Está en la página 1de 4

EPAMINONDAS Y SU MADRINA

Cuento de los Estados Unidos del Sur

Había una vez en Luisiana, una negra gorda y pacifica que tenia un hijo negro como el betún. Como la buena
mujer era pobre y no podía dejarle ninguna fortuna, quiso que por lo menos tuviera un nombre importante, le
puso Epaminondas, que es el nombre de un general de la Grecia antigua que ganó dos célebres batallas. El
chico tenía, pues, un nombre glorioso, aunque esto no parecía importarle mucho. Visitaba a menudo a su
madrina y ésta siempre solía regalarle algo. Un día, la madrina le dio un buen pedazo de bizcocho .-No lo
pierdas, Epaminondas -le dijo-. Cógelo bien.-No tengas miedo, madrina –respondió Epaminondas.

Y apretó la mano con tanta de fuerza, que cuando llegó a casa no llevaba más que un puñado de migajas.-
¿Qué es esto, Epaminondas? –le preguntó la madre.-Bizcocho, mamá –respondió Epaminondas.-¿Bizcocho?
¡Válgame Dios! ¿Qué has hecho de la cordura que te di cuando viniste al mundo? ¡Qué manera de traer un
pastel! Para llevar un pastel hay que envolverlo con cuidado, guardarlo dentro del sombrero, y entonces te
pones el sombrero y vuelves tranquilamente a casa. ¿Me has entendido?

-Sí, mamá –respondió Epaminondas.

Unos días más tarde, Epaminondas volvió a casa de su madrina y ella le dio un trozo de mantequilla fresca
para que se lo llevara a su madre.Epaminondas envolvió la mantequilla con cuidado y la colocó dentro del
sombrero. Después se lo puso y volvió tranquilamente a casa.
Era verano y el sol quemaba. He aquí que la mantequilla empezó a fundirse y a gotear por todas partes.
Cuando Epaminondas llegó a su casa, la mantequilla ya no estaba en el sombrero, sino por encima de
Epaminondas.

Su madre alzó los brazos al cielo gritando:-¡Válgame Dios! Epaminondas, ¿qué llevas ahí?

-Mantequilla, mamá –dijo Epaminondas.

-¿Mantequilla? Epaminondas, ¿qué has hecho de la cordura que te di cuando viniste al mundo? Ésta no es
manera de llevar la mantequilla. Para llevar la mantequilla hay que envolverla con hojas frescas; y , bien
envuelta, la vas refrescando introduciéndola en el río de cuando en cuando, hasta que llegas a casa . ¿Me has
entendido?

-Sí, mamá –respondió Epaminondas.

Cuando Epaminondas volvió a casa de su madrina, ésta le regaló un perrito muy lindo. Epaminondas lo
envolvió cuidadosamente con hojas frescas, bien envuelto, y de camino lo iba metiendo en el río una y otra
vez, hasta que al llegar a casa el pobre perrito estaba medio muerto.

Su madre le miró y le dijo:-¡Válgame Dios! Epaminondas, ¿qué llevas ahí?

-Un perrito, mamá –dijo Epaminondas.

-¿Un perrito? Epaminondas, ¿qué has hecho de la cordura que te di cuando viniste al mundo? Ésta no es
manera de llevar un perrito. Para llevar bien un perrito debes coger una cuerda y un extremo se lo atas
alrededor del cuello y coges el otro extremo y vas tirando de él, así. ¿Me has entendido?-Sí, mamá– respondió
Epaminondas.

Cuando Epaminondas volvió a casa de su madrina, ésta le dio un pan recién salido del horno , un pan de barra
de corteza dorada. Epaminondas cogió una larga cuerda, ató un extremo alrededor del pan; después dejó el pan
en el suelo y agarrando el otro extremo de la cuerda volvió a casa tirando de él.

Cuando llegó a casa, su madre vio lo que había en el extremo de la cuerda y dijo:

-¡Válgame Dios! Epaminondas, ¿qué llevas ahí? -Un pan, mamá. La madrina me lo ha dado. -¡Un pan! –dice
la madre. ¡Ay, Epaminondas, Epaminondas! No tienes ni pizca de cordura, ni la has tenido, ni nunca la
tendrás! No volverás a ir a casa de tu madrina. Ahora iré yo, y no te volveré a explicar nada más. Al día
siguiente su madre se preparó para ir a casa de la madrina, y antes de partir le dijo al muchacho:–Fíjate bien en
lo que te voy a decir, Epaminondas. ¿Ves estos seis pastelitos que acabo de cocer? Los he puesto aquí frente a
la puerta para que se enfríen. Vigila que no se los coman ni el perro ni el gato, y si tienes que salir, mira bien
cómo pasas por encima, ¿eh?

– Sí, mamá –respondió Epaminondas.La madre se puso la cofia y la manteleta, y se marchó a casa de la
madrina. Los seis pastelitos se quedaron enfriándose ante la puerta. Y cuando Epaminondas quiso salir , miró
muy bien cómo pasaba por encima.-Un, dos, tres, cuatro, cinco, ¡y seis! – dijo poniendo el pie exactamente en
el centro de cada uno.

