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Universidad de Buenos Aires

Facultad de Filosofía y Letras


Departamento de Lenguas y Literaturas Clásicas

LENGUA Y CULTURA LATINAS II (VIRTUAL)


Cátedra: Prof. Marcela A. Suárez
2020

SELECCIÓN BIBLIOGRÁFICA
INDICE

PRIMUS INTER PARES:


UNA INTRODUCCIÓN AL PRINCIPADO DE AUGUSTO 3-19

MUTATIO MORUM: LA IDEA DE UNA REVOLUCIÓN CULTURAL 20-26


Andrew Wallace Hadrill

ÉPICA NARRATIVA 27- 34


Philip Hardie

LA ARQUITECTURA DE LA ENEIDA 35- 46


George E. Duckworth

LAS DOS VOCES DE LA ENEIDA DE VIRGILIO 47-51


Adam Parry

NARRATIVA VIRGILIANA: EL RELATO 52- 60


Don Fowler

ENEAS Y EL IDEAL ESTOICO 61-69


C.M. Bowra

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PRIMUS INTER PARES:
UNA INTRODUCCIÓN AL PRINCIPADO DE AUGUSTO

(Marcela Nasta)

1) La llegada de Augusto al poder

Períodos de la historia de Roma:


21 de abril del 753 a.C.: fundación de Roma.
753 – 509 a.C.: monarquía; el régimen cae con la destitución del último rey, Tarquino el
Soberbio.
509 – 27 a.C.: república.
27 a.C. – 14 d.C. (muerte de Augusto): principado.
14 d.C. hasta la caída de Roma (mediados del s. V d.C.): imperio.

Si bien la mayoría de los manuales de historia marcan el inicio del imperio en el 27


a.C., es decir, no distinguen el gobierno de Augusto como un período particular de la
historia de Roma, nosotros lo hacemos en razón de las particularidades que tuvo ese
gobierno, que lo hacen único e irrepetible. Más adelante veremos cuáles son esas
particularidades. Ahora nos detendremos un momento en el s. I a.C., para recordar
rápidamente cómo llega Augusto al poder.

A mediados del s. I a.C., las figuras dominantes de la escena política romana son
Julio César y Pompeyo el Grande. César, aunque de cuna patricia, adhiere a, y es apoyado
por, el partido popular, mientras que Pompeyo representa al patriciado, esto es, al partido
senatorial. Desde el punto de vista militar, ambos tienen méritos similares: César es el gran
conquistador de la Galia, a la que somete a Roma tras siete años de campaña militar,
mientras que Pompeyo ha logrado derrotar a los piratas, que asolaban el Mediterráneo
(cuyo dominio Roma había logrado al derrotar a Cartago en las guerras púnicas, s. II a.C.) y
hacían prácticamente imposible el comercio por mar. Esto significa, pues, que estos dos
gigantes de la historia romana se oponían desde el punto de vista político, y tenían, por sus
logros militares, la misma posibilidad, la misma legitimidad para aspirar a ser dueños del
poder.
En un intento de limar asperezas y llegar a un ejercicio equilibrado del poder, se
forma el llamado primer triunvirato, integrado por César, Pompeyo y Craso. Aclaremos
que, en rigor, este triunvirato es una unión “privada”, completamente para-jurídica, no tiene
estatuto institucional de ninguna clase: simplemente, estos tres individuos se reúnen y
pactan entre ellos cómo ejercer el poder. Ahora bien, no obstante lo dicho este así llamado
“triunvirato” es importante porque las consecuencias de su formación sí son institucionales.
Volvamos, pues, a Craso. Craso era el hombre más rico de Roma y representaba,
pues, los intereses de la oligarquía económica. Ahora bien, Craso también era militar, y en
el 53 a.C. emprende una campaña contra los partos (pueblo que habitaba lo que actualmente
es la zona de Irán e Irak), a quienes Roma pretendía conquistar. En ese mismo año 53 a.C.,
los partos derrotan a los romanos en la batalla de Carras, verdadera masacre donde no sólo
muere Craso sino que son tomados prisioneros muchísimos soldados romanos y, lo que es

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peor aún, las insignias de Roma son arrebatadas por los vencedores. Esto último
atormentará a los romanos durante años, ya que la posesión de las insignias por los
enemigos representa para Roma una humillación sin límites, y de hecho serán varios los
intentos de, o los proyectos para, recuperarlas.
Nos referiremos nuevamente a los partos más adelante. Volvamos ahora a la muerte
de Craso. Esta muerte tuvo como consecuencia, evidentemente, la disolución del primer
triunvirato y el enfrentamiento abierto de César y Pompeyo. Este enfrentamiento tuvo su
punto culminante en la batalla de Farsalia, en el año 48 a.C., donde César resulta vencedor.
Queda así César como figura descollante de la política romana del momento, y su
poder, prácticamente ilimitado, va creciendo en los años subsiguientes. Se llegó a rumorear,
incluso, que César tenía proyectado retornar a Roma al sistema monárquico y proclamarse
rey. Esto fue, aparentemente, el factor detonante de la reacción de la aristocracia
republicana, que no estaba dispuesta a permitir semejante modificación del sistema político:
los romanos detestaban la monarquía y el ejercicio unipersonal del poder. Es así como,
liderados por Casio y Bruto, los republicanos se conjuran y asesinan a César en el foro, al
pie de la estatua de Pompeyo, en los idus (día 15) de marzo del 44 a.C.
El asesinato de César no hace sino enardecer una guerra civil que, a decir verdad,
los romanos venían padeciendo desde hacía ya muchos años, desde el enfrentamiento de los
populares y el patriciado por las leyes agrarias de los Gracos, luego el de Mario (que
intentó preservar las leyes agrarias) y Sila (representante del patriciado), la dictadura de
Sila, etc. Es decir que en realidad el asesinato de César no desencadenó la guerra civil, pero
sí la reavivó, la hizo más cruel y más abierta.
A la muerte de César quedan, pues, dos partidos enfrentados: por un lado, el partido
popular o cesáreo, encabezado por los cónsules Antonio (verdadero dueño del poder
político tras el asesinato de César) y Dolabela; por el otro, el partido pompeyano o
senatorial (la aristocracia republicana) liderado por Bruto, Casio, Cicerón y Sexto Pompeyo
(hijo de Pompeyo el Grande). Los primeros buscarán, evidentemente, conservar el poder
político que detentaba César (invocando su nombre y aprovechando el favor popular en su
enfrentamiento con los republicanos), mientras que estos últimos esperan, una vez muerto
César, recuperar el manejo de la política romana.
El primer conflicto abierto entre ambos bandos se produce por la asignación de las
provincias. Antonio y Dolabela se hacen atribuir por ley las provincias de Macedonia y
Siria respectivamente (provincias que ya habían sido prometidas a Casio y Bruto) y
obtienen el poder proconsular por cinco años, mientras que a Bruto le es atribuida la Galia
Cisalpina. Como esta provincia proveía los mejores legionarios, Antonio pretende cambiar
Macedonia por Galia. Bruto se niega al trueque y esto desencadena la guerra entre los dos
partidos.
En este contexto hace su aparición en la escena política el joven Cayo Octavio,
sobrino nieto de César y a quien este en su testamento había adoptado y nombrado
heredero. Octavio, quien al morir su tío abuelo se hallaba en Apolonia estudiando oratoria y
arte militar, regresa entonces a Roma para reclamar su herencia. Lo lógico hubiera sido que
todos los partidos se aliaran en contra de este advenedizo, pero sin embargo no fue así.
Cicerón, pensando que Octavio sería un instrumento útil y fácil de manejar en la lucha
contra el partido popular, convence al Senado para darle su apoyo aprovechando el
enfrentamiento casi inmediato de Octavio con Antonio por la herencia de César. La
maniobra de Cicerón resulta contraproducente para los republicanos porque lo único que
logra es reavivar el nombre de César, que Octavio enarbola tan pronto como llega a Roma.

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Mientras tanto se desarrollaba la guerra de Antonio contra Bruto desencadenada,
como dijimos, por el gobierno de la Galia Cisalpina. Por esta razón, Antonio descuida su
enfrentamiento con Octavio y sitia a Bruto en Módena. El Senado busca entonces la alianza
de Octavio para apoyar a Bruto, y finalmente Antonio es derrotado por las tropas
senatoriales lideradas por los cónsules Hirtio y Pansa (sucesores de Antonio y Dolabela en
este cargo), y por las fuerzas de Octavio. Antonio se marcha a la Narbonense, donde Lépido
le entrega su ejército. Antonio y Lépido son declarados enemigos públicos por el Senado.
Octavio, por su parte, muertos Hirtio y Pansa en batalla, se atribuye la victoria de Módena y
regresa a Roma, donde se hace elegir cónsul con su primo Pedio.
En este contexto, Octavio exige al Senado la rehabilitación de Antonio y Lépido, y
se firma entonces el acuerdo de Bologna (octubre del 43 a.C.) que establece:
1) la creación de un triunvirato constituyente integrado por Octavio, Antonio y Lépido;
2) la muerte de los enemigos;
3) la repartición de los ejércitos y provincias de Occidente, atribuyendo:
- a Octavio, África y Sicilia;
- a Antonio, la Galia Cisalpina;
- a Lépido, la Narbonense y España.
En noviembre de ese mismo año 43 a.C., la Lex Titia nombra a Octavio, Antonio y Lépido
Tresviri Reipublicae Constituendae por cinco años (el llamado “segundo triunvirato”) y
establece sus poderes, a saber:
1) publicar edictos con fuerza de ley;
2) designar magistrados;
3) omitir la provocatio ad populum;
4) asignar tierras.
Se inicia entonces un período signado por la persecución, la violencia y las proscripciones,
en el cual mueren más de 300 senadores y 2000 caballeros considerados enemigos
políticos. Cicerón, que se hallaba entre quienes encabezaban la lista de proscriptos
presentada por Antonio, es asesinado ese mismo año. Su cabeza y su mano derecha son
exhibidas en el Foro, en la tribuna de las arengas.
Aun así, los líderes del partido pompeyano todavía seguían en pie, y el
enfrentamiento definitivo no tardó en llegar. En octubre del 42 a.C., Octavio y Antonio
derrotan a Bruto y Casio en la batalla de Filipos, reafirmando su imagen de vengadores y
herederos políticos de César. A la batalla de Filipos le sucedió un nuevo reparto del mundo,
que asignaba: a Octavio, Sicilia y España; a Antonio, la Galia Cisalpina y la Narbonense; a
Lépido, el África.
Así las cosas, Antonio parte a Oriente en busca de dinero, mientras que Octavio
permanece en Italia y reparte puestos a los veteranos. Es entonces cuando, por este reparto,
estalla el enfrentamiento entre los veteranos de Octavio y los de Antonio. Entre fines del 41
y principios del 40 a.C., entonces, Octavio sitia Perusa y ocupa la Galia, que sin embargo
había sido asignada a Antonio. Éste regresa de Oriente recién a mediados del 40 a.C., y es
entonces cuando se firma la paz de Brindis, gracias a la mediación de Mecenas (por
Octavio) y Asinio Polión (por Antonio). De acuerdo con este tratado, Occidente quedaba
bajo poder de Octavio; Oriente, de Antonio; África, de Lépido, e Italia permanecía neutral.
En agosto del 39 a.C. la paz de Misena vino a completar este acuerdo, adjudicándole a
Sexto Pompeyo Sicilia, Córcega, Cerdeña y Acaya, para satisfacer sus ambiciones políticas.

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Acuerdo de Después de
Paz de Brindis Paz de Misena
Bologna Filipos
(40 a.C.) (39 a.C.)
(43 a.C.) (42 a.C.)

Cisalpina y
Antonio Galia Cisalpina Oriente -----------------
Narbonense

Octavio África y Sicilia Sicilia y España Occidente -----------------

Narbonense y
Lépido África África -----------------
España

Sicilia, Córcega,
Sexto Pompeyo ----------------- ----------------- -----------------
Cerdeña y Acaya

En el 38 a.C. Octavio rompe la paz de Misena, y se enfrenta en una guerra marítima


con Sexto Pompeyo, quien resulta vencedor. Al año siguiente, se firma la paz de Tarento,
que restablece el acuerdo preexistente y renueva por cinco años el triunvirato integrado por
Octavio, Antonio y Lépido, que había expirado en diciembre del 38 a.C.
En el 36 a.C., Octavio ocupa Sicilia, lo cual nuevamente desencadena la guerra
contra Pompeyo. Lépido, que toma parte en la campaña, intenta sublevar las tropas contra
Octavio. El resultado es que Pompeyo es derrotado y Lépido pierde su provincia –aunque
conserva el pontificado máximo, que ostentaba desde la muerte de César. Así las cosas, se
disuelve el segundo triunvirato y quedan frente a frente Octavio y Antonio.
Ahora bien: después de la firma de la paz de Tarento, en el 37 a.C., Antonio había
partido a Oriente, y pasado el invierno del 37 al 36 a.C. en Antioquía. Reconoce a Ptolomeo
XV (nacido en el 47 a.C. y apodado Cesarión, hijo de Cleopatra y –según ella- de César)
como rey de Egipto junto con Cleopatra, y en el 36 a.C. emprende una campaña contra los
partos, cuyo resultado es desastroso para los romanos. No obstante ello, Antonio permanece
en Oriente, donde ocupa Armenia y engrandece el reino de Egipto. Este establecimiento de
Antonio en Oriente, concretamente en la corte de Cleopatra, con quien convive, sirve en
Roma para construir su figura como la encarnación de lo anti-romano. Es decir, Antonio es
representado como un individuo corrompido por el lujo y los placeres orientales, inmerso
en el desenfreno y la sensualidad dionisíacos (Dionisos era el dios del vino, y se lo asociaba
con las orgías, la exuberancia vegetal y animal, la lubricidad, la lujuria, el exceso, el
desenfreno), es decir, la antítesis de las costumbres, las tradiciones y el carácter romanos.
Como si esto fuera poco, se había establecido con una mujer que ejercía la monarquía lo
cual resultaba a los ojos romanos doblemente escandaloso, dados el rechazo que los
romanos sentían por esta forma de gobierno y la imposibilidad genérica de las mujeres para
ejercer el poder en el mundo antiguo. Dicho en otros términos: se opera aquí una
demonización de todo lo oriental en términos de molicie, perversión, etc. A esto contribuye
también un rasgo propio del reino egipcio y que a los romanos les resulta particularmente
escandaloso, a saber, el hecho de que los egipcios adoran a divinidades cuyo aspecto
combina cuerpos humanos con partes de animales; la dinivinidad más frecuentemente

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mencionada o representada es Anubis, que tiene cabeza de perro, y de ahí que los egipcios
son “el pueblo del dios ladrador”. Todo esto confluye en el hecho de que Antonio, al
asociarse con esta cultura completamente anti-romana, sea construido como un enemigo
extranjero, que para colmo es capitaneado por una mujer, una mujer que es incestuosa
(recordemos que en la dinastía de los Ptolomeos, a la que pertenece Cleopatra, los
hermanos se casan entre ellos), es adorada, cuidada y atendida por numerosos eunucos –lo
cual es un rasgo cultural– llenos de collares, pulseras, etc., etc., y ejerce un poder que por
definición, desde el punto de vista romano, le está negado. Es interesante ver cómo esto se
manifiesta en las representaciones que hace de Antonio la iconografía augustal: Antonio
aparece en un carro, borracho, identificado con Dionisos, rodeado de eunucos que lo
apantallan, protegido del sol con una sombrillita, etc. Es fácil imaginar el contraste entre
estas representaciones y las representaciones típicas de los senadores y patriotas romanos,
que aparecen como personificaciones de la gravitas, la seriedad, la adustez, la solemnidad,
la austeridad, etc.
Al mismo tiempo, y por contraposición a Antonio, Octavio aparece como el gran
defensor del mos maiorum y todo lo ancestralmente romano, el orden, los antiguos valores,
la romanidad. Si a Antonio se lo asocia con Dionisos, a Octavio se lo asocia con Apolo,
dios del equilibrio, la mesura, la luz, la armonía, es decir, la antítesis de todo lo que
representa Dionisos.
En el 36 a.C. Octavio está en Roma, rodeado por Agripa, Mecenas y Livia, con
quien se había casado en el 38 a.C. Su poder en la urbe se fortalece rápidamente, y sus
campañas de los años 35 y 34 a.C. consolidan el poder romano en Dalmacia.
En el 32 a.C. expiran los poderes de los triunviros Antonio y Octavio. Antonio
repudia a su mujer Octavia, hermana de Octavio, y éste hace público el testamento de su
rival, en el cual Antonio manifiesta su voluntad de ser enterrado en Alejandría y declara a
Cesarión como único heredero de César. Estas cuestiones entre domésticas y políticas no
son sino los factores superficiales, desencadenantes, del enfrentamiento armado entre
Octavio y Antonio, cuya única y verdadera razón es la negativa de ambos a compartir el
ejercicio del poder. El punto culminante de este enfrentamiento es la batalla naval de Accio
(Actium), en el 31 a.C., en la cual Octavio resulta vencedor. Algunos años más tarde, los
poetas representarán esta batalla como el triunfo de Octavio sobre Cleopatra, enemiga,
extranjera, mujer y monarca, esto es, la suma de todo lo deleznable, y omitirán toda
referencia a Antonio. Es que para que una guerra se justificara, debía ser un bellum pium et
iustum (una guerra piadosa y justa), es decir, una guerra en defensa de Roma contra un
enemigo extranjero que amenazara el poder y la seguridad de la Urbs, y no una guerra
donde dos romanos se enfrentaran entre sí. Dicho en otros términos, la presencia de
Cleopatra junto a Antonio suministró el atajo perfecto para presentar como una guerra
extranjera lo que no era sino el punto culminante de la guerra civil, y legitimar así el triunfo
de Octavio, a quien se presenta como salvador de Roma, como el individuo que logró
recuperar Roma para los romanos, de manos de un pueblo extranjero y de su reina-diosa (el
soberano es dios en las monarquía egipcia).
No obstante todo lo dicho, no debemos perder de vista la importancia del triunfo de
Octavio en Accio. En efecto, con esta batalla terminaron larguísimos años de guerra civil,
años de padecimiento para el pueblo romano que generación tras generación había ansiado
una paz que parecía inalcanzable. Es decir, más allá de las estrategias que hemos
mencionado, de la demonización de Antonio y de la ambición de poder de Octavio, es

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indiscutible que con este triunfo se terminó la guerra civil, y esto no podía sino ser
bienvenido por los romanos.
Una vez derrotado Antonio, Octavio conquista Alejandría (capital de Egipto, que es
anexado al imperio romano) y Dalmacia, lo cual lo mantiene lejos de Roma un par de años
más, hasta el 29 a.C. En ese año Octavio vuelve a Roma, transformado en el dueño de la
escena política.
En el año 27 a.C. Octavio hace realizar un nuevo censo de ciudadanos y reorganiza
la lista de los senadores, inscribiéndose en primer lugar como princeps Senatus (la primera
cabeza, el primero del Senado) –lo cual explica que el período de su gobierno se denomine
“principado”. El princeps Senatus es el primero que habla en el Senado, y el orden en que
se habla en el Senado tiene que ver con el grado de auctoritas (enseguida nos referiremos a
este concepto) de los senadores. El que habla primero en el Senado puede hacerlo porque
tiene la auctoritas en grado sumo, esto es, tiene la mayor auctoritas de todo el espacio
dominado por Roma.
A lo dicho se suma que Octavio conserva el imperium proconsulare, que es el
mando de todos los ejércitos fuera de Roma. Conserva, además (y esto es notable porque,
siendo patricio, Octavio jamás podría haber sido tribuno de la plebe), la potestad tribunicia,
esto es, el poder propio del tribuno de la plebe, que consistía en el derecho de veto sobre
absolutamente cualquier decisión de cualquier magistrado, y en la inviolabilidad sacrosanta,
es decir, en el hecho de que cualquier daño infligido a su cuerpo o a sus bienes materiales o
simbólicos era considerado un sacrilegio. Conserva, asimismo, la cura annonae, esto es, el
cuidado o la administración de la distribución gratuita de granos, tarea que, por razones
obvias, podía proporcionar enorme popularidad al encargado de realizarla. Finalmente,
también, es pontifex maximus, el máximo pontífice, con lo cual es dueño de la mayor
autoridad religiosa en Roma.
Por otra parte, tras la batalla de Accio y por haber recuperado la paz, Octavio se
considera como “segundo fundador” de Roma, como si hubiera vuelto a fundar la ciudad
haciéndola renacer de su propia ceniza. De acuerdo con esto, según narran sus biógrafos,
Octavio manifestó su deseo de que se le confiriera el nombre de Rómulo, fundador
legendario de la ciudad. Sin embargo, se le aconsejó abandonar la iniciativa, porque por
más que Rómulo hubiera fundado Roma, había sido un fratricida y un rey, de manera que
su figura estaba cargada de connotaciones negativas difíciles de soslayar. Fue entonces
cuando, por iniciativa del senador Ignacio Planco, el Senado confirió a Octavio el título
honorífico de Augustus. La connotación de este título es importante. Recordemos que,
como adjetivo, augustus, -a, -um deriva del verbo augeo, -es, -ere, auxi, auctum, que
significa “agrandar, incrementar, enaltecer, fortalecer, proteger”. Ahora bien: con Roma
como objeto, este verbo sólo podía tener como sujeto a los dioses; en otras palabras, los
dioses eran los únicos que podían agrandar, incrementar, enaltecer, etc. a Roma. De manera
que, al conferirle a Octavio el título de Augusto, lo que se está haciendo es prácticamente
equipararlo a los dioses, ponerlo a su misma altura, colocarlo muy sutilmente a un paso de
la divinización.
Es notable cómo por entonces se utiliza el lenguaje para sugerir el inmenso poder de
Augusto, sin llegar a proclamarlo ni reconocerlo explícitamente. Ejemplo de ello es el título
mismo de Augusto, al que acabamos de referirnos. Otro ejemplo es el modo en que el
propio Augusto se refiere a sí mismo, ya en su vejez, cuando escribe su autobiografía o
testamento político, las Res Gestae Divi Augusti, donde da cuenta de su actividad política
desde bastante antes del asesinato de César. En este texto, al referirse a su condición

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durante su gobierno, Augusto afirma no haberse destacado nunca por encima de los colegas
que lo acompañaron en las distintas magistraturas, sino el haber sido simplemente “primus
inter pares” (“el primero entre los pares”). Es evidente la falacia que esta expresión
encierra, ya que si todos son pares, no hay un primero, y si hay un primero, no son todos
pares. Al igual que hoy, en el mundo antiguo el lenguaje también se utilizaba, entre otra
infinidad de cosas, para disimular una realidad política que no convenía poner al
descubierto.

2) El Principado de Augusto

El principado comienza, pues, en el 27 a.C. El gobierno de Augusto se caracteriza,


en primer lugar, por mantener formalmente las instituciones republicanas, pero vaciándolas
de poder político. Es decir, Augusto conservó el andamiaje institucional de la República,
pero este se vio reducido a una mera fachada, toda vez que el Princeps se reservó para sí el
ejercicio autocrático del poder. En este sentido, es relevante el siguiente pasaje de las Res
Gestae (34.3):

Post id tempus auctoritate omnibus praestiti, potestatis autem nihilo amplius habui
quam ceteri qui mihi quoque in magistratu conlegae fuerunt.

A partir de ese momento [27 a.C.], sobrepasé a todos en auctoritas, aunque en


modo alguno tuve más poder oficial que los otros que fueron mis colegas en cada
magistratura.

Por auctoritas se entiende la superioridad del hombre de Estado que resulta del
reconocimiento social y público de sus cualidades personales, su prestigio, su superioridad
económica y social, y su posición en la vida pública. Esto significa que, en principio, la
auctoritas no es invariable sino que puede incrementarse o disminuir. Asimismo, la
auctoritas supone la aceptación y la adhesión voluntarias de aquellos sobre quienes se
ejerce o, a la inversa, que estos individuos tienen la facultad de elegir un auctor cuya
auctoritas es libremente aceptada. Por fuera del ejercicio de las magistraturas, la auctoritas
constituye así la expresión más completa del poder político en el sentido de que la
influencia y el derecho a ejercerla constituyen efectivamente un poder.
Durante la república, la auctoritas era fundamentalmente patrimonio del Senado y
derivaba de la auctoritas personal de sus miembros, cuyas opiniones (consilia), aunque no
tenían fuerza de ley, difícilmente podían ser rechazadas o ignoradas. Como slogan político,
la auctoritas Senatus expresaba entonces esta doctrina de la supremacía senatorial que se
encontraba en la base del control oligárquico y colectivo del poder. Por otra parte, para la
clase gobernante en su conjunto, la auctoritas era una cualidad fundamental, ya que era uno
de los factores decisivos en la competencia por la obtención y el ejercicio del poder –
competencia en la cual residía el ejercicio de su libertas, entendida esta en términos de
garantía y ejercicio de la libre y genuina competencia por los cargos públicos, en el marco
de un ordenamiento social tradicional y fuertemente jerarquizado. Para los senadores de la
república, “esta libre actividad política entre sus iguales era una regla considerada como la
vocación y el mayor objetivo en su vida. El despliegue de las propias habilidades y la libre
competencia por el honor y la gloria eran sentidos como la savia misma del republicanismo.

