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La configuración con Cristo Buen Pastor y Siervo

En primer lugar, permítanme que les dé las más sentidas gracias por su
invitación a intervenir junto con personas tan preparadas como Mons. Patrón,
Mons. Araya, P. Sotero y P. Barrón, en este curso para formadores de Seminario
que, por las actuales circunstancias, se desarrolla de esta maneral virtual.
Mi primera premisa es decirles que yo no soy para nada un técnico en la
materia. Lo único que me vincularía a este mundo de la formación sacerdotal son
dos hechos: cuando yo aspiraba a ser cura de pueblo tras mi Ordenación
Sacerdotal, mi Obispo me envió a Roma a estudiar porque se necesitaba un
profesor de Biblia en el Seminario Mayor de mi diócesis, Cuenca, en Castilla, en la
Provincia Eclesiástica de Toledo, en España, y me habría destinado a ser uno de
los miembros del equipo de formadores. Y luego, durante los siete años de trabajo
en Secretaría de Estado, el Colegio Urbano “De Propaganda Fide” me pidió que
colaborase como uno de los seis directores espirituales externos que tenía,
dedicando los ratos disponibles a ayudar a jóvenes de países de misión,
fundamentalmente de Africa, donde ya había trabajado. En ese tiempo tuvo lugar -
y pude seguirlo de cerca- el Sinodo de los Obispos sobre la formación presbiteral
(“Pastores Dabo Vobis”).
Por esas cosas de la Providencia, y contra mi voluntad, me encontré
“catapultado” a la Pontificia Academia Eclesiástica y -horror de los horrores- a
dejar la Biblia y hacer estudios de Derecho, que yo odiaba. Me vi haciendo un
doctorado en Derecho Internacional. Y desde el 1985 ando recorriendo el mundo
(primero Liberia -con Sierra Leona, Guinea Conakry y Gambia-, luego Dinamarca
-con Suecia, Noruega, Islandia y Finlandia-, después Secretaría de Estado, donde
fui jefe de gabinete de Mons. Angelo Sodano, Secretario para las Relaciones con
los Estados, lo cual me llevó a trabajar muy cerca del Papa Juan Pablo II. Del
Vaticano a Naciones Unidas Ginebra, y de Ginebra a Brasil, donde estuve 4 años y
medio, pasando después a Canadá. Y el mismo año 2004 en que conocí lo que son
43 grados bajo cero, el Papa Juan Pablo me nombró Arzobispo y Nuncio
Apostólico en la Republica del Congo y en Gabón (con todos los grados sobre cero
que imaginéis). Tras cinco años, Papa Benedicto me envió a Panamá, donde estuve
8 años y medio y ahora voy a cumplir tres años en Ecuador, enviado por Papa
Francisco.

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¿Qué tiene que ver todo esto con la formación sacerdotal? Pues eso me
pregunto yo! Imagino que la invitación puede ser porque en mis visitas a las 25
circunscripciones eclesiástica de Ecuador, me reúno con los sacerdotes y he
visitado todos los seminarios. En esos diálogos hemos afrontado con mucha
claridad los temas de la vida presbiteral y de la formación.
Les hablaré desde mi propia experiencia -y saldrá el biblista, pero no quiero
hacer teoría-, una experiencia en la que he tenido que tratar la problemática
sacerdotal de una manera muy particular y desde el haber recorrido el mundo y
haberme mantenido siempre muy cercano a los Seminarios, visitándolos con
mucha frecuencia, en media una vez por trimestre, para conversar con los
seminaristas y los formadores, celebrar la Misa y cenar con ellos.

1.- Cómo es el Único Maestro, el Buen Pastor?

En los Seminarios tenemos el desafío de ayudar a ese joven a encontrarse


no con una idea de cómo ser cura, no con una moral, no con una teoría, sino
con una Persona: con Jesucristo (Benedicto XVI), el único que da sentido a una
vida. Hacerse discípulo de Él (sentarse a los pies del Señor a escuchar su Palabra,
como María la hermana de Marta) e ir configurando su existencia a la del Maestro.
Nadie, ni los padres ni los docentes ni los formadores forman por lo que
dicen sino por aquello que el formando ve que ellos hacen. Un formador de un
Seminario tiene que escuchar el Evangelio: “Uno solo es vuestro Maestro, uno, y
todos ustedes son hermanos” (cf. Mt. 23,8). Para Jesús no existe otro maestro
sino Él, y con eso no niega ninguna autoridad a los formadores, pero nos enseña
que somos todos discípulos del Único Maestro y que toda autoridad, todo
magisterio, tiene que ser vivido como servicio de hermano mayor y no como
dominio.
Si Jesús es el único Maestro, yo creo que es un deber de todo formador, de
todo equipo de formadores, de todo Seminario, mirarle a Él para aprender
cómo formar. Si Jesús es el Buen Pastor, con el que debemos ayudar a nuestros
seminaristas a que vayan configurando su vida, un Pastor que se entrega llegando a
hacerse Cordero que quita el pecado del mundo, en primer lugar son los
formadores quienes deben mirarle a Él, Maestro y Buen Pastor, para saber cómo
hacer. Porque la clave está en tener formadores que viven su trabajo como la
capacidad de contagiar una fe, de transmitir una vida. Los seminaristas, como los
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formadores, deberán aprender que no se da lo que no se tiene y no se comparte una
experiencia de Dios si no se tiene una experiencia de Dios.
Vamos a mirarle a Él, Maestro y Buen Pastor, para tener el ejemplo de cómo
tenemos que hacer en la misión de la formación presbiteral. Se trata de cómo es
Jesús, de con quién hemos de ayudar a los seminaristas a configurarse, pero eso
fundamentalmente nos interpela en primera persona a nosotros. Por eso, de alguna
manera, se trata también de una reflexión sobre nosotros mismos, porque mucho
dependerá de los rasgos de Cristo que los seminaristas ven o no ven en nosotros.
¿Qué clase de maestro, de formador es Jesús? Si me permiten, vamos a
recorrer rápidamente algunos trazos que uno va leyendo, que vas aprendiendo
mientras lees el Evangelio, mientras lo vas madurando en los años, porque te vas
dando cuenta que hay una serie de características que en el fondo son principios
pedagógicos.
Jesús es el primero que da ejemplo, que encarna aquello que propone.
Él no impone cargas a los demás que Él no sea el primero en llevarlas. Y nos
advierte: "¡Ay de ustedes que cargan a los hombres con pesos insoportables y esos
pesos ustedes no los tocan ni siquiera con un dedo!" (Lucas 11,46). Es decir, Jesús
pone en práctica Él, el primero, aquello que pide a los demás. Nada peor que un
formador que le pide algo a un formando y él no lo hace. Repito: el joven no
aprende por lo que usted le diga, el joven aprende de cómo usted se comporta. Y
de esa manera tendrás que enseñarle a que en su vida futura de pastor él sea
también alguien que va formando a los demás con su propio testimonio de vida.
Mirando a Jesús, podemos ver que el primer modo de formar no es el
imponerse la tarea de instruir o de corregir, sino que lo primero es vivir con
totalidad la propia vida de cristianos como discípulos de Jesús. Es decir, los
formadores tienen que ser los primeros en poner en práctica lo que Jesús pide y
ellos les piden a los seminaristas. ¿Usted pide sinceridad, usted pide compromiso,
usted pide lealtad, usted pide obediencia, usted pide que vivan la caridad unos con
otros, usted pide castidad, usted pide paciencia, usted pide capacidad de perdón?
Bueno, pues que los seminaristas puedan ver en usted esas virtudes. Deben poder
encontrar en el formador esos modelos indiscutibles que pueden servir de puntos
de referencia en la vida.
Por otra parte, Jesús es alguien que da confianza a quien quiere educar.
¿Recuerdan ustedes el episodio de la adúltera? "Vete y de ahora en adelante no
peques más" (Juan 8, 11). Jesús crea las posibilidades para que esa persona
comience una vida diferente, una vida moralmente correcta. Y las palabras de los
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formadores tienen que tender siempre a alentar. Tienen que estar llenas de
confianza, de esperanza, deben ser positivas. Deben manifestar esa confianza
que permita al formando incluso recuperarse si ha cometido algún error. Esa es la
manera de hacer del único Maestro.
Jesús da libertad y da la responsabilidad de optar por lo que quieras. La
decisión la tiene que tomar la persona, Jesús no la impone. Es capaz de
provocar, incluso, retos difíciles como al joven rico: “Si quieres ser perfecto…”
(cf. Mt. 19,21). “Si quieres”.., Jesús no impone, Jesús propone. Es decir, la
formación no pasa por imponer nuestras ideas, sino que es un ofrecerlas por amor,
y con amor, y el joven tiene que entender que se lo estamos diciendo porque lo
queremos, no porque le queremos imponer algo. Para eso uno tiene que entender
que los formandos que tienes en el Seminario no te pertenecen. No pertenecen ni
siquiera a sus padres; son hijos de Dios. Y entonces no los podemos tratar como si
fueran propiedad nuestra. Son personas que han sido confiadas por el Único
Maestro a nuestro cuidado. Y si uno los mira de esa manera, los ve diferentes, ¿no
es cierto? Y seguimos a quien nos propone algo si se ganó nuestra confianza.
Jesús no duda en corregir, incluso con fuerza. ¿Recuerdan a Pedro, que lo
quería desviar de su camino? Jesús le dice: "¡Apártate de mí, Satanás! Porque
piensas como los hombres y no como Dios" (Mt. 16, 23). Es decir, también la
corrección forma parte de la formación, de la pedagogía. El libro de los
Proverbios -y no olvidemos que es Palabra de Dios- dice: "El que ama a su hijo
está listo para corregirlo". (13,24).
Es una experiencia de vida del pueblo de Israel. Dios, que iba formando Él
mismo a su pueblo, como un padre, como un maestro, hacía consistir su educación
en la enseñanza, pero también en la corrección cuando era necesaria.
¡Ay de nosotros si no corregimos! ¡Ay de ustedes si no corrigen! Seríamos
responsables de una enorme omisión. Impresiona siempre leer la palabra de Dios
en Ezequiel: "(Si) tú no hablas para que el malvado cambie de conducta, él (...)
morirá por su maldad, pero de su sangre te pediré cuentas a tí." (Ez 33,8). Es
decir, es deber del formador la corrección. Porque una llamada de atención
hecha con paz, hecha con calma, hecha con cariño, hecha con una actitud
desinteresada, acaba teniendo más peso en la responsabilidad de los
formandos, y eso se lo recordarán siempre. Por supuesto, no hay que ser violento,
pero hay que corregir, y hay que explicar por qué corregimos. Jesús hacía así.
¿Ustedes recuerdan la parábola del Hijo Pródigo? Jesús nos enseña cómo es
la misericordia del Padre y, por lo tanto, la suya, hacia aquellos que regresan al
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bien, hacia aquellos que se arrepienten. Y los formadores tienen que tratar a los
seminaristas como Dios nos trata a todos nosotros. La misericordia del
formador debe ser capaz de llegar hasta olvidar, hasta a aquel amor que "todo lo
cubre", como dice la primera Carta a los Corintios (l Cor. 13,7). El amor que todo
lo cubre, que es típico del amor de Dios. Entonces, atentos, porque cuando
intervenimos muchas veces, recordando un pasado negativo: “es que lo hiciste
mal, es que siempre lo haces mal...”, todo eso hunde al formando, eso le hace
daño. Eso no va en la línea de Jesús. No es que no haya que tenerlo en cuenta,
como educadores, sobre todo a la hora de evaluar, pero hay que ser también capaz
de dar esa posibilidad de volver a empezar, de redimirse. Y si lo hacemos así, sí
estamos ahí, pesando sobre el joven, sobre su pasado, eso al final acaba no dando
fruto; eso al final acaba siendo rechazado, no es aceptado y desmotiva y desorienta.
¿Dónde enseña Jesús? Vean el Evangelio. ¿Dónde enseña Jesús? En las
sinagogas, en las montañas, en las calles, en Galilea, en Judea, en el templo de
Jerusalén, en todas partes. Es decir, cualquier lugar, cualquier contacto es útil
para la enseñanza de un verdadero formador, para que un formador saque algo
útil para la persona a quien está ayudando a crecer. No solo encuentros formales.
La manera como Jesús se expresa. Por una parte es fruto de su tiempo; se
expresa como la gente de su tiempo. Pero, si se dan cuenta, tiene un lenguaje que
ya, incluso, para esos tiempos, tiene mucha novedad. Es un lenguaje vivo, es
imaginativo, es concreto, es breve, es preciso. Miren, a veces, los formadores –
y nos pasa a los obispos también– tenemos que evitar la palabrería. No por mucho
hablar llegamos más lejos, y a menudo tendríamos que saber condensar las cosas
en una sola frase, en una palabra. Cuando echamos largos "sermones"… malo; eso
cada vez las jóvenes generaciones lo aceptan menos. Son suficientes pocas
palabras, pero claras y dichas con un amor verdadero, puro, desinteresado, y usted
llega mucho más lejos.
Otra característica –que ponen de relieve mucho los pedagogos y que han
llegado incluso a formar teoría sobre esta manera de educar de Jesús– es que Jesús
utiliza el diálogo. Jesús plantea preguntas para ayudar a pensar. Usa
proverbios, discute con los escribas y los fariseos. Entre formadores y formandos,
ese diálogo tiene que estar siempre vivo, no puede interrumpirse. Tiene que estar
siempre abierto, tiene que ser sereno, tiene que ser constructivo. Hay que llegar
ahí. Hacer que nuestros seminaristas entren en ese diálogo. No matar el diálogo
imponiendo tus soluciones. Es verdad que a veces se viven dificultades e incluso
tragedias, también en el mundo de la formación, en toda formación: la dificultad

