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Introducción

¿Cómo justificar, entre nosotros, un libro más? La pregunta no


es retórica: ¿es posible escribir sin pudor otra cosa que no sea sobre
la tortura, el asesinato, la humillación y el despojo cuando el orden
de la realidad en que vivimos se asienta sobre ellos? Y sin embargo
es sobre eso de lo que aquí se escribe, es sobre su fondo lo que
aquí pensamos. Pero tampoco se trata de un desplazamiento de la
violencia hacia el campo de los signos. Un libro violento debe sonar
a burla para quien enfrenta realmente la tortura y la muerte. Hay, en
toda expresión literaria, un paso no dado todavía, una distancia que
ninguna palabra podrá superar, porque ese paso existe en un más allá
hacia el cual la palabra apunta; aquel por donde asoma la presencia
de la muerte si se osara darlo.
Tal vez este libro, en su idealidad de papel y tinta, sólo sea el intento
de comprender una distancia que la burguesía abrió en cada uno
de nosotros: saber qué se resiste en nosotros para ir más allá de los
propios límites. Este trabajo está pues dedicado, preferentemente, a la
izquierda: se inscribe en los problemas que en ella se debaten. Por lo
tanto, en una nueva etapa de la lucha de clases en Argentina, donde la
conmoción y la resistencia popular produjeron lo inédito en nuestra
realidad: los levantamientos de ciudades enteras contra el ejército
de ocupación que una clase se dio para detener, creen, la dialéctica
de la historia. En estos años que van hasta el presente, mucho dolor,
mucha frustración y sufrimiento siguen amojonando los trechos reco-
rridos –en la tortura, el asesinato, la violación que desde el poder se
prolongan–. Por eso este libro se pregunta, indirectamente, por las
condiciones de la eficacia personal y colectiva en el ámbito de la acti-
vidad política. No tiene que leerse, como tampoco su título, como una
obra “científica”, en tercera persona: fue escrito en primera persona. Es,
si se quiere, un libro “con sujeto”. Y cuando pongo “Freud y los límites
del individualismo burgués” no hablo de los límites del otro solamente

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sino, a través del análisis, de los propios. Al escribirlo quise, sobre todo,
borrar la distancia y el alejamiento en los cuales nos introducen las
formulaciones “científicas”, tan a la moda en su presunción de verdad,
donde las significaciones leídas sabiamente –para el caso el psicoaná-
lisis– se inscriben siempre en el marco del enfermo, siempre del otro,
pero no de uno. Uno, a lo sumo, se espía fugaz y oblicuameme en el
“caso” del otro. Todos pueden leer a Freud, todos podemos efectuar ese
milagro que la lectura hace posible: traspasar a los demás esa signifi-
cación “dedicada” que la palabra hace surgir en nosotros, ese sentido
que, viniendo desde afuera, tuvimos que animar con nuestra propia
lectura personal para que realmente emergiera. La clandestinidad de
la lectura, en su soledad, con parecer el acto más personal, en realidad
hace posible la máxima distancia y la máxima despersonalización. Ese
es el milagro: situar siempre el “objeto” fuera de sí mismo, alejándolo
del lugar irreductiblemente individual donde sin embargo la signifi-
cación se piensa en la lectura, para transferirla a un más allá que nos
deja intangibles, como si la palabra –ahora “discurso”, incremento de
distancia– describiera siempre lo ajeno. De te fabula narratur, recuerda
Marx; hablamos de nuestro propio yo, nos señala Freud. Este retorno
sobre el sujeto se hace ahora más necesario que nunca; estructuralismo
mediante, terminamos por no hablar sino por ser hablados. Nos disol-
vemos en lo impersonal que se piensa en nosotros como lugar anónimo
de la significación y, por lo tanto, sin responsabilidad.
La ciencia “no tiene sujeto”, se nos dice. Pero sabemos que la polí-
tica sí. Más allá del sujeto negado, ¿quién sufre?, ¿quién soporta la
tortura? La política tiene la tortura y la muerte, puesto que nunca el
dolor y el término de la vida son anónimos, a pesar de que el intento
del represor consista, también el suyo, en aniquilar al sujeto. En su
caso límite la política muestra los dos extremos disociados, cosa que el
“científico” –tanto como el policía– elude en su espiritual y anónima
práctica: la unión de lo más individual y de lo más colectivo. Si la
ciencia hablara del sujeto que la hace no podría menos que incluir
dentro de su discurso la dimensión total en la cual se juega el ser o no