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Así, la res publica era al mismo tiempo una forma de gobierno y un modo de vida”
(Wirszubski 1960: 88).
Lo dicho permite advertir hasta qué punto la afirmación de Augusto, “a partir de ese
momento sobrepasé a todos en auctoritas”, modifica el significado político de este término.
A diferencia de la auctoritas de cualquier magistrado, que puede aumentar o disminuir, la
de Augusto es una cualidad fija, definitiva e inigualable. La absoluta preeminencia de esta
auctoritas con relación a todas las demás implica, por un lado, que la misma se impone por
su propio peso, independientemente de su aceptación o no por parte de la ciudadanía; por el
otro, esa preeminencia hace prácticamente inútil la competencia por la supremacía política,
lo cual restringe sensiblemente el significado republicano de la libertas. Finalmente, los
senadores también se encuentran entre esos omnes cuya auctoritas fue superada por la de
Augusto. “El Senado fue reducido a un papel de mero interlocutor subalterno. [...] La
actividad del Senado dependía de la auctoritas del Príncipe, y no la actividad del Príncipe
de la auctoritas del Senado” (Wirszubski 1960: 119).
En este mismo sentido conviene igualmente señalar que si bien Augusto revivió los
mecanismos comiciales, el derecho de commendatio que le fue reconocido por la lex de
imperio limitó severamente la libertad electoral. En efecto, la commendatio, una virtual
presentación del candidato respaldada por la auctoritas de Augusto, prácticamente eliminó
el componente popular de la constitución romana, y restringió severamente la libertas
republicana, por cuanto “el candidato [...] hacía bien en buscar la aprobación del Príncipe.
Éste no nominaba candidatos [...] pero el suyo prevalecía en virtud de la propia auctoritas”
(Syme 1939: 370).
En síntesis, con el advenimiento del principado la oligarquía senatorial perdió la
supremacía política y el control y el ejercicio colectivo del poder que había ostentado bajo
la república. Esto permite conjeturar que posiblemente este estamento estuviera
disconforme con el nuevo sistema de gobierno y fuera conveniente persuadirlo acerca de
las virtudes del régimen.
Ahora bien, cabe preguntarse cómo logró Octavio, que aparece en la escena política
romana recién después del asesinato de César y es co-responsable de las persecuciones y las
proscripciones de los ’40, transformarse en el individuo con mayor auctoritas de Roma.
Algunos de los factores que contribuyeron a incrementar su auctoritas fueron los
siguientes:
1) El pedido de Cicerón al Senado de que le confiriera su auctoritas a Octavio, en mérito
a que, como privatus (es decir, careciendo de imperium), este había comandado dos
legiones de César y derrotado a Antonio, impidiendo que, a fines del 44 a.C., este
marchara sobre Roma.
2) La deificación de César. Como sabemos, César había sido asesinado en el Senado, al
pie de la estatua de Pompeyo. Sus funerales demoraron varios días. Cuando finalmente
ser realizaron, la aparición, en ese momento, de un cometa o una estrella fugaz fue
interpretada como un catasterismo, es decir, como la conversión del alma del difunto
en estrella, una deificación. A esta estrella se la denominó sidus Iulium, “la estrella
Julia”. Esta deificación de César fue oficialmente reconocida por el derecho sacro de
Roma en el 42 a.C. El culto tributado a divus Iulius, al “divino Julio”, era inusual en
Roma, pero se basaba en la idea de que los hombres pueden divinizarse en razón de sus
grandes hechos. Con esta deificación, entonces, Octavio dejaba de ser el hijo de un
dictador para transformarse en divi filius, el “hijo de un dios”. La condición de

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heredero de César contribuyó a la auctoritas de Octavio, particularmente por el hecho
de que este asumió vigorosamente su papel de divi filius.
3) La conexión de la auctoritas cesareana de Octavio con la auctoritas propia de los
generales victoriosos. Las victorias y las conquistas militares son parte de la auctoritas,
y en este ámbito Octavio realizó su propia carrera, cuyo punto máximo fue la batalla de
Accio.
4) El triple triumphus por Dalmacia, Accio y Alejandría, celebrado al regreso de Octavio
a Roma en el 29 a.C.
5) El título, conferido a Augusto por el Senado, de pater patriae, “padre de la patria”.
Este título se había otorgado a muy pocos individuos a lo largo de la historia de Roma.
Para recibirlo el requisito era haber defendido Roma de un enemigo que la acosara al
punto de poner en riesgo la existencia misma de la urbe, y en el caso de Augusto, el tal
enemigo parece haber sido Marco Antonio. Ahora bien, es necesario notar que en
virtud de este título, el princeps resultaba para Roma lo que un pater para su familia, es
decir, el principio de toda autoridad, la autoridad suprema e indiscutible que todos,
incluso los adultos, debían acatar.
Estos, entre otros factores, contribuyeron a que en el 29 a.C. Octavio fuera el
individuo con mayor auctoritas en Roma. En el 27 a.C., la auctoritas de Octavio se vio a su
vez reforzada por el conferimiento del título de Augusto, a cuyo significado ya hemos
hecho referencia, y por el llamado “clipeus virtutis”. El clipeus virtutis es un escudo de oro
con el cual el Senado honró a Augusto en el 27 a.C. y que fue colocado en el nuevo edificio
del Senado denominado Curia Iulia en honor a Julio César. El escudo tiene una inscripción
en la cual se enumeran cuatro virtudes asociadas con Augusto, y cuya mención, en la parte
final de las Res Gestae, conduce a la afirmación de Augusto de haber sobrepasado a todos
en auctoritas (34, 1-3):

1. In consulatu sexto et septimo, postquam bella civilia extinxeram, per consensum


universorum potitus rerum omnium, rem publicam ex mea potestate in senatus populique
Romani arbritrium transtuli. 2. Quo pro merito meo senatus consulto Augustus appellatus
sum et laureis postes aedium mearum vestiti publice coronaque civica super ianuam meam
fixa est et clipeus aureus in curia Iulia positus, quem mihi senatum populumque Romanum
dare virtutis clementiaeque et iustitiae et pietatis causa testatum est per eius clipei
inscriptionem. 3. Post id tempus auctoritate omnibus praestiti, potestatis autem nihilo
amplius habui quam ceteri qui mihi quoque in magistratu conlegae fuerunt.

1. En mi consulado sexto y séptimo [28-27 a.C.], después de que hube extinguido


las guerras civiles, siendo dueño de todas las cosas por consentimiento de todos, transferí la
república de mi poder oficial al arbitrio del senado y el pueblo romano. 2. Por este mérito
mío, por decreto del Senado fui llamado Augusto y los dinteles de mi residencia fueron
revestidos públicamente con laureles y se adhirió sobre mi puerta una corona cívica, y en la
curia Julia fue colocado un escudo de oro, y se dejó constancia por la inscripción del
escudo de que el senado y el pueblo romano me lo otorgaban a causa de mi virtus,
clementia, iustitia y pietas. 3. A partir de ese momento, sobrepasé a todos en auctoritas,
aunque en modo alguno tuve más poder oficial que los otros que fueron mis colegas en
cada magistratura.

11
Otorgado en el 27 a.C., cuando el desarrollo y el carácter del gobierno de Augusto
todavía estaban por verse, el escudo es un ejemplo de la reciprocidad entre el princeps y el
senado y el pueblo: él requiere el arbitrio y la participación de éstos, y éstos retribuyen
reconociendo la base de su liderazgo moral, que el escudo define en términos de virtudes
tradicionales.
Desde el principio, la virtus fue la virtud “competitiva” esencial. Una de las
principales connotaciones de virtus es fundamentalmente el valor en el campo de batalla.
Así, la virtus se vincula con la victoria, y con la distinción y el reconovimiento, el honos.
En un sentido más amplio, “derivada de la palabra vir, la virtus puede definirse como el
conjunto de los rasgos que tipifican al modelo de hombre romano. (...) Es esa virtus lo que
capacita y legitima al vir como agente de poder, esto es, de imperium”, entendiendo por
imperium “la capacidad y el acto de ejercer el poder, de controlar y controlarse” (Schniebs
2001: 51).
La clementia es la virtud más específicamente conectada con Julio César. El
concepto existía desde mucho antes, revestido por términos como moderatio o lenitas, pero
su elaboración específica es obra de Cicerón en relación a César, en particular a su
indulgencia para con los pompeyanos tras la capitulación de estos en Corfinium en el 49
a.C. La clementia es la indulgencia o aun la misericordia del gobernante o del conquistador
respecto de sus inferiores o de los enemigos vencidos, a condición de que éstos se sometan
a la pax romana. Si bien el ejercicio de la clementia impedía, en el plano retórico, la
consideración del gobernante como un tirano, resulta evidente que esta es una cualidad
despótica toda vez que su ejercicio depende exclusivamente de la voluntad del gobernante.
La clementia se opone así a la iustitia, que presupone el imperio del ius –como “derecho” y
como “ley”– en el cual descansaba el sistema republicano.
La iustitia consiste en actuar con total independencia de espíritu y perfecta
objetividad. Esta cualidad es indispensable en un contexto donde, como hemos dicho, el ius
ha desaparecido. Asimismo, esta virtud se vincula con la guerra y la política externa, por
cuanto existía un concepto tradicional romano, al que ya hemos hecho referencia, según el
cual la guerra sólo podía emprenderse si era piadosa y justa (bellum pium et iustum).
Respecto de la política interna, la iustitia era tanto el fundamento de las leyes cuyo auctor
era Augusto como un elemento moderador del poder de este último.
La pietas, finalmente, es la más alta y la más esencialmente romana de las virtudes
del escudo. Si la virtus es la “virtud competitiva”, la pietas es su contrapeso “cooperativo”,
por cuanto representa el ideal romano de la responsabilidad social, que implica el respeto
por, y el cumplimiento de, las obligaciones para con los dioses, el Estado y la familia. En el
contexto del 27 a.C., la pietas también debe entenderse retrospectivamente. En efecto, en el
discurso oficial, Octavio la había ejercido en grado sumo al vengar el asesinato de su padre
adoptivo y al llevar adelante una guerra piadosa y justa contra Cleopatra, guerra que
también representaba la lucha de los dioses de Roma contra los de Egipto. Ahora bien, debe
advertirse la falacia de este discurso oficial. Efectivamente Octavio enarboló el nombre de
César y asumió la venganza de su muerte, pero esto no fue sino la estrategia por él utilizada
para ganar el favor popular, con el cual no contaba en absoluto en los inicios de su carrera
política: “Desde el principio de su carrera política, Octavio se dio cuenta de que su futura
posición dependía exclusivamente de su conexión con Julio César. Adoptado
póstumamente en el testamento de César, el joven no tenía ni un grupo fuerte de partidarios
ni una reputación atractiva. El nombre de César era lo único que determinaba sus
posibilidades de éxito e influencia entre los veteranos y la población urbana. Sus primeras

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acciones militares aducían sus motivaciones y buscaban su justificación en la venganza”
(Gurval 2001: 93). Respecto de la guerra contra Cleopatra y los dioses de Egipto, ya hemos
señalado cómo la participación de la reina junto a Antonio fue el recurso perfecto para
presentar como guerra extranjera (y por lo tanto piadosa y justa) lo que no era sino el punto
culminante de la guerra civil.

Hasta aquí, hemos visto cómo llega Augusto al poder, en qué consiste y cómo se
consolida su auctoritas, y en qué medida y cómo esta auctoritas determina un cambio
sustancial respecto del gobierno de la res publica.
Ahora bien: uno de los logros más destacables del principado es el establecimiento
de la llamada pax augusta, la paz augustal. Los dos pilares fundamentales de esta paz
fueron la política exterior y la política interior desarrolladas por Augusto.
La política exterior fue una política de conquista y expansión de los límites del
imperio. Esta política tenía tres grandes ventajas. En primer lugar, satisfacía el espíritu
belicista de los romanos, pero al mismo tiempo transfería hacia el exterior la violencia
interna, canalizaba esa violencia fuera del territorio romano. En segundo lugar, esa política
ayudaba a la cohesión interna, a la unión de los romanos frente al enemigo externo. Por
último, las guerras de conquista trajeron un considerable enriquecimiento del Estado, tanto
en divisas como en esclavos.
Para que estas guerras de conquista se justificaran y resultaran moralmente
aceptables era necesario que aparecieran bajo otra óptica. Para ello, estas guerras fueron
presentadas no como guerras de conquista y expansión, sino como el cumplimiento de una
misión civilizadora del mundo por parte de Roma. Evidentemente, el punto de partida de
esta estrategia es el supuesto no siempre verdadero de que los pueblos que Roma se
disponía a conquistar eran pueblos “bárbaros”, pueblos “incivilizados” y carentes de toda
cultura. Así, Roma no sometía a estos pueblos, sino que los beneficiaba llevándoles la
“civilización”, la “cultura”, la “legalidad”, etc. A su vez, esto implica atribuirle a Roma una
notable superioridad respecto de dichos pueblos, una superioridad no sólo militar sino
también, y sobre todo, cultural y moral.
Esto nos lleva directamente a la política interior de Augusto. En efecto, para que
Roma pudiera verse a sí misma como superior, era necesario su saneamiento moral, es
decir, recuperar la moral y las tradiciones romanas que, según se pensaba, se habían
corrompido y habían casi desaparecido durante, y a causa de, las guerras civiles. Para ello,
Augusto puso en marcha una política interna tendiente a reavivar los viejos ritos religiosos,
las antiguas tradiciones, el mos maiorum, la escala de valores sobre la cual se había
construido la vieja república. Se intentó promover el modelo tradicional del varón romano,
que era ante todo esforzado agricultor y soldado valiente, austero, padre riguroso,
respetuoso de la pietas, la fides (el respeto por, y el cumplimiento de, la palabra empeñada,
y a partir de ello, la confianza que se deposita en los demás y de la que se es depositario), la
severitas (la severidad, la seriedad en todos los aspectos de la vida), etc. Análogamente, el
modelo femenino que se intentó reinstalar era el de la madre de familia severa en la
educación de los hijos, trabajadora, esposa abnegada y fiel, guardiana del hogar cuando el
marido se ausentaba para ir a la guerra, pudorosa en su cuerpo y sus sentimientos,
respetuosa de la autoridad del esposo, etc.
Estos modelos intentaron reinstalarse ya que los romanos consideraban la familia
como semilla y garante del orden social y moral. Tanto es así, que Augusto hizo sancionar
varias leyes tendientes a regular la conducta marital y doméstica de los romanos y romanas.

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De esas leyes, mencionaremos dos, ambas sancionadas en el 18 a.C.: la Lex Iulia de
maritandis ordinibus, y la Lex Iulia de adulteriis coercendis. El contenido de estas leyes
era sintéticamente el siguiente:

1) Lex Iulia de maritandis ordinibus (Ley Julia acerca del matrimonio de los órdenes):
 El matrimonio en primeras y segundas nupcias es obligatorio para los hombres
entre los 25 y 60 años y para las mujeres entre los 20 y los 50.
 Las mujeres divorciadas y las viudas deben volver a casarse en un plazo de seis
meses y un año respectivamente.
 Los padres no pueden obstruir el casamiento de los hijos, bajo pena de ser objeto
de diversas restricciones.
 Los individuos solteros o sin hijos no pueden heredar ni testar a favor de nadie
salvo familiares de sangre hasta sexto grado; de no haberlos, el Estado es el único
beneficiario.
 Se autoriza el matrimonio con libertos, excepto a los miembros de la clase
senatorial.
 Se exceptúa de impuestos a las mujeres con tres o más hijos y los hombres padres
de tales familias adquieren mayor status con vistas a las magistraturas.

2) Lex Iulia de adulteriis coercendis (Ley Julia acerca del castigo de los adúlteros):
 La jurisdicción tradicional de la familia en estas cuestiones es reemplazada por
una corte permanente con procedimientos definidos.
 Si el marido sorprende a su mujer en adulterio no puede perdonarlo, bajo pena de
ser considerado actor secundario y por ende pasible de sanción.
 Las penalidades para los actores primarios son severas y pueden llegar incluso al
destierro o a la pena capital.
 Se dificulta la posibilidad del divorcio por adulterio.
 Las mujeres casadas son protegidas del estupro violento, incluyendo la violación,
al no considerárselas en este caso culpables de adulterio.

Respecto de estas leyes, notemos lo siguiente:


1) Ambas significan una flagrante intromisión del Estado en la vida privada, y por ende,
en la libertad, de los ciudadanos. En otras palabras, con estas leyes la vida privada de
los ciudadanos se transforma en un asunto público, en objeto de incumbencia y
regulación estatal, borrándose así la división elemental entre la esfera privada y la
pública: lo privado queda sometido a las necesidades políticas.
2) La primera ley concierne a los órdenes, esto es, a los estamentos superiores de la
sociedad (el patriciado y el orden ecuestre), poco proclives a la descendencia numerosa
pero cuya pervivencia interesaba a Augusto por obvias razones políticas. Dicho en
otros términos, lo que el pueblo romano hiciera o dejara de hacer respecto del
matrimonio y de la descendencia, a Augusto lo tenía sin cuidado; sí le interesaba, en
cambio, garantizar la perpetuación de las clases superiores.
3) En cuanto a la segunda ley, recordemos que en Roma sólo la mujer podía ser adúltera,
porque “en términos sexuales, la fidelidad es una conducta pasiva y, por lo tanto, es
exigida sólo a las mujeres nucleares [las pertenecientes a la elite sociopolítica urbana],
como lo prueba el hecho de que la infidelidad de la esposa es la única forma de

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adulterio concebida en el derecho romano” (Schniebs 2001: 59). El vir [el varón
romano adulto e ingenuus de los estamentos superiores], en cambio, “en virtud del
imperium que lo caracteriza, tiene pleno derecho a la satisfacción de sus deseos
sexuales dentro y fuera de cualquier vínculo, incluido el conyugal” (Schniebs 2001:
58-59). Así, cuando se hace referencia a un varón adúltero, esto significa que el varón
en cuestión mantiene relaciones sexuales con una mujer casada, pero no que él esté
faltando a una supuesta fidelidad conyugal. Con esta ley, Augusto intentó solucionar la
cuestión la infidelidad femenina, la cual se había extendido mucho en los últimos
tiempos. Ello se debió, según los estudiosos, al hecho de que las muchachas romanas,
ni bien estaban en condiciones de procrear, debían contraer matrimonio según la
voluntad paterna pero generalmente no con sus coetáneos (es decir, con romanos de su
misma edad), ya que estos proseguían sus estudios superiores y por lo mismo (y porque
eran muy jóvenes) dejaban el casamiento para más tarde. Las muchachas romanas eran
desposadas, la mayoría de las veces, con individuos mucho mayores que ellas, incluso
de la edad de su propio padre, a los que prácticamente no conocían y con los cuales
difícilmente pudieran congeniar. Por esta razón era frecuente que, tras algunos pocos
años de matrimonio, la muchacha romana, transformada en mujer adulta, engañara a su
marido con amantes más jóvenes que él. Es evidente que esta conducta femenina debía
condenarse severamente si lo que se quería era recuperar el viejo modelo de mujer que
describimos anteriormente.

La importancia que estas leyes tuvieron para Augusto se infiere del hecho de que
fueron sancionadas aun a riesgo de suscitar gran descontento en la nobleza senatorial y en
el orden ecuestre, con cuyo consenso Augusto necesitaba gobernar, y aun cuando las
mismas contradecían fuertes ideales tradicionales como el de la mujer univira (la mujer
casada con un único varón) y el de la patria potestas (la autoridad del pater sobre todos los
miembros de su familia). Tal importancia se explica por la necesidad de justificar la política
expansionista y por la necesidad de estabilizar la transmisión de la propiedad privada.

1) Justificación de la política expansionista


Si bien ya hemos hecho referencia a esta necesidad, vale la pena detenernos un
momento en esta cuestión. La expansión imperial fue una marca distintiva del gobierno
augusteo. En efecto, Augusto llevó adelante una política de conquistas durante 35 o 40
años, y sólo después de las revueltas de Iliria (6 d.C.) y Germania (9 d.C.) modificó su
posición respecto de la posibilidad de una mayor expansión del imperio. En el contexto de
la política exterior, el término pax debe entenderse en el sentido romano, como el estado
resultante de la conquista y el pacto posterior. Sin embargo, la expansión romana fue
ennoblecida en las manifestaciones artísticas y literarias en términos de una visión del
pueblo romano como civilizador del mundo. Esta “función civilizadora” debía justificarse
en virtud de la superioridad moral de las clases dirigentes de Roma e Italia. Las leyes de
Augusto apuntaban justamente al logro de esa superioridad: el conquistador debía ser moral
y espiritualmente superior al conquistado. En este sentido, la legislación era condición
necesaria de las ambiciones imperialistas de Augusto.
Ahora bien, por “clases dirigentes” debe entenderse los órdenes senatorial y
ecuestre. Bajo Augusto el senado estaba compuesto (al menos a partir del 19 a.C.) por una
minoría de nobiles y una mayoría de homines novi, en gran parte oriundos de los
municipios italianos. La antítesis entre unos y otros no era sólo política sino también

15
ideológica. Los nobiles justificaban su superioridad con relación a los homines novi en
función de su genus, su nobilitas de sangre, y su habilidad y experiencia, que consideraban
hereditarias. Los homines novi rechazaban este último argumento y afirmaban su
superioridad sobre la base de fundamentos morales, contraponiendo su virtus al genus, y su
labor e industria a la nobilitas de sangre. Con el tiempo afirmaron poseer también
nobilitas, que consideraban no una cualidad hereditaria sino una cualidad moral y
espiritual, esto es, basa en la virtus y la industria. Su virtus era la prisca virtus de sus
predecesores morales y espirituales, que había sido el fundamento de la grandeza de Roma
y luego descartada por la nobilitas. Sólo en una segunda instancia esta virtus del novus
homo se identificó con las antiguas virtudes de las figuras emblemáticas de los pueblos de
Italia central, como los sabinos.
Estas afirmaciones, sin embargo, distaban mucho de la realidad. Es fácil advertir,
entonces, que les leyes julias no hicieron más que revertir sobre la aristocracia su propia
retórica, dando fuerza de ley a sus afirmaciones de superioridad moral. La aristocracia se
veía ahora obligada a hacerse cargo de su propio discurso, y a actuar en consecuencia. Si
bien el programa moral augusteo no carecía de antecedentes, la novedad se encontraba en le
hecho de que utilizaba la conducta marital como la mayor manifestación de la superioridad
moral. A la inversa, la declinación de la moral matrimonial era el mayor síntoma de la
degradación moral, la misma degradación que había sido causa primera de las guerras
civiles.

2) Estabilización de la transmisión de la propiedad privada


La estabilización de la transmisión de la propiedad privada era indispensable para
mantener intacta la institución familiar. La caza de herencias, práctica muy frecuente en la
república tardía dada la falta de descendencia de muchas familias pudientes, no era
moralmente recomendable, y la consecuente disolución del patrimonio y la propiedad
familiar era una amenaza familiar importante. De ahí que las leyes augusteas incluyeran
medidas específicas acerca de la elegibilidad de los herederos. Subyace en esto la
convicción romana de que era función esencial del Estado la protección de la propiedad
privada. En este sentido, debe notarse que a partir del 13 a.C. por un decreto de Augusto los
soldados retirados recibirían una suma de dinero en lugar de tierras expropiadas, lo cual fue
ampliamente celebrado por la clase terrateniente. Protegiendo la propiedad privada el
régimen augusteo consolidaba el sistema preexistente.

Señalemos, para terminar, una fecha importante en el gobierno de Augusto, esto es,
el año 17 a.C. En este año se celebran los Ludi Saeculares (los Juegos Seculares), unos
juegos (competencias atléticas, carreras de carros, certámenes poéticos) públicos que se
realizaron para festejar, en principio, un siglo más de vida de Roma (aunque las fechas no
coinciden exactamente), pero sobre todo, los primeros diez años de principado y la
recuperación de las insignias romanas del poder de los partos (cf. la primera parte de esta
ficha). Hemos dicho que los partos se apoderaron de esas insignias en el 53 a.C. En el 44
a.C., cuando fue asesinado, César planeaba una campaña contra los partos que obviamente
no llegó a llevar a cabo. En el 36 a.C. Antonio efectivamente marchó contra ellos, pero fue
derrotado (aunque no murió en el intento, como Craso). Aparentemente, Augusto en más de
una ocasión planeó una nueva campaña, que nunca realizó –según sus biógrafos, tal vez por
temor a una nueva derrota–. Esto significa que la recuperación de las insignias en el 20 a C.
fue un logro importante para el gobierno augustal. Ahora bien, esa recuperación no fue el

16
resultado de una victoria militar, sino de una gestión diplomática realizada por Tiberio (hijo
adoptivo de Augusto y quien lo sucedería en el gobierno de Roma), lo cual no satisfacía el
espíritu belicista de los romanos ni reparaba la humillación militar sufrida hacía más de
treinta años. Por esta razón se intentó presentar públicamente la recuperación de las
insignias como un triunfo militar. Un ejemplo claro de esta estrategia es la estatua de
Augusto de Prima Porta (así llamada por el sitio donde se encontraba). En esta estatua,
Augusto aparece vestido con traje militar. En la coraza, está representado el propio
Augusto, de pie, en gesto al mismo tiempo marcial y magnánimo, recibiendo del enemigo
parto las insignias de Roma. Pero –y aquí es donde la estatua falsea la realidad–, el parto
aparece de rodillas y con la cabeza gacha frente a Augusto, es decir, en la posición que
debían adoptar los enemigos vencidos en combate.
Este ejemplo muestra cómo el gobierno y el poder de Augusto no sólo se
construyeron desde el terreno político, sino también desde el arte. Otro tanto puede decirse
respecto de la literatura, cuyos máximos representantes aportaron su talento y su
producción para forjar y garantizar el poder del Princeps.

3) La sucesión de Augusto

La sucesión fue una cuestión verdaderamente problemática para Augusto, quien


termina eligiendo a Tiberio tras la muerte de varios jóvenes distinguidos de su familia.
En efecto, Augusto tenía una hermana, Octavia, casada en primeras nupcias con
Cayo Claudio Marcelo. De esta unión nacieron tres hijos, dos mujeres y un varón, Marco
Claudio Marcelo. (Esta Octavia se casará en segundas nupcias con Marco Antonio, para
sellar la paz de Brindis; de esa unión nacerán dos hijos, pero por razones obvias –son hijos
de Marco Antonio– Augusto nunca pensó en ellos como sucesores. Más tarde Antonio
repudiará a Octavia para unirse con Cleopatra).
Por otro lado, Augusto se casó en primeras nupcias con Escribonia. De esta unión
nació su única hija Julia. Julia se casó en primeras nupcias con su primo Marco Claudio
Marcelo, el hijo de Octavia, pero este matrimonio no tuvo hijos. Más tarde Julia se casó en
segundas nupcias con Marco Vipsanio Agripa, mano derecha de Augusto en la guerra
contra Sexto Pompeyo, en Accio y durante su gobierno. De esta unión nacieron Gayo
César, Julio César, Julia, Agripina y Agripa Póstumo.
Augusto se casó en segundas nupcias con Livia, quien a su vez había estado casada
con Tiberio Claudio Nerón. De ese primer matrimonio de Livia habían nacido Tiberio y
Claudio Druso (quien será el padre del emperador Claudio). El matrimonio de Augusto y
Livia no tuvo hijos.
Julia, la hija de Augusto y Escribonia, en el año 11 a.C. se casará en terceras
nupcias con Tiberio, el hijo de Livia e hijastro de Augusto. De ese matrimonio no nacerán
hijos. Más aún, en el año 2 a.C. Augusto detierra a su hija, muchacha de costumbres
licenciosas que no estaba dispuesta a acatar la moralina paterna.
En este panorama, los elegidos por Augusto para la sucesión fueron:
- Marco Claudio Marcelo, su sobrino, hijo de su hermana Octavia; Augusto alentó con
fuerza la carrera de Marcelo, que llegó a ocupar altas magistraturas siendo muy joven,
pero que también falleció tempranamente.
- Marco Vipsanio Agripa, su yerno, esposo de Julia en segundas nupcias; Augusto lo
adoptó inmediatamente después del destierro de esta última en el 2 a.C., pero Agripa
falleció;

17
- Gayo César y Julio César, sus nietos, hijos mayores de Julia y Agripa; Augusto los
adoptó, pero murieron en el año 2 d.C. y 4 d.C. respectivamente.
- Tiberio, hijo del primer matrimonio de su esposa Livia, y Agripa Póstumo, su nieto
menor, hijo de Julia y Agripa; Augusto los adoptó en el 4 d.C. Finalmente, se inclinó por
Tiberio como sucesor en el gobierno, dejando de lado a Agripa Póstumo por su carácter y
sus modales groseros. Agripa Póstumo fue asesinado por orden de Tiberio en el 14 d.C.,
poco después de la muerte de Augusto.
De acuerdo con algunos historiadores, fue Livia, la segunda esposa de Augusto
quien, buscando promover su hijo, se dedicó a eliminar sistemáticamente a cuanto
personaje se interpusiera entre Augusto y Tiberio. Pero más allá de esto, lo que sí importa
destacar es que, como señala el historiador Tácito (fuertemente crítico, escribe sus Annales
bajo al dinastía claudiana, en la primera mitad del s. I d.C.), el hecho mismo de nombrar un
sucesor equivalía a tirar por tierra todas las instituciones republicanas –más allá de que
formalmente siguieran existiendo, como que siguieron hasta la caída de Roma–. Y como si
ello fuera poco, el elegido, Tiberio, no tenía ni por asomo las cualidades y el talento
político de Augusto. Tácito se refiere a la perversión de la gens Claudia, a la que
pertenecen Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón, cuyos gobiernos no fueron precisamente
beneficiosos para Roma. De hecho, al finalizar el gobierno de Nerón, en el año 69 d.C., la
crisis política fue tal que en un año se sucedieron tres emperadores (Galba, Otón y Vitelio),
antes de que accediera al poder la dinastía Flavia.
Pero volviendo a Augusto y el final de su gobierno: lo que Tácito plantea es que el
poder acumulado y ejercido por Augusto era eventualmente justificable en la situación
política del momento, cuando Roma se hallaba bajo el peso de más de cien años de guerra
civil. Augusto es el gran pacificador. Esta paz, como hemos visto, tiene que ver con la paz
interior, puesto que se termina la guerra civil, y con la pacificación de las fronteras del
imperio. Desde luego, esta pacificación era muy particular. El mismo Tácito afirma que
“los romanos hacen un desierto y a eso lo llaman paz”, pero desde el punto de vista
romano, las fronteras, todo el territorio en realidad, habían sido pacificados (más allá de
cómo concibieran la paz) y la ciudadanía vivía con tranquilidad.
Ahora bien, el error de Augusto consistió en convertir algo coyuntural en una
cuestión hereditaria, y en propiciar la acumulación del poder en un sucesor (que, para
colmo, no era particularmente talentoso), cuando tal acumulación ya no era necesaria en
modo alguno.
Así las cosas, cuando Augusto muere, en el 14 d.C., el Senado lo diviniza, y
entonces Tiberio hereda el título de “divino”. Es decir, Tiberio es todo lo que había sido
Augusto y además, “divino”. Con Tiberio empieza el imperio en sentido estricto.