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que vive el formador, la del seminarista, la del clero de la diócesis, la del Obispo,
etc…
A menudo sucede que alguno de los muchachos, incluso, después de haber
conocido el testimonio de los formadores, se aleja. Se alejan algunos hasta de la fe.
Incluso con éstos no deberíamos nunca romper la relación, sea cual sea el
camino que recorran, y eso a veces es dramático. A veces son visiones ideológicas
alejadas de Dios, otras veces son experiencias que están radicalmente en
desacuerdo con las enseñanzas morales que se dan y se reciben en el aula o en la
familia, incluso a veces las drogas, etc. Si queremos ser coherentes con el
Evangelio, con la manera de hacer las cosas de Jesús, no podemos romper. Jesús
nos enseña a estar siempre cerca por si alguien quiere volver. Para que cuando
quiera volver te encuentre cerca, te encuentre abierto, te encuentre disponible.
A Jesús, cuando educa a las personas, no le da miedo darle la vuelta
entera a la escala de valores de toda una sociedad. ¿Ustedes se acuerdan cuando
Jesús propone la felicidad? ¿Cómo la propone? ¿Dónde está la felicidad, según
Jesucristo? ¿Quiénes son dichosos? ¿Quiénes son bienaventurados para Él? (cf.
Mt 5,2 ss.) Ciertamente no los que nosotros pondríamos como dichosos y
bienaventurados. Los pobres de espíritu, los que lloran, los que luchan por la
justicia, los que tienen un corazón puro, etc. Piensen un momento en nuestro
mundo. ¡Que va! Nuestro Señor no sabe en qué mundo vive, se tiene que adaptar a
la realidad, el mundo es distinto. ¿Quién sabe cómo está este mundo, Él o
nosotros? ¿Mira que si el que sabe es Él? Es decir, a Jesús no le da miedo darle la
vuelta a la escala de valores. Presenta un camino que puede ser difícil de
recorrer, que puede ir contracorriente de todo lo que el mundo ofrece, y
también nosotros, educadores, tenemos que tener el valor de decir lo que
realmente vale. Lo que realmente vale y no lo que impone la moda del momento,
o lo que es políticamente correcto, como los políticos. Los educadores no podemos
permitirnos ese juego. Y a los educadores a los que más admiramos- miren para
atrás- es a aquellos que nos dijeron la verdad, aunque doliera, como decía P.
Sotero.
No podemos hacernos ilusiones al presentar un tipo de vida cómodo, un
cristianismo fácil, casi lánguido, un Cristo facilito, para que se acepten mejor
nuestras propuestas, ¡no! Porque Dios se deja sentir en el corazón de esos
muchachos. Y ellos sólo reaccionan positivamente a la verdad, cuando se les
presenta en un lenguaje que sea accesible a ellos y aceptable por ellos. Porque es
expresado por los maestros que, antes de enseñar, han hecho un esfuerzo por

