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Por ello, la escuela debe preocuparse por la forma en la que sus docentes conciben la educación,
pues de ello dependerá la forma en la que sean impartidos y recibidos los conocimientos, el autor
señala que hay una inconformidad tanto de los docentes, como de los estudiantes, sobre la manera
en que se enseña en las escuelas. En la realidad, es solo una institución de reproducción de fechas y
reglas ortográficas, pues se ha dejado de lado el desarrollo de la sensibilidad, de la pasión. Los niños
saben más de programas de televisión, que, de expresar sus sentimientos, porque expresarlos se
convierte en un sinónimo de debilidad, esto los fuerza a ser agresivos y mal geniados. Los niños se
sienten incapaces de levantar su voz y solamente actúan de mala gana, ¿quién hace de buena gana
algo que no le gusta? Eso nos lleva de nuevo al aula. El maestro se convierte pues, en un referente
social, moral e intelectual para el niño, pero, ¿si el maestro también es infeliz e incapaz de expresar
sus sentimientos?, las clases serán aburridas, monótonas y simples requisitos para aprobar. Todo
esto nos conlleva a una monocromía educacional, donde la imposibilidad de expresión se nos es
impuesta desde casa.
Bien, el docente está en la capacidad de frustrar los sueños de sus estudiantes, pero también puede
cultivarlos. Reconocer las aptitudes de un niño a tiempo puede crear adultos más felices, seres
capaces de hacer las cosas con pasión y con la confianza de triunfar en ello. Salirse de la
obligatoriedad y preocuparse más por el bienestar emocional, en la apreciación de la grandeza en las
cosas simples, hacer de la escuela un verdadero y cálido hogar, donde el niño y el docente puedan
ser, desde su individualidad y anhelos SERES FELICES. Saber que maestro y alumno coexisten y se
interrelacionan, es más que suficiente para enfrentar como propia esa “batalla” llamada escuela.