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ser del hombre a quien va referida, e incluir el propio en la búsqueda


de la verdad. Política es también hacer emerger esta distancia oculta
en uno por la lectura burguesa, para abrir en la propia carne aterrori-
zada el lugar de la contradicción personal, desentrañar los límites que
nos enlazan a los demás en una cercanía que borre las distancias de
las falsas diferencias y de las magras oposiciones. Pero si ese pensar es
ya político, es porque vence una distancia y abre un camino real por
el trabajo de la propia transformación. Porque alcanza a incluir en
uno, y a extenderse abarcando, el poder colectivo del que estábamos
separados. Por eso me interesó alcanzar, en este trabajo, la dimensión
donde la ideología presente en la política de izquierda misma, bajo
la forma del alejamiento del sujeto –y de los ocultamientos que ello
genera– continúa siendo imperturbablemente ideología, aunque de
izquierda, por su utilización. La verdad “científica” sirve para todo
y ¿por qué no? para ocultar, al mostrarla, la propia. Así también la
“teoría”: sirve para alcanzar la verdad “sabida”, pero sólo en su gene-
ralidad estructural, que es utilizada como un nuevo escudo, y una
nueva trampa, para instalarse en la realidad convencional. También
la teoría revolucionaria y el marxismo y el psicoanálisis, y los mismí-
simos Freud y Marx, son un refugio calentito contra la intemperie
de la violencia y la persecución. El “funcionario de la humanidad”,
como pensaba Husserl al filósofo, se convirtió, sin más, en burócrata
de las ideas ajenas: institucionalizó el saber, la “práctica teórica” sepa-
rada. Pero no sólo separada de la política: también de sí mismo. Si
hay distancia exterior que la estructura articula –y se complacen en
mostrar esa férrea determinación–, esa distancia exterior debe existir
también para el sujeto que es, afirman, “soporte” de esa articulación.
Pero entonces el sujeto es también el lugar del debate histórico, y en
él se verifica la verdad del sistema que lo atraviesa.
Nos preguntarnos, pues, en este libro, hasta qué límites deben
llegar el conocimiento y la transformación que la izquierda se propone
para plantear adecuadamente la teoría que se prolonga en la actividad
política. Creemos que aquí Freud tiene su palabra que agregar: para

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comprender qué es cultura popular, qué es actividad colectiva, qué


significa formar a un militante. O, si se quiere, hasta dónde debe pene-
trar la revolución, aun en su urgencia, para ser eficaz. Qué determi-
nismos desconocidos debe combatir y, entre ellos, cuáles son los que
siguen sustentando pese a todo el proyecto de transformación radical
sin radicalidad. Para el caso, el empobrecimiento de la teoría que, al
hacer resaltar el momento objetivo de la estructura de producción
como su único enemigo, deja de lado el problema de los sujetos por
ella determinados. Sólo los considera como instrumentos de la trans-
formación, y pasivos aun en su actividad militante. Deja de lado, como
si no formara parte de la fuerza productiva de la realidad misma, ese
lugar personificado donde el poder opositor también se engendra
hasta incluirse en la decisión de transformar colectivamente el sistema.
Y no se diga que negar el sujeto es negar, tanto en ciencia como en
política, la propia subjetividad burguesa. En un caso como en el otro
esa negación no se obtiene de un salto, sino al término de un proceso.
Negándola de un salto el hombre de izquierda que hace su tránsito a la
revolución desecha, junto con lo efectivamente negativo que la consti-
tuye, también un poder efectivo que abandona tal vez demasiado a la
ligera. ¿Qué es lo que así abandona?
Precisamente ese núcleo que en él, por su determinación de clase,
hubiera tenido que mantenerlo firmemente adherido a sus antiguos
privilegios: abandona en sí mismo el núcleo de una valiosa afirmación.
Porque también fue su privilegio –¿privilegio de clase?– discernir la
verdad de su inserción pese al determinismo. Este poder que permitió
discernir no es para ser delegado. La solicitación para que transfor-
memos la realidad será siempre “exterior” si no se la incluye en el “lugar”
donde la elaboración del tránsito revolucionario aparece también
organizando la estructura subjetiva del sujeto político. ¿No será que
al negar al “sujeto” como propiedad privada y privilegio de clase, un
pesimismo fundamental y burgués subsiste respecto de los propios
contenidos? ¿No habremos generalizado demasiado a la ligera ese
“nido de víboras” de la propia subjetividad como irreductible a toda