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comprender profundamente esas exigencias verdaderas y por vivirlas. Y eso, las
nuevas generaciones que vienen llamando con fuerza a la puerta lo van a apreciar.
El Evangelio nos dice que Jesús hablaba "como uno que tiene autoridad"
(cf. Mateo 7, 29), lo cual es muy distinto de un formador autoritario. A veces
los autoritarios son los que menos autoridad moral tienen sobre los formandos.
“Como uno que tiene autoridad”. Es decir, los formadores no deben dejar nunca de
estar a la altura de su misión de formadores porque los muchachos, en el fondo,
exigen esto. Y juzgan de una manera dura, sin piedad, si descubren que hemos
dejado de decirles la verdad, por dura que sea.
Jesús no forma personas aisladas, sino que va formando una comunidad
que crece en su relación con Él y con el Padre. A ellos les va transmitiendo un
tipo de vida que proviene de lo que él vivió en el seno de la Trinidad. Forma
entregando a los suyos lo que es su enseñanza típica, lo que Él llama “su
mandamiento”: "Este es mi mandamiento: que se amen los unos a los otros como
yo los he amado" (Juan 15, 12). Y Jesús, para hacer entender lo que significa ese
"como yo los he amado", se presenta como el "maestro" de ese amor. Y ésta tiene
que ser la enseñanza por excelencia que una comunidad formativa, que un equipo
formador deben dar a sus alumnos; porque esto es la síntesis del Evangelio. Es el
corazón del Evangelio, lo que Jesús llama “mi mandamiento”. “En esto conocerán
los demás que ustedes son míos”. Y los formadores tienen que imitar a Jesús de
una manera tan perfecta en el poner en práctica “su mandamiento nuevo”, que
puedan repetirles a los alumnos también ese mandamiento como propio: “Hijos
míos, ámense como yo les amo”; como nosotros formadores nos amamos. Nada
peor en la formación sacerdotal que percibir que entre los formadores “se odian
cordialmente”! Sobre este concepto retornaremos más adelante.
Jesús no forma a sus discípulos enseñándoles a buscar el éxito. No dice:
“Os he destinado para que vayáis y tengáis éxito…”. La palabra éxito no aparece
en el Nuevo Testamento. Y en el Antiguo Testamento la recuerdo sólo en el Canto
del Siervo de Yahveh: “Mirad, mi siervo tendrá éxito” (Is 52,13), pero se refiere a
dar la vida. La lógica de Jesús es la del fruto, la del grano de trigo, que si no
muere se queda sólo y estéril, pero si muere da mucho fruto. Es la lógica de la
cruz. Y cuidado!: existe un cierto tipo de pastoral del éxito! El éxito lo buscamos
porque nos lo comemos nosotros, es inmediato pero es efímero y no dura. El fruto,
en cambio, se lo comen los demás y es durarero, aunque no lo veamos
inmediatamente nosotros. Jesús forma en la lógica del fruto y no en la del éxito.

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Les comparto que me encantó lo que dijo el martes P. Sotero sobre la actitud
de Juan el Bautista de quitarse del centro, de quitarnos protagonismo, porque el
centro es Jesús y lo primero es lo primero. En algún acompañamiento espiritual he
tenido que decirle a la persona: “Tu problema no es de vocación; es de
conversión”. Por eso es tan fundamental un discernimiento inicial bien hecho y una
etapa discipular bien hecha. Lo primero es el encuentro con Jesucristo que te
cambia la vida, cosa que compartimos con los laicos. Y hay laicos cuya
experiencia de discipulado pone en crisis nuestro ministerio porque no podremos
ser nunca “un hombre de Dios” para ellos (con nuestros criterios cómodos y
“mundanos”) mientras que son ellos quienes nos evangelizan. Si no hemos hecho
ese paso, no podremos pensar en configurarnos con Cristo. Hace muchos años que
le tengo mucha devoción a un personaje del Evangelio en el que me veo reflejado y
considero casi como mi patrón: ¿cómo entró Jesús en Jerusalén el día de su
triunfo? Sobre un burro! Y le aplaudían! Y él podía pensar que los aplausos eran
para él! El Señor quiere entrar en la vida de las personas y a veces se sirve de
nuestras personas, de nuestro ministerio, que está a su servicio y que no pasa de ser
como ese burro. Los aplausos y agradecimientos son para Él! Vivir esto y
enseñarlo a nuestros seminaristas es también configuración con ese Cristo Buen
Pastor que se hace Cordero que se entrega al sacrificio por nosotros. Sin
protagonismos, sin narcisismos…, que a veces abundan tanto entre nosotros!
Jesús enseña a sus discípulos no sólo a escuchar su Palabra, sino a
ponerla en práctica (Mt 7,21-29). Permitidme una confidencia: Somos
tremendamente “consumistas” de Palabra de Dios! Habéis notado cuánta Palabra
de Dios pasa por nuestros labios a lo largo de un día? Tres lecturas al menos en la
Eucaristia (con el Salmo), cinco en la Liturgia de las Horas, luego el Rosario, que
está hecho de Palabra de Dios, etc… Y hay días que, al llegar a la noche, debes
reconocer que no has puesto en práctica nada de todo eso, que te ha resbalado, que
ha sido como la semilla que cae al borde del camino…
Y Jesús enseña a sus discípulos a que sean como Él, a confrontarse no
con un orden de ideas preestablecido sino con la Voluntad del Padre. “Mi
alimento es hacer la voluntad de mi Padre” (Jn 4,34). “Mi madre y mis hermanos
son los que hacen la Voluntad del Padre” (Mt 12,50). Hace tiempo comprendí
algo: la vida cristiana no es, como a veces pensamos, que tú manejas el carro que
es tu vida a tu modo y a tu manera, pero llevando a Jesús de copiloto, no sea que
vaya a haber algún imprevisto, para que te pueda ayudar. Pero vas lento cuando
quieres ir lento, rápido cuando quieres velocidad, te desvías a ver el paisaje cuando
te parece, te paras a ver a un amigo cuando quieres, atraviesas los huecos por
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donde tú crees que es mejor… pero con Jesús a tu lado por si acaso. No! La vida
cristiana es entregar las llaves del carro a Jesús y decirle: “Maneja tú!” Dirige tú mi
vida, porque me conoces mejor de lo que yo mismo me conozco y me amas más de
lo que yo soy capaz de quererme a mí mismo! Y eso aunque nadie lo vea. Me
impresionó el fin de semana pasado escuchar a una laica joven, 41 años, madre de
familia, la nueva Vice-Presidente de la Republica de Ecuador, recién elegida,
compartir en su parroquia, donde lleva 8 años como directora de Cáritas
parroquial, que ella fundó por pedido del párroco, y decir: “El que da la misión nos
pide solo hacer lo correcto cuando nadie nos ve, cuando solo Dios nos ve…
Nuestra vida puede ser el único Evangelio que otros lean”.
(Paréntesis personal: son muchas las causas -de ello también nos hablaba P.
Sotero- pero lo que más me preocupa es la falta de conciencia moral, que se acaba
expresando en una doble vida. Ello muestra que no existe ese discernimiento, ese
confrontarse en lo más profundo del alma con el Señor para tratar de entender qué
es lo que Él quiere de mi, aspecto fundamental como discípulo y aún más como
quien trata de configurar su vida con Cristo. Falta la conciencia de estar siempre
ante la mirada de Dios. “A dónde escaparé de tu mirada?” (Sal 138,7). Estamos
viendo horrores en los abusos -y esto ni es de ahora ni está parándose-: personas
que tras cometer un abuso dicen: “Ah! Estoy llegando tarde a celebrar la Misa!”.
La formación de una sana y equilibrada conciencia moral es fundamental y ello
solo se logra si la persona acepta confrontarse con el Señor y con su voluntad).
Por lo tanto, si uno solo es el Maestro, se trata de imitarlo, de irse
configurando con Él. De imitarlo como formadores, de imitar a Jesús, o, mejor
dicho: de dejar que ese Maestro viva en nosotros. Porque lo ideal sería que Jesús,
ese Maestro, pudiera vivir en nosotros. Y decir como San Pablo: “Sean
imitadores míos, como yo lo soy de Cristo” (1 Cor 11,1). Y en el fondo piensen ¿a
qué vamos a la Eucaristía? Vamos a la Eucaristía para recibir al Señor, para que
habite en nosotros. Eso es una responsabilidad. Si Él vive en nuestras personas,
nuestro comportamiento de formadores tratará de ser como el suyo y será ejemplar.
“Este es mi Cuerpo, que se entrega… Esta es mi sangre…”. Si le introducimos
como formador en nuestros Seminarios, habremos cumplido nuestra tarea.
Jesús nos va a enseñar a vivir no según el “hombre viejo”, como dice
san Pablo, según nuestras pasiones, sino según el “hombre nuevo”, que es
Cristo mismo. Jesús nos va a enseñar a amar de manera sobrenatural en las
cosas naturales. Miren, no hay nada más natural en este mundo que un aula y una
formación, nada más natural. Y no hay nada más sobrenatural que amar porque
Jesús te dice: “lo que le hagas al más pequeño de estos, a mí me lo has hecho” (cf.
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Mt. 25,40). Amar de manera sobrenatural en las cosas naturales. Jesús nos va a
enseñar a vivir “fuera de uno mismo”, fuera del propio egoísmo, superando,
incluso, eventuales obstáculos, mirando a la cruz, y amando en esa cruz a quien en
ella nos ha enseñado que la medida del amor es amar sin medida. Y nos enseña a
no vivir para nosotros mismos, sino a vivir para los demás, como dice san Pablo,
“haciéndonos todo a todos, para ganar a toda costa a alguno” (cf.1Co. 9,19-22).
“Hacerse todo a todos” para conquistarlos a la Vida, al Amor, a Cristo. Y estas son
todas expresiones que nos indican como Jesús puede vivir en nosotros. Ese Jesús
que está presente en nuestras almas por la gracia, pero lo puede estar más
plenamente por nuestra correspondencia a esa gracia de Dios.
Todo ello nos pone en una dinámica de conversión que es continua, que
no acaba. Me impresionó una frase del Cardenal Carlo María Martini, que había
sido mi Rector en la Gregoriana, en respuesta a la carta de felicitación que le había
enviado Benedicto XVI en su 80 cumpleaños. Desde Jerusalén, donde se había
retirado escribió a Papa Benedicto: “Me estoy dando cuenta de que el camino que
sigue a una conversión es un camino de conversión!”
Sí, si vivimos de esa manera, Jesús estará en nosotros y Jesús es el Único
Maestro”, el Verdadero Maestro, el auténtico Formador. Si vivimos así,
seremos formadores extraordinarios, como copias de ese Único Maestro, que es el
único que da sentido a esta tarea apasionante de formar y de educar en la fe y
dando un contenido a la vida de fe que se enseña no solo en las aulas, sino en todas
las facetas de la vida, incluso jugando al futbol, o tomando un café…
Pues bien, para poder ser verdadero formador, uno tiene que dejarse
formar cada día por el Señor y para eso, si me permiten un consejo desde la
experiencia personal, nada mejor que vivir preguntándose: Señor, ¿qué es lo que
Tú quieres que yo haga? O, como enseñaban los antiguos maestros de
espiritualidad: “Quid nunc Christus?” ¿Qué haría ahora Jesús si estuviese en mi
lugar? Por otra parte, es la manera de hacer de María de Nazaret, Aquella que
formó con su propio ejemplo a Jesús niño y joven. Ella, que es para todos la Madre
que nos acompaña, el Modelo que nos guía, nos enseña a abrir nuestra vida a Dios
y a hacer lo que Él nos pide, como en las bodas en Caná: “Hagan lo que Él les
diga” (cf.Jn.1, 5). Como ella vivió: “Hágase en mí según Tu palabra” (cf. Lc.1,
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2.- El presbítero: una identidad tomada del Evangelio

