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VELIZ CLAUDIO-lateclaenerevista - Com-Endeudados y Culpables
VELIZ CLAUDIO-lateclaenerevista - Com-Endeudados y Culpables
Claudio Véliz procura exhibir en esta nota los vínculos entre capitalismo y religión
a partir del circuito trazado, por autores como Nietzsche y Freud,
entre deuda, culpa y crueldad. Tras recoger los aportes de Walter Benjamin,
Giorgio Agamben y las “máquinas deseantes” de Gilles Deleuze, se interna en los
dispositivos de los que se vale el neoliberalismo para imponer sus políticas
de apertura financiera y disciplinamiento fiscal. No es en absoluto casual –
concluye Véliz– que los gobiernos pro-mercado de nuestro país hayan
incrementado la deuda externa a la par que reducían el gasto social; mientras que
los gobiernos populares, a la inversa, no dudaron en aplicar políticas de
reestructuración, desendeudamiento y expansión de la inversión pública.
Tanto en los textos de Nietzsche como en los de Freud, podemos advertir una estrecha
relación entre la culpa y la deuda, vínculo del cual emerge una tercera en discordia: la
crueldad. Según Nietzsche, lo que subyace al problema de la justicia (como intercambio
entre daño y castigo) es el encuentro entre un deudor y un acreedor conectados por una
promesa, por un pacto de restitución. El culpable es, así, un moroso que no cumple con
el compromiso de retribución y debe pagar por ello con su dolor. Por su parte, el
acreedor, perjudicado por el incumplimiento, le infringe a su deudor un contra-goce, un
“hacer sufrir” (he aquí el nietzscheano ejercicio de la crueldad). En lo que respecta a
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Freud, la conciencia de culpa es una modalidad de la angustia suscitada por la pérdida
(de amor). Cuando un individuo es sorprendido realizando un acto prohibido, se le exige
que renuncie a dicha satisfacción pulsional como condición para obtener el amor
(perdido) del otro: debe pagar mediante la renuncia al placer. La culpa opera como un
dolor psíquico por haber dasafiado al otro, poniendo en juego su amor. Pero hay un
segundo momento al que Freud define como sentimiento de culpa y que alude a la
tensión “interna” entre el yo y una instancia psíquica asumida como autoridad: el
superyó. Es este último el que exige la renuncia pulsional y el cumplimiento de un pacto.
Si el sujeto no cumple con lo pactado, se convierte en deudor-culpable y despierta la
furia de su instancia crítica (el ideal del yo). Es, por consiguiente, el acreedor quien
instaura el pacto, exige la renuncia, erige la ley y condiciona el goce. En tanto, el deudor,
debido a que nunca puede renunciar por completo al objeto prohibido de su deseo,
jamás podrá resolver/redimir su culpabilidad: nunca cesa de pagar con su dolor psíquico.
Si en Nietzsche, el padecimiento del culpable constituye una compensación (cruel) para
el acreedor que ha sufrido el prejuicio; en Freud, el superyó se nutre de un componente
destructivo (pulsión de muerte) que se vuelve hacia el yo con similar crueldad: dicha
instancia psíquica demandante halla compensación en el dolor del yo endeudado. El
castigo que debe sufrir el culpable por haber incumplido el pacto-ley –en virtud de un
goce prohibido, de un despilfarro irresponsable, etc.– puede ser vivido como un goce
masoquista: es el precio que debemos (y deseamos) pagar por nuestra conducta
licenciosa. De este modo, frente a un superyó sádico, el yo deviene masoquista ya que
(en virtud del dispositivo de la culpa y la deuda) aceptamos y hasta celebramos nuestro
sacrificio.
En un texto críptico, inacabado e inédito en vida de su autor (1), Walter Benjamin nos
lega algunas ideas radicales y anticipatorias. Estos esbozos fragmentarios escritos
durante la década del 20 de la pasada centuria, encerraban una inquietante revelación.
