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Tomado de “El hombre”, J.

Moltman
Págs.: 14-

1. ¿Qué es el hombre?

¿Quiénes somos nosotros? Y yo, ¿dónde estoy?

Estas preguntas son tan antiguas como el hombre mismo, que toma conciencia de
su ser propio. Una vaca siempre será una vaca. No pregunta « ¿qué es un vaca
?», « ¿quién soy yo?». Sólo el hombre pregunta así, y, al parecer, tiene por fuerza
que preguntar así sobre sí mismo y sobre su esencia. Es su pregunta. Su pregunta
le acompaña en infinidad de formas. Pregunta que se hace consciente cuando la
persona que espontáneamente actúa, se ve replegada hacia sí misma y obligada
a reflexionar en torno a sí. Descubre entonces una diferencia entre los objetos de
su mundo circundante, a los que ella elabora, y lo que ella misma es. O bien,
descubre una diferencia entre el mundo vital que comparte con otras, y ella
misma, en un destino particular que a ella le afecta. Las preguntas con que el
hombre apremió a la naturaleza y a otros hombres, dan un giro y se le encaran a
él mismo. La actividad con que transformaba las otras cosas, se torna en las
experiencias de sufrimiento por las que él mismo viene a transformarse.
O bien, se habrá entregado hasta tal punto a su negocio, a su familia o a su labor
política, que percibirá el peligro de perderse a sí mismo. Entonces se dice: «antes
que nada, he de reencontrarme», o si no «quisiera volver a acceder a mí mismo»,
o incluso «ya no sé en absoluto quién soy propiamente yo». Así es como esta
pregunta sobre «el hombre» acecha al hombre en las experiencias totalmente
cotidianas, en las especiales situaciones de felicidad y de dolor, y en las
reflexiones supremas de su conciencia.
Pero, al convertirse el hombre en una cuestión para sí mismo, incide entonces en
una escisión. El mismo es el interrogador, y a la vez el interrogado, el que se
interroga.
Al ser simultáneamente interrogador e interrogado, resulta inevitable que todas las
respuestas que él mismo se da o se hace dar por otros, le sean insuficientes y
vuelvan a convertírsele en interrogación. De igual modo a como intenta penetrar
detrás de las cosas para conocerlas y utilizarlas, querría también penetrar por fin
tras de sí mismo para conocerse. Pero, al ser él mismo quien desearía penetrar
tras de sí, siempre está volviendo a escaparse de sus manos, y se hace para sí
propio un enigma, tanto mayor cuantas más son las posibilidades de solución que
se le ofrecen en forma de proyectos sobre el hombre. Cuanto mayor es el número
de respuestas posibles, tanto más le parece a él encontrarse como en un salón de
mil espejos y máscaras, y le invade una confusión respecto a sí.

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Así es como el hombre viene a ser de hecho el mayor de los misterios para el
hombre. Tiene que conocerse, para vivir y darse a conocer a los demás. Pero a la
vez él mismo ha de quedar guarecido, para permanecer en vida y en libertad.
Pues si llegara por fin a penetrar «tras de sí mismo», si pudiera constatar qué es lo
que pasa con él, entonces ya no pasaría con él absolutamente nada, sino que
todo estaría constatado y fijado, y él habría llegado al fin. Entonces el «enigma
resuelto» del hombre sería a la vez la definitiva liquidación del ser humano.
Siempre que tengamos experiencia del ser humano, lo experimentaremos como
pregunta, como libertad y apertura. «Somos, pero no nos tenemos» ~ ésta es
manifiestamente la conditio humana (H. Plessner ). De lo cual resulta: «Por ello,
antes que nada, nos hacemos» (E. Bloch).