El Espíritu Santo va haciendo subrayar en la Iglesia la visión de presbítero


que emerge de la Palabra de Dios, la que Jesús mismo pensó y quiso, y que la
Iglesia ha subrayado con innumerables documentos. El Espíritu hoy insta a los
presbíteros a seguir las líneas de formación que Cristo mismo, el Buen Pastor,
adoptó para sus primeros seguidores.
Yo propondría, en síntesis, algunos puntos que me parecen esenciales:
1. Jesús, después de haber transmitido su enseñanza a todos los que le seguían,
pero especialmente a los Doce, después de haberlos hecho testigos de los “signos”
que realizó durante su vida pública, después de hacerles comprender que toda su
acción fue motivada por la voluntad para cumplir solo la voluntad del Padre, antes
de su pasión les dio primero un nuevo mandamiento: "Amaos los unos a los
otros como yo os he amado" (Jn 13:34; cf 15:12) y lo subrayó con el lavatorio de
los pies. Jesús que lava los pies es el verdadero icono, la foto del ministro buen
pastor y servidor en la Iglesia, del diácono, del presbítero, del obispo.
2. Esa misma noche, al inaugurar el nuevo Pacto, primero les dio el pan de vida,
su cuerpo y su sangre, un vínculo de amor, de entrega, garantía de ese poner en
práctica su mandamiento.
3. Casi como su testamento, oró al Padre con esa oración, que también se llama
sacerdotal, para que todos, y antes que cualquier otro sus sacerdotes, sean una
sola cosa con él y con el Padre para que el mundo crea.
4. Después de la agonía en el Jardín de los Olivos, fue crucificado y, en total
abandono, mostró en primer lugar cuál era la medida de amor que tenía, que
es la que él pedía a sus discípulos, a los otros sacerdotes: “Ámense como yo les
he amado” (Jn 13,34). Aquí el Buen Pastor se hace Cordero que se entrega
totalmente hasta dar la vida, enseñándonos a vivir entre nosotros con esa misma
disposición suya: “como yo les he amado”, dando la vida unos por otros.
5. Al pie de la cruz les dio a todos, pero especialmente a Juan -un sacerdote para
todos los sacerdotes- una madre, María: "Y desde ese momento el discípulo la
llevó a su casa" (Jn 19:27).
6. Resucitado el primer día de la semana, apareció a sus discípulos y les confirió el
Espíritu Santo con la potestad de perdonar los pecados.