BIBLIOGRAFÍA

- GALINSKY, K. Augustan culture. An interpretative introduction. Princeton, University


Press, 1996.
- GURVAL, R. Actium and Augustus. The politics and emotions of the civil war. Michigan,
University Press, 2001.

18
- NASTA, M. “Relaciones sociales y relaciones de poder en las Odas Romanas”. En:
CABALLERO DE DEL SASTRE, E. & SCHNIEBS, A. (comps.) La fides en Roma.
Aproximaciones. Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras UBA, 2001: 97-124.
- SCHNIEBS, A. “Pacto sexual y pacto social en el Ars Amatoria: de la exclusión a la
inclusión”. En: CABALLERO DE DEL SASTRE, E. & SCHNIEBS, A. (comps.) La fides en
Roma. Aproximaciones. Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras UBA, 2001: 49-
76.
- SYME, R. The Roman Revolution. Oxford, University Press, 1939.
- WIRSZUBSKI, C. Libertas as a political idea at Roma during the late Republic and early
Principate. Cambridge, 1960

19
MUTATIO MORUM: LA IDEA DE UNA REVOLUCIÓN CULTURAL
Andrew Wallace Hadrill

(Traducción y síntesis: Marcela A. Suárez) 1

¿Revolución cultural?

Ya desde Platón y Aristóteles hasta Polibio, los antiguos tienen un concepto bien
articulado de revolución. Las guerras civiles romanas producen cambios severos en las
estructuras políticas unidos a una mayor redistribución de la tierra. Mommsen considera
que la caída de la república es un lento proceso de revolución que conduce a una autocracia
permanentemente moderada en la teoría y en la práctica por la revolución. El libro de
R.Syme (The roman revolution, 1939, Oxford), en cambio, es más provocativo, pues el
punto central es negar justamente la revolución. Según Syme, bajo la fachada de la
revolución siempre se esconde una oligarquía cualquiera sea la forma y el nombre del
gobierno (monarquía, república o democracia). En consecuencia, el título resulta irónico, ya
que si una oligarquía reemplaza a otra, no hay revolución, hay engaño. Más aún, la ironía se
superpone a la paradoja puesto que Syme reemplaza una revolución por otra que rememora
mucho más un conflicto de clases. “En la revolución el poder de la antigua clase gobernante
es destruido y su composición transformada. Italia y los órdenes no políticos triunfaron
sobre Roma y la aristocracia romana” (Syme, 1939: 8). Syme pretende sustituir el viejo
discurso de cambio constitucional por uno más radical de revolución social. La revolución,
tal como él la entiende, no solo es explícitamente social sino implícitamente cultural. La
oposición entre el viejo régimen y el nuevo emerge como una oposición de linaje/ clase y
comienza a construirse una ideología y una cultura “italiana y burguesa” en contraste con la
nobleza romana. La visión de Syme sobre una revolución cultural que consiste en el
desplazamiento de una ideología aristocrática romana por una ideología municipal italiana
es, a juicio de Wallace Hadrill, defectuosa. Sin embargo, el objetivo de este capítulo no es
desacreditar a Syme sino explorar la idea de revolución cultural. Para Syme una revolución
creíble debe extenderse más allá de la esfera política y social hacia cuestiones de ideología
y cultura. Wallace Hadrill acepta el cambio cultural notable que se da a través de un par de
siglos, pero agrega que para hablar de revolución y alinearla con la periodicidad de la
revolución política, habrá que debatir sobre una clase de coherencia muy importante: la
transformación de un sistema cultural en otro en el que los componentes políticos se
relacionan íntimamente con el resto de la cultura. Lo que se busca es un cambio en los
discursos, en la manera de saber y conocer, un cambio de sistema epistemológico. La
propuesta es pues indagar acerca de la posibilidad de que las revoluciones políticas y
sociales del s. I a.C. hayan implicado una revolución en las formas de saber. El primer paso
hacia una imagen de la revolución cultural es observar la construcción romana de la crisis
en la república tardía como una construcción moral. La categoría romana de mores
(costumbres), que se reflejó sólo parcialmente en nuestra categoría de cultura, nos ofrece al

1
Original inglés: HABINECK, T.- SCHIESARO, A.(EDS) (1997), The Roman Cultural Revolution,
Cambridge. Cap.1: Mutatio morum: the idea of a cultural revolution (Andrew Wallace Hadrill).

20
menos un paralelo para intentar encontrar una explicación de la crisis política en un
contexto más amplio. Por ello el autor pone su atención en la autoridad como una mejor
prueba de la revolución cultural que el poder, pues de este modo es posible encontrar nexos
entre la reestructuración de la autoridad política y la de la autoridad moral, social y cultural,
las cuales unidas aparecen como constituyentes de una revolución cultural.

Cultura y mores

La confusión en la definición y en los apoyos teóricos que rodean al término cultura


no representa una dificultad menor en el intento por identificar la revolución cultural. Para
los historiadores que analizan sociedades antiguas esta categoría es claramente moderna y
está asociada a condiciones históricamente contingentes. Por consiguiente, Wallace Hadrill
comienza preguntándose qué podría corresponder a la construcción propuesta de
“revolución cultural”, no porque pueda pensarse solamente a la Antigüedad en su propio
entramado conceptual, sino porque la propia construcción de los antiguos respecto de su
experiencia es el objeto primario de nuestro estudio. No hay siquiera una sola mención
romana equivalente a ´cultura´. El término griego paideia cubre sólo una parte de cultura.
Disciplina o studia, en el sentido de educación literaria y aprendizaje, humanitas
(combinación de educación y comportamiento del hombre civilizado) cubren varios
aspectos, pero incluso este último que presenta el campo semántico más extenso, presenta
varias connotaciones. El abismo lexicográfico entre el griego y el latín es revelador. No es
casual que no surja un solo término latino para ´cultura´, mientras que paideia es el valor
central de la cultura griega que define el Helenismo en oposición al barbarismo. Humanitas
implícitamente rechaza el reclamo griego del monopolio de la buena educación y el
comportamiento civilizado y deja un espacio adecuado para el concepto romano de mores
(costumbre) como oposición fundamental a la simple paideia griega.
En el prefacio de las Tusculanae Disputationes, Cicerón declara la superioridad
natural de la cultura romana sobre la griega. En este caso su demostración depende de la
distinción entre lo que es natural y lo adquirido. El planteo ciceroniano establece una
diferencia entre aspectos de la cultura que son concebidos como externos e internos. Las
prácticas literarias son consideradas externas, pues no forman parte de la vida naturalmente,
aunque puedan ser aprendidas y transmitidas. La moral y las formas de vida son vistas
como internas, ´naturales´, como una parte del carácter romano transmitido de generación
en generación, casi genéticamente. Su antítesis naturaleza / cultura opone disciplina /
paideia a mores, donde nosotros las uniríamos. La transformación que concierne a los
romanos es la de la costumbre. La emulación es el mecanismo por el cual los antepasados
han transmitido sus prácticas al presente y este es el mecanismo mediante el cual las
costumbres se corrompen. Los líderes cargan con la responsabilidad de establecer un
modelo para la sociedad. Dice Cicerón: “El estado tiene siempre la personalidad de sus
líderes y cualquiera sea la transformación de las costumbres surgida entre sus líderes, la
misma continúa en el pueblo”. 2 Sólo unos pocos hombres que gozan del beneficio del
respeto social (honore et gloria amplificati), tienen el poder de corromper o corregir las
costumbres del estado.

2
De legibus 3.31: Qualescumque summi civitatis viri fuerint, talem civitatem fuisse; quaecumque mutatio
morum in principibus exstiterit, eandem in populo secutam.

21
Si bien Wallace Hadrill no examina los conocidos pasajes de la tradición
historiográfica desde Polibio a Salustio y Livio que asocian la crisis de la república tardía
con el cambio de costumbres, recuerda que la principal y en verdad la única teoría romana
sobre la caída de la república es, en nuestros términos, cultural y se relaciona con la
corrupción de las costumbres. En este sentido, la solución augustal no se presenta como
estrictamente política sino como corrección de las costumbres. Cuando pensamos en
Augusto, lo hacemos asociándolo a un reformista moral en función de las leyes de
matrimonio y adulterio. Pero este es un pensamiento moderno y no romano que atribuye la
moralidad a la esfera privada y la separa de la política. Todas las reformas augustales,
incluso la reforma política, apuntan a las costumbres. Su interés gira en torno a restaurar
los exempla ancestrales complementándolos con algunos propios.
La cultura literaria y artística está sujeta a los mismos imperativos morales que la
política. Dionisio de Halicarnaso, en el prefacio de su obra Sobre los antiguos oradores,
presenta un pasaje clave en el que nos ofrece el lento desgaste y consecuente desaparición
de la verdadera oratoria desde la muerte de Alejandro y el nacimiento de una oratoria
desvergonzada. A partir de la metáfora de decadencia y restauración Dioniso predice la
extinción del asianismo. Esta misma metáfora que se puede aplicar a las artes visuales es la
piedra fundamental de la teoría de la revolución de Paul Zanker 3, quien ve en el arte
augustal la expulsión de la idolatría del arte helénica. Sin embargo, en opinión de Wallace
Hadrill, el contraste entre las artes helénica y clásica se presenta como una táctica retórica
que implica descubrir una variedad de percepciones moralizadoras alternativas. Sería más
fácil si los romanos nos ofrecieran una estructura conceptual que fortaleciera la idea de que
la política, la religión, la vida familiar, pública y privada, la moralidad, la actividad retórica
y literaria, las artes visuales, pudiesen moverse juntas bajo algún impulso transformador
común. Sin embargo, esto constituiría una base frágil para el análisis de nuestro autor.

Autoridad

El autor pasa de la moralidad a la autoridad y sobre todo retoma la idea de


restauración de la autoridad. No es difícil repensar la revolución romana como una
revolución de autoridad social debido a la importancia que los participantes, inclusive
Augusto, le han otorgado a la idea de auctoritas. La crisis de la república romana es una
crisis de autoridad a través de la cual se construye el sistema social. Desde los Gracos en
adelante, e incluso antes, se puede observar a la clase gobernante romana demoler la
autoridad sobre la cual su propio dominio estaba asentado. Tal como lo ha expuesto
Catherine Edwards, 4 las acusaciones de inmoralidad pueden ser consideradas como una
estrategia retórica en un conflicto de poder. Pero el efecto de dicha estrategia es devastador.
Una élite que atribuye su posición a sus mores (costumbres) y juzga su éxito por la
habilidad de inspirar la imitatio (emulación) expone su poder cuando su monopolio de
valores es cuestionado. Las acusaciones mutuas de despilfarro e inmoralidad refuerzan la
suposición de que el poder estaba por cierto fundado en la moralidad y debilitaba la
credibilidad de quienes lo detentaban. La imagen de la insolvencia moral de la clase
gobernante de la república tardía no puede ser ignorada. Afirmar que las costumbres han

3
The power of images in the Age of Augustus, Ann Arbor, 1988
4
The politics of inmorality in Ancient Rome, Cambridge, 1993, p.24 ss.

22
colapsado es afirmar que la autoridad moral también lo ha hecho y, en consecuencia, sin
autoridad moral no puede haber autoridad política. La restauración de las costumbres
llevada a cabo por Augusto es la base de su autoridad en la sociedad. La atribución a la
corte imperial del rol de ´ejemplo moral´ define su poder. Zanker (1988: 30 ss) ha
acentuado correctamente el éxito de Augusto al ofrecer su imagen como modelo moral. La
precisión con la que los romanos en todos los niveles reflejan la imagen imperial da cuenta
del éxito de Augusto al apropiarse de la autoridad moral tradicional de la nobleza. Al perder
dicha autoridad moral, sus sucesores pierden el poder político.
La restauración de la autoridad no se limita al eje política-moralidad. El proceso de
la revolución cultural romana penetra en otras áreas, de las cuales Wallace Hadrill escoge
las siguientes: tradición, ley, tiempo, lenguaje y conocimiento.

Tradición

Lejos de ser el lugar común de una sociedad cohesiva, la tradición es el centro de un


conflicto de poder: un instrumento de dominio de lo viejo sobre lo nuevo. El leitmotiv de la
literatura de la república tardía es, por un lado, la crucial importancia de mantener la
tradición, el mos maiorum (costumbre de los antepasados), y, por otro, la conciencia de que
la tradición se escapa y necesita ser reconstruida cuidadosamente en dos niveles: a nivel
teórico, a través del redescubrimiento de lo que la tradición perdida era y, a nivel político,
por medio de su restablecimiento. En este proceso, los anticuarios emergen como figuras
clave. De hecho, Cicerón en Academica posteriora 1.9 elogia a Varrón porque sus libros
permitieron que los romanos, extranjeros en su propia ciudad, reconocieran quiénes eran y
dónde estaban, así como también revelaron la edad de la tierra nativa, la disciplina en el
hogar y en la guerra, la ubicación de las regiones, etc. Varrón interviene, pues, donde los
nobles han fracasado.
La imagen de los romanos como peregrinos en su propia ciudad nos lleva a pensar
de un modo diferente las suposiciones tradicionales acerca de la tutela de la identidad
cultural. La función de los nobles es imitar y transmitir los mores maiorum. La idea de que
la grandeza de Roma deriva de su respeto hacia las costumbres ancestrales puede resumirse
a partir de la frase de Ennio: moribus antiquis res stat romana virisque. Pero las cosas
cambian. En De republica 5.1-2, Cicerón no habla de la caída de la república como sistema
político sino del colapso de toda una forma de vida, una forma de ser romano. La afición
por las antigüedades presenta un desafío frontal a la autoridad en la cual la nobleza había
basado su poder. Es el anticuario el que sabe cuáles son las verdaderas tradiciones romanas.
La memoria surge, entonces, de los libros y no de la tradición oral. La república tardía
produce de este modo el desalojo de la autoridad. La autoridad social y el conocimiento
académico apuntan a direcciones opuestas. Augusto vuelve a unirlos. El pobre estatus
social de los académicos le permite incorporarlos a su familia y, al restaurar una tradición
definida por el conocimiento, asocia su autoridad con la de aquellos.

Ley

En este ítem el autor considera que lo importante es la ubicación del conocimiento


legal y la autoridad entre las estructuras de la sociedad romana. El conocimiento de la ley

23
civil es una rama especial y de gran importancia respecto del conocimiento de la tradición
ancestral. Cuando Cicerón reconstruye el pasado, el conocimiento de la ley está implícito
en el ejercicio del patronazgo. La visión del patronus ofrecido por Crasso en De oratore
(3.133) es la de un noble paseando en el foro o impartiendo consejos sobre distintos
aspectos de la ley, administración de la tierra y dinero. El conocimiento legal es concebido
como una obligación ligada al estatus social. Según Cicerón en De officiis 2.19.65, entre las
múltiples prácticas ancestrales se encuentra pues el gran respeto al conocimiento e
interpretación del cuerpo de la ley civil.
Con respecto a los orígenes sociales de los juristas romanos, cabe señalar que la
jurisprudencia surge como una profesión autónoma que pone de manifiesto dos funciones:
una externa y la otra interna. La función tradicional externa del jurisconsulto consiste en
aconsejar a aquellos que consultan sobre aspectos precisos de la ley, una habilidad
esencialmente casuística, que conduce directamente al poder del patronus descrito en De
oratore (3. 133). La función interna yace en el desarrollo de una ciencia legal sistemática y
teórica que considera, categoriza y generaliza problemas hipotéticos. Wallace Hadrill pone
el acento en la forma en que los nobles, patricios y pontífices como Mucio Escévola y
Servio Sulpicio redefinieron la autoridad de su propia disciplina. Valiéndose del
conocimiento griego para promover la scientia que ellos custodiaban tradicionalmente,
transforman el conocimiento que habían heredado poniéndolo más allá del alcance de los
expertos.

Tiempo

El conocimiento de la ley religiosa también es una rama especializada del


conocimiento de la tradición atribuida a la nobleza republicana. El control sacerdotal del
tiempo puede servir de paradigma para el cambio de ubicación de la autoridad religiosa. La
construcción romana del tiempo es reordenada en torno a Augusto en el calendario de los
rituales, la observación de los Fasti diarios o el reloj astral del horologium. Este proceso
también implica una reubicación de la autoridad. El modelo del año era altamente complejo
y, hasta cierto punto, arbitrario. El acceso privilegiado de los pontífices al conocimiento de
las formas de comportamiento de los hombres y dioses les había permitido dictar mediante
un anuncio mensual el ritmo de vida prescribiendo cuándo serían las calendas, las nonas,
los idus, junto con los dies fasti y nefasti, es decir, los momentos en los cuales era posible o
no el discurso público. Hacia fines de la república, esta era un área adecuada para la
manipulación política, el engaño y el abuso de autoridad. Las reformas del calendario de
César (46 a. C) y Augusto (9 a. C) son un ejemplo clásico de racionalización. Matemáticos
con cálculos capaces de sobrevivir a un milenio de cambios culturales redefinen el curso
del año y lo ponen fuera del alcance del poder político y religioso. El conocimiento es
reubicado entonces y pasa de la autoridad social de la élite local, guardiana de la
especificidad cultural de sus tradiciones, a la autoridad académica de los expertos que
pueden predecir los movimientos del sol desde cualquier lugar de la tierra y en cualquier
momento histórico. No son César ni Augusto quienes reclaman este conocimiento superior,
si bien cada uno toma el título de Pontifex Maximus y usa su autoridad para llevar a cabo la
reforma. Pero la racionalización es un instrumento de control.

24
Lenguaje

En opinión de Wallace Hadrill, la transformación más interesante de todo este


período es la del latín y su gramática. En términos de Séneca (Epistulae ad Lucilium
95.65), el gramático romano está considerado un custos latini sermonis (guardián del
lenguaje). Esta gramática regulada es el producto del primer siglo a.C. El documento clave
es De lingua latina de Varrón. En el corazón de su discusión sobre el latín se encuentra un
debate teórico mayor originado entre los griegos acerca de la naturaleza de la gramática y la
función del gramático. Si bien existen reglas lógicas, Varrón sabe que el lenguaje está
sujeto al cambio (consuetudo loquendi est in motu, Varr. Ling. 9.17), pero a su vez hay un
cambio de autoridad, controlado primero por la élite romana y luego por los gramáticos.
Cicerón, en Brutus 258, entiende que la razón del cambio está fundada en el rol cambiante
de la latinitas (latín puro): el latín puro es una cuestión de buen uso, de uso correcto. Al
recibir Roma una marea de gente de diversos orígenes, el lenguaje se contamina y se
corrompe. De ahí que el habla deba ser purgada a partir de la aplicación de cierta
racionalidad como ejemplo que no puede ser cambiado. La ratio triunfa sobre la
consuetudo, pues no se puede confiar en que las personas de la Roma cosmopolita hablen
un latín apropiado.
Con respecto a la ley, se observa que son los nobles, los guardianes tradicionales del
conocimiento, los que transforman la naturaleza de su autoridad al transformar dicho
conocimiento en una disciplina académica. César es un noble que pasa del control de la
práctica consuetudinaria a una gramática racionalizada. El mismo le quita al pontificado el
control del calendario romano y planea reducir la ley romana a un cuerpo escrito.
El lenguaje es uno de los factores más importantes para definir la identidad étnica y
cultural. Cuando la élite política y social pierde el control del uso lingüístico también pierde
el control de la definición cultural.

Conocimiento local y universal

Clifford Geertz 5sostiene que el sentimiento que una cultura genera se logra a nivel
local presentándoles a los habitantes un cambio de pensamiento local. Así el sentido común
es un sistema cultural de supuestos compartidos a nivel local, el arte apunta a las
percepciones y preocupaciones locales de una sociedad y la ley es una forma de
conocimiento local.
Si pensamos en el mos maiorum, la ley civil, el calendario o el lenguaje, todas estas
áreas presentan rasgos de carácter esencialmente local. En un sistema de conocimiento
local, la élite custodia dicho conocimiento y su autoridad está indisolublemente ligada a la
habilidad de definir a los romanos, la religión, la moral, la familia, la guerra y la política.
En opinión de Wallace Hadrill, esta élite ha perdido el control y la autoridad sobre estas
áreas alrededor del 50 a.C. Con el modelo del Helenismo, el discurso se transforma y la
autoridad pasa a los especialistas que pueden dominar campos técnicos y complejos del
conocimiento. La ruptura es decisiva. En cierto sentido, esta interpretación se rinde ante el
mito romano de una sociedad perfectamente ordenada sobre el horizonte del pasado. El
contraste marcado por Cicerón y sus contemporáneos entre la confusión de sus propios

5
Local Knowledge. Further essays in interpretative anthropology, New York, 1983.

25
tiempos y el orden correcto del pasado pertenecen al plano mitológico y no histórico. La
sociedad controlada por el sacerdote, el jurista, el orador o el patronus resulta una
simplificación que no se ajusta a la diversidad de debates y cambios de períodos anteriores.
Hemos sido engañados por una tradición inventada, lo cual es un problema para entender el
cambio en la república tardía, incluso a nivel político. La falta de voces contemporáneas
hace difícil llegar más allá de las construcciones del pasado ofrecidas por los participantes
de la crisis. El desorden es explicado por la ruptura de un orden previo. Decir que estas
imágenes romanas de cambio son simplistas y sobreesquemáticas no implica disminuir su
valor como evidencia de la percepción de cambio fundamental. El orden perfecto del
pasado nunca debería ser leído como una afirmación, sino más bien como una reflexión del
desorden del presente. La función de tales construcciones entonces es atraer nuestra
atención hacia áreas críticas de desorden en las cuales existe una brecha inaceptable entre la
ideología y la práctica. Tales percepciones podrían establecer una base débil para entender
la historia de un período anterior, pero son esenciales para entender el período en cuestión.
Las percepciones de la crisis son parte de la misma crisis e integran el contexto en el que
surgen las soluciones. La percepción de Cicerón sobre la confusión posibilita las soluciones
de César y Augusto. Es por esto que es necesario mirar más allá de las explicaciones de la
caída de la república que sólo consideran disputas políticas o socioeconómicas. Erich
Gruen 6 considera que la república fue destruida por una combinación de circunstancias que
no era necesario que ocurrieran. Peter Brunt 7cree que cae finalmente debido al fracaso
político de la clase dominante al enfrentarse con las necesidades sociales y económicas del
pueblo. Si dicha clase hubiera hecho lo que hizo Augusto, hubiera sobrevivido.
La imagen de Wallace Hadrill no está destinada a ser determinante, es decir, a
demostrar que la república tenía que caer, pero da crédito a lo que Cicerón y Salustio dicen
en el sentido de que todo el sistema ideológico y cultural que definió a los romanos había
perdido credibilidad aun antes de la dictadura de César. Ya se hable de colapso moral, ya de
colapso en las estructuras culturales, lo que se describe es justamente el colapso de las
estructuras culturales por las cuales la autoridad había sido definida. Paradójicamente los
agentes que destruyen dicha autoridad son las mismas élites al competir para reforzar su
autoridad. De esto no se desprende que la guerra civil o la dictadura resulten consecuencias
necesarias, sino que cualquier orden político que intente establecerse precisa como base
nuevas estructuras de autoridad y definición sociales. El logro de Augusto no es solo el
establecimiento de un nuevo orden político sino también el de un nuevo orden cultural. Si
bien dicho orden se define con referencia al pasado y a la tradición republicana, se
construye y se reproduce de forma diferente por ratio y no por consuetudo. La restauración
augustal es posible debido a que Augusto comprende el cambio y se vale de la autoridad
especializada de los expertos para reforzar su propia autoridad social y política, pues quiere
una cultura universal (globalizada) y no un conocimiento local para definir su imperio y
una nueva forma de ser romano.

6
The last generation of the Roman Republic, Berkeley, 1974.
7
The fall of the Roman Republic and other essays, Oxford, 1988.

26
ÉPICA NARRATIVA
Philip Hardie 1
(Traducción: Romina Vazquez)

1. Introducción

Homero se sitúa en el inicio y en el centro de la cultura literaria griega,


constituyendo a la épica como un género original y originario de los griegos. En latín,
el género épico pudo alcanzar una situación similar con la Eneida de Virgilio, pero sólo
a través de un acto heroico por parte de Virgilio: construir la ficción de una autoridad épica
original fuera de la tradición de la épica latina, que tenía ya dos siglos de antigüedad y que
había comenzado como una importación auto-consciente de la tradición épica griega, cuyos
primeros profesionales latinos vieron en la épica solo un género dentro de una serie de
géneros griegos entre los que elegir. Téngase en cuenta, en particular, que los tres
principales autores pre-virgilianos de épica latina, Livio Andrónico, Nevio y Ennio, fueron
también los principales dramaturgos de la República Media, autores tanto de tragedias
como de comedias basadas en modelos griegos clásicos y helenísticos. Para las
generaciones posteriores, ‘el padre’ Ennio se convirtió en el gran poeta épico romano pre-
virgiliano, pero para sus contemporáneos la producción dramática de Ennio fue
probablemente tan importante como su epopeya, los Anales.