Pero sea cual sea la forma como se describe esta diferencia que el hombre
experimenta en sí mismo; en cualquiera de los casos le es a éste igual de
importante el llegar a respuestas fidedignas y hacerse digno de crédito ante los
demás, que el permanecer consciente del misterio de que él existe para los otros y
los otros para él, y el respetar ese misterio. El conocimiento propio y el
conocimiento de los hombres comportan en sí algo fascinante para el hombre:
«Algo que tiene de regocijante, eso es el hombre, si es un hombre», dijo el estoico
Menandro.
Ser hombre constituye el experimento en que nosotros mismos tomamos parte
activa y entramos en juego.
Pero en ello late también algo pavoroso. Por eso siempre lleva el hombre consigo
un justificado espanto y un natural pudor frente a todo encuentro excesivamente
directo consigo mismo. La desnuda honradez de quienes se desvelan y se
confiesan a sí propios, produce efectos penosos; porque renuncian a la conciencia
de lo ambivalente de su conocimiento, y, a una con su misterio, abandonan
también su futuro. Uno no debe «aparentar» nada ni ante sí ni ante los demás,
pero no debe tampoco aparentar que «es más de lo que parece poder». «Todo
espíritu profundo precisa de una máscara», pensaba Nietzsche. Y ello es verdad
en lo que afecta no sólo a los «espíritus profundos» sino a cada hombre que sea
consciente de la escisión que se da en él y no le deja identificarse totalmente
consigo. Ni puede identificarse totalmente con su «máscara», es decir, con la
apariencia que observa para los demás, ni es tampoco capaz de acceder a sí
mismo, por mucho que quiera desvelarse por entero.

Todo esto no es más que un equívoco. Nunca acabamos de quitamos nuestras


máscaras. Y de esa última que se adhiere a nuestro rostro... es completamente
incierto el que la muerte consiga arrancárnosla (Francois Mauriac).

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En el mito chino, cada uno de los hombres tiene su yo auténtico, que siempre se
encuentra tras él como espíritu de compañía; pero en el instante en que el hombre
mira tras de sí y lo conoce ^es decir, y se conoce a sí mismo—, entonces muere.
Así pues, entre la fundamental interrogabilidad del hombre y las respuestas con
que éste se asegura de sí mismo, tendrá uno que encontrar un equilibrio vital. El
hombre no puede persistir de porfía en la actitud radical de la pregunta. En tal
caso nunca llegaría a la encarnación de su vida. Pero tampoco puede asentarse y
contentarse únicamente con la faz que le confiere su época y su cultura. En tal
caso se estancaría.
El equilibrio lo encontrará cuando respete aquella barrera que hace históricas a las
formas de la vida humana, y cuando vea que en la transformación de culturas e
imágenes del hombre, movidas por la seriedad y la expectación de lo último, está
en juego algo provisional. Sin embargo, por insuficientes que sean las respuestas
históricas y culturales del ser humano concreto frente a la pregunta abierta y
siempre acuciante acerca del hombre verdadero, ofrecen por su parte
posibilidades para la realización de una vida humana y otorgan posada en el
tiempo.
A la pregunta que el hombre es para sí propio, se la puede designar como la
inquietud en la historia de los hombres y de los pueblos. Al ser históricas y no
eternas las respuestas que los hombres dan de una u otra forma con su vida, son
también superables por otras respuestas nuevas. Pero cuando éstas resultan
históricamente logradas, ofrecen por una cierta época una base sustentadora en
orden a la vida personal y social. Entonces no se da en ellas únicamente algo
perecedero, sino ya también la pre-aparición de una plenitud futura, y no sólo una
demasía humana, sino igualmente una gracia escondida.
La pregunta del hombre sobre « ¿qué es el hombre ?» no constituye aún en sí
ningún sólido punto de partida en orden a su contestación, ya que dicha pregunta
puede ser planteada muy diversamente. Emerge en contextos diversos y son
muchos los lugares desde los que se inicia su marcha. La pregunta de « ¿qué es
el hombre ?» es siempre una pregunta comparativa. Nunca se da absolutamente
en el espacio, por lo mismo que el hombre tampoco se halla aislado.

1. La pregunta surge de la comparación del hombre con


el animal

De esta comparación surgen las afirmaciones de la antropología biológica. Los


testimonios más antiguos de la cultura humana son testimonios de cazadores y de
pastores. El hombre conoce a los animales. Examina penetrantemente sus formas
de vida y su medio ambiente.