Para Benjamin, no hay culto más extremo y sagrado que la “religión capitalista” ya que
no existe ninguna relación humana –sugería el filósofo alemán– que no esté mediada por
la “forma-mercancía”. El capitalismo es un ritual de culto y aquí reside el secreto de su
expansión cuyo carácter ilimitado es la única novedad del siglo XXI. Dicha ceremonia
cultual instaura, al mismo tiempo, la deuda y la culpa. Para colmo, a diferencia de ciertas
religiones monoteístas, el capitalismo es un culto no-expiante y sin dogma: la conciencia
de culpa no solo nunca se repara/expía sino que, además, se universaliza. Por
consiguiente, no debiera extrañarnos que el término alemán más utilizado por Benjamin
(schuld) trasunte ese doble significado: deuda y culpa. El capitalismo –dice este genial
“avisador de fuego”– emergió en occidente como parásito del cristianismo. Así, más que
pensar (como Max Weber) que la Reforma protestante propició el ascenso del
capitalismo, Benjamin afirma que dicha religión reformada se transformó en capitalismo:
se mimetizó con su parásito. El interés práctico más inmediato devino, de esta forma, su
culto más elevado, sagrado y trascendente. Si no tiende a la redención sino a la culpa, si
no alberga la esperanza sino la desesperación, la religión capitalista, lejos de orientarse
hacia la transformación del mundo, se dirige hacia su destrucción.
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Siguiendo la senda trazada por Benjamin, el filósofo italiano Giorgio Agamben se interna
en el vínculo estrecho entre crédito y fe (2). Para ello, se vale de las conclusiones de un
gran estudioso de las religiones como David Flüsser quien aseveraba que la fe (pistis) no
es otra cosa que el crédito del que gozamos ante Dios, el crédito del que goza la palabra
de Dios en nosotros por el solo hecho de creer en él. Para Pablo de Tarso, la fe era lo
que otorgaba credibilidad tanto a la realidad como a lo que aún no existe pero en cuya
emergencia confiamos. En y por dicho suceso hemos puesto en juego nuestra palaba y
nuestro crédito. Creditum –dice Agamben– es el participio pasado del verbo latino
credere: aquello en lo que creemos, en lo que depositamos la fe (le damos crédito); de
modo que en la pistis paulina pervive la “fidelidad personal”. Poner nuestra fides en
alguien implicaba, al mismo tiempo, garantía y auxilio. En virtud de dicha genealogía, se
tornan luminosos y anticipatorios los fragmentarios esbozos benjaminianos: el
capitalismo es una religión cuyos devotos viven sola fide (solo mediante la fe); una
religión en la que el culto se emancipa de todo objeto, y la culpa de todo pecado.
Tampoco la redención aparece en su horizonte ya que solo queda lugar para la pura
creencia, el puro crédito cuya forma es el dinero (autonomizado de todo referente). El
banco pasa a ocupar el lugar de la iglesia ya que se dedica a fabricar dinero, distribuir el
crédito y, de este modo, administrar la fe. Si en la pistis cristiana –afirma Agamben–, el
creyente asume la palabra de Cristo “como si” se tratara de la cosa/el ser/la sustancia, la
religión capitalista elimina el “como si” ya que en ella el dinero es inmediatamente y en sí
mismo, la sustancia. Para decirlo de otro modo: la cosa esperada por la fe cristiana ha
sido destruida por el capital allanando el camino para la “transformación integral del
dinero en mercancía”. Así, el capitalismo instaura una sociedad cuya única religión es el
crédito y, por consiguiente, vive del permanente endeudamiento. Y concluye el filósofo
italiano: “…la Banca es el sumo sacerdote que administra a los fieles el único
sacramento de la religión capitalista: el crédito-débito”.
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Deseo de servidumbre y experiencia del vacío
A comienzos de los años 70, inspirados tanto en la economía política marxiana como en
la genealogía nietzscheana, Deleuze y Guattari revolucionaron el análisis del capitalismo
contemporáneo a partir de una extensa y aguda reflexión sobre las “máquinas
deseantes” que incluía la crítica de los esquematismos psicoanalíticos freudianos con
sus pretensiones universalistas (3). Para la sociedad capitalista –dicen los autores– lo
verdaderamente decisivo (más que la represión del deseo) es que la explotación, la
jerarquía y la violencia avasalladora del capital sean deseados. El capitalismo no solo
despliega una axiomática que exige ser aceptada sino que también produce los sujetos
dispuestos a amar dicha servidumbre. Aquí, los autores recuperan un texto del
psicoanalista austríaco Wilhelm Reich (4) en el cual, lejos de explicar la adhesión de las
masas al fascismo a partir del desconocimiento, la ilusión o el engaño, la atribuye a la
lógica del deseo, al deseo de ser parte de dicha experiencia (autoritaria y salvífica), en
determinado momento y dadas ciertas circunstancias. En todo caso –afirman Deleuze y
Guattari siguiendo a Reich–, de lo que debiéramos ocuparnos es de averiguar por qué
“combaten los hombres por su servidumbre como si se tratara de su salvación”.