2. Épica pre-virgiliana: Livio Andronico, Nevio, Ennio

Según Cicerón (Brut. 75), Catón el Viejo escribió en los Orígenes, su historia de Italia, que
en los viejos tiempos, en los banquetes, los comensales solían cantar canciones en alabanza
a hombres famosos. La alabanza es vista habitualmente como una característica definitoria
del género de la épica, y fue quizás un intento, por parte del hombre que más que cualquier
otro ‘inventó’ la tradición romana, de identificar algo como la tradición nativa de la poesía
de alabanza. Pero para nosotros, y probablemente para Catón, la épica latina comienza con
las palabras uirum mihi, Camena, insece uersutum (Cuéntame, Musa, acerca del ingenioso
hombre), la apertura de la traducción de la Odisea de Livio Andrónico. Como ha señalado
Goldberg, esta es una traducción directa de las cinco primeras palabras del poema de
Homero, pero con diferencias significativas, que sugieren tanto una italianización como un
cierto grado de sofisticación erudita.
No deberíamos olvidar que lo que parece, desde un punto de vista posterior, los
comienzos primitivos de la literatura latina es en realidad el producto de un encuentro entre
una sociedad ya avanzada y la cultura sofisticada y auto-consciente del mundo griego
helenístico, aunque el nivel exacto de las pretensiones de erudición de Livio es debatido. En
cuanto al público de los relatos épicos de Livio y otros escritores republicanos, en general
se supone que se trata de textos para la lectura, a diferencia de los textos para
representación de las obras de teatro Livio o de su himno litúrgico a Juno, compuesto para
1
Original inglés: HARDIE, P. (2005), “Narrative epic”, en HARRISON, S. (ed.), A companion to Latin
Literatura, USA.
un momento crítico en la guerra contra Aníbal, aunque se ha argumentado que estos relatos
iban a ser representados en los banquetes aristocráticos.
Homero es un poeta panhelénico y su dios supremo, Zeus, no está vinculado a un
Estado griego particular. El Zeus latino equivalente, Júpiter, es el dios estatal de Roma, y la
tradición épica latina se convirtió en una epopeya nacional de un modo impensable en
Grecia, donde la multiplicidad de epopeyas históricas posteriores sobre ciudades y
gobernantes particulares nunca ha empañado la autoridad de Homero como poeta épico por
excelencia (Feeney 1991: 113-15). La épica nacional latina fue inaugurada por la Guerra
Civil de Nevio, poema en verso saturnio, sobre la Primera Guerra Púnica (264-241 a.C.).
Nevio, quien había luchado personalmente en la guerra, vinculó la historia de Roma al
pasado legendario de Homero a través de flashbacks, introducidos a través de medios de los
que no podemos estar seguros, que cuentan la huída de Eneas de Troya, su visita a Cartago
(posiblemente incluyendo la historia de la relación amorosa con Dido) y la fundación de
Roma.
En unas pocas décadas, el relato épico de Nevio fue superado por los Anales de Ennio,
que se estableció como la epopeya nacional de Roma, hasta que fue desafiada exitosamente
por la Eneida de Virgilio. Epopeya histórica, adoptó una simple estructura ‘analística’,
basada en la crónica año por año del pontifex maximus, que también se convirtió en la
estructura estándar de la historiografía latina en prosa. El relato comenzaba con la huída de
Eneas de Troya y se reducía, en quince libros, al triunfo del patrón de Ennio, M. Fulvio
Nobilio, sobre los etolios en 187 a. C., a los que después fueron añadidos otros tres libros
sobre guerras más recientes. Ennio se convirtió en el criterio para la épica histórica romana
que celebraba las victorias militares de Roma y los triunfos de sus generales, confirmando
los principales valores y virtudes del sistema republicano. Una de sus líneas más conocidas,
del discurso pronunciado por Manlio Torcuato al entregar a su hijo a la ejecución por
desobedecer órdenes, a pesar de haber matado a un comandante enemigo, es moribus
antiquis res stat Romana uirisque (el Estado romano se basa en sus antiguas costumbres y
sus héroes). Ennio mismo había luchado como soldado en la guerra contra Aníbal y estaba
cerca de los hombres más destacados en Roma, como Catón el Viejo y Fulvio Nobilio. Sin
embargo, Goldberg sostiene que su relación con Fulvio no era la de un cliente dependiente
que escribía por encargo, como el poeta griego Arquias, quien celebró las victorias de
Mario y Lúculo a comienzos del siglo I a. C.
Para los augusteos, Ennio se convirtió en una figura de esa antigüedad venerable,
dotado más de ingenium (talento natural) que de ars (técnica) (Ov. Tr. 2.424). Sin embargo,
Ennio se presentó a sí mismo como un revolucionario: en el prólogo al Libro 7 de los
Anales (fr.206-9 Skutsch) contrastó a los poetas anteriores como Nevio, quien usó los
versos primitivos (saturnino) de los faunei uatesque (faunos y bardos), consigo mismo,
dicti studiosus –traducción del griego philologos (erudito). Ennio fue el primer poeta latino
en utilizar el hexámetro homérico. No sólo empieza su narración con un héroe homérico,
Eneas, sino que el prólogo a los Anales cuenta un sueño-visión,
posiblemente en alusión al sueño del comienzo de los Aitia de Calímaco (la piedra de toque
de la sofisticación literaria alejandrina), en el que, de conformidad con la doctrina
pitagórica, un fantasma de Homero aparece para anunciar que la verdadera alma de Homero
se había reencarnado en el cuerpo de Ennio: Ennio es el Homero romano. Esta apropiación
absoluta de la tradición poética griega para celebrar el éxito Romano puede haberse

28
reflejado en un relato, al final de la primera edición de los Anales, del traslado que Fulvio
Nobilio hizo de las estatuas de las Musas de Etolia para ser montadas en el templo de
‘Hércules de las Musas’.
En el siglo y medio posterior a Ennio, la épica latina en hexámetro se creó en casa en
los diversos subgéneros disponibles en la tradición griega: épica histórica, a menudo con un
fuerte empuje panegírico, que incluía epopeyas sobre las campañas de Julio César de
Varrón de Átax y un Furio, y ejercicios de auto-alabanza de Cicerón en los poemas ‘Sobre
su Consultado’ y ‘Sobre su propia época; epopeyas mitológicas, en particular la perdida
pero influyente Argonáuticas de Varrón de Átax, inspiradas en el poema homónimo del
poeta helenístico Apolonio de Rodas. La historia del viaje de los héroes de la generación
anterior a la guerra de Troya en la nave Argo, un relato de andanzas y aventuras que ofrece
una alternativa al modelo de la Odisea, es el segundo en importancia para la tradición épica
latina después de las epopeyas homéricas; la magnitud de la deuda de Virgilio con
Apolonio en la Eneida sólo en los últimos tiempos ha sido completamente valorada.
También hubo otras traducciones latinas de la Ilíada y la Odisea, incluyendo extractos
traducidos por Cicerón en un elevado estilo épico como ejemplos en sus obras en prosa
filosófica.

3. La Eneida de Virgilio

La épica latina cobra forma definitiva en la Eneida, el poema que, en palabras de T. S.


Eliot, se convertiría en ‘el clásico de toda Europa’. Iniciado poco después de la victoria
final de Octavio en la batalla de Accio en 31 a.C., es el producto de –pero también un
importante texto en la producción de- la ‘época augustal’, cuando Augusto (como se
nombró a sí mismo Octavio en el 27 a.C.) construyó la perdurable forma del Principado,
fuera de los fragmentos andrajosos y mutantes de las tradiciones políticas de la República,
y cuando los poetas de Augusto establecieron un canon duradero de textos latinos
construidos tanto sobre los clásicos griegos como sobre los anteriores experimentos latinos
en formas griegas. La Eneida construye la forma clásica de la épica latina, a través de un
compromiso más intenso con la tradición grecorromana anterior, y al mismo tiempo
construye una ficción histórica para explicar y legitimar el orden de cosas romano, y
específicamente augusteo. Al igual que el principado de Augusto, la Eneida es una obra
revolucionaria que insiste en su carácter tradicional. Pero la capacidad de la Eneida de
captar a las sucesivas generaciones de lectores, incluso después de la desaparición en la
esfera política de la ‘idea de Augusto’ (notablemente longeva), es un signo de la apertura
del poema a un examen de sus propios mensajes político y poético. Los lectores de la
segunda mitad del siglo XX, cada vez más alejados de la idea de imperio, no encontraron
dificultad para localizar dentro del poema una segunda voz, ‘privada’, junto a la voz
‘pública’ de Augusto.
Se puede encontrar algo del pensamiento de Virgilio acerca de cómo ubicar su épica
dentro de las tradiciones anteriores en el prólogo a la Tercera Geórgica. De cara a la
siguiente etapa de su carrera, después de terminar su poema didáctico sobre la labranza, el
poeta fantasea que traerá de vuelta a las Musas triunfalmente desde Grecia y construirá en
Italia un templo dedicado a César (Octavio). En las puertas del templo el poeta escenificará
las victorias militares de César; el templo también contendrá estatuas de mármol de los

29
antepasados troyanos de Octavio. Virgilio se imagina a sí mismo en el papel del patrón de
Ennio, Fulvio Nobilio, que retorna triunfalmente de Grecia con las Musas y construye un
templo asociado con las Musas. Las escenas de las puertas son el equivalente artístico del
tema histórico de los Anales, que también se retrotraía a los antepasados troyanos.
La ‘conquista’ de las Musas griegas por parte de Virgilio resultó ser una incursión en
Grecia mucho más atrevida que seguir simplemente los pasos de reencarnación de la
tradición homérica de Ennio en una épica histórica romana. La Eneida rinde homenaje a
Ennio en dos puntos importantes: el desfile de las almas de los futuros héroes romanos vista
por Eneas en el Infierno al final del Libro 6 y las escenas de la historia romana de Rómulo a
Augusto retratadas por Vulcano en el escudo de Eneas al final del Libro 8. Ambas
secuencias reelaboran los Anales en su perfil general y en detalles alusivos, pero son
episodios suplementarios, aunque culminantes, enmarcados dentro de la narración principal
del poema, y cuenta una historia acerca de un héroe legendario, no histórico, Eneas. En
lugar de ser una epopeya predominantemente histórica que vuelve sobre los orígenes
legendarios de la raza romana, el Eneida es una epopeya mítica que anticipa la historia de
Roma.
Eneas, el supuesto antepasado troyano de la familia Julia de Julio César y Augusto, es
un personaje secundario en la Ilíada; Virgilio lo eleva a personaje principal a través del
recurso de modelar su papel sobre el de los personajes centrales de las dos epopeyas
homéricas. La audacia de Virgilio reside en su condensación, dentro de los doce libros de la
Eneida, tanto de la Ilíada como de la Odisea, por lo que reclama mucho más fuerte que
Ennio ser el Homero romano. La secuencia de los poemas homéricos se invierte: dicho
vulgarmente, los primeros seis libros de la Eneida son la ‘Odisea’ de Eneas, puesto que el
héroe viaja desde Troya a través de una serie de aventuras modeladas de manera más o
menos directa sobre las de Odiseo, a un nuevo hogar en Italia; y los últimos seis libros son
la ‘Ilíada’ de Eneas, puesto que se ve obligado a luchar una segunda guerra de Troya en
Italia, en la que se vuelven las tornas cuando Eneas, actuando el papel del mayor héroe
griego, Aquiles, abate al líder italiano, Turno, condenado a morir la muerte de la víctima de
Aquiles, Héctor.
La imitación homérica de Virgilio es mucho más compleja de lo que este simple
esquema sugiere, puesto que entrama de manera intrincada episodios y motivos de ambas
epopeyas. Por ejemplo, el asesinato de Turno repite tanto la muerte de Héctor en el clímax
de la Ilíada como la matanza de los pretendientes al final de la Odisea, cuando Odiseo
reclama la esposa y el hogar que le corresponden. Una razón importante para esta
combinación particular de la Ilíada y la Odisea radica en que el modelo de la Odisea ofrece
un cierre más satisfactorio que el de la Ilíada para la trama fuertemente teleológica de
Virgilio. El final ‘feliz para siempre’ de la Odisea es un modelo para el final de la historia
de Augusto, la duradera estabilidad social, familiar y política de la
pax Augusta después de las tormentas de la guerra civil, mientras que el final de la Ilíada,
la muerte de Héctor seguida por la devolución del cuerpo para su sepultura por parte de
Aquiles a su padre, Príamo, narra la destrucción de la continuidad de la familia. La
reconciliación de Aquiles y Príamo es sólo una pausa temporaria en la historia de la guerra
de Troya, que continuará después del final de la Ilíada con el saqueo de la ciudad de Troya.
Del mismo modo, la finalización de la guerra de Eneas en Italia al final de la Eneida será
seguida por muchas más guerras, pero, en contraste con la historia de Troya, conduce al

30
triunfo final de la ciudad de Roma unificada bajo la dirección de Augusto. Pero el hecho es
que la última línea de la Eneida, uitaque cum gemitu fugit indignata sub umbras (con un
gemido su vida huyó indignada hacia las sombras), narra la violenta y desapacible muerte
de Turno, por lo que muchos lectores le tienen cierta simpatía. En lugar de ser un signo de
la naturaleza inacabada del poema, este final brutalmente abrupto señala la conciencia de
Virgilio de las complejidades del cierre y de los peligros de una teleología simplista.
El ‘fundamentalismo’ homérico de la Eneida tiene por objeto la creación de una
epopeya tan fundacional dentro de la cultura romana como los son las epopeyas homéricas
dentro de la cultura griega. Pero Virgilio no trata de ocultar el hecho de que este es un
intento muy tardío de crear un texto originario. El poeta de las Églogas y las Geórgicas,
obras que hacen alarde de sus deudas con los poetas alejandrinos Teócrito y Calímaco, no
deja de ser un erudito-poeta alejandrino que trabaja en Roma cuando se vuelca a la Eneida.
La imitación de Homero carga con los rastros de la crítica y la interpretación helenística de
los poemas homéricos bajo títulos tales como teoría del decoro y alegoría. La Eneida carga
con una pesada conciencia del pasado y de la relación del pasado con el presente, en cierto
modo poco presente en Homero, pero que es una obsesión tan central de la epopeya
Argonáuticas de Apolonio de Rodas, como también de los Aitia de su contemporáneo
Calímaco. La nostalgia de los estudiosos por un pasado casi irrecuperable se detecta en la
invocación a las Musas antes del Catálogo de los pueblos de Italia:

Pandite nunc Helicona, deae, cantusque mouete,


qui bello exciti reges, quae quemque secutae
complerint campos acies, quibus Itala iam tum
floruerit terra alma uiris, quibus arserit armis;
et meministis enim, diuae, et memorare potestis;
ad nos uix tenuis famae perlabitur aura.

Abrid ya el Helicón, diosas, de par en par e iniciad vuestro canto: cuáles fueron los
reyes que alzaron sus banderas, qué tropas atestaron los campos de batalla
siguiendo a cada cual, qué casta de guerreros floreció en la fecunda tierra itálica,
qué guerras la abrasaron, vosotras, diosas, lo tenéis presente y podéis relatarlo; a
nuestro oído apenas ha llegado más que un hálito tenue de su fama. 2
(Eneida 7.641–6)

El modelo homérico, la invocación antes del Catálogo de las Naves (Ilíada 2.484-93) está
cargado ahora de una conciencia de las tradiciones romanas analísticas y anticuarias; el
Catálogo de Virgilio de los pueblos italianos superpone los estudios anticuarios y
etnográficos sobre el modelo épico.
La decisión de escribir una epopeya sobre el remoto pasado homérico que explica y
comenta la más reciente historia de Roma establece una relación entre el pasado y el
presente de una pieza profundamente alejandrina. La genealogía y la etiología son los
constitutivos principales de una épica que narra las familias y las ciudades de donde vienen.

2
Esta y en adelante todas las traducciones de pasajes de la Eneida al español pertenecen a Javier de Echave-
Sustaeta, Editorial Gredos.

31
En términos más generales, la Eneida no es tanto una epopeya sobre el héroe Eneas, como
sobre los ‘orígenes’ o ‘causas’ (aitía) de una ciudad y sus instituciones, ya que quedan
trazados en el prólogo de manera programática, en una cláusula encabezada por dum, los
objetivos finales de los trabajos homéricos de Eneas:

dum conderet urbem


inferretque deos Latio; genus unde Latinum
Albanique patres atque altae moenia Romae.

…antes de que fundase la ciudad y asentase en el Lacio sus Penates, de donde viene
la nación latina y la nobleza de Alba y los baluartes de la excelsa Roma.
(Eneida 1.5–7)

La Eneida puede ser clasificada como una epopeya helenística ‘ktística’, una narración
etiológica de la ‘fundación’ (ktísis) de una ciudad. Lo etiológico está más densamente
concentrado en el Libro 8, donde, en el sitio de lo que un día será Roma, el sabio rey
arcadio, Evandro, con quien Eneas se encuentra en una relación similar a la de Calímaco
con sus interlocutores ficticios en los Sitia, le provee a Eneas una muestra verbal y visual
de los orígenes.
Un arcadio, cuya ‘ciudad’ se compone de unas cuantas chozas en un paisaje boscoso y
cuya propia narración épica -la historia del robo de Caco del ganado de Hércules-
transforma al más grande de los héroes griegos en un pastor, sugiere la presencia de lo
pastoril, el más intrínsecamente helenístico de los géneros, en el corazón de la futura Roma
y de la epopeya de Virgilio. Como epopeya, la Eneida es sorprendentemente hospitalaria
con una amplia gama de otros géneros, que pueden atentar contra o funcionar a favor de la
unidad épica primordial del poema. Los elementos pastoriles en los Libros 7 y 8 reflejan las
fantasías romanas sobre los sencillos orígenes rústicos de su gran ciudad, pero deben ser
destruidos o dejados atrás para que el poema entre en su engranaje militarista, iliádico,
cambio también representado a través de la forja de espadas fuera de los arados de los
agricultores italianos que hasta el momento han sido fieles estudiantes de las Geórgicas
(En. 7.635-6). El desvío de Eneas de su camino épico en Cartago, en el Libro 4, es una
derrotero dentro del mundo de los amantes elegíacos, que se define como no-épico, no-
romano. El insoportable dilema en el que se encuentra Dido la atrapa en el papel de una
heroína trágica, una Fedra, una Medea, una Antígona –incluso un Áyax; Eneas corta el
nudo trágico al romper la soga de amarre que lo mantiene en Cartago con un golpe
fulmíneo (fulmineus) de su espada épica (4.579-80); el ‘rayo’ (fulmen) es el arma del dios
supremo Júpiter, quien asegura que el destino sigue su camino épico. Pero la violencia del
mundo trágico converge con la trama épica cuando Juno convoca a la Furia Alecto para
motivar, de una manera muy poco homérica, la guerra iliádica de la segunda mitad del
poema. La didáctica filosófica es puesta al servicio de la historia épica a más largo plazo de
Roma en el Libro 6, cuando Anquises introduce su enniana revisión de los héroes romanos
con un relato, altamente lucreciano en su estilo, si no de contenido filosófico, de la
naturaleza del universo y del alma. Pero esta pluralidad de otros géneros que tienen lugar
dentro del marco épico deja de sorprender dada la antigua creencia de que Homero, además
de ser el primero y el más grande poeta épico, fue también la fuente de todos los otros tipos

32
de literatura y de discurso. Desde cierta perspectiva, la riqueza intertextual de la Eneida la
vuelve una especie de enciclopedia de alejandrina de la historia de la cultura literaria
grecorromana; desde la perspectiva de su ‘fundamentalismo homérico’, la Eneida hace un
audaz intento de afirmarse como fuente.
La Eneida es fiel a sus modelos homéricos en todos los niveles. En cada uno, el desafío
para el lector es entender cómo lo antiguo se hace relevante para las
preocupaciones de la nueva era. ¿Qué tienen para ofrecer los héroes del remoto mundo de
Homero al lector cosmopolita de Roma de Augusto? Eneas, él mismo un
personaje de la Ilíada, entra en el poema con un discurso de desesperación en medio de la
tormenta (1,94 a 101), que imita un discurso pronunciado por Odiseo en un momento
similar en la Odisea (5.299-312), y cuando sale repite la muerte de Héctor a manos de
Aquiles en Ilíada 22 (En. 12.919-52). En el medio, sus reacciones y actuaciones siguen las
huellas de los de una serie de personajes de Homero, pero se enmarcan dentro de los
modelos de comportamiento y psicológicos de otros contextos y siglos posteriores. Las
teorías helenísticas del buen rey, los ideales filosóficos del hombre sabio, los paradigmas
romanos del generalato, y no menos el espejo del buen princeps desarrollado para celebrar
al propio Augusto, todos contribuyen a la evaluación que los lectores hacen de cómo se
comporta Eneas. La dinámica de la caracterización implica una prueba continua y el
reajuste de lo que se espera de un héroe homérico, aunque no es correcto ver el recorrido de
Eneas como una simple evolución de un heroísmo homérico antiguo y contraproducente a
uno nuevo, modelo romano de rectitud política y filosófica. Incluso la famosa pietas, que
surge como la virtud romana central de Eneas, se puede leer como una intensificación y
perfeccionamiento del apego a la familia, la ciudad y los dioses que de diversas maneras
motiva a una serie de héroes homéricos. Y debiéramos recordar que la prueba y el ajuste
del ‘código heroico’ es una característica definitoria de la épica homérica desde el
principio: en la Ilíada el comportamiento del ‘más grande de los aqueos’, Aquiles, fuerza
casi hasta el límite el modelo aceptado para el héroe, y una vez que Odiseo deja Troya en la
Odisea debe olvidar en buena parte el papel de saqueador de ciudades para poner en
práctica un heroísmo de inteligencia y resistencia.
Otros personajes pueden ser igualmente evaluados según su cercanía o distancia
respecto de sus modelos homéricos. Es el caso de los personajes femeninos, como también
los masculinos, pero hay un desplazamiento de la sociedad homérica a un mundo donde las
relaciones de género son más marcadas y en el que la ‘poética de la masculinidad’ se ve
amenazada por una enervante y enloquecedora feminidad. A pesar de que la Eneida es un
modelo fundamental para su posterior épica dinástica, la ‘buena mujer’ y futura esposa de
Eneas, Lavinia, es curiosamente anónima; tal vez la mayor ausencia de la Eneida, en
términos homéricos, es una contraparte femenina fuerte para Penélope, con quien una unión
en estable y próspero matrimonio es el objetivo final de Odiseo. Las dos mujeres más
destacadas de la Eneida, Dido y la amazona italiana Camila, son destruidas como resultado
de su incapacidad para mantener un ‘antinatural’ rol masculino (a propósito del género en
la Eneida, ver Keith 2000).
La polarización en cuanto al género también caracteriza la reelaboración que Virgilio
hace de la maquinaria divina tradicional de la épica. La pareja homérica de marido y
esposa, Zeus y Hera, se conviernte en Júpiter y Juno, cuya oposición al destino de los
descendientes de Eneas motiva toda la trama. Su división se expresa como conflicto entre

33
una providencia masculina y una locura femenina, entre los brillantes espacios del cielo y la
oscuridad del inframundo: el agente de Juno en la agitación de la furia de la guerra en Italia
es el personaje femenino Alecto, una Furia del Infierno. Pero la tendencia a la abstracción
teológica se ve compensada por una reproducción, en buena medida fiel, de la sociedad
antropomórfica del Olimpo homérico, con ejemplos de la ‘frivolidad sublime’ de la
comedia divina de Homero en escenas como la seducción de Venus a Vulcano en el Libro 8
o la reconciliación de Júpiter y Juno en el Libro 12. Hay momentos en que los dioses de
Virgilio comienzan a volverse alegorías de principios filosóficos, traicionando la influencia
de la racionalización post-homérica, y otras veces la teología poética se inclina a prefigurar
la religión estatal de Roma. Pero Júpiter nunca se convierte precisamente en una
personificación del destino estoico, y el imaginativo mundo ficcional de los dioses de
Virgilio se resiste a cualquier intento de explicarlo todo como una mera ilustración colorida
de los sistemas filosóficos o psicológicos.

34
ARQUITECTURA DE LA ENEIDA
George E. Duckworth 1

(Traducción: Alicia Schniebs)

Todos lo lectores de la Eneida son conscientes de la atención prestada por Virgilio


al esqueleto estructural de su poema. Cada libro es una unidad, pero cada uno ocupa su
lugar como parte de una unidad mayor y contribuye al significado de la obra como un todo.
El esfuerzo del poeta por lograr variedad, simetría y contraste ha sido observado por
muchos críticos virgilianos tanto en pequeños episodios como en sectores más amplios del
texto. 2 Sin embargo, la tendencia, por desgrasia demasiado dominante, a considerar la
Eneida como una Odisea romana de desventuras, seguida por una menos interesante Ilíada
romana de guerra, ha distorsionado y oscurecido, para muchos lectores, la estructura del
poema. Mackail está en lo cierto cuando dice que “ninguna de las dos mitades –libros 1-6 y
libros 7-12– es en sí misma un poema épico consistente” y que todo el poema “es un
movimiento continuo y ordenado al cual están subordinadas las sucesivas escenas”. 3 Los
últimos seis libros forman, como el mismo Virgilio afirma (7. 44 sq.), un maior rerum
ordo, “un orden mayor”, un maius opus, “una obra mayor”; tienen de lejos mayor unidad y
coherencia que los primeros seis, y sólo en ellos puede observarse el verdadero significado
y propósito del poema. 4
El título de este artículo puede recordar un trabajo de R.S. Conway publicado más
de veinte años atrás 5, y la semejanza es intencional. Mucho de lo que intento decir proviene
y es una expansión de las opiniones de Conway en relación con la alternancia y la
correspondencia de los distintos libros. Según Conway, el interés de Virgilio por la
alternancia “ha modelado la estructura de la Eneida en dos maneras: a) a través del
contraste que hace el poeta entre cada par de libros consecutivos, y b) a través de la
correspondencia y contraste entre cada uno de los libros de la primera mitad del poema y el
libro de la segunda parte, ubicado en el lugar respectivo”. 6
Antes de aplicar estos dos principios a la Eneida, será instructivo echar una mirada a
las Églogas, donde puede observarse un deseo de contraste similar. 7 Para los diez poemas
pastorales, se ha señalado más de un tipo de contraste: los poemas impares se ubican en
escenarios itálicos, locales, mientras los pares presentan escenas fuera de Italia, más bien
ideales 8; a su vez, los poemas impares son diálogos y los pares, monólogos (o, en el caso de
1
Original inglés: “The Architecture of the Aeneid”, American Journal of Philology, Vol. LXXV, 1, Whole
No., 1-15.
2
Cf. por ejemplo Prescott (1927) 440, acerca del ordenamiento del material en los libros 7-12: “Su propósito
artístico en esta distribución puede abarcarse en dos palabras: simetría y variedad.”
3
Mackail (1930-1931) 14.
4
Cf. Duckworth (1940).5. Acerca del valor de los últimos seis libros, cf. también Alexander (1951) 193-214.
5
Conway (1928). Ésta es una revisión de un trabajo anterior acerca del mismo tema que apareció en el Bull.
John Rylands Library, IX, 1925, 481-500. Todas las referencias a Conway, excepto especificación en
contrario, serán de Conway (1928).
6
Conway (1928) 139.
7
No discutiré la estructura balanceada de las Geórgicas (con dos paneles 1-2 y 3-4), que, si bien ofrece una
de las más elevadas muestras de arte poética, tiene poca relación con el entramado de la Eneida; cf. las
observaciones de Conway (1928) 139 acerca de las Geórgicas, Drew (1929) y Richardson (1944) 132-163.
8
Conway (1928) 16 sq., 139; acerca de este tema cf. Rank (1931) 89 sq., 160 sqq.
8, dos monólogos); esto es, encontramos aquí una definida alternancia entre poemas
dramáticos y no dramáticos. 9 Estas alternancias no deben verse como una forma artificial o
mecánica de agrupamiento, sino como el resultado de un propósito artístico de lograr un
señalado contraste dentro de una unidad mayor. Richardson ha señalado un tipo adicional
de alternancia y balance entre tema y forma. Según él, en el comienzo (1), el centro (4, 5, 6)
y el final (9, 10) se observa un elevado interés en el tema; a su vez, las églogas 2, 3, 7 y 8 –
de bajo interés en el tema– muestran gran interés en la forma, mientras que los poemas
centrales (4 y 5) y el que cierra la serie (10) evidencian una gran preocupación formal. De
este modo la 5, “panel central del grupo”, es el centro de interés temático y formal y, agrega
Richardson, “para preservar una pérdida de interés al final del libro, termina la colección
con una soberbia coda, la elegía de Galo”. 10
Estos contrastes en cada par de églogas consecutivas –contrastes de escenario, de
forma, de tipo de interés-, son sólo un rasgo del interés de Virgilio en la disposición
estructural de sus poemas. Más significativo es el hecho de que ciertas églogas de la
segunda parte se corresponden con las de la primera mitad y en orden inverso; un breve
aparte aclarará este punto:

-1 y 9: vida campesina y confiscaciones territoriales


-2 y 8: la pasión del amor
-3 y 7: música, certámenes de canto y contracanto
-4 y 6: elevados temas de religión y filosofía; el mundo por venir (4) y el mundo pasado
(6).