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Puede entonces adaptarse a ellos, llegando incluso a la identificación mítica, como
es el caso de los animales tótem.
Conoce, hablando modernamente, que los animales viven en un medio ambiente
propio, de índole específica, y que en sus reacciones están ligados a sus impulsos
y proceden por instintos. Pero simultáneamente se conoce también a sí mismo, y
encuentra que en él esos órdenes de vida no se dan. El mismo es pobre de
instintos y no tiene otro medio ambiente fijo que el de una esfera vital en la que él
se mueve. Continuamente está percibiendo cosas a las que no se encuentra aún
adaptado, sino que ha de ir penosamente realizando la correspondiente
adaptación. Se halla desbordado por los estímulos. No cuenta con ninguna
protección natural frente al mundo exterior. Le falta la seguridad instintiva en el
reaccionar. Tiene en primer lugar que construir su medio ambiente mediante
lenguaje y cultura. Tiene en primer lugar que aprender sus h -mas de
comportamiento.
El hombre, considerado en mera biología, no tiene en ningún sitio hogar. Por eso,
ante la vida de los animales, se plantea la pregunta: ¿qué es el hombre?
Generalmente, a esta pregunta se le da hoy día una doble contestación:
biológicamente el hombre es un ser deficitario, y a la vez un ser creador de
cultura.
Como ser biológicamente deficitario, está abierto al mundo, sin medio ambiente
que le dé cobijo, desbordado por los estímulos del mundo exterior e inseguro en
sus instintos. Como «dilettante», la naturaleza lo ha producido a modo de un
animal comparativa o relativamente sin terminar.

La hormiga conoce la fórmula de su hormiguero. La abeja conoce la fórmula de su


colmena. No las conocen ciertamente al modo humano sino al modo suyo. Pero no
necesitan más. Sólo el hombre desconoce su fórmula (F. Dostojewski ).

La armonía de mundo propio y reacción instintiva que examina y admira en el


animal, a él, el hombre, no le ha sido dada; en todo caso, le ha sido dada como
tarea. No se encuentra a todas vistas en su esencia, sino que el encontrar su
esencia es su cometido. Por eso Nietzsche tenía al hombre por el «animal todavía
no determinado», que ha de determinarse antes que nada por promesa y acción
consciente.
La antropología moderna, que pretende exponer la posición privilegiada del
hombre en el cosmos de lo viviente a base de comparaciones, comenzó con el
famoso escrito de Herder Über den Ursprung der Sprache, 1770 (Sobre el origen
del lenguaje). Herder escribe allí:

“ Todo animal tiene un ciclo al que pertenece desde su nacimiento, entra en


seguida en él, en él permanece de por vida y muere... El hombre no tiene
esa clase de esfera uniforme y restringida, en la que le aguarda tan sólo un

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trabajo: un mundo de negocios y determinaciones se extiende en torno a
él... La naturaleza fue para él la más dura madrastra, ya que para cada uno
de los insectos fue la madre más pródiga. El hombre es un huérfano de
naturaleza: desnudo y despojado, débil e indigente, apocado e inerme, y, lo
que constituye el culmen de su miseria, privado de todas las guías de la
vida. Nacido con una capacidad sensorial tan dispersa y debilitada, con
unas facultades tan indeterminadas, con unas pulsiones tan divididas”.