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transformación? Tal vez de ese pesimismo nazca también una decisión


“activista” que requiere al hombre como una mera función ejercida en
un contexto dado. Necesitan su eficacia puntual, política dicen, pero
no su transformación personal. O tal vez, prolongando su propia
negación, necesiten doblegar, siempre en función de la eficacia y de
la urgencia, lo que el otro tiene de “sujeto”. Aquí las palabras abundan
para justificar teóricamente, con resabios estalinistas, al hombre que
se desprecia: “soporte” ideológico, portador, siempre mensajero, chan-
garín de una verdad ajena, y, en última instancia, esclavo. Este desprecio
pasa por la justificación instrumental, siempre al servicio de la mejor
causa. Althusser escribe en realista, y los nuestros repiten, sin rubor:

En una sociedad sin clases, al igual que en una sociedad de clases,


la ideología tiene por función asegurar la ligazón de los hombres
entre sí en el conjunto de las formas de su existencia, la relación
de los individuos con las tareas que les fija la estructura social
(La filosofía como arma de la revolución, p. 54).

Se ve claro: el poder anónimo de la estructura fija el lugar anónimo


de los soportes. Con eliminar el sujeto se eliminó, al mismo tiempo,
el problema del sometimiento subjetivo: en tanto sujeto ideológico,
su necesidad es ser sometido, como las tareas de la estructura social le
fijan. Ya el “sabio” anticipa, desde la burguesía, dónde irá a caer: irá a
caer parado, del lado del poder, aportando su pura traslucidez cientí-
fica contra la opacidad de los “soportes”.
Si el sujeto es una ilusión, y es nuestra propia subjetividad burguesa
la que impide el tránsito, abandonémoslo –nos dicen– junto con los
desechos de la sociedad que hemos de superar. Y allí queda, entre los
trastos viejos de la burguesía, también el campo de una contradicción
esencial que no fue asumida hasta su extremo límite. Como si la contra-
dicción del sistema no se elaborara también en los contenidos y en las
relaciones de esas personas que se extendieron más allá de su destino de
clase y decidieron no disturbar más con planteos “pequeñoburgueses”.

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Troncos de izquierda, despojados de lo más propio por la defoliación