Estas ocho églogas forman una trama en torno de la 5, los cantos concernientes a la
muerte y deificación de Dafnis. 11 Así como la 5 celebra al pastor que llegó a ser un dios, así
la 10, agregada posteriormente a la colección, celebra a Cornelio Galo, el amigo que se
presenta como un pastor. Parece poco dudoso que las primeras églogas formen un todo
completo y armonioso y que la 10 sea un agregado motivado no sólo en la celebración de
Galo, amigo de Virgilio, sino, como sugiere Richardson, en levantar el interés del final de
la colección y proveer un balance para la 5. La organización es la siguiente:

I II III IV V VI VII VIII IX X

La curiosa correspondencia entre las églogas 1-4 y 6-9 ha sido desarrollada por
Maury dentro de lo que él denomina una “capilla bucólica”, con cuatro poemas de cada
lado, a la manera de columnas, que conducen hacia la 5, el poema central y más importante,

9
Esto ha sido observado por muchos estudiosos; cf. por ejemplo Cartault (1897) 53 sq. y Klotz (1909) 325-
327.
10
Richardson (1944) 121.
11
Cf. Krause (1884) 6 sq.; su análisis fue rechazado por Cartault (1897) 53, n. 2.

36
el altar donde es honrado César bajo el disfraz del divinizado Dafnis; el agregado de la 10
sitúa a Galo, un sufriente mortal, en la entrada de la capilla. 12
El análisis de Hahn es bastante diferente: organiza las primeras nueve églogas en
tríadas y considera que la 10, como poema final, funde los pastores y el realismo de la
primera (1, 2, 3) y tercera (4, 5, 6). 13 Sin embargo, es consciente también de la estrecha
relación que existe entre 1-9, 2-8, 3-7 y 4-6 e incluso, en la segunda tríada que contiene “los
más importantes y cósmicos temas” 14, la 5 ocupa un lugar central, un lugar de honor
semejante al que tiene en el esquema de Maury. Es de observar que también Hahn
considera que Dafnis debe ser identificado con César. 15
Esta discusión acerca del agrupamiento artístico de las Églogas está muy lejos de
ser una digresión; por el contrario, contribuye directamente a la teoría de Conway acerca de
la arquitectura de la Eneida. En su organización de las Églogas, Virgilio estuvo motivado
claramente por el deseo de: 1) alternar el carácter de los poemas y 2) establecer una clara
correspondencia entre los poemas de la primera y segunda mitad de la colección. Éstos son
dos rasgos que Conway encuentra en la estructura de la Eneida. En cambio, con respecto a
las Églogas, si bien obseva la alternancia, no llega a ver la correspondencia que le hubiera
proporcionado también un interesante paralelo para la estructura de la Eneida.
Conway considera que la “real división de la Eneida” es la alternancia en el carácter
de los libros y agrega: “Los libros impares corresponden al tipo más ligero de la Odisea; los
libros pares reflejan el grave tono de la Ilíada”. 16 Difiere mucho de la frecuente división de
la Eneida en dos partes –una Odisea de las desventuras y una Ilíada de la guerra-, pero
parece básicamente correcta. Tal vez Conway sobredimensiona la cantidad de humor y
frivolidad de los libros impares, pero los libros de mayor tragedia y más profunda
significación son sin duda los pares. Se ha puesto en duda la aplicación de este principio a
la segunda mitad de la obra 17, y de hecho los libros 9 y 11 son, en más de un sentido, más
densos que sus correspondientes 3 y 5, pero, sin embargo, el principio parece razonable
cuando se comparan el 9 y el 11 con la seriedad de los pares de la segunda serie: 8, 10, 12.
En un trabajo posterior, Conway señala que cada uno de los libros pares culmina con un
clímax (2 y 4 con una tragedia; 6 y 8, con una revelación; 10 y 12, con un triunfo); observa
también una alternancia entre “métodos y motivos propios de la poesía épica con los
propios de la tragedia griega” 18, basándose en que los libros pares se adecuan más a los
requerimientos de la tragedia establecidos por Aristóteles.

12
Maury (1944). No es éste el lugar para discutir las sorprendentes conclusiones respecto del neo-pitagorismo
virgiliano y el uso de simetrías y simbolismos matemáticos, como por ejemplo que el número total de versos
de las églogas 1, 2, 8 y 9 es de 333, y que las églogas 3, 4, 6 y 7 suman otros 333, de manera tal que los ocho
poemas que rodean la égloga 5 suman 666 versos; o bien el valor numérico de los nombres Caisar y Gallos,
respectivamente el dios celebrado en la 5 y el hombre celebrado en la 10 (e, incidentalmente, el nombre de la
Bestia en la Revelación 13. 16-18). Guillemin (1951) 10 denomina el artículo de Maury “uno de los más
curiosos estudios”, pero cf. Perret (1951) 18: “El descubrimiento de M. P. Maury es uno de los más
importantes que se han hecho en el dominio de los estudios virgilianos de un tiempo a esta parte.” Para una
investigación más reciente acerca del pitagorismo en la poesía virgiliana, cf. Le Grelle (1949).
13
Hahn (1944).
14
Hahn (1944) 240.
15
Hahn (1944) 214-217.
16
Conway (1928) 141.
17
Cf. Hahn (1944) 239, n. 239.
18
Conway (1931) 24-25. Conway dice allí mismo que “ninguno de los libros impares termina con un clímax,
marcan una suerte de pausa en el relato”. Ver Jackson Knight (1940) 20 sqq.

37
Como fundamento de esta teoría de que los libros de la segunda mitad se
corresponden con los de la primera, Conway enumera numerosas semejanzas y
contrastes 19, de los cuales mencionamos los más significativos:

-1 y 7: llegada a una tierra extranjera, ofrecimiento de amistad.


-2 y 8: ambos muestran la historia de una ciudad: una, destruida por los griegos; la otra,
que ha de ser fundada con ayuda de los griegos
-3 y 9: Eneas permanece inactivo y la acción se centra en Anquises (3): Eneas está ausente
y la acción se centra en Ascanio (9).
-4 y 10: Eneas en acción: conflicto entre el amor y el deber (4), conflicto con el enemigo
(10).
-5 y 11: ambos comienzan con ceremonias fúnebres y terminan con una muerte: Palinuro
(5), Camila (11).
-6 y 12: Eneas recibe los mandatos en el 6 y los ejecuta en el 12.

Como dice Conway, estos paralelismos son demasiado numerosos como para atribuirlos a
un mero accidente.
Conway considera el libro 6 como “el libro de la coronación, que Virgilio ubicó en
el centro para unir todo lo que precede con lo que le sigue”, es “la clave de todo el poema”
y “aporta unidad a la obra”. 20 La visita de Eneas al mundo inferior tiene, en este sentido,
una función y contenido muy diferentes del encuentro de Odiseo con la sombras, un
episodio incidental que carece de la significación filosófica, religiosa y nacional que
Virgilio le otorga al Canto 6.
Las interesantes contribuciones al estudio de la estructura de la Eneida, hechas en
los últimos años por algunos críticos virgilianos, hacen necesario reexaminar la posición de
Conway. Los análisis de Tracy sobre la relación 1-6, que muestran cómo cada libro tiene un
patrón distinto, su propio tratamiento temático y una balanceada distribución de los tonos,
establece una serie de contrastes. 21 Mendell, a su vez, aclara que Catulo y los neotéricos
tuvieron una clara influencia sobre la confección de la Eneida, que se evidencia en que
muchos de los episodios de la obra revelan un entramado simétrico de la acción en torno de
un foco central que, por lo general, es un parlamento o una escena de tensión emocional. 22
Pöschl, en su excelente libro sobre el arte poética de Virgilio, señala instancias de
simetría y contraste entre las dos mitades del poema, especialmente entre el 1 y el 12, con
las escenas de apertura que él considera simbólicas de cada mitad 23; divide toda la Eneida
en tres partes de cuatro libros cada una, con una alternancia de luz y sombra: 1-4 (tormenta,
caída de Troya, pérdida del hogar, muerte de Dido) es oscura; la porción central brilla
luminosamente (los juegos de 5, la visión de la gloria de Roma en el 6, la descripción de las
tropas itálicas en el 7, el triunfo de Augusto en el 8); el último tercio (9-12) retrata la

19
Conway (1928) 139 sq.
20
Conway (1928) 143. Cf. también Prescott (1927) 360 sq.
21
Tracy (1950).
22
Mendell (1951), especialmente 223 sq., donde se plantea que todo el libro 11 está ordenado en torno a tres
focos: el llamado a la paz de Aeneas (100-138), el discurso de Latino (302-335) y Camila (648-724).
23
Pöschl (1950) 46 sqq. Pöschl considera que el conflicto entre Júpiter y Juno en 1 es un símbolo del
enfrentamiento entre luz y tinieblas, entre razón y pasión, entre naturaleza y espíritu, entre orden y caos” (31),
y que ese conflicto se repite en el conflicto entre Eneas y Dido, y entre Eneas y Turno: “el dios romano, el
héroe romano y el general romano son encarnaciones de la misma idea.”

38
oscuridad y tragedia de la guerra. “Oscuridad-luz-oscuridad: éste es, pues, el ritmo de la
epopeya en su totalidad”. 24 Más allá de algunas reservas 25, no puede ponerse en duda la
existencia de este ritmo mayor e incluso de esta triparticion; el libro 4 supone el final de la
historia de Dido y Cartago, y el conflicto central en Italia no comienza hasta el 9, mientras
los temas patrióticos y nacionales ocupan la mayor parte de la porción central del poema,
con sus puntos culminantes en el 6 y en el 8. Este diseño totalizador, con todo, no invalida
las semejanzas y contrastes entre los libros individuales encontrados por Conway.
En 1952, Perret presentó un nuevo análisis de la arquitectura de la Eneida 26, según
el cual los libros 7-12 relatan la vida de Eneas en Italia, así como los libros 1-5 relatan su
vida en Cartago, y de esto deriva la unidad de la primera mitad del poema. Su opinión
acerca del libro 6 es semejante a la de Conway: “parece la cima de la Eneida, así como la
Bucólica 5 es la cima de las Bucólicas, pero también es la suma del poema y reúne en sí
todo el espíritu... Entre el pasado y el porvenir, suspendido entre Troya y Roma como toda
la Eneida, entre los sufrimientos de las catástrofes, de los exilios, de las tentaciones y las
promesas de la nueva y verde Italia, el libro 6 es verdaderamente la síntesis del poema.” 27
Perret aísla el libro 6 y deliberadamente lo excluye de su análisis estructural 28;
presenta una interesante teoría respecto de las relaciones entre los otros libros pero no
intenta relacionar los libros de las dos mitades. Antes de volver a considerar el paralelismo
postulado por Conway, vale la pena examinar cuidadosamente las opiniones de Perrret.
De acuerdo con Perret, la arquitectura de la Eneida es la siguiente:

CARTAGO I II-III IV V

ITALIA VII-VIII IX X-XI XII

En la primera mitad, la historia de Dido (1 y 4) se interrumpe por la narración de


Eneas. Perret considera que es el libro 5, y no el 4, el que marca la conclusión de la historia
de Cartago. Se basa para ello en las similitudes y contrastes entre el 1 y el 5: intervención
de Juno (Eolo en 1; Iris en 5), catástrofe (tormenta en 1; incendio en 5), Neptuno controla
los vientos en 1, Ascanio a las mujeres troyanas en 5; Eneas conforta a sus hombres en 1, es
confortado por ellos en 5; Venus acude a Júpiter en 1, a Neptuno en 5. Estos paralelos son
sorprendetes pero dificílmente prueban que la última parte del libro 5 deba ser considerada
24
Pöschl (1950) 280.
25
Cf. Tracy (1950) 4 sq., acerca de la oscuridad y las tinieblas del 6. ¿Es posible considerar las acciones de
Alecto y el inicio de la guerra en el 7 como luz antes que como oscuridad? ¿No es posible ver la luz de la
tercera parte del poema en las victorias de Eneas de los libros 10 y 12?
26
Cf. Perret (1952) 111-120.
27
Perret (1952) 113 sq.
28
Para el tratamiento similar del 6, cf. Mendell (1951) 226: “El libro 6 … es en sí mismo un gran punto focal
entre dos paneles contrastantes, libros 1-5 y libros 7-12, con sus libros más desprovistos de suspenso (5 y 7),
en su entramado central.”

39
como “una nueva versión “ del 1 ni tampoco que el libro 5 es la conclusión del episodio
cartaginés. Veremos que son mucho más impactantes los paralelos entre el libro 1 y el 7.
Perret divide la segunda mitad de la Eneida en dos grupos de tres libros cada uno y
considera que el segundo grupo comienza con la asamblea de los dioses y el regreseo de
Eneas al combate. El 7 y el 8 están unidos porque se dedican a las negociaciones y las
embajadas y porque, así como el 7 termina con la descripción de la Italia pretroyana, el 8
termina con la descripción de la Italia romana. Es preciso sugerir, sin embargo, que la
conclusión del 8 está mucho mejor balanceada por la descripción de los héroes romanos del
libro 6. A su vez, Perret reúne el 10 y el 11 como libros de combate que ponen el acento en
gloriosas muertes de jóvenes héroes, Palante en el 10 y Camila en el 11; pero nos
preguntamos si, en esta unión, es posible dejar a un lado el 12. Ciertamente, el 10 y el 12
son los libros más importantes en lo que al combate se refiere y, en la conclusión de cada
uno de ellos, un oponente fundamental cae en manos de Eneas: Mezencio en el 10 y Turno
en el 12.
La relación entre los seis libros es intrincada: el 7 se relaciona con el 11, el 8 con el
10 y el 9 con el 12, y Perrret dice que este ordenamiento “es exactamente el tipo de
composición que, a partir de Maury, hemos reconocido en las Bucólicas”. 29 Los puntos
fundamentales son los siguientes:

-7 y 11: ambos conciernen a los latinos; el rey Latino es impotente en ambos; embajada de
los troyanos a los latinos en 11; descripción de Camilla en el final del 7 y su muerte en el
final del 11.
-8 y 10: ambos conciernen a los aliados de Eneas, arcadios y etruscos; partida de Eneas
(8) y su regreso (10), ambos acompañados por un prodigio; el Hércules del ara máxima (8)
lamenta la próxima muerte de Palante (10).
-9 y 12: ambos están reservados a Turno y la fuerza troyana; Turno aparece también en el
10 y en el 11 pero el retrato completo del héroe procede del 9 (en el campo troyano) y el 12
(combate con Eneas) 30; el 9 pinta el valor de los troyanos (a lo cual contribuye el episodio
de Niso y Eurýalo) y el 12 el del troyano Eneas.

El análisis de Perret nos ofrece una valiosa impresión de las interrelaciones de los
distintos libros, especialmente en la segunda mitad del poema, y revela, nuevamente, la
afición virgiliana por la alternancia y el contraste. La posible existencia de superposiciones
y engranajes en el diseño no puede dejarse a un lado, y la habilidad de los diferentes
críticos para construir esquemas tan diferentes 31 no es más que un testimonio adicional de
la riqueza estructural de la obra. Sin embargo, Perret parece haber perdido de vista la
arquitectura básica de la Eneida. El infructuoso intento de unir el libro 5 al grupo 1-4, el
aislamiento del 6 y la falta de una estrecha relación entre 1-6 y 7-12 debilitan su posición.

29
Perret (1952) 119.
30
Sin embargo, el retrato que hace Virgilio de Turno en el 10 y el 11 es esencial para nuestro conocimiento
del personaje; cf. Duckworth (1940) 8 sqq.
31
Para ilustrar este rasgo en un breve pasaje, cf. los patrones del catálogo latino del libro 7, tal como los
analizan Brotherson (1931) y Hahn (1932) LXII sq. Brotherson encuentra, en el catálogo, doce grupos de
fuerzas, dentro de las cuales los seis primeros son paralelos a los seis últimos en orden inverso; Hahn rechaza
esta distribución y prefiere una división alternada entre jefes más y menos importantes.

40
Admite que la arquitectura del poema debe ser “muy armoniosa y simple” 32, pero el
ordenamiento que propone carece tanto de armonía como de simplicidad.
La descripción del propio Virgilio del grupo 7-12 como un maius opus, implica que
1-6 son un rico y amplio episodio para su tema central, y el cuidadoso e interesante análisis
de Perret de los libros 7-12 ofrece una prueba adicional de la atención puesta por Virgilio
en la estructura y contenido de la segunda mitad de su poema. Son numerosas las
caracterizaciones brillantes –Mezencio, Lauso, Palante, Niso, Euríalo, Camila y, por sobre
todo, Turno-. Los episodios relevantes –la visita de Eneas al sitio de Roma, las trágicas
muertes de Niso y Euríalo, el crimen de Palante con su desgraciada consecuencia para el
mismo Turno, la derrota del herido Mezencio en su intento por vengar la muerte de su hijo-,
todos ellos están firmemente ensamblados en la estructura principal y son partes esenciales
de ella. Considerados individualmente, los dos libros más grandes de la Eneida son
indudablemente el 4 y el 6, y el último, como ya hemos visto, es grande no sólo por su
contenido sino por su posición central en la estructura total. Pero ¿qué hay del 10 y del 12?
Estos dos libros deben colocarse en una posición de privilegio en cualquier consideración
del poema en su conjunto. El libro 10 ilustra las trágicas muertes de Palante, Lauso y
Mezencio, y ofrece una contrapartida clara al suicidio de Dido en el 4 –la tragedia de la
guerra balancea la tragedia del amor-. Mackail compara el 12 con el 2 y el 4 con el 6, y dice
que el final del libro “alcanza un grado aún mayor de perfección artística y marca el
extremo de lo que puede hacer la poesía, por su valor dramático, su magistral construcción
y su dicción y ritmo impecables”. 33 Aún aquellos que no colocan el libro 12 en tan elevado
nivel deben admitir que suministra al poema una efectiva y dramática conclusión y sirve de
adecuado balance para el 6.
En la primera mitad del poema, 1 y 4 están separados por 2 y 3 (la narración de
Eneas); de manera semejante, 7 y 10 estan separados por 8 y 9 (ausencia de Eneas). El libro
5 es un interludio entre la tragedia del 4 y la solemnidad del 6, así como el libro 11 produce
una disminución de la tensión entre el trágico enfrentamiento del 10 y el conflicto final del
12. El agrupamiento de los libros es, por lo tanto, el siguiente:

PRELUDIO: I II III IV V VI

MAIUS OPUS: VII VIII IX X XI XII

Mientras en la primera mitad este esquema refleja en parte el de Perret, en la


segunda mitad, es por completo diferente y, lo que es más importante, es una contrapartida

32
Perret (1952) 117.
33
Mackail (1930-1931) 17.

41
exacta de la primera mitad. Esto apoya la opinión de Conway acerca de la correspondencia
de los libros entre cada mitad de la obra.
Virgilio compuso su poema en dos grandes paneles paralelos, con una alternancia
entre el aumento y la disminución de la tensión, y con un balance entre cada libro del
primer panel y cada libro del segundo. Los doce libros de la Eneida pueden presentarse en
el siguiente diagrama 34:

I Juno y la tormenta
II DESTRUCCIÓN DE TROYA
III Interludio (de desventuras)
IV TRAGEDIA DE AMOR
V Juegos (descenso de tensión)
VI REVELACIÓN DEL FUTURO

VII Juno y la guerra


VII NACIMIENTO DE ROMA
IX Interludio (en el campo troyano)
X TRAGEDIA DE GUERRA
XI Tregua (descenso de tensión)
XII FUTURO ASEGURADO

Concuerdo con que el libro 6 es la clave, el foco del poema como totalidad, pero no debe
aislárselo entre dos paneles contrastantes; forma el clímax del primer panel, así como el 12
concluye el segundo. El diagrama arriba presentado muestra cómo los libros del segundo
panel balancean los del primero, pero para lograr una adecuada impresión de los numerosos
paralelismos y contrastes que existen entre cada par de libros correspondientes, se necesita
un análisis más detallado. Las siguientes columnas paralelas dan las similitudes y contrastes
(incluidos los de Conway) e ilustran el dramático ascenso y descenso de acción:

34
Tanto aquí como en las columnas paralelas que se presentan luego, los títulos en letras mayúsculas indican
los libros más importantes, los libros pares.

42
I VII
JUNO Y LA TOMENTA JUNO Y LA GUERRA
Llegada a tierra extranjera. Llegada a tierra extranjera.
Troyanos ya conocidos. Troyanos ya conocidos.
Amistad ofrecida. Amistad ofrecida.
Ilioneo habla por Eneas. Ilioneo habla por Eneas
Apariciones y profecías ayudan. Apariciones y profecías ayudan.
Juno desencadena la tormenta con Juno desencadena la guerra con
ayuda de Eolo. ayuda de Alecto.
Venus triunfa sobre Juno. Juno triunfa sobre Venus.
Movimiento del libro: desgracia Movimiento del libro: felicidad
hacia felicidad. hacia desgracia.

II VIII
DESTRUCCIÓN DE TROYA NACIMIENTO DE ROMA
Historia de Cartago interrumpida. Historia del campo troyano interrumpida.
Los griegos destruyen. Los griegos ayudan a fundar.
Los troyanos sufren por los Los troyanos se benefician por los
griegos. griegos.
Impotencia del anciano Príamo. Eficacia del anciano Evandro.
Eneas, centro de la escena. Eneas, centro de la escena.
Ascanio: fuego sobre su cabeza, Augusto: fuego sobre su cabeza,
cometa. cometa.
Al final, Eneas lleva en sus Al final, Eneas lleva en sus
hombros a su padre (símbolo del pasado). hombros a su escudo (símbolo del
futuro).

43
III IX
INTERLUDIO (DE DESVENTURAS) INTERLUDIO (EN EL CAMPO TROYANO)
Eneas tiene un rol menor. Eneas, ausente.
Anquises es importante. Ascanio es importante.
Elena y Andrómana (episodio Niso y Euríalo (episodio
agradable). trágico).
Huidas del peligro: Cíclope, Escila, Huida del peligro: Turno en el campo.
Caribdis.

IV X
TRAGEDIA DE AMOR: DIDO TRAGEDIA DE GUERRA:
Venus y Juno (acuerdo). PALANTE, LAUSO, MEZENCIO
Conflicto interior de Eneas. Venus y Juno (conflicto).
El sentimiento se somete al deber. Conflicto exterior de Eneas.
Culpa de Dido termina en muerte. La piedad se somete a la justicia.
Punto decisivo: la decisión de Eneas Culpa de Turno lo conduce a la muerte.
y el efecto en Dido. sin Eneas. Punto decisivo: la muerte de
Al final, suicidio de Dido: no puede vivir Palante y el efecto en Eneas.
vivir sin Eneas Al final, muerte de Mezencio: no puede
vivir sin Lauso. Al final, muerte de
Palinuro.

44
XI
V DESCENSO DE TENSIÓN : TREGUA
DESCENSO DE TENSIÓN : JUEGOS Entierro del muerto.
Juegos fúnebres. Latino, incapaz de advertir disenso.
Eneas apacigua disputas. Aumento de tensión: reinicio
Aumento de tensión: incendio de la lucha.
de las naves. Al final, muerte de Camila.

VI XII
REVELACIÓN DEL FUTURO FUTURO ASEGURADO
Eneas recibe su misión . Eneas cumple su misión.
Progresión dramática: demora y Tratamiento dramático del combate:
suspenso, clímax en la revelación demora y suspenso, clímax en la
del destino de Roma. victoria
Anquises revela la historia final de Eneas.
posterior de Roma. La reconciliación de Júpiter y Juno
Al final, la muerte de Marcelo crea el pueblo romano posterior.
consagra un nuevo plan. Al final, la muerte de Turno
sella la ruina del antiguo orden.

La existencia de tantas similitudes y contrastes en libros de tan variado asunto es un


hecho sorprendente y un hecho que sostiene fuertemente mi propuesta de que la
arquitectura básica del poema se explica por la teoría de Conway y no por la de Perret.44
Encontramos aquí la simetría, el contraste y la alternancia de tensión que son
peculiarmente características de Virgilio. Más aún, no sólo tenemos –para usar
nuevamente una expresión de Conway– una alternancia entre libros más serios y más
ligeros, sino también un segundo tipo de alternancia: dentro de los numerosos contrastes
y semejanzas que existen entre los correspondientes libros de cada mitad, parecería que
las semejanzas predominan entre los números impares (1-7, 3-9, 5-9) y los contrastes
entre los números pares (2-8, 4-10, 6-12). Aparentemente, entonces, la Eneida contiene
una fusión de los dos principios de la alternancia y correspondencia observados por
Conway, mucho más sutil que lo que él mismo pudo distinguir.
Perret considera que el milagro de la Envida es la habilidad de Virgilio para
tratar tres temas simultáneamente: 1) la leyenda de Eneas, 2) temas y personajes de la
historia romana y 3) el elogio de los logros de Augusto. 45 El poema es, a la vez, la épica
del troyano Eneas y de la Roma de Augusto 46; quizás, como sugiere Rand, es también la
expresión del ideal virgiliano del imperio, “un imperio basado en la justicia, la
corrección, la ley y el orden, la religión y una paz a ultranza.” 47 En una épica de este
tenor, el simbolismo es inevitable. 48 Eneas es Eneas, pero por momentos es Augusto (cf.

44
No deseo negarle la validez a todos los comentarios que hace Perret acerca de los últimos seis libros,
pero la distribución que propone me parece una suerte de patrón complementario y más complejo
superpuesto al diseño básico que liga 7-12 con 1-6.
45
Conway (1928) 89.
46
Por ejemplo, en el libro 8 Eneas visita el emplazamiento de Roma, luego el Pallanteum de los Arcadios,
pero lo que se le sugiere al lector a través de la caminata de Evandro, es la Roma de Augusto; cf. Grimal
(1948).
47
Rand (1943) 61.
48
Para la distinción entre simbolismo y alegoría cf. Pöschl (1950) 36 sq. y Perret (1952) 93 sq.

45
su promesa en 6. 69 sqq. de erigir un templo a Apolo), es también el gobernante ideal
que exhibe virtus (“valor, virtud”), clementia (“clemencia”), iustitia (“justicia”) y pietas
(“piedad, respeto a los dioses”), valores todos estos atribuidos a Augusto por el Senado
y el pueblo romano 49; Eneas incluso es visto como el símbolo del sufrimiento del
hombre ante el cumplimiento de un destino desconocido. 50 En una obra de tal magnitud,
con tantos hilos inextricables y armoniosamente entretejidos, no puede sorprendernos
que la estructura del poema tenga por debajo un elaboradísimo diseño básico de simetría
y contraste. Sin embargo, esto no significa que Virgilio haya puesto excesiva atención
en los detalles y haya descuidado el efecto de conjunto. Disiento, por lo tanto, con Tracy
cuando dice que “Virgilio parece haber caído en el error del rebuscamiento” 51 y cuando
prefiere usar la palabra “molde”, es decir, detallado artificio, en lugar de “diseño”, que
sugiere una concepción estructural más amplia. El entramado estructural del poema, tal
como lo hemos visto en las columnas paralelas arriba expuestas, indica que la
concepción total se aparta libremente y que Virgilio es dueño de su material, tanto en
los grandes rasgos como en los pequeños. 52 La arquitectura del poema, o su “diseño”,
correctamente entendida, es una prueba más de la suprema perfección de Virgilio como
poeta épico.

