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EL CONSENTIMIENTO DE LAS

PARTES EN LOS CONTRATOS

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Fuentes
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Privado, Nueva Época, año VII, núm. 21-22. Recuperado de
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Capitant, H. (s/f). Vocabulario Jurídico. Ediciones Desalma. Buenos Aires.

Código Civil Dominicano.


En materia de contratos, la palabra consentimiento ofrece una doble
significación. En primer lugar, en su sentido etimológico (cum sentire)
expresa el acuerdo de las voluntades de las partes en cuanto al
contrato proyectado.

Entre todos los hechos o actos jurídicos generadores de obligaciones,


el contrato es, indudablemente, aquel en que la voluntad de los
particulares cumple una función más importante. Su elemento
característico, aún en aquellos casos en que sea insuficiente para su
perfección, es el consentimiento, o sea, el acuerdo libre de la voluntad
de las partes.

La creación de las obligaciones, en nuestro derecho, se encuentra


regida por el principio Solo Consensus Obligat (el simple
consentimiento obliga). En términos generales los contratos
adquieren fuerza obligatoria independientemente de toda formalidad
externa. Son consensuales y las formas podrán facilitar su prueba, pero
no son necesarias a su existencia.

En el campo del derecho, esta libertad individual para contratar reviste


un carácter más preciso y más estricto, bajo la designación: principio
de la autonomía de la voluntad, y de éste se deduce que: Los
individuos son libres tanto para celebrar contratos como para no
obligarse. Son, igualmente, libres para discutir en plano
de igualdad de condiciones de los contratos, determinando su
contenido, su objeto, con la única restricción del respeto al orden
público.

Pueden escoger libremente la legislación a la que quieren someter su


acuerdo; la voluntad tácita es tan eficaz como la expresa. En fin, los
efectos de las obligaciones contractuales son los requeridos por las
partes. La obligación contractual es la regla y la extracontractual es la

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excepción; el legislador no debe intervenir en las relaciones de los
contratantes.

El individuo está en libertad de obligarse a lo que quiera y como le


parezca, tal es el principio de la autonomía de la voluntad, o sea, la
libertad del contratante.

Ahora bien, el contrato sólo obliga a sus contratantes. No crea ninguna


obligación con cargo a terceros. Fundado sobre la voluntad, el
contrato no puede tener además sino un efecto relativo; la obligación
por constituir un atentado contra la libertad individual, no pesa sobre
el individuo más que si ha consentido en ella, si la ha aceptado
libremente.

Naturaleza del consentimiento. En el lenguaje corriente se entiende


por consentimiento como la voluntad de la persona que se obliga,
pero en el lenguaje jurídico consentimiento significa algo más.
Significa el acuerdo de las partes contratantes.

Consentimiento es, como lo define Eugene Gaudemet: el acuerdo de


las partes respecto de un mismo objeto jurídico. O como dice Louis
Josserand, consentimiento no es otra cosa que el acuerdo de
voluntades con ánimo de crear obligaciones.

Ese acuerdo o concierto de voluntades implica necesariamente un


estudio de las voluntades individuales de las partes contratantes, pero
también un estudio del acuerdo en sí.

En nuestro derecho positivo si bien es cierto que la voluntad interna


de una persona es necesaria para crear obligaciones, para que surta
efectos; no es menos cierto que esa voluntad para que de una manera
eficaz surta efectos jurídicos debe ser manifestada, debe ser

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expresada. Se dice que la voluntad aislada no produce ningún efecto
jurídico, y eso es cierto, porque una persona por su propia y única
voluntad no puede convertir a otra persona en deudora; es preciso
que esa voluntad se encuentre con otra voluntad y que ambas sean
concordantes.

Ese acuerdo implica pues, dos manifestaciones de voluntades


concordantes: una de las partes toma la iniciativa, proponiendo a la
otra la contratación y ésta declara que consiente. La primera
declaración de voluntad es una oferta o policitación; la segunda, una
aceptación.

Implicando el consentimiento un acuerdo de voluntades, es preciso


indicar que éste se produce a veces instantáneamente y otras veces
luego de cierto plazo.

El acuerdo se produce instantáneamente cuando las partes se


encuentran presentes o hablan por teléfono o por otro medio
electrónico de comunicación directa. El vendedor que le ofrece a otro
venderle una cosa y éste acepta, inmediatamente supone un acuerdo
instantáneo. Sin embargo, es posible que aun estando las partes
presentes ese acuerdo no se produzca instantáneamente, lo que
ocurre cuando piden un plazo de reflexión o cuando deciden someter
ese acuerdo a la formalidad de un escrito.

El acuerdo se encuentra forzosamente separado por un período de


tiempo, por un plazo de aceptación, cuando las partes no se
encuentran presentes, cuando las negociaciones se hacen por cartas,
correspondencias, telegramas, correos, fax u otro medio electrónico
de comunicación escrita.