Podrían también resumirse así estas apreciaciones: las necesidades pulsionales


del hombre no disponen, en orden a su exteriorización, de un sistema innato de
esquemas propios de comportamiento, que se pongan en marcha al recibir los
estímulos del mundo externo.
Nosotros no somos autómatas sociales como los animales (A. Mitscherlich). La
sujeción y regulación de la naturaleza pulsional del hombre tiene lugar mediante la
cultura, y ésta es un prolongado proceso de aprendizaje, en el que el conocimiento
de la necesidad social de renunciar a las pulsiones pugna con la naturaleza
pulsional del hombre, difícil de domeñar.
En el animal, las necesidades pulsionales y los objetos de la pulsión observan una
vinculación fija, específica.
El hombre, en cambio, está en su naturaleza pulsional relativamente falto de
especialización, es decir, por una parte no cuenta en el mundo externo con objetos
pulsionales fijados por herencia, sino tan sólo por la cultura.
Dándose pues esta diferencia permanente entre la interna abundancia pulsional y
el encauzamiento cultural de las pulsiones, la apropiación de la cultura por parte
del hombre deberá antes que nada ser aprendida.
Por otra parte, sin embargo, el hombre habría desaparecido hace ya tiempo, si
estas indigencias que mencionamos no fuesen únicamente el reverso de su
posición privilegiada en el cosmos, o sea el reverso de aquello a lo que desde
antiguo se llamó espíritu y razón. Su carencia de especialización es tan sólo el
reverso de su variabilidad creadora. La inseguridad de sus instintos es el reverso
de su capacidad para una acción consciente.
Su apertura al mundo, que le hace carecer de un medio ambiente determinado, es
el presupuesto de su poder para crear culturas. Así pues, su condición

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relativamente interminada si se la considera en conjunto, es tan sólo el reverso de
su otra vez relativa fuerza creadora y fantasía.
Comparándose con el animal, se encuentra a sí mismo como un ser que «en
virtud del espíritu se yergue hacia una apertura al mundo», según formuló Max
Scheler.
Es, en sentido eminente, creador y creatura de su lenguaje.
En la red de su lenguaje, captura un mundo abierto que le inunda con sus
estímulos. En el medio del lenguaje y de la historia de la cultura puede ir
acumulando informaciones de índole no-genética. De este modo se constituye a la
vez como ser actuante.
En el caso del animal y de la planta, la naturaleza no confiere meramente la
determinación, sino que también es ella sola quien la realiza. En el caso del
hombre, sin embargo, confiere meramente la determinación, y deja para él el
cumplimiento de la misma... El acto por el que el hombre opera esto, se denomina
de preferencia una acción (Fr. Schiller).
También Herder vio a la vez, en la indigencia biológica que constató en el hombre,
una determinación positiva de éste. «El animal es un esclavo doblegado», el
hombre en cambio «el primer liberto de la creación».
No obstante, todas estas afirmaciones acerca del hombre, tanto las referentes a
su indigencia cuanto las que atañen a su fuerza creadora, son afirmaciones
significativas únicamente en el marco de la comparación entre animal y hombre. Si
es en este contexto donde se plantea la pregunta sobre «¿qué es el hombre ?»,
entonces habrá de ser respondida por esa dirección. Con todo, tendrá que estarse
sobre aviso para no desligar las respuestas dadas del contexto de esta
comparación y del horizonte de la pregunta aquí planteada. Este «lugar» de la
comparación entre animal y hombre es sin duda un lugar importante para la
pregunta del hombre, pero en ningún modo el lugar único en que el hombre se
encuentra y busca encontrarse a sí mismo, ni tampoco un lugar en el que se halle
siempre. Las apreciaciones que en este punto adquiere la antropología biológica,
constituyen una importante base para el autoconocimiento del hombre, pero no el
acceso único hacia el misterio que el hombre representa.

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2. La pregunta surge de la comparación del hombre con los
otros hombres