49
Res gestae 34. 2.
50
Cf. Alexander (1951) 212 sq.; cf. también Hritzu (1945-1946), especialmente 108 sqq.; Hritzu
considera la Eneida como “un universo épico de la Ilíada y la Odisea del hombre … esforzándose por
cumplir su misión divina de obtener el reino del cielo y la salvación de su propia alma.” Este punto de
vista se acerca demasiado a las interpretaciones alegóricas de la Eneida que predominaron durante la
Edad Media.
51
Tracy (1950) 7. Tracy no logra ver el diseño general y esta falla es probablemente el resultado de que
limitó su discusión al contraste entre 1-6.
52
No es posible suponer que los contrastes y paralelismos mencionados son el resultado de una tendencia
subconsciente de Virgilio al balance y la simetría. Son demasiado numerosos e impactantes. El balance de
los libros contrastantes en cada mitad del poema tiene que ser el resultado de un diseño deliberado, y tal
vez este diseño fue diagramado por Virgilio aun antes de empezar a escribir el poema, cuando su material
era una serie de apuntes en prosa; cf. la Vida de Suetonio, 23: Aeneida prosa prius oratione formatam
digestatamque in XII libros particulatim componere instituit, prout liberet quidque, et nihil in ordinem
arripiens (“Decidió componer la Eneida, tras formarla primero en prosa y distribuirla por partes en doce
libros, según le pareciera bien en cada caso, y sin sustraer nada al orden.”

46
LAS DOS VOCES DE LA ENEIDA DE VIRGILIO
Adam Parry 1

(Traducción y síntesis: Melina A. Jurado)

A veces encontramos en un poema un pasaje breve, que conocíamos bien pero


en el que nunca nos habíamos detenido particulamente, y de repente el modo de ser
esencial del autor nos parece contenido en él. En la Eneida existe un pasaje de este tipo.
Hay al final del canto 7 un especie de catálogo de naves, una lista de los líderes
latinos y una descripción de la manera en que sus fuerzas están dispuestas contra Eneas
en la larga guerra que ocupa los últimos cantos del poema. Uno de estos líderes es una
figura bastante oscura llamada Umbro. El catálogo posee forma homérica, y Virgilio lo
explota aquí a la manera de Homero, extrayendo el mayor potencial de los toponímicos,
de los epítetos de la región y de los nombres de los héroes. Se esfuerza especialmente,
otra vez a la manera homérica, en marcar la individualidad dentro de la multitud,
señalando algunas características de cada guerrero, recurso requerido por la Eneida aun
más que por la Ilíada, porque Virgilio no cuenta con el respaldo de una tradición de
poesía latina que suponga la familiaridad de la audiencia con los nombres de los héroes.
Así Umbro proviene del pueblo de Marruvia y es el más valiente: fortissimus
Umbro. Es un sacerdote que posee el arte de adormecer a las serpientes. Pero -y aquí
captamos el pathos homérico- sus hierbas y encantamientos no pudieron salvarlo a él,
que ha sido atravesado por una lanza dardania. Virgilio cierra la breve escena con una
lamentación (759-760) :

Te nemus Angitiae, vitrea te Fucinus unda,


te liquidi flevere lacus

“A ti te lloraron el bosque de Angitia, el Fúcino de aguas cristalinas. A ti te


lloraron los lagos transparentes.”

En este pasaje, son los nombres de lugar los que nos muestran cómo Virgilio se
ha apartado de su modelo homérico, el catálogo de los troyanos que está al final del
canto 2 de la Ilíada: allí nos encontramos con el cuadro del momento de la muerte y la
gran matanza de troyanos cuando Aquiles regresa de la batalla; u otro del canto 5 de la
Ilíada, el que narra la muerte de Escamandro, donde la aguda ironía de Homero nos
presenta la imagen del instante de la muerte de un hombre: su gloria cuando vivía y era
afamado como cazador, y luego su inutilidad tan pronto como le llegó la muerte.
En los versos sobre Umbro Virgilio imita estas escenas. Pero la imagen que nos
deja no es la de un guerrero caído, sino la de una región que se lamenta. La
preocupación dramática de Homero por el hombre y el instante singular de su tiempo da
paso a un apóstofe resonante dirigido a una región de Italia, una referencia enfatizada
de manera nada homérica por medio de asociaciones históricas.
Los nombres de lugares invocados por Virgilio, Marruvio, el lago Fucino, el
bosque de la diosa Angitia, pertenecen al territorio de los Marsos, zona montañosa
ubicada al este de Roma, donde un rudo y guerrero pueblo italiano, los Marsos, vivieron

1
Original inglés: “The Two Voices of Virgil’s Aeneid”, en Commager, S. (ed.) Virgil. A Collection of
Critical Essays, New Jersey, Prentice-Hall Inc.-Englewood Cliffs, 1966, 107-123, (tomado a su vez de
Orion, II, No. 4, 1963, 66-80).

47
en independencia, como aliados romanos, unas pocas generaciones antes que Virgilio.
En la guerra itálica o mársica (91-88 a.C.) fueron vencidos por Roma y, aunque ganaron
la ciudadanía, perdieron en realidad su independencia. Para Virgilio este pueblo
representaba la estirpe originaria de Italia. Eran, de alguna manera, más italianos que los
mismos romanos.
El mensaje explícito de la Eneida sostiene que Roma constituyó una acertada
reconciliación de las virtudes naturales de los pueblos itálicos y el poder civilizador de
los troyanos que vinieron a fundar la nueva ciudad. Pero el trágico movimiento de los
últimos cantos del poema trae una sugerencia diferente: la formación del Imperio
romano implicó la pérdida de la prístina pureza de Italia. Por eso, la trama de los
últimos cantos del poema se centra en Turno, el antagonista de Eneas, quien es
convertido en la encarnación del simple coraje y del amor al honor, elementos que no
pueden sobrevivir a las complejas fuerzas de la civilización .
Bajo esta luz, podemos comprender la forma que adopta la lamentación por
Umbro. Umbro no es importante por sí mismo. No es más que un nombre. El pathos
real está vinculado con los lugares que lloran su muerte. Ellos son las verdaderas
víctimas de la guerra de Eneas, y al decir que estos lugares lloran, Virgilio nos convoca
a llorar por lo que él entiende como la antigua Italia, sana y verdadera.
La lamentación por los viejos lugares sagrados de los Marsos adopta una
característica nota de melancolía y nostalgia virgilianas, nota desprendida del lamento
personal por los valores humanos y heroicos perdidos.
La Eneida trata sobre la historia, pero su propósito no es decirnos si la historia
es buena o mala: su propósito es, más bien, imponernos una actitud capaz de tomar en
cuenta todo en la historia, tanto lo bueno como lo malo, y de contemplarla a partir de las
emociones puras de la objetividad artística, de modo que se nos proporcione un
consuelo mayor, y que la pena misma se transforme en algo deseado.

Consideremos ahora el poema desde un punto de vista más amplio. La nostalgia


por el heroico pasado latino, la penetrante tristeza, el doloroso sentido de las
limitaciones de la acción humana en un mundo donde hay que terminar en el lado
correcto o perecer, la frecuente nota elegíaca aparentemente innecesaria en una alabanza
de la grandeza de Roma –como al final del canto 5, donde se describe la muerte del
buen piloto Palinuro, ahogado en las oscuras aguas del mar justo antes de la llegada de
los troyanos a Italia-, la continua oposición de una voz personal que llega hasta nosotros
como si fuera la del propio Virgilio, a la voz pública del éxito romano: todo esto,
pienso, no escapa a la percepción de un lector atento del poema.
Si interpretamos la Eneida simplemente como la glorificación de Roma, ¿cómo
explicamos algunos de sus más exquisitos pasajes? Lo que encontramos una y otra vez
no es un sentido de triunfo, sino un sentido de pérdida, de tristeza, de fustración. Por
ejemplo, al final del canto 2 (792-794), cuando se describen los intentos de Eneas de
abrazar el fantasma de su esposa:

Ter conatus ibi collo dare bracchia circum;


ter frustra comprensa manus effugit imago,
par levibus ventis volucrique simillima somno.

“Tres veces traté de abrazarla y tres veces su imagen huyó de mi abrazo tan
liviana como el viento y tan etérea como un sueño.”

48
Virgilio tenía en mente dos pasajes homéricos al elaborar estos versos. Por un
lado, un episodio del canto 23 de la Ilíada, donde Aquiles intenta abrazar el fantasma de
Patroclo, que se diluye como vapor, y por otro lado, uno del canto 11 de la Odisea,
donde Odiseo intenta abrazar la sombra de su madre en el Hades. La identificación de
Eneas con los héroes homéricos que opera a lo largo de todo el poema, se refuerza así
en este pasaje de Virgilio. El sentido de vacío es el verdadero núcleo del genio
virgiliano.
La Eneida –a diferencia de la Odisea y la Ilíada- traslada a Eneas hacia algo
más amplio que él mismo: Roma. Eneas desde el principio está absorto en su propio
destino, un destino que finalmente no le pertenece, sino que pertenece a algo más
amplio y menos personal: las altas paredes de Roma, el Imperio augusteo. Y él no goza
en ningún momento de la facultad de elegir. Eneas nunca se impone, como Odiseo. Él
siempre resulta víctima de fuerzas más grandes que él y la única lección que debe
aprender consiste en no resistirse a ellas. En el canto 2 del poema, se lo obliga a
aprender esta lección. Cuando Eneas narra la caída de Troya utiliza la palabra obstipui:
“yo me quedé pasmado”. Trata de reafirmarse como héroe, pero siempre falla. Así, por
ejemplo, en el episodio en que los troyanos, en una estratagema poco heroica, se visten
como griegos y que termina en una matanza recíproca de los troyanos, Eneas se ubica
en el techo del palacio de Príamo como simple espectador de los acontecimientos; o
cuando está a punto de matar a Elena y su madre lo detiene, diciéndole que los dioses en
realidad desean destruir la ciudad. Frente a tales fuerzas opresivas, el sentimiento
individual no tiene cabida. Eneas debe hacer lo correcto, aquello que el destino le
demande, e irse de Troya.
Uno de los efectos, entonces, de las identificaciones épicas de Eneas es el
contraste irónico: se le adjudicó un papel; y su tragedia radica en que no es capaz de
llevarlo a cabo. Consideremos ahora otro tipo de identificación: la histórica. Al mismo
tiempo que actúa como Odiseo y Aquiles, Eneas tiene que ser el emperador Augusto.
Entre otros, un pasaje del canto III contribuye a establecer la conexión. Eneas y sus
hombres costean la orilla occidental de Grecia y se detienen en Accio, donde se yergue
un templo de Apolo. Allí celebran unos juegos y Eneas fija a la puerta del templo una
parte del botín tomado a los Griegos con la inscripción: “Eneas arrebató este trofeo a los
vencedores griegos” (288). El motivo que explica el hecho de que la acción se lleve a
cabo en este lugar es que allí mismo, en Accio, Augusto venció pocos años antes a
Antonio y Cleopatra. Instituyó juegos en honor de su victoria y deseaba ser identificado
con Apolo. Por otra parte, “los vencedores griegos”, que son ahora vencidos,
representan al ejército de Antonio, quien reclutó sus fuerzas en el Mediterráneo del este,
mientras Augusto se convertía en el campeón de Italia. De modo que la victoria que
Eneas reinvindica aquí –de manera ilógica-, dedicando a Apolo despojos griegos,
prefigura la victoria que iba a establecer el poder de Augusto. De manera análoga, se la
prefigura al final del canto 8, cuando se describe la batalla de Accio, el episodio central
grabado en el escudo que Vulcano fabrica para Eneas, escudo que muestra la futura
versión de Eneas: Augusto. Sin embargo, también cabe la posibilidad de que Eneas sea
Marco Antonio, el peor enemigo de Augusto, ya que en el canto 4, a partir de una
descripción de Iarbas, la imagen de Eneas se corresponde con la de Marco Antonio, así
como la de Dido se corresponde con la de Cleopatra, especialmente por su palidez en el
momento en que está a punto de morir.
Para comprender el significado de estas identificaciones históricas en el poema
debemos partir de una consideración abarcadora de la figura de Eneas. Sabemos a partir
del segundo verso del poema que es un hombre “exiliado por el destino”, fato profugus,
y pronto nos enteramos de que el destino tiene para Eneas implicancias que van más allá

49
de su viaje personal a través de la vida. Él es un hombre bendecido con una misión -¿o
condenado a ella?- . Su misión es la de ser el fundador del más poderoso estado
conocido en la historia; y así, todos sus actos y pasiones, todo lo que hace, todo lo que
siente y todo lo que le sucede, ha de verse a la luz o a la sombra de ese inmenso futuro
para el cual, aun sin proponérselo, ha sido elegido por los dioses. Todas las experiencias
de su vida poseen un significado mayor que los eventos de la vida ordinaria de un
personaje común.
Este sentido de grandeza perceptible en cada detalle de su experiencia se pone de
manifiesto, por ejemplo, en la ira de Juno en el canto 1, o en el castigo de Atenea contra
un Áyax más débil, o cuando las olas que se levantan en la tormenta azotan los cielos.
Eneas se mueve en un mundo donde todo encierra un símbolo de algo mayor que él
mismo. El destino de Roma reposa sobre sus hombros. En los primeros versos del canto
1, la Eneida le da un sentido literal a ese cliché: Eneas sólo puede dejar Troya llevando
a su anciano padre sobre sus hombros. Anquises no es sólo el padre de Eneas, sino el
peso del destino mismo, ya que será quien en el canto 6 descubra a su hijo el panorama
de la historia romana, cuando aquél descienda al Hades en su búsqueda. Al final del
canto 7, Virgilio insiste en la asignación de este rol a Eneas cuando, al describir el
escudo fabricado por Vulcano, adornado con escenas de la futura historia romana, dice
del héroe que “descansan sobre sus hombros la fama y el destino de sus descendientes”.
Incluso la Sibila (canto 6) y Dido (canto 4) le profetizan futuras desgracias. El esfuerzo,
la ignorancia y el sufrimiento son los más fieles compañeros de Eneas en su viaje a
Roma.
Eneas no puede vivir su propia vida. Toda expresión suya necesariamente
contiene una nota de historia, más que de individualidad. Todo discurso suyo carece de
espontaneidad; sus frases parecen epigramas susceptibles de ser aplicados a un número
indefinido de situaciones paralelas. Pero la falla de Eneas como héroe va más allá de la
formalidad de su discurso. A medida que se abre camino a través de los primeros seis
cantos, lo vemos despojado de cualquier cualidad personal capaz de convertir a un
hombre en héroe. Ya desde el principio del poema lo vemos agobiado por el peso de su
misión; en el canto 3, cuando la situación reclama su intervención en la batalla, él huye,
obediciendo a las palabras de Héctor, quien se le aparece en un sueño para advertirle
que no muera por su patria.
El episodio más dramático, donde más afectadas resultan las pretensiones de
heroísmo de Eneas, es el del libro 4: la tragedia de Dido. Este episodio que transcurre en
Cartago es su último intento de imponerse como individuo y de dejar de constituir el
agente de una institución. No lo logra, sin embargo, pues la voluntad de Eneas no es la
suya propia. Al partir de Cartago se disculpa con Dido diciéndole que si hubiera podido
elegir su destino ni siquiera hubiera partido de Troya: Italiam non sponte sequor (“yo no
voy a Italia por propia voluntad”). Dido se presenta aquí como una auténtica heroína;
Eneas en cambio, como un desertor sin gloria. Eneas no puede corresponder al amor de
Dido porque no es dueño de sí mismo, sino esclavo de un destino abstracto. En el canto
6, Eneas vuelve a encontrarse con Dido, pero ella, al igual que la sombra de Áyax en el
canto 11 de la Odisea, le da la espalda al héroe. Aunque la imagen de Eneas por un
momento pueda acercarse a la de Marco Antonio, al final del episodio debe ser
Augusto, a la hora de perder el amor y el honor por un mundo dudoso.
Bajo esta luz, la Eneida, el supuesto panegírico de Augusto y medio de
propaganda del nuevo régimen, se ha trasformado en algo bastante diferente. Los
procesos de la historia aparecen como inevitables, pero su valor se pone en duda.
Virgilio insiste continuamente en la gloria pública del logro romano, en el

50
establecimiento de la paz , en el orden y la civilización, en “el poder sin fin”, que,
dirigiéndose a Venus, Júpiter dice haber dado a los romanos:

Imperium sine fine dedi.

“Os di un imperio sin fin.”

Pero insiste igualmente en el terrible precio que se debe pagar por esa gloria. Al margen
de sangre, sudor y lágrimas, este proceso necesario implica la pérdida de algo más
precioso: la libertad humana, el amor, la lealtad personal; todas las cualidades
representadas por los héroes de Homero se pierden al servicio de lo que es grande,
monumental e impersonal: el estado romano.

En el canto 6 se pone en escena el renunciamiento de Eneas a sí mismo: él no


sólo ha ido al Hades en busca de su padre, sino que, de alguna manera, él mismo ha
muerto. Anquises exhorta a su hijo, que lo escucha como espectador pasivo, a ocuparse
de su deber –gobernar- y dejar para los otros las imágenes de bronce y mármol, la
elocuencia, etc. Cuando Eneas vuelve del Hades, ya no es un hombre vivo, sino alguien
que finalmente ha comprendido su misión y se ha identificado con ella. Y hay todavía
algo más profundo que todas estas cosas: la capacidad de sufrimiento del ser humano.
Nosotros escuchamos dos voces diferentes en la Eneida, una voz pública de triunfo y
una voz privada de pesar. A la voz privada, a las emociones personales de un hombre,
nunca se les permite motivar la acción. Pero están, sin embargo, siempre presente.
Eneas es un hombre en sí mismo, pero un hombre en un mundo donde el estado es
supremo. Eneas no puede resistirse a las fuerzas de la historia, ni aun siquiera negarlas;
pero él es capaz de experimentar el sufrimiento humano, y es aquí donde la voz personal
se afirma. En el canto 1, Eneas dice a sus compañeros que “algún día será placentero
recordar estas cosas”; es decir que cuando la gran meta abstracta sea finalmente
alcanzada, a la mirada restrospectiva el sufrimiento presente parecerá más precioso que
la meta misma. Los sufrimientos de los troyanos, tal como Eneas los ve desde Cartago,
han sido fijados en el arte; literalmente: ellos son pinturas. Y es aquí donde por primera
vez -Virgilio nos dice- Eneas comienza a esperar algún tipo de salvación. Observando
hacia atrás sus propias pérdidas, es capaz de encontrarlas hermosas y de asignarles un
significado universal, transformadas por el arte humano. Este placer que siente Eneas
ante la pena rememorada es la paradoja esencial y la gran reflexión humana de la
Eneida, poema que trata tanto sobre el imperium del arte como sobre el imperium de
Roma. El placer del arte, de hecho, da valor al dolor mismo, porque la experiencia
trágica es el contenido de este arte.
La tragedia de Eneas es que no puede ser un héroe, por hallarse al servicio de un
poder impersonal. Lo que lo salva como hombre es que toda la gloria de la sólida
hazaña a la que está sirviendo, toda la satisfacción de “haber llegado”a Italia, significa
menos para él que su propio sentido de pérdida personal. La Eneida afirma la sutil
paradoja de que todas las maravillas de la institución más poderosa que el mundo haya
conocido jamás no resultan necesariamente más importantes que el vacío del
sufrimiento humano.

51
NARRATIVA VIRGILIANA: EL RELATO
Don Fowler 1

(Traducción: Mariana Breijo)

La Eneida se propone contar un relato de cómo Eneas, después de la caída de


Troya, llega a Italia con un pequeño grupo de seguidores (libros 1 a 6) y libra allí una
guerra con algunos de los habitantes nativos, que termina con su victoria (libros 7 a 12).
La trama de la Eneida se cuenta rápidamente y su realización no resulta demasiado
extensa, pero su alcance temporal es enorme, desde el pasado prehistórico hasta los
propios días de Virgilio y más allá (una escala temporal que Ovidio extenderá y
parodiará en las Metamorfosis). Como todo buen relato, también éste tiene mucho que
decir acerca del relato de historias en sí y del modo en que nosotros tramamos nuestros
objetivos en la historia y, en cada punto, quien habla y ve, admite él mismo más de una
historia.

NARRADORES

El narrador del poema es un poeta latino del siglo I a.C., a quien es más fácil
llamar “Virgilio”: suele mantener el anonimato épico, pero en ocasiones se pone en
evidencia (por ejemplo, en 7. 1, Cayeta es enterrada litoribus nostris, “en nuestras
costas”; en 9. 446-9, Niso y Euríalo serán famosos mientras el padre de Roma tenga
poder si quid mea carmina possunt, “si mis poemas pueden [hacer] algo”). Pero desde el
principio encontramos otros narradores en el poema: la Musa que le cuenta las causas de
los eventos (1. 8), el narrador anónimo que contó a Juno la trama del poema antes de
que éste comenzara (1. 20: audierat, “ella había oído”: compárese con el deseo
desesperado de Dido de Iliacos iterum demens audire labores, “oír otra vez en su locura
las penurias troyanas” (4. 78), las disposiciones de los Hados (1. 260) basadas -¿o era al
revés?- en tratamientos del propio Júpiter, el señor de los narradores. Apenas (1. 34: vix)
Virgilio ha puesto en marcha el relato, Juno lo interrumpe, lamentándose ante la
necesidad de renunciar a su relato (1. 37-9):

mene incepto desistere victam


nec posse Italiam Teucrorum avertere regem!
quippe vetor fatis.

“¡Así yo, vencida, debo desistir de mi comienzo y no puedo alejar de Italia al


rey troyano! Es que los hados me lo impiden.”

La apertura mene incepto, “yo de mi comienzo” repite el sonido de la palabra inicial de


la Ilíada, ménin, “cólera”, que Virgilio mismo sólo pudo traducir (1. 4, 2. 25): a su turno
la misma será repetida por Eneas (1. 97-8: mene Iliacis occumbere campis / non
potuisse, “que yo no haya podido morir en los campos de Troya”). Inceptum,
“comienzo”, es un término común para una empresa literaria (cf. Georg. 2. 39): de este
modo Eneas comenzará su historia en el libro 2 con la palabra incipiam, “comenzaré”.
1
Original inglés: “Virgilian narrative: story-telling”, en Martindale, C. (ed.) The Cambridge Companion
to Virgil, Cambridge Universty Press, 1997, 259-270.

52
El relato de Juno terminará en nada: al final del poema, Jupiter le ordenará inceptum
frustra summitte furorem, “cede tu furia, comenzada en vano” (12. 832). O más bien: el
relato de Juno equivaldrá a la Eneida misma, el poema que esa furia inútil construye por
medio de sus obstáculos y demoras.
Júpiter se presenta a sí mismo como el dios de los finales, en oposición a Juno,
como la fuerza demoníaca que recomienza la acción una y otra vez, estorbando. Se lo
introduce por primera vez con las misteriosas palabras et iam finis erat, “y ya era éste el
fin” (1. 223: en referencia literal a la escena precedente, donde Eneas y sus hombres
lamentan a sus compañeros perdidos): precisamente antes un optimista Eneas había
contado a sus hombres que dabit deus his quoque finem, “el dios dará fin también a
estos (problemas)” (1. 199), y justo después Venus preguntará con desesperación a su
padre quem das finem, rex magne, laborum?, “¿Qué fin das, gran rey, a estos trabajos?”
(1. 241). En el otro extremo del poema, Júpiter mismo recordará estas palabras a Juno al
comienzo de la escena de reconciliación del libro 12, quae iam finis erit, coniunx? quid
denique restat?, “¿Qué fin habrá ahora, esposa? ¿Qué resta por último?” (12. 793). Sin
saberlo, Eneas repite las palabras de Júpiter cuando se dirige a Turno en 12. 889: quae
nunc deinde mora est? aut quid iam, Turne, retractas?, “¿Cuál es entonces la demora
ahora? ¿O por qué retrocedes ahora, Turno?” (parodiando la engañosa declaración de
Turno en 12. 11, nulla mora in Turno, “no hay ningún retraso en Turno”: retracto puede
ser un término literario; cf. Nisbet y Hubbard sobre Horacio C. 2. 1. 38). Cada vez que
Júpiter intenta conducir las cosas a un final, su esposa lo frustra y crea una mora,
“retraso”: cada vez que Juno y sus aliados introducen una demora, al final la historia
avanza. Así Anquises en el libro 2, habiendo causado demoras en un principio, acepta
dejar Troya al ver el portento del dios, con las palabras iam iam nulla mora est, “ya, ya
no hay más retraso” (2. 701); y en otro punto central de partida, Mercurio ordena a
Eneas abandonar Cartago con las palabras heia age, rumpe moras, “vamos ya,
interrumpe toda demora” (4. 569). Al final de la Eneida es esto lo que hace Eneas (12.
699, praecipitat... moras omnis, opera omnia rumpit, “hace a un lado todas las demoras,
interrumpe todo [otro] trabajo”). Justo al final se produce una breve vacilación, cuando
Eneas demora el clímax del asesinato de su enemigo, pero el poema termina finalmente
con un acto de composición, si no de compostura: Aeneas ferrum adverso sub pectore
condit, “entierra [funda, clava] el hierro en el pecho de su adversario” (12. 950,
evocando 1. 5, dum conderet urbem, “antes de que fundara una ciudad” y 1. 33 tantae
molis erat Romanam condere gentem, “tan enorme esfuerzo era fundar el pueblo
Romano”). El asesinato final es a la vez un final y un comienzo, un acto fundacional
para la nueva Roma, como el fratricidio de Rómulo (cf. 1. 276-7, en la profecía de
Júpiter Romulus excipiet gentem et Mavortia condet / moenia, Romanosque suo nomine
dicet, “Rómulo heredará la estirpe y fundará las murallas de Marte, y los llamará
Romanos por su nombre”). Aquí, bajo la aparente tentativa de borrarlo, la omisión de
Júpiter destaca la presencia del asesinato de Remo, y esto se refuerza por el eco del
fragmento 63 de Ennio acerca de la enemistad de los hermanos: certabant urbem
Roman Remoramne vocarent, “peleaban por si llamarían a la ciudad Remora o Roma”.