Ya se trate de un acuerdo instantáneo, o no, el consentimiento


implica dos operaciones: una primera operación, que es la oferta; y

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una segunda operación, que es la aceptación. Solamente cuando
exista una concordancia entre esa oferta y la aceptación es que se
produce el acuerdo de voluntades, es decir el consentimiento.

Ahora bien, ¿Quién debe prestar el consentimiento? Una persona se


encuentra obligada más que por su propia voluntad. Sin embargo, en
caso de representación la manifestación de la voluntad de obligarse
no emana directamente de la parte obligada por el contrato, sino de
la persona que la representa. Es la voluntad del representante lo que
obliga al representado. En un contrato de mandato, el mandatario
representa al mandante siendo éste el que se encuentra obligado.

Sobre la prueba del mandato, la jurisprudencia dominicana ha


decidido que una vez establecida le existencia del mandato, su
alcance puede ser probado por todos los medios, tanto por testigos
como por presunciones, siempre que exista un principio de prueba
por escrito. La representación es pues, la facultad que tiene una
persona, llamada representante, de obligar al cumplimiento de una
obligación a otra persona, llamada el representado.

EL PRINCIPIO DE LA AUTONOMÍA DE LA VOLUNTAD

La obligación lleva consigo una restricción de los derechos del


individuo, que sitúa al deudor bajo la dependencia del acreedor. A los
ojos de los redactores del Código Civil tal atentado no es tolerable más
que si el deudor ha consentido voluntariamente en él. Por lo tanto la
obligación contractual es la regla y la extracontractual la excepción. El
legislador no debe intervenir en las relaciones de los contratantes. El
individuo puede obligarse a lo que quiera, como le parezca. Tal es el
principio de la autonomía de la voluntad; o sea la libertad del
contratante.

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Los redactores del Código Civil extrajeron del principio de la
autonomía de la voluntad su consecuencia necesaria: el respeto de la
palabra dada. Puesto que el deudor se ha obligado libremente, debe
cumplir lo que ha prometido. Es la fórmula del art. 1134 de nuestro
Código Civil, según el cual las convenciones legalmente formadas
tienen fuerza de ley y deben ser ejecutadas de buena fe.

A pesar de que existe una presunción de buena fe, establecida en el


adagio de que la buena fe se presume, ese término es comprendido
por la mayoría, pero ha sido definido por pocos. De ahí el valor que
tiene la decisión rendida por la Primera Cámara de la Suprema Corte
de Justicia cuando nos dice que se entiende por buena fe, en sentido
general, el modo sincero y justo con que se procede en la ejecución
de los contratos y no reine la malicia; en tanto que por mala fe debe
entenderse lo contrario.

Toda nuestra legislación civil y comercial se encuentra impregnada


del principio de la autonomía de la voluntad y de su consecuencia
necesaria el consensualismo. A los ojos de los redactores del Código
Civil el consentimiento y por ende la voluntad de las partes
contratantes es suficiente para la celebración de un contrato y por eso
consagraron en el art. 1134 la libertad de contratar: las partes son libres
de contratar y las convenciones constituyen la ley para ellas. Pero si es
cierto que los contratantes son libres para obligarse en las
condiciones que ellos consideren pertinentes, no es menos cierto que
ellos se encuentran limitados por las disposiciones imperativas
impuestas por la Constitución de la República y por el art. 6 del
Código Civil, según los cuales las leyes que interesan al orden público
y a las buenas costumbres no pueden ser derogadas por los
particulares.

Tal como decía Portalis, en su discurso preliminar a nombre de los

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cuatro redactores del Código Civil al presentar por ante el Consejo de
Estado el proyecto de dicho Código: en general, los hombres deben
tratar libremente sobre todo aquello que les interese. La libertad de
contratar no puede ser limitada sino por la justicia, por las buenas
costumbres, por la utilidad pública.

Como se observa, las partes son libres para contratar, salvo el caso que
se encuentre en juego el orden público y las buenas costumbres. Los
redactores del Código Civil se cuidan de definir las nociones de orden
público y de buenas costumbres. Orden público comprende las
cuestiones relacionadas con la organización del Estado y con la forma
de gobierno, las de interés para la familia, la libertad o el estado de las
personas.

En cuanto a la noción de buenas costumbres, se refiere más a las


ideas morales o a la moral imperante en un momento determinado.
Se considera que la noción de orden público ha ido ganando terreno
en perjuicio del criterio de buenas costumbres.

La limitación de contratar no solamente se deriva del orden público y


de las buenas costumbres. En nuestra legislación particular nos
encontramos con disposiciones expresas que prohíben la celebración
de determinados contratos.

En otras ocasiones la libertad de contratar se encuentra quebrantada


a consecuencia de la imposición que hace el legislador de
necesariamente celebrar un contrato. Tal es el caso del seguro
obligatorio de vehículos de motor, establecido por la Ley de Seguros y
Fianzas, que obliga a todo propietario o poseedor de un vehículo de
motor a asegurarlos por los daños que pueda ocasionar a un tercero.

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