De esta comparación surgen las afirmaciones de la antropología cultural. El


hombre vive de hecho en familias, tribus y pueblos. En el encuentro con hombres
de otras tribus y pueblos, la pregunta «¿qué es el hombre? » surge nuevamente, y
aquí a un nivel distinto. Ha habido culturas en las que la denominación de hombre
estaba únicamente reservada para los pertenecientes al pueblo propio, mientras
que en cambio los extranjeros no eran hombres. Es el fenómeno del
etnocentrismo.
En su forma primitiva, dicho fenómeno tiene su raíz en el hecho de que los
conceptos abstractos que las lenguas antiguas conocen, son sólo unos pocos.
Hay palmeras, cedros y encinas, pero no aún el árbol. Así también, hay negros,
blancos y amarillos, pero en la diversidad cultural y racial no se da aún algo común
a lo que pueda llamarse hombre. Cuando Colón descubrió América, surgió la
pregunta de si los indios eran también hombres, y la bula de Paulo III en 1537
declaró que los nativos eran efectivamente hombres, al ser capaces de recibir la fe
católica y los sacramentos («fidei catholicae et sacramentorum capaces»).
Todavía sin embargo en nuestro siglo, la propaganda bélica hace de los enemigos
infrahombres, limones, híbridos, negros, etc. En este contexto es importante notar
que, para el antiguo testamento, Adam no fue el primer israelista, sino
precisamente el primer hombre. Es sin duda una solapada angustia la que le
impulsa al hombre a autoafirmarse frente a los demás hombres y a odiar al
extranjero. Identifica entonces al ser del hombre con aquello que él tiene
positivamente, su raza, su religión, su cultura y su patrimonio, y a lo inhumano que
quisiera reprimir en sí, lo proyecta en el extranjero, el cual es distinto a él. El
extranjero es el bárbaro, al que no se lo conoce sino como enemigo,
y al que se permite vivir únicamente como esclavo.
La idea de una humanitas que les sea común a griegos y bárbaros, es de fecha
relativamente reciente. Los sofistas fueron los primeros que en el mundo antiguo
proclamaron la igualdad de todos los hombres, basándose en su común
naturaleza.
Porque, por naturaleza, lo igual está emparentado con lo igual. Las costumbres,
sin embargo, el nomos, ese tirano de los hombres, fuerza muchas cosas en contra
de la naturaleza (Hippias).
La filosofía de la estoa asumió estas ideas. Más decisiva que las diferencias
históricas y culturales entre los pueblos, lo es la comunidad de todos los hombres
en el núcleo de su ser. A base de las ideas innatas de la razón común a todos,
puede elucidarse la naturaleza del hombre. Sin embargo, hasta la llegada de la
estoa romana no se acuñó el concepto de humanitas que permanece vigente en
nuestros días. Al ideal romano antiguo del homo romanus, Cicerón le contrapuso
el ideal nuevo y más alto del homo humanus. Es el hombre formado en su espíritu
y éticamente cultivado. La oposición decisiva no consistió ya para él en la de
romano o bárbaro, sino en la humanidad o inhumanidad en romanos y bárbaros.