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7. Antes de ascender al cielo, finalmente, envió a sus hombres a predicar el
Evangelio a todos los pueblos (cf. Mt 28, 19).
Se trata de mirar a Jesús en el Evangelio, al Buen Pastor, para encontrar las
características fundamentales de su identidad, para saber cómo deberíamos ser.
Al igual que Jesús, el presbítero -especialmente cuando están formando parte
de un equipo formador- debe esforzarse, en primer lugar, por vivir en profunda
unión con el Padre, tratando de conformarse en todo a su voluntad (“no el que
dice: “Señor, Señor… ¿sino el que hace la Voluntad del Padre es quien me ama”).
De esta manera, redescubre la unidad interna y el equilibrio de la vida, y con su
mismo comportamiento enseña a los seminaristas a dar la misma importancia a las
cosas que son voluntad de Dios: al estudio y al descanso, a la oración y a la
actividad pastoral, evitando así el activismo exagerado.
Y los presbíteros miembros de un equipo formativo deben irse
comprometiendo a implementar en toda su radicalidad, en primer lugar entre
ellos, el nuevo mandamiento, corazón del Evangelio, síntesis de la ley,
poniéndolo en la base de todas sus actividades: "Ante Omnia mutuam charitatem"
(cf 1 Pt 4, 8). El nuevo mandamiento lleva a los sacerdotes a estar también
dispuestos a dar la vida el uno por el otro: "Nadie tiene mayor amor que alguien
que da su vida por sus amigos" (Jn 15,13). Refiriéndose a esta medida, van
encontrando la manera de ser un solo corazón y una sola alma y también para
llevar a cabo diversas formas de vida común.
Aquí quisiera señalar la que me parece una enorme carencia en muchos
centros de formación: formar a la comunión. Nos centramos en muchos
aspectos, pero no le damos importancia al mandamiento nuevo, que Jesús llama
“suyo” y que es la medida que hace entender si somos suyos o no. Y cuando se
habla de amor no estamos hablando de un aspecto solo afectivo o romántico, sino
de “hacerle al otro lo que quisieras que el otro te hiciera a ti, porque en esto
consiste la Ley y los Profetas” (Mt 7,12), signo de madurez humana y cristiana.
En esta vida de comunión, uno que sigue a Jesús debe aprender a
intercambiar sus experiencias de vida cristiana, a ayudarse mutuamente e
incluso a llevar a cabo la comunión de bienes, incluidos los bienes materiales,
superando así los peligros de una vida individualista y burguesa. San Basilio el
Grande comentó sabiamente: "Jesús, para atraer a sus discípulos a observar "su
mandamiento" no les exige que hagan maravillas o milagros, pero les asegura que
"todos se darán cuenta de que ustedes son mis discípulos si se aman unos a otros".
"(...). De hecho, nuestro Creador quería que nos necesitáramos precisamente
12
porque vivimos en comunión unos con otros ... Además, si viven solos, ¿a quién
pueden lavar sus pies? ¿De quién puedes ocuparte?” (San Basilio, Regulae fusius
tractatae, 3, 1-2; 7, 4).
El lunes pasado, Mons. Ricardo Araya hablaba de formadores que viven
una comunión que se expresa en una mesa común, en un fondo económico… y
con ello son modelo para los seminaristas… Testimonio personal: no dejo de dar
gracias a Dios por haber tenido la oportunidad de que, siendo seminarista de la
etapa configurativa, el testimonio de algunos sacerdotes -y no de mis formadores-
que hacían vida común, vino a retar mi vida (sin pedir ni exigir nada, sino
simplemente dándome un ejemplo de vida) haciéndome conocer la belleza de
poner en común hasta el monedero. Y entiendes que si estás compartiendo la vida
cristiana, si compartes el alma, es mucho más fácil compartir la plata. Y eso me ha
ayudado toda la vida: vivir la comunión de bienes de seminarista con seminaristas,
de sacerdote con sacerdotes y ahora de obispo con otros obispos me ha dado una
enorme libertad interior para no ser esclavo con respecto a la plata.
Por otra parte, algo que me hace sufrir es ver a presbíteros que sirven en
parroquias ricas y viven de manera que hasta algunos laicos se escandalizan (carro,
viajes a Europa, etc.) y otros hermanos del mismo presbiterio pasan necesidad. Eso
suscita envidias. Desde el Seminario hay que ayudarles a entender que rezar el
Padre Nuestro implica sentir que tu hermano es realmente tu hermano… Y en una
familia normal no se viven esas disparidades sin interesarse unos hermanos por
otros. Los primeros cristianos, sin ser curas o monjas, “tenían todas las cosas en
común y ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía” (Hechos 4,33).
Y vas descubriendo que ese espíritu de la familia sobrenatural que va
naciendo desde el seminario y que se va viviendo entre los sacerdotes supera
incluso los mismos lazos de la familia natural en intensidad y profundidad y te
va haciendo experimentar el Reino de Dios. Y así vas encontrando esa integridad
humano-divina que te va llevando a ver el celibato no como un problema o solo
como renuncia, sino como algo más que amor, que da sentido y plenitud a tu vida.
Y ese vivir una fraternidad que no es teórica sino efectiva te va
inmunizando ante el espíritu del mundo y te va brindando la oportunidad de
abrirte a cualquier problema sin verte sumergido por él. Quizás se podría decir que
si el Vaticano I había dado un fuerte impulso a la formación intelectual de los
sacerdotes, hoy el Espíritu Santo viene acentuando un "estilo de vida", el de vivir
en el amor recíproco, un sacerdocio vivido en comunión, que permite a la Iglesia
cumplir su vocación de ser Icono de la Trinidad en la historia. Mons. Araya
13
hablaba de equipo de formadores que son una profecía para los formandos.
(Paréntesis sobre el profetismo: es demasiado fácil pensar que el profetismo es solo
gritar quejándose de lo que no funciona. Eso sería hasta demasiado fácil. El
profetismo más necesario hoy para este mundo y el más difícil es el profetismo
de la comunión, de vivir a la manera de la Trinidad, algo que el mundo no
sabe hacer. El profetismo de los primeros cristianos. ¿Por qué se difundieron tanto
y tan rápido? Porque tenían dos cosas que aquella sociedad no conocía ni vivía: la
pureza y el amor recíproco).
De hecho, esta fraternidad sacerdotal sería demasiado ardua si no fuera
Jesús mismo quien le hubiera puesto los cimientos muy sólidos: la Eucaristía.
Ella realiza la Iglesia en su esencia más profunda, como comunión, como el
Cuerpo de Cristo, y ante todo entre los sacerdotes que viven de esta manera. Los
introduce en la oración, en la adoración, en la contemplación. Vinculada como está
al sacerdote, le hace vislumbrar en él lo divino con el que ha sido investido y lo
convierte en un testigo del misterio.
En la Eucaristía y en el amor mutuo, que nace de ella, los sacerdotes
encuentran la manera de vivir en comunión: "Como tú, Padre, estás en mí y yo
en ti, para que ellos también sean una cosa sola en nosotros" (Jn 17:21). En total
fidelidad al Papa, en profunda unidad con sus propios obispos y entre ellos, dan ese
testimonio de unidad que, según la palabra de Jesús, más que cualquier otra cosa,
conquista el mundo a Cristo: "una cosa sola, para que el mundo crea que me
enviaste"(Jn 17, 21). Esta comunión es el punto de partida de todos sus esfuerzos
por evangelizar. Incluso Juan Pablo II, dirigiéndose a todos los sacerdotes
estadounidenses en Filadelfia, dijo claramente: "El sacerdocio de Cristo es uno, y
esta unidad debe ser actual y efectiva entre los compañeros elegidos por él (...)
¿Cómo creerá el mundo que el Padre envió a Jesús, si él no ve de manera
tangible que aquellos que creen en él han escuchado su mandamiento de
"amarse unos a otros"? ¿Y cómo pueden estar seguros los creyentes de que este
amor es concretamente posible si no tienen el ejemplo de la unidad de sus
sacerdotes, de aquellos a quienes Jesús mismo forma en el sacerdocio como sus
compañeros?" (A los sacerdotes estadounidenses, Filadelfia, 4/10/79).
Cuando entre varios sacerdotes se ve que tienen ese tipo de relación de
amor recíproco, dispuestos a ir dando la vida unos por otros, ese testimonio hace
que los laicos se vayan viendo atraídos a una comunión de vida similar (por
ejemplo, pueden hablar de otra manera ante las dificultades matrimoniales o
familiares). Así van naciendo parroquias que son comunidades vivas y no solo
celebran ritos sino que dan testimonio de Cristo, siendo en el mundo el signo
14
elocuente de una nueva socialidad que tiene como modelo la misma comunión
entre las personas de la Trinidad. "Vides Trinitatem - dijo San Agustín - si
caritatem vides". Sucede que ese tipo de vida de una comunidad cristiana tiene
un impacto en las personas de creencias no religiosas e incluso su ejemplo
despierta una atracción entre los fieles de otras religiones. Por supuesto, se
constata que alrededor de sacerdotes que viven de esta manera, que resulta
atractiva, surgen vocaciones al sacerdocio.
Esta manera de vivir en comunión tiene un impacto positivo y efectivo en
nuestra sociedad post-cristiana. Y recordemos que, ya al comienzo del siglo
pasado, el escritor y periodista católico británico G.K. Chesterton dijo: “No es que
el ideal cristiano haya sido puesto en práctica y se haya considerado defectuoso,
sino que ha sido considerado difícil y ni siquiera se ha intentado”. Y lo mismo
nos sucede con el mandamiento nuevo, que está “sin estrenar”!.
Es obvio que el vivir la comunión tiene una raíz, un precio, el que Jesús
pagó para generar la Iglesia. Aquí es donde el Buen Pastor se hace Cordero que
se entrega para quitar los pecados del mundo. Y con Él hay que configurarnos! Al
mirar a Jesús crucificado, que consumió en sí mismo todo el dolor y volvió a
recomponer toda ruptura, los presbíteros ven en el propio dolor -pastor y siervo-
la posibilidad de llevar a cabo una acción pastoral que sea espiritualmente fértil.
No se desaniman en las dificultades, aprenden a ayudarse mutuamente a ver su
Rostro de Crucificado haciéndose presente en cada sufrimiento personal y de
otro tipo, ven en cada persona pecadora o alejada de Dios alguien que sigue
estando llamado a vivir en comunión con Dios y con los hermanos, sienten en cada
separación entre las iglesias cristianas, en toda falta de comunión entre sacerdotes
y obispos, entre los mismos sacerdotes, entre la Iglesia y el mundo, el mismo grito
de Jesús: "Dios mío, ¿por qué me has abandonado?", y lo entienden como un
llamado a asumir cada dolor para transformarlo en amor. Y de él aprenden cómo
quiere a sus ministros: sacerdotes y víctimas. Así, redescubren el valor de su
sacerdocio real (“Heme aquí para hacer Tu voluntad” -Heb 10,7) como la base del
ministerio que están llamados a desempeñar.
Y aquí quisiera hacer un paréntesis sobre la dimensión “kenótica” de la
vida cristiana (no sólo presbiteral). He aprendido por el camino que la vida es
una V: La primera parte depende de ti; la segunda, la hace Dios. En la vida puedes
vivir tratando de ir solamente hacia arriba incluso pasándole por encima a los
demás a como dé lugar o puedes aceptar morir a ti mismo para amar al prójimo (en
el amor verdadero siempre pierdes algo de ti). El ejemplo es Jesús (Fil 2): siendo
de condición divina, se despojó de su rango pasando por uno de tantos… Después,
15
se humilló aún más y se sometió a la muerte y una muerte de Cruz… Por eso Dios
lo exaltó. Quien se humilla será enaltecido, quien se ensalza será humillado (cfr Mt
23, 12; Lc 14,11). En esa kénosis hay alegría. En ese pasar por encima del otro, no.
El Papa Francisco, que nos habla de la “Alegría del Evangelio” (Evangelii
Gaudium) como programa de su pontificado, nos dice que “la alegría evangélica
es consecuencia del camino de abajamiento con Jesús… Y, cuando estamos
tristes, nos vendrá bien preguntarnos: «¿Cómo estoy viviendo esta
dimensión kenótica?”.
Hay papás que se quejan de que ha desaparecido la educación para la
superación de las dificultades, para aceptar y gestionar el sufrimiento. Y esto forma
parte de la vida, también de la del ministro de Cristo. Educar al sacrificio, a la
renuncia, en positivo. Cristo Buen Pastor y Siervo, mi Único Maestro, el Único
Sumo y Eterno Sacerdote, me ha ayudado siempre con su actitud ante el designio
de Dios, aunque no siempre uno lo entienda: “Nadie me quita la vida; yo la doy!”.
Los sacerdotes que reviven en sí mismos el misterio de amor de la muerte y
resurrección de Cristo, son muy conscientes de que han sido investidos por él con
dones extraordinarios, pero no pueden olvidar las palabras de Jesús: “Si, por lo
tanto, yo, el Señor y el Maestro , os lavé los pies, también ustedes deben lavarse
los pies unos a otros” (Jn 13:14). Y esto los empuja constantemente a una
actitud de servicio que los preserva del clericalismo y del autoritarismo que
suscitan tanto rechazo en el hombre de hoy, tanto más cuando viven en
comunión con los laicos, plenamente conscientes del sacerdocio real que los une.
Y aquí podemos recordar lo que nos decía el martes P. Sotero: en las encuestas
sobre cómo ve la gente hoy a los sacerdotes la palabra que más se repite es:
“prepotente”. Y es que muchas veces vivimos en nuestro propio mundo, en
nuestro narcisismo ególatra que nos impide amar y servir al prójimo con sencillez
y sin pretensiones.
Los sacerdotes deben anunciar la Palabra de Dios y lo hacen. Por
supuesto, saben que su anuncio tiene poco efecto si su testimonio no lo
precede. Enamorados de la Palabra de Dios, se ayudan mutuamente a vivirla día a
día. (Paréntesis: hace dos años, tras una conversación con el clero de Quito de la
que los presbíteros salieron diciendo que nunca nadie les había hablado tan claro,
los Vicarios territoriales pidieron al Arzobispo que consiguiera que yo les
predicara los Ejercicios espirituales al clero. Vinieron 58. Esperaban “palo”. Pero
me limité a exponer cómo trato de vivir. Al terminar los Ejercicios me pidieron que
siguiera reuniéndolos regularmente, a lo que me negué. Pusieron un papel y 41 de
16
ellos firmaron esa petición. Les dije que sólo lo haría si era para ayudarnos a poner
en práctica la Palabra de Dios y compartir las experiencias de vida. Nos estamos
viendo mensualmente los que pueden, entre 15 y 20. Al principio, solo teorías de
pastoral o comentarios piadosos de homilía. No estamos acostumbrados a vivir la
Palabra y a compartir “una frase, un hecho de vida y un fruto”. Cuando un
presbítero vive con intensidad ese esfuerzo por poner en práctica la Palabra de
Dios, le cambia la vida! Y en el anuncio, validado por su experiencia, se van
cosechando frutos evidentes e inesperados. Poner en práctica la Palabra de Dios
“sin limitarse a escucharla, engañándose ustedes mismos” (Sant. 1,22) y compartir
las experiencias de vida de la Palabra debería ser algo normal desde el Seminario.
Un presbítero me decía algo parecido a lo que alguien escribió ayer en el chat:
“Formamos más clérigos que discípulos”, que servidores como Cristo Siervo y
Pastor. Presidir la comunidad cristiana no es mandar sino ser imagen de Aquel que
es Buen Pastor porque se hace Siervo y da la vida.
(Paréntesis sobre el “mandar”: agradezco a P. Barrón, quien dijo que el
apostolado de los seminaristas de etapa discipular es un “compartir la fe”. A veces,
desde el primer envío a la parroquia, el párroco pone al seminarista a dirigir esto o
lo otro. Les enseñamos a mandar, ponemos las bases del clericalismo. Enviarles a
compartir la fe, a “querer a la gente” (ancianatos, por ejemplo) antes de irles dando
alguna responsabilidad para ver como la manejan, como decía P. Sotero).
Y finalmente, los presbíteros debemos llevar a María a nuestra casa,
como hizo Juan: “Y desde aquella hora el discípulo se la llevó a casa” (Jn 19,27).
De ella, que engendró a Jesús, aprendemos a regenerarlo místicamente en las
personas. En ella vemos, como Juan, el modelo de la Iglesia a la que estamos
llamados a servir. Ella nos protege y, siendo laica, siempre nos recuerda que lo que
vale es el amor y que sin amor, que es servicio y entrega concretos, incluso el
ministerio sacerdotal se vacía de su eficacia y belleza.
Sólo de esta manera se encuentra el ímpetu necesario en la vida y en el
ministerio sacerdotal, se encuentra ayuda decisiva en tiempos en que se atraviesan
dificultades que podrían poner en riesgo la entrega a la vocación recibida.