althusseriana, se quedan sin savia y sin hojas, sólo esqueletos de una
espesura anterior o posible. Colonizados al fin por la moda de los
centros europeos, de la que también toman su penúltimo grito, ¿qué
mayor muestra de la sumisión colonizadora que este pedido ante el
cual los humillados por el saber rinden lo más propio, la propia dife-
rencia, el lugar más particularizado desde el cual podría esta emerger:
su propia subjetividad sometida? Porque es otra realidad la que allí
grita, y no la nuestra. Pero no por eso el pequeño burgués de cada uno
que comenzó el tránsito lo terminó con la aceptación de la “ciencia”
marxista: lo negado abstractamente subsiste y, como nos enseña Freud,
nos sigue determinando, sólo que ahora dedicando nuestras energías
a que no aparezca. Meandros de la lógica represiva que ningún privi-
legio político podría anular.
¿Por qué precisamente ahora este problema? Cada autor acentúa
aquello que, viniendo desde la determinación burguesa, fue previa-
mente el lugar de un punto ciego que los otros tampoco iluminaron,
para el cual no hubo todavía una respuesta adecuada, pero que tiene
que ser incluida en la discriminación de lo real. Creemos que es Freud
quien ilumina ese punto ciego personal y social para el marxismo,
que ya había determinado previamente su lugar. La insistencia en el
problema del sujeto, punto ciego en el marxismo político, sólo se
valida en la misma medida en que se lo niega, pues constituye uno de
los extremos de la dialéctica histórica, sin el cual la significación de
la revolución se pierde.
Porque eso también se inscribe en la lucha de clases, que es forzosa-
mente lucha ideológica. Lucha ideológica que implica no sólo luchar
contra la burguesía que nos enfrenta. Significa, además, deshacer las
trampas que la burguesía incluyó en nosotros como su eficacia más
profunda, que produce, por lo tanto, nuestra ineficacia, a pesar del
declarado intento de destruirla. ¿Cómo pensar efectivamente el trán-
sito hacia la revolución si hemos sido hechos con las categorías de
la burguesía, si todavía vivimos amojonados dentro de su realidad?

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La ciencia, el conocimiento de la estructura que nos determina, debe


penetrar en todos los niveles de nuestra referencia a lo real para
dinamizarlos y convertirlos en receptores adecuados, para descifrar
sus signos, sus símbolos y sus instituciones, así como los gestos, las
palabras e imágenes con los cuales nos inundan. La subjetividad es
también una institución. Si el sistema racional de desciframiento más
general, que nos anunció la teoría marxista y está presente en la obra de
Freud, no se prolonga y se anima en la corporeidad de un sujeto que la
ejerce como un instrumento que sitúa la racionalidad en la densidad
de su vida, ¿cómo ver la realidad, cómo actuar de mediador entre la
teoría y la práctica específica del aquí y ahora en el cual debería, para
tener sentido humano, aplicarse? ¿Cómo, si no, podríamos elaborar
nuestra inserción y motivar la ajena? La dispersión y el abandono
están presentes, como futuro, en toda determinación política que
aparezca animando sólo desde el exterior a los actores, por lo tanto
sin incluir al sujeto dentro de ella.
Por eso las enseñanzas de Freud son tan importantes para el
marxismo y la política: porque convergen ratificando, en el análisis
del sujeto extendido hasta mostrar las determinaciones del sistema
en su más profunda subjetividad, las verdades que Marx analizó
en las estructuras “objetivas” del sistema de producción. Mensaje
y verdad que la mayoría de los psicoanalistas ignoran, pero que los
militantes revolucionarios debieran integrar como un saber que les
es propio. Hasta que la teoría psicoanalítica no vuelva a encontrar
el fundamento de la liberación individual en la recuperación de un
poder colectivo, que sólo la organización para la lucha torna eficaz,
en la medida en que no vuelva a encontrar como fundamento de
toda “cura” la necesidad –no aleatoria– de dirigir esa violencia que el
normal y el enfermo ejercen contra sí mismos ahora contra el sistema
represor, hasta que esa necesidad no aparezca como una necesidad
inscrita en la esencia y en el fundamento del “aparato psíquico”, ese
aparato será, en cada uno, una máquina infernal montada por el
enemigo en lo más propio. Y hasta tanto no lo haga así, la teoría

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psicoanalítica será sólo una ideología que se detiene, temerosa, en el


umbral de su descubrimiento más fecundo: el descubrimiento de la
lucha de clases incluida en la subjetividad del hombre como núcleo
de su existencia más individual, y que, por la forma que le impuso el
individualismo burgués, ignora de sí mismo.
Nuestra tesis consiste en afirmar que cada sujeto es también núcleo
de verdad histórica, y a esa demostración va encaminado este trabajo.
Para ello nos apoyaremos, especialmente, en dos obras “sociales” de
Freud: El malestar en la cultura y Psicología de las masas y análisis del yo.

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