OPOSICIONES

En forma análoga, de principio a fin la Eneida representa sus propios finales e


inicios en disputa. La contienda entre Júpiter y Juno se pelea en varios niveles. En la
primera mitad del poema, Eneas vaga por el Mediterráneo intentando descubrir en qué
consiste la trama: hay historias que intentan ayudarlo, pero son fácilmente

53
malinterpretatadas. Anquises, después de consultar los libros de historia (3. 102,
veterum volvens monimenta virorum, “examinando/desenrollando los documentos de
los antiguos varones”, interpretados después, en 105, como audita, “cosas oídas”),
sugiere plausiblemente a Creta como su hogar, pero una plaga demuestra que estaba
equivocado. En el libro 6, ya muerto, Anquises brinda información tal vez más
confiable -pero incluso menos útil en lo inmediato- sobre lo que sucederá después en la
historia romana: se nos cuenta que instruyó a Eneas en detalle sobre lo que sucedería en
los libros 8-12 (6. 890-2), pero el narrador no comparte esta información con nosotros, y
Eneas muestra pocos signos de recordarlo. No obstante, la segunda mitad del poema
tiene una teleología más marcada, en la medida en que, a pesar de los esfuerzos de Juno,
los acontecimientos avanzan hacia su conclusión. A partir de aquí, algunos han visto un
movimiento en el poema, desde un asunto odiseico con la repetición como retorno
(“romance” o “cuento”) hacia un sentido iliádico de repetición con variación (“épica”):
en vez de “buscar a su madre” (3. 96), Eneas se convierte en el nuevo padre de la estirpe
romana, en vez de andar en círculos, la trama avanza en forma de espiral. La guerra de
Troya se lleva a cabo nuevamente en la segunda mitad, pero esta vez los troyanos
asumen el papel de los griegos, y los latinos, de sitiar ellos mismos el campo troyano,
pasan a ser sitiados: Turno se convierte en Héctor, y Eneas resulta el alius... Achilles, el
“Aquiles II” profetizado por la Sibila (6. 89).
Pero mientras una oposición entre las tramas de la Ilíada y la Odisea
indudablemente está en la base del relato de la Eneida, los términos de la oposición
resultan menos claros de lo que esta perspectiva sugiere. De los dos poemas épicos
homéricos, la Odisea es la que tiene la teleología más fuerte: los eventos se suceden
inexorablemente hacia su correspondiente conclusión, y la trama divina esbozada al
principio termina justificándose (en Od. 24. 351 Laertes exclama “Padre Zeus, vosotros
los dioses todavía existís en el Olimpo...”). Como muchos han notado, es la Odisea la
que provee la armazón para la estructura de la Eneida, con una heterogénea primera
mitad seguida de una segunda mitad, donde tiempo y espacio se vuelven cada vez más
concentrados y claustrofóbicos a medida que nos movemos hacia el acto final de
venganza. Vamos desde la amplitud del Mediterráneo hasta Ítaca, y luego al palacio, y
finalmente al lugar del asesinato del libro 22: en forma similar, la Eneida avanza hacia
la reunión de Turno y Eneas, uno contra otro a las puertas de la ciudad. El encuentro
final de Atenea y Zeus en el cielo de Odisea 24 se refleja en el de Juno y Júpiter en
Eneida 12: en ambos casos se nos asegura que a partir de ahora habrá paz y justicia (cf.
Od. 24. 486, 483 con Aen. 12. 821-822), que estos eventos alcanzarán finalmente una
solución. Mientras Atenea desciende a la tierra para detener el conflicto entre Odiseo y
los familiares de los pretendientes, Juno en cambio abandona misteriosamente su nube
(12. 842) y se limita a desaparecer de la epopeya, y en el nivel humano la resolución es
más confusa e inquietante. La Ilíada, en contraste, mientras apunta hacia el final de la
caída de Troya, en los propios límites del poema sólo termina con el mutuo
reconocimiento de la pena compartida y posee un sentido mucho menos marcado de
teodicea, por más que Zeus envíe a Hermes a guiar a Príamo hasta Aquiles. Esto se
acerca mucho a los paradigmas de la tragedia, al eterno retorno del sufrimiento humano
más que a alguna otra esperanza de final. En este sentido entonces, en la medida en que
a lo largo de la Eneida se desarrolla una oposición entre una trama odiseica y una trama
iliádica, se puede argumentar lo contrario de lo que sugirieron Quint y otros: la Odisea
representa el cierre; la Ilíada, la resistencia a él conformada por el dolor humano. La
cuestión de la tendencia de la trama de la Eneida, de si ésta progresa linealmente o en
círculos, se convierte entonces en una nueva versión del debate sobre la orientación
ideológica del poema; y la cuestión de la trama vuelve a reflejarse en otro nivel de la

54
historia de la crítica virgiliana misma. La crítica ¿llega a alguna parte, progresa,
resuelve asuntos, saca conclusiones, o sólo vuelve una y otra vez a las mismas
oposiciones? ¿Formula preguntas o da respuestas?

TRAMA, HISTORIA, LIBRO

La Eneida exhibe los usos de orden, duración y frecuencia propios de la teoría


narratológica y plantea los mismos problemas que suelen involucrar los intentos de
precisar el nivel de la trama, fabula o historia (“lo que pasa”) y el nivel de la narración
de los eventos de la trama, el modo en que se los relata (y los términos que han de
usarse en cada nivel...). La narración de la Eneida comienza con Juno que ve a Eneas,
pronuncia un airado discurso e incita una tormenta: termina con Eneas que ve el tahalí
de Palas, pronuncia un airado discurso y mata a Turno. Pero como dijimos, el principio
y el final del relato resultan mucho más problemáticos.
Las rupturas más notorias del ORDEN narrativo son la narración de Eneas a Dido
acerca de la caída de Troya y la recitación de Anquises sobre la historia futura de Roma,
cuyo ordenamiento no responde a una cronología estricta, sino que presenta muchas
pequeñas analepsis (flashbacks) y prolepsis (anticipaciones). En relación con la
DURACIÓN narrativa, suele establecerse una oposición entre la balanceada narración
épica, con una predominancia de las “escenas” (donde el tiempo destinado a narrar un
evento se corresponde con su longitud e importancia en el nivel de la trama) sobre el
“resumen” y las “detenciones”, y la narrativa más “sincopada” de la elegía, donde los
eventos más importantes del relato pueden referirse brevemente para concentrarse en
pasajes descriptivos, confrontaciones emocionales o monólogos. Esto vale tanto cuanto
cualquier otra marca de oposición genérica entre épica y elegía: de hecho, existe una
gran variedad en el manejo de la duración narrativa en la Eneida. Mecanismos como la
écfrasis y el símil, que tienden a suspender por completo la narración, se emplean
profusamente. Las narraciones de batallas en la segunda mitad de la obra son lugares
donde cabría esperar la regularidad narrativa del estilo épico, pero resulta típico que se
las construya en torno de episodios de muerte, donde la descripción y la analepsis del
pasado de la víctima tienden a predominar sobre la narración del asesinato del presente,
y en el momento de la muerte puede focalizarse un detalle bizarro más que la esperada
narración del asesinato. Éstos suelen contener además un discurso directo. En 9. 590-
637, por ejemplo, nos encontramos con la famosa muerte de Rémulo Numano a manos
de Julo: tres versos (590-592) introducen el asesinato en forma sumaria, dos (593-594)
describen a Rémulo, tres (595-597) narran su burla a los troyanos, veintitrés presentan
su discurso (598-620), cuatro (621-624) narran los propósitos de Julo, cinco (625-629)
presentan su súplica a Júpiter, cinco (630-634) narran la respuesta de Júpiter y la
ejecución, dos (634-635) presentan los alardes de Julo y dos (636-637) describen la
reacción de los troyanos. Aunque las teorías narratológicas suelen ubicar al discurso
directo entre los recursos destinados a representar una “escena”, como lleva el mismo
tiempo narrarlo que decirlo, de hecho produce el efecto de retardar una narración,
puesto que a menudo su contenido se narra en forma más económica por medio de un
discurso indirecto o por medio del registro de un acto de habla del narrador: así, en este
ejemplo, una ínfima parte del episodio se dedica propiamente a la narración y una parte
mucho mayor, al comentario, a la reflexión o la reacción. El discurso directo, uno de los
rasgos más característicos del estilo épico, resulta entonces ambiguo en su efecto sobre
el progreso de la narración.

55
Al hablar sobre el “episodio” de Rémulo Numano, me valgo de la nomenclatura
aristotélica convencional para la SEGMENTACIÓN narrativa. Evidentemente la sección no
concluye en 637, puesto que Virgilio sigue adelante para narrar la reacción siguiente de
Apolo y la retirada de Julo del conflicto: un posible lugar donde ubicar el final del
episodio podría ser 663, mientras que los editores modernos tienden a marcar un corte
de parágrafo más adelante, en 671. La división en parágrafos de las ediciones modernas
constituye un rasgo a menudo azaroso del paratexto (los rasgos de un texto que, más que
formar parte de él, conllevan una interpretación), pero hay algunos signos obvios de
división en el texto, como los epiphonemata (resúmenes de un solo verso, como 1. 33,
tantae molis erat Romanam condere gentem, “tan enorme esfuerzo implicaba fundar el
pueblo Romano”), u otros comentarios generales, como la pausa reflexiva con que
Eneas concluye su narración de la muerte de Príamo en el libro 2 (554-558):

Haec finis Priami fatorum, hic exitus illum


sorte tulit Troiam incensam et prolapsa videntem
Pergama, tot quondam populis terrisque superbum
regnatorem Asiae. iacet ingens litore truncus,
avulsumque umeris caput et sine nomine corpus.

“Éste fue el fin de los hados de Príamo, este fin lo tomó por azar a él, tras ver
a Troya incendiada y a Pérgamo, derrumbada, en otro tiempo soberbio
gobernante de tantos pueblos y tierras de Asia. Yace su enorme tronco en la
costa, cabeza arrancada de los hombros y cuerpo sin nombre.”

Como narrador interno, Eneas llama la atención sobre el hecho de que el final de
su relato de la historia de Príamo coincide con el final de Príamo, que ha salido de la
historia dentro de la historia para convertirse en un cadáver sin nombre (el lector
moderno bien podría pensar en el final de El nombre de la rosa). Antes de esta
reflexión, el detalle final con el que Eneas ha concluido su narración fue el hundimiento
de la espada de Pirro en el cuerpo de Príamo (2. 552-553), la (clase de) acción con la
que concluirá la Eneida misma (12. 950: cf. también 10. 536). Al final de la Eneida, el
relato se detendrá sin dejar pausa para la reflexión, pero hay un claro elemento de mise
in abyme (reflejo del proceso textual en un texto) dentro de la mise in abyme, señalado
por medio de la segmentación: así como la narración de Eneas es una historia dentro de
la historia con la que el poema se reanuda nuevamente (cf. 2. 3 infandum regina iubes
renovare dolorem, “me ordenas, reina, renovar un dolor inefable”), así, dentro de ésta,
la historia de Príamo termina de la misma manera en que terminará la obra completa. Y
entonces la historia continúa.
Es esta suerte de segmentación interna la que genera efectos tales como el reflejo
de escenas entre la primera y la segunda mitad de la obra: sólo cuando se logra separar
en unidades el continuum textual se hace posible la búsqueda de correspondencias entre
esas unidades. La mayor segmentación de la Eneida es la división en doce “libros”, que
tienen un status similar al de los capítulos de una novela moderna. La Ilíada y la Odisea
fueron divididas cada una en veinticuatro libros antes de o durante el período helenístico
temprano: aunque algunas de las divisiones no marcan un corte fuerte en la acción, la
mayoría produce una pausa significativa en algún nivel. Algunos de los libros tienen un
fuerte sentido de unidad individual (por ejemplo, Ilíada 10 y Odisea 11, ambos
considerados por esta razón añadidos al poema original), y la numeración enfatiza las
correspondencias entre los dos poemas homéricos: tanto la Ilíada como la Odisea, por
ejemplo, tienen momentos de clímax en su libro vigésimo segundo, con el asesinato de

56
Héctor y de los pretendientes respectivamente. La división en libros de la Eneida se
marca no obstante en forma mucho más fuerte, y el libro se impone como la principal
unidad estructural del poema. La división más obvia es en dos mitades de seis libros,
con un “proemio central” en el libro 7, que irónicamente anuncia no sólo un maius opus,
una “obra mayor”, sino también un maior ordo, un “'orden” o “secuencia mayor”: a lo
largo de toda la Eneida es más que el orden de los sucesos lo que recae en los usos
propios del ordo, y esta secuencia comienza inmediatamente después de la larga serie de
la historia romana delineada por Anquises (6. 723, 754). Pero se genera también la
impresión de tres grupos de cuatro libros (1-4, por ejemplo, refieren la “digresión” en
Cartago, así como la Odisea contiene los detalles del viaje de Telémaco), y otras
divisiones son posibles. Los libros de la primera mitad tienden a terminar en muerte (2:
Creúsa, 3: Anquises, 4: Dido, 5: Palinuro, 6: Marcelo), mientras que en la segunda
mitad ocurre sólo en los libros 10 y 12: con respecto a esto, hay quizás un particular
paralelo entre 4 y 10, sugiriéndose una división en 4 + 2 dentro de cada mitad. Un
aspecto particular de la estructura de la obra es el modo en que algunos libros pueden
considerarse una mise in abyme de la obra entera. Esto se ha sostenido especialmente
para los libros 3 y 5: ambos comienzan con un viaje por mar y terminan con una muerte,
y también en otros sentidos puede vérselos como un reflejo de la obra mayor. Este juego
con la segmentación y la estructura de la obra no constituye un mero alarde formalista:
las estructuras múltiples y cambiantes conectan diferentes partes del poema de manera
distinta y se corresponden así con la multiplicidad de fines y principios a nivel
ideológico.

PUNTO DE VISTA

Sin embargo, es a nivel de la voz (¿quién habla?) y especialmente del modo


(¿quién ve?, focalización) donde el relato de la Eneida ha parecido tropezar en forma
más ostensible con las cuestiones más amplias de su interpretación. Como ya se dijo,
mientras que el narrador de la Eneida en su conjunto evita las intervenciones explícitas
en la narración y procura el “mostrar” épico antes que el “contar” un discurso, el “punto
de vista” incorporado en el poema de ningún modo resulta siempre claro (un punto que
emerge ya en los comentarios sobre la persona en el antiguo comentario de Servio). En
4. 281-282, por ejemplo, las reacciones de Eneas frente a la advertencia de Mercurio
sobre su misión se describen en los siguientes términos:

ardet abire fuga dulcisque relinquere terras,


attonitus tanto monitu imperioque deorum.

“Arde por darse a la fuga y abandonar las dulces tierras, atónito por semejante
advertencia y orden de los dioses.”

Habla el narrador épico, pero como nota Servio, posiblemente sea Eneas quien
pone el acento sobre dulcis: él está entusiasmado por partir, pero también considera
dulce a la tierra de Cartago debido a su amor por Dido (podemos suponer). Aquí la
elección léxica de dulcis introduce el punto de vista de Eneas: él ve, aunque sea Virgilio
quien habla. El verso siguiente también puede tomarse como ejemplo del punto de vista
de Eneas más que del de Virgilio, pero de un modo menos evidente: mientras que el
énfasis sobre dulcis obviamente no proviene de Virgilio, la descripción de la
“advertencia y orden” de los dioses como “semejante”, “tanta” (tanto) podría pertenecer

57
al punto de vista del narrador primario, pero admite leerse también como una
representación de cómo Eneas se siente en relación con lo que acaba de escuchar. De
manera similar, no hay nada en la frase monitu imperioque deorum, “por la advertencia
y orden de los dioses”, que no pueda pertenecer al punto de vista de narrador primario,
pero nosotros podemos leerlo también como la expresión de la tendencia de Eneas a
considerar en términos de una orden lo que Mercurio dijo sólo a manera de advertencia
(lo que de hecho se ajusta más al tenor de su discurso, que contiene sólo un imperativo).
Sin embargo, nada de esto está exento de ambigüedades. Aunque a veces, por lo tanto,
estamos seguros de querer encontrar un punto de vista del personaje enclavado en el
texto, en otros pasajes estaríamos menos seguros de la distribución del punto de vista
del narrador y los personajes: es un asunto de elección interpretativa. La posición del
narrador respecto de la introducción del punto de vista depende también de la elección
del lector: podemos considerar que Virgilio se limita a registrar determinado
sentimiento de un personaje, o que comparte su punto de vista con “simpatía” o
“empatía”.
A partir del famoso “estilo subjetivo” de Virgilio, es posible entonces llegar a
conclusiones muy diferentes acerca del tenor del poema. Podemos considerar que el
énfasis sobre algunos elementos proviene de los personajes, o del narrador, o de cierta
mezcla de los dos, y podemos valernos de la inclusión de puntos de vista ya para
“resolver problemas” de la tendencia ideológica de la narración o para introducir notas
discordantes. En 10.565-570, por ejemplo, se compara a Eneas con el monstruoso
gigante Egeón rebelándose contra los dioses: ¿debemos ver esto como un comentario
del narrador acerca de la naturaleza monstruosa de Eneas en este punto o simplemente
como el modo en que lo ven sus oponentes? Está claro que cuestiones como ésta no
pueden resolverse apelando a meros elementos textuales sino que dependen de puntos
de vista más amplios sobre la ideología del poema. Se ha argumentado que, a menos
que se resuelva el problema de si el narrador simpatiza con los puntos de vista incluidos
o se limita a registrarlos, se resiente la coherencia del texto y resulta imposible
adscribirlo a alguna tendencia ideológica dominante, pero esto quizás subestime la
habilidad de un crítico lo suficientemente decidido para producir interpretaciones
retorcidas, tendientes a mantener esas otras “voces” en un conveniente silencio.

CANTO Y ESCRITURA

En 9. 774-777, en la furia de la batalla, Turno mata a un poeta:

amicum Crethea Musis,


Crethea Musarum comitem, cui carmina semper
et citharae cordi numerosque intendere nervis,
semper equos atque arma virum pugnasque canebat.

“(Turno mató) a Creteo, el amigo de las Musas, Creteo, compañero de las


Musas, que siempre amó a los poemas y las liras, y tensar los metros en las
cuerdas, que siempre cantaba los caballos y armas de los varones y las
batallas.”

La frase arma virum, aunque aquí virum es el genitivo plural, “de los varones”,
más que el singular “varón” del inicio arma virumque cano, “canto las armas y el
varón”, enlaza a Creteo con Virgilio mismo (variaciones sobre las dos palabras iniciales

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retornan una y otra vez a lo largo de la Eneida). Si en este pasaje Turno hubiera abierto
las puertas a sus compañeros, él habría ganado la guerra y el poema habría terminado
antes y mal (9. 757-759): en lugar de esto, sale y mata al poeta. El canebat final,
“cantaba” (que insinúa un patético “pero ya no lo hace más”), vincula a Creteo con otro
cantor, Iopas, que entona un poema alegórico didáctico al final del libro 1 (742-743):

hic canit errantem lunam solisque labores,


unde hominum genus et pecudes, unde imber et ignes

“Éste canta la luna errante y los trabajos del sol, el origen de la raza humana y
los animales, la lluvia y el fuego...”

Y no debemos olvidar a otro cantor que ejerce un efecto sorprendente sobre su


audiencia, como indica Dido a su hermana después del final de la historia de Eneas (4.
13-14):

heu, quibus ille


iactatus fatis! quae bella exhausta canebat!

“¡Ah, por qué hados fue maltratado aquél! ¡Qué guerras agotadoras cantaba!”

Sin embargo, en latín cano significa más que “canto”: es también la palabra
empleada para “profecía” (al comienzo Virgilio canta acerca de un hombre, pero al
mismo tiempo lo profetiza). Este aspecto de su uso introduce muchos otros sustitutos
del narrador a lo largo del poema. Quizás el más prominente sea la Sibila de Cumas,
cuya actividad literaria describe Heleno en el libro 3 (443-452):

insanam vatem aspicies, quae rupe sub ima


fata canit foliisque notas et nomina mandat.
quaecumque in foliis descripsit carmina virgo
digerit in numerum atque antro seclusa relinquit:
illa manent immota locis neque ab ordine cedunt.
verum eadem, verso tenuis cum cardine ventus
impulit et teneras turbavit ianua frondes,
numquam deinde cavo volitantia prendere saxo
nec revocare situs aut iungere carmina curat:
inconsulti abeunt sedemque odere Sibyllae.

“Verás una demente profetisa/poetisa, que en lo hondo de una profunda roca


canta los hados y confía señales y nombres a las hojas. Cuantos cantos haya
escrito la virgen en las hojas, los dispone en verso y los deja encerrados en su
cueva: permanecen fijos en su lugar y no cambian de orden. Pero cuando,
dada vuelta la bisagra, sopló una leve brisa y la puerta desordenó las tiernas
hojas, ella no se cuida de tomarlas mientras vuelan por la cueva hueca o de
volverlas a sus lugares o de unir los cantos: parten los que se han quedado sin
oráculo y odian el lugar de la Sibila.”

Así más adelante, en el libro 6, cuando finalmente encuentra a la Sibila, Eneas le


ruega que cante ella misma y no confíe sus profecías a la escritura (6.74-6):

59
foliis tantum ne carmina manda,
ne turbata volent rapidis ludibria ventis;
ipsa canas oro.

“Tan sólo no confíes tus cantos a las hojas, para que mezcladas no vuelen
como un juguete para los rápidos vientos; te ruego que cantes tú misma.”

Confiadas a la escritura, las profecías de la Sibila se vuelven inestables en el


momento de la lectura: abrir las puertas mezcla el orden del texto más allá de la
memoria. En un intento por evitar esas inestabilidades, Eneas ruega a la Sibila su
presencia completa, pero la respuesta de la Sibila es tan ambigua como todas las
profecías de la Eneida. Como canto, la Eneida aspira a trascender las indeterminaciones
de su naturaleza textual; como texto escrito, incorpora esas indeterminaciones. En el
momento mismo de asumir el canto al comienzo del poema, la narración resulta no
obstante ambigua. Obviamente, el “varón” del “Canto las armas y el varón...” es Eneas,
pero resulta igualmente obvio que señala también hacia otro hombre, Augusto (6. 791-
794):

hic vir, hic est, tibi quem promitti saepius audis,


Augustus Caesar, divi genus, aurea condet
saecula qui rursus Latio regnata per arva
Saturno quondam

“Éste es el hombre, éste es quien a menudo se te promete, Augusto César,


estirpe de dios, quien a su tiempo fundará otra vez los siglos de oro en el
Lacio, en los campos regidos por Saturno.”

Virgilio canta a Eneas y profetiza a Augusto: la presencia directa prometida por


el canto y la profecía resulta ilusoria desde el comienzo. Al son de Virgilio, estas cosas
se intercambian desde un principio.
El énfasis puesto sobre la imposibilidad de determinar la recepción en la historia
de los folia de la Sibila -la implicancia de que, más allá de la fijeza que un texto pueda
poseer, ésta desaparece en el propio acto de lectura necesario para darle un sentido- se
refleja en las restantes representaciones del acto de recepción que encontramos a lo
largo del poema. Cada vez que alguien oye el relato de otro (como los troyanos oyen a
Sinón, o Dido a Eneas) o contempla una obra de arte (como Eneas en los libros 1 y 8) o
recibe una profecía, la Eneida acentúa el rol activo de la audiencia en la recepción del
mensaje, el modo en que sus creencias y emociones determinan sus reacciones frente a
lo que se les plantea. A partir de estos representantes internos se pueden construir
diversos lectores de la Eneida, que a su vez reaccionarán de distintas maneras frente a
su relato: los que recordarán las penas pasadas (2. 3, 3. 710) o se lanzarán hacia un
futuro glorioso (6. 889), los que se dejarán arrastrar por el relato o quizás lo lean con
mayores reservas. El relato de la Eneida no termina necesariamente con el vuelo final
del alma de Turno (él mismo, resultado de la “lectura” de Eneas del tahalí de Palas
lucido por Turno), sino que comienza en el momento mismo en que los primeros
lectores de la obra toman el libro en sus manos y se disponen a desenrollar lo que
Virgilio envolvió en la oscuridad. Es entonces cuando los sucesos se ponen en
movimiento y comienzan a suceder: allí es adonde en verdad conduce la acción.

60
ENEAS Y EL IDEAL ESTOICO
C.M. Bowra 1

(Traducción y síntesis: Alicia Schniebs)

En una época como la nuestra, que es escéptica respecto de la inspiración y


asigna gran valor al estilo, no es sorprendente que la Eneida haya recuperado el
prestigio que tenía en los siglos XVI y XVII, y Virgilio es nuevamente mirado como un
poeta de inquebrantable gusto tanto en las emociones como en las palabras. Sin
embargo, la admiración por la Eneida no tiene palabras de elogio para Eneas, quien se
rechaza o se pasa por alto en apenas un par de comentarios. Nos parece un personaje sin
vida, porque no apela a la imaginación sino a la conciencia y la conciencia ha cambiado
de ideales. Tal vez fue para los romanos un símbolo de la más inspirada moral, pero
nada significa hoy para nosotros: nos parece melindroso y aburrido.
Éste parece ser, en efecto, el sello de las modernas opiniones sobre él, y es
innegable que resulta difícil rebatirlas. Es cierto que Eneas nunca nos toca con la misma
emoción que Dido o Turno o incluso Mezencio. Es cierto que está tan agobiado por la
moral que pierde rasgos individuales y se transforma muy frecuentemente en una masa
de ideales diversos. Pero precisamente esta diferencia entre él y el resto de los
personajes de la Eneida es lo que lo convierte en un interrogante. Virgilio tuvo
considerable capacidad para penetrar en la naturaleza humana y creó personajes llenos
de vida, de manera tal que, si falló con Eneas, debe pensarse en la finalidad que
trasciende la delineación de un personaje. La crítica encuentra esa finalidad en la moral,
y afirma que Eneas es el ideal romano y que fue creado como un hombre perfecto,
rodeado de la discordante compañía de individuos reales a efectos de realzar su
excelencia. Nos parece, sin embargo, que, si ése fue el propósito Virgilio, no lo logró.
El buen Eneas no es en verdad tan bueno, y encontramos más heroísmo en un asesino
como Mezencio. En otras palabras, el error en Eneas no reside en que es demasiado
bueno, sino en que no es lo suficientemente bueno. El modelo de extrema virtud es un
cobarde, un indeciso y un seductor que trata de justificar su conducta atribuyéndola a
mandatos divinos. Resulta difícil creer que flaquezas tan obvias para nosotros hayan
pasado inadvertidas para la sensibilidad moral de Virgilio a riesgo de tener que admitir
que, al crear su romano ideal, Virgilio mostró una torpeza de conciencia como no se
encuentra en ninguno de sus contemporáneos. Con toda seguridad, Virgilio no concibió
su Eneas como un individuo perfecto y tuvo en mente algo más que debemos descubrir.
Sin duda apuntaba hacia algo de sentido moral, pero que no era la moralidad barata de
un héroe patéticamente poco exitoso.
Es verdad que los romanos ortodoxos creyeron en Eneas como en un hombre
ideal. Los contemporáneos de Virgilio y sus sucesores reiteraron con devoción sus
elogios a Eneas. Aun para Horacio es el pius Aeneas, el “piadoso Eneas”, y la larga
serie de poetas en los que la magia del estilo virgiliano dejó su paralizante influencia,
desde Tibulo y Ovidio hasta Estacio y Juvenal e incluso Sidonio Apolinar, consideraron
a Eneas el modelo de la piedad y el valor. Séneca lo singulariza como ejemplo de
devoción filial (Ben. 3. 37. 1) y emperadores como Pertinax se enorgullecieron en
proclamarse como sus descendientes (Hist. Aug. 30. 13. 3). La Eneida se transformó en
parte del curriculum educativo y las páginas de Donato son un panegírico de las
excelencias de Eneas en la guerra y en la paz. Citar su ejemplo servía para justificar
conductas, y no hay duda de que Diocleciano lo sintió de ese modo cuando, al matar a
1
Original inglés: “Aeneas and the Stoic Ideal”, Greece and Rome, 3, 1933-1934, 8-21.