3.- El Seminario: un grupo o una comunidad?

Les comparto este planteamiento que ha sido para mí central toda mi vida,
desde la época de seminario.
17
Para que haya comunión, no es suficiente tener propósitos comunes o
incluso convivir. A veces vivimos juntos pero hay un abismo entre nosotros. Todo
interés humano, por noble y válido que sea, incluida la intención misma de formar
o formarse como presbíteros, es insuficiente para dar vida a una comunidad
evangélica. La única clave para la vida comunitaria y, al mismo tiempo, su
medida es la voluntad de “amarse unos a otros” por Jesús, de "dar la vida por
los amigos". Solo entonces se establece la dinámica trinitaria que es el verdadero
"novum" de la "communio" cristiana.
Reitero que tengo la sensación de que el Espíritu Santo está tratando de
hacer que sus criaturas los humanos volvamos al valor esencial al que Dios a través
de Jesús le ha dado una prioridad absoluta: la relación de amor-comunión entre
persona y persona, entre presbítero y presbítero, entre familias religiosas, entre
religiosos y clérigos diocesanos, entre lo que se llamaba antiguamente el "estado
de perfección" (religiosos y sacerdotes) y lo que un escritor italiano llamó el
"proletariado del espíritu" (los laicos).
Sería largo de citar los pasajes del Vaticano II que hablan de esta
prioridad. “Lumen Gentium” dice que el plan del Padre es elevar a los hombres a
la participación de su vida divina (n. 2), que evidentemente es una vida trinitaria; y
que gracias a esta vida trinitaria traída a la tierra por Jesús, el Reino de los cielos
fue inaugurado en la tierra (n. 3). “Ad Gentes” dice que Dios, para establecer una
"comunicación íntima entre él y los hombres y realizar una unión fraterna entre
hombres, decidió ingresar a la historia humana de una manera nueva y definitiva,
enviando su Hijo para nosotros, con un cuerpo similar al nuestro"(n. 3).
En resumen, Dios es comunión trinitaria, y con respecto a los hombres
que creó no tiene otro propósito principal que constituirlos en una comunión
similar a la suya. Alguien explicaba que es como cuando un emigrante se traslada
a un país distante, especialmente si es menos civilizado que el suyo: lleva sus
propias costumbres y tradiciones. Ciertamente se adapta, hasta donde debe, al
medio ambiente, pero a menudo continúa hablando su idioma, a vestirse de
acuerdo con su moda, para construir edificios similares a los de su patria. Cuando
el Verbo de Dios se hizo hombre, ciertamente se adaptó a la forma de vida del
mundo y fue un niño e hijo ejemplar y hombre y trabajador, pero trajo allí la
forma de vida de su patria celestial (la vida de la Trinidad) y quiso que los
hombres y las cosas se unieran en un nuevo orden, de acuerdo con la ley del
cielo: el amor. "Una sola es la cosa necesaria"; "Amarás a tu prójimo como a ti
mismo"; "Ama a tus enemigos"; "Amaos los unos a los otros como yo os he
amado"; "Ante omnia, mantengan una gran caridad entre ustedes". Son palabras
18
de un poder revolucionario, de una vitalidad desconocida, capaces de cambiar
radicalmente la vida: incluso de nosotros cristianos, incluso de nosotros presbíteros
y obispos.
Pensemos en el seminario, esa estructura particular que es la vida común de
los seminaristas y novicios en el período de formación, así como de cualquier
forma de asociación que desee llamarse cristiana. “Hacer de la Iglesia la casa y la
escuela de la comunión: éste es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el
milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder
también a las profundas esperanzas del mundo. ¿Qué significa todo esto en
concreto? Antes de programar iniciativas concretas, hace falta promover una
espiritualidad de la comunión, proponiéndola como principio educativo en todos
los lugares donde se forma el hombre y el cristiano, donde se educan los
ministros del altar, las personas consagradas y los agentes pastorales, donde se
construyen las familias y las comunidades” (Juan Pablo II, Novo Millenio Ineunte,
n. 43).
Es fundamental comprender que existe una diferencia sustancial entre el
grupo y la comunidad. De hecho, el concepto sociológico de un grupo no está
vinculado al mensaje de Jesús. De hecho, toda la acción de Jesús tiene como
objetivo transformar ese pequeño grupo de los Doce en otra realidad que trascienda
la estructura sociológica simple de los grupos en general. La enseñanza de Jesús
es coherente con su acción: el período de su coexistencia, que es el período de
formación, no es individualista, sino que se centra en la implementación de
una norma: "Les doy un nuevo mandamiento, que se amen unos a otros como
Te he amado"(Jn 13, 34); es precisamente la transposición en la tierra de la
"civilización", de la "costumbre", de la naturaleza de las relaciones entre las
Personas divinas. El objetivo extrínseco, es decir, la expansión de este Reino de los
cielos entre los hombres, no está separado de este mandato como una actividad a
realizar o un propósito diferente a perseguir; existe, pero como implícito y como
consecuencia de esa implementación: "Por esto todos sabrán que ustedes son mis
discípulos, si se aman los unos a los otros" (Jn 13:35). (Paréntesis: cometemos un
error fundamental cuando pensamos en el apostolado. En la mentalidad de Cristo,
el Buen Pastor, no es una actividad “ad extra”; les ha enseñado a sus discípulos que
es una actividad “ad intra”!: “Que sean una cosa sola para que el mundo crea” (Jn
17,21); “En esto conocerán todos que ustedes son discípulos míos: si se aman
como yo les he amado” (Jn 13,35). Depende del amor recíproco entre nosotros!
Luego nos sorprendemos de que el mundo no cree a nuestras doctas exposiciones y
sesudos documentos… pero el Señor nos ha puesto sobre aviso…).
19
En los Hechos de los Apóstoles se puede ver cómo todas las comunidades
cristianas, que nacen y se multiplican siguiendo las leyes de un organismo vivo,
mantienen la misma línea de vida: la práctica del mandamiento de Jesús es la
razón de ser de la misma comunidad, es el aspecto nuevo y original que
diferencia a esta nueva comunidad de las demás. Y les lleva a construir
comunión, a ser un solo corazón y una sola alma. Y dirán de los primeros
cristianos: “Mirad cómo se aman!... Mirad cómo están dispuestos a morir el uno
por el otro!” (Tertuliano, Apologético, 39, 1-18). Toda la acción pastoral de los
Apóstoles se podría resumir en hacer que todos vivan el nuevo mandamiento,
que es la síntesis de la Ley y los Profetas: «Este es el mandamiento - escribe Juan
(1 Jn 4:21) - que hemos recibido de Cristo: el que ama Dios también ama a tu
hermano». Ellos, los Apóstoles, experimentaron esta comunión con Jesús y fueron
los primeros que tuvieron conciencia del Reino de Dios entre ellos. Su tarea será la
de hacer entrar a otros, la de hacer que participen en esta comunión precisamente
porque es la "civilización" original que Dios ha querido comunicarnos.
Y es por esta comunión que una comunidad se distingue de un grupo.
Todos los grupos, como sabemos, están formados por miembros que tienen la
misma naturaleza y que se distinguen de otros grupos y de la sociedad en general
por algunas finalidades a las que tienden y en el ámbito de las cuales aceptan un
cierto intercambio, limitado a necesidades y fines que quieren satisfacer y lograr.
La común voluntad efectiva, por ejemplo, de profundizar un problema específico
da origen a un grupo de estudio que acepta el intercambio de ideas sobre ese
problema. Pues bien, la comunidad cristiana es tal, según el pensamiento de
Jesús, cuando los miembros tienen como finalidad propia la voluntad efectiva
de comunión a través del amor que unifica, es decir, cuando deciden
conscientemente poner en práctica el mandamiento de Jesús. A los Apóstoles
les preocupa que las diversas comunidades se deslicen hacia una cohesión
justificada exclusivamente por fines contingentes y extrínsecos. De hecho, cuando
nacen grupos funcionales de naturaleza organizacional (diáconos, viudas, etc.) o
grupos que se diferencian por dones específicos (apóstoles, profetas, maestros,
etc.), se corre el riesgo de que la cohesión en los esos grupos resulte solo de la
mayor posibilidad de interacción favorecida por las respectivas actitudes,
ministerios y dones. San Pablo es consciente de este peligro y no se cansa de
insistir en que la cohesión tenga como base un valor no contingente: "Hay
diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo..." (1 Cor 12: 4). Ahora, el don
del Espíritu por excelencia, visto como efecto en aquellos a quienes se les ha
dado, es la “charitas”, y solo por su reciprocidad efectiva se puede dar "cohesión"