Pero volvamos al giro freudiano de los años 20 para introducir algunas pertinentes
reflexiones del psicoanalista argentino Jorge Alemán. Advertíamos en los primeros
párrafos del presente artículo, que Freud había postulado la existencia de una
fractura/brecha infranqueable en la estructura misma de la “civilización”, relacionada con
esa instancia superyoica que se nos presenta como ley. Así –sugeríamos–, el superyó
instaura un movimiento perverso y circular condenando a los sujetos a quedar atrapados
en el circuito de la deuda y la culpa. Cuanto mayor es la ofrenda y el sacrificio exigido por
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la ley, mayor es la deuda y, por consiguiente, la culpa. He aquí la temible alianza entre el
superyó-ley y la “pulsión de muerte”. Claro que frente a dicho quiebre insalvable, Freud
no contempla ningún recurso colectivo sino una “apertura” individual (con la que podría
contribuir la experiencia analítica). La existencia de este malestar irreductible y
constitutivo del sujeto es presentada por Alemán como “la mala noticia que vino a
traerles Freud a los movimientos emancipatorios del siglo XX”: para lograr la
emancipación es imprescindible que el sujeto desee no ser explotado, pero esta
circunstancia se halla en perpetua tensión con su constitución masoquista, es decir, con
esa extraña satisfacción que está “más allá del principio del placer” y que Lacan vincula
con el plus-de-goce (en explícita alusión a la plusvalía marxista). De esta manera, el
sujeto goza con su deuda y su culpabilidad. Alemán –siguiendo a Freud y a Lacan–
sugiere distinguir entre el placer en tanto sensación de equilibrio, desahogo o alivio, y el
goce como elemento perturbador que produce un desajuste e incrementa la tensión. En
los tiempos del capitalismo tardío, las figuras del empresario de sí, el coaching, el
autocontrol, la autoayuda, la optimización o la meritocracia contribuyen a lanzar a los
sujetos más allá de sus posibilidades, es decir, más allá del principio de placer. El
superyó neoliberal (los mercados, las corporaciones, el capital concentrado, el FMI, etc.)
emplaza a los sujetos a la maximización de un rendimiento que siempre excede sus
posibilidades, a un ilimitado plus-de-gozar, al exceso cuya contracara es el incesante
incremento de la deuda y de la culpabilidad. De este modo –tal como afirma el autor de
Pandemónium–, el sujeto del neoliberalismo (nuda vida) se halla “a solas con la pulsión
de muerte” ya que los dispositivos tecno-digitales del capitalismo depredador se han
encargado de aniquilar todos los recursos simbólicos que pudieran
protegerlo/ampararlo/orientarlo. El botón de guerra del capital en el siglo XXI es menos la
apropiación de los frutos del trabajo colectivo, que el sujeto mismo (en tanto potencial
obstáculo contra dicho saqueo). Alemán –fiel a su adscripción lacaniana– pone en duda
la distinción entre un deseo fascista (de servidumbre) y un deseo revolucionario (de
emancipación). Y para argumentar dichos reparos, recurre a la figura del fantasma
(también frecuentada por Louis Althusser), es decir a la idea de que algún objeto o sujeto
podría colmar nuestra fractura e inacabamiento constitutivos, mientras el goce se
constituye como su punto de apoyo, como su pretexto. Por consiguiente, al pretender
“cubrir” una brecha infranqueable, el fantasma obtura la constatación de la falla e inhibe
la deriva de un deseo que supone la experiencia del vacío, de lo insalvable, de lo
incurable. Lacan insinuaba un vínculo entre el deseo y la Até (fatalidad, extravío,
calamidad), además de suscribir la idea (freudiana) de que la tragedia ocupa el primer
plano de nuestra experiencia. Al asumir el vacío, el deseo constituye la única “salida” de
esa instancia superyoica que nos incita a la renuncia, al sacrificio, a la ofrenda en tanto
exigencias “fantasmáticas” requeridas por la ley para obtener la salvación: pagar la
deuda, compensar la falta, remediar la soledad, colmar el vacío.