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Considerada desde la historia de las religiones, esta primera idea de humanidad
se halló vinculada a una superación del politeísmo de los muchos pueblos, a favor
de un panteísmo de la naturaleza humana común, divina.
Junto a estas ideas de humanidad surgió simultáneamente en Israel y mediante el
cristianismo otra visión distinta de la humanidad una. Al ser el Dios de la alianza el
creador y a la vez el juez de todos los hombres, todos los pueblos y hombres
habrán de hallarse en una común historia universal. La expectación del reino
venidero de Dios hace que todos los destinos humanos individuales e historias
particulares de los pueblos se fusionen en una única historia universal. Por
relación a la creación y al juicio venidero de Dios, todos los hombres comparten un
común destino. Cierto que en aquella época, cuando esta esperanza fue por
primera vez formulada en el Israel tardío y luego en el cristianismo, no se daba
aún una humanidad en el destino de una historia universal común.
Hoy es tan sólo cuando ha empezado a surgir de las historias diversas de los
pueblos de la tierra una común historia universal. Sin embargo esta visión es
importante, porque, a diferencia de la idea de una humanidad natural como la
proclamó la estoa, toma en serio las diferencias históricas entre los hombres, y, en
medio de las luchas históricas concretas entre los hombres de diversos pueblos,
razas y clases, viene a descubrir para todos ellos un común horizonte de futuro, un
horizonte de comunidad futura.
Desde la tradición greco-romana y desde la esperanza bíblica, se formó luego la
idea de humanidad propugnada por la Ilustración, la cual vino después a
decantarse en la formulación de los derechos comunes e inalienables del hombre,
que se recogería en las constituciones de los estados modernos. Estos derechos
son no tanto la formulación de una realidad ya existente del hombre humano,
cuanto una exigencia y una utopía concreta.
Pocos hombres son hombres, e impropio en extremo es por eso exponer los
derechos humanos como efectivamente existentes» (Novalis) 7.
Pero una vez formulados e introducidos en la historia de las constituciones
modernas, son ya también una realidad a la que no cabe volver a olvidar o disipar.
La memoria de la esperanza que los hombres de diversos pueblos abrigaron en
una humanidad humana, es la que los mantiene en vida. La comparación del
hombre con el hombre en el encuentro de las culturas puede incidir en dos
direcciones: la antropología cultural puede convertirse en etnología. Describirá
entonces las diversas culturas con el propósito de comprenderlas. En cada cultura,
el hombre pretende conferirse a sí mismo un rostro. La profusión de rostros
diversos que se confiere y con los que procura responder al desafío de la
naturaleza, de la convivencia mutua y de los dioses, muestra la variabilidad casi
ilimitada de lo humano. A una con su indagación de las culturas extrañas, la
etnología de orientación comprensiva muestra a la vez la relatividad y la limitación
de la cultura propia. Las normas y valores propios, a los que antes se tuvo por
absolutos al no conocer otras cosas, se evidencian en su condicionamiento
histórico, sin por ello perder totalmente su perentoriedad.
Pero la antropología cultural puede también convertirse en una antropología que
busque como objeto el fomento de la «humanitas». Kant la denominó
«antropología de “orientación pragmática». Ambas direcciones se hallan
estrechamente ligadas, porque cuanto más va conociéndose una cultura, surge de
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por sí la pregunta: ¿qué es el hombre? Y esta pregunta no sólo alude ya a la
curiosa investigación de la «comedie humaine», en la que van dándose siempre
nuevas variantes distintas de lo humano, sino que apunta a la «humanidad del
hombre». Podría aquí distinguirse entre la condición del hombre u hominidad
(hominitas) y la búsqueda de la condición humana del hombre o humanidad
(humanitas)9.
A partir de la Ilustración, el concepto de «humanitas» no sólo es una designación
objetiva de la especie hombre, sino más aún una designación ética y mesiánica
del cumplimiento todavía insatisfecho de su tarea y su esperanza.
Diciéndolo más sencillamente: al hombre le pertenece constitutivamente el que él
es hombre y tiene que ser hombre. Se experimenta a sí mismo como un don y
como una tarea, como ser e intimación a la vez. Por eso la etnología de
orientación comprensiva se traduce siempre en antropología de propósitos
pragmáticos. Y, a la inversa, una antropología solamente ética quedaría en
suspenso, de no estar siempre referida a la realidad del hombre.
De la comparación del hombre con el hombre surge la antropología cultural. Como
respuesta suya a la pregunta de «¿qué es el hombre?», podemos tomar el
diagnóstico siguiente: el hombre es creador y creatura de la cultura (Michael
Landmann). «Cada cultura es un camino del alma hacia sí misma» (Georg
Simmel), y todas las culturas pueden ser entendidas como fragmentos y caminos
hacia aquella humanidad humana que se halla aún escondida en el seno del
futuro. En cada cultura el hombre se decanta de una forma y se otorga un rostro.
Pero todas las formas y rostros históricos que se ha conferido y se confiere, son
pasajeros y mudables. Esto permite la conclusión de que el solo hecho de que el
hombre, saliendo de su amorfismo, se decante en formas culturales, es algo
permanente y universalmente humano. El hombre tal como se manifiesta en las
culturas (homo hominatus) es histórico, pero el germen creador del hombre (homo
hominans) es eterno. En este sentido, el hombre aprende a conocerse a sí mismo
mediante el encuentro histórico y la comprensión histórica de otros hombres y
otras culturas. Lo cual presupone que, por necesidad esencial, el hombre se halla
en un proceso histórico-cultural, que brota de su interna inconclusión biológica y
de su apertura al mundo. Constantemente va procurando plenificarse a sí mismo y
cerrar el vacío interno que se hiende en su existencia. Si al llegar aquí seguimos
preguntándonos en qué consiste pues este vacío e inquietud que impulsa al
hombre, si únicamente en su falta de terminación biológica o, en aquella nada que
le amenaza desde dentro y desde fuera, o en algo divino que le desafía e intima,
topamos entonces con los límites de la antropología cultural.
Las afirmaciones de la antropología cultural son afirmaciones significativas
únicamente en el ámbito de las experiencias que tiene el hombre con el hombre.
Si es aquí donde se plantea la pregunta de «¿qué es el hombre?», habrá de ser
respondida en las direcciones citadas. Pero ni incluso esta comparación entre las
culturas constituye tampoco el lugar único del que parte la pregunta, por
importante e insoslayable que sea.