20
(hasta la comunión, la unidad), tanto que incluso el ejercicio de los dones pierde
"valor" sin él (cf. 1 Cor 13, 1-3). “Somos miembros unos de otros” (Ef 4, 25).
Por lo tanto, la esencia de las relaciones que existen dentro de la
comunidad y entre las diversas comunidades o iglesias es el amor. La cohesión
interna no está dada principalmente por la misma finalidad o reciprocidad de
actitudes, roles y carismas, sino por la reciprocidad de la “charitas” como una
comunión activa y efectiva. Pero la comunión efectiva, socialmente, necesita
términos reales, concretos y presentes (el prójimo), siendo interacción
dinámica. Si se quiere llevar la interacción al máximo, la reciprocidad debe ser
continua y sin residuos en los sujetos. "Ser perfectos en la unidad", como Jesús
pide, hace necesaria, para aquellos que son llamados, la existencia de la comunidad
en la cual se realiza intencionalmente la reciprocidad de este acto de amor, que es
morir a sí mismo para entregarse por entero a Dios en el otro. En la Misa pedimos
cada día al Señor que lleve a su Iglesia a su perfección por la caridad (pero
hacemos oídos sordos).
Es a esta condición que la comunidad cristiana realiza en la tierra el
modelo de la comunión trinitaria divina, el único ejemplo y modelo de
comunión absoluta de las personas, de hecho "personas" en el sentido de que cada
una es "relación" total (comunión, don).
Estas consideraciones nos llevan a encuadrar mejor esa institución particular
que es el seminario. Un lugar donde conviven varias personas “conveniunt”
(misma raíz que "convento") y conviven. El hecho de la convivencia y la
conciencia que tienen de tener en común una vocación o al menos una aspiración
al sacerdocio nos permite considerarlos un grupo. Es lo que en sociología llaman
un grupo psicológico: su característica es que aceptan determinadas normas de
comportamiento y un cierto intercambio relacionado con el propósito común que
es la preparación para el sacerdocio. Cuando la convivencia en el seminario es
considerada solo un medio, una facilitación para lograr el propósito, el peligro
de que los seminaristas sigan siendo un grupo es fuerte: se está juntos "para";
es decir, la prioridad no es la comunión interpersonal; el compañero sigue
siendo compañero, el superior sigue siendo superior y no el "prójimo" con quien,
en primer lugar establecer la reciprocidad efectiva de la “charitas” (Ante omnia
mutuam charitatem continuam, 1Pt 4, 8). De esta manera, no se crea la comunidad
cristiana, no se hace la experiencia típica de la "civilización" del cielo, que es la
comunión trinitaria. Si la Palabra de Dios pide que “ante omnia” esté el amor
recíproco, es porque se trata del valor primero y fundamental incluso de la
socialidad humana, que no puede no ser el reflejo de la vida de la Trinidad
21
sobre cuyo modelo ha sido querida desde el principio (“a su imagen y semejanza”
– Dios Trinidad, comunión). De hecho, Dios nunca tuvo la intención de cambiar
las relaciones sociales para convertirse en el término exclusivo de muchas
relaciones individuales (cuando los individuos buscan su propia relación con Dios
abstrayéndose de su prójimo), casi anulando en el plano religioso aquella
socialidad que es característica de la persona creada a su imagen y semejanza: “El
que dice que ama a Dios, a quien no ve y no ama a su hermano, a quien ve, es un
mentiroso” (1 Jn 4,20).
Sin la presencia de Jesús entre los suyos generada por la caridad
recíproca, antes o después se hace la experiencia del vacío existencial y todo
pierde valor. La misma vocación languidece y la convivencia se convierte en una
penitencia; el estudio, ya no iluminado por la Sabiduría, se convierte en
profesionalismo estéril; la soledad te muerde el alma. Pero, ¿no es esta
precisamente la primera condición requerida también por la anterior Ratio
fundamentalis, para que un seminario sea un seminario? Cuando en realidad
distingue lo que es esencial para él y lo que no lo es, en la nota 74, dice: "Como
podemos deducir de los documentos y el pensamiento inalterado de la Iglesia,
para que un seminario sea tal es necesaria una comunidad que está impregnada
por el espíritu de caridad -esta condición está en primer lugar-que dé la
posibilidad de comenzar la experiencia de la que será la condición sacerdotal
estableciendo relaciones de fraternidad y de dependencia de la jerarquía. Y la
nueva Ratio habla de “una comunión de vida, de amor y de unidad” (n. 12).
Y es que Dios no nos llama para ser francotiradores, sino para
integrarnos en una comunidad de vida y de ministerio, que luego se desarrolla
en modos y lugares diferentes, pero siempre “a cuerpo”: un seminario, un
presbiterio, un colegio episcopal de sucesores de los apóstoles… Si uno no
aprende a vivir el amor recíproco con sus compañeros y formadores,
difícilmente conseguirá construir una comunidad parroquial que vive ese
“mandamiento nuevo” que distingue a los cristianos. Si se piensa que el
“amor”, la entrega, la dedicación se viven solamente con las personas de la
parroquia pero no se construye la comunión en la comunidad del Seminario, uno se
engaña. Como aquello de amar a Dios a quien no ve y no a amar al hermano que
ve. Es fácil soñar que se ama mucho a los africanitos o a los chinitos… que no me
crean ningún problema pero la verdad se vive en el amor al hermano con el que
vivo codo a codo…
Ya el Concilio Vaticano II, en la Presbyterorum Ordinis, afirma que "los
presbíteros están unidos entre sí por una íntima fraternidad sacramental", que
22
espontáneamente y con todo gusto - continúa citando a LG - debe manifestarse en
ayuda mutua, tanto espiritual como material, pastoral y personal, en reuniones y en
la comunión de vida, de trabajo y de caridad, "manifestando así aquella unidad
con la que Cristo quiso que los suyos fueran una cosa sola, para que el mundo
sepa que el Hijo fue enviado por el Padre” (P.O. n. 8).
Habla de una comunidad impregnada de espíritu de caridad, articulada como
un solo cuerpo, a través de lazos profundos y múltiples de íntima fraternidad, todas
expresiones que trascienden el concepto de un grupo finalizado exclusivamente al
futuro y común ministerio; esta fraternidad no es dada solamente por el hecho
espiritual del único bautismo y del único sacerdocio, sino que debe ejercitarse
concretamente en relaciones interpersonales de mutua ayuda espiritual,
material y personal de la que también vendrá, como consecuencia, la ayuda
mutua en la pastoral; y luego habla de comunión de vida, de trabajo y de
caridad que hace realizar esa "unidad" con la que Cristo quiso que los suyos
fueran "una cosa sola". Es lo mismo que hablar del “porro unum”, del “ante
omnia”, del “no hay amor más grande que el dar la vida por los hermanos”, para
lo cual uno debe ser formado en los seminarios, porque esta es la esencia del
mensaje de Jesús. Uno podría decir: ¿Y el objetivo específico, es decir la
formación para el ministerio pastoral, para la evangelización, dónde queda?
Como hemos visto, no es una cosa diferente, como disociada de ese poner en
práctica el "ser una sola cosa", sino que emana directamente de ella como el
primer y fundamental testimonio capaz de convertir el mundo. “En esto
conocerán… si tenéis amor”; “que sean una sola cosa para que el mundo crea”.
Siempre me produjo una pena infinita el oír a jóvenes seminaristas decir, con
una enorme decepción: “Entré en el Seminario pensando que allí se vivía según el
Evangelio y me encontré un ambiente donde no había amor de unos por otros, sino
todo lo contrario”! Cuántas veces es en el Seminario donde se aprende la
famosa y vergonzosa “invidia clericalis”. Y cuántas veces encontramos un
ambiente donde lo que reina es el chisme de unos sobre otros… Es una lógica
de dominio que después la encontraremos en los casos de clericalismo, de
prepotencia, de presbíteros que tratan mal a las personas… Me producen un
dolor inmenso estos casos cuando visito las diócesis.
Me ha ayudado en mi vida el pensar que en Nazaret había una convivencia
de dos que eran vírgenes (María y José) con Jesús presente entre ellos. Y eso
es un Seminario. Y eso es un presbiterio. Y eso es un colegio episcopal. No es
una familia natural, porque los que viven allí han dejado a su padre y a su madre, y