61
Aper, usó las palabras que Eneas pronuncia cuando mata a Lauso: Gloriare, Aper;
Aeneae magni dextra cadis, “Enorgullécete, Aper: sucumbes por mano del gran Eneas”
(Herodian. 2. 3. 3). Sin duda, mucho del culto de que fue objeto provenía no tanto de
su condición de héroe de la Eneida cuanto de la de ancestro de la estirpe romana, y esto
no es atribuible a Virgilio. Sin embargo, está fuera de discusión el hecho de que la
Eneida fue una parte tan vital de la educación romana que su personaje fue aceptado sin
cuestionamientos por los ortodoxos y representado durante cuatro siglos como un ideal.
Sin embargo, todo este culto nada prueba respecto de las intenciones de Virgilio. Una de
las desventajas de la gloria póstuma es el exceso de admiración incondicional. Es
preciso comentar, asimismo, que en la literatura romana hubo una pequeña gota de
hostilidad hacia Eneas, de la cual quedaron huellas ciertas y que muestra que aun en la
Antigüedad hubo algunos a quienes no les resultó fácil aceptarlo como un ideal de
hombre. Sin duda, esa crítica hostil empezó con el Aeneomastix de Carvilio Pictor
(Suet., Vit. Verg. 44), obra cuyo título muestra que su blanco fue Eneas y no la Eneida.
Desafortunadamente, nada conocemos de su contenido, pero en las concienzudas
páginas de Donato, encontramos muchas respuestas para las críticas hostiles a Eneas en
palabras sin duda semejantes a las del Aeneomastix. Se lo acusa, entonces, de merecer la
hostilidad de Juno, de haber desertado, si no traicionado a su patria, de estar dormido
cuando se realizaba el ataque, de no llevar él mismo los Penates, de perder a Creúsa, de
no reconstruir Troya, de abandonar a sus camaradas en Sicilia. En lo que hace a la
pérdida de Creúsa, aun al propio Donato le resulta difícil disculparlo, y dice que debió
haberla esperado y haberla ayudado. También se registran críticas respecto de su
desafortunada instalación en Troya, que muestra que no prestó atención a la profecía de
Creúsa. Muchos de estos puntos podrán parecernos menores, pero son importantes a la
hora de comprobar que existió también una crítica junto al aplauso incondicional de los
poetas. El punto culminante de estas críticas los encontramos en los padres de la iglesia
cristiana, y en este sentido es útil recordar que Agustín (Civ. Dei 9. 4) considera que el
comportamiento de Eneas con Dido es le típico de la dureza de corazón del hombre
estoico. Esta observación de Agustín nos da una clave para indagar acerca del porqué
del carácter de Eneas. Eneas es efectivamente un estoico, pero como todo estoico tiene
que atravesar un período de prueba, durante el cual se enfrenta a tentaciones y
dificultades demasiado numerosas y falla. Los estoicos, como los cristianos, creían que
la virtud no se alcanza sin pruebas y Virgilio, adaptándose al estoicismo de su época, se
propone describir el desarrollo, la evolución de un hombre que responde a esa
concepción del hombre. Desde luego, no es ni tan mal artista como para hacerlo triunfar
sobre todas las tentaciones ni un estoico tan estricto como para confinar su personaje a
reproducir la doctrina. Sin embargo, incuestionablemente, en los seis primeros libros la
clave del tratamiento que Virgilio imprime a su personaje reside en que usa no sólo la
doctrina estoica sino incluso su terminología. Hace que su héroe atraviese una serie de
pruebas y exámenes que son indispensables para su desarrollo moral, y sólo después que
ha pasado por ellos y ha encontrado en ellos sus propias flaquezas, está preparado para
recibir la visión de las glorias destinadas a Roma.
Los estoicos sostienen una visión cuatripartita de la virtud en justicia, mesura,
valentía y sabiduría y, a cada una de estas clases, le atribuyen significados muy
particulares que es preciso tener en cuenta. La justicia es la única clase de virtud en la
que Eneas nunca falla. Sus relaciones con los dioses, con su familia, con sus
compañeros, todo lo que Virgilio designa con la palabra pietas, son incuestionables.
Pero la pietas es esto y nada más, de modo que cuando Virgilio llama a su héroe pius
Aeneas, no debe pensarse que le atribuye virtudes que no posee plenamente. De manera
particular, no debemos confundir su pietas con la valentía, la prudencia o la sabiduría.

62
Es, sin duda, la base indispensable para acceder a las otras, pero no es idéntica ni
equivalente, y es precisamente en esas tres cualidades en las que Eneas falla más
notablemente.
Los estoicos tienen una clara concepción de la sabiduría, o, según la palabra
romana, de la prudentia. Es una cualidad práctica: el conocimiento de cuál es el fin
deseable y cuáles son los medios necesarios para lograrlo. Cicerón es muy claro
respecto del alcance de este término y en Acerca de los deberes la define como el
conocimiento de lo que se debe pretender, de lo que se debe rechazar y de la
oportunidad para las acciones respectivas (1. 142). En esto Eneas falla de manera
lamentable y de hecho admite que el episodio del caballo de Troya se debe en parte a su
culpa. En efecto, Eneas confía en el relato de Sinón y ayuda a entrar el caballo a la
ciudad, un acto por el cual se define a sí mismo y a sus compañeros como immemores
caecique furore, “desmemoriados y ciegos de furor” (Aen. 2. 244). Al llevar adelante
este acto, Eneas muestra que carece de esa clase de sabiduría que Cicerón, en lenguaje
estoico, define como “memoria del pasado y previsión del futuro” (De sen. 78); es decir,
a pesar de su larga experiencia acerca de la astucia griega, permite que el caballo entre a
Troya. Al mismo tipo de carencia debe atribuirse la pérdida de Creúsa: sabe que quiere
que ella escape, pero no es capaz de arbitrar los medios para lograr ese fin. En el libro 2,
Eneas se asienta en Creta y sobrevienen la peste y el desastre, todo lo cual es el
resultado de que no tiene memoria de las palabras de Creúsa. En todas estas ocasiones,
Eneas es culpable de imprudentia, sabe cuál es el fin correcto, pero es incapaz de prever
los medios. Desde luego, el clímax de su imprudentia está en el episodio de Dido. No
debe ponerse el acento en la pasión. La real víctima de la pasión en este episodio es
Dido y no Eneas. Es la reina, en efecto, la que, totalmente poseída, abandona los votos
hechos a las cenizas de su esposo Siqueo y viola su sagrada condición de univira. La
crítica a Eneas tiene otro fundamento: Eneas ha olvidado su deber y es por ese motivo
que necesita ser amonestado por Mercurio. La esencia del reclamo del dios es,
efectivamente, la referencia a que ha olvidado el reino que le ha sido destinado y su
deber para con Ascanio. Su culpa es aún mayor que en los otros casos: es ahora culpable
de insipientia, pues tiene una noción equivocada del bien, ya que cree que lo correcto es
estar en Cartago, cuando su deber le ordena ir a Italia.
Respecto de la mesura, la falla de Eneas es igualmente observable y admitida. La
concepción estoica de la mesura era simplemente el control de las pasiones. En el buen
estoico, las pasiones siempre están subordinadas a la razón, y cualquier falla en el
gobierno sobre ellas es una falla en la temperancia o mesura: en otras palabras, la
mesura es el auto-control. En este sentido, observemos que Eneas admite más de una
vez que sus actos surgen de la ira, de la locura, de los ciegos impulsos y no de la
elección reflexiva. Cuando toma las armas, dice de sí mismo arma amens capio, “tomo
las armas, demente” (Aen. 2. 314) y, algo después agrega furor iraque mentem
praecipitat, “el furor y la ira precipitan mi pensamiento”. No piensa en una batalla que
pueda llevarlos a la victoria sino en una confrontación desesperada en la que no se
miden las consecuencias. En este arrebato de desesperación, llama a sus compañeros a
arrojarse en medio de la lucha y a morir, y les dice que la única salvación que le resta al
conquistado es la esperanza de no salvarse (Aen. 2. 354). El clímax de esta furia
irracional es el encuentro con Elena, cuando desea vengarse de ella. Sus propias
palabras lo hubieran condenado frente a cualquier tribunal de moralistas romanos (Aen.
2. 575-576):

exarsere ignes animo: subit ira cadentem


ulcisci patriam et sceleratas sumere poenas

63
“Ardieron fuegos en mi espíritu: sobreviene la cólera por vengar a la patria que
sucumbe y por cobrar criminal venganza.”

Es una víctima de la cólera y el deseo de venganza, ha perdido por completo el


control sobre sí mismo y sólo puede salvarse gracias a la aparición de su madre divina.
Hacia el final del mismo libro, cuando pierde a Creúsa, su “locura” (en sus propias
palabras) es tan grande que ya no es sólo un descontrolado sino un blasfemo, y acusa a
los hombres y a los dioses de su pérdida. Ningún lector de la descripción virgiliana del
saqueo de Troya puede dejar de sentir que la conducta de Eneas es un indicio del
irracional descuido que lleva a la destrucción de la ciudad en esa noche de horror. Un
poco más de prudencia antes y una acción más reflexivamente coordinada durante el
asedio hubieran salvado la ciudad. En cambio, vemos a Eneas actuando a partir de la
pasión e incapaz de hacer algo que pueda detener el desastre.
Acusar a Eneas de falta de valor puede parecer, a primera vista, algo arriesgado
y falto de fundamento. No es un cobarde en el vulgar sentido de la palabra, y los
romanos siempre lo consideraron un soldado valeroso. Como tal lo describió Homero y
como tal permanece en la Eneida. Sin embargo, carece del coraje tal y como lo definen
los estoicos. Cicerón es quien nos proporciona una definición: dice que es el quehacer
de un corazón fuerte que no se perturba en situaciones problemáticas y está preparado
para afrontar cualquier emergencia (De Off. 1. 80). A Eneas no le preocupa el peligro,
pero incurre en constantes improvisaciones, y su falta de confianza en sí mismo a
menudo obstruye su capacidad de acción. Los estoicos, con su ideal de hombre
“omnicompetente”, preparado para cualquier cosa, deben haberlo considerado fútil en
su conducta posterior a la tormenta del libro 1. Allí, aunque ha tenido indicios de la
ayuda divina, no sabe qué hacer ni cuál es su destino. Ha olvidado incluso que está
destinado a asentarse en Italia. Trata de esconder la preocupación a sus compañeros
pero, en su interior, ésta aparece una y otra vez, y continúa preocupado por el destino de
sus hombres perdidos, a quienes con su pesimismo característico considera muertos. En
medio de su pena, encuentra a su madre y le narra su historia de infortunios, y quizás
también aquí, como en el episodio de Elena, Virgilio quiere acentuar críticamente la
desconfianza de Eneas, y por eso hace que Venus lo interrumpa y le diga que ponga fin
a su dolor. Sin embargo, incluso esto lo conforta y, recién cuando ve las escenas de la
guerra de Troya esculpidas en el templo de Cartago, empieza a concebir alguna
esperanza. En este caso, la ansiedad que se apodera de él es de detalle. Es decir, no está
preocupado por si podrá o no cumplir con su destino, sino con las dificultades del
momento, que lo sobrepasan. En el libro 5, sin embargo, su confianza cae de manera
mucho más notable. En su desesperación al ver incendiadas las naves, vacila respecto de
su central e incuestionable propósito de ir a Italia. Ni las palabras de Nautes pueden en
verdad ayudarlo, y sólo cuando el muerto Anquises se le aparece en sueños y le ordena
visitarlo en el mundo subterráneo, asegurándole que Italia es su destino final, se
resuelve a navegar.
Parece entonces que Eneas falla si se lo juzga a partir de los parámetros estoicos,
pero puede muy bien argumentarse que Virgilio escribió para una audiencia mucho más
amplia que la formada por los moralistas estoicos de Roma, y que, para la mayoría de
sus oyentes o lectores, esta doctrina era desconocida y sus implicancias, ininteligibles.
Afirmar esto, sin embargo, es sobredimensionar el número de posibles destinatarios de
un texto literario en Roma y, a la vez, subestimar la influencia de Augusto y sus ideas.
El círculo augusteo tenía un cierto bagaje de ideas en común y, entre ellas, estaba la
firme creencia en la moral estoica, si no en la física estoica, y su convicción respecto de

64
su valor estaba reforzada por una feliz identificación de los preceptos estoicos con los
de la Roma de Catón. Para estos últimos, en efecto, las fallas de Eneas hubieran sido tan
obvias como la falla moral de un Lancelot para los victorianos. El círculo de Mecenas y
Augusto estaba embarcado en la restauración del carácter romano, y la popularización
del tipo estoico fue una solución para lograrlo. El romano ideal debía ser un hombre con
dominio sobre sí mismo, que supiera cómo lograr sus fines, preparado para cualquier
emergencia. El tipo iustum et tenacem propositi virum, el “hombre justo y que persevera
en su propósito” que ensalza Horacio, ése era el romano ideal, no el Eneas de los
primeros cinco libros de la Eneida. Ese Eneas es pius, es valiente, pero no es
moralmente perfecto.
En dos pasajes significativos y vitales Virgilio echa mano de la terminología
técnica estoica para describir de qué manera Eneas pasa por pruebas, y con ello nos da
la clave de su diseño. La primera ocasión es en Creta, cuando Eneas está desesperado
por la plaga y la hambruna, y la segunda es en Sicilia, cuando ha visto las naves
incendiadas y considera la posibilidad de que todos abandonen la empresa. En ambas
ocasiones, Virgilio nos lo muestra en el grado mínimo de confianza y de decisión, y en
ambas es salvado por Anquises, que las dos veces le dirige estas palabras: nate, Iliacis
exercite fatis, “hijo, ponte a pruebo en los destinos troyanos” (Aen. 3, 182; 5. 752). La
palabra exercite es la clave. En el léxico estoico, esto significa “poner a prueba”, “pasar
una prueba”. Esta noción se encuentra en todos los escritos estoicos, y Séneca dice
expresa y enfáticamente: deus quos probat, quos amat, indurat, recognoscit, exercet, “a
quienes el dios aprueba, a quienes ama, los endurece, los reconoce, los pone a prueba”
(Dial. 1. 4). Los dioses ponen a prueba a aquéllos a quienes aman. Los dioses aman a
Eneas, no hay duda de ello, y, por lo tanto, lo prueban. Sin esa prueba, la virtud es
imposible. Eneas podrá ser pius, pero nunca alcanzará las verdaderas dimensiones de la
virtud, no podrá, en lenguaje estoico, llegar a ser el tipo de hombre que es Hércules, a
menos que aprenda a soportar y vencer la adversidad. Esta noción es esencial para la
moral estoica, subyace a las enseñanzas de Cicerón con su confianza en la exercitatio,
“la ejercitación”, a Séneca y a Marco Aurelio, quien dijo que “el hombre que aprovecha
la adversidad se vuelve más fuerte y encomiable” (Med. 10. 33. 4). Tal es, según
creemos, el plan de los primeros cinco libros de la Eneida.
A lo largo de ellos, Eneas es severamente puesto a prueba y a menudo, falla.
Para los estoicos, carece de importancia que el hombre falle en el curso de su desarrollo
moral; nada contará el pasado cuando, al final del camino, ese hombre haya encontrado
la virtud. Lo que interesa, por lo tanto, es su condición final. En este sentido, cuando
comparamos al Eneas de los últimos libros con el Eneas de los primeros, vemos que las
pruebas han dado sus frutos. En el libro 9 Eneas es otro hombre. Confiado en su destino,
no recae ya en su anterior debilidad, nunca más lo asaltan las dudas, y aunque está
preocupado por el estallido de la guerra con los latinos, su preocupación no es
desesperación, sino una acuciante reflexión acerca de los pasos a seguir. Una vez en
Italia, nada se interpone entre él y su meta, excepto lo hostil de las circunstancias;
Eneas ya no es más su peor enemigo. El cambio sobreviene repentinamente al comienzo
del canto 6, donde Virgilio lo marca de una manera que no pudo pasar inadvertida a su
público. Al dirigirse a la Sibila, Eneas dice: omnia praecepi atque animo mecum ante
peregi, “preví todas estas cosas y toda las medité antes en mi espíritu” (Aen. 6. 105).
Nuevamente usa aquí el poeta un tecnicismo estoico. El deber de un hombre
verdaderamente valeroso es prever las emergencias y prepararse para enfrentarlas, y la
palabra que designa este accionar es praecipere. Cicerón usa este término para referirse
al ideal de hombre (De Off. 1. 80) y Séneca, para ilustrar su concepto de un buen
hombre, recuerda estas palabras de Eneas: “lo que sea que pase, lo sé” (Ep. 76. 33) en el

65
momento en que llega a suelo italiano, el cambio de Eneas ya se ha producido, no hay
más errores ni más pánico. Según los criterios estoicos, Eneas es entonces valeroso y
sabio. Una vez que las profecías empiezan a cumplirse, su confianza se reafirma, y la
gran visión del futuro de Roma confirma con sobrada evidencia que él ya ha empezado
a garantizarlo.
El desarrollo del carácter del héroe virgiliano responde, por lo tanto, a un plan
que debe mucho al estoicismo, que era muy del gusto de Virgilio y da la época augustea
en general. Sin embargo, el estoicismo tiene algo de inhumano desapego respecto de
algunos elementos. En particular, esta doctrina reserva un escaso lugar a las emociones,
las cuales deben ser sometidas al imperio de la razón, y esto afecta a todas las
emociones. A decir verdad, en este punto la época augustea adapta el estricto ideal
estoico, y Virgilio, siguiendo su propia naturaleza emotiva, concuerda con esta
modificación. La visión estoica de la ira está abundantemente documentada en la
literatura antigua. La definen como un deseo de venganza y la consideran nefasta, pues
en estado de cólera resulta imposible una acción reflexiva. Séneca dice que es el
resultado no de la virtud, sino de la debilidad, a menudo frívola o petulante, y que
cualquier bien que pueda resultar del castigo o de la reprimenda puede ser hecho mucho
mejor si procede del conocimiento del deber. Marco Aurelio condena la ira con
austeridad: en la ira, dice, el alma misma se equivoca; la ira contra los que actúan mal es
un sinsentido, pues el proceder de éstos es involuntario y surge de su ignorancia del
bien. Esta concepción tan severa no era del gusto del círculo augusteo. El mismo
Augusto alardeaba de haber vengado a los asesinos de César, y cuando hay venganza,
hay cólera. Vemos así que la ira está tratada como una pasión legítima tanto por los
poetas como por los historiadores. Cuando Horacio afecta principios estoicos, adopta la
concepción estoica de la ira y la llama brevis furor, “furor pasajero” (Ep. 1. 2. 62), y tal
vez sea ésta su propia visión. Sin embargo, en sus discursos más públicos y en los
oficiales, muestra una opinión diferente. En las Odas compara a un soldado romano con
un león llevado por la ira hacia el medio de la matanza (3. 2. 12) y elogia la ira que no
se asusta de la espada nórica (1. 16. 10). Asimismo, los historiadores no temen atribuir
la ira a los dioses y Livio (9. 1) dice que así reaccionan frente a la violación de un
tratado. Tácito, quien de tantas diversas maneras se vincula con los ideales morales del
principado augusteo, observa que los dioses se preocupan más por nuestro castigo que
por la paz de nuestra alma (Hist. 1. 3). Esta concepción de la ira como una pasión
legítima es parte del ideal augusteo, y Virgilio, quizás incluso contra su propio criterio,
la incluye en el diseño del valeroso y capaz Eneas de los últimos libros, donde es el
motor de su actividad marcial. Comienza, en efecto, con la muerte de Palante y toma la
forma de un violento deseo de castigar a Turno, aunque ocasionalmente se ejerce contra
oponentes tan inofensivos como Mago, Tarquito y Lucago. En las primeras escenas de
la guerra, Eneas muestra, en contra de Turno, una desapasionada ira surgida del
propósito de éste de destruir sus esperanzas de asentarse en Italia. Aun cuando ve su
escudo y comprende que castigará a Turno, su emoción está, comparativamente, libre de
pasión y no excede los límites impuestos por las reglas estoicas, que admiten el castigo
cuando éste involucra seguridad (Sen. Clem. 1. 22. 1). Pero después de la muerte de
Palante su conducta no admite excusas. Está descontroladamente encolerizado con
Turno y clama por su muerte en venganza. Incluso la venganza no es suficiente: su furia
lo hace irracionalmente cruel con el inocente. En la segunda mitad del libro 10, su deseo
de venganza lo arrastra hacia una furia pasional contra todos sus oponentes. Cuando ve
a Turno, y recuerda a Evandro y al joven Palante, se lanza a una carnicería, y su
crueldad aumenta con el gusto de la sangre. Toma a los cuatro hijos de Sulmo como
víctimas humanas para sacrificarlos en la pira funeraria de Palante, y toda la admiración

66
de Donato –quanta Aeneae virtus ostenditur, quantum obsequium propter honorandam
memoriam mortui, “¡cuánta virtud de Eneas se exhibe, cuánto despliegue para honrar la
memoria de un muerto!”- no logra convencernos de que un acto semejante sea producto
de una fría deliberación. Sus conductas con Mago, Tarquito, Lucago y la propia muerte
de Turno evidencian una muestra de ira, presentada como una cualidad militar, que es
por completo ajena a los principios estoicos, pero no a la adaptación augustea de esos
principios. Es más, parecería que en estas escenas Virgilio tuvo en mente al propio
Augusto, no al viejo estadista de los últimos años sino al joven y feroz vengador de la
muerte de César. La conducta de Augusto después de Filipos tal como la cuenta
Suetonio (Vit. Aug. 13) recuerda en gran medida la de Eneas después de la muerte de
Palante, y en esa serie de sorprendentes paralelos tal vez encontremos la clave de la ira
que Virgilio atribuye a Eneas. Virgilio debe plasmar un guerrero, y el modelo es
Augusto. Este guerrero de los últimos libros es en parte incoherente con el hombre de la
primera parte de la obra, modelado a partir de los principios estoicos, pero esta
incoherencia es precisamente la que encontramos en todos los autores del período
cuando hacen descender los altos postulados del ideal estoico a la realidad del mundo
romano. El mismo desacuerdo con estos ideales que se observa a propósito de la ira, se
observa a propósito de la conmiseración. En las palabras del fundador de la escuela,
Zenón, la conmiseración no es aceptable de manera incondicional. Se trata, en verdad,
de una enfermedad del alma y procede de la idea errónea de que los sufrimientos del
hombre son males; considera el estoicismo que, en todo caso, un acto de razonable
clemencia es mucho más valioso para quien lo recibe que la conmiseración. La mayor
parte de los augusteos comparten en teoría la opinión, pero a la hora de ponerla en
práctica la adaptan a sus propios propósitos. Cuando en el Monumento ancirano
Augusto afirma con orgullo que ha perdonado a aquellos enemigos a los que era seguro
perdonar, no es culpable de lo que Séneca define como “el vicio de una mente débil que
sucumbe ante el espectáculo del sufrimiento de otro” (Clem. 2. 5. 1), sino que se limita a
ejercer la virtud de la clemencia. Pero los romanos tienen otras opiniones y tienden a
aceptar la idea peripatética de que la piedad es útil para asistir y ayudar a otros a
soportar las calamidades, y que sin ella la liberalidad es imposible. Encontramos restos
de esta concepción incluso en Cicerón y, sin duda, esto está en la mente de Horacio
cuando en el Canto secular elogia a Augusto por su generosidad con los enemigos.
Eneas es mucho más proclive a la piedad que Augusto y lo es de manera total, si bien
nunca interfiere con su acción ni con el cumplimiento de su deber. Hay pocos pasajes
tan conmovedores en la Eneida como el momento en que Eneas se detiene junto al
moribundo Lauso y lo compadece pensando en el amor paterno (10. 823-4). De gran
belleza es también el pasaje en que se apiada de los muertos insepultos condenados a
vagar por cien años (6. 332-3) o cuando llora sobre el cuerpo de Palante, a quien la
muerte le impidió volver junto a su padre como un conquistador (11. 42-4). En ninguno
de estos casos, sin embargo, su piedad afecta su accionar, y quizás éste sea el
compromiso asumido por los augusteos entre la teoría estoica y su propia praxis. Es
correcto experimentar piedad sin considerar las objeciones estoicas, pero no debe
conducir a alterar los actos del deber. Tal fue sin duda la opinión de Augusto, cuya
clemencia fue siempre muy medida, y, nuevamente, aquí tal vez sea el modelo.
Estos dos desvíos del ideal estoico se deben, en última instancia, a las
tradiciones militares de Roma. Roma fue siempre un enemigo implacable pero
bondadoso, cuando la ocasión lo permitía. Los intentos por identificar a algunos
romanos, como Catón y Régulo, con el sabio de la filosofía estoica, nunca llegaron a
dejar a un lado estas cualidades tradicionales de los romanos, y cuando Virgilio las
coloca en su personaje, no hace sino ceñirse a las ideas de su época. Por lo demás, en

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los últimos libros, Eneas cumple con las pautas estoicas, y esto se ve no sólo en su
perfecto autocontrol fuera de la batalla y en su cuidadosa previsión de lo por venir. Esto
se observa también, y muy marcadamente, en su actitud respecto de la guerra. Es decir,
para los estoicos la guerra sólo es justificable cuando la paz es el fin deseado, y ésta es
sin duda la actitud de Eneas, quien, incluso después de los sucesos del libro 10, al hablar
con los embajadores latinos les dice que no desea la guerra y que prefiere garantizar la
paz a los vivos y no a los muertos. Cuando se viola el pacto, su principal preocupación
es encontrar una manera de reinstaurarlo; no tiene interés en generalizar la guerra y
considera la posibilidad de resolver el conflicto en un combate individual con Turno.
Exhorta a los ejércitos a controlar su furia, y no debemos olvidar que las acciones de los
latinos están inspiradas por Alecto. Su víctima, Turno, es la antítesis del ideal estoico.
Turno no lucha por su patria ni por su salvación, sino por su propia gloria. Es el típico
caso de esa enajenación de la mente que atribuye Cicerón (De Off. 1. 19) al que combate
por su propio beneficio, y es, por lo tanto, un vicio. Su motivo es, en primer lugar, el
mero deseo de guerra –amor ferri et scelerata insania belli, “el amor por el hierro y la
criminal enfermedad de la guerra (Aen. 7. 461)–, y luego se refuerza con su orgullo
herido por la pérdida de Lavinia. Sus patrones son los de un bárbaro. El clímax de la
culpa de los latinos es la ruptura del pacto en el libro 12. Los romanos condenan toda
violación de la palabra dada y el horror que esto les produce está claro en la destrucción
de Cartago como castigo por la traición. Éste es el sentimiento que les impide admirar a
Aníbal, a quien Cicerón expresamente saca de la lista de los dignos enemigos de Roma
(De Off. 1. 38) y acerca de cuya deshonestidad y perfidia Livio vierte crudelísimas
palabras (21. 4. 9).
De todo lo expuesto surge que, si examinamos a Eneas a partir de los patrones
de su época, se convierte en un personaje interesante y consistente, símbolo de un
sistema de creencias y valores, y no una incompetente e inconsecuente mezcla de
nociones en conflicto. Es la clase de hombre que admiraba la época de Augusto y gana
envergadura como personaje si comprendemos que no es un ideal perfecto, sino un
hombre que crece con la obra, sometido a durísimas pruebas, falible y perfectible. El
Eneas competente de los últimos libros puede disgustarnos cuando lo vemos presa de
una furia que ni siquiera Aquiles exhibe. Su fiereza es una cualidad desagradable que
nos parece incoherente con él, a quien sentimos más cerca de nosotros que a Aquiles y
de quien esperaríamos más. Esta ferocidad, sin embargo, está profundamente enraizada
en el carácter del hombre romano y es quizás un obstáculo cuando queremos
comprenderlo. Para los romanos, como para los hombres del Renacimiento, la ferocidad
es una cualidad primordial del guerrero, y hubiera sido imposible escribir un poema
épico haciendo caso omiso de ella. Sin embargo, tal vez nos parece más chocante en
Eneas porque contrasta con su condición piadosa y filosófica, y es probable que aquí
resida la falla de Virgilio. Más allá de su admiración por la carrera de Augusto, más allá
de su puntilloso conocimiento de las fuentes literarias, de los grandes modelos, la
imaginación de Virgilio nunca alcanza el sentido de la gloria de un ejército en marcha ni
de las cualidades que hacen ganar una batalla. Ante esto, habría que reconocer que,
finalmente, sí hay una falla en la concepción del personaje, y, en ese caso, ya no queda
nada por decir. Pero también es posible que el poeta Virgilio supiera lo que estaba
haciendo y que, al provocar nuestros reclamos, estuviera mostrándonos sus propios e
íntimos sentimientos acerca de este ideal heroico. Es notable que sean siempre los
enemigos de Roma los que nos despiertan simpatía. Sufrimos por Dido y hasta por el
alma de Turno cuando está entre las sombras. Tal vez Virgilio haya comprendido la
necesidad del predominio romano y haya comprendido que eran cualidades como las de
Eneas las que lo habían hecho posible y lo mantenían. En ese mundo no hay lugar para

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Turno y para Dido, y deben desaparecer, pues ése es el precio del imperio de Augusto.
Virgilio comprende eso con su razón, pero lamenta que ése sea el precio que haya que
pagar.

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