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3. La pregunta surge de la comparación del hombre con lo
divino

De esta comparación surgen las afirmaciones religiosas sobre el destino y la


determinación del hombre, las antropologías religiosas que encontramos en
teología, metafísica y poesía.
En el templo de Apolo en Delfos, estaba escrito el profundo epigrama: Gnothi
seauíon. ¡Conócete a ti mismo! Hacía recordar en este sitio la presencia de lo
eterno: conócete a ti mismo, conoce que eres hombre y que no eres igual a lo
divino. En Homero los dioses se llaman los «inmortales». Al lado de ellos, el
hombre es un «efímero mortal», «el sueño de una sombra». Una etimología pone
a la palabra latina homo en referencia con la raíz humus, tierra. Para el antiguo
testamento el hombre, Adam, ha sido tomado de la tierra, adama. En presencia de
los dioses el hombre se conoce a sí mismo en su no divinidad, en su inferioridad y
su gravidez terrena.
Todavía en la edad media, la palabra humanitas no aludía a la grandeza del
hombre frente a la naturaleza, sino a su pequeñez, capacidad de errar y caducidad
frente a la eternidad de Dios. Antropología religiosa es también la que habla en el
«Canto al destino de Hyperion» de Hólderlin:

Arriba en la luz, en blando suelo, os paseáis, felices genios.


A nosotros en cambio se nos impuso no reposar en sitio alguno; se esfuman,
caen, los hombres sufrientes, en marcha ciega de una hora a otra, como agua de
escollo a escollo arrojada, que por años y años se hunde en lo incierto.

En esta comparación, las respuestas a la pregunta de «¿qué es el hombre?» se


dan a un nivel totalmente distinto del de la antropología biológica y cultural.
La impresión de la verdad y fidelidad eternas de Dios, dice el salmo 116, 11:
«Todo hombre es mentiroso».
Frente a la gloria de Dios, dice el salmo 62, 10: «Un soplo solamente los hijos de
Adán». Y, tras haber alabado a Dios «de eternidad en eternidad», el salmo 90
encuentra que los hombres «no son más que un sueño, como la hierba que a la
mañana brota; por la mañana brota y florece, por la tarde se amustia y seca».
Cuando al profeta Isaías le fue deparada en el templo la visión de la gloria de
Dios, su respuesta fue: «Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de
labios impuros, y entre un pueblo de impuros habito». Con todo, no es sólo el
conocimiento de la indescartable finitud, de la dispuesta caducidad y de la mortal
prevaricación de la existencia humana, lo que se origina de la sobrecogedora
impresión de lo divino. La misma problematicidad de la vida entera, su condición
digna de ser puesta en interrogante, obtiene aquí el lugar radical de su crisis y de
su dignidad. «¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes?», pregunta el salmo
8. En formas muy diversas, pero siempre imposibles de desoír, los hombres han
percibido en la religión la pregunta de «¿qué es el hombre?» como una pregunta
que le es planteada al hombre por Dios, y a la que el hombre tiene que responder
con toda su vida, no pudiendo sin embargo hacerlo. No son ellos mismos quienes