¿Y sabes qué pasó cuando volvió la madre? Yo no, nadie me lo supo explicar, pero quizás puedas adivinarlo .
Epaminondas se quedó sin probar aquellos pastelitos.
Hacer las cosas bien, no significa seguir unas instrucciones al pie de la letra. Repetir o copiar sirve de poco.

Enrique

Enrique era muy holgazán y, aunque su trabajo se limitaba a sacar todos los días a pacer su cabra, cada
noche, al volver, decía:

- De veras que es pesado y fastidioso tener que llevar la cabra, un año sí y otro también, a pacer al
prado. ¡Si al menos pudiera uno tumbarse y dormir! Pero no, hay que estar con los ojos bien abiertos y
vigilar que el animal no se escape ni se meta en los huertos. ¡Cómo puede tener uno tranquilidad y
disfrutar de la vida!

Enrique se sentó y se puso a pensar en la manera de quitarse aquella carga de encima. Se pasó mucho
tiempo sin encontrar solución, hasta que, de pronto, dijo:

- ¡Ya sé lo que haré! - exclamó -; me casaré con Trini. También ella tiene una cabra; podrá sacarla a pacer
con la mía, y yo no tendré que seguir atormentándome.

Se levantó, pues y hasta donde vivían los padres de Trini para pedirle la mano de su hija. Los padres no
lo pensaron mucho.

Trini se convirtió en la mujer de Enrique y sacó a pacer las dos cabras. Él vivía feliz, sin otra preocupación
que la de su propia holgazanería. Solo de vez en cuando acompañaba hasta el campo a su esposa:

- Lo hago solo para que a la vuelta me sea más agradable el descanso. De lo contrario, llega uno a perder
el gusto en el reposo.

Pero resultó que Trini no era menos perezosa que su marido.

- Enrique mío - le dijo un día -, ¿por qué agriarnos la vida sin necesidad, y desperdiciar los mejores
tiempos de nuestra juventud? ¿No sería mejor vender a nuestro vecino las dos cabras a cambio de una
colmena? La pondríamos detrás de la casa, en un lugar soleado, y ya no habríamos de preocuparnos más
de ella. A las abejas no hay que guardarlas ni llevarlas al prado; ellas mismas cuidan de volar por ahí,
saben el camino de vuelta y almacenan su miel, sin molestia alguna para el dueño.

- Has hablado como una mujer prudente y que sabe lo que se dice - respondió Enrique -. Lo haremos así
enseguida. Además, la miel es más sabrosa y nutritiva que la leche de cabra, y se guarda más tiempo.

El vecino cambió gustoso las dos cabras por una colmena. Las abejas volaron incansablemente desde la
madrugada hasta entrada la noche, llenando la colmena de riquísima miel; y, así, al llegar el otoño,
Enrique pudo llenar con ella una buena jarra.

Guardaron la jarra sobre un estante clavado en lo alto de la pared de su dormitorio, y, temiendo que
alguien pudiese robársela, Trini cogió a vara de avellano y la puso junto a la cama, para tenerla al
alcance de la mano sin necesidad de levantarse y, desde el lecho, poder arrear o ahuyentar a quien
quisiera coger la miel
El perezoso Enrique no dejaba las sábanas antes de mediodía. Una mañana, estando todavía acostado
dijo a su mujer:

-Tú te estás zampando la miel. Mejor sería, antes de que te la comas toda, que compremos con ella una
oca y un patito.

- Pero no antes de que tengamos un hijo para que los cuide - respondió Trini -. ¿Crees tú que yo cargaré
con todo, el trabajo de criarlos, consumiendo mis fuerzas para nada?

- ¿Y tú te imaginas que el hijo te guardará los gansos? Hoy en día, los niños ya no obedecen, porque se
creen más listos que sus padres.

- ¡Oh! - replicó Trini -, lo que es el mío, lo va a pasar mal si no hace lo que le mande. Cogeré un palo y le
curtiré la piel a bastonazos.

Agarró la vara de avellano que tenía a su lado para espantar los ratones y, blandiéndola en su excitación,
gritó:

- ¿Ves, Enrique? ¡Así le voy a zurrar!

Y tuvo la mala suerte de pegar un estacazo a la jarra del estante. Dio esta contra la pared, cayó al suelo
hecha trizas, y toda la miel se vertió y esparció.

- Ahí tienes nuestra oca y el patito - dijo Enrique -; ya nadie tendrá que guardarlos. De todos modos, ha
sido una suerte que la jarra no me cayera en la cabeza; podemos considerarnos muy afortunados.

Y como viera que en uno de los pedazos había quedado un poco de miel, alargó el brazo para cogerlo,
diciendo:

- Mira, mujer, saborearemos este poquito y luego descansaremos, después del susto. No importa que
nos levantemos algo más tarde que de costumbre. ¡El día es muy largo!

- Sí - dijo Trini -, siempre se llega a tiempo. ¿Sabes? Una vez invitaron al caracol a una boda; él se puso
en camino, y en vez de llegar a la boda llegó al bautizo. Delante de la casa tropezó, se cayó de lo alto del
vallado y exclamó:

- ¡Bien dicen que la prisa es siempre mala!

También podría gustarte