se desarrolla en este campo, una aproximación teórica y
práctica acerca de la exposición a la violencia de género en niños, niñas y
adolescentes, así como proporcionar nuevas herramientas que les permitan mejorar su
trabajo con esta población. Además, esperamos que sirva de motivación para otros
profesionales y se animen a publicar sus propuestas en este ámbito.
303
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385
Índice
Prólogo 6
1. Una aproximación a la violencia de género 11
1. La familia 11
2. El maltrato a la infancia 14
3. Tipos de maltrato infantil 15
3.1. Maltrato físico 16
3.2. Negligencia física 18
3.3. Maltrato emocional 19
3.4. Abuso sexual 20
3.5. Otras formas de maltrato infantil 21
4. Violencia familiar 23
4.1. Violencia de género en la pareja 24
5. Incidencia y prevalencia 28
5.1. Incidencia y prevalencia en maltrato físico, emocional y negligencia 29
5.2. Incidencia y prevalencia en violencia de género 35
5.3. Incidencia y prevalencia en exposición de niños o niñas a violencia
37
de género
6. Legislación y medidas de atención en España: cambios recientes 40
7. Conclusiones 47
2. Consecuencias psicológicas de la exposición a violencia de
50
género
1. Consecuencias generales 52
2. Alteraciones psicológicas en la infancia 55
2.1. Sintomatología externalizante e internalizante en población general,
55
clínica y maltratada
3. Alteraciones psicológicas en menores expuestos a violencia de género 75
3.1. Sintomatologia externalizante e internalizante, aspectos generales 76
3.2. Sintomatología externalizante 80
3.3. Sintomatología internalizante 84
3.4. Otras alteraciones en población expuesta a violencia de género 91
4. Conclusiones 95
3. Factores moderadores y de protección 97
1. Factores moderadores 97
1.1. Edad 97
1.2. Género 101
1.3. Naturaleza del conflicto 103
386
2. Factores mediadores 109
2.1. Problemas en las madres 109
2.2. Estrategias de afrontamiento 113
2.3. Trastorno por estrés postraumático en los niños y las niñas 115
3. Factores protectores o de resistencia frente a la adversidad 115
3.1. Factores personales 117
3.2. Factores familiares y extrafamiliares 117
4. Conclusiones 120
4. Modelos explicativos 123
1. Teoría del apego 123
2. Teoría del desarrollo 128
3. Teoría del aprendizaje social 130
4. Teoría del trauma 132
5. Trauma complejo 139
6. Teoría de la resiliencia 144
7. Teoría ecológica del desarrollo 145
8. Conclusiones 147
5. Evaluación psicológica 152
1. Evaluación de las características de la exposición 153
2. Evaluación de la salud mental infantil 157
2.1. Entrevistas psicodiagnósticas 157
2.2. Instrumentos generales de evaluación 163
3. Evaluación de las variables mediadoras 178
3.1. Características individuales 178
3.2. Características del entorno y de la situación familiar 181
4. Conclusiones 187
6. Intervención psicológica 189
1. Introducción 189
2. Tratamiento de las reacciones postraumáticas en infancia 191
2.1. Tratamiento del estrés postraumático 193
2.2. Características y componentes de los tratamientos 194
3. Intervención psicológica con menores víctimas de violencia de género 197
3.1. Introducción 197
3.2. Intervenciones de tipo grupal 198
4. Protocolos de tratamiento psicológico para menores maltratados 206
4.1. Terapia cognitivo-conductual 207
4.2. Psicoterapia diádica del desarrollo 210
4.3. Tratamiento para las reacciones postraumáticas graves en la 211
387
infancia: proyecto PEDIMET 211
388