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La deuda como nueva modalidad de la apropiación
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“común”, etc.) y la producción de subjetividades volátiles y autocentradas. Desde
entonces, tanto el consumo como la salud, la educación o la vivienda dejan de ser
asumidos como derechos humanos/sociales y se transforman en mercados accesibles a
través del crédito. He aquí lo que Lazzarato denomina “la fábrica del hombre
endeudado”. Quizá ahora –tras esta brevísima contextualización histórica– podamos
comprender mejor la sorprendente actualidad de aquellas apreciaciones de Reich
(inspiradas en Freud y recuperadas por los autores del Antiedipo) según las cuales los
hombres luchan por su sumisión como si se tratara de su salvación, poniendo de
manifiesto el deseo de ser arrollados por las violencias y las jerarquías del capital.
Ciertamente –y aunque estamos muy lejos de insinuar aquí una “antropogénesis de la
imbecilidad”– resulta abundante el material bibliográfico y discursivo referido a ese
extraño comportamiento humano que o bien la filosofía política o bien los saberes
populares han designado de modos diversos. Nos resulta tan oportuno como ilustrativo
consignar dicho listado (arbitrario y desordenado): mientras la reflexión teórica se
inclinaba por expresiones tales como: servidumbre voluntaria, moral de esclavos,
síndrome de Estocolmo, colonización epistémica o perversión masoquista; la ironía
plebeya ha preferido caracterizar a sus orgullosos exponentes como idiotas, serviles,
cipayos, lamebotas o colonizados mentales.
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Sacrificio (masoquista), violencia (sádica) y felicidad (imposible)
A diferencia del pecado –lo hemos sugerido–, la culpa es irredimible, imposible de expiar
ya que la lógica del endeudamiento constituye un círculo vicioso sin salida (nos
endeudamos para pagar una deuda impagable). Por consiguiente, el sacrificio también
es inextinguible aunque su exigencia nunca se agota en el presente sacrificial sino que
se halla atravesada por alguna forma de la felicidad eternamente diferida. Lo novedoso
de este tiempo es que hasta el dolor y el sufrimiento suelen resultar placenteros (e
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incluso ser perseguidos/buscados/deseados) cuando permiten evitar un “mal mayor”: el
retorno del populismo, de los proyectos inclusivos y/o de las estrategias redistributivas.
De este modo, el sacrificio se experimenta como una mórbida felicidad ante el infortunio
del otro. Un otro que, desde ya, nunca alude al sacrosanto acreedor, a un organismo de
crédito o al gobierno endeudador (verdaderos responsables de dicha desventura
inagotable) sino a un odiado “compañero de desgracia” identificado como responsable de
las penurias.
Referencias:
(1) Benjamin, W (2014): “El capitalismo como religión”, La llama edic., Madrid.
https://lallamaediciones.files.wordpress.com/2015/01/capitalismo-como-religic3b3n-
web1.pdf
(5) Lazzarato, M (2013): La fábrica del hombre endeudado. Ensayo sobre la condición
neoliberal, Amorrortu, Bs. As.
(6) Precisamente por ello, no debiera sorprendernos que mientras los gobiernos
“neoliberales” (aperturistas, flexibilizadores, ajustadores) no dudan en implementar
políticas de endeudamiento (comenzando por la dictadura cívico-militar y siguiendo por
los gobiernos de Menem, De la Rúa y, muy especialmente, el de Mauricio Macri) con
todos sus canjes, megacanjes, reperfilamientos y patrullajes fondomonetaristas; los
gobiernos populares optan por el desendeudamiento, la reestructuración de las deudas,
y las políticas productivistas basadas en la demanda interna (como en el caso de los
gobiernos kirchneristas y el actual de Alberto Fernández). Quizá resulte pertinente
mencionar que desde el empréstito fraudulento de la Baring Brothers hasta la inédita
catástrofe de deuda y fuga instrumentada por el macrismo, el único gobierno que logró
niveles de endeudamiento externo iguales a cero fue el de Juan Domingo Perón.
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