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La homilía no sólo supone un proceso vertical: Dios que nos habla, y el sacerdote
que procura ser fiel a esa Palabra y la transmite a la comunidad. Supone también
un proceso horizontal de comunicación, de pedagogía, de relación interpersonal
del predicador con los oyentes.
No basta con saber "qué" quiero transmitir -el contenido de la Palabra— y "a
quién" —la comunidad destinataria del mensaje—, sino también tiene importancia
el "cómo" transmitirlo.
A veces falla la comunicación por culpa del emisor; por ejemplo si su mentalidad
es demasiado teológica y elevada, o se muestra incapaz de hacerse entender, o
no tiene sensibilidad para llegar al sentimiento de los oyentes, o no conoce su vida
y situación actual.
Debería ser capaz de sentir "empatía", ponerse en el lugar del oyente y "colocarse
en los bancos de los fieles", o sea, escucharse a sí mismo desde la actitud
anímica de los fieles. Y, si es el caso, y logra interpretar los signos del "feed-back",
saber cambiar sobre la marcha.
Ante todo, el homileta debe respetar las leyes del buen decir: debe cuidar la "ars
dicendi". Una de las definiciones clásicas del buen predicador fue la de 'tvir
bonus dicendi peritus": un hombre bueno, experto en el arte del decir.
La homilía, aunque sea un ministerio sagrado, es una "pieza oratoria" y, por tanto,
debe seguir las reglas elementales del bien decir. Debe ser lenguaje digno, no
sólo teológicamente, sino también literariamente.
San Agustín, que había estudiado bien las reglas de la retórica romana y se
consideraba seguidor del gran orador clásico Cicerón, supo aplicar después
magistralmente a la predicación cristiana estas normas del buen decir. Él fue quien
dijo que la doctrina cristiana debía tener estas tres cualidades: "ut veritas pateat
(claridad), ut veritas placeat (agradable), ut veritas moveat" (estimulante). Para
que pueda resultar eficaz en su exhortación, antes ser agradable y literariamente
conveniente.
La homilía debe ser también clara en su estructura. Debe tener orden en las ideas,
sin idas y vueltas ni repeticiones innecesarias. Debe tener claridad en el esquema
que se sigue, de modo que los oyentes puedan captar la lógica de un
razonamiento o de una enumeración. Si demasiados temas, sino centrada en uno
o en dos, con sus oportunas antítesis y comparación.
Es importante lo que dijo San Agustín sobre la sencillez del lenguaje. El predicador
debe despojarse de la erudición y del lenguaje “docto” para que los oyentes le
entienda
Fue lenguaje concreto el de Cristo, que predicaba a partir de los hechos que todos
conocían, con comparaciones tomadas de la vida, un lenguaje salpicado de
imágenes muy expresivas. Jesús usó las categorías de su pueblo, sin empobrecer
por ello lo más mínimo la riqueza y la fuerza del Reino de Dios que proclamaba.
Hay conceptos que no necesitan explicación, porque son fácilmente captados por
todos: caridad, solidaridad, paz, justicia, humildad, universalidad, servicialidad,
ansia de vivir, derechos humanos, el Dios cercano y personal, libertad, perdón de
los pecados...
Un lenguaje vivo
c) El predicador debe cuidar la voz, el tono con que propone su homilía- Con
expresividad, con la oportuna modulación, con pausas que marquen un ritmo
comprensible.
El micrófono permite que todos oigan lo se dice, pero también puede disminuir la
expresividad, la de la voz, el calor de palabra que se transmitida directamente.
los gestos: nuestras manos no tendrían que hacer aspavientos, pero tampoco
mantenerse rígidamente quietas,
la inmediatez visual entre el predicador y los fieles: no son dc desear los muebles
que se interponen entre el predicador y los oyentes, por ejemplo, los atriles
adicionales que pueden perjudicar psicológicamente a la comunicación visual y
anímica entre el predicador y los fieles.