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de por sí han planteado la pregunta, sino que en realidad la han ido
experimentando con sufrimiento.
Han ido experimentándose a sí mismos como los intimados y los fracasantes. Así,
en la historia veterotestamentaria de la caída, Dios llamará: «Adam, ¿dónde
estás?»; y Adam teme y se oculta y toma conciencia de su desnudez en su
vergüenza. En la historia de Caín y Abel, llama Dios: «¿Dónde está tu hermano
Abel?»; y el fratricida se acoge a la protección sólo ficticia de los pretextos: «No
sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?».
En la experiencia religiosa no se ofrece una imagen absoluta del hombre, sino que
se experimenta más bien la radical puesta-en-interrogante del hombre. La religión
no pretende esclarecer el misterio del hombre. El hombre, que en su cultura se ha
conocido y dado a conocer a los demás, viene a resultarse desconocido en estas
experiencias con aquello que está por encima de él y que le sobreviene.
El que vivía su vida en obviedad incuestionada, viene en estas experiencias a ser
para sí propio una cuestión.
«Me he hecho para mí una cuestión», dice Agustín en sus Confesiones.
Me he convertido para mí mismo en campo de fatiga» (x 16, 25).
¡Qué misterio horrendo, Dios mío, qué multiplicidad profunda e infinita! ¿Y esto es
el alma, y esto soy yo mismo?
¿Qué soy, pues, Dios mío?¿Qué clase de ser soy? ¡Una vida tan varia y
multiforme y sobremanera inmensa! (x 17, 16).
Aquí la pregunta «¿qué es el hombre?» no puede ya ser respondida
objetivamente, haciendo referencia a su alma, a sus indigencias o a su capacidad
creadora. Se densifica en una pregunta personal: ¿quién soy yo, Dios mío, ante ti?
En la reconditez de Dios experimenta el hombre la reconditez de sí mismo. Y todo
su seguro autoconocimiento pasa a ser «obra imperfecta», en la confianza en
aquél que lo ha conocido ya y penetrado hasta la profundidad, y en la esperanza
de que «entonces conoceré como soy conocido» (1 Cor 13, 12). La impresión de
la reconditez de Dios se refleja en el conocimiento de la auto-reconditez del
hombre. Por eso, a la esperanza en la revelación de Dios se le une también la
esperanza en el «rostro descubierto del hombre». «Nuestro corazón está
intranquilo en nosotros, hasta que halle en ti la tranquilidad», decía Agustín, dando
así a la antropología religiosa de occidente su expresión universalmente válida.
Vivo, pero no puedo encontrarme en mí mismo. Soy yo el que vive, y sin embargo
no puedo sujetar mi vida, permanecer en mí. El hombre se busca, pero su vida no
puede alcanzar expresión completa en este tiempo de la muerte. Por eso el
hombre sobrepasa infinitamente al hombre (Pascal). En la vida de aquí, el hombre
sigue siendo para sí un problema cuya solución rebasa toda finitud. Sólo en la
llegada de Dios mismo, que pone en interrogante infinito a esta vida de aquí,
puede esperarse el apocalipsis del misterio humano. De ahí que en ninguna de
sus imágenes de hombres se encuentre el hombre a sí mismo ni alcance la
tranquilidad. La intranquilidad de su corazón llevará a una permanente iconoclastia
de la esperanza, contra aquellas imágenes de hombre que pretenden asentarlo y
fijarlo definitivamente.
Esto es antropología religiosa. Lo que hay en ella de religioso, no es tanto el
«sentido y gusto para lo infinito», como Schleiermacher pensó, cuanto la

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experiencia de la crisis en la que lo divino «irrumpe como un puño cerrado en
medio de la vida» (K. Barth 13).
La pregunta religiosa de «¿qué es el hombre?» surge en la comparación del
hombre con lo divino, y en aquellas experiencias a las que denominamos
experiencias religiosas. No se trata de experiencias extrañas de unos hombres
especiales, aun cuando a ellos les debamos su expresión depurada, sino de
experiencias de profundidad, que la mayoría de las veces eludimos en la vida
superficial. Ni la experiencia de esta crisis ni los autoconocimientos que de ella se
originan, pueden reducirse a la antropología biológica o a la cultural. Tienen su
dignidad propia y su miseria propia y su significado especial para la humanidad del
hombre.
Pero esta antropología religiosa no tiene por qué ser ya antropología cristiana, aun
cuando en la historia de nuestro ciclo cultural ambas se hallen muy estrechamente
vinculadas. La antropología cristiana tiene que saber que esta antropología
religiosa se da tanto en su propia tradición como en el exterior, y tiene también
que ponerse en referencia con ella.

NOTA: se han eliminado las notas al pie de página.


Es un extracto/resumen para el uso en clase.

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