23
el vínculo que ahora los une es sobrenatural, llamados como están a dar a su convi-
vencia el reflejo de la Santísima Trinidad: "Padre, que sean uno como Tú y yo”.
Como los dos polos de la luz eléctrica contienen la corriente, pero solamente
producen luz si entran en contacto entre sí, el amor recíproco, “que va y que
viene” nos aporta una experiencia nueva y distinta, que tantos presbíteros no
conocen porque se quedan viviendo como solterones, incapaces de pensar sino
en ellos mismos. Esa luz es la presencia que Jesús prometió entre aquellos que
están unidos en su nombre. Y los Padres de la Iglesia ya explicaban que “en su
nombre” significa “en su mandamiento”. Y esa presencia de Jesús da sentido a
nuestra nueva fraternidad con personas que no has escogido, que ni conocías,
ya que no habría valido la pena abandonar padre, madre, hermanos,
hermanas, esposa, hijos, es decir, una familia natural bendecida por Dios, si
no fuera para encontrarnos en una familia sobrenatural con Jesús entre
nosotros. Esta presencia de Jesús entre los suyos (en la que no creemos; pensamos
mucho en la presencia real en la Eucaristía, como si esta otra no fuera real!) nos
hace entender lo que Jesús dijo en su oración sacerdotal: “que sean una sola cosa
como Tú y yo”.
Se podría decir: si una persona está en gracia de Dios, ¿no está ya de por sí
plenamente unida a los demás en el Cuerpo de Cristo, en la Comunión de los
Santos?
Pero la vida cristiana es algo muy concreto: la unidad mística debe
expresarse en la unidad de la comunión. En el mundo todos somos hermanos,
pero cada uno pasa al lado del otro ignorándolo. Y esto también sucede entre los
cristianos bautizados. Y entre los seminaristas. Y entre los presbíteros. Y entre los
obispos. La Comunión de los Santos, el Cuerpo místico existe. Pero es como
una red de galerías oscuras. Existe el poder iluminarlas: y pensamos en la vida
de la gracia. Pero Jesús ¿quería sólo esto cuando se volvió hacia el Padre,
invocando: “Padre, que sean una sola cosa”? Quería el cielo en la tierra: la
unidad de todos con Dios y entre ellos: la red de túneles iluminada. La
presencia de Jesús en cada relación con los demás, así como en el alma de cada
uno. Este es su testamento, el deseo más preciado de un Dios que dio su vida por
nosotros. Y en esos momentos se dice lo esencial, no se pierde tiempo.
Vivir el amor recíproco es “ser Iglesia” donde estemos: en el trabajo, en
la familia, en el Seminario. Es la comunidad eclesial que se pone a vivir. El
cristianismo que nos reprochan hoy es precisamente el cristianismo hecho de
realidades divinas: de sacramentos, de sermones, pero no de la "vida" divina. Y en
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el intercambio recíproco del amor entre los hombres está la Vida, esa vida que
es Jesús. De hecho, Él prometió una presencia particular suya a aquellos que se
comportan así: "Donde hay dos o más unidos en mi nombre, allí estoy yo entre
ellos". Jesús, el eterno presente en la vida de la Iglesia, quiere estarlo también
cuando dos o más cristianos deciden ser "iglesia", estén donde estén, y sean
quienes sean: dos o más seminaristas, dos o más, de los cuales uno es seminarista y
los otros son formadores, dos o más formadores… Y ese amor salva vocaciones!
Yo podría dar testimonios muy concretos y muy fuertes de personas cercanas a mi.
Cuando un presbítero no tiene en cuenta esa dimensión de la comunión (no
somos presbíteros francotiradores sino que formamos parte de un cuerpo que es el
presbiterio), acaban apareciendo los problemas… Y a eso hay que aprender desde
el Seminario, a no ser uno que va “por libre”.
La vida en el seminario no puede considerarse exclusivamente una
simple solución para prepararse al sacerdocio, sino que debe ser sobre todo el
lugar donde poder hacer la experiencia del Cielo en la tierra, para poder dar
testimonio luego, como San Juan: "lo que hemos visto con nuestros propios
ojos, lo que hemos contemplado, lo que hemos tocado con nuestras propias
manos ... esto os anunciamos, para que también ustedes puedan estar en
comunión con nosotros" (1 Jn 1: 1-4); un lugar donde hacer que Jesús crezca en
nosotros y entre nosotros, como en Nazaret, antes de comenzar su vida pública,
pero durante muchos años vivió unido con María y José, a quienes estaba sometido
sin complejos.
Si ponemos en el centro el distintivo de los cristianos, el amor recíproco,
que genera la presencia del Resucitado en medio de la comunidad del
Seminario, si tenemos seminaristas y formadores que viven el amor recíproco,
no solo se salvaría la vocación de muchos seminaristas (no se irían aquellos que
se ven decepcionados porque pensaban que allí se viviría según el Evangelio), sino
que -como decíamos en mis tiempos, cuando se vaciaban los seminarios- si hoy de
cuarenta seminaristas salen cuatro presbíteros, una vida evangélica como esa sería
capaz de irradiar entre los jóvenes y de cuarenta pasaríamos a ochenta.
Quito, 23 de Julio de 2020

Mons. Andrés Carrascosa Coso


Nuncio Apostólico en Ecuador

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